Chapter Text
Ya llevaba varios meses de visitas regulares al bosque cuando la duda se plantó por primera vez en su cabeza. En ese entonces las tardes de verano pasaban veloces, entre los deberes de la escuela dominical, el trabajo en la tienda de su familia y sus escapadas esporádicas. La joven, por su parte, siempre parecía estar ocupando su tiempo productivamente, ya fuese recolectando hierbas y frutos, zurciendo su ropa o tejiendo en preparación a las estaciones frías. Cuando se reunían, Francisco solía ayudarla en lo que fuera que estuviera haciendo. Y luego se quedaba otro rato más, solo para observarla jugar con Lipi hasta que el perro se recostaba sobre la hierba con la lengua afuera y la dicha brillándole en su único ojo.
No había vuelto a visitar la casa de la muchacha desde esa noche, ni tampoco había mostrado interés en hacerlo. Había algo particularmente íntimo en el hogar de una doncella solitaria que le impedía siquiera invocar el pensamiento. Sin mencionar que, al menos a sus ojos, la cabaña estaría siempre asociada al bochornoso recuerdo de su pasado ingrato, y la noche en la que perdió por completo los estribos. No, Francisco estaba demasiado acostumbrado a su rutina como para buscar impulsar cambios innecesarios. Y tal parecía que la niña coincidía en este respecto.
El problema llegó la tarde en que no encontró a la joven en el lugar de siempre. Lipi había atravesado la colina corriendo, con la esperanza de saltar directo en su regazo si la encontraba inatenta, y se había sorprendido tanto como él al descubrir la colina completamente vacía. Habían continuado bosque adentro, atravesando entre pehuenes, robles y aromos hasta llegar al riachuelo; y luego un poco más adentro, perdiéndose entre los matorrales de murta y maqui. Nada. No había rastro de la bruja en ninguna parte, lo que, tomando en consideración que esta no solía alejarse de sus tierras, resultaba de lo más extraordinario.
Solo quedaba un lugar donde buscar.
Rendido, Francisco dirigió sus pasos de regreso a la cabaña de la muchacha, con la inquietud mordiéndole los talones. No podía evitar preocuparse ante su desaparición. Viviendo sola en medio del bosque, sin compañía alguna ni nadie que velase por ella, si sufría un accidente o contraía una enfermedad su destino quedaba en manos de la suerte. ¿Y si se había tropezado y ahora estaba inconsciente en algún lugar perdido del bosque? ¿O si no podía levantarse de su lecho por la fiebre? ¿Si había sido atacada por algún animal salvaje? ¿O había estado demasiado cerca de un árbol inestable? ¿Qué sería de ella si es que no llegaba a tiempo?
Con esas ideas en mente fue que Lipi y él se encontraron frente a la pequeña cabaña en menos de un santiamén. Bajo la luz del día, Francisco pudo notar todo lo que había pasado por alto esa noche de invierno; sus paredes ligeramente torcidas de madera rojiza, las tejas negras abrigadas en musgo y las ventanas que adornaban sus dinteles con macetas llenas de flores. Aunque pequeña y sencilla, transpiraba un aire tan hogareño que resultaba fascinante. Pero, por desgracia, no era el momento para detenerse a examinar a detalle su arquitectura.
Sin perder el tiempo, Francisco caminó los pocos pasos que le separaban de la puerta y dio algunos golpes, esta vez mucho más razonables que los de su primera visita. Cuando solo el silencio le respondió, volvió a intentarlo con más fuerzas. Y luego una vez más, para asegurarse que no hubiese posibilidad que su llamado no fuera escuchado.
Algo debía ir mal. Sino no se explicaba la desaparición de la joven. Intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada. Luego trató de mirar por las ventanas en búsqueda de su silueta desmayada sobre el piso de madera, pero no pudo hallar más que un par de abejorros resguardándose entre los pétalos de las orquídeas, que rezongaron disgustados al ver interrumpidas su siesta. Tal parecía que la muchacha no se encontraba dentro de la casa, ni en ningún otro lado. Lo que solo lograba aumentar la inquietud de Francisco.
Desesperado, abrió la boca dispuesto a llamarla a los gritos, cuando de repente cayó en la cuenta de un ligero problema.
No conocía el nombre de la niña.
De hecho, en todo ese tiempo que llevaban viéndose, ni siquiera se le había ocurrido preguntarle al respecto; lo que resultaba de lo más lamentable. Por supuesto, era evidente que la joven debía tener un nombre. Todo ser viviente, fuese humano, animal o vegetal, tenía uno propio; y Francisco dudaba mucho que las niñas injustamente tratadas de hechiceras fueran la excepción a la norma. Por lo mismo, su falta de cortesía esos últimos dos años resultaba embarazosa. ¿Siquiera se había presentado alguna vez con ella, como haría cualquier persona normal y civilizada? ¿Se sentiría herida por su trato desconsiderado? Y, por sobre todo, ¿cómo era posible que en todo ese tiempo, y luego de lo que había hecho por su familia, siguiera nombrándola en su mente como la bruja?
En esas cavilaciones se encontraba cuando la voz de la muchacha le hizo saltar del puro susto.
“Hola,” le saludó. Ese día llevaba encima una falda más verde que el mismo bosque, una blusa blanca y un canasto que colgaba de su brazo, desde el que asomaban algunas hierbas. “¿Llevan mucho tiempo esperando?” Preguntó, tratando de suprimir una risa ante su reacción.
Francisco negó con la cabeza, sintiendo una oleada de alivio al comprobar que estaba sana y salva. Sin embargo, el bochorno siguió rumiando en el fondo de su mente, tiñendo su mirada de culpa. Lipi, por su parte, ladró complacido de verla aparecer por fin, dándole la bienvenida con unos buenos lengüetazos en las manos.
“Tuve que ir a buscar algunos ingredientes para un remedio y me atrasé un poco,” se excusó, pasando por su lado para dirigirse a la puerta de su hogar. Francisco siguió sus pasos cuando la joven le invitó adentro con un gesto; sintiendo la duda todavía nublándole los pensamientos.
“Me han escrito porque hay un bebé muy enfermo,” explicó, dejando la cesta cargada de yerbas frescas sobre la mesa, y yendo a buscar un libro. “Solo tardaré unos instantes, y luego podemos ir a jugar,” añadió acariciando la cabeza de Lipi, que no paraba de saltar sobre sus faldas en búsqueda de atención.
Francisco asintió, tomando asiento en la misma silla de mimbre que había ocupado la vez anterior; y la muchacha se puso a trabajar. Sus manos, diestras en el arte de la medicina, fueron reuniendo polvos y jarabes en su mortero, hasta formar una pasta de color marrón, a la que luego le añadió un poco de agua para disolverle. En el proceso, sus ojos releyeron múltiples veces su libro, buscando seguir al pie de la letra los pasos para atraer la buena salud. Observándola desde esa posición, Francisco pudo rememorar claramente la precisión con que había conjurado la panacea para su madre esa noche de invierno. Y no pudo evitar pensar todo el esfuerzo que debió invertir durante el invierno, en el incesante afán por regalar lozanía a extraños.
De repente, Francisco recordó todas las ofensas que había escuchado contra la bruja la estación pasada, y su sangre empezó a hervir de la pura indignación. Qué fácil era pedir favores, y qué difícil era mostrar el debido agradecimiento. ¿Con qué cara seguían escribiéndole por remedios, cuando no dudaban en continuar maldiciéndole día y noche?
“Es una lástima que quienes requieren tus servicios no duden en calumniarte,” murmuró de repente, demasiado exaltado como para detener su lengua.
La niña se detuvo en seco, dejando su mortero suspendido en la mitad del aire y manteniendo su mirada baja por unos instantes, antes de continuar con su trabajo. “Ya conozco lo que se dice,” replicó, “no es algo a lo que debas darle importancia.”
