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Compañeras de viaje
Compañeras de viaje
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Libro electrónico214 páginas3 horas

Compañeras de viaje

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En este nuevo libro de relatos -el quinto- de Soledad Puértolas, la autora centra su atención en una serie de personajes femeninos que, por diversas razones, acompañan a alguien -generalmente, un hombre, muchas veces el marido o el amante- en un viaje que, en principio, no les concierne, pero que propicia episodios reveladores de lo que son y de la relación que mantienen con el otro. Con estas dos coordenadas, las mujeres y los viajes, Soledad Puértolas construye una sucesión de narraciones que exploran el papel que unos tenemos en la vida de los otros y que se percibe con mayor claridad cuando los escenarios habituales de nuestras vidas se cambian por lugares desconocidos. 

Las circunstancias pueden ser muy distintas, la mujer puede encontrarse en el coche que conduce su marido camino del veraneo familiar, o en un tren, rodeada de estudiantes, hacia un Londres enigmático donde le esperan empleos de cuidadora de niños, o en una ciudad californiana, donde el marido acude a la universidad mientras ella, ociosa, se busca ocupaciones, o en París, Nantes, Turín, Seúl, o en un velero que compite en unas regatas... Esta mujer, personaje secundario, la acompañante del viajero, toma de pronto la palabra y nos da su interpretación, o el mismo narrador se fija en ella y la convierte en la verdadera protagonista de la historia.

El lector acaba por descubrir en el interior de estas mujeres soñadoras, inquietas y temerosas un extraño empeño, una rara obstinación por ser ellas mismas, signifique eso lo que signifique. Y participa de esos momentos de intensa felicidad, de fugaces revelaciones, que inesperadamente obtienen y que en definitiva es lo que todos esperamos de los viajes. Lejos de los escenarios de nuestra cotidianidad, en otro tiempo -algunas veces, incluso en otra franja horaria-, se puede sentir la sombra oscura del desamparo, pero también -y esa ilusión nos compensa momentáneamente de toda penalidad- el dulce resplandor de la libertad.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 mar 2010
ISBN9788433932952
Compañeras de viaje
Autor

Soledad Puértolas

Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947) reside en Pozuelo de Alarcón (Madrid). En Anagrama ha publicado doce novelas: El bandido doblemente armado (Premio Sésamo), Burdeos, Todos mienten, Queda la noche (Premio Planeta), Días del Arenal, Si al atardecer llegara el mensajero, Una vida inesperada, La señora Berg, Historia de un abrigo, Cielo nocturno, Mi amor en vano y Música de ópera; ocho libros de cuentos: Una enfermedad moral, La corriente del golfo, Gente que vino a mi boda, Adiós a las novias, Compañeras de viaje, El fin, Chicos y chicas y Cuarteto; dos volúmenes de textos autobiográficos: Recuerdos de otra persona y Con mi madre; y los ensayos La vida oculta (Premio Anagrama) y Alma, nostalgia, armonía y otros relatos sobre las palabras, este último escrito junto con Elena Cianca. Sus obras han sido traducidas a numerosos idiomas. Miembro de la Real Academia Española, ha sido galardonada con premios como las Letras Aragonesas, José Antonio Labordeta y Liber, entre otros.

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    Compañeras de viaje - Soledad Puértolas

    Índice

    PORTADA

    MÚSICA

    DOS HOMBRES

    «AU PAIR»

    COMIDA COREANA

    MACARENA

    DESPACIO

    ENFERMEDAD

    RESTOS

    ESPEJOS

    PULSERAS

    REGATAS

    ROPA USADA

    JOE CAMINO

    MASAKO

    OTOÑO DE 1968

    CRÉDITOS

    Para Polo,

    viajero estratosférico

    MÚSICA

    Cuando llegaba el verano y los niños eran pequeños, empezábamos a pensar en el largo viaje a Galicia, en todos los problemas que el viaje planteaba. Antes de nada, habría que decidir, un año más, si iríamos a la casa familiar o buscaríamos algo por nuestra cuenta. Los inconvenientes de ir a la casa familiar eran obvios y, si un año íbamos, al siguiente no nos quedaba el menor atisbo de ganas de volver. Pero buscarnos la vida por nuestra cuenta tampoco era un asunto sencillo. Había que ponerse a pensar meses antes de que llegara el calor y nos dejara atontados y sin recursos, de lo contrario, ya estarían comprometidas las casas de alquiler más interesantes. Por falta de previsión, tuvimos que pasar más de un verano en Madrid, haciendo breves escapadas a un lado y a otro.

