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Montero Aroca - Introducción Al Derecho Jurisdiccional Peruano

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función radica esencialmente en la tutela de los derechos de cada uno de los ciudadanos, tutela que

debe hacerse frente a todos, incluido el detentador del poder. Cuando los jueces se ven a sí
mismos, no como una prolongación del poder ejecutivo, sino como defensores del ciudadano,
recuperarán, primero, su propio orgullo y, después, el prestigio social.

DOBLE SIGNIFICACION CONSTITUCIONAL DEL PODER JUDICIAL

Hemos dicho que en la Constitución española la referencia al poder judicial puede


entenderse en un doble sentido y cabe así hablar de órganos dotados de potestad jurisdiccional en
general, que podríamos llamar poder judicial político, y dentro de los anteriores unos órganos
concretos con potestad jurisdiccional, que serían el poder judicial organización. Esta distinción
puede aplicarse en sus mismos términos a la Constitución peruana.

A) Como órganos dotados de jurisdicción

La Constitución quiere partir del principio de separación de poderes (art. 43), con lo que en
alguna medida recoge la concepción de Montesquieu cuando afirmaba que no existe libertad si la
potestad de juzgar no está separada de las potestades legislativa y ejecutiva, pero pretende ir más
allá y convierte a todos los titulares de la potestad jurisdiccional en partícipes del poder político, los
hace poderes públicos, titulares de un poder del Estado que también emana del pueblo (art. 45).

En este primer sentido integran el poder judicial todos los órganos que, revestidos de
determinadas garantías, tienen atribuida potestad jurisdiccional.

Esta conclusión de que todos los órganos jurisdiccionales son poder judicial inspira todo el
texto de la Constitución, y manifestaciones de ello son, por ejemplo:

1) El art. 143 dispone que los órganos jurisdiccionales son la Corte Suprema de Justicia y las
demás cortes y juzgados que determine su ley orgánica, y luego el art. 152 se refiere a los Jueces
de Paz y a los jueces de primera instancia.

2) Las conclusiones de las comisiones parlamentarias de investigación no obligan a los


órganos jurisdicciones, dicen los arts. 97 y 139.2, in fine.

3) Los más altos cargos políticos de la Nación responden penalmente ante la Corte
Suprema, se deduce del art. 100.

4) Los tribunales controlan la legalidad de las resoluciones administrativas, esto es, el


sometimiento del poder ejecutivo a la ley, viene a disponer el art. 148.

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5) El ejercicio de la potestad de administrar justicia se ejerce por el poder judicial, a través de
sus órganos, dice el art. 138; luego el art. 139.1 añade que de modo exclusivo.

6) Los tribunales militares, que se declaran subsistentes, tienen jurisdicción, conforme al art.
139.1 (la referencia a la llamada jurisdicción arbitral tiene un contenido distinto que luego veremos).

7) Se atribuye función jurisdiccional a las autoridades de las Comunidades Campesinas y


Nativas, con el apoyo de las Rondas Campesinas, concibiéndolas como una jurisdicción especial,
en el art. 149.

8) El Tribunal Constitucional asume el control de la constitucionalidad de las leyes, según el


art. 201.

Se encuentra así en la Constitución referencia a varios órganos jurisdiccionales: Tribunal


Constitucional, juzgados, cortes, Corte Suprema de Justicia, tribunales militares, órganos que han
de controlar la legalidad de las resoluciones administrativas, Jueces de Paz, jueces de primera
instancia y autoridades de las Comunidades Campesinas y Nativas. Todos ellos son soporte
orgánico del poder judicial; todos ellos tienen potestad jurisdiccional, no estando sometidos a otra
potestad (por lo menos en el ejercicio de la suya).

En este primer sentido puede afirmarse que todos los órganos a los que se atribuye potestad
jurisdiccional son poder judicial. La potestad jurisdiccional se ejercitará dentro de un marco limitado
de competencia, pero ello no supone disminución de aquélla. Todos estos órganos reciben su
potestad de la soberanía popular y, en mayor o menor medida, participan en el poder político; uno
controla la constitucionalidad de las leyes, esto es, controla una (la más importante) de las
actividades del poder legislativo; otros controlan la legalidad de las resoluciones administrativas;
otros imponen penas con carácter exclusivo. Todos aseguran el respeto al derecho objetivo.

B) Como organización

Pero es evidente que la Constitución, ya no en su concepción política, sino literalmente,


emplea la expresión poder judicial en un sentido más restringido que el anterior, en un sentido que
podemos llamar organizativo y que es el propio de los Capítulos VIII y IX del Título IV. En este
sentido el poder judicial es una parte organizada del conjunto de jueces y magistrados que tienen
potestad jurisdiccional. El art. 138 habla del poder judicial y de sus órganos jerárquicos, y el art. 143
de que los órganos jurisdiccionales son la Corte Suprema de Justicia, las cortes y juzgados que
determine la Ley Orgánica del Poder Judicial.

Se advierte, pues, que no todas las personas con potestad jurisdiccional integran este poder
judicial organización, pues del mismo no forman parte las personas que integran los tribunales

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militares, ni las autoridades de las Comunidades Campesinas y Nativas, quedando fuera, además,
los magistrados del Tribunal Constitucional.

Los jueces y magistrados que sí integran este poder judicial organización forman una entidad
única, con estatuto jurídico propio y su gobierno se confía al Consejo Nacional de la Magistratura, el
cual es al mismo tiempo órgano administrativo rector de las personas dotadas de jurisdicción (jueces
y magistrados) y de los órganos jurisdiccionales (juzgados y cortes).

Aspecto importante también es que este poder judicial organización es único para todo el
Estado. En este poder judicial organización concurren dos circunstancias que hay que resaltar:

1.ª) El poder judicial organización (el conjunto de una parte de los jueces y magistrados con
potestad jurisdiccional, precisamente el regulado en la LOPJ) no tiene potestad jurisdiccional: ésta
se atribuye constitucionalmente a los jueces y magistrados, no al conjunto, sino individual y
personalmente. Podrá hablarse de que, por ejemplo, la tutela de los derechos y libertades
fundamentales corresponde al poder judicial, pero teniendo siempre en cuenta que esta atribución
no se hace a un conjunto organizado de varios cientos de jueces y magistrados, sino, atendidas las
reglas de competencia, a órganos concretos o, casi mejor, a jueces y magistrados concretos.

2.ª) El Consejo Nacional de la Magistratura, órgano de gobierno y administración del Poder


Judicial, no tiene tampoco potestad jurisdiccional, no tiene potestad de juzgar, no es un órgano
jurisdiccional. Es un órgano de naturaleza claramente administrativa, aunque independiente de los
otros poderes. Si los arts. 138, 139 y 143 atribuyen el ejercicio de la potestad jurisdiccional a los
órganos jurisdiccionales, es decir, a juzgados y cortes, los arts. 150 y 154, al hablar de las funciones
del Consejo se refieren a selección, nombramientos, ratificación y régimen disciplinario de los jueces
y fiscales, pero no aluden, ni podían aludir, a potestad jurisdiccional.

LECTURAS RECOMENDADAS:

La concepción del poder judicial en MONTESQUIEU, De l’esprit des lois, XI y VI; y sobre el
mismo PIZZORUSSO, L’ordinamento giudiziario, Bologna, 1974, y PEDRAZ, La jurisdicción en la
teoría de la división de poderes de Montesquieu, en «Constitución, jurisdicción y proceso», Madrid,
1990.

Para el caso francés puede verse DALLE, El autogobierno del poder judicial, en
Documentación Jurídica, 1985, núms. 45-46, pp. 183-196; BONCENNE, Introduction a l’étude de la
procédure civile, 2ª ed., París, 1858; GARSONNET, Traité théorique et pratique de procédure civile
et commerciale, 3ª ed., tomo 1, París, 1912, núms. 1 a 7, la 1ª es de 1882, y del mismo Précis de

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procédure civile, 2ª ed., París, 1893. La cita de las leyes francesas en DUVERGIER, J. B., Collection
complete des lois, décrets, ordonnances..., colección iniciada en Paris, 1824; CARRE DE
MALBERG, Contribution a la théorie générale de l’Etat, Sirey, 1920, tomo 1, p 811; en contra
HAURIOU, Précis de droit constitutionnel, tomo II, 1922.

Aspectos concretos de la evolución española en, MONTERO, Independencia y


responsabilidad del juez, Madrid, 1990, y en PAREDES, La organización de la justicia en la España
liberal, Madrid, 1991. La cita de AZAÑA puede verse en Diario de Sesiones, 23 de noviembre de
1932, p. 9699, y vid. TOMAS VILLARROYA, Gobierno y justicia durante la Segunda República, en
«El poder judicial», tomo III, Madrid, 1983. En general deben verse los tres volúmenes de El poder
judicial ahora citados y El orden judicial en el bicentenario de la Revolución Francesa, Madrid, 1990.

Para la noción de potestad vid. FAIRÉN, La potestad jurisdiccional, en Rev. de Derecho


Judicial, 1972, núm. 52-52, y Poder, potestad, función jurisdiccional en la actualidad, en «Estudios
de derecho procesal civil, penal y constitucional», I, Madrid, 1983; MONTERO, Introducción al
derecho procesal, 2ª ed., Madrid, 1979; ROMANO, Poteri, potestà, en «Frammmenti di un dizionario
giuridico», Milano, 1953; FROSINI, Potere (teoria generale), en Novissimo Digesto Italiano, tomo Xlll;
también FERRANDO BADIA, Estudios de ciencia política, Madrid, 1982; GARCIA DE ENTERRÍA
(con T.R. FERNANDEZ), Curso de derecho administrativo, tomo 1, Madrid 1995; PEDRAZ, Sobre el
«poder» judicial y la Ley Orgánica del Poder Judicial, en su libro «Constitución, jurisdicción y
proceso», Madrid, 1990 en donde sostiene que la jurisdicción no necesita de legitimidad, porque
ésta se resume en la legalidad.

Sobre la relatividad CALAMANDREI, Instituciones de derecho procesal civil según el nuevo


código, 1, Buenos Aires, 1962, núm. 8. En contra SERRA, Jurisdicción, en «Estudios de derecho
procesal», Barcelona, 1969. También MONROY GÁLVEZ, Introducción al proceso civil, Bogotá,
1996.

Por su actualidad GARCIA DE ENTERRÍA, Democracia, jueces y control de la


Administración, 3ª ed., Madrid, 1997.

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CAPÍTULO 3.º

La función jurisdiccional

La función jurisdiccional.— La actuación del derecho objetivo; A) Teorías subjetivas; B)


Teorías objetivas.— Noción de pretensión y resistencia: A) Concepto de pretensión; B) Concepto de
resistencia.— Actuación irrevocable del derecho.— Actuación con desinterés objetivo.— La
realización jurisdiccional del derecho.

LA FUNCION JURISDICCIONAL

Cuando se pregunta por la función jurisdiccional, se está en realidad cuestionando el para


qué sirven o el qué hacen los órganos dotados de potestad jurisdiccional. Una primera respuesta se
encuentra en los arts. 138 y 143 de la Constitución cuando hablan de administrar justicia y, aunque
la expresión nos parece incorrecta, por aludir a la desechada idea de la “administración de Justicia”,
lo aprovechable de ella es que de la misma se desprende directamente que la función es única, por
cuanto en ese “administrar justicia” no se distingue entre las varias clases de procesos, esto es, de
instrumentos con los que se “administra”. En otros países hispánicos se suele utilizar la fórmula de
“juzgar y ejecutar lo juzgado”, que nos parece más apropiada.

De entrada tiene que quedar claro que una cosa es la función, que es única, y otra el ámbito
en el que aquélla se cumple. En efecto, si atendemos a la Constitución, veremos que en ella se
habla, con referencia a la función jurisdiccional de la tutela jurisdiccional (art. 139.3), de la necesidad
de proceso judicial para la imposición de las penas (art. 139.10), de que se administra la justicia en
nombre de la Nación (art. 143), de la acción contencioso-administrativa para la impugnación de
resoluciones administrativas (art. 148). No cabe aquí decir que la jurisdicción cumple funciones
distintas en todos estos ámbitos, sino que la única función se actúa en diversos ámbitos. Es
inadmisible la posible conclusión de que la función es distinta en los diversos tipos de proceso, es
decir, de actividad jurisdiccional. La función jurisdiccional ha de ser siempre la misma.

