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El Beso de Copacati

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En dos momentos distintos de la historia, dos expediciones van a encontrarse con la

misma criatura en lo profundo de la selva: en el siglo XX, unos cineastas que están
dispuestos a filmar la película más impresionante de la historia, y en el XVI, durante la
campaña de Francisco Pizarro, un grupo de soldados castellanos que va en busca del
cadáver robado del último príncipe inca, Atahualpa. Cada cual en su época descubrirá
que en lo profundo de la selva habitan seres y secretos demasiado oscuros como para
que el hombre lidie con ellos.

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Víctor Conde

El beso de Copacati
ePub r1.0
Titivillus 11.05.2022

Página 3
Título original: El beso de Copacati
Víctor Conde, 2020

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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Para Ramón y Laura, por ser tan buenos amigos.

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La noche es un muerto hecho de ojos.
G. K. Chesterton

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Nota del autor

Esta no es una novela histórica, sino lo que en literatura llamamos una ucronía. Es
decir, un «qué hubiera pasado si…». ¿Si qué? Si los acontecimientos históricos que
conocemos hubiesen transcurrido de forma diferente. La trama parte de un hecho
histórico documentado como real —los trágicos acontecimientos que siguieron al
asesinato del Inca Atahualpa por los conquistadores castellanos, y el posterior robo
del cadáver del rey de su sepulcro—, pero a partir de ahí todo es ficticio. Don
Francisco Pizarro nunca ordenó, que se sepa, una expedición de recuperación del
cadáver, ni mucho menos la encabezó él mismo. Algunos de los personajes que hacen
de actores de reparto en esta historia son reales, como el fraile Vicente de Valverde,
pero otros son inventados por mí por el bien de la trama, como la segunda esposa de
Pizarro, doña Inés Jerén del Busto, o el comandante de turba don Alonso Candía.
Toda la parte de los productores de Hollywood es pura fantasía, y cualquier similitud
con nombres o personas reales no es más que una coincidencia.
Ah, y una última cosa: si cuando usted lea la parte sobre cómo se hacían las
películas en los años 50 se siente extrañado por algo, o hay conceptos que le
chocan…, créame, todo lo que se cuenta es verdad. El cine de aquella época se hacía
así.

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Primera parte

LA ERA DE LAS EXPEDICIONES

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Por este lado se va a Panamá, a ser pobres. Por este otro, al Perú, a ser
ricos. Escoja el que fuere buen castellano lo que más bien le estuviere.
Francisco Pizarro

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I
27 de Julio de 1533
(Sacrificios)

La noche estaba llena de gritos.


Solo en aquel paraje donde las estrellas podían brillar tan fuerte que eran capaces
de iluminar el mundo sin ayuda de la luna un hombre asomado a la atalaya podía
distinguir tras la puesta del sol tantos detalles en la lejanía. A incontables toesas sobre
el nivel del mar y a una distancia imposible de medir de la costa, si un cristiano se
situaba al extremo de aquella roca pelada que asomaba del pico y miraba al valle, lo
único que vería serían paredes casi verticales, cortadas a buril, por donde solo los
indígenas nacidos bajo aquella luna y bajo el signo de esas constelaciones podían
hallar caminos.
Pero esta noche había algo más en el viento. Se presentía algo terrible. La
oscuridad, como el agua de un océano que transmitía sonidos tras haber hecho
origamis con ellos, estaba llena de lágrimas.
El fraile Vicente de Valverde, de la Orden de los Dominicos, salió de la casona
del rescate del príncipe, que había sido convertida primero en un arsenal donde
guardar el falconete y los arcabuces, y luego, cuando llegó el increíble rescate, en una
fundición de oro. Un lugar que trabajaba día y noche, a destajo. Los herreros que
habían sido reunidos para tal menester, vigilados por los soldados que a su vez eran
vigilados por los capitanes que a su vez respondían al visto bueno de los ángeles,
hacían caer con ímpetu los martillos y aventaban los fuelles. Las chispas lamían sus
cuerpos confiriéndoles un aura perversa, de baluarte demoníaco, brotando día y noche
de aquellos metales. Lo que una vez sirvió para enderezar espadas y alabardas y para
cepillar el ánima de las armas de fuego, ese mismo ímpetu infernal del soplillo —que
Dios le perdonara por pensarlo—, ahora era músculo y aliento que derretía el oro y lo
convertía en lingotes, para ser cargado en los mulos con más facilidad y para
simplificar el reparto.
Pues para eso, y tras quién sabía cuántos años de sanguinaria campaña, su amo y
pariente, don Francisco Pizarro, había encontrado por fin El Dorado. O más bien, lo
había conjurado de la nada, haciendo que mil esclavos de piel tostada se lo trajeran a
cambio del perdón de un rey que, paradojas del destino, estaba destinado a no
conocer la clemencia.
Algo le preocupaba al capitán, pues su figura, alta y espigada como un tallo de
maíz, se recortaba contra la silueta de las montañas, asomada al borde de la piedra de
los vigías. Era un recorte de negro sobre un tul de selva y rocío. Vestía su armadura
de acero español pero sin la protección de los brazos ni la de las piernas. Si no fuera
porque irradiaba un aura de gravedad que podía marchitar la hierba, habría quien se

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reiría de sus piernas flacas como palillos, expuestas bajo los faldones del jubón. Tan
blindado por arriba como desnudo por debajo, el conquistador daba la impresión de
ser un viejo demente que se hubiera olvidado de ponerse los pantalones, tanta era su
prisa por llegar a la guerra.
Fray Vicente, que era pariente del capitán Pizarro —aunque raras veces
mencionaba este hecho delante de los hombres—, se le acercó procurando no hacer
ruido. Y se situó junto a él en la atalaya, con cuidado de no asomarse mucho. Allí los
vientos eran traicioneros, y un ligero empuje podría convertirlo en aprendiz de
tunki[1] en su larga caída hacia el fracaso.
—¿Ocurre algo, mi señor? —le preguntó en voz baja, porque no sabía qué podía
preocupar tanto a Francisco como para mantenerlo sumido en ese silencio de cobra,
en ese mutismo de sepulcro, mirando sin pestañear las montañas.
El capitán parecía ajeno a su semidesnudez, buscada a propósito para combatir el
calor de la noche. Su atención estaba tan fija en lo que le contaba el viento que, por
un instante, fray Vicente creyó que estaba oyendo las campanas que lo llamaban al
otro mundo.
No le contestó al principio, durante unos tensos minutos en los que lo único que
se oyó fue el rítmico martilleo de los machos de fragua y el soplido de los fuelles. Su
vista resiguió el contorno del valle, un sinuoso lomo de serpiente que para ellos,
europeos acostumbrados a tierras bajas y llanas, era sinónimo de asfixia y de
altiplanos apenas vestidos con el santo aire de la vida. Un aire que, de tan limpio, a
veces daba la sensación de no existir, pero que podía seguir trayendo sonidos. Y estos
eran los que mantenían el corazón del capitán en un puño.
—¿Lo notas, Vicente? —susurró Pizarro, llevándose un dedo al lóbulo de la oreja,
el único que le quedaba después de la batalla de hacía unos meses. Curiosamente, el
otro no se lo había cortado un chupra, un cuchillo indígena, sino el acero de uno de
sus hombres cuando se disponía a ejecutar al príncipe inca y el propio Pizarro se
metió en medio para impedírselo.
—¿Qué queréis que note, mi señor? —preguntó el fraile.
—Ssssshhh… Escucha. La noche está gritando. Está llena de lágrimas.
Al fraile le costó unos minutos, pero cuando iba a darse por vencido y a
aconsejarle que se apartara del borde del acantilado, lo oyó. Era tan increíblemente
tenue que incluso a los animales que cazaban amortajados de oscuridad les habría
costado percibirlo, pero sí… Sin duda, había un lamento en el viento. Más bien, la
suma de muchas voces que llegaban desde todos lados, jugueteando con los ecos. Era
un gimoteo terrible, como si miles de gargantas llorasen a lo largo y ancho de aquel
vasto imperio, y gritasen exequias por los muertos.
—¿Q… qué son? ¿Por qué grita así el viento?
—No es el viento —dijo Francisco—. Es la tierra, que sufre por su rey. Miles,
quizá decenas de miles de súbditos, están suicidándose en este preciso instante,

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mientras tú y yo hablamos, seguramente para acompañar a su monarca a la otra vida.
Es al país de los incas por entero al que oyes chillar de pánico.
El corazón de fray Vicente se arrugó, haciéndose más pequeño y negruzco. Su
mente, acostumbrada a los horrores que aquella tierra salvaje les reservaba día sí y
día también, creía que estaba inmunizada contra todo. Pero no era cierto. Sintió una
especie de frío que le contracturó el alma al imaginarse el cuadro que su amo le
pintaba, con miles de cuchillos manchándose de sangre, tanto de hombres como de
mujeres y quién sabía si de niños, todos en ese preciso instante. Bajo aquel plácido
mantel de estrellas sin luna. Mil gargantas gritando de horror al ser rebanadas, ríos de
sangre precipitándose por las terrazas donde aquellos hombres-pájaro edificaban sus
aldeas. El orgulloso imperio del inca tiñéndose enloquecedoramente de rojo en el
transcurso de una noche.
Y todo porque el día anterior ellos habían bautizado y juzgado a su príncipe,
Atahualpa, el cual, hasta el último segundo y hasta que no se vio atado al poste de la
hoguera, no se dio cuenta de qué le estaban haciendo ni por qué se lo había
encontrado culpable de delitos contra Dios. Su cuerpo aún estaba caliente cuando sus
esposas se habían rajado los pechos y ahorcado con sus propios cabellos, colgándose
de las vigas del cuartucho miserable que había sido su palacete durante meses.
Vicente jamás olvidaría el horror de semejante cuadro cuando entró en la casa del
rescate y las vio colgando como péndulos, a todas esas diminutas flores, esas
liliputienses diosas. No supo por qué, pero le recordaron a los hisopos con que su
ministerio esparcía las bendiciones entre los llamados a misa. Solo que estos lo único
que esparcían era tristeza.
Y ahora…, cuando el padre más confiaba en que el horror acabaría porque el jefe
de aquel pueblo tan callado y sumiso se había ido para siempre…, sucedía esto. Este
suicidio en masa. Este holocausto. Un escalofrío le trepó por la espalda depositando
un montoncito de escarcha sobre cada vértebra.
—¿En serio lo están haciendo? —Experimentó algo así como un vahído, un
hierro al rojo blanco que le atravesaba las entrañas—. ¿Se están inmolando en masa?
—¿No lo oyes? Sus tambores tocan a fúnebre. Esta noche una legión de indígenas
se abrirá su propio cuello y los de sus hijos en honor a su caudillo. Cuando amanezca,
el país estará casi despoblado y será un festín de cuervos. Los ríos correrán rojos
durante meses.
Tambores tocando a muerto como perros venteando la Parca. Sí, fray Vicente
también podía percibirlos: en cada poblado, en cada amontonamiento de cabañas en
la linde de los ríos, en las altas ciudades de las montañas, en los bajos tendidos de
chabolas de las haciendas… las runantiyas, unos tambores muy pequeños fabricados
con la piel de enemigos honorables, contrapunteaban como el coro de una iglesia la
cadencia de los machos de fragua. Mientras los castellanos derretían el oro de su
triunfo, los indígenas se lanzaban a un apocalipsis sin sentido. El Dorado a cambio

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del holocausto. Y todo por culpa de ciento ochenta españoles sucios con la mirada
enferma de codicia.
—¿Qué pensáis hacer cuando amanezca, mi señor? ¿Vendrán a buscarnos con su
ejército para llevarse el cuerpo del caudillo?
Francisco volvió la cabeza y miró el sepulcro que estaba en el centro de
Cajamarca, a donde lo habían llevado tras bajarlo de la picota. Había guardias en la
puerta.
—Idólatra, lo llamamos. Hereje, fratricida, regicida, traidor, polígamo y pagano
incestuoso —dijo el capitán—. Todo eso le dijimos justo antes de bautizarlo a la luz
de la Santa Biblia y ponerle un nombre idéntico al mío, que será el que su pobre alma
se lleve al infierno. Sus antiguos súbditos lo llamarán rey, y caudillo, y quizás
también libertador… pero también lo odiarán. Por haberlos traicionado. Porque se
dejó engañar por los dioses.
—La Virgen María, cuya talla nos ha acompañado durante los largos años de esta
odisea, sabe bien que no somos deidades.
—Claro que no. Pero, como todo en esta desastrosa conquista, lo importante no es
que lo seamos o no, sino que ellos lo crean así. Por si acaso, he mandado doblar la
guardia. El sepulcro de ese enano mal perdedor de ajedrez es ahora un lugar tan
sagrado para ellos como Tierra Santa lo es para nosotros. Y vendrán a reclamar el
cuerpo. —En su mirada destelló un brillo maligno, dos ascuas ardiendo sobre el delta
negro de la barba—. Oh, sí, te apuesto mi extremaunción a que lo harán, primo.
Fray Vicente se estremeció al imaginar una columna de treinta mil soldados, esta
vez fuertemente armados y no como cuando Atahualpa accedió por primera vez a
reunirse con los castellanos, que vinieron desarmados. Una larga serpiente de
guerreros sedientos de sangre trepando por aquellas cumbres.
—¿Qué haremos, pues? ¿Huiremos con el oro?
El capitán dejó caer una mano tranquilizadora en su hombro, mientras con la otra
se rascaba sus partes por dentro del calzón. Los piojos y las ladillas habían sido un
suplicio para aquellos hombres desde que desembarcaron en el Nuevo Mundo,
descubierto hacía solo cuarenta años por un genovés loco.
—Si algo le ha costado siempre a esta gente es organizarse. Para cuando se
pongan de acuerdo para emprender la marcha, ya estaremos muy lejos con el oro y la
plata rumbo a la desembocadura del Rímac. Allí estaremos a salvo.
—¿De veras creéis que este lugar se convertirá en sagrado para ellos?
—¿Acaso no lo es para nosotros el sitio del Santo Sepulcro, donde descansaron
los restos de nuestro Señor Jesucristo? ¿No hemos movido naciones y sacrificado
mares de carne y sangre por intentar recuperarlo de las manos de los infieles? ¿Y no
robaron su cuerpo los apóstoles aprovechando el anonimato de la noche, para impedir
que se quedara en manos de los romanos?
Se alejaron de la atalaya, para alivio del fraile. A varias leguas de allí, el vapor de
las fuentes termales de Pultumarca se elevaba como las sábanas de espíritus

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condenados a vagar eternamente por las montañas. Quizás fueran las ánimas de los
más de dos mil indígenas que ellos mismos habían pasado a cuchillo en la masacre
cajamarquina.
—Todo lo que decís ocurrió, lo atestigua la Biblia —asintió el fraile,
comprendiendo las similitudes que subyacían tras ambos hechos, a pesar de que el
rey inca no fuera hijo de Dios y Jesús sí—. Ahora lo comprendo. Vendrán a por él
para enterrarlo según sus propios ritos. Para convertirlo en una… —le costó decirlo
porque la palabra le repugnaba— momia.
Se asomaron a la casona del rescate por su única ventana. El interior estaba
envuelto en un resplandor sobrenatural, casi más digno del dios pagano Vulcano que
de otras deidades menos coléricas. El oro derretido descansaba en cubas, su
resplandor arrancando miradas enfebrecidas no solo de los hombres que lo
custodiaban, sino también del fraile, que lo observaba hipnotizado. Apoyada contra la
pared había una montaña de objetos hechos con el divino metal y con la plata
selenita, que esperaban su turno para conocer el fuego.
—El Dorado… existía realmente —murmuró el clérigo.
—No. Nosotros lo creamos. Forjamos nuestro propio mito. Eso es lo que
escribirás en tus libros cuando regresemos. —Pizarro se volvió hacia la selva, donde
extraños sonidos se escurrían como culebras entre los árboles. Fray Vicente también
miró a la impenetrable oscuridad.
—¿Qué veis, mi señor? ¿Hay peligro, despierto a los soldados?
El capitán se quedó tan inmóvil como cuando había escuchado los lamentos del
valle, solo que esta vez había un deje distinto en su mirada. Algo más inclasificable.
Era como si hubiese escuchado otro sonido procedente de la selva, algo que lo
asustaba incluso a él, un conquistador de imperios.
—No es nada, mi fiel Vicente… Es solo que me pareció oír… —Enmudeció. El
fraile detectó aquel temor en sus ojos y no pudo evitar que se le contagiase. Pizarro
forzó una sonrisa y le palmeó la espalda—. En fin, durmamos. Al alba lo
prepararemos todo para el duro descenso hacia la costa.
Vicente sonrió, intranquilo. Miró por última vez la selva, como si hubiera algo allí
que no fuera ni divino ni humano a lo que ni siquiera los incas se atrevían a desafiar.
Devoró como un niño hambriento una bocanada de aire.
—Que los ojos de todos los santos del cielo se posen sobre nosotros y nos
protejan…
Y lo decía en serio.

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1
5 de Marzo de 1953
(Rutilante)

—¡Que los ojos de todos los santos del cielo se posen en nosotros y nos protejan!
—exclamó el hombre del chaleco blanco y la pajarita, haciendo bailar la copa de
ginebra en su mano. Una estentórea risa brotó del grupo que presidía como si aquella
frase, más que una invocación a la fortuna, fuera el remate de un chiste.
Los asistentes a la fiesta le dirigieron una mirada fugaz, haciéndose la eterna
pregunta de si ese corrillo sería mucho más cool que aquel en el que ellos se
encontraban. Si el lugar donde-había-que-estar para pasarlo realmente bien —un hito
conceptual dentro del hábitat festivo de Hollywood— en la fiesta del famoso
productor Elías Zanuck era el círculo presidido por el propio productor y no cualquier
otro.
La noche rutilaba, cuajada de estrellas: estaba Dea Skunis, la última diva surgida
del frío que había venido de algún país del Este para derretir con el calor de sus
miradas el frío de California; Fernando —sin apellido, que así sonaba más seductor
—, un galán hispanoamericano con un marcado acento en su inglés que algunos
consideraban impostado, y que era el amante latino que ocupaba el nicho que dejara
vacío la marcha de Valentino; y Magdalen Polly, una belleza de veinte añitos con
buenas espaldas, de nadadora olímpica, y una rotundidad en las formas que habría
derretido hasta a los militantes de la otra acera, reconocidos o no, que llenaban como
espías infiltrados de la homosexualidad la ciudad de Los Ángeles.
Entre estos últimos, el más llamativo, el del vozarrón más potente, el de la barriga
más redonda, el faro que con más fuerza atraía hacia sí las miradas, era el productor
Elías Zanuck. Más altivo que una estrella de cine, más desprejuiciado que un
periodista del Hollywood Reporter, más acostumbrado a proyectar su sombra delante
de los focos que Grace Kelly. Era el depredador por excelencia, la marca en el mapa
que señalaba dónde estaba el dinero. Como era lógico, todos querían estar junto a él.
—¿En qué andas metido ahora, viejo chocho? —le preguntó uno de sus colegas,
el productor Raymond Akron, que estaba disfrutando de sus quince minutos de gloria
porque el mes anterior alguien había cometido la desfachatez de darle un Óscar.
Los que estaban en aquel corrillo notaron cómo cambió la forma de expresarse de
Elías, tornándose más cuidadosa: su modo de pasar de una palabra a la siguiente,
como si saltara de piedra en piedra para vadear un riachuelo.
—Ah, comadreja, ven aquí —le sonrió—. Anda, deja que te rellene el bourbon.
Pues mira, el antiguo aforismo del mundo del espectáculo está de mi parte: ¡voy a
hacer la mejor película de todos los tiempos!
Las cejas de Akron formaron arcos romanos.

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—¿No es un pelín pretencioso por tu parte hablar de eso en público, en lugar de
mentir descaradamente como hacemos todos?
—Bah, para nada. ¡Señoras, señores, este es el momento que todos estaban
esperando, el auténtico motivo de esta fiesta! Voy a anunciar cuál será mi próximo
proyecto, lo suficientemente maduro ya como para exponerlo a los mentideros de esta
hermosa ciudad.
Los invitados se aproximaron a Elías como moscas a la miel, intercambiando
miradas traviesas. Todos se le acercaron menos la señorita Polly, que se dejó
adelantar cortésmente para que la gente formara una barrera entre el orondo
productor y ella. Eso daría mucho de qué hablar, pero a una hora más tardía, y solo
entre los no demasiado borrachos.
—Venga, asómbranos con tu audacia —le animó Akron, al que no le costaba nada
disimular cierto desdén por el proyecto de su colega—. ¿Adónde te vas esta vez, al
fin del mundo?
—¡Has acertado! No sé si será exactamente el final de nuestro querido orbe, pero
está tan apartado de California que hasta Dios necesitaría un mapa. —Eso arrancó
risas cómplices—. No sé si han oído hablar de ese pez prehistórico que los científicos
han descubierto hace poco en los mares del sur. Una especie que se creía extinguida
hace millones de años, pero que resulta estar vivita y coleando. ¡Nunca mejor dicho!
—Más risas falsas—. El interés que ha suscitado la prensa por todo lo que tenga que
ver con peces prehistóricos iluminó mis ya de por sí luminosas neuronas, y me dio
una idea para la mayor película espectáculo que jamás se haya filmado. ¡Más grande
aun que la monada esa de Schoedsack de hace veinte años[2]!
Los ojos azul lejía de su competidor se concentraron en él como dos faroles de
ferrocarril. Sí, también había leído la noticia en algún periódico, uno de esos
acontecimientos relacionados con el mundo de la ciencia que desataban la curiosidad
del público, y que servían como excusa para que algún productorucho avispado —
que sabía tanto de ictiología como un chimpancé sobre la luna— pusiera a aporrear
teclas a un guionista para que le pariera una historia de monstruos relacionada con el
agua. Zanuck era muy de hacer esas cosas, de aprovecharse hasta del último bulo
imaginable para sacar una película. Puede que nunca ganara un Óscar, pero el viejo
tiburón tenía olfato para los negocios.
—Déjame adivinar el argumento —aventuró Akron—: Una beldad en bikini,
enseñando mucho ombligo y mucha espalda, va a bañarse a las playas de Maui
cuando un pez prehistórico le muerde el… bañador.
La gente aplaudió la gracieta, buscando todos los significados picantes que
pudiera tener. Zanuck negó lentamente con la cabeza.
—Ja, ja, buena idea, me la reservo para la segunda parte. No, mi argumento es
sutilmente diferente, y tiene lugar en algún remoto lugar de las selvas del Perú… —
Barrió el aire con la mano, delante de su rostro, poniendo una mirada de brujo arcano
—. Imagínenselo, damas y caballeros…, un manto impenetrable de árboles y

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vegetación…, una selva esmeralda…, un río salvaje, más largo y caudaloso que el
Mississippi…
—Ten cuidado con exagerar las cifras, que nuestro querido Mississippi, sumando
todos sus afluentes, mide más de seis mil kilómetros.
—¡Me la sudan los datos científicos! Este del que yo hablo es un río
antediluviano, primordial, que lleva ahí desde antes de que Adán y Eva
protagonizaran la primera pelea conyugal y el primer divorcio por poderes… —Otra
vez su mano barriendo el aire ante la mirada hipnotizada del público—. Sueñen: un
manso caudal de agua que en su seno esconde peligros innombrables, y de repente,
una expedición arqueológica que descubre sus fuentes… Un altiplano gigante de esos
que hay en el Cono Sur, como los de Venezuela. Un lugar jamás visto por el hombre,
un santuario prehistórico desde cuya cima cae el río en una titánica cascada…
Akron dejó a la vista su dentadura fuerte e irregular, tan estropeada como la de
Zanuck.
—A que adivino el final: la expedición trepa hasta el altiplano y descubre un
dinosaurio.
Elías hizo un gesto de interés, como reservándose esa idea para una película
distinta. Pero negó con la cabeza.
—No, es otra cosa lo que encuentran, algo mucho más tenebroso que un simple
diplodocus. —Justo cuando estaba a punto de darles una pista, enmudeció con una
sonrisa traviesa—. Pero mucho me temo que si quieren saber qué ocurre a partir de
aquí, damas y caballeros, les va a costar un dólar cuarenta y cinco.
Los presentes rieron, formando nuevos corrillos. Algunos actores y actrices
hicieron cola disimuladamente para acercarse a Elías poniendo su mejor perfil, o
ensanchando un poquito más su escote, para interesarse por el reparto de la película.
Pero Akron todavía no había levantado el vuelo, y seguía con sus zarpas posadas
sobre el viejo zorro.
—Así que te vas a Sudamérica a rodar… Estás como una cabra. Y a la selva, nada
menos. ¿Sabes cuántas variantes de la viruela se pueden pillar allí?
—Bah, ninguna que no se cure con un lingotazo de whisky. Pienso reunir un
equipo especializado en documentales de animales, los tarados esos que viajan a Asia
y África sin miedo, para usarlos como técnicos. Voy a mostrarle al público americano
lugares ocultos que nunca han visto, hasta dejarlo boquiabierto…
—Simplifica: vas a hacer otra de tus películas de monstruos, no le des más
vueltas.
—No. Voy a hacer la película de monstruos. La mejor que se haya estrenado
desde que Karloff hizo que se cagaran piernas abajo en La momia.
—Estás borracho.
—No lo suficiente. Aún no he perdido el control sobre mis metáforas.
—¿Cuánto va a costarte esa ida de olla? Por lo menos medio millón de dólares,
una fortuna —calculó Akron—. ¿Y dónde piensas encontrar actores famosos que

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quieran arriesgarse a viajar tan lejos, pudiendo hacer lo mismo aquí con un
ciclorama?
Esta vez le tocó a Zanuck hacer gala de sus imperfectos dientes. Se le escapó una
mueca, quién sabía si malintencionada o no, hacia las mesas de canapés del fondo, a
las cuales ya estaban regresando los comensales. Había una chica que no se había
separado de ellas, la misma que antes dejó que el resto de los buitres la adelantaran
para acercarse a Elías en ese majestuoso minué que podría titularse El baile de
apareamiento de las estrellas: Magdalen Polly.
Akron torció el gesto.
—¿Ella? Venga ya…
—En serio. Y está encantada —sonrió Elías—. Dice que siempre soñó con viajar
al Perú y conocer esos increíbles paisajes, con todos esos templos arcaicos brotando
como hongos de la selva. Incluso habla un poquito de español. Es una joya de mujer,
elevada sobre esas dos majestuosas columnas dóricas que otros se atreven a llamar
piernas.
—¿Y va a dejarse devorar por un pez prehistórico? ¿Le has dado el guion?
—No, ¡pero qué más da! —le guiñó un ojo—. ¡A quién demonios le importa el
guion en las películas de hoy en día! Lo único que el público quiere es que ella
enseñe su majestuoso cuerpo cuando nade en el río, y que los peces la miren con cara
de pasmo.
Los dos rieron maliciosamente, entrechocando sus copas. De fondo, la bella
Magdalen rebuscaba algo con el cucharón dentro del tazón del ponche. Quizá un
tesoro escondido, o las huellas de un antiguo animal prehistórico que llevara milenios
esperando a que alguien como ella apareciera para hacer algo tan básico como saciar
su hambre…

Página 18
II
29 de Julio de 1533
(Robo)

El Apu[3] Francisco Pizarro miraba la puerta arrancada del sepulcro que había
contenido hasta la noche anterior el cadáver del Inca Atahualpa. Estaba tirada en el
suelo, su único gozne inferior roto junto al cadáver del vigilante. Alguien le había
aplastado el cráneo a través del casco de metal con una piedra, seguramente esa
misma que descansaba indolente a su lado. No se habían llevado ni las armas ni la
coraza del muerto. Los asaltantes nocturnos habían venido a lo que habían venido: a
llevarse el cuerpo de su rey.
Fray Vicente de Valverde le dio las últimas bendiciones al soldado fallecido
mientras murmuraba una plegaria. Luego, se puso en pie trabajosamente y se unió al
círculo de espectadores que se había congregado en aquella fría mañana junto al
sepulcro de Cajamarca. Era la práctica totalidad de los cristianos que quedaban vivos,
unos noventa, más los esclavos indígenas y el único eslabón que tenían para
comunicarse con ellos, el intérprete bautizado Tomasillo. Todos miraban con caras de
consternación el cuadro que les había regalado la aurora.
—Por las huellas, diría que han sido unos veinte hombres —gruñó el comandante
de turba, el caballero Alonso Candía—. Sus pies diminutos, de niño, pisaron con
cuidado entre los helechos para no hacer ruido. Rodearon desde atrás el sepulcro y lo
violentaron con alguna clase de palanca.
—Profanaron como vulgares ladrones una tumba sagrada. —El fraile estaba rojo
de ira, indignado por la desfachatez de aquellos miserables paganos. Se sentía igual
que cuando le entregó su breviario al rey Atahualpa, en la embajada de hacía unos
meses, y este, tras examinarlo con desdén, lo arrojó al barro despreciando tanto la
religión de los «dioses montados a caballo» como la oferta de amistad del rey de
España—. Como os temíais, mi señor, se han llevado el cuerpo para hacerlo objeto de
sus rituales bárbaros.
Francisco miraba, pero no decía nada. Tenía el mismo aire de callada gravedad
que tan habitual era en él, y que hacía que sus hombres lo respetaran y lo odiaran a
partes iguales. Era un líder carismático pero difícil, propenso a los estallidos cortos y
contundentes de ira, pero también a repartir con ecuanimidad lo ganado, lo que hacía
que sus propios soldados quisieran estrangularlo un día y dar sus vidas por él al
siguiente.
Ahora tenía esa mirada, la que tanto asustaba a Vicente… El mismo bronce
aleado de cinc en sus pupilas marrones que ya había visto una vez, hacía siete años,
en la isla del Gallo, en la bahía de Tumaco. Allí, el trujillano había hecho gala de ese
enfermizo empuje que solo poseen los iluminados, los que rigen su vida por un ideal

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inquebrantable, y había separado el futuro del continente —y el del imperio Inca— a
ambos lados de un tajo de espada practicado en la arena.
—¡En mi opinión, que se lo lleven y usen su disecada piel para hacer tabaco! —
exclamó Candía, harto de las salidas de tono de aquellos indios de piel tostada a los
que apenas consideraba humanos. Para él eran poco más que simios inteligentes,
indignos de llamarse hombres—. A la mierda con estos monos y su maldita religión.
Tenemos lo que queríamos, lo que vinimos a buscar: el oro. Todo lo demás me
importa un carajo. Bajemos a la costa y encontremos un buen barco que nos lleve de
regreso a Panamá, que bien sabe Dios que nos lo hemos ganado.
El Apu se acercó en silencio al sepulcro y recuperó un trozo de tela del puño
crispado del cadáver. Era un pedazo de las vestiduras de su atacante, que Francisco
retiró con la habilidad distraída de un galeno al sacar una astilla hundida en la carne.
Poseía un intenso color rojo, tan atractivo a la vista como los pintorescos ropajes de
aquella gente, que los hacían parecer aves del paraíso. No compartía la opinión de su
comandante sobre que aquellos nativos fueran poco más que monos: tenían un
indudable gusto para el arte, y en sus ciudades había visto sistemas de regadío y
construcciones megalíticas que demostraban un claro dominio de la ingeniería.
¿Acaso un simio, dando puntadas al azar con una aguja, sería capaz de tanta
perfección en el trenzado del hilo? ¿Dibujaría figuras geométricas de hipnótica
belleza con semejante finura? Si incluso decían las lenguas más atrevidas que, en
algún lugar del sur de aquel gigantesco país, los incas habían edificado una ciudad
mítica en la cúspide de una montaña; un lugar tan cercano a las nubes que, si en
realidad había ángeles en el cielo, seguro que se posarían allí para descansar en sus
largos vuelos.
No, para nada eran monos. Pero su educación cristiana le decía que tampoco
serían hombres completos hasta que aceptaran al único y verdadero Dios.
Giró sobre sus talones y caminó despacio hasta donde se levantaban dos parasoles
cruzados sobre postes de madera. A su sombra se abanicaba una mujer española de
rostro hermoso y expresión adusta: la segunda esposa del capitán, doña Inés Jerén del
Busto. Su mera figura ya era una paradoja en aquel ambiente, un elemento sacado de
contexto que no poseía explicación alguna, pues estaba vestida como una marquesa
de la corte del rey Carlos I, peinada como una damisela de Pontormo y maquillada
como una puta de burdel. Esto último, aunque todos lo pensaban, nadie se había
atrevido a decírselo en voz alta. No si apreciaban la vida, pues el acero toledano de
Pizarro era tan largo y afilado como la retribución de un insulto.
—¿Qué piensas hacer? —le preguntó ella con voz queda. Estaba claro que temía
cualquier respuesta que no fuese la que todos anhelaban.
—Hay que recuperar el cuerpo. No podemos permitir que se lo lleven y se
transforme en un símbolo de la eterna resistencia contra los invasores. Los que hemos
nacido en Europa sabemos lo increíblemente peligroso que puede llegar a ser un
Símbolo. —Lo dijo así, haciendo sonar la mayúscula.

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El rostro de Inés se contrajo como si una succión lenta lo chupara desde el centro.
El peso de centenares de días de odisea por aquella tierra olvidada cayó sobre sus
hombros como una losa. Revivió, igual que hicieron los que escucharon la decisión
del capitán, las mortificantes jornadas de periplo por las montañas dentro del
palanquín cargado por esclavos; cómo el continuo vaivén le destrozaba las posaderas,
y cómo el sofocante calor, imposible de evitar porque si abría las cortinillas se la
comían los mosquitos, había hecho que su cuerpo perdiera media arroba de peso en
pocas semanas. A pesar de tener cien esclavos indígenas y de ser tratada como una
reina tanto por ellos como por los soldados, doña Inés había sufrido en sus carnes
hasta la última piedra del camino.
No deseaba repetir esa experiencia por nada del mundo. Ni siquiera por amor a su
esposo.
—¿Qué sentido tiene? —La tensa calma de su voz cortaba más que el cierzo de la
montaña—. Ya has destruido suficientes símbolos de esta gente, y no pararás hasta
que hayas exterminado todos sus mitos, todo lo que los conecta al pasado. ¿De qué te
servirá eso?
—Un pueblo que recuerda es un pueblo que cualquier día podría rebelarse. La
conquista pasa por hacer que olviden a sus dioses y sus mitos y que recen solo a los
nuestros —le explicó Pizarro, un discurso que ya había esgrimido cientos de veces—.
Algún día, esta gente ahora rebelde y orgullosa acudirá a iglesias esparcidas por todo
su país a rezar a nuestros dioses, no a los suyos, y serán más devotos de la Santa Cruz
incluso que los mismos españoles.
—Amén —sonrió fray Vicente—. Que el Señor os oiga, capitán, y que nosotros
lo veamos.
—No creo que lleguemos a verlo, padre, pero si logramos hacer que este vasto
imperio se desgarre por luchas intestinas, apoyando a unos caciques contra otros, os
garantizo que conquistaremos todo el Cono Sur con solo doscientos hombres. Nada
nos detendrá, ni siquiera un ejército cien veces más poderoso que nuestros pobres
falconetes y nuestros arcabuces. —Pizarro miró a su esposa y su expresión se tornó
suplicante, aunque sin perder fuerza—. Mi amor, Inés del alma mía…
—No sigas por ahí. Por favor.
—Debo. No quiero, pero es mi misión como capitán. Un día tracé una línea en la
arena y di un ultimátum a mis hombres: regresar a Panamá a una vida de miseria y
hambre, o seguir adelante hasta obtener fabulosas riquezas. Y eso hemos hecho. —
Señaló las alforjas llenas de lingotes de oro, que esperaban a ser cargadas a lomos de
los caballos y los asnos (y los esclavos)—. Es cierto que podríamos volverle la
espalda a esto, pero… ¿no estaríamos arriesgando así nuestro futuro, y el de nuestros
hijos? ¿Qué tranquilidad podremos esperar en cualquier lugar donde construyamos un
palacio con este oro, sabiendo que cualquier día los indígenas podrían traicionarnos y
atentar contra la vida de nuestros descendientes?

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Ella lo miró con una dulce tristeza. Y le tocó el jubón con un dedo, a la altura del
corazón.
—Hay dos capitanes luchando entre sí aquí dentro. Uno, el que le debe lealtad al
rey de la lejana España, y otro, el que me prometió conseguirme el cielo. ¿Es este
nuestro cielo, Francisco? ¿Es este su color? —Miró el oro de las alforjas. Y luego a
los indios, que descansaban mansamente agrupados en un corro—. ¿Son estos
nuestros querubines?
Una tierna sonrisa se abrió paso por la tupida barba de Pizarro, que ya empezaba
a encanecer. Las largas barbas de los conquistadores inducían el temor en el corazón
de los indígenas tanto como atraían a sus mujeres.
—El primero de los dos que habéis nombrado, mi señora, cree firmemente en la
promesa que le hizo a su nación y a su corona. Y sabe que, aunque estemos lejos de la
corte, la solidez de esos juramentos sigue siendo férrea. El rey no está aquí, ni ha
hecho nada por nosotros salvo concedernos una serie de nombradías y privilegios que
de todas formas habrían sido nuestros de haberlos tomado por la fuerza. Pues no es
menos cierto que el mundo es inmenso, y que hay un pedacito muy pequeño de Dios
en el corazón de cada persona, e infierno de sobra para todos.
»Pero es el segundo capitán, mi dama, el que ahora debe tomar las riendas de la
situación, precisamente por vos. Para luchar por la seguridad de vuestro futuro —le
sonrió—. El robo se produjo anoche, por lo que esos ladrones de pies ligeros no
deben andar lejos. Aunque se conozcan mejor que nosotros los senderos, por fuerza
tendrán que avanzar despacio si no quieren estropear todavía más el cadáver de su
amo. Los atraparemos y les daremos el debido escarmiento.
La dama bajó la vista a sus manos, la mirada perdida más allá de ellas, en una
oscuridad tan negra que solo podía percibirse al tacto. Era la que subyacía bajo su tul
de seda, enrollado varias veces sobre sí mismo.
—¿Cuánto tiempo?
—No creo que más de cinco días —le prometió su esposo—. Antes de eso, o los
hemos atrapado ya o la selva se los habrá tragado para siempre. Le encargaré al
caballero Alonso Candía que cuide personalmente de vos mientras iniciáis el
descenso a la costa. —Miró a su subordinado, el cual inmediatamente se cuadró. Para
él era un honor que su señor le confiase semejante tesoro: nada menos que la vida de
su esposa. Además de la custodia de todas las partes iguales del tesoro, que no
podrían llevarse en la persecución—. Yo partiré con fray Vicente y un destacamento
de hombres escogidos hacia el interior de la selva. Prometo que si en cinco días no
hemos encontrado a los ladrones o el cuerpo sin vida del Ave de la Fortuna[4],
regresaremos de inmediato. Y me reuniré con vos en Costa Plata.
—No lo habéis entendido, fiel esposo: preguntaba cuánto nos va a llevar esta loca
persecución, no cuánto te llevará. Voy contigo.
Una emoción intensa tironeó hacia abajo de la barba de Francisco.
—¿Tú, con nosotros? Ni hablar, es muy peligroso.

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—¿Más que el viaje hasta aquí a través de esas terribles montañas, y de este
traicionero país? —se burló Inés con una tranquilidad carente de sorpresa—. En
España me pediste que te acompañara al otro extremo del mundo, lejos de mi familia
y de mis queridos jardines, porque deseabas mostrarme El Dorado y construir un
pequeño país del que hacerme reina. Ahora que ya tenemos asegurada la mitad de ese
sueño, ¿crees que voy a quedarme atrás solo por cinco días?
Su esposo la miró con estupefacción. Sabía que doña Inés era una mujer de armas
tomar, y que cualquier camino que llevara hasta ella debía andarse con mucho
cuidado, como quien pisa en un suelo salpicado de vidrios rotos y piezas de
rompecabezas. Era una mujer de senderos difíciles y de aun más difíciles decisiones.
Pero cuando tomaba una, se parecía mucho a Francisco: era capaz de aferrarse a ella
con una determinación que iba más allá de la obsesión. Algunos habrían calificado
esa clase de tozudez como locura, pero ¿acaso no era eso lo que distinguía a las
grandes personas, las que habían nacido para ser líderes, de los que nacieron para ser
esclavos?
El capitán asintió lentamente. Ella puso una mano en torno al dije que colgaba de
su cuello con gesto protector cuando él intentó tocarlo. En su interior conservaba un
fragmento de cabello de su primer hijo, que había muerto en una campaña de los
tercios en el norte de Europa. Era su reliquia sagrada particular.
—Está bien. Acompañadme, si es eso lo que queréis. —Pizarro miró a su capitán
—: Alonso, también vendréis conmigo, e iréis abriéndonos paso. Los esclavos
llevarán el palanquín de mi esposa, las provisiones y el cañón.
—Se hará como ordenéis, mi señor. —El comandante le hizo una reverencia.
Todos aquellos hombres habían acabado por parecerse físicamente unos a otros, o
más bien, la mala vida y las penalidades habían acabado por mimetizarlos. Eran un
compendio de barbas y ojos inyectados en sangre sobre pieles de acero, manos
cubiertas de verrugas y piernas tísicas. Pero ahí estaban, dispuestos a conquistar el
mundo a fuerza de plegarias y de pólvora. Candía, que había sido uno de los
glorificados Trece de la Fama que cruzaron al lado correcto del tajo en la playa del
Gallo, se puso su casco de rodelero y se fue a impartir órdenes. Mientras, fray
Vicente se acercó de nuevo a su señor y a la bella dama.
—Sois la persona más valiente que he conocido —le dijo a Pizarro—. Capaz de
arriesgar la vida incluso después de haber sido acreedor del mayor rescate en oro y
plata de la historia. Y vos, la gran mujer que todo aforismo sitúa detrás de cada gran
hombre.
—¿He de colegir que los curas no sois grandes hombres, pues, ya que detrás de
vosotros no hay grandes mujeres? —bromeó ella.
—Mi señora, detrás de todos los hombres de fe del mundo hay una poderosa e
imperturbable mujer, que nos ama y nos da consuelo: la Virgen María.
Ella rio ante la ocurrencia.

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—Esta mano la habéis ganado vos, os lo concedo. Bien contestado. Pero la
Virgen nos hace fuertes a todos, hombres y mujeres, no solo a los prelados, ¿no es
cierto?
—Cierto es, mi señora. Como bien afirmó vuestro esposo hace un momento con
la sabiduría que lo caracteriza…, pequeños pedacitos del Señor y de nuestra amada
Virgen se hallan dentro de cada hombre y mujer que lo merezca.
—Y hay infierno de sobra para todos —remató el propio Pizarro, y se metió en la
casona para terminar de ponerse la armadura. El viaje que estaba a punto de
emprender hacia el interior de la selva sería largo y dificultoso, y ya se estaba oyendo
el chasquido del látigo que ponía a trabajar a los hombres.
Hacia el este, en dirección al interior del país, estalló un potente trueno.

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4 de Abril de 1953
(Élitros)

Dooley odiaba escribir. Pero adoraba haber escrito. Era una paradoja
consustancial a su oficio de guionista, con la cual había tenido que aprender a vivir
desde que dejó su vocación de dramaturgo para pasarse al cine.
Como el típico hombre que se sabe enfrentado a un mal trago, hacía lo que podía
para postergar todo lo posible el momento de sentarse ante la máquina: le quitaba el
polvo al escritorio, se acordaba justo en ese momento de algo que había olvidado
cuando fue a hacer la compra, le venían a la mente los nombres de personas que
habían salido de su vida hacía mucho y a las que urgía enviar cartas de
reconciliación… Todo con tal de no tener que enfrentarse a la página en blanco.
La segunda parte de la paradoja era la que venía después, tras haber perdido la
batalla contra sí mismo y haber escrito, contra viento y marea, unos cuantos folios.
Entonces le gustaba su trabajo, y se sentía muy orgulloso de él. Dooley Cooper,
aparte de tener un empacho de oes en su nombre —siempre que escribía su nombre
completo, y esto le pasaba desde que lo hizo por primera vez en el colegio, tenía la
impresión de que unos espías con prismáticos le estaban vigilando desde esas dos
palabras: Dooley (¿veis al primero, ahí escondido?) Cooper (¿y al segundo con sus
prismáticos?)—, también tenía un empacho de ego. Pero eso no era malo. Era de esa
clase de artistas honestos que pensaban que la dosis correcta de autoconfianza,
mezclada con unos chorritos de sano desprecio hacia sus competidores y un par de
gotas de rebeldía antisistema, eran la fórmula alquímica que definía al escritor. Al
buen escritor, no a ese que sacrificaba estúpidamente su arte por dinero.
Su principal problema en la fase actual de su vida era que Dooley sí que se había
vendido por dinero, y no quería reconocerlo.
Pero crear… ¿Qué es crear, exactamente? ¿Algo susceptible de ser juzgado con
un baremo moral? ¿Acaso una idea, como constructo puro, se pervertía cuando
alguien la vendía a cambio de dinero? Y si no era así, si la idea estaba por encima del
hecho falaz del intercambio de bienes y seguía conservando su pureza tras el
trueque…, ¿acaso al escritor no le pasaba lo mismo? ¿No seguía conservando su
dignidad?
Ideas… Supuestos contrarios a la realidad; tergiversaciones de lo probable y de lo
posible; conjuntos surreales de axiomas en inversión coherente… Chorradas. Al final,
un increíble e infinito conjunto de chorradas.
Dooley había empezado su carrera como un dramaturgo aficionado que había
aprendido a sentir verdadero dolor hacia sus frases. Cuando uno de sus personajes
pronunciaba una línea en voz alta, a él le dolía, con todas las letras. Así de

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identificado se sentía con su arte: cada coma, un puñal; cada inflexión, una caricia;
cada punto y final, una derrota. Y había logrado mantenerse puro —es decir,
cobrando lo mínimo con tal de estrenar sus obras intocadas en teatros de segunda
clase del Off Broadway, como su mayor éxito, Desgracia—, al filo de la anorexia,
hasta que alguien le propuso por primera vez trabajar en el cine. Él se partió de la
risa, por supuesto, pues opinaba que no había arte más corrupto y sujeto al arbitrio de
gente que no tenía ni idea de escribir que el cine —esos monstruos que respondían al
tenebroso nombre de «productores»—. Pero entonces le dijeron cuánto iba a cobrar
por su trabajo, y Dooley descubrió cuánto le había gustado el cine desde siempre,
desde que era niño, y que su sueño eterno era trabajar en ese mundillo. ¿Él? Vamos,
de toda la vida.
A sus veintiocho años ya había firmado un par de guiones con cuya traslación a la
pantalla de plata no estaba del todo insatisfecho. Citando la versión no expurgada del
Ya too inn Lu, el manual coreano-tailandés de cómo sentirse satisfecho con uno
mismo y con su lugar en el Karindrama, el esquema del universo: «El camino del
medio siempre lleva al bienestar, y el bienestar siempre lleva al camino del medio.
Un artista seguirá siendo puro si pare su arte con bondad y amor. Una vez ha nacido,
su obra se separará de él para vivir su propia vida, y aunque ella se corrompa cual
adolescente díscolo, su padre seguirá siendo perfecto».
Amén, y dos tragos de coñac para el autor del libro. Según su razonamiento, la
obra estaba viva y podía irse con quien quisiera en cuanto alcanzara la mayoría de
edad. Así pues, que él aceptara dinero a cambio de dejarla marchar no era un acto de
traición. Ontología en estado puro, más bien. La filosofía del pobre.
Pero las líneas de diálogo le seguían doliendo. Vaya que sí. Y a veces, ver cómo
unos actores mediocres las destrozaban cuando las declamaban ante la cámara con
esa mediocridad que ellos llamaban «arte», es que lo ponía… lo ponía… En fin.
Contar hasta diez: uno, dos, tres…
¡Con lo que le costaba rellenar una simple página, para que esos chapuceros
guapetones que se decían actores le hicieran eso! Dooley conocía a fondo el ritual: el
miedo preliminar al encargo; los largos y accidentados paseos por la salita y el
dormitorio, chocando contra todo mueble presente; la esquiva de sus obligaciones;
los puñetazos de una mano contra la otra en flagrante metáfora; lo oscuro que estaba
el agujero en el que metía su cuello de avestruz. Pero cuando podía con ello, cuando
al fin se sentaba, la magia empezaba a fluir. Y era entonces cuando un afectado Clark
Gable podía decirle a una María Félix: «¿Quedarme contigo? Olvídalo, nena. El
Oeste es muy grande, y yo tengo un caballo». O una Gene Tierney de rostro angelical
podía pararle los pies a un James Cagney cualquiera espetándole un «Lo siento,
tesoro, pero que tengas alas no implica que seas un ángel». Magia.
Por eso, Dooley Cooper odiaba escribir, porque le costaba horrores hacerlo bien.
Pero adoraba haber escrito.

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Lo que más le molestaba era cuan bajo había caído su carrera profesional. Había
cambiado las tablas de los teatros por los focos del cine con la condición de ganar
mucho dinero y tener libertad para meterse en el proyecto que quisiera. Lo cual,
huelga decirlo, incluía solo dramas existenciales, tragedias humanas y glosas de la
clase media. Ese era su campo, el del mundo real. El de los sentimientos y los
problemas para llegar a fin de mes. Un guionista tenía que ser espejo de su tiempo, y
expresar con las palabras más bellas las vicisitudes de sus coetáneos.
Por desgracia, los últimos dos encargos que le habían caído no tenían nada que
ver con eso. Eran guiones para películas de la peor calaña imaginable, lo peorcito que
salía del Hollywood de su época, más denigrante aun que el cine erótico: la ciencia
ficción. Solo pronunciar ese nombre lo ponía enfermo. ¡Ciencia ficción! ¡Historias
para niños sin pies ni cabeza sobre hormigas gigantes que se comían a la gente! ¡Pero
en qué cabeza cabía tamaño disparate!
Él, un prestigioso dramaturgo del Off Broadway, destinado a glosar la vida de la
gente humilde y elevarla a la categoría de arte inmortal…, escribiendo soberanas
memeces sobre monstruos de látex. Era una desgracia que solo podía llegar a
calcularse con sus justas medidas de alcohol, como estaba haciendo esa noche en el
Último Tranvía, un bar sobre un tema de Tennessee Williams. Más que un bar, era lo
que los entendidos llegaban a categorizar como «antro»: el típico pozo construido en
un entresuelo donde la humanidad olía a bebida y la bebida, a ultimátum.
En aquel sitio, como en el resto de la ciudad, estaban prohibidos los espectáculos
de bailarinas exóticas. Pero el dueño de vez en cuando les daba una sorpresa, y le
pedía a alguna de sus chicas que se subiera al escenario. Ataviada solo con una luz
roja y tres minúsculos trozos de tela estratégicamente colocados, la chica de esa
noche había sido presentada como Candy, y estaba haciendo subir la temperatura del
local más grados que los que tenía aquella copita de aqua vitae[5].
Dooley se hallaba contemplando aquellas vertiginosas curvas con ojos vidriosos
cuando una mano aterrizó en su hombro.
—Así que al final te vienes, ¿no? —le dijo el vozarrón de su último contratante,
Elías Zanuck. El tipo de los trajes de látex—. Otra para mí de lo que esté tomando él
—le indicó al barman.
Dooley no se molestó en mirarlo a la cara. Siguió con la vista fija en la bailarina;
los dibujos de la pared que había tras ella se confundían en una trama cíclica como si
repitieran un motivo de élitros de insecto.
—No pienso ir contigo a Sudamérica, Elías. Ni borracho. —Miró la copa—. Y
me falta muy poquito para estarlo.
—Mejor, así no notarás el despegue del avión. Este repentino subidón de
autoestima es por Desgracia, ¿no?
—Sí, por desgracia.
—¿Ves? —rio—. Esa es la clase de réplicas que quiero en boca de mis actores.
Necesito tus letras, Dooley, querido. Necesito tu magia. Sin tu pluma escribiendo

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buenos diálogos para mis actores, tendré que rellenar los silencios con muchas
escenas de la criatura, y no tengo dinero para eso.
—Tus actores no reconocerían un buen diálogo ni aunque lo pronunciara Séneca.
Se creen que una bonita barbilla es suficiente para triunfar en tu negocio… —bajó la
voz, deprimido—, y lo peor es que tienen razón.
Elías soltó un bufido de ñu ante ese comentario, como perdonándole la vida por
mostrar el clásico aire de superioridad del literato.
—Bueno, ninguno de ellos ganará nunca un premio de la Academia, eso por
descontado…, pero de ahí a decir que no saben hacer nada más que menear la
barbilla hay un mundo. Sé que Cinco gardenias para un extraño no es precisamente
Shakespeare, pero los críticos la pusieron muy bien la pasada temporada.
El guionista arrugó el entrecejo. Ese era el título de una de las comedias más
deliciosas que había producido la RKO el último semestre, y tenía un par de buenos
actores pululando por su reparto.
—¿A qué te refieres? —Una ráfaga de parpadeos—. Dime la verdad, Elías, ¿a
quién has engatusado con tus artimañas para que se una a la expedición?
El productor apuró su primera copa con aire de suficiencia y pidió otra. Se notaba
que estaba disfrutando del momento, el muy cabrito.
—Adivina. ¿Quién es la única actriz de la ciudad que pronuncia primero su
apellido y después su nombre?
—Polly. Magdalen Polly.
—Ahí la tienes —sonrió—. Venga, no te sorprendas tanto: ningún actor le hace
ascos a un buen cheque, y menos las actrices bonitas que están empezando. Hizo un
buen trabajo en aquella comedia con Elmer Graz, ¿a que sí?
—Y tanto. La chica tiene una naturalidad para expresarse que… —Sacudió la
cabeza—. ¡Pero no te desvíes del tema, joder! ¿Estás diciéndome en serio que la
señorita Polly va a ser la protagonista de tu película de monstruos?
—De nuestra película de monstruos. Sí, y más te vale que la dejes en buen lugar
y le escribas unos diálogos dignos de Billy Wilder, o haré algo peor que enfadarme
contigo: dejaré que ella se enfade contigo. Y te aseguro que no querrás estar en tu
piel cuando eso pase. La dama es de armas tomar.
Dooley no sabía si le estaba tomando el pelo o si esa bravuconada iba en serio.
¿La bellísima Polly, Magdalen Polly, en su película? En el fondo, no le extrañaba que
hubiese podido conseguirla: Zanuck era el típico judío con tentáculos en todas partes
y que parecía conocer a todo el mundo. Su sombra de productor era tan alargada que
todo lo que se sentara bajo ella parecería construido a una escala más pequeña.
Si lo pensaba bien, la situación tampoco era tan inusual. Burt Lancaster había
empezado como acróbata de circo, sin ir más lejos, y no le hacía ascos al cine de
aventuras o al wéstern. Las películas de bichos antediluvianos eran objeto de mofa
entre los críticos «serios», pero había que reconocer que eran tremendamente
populares entre el gran público —y si no, que se lo dijeran a Universal y su zoo de

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criaturas mitológicas—. La ecología de la celebridad en la meca del cine llevaba a sus
habitantes a tomar decisiones que a veces podían parecer arriesgadas, pero que
encajaban con el inviolable orden de aquella cadena alimentaria.
Dooley, como todo guionista llegado a esa profesión desde otras mejor
consideradas, era un devoto creyente de la contracultura. Aunque muy tímidas aún,
había voces por toda América, en el gueto cultural, en la judería cinéfila, que pedían a
gritos un cambio, una manera de escapar de la tiranía de los estudios. Solo que
todavía eran muy débiles, y su movimiento, si alguna vez llegaba a organizarse,
seguramente tardaría dos o tres décadas en eclosionar. Vivían en el mundo de John
Wayne, no en el de Vittorio de Sica.
Pero Dooley, a su modo borracho e infantiloide, era un visionario. Creía
ciegamente en que llegaría una época en la que los cineastas confiaran más en su
instinto que en dotar a las producciones de un marco de referencia lógico. No
pensarían en cuánto costaba cada obra de arte ni si podrían recuperar la inversión,
sino que se lanzarían a hacerla y ya está. Una utopía. Pero hasta que ese momento
llegara, si quería pagar las facturas y el alquiler, tenía que hacer películas de
monstruos.
Todo esto de Polly no era inusual, pero sí paradójico. Elías había desarrollado una
alergia galopante a todo lo que sonara a cine europeo o de qualité: el único cine que
entendía era el americano, el formulaico, el de «vamos a darle al público una y otra
vez la misma película, solo que camuflada bajo títulos diferentes, y siempre nos la
comprarán». De sobras conocida era la afición de Polly por los papeles extravagantes
y de arte y ensayo, por eso contratarla para un blockbuster veraniego era como ver
aparecer el cine de qualité por el horizonte. El ominoso acorde menor que asomaba
detrás de los grandes éxitos de la década pasada se dejaba sentir también en esta, y
eso era lo que Elías quería aprovechar.
El brazo del productor se deslizó por su espalda como una anaconda.
—¿Te imaginas, tú escribiéndole escenas a la señorita Magdalen? ¿Engatusándola
con la belleza de tu verborrea clásica? Cuántos romances secretos han nacido así
entre un autor y su musa…
Dooley había dejado de mirar a la bailarina, pensando en eso mismo. Pero la
cruda realidad no le dejó profundizar en la ensoñación.
—Eres el ser más cruel, vil y despreciable que ha parido madre desde que Dios
descansó el séptimo día —le dijo a Zanuck.
—¡Ja! Ni de lejos. Si conocieras a otros productores amigos míos…
—¿Podrías tener la decencia, al menos, de recordarme de qué iba esa peliculucha
infame que quieres que te escriba?
Elías fue a por su tercer whisky. Resultaba increíble la capacidad que tenía ese
hombre de hacer pasar el alcohol por su organismo como si fuera agua, sin que le
produjera el menor efecto.

