Montero Aroca - Introducción Al Derecho Jurisdiccional Peruano
Montero Aroca - Introducción Al Derecho Jurisdiccional Peruano
Montero Aroca - Introducción Al Derecho Jurisdiccional Peruano
debe hacerse frente a todos, incluido el detentador del poder. Cuando los jueces se ven a sí
mismos, no como una prolongación del poder ejecutivo, sino como defensores del ciudadano,
recuperarán, primero, su propio orgullo y, después, el prestigio social.
La Constitución quiere partir del principio de separación de poderes (art. 43), con lo que en
alguna medida recoge la concepción de Montesquieu cuando afirmaba que no existe libertad si la
potestad de juzgar no está separada de las potestades legislativa y ejecutiva, pero pretende ir más
allá y convierte a todos los titulares de la potestad jurisdiccional en partícipes del poder político, los
hace poderes públicos, titulares de un poder del Estado que también emana del pueblo (art. 45).
En este primer sentido integran el poder judicial todos los órganos que, revestidos de
determinadas garantías, tienen atribuida potestad jurisdiccional.
Esta conclusión de que todos los órganos jurisdiccionales son poder judicial inspira todo el
texto de la Constitución, y manifestaciones de ello son, por ejemplo:
1) El art. 143 dispone que los órganos jurisdiccionales son la Corte Suprema de Justicia y las
demás cortes y juzgados que determine su ley orgánica, y luego el art. 152 se refiere a los Jueces
de Paz y a los jueces de primera instancia.
3) Los más altos cargos políticos de la Nación responden penalmente ante la Corte
Suprema, se deduce del art. 100.
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5) El ejercicio de la potestad de administrar justicia se ejerce por el poder judicial, a través de
sus órganos, dice el art. 138; luego el art. 139.1 añade que de modo exclusivo.
6) Los tribunales militares, que se declaran subsistentes, tienen jurisdicción, conforme al art.
139.1 (la referencia a la llamada jurisdicción arbitral tiene un contenido distinto que luego veremos).
En este primer sentido puede afirmarse que todos los órganos a los que se atribuye potestad
jurisdiccional son poder judicial. La potestad jurisdiccional se ejercitará dentro de un marco limitado
de competencia, pero ello no supone disminución de aquélla. Todos estos órganos reciben su
potestad de la soberanía popular y, en mayor o menor medida, participan en el poder político; uno
controla la constitucionalidad de las leyes, esto es, controla una (la más importante) de las
actividades del poder legislativo; otros controlan la legalidad de las resoluciones administrativas;
otros imponen penas con carácter exclusivo. Todos aseguran el respeto al derecho objetivo.
B) Como organización
Se advierte, pues, que no todas las personas con potestad jurisdiccional integran este poder
judicial organización, pues del mismo no forman parte las personas que integran los tribunales
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militares, ni las autoridades de las Comunidades Campesinas y Nativas, quedando fuera, además,
los magistrados del Tribunal Constitucional.
Los jueces y magistrados que sí integran este poder judicial organización forman una entidad
única, con estatuto jurídico propio y su gobierno se confía al Consejo Nacional de la Magistratura, el
cual es al mismo tiempo órgano administrativo rector de las personas dotadas de jurisdicción (jueces
y magistrados) y de los órganos jurisdiccionales (juzgados y cortes).
Aspecto importante también es que este poder judicial organización es único para todo el
Estado. En este poder judicial organización concurren dos circunstancias que hay que resaltar:
1.ª) El poder judicial organización (el conjunto de una parte de los jueces y magistrados con
potestad jurisdiccional, precisamente el regulado en la LOPJ) no tiene potestad jurisdiccional: ésta
se atribuye constitucionalmente a los jueces y magistrados, no al conjunto, sino individual y
personalmente. Podrá hablarse de que, por ejemplo, la tutela de los derechos y libertades
fundamentales corresponde al poder judicial, pero teniendo siempre en cuenta que esta atribución
no se hace a un conjunto organizado de varios cientos de jueces y magistrados, sino, atendidas las
reglas de competencia, a órganos concretos o, casi mejor, a jueces y magistrados concretos.
LECTURAS RECOMENDADAS:
La concepción del poder judicial en MONTESQUIEU, De l’esprit des lois, XI y VI; y sobre el
mismo PIZZORUSSO, L’ordinamento giudiziario, Bologna, 1974, y PEDRAZ, La jurisdicción en la
teoría de la división de poderes de Montesquieu, en «Constitución, jurisdicción y proceso», Madrid,
1990.
Para el caso francés puede verse DALLE, El autogobierno del poder judicial, en
Documentación Jurídica, 1985, núms. 45-46, pp. 183-196; BONCENNE, Introduction a l’étude de la
procédure civile, 2ª ed., París, 1858; GARSONNET, Traité théorique et pratique de procédure civile
et commerciale, 3ª ed., tomo 1, París, 1912, núms. 1 a 7, la 1ª es de 1882, y del mismo Précis de
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procédure civile, 2ª ed., París, 1893. La cita de las leyes francesas en DUVERGIER, J. B., Collection
complete des lois, décrets, ordonnances..., colección iniciada en Paris, 1824; CARRE DE
MALBERG, Contribution a la théorie générale de l’Etat, Sirey, 1920, tomo 1, p 811; en contra
HAURIOU, Précis de droit constitutionnel, tomo II, 1922.
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CAPÍTULO 3.º
La función jurisdiccional
LA FUNCION JURISDICCIONAL
De entrada tiene que quedar claro que una cosa es la función, que es única, y otra el ámbito
en el que aquélla se cumple. En efecto, si atendemos a la Constitución, veremos que en ella se
habla, con referencia a la función jurisdiccional de la tutela jurisdiccional (art. 139.3), de la necesidad
de proceso judicial para la imposición de las penas (art. 139.10), de que se administra la justicia en
nombre de la Nación (art. 143), de la acción contencioso-administrativa para la impugnación de
resoluciones administrativas (art. 148). No cabe aquí decir que la jurisdicción cumple funciones
distintas en todos estos ámbitos, sino que la única función se actúa en diversos ámbitos. Es
inadmisible la posible conclusión de que la función es distinta en los diversos tipos de proceso, es
decir, de actividad jurisdiccional. La función jurisdiccional ha de ser siempre la misma.