Esa función única se resuelve en “administrar justicia” o, mejor, en juzgar y en ejecutar lo


juzgado, esto es, en decir el derecho y en ejecutar lo dicho o, si se prefiere de otra manera, en
aplicar las leyes o, mejor aún, en actuar el derecho objetivo.

LA ACTUACION DEL DERECHO OBJETIVO

Tradicionalmente los procesalistas, cuando se han cuestionado el tema de la función de la


jurisdicción, lo han hecho desde dos grandes concepciones teóricas que normalmente se vienen
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denominando doctrinas subjetivas y objetivas, en las que, de uno u otro modo, pueden incluirse
todas las elaboraciones personales.

Los procesalistas no han centrado nunca la naturaleza de función jurisdiccional en el órgano


de que emanan los actos, aunque sí lo han hecho en ocasiones los administrativistas. Es evidente
que aunque los órganos administrativos no pueden ejercitar función jurisdiccional, porque lo impide
el principio de exclusividad jurisdiccional, en ocasiones sí se confía a los órganos jurisdiccionales
algo distinto de la función jurisdiccional, como es manifiesto cuando se recuerda lo que es la
llamada jurisdicción voluntaria (que no es ni jurisdicción ni voluntaria) o, en los términos del CPC los
llamados procesos no contenciosos. Si un órgano jurisdiccional puede realizar una función que no
sea jurisdiccional, el criterio del órgano del que emana el acto no puede servir para identificar cuál
es la función jurisdiccional.

A) Teorías subjetivas

Se pensaron en torno a lo que podemos llamar manifestación civil de la jurisdicción y


conciben la función de ésta como la defensa de los derechos subjetivos de los particulares, la
reintegración plena de aquéllos en los casos de amenaza o violación. Así para Hellwig,
posiblemente el autor más destacado de esta teoría, la jurisdicción tiene como fin el descubrimiento
y declaración de lo que sea derecho entre las partes, y de su ejecución y efectividad; el proceso civil,
decía, está al servicio de los intereses de los particulares. En resumen, el Estado con su jurisdicción
tutela los derechos subjetivos de los ciudadanos.

Naturalmente, y ya lo vio Calamandrei, esta concepción parte de la visión política del Estado
liberal; para éste la función del derecho mira, en primer término, al mantenimiento del orden entre
los coasociados y a la conciliación de los contrapuestos intereses individuales; la justicia aparece así
como un servicio puesto a disposición de los ciudadanos para que éstos pidan al Estado que, por
medio del poder judicial, haga efectivo lo que ha prometido por el poder legislativo al reconocerles
derechos. No puede negarse que esta teoría ha tenido y sigue teniendo un fondo de verdad, pues la
tutela judicial efectiva de los derechos e intereses es un derecho de todas las personas, pero la
misma se centra en un aspecto parcial que deja sin explicación buena parte de los supuestos de
ejercicio de la potestad jurisdiccional, sobre todo en la actualidad en que la tutela de los intereses
colectivos y difusos no presupone el ejercicio de verdaderos derechos subjetivos.

Salvo para el procesalismo civil puro, esta teoría está hoy abandonada, pudiéndose alegar
contra ella:

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1.º) Que se resuelve en una verdadera tautología y no siempre la actividad jurisdiccional
presupone en derecho amenazado o violado, bastando la simple incertidumbre sobre su existencia
(A. Rocco).

2.º) Que olvida toda la actividad que se desarrolla dentro de proceso (Zanzucchi).

3.º) No justifica la intervención en el proceso de personas que ni siquiera alegan la tutela de


un derecho subjetivo (Alcalá-Zamora).

4.º) Pero sobre todo su defecto fundamental consiste en limitarse a la llamada manifestación
civil de la jurisdicción, olvidando completamente la penal. En el proceso penal el acusador no
ejercita un derecho subjetivo de naturaleza material penal, respecto del que pida la tutela del mismo;
en el derecho penal no existen relaciones jurídicas materiales penales y, por tanto, no se puede
pedir la tutela de inexistentes derechos materiales a que se imponga una pena a alguien (ver
Capítulo 11.º).

Al rechazarse las teorías subjetivas no se está diciendo que la función jurisdiccional no


consiste en la tutela de los derechos de los ciudadanos; lo que se está diciendo es que no consiste
sólo en eso. Es indudable que un ámbito de la función radica en esa tutela, pero ese ámbito no es el
todo. Lo que se quiere decir es que la función jurisdiccional no se limita a esa tutela, pues llega más
allá.

B) Teorías objetivas

Estas concepciones son posteriores en el tiempo y tienen ya un más amplio campo de


visión. Estiman que la jurisdicción persigue la actuación del derecho objetivo mediante la aplicación
de la norma al caso concreto. En palabras de Micheli, al Estado le corresponde asegurar la
actuación del derecho objetivo en los casos en que el mismo no sea voluntariamente observado;
cuando tal actuación tiene lugar a través de la intervención del juez, la ley habla de tutela
jurisdiccional de los derechos; la norma a aplicar es para la administración pública la regla que debe
ser seguida para que una cierta finalidad sea alcanzada, la misma norma es para el órgano
jurisdiccional el objeto de su actividad institucional, en el sentido de que la actividad jurisdiccional se
ejercita al solo fin de asegurar el respeto del derecho objetivo.

Políticamente esta concepción respondió inicialmente a una idea autoritaria del derecho, que
veía en él la voluntad del Estado y en su observancia el respeto a la autoridad; en ella queda en la
sombra el interés individual en la defensa del derecho subjetivo, y surgen en primer plano el interés
público en la observancia del derecho objetivo (Calamandrei). Ahora bien, no todas las
manifestaciones de las teorías objetivas deben ser calificadas de autoritarias; algunas son más bien

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«sociales», frente al liberalismo-individualista del siglo XIX y pueden englobarse en lo que viene
denominándose Estado social de Derecho.

Dados los orígenes, no siempre claros desde el punto de vista político, las teorías objetivas
deben manejarse con sumo cuidado, pues con ellas se puede caer con facilidad en una concepción
autoritaria de la vida social y económica, sobre todo cuando las mismas se unen a lo que se ha
venido llamando socialización del proceso, que en realidad es socialización del ejercicio de la
función jurisdiccional.

De estas dos concepciones, la primera, que respondía a un concepto privatista del derecho
procesal, es difícilmente aceptable en la actualidad; atendía a un momento histórico que hoy está
superado. Las teorías subjetivas no dan una explicación de la función jurisdiccional con relación a
todos los ámbitos sobre los que se ejerce la potestad jurisdiccional, con lo que su admisión nos
obligaría a un doble esfuerzo y, sobre todo, a algo que parece contrario a la naturaleza de la
jurisdicción: a atribuir a ésta por lo menos una doble función, subjetiva para el aspecto privado y
objetiva para el resto del ámbito del ejercicio.

La concepción objetiva cubre todas las llamadas manifestaciones de la jurisdicción. Ni


siquiera cabe alegar contra ella, que es inadmisible tratándose de intereses privados, en los que la
función jurisdiccional no podría ser actuación del derecho objetivo, sino tutela de los derechos
subjetivos. Basta para ello tener en cuenta que en estos casos lo que sucede es que la actuación de
la ley depende de la voluntad del particular. El principio de oportunidad (véase Capítulos 8.º y 10.º)
lleva a que el derecho privado resulte violado y sea precisa su actuación sólo cuando, y en la
medida en que, el particular lo decida; en esa medida actuará el juez, pero lo hará aplicando el
derecho objetivo. El que la aplicación de éste dependa de la voluntad de un particular, no impide
que en cualquier caso la función jurisdiccional se resuelva en la actuación del derecho objetivo.

Además esta concepción es a la que responde mejor a la tradición jurídica hispánica. En la


Constitución de Cádiz de 1812 a la potestad jurisdiccional se atribuía la función de aplicar las leyes
en las causas civiles y criminales (arts. 17 y 242), y esta fórmula de «aplicar las leyes» fue pasando
por las diversas constituciones española e iberoamericanas. Hoy muchas constituciones ya no
emplean esta fórmula, pero esto no impide seguir manteniendo la concepción, pues siempre cabe
entender que “administrar justicia” o que “juzgar y ejecutar lo juzgado” ha de hacerse en todo caso
bajo el imperio de la ley.

Si sólo dijéramos lo anterior, si sólo dijéramos que la función de la jurisdicción es la actuación


del derecho objetivo, habríamos dicho muy poco para caracterizar esa función, pues también la
Administración actúa el derecho objetivo y si a ello se añade que la autoridad administrativa
también actúa con potestad, la falta de diferencias se acentúa. Hay, pues, que buscar las diferencias
por otro lado.

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En nuestra opinión las diferencias entre Administración y Jurisdicción se centran en tres
aspectos:

1.º) La actuación del derecho objetivo sólo se realiza por la Jurisdicción ante el ejercicio de
pretensiones y resistencias, lo que nos obliga a precisar el concepto de unas y otras.

2.º) La Jurisdicción actúa el derecho objetivo de modo irrevocable y ello lleva a determinar lo
que se entiende por cosa juzgada.

3.º) La Jurisdicción opera siempre con desinterés objetivo, lo que se explica mediante la
imparcialidad objetiva y la diferencia entre autotutela y heterotutela.

El que la jurisdicción sea un pretendido poder-deber del Estado no sirve para identificarla, en
el sentido de distinguirla de los otros poderes-deberes del Estado, pues también lo son la
Administración e incluso la Legislación. En una concepción del Estado que responda a la idea
fundamental de que éste sólo se justifica en tanto que está al servicio de los intereses generales de
los ciudadanos o de la Nación, y que ese servicio ha de realizarse con respeto a los derechos
individuales de cada uno de los ciudadanos, la conclusión ha de ser siempre que los poderes son al
mismo tiempo deberes. El Estado, y dentro de él cualquier poder constituido, no tienen, en sentido
estricto, derechos contra el ciudadano; tiene poderes para cumplir sus deberes hacia el ciudadano;
el poder no se justifica en sí mismo, sino sólo en cuanto es el medio para poder cumplir con el
deber.

NOCION DE PRETENSION Y RESISTENCIA

En la situación actual de la jurisdicción en los países occidentales, la actuación del derecho


objetivo por los jueces precisa, en todo caso, que alguien comparezca ante el órgano jurisdiccional y
pida que aquél se aplique en un caso concreto. La actividad jurisdiccional no suele iniciarse de
oficio, salvo cuando entran en juego intereses públicos y aún entonces el verdadero juicio penal no
se inicia sin petición de alguien de que se aplique el derecho objetivo y necesariamente frente a otra
persona, siendo uno y otra ajenos al tribunal.

Lo anterior significa que, como ya dijo Guasp, la noción de conflicto intersubjetivo de


intereses jurídicos y las teorías sociológicas que con esta u otra denominación —litigio, controversia,
contienda— encuentran en él su base, son materialmente excesivas y formalmente insuficientes
para explicar la actividad jurisdiccional:

1.º) Son materialmente excesivas porque si bien es cierto que en la mayoría de las
ocasiones en que se acude a los tribunales se hace partiendo de la existencia real de un conflicto,
no siempre ocurre así. La actividad jurisdiccional debe ponerse en marcha ante cualquier petición

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que se le formule; lo que le importa al juez para actuar no es el conflicto, sino que ante él se ha
realizado una petición.

2.º) Son formalmente insuficientes porque la existencia del conflicto no exige per se la
intervención de los tribunales, por lo menos con carácter general, aunque en algunos casos sí
aparece como necesaria dicha intervención.

