Asensi Que Es Deconstruccion
Asensi Que Es Deconstruccion
Asensi Que Es Deconstruccion
conjuntamente con la ETSAB de la UPC y contó con la colaboración del ICE de la UB. Su objetivo
era hacer aportaciones críticas para entender de manera compleja el concepto polémico de
posmodernidad y en particular la ruptura histórica que supone.
De acuerdo con teóricos como David Harvey o Fredric Jameson, la década de los sesenta es el
momento en que cristalizan las condiciones históricas de la pos-modernidad o capitalismo tardío:
el paso al capitalismo post-industrial o posfordis-mo, la Guerra Fría y la culminación e inmediata
crisis del Estado del Bienestar, la aparición del Tercer Mundo como cate¬goría política, el
momento en que la tele-visión transforma la esfera pública y hegemoniza los medios de
comunicación, y el momento a partir del cual el consumo se convierte en una categoría cultural
crucial en el Occidente capitalista. Es también el momento de la eclosión de nuevos discursos
críticos en los diversos órdenes sociales, políticos y culturales, cuyo emblema sería el Mayo del 68.
El curso se desarrolló en torno a tres ejes: el legado político del 68 y el papel de los nuevos
movimientos sociales como nuevo sujeto político emergente ante la crisis de representación
política que se abre con la caída del muro y la desaparición del socialismo real; la ruptura de la
oposición de alta y baja cultura y el surgimiento del paradigma de los Estudios Culturales, que
comporta una reinterpretación de la cultura popular y los procesos de consumo que rompe con el
paradigma moderno de autonomía estética cuyo emblema es Adorno; y, finalmente, la aparición de
un nuevo paradigma comunicativo en el arte contemporáneo y la hibridación de las artes visuales y
el cine, en el sentido de un proceso de “audiovisualización” que todavía continúa y que va de la mano
de las aportaciones de las nuevas tecnologías.
En el curso participaron Josep Maria Montaner, Manuel Asensi, Francisco Fernández Buey, Horacio
Fernández, Viviana Narotzky, Antoni Mercader, Jorge Luis Marzo, Maite Ninou, José Luis Brea, Vicenç
Navarro, Juan Antonio Suárez, Luis Puig, Narcís Selles, Javier Codesal, Jordi Borja, Manuel Castells y Chris
Dercon.
Es profesor titular de Teoría de la Literatura en la Facultad de Filología de la Universidad de Valencia y profesor visitante
en la Brigham Young University, Utha. Ha sido profesor visitante en las Universidades de Irving, California y Emory
University, Atlanta. Además, ha impartido seminarios y conferencias en distintas universidades americanas y españolas.
Es director de la colección de Humanidades de la Editorial Tirant lo Blanch y de Prosopopeya -revista de crítica
contemporánea- que publica el Instituto de Estudios de Retórica y el Departamento de Teoría de los Lenguajes. Ejerce de
crítico cultural en el suplemento "Culturas" del periódico La Vanguardia y desde hace dos años colabora en las
actividades y talleres del MACBA. Su campo de investigación está constituido básicamente por teoría y crítica literaria,
literatura española y el cine. Entre sus publicaciones se cuentan los libros siguientes: Teoría de la lectura (para una
crítica paradójica), Madrid, Hiperión, 1986. Teoría literaria y deconstrucción, Madrid, Arco, 1990. La teoría fragmentaria
del Círculo de lena: Friedrich Schlegel, Valencia, Amós Belinchón, 1992. Vértigo o Boustrófedon (una lectura de
Hitchcock), Valencia, Episteme, 1993. Literatura y filosofía, Madrid, Síntesis, 1995. La maleta de Cervantes o el olvido del
autor, Valencia, Episteme, 1996. Historia de la teoría de la literatura (desde los origenes hasta el siglo XIX), Valencia,
Tirant lo Blanch, 1998. J. Hilis Miller or Boustrophedonic Reading, Stanford, University of Standford Press, 1999. Historia
de la teoría de la literatura (desde principios de siglo hasta los años setenta), Valencia, Editorial Tirant lo Blanch, 2003.
¿Qué es la deconstrucción de Derrida?