A) Teorías subjetivas
Naturalmente, y ya lo vio Calamandrei, esta concepción parte de la visión política del Estado
liberal; para éste la función del derecho mira, en primer término, al mantenimiento del orden entre
los coasociados y a la conciliación de los contrapuestos intereses individuales; la justicia aparece así
como un servicio puesto a disposición de los ciudadanos para que éstos pidan al Estado que, por
medio del poder judicial, haga efectivo lo que ha prometido por el poder legislativo al reconocerles
derechos. No puede negarse que esta teoría ha tenido y sigue teniendo un fondo de verdad, pues la
tutela judicial efectiva de los derechos e intereses es un derecho de todas las personas, pero la
misma se centra en un aspecto parcial que deja sin explicación buena parte de los supuestos de
ejercicio de la potestad jurisdiccional, sobre todo en la actualidad en que la tutela de los intereses
colectivos y difusos no presupone el ejercicio de verdaderos derechos subjetivos.
Salvo para el procesalismo civil puro, esta teoría está hoy abandonada, pudiéndose alegar
contra ella:
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1.º) Que se resuelve en una verdadera tautología y no siempre la actividad jurisdiccional
presupone en derecho amenazado o violado, bastando la simple incertidumbre sobre su existencia
(A. Rocco).
2.º) Que olvida toda la actividad que se desarrolla dentro de proceso (Zanzucchi).
4.º) Pero sobre todo su defecto fundamental consiste en limitarse a la llamada manifestación
civil de la jurisdicción, olvidando completamente la penal. En el proceso penal el acusador no
ejercita un derecho subjetivo de naturaleza material penal, respecto del que pida la tutela del mismo;
en el derecho penal no existen relaciones jurídicas materiales penales y, por tanto, no se puede
pedir la tutela de inexistentes derechos materiales a que se imponga una pena a alguien (ver
Capítulo 11.º).
B) Teorías objetivas
Políticamente esta concepción respondió inicialmente a una idea autoritaria del derecho, que
veía en él la voluntad del Estado y en su observancia el respeto a la autoridad; en ella queda en la
sombra el interés individual en la defensa del derecho subjetivo, y surgen en primer plano el interés
público en la observancia del derecho objetivo (Calamandrei). Ahora bien, no todas las
manifestaciones de las teorías objetivas deben ser calificadas de autoritarias; algunas son más bien
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«sociales», frente al liberalismo-individualista del siglo XIX y pueden englobarse en lo que viene
denominándose Estado social de Derecho.
Dados los orígenes, no siempre claros desde el punto de vista político, las teorías objetivas
deben manejarse con sumo cuidado, pues con ellas se puede caer con facilidad en una concepción
autoritaria de la vida social y económica, sobre todo cuando las mismas se unen a lo que se ha
venido llamando socialización del proceso, que en realidad es socialización del ejercicio de la
función jurisdiccional.
De estas dos concepciones, la primera, que respondía a un concepto privatista del derecho
procesal, es difícilmente aceptable en la actualidad; atendía a un momento histórico que hoy está
superado. Las teorías subjetivas no dan una explicación de la función jurisdiccional con relación a
todos los ámbitos sobre los que se ejerce la potestad jurisdiccional, con lo que su admisión nos
obligaría a un doble esfuerzo y, sobre todo, a algo que parece contrario a la naturaleza de la
jurisdicción: a atribuir a ésta por lo menos una doble función, subjetiva para el aspecto privado y
objetiva para el resto del ámbito del ejercicio.
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En nuestra opinión las diferencias entre Administración y Jurisdicción se centran en tres
aspectos:
1.º) La actuación del derecho objetivo sólo se realiza por la Jurisdicción ante el ejercicio de
pretensiones y resistencias, lo que nos obliga a precisar el concepto de unas y otras.
2.º) La Jurisdicción actúa el derecho objetivo de modo irrevocable y ello lleva a determinar lo
que se entiende por cosa juzgada.
3.º) La Jurisdicción opera siempre con desinterés objetivo, lo que se explica mediante la
imparcialidad objetiva y la diferencia entre autotutela y heterotutela.
El que la jurisdicción sea un pretendido poder-deber del Estado no sirve para identificarla, en
el sentido de distinguirla de los otros poderes-deberes del Estado, pues también lo son la
Administración e incluso la Legislación. En una concepción del Estado que responda a la idea
fundamental de que éste sólo se justifica en tanto que está al servicio de los intereses generales de
los ciudadanos o de la Nación, y que ese servicio ha de realizarse con respeto a los derechos
individuales de cada uno de los ciudadanos, la conclusión ha de ser siempre que los poderes son al
mismo tiempo deberes. El Estado, y dentro de él cualquier poder constituido, no tienen, en sentido
estricto, derechos contra el ciudadano; tiene poderes para cumplir sus deberes hacia el ciudadano;
el poder no se justifica en sí mismo, sino sólo en cuanto es el medio para poder cumplir con el
deber.
1.º) Son materialmente excesivas porque si bien es cierto que en la mayoría de las
ocasiones en que se acude a los tribunales se hace partiendo de la existencia real de un conflicto,
no siempre ocurre así. La actividad jurisdiccional debe ponerse en marcha ante cualquier petición
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que se le formule; lo que le importa al juez para actuar no es el conflicto, sino que ante él se ha
realizado una petición.
2.º) Son formalmente insuficientes porque la existencia del conflicto no exige per se la
intervención de los tribunales, por lo menos con carácter general, aunque en algunos casos sí
aparece como necesaria dicha intervención.
A) Concepto de pretensión
Pretensión es una petición fundada que se dirige a un órgano jurisdiccional, frente a otra
persona, sobre un bien de cualquier clase que fuere.
b) Es una petición fundada: Como dice Guasp, por petición fundada se entiende petición que
invoca un fundamento, es decir, acontecimientos de la vida que sirven para delimitar aquélla,
fundamentos que han de ser sólo hechos.
Con relación a un mismo bien, puede ejercitarse más de una pretensión; los hechos que
constituyen la fundamentación singularizan la pretensión que se interpone frente a las demás
posibles. La pretensión no existiría si no estuviera delimitada; en efecto, un sujeto activo puede
formular ante un órgano jurisdiccional y frente a un sujeto pasivo la petición de que éste sea
condenado a pagar una cantidad de dinero; esta petición no está concretada, pues la cantidad
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puede adeudarse por múltiples causas y, por tanto, sin más, no constituye una verdadera
pretensión; para que exista ésta es preciso determinar el acontecimiento de la vida en que se apoya
la petición, por ejemplo, el hecho del préstamo, de la compraventa, de la prestación de servicios,
etc.
