Patas de Resorte2
Patas de Resorte2
Patas de Resorte2
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Patas de Resorte
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Silvia Lachaise
Ilustraciones de Mariana Otero
Patas de Resorte
comunicarte
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Patas de Resorte
©2018 del texto, Silvia Lachaise
©2018 de la ilustración, Mariana Otero
©2018 de la edición, Editorial Comunicarte
Colección Luz verde para leer
Dirección de colección: Karina Franccarolli
Editorial Comunicarte
Ituzaingó 882 – Córdoba – Argentina – Tel. (0351) 468-4342
info@comunicarteweb.com.ar – www.comunicarteweb.com.ar
ISBN 978-987-602-409-9
Lachaise, Silvia
Patas de Resorte / Silvia Lachaise; ilustrado por Mariana Otero – 1° ed. – Córdoba:
Comunicarte, 2018.
84 p.: il.; 19 x 12 cm. (Colección Luz verde para leer; dirigida por Karina Franccarolli)
ISBN 978-987-602-409-9
1.Narrativa Juvenil Argentina. 1. Mariana Otero, ilus. 11. Título
CDD A 863.928 3
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A mi PAPÁ, deseando que cuando camine entre
las páginas de este libro pueda sentir que cumplió su sueño.
S.L.
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Capítulo 1
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E n un patio de tierra recién regado, cuando la
tarde se apoyaba en el horizonte, bailoteaban sobre
una pista improvisada con palos y chapitas, unas
canicas rojas y otras verdes transparentes como los
ojos del gato Michiculele. El perezoso minino de la
casa, lo único que hacía era dormir en el columpio
bajo los nogales en compañía de Fito, un hurón
manso y domesticado.
Yo empujé las bolitas con cuidado, con fuerza,
y las seguí con ansiedad. Se disputaban el primer
lugar rodando por la tierra con rapidez, directa-
mente al emboque cuando Gaudelia, la gallina más
hambrienta y despistada, se cruzó inoportunamente
con su lento caminar, como quién va mirando el
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paisaje y confundió a la bolita casi ganadora (la
verde) con un lustroso y apetecible gusano. Estiró el
cogote y de un picotazo la tragó sin respirar. Quedé
sin aliento. La furia comenzó a quemarme los ca-
chetes. Como impulsado por un cohete, corrí tras el
ave para desplumarla. Mamá -que había observado
la escena- se paró frente de mí y evitó tal desgracia.
-¡¡Bochita!! No la culpes, es una pobre gallina
miope…
No pudo terminar la frase porque yo, enojado y
en un llanto desconsolado, le recriminé:
- ¡Siempre hace lo mismo!, no puedo terminar
la carrerita porque pasa y se come las bolitas. Me
quedan pocas…
- Hijo, a Gaudelia le llaman la atención por el
color y por cómo se mueven. Ella cree que son de-
liciosos manjares movedizos.
Miré confundido a mi mamá, sin comprender
muy bien eso de los manjares movedizos…
Las lágrimas se me secaron ante su promesa de
ir al pueblo a comprar más, de todos los colores y de
todos los tamaños. Porque, además, cuando mi
mamá acaricia mi cabeza redonda como una bocha,
mis enojos desaparecen.
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Capítulo 2
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C on mi familia vivíamos en las afueras
de la pintoresca Chascomús que en ese entonces no
llegaba hacer ciudad, sino un pueblo con una laguna
de aguas tibias en verano y visitada por un sinfín de
pescadores todo el año.
Cuando comencé a ir a la escuela junto a dos
de mis hermanos, llegábamos caminando. Bordeá-
bamos la laguna; allí era inevitable no tentarse a
tirar piedras haciendo sapitos sobre el agua. Luego
doblábamos a la derecha. Cruzábamos un viejo
puente de madera construido por antiguos vascos, y
a los pocos metros estaba la escuela, rodeada de
álamos como soldados.
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Los problemas surgían durante el regreso,
cuando las distancias parecían alargarse y la panza
vacía nos gruñía. Para colmo, las alpargatas casi
siempre nos quedaban chicas y nos apretaban los
dedos y nos salían ampollas. Hasta parecía que
nuestra casa estaba más lejos que de costumbre…
Mi papá, don Clemente, era el mecánico del
pueblo. No sólo arreglaba autos, sino que, al ser tan
habilidoso con sus manos, terminaba reparando
cualquier cosa que se rompiera.
Cierto día recibió algo muy particular en parte
de pago por un trabajo que le hizo a mi padrino.
Algo que no se parecía en nada al dinero: un ca-
ballo blanco, flequilludo y de patas muy largas.
Provenía de las tierras verdes y húmedas de Entre
Ríos. No representaba a la mejor generación de pura
sangre entrerrianos, pero tenía algo que lo
distinguía. Quizás eran sus ojos, similares al vidrio
que irradiaban un brillo pícaro y travieso.
No se conversó sobre que íbamos a hacer con el
caballo. Imaginamos que tendría la misión de
transportar a la escuela a los tres angelitos, como
nos decía mi abuela.
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Capítulo 3
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A penas el sol se asomó, vestimos los
guardapolvos blancos. La abuela peinó nuestros ca-
bellos con gomina. Parecíamos lengüeteados por la
vaca del vecino. Nuestras panzas cosquilleaban de
ansiedad por empezar la rutina que ese día pintaba
diferente y tentadora.
Sobre el lomo del animal papá colocó primero
la sudadera, una tela gruesa que colgaba de ambos
lados, y luego el vellón de oveja para ablandar su
lomo huesudo. El caballo no entendía las inten-
ciones de sus nuevos dueños. Relinchaba arisco,
malhumorado y movedizo. Miraba de reojo con cara
de pocos amigos, tal vez preguntándose
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quiénes eran los enanos ruidosos que querían mon-
tarlo sin consultarle.
