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DICCIONARIO DE POLITICA NORBERTO BOBBIO

LUCIANO PELLICANI

I. LA REVOLUCION INDUSTRIAL Y LA CUESTION


OBRERA:
El pasaje de un rédito per cápita de subsistencia a un rédito per cápita en
continua expansión, el progreso científico y tecnológico, la organización
racional del trabajo y la explosión demográfica han representado
discontinuidades fundamentales en el desarrollo económico del sistema
occidental. Tales discontinuidades, sintetizadas con la expresión
“revolución industrial”, han producido lo que Karl Polanyi ha llamado “la
gran transformación”, es decir la transición de la sociedad tradicional de
base agrícola a la moderna sociedad industrial. El impacto de las fuerzas
modernizantes sobre el modo de vida tradicional ha sido trastornante: una
verdadera “catástrofe cultural”. El avance del industrialismo y del mercado
ha erosionado y despedazado importantes conjuntos de vínculos sociales,
políticos y económicos; ha debilitado gravemente la cohesión interna de
los grupos primarios; por fin ha trastornado el sistema consolidado de las
creencias religiosas que garantizaba un mínimo de solidaridad entre las
clases. Rápidamente la gran transformación ha generado en su fase inicial
un gigantesco proceso de movilidad social que ha sido también un radical
proceso de desarraigo: millones de individuos han sido arrancados de su
hábitat sociocultural e inducidos en un nuevo sistema de relaciones el
mercado autorregulado en el cual el sentido de pertenencia comunitaria y
de solidaridad estaba amenazado por la despiadada lógica de la ganancia.
El mercado autorregulado es inhumano: para él no existen hombres,
valores morales, sentimientos, sino sólo mercancías. Por esto en el siglo
XIX el avance del mercado ha coincidido con la agudización de todos los
fenómenos patológicos de la vida social (alienación, anomia, etc.). La
Gemeinschaft (comunidad) es sustituida por la Gesellschaft (sociedad), es
decir por un sistema de relaciones puramente contractual, basado
exclusivamente en el cálculo utilitarista de los costos y de los importes y
sordo a cualquier consideración de orden moral. Los trabajadores
comprometidos en el ciclo manufacturero fueron considerados como mera
fuerza productiva , mercancía entre las mercancías. Nació de tal manera el
“proletariado interno” de la civilización capitalistaburguesa; una masa de
individuos despersonalizados, carentes de raíces culturales y abandonados
a sí mismos; una especie de “casta en exilio”; un grupo halógeno que se
siente extraño a la sociedad y siente la sociedad extraña a sus específicas
exigencias materiales y psicológicas. Las raíces profundas de la cuestión
obrera se encuentran en el doloroso sentido de abandono que advierten los
trabajadores comprometidos en el ciclo productivo del factory sistem más
que en la penosidad del trabajo y en los bajos salarios. La nueva clase
dominante la burguesía capitalistase desinteresa de la dirección política de
las clases subalternas; ella sólo quiere utilizar su fuerza de trabajo,
explotarlas, no ya gobernarlas. Y exige también que el estado no corrija las
leyes del mercado puesto que ve en cualquier intervención dictada por
consideraciones extraeconómicas un atentado a la “natural armonía” que
se determina a través del libre juego de la oferta y la demanda. La filosofía
que expresa la actitud fundamental de la burguesía frente a los problemas
políticos y económicos es el laissez faire. El estado burgués es un estado
que protege desde el exterior el mercado, que garantiza que las normas
esenciales para el funcionamiento del sistema no sean violadas, que se
abstiene de toda acción que pueda perturbar el mecanismo de la
competencia. Por esto es un estado carente de sensibilidad social> los
costos de la gran transformación, que se vuelcan casi exclusivamente
sobre la clase obrera, no son percibidos por él o son percibidos como
naturales, inevitables, inmodificables. De tal modo en el seno de la
sociedad capitalista el surco entre las clases integradas y las masas
proletarizadas se hace cada vez más agudo al punto de preceder a una
escisión vertical en el cuerpo social. No es casual que tanto el
revolucionario Marx como el conservador Disraeli vean la crisis de
civilización actuante en el 1800 como el encuentro frontal entre dos
ciudades recíprocamente repulsivas: la de los haves y la de los havenots.