A pesar de lo anterior, la base sociológica sobre la que descansa la jurisdicción no puede


desconocerse, y esta base es indiscutiblemente el interés jurídico. Este aparece, de un modo u otro,
en toda actuación jurisdiccional; puede ser individual o colectivo, pero una actuación jurisdiccional
que no afectara a un interés, por lo menos, carecería de razón de ser; un bien de la vida, material o
inmaterial, debe estar siempre en juego. Existen, desde luego, supuestos de actuaciones en las que
difícilmente puede encontrarse un conflicto de intereses, y ello tanto en el proceso civil como en el
penal, pero en todos la presencia de un bien de la vida, sobre el que recae una necesidad de un
hombre, es constante.

La existencia o no del conflicto de intereses no es lo determinante para la actividad de la


jurisdicción. Lo determinante es la existencia de una pretensión y de una resistencia.

A) Concepto de pretensión

Pretensión es una petición fundada que se dirige a un órgano jurisdiccional, frente a otra
persona, sobre un bien de cualquier clase que fuere.

Los elementos que caracterizan esta petición son los siguientes:

a) Es una declaración de voluntad: A lo largo de un proceso se realizan muchas peticiones,


pero sólo una de ellas es la pretensión; las demás peticiones son instrumentales, están al servicio
de la pretensión (así la petición de que se reciba el pleito a prueba, o de que se cite a un testigo,
etc.); la pretensión tiene como objeto directo un bien de la vida y por tanto va a constituir el objeto
del proceso.

b) Es una petición fundada: Como dice Guasp, por petición fundada se entiende petición que
invoca un fundamento, es decir, acontecimientos de la vida que sirven para delimitar aquélla,
fundamentos que han de ser sólo hechos.

Con relación a un mismo bien, puede ejercitarse más de una pretensión; los hechos que
constituyen la fundamentación singularizan la pretensión que se interpone frente a las demás
posibles. La pretensión no existiría si no estuviera delimitada; en efecto, un sujeto activo puede
formular ante un órgano jurisdiccional y frente a un sujeto pasivo la petición de que éste sea
condenado a pagar una cantidad de dinero; esta petición no está concretada, pues la cantidad

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puede adeudarse por múltiples causas y, por tanto, sin más, no constituye una verdadera
pretensión; para que exista ésta es preciso determinar el acontecimiento de la vida en que se apoya
la petición, por ejemplo, el hecho del préstamo, de la compraventa, de la prestación de servicios,
etc.

c) No es un acto procesal: En primer lugar es evidente que la pretensión no es un trámite y ni


siquiera es el trámite con el que se inicia la serie constitutiva del proceso. Como dice Guasp, el
trámite no es una actividad determinada, sino el marco formal (el continente) en que dicha actividad
se desarrolla, la envoltura procedimental de la misma; el procedimiento no se compone de actos,
sino formalmente de trámites, esto es, de estados ideales destinados a albergar dentro de sí una
cierta actividad o conjunto de ellas.

Pero la petición tampoco es un acto en sentido estricto, es decir, actividad que se realiza en
un momento determinado en el tiempo. Es cierto que en ocasiones, atendida la concreta regulación
procesal, la pretensión debe interponerse en un momento único, pero en otras puede interponerse
en varios momentos. Como declaración de voluntad la pretensión puede manifestarse al exterior en
uno o en varios actos; lo importante de ella no es, pues, su apariencia externa, sino su naturaleza de
petición.

d) No es un derecho, no existe el derecho de pretender; al estudiar la acción (Capítulo 6.º),


comprenderemos que el supuesto derecho de pretender no existe, principalmente porque no es
necesario, porque no añade nada a la acción. Concebida la acción en sus facetas de derecho a la
tutela jurisdiccional concreta (teoría concreta) y de derecho a la tutela judicial efectiva (teoría
abstracta), la pretensión no es un derecho, no es algo que se tiene, es algo que se hace.

e) Se dirige al órgano jurisdiccional y en ella se reclama una actuación de éste, actuación


que, según su naturaleza, determina la clase de pretensión ejercitada; por ello la pretensión puede
ser declarativa (y dentro de ella meramente declarativa, constitutiva o declarativa de condena), de
ejecución y cautelar. En el Capítulo 8.º nos referiremos ampliamente a estas clases que inciden a la
vez en la clase de proceso.

f) La pretensión ha de ejercitarse frente a otra persona, es decir, frente a persona distinta del
sujeto activo, la cual debe estar determinada o ser determinable. El que se trata de persona distinta
no debe suscitar dudas; es imposible que una persona ejercite una pretensión ante un órgano
jurisdiccional frente a sí misma; en el supuesto de que se produzca la confusión de derechos, la
actividad jurisdiccional ya iniciada carece de sentido y el proceso ha de extinguirse.

Sí puede despertar dudas el que se trate de persona determinada. Desde luego contra
personas absolutamente indeterminadas no puede formularse la pretensión, pero frente a personas
relativamente indeterminadas, esto es, determinables, sí puede formularse por lo menos

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inicialmente, aunque es imprescindible que a lo largo del proceso se concrete frente a quién se
dirige; concreción que no sería posible si concibiéramos la pretensión como un acto único.

B) Concepto de resistencia

De modo correlativo al de pretensión aparece el concepto de resistencia o de oposición a la


pretensión. El uno no puede entenderse sin el otro y ambos se complementan. Por resistencia debe
entenderse la petición que se dirige a un órgano jurisdiccional como reacción a la pretensión
formulada por otra persona.

Lo que dijimos en torno a la naturaleza de la pretensión es aquí aplicable. La resistencia no


es, desde luego, un trámite, pero tampoco es un acto procesal, en sentido estricto, es decir, no es
una actividad que se realiza en un momento determinado en el tiempo; lo determinante de ella es
que es una petición de sentido contrario a la pretensión y que sin ella no se comprende la actividad
jurisdiccional.

No constituyen resistencia dos posibles actitudes del sujeto pasivo de la pretensión. El


allanamiento supone que dicho sujeto pasivo se muestra conforme con la pretensión, por lo que la
actividad jurisdiccional pierde su razón de ser y debe terminar (art. 333 del CPC); la conformidad
puede aparecer después de formulada la resistencia, pero ello no modifica su naturaleza. La
reconvención va mucho más allá de la mera resistencia; no se trata ya de dar respuesta a la
pretensión del sujeto activo, sino de interponer otra pretensión, que origina una acumulación de
pretensiones, es decir, de procesos en un único procedimiento; se trata de la formulación por el
demandado de una pretensión contra la persona que le hizo comparecer en juicio, entablada ante el
propio juez y en el mismo procedimiento en que la pretensión del actor se tramita (art. 445 del CPC).

La fundamentación tiene caracteres propios en la resistencia. La fundamentación no es


necesaria pues el sujeto pasivo puede, aparte de no dar ninguna respuesta, limitarse a negar los
fundamentos de la pretensión y a formular petición contraria. Ahora bien, si la resistencia se
fundamenta, es aplicable a ella lo dicho sobre la pretensión, es decir, el fundamento estará
constituido por hechos.

La resistencia, si no sirve para delimitar el objeto del proceso, en el sentido de que no


introduce un objeto nuevo y distinto del fijado en la pretensión, sí puede: 1) Reducir el objeto de la
pretensión, lo que sucede cuando el demandado se allana a parte de la pretensión y resiste el resto,
2) Contribuir a determinar la materia sobre la que versará la discusión y prueba procesal, pues los
hechos alegados por el demandado también habrán de ser probados, y 3) Completar a lo que debe
referirse la congruencia de la sentencia, pues el juez ha de pronunciarse sobre las excepciones del
demandado.

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Hemos visto, pues, una primera distinción entre Jurisdicción y Administración. El ejercicio de
la potestad jurisdiccional exige petición de parte; la actuación del derecho objetivo se realiza siempre
frente a dos partes. La Administración puede actuar de oficio, y aun esta será su manera normal de
actuar para “promover el bienestar general” (art. 44 de la Constitución); naturalmente puede actuar a
instancia de parte, pero esa instancia o petición no es una pretensión; el derecho objetivo no se
actúa frente a dos partes.

ACTUACION IRREVOCABLE DEL DERECHO

El segundo de los aspectos diferenciales atiende a la especial eficacia jurídica que implica la
actuación del derecho objetivo por órganos dotados de potestad jurisdiccional, frente a la actuación
por órganos con potestad administrativa. Esa especial eficacia se resume en que la primera reviste
a sus resoluciones de cosa juzgada y la segunda no.

La Administración, como poder público, está sujeta a la Constitución y al resto del


ordenamiento jurídico, y actúa con sometimiento pleno a la ley y al derecho, pero la función
administrativa no consiste, ni puede consistir, sólo en actuar el derecho objetivo. Actúa sometida a la
ley, pero no con el exclusivo fin de aplicarla. El art. 44 de la Constitución establece como deber
primordial del Estado “promover el bienestar general que se fundamenta en la justicia” y luego el art.
45 dice que el poder del Estado, que emana del pueblo, se ejerce “con las limitaciones y
responsabilidades que la Constitución y las leyes establecen”, esto es, el poder está sometido a la
ley. Ahora bien, una cosa es el sometimiento al derecho y otra que se actúe sólo para que el
derecho sea cumplido. Para la Administración el derecho es cobertura, medio, límite, pero no fin.

El principio de legalidad en la actuación administrativa no supone que la Administración


justifique su existencia en el mero cumplimiento de la ley. Las decisiones que debe tomar la
Administración (construir un pantano, comprar una obra de arte, mantener una orquesta) no están
preestablecidas exactamente en la ley. El principio de legalidad significa sólo que en la ejecución de
esa decisión (que habrá de haber sido tomada, esto sí, por el órgano competente y por el
procedimiento adecuado) el derecho actuará como límite y como medio.

La Jurisdicción encuentra su razón de ser en la actuación del derecho sin más. El


sometimiento del juez al imperio de la ley (que está implícito en el art. 138 de la Constitución), no es
cobertura o límite; es fin. El juez no adopta decisiones políticas al servicio de los intereses
generales; no construye sistemas de regadío, no decide políticamente, y con responsabilidad sólo
política, si urbanizar los barrios periféricos de la ciudad o construir edificios de mero ornato. El juez
se limita a aplicar la ley en los casos concretos que le son sometidos mediante la interposición de
pretensiones.

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Tradicionalmente se ha venido diciendo que el poder ejecutivo ejecuta la ley y el poder
judicial la aplica. En los dos casos hay actuación de la norma, pero para la Administración la
ejecución se hace al servicio de los intereses generales, mientras que la Jurisdicción la cumple para
satisfacer pretensiones y resistencias.

Esta distinta manera de actuar el derecho objetivo hace que el ejercicio de la potestad
administrativa sea controlable, y el control consiste en determinar si los intereses generales se han
servido ejecutando el derecho de manera correcta, lo que supone básicamente asegurarse de que
se han respetado los derechos de los administrados. El ejercicio de la potestad administrativa lleva a
lo que se denomina presunción iuris tantum de legalidad del acto administrativo; presunción que
admite prueba en contrario, prueba de actuación no legal. El acto administrativo es, por tanto,
controlable y lo es precisamente por la Jurisdicción (art. 148 de la Constitución).

La potestad jurisdiccional se ejerce exclusivamente para la aplicación del derecho objetivo y


después de ella no hay nada más. La aplicación del derecho objetivo en el desempeño de la función
jurisdiccional, no puede ser controlada por una instancia posterior; aplica el derecho objetivo de
manera irrevocable. Surge así la cosa juzgada, y en virtud de ella se conforma la situación jurídica
de acuerdo con el contenido de la sentencia, precluyendo toda posibilidad de ulterior control de su
conformidad al derecho. No se trata, como sostiene alguna doctrina, de que las resoluciones con
cosa juzgada gocen de una presunción iuris et de iure de verdad; es algo diferente. La cosa juzgada
no es una presunción de verdad. La fuerza que el ordenamiento jurídico otorga a las resoluciones
judiciales no se basa en una presunción, sino que supone un vínculo de naturaleza jurídico pública
que obliga a los jueces a no fallar de nuevo lo ya decidido y ello atendiendo a las garantías del
órgano, a las garantías del proceso, a como se aplica el derecho y a la seguridad jurídica.

