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Conjeturas sobre una omisión deliberada: una lectura de “El indigno”1 Daniel Attala […] lo contrario del pecado no es la virtud, sino la fe. S. Kierkegaard (161)2 “El indigno” es un cuento oscuro. Acaso sea la razón por la que ha suscitado tan pocos estudios en comparación con otros cuentos de El informe de Brodie. Nadie puede negar que el narrador siente simpatía por Jacobo Fischbein. Pero esa simpatía no condice con la indignidad que le cuelga el título y que unos cuantos trazos furtivos se ensañan en acentuar. Juzgarlo indigno –se supone que de la mano que le ha tendido Francisco Ferrari– es en efecto adoptar el punto de vista del policía que, al recibir la denuncia, lo increpa: “¿Vos venís con esta denuncia porque te creés un buen ciudadano?” (OC 2: 410). Para el agente, Fischbein acomete un acto cívico únicamente en apariencia. Tras la cual sospecha una actitud inicua que arruina toda virtud. Los denunciados son ladrones, es cierto. Pero es verosímil que, a ojos de ese policía, antes que ladrones fueran argentinos, cristianos incluso, víctimas en todo caso de las artimañas de un ruso, es decir de un extranjero y de un judío. La autoridad cumplirá con su deber, aunque no sin injusticia: arrestará a dos ladrones, pero matará a otros dos: con alevosía. Y la insinuación de que Fischbein es indigno de la amistad con la que se lo habría honrado al punto de ser indigno de veras, flotará en el aire hasta el final. Sin que nadie, ni el narrador ni el propio Fischbein, la desmientan nunca de manera fehaciente. Entonces la indignidad se convierte en epíteto, en lapidario adjetivo absoluto, rayano aquí en la ecuación cristiana del judío como tal: en última instancia un traidor, indigno de la gracia que Dios le otorga de enviarle a su Hijo. Porque al lector atento no escapa que, en este cuento, los referidos trazos conspiran en dar a sobreentender el mito de la traición de Judas. Por eso hablaba de oscuridad. Tal vez más apropiado sea decir oscurantismo. 1 El presente texto es una versión ligeramente modificada del artículo del mismo publicado en el nº 44 de Variaciones Borges. 2 La idea proviene de Pablo (Rom 13, 23). Kierkegaard la aplica a los casos, paradigmáticos para él, de Job y de Abraham, caballeros de la fe. 1 Lo inverosímil de esta lectura, provocada sin embargo con maestría, es que incita a endosar al propio autor, dado su parecido con el narrador, una ortodoxia a la que no adhería. ¿Cómo reconocer en ella tantas declaraciones suyas de admiración por lo judío? Sin duda Borges no pudo ceder al policía la última palabra. Creer lo contrario es lo mismo que confundirlo con el católico recalcitrante y antijudío que escribe “Pierre Menard, lector del Quijote”, o con el narrador de claras simpatías nazis de “Guayaquil”, de El informe de Brodie.3 Y sin embargo pocos críticos –de entre los ya pocos que se ocupan con detalle de “El indigno”– han procurado desmentir dicha ortodoxia, rectificar la lectura a que nos inclina el título o explicar por qué Borges la propicia en forma deliberada. Dicho de otro modo: pocos han buscado un orden de razones distinto capaz de explicar el acto de Fischbein. Y ello pese a que el rasgo más característico de este relato –me temo que pasado por alto por la crítica– es la omisión expresa del motivo exacto por el que Fischbein se comportó como lo hizo. Casi todo, y no solamente el título, está dispuesto en “El indigno” para dar a leer el mito cristiano de Judas el traidor. O de una variante suya de recuerdo aterrador: la estigmatización de los conversos. Este asunto ocupa en efecto el primer plano del relato de Jacobo Fischbein. Provinciano, padres extranjeros, judío, fisonomía excepcional y perturbadora, ya que es pelirrojo, muy pronto huérfano de padre o abandonado por él, en todo caso rodeado por mujeres en un mundo dominado por varones más o menos brutales, a los quince años no puede menos que buscar parecerse a esos hombres, hacerse de una identidad como la de ellos. Emigra del Jacobo –que es el nombre de su pueblo (Gn 32, 28)– y llega hasta el extremo de adoptar (como tantos conversos antiguos en realidad) el nombre del patrono de la España católica y antijudía. Y tras rechazar el culto de uno de los espadachines del panteón nacional, encuentra en la turbia y belicosa sociedad que lo hostiga en el barrio popular de Villa Crespo un modelo que imitar y bajo cuyas alas recogerse, un cuchillero que él concibe, quijotescamente, como espejo de virtudes. Al final, cuando haya decidido traicionar la confianza de aquel hombre, su comportamiento –aunque no sus palabras– dará la impresión de acogerse ahora a la ley del Estado. Pero no se explica cómo y por qué motivo la indignidad ha podido engendrar esta revolución. De un modo u otro, ya sea que se identifique con Ferrari o con la ley del país, la lógica que parece regir su conducta es idéntica: alienación, es decir negación de sí y asimilación al 3 Sobre el primero de esos textos, véase Carlos García (Hamburg); sobre el segundo, Daniel Balderston 1996. 2 medio. El propio Fischbein fomenta esta interpretación: “Como todos los jóvenes, yo trataba de ser como los demás. Me había puesto Santiago para escamotear el Jacobo, pero quedaba el Fischbein” (409). Con ello justifica el haberse colocado bajo la tutela de Ferrari. En cuanto a la segunda opción, la de substituir esa tutela por la ley del Estado ante cuyos agentes pone su denuncia contra el mismo Ferrari, el relato de Fischbein deja entrever una razón similar: “Yo me he labrado ahora una posición, tengo esta librería que me gusta y cuyos libros leo, gozo de amistades como la nuestra, tengo mi mujer y mis hijos, me he afiliado al partido socialista, soy un buen argentino y un bueno judío. Soy un hombre considerado” (409). Mi propósito es mostrar que, en lo tocante a los motivos de la delación, unas palabras de Fischbein –que citaré más adelante– sibilinamente invitan a realizar, y por lo tanto exigen, una lectura diferente. Por lo visto, la invitación no ha sido todo lo persuasiva que se necesitaba para que la crítica no cediera a la lectura ortodoxa: la denuncia de Fischbein es una traición y esa traición un acto de obsecuencia dictado, si no por la avidez de vil metal como Judas, por la ambición vergonzante de no ser diferente.4 He venido hablando del relato de Fischbein como si se le pudiera atribuir. Es necesario ser más precisos: el relato no está en boca de Fischbein más que en forma prestada. Bien mirado, sus riendas las rige su amigo y cliente, un narrador que se parece a Borges aunque no se lo pueda identificar con él. Sin duda, el propio autor así lo ha