Nothing Special   »   [go: up one dir, main page]

Orden de Invasión - A. Rolcest

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 105

Apenas amaneció, un squad, que terminada su vigilancia nocturna

volvía a su retiro en uno de las pueblecitos costeros del condado de


Kent, se encontró con los restos carbonizados de un «Spitfire».
La batalla de Inglaterra aún no había empezado. Noruega, Holanda
y Bélgica, ya habían sido invadidas… Francia estaba quedando
fuera de combate.
Sola Inglaterra, ya con la magulladura de Dunkerque, miraba el mar
con los músculos tensos. De un momento a otro podía producirse la
invasión. Todo parecía posible en aquellos momentos. La
«Wehrmacht» lavaba su fulminante lanza en las Alas más cerradas,
y éstas se abrían como ante un poder diabólico. Hábiles barrenos
perforaban los cimientos de los Estados, y en el momento del
estallido estos se desmoronaban, convertidos en cascotes
inservibles. La «Luftwaffe» cubría la comba del espacio, y el tremor
de sus motores bastaba para que abajo los seres y las cosas
pareciesen arrebatados por un huracán.
A. Rolcest

Orden de Invasión
Bolsilibros: Servicio Secreto - 81

ePub r1.0
jala y xico_weno 04.07.17
Título original: Orden de Invasión
A. Rolcest, 1952

Editores digitales: jala y xico_weno


ePub base r1.2
CAPÍTULO PRIMERO

EL «CASCARRABIAS MIKE»

Apenas amaneció, un squad, que terminada su vigilancia nocturna volvía a


su retiro en uno de las pueblecitos costeros del condado de Kent, se
encontró con los restos carbonizados de un «Spitfire».
La batalla de Inglaterra aún no había empezado. Noruega, Holanda y
Bélgica, ya habían sido invadidas… Francia estaba quedando fuera de
combate.
Sola Inglaterra, ya con la magulladura de Dunkerque, miraba el mar con
los músculos tensos. De un momento a otro podía producirse la invasión.
Todo parecía posible en aquellos momentos. La «Wehrmacht» lavaba su
fulminante lanza en las Alas más cerradas, y éstas se abrían como ante un
poder diabólico. Hábiles barrenos perforaban los cimientos de los Estados,
y en el momento del estallido estos se desmoronaban, convertidos en
cascotes inservibles. La «Luftwaffe» cubría la comba del espacio, y el
tremor de sus motores bastaba para que abajo los seres y las cosas
pareciesen arrebatados por un huracán.
Inglaterra, atrincherada en sus acantilados, con el foso de aguas
revueltas del Canal y cercándose con el alambre de espino de su escuadra,
aprestábase a la defensa. Como primera medida, el gobierno inglés acababa
de movilizar a cuatro millones de hombres, montando en ciudades, pueblos
y aldeas los squads, pelotones de socorro a quienes los acontecimientos que
se avecinaban les tenían reservados mortales golpes. El ministerio de
Defensa había distribuido instrucciones en hojas impresas, destinadas a
prever la contingencia de que los paracaidistas aparecieran. El squad había
de formar el cuadro, dejando en medio un área suficiente para que el
enemigo aterrizara. Los que podían venir de lo alto, eran hombres. Hombres
eran los que abajo les aguardaban. Vista y oídos despiertos, y nervios
tranquilos. Eso bastaba para que el anillo estrujase al invasor.
Todo el suelo de Gran Bretaña estaba cubierto por series sucesivas de
estos anillos. Diríase un gigantesco monstruo que de pronto hubiese
emergido de la profundidad de las aguas, acorazado de ventosas.
Pero en realidad, esta defensa en aquellas circunstancias era más bien
teórica. Esto lo sabía el gobierno inglés y el más modesto ciudadano. Si
Hitler volvía de pronto su avalancha de hombres y acero en dirección a las
Islas, muchos anillos no hubieran funcionado. El azar produce muchos
fallos, por el mismo motivo que también da muchos aciertos.
Aquella mañana, el squad que se retiraba a descansar al pueblecito
costero del condado de Kent, no podía imaginar que los restos carbonizados
del «Spitfire» fuesen algo más que una briosa arma que en su sagrada
misión de defender el suelo patrio, hubiese visto sus alas cortadas.
Los restos del aparato se hallaban en lo alto de un acantilado, casi
asomándose al precipicio. Abajo, golpetazos furiosos de un mar soberbio,
dejaban su Huella de siglos en la dura roca.
El pelotón permaneció un buen rato observando los restos del aparato.
Escaló riscos, miró en las hendiduras de las peñas… Ya al otro lado del
acantilado, se tropezaron con otros squads. Unos que regresaban al pueble y
otros que venían. Les dieron la noticia del hallazgo, con la esperanza de que
alguno de ellos supiera algo del aviador.
Ninguno pudo aportar nada. Ni los que venían del pueblo, ni los que
habían permanecido en servicio de vigilancia durante la noche.
—A eso de las tres nos pareció oír el ruido de un aparato que venía del
lado del mar. Pero fue solo un momento. El viento soplaba en contra.
Los aviadores ingleses llamaban a la región de Kent «la esquina del
diablo». Durante cuatro años, esta denominación iba a adquirir una huella
tan indeleble, como la erosión del mar y el viento en las rocas.
—Vendría tocado, con las fuerzas justas para posarse en tierra.
—¡Lástima que no se adentrase un poco más! —Manifestó un hombre
bajito, rechoncho, de rostro curtido—. Si se lanzó en paracaídas, el viento
debió de empujarle al mar.
—No cabe otra cosa —remachó otro—. Sólo así se explica que no lo
hayamos visto.
Por si acaso, volvieron a hacer otra exploración. Al fin, desistieron.
—Cayó al mar.
—Sí. Cayó al mar. Otra cosa es imposible.
Esta vez, por fortuna para ellos y tal vez para el destino de Inglaterra, se
equivocaban. Tercamente, el anillo, la sucesión de anillos que componían la
red, difícilmente iban a dejar pasar a un hombre que, desconocedor de la
comarca, se lanzase en plena noche a campo traviesa. Y todavía menos,
cuando, como en el caso presente, se tratase de alguien que no tenía ningún
interés en ocultarse, sino todo lo contrario, conectar cuanto antes con quien
pudiera socorrerle.
Pero los squads partían de dos errores fundamentales. El primero, al
suponer que su vigilancia era tan cerrada, que ningún extraño pudiese
filtrarse sin ellos percibirlo. Y el segundo, al creer que el tripulante del
«Spitfire» no tenía necesidad de ocultarse.
Los squads se hubieran quedado estupefactos si hubieran sabido que
aquella noche, por aquellos parajes de la costa de Kent —tal vez por el
primer escalón que Hitler pensase utilizar para la invasión— no sólo había
pasado un hombre sin que ellos lo percibieran. Fueron dos.
Uno de ellos era alemán…

***

Lo que manifestó uno de los que componían los squads era cierto. A eso
de las tres de la madrugada —más exactamente a las dos cincuenta y cuatro
minutos— se aproximó a la costa el ruido de un motor que parecía
atragantado por el esfuerzo que realizaba. Después, se produjo un estallido
y surgió una llamarada. Soplaba un viento fuerte y las llamas se doblaron,
se esparcieron, y pronto quedaron extinguidas. Des altas cuestas apenas
dejaron ver el resplandor por el lado de tierra.
Antes de caer, el aparato se había internado, trazó un círculo completo y
enfiló de nuevo el mar. Éste fue el momento en que su tripulante. Aleck
Dean, se lanzó al espacio. Hallándose aun en el aire, vio estallar el aparato.
Le dirigió una sonrisa de conmovida despedida. El viejo «Spitfire» había
sido un fiel compañero hasta el último momento. Gruñón, carraspeante,
ninguna vez dejó de dar de sí lo que se le pidió. El «Cascarrabias Mike» —
así llamaba Aleck al viejo «Spitfire»— no vaciló en enfrentarse con la
flamante «Luftwaffe» en Dunkerque. Luego, infinidad de veces había salido
a escupir a los «Messerschmitts» y «Junkers» que osaban cruzar la raya del
Canal. Esta noche, la última noche del «Cascarrabias Mike», se había
lanzado tras un bombardero hasta cerca de Calais. Allí «Mike» fue
alcanzado en sus gastados pulmones. Bueno, la cosa había terminado. Pero
aún tuvo el consuelo de ver al bombardero caer envuelto en llamas.
Aleck Dean hubiera podido seguir rumbo a Francia, y dejarse caer en la
retaguardia enemiga. Le pillaba mucho más cerca que la cosía británica.
Pero al ir a tocar los mandos, el «Cascarrabias Mike» pareció rebelarse. Por
primera vez en su vida, salía de sus carraspeos para pasar a mayores. Se
inclinó de un ala, luego se abocó, como si fuera a entrar en barrena y, de
pronto, quedó horizontal, mirando hacia la costa inglesa.
—Bien, «Mike», no te enfades. Intentaremos volver a casa.
Lo consiguieron. El «Spitfire» tuvo el aliento justo para meterse en «La
Esquina del Diablo». Una vez internado en tierra, comenzó a dar sacudidas,
como queriendo desprenderse de su carga.
—¡Adiós, mi buen amigo!
Saltó del aparato, y le pareció que «Mike» lanzaba entonces un resuello
de satisfacción. Faltándole un centenar de metros para llegar a tierra, vio la
explosión.
Enseguida, el viento y las rocas la ocultaron la mancha de luz.
El choque contra el suelo fue tan violento, que durante unos minutos
permaneció aturdido. Afortunadamente, el paracaídas se había deshinchado
al enredarse en unas matas, evitándole el peligro de ser arrastrado.
Una vez se hubo soltado de las cintas que le unían al paracaídas, intentó
ponerse de pie. Al apoyar las manos en el suelo fue cuando percibió un
fuerte dolor en el hombro izquierdo. A punto estuvo de lanzar un quejido.
Descorrió un poco la cremallera que le cerraba el uniforme, introdujo por la
abertura la mano derecha y se frotó el dolorido hombro. Luego,
maquinalmente, casi por instinto, se puso a desenredar el paracaídas y a
plegarlo, fue entonces, al levantar por casualidad la cabeza, cuando
distinguió en lo alto una leve mancha, cada vez más grande, que se
precipitaba al suelo.
Era un paracaídas abierto. Apenas lo hubo reconocido, distinguió otro
más cerca, y más pequeño. El detalle de que no se hubiese oído ningún
motor, provocó en Aleck una actitud de recelo. En dos manotazos apelotonó
su paracaídas y lo ocultó bajo las matas. Pegado a ellas, permaneció a la
expectativa.
El viento arrastraba grandes nubes y muy de tarde en tarde una se
deshilachaba y dejaba entrever una luna abollada. Hacía unos momentos
que la obscuridad le había hecho perder la visión del paracaídas más
grande. Acaso no era sólo la falta de luz, sino también que el viento lo había
desviado del punto en que se encontraba Aleck. Al paracaídas pequeño sí
pudo seguirlo, hasta el momento en que su péndulo tocó el suelo.
Aleck Dean no se movió de su sitio, Con la pistola ametralladora a
punto, aguardó a que los hechos fuesen confirmando lo que ya suponía
como cosa segura. Aquello era un ardid del enemigo. Se habían lanzado Ge
algún aparato que volaba con los motores parados.
La carga del pequeño paracaídas era un paquete. A los pocos momentos
de hallarse posado en el suelo, se encendió una luz. Aleck sabía que tras un
breve tiempo, aquella luz se extinguiría, pero lo mismo que servía para
orientar a quien iba destinado el paquete, concentraba la atención de los
contrarios, y en este caso, la vigilancia de Aleck. No tenía necesidad de
moverse del sitio en que se hallaba. Aquella luz serviría de cebo para que la
«pesca» se pusiese al alcance de su pistola.
¿Serían muchos los que descendían? ¿Qué misión llevarían? Aleck
Dean se estaba haciendo estas preguntas cuando oyó un crujir de ramas. A
muy pocos pasos de donde él se hallaba, vio la silueta de un hombre que
avanzaba agazapándose, pistola en mano. Tan cerca llegó a tenerle, que casi
pudo concretar sus facciones. Pero lo que más atrajo su atención era su
uniforme de piloto inglés. De esto se dio cuenta en el momento en que se
disponía a apretar el gatillo. ¿Y si se equivocaba? Sabía que muchas veces
el ejército planeaba simulacros de invasión, para avivar la atención de los
squads. Un sistema arriesgado, pero necesario en aquellas criticas
circunstancias.
En el último segundo, Aleck decidió no disparar. De todos modos, si
efectivamente se trataba del enemigo, nada perdía con esperar, y si le era
posible, averiguar qué clase de golpe de mano se proponían.
Apenas el desconocido llegó a donde estaba el paquete, apagó la luz.
Aleck respiró. Hasta este momento había estado maldiciendo la ineficaz
vigilancia de los squads. Sin que al parecer nadie se diera cuenta, había
destendido Aleck, el desconocido… ¿y cuántos más?
Ahora temía que las patrullas les hubieran descubierto. Su intervención
impediría que Dean pudiese ver el propósito de aquel individuo. En tanto le
fuese posible, pensaba dejar al otro hacer, sin que notase su presencia.
El desconocido se había inclinado sobre el paquete. Adivinó, más que
vio, cómo quitaba el paracaídas y lo enterraba. Luego, el paquete que
seguramente era una mochila, se lo enfiló por los brazos dejándolo
descansar sobre la espalda. Momentos después, ya erguido del todo, echó a
andar en la dirección en que se encontraba Aleck. Antes de llegar a donde
estaba él, desvió sus pasos hacia la izquierda, tierra adentro. Iba ya sin
tomar precauciones, como si todo peligro hubiese desaparecido, o como si
las circunstancias hubiesen cambiado de forma que la mejor manera de
asegurarse fuera mantener una actitud tranquila.
Aleck Dean dejó que el desconocido se alejase. Y cuando lo creyó
conveniente, echó detrás. Apenas dio unos pasos, se dio cuenta de la
paradoja: resultaba que él, en su propia tierra, tenía que ir agazapándose tras
de un individuo que seguramente atravesaba zona enemiga.

***

A la salida de Canterbury, la caravana hizo alto para reponerse de


combustible. Aleck salló de la cabina.
—Voy a estirar un poco las piernas —dijo al conductor.
El oficial que mandaba el convoy pasaba en ese momento junto a Aleck.
Se le quedó mirando. Aleck saludó y, en voz tan baja que sólo el otro podía
oír, le dio a entender que deseaba tener una conversación reservada con él.
—¿Ahora? —preguntó el oficial, en tanto su mirada somnolienta se
perdía a lo largo de la ancha pista, en la que adivinábase la fila de los
enormes vehículos.
Allá al final, casi tocando las primeras casas de la población, veíanse los
hachazos de luz de los últimos camiones que llegaban.
Aleck hizo que el oficial le siguiera, hasta colocarse a una prudente
distancia del convoy.
—Transportan ustedes a otro «turista» como yo —empezó Dean.
—Sí. Va en el segundo camión.
Aleck expuso, rápidamente lo que sucedía. La persecución de que había
hecho objeto al misterioso individuo. Cuando por fin salieron a la carretera,
al ver que el desconocido se detenía en una de sus orillas, en actitud de
quien se dispone a una larga espera, Aleck comprendió enseguida lo que se
proponía. Lo malo iba a ser si sólo venía un vehículo. En ese caso, Dean no
hubiera tenido más remedio que hacer acto de presencia, obligando al
individuo a que revelara su personalidad. Afortunadamente, lo que asomó
fue un convoy militar procedente de Dover y camino de Londres. Vio como
el desconocido subía en uno de los primeros vehículos.
—Es necesario que me sitúe lo más cerca posible de ese individuo, y
que usted tome medidas por si antes de llegar a Londres intenta
escabullirse.
—No se preocupe —manifestó el jefe del convoy, cuya somnolencia
había desaparecido por completo.
—También desearía comunicar con la base.
—Sígame. Precisamente me dirigía yo al teléfono.
Pero al ir a entrar en la zona de luz, Aleck se detuvo.
—No quisiera que el individuo me viera esta indumentaria. El saber que
en el convoy va otro piloto, le haría tomar precauciones.
—Póngase mi impermeable.
Así lo hizo. El casco se lo había quitado antes de bajar del camión. Los
primeros vehículos habían entrado ya en las amplias naves de la estación de
repuestos. El jefe del convoy se aproximó al conductor del vehículo que
marchaba en cabeza y se puso a hablar con él. Mientras lo hacía, abrió la
cartera de cuero que llevaba, y sacó un puñada de papeles. Tanto el oficial
como el conductor, miraban les papeles como si en realidad estuviesen
tratando algo que se refiriera a ellos. Nada más diferente. El resultado de
aquella conversación fue que, un minuto después, el camión que
transportaba al misterioso individuo quedase sometido a un invisible cerco.
En tanto, Aleck se había metido en una de las cabinas telefónicas.
Cuando salió, se encontró con que el oficial le estaba aguardando.
—Monte en el coche que verá a la salida de la gasolinera. Irá detrás del
que transporta a nuestro personaje.
—Está muy bien, capitán —repuso Aleck, alegremente—. Si el
individuo prosigue el viaje hasta Londres, la cosa va a resultar bastante
fácil. Allá ya nos esperan.
CAPÍTULO II

EL ESPEJO ROTO

Llegó hasta el centro de Londres. En King’s Road se apeó.