Francisco arrugó el ceño con angustia. “Pero no es justo,” se quejó, “si te conocieran tal como yo, si fuesen capaz de ver más allá de sus prejuicios y los cuentos que se han inventado, estoy seguro que estarían avergonzados de todo lo que han dicho en tu contra.”
“Pues yo no deseo que me conozcan,” respondió la joven, sobresaltada. “Y espero no vayas por ahí hablando de mí con todo el mundo,” añadió, con cautela, auscultándolo con desconfianza.
Francisco se cruzó de brazos, ignorando su pregunta. “Ni siquiera eso,” continuó refunfuñando, “aun sin conocerte deberían estar agradecidos de lo que has hecho por ellos,” rumió, hundiéndose en su asiento de la pura frustración.
La bruja le observó fijamente, como cavilando algo para sí misma. Sus ojos pardos le atravesaron por completo, buscando arrancar la verdad desde lo más profundo de su alma. Y Francisco no pudo hacer más que devolverle la mirada, con la burda esperanza de comprender siquiera una milésima parte de todo lo que escondían esos orbes pardos.
“Pensándolo mejor,” murmuró la muchacha finalmente, rompiendo el silencio, “creo que esto me tomará más tiempo de lo pensado.” Luego, tomando su libro se dirigió hasta la cocina. “Deberían regresarse antes que se haga muy tarde,” sugirió, dándole la espalda.
“Oh,” musitó Francisco, demasiado consciente de la hora del día como para ser engañado con falsa cortesía. No era de extrañarse, seguro el tema que había tocado era de una sensibilidad especial para la joven. Debió haber sido más considerado, y cuidar sus palabras. “Por supuesto,” asintió, apenado; colocándole la correa a Lipi antes de devolverse a la puerta. “Nos vemos pronto,” se despidió ya en el umbral.
La niña solo se le quedó mirando con un semblante inescrutable, antes de continuar con su labor.
Desde ese día, Francisco no pudo pensar en otra cosa que no fuera la joven de la colina. La intriga por todo lo que desconocía de ella lo mantenía despierto en las noches, llenando su mente de inquietudes y preguntas. Era irónico que a pesar de ser la única persona que le visitaba frecuentemente, fuese quien menos pudiese clamar conocerla. Es más, si lo pensaba con detenimiento, no sabía casi nada de ella, ni su nombre, ni su edad, ni su pasado, y menos aún cómo había llegado a conseguirse tal mala fama. Antaño no había pensado nada al respecto, demasiado asustado con las historias de la bruja como para atreverse a siquiera invocarla en la privacidad de su mente. Pero ahora que había conocido a la leyenda en carne y hueso, no podía sino turbarse ante todo lo que aún no conocía de ella.
Poco ayudaba que la muchacha estuviese empecinada en mantener el misterio sobre su figura. Aun recordaba perfectamente cómo había reaccionado cuando le preguntó su nombre. Ese día llevaba el pelo atado en dos trenzas que crecían desde detrás de sus orejas hasta terminar en pequeñas cintas, la falda roja con la que le había conocido, y un chal delgado que le cubría los hombros. Francisco había comentado el tema como quien no quiere la cosa (aunque realmente había estado pensando en esa conversación todo el día), y luego de soltar una risa sobre lo extraño que era que recién se estuvieran presentando tras tanto tiempo, le había ofrecido su nombre a la niña, en espera del suyo. Pero la susodicha solo le había mirado por sobre su hombro, con la confusión brillándole en el rostro, antes de continuar acariciando a Lipi, que yacía de espaldas junto a sus pies.
“Okay,” había respondido, como un mero acuso de recibo. Dejando que la incomodidad del silencio se instalara entre ambos.
Cuando Francisco le había preguntado directamente cuál era su nombre, la joven había arrugado el ceño con suspicacia, desechando su duda como irrelevante. Y cuando había insistido, le había devuelto una mirada cargada de escepticismo antes de responderle que: “la curiosidad mató al gato, así que más te vale no andar haciendo preguntas tontas.”
Francisco se había sentido tan humillado por su regaño, que le habría resentido sus palabras si no fuera porque se veía tan tierna con sus trenzas.
Más o menos lo mismo había pasado con todo el resto de preguntas que había ido deslizando casualmente a lo largo de sus visitas. Por más que insistía e insistía, no lograba sonsacarle ni su edad, ni la fecha de su cumpleaños, ni su comida preferida o su color favorito, y menos aún mención alguna de su vida antes de que ambos se conocieran. Parecía que la muchacha estaba obstinada por no contarle nada medianamente significativo sobre ella, lo que solo lograba alimentar más la llama de la curiosidad dentro de Francisco.
Fue en ese ir y venir que el fuego de la intriga terminó por quemarlo. La tarde en que sus dudas se escaparon de su boca, estaba con su madre en la cocina. Él con sus deberes de la escuela desperdigados a su alrededor, y ella con sus útiles de costura, hilvanando la basta de sus nuevos pantalones.
“Mamá,” le llamó de repente, tratando de encontrar las palabras correctas para seguir la conversación; pero ninguna sutileza le venía a la mente en ese momento. Llevaba media hora tratando inútilmente de concentrarse en los ejercicios de matemáticas que debía entregar al día siguiente. “¿Sabes cómo se llama?” Preguntó finalmente, sin darse rodeos.
La mujer no levantó la vista, demasiado concentrada en su trabajo como para distraerse un solo instante. Sin embargo, preguntó con un tono afectuoso: “¿Cómo se llama quién, mi amor?”
Francisco dudo un segundo antes de responder. “Cómo se llama la bruja.”
La mujer se detuvo como atravesada por un rayo, luego, dejando todo de lado, alzó la cabeza para compartirle su ceño fruncido. “¿Por qué preguntas eso, Francisco?” Le cuestionó, con el rumor de un sermón asomándose por sus labios.
Francisco alzó los hombros, tratando de sonreír con inocencia. “Solo curiosidad.”
Su madre negó con la cabeza, claramente ofendida. “Pues te prohíbo siquiera que sigas pensando en ella, menos aun preguntando tamañas barbaridades.” Le reprendió, frunciendo el ceño y alzando la voz. Luego, un poco más calmada, añadió: “bien sabes que la curiosidad mató el gato, y por lo que a mí me respecta, nada bueno sale de andar nombrando al mismo diablo.”
Tal parecía que todas las mujeres eran iguales.
Francisco asintió, dándose por vencido. “Sí mamá,” prometió, cruzando los dedos por debajo de la mesa. Si iba a averiguar sobre la niña de la colina, tendría que hacerlo fuera de su casa y cuidarse de que las noticias no llegaran a los oídos de su progenitora, o seguro nunca más vería la luz del sol.
Lamentablemente, reunir información sobre la bruja resultó mucho más complicado de lo que había pensado originalmente. No solo muchos temían hablar, convencidos que las maldiciones caerían sobre ellos si llegaban siquiera a pensar en la hechicera; sino que además circulaban demasiadas mentiras en torno a ella. Se decía que su mirada volvía a los hombres en piedra, que su piel era verde como el musgo y sus ojos rojos como el fuego del infierno, que su lengua lanzaba ponzoña, que era vieja y arrugada, y que escuchar su voz podía dejarte sordo de la pura impresión. Por supuesto, un montón de habladurías que Francisco ya había desmentido por su cuenta, y que nada contribuían a su propósito.
Cuando había preguntado al respecto a las viejitas que se juntaban a copuchar junto a la capilla, le habían dicho que la bruja era el demonio encarnado, y que debía cuidarse de rezar todas las noches para que no se llevase su alma.
