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La Gota de Mercurio - Alejandro Nunez Alonso

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El pintor mexicano Pablo Cossío, a las doce de la mañana, decide pasar sus

doce últimas horas. Este artista famoso y desequilibrado vive un mundo


absurdo: pide dinero a su amigo Carlos, estafa al banquero Custodio, compra
una pistola y un ataúd, soporta exposiciones de pintores despreciables o
lúcidos suicidas fallidos y, sobre todo, añora a Sonia Eriksson. La visión
subjetiva e irónica de la realidad se da en primera persona: distorsiona el
lenguaje, crea un idioma absurdo, analiza la esencia del arte, de Dios, de la
causa del suicidio… Sus brillantes teorías estéticas apuntan al surrealismo de
Breton o el expresionismo de Diego Rivera, citados en el texto.

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Alejandro Nuñez Alonso

La gota de mercurio
Áncora & Delfín - 98

ePub r1.0
Titivillus 08.02.2024

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Título original: La gota de mercurio
Alejandro Nuñez Alonso, 1954

Digital editor: Titivillus


ePub base r2.1

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NÚÑEZ ALONSO:
EXISTENCIALISMO CRISTIANO

A
lejandro Núñez Alonso (Gijón, 1905) se inició en la escritura en México,
donde ejerció el periodismo entre los años 1929 y 1949; luego se trasladó
a Roma y por último a París, donde acabó la redacción de La Gota de
Mercurio (1953), la primera novela que publicará en España. Fue un éxito de
librería que lo animó a indagar nuevas técnicas, como la de la narrativa
criminal en Tu presencia en el tiempo (1955), la psicológica con Segunda
agonía (1955), el género histórico con El lazo de púrpura (1956), El hombre
de Damasco, El denario de plata, La piedra y el César, Las columnas de
fuego.
En México ya había ganado prestigio literario con Konko (1943), que se
traspuso al cine más tarde, y con Mujer de medianoche (1945), historia de
una prostituta donde se combinan las ideas sociológicas del naturalismo
militante de Zola con el lirismo de la canción mexicana.
Autor fecundo, Núñez Alonso avanzó desde los tiempos del Imperio
romano de Occidente a los de Alfonso XIII (Cuando don Alfonso XIII era rey,
1962), para regresar a la delincuencia juvenil de su tiempo con Al filo de la
sospecha (1971).
La Gota de Mercurio (París, 1953) respondía a una pregunta de Albert
Camus, autor de gran actualidad a finales de los cuarenta y principios de los
cincuenta, quien tras fundar la poética del absurdo con un ensayo de gran
importancia revitalizaría —valga la paradoja— el tema del suicidio, de
perenne actualidad, como la melancolía, el escepticismo moral y la
depresión. Pablo Cossío, pintor mexicano surrealista, después de plantearse
en el arranque de la novela la pregunta inicial que abre El mito de Sísifo —
¿la vida del hombre vale la pena de vivirse?—, elige la respuesta negativa, y
por el camino de la ilustración dramática: las primeras páginas del libro
anticipan al lector que asistirá a la exposición de las razones que condujeron
al artista a la decisión de pegarse un tiro en la cabeza, en la ciudad de

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México, un día de diciembre de 1947. «Y desde ese instante —observa el
suicida tan pronto como toma la decisión de matarse— sentí una diáfana y
fresca sensación de libertad (…) Me refiero a la libertad absoluta, la libertad
como término de angustia, la libertad improstituible: la que el místico
alcanza en el rayo del éxtasis». La «libertad» de los filósofos estoicos
precristianos, en suma, que es la que elaboran los existencialistas franceses;
y la angustia, tal como la tratara Kierkegaard en El concepto de la angustia.
Pablo Cossío se analiza en estas páginas con la declarada intención de
encontrar «la causa» de su voluntad suicida, desde una concepción del
mundo que se sirve de una estética narrativa de apariencia naturalista y un
aparato conceptual tomado de la psicología profunda, Freud, pero también
de Cari G. Jung (1875-1961), autor de Psychologische Abhandlungen (1934),
que se publicó en España en 1940 con un título nacionalizado: Realidad del
alma. La obra del psicólogo y prolífico autor de Los tipos psicológicos,
fundador y presidente, además, de la Sociedad Psicoanalítica Internacional,
quien tuvo considerable influencia en el arte y en la literatura del siglo XX,
aparece en ciertas expresiones conceptuales como «yo arcaico», «impulso
atávico» y otras. Pero el narrador es un cristiano extraviado que
«permanecía a la espalda de Dios, donde los negados, los proscriptos de su
gracia»; de modo que en la novela se oponen la tradición cristiana con la
cultura agnóstica europea del período: el suicida alterna una suerte de
existencialismo histérico y burlón con la nostalgia de la fe religiosa, la crítica
de las costumbres y convencionalismos sociales —el inminente suicida
aprovecha esta última oportunidad para visitar amigos, a un banquero
corrupto, a una señora esnob…—, y también con la crítica, el análisis y la
glosa de las artes plásticas contemporáneas.
Pero tal vez la verdadera causa del suicidio sea la relación amorosa que
sostuviera con Sonia y cuyo final lamenta: «A pesar de haber renunciado a
Sonia hace tanto tiempo, creo que no hubo un solo día que dejara de pensar
en ella». Ama a una mujer que tuvo en el pasado y se queja de Irene, la
amante del presente. Pero la oportunidad solemne también auspicia la
evocación histórica de dos tradiciones: Castilla y Anáhuac. Al tiempo que
introduce los juegos de palabras con manipulación de significantes, un rasgo
típico de la literatura francesa del período. Y sobre todo irrumpe una «lengua
prebabélica» que se asemeja a la inventada por Antonin Artaud (1896-1948)
en sus «glosolalias», salvo por su disposición en estrofas de versificación
regular, y por la función entre lúdica y humorística que tienen en este relato,
cuando en Artaud se trata de «ensayos de lenguaje encaminados a la

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expresión total» (véase A. Artaud, El teatro de la crueldad, Cartas desde
Rodez, A. Artaud, Oeuvres complètes, t. IX, De. Gallimard). Nada más lógico
en boca de un pintor que debe su éxito parisino al apoyo incondicional y
ruidoso de André Breton. Un hecho natural en la pluma de Núñez Alonso, que
asistió en aquellos años al ruidoso redescubrimiento de Artaud por Paule
Thévenin, quien se ocupó de la edición de las obras completas y el análisis de
la escritura del infortunado cofundador del surrealismo, que apenas
sobreviviera a nueve años de internación y tratamientos psiquiátricos.
«La conciencia, esa gota de mercurio que Dios pone en nuestro cerebro
(…) se va a lo más hondo, pasando por nuestra apatía, por el alcohol de
nuestra soberbia (…)». Curiosa suma de surrealismo con existencialismo
cristiano —Kierkegaard— que hace de esta novela una de las piezas más
novedosas y de mayor actualidad europea de la literatura española de los
años cincuenta.

DANIEL ALCOBA

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Para Belia
y Gregorio Ortega

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Toca las cosas, Pablo, y siente y ve si te quemas o te iluminas.
He aquí mi mano: tócala. Y ahora dime si soy buena o soy
funesta.

Palabras de Sonia Eriksson a Pablo Cossío

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La presente novela —que consta de un solo capítulo— narra doce horas de
vida del pintor Pablo Cossío, primera persona pronominal del relato. Como en
distintas ocasiones el protagonista se refiere o alude a su pasado, creemos
conveniente proporcionar al lector un cuadro sinóptico de su biografía, que
recoge, concisamente, aquellos datos informativos de que se hace omisión en
la novela.

1901. Nace en la ciudad de México el día 15 de mayo. Hijo único de don


Manuel Cossío, español, y de doña Marina Téllez de Cossío, mexicana.
1912. Su padre, administrador de la hacienda La Mayorala, del Estado de
Morelos, México, muere en el asalto que hacen a dicha propiedad los
revolucionarios zapatistas.
1914. Se traslada en compañía de su madre a Barcelona, para tomar posesión
de la herencia de su tío, don Pablo Cossío Pía. El joven criollo estudia
en Deusto.
1918. Terminada la guerra europea, Pablo Cossío y su madre se trasladan a
París, donde se agregan al grupo social constituido por los absentistas
mexicanos huidos de la violencia que sacude a su Patria. El estudiante
ingresa en el Liceo de San Luis el Grande, y en este centro docente
termina el bachillerato.
1919. Impulsado por su clara vocación pictórica, se inscribe como alumno de
la Escuela de Bellas Artes.
1920. A fines de año, fallece su madre, doña Marina Téllez de Cossío, a
consecuencia de una pulmonía.
1921. Primera exposición en París. El mejor cuadro exhibido, el Retrato de
mi madre.
1924. Se adhiere al movimiento surrealista, abandonando la Escuela de
Bellas Artes. En el otoño, segunda exposición. Su cuadro, La Columna
Dórica, provoca un escándalo. El contenido temático de dicha pintura es

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un grito subversivo contra la estética tradicionalista (grito iconoclasta
que en el París de 1924 resultaba un tanto tardío). Pero el cuadro, por
causas fortuitas más que sustanciales, desencadena la controversia, el
escándalo y el éxito. Contribuye a esto un artículo muy agresivo que
André Bretón publica a favor de Pablo Cossío.
1930. Regresa a México. Se enfrenta en una primera polémica con Diego
Rivera, el gran muralista que ya entonces pretendía dirigir la política
pictórica de la Revolución. Rivera moteja a Cossío de «reaccionario y
porfirista, en vergonzosas concomitancias con el arte burgués de París».
1934. Conoce en Acapulco, México, a Sonia Eriksson, la deuteragonista
ausente, si bien siempre evocada, de La Gota de Mercurio. Esta joven
universitaria de 25 años, de singular belleza, había llegado a México
para realizar unos tan curiosos como interesantes estudios sobre
pretendidos nexos de las antiguas civilizaciones americanas con la
supuesta civilización de la Atlántida.

La acción de la novela se desarrolla en la ciudad de México, de las 12 a


las 24 horas de uno de los primeros días de diciembre de 1947.

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E ran las doce horas meridianas. Un tiempo antes me había sentado en el
sillón, agobiado tanto por el problema como por esa gravidez corporal
que nos invade cuando el espíritu, inconexo de la voluntad, mantiene un
conflicto con la armazón material en que se sustenta y late. Pero ahora me
levantaba del asiento con el cuerpo tan alígero como el mismo espíritu y
ambos, materia y alma, parecían haberse conciliado en su vieja y reiterada
disputa.
El cambio había sido de tal modo ostensible que además de la escondida y
menuda sensación de alivio que me provocaba, se extendía en peregrina
mutación hacia el medio circundante, al grado de convertirme en un intruso
en mi propia casa, ajeno a todos los elementos —decorado, muebles y objetos
— que hasta entonces participaban, coaguladores, de la rutina de mi vida
doméstica. Y, sin quererlo, mis sentidos redescubrieron un nuevo mundo,
pequeño como el salón pero complejo y esquivo como una estancia
desconocida rezumante de enigmas, olorosa a rancios enmohecimientos, con
falsos rayos de luz, con penumbras discretas y oscuridades inmóviles.
En el bargueño mudéjar, de coqueta arquitectura, una escurrida pincelada
de sol untaba de fina película de miel la ebúrnea columna salomónica,
mientras que el herraje de uno de los cajones, también barnizado de luz, fingía
una rugosidad de oro en su arabesco. El terciopelo escarlata que forraba el
entrepaño del intercolumnio mostraba sus marchiteces de pétalo viejo y
asociábase en el tono desmayado a las maderas ocres de la taracería. Mis ojos,
que de tanto ver el bargueño lo tenían olvidado, lo exploraban ahora en cada
una de sus formas, ornamentos y colores con la avidez de unos dedos novicios
perdidos en el halago táctil.
Pero mi pensamiento no podía entrar más allá de aquello que alcanzaban
los ojos, y se me hacía difícil recordar qué sedosos pañuelos, qué papeles, qué
minucias gratas o necesarias a la memoria se guardaban en la cajonería.
El sol se estrellaba con incontinencias de jugueteo sensual en el jarrón de
Puebla que estaba sobre el bargueño. Y este chasquido de luz me impedía ver
en la dimensión sentimental el contenido de un pequeño marco barroco,
donde una sensación de familia se desprendía de la cartulina que firmaba

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Valleto. El gran Valleto. No podía decir entonces quién era Valleto, al que mi
memoria histórica lo tenía eregido sobre el pedestal del adjetivo.
En la ventana, el mediodía era más rotundo que nunca. Sin embargo, hubo
un día en mi vida (Sonia, 11 de la mañana, Acapulco, domingo. Los demás
días se alumbran con la luz sobradiza del domingo) que la parábola tuvo su
azul más intenso en el cenit del corazón. Y este mediodía de hoy era el nadir
de aquel domingo.
Es difícil señalar con exactitud el latido cronométrico en que un problema
humano pierde el estado embrionario y se presenta con todas las
interrogaciones establecidas. Pero sospecho que el problema llegó hasta mí
filtrándose por esos caminos oscuros, complejamente ramificados, por los que
fluye la savia acre de la vida. Y llegó precedido de los otros pequeños
problemas que gravitan parásitos alrededor del problema eje y fundamental.
Son estos conflictos menores los que, ejercitándonos en una suerte de
gimnástica, nos permiten resistir con los escasos recursos anímicos que
poseemos el impacto que se recibe cuando el problema capital y mayúsculo se
formaliza y concreta.
Lo cierto es —así quiero admitirlo— que la solución (el suicidio) había
recorrido un camino en un tiempo eterno al mismo ritmo que el problema.
Pero mientras éste se fue haciendo cada vez más ostensible, la solución se
mantenía oculta y callada, medrosa de sí misma. Y ahora —descubierta y
verificada hacía unos minutos— la reconocí como coexistente en la misma
eternidad del problema.
Cuando la idea de la muerte vino en mi auxilio, mi espíritu era ya un
arenal, calcinado y molido por todos los fuegos intemperantes. Grandes y
largas sombras sin principio y sin fin se proyectaban sobre la piel del arenal
como extraña pelambre de cebra. Sobre esa corteza de pulso mineralizado
batía un viento gris y seco, sin temperatura y silente. Los atributos
diferenciadores del espíritu —la fe, la creación, la virtud— se doblegaban
estériles y vencidos a los embates del viento que arrastraba la arena, con la
que simulaba a cada instante un nuevo y engañoso horizonte. Ondulaban la
piel y las sombras estriadas, pero debajo de ellas todo estaba muerto. Fue
cuando adivino el minuto del desencanto, remoto a la ilusión. Y me
sorprendió como en el viejo tiempo de la impaciencia: descalzo de un pie.
Con la determinación del suicidio hizo crisis mi vida y, no obstante lo
dramático de la transición, ningún orden biológico ni psíquico pareció
perturbarse. Ni creo haber sentido una aceleración de mi pulso. Como si el
suicidio fuera un valor recíproco al acto vital de vivir. En cierto modo, como

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anticipación suplementaria de la muerte, es un acto complementario. Y la
muerte es parte indivisible —inevitable y sin declinación— de esa síntesis
orgánica que se inicia con el nacer. No, mis pulsos no se alteraron. Pero sentí
que surgía del hombre arcaico que era mi recuerdo el grito supersticioso del
mito, a la vez que el hombre presente rompía con un sentimiento de fracaso
los papeles sellados del pretérito. El hombre se halla presto a abdicar, en
último sacrificio, a todos los reinos. Pero se muestra renuente a la renuncia de
su recuerdo. El suicidio rompe el cordón umbilical que une al hombre con su
herrumbre histórica.
Todo lo que me rodeaba había dejado de ser historia, recuerdo, mezquina
vecindad. El bargueño, la mesa, los sillones, mis propias pinturas, el estofado
del San Jorge, las cortinas, las cerámicas, los bronces surgían prístinos ante
mi mentalidad de suicida. En este conjunto de formas y expresiones se posaba
una nueva luz reveladora. Ciertas ideas, y sobre todo las que connotan una
intención mecánica subordinada a la acción, mientras no derivan por la
voluntad hacia el acto, son ideas asexuales, incapaces de unirse a otras y de
proliferar felices resoluciones. Porque hasta que no brotan de la voluntad no
tienen sentido y se quedan aisladas de un medio coagulador, carentes de
sintaxis articuladora, concluyendo, al fin, por morir de frío, de sequía y de
soledad en el páramo en que afloraron. La idea del suicidio que tantas veces
había parasitado, manida y sobada, en las especulaciones del yo arcaico, se
hizo válida en el momento en que la voluntad la favoreció con su dinámico
patrocinio. Y desde ese instante, tras los gritos desgarradores del mito, tras la
reserva humillada del fracaso, sentí una diáfana y fresca sensación de libertad,
como la grata sacudida física que se experimenta al roce de nuestra epidermis
con la epidermis de la muerte, que tiene la fría tersura de lozanía mineral del
mármol mortuorio. Y no me refiero, claro está, a esa libertad codificada y
contractual que es materia de tráfico y controversia política. Me refiero a la
libertad absoluta, la no hipotecable en servidumbres propias o ajenas. La
libertad como término de angustia, en lo que la angustia tiene de estuosidad
de la carne y cerrazón del espíritu. La libertad improstituible: la que el místico
alcanza en el rayo del éxtasis.
El éxtasis es el único suicidio permisible al religioso. Pero yo no podía
ambicionar a tanto. Mi ser, mi pobre, raído ser no estaba fundido ni purificado
en la renuncia total para merecer tan suprema aspiración. Por eso, aunque
creyente, me lancé al suicidio pecador: huida —impulsada por la cerrazón del
espíritu— de los hombres que no hemos podido redimirnos de ser vil arcilla.

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Temo no ser claro. Es que hablo en términos propios, no genéricos. ¡Es
tan fácil adaptar nuestro problema a la explicación de los problemas ya
establecidos! Se suicidó por amor. Se suicidó por miseria. Se suicidó por
enfermedad. Pero nadie dice: se suicidó porque sintió el suicidio. ¡Se llega a
él de un modo tan aparencial! Y cuando uno ha sentido la necesidad de
aniquilarse ¿merece la pena de explicarlo? No. El amor, la miseria, la
enfermedad son simples pretextos. Detrás de cualquiera de ellos está bien
perfilada la causa. Todo suicidio tiene una causa que no es precisamente
aquella que pretende explicarlo. La causa viene oculta, desde lejos… y
continúa hasta quién sabe dónde, después del suicidio. Antes de que el reloj
nazca a su vida mecánica el tiempo existe como sigue existiendo después que
el reloj deja de medirlo. Pero esto no es nada más que un ejemplo. Tan torpe y
tan inútil como todos los ejemplos. Si hay algo impotente y mezquino es el
reloj.
¿La causa?
¡Me será tan difícil revelarla! Sé que el suicidio —determinación— es el
primer paso para llegar a descubrirla. Y antes de que me convierta en cadáver
habré dado con ella. Quizá en el momento de tirar del gatillo de la pistola. Si
bien no me importa mucho. Es decir, no me importa saber con qué palabras
yo podría explicar la causa. Me basta conocer su existencia que es la
motivación del suicidio. Y por contra —¡dramática absurdidad!— la
justificación cumplida de éste.
Las ideas fluían rígidas e implacables. Y dejaban mi carne aterida de frío,
estremecida por los gritos desgarradores del yo arcaico, de aquel hombre
primitivo que había sido condenado a morir con todas sus adherencias míticas
de un tiro en la sien. Yo nunca conocí la dimensión en que se emplaza el
heroísmo. Soy una sensibilidad embotada al hacha. Y no quiero afirmar que
en mi decisión de suicidarme exista un cierto arrojo, a fin de que tampoco se
me moteje de cobarde. Pero algo muy parecido al heroísmo habré de probar al
vivir las horas que me restan de vida, esta vida periclitada, definitivamente
sellada desde hace unos minutos. Yo no sé de dónde y cómo extraeré los
recursos vitales para seguir viviendo hasta el momento del disparo, hasta el
instante en que se cumpla mi muerte demográfica. Y tendré que apoyarme a
los débiles sustentáculos que son los residuos desorganizados de vida que aún
se conservan alrededor del yo arcaico.
Pero mis sentidos son nuevos, tan nuevos como ausente se halla la
memoria. Y ellos me hacen percibir el mundo circundante como un mundo
extraño. Sin lazos sentimentales que los ate al recuerdo, sin conceptos

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prejuiciosos que los una al conocimiento. El bargueño, de tan nuevo, se me
antoja que no guarda en sus cajones ninguna huella de mi persona. Si hay una
carta en él, si se esconde una fragancia entre sus maderas, no son mías, sino
del hombre arcaico que agoniza molido, triturado por el rodar opresivo de los
siglos.
El reloj puede suicidarse, el tiempo no.
Cuando al reloj se le salta la cuerda, la gota de mercurio, movediza y
densa, se dilata, se dilata bajo la bóveda de cristal de roca. La conciencia, si se
daña produce tumores extirpables quirúrgicamente. Si la dilatación de la gota
de mercurio es metafísica sólo hay una trepanación. Y del boquete que deja la
bala no sale sangre ni pus. Sale una gota de mercurio que se escurre por la
mejilla. La ejemplar, la evangélica mejilla.
No levantes las redes. No toques a mi puerta. No mires hacia atrás… No
levantes mi puerta. No toques a las redes. No mires hacia atrás… No levantes
las redes a mi puerta. No toques a mi puerta las redes… No mires hacia
atrás…
No mires hacia…
No mires…
No…
Ya no hay escape: la causa puede ser el nombre de una mujer: Sonia.
Sonia tenía el pelo rubio. Es un indicio. Y siempre en la mano del policía
hay un pelo. Un pelo rubio. Puede ser teñido.
He ahí la cuestión. Un pelo rubio puede ser teñido de rubio. Entonces la
ecuación 1 + 1 = 2 no es, en toda circunstancia, correcta.
Yo permanecía a la espalda de Dios, donde los negados, donde los
proscriptos de su gracia. Y mis ojos no lloraban porque estaban secos.
En esa circunstancia en que teñido sobre rubio es igual a uno, el suicidio
se hacía sentir por primera vez como una clara e incontenible vocación.
Pero el suicidio como cualquier otro servicio cuesta dinero. No se viene a
este mundo ni se le abandona gratuitamente. Sabía muy bien que para esta
postrera función no podría buscar ayuda. Y, sin embargo, me vería forzado a
obtenerla. Tendría que dirigirme a un amigo y exponerle mi última mentira.
¿La última?
Pero la memoria ausente se negaba a indicarme quién pudiera ser ese
amigo y también esa penúltima mentira. Descubrí que al fondo del hall en que
me hallaba había una portada que conducía a un jardín. Me sumergí en él,
anegándome de sol. En un rosal, una lagartija imitaba con su quietud de
esmalte un signo zodiacal. Todo un universo minúsculo rotaba en las

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lentejuelas de sus ojos, mientras que en el latido del vientre el sol se
pulverizaba con rubios y verdes tornasolados. En el césped, los pétalos caídos
simulaban una alfombra, y allá, pegado al muro, entre los lirios blancos,
asomando con anticipaciones invernales, el rojo estallido de la flor de
nochebuena. Los lirios me evocaron el cuello de Irene que entre la turbulencia
hemorrágica de las nochebuenas me sugerían sacrificios de guillotina. No sé
por qué Irene asociábase a esa efusión de sangre. Pero yuxtapuesto al nombre
de Irene, seguía como una prolongación el de Rafael López Llata. Un rico e
importante industrial. También mi amigo Carlos Macías era un industrial
importante y rico. Yo le debía tres mil pesos. Yo me moriría debiéndole ocho
mil.
Me acerqué al muro y corté un lirio. Tenía una fragancia de humedades
umbrosas. Sin embargo, la marquesa de Tresguerras era un recinto de
calideces. Pero los lirios tiernos, lechosos, cándidos establecían una identidad
inexplicable con la marquesa de Tresguerras. Quizá estaba en la gracia de sus
manos, con veteados de Sajonia, con los ríos heráldicos de su sangre azul.
Dejé el jardín y volví al hall. Ya el jardín y el hall habían sido
determinados en el redescubrimiento. Ahora el bargueño tenía una edad en mi
memoria, en el recuerdo que hacía unos minutos acababa de nacer. Mi mundo
se dilataba y se poblaba: Carlos Macías, la marquesa de Tresguerras, Irene,
Rafael López Llata. Si hurgara un poco más sobre el cuerpo yacente del yo
arcaico surgirían nuevas imágenes, nuevos seres.
Una recta de sol incidía sobre el bisel de un espejo veneciano y de éste se
disparaba un dardo que iba a quebrarse en un gong. En el mundo que se
estaba reorganizando en mí, el disco no tenía ningún significado. Me parecía
el péndulo de un reloj ahorcado entre las dos columnas de laca que lo
sostenían. Pero, por el contrario, la talla policromada de San Jorge aparecía
íntegra a mis sentidos, a pesar de las lesiones que mostraba en el corselete
carcomido por la polilla. Sobre el mármol de la consola había una cáscara de
plátano como posando petulante para un bodegón.
Todo aquello era absurdo. Todo pertenecía al yo arcaico revuelto de
historia y de arqueología, poseso del mito del arte y de la superstición de las
formas. Todo olía y sonaba a polilla, a rumor escondido, huidizo, a ruidillo
polvoriento y larvado. ¿Y qué hacía allí el gong con los brillos agresivos de
bronce bruñido y agrio?
Pero había algo que no podía mirar, que no podía redescubrir, pues los
ojos, cuando se posaban en ellos, cubríanse con los vendajes purulentos de la
repugnancia: eran los cuadros que ocupaban ciertas superficies de las paredes.

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Sin ser viejos como las antigüedades que adornaban el hall, aparentaban
mayor caducidad. Como si nunca hubieran tenido latido ni vida propia,
genuina expresión plástica. Y estaban compuestos, pintados a lo moderno.
Sólo en la Eurídice (Sonia, 11 de la mañana, Acapulco, domingo) acertaba a
encontrar una sensación indemne al tiempo envejecedor. Sonia…
Sonia era lo único que no sería redescubierto. Sonia había permanecido
conmigo hasta el límite de mi hora, y conmigo llegaría íntegra a la muerte.
Pero no era prudente pensar en Sonia. El disco del gong, de color maléfico y
brillo tajante, sería capaz de cortar en dos la medalla de Sonia, en un
desdoblamiento tal que la imagen del anverso quedara como un Ángel de la
Anunciación, en la actitud estática de una figura de porcelana: reclinada sobre
el cuerpo putrefacto del yo arcaico. Y la otra Sonia —la del reverso—,
adherida, en la parte que le correspondía en mi destino, al suicidio. Y no. Yo
no podía admitir esa abominación de dos Sonias, una plañidera y otra
destinada al sacrificio.
Yo no quería salificarla a la manera de la estatua de Edit, la curiosa
maldita.
Abandoné el recuerdo de Sonia. El mundo circundante continuó
revelándose.
Me fue imposible justificar por razón de qué compromiso, gusto o
necesidad el brocado de las cortinas era azul y no verde. O amarillo. Pero lo
que me turbó fue ver en el sillón la huella de mi cuerpo. El asiento, vencidos
los muelles por el uso, estaba hundido y parecía señalar una presencia de mi
peso. El asiento me provocaba una especie de dislocación absurda. Se me
hacía insufrible —por indigno y humillante— asistir a aquella doble
manifestación de mi físico fuera de todo orden cronológico. Era indudable
que si yo estaba completo y de pie, el sillón revivía con mi huella, en una
simultaneidad inaceptable, tiempo y presencia caducos. El sillón debía
desaparecer.
Llamé a Esteban. Ocurrió algo curioso. Hasta el momento de tocar el
gong, creía de un modo vago, pero con la única precisión que tenía en aquel
instante, que Esteban era el gong. Cuando del disco se expandieron las dos
campanadas, Esteban comenzó a ser una entidad muy poco determinada, pero
sí grata. Después, ya que Esteban se plantó ante mí, sentía hacia él una cauta,
casi cobarde animadversión. Yo había llamado a Esteban y no sabía para qué.
Al fin, él, con ese gesto entre desdeñoso y servicial que a ciertos hombres les
da la seguridad de morir siendo criados, sacó una caja de cerillas, encendió
una de ellas y me la puso ante el rostro. Para dar lógica al incomprensible acto

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de Esteban yo me vi obligado a coger un cigarrillo y encenderlo. A la primera
bocanada, recordé para qué le había llamado. Le señalé el sillón y le dije:
—Siéntate.
Esteban obedeció, si bien en su rostro dejó asomar un gesto de inquietud.
Por primera vez durante el largo tiempo que me servía, nuestros ojos
quedaron confusos y enredados en una mirada que me produjo desagrado. No
sé si por un sentimiento de repugnancia, de cobardía o de rencor. O mezcla de
los tres. Tampoco sabía bien qué aspecto, actitud o modo de Esteban
suscitaba tal sentimiento. Aparté la vista, miré hacia la escultura de San Jorge
y con el rabillo del ojo observé al criado. Éste me vigilaba con una mirada tan
inquisitiva como desconsiderada. Pero yo no podía hacer nada. No tenía
motivo justificado ni aun débilmente razonable para exigir, pedir, rogarle a
Esteban que no me mirara de aquel modo ni de otro. Al fin de cuentas me
molestaba haber cedido a la fuerza de sus ojos, haber apartado la vista cuando
él tenía la suya clavada en mí. Di unos pasos por la sala que aproveché para
recuperar el dominio. Bruscamente me volví hacia el criado y le dije:
—Bien, Esteban, puedes retirarte.
Me le quedé mirando con disimulo. Esteban se levantó del asiento y se fue
con una rara, extraña sonrisa. No me era desconocida. Aquella sonrisa tenía
un aire de familia con otra sonrisa que yo había conocido hacía tiempo.
¿Dónde? ¿A quién? Quizá nunca lo hubiera averiguado si en aquel momento,
por azar, no poso los ojos sobre una pintura que colgaba de una de las paredes
del salón. Sí, aquella sonrisa, la que se llevó Esteban en sus labios, la había
escamoteado, sin duda, de esa pintura: Es un retrato de un hombre de 40 años,
cara larga, frente ancha, pelo abundante y canoso en las sienes. Una boca de
labios largos y poco carnosos. Nariz fina y alechuzada. ¿Interesante? ¡Quién
sabe! De lo que sí estoy seguro es que ese retrato yo lo he pintado. Y hace
poco tiempo, apenas una hora antes, hubiera podido decir sin equivocarme
que era mi autorretrato. Pero ahora, no. Encerraba demasiadas cosas falsas,
equívocas, superfluas que ya no eran propias. Hasta las facciones parecían
haber caducado en su intención expresiva. Aun aquella pobre e impersonal
sonrisa que Esteban le había robado.
Me sentí súbitamente inquieto como si mi ser —la conciencia del yo ser—
se fraccionara peligrosamente. Una parte de la personalidad transmisible y
mutable, parecía escurrirse como película epidérmica por la superficie del
autorretrato. Otra, resbalaba perezosa, con algo de aspereza cálida y
lanuginosa, por el sillón de pelo de camello, el que conservaba en deteriorado
y lesivo homenaje la huella repulsiva de aquel yo de tantas horas vividas y

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quemadas, muerto y resurrecto con el afán contumaz de sus repeticiones. Pero
lo que se me hacía insoportable era suponerme desprovisto de una auténtica,
personal, verídica sonrisa. No; la que me había robado Esteban en
complicidad con el autorretrato sobornable no era mi sonrisa, sino la
simulada, la postiza, la falsa sonrisa; la joya sustituía que se hace para
defraudar a los ladrones como Esteban. Pero yo me había quedado sin la falsa
y sin la original y genuina, porque ésta, Dios, Dios mío ¿cuándo y dónde la
había empeñado y perdido?
Decidí salir de la casa en una condición que nunca hasta entonces había
sospechado. Me faltaba un mínimo de experiencia en esta última fase de la
vida para poderla capitalizar, aunque sólo fuera en íntima satisfacción. No me
sentí trascendental. Qué importaba… si podía ser sencillo. Mágicas palabras.
Ya anteriormente había intentado hacer de mi vida una proyección ambiciosa
hacia la sencillez. Vano empeño, pues la sencillez es costosa. La vida es
complicada, y hasta para comer necesitamos una serie de utensilios que poco
o nada agradece el estómago. Mas hay que ser razonable: la industria de la
cuchillería es una industria floreciente. Y hay cuchillos de Toledo made in
USA. O en uso. En desuso las tizonas del otro Toledo. Asador con humo de
hoguera. Carne tostada en la parrilla. O en conserva, como los rostros
macilentos del Greco. El torturado. El laberíntico. El cretense. El de los dedos
en los dédalos del encaje. Encaje: greca de Chantilly. O cabello de ángel y
Mitla. Cultura zapoteca. Don Benito Juárez. Cerro de las Campanas. Y las
campanas tocaron a muerto. Carlota. Nunca pude acabarme una carlota de la
pastelería Colón. Colón descubrió América para que Carlota enloqueciera en
Europa. Europa… Europa… Sonia, Sonia.
—¡Suben!
Estaba en el autobús y no me había dado cuenta. Me pareció que todos los
que ocupaban el vehículo eran gente triste, como si sus rostros y sus cuerpos
estuvieran huecos, vacíos de sentido. Es que tales gentes, viviendo, no habían
aún realizado sus vidas. La vida queda redonda con la muerte. Y la sensación
de suicidio es una muerte anticipada. Yo estaba muerto en vida y, por tanto,
mi vida ya tenía un sentido, como toda obra conclusa, acabada. Pero aquellos
seres se antojaban huecos porque su personalidad, desdoblada y ausente, se
encontraba fuera de ellos, proyectada hacia una serie de menesteres, anhelos,
ambiciones, necesidades a cumplir en el mundo externo en que vivían. Eran
cuerpos que se dejaban caer desmadejados sobre el asiento, o que oscilaban
sostenidos de la mano que los sujetaba a la barra de níquel oxidada, mugrienta
con pringue de todos los sudores. Delante de mí iba una mujer joven y

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hermosa. Como estaba hueca, semejaba un maniquí. En servidumbre a la
rutina pensé levantarme y ofrecerle mi asiento, pero me pareció pueril: sería
un gesto, un acto sin sentido: hueco. Todos estaban tristes porque todos
sentíanse mermados o disminuidos: unos, por el trabajo; otros, por el amor;
aquéllos, por la pobreza. Cada cual, sabiéndose desgraciado, creía felices a los
demás, como si los demás no sintieran la angustia del amor, la angustia de la
pobreza, la angustia del trabajo. ¿Por qué todos estaban tristes? Era aquél el
autobús del desencanto. Posiblemente debía de haber salido de Tacubaya o de
San Pedro de los Pinos, donde vive la gente de existencia mediocre, de casita
pobre hecha con ahorros juntados peso a peso en largos años de penuria, de
escasez; la gente que paga en vida y a plazos el féretro, la fosa; porque ella
también quiere tener para sus restos, como las personas decentes, un predio
asegurado. Burócratas, obreros del ramo de construcción, empleados de
comercio. Toda la escoria, cien veces quemada, que deja la resaca de esa
marea que es el vivir expiatorio.
—¡Bajan! —grita el cobrador.
¿Es posible que bajen? ¿Hasta dónde? ¿Quiénes bajan? ¿Quiénes son los
que suben?… («Coca-Cola. Deliciosa. Tómela bien fría»). Tenía razón
monsieur le professeur d’anatomie. Le está dando la razón esa mujer que,
como fardo, cuelga del pasamanos superior del ómnibus. Mueve sus grandes
ojos de vaca en una mirada elíptica, a la vez en rogativa y en amenaza, como
si quisiera intimidar a alguno de los pasajeros para que le ceda el asiento. Pero
nadie se mueve. El difunto Cassie tenía razón: «Garçons, no se hagan
confusiones con los miembros… Dejen las piernas, los brazos en paz. El
cuerpo humano es una sola masa. Voyez-le toujours en ensemble, en masse,
comme unité. De esa masa salen brazos, piernas y cabeza». Y ese peón de
albañilería con los huaraches pútridos, con los pies sucios, con los dedos
apelmazados como terrones… La refugiada que está a su lado vuelve la
cabeza con una repugnancia ruidosamente ibérica. No habla. Pero ¡cómo han
de crujirle en el cerebro las palabras que rebotan porque no pueden salir a los
labios…! (Bárbara Gould: un color para cada cutis. Lápiz labial). En mi
infancia los lápices también eran labiales, como la letra B. Esa refugiada no
ha de saber quién es Bárbara Gould… Productos de Belleza… Productos para
la belleza. Productos en, de, por, sin, sobre, tras, la belleza. No sé por qué
Ortega me ha dicho que ha encargado en la Librería Francesa una
reproducción de la Venus de Milo, esa lisiada que se escapó del gineceo del
Partenón. O par-te-par. Los pares de Francia. Un día se reunieron con una
medida en la mano… Ahí surgió el sistema decimal: Venus de Milo, canon de

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las formas. Tenía razón Cassie, el ratonuelo profesor de Anatomía, de
Anamaríe: «Vean al cuerpo como masa. Los brazos no importan». No, no
importan desde que se descubrió la Venus de Milo. Anamaríe nunca entendió
aquello. Pintaba muy mal. Pero sus manos eran hermosas. Poco daba que,
como decía Salvador Dalí, esas manos, las de Anamaríe, cogieran y arrugaran
cuidadosamente el papel higiénico. Tisú, crepé. En realidad eran añadidos de
crepé los que se ponía doña Remedios en su tocado. Pero lucía muy bien su
cabello, con muchos reflejos de vaselina, tan acartonado. ¡Ay, qué chulo es mi
Tarzán! ¡Ay, mamá!
—¡Bajan! —grita el cobrador.
Otra vez. Pero al fin le dejo el asiento a una de las mujeres huecas. Un
codazo, dos pisotones y salto del estribo.
Sí, en la calle había un sol de domingo (Sonia, 11 de la mañana,
Acapulco, domingo). Había. Ésa es la palabra. No sé cómo se deslizaron
algunas frases en tiempo presente, puesto que me estaba refiriendo a cosas
pasadas. Con exactitud debería referirme a un tiempo inexistente, a conjugar
en sensación suicida.
Yo soyfuí.
Tú eresfuiste.
Él esfué.
Y a los 4 siglos, con cuatro centenarios de natalicio y mortelicio, se
conjugaría:
Yo souí.
Tú ereste.
Él esué.
Así, pues, de acuerdo con aquella conjugación yo fuivoy en busca de mi
amigo. Las calles estabatán llenas de sol. Y las gentes parececían tristes.
Pero entrotré en un lugar donde la lógica impusoníase: la oficina de un
amigo. Cuando me anunciaron, había olvidado el objeto de mi visita. Carlos
Macías hablaba a solas ante un interlocutor invisible. Argumentaba, hacía
pausas efectistas y volvía a argumentar con voz persuasiva. Al verme puso
mayor virtuosismo en las palabras y ademanes, y hasta me echó una mirada
que yo interpreté como si me dijera: «¿Qué te parece?» El caso es que Carlos
peroraba sin la menor timidez, sin la más ligera sospecha de hacer el ridículo.
Las facciones de su rostro se hacían severas cuando la argumentación era
expresada si no con más claras ideas, sí con mayor énfasis en la voz. Hablaba
ante la bocina de un dictáfono. ¡Qué cosas decía! Sin embargo, esas cosas

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eran mucho más lógicas, más sensatas que las que a mí se me ocurrían. Eran
palabras de circulación legal: para la gramática, para la ética, para la sociedad.
«Esperamos que de una buena vez —decía Carlos— abone el adeudo que
tiene pendiente con esta casa, a fin de que su apreciable crédito, tan sólido
hasta ahora, no sufra menoscabo. Por otra parte si a fin de mes no tenemos
solución satisfactoria a este engorroso asunto, nos veremos en la necesidad de
pasar su apreciable cuenta a nuestros abogados».
Cuando terminó la parrafada, sonrió complacido y me miró
interrogadoramente. (¿Qué te parece?) Yo permanecí callado. Carlos dejó la
bocina, me extendió la mano, no prestó mayor atención al saludo, pasó unos
papeles de un lugar a otro del escritorio y oprimió dos botones de timbres.
Nadie acudió. Sonó el teléfono, lo descolgó, dijo «¿Bueno?» y volvió a
dejarlo sobre el soporte. Encendió un cigarrillo. Expelió como autómata una
bocanada de humo y yo, dándomelas de conocedor, exclamé:
—¡Camel!
En realidad la vida era agradable, con «Camel» o sin ellos. Aun con
picadura de tabaco negro.
—¿Qué cuentas? —me preguntó Carlos, meciéndose en el sillón.
—Nada de particular. ¿Y tú?
—¡Pchs! Lo de siempre. Te ves con buen semblante.
—¿Es posible…? —le contesté no muy seguro.
Sentí unas ganas irreprimibles de mirarme al espejo. Buen semblante.
Quizá fuera cierto. ¿Es que los presuicidas tienen buena cara? Debo confesar
que me asaltó cierto sentimiento de coquetería.
—¿No tienes un espejo? —le pregunté.
—¿Para…? —preguntó, ahorrativamente, Carlos.
—Quiero verme la lengua.
—A ver… Abre la boca.
Abrí la boca y saqué la lengua. Carlos sonrió. Depositó la ceniza del
cigarrillo no en mi lengua sino en el cenicero, y dijo:
—Perfecto. ¿Te sientes mal?
—No. Desde hace una hora, mejor que nunca.
Seguí hablando. No sé lo que dije, pues a la vez que hablaba le daba
vuelta al magín buscando la mejor manera de abordar a mi amigo. Esto
debiera ser peccata minuta para un hombre que, como yo, estaba dispuesto a
todo; pero posiblemente ciertos escrúpulos permanecen en nuestra intimidad
como cimientos éticos inconmovibles. Sin embargo, dentro de pocas horas yo
me pegaría un tiro. En la sien derecha. El lugar lo tenía bien precisado,

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instintivamente, desde la infancia. Creo que los suicidas no abundan porque
no tienen lugar donde pegarse un tiro o venas que cortarse. Si yo hubiera
tenido que emplear un tóxico o un tranvía no me suicidaría. Pero por fortuna
existían las pistolas e intuía que un tiro en la sien derecha no me produciría
grandes dolores. Ni grandes ni chicos.
Al fin, decidí plantearle a Carlos:
—¿Sabes…? Tengo un compromiso.
—¿Grave? —se interesó con el mismo tono de voz con que dictó el último
párrafo. Medité la respuesta. Si le decía que sí, Carlos, por reflejo, entraría en
un ánimo de pesimismo poco propicio para moverle al préstamo. Haciendo
caso de su incipiente satiriasis, se me ocurrió inventar:
—No… Se trata de una mujer maravillosa. Estoy obligado a ser
espléndido.
Los ojos de Carlos se avivaron con una llama libidinosa.
—A ver, cuenta, cuenta…
—Hasta mañana no puedo decirte nada. Debo ser reservado. Mañana,
sabrás redonda la historia.
—¿Cuánto?
—Cinco mil pesos.
Supongo que la cifra fue excesiva, porque mi amigo abrió los ojos. Pero
Carlos rendía un tributo convencional a la amistad. Agregué:
—Te los devolveré con los otros tres mil dentro de unos días.
—¡No, hombre! Cuando tú quieras. Lo que me extraña es que para una
noche necesites cinco mil pesos…
—Será una noche muy larga…
Me había salido bien la frase. Tuve la sospecha de que empezaba a ser un
suicida conspicuo. Al otro día, cuando la prensa divulgara la noticia de mi
muerte, Carlos diría con la auténtica emoción de haber perdido los ocho mil
pesos: «¡Qué serenidad tuvo! Hasta el último momento hizo alarde de
ingenio, de talento. Publiquen esta frase…»
Pero Carlos no estaba en mañana, sino en víspera. Sonrió entre malicioso
y disgustado y sacó del cajón el talonario de cheques. Extendió el documento
y puso al calce aquellas sus muy garifoladas firma y rúbrica. Ignoraba que
estaba firmando mi sentencia de muerte. Pero aun sabiéndolo, no hubiera
dejado de ser tan expedito. Carlos sería mañana un personaje casi importante.
Lo entrevistarían los periodistas. Quizá hiciera declaraciones al dictáfono.
Me alargó el cheque con un ademán muy peculiar, sujetándolo entre sus
dedos de pico de pato, como si pellizcara a una de las mecanógrafas. Parecía

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envidiar el destino de aquel cheque, la función que suponía iba a cumplir.
Cuando guardé el documento le di la mano a Carlos para despedirme. Mi
amigo estaba próximo a morir. Ya no le volvería a ver. Dentro de unos pocos
segundos, los que yo tardara en trasponer la puerta del despacho, dejaría de
existir. Ojalá no me buscara ni en el Cielo ni en el Infierno.
Abandoné a Carlos tras de estrecharle la mano rutinariamente.
—No dejes de venir a contarme mañana. Me interesa la historia. Digo, si
tu discreción…
Y yo en genial, con esa genialidad ocasional, fortuita, que me daba mi
condición de suicida, le contesté:
—Descuida. Mañana esa historia será del dominio público.
No entendió muy bien. Salí. Carlos se quedó muerto detrás de la puerta,
pegado al dictáfono. Empecé a sentirme como un diosecillo dispensador de la
muerte.
Cabe pensar que yo, un hombre que tenía arbitrio sobre su vida, que podía
anticipar o retrasar en minutos u horas la muerte, se moviera en la última
etapa de su existencia con una relativa libertad. Pero no. Aun para acudir a la
muerte, debía poner en mis pasos cierto orden. Había decidido suicidarme
aquel mismo día, mas como deseaba cumplir con ciertos compromisos me
veía obligado a tomarme tiempo. Así, pues, señalé la medianoche como la
hora última. Estaba seguro que durante ese tiempo de vida, nada
extraordinario me ocurriría, presa de una súbita astenia que me imposibilitaba
de romper con la rutina cotidiana. Lo primero, era cobrar el cheque.
Después… lo de siempre. Sí, lo de siempre, lo acostumbrado. Supondría una
necedad lo contrario. Que me pusiera a escribir una requisitoria a la causa…
(causa de mi suicidio). ¿Para qué? Eso sería tanto como una afirmación de la
vida. Y la vida para mí, con ser tan valiosa, tan agradable —desde lejos— al
fin de cuentas valía menos —desde cerca— que el suicidio, puesto que había
escogido la muerte por mucho más satisfactoria.
Detuve un coche y le di al conductor la dirección del banco. Sobrándome
tanto dinero como me sobraría para el resto de mis horas, contraté el precio.
Ser generoso, dándole 10 o 20 pesos al chófer, hubiera sido estúpido. Podría
haberle dado mil y hacerle feliz. Pero ¿para qué? La felicidad era una de las
tantas ilusiones de la vida, y yo no debía hacer nada extraordinario a favor de
esa vida a la que renunciaba. No tenía la menor intención de censurar la vida
ni me consideraba obligado a halagarla. Viviría mis últimas horas tal como la
vida quisiera que las viviera. En definitiva, a lo tremendo, la vida no era tan
mala mientras la muerte —la liberación— formara parte de ella.

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La muerte era lo único que daba sentido y contenido a la vida. Mientras
no se muere, la vida es un cuarto con las ventanas abiertas a lo inesperado, a
lo imprevisto. La muerte cierra ventanas y puertas. Y entonces es cuando se
puede hacer el inventario y el balance. Nada nuevo entrará; nada conocido
nos será robado. Y el contenido, por concreto, por definitivo, es válido. Así
dentro de doce horas habrá desaparecido toda posibilidad de que gane una
medalla o una condecoración; al mismo tiempo no tendré la zozobra de hacer
una mala pintura o ser pasto del ludibrio. Ésta es una idea tonta como la del
reloj. Pero ello demuestra el fluir espontáneo, sencillo de mi pensamiento.
Demuestra también la calidad de mi inteligencia, tan insobornable, que, en un
momento trascendental, puede permitirse el gusto de decir tonterías, las
simplezas que proliferan en un cerebro que se califica de excelente. Sin
embargo, no pienso donar mi cerebro para investigaciones o estudios
histológicos ni de ningún otro género.
La verdad es que no estoy contento. Creo que estuve demasiado
obsecuente con mi amigo Macías. Me molesta pensar que se haya pavoneado
ante el dictáfono. (¿Qué te parece?) No debí decirle que el dinero era para
gastarlo con una mujer. Debió de sentirse vanidoso de fomentar tales
dispendios. Cierto que yo estaba de acuerdo en decir una mentira. La
penúltima. Mas pudo haber sido otra. ¿Cuál será mi última mentira? Supongo
que para tener oculta la decisión de suicidio tendré que mentir todavía muchas
veces. Y el mentir me irrita, tanto por la baja calidad moral del hecho en sí,
cuanto porque tengo que forzar mi sinceridad. Ser sincero es lo mínimo, creo
yo, que puede permitirse a un condenado a muerte. Pero la sinceridad, como
la sencillez, son harto costosas. Todas las cualidades o virtudes que son hijas
de la verdad, son caras: queridas y onerosas. También las queridas son
costosas. Eso dicen, pero yo no estoy muy seguro que sea cierto. (¡Qué
trabajo me ha costado concebir esta última idea! ¿Por qué?)
Debo de llevar mal semblante porque el chófer me mira y remira por el
retrovisor. Carlos Macías me dijo que tenía buen aspecto, pero quién sabe.
Carlos, cuando vivía, era un hipócrita. Sólo un impúdico como él es capaz de
violar el pensamiento para, después del estupro, envasarlo en el cilindro del
dictáfono. Hablar así es cometer abominación. Significa emitir la voz en un
onanismo verbal. Y el suicidarse ¿no será una masturbación… ontológica?
No. El suicidio es, en esta epopeya del vivir, una especie del
homosexualismo. ¿O es que la muerte, por opuesta, ha de tener diferente sexo
que la vida? ¿Y quién será la hembra y quién el macho?

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Paso del Macho… La arena, el terregal… No. Paso del Macho no tiene
nada que ver con San Andrés Chalchicomula. A espaldas de éste —o adelante
— está el Pico de Orizaba. Desde el mar, el cono níveo se ve flotar como una
diminuta nube blanca. ¡Y qué transparentes son las aguas del Golfo!… Golfo
de México… Golfo de Vizcaya… «Costas, las de Levante»… «Mi madre,
aunque impedida, ¡la pobre te quiere tanto!»… ¿Qué habrá sido de aquel don
José? Daba al peluquero dos pesos de propina… cuando el corte de pelo,
costaba, costaba, costaba… 50 centavos…
Llegamos al banco. Pagué al chófer y me introduje en el salón público.
Muchas veces he cobrado cheques, pero siempre me sucede igual: nunca sé en
qué lugar debo presentar el documento. Los números y las letras iniciales que
se ven en las ventanillas me confunden. Además se apodera de mí una
terrible, molesta, insuperable timidez. Como si el cheque fuera falso o el
dinero que me darán por él no fuese mío, sino dinero robado por esos señores
del banco. De todas formas yo me siento cómplice y partícipe de la misma
bribonada. Creo que esa timidez me acomete al ver los rostros de los
cuentacorrentistas. No hay nada como el dinero para descubrir la verdadera
—la inconfesable— personalidad de la gente.
Al cabo de unos minutos doy con mi ventanilla, alargo la mano con el
cheque y súbitamente otra mano, con una celeridad de rapiña, me lo arrebata
y me da, a cambio del documento, un papel: un papel azul que tiene un
número de cinco cifras. El cheque, por lo menos, era una ilusión, una
posibilidad de que se transformara en dinero. Pero, por arte y gracia del
empleado, queda transformado en un número: 53 824. Y ese número… Con él
me acerco a la ventanilla 7. En un instante me veo cogido en la trampa de los
números. Mi nombre, 53 824; mi vida 5000 pesos; mi destino, la ventanilla 7.
Tras ella está el cajero. Para el banco, y gracias a la fianza, ha de ser una
persona honorable, pero a mí se me antoja hombre hueco y triste. Y
sospechudo, que es peor que sospechoso. Con una voz de estropajo grita:
«¡19!» Se acerca alguien a la ventanilla y paga. Lo hace con una avaricia que
no disimula la rapidez con que cuenta los billetes. Después, «¡20!» y repite la
operación. Todo el público que espera ávido ante la ventanilla tiene los ojos
pegados en los fajos de billetes. Y en las manos del cajero. Éste, tras de pagar
hace una serie de movimientos, ademanes y gestos cuyo oculto sentido no
acierto a descifrar. A cada pago, introduce una hoja amarilla muy grande
entre los rodillos de una extraña máquina. Teclea en ella. El rodillo sale
disparado, se detiene, le crujen las tripas y vuelve a lanzarse fuera. Este cajero
es más flaco que un suspiro. Ha de tener las piernas largas, porque a todos los

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cajeros por un complejo inhibitorio que padecen en las manos se les alargan
las piernas. Total: un buen día se purgan el complejo y terminan
desfalcadores. Yo creo que éste ya lo está, pues se guarda un billete de veinte
pesos en el bolsillo y deja, en cambio, en la caja del banco, 35 centavos en
monedas de cobre y de níquel. Grita: «¡21!» Y como nadie responde: «¡22!»
Si ésa es la numeración correlativa no sé a qué hora va a llegarme el turno con
mi 53 824. Pero llega en seguida. Después que ha manipulado en aquella
máquina donde se electrocutan cifras, luego que saca un fajo de billetes de
100 pesos y lo oculta con cierto disimulo en un lugar desconocido pero que ha
de existir bajo la ventanilla, grita: «¡24!» Y yo, como los chicos de la lotería,
contesto con irreprimible alborozo:
—¡Cinco mil pesos, cinco mil pesos!
El cajero me mira agresivo. Se ha dado cuenta que he observado la
sospechada operación que ha hecho con el fajo de 100. Y no me paga. Me
devuelve el cheque, me recoge el papel y, ya sin mirarme, dice:
—Falta el conocimiento…
—¿El qué?
—Una firma conocida…
—Mi firma es conocida y se cotiza bien. Puedo, en este aspecto, sentirme
vanidoso.
Pero yo hablo un lenguaje que no es comprendido en la ventanilla 7.
Vuelve a gritar: «¡25!» Siento un calosfrío que me humedece la columna
vertebral. La posibilidad de que tenga que posponer el suicidio por una
futileza del sistema bancario me angustia. El cajero parece descubrir mi
contrariedad y mientras manipula en la electrocutadora, aclara:
—Se necesita que su firma esté avalada por la de una persona conocida
del Banco.
Doy unos pasos desolado. Don Ángel Custodio, director del Banco, es
amigo mío. ¿Será buena su firma?… Buena firma… ¡Menuda firma! Dicen
que ha expoliado a medio México. ¿Por qué me mirará así la gente? Como si
yo hubiera tratado de cometer una estafa. Mis movimientos, sin embargo, han
sido naturales. No es la primera vez que cobro un cheque. Ni tampoco la
primera vez que me lo devuelven por falta de fondos. Pero yo no tengo la
culpa de una ni de otra contingencia. Yo no tengo nada que ver con el sistema
bancario. Ni se me ocurrió nunca inventar nada semejante a esa máquina
electrocutadora de números.
Subo al piso inmediato donde están las oficinas del director.
Un empleado me mira de arriba abajo y me pregunté qué se me ofrece.

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—Ver a don Ángel.
—¿Tiene usted cita con él?
—Creo que no.
Me extiende un bloque de audiencias para que cubra una de las hojas.
Escribo en él y se lo devuelvo al empleado. Me dice que me siente.
—Le ruego preste atención, pues es urgente —le recomiendo.
Es la una menos cinco. Y si no logro cobrar ese dinero, tendré que dejar el
asunto para mañana. Sale el secretario del señor Custodio, recoge unas
papeletas y entra de nuevo en el despacho. Hay otras cinco personas más
esperando ser recibidas por el director. Una de ellas, la viuda, tiene un aspecto
impresionante. Supongo que es viuda. Por fortuna sube a la oficina el señor
Valdés, subgerente del Banco.
—¿Qué anda haciendo usted por aquí? —me pregunta ofreciéndome la
mano.
Tal extrañeza en un banquero, me da la absoluta seguridad de que soy
pobre. Y los visitantes, a excepción de la viuda, vuelven hacia mí sus rostros.
—He venido a molestar a don Ángel para solicitarle una firma de
conocimiento —le informo enseñándole el cheque.
El señor Valdés lo coge en sus manos, le da un vistazo, saca la pluma y
estampa un garabato. ¡Qué admirable es el sistema bancario! Pero aún sucede
algo inaudito: el señor Valdés le entrega el cheque al empleado y le ordena:
—Cobre inmediatamente el cheque y entréguele el dinero al señor…
¡Qué felicidad! Valdés me da un apretón de manos y entra en el despacho
de don Ángel. Y yo vuelvo a sentarme. No muy tranquilo, pues en ese
momento no tengo el dinero, ni el cheque ni la contraseña. Sí, el sistema
bancario es admirable, pero para quedarse con el dinero de los demás.
Custodio tiene fama de expoliador. Y Valdés es uno de sus brazos. Y ese
empleadillo y aquel cajero que escamotea los fajos de 100 pesos… Todo esto
es muy natural dentro de la Banca, pero muy angustioso para mí. Vuelve a
aparecer Valdés, más risueño que antes y mientras cruza el saloncito de
espera, dice:
—No tardará el muchacho.
Y se va tan fresco. Quién sabe si Valdés ya ha informado a Custodio de la
trácala que me ha hecho. Los minutos se alargan y se me hacen insufribles.
Aparece el secretario del director, echa una mirada a aquellos infelices y les
dice:
—El señor Custodio ruega a ustedes que le excusen. Tiene una junta y no
podrá recibirles hasta mañana.

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Todos se levantan, mueven la cabeza, hacen alguna pregunta, externan un
gesto de fastidio y, al fin, se van. Todos, menos la viuda. La viuda musita
algo al oído del secretario y toma de nuevo asiento. Pasan dos, tres minutos
más en los que no sé si pienso ni veo. Mi vista está fija en las piernas de la
viuda, y mi corazón, si late, es contando un tiempo distinto al que vivo. Al
fin, el empleado llega hasta mí y me entrega diez billetes flamantes de 500
pesos cada uno. Le doy las gracias y me dispongo a retirarme cuando oigo la
voz del secretario:
—Pase usted, señor Cossío.
—¿Yo?
—Sí.
Me encojo de hombros. En fin, veré a don Ángel Custodio. No le tengo
mucha simpatía. En distintas ocasiones me ha comprado cuadros y siempre
me ha pagado la mitad de lo que le he pedido, o sea el doble de lo que valen.
Estamos en paz, pues me repugna pedir cuarenta por lo que vale diez.
Custodio tiene una magnífica colección de pintura moderna.
—¿Qué cuenta el artista? —me saludó, extendiéndome la mano.
Me da una mano fría, ósea, poco cordial. Por decir algo, contesto:
—Negocios…
—¿Usted, negocios? —me interroga con incredulidad a la vez que
descose los labios en una fina, sinuosa, pálida sonrisa indulgente.
Era una sonrisa viscosa, confeccionada con los residuos húmedos que deja
en su huella el reptil. Afluyeron a mi estómago todos los jugos ácidos y
corrosivos para neutralizar, primero, y disolver, después, la sonrisa de
Custodio. Pero a pesar del antídoto, la pregunta «¿Qué cuenta el artista?»
seguía ingente, llena de aristas y de púas en mi cerebro. El banquero me había
dicho artista en el más indirecto y despectivo de los sentidos. Artista: no el
hombre capaz de realizar por las vías mágicas de la intuición lo que los demás
hombres son impotentes a concebir, sino artistas: infrahombre, subser, paria
de lo útil, negado de lo práctico. Aborrezco este régimen pragmático que ha
derrumbado con la imposición de lo útil una aristocracia que, con todos sus
defectos, tenía un sentido ennoblecedor de lo superflue, de lo espiritual.
«¿Qué cuenta el artista?» «¿Qué cuenta usted —quería decir—, pobre diablo,
que juega al genio y a la aristocracia?» En el diccionario de Custodio podía
leer la definición: Artista, hombre que vive de la mendicidad del elogio, de la
caridad del préstamo, de la superchería de la obra maestra. «¿Usted,
negocios?» ¿Cómo era posible que yo osara pretender una participación en el
sabroso juego de lo útil? ¿Es que yo, aristocratizante, también aspiraba a

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entrar en el campo de los negocios, donde se mueven y viven las gentes
honorables, laboriosas, las gentes útiles a la sociedad? Custodio se reía
interiormente con desahogo, sin forzar circunspección. La risa no le brotaba
en los labios, porque, después de sonreír, los tenía apretados en un gesto de
desprecio. De un desprecio tal que él (que tocaba en cierta forma de soberbia
el todopoderío que se escapaba de las cajas del Banco) podía convertirlo en
conmiseración. Y pensaba: este pobre diablo, que está sin un centavo, viene a
proponerme la compra de uno de sus cuadros. ¿Por qué no va con la marquesa
de Tresguerras?
Custodio sabía que yo pertenecía al cuarto círculo de doña Catalina (Paz
Fernández de Pimentel y Pérez de Aragón, marquesa de Tresguerras) yo, un
artista, un pintamonas. Y que junto a los demás iniciados, en complot con los
otros integrantes del cuarto círculo, le vetaba la entrada. Pues para nosotros
don Ángel Custodio es un indeseable, no por su conducta moral, que no es
menos inescrupulosa que la de algunos otros hombres de negocios, sino
porque carecía de la flexibilidad mental y de la agudeza de sensibilidad
necesarias para interpretar las exquisitas manifestaciones de la personalidad
humana que no se producen a los ritmos precipitados y secos de un banquero.
Un mundo o un concepto de la vida diametralmente opuesto nos separaba. Y
don Ángel Custodio con la soberbia de su omnipotencia financiera admitía, a
priori, sin análisis discriminador, que su mundo era el cierto y válido, y que el
nuestro —y más precisamente el mío— era falso, subrepticio, el de los
pobretones vestidos de seda. Porque él no carecía de vanidad para
considerarse merecedor de los favores del cuarto círculo que dirigía la
marquesa de Tresguerras. Y por apetecerlo y negársele le otorgaba, aun contra
su despecho, un prestigio y brillo que estimaba muy seductores. Pero de esta
exclusión, que se extendía a muchas más personas del gran mundo mexicano,
el banquero se consolaba amasando millones y prodigando el dinero —
inducido y presionado por la esposa— en espléndidas y aparatosas
recepciones que pretendían con la abundancia de criados, botellas y músicos
tener un fausto que pudiera apagar, ya que no asemejarse en algo, el discreto,
suave, dorado brillo de las recepciones del cuarto círculo que daba la
marquesa de Tresguerras.
El cuarto círculo desazonaba a mucha gente de México. Desde el día que
se le ocurrió a un periodista decir que la marquesa de Tresguerras, dictadora e
intérprete del código social mexicano, clasificaba el gran mundo en cuatro
círculos, no hubo familia de cierto prestigio nominal que no sintiera la
necesidad de saber en cuál de esos círculos la habían situado. Y si bien la

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marquesa de Tresguerras jamás reveló la existencia y mucho menos el
mecanismo de tales círculos, las gentes de motu proprio, midiendo y pesando
los actos sociales de la aristócrata, conjeturaron y establecieron peregrinos
escalafones en el raquítico y muy condicionado Gotha mexicano. Manuel
Pérez Verdía, que dentro del cuarto círculo era algo así como el encargado de
las relaciones exteriores, informaba a los cronistas de sociedad de aquellas
intimidades del grupo que convenía se hicieran públicas a modo de picantes
indiscreciones. Y fue él quien propaló que las «fiestas de puerta abierta» que
daba la marquesa de Tresguerras cumplían igual función, necesarísima e
inevitable, de las recepciones públicas de los reyes: debidamente controladas
en cuanto al número de invitados, pero forzosamente indulgentes respecto a la
calidad de los mismos. Esta indiscreción de Pérez Verdía causó un gran
escándalo, pues la gente dio en decir que los diplomáticos, los personajes del
Gobierno —sin excluir al Presidente de la República y su esposa—, no eran
invitados al palacio de la marquesa, sino en las recepciones de puerta abierta.
Lo que yo sé es que un día Catita comentaba conmigo que los
diplomáticos, aun los representantes de S. M. Británica, eran unos extranjeros
a los que por elemental profilaxis de salud social, había que tener en
cuarentena. Lo cierto es que a partir de las indiscreciones de Pérez Verdía, y
sin que la marquesa se lo propusiera, las demás gentes compusieron los cuatro
círculos, y los íntimos de Catita se vieron un buen día integrando a su
alrededor el cogollo aristocrático de México. Indudablemente todo esto era de
un absurdo no carente de cursilería, pero ellos se divertían en el ejercicio de
una dictadura de salón cuyo poder los mismos discriminadores les habían
conferido. Y todavía ahora animamos ocio y tedio ascendiendo o degradando
a ciertas familias. Como si jugáramos al ajedrez decimos «el caballo de
Menéndez da un salto del segundo al tercer círculo». Y cuando el conde de
Grijalva, que es del cuarto círculo, se muestra más imprudente y obcecado
que de costumbre con alguna debutante social, Catita, mirándole con aquellos
sus ojos de frías y herméticas profundidades marinas, le recrimina: «A ti voy
a tener que expatriarte al primer círculo». Pero la amenaza jamás se concreta
en hecho. Pues Catita, que es inflexible con los demás, condena y perdona
simultáneamente nuestras caídas. Gozamos el privilegio de someter nuestra
moral a una indulgencia elástica, prerrogativa que si no entraña en ningún
caso una inmunidad moral, implica una dispensa de expiación a cambio del
rigor con que cotidianamente normamos nuestra conducta. Desde luego
nuestras caídas nunca saltarán los límites de lo excusable, pues ninguno de los
íntimos de Catita sería capaz de cometer esas negligencias sociales que traen

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aparejados embarazos prematuros, circulación de cheques sin fondos o
cualquiera de las fallas que son tan toleradas entre las personas que se
consideran decentes. Esto parecerá un juego de hipocresías, pero no lo es. Los
aristócratas se creen superiores y se entienden, se disculpan y se justifican.
Eso les da una fuerza de clan que parecen traerla en la sangre heráldica de sus
venas.
Custodio me había invitado alguna vez a sus cenas. En ellas yo no era el
artista disminuido, amorfo, vago, menospreciado que ahora estaba en el
Banco, sino uno del cuarto círculo, un sujeto con marchamo aristocrático que,
en cierto grado, servía para decorar y honrar sus fiestas. Y durante toda la
noche, él o su señora o el mismo Valdés me atendían y no me dejaban a solas,
llevándome o trayéndome como si fuera el «pintor de cámara» de la casa.
Pero ahora, aquí, en su despacho, en el cuarto círculo de la Banca, Custodio
era amo y señor, y no tenía por qué forzarse en disimular un desprecio que,
como hombre útil, laborioso y honesto, me otorgaba. Ya doña Conchita, su
mujer, cuando conversaba conmigo en alguna fiesta, no dejaba de mirarme y
remirarme como a un bicho raro, como a la espléndida colección de
bugambilias que tapizan los muros del amplio jardín de la casa. Doña
Conchita, al igual que su esposo, no acierta a comprender por qué, a cambio
de qué o en razón de qué yo pude haber ganado la confianza, la simpatía de la
marquesa de Tresguerras. Yo les hubiera podido decir a los dos que era mi
indolencia la que me había abierto la puerta del cuarto círculo. Y ellos
pensarían que la indolencia de que les hablaba tenía una estrecha relación con
mi supuesta pereza, con mi supuesto espíritu bohemio. Y la confusión habría
sido aún mayor, pues difícilmente lograrían conciliar el prejuicioso concepto
que tienen de la bohemia —irresponsabilidad, imprevisión y vicio— con los
estatutos muy rígidos del cuarto círculo. En fin, para ellos un artista era un
insolvente, no ya sólo en lo económico, sino en lo moral, en lo que es aún más
grave, en lo demográfico. Un artista nunca lleva contabilidad, ni aun la doble
y ficticia para engañar al Fisco que simulan las personas honestas, justas y
útiles que integran el mundo de los negocios.
Yo me vería obligado a explicarles en qué consistía mi indolencia y en
qué punto, lugar y hora mi indolencia coincidía con la indolencia de los
aristócratas y en especial de la marquesa de Tresguerras. Cuando una noche,
después de dar una vuelta por el salón de los Custodio, me refugié en el
palacio de Catita —como la llamamos los del cuarto círculo—, ésta, que
jugaba con otros amigos una partida de bridge, alzó la cabeza para decirme:
«Se le ve en la cara, Pablo, que le acaban de poner banderillas de lujo.