Papá lo abrazó por el cogote para que pudié-
ramos trepar. Yo era el encargado de sostener las
riendas. Una vez montados, sentimos la felicidad de
contemplar el mundo desde casi dos metros de
altura. Nos despidieron con miles de recomen-
daciones. Comenzamos a transitar el sendero y a
comparar nuestras propias sombras con las de los
árboles. También estirábamos las manos para tocar
las ramas.
Se acabaron las eternas caminatas con las alpar-
gatas, pensé…
Luego de recorrer un buen trecho, el caballo de-
cidió dejar de caminar… Muy dueño de sus patas,
que se convirtieron en resortes, comenzó a brincar
y brincar gastando el camino en medio de una nube
de tierra. Nos zarandeábamos de un lado para otro,
como si estuviéramos en una licuadora gigante, sin
entender qué sucedía. Pegábamos nuestros cuerpos
al suyo lo más que podíamos agarrando fuerte las
riendas. Finalmente, luego del último brinco, frenó
de golpe y caímos.
Con algunos machucones, con la tierra pegada
en los guardapolvos y en las piernas, pudimos levan-
tarnos. Intentamos montarlo de nuevo, pero nadie
nos había advertido sobre las mañas del animal.
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“¡Arre!” se escuchó, y comenzó el festival. Ga-
lopes, brincos, frenadas y al piso.
Así pasamos gran parte de la mañana: mon-
tábamos, brincábamos, caíamos, mientras que el
animal, divertido, nos miraba de reojo.
-¡¡¡Mirá cómo se ríe de nosotros!!! -grité.
-Los caballos no se ríen -declaró Coco, mi
hermano mayor, mientras se pasaba las manos por
las rodillas raspadas.
-Estoy segura de que este sí se burla y no nos
quiere -agregó Delia, mientras levantaba los moños
de sus trenzas.
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Capítulo 4
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C uando el sol bostezó en una siesta de
otoño, pensé en voz alta: -¡Qué aburrimiento!, no
tengo con quién jugar…
Busqué colgarme de las ramas del jacarandá
somnoliento, ya que el viento suave me acunaba. Al
no encontrar diversión, fuí a la pieza de las herra-
mientas y saqué la caña y un tarrito para guardar los
pescados. Luego pasé por la cocina y me llevé un
trozo de pan. Mientras comía la corteza, guardé la
miga para usarla como carnada porque no me gus-
taba llevar lombrices, me daba pena pincharlas con
el anzuelo. Me calcé la gorra de vasco del abuelo
Domingo, y demoré un rato en acomodármela, ya
que me tapaba los ojos. Como un pescador expe-
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rimentado emprendí el camino hacia la laguna,
donde siempre veía a los pescadores tirar sus líneas.
Como era día de semana, nadie andaba por allí.
Las aguas se mostraban inquietas, chocando con la
escollera. Amasé la miga de pan y mis pensamientos
me llevaron al caballo. Recordé esa mirada pícara y
esquiva. Despierto soñé que cabalgaba sobre el
patas largas y compartía innumerables aventuras.
Entonces me dije: ¿Por qué no emprender el vuelo
como si fuera un caballo alado y sobrevolar la la-
guna, rozar las aguas con las puntas de los dedos, y
que la espuma de las olas nos salpicara…? Cruzar
por debajo del arcoíris, como si fuera un pasadizo
secreto que solamente nosotros conocíamos y llegar
al país de los juguetes que yo no tenía.
Un profundo cariño por el caballo se adueñó de
mí, sintiéndolo como un abrojo en mi corazón. En
ese mismo momento me di cuenta de que no tenía
nombre y tampoco sabía si lo había tenido.
Cuando me disponía a tirar la línea mirando un
punto fijo en la laguna, me descuidé en el envión y
caí al agua. No sabía nadar. El movimiento de las
aguas no me permitía sujetarme a la escollera. Me
desesperé, sentía una fuerza superior que me suc-
cionaba. Agité mis brazos pidiendo auxilio mien-
tras tragaba agua. Y nada… El silencio y la soledad
reinaban. No vi que el caballo me había seguido y al
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perderme de vista, galopó hacia la laguna. Miró a un
lado y otro, no me distinguía en medio del agua
hasta que nuestros ojos se encontraron. Emitió
fuertes relinchos dando giros de desesperación por
no conseguir ayuda. Corrió hacia la derecha, luego a
la izquierda, sin ningún resultado. Astutamente se
arrodilló con las patas pegadas a la escollera y dejó
caer al agua la soga que colgaba de su cuello.
Con mucho esfuerzo, me aferré a la soga, y de un
brinco el animal se paró. Retrocedió despacio, pero
con todas sus fuerzas, hasta que finalmente quedé
tendido en el suelo tiritando de frío y de miedo.
No hubo testigos de ese salvataje. El sol,
asustado, se tapó la cara con las nubes. Viéndome
temblar, el caballo se acercó, lamió con su lengua
áspera mi cabeza empapada y me regaló unos
cuantos resoplidos tibios como caricias. Con un hilo
de voz le dije:
-¡¡¡Me salvaste!!! ¡¡¡Me salvaste!!! Yo sabía que
íbamos a ser amigos.
El caballo me miró fijamente y se quedó tran-
quilo.