querido, como ha querido que el historiador extranjero y judío Eduardo Zimmermann, personaje de “Guayaquil”, sea conocido gracias al relato de su adversario pro-nazi. El narrador de “El indigno” reproduce, años después de la muerte de Fischbein, lo que un día lejano éste le confió. La naturaleza puramente conjetural y la situación inestable del sentido de este tipo de relato (de fuente oral inasequible), fueron señaladas hace tiempo por la crítica. Toda situación narrativa reposa sobre cierta confianza tácita entre narrador y lector: si se permite suponer que aquél miente, o que por lo menos retoca el original, no sabría éste a qué atenerse y más le valdría o dejar de leer, o abandonar la esperanza de comprender cabalmente lo que se le narra. En “El indigno”, ese pacto se supone en vigor, como lo prueba una observación en apariencia nimia del 4 Leo en un artículo de Fernando Aguirre, que desde el principio toma al pie de la letra la denigración del título: “El indigno de Borges es aún más cínico que Astier porque ha encontrado una justificación a su traición, el acomodarse en un medio social que antes de su delación lo había marcado ya como indigno por su condición de judío y cobarde, y ha hallado hasta la felicidad, la cual para él es la única cosa sin misterio, ‘porque se justifica por sí sola’” ( ). Varios años antes otro crítico, para quien “Fischbein encarna los atributos de Judas”, escribía, en consonancia con la versión policial y contra la evidencia del texto: “Cuando Fischbein denuncia a Ferrari se cree un buen argentino” (Kellerman 666). Para Aizenberg, “El indigno” puede leerse como “una repetición” del mito “de Judas y Jesús, que es, a su vez, una repetición del mito de Caín y Abel. Fischbein traiciona a Ferrari, que es para él un dios” (145). Más recientemente, Swinburn lee el cuento como un panegírico de la traición y ésta como una metáfora de la traición literaria. 3 narrador, a punto de comenzar su cuento: “Cambiaré, como es de prever, algún pormenor” (407). De nimio, sin embargo, acá no hay nada, ya que el lector queda de golpe como desarmado, es decir en la incapacidad de saber cuál es el pormenor cambiado. Es verdad que el sentido etimológico del vocablo le asegura que las alteraciones no afectarán sino a factores menores, accesorios al meollo de la historia. Sin embargo, en seguida sale al paso una objeción que hace tambalear el pacto. Ya que discernir lo importante de lo secundario en una historia, supone haberla entendido. Y precisamente lo difícil en este cuento es saber si el narrador ha comprendido la historia que se le ha contado, si ha penetrado en el motivo auténtico de la denuncia de Fischbein que él se apresta a contar. La duda cabe ya que, estrictamente hablando, ese motivo, como se ha dicho, brilla por su ausencia en el relato. Y aunque será a través de sus palabras (las palabras de Fischbein) que tendremos un atisbo de él, no sabremos nunca si el narrador (que es el que habla en verdad) se las prestó por descuido o a sabiendas de lo que declaraban. ¿Cómo discernir entonces si lo que el narrador alteró del relato original hacía o no a la esencia del asunto, era o no, como él declara, un pormenor? Mejor no recordar tampoco aquellos viejos ensayos donde Borges estatuía el rol de los “detalles circunstanciales”, esos “pormenores lacónicos de larga proyección”, es decir, de importancia decisiva, ya que en el auténtico arte narrativo, esos pormenores profetizan –el término es suyo– el sentido del resto.5 No es extraño pues que, además de anunciar esta manipulación pretendidamente anodina de pormenores, el narrador omitiese hacer explícito el motivo del acto de Fischbein. Declarar tal tipo de motivo, decía Borges en uno de los ensayos aludidos, no era propio del arte sino de la “simulación psicológica” (“El arte narrativo y la magia”, OC 1: 232). “El indigno” también, pues, rehúye la psicología, y se place en profetizar o proyectar, a través de un puñado de pormenores tal vez espurios, significados que como nubes inquietas tienen ya una figura, ya otra, según la pereza o la idiosincrasia del desocupado lector. Ya se dijo que la situación es semejante a la de “Guayaquil”. En este cuento, el narrador trae a colación un hecho análogo que la resume: “la república semítica de Cartago”, escribe, es juzgada por la posteridad “a través de los historiadores romanos, sus enemigos”. Es lo que padece su adversario Zimmermann, y es lo que padecen los mismos judíos, que en la tradición cristiana son juzgados (es la palabra que utiliza el narrador), a través del Nuevo Testamento y de los teólogos cristianos. Y es que, además de la trama explicativa que sugiere Los términos citados figuran en las teorías desarrolladas por Borges en “El arte narrativo y la magia” (1932) y en “La postulación de la realidad” (1931), ambos en Discusión (1932). 5 4 como motivo esencial del acto de Fischbein su deseo de asimilación, existe otra, no menos insidiosa pero igual de eficaz y que trae a colación el estereotipo, de origen cristiano, del judío traidor. El relato de Fischbein, en efecto, exhibe en filigrana una sarta de alusiones a la Pasión que repugna atribuirle. ¿No será ese hilito rojo el famoso pormenor? ¿No será el narrador principal del relato, demasiado literato pero ante todo bien embebido en los mitos cristianos, quien a espaldas y a traición de su librero siembra insidiosamente esas alusiones? Éstas se concentran en dos temas: la Cena (dos reuniones, sendas noches, alrededor de una mesa), y el Calendario. La Cena: en el bar, Ferrari preside la mesa (igual que Jesús); en torno están sentados “unos siete” ladrones (número de aura simbólica, como el mítico doce de los Apóstoles); la primera vez, Ferrari decide sentar al novato a su izquierda (como Juan, el más joven de los apóstoles, está a la izquierda de Jesús en la iconografía),6 mientras que la segunda vez, Fischbein es enviado al extremo opuesto a Ferrari, es decir que ocupa ahora el lugar de Judas (según la misma iconografía). Fischbein es, así, primero el más joven de los apóstoles, luego el traidor. En cuanto al Calendario, se notará que Ferrari elije acometer el asalto un viernes, día de la Pasión, en el que en efecto muere (lo mismo ocurre con Baltazar Spinoza, dicho sea de paso y aunque aquí la razón sea evidente, en “El evangelio según Marcos”, cuento del mismo libro); se notará también que el miércoles previo, el mismo en que Judas ve al Sanedrín, Fischbein se reúne con la policía; y en fin, que la intensidad del relato de Fischbein acerca de los sucesos del viernes proviene en general de su coincidencia con el luctuoso calendario cristiano: “Desde la madrugada del