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Hermēneus. Revista de Traducción e Interpretación Núm. 5 - Año 2003 TRADUCTOR Y TEORÍA DE LA TRADUCCIÓN Carlos HERNÁNDEZ SACRISTÁN Universidat de València 0. PREÁMBULO El traductor no es figura a la que una teoría de la traducción haya prestado particular atención en lo que podemos considerar una ya larga historia de reflexiones. Si ello ha sido así en lo que se viene en considerar teoría clásica de la traducción, su situación no ha cambiado sustancialmente en algunos marcos de reflexión más recientes que se postulan como diametralmente opuestos a la teoría clásica. Aun cuando se insiste en destacar los aspectos procesuales y empíricos de la actividad traductológica (sobre lo que serían tan solo criterios prescriptivos para la evaluación de los productos traductológicos), ello no suele incluir –en la medida en que sería de desear– consideraciones relativas al sujeto que lleva a término la actividad. Lo que un autor como Robinson (1991) postula como “the translator’s turn”, el turno o la voz del traductor, se deja sentir todavía en rara ocasión, siendo en este sentido la obra del referido autor una excepción, aunque notable. Dicho en otros términos, el papel del traductor como sujeto silencioso o silenciado en el proceso que lleva a término sigue siendo la tónica general de la teoría y la praxis traductológicas. “Hacer bien las cosas y que no se note” constituye un tipo de ideal ya en sí mismo paradójico de dicha praxis para el sujeto, factor humano, que la lleva a término. Lo que resulta sorprendente es que esta paradoja haya sido tan escasamente focalizada por la teoría de la traducción, siendo cuestión –entendemos– de enorme calado y profundas ramificaciones. Algunas de estas últimas afectan de lleno al “reconocimiento social” de la profesión, lo que se encuentra asociado, de forma inevitable, a la remuneración económica de una actividad. Sigue existiendo –nunca posiblemente dejará de existir– una distancia que hace inconmensurables lo que podemos considerar beneficios económicos, sociales y culturales de la actividad traductológica con el reconocimiento social y la remuneración de quienes la llevan a término. Aquí hay ciertamente un hiato insalvable, sobre todo en lo que se refiere a los aspectos más indefinidos y de largo alcance de los referidos beneficios. Pero la incapacidad para cuantificar o determinar la medida exacta de estos últimos no debe entrañar, de entrada, una minusvaloración de la actividad que los procura, aunque esto sea uno de los presupuestos ineludibles de la lógica mercantilista. Siendo el que comentamos un aspecto de enorme relevancia, debería quedar en todo caso claro que una de las proyecciones o funciones que justifican la reflexión teórica en traductología tendría que ver con el respaldo, en términos de reconocimiento social, de la actividad profesional afín. Para evitar malentendidos, conviene aclarar que lo que se propone no es complementar la teoría de de la traducción con una suerte de retórica laudatoria o propagandística de la actividad profesional, sino más bien no ignorar el papel que el sujeto traductor debe desempeñar en el propio -1- Hermēneus. Revista de Traducción e Interpretación Núm. 5 - Año 2003 marco de las reflexiones teóricas. El contexto de las nuevas tecnologías de la información opera, sin embargo, como claro antagonista de lo que aquí se propugna. Las nuevas tecnologías de la información, y la vía Internet en particular, promueven el supuesto de un “espacio comunicativo puro”, en el sentido de desligado de los contextos “tradicionales” de la actividad comunicativa y que se supone que interfieren en la misma restringiéndola o limitándola en diferentes sentidos. El “espacio comunicativo puro” al desligar –supuestamente– la actividad comunicativa de “contextos limitadores”, contribuye también a desligar dicha actividad de los agentes sociales que la promueven. Estos últimos no son en definitiva sino parte del “contexto limitador”, y su papel debería pasar por ello a un segundo plano. Esto último se traduce en una profunda crisis para las nociones de autoría, originalidad o autenticidad expresiva y responsabilidad respecto a los mensajes que circulan en soporte electrónico. Lo que cabe ahora preguntar es el tipo de consecuencias que la situación descrita entraña o entrañará a corto plazo en lo que se refiere a la valoración de la figura del traductor. Las consecuencias parecen obvias. Si al lenguaje y a la actividad informativa se les atribuye una especie de autonomía, que hace muy tenues y volátiles las marcas de atribución a sus agentes sociales, la actividad traductológica se valorará en parecido sentido, como una especie de dinámica propia y autónoma –e incluso automatizada–, que dejaría a su agente social en un posición realmente oscura. Dicho en otros términos, asistimos a una crisis de la noción de lenguaje como “energeia”, esto es, como trabajo o esfuerzo intelectual de acomodación entre sentidos expresables y medios de expresión, en el sentido genuinamente humboldtiano del concepto. De manera que si ese trabajo o esfuerzo es cada vez menos valorable para una producción lingüística “original”, ¿cuál habrá de ser la valoración para el trabajo o esfuerzo traductológicos? No queremos cargar más las tintas sobre este panorama tan poco halagüeño. En primer lugar, conviene distinguir entre lo que serían supuestos “mitológicos” en los que se asienta la noción anteriormente referida de “espacio comunicativo puro”, y prácticas lingüísticas reales que pueden alejarse sensiblemente de dichos supuestos. De otro lado, no podemos ignorar el papel que frente a los mismos pueden desempeñar determinadas “resistencias” que, consciente o inconscientemente, se ofrecen tanto desde la teoría como desde la praxis del lenguaje y la traducción. Venuti (1992) y (1995) propugna la necesidad de exhibir resistencias al supuesto de “invisibilidad” del traductor al que aquí nos referimos. Pretendemos en lo que sigue recoger esta idea y articularla en dos niveles. En primer lugar, sometiendo a revisión crítica en el marco de una antropología lingüística algunos postulados de la teoría postestructuralista de la traducción. En segundo lugar, y centrándonos ya en la naturaleza de la praxis traductológica, tratando de destacar los fundamentos del carácter “vocacional” de dicha actividad. 