Pero la petición tampoco es un acto en sentido estricto, es decir, actividad que se realiza en
un momento determinado en el tiempo. Es cierto que en ocasiones, atendida la concreta regulación
procesal, la pretensión debe interponerse en un momento único, pero en otras puede interponerse
en varios momentos. Como declaración de voluntad la pretensión puede manifestarse al exterior en
uno o en varios actos; lo importante de ella no es, pues, su apariencia externa, sino su naturaleza de
petición.
f) La pretensión ha de ejercitarse frente a otra persona, es decir, frente a persona distinta del
sujeto activo, la cual debe estar determinada o ser determinable. El que se trata de persona distinta
no debe suscitar dudas; es imposible que una persona ejercite una pretensión ante un órgano
jurisdiccional frente a sí misma; en el supuesto de que se produzca la confusión de derechos, la
actividad jurisdiccional ya iniciada carece de sentido y el proceso ha de extinguirse.
Sí puede despertar dudas el que se trate de persona determinada. Desde luego contra
personas absolutamente indeterminadas no puede formularse la pretensión, pero frente a personas
relativamente indeterminadas, esto es, determinables, sí puede formularse por lo menos
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inicialmente, aunque es imprescindible que a lo largo del proceso se concrete frente a quién se
dirige; concreción que no sería posible si concibiéramos la pretensión como un acto único.
B) Concepto de resistencia
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Hemos visto, pues, una primera distinción entre Jurisdicción y Administración. El ejercicio de
la potestad jurisdiccional exige petición de parte; la actuación del derecho objetivo se realiza siempre
frente a dos partes. La Administración puede actuar de oficio, y aun esta será su manera normal de
actuar para “promover el bienestar general” (art. 44 de la Constitución); naturalmente puede actuar a
instancia de parte, pero esa instancia o petición no es una pretensión; el derecho objetivo no se
actúa frente a dos partes.
El segundo de los aspectos diferenciales atiende a la especial eficacia jurídica que implica la
actuación del derecho objetivo por órganos dotados de potestad jurisdiccional, frente a la actuación
por órganos con potestad administrativa. Esa especial eficacia se resume en que la primera reviste
a sus resoluciones de cosa juzgada y la segunda no.
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Tradicionalmente se ha venido diciendo que el poder ejecutivo ejecuta la ley y el poder
judicial la aplica. En los dos casos hay actuación de la norma, pero para la Administración la
ejecución se hace al servicio de los intereses generales, mientras que la Jurisdicción la cumple para
satisfacer pretensiones y resistencias.
Esta distinta manera de actuar el derecho objetivo hace que el ejercicio de la potestad
administrativa sea controlable, y el control consiste en determinar si los intereses generales se han
servido ejecutando el derecho de manera correcta, lo que supone básicamente asegurarse de que
se han respetado los derechos de los administrados. El ejercicio de la potestad administrativa lleva a
lo que se denomina presunción iuris tantum de legalidad del acto administrativo; presunción que
admite prueba en contrario, prueba de actuación no legal. El acto administrativo es, por tanto,
controlable y lo es precisamente por la Jurisdicción (art. 148 de la Constitución).
Hemos aislado así otro elemento importante de distinción de cómo se actúa la ley, pues la
Jurisdicción es la única que lo puede hacer de modo irrevocable, con cosa juzgada.
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ajena y de una voluntad de ley que concierne a otros». Aparece así la denominada alienità, que se
ha traducido como «ajenidad» o «terciedad», y que De la Oliva, llama, creemos que con acierto,
desinterés objetivo.
Posiblemente el camino más idóneo para comprender esta diferencia sea el de la distinción
entre autotutela y heterotutela. Para la mejor logro del bienestar general (art. 44 de la Constitución)
la Administración se sirve de la autotutela, y ésta supone aplicar el derecho en asuntos propios,
mientras que la Jurisdicción ejerce un sistema de heterotutela, es decir, aplica el derecho en
asuntos ajenos.
En general, la autotutela se caracteriza porque uno de los sujetos en conflicto resuelve éste
por medio de su acción directa; unilateralmente una de las partes impone su solución a la otra; se
trata, pues, de la imposición de una parte sobre otra, sin que exista un tercero entre ellas. Los
peligros de este modo de solución de los conflictos son evidentes, tanto que su prohibición general
es uno de los primeros postulados de la civilización.
La autotutela supone así actuación del derecho en un asunto propio; se es juez y parte.
Incluso cuando aparentemente la Administración soluciona conflictos entre particulares, está
actuando en caso propio, pues su intervención en esos conflictos sólo se justifica en cuanto persiga
un interés general.
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objetivamente. No trata de tutelar un interés propio. Con la actuación del derecho no pretende
trascender a otros fines; su potestad se reduce a la aplicación de derecho en asuntos de otros.
Por el contrario, los integrantes del poder judicial, los jueces y magistrados, no concurren a
las elecciones exponiendo un programa de intereses generales y de medios para lograrlos. Para los
jueces y magistrados el derecho el derecho opera como fin de su actuación; su función consiste en
actuar el derecho objetivo en el caso concreto, y ello han de hacerlo con desinterés objetivo; no
tienen un objetivo que esté por encima de esa actuación del derecho objetivo en el caso concreto;
su programa sólo puede ser uno: actuar el derecho siempre como terceros ajenos al caso que se les
somete.
Si por un lado hay que insistir en que la función jurisdiccional se resuelve en decir el derecho,
esto es, en aplicar la legislación o, más técnicamente, en actuar el derecho objetivo en el caso
concreto, por otro no cabe desconocer que esa función no puede limitarse a la realización de una
operación lógica por un juez indiferente ante los conflictos de la sociedad.
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jurisdiccional. Aparece así la organización judicial y dentro de ella pueden existir distintas clases de
tribunales.