Y vaya por delante que en estas pocas páginas no se trata de responder a una pregunta acerca de
cómo afecta la deconstrucción (que en teoría sería una filosofía, o una crítica literaria o x) a la
política, sino de responder a una pregunta acerca del ser mismo de la deconstrucción. Los lectores
de Derrida saben que hablar del “ser” de la deconstrucción es algo poco menos que herético dado
que la estructura predicativa “X es P” es de orden profundamente metafísico. Pero pronto se
entenderá que cuando aquí hago la pregunta “¿qué es la deconstrucción?”, ese “es” lo empleo de
una manera performativa (ser es igual a actuar) y que con él habito la metafísica de un
Dicho de otra manera: hablar de la relación entre deconstrucción y política es algo que surge
cuando nos planteamos ¿qué es eso de la deconstrucción?.
Una buena vía para entenderla es hacerse y responder las siguientes preguntas: ¿Qué hay que
deconstruir? ¿Por qué hay que deconstruirlo? ¿Cómo hay que deconstruirlo? Naturalmente se trata
de tres preguntas inmensas que nos llevarían muy lejos en el tiempo y en el espacio. Finjamos, a
pesar de ello, que tienen unos límites bien definidos, delimitables, mensurables. Las dos primeras
preguntas pueden contestarse conjuntamente: ¿qué hay que deconstruir y por qué hay que
deconstruirlo? El nombre de lo que hay que deconstruir es “metafísica”. Dicho así, nombrado de
esa manera, se tiene de inmediato la impresión de hallarse entre las páginas que van desde Platón y
Aristóteles hasta Heidegger. Y no nos equivocamos, la mejor manera de comprender la metafísica
se encuentra en esas páginas. Pero he aquí que la metafísica, en cuanto sistema de pensamiento,
impregna la conciencia de los individuos y guía sus acciones. Mukarovsky decía que “el contenido de
la consciencia individual viene dado hasta en sus profundidades por los contenidos que pertenecen
a la consciencia colectiva”. La metafísica organiza la textualidad en general y, por ello mismo,
impregna la conciencia colectiva y la individual. ¿Quiere decir todo esto que estamos diciendo algo así
como que metafísica y fascismo son lo mismo? No exactamente, lo que se quiere decir es que
pertenece a la estructura misma de la metafísica la posibilidad, históricamente cumplida, de dar
lugar al fascismo. En este sentido, nos vale el diagnóstico de Adorno y Horckheimer en torno a la
dialéctica de la ilustración. Los análisis de Deleuze y Guattari en torno a los polos paranoide y
esquizoide también podrían ser invocados aquí de forma muy productiva.
Estas relaciones son complejas y necesitarían una mayor elaboración, pero digamos que del mismo
modo que según la conocida tesis de Adorno-Horckheimer la ilustración se resuelve en mito, la
metafísica, en una de sus posibilidades, acaba históricamente en un fascismo colectivo y/o individual.
A fin de cuentas, el argumento heideggeriano de que la ciencia moderna representa la culminación
de la metafísica, tiene una significación parecida. Detallemos la cuestión: cuando Heidegger se
plantea la pregunta ¿qué es la metafísica?, responde: el pensamiento del ser como simple
presencia. Podríamos elegir cualquier otra definición, pero no cabe duda de que nos encontramos
ante una definición muy operativa. Lo importante de ella no es tanto su contenido como la matriz
que crea, el espacio vacío y formal a que da lugar, de manera que los contenidos que históricamente
vayan apareciendo en ella, dentro de sus límites, están sobredeterminados por esa matriz. ¿En qué
consiste esa matriz? Si el ser se determina como simple presencia, automáticamente se desarrolla una
oposición entre la presencia y la ausencia (presencia-ausencia), entre todo aquello que está presente
y todo aquello que está ausente en lo relativo al ser. No obstante, lo importante de ese gesto no es
tanto la idea de presencia/ausencia como la forma vacía de esa oposición, que no iguala sino que
establece una relación jerárquica en la que un elemento, la presencia, se impone y domina al otro,
la ausencia.