    Una vez tomada la decisión de pasar el verano en Galicia, ya fuera en la incierta casa de alquiler apalabrada hacía meses o en la agobiante casa familiar, estaba el asunto del coche. Durante aquellos años, fuimos propietarios de una sucesión de coches, a cual más quebradizo. En diferentes tramos del largo viaje a Galicia, aquellos coches se detenían, con una insultante falta de consideración sobre la posibilidad de que hubiera o no talleres de reparación cerca. O de que fuese domingo y estuvieran todos cerrados. Hubiéramos debido viajar siempre en días laborables, por el asunto de los talleres. Pero cada vez que emprendíamos el viaje, nos olvidábamos de la amenaza de la avería –bastantes cosas teníamos que resolver antes de ponernos en marcha– y nos lanzábamos a la carretera, casi siempre en domingo para evitar los camiones.

    Uno de los coches que más problemas nos dio fue un viejo Saab que había pertenecido al padre de mi marido. Era un coche muy bonito, marrón metalizado, que nunca funcionó del todo bien, era el típico coche del que se decía que había salido mal. Pero nos gustaba mucho, no sólo porque tenía una línea muy elegante, sino porque era grande y cómodo. Hasta el momento, habíamos tenido un Seat 800, un Diane y un Seat 127.

    En el viaje que se destaca ahora en mi memoria, uno de los inevitables y larguísimos viajes con avería, viajábamos dos adultos –mi marido y yo– y tres niños, mis dos hijos, de dos y siete años, y un amigo del mayor. No llevábamos el remolque con el pequeño velero de mi marido, que, junto con los perros, se incorporó a nuestro viaje, también con avería, del siguiente año, cuyo punto de destino fue el más lejano de todos –habíamos alquilado una casa al borde del arenal de Abelleira, junto a la ría de Muros–, y que fue uno de los veranos más tranquilos y felices de aquella época. Pero en esta ocasión nos dirigíamos a la casa familiar.

    El coche estaba abarrotado, lleno de maletas y bolsas, y yo no podía evitar pensar en nuestro parecido con la popular historieta de la última página del TBO, «La familia Ulises», que tanta vergüenza ajena me había producido cada vez que mis ojos se topaban con ella, en aquellas remotas mañanas de domingo de mi infancia, cuando la lectura del TBO era un rito en el que pensaba, ilusionada, durante la interminable semana colegial. Al fin, el rito se cumplía, aun cuando yo todavía tenía que esperar un poco más, mientras me distraía con cuentos también comprados en el quiosco, después de misa, porque el TBO no llegaba a mis manos hasta que mi hermana no lo había leído de cabo a rabo. Los dos años que la separaban de mí le concedían, entre otros, el privilegio de ser ella la primera en leer el codiciado TBO. Yo esperaba, resignada, algo resentida, pero sabía que al fin el TBO sería enteramente mío, por mucho que mi hermana se demorara, quizá para hacerme rabiar. Pero la familia Ulises me producía un gran rechazo. Era absolutamente grotesca. Siempre andaban de un lado para otro, todos juntos, niños, mayores, ancianos, animales –el pavo de Navidad, una gallina que luego serviría para hacer caldo, un loro que alguien les había regalado o encasquetado a última hora...–, camino de quién sabe qué lugar, el pueblo del padre o de la madre. Se desplazaban en una pequeña camioneta que llenaban hasta el techo, sobre el que luego colocaban toda clase de bultos, atados con cuerdas variopintas. Parecía mentira que al fin cupieran todos en aquella traqueteante camioneta –más bien era como un autobús de los de entonces, pero en pequeño– que levantaba a su paso manifestaciones de burla. La familia Ulises, evidentemente, no era un modelo apetecible. He aquí que, al cabo de los años, yo estaba representando una de las escenas más recurrentes de aquellas historietas.