La Constitución confirma la distinción, aunque no sea de manera directa. A la cosa juzgada


se refiere el art. 139.13, partiendo de la base de que las sentencias tienen valor de cosa juzgada
(aunque parezca atender sólo al proceso penal). El art. 148 supone el control por la potestad
jurisdiccional de toda la actuación administrativa.

Hemos aislado así otro elemento importante de distinción de cómo se actúa la ley, pues la
Jurisdicción es la única que lo puede hacer de modo irrevocable, con cosa juzgada.

ACTUACION CON DESINTERES OBJETIVO

Toda aplicación de la ley comporta necesariamente un juzgar, en el sentido de decir el


derecho, pero el juicio de la Administración opera de manera distinta al juicio de la Jurisdicción. En
palabras de Chiovenda: «También la Administración juzga, puesto que no se obra sino sobre la
base de un juicio; pero juzga de su propia actividad. En cambio, la Jurisdicción juzga de la actividad

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ajena y de una voluntad de ley que concierne a otros». Aparece así la denominada alienità, que se
ha traducido como «ajenidad» o «terciedad», y que De la Oliva, llama, creemos que con acierto,
desinterés objetivo.

Posiblemente el camino más idóneo para comprender esta diferencia sea el de la distinción
entre autotutela y heterotutela. Para la mejor logro del bienestar general (art. 44 de la Constitución)
la Administración se sirve de la autotutela, y ésta supone aplicar el derecho en asuntos propios,
mientras que la Jurisdicción ejerce un sistema de heterotutela, es decir, aplica el derecho en
asuntos ajenos.

En general, la autotutela se caracteriza porque uno de los sujetos en conflicto resuelve éste
por medio de su acción directa; unilateralmente una de las partes impone su solución a la otra; se
trata, pues, de la imposición de una parte sobre otra, sin que exista un tercero entre ellas. Los
peligros de este modo de solución de los conflictos son evidentes, tanto que su prohibición general
es uno de los primeros postulados de la civilización.

Esta prohibición puede encontrarse en la propia Constitución (caso del art. 17 de la de


México), en códigos procesales (así en el art. 1 del Código de processo civil de Portugal) o puede
contemplarse desde el punto de vista penal (postura del art. 455 del CP español). No faltan, con
todo, excepciones a la regla general, casos en los que la propia ley permite al particular acudir a la
acción directa; se trata de excepciones contadas: en el derecho penal la legitima defensa (art. 2.23
de la Constitución), por ejemplo; en el derecho laboral la huelga (art. 28 de la Constitución), etc.

Con la Administración ocurre de manera distinta. Justificándolo en la expeditividad y eficacia


en la gestión de los intereses generales, y partiendo de la denominada presunción iuris tantum de
legalidad del acto administrativo, la Administración está capacitada para tutelar por sí misma sus
derechos tanto en la vía declarativa como en la ejecutiva, tanto conservando como agrediendo.

La autotutela supone así actuación del derecho en un asunto propio; se es juez y parte.
Incluso cuando aparentemente la Administración soluciona conflictos entre particulares, está
actuando en caso propio, pues su intervención en esos conflictos sólo se justifica en cuanto persiga
un interés general.

La actuación de la Jurisdicción parte de la prohibición de la autotutela entre los particulares.


Prohibida la acción directa, el Estado asume la heterotutela de los derechos subjetivos. En la
heterotutela la aplicación del derecho objetivo se realiza por un tercero ajeno a las partes, el cual
impone a éstas su decisión. El posible conflicto no se resuelve por obra de las partes, sino por obra
del tercero, a cuya decisión quedan aquéllas jurídicamente obligadas. La Jurisdicción actúa el
derecho sobre situaciones jurídicas ajenas, y respecto de las cuales está desinteresada

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objetivamente. No trata de tutelar un interés propio. Con la actuación del derecho no pretende
trascender a otros fines; su potestad se reduce a la aplicación de derecho en asuntos de otros.

Hay que distinguir entre imparcialidad del funcionario o de la autoridad administrativa y el


interés objetivo. La Administración no está desinteresada en los asuntos en que interviene, pero el
funcionario concreto ha de ser imparcial; es decir, interés objetivo y desinterés subjetivo. En la
Jurisdicción, en cambio, hay desinterés objetivo y subjetivo.

Hemos establecido una tercera distinción entre la Administración y la Jurisdicción, que es


conveniente expresar en términos políticos. Cuando un partido político concurre a las elecciones lo
hace ofreciendo un programa; éste es la síntesis de lo que el partido entiende que son los intereses
generales y de cuáles son los medios más oportunos para conseguirlos, y con él se hace una
propuesta a los ciudadanos. Si los ciudadanos la aceptan y le dan sus votos al programa del partido,
la función de éste, una vez en el poder, tiene que consistir en llevar a la realidad el programa, y en
ello tiene un verdadero interés parcial; todas las decisiones que adopte deben estar preordenadas
para el cumplimiento del programa, aunque ello tenga hacerse con las limitaciones que imponga el
derecho; éste operará como límite, no como fin; el fin es el servicio de los intereses generales, de
conformidad como los han definido los ciudadanos en la elección popular. La Administración
operará, pues, con interés objetivo.

Por el contrario, los integrantes del poder judicial, los jueces y magistrados, no concurren a
las elecciones exponiendo un programa de intereses generales y de medios para lograrlos. Para los
jueces y magistrados el derecho el derecho opera como fin de su actuación; su función consiste en
actuar el derecho objetivo en el caso concreto, y ello han de hacerlo con desinterés objetivo; no
tienen un objetivo que esté por encima de esa actuación del derecho objetivo en el caso concreto;
su programa sólo puede ser uno: actuar el derecho siempre como terceros ajenos al caso que se les
somete.

LA REALIZACION JURISDICCIONAL DEL DERECHO

Si por un lado hay que insistir en que la función jurisdiccional se resuelve en decir el derecho,
esto es, en aplicar la legislación o, más técnicamente, en actuar el derecho objetivo en el caso
concreto, por otro no cabe desconocer que esa función no puede limitarse a la realización de una
operación lógica por un juez indiferente ante los conflictos de la sociedad.

La norma jurídica general que enlaza a un hecho abstractamente considerado una


consecuencia jurídica también abstracta, necesita ser individualizada caso por caso para tener
sentido. Así la función jurisdiccional no puede reducirse a decir técnicamente el derecho en el caso
concreto, sino que participa de la creación del derecho, en el sentido auténtico de la expresión. La

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jurisdiccional. Aparece así la organización judicial y dentro de ella pueden existir distintas clases de
tribunales.

Lo anterior supone que cuando se habla, como es usual, de jurisdicción civil, de jurisdicción
penal, de jurisdicción ordinaria o de jurisdicciones especiales, por ejemplo, se está partiendo de
desconocer lo que sea la jurisdicción. Sí es correcto, por el contrario, hablar de tribunales civiles,
penales, administrativos, ordinarios, especiales, etc.

La jurisdicción no sólo es única, es también indivisible y, por tanto, todos los órganos
jurisdiccionales la poseen en su totalidad. No se tiene parte de la potestad jurisdiccional, sino que
ésta o se tiene o no se tiene. Cuando a un órgano del Estado se atribuye jurisdicción, se le atribuye
toda la jurisdicción. Lo que puede distribuirse es la competencia.

Lo que entre los tribunales puede distribuirse es el ámbito, la materia, el territorio o la


actividad sobre que se ejerce la potestad jurisdiccional. Surge así la noción de competencia; ésta no
es la parte de la jurisdicción que se confiere a un órgano, ni la medida de la jurisdicción que se le
atribuye; es la parte sobre la que se ejerce la potestad jurisdiccional. Aunque la jurisdicción no se
reparta, sí cabe repartir la materia, el territorio y la actividad procesal. Es así posible que la ley
disponga que un órgano jurisdiccional conocerá sólo de materia civil y otro sólo de materia penal;
también lo es que la misma ley disponga que la potestad jurisdiccional de un órgano se ejerza en
todo el Perú, la de otro en una región, departamento, o en una provincia, o en un municipio.

La jurisdicción es también indelegable, lo que supone, primero, que el Estado, en cuanto


titular de la misma no puede delegarla (art. 1 del CPC), pero también, segundo, que el órgano al
que se le ha atribuido no puede delegarla en otro órgano, sea éste jurisdiccional o no.
Naturalmente la competencia en sentido estricto tampoco puede delegarse (art. 7 del CPC).

SU SENTIDO PRACTICO PRECONSTITUCIONAL

Si la unidad jurisdiccional, en este sentido teórico, es consustancial a un Estado no federal,


cabe preguntarse por qué la Constitución de 1993 proclama expresamente el principio, mientras que
las constituciones de otros países no hacen referencia al mismo. A la unidad jurisdiccional hacen
alusión expresa muy pocas constituciones, pero entre ellas sí la hacen la peruana y la española, y
hay que preguntarse por qué ocurre así. La respuesta a este interrogante sólo se obtiene
históricamente por cuanto la unidad jurisdiccional que declara la Constitución es la plasmación, a
nivel de norma fundamental, de una aspiración política y técnica que se corresponde con una
determinada situación del inmediato pasado que se pretende que no se repita en el futuro.

Durante el siglo XIX la aspiración se refería a lo que entonces se denominaba fuero único, y
en este sentido la Constitución de 1812 decía, en su art. 248, que «en los negocios comunes civiles

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y criminales no habrá más que un solo fuero para toda clase de procesos». En este siglo lo que se
pretendía era acabar con el gran número de tribunales que sólo respondían a privilegios de clase o
casta, y los fines perseguidos eran la centralización, la igualdad de los ciudadanos ante la ley y la
unidad del sistema judicial.

En esa etapa los fueros privilegiados no significaban un ataque a la independencia judicial y


ello por la fundamental razón de que la independencia no existía, ni siquiera en los jueces y
magistrados del fuero ordinario. Las peticiones de unidad tenían un sentido principalmente
organizativo, pretendían acabar con la multiplicidad de tribunales y especialmente con aquéllos que
respondían a privilegios de casta; el caso más evidente fue siempre el de los tribunales militares.

Lograda en buena parte la desaparición de los fueros privilegiados y la existencia de una


única organización judicial en momentos históricos distintos según los países, el sentido del principio
de unidad cambió de contenido y de denominación. Ahora no se perseguía ya la unidad de fuero
sino la unidad jurisdiccional, y su contenido era alcanzar que todos los asuntos fueron conocidos por
tribunales integrados por jueces y magistrados independientes.

Durante el siglo XX los jueces y magistrados habían logrado en el ámbito personal una muy
relativa independencia. No existía un poder judicial autónomo, sino simplemente administración de
justicia, pero la inamovilidad judicial empezó a respetarse, por lo menos en algunos países, y con
ella podía hablarse de que los jueces y magistrados tenían un cierto grado de independencia. Ante
esta situación el titular del poder político, para evitar que determinados asuntos fueran juzgados por
tribunales cuyos titulares podían llegar a creerse independientes, acudió a un doble camino:

1.º) Unas veces procedió a crear un tribunal especial por la competencia, es decir, al que
atribuía el conocimiento de los asuntos que quería apartar de los tribunales de competencia general
y, además y muy especialmente, dotaba a los jueces y magistrados de este tribunal especial de
estatuto orgánico propio, por lo menos en lo relativo al sistema de nombramiento y cese,
pretendiendo suprimir totalmente su independencia para poder influir en las decisiones judiciales.
Esto es, al no poder determinar íntegramente el contenido de las resoluciones judiciales de los
tribunales de competencia general, se procedía a la creación de un tribunal de competencia especial
y con estatuto orgánico de su personal jurisdiccional distinto del común. Cada país puede poner
ejemplos en este sentido, y en España el caso más conocido es el de los Juzgados y del Tribunal de
Orden Público creados en 1963 y suprimidos en 1977.

