Orden de Invasión - A. Rolcest
Orden de Invasión - A. Rolcest
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Orden de Invasión
Bolsilibros: Servicio Secreto - 81
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Título original: Orden de Invasión
A. Rolcest, 1952
EL «CASCARRABIAS MIKE»
***
Lo que manifestó uno de los que componían los squads era cierto. A eso
de las tres de la madrugada —más exactamente a las dos cincuenta y cuatro
minutos— se aproximó a la costa el ruido de un motor que parecía
atragantado por el esfuerzo que realizaba. Después, se produjo un estallido
y surgió una llamarada. Soplaba un viento fuerte y las llamas se doblaron,
se esparcieron, y pronto quedaron extinguidas. Des altas cuestas apenas
dejaron ver el resplandor por el lado de tierra.
Antes de caer, el aparato se había internado, trazó un círculo completo y
enfiló de nuevo el mar. Éste fue el momento en que su tripulante. Aleck
Dean, se lanzó al espacio. Hallándose aun en el aire, vio estallar el aparato.
Le dirigió una sonrisa de conmovida despedida. El viejo «Spitfire» había
sido un fiel compañero hasta el último momento. Gruñón, carraspeante,
ninguna vez dejó de dar de sí lo que se le pidió. El «Cascarrabias Mike» —
así llamaba Aleck al viejo «Spitfire»— no vaciló en enfrentarse con la
flamante «Luftwaffe» en Dunkerque. Luego, infinidad de veces había salido
a escupir a los «Messerschmitts» y «Junkers» que osaban cruzar la raya del
Canal. Esta noche, la última noche del «Cascarrabias Mike», se había
lanzado tras un bombardero hasta cerca de Calais. Allí «Mike» fue
alcanzado en sus gastados pulmones. Bueno, la cosa había terminado. Pero
aún tuvo el consuelo de ver al bombardero caer envuelto en llamas.
Aleck Dean hubiera podido seguir rumbo a Francia, y dejarse caer en la
retaguardia enemiga. Le pillaba mucho más cerca que la cosía británica.
Pero al ir a tocar los mandos, el «Cascarrabias Mike» pareció rebelarse. Por
primera vez en su vida, salía de sus carraspeos para pasar a mayores. Se
inclinó de un ala, luego se abocó, como si fuera a entrar en barrena y, de
pronto, quedó horizontal, mirando hacia la costa inglesa.
—Bien, «Mike», no te enfades. Intentaremos volver a casa.
Lo consiguieron. El «Spitfire» tuvo el aliento justo para meterse en «La
Esquina del Diablo». Una vez internado en tierra, comenzó a dar sacudidas,
como queriendo desprenderse de su carga.
—¡Adiós, mi buen amigo!
Saltó del aparato, y le pareció que «Mike» lanzaba entonces un resuello
de satisfacción. Faltándole un centenar de metros para llegar a tierra, vio la
explosión.
Enseguida, el viento y las rocas la ocultaron la mancha de luz.
El choque contra el suelo fue tan violento, que durante unos minutos
permaneció aturdido. Afortunadamente, el paracaídas se había deshinchado
al enredarse en unas matas, evitándole el peligro de ser arrastrado.
Una vez se hubo soltado de las cintas que le unían al paracaídas, intentó
ponerse de pie. Al apoyar las manos en el suelo fue cuando percibió un
fuerte dolor en el hombro izquierdo. A punto estuvo de lanzar un quejido.
Descorrió un poco la cremallera que le cerraba el uniforme, introdujo por la
abertura la mano derecha y se frotó el dolorido hombro. Luego,
maquinalmente, casi por instinto, se puso a desenredar el paracaídas y a
plegarlo, fue entonces, al levantar por casualidad la cabeza, cuando
distinguió en lo alto una leve mancha, cada vez más grande, que se
precipitaba al suelo.
Era un paracaídas abierto. Apenas lo hubo reconocido, distinguió otro
más cerca, y más pequeño. El detalle de que no se hubiese oído ningún
motor, provocó en Aleck una actitud de recelo. En dos manotazos apelotonó
su paracaídas y lo ocultó bajo las matas. Pegado a ellas, permaneció a la
expectativa.
El viento arrastraba grandes nubes y muy de tarde en tarde una se
deshilachaba y dejaba entrever una luna abollada. Hacía unos momentos
que la obscuridad le había hecho perder la visión del paracaídas más
grande. Acaso no era sólo la falta de luz, sino también que el viento lo había
desviado del punto en que se encontraba Aleck. Al paracaídas pequeño sí
pudo seguirlo, hasta el momento en que su péndulo tocó el suelo.
Aleck Dean no se movió de su sitio, Con la pistola ametralladora a
punto, aguardó a que los hechos fuesen confirmando lo que ya suponía
como cosa segura. Aquello era un ardid del enemigo. Se habían lanzado Ge
algún aparato que volaba con los motores parados.