    Como la mayoría de los niños de la época, mis hijos tenían pasión por la música. Sus gustos musicales no coincidían, porque pertenecían a generaciones distintas, por lo que surgían inevitables peleas para establecer turnos más o menos equitativos para sus casetes. Pero en aquel viaje el pequeño era aún muy pequeño y todos nos plegamos a los dictados musicales de mi hijo mayor, y, más aún, a los de su amigo, que sentía fervor por Simon y Garfunkel.

    Parecía que, entre empujones, las migas de pan de los bocadillos, las salpicaduras pegajosas de la coca cola, la música machacona, combinado todo con la eterna pregunta, ¿cuánto queda?, el viaje estaba resultando un éxito –habíamos atravesado ya Castilla–, cuando, en Verín, donde habíamos parado para tomar nosotros un café y los niños sus refrescos y sus tigretones y panteras rosas –aquellos espantosos bollos rellenos de crema de chocolate o de fresa a los que eran adictos–, el motor no quiso, después del breve descanso, volver a funcionar. Era una de las averías clásicas del Saab, por lo que no suponía una verdadera sorpresa, pero eso aún la hacía más fastidiosa, ¿cómo habíamos sido tan imprudentes?, ¡no hubiéramos debido parar!

    Debían de ser alrededor de las seis de la tarde, hora más, hora menos. Un calor de muerte. Por fortuna, no era domingo y encontramos un taller. Llamamos por teléfono desde el bar, vino la grúa y se llevó el coche averiado. Mi marido se fue con él. Los niños y yo nos quedamos en el bar. Aquel rato a mí se me hizo interminable, pero no a los niños, que se gastaron todas mis monedas en la máquina de los discos, de la que una vez, por error, salió una ranchera cantada por Rocío Dúrcal que, por alguna razón, les gustó, y durante ese verano y el siguiente, el de Abelleira, siempre que íbamos a un bar la buscaban en la máquina y nunca dejaban de ponerla al menos un par de veces. Al cabo, apareció mi marido y nos comunicó que, como ya era muy tarde y había que ir a buscar no sé qué pieza a no sé qué lugar, el coche no estaría listo hasta la mañana siguiente. Había que hacer noche en Verín, lo que suponía, por encima del trastorno, un claro desequilibrio para nuestro presupuesto.

    No sé si era finales de julio o principios de agosto, en todo caso no resultó fácil encontrar habitaciones. Al fin, en el parador nacional nos ofrecieron un acomodo de urgencia –eso dijeron– en un ala que aún no se había inaugurado. El parador se encontraba a unos kilómetros del centro de Verín. Tuvimos que ir al taller a coger parte del equipaje, lo que necesitábamos para pasar la noche. Los niños, no sólo sus bolsas, sino toda su música. Un gran transistor y las innumerables casetes. Un taxi nos llevó hasta el parador.

    Curiosamente, las horas pasadas entre la cafetería, el taller y el taxi, con mi hijo pequeño en brazos y a veces llorando, cansado o aburrido, y mi hijo mayor y su amigo pidiéndome constantemente monedas para la gramola y jugando a perseguirse, a empujarse, a hacer rabiar al pequeño, me traen ahora un aire placentero, como si todos esos lapsos de tiempo no hubieran estado impregnados de inquietud ni de cansancio. Quizá sea porque estoy segura de que tanto mis hijos –a pesar del llanto esporádico del pequeño– como el amigo del mayor se lo pasaron muy bien y yo, con el tiempo, haya hecho mío su bienestar.

    Luego, en la habitación destartalada del parador nacional, pusieron su música. El «Puente sobre aguas turbulentas», cien veces más. Tengo la vaga idea de que mi marido, a la hora de la cena, se llevó a los mayores al comedor y yo me quedé en el cuarto con el pequeño. Imagino que nos traerían algo para cenar. Cuando ya estaban los niños, los tres, en la cama, dejamos abiertas las puertas de los cuartos –no había nadie más en aquella ala, era cierto, como nos habían dicho, que aún no estaba terminada del todo y que habían preparado las habitaciones sólo para nosotros– y salimos a respirar el aire de la noche.