El héroe me llevo sobre su lomo y, con las pocas
fuerzas que me quedaban, abracé su cuello. En el
camino me pareció escuchar una voz que me
tranquilizaba…
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Después de la mojadura tuve que meterme en
cama. Todo el tiempo el flequilludo asomaba la
cabezota en la ventana de mi dormitorio para ase-
gurarse de que yo estaba bien.
Los distanciamientos quedaron atrás.
-¿Querés probar arroz con leche, patas largas?
El caballo intuyó que todavía no era el momento
de dar a conocer su secreto y se limitó a asentir con
la cabeza. De un lengüetazo terminó con lo que
quedaba en la compotera, incluyendo al arroz con
leche aromatizado con una rama de canela que la
abuela Isabel había preparado.
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Capítulo 5
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L os días transcurrieron tranquilos. A pesar
de que todavía no había intentado montar a mi
caballo, andábamos juntos de aquí para allá. Lo lle-
vaba de la soga y buscábamos palitos y ramas para
encender la salamandra. De igual manera colocaba
sobre su lomo una cesta y traíamos la verdura de la
quinta del abuelo para hacer la sopa. Mientras
caminábamos, nos gustaba escuchar nuestros pro-
pios pasos, era una forma de conocernos… toc, toc,
toc. Yo arrastraba los pies, el caballo no. Ninguno
quería perderse nada del otro.
Un día visitamos la chacra de doña Meca solo
por fuera, ya que era una señora con muchos años y
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mal carácter. No le gustaban los niños y menos los
caballos. ¿Había sido niña alguna vez?
Su chacra era la mejor de la zona, rodeada de ár-
boles frutales a los que cuidaba celosamente junto a
su hijo, que siempre andaba con la escalera a cuestas
y una gomera para espantar a los pájaros.
Al ver a los naranjos exhibir sus frutos, nos
relamimos.
- Sabés, caballo, se me acaba de ocurrir una
idea…
El caballo me alentaba moviendo la cabeza en
complicidad. Me adivinaba la intención.
-¿Te gustan las naranjas? Si me miras así, quiere
decir que sí. Voy a tratar de cruzar la cerca, pero vos
vigilá que nadie nos vea… Mmm, no es simple, está
un poco alta. Creo que deberías ayudarme, vos
también vas a comer…
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dremos comerlas. Dejá de moverte porque van a
descubrirnos… Uh, escucho pasos… ¡Ups!!!
Mi corazón casi explotó del susto. El hijo de
doña Meca se acercaba a paso rápido y lo único que
yo podía hacer era esconderme. Intenté trepar el
árbol para pasar desapercibido entre las hojas y las
naranjas. El caballo se quedó parado mirándome
con asombro; luego caminó en busca de la sombra
de los álamos, a la vez que espantaba las moscas con
la cola. En realidad, no había moscas, pero teníamos
que disimular.
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A medida que el hijo de doña Meca se acercaba
comencé a rezar: “Virgencita de Itatí, por favor que
no me vea. Te prometo no entrar más sin permiso”
Deseaba que mi corazón se calmara, pues su pal-
pitar delataba mi presencia.
Empecé a sudar y temblar. Recordé lo que la a-
buela me había contado sobre las transformaciones
que experimentaba el hijo de doña Meca. Se ponía
colorado, los pelos se le paraban y largaba espuma
por la boca. Además, daba gomerazos a los que
entraban a la chacra sin permiso.
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Capítulo 6
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Ll egó el lunes. La abuela preparó el de-
sayuno. La escuela esperaba.
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Llegamos sin sobresaltos. Cuando mis hermanos
bajaron y se alejaron, lo até a la tranquera y dándole
palmadas en el lomo, le dije:
- Luego nos vemos, amigo mío. La mañana pasa
rápido.
- Estoy todo revuelto. No me acostumbro a llevar
gente sobre mi lomo.
- No exageres, estuvimos quietos como estatuas.
- Andate, ya veré la forma de entretenerme.
Portate bien.
Me fui a los saltos, con el ruido de las alpargatas
al pisar las hojas secas y la pena en el alma al dejar
solo a mi amigo.
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Hoy el colegio está somnoliento. Trato de man-
tenerme atento a la clase del maestro Eliseo y no
puedo.
A pesar de su aspecto de gigante y de su voz
ronca, el maestro es un hombre de buen corazón, de
cabello negro, barba, y gruesas cejas que parecen
darle sombra a los ojos azules apenas visibles. Me
encanta verlo jugar en los recreos como si fuera uno
de nosotros. Cuando nos dicta, pasea por entre los
bancos mirándonos a todos fijamente a los ojos.
Lo que más me atrae de la escuela es la hora del
cuento. Todos nos sentamos a su alrededor sobre
pequeñas alfombras de arpillera cosidas por doña
Juana, la portera. El maestro sabe entretenernos
eligiendo historias que nos transportan a viajes
imaginarios por el mundo. Me acuerdo que una
mañana visitábamos a los aborígenes comechin-
gones en Córdoba, y al día siguiente bailamos con los
cosacos en Rusia. Los relatos nos hacen soñar con
formar parte del grupo de los buenos y personificar
en algún acto a los héroes de la patria.
Esta mañana transcurre más lenta que otras; las
agujas del reloj se han detenido. No puedo dejar de
mirar a través de las ventanas a mi caballo que ca-
mina en círculos hasta donde la soga se lo permite.
Una gran culpa me asalta por dejarlo y mi corazón
se hace muy chiquito. Prefiero montar a … ¿Cómo
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puede ser? Mi amigo no tiene nombreeeee. ¡Qué
descuidado soy! Porque si no tiene nombre es como
ser nadie, y él no es nadie, es mi caballo, mi amigo.