La carga del pequeño paracaídas era un paquete. A los pocos momentos
de hallarse posado en el suelo, se encendió una luz. Aleck sabía que tras un
breve tiempo, aquella luz se extinguiría, pero lo mismo que servía para
orientar a quien iba destinado el paquete, concentraba la atención de los
contrarios, y en este caso, la vigilancia de Aleck. No tenía necesidad de
moverse del sitio en que se hallaba. Aquella luz serviría de cebo para que la
«pesca» se pusiese al alcance de su pistola.
¿Serían muchos los que descendían? ¿Qué misión llevarían? Aleck
Dean se estaba haciendo estas preguntas cuando oyó un crujir de ramas. A
muy pocos pasos de donde él se hallaba, vio la silueta de un hombre que
avanzaba agazapándose, pistola en mano. Tan cerca llegó a tenerle, que casi
pudo concretar sus facciones. Pero lo que más atrajo su atención era su
uniforme de piloto inglés. De esto se dio cuenta en el momento en que se
disponía a apretar el gatillo. ¿Y si se equivocaba? Sabía que muchas veces
el ejército planeaba simulacros de invasión, para avivar la atención de los
squads. Un sistema arriesgado, pero necesario en aquellas criticas
circunstancias.
En el último segundo, Aleck decidió no disparar. De todos modos, si
efectivamente se trataba del enemigo, nada perdía con esperar, y si le era
posible, averiguar qué clase de golpe de mano se proponían.
Apenas el desconocido llegó a donde estaba el paquete, apagó la luz.
Aleck respiró. Hasta este momento había estado maldiciendo la ineficaz
vigilancia de los squads. Sin que al parecer nadie se diera cuenta, había
destendido Aleck, el desconocido… ¿y cuántos más?
Ahora temía que las patrullas les hubieran descubierto. Su intervención
impediría que Dean pudiese ver el propósito de aquel individuo. En tanto le
fuese posible, pensaba dejar al otro hacer, sin que notase su presencia.
El desconocido se había inclinado sobre el paquete. Adivinó, más que
vio, cómo quitaba el paracaídas y lo enterraba. Luego, el paquete que
seguramente era una mochila, se lo enfiló por los brazos dejándolo
descansar sobre la espalda. Momentos después, ya erguido del todo, echó a
andar en la dirección en que se encontraba Aleck. Antes de llegar a donde
estaba él, desvió sus pasos hacia la izquierda, tierra adentro. Iba ya sin
tomar precauciones, como si todo peligro hubiese desaparecido, o como si
las circunstancias hubiesen cambiado de forma que la mejor manera de
asegurarse fuera mantener una actitud tranquila.
Aleck Dean dejó que el desconocido se alejase. Y cuando lo creyó
conveniente, echó detrás. Apenas dio unos pasos, se dio cuenta de la
paradoja: resultaba que él, en su propia tierra, tenía que ir agazapándose tras
de un individuo que seguramente atravesaba zona enemiga.
***
EL ESPEJO ROTO
LA FAZ AMARILLENTA
Sólo deshizo una maleta. ¿Para qué más? De un momento a otro podían
venir con el aviso de marcha.
Sussy le había destinado aquel apartado cuarto, con su ancha ventana
abierta sobre sucios tejados y la nebulosa lámina del Támesis. Sin
desnudarse, se había echado sobre la pequeña cama y enseguida se había
dormido.
Debió de pasar mucho tiempo. La laxitud de sus miembros había
desaparecido cuando oyó unos golpecitos en la puerta.
—¡Gladis!
Era Sussy quien llamaba.
—¡Empuja! Está abierta —contestó la joven, al tiempo que se
incorporaba.
La puerta se abrió, y la Sussy que Gladys vio ante sí, parecía totalmente
distinta a la que dejó. Perfectamente maquillada, desaparecidas aquellas
huellas de cansancio, envuelto el cuerpo por aquel elegante vestido, Gladys
no pudo menos que exclamar:
—¡Oh, Sussy!…
—¿Qué te ocurre?
La muchacha empezó a reír:
—Me has sorprendido… Soy muy torne para ver las cualidades de los
demás, y antes no me había dado cuenta de lo hermosa que eres.
Sussy hizo una sonrisa triste:
—Vamos, pequeña. No te burles… Lo mío todo son «potingues». Y
antes de que se me olvide: La puerta tiene un fuerte pasador. Siempre que te
metas aquí, córrelo.
Gladys la miró sorprendida.
—¿Por qué?
—No debes confiar tanto en tu jiu-jitsu —advirtió escuetamente.
Dejó una pausa intencionada. Recostándose sobre la vieja cómoda, se
cruzó de brazos y se quedó mirando a la joven, que había quedado sentada
al borde de la cama, la negrísima melena en desorden y en su cara juvenil,
esa expresión tranquila de niño sano que sale de un limpio sueño.
Sussy dirigió la vista a una de las maletas, la más grande, que todavía
permanecía cerrada.