viernes, sentí el alivio de estar en el día definitivo y el remordimiento de no sentir remordimiento alguno. Las horas se me hicieron muy largas. Apenas probé la comida. A las diez de la noche fuimos juntándonos a una cuadra escasa de la tejeduría”, etc. (411). Dos alusiones a otros tantos pasajes evangélicos confirman la existencia de esta trama. La negación de Pedro, única referencia bíblica identificada por la crítica en “El indigno”, es en efecto transparente en esta frase: “En una casa de la calle Junín alguien me preguntó si yo no era amigo de Francisco Ferrari. Le contesté que no” (409). La explicación de la negativa es idéntica a la que sugiere el título, pero difiere de los motivos que la ortodoxia atribuye a Pedro: “sentí que haberle contestado que sí hubiera sido una jactancia”. Por último, el episodio del suicidio de Judas, presente en algunas versiones de su vida (por ejemplo en Mt 27, 3-10), se ve reflejado en esta declaración 6 Evelyn Fishburn (Hidden Pleasures 221) convierte esta “izquierda” en “derecha”, para decir que Amadeo Amaro se sienta “ad dextram Patris”. Acierta, sin duda, en notar aquí una intención simbólica, pero tanto las posiciones respectivas de los personajes como el significado que tienen son, a mi criterio y según se explicará más adelante, diferentes de los que ella conjetura. 5 de Fischbein instantes después de haber entregado a su hombre: “–Ojalá me maten. Es lo mejor que puede pasarme”, habría dicho al policía (411). Tanto el motivo de la asimilación como la imbricación con el mito cristiano de Judas inducen al lector a la lectura estereotípica. El propio Fischbein (en realidad: el relato que el narrador primario le atribuye), la da a entender: “El hecho es que Francisco Ferrari, el osado, el fuerte, sintió amistad por mí, el despreciable. Yo sentí que se había equivocado y que yo no era digno de esa amistad” (409). De aquí proviene el título. Pero no hay que confundirse: esas palabras no reflejan el estado de ánimo de Fischbein en el instante de resolverse a la denuncia sino en el que la precede y la propicia. ¿Cómo saltó de una cosa a la otra, de la sensación de indignidad a la delación? ¿Qué idea o pasión o complejo desencadenó ese vuelco? Sea como sea que el narrador entendiera la historia que le han referido, el caso es que algunas palabras atribuidas por él a Fischbein admiten e incluso exigen la conjetura de un motivo diferente del deseo de asimilarse. Detrás o por debajo de ese deseo, detrás o por debajo, asimismo, del estereotipo cristiano del judío con el que el relato está entretejido, asoma el iceberg de otro motivo, de otra trama, precisamente en una reflexión de Fischbein ante la pregunta, mejor dicho ante la acusación, ya citada, de uno de los agentes: “–¿Vos venís con esta denuncia porque te creés un buen ciudadano?” Fischbein comenta: “Sentí que no me entendería y le contesté […]”, lo que indica que la respuesta no corresponde a la verdad. Él contestó: “–Sí, señor. Soy un buen argentino” (410). Pero la verdadera respuesta, sus palabras lo dicen a gritos, debió ser otra que no conoceremos. Aunque algo sí se conoce: que no lo hizo para cumplir con la ley argentina ni para mejor asimilarse al país. Y algo más: que el verdadero motivo él lo calló porque no podía ser comprendido por el agente de policía. Aquí se descubre el juego que este cuento propone a los lectores. La idea de ese juego la formula Borges en un par de oportunidades en otros textos. Y no conozco en su obra mejor ejemplo de ella que este cuento, donde ofrece al lector la ocasión de ser más perspicaz que el narrador: avizorar una verdad que éste no da muestras de entender y hasta las da, muy sutiles, de haber malentendido si no adulterado. Borges describía este tipo de relato en una de sus reseñas de los años 30; infinidad de comentarios han suscitado estas líneas (retomadas años después en “Examen de la obra de Herbert Quain”): He aquí mi plan: urdir una novela policial del tipo corriente, con un indescifrable asesinato en las primeras páginas, una lenta discusión en las intermedias y una solución en las últimas. Luego, casi en el último renglón, agregar una frase ambigua –por ejemplo: “y todos creyeron que el encuentro de ese hombre y de esa mujer había sido casual”– que indicara o dejara suponer que la solución era falsa. El lector, inquieto, revisaría los capítulos 6 pertinentes y daría con la solución, con la verdadera. El lector de ese libro imaginario sería más perspicaz que el “detective”. (OC 4: 359) En “El indigno”, la frase ambigua es: “Sentí que no me entendería y le contesté”. Ella indica que existe otra trama y que sólo tras descubrirla verá o por lo menos entreverá el lector lo que ocurrió o pudo ocurrir. Esa trama no es declarada de manera directa en ninguna parte del cuento, evidentemente. Por lo que el lector se ve llevado –o debería verse llevado– a releer “los capítulos pertinentes” más bien a contrapelo si es que quiere encontrar la clave: la razón, si se la puede llamar razón, de la denuncia. La conjetura religiosa No creo que fuera sólo la condición de policía de aquel hombre lo que hizo callar a Fischbein el motivo de su acto. Había también la circunstancia de que muy probablemente el hombre no fuera judío. Por cierto, y como ya se dijo, tampoco al cliente y escritor que recibe su confidencia parece haber revelado su auténtico motivo. ¿Tampoco él tenía capacidad para comprender su acción? Acaso el hecho de que lo siga llamando Santiago sea un signo de esa incapacidad, así como de la circunstancia de que tampoco él, según parece, es judío. Quién sabe si la negativa de Fischbein a venderle un ejemplar raro sobre la Cábala no deba entenderse en ese mismo sentido. En cualquier caso, estos y otros detalles sugieren que es en lo judío que hay que poner el foco. Pero no en lo judío según lo que he llamado el estereotipo cristiano, sino en lo judío según el judaísmo. Y es a una segunda lectura, realizada con vistas a rastrear el sentido y la explicación de la actitud de Fischbein, que despunta un probable motivo. Se insinúa un poco más allá de la mitad del cuento: “Lo esencial de la historia que le refiero es mi relación con Ferrari, no los sórdidos hechos”. A nadie se le oculta que esa relación se caracteriza por una admiración rayana en la idolatría. De tres maneras lo declara Fischbein, de intensidad y escándalo creciente. Ferrari es para él un “héroe”. Llega a evocar al calvinista Carlyle como explicación de su necesidad de adoptar uno. Pero ello tal vez lo ha hecho movido por condescendencia hacia su interlocutor, a quien sabemos, si lo identificamos con Borges, gran lector y aun traductor del filósofo