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¿Dónde ha sido la novillada?» Y yo, mientras le besaba los pulsos de la
muñeca izquierda con la devoción de un súbdito, contesté: «En el ruedo de los
Custodio». Gracias a la identidad de nuestras indolencias, de nuestros ritmos,
de nuestras espiritualidades, los demás invitados fueron tan solidarios
conmigo que sonrieron y me miraron con una sincera y fraternal lástima. En
nuestro argot del cuarto círculo, las banderillas de lujo son las copas de
champaña que se ofrecen sin tasa, por el solo prurito de consumir champaña,
en casa de ciertos magnates de la industria y de las finanzas. Como es natural,
en una plaza «bien» las banderillas de lujo sólo se ponen a su hora y en su
ocasión. Pero en los villorrios y en las novilladas, a falta de mejor
espectáculo, abunda el champaña. Y necesariamente Champagne de la Veuve
de Clicquot. Porque el rastacuerismo ha establecido que las banderillas de
lujo sean de la Veuve de Clicquot. Como ignoran que la calidad de un buen
champaña depende más de la cosecha que de la etiqueta, los rastacueros se
atienen, para no equivocarse, a lo aparencial, a la etiqueta. Desde que esta
moda del champaña de la viuda se ha extendido entre el gran mundo
mexicano, la marquesa de Tresguerras lo ha proscripto de su mesa, no
obstante reconocer que es buen vino. Pero, en fin, procura que aun de marca
no profanada por el arribismo, sea de cosecha recomendable.
La marquesa de Tresguerras es la autora de un sangriento chiste que se
hizo famoso en México y que hoy, difundido por todo el continente, pertenece
a la antología de la picardía hispanoamericana. Cuando el conocido industrial
de la radio, Gándara, repartió las invitaciones para el matrimonio de una de
sus hijas, acompañó impreso en un papel de seda el menú del banquete de
bodas. En la lista de vinos figuraba con un elegante laconismo «Champaña de
la Viuda». Y la marquesa de Tresguerras al leer la invitación entre sus
amigos, tras de hacer un mohín compungido, exclamó: «¡Es una mala noticia!
Yo no sabía que El Gaitero se había muerto».
Todos estos recuerdos me aliviaron y sirvieron a erguirme del plano
inferior en que don Ángel Custodio me había puesto con la pregunta «¿Usted,
negocios?». Y si bien no podría decir cuál fue la idea inicial o impulsora, sé
que un diablillo me brincaba en el cerebro. Sé también que me dije: «Al fin y
al cabo hoy me suicido»… Es cierto que Custodio tiene una extensa colección
de pintura moderna. Pero le ha costado muy barata. La ha reunido no con
sensibilidad de coleccionista, sino con astucias de financiero, como una
inversión. Llevado por el regateo, por el precio, ha adquirido si no lo peor lo
menos bueno de cada pintor. Lo más ligero. O lo más insistido. No sé si fue
por su colección o por… «¿Qué cuenta el artista?» El diablillo que me

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brincaba en el cerebro y que se parecía mucho al polichinelajoker de la baraja
francesa, me incitó a sacar uno de los billetes de 500 pesos. Se lo extendí al
director del Banco.
—¿Qué tiene ese billete? —le pregunté con la voz más falsa que me fue
posible emitir.
Don Ángel se caló los lentes y examinó por uno y otro lado el billete. Tras
un instante sonrió y devolviéndomelo dijo:
—Nada de particular.
Saqué otro billete, se lo di y formulé la misma pregunta. Mas ahora don
Ángel sólo miró una cara. Comentó:
—Igual que el otro, con distinto número.
Mantuve un silencio efectista y significativo y en seguida me senté
cómodamente en un sillón. Dejando sobre la mesa otro billete, le pregunté:
—¿Sospecha usted que estos billetes sean falsos?
El banquero no contestó. Una rara llamita iluminó sus ojos.
Después, muy discretamente, alargó el brazo para cerrar el dispositivo del
interfone. Clavó la mirada en el billete, se ajustó los lentes, lo miró, lo remiró
y, sin pronunciar palabra, oprimió el botón de un timbre.
—Usted sabe que soy un artista…
Se lo dije con la peor intención, con la que su codicia y su alma negra
podían interpretar: hábil en el oficio, inescrupuloso, amoral ante la Ley…
Don Ángel cogió el billete y volvió a observarlo en silencio. Poco a poco,
las orejas se le fueron enrojeciendo. Aparentando un dominio que empezaba a
perder, dejó el billete sobre la mesa. Y siguió mudo. Yo agregué:
—De joven aprendí en Alemania ciertas especialidades de las artes
gráficas… y hasta ensayé con éxito, si bien con miedo, mis habilidades. Usted
sabe, don Ángel, de lo que uno es capaz en la bohemia…
Observé que el banquero comenzaba a mirarme no de igual a igual, sino
como nunca lo había hecho hasta entonces: con una admiración mayor de la
que podían provocarle mis pinturas y mi participación en el cuarto círculo.
Casi con superstición. Pero no decía ni pío. Esperé. No mucho, porque en
seguida entró en el despacho un tipo que me pareció policía del Banco. Por un
instante temí que la broma se frustrara y que yo fuera a dar con los huesos en
la comisaría. Pero no. Sin presentarnos, sin ninguna aclaración previa, don
Ángel alargó el billete al sujeto. El individuo le dio un vistazo, lo miró al
través, chupó una punta del billete, le aplicó después el ascua de un cigarrillo
y tras de tan empírico análisis, lo devolvió a don Ángel afirmando:
—Circulación legal. Última emisión. ¿Tenía usted alguna duda?

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—Ninguna. Muchas gracias, Topete.
Salió el individuo. Y don Ángel se desplomó prácticamente en el sillón.
Dejó la vista en un punto muerto de la carpeta del escritorio. Arrugó el
entrecejo honda, avarientamente preocupado. Se le escapó, sin poder evitarlo,
un suspiro. Y probablemente se quebró una piedra del vetusto balcón de la
Casa Shylock, en Venecia. Satán, en la penumbra, tenía recogido el rabo en
un signo de interrogación.
—Decídase —insinué en voz baja.
Y él, con una voz ronca, reseca, ardida por quién sabe qué maligna fiebre,
preguntó entre dubitativo e irritado:
—¿A qué?
—A asociarse conmigo en esta industria. Poseo una máquina que me
rinde veinte mil ejemplares por semana. No tengo problema obrero ni trabas
fiscales. Yo no hice la ley, pero sí la trampa. Yo solo me manejo. Necesito
nada más que un socio circulante.
Saqué del bolsillo el resto de billetes y estuve un momento jugando con
ellos. Después, poniéndome en pie, resolví:
—Comprendo. Es cosa de pensarse… Bien… Quédese con la muestra.
Llevé un cigarrillo a mis labios y lo encendí. Don Ángel alargó la mano y
recogió tímidamente el billete, como si no quisiera marchitarlo. Lo volvió a
ver. Al fin, tras un nuevo suspiro, se decidió a hablar.
—¿Me lo deja?
—¡Pch! No tiene importancia. Si quiere, quémelo…
Y apliqué la misma cerilla con que había encendido el cigarrillo al billete.
Empezó a arder. El banquero lo apagó con los dedos.
—No. Déjemelo…
Pero yo le arrebaté el billete y lo rompí en pequeños pedazos que arrojé al
cesto de los papeles. Custodio, vencido por la codicia, me miraba como a un
ser extraordinario. Saqué otro billete y se lo dejé sobre la mesa.
—Quizá necesite usted hacer un nuevo examen. Ahí le dejo ése… Si usted
lo desea, esta misma tarde puedo traerle un paquete con diez mil ejemplares.
—No, no —respondió en seguida el banquero.
Se le enturbió la mirada tras el centelleo de los lentes. Se levantó. Quizá
quería hablar, pero las cien preguntas que acudían a su mente, no le dejaban
hacerlo. Aún me aventuré más con él:
—Usted no tiene que exponer nada. No es el conocido timo del cambiazo,
del billete falso por la moneda legal. Yo no le pido dinero. Yo lo que necesito
es un socio circulante. Y vamos fifty-fifty. No transijo por un centavo menos.

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Y astuto, ladino, avariento y cobarde, el expoliador me dijo:
—Vaya esta noche a mi casa… ¿Sabe?… Una de sus pinturas se ha
descascarillado… Quiero que le dé un retoque.
¡Ah!, miserable, pensé. Al fin me concedes beligerancia… en tu terreno.
Pero yo estoy muy por encima del suelo que tú pisas. ¡Conque una de mis
pinturas se ha descascarillado! El descascarillado eres tú, que sólo tenías una
débil y deleznable capa de honorabilidad. El bandido, el criminal que yo he
fingido, se halla bien auténtico y real en ti mismo. Y eres tú, banquero, el
circulador de moneda falsa, el que ambicionas entrar en el cuarto círculo de
la marquesa de Tresguerras, de ese grupo de gentes que tú, envidiándolas,
calificas de cursis, hipócritas y pobretonas. Tú, el de los millones sin tasa. Tú,
el que hablas mal del gobierno y dices que está compuesto por incapaces e
inmorales; tú, el mismo que en una conferencia de hombres de negocios
decías que «el nuevo impuesto, por ilícito, constituye una incitación al fraude
fiscal». Así que tú quieres que le dé un retoque a una de mis pinturas,
precisamente a la del billete de 500 pesos que supones mi obra maestra.
Ahora ¿serías capaz de preguntarme con el mismo tonillo de incredulidad y
menosprecio? «¿Usted, negocios?». No. Ahora ya somos, sin serlo, tal para
cual. Ahora podemos hablar de negocios y de finanzas. Contéstame, Ángel
Custodio, ¿20 000 billetes de 500 pesos pueden ser «absorbidos» por la masa
circulante sin que se perciban sospechosos síntomas de inflacionismo? ¿No
saturaremos con nuestro particular signo monetario la pasta fiduciaria? Diez
millones semanales hacen 520 millones anuales… ¿Qué cara pondrán en el
Banco de México cuando descubran la circulación de billetes auténticos no
emitidos?
¡Lástima que ya no tendría ocasión para contar esta aventura en el cuarto
círculo!
Cuando hice el gesto de retirarme, don Ángel Custodio no me extendió la
mano. Permanecía atento a la confusión que le había provocado. No nos
despedimos, y cuando se cerró la puerta tras de mí sentí que había asesinado
al banquero. Ya no lo volvería a ver. Con tan poco gasto como mil pesos
había probado su honradez, su moral. El más estupendo episodio de mi vida
lo vine a vivir precisamente pocas horas antes de suicidarme. Lo que se cree
más sólido, puede quebrarse con una chispita de imaginación.
Sin embargo, apenas hube abandonado el Banco, me pregunté quién había
sido en aquel juego el inmoral, si el banquero o yo. Don Ángel Custodio se
había mostrado ladino, astuto. Y fue mi moral la que le cedió gratuitamente
los atributos de avariento, cobarde. ¿Avariento? Yo no tenía ninguna prueba

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de que el banquero lo fuera. ¿Cobarde? No. Astuto, cauteloso, condiciones de
inteligente. Él era hombre de cifras. Cierto que cifras aplicadas al dinero son
guarismos morales. Por lo menos en consecuencia, en derivación. Y yo, yo
había sido el inmoral; yo que había puesto mi inteligencia al servicio de
propósitos morales: descubrir la honestidad del banquero. Él se portó lógico
con su inteligencia. Una falsificación tal como se la presenté era un buen
negocio siempre que la Legalidad, hija de la Ética, nieta de la Filosofía,
pudiera ser ignorada. O burlada.
Mas ¿qué podía importarme a mí en aquel momento lo moral? Dentro de
unas horas estaría ante la presencia de Dios, no el nuestro tan chiquito y
doméstico, sino el Otro, el Grande, el de la inteligencia, el que rige allá, a 300
millones de años luz, las nébulas. ¿Ya habrá llegado a Él la Summa
Teológica? Con tantas influencias como ha de tener el Aquinate en el
Universo, es posible que Dios haya recibido la obra —que lo explica—, para
leerla en el primer rato de ocio que tenga… Quizá eso ocurra en el milenio de
milenios ypsilon (una unidad seguida de 50 ceros). Y mientras tanto el
profesor de Jena seguirá diciendo, no sé si entre rayos de sol o de luna: «Dios
está supeditado a la Ética». La calavera de Santo Tomás y la calavera de
Filimicas: la del santo y la del negado; la del iluminado y la del idiota. Las
dos en este osario que es el mundo. La Calavera. El Gólgota. Desde allá, a
una distancia de 300 millones de años luz, ¿Dios distinguirá cuál es la
calavera de Santo Tomás y cuál la de Filimicas? Y Hegel —como Hamlet
tuvo en sus manos la calavera de Yorik— tendrá el Gólgota: «¡Oh, Jesús,
Jesús! Bien decía yo que Dios no podía contradecir la Ética sin contradecirse
a sí mismo. Su más grande acto moral ha sido mandarte a este mundo. Dios
así se agiganta en su bondad y se empequeñece en su poder». La Ética. ¡Viva
la Ética! Éticos del mundo, unios. Una ética para recreo de la Razón. Eso es
muy razonable. La Razón tiene necesidad de divertirse, sobre todo después
del séptimo trabajo: la cubicación del Universo. Y el que venga detrás que
arree. No sé por qué… No sé por qué… Ni dónde ni cuándo…

Siempre que te pregunto


que cuándo, cómo y dónde
tú siempre me respondes
quizá, quizá, quizá…

Sí, quizá son las cúpulas del Kremlin las que relucen. Y no ese huevo frito
que plantó Pani en la cúpula del Palacio de las Bellas Artes. Eso de las Bellas
Artes no es una redundancia, es una contradicción —una antítetis—

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excluyente. Porque la belleza no existe. Ni nada que se le parezca. Existe un
orden y un equilibrio típicos de una época, subordinados a un clima psíquico.
Los órdenes y los equilibrios se han ido devorando unos a otros. No siempre
en procesos de asimilación y eliminación naturales. Pero el fantasmón de la
belleza ha quedado flotando en la superficie como pedazo de corcho huero y
pasivo a través de todas las marejadas de la Humanidad… Yo soy el vértice,
en tiempo y en espacio, de la Humanidad. En este momento la Humanidad
converge en mí. Posiblemente no sea vértice, sino punto en la sucesión de
puntos del lado de un ángulo obtuso: Filimicas.
—¿Usted dirá, señor?
Tenía ante mí el rostro de un joven paliducho, apático. Y atrás, colgada de
la pared, la cabeza de un reno. ¿Qué idea me había llevado hasta allí? Tuve
que hacer un esfuerzo mental para darme cuenta que estaba en una armería.
Un señor robusto, colorado, con grandes y rústicos bigotes de colonizador, me
miraba sonriente desde sus ojillos chicos, de retina precisa, de luz penetrante.
Enfrente, en un armario, rifles, escopetas; bajo el vidrio del mostrador,
pistolas de diverso calibre y marca; cajitas de cartón con balas; un cinturón
manufacturado con piel de tigre.
—Sí… —dijo, inquisitivo, el dependiente.
Y seguían mirándome los ojillos del señor robusto. Así debió de haber
sido Robinsón. Isla de Juan Fernández, el fernandesco Robinsón de Foe.
¡Cuánta ambición de vida hay en esa novela! Si De Foe no hubiera sido
manco del cerebro, habría escrito la epopeya de la supervivencia humana.
Pero se quedó en Viernes. En viernes y 13. Mas yo tenía que decir algo,
porque el dependiente y el colonizador me miraban ahora con cierta
desconfianza. Surgió en mi memoria el motivo: la causa. Y ya seguro,
sonriente, les expuse mis deseos de adquirir una pistola.
—¿Es usted militar? —me preguntó con impertinencia policíaca el señor
robusto.
—No, señor. Yo soy pintor. Lo que ustedes llaman artista…
El señor me miró tan interrogadora como severamente. Debió sospechar
algo. Agregué:
—¿Sabe?… Yo soy muy realista. Necesito la pistola para una naturaleza
muerta.
Mis explicaciones resultaban más fúnebres que satisfactorias. Sentí cierta
irritación. ¿Por qué tales escrúpulos, tal reserva en aquel señor de bigotes de
colonizador, que traficaba con instrumentos mortíferos? Él debía de atenerse a
vender su mercancía y a garantizar la eficacia del mecanismo de la misma. Lo

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demás, poco o nada le incumbía: si el proyectil se alojaba en el ijar de un
ciervo o en los sesos de un cristiano. Comprendí que él, seguramente cazador,
no había entendido lo de la naturaleza muerta. E iba a darle una nueva y
mentirosa explicación, cuando el dependiente me preguntó:
—¿Qué calibre? ¿Tiene preferencia por alguna marca?
Me encogí de hombros. Sabía poco del asunto. Una ligera idea de que la
máxima seguridad la daba el calibre 45. Y la bala expansiva. Pero me pareció
excesivo, no fuera a ser que… Y la marca… Lo resolví señalando una de las
pistolas que se exhibían bajo el vidrio del mostrador.
—Ésa me parece que tiene una bonita forma… Es cuestión de estética…
Ya no sé lo que me dijo el dependiente. Por unos instantes quedé como
obseso, con la vista clavada en el artefacto. Mis dedos acariciaron
tímidamente, con un temor supersticioso el cañón. Estaba frío y seco.
Pavonado en azul oscuro, como una noche sin estrellas; una noche que nunca
hubiera conocido la luz de la luna, sino las fosforescencias de los océanos.
Oprimí el gatillo y casi no hubo interferencia. Oí un leve chasquido. ¡Y
pensar que cuando volviera a imprimir el mismo pequeño esfuerzo, la bala me
atravesaría los sesos! Todo habría terminado. Todo. La causa… Incluso
Sonia. ¡Cómo puede llegar a aligerar un nombre! No en vano los nombres son
espumas de las aguas de un río mágico.
Los bigotes del colonizador se movieron impacientes:
—¿Le conviene?
—Creo que sí. Por favor, envíemela a esta dirección.
¡Qué lástima! De qué modo tan prosaico se resolvía mi muerte. Por lo
menos, cuando nací el cielo estaba tormentoso, la mañana gris y húmeda. Por
el pasillo de la casa correría preocupada, entre diligente y nerviosa, la
comadrona, y allá, en la cama, en mi primer lecho terrenal, estaría mi madre
con la carne abierta y dolorida y un calor especial, con luces y ternuras de una
primavera muy íntima en su corazón. Y durante aquella mañana, como si
hubiera nacido un rey, la noticia de la partera, multiplicada por boca de las
vecinas, propalaría la buena nueva: «Fue niño… fue niño… Se ve muy
hermoso…» ¿Por qué no permitirme la vanidad en estos últimos momentos de
creer que hubo un día, un solo día, que fui hermoso como un sol? Yo no
puedo contradecir a mi madre. Y siento ahora, en lo más caliente y escondido
de mi corazón, que ella al verme por primera vez, antes que mis ojos la
vieran, susurró a los oídos de su maternidad: «Es hermoso como un sol».
Debió de creer que los astros habían sido propicios a mi nacimiento. Y que
cuando así rugían las nubes, mi nombre sería pronunciado en voz alta,

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haciendo ruido. No se equivocó. Mi nombre es famoso. Sé la talla, el
esplendor de mi fama. La he medido con mi propio fracaso. Y ahí está la
causa, que me lleva a la muerte, para denunciar lo grande de mi fracaso.
Yo no puedo decir que mi nacimiento fue un movimiento biológico de
matriz, placenta, etcétera, etcétera. Eso es muy efectista cuando no se piensa
en la madre. Pero yo en estos instantes, tengo que pensar —y sentir— a mi
madre. Ella fue la única verdad física y sentimental de mi vida y en mi vida.
En mi vida. Aquella vida que ya no es mía, cuando ella me dormía todas las
tardes dejándome en los ojos cerrados el sueño del mar. Siempre me caía.
Siempre. La caída duraba una eternidad. Y abajo me esperaba el mar, en un
remolino de olas, de corrientes, de resacas, para envolverme y despertarme.
¡Qué sueños, siempre iguales, con la inevitable caída desde la luz, a la sima
del mar!… ¡Qué desgarrón! Por eso traigo el dolor al costado. Mi progenie
ancestral es la de aquellos que fueron rozados con la pluma negra del ala
infamante. Todos los cainitas, todos los luzbélicos padecemos abysofobia.
Todos terminamos en el vértigo o en la locura. Galileo fue el más conspicuo
de los luzbélicos. El Santo Oficio olía en Galileo otra cosa… Eppure se
muove… ¡El vértigo! Sólo él, que sentía el vértigo, pudo sospechar el
movimiento rotatorio de la Tierra. Y como desgarrado en el costado por la
pluma negra del ala de Luzbel, ¡cuán se afanaba en mirar al Cielo! Todos los
abysófobos somos uranófilos. Y todos nacemos en día de cielo tormentoso. El
doctor Fausto también miraba a las estrellas. Pero Fuasto era bizco, y con el
ojo bueno vio por casualidad a Margarita. Sonia… Sonia… Sonia… Cuando
aquella tarde te morías, te morías… yo pensé en Dios. Por primera vez tuve
necesidad de que Dios existiera. Yo estaba en lo alpha y sentía necesidad de
que Dios fuera una entidad todopoderosa… y que te salvara. Tú seguiste
viviendo… Años más tarde hice mi bajada a la Sombra. Me sentí a gusto. Es
la única sima en la que los abysófobos no sufrimos. Allí se confunde a los
descendientes de Seth pero no de Caín. Por eso supe quién era. Fue donde
dijeron: las nubes, mi nombre sería pronunciado en voz alta, haciendo ruido.
No se equivocó. Mi nombre es famoso. Sé la talla, el esplendor de mi fama.
La he medido con mi propio fracaso. Y ahí está la causa, que me lleva a la
muerte, para denunciar lo grande de mi fracaso.
Yo no puedo decir que mi nacimiento fue un movimiento biológico de
matriz, placenta, etcétera, etcétera. Eso es muy efectista cuando no se piensa
en la madre. Pero yo en estos instantes, tengo que pensar —y sentir— a mi
madre. Ella fue la única verdad física y sentimental de mi vida y en mi vida.
En mi vida. Aquella vida que ya no es mía, cuando ella me dormía todas las

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tardes dejándome en los ojos cerrados el sueño del mar. Siempre me caía.
Siempre. La caída duraba una eternidad. Y abajo me esperaba el mar, en un
remolino de olas, de corrientes, de resacas, para envolverme y despertarme.
¡Qué sueños, siempre iguales, con la inevitable caída desde la luz, a la sima
del mar!… ¡Qué desgarrón! Por eso traigo el dolor al costado. Mi progenie
ancestral es la de aquellos que fueron rozados con la pluma negra del ala
infamante. Todos los cainitas, todos los luzbélicos padecemos abysofobia.
Todos terminamos en el vértigo o en la locura. Galileo fue el más conspicuo
de los luzbélicos. El Santo Oficio olía en Galileo otra cosa… Eppure se
muove… ¡El vértigo! Sólo él, que sentía el vértigo, pudo sospechar el
movimiento rotatorio de la Tierra. Y como desgarrado en el costado por la
pluma negra del ala de Luzbel, ¡cuán se afanaba en mirar al Cielo! Todos los
abysófobos somos uranófilos. Y todos nacemos en día de cielo tormentoso. El
doctor Fausto también miraba a las estrellas. Pero Fuasto era bizco, y con el
ojo bueno vio por casualidad a Margarita. Sonia… Sonia… Sonia… Cuando
aquella tarde te morías, te morías… yo pensé en Dios. Por primera vez tuve
necesidad de que Dios existiera. Yo estaba en lo alpha y sentía necesidad de
que Dios fuera una entidad todopoderosa… y que te salvara. Tú seguiste
viviendo… Años más tarde hice mi bajada a la Sombra. Me sentí a gusto. Es
la única sima en la que los abysófobos no sufrimos. Allí se confunde a los
descendientes de Seth pero no de Caín. Por eso supe quién era. Fue donde
dijeron: «Éste es un genio». Me asusté, me ruboricé, me sentí cohibido. Creí
que la palabra genio me la aplicaban en el sentido que le damos en el mundo.
No. Allí el genio no es una inteligencia, una imaginación o una inventiva
extraordinarias. Allí el genio es algo mucho menos que eso y, al mismo
tiempo, mucho más: genio es raza, estirpe. Yo soy una débil rama del árbol
que está en la Sombra. Pero a los iniciados, básteles saber que desde entonces
me quedó una secreta, honda, casi devota adhesión por Enoch, hijo expiatorio
de Caín, reverso de su padre, el más santo antes de los santos. Enoch, el que
pone la vibración dorada y quebradiza cuando el rayo de luna cae verdoso y
duro sobre la página séptima del Talmud. Enoch, el que inspiró a Pedro para
abatir en Roma a Simón de Samaría, el defraudador, el espíritu invertido,
nefasto, negro, umbroso de Pablo, el Caído de Damasco, el cainita, el del
Vértigo ungido por la Luz. Enoch, el dulce Enoch, el sabio Enoch, el que no
murió, el que la Palabra Mágica se llevó a su seno.
Y yo, Sonia, sabihonda Sonia, ¿para qué te hablo si no me escuchas?
Metiste en mi espíritu con tu gracia la curiosidad. Y ya me ves ahora
confundido en el tráfago humano, dejando atrás una armería. ¿Serás capaz de

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disculpar mi suicidio? ¿Será mi acto tan torpe y burdo, tan negativo de tu
moral que no pueda ser entendido por tu clara inteligencia?
Aquella tarde…
No sé qué hora es… Ella… Aquella tarde… ¡Qué sol
caliente de siesta!
Sí, Sonia: estabas resurrecta… O insurrecta…
Te llevaron al hospital… ¿Y ahora? Quizá te haya matado una bomba.
Nagasaky. Hiroshima. 80 000 muertos. 60 000 muertos. ¡Qué bárbaros, qué
salvajes eran en la Edad Media! Los príncipes bebían la sangre de los siervos.
Como no se hacían transfusiones… «¿Estoy acaso, en un lecho de rosas?»
preguntaba, en réplica estoica, Cuauhtémoc. Eso es un cuento. La verdad es
que Cortés se comía a los niños crudos… después de quitarles las tripas.
Nagasaky. Hiroshima: inmundos poblados:
80 000 muertos. 60 000 muertos. ¿Quién se acuerda?… ¡Aquí de Herodes!
No se despierte al niño… ¡Ea, ea, eh! Duérmete niño, duérmete un poco, que
si no duermes te lleva el coco…
Nagasaky…
Hiroshima… 80 de mil… 60 de mil. ¡Viva la bomba atómica! Esos paganos,
esos herejes… Hiroíto, Hiroíto: ¡Toma tu atómica! Nadie habla.
Hace mucho tiempo que nadie habla. Hace muchísimo tiempo que
las bocas están cosidas. Por eso Nagasaky, Hiroshima…
Prohibido hacer aguas en este lugar. Y el atolón de Bikini, colonia
de nudistas. Baños radiactivos. Los sabios investigan los efectos de la bomba
atómica. La energía nuclear, la desintegración del átomo. Y cuatro millones
de judíos de Alemania, de Polonia…
¿Te habrá tocado a ti, Sonia, una bomba de las que arrojaron sobre el
suelo martirizado de Europa?
Europa… Europa… Europa… Es tan difícil eludir la sensación París
cuando pensamos en Europa. A veces París no es para el recuerdo nada más
que un reflejo de luces parásitas sobre las aguas del Sena. Yo todavía no nacía
a la luz de Sonia y mi brote de juventud tenía todas las verdes ternuras que en
él reflejaba mi madre. Aunque en esa época, por mi edad, ya no paseábamos
cogidos de la mano, yo siempre me sentía prendido a las tibiezas, a la
conicidad de sus largos y suaves dedos. En las horas de asueto, andábamos
mucho por el viejo París, pues ella gozaba en buscar entre aquella extraña
arquitectura algún moho verdoso, algún descascarillado, algún olor caliente
que le hiciera sentir el México que tanto añoraba. Otras veces iba a esperarme
al Liceo en compañía de María Isabel Valdés Sota, la trágica heredera de La

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Mayorala, que acentuaba su belleza, su elegancia innata con el negro luctuoso
que guardaba en el alma. Parecía que la Valdés Sota hablaba después que las
ideas y las palabras pasaban por el corazón. Nunca recuerdo haber escuchado
a una mujer cuyas palabras tuvieran tan cristalina sonoridad de lágrima. A
pesar de que María Isabel se manifestaba en toda ocasión como una amiga, mi
madre, sin dejar de ser recíproca en la cordialidad, la distinguía con un cierto
respeto, quizá por no querer olvidar que mi padre había sido el administrador
de La Mayorala.
Yo nunca supe —ni después traté de averiguarlo— qué ocurrió en La
Mayorala. Pero por ciertas frases sueltas, ciertas reservas que eran más
explícitas que las palabras ocultas, creía saber que una múltiple tragedia había
caído implacable sobre la hacienda. Algo aconteció una noche en que Julia
Valdés Sota, hermana de María Isabel, sufrió un misterioso accidente… Y
que don Leonardo Quirós, después de haber sido novio de María Isabel… No.
No podía seguir suponiendo. Lo cierto es que al amanecer de esa misma
noche, cuando el infortunio se había enseñoreado de los Quirós y de los
Valdés Sota, la violencia zapatista llegó a consumar la tragedia. Y en ella
sucumbió mi padre.
María Isabel, no obstante su alma de luto, a pesar del respeto con que mi
madre supo prestigiarla a mis ojos, fue la primera mujer que acariciaron mis
sueños adolescentes. Descubría algo en ella —quizá el misterio de aquella
lágrima en suspenso, coagulada como una estalactita— que me turbaba y me
inducía a desearla más con admiración mítica que con apetito sensorial. Me
deslumbraba en una suerte de hechizo con su belleza, con el noble señorío de
sus ademanes, de sus palabras; con todo lo ornamental y aristocrático que
resumía su nombre de acendradas virtudes mexicanas. Ella fue quien me
despertó la sed de lo inmaterial y selecto que más tarde habría de llevarme a
Sonia y después, perdida esta ánfora, al cuarto círculo. Pero la Valdés Sota
nunca llegó a darse cuenta de mi admiración. Me trataba no como a un niño
—pues era lo suficiente grave para no caer en esa trivialidad— sino como a
alguien familiar. Fue también ella quien aconsejó a mi madre que me alentara
en mi vocación de pintor.
Una voz me sustrajo del monólogo del recuerdo:
—Sí, señor. ¿En qué puedo servirle?
Quien me hacía la pregunta era un empleado de la funeraria. Sé que había
llegado al establecimiento por mis pasos, pero no recuerdo haber tenido
ninguna idea volitiva que me condujera hasta él. En todo caso la voluntad,
dormida o despierta, era una potencia superior al instinto de conservación. No

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sé si esto será moral. Ni me importa averiguarlo. Pero el vigilante instinto de
conservación, ese pseudo ángel de la guardia de nuestra vida, estaba
haciendo, con su ausencia, un papel bastante lastimoso.
Me introduje en el interior de la funeraria seguido por el empleado que, en
respetuoso mutismo, me dejó ver, observar, examinar los distintos féretros
que estaban en venta. Toda mi vida había deseado ser sencillo: moverme por
actos sencillos entre cosas sencillas. Toda la vida, a este respecto, había sido
un fracaso. Tenía muchos prejuicios encima, muy asimilados por la
conciencia, que, en este caso, me evitaron la simpleza de mostrarme
complicadamente sencillo y escoger como un naturista o un librepensador una
caja de pino. No hice tal cosa. Por el contrario, aparté el féretro más hermoso.
Me encantaba la gama de grises de las sedas y terciopelos que, combinados
con la plata de los herrajes, entonaban muy bien. Pedí precios y el empleado
me informó ampliamente con una voz que no era de esta vida, pero tampoco
de ultratumba: una voz sin tiempo, sin espacio acústico donde rebotara el eco,
que es el acto de nacimiento o la fe bautismal de las voces. Era como una voz
sintética, de nylon, semejante a las que se empacan en las latas circulares de
las cintas fílmicas, que existen sin vivir; que hablan sin oírselas; que expresan
ideas sin pensar… hasta que en una buena hora reciben un rayo de luz de
2000 vatios y salen disparadas diciendo tonterías mejor o peor sincronizadas
de las imágenes que se proyectan en la pantalla. Pero el empleado no decía
tonterías. Decía cosas naturales, tan naturales como:
—Le alabo el gusto, señor… Esta caja, con servicio de pompas fúnebres
de primera clase, no cuesta más que dos mil setecientos pesos…
Yo me acordé de las pompas de jabón. Todo un cosmos minúsculo y
cromático se reflejaba en su húmeda, transparente, perspicua superficie
esférica. Sucedía esto cuando yo era niño e inventaba universos tan efímeros
como la ilusión. Alguna vez me atragantaba y tomaba una buena cantidad del
agua enjabonada que contenía el vaso, maravilloso crisol de cosmogonías.
Gracias a eso supe qué sabor amargo y acre tenía el agua de jabón. ¿Y los
orines? Todos conocemos muy bien el sabor de los orines y, sin embargo,
nadie, fuera de unos pocos privilegiados, recuerdan haberlos bebido.
Entonces, ¿de dónde nos viene esa experiencia? Seguramente de niños hemos
puesto el dedito en el dorado líquido y lo hemos llevado a la lengua con la
emoción que suscita la ruptura de una prohibición. Ya no volvemos a probar
orines a no ser que el azar nos depare una diabetes.
Sin saber cómo, vi desplegado ante mí un plano del cementerio.
Seguramente había hablado algo al respecto, sin darme cuenta, con el

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empleado. Se trataba, al parecer, de escoger el lote para la fosa. Nunca hasta
entonces me había visto en el trance de seleccionar un terreno para edificar
una sepultura. Sí, no se me crea un suicida excepcional. Me horripila el fuego,
y la idea del horno crematorio, que acepto es muy profiláctica, no me
agradaba. ¿Monumento? Ése, de hacérmelo, sería por cuenta del Estado o por
suscripción pública. Me sentía lo suficiente inmortalizable para poner en
juego la fuerza de mi fama. Y al acordarme que en el testamento dejaba mis
instrucciones al respecto, di por finiquitado el asunto.
—¿Adónde enviamos el ataúd, señor? —me preguntó el empleado de la
funeraria.
—Al Hospital General —le respondí.
—¿A qué hora será el entierro?
—Supongo que mañana, a las 4 de la tarde. El paciente ha sido
desahuciado y se halla en estado agónico. En caso de que experimente una
imposible mejoría, recibirían orden en contrario.
—¿Su nombre, señor?
—No importa. Le daré el del difunto.
Y le di mi nombre propio y mi primer apellido y la inicial del segundo
para despistar.
—¿A cargo de quién extendemos la factura?
—Al de Carlos IV…
—Tiene usted buen humor, señor…
—No lo crea. Da la coincidencia que mi apellido es Cuarto… Bien ¿todo
en orden?…
—Todo, señor…
Creo no haber dicho nada excepcional, ni sospechoso, y, sin embargo,
aquel empleado cambió mucho. Me miró como si quisiera reconocerme. Me
miró, me miró… Sí; me había reconocido…
—Se parece usted mucho al pintor…
—Si; es mi primo…
—¿Entonces?
Clavó la vista en el nombre del difunto, que había escrito en un papel.
—No. El que se muere es otro primo.
Pareció más tranquilo y me acompañó hasta la puerta. Inclinó la cabeza a
la vez que decía:
—Usted lo pase bien.
Aunque se me crea más humorista que sincero, diré que me encontraba
contento. Y que la imagen del féretro había despertado mi impaciencia por

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morirme. Era una caja magnífica. Sobre todo, los grises. Supongo que la
almohadilla sería cómoda. Si los facultativos que me hicieran la autopsia, me
taponaban bien la cavidad que abriría la 45, no se mancharía el raso de seda
color gris perla. Aunque no estaba muy seguro de lo que fuera a pasar. Nunca
falta un amigo que nos haga la adulación póstuma y logre que nos entierren
con dispensa de autopsia. A mí sí me gustaría que hicieran la autopsia. Los
médicos manipularían en mi cabeza y entre manoseo y manoseo, pensarían en
lo irreparable de la pérdida de cerebro tan privilegiado. Quizá piensen
movidos por la vanidad que a ellos les tocó en suerte tener en sus manos la
cabeza del genio. Y estarán muy equivocados. Yo no soy genio, ni nada que
se le parezca. Mi sensibilidad, mi cultura, mi técnica, mi maestría bastantes
vigilias, desvelos, esfuerzos y desazones sin cuento me costaron para, a la
hora de la verdad, así nada más, adjudicárselo todo, gratuitamente, a esa
entidad vaga y convencional que llaman genio. Eso de genio que se lo digan a
los muralistas que tienen algo de pintores, algo de geómetras, y mucho de
albañiles. No, yo no soy genio. Yo he sostenido una lucha a brazo partido,
año tras año, durante varias décadas, con el caballete. Yo he vertido ahí —
donde la verdad no puede ser escamoteada— mi talento, mi fuerza, mi
sabiduría. Y eso mucho me ha costado. Por fortuna tuve con qué pagar. Y aún
me sobra capital. Muy poco, cierto. Se irá conmigo. Parece que ya estoy
leyendo la nota necrológica de mañana: Anoche se apagó la llama de un
genio. Misteriosas y dramáticas circunstancias rodean el suicidio de uno de
los más representativos valores de la pintura universal. Aunque quién sabe.
Eso sería de lo menos malo. No faltará quien diga que un tipo que hacía
pintura surrealista tenía que acabar de un tiro o en el manicomio.
Posiblemente haya algún gacetillero que diga: Se pegó un tiro el pintamonas
paranoico. Ése sería el menos respetuoso, pero sí el más exacto, porque todos
tenemos algo de aberrados.
No, no me asusta dejar este mundo con la etiqueta de loco. Yo sé lo que es
la locura. Hace tiempo, mucho tiempo que lo sé a priori. Generalmente las
conclusiones a posteriori son ciertas en la medida que lo es, en apariencia, el
razonamiento de base. Sin embargo, las definiciones apriorísticas nacen,
crecen y se sustentan en la intuición, que es la dimensión geométrica, cúbica
de la inteligencia. La intuición es la matemática de todo lo mágico, de todo
aquello que no puede ser demostrado con operaciones aritméticas o con
silogismos. Por intuición se puede llegar a Dios y se puede crear la obra de
arte. Pero no hay que confundir la intuición con la superchería, pues también
con superchería se llega al falso dios y a la falsa obra de arte. No quiero

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tampoco decir que la intuición sea una forma de la inteligencia, pues ha
habido grandes inteligentes poco intuitivos y grandes intuitivos poco
inteligentes. Es una virtud mental más o menos subordinada a la inteligencia,
más o menos rebelde con la razón, que participa no tanto de la inteligencia
razonada cuanto de la inteligencia que es gracia, don inexplicable que todos
tenemos en mayor o menor cuantía y que todos ambicionamos poseer en
grado sumo. Kiekergaard, que era un gran inteligente, que había encastillado
su inteligencia dentro de la estructura matemática, lógica, inconmovible de la
Razón, se escapa un buen día de la jaula intelectual y trata de cambiar la
lógica por la intuición. Pero como no era intuitivo sino en el grado que la
intuición puede ser admitida razonablemente, se pierde al salir de la jaula de
la razón y se lanza a correr como un loco por los campos de la fe. Y como es
un negado para la fe, pretende hallarla, tras forradas y penosas búsquedas, en
los textos bíblicos, precisamente en aquellos que no es posible entender sin
interpretar recreándolos intuitivamente. Él se aferra a las antiguas escrituras
como si ellas hubieran sido dictadas por el mismo Dios, y no fueran pobres
versiones, confusas versiones enrarecidas y modificadas por la acción de los
siglos: desde el momento que fueron palabra de Dios hasta el día en que se
hicieron escritura del hombre.
La demencia es el contenido intuitivo del hombre desencadenado,
desanclado de la razón. Cuando en una marejada de la vida la intuición pierde
el áncora, el espíritu navega a la deriva y todas las costas se hacen
inaccesibles. E inútiles. La intuición se enseñorea del mar de lo mágico y con
las velas tensas es bajel que sólo arriba a puertos, playas y metas nuevos y
desconocidos. Es cuando la intuición corre la aventura de los grandes
descubrimientos irrazonables. Es cuando surgen las Dulcineas y las ínsulas,
cuando las cosas pierden su nombre convencional, su figura aparencial y
comienzan a ser lo que en realidad son para el espíritu; y son gigantes y son
encantadores. Y son, tras las nubes del horizonte, manos y ojos de Dios.
Sin la intuición yo no hubiera podido descubrir el secreto y el límite de la
Mujer de Lot. Y nunca hubiera descubierto la certidumbre de salvarla del
límite en que se encuentra. Sé que al llegar a ese límite entre la muerte y la
eternidad, rezaré la oración, la plegaria mágica, la misma que le rezó su
esposo, la misma que le rezó Jesús. Pero le falta la tercera. Y yo se la rezaré.
Entonces la sal se licuará y volverá a las fuentes originales, a los ojos
húmedos y llorosos de los hombres. Pero ya no habrá más sed. Porque es la
sal de Edit, de la sodomita convertida en estatua, la que pone amargura y sed
infinita en nuestros espíritus. Y ¿cómo es posible que nadie, nadie, se haya

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preguntado por qué la sodomita rebelde, maldita en estatua, fue convertida en
sal? ¿Por qué Él la salificó y no la volvió arcilla que es el destino de los
demás mortales? Desde que Edit está en el límite, con el pie derecho puesto al
occidente y el rostro vuelto al oriente, en una eterna actitud de marcha, los
hombres se pelean y se matan por la sal y sucumben por la sed. «Del agua que
yo te daré a beber —decía el Hijo— no está en el pozo de Jacob. Mi agua te
saciará la sed eterna».
Dios castiga en la Mujer de Lot a la Humanidad, a todas las Sodomas y
Gomorras que la Humanidad repite contumaz. Y tan reincidente que, para
repetirse, ha de mirar atrás. («Nunca mires atrás», me decía Sonia). Mirar
atrás es repetirse y en la repetición el pecado se hace más voluminoso a la vez
que la virtud más exigua. La Mujer de Lot resume en su símbolo escultórico
el drama del espíritu: un pie hacia adelante, hacia la revelación y lo futuro, y
la mirada hacia atrás, hechizada por lo pasado, por la obra conclusa.
Yo rezaré en la noche de mis siglos al pasar el límite, la oración. Y veré el
milagro: que la sal se hace luz. Y con la sodomita, conducida de su mano, los
dos entraremos en Jerusalén.
¿En Jerusalén o en Toledo? ¿En Toledo o en Teotihuacán? ¿Hacia dónde
dará los primeros pasos la Mujer de Lot? ¿Pero es que acaso Juan habla de
Toledo cuanto más de Teotihuacán? Juan el Divino tiene a Jerusalén en sus
manos. Y sus ojos se recrean en la contemplación. La gran injusticia habrá
sido reparada. Y entonces se sabrá por qué Enoch no murió que se lo llevó Él
consigo, a su seno; por qué la sodomita está en el límite; por qué Ashaverus
anda errabundo muerto de sed. Y Jerusalén, redimida, tendrá las alabanzas. Y
el arca. Y nadie se atreverá a abrir el arca, porque todos creerán, amarán y
venerarán su contenido. Es cuando los remisos del corazón serán circuncisos.
Y Jesús hará que sobre su herida se posen, una sobre otra, las manos de las
cuatro plumas evangelistas. Y la última piedra del Coliseo se quebrará en la
noche. Con retumbar de sismo. Y Roma despertará a un alba inacabable. Y la
cúpula de San Pedro, en el vértigo geométrico, dejará de rotar. Entonces, el
tiempo será cortado en dos. Por una hoja falciforme, en cuarto menguante de
luna. Atrás, quedará el tiempo viejo, putrefacto en sus coágulos de la Disputa.
Adelante, el tiempo nuevo, con los frutos ya maduros, de la Concordia. Y
todos los papeles de la inteligencia, plenos de signos y de teorías, se arrugarán
y terminarán por pulverizarse. Y será inaugurada la única dimensión
conjugada en modo infinitivo.
Sí, la locura. Ya sé lo que es la locura. Y si tú no quieres saberlo, por tibio
y neutro, por acomodado y blando, no sueltes a los vientos poéticos las velas

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de la intuición. Guárdatela con el reloj en el bolsillo más pequeño de tu
vestimenta. Y tómate una Coca-Cola bien fría. Así, despejado, puedes
estudiar todas las filosofías, aun las más inextricables para el corazón, pero
las más expeditas para la mente que exige una razón razonablemente
razonadora.
Me dirán que soy un pintamonas y un loco. Me dirán paranoico. Me dirán
emulomaniático. Y me dañarán quizá, o pretenderán hacerlo, con el silencio.
No tengo miedo al silencio. Camino paso a paso, firmemente, desde hace una
hora hacia él.
Y sin embargo, dentro de mi melancolía, no puedo librarme de cierto
sentimiento solidario para los demás, los mismos que han creado la causa en
que me agito, la causa que me tortura, que me persigue, la causa que me
mata.
Y el sol, el único bien que no ha sido objeto de rapiñas ni de
codificaciones, me pone sensible. Y pienso y siento que ya no volveré a ver
más a toda esa gente que pulula por la calle, ni los edificios, ni los ómnibus,
ni los árboles ni nada de lo que se mueve y palpita en la ciudad. No volveré a
ver las sonrisas de los niños ni los ojos de las mujeres… Pero el estómago,
que vive tan divorciado y ausente del cerebro, sentía apetito, la perentoria
necesidad de cumplir su función orgánica.
Libre ya de las atenciones que debía prestar a mi entierro, supuse que las
horas siguientes las disfrutaría sin ninguna servidumbre. Me dirigí, pues,
despreocupadamente hacia el restaurante. No sé si despreocupadamente.
(¡Qué horrible modo adverbial! La Real Academia debería tener una
guillotina para cortarles el pescuezo a todas las palabras que padecen
adherencias adverbiales). Despreocupadamente puede ser una palabra con
sentido cuando uno está viviendo, pero en las pocas horas que me restaban, no
sé si podía estar despreocupado. O preocupado. U ocupado. De todas formas,
mi ocupación, preocupación y despreocupación eran distintas a como pudiera
haberlas sentido antes. ¿O eran iguales? Quizá nunca podría averiguarlo. El
caso es que no supe si la simple determinación de ir al restaurante
correspondía a un hábito, a una necesidad, a una idea o a un impulso volitivo.
En realidad yo no necesitaba ir al restaurante. ¿Por qué, entonces, ceder a un
hábito biológico? No había razón, pero ¿la tenía fundamental o medianamente
razonable para no comer?
Mi voluntad y mi inteligencia se debilitaban, estirándose como hilo de
goma. Lo que ganaban en longitud de radio lo perdían de consistencia. Sentí
que todas mis cualidades espirituales, como si fueran extensión de mi cuerpo

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físico, de la materia, se morían un poco —paulatina y lentamente— igual que
se estaba muriendo mi organismo. Cierto que la carne aun conservaba su
forma, pero no estaba muy seguro que fuera la forma verdadera, la que ya
empezaba a imprimirme subcutáneamente. Si los millones y millones de
microzoides que vivían a expensas de mi propia vida eran inteligentes e
industriosos, habrían hecho cundir en su mundo la alarma. Y se aprestarían
para evitarse el terrible cataclismo que yo —diosecillo todopoderoso— les
había decretado con mi muerte. En ese caso mi forma, la forma aun invisible,
quizá se estuviera mutando por segundos y todavía no llegaba a aflorar a la
superficie. Mi forma, la visible, era una postrimería de la forma arcaica,
primitiva, que había tenido unas horas antes.
Me di cuenta que estaba delante del espejo del gabinete del restaurante.
Acepté a priori que el rostro que se reflejaba en el espejo era el mío.
Resultaba más cómodo admitirlo así, pues a la menor duda, la curiosidad me
incitaría a una inquietante y estéril investigación. Abrí el grifo del agua y me
entregué a la tarea profiláctica de lavarme las manos. ¿Tenía sentido esto?
No, no lo tenía. Pero está visto que mientras vivimos, las cosas sin sentido son
las que con más frecuencia y docilidad se practican. Con una servidumbre
atávica. Yo no tenía necesidad de lavarme las manos. Quizá se hubiera
impregnado en ellas el sudor de las manos del empleado de la funeraria
estrechadas por otros clientes aquel día: con angustia de muerte, con
precipitaciones de vida, con mal reprimidos regocijos de herencia. Quizá
tuvieran también equis gérmenes de don Ángel Custodio. ¡Quién sabe! Serían
millares de legiones de microbios que tratarían de inmigrar a la tierra
prometida de mi cuerpo. Pero como su vida en la tierra prometida sería
también muy corta, no podía sentir remordimiento de conciencia de anegarlos
en el diluvio, en la inundación que les ofrecía el lavabo del restaurante.
Es indudable que mi condición de suicida me estaba dando un sentido
cósmico, universal de la vida. Me preocupaba —o atendía— el destino de los
gérmenes que hasta entonces no me interesaban sino en las medidas
higiénicas aplicadas para evitarlos o destruirlos. Tampoco tomaría ya ninguna
resolución sobre la punta del clavo que desde hacía dos días empezaba a
molestarme en el talón del pie. No merecía la pena hacer nada, ni en pro ni en
contra.
Y sin embargo, momentos después me hallaba sentado a la mesa del
restaurante echando un vistazo a la carta que me entregó el camarero. No sé
por qué entonces pensé en Irene. Quizá alguna sílaba del menú, algún rasgo
de una de aquellas letras caligrafiadas, quizá el recuerdo de algún sabor… No

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sé. Pero pensé en Irene. Podía invitarla a merendar conmigo. ¿Qué otra cosa
mejor —o peor— para pasar un rato de las tediosas y largas horas que me
restaban de vida? Quizá Irene estuviera de mal humor. Me complacía. Si así
fuera yo no tenía que solidarizarme con su problema o con el motivo que
originase su contrariedad. Saborearía egoístamente el hecho de estar con Irene
sin sentir la menor obligación de preocuparme o angustiarme con su conflicto.
Y si se presentaba de buen humor… Pues, no sé… Quizá, sí… Quizá, no…
Esos quizá, sí, quizá, no, salieron del cerebro como una disolvencia
cinematográfica fuera del lugar, como una coma o un punto mal puestos en el
relato. También la mente al pensar comete faltas de ortografía. La sindéresis
es la sintaxis del pensamiento. Las palabras —y sensaciones— vacuas, que se
escabullen, se dan codazos y se meten en una idea, son los barbarismos del
pensar. La mala sintaxis. Esos quizá no tienen sentido, porque el pensamiento
quedó cortado ante un abismo. No había que decir nada más. Si Irene se
presentaba de buen humor, en el caso improbable de que yo lo tuviera, ni
bueno ni malo, para invitarla… pues no sé lo que ocurriría. Reiría con ella.
Haría chistes. Y le pellizcaría el brazo. Eso tiene sentido cuando se vive: el
brazo, el chiste, la risa; pero cuando todo está próximo a ser finiquitado,
¿dónde encontrar el sentido?
Seleccioné el menú. Y pedí agua mineral. Cuidé la dieta. Cuidé del buen
funcionamiento de los riñones. Sé que tampoco esto merecía la pena. Pero
dentro de los absurdos cotidianos tomar agua mineral era una buena decisión.
Los condenados a muerte cenan opíparamente, beben champaña y fuman un
estupendo puro habano. O una targanina. Según el grado de nicotización, de
intoxicación de sus pulmones. Pero si yo hiciera como el condenado a muerte,
sería darle una razón más a la causa. La causa podría sentirse vanidosa y
pensar que yo abandonaba este mundo con cierta tristeza o nostalgia.
Empecé a comer con el gusto y el orden de siempre. Así, tal si mi vida
estuviera proyectada a esa ilusoria eternidad existencial y debiera cuidar no
sólo de la conservación de mi exquisito paladar, sino también de mi aparato
digestivo, cuando todo aquel alimento se paralizaría en el sistema intestinal en
el momento en que yo quedara definitivamente paraliticado.
En la mesa de enfrente… No, no estaba enfrente. Así, en diagonal, a unos
seis metros de distancia. Bien. En «aquella» mesa… (ella me mira con
insistencia) se había sentado un caballero-señor-hombre-miserable vestido
con género inglés. Le acompañaban dos hembras-mujeres-señoras-damas. La
edad de él… la edad de él. No revelaré la edad. Es uno de los nimios secretos
que me llevaré a la tumba. Las dos vestidas tendrían… (vuelve a mirarme…

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¿Por qué?) tendría-tuvieron 42 años y (me mira) 33. La edad de Cristo. La de
42 parece esposa-amante-concubina del miserable-hombre-señor-caballero. Y
la otra (me mira, me mira… ¿Y por qué me sonríe?) una agregada, una
attaché comensal. Lo único de ella es el conjunto fisonómico, pero, parte por
parte, todo es de las demás: a una le quitó la boca, a otra la nariz, a aquélla los
ojos, a esotra el cabello. Y el peinado, el peinado… «León, peinador». Las
melenas del león. El león de las melenas. O de las barbas. Quizá el león… Es
indudable que el caballero le había dicho en palabras de señor, una frase de
hombre con una intención miserable. Porque Acronisia me miró y sonrió un
tanto seductora y un tanto obsecuente. Obsecuente hacia mí. Yo no sé si la
joven del 33 se llamaba Acronisia, pero a mí me pareció ese nombre no
menos válido que los admitidos a espaldas del santoral por el Registro Civil.
Acronisia hace zalemas y sería capaz de provocar un zafarrancho… Como
cuando niño jugaba a las palabras cortadas: ti-a-ti-cro-ti-ni-ti-sia-ti-es-ti-au-ti-
ri-ti-fi-ti-ce. Cuando la mente desvaría se abren todos los abismos y las ideas
se precipitan con velocidades astronómicas por los taludes del cerebro.
Esquizofrenia va bien con Acronisia y Acronisia azafrán de garzabache.
Acronisia tenía los ojos rasgados como de garza o de gacela (¿Cuál es el ave,
cuál el antílope?) y como eran negros como el azabache… (¿Por qué salió al
encuentro la palabra azarina? Yo no sé qué significa. ¿Metal, molusco…?
¿Mineral, embrión? Azarina-azaroso, azarina. La Zarina tuvo un final
azaroso). Por todo ello Acronisia mostraba unos ojos de garzabache, algo que
podía ser mitad pluma y 50 por 100 barro.
Pero la mente recogió las velas que tenía henchidas a los vientos de la
locura, y, con el mástil enhiesto, sin velamen, convirtióse en antena receptora
de la razón circundante; de la razón circuncisa. Incisión. Censura. Y el
ombligo de Buda… Pero, en seguida, la lógica: la razonable.
Es que se hallaba ante mí un intruso. Horas o días antes lo hubiera
saludado como a mi amigo Edmundo Peláez. Pero entonces… entonces… ese
entonces que empezaba a ser siempre… Mala compañía. Para mí, sí;
desagradable, inoportuna. Y temí que me hablase como loro, irritante,
pedantescamente. Él lo sabe todo. Todo lo humano y lo divino. Tenía unos
lentes de gruesos cristales… (No podía resistir la tentación de sonreírle,
recíprocamente, a Acronisia…) a través de los cuales se introducía en su
cerebro todo lo existente que, en el maravilloso laboratorio mental, se
convertía en conocimiento de todo lo conocido y por conocer.
—¡Qué milagro! —dijo Edmundo mirándome desde sus lentes de once
dioptrías, anastigmáticos, mientras se sentaba a mi mesa.

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—Milagro… ¡No lo sabes tú bien! Si en vez de venir hoy a este
restaurante vienes mañana, sí hubiera sido un milagro encontrarme.
E instigado por la inevitable aversión que me provocaba, le dije con cierta
agresividad:
—Pobre de ti, Edmundo. Nunca me has dado tanta pena como ahora, que
te veo transparente y que descubro el aparato intestinal de tu inteligencia llena
de cálculos. Pero, siéntate. Al fin, tu estómago no padece de ningún visible
desarreglo.
Yo ni nadie —que sepa— podía haberse creído con la suficiente confianza
para hablar en tales términos a Edmundo Peláez. Por mucha que fuera la
intimidad y confianza, porque Peláez visto y justipreciado desde la vida, era
algo como un injerto del árbol socrático. Así que al escuchar aquellas palabras
debió pensar que yo me había extralimitado en las copas. Por si acaso, miré a
la botella de agua mineral significativamente. Él sentóse frente a mí no con
mucho aplomo.
Me disponía a asesinar a Edmundo. Yo no tenía la culpa. De no haberse
presentado en el restaurante, Edmundo, en las últimas horas de mi vida, no
habría sido más que un olvido, y de ahora en adelante sería un recuerdo,
aunque no muy significativo ni frecuente.
Edmundo comenzó a hablar mientras pasaba la vista por la carta:
—Vengo de la exposición de Diego…
Sí. Y siguió hablando. Quizá trataba de polemizar. Es posible. Quizá trató
de responderme diciendo que él era el conocimiento y la sabiduría sumos. No
lo sé. Quizá sus palabras fueron lógicas. Pero yo, que tenía la mente despierta
a las facultades adivinatorias, leí el pensamiento de Edmundo que decía:
«Filete sol de pescado… Consomé a la esparragué… ¡Hora, viejo sonso,
la carne que tengo prisa! Pené… pené a la reaccioné… Racioné… ración de
pené… pené… pené… pené… peneque… la peque. Si ese diablo grita, los
demás se atemorizarán. Y la ecuación. Siempre la ecuación. Ahí, ahí detrás —
o ahí debajo— está escondida, agazapada la ecuación: enconchada,
enmoluscada. Y es difícil abrir la almeja. Se abren las valvas… y si no viene
el chorrito de sangre, se encontrará la perla del número pitagórico. He ahí el
quid. Desde Aristóteles, más aún, desde el dolmen, la ambición humana ha
sido descubrir la clave del número neutro —ni hembra ni macho, ni par ni non
— el que se robó Parmus del Tharot, el que redescubrió Pitágoras. Con el
número pitagórico Dios sería develado y su existencia probada a los
hombres… Y ese imbécil que está delante de mí… Ese vulgar pintorcete…
Kux zumme di zum katron. To mex kirio? H’ehovaa poten dekuxe ken zum

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pitah’oriko, ka h’a zum alfa omeh’a bise ko boron, ko ma revona akie vi
fermux boronh’ia. Zum estovial akie ye tuo menko, luky, proteh’io; H’ehovaa
kurion bise mixos h’ambes. Ka kretis, too mix salikan pendoh’an!»
Yo tenía motivos para pedir al camarero un sifón, apuntarlo a Edmundo
Peláez, oprimir el gatillo y ver lo que pasaba. Porque el pedante me estaba
diciendo en su idioma de sabio cosas que no se estudian sino en la
Universidad de Babiecalandia. Yo me sabía de memoria aquel discurso, que
Peláez declamaba siempre que se le subía el coñac a la cabeza y en ella no
encontraba acomodo. Pero pedir un sifón me pareció demasiado anacrónico y
oprimir el gatillo excesivamente interesado. Así que me embuché el discurso
paraninfesco y me hice como si no le había entendido. Desde mi descenso a la
Sombra conocía muy bien todas las trácalas y atracos del idioma, máxime de
la lengua arcaica que hablaba —y no muy bien— Edmundo Peláez. Dicha
lengua era una reminiscencia, enrarecida y viciada, del idioma que creó Dios
en tiempos remotos para dialogar con el hombre, cuando Él condescendía a
hablar con Adán y su progenie. De esa lengua se derivaron varios dialectos,
entre ellos el de los atlántidas, conservado en las cien ramificaciones de las
lenguas americanas. Después de Babel —¡Oh, Sonia, Sonia, Sonia!— la
lengua de Dios se perdió para los hombres.
Peláez quería hacer de aquel discurso algo así como un monólogo que
resumiera el drama de la inteligencia: Dios y el Número Pitagórico. Según él,
el Número Pitagórico era el púnico guarismo mágico que faltaba para
descubrir a Dios en una hoja de papel. En realidad, faltaba poca cosa, y yo
quería pensar que algún día que el coñac se le subiera más de lo
acostumbrado, que era bastante, encontrara ese guarismo de luz. Descubierto
a Dios tras una ecuación de 5.º grado —la dimensión de Dios— no sé qué
sería del mundo. A mí, en lo personal, ya nada me importaba.
Acronisia, interferida por el parlamento de Peláez, dejó de mirarme. Por
fortuna. Requería demasiado esfuerzo captar sus sonrisas y escuchar a mi ex
amigo al mismo tiempo. No sé cuándo se fueron. No me di cuenta. Recuerdo
vagamente que el miserable-hombre-señor-caballero dejó sobre la mesa un
billete. Y nada más. Sí, recuerdo también, un sutil perfume de heliotropo que
las hembras-mujeres-señoras-damas dejaron a su paso, perfume que se
mezcló con el olor acre —yodo y ácido cítrico— que exhalaba el plato de
langosta con mayonesa que deglutía Edmundo Peláez. Peláez era el ignorante-
conocedor-sapiente-sabihondo. Era el número pitagórico.
—Pues por mucho que argumentes no me convencerás —me decía Peláez
—. La obra de Diego que pertenece a su primera época no me gusta.

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Yo no recordaba haber abierto mis labios para argumentar en pro ni en
contra de Diego. Mas es, que en aquel momento no sabía a quién se estaba
refiriendo Peláez. Diego, Diego… Yo sólo conocía un Diego, en pintura, que
opacó a todos los Diegos anteriores a él y a los posteriores. Que asesinó en
equis metros cúbicos de aire más o menos denso, pero atmósfera respirable, a
todos los Diegos y a todos los pintores. Probablemente Peláez se refería a
alguno de esos pintorcillos que lo adulan en las reuniones de su casa. Tenía
que ser alguien íntimo para referirse así, tan domésticamente, a Diego.
Tuve la duda de si se refería a Diego Rivera. ¿Pero es que Rivera o
Velázquez podían interesarle tan vivamente a Peláez? Muchos siglos
mediaban entre los dos Diegos y nosotros. Especialmente Rivera estaba
perdido en los confines de la pintura, cuando la pintura comenzaba a ser. Pero
en pleno siglo picassiano, eso, ese Diego, ¿podía suscitar el interés, el
comentario de Peláez? Yo recordaba mis correrías de joven… por algún
país… un país de frontera sinuosa y vaga que estaba entre Italia y Flandes…
entre los Apeninos y el Jura… entre… entre… Sí, lo recordaba muy bien:
aquéllas eran unas pinturas al fresco de Diego Rivera, ya muy deterioradas,
muy dadas a la trampa, desvaídas, con unos colores terrosos y chillones, con
demasiado apego geométrico en la composición, todo muy rígido, muy
místico convencional; en fin, pinturas que creía recordar haber visto en los
muros de un viejo convento, de un decrépito palacio… Nunca me interesó
Diego Rivera. Dicen que fue un esforzado peón a las órdenes de Frida Kalho,
la emperatriz de Jutlandia, aquella Dalila que le cortó los bigotes al Káiser…
¿La estoy recordando bien?
Sentí como una basca. Y que las manos sudaban frío: viscosas como piel
de ofidio. La langosta se había hecho gigante y con sus antenas escarbaba
inútilmente en los lentes de Edmundo. La caparazón del crustáceo se alargaba
como cola de dragón y parecía enroscarme y oprimirme. En una mejilla,
Peláez tenía bien pegado un alacrán amarillo. Y su nariz era un rábano. Por un
momento pensé si Peláez y yo estábamos dentro de la langosta, de la bolsa
estomacal de la langosta en una lenta, pesada asimilación. Desde luego yo
creía ser menos digerible que Edmundo que tenía nariz de rábano y un alacrán
de mayonesa en la mejilla.
Pero por fortuna me acordé de Bonifacio Echevarría y salí del caos. Salí
también a medio comer del restaurante, dejando allí, devorándose
mutuamente, a Peláez y a la langosta. Estaba seguro de no saber el resultado
definitivo de tan singular contienda. Ojalá que ganara la langosta. Aunque

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¡quién sabe! Me molestaría encontrarme mañana a Edmundo Peláez en mi
ruta.
En la calle el sol se precipitaba sutil e inquieto, y yo, sintiéndome un poco
Licenciado Vidriera —Licenciado Luciente—, percibí en mi organismo como
una saturación de rayos solares. Por ello me pareció que mi sistema psíquico
se hacía quebradizo y ondulante, como inducido por dos electrodos. Dejar de
ser uno mismo es empezar a ser lo demás. Y en una tal sensación de vacío, de
pérdida del yo, sentí —esponjado y permeable a las luces intrusas— una
angustia inédita que irrumpía en mi intimidad con desazonadoras primicias: el
miedo ontológico a desaparecer diluido en el mundo externo y circundante. Y
me miré las manos que ya no eran mías, hipotecadas en definitiva a la muerte,
a la fosa, a los gusanos. Hube de reaccionar para volver a incorporarme a la
vida, aunque fuera agarrándome al más convencional de los sustentáculos. Y
en mi mente se fijó la idea de hacer una visita a la marquesa de Tresguerras.
A unos cuantos pasos de donde me hallaba podía encontrarla. Y antes de
que un estímulo de los tantos que navegaban a la deriva en la mente desviara
el rumbo me dirigí al palacio de la Colonia Juárez. Mi mano, la muerta, la que
se quedó dormida, lisiada en un principio de putrefacción en la servilleta del
restaurante, agitó la campanilla anacrónica de la puerta ferrada del jardín que
rodeaba la residencia de la marquesa.
Sentí una cierta melancolía de hallarme a semejante hora ante aquella
puerta; quizá porque no me reconocía en el otro yo que muchas veces antes
había tocado la campanilla impulsado por esa fina impaciencia de
hospitalidad que nos lleva a juntarnos con nuestros semejantes, con los seres
que en la mecánica de las reciprocidades, estimulan nuestra simpatía y
bienestar. Posiblemente era la única vez que no sentía necesidad de ser
acogido. En realidad visitar a la marquesa de Tresguerras en tal momento de
mi vida, tan consumado y postrero, no podía tener otra razón que la de
despojarme de algo que me había pertenecido y que, tomada mi
determinación, me estorbaba; porque Catita y su mundo —la pequeña familia
social del cuarto círculo— constituían en este momento de desnudeces una de
las grandes adherencias o ropajes del organismo psíquico del yo arcaico.
Tomás salió a abrirme la puerta. Al verme, se llevó instintivamente la
mano al cuello del chaquetón para abrochárselo. Y aunque este gesto de
pulcritud denunciaba la sorpresa que mi presencia inesperada le producía, no
mostró el menor asombro en la expresión del rostro. Se concretó a sonreír, a
inclinar levemente la cabeza y a murmurar un «Pase usted, don Pablo».