Lo anterior supone que cuando se habla, como es usual, de jurisdicción civil, de jurisdicción
penal, de jurisdicción ordinaria o de jurisdicciones especiales, por ejemplo, se está partiendo de
desconocer lo que sea la jurisdicción. Sí es correcto, por el contrario, hablar de tribunales civiles,
penales, administrativos, ordinarios, especiales, etc.
La jurisdicción no sólo es única, es también indivisible y, por tanto, todos los órganos
jurisdiccionales la poseen en su totalidad. No se tiene parte de la potestad jurisdiccional, sino que
ésta o se tiene o no se tiene. Cuando a un órgano del Estado se atribuye jurisdicción, se le atribuye
toda la jurisdicción. Lo que puede distribuirse es la competencia.
Durante el siglo XIX la aspiración se refería a lo que entonces se denominaba fuero único, y
en este sentido la Constitución de 1812 decía, en su art. 248, que «en los negocios comunes civiles
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y criminales no habrá más que un solo fuero para toda clase de procesos». En este siglo lo que se
pretendía era acabar con el gran número de tribunales que sólo respondían a privilegios de clase o
casta, y los fines perseguidos eran la centralización, la igualdad de los ciudadanos ante la ley y la
unidad del sistema judicial.
Durante el siglo XX los jueces y magistrados habían logrado en el ámbito personal una muy
relativa independencia. No existía un poder judicial autónomo, sino simplemente administración de
justicia, pero la inamovilidad judicial empezó a respetarse, por lo menos en algunos países, y con
ella podía hablarse de que los jueces y magistrados tenían un cierto grado de independencia. Ante
esta situación el titular del poder político, para evitar que determinados asuntos fueran juzgados por
tribunales cuyos titulares podían llegar a creerse independientes, acudió a un doble camino:
1.º) Unas veces procedió a crear un tribunal especial por la competencia, es decir, al que
atribuía el conocimiento de los asuntos que quería apartar de los tribunales de competencia general
y, además y muy especialmente, dotaba a los jueces y magistrados de este tribunal especial de
estatuto orgánico propio, por lo menos en lo relativo al sistema de nombramiento y cese,
pretendiendo suprimir totalmente su independencia para poder influir en las decisiones judiciales.
Esto es, al no poder determinar íntegramente el contenido de las resoluciones judiciales de los
tribunales de competencia general, se procedía a la creación de un tribunal de competencia especial
y con estatuto orgánico de su personal jurisdiccional distinto del común. Cada país puede poner
ejemplos en este sentido, y en España el caso más conocido es el de los Juzgados y del Tribunal de
Orden Público creados en 1963 y suprimidos en 1977.
2.º) Otras veces no se llegaba a la creación de un tribunal especial por la competencia con
estatuto propio, sino que se ampliaba la competencia de un tribunal ya existente, el cual podía tener
buenas razones para existir si bien dentro de ciertos límites competenciales, pero en el que el titular
del poder político tenía influencia para determinar sus decisiones. El caso más destacado de este
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camino fue el de los tribunales militares que, en determinados momentos, vieron aumentada
extraordinariamente su competencia hasta límites que no tenían nada que ver con lo castrense.
En síntesis, pues, ya en este siglo XX y, sobre todo, en su segunda mitad, cuando desde
instancias políticas y técnicas se aspiraba a la unidad jurisdiccional en el fondo lo que se pretendía
era la independencia judicial, en cuanto ésta es la garantía máxima para el justiciable. A la postre
resultó así que la unidad jurisdiccional acabó concibiéndose más como una garantía de la
independencia que como un principio relativo al sistema de organizar los tribunales o, si se prefiere
otra forma de decirlo, la opción por un sistema de organización se hacía en atención a defender la
independencia judicial.
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En este sentido hay que interpretar lo que dispone el art. 5 del CPC, que es el ejemplo más
claro de norma general de atribución de competencia: los órganos jurisdiccionales civiles tienen
competencia para conocer de todo aquello que no esté atribuido por la ley a otros órganos
jurisdiccionales
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Prescindiendo, pues, de los tribunales de excepción, sobre los cuales pesa una lógica
prohibición expresa, el principio de unidad jurisdiccional no puede interpretarse en el sentido de que
se prohiban los tribunales de competencia especializada o de competencia especial. La reacción
contra la situación política anterior no comprende esta distinción en clases de tribunales que tiene
una larga tradición en todos los países. Si el art. 143 de la Constitución dice los órganos
jurisdiccionales son los que determine su ley orgánica, nada impide que ésta establezca tribunales
de competencia especializada o de competencia especial.
Si la unidad jurisdiccional del art. 139.1 no cabe que se refiera propiamente a la función
jurisdiccional y si la misma no puede impedir la existencia de tribunales de competencia
especializada o especial, el sentido del principio debe buscarse en lo atinente a la organización del
poder judicial. En otros países el principio de unidad se está concibiendo como una garantía de la
independencia judicial, y si ello es así de lo que se trata es de impedir la creación de tribunales en
los que los otros poderes del Estado puedan determinar o influir en las resoluciones judiciales. El
principio afecta, pues, a como debe organizarse el poder judicial para que, desde su manera de
organizarlo, se procure la independencia de los jueces y magistrados. El principio no tiene sentido
en sí mismo; es un medio al servicio de la independencia.
a) Ordinarios
Para que un tribunal pueda calificarse de ordinario por la organización han de concurrir dos
condiciones:
2.ª) Ha de estar servido exclusivamente por jueces y magistrados que cumplan los requisitos
que se derivan de la Constitución, y que son:
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sentidos del art. 139.2 cuando dice que “no existe ni puede establecerse jurisdicción alguna
independiente”.
Debe tenerse en cuenta que esto no impide ni la especialización del personal jurisdiccional,
ni siquiera que la entrada en el ejercicio de la función jurisdiccional tenga un único sistema. El art.
150 confía al Consejo Nacional de la Magistratura la selección y el nombramiento de los jueces,
pero, al mismo tiempo, el art. 152, permite que la ley establezca la elección de los Jueces de
Primera Instancia, con lo que la entrada en la función puede tener distintas vías. Ahora bien, una
vez se ha producido el nombramiento, por el Consejo o por elección, no cabe que existan estatutos
jurídicos distintos.