“Alguna vez fue humana,” sentenció una de las más mayores cuando ya estaba por irse, escupiendo un poco entre los dientes que le faltaban. “La fueron a buscar allá a los bosques para redimirle de sus pecados, con la esperanza de convertirla en una mujer de fe. Pero la bruja se negó a dejar al diablo.”
No había tenido mucha más suerte preguntándole a otros niños. Los más pequeños no parecían saber más que las rimas infantiles que sus madres les recitaban antes de dormir; y los mayores parecían ser víctimas de una imaginación sobre estimulada, inventando epopeyas e historias de horror que solo buscaban asombrar a sus oyentes. Los más caraduras incluso juraban con la mano en el corazón haberse enfrentado a la bruja alguna noche de San Juan, cuando los horrores salían a las calles a cazar almas inocentes. Puras habladurías que antaño habría escuchado crédulamente, pero que ahora no hacían más que frustrarle.
Tal parecía que no había una sola persona en todo el pueblo que supiera un dato de verídico sobre la hechicera. Ninguno de los relatos que había escuchado acertaban en descripción, ni tenían información de su pasado que fuese más allá de agravios pasados, los cuales oscilaban desde meros dolores de muela hasta tragedias familiares. Según se daba a entender, la bruja había existido desde el principio de los tiempos, y su único propósito en la vida era dificultar la existencia de todos en ese pequeño y desconocido rincón de la tierra. Para qué hablar de su nombre. Cada vez que Francisco se atrevía a preguntar al respecto la gente se lo quedaba mirando con extrañeza, como si hubiera dicho la estupidez más grande del mundo. La bruja era la bruja y punto; no tenía identidad más allá de ello. Y como tal, sin nombre, rostro o pasado, podía transformarse libremente en la fuente de todos los males.
Ya estaba a punto de rendirse con sus averiguaciones, cuando una luz de esperanza llegó a su encuentro, una tarde que regresaba de la escuela.
La niña de tez morena y ojos grandes se plantó ante él, interrumpiendo su camino. Llevaba el pelo atado en una trenza larga y negra como las alas de un mirlo, y vestía con los colores extravagantes de los gitanos. “¿Tú eres el que anda preguntando de la bruja?” Murmuró, mirando a los costados para asegurarse que nadie más la oyese.
Francisco asintió en silencio, y la niña le hizo una señal para que se agachara un poco. Cuando lo hizo se acercó a su oído. “Hay una señora en la calle detrás del mercado que sabe de ella, la conoció en persona y la recuerda bien,” le susurró. Luego, separándose un poco, añadió: “se llama Selena, y hay que pagarle para que hable.”
Francisco asintió para sí, procesando la información. “Muchas gracias,” le respondió, incorporándose.
La niña le devolvió una sonrisa con pocos dientes, completamente satisfecha consigo misma. “De nada,” exclamó, antes de marcharse corriendo por donde había venido.
Francisco la observó alejarse, sintiéndose en una encrucijada. Si bien estaba agradecido de tener al fin una posible fuente de información fidedigna; no estaba seguro de querer aventurarse en la trastienda del mercado por ella. Todo el mundo sabía que la calle detrás del comercio no eran precisamente un vecindario agradable. Ubicada junto a los puestos de frutas, verduras y carnicerías, era el lugar donde tanto natural como artificiosamente terminaban llegando todos los desechos y, con ello, las alimañas que se alimentaban de ellos. En consecuencia, solo habitaban allí quienes no tenían los medios para permitirse algo mejor; viviendo en casas maltrechas y piezas abarrotadas. Su madre siempre le había instruido alejarse de ese sector del pueblo, a sabiendas que solo rondaban por ahí ladrones, borrachos y mujeres de mala fama. Y aun cuando en la Iglesia juntaban todos los años donaciones para los pobres y los enfermos, no había persona cuya caridad fuera suficiente como para poner un pie en ese barrio a voluntad propia.
Meterse en la boca del lobo solo por lo que podía ser un mero chisme de poca monta sin solidez alguno le parecía una exageración. Y, por lo mismo, enterró la idea en lo más profundo de su cabeza, con la esperanza de que la curiosidad desapareciera con ella. Había veces en las que era necesario darse por vencido y, sinceramente, ninguna intriga valía su pescuezo.
Eso se había dicho a sí mismo cada vez que su determinación empezaba a flaquear, confiado de que, si se lo repetía lo suficiente, terminaría convenciéndose de sus palabras. Pero, en cambio, sus pensamientos terminaban regresando una y otra vez a las palabras de la extraña. Si era verdad que Selena había conocido a la bruja en persona, entonces era probable que supiera que no era el monstruo del que todo el mundo hablaba. Tal vez sabría cuándo había llegado a habitar los bosques del sur del mundo, o por qué era tan odiada por todos en el pueblo; quizás incluso conocería su nombre. O, también, podía ser toda una mentira ingeniosamente orquestada para robarle unas cuantas monedas. Mientras más lo pensaba, más convencido se encontraba de que no tenía posibilidad de descubrirlo a menos que escuchara su historia; y la incertidumbre carcomía su cabeza, robándole el sueño en las noches.
Poco o nada ayudaba que la niña siguiera recibiendo con indiferencia cada una de sus preguntas. Francisco no entendía por qué de repente desconfiaba tanto de él. Si alguna vez había tenido la gentileza de deslizarle un par de secretos sobre su propia existencia, ahora parecía negada a soltar una sola sílaba que pudiese revelar algo de su persona. Y el cambio le resultaba particularmente frustrante.
Fue finalmente una semana después que colmó su propia paciencia. Esa mañana había intentado nuevamente sonsacarle información a la doncella que se ocultaba entre los bosques. Había esperado hasta encontrarla distraída, con Lipi recostado sobre sus brazos y una tranquila conversación sobre el nido de pájaros que había encontrado deslizándose por su boca, para hacer la pregunta. Inmediatamente, la joven de había tensado ante su consulta, auscultándolo con una expresión indescifrable, y Francisco había asumido que no obtendría ni una sola vocal de su parte por lo que restaba de esa jornada.
Por lo mismo, la sugerencia de disminuir sus visitas al bosque lo pilló volando bajo.
“Después de todo,” había agregado la muchacha, en un tono extraño, “debes tener cosas más interesantes con las que perder el tiempo. Y ya es hora que vayas haciendo amigos normales.”
No se atrevió a pronunciar palabra alguna en respuesta, demasiado consternado ante su indiferencia para poder hilar un solo pensamiento. Los ojos castaños lo observaron brevemente, antes de que la joven iniciara su retirada, dejándolo solo con la amargura de su rechazo.
Francisco estaba fuera de sí. No podía explicar por qué, pero las palabras de la niña le resultaban sofocantemente dolorosas, aun cuando no había ofensa alguna en ellas. Luego de meses de amistad incondicional, su indiferencia y desconfianza de sentía como un puño en el estómago. Y sí, era plenamente consciente de que había pecado en el pasado al creerse los cuentos que rondaban en torno a ella. Pero hasta ese entonces había asumido, quizás ilusamente, que todo ello ya era agua bajo el puente. Tal parecía que, a pesar de la gentileza de la joven, su corazón guardaba remordimientos que le impedían abrirse con él, lo que solo le generaba más molestia consigo mismo.
Ya no podía seguir jugando al gato y el ratón. Necesitaba urgentemente saber algo de ella, cualquier cosa por más mínima que fuese, que le permitiese entenderla y, en consecuencia, acercarse a ella.
Tan ofuscado se encontraba con estas ideas, que ni se dio cuenta cuando sus pasos lo llevaron desde la colina a la calle del mercado. Solo los gritos de los vendedores lo trajeron de regreso a la realidad. Y fue entonces que, armándose de valor, decidió encaminarse junto con Lipi en la búsqueda de Selena.
