Chapter Text
(…) Si nos duele el dolor en alguien, en un hombre
al que no conocemos, pero está
presente a todas horas y es la víctima
y el enemigo y el amor y todo
lo que nos falta para ser enteros.
Nunca digas que es tuya la tiniebla,
no te bebas de un sorbo la alegría. (…)
Fragmento de El otro, Rosario Castellanos.
Aioria & Milo
24. PAVO
Aioria llevaba días y noches, luego más días con sus noches, encerrado en las mazmorras del Refugio, por orden del Strategos, no podía salir de ahí.
Después de los hechos acontecidos con su hermano, con el traidor, lo siguiente fue que se llevaron a Aioria, al menor de los hermanos Deligiannis, el último Guardián del fuego de Prometeo, a un arraigo obligado en lo que las diligencias se llevaban a cabo y se determinaba su destino.
Milo había escuchado por supuesto todo lo que se decía, desde versiones completamente fantásticas respecto a Aioros, hasta cosas gravísimas, como que se había levantado contra el Refugio y contra la misma Infanta Atenea.
Él había conocido a Aioros, y siempre le pareció un buen tipo, alguien a quién burlar por las noches cuando se escapaba con el otro, y también alguien justo de buen corazón… así que él pensaba que todo aquello era algo fuera de toda dimensión.
Por supuesto nadie quería escuchar sus pareceres, los de un crío en entrenamiento, nadie más que Camus quién parecía más bien ambivalente al respecto.
—¡Por las sandalias de Zeus, Camus! ¿Haz escuchado lo que te he dicho? Esto parece algo planeado…
—¿Por quién, Milo? ¿Y para qué? ¿Para encerrar a Aioria en esa jaula? No seas ridículo… —le increpó el pelirrojo, despiadado con sus juicios y sus palabras.
El otro simplemente bufó, tenía ganas de sembrarle el puño en la cara y deshacer esa bonita nariz suya.
—Me voy —rezongó.
—¿A dónde diablos vas, stupide?
—A menos que te bajes los pantalones, lejos de aquí.
—Idiota.
Milo se llevó su plato completo, sin siquiera haber tocado nada, lo cuál le parecía algo sospechoso, tomando en cuenta que tanto Milo como Aioria siempre se zampaban la comida en un tris, e incluso preguntaban si había un poco más.
De todos modos el marsellés lo siguió, sólo para asegurarse de que no haría más estupideces de las que ya hacía.
Con todo y el plato se fueron andando hasta la parte trasera de las prisiones, donde estaba Aioria había una pequeña ventana, muy alta para que la alcanzaran simplemente de pie, así que tendría que trepar un poco para alcanzarla.
Camus se negó en redondo a crearle algo parecido a escalones de hielo para que pudiese trepar, sus poderes no eran para ir por la vida jugando, así que el otro se tuvo que valer de apilar piedras, basura y todo lo que fue encontrando por ahí para hacer algo lo suficientemente alto que le permitiese escalar un poco hasta los barrotes de la pequeña ventana.
—Bueno, como no quisiste ayudarme… —y sin mediar palabra de por medio, tomó a Camus por la cintura atrayéndolo hacia él, después le desató el cinto, un bonito telar que mantenía en orden la clámide.
—¡¿Pero qué…?!
La ocupó para hacer un atado y meter el plato con la comida dentro de el, pavo asado con manzanas dulces, puré dulce y un panecillo húmedo en miel, todo lo dejó perfectamente atado, como en una canastilla.
Acto seguido trepó como araña en su monte de basura, hasta que sólo tuvo que dar un salto para colgarse de los barrotes.
Aioria estaba apeñuscado en un rincón, abrazando sus propias piernas, como un gato deprimido.
—¡Oye…! —susurró el otro—, aquí arriba…
—¡Milo! ¿Qué haces aquí?
—Shhh… te traje algo…
—¿Qué cosa? —Preguntó curioso, sonriendo a medias, con la clase de sonrisa que llegaba hasta sus ojos del color de las esmeraldas.
Milo pasó por los barrotes el atado que había hecho y lo dejó caer poco a poco hasta que el otro lo tuvo en las manos.
—Tendrás que apurarte a comer, porque me tengo que llevar de regreso el plato, y Camus, bueno, echa en falta su cinta —dijo riendo.
—¡Pavo!
—Sabía que te gustaría… —contestó el rubio, sólo se alcanzaban a ver sus cabellos rubios revueltos, y sus ojos celestes que resplandecían siempre.
Para cuando la media noche cayó, Milo estaba sentado apoyando la espalda contra el frío muro, y del otro lado, en la misma posición, Aioria estaba recargado casi en el mismo lugar, en un corte sagital, ambos estaban idénticos.
—Pronto saldrás de aquí, podremos ir a todos lados…
—Pronto… espero…
—Y sino, vendré aquí todas las noches hasta que me de pulmonía…
—¿Serás un kallikántzarori?
—Por supuesto… sólo no te rindas… por favor.
—Nunca…
—¿Y si nunca salgo? —Inquirió asustado el otro.
—Yo te sacaré, y romperemos platos —respondió su compañero, ni siquiera lo dudó, no lo pensó, era algo que en consecuencia haría, lo sabía perfectamente.
—Gracias —susurró Aioria, en un hilo de voz casi imperceptible, abrazado a sus piernas.
—Me deberás por siempre higos de Ática con miel.
Las risas de ambos se perdían entre la noche, un murmullo refrescante, animoso y lleno de esperanza. Ellos no lo sabían pero… lo que entre ellos dos creció desde el momento en el que Milo llegó al Refugio, sería el hilo de Ariadna en sus vidas, siempre, el hilo que se tensó tantas veces hasta casi romperse, pero que nunca, nunca, nunca, se rompió… sin importar los embates del destino.
FIN
N. de la A.
Los kallikántzaroi, en tradición helena, son duendes que acostumbran escabullirse por las chimeneas de las casas, bromean, asustan y hacen maldades a las personas, en el periodo comprendido entre el 25 de diciembre y el 6 de enero; mayormente se trata de seres de la noche que emergen a la superficie de la Tierra en ese tiempo, ya que antes, se encuentran subterráneamente. La mención de romper los platos, es una tradición antiquísima helena en dónde se rompen con motivo de infinita alegría, dependiendo la celebración, por ejemplo en las bodas, es para dar un buen augurio a los desposados y alejar a los malos espíritus. También es sinónimo de abundancia.