A un amigo no se lo trata así. Además, debe estar
esperando que lo bautice con un nombre. Suena feo
llamarlo caballo.
Estoy avergonzado. Garabateo algunos nombres
sobre la hoja del cuaderno: Saltarín, Chuletas, Co-
raje, Silver (el caballo del Llanero Solitario), Merlín
(un nombre de los cuentos del maestro). Ninguno
de estos nombres me convence. Tranquilo, ya me
inspiraré. Siento que tengo que elegir un nombre
especial, no puede ser uno cualquiera. Entre mil
caballos blancos no podría confundirlo.
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- Para tenerlos más filosos y poder cortar la
hierba.
- Ah, no se me hubiera ocurrido… Estuve pen-
sando y me di cuenta de que no tenés nombre.
- Bochita, no me lo preguntaste.
- Entonces…
- A ver, te ayudaré a descubrirlo.
- ¡Dame una pista!
- ¿Cómo son mis patas?
- Largas.
- Bien, ¿y qué hago con ellas?
- Galopar.
- Síí, pero ¿qué tipo de problemas te provoco con
mis patas?
- Ah, nos tirás al suelo por brincar.
- ¿Entonces?
- ¡Brincador es tu nombre!
- Uh, no te das cuenta… Rascame la cabeza, por
favor.
- Agachá la cabezota, sos muy alto. No te en-
tiendo, dame otra pista…
- ¿A qué se parecen mis patas?
- ¡Ya está! ¡Cómo no me di cuenta! Parecen re-
sortes, sííí. ¡¡¡¡Patas de Resorte!!!!
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Capítulo 7
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L os famosos “chupagansos” eran chupe-
tines con forma de gansos cabezones. El abuelo
Domingo los compraba en el almacén de ramos
generales del pueblo los días viernes a la tarde.
Cuando nos llevaban, era un festín ver los frascos
gigantes de vidrio con tapa a rosca, guardando las
golosinas tan tentadoras sobre el viejo mostrador.
Mamá era la encargada de otorgarlos, de acuerdo a
las virtudes demostradas por nosotros durante la
semana. También los escondía inteligentemente en
lugares inverosímiles que superaban nuestra imagi-
nación. Sabían al caramelo que preparaba la abuela
Isabel en la budinera los domingos. Ese líquido
espeso, amarronado, dulce, que chisporroteaba en
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el recipiente provocaba a cualquiera. Todos nos pe-
leábamos por meter la cuchara en la mezcla caliente
para robar un hilo del líquido azucarado. Mamá nos
corría a gritos.
Quemarse con caramelo hirviendo provocaba
ampollas muy dolorosas. Mi hermano Coco sabía de
qué se trataba. Cierta vez la abuela se distrajo y él
corrió a untar la cuchara en la budinera, con tanta
mala suerte que un hilo delgado de caramelo se
derramó sobre su barriga y le llenó el ombligo. ¡Solo
se escuchó un grito de dolor!
Como a la abuela Isabel no le gustaba vernos con
cara larga y tan deseosos de acabarnos el flan, nos
mandaba a buscar ramitas finas para que no se nos
rompiera la hiel, como decía cuando uno estaba
antojado.
Con esa paciencia que caracteriza a las abuelas,
tomaba cada una de las ramas y las untaba en la
budinera, formando un gran bollo y diciendo:
- Sin pelear, hay para los tres… ¡Sóplenlos!
Lo único que se escuchaba eran los soplidos, al
mismo tiempo que tratábamos de vencer la ten-
tación de lamerlas, aunque la punta de la lengua
quedara pegada. Era un dolor placentero.
Patas de Resorte resultó ser el más goloso de la
casa. Debía ingeniármelas muy bien para obtener
los famosos bollos de caramelo porque él no los
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tenía permitidos. Asombroso era verlo lengüetear la
golosina chorreando baba por el piso, detrás del
cobertizo. Nunca se le cayó al suelo.
Las horas de la siesta eran interminables.
Cuando todos dormían yo y Patas de Resorte, -mejor
dicho: Patas de Resorte y yo (“el burro adelante
para que no espante”)-, deambulábamos por la
galería sin importar lo que el abuelo nos había
contado sobre los duendes de botas grandes, que
agarraban a los chicos que no dormían la siesta.
Un sábado emprendimos el operativo “Chupa-
gansos”. Patas de Resorte era el encargado de anun-
ciar la presencia de algún adulto que apareciera.
Metía el cabezón por la ventana de la cocina; desde
allí la visión se tornaba perfecta. La clave de aviso:
un relincho suave. Mientras él observaba atento, yo
revolvía todo para encontrar los chupetines escon-
didos. Empecé por la alacena, detrás de los frascos
de conserva. Un buen escondite era el cajoncito de
leña, pero nada.
- ¿Por qué no buscás en el cajón de los manteles?
- Sí, puede ser una buena opción…
Nadaaa.
- ¿Y adentro de la salamandra?
- Seguro que ahí deben estar…
Tampoco.
- ¡¡Aatchís, aatchís!!
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- ¡Dejá de estornudar! Vas a despertar a la
abuela.
- ¿No sabés que el estornudo es un acto irre-
primible?
- Irre… ¿quéee?
- Se despertó tu abuela…
Desde el fondo del pasillo apareció la abuela
chancleteando y atándose el pañuelo a la cabeza.
- ¿Por qué estás levantado, desobediente? Debe
estar por llegar el duende…
- Abuela, me duele la panza.
Me vi obligado a decir una mentira, si no está-
bamos perdidos. Me parece que la abuela no me
creyó. Igualmente preparó un tazón de té de to-
ronjil con una brasita quemada con azúcar. Lo tomé
tapándome la nariz. El líquido tan amargo terminó
por revolverme el estómago.