1. APORTACIÓN DE LA ANTROPOLOGÍA LINGÜÍSTICA. UNA REFLEXIÓN CRÍTICA SOBRE LA TEORÍA POSTESTRUCTURALISTA DE LA TRADUCCIÓN La actividad traductológica ha sido objeto intenso de reflexión en el marco de una filosofía hermenéutica y en el propio de la deconstrucción, y ello como un lógico desarrollo de lo que sería una preocupación básica acerca del lenguaje. La filosofía hermenéutica y el deconstruccionismo abordan, desde nueva óptica, la pregunta tal vez más relevante –y vieja– que cabe plantearse en teoría de la traducción: nos referimos a la cuestión que versa sobre la naturaleza de ese espacio de -2- Hermēneus. Revista de Traducción e Interpretación Núm. 5 - Año 2003 tránsito que suponemos debe mediar entre un texto origen y un texto meta. ¿Qué es lo que nos permite mediar entre dos ámbitos experienciales autónomos, lingüísticamente conformados, aunque de manera dispar? El proceder común en una teoría clásica de la traducción es pensar que dicho espacio de tránsito se encuentra lingüísticamente conformado, aunque por un lenguaje transcendente respecto a las lenguas naturales concretas. Existirían determinadas maneras de entender el sentido de esta transcendencia, pero todas ellas se encuentran condicionadas por el carácter eminentemente logocéntrico de la tradición cultural occidental. Una de estas formas –la que subyace en realidad al resto de manifestaciones– es la visión que Robinson (1991) denomina paulino-agustiniana, que bebe directamente en las fuentes del platonismo. De acuerdo con ella, existiría un lenguaje, el propio de la palabra divina, con capacidad generadora y conformadora del mundo, del que las lenguas naturales concretas serían copias deficitarias. Por lo que se refiere a la actividad traductológica, cuyo modelo en la tradición clásica es fundamentalmente la traducción bíblica, se supone además que el autor de un original ha conseguido por inspiración divina expresar en una lengua histórica el contenido propio de un lenguaje transcendente. La actividad traductológica, salvo que se encuentre inspirada también por la divinidad, solo puede implicar degradación y pérdida sustancial de lo contenido en el original. Pensemos que la posición de un Benjamin (1968) es ciertamente otra, pero al fin y al cabo solo en lo que se refiere a la valoración de la actividad traductológica y a las relaciones entre original y traducción, y no todavía en lo que afecta al supuesto de un lenguaje transcendente o lenguaje originario del que las lenguas concretas serían derivados fragmentarios. Benjamin identifica este lenguaje transcendente con aquello que dota de sentido al mundo. Para él existiría una relación de identidad entre el ser (o realidad en tanto que dotada de sentido) y un lenguaje entendido en términos transcendentes. Las lenguas históricas representarían para Benjamin, con todas las matizaciones que se quieran introducir, no más en definitiva que copias imperfectas de una realidad que las transciende. En los términos metafóricos usados por este autor se trata de fragmentos de una vasija en algún momento utópico quebrada. En este contexto, la posición del traductor queda enormemente realzada, y ello con total claridad frente a la situación de servidumbre que le asigna la teoría clásica. Benjamin atribuye a la actividad traductológica una función no sospechada por esta última, que sería la de recomponer o aproximarse a la recomposición de los fragmentos, esto es acceder (o trabajar por acceder) a ese lenguaje transcendente que crea o se confunde con la realidad dotada de sentido. El método que Benjamin conoce como de la traducción literal, cuyo producto es una mezcla heterogénea de lengua origen y lengua meta, trata de jalonar e ilustrar el camino hacia ese espacio por el que el traductor transita, tal vez sin ser consciente de ello. Desde la posición teórica de Benjamin, ni el texto original, ni el texto traducido captan plenamente la realidad a la que apuntan. Esta realidad vendría dada en la propia actividad traductológica, en un tipo de dínamis o energeia no encarnada o materializada en forma concreta alguna, como una especie de trabajo puro del espíritu (cf. para esta y otras posibles y contradictorias lecturas del conocido artículo de Benjamin (1968), Gentzler (1993: 173ss.) y Vidal Claramonte (1995: 34-47). El punto de vista de Benjamin, que comparte en lo esencial Heidegger, debe ser agradecido como un aire fresco y saludable en teoría de la traducción. Eleva aparentemente –esta es al menos una posible interpretación de su texto– la posición intelectual de una figura y una actividad que habían sido tradicionalmente situadas en una relación de dependencia respecto a otras figuras (autor, intérprete inspirado) o actividades (creación original, escritura inspirada). Sin embargo, la -3- Hermēneus. Revista de Traducción e Interpretación Núm. 5 - Año 2003 posición ontológica asumida por estos autores, que postula una relación de identidad entre ser y lenguaje, sacrifica finalmente en la práctica a la figura o sujeto histórico que lleva a cabo la actividad en nombre de la actividad misma. Esto es, si –de acuerdo con Heidegger (1962)– y como afirma Gentzler (1993: 156) de la posición de este autor: “rather than any one person speaking, language is speaking itself, and man is listening”, si “no es el hombre quien habla, sino el lenguaje mismo”, no será tampoco el hombre quien traduce, sino que será igualmente el propio lenguaje quien a sí mismo se traduce. Si el traducir se identifica con la historia (traducción como transmisión cultural) asistiremos paradójicamente a la historia del hombre sin el hombre. Este tipo de supuesto pretende dar cuenta ciertamente de la dependencia histórica del sujeto respecto a su contexto histórico (respecto a su lenguaje), lo que resulta una posición crítica en principio razonable. Pero llevada esta dependencia al extremo, transforma al sujeto en un espectador carente de responsabilidad. De hecho, carece de responsabilidad porque no existe como tal sujeto. El traductor será a lo sumo un simple “medium” de un proceso que escapa a sus posibilidades de control. Este sería el efecto al que, en definitiva, conduce el supuesto de irrebasabilidad (“nicht Hintergehbarkeit”) del lenguaje (cf. Holenstein 1980) y de la actividad traductológica. El deconstruccionismo (cf. Derrida 1967, 1972, 1986, 1987) sacará las últimas consecuencias de este supuesto prescindiendo junto al sujeto del sentido. Para Benjamin todavía cabe afirmar que la actividad traductológica recompone un lenguaje transcendente y la esfera de sentido a él asociada. Pero esta es en realidad solo una de las posibles lecturas de la propuesta del referido autor. En la lectura deconstruccionista de la propuesta de Benjamin (cf. Gentzler 1993: 163ss, Africa Vidal, 1995: 40) toda apelación a un lenguaje transcendente queda suprimida. De esta forma, el sujeto traductor (que en este marco equivale “metafóricamente” al sujeto humano frente a su historia) no es ya siquiera espectador pasivo de un sentido que pone en conexión dos textos, sino simple espectador de un desplazamiento o transformación entre significantes. Este desplazamiento o transformación no obedece, por otra parte, a ninguna condición extrínseca a la propia materia significante, sino que constituye, de acuerdo con Derrida, una virtualidad sustancialmente contenida en la misma. Toda materia significante contendría, en efecto, de manera intrínseca su condición de transformabilidad, de manera que sin ella la materia significante no sería tal. La especificidad de la propuesta derridiana, es destacada por Genztler (1993: 146-247) en los siguientes términos: In contrast to all the theories discussed in this study, at the foundation of Derrida’ thought is the assumption that there is no kernel or deep structure, nothing that we may ever discern -let alone represent, translate, or found a theory on. Rather, Derrida “bases” his “theory” of deconstruction on non-identity, on non-presence, on