School Work, leyenda, y riveera">
La Palma Del Cacique Leyenda Historica de Puerto Rico
La Palma Del Cacique Leyenda Historica de Puerto Rico
La Palma Del Cacique Leyenda Historica de Puerto Rico
1
Era el ao de 1511, y gobernaba la isla de Puerto Rico D. Juan Ponce de Len, por otro
nombre el Capitn del Higey, que tan luego como obtuvo del monarca su reposicin,
envi a Espaa, acusndoles de excesos, a su antecesor Juan Ceron y al alguacil
mayor Miguel Daz.
Haban formado los nuevos pobladores, junto a Quebrada Margarita en la comarca del
hoy llamado Pueblo Viejo, la villa de Caparra, cuyos restos se ven en la actualidad
entre las malezas, y que debieran conservarse con exquisito esmero, por ser la primera
piedra, que en aquel lejano pas, asent nuestra raza. Una iglesia de mampostera de
ignorada arquitectura, alguna que otra casucha de barro y caas, semejantes a las que
en el da se ven en la conocida aldea de Cangrejos (2), y otras varias, basadas sobre
gruesos troncos, con piso y paredes de palma y techo de yaguas, iguales en todo a
muchas de las que hoy existen en los campos de aquel pas, componan el casero de la
villa. Haba adems una plaza en medio, y sus calles un si no es rectas, estaban
entapizadas de lozana yerba. En la plaza, vease la morada del gobernador Ponce, la
ms ventajosa en capacidad [171] por ser la casa del rey y consistorial al propio
tiempo, ostentando en das festivos el estandarte castellano. En igual estilo, si bien con
menos proporciones habase fundado, no lejos del pueblo de la Aguada y hacia el
flechas, matar aves para mi alimento, y cuando no, los rboles dan fruto y yo tengo
brazos para alcanzarlos.
-Y el infeliz Yoboan! Cunto llorar al saber que el ms querido de los suyos, el nico
que quedaba de su familia, el ltimo de sus hermanos, su Naguao, ha emprendido
[173] el viaje a la otra tierra, dejndole solo y triste como una roca en el mar.
-Dichoso l -replic Taboa, acabando de romper contra una piedra una enorme nuez de
coco, y despus de haber apurado todo su sabroso lquido.- Va a vivir en esa tierra
lozana y de muchas frutas y flores, en donde no se trabaja, y se pasa la vida sin
fatigas ni dolencias, en donde no se envejece, ni alcanza el podero del mal genio... Y
quin sabe lo que ac nos aguarda! Trabajos, fatigas, cansancio... y todo esto solo por
ese oro, buscado con tanto afn y que no sirve ms que para adornar el pecho de un
cacique o las orejas de alguna mujer en da de areyto (4).
A tal punto llegaba el dilogo, cuando el chasquido del ltigo y la estentrea voz del
mayoral, llamaban a las tareas a los mineros.
Comenzaron estas, y cada cual emprendi con actividad su faena. Entre los que
cavaban la tierra en pos de la vena metlica, haba uno, cuyo rostro inundado de sudor
expresaba profunda tristeza. De vez en cuando brillaba en sus ojos una mirada
siniestra, semejante al rojo fulgor de un volcn en noche oscura.
Cuatro indios conducan el cadver de Naguao a una sepultura abierta al pie de un
guanbano silvestre, que con sus verdes hojas le serva de dosel. El crneo del minero
estaba hecho pedazos, y su rostro desfigurado; sin embargo, el indio que cavaba, que
no era otro que su hermano Yoboan, le reconoci cuando le pasaron junto a l, y la
dolorosa sorpresa se mostr en su semblante. Dej caer el azadn, cruz los brazos y
su mirada exttica sigui el cadver de su pobre hermano.
Cruel fue esto momento para Yoboan, sus pies no pudieron dar un solo paso, sus
brazos no pudieron articular un movimiento, su pecho no pudo lanzar una sola queja, y
nicamente sus ojos, fros como un espectro, dieron salida a una lgrima.
