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Giorgio Agamben - Creacion y Anarquia

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El capitalismo hereda, seculariza y extrema el carácter

anárquico de la cristología. Si no se entiende esta originaria


vocación anárquica de la cristología, no es posible
comprender el sucesivo desarrollo histórico de la teología
cristiana, con su latente deriva ateológica, ni la historia de
la filosofía y de la política occidentales, con su división entre
ontología y praxis, entre ser y actuar, y su consecuente
énfasis en la voluntad y en la libertad. Que Cristo es
anárquico significa, en última instancia, que en el Occidente
moderno, el lenguaje, la praxis y la economía no se
fundamentan en el ser.

¿Acaso no es la Trinidad el dispositivo que permite


conciliar la ausencia en Dios de todo arché con el naci-
miento, a la vez eterno e histórico, de Cristo, la anarquía
divina con el gobierno del mundo y la economía de la
salvación?

La anarquía siempre me ha parecido más interesante que


la democracia, pero va de suyo que cada cual aquí es libre
de pensar como prefiera.
Giorgio Agamben

CREACIÓN Y ANARQUÍA

La obra en la época de la religión capitalista


Título original: Creazione e anarchia. L´opera nell’etii della
religsone capitalista

Traducción: Rodrigo Molma−Zavalía y María Teresa D’Meza

Traducción de términos en latín y transliteración


de términos en griego: Antonio Tursi

Edición digital: C. Carretero

Difunde: Confederación Sindical Solidaridad Obrera


http://www.solidaridadobrera.org/ateneo_nacho/biblioteca.html
ÍNDICE DE CONTENIDO

Nota

I. Arqueología de la obra de arte

II. ¿Qué es el acto de creación?

III. Lo inapropiable

IV. ¿Qué es un mando?

V. El capitalismo como religión

Referencias bibliográficas
Giorgio Agamben
NOTA

Los textos aquí publicados reproducen,


con alguna variación, los de las cinco
lecciones impartidas en la Academia de
Arquitectura en Mendrisio entre octubre de
2012 y abril de 2013.
I. ARQUEOLOGÍA DE LA OBRA DE ARTE

La idea que me guía en estas reflexiones sobre el concepto


de obra de arte es que la arqueología constituye la única vía
de acceso al presente. Es en este sentido que ha de
entenderse el título “Arqueología de la obra de arte”. Como
ya propuso Michel Foucault, la indagación sobre el pasado
no es sino la sombra proyectada de una interrogación
dirigida al presente. Al tratar de comprender el presente, las
personas −al menos nosotros, los europeos− nos vemos
obligadas a interrogar el pasado. He precisado “nosotros,
los europeos” porque me parece que, admitiendo que la
palabra Europa tenga un sentido, este, como es obvio hoy,
no puede ser ni político ni religioso, ni mucho menos
económico, sino que consiste en que los europeos −a
diferencia, por ejemplo, de los asiáticos y de los americanos,
para quienes la historia y el pasado tienen un significado
completamente distinto− pueden acceder a su verdad sólo
por medio de la confrontación con el pasado, sólo echando
cuentas con su historia. Hace muchos años, un filósofo que
era también un alto funcionario de la Europa naciente,
Alexandre Kojéve, afirmaba que el Homo sapiens había
alcanzado el final de su historia y ya no tenía ante sí más que
dos posibilidades: el acceso a una animalidad poshistórica
(encarnado en el American way of life) o el esnobismo
(encarnado por los japoneses, que continuaban celebrando
sus ceremonias del té, vaciadas, no obstante, de todo
significado histórico). Entre unos Estados Unidos
integralmente reanimalizados y un Japón que mantiene su
humanidad sólo a cambio de renunciar a todo contenido
histórico, Europa podría ofrecer la alternativa de una
cultura que se mantiene humana y vital incluso después del
fin de la historia por cuanto es capaz de confrontarse con su
propia historia en su totalidad y de conseguir a partir de esta
confrontación una nueva vida.

Por ello, la crisis que Europa está atravesando −como


debería ser evidente por el desmantelamiento de las insti-
tuciones universitarias y por la creciente museificación de la
cultura− no es un problema económico (en la actualidad.
economía es una palabra de la agenda y no un concepto),
sino una crisis de la relación con el pasado. Dado que sin
duda el presente es el único lugar donde el pasado puede
vivir, las universidades y los museos se tornan lugares pro-
blemáticos. Y si hoy el arte se ha vuelto para nosotros una
figura −acaso la figura− eminente de ese pasado, entonces
la pregunta que no nos podemos cansar de hacernos es:
¿cuál es el lugar del arte en el presente? (Y aquí querría
rendirle homenaje a Giovanni Urbani, quien tal vez fue el
primero en plantear de modo coherente la pregunta.)

La expresión arqueología de la obra de arte presupone,


por lo tanto, que en sí misma la relación con la obra de arte
hoy se haya convertido en un problema. Y puesto que estoy
convencido, como sugería Wittgenstein, de que los
problemas filosóficos son en última instancia preguntas
sobre el significado de las palabras, ello significa que el
sintagma obra de arte hoy es opaco, si no ininteligible, y que
su oscuridad no tiene que ver tan sólo con el término arte,
que dos siglos de reflexión estética nos han acostumbrado
a considerar problemático, sino también y principalmente
con el término, en apariencia más simple, de “obra”. Incluso
desde un punto de vista gramatical, el sintagma obra de
arte, que usamos con tanta desenvoltura, no es fácil de
entender ya que no es para nada claro si se trata de un
genitivo subjetivo (la obra es hecha por el arte y pertenece
a este) u objetivo (el arte depende de la obra y de ella
obtiene su sentido). En otras palabras, si el elemento
decisivo es la obra o el arte, o una no mejor definida
mezcolanza de ambos, y si los dos elementos proceden de
mutuo acuerdo o si más bien se hallan en una relación
conflictiva.

Ustedes saben, por lo demás, que hoy la obra parece estar


atravesando una crisis decisiva, que la ha llevado a
desaparecer del ámbito de la producción artística, en la cual
la performance y la actividad creativa o conceptual del
artista tienden cada vez más a ocupar el lugar de lo que
acostumbrábamos −a considerar obra.

Ya en 1967, un joven y excepcional estudioso, Robert


Klein, había publicado un breve ensayo con el elocuente
título de “L’éclipse de l’oeuvre d’art” [“El eclipse de la obra
de arte”], Klein proponía que los ataques de las vanguardias
del siglo XX no estaban dirigidos contra el arte, sino
exclusivamente contra su encarnación en una obra, como si
el arte, en un curioso impulso autodestructivo, devorara
aquello que siempre había definido su consistencia: su
propia obra.

Lo que demuestra que las cosas son efectivamente así es


el modo en que Guy Debord −quien, antes de fundar la
Internacional Situacionista había formado parte de las
últimas alas de las vanguardias del siglo XX− resume su
postura respecto del problema del arte en su tiempo: “El
surrealismo quiso realizar el arte sin abolirlo, el dadaísmo
quiso abolirlo sin realizarlo, nosotros queremos abolirlo y
realizarlo al mismo tiempo”.

Es evidente que lo que debe ser abolido es la obra, pero


−es igualmente evidente que la obra de arte debe ser
abolida en nombre de algo que, en el propio arte, va más
allá de la obra y exige ser realizado no en una obra pero sí
en la vida (en coherencia con esto, los situacionistas
pretendían producir no obras sino situaciones).

Si hoy el arte se presenta como una actividad sin obra


−aunque, por una contradicción interesada, artistas y
marchantes continúan exigiéndole que tenga un precio−,
esto ha podido suceder porque había quedado sin pensar el
ser−obra de la obra de arte. Creo que sólo una genealogía
de este concepto ontológico fundamental (pese a no
hallarse registrado como tal en los manuales de filosofía)
permitirá hacer comprensible el proceso que −según el
conocido paradigma psicoanalítico del retorno de lo
reprimido en formas patológicas− ha conducido a la práctica
artística a asumir esas características que el así llamado arte
contemporáneo lleva al extremo. en formas
inconscientemente paródicas. (El arte contemporáneo
como retorno en formas patológicas de lo reprimido
“obra”.)

Sin duda no es este el espacio para intentar trazar


semejante genealogía; me limito más bien a presentar
algunas reflexiones sobre tres momentos que me parecen
de especial importancia.

Será necesario, en primer lugar, que ustedes se desplacen


a la Grecia clásica, más o menos a la época de Aristóteles,
es decir, al siglo IV a.C. ¿Cuál es la situación de la obra de
arte y, más en general, de la obra y del artista, en ese
momento? Bastante diferente de aquella a la que estamos
acostumbrados. El artista, como cualquier otro artesano,
está clasificado entre los technitai, o sea, entre aquellos
que, mediante la práctica de una técnica, producen cosas.
Su actividad, sin embargo, nunca es tenida en cuenta como
tal sino que sólo es considerada desde el punto de vista de
la obra producida. De esto da fe el hecho, sorprendente
para los historiadores del derecho, de que el contrato que
el artista estipula con el comitente nunca menciona la
cantidad de trabajo necesaria sino sólo la obra que él debe
proveer. Es por ello que los historiadores modernos suelen
repetir que nuestro concepto de trabajo o de actividad pro-
ductiva era del todo desconocido entre los griegos, quienes
incluso carecían de un término para él. Creo que debería
decirse, más precisamente, que los griegos no distinguían
entre el trabajo o la actividad productiva y la obra porque,
en su opinión, la actividad productiva. residía en la obra y
no en el artista que la producía.

Hay un pasaje de Aristóteles en el que todo esto se


expresa con claridad. Es un pasaje del libro Theta de la
Metafísica, el cual está dedicado al tema de la potencia
[dynamis] y al del acto [enérgeia]. El término enérgeia es
una invención de Aristóteles −los filósofos, como los poetas,
necesitan crear palabras, y la terminología, con razón se ha
dicho, es el elemento poético del pensamiento−, pero para
un oído griego es inmediatamente inteligible. “Obra”,
“actividad”, en griego se dice érgon, y el adjetivo énergos
significa “activo”, “operante”: enérgeia significa, entonces,
que algo está “en obra”, “en actividad”, en el sentido de que
ha alcanzado su fin propio, la operación a la que está
destinado. Curiosamente, para definir la oposición entre
potencia y acto, dynamis y energía, Aristóteles emplea un
ejemplo extraído precisamente de la esfera que nosotros
definiríamos como artística: Hermes −dice el filósofo− está
en potencia en la madera aún sin esculpir, está en obra, en
cambio, en la estatua esculpida. La obra de arte, por lo
tanto, pertenece constitutivamente a la esfera de la
enérgeia, la cual, por otra parte, remite con su propio
nombre a un ser−en−obra.

Y aquí comienza el pasaje (1050a21−35) que me interesa


leer con ustedes. El fin, el télos −escribe− es el érgon, la
obra, y la obra es enérgeia, operación y ser−en−obra: En
efecto, el término enérgeia deriva de érgon y tiende por ello
a la completitud, la entelecheía (otro término forjado por
Aristóteles: el poseerse en el propio fin). No obstante, hay
casos en los que el fin último se agota en el uso, como en la
vista [ópsis, la facultad de ver] o en la visión [el acto de ver,
hórasis], en los que además de la visión no se produce nada;
hay, en cambio, otros casos en los que se produce algo más,
como por ejemplo a partir del arte de construir
[oikodomiké], además de la operación del construir
[oikodómesis], también se produce la casa. En estos casos,
el acto del construir, la oikodómesis, reside en la cosa
construida [en toi oikodomounénoi], ella llega a ser
[gígnetai, “se genera”] y está al mismo tiempo en la casa. Es
decir, en todos los casos en los que se produce algo más que
el uso, la enérgeia reside en la cosa hecha [en
oikodouménoi], como el acto de construir está en la casa
construida y el acto de tejer, en el tejido. Al contrario,
cuando no hay otro érgon, otra obra además de la enérgeia,
entonces la enérgeia, el ser−en−obra, residiría en los sujetos
mismos, como por ejemplo, la visión, en el vidente; la
contemplación [la theoria, es decir, el más alto
conocimiento], en el que contempla; y la vida, en el alma.

Detengámonos un momento en este extraordinario


pasaje. Ahora comprendemos mejor por qué los griegos
privilegiaban la obra respecto del artista (o del artesano). En
las actividades que producen algo, la enérgeia, la actividad
productiva auténtica, no reside, por mucho que esto pueda
sorprendernos, en el artista, sino en la obra: la operación de
construir, en la casa, y el acto de tejer, en el tejido. Y
comprendemos también por qué los griegos no podían
tenerles mucha estima a los artistas. Mientras que la
contemplación, el acto del conocimiento, está en el que
contempla, el artista es un ser que tiene su fin, su télos,
fuera de sí, en la obra; o sea, es un ser constitutivamente
incompleto, que nunca llega a poseer su télos, que carece
de entelecheía. Por tal razón, los griegos consideraban al
technítes un banáusos, término que denomina a una perso-
na como alguien insignificante, no precisamente decorosa.
Esto no quiere decir, obviamente, que no fueran capaces de
ver la diferencia entre un zapatero y Fidias, pero −para
ellos− ambos tenían su fin fuera de sí mismos: en el zapato,
el primero, y en las estatuas del Partenón, el segundo. En
ambos casos, la enérgeia no les pertenecía. El problema, por
lo tanto, no era estético sino metafísico.

Junto a las actividades que producen obras, hay otras sin


obra −que Aristóteles ejemplifica en la visión y en el
conocimiento− en las cuales la enérgeia, en cambio, está en
el sujeto mismo. Va de suyo que estas son, para un griego,
superiores a las otras, una vez más, no porque este pueblo
no fuera capaz de apreciar la importancia de las obras de
arte respecto del conocimiento y del pensamiento, sino
porque en las actividades improductivas, como es
precisamente el pensamiento [la teoría], el sujeto posee
perfectamente su fin. La obra, el érgon, de algún modo es,
por el contrario, un obstáculo que expropia al agente de su
enérgeia, que reside no en él, sino en la obra. La praxis, la
acción que tiene su fin en sí misma, es por ello, como
Aristóteles no se cansa de reiterar, de algún modo superior
a la poíesis, a la actividad productiva, cuyo fin está en la
obra. La enérgeia, la operación perfecta, es sin obra y tiene
su lugar en el agente. (Los antiguos distinguían consecuen-
temente las artes in effectu [habilidades en efecto], como la
pintura y la escultura, que producen una cosa, de las artes
actuosae [habilidades prácticas], como la danza y el mimo,
que se agotan en su ejecución.)

Me parece que esta concepción del actuar humano


contiene en sí el germen de una aporía que tiene que ver
con el lugar propio de la enérgeia humana, que en un. caso
−en la poíesis− reside en la obra, y en el otro, en el agente.
Que no se trata de un tema irrelevante, o que, en todo caso,
Aristóteles no lo consideraba así, está, demostrado en la
Ética nicomaquea, donde el filósofo se pregunta si existe
algo así como un érgon, una obra que defina al ser humano
como tal, en el sentido en el que la obra del zapatero es
hacer el zapato, la del flautista es tocar la flauta y la del
arquitecto, construir una casa. ¿O deberíamos decir, se
pregunta Aristóteles? que mientras que el zapatero, el
flautista y el arquitecto tienen cada uno su obra, el ser
humano como tal, en cambio, nace sin obra? Aristóteles
descarta de inmediato esa hipótesis, que a mi entender es
interesantísima, y responde que la obra del ser humano es
la enérgeia del alma según el lógos, es decir, una vez más,
una actividad sin obra; o donde la obra coincide con su
propio ejercicio porque ya está, siempre en−obra. Pero,
podríamos preguntar, ¿qué sucede entonces con el
zapatero, el flautista, el artista, en suma, el ser humano en
cuanto technítes y constructor de objetos? ¿No será acaso
un ser condenado a la escisión porque habrá en él dos obras
distintas, una que le compete en cuanto ser humano y otra,
exterior, que le compete en cuanto productor?

Si comparamos esta concepción de la obra de arte con la


nuestra, podemos decir que lo que nos separa de los griegos
es que, en cierto punto, a través de un lento proceso cuyos
inicios podemos hacer coincidir con el Renacimiento, el arte
se salió de la esfera de las actividades que tienen su
enérgeia fuera de ellas, en una obra, y se desplazó hacia el
ámbito de aquellas actividades que, como el conocimiento
y la praxis, tienen en sí mismas su enérgeia, su ser−en−obra.
El artista ya no es banáusos, obligado a buscar su
completitud fuera de sí en la obra, sino, como el teórico,
reivindica ahora el dominio y la titularidad de su actividad,
creativa.

Tal vez el momento crítico en que esta transformación


encuentra su condición de posibilidad se da cuando, a partir
del fin del mundo clásico y luego cada vez más a menudo en
la teología medieval, se abre paso la concepción (a la que
Erwin Panofsky le dedicó un estudio ejemplar) según la cual
el arte no reside en la obra sino en la mente del artista y,
más precisamente, en la idea por la que se guía al realizar
su obra. La fuerza de esta concepción es que tenía su
modelo en la creación divina. Así como la casa preexiste en
la mente del arquitecto −escribe Tomás de Aquino−, de igual
modo Dios creó el mundo conforme al modelo o la idea que
existía en su mente. De este paradigma deriva la
desafortunada transposición del vocabulario teológico de la
creación en la actividad artística, que a la sazón nadie había
soñado con definir como creativa. Y es significativo que
precisamente la praxis del arquitecto haya desempeñado un
papel decisivo en la elaboración de este paradigma (lo que
significa, quizá, que quien ejerce la arquitectura debería ser
particularmente cuidadoso cuando reflexiona sobre su
práctica; la centralidad y al mismo tiempo la
problematicidad de la noción de “proyecto” deberían
considerarse en esta perspectiva).

Pero lo que el artista ha ganado por una parte −la inde-


pendencia respecto de la obra− lo pierde, por así decirlo,
por la otra. Si posee en sí mismo su enérgeia y puede afirmar
así su superioridad por sobre la obra, esta se le vuelve en
cierto sentido accidental, se transforma en un remanente
de algún modo no necesario de su actividad creativa.
Mientras en Grecia el artista es una especie de remanente
dudoso o un presupuesto de la obra, en la Modernidad, la
obra es de algún modo un remanente dudoso de la actividad
creativa y del genio del artista.

El lugar de la obra de arte se ha fragmentado. Érgon y


enérgeia se disocian, y el arte −concepto cada vez más enig-
mático que la estética transformará luego en un auténtico
misterio− ya no reside en la obra sino también y ante todo
en la mente del artista.

La hipótesis que querría sugerir, llegado a este punto, es


que el érgon y la enérgeia, la obra y la operación creativa,
son nociones complementarias y, sin embargo, estancas,
que forman, teniendo al artista como su medio, aquella que
propongo llamar la “máquina artística” de la Modernidad; y
no es posible, aunque se intente hacerlo una y otra vez,
separarlas, ni hacerlas coincidir ni, mucho menos, jugar a
una en contra de la otra. Es decir, se trata de algo así como
un nudo borromeo que estrecha a la vez a la obra, al artista
y a la operación; y como en todo nudo borromeo es
imposible separar uno de los tres elementos que lo
componen sin romper irreversiblemente todo el nudo.

Quería invitarlos ahora a que nos desplacemos a Ale-


mania, a principios de la década de 1920, pero no a los
desórdenes y a los tumultos que marcan en esa época la
vida de las grandes ciudades alemanas, sino al silencio y
recogimiento de la abadía benedictina de [Santa] María
Laach en Renania. Aquí, un oscuro monje, Odo Casel,
publica en 1923 (el mismo año en que Duchamp termina o,
más bien, abandona en un estado de “definitiva
incompletitud” El gran vidrio) Die Liturgie als Mysterienfeier
[La liturgia como celebración de los misterios], una suerte
de manifiesto de lo que más tarde sería definido como
Movimiento Litúrgico.

Los primeros treinta años del siglo XX fueron bautizados


con razón como “la época de los movimientos”. Y, no sólo
esto, tanto a la izquierda como a la derecha de los
alineamientos políticos, los partidos les ceden su sitio a los
movimientos (tanto el fascismo cuanto el movimiento
obrero se definen como tales), pero también en el arte, en
las ciencias (cuando, en 1914, Freud intentó definir el
psicoanálisis, no encontró nada mejor que “movimiento
psicoanalítico”) y en cada aspecto de la cultura los movi-
mientos sustituyen a las escuelas y a las instituciones. Es en
este contexto en el que “la renovación de la Iglesia a partir
del espíritu de la liturgia” emprendida por María Laach
terminó por definirse como liturgische Bewegung
[movimiento litúrgico], precisamente como muchas
vanguardias de aquellos años se consideraban “movimien-
tos” artísticos o literarios.