unrepresentability. What does exist, according to Derrida, are different chains of signification -including the “original” and its translations in a symbiotic relationship- mutually suppplemnting each other, defining and redefining a phantasm of sameness, which never has existed nor will exist as something fixed, graspable, known, or understood. This phantasm, produced by a desire for some essence or unity, represses the possibility that whatever may be there is always in motion, in flux, “at play”, escaping in the very process of trying to define it, talk about it, or make it present. The subject of translation theory has traditionally involved some concept of determinable meaning that can be transferred to another system of signification. (...) Deconstruction resists systems of categorization which separate “source text” from “target” text or “language” from “meaning”, denies the existence of underlying forms independent of language, and questions theoretical assumptions which presume originary beings, in whatever shape or form. In translation, what is visible is language referring not to -4- Hermēneus. Revista de Traducción e Interpretación Núm. 5 - Año 2003 things, but to language itself. Thus the chain of signification is one of infinite regress -the translated text becomes a translation of another earlier translation and translated words, although viewed by deconstructionists as “material” signifiers, represent nothing but other words representing nothing but still other words representing”. Nos hemos permitido introducir esta extensa cita porque expresa de manera sintética los aspectos básicos de la postura derridiana que queremos someter a valoración. De entrada, cabe destacar aquí también el papel central que, como sucedía en la obra de Benjamin, se asigna a la actividad traductológica. Esta última entendida de forma omnicomprensiva, se identifica con la historia global del hombre. Tradición y traducción constituyen, en este sentido, parónimos motivados, por hacernos eco aquí de un proceder explicativo muy al uso del autor que comentamos. Aunque con seguridad no sea este el objetivo central de Derrida, su planteamiento podría en principio contribuir a destacar la actividad del traductor como síntesis compendiada del quehacer cultural (cf. para una excelente presentación de las relaciones entre pensamiento derridiano y reflexión traductológica, Carreres 2003). Pero, realmente, nada más lejos se encuentra de la filosofía de este autor que la pretensión de asignar un valor representativo especial a una actividad traductológica concreta, delimítese esta última como se quiera. Traducción, en el sentido omnicomprensivo propuesto por Derrida, definiría un tipo de espacio donde no cabe destacar parcela alguna como especialmente representativa, menos aún como expresión “quintaesenciada” del conjunto. De manera que todo traducir concreto queda disuelto e indiferenciado en el acontecer traductológico global. Este acontecer es una trama en la que también el traductor, metáfora del sujeto histórico, se encuentra disuelto. Por los motivos expuestos no parece en principio justificado situar la obra de Derrida como una simple aportación más dentro del marco contemporáneo de reflexiones sobre la traducción. Lo está tan solo en la medida en que nos permite vislumbrar el polo diametralmente opuesto al supuesto metafísico en el que se asienta una teoría clásica de la traducción, a saber, que existe algún contenido delimitable tras lo que el lenguaje expresa. En Derrida se lleva, entendemos, a sus últimas consecuencias el supuesto de la filosofía hermenéutica que asigna al lenguaje el poder omnímodo no ya de expresar, sino de constituir el existir del hombre. Mientras para Heidegger y Benjamin el significado sigue siendo parte sustancial del lenguaje, en Derrida este último se reduce a simple materia significante. Para Derrida lo que llamamos significado de una expresión es un mero “fantasma” al que las expresiones lingüísticas apuntan en vano y por tanto, en su planteamiento, se trata de algo carente de realidad. Para Heidegger, el supuesto de un lenguaje que transciende a las manifestaciones lingüísticas concretas, pese a su inefabilidad, le permite a este autor introducir un criterio evaluativo con el que distingue lo que considera expresión auténtica de lo que considera expresión inauténtica. En Derrida este criterio evaluativo no encontraría lugar alguno donde expresarse. El lenguaje ha perdido en este autor todo tipo de profundidad, todo valor dimensional que no sea el del simple significante. El planteamiento de Derrida debe entenderse –y en este sentido quedaría plenamente justificado– como propuesta con la que se pretende eliminar de raíz todo pensamiento de naturaleza ontológica, todo supuesto de reducción a algún tipo de unidad (esencial) del mundo fenoménico o alguna de sus parcelas. Debe leerse como propuesta por la que se considera no ya solo que todo lo construido por el hombre debe o puede ser sometido a crítica, sino que su empeño estriba en demostrar (o sencillamente mostrar) que nada de lo construido propiamente existe, y en particular los significados de las palabras. El planteamiento de Derrida constituye pues una filosofía -5- Hermēneus. Revista de Traducción e Interpretación Núm. 5 - Año 2003 heracliteana referida en particular al ámbito cultural. Pretende ser también una opción vitalista en la que el existir se define como estado continuo de cambio, y donde lo fijado equivale a lo muerto, esto es, lo inexistente. En este sentido cabe entender su propuesta de que la traducción aporta vida al texto original, e incluso de que el original sobrevive solo gracias a sus traducciones (cf. sobre esto los comentarios de Gentzler 1993: 164ss). Pero las paradojas del deconstruccionismo surgen de inmediato tras sus logros. Como filosofía con valor crítico –si esta ha sido acaso su pretensión– encuentra de inmediato sus límites (que, por supuesto, han sido profusamente señalados, aunque no es el momento de hacer ahora revisión de la bibliografía crítica respecto a la posición o posiciones derridianas). Para expresarlo sencillamente, encierra un sinsentido en los propios términos deconstruir un objeto cuya condición ontológica no se admite. (Aunque resulte contradictorio con lo literalmente expresado, lo que el deconstruccionismo somete a crítica no es en realidad la “presencia”, sino la “representación” de un objeto, no tanto su existencia de la que cabe tener una vivencia singular, cuanto la representación de su existencia). La deconstrucción deviene en este sentido tan fantasmagórica como el propio objeto del discurso. Decidir la inexistencia de toda construcción supondría, por otra parte, quedar inerme ante el poder que de facto las construcciones y los “fantasmas” exhiben. Entender que lo vital se manifiesta como continuo estado de cambio es algo admisible. Pero entender que se reduce a cambio, que se identifica de forma exclusiva con un continuo estado de transformación, es ignorar que, en un sentido estrictamente biológico, vida supone “entropía negativa”, esto es, suspensión, aunque efímera, de la ley termodinámica según la cual