escocés (Carlyle 1949). Pero tal vez también lo ha hecho para indicar lo contraria al judaísmo que era esa devoción por los héroes: no solamente Carlyle es un conocido aborrecedor de judíos sino que en la 7 época en que Fischbein debió contar su historia, ya las obras de aquél habían sido asociadas con el nazismo.7 Ni la palabra “héroe” ni la alusión al nazismo terminan sin embargo de circunscribir el meollo del asunto. Una segunda palabra describe la dependencia de Fischbein con respecto a Ferrari: “adicto”, fuerte alienación psíquica que una versión inglesa del cuento, en la que el propio Borges intervino, confirma y acaso profundiza añadiendo una metáfora espacial: “It was there the thing happened that brought me under his spell” (Doctor Brodie’s Report 19; itálicas mías). En fin, es sin embargo, la tercera palabra la que, al entrar en contacto con la esencia del judaísmo, pone en evidencia un drama muy diferente, en el que ya no es la mera psicología del personaje la que está en juego sino lo más íntimo de su identidad: “Ahora veo a Ferrari como un pobre muchacho, iluso y traicionado; para mí, entonces, era un dios” (409; itálicas mías). Dicho esto por una persona que se llama Santiago, no tiene gran importancia. Dicho por Jacobo, la cosa cambia. Francisco Ferrari, endiosado por el judío: es en este escándalo, en esta apostasía que el lector puede y acaso debe pensar si desea entender la reacción que ocupa el clímax del relato. Fischbein no ha querido revelarlo al policía por juzgar que no lo entendería. Tampoco parece haber querido revelarlo con todas las letras a su confidente. Apenas si le insinúa que en su historia hay una incógnita que es necesario despejar (“Sentí que no me entendería y le contesté”). En esta tesitura, y para concluir, su delación no se explica por el mecanismo mimético ni mucho menos por los motivos que la leyenda cristiana atribuye a Judas. Se puede explicar, por el contrario, por el más puro resorte judío: la severísima prohibición de seguir a otra divinidad, la abominación de los ídolos, esencia de la ley mosaica. Jacobo Fischbein denunció a Francisco Ferrari no, como sugiere el título, por sentirse indigno de la amistad de aquel hombre sino de su propio judaísmo, o dicho de otro modo, para salvarse a sí mismo de la idolatría a la que había sucumbido, por fidelidad, pues, a su Dios, y para ser digno del nombre que lo ata a su pueblo (Jacobo). Algo de ello había en lo que el narrador declaraba al comienzo acerca del personaje: “Firme y tranquilo, solía condenar el sionismo, que haría del judío un hombre común, atado, como todos los otros, a una sola tradición y un solo país” (407). Leído de este modo, es ciertamente una versión de Judas lo que este cuento propone, o mejor dicho, una vindicación de Judas, a la postre esencia del judaísmo en su negativa a dar el nombre de Dios a nada ni a nadie que pertenezca a este mundo. Pero en las antípodas de la leyenda negra cristiana, este Judas no obra por apego al dinero sino por fidelidad a Dios, por 7 Sobre la relación de Borges con Carlyle, véase el libro de Sergio Sánchez. 8 rechazo desesperado de su (de nuestra) inveterada predisposición a la idolatría. Cosa que un policía no hubiera comprendido, ni tampoco, repito, tal vez, el narrador, destinatario primitivo del relato. Ya que no podemos juzgar si las palabras que nos insinúan el drama secreto de Fischbein –“para mí, entonces, era un dios”–, fueron transmitidas por el narrador a conciencia o a pesar de su perspectiva gentil.8 Otra conjetura: Roberto Arlt Si el título se toma al pie de la letra, si la indignidad consiste en el sentimiento de no merecer la amistad de un héroe o de un amigo, la explicación de los motivos de su traición debería ser diferente.9 El punto de partida sin embargo tiene que ser el mismo (ya que la siguiente frase no se puede borrar): “Sentí que no me entendería y le contesté”. Concebida la indignidad de este otro modo, ¿qué es lo que el policía no podría entender? Argentino, reconocido y satisfecho plenamente en su identidad, el agente del orden es incapaz de entender hasta qué punto abismal alguien puede sentirse indigno de la amistad de un hombre como Ferrari. Lo que todavía falta aquí –más acusadamente que en la conjetura religiosa–, es el pasaje inverosímil de la indignidad a la traición. Tal vez Borges se propuso únicamente dar 8 La contracara del motivo de la acción de Fischbein es el hecho de que la tejeduría que la banda tenía pensado asaltar pertenecía a un judío (Weidemann). La decisión de delatar a la banda pudo estar motivada entonces no solamente por consideraciones religiosas sino también –y aún acaso solamente– por la fuerza del lazo ancestral que lo unía a la víctima. Pero aun cuando Fischbein hubiera obrado por solidaridad hacia su gente, ¿cuál es la fuente de esa solidaridad sino la alianza del pueblo con su Dios, la misma que estatuye la severa prohibición de adorar ídolos? 9 Evelyn Fishburn (Hidden Pleasures 189-224) es una de las dos o tres excepciones que han criticado en forma explícita el uso que alguna vez se ha hecho del estereotipo cristiano de Judas para entender “El indigno”. Su lectura comienza por invertir el título y considerar que el indigno no es Fischbein sino Ferrari. ¿Indigno de qué? En su opinión, de la “antigua ética” de los orilleros a la que en cambio Fischbein sigue apegado. Al sacrificar su reputación en aras de esa antigua ética, Fischbein habría buscado “perpetuar” el “mito fundacional” del compadrito (una lectura similar podía leerse en otro artículo de la misma autora: “Borges, Cabbala” 404). La proposición implica a mi juicio una contradicción: si Fischbein actúa en compadrito contra el indigno Ferrari, menos digno de la moral del compadrito se muestra él al convertirse en soplón de la policía contra todos los códigos del malevaje. Contra el rechazo de la literatura engagée que se lee en el prefacio de El informe de Brodie, este libro es de cabo a rabo una sibilina destrucción de la “antigua ética” de los orilleros, o como el mismo Borges lo dice, un “antídoto” contra ella (comentario a “Rosendo’s Tale”, The Aleph 282). Algo similar decía Edna Eizenberg (145), sólo que para ella Fischbein no pasaba de ser “un cobarde y un soplón”. En cuanto al título, no hay que olvidar que la versión inglesa, realizada por di Giovanni en colaboración con Borges, es “The Unworthy Friend”, donde la indignidad se refiere al amigo, es decir a Fischbein, no al compadrito (Ferrari). En la versión castellana, nada impide en efecto que lo de indigno se aplique a Ferrari. La idea había sido propuesta en uno de los primeros trabajos que se han escrito sobre El