- Andate a dormir, cuando te levantes te pre-
paro otro.
Murmuré:
- Ni muerto… Abu, a Patas de Resorte también le
duele la panza…
El caballo me miraba con compasión desde la
ventana. Al escucharme emitió un relincho de enojo
y salió disparado, moviendo la cabeza de un lado
para otro. Buscó refugio bajo los pinos que también
dormían la siesta.
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Un rato después escuché a la abuela conversar
con Mercedes, la vecina, en la galería:
- Doña Isabel, la siesta es para que los niños
duerman y descansen. ¿No le parece?
- Debería ser así, pero a los chicos no les gusta.
Sí que la abuela era sabia. ¡Las siestas son para
hacer travesuras!, y yo… en eso era un experto.
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Capítulo 8
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E l tío Ismael era el hijo menor de mis
abuelos. Siempre que nos visitaba revolucionaba la
casa que estaba envuelta por el aroma de las espe-
cias de la abuela Isabel que se pasaba el día entero
en la cocina preparando delicias para el hijo tan
esperado.
Patas de Resorte y yo éramos los mandaderos
oficiales. Íbamos de un lado para otro. Buscábamos
frutas en lo de doña Meca, aunque Patas de Resorte
no quería ni acercarse a la chacra. Entonces me
bajaba y lo arrastraba al muy miedoso. Por suerte,
abandonó esa forma de galopar y frenar repenti-
namente, sino jamás hubiéramos llegado a destino
con los encargos sanos.
No sé muy bien porqué, pero desde siempre quise
al tío Ismael. Cuando la abuela le escribía, yo le
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mandaba mis dibujos de vaqueros. Mi papá decía
que con el tío éramos dos gotas de agua, claro,
salvando una pequeña diferencia: el tío tenía un
bigote que se parecía a una anchoa.
Ansioso, esperando a que llegara fui a la piecita
de las herramientas y preparé el equipo de pesca
para ir con mi tío a la laguna.
- ¿Te das cuenta, Patas de Resorte?, faltan unas
horas para que llegue.
- ¿Quién?... Ah, sí, tu tío.
- ¿Estás celoso?
Patas de Resorte no respondió. Salió y buscó
refugio en la tarde que a esa hora caía con los ojos
bajos.
Lo seguí y le pregunté:
- ¡Eh!, cola larga, ¿qué te pasa?
- ¡Hace una semana que en esta casa únicamente
se habla del famoso tío Ismael!
Noté que mi querido amigo flequilludo balbu-
ceaba casi llorando. Estaba celoso del tío bigote de
anchoa. Para calmarlo le dije:
- ¡Sos mi hermano de aventuras, cola peluda!
Mirá, yo puedo soportar que mi tío venga y se vaya,
pero si vos lo hicieras no lo aguantaría.
El flequilludo largó una carcajada plena, grande,
que se escuchó hasta la laguna.
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- Soy presuntuoso… y estoy celoso… un poco…
- Cuando lo conozcas, vas a quererlo tanto como
yo -le anticipé- mientras lo acariciaba.
- Quizás -dijo medio descreído.
- Sería muy lindo contarle a mi tío nuestro secreto.
- ¡Siempre tan bocón! -relinchó con enojo.
Noté en el tono de su voz que la idea no le agra-
daba y muy serio me dijo:
- Este secreto es de dos.
Las sombras de los álamos cubrieron el
momento. No volvimos a tocar el tema.
Al día siguiente fuimos a la estación de trenes.
Mamá nos hizo bañar. Ardían las orejas por tanto
lustre. Me obligaron a ponerme el trajecito de ma-
rinero. ¡Que desagradable! Las piernas quedaban
descubiertas desde la rodilla para abajo. El elástico
de los zoquetes me apretaba los tobillos y encima
hacía frío. Estábamos en otoño. Ante mis insistentes
quejas, mamá contestó:
- Cuando cumplas los trece años, usarás pan-
talones largos como tu hermano.
O sea que todavía me quedaban dos años de
tortura.
La familia se fue en el sulki y yo, con Patas de
Resorte.
El tío llegó sonriente, con su boina de vasco.
Bajó enérgico del vagón, como era él. Abrazó a mi
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abuela, que lloraba a mares. Siempre lloraba cuando
él llegaba y también cuando se iba. Ella decía que era
una mujer sentimental.
Mientras sostenía de una soga a Patas de Re-
sorte, me encontré con los ojos de mi tío. Solté la
soga. Extendí mis brazos y esperé nuestro saludo
“calesita”. Me tomó y comenzamos a girar. Cuando
se detuvo, dijo:
- ¡Has crecido muchachito! Tenés las piernas
largas como ese caballo.
Cuando el mundo dejó de darme vueltas y los
tambaleos cesaron observé que Patas de Resorte no
se había movido de mi lado. Lo sentía como de la
familia. Examinaba al tío con sus grandes ojos
negros. Eso hizo que me sintiera orgulloso.
Papá comenzó a cargar el equipaje en el sulki. El
tío traía su vieja valija marrón y muchos paquetes
de la gran ciudad.
Patas de Resorte se pegó a mí y disimulada-
mente dijo:
- ¿Te fijaste que hay un gran paquete con tu
nombre?
- No.
- ¡Qué raro el distraído!
- ¿Cuándo aprendiste a leer, vos?
- Desde que te acompaño la escuela.
- Mmm, mejor disimulemos.
