Nothing Special   »   [go: up one dir, main page]

Fábula invierno en el bosque (Carlos Ongallo)

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 4

Invierno en el bosque

(Una fábula sobre la responsabilidad social)


Carlos Ongallo

E ra noviembre y don Lince andaba preocupado. Los partes meteorológicos


suministrados por la Agencia Forestal de Meteorología no vaticinaban, tampoco este
año, un buen invierno. El anterior había secado varios árboles y arrasado hierbas y
plantas. El haya centenaria que llevaba siglos curvada a la orilla del riachuelo no pudo
soportar el frío de enero, y feneció sin que los tordos y los pinzones se dieran cuenta,
entretenidos en juegos y acrobacias en derredor.

Don Lince había sido elegido rey del bosque por un periodo de cuatro años. Su predecesor
también era de la misma especie. A decir verdad, profundizando en la historia del bosque,
solo se recuerdan linces gobernando; linces de diversos pelajes: linces liberales,
conservadores, socialdemócratas, reformistas, comunistas,… las capacidades propias de su
familia (los félidos) eran muy valoradas por todos los animales del bosque. El sistema
imperante de monarquía electiva, una especie de república forestal coronada, suponía, con sus
lógicos problemas y desajustes, un buen sistema de gobierno. De este modo, el bosque se
había mantenido frondoso e intacto con el paso de los siglos. A pesar de las amenazas
urbanizadoras de los seres humanos, se había preservado milagrosamente ese puñado de
hectáreas.

La clave de la prosperidad estribaba en el servicio a la comunidad, como indicaba un estudio


concienzudo (y generosamente subvencionado, por cierto) realizado por las lechuzas. Según
esa investigación, todos los animales desempeñaban una función, un papel que beneficiaba al
contexto, al ecosistema, a la gran familia zoológica de nuestro bosque. En el bosque se había
vivido hasta hace poco en un mundo feliz, próspero, una nueva Arcadia en la que todas las
especies trabajaban para su sustento e intercambiaban bienes y servicios de una forma justa y
amigable.

Don Lince quiso cerciorarse de los malos augurios y trepó a su árbol a buscar en una de las
rendijas más ocultas un ejemplar del Calendario Zaragozano, que compraba todos los años a
escondidas en un puesto de libros de viejo en el mercado forestal de los martes. “Un
gobernante –se repetía a sí mismo– no debe guiarse por este tipo de literatura”, y le daba
reparo tener que recurrir a un instrumento menos científico que los satélites. En efecto, la
página tres del Almanaque era concluyente: “Por santa Lucía se adelantará un invierno con
temperaturas bajas, nieve y malas condiciones generalizadas.”

–“Esto lo deben saber mis conciudadanos.” –Se dijo.

Dicho y hecho. Reunió en un santiamén a todos los animales, no en un claro de bosque (no
era un gobernante que gustase de los tópicos): lo hizo en una cueva, que otrora fue plataforma
de lanzamiento de numerosos grupos musicales, como los Escarabajos, hace algunos años.

–“Queridos amigos: se avecina un invierno más duro, si cabe, que el pasado. Nuestra
comunidad ha perdido fuerza, se ha debilitado en estos años de bonanza, y nuestras distintas
especies están siendo más y más egoístas. Los erizos han subido sin causa alguna el precio de
sus servicios de seguridad, los topos no quieren saber nada de contratas de obras de ingeniería
a bajo margen, las cigüeñas se han hecho con el monopolio de transporte de bebés… Y
mientras, crías de abubilla abandonadas a su suerte, la roca de los osos ancianos, sin que nadie
la cuide y la adecente, numerosas necesidades que van apareciendo, agravadas por el invierno.

“No queda rastro de solidaridad en nuestro bosque, por lo que, en virtud de mis prerrogativas
como rey, voy a promulgar una ley para desarrollar las acciones sociales hacia la comunidad
por parte de las distintas especies de animales. He dicho.”

Tras don Lince, tomó la palabra don Cuervo; su familia había sido muy castigada por el
invierno pasado. Había tenido que cerrar varias oficinas y el negocio textil familiar se
resentía. Los cuervos son aves hechas a sí mismas. Sereno el rostro, grave, con un brillo de
interés en el pico, tras pedir educadamente la palabra, dijo:

–“Estamos muy interesados en esta nueva ley, que es fruto de una necesidad animal. Felicito a
don Lince por la idea; creo que nos puede interesar a todos, especialmente por los beneficios
que nos pueda reportar. Doy por hecho que habrá ayudas para las especies que nos acojamos a
la nueva ley, ¿no?”

–“¡Aprovechado!” –chilló doña serpiente. Una ley no puede obligar a nadie a ser solidario y
contribuir a la comunidad.

Doña serpiente se caracterizaba por su mal carácter.