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—Se llama, atento que va —puso expresión soñadora, como si las letras de la
película se escribieran en mármol—, El beso de Copacati.
—¿De quién?
—Me alegra saber que ni siquiera un tío tan listo como tú lo sabe todo. Copacati
era la diosa inca de los lagos, y se le rendía culto en el Titicaca, el gigantesco lago
donde el dios primordial Viracocha forjó el mundo. O algo así, tampoco estoy muy
puesto en mitología. A lo mejor pasamos por allí de camino al sitio donde vamos a
rodar y me echo unos cuantos largos a la salud de la diosa.
—¿Nuestra película va sobre una diosa inca? —se extrañó el guionista, que
empezaba a visualizar en su mente a la preciosa Polly-de-perfectas-caderas ataviada
con un uncu y unas ojotas para los pies. Sugerente, muy sugerente.
—Va sobre la encarnación de esa deidad en un cuerpo de monstruo, y en cómo se
enamora de la joven protagonista que se baña desnuda en su lago. —Le guiñó un ojo
—. Sin embargo, aquí hacemos una digresión.
—Y tanto. Has metido lesbianismo y desnudos en un solo argumento, cosa que no
creo que le guste para nada al código Hays.
—Punto uno: ese va a ser el discurso en segundo plano, y desde luego la chica no
se va a desnudar. Pero rodada a contraluz desde el fondo de las aguas, con un bañador
que sea como una segunda piel, parecerá que está dando brazadas como Dios la trajo
al mundo. El truco del cine no está en mostrar realidades, sino en implantar
sugerencias en la mente del espectador.
—Has dicho «punto uno». Eso implica que debe de haber un «punto dos» por
algún lado.
—Sí, y es que, últimamente, lo que diga el dichoso código Hays me la suda. Los
moralistas republicanos dirán lo que quieran, pero al público le encanta lo perverso y
lo que se sale de los cánones de la moralidad cristiana. La gente paga para ir a ver
asesinatos y desnudos, joder, y encima lo hacen en grupo, rodeados por gente de su
misma comunidad. Tal vez porque así no los tienen metidos en casa.
—Hay personas que huyen de la perversidad y otras que avanzan para enfrentarla.
América está llena de héroes de ambas clases.
—Cámbiame la palabra «perversidad» por «entretenimiento» y te lo compro.
Mira, Dooley, sé que debido al gueto del que has salido, todo eso de los teatros de
Broadway y demás chusma, todo lo que escribes pretende épater le bourgeois y
dejarnos a todos gritando a los cuatro vientos: «¡Abajo los viejos valores, viva la
libertad!». Pero créeme, amigo, eso no da dinero. Es mejor tener un buen sueldito y
hacer arte en tus ratos libres que dejar que el arte te mate de hambre.
Dooley se frotó los ojos. Sabía que estaba usando con él los perversos trucos de
costumbre, los que rodeaban al mundillo de Hollywood: promesas insensatas de
romances con la actriz principal —como si él, con su físico mediocre de chupatintas,
pudiera aguantarle un solo asalto al galán de turno (el de la barbillita)—, cheques con
muchos ceros, etc. Y lo peor era que por mucho que él supiera que esas cosas nunca

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ocurrían, que el que una diva se enamorara de su guionista era un sueño romántico
que jamás había sucedido en aquella ciudad…, estaba funcionando. Se sentía tentado
a decir que sí solo por pasarse unas cuantas semanas en un entorno exótico cerca de
ella, compartiendo comedor y viéndola nadar en ropa interior.
Tentador.
—Está bien, Satanás, te emborronaré unos cuantos folios —murmuró—. Pero ni
siquiera te prometo que sean buenos.
Elías le dio una palmada en la espalda que casi le sacó los pulmones por la boca.
—¡Genial! Salimos hacia el Perú la semana que viene. Pásate por mi oficina para
formalizar el papeleo. Y recuerda, querido Dooley: el arte no está en el género que se
escriba, sino en la pluma de quien lo hace. —Otras dos palmaditas, más flojas—. Lo
harás muy bien, chaval. Tienes algo que le falta a todas esas estrellitas de medio pelo,
pero que sí tendrá nuestro monstruo.
—¿El qué?
—¡Agallas! —dijo, y se marchó como si un fuerte viento lo impulsara con una
mano invisible.

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III
2 de Agosto de 1533
(Urquama)

Los senderos que trepaban por la montaña eran traicioneros, y los expedicionarios
siempre notaban como si algo los empujase de lado, hacia el abismo. Era como si un
fuerte viento los empujara desde atrás con una mano invisible, amenazando con
despeñarlos por aquellos insondables congostos.
Visto desde la pared de enfrente, desde la otra ladera de la montaña, el grupo de
castellanos e incas parecía una larga serpiente de escamas plateadas y rojizas que se
movía con lentitud por una pared vertical. Los indígenas que iban en cabeza conocían
los senderos, o los encontraban sobre la marcha como por arte de magia gracias a una
visión entrenada desde su nacimiento: pasos apenas intuidos que iban de roca en roca
y de terraplén en terraplén, pero que en la mayoría de las ocasiones no eran más que
diminutos apoyos para sus pies menudos, o sustentáculos con forma de helechos que
brotaban de la pared. El miedo se vestía de vértigo para acompañar cada paso.
Lo más complicado era hacer pasar por allí los dos elementos más voluminosos:
el palanquín que llevaba a la esposa de don Francisco Pizarro y el cañón. El primero
no paraba de balancearse como una campana borracha, a pesar de que lo cargaban
seis indígenas fornidos, hasta el punto de que doña Inés había preferido bajarse y
caminar durante algunos trechos antes que seguir poniéndose verde allí dentro.
El segundo elemento, el cañón, era más complicado debido a su peso. Los
porteadores, también incas, intentaban tratarlo con el mayor cuidado posible, pues
conocían bien la ira del Apu y sabían que si lo dejaban caer al barranco, ninguno de
ellos viviría para ver un nuevo sol. Otros dos porteadores, encorvados como
escarabajos peloteros, cargaban cada uno con una rueda. Dos ruedas tenía aquel
armatoste, que se encajaban mediante un palo grueso —que también había que
portear— en su cuerpo de madera recia. Dos indígenas encorvaban sus penas bajo
aquellos círculos de roble mientras rezaban al dios Pachacamac para que no hiciera
temblar la tierra al sacudir su cabeza[6]. Al menos, no mientras estuvieran transitando
aquel peligroso paso.
Una de las cosas que más asombraba a fray Vicente sobre aquellos indígenas y su
civilización era que desconocían por completo el invento de la rueda. Para él, un
europeo nacido en el seno de una civilización donde los humanos habían estado
usando ruedas desde los tiempos del Génesis, resultaba inconcebible que hubiese
tribus que no las conocieran. Los incas araban la tierra, pero usaban tiros animales o
humanos. Y cargaban con enormes piedras para levantar sus templos, pero siempre a
hombros de esclavos. Nadie, en toda su historia, se había planteado jamás qué pasaría
si alguien doblaba un pedacito de madera, haciendo que sus extremos se

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enganchasen, y lo lanzaba hacia delante por el suelo. Pero sí que conocían el círculo
como figura universal: Vicente había visto a niños jugando a hacerse coronas para la
cabeza con pajas y trozos de hierba, y a las mujeres bordar motivos circulares
encadenados en sus alfombras.
Quizá tuviera que ver, explicaciones divinas aparte, con la singular orografía de
aquel país. El Imperio incaico era inmenso, pero tenía muy pocos lugares llanos: la
mayoría eran cuestas y empinadas laderas, por no hablar de barrancos cortados a pico
y empinados congostos por los que hacer pasar cualquier tipo de vehículo resultaba
imposible. Las zonas llanas, para colmo, estaban colmadas de selva, una espesura
impenetrable por la que abrirse camino resultaba una acción tremendamente
agotadora. Nada que ver con los preciosos y más «ordenados» bosques europeos, que
tenían espacios planos entre los árboles por los que cabía una carreta o una fila de
hombres a caballo.
Aquella gente había sido fabricada muy pequeñita por Dios, con miembros cortos
y ágiles como los de los monos. Vicente, al observar cómo se movían por aquel
terreno, creyó entender el porqué, y se maravilló ante la infinita sabiduría del
Creador: los indígenas no tocaban el terreno cuando se desplazaban a su través, ni
rozaban apenas los obstáculos. Los esquivaban, más bien, moviéndose con una
soltura de culebra alrededor de los troncos, entre los matorrales y bajo las lianas. El
europeo, cuando tenía que ir del punto A al punto B, iba en línea recta, pisando la
hierba y apartando cualquier cosa que se interpusiera. Los incas no. Ellos
desconocían la línea recta, pues apenas hubiera una piedra o un pequeño matojo
saliendo del suelo hacían un serpentino movimiento con las caderas para rodearlo.
Nunca lo pisaban.
Esa costumbre de respetar el mundo que los rodeaba hasta extremos enfermizos
podía haber influido en que a ningún rey indígena, de modo natural, se le hubiese
ocurrido «aplanar» terrenos, eliminando trozos de selva para hacer sitio a grandes
ciudades o a enormes carreteras. Sin embargo, los incas tenían una amplia red de
caminos —que eran los que habían permitido a los invasores europeos conquistar su
país—, así que conocían el concepto «deforestar». Pero esos caminos eran demasiado
empinados y difíciles como para transitarlos como no fuera a pie o a caballo.
«Dios, cuántas cosas podemos enseñarles todavía a esta gente», pensó el fraile,
recordando las amplias carreteras de Roma y los altos palacios de Constantinopla.
«Viven todavía en los tiempos del Génesis con respecto a nosotros, vistiéndose con
caña trenzada y cazando con cerbatanas, cuando en España el canto de los madrigales
italianos y el cromatismo del cantus firmus resuenan en toda su gloria en los teatros
barrocos…».
Los incas odiaban a los castellanos porque habían hecho grandes matanzas entre
su gente, pero eran incapaces de ver que todo ese sufrimiento era por su bien. No
tenían ni idea de cuánto iba a avanzar su civilización en cuanto hicieran algo tan
básico como aprender a leer. Esa era otra laguna en aquella cultura que lo dejaba

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pasmado: desconocían el arte de la escritura. Toda su complicada civilización —que
tenía un eficaz sistema de administración interna, casi tan eficiente como el del
imperio persa— se basaba en mensajeros que trasladaban importantes recados
hablados, sin alterar una sola palabra del texto original, y en ancianos con buena
memoria que lo recordaban todo. Pero no tenían libros. Nada quedó escrito sobre
aquella gente y su antigua gloria, como no fuera en el intangible papiro de la
tradición popular.
Una vez comprendieran las ventajas que tenía abrazar la religión que ellos les
traían y sus conocimientos, les estarían agradecidos de por vida. O, como lo habían
expresado con una extraña exquisitez los pensadores del pasado, «hasta que la vela
que prendió Dios al principio del tiempo agotara su cera y se apagara».
Cosa que todavía tardaría en suceder muchísimos milenios, por supuesto.
Llevaban tres días de marcha a través de aquel imposible paisaje, pero desde que
habían dejado atrás Cajamarca no habían visto a ningún otro indígena, y mucho
menos a los ladrones del cuerpo de Atahualpa. El intérprete Tomasillo habló con los
guías y les conminó a usar los senderos que con mayor probabilidad habrían tomado
los ladrones. Ellos, tras mucho deliberar, los habían conducido hacia el interior del
país por aquel laberinto de selva y picos afilados. Pero no habían visto a ningún otro
ser inteligente ni siquiera a lo lejos, en leguas y leguas de paisaje escrutadas por el
catalejo de Pizarro. Ni siquiera columnas de humo que delataran poblados. La selva
se extendía, inmisericorde, hasta donde alcanzaba la vista.
Si los estaban conduciendo a alguna trampa, o querían a propósito que se
extraviaran en la selva, el castigo que don Alonso Candía pensaba infligirles no
tendría parangón en la historia del sufrimiento humano. Ni siquiera en las lóbregas
mazmorras del Santo Oficio se conocerían gritos de dolor tan espeluznantes como los
que el caballero pensaba arrancar de aquellos traidores como descubriera que lo
estaban engañando. Ni él ni ningún otro comandante de la hueste tenía tiempo que
perder, y menos ahora que ya eran ricos gracias al rescate de Atahualpa. Lo único que
deseaba Candía era volver a la costa con sus hombres y su parte del tesoro, y regresar
a Panamá, a la civilización, donde poder construirse un palacete y casarse con dos o
tres mujeres —siempre que decía esto en voz alta procuraba que el fraile no estuviera
cerca— a las que inseminar con su poderosa simiente. Verdaderos héroes nacerían de
aquellos cruces, algunos quizá con semblante étnico, pero todos tan valientes como
su padre y dignos de un cantar de gesta. Ese era el sueño secreto de Alonso Candía, el
hombre que había rebanado el lóbulo que le faltaba a la oreja de Pizarro cuando se
disponía a traspasar al Inca con su acero. Su capitán se había interpuesto delante de la
espada para salvar al rey, cosa que al principio Candía no entendió, pero que ahora,
sabiendo cuántas arrobas de oro estaban esperándole, comprendía perfectamente.
—Necesito parar un rato. —Se oyó una voz suplicante que salía del palanquín.
Inmediatamente fue ordenado un alto a la columna de hombres.

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Los incas depositaron con cuidado el artefacto en el suelo y permitieron que doña
Inés saliera de dentro. Estaba pálida, con un leve rastro verdoso en sus ojeras. Y se
masajeaba el vientre como si quisiera vomitar pero no tuviese nada que echar fuera.
—¿Cuánto falta, Francisco? —le preguntó al capitán, que se acercó hasta ella
desde la cabeza de la columna—. Ya llevamos tres días así, y ni siquiera sé si estamos
cerca de esos a los que perseguimos.
—Tranquila, mi amor. —El semblante de Pizarro era duro como el granito, pero
también tenía grietas producto del cansancio. Era un agotamiento mineral—. Te
prometí que solo serían cinco días y lo mantendré. Si mañana no hemos alcanzado a
esas alimañas, volveremos a la costa. —Y esa fue la primera mentira.
—No sé si me quedan fuerzas para pasar un solo día más así. Este condenado país
parece diseñado para matarnos a los que venimos de fuera.
—Sí… Algunos vinieron aquí creyendo encontrar los santos lugares que se
describen en la Biblia, como aquel en el que Dios plantó el árbol de la vida…, pero
en lugar de al cielo, se parece muchísimo más al infierno. —Paseó su vista por la
selva—. Y yo veo muchos árboles, pero ninguno de ellos es divino.
Fray Vicente, como si la mención de un pasaje bíblico bastase para invocarlo, se
les acercó resoplando como una mula enferma.
—Cuánta razón tienen vuestras palabras, mi señora —se quejó—. ¿Cuántas
montañas hemos subido y bajado ya? ¿El equivalente a la magnífica cordillera de los
Alpes?
—Puede que más —confirmó Alonso Candía, uniéndose al grupo.
El resto de los hombres aprovechó la inesperada parada para descansar sin romper
la larga serpiente humana que descendía por la cara de la montaña. Todos se
quedaron justo donde estaban, mirando el círculo formado por sus líderes,
expectantes a ver qué salía de aquella reunión en la cumbre. El rostro negro de
Tiekêne, el negro africano que se habían traído con ellos, era algo así como un punto
y aparte a partir del cual ningún renglón proseguía. Los castellanos lo ignoraban y los
indios le temían como si fuera un demonio, por lo que el pobre estaba casi siempre
solo.
—¿Dónde está Tomasillo? —preguntó Pizarro.
Al momento, el delgado intérprete corrió hasta su lado. Tenía unas marcas
blancas de tanto cargar bártulos en la espalda, igual que los demás. Allí los únicos
que se libraban de acarrear grandes pesos eran los españoles.
—¡Aquí estoy, mi señor! —dijo el pequeño indígena. Parecía un adolescente,
pero teniendo en cuenta que ni Pizarro ni ninguno de sus hombres eran capaces de
adivinar la edad real de aquella gente, bien podía ser un viejo asceta—. ¡Para lo que
ordenéis!
—Tomasillo, necesito garantías de que vamos por buen camino. Quiero saber
adónde se dirigirían los ladrones si quisieran poner a salvo el cuerpo de su rey.

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—Os he dicho todo lo que sé, mi señor —murmuró el indígena al tiempo que se
frotaba las marcas de los hombros. La sangre embalsada en ellas empezaba a adquirir
la consistencia de un esmalte—. Si yo fuera ladrón, ir a Uracha, población más
cercana. Está por ahí —señaló hacia el este—, a pocos días de viaje.
—Eso es lo que me has dicho, sí… —murmuró el Apu, pensativo—, pero no me
fio de tu gente, lo siento. Creo que no harán lo más obvio precisamente porque son
taimados y listos como escorpiones. ¿Estás completamente seguro de que no hay
ningún otro enclave habitado por estos lares donde podrían intentar esconderse?
¿Algún poblado donde viva el curaca[7] de esta zona?
La vacilación del intérprete sí que pudo leerla: formaba parte de la huella del
miedo, común a todas las personas del mundo. Era ese instante que hacía vibrar los
zócalos en los que se apoyaban aquellos ojos tan primitivos, llenos de sabiduría pero
también de superstición.
—Tomasillo, no me mientas… —Lo miró con dureza—. ¿Qué me estás
ocultando?
El joven —o viejo— tembló; se le notaba que quería decir algo, pero, o bien el
temor a lo que pudiera hacerle su propia gente, o el supersticioso miedo a sus dioses
le impedían abrir la boca.
—Dejádmelo a mí, capitán —pidió Candía con una mueca feroz—. Yo sé cómo
hacer hablar a estas hienas…
Esa frase hizo que el mestizo casi se meara en el poncho, pero Pizarro se lo llevó
un poco aparte, solo unos metros, y le dijo en confianza:
—Tomasillo, ¿tú me quieres?
—Os amo, mi señor.
—¿Y me respetas?
—Tanto como al más poderoso curaca de los ayllus del país.
—Pues no me mientas, hijo. El pecado que encabeza la lista de los peores
agravios de mi religión es la mentira, pues por una mentira murió mi Dios, y por otra
hubo gente que se negó a resucitarlo. No me obligues a pedirle al padre Vicente que
te saque lo que sabes en sagrada confesión.
El pobre indígena cayó de rodillas. Sus temblorosos dedos apresaron el pantalón
del castellano con el mismo temor y reverencia con los que habría besado el manto de
la Virgen María, de habérsele aparecido.
—¡No, mi señor, no, por favor! Os… os diré lo que sé. —Señaló al horizonte,
donde una extraña montaña partía en dos un terreno que, justo en ese lugar, era ancho
y plano como las selvas del río Amazonas—. Ese… ese lugar… huaca.
—¿Huaca? ¿Qué significa eso?
Fray Vicente se les acercó, observando la montaña de cúspide plana a la que el
intérprete miraba con sacro temor. Se parecía a las enormes mesas amazónicas,
aquellas que los indígenas locales llamaban tepuyes, lugares impracticables y jamás
visitados por el hombre. Ni siquiera por los paganos.

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—«Huaca» es la palabra que tiene esta gente para designar lo sagrado, lo que se
encuentra más allá de la experiencia de los seres vivos —dijo el fraile, y luego miró a
Pizarro—. Pero a veces tiene una connotación más oscura. También significa «lo
prohibido». Lo que es tan peligroso o incognoscible que hasta sus dioses lo
prohibieron para ellos.
Pizarro contempló el altozano que se divisaba en la lejanía. En efecto, era una
montaña solitaria, un gigante que se elevaba orgulloso en medio de una extensión de
selva plana. Eso de que hubiera una elevación desgajada de la cordillera principal ya
era algo insólito en sí mismo —tanto como para que aquella gente supersticiosa
forjara mitos en torno a ese lugar—, pero, encima, su cúspide plana y escondida tras
un halo de bruma la volvía todavía más insólita. Parecía realmente un sitio designado
por los dioses para esconder allí sus maravillas; el lugar sagrado y prohibido, huaca,
que ningún mortal se atrevería a profanar.
—Cuentan aquellos que han llegado hasta los lejanos meandros del Amazonas
que en aquel país hay unas mesetas similares, gigantescas, a las que llaman tepuyes
—dijo fray Vicente, con diferencia el hombre más culto del grupo—. Encontrarnos
uno aquí no hace sino reforzar la idea de que estamos caminando hacia territorios
sagrados.
—¿Qué hay en ese lugar, Tomasillo? —le preguntó el Apu al asustado indígena
—. ¿Tu gente tiene algún templo o refugio allí?
—Sí, mi señor…, antiguo templo de antes de nuestra religión, de antes incluso
que Tawantinsuyu[8]… No ir, no ir; lugar newuo, peligroso.
—¿Peligroso por qué? ¿Hay alguna guarnición que lo defienda?
El pequeño inca puso cara de angustia, como si para él fuera imposible resumirle
en pocas palabras a aquel extranjero los entresijos más secretos de su mitología. Y los
peligros o tabúes que seguramente llevaban implícitos.
—Mi señor…, os amo. Sois un dios montado a horcajadas sobre bestia de cuatro
patas. Sois todopoderoso…, pero vos no ir al Urquama, a montaña prohibida…
Oscuros secretos morar allí…
—Urquama…, de modo que es así como se llama. No te preocupes por los
peligros: sabes que tenemos nuestros palos de fuego.
Tomasillo miró con respeto el arcabuz de Pizarro, que llevaba cruzado a la
espalda como una espada mandoble. Para él, aquel objeto representaba como ningún
otro la magia de la civilización de los extranjeros: era un arcano cruel y poderoso que
repartía muerte acompañándola con una tremenda explosión. Por mucho que lo
intentaba, no comprendía su mecanismo de funcionamiento, ni por qué los españoles
hacían tantos esfuerzos por proteger de la humedad el polvo negro que le metían por
un agujerito como si fuera un ritual, justo antes de dispararlo. Los incas no entendían
la pólvora. Para ellos, el palo de fuego era la voluntad de un dios que ordenaba que
los seres vivos explotasen ante su palabra, un seco y breve rugido de cólera.

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—Me da que justo allí es donde vamos a ir —sonrió Candía, escrutando la parte
de abajo del valle con su catalejo—. Mirad, mi capitán. Sobre el tercer meandro de
aquel río, empezando a contar desde la derecha.
Pizarro cogió el instrumento y se lo pegó al ojo. Su comandante tenía buena vista,
pues allá abajo, a una distancia de varios kilómetros de donde ellos estaban en ese
momento, alcanzó a vislumbrar un grupito de hormigas que estaba intentando vadear
la corriente. Era imposible verlos más de cerca y saber si realmente aquellos puntitos
minúsculos eran los ladrones de Atahualpa, pero no tenían ninguna pista mejor.
Si no cambiaban de dirección una vez vadeado el río, ese mismo rumbo los
llevaría directos a la pared del tepuy. Allí, la lejana mancha azul de un lago se
protegía del viento por altos contrafuertes, y parecía un charco de sangre derramada a
los pies de la fortaleza de roca.
—Tienen que ser ellos —decidió—. Ahí lo tenéis, mi amada esposa: son los
traidores que hemos venido a buscar. Si continuamos a este ritmo, los alcanzaremos
mañana.
Inés miró a la distancia, a aquel inmenso paisaje que empequeñecía al ser humano
y lo reducía a una mota de polvo, y soltó un suspiro de angustia. Los muros de
aquella inconmensurable fortaleza natural estaban hechos de aire, de vientos y de
distancias. En aquel país todo resultaba inmenso, empezando por las longitudes y
acabando por el terror que estas le producían. Solo de intentar calcular la distancia
que había en línea recta hasta aquel río que partía en dos la selva en lontananza se le
ponían los pelos de punta. Era larguísima, y eso siendo pájaro y pudiendo volar.
Teniendo que ir por tierra… Sus tripas volvían a revolverse y las llagas de las piernas
le ardían de nuevo. Pero hizo de tripas corazón y asintió con la cabeza.
Estaba claro que su marido no era el único hombre decidido a conquistar aquellas
tierras. Si él no lo hacía, pronto llegarían otros más jóvenes y pletóricos de energía,
como Orellana, Alvarado o De Soto, y reclamarían como suyo lo que no era de nadie.
Si Pizarro quería ser recordado por la historia como el primer y más grande
conquistador de los incas, no tendría una segunda oportunidad.
—Está bien, Francisco. Si crees que es lo mejor… Pero recuerda tu promesa.
Tienes un día para cumplir con tu venganza. Ni una hora más.
—Ni una más —le sonrió él—. Hay personas que huyen al ver lo desconocido y
otras que corren a enfrentarlo —dijo el capitán, mesándose la barba. Tenía esa mirada
decidida otra vez, la de conseguir conquistar por la fuerza la victoria final que los
cielos le negaban a porfía—. A nosotros no se nos tildará de cobardes. Puede que de
insensatos sí, pero nunca jamás de cobardes. Visitaremos ese lugar sagrado de los
incas y les quitaremos el cuerpo de su caudillo. —Le guiñó un ojo esperanzador—. Y
todo antes de un día, lo prometo.

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26 de Abril de 1953
(Hechizo)

Aterrizar en Trujillo, el aeropuerto más cercano a la provincia de Cajamarca, les


llevó un poco más de lo que Elías Zanuck había supuesto. A principios de abril le
había prometido al guionista Dooley que partirían de Los Ángeles en apenas una
semana, pero complejidades administrativas y problemas logísticos retrasaron la
expedición. Aun así, el equipo formado por sesenta estadounidenses tomó tierra en la
ciudad virreinal a finales de mes, y empezaron a descargar todo su material de la
panza del DC-7. Las cámaras y el material pesado de filmación llegarían al día
siguiente en un avión distinto, militar, dedicado exclusivamente al transporte de
mercancías.
Zanuck estaba pletórico. Le encantaba todo lo que se presentaba ante sus sentidos
en aquel lugar. La luz, como le hizo notar su director de fotografía, era espléndida;
poseía una intensidad que hacía brillar los colores con una pureza inusitada. Los
Ángeles, aun siendo una ciudad con sol, al estar más alejada del ecuador, tenía una
luz más fría, más apagada. Sus azules no eran tan cristalinos ni sus verdes tan llenos
de facetas esmeralda, ni sus rojos tan inflamados de fuego. Esa ciudad era más bien
una conejera para oficinistas.
Igual de puro parecía el aire, incontaminado, tan transparente y limpio que casi ni
parecía existir. Nada más poner un pie fuera del avión, los pulmones se les llenaron
con un frío tan agradable que todos soltaron un «oooohhhh» de sorpresa. Aquel lugar
parecía un paraíso intocado por la mano del hombre, a pesar de los altos edificios y
las chimeneas que se veían en la distancia.
—¡Perú, país de los incas, sede del mayor imperio que jamás existió! —exclamó
Zanuck, pletórico. Tenía una pinta realmente graciosa, de genuino turista extranjero,
con sus pantalones cortos, sus gafas oscuras y sus calcetines hasta la rodilla. De
fondo, de alguno de los edificios del aeropuerto, llegaba el sonido de una guitarra a la
que alguien estaba torturando.
—Vale, pero no grites tanto, que vas a despertar a las momias —rezongó la actriz
principal, Magdalen Polly, a la que un leve dolor de cabeza había estado martirizando
todo el viaje. Ella parecía más estrella de cine que ningún otro, incluso más que su
compañero, el galán Robert Flavin. No era tanto la ropa como la pose, con esa clase
de gestos lentos y solemnes que tienen los que se sienten perpetuamente observados
por los demás.
—Mi querida Magdalen, sé que estamos muy lejos de casa, pero intenta disfrutar
de la experiencia —le sonrió el productor, tomando cortésmente la maleta de sus
delicadas manos—. Hay estrellas que tienen la suerte de viajar muy lejos para rodar

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sus películas, ¡incluso a los mares del sur si es preciso! Pero piensa que otras, por
desgracia, no abandonan nunca el solar de atrás del estudio y ruedan allí, delante de
cicloramas.
—Lo sé, Elías, y no sabes cuánto te agradezco que me hayas elegido para esta
aventura…, pero hoy no es un buen día. Esta maldita migraña me está matando.
—Buscaré una farmacia en cuanto estemos instalados, no te preocupes. No te
faltará ni un gramo de química en este país salvaje.
A pocos pasos por detrás de ellos, que iban en cabeza del grupo, andaban dos
personas también contagiadas por sonrisas polisémicas, que contenían muchos
matices distintos de la palabra «alegría». Eran el galán, un guapo treintañero de Utah
afincado en Los Ángeles —había adoptado el nombre artístico de Robert Flavin, pero
todo el mundo sabía que era un pseudónimo—, y el guionista, Dooley Cooper. El de
los espías con prismáticos camuflados en su nombre y apellido.
—¡Cómo adoro mi trabajo! —gritó el actor a los cuatro vientos. Y luego, en voz
más baja—: Ay, Cooper, amiguete, qué afortunados somos por haber nacido en
América y con estos dones tan agraciados. —Se tocó el hoyuelo sexy de la barbilla—.
Con la crisis que hay y tanta gente pasando hambre… y nosotros aquí, de turismo por
un país paradisíaco, prestos a hacer historia en el mundo del cine.
—Yo no diría tan alto eso de que vienes a hacer turismo, «amiguete» —
puntualizó el guionista, haciendo malabares para que ninguna de sus maletas se
cayera al suelo. El actor no tenía ese problema porque su equipaje lo cargaban los de
producción como si fueran porteadores africanos. Él solo llevaba un pequeño neceser
floreado—. Recuerda que vas a trabajar de lo lindo. Interpretar a un aventurero
implica mancharse de barro.
El actor puso cara de disgusto.
—Bueno, pero eso no será tan así, ¿verdad? Quiero decir… que me escribirás
escenas donde quede bien poniendo mi estupendo perfil en los planos de cerca, y
dejarás las acrobacias y el nadar en el barro para las panorámicas en las que solo se
vea a mi doble. ¿Verdad?
Dooley sacudió la cabeza. Aquel tipejo tenía la profundidad intelectual de una
lenteja, y seguro que no sería capaz de recordar más de dos frases seguidas. Puede
que ni siquiera una. ¿Verdad?
—La planificación depende del director, no del guionista. —Miró hacia atrás y lo
vio, mezclado entre la gente: el realizador contratado para sacar adelante la película
era un profesional bregado en el género de los monstruos de látex llamado David
Creelman. Había filmado «maravillas» como Llegó del fondo de la fosa abisal o El
dinosaurio de sesenta pies que arrasó Denver. Pertenecía a esa caterva de directores
de películas de miedo que se habían formado en la Universal, en la época en que
todas las noches había luna llena y todos los lobos aullaban al viento. Como le había
dicho Zanuck, no es que estuvieran adaptando precisamente a Tennessee Williams…,
pero al menos visitaban países exóticos. Tal vez llegara un día en que el género de la

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ciencia ficción se dignificase de cara al público con una gran película auspiciada por
un magnífico elenco…, pero Dooley no creía ni siquiera que tal cosa fuera posible. Él
no lo vería en vida, al menos—. Mira, no te preocupes, Robert: te escribiré los
mejores diálogos que hayan sido pronunciados en esta tierra desde que Manco Cápac
fundó la ciudad del Cuzco y dio lugar a la estirpe de los Hijos del Sol.
—¿Manco quién…? ¿Le faltaba una mano?
Dooley se frotó los ojos, deprimido. En aquellas palabras, tan simples y
corrientes, le pareció oír cierta superioridad, tan clara que sintió la repentina
necesidad de explicarse. Pero no lo hizo. Por norma general, el ignorante, en lugar de
admitir que lo era, se mostraba altivo y complacido de esa ignorancia como si fuera
algo de lo que sentirse orgulloso. Y despreciaba al culto por ser más listo que él. Por
eso no pensaba darle la satisfacción de discutir.
La comitiva salió del aeropuerto en camión y se internó en la selva a través de
largas y serpenteantes carreteras llenas de baches. Eso molestó un poco a los actores,
que pensaban que sería bajar del avión e ir directos al hotel. Solo entonces se dignó
Zanuck a decirles que el lugar donde iban a pernoctar estaba varios cientos de
kilómetros tierra adentro, en lo más profundo de una selva impenetrable. Y que llegar
hasta allí era tan difícil que no podrían retornar a la civilización por las noches,
porque tendrían que pegarse horas y horas de viaje cada vez. Y eso les robaría mucho
tiempo de rodaje.
Los humos se agriaron bastante, pero Dooley estaba disfrutando: le encantaba ver
a aquellos figurines mimados pasándolo mal, teniendo que trabajar duro por una vez
en sus vidas. Oh, ojalá les mordiese una serpiente que les transmitiera la disentería, o
algún tipo raro de enfermedad que hinchase el mentón de las personas como globos,
para que les desapareciera para siempre el dichoso hoyuelo.
Los impresionantes farallones naturales comenzaron a pasar a su lado como
paredes de castillos. La carretera estaba asfaltada la mayor parte del trayecto, pero en
ocasiones se volvía simplemente un camino de tierra castigado por las lluvias, para
recuperar la firmeza un par de kilómetros después. Era una carretera impracticable a
ratos y muy cómoda en ciertos tramos. Pero nunca iba en línea recta.
En varias poblaciones que cruzaron se detuvieron para hacer sus necesidades y
para hablar en español con los guías, unos profesionales del cine que trabajaban para
una productora local que se dedicaba a rodar documentales sobre fauna y flora, para
exportación. Eran los que mejor conocían las profundidades salvajes del país y, de
hecho, los únicos que sabían cómo llegar hasta el lugar de rodaje.
En aquellas pintorescas poblaciones en las que hicieron un alto en el camino a
Cajamarca, los norteamericanos pudieron disfrutar de la «chicha» local, que se les
subía con suavidad a la cabeza, y de otros productos alimentarios que tenían buen
sabor pero contra los que sus estómagos no estaban vacunados. El viaje en camión
duró dos días, y a mitad del primero ya había gente que empezaba a notar problemas
intestinales.

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Sin embargo, a todos los embelesó la belleza del país. Todos los tipos posibles de
vida vegetal concebidos por la naturaleza se mezclaban ante sus ojos en una fusión
magistral de paradojas. Incluso los villorrios que se levantaban huérfanos en medio
de la nada poseían elementos en los que resultaba agradable posar la vista, y la gente,
sobre todo los actores, pronto comenzó a comprar souvenirs de artesanía local, en
especial ropa.
Dooley deslizaba casi sin querer sus ojos hacia la bella Magdalen cuando creía
que ella no se daba cuenta. Y la veía envuelta en esos colores chillones, sonriéndole a
la gente con la ligereza de una niña, como una ninfa escapada de un cuento que
estuviera revoloteando esperando a ser encerrada en un cuaderno por la mano de un
artista. Realmente parecía un ser preternatural de una casta diferente al común de los
mortales. Tanto la miró que fue inevitable que, sin él quererlo, hubiera un momento
en que sus miradas se cruzaran.
Ocurrió casi llegando a su primer destino, Cajamarca, donde había ocurrido un
hecho histórico importante hacía mucho tiempo. Dooley no había buscado mucha
información al respecto, pero le sonaba a algo relacionado con el final de la era del
Tawantinsuyu. Estaba con la vista prendida inocentemente de la actriz cuando esta se
giró, como quien no quiere la cosa, y le sonrió. Dooley sintió una vergüenza que le
nació en el bajo vientre y que le volvió los músculos de las piernas de gelatina.
Su primera reacción fue apartar la vista, avergonzado, pero ella se le acercó.
—Así que tú eres nuestro Shakespeare particular —le comentó, sentándose a su
lado en aquel camión de muchos asientos que en ciertos aspectos se parecía a un
autobús. Por la naturaleza del comentario, Dooley se dio cuenta de que en verdad era
la primera vez que los dos se dirigían la palabra. Nunca antes habían mantenido una
conversación, así de alejada estaba Magdalen del resto del equipo.
—Bueno… —se sonrojó—. Yo diría que no llego ni siquiera a Marlowe, pero
gracias por el cumplido. —Por su cara de extrañeza, adivinó inmediatamente que no
tenía ni idea de quién era ese tal Marlowe del que le estaba hablando. Cambió de
tema cortésmente—: Elías me ha pedido que les escriba buenas líneas de diálogo, a
Flavin y a usted. Y puede estar tranquila, que serán muy buenas.
—¡Me alegro! La verdad, entre usted y yo, estas películas de bichos son algo que,
de no encontrarme bajo contrato para el estudio, no haría ni borracha.
—Ni yo… Odio escribir este material. Pero que lo odie no significa que vaya a
hacerlo mal. Soy un profesional, después de todo.
—¿En serio? Yo pensaba que usted…, bueno, que…
—Que era un escritor de bichos.
—¡No, no quería decir eso! —volvió a reír. Aquel sonido era contagioso, e
incluso a Dooley le daban ganas de corearlo. Pero se contuvo. Desde pequeño,
habiendo sido criado en el seno de una familia conservadora, tenía la sensación de
que la risa poseía un cierto poder desacralizador que arruinaba los mejores
momentos. O la impresión que quería transmitir de ser un hombre serio y culto. Sin

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embargo, tenía la sensación de que alguien tan pueril como Magdalen jamás se
enamoraría de un tipo como él. Ni de nadie que no supiera reírse del mundo a
mandíbula batiente.
—Yo… la vi en Cinco gardenias para un extraño, y me encantó. Creo que su
personaje estaba muy bien dibujado.
Ella hizo una especie de gesto con la mano delante de su cara, mirándolo
fijamente a los ojos. Y la retiró lentamente.
—Sssshhh. ¡Abracadabra! —le susurró—. Ya has llegado al final del camino.
Y se quedó mirándolo en silencio. Dooley comprendió que había sido un pase
mágico.
No hubo más conversación entre ellos ese día.

Cajamarca resultó ser lo que había al final de aquella infernal carretera, un lugar
igual de atrasado que todos los que habían visto hasta entonces, solo que más grande.
Con muchas más casitas de techo bajo arracimadas como bloques en el juego de
construcción de un niño, solo que aquí había una iglesia central y unas cuantas
catacumbas. Unos rebaños de llamas desfilaban por los campos con el cuello muy
estirado y ese maxilar inferior destacado y chulesco, como soldados en revista.
Allí concluía la primera jornada de viaje. Todos se bajaron del camión con las
posaderas magulladas. Elías se acercó a hablar con los peruanos y luego volvió para
informar a su equipo. Nadie le había preguntado nunca dónde había aprendido a
hablar español, pero seguro que si tuviera que responder, les diría algo igual de
asombroso —e igual de falso— que si se estuviese inventando el argumento de una
película.
—¡Bienvenidos al lugar donde murió Atahualpa, el último rey de los incas! —
Alzó los brazos como el maestro de pista de un circo—. Me dicen los chicos que por
allí, muy cerquita de la plaza de la iglesia, está el único albergue del pueblo. Lo
tenemos alquilado solo para nosotros. Id, instalaos, y quien tenga hambre que se
reúna conmigo aquí dentro de una hora.
—No está mal, este sitio. Es miserable —juzgó la estrella de la película, dando un
rápido giro sobre sus talones para escrutar el terreno. Desde allí se veía cómo el valle
caía suavemente en todas direcciones menos por el este, que seguía subiendo hacia
las montañas. Por ese lado, la puna iba dando lugar a paisajes cada vez más
inhóspitos.
—Pintoresco, amigo mío —le corrigió Dooley.
—¿Qué es eso?
—El adjetivo que estabas buscando.
Dooley señaló un edificio bajo que estaba rodeado por una valla, junto a la
iglesia. San Antonio parecía ser el patrón tutelar.

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—Y pensar que esta gente tuvo un día sus propios dioses y ahora son fanáticos
del cristianismo —comentó—. Cualquiera los convence de que si creen en Jesús y en
la Virgen es porque los obligaron a ello a punta de espada, hace muchos siglos.
—Por lo que me cuentan los chamaquitos —dijo Elías—, ese es el genuino
Cuarto del Rescate, donde permaneció cautivo Atahualpa mientras ordenaba a sus
súbditos que le trajeran oro y plata de todo el país para pagar su rescate. Por lo visto
—un deje de avaricia ardió en sus ojos—, lograron cubrir la altura de la sala una vez
con oro y dos con plata. O eso cuenta la leyenda.
Las cejas salieron repelidas de los párpados de Flavin, que soltó un silbido de
asombro. Su escueto cerebro sí que daba para imaginar tantas riquezas.
—Fiuuuu… Eso sí que tuvo que ser dinero, ¿no?
—Fue el rescate más grande de la historia hasta ese momento. —Elías le guiñó un
ojo, y se quedó mirando con desconfianza la casucha—. Aunque ni de broma me creo
que aquel cuartito fuera el mismo que nos muestra ahora esta gente. ¿Una
construcción tan endeble, que sobreviviera cuatro siglos en este entorno? —dijo por
lo bajo, para que no le oyeran los guías peruanos—. Ni de coña. Esto debe de ser un
edificio reconstruido puesto ahí para los turistas. Como todos los supuestos «lugares
santos» que hay en Jerusalén.
—¿Al final dejaron en libertad al Inca? —preguntó Magdalen, colocándose bien
la pamela y sus gafas de sol de perfil de corazones. Estaba tan embadurnada en
protector solar que parecía un cadáver.
—Pues… no. Lo cierto es que lo juzgaron sumarísimamente a la noche siguiente
y lo ejecutaron, estrangulándolo.
—¿Después de pagarles todo ese dinero? —se asombró la actriz.
—Eran conquistadores. Las cosas funcionaban así en aquella época.
—No vinieron aquí a colonizar, sino a robar —opinó el guionista, que ya llevaba
rumbo al albergue para ser el primero en elegir cama—. Hay una gran diferencia
entre ambos conceptos. En Hollywood sabemos mucho de eso.
Pasaron la noche allí y cenaron bien. A todos les seguía doliendo la barriga, pues
todavía no se habían acostumbrado al cambio en las especias, pero si al día siguiente
les esperaba otra jornada infernal de marcha, querían hacerla con el estómago lleno.
De pronto, algo mágico empezó a suceder: era como un clic clic de tábano, el
acompasado salto de las patitas de un insecto que surgía de una de las ventanas del
albergue para llenar de micropunciones el aire del anochecer. Un tamborileo preciso,
con cierta cadencia matemática dependiente del idioma. Un código lleno de corcheas
y semicorcheas y largas notas sostenidas de palabras.
El escritor estaba escribiendo. El artista, creando.
Elías y Creelman salieron a fumarse unos puros al exterior de la casa, y oyeron
aquel baile de patitas de insecto. Cargar con la máquina de escribir Remington era
como llevar un tremendo peso muerto a la espalda, pero la película necesitaba que
sucediera aquella magia. Necesitaba a alguien que escribiera lo que tenían que rodar.

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Y el talento necesario para eso era algo que —Zanuck lo sabía muy bien— no se
pagaba con dinero.
Exhaló un aro de humo que enmarcó un par de constelaciones.
—¿Lo ves, amigo mío? De eso va todo esto: de magia. Arte creativo.
—Solo espero que ese chupatintas sepa parir diálogos con un poco de chispa, o
esta película se irá al traste. No va a querer ir a verla ni el gato —gruñó el director del
film, un hombre bajo y rechoncho cuyo único parecido con Alfred Hitchcock estaba
en la silueta, aunque a él también le gustara considerarse talentoso.
—El gato irá. Al menos cuento con eso. —Otro aro perfecto. Otro racimo de
estrellas enmarcado—. Bernie, el actor que interpreta al monstruo, se ha traído a su
gato Vibrisas. Además, amigo, no hay diálogos mal escritos, sino mal declamados.
Hasta la chorrada más grande puede ser recordada para siempre si la pronuncia el
actor correcto con la adecuada música de fondo: «¡Está vivo!».
—Esa era sin música.
—Bueno, pero me vale. «No soy yo, son mis guionistas los que son pequeños».
—Estoy de acuerdo. Además, no necesitamos frases: tenemos rostros. ¿Quién
quiere hablar cuando puede simplemente contemplar los ojazos de Greta Garbo?
Clic, clic, clic, hacía la cigarra de fondo. Se paró un momento, seguramente en lo
que el guionista se pensaba la siguiente escena, y siguió tableteando con energía unos
minutos después.
—Le habrás comentado al menos cómo funcionamos en este tipo de películas,
¿no? —preguntó el director—. Que no se le ocurra escribir ninguna barrabasada…
—Sí, lo sabe: no detallará secuencias completas, solo líneas de diálogo, sin
contexto. Luego, nosotros las encajaremos dentro de las escenas de efectos especiales
que ya tenemos planificadas. Pero a él le da igual: es un dramaturgo de teatro. Le
importa un pepino lo que pase en la pantalla, solo quiere hacer hablar a los actores.
—Un charlatán.
—Más bien un charlatanador.
Creelman miró al camión-autobús, en cuya bodega todavía había varias maletas
pesadas que no habían sido descargadas. Los acompañarían al día siguiente en el
periplo hasta el destino final.
—¿Tienes ahí el traje de monstruo para el especialista, o viene en el vuelo de
mañana?
—Viene mañana. Entre tú y yo, es un horror del mismo calibre que el papagayo
infecto de la película La garra espantosa —dijo Zanuck con rabia—. Eso me pasa
por encargárselo a una empresa de segunda categoría en México para ahorrarme unos
pavos. El monstruo, en lugar de miedo, da risa. Y encima, el traje no es impermeable,
así que no podemos mojarlo.
—¿El traje del monstruo submarino no es impermeable? —parpadeó Creelman.
—No. Así que tendremos que ser creativos para ver cómo lo rodamos sin que se
vea mucho, y sin que se moje.

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—¿Esto lo saben los actores?
—Ni de broma. Y si todo va bien, no se enterarán hasta que ya lo hayamos rodado
todo.
—Copacati… —Creelman miró la selva. Más allá de aquellas montañas les
esperaba el gigante de piedra que sería su escenario natural, una anomalía geológica
en aquel paisaje montañoso: la sin par Urquama, montaña sagrada de los incas—.
¿Cómo llegaste hasta esa idea? Es tan extraña… Una diosa inca medio pez
reencarnada en un ser humano siglos después de que los humanos dejaran de rezarle.
—En realidad, no es medio pez. Los peces son medio ella.
—No lo entiendo.
Elías miró el tubo de ceniza en que se estaba transformando su cigarro merced a
una extraña combustión de fuego y sabor. Y se preguntó si disfrutar de las cosas no
las acabaría consumiendo, como a aquel cigarro. Transformando el placer en humo y
el esfuerzo en aire.
—Hace años, llegó hasta mí un libro que contaba una antigua leyenda de los
conquistadores. Algo apócrifo que la Iglesia Católica se negó en redondo a admitir
que fuera cierto. Por eso, los libros de historia no hablan de ello. Fue una cosa que le
ocurrió al conquistador Francisco Pizarro después de que ajusticiara al rey inca —le
contó al director—. Dicen que tuvo realmente un encuentro con la diosa, o con una
criatura acuática espantosa que la representaba, en estas mismas tierras. Y que nunca
regresó a España.
—Pero eso no es lo que cuenta la historia sobre él.
—No, no lo es. Si lo que cuenta esa otra leyenda es cierto, se internó en la selva
con su esposa y sus hombres, y nunca regresó. Todo lo demás que dicen que hizo en
Lima lo protagonizó en realidad un protegido suyo, un tal Alonso Candía, que se
apropió de su patrimonio y de su estirpe.
—Locuras. Nadie se creerá eso si lo contamos como si fuera una película de
monstruos.
Elías se marchó rumbo al dormitorio común.
—Bueno —sonrió—. Nadie es perfecto.

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IV
3 de Agosto de 1533
(Edicto)

Diario de fray Vicente de Valverde:

Hora sexta, con el sol en el cénit:

Ha empezado a llover otra vez. Y lleva horas sin parar.


El mundo se ha vuelto azul, una cortina densa que es difícil traspasar.
Es como si acabásemos de despertar de un largo sueño y nuestros ojos
estuviesen velados por la arenilla del sopor, difuminando los colores,
emborronando las formas, aguando las acuarelas. Solo que todo es azul.
El verde de la selva ha sido decolorado por la lluvia para que parezca que
estamos en una fosa oceánica.
Sé que hay fauna además de flora en este bosque, pero es igual de
esquiva que los indígenas. No se la ve. El mundo es poco más que un
tapiz verde laberíntico y agobiante, lleno de secretos pero todos ocultos,
todos agazapados en los pliegues del tapiz, esperando a que alguien pase
cerca para morderle. Hay quien cree que nosotros, los venidos de más
allá del mar, somos los Viracocha, los hombres-dioses extranjeros que
harán que la raza que fundó Manco Cápac se hunda en el olvido y que las
maldiciones de Supay, el Maligno, arruinen el legado de los demás
dioses. Pero cuanto más caminamos por estos senderos húmedos y casi
invisibles, más me convenzo a mí mismo de que es justo al revés: este
continente al que nos empecinamos en llamar Nueva España ha sido
puesto aquí por Dios para ponerle un límite a nuestras ambiciones. Para
que haya una frontera. Para ofrecernos un atisbo del infierno, y que de
ese modo comprendamos que nuestro futuro no está en viajar muy lejos
intentando huir de lo que ya tenemos, sino en tratar por todos los medios
de arreglar el Viejo Continente. Europa es la casa que nuestro Señor nos
dio, al fin y al cabo, e intentar encontrar nuevos edenes e insensatos
paraísos más allá del mar no es más que una falacia. Y seremos
castigados por ello.
El número y cualidad de las horas no nos amedrenta, y al mediodía
llegamos a la ribera del río que vimos ayer desde la cumbre. Como todos
los cauces de agua de este maldito país, es ancho y llano, casi sin
velocidad en su flujo. Pero esa falsa mansedad es traicionera y oculta

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peligros. Don Francisco no quiere cruzarlo todavía; prefiere esperar a que
acabe de llover, aunque para que eso ocurra pueden pasar días. Doña Inés
no está de acuerdo, y lo está forzando a tomar una decisión: en lo único
que piensa es en retornar a Costa Plata, cosa que comprendo
perfectamente. Si yo pudiera transformarme ahora mismo en uno de esos
dorados picaflores o en un loro parlante, remontaría el vuelo y solo Dios
sería testigo de los puertos lejanos que tocaría en mi viaje.

Hora nona, de la misericordia:

Don Francisco ha firmado un edicto oficial, hoy. Lo ha hecho usando


uno de los escasos pergaminos que nos quedan y escribiendo con tinta
purpúrea traída de España. Sacrum encaustum, como la que usaban los
emperadores bizantinos para firmar sus edictos. Es muy valiosa, y por eso
solo la empleamos en los nombramientos oficiales o en ocasiones muy
solemnes. Estampó su firma al pie usando un pequeño molde de metal
que lleva el trazo exacto de su rúbrica tallado por dentro. Así solo tiene
que reseguirlo con la punta de la pluma para que la firma salga todas las
veces idéntica. ¡Maravillas del progreso!
Yo, que tuve el honor de leerlo en voz alta y de traducirlo al latín, el
idioma de la Santa Iglesia, constaté que así decía:

Yo, Francisco Pizarro González, Capitán de los ejércitos, enviado de


Su Majestad el Rey de España con el título de Gobernador de las Indias
Orientales, Marqués de los Atavillos y Gobernador de Nueva Castilla,
declaro con aqueste mandato que en este aciago día mis hombres y yo
nos enfrentaremos al más recóndito de los poderes religiosos que el
dueño de estas tierras, el inca pagano, guarda en el corazón de su
cultura. Por ello, y a sabiendas de que no es otro adelantado español el
que háyase aquí y ahora arriesgando su vida por destapar los misterios y
conquistar los tesoros que aguardan en las bóvedas de sus templos, seré
el único que sobre los mitos conquistados y los metales preciosos tenga
potestad, no debiendo dar rédito ni cuenta de ellos a España. Declino
cualquier obligación de tributar una gabela sobre estos logros de mi
conquista personal a la madre patria, pues no es sino por mi voluntad
personal y mi esfuerzo que yo, el adelantado Pizarro González, trujillano
de corazón y de nacimiento, estoy arriesgando mi vida y la de mis seres
queridos por conquistarlos. Quede así firmado, por la gloria de Dios.

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No niego que semejante declaración de intenciones me dejó helado.
Con este edicto, básicamente estaba diciendo que pensaba quedarse para
él cualquier tesoro que encontráramos en este viaje, sin tener que darle ni
una onza de oro en calidad de impuestos al recaudador real de las
provincias. Ese era uno de los peores síntomas de rebelión que podían
darse en el Nuevo Mundo, ya que los europeos no habíamos venido aquí
solo a evangelizar, sino a expoliar todas las riquezas que pudieran
hallarse y llevárnoslas al Viejo Continente, en un desesperado intento por
arreglar las cosas allí. Había muchas guerras ruinosas que costear, y
muchas arcas ya vacías de los reinos que volver a llenar de oro. El sueño
de Tierra Santa se había consumido y se había acabado convirtiendo en
una pesadilla. Ahora lo reemplazaba un sueño distinto, el de las ignotas
tierras del oeste.
Hubo discusiones sobre tal edicto entre don Francisco, su mujer y el
comandante Candía. La sombra de una amenaza, la venganza del rey de
España cuando se enterase de esto, planeaba sobre nuestros semblantes.
Pero al final todos acabaron por rendirse a la evidencia: el monarca
Carlos I no estaba aquí, ni pensaba ensuciarse las polainas poniendo el
pie en este embarrado país. No era él quien arriesgaba su vida poniéndose
en el punto de mira de las cerbatanas envenenadas de los indígenas, que
podían matar a un hombre tan rápido que perdía la conciencia incluso
antes de caer al suelo. Por lo tanto, y aunque la lealtad de Pizarro a la
corona española era legendaria, había tomado una decisión: sobre el
rescate obtenido de Atahualpa, el recaudador podía llevarse su diezmo.
Pero lo que encontrásemos en esa extraña montaña que nos aguardaba…
sería todo nuestro.
Incluso a mí, que Dios me perdone, me pareció lógico.