—Supongo que traerás más ropa que la que llevas encima… ¿Por qué
no te pones otro vestido? Con ese chaquetón pareces un militar…
—Si ya casi lo somos —repuso Gladys.
—Pero las horas que nos queden de permanecer en Londres, debemos
aprovecharlas. ¿No le apetece dar un paseo por la ciudad?
—¡Uf! ¡Ni hablar! Londres me apabulla.
Apoyó los codos sobre las rodillas, metió la cabeza entre ambas manos
y se quedó mirando al suelo, pensativa.
—Escucha, pequeña —dijo Sussy, tras un silencio, y con voz distinta a
la de antes—. Me encuentro en una verdadera confusión… No quisiera que
nuestra amistad empezara teniendo ya la molestia de una intromisión en
asuntos que sólo la propia interesada debe resolver.
Hace cuestión de media hora, alguien ha venido a esta casa… Un
hombre, que ha preguntado por ti…
—¿Quién? —preguntó Gladys, sin levantar la cabeza.
—Espera… Es una persona muy tratable, y Will y yo la hemos hecho
pasar. Le hemos —dicho que descansabas y entonces él nos ha pedido
permiso para esperar. Naturalmente, se lo hemos concedido. Es muy
simpático, y hemos estado hablando, de cosas, de ti, de él…
Gladys levantó lentamente la cabeza.
—Dime quién es.
—Aleck.
La muchacha dio un salto, como si de repente se hubiese sentido
azotada:
—¿Quéee?
Con gesto estupefacto, avanzó unos pasos hacia la puerta. Enseguida
retrocedió:
—Pero ¿cómo ha averiguado que estoy aquí?
—Tus padres le han escrito que te encontrabas en Londres, como
voluntaria. Él ha ido a la Bolsa del Trabajo… Nos ha mostrado varias
cartas. Parece que tus padres le quieren. También hemos visto el telegrama,
cursado anoche…
Gladys había fruncido el ceño, como si a su frente hubiesen acudido
varias ideas en punta y le estuviesen molestando.
—¡Insoportable Aleck!… ¡Qué tenacidad más horrible!…
—Vamos, pequeña. Sin que esto sea meterme en tus asuntos, ese
joven…
—¡No digas nada! ¡Tú no le conoces! Es de los que martillean un día, y
otro, y un año, y miles de años, sin dejar vivir a nadie a su alrededor hasta
conseguir partir la montaña. De pequeño se empeñó en pescar sin cebo ni
anzuelo peces imposibles de coger de otra forma, y lo consiguió. Ni sus
padres, ni los míos… ni yo quisimos que fuera aviador, y él lo fue… ¿Sabes
lo que es un monstruo con cara de niño? ¡Eso es Aleck!
—Esto ya es normal —murmuró Sussy, sin darse cuenta de que un
comentario que hacía para sí lo emitía en alta voz.
—¿Qué es normal? ¿Que Aleck sea un monstruo? —No… Me refería a
otra cosa… Al control sobre tus reacciones. No es tan sereno como me
hiciste creer al principio.
—¡Sussy! ¡No me desesperes! —exclamó, en un arranque de nervios. Y
en una transición rápida, agregó, magníficamente seria—: Tú no entiendes
de estas cosas…
—Oh, desde luego, pequeña —sonrió Sussy, sintiéndose cada vez más
ligada a aquella absurda criatura—. Vamos a suponer que yo salgo y le
saludo… como si se tratara de un conocido cualquiera…
—Exactamente. Un conocido cualquiera, que además es tu paisano… y
amigo de la infancia…
—Admitido…
—Y que aprovechando tu estancia en la capital, viene a verte, y a
ofrecérsete como acompañante durante los días que dure su permiso…
—Y de paso volver a la carga sobre cosas que yo no tengo ningún deseo
de oír… ¿Por qué no nos llegará la orden de marcha?
Sussy se mordió los labios. Se guardaría muy bien de decir lo que Aleck
les había manifestado, a ella y a Will Levitt: que tenía influencia en la Bolsa
de Trabajo, y podría retrasar la orden de salida. Esta noticia Levitt la acogió
con gran interés:
—¡Hágalo usted! —pidió, casi dando una orden—. Retenga también a
Sussy… De lo contrario, también a mí me estropearán el permiso…
Aleck asintió, exigiendo el más absoluto silencio. Esa intromisión en los
asuntos de Gladys, sería una cosa que ella nunca lo perdonaría.
—El aviso de marcha, dudo ya que venga hoy —dijo Sussy seriamente,
temiendo que la joven pudiese entrever la verdad—. Arréglale un poco,
hazme caso, y demuéstrale tu serenidad… Te esperarnos.
Sin decir más, Sussy salió del cuarto. Unos diez minutos después lo
hacía Gladys. Efectivamente, había cambiado de vestido. Y su cabeza de
chiquillo revoltoso, se hallaba perfectamente peinada. Resplandecían sus
ojos con un brillo de burla o de desafío.