La asimilación de la práctica de las vanguardias a la de la


liturgia, de los movimientos artísticos al movimiento
litúrgico no es un pretexto. La doctrina de Casel en efecto se
basa en la idea, de que la liturgia (nótese que el término
griego leitourgía significa, “obra”, “servicio público”, pro-
veniente de Idos, “pueblo”, y érgon) es esencialmente un
“misterio”, pero para Casel “misterio” no significa en modo
alguno enseñanza oculta o doctrina secreta. En su origen,
así como en los misterios eleusinos que se celebraban en la
Grecia, clásica, misterio significa una praxis, una especie de.
acción teatral, conformada, por gestos y palabras que se
cumplen en el tiempo y en el mundo para la salvación hu-
mana. El cristianismo no es, por lo tanto, una “religión” o
una “confesión” en el sentido moderno del término, o sea,
un conjunto de verdades y dogmas que han de reconocerse
y profesarse: es, por el contrario, un “misterio”, es decir,
una actio [acción] litúrgica, una performance, cuyos actores
son Cristo y su cuerpo místico, la Iglesia. Y esta acción es, sí,
una praxis especial, pero, a la vez, define la actividad huma-
na más universal y más verdadera, en la que está en− juego
la salvación de quien la lleva a cabo y de quienes participan
en ella. La liturgia deja de figurar, desde esta perspectiva,
como la celebración de un rito exterior, que tiene su verdad
en otro lugar (en la fe y en el dogma): al contrario, sólo en
el cumplimiento hic et nunc de esta acción absolutamente
performativa, que realiza una y otra vez lo que significa, el
creyente puede encontrar su verdad y su salvación.

Según Casel, en efecto, la liturgia (por ejemplo, la


celebración del sacrificio eucarístico en la misa) no es una
“representación” o una “conmemoración” del aconteci-
miento saivífico: es ella misma el acontecimiento. No se
trata de una representación en sentido mimético sino de
una (re)presentación1 en la cual la acción salvífica [Heilstat]
de Cristo se hace efectivamente presente a través de los
símbolos y las imágenes que la significan. Por eso la acción
litúrgica actúa, como se dice, ex opere operato [por la obra
hecha], o sea, por el hecho mismo de cumplirse en ese mo-
mento y en ese lugar, independientemente de las
cualidades morales del celebrante (aunque este fuese un
criminal −si, por ejemplo, bautizara a una mujer con la
intención de abusar de ella−, el acto litúrgico no perdería
por ello su validez).

Es a partir de esa concepción “mistérica” de la religión que

1 Re−presentación en el sentido de nueva presentación [N. de T.].


querría proponerles la hipótesis de que entre la acción
sagrada de la liturgia y la praxis de las vanguardias artísticas
y del arte llamado contemporáneo existe algo más que una
simple analogía. Ya en las últimas décadas del siglo XIX se
había suscitado que los artistas le prestaran especial aten-
ción a la liturgia, en particular en aquellos movimientos
artísticos y literarios que suelen definirse en términos tan
vagos como los de “simbolismo”, “esteticismo” o “decaden-
tismo”.

En paralelo con el proceso que, con el surgimiento de la


industria cultural, empuja, a los seguidores de un arte puro
hacia los márgenes de la producción social, artistas y poetas
(baste mencionar, entre estos últimos, a Mallarmé)
comienzan a considerar la práctica de aquellos como la ce-
lebración de una liturgia, liturgia en el sentido propio del
término, en la medida, en que supone tanto una dimensión
soteriológica, en la que parece tratarse de la salvación
espiritual del artista, como la dimensión performativa, en la
que la actividad creativa asume la forma de un auténtico
ritual, desvinculado de todo sentido social y eficaz por el
simple hecho de celebrarse.

En todo caso, es también y sobre todo ese segundo


aspecto el que retoman decididamente las vanguardias del
siglo XX, que constituyen una radicalización extrema y, a
veces, una parodia de aquellos movimientos. Creo que no
digo nada extravagante si propongo la hipótesis de que las
vanguardias y sus derivas contemporáneas ganan si se leen
como la lúcida y muchas veces consciente reproducción de
un paradigma esencialmente litúrgico.

Así como, según Casel, la celebración litúrgica no imita o


representa el acontecimiento salvífico, sino que ella misma
es ese acontecimiento, del mismo modo lo que define la
praxis de las vanguardias del siglo XX y de sus vertientes
contemporáneas es el resuelto abandono del paradigma
mimético−representativo en nombre de una pretensión
genuinamente pragmática. La acción del artista, se
emancipa de su tradicional fin productivo o reproductivo y
se convierte en una perfomance absoluta, en una pura
“liturgia” que coincide con la propia celebración y es eficaz
ex opere operato y no por las cualidades intelectuales o
morales del artista.

En un célebre pasaje de la Ética nicomaquea, Aristóteles


había distinguido entre el hacer [poíesis], que busca un fin
externo (la producción de una obra), y el actuar [práxis], que
tiene en sí mismo (en el actuar bien) su fin. Entre estos dos
modelos, liturgia y performance insinúan un híbrido tercero,
en el cual la acción misma pretende presentarse como obra.

En este punto, para ir al tercer momento de esta ar-


queología sumaria que estoy presentando, debemos viajar
a la Nueva York de alrededor de 1916. Aquí, un señor que
no sabría cómo definir, tal vez un monje como Casel, en
cierto modo un asceta, ciertamente no un artista, llamado
Marcel Duchamp, inventa el ready−made. Tal como había
comprendido Giovanni Urbani, Duchamp, al proponer esos
actos existenciales (y no obras de arte) que son los
ready−made, sabía perfectamente que no operaba como
artista. También sabía que el camino del arte estaba blo-
queado por un obstáculo infranqueable, que era el arte
mismo, constituido ya desde la estética, como una realidad
autónoma. En los términos de esta arqueología, yo diría que
Duchamp había comprendido que aquello que el arte
bloqueaba era precisamente eso que he definido como
máquina artística, que había alcanzado su masa crítica en la
liturgia de las vanguardias.

¿Qué hace Duchamp para hacer que explote o al menos


para desactivar la máquina obra−artista−operación? Toma
un objeto de uso cualquiera, como puede ser un urinario, e
introduciéndolo en un museo lo fuerza a presentarse como
una obra de arte. Como es natural −excepto por el breve
instante que dura el efecto de extrañamiento y sorpresa−,
en realidad aquí nada se hace presente: ni la obra, porque
se trata de un objeto de uso cualquiera de producción
industrial; ni la operación artística, porque de ninguna
manera existe poíesis, producción; ni tampoco el artista, ya
que aquel que etiqueta con un irónico nombre falso el
mingitorio no actúa como artista sino, en todo caso, como
filósofo o como crítico o, como le gustaba decir a Duchamp,
como “alguien que respira”, un simple viviente. El
ready−made ya no tiene lugar, ni en la obra de arte ni en el
artista, ni en el érgon ni en la enérgeia, sino tan sólo en el
museo, que en este punto adquiere un rango y un valor
decisivos.

Lo que ocurrió después fue que una congregación,


lamentablemente aún activa, de hábiles especuladores y de
ingenuos transformó el ready−made en obra de arte. No es
que de veras hayan conseguido volver a poner en
movimiento la máquina artística −esta ya gira en el vacío−
sino que la apariencia de un movimiento logra alimentar,
creo que no por mucho tiempo más, esos templos del
absurdo que son los museos de arte contemporáneo.

No pretendo decir que el arte contemporáneo −o, mejor,


el arte después de Duchamp− no presenta un interés. Al
contrario, lo que este saca a la luz acaso sea el aconteci-
miento más interesante que pueda imaginarse: la aparición
del conflicto histórico, en todo sentido decisivo, entre el
arte y la obra, entre la enérgeia y el érgon. Mi crítica, si de
crítica puede hablarse, apunta a la perfecta irresponsabili-
dad con la que muchos artistas y curadores con frecuencia
eluden confrontarse con ese acontecimiento y fingen que
todo sigue igual que antes.

Ahora querría concluir mi breve arqueología de la obra de


arte sugiriendo que se abandone la máquina artística a su
destino. Y, con ella, abandonar también la idea de que existe
algo semejante a una actividad humana suprema que, a
través de un sujeto, se realiza en una obra o en una enérvela
que de ella extraen su incomparable valor. Ello implica que
vuelva a dibujarse el mapa del espacio donde la Modernidad
ha situado al objeto y sus facultades.

Artista o poeta no es aquel que tiene la potencia o la


facultad de crear, que un buen día, a través de un acto de la
voluntad u obedeciendo a un mandato divino (la voluntad,
en la cultura occidental, es el dispositivo que permite
atribuir las acciones y las técnicas a un sujeto como de su
propiedad), decide, como el Dios de los teólogos, no se sabe
cómo ni por qué, poner en obra. Y, al igual que el poeta y el
pintor, también el carpintero, el zapatero, el flautista y, en
fin, cualquier persona, es titular trascendente no de una
capacidad de actuar o de producir obras: más bien son seres
vivientes que, en el uso y sólo en el uso de sus miembros así
como del mundo que los rodea, tienen la experiencia de sí y
se constituyen como formas de vida.

El arte no es sino el modo en que el anónimo al que


llamamos artista, manteniéndose en constante relación con
una práctica, busca constituir su vida como una forma de
vida: la vida del pintor, del carpintero, del arquitecto, del
contrabajista, en las que, como en toda forma−de−vida, lo
que está en cuestión es nada menos que su felicidad.
II. ¿QUÉ ES EL ACTO DE CREACIÓN? 2

El título “¿Qué es el acto de creación?” retoma el de una


conferencia que Gilles Deleuze dictó en París en marzo de
1987. Deleuze definía el acto de creación como un “acto de
resistencia”. Ante todo, resistencia a la muerte, pero tam-
bién resistencia al paradigma de la información, a través del
cual se ejerce el poder en la sociedad que el filósofo, para
distinguirla de la sociedad disciplinaria analizada por
Foucault, llama “sociedad de control”. Cada acto de
creación resiste a algo; por ejemplo, dice Deleuze, la música
de Bach es un acto de resistencia a la separación de lo
sagrado y lo profano.

Deleuze no define qué significa “resistir”, y parece dar al


término el significado corriente de oponerse a una fuerza, o
2 El texto “¿Qué es el acto de creación?”, proviene el volumen El fuego
y el relato y aquí se publica por cortesía de editorial Nottetempo.
a una amenaza exterior. En el Abecedario, en la
conversación sobre la palabra “resistencia”, agrega, a
propósito de la obra de arte, que resistir siempre significa
liberar una potencia de vida que había sido aprisionada u
ofendida; también aquí, no obstante, falta una verdadera
definición del acto de creación como acto de resistencia.

Después de tantos años dedicados a leer, escribir y es-


tudiar, ocurre, de vez en cuando, que comprendemos cuál
es nuestro modo especial −si tenemos uno− de proceder en
el pensamiento y en la investigación. Se trata, en mi caso,
de percibir aquello que Feuerbach llamaba la “capacidad de
desarrollo” contenida en la obra de los autores que amo. El
elemento genuinamente filosófico contenido en una obra
−ya sea obra de arte, de ciencia, de pensamiento− es su
capacidad para ser desarrollada, algo que ha quedado −o ha
sido intencionalmente abandonado− no dicho, y que
debemos saber encontrar y recoger. ¿Por qué me fascina la
búsqueda de ese elemento susceptible de ser desarrollado?
Porque si se va hasta las últimas consecuencias de este prin-
cipio metodológico, se llega fatalmente a un punto en el que
no es posible distinguir entre aquello que es nuestro y
aquello que pertenece al autor que estamos leyendo. Alcan-
zar esa zona impersonal de indiferenciación en la que todo
nombre propio, todo derecho de autor y toda pretensión de
originalidad desaparecen, me llena de alegría.

Intentaré, entonces, examinar aquello que quedó no


dicho en la idea deleuziana del acto de creación como acto
de resistencia y, de este modo, buscaré continuar y
proseguir, obviamente bajo mi completa responsabilidad, el
pensamiento de un autor que amo.

Debo anticipar que experimento un cierto malestar frente


al uso, desafortunadamente muy extendido en la
actualidad, del término “creación” referido a las prácticas
artísticas. Mientras investigaba, la genealogía de este uso,
descubrí, no sin cierta sorpresa, que les cabía una parte de
la responsabilidad a los arquitectos. Cuando los teólogos
medievales deben explicar la creación del mundo, recurren
aun ejemplo que ya había sido utilizado por los estoicos. Así
como la casa preexiste en la mente del arquitecto, escribe
Tomás, de igual modo Dios ha creado el mundo, mirando el
modelo que estaba en su mente. Por supuesto, Tomás hacía
todavía una distinción entre el creare ex nihilo [crear desde
la nada], que define la creación divina, y el facere de materia
[hacer de la materia], que define el hacer humano. En todo
caso, sin embargo, la comparación entre el acto del
arquitecto y el acto de Dios ya contiene, en germen, la
transposición del paradigma de la creación a la actividad del
artista.

Por eso prefiero hablar más bien de acto poético, y si por


comodidad sigo sirviéndome del término “creación”,
querría que fuese entendido sin ningún énfasis, con el
simple sentido de poíein, “producir”.
Entender la resistencia sólo como oposición a una fuerza
externa no me parece suficiente para una comprensión del
acto de creación. En un proyecto de prefacio a las
Philosiphische Bemerkungen [Observaciones filosóficas],
Wittgenstein observó cómo tener que resistir a la presión y
a las fricciones que una época de incultura −como era para
él la suya y, sin duda, para nosotros, la nuestra− opone a la
creación, conduce a la dispersión y a la fragmentación de las
fuerzas del individuo. Todo esto es tan cierto que Deleuze,
en el Abecedario, sintió la necesidad de precisar que el acto
de creación tiene una relación constitutiva con la liberación
de una potencia.

No obstante, creo que la potencia que el acto de creación


libera debe ser una potencia interna al acto mismo, como
también debe ser interno a este el acto de resistencia. Sólo
de este modo se vuelven comprensibles la relación entre la
resistencia y la creación, y entre la creación y la potencia.

El concepto de potencia tiene, en la filosofía occidental,


una larga historia que puede comenzar con Aristóteles.
Aristóteles opone −y, así, vincula− la potencia [dynamis] al
acto [enérgeia], y esta, oposición, que marca tanto su
metafísica como su física, la legó, primero a la filosofía y
luego a la ciencia medieval y moderna. A través de esta
oposición, Aristóteles explica aquello que nosotros
llamamos actos de creación, que para él coincidían de
manera más sobria con el ejercicio de las technaí [artes, en
el sentido más general de la palabra]. Los ejemplos a los que
recurre para ilustrar el pasaje de la potencia al acto son, en
este sentido, significativos: el arquitecto [oikodómos], el
citarista, el escultor, pero también el gramático y, en
general, cualquiera que posea un saber o una técnica. La
potencia de la que habla Aristóteles en el libro IX de la
Metafísica y en el libro II del De anima no es, entonces, la
potencia entendida en sentido genérico, con arreglo a la
cual decimos que un niño puede convertirse en arquitecto
o escultor, sino aquella que compete a quien ya ha
adquirido el arte o el saber correspondiente. Aristóteles
llama a esta potencia héxis, de echo, “tener”: el hábito, es
decir, la posesión de una capacidad o de una habilidad.

Aquel que posee −o que tiene el hábito de− una potencia,


puede tanto ponerla como no ponerla en acto. La potencia
−esta es la tesis genial, aun cuando en apariencia resulta
obvia, de Aristóteles− se define esencialmente por la
posibilidad de su no−ejercicio. El arquitecto es potente en la
medida en que puede no construir; la potencia es una
suspensión del acto. (En política esto es bien sabido, y existe
incluso una figura llamada “provocador” que tiene.
justamente la tarea de obligar, a quien tiene el poder, a
ejercerlo, a ponerlo en acto). Así es como responde, en la
Metafísica, a las tesis de los megáricos, quienes afirmaban,
por otra parte, no sin buenas razones, que la potencia existe
sólo en el acto [enérgei mono dynastai, otan me énergei ou
dynastai] (Met. 1046b29−30). Si eso fuese verdad, objeta
Aristóteles, no podríamos considerar arquitecto, cuando no
construye, al arquitecto, ni llamar médico, en el momento
en el que no está ejerciendo su arte, al médico. Lo que está
en cuestión es el modo de ser de la potencia, que existe bajo
la forma de la héxis, del control sobre una privación. Existe
una forma, una presencia de aquello que no está en acto, y
esta presencia privativa es la potencia. Como Aristóteles
afirma sin reservas en un pasaje extraordinario de su Física:
“La stéresis, la privación, es como una forma” [eidòs ti]
(Phys. 193b 19−20).

Siguiendo su gesto característico, Aristóteles extrema esta


tesis hasta el punto en el que esta parece casi transformarse
en una aporía. Del hecho de que la potencia se defina por la
posibilidad de su no−ejercicio, él extrae la consecuencia de
una constitutiva pertenencia reciproca entre la potencia y la
impotencia. “La impotencia [adynamía] −escribe (Met. 1046
a29−32)− es una privación contraria a la potencia [dynamis],
Toda potencia es impotencia de lo mismo y según lo mismo
(de lo cual es potencia) [toü autoü kai katá to auto pasa
dynamis adynamis adynamiai], “impotencia”, no significa
aquí ausencia de toda potencia, sino potencia−de−no (pasar
al acto), dynamis me enérgein. La tesis define, pues, la
ambivalencia específica de toda potencia humana que, en
su estructura originaria, se mantiene en relación con la
propia privación y es siempre −y con respecto a la misma
cosa− potencia de ser y de no ser, de hacer y de no hacer.
Esa relación constituye, para Aristóteles, la esencia de la
potencia. El viviente, que existe en el modo de la potencia,
puede su propia impotencia, y sólo de este modo posee su
propia potencia. Puede ser y hacer, porque se mantiene en
relación con su propio no ser y no hacer. En la potencia, la
sensación es constitutivamente anestesia; el pensamiento,
no−pensamiento; la obra, inoperosidad.

Si recordamos que los ejemplos de la potencia−de−no son


casi siempre extraídos del ámbito de las técnicas y de los
saberes humanos (la gramática, la música, la arquitectura,
etcétera), entonces podemos decir que el ser humano es el
viviente que existe de modo eminente en la dimensión de la
potencia, del poder y del poder−no. Toda potencia humana
es, al mismo tiempo y desde su origen, impotencia; todo
poder−ser o poder−hacer está, para el ser humano,
constitutivamente en relación con la propia privación.

Si regresamos a nuestra pregunta acerca del acto de


creación, eso significa que este no puede ser comprendido
en modo alguno, según la representación corriente, como
un simple tránsito de la potencia al acto. El artista no es
aquel que posee una potencia de crear que, en determinado
momento, decide, no se sabe cómo y por qué, realizarla y
ponerla en acto. Si toda potencia es constitutivamente
impotencia, potencia−de−no, ¿cómo podrá suceder el
pasaje al acto? Puesto que el acto de la potencia de tocar el
piano para el pianista es, sin duda, la ejecución de una pieza
en el instrumento, ¿qué sucede con la potencia de no tocar
en el momento en que comienza a tocar? ¿Cómo se realiza
una potencia de no tocar?

Ahora podemos comprender de un modo nuevo la


relación entre la creación y la resistencia de la que hablaba
Deleuze. Hay, en todo acto de creación, algo que resiste y
se opone a la expresión. Resistir, del latín sisto, etimológi-
camente significa “detener, mantener firme” o “detenerse”.
Este poder que mantiene y detiene la potencia en su mo-
vimiento hacia el acto es la impotencia, la potencia−de−no.
La potencia es, pues, un ser ambiguo, que no sólo puede
tanto una cosa cuanto su contraria, sino que contiene en sí
misma una íntima e irreductible resistencia.

Si esto es cierto, debemos entonces observar el acto de


creación como a un campo de fuerza tendido entre la
potencia y la impotencia, el poder y el poder−no, el actuar y
el resistir. El ser humano puede dominar su potencia y tener
acceso a ella sólo a través de su impotencia; pero
−precisamente por este motivo− en realidad no se da ese
dominio sobre la potencia; y ser poeta significa estar a
merced de su propia impotencia.

Sólo una potencia que puede tanto la potencia cuanto la


impotencia es entonces la potencia suprema. Si toda
potencia es tanto potencia de ser cuanto potencia de no ser,
el pasaje al acto sólo puede suceder transportando al acto
la propia potencia−de−no. Esto significa que, si a cada
pianista le pertenece necesariamente la potencia de tocar,
y la de no tocar, Glenn Gould es, sin embargo, sólo aquel
que puede no tocar y, dirigiendo su potencia no sólo al acto
sino a su impotencia misma, toca, por así decirlo, con su
potencia de no tocar. Ante la capacidad, que simplemente
niega y abandona la propia potencia de no tocar, y el
talento, que sólo puede tocar, la maestría conserva y ejerce
en el acto no su potencia de tocar, sino la de no tocar.