el universo tiende al desorden. Las estructuras de lo vital acaban ciertamente siendo efímeras, pero este carácter no les priva de realidad, al menos en cuanto sustentadoras del principio vital. De las estructuras cabe decir igualmente que se encuentran en continuo estado de oscilación, que son ambiguas en sus valores funcionales, pero es justamente esta flexibilidad y ambigüedad lo que permite su estabilidad transitoria. Estabilidad no implica rigidez, como de igual forma carácter efímero, oscilante y ambiguo tampoco implican carencia de realidad. Toda transformación vital constituye una remodelación que explota momentos en la flexibilidad y ambigüedad de un orden previamente dado para convertirlo en un nuevo tipo de orden. Lo dicho anteriormente es transportable, salvando las distancias, al ámbito lingüísticocultural. Los significados, las funciones, los valores son entidades de naturaleza oscilante y ambigua, pero no carentes de realidad, al menos en la medida en que operan seleccionando aquello que el azar depara y transformándolo en necesidad a los efectos de preservar un principio de continuidad vital. Significados, funciones, valores pueden considerarse verdaderas condiciones de sobrevivencia para el lenguaje y las culturas. Por ceñirnos ahora al ámbito lingüístico, cabe reconocer que nuestro uso de la palabra está continuamente sometido a las presiones de la ley entrópica, que introduce una continua variabilidad tanto por lo que se refiere a la realización de los significantes como de los significados (o si se quiere valores de uso) de los mismos. Ciertamente, ninguna palabra puede considerarse en sentido estricto repetición de otra, ni en lo que afecta a su materia significante, ni en lo que afecta a la función o significado que se le atribuye, y ello es particularmente así en la praxis traductológica. Entre una y otra palabra, o entre las funciones y signficados que expresan, existirá siempre algún tipo de desplazamiento, una “différence” en el sentido que da Derrida a este término. Cabe admitir igualmente que la referida variabilidad tenga como causa básica a la propia ley entrópica o, en otros términos, halle su fundamento en una causa indeterminada que denominamos azar. Pero lo que ya no se explica tan fácilmente es cómo se -6- Hermēneus. Revista de Traducción e Interpretación Núm. 5 - Año 2003 interviene ante esta variabilidad “errática”. La intervención que sobre la misma se hace desde el lenguaje o desde la cultura está guiada por algún criterio selectivo que resuelve el estatus ambiguo de cada nueva variación. Cada nueva variación se presenta, en efecto, con una doble cara: constituye de un lado una potencial amenaza para el principio de continuidad vital, pero de otro resulta ser también elemento potencialmente subordinable al referido principio. El rol concreto que se le atribuye debe ser decidido en alguna instancia. Para evitar malentendidos, no se está apuntando sencillamente aquí al punto de vista que sitúa en el propio sistema lingüístico esta capacidad de decisión. Las características de un sistema lingüístico pueden crear condiciones favorables o desfavorables a la hora de decidir sobre la nueva variación en uno u otro sentido. Pero el lenguaje no puede explicar de forma estrictamente autónoma su propia transformación. Para entender esta última debemos poder situarnos de alguna forma frente al lenguaje, el lenguaje debe hacerse presente ante una instancia que no es otra que el hombre en tanto que sujeto hablante. En realidad, si prescindimos de este último, los conceptos que denominamos significado, función, valor se vacían inmediatamente de todo contenido con lo que se hace inviable establecer criterio alguno por el cual decidir sobre el carácter ambiguo que toda variación presenta, o incluso asumir de forma productiva la propia ambigüedad. No entendemos, en cualquier caso, que variacion sin más defina el existir del lenguaje, como tampoco que variación sin más defina el existir de cosa alguna. Pensemos, por ejemplo, en una de las manifestaciones de la variación, la metáfora, que para un autor como Robinson se encuentra ineludiblemente asociada a la traducción. Pues bien, cabe decir que proceso metafórico no equivale a diseminación azarosa de una suerte de energía autónoma del lenguaje, sino que todo proceso metafórico transciende al lenguaje, se explica más allá del lenguaje. Por este motivo cabe valorar las metáforas como acertadas o como fallidas, congruentes o espúreas, vivas o vacías. Esta valoración exige en buena lógica situar al lenguaje en perspectiva y no considerarlo como lo presupuesto a toda perspectiva posible sobre el mundo. Supone, en definitiva, devolver su papel al agente o los agentes sociales de los discursos y, en nuestro caso concreto, al traductor. 2. TRADUCTOR EN ESCENA: SOBRE LA DIMENSIÓN VOCACIONAL DE LA ACTIVIDAD TRADUCTOLÓGICA En lo que sigue trataremos de fundamentar este rescate de la figura del traductor que acabamos de postular como objetivo, centrándonos en un aspecto raramente atendido en las teorías de la traducción, el que se refiere a los fundamentos del carácter “vocacional” del traducir en las dimensiones psicosomática e interpersonal (incorporamos aquí –apartado 2 de este estudio– una revisión de Hernández Sacristán 1997). No deja de resultar curioso que tanto para la teoría clásica de la traducción, como para la que se formula como diametralmente opuesta a la misma, y por las razones que acabamos de comentar, la implicación personal del traductor haya quedado siempre relegada a su mínima expresión. Desde el punto de vista teórico, parece seguir siendo válido el hecho de que la mejor traducción es la traducción silenciosa, entendiendo por ello aquella en la que la mano del traductor resulta invisible, y que, por el contrario, no resulta óptima aquella traducción que nos obliga a hablar o tematizar de alguna forma la figura del traductor (cf. Venuti 1992, 1995). El ideal de la traducción silenciosa vendría en último término encarnado en el modelo mecanicista de la traducción automática. La idea que aquí se defenderá es que estos presupuestos son falsos incluso para este último tipo de práctica traductológica. El traducir, como un tipo particular de decir -7- Hermēneus. Revista de Traducción e Interpretación Núm. 5 - Año 2003 (cf. Coseriu (1991(1977)), es siempre desde un punto de vista pragmático un hacer, un tipo particular de praxis cuyo sentido debe encontrarse en el contexto de otras praxis humanas, y que no puede entenderse tampoco al margen del sujeto histórico que la lleva a término y que interioriza y pone en acción las normas que rigen esta praxis sociocultural (cf. Toury 1980). La escisión entre la persona y la praxis por ella llevada a término no puede constituir un ideal normativo para la actividad traductológica, entre otras razones porque la realidad empírica de los hechos demuestra lo contrario, y porque teóricamente, desde un punto de vista semiótico, ninguna actividad comunicativa puede constituirse como tal al margen de una conciencia metalingüística o metacultural que la acompañe. La idea que aquí me gustaría defender es que la aportación básica de los estudios