2”) Reserva de ley orgánica para el estatuto: El art. 143 de la Constitución no puede
entenderse en el sentido de que la Ley Orgánica del Poder Judicial se limite a la regulación de los
órganos judiciales; en la misma ha de regularse también el estatuto de los jueces y magistrados,
titulares de la potestad jurisdiccional, sin perjuicio de que la ley orgánica propia del Consejo Nacional
de la Magistratura tenga que regular cómo se efectúa la selección y el nombramiento. Lo que
importa destacar aquí es que, primero, existe reserva de ley orgánica para regular el estatuto y,
segundo, que esa ley orgánica ha de ser precisamente la del poder judicial, no cualquier otra.
Tradicionalmente ha existido una aspiración a lo que, con terminología anterior al siglo XIX,
se llamaba “juez letrado”, esto es, juez licenciado en derecho, y en ese sentido se manifestó el
Discurso Preliminar de la Constitución de Cádiz de 1812, pretendiéndose con ello acabar con
aquellos jueces que desconocían el derecho que debían aplicar; en el siglo XIX esa aspiración va
unidad a la concepción de que todo el derecho se encuentra en los códigos y de que los jueces
debían limitarse a aplicar esos códigos, y si no se consiguió la aspiración se debió a razones
económicas, pues los estados se declararon incapaces de hacer frente al gasto presupuestario que
ello comportaba. Las cosas han cambiado en este final del siglo XX, al haber entrado ahora en
juego algo completamente diferente, como la participación popular en la justicia, participación que,
en unos casos, se refiere a la existencia de jueces no letrados y, en otros, a la elección popular de
los jueces. Se trata, obviamente, de decisiones políticas de gran calado ideológico que cada
constituyente debe tomar, asumiendo lo que es realmente aspiración popular y no lo que es mero
mito, sin arraigo en la sociedad.
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Lo que no está claro en la Constitución es la creación de una verdadera carrera judicial, esto
es, la configuración un cursus determinado de las situaciones por las que puede atravesar un juez a
lo largo de toda su vida profesional. La posibilidad real de esa carrera está fuertemente
condicionada por la necesidad de la ratificación cada siete años, a que se refiere el art. 154.2 de la
Constitución, pues la misma puede suponer el desconocimiento de la inamovilidad judicial, y ésta
forma parte integrante de la misma esencia de la carrera.
4”) Cuerpo único: Todos los jueces y magistrados de carrera formarán un cuerpo único, esto
es, sin posibilidad de que existan jueces y magistrados pertenecientes a cuerpos o sistemas de
organización diferentes del común y previsto en la Ley Orgánica del Poder Judicial. No pueden
existir varios modelos de jueces, pues ello sí que supondría desconocer lo que es la unidad
jurisdiccional. Este puede ser otro de los sentidos del art. 139.2 al prohibir la existencia de
“jurisdicción alguna independiente”.
5”) Gestión por el Consejo Nacional de la Magistratura: Todos los jueces y magistrados han
de estar adscritos a la gestión del Consejo, que ha de ser configurado como su órgano de gobierno,
comprendiendo todo lo relativo a la aplicación del estatuto personal único, de modo que los otros
poderes no pueden tener participación alguna en ese campo. Se trata no sólo de la selección y el
nombramiento sino, sobre todo, del régimen disciplinario que ha de comprender todas las medidas
de esta naturaleza y no sólo la sanción de destitución (art. 154).
b) Especiales
El incumplimiento de alguna de las condiciones antes dicha hace surgir los tribunales
especiales. Estos pueden ser de dos clases:
1.ª) Admitidos por la Constitución, que serán sólo aquéllos que estén expresamente
mencionados en ella; se trata, pues, de los tribunales militares (arts. 139.1 y 173) de las autoridades
de las Comunidades Campesinas y Nativas, con el apoyo de las Rondas Campesinas (art. 149), del
Jurado Nacional de Elecciones (art. 178.4) y del Tribunal Constitucional (arts. 201 y 202).
El art. 139.2 se refiere implícitamente a la existencia de jurisdicción militar, el art. 139 emplea
la expresión jurisdicción especial y el art. 173 emplea la palabra fuero con referencia a los miembros
de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional, y en todos estos casos la palabra jurisdicción se
está empleando incorrectamente. El Perú, como Estado unitario (art. 43), sólo puede tener una
jurisdicción; lo que puede tener son tribunales especiales por la organización, no incluidos en el
poder judicial organización y, por tanto, no ordinarios. Esos tribunales especiales sólo pueden ser
los admitidos expresamente por la Constitución y no otros. Las leyes, sean orgánicas o normales no
pueden proceder a la creación de tribunales especiales, salvo los previstos en la Constitución.
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Tratamiento aparte merece la llamada en el art. 139.1 jurisdicción arbitral, pues la mención
de la misma no debe entenderse hecha con relación a la unidad de la jurisdicción, sino respecto de
la exclusividad jurisdiccional, y por ello nos remitimos a lo que decimos después, no sin advertir que
en cualquier caso los árbitros no pueden contemplarse como un tribunal especial por la
organización.
2.ª) Prohibidos por la Constitución, que son todos los demás, de modo que desde la
organización sólo pueden existir los tribunales ordinarios y los especiales constitucionales, no
siendo posible constituir ningún otro tribunal especial.
Hasta ahora la distinción entre procesos ordinarios y especiales se hacía por la materia, por
el objeto de la pretensión ejercitada. Ordinario es el establecido para conocer de toda clase de
objetos sin limitación, teniendo carácter general. El especial tiene objeto específico y determinado,
quedando su uso limitado al concreto campo que le marca la ley. El art. 475.1 del CPC es muy
significativo en este sentido. A esta distinción no se refiere la unidad jurisdiccional (Capítulo 8.º).
Desde ésta, proceso ordinario es aquél que respeta en su regulación las garantías y principios
constitucionales; proceso especial es aquél que en su regulación no respeta esas garantías y
principios, por lo que está prohibido. En este sentido sólo pueden existir procesos ordinarios.
II. EXCLUSIVIDAD
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jurisdiccional del Estado en materia civil la ejercer con exclusividad el Poder Judicial. Se enuncia así
el principio de exclusividad de la jurisdicción, que se resuelve en dos monopolios, hoy matizado el
primero, y en un aspecto negativo.