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Desde ese momento la intriga comenzó a re-
correrme el corazón. No hay nada peor que sentir
curiosidad. Intenté acercarme al paquete con mi
nombre. Lo toqué tratando de adivinar con mis
dedos lo que había debajo del papel. En ese mismo
momento el abuelo me descubrió y dijo:
- M’hijo, espere que el tío ya se lo va a dar en la
casa.
Avergonzado me fui murmurando.
Monté a Patas de Resorte que, dicho sea de paso,
se reía del bochorno que yo acababa de sufrir.
- La curiosidad mató al gato…
- ¿Podrías dejar de burlarte?
- No te enojes. Pensemos entre los dos qué
podrá haber en el paquete.
Las ideas se revolvían en nuestras cabezas. La
forma del paquete nos despistaba.
- Cuando le mandaste los dibujos, ¿le pediste
algo?
- No, para nada. Mamá dice que no hay que ser
pedigüeño.
- ¿Y vos qué imaginás que es?
- Mmm… no concuerda con la forma del paquete,
pero me gustaría que fuese una caña de pescar.
- Negativo. ¿Otra cosa?
- El disfraz de vaquero, el cinto y las cartu-
cheras con las pistolas a cebita.
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- Tampoco.
- ¿Y si fuera una montura?
- ¡Ah, no!, espero que a tu tío bigote de anchoa
no se le haya ocurrido esa idea.
- ¿Por qué no?
- ¡No!, porque en mi familia no se acostumbra a
usar montura.
- ¡Pero podríamos cabalgar como los vaqueros
del lejano oeste!
- No, m’hijito. No sé de dónde sacás esas historias.
- De las revistas del abuelo.
- Mirá vos, che…
- Estaría bueno. Dejarías de usar el vellón de
oveja que te hace picar el lomo.
- Lo prefiero. Las monturas son pesadas e
incómodas.
- Y bueno, no nos va a quedar otra que esperar.
Llegamos a la casa. Até a Patas de Resorte a una
de las columnas de la galería, para que no se
perdiese detalle. Quizás mirando el paquete todo el
tiempo, descubriera antes que yo lo que contenía el
envoltorio.
La ansiedad me superaba. No aparté mis ojos del
bulto misterioso que estaba en el piso. Los demás
ocupaban el sillón.
Busqué mil excusas para levantarme de la silla y
no comer. Fui al baño. Después le ofrecí a la abuela
59
traer las servilletas. Finalmente papá, con una de
sus miradas, me obligó a sentarme nuevamente a la
mesa.
Cuando todos hacían la famosa sobremesa, tuve
que poner mis manos sobre las piernas porque tem-
blaban frenéticas. Tío Ismael, quién me conocía en
lo más profundo de mi corazón, intuyó mi ansiedad
y dijo:
- ¡Cabeza de bocha, no me presentaste a tu
amigo blanco!
De un salto me levanté (era la excusa perfecta)
y lo llevé de la mano hacia donde estaba Patas de
Resorte.
- Tío, él es Patas de Resorte.
- Parece un caballo joven -expresó, mientras le
inspeccionaba los dientes y las patas.
- Y es muy inteligente -agregué, con una mi-
rada cómplice.
- ¿Y por qué ese nombre?
- Esa es una historia muy larga. Cuando vayamos
a pescar te la cuento, tío.
Al regresar nos detuvimos frente al obsequio.
Con una palmadita en la espalda dijo:
- Abrilo de una vez, muchachito.
No me hice rogar. Arrodillado y con deses-
peración rompí el envoltorio que se deshacía sin
oponer resistencia. Mi vista se tornó turbia ante la
60
sorpresa. Podría haberme desmayado, pero me
sobrepuse y grité:
- ¡Una bicicletaaaaa!
A pesar de que estaba desarmada, podía ima-
ginarla entera, lista para usar. Mi hermano Coco
tenía una de color blanco y jamás me la prestaba.
- Muchachito, ¿es la que vos querías? ¿Te gusta
el color?
El tío estaba de cuclillas a mi lado. Sólo atiné a
tirarme sobre él y abrazarlo. Cuando pudimos
levantarnos, me rodeó con sus brazos y susurrando
agregó:
- ¡Que la disfrutes, mi sobrino preferido!
De repente me asaltó una duda y pregunté:
- ¿Es para mí solito?
- ¡Por supuesto, cabeza de bocha!
Mis ojos se encontraron con los de Patas de Re-
sorte que observaba la escena mostrando los
dientes y compartiendo mi felicidad.
Durante la siesta la armamos con el tío y el
abuelo. Era azul, con espejitos redondos, uno a cada
lado, una bocina que ensordecía y los rayos de las
ruedas color plateado.
El abuelo Domingo dijo que era rodado 24. To-
davía no entendía lo que eso significaba. Me lo ex-
plicaron un montón de veces pero no me importaba.
Tenía una bicicleta nueva, y por sobretodo, mía.
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- Cabeza de bocha, vamos a probarla.
- ¿A dónde?
- Conviene ir por el camino que nos lleva a la
laguna.
Y entonces ensayamos la subida.
- Tío, ¿cómo hago para doblar si no debo mover
el manubrio?
- Primero tenés que aprender a andar en línea
recta manteniendo el equilibrio.
Todo lo que el tío me decía era palabra santa.
Patas de Resorte nos seguía en cada intento.
Ante cada caída se acercaba y me daba un lengüe-
tazo.
Comenzó la aventura. El tío sostenía el manu-
brio. Lentamente tomamos velocidad. Al soltarme,
paff, al suelo.
Volvimos a intentarlo una y otra vez. Lo que más
me preocupaba no eran mis rodillas machucadas
sino que con tantas caídas se le salta la pintura a la
bici.