Ahora examinemos de forma más concreta la acción de la


resistencia en el acto de creación. Así como lo inexpresivo
en Benjamin, que despedaza en la obra la pretensión de la
apariencia de plantearse como totalidad, también la
resistencia actúa como una instancia crítica que frena el
impulso ciego e inmediato de la potencia hacia el acto y, de
este modo, impide que ella se resuelva y se agote inte-
gralmente en este. Si la creación fuese sólo potencia−de,
que únicamente puede pasar ciegamente al acto, el arte se
reduciría a ejecución, que procede con falsa desenvoltura
hacia la forma concluida porque ha quitado la resistencia de
la potencia−de−no. Contrariamente a un difundido
equívoco, la maestría no es la perfección formal, sino,
justamente, por el contrario, la conservación de la potencia
en el acto, la salvación de la imperfección en la forma
perfecta. En la tela del maestro o en la página del gran
escritor, la resistencia de la potencia−de−no se imprime en
la obra como el íntimo manierismo presente en toda obra
maestra.
Es en este poder−no que en definitiva se basa toda ins-
tancia propiamente crítica: lo que el error de gusto vuelve
evidente es siempre una carencia no tanto en el plano de la
potencia−de, sino en el del poder−no. Quien carece de
gusto no logra abstenerse de algo, la carencia de gusto es
siempre un no poder no hacer.

Lo que imprime en la obra el sello de la necesidad es, pues,


precisamente lo que podía no ser o podía ser distinto: su
contingencia. Aquí no se trata de los arrepentimientos que
la radiografía muestra en la tela bajo las capas de color, ni
de las primeras versiones o de las variantes anotadas en el
manuscrito: se trata, más bien, de ese “temblor ligero,
imperceptible” en la inmovilidad misma de la forma que,
según Focillon, es la marca distintiva del estilo clásico.

Dante resumió en un verso este carácter dual de la


creación poética: l’artista / ch’a l’abito de l´arte e man che
trema [el artista / que tiene el hábito del arte tiene mano
que tiembla] (según otra lección, que me parece facilior
[más fácil]: chha l’abito de l’arte e man che trema [que tiene
el hábito del arte y mano que tiembla]). En la perspectiva
que aquí nos interesa, la aparente contradicción entre el
hábito y la mano no es un defecto, sino que expresa, a la
perfección la estructura doble de todo auténtico proceso
creativo, íntimamente suspendido entre dos impulsos
contradictorios: el impulso y la resistencia, la inspiración y
la crítica. Y esta contradicción impregna todo el acto
poético, desde el momento en que ya el hábito contradice
de algún modo a la inspiración, que proviene de otro sitio y
por definición no puede ser dominada en un hábito. En este
sentido, la resistencia de la potencia−de−no, al desactivar el
hábito, permanece fiel a la inspiración, casi le impide
cosificarse en la obra: el artista inspirado no tiene obra. Y,
sin embargo, la potencia−de−no a su vez no puede ser
dominada y transformada, en un principio autónomo que
terminaría impidiendo toda obra. Lo decisivo es que la obra
siempre resulte a partir de una dialéctica entre estos dos
principios íntimamente unidos.

En un libro notable, Simondon escribió que el ser humano,


por así decirlo, es un ser de dos fases, que resulta, de la
relación entre una parte no individualizada e impersonal y
una parte individual y personal. Lo preindividual no es un
pasado cronológico que, en determinado momento, se
realiza y resuelve en el individuo: coexiste con este y le es
irreductible.

Es posible pensar, desde esta perspectiva, el acto de


creación como una complicada dialéctica entre un elemento
impersonal, que precede y aventaja al sujeto individual, y un
elemento personal, que obstinadamente se le resiste. Lo
impersonal es la potencia−de, el genio que impulsa hacia la
obra y la expresión; la potencia−de−no es la reticencia que
lo individual opone a lo impersonal, el carácter que
tenazmente resiste a la expresión y la marca con su
impronta. El estilo de una obra no depende sólo del
elemento impersonal, de la potencia creativa, sino también
de eso que resiste y casi entra en conflicto con ella.

La potencia−de−no no niega, sin embargo, la potencia y la


forma, pero, a través de su resistencia, de algún modo las
expone, así como la maniera, no se opone simplemente al
estilo, sino que puede, en ocasiones, resaltarlo.

El verso de Dante es, en este sentido, una profecía que


anuncia la pintura tardía de Tiziano, como se muestra, por
ejemplo, en la Anunciación de la iglesia de San Salvador.

Quien ha observado esta extraordinaria tela no puede de-


jar de sorprenderse por el modo en el cual, no sólo en las
nubes que desde lo alto se imponen a las dos figuras, sino
que incluso en las alas del ángel, el color se espesa y, a la
vez, se aligera, en eso que con razón ha sido definido como
un magma crepitante, donde “las carnes son trémulas” y
“las luces combaten con las sombras”. No sorprende que
Tiziano haya firmado esta obra con una fórmula inhabitual,
Titianus fecitfecit: “la hizo y la rehízo”, es decir, casi la
deshizo.

El hecho de que las radiografías hayan revelado bajo esta


escritura la fórmula usual faciebat no significa
necesariamente que se trate de un añadido posterior. Es
posible, al contrario, que Tiziano la haya borrado
justamente para subrayar la particularidad de su obra que,
como proponía Ridolfi, quizá haciendo referencia a una
tradición oral que podía remontarse al propio Tiziano,
quienes la encargaron la habían considerado “no [...]
ejecutada a la perfección”.

Desde esta perspectiva, es posible que la escritura que se


lee en bajo relieve debajo del florero, ignis ardens non
comburens [un fuego que arde, pero no se consume], que
alude al episodio de la zarza ardiente en la Biblia y que,
según los teólogos, simboliza la virginidad de María, pueda
haber sido introducida por Tiziano precisamente para
subrayar el carácter particular del acto de creación, que
ardía sobre la superficie de la tela sin por ello consumirse,
metáfora perfecta de una potencia que arde sin agotarse.

Es por este motivo que su mano tiembla, pero este tem-


blor es la maestría suprema. La potencia es eso que tiembla
y casi danza en la forma: ignis ardens non comburens.

De aquí la pertinencia de aquellas figuras de la creación


tan frecuentes en Kafka, en las cuales el gran artista es defi-
nido precisamente por una absoluta incapacidad respecto
de su arte. Es, por una parte, la confesión del gran nadador:
“Aunque ostento un récord mundial, si se me pregunta
cómo lo he conquistado, no sabría responder de manera
satisfactoria. Porque, en realidad, no sé nadar. Siempre he
querido aprender, pero nunca he tenido la ocasión”.

Por la otra, la extraordinaria cantante del pueblo de los


ratones, Josefina, que no sólo no sabe cantar, sino que a
duras penas puede silbar como todos sus semejantes, y, sin
embargo, precisamente de este modo “logra efectos que un
artista −del canto en vano procuraría entre nosotros y que
justamente se les conceden sólo a sus medios
insuficientes”.

Acaso nunca como en los casos de estas figuras la


concepción corriente del arte como un saber o un hábito se
haya cuestionado tan radicalmente: Josefina canta con su
impotencia de cantar, como el gran nadador nada con su
incapacidad de nadar.

La potencia−de−no no es otra potencia junto con la


potencia−de: es su inoperosidad, aquello que resulta de la
desactivación del esquema potencia/acto. Hay, pues, un
nexo esencial entre la potencia−de−no y la inoperosidad. Así
como Josefina, a través de su incapacidad, de cantar, no
hace sino exhibir el silbo que todos los ratones saben hacer,
pero que, de este modo, “se libera de los lazos de la vida
cotidiana” y se muestra en su “verdadera esencia”,
igualmente la potencia−de−no, suspendiendo el pasaje al
acto, vuelve inoperosa la potencia y la exhibe como tal. El
poder no cantar es, ante todo, una suspensión y una
exhibición de la potencia de cantar que no se traspasa
simplemente al acto, sino que se dirige a sí misma. No
existe, pues, una potencia de no cantar que precede a la
potencia de cantar y debe, por lo tanto, anularse para que
la potencia pueda realizarse en el canto: la potencia−de−no
es una resistencia interna a la potencia, que impide que esta
se agote simplemente en el acto y la impulse a dirigirse
hacia sí misma, a hacerse potentia potentiae, a poder la
propia impotencia.

La obra −por ejemplo, Las Meninas− que resulta, de esta


suspensión de la potencia no representa sólo su objeto:
presenta, junto con este, la potencia −del arte− con el cual
ha sido pintada. Así, la gran poesía no dice sólo lo que dice,
sino el hecho de que lo está diciendo, la potencia y la
impotencia de decirlo. Y la pintura es suspensión y
exposición de la mirada, así como la poesía es suspensión y
exposición de la lengua.

El modo en el cual nuestra tradición ha pensado la


impotencia es la autorreferencia, el dirigirse de la potencia
hacia sí misma. En un famoso pasaje del libro Lambda de la
Metafísica (1074b 15−35), Aristóteles afirma que “el
pensamiento [nóesis, el acto de pensar] es pensamiento del
pensamiento [noéseos noesis]. La fórmula aristotélica no
significa que el pensamiento se tome como objeto a sí
mismo (si así fuese, se tendría −para parafrasear la termi-
nología lógica− por una parte un metapensamiento y, por la
otra, un pensamiento−objeto, un pensamiento pensado y
no pensante).

La aporta, como Aristótetes sugiere, concierne a la natu-


raleza misma del noûs que, en el De anima, había sido de-
finido como un ser de potencia (“no tiene otra naturaleza
que ser potente” y “ninguno de los entes está en acto antes
de pensar”, De an., 429a21−24) y, en un pasaje de la Meta-
física, se define en cambio como puro acto, pura nóesis−.
“Se piensa, pero piensa algo que lo gobierna, su esencia no
será el acto del pensamiento [nóesis, el pensamiento
pensante], sino la potencia, y no será entonces lo mejor [...]
Si este no es pensamiento pensante, sino potencia,
entonces la continuidad del acto de pensar le resultaría
penosa”.

La aporía se resuelve si recordamos que en De anima el


filósofo había escrito que el noûs, cuando vuelve en acto
cada uno de los inteligibles, “sigue siendo de algún modo
potencia [...] y puede entonces pensarse a sí mismo” (De
an., 429b9−10). Mientras que, en Metafísica, el pensamien-
to se piensa a sí mismo (es decir, se tiene un acto puro), en
De anima se tiene, en cambio, una potencia que, en la
medida en que puede no pasar al acto, permanece libre,
inoperosa, y puede, así, pensarse a sí misma: algo así como
una potencia pura.

Es este remanente inoperoso de potencia lo que hace


posible el pensamiento del pensamiento, la pintura de la
pintura, la poesía de la poesía.

Si la autorreferencia implica, entonces, un exceso cons-


titutivo de la potencia sobre toda realización en el acto, es
necesario en cada ocasión no olvidar que pensar correcta-
mente la autorreferencia implica ante todo la desactivación
y el abandono del dispositivo sujeto/objeto. En el cuadro de
Velázquez o en el de Tiziano, la pintura (la pictura picta) no
es el objeto del sujeto que pinta (de la pictura píngens), así
como en Metafísica de Aristóteles el pensamiento no es el
objeto del sujeto pensante, lo que sería absurdo. Al
contrario, pintura de la pintura sólo significa que la pintura
(la potencia de la pintura, la pictura píngens) está expuesta
y suspendida, en el acto de la pintura, así como la−poesía de
la poesía significa que la lengua está expuesta y suspendida
en el poema.

Míe percato de que el término “inoperosidad” sigue


apareciendo una y otra vez en estas reflexiones sobre el
acto de creación. Quizá sea oportuno, en este punto, que
intente delinear al menos los elementos de algo que querría
definir como una “poética −o una política− de la
inoperosidad”. He añadido el término política porque el
intento de pensar la poíesis, el hacer de las personas, de un
modo diferente no puede no apelar también al modo en
que concebimos la política.

En un pasaje de la Ética nicomaquea (1097b22 y ss.),


Aristóteles se plantea el problema acerca de cuál es la obra
del ser humano y sugiere por un momento la hipótesis de
que este carece de una obra propia, de que es un ser
esencialmente inoperoso:
Así como para el flautista, para el escultor y para todo
artesano [techuites], y, en general, para todos los que
tienen una obra [érgon] y una actividad [praxis], lo
bueno [t’agathón] y el bien [tò eu] parecen [consistir] en
esta obra, así también debería ser para el ser humano,
admitiendo que haya para él algo así como una obra [ti
érgon]. ¿O deberá decirse que para el carpintero y el
zapatero hay una obra y una actividad, y que en cambio
el ser humano [como tal] no tiene ninguna, pero que ha
nacido sin obra [argos, “inoperoso”]?

Érgon en este contexto no significa simplemente “obra”,


sino lo que define la enérgeia, la actividad o el ser−en−acto
propio del ser humano. En el mismo sentido, ya Platón se
había preguntado por el érgon, la actividad específica, por
ejemplo, del caballo. La pregunta por la obra o por la
ausencia de obra en el ser humano tiene por lo tanto una
importancia estratégica decisiva dado que de ella depende
no sólo la posibilidad de asignarle una naturaleza y una
esencia propias, sino también, en la perspectiva de
Aristóteles, la posibilidad de definir su felicidad y por lo
tanto su política.

Como es natural, Aristóteles desestima de inmediato la


hipótesis de que el ser humano es un animal esencialmente
argos, inoperoso, que no se define por ninguna obra o
vocación.

Querría en cambio proponerles tomar en serio esa


hipótesis y pensar en consecuencia al ser humano como el
viviente sin obra. No se trata en modo alguno de una
hipótesis peregrina desde el momento en que, para gran
escándalo de los teólogos, politólogos y fundamentalistas
de cualquier tendencia y partido, esta no deja de resurgir en
la historia de nuestra cultura. Citaré sólo dos de estas
reapariciones en siglo XX, una en el ámbito de las ciencias,
el extraordinario opúsculo de Louis Bolk, profesor de
Anatomía en la Universidad de Ámsterdam, titulado Das
Problem der Menschwerdung [El problema de la
antropogénesis] (1926). Según Bolk, el ser humano no
desciende de un primate adulto sino de un feto de primate
que adquirió la capacidad de reproducirse. Es decir, el ser
humano es un cachorro de mono que se constituyó en una
especie autónoma. Esto explica el hecho de que, respecto
de otros seres vivientes, el humano sea y se mantenga,
siendo un ser de potencia, capaz de adaptarse a todos los
entornos, a todas las comidas y todas las actividades, sin
agotarse ni definirse en ninguna de ellas.

La segunda, esta vez procedente del campo de las artes,


es el singular opúsculo de Kazimir Malévich La pereza 3 como
verdad inalienable del hombre, en el cual, contra la tradición
que ve en el trabajo la realización del ser humano, la
inoperosidad se afirma como la “más alta forma de

3 La palabra rusa del título original se corresponde con pereza. En el


título en italiano, Agamben emplea, en vez de un equivalente de pereza, un
equivalente de inoperosidad [inoperositá]. [N. deT.].
humanidad”, de la que el blanco, último estadio alcanzado
por el suprematismo en la pintura, es el símbolo más
apropiado. Como todos los intentos de pensar la
inoperosidad, también este texto, y su antecedente directo,
El derecho a la pereza, de Paul Lafargue, en cuanto define la
inoperosidad sólo y contra el trabajo, quedan apresados en
una determinación negativa de su propio objeto. Mientras
que para los antiguos el trabajo −el negotium− era el que se
definía en negativo respecto de la vida contemplativa, el
otium, los modernos parecen ser incapaces de concebir la
contemplación, la inoperosidad y la fiesta de otro modo que
como descanso o como negación del trabajo.

Puesto que en cambio buscamos definir la inoperosidad


en relación con la potencia, y con el acto de creación, va de
suyo que no podemos pensarla como ociosidad o inercia,
sino como una praxis o una potencia especiales, que se
mantienen en relación constitutiva con la propia
inoperosidad.

Spinoza, en la Ética, emplea un concepto que me parece


útil para comprender de lo que estamos hablando. Llama
acquiescentia in se ipso “una alegría que nace de la
consideración de que el ser humano se contempla a sí
mismo y a su potencia de obrar” (IV, Prop. 52, Demos-
tración). ¿Qué significa contemplar la propia potencia de
obrar? ¿Qué es una inoperosidad que consiste en
contemplar la propia potencia de obrar?
Se trata −creo− de una inoperosidad interna, por así
decirlo, a la operación misma, de una praxis sui generis que,
en la obra, expone y contempla ante todo a la potencia, una
potencia que no precede a la obra, sino que la acompaña y
hace vivir y abre en posibilidades. La vida, que contempla la
propia potencia de obrar y de no obrar, se vuelve inoperosa
en todas sus operaciones, vive sólo su vivibilidad.

Se comprende entonces la función esencial que la


tradición de la filosofía occidental ha asignado a la vida
contemplativa y a la inoperosidad: la praxis propiamente
humana es aquella que, convirtiendo en inoperosas las
obras y funciones específicas del viviente, las hace, por así
decirlo, girar en el vacío y, de esta manera, las abre en
posibilidad. Contemplación e inoperosidad son, en este
sentido, los operadores metafísicos de la antropogenesis,
que, liberando al viviente ser humano de todo destino
biológico o social y de toda tarea predeterminada, lo vuel-
ven disponible para esa particular ausencia de obra que
estamos habituados a llamar “política” y “arte”. Política y
arte no son tareas ni simplemente “obras”: nombran, más
bien, la dimensión en la cual operaciones lingüisticas y
corpóreas, materiales e inmateriales, biológicas y sociales
son desactivadas y contempladas como tales.

Tengo la esperanza de que a esta altura lo que intentaba


decir al hablar de una “poética de la inoperosidad” esté un
poco más claro. Y, tal vez, el modelo por excelencia de esta
operación que consiste en volver inoperosas todas las obras
humanas es la propia poesía. ¿Qué es, en efecto, la poesía
sino una operación en el lenguaje, que desactiva y vuelve
inoperosas sus funciones comunicativas e informativas,
para abrirlas a un nuevo, posible uso? O, en palabras de
Spinoza, el punto en el cual la lengua, que ha desactivado
sus funciones utilitarias, reposa en sí misma, contempla su
potencia de decir. En este sentido, la Divina comedia de
Dante Alighieri, los Cantos de Giacomo Leopardi y La semilla
del llanto de Giorgio Caproni son la contemplación de la
lengua italiana, la sestina de Arnaut Daniel la contemplación
de la lengua provenzal, Trille y los poemas póstumos de
César Vallejo la contemplación de la lengua española, las
Iluminaciones de Arthur Rimbaud la contemplación de la
lengua francesa, los Himnos de Friedrich Hölderlin y las
poesías de Georg Trakl la contemplación de la lengua
alemana.

Y lo que la poesía realiza para la potencia de decir, la


política y la filosofía deben realizarlo para la potencia de
obrar. Volviendo inoperosas las operaciones económicas y
sociales, aquellas muestran qué puede el cuerpo humano,
lo abren a un nuevo, posible uso.

Spinoza definió la esencia de cada cosa como el deseo, el


conatus de perseverar en el propio ser. Si es posible
expresar una pequeña reserva respecto de un gran pensa-
miento, diría que me parece ahora que también en esta idea
spinoziana se necesita, como hemos visto para el acto de
creación, insinuar una resistencia. Sin duda, cada cosa desea
y se esfuerza por perseverar en su ser; pero, a la vez, se
resiste a este deseo, al menos por un ínstame lo vuelve
inoperoso y lo contempla. Se trata, una vez más, de una
resistencia interna al deseo, de una inoperosidad interna a
la operación, pero solo ella confiere al conatus su justicia y
su verdad. En una palabra −y esto es, al menos en el arte, el
elemento decisivo−, su gracia.
III. LO INAPROPIABLE

Querría hablarles de un concepto que es, por razones


obvias, sumamente actual y, al mismo tiempo, absolu-
tamente inactual. A decir verdad, esta coincidencia de
opuestos en un mismo término no debería sorprender: hace
algunos años, cuando reflexionaba precisamente sobre qué
era lo contemporáneo, debí llegar a la conclusión de que lo
contemporáneo es lo inactual, que algo es tanto más
urgente y cercano cuanto más parece excluido de aquello
que, con un término que a esta altura tiene una connotación
justamente despectiva, se llama la “actualidad”. Este
concepto actualísimo y al mismo tiempo inactual es
“pobreza”. Actualísimo, porque está en todas partes;
inactual, porque, en cuanto coincide con el disvalor
absoluto, parece que nuestro tiempo sólo puede pensar su
opuesto: la riqueza, y el dinero.