informe de Brodie (Wheelock). Pero lo ingenioso de la inversión no puede ocultar lo forzado que resulta en vista del conjunto del relato. Pero supóngase por un momento que el indigno fuera Ferrari. No haría falta, para explicarlo, hacer de Fischbein un devoto de la religión del compadrito: con su judaísmo sería suficiente. Ferrari sería indigno, como lo sería cualquier otro hombre, del culto debido única y exclusivamente a Dios. 9 a la intuición poética del lector la emoción que produce esta miseria abismal, que él mismo dice haber experimentado desde su niñez y hasta bien entrado en la edad adulta. Se notará que el texto en el que confiesa lo último se publica el mismo año que El informe de Brodie: Throughout my boyhood, I thought that to be loved would have amounted to an injustice. I did not feel I deserved any particular love, and remember my birthdays filled me with shame, because everyone heaped gifts on me when I thought that I had done nothing to deserve them –that I was a kind of fake. After the age of thirty or so, I got over the feeling”. (The Aleph 208-09) Jacobo Fischbein: Todos nos parecemos a la imagen que tienen de nosotros. Yo sentía el desprecio de la gente y yo me despreciaba también. En aquel tiempo, y sobre todo en aquel medio, era importante ser valiente; yo me sabía cobarde. Las mujeres me intimidaban; yo sentía la íntima vergüenza de mi castidad temerosa. No tenía amigos de mi edad. (OC 2: 408-09) Y ya en relación con Ferrari: El hecho es que Francisco Ferrari, el osado, el fuerte, sintió amistad por mí, el despreciable. Yo sentí que se había equivocado y que yo no era digno de esa amistad. Traté de rehuirlo y no me lo permitió. Esta zozobra se agravó por la desaprobación de mi madre, que no se resignaba a mi trato con lo que ella nombraba la morralla y que yo remedaba. (OC 2: 409) Tal vez a Borges le bastaba con dar a presentir esa emoción, sin una explicación que la motivara o la volviera verosímil. Es de ese modo, por lo demás, que se suelen presentar los síntomas de un trauma: inverosímiles. El propio Fischbein, a propósito de Spinoza, sugiere que lo euclidiano de la Ética es un “rigor ilusorio” que disimula una teoría fantástica, acaso una magia. De la indignidad, entonces, se pasa sin transición explicable a la traición. Y sin embargo, Borges sabía que en el arte narrativo, la magia del pasaje de un conflicto a su desenlace pide ser explicada, ser entendida de alguna manera, aunque más no sea a través de la intervención de un pase mágico (contagio, semejanza) o de la intervención de un dios (ex machina). Es lo que Fischbein, una vez más, insinúa al justificar su respuesta al policía: “sentí que no me entendería”. Lo que equivale a reconocer que el paso de la indignidad a la traición es una laguna que él podría colmar si estuviera frente a un interlocutor capaz de comprenderlo. Un pasaje de Roberto Arlt sobre una historia similar podría ayudar a colmar esa laguna de manera diferente a como lo hace la conjetura religiosa. Volvamos una vez más a esta conjetura. 10 La crítica no ha dejado de notar que “El indigno” guarda en efecto notables semejanzas con el último capítulo de El juguete rabioso: “Judas Iscariote”.10 Lo releo y encuentro que el vocablo escogido como título en el cuento de Borges también existe en Arlt, cuando el ingeniero Virtri, víctima del robo frustrado, amonesta al delator con el mismo tono que el policía de “El indigno”: “¿No le da vergüenza tener tan poca dignidad a sus años?” (Arlt 114). También para Vitri la delación implica indignidad. Sin embargo, en ambos casos el indigno parece indigno tan sólo a ojos de un tribunal de cuya existencia está notificado, pero de cuyo rigor se siente a salvo. El ingeniero Vitri proyecta sobre Silvio Astier el estereotipo de Judas: inquiere cuánto se le debe por la denuncia. A lo que Astier reacciona precisamente con indignación, como si no entendiera el reproche pero tampoco la oferta que se le hace. Más sereno (quién sabe si debido a la poderosa fuente de la que brota su desplante, que en Astier tiene algo de religioso pero es imprecisa y caótica), Fischbein ni siquiera se indigna: sabe que el otro no lo va a entender y lo deja estar en sus ideas simulando fríamente concordar con ellas. Ambos, en cualquier caso, se sienten distintos; en esa medida, ambos se sienten también por encima de la condena. Los dos cumplen en sus actos con lo que se diría una ley más alta, quizás divina, y para la cual, en cierto modo, la indignidad en cuestión, o bien ya no existe (sería el caso de Fischbein), o bien se vuelve sublime por alguna razón oscura que el propio Astier no alcanza a descifrar. En éste bulle y brega y puja por salir a luz cierta fuerza que como en tantos héroes dostoievskianos, ya no puede someterse al yugo de la necesidad cotidiana, mientras que en Fischbein, aunque el texto guarde silencio sobre ello, estaría operando el Dios celoso del Éxodo, esa rigurosa abstención de ídolos que es condición del Auxilio. Todo ello, repetimos, según la primera conjetura o conjetura religiosa. Pero Arlt, maestro de la sospecha, deja abierta una posibilidad menos divina y más humana, que no he visto que la crítica estudiara ni siquiera registrara. Se la entrevé en un pasaje en el que Astier parece sospechar que el Rengo, al invitarlo con tanta liberalidad a tomar parte del botín, en 10 Ricardo Piglia había observado la filiación de ambos textos en su novela Respiración artificial (1980). Fernando Sorrentino los puso en paralelo en un artículo publicado en varias oportunidades. La alusión a Roberto Arlt es bastante explícita en “El indigno”: el agente que en la comisaría recibe a Fischbein era “un tal Eald o Alt”. Borges conocía desde antiguo el capítulo de Arlt. Un fragmento (y no el texto completo como parece suponer Sorrentino), había aparecido en el número 8 de la revista Proa, de marzo de 1925, dirigida precisamente por Borges junto a Ricardo Güiraldes. El fragmento llevaba por título “El Rengo”; la novela de la que se anunciaba que iba a formar parte se llamaba entonces La vida puerca. El texto, respecto del cual la versión definitiva en El juguete rabioso presenta numerosas variantes, no incluía el episodio de la traición. En 1945 Borges vuelve a editarlo en una antología sobre compadritos. Curiosamente, el fragmento –ya que tampoco aquí se trata del capítulo completo–, conserva el viejo título de Proa, no obstante el uso que hace ahora el editor de la versión definitiva, en la que se titula “Judas Iscariote” (Borges y Bullrich 85-88). Tampoco aquí el fragmento comprende nada relativo al robo ni a la traición de Astier. 