Test Bank For Biology Now Second Edition Second Edition
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Cindy Malone began her scientific career wearing hip-waders in a swamp behind
her home in Illinois. She earned her BS in Biology at Illinois State University and
her PhD in Microbiology and Immunology at UCLA. She continued her post-
doctoral work at UCLA in Molecular Genetics. Dr. Malone is currently a
distinguished educator and an Associate Professor at California State University,
Northridge, where she is the Director of the CSUN-UCLA Bridges to Stem Cell
Research Program funded by the California Institute for Regenerative Medicine.
Dr. Malone’s research is aimed at training undergraduates and masters degree
candidates to understand how genes are regulated through genetic and
epigenetic mechanisms that alter gene expression. She has been teaching non-
majors biology for over 15 years and has won curriculum enhancement and
teaching awards at CSUN.
Product details
Publisher : W. W. Norton & Company; Second edition (July 1, 2018)
Language : English
Paperback : 496 pages
ISBN-10 : 039363180X
ISBN-13 : 978-0393631807
Item Weight : 2.33 pounds
Dimensions : 9.1 x 0.8 x 10.9 inches
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conde de Carrión ignoraba esta circunstancia, y ninguno de los infantes sabía
que cada uno de sus hermanos estaba marcado así.
Don Enrique, con el corazón anegado de ternura, rodeó con sus brazos e
cuerpo de don Sancho, y al mismo tiempo exclamó con voz vibrante de
emoción:
—¡Hermano mío!
El infante le miró con asombrados ojos, y pasó la mano por su frente para
convencerse de que no soñaba.
—¡Perdón, perdón, Sancho! ¡Oh, perdóname! —continuó don Enrique
apoyando en su pecho la cabeza de su hermano.
—¿Y Berenguela? —preguntó tímidamente el infante.
—¡Ah! ¡No sé! Yo la dejé desmayada y vine a verte a ti.
—¡Pobre hermana mía! —murmuró don Sancho con temblorosa voz.
—¡Tu hermana! —repitió don Enrique cuyos ojos lanzaron relámpagos
sombríos—. Pues entonces, ¡tú no eres hermano mío!... ¡entonces la señal que
yo he visto miente!... ¡Oh, sí, sí... miente... miente!... ¡Porque si ella fuese m
hermana, no hubiera puesto Dios en mi corazón el germen de este fata
amor!...
—¡Es vuestra hermana como yo!
—¡Ven, pues! —exclamó el rey—. ¡Ven, Sancho, o Fernando, o como
quiera que te nombres! ¡Quiero que me acompañes a cerciorarme de esta
horrible verdad!...
Don Enrique, con el semblante desencajado, llamó al escudero del infante
y le ordenó que le vistiese en cuanto don Mendo acabase de vendar sus
heridas; dio orden de preparar una litera, y después de que don Sancho estuvo
vestido, le envolvió él mismo en su ancho manto blanco y mandó a dos
soldados que lo condujesen a la litera, encaminándose todos a casa del conde.
Su aparición produjo muy diferente sensación en las tres personas que
ocupaban la cámara de la infanta: la reina miró a don Enrique con terror, y a
don Sancho con asombro. Don Álvaro permaneció sereno e inmóvil, y en
cuanto a Berenguela, se precipitó hacia su amante con indecible afán; mas
antes que pudiera salvar la distancia que les separaba, cayó exánime a los pies
del infante.
—¡Qué veo! —exclamó el rey—. ¡A qué han venido aquí la reina y ese
traidor!
—He venido a salvar el honor de esa desdichada —contestó el anciano con
firmeza.
En cuanto a la reina, se había arrodillado junto a la infanta, y no se cuidó de
contestar a su esposo.
—¡Berenguela! ¡Berenguela! —gritó el rey acercándose a la joven que
yacía inmóvil en el suelo, sin hacer caso de las palabras que pronunciara e
conde.
—No turbéis los últimos momentos que restan de vida a esa desgraciada —
dijo el conde con acento severo.
—¿Qué?... ¡Oh!... ¿Qué has pronunciado? ¿Acaso... habrás sido tú su
verdugo?...
—No he sido más que el salvador de su honra.
—¡Tú! ¡Mientes... miserable! —gritó el rey con ronca voz y cogiendo po
un brazo al conde; y luego continuó con acento lastimero y suplicante:
—Pero ¡oh, no... no! ¡Eso no puede ser!... ¡Álvaro... dime que me
engañas!...
—Un veneno activo, que yo vertí en esa copa, cuyo contenido acaba de
beber, circula ahora por sus venas.
—¡Ah!... ¡qué horror!... —exclamaron la reina y don Sancho, que cayó
también de rodillas junto a la pobre niña.