Me había dedicado al tema de la pobreza mientras


estudiaba los movimientos de los siglos XI y XII que cul-
minaron en el franciscanismo. Como sabemos, la pobreza
no sólo es reivindicada por los franciscanos como el bien
más alto (“altísima pobreza”), sino que esta coincidía
perfectamente con la forma de vida que los franciscanos
profesaban como propia y que Francisco había expresado a
través de las fórmulas vivere ine proprio [vivir sin propiedad]
y vivere secundum formam sancti evangeli [vivir siguiendo
la forma del santo evangelio]. Se trataba de la lisa y llana
renuncia a toda forma de propiedad. Esto planteaba, desde
el punto de vista jurídico, una serie de problemas
insoslayables. Bártolo de Saroferrato acerca de los
franciscanos escribía que “tan grande era su novitas vitae
[novedad de vivir] que el corpus iuris [cuerpo del derecho]
no podía aplicarse a ella”. Tal como la agudeza del jurista lo
había intuido, rechazar la propiedad significaba de veras
reivindicar la posibilidad de una existencia humana
completamente por fuera del derecho. Los teóricos
franciscanos dan este paso sin reservas: en la formulación
ex profeso paradójica de Hugues de Digne, aquellos reivin-
dican “un solo derecho, el de no tener derecho alguno”.
Esto equivale a plantear el tema de la pobreza con una
radicalidad de la cual nosotros, los seres humanos de los
derechos, hemos perdido toda huella. La abdicativo iuris
[abdicación del derecho], la idea de una comunidad que vive
por fuera del derecho, es el legado franciscano que la
Modernidad es incapaz siquiera de pensar. (Nosotros los
modernos somos tan prisioneros del derecho que pen-
samos que puede legislarse sin límites sobre todo). De aquí
el inevitable desencuentro con la curia: lo que podía ser
tolerado en un pequeño grupo de monjes giróvagos (puesto
que tales eran al comienzo los franciscanos) difícilmente
podía ser aceptado en una potente y numerosa orden
religiosa, como se tornó el franciscanismo en pocas
décadas.

El paradigma a través del cual los teóricos franciscanos


elaboran su idea de un rechazo a la propiedad e intentan
asegurarle legitimidad a una vida por fuera del derecho es
el uso. Puede usarse algo sin tener no sólo la propiedad
sobre dio, sino tampoco el derecho de uso o usufructo. Así
como el caballo come la avena sin tener ningún derecho a
ello, también los franciscanos usan las cosas que necesitan.
Desde el punto de vista jurídico, la idea que los franciscanos
sostienen es que puede separarse el uso −llamado por eso
usus facti− de la propiedad. Buenaventura de Bagnoregio
formula esta tesis en términos tanto teológicos como
jurídicos y el Papa Nicolás III acoge esta tesis en la bula Exiit
qui seminat de 1279.

No debe olvidarse que la doctrina del uso había sido


elaborada. dentro de una estrategia defensiva contra los
ataques, primero, de los maestros seculares y, después, de
la curia de Aviñón, que cuestionaban la posibilidad misma
del rechazo franciscano a toda forma de propiedad. El
concepto usus facti [uso de hecho] y la idea de que el uso
puede separarse de la propiedad sin duda representaron un
instrumento eficaz, que permitió darle consistencia jurídica
al genérico vivere sine proprio [vivir sin lo propio] de la regla,
asegurando también, al menos en un primer momento, con
la bula Exiit qui seminat, una victoria tal vez inesperada
contra los maestros seculares. Sin embargo, como suele
ocurrir, esta doctrina, precisamente en cuanto en esencia se
proponía definir la pobreza con respecto al derecho, resultó
ser un arma de doble filo, que abrió el camino al decisivo
ataque de Juan XXII precisamente en nombre del derecho
(bula Ad conditorem canonum, de 1322). Una vez definido
el estatus de la pobreza con argumentos puramente
negativos respecto del derecho y según modalidades que
presuponían la colaboración de la curia, que se había
reservado la propiedad sobre los bienes de los que hacían
uso los franciscanos, quedaba claro que la doctrina del usus
facti representaba para los frailes menores un escudo
bastante frágil contra la artillería pesada de los juristas
curiales. Es posible, incluso, que al recibir la doctrina de
Buenaventura sobre la posibilidad de separar el uso de la
propiedad, Nicolás III haya sido consciente de la utilidad de
definir de algún modo en términos jurídicos, así fueran
negativos, una forma de vida que de otra manera se
presentaba como inasimilable para el ordenamiento
eclesiástico.

Puede decirse que, desde este punto de vista, quizá


Francisco haya sido más visionario que sus sucesores, al
rechazar la articulación en una conceptualidad jurídica y
dejar absolutamente indeterminado su vivere sine proprio.
Excepto por un punto (el capítulo IX de la Regla no bulada,
a propósito del estado de necesidad, en el cual cita la
máxima propiamente jurídica conforme a la cual neceadas
non habet legem [la necesidad no tiene ley]), Francisco no
le da a la pobreza ninguna determinación jurídica e incluso
parece entender el vivere. sine proprio en un sentido
bastante amplio, que cuestiona incluso la posibilidad de
algo así como una voluntad propia (cfr. Admonitiones, ca-
pítulo 2: come del árbol de la ciencia is qui suam voluntatem
appropriat [aquel que se apropia de su voluntad]).

La exclusiva concentración en los ataques, primero de los


maestros seglares y luego de la curia, aprisionando la
doctrina del uso y de la pobreza dentro de una estrategia
defensiva, les impidió a los teóricos franciscanos ponerla en
relación con la forma de vida de los frailes menores en todos
sus aspectos.

Querría ahora por lo tanto proseguir en clave filosófica el


análisis y la definición del concepto de pobreza, más allá del
contexto histórico del franciscanismo. Pensar la pobreza en
una perspectiva filosófica significa pensarla como categoría
ontológica. Es decir, pensarla aún no sólo en relación con el
tener sino también y sobre todo en relación con el ser. Paira
ello utilizaré dos breves textos filosóficos. El primero es una
conferencia de Martin Heidegger de 1945 publicada en
Heidegger Studies en 1994, y el segundo, un fragmento de
Walter Benjamin, probablemente escrito en 1916 y
publicado sólo en 1992 en el cuarto volumen de los
Frankfurter Adorno Blatter.

La conferencia de Heidegger fue dictada el 27 de junio de


1945 en el Castillo de Wildenstein, no lejos de Messkirch,
donde después de los bombardeos de los aliados a Friburgo
se había refugiado la Facultad de Filosofía. Los rusos
estaban a punto de entrar a Berlín, mientras que las tropas
francesas, que poco antes habían entrado en Friburgo,
habían decretado la suspensión de los cursos y ese día se
estaba celebrando el cierre del semestre. La conferencia de
Heidegger era el colofón de esa ceremonia de clausura
forzada. Es en relación con este contexto, por cierto, nada
jubiloso, que tal vez debe considerarse el título escogido:
Die Armut, la pobreza. Una anotación autógrafa en la
primera página del manuscrito, efectivamente, reza: “Por
qué, en el momento presente de la historia mundial, escojo
interpretar para nosotros esta sentencia es algo que la
interpretación misma deberá dejar en claro”.

Las palabras que la conferencia se propone interpretar


provienen de un fragmento de Hölderlin donde se lee:
“Entre nosotros, todo se concentra en lo espiritual; para
volvernos ricos, nos hemos vuelto pobres”. Estas últimas
palabras contienen una evidente alusión a 2 Cor, 8: “Jesu-
cristo [...] siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de
que os enriquecierais con su pobreza”, que Heidegger no
podía no identificar, aunque en su comentario ni siquiera lo
menciona.

Este no es el lugar para un análisis detallado del texto de


la conferencia. Me limitaré a citar la definición que
Heidegger da en ella de la pobreza:

¿Qué significa pobre? ¿En qué consiste la esencia de la


pobreza? ¿Qué significa rico si sólo en la pobreza y a
través de ella podemos volvernos ricos? Pobre y rico,
según su habitual significado, conciernen a la posesión,
al tener. La pobreza es un no tener [Nicht−Haben], o sea,
un carecer de lo necesario [Entbehren des Notmgen,
entbehren significa “sentir la falta de algo” pero también
“echar de menos”]. La riqueza es un no−carecer de lo
necesario, un tener más allá de lo necesario. La esencia
de la pobreza consiste, sin embargo, en un ser [Seyn].

Ser verdaderamente pobre significa: ser de modo tal


que no carezcamos de nada excepto de lo no−necesario
[das Unnotige, “lo superfino”]. Carecer significa, ver-
daderamente, no poder ser sin lo no−necesario y así
precisamente pertenecer sólo a lo no−necesario” (p. 8).

Pocas líneas más adelante, lo necesario es definido como


lo que proviene de la necesidad [Not], o sea de la
constricción [Zwang]. Lo no−necesario es, en cambio, lo que
no proviene de la necesidad sino de lo libre [Freien].

Antes de intentar comentar esta definición, querría trazar


una breve genealogía del término Armut en el pensamiento
de Heidegger. Este aparece, en efecto, en el importantísimo
curso de 1929−1930 Los conceptos fundamentales de la
metafísica. Mundo, finitud, soledad para definir la condición
del animal, es decir, su “pobreza de mundo” [Weltarmut] La
piedra es sin mundo, el animal es pobre de mundo
[weltarm] el ser humano es configurador de mundo.

Inmediatamente antes de describir la relación del animal


con su ambiente, Heidegger hace algunas consideraciones
sobre el concepto de pobreza en general, que debe
entenderse en sentido cualitativo y no cuantitativo. Con
este fin, introduce, para definir la pobreza, el verbo
entbehren que ya hemos encontrado:

Ser pobre no significa simplemente no poseer nada, ni


poco, ni menos que los demás. Ser pobre significa care-
cer, sentir la carencia [entbehren]. Este sentir la carencia
es posible de diferentes maneras. Según cómo el pobre
siente la carencia, o sea, qué comportamiento mantiene
en el carecer, cómo se sitúa en relación con dio, cómo lo
considera, en suma, según aquello de lo que carece y,
sobre todo, cómo le falta, cómo se siente en ese carecer
(p. 287).
Heidegger no cita el nombre de Francisco, pero es difícil
no percibir en sus consideraciones un eco de las discusiones
franciscanas sobre la pobreza y sobre el uso, sobre cómo
debe comprenderse el uso que el pobre hace de aquello que
usa, en particular en el conflicto entre los espirituales, que
definían el uso de modo objetivo como usus pauper [uso
pobre], y los conventuales, para quienes lo decisivo era la
modalidad interior del uso (uti reut non sua [usar un bien
como si no fuese propio]) y no su objeto exterior.

Comoquiera que sea, en el curso de 1929−1930 la pobreza


define no al ser humano, que es capaz de abrir un mundo y
entrar en relación con lo abierto, sino al animal, que no es
sin mundo, como la piedra, sino que experimenta de algún
modo la carencia de este.

Aquí 'Heidegger cita el pasaje de la Epístola a los romanos


(8, 19) sobre la apokaradokía tés ktiséos [la ansiosa
expectación de la creatura], la tormentosa espera de la
naturaleza para su liberación de la esdavitud de la
corrupción.

El no tener mundo del animal debe entenderse, escribe


Heidegger, como un carecer [entbehren], y el modo de ser
del animal, como un ser pobre. La pobreza es, pues, definida
esencialmente en los términos de una carencia.

En el curso de 1941−1942, acerca del himno Andenken [El


recuerdo] de Hölderlin, Heidegger vuelve al concepto de
pobreza, para pensar una determinación más positiva de
esta. La pobreza, según sugiere, no debe definirse sólo
como renuncia a la riqueza.

Puede ser rico y usar la riqueza sólo aquel que se ha


quedado pobre, en el sentido de una pobreza que no
requiere renuncia alguna. La renuncia sigue siendo siempre
un no tener que, así como no tiene, también
inmediatamente querría tener todo, sin ser apropiada a
esta posesión. Tal renuncia no surge del coraje [Mut] de la
pobreza [Armut]. La renuncia que quiere tener es indigencia
que continúa dependiendo de la riqueza, sin ser capaz de
conocer su esencia genuina y las condiciones de su
apropiación y sin querer someterse a ellas. La pobreza
esencial y originaria es el coraje ante las cosas simples y
originarias, coraje que no necesita depender de algo. Esta
pobreza de ánimo capta la esencia de la riqueza y de ese
modo conoce la ley y la manera en que esta se ofrece (p.
174).

Es evidente que aquí Heidegger busca pensar la pobreza


no sólo de modo negativo, o sea como una renuncia a la
riqueza, que depende aún de la riqueza. En este sentido, su
crítica a la renuncia podría implicar también a la abdicativo
[abdicación] de los franciscanos, prisionera de una misma
determinación meramente negativa de la pobreza. Y la
observación sobre la insuficiencia de una indigencia que
continúa dependiendo de la riqueza puede recordar la
afirmación de Juan XXII, según la cual “una expropiación,
después de la cual queda la misma indigente preocupación
[sollicitudo] que había antes, no contribuye a la perfección”.
También de la tesis de Heidegger sobre la pobreza puede
decirse, no obstante, que sigue dependiendo de su opuesto,
ya que la única determinación positiva que se da de la
pobreza es que esta “capta la esencia de la riqueza y de este
modo conoce la ley y la manera en la cual esta se ofrece”.

Si volvemos, en este punto, a la conferencia de 1945,


notamos que Heidegger opera allí un desplazamiento
decisivo tanto respecto del curso de 1929−1930 como del
curso de 1941−1942. El “carecer” [entbehren], que en el
primero definía la condición del animal como “pobre de
mundo” y que estaba ausente en el segundo, define ahora
la situación del ser humano, que experimenta, como el
animal, una carencia. Es decir, la pobreza tiene un valor
antropogenético, en una perspectiva donde la diferencia
respecto al animal curiosamente parece esfumarse. Lo que
le falta al ser humano no es, sin embargo, lo necesario, sino
lo no−necesario, o sea precisamente eso “libre” y eso
“abierto” que, en el curso de 1929−1930, definían su po-
sesión esencial. Si, a través de la experiencia de la pobreza,
el ser humano de ese modo, por una parte, es asimilado al
animal y a su pobreza de mundo, por la otra, le abre el
acceso a la verdadera riqueza. Ser pobres, o sea, señalar la
falta sólo de lo no−necesario, significa en efecto “estar en
relación con lo que libera” y, por lo tanto, con la riqueza
espiritual. Heidegger regresa aquí a la frase de Hölderlin de
la cual había partido y hace de ella una interpretación que
puede leerse en relación con el pasaje de Pablo del cual
provenía: “Para volvernos ricos, nos hemos vuelto pobres.
Volverse rico no sigue al ser pobre como el efecto sigue a la
causa, sino que la auténtica pobreza [Armseyn] es en sí
misma la riqueza. En la medida en que, a partir de la
pobreza, no carezcamos de nada, entonces tenemos de
todo de antemano, estamos en la sobreabundancia del ser,
que desborda desde siempre lo necesitado en toda
necesidad” (p. 9).

El acercamiento estratégico al animal y a su pobreza de


mundo apunta, en definitiva, a una inversión dialéctica de
la pobreza en riqueza, de la necesidad material en la
superficialidad espiritual. Y, curiosamente, con un brusco
regreso a la situación histórica de Alemania y Europa, esta
inversión se presenta como una receta para hacerle frente
al comunismo: “Pobres no nos volveremos por lo que, bajo
el inadecuado nombre de comunismo, se anuncia como
destino del mundo histórico [...] En el ser pobre, el
comunismo no es simplemente evitado o sorteado, sino que
es superado en su esencia. Sólo de ese modo podremos de
veras ponerle fin” (p. 11).

Si me he detenido en estos textos de Heidegger es para


mostrar su insuficiencia. He mencionado las analogías con
respecto, a la estrategia franciscana: la asimilación a la con-
dición animal y la determinación subjetiva e interior de la
pobreza. Heidegger, así como los franciscanos, no sólo no
llega a una determinación positiva de la pobreza, que de
todos modos, en la conferencia, sigue dependiendo de la
riqueza, sino que esa determinación negativa es invertida
arbitrariamente en positivo, lo que los franciscanos se
habían cuidado muy bien de no hacer.

La concepción heideggeriana de la pobreza, por consi-


guiente, no podía servirme. Por el contrario, otro texto me
dio una indicación esencial: Notizen zu einer Arbeit über die
Kategorie der Gerechtigkeit [Apuntes para un trabajo sobre
la categoría de justicia, 1916] de Walter Benjamin. Se trata
de un texto fragmentario y oscuro, en el cual el concepto de
pobreza no figura, pero me interesa porque la justicia allí se
define como “la condición de un bien que no puede devenir
posesión [Besitz]” (p. 41). Sólo este bien, prosigue el texto,
“es el bien a través del cual los bienes se vuelven sin
posesión [besitztes, pero el adjetivo también quiere decir
pobre’]”.

La justicia por lo tanto nada tiene que ver con la repar-


tición de los bienes según las necesidades ni con la buena
voluntad de los seres humanos. Esta, escribe Benjamin, “no
parece referirse a la buena voluntad de un sujeto, sino que
constituye un estado del mundo [einen Zustand der Welt].
Como tal, la justicia se opone a la virtud porque, mientras
que la virtud designa la categoría ética de lo debido, “la
justicia designa la categoría ética de lo existente”. Por lo
tanto, continúa Benjamin con una formulación que se
distancia fuertemente de la ética kantiana, “puede exigirse
la virtud, pero la justicia en última instancia únicamente
puede ser [nur sein], como estado del mundo o como estado
de Dios” (ibíd.).

Lo que hallo de nuevo e importante en este fragmento


benjaminiano es precisamente el hecho de que la justicia
sea quitada de la esfera del deber y de la virtud −y, en
general, de la subjetividad− para adquirir el significado
ontológico de un estado del mundo, en el que este aparece
como inapropiable y “pobre”. Esto significa que el carácter
de inapropiable no le es atribuido por los seres humanos,
sino que proviene del bien mismo.

Es sobre esta base que debe repensarse el asunto de la


pobreza. Este concepto puede liberarse de la dimensión
negativa en la que suele quedar aprisionado sólo si se lo
piensa a partir de la relación con algo que es por sí mismo
inapropiable.

Querría por ello proponer esta definición de la pobreza: la


pobreza es la relación con un inapropiable; ser pobre sig-
nifica: mantenerse en relación con un bien inapropiable. La
pobreza es, como decían los franciscanos, expropiativa, no
porque implique una renuncia sino porque se arriesga a te-
ner una relación con lo inapropiable y permanece en ella.
Esto significa el vivere sine proprio de Francisco: no tanto o
no sólo un acto de renuncia a la propiedad jurídica, sino una
forma de vida que, en cuanto mantiene relación con un
inapropiable, está desde siempre consecutivamente fuera
del derecho y jamás puede apropiarse de nada.

Desde esta perspectiva, también el concepto franciscano


de uso adquiere un nuevo y más amplio significado. Este ya
no designa sólo la negación de la propiedad, sino la relación
que el pobre tiene con el mundo en cuanto inapropiable.
Ser pobre significa usar, y usar no significa simplemente
utilizar algo, sino estar en relación con un inapropiable.

Si, en palabras de Benjamin, la justicia es la condición de


un bien que no puede convertirse en posesión, entonces
también la proximidad entre la pobreza y la justicia adquiere
un significado decisivo. Dado que, si se entienden pobreza y
justicia en referencia a la condición de un bien inapropiable,
entonces estas cuestionan el orden mismo del derecho en
cuanto basado en la posibilidad de la apropiación.

La demostración de que semejante concepción del uso


como relación con un inapropiable no es absolutamente
peregrina nos la da la experiencia, que nos ofrece ejemplos
diarios de cosas inapropiables con las que no obstante
estamos en constante relación. Aquí nos proponemos
analizar tres de estos inapropiables: el cuerpo, la lengua y el
paisaje.
Un correcto planteamiento del tema del cuerpo fue di-
ferido por mucho tiempo por la doctrina fenomenológica
del cuerpo propio. Según esta doctrina −que alcanza su
lugar tópico en la polémica de Edmund Husserl y Edith Stein
contra la teoría de Theodor Lipps de la empatía−, la
experiencia del cuerpo sería, junto con la del Yo, lo más
propio u originario que hay.

El darse originario de un cuerpo −escribe Husserl− sólo


puede ser el darse originario de mi cuerpo y de ningún
otro [meines und keines andern Leibes], La apercepción
de mi cuerpo es de modo originalmente esencial
[urwesentlich] la primera y la única que es plenamente
originaria. Sólo si he constituido mi cuerpo, puedo
percibir cualquier otro cuerpo como tal, y esta última
apercepción tiene respecto de la otra un carácter media-
to (Zur Phrnomenologie der Intersubjektivitat, [Sobre la
fenomenología de la intersubjetividad], parte II, p. 7).

No obstante, justamente este enunciado apodíctico sobre


el carácter originalmente “mío” del darse de un cuerpo no
cesa de suscitar aporías y dificultades.