11 realidad le está tendiendo una trampa. Al fervor con que Astier pide precisiones sobre el plan no le falta ironía. E incluso traiciona en él cierta incredulidad. La propuesta del Rengo es demasiado generosa para ser verídica, habituado como está Silvio Astier a un mundo en el que la generosidad, si existe, rara vez o nunca lo ha gratificado a él. ¿Es posible que le caiga del cielo semejante regalo? Entonces, como en un fogonazo, comenta: “Me incorporé bruscamente en la silla, fingiendo estar poseído por el entusiasmo” (104). No volverá sobre ese instante, pero la frase basta para indicar que algo ha sucedido en él que obliga al lector por lo menos a no descartar que toda la conducta posterior sea una simple farsa. ¿Y por qué habría de fingir ese entusiasmo si no es porque ha entrevisto que la oferta del Rengo puede que no obedezca a altruismo? Es su indignidad, su sentimiento de no merecer favores de nadie, lo que lo vuelve susceptible hasta el punto de no poder comprender un acto generoso y proclive a tomarlo, muy al contrario, como indicio de injuria o de algo todavía peor: de una trampa. Aplicar a su acto el concepto de traición y el estigma de “Judas Iscariote”, como hace el título del capítulo de El juguete rabioso, podría ser abuso e incomprensión, el mismo abuso y la misma incomprensión que vicia todo el mito de Judas y quién sabe si todo el relato de “El indigno”. Convencido de ser indigno de la amistad y la confianza que le otorga Ferrari, Jacobo Fischbein lo denuncia porque presiente motivos turbios que le hacen presumir el escarnio o presagiar la trampa. Antes de narrar el plan de robo y su traición, Fischbein cuenta que intentó desembarazarse de Ferrari, y que fue la insistencia del matón (una insistencia cuyas razones tampoco se aclaran) lo que le impidió alejarse de la banda: “Traté de rehuirlo y no me lo permitió”. Excusado de antemano por la certeza de su indignidad (extranjero, judío, humillado, él y también las mujeres de su casa y todos los de su pueblo), la denuncia que está a punto de efectuar no le produce, la mañana del “día definitivo”, el menor remordimiento. Más tarde parecería que sí, aunque con los años incluso ese remordimiento tardío se difuminaría; pero no en el momento. Porque también en este caso (como bajo la conjetura religiosa) la traición desaparece o se reduce a nada. El acto tendría el fin de apartarse de una mala influencia, quizá inclusive de prevenir y hasta de vengar por anticipado el escarnio o la injusticia que se prepara contra él. Y por supuesto, en este caso tampoco el policía hubiera entendido sus razones o por lo menos creído en ellas. En cuanto al narrador, en cambio, un indicio sugiere que Fischbein alienta cierta fe en su capacidad de comprensión. Es una frase de relativa connivencia con su interlocutor que Fischbein dice al pasar pero de cuyo contenido preciso (igual que el de la frase “sentí que no me entendería”) el lector nunca será informado: “Confieso que tardé en comprender lo que 12 usted ya habrá comprendido”. Note el lector que el “habrá” no excluye la duda; Fischbein supone que el otro captó la verdad, pero no está seguro; así lo confirma la traducción inglesa supervisada por Borges: “I have to admit it took me some time to figure out what you’ve probably guessed already” (Doctor Brodie’s Report 25; itálicas mías). ¿Qué es lo que tardó en comprender pero al final comprendió? Probablemente que, en el convite a participar en el robo había, como se dice, gato encerrado. Y que pudo ser tal peligro –exacerbado o incluso inventado por su suspicacia de indigno– lo que lo empujó a la delación. Pero Fischbein no está seguro de que el narrador haya entendido de qué habla y por las dudas –porque tampoco sabe cómo tomaría el otro estos hechos– se abstiene de ser más explícito. Incluso bromea acusándolo de antemano de interesarse en el lado espectacular de la anécdota, a la que sin duda, él lo preveía, surtiría de puñales como a tantos otros cuentos suyos. Y es que Fischbein se lo confió en una época antigua, en la que había cafés, no bares; zaguanes, patios y parras, no pasillos y ascensores. Entonces era fama que el narrador (lo identifiquemos o no con Borges: la lectura se aplica en cualquier caso), también idolatraba a cuchilleros y se extasiaba incluso ante sus diversas maneras de escupir. Fischbein no podía saber que un día este escritor sería capaz, no sólo de prescindir de puñales sino de contar, so capa de un cuento de gánsteres, la historia íntima de una conversión, o por lo menos de un acto desesperado. Digamos Kierkegaard o Roberto Arlt. Nota sobre Eliseo Amaro Es el más viejo de la banda y su nombre de pila tiene origen judío. El suyo es además el único nombre (sin excluir tal vez el de Francisco Ferrari) cuya memoria Fischbein dice haber conservado. Ferrari era para Fischbein el ídolo y el dios, el becerro de oro, objeto de un culto sordo. Pero el verdadero doble de Fischbein es Eliseo Amaro, a quien no sólo honra con su recuerdo sino también tratándolo de “don”, respeto que los años no han borrado como han borrado, junto con su nombre tal vez, el que supo sentir por “el pobre muchacho” que en el fondo era Ferrari. Una cicatriz le “cruzaba” el rostro, sugerencia de un pasado violento que al no indicar si fue por héroe o por traidor que la obtuvo (y en Borges, como indica Daniel Balderston, las cicatrices suelen marcar lo segundo), pone al lector en situación de presentir 13 el peso ambiguo que gravita sobre ese hombre misterioso.11 La condena que le cupo a don Eliseo y la “vieja deuda” que lo ata a la policía son otros tantos indicios de que la historia en cuestión es tortuosa y no muy limpia. Es más: Eliseo, si no es oriundo de, por lo menos ha hecho tratos, de manera algo simbólica, con el Oriente, como sucede a menudo en Borges con los personas u objetos saturados de sentido: el hombre había formado parte, según un policía, de “la barra del Oriental”. Y aunque en este contexto el gentilicio significa simplemente Uruguay, en un relato sembrado de alusiones a las aventuras de Jesús y sus Apóstoles, la Palestina no ha de quedar muy lejos.12 Pero sobre este punto hay otros datos interesantes. El nombre Eliseo significa, según los diccionarios, “Dios es mi salvación” (Eli es el nombre que invoca Jesús al expirar, según el comienzo del Salmo 22). Y dos Eliseo de importancia suelen registrar esos mismos diccionarios en relación con la historia del judaísmo. El profeta, sucesor de Elías, y Eliseo ben Abuya, contemporáneo de los primeros cristianos y que, por haber hecho apostasía de la tradición rabínica, recibe en el Talmud el apelativo despectivo o eufemístico de “el otro” (dabar aḥer o Acher; la escritura de su nombre y del apodo cambia según los autores y las lenguas). Hombre de acción, Eliseo ben Abuya habría militado en la rebelión de Simón bar Kojba contra Roma (palabra de la que el “Amaro” de nuestro Eliseo es anagrama). Su apostasía no sólo habría consistido en abrazar la doctrina de alguna de las sectas que pululaban en los siglos I y II (entre las que podría encontrarse el cristianismo), sino también en haber predicado el abandono del estudio de la Torá. También de él cuenta la Hagadá que fue uno de los cuatro agraciados que tuvieron ocasión de visitar el Paraíso. Y que a raíz de lo que vio, extrajo la doctrina heterodoxa que los cabalistas le suelen atribuir: el reconocimiento de un demiurgo además de Dios, o lisa y llanamente, de dos poderes supremos.13 El relato de Aunque Balderston en “La marca del cuchillo” no se ocupa de “El indigno”, sus consideraciones sobre la “cicatriz facial” en el referido ensayo se pueden aplicar a la de este cuento. 