    Recuerdo ese momento de calma en la noche estrellada y la sensación de que todo estaba en orden y que, en medio de todo, era bueno que el viaje durara tanto. Pero lo recuerdo con música de fondo, no con la que ponían en el radiocasete del coche nuestro hijo y su amigo, ni siquiera con la que, en cuanto tenía una oportunidad, ponía mi marido, las inacabables canciones de Bob Dylan.

    ¿Qué música suena allí, alrededor de este recuerdo? Era una música lejana, como si viniera de un merendero, de una fiesta al aire libre, una música que no tenía nada que ver con nosotros, y quizá por eso la retuve. Era una música que se dirigía a mí, hacia el centro de mi ser. Vagamente pensé, mientras me llegaban oleadas de aquella música que no era la que le gustaba a mi marido ni a mis hijos ni a sus amigos, que a mí no me había dado tiempo de saber qué clase de música me gustaba.

    Aún era muy joven y no lo sabía. Sentí nostalgia por la parte de mi juventud que había dejado atrás, por fiestas al aire libre que no había vivido, por un tocadiscos instalado sobre una mesa baja en el garaje de una casa de verano una noche con olor a mar. Y me dije que había algo en esos viajes interminables que estaba bien, que me gustaba.

    DOS HOMBRES

    No salgo de la depresión y Jon, mi marido, decide que nos vayamos de viaje. Ya nadie sabe qué hacer conmigo. Un cambio de escenario, a veces, funciona.

    Después de la muerte de mi madre, se me han ido las ganas de vivir. Siento una pena tan profunda que no puedo llamarla pena, sino dolor. Me paso el día en la cama y por las noches me instalo en el sofá. Pero no duermo. Ni de día ni de noche. Apenas pruebo bocado. Sólo lloro.

    –No llores, no se arregla nada llorando –dice Jon.

    –No puedes pasarte el día en la cama –dice otra vez.

    Todo son negaciones, mandatos, no hagas esto, no puedes hacer esto otro, tienes que salir a la calle, tienes que esforzarte.

    –¿Es que yo no cuento?, ¿no soy nada para ti? –pregunta Jon, indignado, al borde de la cólera.

    No puede más. No soporta mi dolor. Quiere confiar en el viaje, en el cambio de aires.

    Por primera vez, al salir de casa en dirección al aeropuerto no tengo miedo de perder el avión, da igual la hora a la que lleguemos, no siento ninguna inquietud. Voy como una sonámbula de un lado para otro.

    La habitación del hotel me produce la misma sensación de frío que me han producido siempre todas las habitaciones de los hoteles. Pero es mi único refugio frente al mundo. Me quedo todo el día encerrada en la habitación. No quiero salir a la calle, no quiero bajar al vestíbulo, siempre lleno de gente. Tampoco tengo ganas de ir a la piscina y tomar el sol o nadar, no me gusta comer en los restaurantes. La gente me da miedo. Me siento terriblemente insegura, como si todos estuvieran en mi contra, espiándome, dispuestos a decirme que me he equivocado, que esto no se hace, que por aquí no es. Prohibiciones, censuras, eso es lo que hay ahí fuera.

    Jon se da por vencido y hace su vida.

    Yo misma lo había llegado a pensar: todo eso –el miedo– era debido a haberme pasado tanto tiempo sin apenas moverme. Pero, fuera de casa, la situación no mejora. De hecho, siento que ha empeorado, ya no tenemos esta salida, irnos de viaje.

    Al cabo de dos días, regresamos a casa.

    –A lo mejor –dice un día Jon– deberías alejarte de todos nosotros, no sólo de esta casa. Quizá deberías irte de viaje con una amiga. Ya hemos probado a viajar juntos tú y yo y no ha dado resultado. Quizá necesites estar sola.

    Ya estoy sola, muy sola, ¿cómo va a ser eso lo que necesito? Sin embargo, Jon lo organiza todo. Llama a mi amiga Marga y le plantea el asunto. Marga le dice que está completamente de acuerdo, que debo alejarme un poco de ellos, de mi familia, recuperar algo, una especie de alegría por la vida cuyo símbolo es la juventud, una vida sin ataduras. Está segura de que este viaje me sentará bien.

    Al cabo de unos días, Jon nos deja a Marga y a mí en el aeropuerto. Tomamos un avión con destino a Canarias.