La primera es la percepción del cuerpo de otro. En efecto,


este no se percibe como un cuerpo inerte [Kdrper], sino
como un cuerpo viviente [Leib], dotado, como el mío, de
sensibilidad y percepción. En los apuntes y en las
redacciones fragmentarias que componen los volúmenes
XIII y XIV de las Husserliana, se dedican páginas y páginas al
problema de la percepción de la mano de otro. ¿Cómo es
posible percibir una mano como viva, esto es, no
simplemente como una cosa, una mano de mármol o
pintada, sino como una mano “de carne y hueso”, y que, sin
embargo, no es mía? Si a la percepción del cuerpo le
pertenece originariamente la característica de ser mío,
¿cuál es la diferencia entre la mano de otro, que en este mo-
mento veo y me toca, y la mía? No puede tratarse de una
inferencia lógica ni de una analogía porque yo “siento” la
mano de ese otro, me identifico con ella y su sensibilidad
me es dada en una suerte de inmediata presentificación
[Vergegenwártigung] (parte I, pp. 40−41). ¿Qué impide
pensar, entonces, que la mano de otro y la mía se han dado
cooriginariamente y que sólo en un segundo momento se
produce la distinción?

El asunto era particularmente delicado, porque en el


momento en que Husserl escribía sus apuntes, el debate en
torno al tema de la empatía [Einfühlung] estaba todavía
bastante activo. En un libro publicado algunos años antes
(Leitfaden der Psychologie [Manual de psicología], 1903),
Theodor Lipps había desessimado que las experiencias
empáticas, en las que un sujeto se ve de pronto transferido.
a las vivencias de otro, pudieran ser explicadas a través de
la imitación, la asociación o la analogía. Cuando observo con
la mayor atención al equilibrista que camina, suspendido en
el vacío y grito con horror cuando parece que este está a
punto de caerse, estoy de algún modo “junto” a él y siento
su cuerpo como si fuera el mío, y el mío, como si fuera el
suyo. “No sucede aquí −escribe Husserl− que yo primero
constituya solipsistamente mis cosas y mi mundo, y que
luego empáticamente aprehenda el otro yo, como
constituyente per se solipsistamente de su mundo, y que
luego aún uno se identifique con el otro; más bien, mi
unidad sensible, en la medida en que la multiplicidad ajena
no está separada de la mía, es eo ipso empáticamente
percibida como idéntica a ella” (parte II, p. 10).

Lo que de este modo se cuestionaba seriamente era el


axioma de la originariedad del cuerpo propio. Como Husserl
no podía no admitir, la experiencia empática introduce en
la constitución solipsista del cuerpo propio una
“trascendencia” en la cual la conciencia parece ir más allá
de sí misma, y se vuelve problemático distinguir una
vivencia propia de la de otro (parte II, p. 8). Tanto más
problemático cuanto que Max Scheler, quien había
procurado aplicar a la ética los métodos de la fenomeno-
logía husserliana, postuló sin reservas −con una tesis que
Edith Stein habría de definir como “fascinante” aunque
errónea− una corriente originaria e indiferenciada de vi-
vencias en la cual el yo y el cuerpo de otro son percibidos
del mismo modo que los propios.

Ninguno de los intentos de Husserl y su alumna de


restaurar la primacía y la originariedad del cuerpo propio
resulta por fin convincente. Como ocurre toda vez que
insisten en mantener una certeza que la experiencia ha
revelado falaz, estos caen en una contradicción que, en este
caso, toma la forma de un oxímoron, de una
originariedad−no−originaria. “Ni el cuerpo ajeno ni la
subjetividad ajena −escribe Husserl− me son dados
originaliter, y, sin embargo, esa persona allí me es dada
originariamente en mi mundo ambiente” (parte II, p. 234).
(De modo aún más contradictorio, Edith Stein escribe:

Al vivir en la alegría del otro, no experimento ninguna


alegría originaria, esta no brota viva en mi yo ni tampoco
tiene el carácter de haber−estado−viva−una vez, como
la alegría recordada [...] El otro sujeto es originario si
bien yo no lo vivo como originario; la alegría que brota
en él es originaria si bien yo no la vivo como originaria.
En mi vivencia no originaria, me siento acompañada por
una vivencia originaria, que no es vivida por mí y, con
todo, existe y se manifiesta en mi vivencia no
originaria”.)

En este “vivir no originariamente una originariedad”, la


originariedad del cuerpo propio se mantiene, por decirlo
así, de mala fe, sólo a condición de dividir la experiencia
empática en dos momentos contradictorios. La participa-
ción inmediata en la vivencia ajena, que Lipps expresaba
como mi ser plena y angustiosamente transportado “junto”
al equilibrista que camina sobre la cuerda, es apresura-
damente dejada de lado. En todo caso, lo que la empatía
muestra −pero, junto con ella, sería necesario mencionar la
hipnosis, el magnetismo, la sugestión, que en aquellos
mismos años parecen capturar obsesivamente allí la aten-
ción de los psicólogos y de los sociólogos− es que cuanto
más se afirma el carácter originario de la “propiedad” del
cuerpo y de la vivencia, más fuerte y originaria se manifiesta
en ella la intrusión de una “impropiedad”, como si el cuerpo
propio proyectase en cada ocasión una sombra, que en
ningún caso puede ser separada de él.

En el ensayo de 1935, De la evasión, Emmanuel Levinas


somete las experiencias corpóreas, tanto familiares como
desagradables, a un despiadado examen: la vergüenza, la
náusea, la necesidad. Según uno de sus gestos caracte-
rísticos, Levinas exagera y lleva al extremo el análisis del
ser−ahí de su maestro Heidegger, hasta exhibir, por así
decirlo, su rostro nocturno. Si, en Ser y tiempo, el ser−ahí es
irreparablemente arrojado a una facticidad que le es
impropia y que no ha escogido, de modo que él cada vez
tiene que asumir y aprehender la misma impropiedad, esta
estructura ontológica encuentra ahora su formulación
paródica en el análisis de la necesidad corpórea, de la náu-
sea y de la vergüenza.

Lo que define, de hecho, estas experiencias no es una falta


o un defecto de ser, que buscamos colmar o de las cuales
tomamos distancia: se basan, por el contrario, en un
movimiento doble, en el cual el sujeto se encuentra, por una
parte, entregado irremisiblemente a su cuerpo y, por la
otra, del mismo modo inexorablemente incapaz de
asumirlo.

Imagínese un caso ejemplar de vergüenza: la vergüenza


por la desnudez. Si, en la desnudez, sentimos vergüenza, es
porque en ella nos encontramos remitidos a algo de lo cual
no podemos en forma alguna desdecirnos.

La vergüenza aparece cada vez que no logramos


olvidar nuestra desnudez. Se refiere a todo lo que se
querría ocultar y que no podemos cubrir [...] Lo que
aparece en la vergüenza es precisamente el hecho de
estar aferrados a nosotros mismos, la imposibilidad
radical de escaparnos para ocultarnos a nosotros
mismos, la presencia irremisible del yo a sí mismo. La
desnudez es vergonzosa cuando es la patencia de
nuestro ser, de su intimidad última [...] Es nuestra
intimidad, es decir, nuestra presencia a nosotros mismos
la que es vergonzosa (pp. 86−87).

Esto significa que, en el instante en el cual lo que nos es


más íntimo y propio −nuestro cuerpo− es irreparablemente
puesto al desnudo, este se nos presenta como lo más ajeno,
que no podemos en modo alguno asumir y querríamos, por
este motivo, ocultar.

Este doble, paradójico movimiento es aún más evidente


en la náusea y en la necesidad corpórea. La náusea es, en
efecto, “una presencia repugnante de nosotros para noso-
tros mismos” que, en el instante en el que es vivida, se nos
“presenta como insuperable” (p. 89). Cuanto más el estado
nauseabundo, con sus conatos de vómito, me entrega a mi
vientre, como a mi única e irrefutable realidad, tanto más
me vuelve ajeno e inapropiable: no soy otra cosa que
náusea y conato, y, sin embargo, no puedo aceptarlos ni
expulsarlos. “Hay, en la náusea, un rechazo a quedarse, un
esfuerzo por salirse de ella. Mas este esfuerzo desde el
inicio se caracteriza por su desesperación [...] En la náusea,
que es una imposibilidad de ser lo que se es, estamos al
mismo tiempo aferrados a nosotros mismos, ceñidos en un
círculo que nos sofoca” (p. 90).

La naturaleza contradictoria de la relación con el cuerpo


alcanza su masa crítica en la necesidad. En el momento en
el que siento un impulso incontenible de orinar, es como si
toda mi realidad y mi presencia se concentraran en esa
parte de mi cuerpo de la cual proviene la necesidad. Me es
absoluta e implacablemente propia y, no obstante,
precisamente por esto, justamente porque estoy aferrado a
ella sin escapatoria, se vuelve la cosa más ajena e
inapropiable.

El instante de la necesidad pone al desnudo la verdad del


cuerpo propio: este es un campo de tensiones polares cuyos
extremos están definidos por un estar−entregado−a y por
un no−poder−asumir. Mi cuerpo me es dado
originariamente como la cosa más propia, sólo en la medida
en la que revela ser absolutamente inapropiable.

Existe, en esta perspectiva, una analogía estructural entre


el cuerpo y la lengua. En efecto, también la lengua −en
particular en la figura de la lengua materna− se presenta
para cada hablante como lo que hay de más íntimo y propio;
y, sin embargo, hablar de una “propiedad” y de una
“intimidad” de la lengua es ciertamente engañoso, desde el
momento en que la lengua le sucede al ser humano desde
afuera, a través de un proceso de transmisión y de
aprendizaje que puede ser arduo y penoso y es sobre todo
impuesto al infante antes que querido por él. Y mientras el
cuerpo parece particular a cada individuo, la lengua es por
definición compartida por otros y objeto, como tal, de un
uso común. Así como la constitución corpórea según los
estoicos, la lengua es algo con lo cual el viviente debe
familiarizarse en una más o menos prolongada oikeiosis,
que parece natural y casi congénita; sin embargo −como
testimonian los lapsus, los balbuceos, los olvidos repentinos
y las afasias−, ella es y siempre permanece en alguna
medida ajena al hablante.

Esto es tanto más evidente en aquellos −los poetas− cuyo


oficio es precisamente el de dominar y apropiarse de la
lengua. Ellos deben, por esto, ante todo abandonar las
convenciones y el uso común y volver extranjera, por así
decirlo, la lengua que deben dominar, inscribiéndola en un
sistema de reglas tan arbitrarías como inexorables;
extranjera hasta tal punto. que, conforme a una tenaz
tradición, no son ellos quienes hablan, sino un principio
distinto y divino (la musa) que profiere el poema al cual el
poeta se limita a prestar la voz. La apropiación de la lengua
que los poetas procuran es, pues, en la misma medida una
expropiación, de modo que el acto poético se presenta
como un gesto bipolar, que torna ajeno en cada ocasión lo
que debe ser puntualmente apropiado.

Podemos llamar “estilo” y “maniera” a los modos en los


cuales este gesto doble se marca en la lengua. Es preciso
abandonar aquí las consabidas representaciones jerárqui-
cas, por las cuales la maniera sería una perversión y una
decadencia del estilo, que por definición hace que le siga
siendo superior. Estilo y maniera nombran más bien los dos
polos irreductibles del gesto poético: si el estilo marca su
rasgo más propio, la maniera registra una exigencia inversa
de expropiación y de no pertenencia. Apropiación y
desapropiación aquí deben tomarse al pie de la letra, como
un proceso que invierte y transforma la lengua en todos sus
aspectos. El lingüista Ernst Lewy, quien había sido profesor
de Walter Benjamin en Berlín, publicó en 1913 el estudio
“Zur Sprache des alten Goethe: ein Versuch über die
Sprache des Einzelnen” [“Sobre la lengua del viejo Goethe.
Ensayo sobre la lengua del individuo”]. Había observado,
como otros antes que él, la evidente transformación de la
lengua de Goethe en sus obras más tardías; pero, mientras
que los críticos e historiadores de la literatura la habían
definido en términos de estilemas intralingüísticos y de
artificios seniles, Lewy, quien era especifista en lenguas
malo−altaicas, había señalado que, en el uso del anciano
poeta, el alemán evolucionaba desde la morfología de las
lenguas indoeuropeas hacia formas diferentes, similares a
las de las lenguas aglutinantes, como el turco. Entre estos
cambios tardíos, enumeraba la propensión a formar
construcciones adjetivas compuestas del todo inusuales, la
prevalencia de sintagmas nominales y la tendencia a omitir
los artículos. Se exiliaba a la lengua, entonces, más allá de
sus fronteras, hacia territorios cada vez más lejanos, como
si el poeta escribiera a la sazón en una lengua que le era tan
propia que se había vuelto completamente extranjera.

Este tipo de tensiones, que se encuentran a menudo en la


obra tardía de los artistas (baste pensar, para el caso de la
pintura, en el viejo Tiziano o en Miguel Ángel), muchas veces
son catalogadas por los críticos como manierismos. Ya los
gramáticos alejandrinos habían notado que el estilo de
Platón, tan diáfano en sus primeros diálogos, se vuelve, en
los últimos, oscuro y exageradamente paratáctico. Similares
consideraciones pueden aplicarse al Hölderlin posterior a
las traducciones de Sófocles, tan dividido entre la técnica
basta y fragmentada de los himnos y la suavidad
estereotipada de los poemas firmados con el heterónimo de
Scardanelli. De igual modo, en las últimas novelas de
Melville, los manierismos y las divagaciones proliferan hasta
tal punto que ponen en juego la forma misma de la novela,
desplazándola hacia otros géneros menos legibles, como el
tratado filosófico o el centón erudito.

En los ámbitos donde el concepto de maniera, se define


con mayor rigor (la historia del arte y la psiquiatría), este
designa un proceso bipolar: es, al mismo tiempo, la excesiva
adhesión a un uso o a un modelo (estereotipos,
repeticiones) y la imposibilidad de identificarse en verdad
con él (extravagancia, unicidad). De este modo, en la
historia del arte, el manierismo presupone el conocimiento
de un estilo que se quiere seguir a toda costa y que, en
cambio, se trata de evitar, más o menos inconscientemente,
a través de su exageración; en psiquiatría, la patología del
manierista se manifiesta a través de gestos y
comportamientos extraños e inexplicables y, por otra parte,
en la voluntad de ganar, por los mismos medios, un terreno
propio y una identidad.

Consideraciones análogas pueden hacerse para la relación


del hablante con su inapropiable lengua: esta define un
campo de fuerzas polares, tensadas entre el idiotismo y el
estereotipo, lo demasiado propio y la más completa
ajenidad.

Únicamente en este contexto la oposición entre estilo y


maniera adquiere su verdadero significado. Son estos dos
polos en cuya tensión vive el gesto del poeta: el estilo es una
apropiación desapropiadora (una negligencia sublime, un
olvidarse en lo propio), la maniera, una desapropiación
apropiadora (un presentirse o un recordarse en lo
impropio).

Podemos, entonces, llamar “uso” al campo de tensión


cuyos polos son el estilo y la maniera, la apropiación y la
expropiación. Y no sólo en el poeta, sino en todo hablante
respecto de su lengua, y en todo viviente respecto de su
cuerpo, hay siempre, en el uso, una maniera que toma
distancia del estilo, un estilo que se desapropia en maniera.
Todo uso es, en este sentido, un gesto polar: por una parte,
apropiación y hábito; por la otra, pérdida y expropiación.
“Usar” −de aquí la amplitud semántica del término, que
indica tanto el uso en sentido estricto como la costumbre−
significa oscilar incesantemente entre una patria y un exilio:
habitar.

El tercer ejemplo de lo inapropiable es algo sobre lo que


nunca deberemos dejar de reflexionar: el paisaje. Un
intento de definirlo debe comenzar por exponer su relación
con el ambiente y con el mundo. No porque el tema del
paisaje tal como ha sido abordado por los historiadores del
arte, por los antropólogos y por los historiadores de la
cultura sea irrelevante; sino porque lo decisivo es constatar
las aporías de las cuales estas disciplinas permanecen
prisioneras cada vez que intentan definir el paisaje. No sólo
no está claro si se trata de una realidad natural o un
fenómeno humano, un lugar geográfico o un lugar del alma;
sino que, en este segundo caso, tampoco queda claro si
debe ser considerado como consustancial al ser humano o
si, por el contrario, no es una invención moderna.

Con frecuencia se ha repetido que la primera aparición de


una sensibilidad al paisaje es la carta de Petrarca que
describe la ascensión al monte Ventoux, sola, videndi
insignem loci adtitudinem cupiditate ductus [conducido a la
notable altura por el solo deseo de observar]. En el mismo
sentido se ha podido afirmar que la pintura de paisaje,
desconocida para la Antigüedad, sería una invención de la
pintura holandesa del siglo XV. Ambas afirmaciones son
falsas. No sólo el lugar y la fecha de la carta son con
seguridad ficticios, sino que la cita de Agustín que Petrarca
introduce en ella (X, 8, 15) para estigmatizar su cupiditas
vídendi [deseo de observar] implica que ya en el siglo IV las
personas amaban contemplar el paisaje: et eunt homines
mirari alta montium. et ingentes fluctus miaris et latísimo
lapsus fluminum [y viajan los hombres para admirar la altura
de los montes, las enormes olas del mar, los amplísimos
cursos de los ríos]. Numerosos pasajes testimonian, antes
bien, una auténtica pasión de los antiguos por la
contemplación desde lo alto (magnam capies voluptatem.
[obtendrás un gran placer] −escribe Plinio, Ep., 6.13− si hunc
regiones situm ex monte prospexeris [si vieres las regiones
desde el monte]), una visión que los etólogos inespera-
damente han encontrado en el reino animal, donde se ven
cabras, vicuñas, felinos y primates encaramarse a un lugar
elevado para luego contemplar, sin razón aparente alguna,
el paisaje circundante (Fehling, pp. 44−48). En cuanto a la
pintura, no sólo los frescos pompeyanos, sino también las
fuentes muestran que los griegos y los romanos conocían la
pintura paisajística, que llamaban topiographia o “esce-
nografía” [skenographia]. Se han conservado, además, los
nombres de paisajistas, como Ludius, quiprimas instituit
amoenissimam parietumpicturam [quien primero dispuso la
muy agradable pintura de las paredes], y Serapio −de quien
conocemos que sabía pintar escenografías de paisajes, pero
no figuras humanas [hic scaenas optimepinxit, sed hominem
pingere non potuit (pinta óptimamente escenas, pero no
puede pintar un hombre)]−. Y quien ha observado los
petrificados, somnolientos paisajes pintados sobre los
muros de las villas de la Campania, que Mijaíl Ivánovich
Rostóvtsev llamaba sacroidílicos [sakral−idyllssch], sabe que
se encuentra ante algo extremadamente difícil de
comprender, pero que reconoce de forma inequívoca como
paisajes.

El paisaje es, pues, un fenómeno que atañe en modo


esencial al ser humano −y, acaso, al viviente como tal− y, sin
embargo, parece escapar a toda definición. Sólo mediante
una consideración filosófica podrá, eventualmente, revelar
su verdad.

En el curso Los conceptos fundamentales de la metafísica.


Mundo, finitudl, soledad, Heidegger busca definir la estruc-
tura fundamental de lo humano como un pasaje desde la
“pobreza del mundo” del animal hacia el ser−en−el−mundo
que define el Dasein. En la línea de los trabajos de Jakob von
Uexküll y de otros zoólogos, páginas de extrema agudeza
son dedicadas a la descripción y al análisis de la relación del
animal con su ambiente [Umwelt]. El animal es pobre de
mundo [weltarm] porque permanece prisionero de la
relación inmediata con una serie de elementos (Heidegger
llama “desinhibidores” a los que von Uexküll llamaba
“portadores de significado”) que sus órganos receptivos han
seleccionado en el ambiente. La relación con estos
desinhibidores es tan estrecha y totalizadora que el animal
está literalmente “aturdido” y “capturado” en ellos. Como
ejemplo icástico de este aturdimiento, Heidegger refiere al
experimento en el cual una abeja es colocada en un
laboratorio frente a una taza llena de miel. Si, después de
que comienza a succionar, se corta el abdomen de la abeja,
esta continúa tranquilamente succionando, mientras se ve
cómo la miel se derrama desde el abdomen cortado. La
abeja está tan absorbida en su desinhibidor que nunca
puede colocarse delante de él para percibirlo como algo que
existe objetivamente en sí y para sí. Por cierto, respecto de
la piedra, que está absolutamente privada de mundo, el
animal está de algún modo abierto a sus desinhibidores y no
obstante nunca puede verlos como tales. “El com-
portamiento del animal −escribe Heidegger− nunca es un
aprender algo en cuanto algo” (Heidegger, p. 376). Por esto
el animal permanece encerrado en el círculo de su ambiente
y jamás puede abrirse en un mundo.