Pero el ltigo que hera su espalda, sac a Yoboan de xtasis profundo, y volviendo la
faz sorprendido, mir [174] con ira al que as lo castigaba. Entonces el mayoral levant
el ltigo por segunda vez, pero antes de que hubiese podido descargarle, el indio lo
arranc de su mano y lo arroj de s una buena pieza.
-Ya ests vencido, cristiano -exclam con desdn.
Entonces el mayoral se lanz sobre el insolente, que as ultrajaba su autoridad, y
momentnea, si bien esforzada lucha, sucedi a lo que acabamos de contar.
No poda ser dudoso el xito, atendida la corpulenta contextura del salvaje, que
pareca un Hrcules. Cayeron ambos por tierra y la lucha continuaba.
Pareca Yoboan uno de aquellos toros fieros de las dehesas de Castilla, que se ceban en
la victima palpitante an, y que ya moribunda, tan slo opone la dbil expresin de su
agona el temblor nervioso que conmueve hasta la ltima fibra, y que revela los
postreros instantes de la existencia.
Alzose al cabo Yoboan: acababa de ahogar a su enemigo entre sus brazos.
3
Observaban los indios mineros esta escena con muda admiracin.
A ellos! grit un mayoral que corra, aunque tarde, en ayuda de su camarada. Y oda
esta voz de alarma acudan todos en tropel gritando, venganza!
mientras encantaban la vista las floridas hojas del helecho indgena; y sobre, el cedro,
el collor y el quiebra-hacha, levantbase erguida la orgullosa Seiba. Aqu y all las
flores derramaban sus aromas, al paso que llenaban el aire de armonas, el zumbador
enamorado, el melodioso sinsonte, el bullicioso pitirre y la calandria esquiva. -Mansin
de los amores, hubirase Venus regocijado al verla, y en ella fijara su Eliseo, a poder
elegirlo a voluntad.
Pero incompleto sera semejante cuadro, a no figurar entre sus bellezas, esa alma que
presta el hombre a todo cuanto le rodea; por lo que vamos a ofrecer al lector una de
aquellas escenas de la vida, tanto ms propia, cuanto que estarn ntimamente
relacionados en ella, el hombre y la naturaleza: esta con todas sus galas, aquel con
toda la rudeza y fogosidad de un corazn primitivo.
Las doncellas que acompaaban a Loarina, hermana del cacique Agueinaba,
complacidas en gran manera de los atractivos del lugar, colocaron sus hamacas de
silvestre maguey entre los rboles, a orillas del arroyuelo, que, con su deliciosa
frescura, a la dulce somnolencia convidaba. [177]
Bellas eran las indias que acompaaban a la princesa, pero entre sus encantos y los de
su seora, haba la diferencia que existe entre el rosado capullo y las hojas que lo
rodean. Si en las doncellas de Loarina resplandecan las gracias con todos sus fulgores,
en la ltima se una al hechizo de estas, la altiva superioridad de una sultana.
Contaba apenas quince aos, y advertase ya en su brillante encarnacin, el precoz
desarrollo de la vida en los pases de la zona trrida. Su cutis, con el color propio de su
raza, no estaba destituido de aquella pureza inherente a lo muelle de sus costumbres.
Deliciosa era la expresin de sus facciones, negros sus ojos como la noche, y ardientes
como el sol que vieron por la vez primera, y su boca conjunto de deleites, pareca, un
hermoso ramo en que las rosas de sus labios, circundaban el mate jazmn de sus
menudos dientes. Sobre su espalda caa en perfumadas trenzas su cabello negro,
ceido a la sien por la diadema de oro. De su nariz y orejas pendan argollas del propio
metal, y ornaban su garganta...
nacaradas perlas.
Desnudo el seno, ostentaba dos orbes voluptuosos, cubriendo en parte sus mrbidas
formas una especie de tnica, que partiendo de la cintura, terminaba en la nunca bien
ponderada pierna, cuyos suaves contornos se ofrecan a la vista codiciosa, como se ve
alrededor de nube cenicienta, la claridad de la luna. Por ltimo, anillos de oro en que
supla la profusin al arte, adornaban los redondos y pequeos dedos de su mano.
