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-Esto es sólo una versión PRE-PRINT. Para posibles citas, por favor remítase a la versión publicada. -Publicado en Perspectivas wittgensteinianas: lenguaje, significado y acción (F. Santamaría Velasco, et altera, eds.), pp. 237-278: Tirant lo Blanch / UPB, 2021. WITTGENSTEIN: METAFÍSICA Y ALIENACIÓN Modesto Gómez-Alonso University of Edinburgh / UPSA Dos variedades de escepticismo En el párrafo final de “Anselm’s Ontological Arguments”, Norman Malcolm señala: (P)uedo imaginar el caso de un ateo que, tras considerar el argumento una versión formalmente correcta de la prueba ontológica, se convence de su validez y lo defiende aptamente frente a las objeciones habituales, y que, pese a todo, sigue siendo ateo. (…) No deberíamos esperar que un argumento demostrativo produjese, además, una fe viva. (Malcolm 1963, 161) Curiosamente, Bernard Williams (1983), él mismo un ateo confeso, expresó un pensamiento similar en su evaluación de los argumentos (desde su punto de vista, racionalmente convincentes) que J.L. Mackie proporciona a favor de la incoherencia del teísmo. Dicha refutación dejaría intacta la cuestión real: el hecho de que la religión es una creación humana que, porque expresa necesidades e intereses genuinos, es impermeable a los resultados del pensamiento abstracto. No es difícil descubrir una actitud análoga (o así parece) en Wittgenstein. Al fin y al cabo, es la vida la que “puede educar a uno en la creencia en Dios” y “forzar la entrada de dicho concepto” (CV, 86), y la fe, una necesidad “de mi corazón y mi alma, y no de mi inteligencia especulativa” (CV, 33). El problema radica, sin embargo, en cómo entender esta invocación a la vida, a las experiencias de lo “siniestro” (GB, 143), de asombro, culpa y “angustia fundamental” (CV, 52), que confieren profundidad (GB, 143) a una imagen y abren el espacio del discurso religioso. “No deberíamos esperar que un argumento demostrativo produjese, además, una fe viva” —el modelo que Malcolm parece estar evocando apunta a dos formas de comprensión: la comprensión de la lógica y de la gramática de un concepto (una comprensión en abstracto —puramente epistémica— accesible a la ‘inteligencia especulativa’ e independiente de la persona real que piensa y de sus circunstancias), y una comprensión más profunda del propósito y la función que el empleo de dicho concepto cumplen en la vida afectiva de quién lo piensa. De acuerdo con este modelo dualista cuya similitud con la visión del positivismo lógico de la escisión entre pensamiento objetivo y emociones subjetivas resulta llamativa, el empleo ordinario de conceptos posee dos elementos analíticamente distintos: una estructura lógica y un contenido emocional. Ambos elementos podrán estar presentes en la experiencia ordinaria. Sin embargo, son separables. Es, por tanto, como si la argumentación filosófica tuviese vida propia, pero, al mismo tiempo, necesitase el suplemento de algún tipo de conexión con nuestros sentimientos y pensamientos cotidianos para poseer significatividad humana, y persuadir además de demostrar. La imagen es la de un filósofo que al principio y al final de su actividad especulativa se esfuerza en trazar dichas conexiones, pero cuya actividad misma se desarrolla en un espacio semántico independiente. Sus argumentos demostrarán, pero no convencerán. Para lo último, requieren una inyección de vida que apela al retórico que todo lógico lleva en su interior. El filósofo puramente especulativo ha pasado por alto un aspecto, pero un aspecto que no tiene nada que ver con su comprensión lógica del problema. En una atmósfera diáfana sin contacto alguno con la vida, el pensamiento aguarda a la experiencia para ser reconocido y asimilado. El modelo dualista anterior concibe el contenido emocional como adición extrínseca que refleja la posición subjetiva del investigador, coloreando sus creencias (religiosas) sin contribuir en nada a los contenidos y justificación de las mismas. Lo que significa que la actitud religiosa se entiende en términos puramente cognitivos —como asentimiento intelectual a un conjunto de doctrinas y como agregado o sistema de creencias—, y, por ello, como evaluable epistemológicamente en términos de racionalidad y soporte evidencial (—¿y qué otro tipo de evaluación no-subjetiva es posible?—se nos recuerda). Estos factores podrán dejar intacto el anclaje emocional de la actitud religiosa, pero plantean la cuestión de la responsabilidad epistémica del creyente —una cuestión que éste únicamente podrá eludir al altísimo precio de un emotivismo infantil que lo sumerge bien en una fe irracional o en un misticismo (o pseudo-misticismo) vacío. Cognitivismo y emotivismo son, sin embargo, la cara y la cruz del método externista de aproximación a la actitud religiosa, las dos únicas posiciones en el espacio lógico abierto por esta perspectiva. Primacía de la relación representativa, equiparación de (o continuidad entre) verdad religiosa y verdad científica e histórica, y purismo de la razón (entendido como dicotomía rígida y antítesis entre la facultad racional y las pasiones humanas) son los elementos constitutivos de un paradigma que reduce toda forma de conocimiento a conocimiento evidencial y toda evaluación racional a automatismo demostrativo —paradigma cuyo acercamiento al punto de vista religioso John Cottingham (2005, 80) ha comparado (ecos de Wittgenstein) con un método que con el fin de captar la peculiaridad de la ‘fruta religiosa’ extrae su líquido cognitivo. Resultaría, en cualquier caso, improbable que Wittgenstein (tal como a veces se interpreta su actitud respecto a la religión) hubiese reducido religión a emoción, y que subscribiendo un anti-cognitivismo extremo hubiese caído en las redes del positivismo y de las (falsas) dicotomías que el intelectualismo epistémico genera. Las cuestiones reaparecen: ¿qué significa entonces la invocación a la vida y la experiencia?, ¿qué es lo que aquí se está combatiendo? Y si lo que se combate es el purismo de la razón, ¿de qué tendencia en mí se alimenta —multiplicándola— su poder hipnótico?, ¿por qué nos resulta tan difícil comprender lo que está a la vista (CV, 17) y contemplar el objeto sin que éste se encuentre envuelto en una niebla filosófica (CV, 57)? Pero, sobre todo: ¿Qué es eso que está a la vista y qué (y por qué) nos impide verlo? El hecho de que un argumento pueda demostrar sin convencer posee un aire paradójico. No obstante, se trata de una paradoja omnipresente, que se reproduce en áreas donde lo que está en cuestión no son las relaciones entre racionalidad y fe religiosa. Podría considerarse, por ejemplo, que la finalidad de los argumentos escépticos es la creación de una disociación cognitiva en el agente epistémico, de forma que éste se distancie racionalmente de sus creencias y, atribuyéndolas a un mecanismo natural y socialmente determinado con el que no se identifica, no reconozca su responsabilidad sobre las mismas. Si esto es así, también resulta verosímil pensar que el objetivo de la argumentación anti-escéptica es el de proporcionar una base racional sobre la que la integración epistémica del sujeto con lo que cree sea posible. Una de las críticas habituales al escepticismo filosófico enfatiza la ‘artificialidad’ de sus argumentos, que apelan a la inteligencia especulativa sin llegar a afectar a la totalidad de la persona. Menos habitual, pero igualmente desconcertante, sería señalar que un argumento anti-escéptico puede ser demostrativo (por ejemplo, en la medida en que muestra la incoherencia del escepticismo), sin producir convicción profunda alguna, es decir, sin generar la integración y responsabilidad que, por la vía del conocimiento, el epistemólogo trata de recuperar. Esta situación, más que alejar o exorcizar el problema escéptico, le otorgaría una seriedad inusitada que, sin embargo, la controversia epistemológica no captura. Si los argumentos tanto a favor como en contra dejan intacta la cuestión escéptica real es porque ésta se encuentra enraizada en el suelo último de la condición humana. De hecho, podría considerarse la perspectiva epistémica (incluso si es racionalmente exitosa) como la situación