Marchó a pie por Sloane Street, y cuando llegó a la plaza se detuvo para
encender un cigarrillo. Luego consultó el reloj. Era un individuo alto,
fuerte, de pelo rubio ceniciento.
Permaneció unos momentos pensativo, como si tratase de recordar algo.
Al encender el cigarrillo había dejado a sus pies la mochila que llevaba. Por
fin, pareció haber resuelto su duda, y echándose con abandono la mochila
sobre un hombro, encaminó sus pasos hacia la próxima estación de
ferrocarril subterráneo. Pronto quedó absorbido por uno de los regueros
humanos. Tanto en hambres como en mujeres, predominaba el aspecto
militar. Apretujado por la multitud, cas; complaciéndose en verse estrujado
en uno de los compartimentos del «Metropolitano», el individuo de la
mochila entornó los ojos, dejándose adormilar por el leve balanceo que
producía el vagón lanzado a una velocidad desesperada.
Se apeó en uno de los burgos de East End, zona esencialmente obrera.
Cruzó varias calles, siempre procura no mantener la dirección que había
tomado al salir del «metro». Por momentos, la alargada silueta de las
fábricas iba ganando terreno a las viviendas. No muy lejos, sólo por la
huella de humo que había en lo alto, podía adivinarse la trayectoria del
Támesis.
El individuo llegó a una zona donde se veían numerosos edificios
desgarrados por bombardeo aéreo. Ante un hombre que había sentado junto
a un gran montón de escombros, se detuve. Le preguntó algo, y el hombre
se puso de pie y, haciendo zigzag con una mano, fue señalando en la
dirección contraria a la que llevara. El individuo hizo un ademán en el que
se veía claramente que daba las gracias y se marchó por el mismo sitio que
vino. A los pocos pasos se cruzó con un hombre, que iba explicando a un
muchacho que llevaba cogido de la mano, los distintos puntos
bombardeados.
Apenas el desconocido hubo desaparecido por la calle inmediata, el
hombre que iba con el muchacho se acercó al que estaba sentado al pie de
los escombros.
—Haga el favor. ¿Qué le ha preguntado ese hombre?
Y al tiempo que interrogaba, mostró un carnet de la R. A. F. Al verlo, el
otro se dispuso a levantarse, pero dé una forma bien distinta a como lo
había hecho con el desconocido.
—¡Por favor, no se mueva! —atajó el que llevaba al chiquillo—. No
llame la atención. Dígame solamente qué le ha preguntado.
—Dónde caía la calle Strap.
—¿Nada más?
—Nada más, señor.
—Muchas gracias.
El hombre y el chiquillo se volvieron. A los pocos pasos, el muchacho
echó a correr, desapareciendo por una calle. El hombre, sin apresurarse
mucho, desapareció por otra.
La calle Strap tenía la forma de una botella. La parte más estrecha era
donde se levantaban los edificios más viejos. En uno de ellos entró el
individuo de la mochila. Cruzó un obscuro zaguán y salió a un designado
donde se veían montones de madera podrida. En una de las paredes había
abierto un rectángulo, que daba paso a una escalera de ladrillos gastados.
En el momento en que el individuo se dirigía allí, un hombre de rostro
enfermo y raído traje, descendía Cansinamente la escalera.
—Perdone… ¿La señorita O’Connor?
El hombre de la tez pálida apenas le miró. Se limitó a encogerse de
hombros y a bisbisar:
—Soy nuevo.
El de la mochila echó escaleras arriba. A los dos tramos se encontró con
un largo corredor, con puertas a ambos lados. Llamó en la primera. Asomó
un viejo.
—Buenos días… ¿La señorita O’Connor?
El viejo no le dejó terminar. Al contestar, carraspeó:
—El último.
Y cerró la puerta. El individuo iba a llamar de nuevo para que le
aclararan si era el último departamento del pasillo o el último piso de la
casa. Pero en ese momento se oyó dentro la voz de una mujer:
—Mat, ¿preguntaban por la O’Connor?
—Sí —rezongó el viejo.
Y tras una pequeña pausa:
—¿Era otro militar, Mat?
—Sí, era otro militar.
El individuo de la mochila, al oírlo, sonrió. Sí, era otro militar. La bella
O’Connor siempre había sentido debilidad por el uniforme. Aunque tal vez
esa preferencia estuviese ya un poco estragada. Por momentos, Londres se
estaba convirtiendo en un inmenso cuartel.
Siguió escaleras arriba. No volvería a preguntar hasta llegar al último
piso. Todo sería que luego tuviera que descender en busca del primer
corredor. Pero de todas formas no sería tiempo perdido. Le interesaba
conocer el sitio en que se hallaba.
Al final de la escalera había un rellano con dos puertas, una a cada lado.
En, el centro, una ventana que daba a los tejados. El individuo, ya arriba, se
asomó de nuevo al vano de la escalera. Le dio la sensación de que se
asomaba a un pozo que por aplastamiento hubiese perdido su forma circular
para tomar otra alargada. Tan estrecha era la abertura, que en el individuo
suscitó la consideración de que, si alguien intentase lanzarse por allí, le
sería imposible caer donde principiaba la escalera.
Llamó en la última puerta. Esperó unos momentos sin obtener resultado,
y volvió a llamar, un poco más fuerte. Le pareció percibir allá dentro el
arrastrar de unas zapatillas, y el golpe de un mueble. Enseguida, una voz de
mujer, un poco ronca por el enfado o el sueño. El individuo se echó a los
ojos la gorra de oficial que hasta entonces había llevado cuidadosamente
puesta. Dejó caer al suelo la mochila, y, cruzándose de brazos, esperó que la
puerta se abriera.
Gruñó la vieja cerradura, como si también estuviera enfadada. Tras
aquella puerta todo parecía irritado por el sueño interrumpido. Sin embargo,
la hora no era tan intempestiva, pues ya pasaba de la media mañana.
Al abrirse la puerta, el individuo inclinó la cabeza de forma que apenas
se le pudiera ver el rostro. Quien había aparecido en el marco de la puerta
era una mujer joven, rubia, de facciones bastante correctas, pero contraídas
por un gesto de cansancio. Iba envuelta en un tenue batín algo estropeado,
exageradamente ceñido.
Se quedó mirando al recién llegado, en espera de que éste hablase
primero, y al mismo tiempo esforzándose por reconocerle. Pero el individuo
siguió con los brazos cruzados, la cabeza gacha, y sin despegar los labios.
—¿Quién es usted?… ¿Qué desea? —inquirió ella, por fin.
El individuo siguió en la misma actitud. Entonces ella, en un ademán de
cólera, cogió la puerta y se dispuse a cerrarla. Pero el hombre adelantó un
pie, y se lo impidió. Ella entonces pareció azotarle con la mirada y con la
voz:
—¿Está usted loco… o borracho?
—Creo que las dos cosas —contestó él.
Entonces levantó la cabeza y se echó la gorra hacia atrás. La joven
retrocedió unos pasos, impulsada por una sorpresa en la que había tanto de
asombro como de miedo.
—¡Usted!… —balbució.
—Soy el teniente Will Levitt, de las Reales Fuerzas Aéreas —atajó,
rápido, en tono cordial, pero procurando que todas las palabras quedasen
desde el primer momento incrustadas en la mente de la mujer—. ¿Ya no lo
recuerdas, Sussy… Sussy O’Connor?
La joven, instintivamente, dirigió vina mirada recelosa hacia la puerta
que había al otro extremo del rellano.
—Pase.
—¡Perfectamente, Sussy! ¿Sabes que te encuentro más hermosa? —
dijo, alegremente, el teniente Will.
Y sin aguardar a ver el efecto que sus palabras producían en la joven, se
inclinó a coger la mochila, y acto seguido pasó al interior de la habitación.
La puerta se cerró inmediatamente. Gruñó otra vez la cerradura.
En silencio, ella marchando un paso delante, cruzaron una habitación en
la que se veían muebles desordenadamente dispuestos, algunos bastante
costosos, pero muy mal tratados. En la estancia inmediata, el desorden era
todavía más evidente. Por cualquier parte se veían prendas de vestir, tiradas
sobre algún diván, o mesita, incluso por el suelo. Encima de un viejo
mueble, se veía un chapín. De pie sobre el mueble y apoyado en la pared, se
veía el marco de un espejo, con la luna tan hecha añicos, que en un área
bastante extensa alrededor del mueble, había fragmentos.
—¿Qué significa eso? —preguntó, jocosamente, el hombre—. ¿Ha
habido ataque… de nervios?
Dejó la mochila sobre un sillón, y se dejó caer en el diván. Apenas se
hubo sentado, se incorporó a medias para quitar algo sobre lo cual se había
sentado.
—Ahí va el otro proyectil —dijo, mostrándole el otro chapín.
Se quedó unos momentos sopesándolo.
—Es extraño que con un zapato de corcho hayan conseguido ese
estropicio.
—No fue con el zapato —replicó ella, sin mirarle, y con muestras de
verdadero desasosiego.
—¿No?… Entonces, ¿fue acaso con alguna botella?
—Con una pistola —respondió escuetamente.
El teniente Will Levitt se quedó mirándola fijamente.
—Muy interesante. ¿Disparaste tú?… ¿Contra quién?
Sussy dio unos pasos rápidos y enseguida se volvió, situándose frente al
hombre. Todo el miedo que hasta este momento había estado atenazándola,
acababa de aflojar sus ligazas por una embestida de ira.
—¿A qué vienen tantas preguntas? ¿Qué es lo qué usted…?
La tranquila voz del hombre al interrumpirla, pareció a la joven una
navaja de afeitar que lenta, pero amenazadora, estuviese pasando por
delante de su cara:
—Me llamo Will Levitt. ¿No te acuerdas?… El teniente Will Levitt, de
las Reales Fuerzas Aéreas… Y tú me tuteas…
—Está bien, Will… ¿William? —vaciló, para disimular su aturdimiento.
—Will, para ti. Siempre… No lo olvides. Y nos conocimos cuando tú
trabajabas en el «Surge’s», dos meses antes de estallar, la guerra. El 3 de
septiembre del treinta y nueve, dejamos de vernos.
—¿Y después?
—¿Después, qué?
—Lo que pueda saber de ti.
—No sabes nada más que yo me he presentado aquí ahora, a reanudar
nuestra antigua «amistad»… ¿Esperas visita esta mañana?
—No espero a nadie… como no sea el aviso de que prepare el equipaje.
—¿Es que vas a dejar Londres?
—Me han movilizado.
—Ah, ¿sí? —Y había mucha intención en el tonillo que empleó él al
preguntar: ¿Ya dónde te han destinado?
—A una fábrica de aviones…
—¿Cuál?
—No lo sé todavía.
El teniente se puso en pie, y dio unos pasos hacia donde estaba Sussy.
—Supongo que eso no será lo que te ha hecho perder los nervios hasta
llegar a disparar contra el espejo.
Sussy no contestó. Hacía unos momentos que había vuelto a apartar la
mirada de él. Así no pudo ver la prontitud con que el otro pasaba de una
expresión risueña, irónica más bien, al gesto más lleno de cólera y a la
mirada más dura. Aquella transición la percibió al sentir sobre un hombro
un brutal zarpazo, verse sacudida violentamente, y enseguida sentirse
lanzada como un trapo contra el diván.
—¡Perra indecente! ¿A qué crees que he venido?… ¡No va a valerte
ningún truco conmigo! Sé hasta dónde alcanza la Ley de Movilización…
Hasta ahora, todavía están yendo las voluntarias. ¿Con qué fin has querido
dejar Londres?
Hubo un silencio. El hombre avanzó unos pasos basta quedar junto a la
mujer, que permanecía apelotonada en el diván.
—¡Contesta!
—Tengo miedo… por eso quiero irme —respondió ella, con voz sorda.
—¡Miedo! —rezongó el militar—. ¡Asquerosa morfinómana!… Hace
quince días que la «cadena» está rota. ¿No habrás sido tú quien la habrá
cortado?
Sussy saltó del diván y puso en el pecho del hombre unas manos
crispadas:
—¡No! ¡Te lo juro! Fueron contraespías, que por casualidad les
rondaron… Y ellos perdieron los nervios. Intentaron disparar, y eso les
perdió… También a nosotros. Hemos optado por permanecer en la sombra,
y dejar que pase la avalancha…
El teniente soltó una carcajada nerviosa, volvió a coger a Sussy, ahora
de ambas muñecas, y clavó en ella una mirada feroz, una mirada de loco o
de fanático.
—«Tengo miedo», «Hemos optado»… —Remedó inexorable—. ¿Qué
concepto tenéis de vuestra misión?… ¡Sussy! Vengo con el propósito de
que hoy mismo quede reanudado el «Servicio». Si alguien intenta poner
algún obstáculo, o hay algún traidor por medio, peor para todos. Si yo
caigo, antes me llevaré a otros por delante. Luego, los que queden, caerán
también. He dejado gente con instrucciones lo bastante concretas para que
os puedan localizar a todos, aunque os metáis bajo tierra. Pensadlo…
Dejó otro silencio. Se puso a dar cortos paseos. De pronto reparó en la
mochila, que seguía sobre un sillón.
—Ahí van dos emisoras… El agente «5 W-2D» informó que la emisora
«5 Boy» había sido cazada… Pero a la noche siguiente, la suya también
dejó de funcionar. ¿Por qué?
—El también fue cazado…
—¡Imposible!
—¡Es verdad, Will!
—¡Aunque lo sea! ¡El «Servicio» no puede cesar un momento! ¿Lo
entiendes? ¡Y ahora menos que nunca!
Se interrumpió para erguirse, totalmente transformado: en la voz, en el
gesto, en el brillo de su mirada:
—¿Sabéis lo que el Führer espera de vosotros?
En ese momento se oyeron unos golpes en la puerta. Instintivamente, el
hombre que decía llamarse Will Levitt dio un salto atrás, y apoyó su mano
derecha en el sitio donde guardaba el arma. Se quedó mirando en dirección
a la puerta. Luego, a Sussy.
—¿Algún amiguito?
—No espero a nadie.
Levitt sonrió sarcástico:
—Pues los vecinos no parecen pensar lo mismo. ¿Con qué fin te visitan
los militares?
—¿No era eso lo que habíais pedido de mí? —preguntó ella, otra vez
nerviosa y a punto de estallar en cólera—. Pero ya he terminado con
todos… Anteanoche terminó con el último.
—¿Fue a consecuencia de ello, por lo que el espejo quedó roto?
Sussy no contestó. No parecía dispuesta a hacerlo, aunque Levitt, se lo
preguntara otra vez. El espejo parecía traerle un recuerdo desagradable, y
cada voz que se mencionaba aquello se formaba una profunda arruga en su
frente. Otra vez volvieron a golpear la puerta. La joven miró a Will.
—¡Abre! —Mandó éste, pasando a una actitud reposada, tranquila—. Y
no olvides las circunstancias en que nos conocimos… Desde el 3 de
septiembre, es ahora la primera vez que nos vemos.
Sussy se dirigió a la puerta. Al volverse de espaldas había vuelto a
ceñirse el batín. Al tiempo que andaba hizo unos cuantos movimientos de
cabeza, echando sobre su espalda la cascada de oro de su esplendorosa
cabellera rubia.
Will, sin apartar un momento su mano derecha de la cintura, se arrimó
al bastimento de la puerta que comunicaba con la otra habitación. Afuera se
oyó el gruñido de la cerradura, y enseguida, una voz fresca, limpia de mujer
joven:
—¿Vive aquí la señorita O’Connor?
—Sí. Soy yo… ¿Qué desea?
Se percibió claramente el respiro de satisfacción que emitía la recién
llegada.
—¡Qué suerte he tenido!… ¡Oh! Este Londres me da miedo…
Cambió de tono de voz al agregar:
—Me envía la Bolsa de Trabajo. Me llamo Gladys Worts. Llegué
anoche a Londres, procedente de Escocia… En la Bolsa me han destinado a
ir junta con usted. ¡Oh! Allí hay un lío terrible… Me han dado los papeles
de usted…
—¿Vamos a salir hoy? —preguntó Sussy.
—No lo saben. Allí nadie sabe nada… A algunas ya nos pesa haber
salido de casa.
Lo que decía la recién llegada era verdad. La guerra había llevado a una
situación tan dramática, que el Gobierno británico había lanzado emotivos
llamamientos para que las mujeres se ofrecieran a trabajar en las industrias
de armamentos. Había ya una Ley aprobada de Poderes de Urgencia para la
Defensa, en la que se confería al Gobierno control completo sobre las
personas y la propiedad. Pero los llamamientos se habían hecho con
demasiada precipitación, y tal multitud de voluntarios se había dejado caer
sobre los centros de distribución, que resultaba imposible atenderles.
Muchas mujeres tuvieron que volverse a sus casas sintiéndose chasqueadas,
mortificadas en aquel impulso patriótico, y dispuestas a no volver a
secundar otro llamamiento.
—Pase usted.
Sussy misma se inclinó a coger una de las maletas que había en el suele.
La recién llegada entró sin vacilar. Era muy joven, y más que dirigirse a una
fábrica, diríase que volvía al colegio después de unas vacaciones. Era
morena, de grandes ojos brillantes, rasgos finos y correctos, y una boca
pequeña, cuyo labio inferior, un poquitín adelantado, daba a su cara de
muñeca un toque de picardía.
El aspecto desordenado de aquella primera habitación no pareció
impresionarle de una manera desagradable. Antes diríase que le complació.
Tampoco ella parecía muy cuidadosa con sus cosas. Apenas se vio dentro,
soltó, más bien tiró, la maleta que llevaba y fue adonde había clavada en la
pared, una gran fotografía iluminada en la que se veía a una muchacha casi
desnuda practicando el deporte del esquí. Era Sussy pero mucho más
hermosa sin las huellas de cansancio que ahora era lo primero que llamaba
la atención de su rostro.
—¿Practica usted el esquí? —preguntó Gladys. Y antes de que la otra le
contestara, agregó—: ¡A mí me fascina! Tan pronto termine la guerra…
Se calló. Al volverse a mirar a un lado, vio ante sí a un hombre
uniformado, que la miraba sonriente.
—Buenos días, señorita… —dijo Levitt. Y mirando a la otra mujer—:
¿Me presentas, Sussy?
—El teniente Will… Un viejo amigo —se apresuró a decir la rubia.
La muchacha procedente de Escocia miró al teniente con toda
franqueza, y el trazo burlón que había en su labio inferior pareció
acentuarse.
—Encantada. —Y le tendió resueltamente su mano.
Unos momentos, sus delicados dedos parecieron cogidos por un enorme
engranaje. Tal fue la sensación que percibió al sentir su mano fina, pequeña,
en la recia garra de Will. El también reparó en este contraste, y quiso
señalarlo.
—Me pregunto yo qué podrán hacer dentro de una fábrica, unas manos
como las suyas…
Era, indudablemente, una galantería Pero en aquel momento de
exaltación por que pasaba Inglaterra, más bien parecía censura, algo así
como si en plena formación, alguien fuese sacado de la fila por
imposibilidad física.
Los ojos de Gladys se abrieron desmesuradamente. Se vio la expresión
de enfado cómo le descendía desde la frente, como una lámina que
estuviese cubriendo otra distinta. El negro intenso de sus ojos pareció emitir
chispas.
—¡Oiga!…
En un movimiento rápido había desprendido su mano de la de Will, e
inmediatamente había vuelto a cogerle, pero ahora de una muñeca. Presionó
son los dedos, y Sussy presenció algo que le hizo retroceder y buscar la
ayuda de un sillón, para dejarse caer allí y poder reír más a gusto. Will
Levitt, como si acabase de tocar un cable de alta tensión, se había puesto a
dar saltos y enseguida, en upa magistral voltereta, se había volcado al suelo.
Gladys, mientras, no se había movido de su sitio, y una vez vio al otro en el
suelo, se volvió, todavía manteniendo el gesto enfadado, y fue adonde
estaba Sussy.
—Ayude a su amigo.
Pero la rubia parecía haber enloquecido por la risa. Todo el terror de
momentos antes se desataba ahora lanzándose a una alegría desesperada.
—¡Qué estupendo!… ¡Pero qué…!
Se ahogaba. Levantaba las piernas, se retorcía en el sillón, y si alguna
vez dirigía la mirada donde estaba Will, el golpe de risa acudía tan fuerte,
que hubo momento en que le pareció que su cabeza iba a estallar.
Más de pronto, como si un formidable hachazo hubiese cortado la
cabeza a aquella inquieta fiera, la risa de Sussy cesó. Sin que el trazo
risueño hubiese desaparecido del todo de su boca, los otros rasgos
adoptaron una expresión dramática. Se levantó de un salto, con los ojos
aterrorizados:
—¡Will! ¿Qué vas a hacer?
Éste se había puesto en pie y, casi transparentando su frente el turbión
de pensamientos recelosos que acababa de despertarse en su cráneo, fue
avanzando lentamente hasta donde estaba la muchacha. Gladys le vio venir
y permaneció impasible.
La lentitud con que Levitt se dirigía a ella; su mirada fría, cortante,
cargada de una hostilidad todavía más terrible por lo callada, era algo que
difícilmente podía soportarse con los nervios tranquilos.
Sin embargo, éste era el momento en que la muchacha parecía más
serena.
—¿Tendría usted inconveniente en aclararme con qué fin ha adquirido
esa «habilidad»? —preguntó él, con un tono pausado, henchido de
amenazas.
—Ningún inconveniente —repuso la muchacha, con una ingenuidad y
viveza que parecían sinceras—. Ese conocimiento me ha permitido ahora
demostrarle que no todo está en las manos velludas… Aun poseo otras
«habilidades»…
—¿Del mismo género? —inquirió Will, un poco desconcertado por la
serenidad que demostraba la joven.
—Sí… Y otras todavía peores.
—Muy interesante. ¿Dónde las aprendió?
—En el colegio. Nuestra profesora de gimnasia era extraordinaria en el
jiu-jitsu. Las alumnas la llamábamos «Miss Samurái». Ella me enseñó a mí.
Y hasta el momento en que salí del colegio, ella seguía opinando que yo era
su mejor alumna. La de matemáticas, sin embargo, no opinaba lo mismo.
Siempre que me aprobaba, lo hacía a regañadientes… Ahora resulta que sé
derribar adversarios, pero apenas sé hacer números. No sé si es una
ventaja…
Enseguida cambió de actitud. Miró con mucho interés la muñeca de
Will, y fue a cogerla.
—También conozco el kuatsu —dijo.
Pero Levitt dio un salto hacia atrás.
—¡Estese quieta! ¿Qué es eso?
—No, tema —repuso Gladys, sinceramente sorprendida—. El kuatsu
forma parte del jiujitsu. Es el arte de reponer a un adversario, desvanecido
por el dolor.
—Pues déjese de pruebas. Ni a mí el dolor me ha desvanecido, ni estoy
dispuesto a que usted juegue conmigo.
Gladys se le quedó mirando con ojos pasmados:
—Pero ¿se ha enfadado usted?
Will atravesó los ojos, e hizo un ademán de impaciencia Miró hacia
donde estaba Sussy, como pidiendo su parecer. Cuando se sintió sacudido
por la hábil llave que inesperadamente le aplicó aquella chiquilla, creyó
hallarse frente a un elemento peligroso que iba en su busca, y había
aprovechado el menor motivo para dejarlo fuera de combate. Apenas se
sintió en el suelo, esperó ver la puerta abrirse de golpe e irrumpir hombres
armados… Pero esta alarma sólo duró unos segundos. Los que mediaron
entre verse en el suelo y sentirse otra vez en pie. Su mano derecha había
acudido presta al sitio donde guardaba la pistola. Pero al ir a desenfundarla,
la actitud indiferente en que había quedado la muchacha, más las carcajadas
de Sussy, le sacaron de situación.
Tras de haberla, interrogado, se encontraba con que la confusión
persistía, si bien ahora era de otro género. ¿Qué clase de mujer era ésta?
Instintivamente se ponía en guardia. Resultaba que, si todo lo que ella había
manifestado era verdad, su ingenuidad podía convertirse en un peligro más
temible que si se tratase de un elemento adiestrado para el engaño.
Gladys había acudido al lado de Sussy.
—¡Señorita O’Connor! ¡Ayúdeme usted! ¡Sentiría mucho haber
ofendido a su amigo!
—No creo… ¿Verdad, Will? —Y comprendiendo Sussy que ya había
pasado el peligro, agregó—. Hay que reconocer que la cosa ha tenido
gracia.
—No lo niego —manifestó Levitt, súbitamente alegre—. Y tengo que
felicitarte, Sussy, por la compañera que te ha tocado en suerte. Las duras
jomadas, que os esperan en la fábrica, se harán más ligeras. Te envidio… A
bordo de mi avión quisiera yo un compañero así.
Su alegría parecía verdaderamente sincera. Tal vez sin él darse perfecta
cuenta, la belleza de Gladys, el encanto que de toda ella se desprendía,
influían de forma que despertaba en él reacciones que en otras
circunstancias no se hubieran producido. Sussy era la que se daba perfecta
cuenta de lo que estaba pasando en Will, y algo todavía inconcreto empezó
a darle ánimos. Lo poco que sabía de su «amigo» era suficiente para tenerle
miedo. Y era precisamente por causa de una desconocida, por aquella
preciosa chiquilla que el Azar había puesto en su casa, por lo que dejó de
sentirse totalmente acorralada. En unos instantes se sentía tan ligada a ella,
que estaba dispuesta a hacer lo imposible por retenerla a su lado.
Gladys, al oír a Will mencionar el avión, pareció reparar en el uniforme
que llevaba.
—¿Es usted aviador?
La forma en que lo dijo y le miró, hicieron que Will preguntara,
vivamente intrigado:
—¿Es que le desagrada?
—¡No puedo con los aviadores! —exclamó, pronta, con inusitada
viveza.
—¿Por qué?
—¡Los odio!
Tanto calor había puesto en su manera de manifestarse, que Sussy y
Will se miraron: ambos parecían convenir en que la joven guardaba en el
alma algún zarpazo trágico de la aviación.
—Los aviadores no tienen toda la culpa —empezó a decir Levitt—.
Ellos se limitan a cumplir con su deber.
—No es por eso —cortó Gladys—. Su metralla no tiene que ver nada
con mis simpatías… Es la presuntuosidad de los aviadores lo que me da
inquina. Siempre parecen estar mirando a los demás por encima de las
nubes. Y todos están envenenados. Hablan de la Aviación como de rana
diosa… No hay más que Ella… ¡Oh, qué asco!… Antes de que estallase la
guerra, yo tenía un amigo que me pretendía…
Will soltó la carcajada.
—¡A ver, a ver! ¡Ya me figuraba yo!
—¿Qué es lo que usted se figuraba?
—Que había algo de «lío» en ésa su antipatía…
—Ningún lío. Nada de eso —contestó Gladys, con graciosa seriedad—.
Hubo un momento en que le puse ante el siguiente dilema: La aviación, o
yo. Las dos cosas, no. El prefirió la aviación.
—¿Y ya está? —inquirió Will, un poco defraudado.
—Ya está… Y yo les aseguro que quería a aquel chico… De veras.
—¿No han vuelto a verse?
—No —dijo, tranquilamente, la joven—. ¿Para qué? El, al estallar la
guerra, me escribió algunas cartas. Suponía sin duda que la emoción del
momento qué atravesábamos soldaría nuestra relación. No contesté
ninguna. Al fin desistió, y ahora se limita a mantener correspondencia con
mis padres… Me da lo mismo…
—Veo que, efectivamente, sabe usted algo más que el jiu-jitsu.
—Ya se lo dije antes.
—¿Qué opinas, Sussy? ¿Un temperamento así no te da un poco de frío?
—Si lo que esta muchacha dice es verdad —manifestó la joven rubia—,
es algo más que admirable. Bien, pequeña. Presiento que vamos a ser
buenas amigas… ¿Me permites que te tutee?
—Eso iba a proponerte, cuando ocurrió la caída de tu amigo…
Will torció el gesto. Sin embargo, por mucho que observó el rostro de la
muchacha, en aquella alusión no encontró el más leve indicio de burla.
—Conserva ese control sobre tus músculos y sobre tus sentimientos —
manifestó Sussy, poniéndose seria a pesar suya—. Es el mejor regalo que te
puede dar la vida.
—¿Y cómo se llama su amigo? Tal vez lo conozca yo… —preguntó
Will, casi indiferente.
—Tal vez —contestó Gladys, con la misma frialdad—. Se llama Aleck
Dean… ¿Lo conoce?
—No.
Y era verdad: Will Levitt no lo conocía. Ni Gladys, que lo había tratado
desde la infancia, lo conocía tampoco. De lo contrario nunca hubiera podido
tener la idea del que lo que en un tiempo hubo entre ellos y Aleck, había
quedado terminado con decir ella: «No». Y con mantenerte en silencio a
todas sus cartas.
Tan tenaz era Aleck en las cosas que le afectaban, como renegón fue el
«Cascarrabias Mike» estrellado la noche anterior en la costa de Kent. Sí,
algo más que tenacidad había en Aleck Dean. Por lo que se refería a
Gladys, era tal la convicción que tenía de que, pese a las apariencias, las
cosas entre él y ella seguían el mismo curso que cuando pequeños, que ni el
obstinado silencio de Gladys, ni la convulsa barrera que la guerra había
puesto entre los dos, significaban nada. Menos todavía, los peligros que le
acechaban de continuo. Sabía que al fin podría salir de ellos.
Tan fuerte, con tanta seguridad se sentía, que no vacilaba en creer que
los acontecimientos bélicos serían capaces de modificar su curso por
adaptarse a las necesidades de él. Y nunca como en esta mañana pudo
demostrarse a sí mismo que su manera de pensar no era tan absurda. Los
acontecimientos se torcían para llevar el curso que a él, Aleck Dean, le
convenía.
¿Qué cara hubiera puesto Gladys si en el momento en que terminaba de
hablar con su graciosa displicencia, alguien le hubiera dicho que el que ella
estuviese en el piso de Sussy O’Connor no era obra de la casualidad? ¿Que
intervenían fuerzas secretas, y una de ellas, la decisiva, era la aportada por
Aleck, en el momento en que informó a sus superiores quién era Gladys, y
el plan que convenía poner en acción en torno a los espías nazis?
CAPÍTULO III