El tema filosófico del curso es el del límite −es decir, al


mismo tiempo, la separación extrema y la vertiginosa
proximidad− entre lo animal y lo humano. ¿De qué modo
algo como un mundo se abre para el ser humano? El pasaje
desde el ambiente hacia el mundo no es, en realidad,
simplemente el pasaje de una clausura a una apertura. El
animal, de hecho, no sólo no ve lo abierto, el ente en su ser
develado, sino que tampoco percibe la propia no−apertura,
su ser capturado y aturdido en los propios desinhibidores.
La alondra, que se eleva en el aire, “no ve lo abierto”, pero
tampoco está en condiciones de referirse a la propia
clausura. Heidegger dice que “el animal está excluido del
ámbito esencial del conflicto entre develamiento y
velamiento” (Heidegger, p. 282). La apertura del mundo
comienza en el ser humano precisamente a partir de la
percepción de una no−apertura.

En el curso, el operador metafísico en el que se actualiza


el pasaje desde la pobreza de mundo del animal hacia el
mundo humano es, en efecto, el “aburrimiento profundo”
[tiefe Langeweile], en el cual precisamente la clausura del
ambiente animal se experimenta como tal. En el
aturdimiento, el animal estaba en relación inmediata con su
desinhibidor, expuesto y absorto en él de modo que este
nunca podía revelarse como tal. Aquello de lo que el animal
es incapaz es precisamente de suspender y desactivar su
relación con el círculo de sus desinhibidores específicos. La
experiencia del aburrimiento profundo, que Heidegger
describe con minuciosidad, es una suerte de parodia
extrema del aturdimiento animal. En el aburrimiento
−precisamente como el animal en su desinhibidor−, somos
“absorbidos” y “aturdidos” en las cosas; pero estas, a
diferencia de lo que ocurre en el animal, se nos sustraen en
la misma medida en que estamos aferrados a ellas. “El
Ser−ahí se encuentra así entregado al ente que se sustrae
en su totalidad” (p. 185). El ser humano, al aburrirse, es
entregado a algo que se le sustrae, exactamente como el
animal, en su aturdimiento, está, expuesto a un
no−develamiento. Pero, a diferencia del animal, el ser
humano, al permanecer en el aburrimiento, suspende la
relación inmediata con el ambiente: es un animal, que se
aburre y así percibe por primera vez como tal −o sea, como
un ente− al desinhibidor que se le sustrae.

Esto significa, entonces, que el mundo no se abre a un


espacio nuevo y ulterior, más amplio y luminoso,
conquistado allende los límites del ambiente animal y sin
relación con este. Al contrario, el mundo sólo se abre por
medio de una suspensión y una desactivación de la relación
animal con el desinhibidor. Lo abierto, el libre espacio del
ser, no nombra algo radicalmente distinto respecto de lo
no−abierto del animal: es únicamente la aprehensión de un
no−develado, la suspensión y la captura del no−ver−la
alondra −lo abierto. La apertura que está en cuestión en el
mundo es esencialmente apertura a una clausura y aquel
que mira en lo abierto ve sólo un cerrarse, ve sólo un
no−ver.

Por esto −en cuanto el mundo se abre sólo a través de la


interrupción y la anulación de la relación del viviente con su
desinhibidor− el ser desde el inicio está atravesado por la
nada y el mundo está constitutivamente marcado por la
negatividad y el extrañamiento4.

Sólo puede comprenderse qué es el paisaje si se acepta


que, con respecto al ambiente animal y al mundo humano,
representa, un estadio ulterior. Cuando miramos un paisaje,
ciertamente vemos lo abierto, contemplamos el mundo,
con todos los elementos que lo componen (las fuentes
antiguas enumeran entre estos a los bosques, las colinas, los
espejos de agua, las aldeas, los promontorios, las surgentes,
los torrentes, los canales, los rebaños y los pastores, gente
a pie o en barcas, que se dirige a la caza o a la vendimia...);
pero estos, que ya no formaban parte de un ambiente
animal, ahora están, por así decirlo, desactivados uno a uno
en el plano del ser y percibidos en su conjunto en una nueva
dimensión. Los vemos perfecta y límpidamente como nunca
4 Aquí se traduce como “extrañamiento” al término italiano
spaesamento, el cual debe entenderse también como “desambientación”,
“desaclimatización” o “deshabituación”, la sensación y el sentimiento de
estar fuera del país, de la aldea, del pago [N. de T.].
y, sin embargo, ya no los vemos más, perdidos −feliz,
inmemorialmente perdidos− en el paisaje. El ser, en état de
paysage [en estado de paisaje], está suspendido y vuelto
inoperoso, y el mundo, devenido perfectamente
inapropiable, va, por así decirlo, más allá del ser y de la
nada. Ya no animal ni humano, quien contempla el paisaje
es únicamente paisaje. Ya no procura comprender, sólo
mira. Si el mundo era la inoperosidad del ambiente animal,
el paisaje es inoperosidad de la inoperosidad, ser
desactivado. Ni desinhibidores animales ni entes: los
elementos que forman el paisaje son ontológicamente
neutros. Y la negatividad, que, en la forma de la nada y de
la no−apertura, era inherente al mundo −puesto que este
provenía de la clausura animal, de la cual era sólo una
suspensión− está ahora desestimada.

En cuanto ha sido llevado, en este sentido, más allá del


ser, el paisaje es la forma eminente del uso. En él, uso de sí
y uso del mundo coinciden punto por punto. La justicia,
como estado del mundo en su calidad de inapropiable, es
aquí la experiencia decisiva. El paisaje es la morada en lo
inapropiable como forma−de−vida, como justicia. Por esto,
si, en el mundo, el ser humano era necesariamente arrojado
y extrañado, en el paisaje está finalmente en casa. Pays!,
¡país! (de pagus, “pago”, “aldea”) es en su origen, según los
etimólogos, el saludo que se intercambiaban aquellos que
se reconocían de la misma aldea. El paisaje es la casa del ser.
IV. ¿QUÉ ES UN MANDO?

Hoy intentaré simplemente presentarles el informe de


una investigación en curso, relacionada con la arqueología
del mando. Más que una doctrina que haya de transmitirse,
se tratará sobre conceptos en su relación estratégica con un
problema o sobre instrumentos en su relación con un
posible uso que ustedes decidirán, si así lo desean, poner en
práctica o no.

Al inicio de la investigación, me di cuenta de inmediato de


que se me presentaban dos dificultades preliminares que no
había previsto. La primera era que la formulación misma de
la investigación −la arqueología del mando− contenía en sí
una suerte de aporía o contradicción. La arqueología es la
investigación de un arché, de un origen, pero el término
griego arché tiene dos significados: significa tanto “origen”,
“principio”, cuanto “mando”, “orden”. Así, el verbo árcho
significa “comenzar, ser el primero en hacer algo”, pero
también “mandar”, “ser el jefe”. Sin olvidar que el arconte
(literalmente, “el que comienza”) era en Atenas la
magistratura suprema.

Esta homonimia o, más bien, esta polisemia es en nuestras


lenguas un hecho tan común que no nos sorprende
encontrar enumerados para un mismo lema en nuestros
diccionarios significados al menos aparentemente muy le-
janos entre sí, que luego el paciente trabajo de los lingüistas
intenta reunir en un étimo común. Creo que este doble
movimiento de diseminación y reunificación semántica es
consustancial con nuestras lenguas y que sólo a través de
ese gesto contradictorio una palabra puede realizar su,
significado. En todo caso, en lo referido al término arché,
puede comprenderse que de la idea de un origen se
desprende la de un mando; que del hecho de ser el primero
en hacer algo resulte el de ser el jefe. Y a la inversa, quien
manda es también el primero, así como en el origen hay un
mando.

Es precisamente esto lo que leemos en la Biblia. En la


traducción griega realizada por los rabinos de Alejandría en
el siglo III a.C., el Génesis comienza con la frase “en archéi,
al principio Dios creó el cielo y la tierra”; pero, tal como
leemos inmediatamente después, los creó mediante un
mando, es decir, un imperativo: genétheto, “Y Dios dijo:
‘Hágase la luz'”. Lo mismo ocurre en el Evangelio de Juan:
“enarchei, al principio estaba el Ogos, la palabra”. Pero una
palabra que está en el principio, antes de todo lo demás,
sólo puede ser un mando. Creo entonces que la traducción
quizá más correcta de este célebre íncipit debería ser no “al
principio estaba la palabra”, sino “en el mando −o sea, en la
forma de un mando− estaba, la palabra”. Si esta traducción
hubiese prevalecido, muchas cosas serían más claras, no
sólo en la teología, sino también y sobre todo en la política.

Ahora querría atraer su atención sobre este hecho que sin


duda no es casual: en nuestra cultura, el arché, el origen,
también es siempre el mando, el inicio también es siempre
el principio que gobierna y comanda. Es tal vez por una
irónica conciencia de esta coincidencia que el término
griego archós significa tanto “comandante” como “ano”: el
espíritu de la lengua, al que le gustan las bromas, convierte
en un juego de palabras el teorema según el cual el origen
debe ser también “fundamento” y principio de gobierno. El
prestigio del origen en nuestra cultura deriva de esta
homonimia estructural: el origen es eso que comanda y
gobierna no sólo el nacimiento sino también el crecimiento,
el desarrollo, la circulación y la transmisión −en una palabra,
la historia− de aquello a lo que ha dado origen. Ya se trate
de un ser, de una idea, de un saber o de una praxis, en
ningún caso el inicio es un simple exordio, que luego
desaparece en lo que sigue; al contrario, el origen nunca
deja de comenzar, o sea, de comandar y gobernar lo que ha
puesto en ser.
Esto es cierto en la teología, según la cual Dios no sólo creó
el mundo, sino que lo gobierna y no deja de gobernarlo, en
una creación continua, dado que, si no lo hiciera, este iría a
la ruina. Pero es cierto también en la tradición filosófica y
en las ciencias humanas, para las cuales existe un nexo
constitutivo entre el origen de algo y su historia, entre lo
que funda y da inicio y lo que guía y gobierna.

En este sentido, piénsese en la función decisiva que el


concepto de Anfgang, “inicio”, tiene en el pensamiento de
Heidegger. El inicio para él nunca puede convertirse en un
pasado, nunca deja de ser presente, porque este determina
y comanda la historia del ser.

Con una de esas figuras etimológicas que le eran caras,


Heidegger remitió el término alemán que significa “historia”
[Geschichte] al verbo schicken, que significa “enviar”,
“mandar”, y al término Geschick, que significa “destino”,
sugiriendo de este modo que lo que llamamos una época
histórica es en realidad algo que ha sido mandado y enviado
por un arché, por un inicio que permanece oculto y, sin
embargo, operante en lo que mandado y comandado
(comandar, si es que podemos también nosotros bromear
con la etimología, proviene de mandare, que en latín
significa tanto “mandar” como “dar una orden o un
encargo”).

Arché en el sentido de origen −y arché también en el


sentido de mando coinciden aquí perfectamente, y esta
íntima conexión entre inicio y mando antes bien define la
concepción heideggeriana de la historia del ser.

Aquí sólo querría hacer mención al hecho de que el tema


de la conexión entre el origen y el mando ha producido en
el pensamiento posheideggeriano dos interesantes
desarrollos. El primero, que podríamos definir como la
interpretación anarquista de Heidegger, es el excelente
libro de Reiner Schürmann Le principe d’anarchie [El
principio de anarquía] (1982), un intento de separar el
origen del mando para llegar a algo así como un origen puro,
un simple “llegar a la presencia” separado de todo mando.
El segundo, que no resultará ilegítimo definir como, la
interpretación democrática de Heidegger, es el intento
simétricamente opuesto de Jacques Derrida de neutralizar
el origen para alcanzar un imperativo puro, sin otro
contenido que la orden: ¡Interpreta!

La anarquía siempre me ha parecido más interesante que


la democracia, pero va de suyo que cada cual aquí es libre
de pensar como prefiera.

En todo caso, creo que ahora podrán comprender sin


dificultad a qué me refería cuando mencionaba las aporías
a las cuales debe enfrentarse una arqueología del mando.
No existe un arché para el mando porque el mando mismo
es el arché, es el origen o, al menos, está en el lugar del
origen.
La segunda dificultad que se me presentaba era la ausen-
cia casi total en la tradición filosófica de una reflexión sobre
el mando. Ha habido y aún hay investigaciones sobre la
obediencia, sobre por qué las personas obedecen, como el
bellísimo Discurso de la servidumbre voluntaria, de Étienne
de La Boétie; pero nada o casi nada encontramos sobre el
necesario presupuesto de la obediencia, o sea, sobre el
mando y sobre por qué las personas mandan. Me había
convencido, por el contrario, de que el poder no se define
sólo por su capacidad de hacerse obedecer, sino ante todo
por su capacidad de mandar. Un poder no cae cuando ya no
es obedecido, o no es integralmente obedecido, sino
cuando deja de dar órdenes.

En una de las más bellas novelas del siglo XX, El es-


tandarte, de Alexander Lernet−Holenia, vemos al ejército
plurinacional del Imperio austrohúngaro en el momento en
el que comienza a desintegrarse, hacia finales de la Primera
Guerra Mundial. Un regimiento de húngaros de repente se
niega a obedecer la orden de ponerse en marcha dada por
el comandante austríaco. El comandante, desconcertado
ante esta inesperada desobediencia, duda, consulta a otros
oficiales, no sabe qué hacer y casi está por renunciar al
mando cuando encuentra finalmente un regimiento de otra
nacionalidad que todavía obedece sus órdenes y abre fuego
contra los insurrectos. Cuando un poder está en fase de
desintegración, mientras haya alguien que dé órdenes,
también habrá alguien, acaso uno solo, que las obedezca:
un poder deja de existir sólo cuando deja de dar órdenes.
Fue eso lo que sucedió en Alemania cuando se produjo la
Caída del Muro y en Italia después del 8 de septiembre de
1945: no había cesado la obediencia; había faltado el
mando.

De ahí la urgencia y la necesidad de una arqueología del


mando, de una investigación que se interrogue no sólo por
las razones de la obediencia, sino también y en primer lugar
por las del mando.

Sin embargo, puesto que la filosofía no parecía poder


proveerme una definición del concepto de mando, decidí
comenzar antes que nada por un análisis de su forma lin-
güística. ¿Qué es un mando desde el punto de vista de la
lengua? ¿Cuáles son su gramática y su lógica?

Para esto, la tradición filosófica me ofrecía un punto de


partida decisivo: la división fundamental de los enunciados
lingüísticos que Aristóteles establece en un pasaje de Sobre
la interpretación, que, excluyendo una parte de ellos de la
consideración filosófica, resultaba ser el origen de la escasa
atención que la lógica occidental le ha brindado al mando.

No todo discurso −escribe Aristóteles (Sobre la inter-


pretación, 17a 1−7)− es apofántico, sino que sólo lo es un
discurso en el que es posible decir lo verdadero o lo falso
[alethéuein è psèudnthai]. Esto no ocurre en todos los
discursos: por ejemplo, la plegaria es un enunciado [lógos],
pero no es verdadera ni falsa. Por lo tanto, no nos
ocuparemos de estos otros discursos ya que su indagación
compete al ámbito de la retórica y la poética; será objeto
del presente estudio sólo el discurso apofántico.

Aquí Aristóteles parece haber mentido pues si abrimos su


tratado sobre la Poética descubrimos que la exclusión de la
plegaria se repite curiosamente y se extiende a un amplio
conjunto de discursos no apofánticos que comprende
incluso al mando:

El conocimiento de las figuras del discurso [schemata


tes lexos] tiene que ver con el arte del declamador
[hypokrítíkes] y con quien lo posee técnicamente: este
ha de saber qué es el mando [entole], qué es la plegaria,
qué son la narración, la amenaza, la pregunta y la
respuesta y otros argumentos similares. Pero al poeta,
el conocimiento o la ignorancia de estas no le cambiarán
nada digno de consideración. ¿Qué importancia tiene,
como afirma Protágoras, que Homero haya confundido
una plegaria con una orden, cuando dijo: “¡Canta, oh,
diosa, la cólera!”? Pedir hacer algo o no hacerlo, dice
Protágoras, es mandar. Por ello, dejemos este tema ya
que pertenece a otra indagación y no a la poética
(Poética, 1456b9−25).

Consideremos este gran corte que divide, para Aristóteles,


el campo del lenguaje y, al mismo tiempo, excluye una parte
de este de la competencia profesional de los filósofos. Hay
un discurso, un lógos, que Aristóteles llama “apofántico”
porque es capaz de manifestar (este es el significado del
verbo apophaíno) si algo existe o no, y por lo tanto, es
necesariamente verdadero o falso. Existen también otros
discursos, otros lógoi −como la plegaria, el mando, la
amenaza, la narración, la pregunta y la respuesta (y
podemos añadir además la exclamación, el saludo, el
consejo, la maldición, la blasfemia, etc.)− que no son
apofánticos, no manifiestan el ser o no ser de algo y que son,
en consecuencia, independientes de la verdad y la falsedad.
La decisión aristotélica de excluir de la filosofía el discurso
no apofántico marcó la historia de la lógica occidental.

Durante siglos, la lógica, o sea la reflexión sobre el


lenguaje, se concentró solamente en el análisis de las
proposiciones apofánticas y dejó de lado, como un territorio
impracticable, esa enorme porción de la lengua de la que
nos servimos a diario, ese discurso no apofántico, que no
puede ser ni verdadero ni falso y, como tal, cuando no era
simplemente ignorado, quedaba abandonado a la
competencia de los retóricos, los moralistas y los teólogos.

En cuanto al mando, que era parte esencial de esa terra.


incógnita [tierra desconocida], este era explicado
simplemente, cuando era necesario mencionarlo, como un
acto de la voluntad y, como tal, confinado al ámbito de la
jurisprudencia y de la moral. Incluso un pensador sin duda
no convencional como Thomas Hobbes, en sus Elementos
de derecho natural y político, define el mando tan sólo como
an expression of appetite and will [una expresión del apetito
y la voluntad].

Recién en el siglo XX los lógicos comenzaron a interesarse


en lo que llamarían “lenguaje prescriptivo”, o sea en el
discurso expresado en modo imperativo. Si no me detengo
en este capítulo de la historia de la lógica, que ha producido
hasta la fecha una vasta literatura, es porque el problema
aquí parece ser sólo el de evitar las aporías implícitas en el
mando, que transforman un discurso en imperativo en un
discurso en indicativo. Mi problema era, al contrario,
precisamente definir al imperativo como tal.

Intentemos comprender ahora qué ocurre cuando alguien


expresa un discurso no apofántico en la forma de un
imperativo, como por ejemplo: “¡Camina!”. Para com-
prender el significado de esta orden, será útil −compararla
con el mismo verbo en tercera persona del indicativo:
“Él/ella camina”, o “Carlos camina”. Esta última oración es
apofántica en sentido aristotélico dado que puede ser
verdadera (si Carlos efectivamente está caminando) o falsa
(si Carlos está sentado): en cualquier caso, empero, la
oración se refiere a algo en el mundo, manifiesta el ser o el
no−ser de algo. Muy por el contrario, aunque morfo-
lógicamente idéntico a la expresión verbal en indicativo, la
orden “¡Camina!” no manifiesta el ser o el no−ser de algo,
no describe ni niega un estado de cosas y, sin por ello ser
falsa, no se refiere a nada existente en el mundo. Es preciso
cuidarse del equívoco por el cual el significado del
imperativo consistiría en el acto de su ejecución. La orden
que el oficial imparte a sus soldados es perfecta por el solo
hecho de ser pronunciada: que esta sea obedecida o
desatendida no afecta en modo alguno su validez.

En consecuencia, debemos admitir absolutamente que


nada, en el mundo tal cual es, corresponde al imperativo.
Por este motivo, los juristas y los moralistas suelen repetir
que el imperativo no implica un ser sino un deber ser, dis-
tinción que la lengua alemana expresa con claridad en la
oposición entre Sein y Sollen, que Kant puso como funda-
mento de su ética, y Kelsen, de su teoría pura del derecho.
“Cuando un ser humano −escribe Hans Kelsen− expresa la
voluntad de que otro ser humano se comporte de cierto
modo, el significado de ese acto no puede describirse
diciendo que el otro se comportará de cierto modo, sino
sólo diciendo que debe [soll] comportarse de ese modo.”

Sin embargo, ¿podemos afirmar que hemos comprendido


de veras, gracias a esta distinción entre ser y deber ser, el
significado del imperativo “¡Camina!”? ¿Es posible definir la
semántica del imperativo?

Lamentablemente la ciencia del lenguaje no nos ayuda


pues los lingüistas confiesan que se encuentran en apuros
siempre que tienen que describir el significado de un im-
perativo.
Aun así, mencionaré las observaciones corrientes de dos
de los más grandes lingüistas del siglo XX, Antoine Meillet y
Émile Benveniste.