    Durante el trayecto, en la sala de espera del aeropuerto, mientras avanzamos por los largos pasillos, en el avión, Marga no para de hablar. No sé cómo puede vivir con ese torrente de palabras dentro de ella. Si sale de su boca, es que lo tenía dentro, ¡qué de historias!, y ¡cuántas otras cosas que no llegan ni a ser historias, retazos, atisbos, simplemente parrafadas, no siempre con sentido...! Cuanto más habla ella, menos ganas de hablar tengo yo. Marga está incapacitada para escuchar. Habla y habla y todo va quedando perfectamente claro para ella. Unas personas son así, otras asá. Unas veces pasa esto, otras, esto otro. El suyo es un mundo de colores vivos, de fuertes contrastes. Parece grande, pero es un mundo muy pequeño, un mundo que se va encogiendo mientras ella lo escudriña y lo analiza todo. Sí, ésta es la cualidad de Marga: lo reduce todo a cosas minúsculas y, a la vez, inagotables. Es lo pequeño llevado al infinito.

    Como todo lo que hace Marga responde a un propósito determinado, sabe muy bien para qué estamos haciendo este viaje: tengo que curarme de mi depresión, y, naturalmente, tiene que ser un éxito. En Marga no cabe la duda. Se lo ha prometido a Jon. Y Marga es una mujer de palabra. Más aún cuando se la da a un hombre. No lo puede evitar. Aunque se declara profundamente feminista, se toma a los hombres muy en serio. Todos son prometeos en potencia. Los hombres, dice, tienen una clase de fuego, así son las cosas, el fuego es suyo, de los hombres.

    Sería inútil entrar en discusiones con Marga. Cuando llega a una conclusión, cierra las puertas. ¿Y quién soy yo, una mujer deprimida, para negar que los hombres no sean dueños del fuego?

    Si hay algo con capacidad de transformar, repentinamente, el mundo, ese algo es el fuego. Un árbol arde, una casa arde, y se acabó. Transforma y aniquila, pero eso es otra historia, dejemos de momento la aniquilación. Además, ¿quién teme la aniquilación cuando está hundido en el más profundo dolor?, ¡la aniquilación es un alivio! Esto era lo que Marga se proponía: que un hombre –un hombre que, por supuesto, no fuera Jon, los maridos no resultan apropiados para estos casos límite– encendiera de nuevo en mí la mecha de la vida. Ésas eran las intenciones de Marga y no hacía falta que me las comunicara ni que me las razonara, era sumamente obvio. Marga no es persona que vaya con segundas. Ella dice lo que siente, lo que piensa, y actúa con toda coherencia. A quien no le guste su forma de ser, que se aparte de su camino. Naturalmente, hay que gente que lo hace. La conocen, pasan unos días con ella, una temporada, y se van para siempre. Yo también me harto de ella de vez en cuando, pero, al cabo, nos reencontramos y recuperamos el hilo de la amistad, de no sé qué confianza básica que existe entre nosotras, como si nunca lo hubiéramos perdido.

    Uno de los temas de conversación del largo trayecto hacia Las Palmas –se me hace eterno, aunque no tengo ninguna prisa por llegar– tiene por sujeto principal a un hombre, claro. Se llama Jaime Medina y nos irá a recoger al aeropuerto. Lo que se me va haciendo cada vez más claro es que hemos escogido este destino por su causa. Marga hace ahora un recuento de todos los hombres solteros o disponibles que conoce y, tras examinarlos bien, se ha decantado por Jaime. Las Palmas, en todo caso, es un buen destino.

    Todos estos hombres en quienes Marga ha pensado para mi curación han sido, más o menos, amantes suyos. En algunos casos lo dice claramente. En otros, no. Y, dada la forma de ser de Marga, tiendo a pensar que si no lo dice con claridad es porque, de pronto, algo se frustró y las cosas se quedaron así, a medias. Con Jaime Medina, llegó hasta el final. Es un hombre inteligente, culto, amable. Como para casarse con él, sí. ¿Por qué no lo hice?, se pregunta ahora Marga, ¿por qué no me casé con Jaime Medina? Pues no lo sé, confiesa, con cierta perplejidad, pero básicamente desinteresada ya, hay cosas que se te

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