escéptica (de alienación) paradigmática. Ésta es, precisamente, la idea motriz del pensamiento de Schopenhauer, quien describe la relación del sujeto kantiano de conocimiento con el mundo como una relación de exterioridad (Schopenhauer 2010, § 17, 123) en la que, pese a su ordenación objetiva, los fenómenos se presentan “como sucesión de imágenes extrañas y sin significado” (Schopenhauer 2010, § 17, 119) que configuran una “fantasmagoría” (Schopenhauer 2010, § 17, 123) de “jeroglíficos que no comprendemos” (Schopenhauer 2010, § 17, 121). Para el sujeto de conocimiento el mundo se presenta, así, como un objeto externo de experiencia, accesible al entendimiento dentro del marco categorial, pero internamente opaco: un universo frío del que nos encontramos humanamente desvinculados. Obviamente, esta alienación respecto al mundo, es también (y sobre todo) auto-alienación: el sujeto tiene consciencia epistémica de sí en tanto que un objeto más de conocimiento en un mundo de objetos causalmente reglados pero esencialmente inaccesibles (o huecos), y, abstrayendo y reificando su facultad racional, identificándose únicamente con su capacidad cognitiva, se fragmenta y distancia de sí en un proceso donde el incremento de conciencia abstracta y el empobrecimiento en la intensidad y auto-absorción de la experiencia se corresponden. La relación cognitiva queda expresada en el símbolo (o fantasía) de un macro-mecanismo (el mundo) que lo absorbe todo, incluyendo la propia pasión cognitiva. Es verdad que en su presentación de la condición escéptica —de “la desesperación de la crítica kantiana” (Schopenhauer 2010, 455)—, Schopenhauer recurre a la dicotomía apariencia (representación) / cosa en sí; lo que parecería ubicar el problema dentro de un marco epistemológico. Sin embargo, y a diferencia de lo que sucede con las lecturas fenomenistas habituales, Schopenhauer interpreta los modos trascendentales de representación de Kant, más que como barrera o limitación del conocimiento, como condiciones epistémicas que hacen posible y constituyen los objetos de conocimiento, y que, por ello, determinan nuestra concepción de lo real. En consecuencia, ni las representaciones kantianas son ‘meras’ representaciones en contraste con la realidad en sí, ni ésta última constituye un espacio determinable pero inaprehensible en oposición (posible) al mundo de apariencias. La ‘cosa en sí’ no es cosa u objeto concebible alguno. El escepticismo cognitivo —y su escándalo— se desvanecen con la identificación de idealismo trascendental y realismo empírico. Asumiendo con plena conciencia la herencia del éxito de Kant frente al escepticismo, lo que Schopenhauer hace es reubicar a éste último dentro del ámbito de la experiencia, reinterpretando la dicotomía representación / cosa en sí y planteando el problema de lo real no como una cuestión epistémica acerca del espacio de representación y su extensión, sino como el enigma del déficit ontológico en la relación entre realidad representable y realidad vivida. Los objetos de representación son, de acuerdo con su conceptografía, ‘meros’ fenómenos —pero no en oposición a una realidad más allá de la experiencia, sino porque no capturan los aspectos fundamentales de la última. La ‘cosa en sí’ es la ‘cosa en sí en el fenómeno’ —la dimensión interna de la experiencia, que permanece oculta desde la perspectiva del sujeto cognitivo. La clave radica en el hecho de que la realidad que recuperamos racionalmente no es la realidad humana, sino un sucedáneo que, como mucho, describe el mundo tal como lo percibiría un fantasma en la máquina —o, de acuerdo con el símil cartesiano del que Schopenhauer se hace eco: tal como lo percibiría “la cabeza de un querubín alado sin cuerpo” (Schopenhauer 2010, § 18, 124). La victoria frente al escepticismo cognitivo no hace otra cosa que sacar a la luz un escepticismo hermenéutico y semántico (existencial) inherente al propio punto de vista epistémico y cuyo ‘escándalo’ resulta finalmente audible en las cámaras vacías de una racionalidad que ha alcanzado su objetivo cognitivo último sin aliviar la perplejidad filosófica; de forma que en dicho triunfo se exhibe la lógica del extrañamiento que, incluso en la metafísica kantiana de la experiencia, instituye un espacio lógico deslocalizado. Repárese en que esta deslocalización de la lógica es mucho más acentuada en modelos empiristas donde la normatividad es exclusivamente gobernada por el principio de no contradicción y donde la combinatoria de mundos posibles no depende de ni se encuentra enraizada en las potencialidades actuales de los objetos. No es de extrañar, por ello, que el problema de la ininteligibilidad de la experiencia sea mucho más agudo desde la perspectiva lógica del Tractatus que desde el punto de vista de una lógica trascendental que amplía sustancialmente el ámbito de lo normativo, y que el paso del primer al segundo Wittgenstein asuma una doble direccionalidad hacia el trascendentalismo y hacia el expresivismo, o, en palabras del propio Wittgenstein, que cobre la forma bien de un interés por “problemas conceptuales” (trascendentalismo) o por “cuestiones estéticas” (expresivismo). Cf. CV, 79. La propuesta de Schopenhauer reclama, por tanto, un cambio radical de perspectiva, un ‘viraje’ o ‘reorientación’ que nos permita reconocer y apreciar modos de relación con y en el mundo independientes de y previos a la racionalidad abstracta. En el giro hacia el sujeto de voluntad se expresa la resistencia del filósofo a la tentación de quedar definitivamente excluido de su propia experiencia (vaciado de sí mismo) y abandonado en la jaula dorada del trascendentalismo cognitivo (atrapado, como quien dice, en su conciencia abstracta). La dicotomía sujeto de conocimiento / sujeto de voluntad equivale así al contraste entre el uso metafísico y el uso ordinario de las palabras (cf. PI, § 116) y se muestra diacrónicamente en el paso de la lógica atemporal del Tractatus a la dinámica de formas de vida del segundo Wittgenstein. Tal como ya percibió Cavell, la presencia de Schopenhauer en las Investigaciones no es una cuestión puntual y explícita. Se trata, más bien, de una presencia que, en el reconocimiento fundamental de la expresividad humana, permea la totalidad del texto (cf. Cavell 2005, 142-43). Sin embargo, Wittgenstein también dice de Schopenhauer que es una “mente tosca” cuya “profundidad acaba donde la profundidad real empieza” y que “nunca somete a escrutinio su conciencia” (CV, 36). Esta superficialidad obedece, significativamente, a una deficiencia de carácter, de modo que parecería que cuando en una observación del mismo período que la anterior (1939-40) Wittgenstein señala que para poder decir la verdad uno debería ser dueño (estar en posesión) de sí mismo y vivir en intimidad con la verdad (CV, 35) el blanco implícito de su crítica es también Schopenhauer. Por lo pronto, lo que Wittgenstein no ve en el ‘viraje’ de Schopenhauer al sujeto de voluntad es la apreciación de su enorme dificultad, y, consecuentemente, la sensibilidad necesaria para capturar la experiencia dramática del filósofo cuya voluntad se resiste a abandonar la perspectiva representacional que le exilia de sí mismo y cuya familiaridad con un mundo de objetos intelectuales (de “reflejos y sombras”, señala haciéndose eco —e invirtiendo la perspectiva— de Platón un texto en CV, 57) obstaculiza el retorno o reencuentro con lo ordinario, que, cercano y extraño a la vez, posee las características de lo siniestro (de lo que alguna vez fue familiar) en Freud. Las “dificultades de la voluntad” (CV, 17) a las que el método terapéutico wittgensteiniano se enfrenta y la subsiguiente concepción de la filosofía como una ascesis o disciplina en cuya tarea nadie podrá reemplazarnos y que cada filósofo ha de llevar a cabo exclusivamente por sí mismo se encuentran ausentes en Schopenhauer. En otras palabras: a diferencia de Moore, Austin y Schopenhauer —cuya ceguera a la amenaza del escepticismo filosófico se traduce en insensibilidad al poder que la metafísica ejerce sobre nosotros—, Wittgenstein es tanto el filósofo de la enfermedad metafísica (que vive agudamente) como de la tenacidad en el empeño por una curación en lo ordinario. En este sentido, Wittgenstein ejemplificaría a la perfección la demanda de Stanley Rosen de un “filósofo bilingüe” (Rosen 2002, 10) capaz de hablar al tiempo el dialecto de lo ordinario pre-reflexivo y el dialecto (enraizado en el primero) de la reflexión filosófica. Dicho ‘bilingüismo’ equivale a la convicción de que lo profundo se encuentra a la vista en la superficie. La condición paradójica humana —de extrañamiento y entrañamiento— es la marca de su filosofía. Curiosamente, el reconocimiento de la raíz humana de la alienación hace que lo ordinario en Wittgenstein sea más real que lo ordinario intelectualizado de los ‘filósofos del sentido común’. Entre otras cosas, porque Moore y Austin siguen concibiendo nuestra relación con el sentido común como una relación cognitiva con una serie de proposiciones que constituyen los dogmas de la ‘visión ordinaria del mundo.’ Por eso se refieren a creencias de sentido común (y no a compromisos que envuelven a la totalidad de la persona). También por eso (porque aceptan las reglas de juego intelectualistas de sus adversarios), las respuestas que ofrecen al reto escéptico son (desde un punto de vista wittgensteiniano) superficiales. La actitud intelectualista de Schopenhauer controla, además, su lenguaje. Un lenguaje que da en el blanco de la verdad pero expresándola de forma inadecuada y distorsionada. Por ejemplo, es característico del estilo de Schopenhauer presentar la voluntad como algo que —lejos de estar a la vista— se encuentra cubierto por un velo; Nótese la referencia implícita a la socorridísima analogía de los velos de Schopenhauer en CV, 6 (texto de 1930): “Las cosas se sitúan justo en frente de nuestros ojos, y no tras un velo.” referirse a su aprehensión en términos visuales (o quasi-visuales) como conocimiento “del mecanismo interno de las acciones propias” (Schopenhauer 2010, § 18, 124) Compárese la imagen del mecanismo o proceso interno con Z, 236: “Lo que queremos decir es: ‘No cabe duda de que el significado es esencialmente un proceso mental, un proceso de la vida consciente y no de la materia muerta.’ Sin embargo, ¿cómo podríamos otorgarle vida cuando lo estamos pensando como un proceso? Lo que nos parece ahora es que las intenciones no son procesos, con independencia de la clase de proceso a la que nos refiramos. —Pues lo que aquí nos deja insatisfechos es la gramática del proceso, no el tipo específico de proceso.—Podría decirse: lo que deberíamos hacer es señalar que un proceso está (en este sentido) siempre ‘muerto’.” y al ‘viraje’ que la permite como un reajuste o redirección de la mirada desde lo externo a lo interno; postular un acceso privilegiado a la interioridad propia cuyo reverso es un argumento por analogía en lo que respecta a la realidad interior de los otros; y caracterizar como ‘enigma’ los movimientos y acciones propios y ajenos, enfatizando una descripción mecanicista (como si se tratase de marionetas o autómatas) cuya prioridad epistémica parece desprenderse de la asimetría entre auto-conocimiento y conocimiento intersubjetivo —una asimetría que, por otra parte, tiende a obedecer más a la ausencia y ambigüedad de los datos sobre los que el conocimiento de las otras mentes se sostiene que a su carácter inferencial, hipotético e indirecto. En la filosofía de Schopenhauer confluyen, por tanto, dos modelos opuestos. Por una parte, su metodología resulta en un análisis puramente externo de la voluntad que, combinando la doctrina del acceso privilegiado de primera persona con una teoría evidencialista (o proto-evidencialista) del auto-conocimiento, se ajusta de forma llamativa a la teoría de la teoría de Ryle. Sin embargo, a este posicionamiento implícito se añade la resistencia expresivista al representacionismo y su metodología reductivista. En concordancia con el primer modelo, el objeto de conocimiento se desplaza hacia la privacidad del yo, pero no por ello pierde su carácter de objeto al que el sujeto pretende apuntar y con el que debería relacionarse cognitivamente. No obstante, la ambigüedad de dicho objeto —que se presenta simultáneamente como inmediato e inaprehensible, revelado e indesvelable— es el resultado del desajuste entre el método y el fenómeno al que se aplica, y, consiguientemente, de una ‘reorientación’ que, sin la participación del sujeto, nos deja en el punto de partida. Esta tensión desemboca en una concepción dualista análoga a la que arriba atribuíamos a Malcolm, y que, concibiendo el mundo vivido como un para-fenómeno que se superpone a los fenómenos que aparecen en el flujo de la conciencia y que los acompaña como ‘halo’ o ‘atmósfera’ elusiva, es decir, como sustrato emotivo y residuo afectivo que, como la conciencia misma, es a la vez diáfano e intocable, trata de asimilar dicho desajuste. De la apoteosis del espectador y el anti-reduccionismo se sigue el mito de “ese algo intangible” (PI, 358) que elude una mirada directa. Lo importante es que la inaccesibilidad de la experiencia, lejos de superarse, se consolida. En otras palabras: que el giro al mundo vivido queda truncado, y la filosofía de Schopenhauer, que prometía abrir un espacio para formas no representativas de conocimiento, acaba siendo una reflexión desencantada (kantiana) acerca de la comprensión (entendida exclusivamente como comprensión epistémica) y sus límites. La subjetividad se transforma en objeto sin sustancia, y la vida en el proceso fantasma que acompaña nuestras acciones superponiéndose a ellas y confiriéndoles significado y profundidad (cf. RPP II, 238). En vez de la forma primitiva de estar en el mundo, la voluntad de Schopenhauer es el ruido sordo (inarticulado, inefable, privado, residual y abstracto) que acompaña las transacciones ordinarias del sujeto de conocimiento. En “Wittgenstein on the Nature of Philosophy”, Anthony Kenny concluye: “En lo que se refiere a la naturaleza de la filosofía, Descartes y Wittgenstein concuerdan en lo fundamental” (Kenny 1982, 26). Lo que Kenny tiene en mente al establecer esta comparación (escandalosa, acertadísima) es el procedimiento terapéutico de ambos autores, su concepción de la filosofía como disciplina espiritual cuyo objeto es la liberación de una voluntad sumisa y la quiebra de una resistencia perversa al estado de receptividad y apertura necesario para poder “vivir en intimidad con la verdad” (CV, 35). En mi opinión, la vinculación es, sin embargo, mucho más profunda que una simple cuestión de estilo y método. Entre otras razones, porque a diferencia de la cognición intelectual —que presupone tanto la distinción entre nosotros mismos y nuestro conocimiento (la compartimentación de facultades) como la separación de sujeto y mundo, de método y verdad y de los medios (las habilidades cognitivas) y un fin (la verdad) independiente pero al alcance de los mismos—, la terapia filosófica es un procedimiento orgánico en el que la posición del filósofo no es en ningún momento externa a la verdad misma y en el que ésta, más que un punto visible al que llegar, es un proceso interno de desenvolvimiento y desenredamiento. Por eso, en un texto que podría inscribirse naturalmente al inicio de las Meditaciones, Wittgenstein señala: “Debemos empezar con el error y transformarlo en verdad. Es decir, tenemos que desenterrar la fuente del error para que oír la verdad nos haga algún bien. La verdad no es capaz de imponerse cuando algo más ocupa su lugar. Para convencer a alguien de la verdad no es suficiente señalarla: se necesita mostrar el camino que lleva del error a la verdad.” (GB, 119) No es, por lo tanto, extraño que la región que (junto a compañeros de viaje tan inesperados como Fichte y Hegel —y en general los filósofos pertenecientes a una tradición difícil de heredar: la kantiana—) Descartes y Wittgenstein recorren sea la misma. El tema cartesiano del carácter primitivo y categorialmente irreductible de la unión sustancial, y, por tanto, la apertura cartesiana a formas no abstractas de comprensión en las que las pasiones instituyen modos transformadores de percepción, se corresponde con el tema wittgensteiniano de la recuperación de lo ordinario y del auto-extrañamiento por medio de la relación representativa. El énfasis, también