Ataviadas con gracia las jvenes de su squito, vagaban por el bosque, ocupadas en
juegos y danzas, a fin de proporcionar pasatiempo a su pensativa seora.
Reclinada sta en su hamaca, y jugueteando una de sus manos con los cristales del
riachuelo, abismbase en la suave indolencia que presta un pas abrasado, y
balancendose colgada de los rboles, pareca la imagen de un tierno pensamiento,
flotante como una aureola, en la fantasa de alguna virgen. Entregada a cavilaciones,
ya risueas, ya tristes, fijbanse sus ojos en todos los objetos que la rodeaban, sin que
su conmovido espritu [178] pudiese darse cuenta de ellos. Errante su alma,
complacase ante la imagen del hombre adorado, y su alma fatigada vea slo aridez en
todo lo que no fuese su amor. Mas si por desgracia, la idea de un afecto mal pagado
enlutaba su corazn, el furor y luego la tristeza empaaban el fulgor de su mirada.
Apareci de repente por entre la arboleda, un indio de gallarda estatura; su semblante
era agradable en medio de la tristeza que le encubra con su manto enlutado: su
mirada era viva y penetrante, y la dulzura o el furor, se expresaba con igual energa.
Era Guarionex.
impulsaba a amar a otro; porque la hermosa salvaje no era la culta dama de nuestros
tiempos.
Tal vez senta an inclinacin hacia el pobre indio, y al amar a un extranjero,
apesarbase de preferir en su corazn al hombre que malquera la los de su raza; pero
entre un hombre hermoso valiente y civilizado, con un prestigio a sus ojos cuasi divino,
y el salvaje pretendiente, toda vacilacin se haca imposible, y su corazn de mujer
viva arrastrado por el dulce atractivo que haba de llevarla al trmino cruel de ser infiel
e ingrata para con los suyos. Quiz el brillo de conquistador y su tratamiento de amo
en vez de hacrsele ms odioso, acrecentaban no poco su amor. Con todo, en nuestro
humilde entender, juzgamos exista alguna cosa en su alma, parecida al
remordimiento, y por tanto, cada palabra del enamorado Guarionex, deba hacerla
sentir su aguijn punzante.
Escuchemos pues, a Guarionex.
-T eres, Loarina, hermosa y pura como la azucena; pero ingrata con el tierno
Zumbador que te festeja. Por qu ha de estar Guarionex privado de tu cario? Ocho
veces ha pasado ya la estacin de los truenos y de las lluvias, y en todo este tiempo he
administrado justicia; a la puerta de la choza en que nac, bajo el rbol de mis padres,
o he guiado a los mos a la guerra, pues bien, durante todo este tiempo era feliz,
porque no te conoca; el da tena para mi luz y la noche descanso. Te vi, oh Loarina, y
desde entonces me sorprende siempre el alba, sin que mis ojos se hayan cerrado, y al
esconderse el sol me deja triste y despierto an. Yo te am y te amo, Loarina
hermosa; t en un tiempo me escuchabas con gozo, y yo vea el cielo en tu corazn;
ahora huyes de m y el mal genio me acompaa.
-Dime qu hice yo para merecer tanto desvo? Trtola ma, cual ser el da en que
suspiremos juntos? No te conmueve mi lloro? Pronto inundar los valles. Yo tengo
corales y perlas, que mis vasallos han sacado del mar, para ti son, mi bella; las perlas
son menos blancas que tus dientes, y los corales menos hechiceros que tus labios. T
seras [181] mi preferida. Tan luego como el himeneo nos una, tendrs corona y
esclavas.
Tengo oro y flores con que adornarte, y mis manos pondrn a tus pies las aves cazadas
con mi arco. -D, porqu no me amas?
-Cacique, guarda tus perlas y tus flores para otra; no puedo ser tuya. Dices que tendr
esclavas, ah! yo ya lo soy...
Dijo, y un suspiro desprendido de su pecho, como un perfume de una flor, fue
melanclico preludio de las lgrimas que corrieron por su rostro.