A) Monopolio estatal
a) Ambito internacional
Esta manifestación del principio estaba fuera de discusión hasta hace unos pocos años; hoy
los problemas se plantean en el ámbito internacional y pensando en él hay que tener en cuenta que
el art. 205 de la Constitución dispone que agotada la jurisdicción interna, es decir, la peruana, quien
se considere lesionado en los derechos que la Constitución reconoce puede recurrir a los tribunales
u organismos constitucionales constituidos según tratados o convenios en los que el Perú sea parte,
con lo que se ha procedido a admitir una jurisdicción por encima de la nacional.
b) Ambito interno
La soberanía estatal lleva a que no existan jurisdicciones de ámbito territorial inferior al del
Estado, por lo menos en los Estados no federales. Las regiones si carecen de soberanía carecen
asimismo de jurisdicción. La proclamación hecha en el art. 43 de la Constitución de que el Estado es
uno y de que su gobierno es unitario, despliega aquí especial virtualidad, pues lo que se está
diciendo es que las divisiones políticas y administrativas inferiores al Estado no tienen poder judicial.
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partes, y desde entonces se ha discutido sobre la naturaleza del arbitraje, es decir, sobre su
condición jurisdiccional o contractual.
A pesar de que el art. 139.1 de la Constitución se refiera a la jurisdicción arbitral, hay que
destacar que jurisdicción y arbitraje son dos manifestaciones de la heterocomposición, en la que los
conflictos se solucionan por un tercero que impone su decisión a las partes, pero que en el arbitraje
ese tercero es nombrado por las partes para decidir un conflicto determinado, que ha de ser de
aquellos sobre los que las partes tienen disposición de sus derechos subjetivos, y que la actuación
del árbitro es meramente declarativa, no ejecutiva.
El arbitraje se resuelve así en una manera de disponer de los derechos subjetivos, en la que
las partes consienten en someter su conflicto a lo que decida un tercero, que no tiene jurisdicción
como potestad estatal, aunque su decisión tiene que consistir en «decir el derecho en el caso
concreto», con lo que se produce una mezcla entre contrato como acto de disposición y
consecuencias similares a la decisión jurisdiccional, que sólo se entiende desde la libertad.
B) Monopolio judicial
Al mismo tiempo la exclusividad jurisdiccional viene a determinar a qué órganos de los del
Estado se atribuye la jurisdicción: a los juzgados y cortes, únicos que quedan investidos de esta
potestad.
Prescindiendo ahora de los tribunales especiales constitucionales, los órganos que pueden
tener jurisdicción no son ya los juzgados y cortes determinados en las leyes, sino solamente los
previstos en la Ley Orgánica del Poder Judicial. En este sentido hay que interpretar, primero, el art.
143 de la Constitución. Para el poder judicial organización existe reserva de ley, de ley orgánica y,
además, ha de tratarse de la Ley Orgánica del Poder Judicial y no de cualquier otra.
Teóricamente la exclusividad expresa algo de tal modo arraigado en la esencia del Estado
moderno, que las constituciones no podrían negarlo, pero prácticamente las negaciones han sido
constantes y en todos los países, en los que han proliferado organismos, sobre cuya naturaleza
administrativa no existían dudas, pero a los cuales se atribuyó función jurisdiccional .
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Debe tenerse en cuenta, además, la neta distinción que debe hacerse entre acusar ante el
Congreso a los altos cargos políticos de la Nación por la infracción de la Constitución y por todo
delito que comentan en el ejercicio de sus funciones y hasta cinco años después de que hayan
cesado en éstas (art. 99), lo que puede llevar a que el Congreso lo suspenda, inhabilite o destituya,
y lo que es propiamente la acusación penal que puede acabar en una condena por delito, que son
funciones del Fiscal de la Nación y de la Corte Suprema, respectivamente (art. 100).
Lo que ocurre con el poder ejecutivo es algo distinto. Naturalmente las constituciones no
llegan a decir que el poder ejecutivo tiene potestad jurisdiccional, pero consienten una serie de
potestades y privilegios que en el fondo son un ataque al monopolio judicial de la jurisdicción. Es
este el caso de la ejecutabilidad de las decisiones administrativas, incluida la recuperación de la
posesión, de la potestad sancionadora en la que la Administración actúa como juez y parte,
especialmente cuando, por un lado, se despenaliza una conducta y, por otro, se le convierte en
ilícito administrativo.
Junto a los anteriores puntos de vista positivos, la exclusividad puede entenderse también
negativamente, significando que la función jurisdiccional ha de ser la única función de los juzgados y
cortes. En este sentido no hay norma expresa en la Constitución peruana, pero el principio de
exclusividad jurisdiccional en su sentido positivo sólo tiene verdadera virtualidad si se le da, además,
este sentido negativo. Y hay que tener en cuenta que esta exclusividad negativa hay que referirla
tanto al juez de paz del más modesto de los pueblos como a la Corte Suprema, pues la función de
uno y otra es la misma, aunque sea distinta la competencia, y los principios no admiten excepciones
con base en la jerarquía.
Este aspecto negativo no puede ser tildado de superfluo, pues previene contra la usurpación
de atribuciones de otros poderes y, sobre todo, garantiza la independencia de los órganos
jurisdiccionales frente a otros poderes e impide que se atribuyan a aquéllos funciones impropias de
su naturaleza, sobre todo aquéllas que por sus implicaciones partidistas pueden contribuir a su
descrédito. En muchas ocasiones se incurre en el error de atribuir a un órgano jurisdiccional
funciones claramente de naturalezas distintas, generalmente con el argumento de que de esa
manera se garantiza mejor un derecho o una actividad de interés político, pero ello se hace siempre
a costa de la independencia judicial y del prestigio del poder judicial.
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bien por razones muy distintas como es el descargar de trabajo a esos órganos. Conviene aquí
actuar con prudencia. Hay supuestos en los que la independencia judicial sigue siendo garantía de
los derechos, mientras que existen otros en los que independencia no añade nada a esa garantía,
de modo que a la hora de realizar un nuevo reparto de competencias no deben adoptarse
posiciones maximalistas de todo o nada, sino distinguir en atención a cada caso.