cartesiano, en la voluntariedad de la creencia y en el poder humano para, prefiriendo la oscuridad a la luz, oponerse a cualquier forma de iluminación (su énfasis en una libertad de la voluntad que no es determinación racional estricta de la creencia y que puede manifestarse bien como la voluntad heroica que pone la terapia en movimiento o como la voluntad de perversidad que en cada momento podría clausurarla), realza consideraciones análogas en Wittgenstein, en concreto, la ubicación wittgensteiniana del escepticismo, no en el suelo intelectual de lo que pueda o no pueda racionalmente dudarse, sino en una decisión última (y, como una y otra vez, subraya Cavell: profundamente humana) de rechazo de lo humano con la que se eluden la responsabilidad, la vulnerabilidad y el riesgo inherentes a nuestra presencia en el mundo. Esta decisión se corresponde al momento ético en el que, en la filosofía de Schopenhauer, la voluntad se vuelve sobre sí misma y se niega. Cavell interpreta (pienso que correctamente) dicha negación como “negación de nuestra ‘condena al significado’” (Cavell 2005, 143) y anulación del mundo ordinario y sus infinitas responsabilidades. Por supuesto, estar condenados al significado equivale a estar condenados a ser libres. Se trata de un tema que ya aparece en los Cuadernos 1914-16 en la imagen del yo trascendental como juez y evaluador del mundo (NB, 82). Sin embargo, y a diferencia de Schopenhauer, Wittgenstein asume desde el primer momento una actitud afirmativa respecto al mundo, es decir, acepta la condena al significado (con todo lo que ello implica: vulnerabilidad, dolor, infinita responsabilidad, etc. —recuérdese en este contexto a Nietzsche) y hace una profesión de fe que lo compromete a mantenerse en una esfera quasi-religiosa (¿quasi?) de lucha permanente (cf. lo que Wittgenstein señala acerca del juicio de Dios y la esfera religiosa en CV, 86). La apelación de Descartes a la certeza moral (AT VIIIA, 328), tanto en lo que se refiere a su fuerza interpretativa y justificatoria como a su carencia de soporte racional concluyente (al hecho de que siempre se trate de una conjetura), es recreada por Hegel en su descripción del miedo al error como el error fundamental y en su diagnóstico de que ese miedo al error lo que en realidad esconde es miedo a la verdad (Hegel 1977, § 74, 47), o, parafraseando a Nietzsche, miedo a la vida. No me cabe duda de que el texto al que ya nos hemos referido en varias ocasiones de CV, 35 —y que recoge los motivos complementarios de intimidad con la verdad y exterioridad a ella, cognición como medio e instrumento frente a cognición como dominio de e integración con uno mismo, e inmersión y extrañamiento— es un eco y paráfrasis del miedo al error como miedo a la verdad (sobre mí mismo, sobre mi fragilidad y mis tentaciones, sobre la debilidad del suelo que me sostiene y la salvaje realidad del mundo que me rodea) de Hegel. La exigencia de conocimiento estricto no siempre es indicio de honestidad intelectual. También puede ser una forma de evitación o un modo de prolongar indefinidamente la reflexión de manera que el salto y la decisión definitivos, en ausencia de un argumento demostrativo, nunca lleguen a producirse. La edad presente, escribía Kierkegaard, es una edad “sin pasión” en la que “uno no puede desenredarse ni liberarse de la atractiva incertidumbre de la reflexión” (Kierkegaard 1962, 34). Pero una edad sin pasión es una “edad fría” en la que el conocimiento se limita “a ocultar la vida y apartarte de ella” (CV, 56) —una edad de represión por medio de la hiper-intelectualización y de alienación voluntaria en la que aspiramos a convertirnos en nada (en meros espectadores) para no tener así nada que perder (ni que ganar). La diferencia fundamental entre Descartes y Wittgenstein radica, por tanto, en sus respectivas posiciones históricas. En las etapas finales tanto de un proceso filosófico de rarificación continuada del sujeto como de un proceso histórico y cultural en el que el mundo natural humano ha sido reemplazado por relaciones técnicas e instrumentales, Wittgenstein desarrolla su terapia en un medio donde lo ordinario casi ha desaparecido y donde, en consecuencia, el filósofo malgasta gran parte de su energía en “superar la fricción de nuestras resistencias” (CV, 6) y se ve obligado a erigir postes de señalización y marcas de reconocimiento que, en ausencia de una comunidad moral dada, permitan recuperar un horizonte que históricamente (aunque no humanamente) ha desaparecido y que carece de símbolos vivos. Se trata, por supuesto, del fenómeno al que en su excelente artículo “Wittgenstein’s Later Work and Its Relation to Conservatism” J.C. Nyíri (1982) ha denominado “la paradoja del neo-conservadurismo”. Ésta consiste en que, mientras el conservadurismo burkeano se sustentaba en una tradición visible y en modos de vida, costumbres, instituciones y prácticas todavía operativas en el contexto revolucionario a las que podía apelarse como barrera emocional frente al ‘racionalismo en política’, el neo-conservadurismo germánico de los años veinte carece de un referente visible y, por tanto, de la posibilidad de un horizonte simbólico y ontológico vivo en el que apoyarse y mediante el que evitar la deriva conservadora al nihilismo y al conservadurismo de corte escéptico (que es la paralización intra-intelectual del hiper-intelectualismo). Una situación así obliga a Wittgenstein a reconstruir el ámbito de sentido de modo que, aunque trans-temporal, se encuentre inserto en la temporalidad (de forma que no sea ni un conjunto de verdades eternas capturables racionalmente ni una realidad concreta ya desaparecida). Lo ordinario en tanto que forma de vida humana, sustrato natural y cultural o dimensión intra-histórica es la respuesta de Wittgenstein a esta paradoja. No olvidemos, pese a ello, el pesimismo de Wittgenstein, quien no cree que su obra sea comprensible desde nuestro contexto o encuentre buenos lectores en él (con la paradoja añadida de que los problemas que afronta son problemas propios, al menos en sus forma e intensidad, de nuestro tiempo). Por eso, y a diferencia del pensamiento de Descartes, la filosofía de Wittgenstein posee un perfil temporal acusadísimo: como taxonomía del yo moderno y como crítica (filosófica, estética, religiosa y política) de la cultura contemporánea y de su objetivación en el fetiche simbólico de la ciencia y el sujeto de representación. El yo en su laberinto En una serie de brillantes artículos acerca del conocimiento de primera persona de nuestras intenciones, Sarah K. Paul ha defendido, ampliado y (mediante ciertas alteraciones) perfeccionado una teoría inferencialista del autoconocimiento. Se trata de “How We Know What We’re Doing” (2009), “How We Know What We Intend” (2012), y “The Transparency of Intention” (2015). Pese a que la tesis fundamental de los dos primeros trabajos —que el conocimiento de las intenciones propias es evidencial e hipotético, y, en consecuencia, que un error respecto a las mismas, aunque no puede ser masivo, es puntualmente siempre posible— ha sido reemplazada en el último artículo por la tesis del conocimiento inferencial de nuestras decisiones; esta sustitución, más que corregir el posicionamiento inicial, lo culmina, generalizando el inferencialismo mediante su aplicación a estados conativos (las decisiones) cuyo conocimiento podría parecer inmediato, no-inferencial e incorregible. Son cuatro aspectos correlacionados de su teoría los que ahora nos interesan, aspectos que, pese a la individualidad de la teoría, le confieren un carácter ilustrativo e incluso paradigmático: (i) su generalidad, es decir, el que se presente como una teoría completa del conocimiento de lo interno, sin elementos residuales o no-subsumibles; (ii) su distanciamiento explícito de las tres alternativas teóricas más relevantes —la posición no-inferencialista de Anscombe (de una fuerte inspiración kantiana y wittgensteiniana); un neo-cartesianismo que apelaría a un supuesto ‘sentido interno’ (al método introspectivo) para explicar el conocimiento de lo mental; y las ‘teorías de la transparencia’, que señalarían que al igual que para auto-atribuirse una creencia