No llores, oh bella -exclam el salvaje, comprendiendo mal la causa del angustioso
llanto de su amada. Lloras? por quin Loarina? Por m:
oh! beldad de los cielos, oh! rosa de los bosques, y arrojndose a sus plantas besaba
sus manos y sus pies, llorando tambin.
Las abrasadas lgrimas del cacique, eran otras tantas gotas de sangre que el dolor
haba helado en su corazn, y al correr por sus mejillas, dbanle al cabo un instante de
ventura, y desahogaban su alma como el trueno a la preada nube.
-Ah! -exclam- antes me sonrean tus labios. Msero de m! Haba credo que mi
cario, constante como el carpintero (6) que roe con su pico los rboles para hacer su
nido, llegara al cabo a abrirme paso hasta tu corazn; pero fue vana mi esperanza!
-Guarionex, jams fui desdeosa contigo, pero mi corazn...
-Dilo!
-Es menester que uno de los dos muera, porque no puede haber ms que un sol para
una luna y mal pudiera albergarse en un mismo nido dos pjaros rivales. Pues bien,
quiero que me mates, porque es mejor la ausencia eterna que esta vida de agona.
Quiero morir! Lo oyes? Pero quiero morir contigo quiero matarte, oh cristiano, porque
te aborrezco, y cuando pienso en ti, siento por mis venas correr el fuego del rayo, y
quisiera tener su poder para acabar contigo, lo oyes? Maldecida del Cem sea la
piragua (8)
que te trajo a esta tierra. Quiero morir o matarte, odioso cristiano, ven, si tienes valor,
ven...
Cunto rencor encerraban las palabras de Guarionex, y cunta angustia se mezclaba
en su pecho a este rencor que le abrasaba! Pudiera muy bien compararse esta mezcla
de sentimientos, al gemido del nufrago, que se deja or por entre el bramido de las
ondas, que su vida combaten.
El joven Sotomayor haba ledo en las palabras del indio todo su infortunio, compadeca
su demencia, y a poder evitar honrosamente una lucha a que ningn sentimiento le
impulsaba, hubiralo hecho; empero su conmiseracin sera tal vez mal interpretada, y
su puntilloso carcter no le permita menoscabar en manera, alguna el influjo de los
suyos, en regiones tan apartadas.
-Indio, aborreces la vida? -le dijo.- Bien est; aunque no te profeso ni amor ni odio,
quiero librarte con mi espada, de unos das que te son tan funestos. Toma una espada
y sgueme. [186]
-No, mi macana me basta, con ella he peleado en cien batallas, y ha derribado a
muchos enemigos, tan fuertes como t.
-Partamos, pues, dijo el caballero, y tomaron ambos la senda, que a las afueras de la
villa conduca.
7
Caminaban silenciosos el cacique y el caballero. Las palabras haban hecho lugar a las
armas, y la muerte de uno de los contendientes, deba poner trmino a la causa de la
querella.
Este duelo por parte de Guarionex era, aunque injusto, consecuente, porque cuando el
odio gua el brazo, el homicidio es un resultado criminal, pero lgico. En este duelo no
entraba por nada la pueril vanidad, ni un honor mal entendido; por otra parte del
cacique, era la expresin de la cruel antipata que le inspiraba el hombre que le haba
despojado de un bien para l ms estimado que su vida; por parte de nuestro joven
caballero, era hijo de la necesidad, no slo de defender la suya, sino de conservar puro
entre los indgenas aquel buen nombre y reputacin de que entre ellos gozaban los
conquistadores.
Llegado que hubieron a la llanura, desenvain Sotomayor la espada y aguard a su
contrario.
No tardaron en cruzarse las armas.
La claridad de la noche permita ver completamente la escena que iba a seguir, y cuyos
nicos espectadores, eran el cielo y los rboles de la comarca.
Reinaba el silencio, y solo el continuo y montono cantar de la chicharra y del coqui
(9), se dejaba or a travs del ruido de las armas.