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En México, había infinidad de personas del gran mundo que aspiraban a
obtener algún día el sencillo y mágico «Pase usted, señor…» que pronunciaba
Tomás al medio centenar de personas que gozamos de la amistad de Catita.
Porque fuera de nosotros (los del cuarto círculo) las demás gentes, después de
contestar a un breve interrogatorio del criado, escuchaban: «Haga el favor de
acompañarme. Avisaré a la señora marquesa». Pero el «Pase usted, señor…»
de Tomás quería decir que el visitante era un íntimo y como tal con privilegio
a entrar sin mayor requisito en el salón de China.
El día que Sonia me presentó en Cuernavaca a la marquesa de
Tresguerras, ésta me saludó fría y reservadamente. Después, en cuanto tuvo
sospecha de las relaciones que Sonia y yo sosteníamos al lado izquierdo de la
sociedad, los ojos de la marquesa comenzaron a mirarme con una veladura de
refractarios aislamientos. Siempre que se dirigía a Sonia lo hacía con el
tonillo con que hablan las personas que pertenecen a una misma esfera y que
se encuentran ante la presencia de una persona extraña o intrusa a su medio.
Yo nunca me sentí mortificado por la actitud de la aristocrática pues la
consideré, con buen sentido, en su lugar y justa. Recuerdo que una vez aludí a
la vieja amistad que me unía a la marquesa de Val y Campa (título que María
Isabel Valdés Sota había heredado a la muerte de su tía, en 1927) esperando
que doña Catalina (Paz Fernández de Pimentel y Pérez de Aragón)
impresionada favorablemente con tal circunstancia, dulcificara un poco su
actitud para conmigo. Pero doña Catalina, bien porque estuviera curtida a las
sorpresas, bien porque conociera a fondo la realidad de esa amistad de la que
yo hacía timbre de nobleza, ni se sintió impresionada ni cejó de molestarme
con su bien dosificada aversión. Quizá sabía que la amistad con la Valdés
Sota de la que yo alardeaba no era sino la derivación social e inevitable de ser
el hijo de un criado calificado de La Mayorala. Por el contrario, las pocas
veces que aludí sin éxito a mi amiga Isabel Valdés Sota, la marquesa de
Tresguerras fingía un mohín de repugnancia que yo interpretaba en una frase
más o menos parecida a ésta: «Ya salió a relucir la Valdés Sota, la de las
historias».
Después que Sonia abandonó México, siempre que doña Catalina se vio
obligada a contestar a mi saludo, lo hizo con un discreto despego. Mas, a
pesar de la indiferencia con que simulaba ignorarme, yo nunca le demostré
sentirme molesto por tal actitud de reserva y distancia bien codificadas. Muy
al contrario, a cada oportunidad le daba pruebas de mi inalterable educación.
Un día, dispuesta al fin a soportarme, se aventuró con una pregunta
circunspecta sobre Sonia. Yo sé que esto le repugnaba, pero ella no podía

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hacerme sentir un cambio de actitud si no aludía a Sonia, puesto que Sonia era
la causa de nuestra menuda hostilidad. Cuando más tarde, en otra ocasión, le
dije que hacía tiempo no tenía noticias de Sonia (dejando a entender que
l’affaire Sonia était finie) de los ojos de la marquesa pareció disiparse la
niebla y comencé a notar en su lugar como una lucecilla de alivio. Desde ese
momento, Sonia murió entre los dos. Nunca volvimos a referirnos ni con la
más sutil de las alusiones a la aristocrática sueca. Extraño, pero es así. Para la
marquesa de Tresguerras el hecho de que Sonia se hubiera enamorado de mí
lo consideraba como un accidente de la flaca naturaleza de mujer. Pero que yo
usufructuara ese amor le parecía una osadía incalificable. Yo, un cualquiera,
un advenedizo que no tenía en mis manos más carta de presentación que la
que yo mismo me adjudicaba con una supuesta amistad de la Valdés Sota, la
de las viejas murmuraciones.
Mi madre, al encauzar mis pasos en sociedad, me había revelado las
ecuménicas afinidades de los aristócratas, el tupido cuerpo de prejuicios, de
claves, de tabús, de repugnancias y resabios, de identidades, de
reglamentaciones de clan con que ellos interpretan la vida, juzgan a los demás
y norman su propia conducta en el mundo exclusivo a que pertenecen. Por eso
no me extrañaba que la marquesa de Tresguerras aplicara en mi caso el
decálogo del embudo, pero excusando a Sonia el mismo pecado de amor que
a mí debía reprobárseme con la más ceñuda severidad. Quizá porque los
aristócratas conservan aún en su sangre heráldica algunos viejos glóbulos que
se robustecieron con el derecho de pernada, que hacía lícita la intromisión del
señor en la intimidad del plebeyo sin admitir el rebote de la reciprocidad.
Tiempo más tarde, cuando ya lo de Sonia estaba muy lejos, cuando yo
caminaba seguro hacia la conquista de la total confianza de la marquesa de
Tresguerras, ésta me dijo un día: «Lo que más me incomoda de usted, señor
Cossío, son sus valdesotazos. ¿Es que usted no sabe qué ocurrió con la dicha
marquesa de Val y Campa?» En aquel momento yo me acordé de la María
Isabel de París —plena de los prestigios que el yo arcaico conservaba sin
mácula— y reaccioné con toda mi neta caballerosidad en los labios: «No me
importa saberlo, marquesa. Sólo sé que mi padre era administrador de La
Mayorala, y que yo, en honor a su memoria, sigo adherido, por encima de
cualquier chisme calumnioso, a los Valdés Sota». La había llamado comadre
y difamadora, pero la sangre heráldica que corría por sus venas debió
sacudirse en un hervor genealógico al comprobar que en el mundo todavía
quedaba un escudero. Y tras una breve vacilación, sonriente, me dijo: «Le
felicito, Pablo. Temo haber sido impertinente. Es posible que usted esté en lo

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cierto». Era la primera vez que me decía Pablo a secas. Y desde ese día entré,
sin darme cuenta, en el cuarto círculo.
Pero fue precisamente Sonia la que me indujo a la conquista del cuarto
círculo, pues yo sabía que aun en el silencio y en la ausencia Sonia
permanecía vigente en casa de la marquesa de Tresguerras. La secreta
oposición de doña Catalina hacía revivir en mí de un modo permanente
algunos residuos del recuerdo de Sonia. Por otra parte, una cierta sed que me
había despertado, sin calmarla, María Isabel Valdés Sota, encontraba en el
cuarto círculo la fuente de la que manaba el sucedáneo. De cualquier modo,
mi propensión aristocratizante hallaba ahí su halago.
Un día, Catita, mientras posaba para un retrato que le hice, me dijo: «Se
ve, Pablo, que usted tiene preferencia por las mujeres rubias y altas». Sé que
se refería a mi amante Irene —ahora casada con un importante y rico
industrial— pero aludía en cierto modo, expresándose en plural, a Sonia.
Supongo que Catita estaba intrigada por saber qué había pasado entre Sonia y
yo. Pero nunca se atrevió a deslizar la menor insinuación explícita que
sirviera a satisfacer su curiosidad. Por mi parte sé que si Sonia no ha muerto,
las dos mujeres todavía sostendrán correspondencia, aunque sea muy
espaciada y circunstancial. Y si Sonia hubiera muerto, Catita no habría sido
capaz de comunicármelo, no por el escrúpulo de provocarme una aflicción,
sino «por no volver a lo reprobable». Cierta elegancia espiritual exige
sacrificios y renuncias y los aristócratas como la marquesa de Tresguerras
siempre están dispuestos a hacerlos. Hoy Catita hubiera transigido con las
relaciones que Sonia y yo sostuvimos hace años, pues ya pertenezco al clan
del cuarto círculo; pero no me perdona que antes de entrar en la intimidad de
su mundo exclusivo lo haya osado y conseguido. Tal pecado me lo hace
purgar en la expiación de su hermetismo. Y este hermetismo es el que nos
une, particularmente, a Catita y a mí. Con los otros súbditos del círculo tiene
establecida una cadena de parecidos o semejantes «secretos de familia».
Catita con el fin de que el recuerdo de mis amores con Sonia quedara primero
neutralizado, después inerte y, por último extinguido, me fue dando entrada,
paso a paso, en su círculo. Ella pretende sacrificarse por la familia y lleva
sobre las espaldas el fardo de nuestros pecados, caídas y debilidades. Es por
ello que siendo todavía joven tiene la jefatura social y moral del grupo, no
obstante que un tercio de sus componentes frisan la senectud.
Cuando yo había entrado ya en el cuarto círculo de la marquesa de
Tresguerras, ocurrió mi ligazón con Irene. Sin embargo, Catita nunca aludió a
esas relaciones. Pero esta ignorancia tácita era debida a muy diversos motivos

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de los que tenía para condenar mis amores con Sonia. Conoció a Irene en
sociedad —ese mundo amorfo, difuso, de valores tan discutibles como
inestimables—, cuando yo lograba hacer invitar a mi amante a alguna
recepción diplomática u oficial. Pero Irene nunca pasó de ahí. Nunca tuvo
Catita para Irene ni mirada evasiva ni refractaria. Se concretó a ignorarla.
Cuando la marquesa de Tresguerras ignora a una persona de las consideradas
decentes, contribuye a la catástrofe, a la ruina social de esa persona. Nadie
olvida en México el aislamiento que el gran mundo mantuvo alrededor de la
esposa de un presidente de la República, a pesar de las numerosas obras pías
que hacía la Primera Dama. Todo provenía de doña Catalina (Paz Fernández
de Pimentel y Pérez de Aragón) que nunca le dio el agreement social,
absteniéndose de invitarla a una sola de sus recepciones de «puerta abierta».
Un día Catita me llamó por teléfono: «Pablo, tengo una buena noticia que
darle… Es muy penoso tener que dar buenas noticias. Una siempre está
habituada a dar las malas. En fin, yo las buenas noticias las doy por teléfono,
por una suerte de pudor. Me creo así menos cómplice del disgusto que
proporcionamos a los que nos envidian…»
No pude continuar recordando las palabras de la marquesa de Tresguerras.
Había entrado el mayordomo en el salón, y su presencia me produjo el mismo
efecto de la caída de una piedra en las aguas tranquilas —tan desapasionadas
— de mi disquisición. Por la repugnancia que me provoca todo lo oriental
fuera de su propio clima, nunca me gustó el salón de China de la marquesa de
Tresguerras, pero ahora había pasado en él cinco minutos sin darme cuenta,
embargado por el ambiente de bienestar sónico que se respira en la casa de la
aristócrata. Enrique me dijo que la señora marquesa bajaría en seguida. Con el
mismo tono de siempre. Sin embargo, no pude conciliar ese tono con la
desnudez de mi audición. Ya había observado en las horas precedentes que mi
juicio y mi inteligencia interpretativa disociaban, aislándolas, las sensaciones,
disgregando los conjuntos, individualizando los conceptos. Si ahora me
preguntara cuál era la función cabal de Enrique, no podría precisarla a punto
fijo. Antes, Enrique era el mayordomo de la marquesa y la marquesa era la
propietaria del palacete de la Colonia Juárez, en el cual se me recibía como a
un amigo de la casa. Todo esto debidamente relacionado formaba un
concepto. Pero, ahora, Enrique era algo independiente de la marquesa y de la
casa, como una imagen corpórea que se despegara de una estampa. Si yo
conociera a Enrique fuera de las referencias que establecía con la casa, su
presencia no me parecería tan insólita ni tan molesta. Pero en ese momento

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verlo ahí, al pie de la escalera, esperando a que Catita descendiera, se me
antojaba un tanto absurdo.
Cuando bajó la marquesa de Tresguerras percibí una idéntica sensación.
También ella se despegaba de una estampa. Se me individualizaba como si
por primera vez la encontrara en un lugar extraño y sin vecindades que
establecieran una identidad. Se adelantó hacia mí extendiéndome con su
gracia peculiar la palma de la mano, pues de tiempo atrás convinimos, sin
palabras, que yo le besara en el pulso de la muñeca. Yo amaba esa ligazón de
venas que confluían bajo la piel de porcelana. Amaba además de sus
afinidades muchas cosas físicas de la marquesa. Quizá Catita era para mis
sentidos el más bello objeto o cosa que me había ofrecido la vida de sociedad.
Ella estaba en el secreto de mi devoción. No era amor ni sensualidad. Me
despertaba como un placer táctil inocente, ajeno a todo regusto voluptuoso.
Yo encontraba en ella calidades de terciopelo, de porcelana, de marfil. Y me
complacía saber que esas calidades estaban vivas, palpitantes, con una sangre
preciosa que ponía pulso, latido en su carne. Todo en Catita eran tibiezas
acariciadoras. En los ojos, no. Los ojos eran, de tan cambiantes y movedizos,
índice complejo de su mutable personalidad. Si la personalidad humana se
mide por el poder de multiplicación de un mismo individuo respecto a sus
semejantes, Catita poseía una abundante e irresistible personalidad. Por eso
para los integrantes del cuarto círculo se ofrecía con ternuras de madre o con
rubores de novia, con severidades de maestra o candideces de hija. Para mí
era un objeto. Como uno de esos objetos bellos y ricos que vemos en el
escaparate de un anticuario, y que, dominados por la seducción que se escapa
de su forma y material noble, pasamos a verlo uno y otro día… hasta que nos
damos cuenta que se encuentra ya en la casa, bajo nuestro dominio y
posesión. Una especie de escrúpulo nos hace olvidar que hubo un momento
que tuvimos que comprarlo, que ceder a una transacción comercial. Por eso
los coleccionistas de antigüedades lloran como a seres queridos que se
mueren, los objetos que se ven obligados a abandonar.
Los superficiales encontrarán ridículo que una cincuentona de cierta
obesidad pueda suscitar tal afección. Pero es que ellos están a medio camino,
apenas en el conocimiento de lo bonito, pero lejos de la belleza y aun mucho
más de la estética. Son tarados o incompletos, y carecen de esa plenitud de
avidez que permite gozar de las nobles calidades episódicas independientes
del conjunto, de la forma total. Gustar el detalle es la primera condición para
gozar el conjunto. Gustar sólo el conjunto por satisfacer la exigencia del

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sentido formalista es perder el caudal de sorpresas encerrado en los mil
detalles que integran el todo.
Quizá para lo interesado, para lo voluptuoso, Catita no sea una mujer llena
de atractivos. Mas para quien la considera como yo un grato objeto viviente,
satisface a los sentidos. Y esto sin tener en cuenta su espíritu, pues Catita
además de las afinidades concernientes a su segunda naturaleza heráldica,
posee, y en grado sobresaliente, espíritu.
La marquesa de Tresguerras se extrañó de lo tempranero de la visita. Si
había una persona a quien yo pudiera revelarle mi proyectado suicidio era
ella, y sin embargo, esta desnuda sinceridad me era negada. Al menor indicio,
todo el cuarto círculo se pondría en actividad y me secuestraría. Después,
agotado el inicial impulso de generosidad, me irían abandonando hasta
dejarme solo frente a frente, de nuevo, a la causa. Los aristócratas tienen un
acusado sentido del respeto mutuo. Y no molestan para no ser molestados. Su
mecánica es de resortes que se disparan con puntería pero sin fuerza para
llegar al blanco.
Aunque sabía que una confesión me haría mucho bien, no podía revelarle
a Catita la causa. ¡Eran tan vagos, tan confusos los indicios sobre lo que
pudiera ser la causal! Me oprimía sí, pero como un cuerpo invisible, que se
me hacía difícil de conceptuar en sus formas y dimensiones exactas, en sus
presiones más angustiosas. Sé —estoy seguro de ello— que mi fracaso con
Sonia es una parte —y mayúscula— de la causa. Pero Sonia no tiene la culpa
de haber sido tomada, como elemento opresivo, por la causa. En definitiva,
me encontraba tan suicidado, tan muerto que ignoraba las razones que me
impulsaban al suicidio. Mas en la muerte potencial en que me hallaba, la
causa era tan de la vida, tan ajena a mi momento presente, que importaba
poco. Y podía transferirla sin escrúpulo al cuarto círculo de Catita Paz
Fernández de Pimentel etcétera. El etcétera se alargaba y adhería a la gota de
mercurio como un gusanillo ondulante, como un residuo de conocimiento que
se enroscaba infinito hasta la nada.
Mientras charlábamos pasamos al hall, donde sobre la consola de mármol,
presidiendo el muro principal del salón, se encontraba el retrato que yo había
hecho a Catita. La marquesa de Tresguerras tenía iguales manos linfáticas que
la reina Artemisa, de Rembrandt. ¿Por qué de Rembrandt? ¿Acaso no estaban
más exactas en el retrato que yo había hecho? Probablemente. Por lo pronto
eran sus manos. Pero sus manos no serían tales si no existiera un antecedente
inmortal, histórico de que habían existido antes: en la Artemisa, de

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Rembrandt. Sí, el retrato de Rembrandt no era mejor que el mío, pero era mi
antecedente.
Sentí de pronto que mi pensamiento se quebraba sinuoso y evasivo. Las
ideas parecían retirarse como en un reflujo de marea dejando latente una
espuma; una huella de ideas y representaciones. Abandonada en la resaca
quedaba como un ídolo arcaico la representación plástica de la reina
Artemisa. Y aunque podía distinguir el rostro y el busto no veía las manos.
Me asaltó la duda de si había recordado bien el retrato de Rembrandt. Si en él
estaban pintadas las manos. Y temeroso de verme confundido en la
emboscada de una duda, acepté estar equivocado. ¿De dónde había sacado
que el retrato de Rembrandt tenía manos?
Además ¿existía tal retrato? Y si realmente existiese ¿era de Rembrandt?
¿Podía, en último análisis, recordar en qué museo se conservaba la pretendida
pintura fuera o no de Rembrandt, tuviera manos o no? Mi mente se oponía a
avivar el recuerdo. Se había paraliticado. Sin embargo, hice un esfuerzo para
que el pensamiento volviera al orden. Pero lo más que lograba era ver la
figura escultórica de Artemisa tirada en el arenal y, al fondo, como un bajel
que surgiera de un mar hipotético, un catafalco-monumento-mausoleo. Como
en una sobreimpresión fotográfica sucedíanse pasando sobre aquel paisaje,
desapareciendo y volviendo a repetirse, los nombres de varios museos:
Louvre, Pinacoteca de Munich, National Gallery, Ermitage, Galería Borghese,
Prado… Munich, Londres, París, Madrid, Moscú, Roma… Grenoble…
Grenoble… ¿Por qué se repetía Grenoble? Luego se ofreció otro nombre de
museo, pero no se presentaba de frente sino de costado y la primera letra, que
no podía distinguir si era P o B ocultaba a las demás, confundiéndose con
ellas. Una vaga certidumbre me decía que ése era el museo donde se guardaba
la pintura de la reina Artemisa… Grenoble. Tal insistencia de Grenoble
avivaba, hasta irritarme, la curiosidad.
Tuve la sospecha de que empezaba a moverme en lo absurdo. Catita por
miedo o lástima, contagiada, comenzó a hacer cosas ilógicas. ¿Por qué sacó
del jarrón que estaba en la consola un lirio blanco y lo puso en el florero de la
mesita? Habrían sido lógicos el movimiento y el acto si no me hubiera mirado
de aquella forma, si no se hubiera sonreído. Pero la sonrisa y la mirada
establecían una complicidad psicológica para la cual yo entonces sentía
demasiado desafecto. No podía llegar a esas desnudeces, a esos esquemas a
que me invitaba la sonrisa y la mirada de Catita. Mi amiga no podía dejar de
ser para mí la marquesa de Tresguerras, la zarina del cuarto círculo. Y yo
tampoco podía dejar de ser el pintor Pablo Cossío y mucho menos el

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presuicida. Sin embargo, cuando se vive, es consolador llegar a esas
desnudeces, que tienen la ventaja de la sinceridad sin la impudicia de la
desnudez de la carne: cuando el espíritu se libera de los prejuicios
condicionadores y pierde la noción de sí mismo, de su nombre, de su fecha,
de todo aquello que constituye personalidad demográfica, pública y repulsiva;
cuando el espíritu es simple manifestación química dentro de la
fenomenología de su naturaleza.
Nuestras manos, las de la marquesa y las mías, se habían juntado.
Desprovistas de toda impureza jugaban a un enlace imposible. ¡Pero era tan
grato sentir la porcelana tibia del cutis de Catita! Por un momento temí que si
nuestras manos se separaran, las de la marquesa caerían al suelo y se
romperían: cosa irreparable. Los lises sólo se cortan una vez. Yo cogí bien
entre las mías las manos de Catita. Pero no la miré a los ojos. Sus ojos
siempre me hacían daño. Su mirada entraba hasta el fondo y quedaba
abismada, con reflejos oceánicos, en mi espíritu. ¿Por qué me miraba así?
Comprendí que los dos con el inocente juego de las manos habíamos entrado
en la endopsiquis en que coincidían nuestras almas: la isla edénica. Ahí, en
esa intimidad todas las referencias resultan por obvias, superfluas. ¡Estábamos
tan lejos del cuarto círculo, tan demográfico y circunstancial, tan reducido e
interesado! En la isla edénica, lejos de las afinidades, de las claves, de las
inhibiciones, Catita podría decirme «Sonia vive. Y tú, ¿por qué sufres tanto si
los dos os amáis?». Pero una vez descubierta la identidad de la isla edénica
con la primera palabra ¿tendría sentido Sonia? No. Fuera de la isla edénica,
Sonia sería lo social, lo reprobable, la prohibición establecida en el decálogo
del embudo.
Miré, para sustraerme del embrujo endopsíquico, al retrato. Siempre le he
encontrado en atmosfera un extraño parecido con el de Rembrandt. No sé cuál
de los dos retratos sea el mejor. Lo digo con la sinceridad nacida de mi propia
incapacidad para averiguarlo. Si bien me inclino más a mi favor que hacia
Rembrandt.
—¿Por qué mira el retrato, Pablo? —me dijo Catita—. ¿Acaso le falta el
lirio?
La marquesa me señaló con la mirada el lirio que había puesto en el
florero de la mesita. La pregunta era sutil, fina como esos papeles de China
que extendemos entre nuestros dedos y se rasgan en un susurro de seda.
Probablemente la vida nos hace tan a su modo, tan redondos para que
rodemos bien y con los menores tropiezos posibles, que nunca llegamos a
conocernos cómo realmente somos. Bastó que me hubiera suicidado en

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intención para que, sin muchos pudores, me revelara en una personalidad
insospechada. Y esa personalidad provocaba en los demás —por simpatía,
contagio, estímulo o reacción psíquicos— aspectos ocultos no menos
originales e increíbles. Por este fenómeno Catita se había movido hacia un
ángulo donde la luz hasta entonces no había incidido en sus aristas. Y se me
brindaba en una personalidad que antes no hubiera sido capaz de sorprender.
Si en tal estado de desnudez, de sinceridad, cabía semejante mutación de
la psiquis, tal cambio hacia lo genuino y auténtico, ¿no podría yo hacer lo
mismo conmigo y el problema? ¿Darle la vuelta, verlo, examinarlo desde
otros puntos de vista, descubrirlo en las aristas y en los vértices donde antes la
luz no había incidido? Quizá la solución no fuera entonces el suicidio, sino
una entrega más franca, más generosa a la vida. Pero la causa… La causa
seguiría subsistiendo. No cambiaría. El Problema sería otro. El mismo con
otra cara, con otros factores porque la causa permanecía inalterable.
Insobornable a la presión de cualquier otra influencia.
Reaccioné rápidamente. Fue el único desfallecimiento que tuve. Sin
darme cuenta, complaciente con la vida, caí en su trampa, en el sortilegio de
la isla edénica en que nos hallábamos desde hacía unos instantes Catita y yo,
casi sin conciencia de ello, seducidos, encantados del bienestar que nos
proporcionaba. Tenía, pues, que reintegrarme a mi condición de suicida y
para ello debía salir de la isla edénica, sin saber por dónde y cómo hacerlo.
Temí que al solo intento de evasión, Catita me sorprendiera en la actitud de
fuga y fuera capaz de develar en mi deserción un gesto demasiado interesado
o vulgar. Lo grave del secreto no es ocultarlo, guardarlo celosamente, sino
tener conciencia de él. En toda fuga hay un secreto robado, y yo no me atrevía
a huir de la isla edénica con el secreto que no me pertenecía sino en el grado
en que Catita lo compartía conmigo. Desde ese instante la marquesa y yo
formábamos una nueva inteligencia, una nueva clave dentro del círculo social
que ella gobernaba. Si yo siguiera viviendo sabía que desde ahora habría
reservas mentales, pausas ontológicas que sólo Catita y yo compartiríamos. Y
todo porque nuestras manos se juntaron y yo sentí la complacencia táctil de su
cutis de porcelana. Retirados en la isla edénica nuestras relaciones mutuas
significarían una conspiración tácita contra el cuarto círculo, contra los
catecúmenos de las afinidades.
Era ahí, al final de mi vida, que mi espíritu había coincidido en la
desnudez con el espíritu de la marquesa de Tresguerras. Quizá Catita se
prometía hermosos y tonificantes festines, ajena como estaba a mi
aniquilamiento. Yo podría confesarle ya mi intención de anularme, y estoy

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seguro que ella, descubierta la isla edénica, no se opondría a mi muerte,
porque comprendería sin explicársela, del mismo modo que yo no me la
explicaba, la causa.
¡Ahora sería tan fácil hablar de Sonia! Pero no merecería la pena. Sonia
también había llegado conmigo a la isla edénica, mas los dos en condición de
náufragos, tras las marejadas eróticas. Con Catita había arribado sin las
exigencias ni las impudicias del amor. Sin sus egoísmos. ¿Podía, pues, tener
sentido lo que yo le preguntara de Sonia y lo que Catita me contestara de ella?
Y eso, en el caso que al solo nombre de Sonia no emergiéramos del sortilegio
en que estábamos, y, salidos a la superficie, a la psiquis demográfica de
nuestras almas no nos viéramos intrusos y extraños el uno dentro del otro,
desnudos como se vieron Adán y Eva después de la palabra recriminatoria de
Dios.
Enrique, el mayordomo, se acercó a nosotros con el servicio de café. Los
mayordomos no pueden ser mezquinos porque tienen una situación sólida y
vitalicia. Por eso Enrique no podía prejuzgar malévolamente al vernos con las
manos cogidas, enlazadas, confundidas en los pulsos, en los flujos de la
sangre. Enrique al igual que todos los mayordomos que sirven a personas
como la marquesa de Tresguerras tenía extirpado el juicio. Y en la serie de
movimientos que se produjeron en unos segundos, yo vi las manos de Catita
pegadas, no ya a mis manos, sino a la cafetera. Sentí un profundo alivio, pues
no sabía cómo ni en qué momento ni por qué razón nuestras manos podrían
desasirse. Pero ahora la mano derecha de Catita cogía el asa de la cafetera,
mientras la izquierda apoyaba los dedos índice y corazón sobre la tapa.
Cuando nos quedamos solos, en un momento en que Enrique se retiró para
traernos las copas y el licor, Catita dijo:
—Desde hace un momento ¡todo parece tan distinto…!
Y movió la mano agitando la cucharilla de plata para disolver el azúcar.
Después de ahogar su mirada en los reflejos oleaginosos del café, agregó:
—Toda mi vida ha sido una búsqueda de la amistad, tal como lo concibe
mi cerebro, tal como la exige mi corazón. Y hasta hoy… ¡Y pensar que esa
amistad la tenía tan cerca desde hace tantos años, desde el día que Sonia nos
presentó!
Catita había dicho el nombre. Pero Sonia en sus labios, en su acento era
como una referencia geográfica o cronológica. No era la Sonia que estaba
dentro de mí. (Nuestra evasión a la isla edénica fue tan completa, tan
saturadora de huida que el tabú de Sonia quedó desintegrado). Nunca, en mis
pensamientos anteriores, había tenido un concepto de la acusticidad del

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nombre de Sonia como el que había descubierto en el tono de la marquesa. Yo
tenía muchas Sonias en mí: vivas y sangrantes como una llaga; sutiles y
fugaces como jirones de niebla; suntuosas y perfumadas como las rosas;
silentes e inmóviles como estalagmitas; sonoras e inquietas como las olas.
Pero la Sonia de Catita era geométrica, cúbica, como un fósil encerrado en un
bloque de hielo. Ocupando un tiempo y un espacio inaccesibles. Sin latido. Al
cero absoluto.
Sólo una aristócrata como la marquesa de Tresguerras podía poseer en el
rico surtido de entonaciones que su gimnástica social le había procurado, el
acento preciso para decir en aquel momento el nombre de Sonia sin herirme
ni perturbarme, sin aludirla y sin eludirme. Como en una ecuación se dice un
guarismo; como algo que nos es propio y al mismo tiempo sujeto al olvido,
como lo está todo lo cotidiano que entra más en lo automático que en lo
sensible.
—La amistad es un milagro, y los milagros que proporciona la naturaleza
exigen para su consumación la coincidencia de una serie de factores que los
propicien —le dije.
Catita sonrió y miró al lirio. Después se llevó la taza a los labios. Enrique
volvió a acercarse a nosotros para servirnos el licor. Luego dejó la botella
sobre la mesita y se alejó para situarse al pie de la escalera, al lado de una
venus de bronce.
El lirio, cuando estaba en el jarrón de la consola, ocultaba mi firma. Yo,
claro está, no tenía necesidad de ver en el retrato de Catita mi firma. Pero ella
debió considerar que el retrato se hallaba lesionado con el lirio. De todos
modos nuestra inmortalidad, la mía y la de la marquesa, estaban unidas en el
retrato. Gracias a él los dos entraríamos por la misma puerta. Yo lo intuía
bien, ahora que estaba semimuerto, y Catita lo había intuido, por
espiritualidad, sin tener el propósito del suicidio.
—Me siento morir poco a poco —le dije—. Mis manos están frías…
Y la marquesa, con naturalidad, como antes había pronunciado el nombre
de Sonia, sin ninguna intención ulterior, comentó:
—Por eso las tuve entre las mías, con la intención de pasarles un poco de
mi calor… Lo noté desde que entré en el salón y le vi… Fue extraño. Se me
antojó que usted venía a participarme su propia muerte… Pero después, poco
a poco, me sentí tan segura, tan serena con su presencia, Pablo… Pensé en
muchas cosas, en muchas… Nunca como hasta esos momentos había sentido
una sensación tan grata de bienestar, como si por primera vez el cuerpo y el

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espíritu formaran un todo armónico, como si hubieran hecho una tregua en su
incomprensible polémica.
Mirando a la consola pregunté:
—¿Y siempre habrá lirios?
—Siempre, mientras viva —contestó Catita.
Los dos sonreímos, estimulados por el recuerdo de la misma
espiritualidad. Cuando hace tres años le hice el retrato, la marquesa me lo
pagó con un cheque en blanco. Al día siguiente yo puse la cantidad en el
cheque: un centenar de pesos que dediqué a la compra de un espléndido ramo
de lirios. Se los envié y ella los puso bajo el cuadro. Desde entonces, siempre
que la he visitado, he visto en la consola un bouquet de lirios. Sin embargo,
hoy, por primera vez, un lirio mayor que los otros se levantaba del jarrón
ocultando mi firma. Como un augurio.
«Siempre, mientras viva». ¿Mientras viva quién?, pensé.
—Mañana deberán ser morados —le dije.
—¡Oh, Pablo! En las flores, es un color muy fúnebre.
Y adoptando aquel gesto muy social que tanto encantaba a los integrantes
del cuarto círculo, me preguntó:
—¿Recuerda usted que cuando nos presentó Sonia, un vendedor de lirios
morados se acercó a nosotros?
No, no lo recordaba. Pero Catita había pronunciado por segunda vez el
nombre de Sonia. Comprendí que una tercera evocación de ese nombre no la
soportaría. E intenté huir de Sonia y de los lirios. Me puse en pie, mas,
arrepentido de la brusquedad del movimiento, me acerqué al cuadro y simulé
contemplarlo. En realidad no me sentía con fuerzas para abandonar la casa de
la marquesa de Tresguerras, pues sabía que una vez traspuesto el umbral de la
casa, Catita y su retrato, su espíritu y mi arte quedarían definitivamente
amortajados. La marquesa también se levantó y acudió a mi lado, y así, en
silencio, nos quedamos mirando el retrato por varios segundos. Me seducían
los reflejos de su vestido de tafetán. Me acordé del Niño Azul, de
Gainsborough, y de la banda del Carlos IV, de Goya.
—Siempre me quedará la duda, si el otro, el que usted quería pintar sería
mejor —murmuró Catita.
No; no hubiera sido mejor. Cuando me comunicó su deseo de posar para
mí, me dijo: «Pablo, quiero que me haga mi retrato, pero lo más fiel posible.
Será un documento de familia. Yo admiro su talento, pero le tengo apego a mi
rostro». Con ello me dio a entender que no le gustaría un retrato a lo moderno.
Y con el tiempo, al darse cuenta de los méritos del retrato que yo había hecho

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«condicionado», le asaltó la duda de si escogida mi técnica libremente, el
retrato hubiera sido superior.
Para tranquilizarla, le dije:
—Usted, Catita, quería un retrato de familia y yo le he hecho un
documento humano. El modo es un hábito. Yo no estoy habituado a tomar
chocolate, pero a veces lo tomo y con gusto. Ésta es mi taza ocasional de
chocolate. Y en porcelana de Sèvres…
Y la miré a las manos, como antes, cuando estábamos en la isla edénica. Y
las comparé con las del retrato y esas manos también tenían tibiezas y
suavidades de seda. «Ésta es mi taza ocasional de chocolate». Catita y yo
entramos con esa frase en otro de aquellos momentos de fusión psíquica. Yo
nunca hubiera hablado a Sonia de la taza de chocolate. El chocolate es una
magnífica invención mexicana, pero tomado a la europea se indigesta. Lo
mismo que Rembrandt se indigesta al lado de Velázquez. Yo hubiera deseado
hacer el retrato de la marquesa de Tresguerras con cierto aire velazqueño, con
sus mismas afinidades aristocráticas, pero durante la ejecución se me
interpuso la Artemisa de Rembrandt y salió un poco indigesto, muy del primer
círculo, que es, con toda su domesticidad, donde siempre ha estado
Rembrandt. Velázquez, no. Velázquez pintaba en el cuarto círculo, donde las
gentes se conocen más por sus hábitos que por sus nombres, por sus almas
que por sus ropajes y tarjetas de visita. Todos los personajes de Rembrandt
tienen cédula personal, ficha demográfica. Los de Velázquez no la necesitan
para su identificación. Pero, en fin, yo había tomado la taza de chocolate y
tras las primeras molestias de su digestión la había asimilado. Por fortuna, el
retrato de doña Catalina (Paz Fernández de Pimentel y Pérez de Aragón), era
un documento humano. Y tan identificable por la cédula personal como los de
Rembrandt.
—La taza de chocolate… —murmuró Catita. Y rompió a reír. Después de
un instante—: ¿Qué otra cosa pudo haber sido, Pablo?
—No puedo imaginarlo. Pero me complace, Catita, que haya sido taza de
chocolate. Me da una mayor dimensión, extendiendo mi personalidad —quizá
de un modo un poco intruso, lo reconozco— en el mundo clásico. Los artistas
siempre tenemos a la espalda el mundo clásico. Y si un día no lo purgamos
con una obra de claro y franco sentido clásico, ese mundo se nos queda a la
espalda como una joroba.
La marquesa hizo un mohín de resignación, como dispuesta a admitir ser
mi joroba colocada a modo de pintura en medio del muro principal del hall.

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En ese momento se acercó el mayordomo para decirle que alguien deseaba
verla. Aproveché la circunstancia para despedirme. Ella se opuso:
—¡Oh, no! Despacharé en seguida a la visita. Espéreme, por favor, en el
salón de China.
El tono era persuasivo y los ojos tenían una leve lucecita de súplica.
Todavía subrayó:
—Necesito que me acompañe un rato más, Pablo.
Y temerosa de que yo insistiera, me indicó la puerta del salón de China.
Me dirigí a él seguido por Enrique que me sirvió una segunda copa de licor.
El mayordomo se había dado cuenta del bienestar que la marquesa disfrutaba
en mi compañía, y los criados de los aristócratas son muy aduladores con los
amigos íntimos de sus amos. Procuran por todos los medios asegurar la
tranquilidad y el buen humor de los señores que redunda directamente en su
beneficio. Y mientras me servía, dijo: «Hace un magnífico día, don Pablo».
Como si así quisiera estimular mi supuesto optimismo. Yo no contesté a
Enrique y me concreté a sonreírle, pues los mayordomos de casa grande saben
apreciar las sonrisas y los silencios más que las palabras. Los criados, cuando
son de verdad, no se parecen en nada a los criados de teatro que lo hablan
todo, todo lo que es informativo y que el autor, carente del coro, aplica
inescrupulosamente a los criados.
A su regreso, la marquesa de Tresguerras me dijo:
—Estuve en un tris de romper a reír. Era don manuel Pando. Cuando me
besaba muy ceremonioso la mano, pensé qué efecto le hubiera causado oírme
decir: «¿No me acompañará, señor Pando, a tomar una taza de chocolate?»
Era cierto. Sonia y yo nunca hubiéramos podido aludir, sin lesionarnos, a
una taza de chocolate. Y sin embargo con la marquesa era muy distinto. Hasta
podía hacer un chiste, como lo había hecho, sin sentirnos menoscabados.
Después, ya distanciados del chocolate, Catita procuró reconfortarme con la
idea de un viaje a Europa. Si yo me animaba, lo haríamos juntos. Hasta me
prometía visitar a la Valdés Sota. No le interesaba mucho Europa, pero
suponía que el viejo continente recorrido a mi lado, le depararía muchas
sorpresas. «Cuando estuve allá el año 38 mi casa de París tenía muchas
goteras». Yo no dije que de chocolate, pero ella rió como si hubiera leído mi
pensamiento. Después me puse serio, porque una pregunta acudía a mis
labios: ¿Y usted, Catita, cuando estuvo en Europa, visitó a Sonia? Pero, como
es natural, no me atreví a formularla. Y ella dijo: «No, no eran de chocolate».
Por supuesto, las goteras.

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La marquesa de Tresguerras conocía suficientemente las interpretaciones
freudianas para saber a qué atenerse cuando aludía de modo tan espontáneo a
las goteras de su casa de París, y cuando sentíase tan divertida con las
alusiones al chocolate. Y reía quizá de muchos supuestos complejos
purgados. Con Sonia era distinto. Nunca hablábamos, ni en sutiles alusiones,
de los jugos vitales. Pero el chicle de los besos, elástico y pegajoso, se
enredaba en nuestros labios a la hora densa del arrebato pasional. Una nueva
risita de Catita, discretamente explosiva, me obligó a fijar en ella la atención.
—Pablo, es curioso… pero desde hoy no podré ver a Juan Manuel sin
figurármelo chorreando chocolate.
Los dos reímos nerviosamente. Ella, porque disfrutaba de una franca
alegría, yo porque tenía irremediablemente roto el mecanismo de la risa. Pero
la figuración de Catita era cómica. Juan Manuel, el conde de Grijalva, tiene
una debilidad prematuramente senil por las adolescentes. Esto le ha valido el
apodo de «sarampión» porque un día Catita diagnosticó que atacaba a las
menores de edad. La marquesa agregó, arrepentida:
—Pero Juan Manuel es un buen chico.
—Con sus cincuenta y cinco años. Yo también lo soy, con mucha menos
edad, y por eso me retiro, Catita.
—Anímese al viaje —me alentó—. Créame que lo haría con mucho gusto
en su compañía, Pablo.
Salimos del salón de China y atravesamos el hall. Ya cerca de la puerta
cogí entre las mías las dos manos de la marquesa y se las besé en los pulsos.
No sé, pero al alzar la cabeza y mirarle a los ojos creí que Catita me miraba
con una infinita piedad. Hubiera deseado volver el rostro y mirar por última
vez, aunque fuera furtivamente, el retrato, pero no me atreví. Y di unos pasos
hacia la puerta. Penosos, pesados pasos.
Todo concluyó. Todo. En cierto modo acababa de destruir la única huella
que quedaba a mi alrededor de Sonia. La marquesa de Tresguerras era su
amiga. En silencio, ante mi sola presencia, la recordaba siempre. Y la huella
acababa de desaparecer tras la puerta del palacio cerrada a mi paso.
Ya no vería más a Catita. Ya no escucharía de sus labios aquellas
sabrosas, muy condimentadas espiritualidades. Pero era imposible renunciar a
mi propósito de anulación. Desde hacía tiempo yo era un espíritu, una
conciencia agujereada, plena de vacíos. Lo que vivía en mí era lo que otros
ponían, lo que mi capacidad de recepción admitía como sucedáneo de lo
propio. Lo único mío que me quedaba era la evidencia de un fracaso total, que

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la gota de mercurio hacía vigente día tras día, minuto a minuto en los 3600
latidos de cada hora.
El jardín en esta hora de la siesta parecía aún más somnoliento. Los ruidos
llegaban a mis oídos en sordina. De una residencia cercana salían las notas de
un piano. Quise reconocer la música pero no pude, a pesar de que la
encontraba familiar a mis oídos. En ese momento comprendí que las cosas
comenzaban a perder su nombre. Tomás se acercó sonriente para abrirme la
puerta del jardín sumido en la sombra que proyectaba el palacio de la
marquesa de Tresguerras.
Salí a la calle. El sol se me antojaba ahora pastoso, embadurnado, como
escurrido de un tubo de Van Gogh. En la esquina, la iglesia estaba abierta. No
sé qué sentimiento o qué idea dirigió mis pasos hacia el templo, pues nunca
me sentí poseído de la suficiente fe. En todo caso mi creencia en Dios no era
una creencia interesada pues no la creía merecedora de compensaciones
ultraterrenas. Creía en Dios porque tenía el conocimiento, sin prueba, de su
existencia. Creía en Dios porque otros creían en Él, igual que creía en Asia,
sin conocerla, fiado tan sólo del testimonio de los demás. En último análisis, a
lo definitivo, creía en Dios no por la prueba de su afirmación, sino por la de
su negación. Yo había bajado en vida a la Sombra y este conocimiento era
suficiente, más que sobrado, para creer. Pero creer no implica, por lo menos
en mi caso, tener fe. Si yo tuviera fe, la causa no se habría enseñoreado de mi
vida. Sólo una vez sentí más que fe, la necesidad de tenerla. Pero eso fue hace
mucho tiempo, cuando yo estaba ungido por la luz de Upsala.
En el templo no había devotos. Mi presencia se manifestaba por el rumor
estirado, elástico, tenso de mis pisadas. Del vitrail de una de las naves
laterales se transparentaba en júbilo de colores, el sol. No recuerdo en qué
momento, en qué lugar de la nave central me persigné. Lo que sí recuerdo es
que mi brazo se movió alígero, sin pesadez física. Quise recordar una oración
y Grenoble fue todo lo que se me ocurrió. Grenoble volvía a aparecer en mi
mente con una insistencia cuya causa o consecuencia no acertaba a elucidar.
Tampoco sabía muy claramente qué cosa era Grenoble. De cualquier modo,
Grenoble era un elemento intruso que en el templo se oponía a un posible
acercamiento a Dios. Yo hubiera deseado acercarme a Dios. Quizá porque no
esperando nada de Él en este momento secretamente arrebatado de mi vida,
mi entrega, por desinteresada, pudiera ser más limpia. Sí, ya sé que no esperar
nada de Él en un desinterés más soberbio que generoso, es impiedad. Pero lo
cierto es que si mis pasos se habían encaminado a la iglesia era con el solo
objeto de humillarme ante Dios, con todas mis limitaciones y todas mis

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soberbias. La falta de fe me inhibía de esperar una gracia. Pero allí todas las
representaciones —lo barroco de los altares, las imágenes, los candeleros, la
huella votiva de la gente piadosa— se ofrecían más que como estímulos a la
devoción como obstáculos a la fe. Qué difícil es para la inteligencia creer en
Dios y, al mismo tiempo, qué insustituible. ¡Qué difícil! Y sin fe la creencia
se hace casi imposible. Grenoble no era un personaje. Quizá fuera una
referencia geográfica. La luz del vitrail me saturó de arcoiris. Mireme las
manos, que se habían hecho transparentes, y vi que por ellas corrían los ríos
azules de mis venas y los ríos rojos de mis arterias. La sangre se escapaba y se
precipitaba hacia quién sabe qué ignorados destinos en un fluir armónico por
los rayos rojos que subían al vitrail… Yo recordaba… ¿o era imaginación?
¡oh! Parecía que los puntos cardinales de la memoria se hicieran confusos
como si un cataclismo cronopsíquico hubiera trastocado los polos del
recuerdo… Dios, Dios… ¿Dónde estaba Dios? Yo me habría conformado tan
sólo con una débil, minúscula presencia de Dios. Y sin embargo, quizá Dios
—en la medida microcósmica en que me pertenecía— estaba en aquellas
luces coloreadas de la vidriera. ¡Qué verde tan verde, tan puro venía del
manto del Bautista! Un verde como aquél sólo recordaba haberlo visto en…
en… ¡Vermeer! (¡Ah, Vermeer, tú no te me escapaste!). Por un momento creí
que aquel verde se relacionaba con las montañas de Grenoble… Montañas de
Grenoble. ¡Vaya! Era un hallazgo. Ya sabía que Grenoble era un lugar que
tenía montañas y que esas montañas eran verdes, verdes como el verde de
aquella cactácea. (Esa —aquella— cactácea, que es un órgano, estaba en 1934
en las cercanías de Tehuacán). No sé en este marathón de verdes hacia cuál
verde iba: Juan el Bautista, Van Delft Vermeer, Montañas de Grenoble.
Podría también incluir un verde tabú: el verde ajenjo, pero sólo el hecho de
aludir indirectamente a la Estrella de Isaías, me inhibía de hacer el esfuerzo.
Hay verdes que se crean y no vuelven a tocarse —ni a retocarse— nunca: el
verde del manto de Enoch. Hay verdes rojos y hemorrágicos: el verde
bandera, y hay verdes infamantes: el verde del tapete verde. El verde es un
color sagrado, angélico y por eso no tiene sexo. El verde escapa al
conocimiento, a la alquimia, a la razón. El verde no es un color filosófico sino
mágico o en todo caso teológico. En la escuela nos enseñan a hacer verde
combinando el azul y el amarillo. Pero es un verde híbrido, falso, sucio, un
color de condenación. Es el verde de Satán, de los ojos y de la pezuña de
Satán. Antes de ser Satán, Luzbel tenía en las uñas de los pies y en los ojos el
verde angélico, el verde de que se vistió Enoch cuando Dios lo puso en la
Tierra como una figurita de Nacimiento. Ese verde al mezclarse con las

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primeras sombras de la Caída se hizo un verde sucio. De ese verde
carbonizado, fosilizado, se extrajo la piedra que, cortada y pulida, se convirtió
en esmeralda de Nerón, de cuyos brillos quedaron posesos de abominación
Petronio y Tigelino…
Pero Tú, Dios mío, ¿dónde estás? Te busco, te busco aquí, en esta luz de
vitrail, en el eco perdido de mi naturaleza y no te encuentro. Te busco en mi
inteligencia y eres más que una presencia un concepto. Dios. Dios. Mañana
habré traspuesto la sombra, la zona neutra que me separa de tu ámbito visible,
¿y he de hallarte? ¿Cuánto tiempo habré de dormir en la terrible pesadilla
infernal antes que pueda vislumbrar el débil rayo que en mi sima te anuncie?
¿Y es que despertaré de este sueño que será mi muerte? ¿Y en dónde y ante
quién?
Es imposible encontrar a Dios. Si queremos hallarlo tenemos que
reducirlo a dimensiones humanas, domésticas, hacerlo objeto maravilloso al
alcance de nuestra capacidad. Mas esa idea, esa domesticidad de Dios
repugna a la inteligencia. La inteligencia difícilmente admite un Dios al
cuidado de las miserias humanas. No. La inteligencia busca a Dios en lo más
remoto, en la Sodomita (¿por qué la mujer de Lot está en el Límite del
Espacio?) sin que haya podido encontrarle.
Todos los fracasos son tristes, pero ninguno es irreparable, porque al fin,
con el suicidio pueden repararse todos. En huida. El único que queda sin
arreglo, sin satisfacción, sin enmienda, es el fracaso de encontrar a Dios,
porque es el fracaso que llega hasta el límite de nuestra vida y que quizá entra
allá con nuestra muerte. Y la vida es una afirmación si no del encuentro de
Dios de su búsqueda. Hay quien trae a Dios desde el nacer; hay quien lo
encuentra en la vida como el tocado en la Jornada de Damasco; hay quien lo
siente en las postrimerías, en el minuto víspera de la putrefacción. Pero yo
tengo toda la esperanza perdida. No creo encontrar a Dios en el martillo de la
pistola. De ahí saldrá la bala, pero no la luz.
De repente me sentí molesto, desazonado. Percibí que algo extraño estaba
ocurriendo en la iglesia. Alguna fuerza, algún fenómeno inexplicable se
desarrollaba en el interior del templo. Mi espíritu, tan quieto en la luz del
vitrail, comenzó a agitarse y a enturbiarse. Como si la ola verde inundara y
arrasara su playa. Hubiera querido mirar a lo alto, dar media vuelta, iniciar
unos pasos, pero no me atrevía. Sentí que algo superior y nocivo me rodeaba,
vigilándome en el asedio. Como si una atmósfera densa, tóxica se expandiera
en la oquedad del templo y empezara a saturar mis pulmones. Hasta las luces
de la vidriera se opacaron y los colores perdieron pureza. Quise persignarme

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de nuevo y no pude. El brazo me pesaba con esa pesadez que tenía el madero
de que se hizo la Cruz, antes de ser redencional. Ni el recuerdo de las
montañas de Gre… Gre… Gre… me liberaba.
Sí, alguien rastreaba. Era un rastreo de sierpe. Poco a poco fui volviendo
mi rostro… No sé cuánto tiempo tardé en verle, mas cuando me di cuenta
estaba frente a mí.
Mis manos perdieron aquella su momentánea naturaleza transparente.
Habían dejado de ser cónicas, ojivales, vítricas. ¿Pero las suyas? Por más
esfuerzos que hice por verlas no podía descubrir, emplazar en conocimiento
plástico su forma: eran manos de larvado.
Aparentemente aquel viejo sin edad parecía un peregrino. Su rostro no
tenía ni pocas ni muchas arrugas: era un viejo, un anciano, pero sin tiempo.
Lo único actual, vivo, presente eran sus ojillos que, mirándome, desprendían
un reflejo acuoso, con algo de luz perdida en el agua. Sonreía con una sonrisa
pétrea, momificada, que más que expresión cordial semejaba interrogación
acusadora. Estaba seguro que tras aquellos labios de arcilla seca y reseca en
un estío eterno, se escondía una dentadura de calavera. Yo oí confundido con
quien sabe qué rumores que me preguntaba: «¿A quién buscas?» Y su
pregunta secreta, tácita, inaudible, me repugnaba lesionando el alma, como
me repugnaba toda su figura de fiebres desérticas, de espejismos lunares en
las dunas; como me repugnaba su indumentaria confeccionada con los linos
pútridos y fósiles de todas las momias; como me repugnaba su ancianidad sin
vejez y sin tiempo. Y esa repugnancia que llegaba a ser física, me la producía
porque sin conocerle sabía en mi escondida intimidad —donde el
conocimiento es más sensación que idea— de quién se trataba.
Me miraba con una intención que, de tan vieja, se antojaba inédita. ¿Por
qué había entrado en la iglesia? No, no se me crea tan ingenuo o cándido. Al
diablo, al mismo Satán se le encuentra si insistimos un poco a la vuelta de la
esquina. No. Satán se ha perdido de tanto prodigarse. Se gastó en la pirotecnia
del medioevo, entre Faustos y Faustinas. Aquel viejo sin edad era alguien más
conspicuo en lo negado que Satán: porque estaba íntegro, sin consumirse,
apenas sin gastarse.
Yo quería separarle de mí, mas no debía tocarle. De tocarle, mi mano se
confundiría en la naturaleza de su cuerpo y yo no podría morir porque la sed
me tendría despierto en la angustia. Sabía que él era el condenado a la sed que
sólo Jesús saciaba con el agua que quiso beber, y bebió, la Samaritana.
No sé cuánto tiempo estuve resistiendo su presencia. Fueron segundos,
pero de vida eternal, de tiempo sin reloj, hasta que al fin me libró de su

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agresivo sortilegio el rumor de otras pisadas. Era un sacerdote que venía
desgranando unas oraciones. Al llegar ante nosotros se detuvo y nos miró
alternativamente a los dos y, en seguida, clavando en los ojos del intruso una
mirada dura, preguntó con tono autoritario:
—¿A quién buscas?
¿Por qué la misma pregunta que, con sus palabras sin voz, me había
formulado el anciano sin vejez? Éste dejó de mirarme, bajó los ojos y volvió
la espalda vacilante, indeciso, dejando detrás de él como un remolino de
vientos candentes, surianos. Rastreó indeciso. Pero el padre exclamó
conminándole a abandonar el templo:
—¡Ea! ¡Fuera de aquí!
El intruso con su rastreo de lienzos que se rasgan, se dirigió a la salida. A
su paso los oros y las luces devotas parecían languidecer y opacarse. Y se
perdió allá, a unos metros, en una confusión de sombras. Respiré aliviado y la
saliva humedeció de nuevo mi boca reseca. El sacerdote me sonrió y continuó
su camino y sus rezos. ¡Qué sencillez y qué claridad! Y sin embargo, yo me
quedé más perplejo. Di unos pasos para alcanzarle.
—Perdóneme, padre, ¿quién es él?
El sacerdote volvió a sonreír con naturalidad. Luego se encogió de
hombros como si no quisiera dar importancia a la revelación.
—No lo sé. Con ésta son tres veces que lo he visto en mi vida. ¿Ha estado
usted en Roma?
—Sí, padre…
—Recordará usted la Basílica San Giovanni in Laterano. Allí vi a este
sujeto por primera vez… ¡Ya ha llovido! Acababa yo de recibir las órdenes.
Pero no se me olvida. Después, pasados algunos años me tropecé con él en la
iglesia de Saint Pierre, en París…
El padre hizo una pausa para ordenar su pensamiento interferido por el
recuerdo; al cabo de ella, me preguntó:
—¿Usted observó si se acercaba a la pila del agua bendita?
—No. Cuando me di cuenta de su presencia, estaba a mi lado.
—¡Qué curioso! Yo me encontraba en la sacristía, solo, rezando, cuando
me pareció escuchar una voz interior que me decía: «Sal». Y vine al
encuentro de ustedes sabiendo que él estaba. Tenía el presentimiento de
encontrarme de nuevo con él. Pero no recordaba en ese momento al sujeto de
Saint Pierre, sino al de San Giovanni. Mire, acérquese a esta pila y vea…
Pero yo no me moví. Sabía qué era lo que iba a mostrarme el sacerdote.
Sin dar un paso le dije:

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—Las pilas se quedan sin agua…
El padre se quedó un momento confuso, extrañado de que yo estuviera en
el secreto del fenómeno. Tras unos instantes dijo al mismo tiempo que con la
diestra recogía en una caricia apretada y protectora el crucifijo que pendía de
su cintura:
—A su paso, por tercera vez lo he observado, se seca el agua bendita.
—¿El demonio? —pregunté, sonriendo.
—¿Quién sino él?
Moví la cabeza negativamente. El padre se quedó aún más confuso. Por
un instante titubeó y me miró como a un sospechoso. Pero yo no quería que
pensara que estaba ante un ser racionalista, y le dije:
—No me haga caso, padre. Perdóneme y que Dios nos perdone. Quizá la
presencia de ése me ha trastornado.
El padre se tranquilizó con mis palabras de contrición. Y en seguida, se
excusó:
—Voy a ordenar que pongan agua en las pilas… Pero antes rezaré unas
oraciones en cada una de ellas. Y usted… olvídelo. No tiene importancia.
El sacerdote se acercó a la pila más próxima. ¡No tiene importancia!
Aquellas tres palabras se alargaban en mis oídos hasta llegar a lo más remoto
y escondido de la conciencia. No tiene importancia. Y sabía que el padre se la
daba extremada. O quizá no. Para mí sí la tenía, si algo en mis condiciones
podía tenerla. El intruso era una nueva presencia negativa de Dios. ¿Por qué
ya que buscaba el signo positivo para hacer estallar mi fe, no encontraba sino
las huellas de las negaciones que lo afirman? ¿Por qué yo que iba en busca de
Dios sólo lo encontraba en lo indirecto, a la espalda de su luz?… ¿Y por qué
el sediento buscaba al sacerdote? ¿Y quién había dicho a éste «Sal»? ¿La
Sodomita, la que está en el Límite del Espacio o Jacob? Posiblemente el
sacerdote creyó oír la orden de un santo, de un ángel o del mismo Dios. Eso le
salva. Por eso el monje insiste: «No escudriñes en las escrituras». Y yo me
hallé de pronto más desazonado, inquieto y turbado que antes de entrar en la
iglesia. Tuve que hacer un verdadero esfuerzo volitivo para salir del templo.
Todo mi ser, como si fuera gelatinoso, se me había apelmazado y pegado al
suelo, a las columnas, a la sillería. Sentía como una viscosa pereza en los
músculos que me imposibilitaba de todo movimiento. Y en la boca, sequedad,
resequedad de desierto.
—¡¡Nieve de limóóónn!! —gritó un vendedor, pregonándola. Nieve de
limón. Mi sed no se saciaba con la nieve de limón como la Samaritana no
saciaba la suya con el agua del pozo de Jacob. ¿Cuándo se había muerto en mí

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la nieve de limón? No pude recordar la última vez que la tomé. Y como no iba
a tomarla ahora, también aquella pequeña industria del pregonero había
dejado de existir para mí. La industria y el gusto.
Y en la boca, sequedad, resequedad de desierto… La misma resequedad
de Ashaverus, el que seca el agua bendita de las pilas, el ánima errabunda e
imperecedera del pozo de Jacob.
Di unos pasos al sol, bajo, sobre, en este sol que impregnaba espeso la
atmósfera. No sé por qué con tanta frecuencia sol y Van Gogh se me
identifican. Recuerdo que la primera vez que me vi frente a una pintura de
Van Gogh sentí mareo, vértigo, náusea. Me impresiona Van Gogh por su
tragedia tridimensional, cúbica. Por su lucha desesperada, a brazo partido,
constante, tenaz contra todas sus incapacidades, contra todas sus impotencias.
Yo no admiro a Van Gogh. Yo no admiro nada donde la inteligencia está
ausente y exhausta. En Van Gogh la inteligencia está seca o entumecida. Pero
Van Gogh si no se halla presente en mi admiración lo está en mi angustia.
Quizá su angustia, era, en cierto grado, mi angustia. Mas a él le faltaba la
inteligencia que a mí me sobra. Van Gogh es todo instinto, pues hasta la
intuición —como desposeído de la gracia— se le niega. Es nada más que un
instinto duro, tenaz como una roca. Resuelve sus incapacidades expresivas a
golpes de instinto. Hace cien veces el mismo dibujo y siempre, en forma, le
queda mal. A la centésima vez peor que a la primera. Pero en la última tiene
más instinto que en todas. Y no se equivoca. Por eso todo se bestializa en él:
la luz, el paisaje, el hombre. Hasta su propia locura. Es una fuerza ciega y
elemental, desatada. Si cae en una academia militar, Atila hubiera vuelto a
asolar al mundo. Aunque, quién sabe. El pobre de Van Gogh era bien poca
cosa. A veces pienso si yo no le habría arrullado en la cuna. Pobre Van Gogh
con tu angustia que es la mía. Angustia tridimensional. Pero tú no te diste
cuenta. Tú no llegaste a vislumbrar que había una causa. También tú,
excitado por tus limitaciones, ibas tras la fórmula salvadora, tras un medio de
expresión propio, original. ¿Quedaste alguna vez satisfecho? Ahora que estás
en tu nubecita de oro de la que cuelga el marbete de «genio» que te han
puesto los hombres, más sentimentales que inteligentes, más instintivos que
intuitivos; ahora que disfrutas de una inmortalidad sin regateos ¿estás
contento? No me contestes. No es necesario. Ya ves que estamos en la misma
vía. Y la fama me llegará por igual camino, pues si la tuya se debe a una
locura auténtica la mía será por una demencia atribuida. Pero como yo soy
más inteligente que tú lo has sido, lo sabré disimular mejor.

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Sin embargo, yo envidio tu instinto. Si un pensador quisiera escribir un
tratado sobre el instinto, lo titularía «Van Gogh». Y yo que repugno el instinto
por ser remedo impotente y primario de la inteligencia, envidio, repito, tu
instinto. Es un instinto químicamente puro, destilado al alto vacío: sin
mermas, íntegro, cortado cúbicamente, con aristas bien definidas y rectas.
Desprovisto de todo lenguaje pictórico, gruñes, bramas, ruges, relinchas.
Desprovisto de toda gracia cromática, arañas, embadurnas, escurres. Pero no
lo haces con temor, con pudibundeces o remilgos. Lo haces con la sinceridad
zoológica que te sale de las entrañas. ¡Ah, si yo tuviera en inteligencia el
caudal que tú posees en instinto no digo que te superaría, pero sí creo que los
dos caminaríamos cogidos de la mano por la avenida de la posteridad! Sólo
un Leonardo redivivo, moderno, contemporáneo, podría ser tu par. Alguna
vez pensé si Picasso podría ocupar ese puesto, pero Picasso no es todo
inteligencia. Hay en él, además de instinto, intuición, gracia y desgracia,
claridades y nubilaciones. Es demasiado vasto y complejo y como tal bastante
difuso para aparearlo contigo. No es la inteligencia químicamente pura, como
yo la ambiciono. Picasso puede ser reducido a bien poco. Tú, bajo cualquier
signo cronológico, siempre serás el mismo. Y nadie osará quitarte el cetro que
llevas sobre tu hombro como el rey de la baraja lleva el basto con ese gesto
soberano de ¡armas al hombro!… y el que venga atrás que arree.
Volví a acordarme de Irene y aun sin una idea concreta crucé la calle
atraído por el emblema que anunciaba el servicio telefónico.
Entré a la cabina. Hice girar por seis veces el disco y se estableció la
comunicación. Pensé que era la última vez que hablaba por teléfono. Este acto
cotidiano y vulgar tuvo entonces para mí un hondo significado. Olvidé el
mecanismo electromecánico y me impresionó su esencia mágica. Como a una
invocación, la persona a quien yo deseaba hablar se hizo presente. Apenas
unos segundos antes, yo estaba en la calle y ahora irrumpía en la intimidad de
una vida para traerla a mi atención, a mi interés, a mi deseo. Y oí la voz de
Irene.
Sí, Irene es una mujer en mi vida, la última; pero no la mujer de mi vida.
La mujer de mi vida fue otra: Sonia, a quien asesiné con el silencio, con mi
inhibición, antes, muchos años antes de conocer a Irene.
Irene es el presente: en fracaso. Sonia es el pasado: en sacrificio. A pesar
de haber renunciado a Sonia hace tanto tiempo creo que no hubo un solo día
que no dejara de pensar en ella.
Sin embargo, ahora me sería imposible contar la historia de Sonia relativa
a aquellos meses que estuvo a mi lado. Porque es una de esas historias en que

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la anécdota es lo de menos, y los matices que la informan son el jugo y la
esencia. Puedo decir que Sonia era inteligente, sensible, culta. Pero tenía un
algo imponderable que unía esas condiciones privilegiadas en un todo
perfecto: tenía gracia. Sonia fue el gran amor de mi vida.
No sé por qué cuando uno tiene que hablar de las cosas y de los seres que
le han sido más caros, habla con torpeza. Los tópicos se precipitan uno tras
otro y al descubrir el ser amado sólo logramos hacer un cúmulo de elogios
desmesurados, de exageraciones que no dan la idea exacta. Ni aproximada. Y
esos elogios resultan ofensivos. Nunca volví a saber de Sonia. La noche que
salió para Europa le prometí que iría pronto a su lado. No lo hice. Hubo en los
meses subsecuentes cartas… que servían de índice, no a la supervivencia del
amor, sino a su degradación en la indiferencia. La última noticia la recibí
desde París en una tarjeta postal que me anunciaba la aparición de su obra
Búsqueda de la Atlántida. No le contesté y el tiempo puso entre los dos una
pesada cortina de años. Cuando me di cuenta, comprendí que Sonia había sido
el gran amor de mi vida. Muchas veces pensé en reincorporarme a ella. Pero
me inhibí. Empecé a tener miedo.
Y no sé. Tan necesitado estaba de Sonia que caí en lo monstruoso. Hice
de su recuerdo un sueño. Y en el sueño la fui idealizando y superando. Llegó
un momento que me quedé inválido para incorporar el sueño a la vida, para
hacerlo real, viviente, a la vez que el buen sentido exigía la confrontación
material de la quimera.
Quizá esto lo hubiera resuelto con una carta o un viaje. Pero no lo hice.
Cuando viajé, me fui por otros rumbos. En realidad tenía miedo; porque la
Sonia de mi sueño seguía viviendo en mí y la otra, la auténtica, sospechaba
había muerto en las mutaciones impuestas por la vida. Aún lo sospecho, mas
en el grado de una suposición. Yo no hubiera soportado saber que Sonia había
muerto para lo mío.
La verdad es que no puedo explicarme qué fue lo que pasó entre nosotros.
Siempre que vuelvo a la noche de la despedida, la reconstrucción de nuestro
adiós y las derivaciones de ese adiós se introducen en una zona de
confusiones. Yo sé que hay algo ahí que denuncia o mi cobardía o mi
desmesurado egoísmo. Creo que en el adiós está escondido el motivo real de
mi abandono. Sonia se mostró esa noche más enamorada que nunca. Sonia
llevada de un arrebato de sinceridad, tuvo la imprudencia de desnudar su
amor. Y mi egoísmo, estimulado por la vanidad, sintióse inducido desde ese
momento a poner un precio al amor. Yo creía que quedándome en México,

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que respondiendo a la promesa de ir al lado de Sonia con el despego y la
apatía, provocaría sus celos.
La estúpida vanidad exigía que despertara un tal sentimiento, y poco a
poco, al verse defraudada en su insana ambición juzgó la actitud leal, limpia
de Sonia como indiferencia, y fue esa indiferencia la que me lesionó
suscitando en mí los celos que yo hubiera deseado, en un estallido de vanidad,
provocar en Sonia.
Desde ese momento crítico, mi actitud cobarde y egoísta, pueril, viciada
del infantilismo caprichoso y rencoroso de los que se saben plenamente
amados, comenzó a hacer el juego de los resentimientos, y poco a poco, fui
distanciando y enfriando mi correspondencia con Sonia.
Pero el golpe decisivo, el que no pudo resistir mi amor propio fue la
noticia de que Sonia había escrito el libro y lo publicaba con éxito. Sonia, a la
que yo había pretendido introducir en el infierno de los celos, realizaba su
obra. Y yo, desde que ella me hubo dejado, dejé de crear. Tuve que «matar» a
Sonia en el silencio, para poder otra vez pintar. Y para mi comodidad, para
eludir el tormento de los celos automáticos que yo mismo me había
provocado, la convertí en sueño.
Sonia me había tocado. Y yo, mezquino, en pago a la luz que me dejó,
pensé en herirla. Mi intención, que no tenía ninguna generosidad,
menoscababa a la mujer que líricamente fingía enaltecer. Es natural que desde
esa crisis la Sonia que vivía en la tortuosa operación de mi vanidad, no era la
real, sino la despreciada que disminuían mis celos. El error fue comenzar a
ver a Sonia en las medidas manejables, en las proporciones cómodas, en las
condiciones deleznables que exigían mis celos. Tal equivocación, es, quizá, la
causa de mi infortunio amoroso.
Ahora me encontraba en condiciones de enfrentarme con la realidad fuera
cual fuese. Ahora sí, porque aun la Sonia del sueño iba a morir, iba a
desaparecer conmigo mismo. Pero ¿qué adelantaría con averiguar el domicilio
actual de Sonia y enviarle un cablegrama? En caso de que Sonia viviese podía
habérmela matado para lo mío, la vida. Podía estar casada, podía haberme
olvidado, podía —lo que sería más cruel— hacerme un chiste. Y la Sonia de
mi sueño se derrumbaría; esa Sonia que me fue fiel, constante, leal en la
intimidad de mi recuerdo.
Pero yo no puedo hablar de Sonia sin decir tonterías. Y cuando pienso en
ella pienso tonterías. Sonia me lesionó psíquicamente para toda la vida. Eso
es verdad pero también es una tontería; porque Sonia no me hizo ningún
daño… Mas yo estoy herido. No. Es inútil. Para explicar lo de Sonia, ese

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episodio emocional y dramático de mi vida, nunca encontraré los conceptos
justos, exactos. Y lo único que logro es decir una serie de frases, más o menos
convencionales, que dan una pobre impresión de lo que fue nuestro amor.
Un día, cuando empezaba a interesarme por ella, le dije:
«Fernando, el sobrino de la marquesa de Tresguerras, que supongo
sospecha lo nuestro, me dijo ayer: Quien toque a Sonia es un canalla…» Y
Sonia comentó mirándome a los ojos, estirando sus largos y finos labios en
una sonrisa húmeda: «Yo espero que tú seas pronto un canalla».
Y la amé sin necesidad de ser canalla. Pero es que Sonia a todos los que la
conocieron dio la impresión de ser un ángel, una criatura ideal. Y era una
mujer que tenía además de talento, de gracia, la parte física en la condición de
las mejor dotadas. Mas Sonia no era, como pudiera suponerse, una mujer
sensual. Era tan sensual como espiritual y cuando se mostraba en uno u otro
aspecto, lo era íntegra, totalmente, en una forma de arrebato que en cierta
suerte tocaba el fatalismo. No era hipócrita con la carne ni hipócrita con el
espíritu y se enfrentaba a esa antítesis del ser como a una prueba, que, por
cotidiana, no era menos exigente de heroísmo.
Las mujeres, por las imposiciones crueles y humilladoras a que las somete
la naturaleza, huyen hacia un espiritualismo sin meta, a un idealismo que es
fuga fallida de su miseria. Los hombres, por iguales limitaciones y por la
necesidad de extender el dominio de su ser, crean el mundo ideal del espíritu.
Sonia estaba más allá del espíritu y de la misma carne, como si una segunda
naturaleza ignorara la antítesis irreconciliable. Y caía en el espíritu con la
misma depresión con que caía en la carne, y con la misma ansia de liberar los
dos fenómenos y reintegrarse, tras la función catártica, a su segunda
naturaleza, la mágica o la angélica.
Es por eso que ella no concebía ni la carne ni el espíritu como materias de
tráfico. Mientras los demás seres humanos renuncian al espíritu para entrar en
la carne o viceversa, estableciendo así el conflicto de la débil naturaleza
humana, Sonia, sin diferenciaciones prejuiciosamente estimativas, huía tanto
del espíritu como de la carne, pues no acertaba a olvidar que el espíritu, en la
desesperación de su huida, tenía bien presente a la carne. E impotente para
anular esas dos presencias de la naturaleza humana, se entregaba a ellas,
fatalmente, para en la consumación lograr la catarsis.
Una mujer con tal mecánica física y psíquica no podía entender los celos
que son la fusión monstruosa de la carne y del espíritu. No podía entenderlos,
como algo ajeno a su naturaleza, ni podía sentirlos, por ser algo que hubiera
aberrado y negado su ser. Después de las caídas en la carne o en el espíritu —

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que eran su expiación y no el pecado— se mantenía en un estado ideal de
limpieza y sinceridad que a mí, que podía entreverlo, me parecía maravilloso.
Y era así como ella rompía las limitaciones impuestas por su condición de
mujer y por su naturaleza humana.
Sonia quedaba, pues, tras las crisis de la materia o del espíritu, en un
dominio propio, para mí inaccesible. Yo admiraba y envidiaba ese dominio
limitado por un mágico horizonte. Hoy, al cabo de tantos años, ese mágico
horizonte me atrae y me perturba como un bien soñado e inconquistable. Un
día, en el hospital, me decía: «Ese pobre cuerpo mío, ha recibido hoy seis
inyecciones». Hablaba de su cuerpo como de una criatura. Y otro día:
«Sospecho que ese pobre cerebro mío anda mal. Hoy me he preguntado dos
veces si tu amor y mi amor son posibles con tan diferentes temperaturas». Y
hablaba de su cerebro como de una criatura. Y otra vez: «Me has perturbado y
vencido con la turbulencia de tu alma. Te toca aún humillarme con la fiebre
de tu instinto. No sé si mi naturaleza soportará estos choques que me
desorganizan como en un principio de aniquilamiento». Hablaba así,
sintiéndose espectadora de sí misma, desde la altura de su segunda naturaleza.
Pero en esa actitud no había reserva, sino sacrificio, como si cediera al
determinismo de una claudicación de su voluntad, a la que subordinaba tanto
su pobre espíritu como su pobre carne.
Pero hablar de Sonia me causa melancolía. Y yo no quiero estar
melancólico en estas últimas horas. Sería ilógico con mi condición de suicida.
No puedo estar melancólico. Cuando Sonia se entere de mi muerte, sonreirá
satisfecha de que así me haya eliminado. Respeto tanto su nombre que no soy
capaz de mentir ahora por ganar su devoción definitiva. Ella lo sabe —lo
sabrá aquí o allá, si allá nos vemos— que me suicido por otra causa. Amo
demasiado a Sonia para cometer la vulgaridad de suicidarme por ella. Sonia
está en el tiempo. En la coincidencia de nuestras vidas. El vértice de esas
vidas fueron unos meses. Ya sé, ya sé… Conozco esas sonrisillas irónicas,
maliciosas: en nueve o diez meses no se descubre a una mujer, en ese tiempo
una mujer un poco astuta puede mantenerse sin gran esfuerzo en la línea
ideal.
Yo tendría que callarme si en realidad no hubiera conocido más mujeres
que Sonia. Por nueve meses y por nueve años. Y por más y por menos.
Cuando llegué a Sonia contaba con un fardo de experiencias. Todas ellas eran
aplicables a unas y otras mujeres. Con Sonia, no. Todo fue nuevo y original.
Todo fue único. Cuando me declaré a ella, me dijo:

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«Tengo miedo de volver a amar. Me conozco… El amor, sí, es bello y
necesario, inevitable para una mujer. Pero yo doy todo lo que tengo, me doy
en todo lo que soy… y mi pathos se desequilibra. No fío que tú seas capaz
luego de curarme. Y, sin embargo, no puedo decirte que no, porque caería en
el egoísmo contigo y conmigo misma».
Ése era su lenguaje. Y me dio su amor en plenitud de gozo y de sacrificio.
Ni antes ni después me ha hablado mujer alguna en este tono. Porque ese tono
no está ni en los libros ni en la vida. No es un tono acuñado y en circulación.
Ese tono es original y se trae al mundo consigo mismo, como la gracia que
poseía Sonia.
Otro día me dijo:
«Las cosas no se saben lo que son hasta que se tocan. Si son buenas, nos
iluminan el alma. Si son funestas, nos la queman. Una vida es una confusión
de luces y sombras, y difícilmente logramos saber de dónde nos viene la
claridad, si de la llama que nos quema o de la luz que nos ilumina. Toca las
cosas, Pablo, y siente y ve si te quemas o te iluminas. He aquí mi mano:
tócala. Y ahora dime si soy buena o funesta».
Sí, yo toqué a Sonia. Desde entonces si hay una luz en mí mismo es la luz
de Sonia. Y todavía no sé al cabo de tanto tiempo si ha sido buena o funesta.
Sonia era la gracia. A veces pecaba como las demás mujeres.
Pero Sonia que era la gracia pecaba sin perversión. Y con pudor, porque el
pudor denuncia al pecado. La adolescente deja de ser virgen del alma con el
primer rubor. Y todas las mujeres, antes de llegar al tálamo se ruborizan. No
trato de hacer exaltaciones tan inútiles como ridículas. Pero sí puedo asegurar
sin equivocarme que Sonia no conoció las impurezas de la carne que son
lesivas al alma.
Su pecado estaba más allá de la impureza. Era como una llama que
quemara la impureza. Algo físico o químico se producía en cadena que al
surgir la pasión liberaba la impureza. La impureza ardía y se evaporaba con el
mismo combustible que la provocaba. Para hablar de este aspecto de Sonia
tendría que emplear como palabras símbolos químicos que apenas entiendo.
Sé que desde que acabó lo de Sonia mi vida dejó de tener un sentido
cierto. Si no lo soy, ella me hubiera hecho un gran pintor. Si lo soy, habría
despertado en mí el aliento del genio. Pero renuncié. Con Sonia estaba
obligado a ser honesto, decente, hombre. Y lo fui a carta cabal. Alguna vez
pensé si al obrar de ese modo, habré sido lógico. Y generoso. Tengo mis
dudas. Pues pagué a Sonia con una moral de segunda mano que ella nunca me
pidió ni exigió. Renunciando a Sonia me porté con ella como se merecía

