Lucas 5,1-11 (5 Domingo T.O.-C)
Una vez que la gente se agolpaba en torno a él para oír la palabra de
Dios, estando él de pie junto al lago de Genesaret, vio dos barcas que estaban en la orilla; los pescadores, que
habían desembarcado, estaban lavando las redes. Subiendo a una de las barcas, que era la de Simón, le pidió
que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la
gente. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: «Rema mar adentro, y
echad vuestras redes para la pesca». Respondió Simón y dijo: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no
hemos recogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes». Y, puestos a la obra, hicieron una redada tan grande de peces
que las redes comenzaban a reventarse. Entonces hicieron señas a los compañeros, que estaban en la otra barca,
para que vinieran a echarles una mano. Vinieron y llenaron las dos barcas,
hasta el punto de que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús diciendo: «Señor,
apártate de mí, que soy un hombre pecador». Y es que el estupor se había apoderado de él y de los que estaban con él,
por la redada de peces que habían recogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran
compañeros de Simón. Y Jesús dijo a Simón: «No temas; desde ahora serás
pescador de hombres». Entonces sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo
siguieron.
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Jose Antonio Pagola
Se dice a menudo que ha desaparecido la conciencia de
pecado. No es del todo cierto. Lo que sucede es que la crisis de fe ha traído
consigo una manera diferente, no siempre más sana, de enfrentarse a la propia
culpabilidad. De hecho, al prescindir de Dios, no pocos viven la culpa de modo
más confuso y solitario.
Algunos han quedado estancados en la forma más primitiva y
arcaica de vivir el pecado. Se sienten «manchados» por su maldad. Indignos de
convivir junto a sus seres queridos. No conocen la experiencia de un Dios
perdonador, pero tampoco han encontrado otro camino para liberarse de su
malestar interior.
Otros siguen viviendo el pecado como «transgresión». Es
cierto que han borrado de su conciencia algunos «mandamientos», pero lo que no
ha desaparecido en su interior es la imagen de un Dios legislador ante el que
no saben cómo situarse. Sienten la culpa como una transgresión con la que no es
fácil convivir.
Bastantes viven el pecado como «autoacusación». Al diluirse
su fe en Dios, la culpa se va convirtiendo en una «acusación sin acusador»
(Paul Ricoeur). No hace falta que nadie los condene. Ellos mismos lo hacen.
Pero ¿cómo liberarse de esta autocondena?, ¿basta olvidar el pasado y tratar de
eliminar la propia responsabilidad?
Se ha intentado también reducir el pecado a una «vivencia
psicológica» más. Un bloqueo de la persona. El pecador sería una especie de
«enfermo», víctima de su propia debilidad. Se ha llegado incluso a hablar de
una «moral sin pecado». Pero ¿es posible vivir una vida moral sin vivenciar la
culpabilidad?
Para el creyente, el pecado es una realidad. Inútil
encubrirlo. Aunque se sabe muy condicionado en su libertad, el cristiano se
siente responsable de su vida ante sí mismo y ante Dios. Por eso confiesa su
pecado y lo reconoce como una «ofensa contra Dios». Pero contra un Dios que
solo busca la felicidad del ser humano. Nunca hemos de olvidar que el pecado
ofende a Dios en cuanto que nos daña a nosotros mismos, seres infinitamente
queridos por él.
Sobrecogido por la presencia de Jesús, Pedro reacciona
reconociendo su pecado: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador». Pero Jesús
no se aparta de él, sino que le confía una nueva misión: «No temas; desde ahora
serás pescador de hombres». Reconocer el pecado e invocar el perdón es, para el
creyente, la forma sana de renovarse y crecer como persona.
O bien:
"LA FUERZA DEL EVANGELIO"
José Antonio Pagola
El episodio
de una pesca sorprendente e inesperada en el lago de Galilea ha sido redactado
por el evangelista Lucas para infundir aliento a la Iglesia cuando experimenta
que todos sus esfuerzos por comunicar su mensaje fracasan. Lo que se nos dice
es muy claro: hemos de poner nuestra esperanza en la fuerza y el atractivo del
Evangelio.
El relato
comienza con una escena insólita. Jesús está de pie a orillas del lago, y "la
gente se va agolpando a su alrededor para oír la Palabra de Dios". No
vienen movidos por la curiosidad. No se acercan para ver prodigios. Solo
quieren escuchar de Jesús la Palabra de Dios.
No es sábado.
No están congregados en la cercana sinagoga de Cafarnaún para oír las lecturas
que se leen al pueblo a lo largo del año. No han subido a Jerusalén a escuchar
a los sacerdotes del Templo. Lo que les atrae tanto es el Evangelio del Profeta
Jesús, rechazado por los vecinos de Nazaret.
También la
escena de la pesca es insólita. Cuando de noche, en el tiempo más favorable
para pescar, Pedro y sus compañeros trabajan por su cuenta, no obtienen
resultado alguno. Cuando, ya de día, echan las redes confiando solo en la
Palabra de Jesús que orienta su trabajo, se produce una pesca abundante, en
contra de todas sus expectativas.
En el
trasfondo de los datos que hacen cada vez más patente la crisis del
cristianismo entre nosotros, hay un hecho innegable: la Iglesia está perdiendo
de modo imparable el poder de atracción y la credibilidad que tenía hace solo
unos años.
Los
cristianos venimos experimentando que nuestra capacidad para transmitir la fe a
las nuevas generaciones es cada vez menor. No han faltado esfuerzos e
iniciativas. Pero, al parecer, no se trata solo ni primordialmente de inventar
nuevas estrategias.
Ha llegado el
momento de recordar que en el Evangelio de Jesús hay una fuerza de atracción
que no hay en nosotros. Esta es la pregunta más decisiva: ¿Seguimos
"haciendo cosas" desde un Iglesia que va perdiendo atractivo y
credibilidad, o ponemos todas nuestras energías en recuperar el Evangelio como
la única fuerza capaz de engendrar fe en los hombres y mujeres de hoy?
¿No hemos de
poner el Evangelio en el primer plano de todo?. Lo más importante en estos
momentos críticos no son las doctrinas elaboradas a lo largo de los siglos,
sino la vida y la persona de Jesús. Lo decisivo no es que la gente venga a
tomar parte en nuestras cosas sino que puedan entrar en contacto con él. La fe
cristiana solo se despierta cuando las personas descubren el fuego de Jesús.