Terrazo de Aberlardo Dc3adaz Alfaro
Terrazo de Aberlardo Dc3adaz Alfaro
Terrazo de Aberlardo Dc3adaz Alfaro
Terrazo
San Juan, Puerto Rico, 1947
telefax: 5641411
correo electrónico:
elperroylaranaediciones@gmail.com
Edición al cuidado de
Coral Pérez
Transcripción
Morella Cabrera
Corrección
Ybory Bermúdez
Coral Pérez
Diagramación
Mónica Piscitelli
Montaje de portada
Francisco Contreras
Diseño de portada
Carlos Zerpa
isbn 978-980-396-619-5
lf 40220071003138
La Colección Los ríos profundos, haciendo
homenaje a la emblemática obra del peruano
José María Arguedas, supone un viaje hacia
lo mítico, se concentra en esa fuerza mágica
que lleva al hombre a perpetuar sus historias y
dejar huella de su imaginario, compartiéndolo
con sus iguales. Detrás de toda narración está
un misterio que se nos revela y que permite
ahondar en la búsqueda de arquetipos que
definen nuestra naturaleza. Esta colección
abre su espacio a los grandes representantes
de la palabra latinoamericana y universal,
al canto que nos resume. Cada cultura es un
río navegable a través de la memoria, sus
aguas arrastran las voces que suenan como
piedras ancestrales, y vienen contando cosas,
susurrando hechos que el olvido jamás podrá
tocar. Esta colección se bifurca en dos cauces:
la serie Clásicos concentra las obras que al
pasar del tiempo se han mantenido como
íconos claros de la narrativa universal, y
Contemporáneos reúne las propuestas más
frescas, textos de escritores que apuntan hacia
visiones diferentes del mundo y que precisan
los últimos siglos desde ángulos diversos.
Fundación Editorial
elperroy larana
Prólogo 9
la de todos los técnicos y la de todos los libros, que viene del duro
contacto con la naturaleza, con el dolor familiar, con la acen-
drada paciencia, que es la riqueza del pobre. Pero sus jíbaros, que-
rido Díaz Alfaro, superan toda contingencia material y encuen-
tran afortunadamente la gran salvación de la poesía. Hablan en
un lenguaje que por su gracia viviente, por su fresca naturalidad
ya lo envidiarían muchos doctores. Expresan para mí lo entra-
10 ñablemente hispánico, mestizo, puertorriqueño, en una palabra,
que hay en Puerto Rico. (Porque bien sé que hay también en su
hermoso país —como en todos los del Caribe— algunos criollos
que se disfrazan de yanquis; que perdieron el contacto moral y la
responsabilidad con la tierra, que se extraviaron en el tumulto
de Babel, pero aquéllos ya no necesitan siquiera de literatura...
ni española ni inglesa: les bastaría con un librito de basic english
para realizar sus negocios y cumplir con las necesidades humanas
más elementales).
Si hubiera tiempo para un análisis estilístico, yo me deten-
dría en tantos hallazgos espontáneos de idioma que hay en sus
cuentos; en la síntesis metafórica con que Ud. logra en grandes
pinceladas, dar todo el color del paisaje y establecer una como
misteriosa comunicación entre los seres y los objetos. Segura-
mente algún escritor académico, que subordine la fuerza de la
expresión al muerto canon de la regla, se entretendría en contar
algunos giros incorrectos o algunas palabras que no son estricta-
mente castizas. Pero en Ud. hay mucho más que gramática: hay
un instinto creador que transforma, ennoblece y lleva hasta la
auténtica literatura (que es preciso no confundir con la retórica)
la lengua del pueblo.
Comienza Ud. una gran tarea de escritor y la comienza muy
bien. Como un prodigioso espejo están ante su vista —ante los
ojos del cuerpo y ante los que miran más: los ojos del alma— la
tierra y la gente de su Puerto Rico. No es Ud. de aquellos escritores
que artificialmente, como si resolviesen un teorema, inventan
desde el escritorio un falso conflicto y tratan de que las escenas y
las palabras correspondan mecánicamente a su construcción. Lo
que Ud. escribe ha pasado por la experiencia del artista; es vida
s Prólogo
Abel a r do Dí a z Alfa ro Terrazo
…
colección los ríos profundos
20 Bagazo
Al cubano José Luis Massó
26 El fruto
s El fruto
El boliche 31
A Pedro Núñez
mete fuerte arrastra las matas y sancocha las gavillas. En los ran-
chones hay que cocerlo, guindarlo, rociarlo y mil cosas más. Y hay
que pasarse las noches en vela cuidando de la temperatura para
que no se sancoche. ¡Y con lo que le paga el ingrato a uno! Aquí
los que más ganan son los menos que trabajan.