Pidió la palabra don Jabalí:

–“No sé si esa ley nos puede afectar más o menos, dado que nuestra familia siempre ha dado
ejemplo en la ayuda a la comunidad. No en vano, fuimos los primeros en tener un
departamento propio de Responsabilidad Social Animal. Y eso, en un sector como el de
suministro de bellotas, tiene más mérito aún. Nosotros seguiremos haciendo las cosas igual
con ley o sin ley.”

Tomó la palabra don Pavo Real, abriendo de par en par su abanico multicolor y exclamó:

–“¡Compañeros: ya lo decía yo!, ¡ya lo decía yo! Ahora por fin me han hecho caso y habrá
una ley que regule las actividades para la comunidad. ¡Ya lo decía yo!

Don Lagarto mandó callar a don Pavo:

–“Nuestras actividades de servicio al bosque suponen un beneficio en nuestra imagen y


alientan indirectamente la compra de nuestros jabones. Si no lo supusieran, no perderíamos un
minuto en invertir en ellas.”

Los turnos se iban sucediendo ordenadamente, y los animales iban expresando su opinión.
Doña Lechuza se llevaba la punta del ala al mentón y analizaba con cuidado las palabras de
los diferentes animales. Cuando consideró oportuno alzó la voz solemnemente:

–“Queridos amigos: considero que la cosa está muy verde. Sería conveniente organizar unas
jornadas de debate en las que todos los animales que tengan algo que decir contribuyan a la
redacción de un libro blanco sobre esta nueva ley de Responsabilidad Social Animal. No
podemos andar a tientas en esta cuestión, si queremos recuperar la solidaridad en el bosque.
Nuestra especie sabe cómo organizar los conocimientos, y sabemos de leyes parecidas que se
han aprobado en la estepa y en la marisma. Un ejercicio comparado de legislaciones aclararía
muchas cosas.”

–“¡Sí! Hagamos del bosque un centro mundial de la solidaridad animal. ¡Ya lo decía yo!”
Secundó don Pavo Real de forma entusiasta.

Las opiniones se sucedían. Casi todos reconocían que era necesario aumentar la
responsabilidad y el compromiso con la comunidad, pero no sabían cómo. Intervino don
Castor (en nombre del sector de la construcción, que no pudo hablar muy alto debido a un
resfriado mal curado), don Zorro, don Mosquito…

De repente, un viento helador fuera de la cueva hizo regresar a los animales a la realidad. Un
estremecimiento recorrió el tallo de los jóvenes helechos y las hojas de los árboles dieron los
primeros gritos de alarma. Llegaba el invierno.

Se desató en segundos una terrible tormenta de nieve y viento que arrancaba las copas de los
árboles y sembró la barahúnda en el bosque. Animales dispersos buscando cobijo, ramas
desplomándose, animalitos luchando contra la ventisca, diques y refugios destruidos. ¿Qué
hacer? El invierno se había echado encima de nuevo sin tiempo apenas para preverlo.

Alguien, no preguntéis quién, dio un nombre en medio del caos: doña Ardilla. Doña Ardilla
vive en los árboles con su familia, que regenta desde tiempo inmemorial una pequeña tienda
de frutos secos. Dedica parte de su excedente a la comunidad. Además, de una forma callada,
tranquila, ayuda a quienes le piden; un día, doña Rana le pidió una ayuda para patrocinar su
célebre campeonato de saltos, y doña Ardilla se la ofreció encantada. Otro día, don Lobo,
acuciado por un hambre canina, le pidió algo de comer y doña Ardilla le ayudó de forma
discreta. Con sencillez, con simpatía, doña Ardilla se sentía corresponsable de todo lo que
ocurría en el bosque.

Don Lince y los demás animales se condujeron con mucha dificultad al establecimiento de
doña Ardilla, golpeado ferozmente por el temporal.

–“¡Ayúdanos!” –Balbucieron.

Ante todos, el simpático roedor les llevó a su almacén, en la trastienda, cuyas veces hacía el
interior de un enorme árbol, un inmenso recipiente natural lleno de nueces, avellanas,
castañas, anacardos, pistachos, ajonjolí, semillas de calabaza,… en cantidad suficiente para
hacer frente al invierno de todos los habitantes del bosque, que desde entonces vivieron en
armonía y buena vecindad, y llevaron a sus familias y ocupaciones el ejemplo de su pequeña
benefactora.

Doña Ardilla no tenía masters en su currículum; no sabía qué eran el marketing social o la
publicity, ni le preocupaba en exceso su imagen pública. Lo que nadie sabía pero todos
intuían es que había recibido una educación excelente, esa que es capaz de hacer de una
ardilla una verdadera ardilla.
© Carlos Ongallo, 2011.

También podría gustarte