El rey lanzó un sordo gemido; levantó a Berenguela entre sus brazos, y fue
a sentarse con ella en el sitial en que estaba apoyado don Álvaro.
—¡Llevad a este hombre al cadalso, y que caiga su cabeza inmediatamente
—dijo con lenta y oprimida voz.
La escolta, que había acompañado a los regios hermanos, rodeó al anciano
conde, que fue a situarse enfrente del rey.
—Óyeme, Enrique —dijo con su grave y reposada voz—: yo amé a tu
madre, como solo se ama una vez en la vida, y, sin embargo, fui el mejor
amigo de tu padre, torturando sin piedad mi corazón; a ti y a todos tus
hermanos os recibí en mis brazos y oculté el nacimiento de los dos últimos
porque el rey tu padre me lo mandó así; he sido el genio bienhechor de tu
familia, y un segundo padre para vosotros... y, sin embargo, ¡he tenido el valor
suficiente para matar a esa pobre niña sin sentir el más leve remordimiento!
»Pero lo que más debe asombrarte, rey de Castilla —continuó el anciano
—, es saber que tú mismo has puesto en mis manos el medio de darle la
muerte. ¡Sí, el joyel que cerraba las sartas de perlas de esa diadema, que tú le
diste, contenía el veneno que le quita la vida!
El rey apoyó su frente en la frente helada de la infanta, ceñida aún con la
fatal diadema, y dejo escapar un sollozo desgarrador. Don Álvaro continuó
tranquilamente:
—Nadie más que yo sabía en el mundo este terrible secreto, porque solo yo
estaba presente cuando Alonso XI lo dio a tu madre: «Si alguna vez —le dijo
— te ves próxima a perecer bajo el puñal de un asesino, bebe el veneno que
contiene esta joya: tu muerte así será más dulce e instantánea.» ¡Oh, al dar esa
diadema a tu hermana, debiste saber que ponías en mis manos la defensa de su
honor!
El anciano se acercó al infante, que le abrió los brazos sollozando; luego se
inclinó sobre Berenguela, y besó sus manos heladas murmurando:
—¡Duerme en paz, ángel de Dios!
—¡Perdón para él, señor! —exclamó el infante volviéndose hacia el rey.
—¡No le quiero! —repuso el anciano pasando el umbral rodeado de
soldados—. ¡Dios nos juzgará a los dos!
Salió de la estancia con paso firme, y el rey se quedó como petrificado, con
la infanta en los brazos, en tanto que ella le contemplaba sumida en un éxtasis
delicioso: la animación de la fiebre había desaparecido de su fisonomía, y sus
ojos, dulces como en los tiempos en que conoció a Florestán, se fijaban en los
del rey con entrañable amor; empero su palidez crecía a cada instante, y un
círculo azulado rodeaba ya aquellos grandes ojos.
—¡Cuán bien estoy así... Florestán!... —murmuró con voz dulcísima, pero
tan débil ya, que apenas podía percibirse—; ¡qué dichosa soy... mirando ese
hermoso sol!... ¡así lucía... el día primero que te vi!...
El rey ahogó un sollozo; en cuanto a la reina, se ocupaba en sostener la
cabeza del infante, que había caído desfallecido en un sitial, situado en frente
del que ocupaba el rey con Berenguela.
De repente, la mirada de la joven se apagó, como la luz próxima a
extinguirse.
—¡Tengo sueño! —murmuró reclinando su cabeza en el hombro del rey—
¡déjame... dormir... aquí, Florestán!...
Cerráronse sus ojos; apareció en su boca una sonrisa inocente, y su boca
despidió el postrer suspiro.
El rey no lanzó ya un solo gemido: breves instantes permaneció mirando
con sombríos ojos el cadáver de Berenguela; de repente exclamó:
—¡Oh, quiero desgarrar yo mismo mi propio corazón! ¡Quiero apurar hasta
las heces el amargo cáliz de mi dolor!
Al pronunciar estas palabras, depositó el cadáver en el lecho y rasgó con su
daga la túnica de la infanta, apareciendo bien pronto la señal del costado.
—¡Hermana mía! —gritó besando en la frente a Berenguela; después
levantándose con los ojos llenos de lágrimas, prosiguió:
—¡Ruega al señor que me perdone, el no haberte arrancado tu postrera
ilusión de amor!
La reina cerró piadosamente los ojos de la joven, y besó sus mejillas, frías
ya, en tanto que don Sancho ocultaba sollozando su frente entre las ropas de
lecho.
—¡Valor, hermano mío! —dijo el rey abrazándole—; ¡yo la amé con
locura, y me consuelo al pensar que está a los pies de Dios!
—¡Valor, hermano! —repitió la reina cubriendo el cadáver con su manto
real—; ¡yo la amaba también, y sabré consolar tu dolor!