Luego, durante un buen trecho, intentamos que
el tío la sostuviera desde los caños que forman el
asiento trasero.
- ¡No me sueltes, tío!
- Dale, dale. Mantené derecho el manubrio.
- ¿Puedo tocar la bocina?
- Después, después.
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- ¡No me sueltes!
- ¡¡Ya te solté!!
Seguí solo un buen trecho más. El tío se reía. El
sonido de su risa inundaba el camino.
En mi corazón quedó grabado aquel gran día.
63
Capítulo 9
64
S olo una imagen, una sola idea ocupaba mi
cabeza. ¡Cómo sería mi obsesión que todos en mi
casa ya sabían dónde encontrarme!
Montado en la bicicleta me convertí en el chico de
los mandados. A todos los hacía en bici. Hasta para
ir a la pieza de las herramientas, que no estaba lejos
de la casa, me subía a la bicicleta. Si por mí hubiera
sido, dormía junto a ella; pero mamá no me dejaba.
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Al volver al aula, pude espiar a Patas de Resorte
atado a un árbol frente a la oficina de la directora,
la señorita Nelly. No me animé a pedir permiso para
acercarme a él. Tampoco me miró.
El maestro me acompañó hasta mi banco. Su voz
volvió a sonar bondadosa. Palmeando mi espalda
dijo:
- Tranquilo, amiguito, todo se va a solucionar.
Me sentí aliviado con sus palabras, a pesar de
que las miradas de mis compañeros caían sobre mí.
Se hizo una pausa y la clase continuó.
Sonó el último campanazo. Me pesaban las
piernas. Levanté mi viejo portafolio y salí. Pude ver
a mi papá y al abuelo en la tranquera con la caja de
herramientas. Me acerqué. Papá tenía la frente
transpirada, se había arremangado y en cuclillas
martillaba sin parar.
Levantó su cabeza y encontré en sus ojos un
brillo de bondad y comprensión. Se levantó y ex-
tendió sus brazos. Corrí y me pegué a su cuerpo;
encontré consuelo y seguridad. Entre lágrimas pre-
gunté:
- ¿Papá, crees que van a expulsarme?
- Para nada. No es tu culpa, hijo.
- Fue una travesura -expresé tímidamente-.
Patas de Resorte siempre se comporta bien.
68
- Vamos a dejar esto arreglado lo mejor posible.
Luego veremos qué hacemos con el caballo.
Suplicante miré al abuelo Domingo, quién
comprendiendo lo que sentía, me dijo:
- ¿Habrá otro lugar donde se lo pueda atar por
aquí?
Ansioso miré a papá y nos reímos los tres juntos.
Un sol de esperanza brillaba para mí otra vez.
Arreglada la tranquera, papá se comprometió a
fabricar un palenque para poder atar a Patas de
Resorte. Por suerte la señorita Nelly estaba de buen
humor.
Regresamos todos en sulki. Patas de Resorte
venía atado de una soga. Seguía sin mirarme. Luego
del almuerzo le lleve una manzana. No la aceptó. Se
negó rotundamente a hablar. Palmeé su lomo y me
fui a la cocina. La abuela no durmió la siesta ese día;
tejia al crochet. Sentado a la mesa comencé a hacer
las tareas. Cada vez eran más complicadas las
divisiones y ni hablar de los problemas. También
tenía que averiguar sobre el origen de la raza criolla
de caballos. Justamente caballos.
- ¿Tuviste un mal día, Bochita?
La abuela Isabel observó que tenía los pelos re-
vueltos. Cuando algo me costaba, yo envolvía con
mis dedos mis cabellos.
- Muy malo.
69
- El mío, ni te cuento.
- ¿Vos también tenés días malos, abuela?
- ¡Claro!, ¿no te diste cuenta de que se me
quemó la comida? Tuve que tirarla. Ahora
¿qué te parece si le ponemos buena cara a este
día y hacemos bollos de caramelo?
- ¡Me encantan!
La abuela sabía cómo animarme. La cocina se
llenó de su ternura. Ella nos alimentaba no solo el
cuerpo, sino también el alma. El aroma a caramelo
quemado con cascaritas de naranja se llevó el mal
humor, la abracé y le di un beso de esos con ruido.
El invierno ese día se había empeñado en decir
presente. Envolví mi cuello con la bufanda rayada y
salí a buscar a Patas de Resorte, que pastaba cerca
del jacarandá de la entrada. Lo encontré con sus
ojos tristes. Acerqué a su hocico el bollo de cara-
melo. Pareció más animado.
- ¡Un chupaganso casero! -le dije.
- ¡Mmm, está rico!
- Yo también tengo uno.
- ¿No vas a retarme?
- ¡Más bien quisiera saber qué te pasó!
- ¿Me querés?
- ¡Muchísimo, cola peluda! Me llenaste de pre-
ocupación.
- ¿Y tu bicicleta?
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- Guardada en el cuartito.
- ¿Hoy no das una vuelta?
- Hace frío.
- Una vez anduviste bajo la lluvia.
- Hoy prefiero estar con vos.
- Seguramente de ahora en más van a ir a la
escuela caminando, o en bicicleta tal vez.
- Seguiremos yendo con vos.
- Ellos no me quieren. Los escuché clarito.
- Papá fabricará un palenque.
- ¡Ah, veo que han pensado en todo!
- Porque te queremos. Yo te quiero.
- Estoy arrepentido. Me entusiasmé mordis-
queando la madera.
- ¿Acaso estabas enojado?
- Celoso.
- ¿Otra vez? -y puso cara de angelito.
- Me cambiaste por dos ruedas y una bocina…
-lanzando un relincho sonoro, descargó sus celos.