II. LA REVOLUCION DE LAS EXPECTATIVAS


CRECIENTES:
Estadísticas en mano, la historiografía neoliberal ha tratado de demostrar
que la revolución industrial no ha conducido, ni siquiera en su fase inicial,
a un empeoramiento de las condiciones materiales de existencia de las
clases trabajadoras. Sin embargo, es un hecho que la condición obrera fue
vivida por los trabajadores como una intolerable degradación de la vida
humana y que así fue descrita por los observadores de la época. Dos
fenómenos concordaron para determinar eso: el aislamiento moral del
proletariado, que fue abandonado a su destino ni la burguesía ni es estado
se ocupaban y se preocupaban de sus condiciones existenciales, y una
transformación de la mentalidad dominante determinada por la difusión
del credo democrático e igualitario. Aquí, un papel decisivo fue
desempeñado por la revolución francesa y por los “inmortales principios”.
Las clases inferiores en el siglo XIX comenzaron a reinterpretar su
condición existencial a la luz de los nuevos valores proclamados por la
inteliguentsia radical y reclamaron, al principio confusamente, luego de
manera cada vez más clara, la reorganización de la sociedad. Se sentían
excluidas de la ciudad y por eso pretendieron el pleno derecho de
ciudadanía política y moral. Apremiaron a los empleadores, a los
gobernantes, a toda la sociedad para obtener un estatus igual al de los otros
grupos que articulan la comunidad nacional. La protesta obrera,
revolucionaria o reformista, nace del resentimiento colectivo contra la
sociedad burguesa que no siente ningún deber frente a las víctimas de la
acumulación salvaje y de la industrialización acelerada.
El fenómeno es contagios. Progresivamente todos los grupos que ocupan
una posición periférica en la jerarquía social exigen la plena ciudadanía
política y moral. Lo cual produce una fermentación continua de las
demandas. Se verifica así el fenómeno que los científicos sociales han
bautizado “revolución de las expectativas crecientes”. Que nace,
justamente, de una reformulación del cuadro de referencia axiológico. Los
grupos subalternos ya no perciben como natural e inmodificable su
condición de ciudadanos de segunda o tercera categoría, ahora pretenden
un status igual al de las clases privilegiadas. Y el instrumento para ejercer
una presión eficaz sobre la sociedad para que ésta, mediante sus órganos,
satisfaga sus demandas es la protesta. La época contemporánea es la época
del progresivo avance del principio socialista de la igualdad a través de la
estrategia de la protesta. Ya no se toleran diferencias económicas, sociales
o políticas entre los hombres, y las diferencias que, a pesar de todo,
permanecen, son percibidas como ilegítimas.

III. DEL MERCADO AUTORREGULADO AL CONTROL


SOCIAL DE LA ECONOMIA:
La sociedad europea en el siglo XIX está caracterizada por un conflicto
fundamental: por una parte, existe una institución el mercado que trata de
conquistar la plena autonomía respecto de la política, de la religión, de la
moral y en general de cualquier instancia no estrictamente económica; por
la otra un valor la igualdad que se difunde rápidamente en todos los
ambientes sociales como un contagio y que, a medida que las generaciones
se suceden, adquiere cada vez más vigor hasta hacerse una formidable
fuerza histórica. Ahora, el mercado autorregulado y el principio de
igualdad tienen exigencias incompatibles entre sí, puesto que el primero
exige la no intervención del estado y el segundo, por el contrario, postula
que el estado debe asumir la carga de eliminar todos los obstáculos que
objetivamente impiden a los ciudadanos menos pudientes gozar de los
derechos políticos y sociales formalmente reconocidos. La sociedad trata
de defenderse del mercado autorregulado, que produce miseria,
desigualdad, desocupación y alienación y, a través de la acción del estado,
trata de poner límites precisos al imperialismo de la lógica capitalista. Las
luchas de la clase obrera contra la burguesía y las alternativas políticas
proyectadas por los pensadores socialistas tienen esto en común: quieren
abolir el mercado o, cuando menos, someterlo al control de la colectividad.
La abolición del mercado implica la creación de un sistema radicalmente
distinto: la economía colectivista; el simple control significa el fin del
laissez faire y la creación de una economía mixta, en la cual la lógica de la
ganancia individual sea moderada por la del interés de la colectividad. En
Europa occidental no es la solución radical la que prevalece sino la
moderada, es decir la solución del control social del mercado, el cual no es
abolido sino socializado. De tal modo se verifica, como consecuencia más
o menos directa de las enérgicas presiones ejercidas por los partidos
obreros, el pasaje del capitalismo individualista al capitalismo organizado.
El estado ya no se limita a desempeñar las funciones de guardián de la
propiedad privada y de tutor del orden público, sino que, por el contrario,
se hace intérprete de valores la justicia distributiva, la seguridad, el pleno
empleo, etc. que el mercado es hasta incapaz de registrar. Los trabajadores
ya no son abandonados a sí mismos frente a las impersonales leyes de la
economía y el estado siente el deber éticopolítico de crear una envoltura
institucional en el cual ellos estén adecuadamente protegidos de las
perturbaciones que caracterizan la existencia histórica de la economía
capitalista.
Además de la acción de los partidos socialistas, dos fenómenos facilitan el
pasaje del estado liberal al estado asistencial: el espectacular crecimiento
de la riqueza y la “revolución keynesiana”. El primero ha permitido
extender las ventajas materiales del industrialismo a categorías sociales
cada vez más amplias, de manera que el capitalismo de economía del
ahorro se ha transformado en economía del consumo. Ha nacido así la
sociedad opulenta con sus extraordinarias capacidades productivas, las
cuales hacen posible que el estado pueda destinar una cuota considerable
del rédito nacional a fines sociales.
La revolución keynesiana, por fin, ha conducido a la liquidación de la
política del laissez faire y al nacimiento de una nueva política económica
basada esencialmente en la intervención sistemática del estado, al que se
asigna un papel económico central. A él concierne, en efecto, la tarea de
ejercer una función directiva sobre la propensión al consumo a través del
instrumento fiscal, la socialización de las inversiones y la política del
pleno empleo. En el sistema teórico keynesiano la iniciativa privada,
aunque continúa teniendo un papel decisivo, ya no es considerada el único
motor del progreso, puesto que el equilibrio general del sistema puede ser
garantizado sólo por una política orgánica de intervenciones estatales
dirigidas a conjurar las crisis cíclicas. Por esto la obra de Keynes es
considerada hoy como la plataforma científica sobre la que se apoya la
moderna filosofía occidental del e. de b.