Es conveniente darse cuenta en este punto de que esa matriz jerárquica orienta los términos que
figuran o que figuren en ella. Da igual que hablemos de presencia/ausencia, vida/muerte,
cuerpo/alma, inteligible/sensible, contenido/expresión, realidad/ficción, hombre/mujer, ha-
bla/escritura, espíritu/materia, élite/popular, teoría/práctica etc., lo característico es que los
términos que aparecen en primer lugar ocupan una posición jerárquica superior respecto a los
términos que aparecen en segundo lugar. Para Heidegger, la clave metafísica reside en la oposición
entre el ser como presencia y el ser como ausencia. Para Derrida, la base metafísica se halla en la
oposición entre el habla y la escritura. Para el feminismo, el problema metafísico se encuentra en la
oposición entre lo masculino y lo femenino. Para nosotros, el fundamento de la metafísica se
desprende de la barra misma de la oposición (/), una barra que incomunica los elementos que
entablan una relación jerárquica. Obviamente, no hay problema en reconocer una diferencia, por
ejemplo, entre lo masculino y lo femenino, el problema reside en que esa diferencia crea un efecto
de jerarquía. Diremos, por tanto, que lo propio de la barra no es establecer una oposición paritaria
(del estilo Zipi y Zape), sino el crear un efecto de jerarquía. Naturalmente, no todas las oposiciones
son jerárquicas, pero sí las metafísicas. Abdul Jan Mohamed, empleando una terminología
perteneciente a las dos formas diferentes de cálculo en el sistema informático, distingue entre una
oposición basada en la negación binaria, que es dialéctica, está sujeta a un orden jerárquico y a la
recuperación, y una oposición basada en la negación por analogía, que considera cada elemento
como una parte de series diferenciales que no entablan una relación jerárquica.
No parece difícil darse cuenta de que si lo propio de la metafísica es la barra que delimita una
oposición jerárquica sea del tipo que sea, entonces gran parte de la lucha social y política tiene que
ver con esas oposiciones jerárquicas. Se trata de una correspondencia que fue muy pronto detectada
por Jean-Joseph Goux en sus trabajos sobre “numismáticas”. Allí ponía de relieve como la represión
de la escritura dentro del pensamiento occidental (tesis derridiana) corría paralela a la lucha de
clases y a la represión del proletariado (tesis marxistas) y a la oposición detectada por el
psicoanálisis entre el objeto falo y el objeto parcial. Cita Goux a Marx en el momento en el que éste
asegura que la oposición entre la mercancía y la moneda es la forma abstracta y general de todas las
oposiciones que implica el trabajo burgués. La correspondencia fue también vista en el campo del
feminismo por Hélène Cixous, quien en el inicio de su texto “la joven nacida” hace notar que el
pensamiento siempre ha funcionado por oposiciones, habla/escritura, alto/bajo, “por oposiciones
duales, jerarquizadas, superior/inferior. Mitos, leyendas, libros. Sistemas filosóficos. En todo
(donde) interviene una ordenación, una ley organiza lo pensable por oposiciones (duales, irre-
conciliables; o reconstruibles, dialécticas). Y todas las parejas de oposiciones son parejas. ¿Significa
eso algo? (...), ¿está en relación con ‘la’ pareja, hombre/mujer?”.
Cuando quienquiera que sea juzga al extranjero, al diferente, al de distinta raza, al de distinta
sexualidad, al de distinta condición física, etc., como inferior, entonces está ya incurriendo en la
barra metafísica, está siendo guiado por ella. También cuando alguien se aferra a la oposición
jerárquica entre el bien y el mal, lo bello y lo feo, la verdad y la mentira, está asimismo instalado en
el movimiento propio de la metafísica, está haciendo funcionar la barra. No debe sorprendernos que
se haya acabado hablando de “falogocentrismo”, porque de esa manera se ha englobado el campo
de lo ideal (el logos) y de lo histórico (el falo). Así, pues, la metafísica no es algo que se halle única y
exclusivamente en los libros de filosofía, en el intrincado pensamiento de Heráclito, Platón, Aristóteles,
Descartes, Kant, Hegel, etc., sino que guía el campo de las acciones sociales y políticas, tanto
personales como colectivas. Uno de los gestos metafísicos por excelencia es el llevado a cabo por los
nazis en todo lo referido al genocidio del pueblo judío (sometido a la idea del dominio jerárquico de
una raza sobre otra), pero también son potencialmente metafísicos y fascistas actos y decisiones
tomados y realizados dentro de un contexto democrático. En este sentido, una buena repuesta a la
pregunta ¿por qué hay que deconstruir? es la siguiente: para evitar los totalitarismos en cualquiera de
sus formas y manifestaciones. Por supuesto, ello no quiere decir que la metafísica sea algo compacto,
eternamente igual a sí mismo, simplemente negativo y conducente al fascismo.
Sería absurdo mantener que Aristóteles es fascista, como sería absurdo pensar que la metafísica
siempre ha funcionado de la misma manera, igual que si se tratara de un ente fuera de la
historia. En realidad, lo que la deconstrucción vigila no es la metafísica, sino la posibilidad
de que la metafísica devenga fascista, el riego potencial autoritario, su matriz más básica, la barra.
