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El Brasil de Los Sueños

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EL BRAZIL DE LOS SUEÑOS

Emilia se rebeló con las guerras y las otras formas de crueldad de los seres
humanos. Había encontrado una pequeñísima esperanza en ese nuevo germen que acababa
de parir su ilustre madre; había encontrado belleza y admiración en ese niñito que salía
aceitoso de la vagina de la mamá, y sintió un amor ambiental tan denso que no se atrevió a
volver a creer nunca más en la violencia, tenía que construirle ese mundo de deleites
pacíficos que le causaba su nuevo hermano a éste mismo cuando creciera, esa sería su
gratificación. “Emilia es filósofa”, pensó el vizconde “Sin embargo ignora la vida, y vive
fantasía, esperemos entonces que se logre conformar con alguna paz mental cuando venga
el dolor”.
Ahora Emilia tenía un hermano, lo tenía entre sus brazos, pesaba unos cuantos
kilitos nada más, veía su rostro, sus facciones eyaculadas por el mismo Dios, sus ojos
curiosos dentro de un nuevo mundo naciente, una nueva constelación de ideas para el reino.
Emilia siempre fue grande admiradora de las detalladas y muy bien descriptivas novelas de
guerreros, de conquista inescrupulosa, pequeña extasiada ante los gráficos cuadros de
cesares impuestos, maravillada por las grandes obras de ángeles triunfantes sobre demonios
envueltos en linfa rojiza; admiraba la guerra de Esparta y la del Peloponeso, la sangre su
pasión; su hermano exhalaba leves gemiditos y eso la devolvía a la realidad, a palpar
mutuamente las carnes casi al desnudo; era idéntico a ella, no se parecía ni a su padre ni a
su madre pero en su rostro estaba casi como marcado con una cuchilla que era el hermano
de Emilia ¡Y que se arrodillen los miserables y pordioseros! ¡Que se arrodille la gentucha
promiscua del reino, porque había nacido el hermano de Emilia! y el vizconde entre
lágrimas sólo podía quedar perplejo ante la sacra y purísima unión entre dos hermanos
reales, que, aunque no hubiesen tenido nada que ver con la realeza, formaban la figura más
real de todas en una silueta de híbrido que contrastaba con la luz que entraba de las talladas
ventanas.
No más vísceras rojas y moradas, no más ciudades achicharradas por los crespos de
la candela, no más discursos fúnebres para Emilia, no más exequias ni demás prosas
laudases, el artista trágico dentro de ella acababa de morir; había mandado a la mierda toda
la enseñanza de su tutor, el vizconde, pero se había dado cuenta que eso de la enseñanza era
nada comparado con la belleza que podía encontrar en un nuevo mundo que podía explorar
junto a su hermano nuevo.
Ahora nos remontamos por la ascendencia real, y llegamos al padre de Emilia,
profano bribón, inmortalizado empalador: el impecable Rey de Anombia, que como todo
buen líder, conserva su fuerte carácter agresor; y no toca dar una descripción detallada de
sus muchos rasgos para concluir que era un tipo inteligente, arcaico e imponente, y si un
pueblo entero, casi una cultura, había estado a sus pies durante toda una generación, era
obvio que no se aguantaría una humillación tan directa como la traición de su esposa, y más
con un personaje tan mamonzuelo como el tutor de su hija ¡el vizconde!, su padre lo había
advertido, bien le había dicho que a las damas, por más que se les quisiera no se les podía
dar libertad alguna, o situaciones tan descaradas como esas se podían presentar. Ahora su
mujer de toda la vida acababa de dar a luz a un cabrón que no era hijo suyo, que sólo
emanaba fraude por cada uno de sus poros, y entre todo el licor consumido, el santo Rey
pensó que no podía traer un hijo-de-puta a hacer el oficio de bastardo a éste mundo, y entre
tropezones y refunfuñeos se dirigió furioso a la habitación real. Al entrar se encontró de
frente con los rostros manchados de culpa y de babazas genitales, quienes no fueron
capaces de mirar al Rey a los ojos. Y entre toda la cólera acumulada durante un largo
periodo de tiempo ordenó al instante encerrar a todas las personas en la habitación, a
excepción de su esposa, a quién se encargaría de colgar él mismo en la plaza pública
después de bañar sus pechos en aceite hirviendo y deformar su rostro por los tantos
golpes… y al bastardo del vizconde lo decapitaría Emilia con sus manos propias ¡él le iba a
enseñar lo que le pasaba a las hembras que no eran capaces de serle fiel a su marido! Esa
deslealtad no podría ser aceptada por un rey… -un momento- pensó -¡Emilia!- La pequeña
perrita estaba llorando en la esquina de la habitación con la criatura entre sus brazos, como
protegiendo al cabrón, y como un impulso inevitable, el Rey gritó la primera orden del día:
- ¡Arrójalo al suelo! ... ¡Arroja al bastardo ahora mismo!
- ¡No lo haré!- gritaba Emilia llorando, sin tener un mínimo ideal de lo que estaba
pasando.
- Te estoy ordenando que arrojes ese malnacido al suelo, y si no lo haces te enseñaré
a hacerlo.
Y Emilia en un afán al que nunca antes había estado sometida, vio el cuerpo de su
padre abalanzarse sobre ella y posteriormente sintió los fuertes puñetones en los pómulos y
en las orejas, trató de responder con algunas débiles patadas -las cuáles fracasaron-, pero
una cosa era clara, no soltaría, ni permitiría que el gran-cabrón de su padre le hiciera algo a
su hermano nuevo, ahora ese era su cachorro y hubiera entregado la vida por él, así que
peleó y peleó, pero la fuerza física no estaba a su favor; por eso le dolió tanto, y sintió la
puñalada de la vida directo en el corazón, cuando se le resbaló el hermanito, y en eso el
real-padre, gran todo poderoso, tomó provecho y pudo acabar con la vida de ese germen
defectuoso a base de fuertes pisadas en la cabeza contra el roco superficial. No se escuchó
más llanto; había muerto Tucídides.

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