La calle detrás del mercado se encontraba flaqueada por una hilera de casas apretujadas las unas contra las otras. El callejón era pequeño y oscuro, en el aire se percibía un olor entremezclado entre alcohol, humo y podredumbre; y en el piso los desechos de frutas podridas hacían que las suelas de sus zapatos quedaran pegoteadas al pavimento. Había humedad en las paredes, botellas rotas por doquier, e incluso un par de personas tiradas en el piso que no quiso comprobar si estaban realmente inconscientes.
Francisco tragó saliva, con nerviosismo. No estaba seguro de qué sería de él si sus padres llegaran a enterarse que había puesto un pie en ese lugar por andar preguntando de la bruja. Pero, aun así, siguió adelante, confiado en que ese secreto quedara entre él y los cielos. Lipi, por su parte, no parecía para nada consternado con el cambio de ambiente. Sus patas esquivaban obstáculos con total naturalidad, como si fuese incapaz de percibir el peligro. Parecía como si sus años en las calles lo hubiesen preparado para ese momento, lo que le resultaba reconfortante al Francisco. Con un poco de suerte, si llegaba a suceder algo lograría ayudarlo a defenderse. O por lo menos huir en búsqueda de ayuda. Por fortuna para ambos, no le bastó avanzar más que unas cuadras para encontrarse con quienes estaban buscando.
Las mujeres estaban reunidas en una esquina, conversando casualmente unas con otras. Algunas llevaban escotes pronunciados y vestidos que mostraban las pantorrillas; y otras eran lo suficientemente atrevidas como para lucir sus corsés sin una blusa o vestido que los cubriese, dejando sus amplios bustos a vista de todo el mundo. Sus edades variaban, desde ancianas con expresión cansada, hasta adolescentes de risa fácil, y alguna que otra mujer con un niño en brazos. Incluso pudo jurar que vio a una sin una pierna, pero no se atrevió a comprobarlo. Estaba demasiado contrariado por su liviandad de ropajes como para levantar los ojos del piso.
“Pero miren quien viene ahí,” canturreó una al verlo llegar, llamando la atención de sus compañeras. Las mujeres sonrieron divertidas ante su presencia.
“Nunca habíamos tenido uno tan joven,” gritó otra, provocando que el resto estallara a carcajadas.
“¡Y con mascota!” Se carcajeó otra.
“El parque está por otro lado, cariño.”
“Ya déjenlo en paz que es solo un niño.”
Francisco sintió sus orejas encenderse, pero se mantuvo con los ojos en el piso; contemplando
“Te haré un descuento especial si vienes conmigo,” ofreció una voz juguetona, inclinándose frente a él para verle la cara. Su cabello era castaño y rizado, y su aliento olía a alcohol. “Después de todo, vas a dar poco trabajo.”
“Mejor vente conmigo. Yo te enseñaré a ser un hombrecito,” propuso otra más joven, colocando una mano sobre sus hombros que le hizo saltar de los puros nervios.
Francisco se apartó un par de pasos. “Estoy buscando a Selena,” explicó, tratando de ignorar sus risotadas, “¿alguna la conoce?”
Las mujeres se miraron entre sí. Luego, una de ellas se giró a despertar a la susodicha, que yacía sentada junto a la pared, con los brazos fruncidos y el cuello extrañamente torcido. “¡Eh! ¡Selena!” Le gritó sin miramientos, “tienes un cliente entusiasta,” se bufó, “así que más te vale levantarte.”
La mujer de cabello rubio abrió sus ojos de golpe, enderezándose con pereza. Tenía los labios mal pintados, un corsé rojizo y una falda negra que por suerte llegaba hasta sus tobillos. Sus ojos pardos lo registraron de arriba abajo con una mezcla de curiosidad y somnolencia. “Bien,” declaró Selena, enderezándose un poco y sobajeando su cuello adolorido, “a ganarse el pan. Sígueme,” espetó, caminando con paso decidido por el callejón, hasta meterse por un recoveco oscuro.
Francisco le siguió a paso rápido, ignorando las burlas de las mujeres atrás suyo. Se consoló a sí mismo pensado que al menos ya faltaba poco para volver a casa a darle un par de vueltas a su rosario.
“Es una pieza de cobre por vez,” declaró Selena, empujándolo contra la pared. Lipi, que los había seguido de cerca, le enseñó los dientes en respuesta. “Si acabas demasiado rápido es problema tuyo, y más te vale controlar a tu bestia,” añadió, alargando las manos en dirección a sus pantalones.
Francisco alzó las manos y se hizo a un lado con un movimiento rápido, sintiendo su rostro arder entero. “No es lo que usted piensa,” negó, pero la conmoción hizo que su voz se trasformara en una especie de gritillo agudo. “Vine porque me contaron que conoció a la bruja cuando niña.”
La mujer parpadeó sorprendida. “Sí,” respondió secamente, “¿qué tiene eso?”
“Me gustaría saber de ella,” explicó. Y luego al ver su mirada suspicaz añadió, “traje dinero.”
La mujer resopló, apoyándose contra la pared. “Y bien, ¿qué quieres saber?”
“¿Cómo era ella?”
“Parecía una mujer común y corriente, baja, de piel oscura, cabello negro, nariz redonda,” enumeró mirando a la distancia, como rememorando un recuerdo distante.
Francisco frunció los labios con desanimo, nada de lo que describía se asemejaba a la joven que conocía. Al parecer solo había ido allí a perder su tiempo, y su dinero.
“Oh,” añadió la mujer, “y unos ojos extraños, como castaños y dorados a la vez. Cuando te miraba, parecía que te veía el alma entera,” añadió con un escalofrío.
Francisco alzó la cabeza, nuevamente entusiasmado. “¿Cómo la conoció?” Preguntó.
“Vivía acá en el pueblo. De vez en cuando salía a repartir pócimas y a ver a los enfermos. Ayudó a mi mamá a parir una vez, ahí la vi de cerca. Mi cuarta hermana.”
“¿No vivía en el bosque?”
La mujer negó con la cabeza. “Al principio se la dejaba vivir acá, hasta el día en que se volvió loca. Luego de eso la echaron para siempre. Y menos mal, quién querría a una bestia descontrolada viviendo a su lado,” se quejó la mujer, echándole un vistazo de reojo a Lipi, que seguía mirándole con rostro de malas pulgas.
Francisco parpadeó confundido. “¿Cómo es eso de que se volvió loca?” La joven que conocía siempre se conducía con entereza y tranquilidad. No cabía en sus cabales que hubiese tenido algún episodio violento; y aun si fuera así, se le hacía extraño exiliar de tal manera a quien debió ser solo una niña pequeña.
“Fue hace muchos años, mucho antes de que tu nacieras siquiera,” le explicó la mujer. “Yo era solo debía tener unos ocho años cuando pasó. La bruja se enajenó por completo. Dejó de comportarse como una mujer y se mostró como la hija del diablo que es. Hizo temblar el mundo entero con unos vientos fuertísimos que desencajaron a las casas de sus cimientos y destrozaron todas las ventanas. Pensamos que saldríamos volando lejos, mi mamá, hermanas y yo, que se iba a acabar el mundo entero. Fue tan terrible todo, que el techo de mi vecina desapareció para no ser visto nuevamente y el campanario hubo que reconstruirlo entero. Lo recuerdo muy bien.” Asintió la mujer, con rostro de espanto, persignándose.
Francisco tragó saliva, tratando de pensar cómo seguir la conversación. “¿Y por qué lo hizo?” Preguntó finalmente.
La mujer lo miró con el ceño fruncido. “Pues por maldad,” espetó, como si fuera la cosa más obvia del mundo, “¿por qué más lo haría? Ahora, dame el dinero que trajiste.”
Francisco suspiró, metiéndose la mano en el bolsillo y sacando algunas piezas de cobre. La mujer alargó la mano, entusiasmada, pero Francisco cerró el puño. “Una cosa más,” le detuvo, “¿recuerdas cómo se llamaba?”