de orientación empírica en los que se abordan manifestaciones llamadas naturales del traducir, que incluye todo lo dicho sobre las bases cognitivas subyacentes a este tipo de labor, apuntan a la necesidad de establecer un modelo en el que la actividad traductológica y el sujeto que la lleva a término sean considerados conjuntamente. Pero, además, se tratará de justificar que esto mismo debe decirse también del ámbito profesional del traducir. Una praxis y un saber profesional no pueden constituirse radicalmente al margen de lo que representa la praxis y el saber natural correspondiente. Por el contrario, praxis y saber natural deben constituir la base sobre la que praxis y saber profesional se asientan. La medida en que esto último se reconoce y fundamenta es la medida en que podemos hablar de un modelo de traducción natural para dar cuenta también de las manifestaciones profesionales del traducir. Pero pasemos ya a analizar algunos aspectos concretos en los que la referida relación de dependencia se expresa. Como tendremos ocasión de mostrar, en todos ellos se observa un realce del papel activo que la persona del traductor representa y su papel prioritario como mediador en un proceso de comunicación intercultural. Nos centraremos aquí en una cuestión que –como ya hemos dicho– habitualmente se elude, por no considerarse tal vez pertinente, en los estudios sobre teoría y práctica de la traducción, pero que consideramos particularmente relevante al menos para la discusión presente. Nos referimos a los fundamentos que nos permiten entender la actividad traductológica como una actividad “vocacional”. El análisis de los fundamentos que hacen que una actividad pueda considerarse vocacional, esto es, que da expresión a cierta necesidad intrínseca o consustancial a la naturaleza humana, puede considerarse como una labor previa con la que se guíe toda la reflexión teórica sobre la misma. Esto ha parecido una necesidad absoluta para ciertas actividades humanas como la praxis de la reflexión filosófica. Se trata de una cuestión de corte claramente habermasiano, (Habermas, 1968), pero que subyace a toda la tradición de los estudios filosóficos. Cuando la aplicación práctica de estos estudios es sometida a discusión y puesta en entredicho, el filósofo se ve abocado a la fundamentación del valor intrínseco de su labor, esto es, de la motivación primaria que la justifica. Cuando actividades como la traducción presentan una motivación práctica muy concreta, puede parecer inicialmente ociosa la pregunta de si presentan también algún tipo de motivación intrínseca. Formulado en otros términos, si el traducir se paga en el actual contexto sociohistórico y permite, mal que bien, que una serie de profesionales se ganen la vida en el actual mercado laboral, ¿a qué necesidad ha de responder el que nos preguntemos sobre otro tipo de motivaciones que no sean las que el mismo mercado laboral establece? La pregunta responde, desde mi punto de vista, a la necesidad de adoptar una posición crítica sobre la propia labor, a una necesidad de justificar esta última no solo ante la reglas que fija el mercado, sino ante uno mismo. Esto tiene que ver en último término con la necesidad bien conocida de realzar la propia condición de persona por medio de la -8- Hermēneus. Revista de Traducción e Interpretación Núm. 5 - Año 2003 actividad realizada, lo que se interpreta como necesidad de entender esta actividad en términos no alienantes. 2.1. TRADUCCIÓN COMO ACTIVIDAD PSICOSOMÁTICA El carácter no alienante de una actividad se mide en buena parte por la posibilidad de una implicación lúdica y placentera en la misma. No deja de ser relevante a este respecto el observar las características que presentan las primeras fases del desarrollo de la capacidad traductora en niños bilingües precoces. Harris and Sherwood (1978) se han referido al hecho notable, aunque por otra parte también característico de otros dominios del desarrollo lingüístico, de que la praxis traductológica se manifiesta inicialmente como puro y simple juego verbal por medio del cual el niño pone en conexión los dos códigos lingüísticos que domina. Esta motivación puramente lúdica parece preceder siempre a otro tipo de motivación, como sería la de servir como mediador comunicativo. Esta manifestación lúdica y placentera del traducir, que se observa ya en las primeras fases del desarrollo de esta actividad, es algo que acompañará de forma más o menos velada a cualquier otra de sus manifestaciones, incluyendo entre ellas a las estrictamente profesionales. El modelo que hemos denominado de la traducción silenciosa ignora este tipo de realidad o no le presta la atención que merece, desde el momento en el que traza una escisión clara entre la figura del traductor o sus vivencias y el producto de la actividad realizada. Los estudios psicolingüísticos sobre la actividad traductora nos ponen en parte sobre la pista de en qué sentido cabe entender como placentera este tipo de actividad. Entendemos que una actividad de naturaleza intelectual, como se supone en principio que debe ser la traducción, exigirá, si realmente puede valorarse como lúdica o placentera, algún tipo de somatización del proceso por medio del cual se lleva a término (cf. para la idea de implicación somática Robinson 1991). No deja de ser sorprendente el observar la conducta gestual que acompaña al intérprete profesional situado en su cabina y actuando como mediador en una convención internacional. Para el intérprete su labor exige, sin lugar a dudas, una concentración y una atención máximas, hasta el punto de que podemos observarlo como totalmente ajeno a lo que no sea el estricto y exclusivo cumplimiento de dicha labor. Esta concentración y atención máximas no están, sin embargo, reñidas con una exteriorización o somatización del proceso intelectual que se lleva a término. Por supuesto, las conductas gestuales de los intérpretes simultáneos pueden ser enormemente variadas y variopintas, pero, aunque el fenómeno de exteriorización o somatización pueda resultar más o menos discreto, se encuentra siempre de alguna forma presente. Desde mi punto de vista, no nos encontramos aquí con un epifenómeno relacionado anecdóticamente con una actividad mental subyacente, sino más bien con un tipo de factor o elemento imprescindible para la buena marcha del conjunto del proceso. La apoyatura somática resulta muy posiblemente parte integral del mecanismo cognitivo asociado a la labor interpretativa, que en ningún caso podrá considerarse una actividad mental pura. Algo parecido, aunque en menor escala, podría constatarse observando al traductor embarcado en su labor. También aquí la exteriorización y somatización del proceso puede llegar a hacerse patente. Bastará con que tratemos de recordarnos a nosotros mismos, si alguna vez hemos realizado esta labor. Se reconocerá fácilmente no solo que hemos verbalizado de forma audible, sino que también hemos gestualizado dando expresión a sensaciones de diversa índole, entre las que “tener una palabra en la punta de la lengua” no deja de ser una de las experiencias más comunes. Se podrá puntualizar que estas sensaciones no siempre