LA FAZ AMARILLENTA

El comandante Guthrie, de la sección de Información de la R. A. F., dejó el


auricular del teléfono, plegó las manos y se quedó unos instantes pensativo.
Después se volvió a mirar a Aleck Dean.
—Parece que hemos dado dos martillazos al mismo clavo, capitán. Esa
mujer ya estaba localizada por el contraespionaje. Ahora vendrá Larmon y
nos hablará de ello… ¿Le conoce usted?
—No, mi comandante.
—Sí que lo conoce. Hasta hace unos tres meses estaba en las Fuerzas
Aéreas, con el nombre de Edward Havoc.
—¡Havoc! —exclamó Aleck—. ¡El magnífico Havoc!… ¿De veras
existe todavía?
—Afortunadamente para todos nosotros… Aunque un poco
«envejecido» —sonrió el comandante—. Posiblemente no lo reconozca.
Aquella noticia había producido en Dean una satisfacción enorme. Sin
darse cuenta de lo que hacía, se levantó y se puso a dar vueltas por el
despacho.
—¡Vaya broma! Nos hicieron creer que el Mediterráneo lo había
engullido, y ahora resulta que aún colea nuestro absurdo «Filósofo»…
Dudo que nuestra escuadrilla vuelva a lamentar nunca la desaparición de un
compañero, de la manera que lo hizo cuando recibió la noticia de la
«muerte» de Havoc…
—Olvide ese nombre —indicó el comandante—. Recuerde sólo
Larmon. El profesor Larmon…
Y en ese mismo instante se oyó en el pasillo el arrastrar de unos pies
cansados, y un golpe de tos ronca.
—Ahí lo tenemos.
Sonaron unos golpecitos en la puerta del despacho.
—¡Adelante!
Un hombre de traje deslustrado; lentes ovalados; lacio bigote y
cabellera descuidada, montada ya sobre las orejas; una corbata deshilachada
anudada sin gracia, colgando de un cuello sucio y arrugado… Una faz
amarillenta, como de enfermo de ictericia… Ese tembloroso y lamentable
personaje fue el que Aleck vio de pronto enmarcado en el vano de la puerta.
¿Aquél era el teniente Edward Havoc?
Los lentes del recién llegado resplandecieron al dirigirse al comandante
y luego a Dean. Miró a uno y a otro sin hacer el más leve gesto. Después,
sin precipitación, cerró la puerta.
—Y bien: he de reconocer que el capitán Dean es el hombre más
temerario que he conocido en mi larga vida —dijo el de la faz amarillenta,
avanzando hacia la mesa a la que se hallaba sentado el comandante.
Sus primeras palabras habían sido para aludir a Aleck, y sin embargo,
en la actitud en que se mantenía parecía ignorarle.
—¿Por qué, profesor Larmon? —preguntó el comandante.
—Por hacer entrar en el juego a la criatura más divina.
Y volviéndose de repente, se encaró con Dean:
—¡Aleck! Creo que no lo has pensado bien…
—No hay que temer nada —repuso éste—. Conozco a Gladys… Y
ahora, si nuestro comandante lo autoriza, te voy a dar un trompazo por lo
que nos has hecho pensar en ti…
—Cuidado. Llevo lentes… Y estoy muy enfermo…
Se arrancó a toser, con unos carraspeos tan dolorosos y tan llenos de
verismo, que Aleck no pudo contener la carcajada.
—¡Eres admirable!
—Desde luego —murmuró el «enfermo».
Cogió una silla y se sentó frente al comandante. Desde hacía unos
momentos éste no apartaba los ojos de él. Entonces Larmon, como si le
molestase la atención que le prestaba su superior, se volvió rápidamente a
mirar a Dean.
—Acércate… Apenas tenemos tiempo. Puesto que has sido designado
para proseguir el asunto, te informaré en cuatro palabras de lo poco que he
averiguado. En una noche has conseguido tú más que yo en dos meses.
Siempre has sido un hombre de suerte… Desde hace tres semanas tengo mi
refugio en el piso que enfrenta con el de la señorita O’Connor. Íbamos a la
zaga de un radioequipo de la Abwehr (Servicio de Información de la
Wehrmacht). Conseguimos que dos emisoras clandestinas enmudecieran,
pero más que un éxito, fue una precipitación nuestra, que luego hemos
intentado remediar. Es indudable que el enemigo prepara la invasión de
Inglaterra, pero antes de decidirse a dar el asalto, nos mandará
constantemente pelotones de espías para obtener una perfecta información.
Segar una emisora, es hacer que otra nueva brote enseguida. Hoy he tenido
ocasión de comprobarlo…
Hizo una pausa. Se quitó los lentes y los dejó sobre la mesa. Sus ojos
efectivamente parecían llorosos, enfermos.
—Apenas cazamos las dos emisoras, pensamos que hubiera sido mejor
dejarlas funcionar, pero debidamente controladas por nosotros. Teníamos
una gran parte de la «cadena» localizada, y decidimos no tocarla, y dejar
que se soldara de nuevo con los otros eslabones. A mí me tocó en suerte la
señorita O’Connor… ¡Bonita suerte, en verdad! El tabique de mi cuarto da
a una de sus habitaciones. Tengo algunas rendijas que me han permitido
ver… cosas que tal vez hubiera sido mejor no presenciarlas. Por casa de
Sussy han desfilado algunos de nuestros jóvenes oficiales y… Vale más que
lo dejemos. En fin de cuentas, lo que en realidad a mí podía interesarme, no
ocurría, o por lo menos no se desarrollaba en el área que estaba a mi
alcance. Pero esta mañana… Y por eso he dicho antes que en una noche has
conseguido tú más que yo en dos meses. Esta mañana me iba a la calle,
cuando en el patio me he cruzado con un oficial que me ha preguntado por
la O’Connor. No he querido ni contestarle… Pero al llegar al portal he
reconocido a dos agentes que venían hacia la casa. Entonces me he vuelto
atrás. Vi luego que entraban en el patio, y yo seguí escaleras arriba. No
quería que me reconocieran. Me encerró en mi cuarto, cuando de pronto…
Refirió enseguida la escena violenta entre Will y Sussy.
—Gracias a ti —prosiguió Larmon— la soldadura va a efectuarse. Sin
la localización de eso individuo, los dichosos agentes no hubieran estado
frente a mi casa, yo me hubiera marchado a la calle, y la única escena
interesante que se desarrolló dentro de mi área, yo no la hubiera
presenciado.
—¿Viste entrar a Gladys? —interrumpió Aleck.
—Sí… Y no comprendo por qué la metes en el juego. Seguramente
todavía no tienes idea.
Aleck permaneció unos momentos pensativo…
—Sí, me doy cuenta —dijo—. Pero una muchacha como Gladys es el
soporte de mi plan, Sin ella, todo se vendría abajo…
—Ese nazi es peligroso —repuso Lamon—. Sé también de qué forma
ha estado mirándola…
Dean soltó la carcajada.
—No le arriendo las ganancias si intenta propasarse… En fin, si el
comandante no dispone otra cosa, creo que es hora de marcharnos. ¿Tú vas
a volver a tu refugio?
—Naturalmente.
—Seremos vecinos.
Larmon, que ya había cogido los lentes y se disponía a ponérselos, bajó
inmediatamente las manos en un rápido ademán de sorpresa:
—¿Quéee?
—Gladys ya va por delante, y ha tomado posesión de la casa.
—Ah, vamos…
—No es lo que tú crees, Larmon. Gladys trabaja por mi cuenta, pero
ella no lo sabe. ¡Pobre de mí si algún día lo averigua!
Dean pasó inmediatamente a concretar con el comandante los últimos
detalles. Luego, Aleck y Larmon salieron del despacho. A mitad del
corredor, Dean inició la despedida.
—Adiós, Larmon.
—¿A dónde vas ahora?
—Primero a cambiar de ropa… Luego, allá.
—Abajo me espera una ambulancia, mi habitual medio de transporte.
Encerrados en ella podemos hacer tres partes del camino juntos. De paso, te
informaré de otros detalles que tal vez interesen…
La ambulancia cruzó el puente de Westminster y cuando llegó a
Stamford Street, atravesó por la ancha puerta de hierro que daba acceso a
un enorme jardín, en el centro del cual se erguía un edificio de señorial
aspecto. Por entre los senderos destacando fuertemente sobre el fondo verde
de la vegetación, pasaban en llamaradas blancas las enfermeras. Aquí y allá,
sentados en sillas de ruedas, o en algún banco, veíanse jóvenes macilentos,
con alguna parte del cuerpo abultada por la almohadilla del vendaje.
La ambulancia rodeó el edificio, y por una ancha portalada se metió en
un patio, parándose muy arrimada a una escalerilla. El ayudante del
conductor se precipitó a abrir la puerta trasera del coche, y manteniéndola
abierta de forma que de la parte del patio no se pudiera ver quiénes salían
de allí, esperó a que el «profesor Larmon» y Aleck Dean saltaran a tierra.
El profesor fue quien primero descendió, y, sin detenerse, echó escaleras
arriba. Luego, Dean. En un descansillo, el profesor aguardó a su amigo.
—Recuerda —advirtió Larmon—. Eres tú quien me trae aquí. Vienes a
visitar a un amigo, y yo te he acompañado… Pero yo no conozco a nadie.
—Está bien, profesor… Y he de preguntar por el teniente Lund. Pero él
no me conoce…
—Naturalmente. Una vez ante él, le revelarás que tu visita tiene carácter
oficial. Que explique cómo se hirió, dos noches antes, en casa de la señorita
O’Connor. Es seguro que tratará de zafarse… Entonces me presentas como
testigo, como vecino de Sussy… Veremos cómo reacciona.
—Está bien.
Siguieron escaleras arriba. Rehuían la puerta principal para soslayar el
fichero de control de entrada. Se metieron por un corredor del que se
desprendía un fuerte olor a cocina. Luego atravesaron una sala y se
metieron por otro corredor, mucho más largo, con puertas a ambos lados.
De vez en cuando se cruzaban con alguna enfermera, pero sin detenerse,
saludaban y seguían adelante.
Llegaron a otra sala. En aquel momento se abría una de las puertas y
asomaba un carrito con ruedas de goma, y alguien tendido encima, envuelto
en sábanas. En la sala había un irresistible olor a éter.
Aleck se aproximó a uno de los doctores que, apenas el carrito hubo
salido, asomó a la puerta del quirófano, y le interrogó.
—¿Lund? —repitió el doctor.
—Teniente de tanques —añadió Aleck—. Debió de ingresar ayer por la
madrugada… Herido de bala, en la garganta…
—Sí… —murmuró el doctor.
Quedó unos momentos pensativo, y como olvidándose de Aleck y del
que le acompañaba. De pronto, se quedó mirándoles:
—¿Quiénes son ustedes? ¿Su visita tiene carácter oficial?
A pesar de que la respuesta convenida era otra, Aleck había presentido
algo que le impulsaba a ganar tiempo.
—Sí. Nuestra visita tiene carácter oficial. ¿Por qué lo pregunta?
—Para comunicarles que el teniente Lund ha muerto. Es ese que se
llevan ahora…
El profesor Larmon avanzó hasta colocarse junto al doctor.
—¿Cómo es eso? Ayer se nos aseguró que la herida no era grave…
El doctor, en un movimiento maquinal, se había quitado el gorro blanco
y con él se abanicaba el rostro, cubierto de sudor. Una de las cosas que
desde el primer momento habían llamado la atención de Aleck, era el fuerte
temblor de sus manos, insólito en un cirujano. Un temblor de nervios
alterados por una conmoción inesperada, y la mirada inquieta, huidiza.
Miró al interior del quirófano. Luego, hacia uno de los pasillos.
—Tengan la bondad de seguirme —dijo con voz ahogada.
En silencio cruzaron dos largos corredores, hasta que por fin se
detuvieron ante una puerta encristalada. El doctor abrió, y les invitó a pasar.
Momentos después, los tres se hallaban encerrados en un amplio despacho.
Una vez sentados, el doctor, aludiendo a Larmon, dijo:
—La presencia de este señor, ¿tiene alguna relación oficial?
Aleck iba a responder, pero el «profesor» se adelantó:
—Doctor: le ruego que no perdamos tiempo. Si con respecto a nosotros
existe alguna duda, dígalo y le indicará un teléfono, y un nombre… De lo
contrario, hable sin reservas. ¿Qué ha sucedido con el teniente Lund?
—Ha muerto envenenado.
—¿Cuándo?
—Hace cuestión de una hora.
—¿Cómo cree usted que ha ocurrido?
El doctor puso la cabeza entre ambas manos, y apoyó los codos sobre la
mesa.
—No sé… Estoy aturdido. El veneno ha sido suministrado con aguja
hipodérmica. El herido, aparte de que no disponía de medios, tampoco
podía valerse para hacerlo… Yo todavía no me atrevo a conjeturar nada.
¡Esto ha sido tan inesperado!
Larmon, mientras el doctor hablaba, había cogido el teléfono y marcado
un número. Enseguida consiguió conexión. Lo que dijo fue muy breve, y
bastante confuso. Lo único que el doctor entendió fue que Larmon daba la
dirección del hospital y…
—¿Cuál es su nombre, doctor? —inquirió el hombre de tez pálida.
—Rolf.
—Muchas gracias. —Y dirigiéndose a los que escuchaban al otro lado
del alambre—: ¿Lo han oído? Doctor Rolf. Les estará aguardando…
Nosotros nos vamos.
Dejó el auricular.
—Ahora, doctor, tenga la amabilidad de acompañarnos hasta el
quirófano. Desde allí, ya sabemos el camino para salir, Usted acuda a la
puerta de entrada. Van a venir a efectuar una investigación. Nosotros no
podemos detenernos más…
Instantes después, la ambulancia partía.
CAPÍTULO IV

LLAMAS SOBRE EL TÁMESIS

Sólo deshizo una maleta. ¿Para qué más? De un momento a otro podían
venir con el aviso de marcha.
Sussy le había destinado aquel apartado cuarto, con su ancha ventana
abierta sobre sucios tejados y la nebulosa lámina del Támesis. Sin
desnudarse, se había echado sobre la pequeña cama y enseguida se había
dormido.
Debió de pasar mucho tiempo. La laxitud de sus miembros había
desaparecido cuando oyó unos golpecitos en la puerta.
—¡Gladis!
Era Sussy quien llamaba.
—¡Empuja! Está abierta —contestó la joven, al tiempo que se
incorporaba.
La puerta se abrió, y la Sussy que Gladys vio ante sí, parecía totalmente
distinta a la que dejó. Perfectamente maquillada, desaparecidas aquellas
huellas de cansancio, envuelto el cuerpo por aquel elegante vestido, Gladys
no pudo menos que exclamar:
—¡Oh, Sussy!…
—¿Qué te ocurre?
La muchacha empezó a reír:
—Me has sorprendido… Soy muy torne para ver las cualidades de los
demás, y antes no me había dado cuenta de lo hermosa que eres.
Sussy hizo una sonrisa triste:
—Vamos, pequeña. No te burles… Lo mío todo son «potingues». Y
antes de que se me olvide: La puerta tiene un fuerte pasador. Siempre que te
metas aquí, córrelo.
Gladys la miró sorprendida.
—¿Por qué?
—No debes confiar tanto en tu jiu-jitsu —advirtió escuetamente.
Dejó una pausa intencionada. Recostándose sobre la vieja cómoda, se
cruzó de brazos y se quedó mirando a la joven, que había quedado sentada
al borde de la cama, la negrísima melena en desorden y en su cara juvenil,
esa expresión tranquila de niño sano que sale de un limpio sueño.
Sussy dirigió la vista a una de las maletas, la más grande, que todavía
permanecía cerrada.
—Supongo que traerás más ropa que la que llevas encima… ¿Por qué
no te pones otro vestido? Con ese chaquetón pareces un militar…
—Si ya casi lo somos —repuso Gladys.
—Pero las horas que nos queden de permanecer en Londres, debemos
aprovecharlas. ¿No le apetece dar un paseo por la ciudad?
—¡Uf! ¡Ni hablar! Londres me apabulla.
Apoyó los codos sobre las rodillas, metió la cabeza entre ambas manos
y se quedó mirando al suelo, pensativa.
—Escucha, pequeña —dijo Sussy, tras un silencio, y con voz distinta a
la de antes—. Me encuentro en una verdadera confusión… No quisiera que
nuestra amistad empezara teniendo ya la molestia de una intromisión en
asuntos que sólo la propia interesada debe resolver.
Hace cuestión de media hora, alguien ha venido a esta casa… Un
hombre, que ha preguntado por ti…
—¿Quién? —preguntó Gladys, sin levantar la cabeza.
—Espera… Es una persona muy tratable, y Will y yo la hemos hecho
pasar. Le hemos —dicho que descansabas y entonces él nos ha pedido
permiso para esperar. Naturalmente, se lo hemos concedido. Es muy
simpático, y hemos estado hablando, de cosas, de ti, de él…
Gladys levantó lentamente la cabeza.
—Dime quién es.
—Aleck.
La muchacha dio un salto, como si de repente se hubiese sentido
azotada:
—¿Quéee?
Con gesto estupefacto, avanzó unos pasos hacia la puerta. Enseguida
retrocedió:
—Pero ¿cómo ha averiguado que estoy aquí?
—Tus padres le han escrito que te encontrabas en Londres, como
voluntaria. Él ha ido a la Bolsa del Trabajo… Nos ha mostrado varias
cartas. Parece que tus padres le quieren. También hemos visto el telegrama,
cursado anoche…
Gladys había fruncido el ceño, como si a su frente hubiesen acudido
varias ideas en punta y le estuviesen molestando.
—¡Insoportable Aleck!… ¡Qué tenacidad más horrible!…
—Vamos, pequeña. Sin que esto sea meterme en tus asuntos, ese
joven…
—¡No digas nada! ¡Tú no le conoces! Es de los que martillean un día, y
otro, y un año, y miles de años, sin dejar vivir a nadie a su alrededor hasta
conseguir partir la montaña. De pequeño se empeñó en pescar sin cebo ni
anzuelo peces imposibles de coger de otra forma, y lo consiguió. Ni sus
padres, ni los míos… ni yo quisimos que fuera aviador, y él lo fue… ¿Sabes
lo que es un monstruo con cara de niño? ¡Eso es Aleck!
—Esto ya es normal —murmuró Sussy, sin darse cuenta de que un
comentario que hacía para sí lo emitía en alta voz.
—¿Qué es normal? ¿Que Aleck sea un monstruo? —No… Me refería a
otra cosa… Al control sobre tus reacciones. No es tan sereno como me
hiciste creer al principio.
—¡Sussy! ¡No me desesperes! —exclamó, en un arranque de nervios. Y
en una transición rápida, agregó, magníficamente seria—: Tú no entiendes
de estas cosas…
—Oh, desde luego, pequeña —sonrió Sussy, sintiéndose cada vez más
ligada a aquella absurda criatura—. Vamos a suponer que yo salgo y le
saludo… como si se tratara de un conocido cualquiera…
—Exactamente. Un conocido cualquiera, que además es tu paisano… y
amigo de la infancia…
—Admitido…
—Y que aprovechando tu estancia en la capital, viene a verte, y a
ofrecérsete como acompañante durante los días que dure su permiso…
—Y de paso volver a la carga sobre cosas que yo no tengo ningún deseo
de oír… ¿Por qué no nos llegará la orden de marcha?
Sussy se mordió los labios. Se guardaría muy bien de decir lo que Aleck
les había manifestado, a ella y a Will Levitt: que tenía influencia en la Bolsa
de Trabajo, y podría retrasar la orden de salida. Esta noticia Levitt la acogió
con gran interés:
—¡Hágalo usted! —pidió, casi dando una orden—. Retenga también a
Sussy… De lo contrario, también a mí me estropearán el permiso…
Aleck asintió, exigiendo el más absoluto silencio. Esa intromisión en los
asuntos de Gladys, sería una cosa que ella nunca lo perdonaría.
—El aviso de marcha, dudo ya que venga hoy —dijo Sussy seriamente,
temiendo que la joven pudiese entrever la verdad—. Arréglale un poco,
hazme caso, y demuéstrale tu serenidad… Te esperarnos.
Sin decir más, Sussy salió del cuarto. Unos diez minutos después lo
hacía Gladys. Efectivamente, había cambiado de vestido. Y su cabeza de
chiquillo revoltoso, se hallaba perfectamente peinada. Resplandecían sus
ojos con un brillo de burla o de desafío.
Fue acercándose lentamente a donde estaba el grupo, mirándoles con
detenimiento, como si fuera la primera vez que viera a los tres que allí
había. Sin embargo, en ningún momento miró a Aleck al rostro.
Cuando éste le tendió la mano, y preguntó, a modo de saludo:
—¿Qué tal, pequeño erizo?
Ella contestó:
—Hola, cabeza dura…
Enseguida, Aleck Dean volvió a sentarse, y, siempre dirigiéndose a
Levitt y a Sussy, reanudó la narración que había interrumpido al aparecer
Gladys. Hablaba de la situación en Egipto. Acababa de llegar de allá, y
parecía muy bien informado. Levitt le escuchaba con verdadero interés.
—De pronto, Gladys exclamó:
—¡Aleck! ¿Qué significa eso?
—¿El qué?
—¡Tu uniforme!
Dean se miró de arriba abajo, temiendo hallarse manchado de alquitrán.
Pero su flamante uniforme de oficial no podía encontrarse en situación más
impecable.
—No comprendo.
Gladys se había levantado:
—¡Sí! ¡Tu uniforme!… ¡No es de aviador!
—Naturalmente —contestó Aleck, con toda tranquilidad.
Y volvió a reanudar el tema interrumpido. Gladys se sentó de nuevo,
pero ni un momento apartaba los ojos de él. A cada instante se revolvía,
como si aquel asiento no fuese cómodo.
—Quien no comprende soy yo —manifestó, con voz irritada.
Aleck, siempre tranquilo y casi indiferente, la miró:
—¿Qué es lo que no comprendes?
—Que no vistas como aviador.
—Pues es bien sencillo: No lo hago porque el Reglamento me lo
impide. Pertenezco al Ejército de tierra.
—¿Desde cuándo?
—Desde que estalló la guerra… Te lo comuniqué por carta.
—Pero yo no he leído ninguna…
—Entonces, no es culpa mía.
Y otra vez se volvió a Sussy y Levitt, dispuesto a continuar, pero la
muchacha no le dejó:
—¿Quieres guardarte tus sabihondos planes para otra ocasión? ¡Como
que irás a resultamos ahora el estratega número uno!
—Señorita: Lo que su amigo dice es muy interesante —intervino Levitt.
—¡Oh, sí! ¡Mucho! Aleck es muy ameno… Pero no creo que hayas
atravesado Londres para venir a hablarnos de Egipto, y de tus planes
napoleónicos…
Dean la miró, sonriendo:
—Pequeño erizo: ¿De qué quieres que hablemos?
—Quiero que me expliques por qué te apartaste de la Aviación… ¿Es
que te echaron?
—Me fui yo.
—¿Y por qué?
—Por imposibilidad… «Moral».
—Miedo, ¿eh?
Aleck asintió. Hubo un silencio largo. Los tres miraban a Dean, en
espera de que éste ampliara su afirmación. Pero Aleck consideraba haberse
justificado lo suficiente, con sólo decir: «Sí».
Will Levitt sonreía, y esto acabó de crispar a Gladys. La actitud poco
airosa que había adoptado Aleck, le resultaba insoportable.
—¡Imposible! ¡No te creo! Sé que tienes la cabeza dura… pero no
tienes miedo a nada. Te he visto en Inverness entrar en la casa de Welles,
cuando las llamas ya nos habían echado a todos para atrás. Apareciste con
el cachorrillo que Welles me tenía destinado de su perra lobo. Lo sacaste ya
muerto, pero en aquel momento… Ahora no tengo inconveniente en
decirlo: En aquel momento te hubiera besado.
—Haberlo hecho.
—Se te llevaron enseguida, para curarte.
—Haberlo hecho después.
—No… Después, ya no era lo mismo. El momento había pasado.
Se volvió, irritada, a mirar a Levitt, quien no abandonaba su exasperante
sonrisa.
—¿Quiere usted saber lo que en otra ocasión fue capaz de hacer Aleck?
—Todo lo que a nuestro amigo se refiera me interesa —contestó Will,
con un matiz de voz que hizo que Dean le mirase fijamente.
—Déjate de tonterías, Gladys —cortó Aleck, algo molesto.
—¿Tonterías? Quiero demostrarles el absurdo que has dicho al decir que
tienes miedo… Aunque sí, tienes miedo… porque no tienes el valor de
decir claramente, delante de todos, por qué te apartaste de la Aviación.
—Puesto que tú me obligas…, no tengo inconveniente en manifestar
delante de todos que dejó de ser aviador porque tú no querías que lo fuera.
¿Estás satisfecha?
—¡Sí! ¡Mucho! —Y el precioso brillo encendido en sus ojos fue como
un látigo de sol que de repente empezase ti restallar su triunfo sobre las
cabezas de los demás—. Luego, mirando a Dean, entornó los párpados, para
apresar mejor la imagen de su amigo.
—Aleck: Yo tampoco tengo inconveniente en confesar, delante de
todos… que en este momento deseo besarte.
—Me parece muy bien —respondió Dean, sin inmutarse—. Puedes
hacerlo… ¿O eres tú la que, en realidad, tiene miedo?
Por toda contestación, Gladys dio unos pasos hasta situarse junto a
Aleck. Luego se inclinó, y cogiéndole la cabeza por ambos lados, buscó con
su boca la boca de él…