—Mire, y dispués de tanto trabajo, si se logra, no tiene mer-
cado seguro. Tienen que dil a regalarlo. Las compañías refaccio-
32 naoras se combinan para fijarnos precios de compra, y usté ta cogío
por el cuello. Y de no, tiene que dil donde el acaparador, y usté sabe
que nadie acapara pa perder. Y to son mermas para el que lo cosecha
y to ganancias para el que lo recibe. No se trabaja pa ganar.
—Se trabaja para vivir —dije yo con ingenuidad.
—Pa mal vivir —aclaró el viejo acertadamente.
Nada contesté; que de cosas del mal vivir sabía mucho,
muchísimo más que yo.
—Treinta años en este tajo, cosecho tras cosecho; estas
canas que usté ve, aquí me han salío, y en pago sólo tengo la finca
hipotecá. Ésta es la última carta que me juego. Si no logro un
desquite, me tendré que dil al pueblo a vivir de la caridá. Amigo,
lo más malo del tabaco es el boliche, que sólo sirve para la fuma.
Boliche, tabaco que no llega a ser pie, medio ni corona. Boliche,
ésa es la vida del tabacalero. Y se alejó por el trillo hasta perderse
en la neblina del semillero.
Y musité dolorosamente: —Boliche, tabaco malo; boliche,
tabaco que no llega a ser capa.
Un lampo rojizo como de incendio sobre los cerros anunció
la muerte de un día.
El cosechero de tabaco vive eternamente soñando un des-
quite. Como el jugador de azar que espera en una última carta
recuperar todo lo perdido, y pierde aún lo que le queda. Así el
pequeño tabacalero, buscando un desquite, que a veces nunca
llega, pierde su finca y el pan de los hijos.
Por fin, llegó “el norte”. Las lágrimas del cielo mojaron los
labios secos de la tierra todoparidora. Las lluvias cayeron sobre
los surcos abiertos e hicieron pesadas las veredas. Cayeron las llu-
vias mojando la esperanza de los hombres del tabacal.
s El boliche
Abel a r do Dí a z Alfa ro Terrazo
s El boliche
El cuento del baquiné 35
40 El gesto de la abuela
s El gesto de la abuela
Abel a r do Dí a z Alfa ro Terrazo
44 El pitirre (guatibirí)
46 El entierrito
Trasplante y desplante
—Bien.
—Que Fonso me dejó ayudándole en la cosía e tabaco, pues
tuvo que dil al pueblo a un encargo.
—Y a Emérito le estaban dando unos mareos por falta de
sangre. Y sabía que en casa de Tellito a veces se quedaban sin
comer. Y que en casa de Olique lo que se hacía era un almuerzo-
comía. Y que el Chunguita tenía que cruzar unos cuantos cerros
68 y unas cuantas quebradas crecidas para llegar a la escuela y se
venía sin el puya.
En mala hora recibe una convocatoria para una reu-
nión de maestros rurales en el distante pueblo. Un especialista
iba a disertar sobre gimnasia y deportes. —Otro aguaje más,
—se dijo. Pero, ungido de santa resignación, se puso el una vez
negro dominguero, la chalina punzó, y en una yegüita llena de
“mataúras” de paso lento y trotón se encaminó para el pueblo.
Lo mismo de siempre. Los maestros de nuevo cuño sentados
en los primeros asientos. Los maestros de viejo cuño en los pos-
treros. Y Peyo se dirigió a la parte trasera del salón. Ya muy cerca
de Sancho Cruz, viejo maestro de una guinda lindante, le pre-
guntó con malicia:
—¿Qué vaina se traerán hoy?
Muy orondo el supervisor hizo la presentación del
especialista. Una autoridad en la materia, cuyas palabras
deberían ser consideradas como lo último e indiscutible.
—Cábeme, pues, el inmenso e inmerecido honor de pre-
sentaros a una de las figuras más prestigiosas del magisterio, Mr.
Juan Gymns.
Y se adelantó un señor grueso, vestido de blanco y de porte
elegante.
Y se remontó a Grecia, a las Olimpiadas. Y comentó el
mens sana in corpore sano, y habló de Roma y hasta de Espar-
taco como gladiador. Y Sancho Cruz empezó a adormilarse.