Guarionex peleaba con el furor del hombre que aborrece, y desea acabar con su
aniversario; Sotomayor comprenda, que por exquisito que fuese el temple de su
acero, y por ejercitado que estuviese su brazo, haba menester todo su esfuerzo para
resistir a su terrible enemigo, a quien los celos hacan valer por dos. Y en efecto, al
[187] verle manejar la fuerte macana de collor (10) cual si fuese un junco, y menudear
golpes sin interrupcin alguna, se convendra forzosamente, en que slo la vehemencia
de la pasin, que convierte en volcn el corazn humano, poda inspirar al irritado
indio, que aunque diestro en manejar su arma, as se curaba de la defensa como de
renunciar a su enojo. -Tan slo atenda al ataque, y cada vez que descargaba el arma
pareca que la misma muerte la guiaba. Sus ojos brillaban como los del tigre en la
oscuridad de las selvas durante la noche, y a no ser invisible el genio de la tumba,
podra verse triste, imponente y silencioso junto a Sotomayor.
Peleaba ste con bros y tal vez le ayudaba en sus quites la ceguedad de su contrario;
sin embargo, haba instantes en que necesitaba de toda su destreza para disputar la
vida a aquel salvaje, que cual la cortante hoz, pugnaba por segarla en sus ms floridos
aos.
No tema la muerte si esta era honrosa y daba renombre, empero una muerte oscura,
en lucha con un desconocido, con un salvaje, muerte que no era til al mundo ni a s
mismo, era para l insoportable.
De repente la espada de Sotomayor se desliz a lo largo de la piel de indio, que al
sentirse herido, redobl su coraje; levant su macana que descarg con tanta fuerza,
que a encontrar la espada hicirala pedazos, y a caer sobre el caballero, borrara de
una vez de su corazn todos los anhelos de futura gloria; sin embargo de que rehuy
el cuerpo, no pudo evitar que le descoyuntara un brazo, que a ser el derecho, pasralo
del todo mal. El dolor le dio nuevo empuje.
Cansados estaban ya nuestros valientes e indeciso se haca el resultado de la
contienda, cuando el salvaje ya desesperanzado de morir o de acabar con un rival
odioso, arroj su macana a luengos pasos, exclamando con desdn:
-Arma intil, impotente para matar a un cristiano.
Cruzose de brazos y con aquella indiferencia ante la muerte, caracterstica de los indios
de Amrica y propia de un mrtir, dijo: [188]
-Mtame, pues soy tu rival.
-No -contest el caballero tendindole una mano- vive y s mi amigo, valiente indio.
-Ya morir -dijo el indio, sin corresponder la afectuosa instancia del joven castellanoya morir, aunque la muerte ma es un rbol que florece demasiado tarde -y
dirigindose a Sotomayor le dijo:
-No soy tu amigo, extranjero; no olvides que me has robado lo que ms am mi
corazn.
Y al terminar estas palabras partiose dejando al caballero sorprendido de tan
extravagante firmeza.
8
Habase refugiado en los bosques gran parte de los indios, huyendo de la dureza del
trabajo a que les condenaban los encomenderos; y en las intrincadas espesuras
disponan el medio de una insurreccin, que estallando por partes, los volviese a su
primitivo y feliz estado.
No descuidaban los caciques, instigados por Agueinaba y Guarionex, la manera de
extinguir en el abatido nimo de sus vasallos, la fatal preocupacin de que los
dominadores eran inmortales; por tanto, acordada, una convocacin general de
como llovida del cielo se encontraba seora de la isla con usos y costumbres
enteramente opuestos, con una aureola de semidioses, y de cuya existencia jams
haban tenido ejemplo ni noticia. Acontecimiento de gran tamao era este, y bien
deban impetrar de su dios, una explicacin de semejante hecho, y aun esperar con
ansia la luz que les iluminase en tanta oscuridad, o el terrible decreto que a eterno
sufrimiento les condenara.
No se ocultaba por otra parte, a los Buhitis y Caciques, que su causa tena otros
enemigos, que sin armas materiales, eran ms temibles que los fuertes castellanos; la
funesta preocupacin de la multitud que vea en [191] estos, otros tantos seres
inmortales; su conocida superioridad en las armas y espritu guerrero; y por ltimo, la
antigua profeca de su Dios que les condenaba a ser exterminados algn da por una
gente extraa y poderosa. -He aqu porque contaban con el influjo supersticioso del
Cem, y con la eficaz sutileza de los agoreros.