12 Balderston (“Gauchos y gaúchos”) ha estudiado el rol de la frontera brasilero-uruguaya en algunos relatos de Borges. En un trabajo en curso intento mostrar que sus consideraciones deben ampliarse hasta abarcar ciertos usos del Uruguay y del Brasil en general, representantes no pocas veces de un complejo exótico-mágicooriental, este último tópico en el sentido de lo miliunanochesco. 13 Ambas descripciones de su doctrina provienen respectivamente de dos fugaces pasajes de sendos libros probablemente comprados por el narrador de “El indigno” en la libraría de Fischbein. Tras mencionar la Kabbala Denudata de Rosenroth, dice en efecto este narrador haber comprado allí “algunos libros de Ginsburg y de Waite”, que en la traducción inglesa del cuento se convierten en “books on the Kabbalah”, presumiblemente The Doctrine and Literature of The Kablah de Waite (donde Eliseo ben Abuya es mencionado como “the Talmudic R. Acher”, 76) y The Kabbalah. Its Doctrines, Developement, and Literature de Ginsburg (donde el rabino es mencionado como “Elisha b. Aboja, also called Acher”, 109). He consultado, sobre Eliseo ben Abuya, la Encyclopedia Britannica de 1911 (“Elisha ben Abuyah”, IX: 281). El largo artículo de The Jewish Encyclopedia de 1901 sobre el mismo tema (5: 138-39), añade otra posible traición de Eliseo ben Abuya: una denuncia contra los fariseos ante las autoridades romanas. La Chambers’ Encyclopædia (1888) y el 11 14 Borges no permite saber si Eliseo Amaro era judío. Algunos de los rasgos mencionados sugieren que no sólo de nombre lo era. En la primera reunión de la banda, a Fischbein se le asigna el lugar que de ordinario ocupaba Eliseo, a la izquierda de Ferrari, como si uno no fuera sino el doble, el sustituto, el proyecto o el reflejo anticipado o invertido del otro. ¿Pensó Borges en Eliseo ben Abuya al bautizar al compañero de Ferrari? La condena, la vieja deuda con la policía, su legendaria participación en “la barra del Oriental”, la determinación con la que participa en la vida del hampa (su comentario al final del cuento acerca de los flojos que nunca faltan, alusión, quizá, a los flojos que rodeaban a Jesús cuando llegó la hora aciaga de velar), hablan en todo caso, con ambigua elocuencia, de su trato con el coraje aunque también con la infamia, acaso incluso con la indignidad. No tanto en términos absolutos cuanto con respecto a sus probables raíces judías, las mismas de las que Fischbein querrá hacerse digno cuando decida cortar su apostasía por lo sano acudiendo a la policía. Acabo de recordar la leyenda talmúdica que hace de Eliseo uno de los cuatro que visitaron el paraíso. Sea lo que sea lo que ello quiere decir, lo cierto es que el santo del apellido de Eliseo, san Amaro, nos conduce a una historia semejante a la del otro. San Amaro era una especie de Ulises popular del Medioevo, proveniente de “Asia” (es decir, de Oriente) y afamado por haberse hecho a la vela y, tras un accidentado y fantástico periplo, haber entrevisto el paraíso terrenal (Vega). ¿Es una casualidad esta conjunción de los nombres de dos legendarios visitadores del más allá? En ese caso, ha de ser asimismo casualidad esta tercera alusión a lo mismo: la homofonía que “Eliseo”, nombre de origen judío, tiene con la designación de los famosos Campos14. Diccionario enciclopédico hispano-americano (1887) mencionan a Eliseo el profeta pero nada dicen del otro. Borges pudo así mismo tener noticia de una novela de bastante difusión en las décadas del 40 y del 50, escrita por el rabino y pensador norteamericano Milton Steinberg (1903-1950) y que tiene a Eliseo ben Aubya como protagonista: As a drive leaf. De 1939, es traducida al castellano por la prolífica Aida Aisenson y publicada en Buenos Aires por editorial Israel en 1952 bajo el título Como una hoja al viento. Fue comentada y referida en numerosos medios hasta los años 60, sobre todo en el contexto de lo que en la época se anunciaba como la cuestión judía. Entre las publicaciones que mencionan la novela de Steinberg figuran algunas en las que el propio Borges intervenía. Sería raro que esa novela le haya pasado desapercibida. No he encontrado, sin embargo, referencias a ella en su obra. Sea como sea, Borges debió leer por lo menos una vez una versión de la leyenda talmúdica de esta visita de Eliseo ben Abuya al Paraíso: ella es mencionada en el capítulo 10 de El Golen de Meyrink. El nombre del personaje en cuestión no se menciona, es cierto, pero no debe olvidarse que se trata de un nombre que la tradición considera conveniente omitir. 14 No se debe ceder a la perplejidad que lógicamente produce esta clase de especulaciones onomásticas. Aunque de difícil verificación, el juego con los nombres suele llegar muy lejos en Borges. Un ejemplo lo mostrará con claridad. También involucra la Biblia y El informe de Brodie. El protagonista de “El evangelio según Marcos”, Baltasar Espinoza, hombre con fuerte pulsión de muerte por decir así, tiene un primo llamado Daniel. Ya en El paraíso de los creyentes, guion cinematográfico de Borges y Bioy Casares publicado en 1955, había un personaje en quien se conjugaban esos nombres, Daniel Espinoza, con una tendencia suicida más pronunciada aún que la de su homónimo, además. Lo cierto es que en un libro de la Biblia, Daniel y Baltasar son nombres de una y la misma persona, un joven de la élite judía deportada a Babilonia llamado como tal con 15 Más difícil que descubrir estas filiaciones y correspondencias es, sin embargo, precisar la función. Quizá pueda ayudar en la elucidación la mencionada cicatriz. Que no historia su rostro como la de Richard Burton, ni se lo rubrica como la del “infame” Ketsuké no Suké, ni se lo atraviesa como al