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cualquier mujer honrada. Y Sonia estaba muy por encima de la honradez
doméstica. Su moral era ética con mayúscula.
Pero es inútil. Comienzan los elogios, que, lejos de describir cómo era
realmente Sonia, la están sofisticando, desvirtuando en su esencia. Yo
renuncié a ella, cierto. Sin embargo, ella debe haber pensado que la había
dejado por otra. No reclamó. Sonia nunca reclamaba ningún derecho. Y debió
creer —así lo consideraría— que al dejar de escribirle, al dejar de reiterarle
mi amor, yo estaba en mi derecho. Ella jugó por cuenta propia, a todo riesgo,
su amor conmigo. Por esto Sonia…
Mas hablar de Sonia me produce una especie de embriaguez. La última
vez que la soñé me quedé inhibido para lo material y aún para la creación por
varias semanas. La soñé viéndola, sintiéndola como aquella noche que
recorrimos empapados de sombras y con salpicaduras de estrellas la Plaza de
España.
Sonia era un suspiro en mi angustia. Tenía en la punta de los dedos un
pétalo de tiempo que se deshacía en minutos de luz. En su mirada veía la sima
del Universo, sin entrada y sin salida, una sima hecha a vacío absoluto sin
nadir ni cenit. Traía prendidos de los giros de sus pasos un remolino de brisas
que al desenvolverse en espiral, como la nebulosa de su cabellera, fraccionaba
el silencio en ritmo de música. En la falda, el encaje era espuma de niebla
helada.
Amontonaré rabiosamente palabra tras palabra, frase tras frase y no podré
reconstruir cómo era y estaba la Sonia de mi sueño en el sueño. Sonia,
glorificada por las mutuas ausencias, eternizada por la presencia
contradictoria de su (mi) abandono… ¿Por qué tú y yo nos dejamos con tantos
vacíos, con tantas cavernas resonantes, húmedas y pétreas, de aires
enrarecidos, de luces fosilizadas? ¿Por qué cuando me ofreciste la rama del
árbol no tuvimos valor para desgajarla? De haberlo hecho, los ríos de tu
sangre no serían los rayos de mi sueño y mi cabeza no sería la calavera
disfrazada de rostro con músculos y facciones que sobreviven después de la
muerte que me diste. Me diste muerte que bien muerto estoy. Muerte te diste
a ti misma en el espejo que vivía en ti y que reflejaba la parte que siendo tú,
yo te reflejaba por llevarla en mí mismo. Pero entonces, tú, ajena a la
sustancia de mí mismo, no veías la rama encendida en el árbol inquieto,
rezumante de vahos paradisíacos. Atendías a un destino incierto, demasiado
humano y sensible para ser tu destino. Tenías esa impaciencia angustiosa,
avasalladora y torturante por encontrar la frase complementaria entre los
acordes truncos de tus indecisiones. Pero ¿por qué te censuro? ¿O es que te

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explico? Al cabo de los años, en la cotidiana tarea de reconstrucción ¿acaso
he logrado mantenerte más adentro de los perfiles huidizos, borrosos y
periféricos del sueño? ¿Qué explicación tiene tu silencio, silencio rebotado,
eco de mi silencio?
Pero tú eras una mujer sencilla y clara. Tu inteligencia fluía como el agua
brota del manantial. Cristalina y salificada. Estabas entonces tan cerca cuando
la impaciencia no me había consumido en ti, que la proximidad me quitaba el
placer de gozarte en recuerdo por haber sido más intenso al recordarte en
presencia. Estabas tan cerca, tan cerca… y mi espíritu tan torpe y ávido de
lejanías, de precipitación de sucesos que sin origen se provocaban arrollando
con su adivinación el premio de un presente tan concreto como el tiempo que
se cuenta al escurrirse de los dedos de la mano. ¡Oh Sonia, Sonia, nubilada
tras las siete mareas equinocciales, las de los tres años y una primavera! ¡Oh
Sonia, Sonia, resplandeciente tras los siete eclipses, los de los tres años y un
verano! ¡Oh Sonia, Sonia, con todos los vientos desecandenados, como potros
con crines de cometa, con luces de bengala en los cascos! Yo te veía, en el
sueño que por mí soñado era más tuyo que mío, en el fondo del agua donde
las flores y las osamentas se cristalizan, donde la luz se hace dual y hiende y
hiere el riñón del agua, donde el molusco ya no es caparazón sino concha.
Allí estabas, permanecías sin fin, pluralizada en facetas, rosa calcárea y salina
de coral, medusa en arena movediza, sombra de tu luz, alegre plenitud de tu
agonía, latido sordo y fugaz de onda, caracol Virginio, ileso, incorrupto, sin
rumores de mar ni de cantil… Sonia, Sonia ¿me escuchas? ¿Aciertas acaso a
ver el agua que escurre de mis manos llevándose en sus gotas el retrato
húmedo de mi sueño? Sonia, Sonia… ¿me oye? ¿Recuerdas? Había días,
había noches, había (mañanas, tardes) con horas verdes y minutos rojos. Las
había doradas con los oros viejos de los nobles ocres. En esos días y en esas
noches, tú eras el color imprevisto y, sin embargo —de esencia mágica—
coagulador de la gama. Cuando tú abrías el día y las ventanas, todas las
ventanas se cerraban al sol y surgía el fenómeno explicado con tu ley de
psicocromatía: las horas son equidistantes de mi espíritu en la relación que
los colores lo son de la luz. Y todo rotaba a la inversa, el horario a la derecha
y el minutero a la izquierda pues el tiempo, si no mudo, quedaba paraliticado,
prendido en el telar de Penélope. Y no había segundero porque en el caracol
los latidos se habían confundido en un solo rumor. Pero allá, en el Far West,
en la pradera ardiente, los Búffalos Bill de la ignominia disparaban al nido de
pelícanos. No. Ni tú ni yo tenemos aguja para coser y remendar los
cascarones. No. Además, ya era tarde. Los pelícanos —pluma, nube— y los

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huevos —guijarros, río— se perdían en el horizonte. Y la sombra de Búffalo
Bill estaba pegada para siempre (R.I.P.) en la falda de la montaña. Yo la
pegué con chinches, como si fuera cartulina. Los potros indómitos levantaban
la polvareda crepuscular y hacían irrupción en nuestro amor las horas vacías.
¡Oh Sonia, Sonia! Eran aquellas horas las de la cadena, sin clepsidra, en
meridianos antípodas; las horas negras y quemadas, escoria de abominación,
eructo del tiempo, toxinas de la Eternidad. Horas malditas que empañan y
oxidan las horas equidistantes de tu espíritu; horas en declive, en disminución,
en término irremediable. Horas que son bostezo de la jaula de los vientos.
Pero yo te soñé una vez. Y aún me queda de tu presencia, a pesar del
tiempo transcurrido, la luz en el alma. Si es luz propia, gloria a quien la
descubra. Si es tu luz, gloria a quien la conserva. De cualquier modo, anfitrión
o invitado, bendigamos a Dios. A Dios en las alturas, a Dios en la
inmensidad, tan lejano, tan lejano… tan cerca, tan cerca… Porque ¿por qué
brilla así Dios en esta gota de mercurio que se mueve inquieta en mi cerebro?
Y retornar de Sonia, es volver a la causa. Fuera de Sonia la causa se
manifiesta en todo momento con la permeabilidad necesaria para introducirse
en mi ser por cada uno de los poros del cuerpo psíquico. Sonia es la liberación
de la angustia. Sonia es, al mismo tiempo, la aberración en que me debato año
tras año, día a día. Sonia es el centro de gravedad de mi espíritu y lejos de mí,
me hace gravitar en órbitas excéntricas cuyos focos son tocados
tangencialmente por la causa.
Un día, otro día de los días perdidos, Sonia me dijo:
«Nunca vuelvas la vista. Ni te arrepientas de lo que hiciste por malo que
te haya sido».
No era una inmoralidad. Tenía su explicación. Y era esta…
¿Por qué latió de súbito tan intensamente el corazón? Abstraído por el
recuerdo de Sonia crucé la calle y un automóvil se me echó encima. Oí,
molesto, irritante, el chirrido de los frenos. Instintivamente se movieron mis
piernas lo preciso para evitar el golpe mortal, si bien no pude impedir que mi
cuerpo fuera rozado por el vehículo. El conductor vociferó y la gente acudió a
mi auxilio. Me escabullí avergonzado. Sentí en mi conciencia un pudor
quemante. ¿Por qué? Eso me pregunto, ¿por qué? Hasta que no estuve alejado
del lugar del incidente, no pude hilvanar mis ideas. Estaba avergonzado
conmigo mismo y no acertaba a comprender el móvil de mi conducta. ¿Por
qué yo, suicida, me había asustado por el accidente? ¿Por qué mis miembros
se movieron ágiles para evitarlo? ¿Era lógico aquello? Había decidido
suicidarme. Moralmente me consideraba ya muerto. Y, sin embargo, tendría

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que enfrentarme al hecho material de coger la pistola, aplicar el cañón a la
sien y apretar el gatillo. ¿Sería capaz de hacerlo? ¿Podría vencer ese instinto
vital que hacía un momento se había puesto en juego, con todas sus fuerzas,
con todos los sentidos despiertos para librarme de ser atropellado?
Esas reflexiones me llevaron a un vértice de perplejidades, aquellas que se
habían originado de un modo inconsciente en el momento en que me vi, no
repuesto aún del susto, cerca del vehículo. Pensé si al suicidarme no
cometería un solo homicidio, no el aparencial que haría con las gentes que
dejaba de ver, no el mío material, sino el de otro ser, aquel que tan vigilante
se había mostrado para salvarme del atropello. ¿Quién era ese otro yo? ¿Ese
otro yo que no quería morir, ese otro yo, tan divorciado de mi conciencia
suicida, que iba vigilando paso a paso su propia vida y la ponía con tal
rapidez, con tal prontitud y eficacia, fuera de la muerte?
Pensé que en mí había una contradicción mayúscula. Claro: el instinto de
conservación, se dice. Pero eso es una frase. Porque si había algo nulo en mí
era ese instinto. Además, de existir, ¿qué es?, ¿cuál su inteligencia, cuál su
vertebración?
Se me hizo claramente sospechosa esta dualidad de conducta. El instinto,
el instinto. Era evidente un divorcio entre el instinto y la inteligencia. En todo
caso el instinto cuidaba, celoso y despierto, de lo mortal. Únicamente así la
inteligencia podía dictar el suicidio, sabedora de que a pesar de ese suicidio,
ella no moriría. Y el cuerpo, la materia que sí se consideraba mortal, se
defendía, con el instinto, de la muerte o de sus asechanzas. Y si fuera así,
¿qué objeto tenía el suicidio, si con él no podría liberarme de la causa? ¿Es
que la causa iba a perseguirme más allá de la muerte? Porque la causa que me
impelía al suicidio no nacía de mi organismo físico. Por eso éste no quería
morir ni ser atropellado. Y al espíritu poco le importaba que me saltara la tapa
de los sesos, puesto que él no pertenecería. La causa…
Ése era el quid de la cuestión. Ése era el problema. La causa podía
abolirse sólo con la muerte. Pero la causa se enraizaba y nutría, en terrible
simbiosis parasitaria, en la moral. Y la moral o su organismo generador —
inteligencia, conciencia, razón— no moriría. ¿Es que la causa iba a
prolongarse más allá de mi muerte, perturbando y lesionando, despiadada, mi
alma?
En la mañana, cuando decidí suicidarme, pensé que una vez provisto de
los medios necesarios para hacerlo, nadie ni nada podría evitarlo. Pero ahora
me veía forzado a reconsiderar que en el momento preciso del disparo tendría
que afrontar una fuerza que se oponía a mi decisión, una fuerza que nacía en

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peligrosa dualidad de mí mismo. Y empecé a tener miedo de que me faltara el
valor para suicidarme.
Eso pensé. Pero, por fortuna, reaccioné con lógica: el recuerdo de Sonia
me ligó por un momento con tal docilidad a la vida que el instinto y la
cobardía se aliaron para ponerme en la duda. El atropello había sido una farsa
del subconsciente. Quizá ni el peligro fue tanto ni yo mismo o mis piernas se
movieron con tal agilidad de previsión y de defensa. Como yo aún tenía mi
vida articulada y comprometida en lo humano, el sentido de la formalidad me
libró de caer bajo las ruedas del coche para cumplir… con Irene.
Mientras me hacía estas reflexiones guardaba en el fondo de mi mente la
imagen quieta y obsesiva de unos ojos que por la persistencia escrutadora de
su mirada me habían impresionado entre los del círculo de curiosos que me
rodeó en el momento del atropello. No reconstruía las facciones del rostro que
así me miraba, pero estaba seguro que el propietario de esos ojos era un
hombre alto, fornido, de gesto grosero. Quizá su mirada, la expresión poco
conciliadora de su cara me había perturbado más que el mismo susto del
accidente. Y me parecía recordar que esa mirada guardaba una semejanza con
otra percibida horas antes. No era la del Robinsón de la armería, ni la del
empleado de la funeraria, ni la del cliente del restaurante. No era tampoco la
de Topete, el policía del Banco, y, sin embargo, esa mirada podría muy bien
encuadrarse en el conjunto fisonómico de Topete.
Lo insoportable era que desde hacía unos instantes yo caminaba con la
sensación de que esa mirada seguía clavada en mi nuca, como si el hombre
fornido me siguiera los pasos. Y sin valor para volverme y ver frente a frente
a quien me hacía objeto de tal espionaje, caí en la miedosa puerilidad de creer
que esos ojos me habían asediado desde la hora que salí de casa hasta este
momento: en el autobús, a la salida de la oficina de Carlos Maclas, en la
armería, en la funeraria, en el restaurante y en el jardín de la marquesa de
Tresguerras. Quizá estuvo oculta, pero siempre al acecho en una vigilancia
inquisitiva, en la iglesia. Y ahora me seguía, me seguía…
Al doblar la esquina me escondí en el primer portal. La presencia de un
niño que, sentado en la escalera, se ajustaba un zapato, me avergonzó en mi
cobardía. Todo esto era absurdo, pero inevitable, como ineludibles mis
aprensiones y miedos, mis escrúpulos y dudas, como si todos estos elementos
de angustia, de zozobra se resolvieran más allá de la muerte misma, como si
existiera un peligro mayor que la propia muerte, algo así como un miedo
absoluto, metafísico, independiente de los miedos que puedan suscitar las
conocidas asechanzas de la vida. La muerte la podemos medir con nuestra

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angustia y no provoca en nosotros más que el miedo a morir, que, por muy
grande que sea, cabe dentro de nuestra capacidad de absorberlo y medirlo.
Pero el misterio, lo no explicable, todo aquello que se manifiesta en nuestro
espíritu como una sensación de enigma escapa a nuestra interpretación y nos
sobrecoge. De la muerte no nos acobarda tanto el hecho de acabar como el de
ignorar nuestro posible destino. Es el enigma y no la anulación que provee la
muerte, lo que nos atemoriza y angustia.
Pero la capacidad de angustia del hombre es tan poderosa como la
creación y rebasa los límites que la lógica le impone. Y de ahí el terror
metafísico, más allá de la muerte, que puede sentirse ante la obstinación de
unos ojos que nos miran malignos o de una sombra que se mueve en la noche.
O de un grito en la soledad. Sin vecindades, sin referencias, la mirada, la
sombra y el grito surgen fuera de la lógica, en lo absurdo por lo inexplicable.
Yo esperé a oír unos pasos que correspondieran precisamente a aquella
mirada de rostro huidizo y esquivo y que se sustentaba en la imagen de una
corpulencia musculosa, desbordada, dominadora. No sé por qué se me
antojaba encontrarme acechado por un ser primitivo con sensibilidad de sílex,
de humos y humedades cavernarios. Sí, hasta me pareció creer que en sus
ojos, en los vértices lagrimales de su pupila se extendía el mismo tinte rojizo,
hemorrágico con que el artífice cavernario perfilaba sus bisontes y renos.
Y sin embargo, de esa penumbra primitiva que se asociaba en mi mente,
el sol lucía espléndido, cálido, con arrebatados destellos sobre el pavimento.
El niño terminó de atarse el zapato y pasó mirándome con una curiosidad no
exenta de extrañeza, casi de desconfianza. Después se detuvo ante la puerta
iluminándose de sol. Pero en seguida, más valiente y decidido que yo, como
si no quisiera abandonar el portal de su casa dejando allí a un individuo de tan
sospechoso sigilo, me preguntó:
—¿Busca usted a alguien, señor?
Nada más natural que aquella pregunta. Pero yo en ese momento no la
esperaba ni estaba preparado para contestarla. Yo no podía decirle que no
buscaba a nadie, que me había escondido en el portal para huir de algo tan
vago y poco concreto como una mirada. Y a mis labios vino la primera
contestación:
—Sí; una niña que se llama… que se llama… No tiene importancia el
nombre. Es una niña que tiene los ojos azules. Y un lazo azul al pelo y un
vestido azul. Y tiene siete azules de edad…
El niño me tomó por un loco. Después, se quedó mirando a la calle y en
seguida de gritar «¡Panchito, Panchito!» corrió a reunirse con un amigo.

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Aquella decisión me animó para abandonar el portal. Miré a uno y a otro
lado de la calle y no vi al hombre de la mirada. Todavía me acerqué a la
esquina para ver si se habría detenido en el quicio de alguna puerta. No
estaba. Pero no por eso me abandonó la obsesión de su mirada, que llevaba
bien prendida en mi cerebro. No, no era la mirada del chófer del taxi que me
había conducido hasta el Banco.
Me olvidé un poco y desemboqué en un jardín que era un remanso de
tersos azules en la dinámica urbana. Uno de esos jardines de la gran ciudad
donde todavía sestea la provincia tranquila y donde el trópico anida con
estallido de fruta madura en las palmeras indolentes. Los pájaros buscaban las
manos de los niños y se contentaban con llevarse en el pico sus voces de
plata. En el centro, una fuente desbordaba la taza con hilos perezosos de agua.
Un niño de ojos negros con el minúsculo apéndice en la mano se empeñaba
en aportar jubiloso su agua rubia a la del estanque de la fuente. El sol
participaba en el juego y los mismos destellos que ponía en el cabello de los
niños los repartía en grandes pinceladas sobre el césped y la arenilla de las
veredas. Todo eran movimientos fugitivos, aletear de manos entre las brisas
calientes, encuentro musical de voces y risas. Y en lo alto, las agudas púas de
las palmeras arañaban, sin sacarle sangre, la comba turquí.
Me senté en un banco. Los niños que pasaban corriendo y jugando ante
mí, cuando por azar me miraban lo hacían con esa expresión, entre curiosa e
incomprensible, que tienen para los ancianos. Fuera de alguna sirvienta, yo
era la única persona adulta que se había adentrado en el jardín. Yo estaba,
para los niños, más allá de su límite. Y sin embargo, nunca sería viejo. Nunca.
Jamás conocería la melancolía que en las vidas caducas provoca el jardín
infantil. Jamás sentiría la necesidad de saturarme, a la edad crepuscular, de un
reflejo de esa gracia virgen e inocente que tanto buscan los viejos. Para mí el
espectáculo del jardín todavía no era la refracción de una luz retrospectiva
incidiendo en el recuerdo remoto, frágil e incierto de tanto rozar con el
tiempo, sino el ballet de la gracia inconsciente, sin estructura ritual, donde el
movimiento no se apoya en la voz ni en el grito, sino que surge simultáneo a
la alegría vital que lo provoca. Para mí los niños continuaban siendo valores
plásticos, como las flores más espléndidas y suntuosas, con sus incitantes
delicadezas de pétalo, con sus formas transitorias y mutables a la luz, al
viento, al sonido; con su fragancia vocal cambiante. Con ese ritmo hecho de
fugacidades, regido por la hora, por el minuto que pasa.
En ese momento yo no podía suponer qué hubiera sido mi vida con la
realidad de un hijo. Qué cambio, qué mutación se habrían operado en mí. Qué

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impulso o anhelo habrían movido y hacia qué meta mi ambición. La creación
artística, si no más exigente, es mucho más ambiciosa que la creación de la
progenie. Aspira a una prolongación, a una perpetuidad más extensa —y más
exclusiva— que la del linaje. Admito que se pueden tener hijos y crear
también obras de arte. Ignoro cuál es el secreto de esta difícil conciliación. Yo
pertenezco por exclusión a mis antípodas: los que procreando hijos no pueden
crear obras. Los hijos se hacen con arcilla o con espíritu. Y los que hemos
recibido el privilegio de hacer obras de arte no podemos someter éstas a vivir
en la promiscuidad familiar que imponen los hijos de la carne. En toda misión
del espíritu va comprometida una renuncia de la carne, y los artistas,
incontinentes dentro de un sacerdocio que también exige castidad,
disminuimos nuestra fuerza con el halago en que nos sume la mujer o con la
ternura que nos arrebata la paternidad.
Pero el hecho de rehuir al hijo —rival, en el desvelo que pide y en el amor
que demanda, de la obra del espíritu— no quiere decir que seamos
desamorados de los niños. Porque el niño no es ya el hijo, sino la pluralidad y
dentro de ella caben bien, como hijos, las obras de arte. Yo amo por igual a
los niños y a las obras de arte. Quizá sea una monstruosidad, pero es peor la
aberración de los que aman más a los animales que a sus semejantes.
Un día Sonia me dijo: «Sé que no me realizaré cabalmente si no con la
maternidad. Lo maravilloso sería que esa maternidad tuviera como fruto un
hijo tuyo. Sin embargo, no puedo admitir que tú puedas llegar algún día a ser
padre. Una tal idea sobrepasa mi juicio. Es por eso que nuestro amor está
condenado al fracaso. Tú eres demasiado puro para ser padre. Y yo me siento
demasiado femenina para renunciar a ser madre. Por eso nuestro amor no
prosperará; o tú, vigilando tu paternidad, me rechazarás un día, o yo,
necesitando un hijo, buscaré un marido».
Sí; Sonia acostumbraba a razonar como proponiendo ecuaciones. En la
Universidad de Upsala había estudiado un curso suplementario de
matemáticas para interpretar la geometría astrológica de las viejas teogonias,
en la búsqueda que hacía de las huellas de la Atlántida. Recuerdo que durante
varios días me tuvo trazando esquemas del Calendario Azteca que ella misma
llenaba de ecuaciones, de guarismos que se amontonaban como racimos. No
sé en qué se basaba para sospechar que Isaías aludía en la caída de la estrella,
a la caída de la Atlántida: «Oh tú, que brillaste tan alto y que fuiste abatida
para humillar tu soberbia y tu esplendor».
Yo no podía seguirla en el hilo de sus lucubraciones. Eran demasiado
abstractas. Me daba la impresión que discurría en el vacío de un insomnio

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continuo. Pero cuando la miraba a los ojos, cuando me sumergía en la
profundidad de su espíritu todo eran claridades reveladoras, como si en el
fondo de su alma estuviera siempre encendida e inquieta, inconsumible, una
luz. Yo no sé hasta qué punto la forma física es engañosa; yo no sé hasta qué
grado la carne tenga un lenguaje y un poder. Lo único que estimo cierto es
que Sonia, su forma material, era el ánfora de un contenido que no se poseía
sin poseer el ánfora. Y en posesión del contenido el ánfora se olvidaba o era
bien poca cosa.
Nunca llegaré a describir qué cosa era Sonia. Sonia era Sonia. Y decir que
Sonia era Sonia, no implica, específicamente, su sexo. No me refiero a la
mujer ni a sus atributos. Lo mismo que el molusco es molusco y la piedra es
piedra y el perfume es perfume, sin que la zoología, la mineralogía ni la
química tengan que acudir a indicarnos ni la especie, ni el fenómeno ni el
sexo. En la intimidad y en el mundo de mi espíritu Sonia es un valor lumínico
del que no puedo prescindir en ninguna de mis especulaciones. Sonia
significaba…
Me puse en pie de un salto para correr a levantar a una niña que se había
caído. El dolor del golpe debía ser tan intenso que la criatura tenía la boca
abierta sin respiro mientras la sangre manaba de sus naricillas. La agité entre
mis brazos y al fin prorrumpió a llorar a grandes gritos. En seguida me vi
rodeado de todos los niños que jugaban en el jardín. La llevé hasta la fuente y
con mi pañuelo que empapé en agua traté de contenerle la hemorragia. La
pequeña, al verse así atendida por un desconocido debió intuir que su
desgracia era irreparable, y cambió los chillidos por un llanto acongojado, sin
que por un instante apartara de mí sus ojos llorosos. Cuando dejó de fluir la
sangre, la niña continuó llorando y para calmarla le propuse comprarle un
pastel en la confitería que había en la plaza. Ella movió la cabeza
negativamente y lloró con más desconsuelo como si quisiera demostrarme
que ciertos dolores no se mitigan con pastel. Pero no daba señales de querer
apearse de mis brazos, si bien empezó a mirar a uno y otro lado como si
buscara a alguien.
—¿Quién conoce a esta niña? —pregunté.
Todos los niños la conocían. Vivía en el 16 de la plaza. Uno de ellos, el
que minutos antes se calzaba en la escalera, sugirió avisar a su mamá.
—Todavía no. Vamos a tomar un refresco.
Y cargando con la mocosa y seguido por la chiquillería atravesé el jardín
y entré en el establecimiento. La niña, reclamada su atención por las golosinas
y los juguetes, fue disminuyendo su llanto hasta reducirlo a un discreto

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lloriqueo. En la puerta, amontonados, estaban los demás muchachos que
mirábanme curiosos, extrañados. Hasta la propietaria de la confitería me
distinguió con una sonrisa bien glacial y una expresión severa. Lo cierto es
que en unos segundos me había creado una situación equívoca.
—¿Qué desea usted? —me preguntó con tono desabrido.
—Un refresco, un dulce… lo que la niña quiera… ¿Sabe usted? Se ha
lastimado ahí, en el jardín…
La mujer, tras la trinchera del mostrador, seguía desafiándome con un
gesto de incredulidad. Miré a la puerta y los chiquillos, los mismos que unos
minutos antes me habían parecido la representación de la gracia y la
inocencia, me observaban con recelo, y en sus gestecillos descubría una
intención hostil, agresiva. Sí, es cierto que en los parques y jardines merodean
los secuestradores de niños, pero yo no creía tener aspecto de tal.
Con un sentimiento de cobardía dejé que la niña se deslizara de mis
brazos. Ella no se opuso, pero cuando estuvo en pie sobre el piso me cogió de
la mano. Hacía mucho tiempo que yo no recibía de mis semejantes un signo
de tal afección. No me importaba saber si la niña lo hacía por reconocimiento
a mi auxilio o por interés a la golosina prometida, pero sentirla así, solidaria
con mi buena intención, en contraste a la insidiosa actitud de sus compañeros
de juego y de la dueña de la tienda, despertó mi simpatía y agradecimiento.
En los anaqueles se exhibían varias muñecas, de todos los tamaños y de todos
los precios. Le pregunté a la niña cuál de ellas le gustaba, pues se la iba a
regalar. Y sonriendo recelosa de la promesa que le hacía, me señaló una, la
más grande y la más hermosa de todas. Costaba doscientos setenta y cinco
pesos y yo no tenía por qué poner ningún reparo a mi última generosidad.
Quizá mi amigo Carlos Macías lo hubiera encontrado excesivo. Pero yo no.
Ni la niña tampoco, que con una expresión de asombro recibió en sus manos
la muñeca. Aún con las lágrimas en los ojos, sonreía y miraba
alternativamente ya a la muñeca, ya a mí. Y cuando me entretenía en pagar a
la dueña de la confitería, la niña, con los nervios tensos por el susto y la
alegre emoción que le provocaba la posesión de tan excepcional juguete,
comenzó a reír de un modo convulso, como si sus risas salieran aún
moldeadas por la congoja que todavía se prendía en su garganta. Y quizá por
esto su risa era más gozosa y más tierna, quizá era más conmovedora y
entrañable.
No pude resistir a la tentación de besar aquel rostro infantil que por el azar
de las circunstancias me brindaba la expresión de la felicidad más noble, más
irreal que yo había conocido. Por unos instantes la niña se me quedó mirando

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sin atreverse a decir palabra, ni a tomar una decisión, pero, al fin, con un
movimiento de cabeza, como si se hubiera atrevido a afrontar la verdad en
todas sus consecuencias, me dijo:
—Quiero ir a casa con mi mamá… ¿Me llevo la muñeca?
—Sí, vete y llévate la muñeca. Pero ¿no me quieres dar un beso?
Lo pensó un momento y se empinó para alcanzar mi rostro. Yo me agaché
y me besó en la mejilla. Iba a ser recíproco con ella pero antes que mis labios
rozaron su cutis, oí la voz chillona de una mujer que se abría paso entre los
niños que obstruían la puerta:
—¡Pilarín, Pilarín, mi hijita!
El tono era desgarrador, salido de la entraña viva. Y con crispaduras de
garra las manos de la mujer se interpusieron entre su hija y yo, rescatándola
de un imaginario peligro.
—¡Dale la muñeca a ese viejo desgraciado! ¡Mal hombre, canalla!
—Señora: no se exalte y déjeme que le explique… Está usted en un
error… La cosa es bien sencilla…
Pero antes de que pudiera seguir argumentando, ella le quitó la muñeca a
la niña y la dejó con desprecio y rabia en el mostrador. Pilarín al verse así
defraudada de modo tan incomprensible por su madre, rompió a llorar, pero
no a lo angustioso, sino en son de protesta, con pataleo. Muchos de los niños
habían entrado en el establecimiento y algunas personas curiosas ocupaban su
lugar a la puerta. Se hablaba en voz alta y se murmuraba con malicia. Sentí un
escalofrío cuando me di cuenta que circulaba entre grandes y pequeños la
palabra de «roba-chicos». Pilarín se había tirado al suelo y pataleaba y gritaba
con todas sus fuerzas. Los chillidos de la niña excitaban más a los curiosos. Y
cuando oí que la madre decía «¿No ves que ese viejo pelado te ha querido
robar?» pensé que lo más prudente era retirarme de allí. Pero la gente que
había entrado en la tienda me rodeaba con intención de impedirme la salida.
Los gestos eran hoscos y las miradas duras. Para hacer valer mi entereza de
ánimo entre los mismos que se aliaban en la fuerza del número, le dije a la
madre de Pilarín:
—¡Señora, la muñeca se la compré con la mejor intención! ¡Si usted no la
quiere, mándela al Orfanato!
Y me abrí paso entre los curiosos que, al verme tan decidido, se
solidarizaron en su cobardía. Cuando estuve en la acera, mis pies tenían
premuras de fuga, pero, dominándome, atravesé paso a paso la calle y entré
en el jardín y volví al mismo banco que había abandonado por acudir en
auxilio de la niña. Me pareció ahora que el jardín despedía melancolía como

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si yo hubiera envejecido de súbito veinte años. El agua de la fuente, no se me
antojó perezosa ni cantarina, sino cansada y monocorde. Los pájaros ya no
volaban. Y entristecidos, con una congoja más que un trino en la garganta,
permanecían inmóviles en las ramas de los árboles y en los cables del fluido
eléctrico. Hasta el sol, que aún continuaba dorando el césped, era un remedo
de luz.
Un sentimiento de decepción y de amargura me lamía el pecho. Me sentía
indigno de mí mismo en esa parte zoológica en que pertenecía a la especie
humana. Y no me atrevía a eludir la expiación de un pecado que, aun
atribuido erróneamente, era pecado de los hombres y por ello mi pecado.
Secuestrador de niños. Y el niño era la pluralidad de los hijos. Yo no había
tenido hijos de la carne, sino del espíritu. Y si bien ni a éstos había llegado
nunca mi intención de secuestrador, de plagiario, había hombres… Y la
humanidad era la pluralidad de los hombres. Sí, yo desde hacía tiempo estaba
en conflicto con el mundo.
Un perro, insignificante y callejero, entró en la órbita de mi melancolía.
Venía de la fuente, cuyas humedades había husmeado, caminando de lado,
con esa marcha peculiar que tienen los perros viejos expertos en eludir los
palos. Se acercó al banco, olió, alzó la pata y eliminó unas gotas. Luego se me
quedó viendo con algo de comprensión. Movió la cola jubiloso de haber
conquistado mi simpatía, dio un salto para situarse en el banco, se rascó las
pulgas, se mordió el rabo y al fin optó por sentarse a mi lado. De un modo tan
confiado que, haciéndose un ovillo, intentó dormir. Pero él también debió de
haber recibido tras la caricia el golpe, tras el halago el palo, pues con
frecuencia levantaba la cabeza para mirarme con recelo o mirar hacia atrás a
los pájaros. Cuando miraba a éstos, en sus ojos se reflejaba un anhelo tal que
resumía toda su impotencia. «Sería muy bello, por útil, tener alas, amigo
mío», le dije sin mirarle para que no se asustara con mis filosofías, pues los
perros saben que las gentes que gustan razonar son poco sentimentales y
olvidan con frecuencia el pábulo. El perro estuvo conforme pues se me quedó
mirando con esa inteligencia que tiene su congénere el de «la voz de su amo».
Los niños habían vuelto al jardín. Pero ya no eran tan inocentes como yo
los creía. Pasaban frente a mí y me miraban, miraban… y hubo alguno —el
que encontré en la escalera calzándose— que sonrió del modo mortificante
que nunca creí brotara de labios infantiles. Y mirando también al perro, me
hacía comprender que en mi jerarquía de secuestrador había llegado bien
bajo.

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Quizá yo tuviera razón, pero dudaba. Sí, yo dudaba de aquella frase tan
hueca y tan altisonante que se me había ocurrido pensar minutos antes: «es
peor la aberración de los que aman más a los animales que a sus semejantes».
Era posible que no estuviera equivocado, porque desde hacía tiempo tenía en
los animales a mis semejantes. La escala zoológica la establece no la especie
ni la familia, sino los palos que se reciben. Semejantes del hombre, con sus
vanidades, sus caprichos y sus vicios, eran el caballo de carreras y el perro de
lujo. Pero mi humanidad eran el perro de la calle y el burro. Los palos nos
hacían solidarios, enemigos del hombre como de las moscas y de las pulgas.
Miserables ellos que con sus lacras, con sus postillas dan alimento a las
pulgas y a las moscas que viven en la promiscuidad de sus vicios. Los
hombres nutren con sus miserias a las pulgas y a las moscas para que nos
martiricen a nosotros, a ti, perro callejero, a ti, pollino de todas las veredas, a
mí, loco de todas las extravagancias. En realidad el hombre libera tanta
ingratitud que resulta sintomático que las almas escarmentadas le tomen tal
afición al gato, que es el animal más indiferente al hombre.
Me levanté porque consideré demostrado de sobra que yo no era un
«roba-chicos» y que no huía. Y sin embargo, cuando salí de la confitería me
sentí huido del hombre definitivamente.
El perro me vio alejarme sin hacer otro gesto que el de levantar sus orejas
y ventear en el aire. La virtud de los vagabundos es que son capaces de los
sentimientos más generosos de la comprensión y de la compañía, del silencio
y del auxilio sin atar las ligas del compromiso. En sociedad, los hombres
exigen reciprocidad en las virtudes, en los sentimientos, en los favores. En el
vagabundaje las virtudes se dan, los sentimientos se otorgan, sin esperar la
devolución. Y tal como se dan, habrán de recibirse de otros que, a su vez, no
exigirán recompensa. Es que las virtudes, los sentimientos valen por sí
mismos y son bienes de usufructo común. Pero los hombres hacen de la virtud
moneda circulante y con ella operan en el mercado de los honores, de las
vanidades. Se compra con virtud la condición de virtuoso. El vagabundo no
practica la virtud por virtuoso. El vagabundo como el perro y el burro, los
animales de los palos, consumen la virtud en la medida que su bondad les
exige.
Pero todo era razonar según el color del tiempo. El perro callejero debió
de oler que mi huella dejaba una marchita fragancia de fracaso, pues contra lo
que había pensado, traicionando el código de vagabundaje, decidió seguirme,
inspeccionando y rubricando postes, columnas de alumbrado, quicios de
portal. A veces se adelantaba a mi paso, siempre andando de lado como si

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estuviera marcado, igual que yo, en el costado. Se detenía, me miraba, movía
el rabo contento y retornaba a sus faroles, a sus portales y esquinas. Cuando
se encontraba a alguien a quien olía más infeliz que yo lo acompañaba unos
pasos pero, en seguida, convencido de que el extraño era un ser más válido,
regresaba a mi lado.
Así, él, en su mundo del olfato, y yo, en mi desgana, continuamos
asociados por el mismo sentimiento de ayuda mutua que se originaba de
nuestra común experiencia de apaleados. Ni el estrépito de las bocinas ni el
chirrido de los tranvías nos apartaba del silencio confidencial que habíamos
establecido. Pero al cabo de un rato en que yo volví a caer en el recuerdo de la
mirada hostil y penetrante, le escuché gruñir y ladrar. Di media vuelta para
ver lo que ocurría y alcancé a ver a un hombre corpulento que se ocultaba en
el hueco de una puerta. Y de nuevo sentí la misma cobardía que me atenazaba
la resolución y las piernas. Sabía que ahí escondido, amenazado
bravuconamente por el perro, estaba el hombre de la mirada, el hombre que
me perseguía por toda la ciudad. El perro ladraba, ladraba con la cabeza
gacha, como si no pudiera resistir la mirada del persecutor. Yo traté de
silbarle pero mi boca estaba seca y apenas podía contraer los labios. Al fin, el
perro, cansado de la inmovilidad en que permanecía el intruso o reclamado
por las exigencias olfativas, dejó de gruñir, alzó la cabeza venteando y se
aproximó al primer poste para dejar constancia, con la pata en alto, de su
testimonio. Viome tan acobardado en medio de la acera que comenzó a dar
vueltas a mi alrededor al mismo tiempo que husmeaba mis zapatos. Movió la
cola alegremente y echóse camino adelante señalándome la ruta de la
decisión. Pero desde entonces, a cada correría que daba, se detenía y miraba
hacia atrás, como si se cerciorara de que no éramos seguidos. Yo, sin
necesidad de mirar sabía que el hombre de corazón de sílex no nos seguía,
pues no llegaba hasta mí el influjo de su mirada.
Desde que salí de la casa de Catita todo se había revuelto, como si al
romper el último lazo sentimental que me quedaba de Sonia, las cosas y los
sucesos se transformaran a lo diabólico. Tan es así que en ese momento yo
sentía una vivísima nostalgia por Acronisia, a la que nunca antes había visto,
pero que cuando estaba en el restaurante me saturó de una fresca serenidad,
plena de los alivios que ahora tanto necesitaba. Mi experiencia en la iglesia
había sido demasiado insólita, y, sin embargo, dada la oportunidad del trance,
con el sacerdote tan cerca, no se me ocurrió caer de rodillas a sus pies y
rogarle que me exorcizara. Yo no salía del círculo nefasto de mis
contumacias, de mis soberbias. Yo quería que Dios viniera a mí y nada hacía,

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ni con el menor gesto en los labios ni la menor intención en el corazón, para
acercarme a Él. Estaba tentando todas las prudencias, desafiando todas las
oportunidades, insultando todas las misericordias. Renegaba tácitamente de
Aquel ante quien iba a comparecer con las manos tintas en mi propia sangre,
con el cuerpo chorreado de la gelatina de la soberbia, con la inteligencia
apuntalada con el pecado. Y tan negado en la obcecación de mi sombra, en la
aberración del espíritu que sin una palabra de conmiseración hacia mí mismo,
perdonaba orgullosamente a mis semejantes, a los que me tomaban por un
secuestrador. Pero este orgullo que me cegaba los ojos para mirar a Dios,
ponía temblores de terror en mis piernas cuando me sentía perseguido por el
hombre de la mirada de sílex. Y esto ¿por qué, por qué? ¡Qué tremenda
contradicción se había adueñado de mí! ¿Por qué si me hallaba tan rendido a
la idea de Dios no era capaz de despertar a la fe?
La caminata se me hizo larga. Habíamos atravesado una parte de la ciudad
bañada por el sol de la siesta. Las sombras de los árboles eran manchas
refrescantes sobre las aceras. El perro continuaba caminando hacia las
querencias de su instinto y debía sentirse tan a gusto en mi compañía que
apenas si ya reparaba en mí; como si yo fuera un elemento más del mundo de
su olfato.
Todo era grato y sensorial. El olor que se escapaba de las franjas de
césped que bordeaban las aceras, el perfume de los rosales, la humedad
aromada que brotaba de los jardines. Y los colores claros, limpios de las
casas, que absorbían los rayos del sol.
Cuando llegamos ante la verja del jardín de mi casa, el perro se me quedó
mirando de un modo inquieto. Ya no movió el rabo, sino que lo escondió
entre las patas, y sus orejas flácidas, que en la alegría o en la expectación se
levantaban con la única gota de sangre de raza que tenía, se quedaron más
alicaídas, como si se enfrentara a una inesperada desgracia. No, el perro no se
asustaba de quedarse otra vez solo en la calle. Se asustaba de confrontar una
decepción más. Si me había otorgado amistad creyéndome un miserable como
él, un incomprendido, un apaleado, al verme llegar ante aquella casa que le
delataba el lujo y la abundancia, la molicie y la dureza del corazón, sentíase
humillado en el error de su olfato de perro viejo. Le comprendí muy bien y
franqueándole la puerta, le dije:
—Pasa; pasa sin miedo, amigo, que ésta es una morada muy transitoria
para mí.
Y pasó porque era condescendiente, porque poseía ese sentido de ser grato
que tan agudo se encuentra en los desposeídos y en los desgraciados. Por

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complacerme y seguro que allá dentro —donde los muros se adivinaban
limpios e íntegros, sin humedades ni óxidos, donde la yerba crecía vigilada,
donde las flores no vivían sino para decorar, donde todo estaba regulado y
ordenado por la mano cómoda y profiláctica del hombre— no encontraría
ningún punto cardinal para su olfato, ningún olor acre de hembra, ningún
aroma volátil de alimento de conserva. Ni huellas de gatos ni de ratones. Ni
esos papeles arrugados, marchitos que se escapan de los botes de basura y que
con sus rumores callados, vienen a ser los pájaros del mundo de los perros.
Los que anuncian la aurora y el crepúsculo, los que en la noche susurran
lastimeras quejas, los que en el mediodía pleno de sol, quedan aplastados bajo
las botazas de cualquier transeúnte.
El perro, mohíno, sin sacar el rabo de entre las patas, atravesó conmigo el
jardín, exponiéndose a que las iniciales renuncias que le imponía mi casa se
hicieran definitivas. Pero el perro quizá quiso probar hasta el último riesgo de
lo que yo era capaz. Yo veía que en sus ojos, cuya mirada ahora se hacía más
esquiva, brillaba una lucecilla de confianza, de fe en mí. Y no estaba
equivocado. Yo no lo traicionaría. Cuando esta noche aullara después de mi
muerte, lo haría con el sentimiento de que hay ciertos hombres que pueden
aspirar a semejarse a los perros.
Por fortuna no tropezamos con Esteban, que no se explicaría por qué
rareza el señor llevaba aquel perro a la casa, y cuando estuvimos en la cocina
le serví en un plato dos bistecs que había en el refrigerador. Después le puse
en otro, leche y un pastel. Su hambre era mayor que su inquietud, pero
satisfecha la primera volvió a asomar en sus ojos el temor. Lo hice pasar
conmigo a mi alcoba y allí abrí una cómoda. Saqué de un estuche el Cordón
de la Gran Orden del Mérito que me había concedido un gobierno. No hubiera
tenido reparo en ponerle al modo de collar el Cordón de Comendador de la
Legión de Honor si el mismísimo primer Bonaparte me lo hubiese concedido.
Se lo apañé de tal modo que quedó alrededor de su cuello colgando el
medallón con la cruz de esmalte y la palma y el laurel en oro.
—Amigo mío —le dije—, el más alto de los secuestradores del reino
animal te condecora en nombre de la humanidad que te apalea. Y si quieres
conservar un buen recuerdo de esta casa, pela gallo antes de que se presente
el cancerbero de Esteban.
El perro entendió y, bien comido pero humillado por aquel Cordón de la
Gran Orden del Mérito, me siguió por las escaleras, por el jardín sin decir pío.
Cuando le abrí la puerta, volvió a mover la cola. Él comprendió que todo
había terminado. Pero él estaba alegre, porque practicaba el vagabundaje, y

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yo triste porque en el último día de mi existencia había descubierto
tardíamente una vocación perruna que quizá hubiera cambiado mi vida.
Le vi irse, siempre de lado, y detenerse en el primer poste. Su contención
había sido mucha. Levantó la pata y orinó. Dio media vuelta alrededor del
poste, volvió a alzar la pata y orinó de nuevo. Después me miró. Y en seguida
corrió, corrió excitado por los destellos que el sol ponía en el Medallón de la
Gran Orden del Mérito.
Cerré la puerta y regresé al interior de la casa. El recuerdo de Irene me
vino a la mente como una idea refrescante. Sentía la necesidad de estar con
ella. Me había prometido acudir a la cita. Quizá me atreviera a confesarle la
causa de mi suicidio…
… Irene es una mujer normal. Vive egoístamente en su destino. Sé que no
me dirá nada para disuadirme de mi sensata y salvadora resolución. Todavía
hoy no puedo explicarme cómo después de haber conocido a Sonia pude tener
una amante como Irene… y como las demás. Sólo por una burda vanidad
masculina, sólo por una torpe flaqueza de la carne se comprenden ciertas
terribles degradaciones.
Cuando entré en el hall vi a Esteban que venía, según me dijo, de la
azotea. Después se quedó en actitud de olfatear el aire, como si sintiera el olor
del perro. Pero lo hacía disimuladamente, desparramando la vista por los
rincones, como si el asunto fuera de su exclusiva incumbencia.
—¿Qué hueles? —le pregunté.
Esteban se irguió como si le hubiera descubierto cometiendo una
infracción.
—Me parece… que huele a algo raro.
—¿Te parece raro el jazmín? Huele a jazmín, Esteban. Bien, ¿no ha
habido novedad?
—Habló el señor Mariscal, para recordarle que hoy se inaugura la
exposición… Habló también madame de Coligny que se interesa por comprar
dos cuadros, uno de ellos Eurídice… Y hace una hora trajeron de la «Armería
Remington» esa cajita…
Esteban indicó con una mirada el pequeño envoltorio que había dejado
sobre el bargueño.
—Bien. Por favor, prepara un poco de té y unas galletas. Procura estar
pendiente de la puerta, pues no tardará en venir la señorita Irene.
Cuando Esteban salió del hall, yo cogí la cajita y me fui al cuarto de baño.
Abrí el envoltorio y saqué la pistola. No sentí ningún estremecimiento. El
artefacto estaba fabricado con esa cierta elegancia que se desprende de todo lo

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funcional. Hasta me pareció que el arma tenía líneas aerodinámicas. La
contemplé largo rato, la cargué y salí del baño. Pasé al estudio y allí la guardé
en una cómoda.
Pensé cuál sería el destino de aquella pistola una vez que me hubiera
suicidado. Caería en manos de la policía, estaría unas horas sobre el escritorio
del jefe de investigaciones, después pasaría a manos del juez. Más tarde, la
venderían, la regalarían o el menos escrupuloso se quedaría con ella… ¡Quién
lo sabe! Una pistola que nacía a la vida de la violencia con un acto tan limpio,
después serviría… ¿para qué? ¿Protagonizaría un drama de adulterio? A lo
mejor, nunca más volvería a dispararse. Poco importaba. ¡Qué destino tan
incierto! Cabría pensar que el último instrumento que tuviera en mis manos
fuera un pincel, la paleta, un tubo de color… o el vaso de un medicamento.
Lo lírico, lo bello, sería tener en mis manos las manos de Sonia, auxiliándome
a bien morir cargado de años, de obra, de gloria, de anécdotas. Eso
constituiría digno remate a una vida como todas confusa de generosidades y
egoísmos, de gestos elocuentes y miserias. Pero no. La causa me obligaba a
partir antes de tiempo, finiquitando una vida sin epílogo.
Sonia. Un día, mientras permanecíamos en la cama contando las estrellas
que se filtraban por el techo, me dijo:
—No es justo renegar de la vida, mientras no estemos seguros que la vida
no se nos ha dado en la felicidad que merecemos.
Era medio sabihonda. Sus ojos tenían el color de miel como su pelo. Y la
axila le olía a canela. Y a pesar de ser de Upsala, de su boca se escapaba un
aliento que era brisa de trópico, con aires calientes de palmera olorosa a dátil.
No, Irene era otra cosa distinta. La conocía desde hacía cinco años.
Durante tres, fue mi amante. Un buen día la dejé libre para que se casara con
un rico e importante industrial. Sólo que le impuse una condición: «Lo único
difícil en esta renuncia, es que tú eres ya mi costumbre. Son tres años de vida
en común, Irene… Te suplico que, cuando te necesite y te llame, acudas…» Y
ella arguyó: «Sería peligroso». Pero la convencí halagando hasta en eso su
vanidad: «Tienes la astucia suficiente para hacerlo sin riesgo». Aceptó ya sin
discutir. Y yo, sabiendo que podía disponer de ella en mis urgencias, la
apetecí cada vez menos.
Esteban entró en el estudio y empezó a moverse en pequeñas atenciones
que estaban a su cuidado. Yo no sé si en ese momento era necesario que el
criado limpiara la tapa de una mesita, quitara un cenicero y pusiera en su
lugar otro, y que borrara con un trapo humedecido en aguarrás una mancha de

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pintura que tenía el bastidor del caballete. Pero tampoco yo podía sospechar
qué otra cosa podía hacer Esteban.
—¿No quieres salir de paseo? —le propuse.
Me miró sorprendido. Y con razón. Él tenía sus días de descanso.
—¿Es que le importuno? —contestó con un dejillo de ofendido a que le
daba el derecho el cumplimiento estricto del deber.
—No, nada de eso. Pensé que…
Pero no seguí, temeroso de expresar una nueva tontería. Miré algunas
pinturas que colgaban de los muros. No sentí ningún entusiasmo por ellas.
Viéndolas, casi no las veía. Ejercía una función visual completamente muerta,
como si hubiera una interferencia entre el ojo, la cámara ocular, y el cerebro
que da sentido a la imagen. Ni pensar en las celdillas, las que interpretan y
juzgan lo que ven; y las otras más que transforman ese juicio en sensación o
emoción estética. ¡Cuántas cosas iban a morir en mí, conmigo! Qué
maravilloso conjunto de organismos, de articulaciones sutiles, de
imponderables vertebraciones iba a desaparecer. Si el hombre pudiera testar
igual que sus bienes materiales los otros, los que constituyen su caudal
sensible y pensante… ¡a qué enriquecimiento habría llegado la humanidad! Y
qué situaciones tan picantes: «Dejo mi capacidad de pintor, mi oficio y
habilidad a mi amigo Carlos Macías. Y con esas dotes le dejo también mi
angustia»… «Dejo mi mentalidad, la simple especulativa, al banquero
Custodio»… ¿Qué haría Custodio con mi mentalidad, la puramente
especulativa, la que había descubierto la causa? El suicidio se haría
hereditario, transmisible de unos seres a otros. Y los optimistas dejarían de
serlo porque vivirían atormentados por la posibilidad de heredar un día dado,
de súbito, un suicidio.
Esteban, descubriendo lo que él creía un arrobo por mi propia obra,
exclamó refiriéndose a las pinturas:
—¡Son magníficas, señor!
Quizá lo fueran para él. No sé quién inventó y propaló eso de que la
pintura había que entenderla. Como si lo plástico, lo material fuera posible
entenderlo. Se siente y se acepta tal como se percibe, pero nada más. Son
cosas hechas. Antes del hombre. Son las verdades eternas que viven fuera del
hombre, entendiéndolas o no. El paisaje, la marina, el cielo, los muebles que
nos son útiles, tantas cosas materiales que nos rodean no son para entender,
sino para usufructuarlas y gozarlas. A la pintura no se la entiende: se la ve, se
la acepta o se la rechaza. Sí, ya sé. La técnica. Pero la técnica sólo sirve al que
crea. Es un medio y no un fin. Nadie hace técnica. Se hacen obras con tal o

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cual técnica, pero nada más. Y aun la técnica es algo tan difícil de asir, de
fijar en reglas, en preceptos, en leyes… La técnica es ese punto neutro, ese
móvil mediador entre la verdad eterna y la verdad personal, efímera,
temperamental del artista. Es la conformidad ante lo Imposible. La
adaptación. La ayuda. Es la transacción entre el afán de reproducir y la
imposibilidad de copiar. De ese conflicto, de esa angustia de la incapacidad,
nace el arte, o sea la representación de un modelo a través de un afán de
copiarlo. Y como ocurre siempre en el hombre ante los grandes conflictos, se
exalta la incapacidad hasta la superación. Yo no estaba seguro de que mis
pinturas fueran magníficas, no obstante que algunas de ellas habían satisfecho
antes las más rigurosas exigencias que me imponía. Pero, en fin, yo me
hallaba aún en la vida y tenía que aceptar los conceptos estatuidos, las
fórmulas establecidas aunque sirvieran de base a un juicio tan interesado
como el emitido por un criado.
Sonó el timbre y Esteban se retiró para ir a abrir la puerta. En el estudio
entró Irene. Tenía esa expresión postiza, un tanto momificada, que adquirió al
casarse, al convertirse en esposa de un rico e importante industrial. Rubia y
alta, cuidadosamente maquillada, con escaso espíritu en el rostro, se me
antojaba uno de esos maniquíes de pasta que se ven en los escaparates de las
tiendas de modas. Dio unos pasos hacía mí con una inseguridad y un gesto de
aburrimiento en el rostro bien significativos. Me anticipé a su protesta
diciéndole mientras le ayudaba a despojarse del abrigo de pieles:
—Estoy tremendamente aburrido.
—También yo —contestó ella con sinceridad. Y dejó escapar un bostezo
que me hizo más ostensible subrayándolo con unas palmaditas en la boca.
—Pero mi aburrimiento es mayor que el tuyo —aclaré—. Experimento
ese tedio que debió de existir antes de la Creación. Y que sucederá después de
la muerte definitiva: cuando ya Dios esté aburrido y ninguno de nosotros
existamos ni como ángeles ni como demonios.
Me miró con una expresión de incredulidad. Ni sonrió siquiera. Pero el
aburrimiento desapareció por breves instantes cuando pude percibir el
perfume que expandía su ropa. Con Irene todo empezó ahí: con un perfume.
Mi polarización tenía por causa el Chanel N.º 5. La experiencia me hace
poner en tela de juicio a toda mujer que nos mueve o nos conmueve con algo
tan ajena a ella como un perfume industrial. Sonia, no. Sonia olía a ella
misma. Pero Irene, que no tenía más que un bello cuerpo y un hermoso rostro,
carente de gracia personal, se veía obligada a idealizarse de prestado con los
productos que pone a la venta una industria que vende los más consoladores

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sustitutos de la felicidad femenina: pieles, alhajas, perfumes, cremas y tintes.
De tan certeros resultados simuladores que Irene, como otras mujeres, se creía
poseedora de una personalidad bien definida, bien situada.
Yo encontré a Irene en el estudio de un pintor amigo. Entonces servía de
modelo. Una noche salimos a cenar juntos y después, al final de la jornada,
nos fuimos a su casa. Recuerdo muy bien que semanas más tarde, ya
convertida en mi amante, me dijo que nunca me perdonaría que en la primera
noche hubiera encendido la luz mientras se desnudaba. Esta confesión me
dejó confuso y molesto, y nunca alcancé a saber la razón de tales escrúpulos y
pudores. Si bien supongo —sin haber llegado a la conclusión por un debido
análisis— que sus pudores tenían como origen razones profesionales, ya que
algunas mujeres que se desnudan para posar o exhibirse ante el público, no
gustan quedar desnudas ante un solo usufructuario. Quizá por un motivo
semejante yo sufrí una cierta inhibición, pues desde que Irene se hizo mi
amante, nunca se me ocurrió utilizarla como modelo. La mujer que uno pinta
difícilmente se ama, si bien a la mujer que se ama puede uno llegar a pintarla.
Creo que mi capacidad viril habría disminuido si desde el primer momento
que me acerqué a Irene la hubiera visto con ojos de pintor. Pero cuando la
descubrí en el estudio de mi amigo, la vi y examiné, la pesé, la cubiqué con
ojos de hombre. Era de «mi talla» para la necesidad y me lié con ella. Por la
misma razón, sólo que en sentido inverso, yo nunca podría abrigar una idea
pecaminosa hacia la marquesa de Tresguerras, no tanto por sus posibles
deficiencias físicas —o su incipiente obesidad— cuanto por las cualidades
físicas que satisfacían mi sensorio estético. Quizá se debe ello a que soy un
hombre de condicionadas posibilidades para la función carnal. Sonia me
reveló un mundo sensual armónicamente yuxtapuesto al mundo espiritual,
que ninguna otra mujer ha sido capaz de descubrir. Y así me he quemado en
agotamientos de exigencias nunca satisfechas, jamás colmadas. Irene, a través
de tres años de ligazón plena, se convirtió en mi costumbre sexual. Si esto
puede ser una solución apetecible en el matrimonio, es bien poca cosa para
una pasión irregular, ajena a los fines específicos de la procreación.
Semejantes leyes físicas rigiendo nuestro amorío no podían dar origen a
otra cosa que a un entendimiento superficial. Muchas veces Irene sentíase
humillada por un imaginario despego que había descubierto en mí hacia lo
que ella consideraba «los aspectos espirituales del amor». Nunca osé
convencerla de que ella podría tener una idea aproximada de lo que es el
amor, pero que carecía del conocimiento del espíritu. Se empeñó en
conceptuarme materialista y prosaico aunque en verdad nunca fue capaz de

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asir mi espíritu. Siempre navegamos en planos paralelos: o más arriba o más
abajo. Que yo encendiera la luz cuando ella se desnudaba lo subestimaba
como un prosaísmo del peor gusto; sin embargo, tuve que asistir muchas
veces al lavado de su boca, que lo hacía frecuentemente mientras recorría dos
o tres piezas de la casa. Otra de las «espiritualidades» de Irene era asearse las
uñas de las manos o de los pies ante mi presencia, considerando la exhibición
de esa tarea como una muestra espiritual de su refinamiento. Para Irene lo
espiritual es el aderezo, el adorno de lo externo. Por eso utiliza para la
correspondencia papel color lila. Cuando era mi amante, en el ángulo de la
izquierda del papel ponía el nombre de soltera impreso en azul marino, en
letra inglesa grabada en acero. Desde que se casó, el nombre de Irene L. de
López Llata lo hace imprimir en el ángulo derecho e inclinado oblicuamente.
Es un toque espiritual. Semejante al que le dan los zorros del Canadá puestos
en bandolera cuando viste «tailleurs» Gales o «tweed». Yo le he dicho
muchas veces que una mujer de su elegancia y belleza físicas cualquier cosa
que se ponga a la cabeza del modo que se la ponga, le hará bien.
Mas ella insiste en que los zapatos, los guantes y el sombrero deben ser
del mismo tono y de ser posible, del mismo género. Para mí resultaba costoso,
no cuando los zapatos eran de ante, sino de piel de cocodrilo, pues un día se
hizo confeccionar un sombrero inverosímil con esa piel, que aparte de la
repugnancia física que me producía, le provocaba unas terribles jaquecas.
Por fortuna el rico e importante industrial costea ahora estas exquisitas
espiritualidades de Irene. Reincide en ellas con imperdonable contumacia,
como en que se apague la luz cuando se desnuda. Estoy seguro que el rico e
importante industrial no ha visto todavía desnuda, de cuerpo completo, a su
esposa. Pero la debe de haber contemplado en la rica variedad de batas, saltos
de cama, négligés y la interminable colección de robes de chambre que posee
mi ex amante.
—¿Qué haces? —me preguntó indicando el caballete.
—Qué no hago, es más correcto —le contesté.
Sonrió porque se vio obligada a disfrazar su incapacidad para
comprenderme. Le disparé:
—¿Tú has pensado alguna vez en suicidarte?
Movió la cabeza con el mismo gesto que se dice a un niño «Estáte quieto,
no me molestes».
¡Qué cosas dices! —contestó con un tono de suficiencia, de mujer que
sabe de corrido el texto de la gramática parda.
—Mejor: qué cosas no digo —repuse yo.

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—¿Es que vas a hablarme en crucigrama?
Por toda respuesta la besé. Ella cerró los ojos. No sé si para apartar mi
imagen o el recuerdo de la de su marido. Quizá para llevar a su cerebro la de
otro hombre. Aunque lo probable es que los cerrara por tontería, porque creía
que eso era lo espiritual. Ciertas mujeres abren y cierran los ojos porque
tienen ojos, a Dios gracias, sin saber por qué. Y nosotros creemos que lo
hacen por un sentido oculto, que nuestra vanidad interpreta del modo más
lisonjero. Cuando dejé de besarla me dijo:
—Tengo una arenilla en el ojo.
La miré fijamente y le pregunté:
—¿Te molesta?
—Sí —contestó desasiéndose de mis brazos—. Me aprietas demasiado.
Se refería a mi mano, la que se quedó dormida en el restaurante, casi
paraliticada, que ahora le oprimía la cadera. A pesar de todo, Irene estaba
hermosa. Lástima que su aliento no oliera a ella misma, a mujer, sino al
mentol de las pastillas refrescantes. Irene sudaba espíritu. El espíritu —y las
espiritualidades inherentes a él— transpiraba por los poros de su cuerpo, se
mezclaba al aroma —de la más legítima lavanda inglesa— de la ropa interior
para confundirse con el Chanel N.º 5 con que perfumaba el vestido, los rizos
de la nuca y los lóbulos de las orejas. Yo me sabía de memoria la geografía de
Irene. Puedo revelar que el barniz de las uñas de los pies es nacarino con un
ligero tinte morado. Para los pies usaba una crema grasosa, pues generalmente
se le resecaban, y los perfumaba con Nuit d’Orient. Todos sus zapatos olían a
Nuit d’Orient. Cuando la pedicura abandonaba la casa después de «arreglarle»
los pies, dejaba a su paso una estela de Nuit d’Orient que yo contrarrestaba
ordenando a Esteban que vaporizara DDT en abundancia. Irene decía no
comprender tal inquina por las moscas puesto que no había una sola en la
casa.
La observé un tanto preocupada, como si hubiera dejado algo pendiente o
estuviera urgida de concluir la cita que habíamos concertado. Sé que no
acudía de buena gana, pero ante el temor de que yo hiciera algo inconveniente
excitado por los celos, se supeditaba a mis llamadas. Ella, no obstante hacer
vida honesta y matrimonial se creía capaz de provocarme celos. Las mujeres
no soportan al hombre celoso, pero no pueden prescindir de suscitar el
sentimiento de los celos que es la columna de mercurio que gradúa e indica su
capacidad de seducción.
—¿En qué piensas? —le pregunté.

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—En la cocinera. Tuve una discusión con ella. Nos está cambiando el
aceite.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Que se le indigesta a Rafael.
Otra mujer en semejantes circunstancias hubiera contestado «Que se le
indigesta a mi marido». Pero a Irene le halagaba más decir Rafael. La palabra
marido, por explícita y concluyente, no alcanzaba a satisfacer la vanidad de
Irene, ya que diciendo Rafael, fijaba el eje de una frase que, por
sobreentendida no omitía ninguno de sus complementos: (mi marido) Rafael
(López Llata). En términos aritméticos se resolvía en la siguiente ecuación:
Rafael + mi marido + López Llata = rico e importante industrial.
Lo curioso es que yo presenté el industrial a mi amante. Desde ese día el
señor López Llata aprovechó toda ocasión para invitarnos a su casa. Una
noche, al salir de una cena, le dije a Irene con la delicadeza propia de un
integrante del cuarto círculo de la marquesa de Tresguerras: «El señor López
Llata constituye una situación ventajosa. Lo digo porque me ha parecido verle
interesado por ti. No puedo oponerme a una felicidad que yo no puedo
otorgarte. Tú eres soñadora y él es un hombre sensible. Pero, por favor, no me
des las gracias hasta mañana. Esta noche no podría ser recíproco. Y yo soy
persona educada».
Al día siguiente muy temprano, mientras Irene se lavaba la boca, me dijo
que aceptaba mi sugerencia. Siempre dice sugerencia por más que yo le diga
que lo castizo es sugestión. Durante tres o cuatro semanas, las que
transcurrieron en el arreglo del nuevo estado de cosas, Irene me distinguió
con una solicitud que nunca antes había tenido. Al fin, cuando se fue de la
casa para hospedarse en el Hotel Reforma en espera del día de los esponsales
con el rico e importante industrial, me confesó: «Lo que más me agrada de tu
sugerencia es que hayas reconocido que yo soy una soñadora y López Llata
(todavía no era Rafael) un hombre sensible». Después de casada, al verla
bajar por primera vez del Cadillac, le aclaré: «Todos tus sueños se han
realizado».
No me contestó, pero estoy seguro que interiormente se dijo «Sí». Días
después, en la primera cita de adulterio, hablándome de las ventajas del nuevo
estado social adquirido, me confesó: «Soy feliz. Me siento completa».
Lo dijo con tan incontenible sinceridad que no me quedó ninguna duda.
Irene no es de esas mujeres que haga de la vida una aventura de carencias.
Cierto que es el sentimiento de carencia, de falta y aun mismo de
imperfección el que origina la Inquietud espiritual de la mujer. Pero Irene no

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es una marquesa de Tresguerras ni mucho menos una Sonia. Más prudente
que ellas, y por lo tanto, menos ambiciosa, se concretó a formarse un cuadro
completo de las carencias o faltas. Y como todas eran materiales, según las
fue cubriendo con los bienes que logró de su esposo, concluyó, aniquilándola,
con su inquietud. Hoy su felicidad es sólida como el Cadillac, como el abrigo
de pieles, como el solitario de 6 quilates que lleva en la mano derecha y que
no abandona ni para cepillarse los dientes. Para ella todo debe ser sólido y
tangible. Si un día el perfume Chanel N.º 5 se envasara en otro modelo de
pomo, no lo reconocería. Necesita el perfume en el frasco conocido, con la
etiqueta conocida. Si le dijera que tras la marca Chanel hay una mujer que
todo París conoce con el nombre de Coco, Irene sufriría una perturbación, un
cataclismo cuyas repercusiones llegarían hasta el cambio mismo del perfume,
ahora tan grato para ella. Pero sacar como consecuencia que Irene, por estos
motivos, es una tonta, sería tan injusto como erróneo. A mí me ha parecido
siempre muy inteligente, tanto que logra que su inteligencia no se desborde.
Como no puede hacer de la inteligencia algo sólido y tangible, algo manuable,
se conforma encauzándola por senderos muy rígidos, bien precisados en un
plano mental cuidadosamente establecido. Así elude toda posibilidad de error
o de extravío.
Irene dio con el pie unos golpecitos en el piso. No sé si como signo de
atención o de impaciencia.
—Si tienes tanta prisa ¿por qué has venido? —protesté.
Me miró extrañada.
—Tú me lo pediste —dijo.
—¿Y sabes para qué te cité?
—Supongo que para lo de siempre.
—No —le repliqué—. Para lo de hoy, que es distinto. Muy distinto.
Tengo mis razones para afirmártelo con énfasis.
Creo que Irene sospechó que estaba trastornado, porque se acercó con
disimulo para olerme el aliento. Al comprobar que la boca no despedía vahos
alcohólicos, hizo un gesto de perplejidad. Me miró de arriba abajo, con esa
actitud adoptada desde que se había hecho la esposa de un rico e importante
industrial. Por segundos me produjo una sensación molesta, la misma que se
derivaba del sentimiento de inferioridad en que me dejó con su mirada
métrica. Para reponerme, le propuse:
—¿No te gustaría llevarte una pintura mía?
—No tengo lugar donde ponerla —contestó ella.

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Era cierto. E implicaba una de esas verdades que dictaba el juicio riguroso
e inequívoco de Irene. Una maravillosa verdad. Había gentes que pagaban
millares de pesos para tener, aunque fueran guardados, mis cuadros.
Satisfacían así una necesidad estética, una vanidad personal o hacían una
inversión más o menos ventajosa. Para mi ex amante las pinturas no eran más
que una superficie móvil que requería otra superficie de muro para su
emplazamiento. Al no existir tal vacío el cuadro que le ofrecía no despertaba
en ella ningún interés.
Cierto que en su casa, en la matrimonial, las paredes de los salones
presentaban grandes espacios blancos. Pero ella considera que las superficies
lisas, a lo moderno, van muy bien con el conjunto de la casa. La elegancia del
vacío es otra de las espiritualidades de Irene. Pero tal espiritualidad no era en
esta ocasión la que le aconsejara rehusar el cuadro que le ofrecía. Irene
juzgaba preferible tener una pared desnuda a un cuadro mío, que se prestaría a
suspicacias. El señor López Llata me había comprado, antes de que Irene
fuera mi amante, dos cuadros. Y esos cuadros —uno en el comedor y otro en
el hall— no habían cambiado de lugar. Por otra parte, Irene tenía en su alcoba
un desnudo de mi época cubista que le gustaba porque, siendo niña, se rió
mucho con él al verlo publicado en el Ilustrado. Eso era todo. Pero era
suficiente. Ella no había sido mi modelo y no tenía por qué guardar
consideraciones de metier con su amante Pablo Cossío que, por casualidad,
era un pintor. Alguna vez sentime curioso por saber dónde tenía colocado el
desnudo cubista. Y me explicó: «No va bien con el conjunto lila de mi alcoba.
Lo he puesto en la puerta del cuarto de baño. Cuando entro, lo veo. Me
envalentona. Cuando salgo, prefiero conservar el recuerdo de la imagen que
me ha dado el espejo».
Volví a sentir los mismos golpecitos del pie. Me acerqué a Irene y la
abracé por el talle. Ella sonrió y entornó un poco los párpados. Pensando lo
mismo que yo, me alentó.
—Te advierto que tengo prisa. Hoy damos una cena.
—También yo tengo prisa —repuse—. Antes de irme, he de ultimar
muchas cosas. Primero, los compromisos sociales.
—¿Es que te vas?
—Sí, definitivamente.
—¿A dónde?
Con un dejillo cursi, la informé:
—A un lugar del que no se regresa.
—Hoy estás de buen humor.

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—Sí, los viajes siempre me excitan. Y este viaje no tiene retorno. ¿No me
quieres acompañar?
—Soy una mujer sensata.
—¡Qué lástima! En fin, uno nunca está seguro, porque ¿cómo serían tu
aburrimiento y el mío si me acompañaras en ese viaje eterno?
Y con naturalidad agregué:
—Sabes… Esta noche me mato.
Ella, con más sencillez que yo, preguntó:
—¿La causa?
—¡La causa! La causa es la causa. La causa puedes ser tú.
Comprendí que no creía en mi suicidio, porque me preguntó:
—¿Y por qué te matas en la noche? Vas a molestar a mucha gente.
Terminarán por calumniarte.
—¿Y a ti qué te importa? Tú te vas a enterar mañana. ¿Lees los periódicos
en la cama?
—Algunas veces, no siempre.
—Te propongo algo seductor. Es una experiencia que merece la pena.
Mañana yo estaré muerto. Sin embargo, tú puedes tener algo mío en tu cuerpo
que esté vivo a título póstumo.
—No comprendo cómo…
—Sí, sería la huella de mi sangre, de mi vida…
Lo consideró poco ingenioso, pues como todo jugaba alrededor de lo que
ella creía un falso supuesto —mi suicidio— no se entusiamó con la idea.
Además Irene rinde culto a la profilaxis. Dijo que sentía calor y se recostó en
un diván. Siempre que las mujeres van a desnudarse dicen que sienten calor.
Por la necesidad de justificar los actos que repugnan a su sentimiento, por
muy pueriles o naturales que ellos sean. La mujer es un ser romántico e ideal
que permanece fuera de este mundo y sus leyes, y puesto que no puede
evadirse del uno ni violar las otras, trata de omitirlos interpretándolos a su
modo. Hace calor. Ella quería decir: «Enseguida, a lo que te truje, que tengo
prisa».
¿Y si fuera urgencia sexual de ella? Quién sabe. No merecía la pena de
investigarlo por la futileza de satisfacer mi vanidad.
—¿No has pensado que pude citarte nada más que para charlar?
—¿Sobre qué?
—Sobre mi suicidio.
—No digas tonterías. Repetidas, pierden originalidad.