Hace muy poco que ocurrió. El hecho que lo cambió todo.

El sol declinaba ya en el horizonte, y aunque la lluvia era menos


densa, seguía cayendo y aguando nuestros ánimos. Don Francisco estaba
a punto de claudicar y dar la orden de volver sobre nuestros pasos, como
quería su esposa, cuando ocurrió el hecho que yo considero el punto
fundamental que cambió para siempre nuestro destino. Si no hubiese
sucedido, o si no nos hubiésemos percatado de él, nuestra historia habría
acabado de un modo muy distinto y, de seguro, muchísimo menos
horrible.

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El negro Tiekêne —al cual no sé por qué lo seguíamos llamando así,
pues, tras ser capturado en su tribu, lo habíamos bautizado con el
precioso nombre cristiano de Pablo— estaba orinando en la linde del río
dirigiendo su arqueado chorro hacia el agua. El motivo por el cual nos
acompañaba un negro era bien conocido: las personas de su raza eran
totalmente desconocidas en aquel continente. Su sola visión, corriendo
desnudo por la selva, bastaba para insuflar el temor en el corazón de
todos los incas en kilómetros a la redonda. Ellos, que nunca habían visto
a una persona de esa raza, creían que era un demonio, un espíritu
malvado maldecido por su dios Supay, al que le decían el Maligno, que
había emergido de las profundidades del río para llevárselos. Pizarro
sabía que muchas batallas se habían ganado usando el truco de «desnudar
al negro» sin tener que disparar un solo tiro. Por eso se lo había traído a
esta loca expedición.
Fue Tiekêne quien lo vio, y nos llamó a todos a gritos señalando un
lugar al otro lado del río. Llegamos a tiempo para vislumbrar un fuego,
un destello que había aparecido en la pared del tepuy varios kilómetros
por delante de nosotros. Pero ahí no quedó la cosa, pues un espantoso
ulular cruzó el viento hasta nosotros: un chillido que no podía provenir de
ningún animal conocido en Europa, y tampoco de una garganta humana.
Era indescriptible.
Oírlo provocó un efecto inesperado en los indígenas que nos
acompañaban: su grupo, como si fuera una sola unidad, fue recorrido por
un espasmo de terror. Todos se echaron al suelo y se pusieron a llorar y a
lanzar plegarias en su extraña lengua, dominados por algo cercano al
pánico.
Habían reconocido aquel sonido. Y era algo que ninguno de ellos
esperaba oír en vida. Era un alarido monstruoso, pero tenía algo de
hipnótico a pesar de su fealdad. Era como el silbido de la chirimía tocada
por los faquires —de los que ya habló Alejandro Magno en sus
conquistas— para hacer bailar a las cobras: hermoso pero terrorífico al
mismo tiempo.
Pizarro convocó al intérprete.
—¡Tomasillo, explícate! ¿Qué hemos oído, y por qué tienen esos
tanto miedo? ¿Qué está pasando?
—¡Taapac! —La voz le temblaba; él también había caído presa del
pánico. El capitán tuvo que sujetarlo con fuerza para que no saliera
corriendo—. ¡Espíritu guardián! ¡Tenemos que salir de aquí, nosotros
entrando en terreno qumati, sagrado!
Cualquier persona que hubiera oído eso habría sentido un temor
reverencial ante lo desconocido, ante cualquier cosa que hubiese estado

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ahí oculta y pudiera hacernos daño. Pero Pizarro era un hombre que había
visto mucho mundo, y conocía los trucos que los que mandaban en una
sociedad cualquiera usaban con los incultos sumisos que estaban por
debajo.
Lo primero que pensó fue que los sacerdotes incas usaban fuegos de
artificio y sonidos espeluznantes, soplando quién sabía qué raros
instrumentos, para mantener bajo control a la plebe. Y, desde luego, el
truco funcionaba: no había nada mejor para alejar a los curiosos de
cualquier templo o almacén oculto de bienes que usar el temor
supersticioso. Los cristianos conocían ese ardid desde hacía milenios y se
habían servido de él en numerosas ocasiones.
En las mientes de los indígenas, aquel sonido era la expresión viva
del miedo, la prohibición de acercarse a un lugar que consideraban
qumati. Pero lo que Pizarro dedujo, y yo lo adiviné enseguida, fue lo
siguiente: que los indios que huían de nosotros sabían que estábamos
pisándoles los talones, y este era su último ardid para hacernos dar la
vuelta y que no los alcanzáramos antes de que llegasen a su refugio
secreto en Urquama. Allí donde esconderían el cuerpo de su rey, quizás
para siempre.
La piel de la cara se le inflamó al dar cobijo a estos pensamientos, e
inmediatamente ordenó zafarrancho: debíamos aprestarnos a cruzar el río,
no importaba que lloviera o que las aguas estuvieran revueltas, para
alcanzar a los ladrones antes de que cayera aquel último sol. El látigo
restalló primero sobre la hierba y después sobre la carne, pero no bastó
para mantener bajo control a los esclavos indios. Hasta que Alonso
Candía no desenvainó su florete y atravesó de parte a parte a unos que
intentaban huir, los demás no se tranquilizaron. Todos sabían que era un
hombre al que le costaba muy poco montar en cólera… y mucho
desmontar de ella.
No me pasó inadvertida la mirada que cruzaron doña Inés y su
esposo, tan llena de significados… Ella le lanzó un rápido vistazo al río y
calculó algo mentalmente. Comparó posibilidades. Quién sabe qué
medida estaría usando para valorar aquellos riesgos; lo único que supe
fue que al cabo de un buen par de horas, cercana ya vísperas, habíamos
ensamblado una frágil balsa de troncos que solo necesitaríamos que
aguantase hasta la otra orilla. Francisco fue el primero en subirse.
—¡Hombres, valor y templanza! —exclamó, desenvainando su
espada y apuntando con ella a la selva del otro lado. Pareciera que su
único objetivo en la vida fuera incoar algo en nuestros corazones—.
¡Subid y remad, que la tierra firme está cerca y el objetivo final de
nuestra misión también! Que no se diga, habiendo cronistas presentes,

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que abandonamos cuando teníamos el triunfo al alcance de la mano, con
Dios de nuestra parte y los elementos lavándonos la cara para que
pudiéramos tener las ideas claras… Si tan solo nuestros padres pudieran
vernos ahora, y los reyes cuyo sabio mandato nos envió aquí valorasen
nuestros esfuerzos…, y si solo hubiese un ángel, uno nada más, que se
supiera de memoria nuestro nombre…
Siguió arengándonos con una locuacidad enfermiza, y yo me quedé
mirándolo, allí de pie, haciendo lo posible por salir de aquella espiral
sintáctica. Seguro que a mitad de su discurso ya había olvidado dónde
comenzaba aquella interminable oración subordinada…, pero le daba
igual. Y a sus hombres también. Importaba más su tono de voz, firme y
confiado, y el efecto inflamatorio que pudiera ejercer en nuestros pechos,
que la naturaleza en sí de su discurso.
Digan lo que quieran vuestras mercedes, las que ahora estáis leyendo
este singular diario, y opinen lo que deseen sobre mi capitán. Pero en él
hay algo que se escribe con mayúsculas.

Vísperas:

Y fue así como nos sorprendió la media tarde, y el momento en que el


dios de la lluvia dejó de llorar sobre la selva. El sol no salió, no perforó
con sus rayos aquel denso manto de nubes, pero al menos dejamos de
empaparnos y nuestra moral se recuperó un poquito.
Es ahora, en este preciso momento, cuando me hallo aquí, subido a
una balsa bamboleante y rezando a los santos que conozco para que entre
todos me apoyen y no me dejen caer al agua. Porque aunque el caudal
parece manso y no hay rápidos a la vista, quién sabe qué peligros podrán
ocultarse ahí abajo, en sus lóbregas profundidades… Qué mano, humana
o inmortal, podría dibujar la clase de bestias que, mezcladas con el fango
y ocultas en la oscuridad, nos estarán vigilando esperando a que alguno
pierda el equilibrio.
Aún sigo preguntándome —yo y seguro que todos— qué clase de ser
o cosa emitiría aquel espeluznante chillido que antes escuchamos. Y si
habrá sido puesta aquí por Dios o por el demonio.
La endeble balsa es mecida por las olas. Más que ir en línea recta,
cruza el río describiendo amplios círculos, girando sobre sí misma. No
tiene proa que enseñarle al viento y por eso da vueltas como una peonza.
Pero lo hace en la dirección adecuada, y al cabo de unos tensos minutos
estamos al otro lado, hundiendo las botas en el barro de la orilla. Mis

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manos persignan cruz tras cruz sobre mi pecho en un enloquecido Deo
gratias mientras me bajo de la embarcación y ansío besar el suelo.
Los incas están más nerviosos que nunca. Siguen cargando con
nuestro cañón y sus ruedas y el palanquín de doña Inés porque no les
queda más remedio, pero su mansedumbre de antaño ha desaparecido.
Ahora nos miran con odio y un conato de rebeldía en los ojos. Solo
somos una veintena de castellanos los que osamos aproximarnos a su
tierra sagrada, y ellos más de cincuenta esclavos…, pero no se alzarán en
armas. La tecnología está de nuestra parte y lo saben. El acero es incluso
más difícil de doblar que una promesa, y el que esgrimen nuestros
hombres es capaz de cortar hasta el alma.
—¿Qué hay más adelante? —interroga Pizarro a nuestro intérprete.
—La… lago sagrado, al pie de Urquama… Antiguo cementerio.
Bendita monstruosidad que guarda el espíritu de los muertos —tiembla
Tomasillo—. Santo horror del pasado que nos aguarda en silencio… La
nada…
—Intentas asustarnos —se da cuenta el capitán—. Pero no lo
conseguirás. —Lo arroja hacia delante de un empellón, haciendo que se
una a los suyos en el círculo de porteadores—. ¡Trabaja, gandul! Dile a
tus hermanos de raza que nada detendrá al Apu Pizarro, y menos un
asqueroso mito pagano. ¡La nada, dices! Te voy a enseñar algo que
seguramente ni tu padre mismo te dijo: es entre dos nadas donde brota de
repente una pequeña chispa, la de nuestra existencia. Y solo la de los no
creyentes se queda sin su justa recompensa al final. ¡Adelante, avanzad!
Bendita monstruosidad, santo horror del pasado… El lenguaje
humano protesta ante semejantes combinaciones, del todo antinaturales.
Vuelvo a persignarme. Algo nos espera ahí delante, detrás del último
muro de selva, de eso estoy seguro. Puedo sentirlo. La cruz me quema en
la mano cada vez que la cojo, en un movimiento reflejo por intentar
calmar los nervios.
—Ten cuidado, Francisco —se oye la voz de doña Inés, un bálsamo
entre tanta locura. Pero incluso ella, poco propensa a perder la calma, está
nerviosa. Mira la pared de árboles y lianas como si justo allí, a menos
distancia de la que pensamos, hubiese algo agazapado en silencio.
—No te preocupes, mi amor. La Virgen María nos protege —dice el
capitán, y se adelanta para ser el primero en cortar lianas con su sable. En
su pequeño escudo redondo, reliquia de los tiempos en los que los
hombres solo se mataban entre sí con armas de asta, hay pintada una
imagen (bendecida por mí) de nuestra santa Virgen, como la que según la
leyenda mostraba el rey Arturo de Camelot cuando marchaba a las

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cruzadas. ¿Protegerá la efigie de la madre de Cristo a nuestro capitán?
Así lo deseamos todos…
La selva se nos traga en el atardecer de este tres de agosto del año de
nuestro Señor de 1533. Y debo combatir contra ese estremecimiento que
me advierte que podría ser el último que vean mis ojos.

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27 de Abril de 1953
(Música)

La última noche que habían pasado juntos, la exnovia de Dooley usó esa palabra
que empieza por «a», lo cual le había quitado el sueño; no pudo cerrar los ojos con un
poco de tranquilidad hasta que despuntó la aurora. Aquel día marcó el final de
muchas cosas, empezando por el de la sinceridad. Dooley tenía pánico al compromiso
y le pidió que se marchase sin más explicaciones. Ella le hizo un gesto que tenía muy
poco de mágico y se fue. Nunca más volvieron a verse. Y todo por culpa de una
palabra que empezaba por «a».
Pero ahora, Dooley se encontraba sintiendo algo muy parecido hacia aquella
actriz de piel de porcelana. Sabía que era una estupidez y una pérdida de tiempo
enamorarse de alguien como ella, pero no podía evitarlo. El amor es como las fobias:
algo irracional, en absoluto dependiente de la lógica.
—El otro día se me ocurrió una idea —le comentó a Magdalen Polly mientras
aquel carrito de montaña rusa al que llamaban autobús traqueteaba por el sendero.
—¿Y viene siendo algo muy habitual?
—Qué graciosa. Creo que voy a pasar de empezar la película con el típico
gambito de apertura de la voz bíblica y el tiempo. Nada de «… y Dios creó la Tierra y
el mar, y al quinto día se tomó un cubata». Es lo típico en las películas de ciencia
ficción, por lo que me han contado.
—¿Cómo vas a empezarla, con una sentencia de divorcio del monstruo? —
Magdalen se hizo sombra en los ojos con una mano. El cristal de las ventanillas,
dependiendo de cómo incidiera el sol, lo partía en destellos de luz cálida que la
hacían lagrimear.
—Pues no es mala idea, mira tú por dónde —sonrió el guionista—. Pero no creo
que a Elías le hiciera gracia. Como todos los productores enfrentados a las nuevas
ideas de esta década, es alérgico a cualquiera que suene mínimamente original. A
medida que yo le hablaba, pasó de negar afectadamente con la cabeza porque no
entendía nada a asentir entusiásticamente con la cabeza porque no entendía nada.
—¡Ja, ja! Pues sí, eso le describe muy bien. ¿Y tú? ¿Entiendes los nuevos
conceptos?
—¡Claro! —Se hizo el ofendido—. La mente de un buen guionista es como una
placa de Petri con una cantidad enorme de agaragar: todo lo que metas ahí, crece. De
todos modos, no sé por qué te hablo de esto, porque acabo de caer en la cuenta de que
la idea que se me ocurrió es otra. Tiene que ver con lo bajos que son los precios en
estos países y lo rentable que sería para Hollywood montar aquí unos estudios.

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—Uy, pero tener que desplazarnos hasta aquí cada vez que quisiéramos rodar…
—Polly no parecía nada contenta con la idea. Su voz era igual de apagada y
soñolienta que la noche anterior. Se notaba que tanta «chicha» la había dejado dormir
poco—. Imagínate tener que coger esos aviones y estos…, eh…, camiones, como los
llaman aquí, cada veinte días. Un horror.
—Ya, bueno…, pero hay que admitir que los paisajes son magníficos. Podríamos
sacarles mucho jugo. La gran ventaja que tendría esta gente, si los estudios vinieran a
dejarse dinero aquí, sería que verían muy mejorado su nivel de vida. Así no habría
tantos levantamientos políticos ni tanta inestabilidad. Aquí la gente está
acostumbrada a un tipo de disturbio político que hace chorrear la sangre cada pocas
semanas.
—Pero… ¡eso es horrible! —exclamó Magdalen como si nunca se hubiera parado
a pensar que estaba en un país extranjero, y cortado además por el rasero de las
repúblicas bananeras. Miró por primera vez la selva con miedo—. ¿Estamos a salvo?
—Creo que sí, porque el jefe se encargó de contratar buenos guías…, pero es lo
que te digo: si les traemos riqueza, su corrupción acabará. O al menos se
reglamentará, como pasa con la de nuestro país. Y no verán nunca más cómo su
libertad cae hecha pedazos bajo un incisivo staccato de metralla.
Ella le puso ojitos.
—Qué bien hablas, se nota que eres escritor… Pero no sé lo que es un staccato.
—Es mejor eso que no saber qué es la metralla.

—¡Al fin hemos llegado, hijos míos! —exclamó el productor, bajándose el


primero del camión—. ¡Admirad los paisajes que convertirán nuestra película en algo
único, en una obra de arte sin precedentes, y que encandilarán al público de toda
América!
Dooley tuvo que admitir que no era una exageración, el clásico farol de
productor: cuando su zapato se hundió en el suelo, en una zona de hierba blanda, y
miró hacia arriba… lo que vio le quitó el aliento. Y no se lo devolvió en un buen rato.
Los peruanos tenían una palabra distinta para designar a aquellas montañas de
cima plana. No las llamaban tepuyes, como los venezolanos, pero el concepto era el
mismo: una fortaleza de roca de centenares de metros de altura rodeada por una
región llana de selva que se extendía a su alrededor como un manto imperial,
realzando la solemnidad de aquel edificio de granito y lechos de pizarra. Los rebaños
salvajes de guanacos seguro que se acercarían a beber en alguno de los lagos que lo
rodeaban, abriéndose paso entre la vegetación que bordaba los pedregales con un
pespunte verde.
Pero lo más impresionante era la catarata. De un corte en la cima manaba un flujo
de agua que quizás no fuera tan alto como el famoso Salto Ángel, pero que alcanzaría
sus buenos cuatrocientos metros, deshilachándose por efecto de la gravedad en una

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nube iridiscente. La cascada caía sobre una laguna que en ese momento estaba oculta
a la vista, pero que todos intuían que se encontraba allí.
—Guau. No sabía que hubiera tepuyes en el Perú… —alcanzó a murmurar el
guionista.
—Es un caso único el que ves, algo inexplicable desde el punto de vista de la
ciencia —le sonrió Zanuck. Y se dio con una mano en el pecho—. Es mío. Yo lo
encontré —dijo con el orgullo de un padre que ha sacado a un huérfano de la pobreza.
—¿Seguro que ningún peruano o quechua lo ha visto antes, Elías? Yo diría que,
dado su tamaño, es altamente improbable…
Zanuck se pellizcó una ceja, su señal de desprecio ante una idea ajena.
—Recuerda la máxima del cineasta: nada existe hasta que no lo inmortaliza una
cámara. Y la mía será la primera en atrapar estas bellezas naturales y llevarlas
empaquetadas a los Estados. ¡Venga, todos, espabilad! —Dio dos palmadas muy
sonoras—. Quiero estar rodando las primeras escenas esta misma tarde. Dooley, a
trabajar: escríbeme un primer encuentro entre los protagonistas que suceda al pie de
esa cascada. Mañana o pasado subiremos a la cumbre.
Eso último hizo que a Dooley se le desorbitaran las dos oes del nombre.
—¿V… vamos a subir? ¿Hasta allá arriba? ¿Pero estás loco o qué?
—No seas miedica, chupatintas. —Zanuck se cargó al hombro la mochila y sacó
un fotómetro fotoeléctrico, modelo de 1950, que empleaba una medición mucho más
precisa que la de la extinción de sombras, típica de los del siglo XIX—. Hay una senda
que los nativos se conocen de memoria, y me han asegurado que no es peligrosa.
Hasta un excursionista novato podría tomarla. Pretendo que todo el equipo suba a la
cima en cuanto nos traigan el resto del material, para rodar allí los exteriores. Dentro
de dos semanas regresaremos a Los Ángeles para las escenas en plató.
—Pues a mí me gusta esto, me parece toda una aventura —opinó Flavin,
hinchando el pecho y creciendo un par de metros de estatura solo por su pose, típica
del aventurero a lo Robert Peary. Dooley maldijo por lo bajo y decidió que si él lo
hacía, un chupatintas, como lo había llamado Zanuck, también podría.
—¿Hay algún poblado cerca? —le preguntó a Elías.
—Sí, un asentamiento indígena que está al borde de la laguna, al pie de la
cascada. —El productor intercambió unas frases con los guías y sonrió al equipo—.
El nombre original en quechua va a intentar pronunciarlo su muy señora madre, pero
en inglés significa algo así como «Caída del Español».
Dooley caminaba por el sendero que conducía al poblado con los ojos siempre
posados en la catarata, como si quisiera expresar así su ignorancia y lo pequeñito que
se sentía en relación a aquellos fenómenos de la naturaleza.
—Qué nombre tan extravagante, ¿no?
—Sí; por lo que me han contado, aquí hubo una gran batalla hace siglos, en la
época de los conquistadores. Incas contra castellanos. Y mucha gente murió. La
leyenda dice que un caudillo de los invasores se despeñó por un barranco y la

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corriente del río lo arrastró hasta Curamá, que es una población que dista de aquí por
lo menos doscientos kilómetros. ¡Pero el bastardo sobrevivió! —Elías lanzó una
risotada—. Esa fue la primera señal que tuvo esta gente de que incluso sus dioses les
estaban dando la espalda, y que no hacían lo que estaba en su mano por acabar con el
invasor que les estaba quitando sus tierras.
—Pero antes de ese, seguro que el lugar tendría un nombre mucho más viejo,
¿no? —se interesó Dooley—. Lo que me cuentas no pasó hasta por lo menos el
siglo XVI o el XVII. ¿Los nativos no conocían este lugar con otro nombre más arcaico,
que podamos usar en la película?
A Zanuck le pareció una buena idea y se lo preguntó al guía nativo. La traducción
de lo que este le contó lo dejó un poco extrañado.
—Sí…, dice que lo llamaban, y que se sigue llamando, la Morada de Copacati.
Según su mitología, en la laguna que nace de esa cascada es donde habitaba la diosa
en tiempos remotos. Al parecer, antiguamente había aquí un templo horadado en la
roca, increíblemente antiguo, que databa de antes incluso de que existiera el Imperio
inca. O eso les contaron sus ancestros.
—Interesante. ¿Pero quién lo construyó, si no fueron ellos? ¿Sus antepasados?
Cuando le preguntaron al guía, este se limitó a encogerse de hombros. Esa
información no había sobrevivido a los siglos. No había conseguido remontar la larga
y compleja cadena de la tradición oral, fundamental en un pueblo sin escritura. Ni
siquiera los «quipus», cordones que tenían cuentas de colores y nudos hechos según
un patrón matemático y que eran tradicionales del Perú —servían para recordar cifras
y eventos, como los rosarios de la cristiandad—, habían conseguido que ese dato
sobreviviera a la sucesión de generaciones. Y eso que, usando técnicas que los
historiadores no habían logrado aclarar del todo, en esas cuerdas no solo se
almacenaban números —por ejemplo, este pueblo tiene tantas llamas, o tantos
hombres en edad de alistarse en el ejército, o tantas espadas—, sino también
acontecimientos históricos.
—¿Ese templo excavado en la roca ya no existe? —se interesó Creelman, que
caminaba bamboleándose de un lado a otro como un guanaco—. Si es algo
prehistórico, o preincaico, debe de tener miles de años… A lo mejor podemos sacarlo
en la película.
La respuesta del guía, ante esto, fue más silencio.
—Bueno —comentó Flavin, engolando la voz—. Al menos, cuando escalemos
esa pared asesina sabremos si esas leyendas tienen algo de verdad…
Algo le quemó un lado de la cara: la mirada, igual de asesina que la pared de la
montaña, que le estaba lanzando Dooley Cooper.

El poblado llamado Caída del Español era poco más que un asentamiento de
chozas de estilo precolombino arracimadas en torno a una corriente de agua. La

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laguna era invisible debido a la foresta, pero los indígenas les aseguraron que sí que
existía, y que si querían filmarla con sus cámaras, solo tenían que dar unos pasos en
dirección a la montaña. La gente que vivía allí, todos quechuas, eran bajitos y muy
dorados de piel, pero no iban desnudos. Al menos en eso sí que había llegado hasta
ellos la civilización: vestían ropa confeccionada en una industria, pero sin ton ni son.
La combinación de pantalones, ponchos y elegantes kusmas —camisas exclusivas
para mujeres— obedecía más a un criterio de utilidad o disponibilidad que a lo que
las revistas de moda de Lima pudieran decir al respecto.
Sin embargo, no fue eso lo que más llamó la atención del equipo de
norteamericanos, sino un sonido que brotaba de algún punto impreciso y que llenaba
el ambiente con una serie de texturas y emociones sonoras muy especiales. Alguien
estaba interpretando una melodía…, pero no usaba la típica flauta de pan ni el pifilka
indio, ni ningún instrumento de tosca boquilla y carente de escala cromática
característico de las culturas andinas. No, aquel sonido era espectral al tiempo que
etéreo, angelical y a la vez profano; una prodigiosa fusión de texturas como ningún
extranjero había escuchado antes.
—¿Qué es eso? —se asombró Magdalen, elevando la cabeza como un niño
embelesado por los magnéticos y barbitúricos sonidos de Hamelín.
—Yo también quiero saberlo… —dijo Dooley, dejando su maleta allí mismo,
junto a una choza, y empezando a investigar entre las construcciones. Los nativos,
haciendo gala de esa impenetrable inexpresividad de su raza, los miraban sin alegría
pero sin desaprobar tampoco su presencia.
El americano estaba embelesado con aquella melodía; le tocaba y acariciaba
mejor de lo que muchas mujeres habían conseguido hacerlo en su vida. Era hasta
excitante, si a bucear en los registros de aquel sonido alienígena podía llamársele
excitación. ¿Acaso un pífano era capaz de arrancarle al viento aquellas notas, o solo
podía ser una variante del viejo chalumeau el que lo consiguiera? Fuera quien fuese
el intérprete, sus dedos tenían el estigma de un músico magistral, y sus labios podían
llegar hasta media octava por encima o por debajo de lo que suponía sería la tesitura
máxima del instrumento.
Cuando Dooley y Magdalen doblaron alucinados la siguiente esquina,
descubrieron el punto de origen de la música. Y lo que vieron, si no hubiesen estado
en ese momento totalmente seguros de que estaban despiertos, y lúcidos, les habría
parecido un espejismo.
Había un hombre tocando un instrumento parecido a una flauta, pero que no
guardaba semejanza con nada ni remotamente conocido en el área de las orquestas
sinfónicas. No era un oboe, ni un clarinete…, ni siquiera un antepasado remoto del
didgeridoo australiano. Era una pieza lustrada de madera de cedro, con llaves
maestras que hacían subir o bajar varios semitonos alrededor de un orificio operado
por el pulgar, que hacía las veces de llave de octava.

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Era la clase de instrumento mágico que tocaba solo, o esa impresión daba: el
músico podía desconocer la digitación, pero solo tenía que pensar en un sentimiento y
aquel artefacto lo descomponía automáticamente en escalas y arpegios.
Pero incluso más chocante que eso era la raza del hombre. Pues, aunque a sus
ojos les costara creerlo, no era un indio quechua el que hacía gala de tan prodigiosa
maestría, sino un occidental.
El guionista y la primera actriz se acercaron a él casi con reverencia, procurando
hacer el menor ruido posible, hasta que el hombre remató la pieza trasladando el trino
final a una voz intermedia. Y se hizo el silencio. Incluso la selva pareció más vacía
después, cuando terminó de tocar. El hombre se quedó mirando a los recién llegados,
pero no se dignó a hablarles.
Dooley intentó averiguar a vuelapluma qué edad tendría: su barba y sus costillas
marcadas de ermitaño sugerían una edad avanzada, pero había algo en sus ojos azules
que hablaba de una fuerza y una obstinación que solo se puede mantener viva al
abrigo de la juventud. No tenía menos de cuarenta años, eso seguro, pero quizá —y
solo quizá— tampoco más de cincuenta y cinco. Sus dedos, largos y graciosamente
ahusados, eran los de la persona que ha estado en contacto con un instrumento
durante toda su vida.
—Eh…, ¿hola? —tanteó Dooley, haciéndole un gesto como para demostrar de
alguna manera que no era un espejismo, sino que tanto Magdalen como él
pertenecían al reino de los vivos—. Ha sido impresionante, si me permite decírselo.
¿Habla mi idioma?
El hombre, cuya ascendencia debía de ser nórdica a tenor de lo rubicundo de la
barba, asintió con parsimonia. Pero no sonrió, ni dotó a su discurso gestual de nada
que indicara la más remota cortesía.
—¡Estupendo! —insistió el guionista. Él pondría palabras en boca de aquel
extraño si no quería ponérselas él mismo—. Me llamo Dooley Cooper,
estadounidense. He venido con el equipo de la película. ¿Estaba enterado de que
vendríamos a rodar aquí?
El hombre siguió sin contestar. Se parecía a los indios en el sentido de que era tan
hermético y parco en gesticulación como ellos.
—Hum…, a mí también me ha encantado el sonido de su…, eh…, flauta. O lo
que sea ese instrumento —intervino Magdalen, dedicándole una de sus brillantes
sonrisas—. ¿Qué es? Nunca había visto nada igual. ¿Un oboe de los Andes?
Por primera vez, el hombre habló. Su voz tenía un fuerte acento europeo,
indefinible, y pronunciaba las sílabas como si fueran elementos separados por
fronteras, secesionados políticamente unos de otros.
—No tiene nombre… Aunque lo tuvo, ya nadie lo recuerda… Me lo fabriqué yo
mismo.
—¡Pues es asombroso! Si el músico de nuestra película lo viera, seguro que
querría incluirlo en la banda sonora. Ni siquiera el theremín ese que está tan de moda

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lograría crear unos sonidos tan… tan… —Los adjetivos le fallaron. Magdalen lo
compensó con un gesto de que le palpitaba con fuerza el corazón.
El hombre los miró, primero a una y luego al otro, y dijo de manera cortante:
—No.
Sin más ceremonia, se levantó y se metió en una de las cabañas. Dooley y la chica
se quedaron pasmados, sintiéndose insultados pero a la vez gozando de su propia
estupefacción. Acababan de llegar a aquel lugar remoto en el interior de la selva y ya
habían tenido su primera experiencia sobrenatural. Ni diez minutos habían pasado.
—Ah, estáis aquí —se tranquilizó el productor, asomando la cabeza por detrás de
la choza—. Pensaba que os habíais perdido. ¿Ya tienes esas páginas, Dooley?
—Esto… No, aún no. Pero es que… había un…
—Muevo los labios, me salen palabras, nadie las entiende… ¿Hace falta que te
recuerde que solo podemos aprovechar hasta que se vaya la luz natural?
Dooley hizo un saludo militar.
—No, jefe. Enseguida las tiene, jefe.
—Gracias. Y tú, hermosura. —Zanuck miró a Magdalen con mal disimulado
reproche—. ¿Qué haces que no estás en maquillaje? En cuanto este pesado acabe de
teclear en su máquina portátil, quiero verte aprendiéndote los diálogos y ensayando tu
mejor sonrisa.
Ella imitó el saludo militar y salió con prisa hacia el campamento base, que el
resto del equipo estaba levantando en medio del poblado. Ninguno le contó nada por
el momento sobre el escandinavo que tocaba la flauta. Pero seguro que Zanuck
tendría que haber oído algo. Todos en la aldea lo oirían, de eso Magdalen estaba
segura. A lo mejor querría buscar por su cuenta al «señor simpatías» y hablar con él a
solas, para enchufarlo como extra en la película. Valor añadido.

Una hora después ya estaban rodando. El sonido mágico del motorcillo de la


cámara —todo un adelanto con respecto a las manivelas de décadas atrás—, los
tecnicismos que gritaba el director a través del altavoz de cono, los difusores de luz
que algunos ayudantes sostenían fuera de campo pero muy cerca de los actores…
Todo contribuía a crear eso tan intangible que llamaban «la magia del cine», aunque
solo los norteamericanos supieran apreciarla. Los indígenas seguían sentados tan
tranquilos, masticando hojas de coca y dedicándose a sus labores, sin que les intrigara
lo más mínimo lo que estaban haciendo aquellos locos.

El rostro…

Dooley no podía evitar que se le licuaran los ojos las primeras veces que veía a
los actores dando vida a sus frases. Aunque luego casi nunca le gustase cómo lo
hacían, en el primer momento en que se gritaba «¡acción!» y la ficción empezaba a

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hacerse realidad, un estremecimiento le recorría el alma. Y eso que en aquella escena
los personajes no estaban haciendo más que reaccionar a la belleza del paisaje y
lanzarse un par de frases picantes, con doble sentido, destinadas a guiñarle un ojo al
público y sugerir un conato de romance. Romance que luego se iría al traste, por
supuesto, en cuanto apareciera la dichosa criatura de la película. Ay, ¡cuánto habían
de sufrir los guionistas cuando aceptaban poner su talento al servicio de tan bajos
propósitos!

El rostro surge lentamente…

Sin embargo, bajo aquella inmensa cascada y junto a aquella preciosa laguna, un
remanso de una era ya extinta y vista por muy pocos seres humanos, todo,
absolutamente todo, hasta el hoyuelo inexpresivo de Flavin y los ojazos mentirosos
de Polly, merecía la pena.

El rostro surge lentamente de la…

Lo que seguía intrigándole a Dooley, y eso era algo que pensaba preguntarle
después al más anciano de la tribu, era por qué su poblado se llamaba Caída del
Español. A qué clase de triste efeméride obedecía semejante nombre.
Seguro que la historia que había detrás del gentilicio sería digna de contarse.

El rostro surge lentamente de la oscuridad.


El sacerdote inca no es más que un rostro que cuelga de la nada, un leve
estremecimiento en la oscuridad. Mira hacia afuera, al mundo de la luz. Ve a los
extranjeros que han venido con su cultura y su suciedad espiritual a cuestas. Su
rostro se mantiene inexpresivo. No tiene miedo, como no lo tuvo en su día, hace una
cantidad de tiempo imposible de recordar.
Separa levemente los labios y el lazo de un verbo se le escabulle entre los
dientes: es un sigilo, un petroglifo retorcido sobre sí mismo, una serpiente anudada
con forma de palabra. El verbo es pronunciado, adoptando la forma visual de un
tocapu[9], y la selva responde.
Están aquí, otra vez. Los malvados extranjeros. Ha llegado el momento. Copacati
retornará de su guarida en lo profundo del mundo, y la leyenda cíclica volverá a
hacerse realidad.
El sacerdote se permite un gesto al que no recurría desde que era niño, y sonríe.
A sus labios les cuesta recordar cómo se hacía. Pero lo logra. A duras penas, sonríe.
Será esta noche. Y será glorioso.

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V
3 de Agosto de 1533
(Batalla)

La noche usurpadora los encontró agazapados.


Tenían el río a su espalda, y habían abandonado la precaria balsa en la orilla. Les
había servido para cruzar a este lado, pero los nudos que ataban sus troncos se habían
deshilachado y ahora no era más que un amontonamiento informe de madera. Pero
ellos estaban aquí: habían logrado cruzar la corriente. Eso era lo importante. Ya
construirían otra para desandar el camino.
Ahora, la atención de Pizarro estaba fija en el muro de negrura que era la selva.
Era una noche sin luna y las estrellas no bastaban para iluminar la espesa pantalla de
árboles que tenían delante. Aun así, ninguno de ellos encendió una antorcha. Nadie
prendió una luz, pues no querían delatar por nada del mundo su posición.
Fue entonces cuando vieron el resplandor en la montaña: una chispa anaranjada
latiendo con vida propia en la ladera, a unos trescientos codos de altura y medio
kilómetro por delante. ¿Una antorcha? No se movía, estaba fija, por lo que podía ser
la hoguera de un campamento. Una titánica cascada se desplomaba a pelo desde las
alturas de aquella montaña plana, muy cerca de aquel resplandor, deshaciéndose en el
aire en una etérea cortina de gotitas. Habría sido un espectáculo impresionante de no
ser porque el betún de la noche lo ocultaba todo.
También había otros destellos en la espesura, a ras de suelo, solo que estos sí que
se movían, furtivos. Francisco sabía que eran los ladrones del cuerpo de Atahualpa; al
fin los tenía al alcance de la mano. A tiro de arcabuz. Solo había que ir a por ellos y
darles su merecido antes de que alcanzaran los senderos que trepaban montaña arriba.
Si les dejaban llegar hasta ahí, los incas gozarían del beneficio de la altura. Y
Francisco no quería concederles la menor ventaja en la batalla que estaba por venir.
Los castellanos eran pequeños macizos de metal medio ocultos por la selva,
destellos cromados a la luz de aquellas ígneas constelaciones. Los protegía su acero,
una piel intraspasable forjada a golpe de martillo y fragua, pero aun así no se sentían
del todo a salvo. A lo largo y ancho de Europa y Asia, aquellos ejércitos habían
dominado imperios y habían provocado su alzamiento y su caída…, pero allí no
estaban combatiendo en su terreno. Se encontraban en otro mundo, literalmente; uno
para el cual las técnicas de guerra tradicionales no servían. Eso les causaba una
angustia que, aunque no llegaba a la categoría de miedo, sí que los dejaba
intranquilos.
Pizarro se acercó con sigilo hasta donde se agazapaba Tomasillo. El pequeño
inca, al igual que el resto de los esclavos, miraba aterrorizado la selva. Ni siquiera el

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talismán de su piel lo protegería de la ira del Inca si se encontraba de frente con los
suyos. No en este lugar.
—Tomasillo, dime, ¿qué hay ahí delante? —le preguntó en susurros.
El indígena no despegó sus ojos de la selva. Los tenía empañados, dos cuarcitas
sucias.
—Lago sagrado…, morada de Copacati. Al pie de intuya…, cascada. Antiguo
cementerio, y aun más antiguo templo en la roca. Lugar sagrado para mi gente desde
hace incontables generaciones.
—¿Tu diosa vive ahí delante, en esa cascada?
—Ahí se le rinde culto. Sacerdotes… crueles. Pnemai…, caníbales. Realizan
sacrificios de sangre y comen corazón de herejes. Protegen lo que más importa.
El fraile se santiguó al oír semejante barbaridad.
—¡Por Dios bendito, de qué atrocidades es capaz esta gente! —exclamó—.
Capitán Pizarro…
—No os preocupéis, padre, y hablad más bajo. Les daremos su merecido a esos
paganos. Vos permaneced aquí junto a mi esposa, que yo me adelantaré a explorar el
terreno. —Le hizo una señal al comandante Candía, que se le acercó reptando como
una serpiente—. ¿Cuántos crees que puede haber ahí fuera, Alonso?
El hombre se dio unos golpecitos en los incisivos con expresión pensativa.
—No más de treinta ni menos de quince. Pero seguro que están fuertemente
armados.
—Nosotros también. —Miró de reojo el falconete: era una culebrina corta que
pesaba lo suyo (y si no, que se lo dijeran a los pobres esclavos que habían tenido que
cargarla a través de la selva), cuyo cañón medía diez veces su calibre. La rabera, una
varilla que facilitaba la puntería en altura, estaba clavada en el suelo entre las ruedas.
Aunque los falconetes eran lo suficientemente pequeños como para ser cargados a
lomos de un burro o de un hombre fornido, este en concreto tenía una caña un poco
más larga: Francisco había ordenado que lo fundieran así en el puerto de Palos, antes
de salir para las Américas. Se sentía más seguro teniendo a mano un arma más grande
de lo normal y que podía disparar, o bien una pelota maciza de hierro, o un enorme
puñado de balas de arcabuz. Cuando esa cosa cantase, podría arrasar un buen pedazo
de selva.
—Ya —dijo Candía—, pero esos monos tienen un arma mortífera: sus malditas
cerbatanas impregnadas de veneno. Basta con que uno de los dardos se te hunda en la
carne en alguna zona desprotegida y te vas al suelo como si te hubiese mordido una
serpiente de cascabel.
—Pues no permitamos que nos soplen esos dardos, entonces. —Le dio una
palmada en el hombro—. Vamos a formar un frente de avance con todos los hombres,
los esclavos por delante. Y que nuestro negro se vaya quitando la ropa. Lo
necesitaremos en pelota picada para que se lance a correr a mi orden.
—Sí, señor.

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Mientras hacían los preparativos para ejecutar lo que se conocía en términos
militares como «la maniobra de avalancha» —los españoles avanzaban aplastándolo
todo a su paso, sin sutilezas, beneficiándose de la robustez de sus armaduras y de la
dureza de su acero, cortando o pisando cualquier cosa que se les pusiera por delante
—, Pizarro retrocedió para hablar con su esposa. En la mirada de doña Inés latía un
brillo frío, de espanto.
Él le cogió ambas manos y las besó.
—Mi amada esposa…, es el momento de la verdad. Vamos a entrar ahí y a hacer
realidad la voluntad de Cristo a sangre y fuego. Son muchos, pero nosotros tenemos a
Dios de nuestra parte.
—Francisco, tengo miedo —le susurró, sus ojos negros cubiertos de moho—. No
sé qué va a pasar.
—Pasará que ganaremos y que mañana, en cuanto amanezca, rapiñaremos los
tesoros que haya en ese templo pagano de la montaña y regresaremos a la costa para
reunirnos con nuestros amigos. Repetiremos el triunfo de México, y seremos algo
más que reyes. ¡Emperadores!
—¿Qué harás con el cuerpo del rey pagano?
—Lo quemaré en la hoguera, como debí haber hecho la noche en que lo
ajusticiamos, para que nadie pueda volver a robarlo. Pronto estaremos en casa, mi
amor —le juró, besándola en la boca—. Te lo prometo.
El fraile y ella se quedaron en retaguardia, abrazados el uno al otro. La mano
temblorosa de Vicente enarboló un crucifijo como si fuera su escudo personal,
orientándolo hacia la selva como si el muro invisible de su fe pudiera detener las
flechas. Y se pusieron en marcha, andando detrás de los soldados. Pizarro iba en
cabeza, varios metros por delante, con el dibujo de la Virgen María de su escudo
medio desteñido ya, alzando dos dedos en un gesto beatífico.
La tropa comenzó su avance en avalancha. Eran soldados profesionales, alejados
de las levas de campaña y de los mercenarios contratados por la mayoría de los países
europeos. Eran los terribles tercios, la versión más moderna de las legendarias
legiones romanas. Su siniestro perfil se recortaba en la negrura mezclando dos eras
completamente diferentes: la medieval, con sus picas, floretes y escudos, y la
moderna, con las armas de pólvora, los arcabuces y el falconete.
Los incas que iban en primera línea, desarmados —Pizarro no tenía prevista otra
utilidad para ellos más que como escudos humanos—, de vez en cuando miraban
hacia atrás y veían aquellas siluetas espantosas con las picas saliendo por delante y la
forma de media almendra de los morriones, y los esfínteres se les relajaban,
cagándose de miedo.
Un relámpago cortó el cielo como un filamento de tungsteno e iluminó el tapiz
selvático con una blancura lechosa, de plata sin alear. En medio de ese dibujo
argénteo se movían cosas, siluetas; depredadores ocultos entre los setos. Pinceladas
de blanco que parecían personas agachadas, diminutas, con ojos que destellaban con

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un fuego colérico. Pizarro supo que si apuntaban sus armas contra aquellos carbones
encendidos por la rabia, tendrían más posibilidades de acertar.
Cuando sintieron que el contacto con el enemigo era inminente, uno de los
soldados fue pasando una brasa encendida entre sus compañeros y la usaron para
encender la mecha de sus arcabuces. Sus pequeños resplandores eran como un
enjambre de luciérnagas rojas moviéndose por la espesura, siempre a punto de
apagarse, por lo que cada infante tenía que mantenerla brillando en el «oído» del
arma soplándola suavemente.
Se oyó un grito que era como el ulular de una lechuza y la selva se llenó de
siluetas: cabezas emplumadas que agitaban sus coronas de plumas de ave,
incitándolos a retroceder. A no acercarse más al lugar sagrado. Los esclavos incas se
tumbaron en el suelo mientras balbuceaban plegarias a sus dioses.
Alonso Candía fue el primero en dar la orden:
—¡Arcabuceros, fuego!
Una serie acompasada de fogonazos hirió la noche. Aquellos estampidos de
pólvora no habían sido escuchados jamás en aquella parte del mundo, y los diminutos
dardos de metal que disparaban, aun siguiendo el mismo principio que las flechas de
los indios —proyectiles lanzados a gran velocidad contra otro ser vivo para penetrar
en su carne y romper órganos y hueso—, alcanzaban muchísima más velocidad que
ningún dardo soplado por pulmones humanos. Sí, el principio rector de aquella forma
de matar era el mismo, pero los resultados, muy diferentes.
Algunos disparos fallaron, pero otros lograron borrar del mapa a los indígenas
entre explosiones de sangre. Sus cuerpos caían sobre la hierba con pomposa y pesada
dignidad mientras sus compañeros intentaban resguardarse del letal aguacero detrás
de los árboles. Los truenos de los «tubos de fuego» estallaron de nuevo sobre sus
cabezas, con potencia suficiente como para reventar en astillas los troncos de los
árboles más delgados y herir con esa improvisada metralla a los incas que había
detrás. La neblina del ambiente, que no era más que lluvia en suspensión desligada de
la cascada, se incineraba con aquellos resplandores de fósforo, convirtiendo lo que
hubiera más allá en una confusa alucinación.
Tras la descarga inicial, los arcabuces tardarían bastante en ser recargados, por lo
que los castellanos pasaron a otra modalidad de combate: la del cuerpo a cuerpo.
Preparando las picas para ensartar a sus enemigos, cerraron filas en torno a su líder.
Francisco desenvainó su espada y la sacudió en el aire como una bandera sin tela.
—¡Hombres! —gritó—. ¡Llevamos la palabra de Dios inscrita en la guarda de
nuestras espadas! ¡No podemos perder! ¡Por la gloria de Cristo, y por España!
Los soldados se sumaron a su entusiasmo. Avanzaron a paso vivo, pero sin correr,
hacia la fila de indígenas. Sabían que no hay nada más inestable y fácil de tumbar que
un soldado que corre, pues sus pies apenas tocan el suelo; así que caminaron, siempre
con las picas por delante, y encararon la masa de paganos que los aguardaba.

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Antes de que la pelea se redujera a eso, al esquivo baile de las cortas distancias,
los incas les dispararon dardos, flechas y suchuc chuqui, sus lanzas de punta dura.
Como un mortal aguacero horizontal, los proyectiles tabletearon en los escudos y en
las corazas de los conquistadores, algunos con suficiente fuerza como para
atravesarlas. Varios españoles cayeron al suelo con una convulsión que no se parecía
nada a las típicas de las heridas por arma cortante, sino más bien a un colapso general
de los cuerpos, como si hubieran reventado por dentro: era el efecto de los venenos,
que pasaban a su sangre desde punciones hechas en sus cuellos o directamente en sus
caras, allá donde no había metal que los protegiera. Pizarro vio cómo se desplomaba
un soldado a su izquierda, con un ojo atravesado por un dardo, y escondió la cara
bajo el perfil de su rodela, el pequeño escudo redondo.
Entonces los alcanzaron, y se desató la debacle: pocos guerreros había en los
campos de batalla más eficaces que los piqueros, eso lo habían aprendido las legiones
romanas cuando sus lanzas aún se llamaban pilum. Podían mantener a raya al
enemigo, a la distancia perfecta para que los otros no los alcanzaran con sus armas de
mano, incluso a los pesados jinetes de caballería, hiriendo a sus monturas cuando la
punta de la pica no llegaba a alcanzar al hombre.
Los incas, sin embargo, resultaron ser un enemigo duro de roer, pues cuando
vieron que no podían acercarse físicamente a los españoles ni atravesar aquel muro de
lanzas, empezaron a usar la selva en su provecho: reptando, culebreando y
moviéndose como pumas entre los árboles, hacían de su agilidad una ventaja y
lograban acercarse al cuerpo blindado de los piqueros lo justo como para intentar
clavar sus espadas —hechas de piedra afilada o de bronce— en los puntos débiles de
las grebas, o golpeándolos en la cabeza con sus macanas[10].
Otro relámpago se extendió por el cielo como un árbol de fuego eléctrico. Había
una tormenta en la distancia, pero se estaba acercando. Las primeras cortinas de
lluvia empezaron a caer sobre ellos, empapando la selva y las armas. Un tintineo
cristalino punteó los sonidos de la selva al rebotar contra el metal de las armaduras.
Pizarro maldijo por lo bajo, pues no había nada peor que aquella humedad para
mantener encendidas las mechas de los arcabuces. Por fortuna, sus hombres estaban
haciendo un buen trabajo con las espadas y, al menos contra ese primer grupo de
incas, no necesitarían volver a disparar.
Cuando el último indígena se desplomó, Alonso Candía se acercó a su capitán.
—Señor, esta avanzadilla ya no nos dará problemas. Eran alrededor de veinte,
pero seguro que habrá más escondidos en la espesura.
—No les demos tiempo a organizarse. —Pizarro se secó el sudor de la frente con
la manga que asomaba por debajo del protector del brazo—. Avancemos
directamente hacia la pared de la montaña. Esa luz que se ve en la distancia será
nuestro faro.
—Como ordenéis. —Candía reorganizó a los hombres y recompuso la fila, con
los esclavos otra vez delante. Algunos de ellos habían muerto en la refriega, pero no

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Tomasillo, a quien el español se alegró de ver—. Vaya, zagal, veo que tus dioses de
verdad te quieren. Me alegro.
—¿S… se alegra, señor…? —tiritó el indígena. Estaba manchado de sangre en un
costado, pero no era suya.
—Claro. Cuando lleguemos allá arriba, si lo que hay realmente es un templo, vas
a tener que traducirles nuestro ultimátum a esos sacerdotes. —Rio, y lo mandó a la
vanguardia de la fila con un cariñoso empujón. La delgada hoja del sable de Candía
chorreaba una sangre muy negra, lavándose con la lluvia, y tenía algo parecido a un
ojo humano pinchado como una aceituna en la punta.
Pizarro hizo recuento de bajas: habían caído solo tres españoles frente a los
veintidós indígenas muertos. Aunque le fastidiaba mucho perder hombres, era una
buena proporción. Vio que fray Vicente les estaba dando la extremaunción, con doña
Inés a su lado, cogida de su sotana. Ella no paraba de bisbisear una interminable
retahíla de oraciones.
—Este es el horror de la guerra que mancha los corazones de los hombres —le
dijo a su esposa, abrazándola—. No deberíais estar viendo esto, porque quien lo ve ya
no puede olvidarlo y es un recuerdo que se lleva hasta su último día.
—Es mi amor por vos el que me mantiene aquí, no mi instinto de supervivencia.
Si tú puedes soportarlo, Francisco, yo también —dijo ella, decidida.
—Tu valentía será legendaria… y una buena fuente de cuentos para nuestros hijos
cuando los acostemos por la noche.
Vio que fray Vicente se ponía en cuclillas y le quitaba un colgante a un cadáver.
Lo enjuagó en el barro para examinarlo bien.
—¿Qué has encontrado?
—Hum…, es un símbolo pagano tallado en piedra —dijo el sacerdote—. No sé
leer muy bien los dibujos de esta gente, pero yo diría que representa una especie de…
sirena.
—¿Una sirena?
—Sí… Es como si fuera una mujer con partes de pez, fijaos. Y estas líneas
onduladas a su alrededor podrían significar agua.
—Seguro que es su diosa acuática, esa tal Copacati —gruñó Pizarro. Dándole la
vuelta al medallón, vio otros símbolos por detrás. Parecían los típicos motivos
geométricos de los tocapus, solo que parecía haber algo matemático subyaciendo en
ellos, una especie de repetición, como si fuera un código—. ¿Y esto qué es?
El fraile puso cara de estarse enfrentando con un enigma que ni entendía ni tenía
ganas de perder el tiempo estudiando. Pizarro tiró el medallón al suelo con el mismo
desprecio con el que Atahualpa había arrojado el breviario de fray Vicente durante la
embajada en Cajamarca.
—Bah, es igual. De todos modos, esta religión está condenada a desaparecer.
¡Candía! —gritó—. Que recompongan filas. Avanzamos.

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—Sí, señor —dijo su subordinado, y junto con su capitán comenzó a caminar en
línea recta hacia la pared de la montaña. Las botas de los soldados fueron pisando,
una tras otra, el medallón de Copacati, que se fue hundiendo hasta desaparecer para
siempre bajo el barro.