Fue acercándose lentamente a donde estaba el grupo, mirándoles con
detenimiento, como si fuera la primera vez que viera a los tres que allí
había. Sin embargo, en ningún momento miró a Aleck al rostro.
Cuando éste le tendió la mano, y preguntó, a modo de saludo:
—¿Qué tal, pequeño erizo?
Ella contestó:
—Hola, cabeza dura…
Enseguida, Aleck Dean volvió a sentarse, y, siempre dirigiéndose a
Levitt y a Sussy, reanudó la narración que había interrumpido al aparecer
Gladys. Hablaba de la situación en Egipto. Acababa de llegar de allá, y
parecía muy bien informado. Levitt le escuchaba con verdadero interés.
—De pronto, Gladys exclamó:
—¡Aleck! ¿Qué significa eso?
—¿El qué?
—¡Tu uniforme!
Dean se miró de arriba abajo, temiendo hallarse manchado de alquitrán.
Pero su flamante uniforme de oficial no podía encontrarse en situación más
impecable.
—No comprendo.
Gladys se había levantado:
—¡Sí! ¡Tu uniforme!… ¡No es de aviador!
—Naturalmente —contestó Aleck, con toda tranquilidad.
Y volvió a reanudar el tema interrumpido. Gladys se sentó de nuevo,
pero ni un momento apartaba los ojos de él. A cada instante se revolvía,
como si aquel asiento no fuese cómodo.
—Quien no comprende soy yo —manifestó, con voz irritada.
Aleck, siempre tranquilo y casi indiferente, la miró:
—¿Qué es lo que no comprendes?
—Que no vistas como aviador.
—Pues es bien sencillo: No lo hago porque el Reglamento me lo
impide. Pertenezco al Ejército de tierra.
—¿Desde cuándo?
—Desde que estalló la guerra… Te lo comuniqué por carta.
—Pero yo no he leído ninguna…
—Entonces, no es culpa mía.
Y otra vez se volvió a Sussy y Levitt, dispuesto a continuar, pero la
muchacha no le dejó:
—¿Quieres guardarte tus sabihondos planes para otra ocasión? ¡Como
que irás a resultamos ahora el estratega número uno!
—Señorita: Lo que su amigo dice es muy interesante —intervino Levitt.
—¡Oh, sí! ¡Mucho! Aleck es muy ameno… Pero no creo que hayas
atravesado Londres para venir a hablarnos de Egipto, y de tus planes
napoleónicos…
Dean la miró, sonriendo:
—Pequeño erizo: ¿De qué quieres que hablemos?
—Quiero que me expliques por qué te apartaste de la Aviación… ¿Es
que te echaron?
—Me fui yo.
—¿Y por qué?
—Por imposibilidad… «Moral».
—Miedo, ¿eh?
Aleck asintió. Hubo un silencio largo. Los tres miraban a Dean, en
espera de que éste ampliara su afirmación. Pero Aleck consideraba haberse
justificado lo suficiente, con sólo decir: «Sí».
Will Levitt sonreía, y esto acabó de crispar a Gladys. La actitud poco
airosa que había adoptado Aleck, le resultaba insoportable.
—¡Imposible! ¡No te creo! Sé que tienes la cabeza dura… pero no
tienes miedo a nada. Te he visto en Inverness entrar en la casa de Welles,
cuando las llamas ya nos habían echado a todos para atrás. Apareciste con
el cachorrillo que Welles me tenía destinado de su perra lobo. Lo sacaste ya
muerto, pero en aquel momento… Ahora no tengo inconveniente en
decirlo: En aquel momento te hubiera besado.
—Haberlo hecho.
—Se te llevaron enseguida, para curarte.
—Haberlo hecho después.
—No… Después, ya no era lo mismo. El momento había pasado.
Se volvió, irritada, a mirar a Levitt, quien no abandonaba su exasperante
sonrisa.
—¿Quiere usted saber lo que en otra ocasión fue capaz de hacer Aleck?
—Todo lo que a nuestro amigo se refiera me interesa —contestó Will,
con un matiz de voz que hizo que Dean le mirase fijamente.
—Déjate de tonterías, Gladys —cortó Aleck, algo molesto.
—¿Tonterías? Quiero demostrarles el absurdo que has dicho al decir que
tienes miedo… Aunque sí, tienes miedo… porque no tienes el valor de
decir claramente, delante de todos, por qué te apartaste de la Aviación.
—Puesto que tú me obligas…, no tengo inconveniente en manifestar
delante de todos que dejó de ser aviador porque tú no querías que lo fuera.
¿Estás satisfecha?
—¡Sí! ¡Mucho! —Y el precioso brillo encendido en sus ojos fue como
un látigo de sol que de repente empezase ti restallar su triunfo sobre las
cabezas de los demás—. Luego, mirando a Dean, entornó los párpados, para
apresar mejor la imagen de su amigo.
—Aleck: Yo tampoco tengo inconveniente en confesar, delante de
todos… que en este momento deseo besarte.
—Me parece muy bien —respondió Dean, sin inmutarse—. Puedes
hacerlo… ¿O eres tú la que, en realidad, tiene miedo?