71
- Patas de Resorte, sos un buen caballo, loquito
y celoso, pero bueno -le dije.
- Si sentís que somos los mejores amigos del
mundo, entonces me siento feliz.
- ¡Somos los mejores! La bicicleta me entre-
tiene, pero no tiene corazón. ¡Vos sí, cola peluda!
Sobraban las palabras. Le regalé al goloso mi
chupaganso.
Quedé un momento en silencio. De pronto, le dije:
- ¿Me ayudás con las tareas?
Patas de Resorte, sintiéndose orgulloso y tenido
en cuenta, contestó:
- ¡Por supuesto, cabeza de bocha! ¡De qué se trata?
- Sobre el origen de la raza criolla de tu familia.
Carraspeó y engrosando la voz comentó que la
raza criolla, a la que él pertenecía, había llegado a
América con los españoles. Luego de que se
quemara el fuerte de don Pedro de Mendoza, los
caballos quedaron abandonados y tuvieron que
adaptarse a la pampa y sobrevivir al puma. Los
gauchos los adoptaron como medio de movilidad, y
los aborígenes también. De allí surgió la raza criolla
de caballos.
Asombrado por lo que Patas de Resorte sabía,
me sentí dichoso y único, porque hasta donde yo
conocía, ningún niño tenía un caballo que hablara y
lo ayudara con la tarea.
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73
Capítulo 10
74
L os años pasaron para todos, igual que la
arena se escurre entre los dedos. Cuando cumplí los
trece la abuela Isabel me regaló los pantalones
largos.
- ¡Estás gigante, Bochita!
- Pegó un estirón -dijo papá.
Yo tenía en claro que usar pantalones largos
significaba ser grande.
La gripe se llevó al abuelo Domingo y a la abuela
Isabel se le escapó la memoria.
Patas de Resorte se puso viejo y mañero. Dejó de
llevarnos al colegio. Ya no cabíamos sobre su lomo
cansado. Me espiaba con el rabillo del ojo.
75
Le daba su manzana como siempre y partía a la
escuela en bicicleta.
Tomamos como costumbre, cada sábado a la
siesta, ir a pescar a la laguna. Hiciera frío o calor.
Era una cita obligada. En esas tardes cerca, muy
cerca, hablábamos de todo lo que nos hacía felices.
- ¿Te decidiste sobre lo que querés ser cuando
seas grande?
- Definitivamente, un dibujante.
- Fue una suerte que tu maestro te regalara esas
revistas.
- Me ayudaron a elegir. ¿Creés que pueda?
- ¡Claro!, si primero vos lo creés con todas tus
fuerzas.
- Me apasiona dibujar. ¿Te acordás cuando era
más chico y copiaba todos los dibujos del libro de
lectura?
- Como si fuera ahora… ¡Tenés un don mara-
villoso! Aprovechalo.
Suspiré…
Un verano decidimos aceptar la invitación de las
estrellas que estaban pegadas a la noche. Los
bichitos de luz con sus faroles titilaban a su compás.
Una carta cambiaba mi vida y era el momento de
decírselo a Patas de Resorte.
76
Caminamos hacia el patio, la luna hizo un claro,
yo me acosté sobre el pasto que olía a rocío y puse
mis ojos en el cielo. Aquella noche era extraña.
La pena nos oprimía el pecho. La despedida cobró
fuerza y se adueñó del momento. Por un largo rato
ninguno de los dos habló hasta que el maullido de
Michiculele rompió el silencio.
Patas de Resorte me miró y dijo como adivi-
nando:
- Cuando te vayas, dejarás un gran vacío. -Su
voz tembló emocionada.
- Tío Ismael me lleva con él, para que pueda
estudiar.
- Tu sueño está cerca de cumplirse.
- Me siento confundido. Estoy entusiasmado por
conocer la ciudad, estar con tío Ismael y estu-
diar; pero también sé que este es mi hogar. Nunca
he ido más lejos que a la laguna, y además estás vos.
- Debés irte si querés cumplir tu sueño. No hay
alternativa.
78
Diez años después regresé con mi carpeta de di-
bujo bajo el brazo. Chascomús me recibió ruidosa.
Lejos había quedado el pueblo tranquilo y familiar.
Los faroles de las esquinas fueron suplantados por
luces de mercurio y la tierra de las calles por asfalto.
Llegué ansioso a mi casa. El jacarandá me re-
cibió lleno de flores.
La abuela no estaba. Cada cosa se había achi-
cado y yo había crecido.
Fui a la laguna; era de noche. Me pareció escu-
char un relincho entre las sombras. Busqué con los
ojos y el corazón. No había nada ni nadie. Miré
hacia el cielo, guiado por una fuerza misteriosa.
Para mi asombro vi que las estrellas confabuladas
con la noche, constelaban la silueta de mi fiel amigo.
Allí estaba él con su risa, cabalgando libremente y
yo tuve la certeza de que en algún momento vol-
veríamos a encontrarnos.
79
Índice
Capítulo 1 6
Capítulo 2 10
Capítulo 3 14
Capítulo 4 22
Capítulo 5 28
Capítulo 6 36
Capítulo 7 46
Capítulo 8 52
Capítulo 9 64
Capítulo 10 74
80
Títulos de la colección Luz verde para leer
Caballero negro
Lilia Lardone l Claudia Degliuomini
Bigotel
David Wapner & Ana Camusso l Juan Lima
La Endiablada
Mempo Giardielli l José Sanabria
La casa perfecta
María Laura Dedé l Abril De Monte
Patas de Resorte
Silvia Lachaise l Mariana Otero
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