El segmento de selva que los separaba de la montaña no era muy ancho. De


hecho, les costó pocos minutos atravesarlo. Entonces estuvieron allí, bajo aquella
pared casi vertical, al lado de la inmensa cascada. Y vieron dos cosas que los
impresionaron.
La primera fue la laguna que se creaba de manera natural al pie de aquella fuente.
Un lugar primitivo, ancestral, con ese aire de no haber sido mancillado por manos
humanas desde los comienzos del mundo, y que tenía a su alrededor una corona de
vegetación igualmente antediluviana. Tras llevar años en aquellos países, Francisco
estaba harto de encontrarse una y otra vez con las mismas plantas, la mayoría
herbazales, cedros, caoba, caucho y hierbas con tentáculos tuberosos que se extendían
como una infección. Sin embargo, allí había más plantas aparte de esas, de variedades
nunca vistas por el ojo de un occidental. La cascada creaba una catedral de espuma
tras su impacto en la que, de haber sido de día, varios arcoíris seguro que se habrían
disputado la supremacía sobre el imperio de los colores.
La segunda cosa que los impresionó fue que un sendero escalaba por un lado de la
laguna hacia la cumbre, trepando por el tepuy, y conducía a un farallón de roca
separado del cuerpo principal de la montaña como una ola de tierra congelada en un
instante del tiempo. Era como si aquella lengua de roca se hubiese separado del
macizo central por un cataclismo y formara una especie de brazo protector a su
alrededor. El sendero construido por los incas trepaba hasta la parte superior de este
farallón, donde se distinguía a los lejos lo que podría ser un puente. Uno de esos
puentes resistentes pero peligrosos de cruzar, hechos solo de cuerda, que tanto les
gustaban a los indígenas.
Por ese camino vieron trepar, casi llegando arriba, al grupo de incas que no se
había quedado atrás para proteger el sendero. Eran apenas una docena y porteaban
algo parecido al palanquín de doña Inés, solo que más plano, encima del cual se
balanceaba una silueta sentada en cuclillas, como un antiguo jefe galo.
—¡Ahí están esos cabrones! —exclamó Pizarro, aguzando la vista—. No sé con
quién están cargando, si es con su jefe de clan o qué, pero si pretenden cruzar ese
puente con el palanquín, les caeremos encima antes de que hayan llegado a la mitad.
¡Tomasillo!
—Sí, señor —acudió el intérprete.
—¿Quién es esa persona a la que llevan sentada en la plataforma? ¿Un curaca?
El indio afiló sus ojos, ya de por sí almendrados, para distinguir mejor las cosas
en aquella oscuridad. La selva era una sombra llena de aristas y perfiles de árboles,

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pero la comitiva que subía por allá arriba llevaba sus propias antorchas, lo que
permitía distinguirla incluso a través de las cortinas de lluvia.
El joven tragó saliva.
—Eh…, no, mi señor, no es cacique. Ni siquiera hombre vivo. Es cadáver de
nuestro antiguo rey, Ave de la Fortuna.
—¡Es él! —A Pizarro se le pusieron los ojos como platos—. Pero ¿por qué está
sentado?
—Vosotros enterráis a vuestros muertos acostados, como si durmieran. Nosotros
los preparamos para viaje al otro mundo así, sentados: piernas cruzadas, posición
solemne, espalda recta. Así, rey siempre rey, nunca esclavo.
—Estáis locos como cabras —musitó Candía, el aguacero interpretando una
melodía de charango sobre los metales de su armadura—. ¿Vamos a por ellos,
capitán?
—Claro que sí, los tenemos casi al alcance de la mano. ¡Hombres, adelante! ¡Ya
falta poco!
Tuvieron que empujar a golpe de pica a los esclavos para que enfilaran aquel
sendero. Les temblaban las piernas. El temor supersticioso podía casi más que la
prohibición cultural que los impelería a mantenerse alejados de aquellos lugares
prohibidos. Pizarro comprendía el porqué: en el Imperio inca, la libertad individual
era un concepto inexistente. Sus creencias y el tratamiento que daban a la autoridad
eran muy parecidos a los del antiguo Egipto, a pesar de que ambas culturas nunca se
encontraron: el rey era un dios encarnado en un cuerpo de mortal, por lo que su
autoridad era absoluta. Y la sabiduría que se le presuponía, también. Un ciudadano
inca, daba igual en qué estrato social naciera, no era educado para verse a sí mismo
como alguien independiente y separado de la «masa». Desde niños se les hacía creer
que estaban allí con un único propósito en la vida, y era obedecer la voluntad del
Inca, el gran soberano. El indígena no tenía que preocuparse por minucias como si su
vida tenía algún sentido, o qué era bueno o dejaba de serlo para él o para su familia,
pues se suponía que el dios en la tierra ya había tomado esas decisiones por él. La
felicidad de su rey era su felicidad, y cualquier otra manera de ver la vida era una
herejía.
En una sociedad así, no era de extrañar que nadie se esforzara por tener ideas, ni
por hacer experimentos, ni por intentar que las cosas cambiaran ni un ápice. La vida
del ciudadano no valía absolutamente nada para aquel régimen teocrático —una
teocracia donde el dios residía en un palacio e iba al baño a hacer sus cosas, igual que
el resto de sus súbditos—. Pizarro había visto cosas como la estirpe de los
mensajeros, los chasquis, hombres que corrían cuatrocientos kilómetros diarios en
relevos, llevando mensajes vocales de un lado a otro del imperio, ya que no había
palabra escrita pero sí una férrea administración burocrática. Esos hombres se
aprendían los mensajes de memoria y tenían órdenes de repetirlos palabra por palabra
y olvidarlos inmediatamente después. Se les hacían preguntas malintencionadas con

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el objetivo de pillarlos en una mentira, y si alguno de ellos demostraba aunque fuera
lejanamente que recordaba alguna parte del texto de aquellos mensajes, era lapidado
hasta morir.
Por esas cosas y muchas otras, típicas de la cultura inca, Pizarro entendía que sus
ahora esclavos temieran más la ira de los sacerdotes caníbales que la de los soldados
españoles. Aun así, los empujaron montaña arriba. Si había alguien allí que encarnara
la cólera de Dios era él, maldita sea: Francisco Pizarro González, hijo de Gonzalo y
de Francisca, y no aquel reyezuelo asqueroso con ínfulas de faraón.
Tardaron casi media hora en llegar a la cima del farallón, el lugar en el que
desembocaba el sendero, y para entonces los perseguidos ya habían cruzado al otro
lado. Sin embargo, nada más poner un pie en el barranco que separaba ambas tierras,
Pizarro ahogó un gemido de espanto.
En la franja de terreno que precedía al barranco, desprovista de árboles, habían
plantado otra clase distinta de bosque como un macabro monumento al terror
religioso: un laberinto de estacas casi tan altas como un europeo medio —lo que
significaba que al indígena le quedaba por encima de la cabeza—, cuyo número podía
superar la centena, todas y cada una de las cuales lucía un cráneo humano en el
extremo. Aquel macabro huerto de huesos crujía con sonidos huecos, espectrales, y
hacía de frontera entre la selva y el puente de cuerda que sorteaba el barranco.
Los esclavos, al ver aquello, no pudieron más y se negaron a seguir avanzando.
Todos cayeron en cuclillas y ofrecieron sus cuellos bien despejados a los castellanos,
por si querían decapitarlos si tal era su voluntad. Pero no avanzarían ni un paso más
en dirección a la montaña sagrada. Incluso el negro, Tiekêne, y eso que provenía de
una cultura separada de allí por un océano y un continente, cayó presa de un terror
irracional que casi hizo que se despeñara por el precipicio.
—Cristo misericordioso, ten piedad de nosotros… —murmuró el fraile, pálido
como un cadáver—. ¿Con qué clase de monstruos hemos tropezado?
—No os asombréis tanto, padre —gruñó Pizarro—, que todos hemos visto
atrocidades semejantes en las plazas públicas de España y en las mazmorras del Santo
Oficio. Nuestra patria lleva siglos bañada en sangre. Solo que ellos no dejan que los
cuerpos se pudran al sol, sino que los queman en postes para dar ejemplo.
—¡Eso es un insulto a la Iglesia! —se ofendió el clérigo, pero el capitán murmuró
con tranquilidad:
—No, es solo la verdad. Pero duele.
Pizarro ordenó que la tropa cerrara filas frente a las estacas, sin entrar todavía en
el área delimitada por los cráneos. Solo él se atrevió a avanzar, florete en la diestra y
rodela en la siniestra, hasta el borde mismo del barranco. Las estacas hacían un ruido
sobrecogedor mientras se inclinaban hacia los lados, una especie de cascabeleo de
juguete infantil, mientras las apartaba con su acero.
Cuando llegó al borde, miró hacia abajo y vio que la fisura albergaba un torrente
que corría salvaje, visible solo bajo la violenta luz de los relámpagos. El puente de

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cuerda que sorteaba aquellos setenta codos o más que separaban ambos lados del
despeñadero era la clásica construcción incaica: apenas tres sogas, dos para las manos
y una para apoyar los pies, por las que él no habría mandado ni a su peor enemigo, y
menos en una noche con viento y lluvia. Pero era el único paso para llegar al otro
lado. Así que se chupó las encías y se volvió para arengar a sus tropas.
—¡Escuchadme! Seré el primero en cruzar al otro lado. Después me seguirán
Tomasillo y dos hombres, los que tengan los arcabuces más secos. Los demás
cruzaréis muy lentamente cargando el falconete, paso a paso y sin mirar abajo, hasta
que hayáis pasado. Dejaremos aquí el palanquín. —Esto lo dijo mirando a doña Inés,
que estaba pálida solo con la idea de tener que sortear aquel obstáculo.
—¿No sería más sensato que una parte de los hombres permaneciera aquí con
nosotros hasta que vos regreséis? —preguntó con voz lloriqueante el fraile—. Hacer
cruzar a doña Inés por ahí, con su amplia falda y sus botines de cortesana, no creo
que sea muy juicioso… —No mencionó que su oronda barriga y sus piernas
rechonchas tampoco es que fueran las mejores herramientas para salir airoso de
ninguna acrobacia, y menos de esa. Pero se sobreentendió.
—Vaya, a eso lo llamo yo una gran muestra de valentía. —A Alonso se le escapó
el comentario. El cura se ofendió.
—Quizá vos tengáis la culpa de no poder ofrecerle a esta dama una opción mejor
que esa para sortear el obstáculo, sin que tenga que arriesgar su vida…
—¿Yo? —se enfadó Alonso—. ¿Acaso tengo la culpa de que los dioses locos de
esta gente abrieran en dos la tierra y crearan este barranco? ¿O de que los ladrones
huyeran por aquí? ¡Tu cruz debió allanarnos el camino, y no lo ha hecho!
—¡Insolente! Sois un hombre falto de fe, y por eso…
—¿Por eso qué?
Solo una mano. Alzada.
Y todo se detuvo.
Pizarro miraba… no, escuchaba la selva. El ruido que provino de la espesura
habló por él. Fue un rumor sordo que al principio llegó empantanado por el aguacero,
pero que fue subiendo en intensidad. Provenía de todas partes, como si algo, o bien
muy grande, o bien numeroso, se acercara corriendo, sin que le molestaran los
árboles, directamente hacia el precipicio. Todos los castellanos se miraron entre sí,
pálidos, y les vino a la memoria el estruendo sordo de las marabuntas de insectos que
algunos exploradores del África Negra habían descrito al retornar de sus viajes, y que
ahora parecía que caía como una avalancha sobre ellos.
—Por la túnica raída de San Pedro —balbució el clérigo—. ¿Q… qué es eso…?
Pizarro no preguntó, sino que se limitó a reaccionar. Subiéndose el primero al
puente, que osciló peligrosamente bajo sus botas, gritó:
—¡Empezad a cruzar, ya! ¡Inés, a mi espalda! ¡Candía, cubre la retaguardia,
encárgate del cañón!

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—¡Hombres, preparados para contracarga! —chilló el comandante, y la tropa
reaccionó como un solo ser: entraron aun en contra de su voluntad en el laberinto de
estacas y cráneos humanos, y lo usaron como improvisado refugio contra lo que se
les venía encima.
La selva temblaba, se estremecía bajo las pisadas de lo que parecía un pequeño
ejército poco pesado pero veloz, pero ellos tenían un entrenamiento muy férreo y lo
pusieron en práctica: sus arcabuces de gancho fueron plantados sobre una vara que
les hacía de apoyo, con una horquilla que sostenía el cañón. Desde el momento
mismo en que había empezado a llover le habían dado la vuelta a las armas,
poniéndolas boca abajo y tapando el oído con un paño, para que el agua empapara lo
menos posible el hueco de la mecha. Ahora retiraron los paños y, todavía con los
arcabuces boca abajo, secaron todo lo que pudieron la cazoleta de la pólvora y
echaron hacia atrás las serpentinas. Esto lo hicieron con sus calzones, los que
llevaban debajo de los pantalones, probablemente las únicas prendas secas —o, al
menos, calientes— que llevaban encima.
Alonso Candía, junto con tres esclavos, se subió al puente tirando del falconete,
que fue separado de sus ruedas para la operación. Desde allí, y rezando en silencio a
la Virgen por no mirar abajo ni que el puente oscilara mucho, siguió dando órdenes a
la tropa:
—¡Desnudad al negro! ¡Tiekêne, haz tu número, y quiero oírte gritar como un
poseso o yo mismo te meteré un perdigón en la espalda!
El africano actuó mecánicamente, casi por instinto: ya lo habían usado como arma
varias veces en el pasado, y sabía lo que tenía que hacer. En todas las ocasiones
anteriores la maniobra había funcionado bien y no había recibido ni un rasguño.
Ningún indígena había tenido el coraje de apuntar contra él ni la más mísera
cerbatana. Se quitó la única prenda que llevaba encima, un calzón corto parecido a un
taparrabos, y tal y como Dios lo había traído al mundo se lanzó a correr selva
adentro, chillando enloquecidamente. Pero se paralizó del pánico cuando la selva,
literalmente, estalló.
No explotó como si hubiera prendido una barbacana llena de pólvora, sino que lo
hizo metafóricamente, con los arbustos abriéndose y las lianas partiéndose para dejar
pasar a centenares de cabezas pequeñas, casi de niño, decoradas con pinturas de
guerra, ojos negros como tizones y bocas en las que ardía el infierno. Los incas lucían
con orgullo tatuajes que daban la impresión de moverse con vida propia, como
anacondas que los estuvieran abrazando pero sin asfixiarlos. Y portaban todo tipo de
armas imaginables en aquella cultura: desde las romas macanas, cuyas cabezas a
veces eran de bronce y a veces de oro, hasta peligrosas cunca chucunas —mazas
rompe cuellos— o las no menos letales hondas y boleadoras.
Pizarro, habiendo llegado ya al otro extremo del barranco, miró aquel ejército con
ojos desorbitados: eran cientos, quizá miles, de incas chillando como bestias salvajes,
sus lanzas meciéndose de un lado para otro como un bosquecillo con vida propia. Y

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los habían acorralado contra el despeñadero, una situación que, militarmente, tenía
pocas oportunidades de acabar bien.
A Tiekêne la parálisis solo le duró unos segundos. Viendo lo que se le venía
encima, reaccionó como lo que era, un hombre muy valiente, y le plantó cara a
aquellos enanos furiosos que no le llegaban ni al ombligo. Con su enorme miembro
viril balanceándose como un badajo, cosa que asustaba muchísimo a los nativos
porque jamás habían visto cosa igual, echó a correr vociferando cosas en su lengua
nativa que ni siquiera los españoles entendían. Provocó un efecto más que evidente
en las tropas enemigas, vaya que sí: los incas se detuvieron casi en seco y se
quedaron mirando a aquel demonio surgido de lo más profundo de una mina, allá
donde gobernaba el malvado Supay. Lo contemplaban como si hubiesen visto
literalmente una aparición. Pero tampoco salieron huyendo, como había ocurrido
otras veces, lo cual preocupó a Pizarro.
Con el negro manteniéndolos a raya por el momento, los castellanos no perdieron
el tiempo y prendieron la mecha de los arcabuces. Luego giraron las armas para
ponerlas boca arriba y soplaron para insuflar fuerza a la llama. El enjambre de
luciérnagas rojas volvió a revolotear, pero esta vez entre el mar de cráneos pinchados
en estacas. Pizarro estaba ayudando a llegar a Inés al otro lado del barranco,
socorriéndola en los últimos metros de puente, que se estaban balanceando
peligrosamente por culpa de los que cargaban el falconete: Candía y tres esclavos que
se arrastraban con más ineptitud que equilibrio por aquel cordaje, llevando la pieza de
artillería a cuestas.
Entonces sucedió algo que, de haber ocurrido en otras circunstancias, los
españoles habrían tildado de insólito: uno de los incas salió caminando de la
espesura, muy lentamente. Seguro de sus pasos. Y se plantó con valor delante del
«demonio», el africano que le soltaba insultos en su lengua. No era un inca normal.
Estaba vestido de otra guisa, con un atuendo más ceremonial que de combate. Sus
tatuajes eran más intrincados y se prodigaban en el uso de calaveras y otros motivos
macabros. Lo más inquietante era que llevaba una corona hecha de hueso humano,
tallado para que pareciera el rostro de un antiguo demonio. Del cuello le colgaba un
medallón parecido al que fray Vicente había encontrado antes, pero más grande y con
forma circular, como un disco astronómico que hablara de la sincrética geometría de
soles y lunas.
Al verlo, Pizarro supo que todo estaba perdido. Había algo en el porte de aquel
hombre santo, de aquel sacerdote —pues sin duda pertenecía a esa casta—, que puso
punto y final a las pretensiones de los castellanos de salir vencedores gracias al
miedo. La mirada de aquel hombre no era humana. Había un vacío tan insondable
detrás de aquellos ojos que incluso el capitán de los castellanos sintió un escalofrío.
El inca habló pronunciando una palabra que se anudó en el aire como un glifo,
poco más que un puñado de sílabas dispersas como una pregunta hecha a un aire
mojado. Y mil voces respondieron.

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El negro intentó retroceder, muerto de miedo, pero solo pudo dar dos pasos antes
de que un arcabuz se disparara solo, sin obedecer a ninguna orden, y los otros veinte
lo siguieran. Las polvorientas lenguas de fuego que brotaron de los cañones hicieron
añicos muchos cráneos pinchados en estacas, mientras su eco rebotaba una y otra vez
en las paredes del despeñadero. Tiekêne cayó hacia delante cuan largo era, alcanzado
accidentalmente por uno de los disparos, y otros guerreros incas lanzaron sus almas
hacia el cielo rumbo a la lejana estrella que englobaba sus mitos. Pero, curiosamente,
al sacerdote no lo tocó ni un solo perdigón. Ni siquiera de rebote. Permaneció
incólume en medio de los diminutos pedacitos de muerte que volaban a su alrededor,
invisibles, mientras miraba a los cristianos.
En cuanto los ecos de aquella primera descarga se extinguieron, solemnemente, se
agachó junto al cuerpo del negro muerto y metió un dedo en la herida redonda de su
espalda, que tenía el diámetro perfecto. Los españoles lo miraron con terror, en medio
de un silencio sepulcral, mientras el sacerdote mojaba su dedo hasta la altura del
nudillo en la sangre y luego se lo llevaba a la boca para chuparlo. El inca volvió a
gritar, y esta vez sí se desató el apocalipsis.
Fray Vicente de Valverde jamás creyó que se vería a sí mismo con tanta claridad a
las puertas de la muerte, ni tan asustado como un infante ante la cara del diablo que lo
esperaba detrás. Fue eso lo que sintió al mirar a los ojos de aquel indígena, a sus
herméticos pozos de negrura. E hizo algo de lo que no fue plenamente consciente,
sino que se lo tuvieron que contar después. El cuadro habría sido hasta cómico de no
ser porque la situación invitaba a todo menos a reírse: entrando en pánico y chillando
como un cerdo en el matadero, salió corriendo tumbando cuanta estaca encontró en
su camino; llegó hasta el puente de cuerda y lo cruzó dando unos saltos tan largos y
tan imposibles en alguien de su tamaño que hasta los monos se rieron allá en la selva.
Llegó hasta la mitad del puente, donde estaba Candía con el falconete, lo empujó a un
lado como un toro concentrado en su estampida y siguió brincando hasta el otro
extremo. No fue consciente de nada de esto. Era su cuerpo, o mejor dicho, su pánico,
actuando en modo automático.
El paso de ese toro bravo había acabado con el escaso equilibrio del que gozaban
los que estaban atrapados en el puente. Candía vio cómo el cañón se enredaba en las
cuerdas, lo cual, a la postre, fue lo único que le impidió precipitarse al vacío. Pero los
esclavos no tuvieron tanta suerte: lucharon por agarrarse a algo, a sí mismos, al
hombre que tenían al lado…, incluso a la intangible gravedad. Pero no lo
consiguieron, y los tres se precipitaron al abismo. Candía intentó agarrar el brazo de
uno de ellos, el que tenía más cerca, pero fracasó: vio la cara del infeliz mientras la
gravedad lo convertía en un peso muerto, llevándoselo a la negrura del barranco, y
sintió por él algo parecido a la piedad. El falconete, sin embargo, seguía allí, con dos
cuerdas trazando una espiral en torno a su ánima. Tenía el cañón vuelto hacia el lado
del barranco donde los incas, innumerables, libraban una batalla de puro desgaste
contra los españoles.

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A Pizarro le alegró como nada en el mundo que su hombre de confianza no
cayera, pero sintió cómo una mano fría le comprimía el alma. Veía lo que estaba
sucediendo al otro lado, donde se libraba la verdadera batalla, y se gritaba en silencio
a sí mismo: «¡Idiota, idiota, idiota!». Por haberse equivocado de lado del barranco;
por haber creído que adelantándose el primero iba a averiguar antes que nadie de
dónde vendría el peligro. Por estar allí, presuntamente a salvo, mientras sus hombres
eran acuchillados como perros.
Le pidió a Inés que se ocultara entre los setos y cargó su arcabuz. Como arma de
avancarga que era, tuvo que usar una baqueta como rascador —para limpiar de
residuos la pared interna del cañón— y luego como atacador, para que la pequeña
esfera que usaba como bala llegara hasta la recámara. No había concluido todavía la
operación cuando una figura salió aullando como una hiena de entre los setos y le
atacó: era un guerrero inca, pero estaba en este lado del barranco, no en el otro. Eso
no se lo esperaba. Doña Inés soltó un grito muy agudo que lo alertó, y fue eso lo que
le salvó la vida, pues tuvo el tiempo justo para volverse hacia su atacante y apretar el
gatillo.
Pizarro aún no había acabado con el complejo proceso de cargar el arma: ya tenía
cebada la pólvora, pero aún no había extraído la baqueta del interior del cañón. El
disparo fue más un acto reflejo que algo premeditado, pero funcionó: después del
estampido y de que se disipara el humo, Pizarro vio cómo el cuerpo del atacante, que
enarbolaba su macana con intención de aplastarle el cráneo, se había desplomado con
la baqueta atravesándole como una lanza el esternón. Su pecho era un charco de
sangre, pues tanto la baqueta como la bala se lo habían destrozado. Eso sí, el arcabuz
había resultado dañado por tan singular disparo, y no creía que pudiera volver a
usarlo.
Lo tiró al suelo y desenvainó el florete. Un inca a este lado significaba que podía
haber otros, así que comenzó una minuciosa inspección del terreno. Silabeó un parco
«quédate ahí» para su esposa, mientras peinaba los arbustos a base de estocadas.
Al otro lado del precipicio, la batalla estaba llegando a su punto culminante: el
campo de calaveras se había convertido en el escenario donde dos civilizaciones
distintas chocaban, sus cuerpos mezclados en una melé sangrienta; sus armas,
producto de una historia de guerras sin cuartel, entrelazándose bajo la lluvia. Cada
guerrero combatía a solas, perdido en medio de la multitud, envuelto en un sudario
onírico de luz nacarada. Las picas ardían como un bosque de flechastes y estayes. En
la confrontación directa no había rival para los castellanos y sus metales, que eran
capaces de atravesar los petos de mimbre de los incas como si no estuvieran allí, pero
estos no eran tontos e intentaban acercarse siempre por un lateral, agazapados,
furtivos, contorneándose como chinchillas en la periferia de su campo visual. ¿Para
qué clase de desesperada maniobra estaban reuniendo valor? ¿Para qué inolvidable
felonía?

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La invocación de los dioses tutelares de cada bando se había convertido en la
música de la pelea: «¡Pachacamac amachay!», se oía en un lado, mientras que «¡Por
san Antonio y san Pablo mártires, que en la luz de Cristo vivamos por siempre!» era
exhortado por el otro. Las manos aferraban el asta de las picas en un tétanos de
ansiedad, atravesando cuerpos mientras un reguero de susurros cuajados recorría la
distancia. Las voces eran trapos mojados de bilis; la sangre, una luz de relámpagos
que resbalaba por los metales y goteaba sobre sus muñecas.
Pizarro seguía buscando enemigos en su lado, pero, aparte de aquel guerrero
solitario, no encontró ninguno más. Pero eso no significaba que no hubiera peligro: el
acero de su yelmo detuvo una pedrada, y en su cerebro estallaron fuegos artificiales.
Pero siguió consciente. Oyó cómo una punta de flecha se hundía en el revoque de
tierra de la pared, junto a su oreja. Aquellos malnacidos estaban apuntando a las
cabezas. Se ocultó en el mismo seto donde estaba su esposa y le tendió la mano.
—Pronto acabará —dijo, aunque sin mucha convicción. Ella le devolvió una
mirada llena de amor, amor mezclado con miedo, lo cual, en cierto modo, lo hacía
más puro.
—Lo sé. Estoy preparada para lo que venga luego.
—Yo no sé si lo estoy, pero… si es a tu lado, ya pueden venir infiernos o paraísos
en procesión, que los recorreré a gusto, de punta a punta.
Se besaron apasionadamente como si fuera la última vez. Pero entonces oyeron
quejarse a Candía, y levantaron con cuidado la cabeza por encima de su cobertura
para ver qué estaba pasando en el puente.
El comandante había logrado arrastrarse hasta quedar tumbado encima mismo del
falconete. Alguien le había lanzado unas boleadoras y, aunque estas no se habían
enrollado en ninguna parte de su cuerpo, lo habían golpeado con toda la fuerza de sus
contrapesos de piedra y ahora el español sangraba. Había perdido varios dientes y su
rostro era una máscara medio deformada. Pero seguía vivo, y tenía un pistolete de
chispa en la mano[11].
—¡Que Dios os maldiga a todos, monos de mierda! —gritaba enloquecido. Las
palabras caían de su torcida boca una a una, como trozos de cerdo—. ¡Aquí todavía
queda un español vivo, no habéis ganado! ¡No habéis ganado!
El sacerdote inca, como si comprendiera su idioma, se giró hacia él y lo desafió
con la mirada. Acababa de arrancar con las manos desnudas el peto de la coraza que
protegía a uno de sus hombres, de los últimos que quedaban en pie, y le había
incrustado un puñal en el pecho. El soldado siguió con vida, inexplicablemente,
cuando el sacerdote usó su cuchillo como espátula para extraer su corazón como
quien destupe un desagüe. Sosteniéndolo en la mano como un trofeo, miró con
infinito odio a Candía y le dio un mordisco en uno de los ventrículos, saboreando su
carne. Las cicatrices de sus mejillas ardían como los estigmas rituales de un cazador
primitivo.

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Aquel fue el último soldado en caer. Aunque diezmado, el ejército inca era muy
superior en número y acabó imponiéndose. De los hombres de Pizarro no quedaba
más que una alfombra de cuerpos forrados de acero que agonizaba bajo la lluvia. Los
indígenas no cogieron sus armas: ni las entendían ni querían usarlas. Acabarían el
trabajo que habían venido a hacer empleando los medios que venían usando desde la
prehistoria, y que tan buenos resultados les daban siempre.
La desesperación podía leerse en los ojos de Alonso Candía. Vio cómo el
sacerdote inca ponía un pie en el puente de cuerda, y cómo el resto lo seguía detrás.
La marabunta de indígenas se apelotonaba como una de las siete plagas de Egipto por
aquel difícil acceso. Todos apestaban. Todos gritaban. Todos lloraban. Todos
lanzaban imprecaciones y amenazas en su extraña lengua. Y todos estaban
trastornados por la furia.
Alonso miró por encima de su hombro, al otro lado del barranco, y su mirada se
cruzó con la de Pizarro y doña Inés que, junto con el aterrado párroco, estaban
ocultos en los setos. Eran los únicos supervivientes de la masacre. Y él no permitiría
que aquel caníbal les arrancase el corazón y se lo comiera en un espantoso aquelarre.
—Bajo su luz, viviremos por siempre… —murmuró, y acercó la pistola al oído
del falconete.
—¡¡Candía, no!! —le gritó Pizarro, pero era demasiado tarde. El soldado disparó
contra el cañón con la única intención de que la nube de chispas que brotó del
pistolete prendiera su mecha. Y lo consiguió.
El rugido del falconete estalló con suficiente potencia como para resquebrajar el
mundo. La precisión no importaba mucho en aquel disparo, pues no lo habían
cargado con una bala, sino con un puñado de postas. Por ello, lo que surgió de él fue
un cono de muerte que reventó en pedazos el extremo del puente y toda la tierra que
había a su alrededor. El borde del barranco se abrió hacia arriba como una flor de
polvo, mezclándose con trozos de cuerpos humanos llenos de tatuajes. Una docena de
incas voló hecha pedazos, entre ellos el sacerdote, cuya cabeza decapitada aún miraba
con desdén al castellano mientras se alejaba dando vueltas.
El disparo cercenó de raíz las uniones que mantenían el puente cogido a esa cara
de la montaña, por lo que el resto de él se desplomó hacia la cara contraria. El
puente… y todo lo que había encima, que eran básicamente Candía y el falconete.
Pizarro contempló con inmenso horror cómo su fiel comandante caía al vacío junto
con la pieza de artillería, la cual se desenganchó de las sogas nada más golpear la
pared del acantilado con la fuerza de un martinete.
El cuerpo —muerto o inconsciente— de Alonso se desplomó como un peso
muerto hacia la oscuridad, hacia el torrente que corría caudaloso por el fondo de la
sima. Lo hizo con esa apariencia de guiñapo, de maniquí sin vida, la cabeza por
delante y los brazos colgando inertes hacia atrás. La oscuridad se lo tragó junto con el
cañón que caía girando y girando hacia la nada.
La caída del español.

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Pizarro no vio lo que fue de su cuerpo, si acertó limpiamente en el río o en algún
peñasco, ni si el falconete lo hizo fosfatina al caerle encima. Lo único que supo era
que Alonso les había salvado la vida con aquella última acción heroica, y que, si no
encontraban más enemigos a este lado, al menos podrían desaparecer por el sendero
que trepaba por el tepuy rumbo a la cima.
No sabía qué encontrarían allí, pero fuera lo que fuese, seguro que sería mucho
menos peligroso que aquella turba de indígenas locos.
—Que Dios se apiade de su alma… —se santiguó el fraile, amagando una
tentativa de extremaunción. Inés, que tenía su elegante traje de cortesana hecho una
ruina, rajado por diez sitios y manchado de barro, se abrazó a sí misma con ambas
manos y musitó:
—¿Qué hacen ahora?
Pizarro la miró.
—¿A qué te refieres?
Ella señaló el otro lado de la sima, donde los indígenas supervivientes estaban
parados justo al borde, mirando hacia ellos en completo silencio. Parecía una fila de
estatuas de cera, inmóviles, inhumanas, sin expresión alguna en sus caras. Aquella
quietud era incluso más aterradora que sus bravatas y amenazas de antes. Y lo más
extraño era que ninguno intentaba arrojarles proyectiles para ver si los alcanzaban; no
había flechas, dardos ni boleadoras intentando sortear el abismo.
Simplemente estaban allí, callados. Mirándolos.
—No tengo ni idea —murmuró Pizarro, que recogió del suelo el estropeado
arcabuz y se lo cruzó a la espalda. Aunque el cañón estuviera roto por haber
disparado con la baqueta dentro, el objeto seguía siendo de metal y podía usarlo como
mazo—. Quién sabe lo que pasará por la mente de esos seres primitivos. Creo que
hemos profanado su tierra sagrada, y a lo mejor tienen prohibido cruzar a este lado.
—Pues antes bien que nos perseguían… —dijo el sacerdote, hecho un flan y no
precisamente por las bajas temperaturas. Había dejado de llover coincidiendo con el
fin de la pelea.
Pizarro miró el sendero que trepaba hacia la cumbre. La luz que los había atraído
hasta allí como una luciérnaga seguía encendida, allá arriba. No tardaron en encontrar
otra doble hilera de estacas con cráneos que proveía al sendero de una macabra
escolta. Los tres se preguntaron qué nuevo horror los esperaría al otro lado de ese
camino, pero pocas opciones tenían aparte de seguirlo. Así que se pusieron en marcha
y dejaron todo lo demás atrás.
Los incas, en cuanto los extranjeros se perdieron por el sendero custodiado por las
calaveras, dieron media vuelta y, sigilosos como sombras, desaparecieron en la
espesura como si nunca hubieran existido. Solo quedaron allí los cadáveres de los
castellanos, el acero lavado de sus corazas reflejando unas estrellas que rutilaban con
cinismo, conmemorando a algún rey que estaría mejor en el olvido.

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28 de Abril de 1953
(Espejos en el agua)

Los camiones que faltaban llegaron al día siguiente al poblado Caída del Español,
y empezaron a descargar material. Al final había una muchedumbre de gente sobre el
terreno cargando instrumentos caros y de tecnología ignota, por lo menos sesenta
personas, lo que para aquel pueblo era el equivalente a un ejército invasor. Como era
de esperar, los indios no se quejaron y siguieron mascando su coca. No les quitaban
ojo de encima a los norteamericanos, que se preparaban ya para la larga marcha hasta
la cumbre.
Dooley se empapó del sentimiento del choque de culturas tras observar largo rato
a aquella gente. En cierto modo, estaban recreando los mismos sentimientos y la
estupefacción de hacía cinco siglos, cuando los mundos chocaron por primera vez.
No le costó preguntarse si aquella sensación inconcreta de hallarse en un planeta
alienígena fue la que sintió la tripulación de Colón cuando empezó a explorar la isla
de Guanahaní. Aunque los historiadores habían analizado el hecho sobre todo desde
el punto de vista de los europeos, Dooley estaba más intrigado por lo que habrían
experimentado los indígenas. Aquellos indios lucayos, barbilampiños como infantes,
con sus melenas negras muy largas por detrás y las calvas afeitadas al centro. Intentó
imaginárselos semidesnudos, pintados para la guerra o para la caza, topándose de
frente con aquellos humanos de una raza jamás vista. Los europeos distaban mucho
de ser figuras gloriosas: más bien se los imaginó desnutridos, sudorosos y apestando
a secuelas del escorbuto después de dos meses de brutal porfía. ¿Tenían pinta de
dioses, realmente, o solo de hombres desesperados a los que una broma de la
declinación magnética les había salvado la vida?
Aun así, a pesar de la suciedad, el cansancio y el mal olor, seguían siendo los
viracocha. Los dioses retornados desde más allá del azul. Y si hubo algo que los
indios aprendieron aquel día, por encima de cualquier cosa, fue que los sobacos de
los dioses también apestaban.
Dooley había vuelto a tropezarse con el occidental de la barba rubia. Incluso pudo
averiguar algunas cosas sobre él: vivía con los nativos desde hacía unos años, como
un anacoreta de la civilización occidental, y se pasaba el tiempo cultivando comida y
tocando su extraño instrumento. Esas melodías eran como un bálsamo que agradaba a
sus anfitriones, quienes a veces le pagaban con frutos salvajes o pescado para que
siguiera tocando. Se llamaba Hans.
Hans hablaba inglés, aunque con acento. Y aunque al principio contempló
receloso las evoluciones de los yanquis, al final hasta se dignó a hablar con ellos. El

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guionista de la película, en un momento en que lo pilló afinando su instrumento, le
preguntó:
—¿Le gusta a usted el cine, Hans? Sé que no hay pantallas por aquí, pero ¿alguna
vez fue a ver una película en su país natal?
—El cine es peligroso —contestó sin mirarlo. Aquel hombre nunca miraba a la
gente a la cara cuando hablaba con ella, de eso Dooley ya se había dado cuenta.
—¿Por qué? No es más que un entretenimiento inocuo.
—No es cierto. No hay espectáculo inocente. Siempre implica y cambia a quien
lo ve, de alguna manera.
Dooley lo miró con interés. De repente, la conversación se había vuelto filosófica.
Eso causó que una lenta sonrisa iluminara su rostro. Con la gente del rodaje, y siendo
muy generosos, solo se podía hablar de aspectos técnicos o de fútbol.
—Puede que sea cierto, pero si los cambios son para mejor…
—No lo son. El cine parece una golosina, pero si uno hurga un poco en el
glaseado que cubre el pastel, acaba desenterrando porciones amargas. Hace unos
años, cuando llegué a este país, pasé por un pueblecito de Ucayali donde un equipo
de su Hollywood —pronunció la palabra con desprecio, como quien nombra a un
cuñado que no soporta— acababa de rodar escenas para un wéstern. Aparecieron por
allí de la noche a la mañana, emplearon a toda la gente del pueblo para su película y
pusieron literalmente del revés su tranquila existencia. Después, se marcharon para
no volver, dejando atrás los decorados que habían levantado para construir su ciudad
del Oeste.
—No veo qué mal hay en ello. —Dooley se puso en cuclillas al lado del hombre.
La digitación de sus manos mientras probaba las llaves tonales era hipnótica, aunque
en ese momento no estuviera produciendo música—. Durante un tiempo llevaron
dinero y trabajo a un pueblo seguramente pobre y necesitado. Vaya tragedia.
—No lo entiende. No sabe lo increíblemente permeable que es esta gente a las
influencias del exterior, a las cosas nuevas. Lo indefensa que se halla su psique ante
las nuevas ideas —gruñó Hans—. Imagíneselos viviendo en su parcelita de tierra
durante siglos, siempre igual, regidos por una férrea monotonía sin que nada cambie.
Un buen día, llegan unos extranjeros con artefactos mágicos y llenos de dinero y de
entusiasmo. El pobre indiecito vive una vorágine de sensaciones nuevas y de
acontecimientos durante cuatro o cinco meses que pone del revés su pequeño mundo:
lo contratan para que dé vida a una leyenda escrita por un amanuense extranjero; le
hacen aprenderse un papel; lo visten con un disfraz; lo obligan a vivir en una fantasía
de peleas y tiros y disparos mientras esas cámaras, esos artefactos mágicos, lo
inmortalizan todo. En resumen, le hacen sentirse importante. El indiecito vive un
sueño intensísimo durante un corto periodo de tiempo que se le queda grabado en el
subconsciente. Y acaba creyéndose que todo será así a partir de ahora. Que el sueño
nunca acabará.

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»Pero un buen día, los maravillosos americanos recogen sus bártulos y se van.
Todo desaparece, el silencio eterno de la selva vuelve a reinar. Solo queda atrás el
decorado donde se filmó la película. ¿Qué cree usted que hace el indiecito? ¿Regresar
como si nada a su rutina habitual? ¿Volver a los días interminables donde no queda
nada salvo rutina y silencio?
A Dooley, la expresión pensativa se le volvió más franca.
—Supongo que sí, que eso es lo que ocurriría. Se acaba el sueño del cine, vuelta a
la normalidad.
—Pues no. —Hans lo miró por primera vez, con ojeriza—. Días después de irse
los yanquis, los habitantes de aquel poblado fabricaron unas cámaras y unos
reflectores con maderas y telas, y se pusieron a jugar a cineastas. Usted sin duda lo
llamaría jugar, pero en realidad fue algo trágico: ellos no entendían la falsedad del
cine, su carácter de simulación. Todo lo hacían de verdad. Recrearon con una
fidelidad enfermiza la película de ganaderos y forajidos que habían visto rodar a los
yanquis, solo que allí las peleas dejaban heridos auténticos y cuando se disparaban lo
hacían con balas de verdad. Mientras tanto, un «director» daba órdenes y lo filmaba
todo con una cámara que no era más que una marioneta de trapo.
A Dooley se le escapó una risita boba. Hans le estaba contando aquella historia
como si fuera una tragedia, pero todo sonaba tan cómico que no pudo resistirse.
—¡Ja, ja, ja! ¡Menuda historia! Seguro que si alguien de mi ciudad la escucha
alguna vez, terminará haciendo una película sobre ella.
—¿Usted le ve la gracia a casi un centenar de muertos, a mujeres violadas de
verdad, a jóvenes pasados por la horca, a una iglesia quemada y un cura empalado en
un poste?
El buen humor se evaporó de la cara del guionista.
—Eh…, claro que no. Joder, ¿fue eso lo que ocurrió?
Hans asintió.
—Un día llegó el corregidor de Pucallpa, la capital administrativa de la región,
para hacer su recuento semestral de impuestos. Se quedó de piedra al encontrarse con
una aldea devastada y al filo de la autoaniquilación. Las calles estaban empapadas en
sangre; los edificios, llenos de impactos de bala. De los árboles más recios de los
huertos colgaban decenas de ahorcados como en una perversa fiesta de difuntos. La
casa comunal había sido transformada en un saloon al que arrastraban a las jovencitas
por las noches para obligarlas a bailar un cancán y violarlas después. El corregidor
mandó venir a las autoridades y la policía, cuyo cuartel más cercano estaba a un día
de viaje, y arrestó a los responsables de aquella debacle. A los «cineastas». Pero es
que no había un solo puñado de culpables que hubiese obligado a los demás a hacer
aquello. Todo el pueblo estaba implicado.
—Guau. —Dooley estaba pasmado—. Es toda una historia.
—Y tanto. Ustedes lo llamarían cinéma vérité llevado al grado sumo, pero para
aquellos pobres indios fue una catástrofe. El apocalipsis que casi acabó con su aldea.

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Para ellos, todo seguía siendo real. La fantasía se había transformado en sangre. Pero
lo peor de todo, ¿sabe qué fue?
—¿Qué? —Dooley no podía creer que todavía hubiera algo peor.
El hombre guardó su instrumento en una funda hecha con cañas.
—Que hoy en día, en las fiestas religiosas, sus imágenes procesionales son
cámaras de cine y reflectores engalanados como si fueran figuras del Cristo redentor.
—Se tocó la sien—. Se les ha quedado grabado aquí para siempre. Y volverán a
repetirlo, tarde o temprano, en cuanto las autoridades relajen su vigilancia. ¿Aún
sigue creyendo que el cine es un espectáculo inocuo, señor guionista?
—Pues… no, supongo que no —se avergonzó Dooley.
—Ustedes se pirran por venir al Perú a rodar sus películas porque este país es la
capital mundial de la cocaína. Más que sus preciosos paisajes o sus buenas gentes, lo
que buscan es regresar a Los Ángeles con un poco de coca en las maletas que les dé
para ambientar sus fiestas una temporada. Y luego decís que no hacéis daño a nadie y
que solo traéis riqueza.
El hombre se marchó dejando a Dooley plantado como una estatua, sin saber qué
pensar de todo aquello. Para un pueblo avanzado como el norteamericano o el
europeo, el cine no era más que una sublimación lúdica de sus anhelos y sus estados
de ansiedad. Todo el mundo sabía que era una gran mentira, y que los muertos no se
morían de verdad. Que todos resucitaban para la siguiente toma. Pero nunca se había
parado a pensar en la influencia que esa falsedad artística podía tener en pueblos más
atrasados que solo mantenían contactos tangenciales con la civilización. Recordó que
los árabes no habían desarrollado la capacidad de distinguir entre realidad y ficción
—por lo que no entendían el concepto del teatro que los griegos pusieron de moda en
la época clásica— hasta bien entrado el siglo XII. Antes de eso, para ellos todas las
historias que se contaban tenían que estar basadas en hechos reales: no comprendían
que alguien, un escritor o dramaturgo, pudiera contar deliberadamente una historia
que fuera «falsa» a su público. No entendían el concepto de «dramatización».
El siguiente pensamiento le provocó un escalofrío: ellos habían venido aquí a
rodar una película de monstruos. ¿Pensarían aquellos indiecitos que la criatura era
real cuando la vieran? ¿Huirían despavoridos nada más ver al tipo con el traje, o le
atacarían pensando que estaban erradicando un gran mal? Tendría que hablarle a
Zanuck de todo esto, por si acaso…
El guionista supo que no le quedaba nada más por añadir a aquella truculenta
historia, así que prefirió no ir tras Hans. Era lo más lógico que se podía hacer en ese
momento, más que lo que había venido a pedirle: que le contara por qué el poblado se
llamaba Caída del Español. Pero Dooley tendría que esperar a que la lógica
funcionara un poco aquella mañana.
Paseó hasta donde el equipo de cineastas estaba preparando el material para la
excursión, cajas y cajas llenas de instrumentación delicada, cables y generadores
eléctricos. Hans, la noche anterior, les había hablado de algo maravilloso que había

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en la cima del tepuy: al parecer, estaba hueco. No era un bloque macizo de granito.
En el centro existía una depresión, una especie de embudo que descendía hasta un
mundo oculto de especies selváticas y animales jamás visto por el hombre, rematado
en su parte inferior por un misterioso lago.
Zanuck se había entusiasmado ante la idea de rodar en ese lugar paradisíaco y
quería llegar allí cuanto antes. A la memoria de Dooley volvió aquella idea que había
compartido con él sobre un mundo perdido, sito en un escenario similar, con
dinosaurios y todo, a lo Conan Doyle. Cuando volviera a Los Ángeles lo escribiría.
¿Por qué no podía ser cierto algo así si hacía muy poco unos científicos habían
descubierto un celacanto, un pez prehistórico, en el mar de Madagascar? ¿Qué
impedía que hubiera un Triceratops pastando allá abajo?
—¡Eh, chupatintas! —lo llamó una voz femenina. Magdalen apareció vestida
para un día de playa, con sombrilla y todo, y le hizo señas para que se le acercara.
—¿Adónde vas con esa pinta? —sonrió Dooley—. ¿Te vas de playa?
—¡Sí, al lago! Me han asegurado que no hay sanguijuelas, ni nada que se te
quiera meter por orificios poco decorosos aunque estén cubiertos por un bañador.
¿Me acompañas?
Las dos posibilidades opuestas, la de ver a esa beldad en bañador antes que nadie
en el equipo y la de quedarse allí por si Zanuck lo necesitaba, batallaron en su cabeza
durante un cuarto de segundo. Luego, el angelote malo de su hombro le dijo: «¿A qué
esperas, bobo? ¡Ve con ella!», a lo que el angelote blanco de su otro hombro añadió:
«¿A qué esperas, bobo? ¡Ve con ella!».
—Te acompaño, por aquí no creo que sea necesario por ahora.
—¡Estupendo! Así me harás de vigilante para espantar mirones… —sonrió ella,
resplandeciente.
«Claro, espantaré a los mirones», pensó Dooley. «A todos, toditos…».
Pasearon hasta la linde de la laguna. Formaba parte de la corriente que nacía al
pie de la cascada, a varios centenares de metros. Pero incluso allí, donde el agua era
más mansa, se notaba una persistente lluvia bajo un cielo despejado. Dooley se dio la
vuelta mientras la joven se cambiaba.
—¿Estás casado? —le preguntó ella.
Él hizo un gesto transitivo.
—A veces. Ahora, no.
—¿A veces? Qué respuesta más ambigua. ¿La periodicidad de tus relaciones se
mide en términos de días o de años?
—Depende del año. ¿Y tú? Leí lo de tu divorcio en el Reporter. Fue muy sonado.
—No aguanté al lado de ese cabrón sino quince días, pero créeme, se lo merecía.
La gente debería dejar de casarse por impulso, haciendo caso de la emoción del
primer minuto. Luego pasan estas cosas, cuando te das cuenta de que el tipo es pura
fachada y que lo que se esconde debajo es más falso que un billete de siete dólares y
medio.

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—Y aquí estás, filmando una película de monstruos.
—Y aquí estoy —repitió ella, como si fuera la constatación de un imponderable
—. Filmando una película de monstruos. Pero no me arrepiento. El cheque es bueno.
—En la entrevista dijiste que te pegaba. Perdona mi curiosidad, pero ¿es cierto?
—¡Claro! Figúrate, un día me dijo: «Magda, me cuesta excluirte del pródigo
jardín de mi “roussonismo” sexual. Eres demasiado neurótica y posesiva». El tipo se
las daba de culto. No podía mandarme a la mierda como un productor normal, tenía
que dárselas de licenciado de Harvard. Justo después, me dio una bofetada. Y ahí
acabó todo, para siempre.
—Me alegro. Cualquier hombre que pegue a una mujer, por el motivo que sea,
merece que se lo coma nuestro monstruo.
—Lo merece, sin duda… —dijo ella, poniendo voz traviesa. Y salpicó con agua
al guionista—. ¡Yupi! ¡Métete, está deliciosa!
—¡No he traído bañador!
—¿Te vienes a filmar al Perú y no traes ropa de baño? Qué loco…
Dooley dio un salto para alejarse de la orilla, pero sonrió con absoluto placer
cuando vio a aquella beldad nadando, cortando con su cuerpo la opalescente
superficie. Era lo más parecido a una sirena real que hubiera visto nunca. Tenía el
cabello suelto y le colgaba como un abanico sobre la blancura de su fabuloso
bañador, uno que le habían confeccionado a propósito para la película. Era como una
segunda piel de plata que se le pegaba al cuerpo haciendo que brillase con cada
reflejo del líquido, con cada faceta de las olas. La luz hacía de la laguna una suerte de
ámbar en la que ella estaba prisionera como un insecto antediluviano, una obra de
arte conservada para la posteridad en una urna de agua.
Magdalen llegó hasta el centro de la laguna y desapareció bajo la superficie,
dando una voltereta de bailarina. Cuando volvió a emerger, sus generosos pechos
formaron dos islas gemelas que eran un mensaje de superviviente a superviviente:
«Olvida el pasado, implícate con tu presente. Vente a nadar conmigo». Una fugaz
posibilidad que Dooley tuvo que soportar estoicamente.
Le había prometido que se quedaría allí como un vigilante para espantar a los
intrusos. Así, ella podría disfrutar plenamente de ese momento de tranquilidad antes
de que la vorágine de la película se la tragara. El guionista se sentó en la orilla, la
pernera de su pantalón mojada por la broma del chapoteo, y se quedó mirándola
embelesado. Había reflejos que llegaban hasta allí después de haber sido tamizados
previamente por la cascada, y que parecían fluctuar con patrones matemáticos en
aquella luz en retirada. El boqueo descarnado de un pez pescador despertó ecos en la
selva, pero estaba lejos y no podía hacerles daño.
Dooley Cooper en proceso de convertir a Magdalen Polly en su musa.
El tiempo se arrastró sin prisa mientras ambos estaban allí, disfrutando de
aquellos placeres. Pero entonces, en un momento dado, el sol hizo algo raro y la
incidencia de la luz cambió sobre el agua. Tal vez se ocultara tras una nube o algo

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parecido, pero lo cierto es que la intensidad del brillo que se reflejaba en la laguna
disminuyó y esta se volvió menos espejo, más transparente.
Y Dooley creyó ver algo allá abajo, bajo la superficie.
Se puso en pie, alarmado. No sabía si decirle algo a Magdalen; no quería
asustarla, pero le había parecido ver una sombra con forma humanoide nadando
armonizada con ella. Solo que muy abajo, donde no llegaba apenas la luminosidad.
La palabra «caimán» fue lo primero que le vino a la mente con un disparo de
adrenalina, pero no, no podía ser eso… La sombra tenía una silueta
inconfundiblemente bípeda: dos brazos, un tronco y sendas piernas. A menos que él
la hubiese visto mal, no parecía un lagarto.
Cuando volvió a fijar la vista, había desaparecido con la misma rapidez líquida.
—Esto…, ¡Magdalen! —la llamó, intentando aparentar tranquilidad.
—¿Sí?
—Eh…, creo que acabo de oír la voz de ese pesado de Zanuck, llamándote.
Seguro que te necesita para algo. Deberías ir saliendo.
—Que se espere —sonrió ella, dando otra vuelta de campana invertida con pose
de ballet—. Este es mi momento privado, y lo necesito para dar cuerpo a mi
personaje. Que Jennifer, esa auxiliar de dirección tan plasta, le haga los caprichos.
—Ya, pero… es que parecía realmente interesado en encontrarte. Ya sabes cómo
se pone cuando tiene prisa por algo, así de impertinente. ¿No crees que deberías ver
de qué se trata…? —«La verdad es que soy un pésimo actor», pensó mientras
señalaba por encima de su hombro. «Y en presencia de Polly, ni siquiera me escribo
buenas líneas».
—¡Buf! —se quejó ella, sumergiéndose. Y tenía razón, en opinión del guionista:
«Buf» era una descripción muy precisa de la situación, y más para Dooley. Si alguna
vez se había visto obligado a «bufear» en serio, era esta.
El cuerpo de la nadadora desapareció con una elegante espiral, dejando como
testimonio un conjunto de anillos concéntricos. Dooley imaginó que aparecería de un
momento a otro, pinzándose la nariz, pero tardó en regresar a la superficie. Los
segundos pasaron lentamente, encadenándose como cuentas en un rosario, pero
seguía sin haber rastro de ella.
Dooley se preocupó. Si hubiese sido un héroe valiente, como aquellos sobre los
que escribía, no le habría importado lanzarse a la laguna para rescatarla. Si es que
Polly necesitaba un rescate, cosa que aún no estaba clara. Cuando nacían al abrigo de
una máquina de escribir, los héroes eran siempre audaces, con la boca llena de frases
lapidarias. Si había un caimán allá abajo, la versión délfica de Dooley Cooper le haría
frente con todas las de ganar. Y salvaría a la chica. Final feliz.
Pero estaba claro que no estaba hecho de esa pasta. En lugar de acercarse al agua,
por temor a cualquier cosa que pudiera surgir de ella, gritó:
—¿Magdalen? ¡Venga, cariño, que tenemos que regresar! ¡Elías ha vuelto a
llamarte, y parece enfadado!

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Nada ocurrió. Ya había pasado casi un minuto y no había rastro de la mujer.
Dooley tenía la pinta de un hombre que necesitaba desesperadamente que un sargento
negro del ejército le escupiera órdenes a la cara, diciéndole qué hacer. Pero por allí no
había nadie que cumpliera los requisitos: ni sargentos ni negros a mano. ¿Dónde
estaban cuando se los necesitaba?
De pronto, la superficie del lago estalló y dos manos se abalanzaron hacia él,
mojándole completamente la camisa. Y una voz femenina gritó:
—¡Bú! ¡Te pillé!
Magdalen se partió de la risa ante la cara del guionista mientras la ayudaba a salir
del lago. Dooley amagó también una sonrisa y le salieron unos cuantos espasmos
graciosos, pero su vista nunca se separó de la laguna.
—Me pillaste… Menos mal que tengo ropa para cambiarme en la maleta,
traviesa.
—¡Ja, ja, ja, si te hubieses visto la cara! Eres como un niño pequeño.
—¿Que soy un niño? Pero serás…

La mano…

Ella se alejó de su amago de hacerle cosquillas, envolviéndose en la toalla como


un manto protector. Y se marchó rumbo al campamento a ver para qué la quería el
pesado del productor. Pronto se daría cuenta de que era un embuste y la tomaría con
Dooley. El guionista, sin embargo, no estaba preocupado por eso. Se quedó un
minuto allí, en silencio, contemplando las aguas. Las ondas ya se estaban
extinguiendo y todo volvía a la quietud de siempre, tan típica de la selva menos
cuando algún depredador desataba un estallido de violencia.

La mano negra…

Magdalen había estado sumergida un buen rato y no había visto nada, o habría
salido hecha un manojo de nervios de la laguna. Si hubiera habido alguien o algo allá
abajo, acompañándola en su buceo, se le habría acercado aprovechando aquel
momento. O quizás no. Quizá había vuelto a su escondite en el fondo, entre las algas.
O todo había sido una alucinación producto de un espejismo —o del porro de
marihuana que se había fumado nada más despertarse— que le había hecho ver
monstruos donde no los había.

La mano negra empuña el…

Aquella maldita película le estaba afectando. Decidió olvidar el asunto; al fin y al


cabo, ese era su último día en la laguna, puesto que a lo largo de esa misma mañana
comenzarían la ascensión al tepuy. Con generadores, rollos de cable y una maldita

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máquina de escribir a cuestas. Y el ego de dos estrellas que no tenían ganas de estar
allí para amenizar la función con sus salidas de tono. Al menos, Dooley esperaba que
la cosa no terminara de una forma horrible como en aquella aldea de la que le había
hablado Hans.
En fin: la magia del cine.

La mano negra empuña el cuchillo ceremonial. Está helado, parece una escultura
tallada sobre frío sólido. Su tacto rugoso le transmite sensaciones que están más allá
del tiempo. El arma representa ceremonias cuyo origen se pierde en la larga noche,
allá donde la memoria no llega. Allá donde hubo padres antes que padres, todos
temiendo los secretos que se esconden en la oscuridad. Todos ellos, hijos del miedo
primordial a las cosas que viven en las profundidades del mundo.
El sacerdote sabe que ha llegado el momento, que la diosa ha sentido la llamada
y está despertando en la negrura. En la orilla del lago sin sol, en el corazón mismo
de la montaña, se arrodilla y entona plegarias en la lengua de sus antepasados, la
misma que él habla desde que nació, aunque los invasores viracocha les obligaran a
aprender una diferente a golpe de espada.
En su espacio privado de percepción crepuscular, los antiguos vocablos salen de
su boca y flotan en el aire, tensos. Es una lengua demente, pero también hospitalaria:
si se entrega a ella por entero, el sacerdote sabe que conseguirá no solo una
liberación del tiempo lineal, sino también una afinidad con lo incognoscible, con lo
que lleva oculto ahí abajo desde que el mundo es mundo. Tritura las hojas de la
planta sagrada con sus dientes irregulares y cariados y se las traga. El viaje será
arduo esta noche.
El sacerdote inca habla y el lago le responde. Una sombra se mueve bajo la
cutícula de agua, acercándose amenazadora. El hombre no tiene miedo, está más
allá de esa sensación. Es el custodio, el guardián de los secretos. Y si tiene que
sacrificarse para agradar a su diosa, lo hará con sumo gusto. Se lleva la hoja del
puñal al cuello mientras las palabras salen a borbotones: «¡Chabcha pusí, jallmay
kharkatiy!».
Una joroba surge del lago seguida por un cuerpo que chorrea agua en decenas
de pequeñas cascadas. El sacerdote se queda paralizado: nunca antes había visto
con tanta claridad al dios. Ha decidido mostrarse tal cual es, y su visión es
demasiado hasta para la cordura de un hombre santo. Un hombre que dejó de reír
cuando cumplió los siete años, que entregó la risa como ofrenda al templo para
convertirse en un ungido. Un hombre para el cual la palabra religión es sinónimo de
otra que significa «sacrificio de sangre».
Una mano negra enarbola el cuchillo ceremonial, y la cosa que habita bajo las
aguas se da ese día un festín.