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—Allá tú. Mañana estarás arrepentida al saber que me he suicidado y que
ahora te portaste frívolamente.
—Los suicidas no lo platican.
—Cierto. Pero es que yo estoy técnicamente suicidado desde esta mañana.
Si quieres convencerte llama a la agencia funeraria «El Buen Reposo» y
pregunta qué entierro tienen para mañana a las 4.
Irene bostezó. Sin embargo, creo que empezaba a dudar. Me puse
sentimental.
—Debes saber que siempre te he querido. Y que faltó nada más un punto
para que te amara apasionadamente.
—¿Y cuál fue ese punto? —preguntó Irene con una sonrisilla de
superioridad, de mujer que ha triunfado en la vida casándose con un rico
industrial.
—No podría decirte. Sospecho que está entre el ombligo y el pelo. Te
faltó inteligencia, corazón o coraje. Algo por lo cual no pudiste prenderme
íntegramente.
—¿Acaso me lo propuse? —me replicó sin abandonar el tono de
superioridad.
Con cinismo y pedantería del que tiene todo ordenado, contesté:
—Más de una vez.
Irene se encogió de hombros y comenzó a desnudarse. La descripción de
sus prendas íntimas sería pornografía. Un canto a su desnudez, cuando quedó
desnuda después de forzar el irresistible pudor que la asaltaba, sería lirismo
hipócrita. Repentinamente sentí que Irene no despertaba mi apetito sexual.
Era natural. Había obrado inconsecuentemente al citarla. Si me encontraba ya
abolido en lo físico ¿qué sentido podía tener caer en la ligazón de la carne que
es acto fundamental de la vida? Desde la mañana yo había quedado
impotente. Y el tejido comenzaba a dilatarse, a esponjarse para dar acomodo a
una obesidad que empezaría a mostrarse activa en la implantación de un
nuevo orden fisiológico. Triste ilusión. Mañana esa incipiente obesidad
experimentaría los primeros síntomas de descomposición, porque otro orden
fisiológico se estaba creando, y en seguida las moscas y después los gusanos.
Bueno… los gusanos, los gusanos… los gusanos.
Como Irene observó mi pasividad, comenzó a vestirse de nuevo
afirmando que hacía frío, mucho frío, en el estudio. Que yo debía poner
calefacción. Y se vistió. Ya con el abrigo de pieles puesto, reincorporada a la
categoría de mujer respetable casada con un rico industrial, me lanzó un
reproche que salía de lo más íntimo de la otra mujer, la desnuda —la que

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había sentido primero calor y después frío en tan corto lapso de tiempo— y
me dijo:
—¡Me has tirado una plancha!
El orden era ése: primero la plancha del hospital; después, los gusanos. Y
en la cripta, el demonio retorciéndose la cola de puro gusto. Pero yo diría por
tres veces, en un De Profundis salvador: Miserable de mí, que tuve cuerpo;
miserable de mí, que fui inteligente; miserable de mí, que viví en el mundo.
Que la carroña se desintegre, y perdóname, Señor, el pus de mis pecados. Y
acoge mi alma.
Pero aún tenía delante el demonio en la figura de Irene. Y yo, que
pertenecía al cuarto círculo, donde afloran las vanidades y las soberbias, dije
con fina cortesía a mi ex amante:
—¿No quieres una tacita de té?
—No, gracias. Mañana, mándame tu esquela.
—Esta misma noche la dejaré en el correo. Te suplico que no me envíes al
cementerio flores de muerto. Prefiero un bouquet de flores de papel o de
celuloide. Siempre me horripilaron las flores de muerto.
E Irene abandonó el estudio indignadísima, con todo el organismo erótico
revuelto. Cuando llegó al hall, se volvió para preguntarme a gritos:
—¿Es cierto que te suicidas?
—Cierto. ¿Aún lo dudas?
—No. Mañana compraré una calavera de azúcar. Y me la comeré con
mucho gusto, pensando que es tu cabeza.
Y rió, rió mientras bajaba la escalera. Y en cada escalón, quedaba
saltando, como un sapo, una de aquellas risas, que eran las mismas del
demonio. Y todavía en el jardín, rebotaban sus risas, las risas malas que se
escapaban de su sexo de perdición y de escándalo, registrado
demográficamente como al servicio de un rico e importante industrial.
La calavera de azúcar. Yo sé que Irene la compraría y la comería para
festejar la rotura de los últimos lazos que la habían unido a mí. Y a la hora del
postre le daría a comer de la calavera de azúcar a su marido. Y los dos,
pensando que yo había amanecido muerto, se la comerían con gusto especial,
con una complacencia muy caliente y muy íntima. Y saborearían los gusanos
de pasta de coco que salen de las cuencas vacías de los ojos. Pero antes, yo
me los comería a los dos. Yo compraría dos calaveras, y en una de ellas
pondría el nombre de Irene y en la otra el de Rafael. Y yo me comería la de
Irene y Esteban, mi criado, la de Rafael. Después, me pegaría el tiro. Y si no
lograba acabarme la de Irene dejaré dicho, a modo de testamento, que el resto

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de la calavera de azúcar lo pongan con mi cuerpo en el ataúd para que los
gusanos coman de mí y al postre coman de Irene. Y para que los gusanos se
regodeen del festín dejaré testado que impregnen mis despojos y el ataúd de
Chanel N.º 5. Y como esto se hará público, Irene no podrá perfumarse con tal
esencia sin experimentar cierto temor supersticioso. ¡Ah, miserable, yo te
llevaré conmigo al festín de la descomposición, al banquete de las fetideces y
de las podredumbres, de la carroña móvil! Y ahora disfruta, goza de tu
espléndida cabeza, de tu magnífica cabellera de oro. Aprovéchate porque hora
llegará, a la llamada de las trompetas, cuando la estrella de Isaías ascienda del
abismo oceánico hacia los cielos, que tú, Irene, te reincorporarás a la materia,
y tus cenizas molidas por los siglos estructurarán tus huesos y tus nervios y
sentirás que la sangre fluye por tus venas. Pero en la resurrección de tu
mentira, todo se opondrá a ti y te vomitará. Porque todo y todos verán que
sobre tu busto de venus al servicio de un rico e importante industrial, se
sustenta en vez de tu cabeza, una calavera de azúcar, la misma que yo he
mordisqueado, la misma que los gusanos no habrán querido acabar. Y por las
cuencas vacías de tus ojos, saldrá la sustancia de mil ojos de sapos
machacados. Y no verás la luz ni la Gracia. Y de todos los miserables
pecadores resurrectos, tú serás la única que, para decir amén, tendrás boca
pestífera y hueca de calavera. Y el azúcar de tu calavera será el azufre y
carburo de los ardores de tu demoníaca sensualidad.
Oh, tú, Irene, sombra triangular, cónica del corazón; espalda del amor,
inversión del suspiro, beso viscoso. ¡Oh tú, Irene, roedora de cráneos! Oh, tú,
Irene, no te maldigo, porque ni aun el Arcángel, el que está en el cuarto lugar
en aproximación a Él, maldice.
¡Oh, tú, Irene que eres! ¡¡la anti-Sonia!!
Me introduje ya aliviado en el cuarto de baño. Preparé todos los utensilios
y me puse a afeitarme. En un momento el rostro quedó perdido bajo la espesa,
abundante espuma de jabón. Apliqué la maquinilla en el mismo lugar de la
cara en que, desde hacía 30 años, iniciaba la diaria tarea. Pelo y jabón se iban
al mismo tiempo y a su paso, tras ellos, como una huella aparecía el cutis de
mi rostro simulando un cutis nuevo que ocultara tejido y músculos nuevos. La
sorpresa se produjo cuando me vi media cara afeitada. Me entró una cierta
melancolía, una mezcla de tristeza y de piedad conmigo mismo que me obligó
a suspender la labor por unos momentos. En muchas ocasiones yo me había
visto con el mismo utensilio en la mano, arreglándome para festejos o grandes
solemnidades, pero ninguna tan importante como la de mi muerte y, sin
embargo, me había ya afeitado medio rostro sin reparar en ello. Por unos

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instantes desfilaron por mi mente recuerdos enlazados a horas clave, a
tiempos regulados en impaciencia por la Gillette: la noche que recibí la
primera medalla en el Salón de Otoño… Era un otoño con barbas blancas y
finas que escurrían por la pechera tiesa y almidonada de don Marcelino de la
Lancha, Presidente del Círculo de Bellas Artes… Mariano se esforzaba en
contener la risa que a borbotones pugnaba por salir del pecho… La camisa de
don Marcelino tenía una pechera tan acorazada que parecía estar tonificado
por esos pilules orientales que se anuncian en la última página de todas las
revistas con labores de hogar para clase media. Pero aquéllos eran los tiempos
luminosos del Elixir del Polo, cuando don Porfirio y doña Carmelita, de tan
estirados y presidenciables, tenían ya perfiles para medallón, de esos
medallones que se quedan arrumbados como corchos en las márgenes de los
ríos en todas las Lagunillas de antiguallas y desechos, donde danzan moscas
volando volando entre malos olores y polvorientos rayos de sol… y el busto
aquel de escayola, Hermes con lepra en el hombro y un pedestal de
bombonera con las funciones de los príncipes… Después de los 4000
afeitados vino, surgió, apareció Sonia… Nunca la Gillette se movió tan
exigente, nunca tan guillotina de superfluidades capilares como aquella tarde
—tres de la tarde luminosa— que habría de terminar con rayos intermitentes
de luz neón entre la encajería japonesa —¡Oh, tules, sedas, porcelanas y
lacas!— impregnada del aroma de su brassière con diminuto, casi invisible
marbete de París de Francia. Y este mi rostro, ya sin jabón, ya afeitado, ya
limpio, inaugurando una nueva expresión, una inédita fisonomía,
precisamente la última, con la que haré mi entrada en el silencio continuo, en
la sombra… o en la luz.
Me asaltó la idea de si la luz, la del sol, la de la tarde, la de mi último día
se estaría yendo. El sentimiento melancólico que unos minutos antes comencé
a experimentar me precipitó hacia la azotea. Mientras subía la escalera me
preguntaba si tendría fuerzas necesarias para romper con las raíces que me
pegaban de modo tan entrañable al mundo. Y al reconsiderar mi conducta de
las horas anteriores se me hacía bien evidente que mis curiosidades, a falta de
otros estímulos, se hallaban despiertas, y que si ya no me cabía esperar del
alma el brote de ninguna ilusión, el espíritu se mostraba como instigado por la
avidez. Temí que la resolución de suicidarme tuviera por resortes esa
curiosidad y esa avidez que ahora me empujaba a la azotea para contemplar el
último atardecer de mi vida.
Lo cierto es que no podía mostrarme insensible a un estado de ánimo de
una peculiar euforia que los estímulos de la curiosidad y de la apetencia

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lograban avivar. Y como hacía unas horas que tal estado hospedábase en el
espíritu, debía aceptar que, precisamente la decisión del suicidio era la que,
descargándome de la gravidez de la causa, me proporcionaba un postrer gusto
por el mundo y sus cosas; por esas cosas y por ese mundo que se me ofrecían
condicionados a la última imagen, a la última sensación.
Y cuando me vi en la azotea, ante el anchuroso Valle de México,
comprendí que hasta el minuto víspera de la putrefacción el hombre se mueve
subordinado a los más primarios intereses de la política impuesta al espíritu
por el hombre histórico que hay en él. Apenas mi vista había tocado las
crestas milenarias del Iztaccíhuatl y del Popocatépetl cuando surgió del
corazón como entre los vapores de una inconsumada gestación de odio, el
recuerdo rencoroso de que allá atrás, en las estribaciones de los volcanes, en
el casco de La Mayorala había sido sacrificado mi padre. Y no era mi carne la
que gritaba dolorida, esa misma carne que yo destinaba al sacrificio, sino el
propio espíritu como si el alma fuese la que tenía aún abierta, sangrante, la
herida del agravio.
Allá, allá lejos, tras aquellas condensaciones de luz que se confundían con
las polvaredas y las polvaredas con las nubes, había tenido lugar la matanza.
Y el sol, para ocultar la huella de la sangre, palpitaba en reverberaciones, con
luces y reflejos cruzados en zonas de atmósfera enrarecida donde las
transparencias se convertían en una sucesión de minúsculos, eslabonados
espejismos, falseando la perspectiva en una serie de simulados horizontes. Y,
sin embargo, este crisol de atmósferas que es el valle ¡qué bien arropa con su
vibración incandescente las cosas, quitándoles la dureza agria de la línea
pura!
Nunca me situé ante el Valle de México con una intención cobarde e
interesada. Nunca lo retraté ni en grande ni en chico, ni al óleo ni a la
acuarela. Hay quien comete la aberración de dibujarlo al carbón. Yo nunca lo
profané a pesar de que siempre me sedujo. No hay pintor que no sienta la
seducción de pintarlo. Y no hay pintor que lo intente que no fracase. Porque
el Valle de México no es un modelo. El Valle es un maestro o si se quiere la
más estupenda, magnífica lección de atmósfera. No se deja pintar pero enseña
las múltiples tensiones de la luz y como manejarlas. De Velasco al Doctor Atl
la historia moderna del paisaje del altiplano es la historia del fracaso. Con
Velasco, el fracaso panorámico; con Atl, el fracaso a lo geológico. La
ambición no importa en su magnitud o en su pequeñez, el fracaso es igual,
mayúsculo, a la dimensión del valle. Con Atl va a lo cósmico y libre. Y no

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obstante con Atl el paisaje —pintura— consigue ser lo más semejante a
paisaje —naturaleza.
En unos segundos el Valle se había mutado de tal modo que ya los
volcanes se ocultaban bajo la gasa opalina que ascendía lamiéndolos desde las
florestas profundas que los rodean. Apenas las cimas nevadas, tintas del
malva de la luz crepuscular, parecían flotar sobre la niebla. Pero el Ajusco,
más inmediato, menos cómplice a las simulaciones de la luz que en esa hora
rastreaba prendida de las nubes de polvo, se mostraba más íntegro en la masa
de los azules salpicados, como piel de fiera, por manchas amarillentas y ocres.
La contemplación del Valle había despertado mi repetida y vieja
admiración, pero no mi sentimiento. Ni la idea persistente de que sería la
última vez que lo veía lograba movilizar al yo bucólico, quizá porque en mí
nunca había existido el yo pastoril. Las únicas referencias que me ataban al
campo eran bien contradictorias y las dos coincidían al mismo vértice trágico:
La Mayorala. Mi padre había muerto tras los volcanes, y sus restos, junto con
los de mi madre, reposaban ahora en el pequeño cementerio de San Marcos. Y
la otra referencia se hallaba en la ciudad antípoda del campo: en París,
conservada como en un relicario en el corazón de una mujer que treinta y
cinco años de renuncia y de duelo no habían logrado olvidar. Y esa mujer —
custodia del infortunio— olvidadiza de un campo áspero regado de sangre y
de una Patria adversa —era la que cerraría el ciclo de las inconformidades con
un destino que tanto ella como yo juzgamos, en la queja tácita, de cruel. Es
ella quien conserva el Retrato de mi Madre. Es ella quien así guarda los sellos
de todas las vidas que se animaron, agitaron y periclitaron a la sombra de La
Mayorala. O en las proyecciones de esa sombra.
Abandoné la azotea sin la precipitación con que había subido a ella. La
contemplación del Valle, si modificó en algo mi ánimo, fue para hacer
resucitar los gritos del hombre histórico. Tal indiferencia en el corazón por un
elemento cósmico que tanto me ha subyugado, me hace dudar sobre el
verdadero origen de mi naturaleza, que no sé si emplazar en el Valle de
México o en el Mediterráneo. Cierto que mi sueño típico es el de la caída en
el mar, pero también en los últimos meses he dado en soñar que tengo en las
manos mi propia cabeza, que la coloco entre las rodillas y, en tan cómoda
disposición, le corto el pelo. Este sueño no tiene ninguna interpretación
marina. Quizá lo que pretendo es aligerar mi cabeza del pelo de tonto que
tengo; quizá es la manifestación subconsciente de un gotíbero decapitador de
ídolos. O posiblemente el artista fracasado que hay en mí, busca tímidamente
la vía escultórica presionado por una vocación latente. De todos modos

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«arreglar» mi propia cabeza en sueños denuncia que algo hay desarreglado en
ella. Pero el que se considere ileso que lance la primera piedra.
No, nadie podría lanzarme la primera piedra. Es cierto que yo no he
podido dar aún con la explicación de la causa. Pero los que persisten en vivir
tampoco la tienen sobre la razón de su existencia, y se limitan a obedecer el
mandato del instinto vital.
Tropecé con Esteban. Me molestó igual que en la mañana que, al cruzarse
nuestras miradas, él no apartara la vista curiosa, ofensiva e inquisidora. Pero
no reparé más en ello. Encendí la luz, la volví a apagar y salí de la casa.
En la calle el sol occiduo estrellaba sus rayos contra las cornisas de las
azoteas. Una atmósfera densa de humedad tropical, electrizada de aromas,
salpicada de brisas invadía lentamente la ciudad. Era la hora submarina del
crepúsculo de México, cuando todo pierde su recorte, su perfil, cuando los
contornos se esfuman y vibran quebradizos entre la luz que huye y la sombra
que avanza. Los ruidos se adormecen y aquietan y se hacen presentes los ecos
de otros ruidos que hace tiempo murieron. Y los niños —esos niños que, a
veces, olvídanse de ser buenos— juegan silenciosos, en un lenguaje de
ademanes porque las voces se les fueron con la última llamada de sus madres.
Todo es cauto y tácito. Algunos automóviles que pasan veloces, apenas
logran inquietar por un momento esta augusta serenidad submarina. Las
tiendas encienden sus escaparates, sus interiores. Las gentes caminan, sin
prisa y sin desmayos, al ritmo indolente con que se retira la resaca de la luz. Y
el perro, harto de husmear, se tira juguetón, revolcándose en la cinta del
césped que bordea la acera.
En ese momento el cielo tiene la transparencia de un mar caliente y
diáfano. Y las estrellas que empiezan a insinuarse tímidas, semejan los
primeros e inaccesibles corales. Hasta los árboles, con sus brazos en alto
parecen algas fluctuantes enraizadas en el fondo submarino. Poco a poco se
van encendiendo unas luces aquí, otras allá.
Yo no podía omitir que esta oscuridad en que me sumía era para mí
definitiva. No vería ya amanecer, no vería más el sol ni lo presentiría en
cuanto se borrara su brillo de la última azotea. No vería tampoco esas mujeres
que salen a la ventana por unos instantes y que dejan con su presencia fugaz
un perfume nostálgico y poético de una aventura imposible.
Me pareció creer que yo iba andando en la misma dirección en que
desaparecía el sol. Y que mis pasos acertaban a alargar el crepúsculo como
temeroso de acortar mi última diurnidad. Temía a la noche que es cómplice
del sentimiento y origen de cobardías. Temía encontrarme a solas con una

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noche que ya no sería, por incompleta, mi noche. Y el espíritu como si
quisiera divorciarse de la inteligencia, como si anhelara evadirse del deslino,
divertíase en vagar a sus expensas gozando de los regustos que le ofrecía la
hora submarina.
De un balcón salía una música de radio y las notas quedaban vagando en
el aire como si se mecieran con las presiones de la atmósfera que invadía a la
ciudad. La risa juvenil también quedaba en el aire, igual a una espuma azul
prendida de la cresta de una brisa. Y la lámpara que tamizaba su luz desde la
ventana de visillos verdes, dejaba en la atmósfera una luminiscencia de
fósforo, como cauda de un pez luminoso. Las ramas de los árboles y sus hojas
rumorosas, recibían por igual los reflejos del sol que se debatía en las azoteas
y las primeras luces gaseosas de los anuncios fluorescentes.
Mi espíritu sentíase adulado con la hora submarina de México, con sus
discretos retiros, con sus lánguidas despedidas. Los colores claros,
inaugurales de las casas, los espejismos del pavimento, las resonancias
estiradas que dejaban los ecos, el perfume y la ternura de pétalo que tenía el
aire invitaban, incitantes, a disolverse en el todo de esa hora mágica. Como si
con el retiro de la luz solar otros valores lumínicos se posesionaran del
ambiente, como si las cosas —los edificios, las personas—, se vistieran con
otro ropaje y adoptaran otros signos de expresión y emitieran voces de
sonoridad más pulida, más blanda, sin tantas rigideces ni aristas fonéticas.
Mi espíritu había abandonado la terracota del cuerpo y se estiraba ávido
por el cristal de la hora submarina, rozando la arena cálida que movía la
marea de brisas. Ponía el pie en cada uno de los residuos de luz que
rastreaban a su paso e iba así marcando el itinerario imprevisto de su viaje.
Ese mismo espíritu sensorial y gozoso de esta inocente saturación de olorosa
humedad —sudada de todas las piedras que había calcinado el sol—, sería el
que habría de emprender horas después el viaje hacia un mar sin término. Yo
había contado hasta ese momento con la aquiescencia de mi espíritu para
suicidarme, pero verlo tan gozoso y despreocupado, tan complacido con el
momento sensorial de la hora, me hizo abrigar una nueva duda; semejante a
aquella que se posesionó de mí horas antes cuando el instinto se opuso de
modo tan vigoroso y eficaz a ser atropellado por un coche. Quizá éste era un
pensamiento estúpido, pero no por ello dejaba de abrir una nueva perplejidad.
En realidad, el suicida se pega el tiro sin experiencia, que es el solo modo de
eliminarse por la vía más natural, y yo estaba comprometiendo mi decisión —
que era la única solución a mi problema— con una serie de experiencias que
se acumularían, no sé con qué resultado, a la hora decisiva.

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Sí, lo sé: tonterías. Puras tonterías se me ocurrían. En la mañana, aceptada
la solución del suicidio creí por algunos pensamientos, por algunas frases que
me estaba haciendo trascendental, lapidario. Pero no. Yo seguía siendo el
mismo. Con mis limitaciones, con mis pequeñas argucias, muy conocidas,
para darme una explicación de las cosas. Es posible que las cosas y los
sucesos, todo lo que forma parte de mi mundo exterior, pudieran tener otras
explicaciones más acertadas y exactas, pero era ya tarde para reconsiderar
sobre ello. Me había convertido con mi determinación en uno de esos seres
irresponsables a quienes no se les puede exigir ni solidaridad, ni esfuerzo, ni
veracidad ni rigor de análisis hacia el embrollo de este mundo. Yo era una
víctima de la causa, y bien clara estaba mi indolencia que en vez de luchar
contra ella, de oponerme a su mortífero y angustiador funcionamiento,
prefería eliminarme. De este modo la causa se inflaría un poco más,
exactamente en la dimensión que mi pequeña existencia ocupaba con su
requisitoria.
El alumbrado público se encendió y desapareció todo el sortilegio
submarino. Eran las siete, hora póstuma de la tarde. Había muerto,
definitivamente, mi día. Pero una musiquilla que se escapaba de algún lugar,
evitó ponerme sentimental para lo presente, pues lo pasado irrumpió en el
laberinto en espiral del recuerdo. La música era de un modesto conjunto,
quizá de un quinteto. No sé por qué el corazón sintióse estimulado. Pero la
mente, poniendo orden, acudió en auxilio del recuerdo. No se trataba de la
música, sino del lugar de que salía: en el restaurante Silesia, Sonia y yo
habíamos merendado muchas veces.
Mi primer impulso fue entrar en el restaurante, pero mis piernas, paso a
paso, me llevaban al centro de la ciudad. Mas otro de los múltiples yo que
estaba en desacuerdo con mi determinación y no quería morir, era el yo
sentimental, el yo del recuerdo. Antes de que me pegara el tiro me vería
multiplicado o subdividido en una infinidad de personalidades que
mantendrían muy dispares criterios sobre el suicidio. Cosa que probaba que la
voluntad no era una e indivisible, sino también de naturaleza mutable o
tornadiza, capaz de seccionarse en tantos requerimientos como lo exigieran la
multiplicidad de personalidades. Y el yo del recuerdo hablaba por cuenta del
yo sentimental, aquella faceta psíquica que en una hora luminosa (Sonia, 11
de la mañana, Acapulco, domingo) sintióse cautivada por un extraño timbre
de voz, reconociendo en su peculiar modulación no sólo un acento extranjero,
sino una gracia que fluía prendida de las palabras. Ese yo sentimental rogaba
primero y me exigía después que entrara en el Silesia. ¿Para qué? Muy

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sencillo, respondía él, para encontrarme a mí mismo en este momento de
crisis. ¡Encontrarse a sí mismo! Pretendía con tan absurda y desmesurada
ambición trastocar la marcha del tiempo. Olvidaba que aquel yo de hacía 14
años se había pulverizado poco a poco en las mutaciones que impone cada
minuto presente. El yo del recuerdo es siempre un jirón de nuestra alma que,
atraído o desgarrado por lo sentimental, se desprende de nuestra vida y queda
anclado como un islote artificial en el océano del tiempo, hechizado por los
espejismos del espíritu que se empeña en perpetuar imágenes y sentimientos
caducos. Pero es gracias a esta facultad de relacionar lo fósil y lo arcaico de
nuestro pasado con lo actual y lozano del presente, que tenemos la conciencia
de vivir: latido-tiempo, sensación-espacio.
El oído, junto al gusto y al olfato, son los sentidos que no se modifican
con el transcurso de la existencia. Quizá porque actúan sobre una zona del
cerebro menos sobornable al pensamiento. La vista y el tacto, el ver y el tocar
por más subordinados a la inteligencia, necesitan de su ayuda. Es por eso,
quizá, que el recuerdo se mantiene más vívido con el oído, el gusto y el
olfato. Una música siempre es la misma sensación. Y la evocación justa de
una escena o de un sentimiento remotos surge fresco e integérrimo con la
ayuda de un aroma. El gusto mantiene desde la infancia hasta la senectud
nuestra vital unidad biológica. La musiquilla que se escapaba del Silesia, me
sustrajo del presente y me llevó en dulce taquicardia a Sonia, Sonia que se me
presentaba sin ausencia, sin paréntesis condicionador. Benavente dice de un
modo tan cursi como exacto que «de las fiestas del alma siempre queda el
recuerdo de un vals». Lo cursi no impide que sea cierto. Lo cursi expresa esas
tristes, deprimentes necesidades que el espíritu padece como el cuerpo. Ser
cursi es detestable, pero no por ello deja de ser humano. Y el espíritu, por
humano, cae frecuentemente en la cursilería, sobre todo para adornar el amor,
pues sin lo cursi el amor sería llaga, angustia y hiel en la boca. Y ningún arte
como la música tan propicio y expedito para mover y promover nuestra pobre,
raída, desarrapada —pero, aduladora— cursilería.
El quinteto interpretaba a Strauss, mas no sería menor la sensación de
cursi si hace años, como hoy, hubiera tocado a Chopin o a Schubert. Si bien
identifiqué la música como de Strauss, no pude recordar el título de la pieza.
Y las cosas no lo son, mientras no tienen nombre. Así, la música, sin nombre,
cumplía más a la perfección su función evocadora, como lo hubiera hecho el
olor de hojaldre que se expandiera de un horno. Sin duda, esa música la había
oído muchas veces antes de conocer a Sonia, pero en esas ocasiones mi
espíritu no se hallaba en la tensión para que la música vibrara en él, y la

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música pasó entre mis cuerdas sentimentales sin pulsarlas. Fue con Sonia que
la pieza de Strauss entró en el archivo de mi sensibilidad y allí quedó para
siempre clasificada bajo la S inicial de mi gran amor.
Después, en el cine, yo tuve ocasión de escucharla en una vieja película de
Marlene Dietrich, que vi repetidamente a través de los años, siempre que se
presentó ocasión, tan sólo por evocar nuestras frecuentes visitas al Silesia.
Entre Benavente y Strauss yo entré en el Silesia. Tan a la deriva estaba
que viraba ya al Prater ya a Atocha. En el interior del restaurante las mismas
cortinas de cretona floreada, las mismas mesitas para dos y cuatro personas, la
misma atmósfera de tabaco y rumor de voces en tono de queda y grata
confesión o confidencia. Hasta la plataforma de los músicos era la misma. Y
si todo había cambiado y el ojo descubría aquí y allá la mudanza, la
disposición de los muebles, el ambiente, la función de cada cosa permanecía
inalterable, envueltas y coordinadas por la música. Hasta el propietario, el tío
Wolfer, con 14 años encima además del gorro de cocinero, se movía
obsecuente, con sus ojillos alegres y claros, preguntándoles a los parroquianos
si se les ofrecía algo, si estaban complacidos con la música y el servicio. Una
vez, por complacer a Sonia que se mostró remilgosa con un cocktail, no
vaciló en descorchar una botella de champaña de una cosecha prócer, y
combinó un bebistraje que si bien grato al paladar no mejoró el bouquet y
punto del champaña.
Tuve todavía un momento de indecisión, pero el tío Wolfer vino hacia mí
resuelto a ofrecerme una mesa. No me reconoció, y, sin embargo, la música lo
condujo hasta la mesa que Sonia y yo solíamos ocupar en el extremo opuesto
a la orquesta. Me senté con una no sentida indiferencia y ordené un aperitivo.
En la época de Sonia yo tomaba ginebra compuesta, pero ahora no quise
sumar a la perturbación que me producía la referencia musical, la gustativa.
¡Cómo sufría ese yo pequeño y sentimental! Y en contraste, el otro yo, el
pintor, sentíase un tanto satisfecho. Quizá alentado en su vanidad por el hecho
de que algunos clientes lo mirasen con curiosidad, descubriendo en él al
artista, optó también por jugar al recuerdo y pensó que años atrás, cuando
ocupaba esta misma mesa, era nada más que una fama naciente, algo así como
una gloriola que aún no podía determinarse si se apagaría en un súbito ocaso
o alcanzaría, tras brillante alborada, la plenitud del mediodía… Pero ahora era
distinto. Si el yo mental y crítico no estaba contento, el artístico, el de
guardarropía, veía las cosas como triunfador. Tan distinto que, a falta de un
mejor sucess, tendría mañana un suicidio aparatoso que capitalizar. Y sentía
el agridulce del triunfo, del escándalo. Era un vanidoso incorregible. Evocaba

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el estado de ánimo que le dominaba cuando sentábase frente a Sonia sin nada
cierto, seguro en lo futuro, con una ambición proyectada hacia el enigma. Su
ficha biográfica de entonces no era más halagadora que la de cualquiera de los
200 000 aspirantes a genio que produce cada generación.
En los 14 años siguientes, la ficha se había alterado. Por suma y por resta;
pues al mismo tiempo que los éxitos artísticos habían sido tan frecuentes, no
lo era menos que la herencia había disminuido hasta agotarse. Tras el triunfo
definitivo en París en 1935 en una exposición que organizaron Bretón y
Cocteau, exhibiciones sucesivas en Londres, en Bruselas, en Barcelona, en
Buenos Aires, en Montevideo, en Nueva York, en Los Ángeles y en París por
cuatro veces en los 14 años. Cuenta corriente, no muy abundante, nutrida por
los marchantes de París y Nueva York. Algunos clientes fieles, no muchos, en
México. Obras en los museos de Arte Moderno de París, Roma, Berlín y
Nueva York. Siete monografías, con reproducciones a color de los principales
cuadros: tres en francés, dos en inglés, una en alemán y otra en español.
Artículos biográficos y críticos en enciclopedias. Y todas las demás
menudencias que traen aparejados dichos reconocimientos.
Éstos eran, más o menos, los méritos que envanecían al yo artístico. Ésos
eran los elementos de juicio que tenía para considerarse un triunfador, un
hombre famoso. Cierto que a Pablo Cossío lo conocían en Europa más y
mejor que a Diego Rivera, pero esto del conocimiento y de la difusión de la
fama, por escasa o por excesiva, nunca da la medida exacta del auténtico
valor. Lo único que yo daba por seguro era mi insatisfacción, no del renombre
adquirido, sino de la obra realizada.
Mientras tanto, el yo sentimental se acongojaba y retorcía como si fuera
presa de un cólico. El cólico del amor; aquel amor trunco, no dirigido ni
eliminado en 14 años. Me dio lástima y fui complaciente. Cuando el tío
Wolfer pasó a mi lado le supliqué que me dijera cómo se llamaba la pieza que
tocaba el quinteto. Después de un gesto de asombro condescendió a sacarme
de mi ignorancia: Ondas del Danubio. Y la música en posesión de su nombre
alcanzó el máximo prestigio para el yo sentimental. Quedaría ya
definitivamente registrada en ese archivo que ya no volvería a abrir. Sin
embargo, era una música bien ligera y sentimentaloide. Antes de recordar su
nombre conservaba el encanto del velo que la cubría, pero ahora descubierta
en su última desnudez no podía eludir el análisis severo que, desde tiempo
atrás, llevaba prendido como una etiqueta de su título. El yo sentimental no
hacía caso de la calidad, sino de la circunstancia. Para él significaba una
música insustituible, y la melodía en cuerdas de violín y cello, sumíale en una

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melancolía que aun triste no dejaba de complacerle, pues el amor cuando
toma gusto a las lágrimas no puede pasarse sin los martirios aduladores del
violín.
No quería perder mi mesurado y apático humor y dejé a los dos
integrantes de mi personalidad con sus lirismos y sus exaltaciones, con sus
derrotas y sus triunfos. El sentimental, por débil, era más conformista y
extraía de su mismo fracaso amoroso motivo de goce. A ambos, también, les
atañía la causa, pero de muy distinto modo. ¡Pobre del yo sentimental,
quemándose, día a día en el fracaso y en el recuerdo de un amor, durante
tantos años, los mismos que el yo artístico había vivido día a día en triunfo y
presente activo, fructífero!
El estómago recibió bien el aperitivo. Lo recibió como si no fuera a
morirse. Pensé que al día siguiente o cuando mucho 48 horas después, cuando
mi cuerpo estuviera ya sepulto, todas las gentes que se hallaban en el
restaurante o muchas de ellas volverían a reunirse aquí, para mirarse a los
ojos —los enamorados— para escucharse las mentiras —los amigos—,
ajenos todos a mi suerte, ajenos a la causa. En realidad, las parejas estaban
tan engreídas consigo mismas que poco les importaba que yo, en presencia,
estuviera muerto o vivo, que me fuera o que no hubiera entrado, que tomara
aperitivo o que me rascara las narices. Hasta la misma música de Ondas del
Danubio, la escuchaban como una pieza propia, la más adecuada para halagar
sus oídos en ese instante. Algunos de los jóvenes dentro de muchos años
recordarán la música y pensarán que hoy fue interpretada exclusivamente para
ellos, como yo, hace 14 años, también lo creí.
¿Cómo recibiría Sonia mi muerte, difundida por las agencias de noticias?
Quizá Sonia se encogiera de hombros y comentaría: «¡Caramba, ya se murió
aquél. Me hubiera gustado ver cómo estaba!» Y a su marido —si es que había
contraído nupcias—: «Ese pintor que se suicidó fue mi admirador. Sí, era un
loco. No me extraña que se haya pegado un tiro. Por favor, maridito ¿me
quieres alcanzar la tetera?»
Quizá no fuera así, pero dentro de las posibilidades imaginadas, ésta no
era menos verosímil. El yo sentimental intervino para lagrimear que no era
cierto eso que pensaba, que Sonia continuaba fiel a su amor, mientras el otro,
el pintamonas, se decía regodeándose a su gusto: «Ahora esa tía, si no estaba
enterada, sabrá adónde había llegado». Tosió y me hizo escupir un salivazo.
Mas yo me quedé con la duda de si debía dejar una huella. Demasiado visible
para que Sonia se enterara, demasiado astuta para que nadie sino ella, pudiera
comprenderla. Era difícil dar con la clave. Máxime que en el momento del

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suicidio no habría testigo que recogiera mi última idea, mi postrer
pensamiento. Me vería obligado a escribir la consabida carta. Y eso era el
único tópico que quería evitar…
Mi yo pictórico protestaba. Le parecía cursi… despedirse del mundo.
Como artista se consideraba usuario de ciertas licencias y le chocaban los
formulismos sociales. Tampoco el otro, el sentimental, estaba conforme:
quería una declaración más explícita y lacrimógena de mi adhesión a Sonia.
Lo curioso es que aquellos dos apéndices psíquicos, el yo artístico y el yo
sentimental, con sus exigencias y sus complejidades formaban parte de la
causa que día tras día, año tras año había oprimido, primero, y lesionado
después, hasta desesperar y rendir al yo monopsíquico, al yo metafísico, al
que en el vértice de la angustia había resuelto suicidarse. Yo podría llamar a
cuentas al sentimental y decirle:
«Tú sólo te interesas por tu satisfacción egoísta, por el amor en lo que este
sentimiento es complacencia, vanidad halagada y gustos sensoriales. Pero te
olvidas que el amor implica reciprocidad y que el bien que se recibe hay que
devolverlo, si no aumentado, en la misma cantidad. Y toda devolución o
reintegro demanda sacrificio. Tú nunca has pensado en sacrificios, y si yo los
he realizado —en renuncia— tú me lo has reprochado».
Y al otro yo, al artístico, podría preguntarle:
«¿De qué te vanaglorias? ¿Es que has olvidado que desde hace dos años
me debato en una desazón sorda que me opaca, en una angustia sin calmantes
ni paliativos filosóficos? ¿Qué has hecho tú por sacarme de este drama? ¿Es
que no te das cuenta que desde hace dos años estoy insatisfecho de mi obra,
de lo que tú haces? ¿Que por más que busco, indago, analizo y estudio, por
más que revuelvo mi conocimiento no doy con la técnica, el modo de una
nueva expresión? ¿No ves que mi ambición creadora ha quedado truncada, a
media carrera, precisamente cuando la exigencia era mayor, cuando la
necesidad de expresarme —por el contenido potencial que poseo— pedía más
eficaces, flexibles y expeditos instrumentos?»
Pero ninguno de los dos era capaz de salir de su actitud egocéntrica. Y de
contestarme, uno y otro me hubieran dicho, me lo decían en realidad a cada
momento:
«No es culpa nuestra que nos haya tocado en suerte o desgracia operar y
desenvolvernos en un mundo que nosotros no hicimos, en un mundo
preestablecido, preelaborado, preconformado y que tú, yo monopsíquico e
integral, has aceptado. Tú, conociendo ese mundo nos lanzaste el uno al amor,
el otro al arte. Y al cabo del tiempo reniegas del arte y del amor porque el arte

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y el amor no han sido como tú los querías, sino como en el mundo se han ido
haciendo. Tú no has podido crear ni el arte ni el amor y los que el mundo
subasta te parecen demasiado bastardos, demasiado prefabricados y
manoseados por los demás. En todo caso tu tragedia está en la soberbia
desmedida que te posee, en esa ambición de querer que todo lo que salga de
tus manos, de tu cerebro o de tu corazón sea prístino… Y tu misma falta de fe
¿no deriva de igual soberbia, la de no aceptar el Dios de los demás, sino el
desear, por el contrario, tener uno solo para tu exclusivo uso y provecho? Por
eso te vas a buscar a Dios a las nébulas, donde nadie lo busca, porque a Dios,
cuando se le busca con humildad y con el corazón, se le encuentra muy cerca
de uno mismo, en el propio aliento».
Quizá tuvieran razón. Pero yo tenía dudas de que mi aliento fuera propio,
y que desde hace tiempo no lo hubiera hipotecado como empeñé, sin saberlo,
mi verdadera y original sonrisa.
Me disponía a pagar la consumición e irme cuando vi entrar en el
restaurante a Donato Rivas, poeta, pintor y suicida de lo más estrafalario. Es
el único compañero del oficio que me distingue con una admiración casi igual
a la que se reserva para sí mismo. Y todo porque en los momentos de crisis,
me he interesado por su muerte y he tenido el tacto de condolerme cuando ha
salido de la Cruz Roja con vida. Donato Rivas ha fallado en tres intentos de
suicidio. Los tres con barbitúricos. El primero no se halla bien determinado.
El segundo obedeció a que hallándose casado, su mujer no le concedía el
divorcio; el tercero, porque, unido en segundas nupcias, su nueva esposa le
engañaba. Pero la dosificación de barbitúricos ha sido tan precisa, que
después de uno o dos lavados del estómago ha salido por su propio pie de la
Cruz Roja. En el tercer caso el personal facultativo le ha asegurado que si
vuelve a reincidir en producirles tan frecuentes molestias, le aplicarán una
inyección de estricnina. Hace ya tres años que no se suicida.
Yo no sé de qué ni cómo vive, aunque sospecho que redacta un
consultorio astrológico para un semanario, y que hace versos encomiando las
virtudes de la cocina vegetariana. El doctor Vázquez, un homeópata que es un
bendito de Dios, le resuelve con frecuencia sus aprietos económicos. Rivas es
un hombre flaco, alto y desaseado. Tiene una nariz aguileña y unos ojos
grandes, saltones, que se mueven como dos esferoides en las órbitas.
Siempre a medio afeitar, las huellas capilares dejan una mancha escurrida
de bigote y barbilla en su rostro.
Se para en medio del salón y mira a todas partes. En cuanto me ve sonríe
contento del hallazgo y viene hacia mí con los brazos en alto. Pienso que las

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gentes que se manifiestan con modos que exigen reciprocidad, debían ser más
cautas en sus exteriorizaciones. Yo no puedo levantar así los brazos como
aspas de molino o cruz donde se sacrifica la dignidad. Siento un pudor que me
impide ponerme en pie y recibir esa muestra tan gratuita como inesperada de
un afecto troquelado por una efusión rutinaria. Me parece que un tal énfasis
afirma, desvirtuándola y calumniándola, a la vida. La vida no es más que
aquella que aparece en plenitud de dignidades en los Evangelios. Allí, los
alborozos —aun del festín— son estatutarios.
Donato Rivas, vista mi escasa permeabilidad a su gesticulación, deriva su
energía —la poca que le ha quedado inconsumida en aquel abrazo frustrado—
a separar una silla, en la que se sienta. Y mirándome con una expresión
cohibida, seguro de haber sido sorprendido en el fraude de la expansión
simulada, me pregunta en son de disculpa:
—¿Es que no has visto por aquí a Pepe Noriega?
No. Yo no he visto a Pepe Noriega. Yo no hubiera querido ver tampoco a
Donato Rivas. ¡Tengo que hacer un esfuerzo tan grande para admitir como
una realidad, como un hecho incontrovertible que Donato Rivas no es Pepe
Noriega! Por otra parte, ¿quién es Pepe Noriega si no es Donato Rivas?
—¿Puedes mostrarme tu tarjeta de identidad? —le pregunto.
—Sí, ¿por qué?
—¿Estás seguro de que tú eres Donato Rivas?
Hace un movimiento hacia atrás. Desde esa distancia deja escurrir de sus
párpados una mirada de superioridad a la vez que en sus labios asoma una
sonrisa a la que le sobra suficiencia para ser conmiserativa. Hurga en el
bolsillo interior de la chaqueta y saca un carnet que abre y deja sobre la mesa.
Yo me inclino sobre él para darle un vistazo. En efecto, allí se dice del modo
más formal que puede esperarse de una tarjeta de identificación que Donato
Rivas es nacido en Atlixco, Estado de Puebla, el 3 de septiembre de 1904. Y
para darle aún más seriedad a tan incierta y peregrina afirmación, figura un
retrato que Donato Rivas cree sea el suyo, retrato que la Oficina del Registro
de Identificación Personal ha machacado con un sello en relieve; sello que
simula troquelar el alma del susodicho Donato Rivas. Es, pues, una entidad
tan poco responsable como la Oficina del Registro de Identificación, que no
tiene más ojos que los que le presta el fotógrafo, la que asegura con todo el
engolamiento de los sellos, que ese sujeto que está ante mí es Donato Rivas.
Y es la misma oficina, que apenas tiene cuatro o cinco años de existencia
organizada, la que testimonia que Donato Rivas nació en Atlixco el 3 de

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septiembre de 1904. Y lo dice de un modo tan serio que el propio Donato
Rivas cree la caprichosa aseveración.
Me lo quedo mirando. Se balancea en la silla en espera de mi dictamen.
—Bien —le digo—. Esto no quiere decir nada. Yo sólo me fío de la fe de
bautismo. La Iglesia es la única autorizada para testimoniar sobre lo
metafísico. ¿Dónde está tu fe de bautismo?
—¡Vete al diablo! ¿A qué conclusiones quieres llegar?
—Que tú no sabes quién eres. En esa tarjeta lo único que interesa es el
número. Su fiscalía hacendaría. Por cinco pesos te han dado ese nombre
porque tú lo has querido, como hubieran podido darte otro. Ahí se dice que tú
naciste el 3 de septiembre de 1904. ¿Qué cosa es el 3 de septiembre de 1904?
—¡Mi fecha de nacimiento!
—¡Tu fecha de nacimiento! Así que tú crees que en el tiempo indivisible
hubo un instante infinitesimal que dejó de ser eternidad para convertirse en
honor tuyo en el 3 de septiembre de 1904.
—¡Oh, qué caray! ¡Así, a lo tremendo… todo es relativo!
—¡Ah, amigo! Es que tú y yo y todos estamos «a lo tremendo», no a
nuestra particular y mezquina conveniencia. Nos asfixiamos entre la
demografía y la historia, entre la ficha y la crónica. ¿Es que Juan el Bautista
recaudaba tributos? ¿Qué repartía, cédulas personales o nombres? Tú eres un
pobre diablo sin nombre, sin edad, sin señas particulares, sin retrato porque te
fías de la tarjeta de identidad y haces valer tu raquítica personalidad civil —
no metafísica— con esa ficha demográfica que venden por cinco pesos. Tú
eres un número, no un espíritu. Cuando en las oficinas de Hacienda quieren
saber si tú pagaste los impuestos consultan tu número. Por eso yo no tengo
tarjeta de identidad. Yo tengo la fe de bautismo que me dice que en la
Parroquia de San Francisco recibí el agua bautismal por las vías mágicas del
sacerdote, por las mismas vías de aquel que llegó al Jordán y siguió
desenvolviéndose después del Jordán. Tu fecha de nacimiento es falsa porque
la atestigua la mayor falsaria, la que heredó la bolsa recaudadora de Judas: la
Oficina del Registro de Identificación Personal.
—Estás de buen humor. ¿Cuál es la causa?
También éste, como Irene, me pregunta cuál es la causa. Pero se interesa
por la causa demográfica; la que puede explicarse en el renglón de
«Observaciones» que figura abajo de la tarjeta de identidad.
—La causa puede ser porque me suicido.
Se sonríe de un modo incrédulo y mosqueado, pues cree que he dado una
intención alusiva a mis palabras. Y sin embargo, este absurdo y demográfico

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Donato Rivas es la única persona de la que puedo esperar una palabra de
aliento para mi suicidio ya que no una experiencia válida.
—Como lo oyes, Donato. Esta noche me suicido —le digo con mi más
sincera y grave entonación.
Él me observa escrutadoramente. Después, convencido de que no bromeo,
comenta:
—Es una buena idea, ¡qué caray!
Lo dice con un tono de arrepentido, como el de aquel que ha deseado
hacer un largo viaje por países exóticos y nunca se ha resuelto. Porque para
este suicida fracasado la muerte no es la consunción, ni la angustia, ni el
enigma. Para él la muerte es algo conocido de referencias, semiexplorado, tan
exótico como para mantenerle viva una inapaciguable nostalgia. Donato
Rivas quisiera hacer ese viaje con billete de ida y vuelta. Más que vocación de
suicida siente la inquietud del turista.
Y como yo lo esperaba, su curiosidad no es por qué —lo metafísico—
sino con qué —lo demográfico.
—¿Y qué, cómo te vas a suicidar?
—Con pistola. De un balazo en la sien.
Donato inmoviliza sus grandes ojos asombrados. Después los baja y
recapacita:
—Entonces, va en serio.
—Completamente. Ya lo tengo todo dispuesto y arreglado.
E igual que si le hubiera dado la participación de mi matrimonio, exclama
con entusiasmo:
—Te felicito, chico… ¡Quién estuviera en tu lugar!
Y en seguida, fijando la vista en un punto muerto, murmura para sí
mismo:
—La pistola ha de ser más dolorosa… Nunca me he atrevido con ella; sin
embargo, el placer de encontrarse en el más allá ha de ser más fuerte por la
rapidez con que se devela el misterio… ¡Qué lástima! Ahora no tengo motivo
para suicidarme, si no te acompañaría… Conozco una combinación de
barbitúricos que es infalible… En fin, no creo que me esperes mucho…
Dice la última frase con una veladura de pudor que admito por sincera. Un
hombre que ha coqueteado de modo tan repetido con la muerte ha de sentir
vergüenza de no haberse entregado a ella apasionadamente. Y todo por su
adhesión a la demografía, por creer a pies juntillas en la tarjeta de identidad.
Un hombre así no puede hacer nada trascendental en la vida: ni nacer, ni
morir, ni amar ni casarse, ni el arte ni la fe. Son hombres para el registro civil,

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para la recaudación de impuestos, para la aduana. Cuando se muera de verdad
y le pregunten su nombre lo habrá olvidado porque dejó la tarjeta de identidad
en el mundo, porque no lo lleva grabado, salificado, en el corazón.
—¿No quieres tomar una copa? —le invito.
—Hombre, con mucho gusto. ¡Quién sabe cuándo volvamos a tomar otra
juntos! Supongo que allá todo estará previsto y habrá los debidos sucedáneos.
—No tengo idea —le digo—. ¿Acaso no has tenido ocasión de
averiguarlo?
—No. Mis suicidios parece que fueron fallidos. Tentativas, dicen en el
argot judicial… Fueron suicidios potenciales, ¡qué caray! Pero mientras no se
muere, a uno lo dejan en la antesala del misterio. La segunda vez que me
suicidé mi espíritu lo creyó tan seguro que se desplazó del cuerpo, y estuve
contemplando a una distancia prudencial cómo me hacían el lavado de
estómago… Yo le platiqué de esto a un doctor, el chaparrito Castro, ¿lo
conoces?, y me dijo que esas visiones eran una forma de la histeria. Después
de cornudo, apaleado.
—A propósito de cornudo, ¿cómo saliste del lío con tu segunda mujer?
Y Donato Rivas, poniéndose serio, me lanza un chorro de demografía:
—Estamos separados físicamente. Hace poco más de un año heredó de
una tía suya unos cien mil pesos. Se está haciendo su jacalito en la Colonia
Industrial. Le he puesto pleito por daños y perjuicios. Le exijo una
indemnización de veinticinco mil pesos. Y ya se lo he dicho claramente: si no
me los da, me suicido, pero ahora sí, de verdad.
—Entonces prepara esa combinación infalible de barbitúricos.
—¿Por qué?
—Porque preferirá quedarse viuda a indemnizarte. Es que tu vanidad te
hace creer que ella no puede vivir sin ti, a pesar de que te ha dado evidentes
muestras de lo contrario poniéndote los cuernos. Si le planteas la cuestión a la
inversa, quizá te dé el dinero bajo la promesa de que te suicidas. Pero tú ¿te
suicidarías con veinticinco mil pesos en la mano?
Se acercó el camarero y Donato Rivas pidió una copa de coñac. Debía
sentir calor porque todo su rostro brillaba grasoso. Sacó un cigarrillo y lo
encendió. Al expeler la primera bocanada lo hizo con tal unción que dejó al
descubierto una dentadura carcomida y sucia de nicotina. Para la mayoría de
la gente era un tipo repulsivo. A mí me inspiraba más simpatía que aversión.
Quizá mi indulgencia hacia este hombre no tuviera una sólida
justificación pues la conducta atrabiliaria de Donato había sembrado a su
alrededor, entre los suyos, no poca desgracia. Separóse de su primera mujer a

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la que dejó tres hijos, por los que no sentía ningún afecto ni interés, y con la
segunda esposa procreó dos criaturas más. Su primera mujer vivía en una
miseria más o menos disfrazada. Rivas sólo se preocupaba de regalarles
juguetes a los niños el día de Navidad. Según me han contado, los regalos son
tan ostentosos que el dinero invertido en ellos hubiera evitado, en mejor
empleo, no pocas carencias de lo sustancioso a aquellas criaturas que el día de
Navidad se hacían una idea tan mítica como fabulosa de su padre: cándido,
irresponsable y monstruoso.
Pinta poco, porque la gente no lo ha tomado en serio. Esta injusticia es
quizá uno de los motivos de su fracaso y de su absurdidad. Ni la crítica ni el
público han sido comprensivos con él. Tiene una audacia de concepción que
no es nada común. Da una movilidad al color que siempre me ha parecido
meritoria. Le motejan de excesivamente decorativo, en lo que pueda tener de
superficial el concepto. Yo no veo lo decorativo en él, sino lo pintoresco,
como es su personalidad; lo pintoresco a lo dramático, pero no a lo frívolo. En
todo caso, su arte es lo único que se escapa a su personalidad demográfica.
—¿Y qué haces ahora? —le pregunté.
—Escribo un tratado por cuenta de la Institución Guttenheim. Me pagan
ciento cincuenta dólares mensuales.
—¿Y sobre qué?
—Ni yo mismo lo sé. Pero el Consejo de la Guttenheim está muy
interesado en la obra: Trayectoria del Infinito Relativo en la Parábola
Elipsoidal de la Vía Láctea.
—¿Es posible? —le pregunto sin disimular mi asombro.
—¿Qué cosa?
—Que exista una tal trayectoria…
Donato Rivas dio un sorbo goloso al coñac que le sirvió el camarero. Y
después de limpiarse los labios con la mano, me explicó:
—Yo no sé si existe una tal trayectoria. Lo que sí existe es la Guttenheim
que paga bien las más originales teorías, siempre que sean de vanguardia.
Cuando hice la solicitud de beca, yo propuse a la Fundación Guttenheim dos
estudios. El otro era Investigación sobre la Plástica entre los Golomincios.
Parece ser que en el Consejo hubo alguien que informó que nunca había
existido tal civilización y optaron por becarme para la Trayectoria del Infinito
Relativo… En fin, llevo cobradas tres mensualidades y escritas ocho
cuartillas. Al terminar el año pediré la prolongación de la beca. No es extraño,
tratándose de una teoría sobre el infinito. Qué quieres, chico, hay que vivir, y

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si la poesía no da para los frijoles ni el arte para las tortillas, pues a las altas
matemáticas.
—Entonces es seguro que no volverás a suicidarte durante dos años.
—Si me prolongan la beca, no.
Decididamente yo era un iluso. Me suicidaba porque creía así abandonar
un mundo que daba por conocido, por reiterado y caduco, y resultaba que el
mundo, el mundo de la Fundación Guttenheim y de Donato Rivas era nuevo,
pleno de recursos, de promesas y de alientos. Yo no había conocido un mundo
tan expedito y tan condescendiente. Para mí todo habían sido desvelo y
terribles escrúpulos y, sin embargo, ¡era tan fácil concebir un camelo como el
de la Trayectoria del Infinito Relativo en la Parábola Elipsoidal de la Vía
Láctea! Quizá el hecho de descubrir a última hora un mundo nuevo que yo no
conocía, donde las audacias más irresponsables tenían acogida y remunerador
estímulo, me puso melancólico, pues Donato Rivas como si quisiera cuidar
celosamente del cumplimiento de mi decisión, preguntó:
—¿Y cuándo es eso?
—¿El suicidio? Pues esta noche… Quiero pasar antes por la Exposición
de Mariscal, nada más por cortesía…
—Lo comprendo, pero te compadezco.
—Después, quizá vaya a casa del banquero Custodio… También cosa de
cortesía… Total: entre 11 y 12 dejaré esta baraúnda.
—Procura usar silenciador. Así nadie se enterará y si quedas malherido
tendrás tiempo a morirte hasta el momento que te descubra tu criado.
—No es necesario. He comprado una Star, calibre 45.
—¡Atiza! Eso es casi perfecto… Y bien, ¿quién se queda con tus chivas?
¿Tienes algún pariente?
—En México, no. Tengo en Cataluña dos primas segundas. Luego, la
marquesa de Tresguerras, mi criado Esteban. En fin, todo está previsto.
—¿Y tu chevrolito?
—En el garaje —le contesté evasivo—. Está descompuesto.
—No. Te pregunto a quién se lo dejas. Podías hacer una obra de caridad
haciéndome heredero.
—No. Eres demasiado histérico. Te matarías con él.
—¿Y eso qué importa para un suicida?
—Es traicionar tu vocación. Morirías accidentalmente, de un modo
involuntario.
—Quizá tengas razón.
—Bueno, me voy porque se me hace tarde —le dije, levantándome.

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Llamé al camarero y le pagué. Donato Rivas también se puso en pie.
—Yo me quedo un rato más a ver si viene ése…
Y ofreciéndome los brazos, con la mejor de sus sonrisas, agregó:
—Bueno, chico, qué quieres que te diga… No hay frases para estas
despedidas; pero, en fin, mucha suerte y que sea lo que Dios quiera.
—¿Tú crees que Él querrá? —le pregunté irónico.
—¡Hombre! Es cuestión del humor en que lo cojas, de la devoción con
que se lo pidas. ¿Tú qué piensas?
Salí del restaurante. ¡Yo que pienso! Si yo pudiera contestarme a mí
mismo, las perplejidades no serían tantas ni tan varias, la angustia de vivir mi
vida no sería angustia ni la causa existiría. Pero ella existe. Es una y múltiple.
Está en el aire que respiro, está en mi carne, está en la sangre que corre por
mis venas con pesadez y ardores de siglos. La causa hiriente, agresiva,
descomunal y soberbia —que diría don Quijote— está en los hombres. No se
deshacen los entuertos, buen manchego. Con genio se logra como tú lo has
hecho convertir la bacía en yelmo. Y es yelmo mientras esté en tu cabeza,
pues no faltará un follón encantador que en cuanto lo tengas en la mano te lo
milagree en bacía o algo peor aún. Sí, tú también traías bajo el yelmo tu
drama intelectual —llámalo Dulcinea, llámalo Fama de los siglos pasados,
presentes y venideros, llámalo razón cabal de existir. Pero, por fortuna, tú,
cuando recobraste la razón, cuando tu mente podía enfrentarse con la causa y
justificación de tu locura, te moriste. Y la causa quedó tranquila, se ensanchó
gozosa, triunfante en los pechos sanos y honestos del cura, del bachiller, del
barbero, del ama y de la sobrina. Sólo Sancho, alucinado con los reflejos del
yelmo de Mambrino, se quedó melancólico.
Sonia. Sonia. Una noche, paseando por este mismo parque, me dijo:
—No me gusta como besas. Tienes que aprender… Y es lastimoso que
perdamos así el tiempo.
Era golosa y apasionada de los besos. Cuando nos despedimos dejamos
entre los dos, prendida de nuestras bocas, una cadena de besos que se fue
alargando como hilo de chicle hasta que se rompió. Quise componer el hilo,
pero no pude. Se empezó a pegar el chicle a los dedos. Hoy todavía siento
pegado el hilo de besos a mis dedos.

Me hacen falta los besos que me dabas,


me hace falta el calor de tus amores.

No sé cómo vino a mi mente esta canción. Tanto tiempo la tenía olvidada.


Veinte o veinticinco años. La cantaba antes, mucho antes de conocer a Sonia.

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¿Qué hará Sonia en este momento, en este minuto tan mío como de ella, este
tiempo nuevo, inédito que acaba de llegar en su viaje infinito desde el día de
la Creación, hace millones y millones de años? ¿En qué se posarán sus
manos? ¿Qué contemplarán sus ojos? ¿Qué idea bullirá en su mente? ¿Es
posible que se haya opacado? ¿Será feliz? ¿O ella será también como yo una
oprimida, una angustiada, una posesa de la causa?
¡Oh! Te transformé en lo más monstruoso en que pueda ser mutada una
criatura humana: en sueño. Cobarde, incapaz de ganarte en la vida hice de ti,
en una superación sofisticada, una diosa particular para mi egoísta y única
adoración. Te he sido fiel después de asesinarte. Y te asesiné para colocarte
en el altar con una personalidad póstuma, definitiva e inalterable, al abrigo de
las sorpresas de la vida, subordinada a mi exclusiva adoración. Temía
perderte y te asesiné para ganarte. Y ahora que entraré en la sombra
comprendo que en vez de amarte en la realidad que eres, te amé, en el sueño,
tal como eras, tal como dejaste de ser hace mucho tiempo. Y el sueño fue la
invención de mi egoísmo para evitarme el esfuerzo de conquistar día a día,
latido a latido.
Pero ya no era tiempo de rectificar.
Un reloj público señala las 20 horas. Me parece que el día ha terminado y
que empiezo a vivir un tiempo hecho con residuos de otros días, con
porciones de otras horas. Un tiempo que no existe, que nunca ha existido. Ese
tiempo que va quedando por ahí de una mañana, de una tarde y de una noche
no consumidas en su integridad, hasta que al fin con tanto retazo se completa
un día, ese día hecho de remiendos que tiene el año bisiesto.
Oigo detrás de mí las pisadas uniformes de alguien. Son pisadas que
llegan a los oídos como cortaduras de sílex sobre el cemento de la acera.
Cuando me introduzco en las zonas de penumbra comprendidas entre dos
arbotantes de alumbrado, el rumor de sílex se hace más hiriente, como hojas
blancas que tajaran la noche. Y a mis pies se enredan todas las miradas que se
escapan de las ventanas abiertas y vacías. Me falta un largo tramo de calle
silenciosa y desierta antes de llegar a la avenida. Y mi cobardía ni me da
fuerzas para correr ni me aliento a cruzar de acera. Porque presiento que las
pisadas me seguirían hasta alcanzarme. Sólo queda un recurso: hacer frente al
perseguidor. Y simultáneo al pensamiento, la voluntad me hace girar sobre los
talones. En la sombra hay dos individuos. Los pies de sílex dejan de rastrear y
el silencio se llena de pulsaciones contenidas. Están a unos siete metros de
distancia. Les ha sorprendido la reacción de mi cobardía. Les ha intimidado el
cuerpo de resoluciones que se integró con todos mis miedos. Los dos sujetos

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juntan las cabezas en un conciliábulo de muecas y palabras inaudibles. En
seguida se enciende una cerilla que se aproxima a los dos rostros. No puedo
descubrir sus facciones. Sólo veo ardientes, más encendidos que la cerilla, los
ojos ominosos.
Una puñalada al corazón, un sedal al cuello, una bala al vientre no harían
otra cosa que anticipar el rescate. He medido el miedo y ya la cobardía
desaparece. Doy un paso, dos, tres hacia los individuos cuyos rostros me hurta
la sombra. La llamita de la cerilla se apaga y los ojos dejan de brillar
siniestros. Los puntos de fuego de los cigarrillos se mueven presurosos y los
dos tipos, rehuyendo el encuentro, se alejan precipitadamente. Sigo sus
huellas. Son las huellas casi inmateriales, inasibles de las fogatas cavernarias.
Pero de los dos hombres sólo uno se identifica con el rito del sílex. Y es él
quien deja a su paso un olor de cuero humano, ennegrecido y recalentado por
los humos, un olor de sudor, de sangre de pithecantropus erectus.
Y ese hombroide llevará en el bolsillo de la chaqueta una tarjeta de
identidad. Y la Oficina del Registro dirá en esa tarjeta que el pithecantropus
erectus de 50 000 años de edad nació de 20 de agosto de 1902 y que se llama
Bienvenido Roca, Salvador Cuevas o Primitivo Altamira. Como en Francia
extienden tarjetas de identidad a Pierre Menhir y en Inglaterra a Peter Stone.
Y hay que creer a la Oficina del Registro porque ella lo asegura con toda la
fuerza de la certidumbre que impone el sello en relieve labrado en roca viva.
Y sin embargo ese hombre deja a su paso una huella del neolítico capaz
de petrificar el aire. Y vive como tantos otros en pleno siglo XX sin que nadie
haya descubierto que en sus ojos perdura a modo de mirada la brasa fósil de la
última hoguera cavernaria.
¿Es que la causa pone en juego una nueva burla? ¿Es que pretende
confundir mi inteligencia con la prehistoria de mi carne? ¿Es que intenta
humillar a la idea con la hemorragia, a la voz con el alarido? Y si no es así
¿por qué, por qué me persigue el hombre de sílex?
De niño, todo era distinto. Es cierto que mi padre murió bajo la violencia
del sílex cuando yo aún no salía del mundo risueño y sensorial de la infancia.
Pero me quedó mi madre con sus manos cónicas que siempre jugaban con la
espuma de los ricos encajes. Con su dulzura de eucaristía y su perfume de
pétalo. Con su voz aterciopelada y caliente que era regazo de mi espíritu. Creí
que en la viudez de mi madre, en que me hice hombre, se habría roto la
persecución del hacha cavernaria; pero ahora, en la última soledad de mi vida,
la voz de sílex pedía la palabra.

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Volví sobre mis pasos y reanudé el camino. Cuando llegué a la avenida
llena de luces y de vehículos se había apoderado de mí una desgana tal, una
repugnancia por todo, un desencanto tan mayúsculo que aún la idea del
suicidio me pareció bien mezquina y poco consoladora. Es a lo menos que
podían llegar mis estímulos: a admitir el suicidio como ineludible a pesar de
haber agotado en unas cuantas horas sus específicos atractivos. Posiblemente
muy pocos suicidas habrán llegado como yo a la muerte con tan escasas
ilusiones por aniquilarse. Como si la causa me vomitara más allá de la muerte
misma, en un dominio donde todos los vacíos dieran cabida a las
repugnancias. Ya, ni el miedo. Sólo la sospecha desazonadora de continuar
subsistiendo angustiado, oprimido por la causa.
Quizá mi alma al contacto con la psicoide del hombre de sílex había
envejecido los 50 000 años de ángulo obtuso que él llevaba en la frente
deprimida. De ser así la causa había impreso en mí, como sello en relieve, el
cansancio y la repugnancia de 50 000 años de vida en vecindad con el hombre
de sílex. Con sus supercherías. Con sus hogueras y sus humos. Con sus
humedades viscosas. Con su tarjeta de identidad.
Paré un taxi. Me dejé caer en el asiento con la pesadez del mazo
prehistórico. El chófer me preguntó que adónde me conducía. Él también
tenía su tarjeta de identidad y hasta el mismo vehículo exhibía una matrícula
troquelada.
Me apeé en la avenida Juárez. Soy tan sensible al color que los mil
anuncios eléctricos, gaseosos, hirieron mi retina con sus interminables
parpadeos y me reintegraron a un mínimo bienestar. Pero esta sensación
quedó en seguida disminuida cuando entré en la sala de exposiciones. Al
ponernos en relación con los demás somos nosotros en la medida o grado que
los otros, reflejándonos, nos conceden. Desde luego en cuanto pisé el salón, el
escaso yo que había podido organizarse fue solicitado y dividido por el interés
y la vanidad de los demás. Así tuve que prodigarme, desmenuzándome, en
apretones de manos, en noticias sobre un sinfín de menudencias, en frases de
cortesía que lesionaban mi ya precaria salud espiritual.
Mariscal me abrazó efusivo, me abrazó con la ternura conmovida que
siempre ha tenido para sus cuadros. Nunca hemos estado de acuerdo respecto
a nuestra obra; pero precisamente por esa contradicción, por la actitud
inconciliable que asumimos en arte, mi presencia en la exposición significaba
para él un reconocimiento generoso («sobre todas las discrepancias») de los
méritos de su obra pictórica. Él lo considera así. Yo, no. Yo estaba allí porque
hacía unas horas me movía náufrago del tiempo y del espacio, sin derrotero

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cierto, sin meta, sin puntos cardinales, sin rosa de los vientos. Mis límites eran
los engañosos, ilusorios límites del horizonte en el mar, que se multiplican y
renuevan en la misma superficie y con la misma apariencia. Y mis
referencias, las nubes. No sabía si estaba en nadir o cenit. Y no sabía tampoco
si aquella hora era tal o la ilusión antípoda de mi hora. No podía estar de
acuerdo con la pintura de Mariscal porque no lo estaba con la mía misma, no
obstante ser más profunda, auténtica y trascendental. Pero Mariscal es un
hombre redondo o cuadrado, esférico o cúbico con límites y contenido bien
precisados. Su arte no sobrepasa la persona, ni su ambición va muy allá de los
límites que puede alcanzar con la visual de su inteligencia. Este equilibrio le
da unas proporciones justas del apetecer y del realizar. Y nunca ha pintado un
cuadro que esté más allá de los límites que ha medido y dominado. Por el
contrario, yo siempre estoy un poco más allá de los límites, no sólo de los que
veo claramente, sino de los que vislumbro o intuyo.
Mientras paso revista a las pinturas, Mariscal, que se ha creído en la
obligación de acompañarme, alude a ciertas fórmulas y aplicaciones de color.
Me lo explica con ese gozo íntimo con que se revelan los hallazgos y las
conquistas. Pero yo sé muy bien que Mariscal antes de dar una pincelada la ha
pensado y repensado mil veces. Y no ante el caballete que, como cantera de
las sorpresas, tendría una justificación, sino en la cama. Dalí también lo
piensa todo en la cama, mientras se chupa, el muy sucio, la punta del bigote.
Los dos desconocen esa emoción —no carente de vértigo y de espasmo— de
aplicar espontáneamente el color y ver surgir la creación. Son los imitadores
de la sorpresa por las vías conocidas, viciadas y condicionadas del metier.
Pero Dalí tiene una gracia en la concepción que no posee Mariscal. La gracia
de Dalí llega hasta el chiste. La gracia de Mariscal es manca, es desgracia.
Dalí puede insistir sobre sí mismo hasta hacer el genio. Mariscal, insistiendo,
siempre se queda en los límites.
También está en la exposición Mérida, más ensordecido que nunca ante la
exhibición de empalagosos convencionalismos. Mérida que se encuentra más
allá de los límites, no por eso deja de cultivar un predio periférico. Se
concreta a mantenerse en el mismo sitio, sustentado por el espíritu de pionero
que le anima. Lo malo de ciertos pioneros es que hacen de su punto de partida
una condición de estado y nunca llegan hasta la meta. O nunca la descubren.
Tanto se interesan en el medio que olvidan el fin. Cuando Mérida se cruza
con nosotros divide su boca en dos sonrisas, una de conmiseración para
Mariscal y otra de solidaridad para mí. Aunque Mérida y yo estamos también
en distintos planos y con distintas intenciones, nos entendemos en la

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honestidad de la actitud que adoptamos. Mariscal no es honesto porque le
sobra cuquería. Claro que no es deshonesto, a lo desvergonzado, como lo es
Dalí. Mas porque su deshonestidad tiene también sus límites.
En fin, Mariscal abusa de mi atención confiado en que yo soy cortés,
educado y que al final terminaré por felicitarle. Y sabe que escribiré en el
álbum otra cosa que Esto es una mierda, porque una frase así, por muy justa
que sea, por muy definidora que yo la considere, soy incapaz de pensarla. Las
frases justas —y prohibidas— son las que vienen primero a nuestra mente,
mientras que las otras, no obstante la probada gimnástica de nuestras
hipocresías, resultan difíciles de encontrar. El concepto opuesto a Esto es una
mierda sería Esto es muy bonito pero una tal frase escrita por mí si bien
definiría la repulsión que me producen las pinturas, daría una triste idea de mi
educación. La marquesa de Tresguerras pondría en el álbum: «La exposición
de Jorge Mariscal es muy consoladora y levanta el espíritu patriótico de la
pintura mexicana». Pero la marquesa de Tresguerras tiene acceso con su
autoridad social a palabras como «consoladora» y «patriótico» que a mí,
simple pintor, me están vedadas. A la marquesa de Tresguerras le están
permitidas en arte y literatura una serie de licencias con las que desahoga, sin
comprometerse, su sinceridad. A un violinista judío que le pidió opinión sobre
un concierto, le dijo: «Es magnífico vuestro Stradivarius. Sin omitir, claro
está, la tensión maravillosa del arco en vuestras manos». Y se quedó tan
fresca.
Por fortuna se acercaron a nosotros dos jóvenes, una de ellas muy chic,
con una naricilla graciosa y respingada, una boca de hermoso dibujo y unos
ojos negros, húmedos, que brillaban con una luz de admiración. Mariscal me
presentó a las dos mujeres y en seguida comenzaron a charlar, haciendo caso
omiso de mi presencia. Mariscal se engolosinó con la joven hermosa. Yo me
separé unos pasos con la intención de liberarme, pero Mariscal me retuvo,
pues la joven de ojos negros y húmedos no había reparado durante la
presentación en mi nombre y ahora me miraba, me miraba… Al fin,
sonriendo, me dijo: «Qué coincidencia. Usted es el maestro Cossío». Parecía
que sí, que yo era el maestro Cossío. Pero no acertaba a descubrir la
coincidencia. Y era mayúscula que yo estuviera en la exposición de Mariscal.
Mientras continuaban hablando distraje la mirada entre el público. Vi a
García Maroto, que, como si estuviera temblando la tierra, movía la cabeza
indignado. Al notar que yo sostenía la vista hizo un gesto como diciendo
«Qué asco, qué asco». Procuré mirar a otro lado, pues conozco a Maroto y sé
que si observase en mí una expresión de asentimiento, terminaría por gritarlo.