Meillet, quien subraya la identidad morfológica entre la


forma del verbo en indicativo y la del imperativo, observa
que en las lenguas indoeuropeas el imperativo muchas
veces coincide con el tema del verbo y de ello deduce que
el imperativo podría ser algo así como la “forma esencial del
verbo”. No está claro si aquí “esencial” significa también
“primitiva”, pero la idea de que el imperativo podría ser la
forma originaria del verbo no parece muy remota.
Benveniste, en un artículo donde critica la concepción de
John L. Austin del mando como algo performativo
(tendremos ocasión de volver al problema de lo per-
formativo), escribe que el imperativo “no denota y no
apunta a comunicar algo, sino que se caracteriza por ser
pragmático y busca actuar sobre el oyente, intimándolo a
un comportamiento”; este no es propiamente un tiempo
verbal, sino más bien “el semantema desnudo empleado
como forma yusiva en una entonación específica” (p. 274).
Intentemos desarrollar esta definición tan lacónica como
enigmática. El imperativo es el “semantema desnudo”, o
sea, en cuanto tal algo que expresa la relación ontológica
pura entre el lenguaje y el mundo. Este semantema des-
nudo se usa, sin embargo, de modo no denotativo: no se
refiere pues a un segmento concreto del mundo o a un
estado de cosas, sino que más bien sirve para intimar a algo
a quien lo recibe. ¿A qué intima el imperativo? Es evidente
que a lo que intima el imperativo “¡Camina!” en cuanto
“semantema desnudo” no es más que a sí mismo, no es a
otra cosa que al desnudo semantema “caminar”, empleado
no para comunicar algo o describir la relación con un estado
de cosas, sino en la forma de un mando. Estamos entonces
en presencia de un lenguaje significante pero no
denotativo, que se intima a sí mismo, o sea a la pura
conexión semántica entre el lenguaje y el mundo. La
relación ontológica entre el lenguaje y el mundo aquí no es
afirmada, como en el discurso apofántico, sino mandada,
ordenada. Y, con todo, sigue tratándose de una ontología,
sólo que esta no tiene la forma del “es” sino la del “sé”, no
describe una relación entre el lenguaje y el mundo, sino que
impera y manda sobre ella.

Podemos sugerir la siguiente hipótesis, que quizá sea el


aporte esencial de mi investigación, al menos en la fase en
que esta se halla en la actualidad. Existen en la cultura
occidental dos ontologías, diferentes, pero no desconec-
tadas entre sí: la primera es la ontología de la aserción
apofántica, que se expresa sobre todo en indicativo; la
segunda, la ontología del mando, se expresa esencialmente
en imperativo. Podemos llamar a la primera “ontología del
estí” (en griego, la forma de la tercera persona del indicativo
del verbo ser); a la segunda, “ontología del ésto" (la forma
correspondiente al imperativo). En el poema de Parménides
que inaugura la metafísica occidental, la proposición
ontológica fundamental tiene la siguiente forma: esti gàr
eînai, “es, en efecto, el ser”; junto con esta debemos
imaginar otra proposición, que inaugura una ontología
diferente: ésto gàr eînai, “sé, en efecto, el ser”.

A esta partición lingüística le corresponde la partición de


lo real en dos esferas relacionadas recíprocamente pero
diferentes: la primera ontología define en efecto y gobierna
el ámbito de la filosofía y de la ciencia, la segunda define y
gobierna el ámbito del derecho, de la religión y de la magia.

Derecho, religión y magia −no siempre fáciles de distin-


guir en el origen− constituyen una esfera donde el lenguaje
siempre está en imperativo. Antes bien, creo que una buena
definición de religión la caracterizaría como el intento de
construir todo un universo sobre la base del mando. No sólo
Dios se expresa en imperativo, en la forma del
mandamiento, sino que, curiosamente también las
personas se dirigen a Dios del mismo modo. Tanto en el
mundo clásico como en el judaísmo y en el cristianismo, las
plegarias siempre se formulan en imperativo: “Danos hoy
nuestro pan de cada día”.

En la historia de la cultura occidental, ambas ontologías se


dividen y se topan sin cesar, se combaten sin tregua y con la
misma obstinación se cruzan y se conjugan.

Esto significa que la ontología occidental es, en realidad,


una máquina doble o bipolar en la cual el polo del mando,
que durante siglos en la época clásica quedó a la sombra de
la ontología apofántica, a partir de la era cristiana comienza
a adquirir de forma gradual una importancia cada vez más
decisiva.

Para comprender la especial eficacia que define a la


ontología del mando, les propongo volver al problema
performativo, central en el libro de John L. Austin Cómo
hacer cosas con palabras (1962). Allí el mando es clasificado
en la categoría de los performativos o speech acts [actos de
habla], o sea entre aquellos enunciados que no describen
un estado de cosas externo sino que, a través de su simple
enunciación, producen bajo la forma de un hecho lo que
significan. El que pronuncia un juramento, por el simple
hecho de decir “Lo juro” realiza el hecho del juramento.

¿Cómo funciona un performativo? ¿Qué les otorga a las


palabras el poder de transformarse en hechos? Los
lingüistas no lo explican, como si aquí realmente se tocara
una suerte de poder mágico de la lengua.

Creo que el problema se esclarece si volvemos a nuestra


hipótesis sobre la doble máquina de la ontología occidental.
La distinción entre lo asertivo y lo performativo −o, como
también dicen los lingüistas, entre acto locutivo y acto
ilocutivo− corresponde a la doble estructura de la máquina:
lo performativo representa en el lenguaje la supervivencia
de una época en la cual la relación entre las palabras y las
cosas no era apofántica sino que más bien tenía la forma de
un mando. O, como también podría decirse, lo performativo
representa un cruce entre ambas ontologías donde la
ontología del ésto suspende y sustituye a h ontología del
estí.

Si consideramos el éxito ascendente de la categoría de lo


performativo, no sólo entre los lingüistas sino asimismo
entre los filósofos, los juristas y los teóricos de la literatura
y de las artes, será lícito sugerir la hipótesis de que la
centralidad de este concepto se debe en realidad al hecho
de que en las sociedades contemporáneas la ontología del
mando está suplantando progresivamente a la ontología de
la aserción.

Lo anterior significa que, en una especie de eso que los


psicoanalistas llaman “retorno de lo reprimido”, religión,
magia y derecho −y, con ellos, todo el ámbito del discurso
no apofántico, que había sido relegado a las sombras−
gobiernan en realidad de forma secreta el funcionamiento
de nuestras sociedades, que se consideran laicas y
seculares.

Más aún, creo que una buena descripción de las socie-


dades así llamadas democráticas en las que vivimos consiste
en definirlas como sociedades en las que la ontología del
mando ha ocupado el lugar de la ontología de la aserción,
pero no en la forma clara de un imperativo sino en la más
ambigua del consejo, de la exhortación y de la advertencia,
hechos en nombre de la seguridad, de modo que la obe-
diencia a un mando toma la forma de una cooperación y,
muchas veces, la de un mando impartido a uno mismo. No
pienso sólo en el ámbito público y en las prescripciones de
seguridad dictadas bajo la forma de una invitación, sino
también en la esfera de los dispositivos tecnológicos. Estos
se definen por el hecho de que el sujeto que los usa cree
que los gobierna (y en efecto oprime teclas llamadas
“comandos”), pero no hace más que obedecer a un mando
inscripto en la estructura misma del dispositivo. El ciu-
dadano libre de las sociedades democrático−tecnológicas es
un ser que obedece constantemente en el mismo gesto con
el que imparte un mando.

Les había anunciado que ofrecería un informe de mi


investigación sobre la arqueología del mando, pero este no
estaría completo si no mencionara otro concepto que como
una suerte de compañero clandestino siempre ha
secundado mi indagación sobre el mando. Se trata de la
voluntad.

En la tradición filosófica, el mando, cuando se lo


menciona, siempre se lo explica sumariamente como un
“acto de voluntad”; no obstante, esto significa −desde el
momento en que nadie ha logrado explicar qué significa
“querer” [valere]− pretender explicar, como se dice,
obscurum per obscurius, algo oscuro con algo más oscuro
aún. Por este motivo, a cierta altura de mi investigación,
decidí tratar de seguir la sugerencia de Nietzsche, quien, al
invertir la explicación, afirma que querer [volere] no
significa otra cosa que mandar.

Una de las pocas cuestiones en la que los historiadores de


la filosofía antigua parecen estar totalmente de acuerdo es
en la ausencia del concepto de voluntad en el pensamiento
griego clásico. Dicho concepto, al menos en el sentido
fundamental que tiene para nosotros, comienza a aparecer
recién con el estoicismo romano y encuentra su pleno
desarrollo en la teología cristiana, pero si se intenta seguir
el proceso que lleva hasta su formación, se observa que este
parece desarrollarse a partir de otro concepto que en la
filosofía griega tiene una función igualmente importante y
con el cual la voluntad guardará una estrecha relación: el
concepto de potencia, dynamis.

Antes bien, creo que no sería errado afirmar que, mientras


que la filosofía griega tenía en su centro la potencia y la
posibilidad, la teología cristiana, y en la misma línea, la
filosofía moderna, colocan en su centro a la voluntad.

Si el antiguo es un ser de la potencia, un ser que puede, el


moderno es un ser de voluntad, un sujeto que quiere. Esto
también podría expresarse diciendo que, con el inicio de la
Edad Moderna, el verbo modal querer toma el lugar del
verbo modal poder.
Vale la pena, pues, reflexionar sobre la función funda-
mental que los verbos modales cumplen en nuestra cultura
y, en particular, en la filosofía.

Sabemos que la filosofía se define como ciencia del ser,


pero esto es cierto sólo si se precisa que el ser en ella siem-
pre se piensa según sus modalidades, es decir que siempre
se lo divide y se lo articula en “posibilidad”, “contigencia”,
“necesidad”, y que en su darse desde siempre está ya
marcado por un poder, un querer y un deber. Los verbos
modales tienen, no obstante, una curiosa particularidad:
como decían los gramáticos antiguos, a ellos “les falta la
cosa” [elleíponta tô prágmati], están “vacíos” [kena], en el
sentido de que para adquirir su significado, deben estar
seguidos de otro verbo en infinitivo que los complete. “Yo
camino, yo escribo y yo como no están vacíos; pero yo
puedo, yo quiero y yo debo pueden ser empleados sólo
acompañados de un verbo expresado o implícito: “yo puedo
caminar”, “yo quiero escribir” o “yo debo comer”.

Es interesante que estos verbos vacíos sean tan impor-


tantes para la filosofía que esta se haya dado la tarea de
comprender su significado. Creo en tal sentido que una
buena definición de la filosofía sería que esta se caracteriza
como un intento de comprender el significado de un verbo
vacío, como si en esa difícil prueba se le jugara algo esencial,
como que nuestra vida se vuelva posible o imposible, y
nuestro actuar, libre o necesario. Por tal razón cada filósofo
tiene su modo particular de conjugar o separar estos verbos
vacíos, preferir uno y aborrecer otro o, al contrario,
anudarlos e incluso insertar uno dentro de otro, como si
quisiera, reflejando un vacío en otro, crearse la ilusión de
que por una vez ha llenado ese vacío.

Este cruce alcanza en Kant su forma extrema cuando,


buscando en La metafísica de las costumbres la formulación
más adecuada para su ética, deja escapar este fraseo
delirante por donde se lo mire: man muss wollen können,
“se debe poder querer”. Precisamente esta imbricación de
los tres verbos modales define el espacio de la Modernidad
y, al mismo tiempo, la imposibilidad de articular allí una
ética. Cuando hoy escuchamos repetirse tan a menudo la
fatua convención: “yo puedo”, es posible que en la
decadencia de toda experiencia ética que define a nuestro
tiempo, lo que el delirante esté queriendo decir en realidad
sea más bien “debo querer poder”, o sea “me ordeno
obedecer”.

Para demostrar lo que se juega en el paso de la potencia a


la voluntad, he escogido un ejemplo donde la estrategia que
encabezó la nueva corriente de los verbos modales que
define a la Modernidad se hace particularmente visible. Se
trata, por así decirlo, del caso límite de la potencia, del
modo en que los teólogos se enfrentan al problema de la
omnipotencia divina.

Ustedes saben que la omnipotencia de Dios había recibido


su estatus de dogma: Credimus in unum deum patrem
omnipotentem [Creemos en dios padre uno, omnipotente],
reza el inicio del Credo, en el cual el Concilio de Nicea había
fijado el contenido irrenunciable de la fe católica. Sin
embargo, precisamente ese axioma al parecer tan sólido
contenía consecuencias inaceptables, más aún,
escandalosas, que dejaban a los teólogos en el desconcierto
y la vergüenza dado que, si Dios todo lo puede, absoluta e
incondicionalmente todo, de ello se desprende que podría
hacer cualquier cosa que no implique una imposibilidad
lógica, por ejemplo no encarnar en Jesús sino en un gusano
o, más escandaloso aún, en una mujer, o incluso condenar
a Pedro y salvar a Judas o mentir y hacer el mal o destruir
toda su creación, o −algo que no sé por qué parece indignar
y alterar de forma desmedida la mente de los teólogos−
restituirle la virginidad a una mujer desflorada (el tratado
De divina omnipotentia [Sobre la omnipotencia divina] de
Pedro Damián está casi íntegramente dedicado a este
tema). O, más aún −y hay en esto una suerte de más o
menos inconsciente humorismo teológico−, Dios podría
realizar actos ridículos o gratuitos, por ejemplo, echar a
correr de golpe (o, podríamos añadir nosotros, usar una
bicicleta para ir de un lado a otro).

Y así la lista de las consecuencias escandalosas de la


omnipotencia divina podría continuar hasta el infinito. La
potencia divina tiene algo así como una sombra o lado
oscuro en virtud del cual Dios tiene la capacidad del mal, lo
irracional y hasta del ridículo. En todo caso, entre los siglos
XI y XIV esa sombra no dejó de preocupar a los teólogos, y
la cantidad de opúsculos, tratados y quaestiones dedicadas
a este tema es tal que puede desalentar incluso la paciencia
del investigador.

¿De qué modo los teólogos buscan contener el escándalo


de la omnipotencia divina y liberarla de las sombras que sin
duda se han vuelto demasiado densas? De lo que se trata,
según una estrategia filosófica en la que Aristóteles fue un
maestro pero que la teología escolástica llevó al extremo, es
de dividir la potencia articulándola en la pareja potentia
absoluta, potentia ordinata. Aunque el modo en que la
relación entre ambos conceptos es argumentada presenta
matices diferentes entre los autores, el sentido global del
dispositivo es el siguiente: de potentia absoluta [desde la
potencia absoluta], o sea, en lo que respecta a la potencia
considerada en sí misma y, por así decirlo, en abstracto, Dios
puede hacerlo todo, por más escandaloso que eso pueda
parecemos; pero de potentia ordinata [desde la potencia
ordenada], o sea, según el orden y el mando que él le ha
impuesto a la potencia con su voluntad, Dios sólo puede
hacer lo que ha decidido hacer. Y Dios decidió encarnar en
Jesús y no en una mujer, decidió salvar a Pedro y no a Judas,
no destruir su creación y, sobre todo, no echar a correr sin
razón.

El sentido y la función estratégica de este dispositivo son


perfectamente claros: se debe contener y sujetar la
potencia, poner un límite al caos y a la inmensidad de la
omnipotencia divina, que de otro modo imposibilitarían un
gobierno ordenado del mundo. El instrumento que realiza,
por así decirlo, desde el interior esta limitación es la
voluntad. La potencia puede querer y, una vez que ha
querido, debe actuar según su voluntad. Y, al igual que Dios,
también el ser humano puede y debe querer, puede y debe
contener el abismo oscuro de su potencia.

La hipótesis de Nietzsche según la cual querer significa en


realidad mandar resulta entonces correcta, y eso a lo que la
voluntad manda no es sino la potencia. Ahora querría darle
la última palabra a un personaje de Herman Melville que
parece detenerse obstinadamente en el cruce entre la
voluntad y la potencia, el escribiente Bartleby, quien −al
abogado que le pregunta “¿No lo hará?”, le responde una y
otra vez, volviendo la voluntad en contra de sí misma:
“Preferiría no hacerlo”.
V. EL CAPITALISMO COMO RELIGIÓN

Hay signos de los tiempos (Mt 16, 2−4) que, aunque


evidentes, los seres humanos, que escrutan los signos en los
cielos, no llegan a percibir. Signos que se cristalizan en
acontecimientos que anuncian y definen la época que viene,
acontecimientos que pueden pasar inadvertidos y no alterar
en nada o casi nada la realidad a la cual se añaden y que, sin
embargo, precisamente por esto valen como signos, como
indicios históricos, sémeia tón kairón.

Uno de estos acontecimientos tuvo lugar el 15 de agosto


de 1971, cuando el gobierno estadounidense, bajo la
presidencia de Richard Nixon, declaró que se suspendía la
convertibilidad del dólar en oro. Si bien esta declaración
marcaba de hecho el fin de un sistema que había vinculado
durante mucho tiempo el valor de la moneda al patrón oro,
la noticia, recibida en plenas vacaciones de verano, suscitó
menos discusiones de lo que legítimamente podía
esperarse. Aun así, a partir de ese momento, la inscripción
que se leía en muchos billetes (por ejemplo, en la libra
esterlina y en la rupia, pero no en el euro), “Prometo pagar
al portador la suma de...”, suscripta por el director del
Banco Central, había perdido todo sentido. Esta frase
significaba entonces que, a cambio de ese billete, el banco
central proveería a quien lo solicitase (admitiendo que al-
guien hubiese sido tan tonto como para solicitarlo) no una
cierta cantidad de oro (para el dólar, una trigésimo quinta
parte de una onza), sino un billete exactamente igual. El
dinero se había vaciado de todo valor que no fuese pura-
mente autorreferencial. Fue mucho más sorprendente la
facilidad con la cual se aceptó el gesto del soberano esta-
dounidense, que equivalía a anular el patrimonio en oro de
los poseedores de dinero. Y si, como se ha sugerido, el
ejercicio de la soberanía monetaria por parte de un Estado
consiste en su capacidad de inducir a los actores del
mercado a emplear sus deudas como moneda, entonces
incluso esa deuda había perdido toda consistencia real, se
había vuelto puro papel moneda.

El proceso de desmaterialización de la moneda había


comenzado muchos siglos antes, cuando las exigencias del
mercado indujeron a colocar junto a la moneda metálica,
necesariamente escasa y voluminosa, letras de cambio,
billetes, juros, Goldschmith’s notes, etcétera. Todos estos
papeles moneda son en realidad títulos de crédito y son
llamadas, por esta razón, monedas fiduciarias. La moneda
metálica, en cambio, valía −o debería haber valido− por su
contenido de metal precioso (por otra parte, como se sabe,
inseguro: el caso límite es el de las monedas de plata
acuñadas por Federico II, que apenas se las usaba dejaban
entrever el rojo del cobre). No obstante, Joseph
Schumpeter, que vivía, es cierto, en una época en la cual el
papel moneda había superado ya a la moneda metálica,
pudo afirmar no sin razón que, en última instancia, todo el
dinero es sólo crédito.

Después del 15 de agosto de 1971, debería añadirse que


el dinero es un crédito que se basa sólo en sí mismo y que
no corresponde a otra cosa más que a sí mismo.

“Kapitalismus als Religion” [“El capitalismo como


religión”] es el título de uno de los más perspicaces frag-
mentos póstumos de Walter Benjamin.

Ha sido señalado en varias ocasiones que el socialismo era


algo parecido a una religión (entre otros, por Carl Schmitt:
“El socialismo pretende dar vida a una nueva religión que
para las personas de los siglos XIX y XX tuvo el mismo
significado que el cristianismo para las de hace dos
milenios”).

Según Benjamin, el capitalismo no sólo representa, como


en Max Weber, una secularización de la fe protestante, sino
que es esencialmente un fenómeno religioso, que se
desarrolla de modo parasitario a partir del cristianismo.
Como tal, como religión de la Modernidad, el capitalismo se
define por tres características.

1.Es una religión cultual, acaso la más extrema y absoluta


que jamás haya existido. Todo en ella tiene significado sólo
en referencia a la realización de un culto, no respecto de un
dogma o de una idea.

2.Este culto es permanente, es “la celebración de un culto


sans tréve et sans merci” [sin tregua y sin piedad] (p. 100).
No es posible distinguir en este entre días feriados y días
laborables, pero hay un único, ininterrumpido día de
feriado−trabajo, en el cual el trabajo coincide con la
celebración del culto.

3. El culto capitalista no está dirigido a la redención o a la


expiación de una culpa, sino a la culpa misma. “El
capitalismo es quizá el único caso de un culto que no expía,
sino que culpabiliza [...] Una monstruosa conciencia
culpable que no conoce redención se transforma en culto,
no para expiar en esto su culpa, sino para volverla universal
[...] y para capturar al final a Dios mismo en la culpa [...] Dios
no está muerto, sino que ha sido incorporado al destino de
la humanidad” (pp. 100−101).