De hecho, el peligro de ésta no reside tanto en crear oposiciones jerárquicas como en conferirles
un valor ontológico. Porque, ¿cómo se legitima una oposición jerárquica? Hay tres cauces habituales: 1)
encontrar un centro capaz de explicar y dar sentido a una totalidad (lo que Derrida llama un
“significado trascendental” para referirse al hecho de que la historia de la metafísica consiste en la
sustitución de un centro significativo por otro), centro sobre el que recae la responsabilidad nada más y
nada menos de dar argumentos que justifiquen la prioridad de un elemento de la oposición sobre el
otro; 2) situar un origen puro (una arqueología) del que emana la totalidad y que, al igual que el
centro (muchas veces coinciden), sirven para explicar y dar coherencia a las oposiciones binarias
jerárquicas (piénsese en cómo los nacionalismos y los integrismos buscan obsesivamente un origen que
les dé la sensación de identidad y justifique sus reivindicaciones); 3) postular una finalidad (una
teleología) que al igual que lo anterior dota de sentido una distribución jerárquica de papeles. La
filosofía del espíritu de Hegel es una línea maestra en lo que a ello se refiere, de hecho toda la
historia, toda la jerarquía de los espíritus, toda la jerarquía de las diferentes formas artísticas, se
justifica en virtud de ese caminar del Espíritu hacia su triunfo y esplendor finales.
La teoría aristotélica de las causas, con todas sus extensiones que van desde lo metafísico hasta lo
político pasando por lo poiético, es una maquinaria perfecta al servicio del marco que recorta un
origen puro (en tanto causa primera o causa eficiente), una finalidad (causa final), y un esencialismo
(causa material, formal) sobre el que descansan las grandes oposiciones aristotélicas (materia/forma,
potencia/acto, etc.).
¿Cómo se deconstruye? Se trata de otra pregunta inmensa, imposible de delimitar. Derrida, como
Paul de Man, no se ha cansado de repetir que la descontrucción no es un método, un esquema
general que se pueda aplicar a cualquier objeto, texto o contexto. La deconstrucción hay que
inventarla siempre, a cada paso, sin cesar, de ahí su enorme potencialidad creativa. Sus estrategias
son contextuales, locales, y lo que es válido para un contexto quizá no lo sea para otro. El
deconstructor puede aprovecharse de una cierta andadura deconstructiva, de un trabajo
precedente. La deconstrucción es siempre una crítica experimental. De ahí que cuando los
seguidores de Derrida o de Paul de Man se limitan a imitar los recorridos de éstos el resultado es,
demasiadas veces, lamentable.
El lema sería algo así como: no imites la deconstrucción, invéntatela. ¿Cómo delimitar lo que siempre
está por inventar? No obstante, lo que sí que está claro es lo que la deconstrucción busca: poner
patas arriba el discurso metafísico, logo-céntrico o falogocéntrico allí donde se presente: en la
filosofía, en el arte, en la política, en el derecho, en la sexualidad. Por ello, la deconstrucción no es ni
una filosofía, ni una teoría literaria o artística (por mucho que en estos campos haya mostrado su
efectividad, por mucho que autores como Gasché hayan demostrado que el ámbito de discusión
más propio de Derrida es el fenomenológico), sino una política que afecta a la totalidad de los
campos del saber, una política que toca y afecta a la idea de límite, separa ción, polaridad,
frontera, jerarquía, origen, finalidad, etc.
Pero para poner patas arriba el discurso metafísico hay que aprender de los errores de todos
aquellos que han pretendido salirse de la metafísica (Kant, Nietzsche, Heidegger, Derrida, Paul de
Man), hay que seguir una cierta lógica de la equivocación. Y el primer error es pensar que
podemos salir fuera de la metafísica, del fascismo, simplemente saltando fuera de ella,
apartándonos de ella, no queriendo saber nada de ella. Y ese error se debe a que pertenece a la
estructura esencial de la metafísica el querer salirse de ella misma. Algo así como si dijéramos: el
gran error metafísico es la voluntad de salirse de la metafísica. Pero, claro, tampoco se gana nada
permaneciendo dentro del edificio metafísico, conviviendo con él, dejándose contaminar por él.