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Me acerco a Orozco Romero. También Orozco Romero ponía mala cara. No
parecía sino que todos los pintores que allí estábamos, aborreciendo la pintura
de Mariscal, habíamos entrado en la exposición fortuitamente. Pero
comprendo tal concurso, pues sé de lo que es capaz Mariscal en el tesón. Una
y otra vez debe de haber recomendado personalmente la asistencia a la
exposición. Él sabe que la mayoría de los pintores (por lo menos aquellos que
hemos hecho una obra genuina) no se hacen cómplices de su arte, pero a él le
interesa que el mayor número de compañeros de oficio le rodeen. Con esto
mantiene la confusión necesaria para sostener a flote un prestigio superior al
merecido. Gracias a esa habilidad se halla situado, si bien intrusamente, en la
primera línea de los pintores. Y vende. Vende con machaconería.
Pero me encuentro desasosegado. Sé que no podré escaparme sin escribir
unas líneas en el álbum. Lo miro de reojo y veo muchas personas inclinarse
sobre él y dejar estampada la firma. Lo hacen con la petulante generosidad del
que siente que, sin su firma, aquello no tendría sentido, significación ni
mérito. Con su firma renuevan y refrendan el «alto prestigio» de Jorge
Mariscal. Firman como si creyeran que la exposición se organizó
exclusivamente para poner un álbum sobre una mesita y que ese álbum
recibiera su firma. La mayoría de los que estamos allí tenemos un bostezo a
flor de labio, pero nadie se atreve a salir, pues sabemos que la salida se
tomaría por fuga. La intención de fuga se halla tan latente en todos que
ninguno osa denunciarla el primero, por no hacerse el responsable de un acto,
que si bien justificiero, cargaría con el peso de la fuga colectiva. O’Gorman,
tan prolijo en el detalle, tan paciente por la minucia, busca muy circunspecto
atisbos imposibles en Mariscal. La desazón que experimento se convierte ya
en malestar físico. Me parece que mis manos sudan frío, en un principio de
congestión. No puedo digerir el álbum que me espera al acecho como en una
emboscada, para dar una puñalada a mi amor propio, a mi vanidad, a mi
soberbia. Porque mi honestidad pretende ponerse a prueba. No debo olvidar
que lo que yo redacte en el álbum se juzgará a título póstumo. Y nadie me
eximirá de la falsedad que asiente en gracia a mi suicidio. Sin buscarlo voy a
dar donde está García Narezo. Nos abrazamos con nuestros silencios de
siempre. Lo sé, lo veo trabajando metódico e infatigable en su pequeño
estudio, desbordando poéticamente la materia, asociando las más líricas
gamas, invadiendo con su talento alado las zonas más frescas y vírgenes de la
imaginación. José y su pintura me producen una sensación sedante,
reparadora. Nunca la pintura tuvo como en Narezo un acento tan poético. Y
nunca la pintura ha sido menos fósil. Narezo ignora el tiempo, ese monstruo

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que fosiliza la inteligencia. Yo admiro a Narezo porque es mi antípoda.
Estamos en esa geometría cósmica que cuanto más se separan dos puntos más
caminan a su encuentro.
Todo esto va a acabar. Todo tiene su término. Pero fatalmente en el
instante víspera de ese término, yo tendré ante mis ojos el álbum y habré de
escribir mis penúltimas frases, pues las últimas, como ampliaciones
testamentarias, estarán dirigidas a Esteban. Sólo un milagro puede salvarme
de la trampa del álbum. Sólo un milagro. Y el milagro sucedió.
Tengo necesidad de dejar asentado esto; porque si no mi relato se creerá
producto de una locura. En realidad ponerse en contacto con la muerte
produce un estado de existencia lógica que se contradice con lo absurdo del
vivir. Había llegado allí, a la exposición, movido por la inercia, por la
mecánica de mis piernas y no impulsado o incitado por un interés
determinado. Y dentro del conflicto que se establece al tratar de coagular en
un todo real y sensible mi lógica y el absurdo circundante de los demás, me
encontré con la incógnita inexplicable. Durante mi vida nunca me había
topado con Acronisia, y hoy, en un lapso de seis horas, la he conocido y la he
reconocido por segunda vez.
Como los fenómenos no se originan por nuestra voluntad o por nuestro
capricho ni mucho menos por el azar, aunque en principio, y sólo para
entendernos, los creamos originados por los unos o por el otro, yo que estaba
en el Tiempo sin reloj, debo tratar de explicarme la presencia de Acronisia en
ese lugar y en ese momento. Ya no venía acompañada por el miserable-
hombre-señor-caballero. Se encontraba entre la masa de curiosos, de
aficionados, de admiradores de la pintura de Mariscal. Me extraña que en una
fracción de tiempo infinitesimal comprendida desde las 2 de la tarde a las
8.30 de la noche, la hubiera visto dos veces. Era extraño que Acronisia, que
pudo haber nacido 30 siglos antes o después que yo, hubiera nacido en este
siglo. Y viviera ese mismo momento y pisara el mismo suelo que yo pisaba
—para mí ilímite, para ella de 120 metros cuadrados. Ella entró en mi vida —
en mi vida prestada— con una sonrisa, con unas miradas insistentes, con una
huella sutil, volátil de heliotropo.
Y yo la bauticé con un nombre: Acronisia.
Un conocido (¿Cuándo lo conocí, cuál era su nombre?) se acercó a mí y
me puso la mano sobre el hombro. Yo no sé cómo sucedió, pero tras sus
anchas espaldas apareció ella.
—Tengo el gusto de presentarle a Acronisia… Hace tiempo que tenía
interés en conocerle.

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Aquello me pareció lógico. Yo no protesté, ni lancé exclamación alguna,
ni dejé que sobre mi rostro se imprimiera una expresión de asombro. Lo
ilógico en aquel momento sin tiempo ni espacio, sería que Acronisia no se
llamara Acronisia. Lo ilógico sería también que yo me acordase en seguida de
quién era aquel desconocido que me la presentaba. No sentí necesidad ni
curiosidad de formular ninguna pregunta. Antes de que mis labios se
despegaran, ya estábamos en la calle Acronisia y yo, caminando juntos, como
si hiciera tiempo, mucho, muchísimo tiempo, en una época remota, que
Acronisia y yo hubiésemos hecho una cita en algún lugar del planeta.
Caminando en silencio, fui sintiendo que Acronisia estaba vinculada a mí
por una serie de elementos desconocidos, totalmente ignorados de nuestro
sistema psicológico. Esos elementos se denunciaban con un lenguaje de claro
significado pero de borrosos, invisibles o inaudibles signos: un lenguaje sin
palabras. Como si el silencio fuera la revelación y la palabra la ausencia del
sonido y de significado. Así Acronisia irrumpía en mi pensamiento
llenándome el cerebro de resonancias. Eran como sensaciones que tuvieran
contenido ideológico. Yo la iba entendiendo, pero ella, saturada de mí, ya me
había entendido.
¿Pero a qué cosa nos referíamos? No lo sé. Se trataba de un asunto de
vital importancia. Es muy pobre mi capacidad de expresión y no encuentro,
porque no han sido inventadas, las palabras que expliquen más
aproximadamente el significado que en mi intimidad tenían los vocablos
asunto, vital, importancia. Si yo poseyera el idioma de Edmundo Peláez, el
que se quedó abandonado en la Torre de Babel, diría: «Akronisia ka van
zameh’io eukamen bise doh’mexia ankeneh’ia h’y akie enates h’an biatamen
maliten, kuom vin eskapoh’ien». No sé si está bien redactado el párrafo, no sé
si el tiempo del verbo es correcto, pero me excuso a mí mismo dado el
empírico conocimiento que tengo de tan extraña como arcaica lengua.
Siento que el paciente lector de este relato no pueda descifrar el
significado o el sentido de esas palabras. Siento, por lo tanto, que se quede sin
la explicación exacta, casi matemática de aquel entendernos entre Acronisia y
yo. El único medio expedito para la revelación de esa frase sería vivir mi
propia experiencia de suicida, pero, si realmente no se siente vocación, creo
que no merece la pena.
Acronisia tenía un mensaje de siglos que revelarme. No se crea que soy
vanidoso. A todos nos aguarda un mensaje de siglos. Lo que sucede es que
pocos tienen la coincidencia de encontrar su Acronisia. Si el ajuste de la cita
no es infinitesimalmente matemático, la Acronisia de cada cual puede

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adelantarse o atrasarse cientos de años. Por fortuna, yo la había encontrado a
mi hora. Estuve en un tris de adelantarme a Acronisia. Otro, en mi lugar, se
sentiría vanidoso. Yo no. Nunca lo había sido ni con mi inteligencia ni con mi
arte. Sabía, de tiempo atrás, que mi inteligencia y las obras que ella producía,
eran bienes adquiridos y usufructuados en préstamo. Sabía también que con
una conducta limpia y una obra o acción valiosas había que reintegrar, sin
merma ni demérito, si no acrecentado en valores, el caudal total que se recibe.
Cuando uno sabe así que es tanto casa de alquiler como inquilino, la vanidad
es imposible. Puede haber una vanidad que más que tal es afirmación del yo
ante la incomprensión de los demás. Un modo de hacer conocer —
ostentándolo— el justo lugar en que a uno lo han colocado y ocupa.
El mensaje de Acronisia me era bien conocido y en lengua prebabélica
decía: «Detembor multux dorika». Lo que quiere decir: «Levanta o levantarás
la columna dórica».
Yo sabía el significado. Sabía por qué el mensaje tenía precisamente
aquellas palabras conteniendo tal mandato. Pero yo me sentía sin fuerzas,
infinitamente perezoso para levantar la columna dórica. Tal resistencia pasiva,
tal oposición y desgana puse al mensaje de Acronisia, que sentí como una
interferencia de ondas y dejé de sentir las sensaciones explicativas —de
entendimiento— de que me inundaba Acronisia. En realidad el Enemigo
número 1, el Dillinger privado de mi vida, era la Columna Dórica. Y tendría
que escribir un libro para dar una idea clara de lo que la Columna Dórica
significaba. No tenía humor para ello ni, mucho menos, tiempo. Acronisia,
siendo puntual, había llegado retrasada a la cita. La puntualidad pertenecía a
la lógica de mi muerte; el retraso, a lo absurdo de mi vida. Es muy difícil, lo
reconozco, hacer citas a tan largo plazo sin caer en un error.
Acronisia me dijo que tenía hambre. Así, hambre, sin eufemismo, tan
fisiológica como dramáticamente. Y entramos en un restaurante. No necesito
decir cuál fue, pues no es necesario. Desde hace algunas horas, desde hoy en
la mañana, nada es necesario sino aquello que, sin serlo, se hace imperioso.
Los que crean que Acronisia es un ser fantástico y que algo o mucho tenía
que ver con el karma, el cuerpo astral o cualquiera de esas representaciones
más o menos explicables con que encubrimos nuestra elemental y justa
cobardía ante la muerte, se sentirán defraudados. Porque Acronisia sentía
hambre. No era tampoco un símbolo. Era una mujer de (carne y) hueso. Lo
que la hacía aparecer como un ser extraordinario era su coincidencia. Éste es
un relato para coincidentes e iniciados y lo entenderán sólo los que tienen, en
potencia, vocación de suicidas. Y no hay nada esotérico en él, sino cosas

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diáfanas para el que con mayor o menor intensidad ha sentido la presión de la
causa. (Razón de la sinrazón, decía en su retórica Don Quijote).
Acronisia en este restaurante no era la hembra-mujer-dama que me había
parecido horas antes. Ahora era el ser-angustia-mensaje-muerte que ondulaba
en mi cerebro con las palabras prebabélicas: «Detembor multux dorika». Y
pongo la K no para despistar, sino porque es más plástica que la C. La C es
una letra pretenciosa que trata de imitar una curva femenina, y, ante la
plasticidad de una curva bien hecha con carne o pintura, la C, plásticamente,
es una ambición tan exorbitada como fallida. Éstas son las únicas
obscenidades que me son permitidas. El amor por Sonia me dejó menguado e
inhibido para darle demasiada preponderancia a lo sexual. Aquí, en donde me
encuentro, a dos pasos del límite, lo sexual no cuenta. Cuenta quizá lo integral
o lo hermafrodita. Por eso Acronisia (en inteligencia) es el sexo de mi sexo, la
incorporación del ser sexual a sí mismo. Los amantes, que siempre son muy
cursis en sus expresiones, dicen eufemísticamente: Dos corazones latiendo al
unísono. En ecuación aritmética sería 1 más 1 igual a Uno. En la vida es igual
a dos. Pero en la vida aun las ciencias exactas son lo absurdo llevado a lo
convencional. Aceptamos a priori que 1 más 1 es igual a 2 y nos quedamos
tan tranquilos creyendo de buena fe que el convencionalismo 2 es un
guarismo que resulta de la suma de 1 más 1. El pedante de Peláez diría que
número es el guarismo que representa la cifra. Claro que es un camelo. Pero
en honor a Peláez, reconozco que para estructurar un camelo de tal
envergadura como ése —no le pide nada al de 1 más 1 es igual a 2— se
necesita inteligencia. Y no mediana.
Acronisia, en lo mental es mi sexo. Ahora lo sé. Hace siete horas al
conocerla por primera vez, tuve un cierto presentimiento sexual al respecto.
Su mensaje: «Levanta la Columna Dórica» me revela la clave del
entendimiento.
—Está exquisito —me dijo Acronisia refiriéndose a la ración de pollo que
cortaba con sus blancos, simétricos, marfilíneos incisivos.
¿Quién era Acronisia? ¿De dónde venía? ¿Cómo había llegado hasta mí?
Eso de que Acronisia es (era) mi sexo, es una verdad relativa, pues no podía
concretar si pertenecía a la vida o a la muerte. Pero Acronisia estaba frente a
mí, viviente y comiente.
Las tres preguntas volvieron a acudir a mi mente con tal reiteración e
insistencia que parecían exigir una contestación inmediata. Me quedé viendo
a Acronisia cuyos ojos azules, acerados —hasta entonces había creído que
eran negros— me miraban con una abertura de f-1.5.

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—¿Te acuerdas? —me dijo con una sonrisa de coral extraído del mar.
—¿De qué?
—Toledo…
—¿Toledo? —interrogué no muy seguro del nombre ni del lugar…
—Sí, Toledo —afirmó Acronisia.
Y de pronto sus ojos se diafragmaron en f-22. Supongo que se le debió
oscurecer todo. Supongo que debió entrar en la noche. Y tras una pausa
agregó:
—Acuérdate de esta fecha…
Quise resistirme. No sé por qué Acronisia había mencionado aquella
fecha. No sé tampoco lo que se proponía Acronisia. Y quise oponerme como
si los números que integraban aquel año me fueran agresivos, repugnantes.
Desde ese momento el año comenzó a danzar en mi mente. Y los números
parecían fosforecidos o ardientes. Ya no era una fecha que resonaba en mis
oídos, sino que salía bien clara de mi memoria. Por primera vez me sentí
ligado a un pasado anterior a mi propia vida; a un pasado que yo no quería, no
debía recordar.
—Toledoth, Toledoth, Toledoth… —musitó débilmente Acronisia.
Aquellas palabras se introdujeron en mis oídos y enroscándose en el
tímpano a modo de un tornillo sin fin, me herían y me martirizaban, como si
la punción llegara hasta los sesos. Quise mirar a Acronisia y el dolor puso un
velo entre los dos; quise tocarla, agarrarle la mano, y el vértigo puso un
abismo entre los dos; quise hablarle, suplicarle, y el silencio puso un aire frío,
denso, casi corpóreo entre los dos. Hice el último esfuerzo por no gritar y, al
fin, pude decir las palabras que, contra mi repugnancia, me aliviaron. Y en el
mismo tono con que Acronisia había invocado Toledoth, murmuré, dejando
caer la cabeza sobre el pecho:
—Generaciones… Generaciones… Generaciones…
Y yo veía el mapa de la región ibérica y veía más: A la misma distancia
que esta Nove de Palestina, estaba la española Noves de Toledo, y a la misma
distancia que de Palestina está Ascalón, estaba la española Escalona de
Toledo; y a la misma distancia que de Palestina está Yope, estaba la española
Yepes de Toledo.
Todo esto veía y veía más. Pero el corazón estaba oprimido por la congoja
como si en él resucitara en carne viva, en llaga sangrante, un antiguo pecado
todavía no expiado.
Y un judío, un árabe y un visigodo jugaban al cubilete sobre el último
pedazo de la vestidura de Jesús. Y allí estaban de testigos Juan, el divino, y

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Ashaverus, el impío. Y los dos con un ojo al gato y otro al garabato. Y el
garabato era yo. Y me miraban y me sonreían al modo antiguo, como lo había
hecho Acronisia. Y siempre del cubilete salían reyes. Poker de reyes. Y una
reina. Reyes góticos, barbudos y violentos como los reyes de la baraja. Y una
reina. Y el moro miraba a la luna después de escupir al perro judío y tiraba del
cubilete. Y los dados nunca se quedaban quietos. Como si tuvieran azogue. Y
el visigodo, después de maldecir al perro árabe y al perro judío, se persignaba,
y tiraba del cubilete. Y los dados nunca se quedaban quietos. Como si
tuvieran flama. Y el judío después de bendecir al perro árabe y al perro
cristiano, tiraba del cubilete. Y los dados se quedaban quietos. Como si no
fueran, que eran, de hueso. Y en las caras de los dados aparecían los reyes
góticos de baraja: hechizados, torvos, sanguinarios y siempre putañeros. Y
una reina. Mientras, Ashaverus y Juan atentos al gato y al garabato. Y me
miraban a mí, que yo era el garabato.
Aquel juego del cubilete parecía eterno. Y siempre igual. Siempre ganaba
el judío con sus dados sin vida, con sus reyes góticos de naipe.
—¡Alá!
—¡Jehová!
—¡Cristo!
«Todo sea por el amor de Dios», contestaba la beata curiosa. Ashaverus y
Juan cambiaron una mirada de inteligencia. Y esperaron. Los dos esperaron
astuta y angélicamente. El visigodo desenvainó la espada, grande y
resplandeciente como una cruz. El moro recogió el cubilete y se lo dio a la
beata. Y el judío se quedó con los cinco dados que eran cuatro reyes y una
reina. El árabe doblegó la cabeza con una expresión de melancolía. El judío
sonrió complacido. El visigodo volvió a envainar la espada con un ademán
bárbaro.
Y el Zocodover se quedó solo. Yo seguí como una sombra a las sombras
de aquellos dos. Y Juan le dijo a Ashaverus:
—Despertarás mañana…
—Quizá… Mañana es el siglo XV. Es mi siglo, Juan.
Amanecía. La luna morisca declinaba en aquella noche clave de España.
Tres hombres habían jugado el destino de tres civilizaciones, de tres razas, a
los dados. El árabe se quedó con el cubilete; el judío con los cinco reyes; el
visigodo con el rencor y la espada. Y allí se quedó la vestidura.
Yo, que lo vi, no levanté la vestidura.
Pero yo no sabía que era la Vestidura.
Desde entonces, ando descalzo de un pie.

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Aquella madrugada, allí se quedaron quietos, a la vuelta de la esquina,
como pétreas figuras en el quicio, las sombras de Juan y Ashaverus. Vino el
sol de la mañana, el que se calcinaba en mediodía; vino el sol dorado,
gasificado de púrpuras, del atardecer. Y villanos y señores, infieles y
cristianos eran como un flujo y reflujo humano, como una marejada mística y
bárbara en el Zocodover. Las sombras figuradas de Juan y Ashaverus seguían
inmóviles, a la vuelta de la esquina de la casa del que fue poderoso mercader
de marfiles y platas, Alí el Viejo. Hachones, cirios, candilejas de aceite,
fuegos fatuos y luces mágicas hacináronse en la plaza para hacer más
fuliginosa la noche de la herejía y del milagro.
Yo estaba por el Breviario Gálico.
Yo era bárbaro.
Y los muzárabes estaban por el Breviario Toledano.
El rey y la reina, el señorío; los que habían llegado a Toledo y hecho de la
ciudad avanzada del Cristianismo, estaban como yo por el Breviario Gálico.
Y llegaron el hombre del manto y el hombre de la casulla. Y llegaron los
señores que servían a los dos príncipes. Y el griterío y la blasfemia hacían
más densa la noche.
Ardía la hoguera con extraño crepitar de angustias y de siglos. Yo sentía
en mi pecho el crepitar de la hoguera. Y Juan y Ashaverus, dormidos,
descuidados, permanecían erectos, pétreos en el quicio, a la vuelta de la
esquina de la casa del Moro, en la calle que baja hacia la Acequia de Muza…
La hoguera ardía, ardía, y a una señal del hombre del manto, y tras el signo de
la cruz que sobre las llamas hizo el hombre de la casulla, se echaron a la
hoguera el Breviario Muzárabe y el Breviario Romano. Y el miedo de todos
los pechos cerró todas las bocas.
¡Yo lo vi, yo lo vi, yo lo vi!
Ardió, en las cuatro orillas, el Breviario Gálico. Y quedó incólume el
Breviario Muzárabe. ¡Santa María del Cielo, Santa María del Cielo! ¡Milagro,
milagro, milagro!
¡Cómo ardía el Breviario nuevo, el gálico, el romano! E incombustible,
sostenido por raras magias, se mantenía el Breviario Muzárabe.
Pero el godo perdidoso tenía a medio desenvainar la espada.
¡Yo lo oí, yo lo oí, yo lo oí!
Que dicen que dijo el rey Don Alfonso, el Sexto:
—Pues que por malignas artes mágicas el Breviario en que nos tenemos
inclinado nuestro corazón y nuestra espada al servicio del muy paciente Señor
Jesucristo, consumióle el fuego, somos en mandar en buen oficio de la

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Cristiandad que el Breviario Muzárabe, el de los siete siglos, sea el rito de las
siete iglesias muzárabes, y que el gálico sea desagraviado y puesto en rito en
el resto de las iglesias cristianas. Siete veces siete, cuarenta y nueve: Cuarenta
y nueve breviarios romanos habrá en Toledo. Nos, el Rey.
Y cuando la orden era pregonada, cuando aun las hogueras eran ascua de
sellos…
¡Yo lo vi, yo lo vi, yo lo vi!
La Santísima Virgen María bajó por segunda vez al mundo acompañada
de San Ildefonso. Y los dos, sosteniéndose en el aire, a una vara escasa de las
ascuas rescataron con sus manos el Breviario Romano. Y dicen que se rasgó
una hoja del Talmud que estaba en la Sinagoga. Y dicen más, que el alminar
se cuarteó de arriba abajo. Y que Cohen dio la espalda a Alí. Y que así
permanecieron hasta que el Cid los separó con la Tizona.
¡Yo lo vi, yo lo vi, yo lo vi!
Y desde entonces mis ojos quedaron ciegos. Y a tientas, guiado por el
instinto, abandoné el Zocodover. Debí llegar al palacio de Malva, pues oí salir
de su interior voces y músicas de fiesta. Y llegué a la vuelta de la esquina,
porque alguien —luego supe que había sido Juan— tocó mis ojos y la luz
volvió a ellos. Y Ashaverus, que no era de piedra, me preguntó:
—¿Qué viste?
—A la Santísima Madre de Dios.
—Olvídalo —me respondió—. Fue magia, simonía.
—Ganó Pablo —musitó Juan.
—Ganó San Pablo —afirmé yo.
Y a la pálida luz de aquella noche, hecha con residuos de estrellas y
resplandores de hoguera, vi que los labios de los dos judíos se descosían en
una sonrisa de triunfo en la boca de Juan, de desprecio en la boca de
Ashaverus. Y eran dos bocas como sellos de lacre.
Huí, huí tratando de perder de vista a Ashaverus. Pero en todas las
esquinas de la ciudad me encontraba, como multiplicado, al judío de los
dados: cuatro reyes y una reina. La reina que habría de venir, la ecuménica y
católica, la que hiciera el Mundo redondo; la que humillaría la luna morisca,
para, en cuarto de alfanje, ponerla a los pies de la Purísima.
Y allá, en lo más hondo de mí mismo, en lo más escondido, en ese lugar
donde se confunden la débil luz del nacimiento y la penumbra de la muerte,
donde el tiempo no es tiempo, sino continuidad sin término, círculo en espiral,
tornillo sin fin de nuestra existencia, me quedaba como un sentimiento de
angustia, de error, de pecado: la vestidura de Cristo abandonada en la plaza.

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Acronisia me miraba con una expresión quieta, indiferente. Quise
preguntarle por qué no había encontrado la columna dórica. Me dijo que
insistiera. Pero, francamente, no me encontraba de humor para volver a
peregrinar sobre mi pasado. Las cosas más absurdas tienen un secreto sentido
lógico. Pensé que la búsqueda de la columna dórica no me llevaría a Roma ni
a Grecia ni al Asia Menor. Pensé, no sé por qué, en el Pánuco. Sí, en ese río.
No debía estar errado pues Acronisia sonrió asintiendo. Pero no quise
investigar. ¿Para qué? Mi vida se precipitaba a su final. No merecía la pena.
—Tuo ekidih’ia ekidix vel enox falonh’e detembore multux dorika.
—Sí —le respondí—, pero tengo mucho sueño.
—Traes contigo la fatiga de aquella noche del 24 de abril que no
dormiste. Tú siempre tendrás sueño.
—No lo creas. Dentro de unas horas descansaré… y definitivamente.
Y Acronisia, como si estuviera en el secreto de mi determinación, sonrió
benévola. Luego dijo:
—Tu peregrinación todavía no ha concluido. Pero aún nos queda vino en
las copas. Reconozco que soy una bebedora ventajosa, pues toda materia que
entra en mi organismo se volatiza en una combustión química absoluta,
mientras que tú debes digerirla, asimilarla y eliminar lo inútil en feos y
vergonzosos residuos por el complicado y maravilloso sistema orgánico de
los mortales. Sin embargo, es deprimente. Tu espíritu, tu genio, tu obra se
asientan en un fardo intestinal que es almacén de inmundicias. Es un estigma,
lo comprendo. Antes de vivir en esas condiciones, preferiría no existir. Sólo el
místico se olvida del cuerpo y de la miseria del cuerpo. Este olvido es un
rescate de su espíritu y un premio a su virtud. Pero esto supone renunciar al
regalo y al goce del cuerpo. Y los goces han de ser muy seductores y
satisfactorios ¿verdad? Sí, tras el placer te ves obligado a pagar con tu propia
vergüenza el tributo de la inmundicia. Y es una ley orgánica, vital, de la que
nadie se escapa: ni el príncipe ni el sacerdote ni el poeta. Ni la mujer ni el
niño. Ni la virtud ni el pecado. Sólo que el pecado hace más ostensible la
porquería y por tanto más intensa e insoportable la vergüenza. Pero ¡ea! no
me tomes por una moralista, ni te deprimas de tal modo. Al fin y al cabo
imperfecto, tarado, falible, tú has hecho las cosas lo mejor que has podido. No
te desazones. Consuélete el saber que la mayoría de tus congéneres viven
ulcerados y felices en el estiércol. Y los hay tan contumaces que lo llevan
unos en el corazón y otros en el cerebro.
Y tras una pausa, Acronisia mirándome fijamente insistió:

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—Bien. Es inútil que te hable. Tú debes peregrinar todavía. Cierra los ojos
y déjate conducir. Tienes que purgar tu segunda negación…
Y de pronto volvieron a danzar en mi mente, por una vez más, los
números fosforecidos de fechas extrañas. En seguida me vi descalzo no de un
pie, sino de los dos. Y sentíme en un vértigo de espiral que hacía la noche, la
noche del Anáhuac, más bóveda que todas las noches. Las pirámides de
Teotihuacán parecían rotar como astros. Y la luz de la luna se cristalizaba en
las aristas fulgurantes de las pirámides.
¡Qué quietud y qué misterio! Y al pie del teocali, los tres fantasmones.
Los poderosos, sabios, místicos fantasmones. Sin conocerlos, yo los
distinguía bien. Uno, el del manto imperial, ocupaba la silla de cedro, jade y
piel de venado. En sus ojos perdíase una débil luz de esperanza, mientras que
en los labios se retorcía agonizante una sonrisa pálida. Su nariz de cartílagos
eréctiles, venteadora de los frutos carnales, ponía un gesto felino a su rostro.
Los orfebres zapotecas habían cincelado las joyas que le envolvían los brazos,
y los dos soles con el signo imperial que pendían de sus orejas, brillaban
como dos escamas de luz. A su diestra, el fantasmón del sayo, erguido y
hierático, con todo el abismo de su alma en la epidermis, con crispaduras de
un ascetismo cruel que daba a su rostro de jeroglífico una expresión de ídolo.
Y a la siniestra, el fantasmón de la flecha, con músculos apretados de héroe,
con dos lentejuelas de brasa en los ojos, de mueca osada, con oros al pecho
que proclamaban su jerarquía. Y detrás de la tercia de la prerrogativa, del
alarido y del oráculo, los príncipes anfitriones, los dignatarios y los
Caballeros Águila y los Caballeros Tigre… Y la luna, licuada, estrellándose
en las aristas de las pirámides. El rostro de Quetzalcóatl, oculto tras el abanico
de las siete plumas. Y a espalda de los del privilegio, la caterva de ancianos,
astrólogos, nigromantes, hechiceros.
Nadie hablaba. Sólo los teponaxtles se dejan oír espesos, negros como
ondas de chapopote. Allá, en lo más alto de la pirámide, la silueta erecta y
rígida del arúspice semejaba un pequeño altorrelieve despegado del prolijo,
barroco labrado del templo.
Pero ¿quién era yo? Estando entre los míos, me sentía extraño.
Sabiéndome humilde, me veía importante. ¿No fueron las doncellas de
Tlacopan las que lavaron y perfumaron mis pies? ¿Y ellas, ellas mismas, hijas
de príncipes, no habían ungido y acariciado mi pecho, mis brazos, mis
piernas? Además ¿no colgaba de mi cuello el pectoral con el signo de la
elocuencia?

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Yo estaba entre los prisioneros destinados al sacrificio. Éramos 52 en dos
filas de 26, dispuestos en hemiciclo ante los tres fantasmones. Y 26
macehuales cuidaban con plumas y látigos que nada impuro nos tocara. Solos,
con los pies desnudos sobre la tierra madre. Y una corriente de mágicas
precipitaciones subía de la tierra hasta nuestra cabeza. Vibrábamos con
extrañas impaciencias.
De pronto, en lo alto del teocali se encendieron varios hachones. Un
estremecimiento apenas perceptible recorrió por nuestras dos filas de 52
hombres. Ante aquellas luces tuvimos la revelación de nuestro destino.
Llegaríamos a la plataforma superior del teocali, y dos novicios nos pondrían
en medio del ara sobre la piedra circular de los sacrificios. El sacerdote haría
limpia y brevemente la operación ritual. Sangre con luz de luna. Sí, yo era un
prisionero distinguido.
Poco a poco comenzamos a subir las gradas del templo. Allí estábamos
nobles y guerreros de todos los rumbos del Anáhuac; pero todos, como si
fuéramos una misma conciencia, sentíamos un secreto orgullo de ser
ofrendados al más poderoso e implacable de nuestros dioses: al hemófago
Huitzilopoxtli.
Sí, yo estaba en la segunda plataforma. Y aquel corazón que momentos
después sería ofrendado al dios, comenzó a latir con medrosa incontinencia a
la vez que en mi cuerpo se filtraba con la luz de la luna un cobarde y triste
sentimiento. ¿Por qué, por qué me acordé entonces de Maxetli, de aquella
cuyas axilas olían a resina de ocote, la que en su aliento tenía el perfume del
xtabentún, la flor que nos vendían los ricos mercaderes del Mayab? ¿Por qué
el recuerdo de su mirada, con húmedos candores de venado, veló mis ojos?
¿Por qué el recuerdo de sus labios con pulpa y dulzura de mamey amargó mi
boca? ¿Por qué el recuerdo de sus piernas más flexibles que las cañas de
Oaxtepec, puso temblor en mis manos? ¡Oh Maxetli, Maxetli que hacías
cantar al río y dorabas la tarde!
Y yo daba un paso y otro paso y cada paso percutía, y no los teponaxtles,
en mi corazón. Y sentí que las fuerzas flaqueaban, que los miembros
debilitábanse y que todo yo desfallecía como carne marchita e impura de
mujerzuela. Y que el monstruo de la cobardía invadía mi ser. Y eso me
pasaba a mí, a mí que había nacido de padres preclaros; a mí, honrado con el
pectoral de la elocuencia; a mí, que sabía el secreto del trébol de las cuatro
hojas…
Pero llegó la hora negra. Llegó la nube espesa que oscurece la conciencia.
Y no sé de dónde saqué aquella fuerza dañina que puso mi brazo en alto. Yo,

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entre los 52, era el único que tenía erguida la mano.
Y fui conducido hasta el hombre del manto, el que se sienta en la silla de
cedro, jade y piel de venado. Me postré a sus pies, cogí polvo de la tierra que
llevé hasta mi frente y con la cabeza baja esperé. Al cabo de unos instantes el
hombre del manto me dio la licencia para que me levantara. Y fue así que vi
frente a frente el rostro del señor más poderoso del Anáhuac.
—¿Qué miras?
—Veo, señor, lo gentil de vuestro porte.
—No te hice llamar para oír tus lisonjas. Dime quién eres.
—Hijo soy de padres muy nobles que ahora me lloran. Mi padre es
entendido en ciencia antigua, que de abuelos a nietos se ha transmitido en el
transcurso de los ciclos…
—Y bien. ¿Qué has oído a tu padre? ¿Qué sabéis de él y tú de esos
extranjeros, dioses o demonios, que llegan del mar?
—Sé que la mar que los vomitó, los tragará antes de que pisen la tierra
que pisa tu más lejano correo.
—¿Cuándo?
—A tres cuartos de luna.
El emperador miró al hombre del sayo. Éste me intimidó con una mirada
dura, agresiva, como si hubiera descubierto la patraña. El poderoso del
Anáhuac murmuró para consigo mismo:
—Nuestros dioses están sordos…
—Nuestro cielo está despoblado de dioses —agregué.
—¿Qué dices? —inquirió el emperador.
—Señor, no le hagáis caso ¡blasfema! —exclamó el Gran Sacerdote.
Y alentado por el recuerdo de Maxetli, continué:
—Digo que el cielo del Anáhuac está vacío. Que vuestros dioses y los
míos viajeros son por otros cielos, que han de ir a castigar con sus iras y a
premiar con sus dones a los hombres de otras tierras. Y que hasta el tercer
cuarto de luna no regresarán.
El Gran Sacerdote me miraba con el ojo agresivo de su impotencia. Yo
sabía que todas las preguntas que había hecho a los dioses habían quedado sin
respuesta. El oráculo se negaba. Yo entonces podía hablar, porque el silencio
era del sacerdote, la palabra mía y el signo de la elocuencia brillaba en mi
pectoral.
—¿De dónde eres? —me preguntó el emperador.
—De Tlaxcala, señor.

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El emperador tomó de uno de los consejeros una bolsa y extrajo de ella un
sello. Lo arrojó a mis pies.
—¡Vete!
Cogí el sello de fina cerámica con el signo de Moctezuma el Señor y me
lo até junto al pectoral. Con ese sello de vigencia para una lunación, podría
recorrer seguro la extensión del reino mexica que hacía frontera con el reino
de Tlaxcala. Tenía la seguridad de llegar sano y salvo hasta la presencia de
Maxetli, la que recita los poemas de Netzahualcóyotl.
Salí furtivamente. Dejé atrás Teotihuacán, la ciudad sagrada, pero la luna
me vigilaba con mi propia sombra.
Andaba, corría, saltaba, sorteaba el agua y no me atrevía a volver el
rostro. En mis oídos creía oír extrañas palabras de condenación. Y la luna me
decía:
—Corre, corre, agorero vendido, falso profeta, corre, corre…
Y reían los árboles. Y reían también los niños que salían de sus casas con
las primeras luces inaugurales del día. Y tres arqueros me apuntaron las
flechas de pedernal al pecho. Les mostré el sello y me dejaron seguir, pero
escupieron la tierra maldita en que había posado mis pies desnudos. Era el
sello del emperador el que me guardaba la vida y eran mis ojos los que
denunciaban la traición. Estos ojos que ya no resistirían la mirada de mi
padre.
Pero cuando, la luna oculta, el sol señoreó sobre los volcanes, caí rendido.
La hora negra estaba ya en mi sangre y mis carnes ardían en la estuosidad de
la fiebre.
Muchos días con sus noches pasé entre la vida y la muerte, atendido por
unos rústicos. La falsa profecía había envenenado mi sangre. Y cuando la
fiebre huyó, la hora negra continuó conmigo. Todo el valle ilímite ardía en
impaciencias y recelos. Una ola de pavor lo recorría estremeciéndolo como un
sismo de un rumbo a otro.
Yo quería morir, desaparecer, confundirme en el caos original, cuando los
elementos aún no tenían los cuatro nombres. Pero antes deseaba ver a
Maxetli. Quería sentir la tersura de sus manos, ver la humedad de sus ojos,
respirar la brisa de su aliento, quemarme en el fuego de su vientre. No habría
esponsales, pero sí posesión arrebatada. La hora negra corría por mi sangre.
Me detuve antes de entrar en la ciudad para lavarme en una fuente
rodeada de ahuehuetes milenarios, y allí, al verme en las aguas sufrí la
alucinación de que uno de mis ojos, de luz turbia, se extraviaba. También mi
mano izquierda, la del corazón, quedaba manchada con la sombra de la hora

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negra. Seguí el camino y antes de entrar en la ciudad, una vieja —sombra
testimonial de la tragedia— me llamó por mi nombre:
—Y tú, que pareces ser Tlámoch, ¿adónde vas?
—Voy en busca de mi prometida, de Maxetli, la más casta de las
doncellas, la que…
La vieja me interrumpió con un gesto:
—Bien se comprende que esa mancha en el ojo no te deja ver lo que pasa.
¿No has visto las cenizas? ¿No has encontrado la ruina y la muerte a tu paso?
¿De dónde vienes, Tlámoch, que no topaste con los hombres blancos?
Dejé a la vieja y corrí. Entré en la ciudad. Un silencio de muerte se
posesionaba de ella con las luces del atardecer. Las casas destruidas,
incendiadas, acribilladas por la violencia. Las calles removidas, dejaban ver
entre la tierra miembros humanos insepultos. Un hedor repulsivo y penetrante
se escapaba de muchos lugares señalando a los cacomixtles dónde estaba su
presa. La ciudad, después de haber padecido el asedio y el asalto, había sido
abandonada. ¿Dónde de mis padres? ¿Dónde de Maxetli? ¡¡Maxetliii!!
¡¡¡Maxetliii!!!
La sangre, la piedra, la columna de humo. Y el vacío más vacío que
nunca, sin los rumores del agua, sin el susurro del bosque, sin el aleteo de los
pájaros. En la plaza, las mismas huellas de violencia. Y donde Maxetli fue
coronada con las flores de Xóchitl, en la piedra de los cuatro ríos sobre los
que se agitan los cuatro elementos, un signo cruel: la cruz, dos líneas
cruzadas. ¿No debía yo, aprendiz e hijo de sabio, descifrarlas como un signo
de discordia? ¿Por qué una línea cortaba a la otra? ¿Es que los demonios
blancos, desencadenados por mi blasfemia, dividirían nuestras tierras,
nuestros reinos, al poderoso Anáhuac, con una cruz?
Quería huir de las ruinas que me acusaban, pero la noche se anticipaba a
mis deseos envolviéndolas en sombras protectoras. Di unos pasos, no sé
cuántos, ni en qué rumbo, pero vime frente a frente en el quicio de una puerta
ante una figura de apariencia humana. ¿Acaso Quetzalcóatl? Parecía de piedra
labrada, sobre la cantera de la puerta. La miré y antojóse a mi ojo bueno, sin
tacha, que me sonreía.
—¿Adónde vas, Tlámoch?
Sentí como si los pies se pegaran a la tierra, mas venciendo mis temores
giré poco a poco hasta enfrentarme con él.
—¿Quién eres tú que me llamas y sabes mi nombre? ¡Oh, desconocido!,
¿no ves la mancha de la infamia en mi ojo?
—Yo soy Juan. ¿No te acuerdas de mí?

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Juan. Extraño nombre. No, no me acordaba de él. Y sin embargo, al
recibir la dulzura de su mirada me pareció que antes, en un tiempo de siglos,
yo había visto a ese hombre. ¡Pero qué extraña indumentaria! ¿Acaso
acompañaba a los diablos blancos, a los demonios de Castilla? Pero ¿cómo
hablaba mi misma lengua?
—H’oan… —murmuré.
Y él de no sé dónde sacó un huarache de cuero fino y pulido y lo arrojó a
mis pies.
—Anda, ponte la sandalia.
—¿Y para el otro pie?
—Tú siempre andarás descalzo de un pie. ¿Ya lo has olvidado?
—Veo que tú también eres elocuente y sabio —le dije.
Sonrió sin decir palabra. Luego movió los labios y aunque no percibí su
voz comprendí el secreto sentido de las palabras no dichas. Me acerqué a él
con intención de tocarle el manto azul.
—No, no me toques. Mira al centro de la plaza. ¿Qué ves?
—Nada —le respondí.
Entonces fue él, Juan, quien extendió la mano. Y puso sus dedos sobre el
párpado que ocultaba la mancha infamante.
—Ahora tu ojo está sano.
Y mojando en saliva el dedo índice me la untó en la frente con las dos
líneas de la discordia que desde entonces habría de ser de amor: la cruz.
Y me vi limpio de mis pecados. Y olvidé a Maxetli. Y sólo me acordaba
de Aquel a quien no había visto.
Juan cogió el pectoral que colgaba de mi cuello y tras de arrancarlo lo
arrojó lejos de nosotros. Y yo no temblé ni me sentí indigno.
—¿Y cómo me llamaré, H’oan?
—En lo sucesivo como yo y como tú: Juan Tlámoch. Y bendigo la obra
que saldrá de tus manos. Tú serás constructor de templos.
No le entendí qué quería decir.
—¿Ves dónde cayó el pectoral con el signo malo de la falsa elocuencia?
En ese mismo lugar ordenarás con las piedras del teocali los cimientos para el
templo del Señor. Te casarás y tendrás un hijo. Y tu mujer te ayudará en la
faena. Durará muchos años tu trabajo, pero no lo concluirás. Uno de los tuyos
te abatirá por traidor. Clavará una flecha en tu costado. Y serás martirizado.
Pero otros hombres con cruz y sin espada, con palabra evangélica en los
labios, vendrán y terminarán tu obra, y la llamarán en nuestro honor, Iglesia
de San Juan de Tlamochtico.

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Y tras un silencio nuevo, como si aquella noche dividiera los siglos, dijo
el más bello y joven de los hombres, el que calzó mi pie y me curó la tacha:
—Anda, duerme tranquilo, mañana comenzarás tu faena. Yo me voy.
Presiento que en Tenochtitlán, los de Castilla volverán a dejar tirada la
Vestidura…
Y se fue, se fue dejando una luz a su paso. Con esa luz yo vi los ojos de
Acronisia que veían mi despertar de siglos. Me puse en pie y con un tono que
supongo debió ser parecido al de un condenado a muerte, le consulté:
—¿Nos vamos?
—¿Tan pronto? —replicó ella—. Todavía queda vino en las copas.
Además no será lo que tú crees. Si así fuera todo sería muy fácil. Bastaba con
que cada mortal buscara su Acronisia. Puedes sentirte vanidoso de haberla
encontrado. No te devanes los sesos. ¿No ves que leo en tu pensamiento?
Antes, cuando estaba tu inteligencia más despierta, lo adivinabas y lo intuías
todo. O lo imaginabas. Hasta interpretabas mis secretos mensajes en lengua
prebabélica… Ahora… ¡Quién sabe! Ni yo misma lo sé. Que tú vivieras hace
800 años en Toledo no es óbice para que vivieras hace 400 en Tlaxcala como
ahora vives en México. No es necesario suponer absurdas reencarnaciones.
Eso me parece estúpido. Morir para volver a nacer, reincidir en la
blasfemia… y morir. En fin, en ese caso tendría que pensar que mi papel sería
por repetido, tan monótono como inútil. Pero tu sangre, heredada de tus
ancestros, sí pudo horrorizarse en Toledo, infamarse y rendimirse en
Anáhuac, arder de impaciencias en México. No, no me preguntes más, porque
lo poco que sé no me es posible revelarlo. La curiosidad maldita, la de Edit de
Lot, te ha llevado al campo de las confusiones donde cada Negación se
disfraza de Verdad. Y tú en la soberbia que engendra la vanidad, has caído en
interpretar a lo diabólico las verdades ocultas. Tú siempre has sentido un
dolor al costado. Cuando eras niño el médico lo diagnosticó como un
reumatismo precoz. Tú, exorbitado en el espiritualismo, te has reído del
médico. Y te has creído un cainita, un luzbélico, y has dictaminado que ese
dolor era la huella física del ala de Luzbel, la que se rompió en la Caída. El
médico con su ciencia y tú con tu simbolismo, los dos en el error. Ese dolor es
la huella que vive en tu sangre del sacrificio de tu ancestro, de Juan Tlámoch.
Y tras una pausa:
—Bien. Se ha hecho tarde y te muestras impaciente. Supongo que tienes
otra cita. Vámonos.
Nos pusimos en pie. Llamé al camarero para pagar la cuenta, pero
Acronisia se anticipó y dejó en las manos del mozo una moneda de oro. El

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camarero abrió los ojos asombrado y con muchas reverencias nos acompañó a
la puerta.
—Sucede con frecuencia que siempre encuentro en muchas manos rígidas
por la muerte, monedas de oro. No sé de qué tiempo son ni qué efigie
soberana perpetúan. Esa que le di al camarero tenía tres o cuatro centurias.
Pero él ha creído que se trataba de un hidalgo. Cuando esta noche contemple
la moneda a solas se quedará perplejo. Los hombres se asombran por nada,
por las cosas más simples. Mi simpatía por ti viene de que no te asustas ni te
sorprendes ante lo que los demás consideran extraordinario, fabuloso o
mágico. Ni te has maravillado con mi presencia. El mago Escamilla, que te
introdujo en la Sombra por artes mágicas, era un blasfemo. Su frecuentación
te ha desposeído del miedo pero también del temor a la Divinidad. La
sabiduría no está en el conocimiento que se adquiere por las vías de la audacia
sino por las de la prudencia. Sé prudente y cree. Despierta a la fe, Pablo.
Acronisia siguió sermoneando. Si Escamilla había sido un blasfemo era
por su blasfemia que yo podía entender a Acronisia. Pero esto significaba una
lucubración metapsíquica demasiado arriesgada, propia para aquel que tuviera
toda una vida por delante. Mis pensamientos eran reclamados por otras
urgencias. No podía olvidar que en mí aún estaba latente el bárbaro visigodo
de Toledo. Que mi corazón bombeaba la sangre del réprobo de Teotihuacán.
Los dos y, aún más, la cadena ininterrumpida de los que les antecedieron y
que los continuaron hasta coincidir en ese pacto azaroso de sangres que
fueron mis padres, el Cossío catalán y la Téllez mexicana, terminaba
conmigo. La obra de los siglos iba a concluir en la obstinada voluntad de
aniquilarme. ¿Quién podía oponerse a esta mi determinación? Si la sabiduría
no estaba en la audacia de la inteligencia sino en la prudencia del corazón,
tampoco la vida estaba en los pergaminos. Todos los papeles de todos los
escribanos, todas las firmas que habían sellado las alianzas de los hombres y
los pactos de la sangre, todos los legajos de la memoria, todo lo que había
sido verdad y mentira en mis generaciones, el pulso y el anhelo, el desmayo y
la fe, la intención y el acto, el galardón y el oprobio, la risa y la lágrima, lo
zoológico y lo anímico, lo ejemplar y lo nefando, todo se pulverizaría ante el
milagro prepotente de una bala 45.
Ésa era la síntesis: el plomo. Y hasta la gota de mercurio se disolvería.
Reí. Y no me conocí en la risa que hacía tiempo había perdido. Miré a mi
lado y sólo vi un vacío, el que dejó Acronisia como la matriz de un modelado.
Acronisia era una burla, una superchería más de las muchas con que la causa
poblaba mi cerebro. La causa no quería que me suicidara, sino que siguiera

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siendo su presa. Y aliada con la cobardía del hombre arcaico, el de la historia
y del mito, resucitaba en mi mente y en mi carne todos los regustos de la vida,
aun los trascendentales de la progenie, de la raza. Castilla, Anáhuac. Dos
altiplanos donde se sustentan los pies de mi alma atlántida. ¿Es por esto que
Sonia, buscadora de huellas imposibles, había topado con el absurdo de mi
yo?
En el Paseo de la Reforma me sentí con esa ignorancia en que se es sin
saber lo que se es. Como en una recreación en que las cosas todavía no son
troqueladas con la palabra. Y se dice mar y se dice estrella y se dice tierra. Y
alcanzamos la estrella y el alma se nos ilumina y las manos se queman, y nos
metemos en el mar y el cuerpo se disuelve y los pies se salifican, y pisamos la
tierra y el corazón deja de latir y los huesos se hacen gelatinosos.
Desde las doce horas meridianas había comenzado a consumirme. A cada
minuto me moría un minuto. Por ello comprendí que la vida era larga, tan
larga como los minutos, que caben en doce horas. Y si uno se encuentra una
taumaturga como Acronisia, tan hábil en los escamoteos de la razón como en
las ampliaciones del tiempo, esas doce horas pueden convertirse en doce
siglos. ¿Quién dijo que la vida era breve?
«La vida es breve, todo mal acaba», escribió un día, muy lejos de la
causa, Alfonsina Storni. Sí, todo mal acaba. Ella, para acabarlo, también tuvo
que suicidarse. Los periódicos dijeron que se mató desesperada de perder el
empleo. Como si los auténticos poetas quedaran alguna vez desocupados.
Todo creador tiene un empleo. Todos los artistas traemos en la frente una
estrella. Y vivimos siempre vigilantes, siempre cuidadosos de que la estrella
no se nos apague. La estrella se alimenta y arde con el combustible de nuestra
sangre, con la grasa de nuestro sudor.
Un aroma, el que llovía de los fresnos salpicados de estrellas, me hizo
olvidarme un poco de mí mismo, y gustar la delicia olfativa de esta hora
otoñal, enlutada de noche, que traía en el aire residuos sobradizos del último
estío, en que las hojas de plétora languidecieron maceradas por el sol ardiente
del trópico. Estos rezagos de verano que el otoño acoge amoroso, son los que
crean el tiempo poético que regula la marcha zodiacal del sensorio, y fusionan
en complacencias casi táctiles el cuerpo y el alma, lejos de las rasgaduras de
la carne, lejos de los sobresaltos del espíritu. Pero explicar es dejar de sentir.
Y yo me sentí en ese momento arropado por un ambiente terso en que las
brisas cálidas supervivientes bruñían las hojas de los fresnos que simulaban
un damasquinado de viejos oros en el pavonado de la noche.

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En uno de los bancos, bajo la oscuridad azul de una sombra, platicaban y
se enlazaban dos enamorados. Viéndose a los ojos fingían pálidos perfiles de
medallones recortándose en la sombra. Y parecían absortos, adheridos a sus
pulsos, embelesados por el perfume del falso verano que traía la brisa y que el
fresno sazonaba con sus humedades silentes. Los rostros de camafeo, los
pulsos suspendidos, el respirar agónico del estío en la floresta del otoño, el
rumor precipitado de los coches que corrían por la avenida y la misma luz
opalina que llegaba del farol más cercano, hacía imposible por anacrónico ese
momento regido por la emoción secreta de los enamorados. Al pasar cerca de
ellos, contemplándolos sin descaro, tan acordes en una felicidad inmóvil, sentí
que mi corazón se hacía hueco y resonaba en él como en un caracol el rumor
de una queja en espiral, que son las quejas que se enredan al tiempo y se
proyectan, en la nostalgia, al recuerdo.
También yo, años atrás, creíme inmovilizado en la felicidad, cuando
mirándome en los ojos de Sonia descubría claridades que iluminaban
aduladores horizontes. También yo fui perfil de medallón, cincelado a golpes
de latido, sobre el ónice virgen de Sonia. Ignoro cuál es la etimología del
nombre de Sonia, y mi repugnancia por lo demográfico nulificó a su tiempo
toda curiosidad investigadora. Pero para mí el nombre de Sonia se identifica
con el sonido, concepto que explica por qué yo soy una caja acústica plena de
resonancias sónicas. Y diría también por qué en esta hora de tendones sueltos
ya no surge la melodía.
Los amantes se quedaron atrás y con ellos mi sensorio. En el cerebro
aparecía la imagen de la pistola, sin poder precisar su forma exacta. No
recordaba si el gatillo era en coma o en escuadra. En la cámara del cargador
había unas estrías a modo de ventanilla como las de los balnearios, de los
bungalows, de los covered-wagons de los gitanos. ¡Oh, Sonia! Siempre ocurre
igual: las ideas exigiendo palabras y éstas, al desenredarse del dédalo del
lenguaje, tarde o temprano se disparan hacia ti. Sonia. Ahora camino inerte
mientras mis ojos miran sin ver los anuncios gaseosos. («Belmont, para los
fumadores exigentes»). En Berlín una mujer se entrega por una colilla de
Camel… («Carta Blanca Exquisita»). En el Sahara no hay agua, y los niños
están con los labios secos… («Medias Nylon, Dupont 60»). Demasiado
calibre. Esto es el mundo del Nylon… en el otro, en el de la Seguridad, en el
Mundo del Piqué, la Dupont fabricaba cañones calibre 35. Schneider, Dupont,
Krupp… Acabaron con los bigotes del Káiser y con el Mundo del Piqué, la
más espléndida invención inglesa. ¿Por qué, por qué, por qué? Blusas de
piqué para las señoras, bien almidonadas; chalecos de piqué para los

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caballeros, bien lustrosos; cazadoras de piqué para los niños buenos y
elegantes. Yo entonces era niño bueno, porque era elegante. Entonces sólo los
niños que podían ser elegantes eran buenos. No se metían los dedos en las
narices, cosa muy fea, ni se peleaban con los otros niños desaseados y
malvados. Aquel mundo del piqué, finisecular, Victoriano, de grandes
tragedias marítimas, de aparatosos pistoletazos sobre el tapete verde; aquel
mundo del piqué en que las criadas tenían novios soldados y las mujeres
pantorillas cortas y rechonchas… ¡Ay! aquel mundo del piqué.
Sonia: tú naciste, como yo, bajo el signo del piqué. Ahora el zodíaco ha
dado tan disparatadas vueltas que estamos bajo el signo del nylon. Al nylon le
precedió, como un germen nocivo dentro del mundo del piqué, el caucho, el
celuloide. Todo era de celuloide y todo made in German. Por eso yo creía que
los muñecos de mi prima se llamaban invariable e inevitablemente Germán.
Llegó a tener muchos germanitos. O hermanitos. Sí, el celuloide parecía
anunciar, en vaticinio siniestro, el nylon. ¡Cuánta injusticia tan bien, tan
apacible y eficazmente ordenada tenía el mundo del piqué! Mientras que
ahora el mundo del nylon ofrece, como ninguna otra época, la máxima
intención de justicia pero dramáticamente desordenada. En esa época tú y yo,
los dos niños, ¿qué hacíamos? Tú… en el colegio de Upsala; yo, en el cantil.
En el sueño. No hay escape. Tendré que valerme de la lengua prebabélica
para decirte lo que fue, es y será ese sueño:

Kale mur! Ka temh’en velistre kale


Di ves imitrox latero, sotih’ia
Ka mixos h’ambes promo vel h’omih’ia
kobe inali pakro akie veli inmale

Bise lutix h’onkalo televale


Di akie dus tuo kalo temh’en inh’ia
Luky unde pakarotuo kalo —nosbih’ia
Toleduthen kale— venistre xale

Ves imeh’en, evalen, kalo inkusta


Bise h’eras tuo ontuxbe ka zaralux
Nimo h’a marpa akie li toor xafhlon

Luky imitro bole enh’am mix h’uxta


Bise pakro ne akie kalo h’ontalux
H’onkalo bise kaluh’ie akie yafhlon.

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No estoy muy seguro si ontuxbe quiere decir vigilia (no dormir) o vigilia
(día). Tampoco sé si la verdadera palabra es ontuxbe o antuxbe, pero,
¿importa ello mucho? Quizá sí. Quizá en este momento en que muy pocas
cosas importan eso de ontuxbe o antuxbe… ¡Lástima que se haya ido
Acronisia!
Es a lo menos que podía reducir el recuerdo de Sonia, a un soneto pleno
de limitaciones expresivas, rebosante de convencionalismos. Pero, en fin, a
veces una canción que se nos extravía en la garganta va a acomodarse en el
refugio del cerebro y allí dando vueltas, esquivando la luz del pensamiento,
anida en lo más escondido de las circunvoluciones y, rozada por las palabras,
la canción va tomando el aspecto de una poesía. Luego, al salir a los labios, si
tenemos algún diente postizo, se articula en soneto. La poesía es dentro de la
fenomenología del arte el polo opuesto a la pintura. Los pintores ponemos
nuestra inteligencia —cuando la tenemos, que no nos hace mucha falta— al
servicio de la sensibilidad. Y los poetas supeditan la sensibilidad a la
exigencia expresiva de la inteligencia. Los músicos son otra cosa. Por más
instintivos, se evaden alegremente de la inteligencia… y geometrizan con el
sentimiento. De ahí que todos estemos de acuerdo con los músicos, bien para
huirlos, cuando no somos sentimentales, bien para engolfarnos con ellos
cuando la Sonia de nuestra vida nos ha dejado una lacrimorrea crónica. Las
notas se asocian ellas solas y al músico le es imposible, por ignorante que sea,
componer con faltas de ortografía. La ortografía en la música se ofrece hecha
y casi la sintaxis, pero para el pintor… Sí, el color es algo misterioso y aún
irrevelado que permanece desconocido desde la Creación. Aparece en casi
todos los cuerpos como una propiedad y no es más que una apariencia. Y aun
la apariencia es tan fortuita, que su percepción es mutable. Todo porque el
color, físicamente, es una tensión de la luz, y, psicológicamente, una
absorción de nuestra cromofagia. Por eso los pintores que no se explican la
fenomenología del color pero que conocen todo el empirismo del oficio,
trabajan extendiendo sobre la paleta el color o los colores que les son
simpáthicos a fin de satisfacer la cromofagia sin dañar la obra con exceso del
color apetecido. Así, teniendo en la paleta, al alcance del ojo, su alimento
cromático pueden liberar los otros colores con un sentido más armónico de
sus correspondencias. No come igual el que se halla famélico que el que
siente solamente apetito. Y la contemplación del color es una cromofagia, una
evidente necesidad orgánica satisfecha por la vía óptica. E igual que el
gourmet tiene buen paladar, el cromófago tiene ojo exquisito. Pero el pintor
no es propiamente un cromófago sino un cocinero. Un cocinero que ha de

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procurar no dar a los demás los colores que él devora, y que podrían
traicionarlo en la manifestación de su gusto.
Pero esto es tan inútil como todas las técnicas que, si son genéricas, no
sirven para nadie por los menguados provechos que reportan, y que si son
particulares, sólo a su usufructuario pueden servirle para algo. Es indudable
que no existe obra de arte sin técnica. Pero también es cierto que una misma
técnica de igual modo aplicada no da en valor ni en expresión la misma
calidad de obra de arte. Desde luego la pistola sirve para suicidarse, pero no
todos los suicidas utilizan la pistola. Es cuestión de sensibilidad, que cada
cual la tiene más aguda o más embotada.
Y, sin embargo, la técnica es tan necesaria, tan indispensable que yo hace
dos años no pinto por falta de técnica, porque la que poseo —la
comprometida al servicio de mi obra anterior— no me sirve ahora para
realizar la obra que ambicionaría hacer. Esa falla es otra de las facetas que
tiene la causa.
La inteligencia debía tener un límite, y de no ser poderosa y perfecta,
debería ser cortada al llegar a cierto grado. Porque el creador corre el peligro
de que la inteligencia —que es la que establece los principios formativos— se
desborde, impulsada por el mecanismo que impone la búsqueda y aplicación
de la técnica, hacia esa zona neutra y peligrosísima en que se funden la
función técnica y la función crítica. Si las intromisiones en las zonas de
influencia son frecuentes, el creador terminará por ser dominado por la
función crítica que, en su exigencia tiránica de superación, marchitará desde
el origen todo esfuerzo creador considerándolo a priori destinado al fracaso.
He aquí explicada la causa de mi fracaso. En mi organismo creador se han
introducido, incontenibles, las toxinas críticas. No sé si en lo biológico las
toxinas deforman el tejido. Lo que sí sé es que desde hace dos años siento una
astenia incurable en mi sensibilidad. Y esto se resuelve en un despego por las
obras que he hecho y en una impotencia para realizar aquellas que podrían
satisfacer el anhelo de mi ambición. En el arte como en el amor yo sufro una
enfermedad que no se halla en los cuadros etiológicos de los males del
espíritu. Creo que mi espíritu está sano y fresco, puesto que es capaz de sentir
el amor a lo adolescente. Creo que mi inteligencia es lúcida. Creo que mi
sensibilidad está aguzada como nunca. Estos tres elementos o factores
sospecho que son de primera calidad. Pero independientes entre sí. El juicio
crítico me los ha disociado y divorciado para una acción conjunta. Y el
divorcio es tal que ha llegado a influir prejuiciosamente en mi sensorio, al
extremo que las pocas veces que desde hace dos años he intentado pintar, al

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exprimir los tubos del óleo siento antes que el regocijo del color, el olor del
aceite que se me antoja repulsivo e insoportable.
Para quien ha nacido artista o se ha revelado como tal, para aquel que lo
ha supeditado todo a la satisfacción simple y pura de crear, un drama de tal
impotencia, de tal caducidad pesa angustiosamente. Yo he medido y sopesado
mi drama. Me he preguntado si mi capacidad creadora podría desviarla hacia
la manifestación más común, pero no por ello menos diferenciada, de la
progenie. He pensado muchas noches, hasta perder el sueño, si yo podría
lograr la paz de mi drama de impotencias con la creación de una familia. Pero
yo mismo, en la obcecación de un amor que llega a lo absurdo, me siento
inútil para ese cometido. No es la impotencia física, sino la impotencia de la
voluntad que estimula y regula aquélla, pues yo soy impotente no para el acto
físico en sí, sino para las derivaciones justificadoras y recompensadoras de
ese acto. Como si en mi alma hubiera fructificado la voluntad de Onán. Por lo
tanto, aun aventurándome al matrimonio siento que iría a él con despego por
la familia, por los hijos. Los hijos que para otros son un premio, para mí
serían la evidencia de mi fracaso. Y tendría que ignorarlos para no odiarlos,
para no sentir por ellos ese escondido rencor que el padre guarda al hijo que,
al nacer, provoca la muerte de la mujer que amaba.
Pero si yo pienso así, en frío, sobre algo tan entrañable como la
paternidad, es que estos conceptos y sentimientos apriorísticos están basados,
respaldados o motivados por una serie de indicios que sería prolijo confesar.
Si yo liberé a Irene no fue tanto por dejarle la puerta libre a la conquista de
una situación, sino porque me pesaba, porque su mínima exigencia de
reciprocidad no encontraba correspondencia en mi alma de Onán.
Yo he insinuado al principio que mi drama es un drama de conciencia.
Mañana, cuando se difunda por México que me he suicidado, verán en la
libreta negra que tenía algunas deudas. Se achacará mi suicidio a motivos
económicos. Yo podría liquidar mis cuadros y seguir viviendo. Yo podría
pintar como siempre he pintado y seguir viviendo. Mi fama es lo suficiente
sólida para resistir los 20 o 25 años que me restan de vida. Pero mi fama, para
mí, es bien deleznable desde hace dos años. Desde que descubrí lo que
debería hacer… y no puedo hacerlo. Desde entonces estoy girando en falso.
Pintar igual, repetirme a mí mismo, sería, no defraudar a los demás —que
quizá no lo percibirían—, sino defraudarme a mí mismo. Cuando uno es solo,
cuando uno ha hecho en un momento clave de la vida su revolución, la
revolución interior, la de las propias sinceridades, no merece la pena llegar a
las hipocresías de la repetición. Si mi obra no me satisface mi conducta puede

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justificarme. Yo me mato porque mi existencia no tiene objeto ni sentido y no
soy lo suficiente generoso para entregarme a una tarea de utilidad pública. Yo
no quiero prostituirme convirtiéndome en ficha demográfica. Cuando se
descubre el espíritu, el estómago y la carne no tienen prioridad. Cuando se
descubre el espíritu sólo quedan dos salidas: o crear o entrar por la vía mística
en el rayo del éxtasis. Yo, demasiado revuelto, demasiado crítico, no puedo
aspirar a esta última salida. No sólo soy indigno de ella, sino incapaz.
Sé como acusa la conciencia, esa gota de mercurio que Dios pone en
nuestro cerebro. La vemos siempre tan movediza que la creemos fácilmente
desplazable a nuestro antojo, supeditada a la exigencia de nuestra comodidad
moral. Pero no. Nos cansaremos moviéndola de un lado para otro para que
nos moleste lo menos posible, pero, en definitiva, la gota de mercurio se va a
lo más hondo, pasando por el agua de nuestra apatía, por el alcohol de nuestra
soberbia, por el aceite de nuestra indulgencia. Siempre nos sorprende el golpe
seco de su densidad cuando llega hasta el fondo en el momento en que nos
creemos más aliviados. Y ese choquecito de la gota de mercurio nos
sobresalta y nos perturba. Y su repercusión, como si expandiera nuestro
espíritu en ondas concéntricas e interminables nos persigue una hora y otra
hora, un día y otro día produciéndonos una dislocación cercana al caos.
A mis manos llegaban los periódicos de las principales capitales del
mundo. Los que conocen la fama y la popularidad saben muy bien que existe
como un sexto sentido que percibe en seguida en qué página de periódico, en
qué artículo, en qué línea está impreso nuestro nombre. Desde hace tiempo yo
he tratado de engañar tal sentido y ante la imposibilidad de conseguirlo he
cerrado la puerta de mi casa a toda revista, a todo periódico o libro en que
pueda aparecer mi nombre. Sin embargo, en el restaurante, en la peluquería,
en el estudio de un compañero o en los labios de mis amigos yo encuentro mi
nombre, no el mío particular, sino el público, el ligado a una obra y a un
prestigio que no reconozco. Esto pudiera ser muy parecido a la modestia. Pero
es una enorme vanidad y una descomunal soberbia. Porque es la ambición de
una obra gigante y redonda en todos los conceptos la que me hace
menospreciar mi nombre y mi obra pasados.
Yo estoy girando en falso. No tengo con qué pagar. Ésa es la verdad
escueta. La gente que me conoce, que me rodea, que me acoge y que me
distingue todavía no se ha dado cuenta. Me preguntan y me concreto a
contestar: «Estoy haciendo tal cosa. Estoy contento». Tales palabras les hacen
creer en mi actividad y en mi superación. Y no se dan cuenta que me he
quedado sin moneda con qué pagar.