Por toda contestación, Gladys dio unos pasos hasta situarse junto a
Aleck. Luego se inclinó, y cogiéndole la cabeza por ambos lados, buscó con
su boca la boca de él…
***
EN EL CERCO
SUSSY SE ENTREGA
Durante, unos días, Aleck apenas si tuvo ocasión de ver a Gladys. Las dos
veces que se encontró con ella fue precisamente en uno de los
departamentos del «Intelligence Service», donde Sussy permanecía en
calidad de detenida. Dean había conseguido para la joven O’Connor toda
clase de consideraciones, pero eso no impedía que su situación continuase
siendo comprometida.
El servicio de contraespionaje inglés es ducho en utilizar agentes
«dobles», esto es, emplear contra el enemigo sus propios agentes. Esto es lo
que en un principio se creyó fácil hacer con Sussy.
Al primer momento, Aleck aconsejó a la muchacha en este sentido. Lo
hizo de buena fe, más por el deseo de ayudarla que por sacar provecho de
su colaboración. Pero pasados los primeros instantes, Sussy adaptó una
actitud tan cerrada, que todos los proyectos se vinieron abajo. No sólo se
segaba a colaborar, sino a hacer más confidencias.
—La causa nazi no me importa lo más mínimo —declaró, fríamente—.
Por ello les he entregado el código secreto. Pero no me pidan que ahora
«trabaje» para ustedes. Me sentiría doblemente abyecta.
—Esa elegancia moral desentona un poco en un espía —comentó uno
de los oficiales que intervenían en el interrogatorio.
—¡Guárdese los comentarios! —cortó secamente el coronel que llevaba
la dirección del asunto, un hombre de bastante edad y ojos bondadosos—.
Señorita O’Connor, ¿cómo teniendo esos escrúpulos se prestó usted a servir
una causa hostil al país en el cual reside casi toda la vida?
—Mi vida no ha sido todo lo regular que yo hubiera querido —confesó,
sinceramente, la joven—. Cuando me di cuenta, ya me hallaba demasiado
hundida. Quise retroceder, pero no pude. Mi huida era la perdición de otros.
Únicamente cuando apresaron ustedes las dos emisoras, vimos alguna
posibilidad de escapar. Yo pedí trabajo como voluntaria. Otros hicieron lo
mismo. Queríamos desaparecer, sin dejar huella. La llegada de Will lo
impidió. Pero el que yo haya impedido que Will sacrificase a una inocente
muchacha no es motivo para que yo ahora perjudique a otros desgraciados
como yo, que la única posibilidad que tienen de escapar es que yo no les
traicione.
—Está bien —dijo el coronel—. Posiblemente no será necesario que
usted denuncie, a sus compañeros, una cosa sí interesa que nos aclare: lo
ocurrido con el teniente Lund.
—Nada más puedo decirle que era un oficial tan lleno de vicios como
otros muchos que he conocido.
—Tenía usted tendencia a conocer lo peor —no pudo evitar decir, con
bastante aspereza el coronel.
—Ellos también. Mutuamente nos buscábamos.
—¿Qué fin perseguía usted?
—Informes.
—¿Consiguió muchos?
—Todos los que me propuse. —Aunque he de reconocer que la mayoría
de ellos luego han resultado falsos.
Y como Sussy sorprendiera en el oficial que antes comentó
irónicamente su actitud, una sonrisa de triunfo, Sussy se apresuró a
manifestar:
—Muchos de esos informes falsos eran facilitados como buenos, porque
los mismos que me los daban los consideraban así. Esos hombres han sido
tan alocados como lo he sido yo, cuando caí en la red nazi.
—Hablemos del teniente Lund —atajó el coronel—. ¿Qué es lo que
sucedió la última noche que estuvo en su casa?
—Que estaba borracho. Al día siguiente tenía que partir para el frente, y
tenía miedo. Intentó suicidarse.
Los dos oficiales que le acompañaban aquella noche y que fueron los
que lo ingresaron en el hospital, habían declarado que a Lund se le había
escapado un tiro de la pistola, cuando se hallaba jugando con ella. El propio
interesado declaró lo mismo.
—¿Conocía usted a los oficiales que le acompañaban?
—Nunca los había visto antes de aquella noche. Vinieron a mi casa
porque no habían querido dejar solo a Lund, por el estado en que se
encontraba.
—¿Permanecieron algún momento a solas usted y Lund?
—Sí. Para discutir.
—¿Discutir, qué?
—Lo mismo que ustedes me proponen ahora: «trabajar» para ustedes.
Me dijo que la idea de que había ayudado a los nazis no le dejaba vivir. Me
proponía cambiar el juego. Trabajar para Inglaterra. Yo le repliqué que se
marchara, y que precisamente eso, trabajar para Inglaterra, era lo que iba a
hacer. Estaba entonces en la creencia de que de un momento a otro me
avisarían para trasladarme a cualquier fábrica. No pudo ser. Antes llegó
Will.