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Segunda parte

LO QUE ENCONTRARON

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Pues había salido del gran recipiente que descansaba en aquella
esquina bañada en negras sombras reptantes…
H. P. Lovecraft, Herbert West, reanimador.

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VI
3 de Agosto de 1533
(El templo oculto)

Francisco Pizarro, su esposa Inés y fray Vicente de Valverde trepaban


fatigosamente por aquel sendero hacia la luz que los atraía como una llama a la
luciérnaga. Podía ser una antorcha encendida en la pared del tepuy, o algo más grande
como una fogata de campamento, pero no se apreciaba bien desde allí. Solo sabían
que el coloso, la montaña, relucía como la derruida mampostería de una era grandiosa
bajo una luna que acaba de salir y que miraba al suelo con condescendencia.
Los tres jadeaban, sus cerebros abotargados por el horrible espectáculo que
acababan de contemplar. Aquella no había sido una batalla, sino una masacre. Los
ecos de los moribundos aún resonaban en sus oídos, histéricos, aunque hacía
bastantes minutos que se habían acallado. «El fin, esto es el fin, mi único amigo, el
fin», no paraba de repetirse Pizarro a sí mismo, como si la civilización hubiese
llegado con aquel último acto a un punto muerto del drama del que no lograría
recuperarse y a la selva solo le quedara explotar en llamas hasta consumirse a sí
misma en una tormenta de ceniza.
Por la mente del capitán no paraban de pasar las mismas preguntas: qué harían
ahora y cómo aguantarían vivos el tiempo suficiente para volver a la costa, junto a
sus amigos, con esa mesnada de cazadores de cabezas infestando la selva. Por qué los
incas no se habían manifestado antes y habían esperado a acorralarlos contra aquel
barranco, en lugar de atacar la fila de castellanos en mitad de su viaje, era algo que se
le escapaba. A lo mejor su sangre, derramada justo en aquel lugar, había servido para
ungir algún sacrificio ritual. O a lo mejor habían esperado a que el barranco les
cortase toda huida posible en una astuta estratagema. Lo cierto era que la idea de
recuperar el cuerpo de Atahualpa se le antojaba el mayor error que había cometido en
su vida, y que aquel viaje había sido una pésima, pésima idea. Debería haberse
marchado con Bartolomé, Nicolás y los demás hacia Costa Plata, ese puerto seguro
que se abría paso soslayando precavidas marismas y caladeros por igual. Pero se
había dejado arrastrar por su orgullo. Cuando uno era conquistador de un imperio y
había conseguido que el mayor rey se rindiera a sus pies, se creía inmortal y capaz de
todo. De derrumbar naciones. De fundar estirpes. De hacer milagros.
Qué falacia. Qué último y definitivo error.
Su esposa, que caminaba en silencio detrás de él, también se arrepentía de no
haberse quedado en Cajamarca. Pero sus conclusiones eran sutilmente distintas de las
de Pizarro: ella no veía como un fracaso que definiría su vida el no haber triunfado en
aquella empresa, pequeña en comparación a lo que había sido capturar a Atahualpa.
Eso sí que fue una hazaña. ¿Que luego les habían robado el cuerpo y no habían

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logrado encontrarlo? Qué más daba semejante minucia. Seguro que a los cronistas de
la lejana España ese detalle les importaría un bledo. Lo importante era haber
conseguido el territorio. Un puñado de viejos huesos embalsamados no le importaría
a nadie.
Inés sintió mucha pena por los soldados muertos, pero sobre todo por el valiente
Alonso Candía, que incluso en su última hora lo había sacrificado todo por su
capitán: si no hubiese sido por aquel último acto heroico, aquel disparo de cañón, el
puente seguiría entero y los incas probablemente los habrían cazado ya. Ver el cuerpo
del español cayendo al abismo como un trapo sin vida era algo que se llevaría a la
tumba, pues la había afectado incluso más que el resto de las barbaridades de las que
había sido testigo desde que puso su pie en aquella tierra maldita. Rezó por su alma y
le pidió a Dios que, en caso de que por algún milagro hubiese sobrevivido, permitiera
que los ríos lo condujeran lejos de allí, a un remanso de paz donde los gritos no lo
encontrasen nunca.
Por su parte, el cura estaba indignado. Con su Dios y con su fe, principalmente,
aunque sabía que era una herejía. Por eso apretaba los labios y se lo guardaba para sí
en una especie de intensa homilía interior. ¿Por qué Jesús le había abandonado, si era
por Él y por nadie más que lo había sacrificado todo yendo hasta el otro extremo del
mundo, a proclamar su palabra y convertir a los paganos? Al ver a don Francisco
apartar con la punta de la espada las estacas coronadas con cráneos humanos, más
que del cielo fue una imagen del infierno la que llegó a su mente. Y al mirar abajo, a
esa selva que parecía una infección de cicuta marina que por algún motivo hubiera
anegado la blanca salmuera del río para acabar colonizando el altiplano, se preguntó
si no estarían avanzando por el camino de lágrimas que nombraba la Biblia, en pos de
los campos de Lucifer. Algo en la palidez de la luna había envenenado el aire y había
drenado a aquel paisaje de toda su capacidad de asombro.
Una mano alzada y la comitiva frenó en seco.
—¿Q… qué habéis visto, mi señor? —murmuró el fraile, las papadas temblándole
como queso curado.
—Sssshhh… —susurró el capitán—. Quedaos aquí los dos, voy a adelantarme a
explorar. Creo que el final del sendero está cerca.
—Francisco… —suplicó Inés con un hilo de voz, pero no se lo impidió. Era solo
para que tuviera cuidado. La presencia de una sola espada y de un único arcabuz, que
para colmo no tenía pólvora, era magra defensa contra aquella legión de paganos.
Pero era lo único que tenían, y ella no quería perderlo. Ni tampoco al hombre que
amaba.
Francisco le dedicó una sonrisa y avanzó con la cautela de un gato, el florete y el
escudo siempre por delante. Al poco, el resplandor de una hoguera le transformó la
cara. Su rostro apareció iluminado desde abajo por el transfigurador titilar de aquella
fogata. Y se metió en lo que parecía la entrada de una cueva. Sus compañeros vieron

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desaparecer primero su cuerpo y después su sombra, que se deslizó como un sueño
furtivo por la pared.
Los segundos se transformaron en minutos, y cuando lo único que les quedó de
las uñas era la lúnula, fray Vicente e Inés vieron salir de nuevo la silueta del capitán,
que les hizo aspavientos con el arma para que se acercasen.
—¡Venid, rápido! ¡Tenéis que ver esto!
El fraile y la dama salieron de entre los arbustos. A ella se le veían las enaguas
por debajo de la falda rasgada, pero le daba igual. Las sedas brocadas y los aljófares
no eran sino pálidas sombras de lo que una vez fueran y ya ni siquiera tenían brillo.
El fraile parecía un pato mareado que corría anadeando sobre su propia grasa.
—¿Qué hay? —le preguntó Inés—. ¿Qué has visto?
—Es increíble que esto lleve aquí no se sabe ni el tiempo —dijo Pizarro con el
más genuino asombro. Los guio al interior de la cueva y agarró con la mano de la
rodela una antorcha. El resplandor principal provenía de un pebetero situado casi a
nivel del suelo, donde ardían maderos untados con alguna sustancia. Sus ojos
lagrimeaban por causa de la neblina cítrica que escapaba de la combustión de esos
troncos.
Lo extraño de aquel lugar era que verdaderamente parecía un templo, solo que sin
arquitectura ninguna. Era el reducto de una era en la que los humanos aún no habían
aprendido a manejar herramientas, y por eso la decoración la formaban raspaduras en
las paredes, el techo y el suelo. Era un barroco tapiz de pinturas rupestres: alaridos
líticos, grabados magdalenienses, sueños fosilizados en piedra. El pebetero era lo
único artificial, un cobre fundido sobre mechas de esparto que estaba retorcido como
una cuerda, como si fuera un quipu.
Poco a poco, a medida que se iban adentrando en la cueva, los grabados
encajaban formando una historia. Los alucinados ojos de los españoles leyeron
pasajes en ese relato que hablaban de un antiquísimo culto a un dios o diosa de los
lagos, del mar y de la lluvia, que en las imágenes se representaba como un
hombre-pez. Era una figura monstruosa, mucho más grande y amenazadora que
cualquier ser humano, que se erguía sobre piernas pero también sobre aletas. Su
deforme cabeza de pejesapo —con escamas terminadas en punta que recordaban a las
leyendas sobre dragones marinos— era reseguida por una espina dorsal dibujada por
fuera del cuerpo y también rematada por espolones. Además de eso, había
membranas interdigitales, uñas largas como espadas, cortes paralelos en el cuello que
recordaban poderosamente a branquias, y ojos de molusco fríos y sin vida…
Fray Vicente había tenido en sus manos textos franceses, que habían llegado a su
monasterio para ser copiados, que hablaban de sirenas y de híbridos entre humanos y
seres acuáticos. Entes de pesadilla que jamás, bajo ningún concepto, serían
consentidos por la Biblia. ¿Era acaso aquel ser una aberración que el pueblo del
Tawantinsuyu conoció en una época pretérita? ¿Lo adoraban como a un dios? ¿Le
brindaban sacrificios humanos? Todo parecía indicar que sí.

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La luz de la antorcha se paseó como un charco de oro por las paredes. El
desarrollo de la historia era impactante. Un primer descubrimiento de la criatura por
los pueblos primitivos, estos últimos representados de una manera muy elemental,
palos y círculos cruzados. Lanzas en las manos, fuego bajo los pies, aire sobre la
cabeza. El hombre-pez, los tres se dieron cuenta, era muchísimo más acuático que
bípedo en estos primeros dibujos. Pero luego, en escenas posteriores —aunque todas
retratadas con el mismo nivel de simplicidad—, el monstruo iba tornándose más y
más humano, ganando rasgos diferenciadores. ¿Se debía a que los artistas iban
mejorando su arte con el paso de los siglos… o se trataba de algo mucho más
perverso? ¿Acaso querían representar que, tras una serie interminable de cruces con
humanos, aquellos monstruos iban volviéndose más simiescos?
Esto horrorizó al padre Vicente hasta el extremo del paroxismo. Su estrecha
mente de hombre de fe, sencillamente, no tenía cabida para tales conceptos. Según la
Biblia, nunca había habido ningún punto de contacto entre el hombre y los animales
que poblaban el mundo. Ni con los monos, ni con los tigres, ni con los perros. Mucho
menos, con los peces. El Génesis hablaba claro: Dios había creado al hombre y a la
mujer exactamente con la misma apariencia que tenían en la actualidad. Luego, los
había dejado salir del Edén y se habían esparcido por el mundo. ¿Qué clase de mente
enferma podía imaginar cópulas entre humanos y criaturas marinas en las que pudiera
prosperar un feto? ¿Qué respiraría semejante engendro, aire o agua?
—Estos murales… son un insulto a Dios… —musitó el fraile, temblando. Y no
era por la temperatura.
—Lo sé, pero deben de formar parte de la mitología de estos bárbaros —imaginó
Pizarro, que llevó el charco de luz hasta el último borrón, el dibujo que había al fondo
de la cueva. Los ojos de Vicente y de Inés se abrieron como platos, pues mostraba a
la criatura vista de frente, varias veces más alta que un humano y con un aspecto
plenamente bípedo. Aun así, era tan deforme y horrenda que les recordó los peores
demonios concebidos por los pintores que la Santa Iglesia contrataba para que
mostrasen pasajes de las escrituras a los analfabetos, con aquellas imágenes de los
calderos de la condenación. Alrededor de la figura central, otras más pequeñas se
disponían en círculo: adoradores, tal vez. Idólatras profanos.
—Parece que existió una civilización que adoró a esas… cosas —se asustó Inés,
que caminaba separada de las paredes como si aquellos dibujos pudieran cobrar vida
y morderla—. Pero ¿hace cuánto? ¿Existirá todavía?
—Quién sabe —dijo su esposo—. A lo mejor los incas siguen teniéndolas en su
panteón. Puede que estemos contemplando, a través de estos cuadros, el mundo que
resulta de que una raza alcance el límite de su expansión y se tope finalmente con sus
mitos. Esa época en la que ya no queda ningún misterio por destapar y los
conocimientos empiezan a olvidarse, mientras el tiempo se acaba y los hombres
desperdician su crepúsculo en idolatría y decadencia…

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—Lo habéis expresado mejor que nadie, capitán —masculló el sacerdote. Y
escupió con desdén sobre las paredes—. Esto es lo único que se merecen: que alguien
ciegue la puerta de esta caverna y permita olvidar por siempre estos horrores. Que los
únicos que sobrevivan sean los hombres de mente abierta. Por el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo.
—Amén —dijo Pizarro, e iluminó un elemento que se alzaba donde la caverna
llegaba a su fin: un foso rodeado por símbolos tallados en roca, que se hundía unos
metros en el suelo hasta donde el agua lo anegaba, sus colonias de líquenes envueltas
en el silencio del desuso. Era un líquido tan oscuro que resultaba imposible medir su
profundidad.
—¿Qué es eso, un foso de sacrificios? —se indignó el fraile. Pero Inés señaló otra
vez el dibujo de la pared, en concreto uno de los detalles que había al pie de la figura
central: esta no estaba ahí quieta, sino que emergía de un círculo decorado con líneas
onduladas que bien podría ser aquel foso. Allí era a donde llevaban a unas pobres
doncellas, cuyos dibujos eran solo un poquitín más detallistas que los de los
guerreros, con brazos que estaban extendidos hacia la bestia como si esperasen algo
más que dejarse devorar por ella.
—Ocurrió aquí —susurró Inés, tocando con reverencia aquellos grabados—.
Todas las veces… ocurría aquí.
Un viento frío atravesó el túnel, poniéndoles la piel de gallina. Junto con él, un
hálito desagradable: una ausencia que no era una ausencia. Y ese picor en la nuca de
cuando alguien se sabe observado por otras personas, seres o cosas.
La luz de la antorcha fluctuó. De la entrada de la cueva llegó un rumor sordo,
como a voces que se pisaban unas a otras. Tenían el inconfundible timbre del idioma
indígena. Y unas luces comenzaron a entrelazarse con las sombras que ellas mismas
creaban. La cuajada luz horizontal que partía del pebetero insinuó un mosaico de
caras enfurecidas, un bocio semejante a un embarazo, un pródigo enseñar de dientes
cariados.
Pizarro se puso en tensión.
—Nos han encontrado. Tenemos que salir de aquí.
—Pero… ¿por dónde? —se estremeció el fraile—. ¡No hay más salidas!
—Puede que haya una —señaló Inés, y miró el foso lleno de agua. En la cara de
los tres se leía claramente que les parecía una locura, pero era intentar eso o
enfrentarse a las estacas de los incas. La mujer fue la primera en decidirse—.
Esperadme aquí un segundo. Echaré un vistazo bajo el agua.
—¡Inés, no! —reprobó su esposo, pero ella permaneció en sus trece.
—¡Deja de sobreprotegerme, Francisco! Nuestra vida pende de un hilo y todos
dependemos de todos. Tú llevas armadura pesada y flotarías igual que una piedra. Y
tu primo el fraile no creo que se halle en condiciones de nadar, visto cómo jadea. Iré
yo.

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Se arrancó lo que quedaba de la falda de cortesana y se quedó solo con las
enaguas. Los hombres desviaron la vista como si les avergonzara ver a una mujer en
paños menores, pero ella no les hizo caso y se tiró al agua con los pies por delante.
Estaba muy fría, prácticamente helada, tanto que Inés sacó la cabeza profiriendo un
grito. Pero les hizo una seña para que se tranquilizaran, tomó aire y se sumergió de
nuevo. Pizarro se encaró con el juego de sombras chinescas que provenía de la
entrada de la caverna, mientras el fraile se santiguaba con la mirada cargada de fiebre.
—Que Dios nos proteja, que Dios nos proteja, que Dios nos prot…
—No moriremos… ¡Ni aquí, ni ahora! —juró el capitán—. ¡Luchamos por
España, ella nos protegerá y nos dará la vida eterna!
Inés buceó lo más abajo que pudo hasta que encontró lo que buscaba: un ramal
que partía en horizontal y que conducía a una caverna más grande, también inundada.
Pero había extraños juegos de luces derramándose como bronce líquido desde arriba,
lo que podría significar que en algún lado había una superficie, y más antorchas. Con
un ágil golpe de cadera, se lanzó hacia arriba con los pulmones a punto de estallar.
—¡Cof, cof! —tosió—. ¡Cof! ¡Hay… hay una salida! ¡Pero hay que coger…,
cof…, mucho aire!
—¡Amor mío! —se le acercó Pizarro. Ella le golpeó con el puño el peto de la
armadura.
—Quítate esto o nunca llegarás. Pesas demasiado.
A regañadientes, él obedeció. No perdió el tiempo destrabándose las cinchas y
quitándose la armadura de la manera «normal», lo cual le habría llevado varios
minutos. Simplemente, se cortó los correajes con la punta de la espada y la tiró,
inservible, al suelo. Para entonces, el fraile ya estaba en el agua tragando aire como
un buey tras una maratón.
—Bajad todo lo que podáis, padre, y a la izquierda por un túnel —instruyó doña
Inés, y le empujó la cabeza hacia abajo. Su marido se sumergió junto a ella cuando la
algarabía de los guerreros incas ya estaba casi sobre ellos—. No moriremos. Ni aquí,
ni ahora. Por España.
—No —contravino él, dándole un beso en los labios—. Por ti. España me importa
un carajo, pero no se lo digas al fraile. —Diciendo esto, se sumergió.
Nadaron con ese forzar cada movimiento, esa cámara lenta tan propia de los
objetos sumergidos, siempre hacia abajo, hacia la oscuridad. Las enaguas de Inés
flameaban con una etérea blancura y se combinaban con su melena, convertida en
una anémona de mil hebras, para darle el aspecto de un fantasma. Pizarro, que iba
tras ella, se había desembarazado de todo menos de la ropa ligera y su espada, que
llevaba pegada al cuerpo para bracear mejor.
El fraile fue el primero en llegar al túnel, y lo siguió impulsándose con las
paredes. Aquel pozo no estaba construido de manera regular, sino que tenía bloques
de ladrillo que asomaban caóticamente por todos lados sin la menor alineación; eso
les vino bien, pues era como una escalera horizontal que les permitía coger impulso.

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El túnel se ensanchó hasta formar una caverna natural, completamente inundada pero
que, como había dicho Inés, no estaba del todo a oscuras: unos alfilerazos luminosos
llegaban de arriba, y hacia ellos puso proa el gordo sumergible que era fray Vicente.
Mientras nadaba, sus ojos pudieron distinguir formas blancas allá abajo, en el
fondo de la gruta. Una extraña vegetación que no parecía necesitar del sol para
subsistir prosperaba allí, algo parecido a anémonas gigantes cuyos brazos se mecían
al son de un viento acuático, de una marea imprecisa, que tironeaba de las hojas
haciendo oscilar sus comatosas vergas. Pero esas plantas eran rojizas, o de un verde
oscuro y mohoso, no blancas. Lo que había visto por el rabillo del ojo eran objetos
que descansaban entre las plantas, y que, si su asustada mente no le engañaba,
parecían huesos humanos pelados por el frío y la erosión marina.
Todo el fondo de la cueva estaba cubierto por ellos, como si fuera un osario
sumergido, un cementerio sin lápidas hacia el cual la corriente había arrastrado los
restos de mil sacrificios. Fray Vicente abrió la boca en un grito sordo, bordoneado de
burbujas, y ascendió hacia la superficie. Cuando sacó la cabeza por encima del agua,
vio que el techo estaba a menos de medio metro por encima de él, dejando apenas una
bolsa de oxígeno. La luz, y esto le sorprendió mucho, no provenía de antorchas, sino
de un moho brillante que contaminaba la roca como una infección de esporas
bioluminiscentes.
Dos cabezas más salieron del agua a su lado y el fraile casi se desmayó del susto.
Había olvidado, con la tensión, que Pizarro e Inés le pisaban los talones.
—¡Guau! —exclamó ella—. ¡Creí que no lo íbamos a conseguir! —Miró
alrededor y vio la boca de un túnel que se abría a pocos metros. No sabía adónde
conduciría, pero era la única salida—. Tendremos que seguir por ahí, no hay más
remedio.
—Y rezar porque no nos lleve a un callejón sin salida —convino su esposo. Usó
la punta del florete para apoyarlo en la pared e impulsarse; esto hizo que pequeñas
nubecitas de esporas se desprendieran del techo, cayeran sobre el metal y lo dejaran
brillando.
—¿Vuestras mercedes han vis… visto lo mismo que yo, en el fon… fondo de la
gruta? —tembló Vicente.
—Sí —dijo Inés—. Y me gusta tan poco como a vos. Seguramente son los restos
de los sacrificios que los incas han venido haciéndole a su dios desde tiempo
inmemorial. Ese pozo seguramente servía para arrojar a las víctimas, atadas de pies y
manos.
—O no. A lo mejor se ofrecían voluntarias —añadió Pizarro, escrutando la
negrura del túnel—. Por lo que se deduce de las pinturas, para las mujeres era un
honor conocer carnalmente al dios.
—Me da igual cómo haya sucedido, o cómo de loca esté esa gente —musitó el
fraile—. Solo quiero salir de aquí de una maldita vez.

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Oír esa blasfemia de labios de un cura los convenció de que era mejor no
continuar divagando y seguir adelante hasta encontrar tierra firme. Y eso hicieron:
primero Pizarro, abriendo paso, y después Inés, dejando al obeso fraile en
retaguardia. Antes de colarse por el túnel, sin embargo, Vicente metió otra vez la
cabeza bajo el agua y miró al bosquecillo de algas.
Y vio algo que paralizó su corazón durante uno o dos latidos.
Una figura se movió, diferenciándose del entorno. De no haberse desplazado, la
configuración de sus escamas la habría vuelto invisible. Parecía una persona, aunque
más alta que cualquier inca, y vestía lo que desde lejos podría haber sido confundido
con una armadura bezanteada o lamelar, una especie de cota de escamas que la cubría
desde la coronilla hasta la punta de los pies. ¿O se trataba de su piel y no de un traje?
Todo era posible, porque aquella cosa parecía de todo menos humana. Había algo
equívoco en sus proporciones, una simetría de origen perverso. Y estaba mirando
hacia arriba con una cabeza que no era ni humana ni propia de ninguna criatura
abisal, sino una mezcolanza de ambas.
Mirándolo a él, a Vicente de Valverde; sus ojos, dos ópalos en la negrura.
Convencido de que acababa de ver al mismísimo demonio, a Lucifer en persona,
el fraile dio brazadas como una morsa ebria por aquel túnel hasta que llegó al otro
extremo. Allí, gracias a Dios, el agua desaparecía para dar lugar a una galería seca
que desaparecía en la oscuridad. La espada de Pizarro, aún manchada por las algas
fosforescentes, hacía las veces de antorcha.
—¡Deme la mano! —le pidió Inés, e intentó ayudarle a salir del agua—. ¿Qué ha
pasado? ¿Por qué está tan asustado?
—¡Satanás, Satanás en persona! ¡Está ahí, justo ahí, y viene a por nosotros!
—Pero qué tonterías dices, primo —se burló Pizarro, tendiéndole una mano
también. Su rostro era una bolsa empapada de la que colgaba una barba fláccida—.
Lo que viste eran las hojas de las algas, enrolladas formando una masa.
—¡Os juro que no! Yo n…
El fraile tenía medio cuerpo por fuera del líquido cuando algo tiró de él hacia
atrás con violencia. Inés era la que mejor ángulo de visión tenía, y a pesar de la
oscuridad, distinguió una forma en el agua: no habría podido decir de qué se trataba,
si era un inca que los había seguido buceando u otra cosa…, pero sí que vio algo
parecido a una mano, o un tentáculo, que aferraba el tobillo de Vicente.
Con una explosión de gotas, el fraile golpeó el agua y se hundió a gran velocidad.
Sus ojos suplicantes fueron lo último que vio doña Inés, desvaneciéndose en la
negrura, antes de soltar un chillido.
Cae la bruma sobre la escena.

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29 de Abril de 1953
(El mundo perdido)

—Querido Dooley, tú lo sabrás muy bien, pero yo aún no tengo del todo claro qué
hacer con tus tropos literarios —sonrió Flavin, la estrella. A Dooley le asombró que
conociera la palabra «tropo». ¿Seguro que no se refería a cierto animalillo cavador, y
le sobraba una erre por algún lado?
Llevaban dos horas de subida por aquel sendero por el que hasta las cabras
habrían tenido problemas, pero por fortuna la capa perenne de nubes que cubría la
cima estaba muy cerca. Hans, que junto con otros dos quechuas les estaba haciendo
de guía, había prometido hacer un alto en cuanto llegaran arriba.
—¿Por qué dices eso? —le preguntó el guionista mientras Flavin echaba un
vistazo a las páginas del guion.
—¿Que por qué? ¡Tío, escribes demasiado complicado! Algunos de estos
diálogos son impronunciables. Escucha este, por ejemplo. —Engoló la voz, leyendo
un papel—: «Querida Kay, cuando nadas en esas aguas parece que todas las
constelaciones rutilan en el cielo». —Kay era el nombre del personaje que Magdalen
iba a interpretar en la película—. ¿Qué clase de galimatías es ese? ¡Nadie habla así,
tío! Rubilan…, rucilan…, rutilan… ¿Qué coño significa eso?
—Rutilar es resplandecer —jadeó el guionista, a quien la altura ya estaba dejando
sin aire.
—¿Y por qué no dices que brillan, simplemente? Joder, macho, cómo odio a los
pedantes literarios… Menuda sarta de palabrejas seguidas: «Las constelaciones
rubi…, ruci…, rutilan». ¡Jamás seré capaz de decirlo de un tirón, sin mirar el papel!
¿Pero tú qué pretendes?
«De tu cociente intelectual de almeja, muy poco», pensó. Pero no se lo dijo.
—Está bien, lo suavizaré. ¿Serás capaz de pronunciar la palabra «brillar» sin
trabarte?
—¡Claro, así es como habla la gente normal! Mira, chaval, aprende cómo
funciona el mundo del cine: en mi anterior película, mi mejor frase fue «me parto». Y
ya está, no hace falta más. «Me parto». Es genial, y al público le encanta. La puede
memorizar y decirla una y otra vez a la salida: «Me parto».
—Mmm…, yo creo que incluso en las películas de serie B es de agradecer que los
parlamentos vayan un poquito más allá de «me parto», ¿o me equivoco?
—Te equivocas. —Y con eso lo zanjó todo. El actor se adelantó haciendo gala de
su mayor capacidad pulmonar (había competido en natación en su juventud),
mientras lanzaba pestes del guion e intentaba ensayar las palabrejas que no conocía,
como «rutilar» o «constelación», sin que se le trabara la lengua.

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Dooley le hizo un gesto despreciativo disimulado y se detuvo para tomar aliento.
La verdad era que desde allá arriba, a pesar del vértigo, se disfrutaba de un paisaje
bellísimo. Si uno miraba hacia abajo podía ver el campamento con los camiones que
habían llegado a lo largo de la mañana. Eran tan pequeños en la distancia que
parecían juguetitos de niño. La selva era una alfombra que tapizaba por completo el
mundo, incluyendo las lejanas montañas, y una brisa fresca les traía los gruñidos de
los guanacos, que dirimían sus milenarias diferencias vespertinas en las laderas.
Aquel aire limpio, libre del estrépito y los chillidos de los animales que se creían
Elvis bajo la techumbre de árboles, se llenaba con los matices de la luz. Ya era por la
tarde, y los largos hombros de las montañas comenzaban a alejarse rumbo al este
mientras las nubes se pintaban de turquesas laqueados y azules.
Un panorama demasiado bonito como para arruinarlo discutiendo con una estrella
de cine con la misma capacidad mental que una langosta, porque las esdrújulas eran
un campo desconocido para ella.
El productor aprovechó esa pausa para alcanzarlo.
—¡Dooley, campeón, ¿te está inspirando este paisaje?! ¿Trabajan por ahí dentro
las musas?
—Trabajan, trabajan…, pero también están asfixiándose, como yo. ¿No tendrás
por ahí un balón de oxígeno, por casualidad?
—¡Ja, ja! No. Pero incluye ese chiste en la película, que me gusta.
—Gracias. Pero que conste que yo antes me ganaba la vida como humorista, así
que si te ha hecho gracia, tendré que cobrarte.
Zanuck le lanzó una mirada cínica, de esas de «ya te pago bastante para que no
me toques los… los…».
—Cada día que pasa confío más en la rentabilidad de esta película. Estos paisajes
valen su precio en oro, querido Dooley, y si lo que hay en el centro de la meseta es lo
que Hans afirma…, vamos a hacernos de oro. Porque nadie en Norteamérica ha visto
nunca nada igual.
—Algo me comentó. Dice que hay…
—Un mundo perdido. Puede que encontremos criaturas de antes de que a Dios se
le fuera la olla con la factura del agua en el Diluvio. —Se cambió de lado la gorra,
poniéndose la visera hacia atrás. La parte que quedó delante también estaba
chorreando de sudor—. Me pareció verte discutiendo con Flavin. ¿De qué estabais
hablando?
—Oh, tiene problemas con las palabras de más de una sílaba.
—Como la inmensa mayoría de los actores que conozco. No se les paga para que
sean eruditos, ¿sabes?
—Ya, pero hay actores y actores. Algunos hasta son capaces de recitar a
Shakespeare, según los rumores que me han llegado.
Elías soltó un bufido a medio camino entre resoplido de desprecio y mal de altura.

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—Ya, pero esos no acaban sus días haciendo películas sobre monstruos marinos.
Pórtate bien con él, ¿vale? Necesitamos su hoyuelo.
—Vaaaale. Escribiré diálogos tan simples que hasta mi gato pueda entenderlos.
¿Te sirve?
—Me sirve. Oye, colega, ya sé que este proyecto no te entusiasma, pero tómatelo
un poco en serio, ¿de acuerdo? Hazlo por mí.
—Si me lo tomo en serio. No estaría trepando por esta peste de montaña de no ser
así.
—Ya…, bueno, es que no me fio de lo que me cuenta la gente directamente. Sino
de lo que dicen cuando van al baño.
—¿Cómo? —Al guionista se le escapó ese doble sentido.
Zanuck echó los labios hacia atrás y sus dientes parecieron saltar hacia delante en
grandes racimos depredadores.
—Voy a contarte una anécdota: Hace algunos años, estaba sentado una tarde en
un inodoro cuando entraron varios colegas míos y empezaron a comentar entre ellos
que la película que estábamos rodando era «un cagarro abominable». Levanté los pies
para que no vieran que estaba por allí, escuchándolos mientras se explayaban a gusto
diciendo lo mal que estaba yendo todo en aquella producción. Fue humillante. Desde
entonces, querido amigo, siempre que ruedo una película me hago las siguientes
preguntas: si no estaré creyéndome falsamente que estoy haciendo algo realmente
bueno cuando no es así… y si no es demasiado tarde para levantar los pies.
A Dooley le pareció un pensamiento muy profundo. Tras meditarlo un poco, dijo:
—Bueno, si logras convertir una película sobre un monstruo de látex en una
expresión unidimensional de jingoísmo empresarial…, pues vale, te la compro.
Puedes contar conmigo para que agite con fervor la bandera.
—¡Jingoísmo! ¡Me encanta esa palabreja! Pero no la escribas en el guion en la
parte que le toca a Flavin o se pegará un tiro, ¿vale?
—Vale —sonrió el guionista, y siguió poniendo un pie delante del otro.

Alcanzaron la cumbre alrededor de las seis de la tarde. A esa hora y en esa época
del año, la ciudad de Los Ángeles ya se habría metido de lleno en el crepúsculo, pero
el Perú estaba tan cerca del ecuador que el reparto de horas entre el día y la noche era
muy equitativo, y apenas variaba del invierno al verano.
Hans dio una orden en finlandés y luego la tradujo al inglés:
—¡Descanso, veinte minutos!
A todos les sonó a música celestial. A pesar del frío que hacía a aquella altura,
tanto Magdalen como Flavin se abanicaban abandonadamente, bañados en sudor. Y
así ocurría también con el resto del equipo. A Dooley le había hecho gracia, en un
momento dado —antes de alcanzar ese punto de la ascensión donde ya ningún chiste
tiene gracia—, pensar que el grupo de cineastas debía de recordar de alguna forma a

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los conquistadores que cruzaron aquellos parajes siglos atrás: una hilera de hombres
blancos escoltados por indígenas de piel cobriza, cargando toneladas de equipo que
parecía traído del futuro —en el caso de los conquistadores, cañones, y en el de ellos,
cámaras de cine—. Todos en pos de un ideal que, en el fondo, resultaba ser el mismo:
hallar oro. Directa o indirectamente, oro.
La sempiterna nube resultó ser un anillo de bruma que rodeaba la cumbre, pero
igualmente puso de mal humor tanto al realizador como a su director de fotografía:
era gente que necesitaba la luz para su oficio, y sin ella no podían trabajar. Esa nube
podía resultar muy bonita y fotogénica, pero era una pantalla que ocultaba
permanentemente el sol.
Mientras ellos rezongaban y mentaban a todos los santos que no les caían bien,
alzando en el aire sus fotómetros, Elías cogió a los peruanos y se internó en la niebla.
Que todavía tuviese fuerzas para explorar era una hazaña incomprensible para
Dooley, que no podía ni con su alma. Al rato, el productor regresó con una sonrisa de
oreja a oreja. Y se dirigió a todo el equipo:
—Damas, caballeros, no van a creerse lo que hay ahí delante. No lo vemos por
culpa de esta niebla, pero está ahí, os lo garantizo. Hans —miró al guía, cuya mochila
únicamente incluía su instrumento musical—, tenías razón en todo lo que me
contaste. Mil gracias.
—No me las dé a mí, señor. Déselas a la naturaleza.
—¡Eh, Dooley! ¿Quieres ver a la criatura? —le preguntó Magdalen desde lejos.
Estaba junto a unas cajas que los técnicos estaban abriendo.
—¡Claro! Así sabré sobre qué demonios estoy escribiendo —dijo el guionista, y
fue hasta allí todo lo deprisa que le permitieron sus agujetas. Junto a la actriz estaba
el nadador olímpico que habían contratado para que encarnara al monstruo, un tal
Bernie Brown, que se había traído su gato al rodaje, un minino llamado Vibrisas. El
tío medía casi dos metros y tenía unas espaldas que había que mirarlas con
teleobjetivo para poder verlas del todo. Elías le había comentado que otra nadadora
profesional, una belleza atlética que había ganado premios de natación sincronizada,
doblaría a Magdalen en las tomas acuáticas. Pero no se la habían traído porque ella
rodaría todas sus escenas en el tanque de agua del estudio.
—Míralo, aquí lo tenemos. A que es una belleza… —comentó Bernie, sacando el
traje de la caja.
En cuanto lo vieron, a todos les dieron arcadas de la risa. Decir que era ridículo
era quedarse corto, con aquella cara de besugo, los ojos de trucha y las agallas de
salmón. Hasta Vibrisas maulló del disgusto. Pero lo peor eran los ojos, que no
disimulaban su doble función como gafas de submarinista, sobresaliendo hacia afuera
como dos pelotas. Y los cuernitos que el diseñador le había añadido por encima, en
plan toque demoníaco, para dejarle claro al espectador que aquel ser era el malo. Si
tenía cuernos, no había duda posible.

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—¿Se supone que yo tengo que tenerle miedo a eso? —se partió de la risa
Magdalen—. ¡Por Dios, si es monísimo, lo que quiero es adoptarlo! ¡Que se venga a
mi casa después del rodaje!
El nadador pareció ofendido por su reacción —al fin y al cabo, ese era el papel
que él iba a representar—, y giró en diferentes direcciones la máscara a ver si
mejoraba con algún ángulo…, pero no: en todos era igual de ridícula.
—Menudo fracaso de monstruo —gruñó Dooley—. Lo único que va a dar miedo
de esta película van a ser los linchamientos que nos harán el día del estreno. ¿A quién
le encargaron el diseño, a Ed Wood?
Magdalen le pegó, pero sin fuerza.
—¡No digas eso! Además, ¿qué tienes contra el pobre Ed? Precisamente acaba de
estrenar una película este mes sobre un travesti que es fantástica. Seguro que la
Academia le dará el reconocimiento que se merece como director por este trabajo.
—Ya, seguro que sí…
—Bien, recoged, que nos vamos —intervino Zanuck, de mal humor al ver cómo
se reían de su criatura. La gente protestó, y no pudieron creerse que ya hubieran
pasado los veinte minutos, pero él insistió—. Hemos venido aquí a trabajar, no de
vacaciones. Además, vais a alucinar con lo que os espera más adelante. —Les guiñó
un ojo mientras devolvía con suma delicadeza la cabeza a su caja. Cuando el gentío
empezó a dispersarse, le susurró al guionista—: Creo que vamos a tener que cambiar
la estrategia de cómo mostrar a la criatura… Escribe escenas donde esté metida en las
sombras hasta más o menos el último rollo, ¿vale?
—Cuenta con ello —le sonrió Dooley, y se cargó la mochila al hombro.

Caminar por la superficie de aquella montaña plana no resultó tan sencillo como
parecía en un principio. Más que nada porque de plana tenía poco. Era un terreno
rocoso y accidentado sin apenas zonas llanas, cuya rareza lo volvía muy alienígena.
Aunque el hombre nunca había llegado a la Luna, cualquiera de ellos podía imaginar
que el paisaje selenita no tendría nada que envidiarle a aquel. La erosión jugaba con
la piedra esculpiendo formas aberrantes, y la mayoría de las plantas, según les
explicaron los peruanos, eran carnívoras. De ahí sus llamativos colores.
Las cámaras empezaron a grabar sin tener ni siquiera guion. Y no era para menos:
daba igual de qué fuera la historia, aquellas imágenes servirían de referencia y
encandilarían los ojos del público. Las nubes se abrían al cielo en el centro de la
meseta, pero hacían algo más, y era retorcerse en una espiral que luego descendía por
la concavidad que había en su centro, formando un hermoso remolino. En pleno
centro de la meseta había una depresión con forma de embudo que parecía,
literalmente, como si un gigante hubiera vaciado la montaña usando una cuchara,
dejándola convertida en un tazón. Los peruanos conocían sendas para bajar por

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aquellas paredes, pero estaban tan escondidas que, de no haberles señalado que
estaban ahí, jamás las habrían visto.
El descenso fue como retroceder millones de años en la escala de la evolución, a
razón de varios milenios a cada paso. La sensación era la misma que debió de haber
embargado a Marlow en su viaje al Congo: la de sentirse desnudo y desprotegido al
haberse adentrado en un ecosistema donde no había normas ni constructos sociales,
ajeno totalmente a su propio cuerpo. No era la simple desprotección del hombre ante
los peligros de una tierra salvaje, sino algo más profundo y abstracto: la certeza de
que en aquel lugar ninguna norma, ninguna costumbre, ninguna convención producto
de la civilización, podría protegerlo si alguno de aquellos nativos decidía hacerle
algo. Aquel ecléctico grupo de cineastas —entre los cuales más de uno cargaba con
armas de fuego, eso Dooley lo tenía más que claro— se estaba convirtiendo en una
forma grupal de Marlow, en una expedición colectiva hacia su miedo, bajando metro
a metro hacia el corazón de las tinieblas.
Dooley miraba casi sin creérselo a su alrededor. Allí abajo, la naturaleza dejaba
de ser una certeza para convertirse en una teoría, en un pensamiento recibido con la
claridad de una sensación. Las perspectivas formales se confundían con sombras
sutilmente ladeadas, versos de hojas y troncos con rima pero sin medida, oscuras
profundidades de helechos que podían ocultar cualquier cosa y que se regodeaban en
esa posibilidad: en su capacidad para esconder lo imposible. Cada sonido escondía un
eco y el cáliz de cada flor, un receptáculo de cristal.
La fauna no era algo percibido sino intuido: nadie podía señalar un pájaro o un
cuadrúpedo y decir «¡Eh, eso se extinguió hace milenios!», simplemente porque no
los veían. Sabían que estaban allí, lo intuían, pero ninguno se dejaba ver; todos eran,
o bien maravillas, o bien amenazas potencialmente increíbles. Insectos sí que vieron,
a montones, correteando por el tronco de los árboles o haciendo de cada poso de
humedad de debajo de una roca su reino. Pero nadie supo identificar a qué especie
pertenecían, ni si recordaban haber visto otros parecidos. Las plantas carnívoras
debían de darse festines a su costa día sí y día también. Curiosamente, a quien más
asco le dieron los insectos fue a Flavin, que mató todos los que pudo con sus botas
sin darse cuenta de que era un esfuerzo tan inútil como intentar respirar todas las
moléculas de aire del cielo.
Los indígenas, mudos como cadáveres, los guiaron hasta el fondo de aquella fosa,
donde les aguardaba un descubrimiento fabuloso: la base del embudo no era un
penacho de selva, como se temían, sino un lago escondido. Sus aguas estaban tan
inmóviles que parecía una plancha de calcopirita, y un color parecido al de ese
mineral tenía. Cuerdas y grumos de un pigmento mineral teñían sus orillas, subiendo
con tentáculos por terrazas de una oscura piedra pómez. Pequeños escarabajos y
lagartos yacían como muertos ante aquel altar de agua, brillando con tatuajes que
parecían caligrafías hechas con un tinte de cangalla.

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—Ahí lo tenéis —exclamó Zanuck. Y afirmó con rotundidad—: Aquí rodaré mi
película.
Su voz se descompuso en tantos ecos que parecía como si una legión de bromistas
estuviera escondida tras las rocas, burlándose de sus palabras. A todos les pareció
increíble ese efecto, de una solemnidad catedralicia, menos al encargado del sonido
directo de la película, que se llevó las manos a la frente con angustia. Creelman y su
director de fotografía eran los únicos dos hombres, aparte del técnico de sonido, que
no parecían nada contentos con aquel lugar. Constantemente elevaban al cielo sus
fotómetros, poniendo cara de haberse enterado recientemente del funeral de sus
madres.
—Aquí solo tenemos media hora de luz útil al día —rezongó el director—.
Cuando el sol está justo en la vertical. ¿Cómo quiere que rodemos una película dentro
de un pozo, por Dios?
Zanuck, sin embargo, estaba eufórico. Abrazando a la actriz, que miraba con
recelo aquel estanque pensando que iba a obligarla a meterse dentro, dijo con la
alegría de un niño:
—¡Os presento al Chiqanyasunqu, el corazón sagrado de la montaña! El santuario
de la diosa Copacati. Un lugar reverenciado por los antiguos incas incluso más que el
legendario Titicaca.
—Y ahora nos dan permiso ellos mismos para bajar aquí a rodar una película —le
susurró Dooley a la encargada del vestuario—. Poder del cine.
—Más bien, poder del dinero —dijo ella—. Esta gente habrá perdido su imperio,
pero no su adicción a la planta de coca.
—Oiga, esa diosa suya antigua… —les preguntó Flavin a los guías, medio en
broma—, ¿realmente vivía aquí abajo? ¿No seguirán creyendo que todavía sigue por
aquí?
Con su habitual parquedad, los quechuas se reservaron la respuesta. Sin embargo,
hubo algo en su mirada que a Dooley no le gustó nada. Pero no supo explicar qué.

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VII
4 de Agosto de 1533
(El río / La cueva)

El golpe contra el agua había sido devastador. El español cayó metros y metros
hacia la oscuridad, creyendo que estaba muerto y que su alma volaba en la dirección
equivocada: hacia abajo, a los infiernos, en lugar de hacia arriba. ¿Quién le estaría
esperando allí, algún demonio —trasunto perverso de san Pedro— con la lista de sus
pecados en la mano? ¿Tendría cara de inca? ¿Se parecería a su primera esposa, a la
que traicionó para irse con otra mujer diez años más joven para luego dejarlas tiradas
a las dos y partir hacia las Américas? El hombre con doble vida llega a aislarse de
todo, eso lo sabía. La minuciosidad que ponía en su propia autodestrucción, en el
hecho de arruinar todo lo que amaba, era tan compulsiva como regenerativa, en el
sentido de que siempre que conseguía estabilizar su vida salía corriendo para buscar
algo nuevo, pero que no siempre era mejor. Era una condición patológica. Su
condición patológica.
El comandante Alonso Candía bogaba por mares interiores de dolor. Una canción,
extempóranea pero muy alegre, le vino a la cabeza:

Lunas de gato.
Gemidos que rompen la aspereza del hielo,
Estrellas de color en el perfil de una alhaja.
Regalos divinos, locuras ancestrales
Y el hombre que templa su valor contra el yunque del miedo,
Nombres que hieren como el metal al extremo de la navaja.

Lunas de gato.
Cuando los labios de los guías pronuncien tu nombre
Y la caricia del sol entibie tu pelo
Piensa que sobre las nubes te espera el cariño de un hombre,
Que ningún ojo aprecia la belleza a través de un velo.

Lunas de gato.
Ahora recuerdo el sueño,
Era nube y cristal y manzanos con frutos de terciopelo.
No sé quién era yo, por qué junto a la flor me sentía tan pequeño,
Pero el rosal me miraba, cantaba, me acunaba en
Camas de piedra

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Y limpiaba mis heridas con su más esmerado celo.

Lunas de gato.
Desperté y ya no recordaba el comienzo del cuento.
Tu silueta en esta cama, cortinas que texturan el perfil de la brisa,
Granos de arroz que bailan en un cuenco,
Y la mañana asomando por encima de las montañas sin ninguna
prisa.

Se la cantaba su madre cuando era pequeño para espantar los malos sueños.
Siempre le había gustado el símil de comparar a la luna con un gato, o viceversa. Era
imposible saber quién se parecía más a quién. Los malos sueños no siempre se
alejaban, pero era cierto que algunas noches aquella tonadilla los mantenía a raya.
Alonso se consideraba un hombre que estaba a medio camino entre la estupidez y
el pathos, y que no siempre tenía las herramientas adecuadas para distinguir una
senda de la otra. Para eso se fiaba de personas más fuertes e inteligentes que él. Como
su capitán, Pizarro, a quien admiraba sobre todo por su fuerza de voluntad. Por su
férrea resolución. Pero ahora no lo tenía cerca, no estaba allí para indicarle el camino.
Alonso se sentía perdido y solo.
¿Qué había pasado? Su mente estaba adormilada. Recordaba confusamente una
batalla al borde de un despeñadero y un puente de cuerda que era una trampa mortal.
Y… sí, el falconete, y cómo lo había disparado usando como encendedor su pistola.
Aquel artefacto ignívomo había vomitado fuego y muchos incas habían ido a reunirse
con sus dioses, incluyendo a su horrendo sacerdote.
¿Qué había pasado después? Ahí comenzaban las distintas versiones de la
historia. La más fiable —a tenor de lo mojado que estaba y del frío que sentía— era
que el disparo del cañón había cortado las cuerdas de un lado del puente, haciendo
que el resto cayera hacia el lado contrario. Todavía le vibraban los huesos como si
fueran campanas por el golpetazo contra la pared del barranco. Se recordaba a sí
mismo perdiendo el sentido y cayendo como un peso muerto.
Debió de caer en el centro del río que corría por aquel desfiladero, por pura
suerte. El falconete tuvo que golpear también el agua a su lado, rodeado por una
galerna de burbujas mientras se hundía. Pero a diferencia de aquel trasto de bronce,
que se fue directo al fondo, él flotó. Pesaba poco y la corriente lo arrastró…
¿Adónde?
El amasijo de tumores que fuera Alonso Candía salió del río tirando de su propia
humanidad, arrastrándose por el fango. Cada gesto era una agonía; cada respiración,
una tortura. Se acordó del nombre de su segunda esposa, Petronila, que tenía belleza
y fastos de reina…, pero que aun así no fue suficiente para él. Sí, a ella también la
abandonó en cuanto sintió la llamada de la aventura y la promesa de riquezas sin
límite al otro lado del mundo.

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Algunas formas de soledad constituyen una acusación. ¿Era eso lo único que él
era: un eterno vagabundo, una necesidad antropomórfica de matices? Seguro que
Petronila le diría que sí, justo antes de mandarlo a la mierda.
No sabía cuánto tiempo había pasado desde que disparó el falconete, pero el dolor
era la constatación definitiva de que estaba vivo. Vivo y relativamente entero. Y ya
había amanecido, por lo que habían tenido que pasar unas cuantas horas desde el
combate. La pregunta era… ¿dónde demonios estaba?
El río lo había depositado en un meandro de la corriente junto a un derrubio. Miró
arriba y vio la meseta, el tepuy, alzándose majestuoso a no demasiada distancia. Así
que todavía estaba cerca. Pero no podía volver junto a su señor, una tristísima
realidad de la que era dolorosamente consciente. Aquella caterva de indígenas locos
tenía que seguir por allí, infestando la selva. Y si lo encontraban…, Alonso tenía muy
claro quién sería su cena de esa noche.
Que aquella gente eran caníbales, o al menos algunas de sus tribus, era algo que
los conquistadores tenían más que constatado. Hacía unos años, en una expedición río
arriba a través del complejo cauce del Lacramarca, los pocos supervivientes que
habían logrado regresar hablaron de poblados situados en las riberas que, cuando
veían aproximarse las barcas, gritaban: «¡Se acerca carne por el río! ¡Comida,
comida, viene carne por el río!».
Alonso sentía que su derrota era total. Le había fallado a su señor. ¿Tenía él la
culpa, acaso? ¿Podía haber previsto que una horda de incas iba a salir de la selva de
repente, como si estuvieran escondidos bajo las raíces de los árboles, para asediarlos?
De haberlo hecho, seguramente le habría aconsejado a su señor no adentrarse tanto en
el país con solo una veintena de hombres. Se habría llevado un ejército. Y entonces
habrían sabido aquellos monos pintados lo que era bueno.
No le quedaba más remedio que seguir adelante. En cuanto pudiera recomponerse
y descansar un poco, si no tenía ninguna extremidad rota, comenzaría su viaje de
regreso a la costa. Y si la tenía, aguantaría el dolor mientras los huesos se le soldaban
como si estuviese engullendo escaramujos.
Le pareció que su propio aliento le olía a muerte. Lesiones internas, arritmia,
fallo, ruina. Pero se sobrepondría. Solo tenía que caminar hacia donde se ponía el sol
y terminaría alcanzando el océano. Una vez lo tuviera delante, sería cuestión de
averiguar si se había desviado mucho al norte o al sur con respecto a Costa Plata e ir
en esa dirección.
Lo haría por su señor, para buscar refuerzos y regresar. No le fallaría al gran
Francisco Pizarro. Él, Alonso Candía, era su mejor hombre. Podía ser un perro, pero
estaba dispuesto a demostrar que era el perro más leal que jamás había existido.

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El fraile Vicente despertó en la oscuridad. Luego, se dio cuenta de que había un
delicado brillo que provenía de las paredes y recordó el liquen fosforescente. Estaba
por todos lados. Bien, así podría ver quién o qué lo había agarrado y arrastrado hasta
el agua.
Recordaba la sensación de angustia, la certeza de que iba a ahogarse. Buscaba
desesperadamente aire a su alrededor, pero una pared de agua insistía en pegarse
contra su piel, eliminando el oxígeno disponible. Pero ahora mismo no estaba bajo el
agua: lo habían arrastrado hasta otra caverna, distinta de aquella en la que estaban
Pizarro y doña Inés, pero también seca. ¿Quién… o qué había sido? La imagen de
Lucifer nadando entre el bosque de algas estalló con fuerza en su memoria. En
ningún lugar de la Biblia ponía que el demonio fuera una criatura acuática…
Se miró el tobillo. Lo tenía en carne viva. El resto del cuerpo le burbujeaba en un
abigarrado torrente de emociones y erráticas reacciones físicas: le hervían las
gónadas, su pene era una loncha de carne tumefacta, los testículos le pesaban como
bolas de acero. No quería ni tocárselos para insuflarles calor porque intuía que el
simple roce le haría daño.
Sus ojos fueron acostumbrándose a la tenue luz, hasta que empezó a distinguir
cosas. Y lo que vio le puso todavía más la carne de gallina: aquella cueva parecía un
osario. Estaba abarrotada de esqueletos pelados, algunos humanos y otros de
animales de la selva, reunidos allí como un tétrico botín. Y no solo había huesos, sino
también algunos enseres que, a tenor de la capa de algo parecido a salmuera que los
cubría, podían llevar allí siglos: coronas de oro con motivos religiosos, medallones
con la efigie de Copacati con el relieve limado, un bastón de mando que recordaba
lejanamente a los cetros Nejej de los faraones… Incluso había un hacha de guerra con
la hoja tallada en oro y abundantes adornos ceremoniales. Pero todo estaba viejo y
abandonado entre la escoria. Era como si los incas le hubiesen ofrendado esos regalos
a su diosa durante milenios pero ella no entendiese su valor, o su simbolismo, y los
hubiese amontonado como los demás trastos que los humanos tiraban al pozo.
—Socorro… —murmuró—. San Pablo, san Antonio, todos los guerreros de
Cristo…, ayudadme en esta hora aciaga…
Algo reaccionó a su voz y se movió.
Vicente retrocedió hasta dar con la pared, pálido por el miedo. Y, por alguna
razón, una risa sofocada.
Había algo que se arrastraba por el fondo de la cueva, sobre la alfombra de tibias.
Fue capaz de distinguir una segunda silueta junto al agua, un bulto que parecía una
isla en pequeñito y que estaba allí quieto, pero que no parecía hecho de piedra. Tenía
esa aura inconfundible de las cosas orgánicas. Sin embargo, ese bulto no era lo que se
movía, sino otro más delgado y, en cierto modo, humanoide.
Fray Vicente se empujó a sí mismo contra la pared, deslizándose por ella hasta
que su curvatura lo hizo ponerse de pie. Sus ojos estaban clavados, sin parpadear, en
los de la criatura que tenía delante. Pues no cabía duda de que era algo vivo, y

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humanoide. Algo con un torso y extremidades ligeramente humanas, y una cabeza
desde la que miraban dos ojos que eran como los de las ballenas: redondos, negros y
acuosos.
—¿Q… qué eres, criatura de Satanás? —La garganta del fraile era la de un
hombre que intentaba cargar con una culebrina; así de hinchada estaba—. Dios no
pudo crearte… ¿Fue el Maligno, acaso, quien te insufló la vida a partir de barro? ¿O
usó alatrón de mar?
La cosa no respondió. Quizás no poseyera un idioma propio, o a lo mejor era
sorda. Cuando Vicente alzó una mano hacia ella, como queriendo bendecirla, el ser
retrocedió asustado. Y eso lo cambió todo en la percepción del hombre: hasta ese
momento ni se le había pasado por la cabeza que aquel engendro deforme pudiera
tener miedo de él. El terror siempre había ido en una sola dirección, pero ahora
Vicente comenzaba a abrirse a otras posibilidades.
Lentamente, se apartó de la pared. El ser retrocedió, manteniéndose cerca del
agua pero sin sumergirse.
Con algo más de confianza, el fraile se le acercó.
—Vaya, vaya, así que no eres tan fiero como parecías, ¿eh? —le bisbiseó como a
un gatito—. Anda, venga, acércate, no voy a hacerte daño. Solo quiero ver cómo eres.
Su nuez subió y bajó tres veces mientras forcejeaba por tragar algo: quizás fuera
su miedo, o el asco que le daba aquella criatura. Ahora que la veía bien, sintió lástima
por los pobres seres que no habían gozado del beneplácito del Altísimo y que por ello
habían nacido con aquellas deformidades. Copacati —si es que se trataba de ella—
era más bajita que el propio fraile, y delgada. Era un ser con una gracia y unos
movimientos indudablemente femeninos, aunque no mostraba ningún aparato genital
que lo identificara con los humanos. No tenía pechos, ni monte de Venus allá abajo,
entre las piernas. Se parecía más bien a un cruce entre pez escamoso y calamar de
piel lisa, con escamas que parecían cristal deslustrado, un raído traje de reflejos de
luna que se le pegaba como si fuera vello, y una carne que podía haber sido el
resultado de un millón de globos iridiscentes que se hubiesen fundido para formar
aquella especie de protoplasma. El ser, en sus detalles, no tenía cabida en ningún
orden del mundo natural, pero visto desde lejos, en conjunto, podía pasar por
humanoide.
—Qué espantos más horripilantes hay en los confines de la Tierra… —se
estremeció el fraile, con más pena en su mirada que asco—. ¿Qué crimen cometieron
tus antepasados para que tu castigo fuese peor que el de los expatriados del Edén?
¿Qué afrenta a Dios tuvo que ocurrir para que maldijera a tu raza de esta manera?
El ser levantó la mirada y sus ojos se cruzaron con los del fraile. En sus pupilas
de cetáceo había algo distinto de la hostilidad. Vicente detectó más bien curiosidad…
e incluso una chispa de temor. ¿Podía ser cierto? ¿Acaso era él quien le daba miedo al
monstruo?