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Y la gota de mercurio cae al fondo. La conciencia está vigilante. ¿Cuál es
mi culpa? No la he descubierto. Puedo explicar, como lo he explicado, cuáles
son los instrumentos que trabajan en mi drama. Pero si yo estoy padeciendo
un castigo de impotencias, de negaciones, ha de haber una culpa. No hay
expiación sin pecado, pues si puedo aceptar la existencia de una injusticia de
los hombres, no puedo admitir una injusticia inmanente. Yo no sé cuál es mi
pecado, como no lo sabe el ciego ni el paralítico. Yo sólo conozco el castigo.
Y yo, que me opongo al castigo, que no puedo soportar la justa injusticia que
pesa sobre mí, me elimino.
Me elimino porque no quiero dañar mi vanidad y quizá mi soberbia. No
quiero que los demás descubran mis impotencias y hagan ludibrio de ellas.
Desde hace dos años mi prestigio sufre la propiedad del hilo de hule que se
tira, se tira… y todos ven el hilo hasta que se rompe. Yo sé que el hilo de mi
prestigio va a romperse. En México mi situación es difícil, pues los pintores
nos conocemos y nos espiamos. A mí me soportan y me respetan por mi
renombre en Europa. Pero yo sé que mi obra, sin ninguna nueva aportación,
no podría provocar en Europa el refrendo de mi viejo prestigio. He ahí
también por qué yo rehuyo Europa. He aquí por qué yo me inhibí, después del
triunfo, de buscar a Sonia. Ahora el intento, por más comprometido, resulta
imposible.
Pero todo esto es razonar, que es el modo inevitable —pero no por ello
menos estéril— de explicar las cosas. Y las cosas de la inteligencia y
principalmente los problemas y las tragedias de la inteligencia no tienen clara
explicación. Las percibimos como si sus factores fueran sensibles. Todo se
reduce a fórmulas a las cuales el organismo físico, por muy sutiles que ellas
se presenten, se muestra afectado. Cada vez que la gota de mercurio cae, la
sensación de malestar es tal que sólo la idea del aniquilamiento total, de la
muerte, es capaz de volverme a un cierto sosiego. Ésta es la causa por la que
hoy he experimentado y gozado de un bienestar cercano a la euforia. Y sé
bien que si pretendiera suspender el suicidio, padecería una terrible depresión
cuyas consecuencias serían peores que la misma muerte. Porque enloquecer
es morir en vida, en espíritu; es vivir en servidumbre de las miserias
materiales sin la compensación de los goces espirituales que nos redimen.
Yo comprendo que aquellos hombres que no han hecho su revolución
interior no tienen que mostrarse tan escrupulosos con su conciencia. Sé
también que la conducta personal del individuo consigo mismo y con sus
semejantes guarda relación con la dimensión de su conciencia. No quiero por
ello reducir mi problema a límites morales. Ni lo quiero hacer trascendental

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proyectándolo a prolongaciones humanas. Mi tragedia no es genérica. Es
unipersonal. No pretendo sacar de ella consecuencias ejemplares. Si hay algo
ejemplar en mi actitud y en mi resolución, es mi sinceridad conmigo mismo.
Si ella significa, en su desnudez y angustia, un respeto hacia los demás, no lo
pretendo deliberadamente. Mis ambiciones en este punto son bien modestas y
egoístas. Trato de eludir el malestar que me produce la gota de mercurio. Es
cosa de comodidad, de confort espiritual. Si hay algo de profiláctico es
porque lo higiénico quizá sea una condición inherente a la comodidad.
Nací desnudo y desnudo me voy. Nada me debes ni nada te debo. Y a la
hora de los responsos no espero la plegaria. Cuando dentro de algunos años,
el ordenanza de un museo descuelgue uno de mis cuadros para dar cabida a
otro más valioso, ignorará que yo me anticipé a su acto. Creerá que así me da
un golpe que daña mi «posteridad», sin pensar que cumple con retraso la
ejecución de una faena que yo había dictado desde tiempo con mi despego.
Pero yo le seré útil, pues ese ordenanza con mi gloriola —convertida en pasta
para limpiar metales— lustrará el pasamanos de bronce de la escalera del
museo.
Para ese tiempo es seguro que Irene ya habrá digerido y eliminado la
calavera de azúcar. Todos los años, por Difuntos, comprará una calavera de
azúcar y la comerá en compañía de su marido, pensando con regodeo, que es
mi calavera. Y yo estaré con todos mi huesos cocidos bajo tierra. Sería mejor
en el mar, pero…
En el Paseo de la Reforma detuve un taxi. Me introduje en el coche y le di
la dirección al chófer. Todos mis actos eran semejantes, parecidos a los actos
de los otros días. Pero eran mis últimos actos. Sin embargo, hoy habían
ocurrido las cosas más extraordinarias de mi vida; mas, a pesar de ello,
ninguno de mis pulsos se había alterado. Don Ángel Custodio me esperaba a
estas horas en su casa… con las impaciencias del retoque. Y Acronisia…
Cuando pasamos frente al palacio de la marquesa miré hacia los balcones.
En los de la esquina, los que correspondían al salón francés, se traslucía la
iluminación interior. Le dije al chófer que se detuviera, y abandoné el coche.
Atravesé la calle con paso ligero, un tanto insensible, en una suerte de
ingravidez, como si la gota de mercurio se hubiera quedado en el taxi.
Prolongar la vida, liberado potencialmente de la causa, me parecía agradable.
Y tenía que disculpar la propia cobardía en el grado mismo en que la vida me
era grata. Pues en esos momentos me era particularmente grata, poseyendo
como lo poseía el dominio de su término. Es probable que si el hombre
naciera con el arbitrio de supresión propia como un sentimiento adherido a la

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conciencia, la vida ofrecería aspectos más codiciables y venturosos. Pero se
llega al suicidio por una puerta oscura y secreta, cuando las demás vías se nos
han hecho intransitables.
Tomás me abrió la puerta con el ritual «Pase usted, don Pablo», y en el
hall el mayordomo me recibió para acompañarme hasta el salón francés. De
todos, la más sorprendida de verme entrar fue Catita. La sorpresa tenía en su
rostro la expresión del júbilo. Indudablemente no me esperaba. Quizá,
después de la despedida de esta tarde, ella se habría hecho la idea de no
volverme a ver sino hasta después de mucho, de muchísimo tiempo. Y
sospecho que algo debió de insinuar a los amigos porque todos estuvieron
más conscientes que nunca al saludarme. Se entretenían en jugar, en dos
grupos, a la canasta. Toni, el conde de San Fernando, platicaba con Pepe
Vivanco, y su hija, Cristina, dejó una revista de modas que hojeaba para
mirarme y sonreírme con esa dulzura sin tristezas ni reservas que se posee a
los 18 años. Conocía bien el ambiente cotidiano de casa de la marquesa de
Tresguerras, para darme cuenta que mi presencia había cortado un clima
brumoso y denso. Cuando besaba la mano de Cristina me sentía ya un poco
afligido de haber provocado tan comprensiva preocupación. El más curioso de
todos era Miguel Ganda, y la más compungida Sarita Balmaseda. Sin duda
Catita les había hablado de mi «estado particular que me ha inspirado una
honda inquietud. ¿Es que ustedes no sospechan qué problema pueda tener
Pablo? ¿Es que no van bien sus asuntos? ¿Es que hay una nueva mujer en su
vida?». Sí, yo sabía muy bien que la marquesa de Tresguerras así había
hablado al grupo. Y Sarita Balmaseda, que no renunciaba deportivamente a
un sentimiento dramático de la vida, no abdicaba a las prerrogativas que le
confería su espíritu solidario, y me miraba con el compungimiento que mi
lastimoso «secreto» suscitaba. Cristina, no. Cristina estaba demasiado
embotada en la felicidad de sus 18 años. Y si me había sonreído con dulzura,
esa dulzura no era animada tanto por un sentimiento de piedad, que yo no
podía inspirarle, cuanto por el regusto de su propia dicha. El drama tiene
muchas explicaciones, si bien ninguna satisfactoria. La felicidad, por el
contrario, sin explicarse, satisface en sus más injustificados aspectos. Es un
estado químico del alma. Por ello Cristina no podía hacerse solidaria de mi
supuesto drama que no alcanzaba ni a comprender ni a medir, mientras que
Sarita conocía la mecánica y las seducciones de las reciprocidades.
Apasionarse por el drama ajeno es un modo de vivirlo sin comprometerse en
los daños. Se corre el riesgo y, aun en el caso peor, se sale indemne de él. Es
una gimnástica del espíritu en la que el corazón se conmueve sin lesionarse.

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En mi drama la única lesionada era Catita. «Toda mi vida ha sido una
búsqueda de la amistad, tal como la concibe mi cerebro, tal como la exige mi
corazón» me había dicho en la tarde en una renuncia tácita y acongojada de
las glorias y de las satisfacciones del cuarto círculo. También ella aspiraba
bajo el disfraz de una amistad, honda, auténtica, que rebasaba los límites de lo
condicionado, a la evasión de un fracaso. Horas antes, en el viaje que había
hecho a la isla edénica se encontró conmigo, con un ser capaz de aparejar su
alma a la suya: un ser que la interpretara en los silencios, que fuera punto de
referencia en los autodiálogos, pues sólo en el autodiálogo el espíritu alcanza
la más extendida dimensión de la soledad, cuando la soledad se hace
fructífera, cuando la soledad se convierte en grata e insustituible compañía de
uno mismo. Fuera de eso, lo demás es una ficción y la soledad no es tal sino
hueco pleno de carencias y que equivocadamente tratamos de llenar con los
monólogos que dictan incansables nuestro egoísmo y nuestra vanidad. Pero en
la isla edénica, Catita y yo nos habíamos visto por primera vez en nuestra más
pura e ilesa desnudez, con nuestras sinceridades integérrimas como
naturalezas que, por ser descubiertas, nos parecían prístinas, originales, recién
creadas. Un viaje. Es todo lo que se había atrevido a proponerme la marquesa
de Tresguerras. Una evasión conjunta. Mas para Catita los alicientes podían
ser renovados. Para mí, no. El horizonte se me ofrecía sin ninguna incitante
perspectiva: paisajes, folklore, piedras vetustas, museos, todo estaba quemado
en mí. O la fuente de las fórmulas estimativas. Yo estaba ciego para todo lo
externo que no fuera el mágico horizonte entrevisto en el mundo de Sonia. Y
en lo interior, el derrumbe era tal que todas mis fuerzas y energías no se
resolvían más que en una mayúscula impotencia para levantar la columna
dórica. Lisiado, manco de todas mis capacidades, sólo tenía íntegra la parte
del espíritu que el juicio crítico era el único a vertebrar.
—¿Algo especial, Pablo? —me ofreció Catita.
Generalmente en casa de la marquesa se obsequiaba a los amigos de las
reuniones íntimas café, té y licores. Si la velada se prolongaba, hacia la una de
la madrugada, Tomás entraba en el salón con una bandeja de sandwiches y
pasteles y unas copas de vino. Nunca Catita preguntaba a sus devotos si
deseaban algo especial, pues en caso de apetecerlo quedaba a la discreción de
cada cual el pedirlo. Pero debió pensar que en razón a mi «estado particular»,
debía ofrecerme, en un matiz de delicadeza, «algo especial». Yo pude haber
movido la cabeza negativamente y agradecerle la cortesía. En realidad, nada
especial se me antojaba, pero, al mismo tiempo, no me atrevía a renunciar a
una oportuna posibilidad de alterar de alguna forma un aspecto de mi vida, de

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la exigua, raquítica vida que me quedaba, tan limitada y condicionada en la
hipoteca a que me había comprometido. Como viera que no me decidía dejó
las cartas sobre la mesa e hizo un gesto a Vivanco, suplicándole que ocupara
su lugar en el juego. Ante aquella interrupción, Paco Mendieta también dejó
los naipes y se puso a fumar un cigarrillo. Mendieta se hubiera levantado de
buena gana a preguntarme qué es lo que me sucedía. No porque mi aspecto
fuera ni mucho menos alarmante ni porque descubriera en mí algún signo de
preocupación, sino por un impulso estimulado por la atención de la marquesa.
Y si Catita, como yo suponía, había revelado alguna sospecha a mi respecto,
Mendieta pensaría que algo grave ocurría con Pablo Cossío. Lo pensaba como
suposición, pues nunca Mendieta se comprometía a formular juicios
concretos. Mañana, Paco, cuando tuviera noticias de mi muerte, no sentiría el
menor arrepentimiento por haberse inhibido de disuadirme a abandonar mi
determinación. Mañana, al tener conocimiento de que yo me había suicidado,
hablaría por teléfono a la marquesa para cambiar las mutuas condolencias, se
vestiría de luto, haría guardia con otros miembros del cuarto círculo ante mi
cadáver, me acompañaría hasta la última morada y después, vendría aquí para
comentar con los demás amigos mi fallecimiento. «Hemos perdido un
exquisito amigo», diría. Era así como Paco Mendieta se conducía en la vida,
que para él no guardaba sorpresas. Todo lo tenía tan ordenado en la mente que
nunca daba un paso titubeante. Ni la misma Sarita Balmaseda sería capaz de
sacarle del orden imperturbable.
La marquesa de Tresguerras me condujo discretamente al hall. No sé por
qué, pero nos quedamos en el mismo lugar que habíamos ocupado en la tarde,
cuando nuestras miradas quedaron equidistantes del lirio de la mesita y del
cuadro. No podría recordar ahora cuáles fueron las palabras con las que Catita
justificó este «aparte» tan inusitado. Lo único que sé es que mi mirada estaba
fundida a la suya, a esa mirada que desde el día que la conocí, cuando me la
presentó Sonia, me producía la sensación de un amanecer pálido y oceánico.
En mi mente jugaba a los rebotes Grenoble. Grenoble era la minucia inasible
de mi último día de vida. Grenoble insistía con la molestia de esa pieza única
que se nos queda sobradiza, en la mano, cuando después de haber desarmado
un mecanismo, olvidamos su justo emplazamiento. Pero sabía también que
Grenoble no tenía un valor fundamental. Grenoble no chocaba con la gota de
mercurio que caía densa e insufrible en lo más hondo de mí mismo.
Yo tenía que decir algo a la marquesa. «¿Algo especial, Pablo?» me había
ofrecido. Sí, yo tenía que pedirle algo especial, algo que de concedérmelo sé
que me aliviaría mucho. Pero Grenoble danzaba, danzaba como si buscara

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una puerta de escape. De conocerla, se la habría abierto de buena gana. Algo
especial. Sí, yo quería de Catita algo especial, algo que ella sólo podía
concederme. Pero ni era un beso ni era una copa de champaña. Algo especial.
Tampoco sería nada referente a Sonia. Sonia había quedado definitivamente
muerta para los dos en la tarde. Sonia era un nombre, como el de esas
estaciones de los itinerarios de ferrocarril. Un día habíamos bajado en la
misma estación. Pero doña Catalina (Paz Fernández de Pimentel y Pérez de
Aragón) continuó el viaje y yo me quedé en «Sonia». No, no se trataba de
Sonia. Ni del lirio ni del retrato de la marquesa. E incapaz de aprovechar la
oportunidad que me brindaba, no tuve más remedio que rehusar:
—No, Catita, nada especial. Sería tremendo que esta noche, precisamente
esta noche, yo pidiera algo especial. Algo especial puede ser una taza de
chocolate…
Me quedé viendo el cuadro y Catita rió discretamente. Quizá hasta un
poco más tranquila. La hora no podía ser menos indicada para una taza de
chocolate. Y el lugar también. Yo creo que Catita nunca ha ofrecido en su
casa tazas de chocolate. Después, la marquesa me miró fijamente y con una
sonrisa interrogadora, deslizó unas palabras:
—Temo, Pablo, que usted esté con la chocolatera en la mano y sin cocina
donde hacer el chocolate.
—De todos modos usted, Catita, no me ofrecerá su cocina.
—Si no fuera más que la cocina… Yo no sé qué grados necesita su
chocolatera. Y esta tarde hubo un momento que comprendí que usted no es
hombre de chocolate, sino de marrons glacés.
No comprendí el significado oculto que Catita daba a los marrons glacés.
La marquesa no era mujer de juicios directos como Irene. Pero de cualquier
modo los marrons glacés me hicieron pensar en los biscuits y fue así cómo
llegué a recordar que Grenoble tiene una importante industria de galletas.
Le dije a la marquesa que volviera a reanudar el juego de canasta. Catita
rehusó diciendo que no tenía importancia, y cuando iniciábamos la vuelta al
salón francés, salió a nuestro encuentro Cristina. Aparentemente la joven
venía a buscar un programa de radio, pero creía que estábamos hablando
sobre el retrato de la marquesa. Como no llegó a tiempo para intervenir de un
modo oportuno en la conversación, recogió de la mesita el programa y volvió
al salón tras de nosotros. Yo comprendí y disculpé la curiosidad de Cristina,
pues su papá que es historiador de arte, me distingue con una admiración que
no discuto. Sé que, desde hace algún tiempo, la joven tiene interés en que le
haga un retrato con Michú, el galgo ruso. Pero el conde no anda abundante de

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rentas para comprometerse a un gasto semejante, y Cristina, por su parte,
siendo un bello y magnífico modelo a lo Reynolds, no está segura de ser mi
tipo pictórico. La verdad escueta es que desde que descubrí el secreto deseo
de Cristina me he valido de esta situación vaga para no develar mi impotencia
realizadora.
Poco después de haber regresado al salón, uno de los grupos de la canasta,
la partida concluida, se había desintegrado. Me vi envuelto en la charla, sin
que pudiera fijar mi atención ni en los tópicos que se trataban ni en las frases
que decían. Eran las frases huecas, a veces un poquitín altisonantes, de
siempre. Ninguno de ellos era inteligente, y en esa ocasión las
espiritualidades del grupo me parecían francamente vanas y vacuas. Pensé
cómo había sido posible que un individuo de mi exigencia espiritual hubiera
compartido tantas horas con gentes de luces mediocres. Es quizá la falta de
inteligencia la que opaca el brillo de la sociedad mexicana. De las 14 personas
que estábamos en el salón, sólo cinco podíamos sostener una conversación
durante 20 minutos sin que en nuestro rostro aparecieran el gesto de la fatiga
o la mueca del aburrimiento. Y de esas cinco personas sólo dos, la marquesa y
yo, éramos capaces de introducirnos en la isla edénica sin sentir molestias
recíprocas. Después de la aventura de la tarde sé que Catita quedaría
nostálgica de mí, del mágico horizonte —para ella descubierto, para mí
prohibido— que habíamos visto cuando nuestras manos permanecían cogidas.
La amistad no es, como el amor, una exilada del Paraíso, pero es flor que nace
en el destierro de las almas. El amor busca en el arrebato pasional de cada
pareja, la conquista del Paraíso perdido, y la amistad sabe que su paraíso está
en su propio destierro. Es por eso que la amistad se hace a golpes de
sinceridades en un mundo en que el alma se siente por vida expatriada. Esa
nostalgia de la amistad —del destierro no compartido— iba a padecerla desde
ahora, en angustia, la marquesa de Tresguerras. Y con este solo pensamiento
yo disfrutaba de una suerte de placer sádico, como el que se derivaría de una
insatisfecha venganza nutrida por el resentimiento que, desde lo de Sonia,
había abrigado hacia la aristócrata. Burlarme del desprecio de Custodio y
vengarme de la intransigencia de la marquesa eran las dos nimias victorias
que obtenía con mi suicidio. Tan nimias que la primera apenas la reconocía y
la segunda significaba un triunfo sobre el pasado que mi presente adhesión a
la marquesa anulaba. Pero uno no es dueño ni aun de los más interesados
sentimientos, pues todos ellos afloran para incorporarse a nuestro espíritu
contra la lógica que les dicta la razón y contra el reparo que les opone la
conciencia. Y se producen, se evidencian y se proyectan a su entero arbitrio,

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sin tener en cuenta si nos fortifican en la mezquindad o nos lesionan en la
grandeza. Quizá por esto el final de todos los gestos del hombre, aun aquellos
que parecen animados de la más limpia elocuencia, es terminar convertidos en
muecas.
No ignoraba que estas gentes que me rodeaban eran cómplices
involuntarias de la causa. Ellos también exigían de mí una conducta y una
obra, el uso de una capacidad que desde hace tiempo me era negada. Sin
embargo, lejos de irritarme, me producían una melancolía no carente de
piedad, como si fueran ellos los que estuvieran prontos a desaparecer y no yo.
Y un tal estado de ánimo me inducía a considerar que las gentes eran menos
malas de lo que se pretendía. Desde luego, yo estaba seguro de que si fuera
capaz de descubrir mis móviles, todos se pondrían en acción generosa para
rescatarme de la muerte. Y sin embargo, yo no podía corresponder a esa
generosidad, que les reconocía a priori, con la sinceridad de mi confesión. De
algún modo tenía que justificar a mí mismo, aunque fuera por la vía
sentimental, la razón de encontrarme rodeado de esas personas de las que
estaba esencialmente divorciado por nacimiento, por inteligencia, por destino.
No tengo ya tiempo ni humor para especular sobre el asunto, pero es posible
que mi afición por la aristocracia haya ido en aumento paulatinamente al
mismo grado que se han ido consumiendo mis capacidades creadoras. De ser
así tenía que admitir que habría buscado en el cuarto círculo un
reconocimiento y la conquista de una meta, que la vida escamoteaba en mi
natural camino. No obstante nuestra exorbitada soberbia, somos tan poca cosa
para identificarnos y situarnos que necesitamos vernos en el espejo del
reconocimiento de los demás. El inesperado sentimentalismo que me asaltaba
a última hora por los amigos del cuarto círculo no era sino una vuelta de mi
vanidad, que lloraba en su desaparición mi propio aniquilamiento.
No pude permanecer mucho tiempo en casa de la marquesa. A los diez
minutos de haber llegado me sentí con nuevas, renovadas urgencias de huida.
Al sentimiento de melancolía siguió el de una satisfacción neta, casi brutal, al
pensar que ya no volvería a estar entre ellos. Que nunca más tendría que ser
condescendiente con sus espiritualidades. Me pareció que estas personas,
como las que llenaban el autobús que tomé al mediodía, también estaban
huecas. Hasta ahora ninguno de los sostenes ofrecidos a mi cobardía no
habían sido lo suficiente sólidos o fuertes para hacerme desistir de la trágica
determinación.
El suicida es un hombre carente de la menor experiencia para el acto que
va a cometer, y si no se mata en el instante mismo del arrebato y de la

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desesperación, ha de crear si no la filosofía, el clima propicio para el gesto
insurgente. Y si las cosas que toca la conciencia no se pulverizan, no hay que
suicidarse. En mí, todas las cosas se pulverizaban. Mis huesos eran ya
gelatinosos. Por lo menos así me pareció experimentarlo cuando estrechaba
las manos de los amigos, cuando dejaba en sus retinas la última sonrisa
desvaída, inerte.
Catita vino a acompañarme hasta el hall. Después que la besé en los
pulsos, le dije:
—Sí, quiero algo especial, Catita. Rece la Magnífica esta noche y
acuérdese de mí.
Si ella no fuera una aristócrata no me hubiera dejado partir. Pero se le
velaron los ojos y reprimió todo gesto de auxilio. Sin embargo, las manos no
se atrevían a separarse y oprimiéndose en un dramático enlace decían por sí
solas lo que nuestra cobardía no osaba articular en palabras. Yo estaba seguro
que Catita se había dado cuenta exacta de mis intenciones. Comprendí
también que no necesitaba ya una confesión explícita. Tenía en el rostro el
miedo de lo irreparable, como si sus manos asieran las de un cadáver y no las
de un desesperado. Era la muerte bien visible en mis ojos, en mis labios, lo
que Catita veía en mí. Y los cuchicheos que llegaban del salón francés
parecían tener susurros de preces.
Así habíamos llegado al pináculo de nuestra soberbia. Si en la tarde
alcanzamos lo más hondo de nosotros mismos cuando nos vimos en la isla
edénica, ahora nos hallábamos en la cima de la trivialidad. Y era el espantajo
de la muerte el que nos había conducido a tan patética estancia.
—Yo te rezaré la Magnífica, Pablo. Pero siento que esto es terrible.
Me había tuteado por primera vez. El pathos se hallaba próximo a salir, en
explosión incontenible, en grito agudo, del corazón de la marquesa.
«Pero siento que esto es terrible». Sí, era terrible desde su punto de vista.
Y nuestras manos pegajosas seguían unidas, en una transfusión de voluntades
imposibles. Eran las manos de la marquesa las que no querían soltar las mías,
como si al hacerlo temiera alcanzar la responsabilidad de mi muerte. La
Magnífica. Era una bella oración. Es todo lo que se me ocurría. Una vez yo
pensé que ciertas vírgenes podían tener sex-appeal. Ahora sólo pensaba en su
misericordia magnánima.
Quería morir conservando en la mente la imagen de la Purísima que mi
madre me había inculcado, la misma que tuve en mi cuarto de estudiante en
Deusto. Necesitaba esa comunión última en mi cerebro. Y con toda la fuerza
del pensamiento trataba de imbuirle tal necesidad a Catita. Debía rezar por mí

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la Magnífica con todo el fervor de que era capaz una mujer como ella. Y si
Dios, por mi soberbia, no tenía cabida en mi cabeza, la Virgen, por mi
sentimiento, estaba omnímoda en mi corazón. Y que la 45 saltara en pedazos
los sesos, los que se habían opuesto al oscurantismo salvador.
«Pero siento que es terrible». Si fuese tan terrible como decía Catita, mi
vida era un infierno peor de lo que me imaginaba.
Yo no quería mirar a los ojos de la marquesa, temeroso de que se soltara
su pathos, temeroso también de que sorprendiera en los míos un reflejo de
cualquier cobardía sentimental. Debía tener presente la posibilidad de que
Catita informara a Sonia de mis últimos momentos. Por si fuera así también
debía prever que la marquesa me tomaba la última fotografía, precisamente el
retrato que le escribiría a Sonia. Le referiría minuciosamente cada uno de mis
actos, cada una de mis palabras, cada uno de mis sentimientos. Le hablaría
quizá de esa comunión endopsíquica a la que habíamos llegado en la tarde en
el arribaje imprevisto a la isla edénica. Por lo tanto, yo tenía que morir ante
los ojos de Catita en segunda naturaleza, en la conjugación del infinitivo, el
único modo verbal que se sustrae a la demografía, a la circunstancia y a la
anécdota. En la sola dimensión comprensible para Sonia: divorciado de la
materia y ausente del espíritu. Yo tenía que morir en mágico horizonte,
equidistante en la lejanía del dolor y del gozo, del premio y del castigo. Sin
claudicar ante el pathos, sin descubrir que mis huesos eran ya gelatinosos.
Pero Catita parecía abandonada al sentimiento y no quería desenredar sus
manos de las mías. Pugnaba por contener un sentimentalismo que le vetaban
sus escrúpulos de zarina del cuarto círculo. Si ella hubiera pasado otras veces
por trances semejantes, ahora le sería fácil encontrar una fórmula que, sin
lesionarla en lo anecdótico y circunstancial, pudiera aplicarla a lo
trascendente. Una fórmula que sin tocar el tópico, sin rozar el lugar común de
las frases hechas, le permitiera decir: «¡Pero, amigo Pablo, eso que usted va a
hacer es un disparate! ¿Para qué suicidarse, si, como dice Machado, Ella no
faltará a la cita?» Mas Catita no podía decir esas o parecidas palabras sin
romper su recato, sin contaminarse de vulgaridad. Máxime que viendo la
expresión de mi rostro, presentía que había motivos que me obligaban a
anticipar la cita. Y mucho más poderosos cuanto menos explicables. ¡Ah, si
todo se redujera a un problema concreto, tan precisado como una
constelación! Pero el problema mío, el capital y mayúsculo, era algo así como
una nebulosa integrada por los mil problemas parasitarios que rotaban en
diversidad de órbitas excéntricas. No, Catita no conocía la mecánica de las
reciprocidades cuando éstas exigían probarse y manifestarse a la luz directa

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de lo explícito. Tenía demasiados y exquisitos pudores que le impedían
solidarizarse compasivamente con la tragedia ajena. Sus caminos se
desarrollaban en la penumbra, serpeantes y sinuosos, y sabía, por conocerse a
sí misma, que le sería muy difícil llegar por ellos a las sinuosidades de mi
problema, de mi drama. Y comprendía que sin poseer el menor indicio del
itinerario a seguir, cualquier movimiento solidario que intentase la conduciría
por rutas falsas en las que su espíritu quedaría lesionado o desencantado en la
esterilidad de la jornada. La caridad es una virtud centrífuga, de movimientos
expansivos y los aristócratas jamás la practican para sí mismos. Ellos se
defienden pero no al modo mutualista, puesto que no se ayudan. Ellos se
defienden por un principio unificador de clase. Y sin embargo, estoy seguro
que Catita deseaba hallarse ahora desprovista de todos sus prejuicios, ajena a
todas las pragmáticas del clan para poder decirme clara y llanamente, como
hablan las gentes de la calle, las que se solidarizan sin vergüenza y sin recato:
«¡Pero qué te pasa, Pablo! ¡Es una locura eso que piensas hacer! Nada de
suicidios. Eso es una cobardía. Anda, tómate la primera copa que de la
segunda yo me encargo. ¡Pues estaría bonito suicidarse en martes y 13!»
«Pero siento que es terrible». Ésa era la frase justa. Con sus temblores
implícitos. Con sus meticulosas inhibiciones. Con su cabal dimensión. Sin
excesos y sin menoscabos. Yo debía agradecerle a Catita el honor que me
hacía con su fina, bien medida reserva. Y el único modo de corresponder a su
elegante, apolínea actitud era terminar cuanto antes con una situación de
pausas y puntos suspensivos atormentadores.
—Bien. Hasta mañana… —dije con el tono más firme que me fue posible
emitir.
Y al retirar mis manos de las de Catita noté que las suyas y las mías
estaban heladas y fundidas en el mismo hielo mortuorio. Y vi que sus ojos
estaban ensombrecidos por una veladura acuosa, por unas lágrimas que, sin
salirse de las pupilas, se dilataban como la gota de mercurio y amenazaban
escurrirse por las mejillas. Habría sido irreparable, mucho más grave que si
nuestras manos se hubieran caído al suelo y roto en pedazos de porcelana. No.
Yo no quería ver aquellos ojos llorar, pues eran los ojos fríos, inconmovibles
de la marquesa de Tresguerras los que justificaban todavía el residuo de
aversión que guardaba hacia ella. Yo tenía en Catita a mi mejor amiga y como
tal ocupaba en mi sentimiento todo el espacio que le dejaba libre el rencor que
aún dormitaba inquieto, que no muerto, en mi corazón. Yo quería llevarme a
la tumba ese residuo de rencor que, de alguna manera, formaba parte de mi
total protesta contra la causa. Yo me opondría a que Catita abdicara en este

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último momento a la parte menor con que había integrado la causa. No. Mi
suicidio se mantendría tan integérrimo como la causa, y si él constituía una
acusación, justo que ésta le cayera en la medida proporcional que le
pertenecía a doña Catalina (Paz Fernández de Pimentel y Pérez de Aragón).
Y retiré mi vista de los ojos de Catita, temeroso de ver correr las lágrimas.
Le di la espalda y traspuse la puerta. Las piernas me temblaban. Y cuando
atravesé el jardín me pareció que los árboles susurraban sentimentales como
si de sus hojas se suspendiera una terrible congoja.
Tomás abrió la verja y me despidió:
—Buenas noches, don Pablo.
—Buenas noches, Tomás.
Y antes de que cerrara, me volví para preguntarle:
—Dime, Tomás. ¿Tú eres casado?
—Sí, don Pablo. Y tengo tres chamacos.
—¿Todos varones?
—No, don Pablo. Tengo una niña de siete años.
—Ajá… Cuídala. Hoy presencié un caso bien triste. Un sujeto trataba de
secuestrar a una niña… Es curioso. Nunca había pensado que pudiera ocurrir
un caso semejante.
—¡Huy, don Pablo! Usted es soltero. Para enterarse de esas cosas hay que
pasar por el dolor de ser padre…
—¿Tú crees? ¿Acaso ser padre es doloroso?
No esperé la contestación del criado. Saqué un billete y se lo puse en la
mano.
—Hazme un favor: cómprale una muñeca a tu hija. Y ni una sola palabra
de esto a la marquesa… ¿De acuerdo?
—Como usted lo ordene, señor…
—Hasta mañana.
—Hasta mañana, don Pablo.
Cuando Tomás cerró la puerta a mi espalda, vi que en la esquina estaban
parados y silenciosos tres individuos. Uno de ellos era el hombre de sílex. La
barbarie de los 50 000 años se mantenía al acecho del hombre que salía del
palacio de la marquesa de Tresguerras, de aquellos salones donde florecían
todas las delicadas sutilezas. El de sílex había conseguido la alianza de dos
hombres más. Los tres se movieron inquietos, evasivos, cuando di mis
primeros pasos. Se asociaron en una sola sombra que se fundió a la pared. Yo
caminé por la acera en que estaba, con intención de alcanzar la avenida
Insurgentes. Y al doblar la esquina, la sombra se despegó de la pared y siguió

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a una distancia prudencial mis pasos. El rumor era de tres pisadas, pero sólo
llegaba a herirme con su rastreo en el pavimento, la de los pies de sílex.
Pensé si uno de los múltiples yo trataba de defenderse con la presencia del
hombre con memoria de sílex. Probablemente, el yo histórico. El yo que es un
eslabón en la ininterrumpida cadena de la raza humana. Y se me presentaba
en el hombre de sílex para hacer más elocuente y trascendental su
personalidad. De considerar en ello, quizá yo sintiera escrúpulo de atentar
contra un organismo que había tenido su origen en una más remota aurora que
la del hombre prehistórico. En cualquier caso, los ancestros del hombre de
cabeza de sílex no se sentían dañados por mi determinación. Si no es que, en
reunión del clan, habían resuelto que fuera él quien los representara en la
requisitoria.
El hombre de sílex para llevar a cabo esta delicada misión se había vestido
con traje de corte inglés y confeccionado con género inglés. Y usaba y gozaba
de todas las prerrogativas cívicas con que infestaron al mundo los ingleses. Y
llevaba también, pegado al corazón, como una etiqueta, el carnet de identidad.
Hasta es posible que Inglaterra con su proverbial practicismo le hubiera
proporcionado los dos compinches que le acompañaban, que tenían todo el
aire de agentes de Scotland Yard. He aquí a la más alta institución de la
impertinencia británica puesta a la caza del hombre del medio siglo XX para
que la cadena del pithecantropus erectus no quede rota en un vulgar suicidio.
He aquí presente, también, la rebeldía del yo histórico a morir.
¡Pobre del yo histórico, tan descastado de sus raíces! Morir es empezar a
hacer la historia, y al morir yo empezarás a vivir tú. Nacerás dentro de una
hora —que sólo una hora me queda. Y te harán tu ficha. La ficha biográfica es
la tarjeta de identidad de los muertos. Se dirán de ti verdades y mentiras, pero
nadie creerá sino en la filiación. Y tus cuadros no valdrán nada si abajo de
ellos el museo no pone la plaquita de bronce que diga: Pablo Cossío, llamado
«El Enajenado» (1901-1947). Y te hincharás, pobre mi yo histórico, de
mentiras y de fantasías, de todo lo que se les ocurra decir a los eruditos de la
demografía. Y estarás presa de ella por sécula seculórum. Y te irás pudriendo
en vida sin consumirte, royendo, rumiando la ficha biográfica, mientras que
yo habré desaparecido en la espiral del tiempo o estaré ya incorporado al
bloque de sal inalterable del que Dios extrae el llanto y las almas de los
hombres. Pero muy lejos de ti, lejos de tus mentiras temporales, lejos de los
papeles sucios llenos de fechas y de sellos, sin pagar tributo, sin cédula
personal, evadido de la vigilancia del hombre de sílex y de sus agentes de
Scotland Yard.

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Donde la memoria no se corrompe con la fecha y con la anécdota, donde
no llega ese rumor de huesos rotos y calcinados que es tu cuerpo.
Me sentí tan compasivo con el pobre yo histórico que estuve por
detenerme y entablar conversación con mis perseguidores. Ya no me
atemorizaban, ya no me irritaba con sus pasos de sílex el hombre prehistórico
ni le temía a su mirada que sabía era una brasa fósil conservada en sangre.
Pero había llegado a la avenida Insurgentes y sin que yo hiciera la señal para
que se parara, un taxi se detuvo ante mí. No sé qué testimonio tendrían que
dar los policías, no sé cómo informarían a Scotland Yard de mi evasión. Me
introduje en el coche y volví a sentirme reincorporado a mí mismo. La hora se
acercaba y un aburrimiento de siglos comenzó a salir de mi conciencia,
estirándose como el cordón umbilical que la unía a la vida. Pensé que el
hombre con tenacidad de sílex y sus compinches habrían ocupado otro coche
para seguirme con la ilusión de velar mi sueño hasta el día siguiente. En la
espera, fumarían todos los cigarrillos y se quedarían sin tabaco. Sentirían
ganas de orinar y lo harían en la verja del jardín de mi casa. Y quizá en la
madrugada, cuando los perros comenzaran a aullar, se meterían en el cafetín
más cercano. Y a la hora en que ellos esperaban verme salir, verían llegar a la
ambulancia, a la patrulla de policía, a los agentes judiciales.
El taxi despedía repugnancias de perfume exótico y de aliento agrio de
alcohol. Abrí la ventanilla para que se renovara el aire, pero en seguida un
hedor a tabaco consumido sustituyó al del perfume. Bajé el otro cristal y el
olor del alcohol mutóse en pestilencia de sudor. El chófer me miraba
inquisitivo a través del retrovisor. Quizá preguntábase qué cosa me
incomodaba en su vehículo.
—¿Qué, jefe, siente usted calor? —exploró con cierta sorna.
—Un poco —le contesté evasivo.
—Ah, chirrión, pues ya se deja notar el fresquecito.
—¿Usted cree?
—Pues ya ve. ¡Ya huele a Nochebuena!
—¿Usted cree? —repetí.
El chófer me miró desconcertado. Y convencido de que no era posible
cuajar una plática conmigo, bostezó, dejó de mirarme y continuó atento al
tránsito. Yo estaba en todas partes menos en el coche, cuyo conductor le
ponía un ritmo muy ajeno al mío. Lo curioso es que no obstante esa evasión
de mis sentidos, en lo único que me reconocía era en la repugnancia olfativa
como si tuviera anulado el resto del sensorio.

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Quizá lo más aniquilador que hace el hombre es el gasto anticipado de
emociones al girar pródigamente sobre el caudal emotivo de lo futuro.
Cuando llega a cierta edad se encuentra empobrecido de emociones y aun de
los estímulos que las provocan. De ahí el desencanto; de ahí las almas vacías,
más tristes que las almas huecas, pues éstas son recipientes cuyo contenido se
halla fuera de ellos —comprometido pasajeramente en las servidumbres
cotidianas— pero susceptibles de llenarse a su entera capacidad de un modo
periódico. Pero las almas vacías como la mía, más exhaustas cuanto mayor ha
sido su contenido, son como esas casas deshabitadas y que nadie arrienda por
temor al fantasma que las habita. En mi alma no vive sólo un fantasma. Son
muchos los que señorean por la casa, tantos como las estancias vacías. Lo
reconozco en el silencio cenital, cuando se dejan oír las pulsaciones del
tiempo al ritmo del gotear cansino, monocorde del grifo. En todas las almas
vacías, como en las casas, hay un grifo que no se cierra por completo, un grifo
que nos hace pensar que si existe un elemento físico que pueda parecerse a la
abstracción del tiempo es el agua. Por ello la impaciencia, que es el modo más
angustioso e indirecto de sentir la lentitud del tiempo, provoca estuosidades
semejantes a las de la sed.
Yo reconozco los fantasmas que llenan mis vacíos por el ruido de sus
cadenas, pues todos los fantasmas están aherrojados al cuerpo físico que les
dio vida y aposento. El fantasma histórico, adherido al calendario, a lo social
y demográfico, anda por la planta baja dejando a su paso una huella de
herrumbre. Todas las mañanas, Esteban recoge a modo de cascarilla
partículas de óxido que cree son de hoja de tabaco dejadas por las visitas. En
oposición a este fantasma, está el del recuerdo (que nada afirma ni asegura,
pero que todo lo sugiere insinuante) que es sutil, extremadamente delicado.
Sus cadenas dejan una huella de susurros, de tafetanes y moarés que se rozan,
de cartas perfumadas que se rompen, de cristales salpicados de lluvia. Es el
que deshoja las flores de los jarrones, mientras va dejando suspiros por todos
los rincones de la casa. Se muestra tan renuente a desaparecer que cuando
llega el día, valido de sus habilidades de Frégoli, se envuelve en el primer
rayo de sol y va a esconderse en el azogue del espejo. Son esas opacidades de
extraños vahos, de misteriosas huellas de alientos sofocados que se ven en los
espejos. Luego, los criados como Esteban dicen con la pedantería profiláctica
que les es común, que los señores no pueden mirarse al espejo sin
manosearlo. El fantasma del recuerdo es flexible, elástico, felino, eléctrico,
voluptuoso y novelero como un gato. Todo lo husmea y de todo lugar toma
posesión para dormitar con runrunes calientes y egoístas las siestas

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retrospectivas. Si tenemos invitados a la mesa se queja en el tintineo de una
copa. Es enemigo irreconciliable del presente, y siempre trata de sustraernos
de él como de una traición que le hacemos. Él quisiera que no hubiera otras
risas que las risas de lo pasado, ni otros festines ni otras alegrías que los de lo
pretérito. Y con los poderes taumatúrgicos que le asisten se las vale muy bien
para hacernos pensar con sentimiento de nostalgia en lo que nos evoca.
Cuando nos ve sumergidos en lo presente, dóciles a lo inmediato, destapa en
no se sabe dónde uno de sus más ocultos pomos y suelta el polvillo dorado
que excita y complace al olfato. Siempre tiene en un libro y entre dos páginas
estratégicamente escogidas, una hoja de rosal o un pétalo de violeta. Y en
alianza con las brisas fingidas (esas brisas un poco enmohecidas que salen de
los cajones en que se guardan la bufanda y los guantes de invierno o el
abanico de una mujer cuyo nombre hemos olvidado) deposita arteramente un
cabello rubio, largo y sedoso —el pelo de nuestra Sonia— sobre el mármol de
la consola o sobre la tapa de caoba pulida y barnizada de una mesita. Como
un duendecillo omnipotente ejerce su influencia sobre el mundo externo, el
meteórico de las lluvias y de los vientos, de las ráfagas del mar y de los
ardores de las tierras calientes. Trastoca las estaciones y los polos y conjuga a
capricho los valores sónicos. Por eso le es fácil provocar un agudo de
trompeta para hacernos oler el Carnaval cuando estamos en Corpus. Es inútil
que pretendamos averiguar de dónde ha salido la nota aguda, si de la
armónica de un niño o de la bocina de un coche. El Carnaval está presente a
pesar de que el olor a espadañas que tiene el sol, lo niegue. Parece docto
cuando salta de un libro a una flor con las curiosidades apremiantes de un
botánico. Y no es nada más que novelero, novelero como un gato. Y como
éste se esconde y huye de aquellos espíritus materialistas, groseros, prosaicos
que le son antipáticos. Y por mucha que sea nuestra oposición caemos en sus
redes y en sus juegos porque el fantasma del recuerdo halaga y soborna. Tiene
tan agudo el sentido de la adulación que borra de la memoria lo más infeliz o
infausto —si ello no puede ser cantado en arias tenoras— y nos ofrece
siempre con renovados prestigios aquello que alimenta y satisface a la
vanidad. A veces se muestra tan complejamente sutil que si conserva en
nuestra memoria una escena o suceso adversos es para yuxtaponerle uno más
grato, que enfatiza con exceso, dándole un relieve y notabilidad que no tuvo
en su origen.
El chófer del taxi me había dicho que el fresco olía a Nochebuena. Tan
cercanas están las navidades que lo que este chófer ha olido es el pavo, la
comilona. Es muy diferente al olor de Nochebuena que yo conservo:

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transparente, vítrico y pictórico recuerdo, que el adulador fantasma que lo
administra procura ocultarme. Yo tuve pocas nochebuenas, pues huérfano
muy joven me vi desposeído de esa comunión de los pactos de la sangre.
Todas las demás nochebuenas celebradas entre amigos han sido festines,
algarabías, regocijos epidérmicos de copas… Tan distintas a aquella última
Nochebuena del año 20, pasada con mi madre en París. Hasta el mismo París
ese año tenía un perfume de aliento peculiar que no era el que se escapaba de
las rôtisseries, sino de las bocas de los parisienses con el apetito por lo
mundano que les despertaba el reciente abandono del luto colectivo. Olía
además a nieve que una niebla opalina hacía más volátil. Mi madre y yo
habíamos estado visitando los magasins, comprando las chucherías que nos
íbamos a regalar mutuamente, así como los obsequios para los amigos. Para
no menoscabarnos en la ilusión, en Les Galeries Lafayette nos separamos,
perdiéndonos entre el gentío a fin de hacer las compras libremente… El
cubismo ya había trascendido al dominio público por las vías de la publicidad
y de la decoración, y el Noël de aquel año se pronunciaba francamente cubista
en Les Galeries Lafayette. Por todas partes, plétora de luz y de color en líneas,
ángulos, conos, esferoides, cubos como obsesiva, inaprendible lección de
geometría. Hasta las mujeres abdicaban a la curvatura de su feminidad para
vestirse de una moda que, influida por el arte, gustaba de lo tubular y de lo
anguloso. Pero todo, moda y cubismo, olía a felicidad de comedor, a hojaldre
dorado y recién salido del horno… Después, cargados de paquetes, tomamos
un taxi, uno de aquellos taxis heroicos del París de 1920, con un motor
trepidante de patriotismo, orgulloso de haber acudido al llamado tan lúcido
como desesperado del general Gallieni. Aquel chófer no era como este que
ahora me conducía a casa, con tantas anticipaciones de guajolote en el olfato.
No, aquel chófer tenía como todo francés que se respete su condecoración,
una medalla que ostentaba en el pecho con esa vanidad de bonhomia que sólo
se desprende de las banderas nacionales en tiempo de paz… Sí, fue una grata,
felicísima navidad. De regreso a la casa, mi madre se entonó poniendo en el
fonógrafo un disco de Tita Rufo. Y después encerróse en la cocina para
continuar con el mole que Aline había iniciado bajo sus instrucciones. Yo me
quedé tras las vidrieras del balcón que daba al boulevard de Saint Germain
viendo pasar la gente, los coches cuyos faros dejaban en la niebla estelas
submarinas. La noche bulliciosa tocaba con dedos húmedos en los cristales.
Las gentes que transitaban difusas bajo el farol daban sensación de estar
disfrazándose de Père Noël con las barbas de algodón que colgaban de la luz
del farol. Todas parecían recolectar niebla y frío para después recogerse en

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sus casas y disfrutar con mayor unción el calor del hogar y las delicias de la
mesa… A la media noche nos fuimos a Notre-Dame para oír la misa de gallo.
Los mismos reflectores que habían servido para descubrir al zeppelín durante
las noches de guerra, proyectaban sus haces luminosos también en
oblicuidades cubistas sobre la fachada de la catedral. La niebla, sutilizada por
la luz, se rompía en lenguas ávidas que lamían el caramelo de la nieve que
escurría a modo de estalactitas de las esculturas, de las gárgolas, de las
crucetas de los ventanales. Parecía que a la cornisa del primer cuerpo le
hubieran puesto un fleco de cristal y cuando la niebla, precipitada por la luz,
rompía como una ola sobre el cantil gótico de la catedral, por las innúmeras
púas del fleco la noche peinaba su cabellera blanca como las barbas del Père
Noël… Después de la misa y concluidos los villancicos del siglo XVII nos
reunimos a la puerta de la calle del Claustro con el grupo íntimo de
mexicanos que iba a iniciar el réveillon al calor del guajolote con mole que
había preparado mi madre… La cena fue venturosa resurrección del México
tibio y entrañable. Y a pesar de la niebla, de las luces gaseosas y cubistas, a
pesar de los vidrios entumecidos y esmerilados, el sol del trópico se destapó
en la botella de tequila añejo que Pepe Vivanco aportó a la cena. Todo olía a
corteza mexicana, a tezontle rojizo, ligero y duro, cocido en horno vernáculo;
todo olía a maíz tierno y lechoso, que era el olor de las manos de mi madre…
Hasta años después, ya en México, asistiendo a una posada en casa de los
Escandón, en Tacubaya, el olor de un tamal de maíz joven y jugoso me hizo
retornar al París de 1920, de la niebla y de la nieve, de los reflectores y de la
muralla cincelada de Notre-Dame con aquellos monstruos de piedra, más
grotescos y burlones con sus postizos de nieve, que se recortaban agresivos
sobre la comba gaseosa de la noche… Con aquellos reflejos parásitos y
movedizos en los faroles, en las aguas, en las vidrieras de los restaurantes…
Con aquella alma popular y elegante, patriótica y condecorada, cubista y
barbuda de la gente en pleno regocijo del réveillon. Con escotes angulosos,
con cabezas tocadas de cartón y papel de china de los bicornios de Arlequín,
con pitos y trompetas, con mejillas que tenían sangrientos lunares imitando
besos de carmín en forma de diminutos corazones… Con aquel olor de
mantequilla untuosa y dorada como pulpa de ubre nívea y tibia, que salía de
todas las puertas, de todas las ventanas… Y en los oídos, entre los ruidos
estridentes de la circulación, las risas salpicadas de puntos suspensivos que
simulaban una sensación de roces aterciopelados, más gratos y calientes
cuanto más fría y húmeda era la noche.

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¡Ah!, si uno pudiera sentir el recuerdo a la edad en que nos proyectamos
hacia lo porvenir, a la edad de la ilusión y de la impaciencia. Pero el recuerdo
viene como el último asilado, como un hijo pródigo caduco a hospedarse en el
alma vacía. Viene a visitar las estancias que le fueron familiares pero con las
que no se identifica, pues su mentalidad en tránsito lo mueve a desandar lo
recorrido. Desde la mitad de la vida el hombre deja de vivir en originalidad,
en descubrimiento y conquista para conducir sus pasos hacia los itinerarios
dictados por el recuerdo. Media vida del hombre es impotente repetición de la
otra ya vivida, pero sin los estímulos, sin las ignorancias, sin las virginidades
de la puericia y la juventud. Los renuentes a lo sentimental tratan de decapitar
el recuerdo con la gillette del practicismo, sustituyéndolo por la experiencia
que admiten como más aleccionadora y ejemplar. Y la experiencia subjetiva
no es más que el residuo amargo del recuerdo, la natilla espumosa y acre de
una fallida fermentación. Es el recuerdo en una función de utilidad que nunca
presta y desplazado de la poética que constituye su única excusa.
El taxi se detuvo ante la casa. Esteban salió a abrirme la puerta del jardín
sin que yo llamara. Tal prontitud me hizo sospechar que estaba pendiente de
mi llegada. Cuando entramos en el hall me dijo que el mecánico del garaje
había encontrado un desperfecto en la caja del embrague del Chevrolet y que
por lo tanto no tendría listo el coche hasta mañana en la tarde.
Me dejé caer en el sillón como si tuviera un cansancio de siglos. Mientras,
Esteban comenzó a moverse a mi alrededor en no sé bien qué determinadas
tareas. Hubiera preferido que me dejara solo, pero su presencia en el hall
debía estar muy justificada a juzgar por las veces que pasaba frente a mí. Sin
embargo, no me molestaba y hasta creía percibir en todos sus movimientos
como una mecánica de cordialidades, de servicios sencillos rendidos con
afecto, con cuidado, con delicado esmero. Mañana, Esteban, se quedaría
abrumado bajo las molestias de todo género que le provocaría mi suicidio. Y
con la perspectiva nada lisonjera de buscar otra casa. Por muy flexible que lo
creyera en el oficio doméstico no podía dejar de pensar que Esteban se había
moldeado, adaptado a mis hábitos, a mis ásperos ensimismamientos, a mis
súbitas reacciones y cambios caprichosos. Sobre todo se había acostumbrado
a mis silencios y conocía el modo de sortearlos sin perturbarlos ni romperlos.
Como todo buen criado de artista era sabedor de que muchos de los objetos de
la casa, aparentemente sin valor, tenían para el amo sensibilidad de vajilla, y
los manejaba con ese cuidado cotidiano, familiar —sin miedo ni timideces—
que exige su trato, único modo de dominarlos con facilidad y sin riesgo. Yo
debía asegurar un patrimonio a mi criado. Me era dable hacerlo dejándole en

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herencia dos cuadros míos. De este modo la causa no le tocaría con ninguna
de las salpicaduras. Cuando ya viejo se retirara a su pueblo natal, contaría a
los nietos de su hermana: «Ah, don Pablo Cossío era un gran artista y un gran
señor. El día antes de que se matara (porque mi amo se suicidó como los
hombres) aparentaba la misma serenidad que si fuera a vivir cien años
más…»
Pero Esteban, concluidos todos los menesteres, abandonó el hall y me
dejó solo. ¿Solo? Quizá no. El fantasma del recuerdo que fue a buscarme al
taxi aun andaba rondando a mi alrededor y alentado por la inercia que
mostraba mi espíritu me hizo fijar la atención en el retrato familiar, en aquella
fotografía firmada por Valleto —el gran Valleto— y que esta mañana apenas
si podía identificarla como una vaga sensación de familia. El retrato
inmovilizaba la felicidad del joven matrimonio que habían sido mis padres.
Yo estaba entre los dos, con mis tres años vestidos de encaje, de piqué y de
terciopelo, ajeno a una supervivencia que, en su contumacia, había
traicionado el pacto de cálida solidaridad que parecía desprenderse del retrato.
En ese tiempo los tres vivíamos, sin los menoscabos del tiempo, sin
infamantes trastocamientos en la conjugación del verbo existir. Fuera del
retrato, yo no conservaba de esa época sino un vago, borroso recuerdo de una
estación de ferrocarril llena de sol y de adioses melancólicos. Mi padre se iba
a La Mayorala, la hacienda de los Valdés Sota que administraba. Se había
instalado ya en el vagón y pocos minutos antes de que saliera el tren, me tuvo
en vilo a la altura de la ventanilla. Me besaba y reía. Mi madre, no. Mi madre
mantenía oculta una íntima protesta por aquella separación que no por ser la
primera la evitaba de pensar que fuera la definitiva. Después, cuando
tomamos el coche a la salida de la estación, mi madre tenía los ojos acuosos
que secaba con un pañuelito bordado con el que siempre jugaban sus manos
góticas. Es el mismo pañuelo que tiene en el retrato, que asoma como una
gracia espumosa del bolsillo del chaquetín. Ése es el único recuerdo que
conservo del tiempo de la fotografía. Los recuerdos posteriores eran tan
parecidos, tan semejantes entre sí que el tiempo los fue fundiendo unos en
otros, y hoy apenas permanecen en mi memoria como un solo y único
recuerdo, donde una serie de imágenes amorosas se yuxtaponen tibias y
armónicas. Y siempre veo a mi padre cantando con su hermosa voz de
barítono y a mi madre escuchándole absorta. Las romanzas ganaban su
predilección de barítono, pero cuando los ojos se le humedecían en el goce de
escucharse caía invariablemente en las sardanas. A mi madre le entristecían y,
de sensibilidad telúrica, se le erizaba la epidermis en estremecimientos

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sísmicos, oyéndoselas cantar. A mí, la Santa Espina me abría un horizonte de
nostalgia absoluta, como si diera cabida en el recipiente del alma a la
nostalgia íntegra de mi padre. Pero mi nostalgia iba más allá de los límites de
un paisaje o de un dominio, de un sol o de un verde tierno de campo: sentíala
fraguada por una carencia o destierro de siglos. Un día en que mi padre la
cantaba mientras se peinaba la rizada y negra barba de atlante, tal congoja me
provocó que prorrumpí a llorar de un modo desconsolado en una premonición
de mi orfandad. Y ese día corrí a esconderme, pudoroso de mis penas, para
que mis padres no me sorprendieran llorar sin causa ni motivo. Entonces tuve
la precoz revelación de que el llanto está esperándonos en lo más hondo de
nosotros mismos, y que un pecado, una pérdida o una sardana bastan para
hacerlo brotar. El llanto es anterior al dolor y por lo tanto está en nuestra
esencia. Y lloramos de alegría y lloramos de tristeza. Y lloramos cuando
nuestro padre tiene en su voz de barítono seguras afirmaciones de vida… Yo
quedé con el alma ulcerada por las sardanas de mi padre, y esa nostalgia me la
ha mantenido despierta el himno mexicano que, compuesto por un catalán,
por Jaime Nunó, impregnó las notas marciales con las entrañables, dulces
nostalgias de la sardana. Y cuando escucho el himno mexicano yo siento en
mí una doble raíz de patria: la que el mismo himno encierra y la de mi padre
que se mete en la carne con la nostalgia absoluta de la sardana. No, yo no soy
un hombre sensible ni al hacha ni al alarido. Los brillos que surgen de la
violencia no me seducen. Pero yo soy adicto a la patria que nos hace recordar
una tierra de la que estamos expatriados sin haberla nunca conocido. La patria
integral para el sentimiento que sólo una canción popular como la sardana
puede hacernos sentir en carencia o remota lejanía. Quizá este sentimiento de
nostalgia nos viene como una expiación más del Pecado Original, cuando
Ellos fueron los primeros expátridas del Paraíso.
Mi madre era tan mimosa de la voz de mi padre como golosa de sus besos
y cuando los dos se besaban delante de mí en la explosión de amor limpio y
juvenil, firme y honesto, se disputaban luego mi rostro para rebosarlo de
caricias y halagos. Sí, yo era el sello de carne del pacto de su felicidad. Yo era
el testimonio de la coincidencia venturosa de aquellos dos seres que
ennoblecían la vida haciéndola bella. Pero la desgracia siempre gana. Y mi
padre fue sacrificado por las hordas del zapatismo. El destino me escamoteó
la oportunidad de bailar sobre la tumba de Zapata. Y mi dolor tuvo que sufrir
la afrenta de ver su nombre en letras de oro. Pero a cambio me ha reservado el
consuelo de ver a Zapata pintado por Diego Rivera, el más negado, el más
aberrado de los mexicanos. Tampoco yo bailaré sobre la tumba de Diego

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Rivera, pero otros lo harán por mí, cuando todas sus pinturas se hayan
descascarillado, cuando el salitre de su preparado de falsía las haya corroído y
manchado, cuando la falacia y la albañilería se devoren entre sí.
Yo recuerdo a María Isabel Valdés Sota en París, en su residencia de los
Campos Elíseos, arrastrando el luto trágico de su amor. Y la recuerdo aún en
la plenitud de su belleza, de su distinción. Llevaba el luto de La Mayorala con
esa responsabilidad total ante el dolor y el infortunio con que las reinas llevan
en el destierro el luto de sus pueblos. La recuerdo bien al lado de mi madre,
en aquellas interminables conversaciones plenas de nostalgias por México,
con citas de fechas dramáticas y con pausas de suspiro. Yo no sé quién se
mostraba más digna en su dolor. Pero algo inefable tenía la Valdés Sota en
sus ojos que cuando me miraba dejaba en mi espíritu como un aliento de
grandeza para perdonar no sólo los daños recibidos, sino también aquellos
otros que aún no me habían hecho. Yo salía siempre entristecido de casa de la
Valdés Sota, a pesar que María Isabel me halagaba y alentaba en mi vocación
adolescente, a pesar de que siempre tenía a la mano un libro, un estuche de
colores, una corbata que regalarme. Pero todos estos obsequios estaban
humedecidos con una veladura de lágrimas en los ojos. Y sin embargo, no por
el halago sino por las lágrimas, yo quedaba siempre deseoso de volver a
acompañar a mi madre en aquellas visitas. ¡Y qué bien lucía mi madre en
París! No se me olvida aún el paseo en coche que hicimos una tarde los tres
juntos, yo en medio de aquellas dos mujeres, tan finas y señoriales, que
llevaban en sus corazones el luto del amor, en terrible renuncia una y en
prematura viudez la otra. La codicia varonil que despertaban a su paso me
hizo sentir por primera vez, en una sensación inconciliable, la vergüenza y el
orgullo de ser hombre.
Pero la Valdés Sota era acero templado para la adversidad. Tenía en su
interior el fuego inconsumible de las doncellas que hacen de la vida una
hazaña de heroísmo. Mi madre, no. Mi madre, desde que perdió el calor de
los besos y del aliento de mi padre, desde que perdió aquel pecho de firmes
sonoridades barítonas en que reclinarse, fue consumiéndose e idealizándose,
huyendo de sí misma en lo que de material tenía. Y sólo conservó la fuerza
necesaria para verme a mí logrado. Cuando me creyó hombre se fue.
Desapareció como tenía que hacerlo ella, una viuda fiel y enamorada del
recuerdo. Una noche que estuvimos en la Ópera con la Valdés Sota y los
García Pimentel oyendo Rigoletto, mi madre se mostró más melancólica que
nunca. Cuando terminó la función nos fuimos al Café París. Ella permaneció
durante la breve velada abstraída en la cita del recuerdo, en la evocación de

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los cantos de mi padre. Y ya en casa, en el departamento que ocupábamos en
el boulevard de Saint Germain, me dijo: «Me siento como sin alma, Pablo…
Todo está en orden. Tú ya eres un hombre. No dejes de regresar a México y
llevarme contigo al lado de tu padre cuando aquello acabe». Cinco días
después el médico, que no tenía por qué saber el drama sentimental de mi
madre, certificó que había muerto a consecuencia de una bronconeumonía,
pues ésa es la aparente enfermedad que se tiene cuando a una mujer le faltan
para respirar las notas barítonas de su marido.
Ese retrato de la familia feliz, pero sin seguro de vida, siempre ha estado
presente ante mis ojos, y, sin embargo, la rutina de verlo me lo había hecho
olvidar tanto que ahora me pareció un hallazgo. De los tres, yo he sido el
único que he traicionado el pacto. Los dos se fueron —y cosa aún más
vergonzosa y lesiva para mí— mucho antes de cumplir la edad que yo tengo.
Y por ello ocurre esa monstruosidad en la que se alian la vida y el tiempo, esa
aberración contraria a toda lógica que permite que el hijo sea mayor que los
padres, mayor en una edad y experiencia que no son válidas ni superiores a la
experiencia y a la edad jerárquica de los padres. Porque yo veo el retrato y,
sabiéndome hombre, me veo aún niño y necesitado de la protección de los
padres que se fueron, que me abandonaron siendo mucho más jóvenes que yo
lo soy ahora. Ellos murieron sin claudicaciones a la edad de la felicidad,
cuando la sonrisa si se hace grave por el dolor no es aún contaminada por la
decepción ni el escepticismo. Mi madre sonreía dolorosa, pero juvenilmente.
Y el señuelo —que en ella era seguridad— de volverse a reunir con mi padre
una vez cumplida su misión cerca de mí, la fortalecía para llevar la viudez sin
destemplanza ni reproche hacia Aquel que así lo había ordenado. Desde que
yo cumplí los 38 años, desde que rebasé la edad límite de mi madre, mi
sonrisa, tan juvenil como la de ella, se escapó de mi boca y me quedé sin
sonrisa auténtica y original. La que llevo en los labios, la que está ahí en ese
autorretrato es la sonrisa del préstamo, sin raíz de propiedad, sin escritura en
el corazón. Es la sonrisa que los otros me han ido dejando en los labios con
residuos ya pútridos de otras sonrisas. Mi sonrisa, la juvenil, la que era
depósito y resumen de la gracia de mi madre y del canto de mi padre, se
quedó muerta para siempre en el último beso que dejé sobre los labios de mi
madre en su postrera y definitiva sonrisa mortuoria.
Ahora ya sabía por qué esteban podía robarme la sonrisa: porque era la
sonrisa caduca y pestilente que los hombres se roban y se prestan, con la que
juegan a las cotizaciones del mercado de la hipocresía. De las falsedades. De
las mentiras.

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¡Si Dios fuera tan bueno que me llevara al lado de mis padres! Sin arte y
sin gloria, sin vanidad y sin años. Tal como estoy en el retrato de la familia
feliz, tal como se hizo el pacto de la triple alianza del amor, de la sangre y de
la sonrisa. Porque yo en el retrato también sonrío, no con la satisfacción
consciente y noble de mi padre ni la felicidad amorosa de mi madre, sino en
el disfrute de esa irresponsabilidad que prospera en el mejor instinto al calor
de los padres. Volver a oír su voz de barítono, volver a tener entre mis manos
las cónicas y vítricas de mi madre, siempre jugando y confundiéndose con la
espuma de los diminutos pañuelos de encaje. Volver al mundo de sus faldas,
de moarés susurrantes, de perfumadas tibiezas. Alcanzar su busto, enlazar el
talle de sus chaquetines, acorazados con el corset, olorosos a violeta, calientes
de carne joven, abiertos a mis manos inquietas y golosas, ávidas de los roces
suaves de su piel, de los halagos de su universo de caricias…
Todo esto sería posible si la muerte fuera lógica con la vida. Pero la
muerte no ha de ser complaciente con el error, pues sería perpetuar el yerro.
La muerte, al acabar con la vida, ha de romper con todo lazo, con todo
compromiso, con toda referencia. Y si esperamos que el dolor se nos mitigue,
con él se han de cegar también las fuentes de nuestros gustos, de nuestras
satisfacciones. Pero cualquiera que sea la mecánica que nos rija después de la
muerte, no podrá haber ninguna ley —si la causa no se perpetúa en su función
angustiadora— que impida que los seres se unan y asocien en la esencia de su
sentimiento más puro, en el amor.
Cierto que voy para los 47 años, pero me quedé inmaduro. Yo permanecí
adolescente desde el día que mi madre cerró los ojos. Es por esa adolescencia
que fue posible que en mí surgiera el artista en cotidiana competencia con el
enamorado. Es por ello que fue posible que yo permaneciera fiel, como
hechizado, al amor de Sonia. En Sonia y en el arte busqué la continuación del
amor que mis padres se llevaron con su muerte prematura. En Sonia y en el
arte volqué los arrebatos de mi sensibilidad que ya no acogían las manos de
mi madre. Y en Sonia y en el arte conquisté también la primacía jerárquica
con que mi padre me estuvo tentando toda la vida desde ese retrato familiar.
Yo estoy convencido de que es la sensación de falta de seguridad, de
protección, la que me lanzó a los brazos del arte y de Sonia. Es el niño del
retrato (no logrado en la mayoría de edad que mi madre, apresurada de dejar
este mundo, me adjudicaba) el que impulsó a mi espíritu hacia el amor y el
arte de forma tan individual y apasionada, porque el arte me daba la
nombradía que necesitaba para sentirme fuerte y seguro, a mí que había
quedado enclenque y disminuido de protección paterna, y el amor de Sonia

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me ofrecía la réplica del amor de mi madre, con los halagos adolescentes al
corazón.
Es difícil precisar en qué y por qué se organiza el embrión del drama.
Cuando éste se presenta en la complejidad de los múltiples problemas, las
huellas que nos llevarían hasta su origen se hallan perdidas en nosotros
mismos, en la confusión de los cien fracasos y cien errores. Yo puedo decir
que la causa nació en un tiempo indefinido no cronometrado, que se
encuentra entre la renuncia a Sonia y mi impotencia para crear. Pero si el arte
y el amor son la problemática de la causa, ellos tuvieron su origen peculiar y
particular en la muerte de mi madre que no hubiera acontecido tan prematura
si mi padre no hubiese sido víctima de una violencia cruel y ciega que se
desató en un momento crucial de la vida de un pueblo: México. Y ahí entra la
historia. Y sin embargo, mi drama ha sobrevivido a la historia que lo ha
provocado. Pero esta aberración no continuará por más tiempo. Yo, al
suicidarme, no hago un acto gallardo ni cobarde. No hago un gesto interesado.
No haré más que poner las cosas en orden. Lo histórico debe ser integrado a
la historia. Mi destino quedó trunco en la infancia. Con el asesinato de mi
padre yo empecé a vivir una vida condicionada por las circunstancias que no
eran las naturales derivaciones de la vida de mis padres, sino aquellas que la
violencia y el infortunio impusieron. Y tan ciego he estado en la ficción que
he llevado una vida que no me pertenece. Y en la obcecación aún pretendí
realizarme en la total dimensión humana, olvidando que me había quedado
adolescente, con la madurez trunca, en un tiempo histórico que era un tiempo
fósil para los demás.
Sí, todo se queda en el esfuerzo inútil y vano de explicar. Pero en estos
últimos momentos de lo único que no puedo arrepentirme es de consumirlos
en la inutilidad. Tengo ahí rodeándome por todas partes, una porción de
pinturas. Por tres de ellas se han interesado en distintas ocasiones varios
museos. Por una, la Eurídice, esta misma tarde habló madame de Coligny. Y
ella sabe muy bien que hace todavía seis meses rechacé una oferta de 20 000
pesos. Mi arte y mi nombre está, para el mundo, en lo más alto de la parábola.
Sin embargo, en este momento que miro y remiro esas pinturas me parecen
obras tan ajenas que no son capaces de despertarme la más pequeña afección.
Por contra, ese retrato fiel y documental de la familia feliz que captó con su
cámara el gran Valleto despertó en mí un tal poder de evocación que pudo
acercarme al descubrimiento de las huellas más inmediatas a la causa.
Ese retrato, por otra parte, me daba el sentido de lo histórico revelando al
mismo tiempo la ficción cobarde de mi vida.

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Una vida que se había prolongado mucho más allá de los límites honestos.
Hacía mucho, muchísimo tiempo que el engrane de mi conciencia estaba
suelto, y que la gota de mercurio, de tan dilatada y opresiva, ya no tenía
espacio para saltar ni rebotar bajo la bóveda del cristal de roca.
Traté de ver, de redescubrir qué elementos, qué intenciones, qué modos,
qué técnicas eran genuinamente personales en esas pinturas. En cada
centímetro cuadrado de materia hábilmente dispuesta estaba mi personalidad,
mi yo. La investigación fue inútil. Aun las superficies que podía considerar
tratadas a lo maestro, a lo grande, me parecían repeticiones. Lo peor del arte
—el drama del arte, la versión del tema y su expresión técnica— no está en la
copia ni en la imitación, sino en la repetición. Toda pintura —probablemente
todo arte— en su trayectoria de evolución expresiva, no es sino una sucesión
de repeticiones. Aun los artistas extraordinariamente dotados han caído en esa
deprimente servidumbre. Esa limitación tiene origen en que el hombre
aparece al nacer en un mundo que no ha sido estructurado de acuerdo a su
exigencia, sino a la de los que le precedieron. Y la cadena no tiene fin. No es
un mundo virgen; es un mundo hecho, establecido, ordenado, reglamentado
en lo remoto por los demás. Habría que crear en contradicción, sabiendo que
lo ya establecido no es nuestro, sino ajeno. Pero aun en esa intención, se crea
un arma de dos filos, pues la contradicción tiene presente, en esencia, el
elemento que contradice. Ser distintivo. Ser original. Ser uno mismo. Ésos
son los móviles que parecen explicar la persistencia del hombre sobre la
Tierra. Y sin embargo, todos mueren con el fracaso de no haberlo logrado.
Fuera de esto no hay más que convencionalismos, sobreentendidos,
prejuicios, admisiones apriorísticas. Aun las expresiones estéticas más
avanzadas y más insobornables —que así nos parecen— están supeditadas a
fórmulas, a cadenas preestablecidas, en ausencia o en presencia, por los
demás. Sólo Adán y Eva pudieron ser originales. Pero ellos tenían una misión
más trascendental que cumplir que entretenerse en puerilidades artísticas.
Ellos tuvieron que iniciar la estirpe humana. Ellos nos dejaron con la
inocencia y la intención prístina a Caín y a Abel. Después vino Seth, que
quiere decir el sustituto. ¿El sustituto o el repetido? Porque lo cierto es que
Seth no es ni Caín ni Abel, sino ambos juntos. Y de la progenie de Seth, vino
en la especie humana la repetición de Caín y Abel: la inocencia y la intención:
la víctima y el victimario.
Repetición, repetición, repetición… ¿Cómo estas pinturas mías no han de
ser repeticiones? ¿Cómo mis pasos, mis actos, mi conducta, toda mi vida no
va a ser otra cosa sino una repetición? ¿No es la causa que me obliga al

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suicidio un cúmulo de repeticiones que, como fardo, se ha hecho día a día
más pesado sobre mis hombros? Y la causa de que yo sufra el efecto de esas
repeticiones ¿no está en las repeticiones de los demás que son hombres
repetidos, con vida, conducta y actos, buenos o malos, inteligentes o
estúpidos, repetidos?
Repetición, repetición, repetición…
Sólo hubo algo en mi vida que fue distinto, que fue nuevo, original: Sonia.
Llegó a mí envuelta en las repeticiones de un mundo caduco, pero ella venía
por quién sabe qué desconocidas rutas… con quién sabe qué sangre en las
venas… con quién sabe qué jugos en su organismo. Probablemente era la
última descendiente de aquellos gigantes que poblaron la Tierra antes de que
Dios se decidiera a insuflar ánimo a Adán. Ella era distinta. Sin pecado,
preadamita, sin esas cosas confusas, no muy limpias ni explicables, de los
descendientes de Seth. Ella sólo tenía gracia y la gracia es una inteligencia
opuesta a la que tienen los hombres y las mujeres.
Y ella estaba en esta vida, estaba en este mundo. Se cruzó en mi camino
para iluminarme. Después, todo quedó revelado. Me tocó en la carne y la
carne se quemó. Pero vino una expansión de mi espíritu. El tiempo dejó de ser
tiempo de reloj y comenzó a ser Tiempo con mayúscula. Y cuando en la
desesperación y en el sueño, en la angustia y en el vacío yo me debatía por
encontrar la huella de luz que ella había dejado con su presencia, vinieron las
claves en mi auxilio.
¡Cuántas voces secretas, cuántas resonancias! ¡Cuántos sudores viscosos,
como jugos lácteos, corriendo por mi espalda, por mis axilas, por mis manos!
¡Cuántas ideas, sin palabras, se precipitaban por los taludes de mi cerebro!
¿Pero tú lo entiendes? Tú, tú que me estás leyendo ¿entiendes esto? ¿Es
que yo lo entiendo? Yo sí lo entiendo. Y tú, para entenderlo, tendrías que
pegarte un tiro. En la sien derecha. ¡Las claves! Buscálas en Edmundo Peláez:
la máxima inteligencia cretinizada: petrificada. Como la falacia de Simón.
Pero siempre sucede igual. Siempre la repetición. Quiero hablar de Sonia
y doy de ella una pobre idea: la de una mujer que me llevó al histerismo. O a
la locura. Pero ¿qué voy a decir si no tengo palabras auténticas, genuinas,
nuevas, originales para referirme a una mujer que es original, nueva, genuina,
auténtica? ¿Podría decir que sus manos eran de estatua, o lunas en menguante
amasadas con luz y ámbar? ¿Qué podría decir de Sonia que no fuera una
repetición? ¿Qué podría yo decir de Sonia que no se lo adjudicara
desaprensivamente otra mujer?