Dieron principio las ceremonias religiosas, colocando en el altar algunos haces de lea,
y encima, las ofrendas, que se componan de aves recin muertas por los cazadores, y
de las primicias de la agricultura; hecho esto, esparcieron en el altar algunas resinas
olorosas, y despus de derramar el Buhiti varias ditas (14) del ms exquisito vino de
las palmas, tom en sus manos dos maderas secas, y frotndolas una contra otra, dio
fuego a la lea del altar. -Una densa y perfumada nube se elev a los cielos, cubriendo
al dolo con un manto misteriosos.
Oyose entonces un ruido semejante al eco del trueno en la cavidad de las montaas.
Un terror supersticioso se apoder de la multitud.
-El Cem va a hablar -grit con fuerte voz el Buhiti que presida el sacrificio.
Al or esto, los indios prosternados y trmulos como el cervatillo al escuchar los rugidos
del rey de los bosques, aguardaban con ansiedad la palabra de su Dios.
-Silencio, hijos de la tierra -grit una voz que pareca salir de lo profundo de los
abismos.
-El Cem -prosigui con proftico acento- padre de los dos genios, el del bien y el del
mal, est saudo!!
Al cabo de algunos instantes continu:
-Tiempo ha que el cielo est cubierto de negras nubes, que vinieron por el camino del
sol. El soplo de Agueinaba las ahuyentar!!
Un silencio profundo sucedi a estas ltimas palabras.
El soplo de Agueinaba, las ahuyentar: murmuraron todos con fantica conviccin...
El Cem haba hablado.
Entonces ocup su asiento Agueinaba, y dijo con inspirado continente:
[192]
-Habis odo, hijos mos, lo que el Cem os dice; ordena la guerra.
An tienen las aves plumas para vuestras flechas, y los rboles madera para vuestras
macanas. Tiempo ha que el cielo est cubierto de negras nubes; el soplo de
Agueinaba las ahuyentar. -Guerra, guerra!! -exclam todo el concurso.
El genio de la muerte, repiti con diablica alegra estas palabras, por boca de los
ecos.
T Aimanion -continu Agueinaba- irs a pedir auxilio a nuestros aliados los caribes.
No esperaba el cacique tal encuentro, puesto que juzgaba, que las jvenes estaran al
abrigo de los muros; pero ellas haban desechado todos sus temores, al pensar en que
Guarionex era invencible.
No fue menor la admiracin de Jaureyvo al ver tan [196] rica presa, y sus ojos
brillaron con impuro fuego.
Volvieron en s ambos contrarios, se acometieron, y en breve la macana del Boricano
derrib al caribe, y el doliente clamor de los suyos, como un velo fnebre, cubri su
ltimo instante. Desordenadas las huestes, huan en pos de las piraguas salvadoras.
La noche tenda su velo sobre el campo, y las naves bogaban protegidas por las
sombras, cuando anunciaron a Guarionex que en aquellas iba una de las cacicas,
robada por los caribes.
Guarionex, con un gesto, indic a los borincanos su mandato, y lanzose al mar seguido
de los suyos.
Nos conocen, deca esgrimiendo su macana con una mano, mientras que con la otra
cortaba las olas, cual si fuese la quilla de un bajel. El instinto del amor le haca suponer
en la joven robada a Loarina, su amada, la mujer por quien diera toda su sangre.
El cacique pensaba en ella, cuando sinti en su cuerpo, el spero y fro contacto del
tiburn, y el doloroso grito de uno de los indios, le hizo estremecer. Un ay! ms
doloroso y dbil que el primero reson en los odos de los indios, que al volver los
angustiados ojos, vieron a su infeliz compaero, sepultarse en las olas para siempre.
El caudillo haba menester toda su influencia para alentar a los indios, que no teniendo
su temple de alma, ni una Loarina que les inspirase el necesario nimo, cuasi lloraban
de terror, y esperaban con indecible angustia, el instante fatal, en que el monstruo de
los mares, pusiese trmino cruel a su existencia.