El principio está hoy recogido, desde puntos de vista distintos, en dos artículos de la
Constitución española; en el art. 24.2: Todos tienen derecho al juez ordinario predeterminado por la
ley, y en el art. 117.6 con la prohibición de los tribunales de excepción. Estos dos puntos de vista
pueden enunciarse como aspectos positivo y negativo del principio. A ellos se refiere también la
Constitución peruana en el art. 139.3, primero cuando dice que ninguna persona puede ser
desviada de la jurisdicción predeterminada por la ley, y después cuando prohibe que sea juzgada
por órganos jurisdiccionales de excepción, ni por comisiones especiales creadas al efecto,
cualquiera que sea su denominación.
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SU ASPECTO POSITIVO
En este aspecto positivo hay que resaltar dos funciones del principio:
El principio del juez legal sirve, en primer lugar, para determinar cómo ha de conformarse la
organización del conjunto de órganos a los que se dota de potestad, y descendiendo en esa escala
llega a determinar la persona física que ha de conocer de un asunto concreto. Así el principio
significa:
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2.º) Establecida la competencia en virtud de una norma general no cabe alterar esa
competencia para un caso concreto (pues supondría establecer un tribunal de excepción), pero sí es
posible una alteración general de la competencia con relación a todos los procesos en curso.
Una vez que se ha iniciado un proceso no cabe ni que se desvíe “de la jurisdicción
predeterminada por la ley”, ni que sea juzgado por órgano jurisdiccional de excepción (art. 139.3 de
la Constitución), pero sí ha de ser posible que una ley posterior altere las normas de competencia
establecidas en una ley anterior, siempre que esa alteración sea general y referida a todos los
procesos en curso.
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la publicidad de los procesos (art. 139.4), han de llevar a la inmediación con las fuentes de prueba y
a la publicidad en el lugar en el que el delito se cometió.
Desde el punto de vista negativo el principio del juez predeterminado por la ley o de la,
incorrectamente llamada, jurisdicción predeterminada por la ley, supone, por un lado, la prohibición
de los tribunales de excepción y, por otro, el derecho de los ciudadanos a no ser juzgados por ellos.
Como hemos visto, doctrinalmente se ha venido entendiendo por tribunal de excepción el que se
constituye para juzgar de un caso particular, o de casos individualizados, vulnerando las normas
legales de competencia y ex post facto, con lo que supone ello de privación total del principio del
juez predeterminado. Partiendo de que el art. 139.3 de la Constitución prohibe los órganos
jurisdiccionales de excepción, importa ahora precisar qué se entiende en ella por tal expresión y cuál
es su alcance y contenido.
Con lo dicho debe haber quedado aclarado el contenido del derecho al juez predeterminado
por la ley, pero, además, hay que precisar lo que significa juez ordinario, habida cuenta de lo que
dijimos sobre tribunales ordinarios respecto del principio de unidad jurisdiccional. Este derecho
constitucional no puede suponer:
1.º) Que el juez o corte que haya de conocer de un asunto determinado tenga atribuida
competencia con carácter general y vis attractiva. Es evidente que no puede reconocerse a los
ciudadanos el derecho a no ser juzgados por un tribunal de competencia especializada o especial,
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pues en caso contrario se asistiría al contrasentido de que la Constitución permitiera establecer
tribunales de competencia especializada y al mismo tiempo la Constitución concediera a los
ciudadanos el derecho a no ser juzgados por ellos. Por reducción al absurdo hay que concluir que
juez ordinario no significa juez de competencia general y vis attractiva.
2.º) Tampoco puede suponer que el juez o corte que conozca de un caso concreto sea
ordinario en el sentido que vimos ante con relación a la unidad jurisdiccional. No pueden quedar
excluidos los tribunales especiales que la propia Constitución crea o conserva. Sería igualmente
absurdo que la Constitución creara o permitiera subsistir unos tribunales y luego hiciera inútil su
existencia al conceder a los ciudadanos el derecho a no ser juzgados por ellos. Sí quedan excluidos
los tribunales especiales no admitidos por la Constitución.
Juez ordinario equivale a juez independiente e imparcial, establecido con las garantías
constitucionales y legales, que actúa dentro de la competencia y con el procedimiento
preestablecido.
LECTURAS RECOMENDADAS:
A) Unidad
B) Exclusividad:
Con carácter general vid. MONTERO, Introducción al derecho procesal, 2ª ed., Madrid, 1979.
B) Juez legal:
Para el origen francés del principio vid. RICCI, E. F., Garanzie costituzionali del processo
civile nel diritto francesse, en Rivista di Diritto Processuale, 1968. En el derecho italiano el art. 25 de
su Constitución ha dado lugar a una copiosa bibliografía, vid. por ejemplo, ROMBOLI, II giudice
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naturale, Milano, 1981; CHIAVARIO, Processo e garanzie della persona, Milano, 1977;
PIZZORUSSO, II principio del giudice naturale nel suo aspetto di norma sostanziale, en Riv. trim. di
Dir. e Proc. Civile, 1975. En el derecho alemán vid. por ejemplo MARX, E., Der gesetzliche Richter
im sinne von art. 101 Abs. 1 satz 2 Grundgesetz, Berlín, 1969.
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CAPÍTULO 5.º
Los juzgados y tribunales y los jueces y magistrados.— Los jueces y magistrados: principios
constitucionales.— I. Imparcialidad.— II. Independencia y sumisión a la ley: A) Concepto y alcance;
B) Garantía formal.— III. Inamovilidad.— IV. Responsabilidad.—Responsabilidad del Estado-juez.
Si en los capítulos anteriores hemos estudiado la jurisdicción y los principios que la informan,
en cuanto potestad del Estado, hay que referirse ahora a los órganos a los que se atribuye esa
potestad, es decir, a los juzgados y cortes (art. 143 de la Constitución) y, más concretamente, a las
personas que dentro de ellos aparecen como titulares de la misma, esto es, a los jueces y
magistrados (art. 146).
En el inicio del Capítulo 4.º, al referirnos al principio de unidad, decíamos que teóricamente la
potestad jurisdiccional podía atribuirse a un único órgano, pero también que, dado que ello es
prácticamente imposible, era inevitable la existencia de una verdadera organización judicial
integrada por varios miles de órganos y de personas.
Los órganos jurisdiccionales, entendidos como conjunto de personas unidas por la atribución
de una función específica, que es la jurisdiccional, se conocen tradicionalmente en nuestra lengua
como juzgados y tribunales o cortes, aunque también cabe referirse a ellos como tribunales o como
tribunales de justicia.