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Y, sin embargo, Sonia, en este momento, quizá esté diciendo a su esposo:
«Querido, dame la azucarera». Esto puede ser cierto. ¿Y tiene ello sentido con
lo que en esencia es Sonia?
Un día. Sí, fue un día. Fue en un tiempo que existió, un tiempo que ahora
está a 14 años luz… tan cerquita, tan cerquita… Casi podría alcanzarlo con un
vulgar telescopio. Pues un día… ¿Por qué se me fue ese tiempo? ¿Por qué se
me fue ese jirón de mi vida, ese pedazo de luz? Un día… No podré terminar:
el recuerdo, en palabras, traiciona el recuerdo en emoción. Además todo
aquello fue confuso. Ella me había tocado y había demasiada ceguedad de
resplandor en mis ojos. Por eso los hombres como yo resultamos sospechosos.
Estamos ciegos. Y no sabemos si la luz que nos deslumbró fue de Cristo o de
Simón. No sé si mi mente es luz redencional o luz confusionaria. No sé si es
resplandor de sol en mediodía o débil candileja en la sombra. La burla.
Siempre la burla. Y siempre la repetición. Y la repetición aun en los olvidos
como en Grenoble. En Grenoble, Grenoble… ¡Cómo el corsé oprime el pecho
de Artemisa! ¿Pero el retrato de Artemisa es de Rembrandt o nada más se le
atribuye? ¿Y en qué museo se encuentra? ¿En qué museo?… Grenoble…
Grenoble…
¿Hay un museo en Grenoble? Grenoble es una ciudad. Es una ciudad
como Gijón. En Gijón vi la más extensa colección de dibujos de los grandes
maestros. Los alegres maestros de Windsor. Las comadres cantoras de
Viena… Grenoble… Y allá, entre la penumbra, un carrete que gira, gira con
un chirrido especial y el hilo tenso, el hilo, el cable… basket-cable decía el
Bachiller Gálvez, el de… el de… Cuánta mosca había en Puente de Ixtla
aquel año de 19… treinta y dos. Y siempre recluida en sus habitaciones con
aquella tortilla de patata, dorada, gruesa, redonda… Verde que te quiero
verde, decía Federico. Cómo insistió hasta la impertinencia, Federico. ¿Quién
nos acompañaba? Alguien que despertaba mi simpatía… alguien, el otro, allá
escondido en los Tranvías, que avivaba mi antipatía. Barrera tan borracho y
tan celoso extremeño. Lorca decía que era pésimo, hórrido, tórrido, írrito
poeta. Hórrido, tórrido, írrito… como el chillido del cable en el carrete, del
carrete en el cable, de la ruedecilla rodando por el cable tenso, como en
Grenoble. Sí, sí, ya lo veo. Ya está claro. En Grenoble hay un… un… un…
basket-cable decía el Bachiller Gálvez, pero no es ése su nombre. Ni
funicular. Su nombre, su nombre… ¿Por qué las cosas no lo son hasta que no
tienen nombre, el propio, el genuino? Cable… hilo… tela… tela… tele…
¡teleférico! ¡Teleférico, teleférico! Ya, ya. Grenoble tenía un teleférico que
atraviesa el Isére y que conduce a los turistas hasta el cerro donde se

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encuentra la Bastilla. Sí. Y Grenoble tiene un museo, pero en ese museo no
está la Artemisa de Rembrandt ni de Mausoleo. Pero yo vi una vez un
teleférico en miniatura. Sí. En una agencia de turismo. Cerca del Museo del
Prado. Sí. Yo había estado con Miró en el Museo del Prado y habíamos
discutido si la Artemisa atribuida a Rembrandt sería o no de él. Sí. Todavía
cuando nos detuvimos ante el escaparate de la agencia de turismo, cerca del
Museo, discutíamos el asunto. Después nos fuimos a un café cercano. Sí. Ese
café se llamaba el Café Gijón. Sí. Hacía frío, mucho frío. Cuando años
después, en una tarde lluviosa y fría, vi el teleférico de Grenoble se me vino a
la mente el recuerdo del teleférico de la agencia de turismo. Y la discusión
sobre si el retrato de la reina Artemisa era o no de Rembrandt. Sí. Ya estaba
todo aclarado. Y siempre en la mano del polizonte, hay un pelo. Un pelo
rubio. Como el pelo rubio de Sonia.
Tantas cosas como éstas tenía olvidadas o confundidas. Lo que no lograría
aclarar era la idea de la cactácea, del órgano de Tehuacán. En 1935. Entonces
ya Sonia se había ido. Poco antes o poco después de la cactácea, Salvador y
yo entramos en la iglesia de… de… de… «He aquí una virgen muy
moderna», me dijo Salvador. «Sí —le contesté yo— y no carente de sex
appeal» (las vírgenes de Murillo debieron tener en su época un fuerte sex
appeal) Salvador no estuvo conforme conmigo y hasta se mostró incómodo,
molesto por mis palabras. En Puebla, en la capilla del Rosario, hicimos acto
de contrición. Yo estaba arrepentido, por Salvador, de lo del sex appeal… Un
día…
Esteban volvió a entrar en el hall. Nuestras miradas se juntaron como en
la mañana, y, automáticamente miré el sillón y miré mi autorretrato con
aquella sonrisa tan desvaída, tan disfrazada, tan nutrida de simulaciones. El
sillón permanecía igual, mostrando impúdico la huella de mi presencia en el
asiento hundido. Al fin, Esteban se detuvo junto al caballete y se quedó
mirando a un punto inexistente, muerto, del muro. Durante dos minutos no
pestañeó.
—¿Qué haces ahí, Esteban?
—¿No se le ofrece nada al señor?
—¿A qué señor?
Esteban me miró sorprendido. También él tenía luz en los ojos. Y una
mueca como sonrisa de burla en sus labios. El señor debía de ser yo. Pero si
yo fuese Esteban ¿hubiera hecho al señor la misma pregunta?
—¿Cuáles son tus urgencias, Esteban?
—¿Mis qué…?

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—¿No me entiendes? ¿Qué lengua hablas?
—La castellana, gracias a Dios.
—Sí. Y la hablas como agua corriente y fresca. No pongas ese gesto…
Dime, ¿qué quieres?… Oh, perdóname. Eso es lo que tú me preguntas.
¿Sabes?… Te veo tan sencillo, ahí parado, mirándome entre temeroso y
atento… ¿Quién eres tú, de dónde vienes, adónde vas? ¿Tienes algo de común
conmigo? Sí, ya sé. Tu persona es criada de mi persona. ¿Crees que ello es
razonable? No me contestes. Ni yo podría contestar una pregunta tan simple y
tan compleja. El caso es que tú estás ahí… Ya sé, quieres saber si me dejas
sobre la estufa la cafetera… No pienso tomar café. ¿Para qué? Quizá mañana,
mañana, mañana… ¿Tú has pensado alguna vez en mañana?…
—Es imposible vivir sin pensar en ayer ni en mañana.
—Tienes razón. Puedes irte a acostar.
Esteban se va no sé por dónde. Tengo la sospecha de que no fui justo con
él. Nunca somos justos con nuestros semejantes. El aprendizaje de la equidad
es muy difícil, quizá porque nuestro exorbitado egoísmo nos impide ser justos
con nosotros mismos. Si aprendiéramos a juzgarnos con rigor seríamos más
generosos con los demás. El caso es que Esteban llegó un día hasta mi casa.
No recuerdo quién me lo recomendó. Se mostró sencillo, respetuoso y
expedito. Desde aquel día a esta noche me ha dado repetidas muestras de
inteligencia en sus cotidianas tareas de criado. Porque la inteligencia se
manifiesta en el hombre cuando logra ponerse por encima de sus obras o
faenas, dominándolas, superándolas. Esteban domina la escoba, el plumero, la
bayeta, la bandeja de servicio con seguridad tan admirable que estoy seguro
que todas las noches se ha dormido tranquilo, satisfecho de haber cumplido
cabalmente con su misión. No, Esteban no es uno de esos criados
literaturizados de teatro o novela. Nunca me ha hecho frases. Ha sentido por
mí una admiración cuyo origen me sería difícil averiguar. Quizá es una
admiración que entra en el mecanismo de su mentalidad doméstica. Me
admira porque cree que eso es lo debido: admirar al señor de quien tanto se
ocupan los periódicos. Seguramente sus principios estéticos no coinciden con
los que se manifiestan en mis obras, pero él ve que en mis pinturas hay color,
forma, orden más o menos aparente, y me admira.
Acepté como equitativa la idea de donarle uno o dos cuadros. Los pintores
ingleses suelen hacer eso con los criados que los han servido con respeto. Los
pintores latinos no lo hacen porque no tienen criados que los admiren. Pero yo
sí, yo tenía a Esteban.

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Me acerqué a la mesa y vi sobre ella un papel. Tenía un nombre y un
número de teléfono. En cuanto puse los ojos sobre el papel, el corazón me dio
un vuelco y comenzó a latir en taquicardia.

Sonia
3-35-07 Upsala.

La letra era de Esteban. Oprimí el botón del timbre. ¿Era posible que
Sonia hubiese recibido telepáticamente el choque de mi crisis y acudiese con
su voz, con el prestigio de su presencia audible a realizar el milagro? Si era
así ¿qué misteriosa transformación se estaba gestando en mi vida, en esta vida
tan pronto a finiquitar y que, sin embargo, los puntos suspensivos que ponía
ese número de teléfono parecían pretender alargar más allá de mi decisión,
más allá de mis cálculos? ¿Es que la causa iba a ser forzada y aniquilada? ¿Es
que la gota de mercurio sería susceptible de disolverse?
Esteban entró en el hall.
—¿Qué significa este papel? —le pregunté.
—¡Ah, perdón, señor!… Se me olvidó decirle que, poco antes de que
usted llegara ahora en la noche, me habló la señora marquesa de Tresguerras
para decirme que los marrons glacés los encontraría el señor con esta
persona. Que intentara usted ponerse al habla con ella.
Bajé la cabeza caviloso, entre decepcionado y confuso. No era Sonia la
que se había hecho presente, sino la marquesa. Pero ¿por qué después de
tantos años de silenciar intencionadamente a Sonia y a todo lo que ella
representaba para mí, ahora, Catita, en el último momento de mi vida, se
decidía a ese gesto de auxilio, de ayuda? ¿Es que prefería darme el número de
un teléfono, que tan celosamente guardó, a rezar por mi alma la Magnífica?
Pero yo tenía que encontrar una sutil explicación a la conducta, siempre
sutil, de Catita. Con la marquesa de Tresguerras no había que interpretar los
hechos con una lógica inmediata y explícita sino en sus aspectos escondidos e
indirectos, no a la plena luz ni a la oscuridad, sino a la penumbra medianera.
Para encontrar la explicación cabal de aquel gesto —y derivar del mismo una
conclusión sobre el posible éxito que yo pudiera obtener con la llamada
telefónica— tenía que situar en principio el estado de ánimo o la actitud
mental que habían resuelto a la marquesa a obrar sobre un asunto que, en lo
social, mantuvo bajo las siete llaves de su orgullo de aristócrata y su
discreción de zarina del cuarto círculo.
Le dije a Esteban que pidiera comunicación con Upsala; que después me
preparara un poco de café y que me lo sirviera. Si la marquesa había obrado

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con prontitud yo no malgastaría el tiempo con dudas y titubeos. Para anular la
conferencia siempre habría tiempo.
No salía de la perplejidad que me provocaba el gesto solidario de la
marquesa. La mujer que 14 años antes pretendió alzar un muro insorteable
entre Sonia y yo, ahora, valiéndose de Sonia, pretendía acudir en mi auxilio
incitándome a la recuperación de aquello que había perdido, no por sus
oficios sino por mi propia renuncia. ¿Es que la marquesa, a pesar de mi
actitud explícita, a pesar de mi ya lejana afirmación de que el affaire Sonia
estaba finiquitado, nunca llegó a creer en mi desamor? ¿O es que tenía
indicios de que una intervención oportuna de Sonia sería capaz de hacerme
desistir de la determinación tomada y que con tanta sagacidad Catita había
intuido? Y en cualquiera de los dos casos, ¿cuál era el móvil, en definitiva,
que impulsaba a la marquesa a rescatarme de la muerte? ¿Cuál la causa que la
obligaba a aquel gesto tan ostensible de solidaridad que rompía con los
escrúpulos, con los reparos y los recatos que le eran tan propios a su espíritu
de finas, exquisitas elegancias?
Por experiencia sabía que el alma humana que se revela en la penumbra,
sólo bajo la exigencia de los mandatos de la moral es capaz de volcarse fuera
de sí misma, de romper la cáscara de sus inhibiciones para entregarse en un
sentimiento muy semejante al de la caridad, a los demás. Sólo por un
escrúpulo moral la marquesa sería capaz de romper con sus aprensiones de
aristócrata e irrumpir en la intimidad de un drama ajeno con el ofrecimiento
de una solución.
—Dentro de unos minutos —me informó Esteban— nos dirán la hora de
la conferencia.
—Bien. Por favor, vete a prepararme el café.
Si la marquesa de Tresguerras tenía un escrúpulo moral con el hombre
que la obligaba a violar el escrúpulo social que debía al amigo, era evidente
que ella, en el último momento, se consideraba culpable de un daño hecho al
hombre. Y era la sustancia humana del hombre y no del amigo la que
motivaba aquella apresurada intervención de la marquesa.
Si mi deducción era lógica, Catita estaba equivocada. Su arrepentimiento
de un pecado cometido en obediencia al prejuicio del clan ponía en vigencia
tardía un yerro que yo hacía mucho tiempo lo tenía empaquetado en el rencor
y muy escondido en el desván de las pequeñas pasiones.
En toda renuncia hay sacrificio que participa por igual de lo heroico y de
lo cobarde. Mi renuncia a Sonia es una parte de mi fracaso amoroso. Mi
fracaso amoroso es una parte de la causa. Pero no es totalmente la causa…

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Yo no sé hasta qué punto intervienen en la renuncia a Sonia las molestias,
trabas, obstáculos que se opusieron a mi ambición de conquista total. Es
indudable que esos elementos negativos formaron parte de la cobardía que,
cual al arrojo que exige el sacrificio, informaron mi renuncia. En esa parte de
oposición está la vieja política de intenciones adversas de la marquesa. Pero
¿es que Catita puede ser tan cándida de creer que el yo arcaico ignora las
consecuencias de un tal hecho «histórico»? ¿Es que no ha comprendido que
en mi largo silencio estaba dramáticamente gritada Sonia? ¿Es que no se ha
dado cuenta después de tanto tiempo de pulsarme que estoy lo suficiente
curtido y templado para conllevar con igual resignación la ofensa que el
halago?
No. Catita podía llegar conmigo en un abandono casual y propicio a la isla
edénica, pero no poseía metro para medir las dimensiones múltiples del
drama. Las afinidades ecuménicas de su sangre heráldica le negaban el
dominio de ese campo. Por eso creía que mi suicidio tenía origen en ciertas
contrariedades de la vida, en esas pequeñas y conocidas adversidades que
pueden proporcionar los reveses del amor, del dinero o de la salud. Y suponía
que era el amor, mi pasión trunca por Sonia, lo que me llevaba al suicidio.
Ella ignoraba mi fracaso en la creación, lo estéril y fatigosa que había sido mi
búsqueda de Dios. Sin Dios no es posible ni el amor ni la creación, no es
posible ni la vida, ni la muerte misma. Porque no creer es suicidarse, anularse
en lo metafísico. Mi suicidio, al fin de cuentas, podía ser la intención de
forzar el misterio en que Dios se me ocultaba. Independiente de las
consecuencias que de la violación se derivaran.
Es posible que la causa no se hubiera originado si yo tuviera a Dios en el
corazón. Pero yo tengo a Dios en la inteligencia. Y no es nada más que un
concepto, tan petrificado, tan fósil como mi cerebro. Yo quiero sentir a Dios
en el corazón y en las venas, y sé que esa aspiración nunca me será cumplida.
Porque la inteligencia tiene bloqueadas y minadas con el ácido corrosivo de
todas las preguntas las vías y conductos por los que Dios podía tener acceso.
Y Dios no puede hacer el milagro contra la contumacia de mi negación.
Por ello es que pedí a la marquesa que me rezara la Magnífica. No es el
número de teléfono de Sonia lo que necesito. Quien tuvo fuerzas para resistir
la ausencia de 14 años ¿por qué no habría de tenerla para resistir una hora?
Sí, en Catita aun las espiritualidades de isla edénica era una extensión de
sus afinidades aristocráticas. Sobre ella gravitaba lo social de un modo
definitivo. Y su gota de mercurio no sería capaz de dilatarse más allá de los
límites periféricos impuestos por el Gotha. Comprendí muy bien que mi caso

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lo interpretaba en sus máximas prolongaciones, pero en lo social. Y el gesto
solidario que ahora intentaba hacer era también un gesto social. Y si todo
salía como ella deseaba que ocurriese, Catita procuraría que ese chico de
Cossío volviera a relacionarse con Sonia. Ella pondría su interés en que así
sucedieran las cosas. ¿No lo había hecho en sentido inverso años antes? Si
entonces había fracasado, ahora, que iba a favor de la corriente, coronaría con
el más ruidoso éxito sus gestiones.
Sí, todo eso era muy social, muy del cuarto círculo. Y sólo al pensar en
una tal posibilidad, me irritaba la circunstancia de que mientras mi amor se
fue cociendo en el silencio, pudo tejer entre las dos mujeres una urdimbre de
vigencias de todo género. Quizá Catita había puesto a Sonia al corriente de
mis actividades y de mis devaneos. Y lo que para mí fue hermetismo y sello
de lacre, para la marquesa era materia epistolar de exportación: «Me han
hecho un retrato —le escribiría a Sonia— que los amigos dicen que no está
mal y que la crítica reputa de magnífico. El autor es Pablo Cossío, aquel joven
imprudente que usted, dilecta Sonia, me presentó en Cuernavaca»… Y en otra
ocasión: «Ahora que la amiga de nuestro pintor se ha casado con un industrial
muy importante, el señor Cossío ha vuelto a su sonambulismo»… «La
exposición Cossío ha sido un escándalo. Alguien se ha atrevido a decir que
Cossío es el más grande pintor que hay de Alaska a Tierra de Fuego, vía
París… ¿No le parece excesivo?»
No era disparatado pensar en tal posibilidad. Y yo me pregunto,
precisamente en este momento, si mi aproximación al cuarto círculo hasta
lograr entrar en él, no ha sido sino una mal encubierta mendicidad de un
recuerdo de Sonia.
Quizá lo que yo había creído mi gran silencio encontraba frecuentes
resonancias en las cartas que se cambiaban las dos amigas. Aunque no poseía
ningún informe concreto al respecto, tenía motivos sobrados para sospechar
que la marquesa de Tresguerras y Sonia continuaban sus relaciones amistosas.
Al poco tiempo de ser admitido en los salones de doña Catalina (Paz
Fernández de Pimentel y Pérez de Aragón) un día vi sobre una mesita,
dispuesto para el correo, un paquete de libros con el nombre y dirección de
Sonia. Después, en diversas ocasiones, ya convertido en íntimo del círculo,
me pareció observar que Sonia estaba latente en el recuerdo de todos los
amigos y hasta en la atmósfera. Y más que la presencia espiritual de Sonia, yo
percibía entre los integrantes del cuarto círculo la consigna de callar todo lo
referente a Sonia mientras yo estuviera presente. Yo me vengaba ofreciendo a
esta activa y secreta oposición, mi reserva más absoluta, pues si ellos o

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algunos —desde luego Catita— enterábanse al menudo respecto a una de las
partes, se quedaban en la ignorancia completa sobre lo que correspondía al
interesado que estaba a su lado y que, en cierta forma, convivía con ellos.
Porque yo, ni aun en los momentos en que el recuerdo de Sonia, por la
negación, se hacía más presente, tuve la menor debilidad alusiva. Yo me
mordí mi recuerdo y lo tragué con mi silencio. Y lo he rumiado siempre a
solas con los ojos escocidos. Es que para ellos mi drama no era más que un
episodio social, que se llama S. E. Para mí Sonia no tenía apellido. El amor se
llama, a veces, Sonia, como el carbono se llama diamante. Entre mi Sonia y la
Sonia de ellos había un apellido. Y tras el apellido está la ficha demográfica.
¿Es que Catita había olvidado lo demográfico en el momento que habló
por teléfono a Esteban? ¿Es que ella no vio más que en mí un hombre y en
Sonia una mujer, o, por el contrario, pensó en nuestros apellidos que la
morfología ligaba en la identidad de las dos eses? De ser así, Catita habría
tratado de hacer una jugarreta a la demografía, pues descartada la posibilidad
de aportarle un nacimiento, pretendía restarle una defunción.
No. La verdad es que yo nunca perdoné a Catita todo lo que tiene de Paz
Fernández de Pimentel y Pérez de Aragón: la entidad social y demográfica
que reprobó mi gran amor. Y si a Catita he llegado a quererla, a admirarla, es
gracias a Sonia, a lo que conserva de Sonia después de los fallidos intentos de
anulación.
Yo no sé… Es cierto que yo dejé de escribir a Sonia por mis egoísmos,
por mis celos, por mis cobardías. Pero es posible que Catita haya
incrementado la confusión de un malentendido para hacer más irreparable la
divergencia. Quizá ahora esté arrepentida de haber ido más lejos de lo que
debiera. Quizá ahora considera que yo soy una persona digna de la más
amplia estimación. Pero entonces, no… Ante mi inhibición, ella aprovechó
todo momento, toda coyuntura para hacerse válida ante Sonia, y no por un
prurito de vanidad personal, sino para destacar más aún mi ineficacia, mi
invalidez… Ella fue quien tradujo al español la obra Búsqueda de la
Atlántida; ella, quien gestionó que Diego Rivera hiciera las ilustraciones; y
ella la que repartió ejemplares en la prensa y procuró, amparándose en su
prestigio social, una abundante e inteligente crítica sobre la obra… Cosas que
yo pude haber hecho con igual eficacia.
Pero yo sé también que a pesar de todo, a pesar de ese tortuoso
menoscabo de mi persona realizado por las vías halagadoras del servicio, yo
no me vi disminuido ante los ojos de Sonia, incapaz de enjuiciar los hechos
por sus apariencias más inmediatas y pragmáticas. Yo sé que Sonia, mientras

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recibía aquel alud de papel impreso en forma de ensayos, críticas, artículos,
interpretaría mi silencio no como un desmayo ni un fracaso, sino como un
recogimiento, no como una impotencia, sino como una quietud. Y
murmuraría muchas veces «¡Oh, pobre pintor mío!».
Nunca se me ocurrió hacerle un retrato. En los restaurantes y centros
nocturnos me entretenía a veces en dibujarla a la vuelta de los menús o en las
servilletas de papel. Ella elogiaba todos los apuntes, y los guardaba. Una tarde
que nos paseábamos por Chapultepec posamos a la orilla del lago, cerca del
acuario, para uno de esos retratistas de feria. Es el único recuerdo gráfico que
conservo. Al principio lo miraba con frecuencia. Pero desde hace 7 años, no
he vuelto a verlo. No he vuelto a tener fuerzas para enfrentarme con un
testimonio de una felicidad que el destino me cobró con la renuncia. Cuando
en distintas ocasiones mis dedos olvidadizos han topado sin querer con ese
retrato, he sentido el temor de mirarlo con atención. Lo he escondido en
seguida medroso de descubrir en la veladura amarilla que se extiende sobre él
una marchitez cadavérica que repugna al recuerdo. Es posible que el recuerdo
participe también de la misma condición mortuoria, pero tiene sobre los
viejos retratos la ventaja de sus renovaciones, de sus retoños primaverales. Y
por muy desvaída que se conserve la imagen en la mente basta un aroma, un
susurro, una sensación táctil para que recobre toda la lozanía que tuvo en su
origen. La fotografía es demográfica, la pintura es metafísica. La fotografía
arrastra el espíritu del ojo que la ve, al tiempo preciso que fue captado por la
cámara. Es un tiempo muerto, en conserva. En la pintura, el tiempo
permanece en función física y orgánica. No sólo se mueve, como el tiempo
real, sino que se halla asociado a lo pretérito y a lo futuro. Contemplando una
fotografía nunca sabremos qué ha pasado antes ni después de haber sido
tomada. Tan endurecido, tan sin vigencia articuladora se halla captado el
tiempo en ella. Pero si vemos una pintura, aunque esté desprovista de
referencias cronológicas, todo el tiempo de una época se hace presente con su
espíritu, con su historia. Ésa es la diferencia trascendental entre la pintura y la
fotografía. Ésta muestra el tiempo insensible, el minuto demográfico. La
pintura revela el tiempo humano, el curso ontológico de los seres y de las
cosas que los rodean.
Recuerdo que en esa fotografía Sonia aparece con el vuelo del vestido
agitado por un golpe de viento. La imagen permanece fiel en mi mente porque
ese viento traía un húmedo y estirado aroma de eucaliptos que, mezclado a su
perfume de Fleurs d’Amour, me hacían percibir como una sensación de
terciopelo al olfato, un terciopelo dorado como pelusilla de fruta acuosa y

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fresca… En el retrato Sonia llevaba un sombrero de paja, de ala ancha que
proyecta en su rostro una sombra móvil y suave de palma, y alza la cabeza
para dejar visibles los ojos, más dulces en su color de miel bajo el ala amarilla
del sombrero. Me tiene cogido del brazo con una gozosa crispadura de
posesión… En ese momento sus palabras de ligera, inofensiva burla, fueron:
«Será nuestro retrato histórico. Lo conservaremos hasta que cumplamos
nuestras bodas de oro».
Porque entonces ella y yo habíamos convenido en casarnos… Yo no sabía
cómo ni con qué, y mi egoísmo se parapetaba tras los números rojos de lo
costoso que sería un matrimonio con Sonia.
Diego Rivera la ha pintado. Y la ha pintado también Orozco Romero. Me
gusta más el retrato de Orozco Romero. Es una pintura con más profundas
intenciones y más finas calidades.
Diego ya estaba entonces desenamorado del espíritu, y practicaba la
pintura con las durezas del oficio de albañil en el que siempre fue una
lisonjera promesa. La dialéctica marxista le había creado cálculos trotskistas
en el cerebro y sus aspiraciones proletarias le encariñaban con el oficio de
decorador. Al fin, como todos los líderes, ha terminado en patrono, y hoy la
empresa Rivera es la que pinta mayor número de edificios gubernamentales
de México a 350 pesos el metro cuadrado. Teniendo en cuenta la carestía de
los materiales, no es un precio exorbitante. Claro, que la empresa no pierde,
pues se halla organizada bajo los principios industriales de la producción en
serie.
Carlos Lazo también hizo un retrato, a lápiz, de Sonia, que conserva la
marquesa de Tresguerras. El retrato pintado por Orozco Romero figura hoy en
la colección del ingeniero José Domingo Lavín, y sé que Diego intervino en
esta transacción por el simple prurito de poner el retrato fuera del alcance de
mi mano. Precisamente cuando Orozco Romero y yo tratábamos un
cambalache, intervino Diego con una oferta de 8000 pesos. «¿Qué hago?»,
me preguntó Orozco Romero con su expresión de personaje afeitado del
Greco. Yo le aconsejé que lo vendiera. Lo que no sabe Diego es que el
ingeniero Lavín en cuanto se enteró de la sustancia que tenía el asunto, me
propuso el retrato de Sonia a cambio de mi Conquiliomaquia, pero yo decliné
la gentil oferta.
Diego, que no tiene más prestigio que el de haberse casado con Frida
Kahlo —gracia y talento del trópico en un nombre germánico, belleza y
feminidad de mujer aprisionada entre ídolos— conserva en propiedad el
retrato hecho a Sonia, por ese prurito de chinche que lo indujo a hacer las

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ilustraciones de la Búsqueda de la Atlántida. Cree que con eso me pica. Pero
si no tuviera adherencias pictolíticas en el cerebro, comprendería que la
Eurídice que he hecho años después de memoria es mucho más mi Sonia que
todas las Sonias que anden por ahí pintadas o retratadas. Porque está pintada
con la angustia de la reconstrucción, del caudal perdido, del horizonte
mágico. Está pintada no entre dictados de manifiesto y bártulos de albañilería,
sino entre los sobresaltos del corazón y lágrimas de un recuerdo que, lejos de
ablandarse, se ha ido endureciendo con su exigencia del reclamo legítimo y
lícito del original. No se trata de usurpaciones, ni de expropiaciones, sino de
la posesión legítima por las vías del derecho del espíritu, secuela metafísica
que el pintor de lo pintoresco no puede entender, sin motejarlo de resabios
sentimentaloides de mentalidad burguesa.
¡Pobre Diego! Mañana la causa, vestida de gala, irá a darte la
enhorabuena. Y tú te regocijarás. Y quizás vayas también a la casa del rico e
importante industrial a la hora del postre para comer la ración que te
corresponde de la calavera de azúcar.
No sé cómo pude abandonar la luz de Sonia para caer en las tinieblas
viscosas de Diego. Un día, mientras mutilábamos las flores en una chinampa
de Xochimilco, Sonia me dijo:
«Estoy celosa de tus silencios, de lo que ves y lo que tocas. No creo que
sentiría celos de otra mujer que, seguramente, se interesaría de lo menos
noble de ti. Pero no puedo admitir, sin pena, la idea que cuando callas piensas
algo hermoso; que lo que tocas, como ahora esas flores, pueden serte más
gratas que mis manos. Más que tenerte quisiera estar en ti. Tener tus ojos para
ver y gozar de las cosas como tú lo haces».
Entregaba el espíritu a raudales. Su humildad era a veces más grande que
su pudor o su reserva, y por ello no se detenía a negarse en lo más íntimo de
su personalidad:
«Para ti, que eres fuerte, el amor ha de ser una debilidad. Para mí, que soy
débil, y más débil apocada conmigo misma, el amor me viene como una
fuerza. Yo me nutro con tu amor, pero tú, si me amas, es porque tienes
necesidad de liberar esa fuerza… Yo quisiera que tú me amases porque te
vieras necesitado del auxilio de mi espíritu».
Cerré las puertas al recuerdo. Quería huir de él por natural reacción
defensiva; pero hacía tiempo que me agitaba impotente, sin esperanza de
salvación, en el tremedal del recuerdo. Es nocivo, debilitador y estéril el
recuerdo; porque el recuerdo quita a la actividad el don de vivir el presente.
Sin embargo, los seres sin facultad para vivir en el recuerdo son almas de

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erial, páramo donde señorean los vientos sordos, las luces cenitales, páramo
de horizonte circular y difuso.
Pero volver al presente era volver a Sonia, a Sonia que ahora se me
representaba en el teléfono. La taumaturga —¡quién lo diría!— la marquesa
de Tresguerras. Si todo ocurriera lógicamente, Sonia sería despertada a las 8
de la mañana —hora de Europa— y yo dentro de unos minutos estaría
escuchando su voz. Al cabo de 14 años la oiría de nuevo. Esto, hace unas
horas, no me habría atrevido a hacerlo. No lo hice en 14 años. Ahora, estos
minutos últimos de mi vida se innovaban con audacias insospechadas. Si
ocurriese lo lógico, yo me enfrentaría ante una realidad brutalmente real,
alterada, mutada durante los 14 años de silencio. Iba a saber si aquello aún
subsistía en ella como había seguido vigente en mí. Iba a saber también si
estaba soltera, casada o divorciada. Iba a saber la verdad. Si yo no hubiera
dejado de mantener relación con Sonia, en este momento no poseería de ella
la verdad tan sintética y tan verdad como la que ahora me iba a proporcionar
el teléfono. Tuve el convencimiento de que Sonia no era la mujer que dijera:
«Querido, dame la cafetera». En Sonia no cabían cambios degradadores. No
era posible. Habría cambios, sí, pero por superación.
Desde ese momento dejé de pensar razonable, lógicamente. Me sentí
invadido por una rara complacencia, la pueril complacencia del enamorado.
Pensé que mi vida al lado de Sonia se habría desarrollado igual, pero en otra
forma. Traté en vano de poner sobre el rostro recordado de Sonia una máscara
con las huellas del tiempo. Traté de envejecerla mentalmente para darme una
idea de cómo estaría en la actualidad. Fue imposible. La imagen del rostro de
Sonia que se me había grabado en la juventud permanecía indeleble. Había
ciertos rasgos fisonómicos que se me esfumaban, que se me perdían; por
ejemplo, la curva de la mandíbula hacia la oreja; las orejas mismas. Pero veía
muy bien su frente, ligeramente deprimida en las sienes; sus ojos con un iris
de amplia diafragmación, cambiando flexible, rápidamente de foco; sus
labios, finos, alargados que se entreabrían para dejar visible una dentadura
perfectamente alineada. No.
No podía verla envejecida. Y sin embargo, ella tendría que estarlo. ¿O es
que Sonia, por el milagro de su gracia, no habría envejecido? ¿Seguiría
conservando aquella su inteligente espiritualidad para todas las cosas?
¿Habría cambiado de pensar, de modo de ser? ¿Habría cambiado de
sentimientos? Todas estas preguntas me las había hecho reiteradas veces con
anterioridad. Pero ahora tenían un sentido nuevo. Eran como un cuestionario

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palpitante de interés cuyas respuestas, las imposibles, las tenemos a la vuelta
de la página.
Sonó el timbre del teléfono y corrí a contestar. Experimenté un ligero
rubor de verme tan interesado en aquella caída. La telefonista del servicio
internacional, desde Nueva York, me dijo: «Upsala, a las 23.50».
Sentí un estremecimiento. Upsala a las 23.50. Dentro de 22 minutos Sonia
entraría con su voz en mi vida, al cabo de 7 358 400 minutos de silencio. Pero
¿qué Sonia era la que iba a surgir después de 14 años de ausencia? ¿Qué
identidades, qué número de reconocimientos iban a coincidir entre la Sonia
real, evolucionada y desvaída minuto a minuto durante 14 años, de la Sonia
de mi sueño? El punto de partida de ambas Sonias era el mismo: la caliente,
sofocada, húmeda y turbia noche de la despedida; mas las dos Sonias
desdobladas en ese minuto de la misma personalidad, ¿habían hecho un
recorrido finítimo y paralelo? Ésa era la condición insustituible, básica para
que mi sensibilidad auditiva pudiera recoger las palabras que iba a pronunciar
Sonia dentro de 22 minutos. Pero si, como era lo más posible, la Sonia real
había seguido un curso distinto, divergente de la marcha fantástica, lírica de
mi sueño ¿cómo se realizaría la confrontación de pulsos tan necesaria para
que el viejo pacto de las reciprocidades continuara vigente? ¿Y si la Sonia del
teléfono fuera la real, la misma de hace 14 años, y la del sueño padeciera una
monstruosa metamorfosis? En suma, ¿qué es lo que había hecho yo con mi
Sonia? ¿Qué es lo que había hecho por su parte la vida con la Sonia de hace
14 años, de los 7 358 400 latidos del tiempo?
Una cobardía a enfrentarme al hecho brutal de la realidad, a la síntesis
inmutable que me daría el teléfono comenzó a desazonarme con el zarandeo
de la gota de mercurio. ¿Qué razón, qué derecho, qué prerrogativa lícita tenía
yo para irrumpir así en una vida que había dejado suelta, libre, expuesta a
todas las contingencias ajenas, para irrumpir ahora de súbito en su curso y
cortarla o perturbarla? ¿Dónde estaban mis escrúpulos? ¿O es que amparado
en la sombra del suicidio había maquinado una tal asechanza para apuñalar a
Sonia por la espalda? ¿O es que una cobardía subconsciente buscaba un
pretexto justificado por la presencia de Sonia para abandonar la
determinación del suicidio?
Me sentí miedoso y avergonzado de mí mismo. El adolescente caprichoso
e inmaduro que siempre había arbitrado mi conducta me impulsaba a la
última imprudencia, al último extravío. Y para dañar el solo vestigio de
nobleza que me quedaba: la renuncia a Sonia, fuera o no explicable. Ahora
me alzaba en contra del contenido de esos 14 años, para difamar el sueño de

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Sonia que era la única justificación de mi silencio; para prostituir el sueño y
menoscabar la renuncia.
Yo debía anular la conferencia. Y debía ya, de una buena vez, finiquitar.
Pero mi cobardía, la de los huesos gelatinosos, la del vómito y la del ardor en
las mejillas, la que descentraba más que ninguna otra causa la gota de
mercurio, me mantenía irresoluto.
Entró Esteban con el café. Puso la bandeja en la mesita. Y mi cobardía
sintióse conmovida con la sencillez con que el criado cumplía el servicio. Me
senté y mientras se disolvía el azúcar invité a Esteban a que se sentara. Pero
él, que no era un adolescente, que era un espíritu maduro, rehusó a sentarse.
Me le quedé viendo fijamente y antes de que se desconcertara, le comprometí:
—Dime, Esteban, si yo te obsequiara una de mis pinturas ¿cuál
escogerías?
¡Vaya cuestión que planteaba mi cobardía! La vanidad acudía en su
auxilio en ese momento en que el espíritu degradado para todo lo vertical y
erguido, se recostaba indolente sobre el almohadón del arte. Ahora, en los
minutos víspera de la puñalada, me interesaba saber qué pintura escogería mi
criado. ¿Por qué no le preguntaba si estaba seguro de la eficacia del calibre
45?
Pero Esteban no meditó la respuesta. Y con la rapidez que acomodaba a
mi cobardía, contestó:
—Ninguna.
—¿Ninguna?
—Ninguna… Ahora me parece que soy dueño de todas ellas. He visto
como usted las ha hecho… Las veo ahí todos los días, a todas las horas… Sí,
creo que son mías. Y si usted me regalara una… sería como tener que
renunciar a las demás… porque desde entonces comprendería que no eran
mías… Perdone el señor, pero no sé explicarme.
—Te has explicado demasiado bien. Lo que no comprendo, Esteban, es tu
adhesión a mi obra. Estoy por decirte que yo no la siento…
—Todo lo perfecto debe ser admirado.
—Lo mejor de tu frase es su rotundidad. Es una frase pétrea…
Pero comprendo que Esteban ahora sí no me comprendería. Y sin
embargo continúo:
—… que podría figurar en un decálogo. Has dicho tal verdad en esa frase
que parece desprendida de unas Tablas de la Ley, de un Sinaí remoto,
heterodoxo. Todo lo perfecto debe ser admirado. Aun en sus anhelos de
superación el hombre es imperioso y antipático, pedante. ¿De dónde le viene

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esa solemnidad, ese engolamiento de la idea para expresarse como si
estuviera salvaguardado de toda contingencia, de toda falibilidad, de toda
miseria? Todo lo perfecto debe ser admirado. ¿Cuándo, en realidad, millones
de seres humanos pasan por este mundo, generaciones tras generaciones, sin
una débil sospecha de la perfección; cuándo los que nos asomamos al
exterior, movidos por esa sospecha, iniciamos nuestra ruda tarea por el
descubrimiento de la perfección y a lo más llegamos, en una máxima
conquista de nuestras dotes, es a crear obras truncas, limitadas, cojas o
tuertas? Y sin embargo tú, Esteban, no solamente tienes una clara idea de lo
que es la perfección, sino que también opinas que lo perfecto debe ser
admirado.
Y Esteban mientras manipula en el servicio de café, quizá para escudar o
enmascarar su timidez, responde:
—Si toda esa gente que pasa por la vida ve con sus ojos las rosas, las
estrellas, las nubes y no se da cuenta de lo que pueda ser la perfección, no es
culpa de la nube, de la estrella, de la rosa. Pero la perfección existe.
¡Vaya! Resulta que Esteban sí es un criado de teatro.
—Explícate…
Y Esteban se explica. He aquí la explicación de la perfección según una
mente que no es perfecta.
—Pues señor —dice Esteban— lo perfecto es aquello que está en orden
absoluto con nuestros sentidos, que son las ventanas por las que entran las
concordancias físicas que nos rodean. De este modo el hombre, que es una
ventana abierta al exterior, recibe las impresiones no tal como son en el
exterior sino como se graban en su interior, porque la razón es el eje de la
vibración mental del hombre, por lo cual la vida se nos ofrece como un
conjunto de sensaciones equidistantes entre la verdad externa y aparente y la
verdad…
¿Qué está diciendo Esteban? ¿Qué galimatías se trae en la cabeza? ¿No
son sus palabras las mismas que me ha oído pronunciar a mí en muchas
conversaciones entre amigos y visitantes? Las palabras en sus labios rechinan
como engranaje sin aceite, oxidado. No puedo soportar más su disertación y
corto:
—Está bien, Esteban, vete a acostar. Y mañana despiértame temprano. A
las seis. Debo estar listo para una cita a las 10 de la mañana. Tendrás mucho
que hacer.
El criado se va un poco cohibido. Con el temor, quizá, de haber sido
excesivo. Me siento a la mesa y escribo en una hoja de papel: «Esteban: Mi

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testamento está en el segundo cajón del escritorio. Todo lo que dejo
estipulado en él es válido. El notario señor Ibáñez guarda el original
certificado. Sólo deseo hacer constar las siguientes ampliaciones: Primera: Mi
cuadro Eurídice deberá ser enviado a S. E., en Upsala. (Suplico a la marquesa
de Tresguerras se encargue de esta gestión). Segunda: Mi autorretrato junto a
la fotografía de Valleto que está sobre el bargueño, deberán enviarse a la
marquesa de Val y Campa, en París. Tercera: El cuadro Conquiliomaquia
deberá sacarse a subasta y con su producto pagar las deudas y cuentas
pendientes (están anotadas en la libreta negra, y a los 3000 pesos del señor
Carlos Macías hay que agregar 5000 más que me entregó hoy). Cuarta: De las
pinturas restantes, que la marquesa de Tresguerras escoja la que prefiera.
Quinta: A ti, Esteban, te dejo dos pinturas, también a tu elección, separadas
las anteriores, con mi voluntad expresa de que vendas las dos. Te dejo un
patrimonio y te destruyo así una admiración tan estúpida como perniciosa.
Agradéceme lo último y no lo primero. Sexta: El dinero que sobre de la
subasta de Conquiliomaquia se entregará a la marquesa de Tresguerras que lo
destinará a obras pías. Nota: Avisar a la funeraria “El Buen Reposo” la hora
de mi entierro, que ya he dejado pagado hoy mismo. No quiero flores ni
discursos. Que en mi féretro se vuelque el contenido de un pomo de esencia
de Chanel N.º 5».
Cuando puse la firma al codicilo sentí que se rompían los últimos lazos
que me ataban a la vida. Se hizo un silencio absoluto y los ruidillos parásitos,
empolvados, salieron de los rincones de la sala para rodar en un jugueteo de
miedos por el vacío que se había abierto en mi espíritu. Se aflojaron las
amarras de la voluntad como si se cuarteara un edificio y todo mi organismo
psíquico se derrumbó…
Se derrumbó en la herrumbre horrible de todas las erres. Las erres salían
de todas partes, del aire y de la luz eléctrica, de los cuadros y de los muebles,
y se adherían a las manos, a los párpados, a los labios como chinches
pegajosas y pestilentes. Olían a cloaca ignorada, a putrefacción de corazones
supurantes. Otras se introducían por las orejas, escarbando en los oídos y
llegaban hasta el tímpano, que puncionaban. Las que invadían la boca se
nutrían voraces de saliva y engordaban a golpe de latido hasta que reventaban
anegándome la boca de pus que salía en hilos espesos por los vértices de mis
labios. Las había con destrezas y curiosidades de espeleólogos que escalaban
por las fosas nasales arriba soltando en su ascenso un jugo corrosivo y
ardiente. De las que invadían los ojos, unas inmovilizaban los párpados

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mientras otras se posesionaban de los lagrimales y orinaban en ellos ácidos
quemantes.
Subían como con hormigueo de Vía Láctea de mis manos a los brazos y
de éstos pasaban a anidar en las axilas. Y todas comían y todas expelían la
misma hediondez nauseabunda de corazones incircuncisos y pútridos. Y todas
parecían regocijadas del alimento de mi cuerpo. Y mis huesos no eran de
azúcar, como la calavera que mañana se comería Irene, sino de gelatina hecha
de pus prensado y endurecido.
Las erres de la herrumbre se extendían y multiplicaban, manchándolo y
salpicándolo todo como si fuera la hemorragia de una puñalada a la femoral
del alfabeto. Llegaban a mi cerebro y se prendían y enroscaban a las ideas,
adhiriéndose a ellas con la fuerza succionadora de las lapas. Tantas erres
tenían las ideas que éstas perdían sus perfiles, su configuración y se
convertían en seguida en bolitas de erres, todas viscosas, todas segregando los
humores pestilentes y ácidos. Y los conceptos que aún no habían sido presa
de las erres saltaban de un lado para otro en frenéticos rebotes contra las
paredes de la bóveda de cristal de roca, huyendo de la amenazante invasión de
erres, que, por los oídos, por la garganta, por los conductos de los nervios
ópticos, convergían al sitio y asalto del cerebro.
Únicamente la gota de mercurio, movediza y densa, permanecía en su
lugar sin ser atacada por aquella peste de erres. Y en su brillo diminuto de
espejo, como en un ojo microcósmico, se reflejan los incidentes de la
repulsiva y monstruosa batalla por la conquista de la inteligencia.
Las palabras, los conceptos, las ideas que habían logrado escapar a la
invasión de las erres formaron en el terror de la cobardía, en un postrer
esfuerzo defensivo, la cadena de la alianza, y concatenadas unas a otras
comenzaron a girar como anillo de Saturno alrededor de la gota de mercurio.
Y mientras en mis pies sentía el hormigueo de la descomposición, mientras el
teléfono escurría su naturaleza de pulpo por la mesita abajo, mientras en algún
lugar sonaba un timbre que se clavaba como púas de cacto en cada uno de los
poros de mi cuerpo, el pensamiento insobornable, integérrimo vibraba con el
parpadeo cegador de la inteligencia.
El terciopelo del teléfono era precursor de la voz de su timbre me hizo
presente El recuerdo del cemento del aliento pegaban reiteradas las ocasiones
electromagnéticas plaquitas de nuestras almas de los micrófonos El émbolo se
precipitaba su dinámica sanguínea por una aurora boreal los ojos de la lejanía
cegados de trineo de una constelación Y se recortaba la silueta de una palabra
hecha estrellas que reventaba La primera que en los labios se adhería

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presionada la impaciencia de micrófono extremo Y llegaba otra del punto la
primera envuelta que envolvía la luz sino el corazón Que no las confusas
hablaban palabras y sólo hacían las ideas un sentimiento solo y del espíritu se
adueñaba la naturaleza nueva Que el espíritu se dilataba y las cosas a ese
sentimiento todo adquirían Los auriculares y pulsaban las manos de guitarra
con cuerdas de carey Todos los tonos que se hacían de nácar de semitonos
resonaban con alga de música que el caracol de laberinto de reseca
minúsculos susurros de espuma en los arrecifes de alisios sónicos… Sónico
sonic soni son so s…
La S de Sonia quedó sola y refúlgida en medio de caos. Y de las cien
ideas que rotaban alrededor de la gota de mercurio se desprendió una O, la del
olvido. Y un millón de erres acudió a devorar a la o, y las erres se murieron.
Y de la cadena de palabras que rotaban alrededor de la gota de mercurio
se desprendió una N, la de la naturaleza. Y otro millón de erres acudió a
devorar la n, y las erres se murieron.
Y así fueron desprendiéndose la I, la de la impotencia, y la A, la de adiós.
Y los dos millones restantes de erres también murieron.
Y desaparecidas todas las erres me fui al estudio y saqué del cajón de la
cómoda la pistola. Las erres me habían lavado el cerebro. Y en su muerte se
llevaban todos los yo que se oponían al suicidio: al arcaico, al sentimental, al
histórico, al pictórico. Sólo, bajo la bóveda de cristal de roca, la gota de
mercurio. Regresé al hall, leí de nuevo la nota para Esteban y la encontré
correcta. Sentado en el sillón me llevé el arma a la sien derecha. Ni el más
ligero temblor ni la menor repugnancia. El miedo, la cobardía desaparecieron
con las erres. Pero aún esperé unos segundos para dar oportunidad a que mi
yo, el último, el del instinto, el del alarido en la noche, se rebelara. Pero
también estaba muerto. El dedo fue oprimiendo el gatillo y la pistola se
disparó…
Nada más que un leve chasquido. Y allá, en lo más profundo de mí
mismo, una exigua lucecilla. No sabía si era estrella o candil. Mas si era sol
avanzaba con velocidad estelar y si era candil se agigantaba a cada instante
con resplandor de aurora… Todo mi ser se mecía en el vacío, en el espacio
infinito. Y por primera vez la gota de mercurio, movediza y densa, se quedó
quieta. Y descubrí el primer misterio que era mi primera abominación: la
esfera invertida.
Era la esfera invertida lo que venía hacia mí. Era la negación de todo
orden y de toda idea lo que tenía ante mí.

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No sé cuánto tiempo estuve dominado por la creencia de hallarme muerto.
Debió de ser poco ya que mi pensamiento, paraliticado por un instante,
comenzó a fluir de nuevo. Sentí que en las confluencias de mi sangre los
pulsos golpeaban alborotados. Y allí, bajo la bóveda de cristal de roca, la gota
de mercurio se dilataba, se dilataba con expansiones incontenibles. Un vaho
de bruma salificada, vaho corrosivo y tóxico se filtraba por las paredes de
cristal de roca. La gota de mercurio, rebasando su natural recinto,
desbordándose del cerebro, caía lenta pero segura, como un coágulo, por la
garganta y en la encrucijada del pathos, donde se producen los nudos de la
angustia, se juntó con la gelatina de los huesos que acudía a la cita de los
cuatro puntos cardinales de mi biología. La gelatina envolvió la gota de
mercurio en una capa espesa. Y mi garganta, como la del ahorcado, quedó
obstruida para el grito blasfemo de la protesta y para el llanto acongojado de
la pesadumbre.
Pero el más recóndito sentimiento de esperanza me hizo llevarme la mano
a la sien: ni boquete ni sangre. Examiné la pistola, corrí la cámara: no tenía
balas. Alguien se había hecho cómplice de la causa.
Poseía el secreto de la esfera invertida, aquel que sólo se devela cuando se
pasa el umbral de la muerte. Un especial escrúpulo se apoderó de mí pues el
conocimiento del secreto no me pertenecía. Y la posesión ilícita convertíame
en sacrílego. El estigma del Pecado ponía en mis manos el rayo de una luz
occidua, y en mis ojos la ceguedad de un resplandor inmerecido. Todos los
reproches, con los ardores de la vergüenza, fundían mis mejillas. Y veíme en
la desnudez más miserable como los desnudos de Gomorra, cuando ellos
también cayeron en la abominación.
Después de esto lo demás era tan minúsculo y deleznable, tan mezquino y
pobre. Todo. Hasta la misma causa. En la relojería del demonio todos los días
y todas las horas pueden ser nuestros, nos los conceden pícaramente, pero el
último minuto es de él. Yo había dilapidado la vida regateándome con Dios,
sin pensar que el último minuto no sería mío, sino del Defraudador.
Pero aún podía luchar. Aún debía pelear mi derecho contra el Fraude.
Sólo la muerte que conquistaría sin ninguna vacilación, sin la más breve
demora, sin excusa, sería la única capaz de salvarme del caos. Pues este vivir
sin vida, quemándose en las revelaciones que no me pertenecían, era el
aniquilamiento mismo del ser, de aquel que debía subsistir a su material y
definitiva consunción.
La idea, el pensamiento que ponía en vecindad con la esfera invertida
desaparecía para siempre. Tuve la sospecha que las celdillas del cerebro que

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lo animaron y lo emitieron se marchitaban y morían caducas para nunca más
vivir. Y la sangre de mis venas que rozaba la esfera invertida se coagulaba y
en seguida entraba en putrefacción. Ése era el morir sin muerte, el
desaparecer absoluto, sin Infierno y sin Gloria. El recuerdo de Sonia se me
fue diluyendo gradualmente como si lo consumiera una llama voraz e
invisible. La esfera invertida era el caos, la nada antes de lo alpha, la nada
después de lo omega. Y yo, develado el secreto, comenzaba también a
consumirme, a desintegrarme en cuerpo y espíritu en la abominación de la
esfera invertida. Y cuanto más quería salvar, más perdía. En la voluntad de
rescatar a Sonia la condenaba más aún al vértigo monstruoso, desintegrador
de la esfera invertida.
Oí un rumor, un rumor que pareció una sonora, terrible carcajada de la
causa. Los ruidos olvidados y sobradizos, los que quedan adheridos al polvo
del tiempo sin vigencia, los ruidos estériles y mancos, sin forma acústica,
habían animado ese rumor rastrero, sordo. Pero la burla que se liberaba de ese
rumor ya no me hería. La causa de la vida o del demonio y ante la esfera
invertida poco podía lesionarme. Yo no estaba en condenación frente a Dios.
Yo estaba a su espalda. Yo estaba en la negación de mí mismo. El fracaso de
mi arte, el fracaso de mi amor, el fracaso de mi total existencia nada podían
importarme. Todos esos fracasos se resolvían en un mal paso o en un funesto
sentimiento inicial de rebeldía: no ser apto para la servidumbre. Haber
dilapidado pródigamente un caudal de libertad sin comprometerlo en una
servidumbre generosa y reparadora. No haber hecho la cadena solidaria de las
servidumbres. Haberme mantenido con el pie descalzo sin tener, como los
elegidos, una estrella sobre la frente. La soberbia. El egoísmo. Mis dos
aliados desde el nacer, mis dos enemigos hasta el morir.
Y ahora los labios secos, resecos como los labios minerales de las
momias: incapaces de una palabra solidaria para los que dejaba, incapaces de
una palabra de contrición para Aquel hacia quien iba. Desnudo, con todas las
pudibundeces que gritaba mi egoísmo. Desnudo, con todas las impotencias
que resolvía mi soberbia. En cada centímetro cuadrado de mi desnudez
brillaba una estrella, y bajo la estrella y sus resplandores se abría una pústula
y de cada pústula brotaba una gota de pus. La gota de pus era tan perfecta
como la gota de mercurio, y como ella también tenía su brillo.
El pensamiento estaba en el Límite, como Job, pero sin su humildad, sin
su resignación…

Había descubierto el secreto de la esfera invertida y el caos me repugnaba,


vomitándome a mí mismo, reincorporándome a lo más elemental, triste e

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ínfimo de mi naturaleza. Había usurpado el Orden, había ultrajado la Justicia,
había profanado la Bondad: yo, egocéntrico, paranoico en la ambición de
duplicidad; yo, que en sueños animaba la soberbia de tener en las manos mi
propia cabeza. En ninguna ocasión se me ocurrió pensar que puesto que la
cabeza estaba en mis manos podía reducirla a su mínima expresión,
deprimirla para ganar en gracia, en virtud, lo que pudiera perder en
inteligencia. Mas todo lo pervertí, todo lo disocié, todo lo confundí
lesionándolo con la inteligencia. Y ahora me encontraba ante el espejo de la
muerte, remedo burdo de mi calavera, con una conciencia que ya no era mía
sino de la esfera invertida.
El rumor se hizo más cercano y sentí la rasgadura en el oído que me
provocaba la pisada de sílex. Y entró el hombre de sílex con tres individuos
más, acompañados los cuatro de Esteban. Y en sus manos no había ni pistola,
ni sedal, ni cuchillo. Pero me parecía que el hombre de sílex blandía un mazo
invisible. El pithecantropus erectus hiriéndome con su mirada de brasa fósil,
se adelantó con gesto de innoble, de primitiva agresividad. Venía a dirimir el
viejo pleito entre el hombre que mata y el hombre que crea. Entre el hacha y
la palabra. Todas las crispaduras de la violencia asomaban a su rostro, cuyas
facciones semejaban estar toscamente labradas en piedra.
—Deje usted esa pistola… no tiene balas. Su criado la ha descargado. No
le haremos ningún daño si no opone resistencia. Es usted un criminal o un
enfermo, y sólo tratamos de internarlo…
La pistola no tenía balas. Yo bien comprendí que no estaba muerto. La
causa habíase aliado, al fin, con Esteban. Y graciosamente me ofrecía en un
terrible sarcasmo su pérfida generosidad: o el asilo o la cárcel. ¿Qué iba a ser
de mí ahora con el secreto de la esfera invertida develado y con el hombre de
sílex y sus compinches que me impedían matarme? Mas yo saldría triunfante.
Poco importaba que me encerraran. En alguna parte yo había dejado olvidada
una de mis manos, la que correspondía al pie descalzo, la mágica. Con esa
mano, donde quiera que me aprisionaran, yo podría darme muerte,
estrangularme.
Esteban, el criado perfecto degradado a la condición de Judas, me mira
entre receloso y compungido. Ahora, todas mis pinturas serán suyas; ahora,
no quedará en la casa nadie que le replique ni que le moleste… Y comprendo
por qué desde esta mañana nuestras miradas se repelían mutuamente, por qué
nuestros pensamientos y nuestras palabras estaban agujereadas con tantos
puntos suspensivos.

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El hombre de sílex, en ruidosa acción de los maxilares, machaca guijas
que se convierten en palabras:
—Hace tiempo que su criado lo venía observando…
Y tras una pausa de siete latidos, me dio las siete puñaladas:
—… y presentó una denuncia. Hoy pretendió usted estafar a don Ángel
Custodio. No oponga resistencia…
No sé qué calumnias siguió triturando entre sus quijadas. Toda la barbarie
pétrea del neolítico se alzaba como una muralla entre el mundo y yo. Y para
testificar la violencia del hombre cavernario —que el hombre moderno
escondía hipócritamente— estaban los secuaces del pithecantropus erectus.
Hombres gastados en la rutina, molidos por el prejuicio, embrutecidos por los
tabús. Hombres larvados, sin fisonomía, con placa policíaca.
La gota de mercurio que se expandía, que se expandía… ¡estalló! Al oír
esas palabras comprendí que me hallaba preso definitivo de la causa. Y yo
tenía razón. Había llegado al máximo menosprecio de mí mismo. Pero la vida
era peor. La causa se vengaba. Yo había burlado una codicia superior a mi
soberbia. Había defraudado una ambición superior a mi egoísmo. Las gentes
cuerdas y sensatas, las personas decentes, las que no tenían ni estrellas ni
fístulas, eran peores que yo. Habían llegado en la difamación al crimen. Y
Esteban era el traidor, el Judas de la noche negra.
Acepto la locura, la misma que me he impuesto al admitir la causa. Pero
la locura que me imputan los demás es calumniosa. Es la patraña inventada
por la mediocridad de Esteban, el hombre que tiene la vanidad de saber que
morirá siendo criado; por don Ángel Custodio, al que he decepcionado en su
delictuosa codicia. Podían también acusarme Carlos Macías, Irene, Edmundo
Peláez, la madre de Pilarín, que me creyó un roba-chicos. Cada uno tendría
sobrados motivos para testimoniar sobre mi demencia. Ellos son las gentes
cuerdas y sensatas, porque es moneda corriente, de cuño legal la sinrazón
puesta en movimiento por los intereses más bastardos, más bajos. Se admite
que la gente sensata hable a solas y empaque las palabras en un cilindro. Es
lógico también que una mujer, sin que cambie la temperatura ambiente, diga
que se sofoca y un momento después que se hiela. Y que coma calavera. Todo
el mundo encuentra plausible que un pedante como Peláez haga comercio con
la cultura a costa de la ignorancia de los demás. Esto es lo sensato. Y yo…
Yo… Un suicida es un mal ejemplo. No porque repudie la vida ni el
mundo, que ambos quizá son buenos. Sino por repugnar a aquellos que
prostituyen una y envilecen otro. Eso y no mi locura es lo imperdonable.

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Pero yo no quería pensar más. La pistola me pesaba enormemente en la
mano. Podía dejarla caer, pero me rehusaba a ser tan desconsiderado con un
instrumento que durante unas horas me había proporcionado la más seductora
ilusión de mi vida; que me había regalado con una tranquilidad que ya nunca
más volvería a tener; pues dudo que la tercera mano, que anda perdida por
quién sabe dónde, venga a mi auxilio. El último minuto quizá sea del
demonio, pero el penúltimo es el minuto de la lógica y de las personas
cuerdas y sensatas.
Uno de los intrusos desplegaba una camisa de fuerza. Es posible que mi
serenidad, mi actitud indiferente, inofensiva, irritara su celo profesional. Tal
vez pretendía así demostrarme la realidad brutal de mi demencia. Pero en ese
momento sonó el timbre del teléfono y a su vibración, Sonia, resurrecta de mi
propia muerte, rescatada de mi sueño, evadida del recuerdo, se corporeizó con
toda la fuerza de entraña que sacaba de mí. Era ella, su latido, la que había
roto el embrujo de la espiral del caracol, la que había rajado la alambrada del
silencio, la que estaba ahí a la hora crítica, la del expolio y la del escarnio, la
hora negra de los hombres con mentalidad de sílex, la que se condensaba en
pulso sónico al otro lado, en la punta extrema del hilo del teléfono.
Ese hilo sería ennoblecido. Al pasar por él la voz de Sonia recobraría su
primitiva condición metálica de auricalco, antes de que las voces de los
hombres de leyes de sílex lo oxidaran diciendo las palabras de mentira con
que dictan la filiación demográfica, la ficha antropométrica o la ficha clínica.
Era Sonia, el sedante de mi corazón, el sueño de mi insomnio, la palabra
clave para mi angustia expandida en el vacío cruel y enigmático de una
interrogación. Era el agua de mi sed. Era la luz de mi ceguera. Era el calor de
mi tacto. Era la palabra de mi oído. Y sin poder evitarlo hice un movimiento
brusco para acudir a responder al teléfono.
Otro de los individuos se interpuso, y empujándome, me tiró sobre el
sillón del que yo me había erguido. Me levanté con una elasticidad felina.
Hacía mucho tiempo que mis miembros no respondían con tal prontitud y tal
ligereza. Mas los otros dos criminales se echaron sobre mí, me quitaron la
americana y se dispusieron a ponerme la camisa de fuerza. No resistí.
El hombre de sílex se dirigió al teléfono y descolgó el aparato. Escuchó,
escuchó… y después soltó una carcajada. Era la misma carcajada de la causa,
cruel, burlona hasta el sarcasmo. En seguida dejó el aparato sobre el soporte y
sin dejar de reír, dirigiéndose a los tres centuriones de la ignominia, dijo:
—Era una tal Sonia que creyó que yo era el loco…

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Y tras una risotada más que resonó en la oquedad cavernaria de su
corazón troglodita, agregó:
—Me dijo: ¿Eres tú, mi Pablo?
Los tres compinches rieron con muecas de imbéciles, de frentes
deprimidas y rotas. En los ojos de Esteban había una luz acuosa, mientras los
dedos de sus manos sudados con tinta de traición se movían viscosos e
inquietos tal que si se embarazaran en una repulsiva pegosidad. Pero lo que
hacían era tejer una soga invisible. La higuera de Judas aún estaba verde…
«¿Eres tú, mi Pablo?» No. Mis labios no estaban apergaminados y fósiles
como los de la momia. «¿Eres tú, mi Pablo?» Mis labios al repetir la frase se
humedecían de miel. «¿Eres tú, mi Pablo?» captaban todas las antenas de mi
esperanza.
Sí, yo era. Yo soy, Sonia. Y aquí estoy como en el retrato de Valleto, con
las impotencias de mis tres años, pero sin la protección de mi padre, sin la
caricia de mi madre. Yo soy en el vértice de mi vida en que converges tú con
tu palabra y el hombre de sílex con su hacha. Yo soy, con el corazón ardido
de regocijos por tu presencia y con las lágrimas nuevas en mis ojos, en estos
ojos míos que creía secos para siempre.
Un día me dijiste: «Toca las cosas, Pablo, y siente y ve si te quemas o te
iluminas. He aquí mi mano: tócala. Y ahora dime si soy buena o soy funesta».
Desde entonces viví iluminado por tu luz. Pero ahora que me han tocado los
hombres, he entrado en las tinieblas. Y siento que en mi alma una sombra de
sangre de pulpo se escurre para manchar tu luz.
Sí, entro en una densa oscuridad.
La gota de mercurio ya está otra vez en su sitio, bajo la bóveda de cristal
de roca. Ha caído hasta lo más profundo de mí mismo. De nuevo la
conciencia está en su eje. Ya no me angustia en la garganta y mis huesos han
dejado de ser gelatinosos. Ellos son la armazón de la camisa de fuerza que en
el minuto del regocijo rotundo, de la conciliación conmigo mismo, me han
puesto. Mi drama se ha reducido a proporciones manejables: en la yema de mi
dedo índice hay una lágrima. Y en su brillo, como en un espejo minúsculo,
está la imagen de Dios. Al fin —¡aleluya, aleluya, aleluya!— he encontrado a
Dios en mis lágrimas.
¿Too, mis H’ehovaa, mix H’ehovaa, tuo mur h’y mex kire?
No levantes las redes.
No toques a mi puerta.
No mires hacia atrás.

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No levantes mi puerta. No toques a las redes. No mires hacia atrás. No
mires hacia. No mires. No…
Ya no hay salida. La causa no es el nombre de una mujer. Pero gracias a
ese nombre —que bendigo— he encontrado las lágrimas en mis ojos. Y en
esas lágrimas he visto la huella de Dios.
El hombre de sílex se siente mortificado. Quizá ha descubierto que bajo la
corteza craneana está la conciencia y no una piedra. Quizá sospecha que ahí
debajo puede estar la palabra y no el hacha. Con su olfato cavernario huele
que algo se esconde ahí, pensamiento o inteligencia, que debe ser aplastado.
Se abalanza sobre mí y con todo el odio que le produce la mansedumbre y mi
expresión indulgente, levanta el mazo cavernario y lo deja caer en forma de
puño sobre mi cabeza.
Todo huye de mí. Oigo como el residuo de unas risotadas. Me sumerjo,
me sumerjo en mi sueño infantil de la caída en el mar. Mi madre se reclina en
una concha gigante y tiene en sus manos un pañuelo de espuma de coral. Yo
soy niño y Sonia también lo es. Y los dos, cogidos de la mano, vamos al
encuentro de mi madre.
Después, el alarido en el círculo infernal, hecho por las lenguas quemantes
de los cien coyotes que quiebran la noche de México.

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Cinco meses después, Pablo Cossío moría violentamente, ardido de
contriciones, en el manicomio, el día de su cumpleaños. Probablemente ésa
era la fecha que le tenía destinada Acronisia. En el cementerio de Mixcoac,
México, donde se encuentra su tumba, pocos visitantes saben que bajo la
lápida que muestra una cruz y la sola inscripción de Res est sacra miser —sin
nombre y sin fecha, sin nada de lo demográfico que tanto le repugnaba—,
reposan los restos materiales de aquel que fue uno de los espíritus mexicanos
más singulares y selectos de nuestro tiempo.

París, 1953.

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ALEJANDRO NÚÑEZ ALONSO (Gijón, Asturias, España, 1905 - Quebec,
Canadá, 1982) fue un novelista, periodista y guionista de cine español.
Conocido sobre todo por sus novelas históricas sobre Benasur y Semíramis.
Su primera vocación fue el teatro. A mediados de los años 20, con varios
dramas inéditos bajo el brazo, se traslada a Madrid para hacer carrera como
dramaturgo, pero no logra estrenar sus obras. Para ganarse la vida, trabaja
como periodista en los diarios El heraldo y La Libertad, ejerciendo en este
último como crítico de cine.
A finales de 1929 se marcha a México, donde cultiva la pintura, trabaja en
varios diarios, funda dos revistas y publica sus primeras novelas: Konco (que
fue llevada al cine), Mujer de medianoche, Historia de una prostituta, y Días
de huracán.
En 1949 se traslada a Europa. Tras una estancia como corresponsal en Roma
y París, regresa a España en 1953 y publica La gota de mercurio (1954),
monólogo interior con influencias de James Joyce y Marcel Proust, que
resulta finalista del premio Nadal. Le siguen Segunda agonía (1955) y Tu
presencia en el tiempo (1955), novelas ambientadas en México.
En los años siguientes, además de numerosas obras sueltas, desarrolla dos
ciclos de novelas históricas: el de Benasur de Judea y el de Semíramis.

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En vida, sus novelas cosechan un gran éxito de público y crítica (Premio
Nacional de Literatura en 1957 y de la Crítica en 1965). Tras su muerte, cae
en un paulatino olvido.

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