han sido precisamente placenteras, pero en cualquier caso han dado expresión a un componente somático y afectivo asociado a la práctica de la traducción. Con todo, han sido siempre, en mayor o menor medida, la antesala de una situación -9- Hermēneus. Revista de Traducción e Interpretación Núm. 5 - Año 2003 placentera íntimamente unida al hallazgo de la solución para un problema que, por alguna razón, se nos había presentado como particularmente recalcitrante. Lo que aquí se encontraría implicado es el hecho de que la traducción no puede reducirse a una operación meramente conceptual, sino que el nivel de las sensaciones y afecciones es también parte integral de la misma. El tipo de solución de problemas en el que se ve implicado el traductor presentaría las características de lo que se conoce como búsqueda de naturaleza heurística (cf. Wilss 1988). La solución heurística de problemas se opone habitualmente a lo que se conoce como solución algorítmica. En el proceso de resolución algorítmica entendemos que la naturaleza del problema es bien conocida, que la solución del problema existe, aunque de momento nos sea desconocida, y que disponemos de un procedimiento o receta concreta que en un número determinado de pasos nos permitirá conocer la referida solución. Frente a ello, en el proceso de resolución heurística somos conscientes de que nos encontramos ante un problema, pero no podemos precisar con claridad la naturaleza del mismo, lo que tendría que ver también con el hecho de que ignoramos no solo cuál pueda ser su solución, sino incluso también el hecho mismo de que una solución exista. Carecemos, por otra parte, en este caso de un procedimiento o receta concreta que nos pueda llevar a ella, lo que no quiere decir que carezcamos de toda intuición acerca de cuál pudiera ser la estrategia razonable que convendría seguir para alcanzarla. Parte de las labores del traductor, sobre todo si se trata de un profesional particularmente avezado, podemos considerar que responden al modelo de resolución algorítmica de problemas, pero en ningún caso la actividad del traductor puede agotarse en esto. Tanto los problemas más complejos que puntualmente pueden presentársele, como los asociados al plan global de la obra y al tipo de mediación comunicativa que permite, son de naturaleza heurística (cf. Hölscher y Möhle (1987)). Desde un punto de vista cognitivo la diferencia fundamental entre resolución algorítmica y resolución heurística de problemas puede consistir básicamente en lo siguiente: en la resolución algorítmica se entiende que el grado de implicación de la propia persona que lleva a término el proceso resulta mínima. En otros términos, podría decirse que, en este caso, no soy propiamente yo, mi “ego”, quien resuelve el problema, sino el algoritmo o receta de la que hago un uso puramente instrumental. En la resolución heurística, por el contrario, la persona que la lleva a término se siente como plenamente responsable y vinculada al proceso. La resolución heurística implica integralmente a la persona que la lleva a término, y ello tanto en lo que se refiere a su capacidad intelectual como a su sensibilidad. De manera que es lógico en este caso que se entienda que soy justamente yo quien resuelve y que el hallazgo de la solución suponga un tipo particular de recompensa para el “ego”, de la que se hace eco el bien conocido “eureka”. 2.2. DIMENSIÓN INTERPERSONAL DEL TRADUCIR Se ha hecho referencia en lo que precede a una de las dimensiones en la que se fundamenta la naturaleza vocacional del traducir. Como cualquier otra actividad, el traducir resulta vocacional en la medida en que puede ser entendido como juego y se encuentra, como tal, asociado a un placer intrínseco en su realización o, en otros términos, en la medida en que se entiende como actividad en la que la persona participa integralmente, en su realidad psicosomática. Pero la naturaleza vocacional de una actividad requiere, aparte de un valor lúdico intrínseco a la misma, una dimensión también interpersonal. A ella nos vamos a referir de inmediato. En realidad, aunque no es - 10 - Hermēneus. Revista de Traducción e Interpretación Núm. 5 - Año 2003 este el momento de detenernos en el tema, podríamos afirmar que la dimensión psicosomática y la interpersonal se presuponen y potencian siempre una a la otra en la configuración del hecho vocacional. Conviene tal vez traer aquí a colación las conclusiones más relevantes de los estudios sobre situaciones conversacionales en las que se introduce la traducción como auxilio imprescindible para la intercomprensión. Son en nuestro mundo actual cada vez más comunes los encuentros conversacionales en los que los interlocutores son hablantes nativos de diferentes lenguas y muestran también diferentes grados de dominio, pasivo o activo, de la lengua elegida para el intercambio conversacional. La modalidad conversacional a la que nos estamos refiriendo es conocida por algunos autores como conversación exolingüe (cf. Porquier 1984, Alber and Py 1985 y Lüdi 1987, referidos por Müller 1989: 737). En cualquier tipo de conversación sucede que la competencia de los interlocutores resulta variable en función del tema tratado. Pero en las conversaciones exolingües es no solo la competencia general de los interlocutores, sino su misma capacidad lingüística la que resulta variable. Los interlocutores no nativos de la lengua en la que la conversación se mantiene pueden, por ejemplo, ser capaces de intervenir mientras ésta transcurre por los cauces de un intercambio meramente fático o cuando es un tema concreto, que les afecta muy particularmente, el que se trata, pero pueden sentirse incapaces de hacerlo cuando se aborda otro tipo de tema. Cuando se da esta última circunstancia resulta común que la modalidad que conocemos como conversación exolingüe sea sustituida por otra que podemos denominar conversación con traducción (cf. Müller 1989). Esto es, uno de los interlocutores asume de forma espontánea, y guiado por el principio cooperativo que rige toda conversación, el papel de traductor/mediador conversacional. Este es el entorno natural que se encuentra en el origen histórico de la actividad traductológica humana. Resulta una perogrullada afirmar que antes de que existiera la actividad profesional de traducir, la traducción ha existido como modalidad conversacional. La conversación, manifestación básica de la actividad comunicativa humana, no solo constituye la matriz básica en la que las lenguas se generan, viven y mueren, sino también el marco imprescidible en el que se genera el saber contrastivo acerca de las lenguas y, como parte de este saber, el saber traductológico. Pese a lo evidente del hecho, conviene recordar esta idea, porque, como se ha afirmado anteriormente, la comprensión y valoración de una actividad profesional debe realizarse no ignorando, sino, precisamente, tratando de observar su relación con el sustrato natural en que se asienta. Las actitudes básicas que acompañan al traductor en su labor y lo que le permite una toma de autoconciencia crítica respecto a la misma, derivan, desde mi punto de vista, de lo que constituyen las características