“Claro que no,” refunfuñó, arrebatándole las monedas y marchándose por donde había llegado.
Francisco bufó, apretando su cabeza entre sus manos para liberar un poco de su frustración. No sabía qué pensar. Si bien había acertado en la descripción de sus ojos, nada más de lo que había dicho parecía tener pies ni cabeza. Ni su descripción física calzaba con la niña, ni tampoco tenía sentido que una persona de más de treinta años de edad aseverara hubiese conocido en su infancia a la bruja. Y su descripción del supuesto arrebato de la hechicera no hacía más que poner la duda en su relato. Todo parecía indicar que su última fuente era tan poco fidedigna como todas las anteriores. Y la realización le golpeó en el pecho, estrujando su corazón con angustia. Jamás lograría ser amigo de la joven. Jamás conseguiría obtener su confianza. Y todo era su culpa.
Fue entonces cuando el murmullo de una melodía le hizo detener el hilo de sus pensamientos. Confundido, Francisco agudizó el oído, saliendo del recoveco en el que se hallaba para tratar de encontrar la fuente. Lipi le siguió de cerca, con las orejas en alto.
“Que no puedo estar sin verte. Te extraño tanto,” cantó nuevamente una voz de mujer a lo lejos. Estaba seguro que había escuchado esa canción antes, en alguna parte. Francisco frunció el entrecejo, buscando forzar el recuerdo de regreso a su mente, pero ninguna respuesta vino a su memoria. No era la clase de canciones que entonaba su madre cuando lavaba la ropa; y estaba más que seguro que no la había escuchado en el colegio, y menos aún en la iglesia. Pero, aun así, sus oídos sabían con certeza que no era la primera vez que la escuchaba.
“Que no puedo estar sin verte. Te extraño tanto.” Repitió la voz de forma lastimera. Si su audición no le fallaba, parecía provenir de unas cuadras más abajo. Apresuró sus pasos, buscando a la cantante anónima hasta toparse con el origen de la música en un establecimiento cercano. El letrero leía “Taberna Cisne Negro” en pintura deslavada, y por su apariencia y aroma a alcohol, podía entrever que no era el lugar para ningún niño de su edad. Pero, por más peligrosa que fuera, la curiosidad era más fuerte en esos momentos que su sentido de autopreservación. Y eran momentos desesperados.
Francisco empujó la puerta, dejando entrar a Lipi a su lado. El local era pequeño, y estaba atiborrado de pequeñas mesas individuales sobre las que varios clientes bebían hasta caer rendidos. Al fondo había una barra, detrás de la cual se conservaban los licores, bajo la guardia de un fornido cantinero. Las paredes estaban sucias con manchas de líquidos variopintos, probablemente evidencia de peleas pasadas. Y las sillas lucían frágiles y desmejoradas, como si fueran a romperse en cualquier instante. Pero la verdadera magia sucedía al frente de todo, en un escenario mal iluminada.
“Que no existen primaveras,” Cantó una mujer de escote pronunciado y labios teñidos de rojo. Su cabello largo caía ralo sobre sus hombros; y sus ojos estaban en marcados de arrugas que buscaba disimular con polvos blancos. Sin embargo, arriba de esa pequeña plataforma de tablones, su voz parecía hipnotizar a todos los testigos.
“Cuando tú no estás presente, te extraño tanto,” continuó, “Ay cariño, si supieras te extraño tanto.” De repente Francisco cayó en la cuenta de que ya conocía ese ritmo. Era la canción que la bruja tarareaba aquella tarde junto al riachuelo, cuando Lipi había armado un desastre de su ropa. Por supuesto, no cabía duda alguna de que se trataba de la misma melodía. Con entusiasmo agudizó el oído, tratando de memorizarse la letra de la canción.
“¿Cómo olvidar tus ojos que me cautivan? Como el claro de luna, cuando me miran te extraño tanto
¿Cómo olvidar tus ojos que me cautivan? Te extraño tanto.” Cantó la mujer, dejando que su voz bajara y subiera de tono, como una especie de vaivén. Tal como aquella tarde, pero sin la dulzura de la niña de la colina.
“Si yo no vuelvo a verte, me das la muerte,” clamó la mujer, alargando la última nota y ganándose de paso una ronda de aplausos y silbidos. Francisco ya estaba por marcharse, convencido que ese día no le iba a entregar más logros y que, para empezar, ni siquiera debía estar en esa taberna; cuando un comentario lo detuvo junto a la puerta.
“Te sale incluso más bonito que a la bruja,” elogió un hombre enrojecido de vino. Luego, en un movimiento rápido atrajo a la mujer hacia él para sentarla en su regazo. “Yo por ti volvería cuando quieras, mi vida,” ronroneó mirando su busto. Lo que le ganó un buen charchazo de parte de la cantante.
Francisco no desperdició la oportunidad que el destino fortuitamente le estaba ofreciendo. “¿La bruja cantaba esa canción?” Preguntó en voz alta.
Los presentes se giraron a mirarle, sorprendidos con su presencia. No era normal ver a niños pequeños en esos lugares; al menos no tan bien vestidos y limpios. Por fortuna, la mayoría estaban demasiado alcoholizados como para darle la debida importancia a la situación. O para robarle las pocas monedas que llevaba encima.
“Se lo cantaba a su amor para que volviera,” respondió uno de los hombres, “pero ese zorro astuto supo perderse para no volver.” El resto de los presentes soltó una carcajada antes de empinarse su propia bebida a la boca.
“¿La bruja estuvo enamorada?” Inquirió, sintiendo como su pecho revoloteaba intranquilo. No podía creer lo que sus oídos le indicaban. Seguramente debían ser solo cuentos de borrachos.
“Eso dijo, pero habrá uno a saberlo. Quizás solo quería robarse el alma de ese pobre infeliz.”
“No, yo sí la vi con un novio a la muy pilla.”
“¿Y saben cómo se llama la bruja? ¿O cuándo se fue del pueblo?” Insistió Francisco.
“¿Y qué te importa?” Rezongó uno en respuesta.
“Regrésate con tu madre y deja de fastidiarnos la fiesta,” añadió otro.
Francisco estaba a punto de seguir sus consejos y darse media vuelta, cuando un anciano de nariz colorada se incorporó de repente desde el fondo de la habitación, como poseído por un ímpetu.
“¿Quieres saber de la bruja?” Le espetó el hombre, mirándole con ojos nublados y musitando las silabas con dificultad, “yo te contaré de ella.” Luego, tomando un trago de su botella, carraspeó un poco y empezó a recitar la siguiente paya:
“Allá arriba en los cerros habita un horror,
con rostro de mujer y negro corazón;
Escondida entre peumos y pehuenes,
Del maligno su conocimiento obtiene,
Sus artes oscuras le conceden el poder
de conjurar curas y el firmamento romper;
Si algún día el cielo escuchas aullar
Más te vale correr, huir, escapar;
Pues no hay destino más cruel
que enfrentarse al demonio llamado Rayen.”
Francisco parpadeó, sin saber muy bien qué decir en respuesta. Frente suyo el hombre se tambaleaba inestable, y por su aspecto descuidado y las marcas de orina en sus pantalones, podía asegurar que llevaba más de una jornada en ese lugar de mala muerte, embriagándose hasta perder la consciencia, solo para despertar y continuar el ciclo hasta quedar sin dinero. Pero, aun así, había un extraño brillo de lucidez debajo de su mirada embriagada que le entregaba legitimidad a su relato. Y, además, los pocos cabellos blancos que coronaban su cabeza indicaban que debía haber conocido a la bruja cuando todavía iba y venía por el pueblo a sus anchas. O eso deseaba creer, pues al menos en ese punto coincidían varios de los relatos que hasta la fecha había escuchado.