***

El que Levitt y Sussy no cumpliesen lo convenido, era una cosa que en


apariencia favorecía a Aleck. Toda la tarde y parte de la noche había podido
dedicarse a Gladys, y ésta a él, casi olvidándose de que se hallaban en un
mundo en guerra. A pesar del respeto que Londres le imponía, Gladys
accedió a todas las propuestas de Aleck, y durante algunas horas parecieron
niños sueltos en plena feria. Verdaderamente absurda la trayectoria que
ambos emprendieron, con el pretexto de visitar los sitios más interesantes.
Al anochecer se metieron en un restaurante que tenía una magnífica sala de
baile. Allí, apenas se sentaron, volvió a ocurrir algo que a Gladys
comenzaba, a tenerla intrigada. Una vez más Aleck se separaba de ella unos
minutos.
Pero la muchacha no era un temperamento capaz de retener algo que la
preocupara. Apenas Aleck regresó, le soltó sin ningún preámbulo:
—¿Puedo saber qué te llevas entre manos, llamando tanto por teléfono?
Tan inesperado fue para Dean, que durante unos minutos no supo qué
contestar, desconcertado. Esto provocó en Gladys una carcajada:
—¡Vamos! Dilo claramente… ¿Es que por acompañarme has tenido que
desatender algún «compromiso»? Has hecho mal.
—¿Crees tú?
—Naturalmente. El hecho de que seamos paisanos, no debe obligarte a
tanto… ¿Puedo saber quién es ella?
La indiferencia, casi la burla con que la muchacha hablaba, le molestó
más de lo que convenía.
—¡Escucha! ¿Qué es lo que te ha hecho suponer…?
—Con ésta son cuatro veces las que llamas por teléfono desde que
salimos de casa de Sussy…
—¿Cómo lo sabes?
—Muy sencillo: Unas veces porque he echado tras de ti. Otras, porque
me lo ha dicho cualquier empleado.
Aleck se mordió los labios. ¡Valiente tontería acababa de cometer! Tanta
precaución, y en lo más sencillo caía. Afortunadamente, Gladys daba al
olvido ciertas cosas, y a tiempo podía ponerse en guardia.
—Por si te interesa saberlo, ninguna mujer tiene nada que ver con mis
llamadas. Se trata de una amigo, un excompañero de escuadrilla, herido
gravemente anoche, y esta tarde ha sido sometido a una difícil intervención
quirúrgica.
—Que no debe de haber salido muy bien, a juzgar por la cara que traías
ahora…
—Acaba de fallecer.
La muchacha pareció impresionada, y ambos permanecieron unos
instantes en silencio. En ese momento trajeron la cena.
—Tan pronto cenemos, si quieres marcharte, por mí no te entretengas.
Sabré volver a casa…
Otra vez él se sintió molesto por la naturalidad con que ella hablaba.
—¡Oye, Gladys! A ver si soy yo quien ha de pensar que eres tú quien
tiene el «compromiso».
Lo dijo de una forma que a él mismo le desagradaba. Por momentos se
sentía más inseguro. Resultaba que ahora que la tenía junto a él le percibía
menos cerca que cuando ambos se hallaban separados.
La esplendorosa risa de Gladys estalló como un puñado de flores que se
abre. El quedó suspenso, viendo aquella risa cómo le brillaba en la frente,
en las mejillas; subyugado por el joyerío de aquellos soberbios ojos; y el
temblor de la hermosa garganta; y el busto, en plena formación… ¡En qué
pocos meses, la chiquilla que había dejado en Inverness se había
transformado en esta sugestiva mujer!
Las palabras de Larmon acudieron a su memoria. ¿No tendría razón el
amigo al aconsejarle que la mantuviera al margen?
Cada minuto que pasaba, la personalidad de Will Levitt crecía de
manera alarmante. Las llamadas de teléfono que Dean había efectuado
aquella tarde, le habían permitido tener conocimiento de los pasos de Levitt.
Parecía imposible que un solo individuo pudiera desarrollar tanta actividad.
En aquellas horas se había estado desplazando sin cesar de un punto a otro
de Londres, deteniéndose apenas linos minutos en cada sitio. Ahora entraba
en un bar, del que salía inmediatamente acompañado de otro individuo que
ya le estalla esperando; marchaban unos instantes juntos, y enseguida Levitt
lo dejaba, para saltar sobre el primer autobús que pasaba. Luego se
introducía en cualquier parque, se agachaba a coger el periódico que se le
acababa de caer a un hombre que, distraído, observaba los peces de un
estanque. O inopinadamente regresaba a la City, cruzaba el umbral de un
suntuoso edificio de aspecto bancario, se metía en el ascensor y minutos
después descendía…
Todos sus pasos aquella tarde habían sido seguidos. También los de
Sussy. Cada uno por su lado parecían moverse bajo la maldición de andar,
andar sin detenerse un momento, como si en el instante en que se
detuvieran su respiración fuera a cesar.
Y mientras, en el último piso de la calle Strap, el «profesor Larmon»,
acompañado de un experto en cerraduras, invadía las habitaciones de Sussy,
revolvía todo, tomaba algunos microfilm y, de nuevo, las cosas en su sitio,
dejaba las habitaciones de la señorita O’Connor sin que al parecer quedase
la más leve huella de su visita.
De un momento a otro podían llegar Sussy y Will. Habían convenido
reunirse en este restaurante. ¿Por qué no inventaba cualquier pretexto, y
alejaba a Gladys del área de Sussy? En último caso, ni ella se negaba, podía
revelarle la verdad…
Por esto, decirle la verdad, sería lo último que haría. Conocía a Gladys
lo suficiente para saber que ella nunca se resignaría a haber servido de
marioneta, y menos todavía en manos de él.
—No pretenderás darme a entender que estás celoso —dijo la
muchacha, cesando un momento de reír, pero todavía con el brillo de risa en
los labios y en los ojos—. ¡Sería delicioso!
—Pues sí… Estoy celoso…, terriblemente inquieto de que sólo nos
queden unas horas de permanecer juntos. Eres demasiado hermosa, Gladys,
y los días que se avecinan demasiado convulsos para no temer… ¡No
debiste separarte de tus padres!
—No digas tonterías. Yo no podía resignarme a permanecer pasiva
mientras todo amenaza hundirse. Lo que me duele es que la aportación que
yo pueda hacer a la salvación de nuestra patria, sea tan insignificante.
¿Quieres que te revele una cosa? Casi me disgusta que hayas dejado la
Aviación. Me doy cuenta ahora de que toda mi antipatía a los aviadores no
era más que envidia… Posiblemente haga una solicitud para ingresar en las
Fuerzas Aéreas… Me gustaría que me encargasen una misión difícil, cuya
realización hiciese torcer los acontecimientos… ¿No crees que en una
empresa así sería bello morir? No te rías, Aleck… Es posible que tú no me
entiendas.
—Es posible —convino escuetamente él.
¿Por qué no aprovechaba el momento para declararle que ya se hallaba
desempeñando esa misión difícil? Por un instante pareció que iba a hacerlo.
Ya había extendido una mano, cogiendo una mano de ella.
—Escucha: He de decirte…
—¡Por fin! —exclamó ella.
Y por la dirección que señalaban sus pupilas, Aleck comprendió, sin
necesidad de volverse. Will y Sussy acababan de llegar.
Solamente se equivocó en una cosa: En que en vez de dos, apareció
Sussy únicamente.
—¿Cómo va nuestra pequeña escocesa? —preguntó Sussy, en el
momento de sentarse.
Desde el primer instante, a Aleck le pareció que la alegría de O’Connor
era simulada. Como si la misma sombra que Dean tenía en su imaginación
la viese proyectada en Sussy, se le antojó que ésta se debatía por
desprenderse del teniente Lund. Era seguro que ya conocía su muerte. ¿Qué
parte le correspondía en aquel asesinato?
Sabía que ella todavía se hallaba en su casa cuando murió el teniente.
Pero eso no impedía que una orden emanada de ella, o de Will, hubiese sido
la causa de que la aguja venenosa se clavase en el brazo del teniente de
tanques.
Conocía, por Larmon, cómo se rompió el espejo; cómo se hirió Lund.
Larmon, desde su cuarto, había oído de pronto pasos precipitados en la
habitación. Oyó la voz de Sussy clamando: «¡Lund! ¡No lo hagas! ¡Estás
loco!».
Larmon no veía nada. La luz estaba apagada, de pronto se oyó un
disparo. Sonó un quejido, y estallido de vidrio. Se encendió la luz. En un
extremo de la habitación se hallaba Sussy, apretándose con los dos puños
cerrados las sienes, mirando al suelo, en la dirección en que estaba el
tabique a través del cual espiaba el «profesor». Dos oficiales jóvenes
acababan de entrar y se lanzaron a un lado de la habitación, en la dirección
en que miraba Sussy.
Vio cómo incorporaban el cuerpo de otro oficial joven. Cómo lo
sentaban y le vendaban una herida que tenía en el cuello. Y enseguida se lo
llevaban, cogido entre los dos, «no te preocupes, Sussy —dijo uno, al salir
—. Está borracho». «¡No volváis más por aquí!» fue la despedida de la
señorita O’Connor.
Aleck recordó la investigación que Larmon había detenido el día antes,
para dejar que los que habían intervenido, se confiasen, y si en todo aquélla
había un doble asunto llegase a traslucirse; pero ahora por precisión las
averiguaciones tendrían que seguir su curso normal. Llegarían al piso de la
O’Connor. ¿Estaba ya Will advertido? Era de suponer que sí y que ya
habría trasladado su centro de operaciones. Era un verdadero tropiezo.
Aunque Larmon pudiese conseguir que la investigación no pasase del
hospital, Will se encontraría de igual modo lleno de recelos, y levantaría el
vuelo.
Todo lo planeado por Aleck se venía al suelo. Y esto le puso de un
humor pésimo. Apenas oía las explicaciones que Gladys le daba a Sussy de
los sitios de Londres que habían visitado aquella tarde.
Y de súbito, lo más inesperado, algo que rompía el pacto que tenía
establecido con Sussy, ocurrió. Aquella mañana, cuando apareció en el piso
de la señorita O’Connor, en la conversación preliminar que sostuvo con ésta
y Will, deslizó que tenía influencia en la Bolsa de Trabajo, y que podría
sostener la orden de traslado. Will enseguida se enganchó. Le interesaba
que Sussy permaneciese unos días en Londres, tanto como a Aleck pudiese
interesarle Gladys. Aleck prometió hacer cuanto pudiese, a condición de
que guardaran silencio.
Y ahora, en el momento en que Gladys se hallaba en plena relación de
lo que había visto en la gran ciudad, Sussy la interrumpía para dirigirse a él
con esta pregunta:
—Oiga, Aleck: ¿Ha gestionado ya algo en la Bolsa de Trabajo?
Éste la miró estupefacto.
—¿Qué?
—Preferiría que no hiciese rada… por lo menos en lo que se refiere a
mí —siguió la O’Connor, como no dándose cuenta de la extrañeza del otro
—. Claro que eso no impide que si Gladys prefiere quedarse…
La muchacha, enseguida se cogió:
—¡Explica eso, Sussy! ¿Qué es lo que Aleck tiene que hacer en la Bolsa
de Trabajo?
—En nuestro caso, puede hacer mucho… Desde luego, parece que tiene
mano. El que tú hayas venido a alojarte en mi casa, se debe a él.
Y cosa extraña: Pasado el primer momento de sorpresa producida por la
intempestiva pregunta de Sussy, esto último, con ser más importante,
apenas si le impresionó. Su imaginación se había lanzado desbocada,
saliendo al paso de todos los acontecimientos. Si Lund había muerto de
aquella manera anormal, era porque los interesados en que pereciera tenían
poder para desenvolverse con toda libertad dentro del hospital. Nada tenía
de extraño que esta influencia existiese en otras dependencias del Estado.
Lo único sorprendente que había en aquello, era que Sussy no se lo
callara. ¿Qué fin perseguía? ¿Simplemente hacer que Gladys se volviera
contra Aleck? No. El asunto era demasiado serio para que ella tuviera
humor, de entretenerse en aquellas nimiedades.
Aleck no se entretuvo en disimular. Mirando de litio en hito a Sussy,
manifestó:
—Me gustaría saber por qué ha dicho usted eso, señorita O’Connor.
Su mirada era acerada, en la que podían leerse todas las amenazas. En
Sussy surtió efecto.
—Vamos, Aleck, veo que no sabe usted resistir una broma —dijo
evasiva, soltando una carcajada.
—No lo crea —repuso, rápido, Dean—. En este caso, me he limitado a
hacerle una pregunta y a mirar a usted. ¿En qué consiste mi falta de humor?
—Me ha mirado usted de un modo —rió Sussy— que me ha dado
miedo.
—La actitud asustadiza no le va. ¿Qué hay, en realidad, tras ese temor?
Gladys, con el semblante alterado y dejando asomar a los ojos la viva
ansiedad que la dominaba, permanecía callada, observando a los dos.
—¡Por favor! Demos por terminado este asunto —pidió Sussy, con
apagada voz.
Will Levitt se hallaba ya a dos pasos de la mesa.
—¿Qué tal se ha dado el día? —preguntó jovialmente.
—¡Estupendo, amigo Levitt! —contestó Dean.
—Pero muy fatigoso —manifestó Gladys, con gesto de verdadero
cansancio—. Estaba deseando que usted llegara para proponerles regresar a
casa.
—Daremos tiempo a que la señorita O’Connor y Levitt cenen; ¿no
crees? —sugirió Dean, esforzándose por disimular la sorpresa que la
repentina decisión de Gladys le había producido.
—Por mi parte les agradezco esa atención, pero ya he cenado… ¿Y tú,
Sussy?
—También.
—En ese caso —insistió Gladys, gravemente— renuevo mi proposición
de regresar a casa.
—¿Te ocurre algo, pequeña? —inquirió Sussy, aunque ya suponía cuál
era el malestar de Gladys.
—Lo suficiente para que yo no sienta ningún deseo de permanecer aquí.
Aleck creyó necesario abreviar. Empezaba a ver en el confuso
comportamiento de Sussy. La manera con que pidió que cesaran en aquel
asunto, más la llegada de Will, le dieron a entender que Sussy perseguía un
propósito al margen de Levitt. A poco que forzaran a Gladys, ésta diría
claramente a qué obedecía su deseo de retirarse.
—Sí. Vámonos —resolvió Aleck.
Apenas hubo mostrado su asentimiento, temió que Gladys reaccionara
en contra. Era lo que siempre solía hacer. Pero esta vez la muchacha
permaneció callada, y, como si se hallase profundamente pensativa, se
levantó, sin mirar a nadie, y de pie permaneció aguardando a que todos
estuvieran dispuestos para salir.
Aleck la cogió de un brazo. Al sentir el contacto del hombre, la
muchacha inició un ademán de rebeldía, pero enseguida se contuvo.
Próximo al restaurante había una estación del metro. Si se encajonaban
en el vehículo subterráneo, Aleck no iba a tener oportunidad de poder
hablar a solas con Gladys, antes de llegar a casa. La noche era bastante
suave. Muy cerca tenían el Támesis, y Aleck propuso acercarse a él,
paseando.
—Montaremos en la próxima estación —dijo, al tiempo que presionaba
en el brazo de Gladys.
¿Se habría ella dado cuenta de la gravedad de la situación? Parecía que
no. La presión de su mano sólo sirvió para que aquel movimiento de
rebeldía iniciado momentos antes ahora estallase en una voz seca:
—¡Suélteme! ¿Sabes que me molestas?
—Mal andamos de nervios —comentó Levitt, detrás de ellos.
—Sí —declaró Aleck—. Ya me extrañaba que en toda la tarde no
hubiésemos disentido en nada.
—Después de todo, no puede usted quejarse. Unas horas de armonía
con una muchacha como Gladys, es un precio bastante elevado respecto al
simple hecho de cambiar de uniforme —agregó Will, con matiz de voz
confuso.
Hacía unos momentos que habían empezado a sonar las señales de
alarma. Los puntes de luz quedaron borrados, en tanto a lo alto se erguían
las lanzas de los reflectores buscando el matute de las nubes. Hacia las
bocas del metro comenzaron a volcarse varios ríos de sombras.
Gladys se había quedado mirando al espacio, y de pronto exclamó:
—¡Esto es hermoso… tal vez porque uno no puede apartar la idea de
que también es terrible! ¿Nos acercamos al Támesis?
Ahora fue ella la que se cogió al brazo de Aleck. Pero éste apenas se dio
cuenta. Echaron a andar sin casi él poner nada de su voluntad. Pensaba en
las últimas palabras de Levitt, Aquello iba ya tomando el cariz que él
prefería. Pronto el disimulo se haría necesario. Primero fue Sussy quien
pinchó. Ahora, Levitt. ¿Con qué fin buscaban que saltara? ¿Sabían en
realidad quién era él, o sólo eran meras sospechas?
Decidió utilizar la misma táctica que ellos: inquietarles con palabras de
doble sentido, teniendo siempre la retirada dispuesta.
Sé hallaban ya próximos al rió. Por momentos eran más escasos los
transeúntes, y, en la obscuridad de la noche, la silueta de los edificios, con
el agorero fondo de las señales de alarma, adquiría un trazo fantasmagórico.
Se metieron por una callejuela que separaba dos grandes manzanas de
casas, y tras de cruzar un solar lleno de cascotes, se detuvieron junto a las
piedras viejas que bordeaban el río. Desde allí se abarcaba la soberbia
estampa de la noche londinense, tendida a lo largo del inmenso río, y en lo
que una ráfaga de alarma estremecía los juncos de sus reflectores.
—Oiga, Levitt: Hay algo en usted que me llama la atención desde el
primer momento —empezó a decir Aleck, procurando un tono ligero.
Se hizo un profundo silenció. Fue en ese momento cuando allá lejos,
empezó a concretarse el bordoneo de los motores de aviación.
—¿Qué es ello? —inquirió Will, acercándosele.
—Su preocupación… Siempre que le oigo, me da la sensación de que se
empeña usted en estropear su perfecto inglés, sin conseguirlo. ¿De qué parte
es usted?
Will soltó la carcajada.
—Tiene usted un oído muy fino, amigo Dean. Son muy raros los que
me han hecho esa observación en toda mi larga vida, pero el hecho existe.
Mi pronunciación del inglés es algo artificial… Lo aprendí bastante tarde.
—Pero ¿no es usted inglés?
—Desde luego lo soy —respondió Levitt, tranquilamente—. Pero eso
no obsta para que mi infancia se haya desarrollado entre gente que no sabía
un ápice de nuestro idioma. Si cuando lleguemos a casa está usted dispuesto
a escucharme, le referiré mi pintoresca infancia… y estoy casi seguro de
que no se aburrirá.
—También lo creo yo así —asintió Aleck.
Primero fue la sensación de que el aire buscaba sitio, valiéndose de los
codos; luego ya fue un empujón brutal, y enseguida una avalancha de
gigantes que huye, y hace temblar las casas, el suelo… Surgieron
llamaradas inmensas y se produjeron explosiones alargadas. La noche
empezó a desprenderse de los cintajos de los reflectores, y su túnica azul se
llenó de desgarrones.
Los cuatro se habían echado al suelo, buscando el reguero que formaba
el pretil y el solar. Las explosiones se producían en su mayoría a lo largo del
río. Todo lo más a un centenar de metros de donde estaban ellos, un elevado
edificio se empenachó de llamas. La ola de aviones pasó sobre el grupo de
Aleck, siguiendo la pauta del Támesis.
El resplandor de las llamas alcanzó el sitio en que se hallaban los
cuatro. Se percibía otra oleada de aviones acercándose, pero Aleck se
incorporó:
—¡Vámonos de aquí!
Por casualidad había vuelto la cabeza a un lado, cuando vio surgir la
llama de un disparo. Sin detenerse a pensar se echó al suelo. Lo hizo
cuando ya la bala había silbado en torno a su cabeza. Otros dos plomos
pasaron un poco más abajo.
Aleck se hallaba separado del grupo unos cuarenta metros, y fuera del
reguero. De un salto volvió a incorporarse, y en dos zancadas se apartó de
la zona de luz producida por el próximo incendio. Pegándose a un montón
de cascotes, durante unos segundos quedó mirando en la obscuridad, dónde
dos formas difusas parecían moverse, avanzando hacia él con toda cautela.
Allá en el reguero, Gladys se había medio incorporado, y gritaba llamando
a Aleck.
En ese momento fue cuando Dean disparó. De su mano derecha
brotaron varias llamas seguidas. Allá delante se oyó un quejido, y las dos
formas retrocedieron, quedando pronto engullidas por los montones de
escombros.
En lo alto, todo parecía hendirse por el imponente vibrar de los aviones.
Al otro lado del Támesis, una barrera de llamas erguíase cada vez más alta
y más extensa, y sobre el agua proyectábase un inquieto festón de oro y
sangre.
Aleck había vuelto a situarse junto a los otros.
—¡Vámonos de aquí! —indicó, con voz ronca.
Había cogido a Gladys de un brazo, procurando permanecer lo más
cerca posible de Levitt.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó éste, con una tranquilidad
verdaderamente insólita.
—¡Nada, ya lo ve! ¡No se entretengan!
Sussy y Will echaron a andar, y a un paso de ellos.
Aleck y la muchacha. Cruzaron rápidamente la zona iluminada por el
incendio. Atravesaron un callejón que parecía alumbrado por un sol rabioso
y donde el calor se hacía por momentos más irresistible. Desembocaron en
una ancha calle, en la que veíase gente correr hacia los edificios
incendiados. Allá abajo oyó el tintineo de las ambulancias, y cuando el
grupo ya había cruzado la calle, pasaron como un turbión los potentes
coches del servicio contra incendios.
Los cuatro quedaron unos momentos parados en una esquina, como
subyugados por el imponente espectáculo. Por las huellas coloreadas que se
proyectaban en el espacio, podían adivinarse las incontables llagas abiertas
sobre el viejo Londres. Los cuatro, callados, diríanse absorbidos por la
belleza del momento. Eran los primeros aldabonazos todavía. El feroz blitz
aún no había dado comienzo.
—¡Hitler se equivoca esta vez! —comentó Aleck, procurando contener
su cólera— ¿fijo? Los ojos en Levitt.
Éste se había vuelto a mirarle. Sus pupilas tenían vivos cabrilleos tal vez
por reflejos de las llamas, o por una gran alegría interior, que buscaba
escape por los ojos.
—Esos golpes sólo van a servir para que Inglaterra tenga las puertas
mus cerradas —añadió, apuñalando con la mirada al agente nazi—. ¿Usted,
qué opina?
—Puede —murmuró Levitt. Y enseguida, dirigiéndose a Gladys—:
¿Sigue gustándole el espectáculo?
—Posiblemente les dé horror mi manera de ser —respondió Gladys, con
una serenidad tan sorprendente como la de Levitt—, pero me satisface que
me haya tocado en suerte vivir estos momentos.
—A mí no sólo no me horroriza, sino que me entusiasma que usted
sienta así —comentó el nazi—. ¿Y usted, Dean?
—Yo me siento ferozmente alegre, amigo Levitt… porque estoy
convencido de que un día se devolverán las tornas.
Gladys, como si se acordara de pronto de la agresión de momentos
antes, se puso delante de Dean, mirándole con ahínco.
—¡Aleck! ¿Crees que los disparos iban dirigidos a ti?
—Yo era quien se hallaba de pie… Pero dejemos esto ahora. ¿No
pensabas volver a casa? La señorita O’Connor será tan amable que nos
prestará su domicilio para que esta velada se prolongue. Levitt y yo hemos
de hablar. —Y como éste se le quedara mirando, Aleck agregó—: De su
infancia, ¿no se acuerda?
CAPÍTULO V