IV. LA POLITICA DEL ESTADO DE BIENESTAR:


El capitalismo individualista entra en crisis por dos razones principales:
por su orgánica incapacidad de evitar las crisis económicas y por su
insensibilidad frente a las exigencias de las clases sometidas, sin
protección alguna, a la intemperie de la competencia. Para eliminar estos
dos defectos estructurales del capitalismo individualista, la cultura
occidental no ha encontrado otra solución que recurrir a la intervención del
estado, al que se demanda el mantenimiento del equilibrio económico
general y la persecución a fines de justicia social (lucha contra la pobreza,
redistribución de la riqueza, tutela de los grupos sociales más débiles,
etc.). De tal manera se ha verificado espontáneamente el choque entre la
economía keynesiana y la política socializadora de los partidos
socialdemócratas europeos. Lo cual ha conducido al fin de la era del
mercado autorregulado y del estado abstencionista y al inicio de la era del
capitalismo organizado y del estado asistencial.
La crítica de los teóricos del e. de b. (Welfare State) al laissez faire se
resume así: El mercado autorregulado no es capaz de registrar y satisfacer
ciertas necesidades materiales y morales que además son fundamentales
tanto para los individuos en cuanto tales como para la colectividad. En
particular el estado liberal deja al “libre” trabajador prácticamente
indefenso frente a las exigencias impersonales del mercado y expuesto a
todos los golpes de las fluctuaciones económicas. Es necesario, por lo
tanto, institucionalizar el principio de la protección social, y esto exige que
el sistema económico capitalista sea sometido al control de la sociedad y
que la lógica de la oferta y la demanda sea moderada de alguna forma por
la lógica de la justicia distributiva. El moderno estado asistencial brota del
compromiso político entre los principios del mercado (eficiencia, cálculo
riguroso de los costos y de los importes, libre circulación de las
mercancías, etc.) y las exigencias de justicia social avanzadas del
movimiento obrero europeo. Así, el encuentro entre los liberales y los
socialistas que en el siglo XIX parecía imposible, en nuestro siglo se ha
realizado a través de una mezcla pragmática de principios que parecían
mutuamente excluyentes. El ala socialdemócrata del movimiento obrero
ha renunciado a la supresión del mercado, en el cual ha reconocido un
instrumento insustituible para realizar el uso racional de los recursos
limitados y para estimular al máximo la productividad, pero, al mismo
tiempo, ha logrado hacer prevalecer la instancia de regular la distribución
de la riqueza según criterios no estrictamente económicos. De tal modo el
capitalismo ha sido, al menos parcialmente, socializado, es decir sometido
al control de las estructuras imperativas de la comunidad política. En
consecuencia, el desarrollo económico ya no se regula exclusivamente por
los mecanismos espontáneos del mercado, sino también, y en ciertos casos
sobre todo, por las intervenciones económicas y sociales del estado que se
han concretado esencialmente en los siguientes puntos:
- expansión progresiva de los servicios públicos como la escuela, la
casa, la asistencia médica;
- introducción de un sistema fiscal basado en el principio de la
tasación progresiva;
- institucionalización de una disciplina del trabajo orgánica dirigida a
tutelar los derechos de los obreros y a mitigar su condición de
inferioridad frente a los empleadores;
- redistribución de la riqueza para garantizar a todos los ciudadanos
un rédito mínimo;
- erogación a todos los trabajadores ancianos de una pensión para
asegurar un rédito de seguridad aún después de la cesación de la
relación de trabajo;
- persecución del objetivo del pleno empleo con el fin de garantizar a
todos los ciudadanos un trabajo, y por lo tanto una fuente de rédito.