En interrogatorios posteriores, nada pudo conseguirse que cambiara
radicalmente la posición de Sussy. A medida que pasaban las horas, la
situación se hacía más irritada. Aleck se había entrevistado varias veces con
la joven, pero sin lograr nada. Esto le apesadumbraba, porque veía que esa
acritud de obstinado silencio, irremisiblemente la condenaría.
—¡Quiero ayudarla, Sussy! No pido que denuncie a sus antiguos
compañeros. Pero díganos los places que traía Will. Sabemos que él era
portador de una noticia de suma importancia, que hacía que el servicio de
información de ustedes se acelerase, sin reparar en riesgos. ¿Qué noticia era
es?
—Eso lo ignoro, Dean. Créame. Sé que usted quiere ayudarme. Pero no
se esfuerce. Casi es mejor que terminen conmigo.
En muy pocas horas, Sussy había enflaquecido horriblemente. Sus ojos
parecían de continuo estar contemplando pesadillas, y a cada instante sufría
estremecimientos de pánico o frío.
Una de las veces, al disponerse a verla, Aleck se encontró con Gladys.
Desde aquella noche, la joven le rehuía, y Aleck, conociéndola demasiado,
no intentó hacer nada para que cambiase de actitud.
—Esta vez, al encontrarse con ella, la muchacha le miró con un odio
feroz.
—¡Todos sois iguales! ¡Unos sucios!
—¡Gladys!
La muchacha se lanzó sobre él, como si fuera a arañarle.
—¿Qué habéis hecho con Sussy?
—Nada malo. Puedes estar segura.
—¿Si? —Y sus magníficos ojea parecieron estar horadándole el rostro
—. ¡Nada malo! —Remedó, con furioso sarcasmo—. ¿Es bueno inyectarle
estupefacientes?
—¡Eso no es verdad! —protestó Aleck.
Ella no atendió la negativa. Con mayor tesón, siguió:
—¡Y no conseguiréis nada, a pesar de valeros de medios tan innobles!
Aleck no pudo reprimir su estupor.
—¡Gladys! ¿Pero qué manera de hablar es ésa? ¡No conseguiremos!
¿Quiénes son los que no han de conseguir? ¿De quiénes crees que estás
hablando? Los hombres que interrogan a Sussy están cumpliendo con el
sagrado deber de velar por la seguridad de su patria… que es precisamente
la tuya. ¿Es que lo has olvidado?
Las apasionadas palabras de Dean tuvieron la virtud de devolver la
serenidad a Gladys. Sinceramente reconoció que se había excedido.
—¡Pero es horrible, Aleck, lo que han hecho con esa pobre mujer! ¿Tú
la has visto?
Y agarrándose a los brazos de él, ahincando sus ojos en los de Aleck,
clamó:
—¡Tú no debes consentirlo!
—Espérame, aquí. Voy a verla.
Sé perdió Dean por el largo pasillo que conducía a los departamentos de
los detenidos. Un rato después volvía, pálido, conteniendo a duras penas su
cólera.
—¡Molestaré hasta al mismo diablo por impedir que esto se repita!
Por primera vez desde la noche en que murió Will convinieron un punto
donde encontrarse aquella tarde. Aleck se fue a ver al comandante Guthrie,
su superior inmediato. En su despacho encontró al «profesor Larmon».
Invitado per el comandante, Aleck comenzó a exponer el asunto. Empezó
pausado, temiendo que el apasionamiento le desbordara. Alguien había
dispuesto que a Sussy O’Connor se le inyectara heroína. La muchacha
había caído bajo el poder del terrible tóxico, dos años atrás. La droga fue la
trampa que le hizo entrar en la organización de espías nazis. Últimamente,
la muchacha parecía dispuesta a desprenderse de ambos yugos, el del
espionaje y el del tóxico. Y era precisamente entonces cuando los agentes
del «Intelligence Service» la obligaban a volver al barrizal. Le
administraban la droga, aumentando progresivamente la dosis, para cuando
ya estuviese saturada, cesar de repente y tenerla esclava de la aguja
hipodérmica.
—¡Eso es monstruoso! —decía Dean, cada vez más acalorado—. ¡Y
con esa mujer se comete una injusticia horrible! Gracias a O’Connor
tenemos los medios con qué burlar a nuestros enemigos. ¿Qué hacen que no
funcionan ya las emisoras? Estamos perdiendo el tiempo en interrogatorios
inútiles, y ella posiblemente no sabe nada más.
El comandante y Larmon se miraron.
—Es comprensible su actitud, capitán Dean —dijo el comandante
Guthrie, así que el otro hubo terminado—. Sussy O’Connor merece toda
nuestra buena voluntad, y quizá los procedimientos que se emplean con ella
no sean los más adecuados. Por mi parte estoy dispuesto a hacer todo lo que
esté en mi mano por impedir que eso continúe. Pero creo que nos olvidamos
un poco de la grave responsabilidad que pesa sobre nosotros. Estamos en
guerra, capitán Dean. El destino de Inglaterra pende de un hilo. Con
respecto a esa mujer, es indudable que todavía sabe algo y muy importante.