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Cuando un hombre de fe se enfrenta al mundo, lo hace pasar por un filtro: el
tamiz de sus creencias. Porque es la única manera que tiene de protegerse contra lo
desconocido e intentar mantenerse cuerdo. Fray Vicente no era una excepción. Y
quizás cometiera entonces el mayor error de su vida, porque en lugar de enfrentarse a
aquella situación insólita con la mente abierta, lo que hizo fue cerrarse en banda en
torno a su fe. Buscó explicaciones en los únicos manuales que conocía —la Biblia,
los textos sagrados—, y todas lo llevaron a sentirse superior a aquella criatura y con
autoridad para castigarla por sus maldades presentes y pasadas. Como cualquier
clérigo. Su potestad era la de sentirse superior al resto de sus congéneres, siempre
juzgándolos desde el púlpito de la moral, siempre intentando castigarlos para que el
dolor los hiciera mejores.
E hizo lo que tenía que hacer.
—Pobre e infeliz criatura —dijo con ojos enloquecidos—, ahora sé por qué Dios
me ha traído hasta aquí a través de medio mundo, justo a tu guarida. Quería que viese
con mis propios ojos qué grado de iniquidad pueden alcanzar los horrores del mundo
para que me convierta en su instrumento redentor. En su mano conciliadora. —Se
agachó y agarró un hueso, que enarboló como una maza—. Tú, pobre alma en pena,
no tienes la culpa de arrastrar semejante mácula, sino que te fue legada por tus
ancestros. No eres una diosa, eres solo un producto residual del pecado original que
cargas con tu fealdad porque no te queda más remedio…, pero yo te enseñaré el
camino que lleva a Cristo. —En los ojos del fraile resplandeció un brillo inquisitorial,
de cámaras de tortura y ejecuciones sumarias—. Te perdonaré los pecados y salvaré
tu alma, llevándote de la mano hasta la felicidad de Dios…
Y le pegó.
—¡Arrepiéntete!
Y le volvió a pegar.
—¡Confiesa tus pecados!
Y el ser chilló de dolor.
—¡No me des las gracias, es por tu bien!
Y Copacati se encogió como un feto, intentando escapar de aquella lluvia de
golpes que la estaba moliendo a palos. Era una criatura asustada, encorvada por el
peso de sus pecados, ahora Vicente se daba cuenta. ¿Esto era a lo que adoraban los
incas, a este ser patético? ¿Por la gloria de esta cosa deforme valía la pena tanto
sufrimiento?
El ser se arrastró como pudo hasta el agua y se sumergió, desapareciendo de la
vista. Vicente respiró hondamente el aire estancado de aquella gruta y le quemó un
poco en los pulmones. Su furia inquisitorial se mezcló con un auténtico deseo de
salvar el alma de aquel monstruo, salvarla a través de la vía del sufrimiento, como
había pasado con Jesús. Esa era la manera cristiana y musulmana de entender las
cosas: solo a base de sangre entraba la pureza de la Palabra en las mentes de los
impíos.

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—¡Vuelve, infame criatura, aún no has comprendido la pureza del mensaje de
Dios! —Enarboló el hueso, que tenía unas manchitas de sangre en la punta. La grasa
de sus brazos latía con la refrenada ira de sus mentores, los que le habían enseñado a
amar a la Iglesia—. ¡No hagas oídos sordos a la piedad del Señor!
Su rabia estaba plenamente justificada por su fervor religioso. Había que
enderezar el camino que se torció después de Moisés, el que la humanidad tomó en
sentido inverso. La especie humana estaba en bancarrota biológica, eso cualquiera
podía percibirlo: las razas puras, como la blanca —todo el mundo sabía que Jesús
había sido un blanco de ojos azules, eso lo demostraban los cuadros que decoraban
las iglesias de Europa—, perdían terreno frente a la negra o la asiática. Y ahora, para
colmo, aparecía la de los indígenas de las Américas, otra degradación mestiza. El
cruce con ellos solo podía traer descensos en la natalidad, males de Eufrasto[12],
adictos a los siete pecados capitales, etc. No había moral, apenas quedaba rectitud. Y
ahora, Dios le mostraba aquel monstruo para que viera hasta qué punto podían
arruinarse las cosas si los hombres puros como él no las enderezaban con unos
cuantos bastonazos.
Hubo otro movimiento en el agua. Pero no era la criatura enclenque, que obedecía
sus órdenes y regresaba para rematar su «lección». Esta vez lo que se movía era el
otro bulto, el que asomaba como un iceberg del líquido negro.
—Ah, ahí estás… Álzate, ser maligno, y enfréntate con un ministro del Señor.
¡Muéstrate en toda tu maldad para que yo pueda redimirte!
Su grito se descompuso como una filigrana de cristal que se rompe. Como si
entendiera su lengua, aquel otro ser se levantó, y lo hizo muy, muy lentamente. Era
como si pretendiera que su futura víctima, fray Vicente, comprendiera bien con quién
estaba tratando y el grado de peligrosidad que tenía.
Aquel monstruo era una criatura distinta a la primera. ¡Había dos! Eso no se lo
esperaba. Aquel, además, aunque cuando estuvo sumergido había parecido tan
pequeño y escuálido como Copacati, a medida que fue saliendo del agua, fue
mostrando más y más carne, más y más músculo, más y más volumen. Al levantarse,
fue como si se desenrollara a sí mismo desde una posición fetal de descanso, y su
testuz se alzó muy por encima del fraile.
Las pupilas de Vicente se convirtieron en alfileres. La piel se le volvió blanca
como la de un cadáver mientras veía cómo aquella torre se elevaba hasta rozar el
techo. El garrote se le escurrió entre los dedos.
Por un instante, hombre y criatura se miraron el uno al otro. Se analizaron cada
cual en busca de sus propias respuestas. Era difícil concebir las edades primigenias
que subyacían tras los ojos engarzados en aquella horrenda cabeza, pues eran como
cuñas de humo negro. El fraile, empequeñecido como un insecto, sintió que un
líquido caliente le bajaba por la pantorrilla.
Increíblemente, Vicente pudo hablar. Al hacerlo, la insulsa sonrisa de su rostro se
petrificó.

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—Yo… yo te expulso, cri… criatura del mal… —Algo pareció bailar ante sus
ojos. Algo que giraba vertiginosamente en una profunda tiniebla. El terror—. No
existes… Yo no creo en las argucias de Satanás…
La garganta del ser pareció hincharse, destacando en ella con perfecto relieve
cada músculo, cada tendón, incluso las mismas venas. Un sonido empezó a brotar de
su pecho, un clamor selvático. Algo más que líquido resbaló por las piernas del
hombre cuando vio abrirse aquella boca cuajada de dientes y extenderse unas garras
que parecían manos humanas pero que estaban rematadas por estiletes del tamaño de
dagas.
—¡No existes! ¡No existes! ¡Dios jamás habría permitido que naciera semejante
obscenidad!
Cuando la cosa se abalanzó sobre él, el alarido que profirió fray Vicente de
Valverde, de la Orden de los Dominicos, retumbó por el sistema de galerías y pozos
que había en las entrañas del tepuy, llegando hasta donde estaban Pizarro y su esposa.
Estos pensaron que se trataba de un alma que gritaba sus penas desde el infierno, y
que ellos, por estar en aquel lugar maldito, podían oír.
Ambos se santiguaron.

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7
29 de Abril de 1953
(El flautista de Hamelín)

Todo estaba preparado para rodar las primeras escenas en las que aparecía el
monstruo: Bernie Brown ya tenía puesto el traje, y dos técnicos —también nadadores,
que se sumergirían con él para hacer de equipo de rescate— le ayudaban a ponerse la
botella de oxígeno disimulada en la joroba. A su alrededor, la actividad era frenética.
Dooley no sabía si cuando Schoedsack y Cooper dirigieron King Kong, hacía justo
dos décadas, el montaje fue así de loco, pero Zanuck quería batir un récord de
aparatosidad y tenía a todo el mundo de los nervios. Parecía un general de la Gran
Guerra con su bastón de mando dando golpes aquí y allá, ordenando a las tropas
prusianas que ocuparan el frente.
Magdalen ya tenía puesto el bañador, pero hasta que el director no gritara acción
lo llevaría disimulado bajo una bata de piscina tipo Beverly Hills. Se sentó junto a
Dooley, que anotaba cosas en las páginas del guion que rodarían ese mismo día. El
guionista se había acomodado junto a un indio en una roca más o menos plana.
—Me da no sé qué meterme en ese lago… —le confesó con cara de niña
preocupada—. Quién sabe lo que habrá allá abajo… ¿Y si hay pirañas?
—En el Perú no hay pirañas.
—¿Quién te dijo eso?
—Hum…, no recuerdo si lo leí en alguna parte. En todo caso, lo que habrá será
caimanes.
Ella puso cara de circunstancia, mirando el extraño color broncíneo de las aguas.
—Pues qué bien. Me quitas un peso de encima. ¿Sabes qué? Hay veces en las que
me gustaría escribir como tú, y no arriesgar el cuello en sitios donde vaya usted a
saber si me enfermo o no de malaria, o si se me come un bicho.
—No te lo aconsejo —sonrió Dooley—. La vida de los guionistas es penosa, en el
mejor de los casos. En Hollywood somos el último mono. Estamos más abajo incluso
que los directores…, lo que ya es decir.
—Pero vives en el futuro, en un mundo de sueños. —La joven compuso una
expresión romántica que seguramente le habría copiado a Doris Day—. Sois los que
imagináis la realidad, la única que importa…: la realidad de los sueños.
—Eso es cierto —convino él, garabateando unos cambios que quería Zanuck en
el margen de la página. Tachó una palabra en la que había cometido una falta de
ortografía y la escribió bien, aunque al final le quedó un borrón—. Nuestro gremio es
así. Del pasado, con toda justicia, no esperamos nada bueno, y nos tomamos el
presente solo como el material con el que edificar el futuro. La materia prima de los
sueños. Pero lo hacemos siguiendo el principio de imperceptibilidad.

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—¿Qué es eso?
—Que nadie se da cuenta de que estamos aquí por más que chillemos o agitemos
pancartas. Somos más invisibles que los escritores de versitos sucios, esos que
aparecen en los urinarios públicos.
—Por un versito sucio no te van a dar un Óscar.
—Y por una película como esta tampoco. Pero es cierto que aquí se cobra un
poquito más.
El indio que estaba sentado al lado de Dooley levantó sin inmutarse el cuenco en
el que tenía sus gachas —su almuerzo del día— y lo plantó boca abajo con un
movimiento veloz justo al lado de la pierna de la actriz. Esta se llevó un susto, porque
no se lo esperaba, y le espetó, indignada:
—Pero ¿qué hace usted? ¡Casi me mancha la bata! ¿Está chalado?
El indio sin expresión siguió rechupeteando la cuchara sin hacerle caso, pero
cuando Magdalen y Dooley vieron lo que había apresado con el cuenco, que era de
cristal, retrocedieron espantados. A Magdalen casi le dio un ataque al ver que entre
las gachas asomaba sus patas peludas una monstruosa tarántula negra, hirsuta y
amenazadora a más no poder. Era casi tan grande como un gato, y de no ser porque
aquel quechua le había puesto su tazón encima, habría tocado con sus patas la pierna
de la mujer menos de cinco segundos después.
—¡Elías! —gritó Magdalen con auténtico terror—. ¡¡Ven aquí, ya!!
El productor acudió a la carrera.
—¿Qué es, qué pasa? ¿Te ha picado un mosquito?
—¿¡Un mosquito!? ¿¿Llamas mosquito a ese monstruo?? —Señaló el cuenco—.
¡Cristo bendito, ¿a qué clase de lugar nos has traído?! ¿Es que quieres que muramos o
qué?
A Elías también se le desorbitaron los ojos cuando vio la tarántula, y se giró con
furia hacia sus guías contratados. En medio de la bronca troglodítica que les echó —
que a ellos parecía resbalarles—, Dooley pilló al vuelo fragmentos sueltos como
«¡No me habían dicho nada de que hubiera especies así de venenosas aquí arriba!», o
«¡Casi pierdo a mi actriz principal! ¡La indemnización que habría tenido que pagarme
su gobierno habría arruinado a su maldito país!». Pero ellos se limitaron a encogerse
de hombros y señalar el calzado que llevaban: botas altas hasta las rodillas. Claro,
ahora Dooley comprendía muchas cosas. A partir de ese momento se anduvo con cien
ojos antes de sentarse en ningún sitio o de acercarse a helechos o a troncos caídos.
Con todo, en cuanto la tensión se relajó un poco y el sol alcanzó el cénit —
momento en que los fotómetros empezaron a cantar—, Creelman comenzó a dar
órdenes. Se había traído una silla plegable que llevaba su nombre en el respaldo,
junto a una leyenda que rezaba: «Yo tampoco fui uno de los directores a los que
llamaron para Lo que el viento se llevó».
Cogió su megáfono y gritó:

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—¡Venga, que no estamos en una producción de la Korda! ¡A trabajar, esclavos!
¡Bernie, métete en el agua, quiero un plano general tuyo cortando la superficie del
lago con tus espolones! ¡Señorita Polly, prepárese porque después entra usted!
Así de dictatoriales eran todos los directores de Hollywood, desde el más humilde
a la máxima estrella. Pero Dooley estaba acostumbrado a esa clase de despotismo, y
los actores y los técnicos también: no se podían hacer obras maestras sin esa clase de
voluntad fuerte que inflamara los corazones, y los productores lo sabían. Por eso les
daban carta blanca. Y ay del que protestara.
Mientras el actor que hacía de monstruo nadaba ante los ávidos ojos de las
cámaras, Dooley vio que el inquietante Hans sacaba su instrumento y se ponía a
prepararlo, quién sabía si para un recital de música indígena. ¿Habría conseguido
Zanuck convencerlo a golpe de talonario para que lo tocara?
Iba a preguntarle por este particular cuando la estrella masculina de la película se
sentó a su lado.
—¿Me hiciste caso con el tema de los diálogos simples, Shakespeare? —le
preguntó de mal humor.
—Sí, he reescrito todas tus líneas. Ahora se parecen más a «me parto».
—¡Bien! Eso es lo que quería. Nada de pijadas de niño culto y solo sentencias
simples, que la gente pueda entender. Pero… espera un momento, ¿qué es esto? —Se
enojó al leer una de las páginas—. ¿Cómo que «Detendré a la bestia antes de que se
los coma a ellos»? ¿Que se coma a quién, a los blancos o a los indígenas?
—¿Importa, acaso? Desde tu punto de vista de héroe, te importan tanto las vidas
de los norteamericanos como las de los guías indígenas.
Eso pareció ofender a Flavin.
—¿Pero qué dices, escritorucho de segunda? ¡Yo solo arriesgo el pellejo por la
chica, por el bellezón! ¿Qué clase de buena voluntad de izquierdas es esa de que el
héroe vaya salvando a los secundarios? Oye, no serás comunista, ¿no?
Dooley no pudo contenerse ante tanta estulticia y le soltó a quemarropa:
—¿Es que no lo comprendes, imbécil? ¡Los personajes principales están alterando
los parámetros de esa senda deconstructiva, de ese antigénero por el que navegáis los
dos! Ese «ellos» al que se come el monstruo no está definido tendenciosamente. Es
un «ellos» que somos «todos nosotros»: todos somos comida para la bestia.
Flavin parpadeó dos veces, atónito, y solo al cabo de unos segundos, cuando su
mente se abrió paso a través de ese laberinto, comprendió que había sido insultado.
—¡Oye! ¿A quién coño llamas imbécil? —Se puso en pie con gesto amenazador.
De fondo se oyó un abrupto ¡sssshhhhhh!, que provino de la silla del director, y
los dos enmudecieron. Zanuck se les acercó, furioso.
—A ver —cuchicheó—, ¿qué carajo está pasando aquí?
Los dos le explicaron el altercado, cada cual desde su punto de vista, hasta que el
productor se hartó y los mandó callar.

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—¡Basta! Sé que todos estamos cansados después de la larga ascensión, y
también sé que este maldito calor no ayuda. Pero comportaos como profesionales u
os reduzco un treinta por ciento del salario, a los dos. ¿Está claro? Para aguantar
niñatos estoy yo…
El productor les echó la bronca y ellos se despidieron casi amigos, pero se les
quedó grabado ese resquemor que costaría más de un pack de seis anular. Estaba
claro que Flavin odiaba a Dooley porque lo consideraba un prepotente resabidillo,
mientras que para el segundo, el actor tenía el mismo cerebro que el chihuahua de su
exnovia. Pero lo dejaron así, y más cuando vieron que Hans, sin que nadie se lo
pidiera, se había llevado el instrumento a los labios. ¿Iba a tocar?
Magdalen ya estaba en el agua y nadaba sonriendo con la profesionalidad que se
le presuponía a pesar de que debía de estar helada. Cerca de ella, el actor con el traje
de monstruo evolucionaba intentando hacerse pasar por una sombra amenazadora, sin
mucho éxito. Hasta el propio Creelman se daba cuenta de que aquello no estaba
funcionando: había cosas que no se arreglaban ni siquiera en montaje, y era cuando la
realidad, en sí misma, no daba miedo.
—Me da que voy a terminar filmando la tarántula…
La magia de lo que ocurrió a continuación no puede achacarse solo a la música,
sino a una combinación de elementos: el que Hans se pusiera a tocar, la singular
tesitura de su instrumento, el entorno en el que estaban escuchando la melodía y la
manera como esta jugaba con el anfiteatro de ecos.
Cuando Hans empezó a soplar y sus dedos a bailar sobre los agujeros y las llaves,
la curva de la música se dobló sobre sí misma y todos fueron conscientes del tiempo
que circulaba por debajo. No había palabras para descifrar aquellos sonidos, pero
algo tenían que ver con la memoria atávica de la especie, con la crisis del superego
por la mañana, con la imposibilidad de la psique de ver más allá de su propia lápida.
Las cámaras no habían dejado de rodar porque el director se había olvidado de
gritar «¡corten!», pero daba igual, porque por alguna misteriosa razón la escena
comenzó a funcionar: las evoluciones de Magdalen en el agua resultaron
especialmente hermosas, e incluso el monstruo de caucho dejó de dar lástima para
pasar a dar un poquito, solo un poquito, de miedo. Hans era como el flautista de
Hamelín dando cuerpo a un hechizo con zoótropos de sonido.
El remate final de su interpretación fue, más que un cierre melódico, una
búsqueda… El músico descendió a través de varios tonos pero no como si quisiera
cerrar una estructura, poniendo punto y final a la melodía, sino como si buscara un
sonido concreto. Una vibración estocástica muy extraña; un sonido muy particular
que solo pudiera encontrarse en la caja de resonancia de su instrumento y no en el
mundo exterior.
La cara de Zanuck se iluminó de felicidad.
—¡Bravo, bravo! —aplaudió cuando el finlandés acabó de tocar—. ¿Qué ha sido
eso, tenía nombre esa pieza? ¿La compuso usted? ¿Querría que la grabásemos para la

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película?
—No a las tres preguntas —dijo el rubio, y volvió a guardar el instrumento.
—Pero… para algo servirá esa música. Tiene pinta de tener un propósito, una
razón para que la compusieran. No es la típica melodía que uno toca por diversión.
—No —admitió, enigmático—. No lo es… —Y no añadió más.
La filmación prosiguió hasta que cayó la noche y todos montaron sus tiendas de
campaña, bien cerradas ahora que sabían que había arácnidos de ese tamaño por la
zona. Dooley se quedó pensando en que la comparación entre Hans y el flautista de
Hamelín era menos caprichosa de lo que parecía, pues sí que había algo perverso en
aquella música, y sí que parecía encajar en aquel lugar mejor que las flautas de pan de
los quechuas. Las preguntas que atañían a aquel extranjero —quién era, por qué había
acabado viviendo con una tribu de la selva, qué lo había impulsado a quedarse tantos
años— volvieron a su mente. Y, una vez más, no obtuvieron respuesta.
Dooley se fue a dormir pensando en todas esas cosas y muchas más. No vio el
chapoteo que alteró la quietud del lago, ni las ondas que mandó en lentos aros hacia
la orilla.

Aquella noche hubo un momento a partir del cual los que habían conseguido
conciliar el sueño lo perdieron, y todo el mundo se despertó sobresaltado. Magdalen
no, porque el hecho ocurrió alrededor de las tres de la madrugada y ella no había
podido ni siquiera cerrar los ojos: cada vez que lo hacía, oía algún ruidito y creía que
eran tarántulas enormes que estaban arrastrándose dentro de su tienda. Flavin se había
tomado su gramito habitual de cocaína más tarde de lo normal, para que el cansancio
no se reflejara en su actuación de últimas horas de la tarde, y su efecto espantaba al
sueño como una bandada de pájaros asustada por un cañón. Llevaba horas solo,
alineando unas piedras en el suelo junto con trozos de plantas carnívoras por alguna
razón solo por él conocida. Y Dooley…, él dormía a ratos. Estaba preso en una suerte
de duermevela, en el que las ideas sobre la película se le amontonaban en la cabeza y
no podía sacarlas ni siquiera a presión. Era el efecto estampida, como solía llamarlo,
y aunque ahora muchas de ellas le parecieran asombrosas, sabía que en cuanto
amaneciera la mayoría se le antojarían estupideces.
Llegaron las tres en punto de la madrugada. Y, como si alguien hubiese previsto
una inocentada para el grupo, un horrible chillido retumbó en las paredes de la
cuenca. No era una voz quechua; más bien tenía el timbre nasal de las
norteamericanas. Fue tal el sufrimiento que destilaba, la agonía encerrada dentro, que
a todos se les puso el pelo de punta. Vibrisas, el gato de Bernie, tenía el pelo del lomo
convertido en chinchetas.
—¿Quién ha gritado? ¿Qué pasó? —preguntó Zanuck, saliendo malhumorado de
su tienda. Todos estaban fuera, envueltos en parkas hechas de sacos de dormir. Unos
chorros de luz escrutaron la noche.

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—Me sonó a la voz de Lucas, el técnico de sonido —dijo alguien.
—¡Su tienda está vacía! —agregó otro.
—Espero que el muy imbécil no se fuera muy lejos para mear y se despeñara por
un risco —gruñó el director, cogiendo uno de los faroles y empezando una lenta
exploración de los alrededores. Las lámparas arrojaban sus amplios conos de luz en el
silencio.
—Como se haya hecho pis en el lago donde yo me tengo que meter mañana, os
juro que le corto su cosita —prometió Magdalen.
—¿Seguro que no es una broma? —inquirió la encargada de vestuario, que tenía
el cabello que parecía un león—. Conozco a Lucas, y es un cachondo mental.
—¡Eh, aquí hay algo! —llamó una voz desde la oscuridad. Los haces de las
lámparas taladraron columnas de luz en su dirección. Era Dooley, que los llamaba
para que se acercaran a un lugar situado cerca del lago.
El guionista estaba en cuclillas observando algo. Cuando los demás llegaron
vieron que se trataba de una zapatilla deportiva, una Keds, rasgada como si algo muy
afilado hubiese hurgado dentro para sacar el pie como si fuera un trozo de jamón.
Pero lo que realmente les inquietó era que parecía tener manchas de sangre tanto en la
suela como en los costados.
—Ya sé lo que pasó —elucubró Creelman—: el muy idiota se acercó al lago para
hacer eso que a la señorita Polly le da tanto asco, y con la oscuridad pisó mal y se
hizo daño en un pie.
—Una torcedura de tobillo no hace que un hombre grite de esa manera —le
recordó Dooley—. ¿Y la sangre? ¿Y estos cortes en el cuero del zapato?
—Creo que tu vocación de guionista te está jugando una mala pasada —sonrió
Zanuck, intentando quitarle hierro al asunto—. Seguro que mañana, cuando
despertemos, el bobo de Lucas saldrá de detrás de unos arbustos con una cogorza de
campeonato y preguntando dónde demonios están su zapatilla y su kétchup.
Todos rieron y dieron por zanjado el asunto: tenían ganas de volver a sus tiendas
porque al día siguiente les esperaba una jornada dura. Creelman pretendía filmar nada
menos que cincuenta planos mientras tuvieran luz útil, y eso, en el mundo del cine,
era mucho. Mientras el grupo regresaba a sus tiendas, la mayoría intercambiando
bromas insidiosas sobre el desaparecido, Dooley se fijó en que Elías hacía un aparte
con los guías peruanos y les daba instrucciones. El productor también se fue a dormir
porque al día siguiente tenía que estar fresco, pero nadie vio regresar a los quechuas a
sus tiendas. Dooley imaginó que, a pesar de sus bromas, Zanuck estaba preocupado y
les había ordenado que peinaran el campamento buscando al desaparecido.
Pasó casi una hora. Dooley ya estaba en ese momento maravilloso en el que uno
nota que la pesadez del sueño le cierra los párpados cuando oyó pasos tímidos junto a
su tienda. Alguien estaba andando por allí fuera intentando pasar desapercibido.
A él le gustaba dormir en las tiendas de campaña al revés del común de los
mortales, es decir, con la cabeza pegada al lado de la puerta. Era una costumbre que

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había adquirido en sus años mozos, en los que consumía mucho alcohol, para poder
vomitar por fuera muy rápido si le venía la necesidad. Sin encender ninguna linterna,
aprovechó su colocación para abrir sutilmente la cremallera y echar un vistazo.
Vio a Hans, acompañado por uno de los peruanos, que cargaba con un bulto y lo
llevaba hasta un agujero. Allí lo enterraron y le pusieron una roca pesada encima,
empujando entre los dos. De fondo estaba aquella lenta extensión de agua tétrica, con
la biliosa luz de la luna cabrilleando sobre su lomo.
Puede que fuera la hora, o el cansancio que sentía, pero Dooley creyó reconocer
una forma en ese bulto, y entonces sí que no pudo pegar ojo el resto de la noche.
¿Quién podría dormir tras haber visto cómo dos hombres enterraban en un
agujero una cabeza humana?

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VIII
5 de Agosto de 1533
(La mitad del día es noche)

El golpetazo del fraile contra el agua, la explosión de gotas, el sonido hueco y


esponjoso del cuerpo al ser succionado hacia abajo. Todo eso resonaba con
vibraciones poderosas en el cerebro de Pizarro y en el de su esposa. Vicente casi
había logrado salir del corredor inundado cuando algo tiró —sí, tirar era la palabra
exacta— de él hacia atrás, de vuelta al túnel. Se lo habían llevado, literalmente. Lo
habían cogido y se lo habían llevado.
¿Adónde? ¿Para qué? El asustado conquistador supo que, de existir alguna
respuesta para esas preguntas, sería mejor para su castigado cerebro no conocerla. Se
sentía haciendo equilibrios desde hacía tiempo en esa difusa frontera que separa la
cordura de la demencia y no quería que nadie lo empujara al otro lado.
—Se… se lo han llevado —repetía Inés, en un estado casi catatónico—. Ya… no
está…
—No permitiremos que nos hagan lo mismo. —Su marido apretó las quijadas
hasta que se hizo daño. Ahora, la furia era el mejor bálsamo. Y la rabia, la única tabla
de salvación que les quedaba—. Sigamos por el túnel. Debe de llevar a algún lado.
—Pero ¿qué era esa cosa? ¿Tú la viste? —Inés estaba intentando hacer que el
mundo dejara de dar vueltas locamente, se le notaba en la mirada. La realidad había
sufrido un cambio violento y mareante, y ella todavía daba vueltas.
—No…, pero Vicente sí que la vio, y fue a por él.
—Es el demonio —se santiguó ella—. El diablo. Vicente lo dijo. Este es su reino.
Pizarro le tomó cariñosamente la cara entre las manos e intentó tender un puente
entre sus miradas, algo harto difícil porque la de ella parecía extraviada en algún
lugar lejano.
—Recuerda lo que dijimos cuando empezó la batalla: no moriremos ni hoy ni en
este lugar. La muerte es para las personas vulgares. Nosotros somos titanes. Repítelo.
—Somos… titanes…
—Eso es. Ahora, sigamos avanzando. Iré primero. Tú vigila la retaguardia.
Decirlo era más fácil que hacerlo, pues aunque en ciertos tramos había una débil
luz procedente de los líquenes, en otros los engullía la más impenetrable oscuridad, y
si querían avanzar, tenían que hacerlo a tientas. Pizarro no paraba de repetirse que
nada de aquello tenía que haber salido así: ni la expedición, ni la partida de caza, ni
nada. No se había traído a su honorable esposa al fin del mundo para obligarla a
arrastrarse por una galería, sino para convertirla en una reina. Sin embargo, algo
había cambiado en él: el seno donde debía alojarse su alma estaba atacado por una
machacante enfermedad. Su memoria era buena y podía recordar las épocas en las

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que por ese esbozo de infierno pululaban ideales y proyectos de toda forma y
condición, relacionados casi siempre con el oro, con el triunfo personal, con la
conquista.
Pero al final del arcoíris resultó que no había más que pesadillas. Ni ollas de oro
ni joyas. Solo horrores.
Ahora, su alegría era un vacío, como si una marejada se hubiese retirado para
siempre de las orillas donde una vez tintinearan risas y canciones. ¡Tiempo hubo en
que aquellas desiertas soledades bullían de esperanza! Recordaba su casa en Trujillo,
en la lejana Extremadura; la hacienda llena de caballos donde conoció a Inés y donde
la llevó a pasear a lomos de los alazanes. Había un cerro rodeado de manzanos al que
los dos subían para mirar al horizonte, en dirección a la lejana América, e imaginaban
futuros llenos de excitación y conjeturas alimentadas por sus planes de cambiar el
mundo. Él le dijo: «Acompáñame al otro lado del océano y serás emperatriz». Ella se
lo creyó. Y allí estaban, arrastrándose por una caverna infecta.
Cuán cruel era la vida a la hora de jugar con los anhelos de los hombres. Qué
rápido podían cambiar las tornas a causa de una sola decisión, de un único error.
A pocos metros se veía otra zona iluminada, pero la naturaleza de la luz no era
triste como la de los líquenes, sino más viva. Hizo renacer la esperanza en su
corazón.
—¡Inés, una salida! ¡Venga, que ya falta poco!
Sus manos rozaron piedras pequeñas que resbalaron por una pendiente. Su sonido
poblaba el aire quieto con resonancias estentóreas y amenazas de muerte. ¿Estaban
gateando al borde de una sima y ni siquiera podían verla? Si de repente pudieran
encender una antorcha, ¿iluminaría un acantilado a un metro de ellos? Pizarro se
debatió en la oscuridad, de un lado a otro, palpando como un ciego y deseando tener
una antorcha para incendiar telas de araña o cegar a las lagartijas en sus bajíos de
helechos. No había nadie a su alrededor más que la pobre Inés, y el único sonido que
se escuchaba era un lento gotear de agua y el intermitente susurro de la hiedra.
Prefirió no compartir con ella sus temores para no preocuparla más y
simplemente siguió gateando como un ciego que solo puede fiarse del tacto para no
morir. Fue así como llegó al otro lado, a la zona iluminada.
Era un agujero en el techo de la galería por el que se asomaba la luna, nada
tímida. El círculo que formaba aquella oquedad estaba cubierto de vegetación, lo cual
confirmaba que se trataba de una salida al mundo exterior. Pizarro no sabía si gritar
de alegría o preocuparse más. Al fin y al cabo, todo eso por ahí fuera podía estar
infestado de incas.
—¿Qué es, una salida? —preguntó Inés. El maravilloso color de sus ojos ya no
existía, no bajo aquella mortecina luz.
—Eso parece. Pesas mucho menos que yo, así que te empujaré. Agárrate de las
raíces de esas plantas, no de las hojas.
—De acuerdo.

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—Y… asoma con cuidado la cabeza antes de salir fuera, ¿vale? A lo mejor hay
cazadores cerca. No quiero que te vean.
Ella asintió y colocó un pie en las manos entrecruzadas de su marido. Este la aupó
hasta que alcanzó el agujero. Las raíces de los helechos, muy firmes, hicieron de
agarraderas para que pudiera subir del todo y pronto estuvo fuera.
—No hay nadie —le informó—. ¡Pero no te vas a creer lo que hay aquí! ¡Ven,
sube!
Con la ayuda de ella, Pizarro también pudo salir. Y, en efecto, se quedó
petrificado ante lo que vio.
Todavía era de noche, y después del largo viaje bajo tierra en el que la noción del
tiempo había desaparecido por completo, no podían saber cuánto faltaba para el alba.
Pero la faz de aquella luna grande y redonda bastaba para iluminar una cuenca
excavada en la montaña, con forma de embudo, en cuya base había una masa de
agua, un pequeño lago. Daba igual qué aspecto pudiera tener aquel lugar durante el
día, que en aquel momento no resultaba para nada acogedor. Pero al menos no había
incas cerca.
Derrotados, se echaron a dormir apoyados uno en el otro. Era un abandono
exhausto: si seguían allí cuando amaneciera el nuevo día, bien, y si no, pues qué
lástima. Que Dios hiciera con ellos lo que quisiera, pues ya no tenían fuerzas para
más.

El día llegó como un bálsamo. Pizarro despegó los párpados con esa
desorientación que precede al aquí y al ahora, y notó cómo unas patitas correteaban
por su pecho. Cuando enfocó la vista, vio los insectos gigantes más horrorosos que
pudiera concebir la naturaleza, paseándose impunes sobre su camisa. Reaccionó con
violentos espasmos, quitándoselos de encima a manotazos y poniéndose en pie. Miró
a Inés, que también volvía lentamente a la vida, y vio que ella también estaba cubierta
por esas criaturas; incluso tenía una escolopendra del tamaño de su antebrazo
intentando construirse un nido en su pelo.
Se la arrancó de una patada y la aplastó.
—Pero… ¿qué? —se asustó ella. Y cuando vio lo que tenía a su alrededor, soltó
un chillido. Empezó a dar botes como una loca, gritando—: ¡Quítamelos, quítamelos!
¡Quítamelos ya!
—¡Calma, estate quieta!
Entre los dos lograron desinsectarse a manotazos, y cuando se sintieron
relativamente limpios, tomaron aliento y miraron a su alrededor. El sol, pese a su
intensidad, daba esa clase de luz que absorbe todos los matices. Habría armonizado
perfectamente con la melancólica luna si no la hubiera empujado fuera de su cielo. El
sol era un depredador muy territorial.

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El embudo lleno de vegetación en el que se encontraban mostraba ahora su
amplitud. Las aguas del lago, bajo aquellos rayos, parecían un aceite verdoso.
¿Habría más animales viviendo allí aparte de los insectos? Por lo que sabían, aquella
podía ser perfectamente una guarida de dragones, o de seres descartados por Dios
entre el primer y el sexto día de la creación. Hasta las plantas parecían organismos
agresivos y llenos de dientes, creciendo en una ladera ríspida como corteza de pan.
—¿A qué clase de sitio hemos venido a parar? —se estremeció Inés.
—No tengo la menor idea. Pero creo que la montaña está hueca y que estamos en
su interior.
—El santuario perdido de los incas —comprendió ella—. No era un templo
construido en la selva. Es este lugar. Lo que vimos antes era solo la entrada.
—Sí… Probablemente habrán traído aquí el cuerpo de Atahualpa.
Inés se tocó el estómago, hinchado pero no de comida.
—Tengo mucha hambre. Y sed.
—Yo también, pero no bebamos de ese lago. No me da buena espina —barruntó
Pizarro—. Recogeré agua del rocío que haya caído en las hojas. Mira a ver si esos
árboles dan fruto. Pero ten cuidado, podría haber animales venenosos.
Lograron saciarse reuniendo cosas que parecían comestibles de aquí y de allá, y
bebieron de los charcos que había formado el rocío. El agua, pura y clara, les despejó
la mente.
—Cuando vinimos a este país, ya sabíamos que íbamos a tener que erradicar todo
lo que había antes si queríamos instaurar un nuevo orden —dijo Pizarro—. Cuando se
conquistan nuevos territorios siempre pasa lo mismo. Un rey da la orden, los soldados
la cumplen. Pero nunca esperé encontrarme más que con tribus atrasadas que
hubieran vivido al margen de Europa durante milenios, como aquellos nativos que
vivían en las Canarias. No con esto. —Miró a su esposa; había un deje de locura allá
dentro, en sus pupilas—. Tenemos que erradicar esta religión y a estos monstruos de
la faz de la Tierra. Son demasiado peligrosos como para dejarlos intactos.
—A estas alturas, Francisco…, ¿en serio crees que vamos a poder? —A Inés se le
escapó una mueca triste—. Oh, vamos, no me mires así. Sabes a qué me refiero, lo
has visto con tus propios ojos: ellos dominan esta tierra y conocen secretos que quizá
provengan de los albores del mundo. Llegamos aquí con toda nuestra arrogancia,
creyéndonos superiores a esta pequeña gente, ¿y qué nos han demostrado? Que
veneran a dioses que todavía están vivos y que moran en las profundidades del
mundo, contra los cuales no sé ni siquiera si valdrían nuestros cañones.
—Nuestro Dios también está vivo —se ofendió el hombre.
—Así lo creo yo también, pero ¿tú lo ves por aquí, acaso? Escucha, por una vez,
la voz de la razón.
—Te estoy escuchando, pero me niego a creer que sus mitos sean más poderosos
que los nuestros —dijo, enojado—. Nuestro Dios levanta catedrales, conquista

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imperios, tiene a su servicio a millones de súbditos. ¿Qué ves en este lugar —abrió
los brazos— que se le parezca?
—Eso —dijo ella en un hilo de voz, y señaló la pared de la cuenca.
Pizarro se volvió en redondo. Una gigantesca cara tallada en la piedra los miraba
con expresión hierática. Quizá no directamente a ellos, pues sus ojos no tenían
pupilas, pero parecía contemplar el mundo en una actitud meditativa que estaba más
allá de lo humano. La cara medía casi trece metros de altura, y parecía la de un inca
prototípico, ese denominador común a una especie con el que los europeos también
tallaban sus figuras históricas. Su frente almenada sugería una corona; su boca
abierta, un portón de entrada.
—Dios mío…
Pizarro avanzó hacia la cara con su florete como única protección. No era aquel la
clase de lugar que permitiera que uno lo atravesara a la carrera, pues en la decadencia
y en la quietud hay una cierta grandeza que impone aminorar el paso. Así que los dos
caminaron hasta él sin prisa, atentos a cualquier cosa que pudiera cambiar. Pero no
pasó nada. Aquel lugar parecía tan muerto como la roca en la que lo habían
esculpido.
—Tengo miedo, salgamos de aquí —le suplicó Inés, pero él se limitó a quedarse
quieto, simplemente escuchando. No se oía nada, hasta tal punto que el silencio se
convertía en un sonido. Si había indios en aquel edificio, estaban tan quietos que
hasta sus corazones latían en silencio.
—Esto está abandonado. Ven.
Llegaron al umbral, la puerta que había en la boca de la estatua. Tenía un dintel
que se alargaba hacia arriba en caracoleantes curvas de madera acribillada por
gusanos. Después, solo oscuridad. Pero había palos secos metidos en los antorcheros
de las paredes.
—Si solo tuviésemos yesca y pedernal para encenderlos…
Inés se llevó el palo a la nariz. Despedía un olor cáustico.
—Están impregnados de algo combustible. Tu espada.
—¿Qué?
—Tu espada. Úsala.
Pizarro entendió: con un movimiento enérgico, frotó la hoja de metal contra la
roca hasta que saltaron chispas. Fueron ellas las que prendieron en las mechas de
esparto. Con la llegada de la luz, un confuso rumor insinuó que un tropel de
diminutas criaturitas había sido perturbado en su paz y se apresuraba a buscar sus
guaridas.
Tras el dintel había un pasillo, pero no ancho y fácil de transitar, al estilo europeo,
sino tan estrecho que tuvieron que ponerse de perfil para pasar. El techo estaba justo
al límite de la burbuja de luz, y mostraba manchas de humedad que se extendían por
el cielorraso como largas penínsulas. Había arañas negras fabricando sus telas allá
arriba, pero parecían formar parte de la noche y se fundían con esta en borrones de

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sombras. Los arácnidos los vieron pasar con una seguridad rayana en la insolencia,
como si estuviesen valorando si valía la pena echárseles encima o no.
¿Qué sentido tenía aquel lugar? ¿Era una tumba, un mausoleo? No le extrañaba
que un pueblo como el inca dedicara tanto esfuerzo a honrar a sus muertos. Unas
costumbres funerarias elaboradas eran un signo claro de decadencia, y sin embargo
ahí había algo que sugería exactamente lo contrario.
Del fondo del pasillo emergió una tonada rítmica, y por encima de ella, un silbido
que empezó a dar cuerpo a una especie de música. Era una delgada ola de timbres y
armonías que empezó a pulsar y a probar nuevas estridencias hasta convertirse en un
barítono. Los ecos que rebotaban en el pasillo parecían un eco de segundas voces.
¿Qué clase de instrumento podía crear una música así? Sus oídos jamás habían
escuchado nada parecido. La música era demasiado barroca como para ser algo
casual, creado por el viento al cruzar una grieta. No, tenía que estar siendo
interpretada por alguien, una o varias personas, y en un lugar muy cercano.
Las paredes se separaron y el pasillo se convirtió en una amplia habitación. Un
enrejado de luz-día penetraba por alguna parte —quizá desde los ojos de la estatua,
vistos desde dentro— y peinaba a rayas de color la estancia. Allí estaba el
responsable de la música, su intérprete. Pero ni Pizarro ni su esposa le dedicaron más
que un rápido vistazo, pues se quedaron prendados del panorama que había dentro de
aquella estancia. Uno lleno a rebosar de objetos sobre los que bailoteaba la luz como
el resplandor del rayo en las armas de un ejército. Al conquistador se le cayó hacia
abajo la mandíbula por el asombro, y a Inés también.
Porque dentro de aquella fría estancia en penumbra estaba El Dorado.

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8
30 de Abril de 1953
(Paranoia)

Arriba había estrellas y una gélida corteza de luna. Aún no había amanecido —
aunque según el reloj, poco faltaba— cuando Dooley decidió que no aguantaba más
en su tienda y salió fuera. Lo primero que hizo fue comprobar que ni los peruanos ni
el siniestro Hans estuvieran merodeando por allí. Seguro que hasta ellos necesitaban
dormir en algún momento. Tuvo suerte: el campamento parecía desierto.
Se acercó con precaución a la piedra bajo la que aquellos hombres habían
ocultado… ¿la cabeza humana? ¿De verdad era eso, o había sido un espejismo? No
quería hacer el ridículo acusando en balde a aquellos hombres, y que cuando mirasen
en el hoyo solo encontrasen una bolsa con desperdicios del almuerzo. Tanto
Magdalen como Zanuck —y sobre todo el capullo de Flavin— se reirían de él por los
siglos de los siglos. No, antes de acusar tenía que asegurarse. Y para eso, tenía que
mover la piedra.
Esa empresa resultó estar más allá de sus posibilidades. El pedrusco era
condenadamente pesado, y entendió por qué habían hecho falta varios hombres la
noche pasada para moverlo. Él solo era incapaz. ¿Quién podría prestarle ayuda? Los
nadadores eran gente fornida, y también los gaffers[13]; seguro que ellos le echarían
una mano. ¿Pero cómo hacerlo sin que los peruanos lo vieran, ni tampoco Hans?
Aunque se enfadara con él, decidió ir a despertar a Bernie: como nadador
profesional, tenía unas espaldas y unos brazos que eran dignos de exponer en un
museo. Seguro que lograría empujar hacia un lado la piedra el tiempo suficiente
como para que Dooley hurgara debajo.
Ya llevaba ese rumbo cuando un ruido lo sobresaltó, y vio que los quechuas
estaban despiertos y preparando el desayuno de todo el equipo. El guionista se quedó
como un pasmarote, mirándolos, y solo se le ocurrió saludarlos con cara de tonto.
—Eh…, esto…, buenos días. Qué temprano, ¿no?
—Amaneció hace media hora —dijo uno de los indios, en inglés—. Pronto, borde
de la cuenca iluminarse.
Dooley miró hacia arriba y vio un anillo anaranjado que empezaba a incendiar el
borde de aquel embudo. Se había equivocado, no era de noche; lo que pasaba era que
estaban en lo profundo de un pozo y el día tardaría un poco más de lo habitual en
alcanzarlos.
—Ah, claro. Bueno, voy a asearme un poco y… y luego les ayudo con el
catering.
—No hace falta, gringo. Usted a lo suyo.

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Se alejó de la cocina maldiciendo por lo bajo. Una zona separada de las tiendas
había sido demarcada como letrina, con unas telas que dividían la parte de mujeres de
la de los hombres. Bostezando, se metió en la masculina y se llevó un susto al toparse
con Hans, que estaba desnudo y secándose con una toalla. Se había levantado muy
temprano para nadar.
—Buenos días. —Fueron sus buenos modales los que reaccionaron, no él.
—Buenos sean. ¿Durmió bien?
—Eh…, no mucho, la verdad. ¿Y usted? —La pregunta tenía un cierto retintín.
—Yo nunca duermo demasiado —contestó ásperamente—. No desde que llegué a
este país.
—¿Por qué?
—Siempre que cierro los ojos veo a mi hija. Desapareció en la selva hace tres
años.
Eso cogió con la guardia baja a Dooley. Su instinto de guionista lo preparaba para
olfatear los rastros de una buena historia en cualquier parte: en la confesión directa de
alguien o escondida detrás de una insinuación. Y allí había una.
—¿Su… hija?
—Sí. —El finlandés empezó a vestirse—. Tenía quince años. Vino conmigo a este
país, pero al poco de establecernos aquí desapareció. Se la llevaron.
—¿Quiénes? ¿Guerrilleros, animales salvajes?
Hans tardó un rato en contestar.
—Se la llevó una leyenda.
Dooley respetó su silencio. Hizo sus necesidades, se lavó los dientes y se preparó
para el nuevo día. No sabía qué pensar de aquel hombre tan raro. Cambiaba de piel
tan de repente y de manera tan drástica como una serpiente, lo cual hacía muy difícil
hacerse una idea clara sobre él. Un día era un músico prodigioso y la noche siguiente
un asesino psicópata, cortador de cabezas, para volverse un padre aplastado por una
tragedia con la primera luz del alba. ¿Qué podía hacer Dooley ante tamaña
idiosincrasia? Si Hans fuera uno de los personajes creados por él para sus guiones, la
gente lo tacharía de exagerado.
Para él, ahora mismo, Hans estaba detenido por la policía del pensamiento.
Podrían formulársele cargos por circunspección temeraria, conspiración en estado de
embriaguez y amedrentamiento por imprudencia. Y se quedaría tan ancho. ¿De
verdad era aquel hombre un asesino? ¿Y a qué se refería con lo de que una leyenda se
llevó a su pequeña?
Joder, cómo necesitaba un porro en ese momento. «Súbete al tranvía de
Puestohastalascejastown, Dooley, que nos vamos a dar un paseo», le decía su
conciencia. Le pediría un poco de hierba a Magdalen; seguro que ella tenía.
Como si se sintiera obligado a ello, Hans añadió:
—Usted es inteligente, no es como los demás. Ya se ha dado cuenta de que algo
extraño pasa. Yo lo noté en cuanto me fui a vivir con los mapu, los indios de la aldea

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al pie de la meseta. Ellos me revelaron la existencia de ese instrumento, el
ch’allanaqhosi, y cómo tocarlo.
—Así que, después de todo, tenía nombre… Me mintió. ¿Qué es, una flauta
ritual?
—Algo así. Los Antiguos lo usaban para agradar con su sonido al dios que habita
en este santuario, y atraerlo para que devuelva lo que una vez se llevó. Yo lo uso con
la misma finalidad.
—¿El… dios? ¿Qué dios? ¿Y quiénes son esos «Antiguos»?
—No lo entiende porque es un hombre culto, de ciudad. Una persona moderna.
—Hizo un alto antes de marcharse de vuelta al campamento—. Los mitos de los incas
no desaparecieron hace miles de años como los suyos, yanqui. Siguen vivos, están
aquí. Y exigen que se les pague un tributo insoslayable en sacrificios. El dios se llevó
a mi hija para fundirse con ella y hacerse más humano, como lleva haciendo desde
que el hombre dejó de ser un mono y bajó de los árboles. Si me considera digno de
ello, a lo mejor me devuelve a mi pequeña y se lleva a otra persona que se lo merezca
más a cambio. —Respiró el aire frío de la mañana—. Hoy vendrá a por más. Tenga
cuidado.
No sabía dónde lo había leído, pero Dooley aprendió una vez que un hombre en
estado de shock por un impactante descubrimiento o por una increíble noticia tardaba
exactamente nueve segundos en recuperar la normalidad. Tuvo que transcurrir más o
menos ese tiempo después de que Hans abandonara las letrinas para que acabase de
procesar lo que le había dicho y decidiera que, estuviera loco o no, esa información
bien valía acojonarse un poco.
Y fue entonces, al cabo de esos nueve segundos, cuando el pelo suave y caliente
de Vibrisas le rozó la pantorrilla, su cola envolviéndola con un movimiento de
serpiente.
El animal tenía los ojos turbios, como si aquella noche hubiese visto algo que
había pulverizado su inteligencia de gato.

—Rodando y… ¡acción! —voceó Creelman por el megáfono.


Magdalen estaba descalza; sintió una fría jalea bajo los pies y tuvo que avanzar
agarrándose de los arbustos. En la escena de hoy, el galán afirmaba haber visto algo
moviéndose en el agua, una sombra extraña, y la obligaba a dejar de tomar su baño
matutino con el consiguiente enfado del personaje. Al final tanta prudencia tenía su
recompensa, pues la criatura salía para matar a alguien y no era a ella a quien pillaba,
sino a uno de los secundarios prescindibles —en jerga de cine, BR o «bajas
razonables»—. Flavin meneaba con placer su hoyuelo mientras declamaba sus frases:
—Tranquila, estoy aquí. No hay peligro. Relax. Me parto.
Dooley se frotó la frente, deprimido.

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Vio a Zanuck paseando nervioso. El hombre que se había esfumado la noche
anterior no había aparecido todavía. Y por allí no había pozos ni barrancos por los
que pudiera haberse despeñado. ¿Una deserción? No lo creía. Puede que Creelman no
le cayera bien a todo el mundo y fuera muy déspota con su equipo, pero de ahí a huir
en mitad de la noche como presos fugados de un gulag ruso había un mundo.
Además, ¿a dónde iría, a la selva? ¿De regreso con los mapu?
Los ojos de Dooley saltaron del productor a la roca que ya había bautizado como
«de la cabeza». Uno de los gaffers estaba apoyado distraídamente en ella. Cerca, los
guías peruanos observaban a los yanquis hacer su magia, con rostros tan enfáticos
como un mar en calma. ¿Qué podría hacer para burlarlos? No sabía si todos estaban
en el ajo, compinchados con Hans, pero desde luego algunos sí. Si le contaba a
Zanuck todo lo que había visto, seguramente lo despediría por borracho o por tomar
alucinógenos. Y no le echaría de menos. Hasta un electricista tenía más peso en una
película que el guionista, pues al primero no se le podía sustituir salvo por otro que
conociera el oficio mientras que todos los productores sabían escribir desde la cuna.
Eso era de dominio público.
No, tendría que andarse con cuidado y medir muy bien sus pasos. No podía meter
la pata. ¿Se lo diría primero a Zanuck o a Creelman? ¿Buscaría una aliada en
Magdalen que le ayudara a dar el paso? ¡Dios, qué difícil era el universo de la
paranoia!
De fondo, vio a Hans sentándose en una piedra y poniéndose a afinar el
ch’allanaqhosi. Sus palabras de aquella mañana le vinieron a la mente: «Si me
considera digno de ello, a lo mejor me devuelve a mi pequeña y se lleva a otra
persona que se lo merezca más a cambio. ¡Tenga cuidado!».
«Tenga cuidado»: ¡ironía consumada! Cuántos dobles sentidos metidos en una
sola sentencia cuando el propio Hans parecía ser la amenaza.
El hombre del traje de látex se hundió junto con los nadadores de apoyo y solo
quedaron para marcar su posición unas burbujas.
—Bien —gruñó Creelman con su voz de perro—. Ahora, Magdalen, vas a ser
atacada por el monstruo. Saldrá a la superficie cuando vea la señal que le haremos
con un palo y…
Sin esperar a la señal, Bernie emergió. Y sus compañeros también. Parecían muy
excitados.
—¿Qué demonios…? —se exasperó el director. Casi podía oír su propia vena
latiéndole en la sien—. ¡Aún no he dicho que salgáis!
—¡Señor! —gritó el nadador desde el centro del lago. Parecía fuera de sí, como si
hubiera visto algo allá abajo que le hubiese puesto los pelos de punta—. ¡Ahí
abajo…! ¡Hay algo grande, muy grande!
—Me parto —se rio Flavin mientras se retocaba el maquillaje y el peinado.
Debido a su generosa melena rizada, se pasaba más horas en peluquería que
Magdalen.