el sujeto, más que inspeccionar su mente en busca de dicho ‘objeto’ mental, debe contestar afirmativamente a la pregunta por la verdad de su contenido (de forma que la creencia se disuelve ontológicamente en la actitud cognitiva del agente respecto a P), para auto-atribuirse una intención el agente debe responder afirmativamente a la pregunta acerca de si un curso de acción concreto es algo que debería racionalmente tomar (tener una intención sería, de acuerdo con este modelo, suscribir la racionalidad de un curso de acción: tal concepción excluye ‘residuos’ fenoménicos al precio de identificar acción humana y acción racional); Me ciño a presentar la taxonomía de alternativas de Paul; lo que no significa que concuerde con ella. Por lo pronto, no resulta claro ni que se trate de una taxonomía exhaustiva ni que la apelación a un ‘misterioso’ sentido interno tenga algo de cartesiano. Cabría preguntarse, además, hasta qué punto el inferencialismo respecto a lo interno no podría ser descrito como una variante de ‘introspeccionismo’. Es cierto que la eliminación del ‘sentido interno’ (como un sentido especial) y la subsiguiente equiparación del método de conocimiento de objetos externos e internos es inherente a la concepción ryleana de lo mental sobre la que la teoría de Paul se asienta. Sin embargo, y dado que el sujeto conserva su autoridad de primera persona (aunque falible), esto, más que un rechazo de la introspección, es una re-descripción teórica de la misma. Se mantiene el punto de vista del espectador. Mejor dicho: se hipertrofia tal perspectiva. (iii) su reconocimiento explícito de que el problema más grave de esta teoría es el de que “nos aliena de nosotros mismos” y desemboca en una visión deflacionista de acuerdo a la cual “la agencia consciente acaba siendo una ilusión” (Paul 2015, 1545) —problema que primero Paul, apelando a una autoridad de primera persona que es concebida como disponibilidad en exclusiva para el sujeto de la evidencia relevante (cf. Paul 2015, 1546), intenta minimizar, y que finalmente opta por no considerar en virtud del hecho (significativo) de que se trata de una objeción “difícil de formular” desde “un punto de vista epistémico” (Paul 2015, 1546); y (iv) su cándido reconocimiento de la motivación de la teoría: la extensión hacia el auto-conocimiento de una “estructura epistémica simple y familiar” (Paul 2009, 19) —la estructura evidencial— de modo que el auto-conocimiento sea epistémicamente asimilable y que nuestro conocimiento se presente como un todo homogéneo y continuo, sin misterios, sobresaltos o necesidad de suplementos. Se trata, por tanto, de un proyecto de domesticación epistémica (y ontológica) que, obedeciendo al mismo espíritu del que se hace eco la oposición de un epistemólogo ejemplar (Pascal Engel) a tomar en consideración la epistemología de goznes —la ruptura con el evidencialismo; el hecho (preocupante) de que lo único que existe fuera de la estructura evidencial es un espacio irredento poblado de “criaturas salvajes” (Engel 2016, 246)— consolida un área acogedora para la epistemología. La imagen que domina la teoría de Paul es, por supuesto, la de un espectador que contempla y teoriza (interpretándola) sobre la representación de su propia vida —vida que, además, y en un sentido estricto, no es otra cosa que una colección de hechos o sucesos internos que acompañan a y se solapan con los hechos públicamente escrutables que constituyen su conducta—. Es, por tanto, como si el yo se desdoblase doblemente. Por una parte, conducta y vida interior (y por mucho que se encuentren regular o sistemáticamente coordinadas y que su estatus ontológico —se trata en ambos casos de hechos— sea análogo) se escinden, existiendo una discontinuidad tanto epistémica (sólo yo tengo acceso a mi pensamiento) como ontológica (a diferencia de la conducta pública, los fenómenos internos existen y se presentan en el medio de lo mental) entre las dos clases de objetos. Por otra, el sujeto de pensamiento y el sujeto que percibe ese pensamiento no se identifican, o, mejor dicho, el sujeto se relaciona con su pensamiento como si éste se tratase de algo ajeno, del que se encuentra extrañado y cuya referencia al yo, lejos de ser interna al pensamiento mismo, es instituida por una conciencia reflexiva o de segundo orden (una percepción o quasi-percepción externa) que toma posesión de ese pensamiento (como propio) únicamente en la medida en que lo representa como objeto. El resultado es una doctrina en la que se dan cita una redefinición del pensamiento en términos de “material bruto para la interpretación teórica” (Paul 2015, 1537) constituido por “el lenguaje interno y otras formas de imaginería mental” (Paul 2015, 1537), es decir, por sensaciones, intenciones, sense-data y deliberaciones que suceden ahí fuera (en el espacio mental al que me aproximo cognitivamente), y que, acompañando la conducta, permiten la atribución de intencionalidad a una acción, de significado a una proferencia y de inteligencia a lo que si no sería conducta mecánica; la reinterpretación deflacionaria de la autoridad de primera persona como acceso privilegiado a un área exclusiva de objetos y hechos; la reducción del yo a la relación teórica (perceptiva e interpretativa) que éste establece con los objetos privados de su conciencia; y la subsiguiente desaparición (o eliminación, si la accesibilidad epistémica se transforma —tal como acaece habitualmente— en criterio de exclusión ontológica) de la voluntad, la agencia y las naturaleza prediscursiva de yo y mundo y vinculación práctica (ética) entre los mismos. En la teoría precedente se reúnen y cobran un perfil agudísimo todos los elementos del modelo del yo y de su aprehensión que es blanco de la crítica de Wittgenstein. La metáfora de la conciencia como medio que vincula (y separa) al yo de su pensamiento alienta la idea de que la mente conoce (desde fuera) sus pensamientos, es decir, de que, en vez de ser sus pensamientos, se relaciona con ellos como si fuesen objetos dados de la naturaleza, al tiempo una barrera que nos separa de nuestras acciones y un mundo auto-subsistente del que nos encontramos escindidos. La concepción del pensamiento como un suceso lo transforma en objeto aprehensible a través de representaciones, cuando pensar es una actividad cuya conciencia (al menos implícita) es inherente a la actividad misma. La idea del pensamiento como acompañamiento o adición que permita ‘humanizar’ la conducta y alejar el fantasma del autómata presupone la misma perspectiva epistémica (externa) del conductismo contra el que dialécticamente se desarrolla, de forma que, lejos de resolver el problema de cómo distinguir una conversación inteligente del parloteo de un loro o una declamación con significado de una repetición mecánica, apela a un mecanismo irrelevante (lo que pueda pasar en ese momento por la mente del intérprete) u obstructivo —cuando alguien está realizando un cálculo, nos recuerda Wittgenstein, “no se para a pensar si lo hace ‘reflexivamente’ o ‘a la manera de un loro’” (RPP II, 603)—, y se asienta en la única posición desde la que el problema (y su solución imposible) son visibles. De lo que se trata, por tanto, es de reorientar radicalmente nuestro pensamiento. Algo que exige, por una parte, una concepción positiva de la subjetividad en la que ni el yo sea una entidad intelectual invisible ni sea eliminado, esto es, en la que se trascienda el dilema entre un mundo de objetos privados que nos aliena de nosotros mismos y el conductismo enmascarado y no estridente del que en ocasiones se ha acusado a Wittgenstein. Wittgenstein mismo dramatiza esta acusación en PI, 307. Y la responde escuetamente: “Si hablo de una ficción (la ficción del pensamiento como acompañamiento), entonces se trata de una ficción gramatical.” En otras palabras: la polémica entre el conductista y el mentalista es una controversia empírica; lo que Wittgenstein ataca es la imagen que subyace a la polémica y que comparten las dos partes. La posición de Wittgenstein se encuentra más allá de los límites de esta polémica, en un espacio donde yo y mundo de experiencia son equivalentes, sin residuos trascendentes. Y que, además, revierta