Jane Eyre

Zañartu

1

Aquel día amaneció muy frío. Me alegré de no poder salir porque no me gustaban los paseos largos, y sobre todo en esas tardes tan invernales. Regresábamos al anochecer, y yo volvía con los dedos agarrotados, entristecida por los regaños de Bessie, la niñera, y humillada por la conciencia de mi inferioridad física. Elisa, Juan y Georgina Reed se sentaban en el salón con su madre, junto al fuego. Mi tía parecía sentirse feliz y no me permitía unirme al grupo, diciendo:

–Siento que no puedas tomar parte de nosotros; pero mientras Bessie no me informe que has cambiado tus modales, tendré que excluirte de los privilegios reservados a los niños obedientes y buenos.

–¿Y qué ha dicho Bessie de mí? –pregunté al oír eso.

–Jane, no me gustan las niñas preguntonas. Siéntate por ahí y permanece en silencio.

Me refugié en un comedorcito que estaba al lado del salón y en el cual había gran cantidad de libros. Tomé uno de ellos que tenía muchas láminas y me sentía feliz a mi modo. Sólo temía ser interrumpida, lo que sucedió pronto. La puerta del comedor se abrió.

–¡Eh, tú, doña Estropajo! –gritó Juan. Luego al no ver a la niña, la que se encontraba en un rincón, dijo–: ¡Lisa, Gina! Díganle a mamá que la tonta de Jane salió con este día tan lluvioso.

Yo deseaba que no descubriera mi escondite, pero Elisa, que entró en ese momento, dijo:

–Búscala detrás de las cortinas, Juan. Estoy segura de que está allí. Salí inmediatamente, temiendo que Juan me sacara a rastras.

–¿Qué quieres? –pregunté con temor.

–Debes decir: ¿Qué desea, señor Reed? –repuso él sentándose en un sillón y ordenándome con un gesto que me acercara.

Juan Reed era un muchacho de catorce años, cuatro más que yo. Pero estaba demasiado desarrollado para su edad, su piel era fea y áspera, sus facciones toscas y sus extremidades muy grandes. Comía sin límites, lo que lo ponía bilioso. Debía haber estado en el colegio, pero su mamá lo había traído a casa por un mes o dos a causa de su delicada salud.

El no sentía mucho cariño por su madre ni por sus hermanas, y por mí tenía una marcada antipatía. Siempre estaba castigándome; cuando se me acercaba, mis nervios se ponían en tensión y un escalofrío recorría mi cuerpo. Los sirvientes jamás se pondrían en su contra por defenderme y la señora Reed era sorda y ciega al respecto. Al parecer, ésta nunca lo vería golpearme o insultarme, aunque lo hiciera en su presencia.

Acostumbrada a obedecer a Juan, me acerqué al sillón. Durante tres minutos estuvo insultándome con todas las energías de su lengua y cuando terminó me dio un empujón que me hizo tambalear.

–¿Qué hacías detrás de la cortina? –me preguntó.

–Leía.

–A ver el libro.

Lo traje desde la ventana y se lo pasé.

Tú no tienes que tomar nuestros libros. Mamá dice que tu padre no te dejó nada, y no tienes derecho a vivir con hijos de personas distinguidas como nosotros; no debes comer la misma clase de comida que nosotros ni vestirte a costa de mamá. Yo te enseñaré a no tomar mis libros, porque estos libros son míos.

Todo lo que hay en la casa me pertenece o me pertenecerá dentro de pocos años. Ahora párate cerca de la puerta.

Le obedecí sin comprender sus intenciones, y cuando lo vi con el libro en la mano, presentí que iba a tirármelo y quise correr, pero ya era tarde. El libro me dio en la cabeza y comencé a sangrar. El dolor era tan agudo que el terror se apoderó de mí y me asaltaron otros sentimientos.

–¡Malvado! –exclamé–, asesino, negrero, emperador romano...

Yo había leído la Historia de Roma escrita por Goldsmith, y ya tenía mi opinión sobre Calígula y Nerón. E incluso había hecho comparaciones, pero nunca pensé que las diría.

–¡Cómo! –exclamó Juan–. Elisa, Georgina, ¿la han oído? Voy a contárselo a mamá. Pero antes...

Se arrojó sobre mí, me tiró el pelo y me pegó con furia. El dolor me obligó a defenderme y respondí a sus golpes enérgicamente. No sé lo que hice, pero lo oí gritar.

–¡Condenada! ¡Perra!

No tardó en recibir ayuda. Su madre apareció en la escena, seguida de Bessie y de Abbot, la sirvienta. Nos separaron y oí decir: ¡Con qué furia pegaba esa niña al señorito Juan!

–Llévenla al cuarto rojo y enciérrenla en él –ordenó la señora Reed. Varias manos me sujetaron y arrastraron hacia las escaleras.

2

Me resistí, lo que ayudó a la mala opinión que Bessie y Abbot tenían de mí. Estaba fuera de mí. Comprendía, además, las consecuencias que traería mi rebeldía.

–Cuidado con los brazos, Abbot, parece una gata.

–¡Qué vergüenza! –exclamó la sirvienta–. ¡Pegar al hijo de su benefactora, señorita Eyre! ¡A su señorito!

–¿Mi señorito? ¿Acaso soy sirvienta?

–Menos que una sirvienta, porque ni siquiera se gana el pan que se come. Siéntese aquí y reflexione sobre su mal comportamiento.