—¡Oh, Dios mío! —murmuró aquel mártir del corazón, alzando al cielo
sus abatidos ojos—: ¡no les hagáis saber nunca hasta qué extremo la amaba
yo!
IX
TRISTEZA
EL PAJE DE LA REINA
LA CORTE DE ENRIQUE IV
Al oír los cortesanos las palabras del rey: señores, suspendemos nuestra
marcha indefinidamente, quedaron mirándose unos a otros; muchos de ellos
eran más enemigos de Enrique que los mismos conjurados, y solo esperaban
llegar a Toledo para unirse al partido de Villena; cruzábanse allí también odios
y rencores personales, deseos de venganza y anhelo de combates, en que cada
uno de ellos quería o exterminar a su enemigo, o a lo menos, alcanzar
renombre y gloria.
Ni uno de ellos amaba sinceramente a Enrique IV. Pero, ¿cómo amar a
aquel monarca antojadizo e inconsecuente? ¿Cómo amarle cuando anteponía
un capricho suyo, por insignificante que fuese, a los sagrados intereses de
reino? ¿Cómo amarle, en fin, siendo esposo infiel y padre desnaturalizado?
Aquellos hombres no eran tampoco afectos a la reina: aunque doña Juana
era una noble joven, de corazón sensible y alma elevada, nadie reconocía en
ella estas hermosas cualidades, de que descaradamente se burlaban en aquella
época de disolución y escándalos. Pero, ¡cosa extraña!, lo que menos le
perdonaban era su ardiente pasión por Beltrán de la Cueva; ellos, sumidos en
toda clase de desórdenes, ellos, que cada día cambiaban de dama, culpaban
aquel amor, criminal es verdad, pero excusable por el abandono en que
Enrique IV dejaba a su joven y bella esposa.
Aquel rey, indigno de su estirpe, aquel hombre que corría de exceso en
exceso, arrastrando por el lodo la áurea corona de Castilla, no merecía el amo
de Juana; no había respetado en ella ni su orgullo de princesa, ni su dignidad
de mujer. De continuo la pobre joven se había visto pospuesta a vasallas suyas
y no pocas veces a sus mismas camareras, que ocupaban su lugar en e
corazón de su esposo; y su alma enérgica y altiva, bien que dotada de suma
grandeza, se abrió al amor que le brindara don Beltrán y le amó también con
todo su corazón.
No detestaban los nobles aquel lazo por lo que era en sí: la mayor parte de
ellos eran incapaces de sentir una gran pasión, y, por consiguiente, ignoraban
su valor; su irritación nacía de celos por la rápida elevación de don Beltrán
que de paje de lanza había llegado a obtener las mayores dignidades y los más
altos honores, y, sin embargo, a ser posible que la reina se prendase de
cualquiera de ellos, hubiera ofrecido a sus pies el preferido, no un verdadero
amor, sino un bajo y degradante servilismo, con la esperanza de medrar.
Todos ellos acusaban de desleal la conducta del conde de Ledesma, y ta
vez con razón: don Beltrán se había hecho dueño del corazón del rey
sirviéndole de tercero en todas sus intrigas amorosas y acompañándole en sus
nocturnas expediciones; y don Enrique, agradecido a tan buenos oficios y
enteramente subyugado por el encanto irresistible de su amigo, cerraba los
ojos para no ver la intimidad de este con su esposa, aunque, para complemento
de la murmuración, se aseguraba que estas relaciones hacían en realidad sufrir
al rey quien, a pesar de su caprichoso carácter, amaba a doña Juana cuanto é
podía amar.
Nada se habían cuidado la reina y don Beltrán de las hablillas de la corte
absortos en su amor, olvidaban el universo entero; pero hacía cuatro meses que
el cielo de su dicha se hallaba cargado de negros nubarrones, y doña Juana
lloraba sin consuelo un pesar que ocultaba a todos.
¡Pobre joven! ¿Cuál era la causa de su amarga aflicción? Ella buscaba con
empeño la soledad. Ya no la alegraban el canto de los pajarillos, ni el radiante
sol; la luz de sus ojos se apagaba lentamente, y sus labios perdían su purpúreo
matiz: ¡fatales síntomas en una mujer enamorada! ¡Ellos dicen que fenecieron
sus esperanzas de ventura!
Y era así: desde el día en que llegó a Segovia Fernando de Luna, don
Beltrán parecía preocupado y sombrío; ya no se animaban sus facciones al ver
a la reina; a veces pasaba días enteros lejos de ella, y hasta parecía hastiado de
su cariño.
¡Ay, este cambio, por lentamente que se opere, no se escapa jamás a los
ojos de la mujer que ama! Doña Juana le siguió con tristísima mirada; pero n
una queja se escapó de sus labios, porque las almas nobles guardan con
cuidado sus dolores, y devuelven por cada uno una sonrisa: cuando e
sufrimiento la vencía, se arrodillaba junto a la cuna de su hija, y pedía al cielo
consuelo y fortaleza para sobrellevar sus penas.