la tendencia a la absolutización de la representación (de la estructura evidencialista) cuya cristalización hemos encontrado en la teoría de Paul. Digo ‘revierta’ porque de lo que se trata no es sólo de establecer los límites del conocimiento representativo y de hacer justicia al autoconocimiento, aislándolo, sino de una subversión de la ultimidad de la relación representativa que introduzca en su corazón mismo (como su condición de posibilidad) elementos que la trascienden. Pienso, en este sentido, que el retorno de Wittgenstein al dominio de la experiencia y de lo pre-teorético se realiza (y es comprensible) desde una perspectiva post-kantiana en la que la dimensión práctica (volitiva) es preeminente y en la que el área de lo trascendental (que no es otra cosa que el dominio de la experiencia), además de adquirir un perfil temporal, se extiende al ámbito de lo nouménico. En primer lugar, Wittgenstein acumula una serie de ‘recordatorios’ cuya función es la de mostrar hasta qué punto la imagen de la experiencia que el representacionismo nos ofrece no se corresponde con la experiencia real. Tal como señalamos arriba, el proyecto de extensión del inferencialismo al autoconocimiento presupone que la estructura evidencial es la más ‘familiar’ y ‘simple’, es decir, que se trata de la forma de conocimiento estándar que ejemplificamos en nuestra relación con el mundo (incluidas las otras mentes) y que, por eso mismo, y en vistas a obtener una teoría del conocimiento unificada que pudiese quebrar la tradicional asimetría entre el conocimiento de lo externo y de lo interno, ha de colonizar también el dominio de la mente y sus objetos privados. Es curioso que el evidencialismo persiga el mismo propósito de la “Refutación del idealismo” de Kant —la simetría en nuestro conocimiento de lo externo y de lo interno—y que, sin embargo, lo haga subvirtiendo los términos de esa simetría: mientras Kant se esfuerza en demostrar que nuestro conocimiento de lo externo es tan invulnerable como el conocimiento de primera persona, el evidencialismo proyecta hacia lo interno el carácter hipotético y susceptible a error del conocimiento de objetos. En cualquier caso, lo importante es que, de acuerdo con esta imagen, cuando me enfrento a la conducta o al rostro de otro individuo lo hago en tanto que sujeto de conocimiento, y, por ello, en tanto que observador que hace inferencias (posiblemente erradas) acerca de qué está pasando por su interior. Por una parte, presupongo por analogía conmigo mismo que (posiblemente) el otro individuo posea una vida interior similar (lo que significa la adopción metodológica de la perspectiva del egotista práctico que reconoce su vida interior como la única real y su experiencia como única, irrepetible, diáfana en abstracción de todo lo que la circunda). A continuación, interpreto el significado de sus acciones, pretendiendo capturar indirectamente el misterio interior que confiere inteligibilidad a sus movimientos y expresiones faciales. Lo que Wittgenstein nos invita a recordar es que esta imagen, simple y atractiva, es ilusoria. En primer lugar, existen situaciones paradigmáticas en las que es imposible dudar de las emociones de otra persona (cf. CV, 45), pero no porque en dichas circunstancias uno tenga acceso privilegiado a su mente, sino porque las circunstancias mismas hacen incomprensible la duda: “«Únicamente puedo suponer cuáles son los sentimientos de alguien más.» —¿tiene realmente sentido esta expresión cuando, por ejemplo, lo ves mutilado y en terrible agonía?” (LW, 964) En segundo lugar, las situaciones (habituales) de incertidumbre acerca del significado o de las intenciones de alguien no obedecen a mi desconocimiento de lo que pueda (o no) estar pasando por su mente, sino de las circunstancias pasadas y presentes que (sólo ellas) harían su conducta comprensible: “Lo que «No sé lo que pasa en su interior» significa es que no puedo reconstruir o imaginar situaciones que den cuenta de su conducta.” (LW, 197) De igual modo, recordar cómo me sentía en aquel momento, hacer una confesión de mi vida, ver la expectación de alguien ante una visita importante o su intención de agredir a un tercero, no son ‘actos de conocimiento’ mediante los que aprehendamos una sensación fugitiva o una serie de objetos privados. Quien yo soy está a la vista: en mis acciones y mis palabras, en la situación en la que actúo, en la relación de esa situación con situaciones pasadas y con formas de acción futuras. Lo que yo soy es mi mundo; mi entorno, que habla por sí (por mí) mismo y me retrata. Además, el modelo evidencialista sugiere la imagen de un intérprete desencarnado (de nuevo, el fantasma en la máquina) con un lenguaje privado y que aprende las sensaciones de otro a partir de su conducta. Sin embargo, son los hechos mismos de que el lenguaje (y el lenguaje sobre sensaciones e intenciones) presuponga un terreno anteriormente preparado para que la referencia sea posible —un terreno natural de expresividad y de inmediatez humanas— Tal como Wittgenstein se encarga de enfatizar cuando escribe: “¿Qué es lo que sucedería si los seres humanos nunca mostrasen su dolor (nunca gimiesen, hiciesen muecas, etc.)? Entonces resultaría imposible enseñar a un niño el significado de la palabra ‘dolor de muelas’.” (PI, 257) y de que, significativamente, de la carencia de sentido de decir que uno conoce o que aprende sus propias sensaciones (uno ni las conoce ni las aprende: las tiene) se siga que tampoco tiene sentido emplear los mismos verbos respecto a las sensaciones de un tercero (el uso o la prohibición de uso de un término dentro de un área concreta de experiencia es simétrica a la primera y a la tercera personas) Se trata de una estrategia de reversión del evidencialismo: la continuidad lingüística garantiza que el área inasimilable a la perspectiva objetiva de lo interno se proyecte a nuestra relación fundamental con lo externo. Obviamente, la demarcación interno/externo queda también trascendida en una síntesis orgánica. ; son estos hechos familiares, digo, los que desacreditan al evidencialismo como descripción de la experiencia, y nos permiten contemplar ésta con nuevos (viejos) ojos. “Mi actitud hacia él es la actitud hacia un alma. No soy de la opinión de que tenga alma.” (PI, p. 178) O, lo que es igual: a un nivel fundamental y pre-discursivo, el empleo de términos cognitivos como ‘creencia’, ‘suposición’ o ‘evidencia’ no recoge ni hace justicia a nuestra experiencia; el evidencialismo nos presenta tanto una versión metafísica del cuerpo como de la mente, del primero en tanto que barrera (mecánica) que nos separa del mundo vivido, de la segunda, como la facultad de representación de un sujeto-cosa residual. Las trivialidades de Wittgenstein son, por lo tanto, una forma de empezar a convertir en infierno el cielo de una epistemología ‘acogedora’, o, alternativamente, la apertura de las puertas de un infierno del que hasta ahora no podíamos salir. Sin embargo, nada de lo anterior puede formularse fácilmente (tener cabida) desde “un punto de vista epistémico”. O, lo que es igual, el inferencialista siempre puede optar por presentar su teoría, más que como una descripción (incorrecta, como acabamos de ver) de la experiencia, como su sustituto científico. Al fin y al cabo, de lo que se trata es de proponer un acceso objetivo, por mucho que ello implique una criteriología estricta en cuanto a qué cuente como hecho. Lo demás, podrá arrojarse al saco sin fondo de la folk-psychology y de las misteriosas ‘entidades misteriosas’. Por tanto, lo que esta respuesta de evitación demanda es, más que ‘recordatorios’, una excavación filosófica de las nociones de representación y de ‘punto de vista epistémico’ que saque a la luz sus condiciones de posibilidad. Como decíamos arriba, dicha tarea sitúa a Wittgenstein en el marco de la filosofía post-kantiana. Por lo pronto, el representacionismo guarda un extraño (¿inevitable?, ¿intencionado?) silencio acerca de la naturaleza del sujeto de representación, o, si se prefiere, acerca del polo subjetivo de la representación y de la noción misma de subjetividad. Lo que percibimos es, por una parte, la tendencia a considerar la conciencia