Mi primer impulso fue ponerme en pie, pero las dos mujeres me lo impidieron.

–Si usted no se sienta tranquila, habrá que amarrarla –dijo Bessie–. Abbot, présteme sus ligas. No puedo quitarme las mías, porque tengo que sujetarla.

–No necesitan atarme, no me moveré –dije– y como garantía me senté voluntariamente.

–Más le vale –repuso Bessie, y cuando estuvo segura de que yo no me rebelaría, me soltó, y ambas me miraron como dudosas de mi cordura.

–Nunca había hecho una cosa así –comentó Bessie, volviéndose a la sirvienta.

–Pero, en el fondo, su modo de ser es ése –replicó la otra–. Siempre le he dicho a la señora que es una niña de malos instintos.

Bessie no contestó, pero se dirigió a mí:

No debe olvidar, señorita, que tiene que estar agradecida de la señora Reed; ella la mantiene y si la echara de la casa, usted tendría que irse a un asilo.

No contesté a esas palabras. No eran nuevas para mí, las estaba oyendo desde que tenía uso de razón.

–Y no debe igualarse con los hijos de la señora, aunque ella le dé el mismo trato –añadió Abbot–. Ellos tienen dinero y usted no tiene nada. Debe ser humilde y procurar hacerse agradable a los Reed.

–Se lo decimos por su bien –dijo Bessie, con más suavidad–. Debe tratar de ser buena y amable.

–Además –aseguró Abbot–, Dios la puede castigar. Vámonos Bessie. Rece, señorita Eyre, y arrepiéntase de su mala acción, porque si no, puede venir un fantasma por la chimenea y llevársela.

Se fueron y cerraron la puerta.

El cuarto rojo se usaba rara vez; a menos que hubiera muchos invitados. Había en él un lecho con columnas de caoba, en el centro de la habitación, cubierto por cortinas de damasco rojo, como un tabernáculo. Las dos grandes ventanas permanecían con sus cortinas siempre corridas, la alfombra era roja y la mesita situada junto a la cama estaba cubierta con un paño del mismo color.

Hacía nueve años que el señor Reed había muerto en esa misma habitación. Allí estuvo su tío hasta que se llevaron su ataúd.

No estaba segura de que las dos mujeres hubieran cerrado la puerta al marcharse. Me atreví a levantarme para comprobarlo. ¡Ay, sí!, la encontré cerrada herméticamente. Al retroceder pasé ante el espejo, mi mirada fascinada, involuntariamente, se fijó en el espacio que reflejaba; todo parecía tan frío y más sombrío de lo que era en realidad, y mi extraña figurita, mirándome con su rostro pálido y los ojos brillantes de miedo, se me figuraba un espíritu, uno de aquellos seres, entre hadas y duendes, de que Bessie hablaba en sus historias.

Volví a mi asiento.

Mi rebeldía me sostenía aún y me daba fuerzas para soportar aquel injusto castigo.

En mi mente se agitaban las violencias de Juan Reed, la orgullosa indiferencia de sus hermanas, la parcialidad de los sirvientes.

¿Por qué siempre sufriendo, siempre acusada, siempre condenada? ¿Por qué no agradaba nunca a nadie? Elisa, testaruda y egoísta, era respetada. A Georgina, caprichosa e insolente, todo se le perdonaba. Su belleza, sus mejillas rosadas y sus rizos dorados encantaban a cuantos la veían y le pasaban por alto todas sus faltas. Juan no era jamás reprendido ni mucho menos castigado, aunque torciese el cuello a los pichones o matase a las crías de los pavos reales, maltratase a los perros y arrancase los botones de las plantas más delicadas del invernadero. Llamaba vieja a su madre, jamás le hacía caso y, sin embargo, para ella era su querido Juanito. Yo no hacía nada malo, trataba de cumplir con mi deber, pero me consideraban perezosa, inútil, sucia y traviesa y se me reprendía de la mañana a la noche.

Tuvieron que pasar muchos años para que yo comprendiera lo sucedido aquella horrible tarde.

El día empezaba a alejarse del cuarto rojo. Eran ya más de las cuatro, y el crepúsculo se acercaba con rapidez. Se oía el golpeteo de la lluvia en las ventanas. Yo estaba helada hasta los huesos y sentía que iba perdiendo el ánimo, mi energía desaparecía. Y caí en mi acostumbrada humillación. Todos decían que yo era tan mala, acaso era esto lo cierto.

No recordaba nada del señor Reed, sólo sabía que era tío, hermano de mi madre, y que me llevó a su casa al quedarme huérfana; que en sus últimos momentos hizo prometer a su esposa que me trataría como a sus propios hijos. Sin duda, ella pensó que podría cumplir su promesa, y quizá la cumplió todo lo bien que pudo, dado su carácter, sin dejar de establecer la diferencia entre una extraña, a quien no podía querer, y sus propios hijos.

No dudaba de que si mi tío hubiera estado vivo, me habría tratado bien. En aquel instante, un resplandor se fijó en la pared y quise creer que sería la luz de la luna que entraba por las rendijas de la ventana; pero la luz de la luna no se mueve, y aquella claridad cambiaba de sitio. Mi corazón latía y sentía fuego en la cabeza. Creí sentir un rumor de alas que volaban acercándose y algo que me oprimía,