de dicho sustrato. ¿Qué aspectos básicos conviene destacar y pueden resultar de interés para la presente discusión en la conducta del traductor no profesional que interviene como mediador comunicativo en una conversación? Los investigadores que han estudiado el tema se han centrado, como acabamos de señalar, en encuentros conversacionales donde los interlocutores son miembros de una comunidad receptora y emigrantes. Una modalidad de conversación con traducción en un dominio sociolingüístico especialmente marcado sería, por ejemplo, la estudiada por Knapp y KnappPotthoff (1985) en la que el emigrante de segunda generación, hijo de emigrante, en este caso turco, actúa como mediador conversacional entre sus padres y las autoridades o representantes de la burocracia del país receptor, en este caso Alemania. Un dominio sociolingüístico relativamente menos marcado describe Müller (1989) cuando se refiere a encuentros conversacionales comunes - 11 - Hermēneus. Revista de Traducción e Interpretación Núm. 5 - Año 2003 entre interlocutores alemanes y emigrantes sicilianos. Otro caso sería el estudiado por KnappPotthoff y Knapp (1987) en el que se describen encuentros conversacionales entre estudiantes coreanos y alemanes en Alemania. Denominador común de todas estas situaciones resulta el hecho de que en mayor o menor medida el traductor no deja de sentirse, por el hecho de asumir este papel, como interlocutor válido y que, en tanto que tal, también su imagen social, como la del resto de los interlocutores es algo que se pone en juego en el encuentro conversacional. En la situación descrita por Müller (1989) se observa que tanto el papel del traductor como el momento concreto en que la traducción como modalidad conversacional se introduce, es algo que se negocia sobre la marcha y atendiendo a las razones que derivan del principio cooperativo. Resumiendo las consideraciones de este último autor, diremos que en la situación descrita el traductor se autoselecciona como tal cuando la modalidad de la conversación exolingüe hace inviable en determinado punto la intercomprensión. De igual forma, el traductor sentiría en determinado momento la necesidad de abandonar su actividad cuando de nuevo la conversación exolingüe resulta viable, cuando el esfuerzo adicional que la modalidad traductológica conlleva se percibe como no rentable. No abandonar la modalidad traductológica cuando parece innecesaria iría asociado a una pérdida de imagen social de aquellos interlocutores en atención a los cuales la traducción se realizaba. Esto, según Müller, tendría que ver con el hecho de que el emigrante siente como estigma el déficit en el conocimiento de la lengua dominante en la sociedad receptora e intenta demostrar, siempre que resulta posible, que puede desenvolverse en ella aceptablemente. En el tipo de situaciones que acabamos de describir, el papel de mediador comunicativo, que se siente al mismo tiempo como el de interlocutor válido, domina claramente sobre la función de reproductor de un mensaje. Ello quiere decir, entre otras cosas, que el éxito en la realización de su actividad, y por el que la imagen social del interlocutor traductor se ve realzada, se atribuirá antes a una labor de mediación con la que pueden salvarse los malentendidos propios de una comunicación intercultural que a una supuesta fidelidad en la transmisión del mensaje. Esto se observa ya incluso en las primeras fases del desarrollo de la capacidad traductora en niños bilingües, como señalan Harris y Sherwood (1978). El traductor/mediador se permite obviar y suprimir de su discurso temas que se han puesto en boca de uno de los interlocutores, pero que él sospecha que pueden ser hirientes para los oídos de aquellos a quienes su traducción se dirige. Sucede en general también, de acuerdo con Knapp-Potthoff y Knapp (1987), que el componente interpersonal presente en todo mensaje (a saber, deixis personal y social, actos de habla, actos presuposicionales, etc.) es reformulado por el traductor/mediador que viene a crear una relación interpersonal propia con el destinatario de su traducción, de manera que serán comunes formulaciones indirectas del tipo:”la persona X dice que..”. Por más que el traductor/mediador considere que su papel queda justificado por la función de reproducción que realiza, no puede dejar de contemplarse a sí mismo como sujeto del discurso del que se hace portavoz, por ello también responsable del mismo y, en particular, del tipo de relación interpersonal que con dicho discurso se crea. Al traductor/mediador le resulta sencillamente imposible pensarse a sí mismo como sujeto que suplanta la personalidad de otro, como mero vicario de otro. Pero aún más, esto es también lo que esperan de él el resto de interlocutores, para los que la traducción se ha hecho necesaria, de manera que no asumir la responsabilidad propia de mediador que le corresponde podría acarrerarle descrédito, mucho más por supuesto que las infidelidades a veces inevitables del traducir, de las que los interlocutores pueden sencillamente no ser conscientes. - 12 - Hermēneus. Revista de Traducción e Interpretación Núm. 5 - Año 2003 Cuando se afirma que estas actitudes propias de la traducción en un contexto natural, siguen de alguna forma presentes como sustrato en la actividad del traductor profesional, no se está abogando –entiéndase esto claramente– por una modalidad de lo que habitualmente se denomina traducción libre. Desde luego no se aboga por la traducción arbitraria. Si se me permite la expresión, y aunque esto pueda parecer paradójico, a lo que se apunta sería al concepto de libertad obligada. No es que al traductor se le ofrezca sencillamente la posibilidad de ser libre en su práctica, sino que –inversamente– su práctica le obliga continuamente a realizar una serie de opciones entre las que por necesidad debe elegir, y que confirman su calidad de agente libre, dentro de lo que sería un ejercicio motivado de esta libertad. Los límites de esta libertad vienen dados por la función de mediación intercultural copresente respecto a la función reproductora. Más allá de las diferentes opciones sociohistóricamente concebibles con las que la función de mediación intercultural puede ser entendida, nos encontramos no ya con un ejercicio motivado de la praxis traductológica, sino más bien con la traducción arbitraria. Es en esta función de mediación intercultural donde el traductor cobra autoconciencia como agente social que cumple una función genuina, insustituible por otra y consustancial a la naturaleza humana. El traducir no es algo contingente o anecdótico, de lo que una sociedad humana pudiera prescindir, ya que la propia condición creativa del hombre exige una realización plural de los códigos comunicativos, y la puesta en contacto de estos últimos, donde se expresa el motor básico, si no exclusivo, de la creatividad, exige siempre una labor traductológica. La toma de conciencia sobre esta proyección interpersonal del traducir, sobre esta función radical, por lo exclusiva, que cumple, es condición necesaria para la implicación vocacional en la misma, tanto o más que el carácter del traducir como actividad que