rostro a la vez de judío, de negro y de indio de Azevedo Bandeira, sino que, como al del traidor John Vincent Moon de “La forma de la espada”, se lo cruza.15 Algo en la historia de ese tajo tiene que haber habido –es lo que en semejante contexto sugiere la palabra cruzar, que se conserva en la referida versión inglesa (crossed)– que justifique esta alusión a la Pasión de Cristo y sus estigmas, al cristianismo y sus violencias, al judaísmo y sus desgarros (y aún a la circuncisión, de la que también el tajo podría ser símbolo). Es por demás extraño que en otro cuento en el que también se narra la caída de un “ídolo” ante la consideración del narrador, “La otra muerte”, aparezca otro oriental con nombre parecido y semejante cercanía con el más allá: Juan Francisco Amaro, el primero en acusar síntomas de la intervención directa de Dios con el objetivo de trocar el pasado cobarde de Pedro Damián por otro de valiente. La historia de Eliseo Amaro queda sin contar. Pero el misterio ambiguo de sus rasgos, su verosímil infamia, la insinuación de un tráfico con el otro mundo, hacen de él una especie de doble o de otro invertido de Jacobo Fischbein, el espejo en cuyo fondo éste debió entrever el destino que lo acechaba, hacia el que se dirigía pero que él rechazó aún a riesgo de perder, no solamente el buen nombre sino también la vida y la identidad. Lo mismo ocurre, al fin y al cabo, en el cuento que sigue a “El indigno” en El informe de Brodie, “Historia de Rosendo Juárez”, en el que el Pegador se descubre en el espejo que le muestra el pueril, el desaforado Francisco Real, el Corralero, y siente más o menos lo mismo que días atrás en unas riñas de gallo: “asco” (de sí mismo, se entiende). Prefiere entonces mil veces pasar por un cobarde a el primero de aquellos nombres y como allegado a la corte de Nabucodonosor, a efectos de asimilación, con el alias babilónico de Baltasar (a quien no hay que confundir con el Baltasar que el mismo libro bíblico designa como hijo y sucesor de Nabucodonosor): “Entre ellos se encontraban Daniel, Ananías, Misael y Azarías, que eran judíos. / El jefe de los eunucos les puso nombres nuevos: Daniel se llamaría Beltšassar, Ananías Šadrak, Misael Mešak y Azarías Abed Nego” (Dn 1, 6-7). Se notará por fin, puesto que en “El evangelio según Marcos” Baltasar Spinoza, primo de Daniel, muere en la cruz, que tanto Daniel como Baltasar son nombres teofóricos: el primero contiene el del dios El (Eloha, de donde el plural Elohim), el segundo, el de Bel o Bal, como se hace explícito en Dn 4, 5. Es en este mismo cuento que ocurre la famosa frase: “los hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se hace crucificar en el Gólgota” (OC 4: 448). Por fin, nótese que, como diremos en seguida, uno de los dos personajes esenciales de El paraíso de los creyentes se llama Eliseo (Eliseo Kubin). 15 La cicatriz de Burton está en “Los traductores de las 1001 Noches” (Historia de la eternidad, OC 1: 397); la de Kotsuké, en “El incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suké” (Historia universal de la infamia, OC 1: 321); la del terrible Bandeira, en “El muerto” (El Aleph, OC 1: 454). En lo que atañe a la cicatriz de John Vincen Moon en “La forma de la espada” (Ficciones, OC 1: 494), la cicatriz no sólo es una rúbrica (como se dice al final del cuento y subraya Balderston en “La marca del cuchillo”) sino también, y ello desde la primera frase, una cruz. 16 empuñar otra vez el cuchillo, más o menos como Jacobo Fischbein prefiere pasar por un Judas, y aún tal vez necesite pasar por un Judas, a terminar no tanto como Ferrari sino como “don Eliseo”, y, en fin, para ser digno del nombre –Jacobo, Israel– que ha decidido asumir y del que el otro (como se llama, insisto, a Eliseo ben Abuya en el Talmud) probablemente había abjurado. Aunque queda fuera de los propósitos de este trabajo mostrarlo en su detalle, las preguntas suscitadas por Eliseo Amaro ganan en pertinencia al considerar las complejidades de Eliseo Kubin, personaje central del guion cinematográfico de 1955 El paraíso de los creyentes escrito por Borges y Bioy Casares. Ya en una nota de este trabajo hemos aludido al suicida, aunque también asesino, Daniel Espinoza. Se notará así mismo que Eliseo Kubin aparece al principio como el tesorero de la banda de Morgan. La asociación con Judas que esta función sugiere se confirma cuando Kubin traiciona a Anselmi, denunciando a los periódicos (como Jacobo Fischbein a la policía), un crimen que él mismo va a cometer: el asesinato de Abdulmálik. Más tarde, Eliseo Kubin traiciona igualmente a Roverano, muerto por Kubin en lugar de Anselmi. Ambos crímenes tienen algo de justicia; tanto Abdulmálik como Roverano son a su vez traidores. Al final, Eliseo Kubin revela ser, no el tesorero, sino el verdadero jefe, suerte de Dios que hace justicia entre las criaturas. Es indudable que un hilo invisible une, si no el destino de ambos Eliseos, por lo menos ese nombre con la trama de traiciones y de referencias a la tradición judeo-cristiana que se puede leer en las dos historias. El final o las Escrituras Eliseo Amaro es muerto premeditada y alevosamente junto con Francisco Ferrari por la policía. En cobro, en el caso de Amaro, de una vieja deuda cuya naturaleza no se declara. Los verdaderos Judas, los que matan a dos hombres desarmados en el momento del robo, son, en el cuento de Borges, los arteros policías. Y al final llega lo que siempre llega al final, la escritura, o mejor dicho las Escrituras: “los diarios”, “por supuesto”, que “convirtieron [a Ferrari] en el héroe que acaso nunca fue y que yo había soñado”. Es casi la definición de los Evangelios según la perspectiva judía. Borges vuelve a jugar, y en cierto modo en todo el cuento, con los viejos trucos de Historia universal de la infamia: los diarios son los Evangelios (de los que Fischbein sabe que dicen “mentiras”); Ferrari, el héroe “que acaso nunca fue” tal, viene a ser como Jesús, que acaso tampoco nunca fue el Enviado, es decir, ese 17 Enviado o ese Héroe que “yo” (sugiere Jacobo Fischbein), como todo judío, había “soñado”, es decir mesiánicamente esperado.16 16 La traducción inglesa a la que me he referido en varias ocasiones empobrece el original haciendo de este “soñado” una mera ilusión visual en la que ya no existe la espera escatológica que alienta en soñar: “As was to be expected, the newspapers made the hero of him he had never been except maybe in my eyes” (Doctor Brodie’s Report 28; itálicas mías). 18 OBRAS CITADAS Aguirre, Fernando. “Respiración artificial, el camino borgiano del traidor y del héroe”. Dissidences. 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