Retratos de la antigüedad romana y la primera cristiandad Resumen
Constantino
La primera alianza entre la Iglesia y el Imperio
Hasta a mediados del siglo II, los creyentes habían dependido de la buena o mala voluntad
del monarca. Pero con la ascensión de Decio el año 294, comenzó una guerra abierta
contra el cristianismo.
¿Qué fue lo que hizo cambiar la jurisprudencia trajana seguida hasta ese momento?
Sabemos que durante el s.III el imperio intentó revigorizar su unidad por medio del culto al
emperador. Entre los romanos la religión, más que una asunto privado, era un tema político.
Por eso mismo, cuando roma recibió la orden de divinizar a su emperador, no se hizo mayor
cuestión del asunto. Más allá de las opiniones personales, en público ningún romano
hubiera soñado con dárselas de escéptico, nadie pensaba que rendir culto a otro dios
significara dar la espalda a los propios.
Para los cristianos era diferente. Acatar esa orden hubiese significado traicionar a una
religión que jamás había aceptado que se entronizara a Cristo al lado de Júpiter. Y con esa
polémica de fondo, el imperio comenzó a percibir con claridad que era imposible insertar la
fe cristiana dentro de los proyectos imperiales. Había en ellos un germen de subversión
política; constituían un estado dentro del estado.
Con esto, el imperio llegó a la conclusión de que había soportado por demasiado tiempo al
cristianismo. Un decreto imperial emanado el año 249 obligó a todo ciudadano del imperio a
sacrificar a los dioses paganos sin que nadie, bajo pena de muerte, pudiera eximirse. La
secuela de destrucción para la comunidad cristiana fue enorme. Fueron años de
sufrimiento, martirio y catacumbas. Algunos años más tarde la persecución recrudeció a tal
punto que todo lo anterior acabó por convertirse en un simple prólogo.
El gran protagonista de este endurecimiento fue Diocleciano, quien reinó entre el 284 y el
305. Bajo su mando el imperio empezó a imitar a la vecina autocracia persa, organizándose
bajo la voluntad de un amo absoluto.
Desde el final de la dinastía de los Antoninos, el aparato del estado había crecido tanto que
se había vuelto ingobernable para un solo hombre. Diocleciano se hizo cargo de la situación
dividiendo el imperio en dos mitades y poniendo a la cabeza de ambas a un Augusto, con
todas las prerrogativas del emperador. Bajo cada uno de ellos situó a un César, con
derecho a sucesión inmediata en caso de muerte del Augusto. Roma se encontró al poco
tiempo gobernada en la práctica por cuatro emperadores y con los problemas de sucesión
(al menos en teoría) resueltos de antemano.
Pero no sólo reformó el aparato imperial. El año 303 puso en marcha una persecución que
pretendía efectivamente borrar la fe cristiana del mundo imperial. El imperio se tiñó de
sangre. Eusebio, el primer historiador de la Iglesia, habla de días en que se contabilizaron
hasta 100 mártires en la Tebea. Y el recuento final debe haber sido de algunos miles.
El año 312 la enmohecida máquina imperial crujió bajo el golpe de timón que iba a doblar
para siempre los destinos de Occidente. El hombre que hizo posible tal viraje fue
Constantino.
El año 306, a la muerte de su padre Constancio Cloro (que pertenecía a la tetrarquía como
César y luego como Augusto) y ya retirado Diocleciano, fue proclamado Augusto por las
legiones. Galerio, Augusto en oriente, lo toleró de mala gana.
Gonzalo Andrés Briones Valdebenito
Instituto de Historia PUCV
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Muy pronto le pareció mezquino el cargo que el imperio le asignaba, obligándolo a compartir
el poder con otros tres emperadores. Incómodo en el articulado sistema concebido por
Diocleciano, buscó nuevas salidas a su ambición. Y el año 312, decidido a promover su
carrera imperial, puso rumbo a Roma batiendo sin discusión a las tropas mercenarias de
Majencio, emperador con quien compartía el mando en occidente, en el Puente Milvio.
Esta batalla pudo haber pasado desapercibida como cualquier otro ajuste de cuentas entre
los grandes de época, similar a los del pasado. Pero había un factor totalmente atípico: el
general vencedor, Constantino, se había declarado cristiano. Su victoria era al mismo
tiempo la victoria de la Cruz.
Constantino era un personaje religioso de acuerdo a la naturaleza de su tiempo.