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—¿Cómo que hay algo ahí abajo? —preguntó Zanuck.
—¡Es una especie de escultura tallada en la pared! ¡Enorme, por lo menos mide
trece metros de alto! ¡Parece la cara de un rey indígena con una corona!
Los quechuas intercambiaron una mirada silenciosa que pasó inadvertida para
todos menos para Dooley.
—¡Fantástico! —se maravilló Zanuck, y se volvió hacia los peruanos—. ¿Sabían
que eso estaba ahí abajo? ¿Qué es, una antigua reliquia de su pueblo?
—Nosotros no sabíamos… Puede que antiguo templo inca —dijo uno, el que
mejor hablaba inglés. Sin embargo, Dooley tuvo la impresión de que estaba
mintiendo. ¿Por qué ocultar algo como eso? ¿Qué ganaban negándolo?
—¡Increíble, menudo descubrimiento! —El productor estaba radiante; incluso se
había olvidado de su hombre desaparecido—. ¡Quiero verlo con mis propios ojos!
—Y yo… —dijo Creelman.
Al rato, muchos miembros del equipo estaban en bañador y sumergiéndose para
descubrir qué había en el fondo de la laguna. Incluso el propio Dooley lo hizo,
acompañado por una sonriente Magdalen. Ambos bajaron unas cuantas brazadas. No
hacía falta más, por lo que les dijo Bernie.
Y vaya si lo vieron.
Abriéndose paso a través de la turbiedad del agua aparecían aquellos rasgos
desbastados en piedra, aquel ceño eternamente fruncido y la nariz y los labios de un
guardián de otra era. Era una cara tallada en la roca, cuya boca parecía ser una
entrada cegada por un desprendimiento de piedras producido eras atrás. Dooley
volvió a la superficie para coger aire.
—¡Dios, qué maravilla! ¿Elías, lo has visto?
—¡Claro que sí, y que me parta un rayo ahora mismo si no lo vamos a incluir en
la película! Dooley, ya me estás variando todo el tercer acto para que incluya a esa
cosa en la trama. ¡Tomasito! —llamó al jefe de los guías—. ¿En serio no teníais ni
idea de que eso estaba ahí? ¿Cómo es que el gobierno de tu país no ha explorado esta
zona en busca de ruinas arqueológicas?
El quechua se encogió de hombros y dio una respuesta vaga.
—¿Cómo es que su gente construyó algo así bajo el agua? —preguntó Magdalen
—. Esa cosa debe de tener mil años. Con la escasa tecnología de que disponían,
¿cómo lo lograron?
—Los antiguos griegos tampoco tenían grúas de gasoil y sin embargo levantaron
el Partenón, una de las mayores maravillas arquitectónicas de todos los tiempos —
opinó el guionista—. De todos modos, ¿te fijaste en los árboles que había allá abajo,
sumergidos? Eran cinchonas, las plantas de la quina, con la que se fabrica la quinina.
—Sí, ¿y qué?
—Un árbol como ese no crece bajo el agua. Seguramente, hace siglos este lago no
era tan grande y tanto la cara del templo como los árboles estaban al aire libre —
elucubró—. Pero centenares de años de continuas lluvias y un escaso drenaje por

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filtración seguramente hicieron que aumentase tanto su volumen que al final rebasó la
cara.
—O sea, que esa escultura es antigua, muuuuuy antigua. —Los ojos del productor
resplandecían de codicia—. ¡Y nosotros la hemos descubierto! ¡Dios, vamos a
hacernos de oro con esta película! ¡Imaginaos la publicidad!
Mientras Zanuck se perdía en sus sueños de rey Midas, Dooley observó a Hans,
que no había mostrado el menor interés en el hallazgo. Seguía sentado en la punta
norte del campamento, aferrado a su instrumento como si fuera un arma defensiva, y
miraba a los cineastas con una tranquilidad de cobra. A Dooley aquella actitud no le
gustaba nada de nada. Sintió que un escalofrío, heraldo de malos presagios, le trepaba
columna arriba.
Hans cogió el instrumento con ambas manos, como el soldado que agarra su fusil
porque teme que algo esté a punto de pasar. Y lo sostuvo así, sin tocarlo pero
preparándose para hacerlo en cualquier momento. Eso inquietó a Dooley de una
manera que no supo explicar, porque él también podía percibirlo: era como si se
respirara en el aire una tensión, una tensa espera… Como si algo estuviera a punto de
pasar, y ya no fuera cuestión de cómo —o de si debían— evitarlo, sino de enfrentarse
planamente a ello en cuanto ocurriera.
El guionista miró al lago.
Unas burbujas subieron desde muy abajo, haciendo cómicos plops en la
superficie.
—¡Voy a sumergirme otra vez para examinar la cara más de cerca! —anunció el
submarinista, mirando a Zanuck para que le diera su apr…
Algo lo arrastró hacia el fondo, tirándole de los pies.
Durante los primeros cinco o seis segundos, nadie se percató de que había pasado
algo inusual, ni siquiera sus compañeros buzos. Como no había habido gritos ni nada
que se saliera de lo normal, salvo la extraña y brusca manera de sumergirse de
Bernie, ningún miembro del equipo pensó que le hubiera pasado algo malo. Solo
Hans se tensó, su fría mirada azul clavada en el agua, el ch’allanaqhosi firmemente
atrapado entre sus dedos.
Acercó sus labios a la boquilla y…
Un borbotón de algo rojizo subió a la superficie, manchándola como aceite
bombeado desde abajo. Los primeros en retroceder fueron los dos buzos, pero uno de
ellos sufrió un empujón, como si algo hubiese pasado por debajo rozándole las
piernas. Su cuerpo se desplazó medio metro hacia un lado, pero no de una manera
natural, lógica, sino como si estuviera siendo empujado por una fuerza ajena a él.
Como si algo invisible lo hubiese atrapado y lo estuviera zarandeando.
El tercer nadador metió la cabeza bajo el agua para mirar qué demonios estaba
pasando, y cuando la sacó de nuevo, su cara era un rictus de pánico. Empezó a dar
violentas brazadas y a patalear como un niño asustado más que como un atleta

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profesional: sin estilo, sin gracia, solo con furia. Intentando llegar a la orilla. Pero
fuera lo que fuese lo que había allí abajo, no le dejó.
Los gritos empezaron más o menos en este punto, cuando el lago empezó a
teñirse de rojo por el efecto de los cuerpos que estaban siendo destrozados en ese
mismo momento, delante de las atónicas caras del equipo de filmación. Y, sobre todo,
cuando los miembros amputados afloraron a la superficie: una pierna del segundo
nadador, la cabeza y medio torso de Bernie, arrancados de cuajo —que los miró
desde detrás de sus ojos falseados, de disfraz de carnaval, como si siguiera sin
entender la naturaleza del chiste—, y los pies del tercer hombre, que habían sido
partidos a la altura de los tobillos y luego descartados como la parte menos deliciosa
y sobrante de un manjar.
—¡Por Dios bendito! —exclamó Creelman, desatando una tormenta de
exclamaciones, maldiciones y chillidos que provino del resto de la gente a sus
órdenes. Todos retrocedieron en masa alejándose de la orilla, incluso los peruanos, a
los cuales se los percibía asustados mirando todo aquello.
La mano de Dooley buscó la de Magdalen, y ella la de él, y ambas se encontraron
más o menos a medio camino de ese acto reflejo. Chocaron, más bien, anudando sus
dedos como efecto secundario de la colisión, como dos pulpos ciegos que
colisionaran en una nube de tinta. Más tarde, Dooley analizaría con calma el
momento —ahora no podía pensar en otra cosa que no fuera salir corriendo—, y
llegaría a la gratificante conclusión de que Flavin estaba situado a la misma distancia
que él, solo que del lado contrario. Sin embargo, la mano que ella buscó fue la suya.
No la del cachas guapo, sino la del guionista feo. «Chúpate esa, hoyuelo de los
cojones».
—¡Salgamos de aquí, hay algo en el agua! —llegó a gritar, aunque
innecesariamente, porque todo el mundo había sucumbido ya a ese instinto. Elías dijo
que no con la cabeza, no sabía si porque habían muerto tres de sus hombres o porque
las cámaras no estaban filmando.
En ese momento hubo una explosión de gotitas y espuma, cuando algo grande
salió de un salto del lago y se plantó en la orilla. Bien expuesto, a la vista de todos, en
toda su imposible gloria.
Y Dooley, como buen guionista, supo que ellos habían llegado al acto final de
aquel drama.

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IX
5 de Agosto de 1533
(El Dorado)

La habitación que conformaba el recinto principal del templo era el sueño dorado
—nunca mejor dicho— de cualquier conquistador. Pues empequeñecía incluso al
famoso cuarto del rescate en el que Pizarro había mantenido preso a Atahualpa, y que
fue cubierto una vez de oro y dos veces de plata. Un volumen de riquezas traído de
los cuatro confines del imperio que habría hecho llorar de envidia incluso a la reina
Isabel. Nada de eso, sin embargo, podía compararse con lo que había allí dentro.
—Inés, dime que no me engañan los ojos… —susurró el conquistador—. ¿Estás
viendo eso?
—Lo veo y no lo creo… —murmuró ella.
No era para menos, pues aquella habitación de treinta o cuarenta metros
cuadrados por casi veinte de alto estaba llena a rebosar de oro, plata, gemas,
diamantes, elaborados manteles, ricas sedas, bellas esculturas y todo tipo de objetos
preciosos imaginables. Traducido a coronas, ducados y maravedíes, con el valor de lo
que había allí dentro se podía comprar media España.
Pero el tesoro no estaba desprotegido: había cuatro personas presentes, una con
un rango de curaca o mayor, a tenor de sus ropajes, dos sirvientes varones y una
mujer que tocaba un extrañísimo instrumento musical. El primero vestía ropas
ceremoniales y lucía una corona de plumaje de loro, una especie de armadura hecha
con caras de dioses talladas en madera y una falda larga y entablillada. Pero lo más
impresionante no era eso, sino que estaba cubierto de la cabeza a los pies por un
polvillo del color del sol en su más alta hora del día: era una película de oro puro, de
eso a Pizarro no le cupo la menor duda, y menos cuando vio que el primero de los
sirvientes se la estaba soplando encima de la piel, como si su señor fuera un lienzo y
él lo estuviera pintando de dorado. Usaba un instrumento parecido a una cánula con
una cazoleta donde se almacenaba el polvo.
El segundo sirviente estaba haciendo lo mismo, pintando con oro en polvo
soplado…, pero no a otro curaca, sino a una momia colocada encima de una peana,
en la típica posición sentada de sus enterramientos. Y no una cualquiera, sino justo
aquella que había dado comienzo a la pesadilla: el cuerpo sin vida de Ataw-wallpa, el
Ave de la Fortuna en persona. Al fin lo habían encontrado, y habían sorprendido a sus
ladrones en pleno proceso de embalsamamiento.
La muchacha, que no debía de tener más de dieciséis años, dejó de tocar en
cuanto los europeos entraron en la gran sala.
La ira hizo presa del español, que agarró el florete con ambas manos dispuesto a
descargar unos golpes decisivos primero sobre aquel sirviente, el que «vestía» a

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Atahualpa, y después sobre la momia. Pero antes, miró con odio infinito al noble inca
y le dijo:
—Perro sarnoso, por tu culpa hemos pasado por un infierno en vida. Porque
seguro que tú eres el nuevo príncipe de estos hombres diminutos, el que está llamado
a recoger la antorcha que Atahualpa dejara apagarse, o no estarías en este lugar
prodigioso. Por eso —le apuntó al pecho con el extremo de la espada—, vas a pagar
por los pecados de tu gente. Tú y esa momia decrépita de ahí.
Sin inmutarse, el inca se inclinó hacia delante y esparció polvo de oro sobre la
tarima en la que estaba sentado. Pizarro se fijó en que a ambos lados de esta había
dos albercas rectangulares no muy anchas, llenas de agua, que se imaginó que
conectarían con el lago de fuera. Una de ellas estaba más turbia que la otra, como si
el líquido estuviera lleno de impurezas. El inca, dejando caer el polvo fino de su
puño, dibujó una especie de mandala alrededor de dos piedras preciosas: un ópalo y
una amatista. Luego, señaló a los recién llegados.
—Qhechwi insolé, inaimatiaga, chuwanba ejjnatu-ihhiricocra! Ay manu wata
hai!
¿Qué dialecto era ese? ¿Cozco, cochabamba, tucumán, imbabura…? Pizarro no lo
había escuchado nunca, pero le daba igual. Tampoco hablaba ninguno de ellos, solo
conocía palabras sueltas en algunos.
—Ya, claro que sí…, lo que tú digas. Mejor vete congraciándote con tus dioses,
hereje, porque lo vas a necesitar.
Pizarro echó el brazo hacia atrás para ganar el impulso que necesitaba para
pincharle —los floretes no eran armas cortantes sino perforantes; no mataban dando
tajos, sino hundiéndose de frente en la carne del enemigo—, pero su esposa lo detuvo
agarrándole la mano. Le señaló los dibujos que estaba haciendo el inca.
—Espera, Francisco. Mira eso.
Conteniendo a duras penas su enfado, el hombre obedeció. Aunque al principio
no vio nada, una forma reconocible empezó a abrirse paso por su cabeza: el contorno
del viejo continente, Europa, y el de su hermana África. Estaban dibujados
toscamente, pero no había duda de lo que representaban. Luego, había círculos y
elipses que formaban algo parecido a paralelos y meridianos y a líneas marinas. El
inca estaba dibujando con líneas de polvo lo que había al otro lado del mundo, su
mundo, y siluetas que Pizarro, avezado navegante, no reconoció: formas de islotes o
de penínsulas innombradas; largos continentes que extendían de norte a sur su
imperio de los horizontes; tierras ignotas que, si no estaban siendo inventadas por
aquel loco, tenían su espejo en leyendas muy antiguas de la humanidad, como las de
Lemuria o la Atlántida.
Era un mapa del mundo conocido trazado en polvo de oro, tan frágil que una leve
brisa podía destruirlo. ¿Pero cómo era posible que aquel hombre primitivo, que ni
siquiera sabía dónde limitaba por el este su continente, supiera tales cosas? ¿Cómo
podía dibujar el perfil de costas que jamás había visto, o lo que había al otro lado de

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inmensos océanos? ¿Acaso era un brujo, uno de esos hombres-pájaro al que se le
presuponía el poder de transformarse en ave y contemplar el mundo desde arriba?
Pizarro se fijó, sobre todo, en las masas de tierra que no aparecían en ningún
mapa dibujado por los europeos. Había una al sur que ocupaba buena parte de lo que
ahora era el océano Atlántico y que, si la escala era correcta, debía limitar con las
Canarias y las Azores. Era un continente que él sabía que no estaba allí. Pizarro
estaba seguro porque había cruzado esos mares muchas veces y nunca había avistado
tierra en esa dirección.
—Estás equivocado —le dijo al inca. Trató de hacerse entender por medio de
gestos—: Esa-tierra-no-existir. No-hay. Solo-agua.
El inca señaló primero un grabado que había en la pared y luego recogió un poco
de agua con la mano del estanque puro, no del turbio. Lo volcó sobre esa parte del
dibujo dando a entender que si esa masa de tierra había existido, fue sepultada un día
por las aguas. Cuando Pizarro miró al grabado se asustó, pues representaba a los seres
acuáticos que se habían llevado a fray Vicente.
—Quara sillawey wallpé, inkhara melêne!
—Me estás diciendo… que esas cosas vinieron de una tierra que se hundió —
dedujo Pizarro, y buscó confirmación en los ojos de su esposa. Esta asintió: había
entendido lo mismo—. Llegaron aquí a través de los ríos y del oscuro mar, y se
convirtieron en vuestros dioses…
De alguna forma, el inca sí parecía entenderlo a él, porque asintió con la cabeza
como si aprobara esa teoría. Fue señalando con el dedo los grabados de las paredes,
que completaban la historia que los españoles habían visto pintada en la cueva. Había
una representación esquematizada de la criatura, que aludía en cierto modo a sus
rasgos básicos. Era algo así como pintar una raya vertical y añadirle otras cuatro y un
círculo para representar al ser humano. Pero luego, esa forma básica se mezclaba con
otras que representaban animales de la selva: caimanes, aves, felinos, simios… e
incluso hombres. A medida que esa fusión de diferentes especies se iba concretando
—bajo constelaciones punteadas que iban cambiando y que podrían representar el
paso de los milenios—, la silueta principal del monstruo también evolucionaba,
adquiriendo rasgos de aquellos animales a los que depredaba. Se volvía más grande,
más monstruosa, más adaptable. Y, en cierto modo, y tal y como parecía sugerir el
último de los dibujos, en el que por primera vez la criatura llevaba un palo con una
llama cogido con la mano…, más lista.
Lo que se formó en la mente del español no fue una simple teoría, sino una
invitación directa a visitar los calabozos de la Inquisición si llegara a contárselo a
alguien o a difundirlo como una nueva verdad. Pizarro entendió que, según los mitos
de aquella gente, el contacto entre los monstruos y diversas especies selváticas,
incluida la humana, llevaba produciéndose desde tiempo inmemorial. Y no era un
contacto amigable: el que estaba encima de la cadena alimentaria se comía a los
otros, que lo veneraban como a un dios, y gracias a esa depredación iba absorbiendo

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poco a poco sus características físicas. Se podía decir que el dibujo más actualizado
del monstruo poseía rasgos de reptil, de anfibio, de simio, de león breñero y de
jaguar. Combinaba la resistencia y ferocidad de unos con la agilidad de los otros, y
también su capacidad subacuática de respirar bajo el agua. Era el ser perfecto.
Pero el gran cambio había llegado cuando ese superser encontró al hombre.
Porque este, tan débil en apariencia, le aportó algo que ninguna de las otras especies
tenía: un pulgar oponible, capacidad para agarrar cosas y manipular el entorno.
Inteligencia. Y eso valía más que todas las demás características juntas.
Pizarro retrocedió unos pasos alejándose del inca, aturdido. Inés estaba igual de
confusa que él, o puede que más, porque su afilada mente iba dos pasos por delante y
había llegado a una serie de conclusiones que su marido todavía no había empezado a
vislumbrar.
—Dios santo —balbució el hombre—. Eso es lo que son esas cosas…
Organismos adaptables, depredadores perfectos… Por eso lo que se llevó a fray
Vicente tenía forma humana, ¿verdad? Parecía uno de nosotros porque su especie
adoptó nuestra forma…
—¿Qué aspecto tenían originalmente esos seres? —preguntó Inés, a sabiendas de
que ninguno de los nativos hablaba español—. No se parecían para nada a nosotros,
¿verdad?
El inca, sorprendentemente, negó con la cabeza. Y señaló un garabato que podía
ser el punto de origen del mural, donde había algo caótico, primordial, que parecía
una nebulosa en constante cambio o una masa orgánica indefinida. La representación
primaria del caos. Y de ahí había pasado a tener una cabeza, dos brazos y dos piernas,
pero sin desdeñar las garras ni las aletas ni los colmillos de estadios anteriores de la
evolución.
—Quieren ser como nosotros —entendió Inés—. Esas cosas quieren convertirse
en hijos de Dios, como Adán y Eva.
Pizarro miró con terror el dibujo en el que uno de ellos agarraba una antorcha. En
el que al fin, tras milenios de cambio, por fin conseguía manipular el fuego. Un
miedo gélido le comprimió el alma.
—Su objetivo es adquirir nuestra inteligencia para convertirse en los amos de la
energía. En manipuladores de los elementos. Si lo consiguen, nada habrá ya que los
detenga. —Miró al inca—. La especie humana desaparecerá, sustituida por la de
esas… cosas. Serán los nuevos amos de la Tierra.
El indio se limitó a mirarle.
Pizarro levantó su espada.
—Vas a decirme cómo se les mata, mono amarillo —le amenazó—. Cómo logro
acabar con esos «dioses» tuyos. ¡Ahora! O te cortaré en pedazos.
Los dos sirvientes retrocedieron espantados, pero el noble permaneció allí,
impávido, mirando al conquistador. Sus ojos parecían encerrar la sabiduría de
generaciones de guardianes de aquel santuario, pues su memoria era al mismo tiempo

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aguda y perenne, y podía recordar no solo los tiempos en los que por aquel esbozo de
paraíso pululaban los suplicantes que habían visto a la Bestia, sino a los seres de toda
forma y condición que la adoraban. Era capaz de reconocer las diferentes fases por
las que había pasado su dios, con cada rasgo idiosincrático, cada formación ósea
particular y cada variación en su actitud hacia los humanos. Era una memoria
heredada de sus ancestros por el camino del mamakua, la planta alucinógena ritual.
Tiempo hubo en que aquellas desiertas soledades bullían con el rugido de
Copacati y con las conjeturas de los incas, alimentadas por sus mitos, sobre cómo iba
a ser el futuro. Pero todo cambió cuando llegaron los viracocha. Ellos no tenían
miedo. Se creían capaces de enfrentarse a la diosa con sus armas y su tecnología… y
puede que fueran capaces de hacerlo. Esto último era lo que suponía la principal
diferencia.
Entonces, el indio hizo lo que menos esperaban los españoles: abrió la boca,
colocó la lengua en posiciones que no le eran para nada cómodas, y pronunció en
castellano:
—Invasores… perecerán… Copacati… todopoderosa… Ella… destino…
ineludible…
Y señaló la piscina de agua turbia, donde, ahora que estaban más cerca, pudieron
ver que había algo allá abajo, sumergido.
Con el corazón en un puño, Inés y Pizarro se aproximaron para ver qué era, y
cuando lo vieron, de lo más profundo de sus pechos brotó el más espantoso aullido de
terror. Porque dos ojos los miraban con infinita pena desde allí, y pertenecían a una
persona que ambos conocían: fray Vicente de Valverde, un cadáver insepulto con una
expresión beatífica en la cara. Pero no estaba entero, sino que allí solo estaba la mitad
superior de su torso, con el látigo de la espina dorsal colgando como una cuerda por
detrás. Unos peces parecidos a pirañas lo estaban devorando, arrancando pequeños
pedazos de su carne que se quedaban flotando en la piscina, lo cual explicaba la
turbiedad del agua. Y bajo aquellos peces, en la oscuridad, se insinuaba otra forma
humanoide que también se había apuntado al festín… pero esta no estaba muerta. No
era el cadáver de una víctima, sino uno de los comensales.
El inca, cuyas yemas de los dedos se tocaron en un gesto curiosamente clerical,
señaló el grabado de la criatura sosteniendo el palo de fuego, más que al monstruo al
palo en sí, y luego a la espada de Pizarro. Al metal conseguido gracias al control total
sobre ese fuego.
—Rka jamu-wa chamma kuinki —le dijo. Y no hizo falta traducción.
Inés se dio la vuelta para escapar de aquel lugar que parecía la antesala del
infierno, no le importaba si su marido la seguía o no. No soportaba estar un segundo
más allí dentro. Por desgracia, en cuanto intentó atravesar a la inversa el pasillo que
conducía al exterior, se detuvo en seco. Porque allí fuera había una pared de guerreros
nativos que estaban muy quietos, inmóviles, mirando hacia dentro. Había una cierta

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serenidad entretejida con la amenaza. No parecían atreverse a entrar, pero tampoco
dejarían que nada saliese de allí si no era con la connivencia del sacerdote.
La mujer retrocedió lentamente hasta la gran sala del tesoro y le dijo a su marido,
con una voz al borde del colapso:
—Estamos atrapados.
A Pizarro le ardieron dos carbones en los ojos.
—¡Maldito seas, sacerdote! ¿Sabes lo que pienso de tus mitos? ¡Esto! —gritó, y
descargó un tajo con la espada que no iba directo al noble, sino a la momia de
Atahualpa, que quedó decapitada. La cabeza del rey muerto rodó por el suelo hasta
caer en la alberca. El sirviente que estaba bañándolo en oro intentó alejarse de ese
arrebato de furia, pero el metal del conquistador, ungido con el poder de la venganza,
le atravesó primero el pecho—. ¡Esto es lo que yo hago con tus mitos, mono
asqueroso! —Los siguientes tajos fueron a la pared, donde la punta del florete,
echando chispas, arruinó algunos grabados que llevaban allí quién sabía cuántos
siglos. De ellos brotó, como si fuera sangre, un moho que semejó una secreción
pestilente y mucilaginosa al mezclarse con la arena. Tras esto, ardiendo de rabia,
aquella misma punta incandescente se aproximó a la frente del sacerdote—. ¡Vuestro
tiempo se acabó, el tiempo de los incas y de sus mitos ya se agotó! ¿Es que todavía
no lo has comprendido? ¡Todos moristeis el día en que Colón zarpó de Palos!
Si Pizarro creyó por algún mísero instante que el sacerdote se iba a dejar ensartar
sin lucha, estaba equivocado. Cuando la espada buscó su cabeza, el indio se movió
como una culebra, retrocediendo y poniéndose en pie, todo en un único y fluido
gesto. Al mismo tiempo, una cunca chucuna, un hacha partecuellos, apareció en sus
manos y se inflamó con un fuego redentor, con una llama de esperanza. Era una
deflagración lenta y azul que bañaba la hoja, y que la hacía parecer forjada en los
crisoles del inframundo. El inca apuntó con ella al español y dijo:
—Yo… soy… Tsapac… el Guardián… —El sonido brotó entre sus dientes
cariados—. Esposo de… Copacati. Tú morirás…, hereje…, y tu sabiduría y tus
huesos… alimentarán a la diosa… para hacerla más perfecta…
—¡Si eso es lo que quieres, ven a por mí, idólatra de Satanás! ¡El acero de España
te está esperando!
Dos mundos colisionaron con el choque de aquellas armas. Por encima de sus
cabezas, a través de los tragaluces que dejaban pasar las rayas de luz, un cielo
despojado de sus dolorosos púrpuras los vio luchar, espada contra hacha, ira contra
cólera, y el dios de la lluvia empezó a llorar sobre el templo. Las pupilas del
sacerdote, que tenían el brillo del pedernal recién golpeado, se reflejaban en las de
Francisco Pizarro, que sabía que allí no se estaban jugando solamente el destino de
dos hombres, sino el de dos imperios. Y, quizás, también el de sus religiones.
«¡Teme a la muerte que viene desde más allá del mar!». Aquí abajo, en las
oquedades rellenas de oro de la tierra, podemos ver cómo el castellano se lanza sin
temer ningún mal sobre el hacha de su oponente. Y cómo este, imbuido por ese poder

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especial que tienen los que se saben en territorio propio, los que luchan en su casa y
por aquello que más aman, detiene fervientemente sus estocadas y contrarresta con
habilidad sus golpes. Las pautas de lucha de los dos guerreros son extravagantes,
parásitas, imitativas. Mientras las estrellas se hacen visibles y rotan en el cuadrante
norte del firmamento, ambos se exploran, se desafían, se aman a su cruenta y singular
manera. Buscan atravesar el corazón del otro con sus tajos y sus embestidas, sus
huesos chirriando como estructuras de madera vieja. Pero las defensas son
impenetrables; las estocadas, precisas. Los cometas del cielo llueven como meteoros
encima de sus sombras.
El momento cumbre del combate llega cuando ambos luchadores detectan a la
vez una grieta en la defensa del enemigo, y la aprovechan. Los dos al mismo tiempo.
Pizarro, que viste solo su camisa y no lleva armadura —tuvo que despojarse de ella
en aquel pozo o jamás habría logrado bucear hasta el otro extremo, aunque ahora lo
lamenta—, ve que el inca levanta demasiado el brazo del hacha con intenciones de
descargar un golpe especialmente poderoso. Tsapac, a su vez, nota que el cansancio
empieza a hacer mella en el español y que también le hace cometer un error,
despejando un camino directo hacia su pecho. Ambos hombres embisten al mismo
tiempo. Las ciudades incas del Imperio son palpitantes sepulcros de luz en la lejanía
cuando espada y maza se arrojan hacia delante, apuntando una a un pecho blando y la
otra, a una tetilla dorada.
Y ambas golpean certeramente.
El tiempo se congeló en un instante, e Inés soltó una exclamación ahogada.
—¡¡Francisco!!
Su amado no contestó: tenía el rostro a escasos centímetros del de su enemigo, y
una nube negra pendía sobre él como el presentimiento de un gran peso, de una
inminente desgracia. Las narices de ambos estaban tan próximas que sus
respiraciones entrecortadas se mezclaron, hasta que los dos miraron hacia abajo. El
florete del español había impactado sobre el corazón del inca, mientras que el hacha
de este, inflamada por la luz roja de su furia, había golpeado en el lugar correcto del
esternón de Francisco. Con la diferencia de que uno penetró profundamente y el otro
no: la punta de la espada fue parcialmente detenida por la armadura de madera de
Tsapac, mientras que la camisa de Pizarro no opuso ninguna resistencia al filo de la
partecuellos.
Inés pareció moverse a cámara lenta, escalando por encima de montañas de oro
mientras provocaba avalanchas de monedas. Saltó sobre su marido y lo agarró por la
espalda, echándolo hacia atrás. El sacerdote también se separó de ellos, taponándose
con la mano un chorro de sangre: el florete había taladrado su carne a pesar de no
haberse hundido muy adentro. El rostro de la diosa tallado en la armadura que había
perforado era el de Copacati.
Pizarro cayó sobre el regazo de Inés, su vista perdida en el techo. A través de un
agujero pudo ver tentáculos colgantes bajo una obesa luna blanca, como vetas de

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cuarzo. ¿Ya se había hecho de noche, o es que la luna había salido en pleno día para
encalar su muerte? El dolor en su pecho era frío, anestésico, casi embriagador.
—He… he fracasado… —balbuceó.
—¡No! —Ella lo acunó en su regazo, manchándose las manos con su sangre—.
No has fracasado, esposo mío. Sigues siendo aquel que conquistó estas tierras para la
noble España… y para mí.
—Tú… tú eres mi auténtica reina, y no Isabel de Portugal, ni la sin par Juana I…
—Lo sé, mi amor. Lo sé. —Las lágrimas de Inés resbalaron por encima de dos
rostros pegados, tan juntos el uno al otro que parecían compartir la misma piel.
El sacerdote se quedó de rodillas al otro lado de la habitación, pero ni quiso ni
intentó huir de allí. Señaló la piscina de agua clara y dijo:
—El alma trasciende… de un cuerpo a otro… Si quieres que él viva…, Copacati,
ella guardará… en su pecho… su memoria.
Inés abrazó con más fuerza a su esposo.
—¡No, jamás se lo entregaré a ese monstruo! ¡No para que lo devore! —gritó
enfurecida—. Si queda aunque sea una chispa de nobleza en tu sucia alma, Tsapac,
deja que me lo lleve. —La voz se le quebró mientras le peinaba los rizos de la frente
—. Que le dé santa sepultura, según nuestras costumbres.
El inca negó lentamente con la cabeza y preguntó:
—¿Igual que… vosotros nos dejasteis hacer con… Atahualpa? —Señaló su
momia decapitada.
Ese fue el momento en que Inés se derrumbó: aquel en el que una persona que ha
cometido ciertos errores en su vida se da cuenta de que ya no hay vuelta atrás y que
es imposible borrar la pizarra para que se quede vacía. Su mano se alargó a tientas
hasta la empuñadura del florete, y se preguntó si tendría fuerza suficiente como para
ensartárselo desde delante, atravesando primero el cuerpo de su marido y luego el
suyo propio, de forma que el mismo ángel los encontrara subiendo a los dos, alma
fundida con alma, hacia el mismo lugar del cielo.
Sin embargo, algo pasó que arruinó ese plan: la superficie de la alberca burbujeó
y de ella salió una figura indudablemente humanoide, aunque poco la hermanara en
realidad con la dinastía derivada de Adán. Inés, a menos de un metro de ella, la
contempló con esa fascinada incredulidad de quien asiste a un milagro.
Era la criatura pequeña, la más humana de las dos. Medía solo metro sesenta de
estatura, y su aspecto era mucho menos monstruoso que el de la que se había comido
a Vicente. Su piel era un traje de dentículos acomodados para que apuntasen a sus
pies, a la zona hacia donde resbalaba el agua cuando nadaba, igual que la de un
tiburón. Sus ojos, dos jaspes de un descolorido humo verdoso. Las espinas que salían
de su espalda eran suaves crestas blancas como frondas bajo una tenue luz lunar. Y su
rostro, aunque pareciera increíble, no estaba desprovisto de belleza, pues era delgado
y simétrico como el de una niña. Solo que no tenía nariz, o esta no sobresalía para

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nada de la línea de la piel, y las cuencas oculares se parecían más a dos pozos
redondos como pupilas de muñeca que a las de una chica humana.
Con delicadeza, la criatura extendió sus manos hacia Inés, como ofreciéndole una
posibilidad absurda, impensable: que esta le entregara el cuerpo de su esposo, el cual
tosía sangre. A Pizarro aún le quedaban unos últimos granos de arena en su reloj vital,
y aunque expulsaba sangre por la boca en cada espiración, seguía agarrándose a la
vida.
Inés negó con la cabeza, pero seguía mirando hipnotizada a aquel ser imposible
que desafiaba todo lo que le habían contado desde que era pequeña. Nada de esto se
describía en la Biblia, el único manual que tenían los cristianos para entender cómo
funcionaba el mundo. ¿Era acaso un ángel lo que estaba viendo? ¿Tenían en realidad
ese aspecto de seres acuáticos en lugar de celestes…? ¿O simplemente aquella
criatura no tenía nada que ver con sus mitos católicos?
—Sé que para vosotros ser… herejía… —murmuró Tsapac—. Pero esta única
manera de… de que él pueda… vivir.

Salgamos…

Inés lloró amargamente, decidida a no dejarse arrebatar por nada del mundo el
cuerpo de su marido. Pero había algo que emanaba de aquellos ojos, algo del carácter
divino intrínseco a la mirada de Copacati. Era una voluntad que doblegaba la de los
seres vivos normales, y al final, la mujer relajó los brazos. El ser metió los suyos por
debajo de Pizarro y lo levantó como si pesara lo mismo que una pluma. Lo miró con
ternura y se sumergió con él en el agua. Inés soltó un gemido ahogado y se lanzó tras
ellos, sumergiéndose también. Se llevase a donde se llevase aquella cosa a Pizarro,
ella iría allí también.

Salgamos de…

El sacerdote los vio desaparecer bajo las aguas e hizo eso a lo que nadie de su
casta estaba demasiado acostumbrado: sonreír. Y miró a la pared, donde un último
dibujo había escapado a la furia devastadora de Pizarro: uno en el que unas figuras
más altas que el inca medio y armadas con una espada se encontraban frente a frente
con la diosa… y acababan venerándola y fundiéndose con ella.

Salgamos de aquí, hay algo en…

—La profecía… —dijo en su lengua. Y su sonrisa se llenó de dientes.

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9
30 de Abril de 1953
(Caos)

—¡Salgamos de aquí, hay algo en el agua! —llegó a gritar Dooley, aunque


innecesariamente, porque todo el mundo había sucumbido ya a ese instinto. Elías
sacudió negativamente la cabeza, no sabía si porque habían muerto tres de sus
hombres o porque las cámaras no los estaban filmando.
Hubo una explosión de gotitas y espuma cuando algo grande salió de un salto del
lago y se plantó en la orilla. Bien expuesto, a la vista de todos, en toda su imposible
gloria. Dooley, como buen guionista, supo que sus vidas habían llegado al acto final
de aquel drama.
—¡Dios mío! —gritó Flavin con una voz curiosamente afeminada—. ¿¿Q… qué
coño es eso??
El unicornio de peluche sería para quien pudiera contestar con un mínimo de rigor
a esa pregunta, o eso pensó Dooley. Si era un efecto especial —una especie de broma
de mal gusto llevada a cabo por los chicos del departamento de FX—, era el más
alucinante que hubiera visto en su vida. Solo por el realismo de la criatura que
acababa de salir del lago ya se merecían no uno, sino siete premios Óscar.
Pero no, no podía ser una broma de los cerebritos de efectos especiales: ni en sus
mejores sueños, con la tecnología que tenían disponible, habrían podido conferir
semejante pátina de realidad a aquella masa de carne húmeda, a aquella garganta que
poblaba el aire quieto con resonancias estentóreas.
La sonrisa en el rostro de Flavin se petrificó en un gesto que gritaba su terror,
pues la cosa lo miró a él, directamente, con dos pares de ojos montados unos sobre
los otros. Entonces abrió dos bocas, también paralelas, incrustadas una dentro de la
otra, y rugió. Era un sonido que parecía proceder de profundidades inimaginables,
cristalino como un carámbano y grave y poderoso como un terremoto.
—¡Que Dios nos proteja! —chilló alguien, por la voz, o bien el director, o bien el
productor, y la estampida de gente montaña arriba comenzó. Dooley agarró a
Magdalen y los dos fueron subiendo a base de grandes zancadas que recordaban más
a cabras montesas que a actrices o guionistas. El pánico era un magnífico propelente.
—¡Corre, no te pares! —le dijo a la actriz, que no lo necesitaba pues estaba en
mejor forma que él. Por detrás, más allá del alcance de su vista («gracias, gracias,
gracias»), el ser estaba haciendo una masacre entre los miembros del equipo: justo en
la periferia de la visión de Dooley, la gente desaparecía de forma cómica, como si
algo los agarrase y los empujase más allá del plano que delimitaba una escena. Las
carísimas cámaras de cine, los trípodes con los focos y todo el material rodaban por el
suelo siendo pisoteados sin piedad. Miles de dólares que normalmente servían para

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transformar la realidad en magia eran destrozados cuando esa misma magia se volvía
real.
Si Dooley no giraba la cabeza, la película de terror seguiría siendo de esas que le
escamoteaban amablemente el gore al espectador, ocultándolo más allá del alcance de
la imagen. Como en las películas de terror que se hacían en Hollywood, la sangre y
los desmembramientos ocurrían en ese espacio neutro en el que también estaba
metido el sexo: al otro lado de una cortina, detrás de una luz apagada o más allá de
las esquinas del encuadre.
Pero si se atrevía a girar la cabeza, cosa que tuvo que hacer en un momento en
que Magdalen se había quedado atrás…, entonces la cosa cambiaba. En ese horrendo
instante, Dooley pudo ver que el monstruo iba avanzando detrás de los que huían,
matando a unos y a otros sin que aparentemente le costara ningún esfuerzo. Nadie se
libraba de eso, ni siquiera los quechuas, algunos de los cuales yacían desmembrados a
la orilla del lago. Las personas, con la boca abierta, miraban a su alrededor tratando
de entender algo.
Cuando Dooley miró, era Creelman el que, con su edad y gordura, no superaba la
prueba de velocidad que exigía semejante sprint montaña arriba: el ser lo atrapó con
un movimiento de su larga cola —«¿Tiene cola? ¡Sí, la tiene, delgada como un látigo
y llena de pinchos, como la de un dragón!»— y lo levantó en el aire con una horrible
deliberación. El director de la película exhaló un par de alaridos y suplicó por su vida,
pero no en inglés, sino en su húngaro natal. Al monstruo le dio igual; probablemente
no entendería ninguno de los dos idiomas. Sus sienes protuberantes y huesudas
parecían querer asomarse entre la pelambre que le cubría la cabeza, tan falsa que
semejaba una peluca.
Abrió mucho sus dos bocas, sobre todo la externa, y la cerró sobre el cráneo del
director con la fuerza de un martinete, haciéndolo explotar como un melón maduro.
El sol relampagueó sobre dientes que eran losas sepulcrales.
Sudando, y no solo por la carrera, Dooley apartó la mirada. Magdalen le
preguntó:
—¿Qué hay, qué has visto?
—¡Nada, no mires atrás, por lo que más quieras! ¡Sigue corriendo!
El ser no parecía estar cazando para alimentarse, pues cogía a sus presas, las
mataba o hería de muerte y las dejaba tiradas allí mismo, donde cayeran. Más que una
caza parecía un castigo: el del dios primigenio que gobernaba aquellas tierras a los
hombres blancos que habían osado profanarlas. Por eso, la única esperanza que les
quedaba era salir de allí cuanto antes. O eso pensaba Dooley.
Cuando llegaron extenuados al borde de la hondonada les esperaba una amarga
sorpresa: unas piedras empezaron a llover desde arriba. Los que iban en segunda
línea se quejaron y les gritaron a los más adelantados que tuvieran cuidado para no
provocar desprendimientos, pero pronto se hizo evidente que aquellos proyectiles no
tenían nada que ver con rocas movidas por casualidad de su sitio: era un auténtico

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bombardeo letal, hecho a propósito por gente que estaba apostada arriba del todo, y
que tiraba a matar.
Flavin se contaba entre los primeros que alcanzaron el sendero en espiral que
salía de la hondonada, y los vio: los indios mapu. Eran ellos; estaban agazapados tras
el borde de la cuenca y desde allí, con mortal puntería, impedían que ningún
extranjero alcanzara la cumbre. Hombres y mujeres gritaban y lloraban de miedo
sabiéndose atrapados entre aquellos dos frentes: los indios por arriba y la criatura por
debajo. E intentaron subir a la desesperada, cubriéndose la cabeza con los brazos para
minimizar las heridas, pero con escasos resultados.
Dooley, desde más abajo, vio cómo una piedra alcanzaba a la encargada de
vestuario en una rodilla y la pobre chica se comía literalmente el suelo. Estaba
llorando por el dolor e intentando levantarse cuando una segunda pedrada le reventó
una mejilla y dejó al descubierto la hilera de dientes de debajo. Otra roca alcanzó en
el pecho a uno de los gaffers, dejándolo sin aliento y haciéndole perder el equilibrio:
cayó rodando montaña abajo hasta que unos arbustos detuvieron su caída, y todo
podría haberse quedado ahí, de no ser porque cuando intentó levantarse descubrió que
tenía una pierna rota, y no pudo moverse hasta que la criatura del lago lo alcanzó. Su
afilada cola volvió a hacer las veces de arma, metiéndosele como un espolón por la
boca y saliéndole por la parte de atrás del cráneo como si estuviera pescando un pez.
Anzuelo, sedal e hilo.
Los únicos que no recibían la letal granizada eran los peruanos, que igualmente
estaban huyendo del monstruo, pero a quienes sus hermanos de raza no intentaban
mantener abajo. Aun así, la mayoría no logró llegar arriba. La criatura los cazaba
indiscriminadamente a ellos también.
Dooley se guiaba por el sonido: según lo lejos o cerca que estuvieran los gritos a
su espalda, sabía si iba bien o no. En un momento en que el chillido de terror de una
nueva víctima sonó demasiado cerca, justo por encima de su hombro, viró
bruscamente hacia un lado y dio un salto hasta unos matorrales. Los mismos de los
que había intentado alejarse todo lo posible desde que descubrieron que en aquel
lugar habitaban tarántulas. Pero ya le daba igual: una viuda negra era mil veces
preferible a aquella cosa.
Magdalen aterrizó a su lado y también se hizo un ovillo entre las plantas. Los dos
vieron cómo la densa sombra de la criatura pasaba de largo. Se movía a cuatro patas,
al estilo de los pumas, dando saltos de piedra en piedra. Pero, o bien no los vio, o
decidió no perder tiempo con ellos teniendo otras presas más suculentas a las que
echar mano. Lo que más sorprendió al guionista fue que, a pesar de ser
indudablemente anfibia y tener muchos rasgos en su cuerpo que lo demostraban, la
criatura se movía envidiablemente bien en tierra.
El único que se escapó de aquella ratonera —nunca mejor dicho— fue el bueno
de Vibrisas, que salió de allí sin que ni el depredador ni las piedras se lo llevaran por
delante. Los demás no tuvieron esa suerte.

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—¿Por qué nos hacen esto? —lloró Magdalen, refiriéndose a los mapu—. ¿Qué
les hemos hecho? ¡Les hemos ayudado, les dimos nuestro dinero, maldita sea!
Dooley le hizo un gesto para que bajara la voz.
—Creo que a esa gente el dinero le importa menos de lo que tú piensas… Adoran
a este dios, y hacen lo que pueden para proporcionarle sacrificios.
Esa palabra asustó más a la actriz que ninguna otra que pudiera haberle dicho:
sacrificios.
Por una rara asociación de ideas, el vocablo también tuvo la curiosa particularidad
de conducir el pensamiento de Dooley hasta una conclusión muy extraña. O más
bien, hasta un hombre: Hans. La imagen del finlandés explotó en su cerebro con una
claridad pasmosa. ¿Dónde estaba, qué había sido de él? No lo había visto correr
montaña arriba como los otros. ¿Lo habría matado la bestia el primero, nada más salir
del agua?
Sabía que estaba jugándose el pellejo, pero se arrastró muy lentamente hasta el
límite de los arbustos y se arriesgó a echar un vistazo. Abajo, a la zona colindante al
lago. Cuál fue su sorpresa cuando vio al rubio allí sentado, tranquilamente, en el
mismo lugar en el que estaba cuando empezó la matanza. Los ecos que se mezclaban
en la hondonada formaban tal algarabía que no permitían oír su música, pero por sus
movimientos estaba claro que estaba tocando su chako…, challa…, chacu…, como
se llamara aquella mierda.
La metáfora del flautista de Hamelín rondaba por ahí. Solo que en lugar de atraer
ratas, lo que invocaba eran bestias marinas.
—Ese cabrón sabe algo que nosotros no —dijo, volviendo junto a la actriz—.
Llámame loco, pero creo que ejerce alguna clase de control sobre esa cosa.
—¿Con la música?
—Me da que sí. ¿Oyes ese sonido? —Los dos se callaron para escuchar. Por
debajo de los gritos de pánico, por debajo de los insultos que los supervivientes
dirigían a los mapu, por debajo del caos y la muerte, había otro sonido. Provenía del
monstruo y era como una especie de ronroneo que enfermaba el alma. O más bien,
como una risa descontrolada que en realidad no era una risa, sino ese quejido rítmico
de los locos, de los fanáticos, de los inadaptados; la que aúlla y patalea y habla de
enfermedades sobrellevadas en silencio; la que profana los santuarios con su
visceralidad, la risa pagana e infame. Y (esto era lo que Dooley quería hacerle
comprender) resultaba ser un sonido muy parecido al que Hans había buscado varias
veces con su instrumento, al terminar de tocar una melodía—. Es esa nota particular
que él sabía que podía dar la tesitura de su flauta… Hijo de puta. Un sonido robado al
monstruo.
—¿Robado…?
—¿No lo oyes? Quizás esa bestia no ataca a Hans porque cree que algo la
hermana con él. Y ese algo podría ser esa nota, esa reverberación. Los animales
acuáticos se comunican mediante el sonido, más que con imágenes u olores. —

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Dooley seleccionó un pedrusco de los que tenía a su alrededor y lo sopesó como si
fuera a lanzarlo—. Si pudiera acertarle con suficiente fuerza en la flauta y jodérsela…
—Mira eso —le dijo Magdalen, y señaló a Hans. Este se había puesto en pie y,
sin dejar de tocar, se acercó al lago. Entonces se lanzó al agua, inhaló oxígeno varias
veces para rellenar bien los pulmones y se sumergió. Había aprovechado el momento
en que la bestia estaba en la parte más alejada de la cuenca.
—¡El cabrón conoce otra salida! —se asombró el guionista—. ¡No hay duda!
¡Sigámoslo!
Los dos bajaron corriendo hasta el lago. En la orilla vieron una imagen
desoladora por su significado simbólico: la cámara de cine estaba medio aplastada, y
sus carretes de película, abiertos. La película era mecida por el viento, todos sus
secretos velados, todas las escenas almacenadas en ella arruinadas para siempre.
«En fin», pensó Dooley, «así de efímero es el cine».
Dos personas se les acercaron a la carrera: eran Zanuck y Flavin, que seguían
vivos.
—¡Dooley! —jadeó el productor—. ¡Tenemos que hacer algo! ¡Mueve esas
neuronas creativas tuyas!
—Parece que ese perro sarnoso de Hans ya lo hizo por nosotros… Se sumergió
por ahí. Podría haber una salida allá abajo.
Zanuck y Flavin se miraron, nerviosos.
—¿Pretendes que bucee, en mi estado? ¡Pero si no puedo ni con mi alma!
¡Además, no sé nadar! —imprecó el productor.
Fue Magdalen la que encontró la solución: mirando a su alrededor, vio los
cadáveres de los buzos, incluyendo el del pobre Bernie. Se acercó a él, haciendo de
tripas corazón, y extrajo la botella de oxígeno disimulada en su disfraz.
—Ya tenemos el aire. Creo que los otros buzos tienen otra.
—¡Bravo, Magda! —aplaudió Dooley—. Esta la compartiremos tú y yo. Ustedes
búsquense otra.
Los gritos cesaron bruscamente allá arriba, al borde de la cuenca. El último de los
norteamericanos había caído en un charco de sangre. La bestia, curiosamente, no
llegó hasta arriba del todo, sino que se dio la vuelta, soltó un aullido al viento y
comenzó a bajar de nuevo en dirección al lago. Los cuatro tragaron saliva: se
sintieron como en la escena del puente hecho con un tocón de árbol en King Kong.
Personas atrapadas en un callejón sin salida con un monstruo indestructible que se les
echaba encima.
—¡Sumergíos, ya! —ordenó Dooley. Magdalen y él fueron los primeros en probar
la frialdad de las aguas. Detrás de ellos iban Zanuck y su primera estrella,
compartiendo la segunda botella. Respiraban por la cánula de alimentación, que no
paraba de soltar burbujitas. Las dos parejas, abrazadas, patalearon con fuerza hacia
abajo, hacia las tenebrosas profundidades.

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Allí, la existencia de la noche era algo aquietado y estático. La luz se dividía en
franjas de un gualdo desteñido, en duros patrones erráticos de claridad y sombra.
Haces de un vaporoso amarillo limón perfilaban anémonas que no eran más que algas
peludas, e iban sacando de la oscuridad los rasgos de la cara tallada en la piedra.
Verla era como asistir a un fenómeno imposible, o descubrir un tesoro que se sabe a
ciencia cierta que lleva oculto de los ojos del hombre muchos milenios, y ser
perfectamente capaz de notar la conexión con la historia. Con el gargantuesco pozo
de años que nos separa de su origen.
Hans se había esfumado, lo cual era una buena noticia porque significaba que por
algún lado había una salida. Y él se había sumergido a pulmón, lo que implicaba que
no podía aguantar mucho allá abajo. Es decir, que estuviera donde estuviese la salida,
tenía que ser cerca. Magdalen y Dooley llegaron a la misma conclusión cuando, al
acercarse al rostro de piedra, descubrieron una entrada, una grieta en su maquillaje.
A Dooley, la sospecha de que aquel podía ser, e indudablemente era, el cubil de la
criatura no le pasó desapercibida. Y que una vez terminado su festín regresaría a
aquella cueva a descansar y se los encontraría a ellos dentro, tampoco. ¿Pero qué
opciones tenían? A lo mejor había una salida trasera, una especie de puerta de
servicio para monstruos que deseaban evitar a la prensa. La enfebrecida mente de
Dooley empezaba a usar el humor como bálsamo contra la locura, lo cual era muy
mala señal. Significaba que se estaba rindiendo.
Magdalen y él, agarrándose el uno al otro por la cintura y pasándose la cánula de
la botella de oxígeno, patalearon y dieron brazadas hasta que se introdujeron por la
grieta. Zanuck y Flavin, aunque más lentos, los seguían de cerca. El monstruo tenía
que haberse detenido a saborear alguna de las piezas cazadas, porque de haberse
sumergido ya los habría atrapado. Dooley recordó haber leído en algún lado que el
tiburón más enclenque nadaba veinte veces más rápido que el nadador olímpico más
veloz de la historia. Y esa criatura estaba más hermanada con los escualos y otros
depredadores acuáticos que con los hombres. Estaba hecha para el agua, y ellos no.
Ellos habían sido diseñados por la evolución para quejarse mucho de cómo iba el
mundo y atiborrarse de hamburguesas.
Adentrarse en aquella grieta fue como meterse en un sueño vacío y zumbante;
como refugiarse en una campana que doblaba todos los días por los locos del mundo,
los esquizofrénicos y los escritores. Dooley oyó el tañido de la campana doblando por
él y sus escarceos con las drogas; por Magdalen y los enjoyados pretendientes que la
cortejaban en atrios de cartón piedra; por Flavin y su mente dedicada al infeccioso
servicio del narcicismo; y sobre todo por Zanuck, por el instigador de aquel viaje, una
estrofa que no era sino un rumor desvanecido en los oídos del tiempo. La campana
tañó, y Dooley supo que era la que marcaba el día de su muerte.
El pasadizo se abrió en una cámara seca dentro de la pared. Era grande y estaba
llena de aire. Ellos salieron del agua, sus ojos como platos. Cuando los otros dos

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llegaron también se quedaron patidifusos, porque lo que había en aquel lugar
sobrepasaba sus más salvajes sueños de riqueza.
Acababan de llegar a El Dorado.

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X
5 de Agosto de 1533
(Epifanía)

Las formas mutaban en el agua. Las profundidades, llenas de una poesía


escarchada y formal como una corazonada, brillaban con la singular luz que provenía
del mundo de arriba: plomiza, ártica y elusiva como un sueño. Las formas… las
formas mutaban y se trasmutaban alquímicamente en el agua.
Y ellos descendían hacia la oscuridad.
Inés se había lanzado a la alberca cuando la criatura se sumergió llevando en
brazos a su marido. No podría alcanzarlo nadando ni en sueños, pero aquel ser fue tan
magnánimo como para permitir que la mujer se agarrase a una de sus piernas. Y así,
agarrada a un tobillo que estaba frío como la panza de una ballena, fue como Inés
siguió al monstruo hasta su guarida.
Era el mismo espacio hueco al que habían llevado a fray Vicente, pero eso ella no
podía saberlo. Solo vio el osario, la tétrica colección de huesos y los restos recientes
de sangre, y pensó lo mismo que el fraile: que la habían traído al infierno. Lo único
que la sorprendió es que fuese tan pequeñito, un espacio tan escueto. Por lo menos,
podía respirar.
La criatura salió también del agua y depositó a Francisco en el suelo con
delicadeza. Luego, miró a la mujer. La sensación de que también había algo femenino
en ella se acrecentó en cuanto Inés rebuscó en aquellos ojos. Aquel ser sin duda era
una hembra, lo cual no la hacía un ápice menos peligrosa que si fuera un macho,
pues, cuando separaba ligeramente los labios para tragar aire, se veían unos haces de
músculos poderosos moviéndose a través de unas mejillas en buena parte
transparentes. Y afilados colmillos debajo. Sin duda, aquella cosa comía carne.
A pesar del fulgor que esparcían los líquenes, la mayor parte de aquella cueva
estaba sumida en tinieblas. El contraste entre el resplandor del mundo de arriba y el
claroscuro de este, el mundo de abajo, de esta bóveda subterránea, era algo que doña
Inés Jerén del Busto no podía dejar de percibir.
Tampoco, a pesar de su miedo, le pasó desapercibida la manera que aquel ser
tenía de moverse. Su cabeza giraba erráticamente de un lado a otro como la de un
pájaro. Cuando señaló el cuerpo de Francisco, su mano no se limitó a alzarse
luchando contra la gravedad, sino que… fluyó a través de ella como si también fuera
un líquido. No había otro modo de expresarlo.
La criatura parpadeó dos veces en rápida sucesión, con membranas que cubrían
sus ojos cerrándose de arriba abajo pero también de un lado a otro. Y un delicado
gorjeo brotó de su garganta, una especie de iiihhkkkk cándido y trágico.