permite o propicia la integración psicosomática, lo que, como anteriormente se dijo, hace posible el vivirla y el valorarla como placentera y lúdica. En la medida en que el traductor se siente a sí mismo como agente social, con una cuota de libertad en los términos en que acabamos de presentarla, se hace también agente socialmente responsable. El modelo propio de una traducción silenciosa piensa la labor del traductor como eminentemente solipsista y como si su traducción pudiera, en tanto que producto dado, desvincularse de otras traducciones y otros procesos de la vida intelectual o material propias de determinado contexto histórico. Por más que la traducción pueda realizarse de forma individual, no cabe duda de que mi traducción desde una lengua/cultura origen A a una lengua/cultura meta B pasa a formar parte de un flujo de traducciones que está operando en el mismo sentido y contribuye a contrarrestar de alguna forma el flujo inverso. Otro de los presupuestos del modelo de traducción silenciosa estriba en el hecho de no problematizar para nada la asimetría de los referidos flujos, cuando en realidad suelen representar claras relaciones de dependencia cultural, política y económica de unos pueblos o grupos sociales respecto a otros (cf. Jacquemond 1992). Y nos estamos refiriendo aquí no solo a las traducciones profesionales, escritas u orales, sino también a las traducciones que se observan en el marco de conversaciones naturales o en escenarios comunes de la vida cotidiana, por ejemplo, en una sociedad que recibe un flujo considerable de población emigrante. Una actitud crítica por parte del traductor respecto a este fenómeno parece también algo necesario a la hora de desempeñar un papel activo en la transformación de esas relaciones de dependencia en relaciones que verdaderamente pudieran considerarse dialogantes o de convivencia real entre voces, cuya pluralidad se preserva. A fin de evitar una lectura ingenua de lo que decimos, no podemos olvidar que la toma de conciencia de la dimensión interpersonal y de las variables socioculturales, si bien nos parece algo - 13 - Hermēneus. Revista de Traducción e Interpretación Núm. 5 - Año 2003 decisivo a la hora de fundamentar vocacionalmente la actividad traductológica, no siempre equivale a un simple control de dicha dimensión y dichas variables. La teoría del polisistema y sus derivaciones en la escuela de Tel Aviv y la escuela de los “translation studies”, dominante en los Países Bajos, han realizado una profunda y fundamentada labor a la hora de explicar la actividad traductológica en términos de contextualización sociocultural. En términos generales, las conclusiones de esta línea de estudios nos dicen cómo factores de índole sociocultural, históricamente variables, “determinan” las praxis traductológicas, desempeñando en este caso el traductor un papel quasi instrumental en este proceso de determinación. No pretendemos aquí atribuir al traductor una capacidad de control absoluto sobre estos factores, pero sí defender la idea de que una toma de conciencia sobre los mismos le asigna un margen de posible intervención sobre ellos. En otros términos, esta toma de conciencia le asigna un espacio de interpretación sobre la naturaleza ambigua que normalmente dichos factores presentan, y sobre la naturaleza ambigua también de sus relaciones con las praxis traductológicas concretas. Nuevamente aquí, aunque limitado, se le abre al traductor ese dominio que cabe calificar de “libertad necesaria” respecto al cual la toma de decisiones resulta algo ineludible. Negar esto último sería equivalente a admitir que la toma de conciencia sobre la naturaleza ideológica de un discurso por parte de quienes lo defienden para nada afecta al grado de adhesión que les merece, lo que no nos parece cierto. Un práctica ideológica adquiere su fuerza, como es bien sabido, en la medida en que no “vale como ideológica” para quienes la ejercitan. 3. CONCLUSIONES Con las reflexiones que preceden esperamos haber contribuido a destacar al menos algunos aspectos por los que la figura del traductor merece y exige un posición relevante en la teoría de la traducción. La que podríamos denominar mitología de “espacio comunicativo puro”, promovida por las nuevas tecnologías de la información, no constituye, sin embargo, un contexto muy favorable a la hora de asignar al traductor una voz propia en la actividad que realiza. En parecido sentido opera el estatuto teórico que al lenguaje y a la actividad traductológica asigna el postestructuralismo, particularmente en su versión derridiana. Cabría entender que este tipo de filosofía, aún sin pretenderlo y, tal vez, por una lectura errónea de sus postulados y de la función puramente hermenéutica que deberían tener, puede constituirse de hecho en una aliada natural de la mitología promovida por el nuevo orden tecnológico. Tanto en un caso como en el otro, los procesos en los que el lenguaje se implica quedarían hipostasiados y escindidos de los sujetos en tanto que agentes sociales que los llevan a término. Frente a esta visión de las cosas, la perspectiva propia de una antropología lingüística abordaría como cometido el devolver al hombre su posición frente al lenguaje o las praxis lingüísticas, entre las cuales la actividad traductológica cobra un papel muy significativo. Hemos considerado que, al menos en este último caso, la asignación de una posición propia al sujeto traductor, cabría entenderla –aunque existirían otras maneras de abordar la cuestión– como actitud e incluso pulsión vocacional frente a la actividad llevada a término, y ello en las dimensiones psicosomática e interpersonal, que –desde nuestro punto de vista– se presuponen entre sí. Aparte del interés intrínseco que puede tener este tipo de rescate de la figura del traductor, que le asignaría un estatuto propio en la teoría de la traducción, no podemos olvidar que se encuentran aquí en juego otros aspectos eminentemente prácticos. Por un lado, encontramos el tema del - 14 - Hermēneus. Revista de Traducción e Interpretación Núm. 5 - Año 2003 reconocimiento social de la actividad del traductor, reiteradamente minusvalorada y, en consecuencia, mal remunerada. Por otro lado, aunque en estrecha relación con lo anterior, estaría el tema del reconocimiento ya no externo sino propio, esto es, la autovaloración del sujeto traductor, lo que constituye un factor especialmente relevante para la actividad traductológica. Fundamentar este proceso de autovaloración en una reflexión sobre el carácter vocacional de dicha actividad es también situarse al margen de lo que sería una ideología meramente profesional o corporativa. REFERENCIAS ALBER, J. L. / PY, B. (1985): “Interlangue et conversation exolingue”, Cahiers du Département des langues et des sciences du langage, Université de Lausanne, 1: 30-44. BENJAMIN, Walter (1968): “The task of the translator”, en Arendt, Hannah (ed) Illuminations, New York: Harcourt, Brace and Jovanovich: 69-82. COSERIU, E. (1991(1977)): “Lo erróneo y lo acertado en la teoría de la traducción”, en El hombre y su lenguaje, Madrid, Gredos: 214-239. CARRERES, A. 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