Por ltimo, llegaron a las piraguas, que le recibieron con descargas de flechas. -Los
sollozos de una mujer resonaron en el corazn del cacique como un aceto amigo.
Dirigironse los Boricanos a la nave de donde aquellos partan, dieron sobre ella, y no
tardaron en tomarla, despus de una corta resistencia.
No era Loarina la robada, pero los esfuerzos de Guarionex no fueron vanos, puesto que
su hermana, la reciente esposa de Mayagoex, le recibi en sus brazos.
Al llegar a la playa, fueron recibidos con entusiastas aclamaciones, y Mayagoex sali a
su encuentro. [197]
Entonces el cacique, entregndole a su esposa, le dijo:
-Toma esta perla, que no est bien fuera de su concha.
Mayagoex le dio infinitas gracias, y ambos caudillos se abrazaron.
11
Despus de suplicar alguna indulgencia a los crticos rigorosos, por la digresin ltima,
es oportuno que el lector se traslade por segunda vez, al lugar y poca de esta
historia, para que anudada nuevamente, pueda, si a bien lo tiene, seguirla hasta su fin.
Pocos das haban transcurrido desde que los indios reunidos, decidieron hacer la
guerra a los conquistadores.
Era medianoche, y los habitantes de Sotomayor dorman profundamente, cuando
Loarina con angustiado semblante y agitados pasos, penetr en la estancia del joven
Sotomayor, y con profunda emocin le dijo:
el instante postrimero.
De tu trueno el bronco ruido
cual la voz de mis lamentos,
entre las nubes se pierde
que la luz cubren del cielo.
Oh! si algunos de tus rayos
viniese hacia m benfico
a controvertir en cenizas
la existencia que aborrezco!
Despus de una breve pausa, levantose y comenz a alejarse lentamente; detvose
luego y continu con tristsimo acento su lastimosa endecha; Risueos, felices prados,
donde cual gino ligero
trisqu alegre, placentero
en mi festiva niez,
no formar con tus flores
el ramillete querido
para ofrecerlo rendido
a la ingrata que ador.
Selvas que durante el da
me brindasteis sombra amiga,
y en que, alivio mi fatiga
en la noche siempre hall; [203]
ya en vuestro dulce misterio
no guardar mi alma ardiente
la queja tierna y doliente
que un triste amor le arranc
Adis, oh seiba querida
que coronas mi mansin;
oh cabaa de mis padres,
Guarionex te dice adis,
y al dejarte para siempre
muerto lleva el corazn;
adis Borinquen preciosa,
dulce, tierra de mi amor...
sepltala, oh mar inmenso!
Adis, Borinquen, adis.
Al llegar a la prxima ladera, lanz una ltima mirada a los objetos de su tierna
despedida que quedaban ya envueltos en las tinieblas de la tempestad. Algunos
momentos despus en la cumbre de gigantesca montaa se dej ver rodeada de
precipicios a la luz de un relmpago su contristada figura, en sus labios brillaba la
amarga sonrisa. - Volvi a lucir el relmpago y ay no estaba all; tan solo ilumin el
abismo.
14
El da estaba sereno. La montaa, que acabamos de mencionar era gigantesca y
coronada de rocas, que ocultaban su ceo bajo la verde enredadera, al paso que un
arroyo, procedente de las colinas orientales, vena con majestuoso descenso, a ceirla
como una diadema de plata, para caer en el cercano valle, y perderse entre las aguas
de un pequeo lago, que serva de espejo al cielo, y de bao a la diosa de la noche.
Por la parte del oeste un profundo abismo, en cuyo fondo se vean arbustos, malezas,
piedras y juncos, que entrelazadas, formaban un lecho de plano irregular; y
finalmente, por la [204] parte del norte, traspuestos el valle y el lago, terminaban el
cuadro infinidad de montes, cuyas crestas a manera de escalones, se perdan en
lotananza besando las nubes.
En las cumbres del alto monte de que acabamos de hablar, haba un peasco enorme,
suspendido sobre el abismo, que pronto a precipitarse, guardaba su actitud
amenazadora, quiz desde la creacin; semejante a la roca suspendida en la puerta
del infierno, para servir de tortura y continuo susto, a aquel desdichado rey de la
antigedad. Junto a ella estaba el cadver del cacique, cubierto de sangre;
contemplbanle silenciosos y consternados algunos indios, resto de su poder perdido.