Fue una mano amiga la que le sacó de su trance, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos. “Váyase para la casa mijo, y no ande preguntando leseras,” le instó la cantante de la taberna, apretándole los hombros y mirándole con preocupación. “No es nada un juego lo que acaba de oír, ¿me escuchó? La bruja es mala y peligrosa, mientras menos la mencione, mejor para usted.”
Francisco asintió a regañadientes, dirigiéndose a la puerta aun a sabiendas de que sus advertencias no iban al caso. Tales detalles, aunque molestos, no eran de importancia en ese preciso instante. No cuando su mente no podía dejar de repasar las palabras del hombre, sopesando cuidadosamente las mentiras y verdades que escondían. Pensó en las colinas cubiertas de hierba danzante en la que solía hallarla; en las araucarias que se alzaban con sus cúpulas de hojas, coronando el bosque; en las pociones que usaba para salvar vidas; y en el proceso se fue convenciendo a sí mismo de que su paya tenía suficiente mérito como para ser fidedigna. Al menos en todo lo que no correspondía a la supuesta maldad de la muchacha.
Francisco se detuvo de golpe en medio de la calle, sintiendo su corazón galopando en su pecho de la pura emoción. Y Lipi chocó contra sus piernas, sorprendido con el repentino término de su carrera.
“Rayen,” murmuró para sí, saboreando el sonido en su boca. “Su nombre es Rayen,” explicó mirando a Lipi con una sonrisa, pero el perro solo giró la cabeza, sin entender lo que decía. “Rayén,” repitió por tercera vez, deleitándose con la dulzura de su descubrimiento.
La idea original de Francisco era guardar su nuevo conocimiento para sí mismo hasta que llegase el momento oportuno. Por más tentador que resultase correr de regreso a la colina a confirmar la información que había obtenido, no era el momento para tentar su suerte y arriesgar ganarse el repudio de la muchacha. No, primero debía hacer hasta lo incansable para limpiar la mala impresión que Rayén tenía de él y, con ello, ganarse sus buenas migas. Una vez que eso hubiese sucedido, podría volver a preguntarle sobre ella de la forma más casual posible, como cualquier buen amigo haría. Quizás incluso podría comentar como anécdota chistosa que en el pueblo se murmuraba su nombre. O hablarle de algún lugar en particular para tantear si conocía las calles del pueblo. Pero nada de eso podía suceder antes de saberse en la alta estimación de la joven.
Un plan absolutamente razonable, pero que lamentablemente contaba con una gran dificultad.
Francisco no podía dejar de pensar en el enamorado de Rayén.
Aunque al principio había ignorado por completo su mención en la taberna, considerándole otro de los muchos inventos que circulaban en torno a la susodicha bruja. Tras meditarlo con la almohada, se había encontrado con la obligación de darle al menos algo de credibilidad a su existencia. Después de todo, ¿por qué otro motivo la niña habría estado tarareando una canción de desamor ese día? A pesar de que intentaba darle vueltas al asunto en búsqueda de una explicación alternativa, nada más parecía tener sentido. Era imposible que hubiese escuchado la melodía de otra boca, demasiado acostumbrada a la soledad como para ser conocedora del cancionero popular. Y, aunque ese fuese el caso, Francisco estaba convencido que la ternura que esa melodía había invocado en su voz no podía ser azarosa.
No, por más que lo meditaba, no lograba encontrarle otro sentido a todo ese asunto. Lo que solo lograba indignarlo en demasía.
¿Quién era ese mancebo desconocido al que tanto extrañaba? ¿Sería tan encantador como implicaba la canción? ¿Tan atractivo como para robarse el corazón de la esquiva joven? ¿Tan cautivante como para que no pesase en su recuerdo la horrible traición que había cometido? Más preocupante aún, ¿seguiría Rayén esperando anhelante su regreso? Quizás el temor de provocarle celos la obligaba a apartar a Francisco de su lado, rehusando con ello su amistad. O tal vez pensaba que todos los hombres eran igual de crueles y deshonestos como su anterior pretendiente, y por ello ignoraba sus cortesías con tanto ahínco.
Mientras más pensaba en ello, más herido se sentía. Y su disgusto solo parecía crecer con el paso de los días, impulsándolo a ser impertinente y mordaz con aquellos desafortunados que se cruzaban en su camino, aun cuando no tuviesen arte ni parte en el asunto.
Para empeorar las cosas, no paraba de pensar que Rayén era todavía demasiado joven para haber sufrido un mal de amores. ¿Acaso que un hombre mayor se habría aprovechado de su inocencia, jugando con sus sentimientos? ¿O había sido solo un mocoso ingrato que no había sopesado el tesoro que tenía en sus manos? De solo pensarlo Francisco no podía evitar empuñar las manos de la rabia. Si supiera quien era ese infeliz, iría directamente a buscarle para darle su merecido. ¿Cómo podía ser que alguien fuese capaz de herir a la persona más excelente de esa tierra?
Esas ideas se encontraba rumiando cuando volvió a encontrarse con la joven.
Esa tarde Rayén se hallaba bordando sobre un trozo de tela azulado. Su mano avanzaba insegura por la tela, con la lentitud de la inexperiencia; pero, aun así, en pocos movimientos había logrado conjurar un pequeño ramillo de flores blancas en una de sus esquinas. Sobre su regazo yacía Lipi, disfrutando del abrazo del sol y las oportunas caricias que le regalaba la muchacha; y a un costado descansaba una canasta repleta de hilos, agujas y un par de tijeras.
Francisco estaba sentado a su lado, con la cara larga y la indignación escapándosele por los ojos. Aunque había procurado morderse la lengua toda la tarde para no decir alguna barbaridad, no podía sacudirse de encima la idea de que tal manualidad no era sino un regalo para el desvergonzado que tenía de enamorado.
Rayén, ignorante de su mal humor, siguió preocupada de su propia labor hasta quedar contenta con el resultado. Luego, dejando sus cosas dentro de la canasta, le depositó un beso en la frente a Lipi. “Tengo que irme temprano hoy día,” se excusó con una sonrisa. Tras ello, poniéndose de pie, se aseguró de alizar su vestido con las manos, y capturar detrás de sus orejas el par de mechones rebeldes que caían sobre su rostro. Ese día llevaba su cabello adornado en una trenza desprolija, y portaba un vestido del color de las ciruelas. Como siempre, se veía preciosa.
“No te irás a encontrar con alguien más,” rezongó Francisco con resentimiento, mirándole de reojo.
La muchacha se detuvo, completamente perpleja ante su comentario. “¿A qué te refieres?” Cuestionó, con el ceño fruncido.
“No, nada en particular,” negó Francisco, arrancando una margarita del piso y girándola frente a sí mismo para ignorar la mirada de Rayén. “Solo que por tu premura pareciera que tienes una cita,” aclaro, incapaz de detener su lengua. Dentro de sí su pecho ardía con amargura, herido por todos los secretos que la joven le guardaba.
“Estás muy raro hoy día,” decretó Rayén, con los brazos en jarras, agachándose para recoger su canasto. Hizo el amago de marcharse, pero no avanzó más de unos pasos antes de detenerse en seco y devolverse, como impulsada por un arrebato repentino. “Ya te he dicho que no tienes necesidad de venir aquí, menos aún por sentirte en deuda conmigo.”
Francisco la miró con ojos de cordero, siendo de repente consciente de lo impertinente que había sido, por no decir desagradable. “No es eso…” musitó apenado, tratando de justificarse, pero Rayén lo detuvo antes que pudiera soltar una sola palabra más.
“Nuestros asuntos ya están saldados hace tiempo, y Lipi ya debe haberse acostumbrado a tu casa. Así que siéntete en la libertad de no volver a aparecerte por aquí si así lo deseas,” declaró, con el ceño fruncido y los puños apretados. Luego, soltando una pequeña respiración añadió como para sí misma. “Al fin y al cabo, sería lo mejor.”