EN EL CERCO

De la forma que habían ido desarrollándose las cosas, el plan trazado al


principio había que desecharlo. Gladys debía ser apartada. El cerco discreto
que Aleck y Larmon habían levantado en torno a los agentes nazis, de un
momento a otro debía pasar a una ofensiva declarada. Nada había a hacer,
sino precipitarse a capturar al mayor número posible de «eslabones».
La muerte del teniente Lund había sido el primer contratiempo. Luego,
parecía que el llamado Will Levitt disponía de más resortes que lo
calculado. Las reticencias habidas aquella noche, habían dado a entender
que Levitt no ignoraba que el «Intelligence Service» le preparaba la trampa.
Cuando regresaban a casa de Sussy, Aleck tenía casi la seguridad de que
Will no se atrevería a subir. Inventaría cualquier pretexto para marcharse.
Entonces Dean no vacilaría en detenerle. Ni siquiera dejaría esa misión para
los agentes apostados en torno de la casa.
Pero llegaron a la calle Strap sin que Will hiciera nada de lo que Aleck
presentía. La ciudad se hallaba bajo la segunda alarma de la noche. La calle,
completamente solitaria. El portal de la casa en que vivía Sussy, abierto.
Atravesaron el patio, en uno de cuyos ángulos se veía un grupo de vecinos,
hablando en voz baja.
—¡Vaya! La señorita O’Connor va a ser ametrallada por sus vecinos —
bromeó Levitt, aludiendo a la inquina que le tenían por las visitas
intempestivas que recibía, y en las que abundaba la gente de uniforme.
Aleck procuró quedarse rezagado. Subiendo los últimos tramos rompió
a hablar, en voz bastante alta. Con el pretexto de pasarle a Gladys el
mechero para que se alumbrara mejor, la nombró dos veces. Al llegar al
último descansillo, en las habitaciones que enfrentaban con las de Sussy, se
oyó toser. Aleck también sintió deseos de bromear.
—Según parece, no somos solos. Queda otro vecino que no teme el
bombardeo.
—¿Para qué? —repuso Sussy, al tiempo que intentaba meter el llavín en
la cerradura—. Es un pobre enfermo… ¡Da miedo verlo!
Aleck sonrió. El «profesor Larmon» había buscado tal vez una
caracterización demasiado llamativa. ¡Y aquella irritante tos! Aleck la
asoció con los últimos estertores del «Cascarrabias Mike».
Con las maderas de las ventanas cuidadosamente cerradas, y además
una cortina por encima, encendieron las luces. Aleck procuró que se
reuniesen en la habitación del espejo roto. Todavía estaban los trozos de
cristal por el suelo.
Sussy y Gladys pasaron a las otras habitaciones. Sussy tardó poco en
volver. Halló a los dos hombres, sentados uno frente al otro, encendiendo
un cigarrillo. Will parecía muy animado.
—¿No deseaba usted que le refiriera mi pasado? —preguntó
alegremente, sosteniendo el cigarrillo con los labios y mirando con les ojos
entornados a Dean.
—Casi me —interesa más su presente— contestó Aleck, adoptando una
actitud todavía más socarrona.
—Un paso tras de otro. Para llegar a este piso, hemos empezado por el
primer escalón.
—Las circunstancias obligan a veces a ir en saltos.
—Pero ahora no nos hallarnos en esa premura, amigo Dean. El
bombardeo nos brinda unas horas de desvelo que muy bien podemos llenar
con nuestras confidencias. Por ejemplo, yo tengo gran interés en conocer de
usted ciertas cosas que no están del todo claras. Y una de ellas voy a
planteárselas aprovechando el momento en que Gladys no está presente.
¿Por qué dice usted que no está en la aviación?
—Por lo mismo que usted se hace pasar por Will Levitt —contestó,
tranquilamente, Dean.
El otro permaneció impasible. Si acaso, acentuó un poco la sonrisa que
desde el principio tenía en los labios.
—Es usted amigo de lo confuso. Le pido que me aclare una duda, y
ahora me plantea otra más. ¿Qué le ha inducido a pensar que yo no soy Will
Levitt?
—Muy sencillo, que hace cuarenta y ocho horas que Will Levitt se ha
escapado de un campo de concentración, y ha comunicado esta misma tarde
desde París con Londres.
Y al tiempo que decía esto, Aleck se levantaba y retrocedía unos pasos,
de forma que Sussy y el nazi quedasen bajo su control. Tras el tabique sonó
la carraspeante tos.
El falso aviador inglés seguía sentado, una mano caída sobre un brazo
del sillón y la otra levantada, dándole vueltas al cigarrillo que tenía en la
boca. Continuaba con su sonrisa enigmática, y no apartaba los ojos de
Dean.
—En muy potó tiempo han ocurrido demasiadas cosas para que esta
farsa se prolongue —siguió diciendo Aleck—. Ustedes no han tenido
inconveniente en darme a entender que conocían el cerco que les hemos
puesto. Los disparos de esta noche iban dirigidos a mí. Una manera bastante
convincente de decirle a uno que se aparte. ¿Qué conseguía usted con eso?
Calló, pero el otro siguió en la misma actitud de antes. Sussy,
intensamente pálida, hundía los trémulos dedos en el respaldo de un sillón.
Hacía unos instantes que habían comenzado de nuevo las explosiones. Se
oyeron al principio bastante lejanas. Luego reventaron tan cerca, que todo
vibró, y pareció que la casa, convertida en barro tierno, se encogía en
sacudidas de miedo.
Gladys apareció de pronto, cargada con sus maletas. Al verla Aleck,
aprobó:
—¡Perfectamente! —Y levantando la voz—: ¡Gladys va a salir!
Se oyó, alejándose, la carraspeante tos. Fueron estos unos segundos en
les que Aleck se distrajo. Cuando vino a darse cuenta, Will ya le apuntaba
con su pistola.
—¡Gladys! ¡No se mueva del sitio! ¡Y usted, Dean, mire lo que hace!
Aleck se cruzó de brazos.
—Todo eso es inútil ya, Will. Dentro de unos instantes, este sitio estará
invadido por agentes. La voz de atacar ya hace rato que se ha dado.
—No importa —replicó el nazi, irguiéndose y haciendo asomar a sus
ojos una extraña luz—. Conseguirán poco. Ya hace horas que me he dado
cuenta de que me movía dentro de una jaula.
—¿Y cómo no intentó escapar? Se ha pasado usted la tarde moviéndose
en una reducida área, cuando Londres es extenso… y usted es ducho en
atravesar extensas zonas enemigas, aun de noche.
—Tenía por precisión que volver aquí. Sé que me esperaban y he
aguardado a hacerlo con ustedes… por lo menos con esa muchacha. Ella va
a ser mi salvoconducto. Si alguien intenta entrar, usted mismo se encargará
de dar la voz para que no lo hagan. ¡Gladys! ¡Tenga la bondad de abrir la
maleta grande!
Y como la joven, sorprendida, vacilara unos momentos, la voz del nazi
restalló, seca:
—¡Obedezca! ¡Pronto!
Gladys se inclinó para hacer lo que le habían mandado. Ya había
empezado a desabrochar las correas, cuando Sussy, situada a unos pasos de
Will, se lanzó sobre la mano que empuñaba la pistola, desviándola. Salió un
disparo que fue a empotrarse en la pared, cerca del espejo roto.
Aleck no Ib pensó siquiera. De un prodigioso salto lanzóse sobre el
nazi, al tiempo que éste se disponía a disparar contra Sussy. Rodaron los
dos hombres, primero contra el viejo diván, que al choque quedó volcado,
produciendo un formidable crujido.
Luego, estrechamente abrazados, como si con aquel anillo ambos
pretendieran estrujarse, permanecieron unos segundos inmóviles. Fueron
unos segundos en los que a los ojos de ambos acudió toda la intensidad
dramática, el feroz odio que aquel crucial momento histórico que les había
tocado, vivir, había encendido en ellos. En aquella rápida mirada, ambos
parecieron apuñalarse, lanzarse al rostro una bocanada de fuego.
Comenzaron a rodar sobre el pavimento. Tan pronto una mano se
soltaba, se convertía en formidable maza que se ponía a golpear con
impulso incontenible el cuerpo del contrario. Debatiéndose
desesperadamente, en sacudidas que parecían coletazos de fiera agonizante,
fueron a parar al sitio donde se hallaban esparcidos los fragmentos del
espejo. Centenares de trocitos de cristal cantaron los movimientos de
aquellos dos hombres, pulverizando su lucha. Aquellos fragmentos de
espejo no hacían más que repetir el mismo fenómeno que en aquellos
instantes se estaba produciendo en todo el planeta. Los partes diarios, el
apunte periodístico no harían más que cantar partículas pequeñísimas de la
colosal tragedia que en aquellos momentos asolaba al mundo. Allí, en el
último piso de una vieja casa emplazada en la calle Strap de un Londres
ahogado en la obscuridad, azotado impunemente por golpes ciegos que
hacía brotar sangre de llamas, dos hombres se debatían, buscaba uno la
destrucción del otro, obedeciendo al mandato de aquel histórico minuto.
Los golpes y los vidrios habían empezado a hacer sangrar. Una vez los
dos habían conseguido incorporarse. Un fulminante puñetazo de Aleck hizo
que Will alcanzado en pleno rostro, lanzase un rugido en el que el dolor y la
rabia iban mezclados. Retrocedió, tambaleándose, y su espalda chocó
pesadamente contra uno de los tabiques. Como si este choque hubiese
acrecentado sus fuerzas, rebotó, embistiendo a Dean con tan enorme furia,
que los dos volvieron a caer, pero ahora sin que uno ni otro pudieran
sujetarse los brazos, ni parar los golpes. Manaba la sangre en ambos rostros,
los resuellos eran cada vez más angustiosos, pero ninguno de los dos cedía.
Sin embargo, el tiempo transcurrido desde que comenzó la pelea, había
sido brevísimo. Había sucedido como si una ráfaga de huracán hubiese
aparecido de pronto, trastocándolo todo. Sussy y Gladys apenas si habían
tenido tiempo de moverse de su sitio, y casi no habían reaccionado todavía
de la emoción del momento, cuando vieron que los dos hombres se ponían
otra vez de pie. La lucha era ya tan ciega, que ambos contrincantes apenas
si conseguían esquivar los mortales golpes.
Hasta que, por fin, la ventaja comenzó a crecer de manera arrolladora en
una de las partes. La iniciativa residía ya toda en Aleck, y Will se limitaba a
cubrirse de una manera más bien instintiva, y a retroceder. Hubo un
momento en que, con la espalda pesada a la pared, pareció renunciar a
seguir peleando. Con ojos turbios, cercados por los regueros de sangre que
se le desprendían de la frente, permaneció unos instantes mirando a Dean.
Su robusto tórax se abombaba en respiraciones profundas y violentas. El
angustioso silencio en que todo había quedado, se hizo más dramático por
el fragor de lejanas explosiones.
De pronto. Gladys lanzó un grito:
—¡No, Sussy! ¡No!
Y al tiempo que relanzaba sobre ella, del arma que sostenía Sussy salían
dos disparos. Gladys, emitiendo una lastimera exclamación, se quedó
inmóvil, y cubriéndose el rostro con las manos, pareció concentrarse,
buscando la salida a los sollozos que amenazaban ahogarla.
—¡Sussy! ¡No debió hacerlo! —reprochó una fosca voz de hombre.
Gladys se estremeció.
—¡Aleck!
Apenas pudo dar dos pasos. Tan profunda era la conmoción sufrida
segundos antes, que la joven tuvo que permanecer casi en el mismo sitio,
agotada. La misma maravilla de la sorpresa pareció inmovilizarla más.
Aleck no se dio cuenta de los angustiosos segundos sufridos por Gladys,
fin los que la Joven creyó que los disparos habían sido dirigidos a él. En
aquellos decisivos momentos era otra cosa la que abarcaba toda su atención.
Acababa de coger a Sussy de una muñeca, obligándola a que soltara el
arma.
—¿Por qué ha disparado? ¡Ese hombre me interesaba vivo!
O’Connor le miró en silencio. Luego, con un gesto le indicó el cuerpo
de Will, que había quedado de cara arriba, frente al espejo sin luna. Su
cuerpo permanecía exageradamente estirado, cuadrándose por vez última y
definitiva ante la muerte.
—Mírele los pies —murmuró Sussy.
Algo emergía de la punta cíe las enormes botas del muerto. Aleck se
acercó. Eran dos pinchos, dos agujas hipodérmicas cuyo resorte descubrió
Dean enseguida, desabrochando una de las betas. Presionando con los
dedos de los pies, la aguja asomaba en el momento preciso, y una presión
intermitente del dedo pulgar hacía que la aguja destilase un fulminante
veneno.
—Cuando se arrimó a la pared, vi que se preparaba… Hubiera acabado
con usted enseguida —dijo Sussy, dejándose caer en un asiento,
completamente agotada.
Gladys corrió hacia ella, y, echándole los brazos al cuello, los sollozos
que hasta ese momento se habían resistido, irrumpieron con fuerza.
Afuera se oyó el ruido de un mueble. Aleck amartilló la pistola, y dio
unos pasos en dirección a la puerta.
—¡Larmon! —gritó.
Afuera respondió la tos seca, irritante, del «profesor». Apareció en la
puerta, seguido de otros dos hombres, todos armados.
—Los disparos han puesto inoportunamente nervioso al experto, y no
conseguía abrir —manifestó Larmon, al tiempo que con una rápida mirada
se percataba de la situación—. ¡Vaya! ¡Nos hemos quedado sin cabeza!
Sussy y Gladys se habían soltado, y con los ojos todavía llenos de
lágrimas, miraban a los recién llegados. En realidad, a quien únicamente
miraba Sussy era al «profesor» de rostro pálido, el vecino enfermo «que
daba miedo verlo».
Tras haber referido Aleck lo ocurrido en la orilla del Támesis y las
palabras de doble sentido habidas hasta el momento en que entraron en la
casa, terminó:
—Will dijo que algo que había dejado aquí le obligaba a volver. De lo
contrario, hubiera intentado huir, así que se dio cuenta del cerco. En el
registro que practicaste aquí, ¿has encontrado algo que valiera la pena,
Larmon?
—AI parecer, nada que tenga un valor tan elevado como para que Will
necesitase correr el riesgo de volver por recuperarlo. Ni siquiera se
encuentran aquí las dos emisoras.
—Se sabe el punto exacto donde han sido dejadas —declaró Dean—.
Una la ha llevado Will. La otra, Sussy…
Y al decir esto, Aleck desvió la mirada para no encontrarse con los ojos
de la señorita O’Connor.
—¡Gladys! ¡Tu maleta! —exclamó, recordando de pronto.
Permanecían las dos maletas en el mismo sitio donde la joven las había
dejado, en el momento en que Will la conminó a detenerse. La más grande
tenía las correas desabrochadas, pero permanecía todavía cerrada.
—¿Qué podría buscar aquí? —preguntó Aleck en alta voz, en tanto
procedía a abrirla—. ¡Larmon! ¿Registraste tú las maletas de Gladys?
El rostro pálido del «profesor» pareció colorearse.
—No… Y mi delicadeza en este caso no ha sido más que producto de
mi idiotez. Es seguro que Will ha puesto ahí lo que buscamos.
Todo cuanto contenía fue sacado y examinado cuidadosamente. Eran
prendas de vestir que Gladys fue reconociendo, una por una, como suyas.
Miraron la maleta por todos los lados. Intentaron despegar el forro. Aleck,
no pudiendo contener su impaciencia, se puso en pie. Con pasos lentos fue
acercándose a la señorita O’Connor.
—Sussy, ¿usted es inglesa? —preguntó, procurando dulcificar su voz.
—No —respondió ella rápidamente, como si ya esperase la pregunta.
—¿En nada se siente ligada a Inglaterra?
La joven no contestó. Con la mirada fija en un punto indeterminado,
pareció quedar removiendo recuerdos. Y parecía que el bombardeo, que aun
persistía, pero muy lejano, suscitase en la memoria de Sussy recuerdos de
horror, porque de pronto, cubriéndose la cara con las manos, empezó a
sollozar. Gladys saltó a su lado, y como una fiera miró a Dean:
—¡Aleck! ¡Como intentes perjudicar a Sussy!…
—¡Cállate! —cortó él, verdaderamente frenético, queriendo dominar a
gritos la emoción que le poseía—. ¿No ves que quiero ayudarla?
Hizo una pausa, para enseguida agregar, con voz cambiada:
—Oiga. Sussy. Sabemos cómo Will la trató, apenas llegar. ¿Por qué no
se pone decididamente de nuestro lado? Esto remediará en mucho lo que
usted haya podido hacer antes.
De muy lejos pareció llegar la voz de la mujer, al decir:
—Para mí… ¡ya todo está perdido!
Dean iba a replicar, pero se contuvo, dejando que la joven se
tranquilizara abrazada al cuello de Gladys. Cuando el llanto hubo
disminuido, Aleck prosiguió:
—En nombre de todos los que estamos aquí, le prometo que nada que
pueda haber en su favor será escamoteado. Y por mi parte, le pido que me
conceda un mínimo de confianza de que haré lo imposible por salvarla. No
haré más que corresponder con una pequeñísima parte al riesgo corrido por
usted al salvar a Gladys. Tampoco olvidaré lo que usted intentaba
revelarnos en el restaurante, cuando llegó Will.
Dejó un breve silencio, y añadió:
—Créame, póngase decididamente de nuestro lado, como nosotros,
todos, ya estamos al de usted.
—Lo que ustedes buscan —comenzó a decir Sussy, con voz ronca—
está escrito con tinta invisible en las prendas de seda de Gladys. Es el nuevo
código secreto con que teníamos que comunicarnos con la Abwleh.
CAPÍTULO VI