Simpatizaba con muchas de las religiones que pululaban por el imperio. Su espíritu era de
tendencias sincretistas, el cristianismo en cambio, era la exacta negación de esa aspiración
religiosa. Por otra parte, haber llegado a la cúspide del poder por lo común significaba haber
perdido todo escrúpulo moral en el camino. Y ese era el caso de Constantino. En definitiva,
no tenía el currículum de un cristiano.
¿Por qué entonces hacerse tal? Por una parte, Roma se sabía decrépita, el antiguo
esplendor era sólo un recuerdo, y eso, con mayor o menor claridad, estaba a la vista de
todos. Por otra parte, Constantino había sido testigo de los mártires cristianos. Seguramente
admiró la fortaleza de sus hombres, hasta llegar a la conclusión de que el cristianismo era el
único elemento capaz de hacer correr sangre nueva por las venas abotagadas del imperio.
Constantino se vio pronto sumergido en el proyecto de rejuvenecer el cuerpo imperial por
medio de la fe que antes había perseguido.
Desde entonces los ejércitos imperiales llevaron la cruz como estandarte. Pronto emanó de
su autoridad la orden de devolver los bienes a la Iglesia y de reconstruir los edificios
cristianos arrasados durante la persecución. Y un año más tarde, el 313 vio la luz el Edicto
de Milán proclamando a los cuatro vientos la necesidad de permitir a todos “obedecer el
impulso de su conciencia en las cosas divinas”.
Estos hechos, para los cristianos, se trataban de la obra de Dios y de su enviado, el
decimotercer apóstol.
Un nuevo horizonte se presentó para los cristianos diez años más tarde de la firma conjunta
del Edicto de Milán, cuando en el 324 Constantino entró en conflicto con el emperador de
oriente, Licinio. Para irritar a su rival, Licinio había renovado las persecuciones de cristianos
en sus dominios de oriente. Una vez que Constantino hubo derrotado a su enemigo en
Adrianópolis y unificado en sí todo el poder imperio de oriente y occidente, los cristianos
vieron por delante un panorama glorioso.
El viraje encontraba en la Iglesia dotada de una sólida organización. Habían surgido
obispados esparcidos por todo el imperio, colegios sacerdotales, escuelas catequéticas e
innumerables obras de caridad.
Desde hacía mucho tiempo que la organización eclesial culminaba en el obispo de Roma. El
nuevo realce dado a la fe por Constantino no pudo sino contribuir sustancialmente la
posición del Papa. Comenzó a desarrollarse la doctrina teológica de la primacía romana.
Sin embargo, el imperio era todavía en su mayoría pagano y, al menos en apariencia,
Constantino debió continuar sustentando el culto imperial y manteniendo para sí el título de
Pontífice Máximo.
Gonzalo Andrés Briones Valdebenito
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Aun así, la más incómoda de todas las dificultades provino del entorno familiar. El año 326
le llegó el rumor de una supuesta vinculación entre Crisipo, hijo de su primer matrimonio y la
emperatriz fausta. Poco después el pueblo supo que ambos habían sido ejecutados. Sea
como fuere, lo cierto es que ambos murieron por orden imperial.
Constantino ya era un emperador cristiano y el crimen recayó con todo el peso del
remordimiento sobre su conciencia. Su madre, Elena, fue la primera en hacerle ver a
Constantino la monstruosidad de su crimen y emprendió un viaje a Tierra Santa, con la
probable intención de purgar los pecados de su hijo en el mismo escenario de la vida y
pasión de Cristo. A raíz de este viaje, Elena entregó a la devoción cristiana dos de las
prácticas más populares de los siglos venideros: las peregrinaciones y las reliquias.
Una vez en Jerusalén reunió una comisión de expertos y determinó los sitios donde debían
realizarse excavaciones arqueológicas. Primero apareció el santo sepulcro; luego, el más
codiciado de los tesoros, la cima del monte Calvario.
Los braceros continuaron su trabajo hasta encontrar tres cruces. Para Constantino,
estremecido de emoción, este hallazgo parecía un símbolo de su propio reinado. Pedazos
del tesoro se esparcieron de inmediato por toda la cristiandad. Y junto con la cruz una
multitud de reliquias se desparramó por el mundo cristiano.
Con la cruz el imperio vio surgir por todas partes destellos del nuevo espíritu: el domingo,
día de la resurrección, se convirtió en festivo; las fiestas del año litúrgico, especialmente
Pascua y la Navidad, sustituyeron a las celebraciones tradicionales del paganismo. Se
donaron edificios a la Iglesia y se construyeron basílicas. Se prohibió el suplicio de la cruz.