Francisco no supo qué responder a sus palabras. Y antes de que pudiese reaccionar, Rayén se cuidó de refugiarse en el verdor de su fortaleza, dejándolo solo con su propia vergüenza.
Decir que Francisco estaba arrepentido era quedarse corto. Tras su abrupta separación, la culpa lo había golpeado de lleno, haciéndole sentir como el pelmazo que había sido. Después de todo, y a pesar de sus aprensiones, si Rayén tenía un amor secreto no era asunto suyo. Para empezar, no solo no estaba seguro que tal sujeto existiera realmente; sino que, además, aun si fuese más que un mero cuento, no eran lo suficientemente cercanos para andar exigiéndole que le reportase de los males de su corazón. No, por más que la noticia le resultase irritante, no debió comportarse como un cretino al respecto. Menos aún a sabiendas de que su relación seguía tensa tras sus metidas de pata en el pasado.
Fue así, consciente de sus errores y deseoso por el perdón, que regresó a las colinas tan solo unos días después, con la cabeza gacha y los ojos tristes. Al verles llegar, Rayén había recibido a Lipi con brazos abiertos y una sonrisa; como cualquier otro día. Esa mañana llevaba el cabello suelto, su blusa blanca y una falda del color del océano. Sin embargo, cuando Francisco la saludó con timidez, solo le dedicó una mirada de reojo.
No dejó que eso le intimidara.
“Te he traído algo, como disculpa por la vez pasada” declaró con una sonrisa cargada en culpa, extendiéndole un pequeño paquete envuelto en una bolsa de papel. Era la rama de olivo que esperaba limase un poco las asperezas entre ellos.
Rayén le miró con suspicacia, dejando unos instantes de acariciar las orejas de Lipi, para la irritación del perro. “¿Qué es eso?” Cuestionó secamente.
“Es un regalo, tienes que abrirlo para saberlo.”
La joven alargó la mano, y con curiosidad abrió el paquete hasta revelar su contenido. Un frasco de color ambarino le recibió con una sonrisa, vestido con una etiqueta meticulosamente tipografiada. Rayén parpadeó sorprendida.
“Es mermelada de naranja,” explicó Francisco con suavidad, “ya que no crecen en el bosque, he pensado en regalarte un poco para que la pruebes. Si te gusta puedo traer más.”
“No puedo aceptar esto,” susurró la joven, mirando el frasco con ojos desorbitados, como si no pudiera creer el horror estaba sosteniendo entre sus manos. “No deberías traerme regalos. Ni siquiera deberías estar aquí para empezar. Llévatelo de aquí, y no vuelvas más por estos lados,” le espetó, devolviéndole el frasco con brusquedad.
Francisco parpadeó confundido, no esperaba que siguiera tan molesta. “No comprendo…” Intentó replicar, pero la bruja fue más rápida.
“Por supuesto que no comprendes, por eso es que tienes que irte. Vete de una vez por todas y no vuelvas nunca más por aquí,” le exigió, alzando la voz.
“Pero todas las otras veces…”
“No importa que haya sido en el pasado, ya no deseo que vuelvas, ni tú ni el perro. Si les veo por aquí les aseguro que se arrepentirán,” amenazó la muchacha, pero por las tormentas que brillaban tras sus ojos Francisco supo que solo estaba alardeando.
“No me iré,” se negó, “no hasta que me permitas disculparme apropiadamente.”
Rayén bufó indignada. “Pues bien, entonces me iré yo,” declaró, dándose la vuelta sin miramientos, y regresando sus pasos hacia el bosque.
“Espera,” le quiso detener Francisco, pero la joven hizo oídos sordos, continuando su camino por la colina a zancadas. “Por favor, no te vayas así,” suplicó, sin obtener reacción alguna. Tal parecía que Rayén estaba empecinada en romper relaciones con él, y la sola idea se le hacía de un amargor insoportable. No podía dejarla ir así como así y arriesgarse a nunca recuperar su estima. Debía hacer algo, lo que fuera, para retenerla y permitirse a sí mismo explicar su mal comportamiento; y debía hacerlo rápido.
Desesperado, hizo uso de su último recurso.
“¡Rayen!” Gritó, consiguiendo por fin captar su atención.
La joven se detuvo en seco, como inmovilizada por el peso de su propio nombre. Luego, lentamente, se giró para devolverle una expresión que bailaba entre la sorpresa y el espanto.
Francisco tragó saliva, inseguro de cómo continuar. “Ese es tu nombre, ¿verdad?” Preguntó finalmente.
Solo el silencio respondió a su consulta. Rayen parecía demasiado pasmada para ser capaz de articular una sola palabra. “Estuve preguntando por el pueblo para saber un poco más de ti,” explicó. “Sé que he actuado mal en el pasado, y que fui un completo idiota por creerme lo que se dice de ti. Ahora sé la verdad, y no sabes cuánto me arrepiento de todas las veces que te ofendí en el pasado,” añadió, con la voz cargada de emoción y las mejillas teñidas de culpa. “Por favor, no me sigas guardando rencor. Solo deseo ser tu amigo.”
Rayén bajó la mirada hasta la hierba que besaba sus pies, muda de la impresión. Su cabello ondulaba tras su espalda, sacudido por una brisa inquieta, y su pecho subía y bajaba rápidamente, como luchando por contener una emoción demasiado grande. Se mantuvo así, estática y cabizbaja por lo que a Francisco le pareció una eternidad. Arriba de ellos, las nubes se deslizaban intranquilas, en un baile que compartía su desasosiego; y junto a ellos las hojas de los árboles se sacudieron en un intento de llenar el tenso silencio que se había erguido entre ambos.
“Quizás debería irme,” se excusó finalmente Francisco, en voz baja. “Lamento…”
“Rayen era el nombre de mi madre,” le interrumpió la joven, con sus ojos aun detenidos en la hierba.
Francisco parpadeó, tan incómodo como sorprendido. Había algo en el rostro de la muchacha que presagiaba que esa conversación solo conseguiría abrirle heridas antiguas, y no se sabía capaz de conocerse la causa de su congoja. Pero, al mismo tiempo, no tenía el privilegio de flaquear a esas alturas. No cuando le había costado tanto trabajo obtener la confianza que la bruja le estaba ofreciendo. Si decidía marcharse y dejar pasar el tema, era probable que nunca más volvieran a hablar de ello. O de ninguna otra cosa más.
“¿Tu madre?” Repitió con suavidad, como temiendo espantarla con sus palabras.
La joven asintió en silencio antes de devolverle una mirada cargada de penas. “Murió hace algunos años,” explicó, sentándose en la hierba y abrazando sus rodillas para reunir fuerzas. Luego, con un suspiro, añadió: “Era una mujer fuerte y afanosa. Tenía que serlo, se vio obligada a valerse por su cuenta desde muy joven. Solía vivir en el pueblo, como todo el resto del mundo; pero le gustaba venir acá a resguardarse entre los árboles y aprender de ellos. Le recordaban a su niñez, cuando vivía con su gente en los bosques ancestrales del Fütawillimapu, antes de la llegada de la gente del mar.”
Francisco asintió, acercándose para sentarse a su lado. “¿Qué le sucedió?”
“Tuvo un sufrimiento muy grande,” explicó la niña, girando el rostro para observarle con sus grandes ojos pardos cargados de dolor. “Cuando el hombre que amaba decidió salir a buscar más afectos. Y la gente a la que ayudaba se puso en su contra.”
“Lo lamento mucho,” susurró Francisco, tratando se compartirle una mirada compasiva.