2.º) Otras veces no se llegaba a la creación de un tribunal especial por la competencia con
estatuto propio, sino que se ampliaba la competencia de un tribunal ya existente, el cual podía tener
buenas razones para existir si bien dentro de ciertos límites competenciales, pero en el que el titular
del poder político tenía influencia para determinar sus decisiones. El caso más destacado de este

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camino fue el de los tribunales militares que, en determinados momentos, vieron aumentada
extraordinariamente su competencia hasta límites que no tenían nada que ver con lo castrense.

En síntesis, pues, ya en este siglo XX y, sobre todo, en su segunda mitad, cuando desde
instancias políticas y técnicas se aspiraba a la unidad jurisdiccional en el fondo lo que se pretendía
era la independencia judicial, en cuanto ésta es la garantía máxima para el justiciable. A la postre
resultó así que la unidad jurisdiccional acabó concibiéndose más como una garantía de la
independencia que como un principio relativo al sistema de organizar los tribunales o, si se prefiere
otra forma de decirlo, la opción por un sistema de organización se hacía en atención a defender la
independencia judicial.

Naturalmente explicar el principio de unidad jurisdiccional desde la teoría pura carece de


sentido, pues es obvio que un estado no federal no puede existir más de un poder judicial o
jurisdicción. Cuando una Constitución se refiere a la unidad jurisdiccional la explicación del principio
debe buscarse en su historia, en los acontecimientos que han conducido a que los constituyentes
creyeran que era necesario plasmar el principio en la norma fundamental. Por lo mismo, cuando la
constitución de un país no se refiere a este principio es porque, desde su propia historia reciente, no
se ha sentido la necesidad de política de llevar ese principio a la norma de rango máximo.

EL DOBLE SIGNIFICADO CONSTITUCIONAL

Cuando la Constitución de 1993 establece en su art. 139.1 que la unidad de la función


jurisdiccional es principio determinante de ésta, aparte de su contenido político, está partiendo de un
error de enunciación, pues la unidad no se refiere a la función (que es necesariamente siempre la
misma), sino a la manera de organizar el poder judicial, por lo que es necesario distinguir entre:

A) Clases de tribunales por la competencia

Dado el sentido que la unidad jurisdiccional tiene como garantía de la independencia, en la


Constitución no se está prohibiendo la existencia de tribunales diversos por la competencia. La
diferencia entre estos tribunales radica únicamente en el modo de atribuirles competencia y así se
distingue entre:

a) Tribunales de competencia general (u ordinarios): La competencia se les atribuye con


carácter general, en virtud de una norma que les confía el conocimiento de todos los asuntos que
surjan, de tal forma que la generalidad implica vis attractiva sobre los asuntos no atribuidos expresa
y concretamente a otros tribunales.

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En este sentido hay que interpretar lo que dispone el art. 5 del CPC, que es el ejemplo más
claro de norma general de atribución de competencia: los órganos jurisdiccionales civiles tienen
competencia para conocer de todo aquello que no esté atribuido por la ley a otros órganos
jurisdiccionales

b) Tribunales de competencia especializada: Las complejidades del ordenamiento jurídico en


los últimos tiempos y cierto mimetismo con relación a otros géneros de actividades de la sociedad —
la especialización es hoy artículo de moda—, han puesto de relieve la aparente necesidad de
especializar a los órganos jurisdiccionales. La especialización consiste en la atribución de
competencia atendiendo a ramas o sectores del ordenamiento jurídico.

En el sistema tradicional de organizar el poder judicial, los órganos de primera instancia


tenían competencia para conocer en toda clase de asuntos, tanto civiles como penales, de modo
que el Juez de Primera Instancia lo era respecto de todos los órdenes o ramos jurisdiccionales. Una
primera especialización consistió en separar el orden penal del civil, estableciendo tribunales
distintos para una y otra materia, incluso en primera instancia, pero la especialización fue
aumentando y así en la mayoría de los países se separó de lo civil lo laboral, dando esta materia
lugar a un orden o ramo propio. No faltan países en los que la especialización es mayor y así
existen tribunales de familia o tribunales de ejecuciones hipotecarias.

La especialización tiene caracteres propios cuando se trata de lo contencioso administrativo,


pues hay que distinguir entre los países que han asumido un sistema judicial (como el español) o un
sistema de Consejo de Estado (como el francés). Si el sistema es judicial propiamente dicho la
existencia de tribunales de lo contencioso-administrativo implica que se han formado tribunales
especializados por la materia, a los que se atribuye la competencia en virtud de una regla atinente a
una rama o sector del ordenamiento jurídico.

c) Tribunales de competencia especial: La atribución de competencia se realiza con relación


a grupos de asuntos específicos e incluso respecto de grupos de personas, lo que supone la
existencia de un regla especial de atribución. El ejemplo más claro suele ser el de los tribunales
penales cuya competencia se reduce a delitos determinados (en muchos países se ha dado ello en
materia de terrorismo o de narcotráfico); también ha sido frecuente la creación de tribunales de
menores de edad, con competencia, por un lado, para conocer de los actos que si fueran ejecutados
por mayores serían delito y, por otro, para el ejercicio de la protección del menor.

d) Tribunales de excepción: Se trata de tribunales creados con vulneración de las reglas


legales de atribución de la competencia, con el fin de que conozcan de un caso particular o de
algunos de esos casos, siendo establecidos ex post facto. Están prohibidos por la Constitución en el
art. 139.3.

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Prescindiendo, pues, de los tribunales de excepción, sobre los cuales pesa una lógica
prohibición expresa, el principio de unidad jurisdiccional no puede interpretarse en el sentido de que
se prohiban los tribunales de competencia especializada o de competencia especial. La reacción
contra la situación política anterior no comprende esta distinción en clases de tribunales que tiene
una larga tradición en todos los países. Si el art. 143 de la Constitución dice los órganos
jurisdiccionales son los que determine su ley orgánica, nada impide que ésta establezca tribunales
de competencia especializada o de competencia especial.

B) Clases de tribunales por la organización

Si la unidad jurisdiccional del art. 139.1 no cabe que se refiera propiamente a la función
jurisdiccional y si la misma no puede impedir la existencia de tribunales de competencia
especializada o especial, el sentido del principio debe buscarse en lo atinente a la organización del
poder judicial. En otros países el principio de unidad se está concibiendo como una garantía de la
independencia judicial, y si ello es así de lo que se trata es de impedir la creación de tribunales en
los que los otros poderes del Estado puedan determinar o influir en las resoluciones judiciales. El
principio afecta, pues, a como debe organizarse el poder judicial para que, desde su manera de
organizarlo, se procure la independencia de los jueces y magistrados. El principio no tiene sentido
en sí mismo; es un medio al servicio de la independencia.

Desde esta perspectiva hay que distinguir dos clases de tribunales.

a) Ordinarios

Para que un tribunal pueda calificarse de ordinario por la organización han de concurrir dos
condiciones:

1.ª) Ha de estar regulado precisamente en la Ley Orgánica del Poder Judicial. La


Constitución contiene una reserva de ley, de ley orgánica (art. 106) y precisamente de la Ley
Orgánica del Poder Judicial (art. 143), de modo que fuera de la misma no puede crearse tribunal
alguno.

2.ª) Ha de estar servido exclusivamente por jueces y magistrados que cumplan los requisitos
que se derivan de la Constitución, y que son:

1”) Existencia de un estatuto personal único: La Constitución proclama la independencia de


jueces y de magistrados (art. 139.2) y para garantizarla establece las bases del estatuto personal de
los mismos (arts. 146, 147 y Capítulo 5.º), con lo que no podrán crearse tribunales en los que sus
jueces y magistrados que tengan estatuto personal distinto del común. Este puede ser uno de los

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sentidos del art. 139.2 cuando dice que “no existe ni puede establecerse jurisdicción alguna
independiente”.

Debe tenerse en cuenta que esto no impide ni la especialización del personal jurisdiccional,
ni siquiera que la entrada en el ejercicio de la función jurisdiccional tenga un único sistema. El art.
150 confía al Consejo Nacional de la Magistratura la selección y el nombramiento de los jueces,
pero, al mismo tiempo, el art. 152, permite que la ley establezca la elección de los Jueces de
Primera Instancia, con lo que la entrada en la función puede tener distintas vías. Ahora bien, una
vez se ha producido el nombramiento, por el Consejo o por elección, no cabe que existan estatutos
jurídicos distintos.

2”) Reserva de ley orgánica para el estatuto: El art. 143 de la Constitución no puede
entenderse en el sentido de que la Ley Orgánica del Poder Judicial se limite a la regulación de los
órganos judiciales; en la misma ha de regularse también el estatuto de los jueces y magistrados,
titulares de la potestad jurisdiccional, sin perjuicio de que la ley orgánica propia del Consejo Nacional
de la Magistratura tenga que regular cómo se efectúa la selección y el nombramiento. Lo que
importa destacar aquí es que, primero, existe reserva de ley orgánica para regular el estatuto y,
segundo, que esa ley orgánica ha de ser precisamente la del poder judicial, no cualquier otra.

3”) Condición de técnicos: La Constitución opta decididamente por unos jueces y


magistrados, integrantes del poder judicial, que han de ser técnicos, en el sentido de que han de
haber demostrado su conocimiento del derecho como ciencia (con la excepción posible de los
Jueces de Paz; sólo posible, pues el art. 152 deja a la ley la determinación de los requisitos para el
acceso).

Tradicionalmente ha existido una aspiración a lo que, con terminología anterior al siglo XIX,
se llamaba “juez letrado”, esto es, juez licenciado en derecho, y en ese sentido se manifestó el
Discurso Preliminar de la Constitución de Cádiz de 1812, pretendiéndose con ello acabar con
aquellos jueces que desconocían el derecho que debían aplicar; en el siglo XIX esa aspiración va
unidad a la concepción de que todo el derecho se encuentra en los códigos y de que los jueces
debían limitarse a aplicar esos códigos, y si no se consiguió la aspiración se debió a razones
económicas, pues los estados se declararon incapaces de hacer frente al gasto presupuestario que
ello comportaba. Las cosas han cambiado en este final del siglo XX, al haber entrado ahora en
juego algo completamente diferente, como la participación popular en la justicia, participación que,
en unos casos, se refiere a la existencia de jueces no letrados y, en otros, a la elección popular de
los jueces. Se trata, obviamente, de decisiones políticas de gran calado ideológico que cada
constituyente debe tomar, asumiendo lo que es realmente aspiración popular y no lo que es mero
mito, sin arraigo en la sociedad.

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Lo que no está claro en la Constitución es la creación de una verdadera carrera judicial, esto
es, la configuración un cursus determinado de las situaciones por las que puede atravesar un juez a
lo largo de toda su vida profesional. La posibilidad real de esa carrera está fuertemente
condicionada por la necesidad de la ratificación cada siete años, a que se refiere el art. 154.2 de la
Constitución, pues la misma puede suponer el desconocimiento de la inamovilidad judicial, y ésta
forma parte integrante de la misma esencia de la carrera.

4”) Cuerpo único: Todos los jueces y magistrados de carrera formarán un cuerpo único, esto
es, sin posibilidad de que existan jueces y magistrados pertenecientes a cuerpos o sistemas de
organización diferentes del común y previsto en la Ley Orgánica del Poder Judicial. No pueden
existir varios modelos de jueces, pues ello sí que supondría desconocer lo que es la unidad
jurisdiccional. Este puede ser otro de los sentidos del art. 139.2 al prohibir la existencia de
“jurisdicción alguna independiente”.

5”) Gestión por el Consejo Nacional de la Magistratura: Todos los jueces y magistrados han
de estar adscritos a la gestión del Consejo, que ha de ser configurado como su órgano de gobierno,
comprendiendo todo lo relativo a la aplicación del estatuto personal único, de modo que los otros
poderes no pueden tener participación alguna en ese campo. Se trata no sólo de la selección y el
nombramiento sino, sobre todo, del régimen disciplinario que ha de comprender todas las medidas
de esta naturaleza y no sólo la sanción de destitución (art. 154).

b) Especiales

El incumplimiento de alguna de las condiciones antes dicha hace surgir los tribunales
especiales. Estos pueden ser de dos clases:

1.ª) Admitidos por la Constitución, que serán sólo aquéllos que estén expresamente
mencionados en ella; se trata, pues, de los tribunales militares (arts. 139.1 y 173) de las autoridades
de las Comunidades Campesinas y Nativas, con el apoyo de las Rondas Campesinas (art. 149), del
Jurado Nacional de Elecciones (art. 178.4) y del Tribunal Constitucional (arts. 201 y 202).