desde un punto de vista externo a la misma, es decir, a aproximarnos a ella como si se tratase de un objeto empírico a la par con el resto de los objetos (algo que se encuentra implícito en la concepción del pensamiento como hecho visualmente aprehendible). Sin embargo, cobramos conciencia de esa ‘conciencia’ en la medida en que la representamos y, por tanto, en tanto que ésta es objeto de una conciencia de segundo orden. Lo que significa, primero, que se están empleando dos nociones de conciencia/pensamiento: la conciencia como objeto de conciencia, y la conciencia como representación de la conciencia-objeto. En segundo lugar, que, porque el carácter de ‘mío’ del pensamiento-objeto no existe previamente a y con independencia del acto de representación mediante el que lo aprehendo, la relación de lo que sucede conmigo (de forma que sea reconocido —por mí— como lo que me sucede) es establecida externamente por su representación: el pensamiento de primer orden pasa a ser mío en la medida en que cobro conciencia reflexiva del mismo (como objeto de conocimiento). Lo que esta dialéctica traiciona es la imposibilidad de capturar la conciencia, que es esencialmente subjetiva, como si se tratase de un hecho más en el mundo, imposibilidad que intenta subsanarse apelando a la noción de conciencia representante. El problema radica en que la conciencia representante es también conciencia (subjetividad), lo que nos devuelve al punto de partida: ¿Qué es lo que hace que una representación sea mía? ¿En qué consiste la facticidad del yo al que (necesariamente) la representación se refiere? Tengo la impresión de que la constatación de una subjetividad objetivamente elusiva (de une entidad empírica etérea) pero a la vez imprescindible para dar cuenta de la noción de representación, obliga naturalmente a la teoría inferencialista a concebir el yo como, al mismo tiempo, espectador trascendental y objeto trascendente. La referencia de la representación al observador —referencia que, de acuerdo con esta teoría, no puede ser inherente a la representación misma so pena de introducir una autoconciencia no representacional como condición de posibilidad implícita a la representación: en este supuesto, la referencia al yo sería inmediata— exige un sujeto independiente que refiera la representación a sí mismo. Dicho sujeto, a su vez, no puede ser objeto de representación sin dejar de ser sujeto (ningún objeto añadido a la serie puede vincular el ‘objeto en sí’ con el objeto representado —para mí—). En consecuencia, ha de tratarse de un objeto noumenal, al que pueda pensarse pero del que no haya representación ni conocimiento posibles. De esta forma, el inferencialismo podría acomodar la elusividad de la subjetividad (su carácter recalcitrante a la teoría) sin que ello erosionase la validez y ultimidad del modelo: porque el lugar de la subjetividad está ahí fuera, en el espacio salvaje de lo pensable pero inaccesible, los límites de la teoría no son sus limitaciones. Expresándolo de un modo ligeramente diferente: si el pensamiento, para ser tal, incluyese la referencia al sujeto, si el ‘para mí’ de la representación no fuese puesto por el sujeto a través de una segunda representación, no habría distancia alguna entre el yo que piensa y el pensamiento, de forma que ni el pensamiento sería objeto de conocimiento (externo) ni el yo otra cosa que la actividad de pensar misma. De lo que se sigue que, de acuerdo con el modelo inferencialista, el yo debe ser una clase de cosa externa a la representación pero, además, un tipo de cosa que sustente (como su condición independiente) la capacidad de representación y que no sea reducible a objeto empírico. Ha de tratarse, en consecuencia, de una cosa en sí más allá de la experiencia. Lo curioso es que este movimiento, además de resucitar las dualidades ineliminables de ciertas interpretaciones (dogmáticas) de la filosofía de Kant, de, por ello, convertirse en blanco fácil para la crítica que señala que las reglas para la representación de objetos (sustancia, condición, causalidad…) no son extrapolables fuera de la experiencia (la cosa en sí no es determinable), y de apelar a la más misteriosa de las entidades con el fin de evitar el ‘misterio’ de la experiencia humana ordinaria, además de todo lo anterior, acaba por reconocer que, dada su ubicación extra-experiencial, es imposible dar respuesta alguna a la pregunta (o incluso plantearla) para cuya contestación se ha diseñado la teoría: ¿qué es la subjetividad? La respuesta reside, precisamente, en las observaciones complementarias de que el yo no es ningún tipo de cosa (ni empírica ni cosa en sí), o, lo que es igual, de que su facticidad no es la de un hecho, sino la de una actividad sin residuos reificados que equivale al aparecer mismo del mundo, Se trata, por supuesto, de la interpretación wittgensteiniana del yo-sujeto como “la conciencia en tanto que la esencia misma de la experiencia, la aparición del mundo, el mundo” (NL, 254). Dicha conciencia constituye un límite (no una limitación) más allá del cual no hay nada: ni un mundo ni un sujeto más allá de la experiencia. Por una parte, esta concepción es el resultado lógico de tomar en serio la tesis kantiana de que únicamente hay objetos dentro de la experiencia (como objetos empíricos). Por otro lado, la similitud con la concepción de Fichte de la subjetividad como Tathandlung (actividad-hecho) y de su oposición a la reificación bien empírica o trascendente de la subjetividad (como proyecto de culminación del giro crítico y trascendental) resulta llamativa. Por ejemplo, Fichte escribe: “Actuar no es ser, y ser no es actuar. (…) el pensamiento de uno mismo no es otra cosa que el pensamiento de esta actividad (de pensarse a sí mismo) y la palabra ‘Yo’ nada más que dicha designación; de modo que el yo y la actividad de volverse sobre sí mismo son conceptos perfectamente idénticos.” (Fichte 1970, 37) y de que la referencia del objeto al yo es inherente a la representación misma, de forma que no habría objetos de representación si ésta última no incluyese la auto-presentación del yo como actividad de pensar y si el ‘para mí’ de la representación no estuviese dado (no-representativamente) en el solo acto de representación. Es la tesis epistémica de la autoconciencia no-inferencial la que elimina la tentación de la objetivación trascendente del yo y del exilio en el espacio vacío de lo externo a la experiencia de las trazas del sujeto-sustancia. Lo que esto significa es que la relación del objeto con el sujeto que define la noción de representación no puede ser establecida externamente por una representación de segundo orden, pero no sólo porque este procedimiento desembocaría en un regreso al infinito, sino porque la referencia implícita a la actividad consciente es lo que hace que el objeto sea objeto para la conciencia, es decir, lo que constituye en primer lugar el concepto de representación. En otras palabras: no hay diferencia entre el pensamiento y el acto de pensar; la autoconciencia no-tética o conciencia constitutiva es la condición de posibilidad de la representación de objetos. Tener conciencia representativa significa tener conciencia no-representativa, no de un algo consciente (de un yo que además piensa), sino de la actividad consciente (transcendental) misma. En el corazón del conocimiento inferencial reside una clase de ‘conocimiento’ que lo limita y lo posibilita: no se trata, por tanto, de que la estructura evidencial posea límites de aplicabilidad externos, sino de que incluye en su misma posibilidad su propia superación. La subjetividad es un marco del que no podemos escapar (contrástese con la ilusión —el impulso— a dejarnos —a nosotros y a nuestra experiencia— siempre un paso atrás). Parafraseando un texto de CV, 51, podría decirse que la teoría (inferencialista) no es otra cosa que un intento de vincular desde fuera de la experiencia (trascendentemente) experiencia y conciencia, cuando dicha vinculación es lo que caracteriza a ambas. Yo y mundo de experiencia son equivalentes. ¿Qué es entonces la subjetividad? El mundo vivido; el mundo como experiencia (¿y qué otro mundo hay?). ¿Y qué es el mundo? El espejo en el que el