Es admisible que el teniente Lund intentara suicidarse, como única salida a
su abyecta conducta. Pero una vez frustrado ese propósito, ¿quién podía
tener interés en que él pereciera? ¿Quién y por qué?
Tras una pequeña pausa, el comandante prosiguió:
—Lo inmediato es pensar en Sussy O’Connor. Pero examinadas las
cosas detenidamente se ve que a quien menos podía favorecer la muerte
anormal del teniente Lund, era a esa mujer. Ella no podía ignorar que todas
las pesquisas tomarían la dirección de su casa. A la hora en que murió
Lund, Will ya se encontraba en Londres, y en casa de la señorita O’Connor
precisamente. No es admisible que él decretara la muerte del teniente y
luego siguiera permaneciendo en el domicilio del primer sospechoso. ¿Qué
deduce usted de todo esto?
Aleck apenas pensó la respuesta.
—Que tal vez fue una jugada que Sussy preparó contra Will u otra
fuerza secreta que actúa independiente.
—Es exactamente la misma conclusión a que llegábamos el «profesor
Lamon» y yo, cuando usted ha venido.
—Las investigaciones efectuadas en el hospital, ¿nada han esclarecido?
—Sí —intervino irónicamente Larmon—. Se ha conseguido que de los
setenta y cinco sospechosos que había en un principio, quedaran reducidos
a cincuenta y tres. Ya es algo.
Durante unos momentos los tres permanecieron callados. Aleck, muy
pensativo, se puso de pronto a hablar, casi sin darse cuenta de lo que decía.
—Todo estriba en que Sussy refiera lo hablado aquella noche con Lund.
—Precisamente eso es lo que se busca —manifestó el comandante.
Dem, al oír la voz de su superior, pareció entonces advertir que sin
proponérselo, había exteriorizado su pensamiento. Todo lo que antes había
trabajado en favor de Sussy, ahora lo había echado a rodar, puesto que él
coincidía con los otros en encauzar la presión sobre ella.
—Se me ocurre…
Y apenas había empezado a hablar se calló, interrumpido por un fuerte
golpe de tos del profesor Larmon Aleck le miró casi molesto. ¿Es que no
podía dejar descansar su papel de «enfermo»?
Pero vio que Larmon se sacaba precipitadamente un pañuelo del bolsillo
y se lo aplicaba a la boca, al tiempo que un golpe de sangre irrumpía y la
empapaba el pañuelo.
—¡Havoc!
Se había caído la máscara, y el nombre verdadero surgía unánime en la
exclamación de Aleck y en la del comandante. Edward Havoc, un tiempo
teniente de la R. A. F., «muerto» en acción de guerra y reencarnado en la
figura del profesor Larmon, ahora se dejaba caer en el asiento inmediato,
intensamente pálido, todavía más pálido que cuando se fingía enfermo de
ictericia. Sus ojos miraban aterrorizados a los dos hombres que tenía ante sí,
como si más que dos amigos, fuesen dos temibles adversarios.
—Sospechaba que había algo de verdad en su «papel» —dijo el
comandante—. ¿Por qué ha hecho esto?
—No podía resignarme… a ser inútil… a mi patria…
El comandante Guthrie recordó la mañana en que vio entrar en su
despacho al valeroso teniente Edward Havoc, quien venía a presentarle una
solicitud para entrar en el Servicio Secreto. Comprendía ahora por qué lo
hizo. De un momento a otro, en cualquier revista médica, sería dado de
baja.
—Será usted hospitalizado inmediatamente —anunció el comandante,
queriendo mantenerse enérgico, pero sin poder disimular su emoción.
Fue hacia el teléfono, pero en el momento en que se disponía a tomar
conexión, Larmon extendió una mano, indicando que esperara, y con la
vista invitó a Dean a que manifestara lo que antes iba a decir.
—Es un plan que se me ha ocurrido para hacer hablar a Susy —dijo,
brevemente Aleck—. También interviene Gladys.
El «profesor», medio echado en su asiento, sonrió, con sonrisa de
muerto.
—Con Gladys, sí —aprobó, casi sin voz.
***
***
Entre los documentos hallados en la visera, había una circular del propio
Hitler. Su encabezamiento era el siguiente:
***
Así que todos los equipos de vuelo de las escuadrillas aéreas estuvieron
presentes, el capitán del Servicio de Información dio las instrucciones de
última hora.
—Éste es el objetivo de esta noche. —Y su largo puntero fue
deslizándose sobre el gigantesco mapa.
De vez en cuando, su voz quedaba ahogada por los ramalazos de lluvia
que el viento lanzaba sobre los cristales del barracón. El objetivo de aquella
noche era idéntico al de jornadas anteriores, sólo que en puertos distintos.