Los maestros más jóvenes con rapidez y nerviosamente tomaban
notas. Y prosiguió hablando de gimnasia sueca, de calistenia, de
jiu-jitsu, de folk dances, de physical exercises. Y Peyo se distrajo,
aturdido por las palabras del especialista. Y empezó a divagar, y
s Tres historias de Peyo Mercé: Trasplante y desplante
Abel a r do Dí a z Alfa ro Terrazo
74
Tras el comentado episodio de la introducción de Santa
Claus en La Cuchilla se recrudeció la animosidad prevaleciente
entre Peyo Mercé y el supervisor Rogelio Escalera. Este, mediante
carta virulenta y en términos drásticos, ordenaba al viejo maestro
que redoblase sus esfuerzos y enseñase a todo trance inglés: “so
pena de tener que apelar a recursos nada gratos para él; pero salu-
dables para la buena marcha de la educación progresista”. Ese
obligado final de las cartas del supervisor se lo tenía bien sabido,
y con un mohín de desprecio tiró a un lado la infausta misiva. Lo
inusitado del caso era que con ella le llegaban también unos libros
extraños de portadas enlucidas y paisajes a colorines, donde mos-
traban sus rostros unos niños bien comidos y mejor vestidos.
Peyo agarró uno de los libros. En letras negras leíase: Primer.
Meditó un rato y rascándose la oreja masculló: —Primer, eso
debe derivarse de primero y por ende con ese libro debo iniciar
mi nuevo vía crucis. Otra jeringa más. ¡Y que Peyo Mercé ense-
ñando inglés en inglés! Quiera que no voy a tener que adaptarme;
en ello me van las habichuelas. Será estilo Cuchilla. Si yo no lo
masco bien, cómo lo voy a hacer digerir a mis discípulos? Míster
Escalera quiere inglés, y lo tendrá del que guste. Y hojeó rápida-
mente las olorosas páginas del recién editado libro.
De las reflexiones lo fue sacando la algarabía de los niños
campesinos que penetraban en el vetusto salón. Los mamelucos
de tirillas manchosas de plátano, las melenas lacias y tostadas,
los piececitos apelotonados del rojo barro de los trillos y en las
caras marchitas el brillo tenue de los ojos de hambre.
La indignación que le produjera la carta del supervisor, se
fue disipando a medida que se llenaba el salón de aquellos sus
s Tres historias de Peyo Mercé: Peyo Mercé enseña inglés
Abel a r do Dí a z Alfa ro Terrazo
hijos. Los quería por ser de su misma laya y porque les presentía
un destino oscuro como noche de cerrazón. —Buenos días, don
Peyo, —proferían y con ligera inclinación de cabeza se adelan-
taban hacia sus bancos-mesas. A Peyo no le gustaba que le lla-
maran míster: —Yo he sido batatero de la Cuchilla, y a honra lo
llevo. Eso de míster me sabe a kresto, a chuingo y otras guazabe-
rías que ahora nos venden. Estoy manchao del plátano y tengo la
vuelta del matojo. 75
Se asomó a la mal recortada ventanita en el rústico tabique
como para cobrar aliento. Sobre el verde plomizo de los cerros
veteados de cimbreantes tabacales, unas nubes blancas hin-
chaban sus velas luminosas de sol. En la llamarada roja de unos
bucayos los mozambiques quemaban sus alas negras. Y sintió que
le invadía un desgano, una flojedad de ánimo, que le impelía más
bien a encauzar su clase al estudio de la tierra, la tierra fecunda que
frutecía en reguero de luces, en coágulo de rubíes. Le era penoso el
retornar a la labor cotidiana, en pleno día soleado. Y doloroso el
tener que enseñar una cosa tan árida como un inglés de Primer.
Con pasos lentos se dirigió al frente del salón. En los labios
partidos se insinuaba la risa precursora del desplante. Un pensa-
miento amargo borró la risa y surcó la frente de arrugas. Hojeó
de nuevo el intruso libro. No encontraba en él nada que desper-
tara los intereses de sus discípulos, nada que se adaptara al medio
ambiente. Con júbilo descubrió una lámina donde un crestado
gallo lucía su frondoso rabo. El orondo gallo enfilaba sus largas y
curvas espuelas en las cuales muy bien podía dormir su noche un
isabelino. “Ya está; mis muchachos tendrán hoy gallo en inglés”.
Y un poco más animado se decidió a enfrentarse serenamente a
su clase: —Well, children, wi are goin to talk in inglis tuday.
Y mientras estas palabras, salpicadas de hipos sofocantes
salían de su boca, paseaba la mirada arisca sobre los rostros ató-
nitos de los niños. Y como para que no se le fuera la “rachita”
inquirió con voz atiplada: —¿Underestán?
El silencio absoluto fue la respuesta a su interrogación.
Y a Peyo le dieron ganas de reprender a la clase, ¿pero cómo
se iba a arreglar para hacerlo en inglés? Y volvió a asomarse a la
colección los ríos profundos
Caracas, Venezuela