SUSSY SE ENTREGA

Durante, unos días, Aleck apenas si tuvo ocasión de ver a Gladys. Las dos
veces que se encontró con ella fue precisamente en uno de los
departamentos del «Intelligence Service», donde Sussy permanecía en
calidad de detenida. Dean había conseguido para la joven O’Connor toda
clase de consideraciones, pero eso no impedía que su situación continuase
siendo comprometida.
El servicio de contraespionaje inglés es ducho en utilizar agentes
«dobles», esto es, emplear contra el enemigo sus propios agentes. Esto es lo
que en un principio se creyó fácil hacer con Sussy.
Al primer momento, Aleck aconsejó a la muchacha en este sentido. Lo
hizo de buena fe, más por el deseo de ayudarla que por sacar provecho de
su colaboración. Pero pasados los primeros instantes, Sussy adaptó una
actitud tan cerrada, que todos los proyectos se vinieron abajo. No sólo se
segaba a colaborar, sino a hacer más confidencias.
—La causa nazi no me importa lo más mínimo —declaró, fríamente—.
Por ello les he entregado el código secreto. Pero no me pidan que ahora
«trabaje» para ustedes. Me sentiría doblemente abyecta.
—Esa elegancia moral desentona un poco en un espía —comentó uno
de los oficiales que intervenían en el interrogatorio.
—¡Guárdese los comentarios! —cortó secamente el coronel que llevaba
la dirección del asunto, un hombre de bastante edad y ojos bondadosos—.
Señorita O’Connor, ¿cómo teniendo esos escrúpulos se prestó usted a servir
una causa hostil al país en el cual reside casi toda la vida?
—Mi vida no ha sido todo lo regular que yo hubiera querido —confesó,
sinceramente, la joven—. Cuando me di cuenta, ya me hallaba demasiado
hundida. Quise retroceder, pero no pude. Mi huida era la perdición de otros.
Únicamente cuando apresaron ustedes las dos emisoras, vimos alguna
posibilidad de escapar. Yo pedí trabajo como voluntaria. Otros hicieron lo
mismo. Queríamos desaparecer, sin dejar huella. La llegada de Will lo
impidió. Pero el que yo haya impedido que Will sacrificase a una inocente
muchacha no es motivo para que yo ahora perjudique a otros desgraciados
como yo, que la única posibilidad que tienen de escapar es que yo no les
traicione.
—Está bien —dijo el coronel—. Posiblemente no será necesario que
usted denuncie, a sus compañeros, una cosa sí interesa que nos aclare: lo
ocurrido con el teniente Lund.
—Nada más puedo decirle que era un oficial tan lleno de vicios como
otros muchos que he conocido.
—Tenía usted tendencia a conocer lo peor —no pudo evitar decir, con
bastante aspereza el coronel.
—Ellos también. Mutuamente nos buscábamos.
—¿Qué fin perseguía usted?
—Informes.
—¿Consiguió muchos?
—Todos los que me propuse. —Aunque he de reconocer que la mayoría
de ellos luego han resultado falsos.
Y como Sussy sorprendiera en el oficial que antes comentó
irónicamente su actitud, una sonrisa de triunfo, Sussy se apresuró a
manifestar:
—Muchos de esos informes falsos eran facilitados como buenos, porque
los mismos que me los daban los consideraban así. Esos hombres han sido
tan alocados como lo he sido yo, cuando caí en la red nazi.
—Hablemos del teniente Lund —atajó el coronel—. ¿Qué es lo que
sucedió la última noche que estuvo en su casa?
—Que estaba borracho. Al día siguiente tenía que partir para el frente, y
tenía miedo. Intentó suicidarse.
Los dos oficiales que le acompañaban aquella noche y que fueron los
que lo ingresaron en el hospital, habían declarado que a Lund se le había
escapado un tiro de la pistola, cuando se hallaba jugando con ella. El propio
interesado declaró lo mismo.
—¿Conocía usted a los oficiales que le acompañaban?
—Nunca los había visto antes de aquella noche. Vinieron a mi casa
porque no habían querido dejar solo a Lund, por el estado en que se
encontraba.
—¿Permanecieron algún momento a solas usted y Lund?
—Sí. Para discutir.
—¿Discutir, qué?
—Lo mismo que ustedes me proponen ahora: «trabajar» para ustedes.
Me dijo que la idea de que había ayudado a los nazis no le dejaba vivir. Me
proponía cambiar el juego. Trabajar para Inglaterra. Yo le repliqué que se
marchara, y que precisamente eso, trabajar para Inglaterra, era lo que iba a
hacer. Estaba entonces en la creencia de que de un momento a otro me
avisarían para trasladarme a cualquier fábrica. No pudo ser. Antes llegó
Will.
En interrogatorios posteriores, nada pudo conseguirse que cambiara
radicalmente la posición de Sussy. A medida que pasaban las horas, la
situación se hacía más irritada. Aleck se había entrevistado varias veces con
la joven, pero sin lograr nada. Esto le apesadumbraba, porque veía que esa
acritud de obstinado silencio, irremisiblemente la condenaría.
—¡Quiero ayudarla, Sussy! No pido que denuncie a sus antiguos
compañeros. Pero díganos los places que traía Will. Sabemos que él era
portador de una noticia de suma importancia, que hacía que el servicio de
información de ustedes se acelerase, sin reparar en riesgos. ¿Qué noticia era
es?
—Eso lo ignoro, Dean. Créame. Sé que usted quiere ayudarme. Pero no
se esfuerce. Casi es mejor que terminen conmigo.
En muy pocas horas, Sussy había enflaquecido horriblemente. Sus ojos
parecían de continuo estar contemplando pesadillas, y a cada instante sufría
estremecimientos de pánico o frío.
Una de las veces, al disponerse a verla, Aleck se encontró con Gladys.
Desde aquella noche, la joven le rehuía, y Aleck, conociéndola demasiado,
no intentó hacer nada para que cambiase de actitud.
—Esta vez, al encontrarse con ella, la muchacha le miró con un odio
feroz.
—¡Todos sois iguales! ¡Unos sucios!
—¡Gladys!
La muchacha se lanzó sobre él, como si fuera a arañarle.
—¿Qué habéis hecho con Sussy?
—Nada malo. Puedes estar segura.
—¿Si? —Y sus magníficos ojea parecieron estar horadándole el rostro
—. ¡Nada malo! —Remedó, con furioso sarcasmo—. ¿Es bueno inyectarle
estupefacientes?
—¡Eso no es verdad! —protestó Aleck.
Ella no atendió la negativa. Con mayor tesón, siguió:
—¡Y no conseguiréis nada, a pesar de valeros de medios tan innobles!
Aleck no pudo reprimir su estupor.
—¡Gladys! ¿Pero qué manera de hablar es ésa? ¡No conseguiremos!
¿Quiénes son los que no han de conseguir? ¿De quiénes crees que estás
hablando? Los hombres que interrogan a Sussy están cumpliendo con el
sagrado deber de velar por la seguridad de su patria… que es precisamente
la tuya. ¿Es que lo has olvidado?
Las apasionadas palabras de Dean tuvieron la virtud de devolver la
serenidad a Gladys. Sinceramente reconoció que se había excedido.
—¡Pero es horrible, Aleck, lo que han hecho con esa pobre mujer! ¿Tú
la has visto?
Y agarrándose a los brazos de él, ahincando sus ojos en los de Aleck,
clamó:
—¡Tú no debes consentirlo!
—Espérame, aquí. Voy a verla.
Sé perdió Dean por el largo pasillo que conducía a los departamentos de
los detenidos. Un rato después volvía, pálido, conteniendo a duras penas su
cólera.
—¡Molestaré hasta al mismo diablo por impedir que esto se repita!
Por primera vez desde la noche en que murió Will convinieron un punto
donde encontrarse aquella tarde. Aleck se fue a ver al comandante Guthrie,
su superior inmediato. En su despacho encontró al «profesor Larmon».
Invitado per el comandante, Aleck comenzó a exponer el asunto. Empezó
pausado, temiendo que el apasionamiento le desbordara. Alguien había
dispuesto que a Sussy O’Connor se le inyectara heroína. La muchacha
había caído bajo el poder del terrible tóxico, dos años atrás. La droga fue la
trampa que le hizo entrar en la organización de espías nazis. Últimamente,
la muchacha parecía dispuesta a desprenderse de ambos yugos, el del
espionaje y el del tóxico. Y era precisamente entonces cuando los agentes
del «Intelligence Service» la obligaban a volver al barrizal. Le
administraban la droga, aumentando progresivamente la dosis, para cuando
ya estuviese saturada, cesar de repente y tenerla esclava de la aguja
hipodérmica.
—¡Eso es monstruoso! —decía Dean, cada vez más acalorado—. ¡Y
con esa mujer se comete una injusticia horrible! Gracias a O’Connor
tenemos los medios con qué burlar a nuestros enemigos. ¿Qué hacen que no
funcionan ya las emisoras? Estamos perdiendo el tiempo en interrogatorios
inútiles, y ella posiblemente no sabe nada más.
El comandante y Larmon se miraron.
—Es comprensible su actitud, capitán Dean —dijo el comandante
Guthrie, así que el otro hubo terminado—. Sussy O’Connor merece toda
nuestra buena voluntad, y quizá los procedimientos que se emplean con ella
no sean los más adecuados. Por mi parte estoy dispuesto a hacer todo lo que
esté en mi mano por impedir que eso continúe. Pero creo que nos olvidamos
un poco de la grave responsabilidad que pesa sobre nosotros. Estamos en
guerra, capitán Dean. El destino de Inglaterra pende de un hilo. Con
respecto a esa mujer, es indudable que todavía sabe algo y muy importante.
Es admisible que el teniente Lund intentara suicidarse, como única salida a
su abyecta conducta. Pero una vez frustrado ese propósito, ¿quién podía
tener interés en que él pereciera? ¿Quién y por qué?
Tras una pequeña pausa, el comandante prosiguió:
—Lo inmediato es pensar en Sussy O’Connor. Pero examinadas las
cosas detenidamente se ve que a quien menos podía favorecer la muerte
anormal del teniente Lund, era a esa mujer. Ella no podía ignorar que todas
las pesquisas tomarían la dirección de su casa. A la hora en que murió
Lund, Will ya se encontraba en Londres, y en casa de la señorita O’Connor
precisamente. No es admisible que él decretara la muerte del teniente y
luego siguiera permaneciendo en el domicilio del primer sospechoso. ¿Qué
deduce usted de todo esto?
Aleck apenas pensó la respuesta.
—Que tal vez fue una jugada que Sussy preparó contra Will u otra
fuerza secreta que actúa independiente.
—Es exactamente la misma conclusión a que llegábamos el «profesor
Lamon» y yo, cuando usted ha venido.
—Las investigaciones efectuadas en el hospital, ¿nada han esclarecido?
—Sí —intervino irónicamente Larmon—. Se ha conseguido que de los
setenta y cinco sospechosos que había en un principio, quedaran reducidos
a cincuenta y tres. Ya es algo.
Durante unos momentos los tres permanecieron callados. Aleck, muy
pensativo, se puso de pronto a hablar, casi sin darse cuenta de lo que decía.
—Todo estriba en que Sussy refiera lo hablado aquella noche con Lund.
—Precisamente eso es lo que se busca —manifestó el comandante.
Dem, al oír la voz de su superior, pareció entonces advertir que sin
proponérselo, había exteriorizado su pensamiento. Todo lo que antes había
trabajado en favor de Sussy, ahora lo había echado a rodar, puesto que él
coincidía con los otros en encauzar la presión sobre ella.
—Se me ocurre…
Y apenas había empezado a hablar se calló, interrumpido por un fuerte
golpe de tos del profesor Larmon Aleck le miró casi molesto. ¿Es que no
podía dejar descansar su papel de «enfermo»?
Pero vio que Larmon se sacaba precipitadamente un pañuelo del bolsillo
y se lo aplicaba a la boca, al tiempo que un golpe de sangre irrumpía y la
empapaba el pañuelo.
—¡Havoc!
Se había caído la máscara, y el nombre verdadero surgía unánime en la
exclamación de Aleck y en la del comandante. Edward Havoc, un tiempo
teniente de la R. A. F., «muerto» en acción de guerra y reencarnado en la
figura del profesor Larmon, ahora se dejaba caer en el asiento inmediato,
intensamente pálido, todavía más pálido que cuando se fingía enfermo de
ictericia. Sus ojos miraban aterrorizados a los dos hombres que tenía ante sí,
como si más que dos amigos, fuesen dos temibles adversarios.
—Sospechaba que había algo de verdad en su «papel» —dijo el
comandante—. ¿Por qué ha hecho esto?
—No podía resignarme… a ser inútil… a mi patria…
El comandante Guthrie recordó la mañana en que vio entrar en su
despacho al valeroso teniente Edward Havoc, quien venía a presentarle una
solicitud para entrar en el Servicio Secreto. Comprendía ahora por qué lo
hizo. De un momento a otro, en cualquier revista médica, sería dado de
baja.
—Será usted hospitalizado inmediatamente —anunció el comandante,
queriendo mantenerse enérgico, pero sin poder disimular su emoción.
Fue hacia el teléfono, pero en el momento en que se disponía a tomar
conexión, Larmon extendió una mano, indicando que esperara, y con la
vista invitó a Dean a que manifestara lo que antes iba a decir.
—Es un plan que se me ha ocurrido para hacer hablar a Susy —dijo,
brevemente Aleck—. También interviene Gladys.
El «profesor», medio echado en su asiento, sonrió, con sonrisa de
muerto.
—Con Gladys, sí —aprobó, casi sin voz.

***

—Venimos a despedirnos, Sussy —anunció Gladys, apenas asomó en la


habitación en que se hallaba la detenida.
Sussy pareció surgir de un profundo sopor y con ojos turbios se quedó
mirando a la pareja, Gladys y Dean, que apenas entrar había cerrado la
puerta tras de sí.
—¿A dónde os vais? —preguntó, con ronca voz.
Los dos jóvenes se sentaron junto a la O’Connor.
—Se me ha confiado una misión… un poco difícil —declaró Aleck, en
voz muy baja— y Gladys se presta a ayudarme.
—Vamos a zona enemiga —agregó la joven—. Nos dejaremos caer en
las proximidades de Berlín. Todo está muy bien planeado… ¿Tú has estado
en Berlín alguna vez?
—Tres veces… Cuando trabajaba en la revista… Está ya muy lejos eso.
Hubo una pausa. El turbio semblante de Sussy parecía pugnar por
desprenderse de una nube de telarañas que le envolvía la cabeza.
—¿A Berlín? Eso es peligrosísimo. Tú no tienes práctica, pequeña. No
debías ir. Y usted no debía dejarla.
—¿Por qué, Sussy? ¡Si es por lo que siempre he suspirado! Que se me
encomendase una gran misión. Además, esto me va a permitir ayudarte.
Aleck, al hacerse cargo de este servicio, ha conseguido la promesa solemne
de que no te molesten más.
Sussy miró a uno y a otro, y luego cerró los ojos.
—En vuestros proyectos no debéis tenerme para nada en cuenta.
—Es preciso, Sussy —manifestó Aleck—. Todos nuestros pasos están
ligados a los de usted. La fatalidad era que este asunto no podía resolverse
sin violentar a usted. Por fortuna, todo ha cambiado, se han conseguido
suficientes datos para que ahora la atención de todos se concentre en otro
punto. Es necesario que uno de nosotros esté cerca del Alto Comando de la
marina alemana.
—¿Qué es lo que ustedes piensan averiguar?
—Si se prepara la invasión.
—Si es sólo eso no es menester que se arriesguen. Hay orden de
prepararla.
Dean desvió la mirada para que Sussy no percibiera el brillo que había
aparecido en ella.
—¿Fue Will quien se lo dijo?
—No… El teniente Lund.
Hubo una pausa. Gladys, sin poder contenerse, se levantó de su asiento
y se colocó al borde de la cama, al lado de su amiga.
—¡Sussy! Antes de seguir hablando, escucha esto. Interesa mucho
conseguir ciertos informes, y para ello estamos dispuestos a arriesgar la
vida… pero tú en nada debes sentirte obligada a nosotros. Si crees que lo
que vas a decir te puede perjudicar, cállate.
—¿Perjudicarme? No más de lo que está haciéndolo la droga. Me tienen
ya sometida… como antes… Sé que al final he de hablar… prefiero hacerlo
con vosotros.
En un ademán nervioso se apretó las afiladas manos. Luego comenzó a
retorcérselas, como si quisiera hacerlas despertar de un frío de muerte.
—La última noche que el teniente Lund estuvo en mi casa…
Su voz, obscura, fatigada, se puso a perfilar la silueta del teniente Lund
en el momento en que irrumpió, acompañado de otros dos oficiales.

***

Lund apareció con el semblante alterado, por efecto del alcohol y de


alguna conmoción sufrida. Hizo que sus acompañantes se quedaran en la
primera habitación, y él cogió de un brazo a Sussy y se la llevó al interior
de la casa.
—¿Qué has hecho de mí? —Fueron sus primeras palabras.
Parecía que acababa de darse cuenta de que había estado trabajando
para los alemanes.
—¡Lo sé todo! ¡Lo sé todo! —gritó como loco—. ¡Y voy a perderos!
¡Os tengo a todos en el puño!
El operador de la emisora «5.º Boy», días antes había establecido,
contacto con Lund. Una noche se lo vio aparecer delante, en plena calle, y
sin saludar siquiera le puso en las manos un sobre cerrado. «Entrégueselo a
Sussy».
Al día siguiente, el teniente tuvo que salir en servicio de patrulla a la
comarca de Rochester, y el sobre quedó enterrado en una de sus maletas.
Cuando regresó a Londres, su inconsciente actitud de antes había entrado en
una etapa llena de recelos y mordiscos de conciencia. Abrió el sobre…
—¡Sussy! ¡Con esto os tengo cocidos a todos! Voy a presentarme a mis
jefes y les diré la verdad…
—¿Qué verdad? —preguntó, tranquilamente la joven.
—Que sois espías.
—¿Y tú no?
—¡No!… Yo hasta ahora no sabía lo que hacía…
Sussy sonrió tristemente:
—Eso no te exime de responsabilidad. La mayoría de nosotros no
sabemos más que tú. Rodamos, y si nos detenemos es sólo ante el pelotón
de ejecución… ¿Te das cuenta, teniente?
Callaron. Lund, muy pálido, la frente cubierta de sudor, quedó derribado
sobre el borde del lecho. Hundió la cara en la almohada, ahogando un
sollozo. Enseguida se incorporó a medias.
—¡Sussy! ¿No podríamos salvarnos… «trabajando» para Inglaterra?
—Yo ya estoy a punto de hacerlo.
—¿Como contraespía?
—No. Como simple obrera.
El creyó entenderla y soltó una carcajada nerviosa.
—¡Qué truco!
—Te equivocas, Lund. Voy pura y simplemente como obrera. Quiero
salir de esta maldita cadena… Y nunca más os acordéis de mí, que yo os
prometo hacer lo mismo con vosotros. Lund: Te aconsejo que desaparezcas
de Londres. Vete al frente más lejano… Quizá consigas salvarte.
Los beodos ojos del teniente la miraron aterrorizados. Su mismo pánico
Se impulsó a atacar.
—¡A mí no puede ocurrirme nada! ¡Aquí traigo documentos…!
—¿Los que te entregó «5.º Boy»? Hace ocho días que ha sido muerto
por el Servicio de Contraespionaje… Nada remedias presentándolos a tus
jefes. Creerán que lo has hecho por miedo. Vale más que calles… y te
alejes…
Lund volvió a derrumbarse, hundiendo la cara en la almohada. Los
sollozos se producían en chillidos ahogados, como los de una rata a la que
estuvieran atormentando y le hubieran envuelta la cabeza con trapos.
—¡Me mataré!… ¡Me mataré!
—Haz lo que quieras… pero vete…
Sussy se fue en busca de los amigos de Lund. Éste salió tras de ella,
tambaleándose. Cuando la joven volvía con los dos oficiales, vio que el
teniente; pistola en mano, se introducía en una habitación obscura.
—¡Lund! ¡No lo hagas! ¡Estás loco!
Se oyó un disparo y un vibrar de vidrios.
—Se lo llevaron sus amigos —siguió refiriendo Sussy—. Yo dejé todo
como quedó en el momento de salir ellos… Aquella misma noche esperaba
la visita de la policía. No vino. Al día siguiente comencé a tranquilizarme.
Entonces apareció «Will». Le tuve más miedo a él que a la policía. Cuando
quise referirle lo del teniente, apenas me atendió, considerándolo un vulgar
altercado entre golfos. Hasta el momento de dirigirme al restaurante en que
vosotros me esperabais, no supe que Lund había muerto. «Will» creo que
no llegó a saberlo, pero sí se dio cuenta de que le seguían. Su obsesión,
entonces, era recuperar el Código secreto, y valiéndose de Gladys,
escapar…
—Entonces, hemos de dar por sentado que «Will» no fue quien dispuso
la muerte de Lund —comentó Aleck.
—En absoluto.
—¿Quién pues?
—«Eslabones» sueltos que sabían qué clase de documentos le había
entregado «5.º Boy».
—¿Usted también los conoce?
—Le oí mencionar varias veces una orden de Hitler referente a la
invasión…
Y tras un pequeño silencio preguntó:
—¿Guardan todas las prendas que pertenecieron a Lund?
—Es de suponer —contestó Dean.
—Miren en la visera de su gorra. Recuerdo que aquella noche, siempre
que aludía a los documentos, su mano derecha subía nerviosamente a
agarrarse a la visera… Puede que sea una apreciación equivocada…, pero
nada pierden con probar…
Aleck se puso de pie.
—¡Gracias, Sussy!
—No tiene por qué darlas… Sólo quisiera que esto pudiera evitar que
esta pobre chiquilla se arriesgara. Y un ruego a usted, Aleck. Devuélvales la
promesa de no inyectarme más. Que sigan inyectándome, hasta el último
momento. El gasto no será mucho… Los consejos de Guerra suelen ser
rápidos…
—Está bien —respondió, sordamente Dean.
Y mirando a Gladys:
—Tú quédate ahora con ella…
Gladys permaneció al lado de Sussy durante horas en aquella
habitación. Y cuando a media noche llegó la orden, Gladys la acompañó
hasta el mismo hospital.
CAPÍTULO VII

LA ORDEN DEL FÜHRER

Entre los documentos hallados en la visera, había una circular del propio
Hitler. Su encabezamiento era el siguiente:

«El Führer y Comandante Supremo de la Wehrmacht. —


Secreto máximo—. Cuarteles Generales del Führer, julio 16
de 1940. —Directiva número 46—. PREPARATIVOS PARA LA
INVASIÓN DE INGLATERRA…».