Precisamente porque tiende con todas sus fuerzas no a la


redención sino a la culpa, no a la esperanza sino a la
desesperación, el capitalismo como religión no apunta a la
transformación del mundo, sino a su destrucción. Y su
dominio en nuestro tiempo es tan total que incluso los tres
profetas de la Modernidad (Nietzsche, Marx y Freud)
conspiran, según Benjamin, con él, son solidarios, de algún
modo, con la religión de la desesperación. “Este pasaje del
planeta hombre a través de la casa de la desesperación en
la absoluta soledad de su recorrido es el éthos que define
Nietzsche. Este hombre es el Superhombre, es decir, el
primer hombre que comienza conscientemente a realizar la
religión capitalista.” Pero también la teoría freudiana
pertenece al sacerdocio del culto capitalista: “lo reprimido,
la representación pecaminosa [...] es el capital, sobre el cual
el infierno del inconsciente paga los intereses”. Y, en Marx,
el capitalismo, “con los intereses simples y compuestos, que
son función de la culpa [...] se transforma inmediatamente
en socialismo” (p. 101).

Probemos a tomar en serio y desarrollar la hipótesis de


Benjamin. Si el capitalismo es una religión, ¿podemos
definirlo en términos de fe? ¿En qué cree el capitalismo? ¿Y
qué implica, respecto de esta fe, la decisión de Nixon?

David Flusser, un gran estudioso de ciencia de las


religiones (existe también una disciplina con este extraño
nombre), estaba trabajando con la palabra pistis, que es el
término griego que Jesús y los apóstoles usaban para “fe”.
Aquel día se encontraba por casualidad en una plaza de
Atenas y en determinado momento, al levantar la vista,
leyó, escrito en caracteres enormes delante de él, Trápeza
tês písteos. Estupefacto por la coincidencia, miró mejor y
después de pocos segundos se dio cuenta de que se hallaba
simplemente delante de un banco: trápeza tês písteos
significa “banco de crédito”. Aquí estaba el significado de la
palabra pistis, que había estrado tratando de entender
durante meses: pistis, “fe”, es simplemente el crédito que
disfrutamos con Dios y del que la palabra de Dios disfruta
con nosotros, ya que lo creemos. Por esto Pablo puede decir
en una famosa definición que “la fe es sustancia de cosas
esperadas”: es lo que da realidad y crédito a lo que todavía
no existe, pero en lo que creemos y confiamos, en lo que
hemos puesto en juego nuestro crédito y nuestra palabra.
Creditum es el participio pasado del verbo latino credere−,
es aquello en lo que creemos, en lo que depositamos
nuestra fe, en el momento en que establecemos una
relación de confianza con alguien tomándolo. bajo nuestra
protección o prestándole dinero, confiándonos a su
protección o tomando dinero en préstamo. En la pistis
paulina revive, pues, aquella antiquísima institución
indoeuropea que Benveniste reconstruyó, la “fidelidad
personal”: “Aquel que posee la fides depositada en él por
una persona tiene a esa persona en su poder [...] En su
forma primitiva, esta relación implica una reciprocidad:
depositar la propia fides en alguien procuraba, en cambio,
su garantía y su ayuda” (pp. 118−119).

Si esto es cierto, entonces la hipótesis de Benjamin de una


estrecha relación entre el capitalismo y el cristianismo
recibe una confirmación ulterior: el capitalismo es una
religión enteramente basada en la fe, es una religión cuyos
adeptos viven sola fide [con la sola fe]. Y así como, según
Benjamin, el capitalismo es una religión en la que el culto se
ha emancipado de todo objeto, y la culpa, de todo pecado,
de la misma manera, desde el punto de vista de la fe el
capitalismo no tiene ningún objeto: cree en el puro hecho
de creer, en el puro crédito, o sea, en el dinero. El
capitalismo es, entonces, una religión en la cual la fe −el
crédito− sustituye a Dios. En otras palabras, puesto que la
forma pura del crédito es el dinero, se trata de una religión
cuyo Dios es el dinero.

Esto significa que la banca, que no es sino una máquina


para fabricar y gestionar crédito, ha tomado el puesto de la
iglesia y, gobernando el crédito, manipula y gestiona la fe
−la escasa, incierta confianza− que nuestro tiempo todavía
tiene en sí mismo.

¿Qué ha significado, para esta religión, la decisión de


suspender la convertibilidad en oro? Ciertamente, algo así
como una clarificación del propio contenido teológico
comparable a la destrucción mosaica del becerro de oro o
al establecimiento de un dogma conciliar: en cualquier caso,
un paso decisivo hacia la purificación y la cristalización de la
propia fe. Esta, en la forma del dinero y del crédito, se
emancipa ahora de todo referente externo, borra su nexo
idolátrico con el oro y se afianza en su carácter absoluto. El
crédito es un ser puramente inmaterial, la más perfecta
parodia de aquella pístis que no es sino “sustancia de cosas
esperadas”. La fe −así narraba la célebre definición de la
Carta a los hebreos− es sustancia (pusia, término técnico
por excelencia de la ontología griega) de las cosas
esperadas. Lo que Pablo entiende es que quien tiene fe,
quien ha puesto su pístis en Cristo, toma la palabra de Cristo
como si fuese la cosa, el ser, la sustancia. Pero es
precisamente este “como si” lo que la parodia de la religión
capitalista borra. El dinero, la nueva pístis, ahora es,
inmediata y completamente, sustancia. El carácter
destructivo de la religión capitalista del cual Benjamin
hablaba se presenta aquí con toda su evidencia. La “cosa
esperada” ya no es, ha sido aniquilada y debe serlo, porque
el dinero es la esencia misma de la cosa, su ousía en sentido
técnico. Y, de este modo, se quita de en medio el último
obstáculo a la creación de un mercado de la moneda, a la
transformación integral del dinero en mercancía.

Una sociedad cuya religión es el crédito, que cree sólo en


el crédito, está condenada a vivir a crédito. Robert Kurz
ilustró la transformación del capitalismo del siglo XIX, to-
davía basado en la solvencia y en la desconfianza respecto
del crédito, en el capitalismo financiero contemporáneo.
Para el capital privado decimonónico, con sus propietarios
personales y con los clanes familiares relacionados con este,
aún tenían valor los principios de la respetabilidad y la
solvencia, a cuya luz el recurso cada vez mayor al crédito
parecía casi obsceno, el comienzo del fin. La literatura de
folletín de la época está repleta de historias en las cuales
grandes linajes se arruinan a causa de su dependencia del
crédito: en algunos pasajes de los Buddenbrook, Thomas
Mann hizo de este además un tema digno de un premio
Nobel. El capital productivo de intereses era naturalmente
indispensable desde el inicio para el sistema que se estaba
formando, pero aún no tenía un papel decisivo en la
reproducción capitalista como totalidad. Los negocios del
capital “ficticio” eran considerados típicos de un ambiente
de tramposos y de gente deshonesta, al margen del
capitalismo auténtico. Incluso Henry Ford rechazó por
mucho tiempo la posibilidad de recurrir al crédito bancario,
obstinándose en la financiación de sus inversiones con
capital propio (pp. 76−77).

Durante el siglo XX, esta concepción patriarcal se disolvió


por completo y hoy el capital empresarial recurre cada vez
más al capital monetario, tomado en préstamo al sistema
bancario. Esto significa que las empresas, para poder
continuar produciendo, en sustancia deben hipotecar
anticipadamente cantidades cada vez mayores de trabajo y
de la producción futura. El capital productor de mercancías
se alimenta ficticiamente del propio futuro. La religión
capitalista, en coherencia con la tesis de Benjamin, vive de
un continuo endeudamiento, que no puede ni debe
extinguirse.

Sin embargo, no son sólo las empresas las que viven, en


este sentido, sola fide, a crédito (o a débito). También los
individuos y las familias, que recurren a este cada vez más,
están religiosamente empeñados en este continuo y gene-
ralizado acto de fe sobre el futuro. Y la banca es el sumo
sacerdote que administra a los fieles el único sacramento de
la religión capitalista: el crédito−débito.

En ocasiones me pregunto cómo es posible que las


personas conserven con tanta tenacidad su fe en la religión
capitalista. Puesto que está claro que, si las personas
dejasen de tener fe en el crédito y dejaran de vivir a crédito,
el capitalismo se desmoronaría de inmediato. No obstante,
creo vislumbrar signos de un ateísmo incipiente respecto
del Dios crédito.

Cuatro años antes de la declaración de Nixon, Guy Debord


publica La sociedad del espectáculo. La tesis central del libro
era que el capitalismo, en su fase extrema, se presenta
como una inmensa acumulación de imágenes, en las que
todo lo que era directamente usado y vivido se aleja en una
representación. En el momento en el que la
mercantilización alcanza su punto más alto, no sólo
desaparece todo valor de uso, sino que se transforma la
naturaleza misma del dinero. Este ya no es simplemente “el
equivalente general abstracto de todas las mercancías”, en
sí todavía dotadas de algún valor de uso: “el espectáculo es
el dinero que sólo se puede mirar, porque en él la totalidad
del uso se ha intercambiado por la totalidad de la
representación abstracta”. Está claro, aunque Debord no lo
diga, que ese dinero es una mercancía absoluta, que no
puede referirse a una cantidad concreta de metal y que, en
este sentido, la sociedad del espectáculo es una profecía de
la decisión que el gobierno estadounidense tomaría cuatro
años más tarde.

A esto corresponde, según Debord, una transformación


del lenguaje humano, que ya nada tiene para comunicar y
se presenta por lo tanto como “comunicación de lo inco-
municable” (tesis 192). Al dinero como pura mercancía le
corresponde un lenguaje en el cual el nexo con el mundo se
ha quebrado. El lenguaje y la cultura, separados en los
medios masivos y en la publicidad, se vuelven “la mercancía
vedette de la sociedad espectacular”, que comienza a
acaparar para sí una parte cada vez mayor del producto
nacional. Es la propia naturaleza lingüística y comunicativa
del ser humano la que así se encuentra expropiada en el
espectáculo: lo que impide la comunicación es su
absolutización en una esfera separada, en la cual nada hay
para comunicar salvo la comunicación misma. En la so-
ciedad espectacular, las personas son separadas de aquello
que debería unirlas.
Es patrimonio del sentido común que existe una se-
mejanza entre el lenguaje y el dinero que, según el adagio
goethiano, verba valent tina nummi [las palabras valen
como las monedas]. Si intentamos, empero, tomar en serio
la relación implícita en el adagio, esta resulta ser algo más
que una analogía. Así como el dinero se refiere a las cosas
constituyéndolas como mercancías, volviéndolas
comerciables, también el lenguaje se refiere a las cosas
volviéndolas decibles y comunicables. Así como, durante
siglos, lo que permitía al dinero desempeñar su función de
equivalente universal del valor de todas las mercancías era
su relación con el oro, también lo que garantiza la capacidad
comunicativa del lenguaje es la intención de significar, su
referencia efectiva a la cosa. El nexo denotativo con las
cosas, realmente presente en la mente de todo hablante, es
lo que, en el lenguaje, corresponde a la base áurea de la
moneda. Es este el sentido del principio medieval según el
cual no es la cosa la que está sometida al discurso, sino el
discurso a la cosa [non sermoni res, sed reí est sermo
subiectus (el discurso está sometido a la cosa, no la cosa al
discurso)]. Y es significativo que un gran canonista del siglo
XIII, Godofredo de Trani, exprese esta conexión en términos
jurídicos, al hablar de una lingua rea, es decir, a la cual se le
pueda imputar una relación con la cosa: “sólo la conexión
efectiva de la mente con la cosa vuelve efectivamente
imputable (esto es, significante) la lengua [ream lingua non
facit nisi rea mens}”. Si este nexo significante desaparece, el
lenguaje literalmente no dice nada [nihil diciti. El significado
−la referencia a la realidad− garantiza la función
comunicativa de la lengua exactamente como la referencia
al oro asegura la capacidad del dinero de intercambiarse
con todas las cosas. Y la lógica vela por la conexión entre el
lenguaje y el mundo, exactamente como el gold exchange
standard [patrón de cambio en oro] velaba por la conexión
del dinero con la base áurea.

Los análisis críticos del capital financiero y de la sociedad


del espectáculo se han dirigido, con justa razón, contra la
anulación de estas garantías implícita, por una parte, en la
desvinculación de la moneda respecto del oro y, por la otra,
en la ruptura del nexo entre el lenguaje y el mundo. El
medio que vuelve posible el intercambio no puede ser el
mismo que se intercambia: el dinero, que mide las
mercancías, no puede convertirse él mismo en una
mercancía. De igual modo, el lenguaje que vuelve
comunicables las cosas no puede convertirse él mismo en
una cosa, objeto a su vez de apropiación y de intercambio:
el medio de la comunicación no puede ser comunicado él
mismo. Separado de las cosas, el lenguaje nada comunica y
celebra de este modo su efímero triunfo sobre el mundo;
desvinculado del oro, el dinero exhibe la propia nada como
medida −y, a la vez, mercancía− absoluta. El lenguaje es el
valor espectacular supremo, porque revela la nada de todas
las cosas; el dinero es la mercancía suprema, porque mues-
tra en última instancia la nulidad de todas las mercancías.
Sin embargo, es en cada ámbito de la experiencia que el
capitalismo atestigua su carácter religioso y, a la vez, su
relación parasitaria con el cristianismo. Antes que nada
respecto del tiempo y de la historia. El capitalismo no tiene
ningún télos, es esencialmente infinito, y, con todo, y
justamente por este motivo, es incesantemente presa de
una crisis, siempre en acto de concluir; pero incluso en esto
testimonia su relación parasitaria con el cristianismo, A la
pregunta de David Cayley de si nuestro mundo es
postcristiano, Iván Illích respondió que no lo es, sino que es
el mundo más explícitamente cristiano que jamás haya
existido, o sea, un mundo apocalíptico. La filosofía cristiana
de la historia (y toda filosofía de la historia es necesaria-
mente cristiana) de hecho se basa en la asunción de que la
historia de la humanidad y del mundo es esencialmente
finita: va desde la creación hasta el fin de los tiempos, que
coincide con el Día del Juicio, con la salvación o con la
condenación. Pero el acontecimiento mesiánico inscribe en
este tiempo histórico cronológico otro tiempo, kairológico,
en el cual cada instante se mantiene en relación directa con
el fin, experimenta un “tiempo del fin” que es, sin embargo,
también un nuevo inicio. Si la Iglesia parece haber cerrado
su oficio escatológico, hoy son sobre todo los científicos,
transformados en profetas apocalípticos, quienes anuncian
el fin inminente de la vida en la Tierra. Y en todo ámbito,
tanto en la economía como en la política, la religión
capitalista proclama un estado de crisis permanente (crisis
significa, etimológicamente, “juicio definitivo”), que es, a la
vez, un estado de excepción que se ha vuelto normal, cuyo
único resultado posible se presenta, precisamente como en
el Apocalipsis, como “una tierra nueva”. Mas la escatología
de la religión capitalista es una escatología blanca, sin
redención ni juicio.

Así como, en efecto, no puede tener un verdadero fin y


por esto siempre está en acto de concluir, el capitalismo
tampoco conoce un principio, es íntimamente an−árquico y,
no obstante, precisamente a causa de esto, siempre está en
acto de recomenzar. De aquí la consustancialidad entre
capitalismo e innovación, en la que se basa la definición que
Schumpeter da del primero. La anarquía del capital coincide
con su propia e incesante necesidad de innovación.

No obstante, una vez más el capitalismo muestra aquí su


íntima y paródica conexión con el dogma cristiano: en
efecto, ¿acaso no es la Trinidad el dispositivo que permite
conciliar la ausencia en Dios de todo arché con el naci-
miento, a la vez eterno e histórico, de Cristo, la anarquía
divina con el gobierno del mundo y la economía de la
salvación?

Querría añadir algo a propósito de la relación entre


capitalismo y anarquía. Hay una frase, pronunciada por uno
de los cuatro perversos en el film Salo de Pasolini, que dice:
“La única verdadera anarquía es la anarquía del poder”. En
el mismo sentido, Benjamin había escrito muchos años
antes: “Nada es tan anárquico como el orden burgués”.
Creo que sus observaciones deben ser tomadas con
seriedad. Benjamin y Pasolini captan aquí una característica
esencial del capitalismo, que es quizá el poder más
anárquico que jamás haya existido, en el sentido literal de
que no puede tener ningún arché, ningún inicio ni
fundamento, pero incluso en este caso la religión capitalista
muestra su parásita dependencia de la teología cristiana.

Lo que aquí funciona como paradigma de la anarquía


capitalista es la cristología. Entre los siglos IV y VI, la Iglesia
se dividió profundamente por la controversia sobre el
arrianismo, que involucró violentamente, junto con el
emperador, a toda la cristiandad oriental. El problema
concernía precisamente al arché del Hijo. Tanto Arrio como
sus adversarios concordaban, en efecto, en afirmar que el
Hijo ha sido generado por el Padre y que esta generación
sucedió “antes de los tiempos eternos” (pro chrónon
aionion, en Arrio; propánton ton aíonon [antes de todo lo
eterno], en Eusebio de Cesárea). Más aún, Arrio se cuida de
precisar que el Hijo ha sido generado achrónos, intem-
poralmente. Aquí se trata no tanto de una precedencia
cronológica (el tiempo no existe todavía), ni sólo de un
problema de rango (que el Padre es “mayor” que el Hijo es
una opinión compartida por muchos antiarrianos); se trata,
más bien, de decidir si el Hijo −es decir, la palabra y la praxis
de Dios− se funda en el Padre o es, como él, sin principio,
anárchos, esto es, infundado.
Un análisis textual de las cartas de Arrio y de los escritos
de sus adversarios muestra, en efecto, que el término
decisivo en la controversia es justamente anárchos (sin
arché, en el doble sentido que el término posee en griego:
fundamento y principio).

Arrio afirma que mientras que el Padre es absolutamente


anárquico, el Hijo está en el principio [en archéi], pero no es
“anárquico”, puesto que tiene su fundamento en el Padre.

Contra esta, tesis herética, que da al Logos un sólido


fundamento en el Padre, los obispos reunidos por el
emperador Constancio II en Sádica (343) afirman con
claridad que también el Hijo es “anárquico” y, como tal,
“absoluta, anárquica e infinitamente [pantóte, anárchos,
kai ateléutetos] reina junto con el Padre”.

¿Por qué esta controversia, más allá de sus sutilezas


bizantinas, me parece tan importante? Porque, desde el
momento en que el Hijo no es otro que la palabra y la acción
del Padre, o antes bien, más precisamente, el principal actor
de la “economía” de la salvación, es decir, del gobierno
divino del mundo, lo que aquí está en cuestión es el
problema del carácter “anárquico”, o sea infundado, del
lenguaje, de la acción y del gobierno. El capitalismo hereda,
seculariza y extrema el carácter anárquico de la cristología.
Si no se entiende esta originaria vocación anárquica de la
cristología, no es posible comprender el sucesivo desarrollo
histórico de la teología cristiana, con su latente deriva
ateológica, ni la historia de la filosofía y de la política
occidentales, con su división entre ontología y praxis, entre
ser y actuar, y su consecuente énfasis en la voluntad y en la
libertad. Que Cristo es anárquico significa, en última
instancia, que en el Occidente moderno, el lenguaje, la
praxis y la economía no se fundamentan en el ser.

Ahora comprendemos mejor por qué la religión capitalista


y las filosofías subalternas a ella tienen tanta necesidad de
la voluntad y de la libertad. Libertad y voluntad significan
simplemente que ser y actuar, ontología y praxis, que en el
mundo clásico estaban estrechamente unidas, ahora
separan sus caminos. La acción humana ya no se funda en
el ser: por esto es libre, es decir, condenada al azar y a la
aleatoriedad.

Querría interrumpir aquí mi breve arqueología de la


religión capitalista. No habrá conclusión. Creo, en efecto,
que en la filosofía, como en el arte, no podemos “concluir”
una obra: podemos sólo abandonarla, como decía
Giacometti respecto de sus cuadros. Aunque si hay algo que
querría confiar a la reflexión de ustedes, esto es
precisamente el problema de la anarquía.

Contra la anarquía del poder, no intento invocar un


regreso a un sólido fundamento en el ser: incluso si alguna
vez hubiésemos poseído tal fundamento, sin duda lo hemos
perdido o hemos olvidado cómo se accede a él. Creo, sin
embargo, que una lúcida comprensión de la profunda
anarquía de la sociedad en la que vivimos es el único modo
correcto de plantear el problema del poder y, a la vez, el de
la verdadera anarquía. La anarquía es eso que se vuelve
posible en el momento en el que captamos la anarquía del
poder. Construcción y destrucción coinciden aquí
plenamente. Pero, para citar las palabras de Michel
Foucault, lo que así obtenemos “no es nada más, ni nada
menos, que la apertura de un espacio donde pensar final-
mente vuelve a ser posible”.
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