La manumisión fue con el tiempo convirtiéndose en práctica habitual. Se buscó fortalecer el
matrimonio con leyes contra el adulterio y el concubinato. y aunque -como era de
esperarse- las leyes surtieron escaso efecto, también se dictaron severos castigos contra
proxenetas y raptores de vírgenes.
Constantino quiso también acabar con los espectáculos de circo, culpables de haber
envilecido la conciencia de los romanos durante siglos. Aun así no lo logró; la tradición, que
tan fácilmente se había desvanecido tratándose de virtudes, era casi inexpugnable al
tratarse de vicios.
Sin embargo, a pesar de que el cristianismo estuviese en alza, las pruebas aún no habían
acabado. No iba a ser tan fácil dar al César lo que era del César y a Dios lo que era de
Dios. Un emperador validado por Dios, tácitamente autorizado para intervenir en la vida
interna de la Iglesia, podía llegar a ser más peligroso que un criminal como Nerón o un
obseso como Domiciano. Y no iba a ser preciso mucho tiempo para percibirlo.
Durante la segunda mitad de su reinado se prohibió el oráculo de Delfos, se suprimieron
ciertos cultos orientales, y se destruyeron los libros del polemista anticristiano Porfirio.
Cuarenta años más tarde el fanático emperador Constancio promulgaba pena de muerte
para todos aquellos que probadamente hubieran participado en los sacrificios y honrado a
los ídolos. Sentado a la diestra del poder imperial, el cristianismo había percibido por
primera vez la tentación de la intolerancia. Los límites entre herejía y crimen comenzaban a
hacerse difusos…
Algo más mesurado fue el reinado de Teodosio el Grande, quien desde el 392 reunió en sus
manos el poder imperial de oriente y occidente, y culminó el proceso que había comenzado
Constantino. Con su edicto De Fide Catholica Teodosio proclamó al cristianismo como
religión del Estado. El mismo dictó leyes para destruir templos paganos, prohibiendo su
culto bajo castigo de penas patrimoniales.
Gonzalo Andrés Briones Valdebenito
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Desde la época de Constantino la Iglesia adecuó la transmisión del mensaje a los nuevos
tiempos. El contacto misional directo fue substituido por una estrategia que pasaba por
bautizar a los reyes bárbaros para extenderse piramidalmente a la sociedad que
gobernaban.
La figura de Constantino no estaría completa sin hablar de la obra con la cual puso el último
sello a su reinado: la ciudad de Constantinopla. El emperador tenía buenas razones para
llevar a cabo una empresa de tales proporciones. En primer lugar, estratégicas; el imperio
necesitaba un bastión oriental que permitiera responder de forma fulminante a las
invasiones de los sármatas, godos y persas. A ello se agregaban válidas razones de
carácter económico y comercial. Pero probablemente Constantinopla también respondía a
un plan distinto, que tenía que ver con la política cristiana del emperador. En ella
Constantino buscaba, al menos en parte, edificar un polo de cristianización que pudiera
eludir los obstáculos que la tradición pagana de Roma inevitablemente ponía al cristianismo.
El año 330, seis años después de su consagración, Constantinopla era una ciudad nueva,
que refulgía de oro y mármol, y por la que bullían las muchedumbres congregadas por
iniciativa imperial. Su fundación dio de inmediato una certeza al imperio: la división definitiva
entre oriente y occidente era sólo cuestión de tiempo.
Y así fue. El año 395 el emperador Teodosio dividió definitivamente al imperio. Gracias a
esta división, mientras el la Roma de Occidente caía bajo las invasiones bárbaras, el nuevo
imperio de Oriente, con el nombre de Bizancio, viviría todavía once siglos más, en la que
produciría una cultura rica y fecunda. En ella, el elemento griego, sin la sombra del latino,
acabaría desarrollándose en toda su plenitud.
Ya para el 333, Constantino comenzó a sentirse cansado, viejo y enfermo. Con poco más
de cincuenta años, abdicó. Según se cuenta, durante la ceremonia de bendición un
sacerdote comenzó a predicar las alabanzas al emperador; Constantino hizo un gesto de
cansancio, le ordenó que concluyera y que sólo rezase por el descanso de su alma.
Gonzalo Andrés Briones Valdebenito
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