El art. 139.2 se refiere implícitamente a la existencia de jurisdicción militar, el art. 139 emplea
la expresión jurisdicción especial y el art. 173 emplea la palabra fuero con referencia a los miembros
de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional, y en todos estos casos la palabra jurisdicción se
está empleando incorrectamente. El Perú, como Estado unitario (art. 43), sólo puede tener una
jurisdicción; lo que puede tener son tribunales especiales por la organización, no incluidos en el
poder judicial organización y, por tanto, no ordinarios. Esos tribunales especiales sólo pueden ser
los admitidos expresamente por la Constitución y no otros. Las leyes, sean orgánicas o normales no
pueden proceder a la creación de tribunales especiales, salvo los previstos en la Constitución.

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Tratamiento aparte merece la llamada en el art. 139.1 jurisdicción arbitral, pues la mención
de la misma no debe entenderse hecha con relación a la unidad de la jurisdicción, sino respecto de
la exclusividad jurisdiccional, y por ello nos remitimos a lo que decimos después, no sin advertir que
en cualquier caso los árbitros no pueden contemplarse como un tribunal especial por la
organización.

2.ª) Prohibidos por la Constitución, que son todos los demás, de modo que desde la
organización sólo pueden existir los tribunales ordinarios y los especiales constitucionales, no
siendo posible constituir ningún otro tribunal especial.

EL FUNCIONAMIENTO DE LOS TRIBUNALES

El principio de unidad jurisdiccional puede referirse también al funcionamiento de los


tribunales, y en este sentido su comprensión debe atender a dos planos distintos:

a) En el plano legislativo el principio supone que el legislador ordinario, a la hora de regular


los distintos procesos, ha de respetar las garantías mínimas establecidas en la propia Constitución,
de modo que no podrá establecer procesos sin esas garantías; en general podría entenderse que a
ello alude la Constitución cuando habla del debido proceso (art. 139.3). También aquí podríamos
hablar de procesos ordinarios y especiales.

Hasta ahora la distinción entre procesos ordinarios y especiales se hacía por la materia, por
el objeto de la pretensión ejercitada. Ordinario es el establecido para conocer de toda clase de
objetos sin limitación, teniendo carácter general. El especial tiene objeto específico y determinado,
quedando su uso limitado al concreto campo que le marca la ley. El art. 475.1 del CPC es muy
significativo en este sentido. A esta distinción no se refiere la unidad jurisdiccional (Capítulo 8.º).
Desde ésta, proceso ordinario es aquél que respeta en su regulación las garantías y principios
constitucionales; proceso especial es aquél que en su regulación no respeta esas garantías y
principios, por lo que está prohibido. En este sentido sólo pueden existir procesos ordinarios.

b) En el plano de la actuación concreta de los tribunales se trata de que éstos han de


respetar, en la realización de cualquier tipo de proceso, las garantías mínimas. La unidad de
funcionamiento supone aquí respetar en todos y en cada uno de los casos los mínimos
constitucionales.

II. EXCLUSIVIDAD

El art. 139.1 de la Constitución se refiere también al principio de exclusividad, que refiere


erróneamente a la función jurisdiccional; más correctamente el art. 1 del CPC dice que la potestad

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jurisdiccional del Estado en materia civil la ejercer con exclusividad el Poder Judicial. Se enuncia así
el principio de exclusividad de la jurisdicción, que se resuelve en dos monopolios, hoy matizado el
primero, y en un aspecto negativo.

A) Monopolio estatal

Consecuencia ineludible de atribuir a la jurisdicción la naturaleza jurídica de potestad


dimanante de la soberanía popular, es que el Estado tiene el monopolio de aquélla, monopolio que
se manifiesta en dos ámbitos distintos: internacional e interno.

a) Ambito internacional

Esta manifestación del principio estaba fuera de discusión hasta hace unos pocos años; hoy
los problemas se plantean en el ámbito internacional y pensando en él hay que tener en cuenta que
el art. 205 de la Constitución dispone que agotada la jurisdicción interna, es decir, la peruana, quien
se considere lesionado en los derechos que la Constitución reconoce puede recurrir a los tribunales
u organismos constitucionales constituidos según tratados o convenios en los que el Perú sea parte,
con lo que se ha procedido a admitir una jurisdicción por encima de la nacional.

En cualquier caso esa jurisdicción internacional no es originaria, no proviene de la existencia


de un “pueblo” con soberanía propia y que, con poder constituyente, tiene potestad jurisdiccional,
sino que la jurisdicción internacional sólo existe de modo derivado, esto es, en cuanto el Estado
peruano, por medio de su poder constituyente, ha admitido la existencia de una jurisdicción superior
a la del Estado. Aunque políticamente sea ya muy difícil dar marcha atrás, en sentido jurídico
estricto si la jurisdicción internacional existe en cuanto que es asumida por una norma peruana, el
cambio de ésta puede dejar de reconocer la existencia misma de la jurisdicción internacional.

b) Ambito interno

La soberanía estatal lleva a que no existan jurisdicciones de ámbito territorial inferior al del
Estado, por lo menos en los Estados no federales. Las regiones si carecen de soberanía carecen
asimismo de jurisdicción. La proclamación hecha en el art. 43 de la Constitución de que el Estado es
uno y de que su gobierno es unitario, despliega aquí especial virtualidad, pues lo que se está
diciendo es que las divisiones políticas y administrativas inferiores al Estado no tienen poder judicial.

Naturalmente carece hoy de sentido cualquier referencia a potestades jurisdiccionales


privadas. Caso distinto es el del arbitraje. En la Constitución gaditana de 1812 se comprendió que la
libertad de los ciudadanos frente al Estado, único titular de la jurisdicción, tenía que comprender
también el derecho a dirimir sus diferencias por medio de «jueces árbitros» elegidos por las dos

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partes, y desde entonces se ha discutido sobre la naturaleza del arbitraje, es decir, sobre su
condición jurisdiccional o contractual.

A pesar de que el art. 139.1 de la Constitución se refiera a la jurisdicción arbitral, hay que
destacar que jurisdicción y arbitraje son dos manifestaciones de la heterocomposición, en la que los
conflictos se solucionan por un tercero que impone su decisión a las partes, pero que en el arbitraje
ese tercero es nombrado por las partes para decidir un conflicto determinado, que ha de ser de
aquellos sobre los que las partes tienen disposición de sus derechos subjetivos, y que la actuación
del árbitro es meramente declarativa, no ejecutiva.

El arbitraje se resuelve así en una manera de disponer de los derechos subjetivos, en la que
las partes consienten en someter su conflicto a lo que decida un tercero, que no tiene jurisdicción
como potestad estatal, aunque su decisión tiene que consistir en «decir el derecho en el caso
concreto», con lo que se produce una mezcla entre contrato como acto de disposición y
consecuencias similares a la decisión jurisdiccional, que sólo se entiende desde la libertad.

B) Monopolio judicial

Al mismo tiempo la exclusividad jurisdiccional viene a determinar a qué órganos de los del
Estado se atribuye la jurisdicción: a los juzgados y cortes, únicos que quedan investidos de esta
potestad.

Prescindiendo ahora de los tribunales especiales constitucionales, los órganos que pueden
tener jurisdicción no son ya los juzgados y cortes determinados en las leyes, sino solamente los
previstos en la Ley Orgánica del Poder Judicial. En este sentido hay que interpretar, primero, el art.
143 de la Constitución. Para el poder judicial organización existe reserva de ley, de ley orgánica y,
además, ha de tratarse de la Ley Orgánica del Poder Judicial y no de cualquier otra.

Teóricamente la exclusividad expresa algo de tal modo arraigado en la esencia del Estado
moderno, que las constituciones no podrían negarlo, pero prácticamente las negaciones han sido
constantes y en todos los países, en los que han proliferado organismos, sobre cuya naturaleza
administrativa no existían dudas, pero a los cuales se atribuyó función jurisdiccional .

En España el poder legislativo no tiene potestad jurisdiccional alguna, y en este sentido


recuérdese que las comisiones parlamentarias de investigación no vinculan a los tribunales ni
afectan a las resoluciones judiciales (art. 76 de la Constitución española). También según el art. 97
de la Constitución peruana las conclusiones de las comisiones de investigación del Congreso no
obligan a los órganos jurisdiccionales, y el art. 139.2 añade que la facultad de investigación del
Congreso no debe inferir en el procedimiento judicial ni surte efecto jurisdiccional alguno.

68
Debe tenerse en cuenta, además, la neta distinción que debe hacerse entre acusar ante el
Congreso a los altos cargos políticos de la Nación por la infracción de la Constitución y por todo
delito que comentan en el ejercicio de sus funciones y hasta cinco años después de que hayan
cesado en éstas (art. 99), lo que puede llevar a que el Congreso lo suspenda, inhabilite o destituya,
y lo que es propiamente la acusación penal que puede acabar en una condena por delito, que son
funciones del Fiscal de la Nación y de la Corte Suprema, respectivamente (art. 100).

Lo que ocurre con el poder ejecutivo es algo distinto. Naturalmente las constituciones no
llegan a decir que el poder ejecutivo tiene potestad jurisdiccional, pero consienten una serie de
potestades y privilegios que en el fondo son un ataque al monopolio judicial de la jurisdicción. Es
este el caso de la ejecutabilidad de las decisiones administrativas, incluida la recuperación de la
posesión, de la potestad sancionadora en la que la Administración actúa como juez y parte,
especialmente cuando, por un lado, se despenaliza una conducta y, por otro, se le convierte en
ilícito administrativo.

C) Sentido negativo del principio

Junto a los anteriores puntos de vista positivos, la exclusividad puede entenderse también
negativamente, significando que la función jurisdiccional ha de ser la única función de los juzgados y
cortes. En este sentido no hay norma expresa en la Constitución peruana, pero el principio de
exclusividad jurisdiccional en su sentido positivo sólo tiene verdadera virtualidad si se le da, además,
este sentido negativo. Y hay que tener en cuenta que esta exclusividad negativa hay que referirla
tanto al juez de paz del más modesto de los pueblos como a la Corte Suprema, pues la función de
uno y otra es la misma, aunque sea distinta la competencia, y los principios no admiten excepciones
con base en la jerarquía.

Este aspecto negativo no puede ser tildado de superfluo, pues previene contra la usurpación
de atribuciones de otros poderes y, sobre todo, garantiza la independencia de los órganos
jurisdiccionales frente a otros poderes e impide que se atribuyan a aquéllos funciones impropias de
su naturaleza, sobre todo aquéllas que por sus implicaciones partidistas pueden contribuir a su
descrédito. En muchas ocasiones se incurre en el error de atribuir a un órgano jurisdiccional
funciones claramente de naturalezas distintas, generalmente con el argumento de que de esa
manera se garantiza mejor un derecho o una actividad de interés político, pero ello se hace siempre
a costa de la independencia judicial y del prestigio del poder judicial.

Tradicionalmente se han atribuido a los órganos judiciales funciones no jurisdiccionales


precisamente en atención a su independencia, y el caso más destacado es el de la incorrectamente
llamada jurisdicción voluntaria. Ahora se está pretendiendo en muchos países todo lo contrario si

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bien por razones muy distintas como es el descargar de trabajo a esos órganos. Conviene aquí
actuar con prudencia. Hay supuestos en los que la independencia judicial sigue siendo garantía de
los derechos, mientras que existen otros en los que independencia no añade nada a esa garantía,
de modo que a la hora de realizar un nuevo reparto de competencias no deben adoptarse
posiciones maximalistas de todo o nada, sino distinguir en atención a cada caso.