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Dada la riqueza del idioma español es conveniente, de entrada, realizar alguna precisión
terminológica:
1.ª) Juzgado, de iudicare, es el órgano en el que la potestad jurisdiccional la tiene una única
persona, el juez, aunque junto a él existan otras varias personas que le auxilian. En el sistema
orgánico de los países hispánicos, además de unipersonal, el juzgado suele tener competencia para
la primera instancia de los procesos.
2.ª) Tribunal, de tribuna, tiene dos sentidos distintos: Por un lado puede emplearse la palabra
de modo genérico, comprendiendo a todos los órganos jurisdiccionales (así puede decirse, por
ejemplo, «los tribunales ingleses son independientes»), por otro, y ya de modo específico, alude a
los órganos jurisdiccionales colegiados, esto es, a aquellos en los que la potestad jurisdiccional la
tienen varias personas conjuntamente, a las que se llama magistrados. En este sentido se usa con
referencia, por ejemplo, al Tribunal Constitucional.
3.ª) Corte, alude también a tribunal colegiado. La palabra tiene raíces españolas, pues el rey
impartía justicia en su corte, pero en los últimos tiempos el uso de la misma proviene de los países
anglosajones, y es la utilizada en muchos países iberoamericanos para designar a los tribunales
colegiados, en los que ha desaparecido la palabra audiencia, que era el término tradicional para
designar a estos tribunales (de oír, el lugar donde se oía a quien pide justicia).
5.ª) Magistrado, con precisión terminológica alude a los titulares conjuntamente de un órgano
colegiado, los cuales no tienen potestad de manera aislada. En la terminología hispánica se les
llamó a veces también ministros, y aún se hace así por ejemplo en México respecto de los
magistrados de la Corte Suprema.
Los jueces y magistrados han tenido, tienen y deben tener unas características propias que
los distingan de todas las demás personas que están al servicio del Estado. En la Constitución hay
conciencia de ello cuando en los arts. 40 a 42 se fijan las bases del estatuto de los funcionarios
públicos y cuando en los arts. 146 y 150 a 154 se atiende al estatuto de jueces y magistrados, de
modo que uno y otro estatuto no pueden ser iguales.
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El punto de partida debe ser aquí la comprensión de las diferencias existentes entre los
estatutos de las diversas clases de personas al servicio del Estado. Esas diferencias sólo tienen
sentido en un Estado en el que se haya establecido la división de poderes.
En efecto, en una monarquía absoluta en la que todo el poder estaba concentrado en unas
manos y en la que todas las demás personas actuaban por delegación del rey, no tenía sentido
establecer diferencias de estatuto entre las personas en que se delegaba, entre otras cosas porque
la delegación podía referirse a funciones administrativas y jurisdiccionales conjuntamente. La
confusión de funciones (por ejemplo en el corregidor o en el Consejo de Castilla) llevaba a que no
existieran diferencias entre las diversas personas al servicio de la monarquía; todas eran nombradas
por el rey, quedaban sujetas a sus órdenes y podían ser destituidas discrecionalmente.
1.º) Las autoridades (o gobernantes), que son los investidos de potestad, tanto legislativa
como ejecutiva o jurisdiccional, dentro de los cuales, a su vez, han de existir estatutos distintos
atendiendo a la función que debe desempeñarse. Así el estatuto de congresista se regirá por la
Constitución (arts. 90 y siguientes) y por el reglamento del Congreso (art. 94); y en el mismo sentido
los estatutos del presidente de la República, de los vicepresidentes, de presidente del Consejo de
Ministros, de los ministros se regularán en la Constitución (arts. 110 y siguientes). En este mismo
orden de cosas el estatuto jurídico de jueces y magistrados se regula en la Constitución y en la Ley
Orgánica del Poder Judicial.
2.º) Los funcionarios, que no tienen potestad, y que lo son normalmente de las
Administraciones públicas (arts. 40 a 42) y con sus estatutos propios, pero que también pueden
serlo del Congreso y del poder judicial. A veces se les llama también trabajadores públicos.
En sentido estricto, esto es, desde la perspectiva constitucional, los jueces y magistrados no
pueden calificarse de funcionarios. Es cierto que el apoderamiento del poder judicial por el ejecutivo,
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y su conversión en administración de justicia (Capítulo 2.º), llevó a considerar a los jueces y
magistrados meros funcionarios, pero si hoy debe partirse de la concepción política del Estado que
ve en el judicial un verdadero poder esa equiparación no puede sostenerse.
Desde esta perspectiva de que los jueces y magistrados son autoridades, estando su
estatuto regulado por normas de derecho político, hay que preguntarse cuáles son las notas
específicas de ese estatuto, las que los diferencian de las demás autoridades. Si estamos a los arts.
139, 146 y 150 y siguientes esas notas son independencia, inamovilidad, responsabilidad y
sometimiento sólo al imperio de la ley, pero conviene dar contenido científico a esta enumeración.
I. IMPARCIALIDAD
1.ª) Autotutela, que se produce cuando una parte impone su solución a la otra, con lo que se
está ante el tomarse justicia por propia mano, lo que está prohibido de modo general.
2.ª) Autocomposición, cuando las dos partes en el conflicto ponen solución al mismo de
modo pactado, sin que una se imponga a la otra y sin que se acuda a un tercero que decida
coactivamente.
3.ª) Heterocomposición, en que existe un tercero, esto es, alguien que no es ni primero
(demandante, acusador) ni segundo (demandado, acusado), es decir, que no es parte, que impone
su decisión.
Ahora bien, la imparcialidad no puede suponer sólo que el titular de la potestad jurisdiccional
no sea parte, sino que ha de implicar también que su juicio ha de estar determinado sólo por el
cumplimiento correcto de la función, es decir, por la actuación del derecho objetivo en el caso
concreto, sin que circunstancia alguna ajena a esa función influya en el juicio. Adviértase, con todo,
que así como la no consideración de parte es algo objetivo, la influencia o no en el juicio de
circunstancias ajenas al cumplimiento de la función es subjetivo, de modo que no cabe constatar
objetivamente la imparcialidad o la parcialidad.
El que un juez no puede ser al mismo tiempo parte en el asunto que debe decidir es algo tan
evidente que en muchos ordenamientos jurídicos ni siquiera se llega a disponerlo de modo expreso.
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