V. PROBLEMAS Y PERSPECTIVAS:
El Welfare State puede ser concebido como la resultante institucional de
una verdadera revolución cultural, es decir de un profundo cambio de las
actitudes y de las orientaciones éticopolíticas de la opinión pública
occidental que se ha manifestado en formas particularmente significativas
a partir de la Gran Depresión. pero es sólo después de la segunda guerra
mundial que los principios del e. de b. se afirman de manera casi
irresistible gracias sobre todo a la programación económica con la cual el
sistema de mercado es ulteriormente socializado.
Sin embargo, a pesar de sus éxitos indiscutibles, la acción de e. de b. es
duramente atacada, tanto por la izquierda como por la derecha. Para la
izquierda revolucionaria la política del Welfare State y de la programación
económica no es más que una racionalización del sistema capitalista y un
modo disfrazado para consolidar ulteriormente el dominio de clase de la
burguesía. Para los animados defensores del liberalismo individualista
(Hayek, Mises, Ropke, Friedman) el estado asistencial corroe en sus raíces
las estructuras y los valores de la sociedad libre desarrollando una
peligrosa tendencia hacia la burocratización de la vida colectiva y hacia la
reglamentación estatalista. Según tales críticos, toda intervención del
estado en el mercado es una amenaza a la libertad individual y una
peligrosa concesión al colectivismo. Además, el estado asistencial reduce
sensiblemente la eficiencia del sistema y frena la expansión económica.
A estas críticas de signo opuesto, los partidarios del Welfare State
responden recordando que la solución colectivista impulsada por los
marxistas hasta ahora ha llevado al dominio burocrático y totalitario, no ya
al mítico reino de la libertad, y que, por otra parte, la economía del laissez
faire ya ha cumplido su ciclo, tanto por razones estrictamente económicas,
como por razones de índole éticosocial. Además la economía liberista
genera automáticamente un contraste intolerable entre la opulencia privada
y la miseria pública, es decir una incongruencia entre la enorme cantidad
de bienes producido y la deficiencia crónica de los servicios sociales. Tal
incongruencia en cambio ha sido eliminada o, al menos, sensiblemente
reducida, justamente en los países donde los principio del e. de b. han
triunfado sobre los del capitalismo individualista. Por fin, y sobre todo, el
sistema de mercado abandonado a sus espontáneos mecanismos de
desarrollo genera un flujo constante de tensiones sociales que son una
amenaza permanente frente a las instituciones y los valores democráticos
en la medida en que alimentan orientaciones políticas extremistas, tanto de
derecha como de izquierda.
El debate sobre el Welfare State está todavía en curso. Pero una
conclusión parece ser cierta: un retorno a una economía autorregulada es
imposible, y hasta inimaginable. Las exigencias técnicas y morales
adelantadas por las fuerzas políticas y culturales que se remiten a la
tradición del Iluminismo reformador ya han echado sólidas raíces en la
opinión pública y se han traducido en instituciones que forman un todo
con la actual estructura del sistema capitalista mundial.

BIBLIOGRAFIA. W.H. Beveridge, Full employments in a free society,


Londres 1944; A. H. Hansen, Economic policy and full employment,
Nueva York, 1947; H. K. Girvetz, From wealth to welfare, Nueva York,
1950; A. Friedlander, Introduction to social welfare, Englwood Cliffs,
1955; G. Myrdal, Beyond the welfare state, New Haven, 1960; M. Bruse,
The coming of the welfare state, Londres, 1961; A. G. B. Fisher,
Economic progress and social security, Nueva York, 1961; G. Myrdal,
Challenge to affluence, Nueva York, 1963; J. K. Galbraith, The new
industrial state, Boston, 1967; R. Pinker, The idea of welfare, Londres,
1975.

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