III. JUEZ LEGAL O PREDETERMINADO

Si la declaración solemne del principio de unidad jurisdiccional caracteriza a las


constituciones peruana y española frente a otras constituciones, no ocurre lo mismo con el principio
del juez legal o predeterminado, enunciado también como del juez natural, pues con una u otra
terminología tiene un ámbito mucho más general en el espacio.

El origen del principio debe buscarse en el art. 4 de la Constitución francesa de 3 de


septiembre de 1791, según el cual «les citoyens ne peuvent être distraites des juges que la loi leur
assigne, par aucune commission, ni par d’autres attributions ou évocations que celles qui sont
déterminées par les lois». En la actualidad está recogido en el art. 101 de la Ley Fundamental de
Bonn: «Nadie podrá ser sustraído a su juez legal»; en el art. 25 de la Constitución italiana: «Nadie
podrá ser sustraído del juez natural preconstituido por la ley»; en el art. 8 de la Constitución belga de
1931: «Nadie podrá ser sustraído, contra su voluntad, al juez que la ley le asigne», etc.

En el derecho constitucional español su antecedente está en el art. 247 de la Constitución de


1812: «Ningún español podrá ser juzgado en causas civiles ni criminales por ninguna comisión, sino
por el tribunal competente determinado con anterioridad por la ley», de donde pasó a las siguientes
constituciones, pero referido ya sólo a materia penal y así, por ejemplo, el art. 11 de la Constitución
de 1869 decía: «Ningún español podrá ser procesado ni sentenciado sino por el juez o tribunal a
quien, en virtud de leyes anteriores al delito, competa el conocimiento, y en la forma que éstas
prescriban. No podrán crearse tribunales extraordinarios ni comisiones especiales para conocer de
ningún delito».

El principio está hoy recogido, desde puntos de vista distintos, en dos artículos de la
Constitución española; en el art. 24.2: Todos tienen derecho al juez ordinario predeterminado por la
ley, y en el art. 117.6 con la prohibición de los tribunales de excepción. Estos dos puntos de vista
pueden enunciarse como aspectos positivo y negativo del principio. A ellos se refiere también la
Constitución peruana en el art. 139.3, primero cuando dice que ninguna persona puede ser
desviada de la jurisdicción predeterminada por la ley, y después cuando prohibe que sea juzgada
por órganos jurisdiccionales de excepción, ni por comisiones especiales creadas al efecto,
cualquiera que sea su denominación.

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SU ASPECTO POSITIVO

De la expresión literal, tanto en la Constitución peruana como en la española pudiera


pensarse que el principio del juez legal o predeterminado por la ley se refiere sólo al proceso penal,
pero eso no es así. Es cierto que en el pasado el principio atendía principalmente a los procesos
penales, dados los superiores intereses que en ellos entran en juego (la vida o la libertad de las
personas), pero el principio ha de aplicarse en todo tipo de procesos. Una interpretación integradora
del art. 24.2 de la Constitución española y del art. 139.2 de la peruana no puede sino llegar a la
conclusión de que esa garantía no se limita a un único proceso, por cuanto, además de una garantía
procesal en sentido estricto, es también una garantía jurisdiccional, esto es, relativa a la
composición y funcionamiento de los tribunales, independientemente del proceso en que éstos
conozcan.

En este aspecto positivo hay que resaltar dos funciones del principio:

A) Respecto de los órganos judiciales

El principio del juez legal sirve, en primer lugar, para determinar cómo ha de conformarse la
organización del conjunto de órganos a los que se dota de potestad, y descendiendo en esa escala
llega a determinar la persona física que ha de conocer de un asunto concreto. Así el principio
significa:

a) El órgano jurisdiccional que ha de conocer de un asunto determinado ha de preexistir al


mismo; a destacar el rango de la ley creadora del tribunal que, según los arts. 106 y 143, ha de ser
ley orgánica. Esto supone: 1) Que queda excluida la delegación legislativa (arts. 101.4 y 104), y 2)
Que la ley orgánica ha de ser precisamente la Ley Orgánica del Poder Judicial. Aparte los tribunales
especiales constitucionales y los tribunales asumidos en los tratados internacionales, todos los
demás tribunales han de estar creados por la LOPJ.

b) La competencia de los distintos órganos jurisdiccionales y en todos los sentidos (genérica,


objetiva, funcional y territorial) ha de estar predeterminada y ello en virtud de ley general que excluya
apreciaciones subjetivas de cualquier órgano. En la determinación de esta regla debe tenerse en
cuenta:

1.º) El esquema básico de las competencias genérica, objetiva y funcional debería


establecerse en la LOPJ, si bien su desarrollo puede constar en ley ordinaria.

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2.º) Establecida la competencia en virtud de una norma general no cabe alterar esa
competencia para un caso concreto (pues supondría establecer un tribunal de excepción), pero sí es
posible una alteración general de la competencia con relación a todos los procesos en curso.

Una vez que se ha iniciado un proceso no cabe ni que se desvíe “de la jurisdicción
predeterminada por la ley”, ni que sea juzgado por órgano jurisdiccional de excepción (art. 139.3 de
la Constitución), pero sí ha de ser posible que una ley posterior altere las normas de competencia
establecidas en una ley anterior, siempre que esa alteración sea general y referida a todos los
procesos en curso.

c) En la designación de la persona o personas concretas dotadas de jurisdicción que han de


constituir el órgano, se ha de seguir el procedimiento legalmente establecido. No se trata sólo de
que se prohiba ejercer función jurisdiccional a quien no ha sido nombrado en la forma prevista en la
Constitución o en la ley, ni de que los órganos jurisdiccionales no le den posesión, bajo su
responsabilidad, que es lo que dice el art. 139.19 de la Constitución, lo que obvio, sino de que el
titular concreto de un órgano jurisdiccional que ha de resolver en un caso concreto ha de haber
accedido a ese órgano precisamente en la forma prevista en la ley.

B) Como derecho fundamental

El principio, en segundo lugar, significa un derecho constitucional de toda persona a que su


caso sea juzgado por jueces y magistrados que se ajusten a lo que antes hemos dicho. La cuestión
más debatida es si la Constitución, al referirse a la jurisdicción predeterminada por la ley, está
constitucionalizando el derecho al juez natural, es decir, el derecho a que la ley establezca unas
normas de competencia por medio de la cuales todas las persona hayan de ser juzgadas, ellas o su
caso, por el juez o corte que razonablemente le son propias (caso, por ejemplo del juez del locus
delicti, del juez donde ocurrieron los hechos, del juez del domicilio), o si simplemente se trata de dar
completa libertad al legislador ordinario para establecer las normas que competencia que estime
oportunas, exigiendo la Constitución que esas normas, sean las que fueren, estén preestablecidas.

El derecho al juez predeterminado por la ley no es, simplemente, un derecho que en su


configuración pueda actuar con plena libertad el legislador ordinario, sino que la predeterminación
es, en primer lugar, algo que tiene que tener una base constitucional. El legislador ordinario no
puede, sin razones objetivas, alterar, por ejemplo, la regla general según la cual es juez
territorialmente competente el del lugar en que el delito se hubiere cometido. No se tiene derecho a
cualquier juez, siempre que éste esté predeterminado por la ley ordinaria de modo general, sino que
el derecho comprende el mantenimiento de la regla general y la alteración de la misma sólo es
posible en casos objetivamente distintos. Añádase que el derecho al debido proceso (art. 139.3), a

72
la publicidad de los procesos (art. 139.4), han de llevar a la inmediación con las fuentes de prueba y
a la publicidad en el lugar en el que el delito se cometió.

SU ASPECTO NEGATIVO: LOS TRIBUNALES DE EXCEPCION

Desde el punto de vista negativo el principio del juez predeterminado por la ley o de la,
incorrectamente llamada, jurisdicción predeterminada por la ley, supone, por un lado, la prohibición
de los tribunales de excepción y, por otro, el derecho de los ciudadanos a no ser juzgados por ellos.
Como hemos visto, doctrinalmente se ha venido entendiendo por tribunal de excepción el que se
constituye para juzgar de un caso particular, o de casos individualizados, vulnerando las normas
legales de competencia y ex post facto, con lo que supone ello de privación total del principio del
juez predeterminado. Partiendo de que el art. 139.3 de la Constitución prohibe los órganos
jurisdiccionales de excepción, importa ahora precisar qué se entiende en ella por tal expresión y cuál
es su alcance y contenido.

Se trata fundamentalmente de que en el momento en que se ha producido el hecho que ha


de ser conocido jurisdiccionalmente los órganos jurisdiccionales que han de juzgarlo tienen que
estar ya establecido por la ley, de modo que, producido el hecho, cualquier persona con
conocimientos jurídicos ha de poder decir, aplicando la ley, qué órgano concreto es el que va
conocer de la primera instancia, cuál del recurso de apelación y cuál de casación, si este recurso se
prevé en la ley. Nada de lo que se refiere a los órganos jurisdiccionales competentes puede
establecerse después de que se ha producido el hecho a juzgar.

Naturalmente el derecho constitucional se viola de modo más completo cuando el


conocimiento de un caso no se atribuye a un órgano jurisdiccional, sino a un órgano no jurisdiccional
o a una comisión, pero también se trata de entre los propios órganos jurisdiccionales. Los tribunales
de excepción están total y completamente prohibidos, sin excepción alguna.

EL SENTIDO DE «JUEZ ORDINARIO»

Con lo dicho debe haber quedado aclarado el contenido del derecho al juez predeterminado
por la ley, pero, además, hay que precisar lo que significa juez ordinario, habida cuenta de lo que
dijimos sobre tribunales ordinarios respecto del principio de unidad jurisdiccional. Este derecho
constitucional no puede suponer:

1.º) Que el juez o corte que haya de conocer de un asunto determinado tenga atribuida
competencia con carácter general y vis attractiva. Es evidente que no puede reconocerse a los
ciudadanos el derecho a no ser juzgados por un tribunal de competencia especializada o especial,

73
pues en caso contrario se asistiría al contrasentido de que la Constitución permitiera establecer
tribunales de competencia especializada y al mismo tiempo la Constitución concediera a los
ciudadanos el derecho a no ser juzgados por ellos. Por reducción al absurdo hay que concluir que
juez ordinario no significa juez de competencia general y vis attractiva.

2.º) Tampoco puede suponer que el juez o corte que conozca de un caso concreto sea
ordinario en el sentido que vimos ante con relación a la unidad jurisdiccional. No pueden quedar
excluidos los tribunales especiales que la propia Constitución crea o conserva. Sería igualmente
absurdo que la Constitución creara o permitiera subsistir unos tribunales y luego hiciera inútil su
existencia al conceder a los ciudadanos el derecho a no ser juzgados por ellos. Sí quedan excluidos
los tribunales especiales no admitidos por la Constitución.

Juez ordinario equivale a juez independiente e imparcial, establecido con las garantías
constitucionales y legales, que actúa dentro de la competencia y con el procedimiento
preestablecido.

LECTURAS RECOMENDADAS:

A) Unidad

Sobre la unidad jurisdiccional antes de la constitución de 1978 vid. MONTERO, Unidad de


jurisdicción y tribunales especiales, en «Estudios de derecho procesal», Barcelona, 1981; FAIREN,
Notas sobre jurisdicciones especiales, en Rev. de Der. Procesal Iberoamericana, 1971, 1;
TOHARIA, Modernización, autoritarismo y administración de justicia en España, en suplemento de
Cuadernos para el Diálogo. Sobre el significado postconstitucional de la unidad, MONTERO, La
unidad jurisdiccional. Su consideración como garantía de la independencia judicial, en «Trabajos de
derecho procesal», Barcelona, 1988, y los trabajos de GONZALEZ PEREZ y MENDIZABAL en los
volúmenes El poder judicial, Madrid, 1983; RUIZ RUIZ, El derecho al juez ordinario en la
Constitución española, Madrid, 1991; DE LA OLIVA, Los verdaderos tribunales en España, Madrid,
1992.