Encontraba también algún alivio en el amor que profesaba a su hermoso
paje: el día mismo de su llegada le fue presentado por don Beltrán, y el niño
al besarle la mano, le entregó una carta que decía así:
«Señora: Sin duda alguna me habrá olvidado V. A., porque las almas
nobles no recuerdan los beneficios que hacen; pero si el que los recibe
es merecedor de ellos, los graba de un modo indeleble en lo más íntimo
de su corazón y los paga cuando puede.
»Yo creo, señora, que satisfago ahora en parte la deuda de gratitud y
amor que contraje con V. A., enviándoos a mi hijo Fernando: parto a
Aragón con Gonzalo, mi hijo mayor; no quiero rendir más vasallaje a
Enrique IV, puesto que, a no ser por el ángel a quien llama esposa suya
hubiera muerto en el calabozo en que me sepultó su padre; pero no
quiero tampoco serle traidor, y abandono mi hermosa Castilla para no
mezclarme en las intrigas de los nobles.
»Por el cielo, guardaos, señora mía: solo tenéis un amigo fiel, y ese
es don Beltrán; a él le envío mi hijo para que le ponga al lado de V. A
Nadie desconfía de un niño: su adhesión no os atraerá mal ninguno, y s
corréis peligro, si vuestro esposo vacila en el trono, este mismo niño
llamará a su padre y a su hermano, que volarán al socorro de sus
soberanos.
»Yo sé que don Juan Pacheco no perdona a V. A. la libertad que me
dio, y de la que hice uso arrojándole del lado del rey; sé también que
quiere conduciros al castillo de Maqueda, de donde han sacado a
infante; pero por el nombre que llevo, juro a V. A. que no lo han de
conseguir.
»Dios guarde a V. A. y os conceda, señora mía, la dicha que tanto
merecéis. — Fadrique de Luna.»
La reina acogió con amor al niño y le hizo su paje: la memoria de los Lunas
no se había borrado de su alma, porque sabía cuánto la amaban aquellos
buenos caballeros.
Aprisionado don Fadrique durante el reinado de don Juan II, por una
calumnia del marqués de Villena, gemía aún en una oscura prisión al subir a
trono su hijo Enrique IV; mas cuando doña Juana vino a dividirle con él, e
primer acto de piedad de esta princesa fue mandar abrir todos los calabozos.
Una vez libre el de Luna, su más ardiente afán fue arrancar la máscara a
Villena: consiguiolo, y el rey, que ya empezaba a aficionarse a Beltrán de la
Cueva, le tomó tal aversión que se vio obligado a no presentarse más en e
alcázar; pero juró odio y venganza al rey, a don Fadrique, y, sobre todo, a doña
Juana.
Algunos días después, salió de Madrid como jefe principal de la
conspiración que se formaba en Toledo para destronar a Enrique IV, pero cas
al mismo tiempo salió también don Fadrique con su hijo Gonzalo para la corte
de Aragón: su única hija, Luz, quedaba, según se decía, en un monasterio de
Ávila; en cuanto a Fernando, por ser niño sin duda, nadie le conocía ni había
oído hablar de él.
Desde que vivía en el alcázar, el pajecillo apenas había salido de las
habitaciones de la reina: consolaba su dolorosa melancolía, y la amaba tanto
que la expresión de aquel ardiente cariño le hacía a veces olvidar sus pesares.
La seductora belleza de aquel niño había llamado la atención de toda la
corte, y el rey mismo estaba impaciente por conocerla; pero todos cuantos
elogios le habían hecho de él, le parecieron muy débiles al verle en su
antecámara en la noche señalada para partir a Toledo.
El paje salió detrás del rey y se dirigió a su aposento, en tanto que la cólera
de los nobles estallaba en imprecaciones contra el conde de Ledesma y doña
Guiomar; porque sabían que solo la querida y el favorito tenían el poder de
dominar la voluntad del rey.
—¡Por el cielo —exclamó don Lope Barrientos—, que se me acaba la
paciencia! Esta misma noche marcho a Toledo a unirme con Villena.
—Y yo os acompañaré, don Lope —dijo don Pedro Gómez.
—Y yo con mi compañía franca —añadió don Nuño de Saavedra.
—Y yo, y yo —repitieron muchos nobles.
—Pues id con Dios, señores —repuso don Diego Arias, anciano de
hermosa y apacible fisonomía—: yo, por ahora, prefiero irme a acostar.
Los cortesanos fueron saliendo poco a poco, y en la gran cámara quedaron
solamente los pajes y escuderos del rey.
IV
AMOR