yo se ve a sí mismo como actividad y como acto. Se trata de una de las ideas fundamentales que estructuran el pensamiento de Wittgenstein desde sus inicios, y que recogen sus observaciones en el Tractatus acerca de la coordinación de yo y mundo (TLP, 5.64), de la coincidencia última entre idealismo y puro realismo (TLP, 5.64) y del yo como algo que, porque es la fuente inmanente de la experiencia y, por ello, porque no es una cosa que pueda encontrarse ni dentro del mundo de la experiencia ni más allá de él, se trata “más bien, del límite del mundo” (TLP, 5.632). La referencia de la representación a la conciencia inmanente supone, en consecuencia, la identidad de mundo y de experiencia, y de experiencia y conciencia. Tal como Wittgenstein escribe, citando a Goethe: “No busques nada detrás de los fenómenos; ellos mismos son la teoría” (RPP I, 889). Goethe, en concreto, el pasaje de Fausto en el que el personaje declara que en el principio es la acción (por ejemplo, cf. OC, 402), aparecen una y otra vez en los escritos del segundo Wittgenstein, junto con el énfasis en la noción de juicio y en la equiparación de juicio y pensamiento. Hasta el punto de que Wittgenstein se refiere a los goznes como condiciones imprescindibles “para que hacer juicios sea en absoluto posible.” (OC, 308) Acentúo el hecho de que se trata de condiciones de posibilidad del juicio, que incluye la referencia implícita del acto de juzgar a la voluntad. El juicio, por supuesto, envuelve (unitariamente) tanto al entendimiento como a la voluntad (incluso si se trata de la abstención o suspensión de juicio, donde la actitud de la voluntad no es ni afirmativa ni negativa). No es, por tanto, como si la referencia de la representación a la conciencia se limitase a ser una referencia a la conciencia teórica —por el contrario, la actividad de pensar, en un sentido denso del término de acuerdo al cual no hay objeto de representación que no sea al mismo tiempo objeto de voluntad (ni viceversa), incluye una relación primitiva y constitutiva con la conciencia práctica. De otro modo: no habría objetos de pensamiento si la conciencia únicamente fuese una conciencia intelectual; dicha relación (puramente representativa) equivaldría, desde el punto de vista de la voluntad, a una cosa en sí que, no siendo para mi voluntad no sería para mí, y, consecuentemente, ni tan siquiera sería pensamiento (mi actividad de pensar). Igual que la adición de objetos de representación no instituye por sí misma una relación representativa, de la serie de representaciones no se sigue actitud proposicional alguna. Y una serie pasiva de representaciones (como las representaciones de los sueños) no contiene ni significado ni intencionalidad ni unidad de conciencia. En una palabra: no es pensamiento. Lo importante es que (i) concibiendo la voluntad como condición de posibilidad de la representación, Wittgenstein resquebraja el dualismo epistemológico schopenhauariano, que —recordemos— postulaba dos modos independientes y mutuamente excluyentes de capturar el mismo mundo (percibido como voluntad o como objeto de representación); (ii) identifica la raíz unitaria y dúplice tanto de la conciencia teórica como de la conciencia práctica —de forma que ni hay pensamiento teórico que no incluya la voluntad ni praxis ética que no conlleve una representación de fines y desiderata—; y (iii) derrumba la última barrera que nos separaba, a través del velo de un conocimiento representativo puro, de nuestra conducta: al igual que pensar es hacer, hacer es pensar; que mi mundo cambia significa que yo cambio. El mundo está para el yo, y el yo para el mundo. Si hemos acentuado el primer aspecto es porque, contextualmente, la respuesta al objetivismo inferencialista lo exigía. Sin embargo, se trata de aspectos complementarios que se siguen (ambos) de un trascendentalismo consecuente para el que es tan absurdo un mundo en sí como un sujeto trascendente. El filósofo bilingüe Cavell nos recuerda, en “The Wittgensteinian Event” (Cavell 2005, 193), el carácter marginal y filosóficamente excéntrico del pensamiento de Wittgenstein, que no es ni enteramente asimilable desde la perspectiva teórica de la filosofía curricular y canónica ni completamente separable de ella. Esta ‘marginalidad’ no es otra cosa que la marca externa de la pregunta por cómo concibió Wittgenstein la relación de su actividad filosófica con lo ordinario. Su ‘incomodidad’ alienta, por otra parte, proyectos opuestos de ‘domesticación’ de su pensamiento. Si, en un extremo, no es infrecuente que la filosofía de Wittgenstein sufra un proceso de abstracción y reificación que, apartando su dimensión práctica y terapéutica, la transforma en una teoría, tampoco lo es el sumergimiento de su actividad filosófica en una mera presentación naturalizada de lo ordinario (¿y no es esta naturalización de lo ordinario ya una teorización?), o, como mucho, en la combinación de ésta con una filosofía puramente negativa que destruye ídolos y castillos de naipes. Curiosamente, son los propios wittgensteinianos quienes, mediante la congelación a-histórica de su pensamiento, la transformación de las formas de vida en estructuras categoriales externas y explicativas, la insensibilidad respecto a la tendencia humana a lo metafísico, y la simplificación dogmática del concepto de metafísica, han conseguido al tiempo domesticar a Wittgenstein y alienarlo del canon filosófico. Digo ‘curiosamente’ porque, además, el cambio de categorías prioritarias parece estar acompañado por la misma perspectiva externa de sus contrarios: el auto-extrañamiento y alienación del yo no son menores porque las estructuras epistémicas sean reemplazadas por estructuras políticas. Lo que, dado este contexto, me parece necesario enfatizar es que para Wittgenstein la filosofía ni es un modo de experiencia ni una teoría. Que no es un modo de experiencia significa, por una parte, que la posición filosófica no es identificable con la experiencia ordinaria. Por otra, que no se trata de una perspectiva o punto de vista alternativo al punto de vista ordinario, de una (hipotética) forma de relacionarse con el mundo en el que uno se desprende de la piel de la serpiente humana y lo percibe todo objetivamente. El problema no radica, sin embargo, en la posibilidad de una experiencia puramente representativa; sino en concebir la filosofía como experiencia, es decir, como forma de estar ante (o como forma de presentarse de) la realidad. La filosofía comprende la experiencia: ni es la experiencia ni la sustituye. —Entonces, sólo puede tratarse de una aproximación teórica a la experiencia.— Sería teórica si el filósofo adoptase una posición trascendente que asumiese un punto de partida más allá de las condiciones inmanentes de su pensamiento. Pero, para Wittgenstein, la filosofía es una actividad que hace explícito lo que en la experiencia ordinaria se encuentra implícito, esto es, una actividad inmanente a la conciencia y dentro del marco de sus condiciones de posibilidad que, lejos de o enterrar la filosofía en lo ordinario o de escindirse radicalmente de él, mantiene al pensador anclado a su pensamiento en la proximidad de sus límites. Dichos límites son también los límites de la experiencia ordinaria. La filosofía wittgensteiniana es, por tanto, una actividad trascendental que se desarrolla en la frontera de la experiencia y que pone a la vista (no experiencialmente) lo que la experiencia ordinaria presupone y oculta. El retorno filosófico a lo ordinario es un retorno a lo trascendental en lo ordinario. Que la filosofía de Wittgenstein sea una filosofía crítica significa que no se agota en la negatividad de sus procedimientos. Significa también, y sobre todo, que se opone al dogmatismo, entendido a la vez como actitud y como posición teórica y trascendente. El dogmatismo podrá no resistir el escrutinio de una crítica trascendental. Pero también es una tentación profundamente humana. Referencias bibliográficas Cavell, S. (2005). Philosophy the Day After Tomorrow, Cambridge, Massachusetts & London, England: The Belknap Press of Harvard University Press. Cottingham, J. (2005). The Spiritual Dimension. 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