B) Exclusividad:

Con carácter general vid. MONTERO, Introducción al derecho procesal, 2ª ed., Madrid, 1979.

B) Juez legal:

Para el origen francés del principio vid. RICCI, E. F., Garanzie costituzionali del processo
civile nel diritto francesse, en Rivista di Diritto Processuale, 1968. En el derecho italiano el art. 25 de
su Constitución ha dado lugar a una copiosa bibliografía, vid. por ejemplo, ROMBOLI, II giudice

74
naturale, Milano, 1981; CHIAVARIO, Processo e garanzie della persona, Milano, 1977;
PIZZORUSSO, II principio del giudice naturale nel suo aspetto di norma sostanziale, en Riv. trim. di
Dir. e Proc. Civile, 1975. En el derecho alemán vid. por ejemplo MARX, E., Der gesetzliche Richter
im sinne von art. 101 Abs. 1 satz 2 Grundgesetz, Berlín, 1969.

Sobre el principio en la doctrina española vid. MONTERO, Introducción, cit.; MONTORO,


Tutela efectiva y juez ordinario predeterminado por la ley, en «EI poder judicial» Madrid, 1980;
DOMINGUEZ y otros, El derecho al juez natural, en «La Ley», 23 y 24 de diciembre de 1982; DE LA
OLIVA, Cuatro sentencias del Tribunal Constitucional, en Boletín del Ilustre Colegio de Abogados de
Madrid, 1985, 2, y Los verdaderos tribunales en España, Madrid, 1992; BURGOS, El juez ordinario
predeterminado por la ley, Madrid, 1990.

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CAPÍTULO 5.º

Los jueces y magistrados

Los juzgados y tribunales y los jueces y magistrados.— Los jueces y magistrados: principios
constitucionales.— I. Imparcialidad.— II. Independencia y sumisión a la ley: A) Concepto y alcance;
B) Garantía formal.— III. Inamovilidad.— IV. Responsabilidad.—Responsabilidad del Estado-juez.

LOS JUZGADOS Y TRIBUNALES Y LOS JUECES Y MAGISTRADOS

Si en los capítulos anteriores hemos estudiado la jurisdicción y los principios que la informan,
en cuanto potestad del Estado, hay que referirse ahora a los órganos a los que se atribuye esa
potestad, es decir, a los juzgados y cortes (art. 143 de la Constitución) y, más concretamente, a las
personas que dentro de ellos aparecen como titulares de la misma, esto es, a los jueces y
magistrados (art. 146).

En el inicio del Capítulo 4.º, al referirnos al principio de unidad, decíamos que teóricamente la
potestad jurisdiccional podía atribuirse a un único órgano, pero también que, dado que ello es
prácticamente imposible, era inevitable la existencia de una verdadera organización judicial
integrada por varios miles de órganos y de personas.

Los órganos jurisdiccionales, entendidos como conjunto de personas unidas por la atribución
de una función específica, que es la jurisdiccional, se conocen tradicionalmente en nuestra lengua
como juzgados y tribunales o cortes, aunque también cabe referirse a ellos como tribunales o como
tribunales de justicia.

En ocasiones se suele distinguir por la doctrina entre tribunales jurisdiccionales y tribunales


no jurisdiccionales. Para nosotros existe aquí una grave confusión. Es cierto que en sentido
amplísimo la palabra tribunal se usa con relación a cualquier órgano que, de una u otra manera,
juzga actividades humanas, pero cuando ese juzgar es jurídico el término tribunal debería
reservarse para designar a los órganos jurisdiccionales. En este sentido jurídico tribunal
jurisdiccional es un pleonasmo, y refiriéndose a tribunales no jurisdiccionales se está incurriendo en
una contradictio in terminis. Es conveniente que en la Constitución o en la Ley Orgánica del Poder
Judicial se diga que sólo podrán tener la denominación de juez, juzgado, magistrado, tribunal o corte
los regulados en esta misma Ley y los admitidos especialmente por la Constitución; se acabarían
así muchos problemas y confusiones.

Dentro de esos órganos la potestad jurisdiccional se atribuye a unas personas determinadas,


a las que se denomina jueces y magistrados, aunque también cabe hablar en general de jueces.

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Dada la riqueza del idioma español es conveniente, de entrada, realizar alguna precisión
terminológica:

1.ª) Juzgado, de iudicare, es el órgano en el que la potestad jurisdiccional la tiene una única
persona, el juez, aunque junto a él existan otras varias personas que le auxilian. En el sistema
orgánico de los países hispánicos, además de unipersonal, el juzgado suele tener competencia para
la primera instancia de los procesos.

2.ª) Tribunal, de tribuna, tiene dos sentidos distintos: Por un lado puede emplearse la palabra
de modo genérico, comprendiendo a todos los órganos jurisdiccionales (así puede decirse, por
ejemplo, «los tribunales ingleses son independientes»), por otro, y ya de modo específico, alude a
los órganos jurisdiccionales colegiados, esto es, a aquellos en los que la potestad jurisdiccional la
tienen varias personas conjuntamente, a las que se llama magistrados. En este sentido se usa con
referencia, por ejemplo, al Tribunal Constitucional.

3.ª) Corte, alude también a tribunal colegiado. La palabra tiene raíces españolas, pues el rey
impartía justicia en su corte, pero en los últimos tiempos el uso de la misma proviene de los países
anglosajones, y es la utilizada en muchos países iberoamericanos para designar a los tribunales
colegiados, en los que ha desaparecido la palabra audiencia, que era el término tradicional para
designar a estos tribunales (de oír, el lugar donde se oía a quien pide justicia).

4.ª) Juez, de iudex, técnicamente designa al titular de un órgano unipersonal, de un Juzgado.


Con todo la palabra se suele usar también para designar a todo el personal jurisdiccional, y así se
habla de «los jueces españoles» o, con un derivado, de la carrera judicial o de la judicatura.

5.ª) Magistrado, con precisión terminológica alude a los titulares conjuntamente de un órgano
colegiado, los cuales no tienen potestad de manera aislada. En la terminología hispánica se les
llamó a veces también ministros, y aún se hace así por ejemplo en México respecto de los
magistrados de la Corte Suprema.

LOS JUECES Y MAGISTRADOS: PRINCIPIOS CONSTITUCIONALES

Los jueces y magistrados han tenido, tienen y deben tener unas características propias que
los distingan de todas las demás personas que están al servicio del Estado. En la Constitución hay
conciencia de ello cuando en los arts. 40 a 42 se fijan las bases del estatuto de los funcionarios
públicos y cuando en los arts. 146 y 150 a 154 se atiende al estatuto de jueces y magistrados, de
modo que uno y otro estatuto no pueden ser iguales.

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El punto de partida debe ser aquí la comprensión de las diferencias existentes entre los
estatutos de las diversas clases de personas al servicio del Estado. Esas diferencias sólo tienen
sentido en un Estado en el que se haya establecido la división de poderes.

En efecto, en una monarquía absoluta en la que todo el poder estaba concentrado en unas
manos y en la que todas las demás personas actuaban por delegación del rey, no tenía sentido
establecer diferencias de estatuto entre las personas en que se delegaba, entre otras cosas porque
la delegación podía referirse a funciones administrativas y jurisdiccionales conjuntamente. La
confusión de funciones (por ejemplo en el corregidor o en el Consejo de Castilla) llevaba a que no
existieran diferencias entre las diversas personas al servicio de la monarquía; todas eran nombradas
por el rey, quedaban sujetas a sus órdenes y podían ser destituidas discrecionalmente.

Sólo cuando se parte de la división de poderes constituidos y a cada uno de ellos se le


atribuye una potestad y una función propia y exclusiva, se hace necesario establecer distinciones y
así aparecen los que podemos denominar autoridades (o gobernantes) y los que son simples
funcionarios. Los primeros tienen atribuida potestad y su estatuto debe regirse por normas de
derecho político, mientras que los segundos no tienen potestad y las normas configuradoras de su
estatuto personal, aunque tengan base constitucional, son de derecho administrativo.

Aunque en la terminología de la mayor parte de los países iberoamericanos se tiende a


llamar funcionario a toda persona que tiene una relación de derecho público con el Estado, y se
llega a llamar funcionario incluso al presidente de la República (por ejemplo art. 39 de la
Constitución del Perú), es conveniente advertir que al servicio del Estado pueden existir dos grandes
grupos de personas:

1.º) Las autoridades (o gobernantes), que son los investidos de potestad, tanto legislativa
como ejecutiva o jurisdiccional, dentro de los cuales, a su vez, han de existir estatutos distintos
atendiendo a la función que debe desempeñarse. Así el estatuto de congresista se regirá por la
Constitución (arts. 90 y siguientes) y por el reglamento del Congreso (art. 94); y en el mismo sentido
los estatutos del presidente de la República, de los vicepresidentes, de presidente del Consejo de
Ministros, de los ministros se regularán en la Constitución (arts. 110 y siguientes). En este mismo
orden de cosas el estatuto jurídico de jueces y magistrados se regula en la Constitución y en la Ley
Orgánica del Poder Judicial.

2.º) Los funcionarios, que no tienen potestad, y que lo son normalmente de las
Administraciones públicas (arts. 40 a 42) y con sus estatutos propios, pero que también pueden
serlo del Congreso y del poder judicial. A veces se les llama también trabajadores públicos.

En sentido estricto, esto es, desde la perspectiva constitucional, los jueces y magistrados no
pueden calificarse de funcionarios. Es cierto que el apoderamiento del poder judicial por el ejecutivo,

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y su conversión en administración de justicia (Capítulo 2.º), llevó a considerar a los jueces y
magistrados meros funcionarios, pero si hoy debe partirse de la concepción política del Estado que
ve en el judicial un verdadero poder esa equiparación no puede sostenerse.

Desde esta perspectiva de que los jueces y magistrados son autoridades, estando su
estatuto regulado por normas de derecho político, hay que preguntarse cuáles son las notas
específicas de ese estatuto, las que los diferencian de las demás autoridades. Si estamos a los arts.
139, 146 y 150 y siguientes esas notas son independencia, inamovilidad, responsabilidad y
sometimiento sólo al imperio de la ley, pero conviene dar contenido científico a esta enumeración.

I. IMPARCIALIDAD

La misma esencia de la jurisdicción supone que el titular de la potestad jurisdiccional no


puede ser al mismo tiempo parte en el conflicto que se somete a su decisión. En toda actuación del
derecho por la jurisdicción han de existir dos partes enfrentadas entre sí que acuden a un tercero
imparcial, que es el titular de la potestad, es decir, el juez o magistrados. Esta no calidad de parte ha
sido denominada también «impartialidad».

Los conflictos intersubjetivos de interés jurídicos pueden resolverse de tres maneras:

1.ª) Autotutela, que se produce cuando una parte impone su solución a la otra, con lo que se
está ante el tomarse justicia por propia mano, lo que está prohibido de modo general.

2.ª) Autocomposición, cuando las dos partes en el conflicto ponen solución al mismo de
modo pactado, sin que una se imponga a la otra y sin que se acuda a un tercero que decida
coactivamente.

3.ª) Heterocomposición, en que existe un tercero, esto es, alguien que no es ni primero
(demandante, acusador) ni segundo (demandado, acusado), es decir, que no es parte, que impone
su decisión.

Ahora bien, la imparcialidad no puede suponer sólo que el titular de la potestad jurisdiccional
no sea parte, sino que ha de implicar también que su juicio ha de estar determinado sólo por el
cumplimiento correcto de la función, es decir, por la actuación del derecho objetivo en el caso
concreto, sin que circunstancia alguna ajena a esa función influya en el juicio. Adviértase, con todo,
que así como la no consideración de parte es algo objetivo, la influencia o no en el juicio de
circunstancias ajenas al cumplimiento de la función es subjetivo, de modo que no cabe constatar
objetivamente la imparcialidad o la parcialidad.

El que un juez no puede ser al mismo tiempo parte en el asunto que debe decidir es algo tan
evidente que en muchos ordenamientos jurídicos ni siquiera se llega a disponerlo de modo expreso.

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