Tras un breve preámbulo que servía para justificar la invasión, pasaba a


transmitir órdenes:

«Primero. —La operación de desembarco debe consistir


en una fulminante sorpresa operativa sobre un ancho
frente, que se extienda aproximadamente de Ramsgate a un
punto situado al Oeste de la isla de Wight…».

Seguían instrucciones de orden estratégico, y al final la circular cerraba


con una interrogación:
«¿Son de opinión los comandos del Ejército, la Marina
y las Fuerzas Aéreas, de que la invasión debe ser precedida
por un desembarco preliminar en pequeña escala? —
Firmado; Hitler—. Iniciales: Keitel y Jodl».

Aquella misma noche, la orden que Londres transmitía al movimiento


clandestino en la zona alemana era intensificación en la vigilancia de los
puertos, y a los agentes que operaban cerca de los puestos de mando nazis,
sondeo riguroso del ambiente para averiguar cuál era la atmósfera que la
alta oficialidad alemana respiraba con respecto a la orden emitida por
Hitler.
Unas después, comenzaron a llegar informes. En muchos astilleros se
trabajaba febrilmente en la conversión de embarcaciones. Se daba noticia de
varias reuniones de altos jefes, en las que se discutía la extensión del frente,
y modo de conseguirlo. Se apuntaban desavenencias…
Pero esta disparidad de criterio entre las altas jerarquías nazis iba a ser
algún tiempo después cuando los mismos acontecimientos se encargarían de
evidenciarla.
Lo importante, la noche en que los documentos fueron sacados de la
gorra del teniente Lund, era que la orden de invasión existía. Aquella noche,
Aleck Dean, se había encerrado con su comandante y otros oficiales
agregados al Servicio Secrete, en el despacho donde aquella misma mañana
Larmon tuvo el vómito. Y cuando sonó el timbre del teléfono, el
comandante Guthrie cogió el receptor y enseguida se lo pasó a Dean.
—Llaman a usted. Y una voz muy bonita por cierto.
Apenas Aleck se hubo aplicado al oído el auricular, su semblante
cambié, en una expresión de alegría exaltada.
—¡Voy enseguida! —exclamo.
Soltó el aparate y miró a su comandante.
—La cosa ha ocurrido… Más pronto de lo que esperábamos.
—Voy con usted.
Instantes después, Aleck y el comandante Guthrie montaban en un
coche y enfilaban una calle paralela al Támesis. Cuando llegaron al puente
de Westminster, lo cruzaron y minutos después, se internaban en el jardín
que rodaba el hospital donde fue muerto el teniente Lund, y aquella misma
noche fue hospitalizada Sussy O’Connor.

***

Fue cerca de media noche cuando Gladys, en el instante en que


principiaba a dormirse, oyó un leve crujido de la puerta. Se incorporó y se
dirigió a la habitación de Sussy, cuya puerta de paso había dejado abierta.
Junto a la cama de Sussy, y de espaldas a Gladys, se veía una robusta
figura, envuelta en una blanca bata de enfermero. Sobre una mesita tenía
una bandeja con utensilios de inyectar. La luz de la habitación estaba
reducida a una lámpara ahogada por una pantalla, que apenas si dejaba una
mancha clara sobre la mesa. En el momento de aparecer Gladys, el
enfermero acababa de aproximar una aguja a la llama de alcohol.
—Buenas noches —saludó Gladys, acercándose. ¿Qué va usted a hacer?
—Buenas noches, señorita —respondió el enfermero, haciendo ademán
de volverse, pero continuando de espaldas—. ¿Es usted quien hace
compañía a la paciente?
—Sí… Y le he preguntado qué va usted a hacer…
—A inyectarle lo prescrito…
—No. El doctor Rolf, antes de marcharse, ha dejado a la enferma
preparada hasta mañana. Ya ve usted que está dormida. No la moleste.
La robusta espalda del enfermero, fue volviéndose lentamente. Gladys
vio de pronto un rostro contraído por una sonrisa que la llenó de frío. Des
ojos grises, con brillo de acero, la enfocaban.
—¿Quiere usted enseñarme mi oficio?
Y en el momento en que Gladys se disponía responder, uno de los
brazos del enfermero la enlazó, atrayéndola contra su pecho en un violento
impulso. Una enorme mano presionó con fuerza sobre la boca de la joven,
casi asfixiándola, en tanto el otro brazo se extendía en dirección a la mesita.
Una jeringuilla cargada apareció en la mano libre del enfermero.
La muchacha forcejeaba por soltarse, por rehuir el rostro de aquella
asfixia, y unos segundos el enfermero pareció quedar interesado en observar
el contraste que ofrecía su talla de mastodonte con la delicada figura de su
presa. Tenía la aguja muy cerca de la hermosa garganta de la muchacha. La
sonrisa del hombre se acentuó, al ver las diminutas manos de la mujer subir
angustiadas a detener su robusto brazo. Por un impulso sádico dejó que
aquellos delicados dedos le tocaran. En nada iban a entorpecer su tarca.
Dentro de unos segundos, esos dedos irían aflojando su presión, y quedarían
exangües, como lirios muertos antes de estallar.
Y de pronto, el mastodonte hizo una sacudida, lanzó un aullido, y la
jeringuilla reventó en el suelo. La garra que apresaba a Gladys soltó su
presa, y cuando el hombre reaccionó y miró en torno, vio que la joven había
desaparecido. Se quedó mirando en dirección a la puerta abierta que daba
acceso a la otra habitación. Avanzó unos pasos. Apenas pudo llegar al
centro de la estancia. En la puerta abierta quedó enmarcada la silueta de
Gladys, una de cuyas manos empuñaba una pistola.
—¡No se mueva! —comunicó la joven.
Al mismo tiempo, la puerta que comunicaba la habitación de Sussy con
el corredor, se abrió de golpe. Primero irrumpieron dos hombres vestidos de
uniforme del ejército, pistola en mano. Uno llevaba la cabeza cubierta por
un casco de vendajes; el otro, el brazo izquierdo en cabestrillo. Detrás de
los dos militares, apareció el doctor Rolf.
—¡Está bien, Brahim! ¡Original manera de pagar el asilo que le ha
ofrecido este país! —dijo secamente el doctor—. ¡Y pensar que yo hubiera
puesto las manos en el fuego por usted!
El enfermero mostraba un rostro lleno de la más inocente sorpresa:
—¡Pero, doctor! ¿Qué es lo que ocurre?
El doctor Rolf, en vez de contestarle, se volvió a mirar a otro lado. El
militar del brazo en cabestrillo se le acercó, y aplicándole la pistola a un
costado, le ordenó que echara a andar en dirección al pasillo.
Sussy, mientras, seguía sumida en el sueño producido por el soporífero
aplicado por el mismo doctor Rolf, apenas ingresó en el hospital. La
enfermera, falta de la dosis de heroína, se debatía presa de las más horribles
angustias.
Uno de los militares, el del casco de vendas, se quedó de guardia junto
al lecho de Sussy. Gladys fue con los demás al despacho del doctor.
Momentos después, llegaban Aleck y el comandante Guthrie.
Cuando Dean hubo oído una referencia detallada de lo ocurrido, su
frente se cubrió de sudor. Miró a Gladys, cuyo semblante permanecía
completamente sereno.
—¡Chiquilla! Tu serenidad, a veces me da miedo.
Y dirigiéndose al militar del brazo en cabestrillo, añadió, con enfado:
—Quedamos en que ni un solo segundo perderíais de vista la puerta…
—Este sujeto debe de tener algo de brujo —respondió con mal humor el
interpelado. Y dirigiéndose al enfermera—: ¿Cómo supiste que habíamos
cerrado los ojos? Porque sólo fueron unos segundos; ¡lo juro!
Y dirigiéndose a Guthrie:
—¡Mi comandante! ¿Puedo ya quitarme esta jaula?
—Haga lo que quiera.
Inmediatamente, el brazo en cabestrillo quedó libre.
—A nadie le doy a pasar la tortura de estos días. Dudo que la bota
malaya sea peor. Para la otra vez, elegiré una herida más cómoda.
Y en ese momento estalló un disparo. El enfermero lanzó un grito, y
retrocedió de la mesa, con una mano rota. Aleck, teniendo aun la pistola en
una mano, dio un salto y cogió la bandeja con los utensilios de inyectar,
para ponerla al otro lado de la mesa.
—Es pronto todavía, amigo —advirtió Dean, mirándole de frente—.
Antes queremos oír tu voz.
Aprovechando los humorísticos comentarios del falso herido, los cuales
habían producido unos segundos de distracción, el enfermero había
intentado coger otra de las jeringuillas cargadas que había en la bandeja,
con el propósito, seguramente, de eliminarse.
La certera bala de Aleck lo había impedido.
—¡Buen pulso, chiquillo! —exclamó Gladys.
—No lo creas —replicó Dean—. Estoy terriblemente nervioso. Y de
ello tienes tú la culpa.
Los preciosos ojos de la joven se llenaron de sorpresa.
—¿Yo?
—Si. Delante de mi superior, no tengo inconveniente en confesar que
empiezo a tomarte miedo.
—Es para tenérselo —dijo el comandante, dirigiendo a la joven una
amable sonrisa—. Es seguro que su presencia impone en todos nosotros.
Gladys se levantó de un salto:
—¡Bonita manera de decir que me marche!
—Nada de eso.
—¡Bah! De todas formas, iba a hacerlo. Me estoy cayendo de sueño.
¡Buenas noches, señores!
Y salió del despacho, dando un portazo. Se oyó el recio y rápido
taconeo alejándose por el pasillo.
Todos, excepto Aleck, habían quedado con gesto atónito. El comandante
miró a Dean:
—Desde luego, hay que tomarle miedo… Doctor, vea qué se puede
hacer con la mano de nuestro «amigo». En tanto, le daremos conversación,
para que se distraiga del dolor de la cura.
***

Un eslabón tras de otro, la cadena de agentes nazis quedó destruida.


Pero donde verdaderamente se mostró hábil el contraespionaje inglés, fue
en obrar de forma que el enemigo no notase que su servicio de información
estaba aniquilado. Las emisoras se arrancaron a emitir informes ciñéndose
al nuevo código, y ningún servicio, tanto de información como de sabotaje,
despertó la más leve sospecha del doble juego.
En tanto, agentes aliados situados en zona enemiga seguían teniendo al
corriente al mando británico de los distintos procesos porque pasaba la
orden de invasión cursada por Hitler. La disputa entre los altos jefes nazis
acerca de las características que debía tener el frente de invasión, era cada
vez más exacerbada, teniendo al final que intervenir el Führer.
Los informes emitidos por los falsos agentes nazis desde Inglaterra,
habían creado en el Alto Mando alemán una serie de opiniones
completamente erróneas. Se consideraba que la R. A. F. había sufrido
pérdidas tan graves, que apenas representaría un serio obstáculo en el
momento de la invasión. Menos iba a significar el ejército de tierra,
completamente desmoralizado después de los golpes de Dunkerque y la
rendición de Francia. Únicamente la Escuadra, todavía intacta. Pero ahí
estaba la «Luftwaffe» para contrarrestarla.
A primeros de septiembre, embarcaciones procedentes del Norte de
Alemania comenzaron a deslizarse hacia la costa francesa. Hitler había
dado orden de que el 20 de septiembre saliera la flota de invasión, y la de
desembarco el 21.
Pero la orden definitiva se darla el 11 del mismo mes.
Así estaban las cosas, cuando, de pronto, comenzaron a cambiar.
Súbitamente, los informes que llegaban de Inglaterra tomaron otro ritmo.
La Abwehr había conseguido introducir en las Islas un pelotón de espías
completamente desligado de los anteriores, y las noticias que enviaban eran
como obuses que estallasen sobre los tableros de trabajo del Alto Mando
nazi. Denunciaban fuertes defensas entre Hastings y Beachy Head. Treinta
y nueve divisiones dispuestas a intervenir tan pronto la Wehrmacht pisasen
suelo inglés.
Llegó el 11 de septiembre, y Hitler no dio la orden definitiva.
Entonces, como queriendo subrayar esta falta de decisión, la
«diezmada». R. A. F., a pesar del mal tiempo reinante, se acercó a Calais,
Boulogne, Ostende y Cherburgo, y los bombardeó duramente.
CAPÍTULO VIII

LOS AGENTES «DOBLES».

Así que todos los equipos de vuelo de las escuadrillas aéreas estuvieron
presentes, el capitán del Servicio de Información dio las instrucciones de
última hora.
—Éste es el objetivo de esta noche. —Y su largo puntero fue
deslizándose sobre el gigantesco mapa.
De vez en cuando, su voz quedaba ahogada por los ramalazos de lluvia
que el viento lanzaba sobre los cristales del barracón. El objetivo de aquella
noche era idéntico al de jornadas anteriores, sólo que en puertos distintos.
El personal iba a retirarse, cuando el capitán del Servicio de
Información, dijo:
—Falta señalar una misión. La que depende de usted, capitán Dean.
Saldrá quince minutos después que los demás. Las instrucciones van por
escrito dentro de este sobre. Lo abrirá en el momento de despegar.
Los tripulantes, divididos en grupos, fueron absorbidos por la maciza
obscuridad en que se hallaba sumida la pista de despegue. Saltaron a un
camión, y éste, con sólo un faro encendido, arrancó campo adentro. Sé paró
a los pocos momentos, y los equipos fueron saltando sobre el fangoso,
suelo. Jiña lluvia gorda, removida de continuo por empujones del viento,
chascaba contra la coraza metálica de los pesados bombarderos.
Las condiciones meteorológicas no eran las más a propósito para vuelos
en gran escala, pero precisamente esa dificultad les favorecía. En tanto
persistieran los inconvenientes climatológicos, la «Luftwaffe» decrecería
sus embestidas y la R. A. F. aprovechaba entonces los resquicios para
devolver algunos golpes. Era una táctica de guerrillas que habrían de
mantener hasta que su potencialidad aérea sobrepasase a la alemana.
Aleck y su segundo piloto saltaron a la cabina de su aparato. Al llegar
ellos, las conversaciones de los que había aguardado dentro del aparato,
cesaron. Aleck saludó, y dirigió una mirada vaga hacia el grupo de hombres
acurrucados en el fondo de la aeronave.
Dean se sentó frente al cuadro de mandos, hizo una rápida
comprobación de su funcionamiento, y sacando un paquete de cigarrillos
encendió uno y dio otro al segundo piloto, que en ese momento acababa de
sentarse a su lado.
Sonaban los mugidos de las escuadrillas al pasar rápidas, en busca del
despegue. Aleck miró el reloj. Le quedaban quince minutos de espera.
Excepto el suyo, los restantes aparatos llevaban como objetivo soltar su
carga de explosivos sobre puertos franceses, atiborrados de embarcaciones.
Dean, no. Una vez más, su misión era transportar hombres, agentes de
información que tendría que dejar caer en un punto de Francia o de Bélgica.
Tal vez en Noruega. Así llevaba unos días, desde que se reincorporó al
servicio, cuando el asunto de Will aun tenía algunos cabos sueltos. Pero los
momentos eran los más críticos que atravesaba Inglaterra, y la R. A. F. tenía
que echar mano de todos sus aparatos y dé todos sus hombres.
En varios días, Aleck apenas había salido del campo, como no fuera en
vuelo. Apenas dormía. Sus raids le ocupaban casi toda la noche, y durante
el día permanencia junto al equipo de mecánicos que cuidaban del aparato.
Por otro lado, existía la guardia permanente de las escuadrillas de caza.
Ni siquiera había tenido tiempo de escribir a Gladys. Más bien no había
querido tener tiempo. Esperó que lo hiciera ella. Pero en vez de carta suya,
lo que recibió fue su visita. De esto hacía tres días. Cuando ella, apenas
llegar le preguntó por qué no le había escrito, a él le vino muy bien
contestar:
—Tenía entendido que mi correspondencia no te interesaba.
Gladys se mordió los labios.
—Está bien. Ahora puedes vengarte.
—¿Vengarme de qué, pequeña?
—¡Aleck! ¡No me desesperes! Sabes que tu situación me tiene inquieta,
y quieres abusar.
El desvió la conversación, preguntándole por Sussy.
—Es pronto todavía, pero los médicos opinan que se podrá curar…
siempre que, como ahora, ponga ella algo de su parte. Me la voy a llevar a
casa, y allí esperaremos a que los de la movilización se acuerden de
nosotras, sin necesidad de que tú hagas trampa. Sólo en atención a Sussy te
perdono, que te entrometieras en mis cosas.
Apenas estuvieron una hora juntos. La despedida fue rápida. Una
incursión de la «Luftwaffe» cortó la entrevista, cuando en realidad apenas
había empezado. Aleck se fue corriendo para montar en el caza, cuyo motor
ya estaba en marcha. Tardó dos horas en volver. Gladys ya se había
marchado. Le había dejado una nota:

«Aleck:
»Odio tu manera de despedirte, aunque es así como yo
hubiera querido hacerlo. Os envidio. Tenía algo importante
que comunicarte. Volveré otro día.
»Si te parece que ya le has vengado, escríbeme.
»El Pequeño Erizo».

Aleck escribió una carta muy extensa aquella misma madrugada,


después de un raid del que escapó por milagro. Una vez terminada, la
encerró en un sobre, lo numeró, y lo metió en su maleta. Eso pensaba hacer
con todas. Cuando le concedieran permiso, volvería a Invernas y en propia
mano —tal vez le pidiera prestada al cartero su gorra— se las entregaría a
Gladys.
Encendió el segundo cigarrillo, y una vez más, miró el reloj. Faltaban
dos minutos para la salida. En el fondo de la aeronave el grupo de
parachutistas conversaba, en voz baja.
—Dales un vistazo. Vamos a salir —dijo Aleck.
El segundo piloto se levantó, y fue a donde estaban los otros, para
revisar sus paracaídas. Dean, mientras, hizo funcionar el cuadro luminoso
en el que aparecían números grandes. Cada número correspondía a un
agente o a todo un grupo. Si todos tenían que lanzarse en el mismo punto,
bastaba con la luz verde y roja. Pero con frecuencia tenía que dejar a cada
agente en sitio distinto.
—Todo en orden —manifestó el segundo piloto, volviendo a sentarse en
su puesto.
—¿Cuántos van?
—Once.
Aleck pensó en el sobre, donde iban encerradas las instrucciones. No
podía calcular si su misión aquella noche sería más breve o más larga que
otras veces Eso lo sabría cuando ya estuviese a más de dos mil metros de
altura.
Aumentó la vibración de los motores, y el caucho de las ruedas
comenzó a chascar furiosamente. Poco a poco, el aparato fue adquiriendo
un suave balanceo.
El avión hendía la noche, enredando sus hélices en la maciza trama de
hilos de lluvia. Hasta que, por fin, tras atravesar una espesa muralla de
nubes, la aeronave pareció zambullirse en un lago de aguas quietas, azul,
con cabrilleos de estrellas.
Aleck pasó el control de los mandos al segundo piloto, y abrió el sobre.

Instrucciones:
»Agentes del 1 al 6, a cinco millas Norte de Lille.
Busque conexión con emisoras clandestinas. Consigna: 2-
Rana-l.
»Agentes 7 y 8, a dos millas Este de Gante. Descienda
en el momento preciso. Peligrosas barreras de antiaéreos y
redes de escuchas.
»Agentes 9 al 11, proximidades de Amberes. No hay un
control por nuestra parte».
Y al pie de las instrucciones, se veían unas líneas manuscritas que Aleck
reconoció enseguida como del comandante Guthrie:

«Al capitán Dean:


»Transporta carga peligrosa. Algunos agentes proceden
del campo enemigo. Precaución.
Pero evite en lo posible demostrar recelo. A bordo lleva
a un incondicional que ya se encarga de vigilar.
»Tome nota y destruya esta confidencia».