Agobiado por la angustia, destrozado en su cada lanz su alma a otro mundo,
arrullada por el trueno. Junto a l, haba una fosa recin abierta, y en ella, algunas
frutas y viandas destinadas a su alimento durante el viaje, segn la creencia de estas
gentes. Sobre ellas colocaron algunas ramas, formando un verde y mullido lecho, para
que la muerte pudiese reclinarse blandamente, y dormir tranquila con ese sueo
eterno y sin zozobras.
Hecho esto, cubrieron con el manto el cadver del cacique, y tomndole en brazos, se
preparaban a enterrarle. -En su rostro estaba pintado an el pesar, como si ms
poderoso que su vida, hubiera de sobrevivirle!
Infeliz Guarionex! Todos los de su raza, bajaron al sepulcro acompaados por la ms
amada de sus esposas: quin se prestara a enterrarse viva con un cacique
destronado?
A sepultarle iban sus doloridos vasallos, cuando les detuvo la llegada de Loarina,
acompaada del fiel Taboa.
-Deteneos -dijo aquella.- Vosotros, fieles vasallos del ltimo de vuestros caciques,
obedeced los mandatos de aquella a quien tanto am!
Vengo a cumplir con nuestra antigua costumbre. -No fui su esposa pero fui su amada.
Esta vida que me agobia, a l la debo. Durante sus das fui el sol que los alumbr. Las
mujeres de su casa le han abandonado, y yo debo ocupar su puesto. Solicito el honor
de ser enterrada con el ms valiente, con el ms joven y generoso de los caciques.
[205] -Y t Guarionex, no creas que hago sacrificio alguno; la vida que me salvaste de
nada me sirve. -La tuya fue triste, como un da nebuloso; el amor que deba
endulzarla, la amarg. -Al pie del sepulcro te ofrezco un corazn infiel; no era digno de
ti, pero t lo anhelabas, y yo te lo entrego. -Dijo y los sollozos ahogaron su voz.
Notas:
1. Esta leyenda fue dedicada a D. Jos J. Vargas, en testimonio de amistad. -Madrid y
Febrero de 1852.
2. Cercana a la ciudad de Puerto Rico.
3. Nombre indgena de la isla.
4. Baile.
5. Dios de Borinquen.
6. Pajarillo de los trpicos.
7. Arcabuces y dems bocas de fuego.
8. Los indgenas usaban tres clases de embarcaciones hechas de un tronco de rbol
ahuecado por el fuego. Las menores llamadas Cayucos, servan para el paso de ros;
las segundas, poco mayores, se llamaban Canoas, y estaban destinadas a la pesca de
las costas, y las terceras, de grandes dimensiones y capaces de contener hasta 50
hombres, tenan su uso en la guerra y viajes largos y eran conocidas como Piraguas.
9. Nombre vulgar de un insecto que habita los lugares pantanosos.
10. Especie de palma.
11. La jurisdiccin de este cacique se extenda desde el mar por la parte del Pueblo
Viejo, cinco o seis leguas hacia el Sur.
12. No puede saberse a punto fijo el lugar as llamado, pero debe suponerse que tena
este nombre algn territorio comprendido entre Caparra y Aasco, que se hallaba en
este ltimo punto. Las tropas espaolas venan de Caparra, y la compaa de Salazar
iba a la descubierta.
13. Este cacique fue encomendado despus de la pacificacin con doscientos de sus
vasallos y naborias o indios domsticos a Lope de Conchilles, secretario del rey, segn
cdula que conserva el autor, fecha ante escribano en Puerto Rico a 13 de marzo de
1515.
14. Taza hecha de la corteza del jigero.
15. Juego de pelota.
16. Cuadrpedo parecido al conejo.
17. Gazapo que creo ser el conocido en el pas con el nombre de guiro.
18. Indios de guerra.
Libros Tauro
http://www.LibrosTauro.com.ar