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—¿Qué eres? —se atrevió a preguntarle Inés—. ¿De qué olvidada página de la
Biblia has salido…?
Copacati se tocó su propia garganta con un dedo acabado en una afilada uña, y
luego los labios. Emitió otra vez el gorjeo, como si aquella vibración se transformara
en algo más que simple sonido. Era un mensaje, la búsqueda de un sonido concreto
que la humana no sabía identificar.
Ante la incapacidad de Inés para entender qué quería decir, Copacati se sumergió
y desapareció durante unos largos minutos. Mientras esperaban a que algo nuevo
sucediera, los dos humanos se abrazaron; Francisco todavía vivo pero al borde del
desmayo, ella derramando lágrimas de incomprensión y angustia.
—Oh, Francisco, qué lejos hemos llegado esta vez —murmuró, dándole un beso
en la frente—. Nada menos que al mismísimo purgatorio… Ni los hermanos Pinzón
podrían haber construido una nave con la capacidad de llegar tan lejos.
La criatura los asustó al salir otra vez del agua, pero esta vez llevaba algo en las
manos: el instrumento musical rarísimo que estaba tocando aquella mujer inca
cuando ellos irrumpieron en el templo y que dejó abandonado en cuanto empezó la
pelea entre el sacerdote y su marido. Se lo tendió a Inés para que lo cogiera. La
española obedeció.
—¿Q… qué pretendes que haga con esto? ¡No sé tocarlo! —Esa frase llevaba
oculta otra incoherencia, a la que se agarró presurosa—: ¡Tal vez tú puedas hacer
magia si en verdad eres una diosa, pero yo no! Solo soy una simple humana. No te
sirvo para nada. —«Menos de comida», pensó, pero prefirió no recordárselo.
En el rostro de Copacati había detalles que lo hermanaban con los incas. Quizás
fuera la forma de la cabeza, o el sugerido sesgo de la boca, o la protuberancia de un
pómulo…, pero había unas cucharadas de mezcla con la raza quechua subyaciendo
por ahí debajo. Su rostro concitaba la alarma, por supuesto: la necesidad superior de
salir huyendo porque, en el fondo, estaba intentando comunicarse con un monstruo.
Pero también había una paciencia en su forma de mirarla, en el modo en que la
criatura, en lugar de arrancarle la cabeza, se esforzaba por transmitirle un mensaje…
que hizo que Inés rechazara la idea básica de que era una bestia sanguinaria. Y que le
entraran ganas de responder a sus intentos de comunicación.
La mujer se tocó el pecho. Empezaría por un nombre. Sí, los nombres siempre
son el comienzo de todo. Implican individualidad. La noción del otro.
—Inés. I… nés…
La criatura giró la cabeza como un pájaro, a la derecha y luego a la izquierda, y se
tocó el pecho. Pero a menos que iiikkkzzz fuera su nombre, Inés no la estaba
entendiendo.
Señaló a su marido y le mostró la sangre de sus heridas.
—Él… Francisco. Se muere. Por favor —imploró—, ayúdalo. —Se tocó otra vez
el pecho pero con un significado distinto—. Por favor.

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Copacati se inclinó sobre el moribundo, olfateando, o esa impresión le dio. Lo
que debió de percibir fue el olor de la muerte, porque hizo un gesto de disgusto. Pegó
el oído al pecho de Francisco. ¿Qué estaría oyendo, qué significaría el latir de un
corazón humano para aquella cosa? A lo mejor, si Inés hundiera una mano en su
pecho descubriría que estaba vacío, y que allí no había sino ceniza que reaccionaría
con una cierta voluptuosidad al tacto, como un vellón aterciopelado. A lo mejor
aquellas entidades estaban vacías y era por eso que no sentían la más mínima empatía
por la suerte de los hombres.
Francisco estaba más en el otro mundo que en este, por lo que su esposa no estaba
segura ni siquiera de que supiera que tenía el oído de una diosa inca apoyado en su
pecho. Mejor así. Mientras menos supiera de lo que estaba pasando, menos miedo
tendría cuando viera a la parca acercarse para cogerlo de la mano.
Copacati se separó de él y señaló el instrumento. E hizo el gesto de llevárselo a
los labios, pero dirigido a la mujer. De mala gana, Inés obedeció.
—Está bien. Si este es el precio que me pides a cambio de tu milagro, tocaré para
ti. Pero dame tu magia. Dásela a él. No permitas que muera.
Tanteó la extraña flauta. Los primeros soplidos no parecieron tener efecto, a
menos que estuviera invocando una música ultrasónica que usara una gama de
octavas y de escalas cromáticas inaudibles para el ser humano. Los perros —y quizá
los engendros acuáticos— serían su primera claque. Después llegó una melodía, o
más bien un aporrear el viento a ver cómo sonaba: se creó un vínculo directo entre
aquel tubo de madera y sus lóbulos auditivos, contaminando la cueva con una mezcla
de armonías, de ritmos, de cadencias. Algo que Inés no sabía cómo demonios se
estaba produciendo, ni sus dedos tampoco. Recubierto por matrices sonoras, aquel
instrumento adquiría vida propia cuando lo acariciaba con la lascivia de un amante.
Copacati sí que pareció escuchar la sinfonía completa de silencios, ya que,
incluso en los momentos en los que Inés no oía nada salir de aquel artefacto, ella
giraba la cabeza como atrapando notas al viento. Algunas le gustaban, otras no tanto;
algunas las adoraba, otras le hacían daño. Pero estaba claro que aquel era el lenguaje
en el que ella podía comunicarse: la música. Cantos de ballena. Así era como
hablaban las criaturas del mar. Quien quiera que fuese el hombre o la mujer que
hubiese inventado aquella flauta, lo había hecho no para masajear tímpanos humanos,
sino para imitar las crípticas melodías del océano.
Por desgracia, aquel sonido atrajo al otro ser. Inés estaba intentando navegar por
sus circunvoluciones lógicas, pulsando botones y abriendo llaves aquí y allá, cuando
vio que una sombra se agrandaba en el agua. Se asustó, tiró el instrumento al suelo y
se abrazó a su marido, intentando arrastrarlo al otro lado de la cueva. La segunda
criatura se elevó en toda su estatura saliendo del agua; Inés casi se desmayó al verla,
al sentir la roma fisicidad de su terror. Pero cuando vio que ninguna de ellas la
atacaba, ni la más humana ni la monstruosa, hizo un esfuerzo por serenarse.

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Cogió con una mano temblorosa la flauta y se la llevó otra vez a los labios.
Expulsó aire. Los ultrasonidos se entretejieron formando caleidoscopios como un
tocapu.
¿Estaban comunicándose? ¿Qué pretendían con ello esas criaturas? ¿En qué podía
beneficiarlas que un humano interpretara su música? Todas estas preguntas y muchas
más cruzaron por la mente de la mujer mientras se dejaba arrastrar por su instinto, y
ejecutaba una pieza que quizá estuviera formada por palabras que solo los seres que
vivían en lo más profundo de los océanos, allá donde nunca llega la luz del sol,
podían entender. De la madera brotaba una atmósfera resonante de letanías y
devoción, algo que solo podía evocar imágenes de fondos marinos.
Copacati empezó a ronronear, y su compañero, el bestial, hizo lo propio.
Empezaron como quien recita un mantra cuando ciertos sonidos graves lograron salir
de la flauta. Inés se dio cuenta e intentó dar marcha atrás, regresar a esos sonidos: dar
con la frecuencia exacta que estimulaba a las criaturas. Subió y bajó por la larga
caravana tonal hasta que dio con el matiz perfecto: era un silbido que parecía
polifónico, un coro de voces en lugar de una simple. Los seres elevaron sus cabezas
al techo de la bóveda como si les hirviera la sangre.
Inés estaba muerta de miedo, pero siguió tocando. Copacati fue refinando junto
con ella el sonido, ayudándola con sus cuerdas vocales, mientras el bestial se limitaba
a formar una pared de gruñidos contra la que ellas se estrellaban. Inés comprendió lo
que estaba pasando.
—Quieres regalarme un sonido. Uno que solo os pertenece a vosotros.
Copacati asintió.
—¿Qué es, vuestro nombre individual? ¿El de vuestra raza? ¿Es el canto perfecto
que describe lo que sois?
Volvió a asentir. Más allá de idiomas y dialectos, Inés sintió que la comunicación
entre ellas dos se estaba produciendo mente a mente.
—Dios, esto es lo más cercano a una epifanía que voy a experimentar en mi
vida… Espera, te la daré. Te daré esa nota, si es lo que quieres.

El hombre…

Fue solo cuestión de medio destapar uno de los agujeros de la flauta, sin cubrirla
del todo con el dedo, para que la canción estuviese siendo interpretada debajo del
transepto de una catedral, alargando la vida de los frontispicios y realzando sus
matices devotos. Fue un dejar los rosetones intactos, un llevar a la multitud hasta el
himno que mejor describía sus imágenes contemplativas. Inés había escuchado algo
así solo una vez, en una ocasión en que visitó la catedral de Granada, cuyas obras
habían sido reanudadas en aquel 1533. Y no podía creerse que un solo instrumento
junto con un alambicado conjunto de ecos pudiera conseguir tal belleza.

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El hombre solitario…

Hubo un instante mágico en el que Francisco abrió los ojos, recuperando por unos
segundos su lucidez, y vio a su esposa y a los dos monstruos haciendo lo más
increíble del mundo: cantando juntos. Haciendo música. Y fue entonces cuando
Copacati, cuando hubieron alcanzado el tono perfecto, alargó sus dedos y tocó a los
humanos.

El hombre solitario caminaba como un…

La magia se vertió sobre ellos, arrancando las psiques de sus cabezas y


llevándoselas a un viaje alucinógeno a través de un milenio. Y fue entonces cuando
averiguaron toda la verdad sobre aquellas criaturas.

El hombre solitario caminaba como un muerto viviente por la selva. Aquel mundo
congelado desde el Cretácico habría de depararle tres cosas: Primero, la certeza
total, del orden de una especulación teúrgica, de que su vida no valía nada en aquel
entorno, quizá incluso menos que la de un insecto o una simple mariposa. Segundo,
que por mucho que él o sus congéneres hicieran esfuerzos titánicos por aposentarse
en aquella tierra y cambiarla, a la postre sería la tierra la que los cambiaría a ellos.
Lo había hecho con los humanos que vivían en su seno, moldeándolos a su antojo
tanto a nivel mental como físico, y lo mismo haría con los europeos que decidieran
quedarse a vivir en aquellas latitudes. Y tercero, pero no menos importante, que las
leyes naturales que regían la selva eran más dependientes de una Idea tosca y
resistente que de los principios activos de la ciencia. ¿Quién había tenido tal Idea?,
sería la siguiente pregunta. Dios no, seguro: Él no se arriesgaría a extraviarse en
aquel mundo verde por miedo a no poder encontrar la salida. Ni siquiera un
teodolito lo ayudaría en semejante empresa.
Alonso Candía llevaba eones caminando. Ya no sabía ni siquiera si quedaba algo
de sus botas alrededor de sus pies. Su inesperada compasión hacia sí mismo lo cogió
por sorpresa, y que la reconociera como tal lo sorprendió aun más. No era propio de
caballeros españoles rendirse. No era propio de alguien que había luchado en tercios
dar su brazo a torcer. Pero si ya no mostraba ningún interés por sobrevivir ni le
quedaban razones para hacerlo, lo único que podía hacer era sonreír afablemente,
mirar al Tiempo a la cara y desafiarle a acabar con todo.
El hombre solitario, caminando por el planeta verde.
Estaba enfermo, probablemente de malaria. Sus heridas se habían infectado. No
sabía cuántos días habían pasado desde la batalla ni cómo había sobrevivido desde
entonces. Los incas no lo habían encontrado, o ya haría tiempo que colgaría
empalado de un poste. La misma selva cambió de aspecto varias veces durante aquel

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periplo, alterando su sempiterna forma. Un rocío se condensaba sobre los árboles
que ahora lo acompañaban, expidiendo un abrasivo olor a limones.
En una ocasión había visto un río y el palo superviviente de una nave hundida
sobresaliendo en ángulo oblicuo de la neblina. Su diseño no se parecía a nada que
hubieran construido los europeos en toda su historia, y muchísimo menos a algo
fabricado por nativos. No podía saber lo que era, así que lo dejó estar y siguió de
largo, dejando atrás aquel derrelicto condenado durante su trágico viaje final.
En otra ocasión llegó a un reino de monos, de diminutos macacos dormilones,
millones de ellos colgados de los árboles como tendederos de ropa. Una bestia
gigantesca, un macaco mutado que solo llegó a ver de lejos y entre sombras, ejercía
de emperador de aquel país, y no hacía más que subir y bajar los brazos en un
elefantino gesto de consuelo. Solo entonces se dio cuenta Alonso Candía de que en
aquel largo camino de regreso se había visto implicado en más de una realidad… y
en más de un tiempo.
Un buen día, al borde de la inanición, creyó que su visión se enturbiaba y que un
nuevo color se hacía visible a lo lejos: el azul. Pero no el del cielo, sino otro más
intenso y plano. Azul marino, de oleajes y mareas, de galeones y gabarras. Pero no
podía ser: tenía que tratarse de su mente cayendo por el borde de un espejismo,
rumbo a la rendición total, a la muerte por asfixia de colores y esperanzas. Miró al
suelo y vio sus botas —¡aún tenía botas!— andando al revés, marcha atrás. Estaba
pisando alfombras de naipes desparramados, combinados en conjunciones de
espadas y bastos que estimulaban en él rancias profecías.
Entonces, sucedió algo.
El mundo se acabó.
El planeta verde se terminó.
Alonso se paró en seco, mirándose los pies. A pocos centímetros de sus zapatos,
la tierra se convertía en una caída a plomo hasta un ancho mar azul. Las mareas
pulían la roca milenaria lanzándole plumones de espuma blanca.
El caballero alzó la vista en un movimiento que le costó un siglo. Temía que fuese
un espejismo y que todo desapareciese, pero no; cuando enderezó el cuello y miró en
línea recta al horizonte, este no se evaporó. El océano, inmenso, titánico, etéreo a su
particular manera, siguió dándole la bienvenida.
Unas lágrimas le demostraron que lo había conseguido: que había logrado
alcanzar su meta. No tenía ni idea de a qué altura se encontraba con respecto a
Punta Aguya o al Cuzco, si estaba al norte o al sur de ellas, pero aquel,
indudablemente, era el Pacífico. Solo tenía que elegir una dirección y caminar
paralelo a la costa hasta encontrar un enclave habitado.
Alzó los brazos al viento y gritó con todas sus fuerzas, como desafianzo al mar a
que le devolviera una réplica:
—¡Yo soy Francisco Pizarro, y conquistaré este mundo salvaje! ¡Soy Francisco
Pizarro, y conquistaré este mundo salvaje!

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30 de Abril de 1953, 5 de Agosto de 1533…
Y más allá del infinito.
(Paralelo 28 —coda a dos tiempos de personas y lugares)

Magdalen Polly y Dooley salieron del agua a aquella gran habitación seca. Y lo
que vieron los dejó sin aliento, pues habían llegado a El Dorado.
No era una metáfora: realmente, aquel lugar parecía ser el santuario donde los
reyes incas de cien dinastías guardaron sus tesoros. Las montañas de oro y las pilas
de esmeraldas y zafiros encandilaban la vista. A Zanuck y a Flavin también les
apuñalaron los ojos con reflejos que los hicieron llorar, en ambos casos de codicia.
Pero Dooley no estaba mirando el tesoro. Solo tenía ojos para el hombre que
estaba de pie al fondo de la sala, con el ch’allanaqhosi en la mano.
Hans.
—Así que encontrasteis la entrada —dijo el finlandés.
—La encontré, cabrón. —Dooley agarró un cetro enjoyado que parecía bastante
contundente, para usarlo como arma—. Y ahora te voy a dar tu merecido.
El rubio soltó una risita amarga. Era como si en su cara, que debería estar
congestionada por el miedo, se pintara en su lugar una expresión de dolorido alivio.
—Vamos, escritor, no me digas que vas a acabar de una manera tan tosca el
último acto: con una pelea. Qué poco sutil. Ni que esto fuera una película de
gánsteres.
—No, pero va a ser una película de vikingos muertos en cuanto te agarre. —
Enarboló el cetro como un mazo, pero el rubio no parecía ni siquiera un poquito
intimidado—. ¿Por qué nos has hecho esto? ¿Por qué nos traicionaste? ¡Eres un
psicópata!
—No, solo un padre que haría lo que fuera —subrayó esta palabra—, y hablo de
lo que fuera, por recuperar a su hija.
—Explícate —le pidió Magdalen, apagando por un momento las ansias de
venganza de Dooley. De fondo, Zanuck y Flavin se metían histéricamente monedas y
piedras preciosas en los bolsillos.
Hans miró unos grabados que había en las paredes, algunos de los cuales parecían
arruinados a base de largos tajos. Era como si la punta de una espada los hubiese
fracturado siglos atrás.
—Un último acto para este drama… Sí, supongo que nos lo merecemos. Tenemos
que vivirlo para poder entenderlo. —Miró a Polly—. Ya os dije que mi hija
desapareció, mi querida Famke. Fueron los mapu, siempre lo supe: ellos la vieron
nadando en el lago al pie de la cascada y decidieron que sería un buen sacrificio para

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su diosa. Seguramente la trajeron aquí arriba, al Chiqanyasunqu, y se la ofrendaron
como si no fuera más que un trozo de carne.
—¿Y cómo siguió viviendo tranquilamente con ellos si lo sabía? —se asombró la
actriz. Otra vez, otro gesto exagerado copiado de Doris Day.
—Porque me di cuenta de que la única manera de recuperarla era jugando según
sus mismas reglas, según lo que dictan sus mitos. Esta gente, en el fondo, se parece
en algo a los antiguos griegos: tienen miles de profecías enrareciendo su futuro,
algunas más probables que otras. Solo hay que saber aprovechar la que más te
convenga si quieres sacar tajada. —La cara de Hans cambiaba de color como si fuera
un cadáver preparado para un sepelio al que el algodón con el que le habían rellenado
las mejillas empezara a ennegrecerse—. Lo primero que hice fue aprender su lengua,
que no tiene palabras en infinitivo. Todo lo que dicen está en pasado o en futuro,
como si el presente no tuviera ninguna importancia. Me enteré de la existencia de
Copacati, como ellos llaman a esta criatura, y de que el jefe de la tribu lo era no
porque supiera mandar, sino porque sabía tocar este singular instrumento, el
ch’allanaqhosi. Así que aprendí a tocarlo, y cuando lo hice mejor que cualquiera de
ellos, me volví indispensable. Y me contaron sus leyendas.
»Sí, esos monstruos existen. Llevan viviendo aquí desde que el tiempo es tiempo,
pero no son oriundos de este lugar. Vinieron de más allá del mar, de un continente
que desapareció derribado por inimaginables cataclismos en los albores de la historia.
Ya solo quedan dos ejemplares de su especie: uno más bestial, cuya línea genética se
ha cruzado con centenares de criaturas e incluso con plantas y por eso tiene ese
aspecto horrendo…, y otro más agradable a nuestra vista, que solo se ha cruzado con
humanos. Este último, el Copacati propiamente dicho, es al que los incas le ofrecían
mujeres para que se aparease con ellas.
—¿Realmente tienen esa capacidad de metamorfosis? —se asombró Dooley—.
¿Pueden mutar sus cuerpos para parecerse a animales de la selva?
—Pueden y lo hacen. Es su forma de sobrevivir. Pero no se trata de una sucesión
eterna de generaciones que se van alternando: no son las crías de los monstruos los
que van variando un alelo aquí y otro allá, como hacemos los humanos, con cada
iteración. Ellas son siempre las mismas: dos criaturas inmortales que nunca
envejecen, que nunca mueren, solo se «funden» con otros seres para absorber sus
características. Las más antiguas leyendas de los mapu, que seguramente son
canciones heredadas de los incas, afirman que la Copacati ancestral no tenía ni brazos
ni piernas, solo aletas y branquias. Poco a poco, gracias a los sacrificios que les
brindaban los humanos, fue variando de aspecto hasta parecerse a ellos.
—Eso… ¡es horrible! —se ofendió Magdalen. Su educación cristiana la hacía
rechazar en el acto cualquier otro tipo de intercambio metafísico entre los hombres y
sus deidades que no fueran las de estilo clásico, es decir, con un altar y una liturgia
como conector—. ¿Cómo pudiste acceder a algo así?

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—Porque una parte de su teología afirma que cada vez que uno de esos seres
evoluciona, devuelve de algún modo lo que tomó de la forma anterior. Es decir,
devuelve el último cuerpo que absorbió para «aprender» de él. Y puede que ese
cuerpo siga vivo… y siga poseyendo una mente…
Dooley escuchaba el relato de Hans, pero se relamía de gusto ante la perspectiva
de torpedear su estúpida monserga.
—Nos estás diciendo —dijo con sorna— que guardas esperanzas de que esa cosa
abra su vientre, como el lobo en el cuento de los siete cabritillos, y deje salir de
dentro a tu hija, intacta y con ganas de verte. —Soltó un bufido—. ¿No ves que es
absurdo?
Hans señaló el santuario.
—¿Y qué de aquí no lo es, guionista? Cuando te metes en una realidad en la que
la magia existe, y los monstruos del mar también, y los dioses primigenios…, ¿con
qué derecho te agarras a unas creencias y no a otras, y te atreves a decir qué puede ser
cierto y qué no? ¿Con qué potestad te elevas como juez de lo que es posible y lo que
no?
Dooley enmudeció. Ahí sí que le había pillado.

Inés era un pájaro; no, un pez volador, y planeaba sobre la faz de las aguas
viendo su reflejo invertido. Francisco le cogía la mano e iba detrás de ella, también
un pez, también provisto de alas. Flotando. Soñando. Viviendo.
Pues aquel sueño era algo más que eso, tenía ciertas dosis de realidad. De estar
ocurriendo de verdad. Arriba, una luna que medía el progreso del tiempo a partir de
quince fases arbitrarias. Abajo, una sociedad imaginaria de peces preocupada por
sus elaborados rituales que giraban alrededor de la observancia del paso del tiempo.
Peces que sabían leer las horas, seres que sabían que se les acababa el tiempo. Que
su historia tenía un número máximo de páginas. Medirla, desgranarla en sus más
pequeñas unidades, era su única forma de protegerse contra la certeza de que el
cataclismo llegaría y de que todos perecerían con él. Peces que construían relojes
subacuáticos.
Inés se sintió transportada a una época en la que no existía la muerte, al menos
no como el final preprogramado de una vida. Aquella raza era inmortal porque el
océano en el que vivían también lo era, y no podían extinguirse a menos que un
horrible fenómeno imprevisto tuviera lugar. Y hubo un día nefasto en que las estrellas
se alinearon mal y el evento ocurrió, y las criaturas se vieron obligadas a abandonar
sus guaridas. Se esparcieron por el mundo, a través de aguas más frías y otras más
cálidas. Buscaron su nicho mientras una única y titánica masa continental se
expandía y contraía como un corazón de piedra. El corazón seco de aquel planeta
acuático.

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Volaron sobre aquellos días, y por debajo de aquellos mares, e Inés supo que lo
que estaba sobrevolando era la memoria de la diosa, que la transportaba al tiempo
de los grandes cataclismos, cuando lo que era perfecto y afinado como un
mecanismo de relojería cambió. La muerte entró en la secuencia, y los dioses del
mundo azul aprendieron lo que era el sufrimiento.

—O sea, que solo quedan dos de esas criaturas —comprendió Dooley—. ¿Si las
matamos se extinguirá su raza, entonces?
—Eso creo —asintió Hans—. Pero no creas que es tan fácil. Lo único que podría
acabar con ellas sería llevarlas al centro de un desierto y dejarlas años pudriéndose
bajo el caldero ardiente del sol.
—¿Y por qué nos matan? ¿A qué se debe esta masacre? ¿No nos necesitan para
evolucionar?
El finlandés se pensó la respuesta mientras su nuez, puntiaguda y prominente, le
subía y bajaba con cada inspiración.
—Cada una de ellas representa un aspecto diferente de la naturaleza. Hay dos
criaturas, sí, aunque vosotros hasta ahora solo hayáis visto una. Bueno, en realidad
Magdalen vio a la otra, cuando nadó con ella en aquel ballet en la cascada…
La mujer dilató las pupilas, acordándose de la sombra que nadaba paralela a ella
en el agua. Sí, la había visto. Y no le pareció tan monstruosa como la que había hecho
la masacre en la cuenca.
—Una es el bestialismo extremo, la cara despiadada de la naturaleza —prosiguió
—, y solo la sacian la sangre y la furia. Es el defensor, el que protege a su otra mitad
de cualquier peligro, aunque la mayoría de las veces sea por la vía más brutal. La otra
representa, creo yo, la vida…, el renacimiento después de la decadencia. Es la única
de las dos que piensa, la única con la que se puede hablar. Pero su lengua no consta
de palabras, como la nuestra, sino de sonidos. Y ahí es donde entra este instrumento.
—Miró la flauta—. Nadie sabe quién lo inventó. Probablemente sea mucho más
antiguo que el Tawantinsuyu y que todo el Incanato, quizás un producto de hombres
primitivos cuyo camino se cruzó con Copacati y aprendieron que la manera de
comunicarse con ella era intentando imitar los sonidos que hacía la criatura. No en
vano le pusieron ese nombre, haciendo alusión a los cantos submarinos de las
ballenas[14].
—O sea, que puedes hablar con ella —dijo Dooley, que seguía sin soltar la maza.
No había descartado su uso: simplemente, la guardaba para más tarde. Hans seguía
teniendo que responder por muchos crímenes—. Y quieres pedirle que te devuelva a
tu hija.
—Pero si lo hace —dijo Magdalen—, ¿a quién se llevará? ¿Quién ocupará su
lugar?

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En la mirada que le dirigió el norteño sobraban las explicaciones. Dooley,
haciendo de galán de película, protegió a la actriz poniéndola a su espalda.
—Ah, no. Ni de broma vamos a consentirlo —le amenazó—. Yo tenía razón. Eres
un asesino. Seguramente fuiste tú quien le cortó la cabeza a aquel pobre desgraciado
y la enterró bajo la roca.
—Te lo dije, guionista: un padre desesperado hará lo que sea por recuperar a su
hija. Y eso incluye los actos más atroces. ¡Pero no se te ocurra juzgarme! Es muy
fácil para vosotros, los que no tenéis hijos y no sabéis lo que se siente cuando los
pierdes, poneros encima de una montaña de moralidad y perorar desde allí. Que si
hacer esto es malo, que si hacer lo otro es una indecencia… Ya me gustaría verte a ti
en mi lugar, teniendo que pasar a palabras sobre un folio el horror atroz del padre que
sabe que su niña ha sido ofrendada en un sacrificio de sangre.
A Magdalen le recorrió el cuerpo un escalofrío tan violento que tuvo que
agarrarse los brazos para no echarse a temblar. Dooley apuntó con el cetro al rubio.
—Puede que tengas razón. Los que nunca hemos pasado por ese trance juzgamos
demasiado fácilmente a los que sí, cuando puede que nosotros mismos fuésemos los
primeros en cometer actos atroces de vernos metidos en tu papel. Lo admito, ¿estás
contento? Pero no vas a llevar a cabo tu ritual. No te lo permitiré.
—¿No? —Sonrió Hans—. Pues el primer requisito es atraer hasta aquí a la
víctima, porque solo en este templo sagrado Copacati puede copular con ella. Y
vosotros habéis venido por vuestro propio pie.
Dooley miró a Magdalen a los ojos, y después al productor y al actor, que habían
formado unas bolsas con sus camisas y también las habían llenado de oro. Ellos
estaban a lo que estaban, y lo demás les importaba poco.
En ese momento, la criatura marina surgió del agua. Como si un cura invisible
hubiese ordenado un «oremos», Hans bajó la cabeza tan bruscamente que Dooley oyó
crujir su nuca. Dooley retrocedió junto con la actriz, dejando a los otros mirándola
pasmados. El guionista deseó haberse podido emborrachar esa mañana con toda la
munición alcohólica que tuviera para poder pensar en aquella descabellada situación
con serenidad.
«Sí, piensa», se dijo; «así sabrás cómo has llegado a protagonizar una comedia
sobre tu propia vida. Una tragicomedia, más bien. Cómo dejé que todo se fuera a la
mierda en el último segundo, por Dooley Cooper, autor de El día en que los mitos
arruinaron mi vida y otros muchos éxitos».
El monstruo salió del agua y se produjo en él una increíble transformación.
Aunque más riguroso habría sido llamarla «división», al estilo de la mitosis celular,
pues su corpachón se descosió por delante, sus células retrocediendo en masa como
animales que migran a un preestreno de su apocalipsis como especie. Esa migración
dejó un hueco, un espacio vacío, del que se desligó una segunda criatura: Copacati, la
más pequeña, que cabía entera dentro del cuerpo de la otra. Había sido una
separación no carente de dolor, como si cada vez que se unieran o se separaran

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hubiera que completar una grotesca ceremonia de mucosas estiradas, membranas
rotas y vísceras en recolocación. A ellas les dolía; a los demás, al verlo, también.
—D… Dios mío —se atragantó Zanuck, dejando caer su pesada carga de
monedas al suelo.
—No, no es tu dios —aclaró Hans—. Es el de ellos.

Tiempo profundo. Dimensiones físicas reducidas a una expresión filosófica de


sentimientos humanos. El amor. El dolor. La vergüenza. El punto cero del tiempo era
ahora el punto infinito del corazón, y a medida que matrices desligadas del Continuo
se desintegraban del tiempo y una catarata de estrellas caía sobre ellos, Francisco
Pizarro y su esposa Inés acortaban el espacio que los separaba de los ángeles, del
concepto puro con el que los habría bautizado Platón, y de la gloria inerte de su
creador.
Aquellos seres estaban volando junto a ellos, y estaba claro que los estaban
llevando hacia un estadio más avanzado de la conciencia. A una versión más
perfeccionada de sí mismos. «Fundíos con nosotros y seréis dioses», les decían.
«Entrad en nuestros cuerpos y viviréis eternamente sin tener que preocuparos de
enfermedades ni de vejez en esos templos a los que llamáis cuerpos». Esa era su
oferta, y resultaba muy tentadora, de no ser porque esa fusión no solo era física sino
también mental, y Pizarro intuía que, de aceptar el trato, no solo perderían su
condición humana, sino también, de algún modo, sus recuerdos. Todo lo que los
ataba a esa difícil percepción de uno mismo que llamaban «nombre».
Miró a Inés y leyó las mismas dudas en su cara. Ella no quería olvidar su
pasado, ni las cosas buenas ni la sucesión de errores que habían desembocado en lo
que era. El ser humano se define por sus aciertos, pero también por sus errores. No
podían renunciar a uno o a otro sin estar dejando atrás piezas de sí mismos.
Pizarro miró a su esposa, y lo comprendió. «Mantenlo vivo en tu memoria, si es
lo que deseas», le dijo sin palabras. «Aférrate a la esperanza si es lo único que te
queda. Agárrate a ese futuro que nos prometimos y que no supimos cumplir. Vinimos
al confín del mundo para fabricar una casa y llenarla de niños, y para ser reyes en
un lugar donde las coronas crecen en las copas de los árboles y solo hay que subir a
cogerlas y ceñírtelas en la frente. Recuerda Magnolia, la casa con la que siempre
soñaste y a la que le pusiste nombre, como las flores aquellas que tan bonitas se
daban en tu tierra. Solo así Magnolia saldrá del presente y se convertirá en algo que
pudo suceder en el año de nuestro Señor de 1533. Un anhelo del pasado. Magnolia
siempre estará contigo, como un símbolo, aunque yo no me halle cerca para
compartirlo».
Sus manos llegaron a un punto en que no podían separarse más y se soltaron.
Fueron pájaros abandonados al viento, dos almas cayendo juntas hacia arriba, dos
errores convergentes en la misma encrucijada. «¡Socorro!», gritaron. Y dos ángeles

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—o demonios, según se mire— fueron a socorrerlos: la criatura bestial agarró a
Francisco y Copacati, a Inés. Y se fundieron con ellos.
En realidad, nunca hubo una elección. Habían sido seleccionados como sus
nuevas víctimas, sus nuevos peldaños hacia la evolución, y aunque ellos protestaran,
no podrían hacer nada por evitarlo.
Las almas de Francisco y de Inés se mezclaron en una amalgama de luces con las
de sus anfitriones. Todos aprendieron de todos. Los humanos dieron un paso más
hacia la divinidad, volviéndose inmortales, y pudiendo hablar a partir de ese
momento el idioma del agua. Las criaturas, que previamente se habían fundido con
hombres primitivos, los antepasados de los incas, absorbieron aquellas psiques
completamente nuevas nacidas en el otro extremo de la Tierra. Y aprendieron cosas.
Heredaron rasgos. Sus cuerpos cambiaron, haciéndose más altos. Sus ojos se
volvieron menos almendrados y sus garras un poco más curvas. La dimensión deífica
dejó de ser estacionaria y unos remolinos de sensibilidad devastaron sus memorias,
sustituyéndolas por las de sus huéspedes.
Pizarro y la bestia se convirtieron en Pariacaca[15], y Copacati e Inés, en Pacha
Mama[16].
Y los dos/cuatro, o mejor dicho, los doscuatro, volaron de regreso al mundo real.

Las criaturas marinas por un lado y los humanos por el otro, en extremos opuestos
de la gran sala. La bestia se colocó unos pasos por delante de su hermana Copacati,
su cabeza sobresaliendo hacia los lados con pinchos y probóscides truncadas. La
escasa luz que había allí dentro, y que provenía de los líquenes bioluminiscentes de
las paredes, la cubría con una capa color salmón que estaba empezando a cuajarse en
mucolíticos cordones de grasa. En comparación al macho, su hermana Copacati era
—aun siendo monstruosa— el sumum de la belleza.
Los cinco humanos estaban congelados como si el miedo se hubiese calcificado
sobre sus articulaciones. Bueno, en realidad cuatro de ellos, porque el quinto, Hans,
cogió su instrumento y se adelantó poniéndose en primera fila. Se sentó en cuclillas
en el suelo y buscó la nota clave. El sonido tintineó sobre las monedas de oro.
—Eso, habla con él… —murmuró Dooley, y se preguntó a sí mismo qué clase de
final habría escrito para la película si la trama hubiese ido por los mismos derroteros
que la realidad. ¿Habría sido honesto y habría intentado buscar una solución original
para tantos conflictos, o le habría podido el sentido comercial del estudio y le habría
dado al público otra historia de amor típica, u otro wéstern? Seguramente esto último,
como de hecho estaba haciendo mientras aquella debacle todavía se seguía llamando
«película».
El monstruo pequeño se adelantó y se acuclilló delante de Hans. Este lo miró con
los ojos abiertos como platos, pero no dejó de tocar. Copacati entonó su canción. Por

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un momento, el ch’allanaqhosi y ella fueron una sola cosa. Dos gargantas formando
una misma caja de resonancia.
Transcurridos unos minutos de ese lento esfuerzo de acercamiento, de esa
incertidumbre, Copacati se echó hacia atrás y, con un gesto muy humano, le hizo una
señal de asentimiento a su «hermano». Este se acercó a Hans, una torre musculada,
insinuando sus tendones bajo la piel igual que los muros de una cantera pueden
sugerir una arquitectura de columnatas y arquitrabes.
Ante la estupefacción de los demás humanos, se tragó literalmente a Hans. Pero
no a través de su boca, como había hecho con otras criaturas cazadas. No, lo que la
bestia hizo fue absorberlo en un proceso inverso al que antes había expulsado a
Copacati: se le abrió el torso descorriendo la carne como si fueran cortinas de teatro,
y le dio la bienvenida al humano. Hans, en ningún momento, demostró querer otra
cosa salvo lo que le estaban ofreciendo. Y Dooley creyó entender el porqué: si
aquellas criaturas eran imposibles pero aun así existían, entonces sus cuerpos no eran
otra cosa salvo una puerta al espacio prohibido de los milagros. Aquel era el único
camino hacia el lugar donde podría estar su hija, aún viva. Aunque era una apuesta
peligrosa, era la única que le quedaba a aquel desgraciado padre. Se estaba jugando
toda su existencia al giro de una carta favorable. Dooley, en lo más profundo de su
corazón —y a pesar de lo mucho que había llegado a odiar a aquel tipo—, creía que
no se estaba equivocando: que Copacati, como diosa unificada, era el auténtico
camino hacia la tierra de los milagros, aunque como monstruo dual lo fuese hacia el
infierno.
Cuando Hans desapareció, hubiera cumplido o no su sueño, la escena quedó en
un impasse. En el aire flotó la pregunta que había angustiado a todo guionista desde
que se inventó el oficio de contar historias: ¿y ahora qué?
No podían fundir a negro y dejar que entrara la orquesta, de modo que cada
espectador se imaginase la conclusión que más le gustara. No, allí tendrían que
escribirla ellos. ¿Se los comería la bestia? ¿Seguiría queriendo fundirse con ellos, con
los hombres del caótico siglo XX? ¿Y qué podrían aportarle que fuera valioso?
«Buena pregunta», se cuestionó Dooley: a menos que quisiera el ansia de riquezas de
Zanuck, el narcisismo de Flavin, la ambición de Magdalen o la cobardía de Dooley,
no sabía qué más podía sacar en claro. El siglo XX tenía sus cosas buenas, desde
luego, pero ya llevaban medio de él y hasta ahora el recuento había sido nefasto: dos
guerras mundiales y contaminación masiva de la naturaleza por culpa del petróleo.
¿De verdad deseaba Copacati combinarse con eso?
El impasse se prolongó hasta que se hizo insoportable, y estaba claro que uno de
los dos bandos estaba a punto de forzar un desenlace. No, a Dooley no le gustaba
dejar un guion con varios finales abiertos para que el público escogiera el que
quisiera, pero… si tuviera que hacerlo, si fuese el productor de aquella película, ¿qué
final le pondría?
Podría ser uno a lo John Wayne…

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Dooley Cooper hizo de tripas corazón y avanzó un paso. La criatura más alta
todavía estaba «digiriendo» a Hans, por lo que parecía sumida en una especie de
trance, pero la pequeña se adelantó y le plantó cara. Dooley y Copacati se miraron
largamente a los ojos, como si fuera un duelo del antiguo Oeste a ver quién
parpadeaba primero. Ganó el guionista, que ahora se alzaba en todo su porte con la
gracia y la dureza de un pistolero. Y le dijo con voz de ganadero:
—El mundo es muy grande, pero tal vez resulte pequeño para que convivan tu
especie y la mía. Me pregunto si estamos condenados a competir por el mismo suelo,
y por los mismos mitos, en lugar de poder vivir en paz unos con otros. Vacas hay para
todos, y pastos aun más.
Copacati se acercó tanto a él como para que el propio Dooley se viese reflejado
en sus pupilas. Y dijo con una voz de mujer:
—Nuestros pastos son el océano; los vuestros, la tierra seca. No tendremos por
qué chocar si nos mantenemos cada cual en nuestro sitio.
—¡La bestia habla! —se asombró John Dooleyne—. Mejor, esto simplificará las
cosas. Si el mar es vuestra casa, ¿por qué estáis en esta selva? ¿Qué os pasó para que
acabarais escondidos en estos túneles?
—Hace tiempo tuvimos que huir de un lugar corrupto y bañado en sangre llamado
España, y acabamos aquí. No, espera, esos no son mis recuerdos…, ¿o sí? Ocurrió en
otra realidad, una en la que ninguno de vosotros había nacido y nosotros todavía no
nos habíamos fundido en una sola cosa con los dioses… No os tenemos miedo, ni a
vosotros ni a lo que representáis. No tenemos miedo del hombre.
John Dooleyne no entendía una palabra de lo que estaba diciendo aquel ser, pero
torció el labio hacia la izquierda, puso cara de no haber existido nunca antes un
hombre más hombre que él, y le espetó:
—El valor es tenerle miedo a la muerte, criatura, y ensillar de todos modos.

… U otro final dedicado a Magdalen, a lo Marlene Dietrich…

Dooley Cooper hizo de tripas corazón y avanzó un paso. Pero fue Magdalen la
que se interpuso entre las criaturas y él, protegiéndolo. Allí no valía de nada la fuerza
bruta ni el valor estúpido. Dos mundos completamente distintos estaban midiéndose
frente a frente en aquella habitación, y todo dependería de que uno de los dos, como
mínimo, hiciera un movimiento inteligente. Copacati se plantó como un ángel azul
delante de ella, vestida de mares.
—No te tengo envidia, la envidia es una declaración de inferioridad —le dijo al
ser. Y este, para su sorpresa, habló:
—No lo has entendido, hija de Eva… Nosotros os tenemos envidia a vosotros.
Eso cogió con la guardia baja a Magdalen.

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—¿Cómo es posible? ¡Sois dioses! ¡Nada se os puede enfrentar!
—Hay algo que llevamos eones buscando y que no hemos logrado encontrar: el
sentido de la vida. Por eso nos fundimos con humanos, para intentar vislumbrar un
ápice de eso que llamáis «alma» y ver si ahí está la respuesta.
Polly miró a Flavin y a Elías, y soltó un silbido.
—Pues si estáis esperando hallar aquí, con estos ejemplares de la especie, las
claves que os guíen hacia el sentido de la vida, que Dios os coja confesados…
Las dos criaturas compartieron una mirada triste. Copacati añadió:
—Ni la violencia ni el amor conducen hasta el alma humana. Tampoco la
serenidad ni la locura. ¿Dónde se esconde ese secreto, pues? ¿En vuestras pasiones,
en vuestra libido? Solo nos queda esperar y dejar que el tiempo ofrezca de manera
espontánea una respuesta.
—Bah, eso es un esfuerzo inútil —dijo Magdalen, muy segura de sí misma y
poniendo cara de diva alemana del cabaret—. Las batallas contra el tiempo son las
únicas que se ganan huyendo.

… O incluso uno de los que le gustaban a Elías, muy a lo Ed Wood…

Dooley Cooper hizo de tripas corazón y avanzó un paso. El temor de tener


aquellas criaturas delante distorsionaba su visión hasta el punto de verlo todo en
blanco y negro y sin apenas profundidad de campo. Incluso los dos monstruos
parecían de cartón piedra, como si estuvieran sostenidos por hilos desde el techo.
Eran marionetas mucho más baratas que las que usaba Zanuck, de serie B. Se acercó
a Copacati y en el polvo del suelo dibujó las mismas líneas y círculos que le había
visto hacer a un sacerdote peruano una vez. Líneas que representaban el cosmos, los
continentes perdidos, los secretos mejor guardados. Entonces, la criatura echó hacia
atrás la cabeza y lanzó un aullido, una especie de llamada.
Al principio no pasó nada, pero entonces, una luz muy potente taladró la bóveda y
los arrastró a todos como si se cayeran por un sumidero de gravedad invertida. Y
estuvieron en otro lugar. No en uno prehistórico y mítico, sino uno poblado por
aberrantes tecnologías, más propias de la ciencia ficción de serie B que de las
películas de alto presupuesto. Allí, de pie, había dos personas que los estaban
observando. Una era Francisco Pizarro y la otra, su esposa Inés. Tenían un aspecto
verdaderamente mesiánico, vestidos con togas de estilo romano que refulgían bajo los
focos del techo. Parecían haber trascendido su humanidad y haberse convertido en
Übermensch, en superhombres, de una grandeza espiritual a años luz de la Tierra en
el siglo XX.
—Bienvenidos al carro de los dioses —les saludó el conquistador. A su lado había
unas pantallas que mostraban imágenes de búfalos en estampida, pulpos gigantes
subacuáticos y personal del ejército de los Estados Unidos preparando sus cañones[17]

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—. Lamento que todo haya acabado así. Si hubiésemos podido evitarlo, no habría
habido la masacre de tu gente.
—Hemos sido designados como los eslabones que conectarán tu especie y la de
estas criaturas —añadió Inés, señalando a Copacati—. En realidad, ellos son también
nosotros, pero en un futuro distante.
—¿Cómo es eso posible? —preguntó Dooley, que en este final tenía un aspecto
de científico con gafas y bata blanca y cara de dominar los secretos del átomo.
—La humanidad cambiará para adaptarse al mayor de todos los prados de la
Tierra: el océano. Ya no tendremos que estar condenados a vivir solo en las zonas
secas. Pero esto conllevará un coste, y es que nuestros cuerpos cambiarán. Tendrán
que hacerlo si quieren sobrevivir. Nos pareceremos a estas «cosas» que os dan tanto
miedo, y así, nuestra especie jamás volverá a tener necesidad de matarse por
cuestiones tan absurdas como el terreno, la comida o la energía. El océano es infinito
y tiene recursos de sobra para todos.
—Pero… ¡eso es imposible! ¿Cómo pretendéis que nos convirtamos en
demonios?
—No somos demonios, somos el siguiente paso en la evolución —dijo el hombre,
y le reveló a Dooley la verdad. Sus cuerpos humanos se desvanecieron, y el guionista
(perdón, el científico nuclear) se dio cuenta de que nunca habían estado ahí. Eran una
proyección telepática. Los auténticos Pizarro e Inés eran, ¡siempre fueron!, las dos
criaturas acuáticas. Él, la hembra; ella, el varón. Sus cuerpos habían cambiado para
asemejarse a los dioses que una vez dominaron el océano. Ahora eran inmortales y
poderosos. Y ese era el destino que le esperaba al resto de la humanidad en cuando
los carros de los dioses descendieran y bañaran el mundo entero con su luz
electrónica, comenzando por Nueva York…

Esos fueron los finales de película que le pasaron por la mente en aquel tenso
impasse, pero, fuera como fuese, él nunca le haría eso al espectador de su película.
No le daría varios finales para que eligiera el que más le gustase, porque siempre
había pensado que una película era una obra de arte que tenía que estar pensada de
principio a fin. Sin finales ambiguos. Por eso, a pesar del miedo que sentía y de que
no sabía cómo iban a reaccionar aquellas criaturas, él, Dooley Cooper, guionista y
dramaturgo, forzaría el final perfecto.
Tomando aire y guiñándole un ojo a Magdalen, hizo de tripas corazón y avanzó
un paso.

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Epílogos en la selva, en el ayer y el ahora

Los marineros que estaban trabajando en Punta Aguya tenían una leyenda sobre
la selva, y era que de ella podía salir virtualmente cualquier cosa en cualquier
momento, sin necesidad de acogerse a la lógica o a la cordura. Aquella muralla verde
era como la antesala a otro mundo que contenía tantos prodigios como pesadillas, y
cualquiera de ellos se les podía echar encima con el capricho del viento.
Por eso no se sorprendieron el día que vieron al hombre demacrado abandonar la
espesura y caminar en línea recta hacia las casas de Puerto Soldado, el enclave
español. Parecía un muerto viviente, andando con pasos cortos y mal sincronizados.
Su barba, que le llegaba casi a la cintura, parecía un matojo lleno de insectos, y estaba
tan delgado y consumido por el hambre que sus rasgos faciales eran irreconocibles.
Algunos marineros corrieron hasta él para socorrerlo. Pasaron por debajo del arco
fajón de la entrada del fuerte, de donde colgaba el escudo de piedra con el emblema
de los conquistadores: una bestia mitológica, un grifo, mitad león mitad águila, que
alzaba rampante sus garras sobre un montón de oro. El hombre salido de la selva, que
por su altura y sus ropas era sin duda un castellano, se desplomó en sus brazos con un
hálito de vida. El párroco llegó corriendo también, extremaunción en mano.
—¿Quién eres, hermano? —le preguntaron los españoles—. ¿De dónde sales?
El hombre flaco alzó una mano a duras penas hacia las nubes, allá donde veía
ángeles agazapados, y susurró con convicción:
—S… soy… Francisco… Pizarro…, gob… gobernador de Nueva Castilla… e
hijo de reyes…
Los hombres se miraron, confusos. Nunca habían oído hablar de tal gentilhombre,
pero si había logrado sobrevivir a la selva él solo y sin ayuda, es que era alguien
especial.
—¿Qué os ha pasado? ¿Vuestra expedición fue atacada por los indios, esos
salvajes?
Las pupilas del hombre se volvieron tan pequeñas que ni siquiera eran punciones
en el globo lechoso del ojo. Alzó los brazos hacia los ángeles escondidos, cuyas
sombras proyectadas sobre las nubes veía perfectamente, y les gritó:
—¡Miradme todos, soy Francisco Pizarro y mataré a la diosa Copacati! ¡Soy
Francisco Pizarro, y mataré a la diosa Copacati antes de que me dé su beso…!

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Era un día desapacible en Los Ángeles, pero aunque había algo así como una
amenaza de lluvia en el ambiente, aquellas nubes aún no habían empezado a
descargar. En una avenida flanqueada por palmeras de Rodeo Drive, cerca del Museo
de la Tolerancia, un hombre estaba limpiando unos cristales en una casa con jardín.
No era una residencia privada, sin embargo, sino la sede de la productora del
afamado William Alland, un hombre que había conseguido un serio éxito de taquilla
el año anterior con una cinta llamada It Came from Outer Space.
Mientras la mopa del limpiacristales se arrastraba como un pez pleco llevándose
el jabón, en el despacho de dentro el ejecutivo estaba a la vez inclinado sobre un
periódico y sobre el auricular del teléfono. Ambos elementos lo empequeñecían, pues
era un hombre más bien menudo, que se ponía siempre lejos de las cosas cotidianas
para que las comparaciones de tamaño no lo disminuyeran más.
—Sí, lo estoy leyendo ahora mismo —le decía a la persona que estaba al otro
lado de la línea—. ¡Es una tragedia! Tampoco es que haya que fiarse demasiado de lo
que diga el Tribune, pero, vamos…, esto seguro que está contrastado. ¿Cómo? Sí,
claro que le conocía personalmente. ¿Cuántos productores crees que nos dedicamos a
este género tan de segunda aquí, en Los Ángeles? Muy poquitos. Elías y yo éramos
amigos. Bueno, rebájalo a conocidos. Bueno, digamos que nos saludábamos si nos
veíamos por la calle.
Su secretaria entró para servirle el café. Alland dejó el periódico sobre su
escritorio de caoba. La noticia que quedó boca arriba como la panza de un pez muerto
fue:

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Trágico final para cineastas perdidos en la selva

El productor Elías Zanuck y su equipo desaparecen en una meseta del Perú.


Habiendo llegado al país para rodar en localizaciones naturales, veintitrés
norteamericanos y doce trabajadores locales desaparecen en extrañas circunstancias.
A pesar del llamamiento de la embajada norteamericana, las autoridades competentes
se resisten a…

—Eso les pasa por irse a rodar a un país extranjero y desmilitarizado —rezongó
el productor—. ¡Aunque la idea de partida no era mala! Supongo que ya nunca se
hará esa película… No, no era de aventuras en África. Iba sobre una criatura que
habitaba en una laguna oscura… Sí, algo como el monstruo de Frankenstein pero en
acuático. —El productor hizo una pausa—. Oye, Arthur, ¿sabes qué? —De repente,
los ojos empezaron a brillarle—. Puede que su película ya no la haga nadie, pero
nosotros podríamos hacer una versión y aprovechar toda esta publicidad. En el fondo,
me recuerda a una historia que me contó un tipo una vez, en una fiesta. Podríamos
incluso meterle un montaje solapado a varias de las escenas, que ahora está muy de
moda. ¿Nunca has oído hablar de él? Sí, hombre, es cuando la escena siguiente se
monta con varios fotogramas sobre la anterior. Uno, dos, tres fotogramas de adelanto,
y ¡plas!, llega la escena siguiente. Seguro que quedaría muy artístico en nuestra peli.
Rollito europeo de cine qualité.
El limpiacristales se bajó del andamio y descolgó el cubo con un palo con garfio.
Alland lo vio marcharse y se encendió uno de sus famosos puros Delectados, tan
famosos en La Habana.
—Hum…, ¿tú la escribirías? ¡Ya tengo hasta el título! La criatura de la laguna
negra. Suena pomposo, ¿verdad? —El otro hombre le soltó una serie de frases que
sonaron a estática atrapada en el cable—. ¡Venga ya, Ross, no me vengas con esas!
Que sí, que será un gran éxito, puedo olerlo. A lo mejor hasta hacemos una secuela.
Sí, quiero que le des un repaso, aunque el primer draft se lo encargaré a otro, que te
conozco… ¿En Perú? ¡Ni de broma! No, nosotros no cometeremos el mismo error de
Elías. En este país tenemos de todo, incluso selvas tropicales. ¿Para qué irnos a filmar
las de un sitio que está a miles de kilómetros? Seremos más listos. La película,
déjame pensar…, mmm, sí, va a transcurrir en el Amazonas, que suena muy exótico.
¡Pero nos iremos a rodarla a Florida!

Página 169
Agradecimientos

Muchas veces, el acto creativo es contagioso y te lleva a compartir alegrías e


ilusiones con otras personas. Esta novela no habría sido posible sin la ilusión y el
ímpetu de Ramón González Trujillo, cuyas aportaciones en forma de ideas y
conceptos para crear y enriquecer la trama principal han sido indispensables. Por eso
la novela está dedicada a él y a su mujer, Laura, a los cuales la etiqueta de «muy
buenos amigos» se les queda corta. Va por vosotros. Chin, chin.

Página 170
Notas

Página 171
[1] Gallito peruano de las rocas. <<

Página 172
[2] King Kong. <<

Página 173
[3] Jefe, general. Era el título con el que lo conocían sus huestes indígenas. <<

Página 174
[4]Atahualpa es la transcripción castellanizada de la voz quechua Ataw-Wallpa, que
significa «Ave de la Fortuna». <<

Página 175
[5] «Agua de la vida»: whisky escocés de malta única. <<

Página 176
[6]Pachacamac era otro aspecto del dios Viracocha, suma divinidad panteónica de los
incas, y era el patrón de los temblores de tierra y los terremotos, muy frecuentes en la
región andina. <<

Página 177
[7]Jefe administrativo del ayllu, una comunidad familiar extensa. Deriva de la voz
quechua kuraq, que significa «primogénito». <<

Página 178
[8]O Tahuantinsuyo, así es como era conocido el Imperio inca en su máximo
esplendor, que floreció en los siglos XV y XVI del calendario europeo. La palabra
significa «cuatro regiones». <<

Página 179
[9]Polícromo geométrico usado en decoración por los incas, bordado en textiles o
pintado en vasijas y en los quero (vasos ceremoniales de madera). Era lo más
parecido que tenían a una forma de escritura, aunque sin esa función. <<

Página 180
[10] Mazos con cabezas de bronce en forma de estrella engastada en un palo. <<

Página 181
[11]Aunque esta clase de armas cortas no empezó a popularizarse hasta un siglo
después, hay crónicas que las nombran ya en el siglo XVI bajo el nombre de
«pistoletes» o «arcabuces pequeños». <<

Página 182
[12] Retraso mental. <<

Página 183
[13]En el mundo del cine, un gaffer es un técnico de luces que se encarga de colocar y
quitar focos. <<

Página 184
[14]Según los peritos de la lengua aimara, tan importante como la quechua en tiempos
de los incas, Copacati es una palabra integrada en el quechuismo primitivo que podría
significar «efigie de piedra que nada entre las olas». Pero una acepción en el dialecto
de Imbabura, más fiel al contexto original, vendría a ser «canción del océano». <<

Página 185
[15] Dios pre-inca del agua, la lluvia y los vientos. <<

Página 186
[16] Diosa madre de la tierra. <<

Página 187
[17] Imágenes extraídas de la película Plan 9 del espacio exterior (Ed Wood, 1959).
<<

Página 188
Índice de contenido

Cubierta

El beso de Copacati

Nota del autor

Primera parte: La era de las expediciones


I.- 27 de Julio de 1533
1.- 5 de Marzo de 1953
II.- 29 de Julio de 1533
2.- 4 de Abril de 1953
III.- 2 de Agosto de 1533
3.- 26 de Abril de 1953
IV.- 3 de Agosto de 1533
4.- 27 de Abril de 1953
V.- 3 de Agosto de 1533
5.- 28 de Abril de 1953

Segunda parte: Lo que encontraron


VI.- 3 de Agosto de 1533
6.- 29 de Abril de 1953
VII.- 4 de Agosto de 1533
7.- 29 de Abril de 1953
VIII.- 5 de Agosto de 1533
8.- 30 de Abril de 1953
IX.- 5 de Agosto de 1533
9.- 30 de Abril de 1953
X.- 5 de Agosto de 1533
10.- 30 de Abril de 1953, 5 de Agosto de 1533…

Epílogos en la selva, en el ayer y el ahora

Trágico final para cineastas perdidos en la selva

Agradecimientos

Notas

Página 189
Página 190

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