Primero Aleck se ocupó de rectificar el rumbo. Luego anotó la


distribución de los agentes. Después dobló la orden cuidadosamente,
lentamente, y mientras meditaba, fue rompiéndola. Los fragmentos fueron
lanzados al espacio.
A bordo llevaba agentes procedentes del campo enemigo. Tal vez
hubiese algún eslabón de la cadena Will. El «Intelligence Service»,
siguiendo su sistema de utilizar a agentes «dobles», no se detenía a veces en
probar hasta en el nazi más fanático.
Se aproximaban a la costa francesa. Momentos después, Aleck encendía
la luz verde que daba la señal de que faltaban sólo cuatro minutos para
lanzarse. En el cuadro luminoso aparecían los números del 1 al 6.
Aleck volvió, la cabeza, y encontró a los seis hombres de pie,
enganchando la cuerda de sus paracaídas a la barra horizontal. El avión
empezó a perder altura, y la emisora comenzó a buscar. Casi al mismo
tiempo, respondieron los antiaéreos y los aparatos de morse de una estación
receptora secreta: «2-Rana-l».
La aeronave fue evolucionando en espiral, siguiendo el eje invisible de
la emisora. Se encendió la luz roja, y en unos segundos los seis hombres de
pie desaparecieron.
Casi en posición vertical, la aeronave volvió a ascender, buscando la
zona donde el brillo de las explosiones era escaso.
La luz verde había vuelto a encenderse, y en el cuadro luminoso se
veían dos números: el 7 y el 8.
Aleck se volvió:
—¿Listos? —precintó con el gesto.
Tenía el presentimiento de que si la cosa tenía que ocurrir, sería en la
zona de Essen donde sucedería. Uno de los hombres ya había enganchado
su cuerda, pero el otro parecía ocupado en revisar las hebillas de su
correaje.
Para llegar allí, habían tenido que saltar dos tupidas barreras de fuego.
Volaban a bastante altura todavía, y Aleck estaba dispuesto a no descender
más, en tanto no viese más clara la situación de a bordo. Afortunadamente,
las nubes bajas impedían que los otros se dieran cuenta de que aún se
hallaban lejos del sitio de lanzamiento. La emisora del avión funcionaba
buscando conexión con los de tierra, cuando de pronto Aleck percibió la
sensación de que alguien gritaba. Se volvió, y en ese instante el hombre que
todavía no había enganchado cayó de bruces.
Aleck apenas tuvo tiempo de advertir a su compañero que se hiciera
cargo de los mandos, cuando una bala pasó tres pulgadas por encima de su
cabeza, y el cuadro luminoso quedó hecho añicos.
Cuando Dean pudo dejar su puesto, el agente número 7 ya se había
lanzado al espacio. El otro yacía en el suelo, inmóvil, con la cabeza en
medio de un charco de sangre.
Los demás paracaidistas se hallaban en pie, todos con el arma en la
mano y, al parecer, desconcertados por lo que acababa de ocurrir. Aleck
indicó a su compañero que siguiera ganando altura, huyendo de la zona
batida por los antiaéreos, e hizo seña a uno de los paracaidistas de que se
acercara.
Pero en ese momento algo debía estar ocurriendo en el fondo de la
aeronave, pues todos se volvieron a mirar allá y se apelotonaron en aquella
dirección Dean se lanzó allí, y a codazos se abrió paso. En el suelo vio una
caja abierta. Una carga explosiva con detonador de reloj.
—¡Fuera! ¡Fuera! —gritó Aleck.
Apenas faltaba un minuto para que la explosión se produjera. Sin
vacilar, cogió la caja, corrió hacia la puerta abierta por donde se lanzaban
los paracaidistas y la arrojó al espacio. Algunos que se acercaron a las
ventanillas, aun pudieron ver la llamarada que produjo la explosión.
Aleck, con mirada frenética, fue mirando de uno en uno al grupo de
agentes. Todos parecían iguales, con su indumentaria guerrera, con los
cascos cubriéndoles casi toda la cara, abrochados por debajo de la barbilla.
La figura deformada por el ancho buzo, cruzado de cintas y la doble jiba de
los paracaídas.
—¿Qué es lo que ha ocurrido? —preguntó.
Entonces se dio cuenta de que uno de los parachutistas aún seguía
mirando a través de la ventanilla. Aleck lo cogió de un hombro.
—Poco importa lo que ocurre afuera —advirtió, ásperamente.
Pero el otro debía hallarse tan subyugado por el espectáculo exterior,
que no pareció darse cuenta de que requerían su atención.
—¿Es que no me oye? —gritó Dean.
Nada de particular tenía que no le oyeran, con los oídos tapados por el
casco y las brutales vibraciones que en aquellos momentos producían los
motores.
Aleck, fuera de sí, agarró bruscamente un brazo del distraído y tiró con
fuerza. Pero en aquel momento sintió en su muñeca una leve presión, y,
enseguida, como una descarga eléctrica.
Más que el estremecimiento, lo que le hizo soltar al paracaidista fue la
sorpresa experimentada. Una increíble sospecha acababa de producir un
estallido en su cráneo.
—¡Gladys! —exclamó, casi sin voz.
Era ella, efectivamente. Su cara de chiquillo asomaba por el marco de
cuero del casco, y sus espléndidos ojos miraban a Aleck trasluciendo temor,
y, al mismo tiempo, alegría.
Dean no lo pensó mucho. Cogió en volandas a la muchacha y en cuatro
zancadas la llevó a proa del avión al ir a soltarla, ella quiso aplicarle otra
llave, pero Aleck ya la esperaba y antes de que ella lo consiguiera, él la
cogió de ambos codos y durante unos segundos la mantuvo en vilo, dejando
que ella pataleara y lanzase gritos dé doler. Luego la dejó caer sobre un
asiento.
Gladys quedó con los brazos extendidos, como si los tuviera muertos.
Se quedó mirando a Aleck, entre iracunda y desconsolada, por el desastre
en que había quedado.
—Y ahora, ¿qué? —gimió, sabiendo que sus brazos tardarían más de
media hora en volver en sí.
—Aplícate el kuatsu —repuso él, con una sequedad llena de ironía.
Pero la primera vez que Gladys necesitaba poner en práctica el arte
japonés de reanimar, no podía hacerlo.
—¡Eres un salvaje!
—De acuerde.
—Y no cumples lo pactado. Esa llave la teníamos prohibida.
—Eso era en tiempos en que entre tú y yo había una «entente cordiale».
No ahora, a tres mil de altura y con la amenaza de millares de antiaéreos.
¿Puede saberse qué haces aquí?
—Cumplir mi misión —repuso tranquilamente.
—¡Ah! ¿Eres tú el incondicional que me anuncia el comandante?
—¿Te lo ha dicho? —Y Gladys se mordió los labios, para no dejar
escapar una maldición—. Me prometió que no lo haría.
—Gladys, yo no sé si te habrás dado cuenta de que esto no es cuestión
de juego.
—Desde luego. ¿Ya qué viene esa advertencia? Si lo dices porque yo
estoy aquí, he de manifestarte que me he comportado con la seriedad y
energía que requiere el asunto. Y si mi puntería llega a fallar, ese hombre
que está muerto hubiera disparado sobre ti y sobre tu compañero. Por lo
menos, le he visto montar el arma y mirar hacia vosotros. Antes vi cómo
dejaba la caja explosiva más allá de donde nosotros estábamos. Cuando vi
que se preparaban para lanzarse, tuve unos segundos en que no supe qué
hacer. Sólo cuando le vi sacar el arma, decidí anticiparme y ser yo quien
rompiera el fuego.
—¿Y el disparo que destruyó el cuadro?
—Fue mío también. —Y se apresuró a aclarar—: No fue por mala
puntería. Tiré a asustar, por ver si el otro espía se entregaba. Pero me miró,
y se lanzó al espacio. Eso es lo que ha ocurrido.
Mientras Aleck la escuchaba, no perdía de vista al grupo de
parachutistas. La puerta de lanzamiento la había cerrado, como medida de
precaución.
—¿Conoces a la gente que queda?
—Lo mismo que conocía a los otros dos. Todos son agentes recuperados
del campo enemigo. Aunque éstos parecen buenos chicos.
Aleck se acercó al puesto del piloto, para comprobar el rumbo. Luego,
volvió a colocarse frente a Gladys.
—¿Cómo es que has intervenido en esto?
—Tuya es la culpa —contestó Gladys, cada vez más tranquila—. Si en
un principio yo serví como cebo, con la desventaja de que me metías en un
terreno cuyo peligro yo ignoraba, no he vacilado en presentarme ahora,
teniendo conciencia de lo que podía pasarme, fue Sussy quien me advirtió,
aunque luego, al verme dispuesta a intervenir, pareció arrepentirse. Pero yo
le dije: «En ello va la vida de Aleck». Y entonces ella comprendió.
Llamamos al comandante Guthrie, y Sussy le expuso sus recelos. A algunos
de los agentes «dobles» que estaban preparando para lanzarlos en zona
alemana, Sussy los conocía, y nos explicó por qué desconfiaba de ellos. De
esta expedición ella señaló a dos, precisamente los dos que han mostrado la
oreja. Al comandante le arrancamos la promesa de que cada vez que tú te
encargases de una expedición de «dobles», yo iría contigo. Sólo a base de
eso Sussy le ayudaría.
Se calló. Y al intentar levantar los brazos para cerrar con un ademán su
explicación, no pudo. Su semblante reflejó un gesto de dolor.
—Eso es todo cuanto ha ocurrido. Y ahora, ¿querrás dar un masaje a
mis brazos?
Tan pronto el último parachutista se hubo lanzado, el segundo piloto
cerró la abertura, puso en alto sus dos pulgares, en señal de buena suerte, y
dijo:
—¡Ahora la casita!
No fue a sentarse en su puesto de proa. Miró hacia allí, y sonrió. Gladys
permanecía sentada al lado de Aleck y empuñando los mandos muertos
imitaba todos los movimientos que hacía Dean.
Iban rectos hacia la costa. El viento había cambiado y toda la suciedad
de nubes que hasta entonces se había visto abajo, estaba siendo barrida
hacia el Sureste.
Próximos a Ostende, desviaron la ruta. Distinguíanse los incendios
producidos por la visita de los bombarderos. Antes de salir al mar, una
espesa barrera de fuego antiaéreo les cortó el paso. Aleck evolucionó
buscando una zona menos batida, en tanto forzaba el avión a conseguir una,
mayor altura.
Por fin, el mar. Dentro de breves instantes en casa.
Todo lo más a unas veinte millas, les aguardaba la «Costa del Diablo».
Cuando de pronto, el interior de la aeronave comenzó a crepitar. Aleck,
desde su puesto de piloto, empezó a hacer funcionar la ametralladora de
proa, en tanto el segundo piloto se colocaba en la torrecilla superior y
comenzaba a lanzar fuego a un lado y otro. Algo envuelto en llamas, como
un gigantesco algodón empapado de alcohol que se hubiese encendido se
puso a evolucionar trazando un espiral rápido, hasta desaparecer en el
abismo.
Tuvieron unos minutos de pausa. Parecía que todo había pasado sin
perjuicio para ellos. Se habían tropezado con algún «noctámbulo» que
regresaba de «celebrar su farra» sobre la costa de Kent. El segundo piloto se
disponía a descender de la torrecilla, cuando al mirar a un lado, vio el
incendio, que hacía presa en la cola. Lanzóse sobre los extintores. Gladys
acudió a ayudarle. Pero las llamas ya estaban devorando el mecanismo del
timón, y pronto ésta dejó de funcionar. Un anillo de fuego abarcó el
fuselaje, y comenzó a avanzar en dirección a proa.
El aparato descendía casi en punta. El segundo piloto había soltado el
extintor, y preparaba el bote salvavidas. Aleck, atento a los mandos, no
parecía advertir que las llamas habían alcanzado una de las alas. Apenas se
había vuelto a mirar a sus compañeros, petrificado ante el cuadro de
mandos.
—¡Hemos llegado a la costa! ¡Preparados! —gritó, en tanto con un
rápido ademán del brazo derecho indicaba que se lanzasen.
El segundo piloto cedió el primer salto a Gladys, pero ésta vaciló,
mirando a Aleck. Dean pareció aniquilarla con una mirada desesperada.
Entonces, ella obedeció. A continuación, se lanzó el segundó piloto.
Cuando Aleck fue a hacerlo, las llamas ya habían envuelto toda la proa.
Mientras balanceaba pendiente del paracaídas fue siguiendo la raya de
luz que trazaba el aparato al precipitarse contra tierra, vio la gran llamarada
que produjo al estallar y durante un buen rato el penacho luminoso siguió
brillando en la cresta de unas rocas.
Los pies de Aleck chocaron violentamente contra el suelo. En un
segundo se despojó del paracaídas, y miró en torno, dio unas cuantas voces.
Luego buscó una altura, y con la lámpara de bolsillo se puso a hacer
señales. A su izquierda, otra luz le contestó. Luego otra enfrente.
Los dos pilotos se encontraron enseguida. La luz de enfrente era, sin
duda, la de Gladys. Pero no se había movido de su sitio. Se dirigieron allí,
cuando de pronto se vieron rodeados por varias sombras.
—¿Conocéis la consigna? —preguntó una voz.
—Creo que hemos olvidado hasta nuestro apellido —rió el segundo
piloto, al comprobar que se dirigía a sus compatriotas.
—¡Los squads! ¡Menos mal! —exclamó Aleck.
Y recordó una noche semejante a ésta, semanas atrás. Se volvió a mirar
el resplandor de las llamas, como un pañuelo que se agitara en despedida.
Unas pocas semanas desde que el «Cascarrabias Mike» soltó el último
resuello, ¡y qué inmensa distancia tenía la sensación de haber cruzado en
aquellos momentos convulsos!
—¿No han encontrado a una muchacha? —preguntó.
—Está ahí delante. Parece que se ha herido en una pierna.
Aleck la halló sentada en el suelo, rodeada de squads.
Mientras el piloto le alumbraba con su lámpara, Dean cortó con una
navaja la parte del buzo que correspondía a la pierna afectada. No vio
herida alguna. La tanteó de la rodilla al tobillo, sin encontrar fractura. No
obstante, cada vez que presionaba, Gladys emitía un quejido.
Aleck quiso bromear, por animarla:
—¿Por qué no empleas el kuatsu?
—Ya lo he hecho. Pero como si nada.
—Tendrás que volver a la cátedra de «Miss Samurái».
—Seguramente.
—¿Dónde nos hallamos? —preguntó, dirigiéndose a los squads.
—A dos millas de Hythe —fue la respuesta.
—Entonces, está claro —repuso Aleck, alegremente—. ¿Puedes andar?
—Lo intentaré —contestó Gladys, haciendo esfuerzos por levantarse.
Con la ayuda de Aleck lo consiguió. Pero al sentar los pies en el suelo,
se quejó, y Dean tuvo que agacharse para que ella montara a horcajadas
sobre sus espaldas.
El grupo se puso en marcha, y tras cruzar los campos, llegaron minutos
después a una ancha pista. La noche se estaba rompiendo, y a muy corta
distancia distinguíase la masa compacta de la ciudad.
Aleck iba quedándose rezagado. Allá delante iba el segundo piloto,
conversando a gritos con los squads.
Dean y Gladys permanecían callados. De pronto, la muchacha apretó el
anillo de sus brazos que tenía en torno al cuello de él, y dijo:
—Si quieres, puedes soltarme. El kuatsu hizo efecto. Pero tenía
necesidad de abrazarte.
Aleck permaneció como al nada hubiera oído.
—Estarás cansado, Aleck. Suéltame. De veras puedo andar.
Pero sin resultado. Entonces, ella inclinó la cabeza y le besó en una
mejilla.
—Esto ya está mejor —habló él. Y la soltó.
En un ademán rápido, ella se arrancó el casco, y con una mano se
esponjó la cabellera. Luego se agarró a un brazo de él, y echaron a andar.
—El día que fui a verte en la base, si no te hubieras marchado tan de
repente, te hubiera comunicado algo muy importante —empezó ella.
—Los «Messerschmitts» tuvieron la culpa.
—Pero si me hubieras escrito, igualmente te lo hubiera podido decir.
—¿El qué?
—Pues… para que Sussy fuera nuestra madrina, estaba dispuesta a
casarme contigo.
—Eso ya te lo había propuesto yo —advirtió él, sin parecer que la
resolución de Gladys le hubiese afectado lo más mínimo.
—¿Cuándo?
—Aquel mismo día. Más bien aquella misma madrugada… por carta.
—Pues no la he recibido.
—La tengo en la maleta.
Gladys se mordió los labios. Sintió tentaciones de aplicarle una llave.
Pero conocía de sobra las prontas respuestas de Aleck. Optó por seguir
marchando cogida del brazo de él, como si tal cosa.
Pero ella no podía mantenerse mucho tiempo en silencio.
—¡Ni siquiera has fingido alegrarte! —reprochó.
El no pudo contenerse más, y, tras soltar una carcajada, la puso en vilo y
la besó en la boca. Esta vez ninguno de los dos creyó necesario fingirse
herido para poderse dar un abrazo.
Y, no obstante, era cuando más falta hacía, porque el amanecer ya
estaba asomando.
EPÍLOGO
Dos días más tarde, el comandante Guthrie los recibía en su despacho.
Después de saludables efusivamente, les hizo sentar junto a su mesa.
—Tengo que notificarles que el objetivo perseguido ha sido cubierto. La
ayuda de la señorita O’Connor nos ha permitido mantener bajo un discreto
control a agentes secretos nazis, a quienes les hemos «permitido» ver
nuestras defensas, tal vez más potentes de lo que son en realidad, y ellos se
han encargado de transmitir la noticia a su Führer. Por otro lado, ustedes…
Y con la mirada indicó los partes de la R. A. F., esparcidos sobre la
mesa.
—Hemos empezado a enseñar las uñas, amigo Dean. Goering no debe
de haber recibido una felicitación de Hitler al ver la forma con que hemos
empezado a contraatacar. Machacaremos todos los puntos de embarque y en
cuanto sea posible, nuestros golpes irán al interior de Alemania.
El comandante se puso en pie, y se quedó mirando a través del amplio
ventanal. Desde allí se alcanzaba una extensa perspectiva de Londres, en el
que se apreciaban los desgarrones chamuscados de las zonas bombardeadas.
—¡Sí, tendrán las tornas! Estas noches han tenido ocasión de comprobar
que la R. A. F. aún sigue en pie.
Se volvió, y, clavando la mirada en Gladys, añadió:
—He de felicitarla por la serenidad con que cumplió su misión. ¿Sabe lo
que hubiéramos perdido si el atentado llega a triunfar? Entre los últimos
agentes que se lanzaron, iba uno de la máxima importancia. A las pocas
horas de hallarse en tierra, ya había conectado con otro agente filtrado en el
Alto Mando alemán. Sin él, esto no estaría ahora en nuestras manos. Esto,
que es un regalo de boda a ustedes y a toda Inglaterra.
Tendió una hoja a ambos jóvenes, en la que, entre otras cosas, leyeron:

«El almirante Raeder y otros altos jefes de la Armada


alemana, consideran una locura el desembarco en
Inglaterra. Alegan las fuertes defensas de los puertos
enemigos. Las grandes dificultades para la navegación,
bajamar, corrientes… Dicen desconocer la posición de las
minas en la porción oriental.
»El logro de la supremacía aérea —dice la Armada— es
vital para congregar la fuerza naval necesaria. Estas
reflexiones determinan que el Estado Mayor Naval vea
dificultades excepcionales».

—El verdadero regalo está en esta otra hoja. Es un resumen de lo que


las emisoras secretas han transmitido en estas últimas cuarenta y ocho
horas.

«El que Inglaterra conociera los planes de invasión, ha


sido una desagradable sorpresa para Hitler. Como es
habitual en él, no quiere dar el brazo a torcer, reconociendo
que es una imprudencia llevarla a efecto. No obstante, ha
ordenado que los buques destinados a la invasión vuelvan a
sus misiones habituales, pero de forma que no se note
mucho…».

Agregaba el informe que Hitler, disfrazando su cambio de actitud con el


pretexto de reforzar otros frentes más interesantes, había decidido que
quedase postergada indefinidamente la orden de invasión.
FIN
A. Rolcest. En el mundo civil se llamaba Arsenio Olcina Esteve. Como
muchos, participó en las contiendas de la guerra civil española y le tocó
estar en el bando perdedor. Como todos los escritores de esta segunda
España, fue represaliado. Dado que los ámbitos superiores de la literatura le
estaban vedados, debió dedicarse a escribir folletines y novelitas del Oeste.
Para ello con las primeras dos letras de su nombre y apellidos formó su
seudónimo literario post guerra civil. Se llamó A. Rolcest.
Nació en Alcoy, provincia de Alicante el 15 de octubre de 1909.
A principios de los años veinte volaban muchas ideas revolucionarias en el
aire español y particularmente en el hogar de los Olcina. De éstas se nutrió
la vida del joven Arsenio y forjó su visión del mundo y de los hombres.
Soñaba con el hombre libre, dueño de su voluntad y su destino. Son sus
primeros puntos de contacto con el movimiento anarquista.
Tenía intenciones literarias, heredadas de su padre y se volcó hacia la
poesía; pero la dura realidad le dijo que ése no era el camino, que para
ganarse la vida debía utilizar su pluma en algo más productivo. Entonces, la
puso a oficiar de corresponsal de prensa para diversos periódicos de
Alicante y Menorca [El Luchador, Diario de Alicante, El Bien Público].
Fue en estos donde publicó sus primeros cuentos.
Esta incipiente actividad en el mundo de las letras le acarrearon numerosos
problemas con las autoridades, dirigiéndose a Valencia donde vivió algunos
años. Allí fue donde en 1932 nació su hija Amalia. Otra integrante de su
familia, Amalia Lucila Mataix Olcina (su sobrina) en los años cincuenta y
setenta escribió novelas románticas como Lucila Mataix y/o Celia Bravo,
fue también autora de literatura de quiosco, dentro del género romántico, y
desarrolló una importante labor pedagógica para el mundo infantil.
A. Rolcest fue uno de los escritores más prolíficos dentro del ámbito de la
literatura popular, pero a pesar de su volumen y calidad nunca ha descollado
con la importancia que merece y con el transcurrir del tiempo se transformó
en uno de los autores más injustamente olvidado. Tal vez porque no fue
descubierto su trasfondo ideológico, ni entendida la simbología utilizada.
No debemos olvidar que recién en la década del 60 se comienza a hablar de
semiótica por personas de elevado nivel cultural y las obras de la literatura
de quiosco no se consideraban dignas de ser analizadas por esta disciplina.
Tampoco el público de masas que leía estas obras estaba muy preparado
para analizarlas. Preferían los muchos tiros de Estefanía.

También podría gustarte