La muchacha asintió, apretando los labios y desviando la mirada antes de continuar. “Dijeron que un embarazo fuera del matrimonio iba en contra de la moral, y que no se le permitiría seguir allí si no me entregaba a la Iglesia una vez que naciera.” Continuó su relato, jugueteando con el dobladillo de su falda para espantar las lágrimas que parecían querer nublar sus ojos. A su alrededor, el mundo pareció acompañarle en su tristeza, llenado el cielo de nubarrones angustiados.
“Cuando se negó le dijeron que era salvaje e incivilizada, que seguía siendo una india tonta después de todo.” Sentenció la joven, atravesándole el alma con su mirada. “Había cuidado a sus enfermos, ayudado a parir a sus hijos, salvado a sus padres de los males de la edad; y la trataron como una escoria.”
Francisco no pudo seguir escuchando, así como así. La sangre le hervía en las venas, haciéndolo temblar de pies a cabeza. Jamás había escuchado semejante barbaridad; incluso sus padres, con lo obedientes que eran a la ley divina, no serían capaces de dejar a una mujer encinta a su suerte. ¿Cómo se podía obligar a una madre a abandonar a su recién nacida? ¿Cómo se podía actuar con tanta crueldad sin sentir remordimiento alguno? Lo que era peor, jamás había escuchado semejantes exigencias a otras mujeres en su misma posición. Al contrario, por lo que había entendido de los cuchicheos de su madre y algunas vecinas, la mayoría de las veces la situación se remediaba buscándole un marido a la embarazada, o inventando algún cuento que explicase su maternidad solitaria; lo que solo volvía la historia aún más injusta.
A tientas, buscó la mano de la niña para anidarla entre la suya, en un vano intento por entregarle consuelo. Quiso hablar, entregarle todas las disculpas que la situación merecía, aun cuando no fuesen sus pecados los que estuviese escuchando; pero la muchacha no le dio oportunidad.
“Lo peor vino después, cuando llegaron a buscarla al refugio que se había construido en el bosque para arrebatarme de su lado.”
Francisco saltó de un respingo al escuchar sus palabras. “Esas ratas miserables,” exclamó, apretando el puño que tenía libre, “¿Cómo se atreven a hacer semejante barbaridad? ¿Y tienen el descaro de hacerse llamar gente de fe?”
“Mi madre se enojó muchísimo,” continuó la joven, haciendo caso omiso a su arrebato. “Dijo que nunca se había sentido tan fuera de sí en toda su vida. Conmigo aún en brazos, armó tamaño alboroto que les obligó a huir por dónde habían llegado, amenazando con castigarles horriblemente si volvía a ver siquiera su sombra a los pies del bosque. Desde entonces han creado fábulas en su contra, retratándola como si fuera un monstruo, culpándole de todos sus males; a pesar de seguir solicitando sus servicios cuando la necesidad les obligaba.”
Francisco bufó, negando con la cabeza. No podía concebir que semejante descaro fuera posible. Pero, aun así, si lo analizaba con detenimiento, las anécdotas que había ido rescatando en el boca a boca del pueblo calzaban perfectamente con su relato. La habían ido a buscar para convertirla en una mujer de fe, para separarla del supuesto demonio que le había dejado el hombre que la abandonó. Y cuando se había negado la habían transformado en una bruja para justificar sus propios pecados. Incluso hacía sentido el rumor de los grandes vientos. Después de todo, tan solo un invierno atrás había presenciado como culpaban a la bruja de la enfermedad, sin saber que yacía muerta; no era de extrañarse que atribuyeran a su enojo la ocurrencia de un vendaval, y tras ello cuánto mal encontrasen en su camino. Ahora lo veía todo con absoluta claridad, y la verdad le sabía extremadamente cruel e indignante.
“En el fondo, aunque fingía ser fuerte, siempre resintió nuestro infausto destino. Y un corazón no puede sostener un dolor por demasiado tiempo.” Susurró la niña, limpiándose los pómulos empapados con el dorso de su mano. Tras una pausa, le devolvió una mirada seria tras sus ojos rojizos. “La terminaron matando solo porque odian lo distinto, y harían lo mismo conmigo si les diera la oportunidad. Si sigues viniendo aquí, si sigues mostrando simpatía hacia mí, arriesgas terminar igual de aislado y repudiado que nosotras.”
Francisco parpadeó de la pura sorpresa. En todo ese tiempo, jamás se había imaginado que la renuencia de la joven a compartirle de su vida podía nacer de su preocupación por él. Pero, ahora que lo pensaba, no habían sido pocas las veces que la muchacha le había sugerido que lo mejor para ellos era distanciarse. Por supuesto, sabía que la bruja no era querida en el pueblo, y jamás se le habría cruzado por la mente comentar a alma alguna que la visitaba frecuentemente. Pero eso no significaba que estuviera dispuesto a agachar la cabeza y seguirles el cuento, menos ahora que sabía que solo actuaban motivados por el odio y la ignorancia.
“Prefiero ganarme su enemistad a seguir siendo cómplice de sus actos,” sentenció Francisco, saboreando la certeza en cada una de sus palabras.
La joven le observó fijamente, como buscando cualquier señal de duda o engaño en su semblante. “No deberías decir con tanta ligereza aquello de lo que después puedes arrepentirte,” le reprendió.
“Solo me arrepentiría si me dejase conducir por el miedo,” negó Francisco con una sonrisa tranquila. Luego, tomando las dos manos de la niña, añadió, “no te preocupes de esas cosas. Te prometo que seré sensato y discreto. Así que, por favor, de ahora en adelante permíteme ser tu amigo.”
La joven bufó rendida, dejando escapar el atisbo de una sonrisa. “¿Quién dijo que no lo eras?”
Francisco sonrió complacido, mostrando los hoyuelos que enmarcaban sus labios.
Luego de ellos, ambos se quedaron ahí, observando el inicio del atardecer y sintiendo la suave caricia del viento mientras procesaban todo lo acontecido. Las nubes que anteriormente habían oscurecido el firmamento ahora corrían a destinos más lejanos, dejando caer sobre ellos el abrazo del sol. Y la brisa, suave y serena, mecía sus cabelleras con ternura, trayendo a colación el dulzor de las primeras flores.
Francisco no podía evitar sentirse tonto por haberse dejado influenciar nuevamente por los rumores. Por supuesto, la muchacha no debía tener más de quince años, dieciséis a lo sumo. Atribuirle un mal de amores a tan corta edad, y en especial cuando vivía aislada en medio del bosque, resultaba irrisorio. Pero en su momento, frustrado como estaba con su indiferencia, e incapaz de comprender sus verdaderos motivos, se había dejado llevar por sus emociones, imaginándose lo peor. Por lo mismo, se prometió a sí mismo que jamás creería otra sola palabra que se dijera de la muchacha del bosque, menos aún ahora que sabía que las bocas que las pronunciaban estaban cargadas de maldad.
“Por cierto,” soltó la niña de repente, quebrando el hilo de sus pensamientos, “mi nombre es Manuela.”
“Manuela,” declaró Francisco con dulzura, sintiendo como su corazón revoloteaba dentro de su pecho. Luego, mirándole a los ojos añadió: “tu madre estaría orgullosa de la mujer en la que te estás convirtiendo.”
Manuela arrugó el entrecejo y frunció los labios en un vano intento por contener sus emociones. Sin mediar palabras, Francisco la abrazó contra su hombro hasta que terminó de soltar toda la congoja que llevaba años cargando por dentro. E incluso un poco más, hasta que reunió las fuerzas suficientes como para dejar que su temblorosa figura abandonase sus brazos.
No mucho después, la joven se devolvió a su exilio, con el frasco de mermelada apretado contra su pecho y unas cuantas lamidas de Lipi sobre sus ojos hinchados. En silencio, y sin mover un músculo, Francisco la observó desaparecer lentamente en el laberinto de árboles hasta que ya no hubo rastro alguno de ella, ni de su pena.