Es habitual abordar el problema del narcotráfico aceptando la naturaleza perversa que representa este fenómeno. El narcotráfico remite al crimen organizado y a la violencia que se han instalado en nuestras sociedades. Uruguay de ninguna manera es una excepción.

En tiempos de campaña política, cuando el fenómeno ha adquirido altos niveles de notoriedad pública, tal como lo reflejan las encuestas de opinión, las estrategias para combatirlo se convierten en una bandera significativa para disputar la voluntad de los ciudadanos.

El gobierno de Lacalle Pou convirtió la estrategia de la mano dura en uno de sus principales argumentos para descalificar la gestión del Frente Amplio en esta materia. Ya muy cerca de terminar el gobierno, el fenómeno del narcotráfico y la expansión de la violencia le han reportado inmensos dolores de cabeza al país y, por supuesto, al gobierno.

El fenómeno se despliega a través de múltiples dimensiones, dentro de las cuales sobresalen los elevados índices de homicidios que han llevado a los más altos funcionarios del gobierno a admitir su fracaso en esta materia.

Dentro del espíritu de la ley de urgente consideración, prevaleció la tesis de fortalecer el accionar represivo y promover el endurecimiento de las penas. No se han logrado los resultados esperados. Por el contrario, los problemas se han complicado.

Las cárceles están abarrotadas como nunca antes. Los presos, en su gran mayoría, son jóvenes, de extracción muy humilde, con muy bajos niveles de educación, adictos a más de una droga en su gran mayoría y con una impresionante prevalencia de altas tasas de reincidencia.

La lucha contra el narcotráfico, tal como se la planteó esta administración, ha sido una batalla contra los pobres. Quienes son claros partícipes y llenan las cárceles son en su gran mayoría pobres. También son pobres los pequeños delincuentes adictos que roban y arrebatan para financiar sus vicios, son pobres las mujeres condenadas con penas de hasta cuatro años por ingresar sustancias prohibidas para sus compañeros encarcelados; son en su gran mayoría pobres quienes integran las bandas que promueven las disputas territoriales por ejercer el control de espacios para comercializar la pasta base. Pero esa es sólo una arista de un problema muy complejo.

Hay otra dimensión que ocasionalmente sale a la luz pública y que pone de manifiesto otras características de este fenómeno. Desde los comienzos coloniales de nuestra tierra y aún antes de ser una república, el puerto ha desempeñado un papel fundamental en el desarrollo. Y el puerto en tiempos de narcotráfico adquiere una importancia estratégica para la otra vertiente del fenómeno al que hacemos referencia. Porque la violencia doméstica, las adicciones, la violencia comunitaria, los robos y arrebatos y una porción importante de los homicidios remiten al fenómeno del microtráfico, o narcomenudeo. Pero el gran negocio fluye por otro andarivel, que por supuesto tiene vasos comunicantes con el tráfico local. Y periódicamente se toma conciencia de que ello es así porque los cargamentos de cocaína que salen del puerto de Montevideo son descubiertos en puertos europeos.

Ahora, cuando esta administración está llegando a su término, se han comprado tres nuevos escáneres para intentar controlar los más de 3.000 contenedores diarios que en promedio salen del puerto de Montevideo hacia el mundo. El control que se realiza en la actualidad es irrisorio.

La lucha contra el narcotráfico, tal como se la planteó esta administración, ha sido una batalla contra los pobres. Quienes son claros partícipes y llenan las cárceles son en su gran mayoría pobres.

También rechina y muy fuerte que la misma compañía internacional que administra el puerto de Montevideo, a la cual este gobierno le adjudicó esa labor por los próximos 50 años, sea la titular que opera el puerto de Amberes. La fatalidad ha querido poner en evidencia que grandes cargamentos de cocaína preparados en contenedores en Uruguay fueron descubiertos en los principales puertos europeos, entre ellos, Amberes. Obviamente, sólo se descubre una parte ínfima del gran negocio de la macroexportación.

A veces, cuando se verifican episodios trascendentes, se toma nota de que el negocio del tráfico internacional, a diferencia de lo que acontecía en la época heroica de los barones de la coca ligados a los cárteles colombianos de Medellín y Cali, fue reemplazado después de la intensa persecución promovida por el Plan Colombia por estructuras empresariales que operan con una lógica de especialización mucho más próxima a la de las empresas modernas. Y lo hacen con negocios legales e ilegales, abarcando una gran multiplicidad de sectores, de los cuales el espectáculo masivo, los bienes raíces y las actividades financieras están claramente contempladas.

Dentro de esa lógica, el gran operador europeo es la mafia calabresa, denominado la ‘Ndrangheta, organización que, según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, mueve más de 50.000 millones de euros anuales. Esa organización tiene acuerdos operativos con estructuras criminales locales en los países productores-exportadores de América Latina, a través de organizaciones, en las que sobresale el Primer Comando da Capital de Brasil. Gracias a tales acuerdos, además de manejar en forma coordinada el negocio de la droga desde Brasil hacia África, Europa, Asia y Australia, tienen fuerte presencia en Paraguay, devenido un núcleo para la circulación de la cocaína proveniente de Bolivia, Perú y Colombia a través de la hidrovía. Y ese corredor abarca también el negocio de la droga en Argentina y Uruguay.

Por eso es que cuando un capo del peso de Rocco Morabito se fuga de una cárcel de Uruguay en épocas del gobierno frenteamplista, o cuando el gobierno de Lacalle Pou le entrega a un capo mafioso como Sebastián Marset un pasaporte que le cuesta la cabeza al canciller así como a su vice, al ministro del Interior y su vice y al principal consejero presidencial; o cuando trasciende que el jefe de seguridad del presidente participa con conocimiento y anuencia del presidente en una sucia operación para inculpar falsamente al secretario general del PIT-CNT en un tema de drogas, todo ello debe dar lugar a tomar una posición mucho más seria y meditada sobre los alcances de este problema. Hay que asumir que la capacidad de los gobiernos, sean del perfil político que sean, por sí sola, no basta para hacerle frente a este problema y mucho menos en el período determinado por un mandato. Es necesario tomar plena conciencia de que la verdadera capacidad de Uruguay para lograr resultados contundentes en este complejo tablero es sumamente limitada.

Por lo tanto, un acuerdo nacional en torno al problema de la violencia y el narcotráfico es absolutamente indispensable. En momentos en que el país se prepara para una nueva elección presidencial, esto se convierte en una necesidad ineludible.

Gabriel Vidart es sociólogo. Entre otros cargos, a nivel nacional e internacional, fue director adjunto del proyecto Combate a la Pobreza en América Latina y el Caribe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (1984-1986) y fundador y secretario ejecutivo del Plan CAIF, Uruguay (1988-1990).