Derrida ha visto muy bien el problema: si una oposición jerárquica la dejamos tal y como la
encontramos por miedo a incurrir en otra metafísica, entonces somos esclavos de esa oposición y
del sistema que la sostiene. Pero si la invertimos, si el término secundario, marginado, lo ponemos
en situación de dominio y marginamos ahora el término que antes era prioritario (hacer tesis del
estilo: frente a la oposición Pene/dildo, donde el dildo es visto como un suplemento del pene, digo
ahora Dildo/pene, invirtiendo el esquema de la prioridad y argumentando que el pene es un suple-
mento del dildo), entonces reproducimos la misma metafísica sólo que con una cara diferente. La
matriz fascista corre el peligro de potenciarse.
Ante una oposición jerárquica se trata de que la barra se vuelva líquida, porque “en el líquido, los
opuestos pasan más fácilmente uno dentro de otro. El líquido es el elemento del fármacon. Y el
agua, pureza del líquido, se deja más fácilmente, más peligrosamente, penetrar y luego corromper
por el fármacon, con el que se mezcla y compone de inmediato” (Derri-da, 1972: 231 de la trad.
esp.). Dicho de otra manera: lo que la deconstrucción persigue, en una estrategia sin finalidad (para
evitar la teleología metafísica), es que la barra que mantiene una oposición jerárquica se torne
blanda, de manera que los términos que permanecían separados rígidamente se interpenetren, se
toquen, se contaminen entre sí (¡contamíname! dice una canción de Ana Belén). Invertirlos es algo
que sólo funciona en un primer movimiento deconstructivo, algo que pueda ayudar a volver líquida
la barra, pero si todo se limitara a esa inversión, la barra, la molaridad, se endurecería de nuevo. Tras
ese posible primer movimiento, la andadura derridiana pone de relieve que es necesario producir un
tercer término cuya función es sostener la oposición en estado de carencia, en estado de negatividad,
en una dialéctica no superable, demostrar que su uso es meramente pragmático, que no está
basada en ningún criterio de verdad. Es un tercer término que escapa a la lógica binaria, a la
conceptualidad, que responde a un criterio de contradicción en el que es posible argumentar que
“es esto y lo otro” y, al mismo tiempo, que “no es esto ni lo otro”. Es un indecidible, una
infraestructura (en sentido no marxista). Se podría decir que la obra de Derrida ha consistido desde
los años sesenta hasta la actualidad en una interrumpida producción de indecidibles (archi-
escritura, diseminación, huella, parergon, différan-ce, ruina, ceniza, himen, espectro, suplemento,
fármacon, subyectil, etc.).
Un texto tético o molar proviene habitualmente del discurso metafísico, filosófico, ético o político, y su
característica más obvia es la de defender una posición determinada. Para ello, recurre al concepto, a
la demostración, a la silogística, a las oposiciones. En estos casos (La voz y el fenómeno es un buen
ejemplo de ello, pero también “La farmacia de Platón”), la deconstrucción halla en el nivel del lenguaje,
en alguno de sus planos (fónico, morfológico, sintáctico, semántico o lógico), en su etimología, o entre
las partes del texto (título-texto principal, texto principal-nota a pie, etc.) una inconsecuencia, una
contradicción, que hace vacilar la posición que se está defendiendo. En varias ocasiones Derrida
menciona la necesidad de oponer el autor a sí mismo. Un texto no-tético o de fuga proviene
generalmente del campo tradicio-nalmente calificado de “literario” o de “artístico”, y su peculiaridad
más evidente es la de no mantener una posición determinada, es decir, la de ser irónico.
Explota la ambigüedad, la metáfora, las analogías, los anacolutos sintácticos, los juegos de palabras,
las asociaciones fónicas, los vínculos cromáticos, formales o de textura. En este caso (“La carta pos-
tal”, Glas, “Ulises gramófono”, Alegorías de la lectura, The Linguistic Moment, etc.), la
deconstrucción sigue el camino que el texto traza con el fin de auto-deconstruirse y, con ello,
provocar indeci-dibles textuales (no ya trascendentales, como en el otro modo) que subvierten la
conceptualidad metafísica. Este seguir el camino que el texto traza se puede hacer, asimismo,
mediante el uso de técnicas vanguardistas dentro del discurso filosófico, crítico-literario, o, por qué
no, político. Y, claro está, los procedimientos empleados con textos téticos y con los no téticos
muchas veces se intercambian, se cruzan, de nuevo se mezclan. Insisto: la deconstrucción es
inventársela.