El personal iba a retirarse, cuando el capitán del Servicio de
Información, dijo:
—Falta señalar una misión. La que depende de usted, capitán Dean.
Saldrá quince minutos después que los demás. Las instrucciones van por
escrito dentro de este sobre. Lo abrirá en el momento de despegar.
Los tripulantes, divididos en grupos, fueron absorbidos por la maciza
obscuridad en que se hallaba sumida la pista de despegue. Saltaron a un
camión, y éste, con sólo un faro encendido, arrancó campo adentro. Sé paró
a los pocos momentos, y los equipos fueron saltando sobre el fangoso,
suelo. Jiña lluvia gorda, removida de continuo por empujones del viento,
chascaba contra la coraza metálica de los pesados bombarderos.
Las condiciones meteorológicas no eran las más a propósito para vuelos
en gran escala, pero precisamente esa dificultad les favorecía. En tanto
persistieran los inconvenientes climatológicos, la «Luftwaffe» decrecería
sus embestidas y la R. A. F. aprovechaba entonces los resquicios para
devolver algunos golpes. Era una táctica de guerrillas que habrían de
mantener hasta que su potencialidad aérea sobrepasase a la alemana.
Aleck y su segundo piloto saltaron a la cabina de su aparato. Al llegar
ellos, las conversaciones de los que había aguardado dentro del aparato,
cesaron. Aleck saludó, y dirigió una mirada vaga hacia el grupo de hombres
acurrucados en el fondo de la aeronave.
Dean se sentó frente al cuadro de mandos, hizo una rápida
comprobación de su funcionamiento, y sacando un paquete de cigarrillos
encendió uno y dio otro al segundo piloto, que en ese momento acababa de
sentarse a su lado.
Sonaban los mugidos de las escuadrillas al pasar rápidas, en busca del
despegue. Aleck miró el reloj. Le quedaban quince minutos de espera.
Excepto el suyo, los restantes aparatos llevaban como objetivo soltar su
carga de explosivos sobre puertos franceses, atiborrados de embarcaciones.
Dean, no. Una vez más, su misión era transportar hombres, agentes de
información que tendría que dejar caer en un punto de Francia o de Bélgica.
Tal vez en Noruega. Así llevaba unos días, desde que se reincorporó al
servicio, cuando el asunto de Will aun tenía algunos cabos sueltos. Pero los
momentos eran los más críticos que atravesaba Inglaterra, y la R. A. F. tenía
que echar mano de todos sus aparatos y dé todos sus hombres.
En varios días, Aleck apenas había salido del campo, como no fuera en
vuelo. Apenas dormía. Sus raids le ocupaban casi toda la noche, y durante
el día permanencia junto al equipo de mecánicos que cuidaban del aparato.
Por otro lado, existía la guardia permanente de las escuadrillas de caza.
Ni siquiera había tenido tiempo de escribir a Gladys. Más bien no había
querido tener tiempo. Esperó que lo hiciera ella. Pero en vez de carta suya,
lo que recibió fue su visita. De esto hacía tres días. Cuando ella, apenas
llegar le preguntó por qué no le había escrito, a él le vino muy bien
contestar:
—Tenía entendido que mi correspondencia no te interesaba.
Gladys se mordió los labios.
—Está bien. Ahora puedes vengarte.
—¿Vengarme de qué, pequeña?
—¡Aleck! ¡No me desesperes! Sabes que tu situación me tiene inquieta,
y quieres abusar.
El desvió la conversación, preguntándole por Sussy.
—Es pronto todavía, pero los médicos opinan que se podrá curar…
siempre que, como ahora, ponga ella algo de su parte. Me la voy a llevar a
casa, y allí esperaremos a que los de la movilización se acuerden de
nosotras, sin necesidad de que tú hagas trampa. Sólo en atención a Sussy te
perdono, que te entrometieras en mis cosas.
Apenas estuvieron una hora juntos. La despedida fue rápida. Una
incursión de la «Luftwaffe» cortó la entrevista, cuando en realidad apenas
había empezado. Aleck se fue corriendo para montar en el caza, cuyo motor
ya estaba en marcha. Tardó dos horas en volver. Gladys ya se había
marchado. Le había dejado una nota:
«Aleck:
»Odio tu manera de despedirte, aunque es así como yo
hubiera querido hacerlo. Os envidio. Tenía algo importante
que comunicarte. Volveré otro día.
»Si te parece que ya le has vengado, escríbeme.
»El Pequeño Erizo».
Instrucciones:
»Agentes del 1 al 6, a cinco millas Norte de Lille.
Busque conexión con emisoras clandestinas. Consigna: 2-
Rana-l.
»Agentes 7 y 8, a dos millas Este de Gante. Descienda
en el momento preciso. Peligrosas barreras de antiaéreos y
redes de escuchas.
»Agentes 9 al 11, proximidades de Amberes. No hay un
control por nuestra parte».
Y al pie de las instrucciones, se veían unas líneas manuscritas que Aleck
reconoció enseguida como del comandante Guthrie: