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Copyright © 2024 Estrella Correa

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida
de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación,
o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del
copyright.

Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los
personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la
imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

1ra Edición, agosto 2024.

Título Original: Siempre seremos verano

Diseño y Portada: Amparo Tárrega

ÍNDICE
AGRADECIMIENTOS
PRÓLOGO
1. MI CASA, EL MAR
2. MADRID
3. UN VIAJE
4. MI CASA
5. CUÁNTO HA PASADO
6. MÚSICA Y ESTRELLAS
7. EL PRIMER AMOR
8. UNA NOCHE MUY LARGA
9. CIERRE
10. MI ESTRELLA
11. OTRO COLOR
12. LA PRIMERA VEZ
13. LAS CHICAS CON LAS CHICAS
14. UNA FACHADA BLANCA
15. UNA CARRERA DE FONDO
16. UN ANIVERSARIO
17. UNA PROPUESTA
18. UN LO SIENTO
19. ADIÓS, VACACIONES
20. INEVITABLE
21. EL AMOR
22. EL DOLOR
23. EL MIEDO
24. LA AMISTAD
25. EL AMOR PARTE DOS
26. LA FAMILIA
27. UN AMANECER
28. UN CONCIERTO
29. UNA SORPRESA
30. MADRE MÍA
31. UN INCENDIO
32. UNA ANSIOSA INAUGURACIÓN
33. FURIOSO
34. TERMINACIONES NERVIOSAS
35. LIVE
36. CIERRE Y FIN
37. SE BUSCA
38. ABISMO
39. ERRORES
40. ACIERTOS
41. DESACIERTOS
42. DEMASIADO GRANDE
43. DEMASIADO PEQUEÑO
44. SI TE VAS
45. ¿ÚLTIMA SOPRESA?
46. PROMESAS ROTAS
47. EL DESAMOR
48. LA PARTIDA
49. POR QUÉ NO PUEDO
50. ES LA HORA
51. UN VIAJE AL CIELO
EPÍLOGO
NOTA DE AUTOR

A los besos que nos dimos


en las noches de verano.
AGRADECIMIENTOS
No hay palabras suficientes para expresar la inmensa gratitud que habita en mi
corazón hacia cada uno de vosotros, que habéis hecho posible el nacimiento de esta
obra, como todas, desde la primera: Un gin-tonic, por favor.
A mi familia, pilar de mi existencia, cuyo amor incondicional y apoyo constante
son la luz que ilumina mi camino en esta travesía literaria.
A mi hijo, por ser la persona más maravillosa que conozco, mi mejor amigo y
compañero de aventuras.
A mis amigos, confidentes, que han sido mi refugio en los momentos de
incertidumbre y mi fuente inagotable de inspiración. ¡Gracias por estar siempre a mi
lado, celebrando cada logro y superando juntos cada obstáculo!
A mis lectores, mi mayor tesoro, fuente de inspiración y aliento constante.
Vuestras palabras y gestos de cariño son la razón de ser de cada historia que sale de mi
pluma. ¡Gracias por hacer que cada página cobre vida y vuele en vuestros corazones!
A vosotros, Stella y Ángel, protagonistas de esta historia. Vuestras voces se han
convertido en la melodía que suena entre estas páginas y que me han acompañado
en el camino.
Por último, pero no menos importante, agradezco a la vida por permitirme vivir
mi pasión a través de las palabras y las historias, por regalarme la oportunidad de
crear universos paralelos y compartirlos con todos vosotros.
Que esta novela número 29 llegue a vuestras manos y os cargue de energía,
positividad y amor, porque cada palabra escrita en ella lleva un trozo de mi alma y
mi corazón.
GRACIAS, GRACIAS, GRACIAS

Estrella Correa
Star Clark
PRÓLOGO
En un pequeño pueblo, o no tan pequeño, según cómo se mire y con cuál se compare,
rodeado de agua salada, bajo un cálido sol y sobre mucha arena, dos niños crecían
sin saber lo que les esperaba.
Stella, una niña de risa juguetona y ojos curiosos de color caramelo, anhelaba la
libertad que le daba vivir en un lugar en el que todos se conocían y la peligrosidad
brillaba por su ausencia, y… quería surcar caminos sobre una bicicleta; lo que
ignoraba era que los caminos que surcaría la llevarían tan lejos de allí que casi
olvidaría cómo olía su hogar.
Ángel, un niño travieso, inquieto y con ganas de jugar, saltar y aprender a surfear,
se negó a conceder a Stella tan simple deseo; dar una vuelta en su bicicleta.
—No sabes. Y si te caes, la romperás. Papá no me comprará otra —le dijo bajo
un árbol inmenso que les cobijaba de la sombra.
Ella comenzó a llorar, apretó los puños y pataleó el suelo, removiendo la arena de
la orilla de una ría cargada de barcos de pesca y recreo.
—Llorona. —Ángel la llamó así cuando escuchó sus gemidos y vio sus lágrimas
caer. Fue la primera vez que sintió que no hacía bien dañándola y que quería verla
sonreír y feliz.
—¡Tonto! —gritó la niña antes de salir corriendo hacia su casa.
Desconsolada, así llegó a su hogar, con los ojos enrojecidos por la desilusión
porque su amigo, uno especial, no le dejaba pasar un rato con él, porque eso era lo
que deseaba.
Le dolía en el alma la negativa de su amigo, pero no comprendía por qué se sentía
así solo porque él se había negado a compartir aquel momento con ella.
Qué ilusa Stella, aún una niña pequeña.
—Cariño, ¿estás bien? ¿Otra vez te has caído de un árbol? Por favor, no te subas
a los pinos. Vas a hacerte daño de verdad —manifestó su madre, preocupada porque
le ocurriera algo grave.
—Mamá, Ángel no me ha dejado su bicicleta.
Su madre sonrió porque ya había visto cómo ese niño se quedaba embobado
mirando a su pequeña.
—Ay, Ángel, hablaré con sus padres, pero no puedes obligar a nadie a hacer algo
que no quiere.
Stella hipó. Se le encogía el corazón. Ese corazón que algún día le entregaría a
ese chico que aquella tarde la hacía llorar así.
—Pero mamá, yo le dejé mi patín ayer.
—Y eso está bien. Hay que compartir con los amigos.
—¡Ángel ya no es mi amigo!
A la mañana siguiente, Stella recibió una sorpresa inesperada. Su padre la llamó
para que saliera al patio porque tenía una visita.
Encontró al que ya no consideraba su amigo, pero con el que había soñado esa
noche, parado en el umbral, sosteniendo en sus manos la bicicleta.
—Yo… Quiero regalarte mi bici. Me… Es muy baja ya para mí —anunció Ángel,
con seguridad, pero tartamudeando.
A Stella se le iluminaron los ojos de asombro y gratitud; y amor, aunque ella lo
sabría algunos años más tarde, porque aquel gesto, ese regalo, solo fue el comienzo de
una gran historia de amor que les enseñó a los dos que las relaciones hay que cuidarlas
y que no se olvidan, solo se pasan las páginas.
En la magia de la generosidad nace el amor más humano. Como ellos, que
cometieron errores y aciertos, los primeros, entregar el amor en forma de bicicleta.
Y así comienza esta historia, donde los gestos más simples pueden convertirse en
lazos indestructibles.
1
MI CASA, EL MAR
ÁNGEL
Mayo…
Las cosas se ven de distinta manera según nuestro estado de ánimo.
Camino de la playa, le daba vueltas a esta frase, una de las últimas que me dijo mi
madre. Había transcurrido un largo día de trabajo en el taller y me dirigía a perderme
entre las olas subido en la tabla de surf. El rugido del motor de mi moto, expulsado por
sus dos tubos de escape, no lograba apaciguar mi mente de las preocupaciones que
me acuciaban. La aparqué en la plazoleta y caminé por el paseo de madera durante
ciento cincuenta metros hasta el Club de Vela. Allí guardábamos las tablas de surf
dentro de un contenedor, alquilado a tal fin por el grupo de surfistas para todo el año.
Los chicos recogían sus enseres cuando llegué. Algunos acababan de salir del
agua y otros se tomaban un refresco azucarado para recuperarse.
—Un poco tarde —advirtió Jona, un joven de veinte años al que yo mismo había
iniciado en el surfeo.
¿Tarde? ¿Para qué? Pensé. Y sí. Había sido tarde para demasiadas cosas, pero
para otras aún quedaba tiempo, o eso creía. Tarde para darle un abrazo a mi madre
que falleció de cáncer tres años antes, tarde para que mi padre no empezara a beber
hasta perder el sentido y tarde para cambiar el mayor error de mi vida.
Maldito error.
—Acabo de salir de trabajar —respondí como si fuera un hecho obvio.
—Pronto llegará el verano y perderemos esta tranquilidad —siguió con la mirada
puesta en la playa desierta—. No hay olas, una pena.
Encogí los hombros y me cambié de ropa, me coloqué el neopreno y busqué mi
tabla de color rojo y verde, como mi moto.
Con ella bajo el brazo hasta la orilla, observaba la serenidad del horizonte durante
la tarde, el arrullo del mar de fondo. Unos minutos más tarde, subido a horcajadas en
la tabla, me deleité con el cielo pintado de tonalidades doradas y naranjas. La brisa
acariciaba mi rostro mientras me deslizaba por el agua cristalina. Aunque no podía
realizar los trucos y giros que tan bien se me daban, encontraba una paz única en
la suavidad de las olas inexistentes. Avancé mar adentro y pude ver más allá de las
rompientes, hacia el infinito. Las gaviotas volaban sobre el inmenso océano que se
extendía ante mí y disfrutaban conmigo de la calma. El sonido de sus graznidos se
mezclaba con el susurro del viento y el latido de mi corazón.
Me detuve un momento y dejé que el paisaje se grabara en mi memoria, consciente
de lo efímero de este momento de tranquilidad y belleza porque mis guerras se
libraban sobre tierra firme. La sensación de libertad y conexión con la naturaleza junto
a la quietud del estado del mar aquel día me brindaban la oportunidad de reflexionar
sobre lo que quería hacer con mi vida. Y allí, en aquel mágico lugar donde el tiempo
parecía detenerse, buscaba la entereza que tanto anhelaba.
La luz de la tarde se desvaneció y las estrellas comenzaron a aparecer en el cielo
nocturno. Era hora de regresar a la orilla, pero antes disfruté por última vez con la
escena, los pies dentro del agua y el pelo aún mojado por el baño al entrar y remar
hasta el fondo. Aquel día había trabajado intensamente y necesitaba estos momentos
de relax, de inspirar y expirar lentamente el aire de los pulmones. Hacía mucho que
no lo experimentaba. Respirar, respirar de verdad, sentir el latido de la vida, inhalar
la energía benefactora del oxígeno y expulsar el dióxido de carbono de los malos
humores.
Vi el cielo oscurecerse como si fuera una obligación, pero mañana volvería a
iluminarse de nuevo, otra oportunidad de hacer las cosas bien. No era tarde para
descolgar el teléfono y pedir perdón, aunque por indeciso nunca lo había hecho.
Soy un cobarde.
Decidí volver a la arena, fría a esa hora del mes de mayo. Me quité el traje de
neopreno, lo enjuagué con agua dulce y lavé mi tabla. La guardé dentro del contenedor
cuando se secó y cogí mi mochila y el casco de mi moto para marcharme a casa.
—¿Ángel? ¿Eres tú? —Juanjo, el que cuidaba de aquello, salió de detrás de unas
barcas.
—Sip. —Alcé un brazo—. ¿Pasarás la noche en la playa?
—¿Conoces un lugar mejor? —Sonreí y negué—. Hoy no ha estado el día para
surfear. ¿Qué has hecho ahí tanto tiempo?
Darle vueltas al coco. Intentar visibilizar un futuro incierto. Sentirme un necio.
—En unos días habrá olas —aseguró.
—Eso espero. —Me despedí de él y anduve rodeado de arena blanca y pequeñas
dunas hasta la plaza en la que había dejado mi Ducati Monster 696 con los colores de
la bandera de Italia. Me abroché el casco, me acomodé en ella, la arranqué y conduje
por las calles desiertas hasta el garaje del edificio en el que vivía con mi padre.
—¿Papá? —pregunté al cruzar la puerta de nuestro hogar con las llaves aún en
la mano.
Residimos en el centro de Punta Umbría, en un piso muy modesto con dos
habitaciones y cocina office, cuarto de baño y un pequeño balcón asomado a la calle
Bajel. Un segundo sin ascensor con solo cuatro vecinos cuya hipoteca pagaba yo
con mucho esfuerzo desde que el bar que él regentaba cerró porque… Bah, mejor no
pensarlo (otra vez).
—¿Papá? —volví a llamar.
—Estoy aquí. —Salió del aseo—. Me estaba afeitando.
—¿Te has deshecho de tu barba?
—En las reuniones dicen que los pequeños cambios pueden convertirse en grandes
transiciones y… me picaba. Ya hace calor.
No bebía desde hacía nueve meses. Una vez por semana acudía a un centro de
rehabilitación en la misma localidad, a veces yo le acompañaba. Me gustaría decir (o
no) que comenzó a beber tras la muerte de mi madre, pero no fue así, nunca lo había
sido, eso solo empeoró la situación. Bebía desde que tenía recuerdos, aunque dejó de
controlarlo cuando mamá enfermó.
—¿Dónde has estado? ¿Hiciste la compra?
—Sí, claro… —murmuré—. Ahora preparo la cena.
Me fui a mi dormitorio pensando en mi trabajo, mecánico de día y camarero de
noche en un bar de la playa, cerca del club en el que tocaba la guitarra a veces con
un grupo que habíamos formado unos amigos enamorados de la música. Cogí mi
guitarra, esa que ella me regaló, lo único que me quedaba de ese amor, además de los
recuerdos, y me senté en la orilla de la cama. Unos acordes muy tristes asomaron por
mi cabeza y los apunté para que no se me olvidaran. Me sentía agotado. Acaricié la
pegatina que ella misma había dejado allí aquella noche, ya desgastada, y suspiré.
La pantalla de mi móvil se iluminó sobre la mesita de noche. Suspiré y lo cogí.
Lucas me enviaba un mensaje.
Lucas: Stella viene este verano.
¿Lo sabías?
Yo: No.
¿Algo que me importe?
Lucas: Cascarrabias.
Pensé que te gustaría saberlo.
Yo: Me da igual.
Tiré el teléfono sobre la colcha y me tumbé. En el techo encontré dibujada la misma
sonrisa de una de las fotos que ella nos había hecho muchos años atrás.

2
MADRID, EL LUGAR QUE HE CONVERTIDO EN MI
HOGAR
STELLA
Junio.
Actualidad…
Tener un lugar al que ir, alguien a quién abrazar y la familia. Eso es la felicidad.
***
Me gustaba el verano y lo echaba de menos. En el Madrid de calor seca no se vivía
igual, aunque adoraba mi trabajo y pasaba horas con mi cámara fotográfica en la
mano, o sentada en el escritorio de mi oficina, frente al ordenador, eligiendo fotos que
había hecho para grandes marcas de moda. Captaba la esencia y la elegancia, así como
la sofisticación que las caracterizaba y con las que colaboraba. Tenía una página web
y bastantes seguidores en las redes. Mi labor se basaba en las sesiones de alta calidad
que mostraban prendas de ropa muy caras, la conceptualización y dirección artística
con estilistas, maquilladores y modelos para crear conceptos visuales impactantes que
transmitirían identidad y un mensaje en concreto. También buscaba ubicaciones y
las aprovechaba, como el Palacio Real, el Parque del Retiro o la Gran Vía. Estaba
atenta a las últimas tendencias de la industria y me aseguraba de que mi trabajo fuera
emblemático y se adecuase a lo que me pedían. Hacía la edición y postproducción
para perfeccionar la imagen y mantenía una estrecha relación con los profesionales y
colegas del sector y de revistas especializadas. En resumen, era autónoma y no paraba,
tomaba mucho café para mantenerme despierta y añoraba a mi familia que vivía en
Punta Umbría, un pueblo costero del sur de España. Yo tuve que marcharme para
estudiar y prepararme. Me trasladé a Granada con tan solo diecisiete años y después a
la capital siguiendo una estela que me llamaba: me contrataron en prácticas y obtuve
los contactos que necesitaba para crear mi propia empresa: LenteStella-r. La erre era
de mi apellido, Reyes. Así comencé en mi cuenta de Instagram y así lo dejé. Me iba
genial y aceptaba demasiados contratos, por esto, ni mi madre creía en mi promesa;
en dos días me tomaría un mes de vacaciones e iría a visitarlos. En realidad, trabajaría
desde la distancia y, por supuesto, cargaría con mi cámara y haría fotos a las playas
en las que crecí.
—Tienes tantas fotos increíbles… —dijo mi ayudante, Arantxa, una chica de
veintidós años, cuatro menos que yo, sentada frente a mí y ayudándome—. Esta me
encanta. —Señaló una sobre la mesa.
—Esa me ha llamado a mí la atención. Pero estoy indecisa.
—¿Por qué no se la enseñas a Xabier? Los colores del atardecer en el cristal le
dan un toque especial.
Colaboraba en ocasiones con el fotógrafo Xabier Salas y salíamos de vez en
cuando. No lo consideraba mi pareja, pero se le asemejaba.
—Quizá lleves razón…
Llamaron al portero automático y Arantxa se levantó. Unos segundos después el
susodicho cruzaba la puerta de mi cubículo en el barrio de Chueca, en el que también
vivía, y me saludó.
—Hola, Stell. —Así me llamaba—. ¿Tienes el teléfono apagado?
—No lo sé. —Suspiré—. Debo terminar esto antes de marcharme y…
—Ah, sí, tus vacaciones… Lejos de mí.
—Con mi familia.
Tomó asiento en el lugar que ocupaba Arantxa y siguió:
—A ver. ¿Puedo ayudarte?
—No sé cuáles presentar a la galería. —Me habían propuesto para septiembre una
exposición que le daría otro aire a mi carrera. Tal vez el que había buscado desde
pequeñita. Le enseñé la foto de la que habíamos hablado mi ayudante y yo.
—Cautivadora. La manera en que has captado la atmósfera de la ciudad es
asombrosa. Creo que podría ser una gran elección.
—También me gusta esta. —Le ilustré con una en blanco y negro en la que dos
personas de edad avanzada caminaban de la mano por el parque del Retiro—.
Transmite sensación de amor y nostalgia. ¿Qué piensas?
—Muy conmovedora. Podría tocar el corazón de muchas personas y ser una gran
opción para mostrar la belleza de la vida y las relaciones duraderas.
—Tienes razón, supongo. Ambas fotos son impactantes en diferentes aspectos.
—Eso demostraría tu versatilidad y creatividad.
Bufé y me froté la frente.
—¿Qué te ocurre?
—Nunca me había sentido tan insegura con mi trabajo.
Soltó las fotos y me agarró de las manos con suavidad.
—Es normal. Vas a enfrentarte a críticos muy exigentes…
—Así no ayudas. —Sonreí de lado.
—Pero un vino te vendrá bien.
Prefiero una cerveza.
—No puedo. —Me solté—. Tengo mucho que hacer antes de irme. Pero te lo
agradezco.
—Como prefieras. —Se incorporó un tanto molesto—. Me marcho. Tengo una
reunión con Vogue en media hora. Llámame si cambias de opinión. —Desapareció
igual de rápido que había llegado.
Arantxa volvió con dos cafés en la mano un minuto más tarde.
—El chico es insistente. ¿No te gusta?
—No es eso… Es que… Tengo la cabeza en otra parte.
—En tu pueblo.
—Más o menos.
—En ese chico, el que te rompió el corazón.
—Te cuento demasiado de mi vida privada. Y de eso hace ya… —Hice como la
que tenía que contarlos, sin embargo, no se me olvidaría jamás—. Cinco años.
—¿Y no lo has visto desde entonces?
Encogí los hombros y noté el sabor agridulce que me causaba su recuerdo. Lo
quise tanto, y lo odié más todavía tras lo ocurrido, que no reconocía que también él
fuera la razón de mi nerviosismo y de que casi no hubiera pisado mi tierra durante
todo este tiempo.
—¿Y no sabes de él?
—No demasiado. —Algunas de mis amigas seguían viviendo allí, pero ni yo les
preguntaba ni ellas hacían alusión al tío que me rompió el corazón.
3
UN VIAJE
STELLA
Julio.
Actualidad…
No existe mejor viaje que el que te lleva de vuelta a casa.
***
—Sí, mamá, voy a subir al Ave —la informé por teléfono, sentada en un banco de
madera cerca de la entrada principal, rodeada por el constante flujo de personas que
transitaban el lugar y de su arquitectura asombrosa que combinaba elementos
modernos y clásicos. Grandes palmeras y cristaleras creaban una grata sensación de
amplitud y luminosidad. Y el sonido de los trenes llegaba a mis oídos y se mezclaba
con las distintas conversaciones de los viajeros.
—Aún no me creo que vayas a venir. ¡Y todo un mes! ¿A qué hora sale en concreto
tu tren?
Se lo había dicho una docena de veces, pero su mente, tras un ictus que le dio hace
tres años, no era la misma y tenía lagunas.
—En unos quince minutos. No te preocupes, tengo tiempo de sobra. Solo quería
avisarte.
—Está bien, hija. Asegúrate de que llevas todo lo que necesitas para el viaje.
¿Tienes tu boleto y tu equipaje contigo? —Mamá pato cuidaba de sus polluelos.
¿Cómo no voy a llevar el billete y mi maleta?
—Sí, mamá. Todo está en orden. No te preocupes por eso.
—Tengo tantas ganas de verte. Y tu padre también. ¡Y tu hermano! ¡Está
preparando las motos solo para ti!
Me mataría. Hacía mucho que no subía a una de ellas.
Me llamaron por la otra línea.
—Mamá, tengo que dejarte. Dile a papá que llegaré a la estación de Huelva sobre
las ocho de la tarde.
—Te quiero, Stella.
—Y yo a ti, mamá. —Colgué y acepté la llamada entrante—. ¿Qué ocurre?
—Ni te has despedido de mí —se quejó Xabier.
Agarré mi maleta por el mango y tiré de ella con una mochila al hombro, un
bolso y la mirada perdida entre las columnas antiguas de hierro fundido. Resonaba
en el suelo de mármol el sonido de los pasos de cientos de personas que se dirigían
a distintas ubicaciones.
—Sí que lo he hecho. Anoche hablamos.
—¿Y nuestro beso?
Avancé por un corredor con los rayos del sol filtrándose por los ventanales, el
olor a café y a dulce flotando en el aire y obviando las indicaciones porque conocía el
camino a la perfección. Las pantallas digitales mostraban los destinos y los horarios
precisos y por los altavoces anunciaban las próximas salidas, también la mía.
—Nos lo dimos hace unos días.
—En mi cama, no se me olvida, pero no será el último.
Divisé a Xabier antes de llegar a las escaleras mecánicas que bajaban hasta los
andenes. Llevaba puesta una camiseta, unos vaqueros y una sonrisa.
Me detuve frente a él y colgué.
—¿Qué haces aquí?
—Despedirme de ti. No sé por qué, pero algo me dice que no volveré a verte —
rumió con una sonrisa torcida.
—Solo será un mes. Y confío en ti para que me ayudes con la logística de la
exposición.
—Para eso me quieres, porque me necesitas.
Nunca nos habíamos dicho que nos queríamos, no habíamos llegado a eso. ¿Lo
quería? Sí, supongo, de alguna forma.
Nos dimos un abrazo y un beso dulce que dejó un buen sabor en mi boca.
—Te espero. —Y no fueron dos palabras cualesquiera, sino más bien una petición
repleta de esperanza—. Toma, para amenizarte el viaje. —Me dio un libro que
reconocí de inmediato.
—Gracias.
Me alejé de él con pasos decididos. Me abrí camino entre la multitud, sorteando
carritos de equipaje, acompañada por el ruido de las ruedas de mi maleta y el corazón
bombeando con fuerza; no sé si por alejarme de Xabier o acercarme a… Él.
A medida que el tren se deslizaba por los raíles, ya acomodada en mi asiento, me
sumergí en un mundo que había tratado de obviar, en un pasado con el que soñaba
por las noches y que me horrorizaba a veces.
Cogí el libro Los perros duros no bailan de Arturo Pérez-Reverte. Una novela
policiaca que va de supervivencia en un mundo donde la lealtad es un instinto puro y
sin el que no puede vivirse. Me quedé dormida tras la lectura de tres o cuatro capítulos
que me llevaron por una historia interesante y terreno pantanoso. Me desperté con la
lista de Spotify sonando a través de mis auriculares con la mala suerte de reproducirse
Me equivocaría otra vez de Fito & Fitipaldis. Los arranqué de mis oídos.
El paisaje percibido a través de las ventanas del tren cambiaba rápidamente.
Rememoré momentos felices con mi familia, escasos en los últimos cinco años. La
nostalgia y el anhelo se mezclaron con la emoción de volver a mi hogar y reunirme
con mis seres queridos.
—¿Eres de Sevilla? —me preguntó la mujer de unos sesenta años que iba a mi
lado.
—De un pueblo de Huelva. ¿Y usted?
—No sé ya ni de dónde soy. Me mudé a Alemania con mi marido para buscarnos
el pan con veinte años y volví a España cuando él falleció hace diez. Vivo con uno
de mis hijos en Vallecas. Voy a visitar a mi hermano; está enfermo.
—Lo siento.
—Cosas de la edad. Tiene setenta y dos años. Espero que se ponga bien pronto.
Echaré de menos a mi nieto. —Guardó algo en su bolso—. Entonces… ¿Vas a tu casa?
—De vacaciones. Un mes. Yo también volveré.
Me habló de su nieto de nueve años, de las horas que pasaba cuidándolo mientras
su hijo y su nuera trabajaban todo el día y me aseguró que no era una queja, que no
sabía qué haría sin él, sin ellos.
—¿Tienes hijos? —Mi cara de susto le respondió por mí—. Está bien. —Sonrió
—. Perdona, eres muy joven, pero… con treinta años yo ya tenía cuatro.
Yo rozaba los veintiséis.
—Me conformaría con uno y… dentro de… mucho.
—¿Tienes novio?
Lo pensé.
—No.
—¿Una mujer tan guapa como tú? ¿Con esos ojos? —Son de un color caramelo
muy claro.
—Estoy concentrada en mi trabajo.
—Eso está bien, pero el amor… El amor es lo más grande. Ojalá tuviera aquí a
mi Manuel.
—¿Su marido?
—Sí. Lo sigo echando de menos. Mi hija quiere buscarme pareja, es muy moderna.
Yo ya viví todo eso.
Finalmente, el tren se detuvo en la estación de Sevilla y nos bajamos. Ayudé a
Encarna con su equipaje y la acompañé a la salida donde la esperaba uno de sus
sobrinos. Me lo presentó y bajé de nuevo a los andenes para coger el tren que me
llevaría a la ciudad de Huelva. El tren, que parecía más un autobús muy largo, iba a
quince por hora (esto es una exageración andaluza, pero no superaba los cien, seguro)
y para colmo se estropeó y se quedó parado en medio de quién sabe dónde antes de
llegar.
—Esto sucede a menudo —comentó alguien a mi lado—. No sé por qué no toman
medidas.
Eso no ayuda, pensé.
—Acabamos de pasar La Palma del Condado —dijo otro sentado más adelante.
—No me lo puedo creer. —Llamé a mi padre para informarle del retraso—. Papá.
—Dime, cariño.
—¿Has salido ya de Punta Umbría?
—Estaba a punto de hacerlo. Tengo las llaves del coche en la mano. ¿Va todo
bien?
—El tren se ha averiado, o algo parecido. Supongo que no tardarán en arreglarlo.
—No te preocupes. Te espero allí.
—Te llevarás un libro y ni te darás cuenta de la hora, ¿no?
—Cómo me conoces. Avísame si me necesitas.
—Vale.
Dos horas más tarde, con la única máquina de vending estropeada también, las
puertas cerradas y sin aire acondicionado, comencé a ponerme nerviosa, menos que
la señora de atrás que se abanicaba y le pedía al que entendí como su marido que fuera
a preguntar al maquinista, o a quien fuera.
—Mari Carmen, hay que tener paciencia —le respondió.
Otra hora y el tren de carbonilla, es un decir, no se movía. Dos hombres
reclamaban que abrieran las puertas y otro llamó a la Guardia Civil. Allí hacía un
calor de mil demonios. El sol se escondía cuando consiguieron abrir las de nuestro
vagón y salí con mi equipaje para pisar un suelo arenoso muy seco.
—Mira, podemos aprovechar y llevarnos unas lechugas —advirtió el hombre
mayor a su esposa.
—Mariano, eso es robar.
—Seguid ese camino. Solo es medio kilómetro. Allí les espera un autobús que los
llevará hasta Huelva —indicó un agente de la autoridad.
Total, que pasamos una auténtica odisea hasta llegar a la ciudad onubense, cuna
de descubridores. Busqué a mi padre en el pequeño parking de la diminuta estación
donde nos dejó el autobús fletado por Renfe. Se había quedado dormido con el libro
sobre el regazo y la ventana bajada.
—Papá. —Lo llamé y parpadeó desorientado—. Te roban y no te das cuenta.
Mamá lleva razón. Estás vivo de milagro.
—Acabas de llegar y ya estás regañándome. Te pareces a ella. —Se bajó del coche
y me dio un abrazo—. ¿Cómo está mi niña?
—Cansada y muy sudada. Necesito una ducha.
—Hueles como siempre y estás más guapa si cabe. —Guardamos mi equipaje en
el maletero y le pregunté si prefería que condujera yo—. ¿No te fías de mí? No soy
tan viejo.
Ni quiero que lo seas.
4
MI CASA,
UN LUGAR AL QUE VOLVER
STELLA
Julio.
Actualidad…
Reencontrarnos y encontrarte, una forma de ser feliz.
***
Mi casa, el lugar más maravilloso del mundo, sin punto de comparación con
habitáculo alguno. Nada se le parecía, ni por asomo. Sin grandes lujos ni muebles
espectaculares ni una sala de cine ni de videojuegos (como el piso de Xabier), pero en
ella había vivido y vivo el amor más grande, el de mi familia. El cariño se desbordaba
por las ventanas. El cariño y los cachivaches que mi madre recogía y guardaba en
todas las habitaciones. Casi sufría el síndrome de Diógenes. Ella decía que no, que
era ropa que quizá un día se pondría. Los armarios se venían abajo con la carga y las
estanterías se sostenían de milagro con artilugios.
Admiré la fachada ajada por el tiempo mientras papá aparcaba el coche frente a
la casa.
—Necesita una capa de pintura —advertí.
—He querido hacerme cargo, pero tu madre dice que estoy mayor para subirme
a una escalera.
—Papá, ¿cómo vas a encargarte tú? Contrataremos a un profesional.
—Bueno, ya lo veremos. —Apagó el motor y nos bajamos.
Mi madre salió a la calle cuando sacamos las maletas del coche.
—Mira su cara de felicidad. Pórtate bien con ella. Es como es, no vamos a
cambiarla ahora —advirtió mi padre.
Sonreí y me dirigí a estrechar entre mis brazos y besar a la mujer que me dio la
vida. Olía a tardes en el sofá, a noches tomándome la temperatura, a preocupación
porque su hija se marchaba y a orgullo por lo que estaba consiguiendo, a abrazos
verdaderos y reconfortantes, a cuidado incondicional, a suavizante y al perfume que
llevaba usando desde hacía más de veinte años, Prêt à Porter.
—Mi niña… —Me acarició el rostro como si no creyera que estuviera allí.
—Hola, mamá. Os he echado de menos.
—Poco se nota. No vienes a visitarnos. Y nosotros estamos mayores para viajar.
Tu padre odia el avión. Bueno, a mí tampoco me entusiasma… —Ella hablaba sin
parar como algo normal.
—¿Y mi hermano?
—Ni idea. Por ahí. Salió de trabajar y ni a comer ha venido. Creo que tiene una
novia, o dos o tres. Ya sabes que no suelta prenda. ¿Tienes hambre? Tu padre te hará
la merienda.
Ella evitaba cocinar y si lo hacía, se le quemaba o se le estropeaba. Mejor que
no lo hiciera.
—Estoy bien. Un poco cansada. —Entramos en el patio delantero, pequeño,
repleto de plantas y macetas, muy andaluz—. Voy a darme una ducha y descansaré.
Empujé la puerta principal, entreabierta, di dos pasos por el vestíbulo hasta el
salón y…
—¡Sorpresa! —gritó un grupo de personas y, en el medio de todas, mi hermano
con una sonrisa que iluminaba la sala.
—Pero…
Hernán, mi hermano, me dio un abrazo.
—Ya te vale. A mamá casi le da un ictus —avisó por mi tardanza.
—¿Otro? —bromeé.
—De este no hubiera salido. Han venido tus amigas —indicó, y ellas corrieron
hasta mí para fundirnos en… sí, otro abrazo. La tarde de los abrazos.
—¡Qué morena estás! —comenté a Olivia, tan guapa como siempre, de ojos
verdes y pelo rubio más claro que el mío.
—Llevo dos meses yendo a la playa. ¿Tú vas? Ah, no, que en Madrid no hay playa.
—Vaya, vaya —canturreó Vero—. ¿Otra vez se ha estropeado el tren? La tarta se
ha chuchurrío. —No hizo falta que informara quién la había hecho; ella, por supuesto.
De eso vivía, regentaba una tienda de dulces y panadería en la calle Ancha, la principal
del pueblo—. Es de galletas y chocolate. De chocolate con leche. Sin mucha crema.
Tu preferida. La única que te gusta. Porque mira que eres rara.
—Muy rara —siguió Olivia y reímos.
La amistad verdadera va más allá de la mera compañía. Crea un vínculo profundo
que nos brinda consuelo en momentos de dificultad, y alegría en otros de celebración.
Establece una relación en la que podemos ser nosotros mismos sin temor al juicio. En
ella encontramos un refugio seguro para compartir nuestros ánimos y desánimos,
sueños y temores. Todo eso compartíamos nosotras a pesar de la distancia. Nos
aceptábamos tal como éramos, con nuestras virtudes y defectos. Entre nosotras todo
lo bueno valía y mostrábamos nuestra vulnerabilidad sin miedo a ser criticadas. Nos
ofrecíamos el hombro para llorar, la mano cuando tropezábamos y palabras de aliento
para seguir adelante cuando las cosas se ponían difíciles. Nos unía un lazo irrompible
que se había fortalecido con el paso de los años, enriquecido con los recuerdos y
evolucionado a uno que enfrentaba y soportaba tormentas y guerras. Y habían sido
muchas, de unas y otras, y ahí estábamos siempre, sin importar la hora ni el día. Por
eso no tenía qué contarles, porque hablábamos casi todos los días por el grupo de
WhatsApp. Pero la ilusión por tenerlas cerca me inundaba y agradecí que estuvieran
allí para alegrar, más si cabe, mi llegada.
Fede también se unió a la sorpresa y al grupo. Mi mejor amigo desde el colegio,
un chico moreno y de estatura media que estudió enfermería y acababa de conseguir
una plaza en el centro de salud local.
—Tenemos que celebrarlo —me recordó—. Mi plaza. Lo prometiste.
—Estaré un mes aquí.
—Mmm… No me fio de ti.
—¿Piensas que voy a salir huyendo? Estoy de vacaciones.
—Bueno, eres un culo inquieto.
Bebimos tinto de verano, unas cervezas y charlamos hasta el anochecer.
—Tengo hambre. Vayamos a la pizzería —dictaminó mi hermano tocándose la
barriga.
—¿No podemos pedir y comerlas aquí? —No quería insistir en mi cansancio, pero
no logré evitarlo. Un día largo que… no terminaría allí.
—Es tu fiesta de bienvenida y… No. —Se incorporó del sofá del patio trasero en
el que pasamos la tarde—. No tienes elección. —Mi hermano me agarró de la mano
y tiró de mí—. Nos vamos a cenar.
Mis amigas se miraron unos segundos de una manera extraña y entre los lamentos
de Fede, que se quejaba con razón porque en julio no se podría aparcar en ninguna
parte, subimos al coche y dimos cientos de vueltas hasta que conseguimos colocarlo
a un kilómetro del restaurante que esperábamos visitar.
—Pasamos por El Marinero y si hay mesa, nos sentamos —anunció Olivia—. Me
duelen los pies.
—Mira ella, celebrando a lo grande. Yo soy autónoma y no logro ahorrar ni un
centavo —respondió Vero ante la espléndida carta y precios del restaurante.
—Hoy invito yo. —Hernán me echó el brazo por encima—. Eres mi hermanita.
—Y nosotros sus amiguitas —bufoneó Vero.
—¿Y quién soy yo? —Fede se metió entre las dos de camino por la calle Ancha.
Su nombre reflejaba su amplitud, pero se quedaba estrecha, con espacio insuficiente
para las cien mil personas que se atrincheraban en verano.
—El hombre de nuestra vida, Fede; no te quejes. —Olivia le dio un beso en la
mejilla y este puso los ojos en blanco.
Sabía que mi amiga le gustaba, pero nunca se lo dijo, desconozco la razón, o la
desconocía, aquel verano se descubrirían muchos, demasiados secretos.
5
CUÁNTO HA PASADO
ÁNGEL
Julio.
Actualidad…
Todo vuelve, hasta tú, aunque no sea a mí.
***
El pueblo se encontraba atestado de gente y, aunque no me disgustaba, odiaba no
poder pasear tranquilo por una playa desierta, ahora repleta de turistas, sombrillas y
bañistas. Aun así, aprovechaba mi tiempo libre para seguir surfeando, o correr por la
orilla al atardecer.
—Papá, me marcho —le indiqué.
—Sí, sí. —Sentado en el sofá, veía un partido de fútbol en la televisión.
—¿Estás bien?
—Cómprame un paquete de tabaco cuando vuelvas. —Fumaba un cigarrillo.
—Será tarde.
—Vale, vale. Hasta mañana. Ten cuidado.
Volteé los ojos y cerré la puerta. Bajé hasta el garaje y arranqué la moto. Caracoles,
el garito en el que íbamos a cenar estaba varias calles más abajo, pero después tendría
que ir a la playa de la Canaleta a currar y mi Ducati se vendría conmigo, así que la
conduje unos cientos de metros.
—¡Ángel! —Lucas me interpeló alzando la mano entre el gentío y las mesas. En
zigzag conseguí llegar hasta él. Una algarabía de decenas de personas se congregaba
allí todas las noches. Chocamos las manos y tomé asiento.
—¿Y Sergio? —pregunté.
Le dio un trago a un botellín de cerveza, encogió los hombros, puso el culo de la
botella sobre la madera oscura y me enseñó la pantalla de su móvil.
—Siempre llega más tarde que tú. Eh, mira. La conocí ayer en Tinder. Es guapa,
¿no crees? —Una foto de una chica morena y muy mona.
—¿Seguro que la foto es de ella?
—Me ha enviado más… —Se rascó la nuca; mi comentario le hizo dudar.
Me froté las manos y me quedé mirando un punto fijo de la mesa en la que no
había nada más que la numeración escrita con rotulador en una esquina. Teníamos
la sesenta y tres.
—Tío, qué te pasa. Estás muy raro desde que lo dejaste con Susana. ¿Es eso?
¿Quieres volver con ella? —Me dio un toque en el hombro. Odiaba que hiciera eso.
—¿Qué? ¡No! —respondí y me levanté en busca de una ronda de cerveza para
tres acatando la norma de autoservicio del local. Sergio aparecería con total seguridad
en unos minutos.
—Pues La Susi me ha preguntado por ti —siguió con el rollazo cuando volví.
—Tío, ¿trabajas para un programa de cotilleos? —Él me informó hace un mes,
sin preguntarle, de que Stella vendría este verano.
Escuché a Olivia y a Vero que hablaban del tema en El Mosquito hacía una
semana. Allí ponía copas y tocaba de vez en cuando. Stella llegaría ese mismo día,
uno de julio, y… admito que por eso estaba tan irritable.
—¿Te ha bajado la regla?
—No digas disparates… —Le recriminé.
Agarré la cerveza por el gaznate y la llevé hasta mis labios… En ese preciso
momento, un segundo, una mano invisible hizo girar a mis ojos sesenta grados
atraídos por algo desconocido. Y se clavaron en aquel reducido espacio en un mundo
con quinientos diez millones de kilómetros cuadrados.
La vi. Allí estaba Stella. Sonriendo, con el brazo de su hermano por los hombros,
el dedo índice clavado en el vientre de su amigo Fede, en desenfadado parloteo con
sus amigas, feliz, radiante, guapísima.
Ella, distraída, no me vio. Ninguna mano mágica la llevó hasta a mí. Me lo
merecía.
Me zampé la cerveza de un trago. Sergio me empujó y tomó asiento en frente.
—¿Y esas prisas? —le preguntó extrañado Lucas.
—Qué de gente. —Se mesó el flequillo moreno y semilargo—. Una tortura
aparcar.
—¿Y la moto?
—La tiene este. ¿Cuándo piensas arreglarla? —Me regañó.
—Hay mucho trabajo —me excusé.
Mis amigos hablaron durante un largo rato sin advertir que de mi boca no salió
ni una palabra, hasta que…
—Santos, ¿a qué mundo has viajado? ¿Tu padre ha bebido?
—¡No! Ni siquiera hay alcohol en casa. —Miré mi reloj—. Tengo que irme. Hoy
entro antes. —Mentí. Cogí el casco de mi moto, dejé un billete de veinte euros sobre
la mesa y me despedí. Dejé a medias la cena que consistió en chocos fritos, puntillitas,
adobo y calamares del campo servidos en cartuchos de papel.
—En un rato nos vemos —comentó Lucas.
—No tenéis obligación de ir Al Mosqui porque yo trabaje allí.
Sergio alzó su cuarta cerveza en mi dirección.
—La noche de hoy no me la perdería por nada del mundo.
—A mí también me gusta el grupo. —Hice referencia a los chicos que actuaban
aquella noche, un grupo local llamado La Tribu del Capu. Tocaban canciones pop de
siempre, también actuales. El vocalista, Rubén, también amigo, vendía ropa en los
mercadillos para mantener a su familia, una esposa muy joven y dos niños pequeños.
Ellos rieron, brindaron y me largué. No me dirigí a mi moto directamente, sino
que di una vuelta por una calle que odiaba en verano, intentado encontrar a Stella en
alguna parte.
Busqué y busqué…
Cenaba con el grupo en el restaurante en el que también había trabajado algunos
fines de semana hacía muchos años atrás. Ocupaban una mesa en el salón principal
y los vi a través de los cristales.
Olivia se dio cuenta de mi presencia, arrugó la nariz y llevó la mirada hasta su
amiga que conversaba con Fede muy animadamente y… me escabullí antes de saber
si le había advertido sobre mi presencia, o lo había dejado pasar.
—Llegas temprano —me dijo Bella, la encargada del turno de noche en el
almacén. Rodeados de cajas de refrescos de todo tipo, me cambié de camiseta
colocándome la del local, de color negro—. No he mirado la hora.
—Hueles a cerveza. —Me olió el aliento.
—Estamos en verano y en la playa.
—Tu padre…
—Me encanta saber que todos os preocupáis por él, pero… yo no soy él —escupí.
—Eres imbécil.
—¿Me insultas?
—No lo he dicho por eso. Tienes que trabajar.
—Joder, me he tomado una puta cerveza.
—No digas palabrotas —soltó y salió a la barra que rodeaba el chiringuito de
madera con techo de paja, suelo de arena frente a la playa, muebles de palet y una
carpa india, o eso me parecía, con mesas para copas y cenas que también servíamos.
A currar.
6
MÚSICA Y ESTRELLAS
STELLA
Julio…
Actualidad.
Los “no puedo” no existen, son “no quiero” disfrazados de miedo y cobardía.
***
—No puedo… —Me dijo Ángel en este mismo camino aquella noche.
Fue un recuerdo instantáneo que me dejó helada unos segundos.
Caminábamos bajo un manto estrellado por el paseo de madera que se extendía
como una serpiente entre las dunas. El débil resplandor de la luna se filtraba entre las
nubes y nos proporcionaba la tenue luz de un discreto guía.
—Tened cuidado, se han levantado unas tablas —avisó mi hermano que iba
delante.
—¡Y se comió la tortilla sola! ¿Te acuerdas? —Olivia y Vero reían a carcajadas
recordando una merienda en la playa cuando íbamos al instituto.
—Tía, que era mi tortilla. ¡Qué hambre pasé aquella tarde! —contestó la repostera.
—Te comiste el bocadillo de chorizo de Alex.
—¡Eh! ¡Dijiste que jamás hablarías de ello!
—¿Fuiste tú? —Fede se giró y la acusó—. ¡Se enfadó conmigo! ¡Aún piensa que
fui yo!
—Jajajaja. —Río Oli—. La obsesión que tenía con sus bocadillos.
Mis amigas habían bebido demasiado vino durante la cena y el alcohol se palpaba
hasta en el aire.
—Stella —Fede me llamó. Mi hermano escribía algo en su móvil y arrugaba el
ceño. Estaría liado con un problema de trabajo, o… una mujer—. ¿Cansada?
—Un poco.
La oscuridad se cernía sobre nosotros, pero el cielo lo cargaba un millón de
estrellas muy brillantes. La iluminación por el sendero brillaba por su ausencia, la
luna acababa de esconderse de nuevo.
—¿Te acompaño a casa?
Negué.
—Mi hermano no lo permitiría.
Ambos lo miramos.
—Tiene la energía de un niño de cinco años.
A lo lejos, las luces de colores del chiringuito nos llamaban a voces.
—Y la mente también —bromeé. Hernán se tomaba la vida con calma, pero sabía
muy bien lo que quería, había estudiado en la universidad y tenía su propia empresa
de montaje de motores de barcos con ocho personas contratadas y a su cargo.
—¡Venga! ¡El concierto está empezando! ¿No lo escucháis? —Mi hermano nos
arengó y corrimos el resto del trayecto entre risas y el sonido de las olas rompiendo
en la orilla. Nos quitamos los zapatos en cuanto pisamos la arena cálida y suave y
los hundimos en ella.
Cuánto he añorado esto. Me detuve unos segundos hasta que Fede tiró de mí.
—¡Stellita!
Avanzamos entre la multitud y las conversaciones. La música y el frenesí
afloraban en todos lados y nos dejamos llevar por el ritmo de la canción Chiquilla que
sonaba por los altavoces. Allí se respiraba vida, ganas de pasarlo bien y de disfrutar
de la atmósfera festiva veraniega.
Fede me agarró de la mano e hicimos una cadena para no perdernos de mi hermano
que nos guiaba a un buen lugar para ver el concierto.
—¡Eh, cuidado! —Me dijo una chica a la que pisé.
—Lo siento.
—¿Stella? —La que se quejó se me quedó mirando con las cejas arqueadas.
—¿Laura? —Me solté del agarre del grupo y nos dimos un abrazo—. ¿Cómo
estás?
—Muy bien. ¿Y tú? —preguntas y respuestas de rigor a mi excuñada. Sí, salió
con Hernán durante dos o tres años, su única relación seria y duradera. Lo dejaron
por rutina. Mi hermano necesita adrenalina constante para ser feliz.
—Podemos vernos alguno de estos días —comentó cuando le informé de mi mes
de vacaciones.
—Llámame, tengo el mismo número.
Cuando quise darme cuenta, había perdido a mis amigos entre el público y decidí
dirigirme a la barra a pedir una cerveza, aunque mi primer pensamiento fue escapar
de allí y marcharme a casa. Tardé cinco minutos en llegar esquivando personas y sin
tropezar con ningún otro pie. Divisé a algún conocido, pero la mayoría eran turistas.
Por fin conseguí colocarme en un hueco vacío en la esquina más alejada de la barra
y Bella, la encargada, salió del almacén y vino hasta mí.
—¡Stella! ¡Qué alegría verte!
—¡Hola, Bella! —Teníamos que gritar para hacernos escuchar.
—¡Eh, jefa! ¿Puedes venir? —La reclamó un camarero a unos metros.
—Ahora mismo te atienden. Pásalo bien —expuso con rapidez ante el caos allí
formado.
Miré hacia atrás esperando que alguien se apiadara de mí y de mi sed, pero solo
se divisaban cuerpos en movimiento, luces y sombras entre ellos, algunas mesas bajo
palapas y a la derecha, fuera del recinto, grupos con neveras y toallas sentados sobre
ellas, y un haz de luz que salía del suelo simulando una hoguera.
—¿Qué te pongo? —me preguntó una voz de hombre distorsionada por el barullo.
Volví a centrar mi mirada en el chiringuito, con las manos sobre el frío del metal
y… Ahí estaba, a dos palmos de mí… Ángel. Con una camiseta negra, su tez morena
y ojos claros, pelo castaño, bastante largo y desaliñado. Hacía cinco años que no
nos veíamos y se había convertido en todo un hombre; más alto, corpulento y con la
mandíbula más cuadrada.
Sorpresa, incredulidad, una bandada de pájaros en mi estómago y recuerdos que se
agolparon en mi pecho al reconocerlo. Él tampoco logró evitarlo y sus ojos chispearon
al encontrarme.
—Ángel…
Allí estaba, frente a frente, detrás del mostrador, a solo cincuenta centímetros,
pero me dio la sensación de que había una vida. Me invadieron los nervios, él se
incorporó y el silencio se apoderó del momento, la música desapareció y el barullo
de la gente se congeló en otra dimensión del universo.
Tras la sensación de incomodidad, él rompió el hielo con un saludo que me supo
a muy poco.
—Hola, Stella. —La gente se agolpaba casi sobre mi cabeza en busca de algo de
beber y comer—. ¿Qué te pongo? —insistió, como si no lleváramos años sin vernos,
no hubiéramos estado enamorados y no me hubiera roto el corazón.
—Una cerveza, gracias —contesté amoldándome a su reacción, fría y distante, al
menos en apariencia.
—¿Alguna marca en especial?
—Cualquiera, que esté helada.
Tan fría como este reencuentro, pensé, e intenté no morirme mientras él se movía
con agilidad y yo me mordía los labios.
Cuando colocó la cerveza delante, alargué la mano para cogerla y rocé la suya, un
contacto muy breve, pero ese universo que nos separaba explotó dentro de mí y una
corriente eléctrica recorrió mi cuerpo, repasando un pasado que aún dolía.
Nos miramos a los ojos, pero no vi nada dentro y me extrañó no reconocerlo.
¿Suspiró? ¿Cogió aire? Vi su pecho subir y bajar dentro de su camiseta y el amor que
perdimos se dibujó en ella.
Saqué la cartera y…
—Invita la casa.
—¿Ahora eres el propietario de esto? —Negó con sus pupilas aún clavadas en mis
pupilas—. Entonces… —Puse un billete de cinco euros junto al botellín—. Cóbrate.
¿Esa es la bienvenida que me das? Me mordí la lengua y no se lo dije.
Dudó durante un segundo si cogerlo o no, lo agarró, fue a la caja y me trajo el
cambio.
—Stella… —Me pareció escuchar mi nombre cuando me volví y le di la espalda,
pero ya era tarde para nosotros, una demora de cinco largos años.
No sé si esperaba que aquello fuera de otra forma, si lo hubiera sido de habernos
encontrado solos o sin tanto jaleo, pero… busqué a mis amigas con un sabor muy
agridulce recorriéndome la boca.
7
EL PRIMER AMOR
STELLA
Junio…
Unos años antes…
El primer amor se graba en la piel como un tatuaje indeleble.
***
—Por fin terminan las clases —me dijo Olivia sentada en el pupitre de al lado y
comiéndose las uñas—. Tengo ganas de levantarme tarde, ir a la playa, salir… Me
encanta el verano—apuntó, dos semanas antes de finalizar el instituto.
El sol entraba por las altas ventanas del aula iluminando el polvoriento ambiente
con una luz muy brillante que me molestaba porque había dormido mal. Mientras la
profesora de matemáticas explicaba una ecuación complicada en la pizarra, mi mente
divagaba hacia el plan que Olivia y yo habíamos trazado para la tarde.
—Va a ser genial —susurró.
Sonreí y asentí con entusiasmo. Pensaba en la playa y en la compañía.
—Estoy deseando —respondí.
Ella estiró el labio con picardía.
—Ángel vendrá, ¿me equivoco?
Encogí los hombros y un millón de mariposas revolotearon en mi estómago hasta
salir por mi garganta, volar por aquella inhóspita habitación y convertirla en un lugar
colorido. Eso hacía él, pintarlo todo de alegría.
—¡Silencio, por favor! —regañó la profesora al grupo en general.
—¿Ya te has acostado con él? —preguntó y me puse colorada.
—Tía… —Miré a nuestro alrededor—. Van a escucharte. —Solo tenía dieciséis
años y, aunque Vero y Óscar lo hacían, yo me tomaba mi tiempo.
—¿Sí o no? —Negué—. Ocurrirá pronto. —Frotó sus manos.
—Olivia, ¿tienes algo que contarnos? —la profesora se dirigió a ella con enfado.
—No. Lo siento. —Resbaló en su silla y agachó el rostro.
Nos miramos cuando la maestra continuó con su aburrida explicación y mi amiga
siguió con su cuestionario hasta que el timbre anunció el final de la clase. Nos
levantamos y salimos de allí. Ángel me esperaba frente a la cancela principal, subido
a su scooter negra.
—Ahí lo tienes. —Olivia lo señaló. Nos encontramos con Vero en la calle.
—¿Por qué seguimos dando clase? Hemos terminado los exámenes. Qué pesados
—se quejó con las manos sujetando las asas de su mochila colgada al hombro.
Fui hasta mi chico con el que salía desde hacía casi un año, el último verano, y
se me iluminó el rostro al verlo. Me acerqué a él con un cosquilleo recorriéndome la
piel que aumentó cuando me agarró la mano y me dio un beso.
—Hola, llorona. —Me saludó con una sonrisa encantadora. Me llamaba así desde
hacía años— ¿Te llevo a casa?
—Pensé que no vendrías.
—Me he escapado —susurró sobre mi boca y volvió a besarme.
—Tío, ¡nos vemos en la playa esta tarde! —gritó Sergio, uno de sus amigos,
subiendo al coche de su hermano.
Ángel le dio el ok con la mano alzada y volvió a mí, siempre volvía a mí. Decía
que yo era su lugar seguro. Discutía a menudo con su padre y últimamente su madre
no se encontraba muy bien.
Me dejó en la puerta de casa, bajé de la moto y me despedí, pero él tiró de mi
cintura y me plantó otro morreo que me dejó sin resuello. Qué bonito era quererlo y
que me quisiera. El invierno había sido duro, los estudios casi no nos habían permitido
vernos, sin embargo, llegaba el verano y las horas se harían eternas, aunque
empequeñecían a su lado.
—Te quiero —musitó con su nariz pegada a la mía.
—Hacía mucho que no me lo decías.
Me acarició el cabello, la mejilla y el contorno de mis hombros.
—Tengo que irme.
—Nos vemos luego.
Observé cómo se alejaba en su moto con el ruido del motor diluyéndose a lo
largo de la calle. Supe que ese te quiero se quedaría grabado en mi memoria, como
el primero, hacía un año, bajo un gran árbol, cuando éramos unos niños. Ese año
crecimos mucho, aprendimos, acertamos y nos equivocamos, pero siempre nos
encontrábamos, dábamos el uno con el otro a pesar de nuestro entorno.
8
UNA NOCHE MUY LARGA
STELLA
Julio…
Actualidad.
El verdadero amor arde y sigue ardiendo hasta la eternidad.
***
Sus ojos claros se habían clavado de nuevo en mí, como la primera vez y la última, y
los dos sentimientos (dispares) de ambas situaciones se arremolinaron en mi cabeza
que intentaba concentrarse en dar con el paradero de mi hermano y amigos.
A veces nos hacemos preguntas para las que no hay respuestas inmediatas y eso
nos vuelve locos. Y yo llevaba años con alguna de ellas comiéndome por dentro.
—¡Stella! ¿Dónde te has metido? —Fede me preguntó con una copa en la mano.
—Me encontré con Laura. He estado en la barra. —Le cambió el rostro—. Y sí,
me ha atendido Ángel. Tú lo sabías. —Fue una acusación en toda regla.
—Yo…
—¿Sabías que Ángel trabaja aquí y que lo vería?
—Bueno, aquí hay mucha gente. Y la idea ha sido de estas. —Señaló a mis amigas
que bailaban al ritmo de una canción de Melendi—. Tarde o temprano te lo ibas a
encontrar. Esto no deja de ser un pueblo.
—Podrías haberme avisado.
—Tus amigas no me han dejado.
—Les haces demasiado caso. ¿Y mi hermano no ha dicho nada al respecto?
—Qué más da. No hemos venido aquí porque esté Ángel o no esté, sino por el
concierto.
—Sí… —Achiné los ojos hacia mis amigas a las que regañaría mañana. ¿Cómo
no me habían informado de que Ángel trabajaba aquí de camarero? Les regañaría y
ellas me responderían con una rocambolesca explicación sobre que fue hace muchos
años, que yo lo había superado y que no lo veían relevante.
Malditas amigas.
—¿Ha ido bien?
—¿Qué? —Me pilló desorientada, pensando en alguna forma mediante la que
pagaran lo que habían hecho.
—El reencuentro —ironizó.
—Normal. Le he pedido una cerveza y me la ha puesto. —Me guardé que su
presencia me había invadido como lo hacía, en cuerpo y alma, y que el contacto simple
con su piel trajo recuerdos amargos, pero que me recordó cuánto lo había amado.
—¿Y tú estás bien?
—Pasé página hace mucho. —Di un trago a mi cerveza escondiéndome tras ella
—. Y sigue siendo un imbécil.
—Siempre lo ha sido.
Brindamos y nos dedicamos a cantar y a bailar durante la siguiente hora y media,
hasta que terminó el concierto y… Mi hermano se perdió en algún lugar de la
interminable playa, mis amigas hacían la croqueta, muertas de risa, y Fede le daba la
enhorabuena al vocalista, Rubén, y quedaban para verse otro día. El lugar se vació
poco a poco y fui hasta la orilla a mojar los pies en el agua cuando pasaban las tres
de la madrugada.
La música había cambiado a una más relajante y solo me llegaba el eco que
empujaba el viento. Cerré los ojos e inspiré. El olor a sal me recorrió de arriba abajo
y el sonido del oleaje me envolvió.
—Te he estado buscando —la voz de Ángel me interrumpió. Ni lo miré, se colocó
a mi lado y perdió la vista en el frente.
—Ya… —Di un paso hacia atrás. Quería escapar de allí, de él, de lo que su
presencia me hizo sentir en una milésima de segundo, enfadada por la bienvenida que
me había ofrecido, como si fuera una compañera de guardería con la que no le unía
ninguna historia, pero nosotros la habíamos tenido, una muy desagradable que se me
grabó en la piel. Aún podían leerse algunos renglones.
—¿Adónde vas?
—A casa —repliqué.
—Puedo llevarte.
—He venido con mi hermano. —Recogí mis zapatos de la arena seca y eché a
andar.
—Stella, espera. —Me siguió—. Tu hermano no debería conducir. Está echando
la pota detrás de las barcas.
—Yo también sé conducir.
—Lo sé. Yo te enseñé. —Su frase, un recuerdo bonito que guardaba de él, me
frenó. Me hubiera gustado decirle un millón de cosas, casi ninguna buena, pero cogí
aire y, fiel a mi promesa, hice como si lo nuestro no hubiera pasado. Lo que hacía
él, ni más ni menos.
—Fue mi hermano —protesté.
—Tu hermano estaba demasiado ocupado con las chicas. Solo arrancaste el coche
con él. Yo te enseñé a meter las marchas. ¡Cogiste cincuenta en el helipuerto!
—No me acuerdo. —Claro que me acordaba. Casi nos matamos porque no
encontraba el freno.
La tensión se palpaba entre nosotros, una corriente eléctrica invisible que zumbaba
como colmena de abejas. Y comprendí que el pasado resurgía con fuerza trayendo
consigo emociones que creía enterradas. Intercambiamos miradas en la oscuridad y
traté de alejarme de él e ignorarlo, pero una chispa de curiosidad me despertó y ardió
en mi interior.
—¿Y para qué me buscabas?
Lo pensó o, al menos, tardó en responder a mi pregunta.
—Estaba preocupado por ti. Tus amigas están muy borrachas y Fede tampoco te
encuentra.
¿Ahora se preocupa por mí?
—Estoy bien. —Me dirigí a las barcas con mi ex pisándome los talones—.
¿Hernán? Hernán, ¿dónde estás?
Mi hermano levantó una mano, sentado en un bote pequeño.
—Aquí —balbuceó con la camiseta mojada de algún líquido oscuro.
—¿Puedes levantarte?
—Sí, sí. Mira… —Lo intentó y cayó al suelo. Ángel lo agarró y lo alzó sin soltarlo
—. ¿Vamos a la discoteca?
—Para discotecas estás tú —le regañé.
—¡Es tu fiesta de bienvenida! —farfulló.
Fede llegó en seguida con unas copas de más pero estable. Con total seguridad se
tomó antes de salir una pastilla de B12.
—Llevas carmín en el cuello. —Le apunté con el dedo.
—¿Eh? —Se refregó con la palma de la mano—. He saludado a mucha gente.
—¿Y te han besado en el cuello? —Escondí una sonrisa.
—Dame, yo me encargo. —Fede cambió de tercio y fue a por mi hermano, se lo
quitó a Ángel de encima e intentó llevarlo él, pero Hernán era mucho más grande y
no cayeron porque Ángel fue rápido y lo agarró de nuevo.
—Hice un turno de veinticuatro horas ayer —se defendió mi mejor amigo.
—Ya… —Sonreí—. Llevadlo al coche. Voy a buscar a las chicas.
Las encontré saliendo del baño, con el rímel corrido y carcajeándose porque
acababan de verse en el espejo.
—¡Eres un oso panda!
—¡Pues anda que tú! —se gritaban y señalaban, a carcajadas.
—¡Oso panda número uno!
—¡Yo soy el dos!
—Osos panda. —Reí yo también—. El resto de la manada va para el coche.
Tuve que empujarlas y cuidar de que no se subieran a las dunas y que llegáramos
a buen puerto. Y lo conseguimos, pero el puerto se tambaleaba porque mi hermano
se negaba a subir al coche y acabar con la noche, y Fede le rogaba que se controlara.
—Todo tuyo. —Ángel alzó las manos hacia él—. Cuando se pone así…
—Hernán, por favor, sube al coche —le pedí; él se aferraba al capó.
Sube al maldito coche. Estoy rendida.
—¡No! Queréis llevarme a casa. Yo quiero ir a la Live. —Hablaba de la discoteca
abierta hasta el amanecer.
—¿Quién te ha dicho que no? Vamos a la discoteca, es mi fiesta de bienvenida. —
Mentí como una bellaca. No me critiquéis, a veces con mi hermano había que utilizar
armas de dudosa procedencia.
Olivia saltó de alegría al escucharme y Vero se puso a mi lado con gesto
desencajado.
—Dime que no vamos a la disco, tía, por Dios, que tengo que abrir la panadería
muy temprano—musitó.
—Claro que no.
—Qué susto me has dado. —Se llevó la mano al pecho.
—Es para que suba.
Con todo el grupo en el coche, osos panda, amigo hasta arriba de B12 y hermano
con pilas Duracell, me despedí de Ángel.
—Gracias por la ayuda —le expresé con sinceridad.
—¿Cuánto tiempo te quedas?
—Un mes.
—¿Una cerveza algún día?
Ladeé la cabeza y subí yo también al vehículo, cerré la puerta, arranqué y nos
marchamos. El camino se asemejaba más al de la romería. Cantando, aplaudiendo
y… parando para que ahora Olivia no vomitara dentro.
—Tía, me ha sentado mal la cena —se disculpó limpiándose la boca con un
pañuelo de papel .
—Ya, ya… La cena.
¿A quién no le ha sentado mal la cena alguna vez? (Léase con mucha ironía).
9
CIERRE
ÁNGEL
Julio…
Actualidad.
El primer amor nunca se olvida; ese amor perdura, aunque sea en el recuerdo; son
los momentos y cómo te hicieron sentir estos los que lo hacen imborrable.
***
—¿Dónde te has metido? —Bella limpiaba las mesas y recogía vasos.
—He acompañado a Hernán al coche. —Me puse a ayudarla.
—¿A Hernán o a Stella?
Volqué los ojos.
—Metiche. Hernán iba muy borracho. No se mantenía en pie.
—Esto es un pueblo pequeño y… Lucas muy hablador. —Lo miró, tirado en la
arena boca abajo a unos metros—. Va a asfixiarse.
—Comerá un poco de arena. Ya está.
—Vomitará barro.
Reí.
—Estamos en la playa. ¿Por qué la gente no tiene más cuidado? Esto es paraje
natural. —Me quejé recogiendo botellas y bolsas de plástico del suelo.
—Porque saben que nosotros lo limpiaremos.
—Un poco de civismo.
Sergio se acercó tambaleándose y tomó asiento en una banqueta delante de la
barra que yo adecentaba.
—¿Qué tal Stella?
—Vosotros sabíais que venía aquí, ¿no?
—Lucas habló con Vero. Están quedando.
—¿Qué significa eso?
—Han tenido un par de citas, pero no te ha dicho nada por si te sentaba mal.
¿A mí? ¿Por qué? ¿Porque era amiga de Stella? Eso estaba superado.
Más que superado.
Un estruendo sonó en la cocina y me asusté.
—¿Todo bien? —pregunté.
—Sííí. Un par de vasos rotos —respondió la encargada.
—¡Vale! ¡Me marcho! —informé.
—¡Ok! —chilló.
No los dejé coger el coche y los obligué a caminar por el paseo de la ría hasta sus
casas, aunque Sergio vivía bastante lejos de allí.
—Así se te pasa —le dije con la esperanza de que se alejaran y no se dieran la
vuelta en cuanto yo desapareciera y se les ocurriera conducir.
Confundido, así entré en el piso aquella noche tras revivir viejos recuerdos y la
nostalgia apoderándose de mí. Me impactó revivir fantasmas del pasado, el de Stella
y el mío, dos chicos con ganas de comerse el mundo que ahora se había hecho más
tangible y real, como si todo lo anterior hubiera sido un sueño.
Dejé un paquete de tabaco que había comprado para mi padre sobre la mesa del
salón, así lo encontraría por la mañana, y me di una ducha rápida antes de acostarme.
La intensidad de su mirada sí que no había cambiado, ni el amor que creía perdido
en el tiempo; sus gestos, la forma en la que sonreía. ¿Habría sentido ella lo mismo
que yo al vernos?
Me tiré en la cama sintiéndome vulnerable. Llevaba mucho intentando rehacer mi
vida, dejando atrás el sufrimiento que dejó su pérdida, al menos, eso creía. Cerré los
ojos y un millón de recuerdos inundó mi mente, como si una presa se hubiera roto y
anegado cada milímetro de mi cerebro con la posibilidad de retomar lo nuestro.
Estoy loco. Ella me odia.
Mi dormitorio olía a ella, a pesar de que era imposible, y me pregunté si sería
capaz de resistirme a ese sentimiento que no aparecía, sino que salía de su escondrijo
para hacerse grande e inmenso, un monstruo.
Me adentré en un silencio perturbador, cortado solo por el eco de su presencia.
No encontraría consuelo en el sueño y las dudas y los interrogantes me mantendrían
en jaque y me perseguirían.
Mierda, Stella. ¿Qué haces aquí? No hablaba de Punta Umbría.
10
MI ESTRELLA
ÁNGEL
Julio…
Unos años antes…
El amor es la fuerza más poderosa, incluso capaz de transformar el día más gris en
una explosión de colores luminiscentes.
***
Era verano y me había enamorado otra vez de Stella, me enamoraba de ella
continuamente. Me sorprendía su forma de ser, de ver la vida, de cómo hablaba de sus
sueños, de nuestro futuro; me gustaba cuánto quería a sus amigas y familia y cómo me
trataba y me miraba, como si fuera lo más importante de su mundo. La admiraba por
su entereza, su tesón en los estudios y cómo me apoyaba y me animaba. Cuando todo
perdía sentido porque mi padre se emborrachaba, ella se lo daba con solo una sonrisa
o un beso. Decía las palabras correctas cuando las necesitaba y no se andaba con
rodeos cuando tenía que decirme que era un idiota. A veces lo era. Estaba enfadado
con todos, odiaba a mi padre porque bebía demasiado y hacía sentir mal a mi madre
y me odiaba a mí porque no me enfrentaba a él. Lo hice una vez y mamá lloró tanto
que hasta se desmayó.
Me enamoré de Stella bajo las estrellas, durante un millón de noches de invierno
y de verano, pero con el calor nuestro amor se intensificaba por el tiempo que
pasábamos juntos. Un puñado de días que guardaba a buen recaudo, de meses
besándola y acariciándola.
—Te quiero, te quiero, te quiero —me dijo, chocando con su nariz mi nariz tres
veces, sonriendo, con un vestido muy corto y la piel tostada por el sol de las
vacaciones.
Mis manos acariciaban su cintura, mi espalda apoyada en una pared de una calle
cualquiera donde había aparcado mi moto.
—Llorona… ¿por qué eres tan bonita? —Yo mismo me hacía esa pregunta. La
verbalicé porque sus ojos se me clavaban en cada poro de la piel y palpitaba hasta mi
última célula por el mero hecho de verla reír.
Joder, cuánto la quería. Ni yo mismo lo entendía. ¿Se podía amar tanto a alguien?
Mi amor no podía cuantificarse, medirse ni pesarse… Infinito, memorable, digno de
una historia de amor de esas de para siempre. Eso deseaba, cuidarla siempre,
despertarme a su lado, ver el amanecer a su lado, disfrutar del anochecer, del sueño
y de la vigilia junto a mi pequeña Stella.

11
OTRO COLOR
STELLA

Julio…
Actualidad…
Descubrí un universo en tu mirada y quise mudarme a uno de sus planetas.
***
Abrí lentamente los ojos y perdí la mirada en la oscuridad de mi habitación,
exactamente igual que cuando me marché, pero con una nueva estantería con
camisetas para planchar. La luz del sol se filtraba a través de las cortinas azules y me
cubrí el rostro con las palmas de las manos.
He soñado con estrellas.
—Qué dolor de cabeza —musité.
Escuché ruidos provenientes del exterior y me percaté de que había dejado la
ventana abierta. Me rasqué la frente y me incorporé hasta deslizarme fuera de la cama.
Un vago sentimiento de inquietud se apoderó de mí de camino al baño para lavarme
los dientes.
—¿Qué es esto? —Observé mi reflejo en el espejo y mi ojo parecía un tomate
maduro. Pegué la frente al cristal y lo revisé. Me debió picar un mosquito de
madrugada—. Vaya…
Cuando terminé, fui hasta el dormitorio de mi hermano y no lo encontré en su
cama. Tenía su propio apartamento, no obstante, hubiera jurado que llegamos los dos
a casa anoche y se quedó allí a dormir, incapaz de moverse.
—Qué raro… —Un golpe fuerte llamó mi atención y me asomé al balcón después
de enredarme con las cortinas amarillas.
Allí, en el jardín, se reproducía una escena que me puso los vellos de punta. Un
grupo de personas trabajaba afanoso, cubierto de pintura y rodeado de andamios,
dándole un nuevo aspecto a la fachada de la casa. Fruncí el ceño y revisé lo que allí se
trajinaba. Conocí al hombre mayor, pero… también al joven subido en una escalera.
—¡Buenos días! —Me saludó Ángel.
Sí, sí, Ángel, mi exnovio, mi primer novio, el novio de la juventud que me dejó
el corazón hecho trizas.
Me metí en el dormitorio y cerré la puerta de dos hojas del balcón sin soltar ni
un mísero hola.
—¿Qué haces tú aquí? —Hablaba sola a menudo.
Bajé a la planta baja con el fin de pedir explicaciones de todo aquello a mis padres.
—Mamá, ¿qué pasa ahí fuera? —Estaba en la cocina quemando tostadas.
—¿Le dijiste a tu padre que necesitábamos pintar la casa? —Asentí—. Pues ya
la están pintando.
—Pero ¿a quién ha contratado?
—Ah, sí, eso. Es muy amigo de Santos y… le vendrá bien entretenerse —explicó
y me dio una taza de Cola-Cao.
—Mamá, bebo café desde hace años.
—Sírvetelo tú. Voy a llevarles esto. —Cargó con una bandeja con cafés, pastelitos
y tostadas requemadas y salió al patio delantero.
—No me lo puedo creer —farfullé masajeándome la sien.
—Hola, hermanita. —Hernán abrió el frigorífico y sacó una botella de agua
grande—. ¿De resaca?
—¿Cómo es que tú estás tan fresco?
—Papá me despertó esta mañana para que ayudase y… —Le dio un trago con
energía—. Estoy hecho a prueba de bombas. —Inició su marcha, pero lo detuve.
—Hernán, ¿no me dices nada?
—De… —Se contrarió.
—Ángel está ahí fuera. Pensé que no te caía bien.
—Stella, eso fue hace mucho. A menudo salimos juntos de ruta con las motos. —
Desapareció y me dejó con las cejas pegadas al techo.
No me lo puedo creer.
Busqué mis gafas de sol y tomé asiento en la terraza trasera sobre uno de los sofás
de jardín con la única intención de tomarme el café tranquilamente.
¿Tranquilidad? Aquello se convertía en la tercera Guerra Mundial y yo había ido
de vacaciones a una trinchera.
Ángel apareció por la puerta trasera que daba a la piscina, se detuvo sobre la
escalera y se quitó la camiseta.
Carraspeé, se giró y me miró.
—Estás aquí.
—Es mi casa. La pregunta es… ¿Qué haces tú aquí?
—Ayudo a mi padre a pintar la casa. Tu padre lo ha contratado.
—Y tú encantado de darme la mañana.
Dio un paso en mi dirección.
—A mí me gustaría estar descansando un sábado por la mañana después de haber
dormido solo cuatro horas. ¿Te molesta mi presencia?
Me levanté envalentonada ante su media sonrisa.
—A ti parece que te encanta la mía.
Fue a responder algo para picarme, pero mi frente inflamada lo perturbó.
—¿Qué te ha pasado? —Dirigió un dedo a mis gafas de sol.
—Me ha picado un mosquito. —No sé por qué, me quité las gafas.
—Estás horrible.
—Eres imbécil. Y ponte la camiseta. —Casi bizqueé ante sus pectorales definidos
y su piel dorada.
—¿También te molesta mi desnudez?
—Escucha, Ángel, no vengo a librar ninguna guerra contigo, sino a descansar.
—Pues… —Revolvió su cabello—. Descansa.
Cruzó la casa y se unió a la tropa que pintaba de un tono beis claro la fachada.
Olía a pintura fresca y a… verano.
Que comience la función.
12
LA PRIMERA VEZ
STELLA

Agosto…
Unos años antes…
La primera vez no es la única, se repetirá en tu mente a lo largo del tiempo.
***
Habíamos quedado con los amigos en una calle, sí, en las escaleras de una calle
peatonal llamada Noray, flanqueada por edificios de cuatro alturas. Olivia y Vero se
hacían trenzas en el pelo sentadas en unos escalones y yo me asomaba a la esquina
y miraba mi móvil, preguntándome por qué Ángel tardaba tanto y no contestaba a
mis mensajes.
Dos jóvenes se detuvieron delante de mí dentro de un coche y me preguntaron por
una farmacia. Les indiqué el camino y respiré hondo tratando de alejar la sensación
de ahogo dentro de mí. Me hundía agobiada en altamar, como si no supiera nadar. Mi
chico llevaba muy raro varios días y estaba asustada.
—Stella, ¿tú quieres algo del quiosco? —Alex vino hasta a mí.
—No. —Lo pensé mejor—. Alguna gomita de azúcar.
Se perdió entre unos árboles y suspiré.
¿Dónde estás? Lo llamé, pero no descolgó.
—Stella, ¿quieres? —Olivia se encendió un cigarro y lo compartió con Vero.
Tosieron y rieron de la maldad que hacían allí escondidas.
—Tía, no chupes tan hondo —le dijo Vero.
—¡No sé hacerlo de otra manera!
Ángel llegó en su scooter unos minutos más tarde. Ya me había comido el pellejo
de los labios y mordisqueado los carrillos. Bajó de la moto por inercia, se quitó el
casco, fue hasta la pared y le dio una patada.
—¿Qué ocurre? —Llevaba días tratando de averiguarlo, sin embargo, no soltaba
prenda, ¿lo haría esa noche?
—Vámonos de aquí —escupió.
Me despedí de las chicas, colocadas como si fumaran marihuana, por más que
aquel cigarro no llevaba nada de nada.
—¿Te vas? —El rostro de Vero se envolvió en humo.
—Ángel y yo queremos estar solos.
—¡Hoy es la noche! —Olivia alzó los brazos, celebrando no sé qué.
—Estáis locas. No bebáis más tinto, por favor. —En una bolsa habíamos traído
vino tinto, casera de limón, hielo y vasos de plástico. Un botellón en toda regla.
—Yo estoy esperando a Óscar —dijo la futura panadera.
—Tía, ¿vais a dejarme sola? —Olivia frunció el ceño.
—Alex te acompañará a casa. Igual… —Vaticinó la otra que se besarían.
—No me gusta Alex. —Dio otra calada.
—¿Vosotras no veis a Ángel un poco nervioso? —musité, agachada entre las dos.
Ellas lo miraron.
—Ese tío vive enfadado con el mundo desde que lo conocimos —parloteó Oli.
—Yo lo veo doble —manifestó Vero, y rieron.
—Comportaos, por favor. Mañana nos vemos. —Les di un pequeño beso a cada
una y me marché.
Me agarré a la cintura de Ángel con fuerza y me pegué a él, conteniendo el aliento
antes de acelerar y casi tirarme hacia atrás.
Se detuvo de un frenazo en una calle que daba a la playa, oscura y desierta.
Bajamos y percibí que el rostro le había mutado a uno más preocupado, si cabía.
—¿Vas a decirme ya qué te ocurre? ¿Vas a dejarme? —Aguanté las ganas de
llorar.
—¡Joder! —La patada se la dio ahora a una farola.
—Ángel, por favor… —rogué con las lágrimas ya rodando por mis mejillas.
—No llores, no llores, pequeña… —rogó, abrazándome y acariciando mi rostro.
—Dime… Dime qué te pasa…
—Mi padre… Mi padre bebe demasiado… Discute con mi madre y lo único que
hace ella es llorar. No llores tú, tú no. Tú no…
Nos miramos durante unos segundos. Por un momento me había planteado que
ya no me quería, pero el problema superaba mi imaginación.
—Por qué… ¿Por qué no me lo has contado antes?
Dio un paso hacia atrás y puso los brazos en jarra, se revolvió el pelo, cambió el
peso del pie y miró al cielo.
—Me da… Me da vergüenza.
—Ángel… —Lo abracé yo a él—. No tienes que avergonzarte de nada, y mucho
menos conmigo.
Me suplicó que lo besara, que no lo soltara y cruzamos unos jardines hasta llegar
al patio de una casa desocupada.
—¿Cómo puedo ayudarlo? —Se preguntó a sí mismo, sentado en un pequeño
muro desde el que se veía la luna reflejada en el océano.
—No puedes… Si él no quiere.
—No es justo. Era… Es un buen hombre.
—Que regente un bar de seguro que no ayuda —murmuré. Fue un pensamiento
íntimo del que lo hice partícipe.
—Mierda. —Se levantó y comenzó a dar vueltas a una piscina con agua sucia. El
césped llevaba mucho sin cortarse.
—Para, Ángel; aléjate del borde —le supliqué y fui tras él con la mala suerte
de tropezar con una piedra y caer de culo—. Ay… —Un dolor agudo subió por mi
columna vertebral y me arañé las manos con gravilla.
Corrió en mi dirección, se agachó y se alarmó por si me había hecho daño.
—¿Estás bien? Stella, pequeña, dime que estás bien —suplicó.
—Estoy bien. —Le dio la vuelta a la palma de mi mano y vimos unas gotas de
sangre.
—Te has hecho daño.
—No es nada.
—Lo siento. Lo último que deseo es perderte a ti, que te pase algo… —Esgrimió
una mueca de preocupación.
—No ha sido culpa tuya. —Dejé que me levantara.
—Si no hubiera hecho el tonto…
—Ha sido un accidente —aseguré esperando que lo entendiera. Miró al cielo y
hundió los hombros—. Lo de tu padre tampoco es por tu culpa.
—Estoy muy preocupado. Esto… se le ha ido de las manos…
—Hablaremos con alguien. Hay una asociación que…
Llevó sus ojos hasta los míos, las estrellas brillaban en ellos.
—Necesito besarte. Te necesito a ti. Tú me salvas.
Deshizo los dos pasos que nos separaba, me agarró de la cintura y del cuello y
pegó su boca a la mía muy despacio. La voz de Olivia replicó en mi oreja, con su
cuerpo dibujado sobre mi hombro, y me dijo que había llegado la hora. Y… No me
dio miedo. Lo deseaba.
Me aferré a su camiseta. Conocía su boca y nos amoldamos rápido. Nos
besábamos mucho y muy bonito, pero aquella noche un aura desconocida inició un
nuevo rumbo. Nuestras salivas se mezclaron y el sabor a tabaco de su lengua, que yo
odiaba, me supo a gloria.
A cada segundo que pasaba nuestros besos se hicieron más intensos, más vivos,
más húmedos. Dientes. Lengua. Pequeños gemidos.
Pegó mi espalda a la pared de la casa abandonada y me dejé llevar por la lujuria.
Ángel me daba seguridad y me sentía plena a su lado. El recorrido de sus manos
por mis pechos activó todas mis células que bailaban al ritmo de alguna canción de
reggaetón, y una espiral de sensaciones hasta me mareó. Aquello abría una dimensión
diferente a nuestra relación, iba a cambiarla, ampliarla, modificarla.
—Stella… quiero hacerlo todo contigo —musitó sobre mi boca.
—Y yo… —Descubrí mi vulnerabilidad, pero también mi fuerza y supe que esas
dos simples palabras lo atravesaron de plano.
Pegó su cuerpo al mío y solté un jadeo al percibir su miembro duro sobre mi
estómago. Me besó con ansia, con todas sus ganas, con tantas como los millones de
granos de arena que formaban las dunas.
Nos moríamos por sentirnos.
Nos mataban las ansias de tenernos.
Subimos unas escaleras hasta un porche con sofás de jardín, excitados, con las
respiraciones aceleradas mezclándose con la sal de la brisa.
Nos abalanzamos el uno al otro sobre una colchoneta, me senté a horcajadas sobre
sus piernas y lo sorprendí, a él y a mí. Puso las manos en mi cintura, las bajó y me
apretó las nalgas.
Nuestros labios encajaron de nuevo, como símbolo del bien y del mal. Deslizó
mi rebeca por los hombros e introdujo las manos dentro de mi top. Acarició mi piel
con cuidado durante unos minutos. Le quité la camiseta a zarpazos por encima de la
cabeza y reímos cuando se quedó atascada y casi le parto el cuello.
El corazón me latía a toda velocidad, al compás del suyo. Me quitó el top y sus
ojos devoraron mi torso, mis pechos desnudos. Sentí mis pezones endurecerse.
Lamió mis senos ante mis suspiros que rebotaban en el chalé desierto, en las
palmeras del patio, en el agua de la piscina, y mis manos se enredaron en su cabello.
Olía a su perfume, uno que me encantaba y que yo misma le regalaba en ocasiones
especiales. Palpé su pecho, terso y moreno, fibrado, desabotoné su pantalón y bajé
la cremallera.
—¡No te metas por ahí! ¡Seguro que hay garrapatas! —escuchamos unas voces a
unos metros; solo nos separaba una valla de un metro de alto, y nos quedamos muy
quietos.
Nos miramos y comenzamos a partirnos de la risa, intentando que no nos
descubrieran, apretándonos y tapándonos la boca.
—¿Se han marchado? —pregunté.
—Me da igual. Nada podría detenerme ahora —bromeó, y me dio un beso en la
nariz.
Pronto nos excitamos de nuevo. Se quitó los zapatos, se deshizo de mis sandalias
y de mi pantalón corto tirando de la cinturilla y se llevó también las bragas.
¡Estábamos desnudos!
Me asusté, pero solo duró un segundo, fue como si lo hubiéramos hecho decenas
de veces. Me acarició con cuidado el vientre y bajó hasta mi clítoris. Tocó, exploró y
no aguanté demasiado. Ya me había corrido así con él otras veces, masturbándonos,
pero aquello…
Buscó un preservativo en su cartera y lo sacó.
—¿Cuánto lleva eso ahí? —cuestioné, sonriendo.
—Más de un año.
—¿No estará caducado?
Lo comprobó.
—Por suerte, no. —Se lo puso sin pudor y con mucha maestría.
—Ángel… ¿Lo has hecho antes?
—No, pequeña, claro que no.
—Sabes ponértelo muy bien.
—He estado practicando. —Otra vez nos reímos.
Se arrodilló delante de mí con el pene plastificado y sopló mi zona más erógena.
Gemí.
Tumbó su cuerpo sobre el mío, besó cada rincón y volvió a soplar sobre esa zona
súper excitable.
—Si me dices que pare, lo entenderé —indicó.
—Yo también quiero hacerlo.
—Y yo… Contigo.
—Contigo… —susurré.
Se introdujo con sumo cuidado y con la delicadeza de un médico cuando trata la
herida de un paciente. No puedo explicarlo. Mágico, de otro planeta… El amor en
todo su esplendor.

13
LAS CHICAS CON LAS CHICAS
STELLA

Julio…
Actualidad.

En la amistad florecen las risas, se entrelazan secretos y se cultivan los abrazos


sinceros. Juntas… siempre es mejor.
***
—Ya os vale. Me podríais haber dicho que Ángel trabaja en El Mosquito —regañé a
Vero. Ella dispensaba pan tras la barra de su negocio, yo me comía un cucurucho de
chocolate que me encantaba y limpiaba una pequeña mancha en mi vestido de vuelo
de lunares verdes.
—¿No pensabas ir en todo el verano? El Mosquito es un lugar de culto. —Se
despidió de una clienta que acababa de comprar pan.
—Hubiera ido, pero preparada.
—¿Preparada? —Metió varias barras en una bolsa.
—Sí, preparada. ¡Yo qué sé! En alerta.
—Vaya tontería.
—Ese gorro te queda genial. —Lamí la bola.
—No te mofes de mí. —Un gorro blanco de panadera.
—Lo digo muy en serio. ¿Y tú cómo estás? —Se había separado hacía seis meses.
—Bien, en busca del amor verdadero.
—Pensaba que había sido Óscar.
—¿Ese gañán? ¿Sigues pensando que el primer amor es el verdadero?
—Noooo. —Negué con contundencia; eso significaría que apostaba por el mío
con Ángel y nada más alejado de la realidad.
—Voy a pasarlo bien. Solo quiero eso. —Me puso delante un zumo de piña—.
Vas a atragantarte.
—Hace calor. —Me lo bebí de tres buches—. Me marcho. Después nos vemos.
—Limpié mis manos con una servilleta de papel.
—¿Adónde vas?
—A correr por la playa.
—¿De esa guisa? —Me observó.
—¿Cómo crees? Voy a casa a cambiarme.
No quiso cobrarme la merienda y cogí el autobús de línea. Llegué hasta mi casa
caminando desde la avenida donde me apeé, frente al complejo de hoteles Barceló, el
mayor de Europa, y me topé con Ángel recogiendo los cubos y brochas en el patio.
—¿Te ayudo? —propuse.
—No hace falta.
—¿Dónde está todo el mundo?
—Tus padres han salido a dar un paseo. Hernán está en la piscina. —Metió unos
utensilios en un barreño y lo llenó de agua.
—Se te ha olvidado esto. —Me agaché y me hice con una brocha pequeña. Él la
cogió y me lo agradeció.
—¿Quieres una cerveza? —Subí dos escalones.
—Eh… —Me miró—. Vale.
Observé desde la ventana de la cocina cómo recogía con mucho cuidado las
bandejas y los rodillos usados y los colocaba en una caja. Su cara reflejaba la
satisfacción por el trabajo bien hecho, pero había algo en ella que no lograba descifrar.
—Toma. —Le di un botellín—. Has dejado esto muy limpio.
—Aún no hemos terminado. —Le dio un trago—. ¿No bebes?
—Voy a hacer algo de ejercicio. ¿Volveré a verte por aquí? —solté con un tono
molesto que no oculté.
—¿Qué te pasa conmigo? Hace años que no nos vemos y me hablas como si
hubiéramos discutido la semana pasada.
Clavé las pupilas en la pared y verifiqué, como si fuera mi obligación, que no
había quedado ninguna mancha o área sin pintar. Una manera errática de pasar de él,
porque no conseguí mi objetivo.
—Eso se nos daba muy bien. Discutir.
—No sé cómo te las arreglabas, pero siempre salías ganando tú.
—Porque siempre llevaba razón.
—¿Vas a decírmelo o no? —insistió.
—No sé por qué tendría que hacerlo. —Encogí los hombros.
—Eso significa que sí que estás enfadada.
—Tú y yo ya ni siquiera somos amigos. —Suspiré—. Ni para bien ni para mal.
—Los amigos siempre hacen bien.
—Entonces… Tú y yo nunca lo fuimos. —Entré en la casa y cerré la puerta.
14
UNA FACHADA BLANCA
ÁNGEL

Julio…
Actualidad.

Encontré las respuestas a mis preguntas con el roce de nuestros cuerpos. Tocarla
rellenó las líneas en blanco que había dejado la historia no escrita de nuestro
recuerdo.

***
La cabeza me dolía tanto que iba reventarme y se espachurraría por el suelo del patio
de los Reyes el domingo por la mañana. Otra noche durmiendo poco por el trabajo y
la dichosa Stella, a la que no me había encontrado en el chiringuito, ayudando a mi
padre con la pintura de la fachada de la casa.
Subí a la escalera con miedo de partirme la crisma o algún hueso; no solo por el
daño que me causaría, sino porque tenía que aprovechar la temporada y trabajar todo
lo posible y, como la hormiga, guardar para el invierno.
El sol me tostaba el cuerpo a esa hora y me daba de lleno. Sudaba como si llegara
de una carrera a cuarenta grados a la sombra. Trataba de no manchar las rejas con un
pincel muy fino que me entorpecía el trabajo.
—Tío, tienes muy mala cara —comentó Hernán, recién levantado.
—¿Ahora vives aquí? —Encogió los hombros— ¿Qué es eso?
—Un batido de proteínas.
—Es verde.
—Como tu cara. ¿Una noche larga en El Mosquito?
—Demasiado. No os vi.
Tomó asiento en la escalinata.
—Estuvimos en el 3:30 hasta que cerró. —Hablaba de un bar de copas en la calle
Ancha.
—¿Y Stella?
—Durmiendo. Y yo debería matarte. Me has despertado con la dichosa escalerita.
—Estoy trabajando. —Me hizo gracia su regañina.
—¿Hoy es domingo? —Sonreí ante su despiste.
—¿Has cogido vacaciones? —Me extrañó.
—Unos días. Por Stella. Esta tarde vamos a coger las motos de agua. ¿Te apuntas?
—No sé… —musité mientras deslizaba la brocha por la superficie áspera, le
dedicaba atención a los detalles, a los pliegues y grietas.
El suave murmullo de la brocha se mezclaba con el trinar de los pájaros y el gentil
murmullo de la brisa.
—Te aviso después. Voy a darme un baño —informó.
Mi padre y Juan, el señor Reyes, rascaban la pintura de la fachada de atrás. Araceli
se asomó a la ventana de la cocina y me dio un susto de muerte. Tuve que agarrarme
a la escalera y se cayó el bote de pintura al suelo.
—Vaya desastre. —Bajé, puse los brazos en jarra y medité sobre cómo arreglarlo.
—La que has liado —anunció Stella con un pantalón muy corto y un top de tirantes
con su ombligo saludándome de buena mañana.
—Voy a solucionarlo. —Cogí la manguera y le eché agua. Ella buscó la fregona
y me ayudó con el desaguisado.
—Eres todo un profesional de la pintura —ironizó a mi lado. Olía a jabón y
perfume.
—Hago lo que puedo, ¿sabes? —Me cabreó su comentario.
—¿Y esto es lo que haces? —Paró el movimiento y me miró.
—¿Qué quieres decir con eso?
—¿Ya has triunfado en la música?
—Eso es un golpe muy bajo —masqué.
—Chicos, he hecho limonada. —Su madre nos interrumpió.
—Acabo de tomarme el café, mamá.
—Gracias, Araceli —anuncié, respirando y haciéndome con un vaso de cristal
muy frío. Le di un trago y tuve que fingir que estaba bueno, aunque sabía a rayos y
truenos. ¿Quién hace mal una limonada?—. Umm… Qué bueno está…
Stella frunció el ceño y llenó un cubo con agua limpia.
—¿Esto ha sido el ruido que he escuchado? —cuestionó Araceli.
—Lo siento.
—Tienes que tener más cuidado. El suelo puede estropearse. Esas losas ya no
existen. No lograríamos encontrarlas y me encantan.
—Ha sido un accidente —me defendí.
—Juventud… —farfulló y se perdió dentro.
—¿A qué sabe? —me preguntó Stella.
—A todo menos a limonada.
—Eh, que es mi madre.
—Me has preguntado. —Terminamos de limpiar aquello—. Tu hermano me ha
invitado esta tarde a dar un paseo con las motos de agua.
—¿Y qué quieres? —protestó.
—Me gustaría ir, Stella. Me encantan.
—¿Me pides permiso?
—No quiero incordiarte.
—No me incordias. Me da igual tu presencia.
—Entonces… ¿puedo ir?
—Haz lo que te plazca. Siempre lo haces —murmuró, me quitó el mocho de la
mano, lo dejó sobre una pared y siguió a su madre.
El tiempo parecía desvanecerse a su lado, aunque fuera limpiando el suelo, que
lo dejó impoluto. Me afané en terminar lo antes posible para tomarme la tarde libre
por lo que embellecí la pared hasta las cuatro de la tarde. Juan me sacó un bocadillo
a mediodía y completé la tarea.
—Ángel, me marcho a casa —informó mi padre junto a la cancela.
—Hay sopa en el frigorífico. No sé a qué hora llegaré.
—Me ha dicho Hernán que vais a la playa. Tened cuidado.
—Sí. —Tomé asiento en una de las sillas que había apilado en la terraza y esperé
a que Stella y Hernán salieran.
15
UNA CARRERA DE FONDO
STELLA
Julio…
Actualidad.
Nos unía un lazo indestructible, para bien y para mal. Yo lo amaba sin sentido y él
se aferraba a mí sin razón.
***
A Punta Umbría la rodea el agua, ese es su sello, además de la hospitalidad y
calidez de su gente. Por un lado, una playa infinita de arena blanca y por el otro,
una ría calmada con varios embarcaderos, un puerto con un centenar de barcos de
pesca y una zona para el baño en su tramo final en la embocadura con la mar. En esta
habíamos quedado para pasar la tarde.
—Que te vaya bien el turno —le deseé por teléfono a Fede que trabajaba
veinticuatro horas seguidas. Guardé el móvil en mi bolsa y me quité la camiseta para
quedarme en bañador.
—¿No piensas levantarte? —pregunté a Vero, tumbada sobre una toalla frente a
las motos de agua.
—Yo os espero aquí —respondió.
El sol brillaba en lo alto. Mi hermano andaba en el embarcadero, ansioso por
iniciar la aventura. Yo estaba entusiasmada y nerviosa.
—¿Estás segura? —Me abroché el chaleco salvavidas sin conseguirlo del todo
porque se había atascado.
—Valoro mucho mi vida. Ahí viene tu novio —dijo apuntando con el pie hacia
la orilla.
—No tiene gracia. —El que caminaba en mi dirección no era otro que Ángel.
Antes muerta.
—No, no la tiene. Espero que no se te olvide —incidió.
—Está pintando mi casa y Hernán lo ha invitado. ¿Qué hago?
—Darle una paliza a ese gilipollas —ladró y a continuación puso la mejor de sus
sonrisas—. Hola, artista, ¿qué tal te va?
—Tú tampoco me caes bien —le respondió—. Pero a mi amigo, sí. Hola, Sergio.
—Arrugué la nariz—. ¿Vero no te ha dicho que salen? —Ángel agarró el filo de mi
chaleco y lo apretó con precisión.
—No salimos. Solo nos acostamos —explicó mi amiga, con Sergio
acomodándose a su lado y sin poner objeciones al respecto.
Me quedé estupefacta. ¿Vero y Sergio follaban? De eso no se hablaba en el grupo
de WhatsApp.
Todo el mundo tiene secretos.
—¿Qué pasa, tío? —saludó a Ángel.
—Bocazas —murmuró Vero.
—¿Nos vamos? —Este tiró de mí hasta el agua.
—¿Desde cuándo salen Sergio y Vero? —le pregunté.
—Ya la has escuchado. Solo se acuestan.
—Me extraña que no me lo haya contado.
—Yo me enteré hace muy poco.
—¿Estáis preparados? —A mi hermano la sonrisa le cortaba la cara—. Llegar a
la tercera boya y vuelta. —Subió a una moto negra—. ¡Gana el que llegue primero!
¿Estáis preparados para comeros el agua?
—Voy a darte una paliza —avisé a Ángel montando en una roja.
—De eso nada, princesa. —Me guiñó un ojo y se preparó en una amarilla.
Arranqué.
—¡Vas a arrepentirte de haber venido! —grité, acelerando y con el motor rugiendo
y rompiendo el silencio. Con movimiento ágil me elevé sobre una pequeña ola que
había formado el tránsito de un barco de pesca que volvía a puerto y dejé atrás un
rastro de espuma blanca. El corazón se me iba a salir por la boca.
Esto no es Madrid, pensé, abriéndome paso en la ría flanqueada de barcos
deportivos y de pesca y el agua salpicándome el rostro. Allá, al fondo, en mi lateral
izquierdo, “Huelva lejana y rosa”.
Aceleraba y desafiaba la gravedad. Reía y gritaba cuando Hernán y Ángel me
adelantaron cada uno por un lado.
—¡Noooo! —vociferé.
Zigzagueé e hice lo que pude, pero ellos llegaron a la boya antes que yo y giraron
casi al unísono. Deseaba tanto ganar que un impulso me cegó y no vi a dos personas
que hacían pádel surf a unos metros. Tuve que echarme a un lado de golpe y salí
disparada para caer al fondo del río.
Salí un poco desorientada, pero sin problemas, y una mano me agarró por la
cintura y me apretó hacia él.
—¿Estás bien? —El rostro de Ángel a dos milímetros del mío.
—¿Qué haces? —Le di un empujón—. Sé cuidar de mí misma.
—¡Casi te estampas con la proa de ese barco! —chilló con el pelo revuelto y
mojado pegado a su rostro.
—¿De qué hablas? —Nadé hasta mi moto y subí a ella. Él lo hizo sobre la suya.
Llegamos al embarcadero casi a la vez.
—¡Y la medalla de bronce es para… Stella! —canturreó mi hermano.
—Sois idiotas. Los de las tablas me han interrumpido el paso —me excusé.
—Estás baja de forma —concluyó Hernán.
—Iros a la mierda. —Bajé de la moto, me quité el chaleco y fui hasta la sombrilla
que había plantado Vero, ahora acompañada también por Olivia con un bikini dorado
que quitaba el hipo.
Me marché a casa una hora después sin pensar en lo que había sentido con la
mano de Ángel en mi cintura, con su boca a centímetros de la mía, olvidando su
preocupación por si me hubiera pasado algo, la Coca-Cola que me trajo del chiringuito
para que me refrescara y la conversación con Sergio sobre Susana. Conocía a La Susi
y por lo visto su relación había sido más seria de lo que yo imaginaba. ¿Celosa? No
(leer con la boca muy cerrada y pequeña).
—Llevo llamándote dos horas. ¿Dónde tienes el teléfono? —me riñó mi madre.
—¿Qué ha pasado?
—Te ha llamado el señor alcalde —dijo con una solemnidad desmesurada que
rozaba la comedia.
16
UN ANIVERSARIO
ÁNGEL
Junio…
Unos años antes.
No hay más ciego que el que vio la realidad, no le gustó y decidió volver a cerrar
los ojos.
***
Mi padre entró tambaleándose en la sala con el tufo a alcohol impregnando el aire.
Su mirada desenfocada se posó en mí y su rostro adquirió una expresión confusa y
desencajada.
—¿Qué haces aquí? ¡Vete a tu habitación! —gruñó con la voz cargada de
agresividad.
Me mantuve firme frente a él, conteniendo la tristeza y la rabia que bullían en
mi interior.
—Papá, ¿por qué tienes que beber tanto? Estás lastimando a mamá, a mí, a todos…
Mi padre soltó una carcajada amarga.
—¡Cállate, no sabes de lo que estás hablando! ¡Es mi vida y hago lo que me da
la gana!
Las lágrimas comenzaron a empañar mis ojos. La impotencia y la pena se
mezclaban en mi corazón.
—Papá, mamá te necesita…
La discusión se volvió cada vez más intensa, con palabras afiladas como cuchillos
y miradas llenas de dolor y desesperación. Mi padre, en un arranque de furia, lanzó
un vaso contra la pared, rompiéndolo en mil pedazos.
Me quedé paralizado, un nudo en la garganta y el corazón agrietándose en mi
pecho. La escena que se reproducía ante mis ojos era un reflejo de la tormenta que
se desataba dentro de mí.
—¡Vete de aquí, no quiero verte más! —rugió su voz cargada de resentimiento.
Con paso tembloroso me alejé del salón. El peso de la impotencia y el dolor se
acrecentaban con cada paso que daba, dejando tras de mí un rastro de lágrimas. Cerré
la puerta, la atranqué con una silla y me tiré en la cama.
A la mañana siguiente lo encontré tomando un café en la cocina, con los hombros
y el pecho hundidos y las manos temblando.
—Ángel, yo…
—¿Vas a pedirme disculpas? —Asintió—. ¿Se las has pedido a mamá? —Repitió
el gesto—. ¿Dónde está?
—Durmiendo.
—Papá, tienes que dejar de beber. Te necesitamos sobrio —le rogué.
Hacía unos meses que a mi madre le habían diagnosticado cáncer y él no sabía
sobrellevar aquello; yo tampoco, que conste, pero no se me ocurría hartarme de
cerveza y llegar borracho a casa y, encima, pagar la frustración con mi madre.
Llevaba bien la quimio y el tratamiento le hacía efecto, pronto se sometería a una
operación y todo mejoraría. Debíamos tener paciencia.
—Papá, por favor. Prométeme que no volverá a pasar. —Sollocé—. Tenemos que
atender a mamá.
—Perdóname. Siento lo de anoche y… Todos estos días. Os he herido y mi
obligación como padre es cuidarte y… Cuidar a tu madre. Soy consciente de que
necesito ayuda…
La conversación que sostuve con mi padre aquella mañana soleada y calurosa
fue un momento de quiebre, un instante en el que las palabras sinceras y el amor
inquebrantable se manifestaron como un bálsamo para un corazón herido por el peso
de la adicción y la desesperanza.
Después de nuestro enfrentamiento lleno de dolor y desesperación, papá, en un
gesto de humildad y determinación, buscó ayuda profesional y se sumergió en un
proceso de recuperación profundo y transformador, hasta que… la vida de mamá se
truncó.
***
Los chicos con los que había creado un grupo de música, Los Tipos del Barrio,
trataban de animarme en los ensayos y me evadía durante las horas que duraban.
Quedábamos en un local de uno de ellos y pasábamos las tardes entre acordes. Mi
guitarra me ayudaba a eliminar de mis pensamientos los problemas de casa. La había
comprado de segunda mano y necesitaba cuerdas nuevas —¿Hoy es el día?
—Paco, el batería, me dio un golpe en la espalda.
—Sí… —respondí pensando en Stella y en cuánto la echaba de menos porque
hacía una semana que no la veía.
—¿Cuándo vuelve?
—Ya debería estar aquí. —Miré el reloj. Mi chica llevaba unos días en Málaga
haciendo un curso de verano de fotografía. Le encantaba.
—Recogemos y nos vamos —anunció Andrés, el vocalista, dueño de aquello.
Stella y yo cumplíamos dos años juntos, nuestro aniversario oficial, porque
nuestra historia se contaba desde pequeñitos. Aun se me erizaba la piel cuando
recordaba la primera vez que hicimos el amor un año antes. Después habían venido
tantos momentos eróticos que se me ponía dura al instante pensando en ellos.
Fui directamente a su casa, ella recorrió el patio volando y se abalanzó sobre mí en
la acera, casi caemos al suelo del empujón que me dio, enredó sus piernas alrededor
de mi cintura y los brazos por mi cuello. Nos besamos y reímos.
—Yo también te he echado de menos —musité con una gran sonrisa en el rostro,
besándola mucho, más todavía.
La dejé en el suelo tras varios minutos de mimos, sosteniéndola con firmeza e
intensidad. Se separó un poco y me dio otro beso en los labios
—¿Cómo te ha ido?
—¡Ha sido increíble! He aprendido mucho.
—Cuánto me alegro.
La miré con ternura y subimos a mi coche, me acababa de sacar el carnet. Le abrí
la puerta y volví a besarla antes de cerrarla y acomodarme al otro lado, tras el volante.
—¿Y el grupo? ¿Habéis cerrado algún concierto? —me preguntó.
Mis ojos fueron hasta sus piernas desnudas, con un pantalón vaquero muy corto
y deshilachado.
—Aún no, pero estamos esperando que La Esquinita nos deje el escenario este
verano.
—¡Qué bien! —Se le iluminó la mirada. Arranqué y…—. Para, para. —Agarró
la manilla y empujó la puerta.
—¿Adónde vas?
—Te he comprado un regalo. No puedo irme sin él. —Entró en la casa y vino
hasta mí que aguardaba sentado en el capó del coche.
—¿Qué es eso? —Cargaba con algo grande y trataba de esconderlo tras su espalda.
—¡Espero que te guste! —Me lo enseñó. Sin duda, tenía la forma de una guitarra.
—¿Me has comprado una guitarra?
—Ábrelo —apremió.
Tomé el bulto con cuidado y me palpitó el pecho. Desaté un malogrado lazo y
rompí el envoltorio hecho con papel de regalo de colores. Mis ojos se ensancharon al
ver el brillo de la guitarra cuyo color azul parecía reflejar el cielo nocturno de Punta
Umbría, con contornos suaves y elegantes. Resaltaba la impecable artesanía, hecha a
mano. Las cuerdas plateadas, afinadas y listas para ser acariciadas por mis dedos y
contar mis historias con melodías, algunas escritas y otras esperando serlo.
Rocé con reverencia la madera y la observé para detener mis pupilas sobre las de
Stella, expectante.
—¿Te gusta?
—¿Cuánto te ha costado?
—Eh… ¿Qué importa? Es un regalo.
—Pero…
—He estado ahorrando…
—¿Cuánto tiempo?
—Más de un año.
Rechazarla la haría muy infeliz y deseaba que esa sonrisa del rostro no se borrara
nunca.
—Gracias. Es el mejor regalo que me han hecho nunca… Después de ti.
De nuevo, se abalanzó sobre mí y nos besamos.
17
UNA PROPUESTA
STELLA

Julio…
Actualidad.
Las oportunidades hay que agarrarlas como si estuvieras en medio de una tormenta
en el océano y ellas fueran la única forma de salvarte.
***
Mantuve una reunión con el “señor Alcalde” al día siguiente. En mi casa se le llamaba
así. Entré en el consistorio con un vestido largo verde botella, unas sandalias negras,
el pelo recogido en una coleta alta y una capa sutil de maquillaje y brillo de labios. Mi
hermano me acompañó y se quedó tomando un café en el bar de enfrente mientras yo
hablaba también con el concejal de cultura, Alberto. Me propusieron que hiciera una
exposición de mis fotografías en las próximas dos semanas y que ponían la galería
del Ayuntamiento a mi disposición. No pude negarme por la oportunidad y les di las
gracias.
Sin embargo, cuando salí de allí, caí en la cuenta de todo el trabajo que eso
conllevaba y que debía llamar a Arantxa, mi ayudante de vacaciones.
Me detuve en medio de la plaza, a unos metros de la carretera, bajo un sol de
justicia, y marqué su número.
—¿Stella?
—Arantxa. ¿Y esas vacaciones?
—Aburridas.
—Pues van a dejar de serlo. Tengo que pedirte un favor. —Le conté lo que se
había hablado en la reunión ese lunes—. ¿Podrías traer las fotos? Siento…
—¡No lo sientas! ¿Playa? ¿Sol? Porque podré ir a la playa, ¿no?
Sonreí.
—Claro que sí.
—Lo preparo todo y mañana por la mañana cojo el tren.
—Vale. Utiliza la tarjeta de empresa y… aquí te quedas en mi casa. Hay una
habitación de sobra.
—¡Graciassss! —Le maravilló la idea.
A mi hermano no le hizo tanta gracia cuando le informé.
—Estás de vacaciones —argumentó.
—No puedo negarme y me vendrá muy bien. —Pagó la cuenta en la barra y
subimos al coche.
—¿Adónde vamos? —cuestioné al comprobar que se desviaba a las naves
industriales.
—Tengo que hacerle la revisión a este trasto. Quiero hablar con Ángel.
Resultaba que mi querido exnovio se había convertido en el eje de la vida de todos.
Muy amigo de mi hermano, pintor de mi casa, amigo del follaamigo de Vero… Jamás
lo hubiera pensado unos días antes, nunca hubiera caído en que iba a tener a Ángel
hasta en la sopa, y odiaba la sopa, sobre todo la de marisco.
Hernán aparcó el coche en la puerta del taller y se bajó. Yo me quedé dentro con
el aire acondicionado y escuchando música. Lo vi hablar con mi ex, manchado de
grasa, y perderse dentro de una oficina. Y el eje de la vida de todos se acercó a mí,
bajé la ventana y una brisa muy caliente me puso los vellos de punta; no él, ojo.
—¿Puedes apagar el motor?
—Claro. —Estiré el cuerpo y quité la llave. Él abrió el capó y yo la boca para
suspirar hasta ahogarme.
Paciencia, Stella.
Me apeé del vehículo para no morir asfixiada.
—Listo. —Lo cerró—. Estás muy guapa.
—Vengo de una reunión del ayuntamiento. —Como si tuviera que explicarme.
—¿Vas a meterte en política? —Sonrió. Esa conversación la mantuvimos de
jóvenes; yo quería cambiar el mundo y esa forma quizá sería efectiva, pero nunca me
lo planteé en serio porque mis sueños surcaban otros derroteros.
—Voy a hacer una exposición de fotos.
—Enhorabuena.
—Gracias.
Estaba muy guapo hasta con esas pintas, pero me mordí el labio y no se lo dije.
Con esa piel besada por el sol, vestido con un mono azul sin mangas y desgastado
por el uso y el cabello despeinado.
—¿Quedamos esta noche para celebrarlo? —Me miró con intensidad y decisión,
sus palabras reflejaban determinación y habilidad. Llevaba todo el fin de semana sin
afeitarse y le adornaba una barba de varios días. A pesar de estar cubierto de grasa y
aceite, su atractivo innato me cautivaba, pero…
—No. —Levanté el mentón, muy digna.
—Venga, Stella. No me hagas rogarte. Solo una cerveza.
Lo vi como una forma de pedirme disculpas, sí, lo vi así, yo, una persona ciega
y con heridas abiertas que aún escocían.
—Vale, temprano. Mañana llega mi ayudante y tengo que trabajar.
—¿Tienes ayudante? —Se sorprendió.
Mi teléfono comenzó a sonar y miré la pantalla en mi mano: Xabier.
—Tengo que cogerlo. —Me disculpé.
—Nos vemos esta noche.
—Sí… —Subí al coche y puse el aire—. Hola.
—Hola, Stell. No sé nada de ti desde que te marchaste.
—Lo hice para desconectar.
—¿De mí también?
No estaba siendo del todo sincera con Xabier. No me marché para alejarme de
él, sin embargo, supe que me vendría bien para saber qué sentía realmente por ese
hombre con el que salía. Y… ni lo había echado de menos.
—Arantxa me ha dicho lo de la exposición en tu pueblo. Me parece una gran idea.
¿Arancha se lo había dicho así, como si nada?
—¿Has hablado con mi ayudante?
—La he llamado para hacerle una pregunta sobre una de tus fotos para la
exposición en Madrid, la que te lanzará a la fama, y me lo ha contado. Quería darte la
enhorabuena. Si me necesitas, viajo hacia allá en cuanto termine con Vogue. —¿Le
restaba importancia a la exposición en mi pueblo?
—No, no. Podré sola. —Lo dejé pasar.
—Me podías haber llamado a mí.
—Para eso tengo una ayudante en nómina.
Hernán subió al coche y escuchó la conversación.
—¿Y cuándo será la inauguración? ¿Has llamado a los medios para enviar una
nota de prensa? ¿Qué fotos vas a utilizar? —Me avasalló a preguntas.
—Aún no lo sé. Esta semana lo concretaremos todo.
—Vale. Llámame si me necesitas. —Y lo dijo con un deje de insatisfacción—.
Lo sé, te bastas y te sobras sola, pero… cuenta conmigo.
—De acuerdo. Adiós. Gracias. —Colgué y supe que vendrían las preguntitas de
mi hermano.
—¿Era Xabier?
—Sí. —Guardé el teléfono—. Arancha le ha dicho lo de la exposición y se ha
ofrecido a ayudarme.
—¿Seguís saliendo?
—Quedamos de vez en cuando —musité.
—Ese tío no te gusta. —Condujo hasta casa.
—¿Qué sabrás tú?
—Te conozco y no sonríes como lo hacías con…
—Ángel. Ángel, Ángel, Ángel. Qué harta estoy de vosotros.
—Joder, cómo te pones.
—Es como si no fueras mi hermano. Recuerdo que querías partirle la cara.
Recuerdo la pelea que tuvisteis cuando... —Cogí aire—. Querías matarlo.
—Todos nos equivocamos. —Aparcó.
—¿Ahora vas a defenderlo? ¡Me destrozó el corazón! —Bajé del coche y cerré
de un portazo. Mis padres nos esperaban en el patio delantero, charlaban sobre lo
bien que estaba quedando la mano de pintura. Los sobrepasé y me escondí en mi
dormitorio.
—Cariño, ¿qué pasa? —Fue lo único que escuché y ni contesté.
18
UN LO SIENTO
ÁNGEL

Julio…
Actualidad.
Equivocarse es un defecto, un error que todos cometemos alguna vez. Pedir disculpas,
un don, una virtud, un latido del corazón.
***
El rugido de la moto rompió el silencio del atardecer calle abajo y me detuve en la casa
de Stella; ella salía ante mi sonrisa pícara en los labios, porque esa cita me hacía muy
feliz. Apareció con una blusa blanca ondeando al viento y unos vaqueros desgastados
que marcaban sus curvas, con el cabello ondulado y los labios pintados de rojo.
Nuestras miradas se encontraron y chispearon con complicidad y promesas,
aunque ninguno de los dos lo admitiríamos.
—Menos mal que no me he puesto falda. —Stella sonreía. Adoraba las motos e
ignoraba si en Madrid disfrutaba de alguna de ellas.
—¡Sube! ―extendí una mano para ayudarla a montar en la parte de atrás.
Se puso el casco que le cedí y se aferró a mi cintura. Sentí la adrenalina recorrer
mis venas antes de acelerar porque ella me daba más vida que cualquier moto del
universo.
—¿Preparada?
—¡Sí!
Nos alejamos calle arriba, rodeando el complejo de hoteles Barceló y enfilando
la nacional hasta El Rompido, un pueblo vecino. El viento cálido nos acariciaba y
percibí que ella detrás sonreía.
Olía a sal, a pino y a flores silvestres. Bajamos de mi Ducati junto a la playa y el
faro de color blanco y rojo, muy característico, y, cargados con los cascos, anduvimos
hasta uno de los restaurantes del paseo. Se escuchaba el griterío de unos niños jugando
en los columpios de la plaza.
—Te ha gustado, reconócelo —le dije por una calle estrecha con algunas tiendas
de souvenirs.
—Lo he disfrutado.
—¿El paseo o mi compañía?
—El paseo. La compañía ya la valoraré después. —Nuestros hombros chocaron…
¿buscándose?
—¿Esto es un examen?
—Un final.
Una recuperación en septiembre.
—Por aquí. —La empujé a la derecha en una esquina.
—¿El Remo? —Observó el cartel azul y blanco frente a la puerta.
—¿No te gusta?
—Es caro. —Me disgustó su comentario—. No he querido decir eso…
—Anda, entra y cierra el pico. —Lo dejé pasar, deseaba sellar la paz con ella.
No recuerdo con exactitud cuándo me enamoré de Stella. Fuimos al mismo colegio
y crecimos por las calles de arena de Punta Umbría, antes muchas sin asfaltar y por
las que caminábamos descalzos. Quedábamos con los amigos frente a un viejo pino
que extendía sus ramas como brazos protectores y bajo su sombra la admiraba ante
las burlas de Sergio y Lucas. Un puñado de recuerdos vinieron a mi mente y ninguno
de ellos me apenaba.
Una tarde de primavera, cuando rondábamos los diez años, jugábamos en la ría,
riendo y correteando entre las barcas como si el tiempo no existiera, el sol se ponía
sobre nuestras cabezas despeinadas y las risas llenaban el aire. Stella se escondió bajo
un bote y tardé demasiado en encontrarla. Cuando di con ella, durante ese momento
fugaz de quietud, nuestros ojos se encontraron, el mundo, el mío, se detuvo y el
universo se tornó más grande si cabe; el corazón me dio un vuelco en el pecho y nunca
volví a verla de la misma manera.
Miradas inocentes que fueron mutando y el amor floreció entre nosotros. Supe
que nuestra amistad no era como la que me unía a los demás y que allí se escondía
algo más profundo y duradero.
Nuestro primer beso fue mágico, bajo la sombra del viejo árbol que solíamos
visitar, y comprendí que la amaba, ya con quince años. Me uní a ella de manera
inquebrantable, ese beso se volvió atemporal y resistiría el paso del tiempo. Germinó
un amor de juventud, genuino, que jamás se desvanecería.
—Estás muy callado —manifestó, ya sentados alrededor de una mesa y cientos
de velas.
—Estaba pensando en nuestra primera vez.
Alzó las cejas y se puso roja.
—¿Esa primera vez? —Le salió una voz de pito muy graciosa. Ella lo era. Y las
pecas de su rostro, escondidas tras el maquillaje, se pintaron de nuevo en su piel—.
¡Casi nos pillan!
Solté una carcajada.
—Nuestro primer beso.
—Fue horrendo. —Hizo una mueca.
—¿Eso piensas? —Me ofendí—. Para mí fue muy bonito.
—A ver… Fue bonito. ¡Pero ni siquiera sabía lo que hacía!
—A mí me encantó.
—Tú ya habías besado a otras chicas, listo.
—Bah, no había sido nada.
—Pero tenías experiencia.
El anochecer nos envolvió bajo un manto de estrellas durante la cena y todo fue
mejor de lo que esperaba, nada de reproches y muchos buenos recuerdos.
—¿Damos un paseo antes de irnos? —propuse, saboreando un postre de dulce de
crema y helado de pistacho.
—No sé…
—Venga…
Ella miró la hora.
—Vale, pero no muy largo.
El suave murmullo de las olas rompiendo en la orilla acompasaba nuestro paseo
por la playa.
—Echaba de menos esto. Madrid te da muchas oportunidades, pero el ritmo es
frenético.
—¿Vives sola?
—¿Es una pregunta con segundas?
—Para nada.
—Alquilo un pequeño apartamento en Chueca. También es mi estudio.
A lo lejos, la luz de la luna iluminaba el camino, tiñendo de plata cada huella que
dejábamos en la arena.
—¿Recuerdas el día que te salvé la vida? ―destaqué con la mirada perdida en
el horizonte estrellado. Tuve que sacarla de un remolino de agua que la empujaba
hasta el fondo.
Ella asintió con una sonrisa nostálgica en los labios, sus ojos brillando con la luz
de los recuerdos compartidos.
―Cómo olvidarlo. Me hiciste el boca a boca. —Reímos—. Parece que fue ayer
cuando jugábamos sin preocupaciones, cuando los veranos eran interminables y nos
regalábamos conchas marinas que encontrábamos en la orilla.
—Tú las pintabas de colores. Escribías mi nombre en ellas.
—¡Solo en algunas!
—Pusiste un puesto y las vendías.
—Y me lo gastaba en helados. —Soltamos unas carcajadas.
Nos detuvimos junto a la moto. La luz de la luna brillaba sobre el metal de su
carcasa y creaba destellos fugaces que reflejaban la magia del momento.
—Todo ha cambiado, pero nosotros seguimos aquí, ¿verdad? ―dije con una
mirada llena de devoción hacia ella, acercándome con sigilo, como la primera vez.
Stella asintió y busqué su mano con suavidad, entrelazando nuestros dedos como
reiniciando nuestro pacto. Un pacto que se rompió una noche de verano.
A milímetros, ansioso por pegar mi boca a su boca, dejé el beso suspendido en el
aire, pero ella se acercó con lentitud, con la mirada fija en mis ojos, como si quisiera
memorizar cada matiz antes de terminar con la distancia que nos separaba.
Nuestros alientos se entrelazaron en un susurro apenas perceptible y creó un halo
de electricidad que me puso los vellos como escarpias. Sentí el calor de su proximidad
y la suavidad de su piel, y supe que era el instante en el que culminaría una espera
de años que se había hecho eterna.
Y entonces, en un movimiento exquisitamente sincronizado, nuestros labios se
encontraron en un beso apasionado, uniendo nuestras almas en un vínculo que nunca
se rompió del todo, como el hilo rojo. Fue un beso suave pero intenso, cargado de
promesas silenciosas y anhelos compartidos que se fundieron en un remolino de
emociones indescriptibles.
Todo desapareció, solo existíamos los dos, conectados por un beso que traspasaba
todas las barreras del tiempo y el espacio. Me sentí completo, pleno, como si hubiera
estado esperándolo desde el inicio de los mundos.
Y así, en la penumbra de la noche, la acuné entre mis brazos, sabiendo que ese
beso bonito y esperado podía ser el comienzo de algo de verdad, maduro y mejor.
19
ADIÓS, VACACIONES
STELLA

Julio…
Actualidad.
Sigue tu camino, el que tú desees, sin que ninguna cadena te ate a nada.
***
Recogí a Arantxa en la estación de tren de Huelva. La pobre venía cargada con una
carpeta de dimensiones considerables en la que guardaba las fotos que le había pedido
y tiraba de una maleta de dos ruedas de color celeste. El sudor le perlaba la frente.
—¡Hola! —Nos abrazamos—. Qué calor, ¿no?
—Estamos en julio.
—Pensé que aquí haría más fresquito que en Madrid.
—Depende del día. —Subimos al coche de mi hermano y me contó que sus padres,
divorciados hacía tres años, se habían dado otra oportunidad.
—Me viene bien dejarlos solos. Gracias por invitarme.
—Vamos a trabajar.
—Ya, ya. —Se atusó el pelo, rizado y moreno—. ¿Vamos directamente a la
galería?
—Antes tengo que pasarme por el taller. —No di más explicaciones.
—¿Aquí no llega el avión?
—Sevilla o Faro.
—¿Portugal?
—Me sorprende tu conocimiento sobre geografía. —Reímos—. Pero está aquí al
lado.
Me detuve en la puerta de la nave y salí del coche. Ángel vino a mi encuentro.
No nos besamos, pero las ganas nos desbordaban. Esta mañana recibí un mensaje de
buenos días de su parte y me levanté con la sonrisa tonta, esa que te delata y no puede
esconderse, aunque lo intentes.
—Toma. Hernán dice… —Alargué la mano para darle una especie de… cacharro,
y él me agarró con cuidado de que no nos vieran.
—Quiero besarte. —Reveló lo que yo pensaba, rumiando.
—¿No tuviste suficiente? —Anoche nos besamos mucho. Detuvo la moto en un
mirador sobre La Flecha del Rompido, una extensión de arena que separa el mar del
río Piedras, y nos besamos durante media hora.
—Quiero recuperar el tiempo.
Di un paso atrás antes de que un impulso irrefrenable me lanzara sobre él y me
encaramara a sus hombros.
—Me marcho.
—¿Esa chica es tu ayudante? —Se saludaron con la mano desde lejos.
—Arantxa. Vengo de recogerla de la estación.
Subí al coche y… esa sonrisa tonta me descubrió.
—Ahora entiendo que no hayas logrado superarlo. ¡Está muy bueno!
—No empieces.
—Ese es Ángel, ¿me equivoco?
—Somos amigos.
—Stella, ese tío está enamorado de ti. Solo hay que ver cómo te… come con la
mirada. Pero si he sentido desde aquí los corazoncitos que palpitaban, además de que
los ojitos se os salían de las cuencas. —Hizo aspavientos con las manos y me hizo
sonreír.
Aparcar en la avenida Andalucía, la arteria principal del pueblo, en julio y por la
mañana, se convertía en una yincana con una decena de pruebas dignas de un
campeonato de CrossFit. Dejé el coche en doble fila para bajar las fotos y el concejal
de cultura me acompañó a estacionar el vehículo en un sitio reservado para los
trabajadores del ayuntamiento, un poco más arriba.
La galería de arte era un espacio blanco y vacío, ubicado en un edificio antiguo
con paredes de piedra pintadas y grandes ventanales que permitían que la luz del sol se
filtrase al interior. Suelo de mármol y una iluminación que dejaba mucho que desear
cuando fuera de noche.
—A Xabier le horrorizaría —murmuró mi ayudante junto a mí en medio de la sala.
—Pero Xabier no está aquí y lo mejoraremos —aseguré.
Me emocioné porque había trabajado muy duro durante años para captar
momentos especiales y expresar mi creatividad a través de la lente de mi cámara y
ahora tenía la oportunidad de mostrar en mi pueblo esa habilidad en imágenes.
—¿Quién dice que nadie es profeta en su tierra? —Mi padre entró en la galería
con los brazos abiertos y me rodeó con ellos—. Qué orgulloso estoy de ti.
—Papá, vamos a ver cómo va. Igual no viene nadie.
—Hija mía, te enseñé a ser positiva. Claro que vendrán. Tu madre está en el coche.
Pasaba solo a preguntar si necesitabais ayuda.
—No, no. Todo controlado.
Me dio un beso y se marchó.
Arantxa sacó con delicadeza las fotografías y las preparamos con detalle sobre una
mesa, eligiendo las que se exhibirían y aquellas que mejor representasen mi visión
artística, pero…
Suspiré.
—¿Qué ocurre? —Arantxa frunció el ceño—. Conozco esa expresión. Y me da
miedo.
—No creo que a nadie le importen estas fotos. ¿Qué dicen? Esto no es Madrid.
Aquí hay otra vida.
—No, no, no, no, Stella. ¿Qué estás ideando?
—¿Y si hago fotos nuevas?
—¡No hay tiempo! ¿Estás loca?
—No voy a exponer nada de lo que no esté segura.
—Vamos a ver, Stella Reyes. Estas fotos son maravillosas. Centrémonos.
—Necesito tomar el aire. —Pisé la calle y me choqué con un grupo de turistas que
buscaban un bar en el que tomar cerveza y comer tapas típicas. Les indiqué el más
cercano y caminé hasta la esquina en la que me escondí y traté de llenar de aire mis
pulmones. Me estaba dando un ataque de pánico. Mi corazón latía descontrolado y un
miedo irracional se apoderó de mí. Iba a hacer el ridículo. ¿Por qué había aceptado
aquello? Mi mente se cargó de pensamientos negativos que no lograba parar.
Apoyé la espalda a una pared fría y el entorno parecía desdibujado y distante.
Luché por respirar, me faltaba el aire.
—Toma el control —me dije.
Consciente de que la respiración era clave para calmar mente y cuerpo, cerré los
ojos e intenté concentrarme en ella. Inspiré profundamente por la nariz, llenando los
pulmones de aire fresco, y luego exhalé lentamente por la boca, dejando escapar todo
el estrés y la ansiedad.
Mi teléfono sonó dentro de mis pantalones livianos y cortos y lo saqué. Era Ángel.
—¿Stella?
—¿Ángel? —balbuceé.
—¿Qué te pasa?
—Creo… Creo… Que me está dando un ataque de ansiedad.
—¿Dónde estás?
—Junto… detrás del supermercado… del Día…
Apareció en veinte segundos, ni uno más, y yo me esforzaba por dirigir mi miedo
y la incomodidad, tratando de visualizar un lugar seguro y tranquilo, y fue él, apareció
como un ángel, me abrazó y todo mejoró. Me acarició el cabello y me besó en la sien.
—Tranquila… Estoy aquí… —musitó junto a mi oído.
Conseguí regular mis latidos y mi cuerpo se relajó, la tensión de mis músculos
fue disminuyendo, aunque las manos me sudaban y las mejillas me ardían.
Abrí los ojos y vi a Ángel con sus pupilas a un dedo de las mías.
—¿Mejor? —Asentí—. Vamos. —Me agarró con suavidad y me guio hasta la
galería en la que Arantxa nos esperaba, preocupada.
—¿Estás bien? —Se acercó a mí.
—Sí, solo ha sido… un ataque de ansiedad.
—Entiendo lo importante que es esto para ti, pero no puedes tomártelo así —me
regañó.
Cerramos y fuimos a cenar los tres a un lugar tranquilo, alejado del bullicio; un
bar en una de las barriadas. Hernán llegó cuando nos tomábamos la segunda cerveza y
pedimos la comida. El Liebre, conocido por su ambiente relajado y acogedor, poseía
lucecitas que titilaban en el techo, terraza de madera y vistas pintorescas de casitas
bajas de distintos colores. Mesas y sillas de mimbre y vegetación exuberante,
brindando sombra y frescura a los comensales a mediodía. Enredaderas trepadoras,
macetas de flores y árboles frondosos.
—No bebas más —me pidió Ángel.
—Estoy bien.
—¿Qué ha pasado? —Mi hermano se extrañó.
—Nada. Un ataque de ansiedad —expliqué.
—Hacía mucho que no te daban.
No hicimos alusión a la primera vez, una noche de verano muchos años atrás…
—Quiere hacer fotos nuevas y… no tenemos tiempo —informó Arantxa, a la que
no le pagaba para que hablara por mí. Ella y Hernán se conocían de dos ocasiones en
las que mi hermano fue a visitarme a Madrid el último año.
—Necesito inspiración. —Suspiré—. Tengo esta oportunidad y me he bloqueado.
En vez de criticarme, podíais hacerme sugerencias.
Arantxa levantó la mano.
—Expón las que tienes. Son fantásticas.
—¿Qué te han parecido a ti? Las has visto en la mesa en la galería —pregunté
a Ángel.
—No entiendo demasiado, pero… Quizá les falte algo. Aquí hay mucha gente
de todas partes, ¿por qué no haces una serie de retratos…? —Dudó—. Enseñar la
diversidad humana.
—Para no saber del tema, no es mala idea —siguió Hernán.
—Me parece excelente. —Arantxa se entusiasmó—. Podrías jugar con la
iluminación y el contraste para resaltar aún más las características de cada individuo.
—Lo consideraré —comenté tras meditarlo—. Pero nunca he hecho retratos.
—¡Innovarías! —Mi ayudante había bebido ya demasiado—. Fotografías a
modelos, sus caras también. —Me animó.
Después de la cena, fuimos a dar un paseo por la playa. Hernán y Arantxa hablaban
a unos metros de nosotros. Ángel me preguntó veinte veces si estaba bien.
—Podría hacer fotos a personas en la playa, mezclar la naturaleza con el ser
humano —observé.
—Te gusta mucho tu trabajo.
—Sí.
—Por eso te marchaste.
El cielo oscuro estaba salpicado de estrellas brillantes que se reflejaban en el agua
serena del mar. La brisa acariciaba nuestra piel y el sonido suave de las olas rompiendo
en la orilla creaba una melodía relajante.
A medida que avanzábamos, el suave resplandor de la luna iluminaba el camino,
revelando pequeñas conchas y piedras brillantes esparcidas por la arena. Nos
deteníamos de vez en cuando para recoger algunos tesoros marinos y el perfume
salado se impregnaba en nuestra piel.
A lo lejos, se escuchaba el sonido de la música proveniente de algún bar y
seguimos caminando durante un rato.
—Tuve que hacerlo. —Me guardé los reproches porque en el fondo sabía que
hubiera dado igual nuestra relación, me hubiera marchado de todas formas.
Estuvimos en silencio un rato y nos detuvimos cerca del faro que se alzaba en el
espigón con su luz parpadeante guiando a los barcos.
Arantxa y mi hermano subieron a unas piedras y nosotros tomamos asiento en la
arena, frente a la orilla y el rompiente de las olas.
Ángel me agarró de la mano.
—Yo… —Respiré—. No sé qué es esto. Tú y yo, pero…
—Shh… —Me acarició el rostro—. Un mes… Es más de lo que hubiera esperado
contigo… —Nos besamos bajo un manto de diamantes y mis propias emociones me
abrumaron. Aquello no se parecía a los besos con Xabier.
Nuestros labios se encontraron y el cosquilleo en el estómago comenzó, como
si miles de mariposas revolotearan en mi interior, como las primeras veces con él y
las últimas. Ángel hacía desaparecer lo malo, las preocupaciones y los pensamientos
intrusivos. Absorbida por el beso y el momento, despertó en mí un sentimiento de
plenitud casi olvidado, con nuestras almas fusionándose.
Nos abrazamos y contemplamos el mar. El cielo parecía infinito y me dieron ganas
de alzar las manos y alcanzarlo, pero hubiera sido imposible, ¿igual que nuestro amor?
—Hace frío —manifesté, pero ninguno de los dos queríamos abandonar aquel
lugar; nos acurrucamos y nos dimos calor, el de nuestros cuerpos. Y en la quietud de
la noche me prometí que no volvería a sufrir por él, que no me dejaría llevar ni me
cegaría, justo lo que estaba ocurriendo.
20
INEVITABLE
ÁNGEL

Julio…
Actualidad.
El amor, inevitable, como cada amanecer, como las olas del mar, llega y se va, como
una canción bonita, que aparece y se queda. Por más que tratemos de evitarlo, el
amor siempre encuentra el cauce para dar con nosotros.
***
Inevitable, así era mi amor por Stella. Si no había logrado olvidarla en años, ¿cómo
iba a hacerlo ahora? Tocándola, sintiéndola, besándola, viéndola sonreír…
Cuando supe que vendría, jamás imaginé que nuestra relación llegara a ser así,
demasiado bonita; me daba miedo que cambiara, sabía que ella guardaba algo dentro,
bueno, conocía qué porque fui un necio. Pero estaba muy enfadado, se marchó a
Granada y me dejó desolado. Pero ¿qué hubiera hecho? Quedarse aquí no podía ser
una opción para ella, y yo le oculté lo más importante.
Los secretos matan. Muere el amor, las promesas dañan y el futuro se evapora.
Ella era mi montaña rusa, como si subiera a un avión supersónico, todo se
revolucionaba y me revolucionaba, me cargaba de energía, de alegría y de pasión.
No había tenido que verla para saber que mi amor por ella no había menguado, al
contrario, la amaba desde la distancia y ninguna otra chica había podido ocupar su
lugar, porque ella llenaba el espacio, Stella era el espacio.
Cada mirada, cada sonrisa y cada gesto me hacían recordar por qué me enamoré
de ella. Y junto a esta felicidad se abría ante mí un profundo temor, un ser maligno
que me aplastaba el pecho. Cometí muchos errores en el pasado, la defraudé y ese
miedo se intensificaba a cada segundo que pasaba a su lado.
Pensaba en el pasado y se me hacía un nudo en el estómago. Me preguntaba si
me habría perdonado, porque, aunque eso parecía, la confianza perdida es difícil
recuperarla. Me sentía culpable por haberla lastimado y después de ese paseo por
la playa, ese beso y ese abrazo, me horrorizaba que nuestro pasado pudiera arruinar
cualquier posibilidad de futuro.
¿Pero en qué pensaba? ¿Qué futuro? Ella volvería a Madrid y yo seguiría en el
pueblo, trabajando y cuidando de mi padre.
Los pensamientos colisionaban en mi cabeza, pero a pesar de ello estaba dispuesto
a hacer cualquier cosa para demostrarle que había cambiado, que aquel niñato se había
convertido en un hombre y que había aprendido de mis errores. Quería hacer todo
lo posible para merecerla y que se sintiera segura a mi lado. Pero no todo sale como
planeamos y aquel verano marcaría nuestro destino.
—Déjalo, está enamorado —Lucas se metía conmigo mientras nos poníamos el
neopreno.
—Ya he visto a los tortolitos —siguió Sergio.
—¿Y tú con Vero? ¿Para cuándo la boda? —Lo picó a él—. Voy a ser el único
soltero.
Cogí mi tabla y me alejé del circo que tenían montado en el club. Stella tomaba
el sol junto a Olivia cerca de la orilla y me detuve a saludarlas.
Me agaché y le di un beso.
—¿Te atreves? —La invité a surfear.
—Ya casi ni me acuerdo. —Sonrió.
—Venga, esto es como montar en bicicleta. —Le di la mano y la levanté. La
abracé y la besé ante los ojos curiosos de Olivia.
—En verano el amor se magnifica —canturreó la amiga—. Para hacer bien el
amor, hay que venir al sur…
La dejamos atrás y nos metimos en el agua.
—Voy a matarme —comentó.
—Me encanta tu moreno. —Le besé los hombros y la polla me dio una sacudida,
cubierta ya de agua—. ¿Lista para coger algunas olas?
—¿Si te digo que no, me dejarás volver a la toalla?
—No seas miedica.
—No tengo miedo, pero no quiero pasar el resto de mis vacaciones con una pierna
escayolada.
—Agarra la tabla y recuerda: mantén el equilibrio.
—La teoría es muy fácil.
Con las olas rompiendo a nuestro alrededor, nos adentramos unos metros,
posicioné la tabla y la ayudé a subirse.
—Voy a caerme.
—Yo estaré a tu lado. —Me acerqué—. Confía en mí.
Con el sonido del océano rondando nuestros oídos, me coloqué detrás de Stella y
la envolví con los brazos para brindarle apoyo y estabilidad. Unos segundos después,
la solté y la dejé sola.
—Esto es mucho más difícil de lo que parece.
—Lo has hecho más veces.
Se balanceó, nerviosa, y tras media hora y varias caídas, consiguió coger una ola.
Su sonrisa mereció la espera y la paciencia que tuve que mostrar también.
Enterramos los pies en la arena riéndonos y besándonos, con un chute de
adrenalina y dopamina que nos mantuvo drogados el resto de la tarde.
—Gracias por obligarme a hacerlo. —Llegamos junto a Olivia.
—No hay nada que me haga más feliz que verte sonreír —respondí.
***
Limpiaba la tabla en el club cuando Olivia me asustó.
—¿Qué estás haciendo? —Cruzó los brazos frente a mí.
—Lavar la tabla —respondí sabiendo que no se refería a eso.
—Espero que no vuelvas a cagarla con Stella.
—No quiero hacerle daño.
—Tú nunca quieres hacerle daño, pero eres tan imbécil que se te cruzan los cables
y terminas metiendo la pata.
—Se va dentro de tres semanas.
—¿Me estás diciendo que la dejarás tranquila? ¿Solo será un rollo de verano?
¿Un rollo? ¿Stella? Era el amor de mi vida, pero tenía que hacerme a la idea de
que duraría solo un mes.
—La dejaré marchar. —Me puse una camiseta—. Dime una cosa. ¿Ella sabe que
estás hablando conmigo sobre esto? —Negó, y cambió el peso de pie—. Olivia, la
quiero, siempre la he querido. No la detuve entonces y no lo haré ahora.
—Os estáis equivocando. Los dos.
—Somos mayorcitos, ¿no te parece?
Alzó el mentón y se fue al chiringuito donde su amiga la esperaba. Yo iría en
cuanto terminara, pero alguien se presentó de improviso.
—Hola, Ángel.
—Hola, Susi. —La miré. Cogí mi mochila y el casco de la moto que había
guardado en una estantería dentro del contenedor.
—Acabo de llegar. —Dio explicaciones que no le había pedido. Trabajaba de
periodista en Sevilla—. Estoy con las chicas en El Mosquito. ¿Te vienes?
—Voy hacia allí. —Me atusé el pelo y esquivé un barco con el que los niños
aprendían a hacer vela.
Ella me acompañó.
—¿Cómo está tu padre?
—Bien. ¿Y tu madre? —Habíamos salido casi tres años y conocía a su familia.
—El nuevo tratamiento le está sentando muy bien.
—Me alegro de que sea así. Dale recuerdos de mi parte.
—Me ha dicho que te ha visto con Stella —soltó de repente y me quedé
petrificado, sin entender muy bien a qué se refería—. Mi madre me ha dicho que tú
y Stella volvéis a salir.
—Eh… —¿Qué le importaba a su madre? ¿Qué le importaba a ella? Supuse que
Susana no había dado lo nuestro por terminado por lo que Sergio me comentó, pero
yo fui claro con ella hacía unas semanas—. No tengo que darte explicaciones.
—Me parece fatal que me trates así. Hace un mes éramos pareja.
—Hace dos meses de eso y… Susana. —Me detuve y la enfrenté—. Lo nuestro
terminó. Por favor, no te metas —le exigí porque la conocía y temía que hiciera algo
para molestar a Stella.
Fue a decir algo, pero pataleó en la arena y se marchó con dignidad. ¿La había
querido? De alguna forma sí, pero el amor es otra historia, el amor nos hace mejores
y yo con Susi me había comportado como un idiota que solo se preocupaba de que
el día pasara lo mejor y antes posible.
Llegué a la mesa donde estaba la peña. Sergio me plantó una cerveza delante y se
acomodó a mi lado. La música nos obligaba a hablar en voz alta para hacernos oír,
pero él musitó:
—Te he visto con Susi. No te fíes de ella.
—Lo sé… ¿Ha estado por aquí?
—No se ha acercado a Stella, si a eso te refieres, pero… No deja de mirar. —
Bizqueó hacia la izquierda.
21
EL AMOR
STELLA

Julio…
Actualidad.
El amor, un fuego ardiente que consume los corazones… y yo quería seguir viva, pero
hasta la brisa me susurraba cuánto quería a Ángel y que el lazo que nos unía desde
pequeños era irrompible, además de peligroso.
Lo miraba mientras él hablaba con Sergio y me quedé embobada en los lunares
de su cuello, me atrapaba su sonrisa y la manera en la que cuadraba los hombros.
¿Está nervioso?
Mi amor por él me había llevado a las alturas más sublimes y me hundió en la más
profunda desesperación. Y ahí estaba, de nuevo, en un viaje sin rumbo fijo, donde
cada paso me llevaba a un futuro incierto, entregándome sin reservas, arrastrada por
la pasión y alimentando un deseo que podría provocarme un sufrimiento inmenso que
ya conocía.
Te amo. Le dije para mí, un pensamiento que saltó de la nada, de todo lo que se
expandía dentro de mi cuerpo. De repente, mi corazón latió con fuerza y mis manos
comenzaron a temblar.
Otro ataque de pánico no, por favor.
Palpé el frío de mi vaso, cargado con hielo picado, y medité sobre mi nerviosismo.
Me daba miedo quererlo tanto, o darme cuenta de ello. Faltaban muchas palabras
por decirnos y, aunque las miradas hablaban, necesitaba más que gestos cargados de
significados. Necesitaba hechos.
Me levanté y me alejé unos pasos. Miré los tonos naranjas del horizonte
escuchando una suave música de fondo.
—Stella. —Ángel rodeó mi cintura con la mano.
—Me haces frágil —musité.
—Siento escuchar eso, pero sé a qué te refieres. —Lo miré—. Me siento
vulnerable a tu lado. Tienes mucho poder sobre mí.
—Yo no quiero hacerte daño.
—Yo a ti tampoco.
—Promete que no…
—Te lo prometo. Jamás volveré a dañarte. —Me besó la nariz.
El amor no es perfecto, tiene altibajos y a veces duele, pero sana y cura y
transforma nuestra vida, nos une, nos hace más sabios, más buenos… Y si no es así,
no es amor, de ninguna clase, porque, además, solo hay una: el bonito.
Bailamos al compás de una canción de un autor que desconocía, que hablaba sobre
el amor, abrazos y besos robados y vimos esconderse el sol.
«Es un viaje intrépido por mares desconocidos,
Un baile apasionado entre dos seres unidos.
Es un abrazo cálido que reconforta el alma,
Una melodía dulce que calma y que encanta.

Es un beso robado bajo la luna brillante,


Un gesto sincero que todo lo embriaga al instante.
Es un refugio seguro en tiempos de tempestad,
Un reflejo fiel de la felicidad.

Es un suspiro profundo que llena el aire,


Un sentimiento puro que nada puede comparar.
Es un regalo divino, un milagro sin igual,
Una fuerza poderosa que nunca dejará de brillar».
Volvimos a la mesa con los chicos y después de dos mojitos más decidí levantarme
para ir al baño. Ángel quiso acompañarme, pero me negué en rotundo porque se lo
pasaba bien con Sergio jugando a algo que conocía y que le explicaban a Arantxa.
Tuve que esperar la cola acumulada de unas ocho personas y me puse a responder
mensajes de mi bandeja de Instagram.
—¡Stella! —Me encontré con una desagradable sorpresa. De uno de los dos
lavabos salía Susana que me miró con una sonrisa de desprecio que me incomodó.
No éramos amigas, solo conocidas.
—Hola, Susi. ¿Qué tal? —Traté de comportarme. No tenía nada en su contra y
esperaba que ella tampoco en la mía, pero… Quizá erraba en mi idea.
—¿Cómo te va en Madrid?
—Bien.
—Supongo que te marchas pronto…
—Aún me quedaré un tiempo por aquí.
—¿Has venido en busca de Ángel? Él y yo salíamos. Solo nos hemos dado un
poco de tiempo, pero recapacitará.
Suspiré y me guardé el insulto o reto solapado porque mi educación era lo primero.
—Aun no entiendo cómo Ángel sale contigo. Deberías saber que él nunca te amará
tanto como a mí —siguió.
Me mantuve firme y respondí:
—Susana, el pasado es el pasado. No necesito tu aprobación ni tus comentarios
negativos. Te deseo lo mejor, pero, por favor, déjanos en paz.
—Te decepcionó hace años y volverá a hacerlo. Él es así.
Decidí que no valía la pena gastar saliva ni discutir con Susi, así que me di la
vuelta y entré en uno de los baños que se quedaron vacíos.
Me gustaría decir que salí fortalecida de aquello, que había aprendido a enfrentar
situaciones complicadas y no dejarme incomodar por los fantasmas del pasado que,
por cierto, no se llamaban Susana.
Me hubiese encantado también pasar de su comentario y seguir la fiesta, pero
cuando llegué con los chicos no logré evitar mi rostro desencajado. Olivia se dio
cuenta.
—Ángel acaba de entrar a trabajar. Me ha dicho que te lo diga. ¿Qué te ha pasado?
—Tomé asiento a su lado. Vero y Sergio tonteaban en frente y Arantxa había hechos
nuevos amigos en la sombrilla de nea de al lado.
—Me he encontrado con Susana. Dime una cosa, ¿salió en serio con Ángel?
—Supongo, no lo sé. Han estado algunos años juntos, con idas y venidas, pero no
hablo mucho con ella. ¿Te ha dicho algo?
—Que volverá con Ángel en cuanto me marche, básicamente, y que… —Me
mordí el labio.
—No le hagas caso. Esa tía no es buena gente.
—Defiende lo que cree que es suyo.
—Nadie es de nadie, pero si quieres mi consejo, te diré que no me fío de Ángel.
Sales con él. Me parece perfecto, pero no quiero que vuelvas a sufrir porque se ponga
a hacer el gilipollas de nuevo.
—Hablaré con él mañana. Me marcho a casa.
—¿Estás segura? ¿Vas a cortarle la noche a tu ayudante? Se lo está pasando pipa.
—Arantxa bailaba con dos chicos a unos metros.
—¿La acercas tú después?
—Claro, pero no quiero que te vayas. —Hizo un puchero—. Me dejas con estos
dos que no paran de besarse. —Hablaba de Sergio y Vero.
—Mañana tengo mucho que hacer para la expo. —Le di un beso y me levanté.
Informé a Arantxa de mi partida y casi ni me miró.
Fui a la barra a buscar a Ángel para despedirme y lo que encontré me dejó sin
palabras, con la boca abierta, boqueando como un pez.
Me escondí entre la gente y llamé a un taxi, que cogí junto a la plaza, en la calzada,
muy enfadada porque Susi tenía la boca pegada a la oreja de Ángel.
22
EL DOLOR
STELLA

Julio…
Actualidad.
No te achiques para caber en un lugar demasiado pequeño para ti.
***
Antes de abrir los ojos, mi mente ya estaba llena de imágenes y escenas para capturar
con mi cámara fotográfica. Con cuidado, me deslicé suavemente fuera de la cama y me
dirigí al baño. Mientras me cepillaba los dientes, me observé en el espejo, buscando
la valentía en mis ojos. Mi teléfono estaba hasta arriba de mensajes de Ángel y ni
siquiera los había leído. Necesitaba concentrarme en mi trabajo. Después de vestirme
adecuadamente para el clima, me até los cordones de las deportivas, me colgué la
cámara al hombro y busqué a mi ayudante en la habitación de invitados. Me dio pena
despertarla cuando vi que la baba le caía por la barbilla. Le abrí la puerta de casa
de madrugada y debía estar muy cansada. Bajé a desayunar sin ella. Mi padre leía el
periódico en el salón con una taza de café humeante sobre la mesa.
—Buenos días —saludé—. ¿Y mamá?
—Ha salido de compras con las amigas. ¿Adónde vas tan temprano?
—Quiero hacer unas fotos al amanecer.
—¿Te acompaño?
—Prefiero hacerlo sola.
—No entiendo a los artistas. —Se levantó y me preparó el desayuno. Él era así.
—Me llevo el coche —le indiqué con las llaves en las manos.
No pensaba quedarme en Punta Umbría, buscaba alejarme de allí y de Ángel, así
que conduje hasta Mazagón, núcleo poblacional perteneciente a Palos de la Frontera y
Moguer, litoral rodeado de paraje natural y grandes acantilados, playa multitudinaria
a un cuarto de hora de Huelva y al doble de Punta. Aparqué el coche en el camping
Doñana y con pasos ligeros crucé la arboleda y me adentré en la arena batida por las
olas. Exploraba cada rincón en busca de sujetos interesantes. Capturé la imagen de
un grupo de niños jugando en la arena, sus risas llenando el aire. Luego me detuve
frente a un anciano pescador, sus arrugas contaban historias de una vida vivida junto
al mar y traté de absorber su sabiduría con la lente.
Mi móvil recibió varias llamadas que ni miré, sospechaba quién era la persona
que insistía tanto y no me apetecía hablar con ella. Me ineterné en los senderos hasta
descubrir un acantilado fastuoso, con olas rompiendo contra el murallón de arena y
arcilla prensada golpeado durante milenios, los remolinos de espuma impulsados por
el viento. Convertí la cámara en una extensión de mi ser y gocé de mi trabajo.
Olivia me llamó durante la vuelta y hablé con ella por el manos libres mientras
bordeaba la ría de Huelva y dejaba atrás el Muelle del Tinto, un muelle-embarcadero
comercial situado sobre el río Odiel, construido en 1874 y que estuvo en
funcionamiento hasta 1975. Durante sus cien años de historia fue una obra maestra de
la ingeniería del siglo XIX. Su diseño respondía a la necesidad de dar salida al mineral
extraído de las minas del norte de la provincia, sobre todo Riotinto, transportándolo
por ferrocarril hasta Huelva y culminando el trayecto en este aluvión de vigas de
hierro perfectamente trabadas; allí tenía lugar la descarga de materiales diversos y la
carga del mineral en los barcos atracados.
—¿Dónde estás? Ángel se ha vuelto loco llamando a todos —informó.
—He ido a Mazagón a hacer fotos.
—¿Y por qué no le coges el teléfono?
Dudaba si decirle o no lo que vi anoche porque evitaba eso de… ya te lo advertí.
—Estoy enfadada con él, muy enfadada, y ni siquiera sé si tengo derecho. ¿Qué
tenemos? Nos hemos enrollado un par de veces desde que llegué. Ni nos hemos
acostado.
—¿De qué hablas?
—No me despedí de él. Fui a buscarlo a la barra y Susi le susurraba algo al oído.
—Silencio tras la línea—. Venga, dilo —la animé.
—A ver, Stella, son amigos. Algo quedará entre ellos.
—Tú pónmelo más difícil.
—Yo solo digo que le des una oportunidad. Deja que te explique qué estaba
haciendo. Si te engañara, no lo haría delante de tanta gente.
—Eres bipolar, de verdad. —Me detuve en un semáforo en rojo—. Ayer me dijiste
que no me fiase de él y que haré la gilipollas, y ahora que lo hace me dices que le dé
una oportunidad. ¿Los psicólogos estáis locos?
—No soy psicóloga, sino pedagoga y… está desesperado. Nunca lo había visto
así.
Respiré y aceleré cuando cambió al verde.
—Está bien. Ahora lo llamaré.
—Conduce con cuidado.
Colgué y seguí mi camino hasta casa.
Me encontré a Ángel sentado sobre su moto, el mono del trabajo manchado de
grasa y el casco colgando del manillar al lado del coche de mi hermano, aparcado
en mi calle.
23
EL MIEDO
ÁNGEL

Julio…
Actualidad.
En el laberinto de la vida, el amor es la única salida inevitable.
***
Me desperté al amanecer, como siempre, a pesar de haber dormido tan solo tres horas.
Hacía un día soleado y las temperaturas habían subido hasta casi los cuarenta grados.
Me di una ducha rápida y fui a desayunar a una cafetería en las naves industriales,
junto al taller, con la cabeza convertida en una feria, dándole vueltas a por qué Stella
se marchó anoche de El Mosquito sin despedirse de mí y a por qué no respondió a
mis mensajes. Esperé una hora para llamarla, estaría descansando, sin embargo, mis
ganas de hablar con ella y aclarar lo que había ocurrido me impulsaron a marcar su
número en horas tempranas para veraneantes como ella. No lo cogió e imaginé que
seguiría dormida.
—Ángel, ¿puedes ayudarme con esto? —Mi jefe me llamó.
—Claro. —Dejé la moto de Sergio que me propuse arreglar esa semana y caminé
hasta él con el teléfono latiendo en mi bolsillo.
Al terminar con el motor de un Audi, me acerqué a la pequeña cocina y me bebí
una botella de agua; cogí mi móvil y realicé dos llamadas seguidas a Stella.
—Joder —masqué.
No tardé en ponerme en contacto con Vero y con Olivia; no sabían nada de ella.
A final de la mañana subí en mi moto y fui hasta la nave de Hernán, pegando a la
ría, y aparqué en la puerta.
—¿Qué haces aquí? —Salió en cuanto escuchó el rugido de mis escapes. Se
limpiaba las manos con un paño húmedo.
—Estoy intentando hablar con tu hermana.
—Tío, ¿ya la has cagado? —Me lanzó el paño al pecho.
—¡No! No sé qué pasa. ¿Está dormida? ¿Enferma?
—Ha ido a hacer fotos a Mazagón, creo. —Se rascó el cuello—. Qué calor hace
hoy, cojones.
—¿Puedes llamarla tú? A ver si a ti te coge el teléfono.
—A mí no me metas en tus rollos. Es mi hermana. Si vuelves a romperle el
corazón, romperé yo esa moto que llevas.
—Me dolería menos que me partieras algún hueso.
—Lo sé. Por eso iré a por tu Ducati. —La señaló, amenazante.
Arranqué y di una vuelta por el pueblo por si la encontraba en algún bar con las
amigas. Me llegué a la tienda de Vero y me echó de allí de mala manera.
—Vete si no vas a comprar nada —apuntó de muy mal humor—. Y dile a tu amigo
que no sea tan pesado. —Se refirió a Sergio. A saber qué había ocurrido entre ellos.
Anoche estaban muy acaramelados.
Me dirigí hasta su casa, detuve la moto al lado del coche de Hernán, a la hora de
comer, y medité si entrar en el hogar de los Reyes, o esperar a que Stella saliera; en
algún momento tendría que hacerlo.
Cobarde.
Stella apareció conduciendo el coche de su padre y aparcó a mi lado. Su rostro
demostró que no esperaba encontrarme allí.
Bajé de la moto y caminé hasta ella.
—Llevo llamándote toda la mañana. Anoche te fuiste sin despedirte. He estado
muy preocupado por ti.
—Ya… Pues ayer parecías muy entretenido. —Se colgó la cámara al hombro y
cerró la puerta.
Arrugué la nariz.
—¿Anoche? Estuvimos juntos hasta que comenzó mi turno.
—Y cuando eso ocurrió, me cambiaste por Susana.
—¿Susi? —No sabía de lo que hablaba. Estaba confundido, sin entender por qué
ella fruncía tanto el ceño, pero lo que sentía me impulsaba a querer resolverlo. Se me
revolvía el estómago por la tristeza y la ansiedad al verla tan molesta y mi corazón
se apretaba en mi pecho cuando me dio la espalda y enfiló la acera hasta la puerta
de la casa.
Impotente, fui tras ella y su indiferencia y me sentí un incompetente al no saber
abordar la situación.
Ajeno a la tormenta que se avecinaba, le pedí que me escuchara, que me diera
unos minutos. Ella giró el cuerpo y su cabello se movió ligeramente con la brisa. Mis
ojos se toparon con su mirada enfurecida.
—Tienes un minuto.
—Anoche estuve trabajando y atendí a Susi como a otro cliente cualquiera.
—¿Los clientes te comen la oreja? —Abrió mucho los ojos.
—No sé de qué hablas. No lo recuerdo. La música estaba muy alta y…
—Tu excusa da pena. —Intentó abrir la cancela, pero la detuve.
—Stella, no fue lo que parecía. Solo estábamos hablando como amigos.
—¿Amigos? ¿Desde cuándo los amigos se tocan de esa manera?
—No hay nada entre nosotros. Te lo prometo. Solo trataba de ser amable.
—¿Amable? ¿Tratando de ser amable con tu ex? No puedo creer que me hagas
esto.
—Stella, por favor, déjame explicarte. No quiero que pienses mal de mí.
—Ángel, me duele verte con ella. Me hace sentir insegura, como si no fueras tan
honesto conmigo como has prometido.
Me acerqué con cuidado y cautela.
—Eres la única persona en mi vida. No hay nadie que me importe más que tú.
Nunca la ha habido.
—Necesito confiar en ti.
—Puedes hacerlo. —Le agarré de la mano, con cariño.
—Lo que… Lo que pasó hace años… —Suspiró— ¿Qué quieres? Necesito que
seas claro.
—Stella, ¿me lo preguntas? Quiero hacerte feliz, aunque… —Me dolía
verbalizarlo—. Aunque sea solo un mes…
—Un mes… —musitó ella con la mirada perdida.
—Te prometo que no habrá malentendidos. Seré transparente contigo.
—Nada de mentiras ni engaños.
Negué y nos dimos un pequeño beso en los labios.
24
LA AMISTAD
STELLA

Julio…
Actualidad.
Sé valiente y no te escondas entre las sombras. Tú mismo eres la luz.
***
El amor, ese sentimiento tan complejo y profundo, es sin duda uno de los mayores
desafíos a los que nos enfrentamos como seres humanos. Amar sin condiciones,
amarse a uno mismo y a los demás sin reservas, es una tarea ardua y llena de
obstáculos. Requiere valentía, perseverancia y una profunda comprensión de uno
mismo y de los demás.
A menudo se nos enseña que el amor debe ser fácil y sin complicaciones. Nos
bombardean con imágenes de relaciones perfectas y románticas, donde todo parece
fluir sin esfuerzo. Pero la realidad es muy diferente. El amor verdadero es un camino
lleno de baches y desafíos, donde debemos aprender a superar obstáculos y enfrentar
los problemas con determinación.
Amar sin condiciones implica aceptar a la otra persona tal como es, con todas sus
virtudes y defectos. Significa no juzgar ni tratar de cambiar al otro, sino amarlo en su
totalidad. Esto puede resultar extremadamente difícil ya que todos tenemos nuestras
propias expectativas y deseos. Pero solo cuando aprendemos a amar sin condiciones,
sin tratar de controlar o cambiar a la otra persona, podemos experimentar la verdadera
felicidad y conexión en una relación.
Sin embargo, el amor no se trata solo de amar a los demás. También implica
amarnos a nosotros mismos. A veces nos escondemos detrás de máscaras y barreras,
temerosos de mostrarnos tal como somos. Solo cuando nos amamos y nos aceptamos
con todas nuestras imperfecciones, podemos abrirnos al amor verdadero.
Una locura evitar los problemas y ocultarlos debajo de la alfombra. Ignorarlos
solo los hace crecer y empeorar. El amor requiere comunicación abierta y honesta,
compromiso y voluntad de trabajar juntos para superar cualquier desafío que se
presente.
Es fácil caer en la tentación de esconderse o dejarlos pasar, esperando que
desaparezcan por sí solos. Pero los problemas no desaparecen por arte de magia. Si
queremos construir una relación sólida y duradera, debemos enfrentarlos con
decisión, buscando soluciones y aprendiendo de cómo los gestionamos, pero…
¿cuánto iba a durar lo nuestro? Ángel había hablado de un mes y yo… Llevaba toda
la tarde dándole vueltas a eso delante del ordenador, acompañada por Arantxa en la
galería y buscando una buena imprenta para la exposición.
Hacía unos días de mi última conversación seria con Ángel en la que me prometió
fidelidad y unas semanas de felicidad, diversión y amor, y aquella noche íbamos a
tener una cita romántica que él había preparado.
Mi ayudante deambulaba por el amplio espacio, observaba las paredes vacías que
pronto adornaríamos con las fotos y apuntaba en una libreta los huecos en los que
mejor quedarían. Yo detuve la tira de imágenes en una en blanco y negro en el pc, las
manos de un redero tejiendo una red en el puerto de Punta Umbría.
—Esta definitivamente tiene que estar en la exposición. Transmite la esencia de
la laboriosidad del pueblo y captura la belleza en la simplicidad, con todo plena de
humanidad —comenté.
Arantxa vino hasta mí entusiasmada, examinó la foto con su aguda mirada y
asintió.
—Estoy de acuerdo. La composición es impecable y el contraste de luces y
sombras… simplemente fascinante. Eres una gran artista.
—Eso dice mi padre —susurré.
Discutimos sobre las técnicas que había utilizado y, aunque valoraba su opinión,
al final me dejaba llevar por mi intuición.
Ángel nos visitó cuando ya habíamos elegido las fotos y nos ayudó a planificar
la disposición en las paredes. Él se subía a la escalera, medía las distancias que yo le
indicaba y lo tuve para arriba y para abajo durante dos horas.
—Es tarde —comentó él, de pie a mi lado, que colgaba una de las antiguas
fotografías ya enmarcadas—. Tenemos una reserva para cenar.
—¿Adónde vas a llevarme?
—Al mejor de los lugares.
—Podré ir a casa a ducharme, al menos.
—Vas perfecta así… —Rodeó mi cintura con sus manos—. Estás guapísima. —
Introdujo los dedos por el filo de mi falda y me estremecí ante su contacto.
—Ángel…
—Qué… —Me besó el cuello y otro escalofrío me recorrió el cuerpo—. Tengo
ganas de ti… —Supe a qué se refería, porque me pasaba lo mismo. Aún no nos
habíamos acostado y lo deseaba tanto como él a mí.
Alguien carraspeó a nuestro lado y di por hecho que se trataba de Arantxa, pero…
No.
Susana entró en la galería junto a Sandra, una amiga, y nos interrumpió.
—Vaya, ya veo que no has perdido el tiempo —soltó y no pude aclararme si se
lo decía a él o a mí.
—¿Qué haces aquí? —replicó Ángel sin soltarme de la mano.
—Pasaba por aquí y… le he dicho a Sandra que entrásemos para desearle suerte
a Stella. Pero… veo que no la necesita. —Se fijó en la unión de nuestros cuerpos y
después visualizó el lugar—. Este lugar es horroroso. El ayuntamiento debería
reformarlo.
—No te hemos pedido tu opinión —apostillé.
—Pero sí el periódico local… Haré una crónica de la exposición.
—Estupendo. Si no tienes más que decir, será mejor que te marches. —La invitó
a irse.
—Cómo te pones. —Agarró su bolso—. Nos vamos, sí, pero… una última cosa.
Esa foto es horrenda. —Señaló una imagen de barcas boca abajo sobre la arena.
—Ignórala. Susi es… —Me aconsejó Ángel, en cuanto se fueron.
—¿Insoportable? ¿Una bruja?
Le hice sonreír.
Me despedí de mi ayudante. Ella cerraría aquello y Hernán la recogería para ir a
dar un paseo y cenar unas tapas. Subí a la moto del chico con el que salía y dejé que
me llevara hasta el restaurante en el que había reservado.
Pero…
—Aquí no hay ningún restaurante —observé al bajar de la moto en una calle que
desembocaba en la playa.
—Es una sorpresa… —Caminamos hasta la arena siguiendo el sonido de las olas.
Había una manta extendida con cuidado, con una variedad de cojines dispuestos
sobre ella. Al lado, una pequeña nevera blanca y velas encendidas rodeando el área.El
conjunto creaba un ambiente mágico y muy romántico.
—¿Esto lo has hecho tú? —Encogió los hombros—. Si te he tenido entretenido
en la galería. No has podido…
—He tenido ayuda… —Crucé los brazos—. Vero y Olivia.
—Qué calladas se lo tenían —musité.
—Les prohibí que te lo dijeran. ¿Qué gracia hubiera tenido?
—Es… precioso. —Me tomó de la mano y me ayudó a sentarme—. Pero… ¿ha
sido idea tuya?
—Claro.
—¿Te has vuelto un romántico?
Sacó dos cervezas de la nevera y me tendió una. Solté una carcajada.
—Esto sí que no es romántico. —Miré la lata fría y mojada.
—¿Hubieras preferido vino? —Él también rio—. No me creo que hayas cambiado
tanto.
—Así está perfecto. —Le di un trago. La boca se me había secado con aquel
maravilloso regalo. Porque eso era. Un regalo, una promesa, ¿una demostración de
amor?
Las estrellas en el cielo, el olor a sal, la melodía del mar y nuestras miradas
cargadas de magnetismo y complicidad. Un escenario digno de la mejor de las
películas románticas y yo lo tenía allí, delante, con un protagonista masculino muy
guapo, pero… peligroso.
Nos tumbamos uno al lado del otro después de disfrutar de la cena y observamos
el firmamento. Nos besamos durante minutos y fue imposible mantener las manos
quietas sin atarlas. Sus dedos exploraron los bordes de mi falda hasta llegar a mis
braguitas y se me olvidó que algunas personas paseaban por la orilla. Estaba oscuro,
pero cualquiera hubiera podido vernos.
—Ángel… —No era una queja, más bien una petición sobre no sé qué, porque
deseaba que siguiera.
—Shhh… No puedo más. Llevo diez días, años, deseando tocarte. —Me mandó
callar. Su voz llegaba baja y entreverada de malas intenciones.
Los cojines deberían amortiguar la vista de nuestros cuerpos y cerré los ojos con
el fosfeno de las estrellas brillantes aún dibujado en mi retina.
Tanteó mi humedad con oportunas caricias y sentí el líquido cubrirme por dentro.
Me miró con intensidad, supongo que para confirmar que yo estaba de acuerdo con
aquella locura y su mano libre acarició mis pechos y pezones erectos.
Traté de moverme y llevé mis manos hasta su entrepierna, completamente dura
y preparada. Ahogué un gemido cuando introdujo un dedo dentro de mí y arqueé la
espalda.
Liberé un suspiro, inaudible y pequeño, y noté cómo se abría el pantalón y se
lo bajaba lo suficiente para darme buen acceso. Su lengua, con un roce lánguido y
ardiente, recorrió de forma horizontal el borde de mi sujetador y enredé los dedos en
su pelo castaño.
Ángel tiró de mí y nuestros cuerpos se encontraron. Sentí frío al subirme el vestido
y alzar la pierna. Los dos queríamos lo mismo, fundirnos en uno, hacerlo otra vez,
después de tantos años. Nos perdimos en un beso húmedo y ardiente, como nuestra
piel y, con la experiencia de quien ha recorrido el camino mil veces antes, cogió su
pene con la mano y lo guio hasta la entrada de mi vagina. Jugueteó en la región que
antecedía mi pubis y coló la otra mano entre mis nalgas para hacer más hueco.
—No sabes cuánto he soñado esto… —Su aliento acarició mis labios mientras se
entraba en mí, en mi mundo, de nuevo, para ponerlo patas arriba, pero cuando lo hizo,
entendí que jamás nos habíamos separado, que todo este tiempo había sido necesario
para llegar a aquello—. Stella… Te quiero. —Llegó al final con su glande—. Siempre
te he querido y… Siempre te querré.
—Oh… Ángel… Yo también te quiero…
No tardamos demasiado. Hicimos el amor con pausa, pero con tantas ganas que
no fue un polvo duradero, sino uno de esos rápidos, que terminan porque ha llegado
la hora, no por prisas.
Nos corrimos a la vez, con su mano aferrándose a mi nuca y las mías a sus
hombros, mirándonos a los ojos y recordando aquella primera vez también en la playa,
un poco más arriba, y un millón de imágenes de la segunda, la tercera y la cuarta, y
todas las que vinieron después se bordaron en mi mente.
25
EL AMOR
ÁNGEL
Julio…
Actualidad.
En el taller se preguntaban por qué sonreía tanto y hasta bromeaban con la posibilidad
de que me hubiera tocado la lotería. Y así había sido, pero ellos no lo entenderían y
yo no iba a explicarlo.
Carlos, mi jefe y dueño del taller, me pidió que lo acompañara a un congreso en
Sevilla por la tarde y tuve que cambiar mis planes con Stella a la que deseaba ver,
aunque solo hacía horas que la había dejado en su casa. Anoche dimos una vuelta
por el centro con sus amigas y ayudante y terminamos tomando algo en El Cerrito,
una antigua casa de madera en medio de una explanada cubierta de césped, árboles
y enredaderas con muchas flores, antiguo típico bungaló convertido en un pub muy
acogedor y buena música. Todo me parecía poco con ella y añoré no vivir solo para
invitarla a mi casa y pasar la noche juntos, por eso reservé una noche de hotel en una
habitación que daba a la playa y tampoco se lo dije hasta el último momento.
El congreso se me hizo eterno a pesar de que me interesaba lo que allí se decía,
pero solo quería verla a ella y ayudarla con la exposición, cuya inauguración sería el
próximo fin de semana.
Yo: Me aburro.
Te echo de menos.
Stella: Y yo a ti.
Necesito a alguien para hacer unos agujeros.
Yo: No voy a hacer bromas con eso.
Stella: Mejor.
¿Cuándo vuelves?
Yo: Para cenar.
Stella: Hoy tengo cena familiar.
¿Te apuntas?
Yo: ¿Me estás invitando a cenar con tus padres?
Stella: No tienes por qué venir.
Yo: No, no. Me encantaría.
Stella: No llegues muy tarde.
Cenaremos sobre las diez.
Estaba nervioso, como si fuera a conocer a mis suegros por primera vez y casi había
crecido con ellos. Olvidé la moto y cogí el coche, un viejo Volkswagen Polo blanco
que utilizaba mi padre y conduje con la ventanilla bajada porque el aire acondicionado
se había estropeado y… En casa del herrero, cuchillo de palo, o eso decía mi padre
para quejarse porque yo no lo arreglaba.
Sentía un resplandor inusual dentro de mí, una esencia divina que ella hacía crecer
en mi ser, como si me diera alas y yo las escondiera bajo una capa oscura, temeroso
de abrirlas y volar demasiado alto.
En la radio reproducían una canción de Fito & Fitipaldis, Me equivocaría otra
vez, y su letra me llevó a una de mis tantas equivocaciones.

«Se torció el camino.


Tú ya sabes que no puedo volver.
Son cosas del destino.
Siempre me quiere morder.
El horizonte se confunde.
Con un negro telón.
Y puede ser.
Cómo decir que se acabó la función.
Ha sido divertido.
Me equivocaría otra vez.
Quisiera haber querido
lo que no he sabido querer
Quieres bailar conmigo.
Puede que te pise los pies»
Cuando Stella se marchó, le envié esta canción por WhatsApp. Jamás me contestó.
Solíamos cantarla juntos mientras íbamos en la moto de pequeña cilindrada que tenía
en aquella época. La gente se nos quedaba mirando, pero a nosotros solo nos
importábamos nosotros. Pero no lo hice por esto, sino por lo que decía, porque le pisé
los pies, cubrí lo nuestro con un telón negro y aun así lo hubiera vuelto a hacer porque
fue muy divertido hasta que dejó de serlo. Aceptaba que me equivoqué, pero no me
arrepentía de todo lo vivido y aprendido con ella.
De repente, mi vista se posó en una pequeña floristería en una esquina. Detuve
el coche en doble fila y entré. Fui recibido por una fragancia de flores frescas y un
amable hola de Rocío, la dueña.
—Ángel, ¿qué te trae por aquí? Estaba a punto de cerrar.
—Pensaba… —Me sentí un estúpido—. ¿Puedes prepararme un ramo de flores?
Sencillo. —Recorrí los pasillos con la mirada. Mis ojos se posaron en un ramo de
rosas blancas, delicadas y puras como el amor que sentía por Stella. Las tomé entre
mis manos con cuidado, sintiendo su suavidad y fragilidad.
—Esas te han gustado.
—Me las llevo.
—¿Quieres que le inserte algún detalle especial? —Arrugué el rostro—. Una
tarjeta, un globo, un oso de peluche…
—Así está perfecto.
Con el ramo en la mano volví a mi automóvil y continué mi camino hacia la casa
de Stella. Salí del coche sujetando una bolsa de miedos y la capa ocultando mis alas.
Podía ver a través de las ventanas a sus padres preparándose para nuestra cena.
Esto no es de cobardes. Sus padres van a matarme.
Toqué el timbre de la cancela y la abrieron desde dentro, la empujé y crucé el patio
como un chico de quince años que ha ido a recoger a su primera cita; me temblaba
todo el cuerpo.
¿Qué cojones me pasa? Son los Reyes.
Stella abrió la puerta con una sonrisa radiante y sus ojos brillaron al ver las rosas
en mis manos.
—¿Son para mí?
—Eh… Sí. ¿Me he pasado? Ha sido un impulso.
—¿Estás dándome explicaciones de por qué me has traído flores? —Mi indecisión
le hizo mucha gracia—. Anda, pasa.
Fui recibido por una calidez que no esperaba. Su madre estuvo años sin hablarme
cuando lo dejamos y su padre me echó una charla de dos horas una tarde que
coincidimos en un almacén. No obstante… parecía que ellos también habían pasado
las páginas de ese libro con un final que nos hizo daño a todos y que yo había escrito
de mi puño y letra.
26
LA FAMILIA
STELLA

Julio.
Actualidad…
La familia es magia.
***
Adoraba a mi familia, la adoro, no imaginaba una vida sin ellos y en Madrid los
añoraba demasiado, pero así lo había elegido y mis sueños imperaban porque ellos,
mis padres y mi hermano, en todos los sentidos, seguían ahí, en la distancia, pero
cerca.
Me ilusionaba la cena y, aunque me ponía nerviosa cómo iban a reaccionar ante
el hecho de que hubiera invitado a Ángel, mi tembleque desapareció de un plumazo
al comprobar que se lo tomaban tan bien.
—Solo te pido que vayas con pies de plomo —advirtió mi madre, refiriéndose
a que fuera con cuidado. No la culpaba por darme aquel consejo. Vio mis lágrimas
cuando la relación terminó y se agachó a recoger los trozos de mi corazón roto y me
ayudó a pegarlos con paciencia y amor.
—Quiero verte feliz y, si Ángel te hace feliz, a mí también —apuntó papá, justo
antes de que él llegara con un ramo de flores que no esperaba y que me hizo mucha
gracia, y mucha ilusión.
Mi madre no sabe cocinar, pero la decoración se le da de miedo y engalanó la mesa
con un mantel blanco de lino y arreglos florales frescos que perfumaban la atmósfera
con un delicado aroma primaveral, aunque estuviéramos en verano. Dos velas
derramaban una luz cálida que creaba sombras sobre los platos beis y colocó la
cubertería con precisión sobre unas servilletas de tela verdes azuladas.
—Ten cuidado, creo que mi madre ha puesto cianuro en tu comida —bromeó mi
hermano ante la cara atónita de Ángel, que no lograba esconder del todo su recelo.
—Hernán, no digas tonterías —le regañé—. De todas formas, yo no me fiaría
mucho, cariño —seguí con el juego y mi hermano y yo reímos ante el bufido del
invitado y nuestra mirada cómplice.
—Qué graciosos sois los dos —masculló.
La conversación durante la cena fluyó con naturalidad, hablando sobre la pintura
de la fachada, chistes por parte de mi hermano que provocaron carcajadas sinceras e
incluso anécdotas del pasado.
—Un día llegaste llorando a casa. Cuando te pregunté, me dijiste que Ángel no
te había dejado dar una vuelta en su bicicleta. Ni dormiste aquella noche —comentó
mi padre.
—Me acuerdo —respondió él.
—Apareciste al día siguiente con la bici y se la quisiste regalar —explicó mi
madre.
Imágenes de lo que decían me hicieron sonreír. Ángel me agarró la mano por
debajo de la mesa, sentado a mi lado, y la acarició. Escuché un boom dentro de mi
pecho y por mis venas corría más que sangre, algo conocido y que me aterrorizó
durante un segundo.
—Llorona —susurró porque desde aquel día me llamaba así.
***
—¿A dónde vamos? —Subí a su coche con ilusión. Ángel me ignoró—. ¿Otra
sorpresa? —Siguió el silencio. Me tiré encima de él—. Venga, dímelo. —Lo besé.
—Stella, estamos frente a tu casa. —Se quejó sin apartarme.
—Dímelo… —rogué.
—Llama a tus padres y diles que no dormirás en casa. —Un gusano enorme me
subió desde el estómago a la garganta, después bajó hasta mi sexo, donde se movió
con maestría, activándome, electrizándome.
Clavé mis ojos en los suyos.
—¿Qué?
—¿Crees que te dejarán? —Irradiaba júbilo, como yo.
Volví a mi asiento y escribí un mensaje con rapidez.
—Listo. —Guardé el teléfono en el bolso y me puse el cinturón.
El hotel en Matalascañas, playa de Almonte ubicada en un trozo del Parque
Nacional de Doñana abocado al mar, tenía balcones cubiertos de enredaderas que
balanceaban sus hojas al compás de la brisa marina. Cruzamos el umbral de la mano
y nos detuvimos en la recepción.
—Buenas noches. ¿En qué puedo ayudarles? —El recepcionista nos recibió con
educación.
—Tenemos una habitación reservada a nombre de Ángel Santos. —Lo dejé
haciendo los trámites y fui hasta el patio que daba a la piscina infinita, frente al océano,
sobre la que se veía la luna reflejada en un abrazo eterno.
Caminé hasta detenerme en el borde, me deshice de las sandalias y con los pies
descalzos rocé el borde, fresco. Introduje un pie y se crearon pequeñas ondas en el
agua que me hipnotizaron.
El silencio me envolvió y una paz increíble me acarició la piel. Miré hacia atrás:
Ángel venía hacia mí, con una sonrisa cálida y el universo dentro de sus ojos.
—Ya tenemos la habitación. —Me dio un beso en el hombro y la mano.
Subimos en un ascensor con luces rosas y verdes y una felicidad abrumadora
volvió a mí cuando entramos en aquel nido de amor y lo crucé para salir a la terraza.
Las vistas eran mejores que desde la piscina y aquel romanticismo me contagió. Me
permití sentir plenamente, entregándome a la belleza del lugar y a lo que mi corazón
me dictaba.
Déjate llevar.
Ángel no solo era mi destino, era mucho más y debía aceptarlo. Las yemas de sus
dedos recorrieron mi espalda y el cuello.
—¿Te gusta? —susurró.
—Es maravilloso. —Me abrazó por detrás y nos deleitamos con las vistas unos
minutos. No hicieron falta palabras, solo suspiros.
Me giró, nos miramos por dentro y nos dijimos que nos queríamos.
—Te quiero, llorona.
—Hacía mucho que no me llamabas así. —Encogió los hombros—. Te quiero,
tonto. —Eso le decía cuando me insultaba de aquella manera.
—Lo sé… —Cerramos los ojos, los dos, porque con el contacto era suficiente, y,
al abrirlo, volvimos a encontrarnos en un mundo que no estaba loco para nosotros.
Sus labios, a milímetros de los míos y las manos entrelazadas.
No se lo pensó dos veces, lo deseábamos, bajó la palma hasta mi cintura y la
acarició, calentándome, si hacía falta. Con la otra me tocaba el cuello con parsimonia.
—Mi chica de la bicicleta… —susurró y su respiración colisionó con la mía,
enredándose.
—Mi chico, el que me regaló su bici… —murmuré, justo antes de besarnos,
despacio, sin prisas, lentos, como si eso fuera lo único que nos importara, besarnos.
Pegó su cuerpo al mío y fui consciente de cuánto lo había añorado, porque Ángel
era el lugar en el que quería quedarme.
Abrí la boca para darle paso a su lengua, dejando de lado el pudor que la primera
vez me invadió, hacía años, dispuesta a disfrutar de su cuerpo y del mío.
Ángel sabía a bonito, a surf, a tardes de sal, a mañanas bajo un árbol, a primeras
veces y a últimas, a recuerdos.
Gemí al notar sus dientes y su saliva. Le rodeé el cuello con mis brazos y él hizo lo
mismo con mi cintura, llevándonos dentro. Me sentó en la cama y se puso de rodillas.
Oh, Dios, ¿qué va a hacer?
Se hizo hueco entre mis piernas e hizo a un lado mis braguitas, masajeando mi
monte de Venus y pegando su boca a mi clítoris.
—Ah… —gemí.
Introdujo un dedo en mi vagina e hizo giros mientras me observaba. Moría de
placer.
—Me gusta mirarte. No sabes cuántas veces he soñado con esto.
Nuestras miradas conectaron y di un pequeño grito cuando el placer se multiplicó
de repente. Abrí más las piernas para darle facilidad y él sumó otro dedo, o tres, no
lo sé. Comenzó a moverlos rítmicamente y aguanté la respiración.
Él subió sin detenerse y me besó. Qué beso. Cargado de electricidad, sudor y
jadeos.
En la habitación solo se escuchaban nuestras agitadas respiraciones. Sacó los
dedos y pegó su miembro en el mismo lugar, duro, muy duro.
Nos desnudamos a zarpazos, tirando, riendo y jugando.
Me clavó sus pupilas rodeadas por su iris indescriptible y vislumbré el mismo
brillo de antes. Mordí mi labio inferior justo antes de que volviera a estampar su boca
contra la mía, de pie, junto a una cama y un montón de ropa esparcida por el suelo,
desnudos. Me agarró el culo y lo apretó.
—Joder… —mascó.
Me tumbó en la cama y él lo hizo sobre mí. La luz de la luna bañaba su escultural
y moreno cuerpo mientras se arrodillaba entre mis piernas y se ponía un condón.
Me acarició la piel, lamió mis pezones y… mirándome con devoción, agarró su
pene y lo detuvo en la entrada de mi cavidad. Alcé las caderas para que se decidiera
y sonrió.
—¿Tienes prisa?
—Llegamos cinco años tarde.
Mis palabras lo volvieron loco, no supe si para bien o para mal.
Abrió los pliegues de mis labios y se introdujo en mí lentamente, aguantando las
ganas de hacerlo rápido y fuerte. Todas mis terminaciones nerviosas hicieron una
fiesta al sentirlo dentro, hasta el final, grande, húmedos y los dos sedientos.
Se movió, salió un poco y entró de nuevo.
—No pares. Sigue… —rogué.
Lo sentía, en mayúsculas, su calor, todo él en mí.
Retrocedió y se abrió paso.
Retrocedió y entró.
Respiró con fuerza y soltó un exabrupto.
Después, soltó el aire y me besó como solo se besa cuando crees que es la última
vez, cuando se te va la vida en ello, cuando piensas que con besar no es suficiente.
Nuestros cuerpos chocaban sin medida ni contención. Nuestras pelvis se
enfrentaban en un baile rítmico.
Me mordió. Lo mordí. Nos mordimos.
Apretó mis caderas y levanté la pelvis para darle más facilidad.
—Ángel… me corro… —avisé, porque no aguantaba más.
—Y yo contigo… Y yo contigo…
Gritamos, dejándonos llevar, con él moviéndose sin parar, aguantando su peso
sobre sus brazos, por encima de mis hombros.
—Siempre serás mi llorona. —Me dio un último beso antes de salir de mí, tirar
el condón y abrazarme.
27
UN AMANECER
STELLA
Julio…
Actualidad.
No te pierdas ni un amanecer, todos y cada uno de ellos merecen la pena.
***
Habíamos dormido poco y hablado mucho en aquella habitación acogedora, la cama
mullida y las sábanas blancas, además de hacer el amor. Cuánto habíamos cambiado
y cuánto descubrimos aquella noche, en todos los sentidos. Nos dejamos llevar por
el sueño mirándonos, con la puerta corrediza abierta y la brisa marina y el olor a sal
cargando aquel momento tan especial de algo mágico que nos había acompañado toda
la vida.
—Llorona, eh, Stella, despierta… —musitó Ángel en mi oído, y su aliento me
acarició por fuera y entró por los poros de mi piel. Escuché un ruido a unos metros
y la colchoneta moverse.
No sabía cuánto tiempo había transcurrido cuando regó de besos mi vientre y llegó
a mi boca. Me removí, parpadeé y sonreí. Estaba sobre mí, con su rostro cerca del
mío y su pelo cayendo entre los dos.
—El desayuno está listo. —Me dio un último beso.
—Mmm… Quiero dormir —murmuré.
—Se enfría el café. —Saltó hacia atrás y observé cómo se movía en el dormitorio,
salió a la terraza y la luz entró de repente.
Me estiré perezosamente sintiendo el abrazo de las sábanas frescas y limpias con
el recuerdo del mucho y bueno amor practicado. Me levanté con cuidado de no caerme
porque las piernas me temblaban (guiño, guiño) y fui hasta el balcón. Me quedé
maravillada por varias cosas: las impresionantes vistas de día, el desayuno que Ángel
había pedido y el chico increíble que hacía aquello realidad.
Respiré hondo y tomé asiento en la silla que estaba libre. Sobre la mesa, una
bandeja con frutas frescas, croissants recién horneados, café caliente y jugo de naranja
recién exprimido. Una vela perfumada de color blanco y un ramito de lirios en un
jarroncito de cristal.
—Te has pasado…
—Yo me lo como. Lo de anoche me ha dado mucha hambre. —Me guiñó un ojo.
—Me refiero a… ¿Velas? ¿Flores?
—Llevo años sin ti, déjame que te mime un poco. ¿Mantequilla?
Asentí.
Él untaba el pan tostado mientras yo lo miraba con admiración y me preguntaba
cómo habíamos llegado allí, con qué rapidez después de todo.
Ha sido toda una vida juntos, Stella.
Y sí, desde pequeños fuimos de la mano. Juntos dimos los primeros pasos,
exploramos, descubrimos mil cosas conociéndonos, desafiándonos a nosotros y al
destino. ¿Éramos los mismos en aquella terraza? Seguro que no. Atravesar
experiencias, tanto positivas como negativas, nos modelan, la mente cambia. Luces
y sombras en las que emergen las verdaderas fortalezas y debilidades, cuando
descubrimos quiénes somos en realidad y quiénes son los demás.
La madurez no solo se refleja en nuestra forma de actuar y de pensar, sino también
en la capacidad de comprender a las personas. En las malas se pone a prueba la
autenticidad de una relación, sea la que sea, y se revelan las verdaderas intenciones
de cada persona involucrada, y a Ángel le fue demasiado fácil dejarme marchar, por
esto me preguntaba quién era aquella persona y en qué se había convertido ahora la
que tenía a solo dos palmos y con la que había hecho el amor durante toda la noche.
—Estás muy callada. ¿Aún con sueño? —me preguntó al darme la tostada.
—Un poco, pero… Dime que a ti esto también te parece… extraño.
—No diría extraño, pero no me lo esperaba. No que fuera tan fácil.
—¿Me llamas facilona? —Le tiré un trozo de plátano. Él lo esquivó y sonrió.
—¡No! Jajajaja. —Lo recogió del suelo y lo puso sobre la baranda.
—¿Qué haces?
—Un pájaro se lo comerá. —Se bebió un vaso de zumo casi de dos tragos—. Me
refiero a que creía que me costaría más llegar a ti.
—¿Lo tenías planeado?
—Al principio no, claro que no. Lucas me dijo que vendrías y le decía que me
daba igual, pero me engañaba. Cuando te vi en El Mosquito, tras la barra…
—Fuiste un estúpido.
—¡Me acojonaste! —Reímos—. Te vi también hace dos años, en la playa, yo
surfeaba, cuando salí del agua ya no estabas. Tu hermano me dijo que fue una visita
rápida.
—¿Le preguntaste por mí?
—Lo he hecho de vez en cuando durante este tiempo.
—¿Y te hablaba de lo que hacía?
—Sí.
—Vaya con Hernán… —mascullé ante su traición.
—Me conformaba con que me dijera que estabas bien.
—Yo también te vi ese día. —Guardé para mí que corrí de allí como alma que
lleva el diablo cuando lo atisbé junto a otros chicos entre las olas. Me enteré de que
salía con Susana y algo dentro de mí aún me susurraba que me debía guardar respeto.
Vaya tontería. Con la de chicas con las que habría estado desde que me marché. Me
enfadé, como si fuera algo mío, me puse celosa y… muy nerviosa. Como si Ángel se
hubiera convertido en un ogro que entra por la ventana de noche, te saca de la cama
y te lleva con él a un lugar frío y oscuro.
—Y te fuiste sin saludarme siquiera.
—¿Para qué iba a hacerlo? ¿Y por qué?
Me acarició la mano, me clavó la mirada y susurró:
—Porque me hubiera hecho muy feliz. ¿A ti no? —Me quedé en silencio porque
no sabía qué contestar—. No importa, lo entiendo. Cada uno siente a su manera.
—¿Además de romántico te has convertido en terapeuta? —Traté de quitarle
hierro al asunto, pero la conversación se tornó más profunda.
—Cuando mi madre falleció, experimenté sensaciones intensas y desconocidas.
Dolor, tristeza, ira, confusión y… —Tragó—. Hasta culpa. Me sentía perdido y
desorientado.
Lo entendía, en cierta manera, todo eso sentí yo cuando nos alejamos, cuando
terminamos nuestra relación y me marché. Te cuesta aceptar la realidad de la pérdida
y te aferras a recuerdos y objetos que te unían a esa persona.
—Estaba enfadado con el mundo, conmigo, con mi madre porque no entendía por
qué le había pasado a ella y no a otra persona y esto… Me hacía sentir un miserable.
Tampoco entendí a mi padre y cómo trató de solucionarlo, bebiendo hasta perder el
sentido, pero una noche soñé contigo y… empecé a darme cuenta de que él había
perdido al amor de su vida para siempre, la muerte no tiene vuelta atrás…
—Oh, Ángel… Lo siento tanto… —Me levanté y lo abracé.
—También aprendí sobre la manera de superarnos. Mi padre está esforzándose
mucho… —Los ojos le brillaban—. Sigo… —Una lágrima cayó por su mejilla—.
Sigo muy enfadado con él por cómo… Por cómo se portó. —Rompió en un llanto
desolador que me rasgó el corazón.
No era una experta, ni mucho menos, ni sabía qué decirle ni cómo actuar con él,
así que lo abracé mucho. Se cuestionaba el sentido de la vida y…
—No encontraba el sentido a mí día a día hasta que… volviste a mí. —La terraza
se nos quedaba pequeña para un dolor tan largo e inmenso y entramos en la habitación.
Tomamos asiento en la orilla de la cama y seguimos hablando.
—Busqué apoyo en mis amigos, pero mi padre… no estaba, desapareció del
todo…
La culpabilidad me aplastaba ahora a mí, como una losa de trillones de kilos,
porque no estuve para Ángel, para ese chico que quiso regalarme su bicicleta una
tarde de agosto para que dejara de llorar.
28
UN CONCIERTO
ÁNGEL
Julio…
Actualidad.
—Eso suena bien —me dijo Fran, el batería, al escuchar los acordes de mi guitarra,
sobre el escenario de El Mosquito, con el sol despidiéndose de nosotros y el murmullo
de la gente que esperaba el concierto que daríamos en unos minutos, con cócteles en
las manos, ansiosos por disfrutar de una entretenida, calurosa y larga noche de verano.
Me concentraba en lo que tenía en las manos, sin embargo, no lograba obviar las
centenas de cabezas que se veían desde allí arriba.
Mis dedos se deslizaban por las cuerdas con destreza, ensayando una de las
melodías con la energía fluyendo a través de mis venas.
—Ángel. —Stella subió las escaleras laterales—. Te he traído agua. —Me mostró
la botella y su sonrisa.
—Gracias. —Le di un beso y un grupo de personas aplaudió y nos vitoreó frente
al escenario.
—Nos ven —se quejó con su torso pegado al mío.
—Me da igual.
—Tus grupees van a tomarla conmigo.
—Sobre mi cadáver… —susurré sobre su boca y le zampé un morreo que nos
dejó a ambos sin respiración.
—¿Estás nervioso? —Negué—. Estaré con las chicas. Mucha mierda.
Se alejó, pero la sentía muy cerca, su aroma se quedó conmigo y fue un chute de
adrenalina que se unió a las notas que se dispersaron y nos envolvieron a todos, ante
aplausos y cánticos al unísono.
—Y ahora una canción muy especial… —anunció Mario, el vocalista, micrófono
en mano—. Compuesta por nuestro guitarrista… ¡Ángel! ¡Esperamos que os guste!
Tocamos Sombras, una canción que había escrito unos meses después de que
Stella se marchara del todo, y fue impresionante cómo reaccionaron, saltando y
cantando la letra; ¡se la sabían! La habíamos subido a YouTuve y tenía varios miles
de reproducciones, pero, además, la tocábamos en los conciertos que dábamos y en
Punta Umbría nos seguían muchos:
«En un rincón oscuro de mi mente,
Donde el amor y el olvido se encuentran,
Las sombras bailan al compás del recuerdo,
Y el corazón se llena de tormento.

El amor se esconde en las grietas del tiempo,


El olvido nos arrastra hacia el abismo,
Pero el recuerdo persiste, nunca muere,
Es la melodía que en nuestras almas se adhiere.

Miradas perdidas en un mundo sin color,


Donde el pasado y el presente se entrelazan,
Las cicatrices del amor nos hacen más fuertes,
Y en el olvido encontramos la paz que buscamos.
Yo lo encuentro en mi chica de la bicicleta.

El amor se esconde en las grietas del tiempo,


El olvido nos arrastra hacia el abismo,
Pero el recuerdo persiste, nunca muere,
Es la melodía que en nuestras almas se adhiere.

En cada acorde, en cada nota,


La historia del amor y el olvido se despliega,
Las palabras se convierten en un grito,
Dejando atrás la tristeza y el infinito.

El amor se esconde en las grietas del tiempo,


El olvido nos arrastra hacia el abismo,
Pero el recuerdo persiste, nunca muere,
Es la melodía que en nuestras almas se adhiere.

En el escenario de la vida, seguimos adelante,


Con la canción del amor, el olvido y el recuerdo,
Y aunque el tiempo pase y las heridas sanen,
Siempre quedará el eco de nuestra historia en el viento.
Mi chica de la bicicleta…
La multitud se movía y se dejaba llevar por la pasión que transmitíamos. Los
gritos se unieron al ruido de mi guitarra cuando hice un solo y me encontré con la
mirada orgullosa de Stella durante unos segundos que alcé los ojos. Me dejé llevar y
cada nota vibró en mi ser, acariciado por la presencia de ella, mi llorona, la chica de
la bicicleta, mi primera vez. El tiempo se detuvo y solo existíamos la música, Stella
y yo. Y en ese instante se me olvidó por qué no había luchado por mi sueño, por ser
músico y recordé lo feliz que me hacía aquello.
Me dijo mucho en silencio, tanto como hacía unas noches en el hotel, y tuve que
respirar para no ahogarme con lo que me hacía sentir; me parecía mentira que fuera
mía…
Solo durante veinte días más…
El pensamiento me hundió, pero tuve que seguir al grupo hasta el final y sonreír
ante los aplausos conclusivos. Cuando bajé, el primero que me dio la enhorabuena
fue Hernán, me chocó la mano y dimos una palmada.
—¡Eh, tío, ha estado de puta madre! Toma. —Me dio una copa—. Estarás
sediento.
—La verdad es que sí. —La cogí.
Un par de chicas me preguntaron si nos podíamos hacer una foto y las traté con
educación hasta que se marcharon, sin embargo, yo solo quería ver a Stella y abrazarla,
no soltarla, pedirle que no se fuera, que no me dejara, pero… Zarandeé la cabeza y
borré la idea de mi mente.
No puedes hacerle eso…
—¿Y Stella?
—En la barra con Vero y Olivia —respondió.
La busqué, inquieto, le pregunté a un camarero cuando no la vi en la barra y señaló
hacia una mesa en la que se divertía con las amigas. Llegué a la mesa y ella se levantó
de un salto y me abrazó.
—¡Qué bien lo has hecho! He ido a decírtelo, pero preferí dejarte espacio con tus
seguidoras —explicó.
Me dejó sin palabras la felicidad que irradiaba, su luz iluminaba la oscuridad y me
pregunté cómo había tardado tanto en encontrarla si el destino tiraba de mí hacia ella.
—Pero a mí solo me importas tú. —Nos besamos.
—He escuchado la letra… Esa de la chica de la bicicleta —susurró entre
entusiasmada y emocionada.
—La escribí cuando te marchaste… —Pegamos nuestras narices y cuerpos.
—¡Qué bonito! Buscaros un hotel, u otra habitación, me refiero. —Olivia se
carcajeó, haciendo referencia a la noche que pasamos en el hotel que les había
contado.
—¡Ya es mi cumpleaños! —gritó Vero con un vaso de plástico duro y color rojo
alzado, salpicándose.
La felicitamos y Sergio y Lucas llegaron hasta nosotros con una tarta.
—¿Y esto? —Le pregunté a Sergio que cargaba con ella, las velas encendidas.
—El cumpleaños de una amiga. —Dio dos pasos y Vero las apagó de un soplido.
Las chicas aplaudieron. Sergio sacó un regalo de su bolsillo y se lo dio ante la atónita
mirada de su follaamiga (entre comillas, porque yo no entendía nada).
¿Qué hay entre estos dos?
¿Sergio se está enamorando?
La preocupación se dibujó en mi rostro y mi estómago se revolvió por la
confusión. Sergio decidió darle la mano ante el desconcierto de ella y juraría que Vero
hasta se enojó.
—Ángel… —Stella tiró de mí y me sentó en un sofá de palés con cojines azules
casi rozando el suelo arenoso—. Ha sido todo un éxito. ¿No estás contento?
—Eh… Sí, claro que sí.
Mi sexto sentido me avisó de que Vero ocultaba algo, ¿no le habría dejado claro
lo que eran? Estaba seguro de que sí, no obstante… Se alejaron y se perdieron para
los demás, pero yo me fijé en que discutían sin encontrarle explicación a lo sucedido.
29
UNA SORPRESA
STELLA
Julio…
Actualidad.

Arantxa y yo llevábamos toda la mañana en la galería ultimando detalles. Dentro


de dos días, el viernes, inauguraríamos la exposición y me sudaban las manos de
pensarlo. Pedimos pasta y pizza a domicilio y el chico de la pizzería Huracanes llegó
y preguntó por Arantxa Domínguez.
—¡Aquí! —Fue hasta él con un billete de veinte euros y este buscó el cambio en
una riñonera.
—¿Stella? —Se dirigió a mí—. ¡Hola! Soy Israel, el hijo de María Isabel. —
Sonrió.
Solté la documentación que tenía en la mano sobre la mesa, me levanté y me
encaminé hasta él.
—Hola, Israel. ¡Cuánto has crecido! ¿Cuántos años tienes?
—Diecinueve. ¿Cómo estás? No sabía que andabas por aquí. Te sigo en Instagram.
Me encantan tus fotos.
Hablamos durante un rato y me dijo que estudiaba diseño gráfico y que trabajaba
en verano para pagarse los gastos en la universidad Pablo de Olavide de Sevilla.
—Da un beso a tu madre de mi parte —le indiqué.
—Jefa, estoy muy enfadada contigo —informó Arantxa con los brazos cruzados
y de morros.
—¿Qué ocurre?
—¡No nos has presentado!
—¿Qué? —Se me había escapado algo.
—Israel se ve un chico interesante y… es muy mono.
—Eh… No he caído, lo siento, he sido muy maleducada. Búscalo en mis
seguidores de Instagram y le envías un mensaje.
—¿Estás loca?
—No, pero tú sí y vas a hacerlo.
Dio un salto con palmada incluida y sonrió.
—Sííííí —gritó—. Ahora mismo.
Comenzó a seguirle con un trozo de pizza en la mano y estuvo viendo sus fotos.
—Hace surf y… ¿esta será su novia? —Me enseñó una imagen.
—Ha cambiado un poco, pero es Raquel, su hermana. —Le ilusionó el dato.
—Voy a hablarle. A ver si contesta.
La dejé con el teléfono y fui a por el mío. Llamé a Ángel para posponer nuestro
plan de por la tarde porque Olivia y yo teníamos una misión importante.
—¿Stella? —vociferó mi chico, con un ruido muy fuerte atrás—. Espera un
segundo. —Se alejó del sonido metálico—. Perdona, estaba con la radial y… ¿Qué
pasa?
—Seguimos en la galería.
—¿No habéis comido?
—Hemos pedido pizza y pasta. Te llamo para decirte que esta tarde no podremos
vernos. He quedado con las chicas.
—Eh… Vale. —Hacía unas noches me comentó que creía que le pasaba algo a
Vero y eso se unió a que mi amiga quería hablar con nosotras y me había preocupado
bastante—. ¿Me avisas cuando termines? Te recojo y tomamos algo antes de que entre
a trabajar en el bar.
—Vale. —Me dispuse a colgar.
—Stella…
—¿Sí?
—Te quiero. Gracias por volver. —Y entonces sí que colgó.
Pasé las dos horas siguientes con la sonrisa tonta en la cara, esa de enamorada, al
igual que Arantxa, a la que le había respondido Israel y hablaban sin parar.
Subí al coche de Olivia y dejé a mi ayudante que cerrara el local, aunque
sospechaba que se entretendría con el hijo de María Isabel y se le olvidaría la hora.
—No aguanto este calor. Es insoportable —dijo en cuanto subí al vehículo.
—Deberías probar el de Madrid. —Me abroché el cinturón.
—Quita, quita, Madrid para el invierno. —Aceleró—. ¿Tú sabes qué le pasa a
Vero? —Soltó Olivia con unas gafas de sol muy grandes.
—Sé lo mismo que tú. Lo que has leído por el grupo. —Callé que algo Ángel me
había comentado porque él también lo ignoraba.
—Está muy rara. ¿Qué le pasó el día de su cumpleaños? ¿Por qué desapareció?
¿No podíamos haber quedado en tu piscina?
Recorrimos las calles del pueblo en un día soleado, con las ventanas subidas y el
aire acondicionado funcionando a tope. En la radio sonaba Puede ser de Conchita y
la canturreamos en cuanto la escuchamos.
«Puede ser que me haya equivocado una y otra vez,
pero esta vez es cierto que todo va a ir bien.
Lo siento aquí en el pecho y en tu cara también.
Y debe ser que pienso igual que ayer, pero del revés
todo se ve más claro más fácil, no sé…
las cosas se van ordenando solas sin querer…
y dicen que si una puerta se cierra se abre otra, no sé…
más grande más bonita y más fácil que ayer…
más fácil que ayer…
y esta vez lo que, en vez de una puerta, viene un ventanal
muy sólido, muy fuerte y con vistas al mar…
con vistas al mar…»
Cogimos por el Boulevard del Agua y dejamos a un lado El Brown y el Ohana,
dos bares que se llenaban de gente durante todo el año y Olivia se quejó.
—También podíamos haber quedado aquí y tomar una cerveza bien fría.
—Ha insistido en que sea en su casa. Y tendrá cervezas. —Llegamos a la avenida
Andalucía y giramos en la calle Fragata—. Va a ser imposible aparcar.
—Llámala y que nos abra su garaje. Lo dejamos en cualquier hueco y estamos
atentas por si alguien se queja.
—Eres una delincuente. —Reímos.
—¿Te acuerdas cuando nos saltábamos a los chalés vacíos en invierno y
pasábamos las tardes en los patios?
—Cómo olvidarlo… —Recordé la primera vez que hice el amor con Ángel en
uno de ellos.
Vero se asomó al balcón mando en mano, pulsó el botón y la puerta se abrió. El
coche cabía con el espacio justo y casi se lleva un retrovisor por delante.
—Hola, niñas —nos saludó con la cara blanca.
—¿Tienes cerveza fría? Estoy muerta de sed. —Olivia fue directamente al
frigorífico y cogió una.
—Nosotras no queremos —ironicé.
—Yo no, tráeme una Coca-Cola —indicó la dueña de la casa. Un piso alquilado
de tres habitaciones y un baño con un suelo horroroso de cuadros negros y blancos
que me daba dolor de cabeza y, además, que le costaba un pastizal; el alquiler era un
problema en Punta Umbría, una zona de turismo y veraneo.
30
MADRE MÍA
STELLA
Julio…
Actualidad.
Nos sentamos en el sofá de tres plazas del piso de Vero, uno muy antiguo que ella
había cubierto con una funda verde, adecentándolo, con muebles provenzales y
lámparas de Ikea. Tenía varios muñequitos de goma sobre una estantería con los que
jugaba su sobrino cuando la visitaba
—¿Vas a decirme ya qué pasa? —la animé, fijándome y enamorándome de una
mesita pequeña verde en forma de maleta de viaje con cuatro patas.
Vero se tocaba el pelo compulsivamente…
Se levantó…
Dio vueltas por el salón…
Salió al balcón, el calor nos abrazó… le reñí…
Puso en marcha un ventilador…
Apagó la televisión… y le dio un trago al refresco que Olivia le entregó.
—Creo que estoy embarazada —soltó de repente.
—¿Qué? —Me puse de pie.
A Oli se le cayó el vaso de cerveza al suelo y los cristales a trocitos se esparcieron
por las baldosas feas.
—¿Qué dices? —gritó la pedagoga.
—Soy muy puntual con la regla. Ayer caí que debería haberme bajado el día de
mi cumpleaños y… no lo hizo.
—Tía, será un retraso —reseñé ante su negativa con la cabeza.
—Sí, la menopausia… A los veintiséis años —satirizó—. ¡No digas tonterías!
—¿Te has hecho alguna prueba? —indagué.
Negó de nuevo.
—¿Y por qué no has empezado por ahí? —recriminó Olivia.
—Porque no, porque no quiero tener razón.
—A ver… —Di un paso hacia ella—. La prueba de embarazo solo va a
confirmarte o no que estás embarazada, no depende de él que lo estés o no.
—¿No utilizas preservativos? —preguntó la otra.
—¡Sí! —Puso los brazos en jarra—. Claro que… sí —lo meditó mejor—. Pero
una vez se nos olvidó.
—¿Cómo se olvida un preservativo? —la picó.
—¡El furor del momento! ¡Yo qué sé!
—Hablas de Sergio, ¿no?
—¿Con cuántos hombres crees que me acuesto? —le respondió molesta.
—Con los que te dé la gana, Vero. No te pongas así. No te estoy criticando. Solo
quiero asegurarme —discutían.
—Haya paz, por favor. Pensemos las cosas. —Cogí mi bolso que había dejado
colgado de una silla.
—¿Adónde vas? —Oli me cuestionó.
—A comprar una prueba de embarazo.
—¿Qué? —A Vero se le descompuso el cuerpo y comenzó a temblar, más todavía.
—Habrá que saberlo. Tienes opciones.
—¿Aún no sé si estoy embarazada y ya me hablas de abortar?
Pasé de ellas y me largué. Caminé hasta la farmacia en la plaza Pérez Pastor bajo
un sol de justicia, sudando y abanicándome con la mano. Me detuve en una tienda a
comprar una botella de agua fría y no caer redonda al suelo por las altas temperaturas y
volví con mis amigas. Ya no discutían, ahora Vero lloraba y Oli trataba de consolarla.
—Venga, ya encontraremos una solución —le decía—. Sergio está enamorado de
ti. Si estás embarazada, no te dejará tirada. —Vero sollozaba.
—Pero yo no lo estoy de él. Me gusta, pero… no lo quiero. —Hipó.
—Vamos por partes. Lo primero es lo primero. —Saqué la bolsa blanca de papel
de mi bolso y fue como si las estuviera apuntando con una pistola de gran calibre.
El estado de nerviosismo y ansiedad de Vero despertó mi preocupación de verdad,
así como la información que había soltado sobre sus sentimientos por Sergio, sin
embargo, traté de serenarme y poner orden cuando, además, vi que Olivia se había
tomado otra cerveza.
—Vamos a tranquilizarnos. Estamos muy alteradas. —Me incluí.
—Oh, Dios mío. ¿Cómo me ha podido ocurrir esto? —Se quejaba.
—Por no ponerte gomita, querida. —Oli empeoraba la situación.
—Si estoy embarazada, ¿qué voy a hacer?
Me senté junto a ellas en el sofá y coloqué la prueba sobre la mesa, frente a las
tres, y la miramos con curiosidad.
—¿Tienes algún síntoma? —pregunté.
—No… Creo que no. La mañana después del cumpleaños vomité, pero bebí
muchos mojitos. —Me miró con lágrimas en los ojos—. Estoy muy asustada.
—Entiendo tu preocupación. Pero no podemos sacar conclusiones precipitadas.
¿Estás lista?
—No. —Se cubrió los ojos con las manos.
Olivia y yo la animamos y ella por fin cogió la caja, la abrió y leyó las instrucciones
en voz alta.
—Solo tienes que mear en el palito y esperar unos minutos —observé.
—Tú lo ves muy fácil —me espetó.
—No es complicado. —Le di la mano—. Vamos a descubrirlo juntas.
Vero asintió muy alterada y entramos en el cuarto de baño de su habitación, más
grande que el del pasillo. El silencio llenó la estancia mientras esperábamos el
resultado y juro que hasta escuchaba el sonido del reloj antiguo de pared que colgaba
en el salón, a unos metros.
—¿Aún no han pasado los tres minutos? —Vero, sentada sobre la tapa del inodoro,
se dio unos toquecitos en la frente.
—Solo dos —anuncio.
—Pues parecen veinte. —Bufó.
Cinco, cuatro, tres, dos, uno…
Olivia cogió la prueba y la observó ante nuestra expectación.
—Es… El resultado es positivo. Estás embarazada.
Las lágrimas cayeron por sus mejillas como dos torrentes de agua tras unas
intensas lluvias. La abracé y le ofrecí mi apoyo en ese momento de incertidumbre.
—¿Qué voy a hacer? No estoy preparada para esto.
—Lo sé, pero recuerda tus opciones. No tienes que tomar una decisión ahora
mismo. Lo importante es que no estás sola, y estaremos aquí para apoyarte en todo
lo que necesites.
Nos aferramos la una a la otra, buscando consuelo. Sabíamos que el camino sería
difícil, decidiera lo que decidiera, pero enfrentaríamos juntas cualquier desafío que
se nos presentara.

31
UN INCENDIO
STELLA
Julio…
Actualidad.
La confianza se pierde y todas las verdades se convierten en posibles mentiras.
***
No podía decírselo a Ángel y traicionar la confianza de Vero de ninguna de las
maneras, aunque él insistiera en que le contara qué pasaba porque sabía que habíamos
tenido que ir a su casa para animarla.
—Está de bajón. Un divorcio es muy traumático —la justifiqué.
—Vi a Óscar ayer. Iba con una chica —anunció, ante dos cervezas frías que nos
tomamos en un pequeño bar cerca de su casa, El Grego, con pocas mesas y una barra
blanca muy antigua, fotos del pueblo de hace cincuenta años y tapas muy buenas.
—¿Está saliendo con alguien? —La teoría de que los hombres no saben estar solos
se afianzaba en mí tras las vivencias de la separación de varias amigas.
—No le pregunté. —Me dio un beso en la comisura de los labios—. ¿Duermes
hoy en mi casa?
—¿Y tu padre?
—Está en El Rincón, en un retiro espiritual con la asociación. No volverá hasta
mañana. Estará aquí para tu exposición.
Tragué con dificultad cuando me recordó que al día siguiente sería la
inauguración.
—¿No quieres quedarte conmigo? —Erró en el porqué de mi reacción.
—Sí, sí, por supuesto. Es que… estoy un poco nerviosa por la exposición.
Me abrazó en aquel lugar tranquilo, ante una mesa desgastada de madera oscura
y acompañados por cinco o seis personas que almorzaban y disfrutaban de la buena
comida casera que allí preparaba Pepa, la cocinera, una mujer de setenta años que no
pensaba jubilarse.
Ángel me miró fijamente, con los ojos cargados de cariño y admiración. Tomó
mi mano suavemente y aseguró:
—Estoy muy orgulloso de ti. Soy afortunado por… por tenerte aquí, aunque sea
solo en este instante.
Sonreí con dulzura y le devolví la mirada. Me hubiese gustado decirle que él era
mi mundo, que nunca había dejado de serlo, que desde el momento en que lo conocí,
cuando no levantábamos tres palmos del suelo, supe que había encontrado mi alma
gemela porque soñaba tan alto como yo y que aquellos días estaban siendo un regalo
para mí.
—Gracias. —Choqué mi nariz con la suya, consiguiendo intimar en un lugar
donde las conversaciones de la gente acallaban nuestros suspiros.
—¿Nos vamos?
—Vale.
Habíamos quedado con el grupo en la playa y nos dirigimos hasta allí en su moto,
pero… me dejó conducir. Hacía mucho que no lo hacía y nos reímos cuando se me
caló en un par de ocasiones.
—¡Frena, Stella! —gritó cuando casi me subo a una acera en una curva.
Los chicos eligieron un lugar estratégico cerca del agua y nos acomodamos en
nuestras toallas tras saludarlos. Sergio jugaba con Alex y Lucas al fútbol sobre la
arena húmeda. Ángel me dio un beso y fue con ellos, dejándome con Olivia y Vero.
—¿Cómo estás? —Le pregunté a mi amiga embarazada.
—Asimilándolo.
—Aún no se lo ha dicho a Sergio —informó Olivia.
—Lo he imaginado. Mira qué feliz se le ve. —Lo señalé. El ignorante futuro padre
reía a unos metros.
—¿Crees que se lo tomará mal? —Vero se asustó.
—Peor que tú seguro que no. Si te dejamos, te cortas el pelo en un ataque de
pánico —comenté.
Los chicos se acercaron a nosotros animados, charlando y haciendo bromas.
La que se te avecina…, pensé mirando a Sergio y a su bañador de color amarillo
fosforito.
Nos comimos unos bocadillos para merendar. Alex y Lucas fueron a comprarlos a
uno de los bares de la avenida del Océano que surten toda la línea de playa, y trajeron
helados.
Una vez que la tarde avanzaba y el sol comenzaba a ponerse, Arantxa llegó con
Israel, con el que se había citado para conocerse mejor, y vimos el atardecer.
—Hemos congeniado. Es muy simpático —me comentó sentada junto a mí en la
toalla.
—Es muy buen chico.
De pronto, notamos algo inusual. Desde lejos, divisamos una densa columna de
humo que se elevaba entre los colores anaranjados del cielo llamando nuestra atención
de inmediato.
—Mirad. ¿Qué es eso? ¡Hay humo allí! —avisó Alex de pie junto a Israel.
—Eso no parece normal —siguió Lucas.
—El humo proviene de… ¿Eso no es El Tabla? —pregunté.
—¡No puede ser! ¡El Tabla está ardiendo! —gritó Sergio, cuyo padre trabajaba
de cocinero en el exquisito restaurante a pie de playa, sobre la arena, completamente
hecho de madera.
—Voy a llamar a la policía. —Oli cogió su móvil.
—Y a los bomberos —sumé cuando ya se escuchaban las sirenas en la distancia
—. ¡Ángel! ¿Adónde vas? —Lo aclamé.
—Quizá necesiten ayuda. —Corrió hasta allí junto a Sergio y Lucas y todos los
seguimos.
El humo oscurecía el cielo y las llamas crepitaban cuando llegamos, consumiendo
todo a su paso. El fuego crujía y sentíamos un calor intenso en nuestros rostros.
—¿Papá? ¿Papá? —chillaba Sergio.
—¡Matías! ¡Matías! —vociferaron Ángel y Lucas.
—Tengo que encontrarlo —musitó Sergio y fue hasta el fuego. Ángel lo persiguió.
—¡Tíos, es muy peligroso! —avisó Lucas, desesperado, pero ellos lo ignoraron
y también se unió a la búsqueda.
—Están locos —lloriqueó Vero.
Yo me movía de un lado a otro, pisando la arena, escarbando, anclándome a ella
para no ir y sacar a los chicos. Unos minutos más tarde, o segundos, salieron negros
como el tizón y sin Matías.
—¡Ángel! ¿Estás bien? —Tenía las manos ensangrentadas.
—Sí, sí. ¿Han salido todos? ¿Y Matías?
—¡Sergio! ¿Qué haces aquí? —El padre apareció con el pelo desaliñado y el
uniforme negro.
—¿Estás bien? ¿Te has quemado? Hemos entrado a buscarte.
—¿Estáis locos? Podíais haber muerto.
—Papá, tu pelo…
—Ayudé a Sarita a salir y… esto no es nada. —Se lo atusó.
—¿Hay personas atrapadas? —le preguntó un bombero.
—No. Hemos salido todos. Aún no había comenzado la cena cuando… —musitó
Bruno, el cocinero y progenitor de mi amigo.
—Es horrible —musitó Vero a mi lado.
—Lo es… —Nos agarramos de las manos ante el trabajo de los bomberos que
se afanaban por extinguir las llamas y no se perdiera todo, pero aquello ya había
desaparecido, el lugar se borró del mapa y solo quedaban cenizas.
32
UNA CURIOSA INAURGURACIÓN
STELLA
Julio…
Actualidad.
No esperes nada de nadie y te ahorrarás muchas decepciones.
***
La tarde del gran día había llegado y ni siquiera me había percatado de ello. Bueno,
vale, llevaba días nerviosa, pero ya estaba aquí y un millón de gusanos gigantes
revoloteaban en mi estómago y subían hasta mi garganta, provocándome arcadas.
El corazón comenzó a latirme con fuerza dentro de mi dormitorio, retumbaba en
las paredes, pero empequeñecía con cada latido. El aire no llegaba a mis pulmones.
Tomé asiento en el filo de la cama y palpé mi pecho con la mano.
Vamos, Stella, concéntrate en respirar.
Mi padre entró en la habitación tras dar dos toquecitos en la puerta y se agachó
delante de mí.
—Mi niña, estás preparada para esto. Llevas haciéndolo toda la vida. —Me hizo
sonreír—. ¿Te acuerdas el primer día que pusiste un puesto de conchas en la calle?
Estabas muy nerviosa por si nadie las compraba, y las vendiste todas en media hora.
—Papá… Tú las compraste casi todas.
—Porque me gustaban, pero… Seguiste vendiendo todos los días.
—También comprabas.
—¿Los que te queremos no podemos ayudarte? Cariño, aprende que las personas
que amamos y que nos aman nos hacen las cosas más fáciles, nunca más difíciles.
—¿Fue un consejo?
—¿Estáis listos? —Mamá también entró.
Papá me miró, asentí y nos levantamos.
—Estás muy guapa con ese vestido —advirtió mamá. Lo compré con Xabier en
una tienda cerca de mi apartamento de Madrid, de color rojo y mangas cortas con falda
hasta la rodilla. Ella iba preciosa, con una falda verde agua y una blusa blanca.
—¿Y Ángel? ¿Nos espera allí? —preguntó papá.
—Tenía que entregar varios coches en el taller. Llegará un poco más tarde.
Hernán nos esperaba junto a su coche, con el motor arrancado y el aire
acondicionado puesto. Hablaba con alguien por teléfono, muy malhumorado, y
caminando de un lado a otro como un mono enjaulado. Colgó abruptamente cuando
me vio y subió al vehículo.
—¿Todo bien?
—Eh… Sí. —Mamá y papá montaron a la parte de atrás.
Después de días de arduo trabajo, por fin inauguraba la exposición fotográfica en
el pequeño pueblo donde había crecido. La emoción y la ansiedad se mezclaban en
mi interior mientras el sol de la tarde iluminaba la calle y nosotros la enfilábamos.
Arantxa había cuidado cada detalle y le di las gracias.
—Debe ser perfecto. —Sonrió y me dio un beso en la mejilla, entre mis fotos
enmarcadas y colgadas en las paredes.
Ultimamos preparativos y recibimos y saludamos al alcalde, el concejal de cultura
y otros miembros del ayuntamiento, con el que nos hicimos una foto para un medio
local.
Seguía nerviosa cuando las salas comenzaron a llenarse de gente, invitados,
curiosos y amigos que habían venido a acompañarme de manera estudiada o de
improviso. A todos les mostré mi agradecimiento. Me elogiaron y di las
gracias, no obstante, faltaba alguien muy importante… Ángel.
—¿Dónde está ese imbécil? —me preguntó Olivia, ataviada con un vestido rosa
palo muy elegante y bonito—. Mira que le doy oportunidades. Cagarla es su estilo.
—Hablaba de mi chico, mi rollo, ni novio, lo que fuera, porque ni yo misma lo sabía.
Miré mi móvil por si me hubiera contestado a algún mensaje o llamado por
teléfono.
—No lo sé… —murmuré.
Mi relación con Ángel era intensa y apasionada, cargada de altibajos desde
tiempos inmemoriales. Tras una dolorosa separación, seguí adelante y me enfoqué
en mis estudios y mi carrera. Sin embargo, besarlo de nuevo, olerlo, sentirlo… lo
puso todo patas arriba. Y yo parecía una cucaracha a la que le habían dado la vuelta
y pataleaba tratando de posicionarse y salir corriendo.
Salir corriendo. Eso era lo único que me apetecía en aquel momento, más cuando
escuché a mis padres hablar sobre su ausencia, pasadas las once de la noche y con las
bandejas de los canapés vacías.
A medida que avanzaba la noche, los visitantes seguían llegando a oleadas y me
obligaba a sonreír, aunque había perdido las ganas. Hice mi mayor esfuerzo para
mantener la calma y atender a todos con amabilidad, hasta que… Mi corazón empezó
a latir desbocado cuando aquello tocó el punto más álgido y sentí una presencia muy
familiar detrás de mí.
Me giré y…
Ángel…
No, no era Ángel, y el corazón me dio un vuelco al encontrarme cara a cara con
Xabier, sonriente, bien peinado y vestido, y con un ramo de flores en una mano.
—Siento llegar tan tarde. El tren se ha estropeado. —Me hizo sonreír.
—¿Qué haces aquí?
—¿Cómo iba a perderme tu inauguración? —Me dio un beso en la comisura de
los labios y el ramo de flores.
—Para ti esto no es importante. —Me quedé de piedra. No lo esperaba, ni esperaba
ese beso ni esperaba lo que podría ocurrir.
—Por supuesto que sí. Te pido disculpas si te he hecho creer lo contrario.
—Hola, Xabier. —Arantxa y él se recibieron con dos besos.
—Habéis hecho un trabajo extraordinario. —El chico con el que me veía en
Madrid miró a su alrededor.
—El arte lo tiene Stella —respondió mi ayudante.
Pero… ¿en qué pensaba? Durante quince días no me había acordado de Xabier,
casi ni habíamos hablado y… ¿Ahora salía con Ángel? ¿Había perdido la cabeza?
¿Qué me pasaba?
De nuevo, las manos comenzaron a temblarme y el pecho se me apretó de repente.
Un zumbido agudo resonó en mis oídos y mi respiración se volvió irregular. El pánico
se apoderaba de mí, nublando mi mente y provocando un sudor frío en la frente.
Escuchaba el murmullo de los presentes y el eco de la conversación entre Xabier y
Arantxa. Di un paso hacia atrás y me agarré a una columna. Todo me daba vueltas. Fue
entonces cuando Xabier me miró y se acercó a mí. Supo lo que me pasaba enseguida
y le preguntó a mi ayudante si había un almacén. Me llevaron a él y tomé asiento
en una silla.
—Intenta calmarte —me aconsejó Xabier y me dio un vaso de agua que alguien
le trajo.
Las lágrimas amenazaban con desbordarse y la sensación de asfixia no
desaparecía. Estaba atrapada en medio de una pesadilla, luchando contra un enemigo
invisible que odiaba y que amenazaba con consumirme por completo allí mismo.
—Vamos, Stell, todo está bien, estoy aquí contigo —siguió, acariciando mis
brazos—. Brillas como siempre. Las fotos son espectaculares y a la gente le
encantan.
¿Cómo decirle que quizá me había puesto así por un chico? ¿Por su ausencia en
un día tan crucial? ¿Que su falta me había afectado tanto? Y recuerdo aquellos días
en los que me perturbaba la relación que teníamos y cómo, a pesar de ser una mujer
fuerte y valiente, su presencia me afectaba y me hacía sentir débil y vulnerable. Las
palabras y acciones de Ángel ejercían mucho poder sobre mí, afectaba mi equilibrio
emocional y minaba la confianza en mí misma.
Aquello era otra grieta en mi armadura, esa que me había colocado de nuevo antes
de salir al campo de batalla; el miedo se filtraba en mi interior y una vocecita constante
quería seguir luchando mientras la tormenta que él ocasionaba agitaba mi mundo.
—Stell, dime algo —insistió el chico que sí había ido a acompañarme.
Lo miré a los ojos y me centré en ellos. Xabier me tranquilizaba, no había dudas,
a pesar de que lo nuestro no tenía nombre, tampoco rencor ni dobleces y… respiré.
—Estoy bien —musité.
—Cariño, alguien pregunta por ti. —Mi madre entró en el almacén—. ¿Qué ocurre
aquí? ¿Estás bien?
—Sí, sí. —Me levanté—. Solo… Me he mareado un poco.
—Lo nervios —explicó Arantxa.
—Hola, señora Reyes, soy Xabier Salas. —Le dio la mano—. Me alegra mucho
conocerla por fin.
—¿Quién? —Frunció el ceño.
—Es un amigo de Madrid, mamá. Ha venido por la exposición. También es
fotógrafo —logré articular un puñado de palabras seguidas porque la situación lo
requería—. ¿Quién me busca? —Tal y como lo había dicho, dudaba que fuera Ángel,
sin embargo, no pude evitar la maldita esperanza, y digo maldita porque complica
y alarga el duelo a pesar de que estemos seguras de que caminamos sobre piedras
equivocadas. La esperanza nos aleja de ser realistas y de enfrentar la situación con
honestidad.
—Ah, encantada. —Lo escudriñó con la mirada.
—Mamá, ¿quién me llama? —La animé a que dejara de investigarlo por su
fachada, impecable, por cierto, y se centrara en mí.
—No lo sé. Un hombre con una gorra muy rara.
Salí a la sala principal y un hombre de unos cuarenta años hablaba con mi padre.
Fui hasta ellos y me presenté.
—Hola, Stella, encantado de conocerte. Soy el director de Huelva Directo, un
canal de televisión local. Me encantaría que quedásemos mañana y hacerte una
entrevista. Me han impresionado tus fotos, pasaba por aquí por casualidad. No me
había enterado de la exposición.
Casi habló más Xabier que yo con él; me defenderé alegando que no me
encontraba bien y seguía esperando que Ángel apareciera, pero no lo hizo. Y la alegría
por lo bien que estaba saliendo todo se mezclaba con la decepción por parte de mi
chico y me preguntaba qué significábamos para él yo y lo nuestro, si ni siquiera me
había devuelto las llamadas.
—Gracias por venir —dije a Xabier, casi al final de la noche, rodeados de dos o
tres personas desconocidas.
—Ha sido todo un éxito. Enhorabuena. —Me acarició la mejilla y un escalofrío
recorrió mi cuerpo, muy pequeño, pero ahí estaba. El pasado se hizo presente y le
sonreí.
Despedimos a los que quedaban allí con una inmensa gratitud y recordé la
importancia de estar además de ser, y la de cerrar ciclos y por qué se cierran.
Con los nervios disipados bajamos la reja del local y dejamos atrás una noche
cargada de emociones de todo tipo, así como de sorpresas, buenas y malas.
—Esto ha sido un paso más para conseguir tu sueño —comentó Xabier, de pie
frente a mí.
—No ha salido mal.
—No seas así. Reconoce tu éxito. Y ahora vamos a celebrarlo.
A esa hora ya no esperaba a Ángel ni nada de él, estaría trabajando en El Mosquito.
33
FURIOSO
ÁNGEL
Julio…
Actualidad.
El camino hacia los sueños no es fácil, pero hay que estar dispuesto a enfrentar
cualquier obstáculo para lograrlos.
***
Sabía que el camino hacia mis sueños no sería fácil, pero estaba dispuesto a enfrentar
cualquier obstáculo que se interpusiera en nuestro camino. Lo merecíamos. Stella se
lo merecía.
Lo que teníamos era complejo y con probabilidad no saldría cómo esperábamos,
pero lo que ocurrió aquella noche se salía de mis esquemas. Me había costado una
disputa con mi jefe y otra con mi padre llegar a la exposición, muy tarde, pero lo
había conseguido, así como que me dieran la noche libre en El Mosquito y darle una
sorpresa a Stella.
Aparqué la moto en un pequeño hueco entre dos coches y bajé de ella con premura.
Caminé por el acerado con la misma prisa que conduje y me topé con una imagen
dantesca.
Mi corazón se detuvo al ver a Stella, a lo lejos, abrazando demasiado efusivamente
a un chico en medio de la concurrida calle. Un nudo de angustia se formó en mi
estómago y creó un líquido abrasivo que subió hasta mi garganta. No me lo creía. Ella
sonreía y le dio la mano en un gesto de cariño.
¿Quién es ese?
Los celos me invadieron de una manera avasalladora, haciéndome sentir
vulnerable y desprotegido, más que nunca, no recordaba nada igual. Mi corazón
trataba de escapar de mi cuerpo y mi mente no procesaba lo que veían mis ojos.
Un rayo, una fuerza sin igual, una oleada de dolor me recorrió de pies a cabeza
y el mundo, el mío, ese muy pequeño hasta que ella volvió y amplió fronteras, se
desmoronó a mi alrededor; las piezas del castillo se cayeron y se dispersaron,
emborronándolo todo.

34
TERMINACIONES NERVIOSAS
STELLA
Julio…
Actualidad.
Sobrevivir es un derecho y una obligación que todos tenemos.
***
—Es tarde para cenar, vamos a preguntar si aún mantienen la cocina abierta. —Xabier
y yo nos detuvimos en la puerta de La Glotona, una hamburguesería en la que te dan
unos guantes de goma para comerte la hamburguesa, no te pegues con el queso que
ponen encima del pan y chorrea hasta el plato. Había gente sentada en la terraza, pero
terminaban los postres.
—Tengo hambre. Tú, ¿no? —me preguntó.
No respondí, porque no iba a decirle que entre los nervios de la inauguración y la
desaparición de Ángel el estómago se me había cerrado, y me adentré en el local para
interrogar al camarero que atendía tras la barra.
—Voy a preguntar en la cocina —contestó y esperé unos segundos—. Señorita,
sigue abierta. Ahora mismo os atiende un compañero.
Tomamos asiento fuera, en la Calle Ancha, por la que paseaban centenares de
personas a las doce de la noche y miré mi teléfono por si aguardaba noticias de Ángel,
sin embargo, encontré la nada, una nada inmensa que me obligó a hinchar el pecho
y comencé a preocuparme. ¿Le habría pasado algo? Ya me hubiera enterado en ese
caso. Los chicos me habrían avisado.
—No les has hablado a tus padres de mí —comentó Xabier, ante mi rostro
impávido—. Tu madre no sabía quién era.
—Xabier… Yo… —Pensaba en Ángel y en llamarlo de nuevo.
—No tienes que darme explicaciones. Solo es un apunte. —Xabier y sus apuntes.
No puede ser perfecto.
Trataba de mantener la concentración en la conversación, aunque no sabía qué
responderle. No, no les había hablado a mis padres de él y se lo había prohibido a
mi hermano y amigas, no obstante, otro nombre se desvanecía en parpadeos en mi
cabeza como si fuera una melodía que se enredaba y se perdía en un laberinto que
todos llegaban al mismo pasillo sin salida.
—Me preguntaba qué soy para ti. —¿Levantaba las cartas?—. Entiendo que seas
prudente, pero llevamos saliendo casi seis meses.
—Salimos de vez en cuando. —Tragué con dificultad y me abrasé con mi propia
saliva.
Nos sirvieron la cena y cada bocado de carne parecía desafiarme, como él; el sabor
y la textura se me enrarecían en la boca, como si las desconociera.
—Tenemos exclusividad. Eso significa algo.
Había metido la pata, pero bien. No le había hablado a Xabier de Ángel, ni a Ángel
de Xabier. ¿En qué mundo vivía? ¿Le debía fidelidad a Xabier? Jamás hablamos de
eso, solo nos dejamos llevar. Fluimos como el mar, sin embargo, cada uno remaba
hacia un océano diferente.
—No te pongas en modo marido celoso. —Me molestó, porque lo estaba, sobre
todo, conmigo misma. Por haber gestionado tan mal la situación.
Y Ángel sin dar señales de vida desde esta mañana.
Con una excusa apresurada, me levanté de la silla y me dirigí al baño donde el
silencio y la intimidad del cubículo me ofrecieron un refugio temporal. Saqué mi
teléfono del bolso y marqué su nombre, esperando con ansias escuchar su voz al otro
lado de la línea, aunque no sabría qué decirle.
Los tonos creaban un abismo de incertidumbre, uno, otro, otro… ¿Por qué no
contestaba? Las lágrimas amenazaban con desbordarse y destrozar mi maquillaje
recién retocado antes de salir de la galería.
Está trabajando. Me recordé.
Pero podría haber avisado, llamado o respondido a algún mensaje. Lo sé, le di
demasiadas vueltas a esto y me repito, sin embargo, se renovaba en bucle, un mantra
del que no conseguía deshacerme.
Cuando lo daba todo por perdido, una voz conocida resonó al otro lado de la línea,
pero…
—¿Stella? —Se escuchaba fatal, distorsionado y con mucho ruido de fondo.
—¿Quién es?
—¿Stella? Soy Bella. Ángel se ha debido dejar aquí el teléfono. ¿Puedes
decírselo?
—¿Qué? No te escuch… —Se cortó.
La preocupación por si le hubiera pasado algo se desvaneció; sin duda, trabajaba
en aquel momento, pero el alivio no me acompañó del todo y cerré un instante los
ojos y los abrí frente al espejo. Vi a una Stella apagada, a pesar de la grandeza de
aquella noche en el ámbito profesional y me dije que no dejaría que la inmadurez de
Ángel me apagara de nuevo.
Sequé dos lágrimas, una en cada mejilla, y salí de allí con determinación, lista para
retomar la cena con Xabier y aclarar lo que había entre nosotros. Mi corazón seguía
anclado en Ángel, pero mi razón se planteaba alejarnos de él por mera supervivencia.
Sobrevive, eso gritaban mis terminaciones nerviosas.
35
LIVE
STELLA
Julio…
Actualidad.
Solo al aventurarnos fuera de nuestra zona de confort podemos alcanzar nuestro
máximo potencial y evolucionar como individuos.
***
Caminamos por el paseo marítimo para bajar la cena, junto a un espejo plateado que
reflejaba la luz de la luna en su superficie serena. El acerado se desplegaba a lo largo
de la orilla y se escuchaba el suave murmullo del agua mecida por las corrientes. Las
farolas cada pocos metros esparcían destellos de luz dorada sobre el suelo empedrado
e iluminaba el trayecto. Olía a sal y algas y las siluetas de las embarcaciones se
recortaban contra el horizonte: la ciudad de Huelva y el Polo Químico, un lugar
controvertido que daba muchos puestos de trabajo en la zona, pero cuya
contaminación se había cargado durante años la flora y fauna de un lugar maravilloso.
—Es curioso cómo algo tan dañino puede ser tan mágico —comentó Xabier,
cuando le expliqué lo que eran aquellas miles de luces que dibujaban una gran ciudad
al fondo, casi en alta mar.
Nos sentamos en el Uno Beach, un bar a pie de ría decorado con paredes blancas
y detalles en colores suaves, ubicado a poco del espigón cuyo faro guiaba a los barcos
hasta la entrada de la ría y a su puerto. Pedimos un par de copas. Sobre la arena, me
deshice de las sandalias y noté el frío en los pies.
—Este lugar es muy bonito, pero no lo cambio por Madrid. Me gusta la ciudad,
el trasiego, las oportunidades que te da.
—Es diferente.
—Esto está bien para unas vacaciones, no para vivir, no para crecer…
—Yo crecí aquí —lo corté.
—Para crecer profesionalmente tuviste que marcharte.
¿Qué replicarle a eso? Punta Umbría, mi pueblo, me brindaba comodidad y
seguridad, era mi zona de confort. Sin embargo, el crecimiento personal y profesional
no ocurre en dicho espacio plácido y predecible, sino más bien en el terreno incierto
y desafiante que se encuentra más allá de sus límites. Es crucial entender que solo
al aventurarnos fuera de nuestra zona de confort podemos alcanzar nuestro máximo
potencial y evolucionar como individuos.
De esto estuvimos hablando durante un rato, sobre movernos más allá de nuestro
bienestar y enfrentar nuevos desafíos y situaciones, desarrollar nuevas habilidades y
adaptarnos a lo desconocido.
—Tú creciste en Madrid. Aquí solo sumaste años —aseguró, y solo tuve que
pensarlo una milésima de segundo.
—Aquí aprendí mucho, Xabier, tú no me conoces.
—Sé lo que me has contado.
—¿Por qué eres así? —Vaya pregunta más tonta; somos lo que hemos vivido,
soñado, conseguido y abandonado.
—Quiero lo mejor para ti.
—Lo mejor para mí fue crecer en un lugar donde todos se conocen y son familia,
donde la tranquilidad es el mejor regalo, donde los lazos de la comunidad son más
fuertes que cualquier otra cosa. Yo crecí corriendo por la arena blanca, el blanco y
colándome en festivales locales. Las personas aquí siempre están dispuestas a echar
una mano amiga. No me fui porque quisiera alejarme de aquí, sino porque no tuve
más remedio.
—A eso me refiero exactamente. Esto da pocas oportunidades.
—Depende de a qué sector desees dedicarte.
—No te veo yo de marinera.
—Hay muchas más cosas a parte del mar. —Una sombra de tristeza pasajera cruzó
mi mirada al recordar la inevitable desaparición de miles de especies marinas por
culpa de la mano del hombre y lo mal que lo pasaban a veces los marineros y sus
familias—. Adoro mi pueblo. —Terminé, con afecto y calidez.
—Es cuestión de gustos o costumbres. No aguantaría tanta placidez y vida
pausada. En Madrid hay diversidad de culturas, ideas y perspectivas y la emoción de
descubrir algo nuevo cada día —parloteó apasionadamente.
—Te entiendo, porque eso me enamoró de ella, pero a veces recriminas las cosas,
como si juzgaras a las personas.
Se adelantó unos centímetros y me acarició las manos.
—Tenemos opiniones diferentes, pero creo que buscamos lo mismo y formamos
un buen equipo. —Me besó la muñeca.
Me estremecí, pero esta vez no de forma bonita y me levanté de golpe.
—Creo que… Deberíamos marcharnos.
Se frotó la frente, suspiró y se incorporó también.
—Está bien. ¿Duermes conmigo en el hotel?
—Será mejor que me vaya a casa. Mañana tengo que salir en televisión.
—Mi chica va a ser famosa… en su provincia. —El final me disgustó, no por qué
dijo, sino porque él tenía que poner el broche final de muy mal gusto.
Pedí un taxi y se dio por vencido. Lo esperamos junto a la carretera. La gente
salía del aparcamiento de El Mosquito gota a gota, dando la noche por zanjada, sin
embargo, nosotros no la dimos, para mi desgracia.
De camino a mi casa, vimos el barullo de la puerta de Live, una discoteca muy
concurrida y conocida en toda la provincia y Xabier propuso entrar y disfrutar un rato
de buena música. Mi primera reacción fue negarme, por supuesto, evitaba salir en un
programa en directo con ojeras de campeonato, pero me pareció ver a Sergio y Lucas
en la puerta, así que solita cambié de opinión.
Les preguntaré por Ángel.
El lugar desplegaba un aura mágica y enigmática, tanto como la desaparición de
mis dos amigos, a los que no encontré fuera.
Recorrimos un pequeño camino asfaltado, con luces en el suelo y mucha seguridad
y vimos al fondo el imponente edificio en forma de cubo en medio de la gran terraza,
emanando brillo de colores, invitando a los asistentes a sumergirse en su extravagante
música.
—No me esperaba esto. Podríamos estar en Ibiza —manifestó. Volqué los ojos.
Volvía a hacer lo que acabábamos de hablar—. Vale, de nuevo lo siento.
Nos acercamos a una de las barras de la parte exterior, también al lado de la ría,
y pedimos dos copas. Vi a un amigo tras ella y lo saludé.
—¡Antonio! ¿Trabajas aquí?
—Soy el encargado de las cachimbas. —Me explicó que también era entrenador
personal y había abierto un pequeño gimnasio. No coincidíamos desde hacía más de
cinco años y me presentó a su novia que trabajaba para él.
Xabier me propuso entrar en el cubo a bailar y le dije que sí, me interesaba dar una
vuelta y dar con Sergio y Lucas para preguntarle por Ángel. No me costó encontrarlos
a pesar de que centenares de personas movían sus cuerpos al ritmo de melodías
pulsantes. Reían y charlaban en una esquina, bastante beodos.
—Eh, tíos. ¿Sabéis si Ángel ha salido de trabajar? —grité para hacerme escuchar
ante el frenesí de todos. Xabier estaba a dos metros e intentaba llegar a mí en zigzag.
Se sorprendieron al verme allí.
—¿No está contigo? —La media pregunta media respuesta de Lucas me chocó.
—¿Conmigo? Ángel estaba…
Lucas y Sergio posaron sus ojos sobre mi hombro y giré el cuello. Allí estaba
Xabier, que se adelantó, se presentó solito y les estrechó la mano ante la cara atónita
de los dos amigos borrachos.
36
CIERRE Y FIN
ÁNGEL
Julio…
Actualidad.
Cuando amas a alguien, no solo le das tu amor, también el poder de destruirte.
***
Bailarines profesionales, dotados de destreza, agilidad y elegancia desafiaban la
gravedad sobre soportes elevados, girando y contorsionando sus cuerpos al compás
de Where She Goes de Bad Bunny.
«Baby, dime la verdad.
Si te olvidaste de mí.
Yo sé que fue una noche na' má'
Que no se vuelve a repetir.
Tal ve' en ti quise encontrar.
Lo que en otra perdí.
Tu orgullo no me quiere hablar.
Entonce 'vamo' a competir, a ver, ey».
Me dolía la cabeza, no sé qué hacía en la Live harto de alcohol si solo quería gritar
y arrancarme el corazón, lanzarlo al agua y que los peces se lo comieran. Tenía ganas
de tirarme a la ría, a unos metros, atarme una potala a una pierna y hundirme en el
fondo. Vale, estaba siendo demasiado dramático, no era mi intención morirme, pero
sí sentía exactamente eso, más cuando me encontré a Arantxa después de ver a Stella
con ese hombre y me dijo de quién se trataba.
—Ah, es Xabier, un fotógrafo con el que sale de vez en cuando. —Cuánto me dijo
con una sola frase esa joven que iba acompañada de Israel.
¿Qué hice? Llamar a un amigo del taller y preguntarle dónde estaba, necesitaba
una copa, un mal hábito que había llevado a mi padre al filo del abismo, justo donde
me encontraba yo, pero no era alcohólico, jamás llegaría a eso, tenía que olvidar lo
que había visto, aunque fuera durante unas horas, y punto. Fuimos a la discoteca y
me bebí media botella de vodka yo solito y casi de un trago.
—Tío, ¿qué te pasa? Hace mucho que no te veo hacer eso —dijo Iván, sentado
frente a mí en una de las mesas reservadas para socios y donde nos había colado un
colega.
—Estamos de fiesta, ¿no? —La levanté y bebí. El sabor dulce y de la hierba no
acabó con el agrio que me quemaba por dentro.
Me levanté y me tambaleé ligeramente, la música retumbaba en mis oídos y las
luces de neón me hacían parpadear, pero a mi pesar le di otro largo trago y sentí el
ardor en mi garganta.
—Venga, tío. La noche es joven y… —Visionó a dos chicas que pasaban por
delante—… nosotros también, como estas dos mujeres tan guapas. —Alzó la voz para
que lo escucharan, pero lo ignoraron—. Como si hubieran visto a un árbol. —Agarró
el filo de su camiseta y enseñó abdominales—. Ni con vosotros ligo —le habló a su
vientre.
El pobre hacía bromas y trataba de animarme sin conocer lo que me comía por
dentro, como un gusano hambriento que busca alimento y traga sin ton ni son.
Mi mente seguía divagando hacia la imagen de Stella y ese imbécil al que ni
conocía con la decepción fresca en mi memoria. Ella reía y lo abrazó, una escena que
había destrozado mi corazón. Traición, una herida que se abría, en la que se escribía
con una navaja afilada una pregunta: ¿qué había hecho mal esta vez?
Me pareció verla entre la gente. Fue una visión un tanto daliniana, como si fuera
un hada y la rodeasen millones de estrellas que se movían al son de la melodía. Me
estaba volviendo loco y el vodka no ayudaba.
—¡Ángel! —Hernán se tiró en el sofá de mi lado, también ebrio—. ¿Cómo va la
noche? ¿Dónde has dejado a mi hermanita? —Encendí un cigarrillo, fumaba de muy
vez en cuando—. Tío, esto es una locura.
—No lo sé… —musité, y expulsé el humo de una calada.
—¿Qué?
—No sé dónde está Stella. Con un tío de Madrid.
Frunció el ceño, visiblemente sorprendido.
—¿Xabier está aquí?
—El mismo —escupí—. Veo que lo conoces.
—Eh… Me lo presentó cuando fui a visitarla.
¿Qué cojones hay entre esos dos?
—¿Vas a decirme algo de él? —pregunté.
—Ni muerto —Alzó las manos—. Aprecio mi vida.
—No voy a darte una paliza de muerte. Solo te dejaré bastante dolorido.
—Hablo de mi hermana. Tú no me das miedo. ¿Son tuyos? —preguntaba por la
cajetilla de tabaco que había sobre la mesa.
—Como si lo fueran. —Los compró Iván.
Cogió uno y se lo llevó a la boca apagado.
—Joder, recuérdame por qué lo dejé.
—Porque mata.
Como el amor, como tu hermana.
El amor, esa fuerza omnipresente que ha inspirado las más grandes hazañas y las
más terribles tragedias a lo largo de la historia de la humanidad. Tan poderoso como
misterioso, el amor tiene la capacidad de elevarnos a lo más alto del firmamento, pero
también de precipitarnos en el abismo más profundo, en el que me encontraba yo y
del que me era imposible salir a aquellas alturas. Un sentimiento sublime y liberador
que puede convertirse en un veneno agrio que corroe nuestra alma y nos desespera.
Y ese veneno me recorrió las venas al comprobar que Stella sí que estaba allí,
con ese gilipollas, con la mano en la cintura de ella y susurrándole algo al oído. Y
es que el amor, cuando es correspondido y sincero, puede brindarnos una felicidad
inigualable y una sensación de plenitud que nos hace sentir invencibles. Nos impulsa a
realizar gestas extraordinarias, a conquistar montañas inalcanzables y a superar todas
las adversidades que se interpongan en nuestro camino. Pero ¿qué sucede cuando
el amor se tuerce, cuando se convierte en una obsesión enfermiza que nos consume
desde dentro?
Eso hacía, consumirme de una forma oscura, nociva, que me alienaba de mi
verdadero ser y apagaba ese faro en un mar de tinieblas.
Sacrifiqué mi dignidad en un altar de hierro y me alcé en armas con ímpetu ante
el asombro de Hernán que me agarró del brazo cuando reparó en lo que ocurría.
—Tío, no la líes —me pidió.
Pero en cuestión de segundos me recorrió un éxtasis tormentoso, me solté y
caminé hasta ellos como un caballo desbocado, ciego ante la realidad y empujándome
hacia la destrucción.
Voy a matarlo.
Justo cuando iba a llegar a ellos, Iván se interpuso en mi camino y me detuvo sin
saber qué ocurría.
—Eh, ¿te vas? Es temprano. —Me agarró del hombro. Esto le dio tiempo a Hernán
a cogerme de un brazo y aguantarme.
Es mía, pensaba, aferrándome a la ilusión de un amor idealizado, creyendo que
solo a través de la posesión total de la persona amada podremos encontrar la paz
interior, sin darnos cuenta de que el AMOR ES LIBERTAD.
Un abismo de celos, resentimientos y amargura me consumían lentamente,
convirtiéndome en un ser despreciable, sombra de lo que era.
Consiguieron apartarme y alejarme a una zona más tranquila, cerca de la ría, pero
el dolor devastador no desaparecía, ni la rabia ni la ira… ni la locura y desesperación.
—Tranquilízate, son amigos —aseguró Hernán.
—Voy a matarlo —masqué, ante el hecho irrefutable de que ese sentimiento puede
llevarnos a actos de locura, a crímenes, sacrificios. Aquello era el principio de la
perdición.
—No vas a matar a nadie. ¿Quieres que mi hermana te odie para siempre? Ese
tío la ha ayudado mucho.
—Me importa una mierda.
—Es una especie de jefe.
—¿Y por qué no me ha hablado de él? —grité con fuego en los ojos.
—Eso tendrás que preguntárselo a ella.
Me hundía en el lodo, tobillos, rodillas, cintura… me llegaba al cuello, sin lograr
evitar la trampa mortal hacia la autodestrucción.
El amor, con toda su belleza y su crudeza, contiene un fuego capaz de calentar
nuestro corazón o de carbonizar nuestra alma. Nos toca elegir.
***
Me desperté con la cabeza martilleándome, con una resaca monumental que hacía
eco en cada rincón de mi ser. Abrí los ojos lentamente, parpadeé confuso al notar una
cama desconocida y un color de las sábanas demasiado chillón. Paredes verdes que
aumentaban mi desconcierto.
Intenté recordar qué había sucedido la noche anterior, pero solo logré reconstruir
fragmentos borrosos de la última hora. Destellos de risas, mi corazón roto, un abrazo
doloroso, el tintineo de vasos, música estruendosa, luces entre una neblina espesa.
Con un esfuerzo sobrehumano, me incorporé en la cama, sintiendo el mareo
amenazante y las piernas temblorosas. Busqué a tientas mi teléfono, intentando en
vano despejar mi mente. Sin embargo, la pantalla en blanco me devolvía solo el reflejo
de mi propio aturdimiento.
Me levanté con cuidado, sintiendo el frío del suelo bajo mis pies descalzos.
Caminé con pasos vacilantes por la habitación desconocida, tratando de encontrar
alguna pista que me indicara dónde demonios me encontraba. El olor a incienso y
tabaco impregnaba el aire, y una puerta entreabierta dejaba entrever una luz tenue que
me llamaba con una promesa incierta.
—¿Dónde cojones estoy? —murmuré para mis adentros con la sensación de que
aquel lugar escondía secretos oscuros que estaban a punto de revelarse. La resaca
seguía golpeando mi cabeza como un tambor desenfrenado, pero mi curiosidad era
más fuerte.
¿Dónde estás?
Llámame.
Un mensaje de Stella.
Stella…
37
SE BUSCA
STELLA
Julio…
Actualidad.
No busques a quien no quiere ser encontrado.
***
—Buenos días —me saludó mi madre bien temprano cuando salió a la terraza y me
encontró allí sentada. Olía a césped húmedo impregnado de terracota, a flores recién
abiertas y al cálido sol que comenzaba a calentar la tierra, a cloro y a café—. ¿A qué
hora llegaste?
—No lo sé… —musité, con la mirada perdida en el poso del café que me acababa
de tomar, pensando en Ángel y en que seguía sin tener noticias de él desde ayer por
la mañana.
—Has dormido tres horas —anunció.
¿Por qué preguntaba si lo sabía? Me sentí una niña de quince años que comenzaba
a salir y mamá la esperaba despierta hasta que llegara. Mi madre jamás cambiaría y
cuidaría de sus polluelos hasta la eternidad.
No he dormido, cavilé, porque había dado vueltas en la cama con una imagen
fija en la mente: su rostro detallado, con cada línea, cada gesto que tanto me gusta.
El aroma de su cabello, salado la mayor parte del tiempo; la suavidad de su piel, la
profundidad de sus ojos.
Casi notaba su pecho pegado al mío y deseaba tenerlo conmigo en un abrazo,
sentir su calor porque su presencia me reconfortaba. Aunque estaba muy enfadada
con él. Le había enviado cientos de mensajes, el último fue en aquel momento.
Yo: ¿Dónde estás?
Llámame.
Solté el teléfono ante la mirada escrutadora de mi madre que tomó asiento a mi
lado.
—Fue bien la exposición.
—Sí…
—No vi a Ángel. ¿Llegó después? —Se refería a cuando ella se marchó, pero
al igual que sabía a qué hora había llegado aquella noche, conocía la respuesta a la
pregunta.
—No. —Negué con la cabeza. Ella dio un sorbo al zumo de naranja y suspiró
—. ¿Qué?
—Algunas veces lo pienso mucho, qué te hace feliz y… ese chico no es el
indicado. Sí, tus sonrisas son infinitas cuando te hace sentir bien, sin embargo,
¿merece la pena? —Se incorporó unos centímetros—. Cariño, ¿merece la pena?
¿Merecía la pena? ¿Merece la pena querer a alguien que te regala instantes de
felicidad, pero a menudo se convierte en el detonante de una guerra interna que saca
a la luz tus insatisfacciones?
Cerré los ojos y el mar se dibujó en mi mente, las contradicciones y las idas y
venidas de Ángel chocaban en la orilla de unos sueños que se dispersaban y alejaban.
El mundo a su lado adquiría en ocasiones colores demasiados oscuros y las islas de
dicha se eclipsaban por las sombras de la incompatibilidad.
—El amor no basta para sostener la balanza de las esperanzas rotas —zanjó mi
madre, antes de marcharse y volver a dejarme sola, en un lugar en el que solo se
escuchaba el cantar de los pájaros, el latido de mi corazón, mi respiración y un golpe
en mi garganta cada dos segundos.
***
No pensaba ver el programa de Huelva Directo porque parecería una descentrada que
había ido a plató directamente desde una fiesta, y casi fue así. Deseaba que aquello
terminara y dirigirme a casa de Ángel. El trayecto de Huelva a Punta Umbría se me
hizo larguísimo en el coche de mi padre. Aparqué en una zona de carga y descarga
y crucé los dedos para que no me multaran sin acordarme de que era domingo. La
pregunta de mi madre me arañaba la piel y se sumaba a las que yo misma me hacía.
Llamé al portero una sola vez y la puerta se abrió; al otro lado me saludó uno de
los vecinos que salía con un perro atado a una cuerda roja. Crucé el vano y subí las
escaleras hasta el segundo, donde pulsé el timbre y esperé mordiéndome los labios.
—Hola, Stella. ¿Qué te trae por aquí? —dijo Esteban al verme allí.
—Hola. Me gustaría ver a Ángel.
—Pasa, debe seguir dormido. —Anduvimos hasta el pequeño salón y nos
quedamos en silencio—. Despiértalo, ya es hora de que se levante. —Me animó a que
fuera a su habitación.
—Eh… Sí.
Entre suspiros, me cuestioné si era justo entrar en un lugar tan sagrado sin su
consentimiento. Hacía años que no pisaba aquel suelo y agarré el pomo con cuidado.
Golpeé un par de veces con el puño en la madera y esperé respuesta, sin embargo, no
escuché nada. Pegué la oreja a la hoja y traté de oír algún ruido. Giré y empujé unos
centímetros. Solo veía oscuridad.
—¿Ángel? —pregunté y me infiltré dentro.
Algo estaba fuera de lugar, demasiado tranquilo, vacía. No había rastro de él. La
cama perfectamente hecha, como si nadie hubiera dormido allí y comenzó a
palpitarme el corazón.
¿Qué te ha pasado?
Recorrí las paredes, la estantería, la mesita de noche, dos trofeos de surf, tres
diplomas de formaciones para impartir clases de este deporte y… Allí estaban, en el
techo, dos fotografías que yo misma había tomado hacía años, pegadas con cuidado,
de cuando éramos jóvenes e inocentes.
Me deshice de los zapatos y subí sobre el colchón, me empiné todo lo que pude y
alcé las manos, tratando de alcanzarlas. Las fotos nos mostraban llenos de esperanza,
con sonrisas radiantes, un recordatorio de lo felices que habíamos sido y podíamos
ser, pero también allí estaba la prueba de que algo no iba bien.
¿Cuándo había pegado la foto en el techo? Esta pregunta me cargó de inquietud.
Sentí como si estuviera desenterrando secretos ocultos, como si el pasado estuviera
regresando para atormentarnos.
—¿Qué haces aquí? —Su voz cansada sonó tras de mí y me volví hacia él. Allí
estaba Ángel, por fin, y advertí que llevaba sin respirar hondo desde ayer por la noche.
—¿De dónde vienes? —formulé la pregunta sin remilgos, fijándome en su pelo
revuelto, en los vaqueros, la camiseta arrugada y sus párpados caídos.
Dejó la cartera y las llaves sobre la cómoda, se quitó la camiseta, me enseñó su
esculpido cuerpo paseándose por el dormitorio, se deshizo también de los zapatos y
los vaqueros y dijo:
—Voy a darme una ducha.
Tomé asiento en la orilla de la cama cuando se marchó y esperé a que volviera.
Mis pensamientos chocaban unos con otros y me mordí los carrillos preguntándome
qué ocultaba y dónde había estado todo este tiempo. La incertidumbre se apoderó
de mí al mismo tiempo que trataba de comprender qué sucedía. ¿Había invadido su
intimidad? ¿Había descubierto algo que no debía encontrar?
Me tiré de espaldas y de nuevo visioné las fotos. Parecían desgastadas,
descoloridas, antiguas. Quizá llevarían allí mucho tiempo. Un enigma que necesitaba
resolver. Me prometí a mí misma que no me iría de allí sin respuestas, sin importar
cuánto me costara.
—Chicos, ¡me marcho! —El señor Santos avisó de su partida desde el salón y
sonó un portazo; después, el silencio solo roto por el agua caer en la ducha del cuarto
de baño.
38
ABISMO
ÁNGEL
Julio…
Actualidad.
No es justo entregar tu corazón a alguien que te eleva a las estrellas para empujarte
al abismo un segundo después.
***
Me sentía en el abismo. El vapor caliente me envolvía y el agua caía sobre mi cuerpo
sin alejar las tensiones. Cerré los ojos y traté de buscar calma para hablar con Stella
que me esperaba en mi habitación. ¿Es posible encontrar calma en medio de una
tormenta, de un huracán?
Me consumía.
La conversación que mantendríamos sería crucial, una encrucijada que marcaría
nuestro destino.
Me enjabonaba y me debatía entre la honestidad y la mentira. Si contarle la verdad
y arriesgarlo todo, u ocultarla para protegerla.
Te proteges a ti, cobarde.
Stella también debía ser sincera, porque no lo había sido y esperaba de ella una
aclaración que tal vez no serviría para nada.
El sonido del agua golpeando el suelo me advirtió de que no podía postergar más
la inevitable charla, cerré el grifo y salí al exterior envuelto en una toalla.
Ella seguía allí, apostada en mi cama, en esa que tantas noches había pasado yo
pensando en ella, en nosotros, en lo que podía haber sido y, con probabilidad, ya no
será.
Deja de esquivar el problema.
Sabía que mis palabras serían como una daga que cortaría la confianza que tanto
nos había costado recuperar, así como la complicidad, porque la traición termina con
todo, arrasa con lo que encuentra a su paso, y en medio del camino estábamos los dos.
Respiré hondo y busqué el valor de un gallina, conocedor de que la honestidad
era la única salida posible, aunque fueran diferentes la de ella y la mía. Stella también
suspiró, y temí que se cuestionara entregarme su corazón de nuevo, habiéndolo hecho
ya; y es que el amor es un viaje sin mapa ni destino claro, donde nos enredamos en
un baile caótico de pasión y desencanto.
La habitación estaba sumida en la penumbra y levanté un palmo la persiana.
La quería, de esto no tenía dudas, la certeza se abría paso ante la incertidumbre de
lo que pasaría después de aquello y eso me dio un atisbo de paz entre tantas guerras
internas. Fue una pequeña luz al final de un túnel muy largo y estrecho por el que
caminaba.
—Necesitamos hablar —intenté decirlo con firmeza, pero fue un susurro
entrecortado.
Elevó la mirada, perdida como la mía hasta entonces, con seriedad, sabiendo lo
que estaba por venir, aterrada; ambos asustados.
—Yo… Quiero decirte… —tartamudeó con voz temblorosa, como sus manos.
—Yo también quiero decirte algo. —La corté y volví a suspirar. El peso de mis
palabras caería como una roca sobre nosotros y nos aplastaría contra el suelo.
—¿Dónde has estado todo este tiempo?
—Yo me hago la misma pregunta. ¿Con quién has estado?
—No fuiste a la inauguración de la exposición. Era muy importante para mí que
me acompañaras.
—¿Me echaste de menos? Te vi muy bien acompañada.
Se mordió el labio inferior y se me hizo un nudo en la garganta.
—¿Estuviste? —Abrió los ojos después.
—Al final. No pude llegar antes, tuve mucho trabajo. —¿Me excusaba? ¿Debía
hacerlo?—. Te vi… Estabas con otra persona. Un tío. Xabier, por lo visto.
—Es un amigo… —Bajó el rostro y perdió la mirada en el suelo.
—No sabes mentir. Nunca has sabido.
—Porque nunca lo he hecho.
—Ahora lo estás haciendo.
—Xabier y yo salimos de vez en cuando en Madrid. No te he hablado de él porque
no le he dado importancia —confesó en un tono apenas audible.
La razón se me nubló por un instante, apreté los puños y la mandíbula y el piso
se movió bajo la planta de mis pies.
—¡¿No tiene importancia?! —comencé a perder los estribos—. ¡¡Claro que la
tiene!! —Puse los brazos en jarra—. ¡¡Para mí la tiene!! ¡¡Joder!! ¡¡Estás con otro tío
mientras sales también conmigo!!
—Eso no es así —siseó.
—Ah, ¿no? ¡¡Explícamelo!! —grité a dos palmos de su rostro y la asusté. Me
arrepentí cuando terminaba de hacerlo, pero ya no había vuelta atrás.
Stella encogió los hombros y se hizo un ovillo, pequeña, cuando era grande,
inmensa.
—Yo… —Intenté calmarme—. No te entiendo. No entiendo nada.
—No he salido con los dos. Lo dejé en Madrid y no tengo por qué darle
explicaciones a él tampoco. No tenemos nada serio —explicó, armándose de valor
ante el ogro que tenía en frente; yo.
—Yo tampoco he sido del todo sincero contigo —anuncié.
39
ERRORES
STELLA
Julio…
Actualidad.
La verdad nunca daña una causa que es justa. Mahatma Gandhi.
***
—Yo tampoco he sido del todo sincero contigo —dijo, y se me cortó la respiración.
Un mutismo dañino se apoderó del dormitorio, de las paredes, los adornos, los
trofeos, la cama, los cojines, de nosotros mismos, convirtiéndose en un fantasma que
nos abrazó con sus garras, estrujando nuestros pechos.
Los errores se tejen como hilos frágiles que se rompen con un solo tirón. En
reconocerlos reside la fortaleza de un amor que busca perdón y rendición, pero aquello
iba más allá, nosotros vivíamos nuestra segunda oportunidad y ninguno de los dos la
estaba aprovechando.
—¿De qué hablas? ¿Qué hiciste anoche?
—Emborracharme.
—Eso no necesita mi perdón y tú lo estás pidiendo a gritos, aunque no lo digas
en voz alta.
—Me… —Se frotó la sien—. Me he despertado en casa de Susana.
—¿Qué?
—No me he acostado con ella… O eso creo.
Tragué con dificultad y di un paso atrás. Un escalofrío, un relámpago, un fuego
me atravesó de pies a cabeza.
—¿Crees? ¿No estás seguro? ¿Cómo puedes no saberlo?
—No lo recuerdo. —Alzó un brazo—. ¿Qué quieres que te diga? Te vi con otro,
con ese Xabier, con el que me enteré que salías. Os vi en la Live, la confianza entre
vosotros es innegable y…
—Y te liaste con otra porque no sabes enfrentar los problemas de otra manera.
¡¡Que no sepas manejar tus sentimientos no es culpa mía!!
—¿Mis sentimientos? ¿Y qué pasa con los tuyos? ¡¡Estabas con otro tío!! ¡Os vi
abrazaros!
—¿Y por eso das por hecho que te estoy engañando? Y si así fuera…¿¡te acuestas
con otra!?
—¡¡No me acosté!!
—¡¡Eso no lo sabes!! ¡Oh, Dios mío! ¡No lo sabes! —repetí de manera incrédula
—. De todas formas, has dormido en su casa. Te fuiste con ella. —Le apunté con el
dedo.
En el centro de todo error yace la posibilidad de aprender de él, de crecer, de
evolucionar, sin embargo, nosotros no aprendíamos ni a palos (y no es que a palos
se aprenda), ni tropezando cien veces con la misma piedra hubiéramos visto venir lo
que se avecinaba.
—Lo lamento… —soltó, y lo dijo de verdad, pero era tarde para creer en él, en
nosotros, en dos personas a la deriva, perdidas sin rumbo ni puerto en el que atracar.
Somos imperfectos, todos, yo también, y aceptarlo es solo un paso más para ser
más felices, para compartir la vida con otra persona. La generosidad genera cadenas
y libera el resentimiento, así como sanar heridas del pasado, pero aquella se abría en
el presente y sangraba por ambos costados.
—Yo también lo lamento. Todo. Lo hemos hecho mal desde el principio.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que con amarnos no basta, que somos disfuncionales, los dos, somos malos
el uno para el otro. No somos culpables de esto, o sí. Debemos aceptar que no nos
hacemos bien y alejarnos. —Solté el aire que me quemaba dentro.
Ángel asintió con tristeza, sintiendo el peso de la decepción en su pecho, como
yo. Quizá esperaba que me abrazara, que me rogara que volviéramos a intentarlo, que
lucháramos, pero…
—Lo siento, Stella, te amo, pero llevas razón —musitó.
Y así, en un susurro lleno de dolor y arrepentimiento, se selló el destino de dos
almas que se amaron con pasión, pero que no pudieron evitar engañarse mutuamente.
El amor, una vez puro y brillante, ahora se desvanecía entre nuestras manos, dejando
solo el eco de un presente y pasado que ya no podíamos recuperar.
No había redención para nosotros y teníamos que seguir adelante.
Me marché. Lo dejé solo en la habitación, acompañado de un millar de sombras,
y yo… Yo me fui con las mías.
***
—Todos tropezamos. El verdadero amor puede con todo —dijo Olivia, tumbada en
el suelo de mi dormitorio, a mi lado y al de Vero, mirando el techo.
—Puede que lo nuestro no sea amor. Solo estamos obcecados por conseguir estar
juntos cuando nuestro destino es otro —comenté.
—Eso es mentira. El amor no puede con todo. Puede ser de verdad, pero tener un
final. El amor verdadero no tiene por qué ser para siempre. Todo caduca —explicó
Vero.
—Como los yogures —bromeó Oli, y reímos.
—Estaba arrepentido, como yo… —recordé en voz alta la conversación y ruptura
que acaecieron entre Ángel y yo el día antes.
—Pero se acostó con otra —apuntó Olivia.
—No se acuerda —recité como un mantra.
—Eso solo lo empeora. No me gusta. Nunca me ha gustado. Ya te lo hizo una vez.
—No me engañó.
—Fue un cobarde. Te dejó marchar sin proponerse si quiera acompañarte. Te
abandonó.
—Yo tenía que seguir mi camino. No era el suyo.
—Y sigue sin serlo —Oli defendía su postura y punto de vista, muy lógico y
respetable.
—Y tú… ¿has hablado con Sergio? —pregunté a Vero, que negó enseguida—.
¿Y a qué estás esperando?
—No lo sé…
—Te da miedo, pero… ¿a qué? —cuestioné.
—Estoy esperando el momento perfecto.
Olivia se levantó de un salto.
—No hay momento perfecto para decirle al chico con el que te acuestas que te has
quedado embarazada. Además, Sergio no está preparado para ser padre. Él siempre
será el niño al que cuidar. En ese grupo son todos iguales —dijo del tirón, cogiendo
su teléfono y arrugando la nariz.
—¿Y a ti qué te pasa? —Me incorporé y me puse a su altura—. Tenemos que
animarla, no hundirla en la mierda —susurré.
—Estoy ya hundida —respondió la aludida que me había escuchado—. Estoy de
mierda hasta el cuello.
—Vas a ser madre. —Me arrodillé junto a su costado derecho—. Eso siempre es
bonito.
—No quería ser madre de esta manera. Óscar y yo lo habíamos planeado, después
de la boda tendríamos hijos y… —Bufó—. Nos divorciamos.
—A veces se tuercen los planes y hay que amoldarse a los nuevos. —Le acaricié
el hombro—. Venga, cariño, eso ya lo superaste y te ayudó a crecer. Ahora eres una
nueva persona. Una muy diferente a la que hizo aquellos planes.
—Una persona embarazada. Falta que digas que, si me caí ayer, hoy solo me
queda levantarme —replicó.
—Eso venía ahora. —Reímos y soltamos adrenalina.
—Qué suerte teneros.
40
ACIERTOS
STELLA
Julio…
Actualidad.
Las segundas oportunidades son promesas, un tesoro, empezar de nuevo, construir
sobre cimientos, una oportunidad para demostrar el arrepentimiento, ser sinceros,
hay voluntad, una real, y un compromiso inquebrantable.
***
Ángel y yo, nosotros, no habíamos aprovechado esa segunda oportunidad, no
descubrimos que el amor verdadero no debe desvanecerse ante la adversidad, sí
transformarse, renovarse y fortalecerse.
No florecimos, no dimos luz a la oscuridad, dejamos de brillar sin encontrar la
redención y los obstáculos nos abatieron.
No supimos equilibrar los errores del pasado con los del presente, y el perdón no
fue suficiente para empujarnos a soñar con un futuro.
—¿En qué piensas? —Mi hermano conducía su coche mientras yo me debatía
entre quedarme hasta finales de julio o marcharme a Madrid a seguir con mi vida.
Mi vida.
—En Ángel. ¿Lo has visto? —Asintió—. ¿Y?
—Está arrepentido y… No sabe muy bien qué ha pasado.
Suspiré y puse un pie sobre el salpicadero.
—Quita eso de ahí. —Dio un golpe sobre mi pierna.
—Pufff, eres muy delicado, y no tienes compasión con tu hermana —me quejé.
—Mi hermana es una lista que ha estado con dos tíos a la vez. —Torció el gesto
en una sonrisa pícara y me miró de reojo—. Eres mi nuevo dios.
—No bromees con eso. No he estado con los dos a la vez. Con Sergio no tenía
nada serio y con Ángel…
—Sigues enamorada de él.
—Nunca he dejado de estarlo —admití.
—Él también te ha querido siempre.
—Quererse mal no cuenta —mascullé.
—¿Y por qué tenemos que ir a recoger a este tipo a Huelva? —preguntó molesto,
refiriéndose a Xabier, que había ido a una reunión con un fotógrafo muy conocido de
la ciudad para una posible colaboración.
—Porque está aquí por mí y hace calor, ya se gastó esta mañana un pastizal en taxi.
—Está aquí por ti, exacto, por eso deberías ser honesta con él.
—Aconseja el que no es honesto consigo mismo.
—Yo no soy ningún ejemplo, cierto. —Frenó en el primer semáforo en rojo al
entrar en la ciudad—. Pero soy tu hermano mayor y quiero lo mejor para ti.
—Y piensas que Xabier no lo es.
—Ángel tampoco, visto lo visto —aseguró y me hundí en el sillón.
Xabier nos esperaba en una esquina, subió al coche, se acomodó en la parte trasera
y dio las buenas tardes y las gracias por recogerlo.
—Treinta y cuatro grados —leyó Hernán en un panel de anuncios del consistorio.
—¿Cómo ha ido todo? —inquirí.
—Ha leído el artículo sobre ti y en septiembre irá a Madrid. Haremos cosas
interesantes —habló cavilando.
—Puedes contármelo delante de mi hermano —advertí, con los ojos vueltos.
—Lo sé, cariño, es que va a aburrirse escuchando tecnicismos. —Él siempre tan
elitista.
Cariño…
—Esta noche hemos quedado con él y su novia para cenar. Me ha hablado de El
Mosquito, un lugar bohemio junto a la playa, con buena comida.
Hernán y yo nos miramos y torcimos el gesto.
—Sí, sé perfectamente a qué chiringuito te refieres.
—Esta noche tendremos tiempo de comentar los pormenores.
***
¿Es el amor eterno, algo capaz de resistir cualquier obstáculo? Cuando me fui la
primera vez me di cuenta de lo frágil de la realidad, ¿por qué ahora sería diferente?
Sentía un vacío inmenso mientras mi madre me hablaba en el salón sobre lo guapa
que me había puesto para salir esta noche.
—Es una reunión de trabajo.
—Con ese Xabier. ¿Qué ha ocurrido con Ángel?
—Mamá, no quiero hablar de eso —me excusé y fui al baño.
Me miré frente al espejo e intenté distraerme tratando de que mi maquillaje
pareciera profesional, pero en cada poro de mi piel encontraba pequeños detalles y
recuerdos que me devolvían a él, al chico de la bicicleta. Debía soltar amarras, recoger
el ancla y alejarme de un pasado muy presente aún, pero que ya no existía.
—¿Se puede? —Mi madre dio dos toques en la puerta y abrió sin que me diera
opción a contestar.
Se colocó a mi lado, de cara a nuestros reflejos en el aparador.
—Cariño, ¿crees que puedes engañar a tu madre? Nadie te conoce mejor que yo.
Noto tu tristeza, la veo en tus ojos.
—Estoy bien.
Si lo dices diez veces seguidas, el mundo deja de girar.
—Aprende a deshacerte del amor y comprende que no es un proceso rápido.
—Mamá, llevo más de cinco años intentando olvidar a Ángel…
—Estás equivocada. Llevas cinco años esquivando vuestro reencuentro con la
esperanza de amaros bien y el miedo a que esto pasara.
—No sabes qué ha pasado —le reproché.
—Lo sé, cariño, claro que lo sé. Chocarte dos veces con el mismo muro deja
secuelas. Date tiempo para sanar y recuperarte. —Me acarició el pelo—. Estos cinco
años solo has esperado, no has pasado página. Te aconsejo que quemes el libro,
enciendas una hoguera y lo conviertas en cenizas. Solo así seguirás adelante.
—¿Cómo lo sabes? Nunca has tenido que olvidar al amor de tu vida —repliqué,
enfurruñada.
—¿Cómo sabes que es el amor de tu vida? ¿Has amado a alguna otra persona? —
Negué—. Tu padre no fue mi primer amor.
¿De qué me hablaba? Llevaban juntos desde niño.
—Tu padre y yo empezamos a salir cuando teníamos quince años, pero el verano
anterior conocí a un chico, era un año mayor que yo. Pasó aquí aquel verano, nos
enamoramos y… se marchó. —Me dejó de piedra—. No volví a saber de él. Ahora
encontráis a cualquiera por Facebook o… Instamar.
—Instagram, mamá —la corregí.
—Eso, Instamar —respondió de igual forma—. Nunca volvió, o… Yo nunca lo
vi. Era de un pueblo de Barcelona, no recuerdo ni el nombre. De él sí, se llamaba Jordi.
—¿Por qué nunca me lo habías dicho?
—Fue algo que pasó y ya está. Tu padre me pidió que saliera con él y acepté, pero
aún seguía enamorada del catalán. —Sonrió con nostalgia—. A veces me acuerdo de
él, me gustaría saber qué fue de su vida.
—Le podías haber dado el teléfono.
—No teníamos, Stella. —Me miró con los párpados caídos—. Vivíamos en una
calle de arena, íbamos descalzos y el techo de nuestra casa era de uralita.
Fruncí el ceño. Ya lo sabía, pero costaba recordarlo así.
—¿Papá lo sabe?
Negó.
—¿Para qué decírselo? Jordi era pasado y me importaba mi presente y futuro. Eso
que debería importarte a ti. Quemé el libro y comencé a escribir otro nuevo y muy
interesante. Me dio dos hijos preciosos.
—Pero… ¿Quieres a papá? —cuestioné con miedo y los ojos muy abiertos.
—Por supuesto. —Me palpó el brazo—. Pero fue un amor más maduro, me
enamoré de él poco a poco. El amor se manifiesta de maneras diferentes, pero
igualmente de intensas. Están los que llegan de una manera inesperada, como un fuerte
viento que nos arrastra, una chispa que se enciende sin razón, sin saber por qué y que
nos hace sentir vivas, una conexión instantánea que te deja sin aliento. Mi amor por
tu padre fue más lento, era dulce y amable y su presencia me tranquilizaba, se fue
haciendo especial con el tiempo, lo amasamos y horneamos juntos. Lo nuestro creció
y se hizo profundo y verdadero.
—Pero… —tartamudeé.
—Quiero a tu padre más que a nada en esta vida; bueno, casi tanto como a
vosotros, de otra forma, pero igual de importante, es mi compañero, mi amigo, mi
confidente. Cada amor tiene su encanto y su magia.
—No sé a dónde quieres llegar con esto… —musité, a punto de llorar.
—Deseo que comprendas, mi querida hija, que el amor se entrega por completo,
no a medias y con condiciones; sin temor a que te haga daño, porque el amor en
mayúsculas no lo hace, da igual cómo haya comenzado.
41
DESACIERTOS
STELLA
Julio…
Actualidad.
El amor en mayúsculas no hace daño; sana y cura.
***
Sabía que aquello no era buena idea, pero Xabier insistió en que debíamos cenar con
el fotógrafo y la locutora de radio, su novia, y llevarlos donde ellos mismos habían
recomendado.
—Tenemos que forjar una buena relación con Víctor y Carmen —afianzó, ya en
un taxi.
—Quieres quedar bien. —No estaba siendo justa con él en muchos aspectos, ahora
también en el laboral.
—Es trabajo. Esto nos conviene a los dos. —Me dio la mano que descansaba sobre
el cuero desgastado del asiento.
—Tenemos que hablar. —La retiré, sin embargo, él no le dio importancia y siguió
parloteando hasta que llegamos a La Canaleta para apearnos del vehículo tras pagar
la carrera.
Recorrí el camino de madera intentando no pensar en lo que podría ocurrir si
Ángel estaba allí trabajando, quizá tuviera el día libre y no nos encontrábamos. No
fue así, lo vi nada más pisar la arena, recogía copas en la barra para llevarlas a una
mesa en una bandeja. Xabier visionó alrededor.
—Tienen que estar aquí. —Cogió su móvil para comprobar si tenía algún mensaje
—. Sí. Vamos. —Me agarró de la mano y tiró. Fui consciente de ello, me refiero a que
sus dedos se enredaron con los míos, aunque fue una ráfaga de frío lo que recorrió
mi cuerpo.
Quise esconderme, agachar la cabeza o meterla bajo tierra, pero no lo hice porque
no debía. Ángel había pasado una noche con Susana después de prometerme que no
volvería a hacerme daño.
Nuestros ojos se encontraron en medio del trayecto. Sus pupilas fueron, a
continuación, hasta el punto en el que me unía a Xabier. Él sí que derrumbó su
semblante unos segundos, para recomponerse y seguir con su trabajo.
Llegamos a la mesa, Víctor y Xabier se saludaron con un apretón de manos e
hicieron las presentaciones. Carmen era una chica simpática, un poco mayor que yo,
treinta y un años, con una melena muy larga y rizada de color castaño, a juego con sus
ojos pequeños y rasgados y su tez morena tostada por el sol. Estudió periodismo en la
Complutense de Madrid y volvió a su tierra en cuanto tuvo una oportunidad laboral.
De esto charlamos hasta que Ángel se acercó a nosotros para tomarnos nota. No me
metí bajo la mesa porque hubiese quedado esperpéntico.
—Buenas noches, ¿qué les pongo? —dijo muy profesional y mirando el
comandero electrónico.
—Aún no hemos mirado la carta. ¿Puede traerla? —pidió Xabier.
—Tienen ahí el código QR. —Lo señaló—. Stella debería saberlo. Viene a
menudo. —Ahora sí me miró.
—¿Os conocéis? —El madrileño frunció el ceño.
—Aquí nos conocemos todos. Es un pueblo pequeño —explicó el camarero al
que querer me dejaba en carne viva. Y lo hizo sin despegar sus pupilas de las mías,
adentrando en mí, arañándome. Tras un silencio denso del que todos se percataron…
—. Les dejo un rato para que decidan. —Se dio la vuelta y se alejó clavando los pies
en la arena.
La cena comenzó como una reunión de trabajo. Fue Víctor el que rompió el hielo
tras el momento de tensión y propuso vernos en Madrid en septiembre.
—Me encantará ver la nueva exposición. —Me dio la enhorabuena y… Ángel
volvió, tomó la comanda como si no nos conociéramos, a pesar de que había alegado
que así era, y se marchó hacia la barra.
—He visto tu trabajo y te he seguido en Instagram. Me encantan tus fotos —afirmó
Carmen dando un trago a una cerveza—. Eres muy buena. ¿Cómo no te conocía si
eres de Huelva?
—Nadie es profeta en su tierra. —Con el rabillo del ojo vigilaba a Ángel, aunque
trataba de concentrarme en nuestros invitados. Estaba siendo una agradable velada,
si no fuera por la situación.
—¿Hasta cuándo estás aquí? Te invito a mi programa de radio. Tratemos de que
eso cambie. Mis oyentes son de la capital y provincia, sobre todo.
—Eh… Sí, gracias. —Bebí yo—. Eso sería estupendo.
—Cariño. —Xabier echó su brazo sobre mi hombro—. Esta noche estás muy
guapa. —Me dio un beso en la mejilla.
De pronto, dos platos, uno de ensalada y otro de pollo frito con salsa barbacoa,
cayeron sobre la mesa y nos interrumpieron con dos golpes, el de carne rozó la camisa
de Xabier y dio un pequeño saltito hacia atrás en su silla.
—Pero… —musitó el fotógrafo.
—Lo siento. ¿Le he manchado? —Ángel fingió que le importaba y que lo hizo
sin intención ante mi enfado e impotencia.
—No, no. Por los pelos —contestó el otro—. Tenga más cuidado. Esta camisa
cuesta doscientos cincuenta euros.
—Y muy mal gusto —susurró el camarero, surfista, motero y mecánico.
—¿Has dicho algo? —Xabier arrugó el ceño.
—Ahora mismo vuelvo con el resto de los platos.
—Traiga otra ronda. —Víctor alzó su cerveza.
Carmen me observaba de hito en hito y no vaciló en acompañarme al baño cuando
informé de que me ausentaba unos segundos.
—Ahora volvemos —expresó y me siguió sobre la arena en silencio hasta que
nos colocamos en la cola para los aseos, detrás de dos chicas con vestidos blancos
muy parecidos.
—Ese chico y tú… Perdona, no quiero entrometerme, sin embargo, me ha sido
imposible no percatarme de que hay algo entre vosotros. El camarero…
Podía decirle que no le interesaba, que no era de su incumbencia y que no deseaba
hablar sobre ello, no obstante, necesitaba soltarlo, aunque fuera con una desconocida.
—Tenemos una historia —hablábamos en voz baja y el hilo musical sonaba de
fondo.
—Había dado por hecho que Xabier y tú sois pareja.
—Xabier también lo da por hecho. La culpa es mía, no lo sé. Debería aclararle
las cosas. —Tenía ganas de llorar y de esto también se dio cuenta Carmen, por ello,
me agarró del brazo.
—Sospecho que Xabier se toma licencias que tú no le das y que esa conversación
ya la habéis mantenido.
—No sabe escuchar. —Entré en el baño de señoras y ella esperó fuera. Cuando
salí, Carmen había desaparecido y me topé con Ángel a menos de un palmo. Me
empujó hacia atrás y nos colamos los dos en el habitáculo de madera—. ¿Qué haces?
—¿No había más restaurantes en los que pasearte con ese gilipollas que este sitio?
¡Donde yo trabajo! —bramó con la respiración acelerada y con su boca a milímetros
de la mía, apretados por el poco espacio.
Qué bien olía y cuánto lo sentía, muy adentro…
Stella… Me di un toque de atención.
—Ángel, no voy a discutir esto contigo. No es momento ni lugar.
—¿Por qué quieres hacerme daño? —Soltó un gruñido de dolor, lo escuché y se
me resquebrajó el corazón.
—Rompiste tu promesa. Dijiste que no me harías daño y mira cómo estamos.
Reprochándonos cosas sin razón alguna, después de que volvieras a mentirme.
No llores, Stella.
—¿Hablamos de mentiras? —siseó y pegó su boca a la mía. Madre mía. Un sonido
gutural salió de su garganta y golpeó en mi lengua.
Nos miramos unos segundos con el corazón saltando dentro de nuestros pechos
y… Nos apremió la intensidad de nuestro propio anhelo, como si lleváramos años sin
besarnos, y tan solo habían pasado unas horas.
—Mejor hablemos de verdades… —Me ahogaba amarlo.
—La verdad es que te amo y que pase lo que pase eso no cambiará. —Me rodeó el
cuello con los dedos, apretó con cuidado y pegó nuestros labios, ardientes y húmedos.
En un diminuto aseo el tiempo se detuvo de nuevo para nosotros, dos enamorados
que se encontraban una y otra vez, con el corazón latiendo con fuerza y las almas
elevándose hasta el techo, cómplices de lo que allí ocurría, y el mundo desapareció
alrededor.
Suspiramos sin separarnos, mordiéndonos, con deseo contenido y, a pesar del
reducido espacio, la electricidad lo hizo más grande, las paredes desaparecieron, se
esfumó hasta el suelo y levitamos a un lugar en el que querernos no dolía tanto. Entre
nosotros había muchas barreras, pero no eran físicas.
El amor se manifestó en su forma más funesta, demostrando el tamaño de nuestros
errores y desaciertos.
42
DEMASIADO GRANDE
STELLA
Julio…
Actualidad.
Tenemos que perdernos para encontrarnos.
***
Perdida, así estaba, extraviada en un habitáculo de un metro y medio cuadrado con
un lavabo y un inodoro, aroma a lavanda y suelo de madera cubierto de arenisca.
Olía también a sal y a brisa cálida nocturna de la noche de verano más incómoda
que recordaba, aunque en aquel momento me encontraba en una nube de algodón que
pronto rompería en una tormenta.
Nuestros labios seguían palpitando y ardiendo en un beso que no terminaba porque
ninguno de los dos ansiábamos el final. Ángel metió la mano por debajo de mi vestido
y me palpó los muslos con los dedos, apretando mi carne, como si quisiera dejar huella
en un camino que ya recorrió alguna vez.
—Ángel… —gemí, al notar su piel buscando el filo de mis bragas.
—Déjame quererte… —rogó sin dejar de besarme.
Toc, toc; llamaron a la puerta con los nudillos y se escuchó:
—¿Hay alguien? —Toc, toc—. ¡Me escuchas!
—Quizá se haya cerrado por dentro. Voy a avisar al encargado —advirtió otra
voz de mujer.
—Ángel. —Lo empujé hacia atrás, aún sin desearlo—. Tenemos que salir.
Él me dio un último beso y mascó:
—Joder. —Se giró, se tocó el cabello y abrió la puerta.
Dos chicas, una de ellas Carmen, nos observaron de diferente manera. La que no
nos conocía sonreía nerviosa; Carmen alzó las dos cejas y ladeó la cabeza.
—¿Vas a entrar? —le preguntó a mi nueva amiga como pasmarote la desconocida
—Eh… Sí. —Se encerró dentro mientras yo me dispuse a marcharme.
Solo recorrí unos metros del camino por la parte de atrás de El Mosquito, porque
Ángel me detuvo y me empujó hasta una pequeña duna cubierta por vegetación de
un metro de alta.
—Ya está. ¿Y te vas? —Parecía enfadado, confundido, dolido, decepcionado.
—No debería haber pasado —respondí, bajo una luna que ardía tanto como
nosotros—. Lo lamento.
—Yo no lo lamento, ¡joder! —escupió—. Y me cabrea que tú lo hagas.
—¿Qué quieres que te diga? Lo dejamos hace horas y volvemos a enrollarnos.
Esto no está bien.
—Me dejaste tú.
—Te has acostado con otra.
—Eso no… —Bufó y cambió el peso del pie, desviando la mirada hacia la arena
que enterraba nuestros pies—. Stella… Besarte es lo mejor de mi vida. No me digas
que me lo tome como un error.
Dos siluetas, si alguien nos estuviera observando desde lejos, desde el bar, vería
dos siluetas sobre un montículo de arenisca de siglos de antigüedad, como nuestro
amor, que crecía y crecía desde tiempo inmemorial en algún lugar del universo para
llegar allí, a ese lugar y momento como un planeta a la deriva entre un millón de
estrellas y explotar convirtiéndose en meteoritos capaces de destrozarlo todo.
—No sé qué más hacer ni qué pensar. Quiero… Pretendo hacer las cosas bien.
—Te hablo de amor, Stella, y tú estás con el bien y el mal, insistiendo en que
besarnos es un error. —Le faltaba llorar.
—¡Porque lo es! ¡Míranos! Discutiendo, mintiéndonos. Te quiero, Ángel, claro
que te quiero, no he dejado de hacerlo nunca. Te quiero desde que éramos niños, desde
que peleábamos cada tarde por tonterías.
—¿Entonces?
—Ahora no son tonterías. Somos adultos, y cuando estoy contigo me figuro
subidaa una noria y no sé si vas a empujarme de ella y quemarme en el infierno. o
si me alzarás al cielo.
—Yo solo quiero…
—¿Qué quieres?
—Que seas feliz.
—Pues aléjate de mí. —Me fui, lo dejé allí y me adentré en la oscuridad de un
millar de luces que alumbraban el bar, pero no a mí. Me detuve en una esquina para
sollozar porque acababa de pedirle a Ángel que se marchara, que se despegara, que se
olvidara de que nos amábamos. ¿Por qué? Porque ni la segunda oportunidad habíamos
sabido aprovechar.
43
DEMASIADO PEQUEÑO
ÁNGEL

Julio…
Actualidad…
No hay amores tan grandes que no quepan en un universo; y si no cabe, él mismo
los crea.
***
Me dolía tanto el corazón que tenía la sensación de que alguien había aspirado el
oxígeno de todo el entorno. Caminé cincuenta metros hasta la orilla a la que la marea
baja había alejado del pueblo. El agua quería marcharse y yo deseaba irme también,
pero mis pies se aferraron a la tierra mojada como un ancla al fondo del mar.
Lloré solo, en silencio, sin ruido, bajo el sonido de las olas que rompían en mis
tobillos, mojaban mis zapatillas de deporte y sin importarme que el bar estuviera a
tope y que mis compañeros tuvieran que trabajar el doble por mi deserción.
Solo necesito unos minutos.
Necesité diez, o cincuenta, no lo supe hasta que volví y Bella me preguntó dónde
me había metido.
—Ángel, por favor, esto está hasta arriba. Tienes que cobrar las mesas del fondo
—indicó, casi sin mirarme, cargando los botelleros.
No contesté, me recompuse cómo pude y me hice a la idea de que la vería con
ese idiota en menos de treinta segundos. ¿Sabes cuánto cuesta asimilar que la mujer
que amas te pida que te alejes de ella y verla con otro hombre? ¿Sabes cuánto duele
reconocer que lleva razón y que no eres bueno para ella?
—¿Han pedido la cuenta? —cuestioné ante los cuatro, sin levantar la vista de la
comanda.
—Sí, gracias —respondió el tal Xabier que comenzó una disputa con el otro
hombre para pagar la cuenta—. No, no, por favor, es una invitación —dijo. Sacó la
cartera y de ella cuatro billetes de cincuenta euros—. ¿Cuánto es?
—Noventa y cinco con treinta y tres —informé.
Me dio dos y los cogí por las puntas.
—En seguida le traigo el cambio.
Me gustaría decir que iba con paso firme y decidido, pero arrastraba el alma por
el suelo. Qué cursi, pero era cierto y Stella me enseñó mucho sobre soltar la verdad.
Y con una carga que no desconocía, me acerqué a la barra donde Bella me esperaba
con los ojos achinados.
—Creía que Stella y tú volvíais a salir juntos.
—Sabes que era así. —Abrí la caja y busqué las monedas.
Dejó de preparar un cóctel y se puso a mi lado.
—¿Por eso has desaparecido?
—Estaba ahí detrás.
—Con ella.
—No seas pesada. —Bufé y cogí céntimos tratando de contarlos.
—Oye, ¿estás bien? —Callé—. Dame eso. Yo lo llevo.
—No hace falta. —Cerré el cajón de un golpe y fui a entregar el maldito cambio
a esa maldita mesa—. Aquí tiene. —Casi tiré el bote de cristal que utilizábamos para
ello sobre la mesa. El grupo al completo percibió mi malestar.
Stella me observó, lo supe entonces y lo sé ahora, noté la tensión solo de ella,
como si un hilo muy fino nos uniera. Tal vez esa historia era cierta, la del hilo rojo, y
el nuestro se estiraba tanto que al soltarlo volvería a unirnos como un boomerang.
Di un paso atrás y me giré. Fue en ese instante cuando escuché de la boca de ese
imbécil.
—Qué maleducado.
Mis pies se clavaron como esa ancla bajo el océano, encallado en una roca, hasta
que pude levantarlos, volver hasta él y enfrentarme como un energúmeno que perdía
los nervios de una forma inconcebible para algunos, pero muy lógica para mí.
Me defenderé alegando que estaba destrozado y que mi cuerpo salió de mí para
flotar a varios palmos.
—¿Qué has dicho? —También volaron los formalismos. Yo a ese tío no le debía
nada. Me volví loco. Pensar en sus manos sobre la piel de Stella me convirtió en un
ser de otro planeta, de ese que estallaba y se rompía en mil pedazos. No hubo capa ni
espada, ni escudos ni tregua. Aquello iba a convertirse en una guerra.
—¿Me hablas a mí? —Se señaló el pecho.
—A ti, sí. Javier, ¿no?
Arrugó el ceño, reconociendo que algo se le escapaba.
—Xabier, con equis y be —me corrigió articulando cada palabra con un leve
rechistar que me embraveció.
A tomar viento la compostura.
Me abalancé sobre él, lo cogí del cuello y lo levanté ante la mirada atónita de
todos los presentes y la de él, estupefacto.
—¿Qué haces?
—¿Vienes aquí y crees que puedes insultarme? —escupí en su boca.
Seguro que Stella y este se han besado alguna vez.
Este pensamiento activó células de mí que aún dormían, despertaron la furia de
una manada de leones hambrientos y lo tiré hacia atrás de un puñetazo. Él se tambaleó.
—¿Ángel! ¡Déjalo en paz! —gritó Stella tratando de detener aquello.
Bella se unió a ella y me agarró del brazo preparado para romperle la nariz
mientras él se levantaba del suelo.
—Ángel, ¿qué haces? ¿Estás loco? —vociferó la encargada.
Muy loco.
Miré a Stella. No me marché por no armarla gorda, que ya lo había hecho, sino
por ella, por cómo sus pupilas se clavaron en las mías, haciendo un agujero inmenso,
de millones de kilómetros, sin fondo, creando un espacio que se cargó de miedo, de
un terror inmenso de algo que ya había ocurrido.
Stella me había visto, había visto el ogro en el que podía convertirme, aunque
ella ya me conocía, nadie me conocía mejor que ella desde que mi madre falleció. Mi
padre estaba tan ocupado tratando de salir de su adicción a la bebida que no me ayudó
a crecer, o, mejor dicho, me obligó a hacerlo de golpe y sin él, sin su apoyo.
—¿Puedes decirme qué coño acaba de pasar? —Bella me chilló dentro del
almacén, y con razón.
El mar rugía con más fuerza, como si Poseidón se hubiera enfadado tanto o más
que yo, y se mezclaba con el latido de mi corazón y la sangre galopando por mis
venas, abrasándolas. Fui preso de una ira incontrolable y todo me empujaba hacia
la desesperación, mientras revivía una y otra vez el momento exacto en que perdí el
control y golpeé a Xabier.
Con equis y be.
—Arrgggg… —Raspé mi garganta
Me ardía el puño, pero era mi alma la que se quemaba. La explosión de una bomba
atómica que había estallado en medio de la nada, donde yo estaba, cegado por la ira.
—Ángel, por dios, estamos todo en este barco. La has cagado mucho. Marcos no
tolera esta clase de actuaciones.
—¡Me importa una mierda Marcos! —Se refería al dueño de aquello—. ¡Me
importas una mierda tú! —Le señalé el pecho sin remordimientos por lo que había
ocurrido.
—¡Ya lo veo! ¡Que no te importa nada! ¡Ni siquiera tú! ¡Ni siquiera esa chica!
Lo que dijo se hizo una bola en mi cabeza. ¡Claro que me importaba Stella!
—Stella es lo único que me importa —afiancé.
—Nadie lo diría. —Respiró—. Vete a casa, Ángel. Relájate y no vuelvas mañana.
Tengo que informar a Marcos y… no se lo tomará bien.
—Yo hablaré con él —logré articular tragando saliva como si fueran tornillos.
—No lo entenderá. Los dos lo sabemos. No hay excusa posible que darle. Y es
mi trabajo.
Cogí aire y lo expulsé.
—Lamento haberte metido en esto.
—Vete a casa —insistió. Cogí el casco de la moto que aguardaba sobre una de las
estanterías y me dispuse a cruzar la puerta—. Ángel. —Me detuve—. Te entiendo,
eres un buen chico, pero no puedo ayudarte.
Nadie puede.
Me detuve ya sobre el horizonte oscuro, adornado con las luces del polo químico
de Huelva, tras la ría, y busqué respuestas en aquello que parecían estrellas. Me seguía
doliendo el puño, pero palidecía en comparación con el dolor de mi corazón y de mi
alma, esa que había perdido junto con la cordura y la razón.
—¿Qué he hecho? —susurré con la voz quebrada por el arrepentimiento que
aparecía como un fantasma que me hundió en la arena.
Mi espíritu agitado no encontraba consuelo. Ni arrancando la moto y haciendo
rugir el motor me calmó.
Aceleré y aceleré, pero la furia no se marchaba, solo se mezclaba con el temor de
las consecuencias de mis actos y el olor que salía del tubo de escape; ni esto último
me reconfortó.
Aquel trayecto fue una lucha interna entre el amor, el odio y mis propios
demonios, que no habían aprendido a controlarse y discutían entre ellos.
Perdón y redención, eso necesitaba. O… desaparecer.
44
SI TE VAS
ÁNGEL
Septiembre…
Unos años atrás…
Si no sabes qué hacer, no hagas nada.
***
Enfrentamos decisiones constantemente. Algunas, simples y cotidianas; otras, tienen
un impacto significativo en nuestra vida y futuro.
Ahí estaba yo.
No sabía qué camino tomar y la duda me paralizaba. ¿Es mejor no hacer nada y
evitar así cualquier posible error, o es preferible actuar y arriesgarse a cometer errores?
La idea de no hacer nada me parecía tentadora porque, además, todo se iría a la
mierda de todas formas, pero la culpa no sería mía. Me quedé estático, eso fue lo que
hice, sin querer ver que la inacción también tiene sus consecuencias.
Vaya si las tuvo.
Me estanqué, lo acepto, me bloqueé y me negué a la idea de un nuevo desafío.
Si ya lo tenía en casa, y no poder hacer nada me frustraba tanto que eso me postraba
más todavía.
—Eh, tío, ¿qué te pasa? —Lucas se sentó a mi lado en uno de los sillones de
Mikonos, un pub a pie de playa con música tecno, en una fiesta especial en la que
pinchaban varios DJ muy famosos.
—Nada, joder —masqué fumándome un cigarrillo y con la mirada perdida en el
atardecer.
—¿Es porque Stella se marcha en pocos días?
El bullicio de la gente gritando me agobiaba, me levanté y bajé los escalones de
madera hasta la arena. Me fue imposible esconder la tristeza que invadía mi rostro,
reflejo del inminente final, y mi mejor amigo se dio cuenta.
Cobarde.
Era un cobarde porque, además, había algo que Stella ignoraba; yo no se lo había
dicho porque el gallina que había en mí se había apoderado de todo mi ser. No lo
sabía nadie, ni mis amigos, o cada uno creía una cosa diferente.
Di un sorbo a mi cerveza ya caliente y la escupí. Una chica que pasaba por delante
tuvo que esquivar el chorro.
—¿Vas pasado? —cuestionó la desconocida, rubia, de unos veinte años y muy
guapa.
—¿Qué cojones te importa? —Si no iba pasado, me pasé con ella.
—¿De qué vas? Me escupes y encima eres un borde. —Se enfrentó a mí y llamó
mi atención. Un pensamiento nefasto cruzó mi mente. ¿La solución a todo?
—¿Y tú das por hecho que voy hasta arriba de coca? ¡Niñata!
—Vete a la mierda, imbécil. —Se largó soltando exabruptos por la boca.
—Tío, eres anormal. Llevo toda la tarde intentando ligar con ella —me regañó
Sergio que subía desde la orilla con otro de nuestros amigos.
Tienes que decírselo.
Mi voz interior me aconsejaba que fuera sincero, pero había prometido no serlo.
Una incongruencia difícil de comprender, sin embargo, tenía lógica para mí.
Stella vino corriendo desde el pub, se abalanzó sobre mi cuerpo, se encaramó a
mi cintura con las piernas y me besó.
—No te encontraba —aseguró con su boca pegada a mi boca y una gran sonrisa,
la misma que me contagió a mí su llegada—. Las chicas están arriba. Me hace gracia
que crean que no esté al tanto de la fiesta que me han preparado. La sorpresa va a
llevársela ellos cuando se enteren de que te vienes conmigo. —Esto último lo susurró
junto a mi oído y me estremecí—. Estoy deseando que estemos los dos en Granada.
—Saltó al suelo—. ¡Va a ser épicoooooo! —gritó y giró sobre ella misma con las
manos alzadas.
—¿Qué le pasa? —preguntó Sergio ya a mi lado—. Si aún no ha tomado nada.
—Cosas de chicas. Yo qué sé. —Claro que lo sabía y traté de mantener el tipo
para que su felicidad siguiera intacta—. Vamos a por otra. —Alcé el botellín vacío.
—Agarré a Stella de la mano tras besarla de nuevo y fuimos hasta la barra. Olivia
y Vero bailaban en medio de un tumulto de personas—. Tres cervezas. —Solicité al
camarero, un viejo conocido que me atendió en seguida a pesar del jaleo.
—Voy a hablar con Raquel —me informó mi amigo.
—¿Con quién?
—La tía a la que has escupido. —Sonrió y se marchó con la cerveza en la mano.
Agarré a Stella de la cintura, le di su bebida y un beso en los labios. Besarla
conseguía que olvidara los problemas.
—Vamos a bailar. —Tiró de mí hacia sus amigas.
Me mantuve fuerte a pesar de todo, decidido a no mostrar mi estupidez. Las cosas
iban a cambiar muy pronto para todos nosotros y nadie sabía qué rumbo cogerían.
Quería llorar, no obstante, su sonrisa lograba que no me hundiera; verla sonreír y
cantar me llenaba de dicha y felicidad cuando no había nada que celebrar.
Nada.
Nos enrollamos sobre mi moto, de camino a casa, nos detuvimos en un camino
bajo un pinar y nos comimos a besos. Besos.
Sus besos, oxígeno.
45
¿ÚLTIMA SORPRESA?
STELLA
Septiembre…
Unos años antes…

Una cosa es lo que esperas del amor y otra muy diferente la que te encuentras.
***
Había sido un buen verano y pronto tendría que marcharme a Granada de nuevo. Mis
amigas me preparaban una fiesta de despedida y pretendían que fuera una sorpresa,
pero eran muy poco cuidadosas y se les escapó en más de una ocasión, así que me
engalané para que me llevaran a algún local que hubieran adornado con globos. Ángel,
como cómplice, me recogería en media hora y me llevaría al lugar acordado. Olivia
y Vero, unas liantas de mucho cuidado a las que adoraba y quería.
Todos ignoraban que esa fiesta también era para Ángel, porque mi chico se
mudaría conmigo y comenzaríamos a vivir nuestro sueño. Él tocaría en locales de la
ciudad e intentaría abrirse paso en el mundo de la música y estaba segura de que lo
conseguiría. Esa noche lo diría, informaría a todos de nuestros planes y con seguridad
nos darían la enhorabuena.
Escuché su moto desde mi dormitorio donde me colocaba las sandalias y salí al
balcón para verlo aparcar y bajar de ella.
Una sonrisa enorme se dibujó en mi rostro y lo saludé con la mano. Corrí hasta
abajo saltando los escalones de tres en tres, crucé el salón y el patio y, como solía
hacer, me abalancé sobre él que me abrazó y besó.
—Te he echado de menos —musité con los ojos brillantes.
—Yo también —respondió, aunque solo hacía unas horas que no nos veíamos.
—¿Qué vamos a hacer? ¿Qué han preparado? ¿Vas a decírmelo ya?
—No puedo. —Fue la primera vez que lo escuché de sus labios aquella noche.
—¡¿Por qué?!
—Ni siquiera deberías saber que te han preparado una fiesta. Las sorpresas
deberían ser sorpresas. —Subió la palma de la mano por mi espalda. Me acarició el
cuello con los ojos fijos en los míos y se quedó en silencio.
Algo cambió de repente. Su mirada se tornó más intensa y adquirió una expresión
seria y contrita. Lo observé detenidamente, valorándolo, aunque sin comprender su
significado. Por un instante sentí un escalofrío, como si hubiera tocado una fibra
sensible en él.
Ajena a su tormento interno, continué hablando como un papagayo sin sospechar
la guerra que se libraba dentro de Ángel y que venía desencadenándose en su interior
desde hacía ya unos días.
Se revelaría la verdad, tarde o temprano.
—¿Han invitado a mi hermano? ¿Y a Fede? Quiero que estén los dos —parloteaba
mientras nos trasladábamos en su moto—. A lo mejor me he equivocado, pero no lo
creo. Oli le dijo a Vero que sería a las diez, y son menos cinco. ¿Ya están allí?
Enfilamos la avenida del Océano con el viento acariciando nuestros rostros, mis
manos en su cintura y una de las suyas sobre las mías. Qué bonito cuando remas a
favor de la marea y ningún remolino te empuja hasta el fondo. Qué bonito cuando
la vida te da alas y vuelas tan alto que hasta ves los confines del mundo. Qué bonito
querer y que te quieran con los ojos muy abiertos.
—Aquí no hay locales —observé al apearme del vehículo que aún rugía.
Ángel quitó la llave y empezó a escucharse el vaivén del mar de fondo.
—Vamos al Mosquito. No hay fiesta. —Él también se bajó.
—Pero… Has dicho…
—Lo siento. —Dio un corto beso sobre mi nariz—. Tienes mucha imaginación.
Fruncí la nariz y achiné los ojos. No me lo creía. Imposible. Sabía lo que había
escuchado a mis amigas y de tonta no tenía ni un pelo. Intenté ocultar la turbación
bajo una máscara de impasibilidad que no sirvió de nada porque mi chico me conocía
muy bien. Juro que casi lloro cuando aseguró:
—Te has equivocado —recitó con tonito y yo gemí por dentro—. Pero pasarás la
noche conmigo. ¿Eso no te hace feliz?
—Sí…
Mucho, pero tenía ganas de fiesta de despedida.
Asentí haciendo un puchero con la boca y los labios temblando.
Él por fin sonrió, después de más de quince minutos sin hacerlo.
Me abrazó durante un segundo, luego me agarró de la mano y tiró de mí que
caminé a regañadientes.
—Si te pones a llorar, no será tan divertido.
—No estoy llorando. —Empezaba a hacerlo.
—No seas tonta. Va a ser una noche mágica.
Una noche mágica… Eso quería, pero Ángel guardaba un secreto que le
atormentaba y que no me dijo hasta años después, cuando entendí cuánto le había
atormentado.
Día y noche juntos, así deseaba que fuera nuestra vida en Granada y en ello me
puse a pensar para que se me pasara la pataleta. En eso y en que pasaríamos una velada
besándonos y hablando sobre lo bien que nos iría el próximo año.
Me guio por el camino de madera rodeado de dunas, porque ni ganas tenía de
andar por la decepción. La curiosidad dejó de crecer y se marchó como un pájaro que
vuela alto y se aleja.
Adiós, pajarillo.
Venga, Stella, ha planeado una noche especial, aunque sea en el lugar que visitáis
a menudo.
Él me hablaba sobre algo, pero no fue lo que decía lo que me indicó lo que iba a
suceder. No durante la cena, sino después.
—Ya casi hemos llegado. ¿Estás lista? —preguntó porque yo seguía dando pasos
a regañadientes.
Mordí mis labios y escuché voces a lo lejos. Debía haber mucha gente. En cuanto
llegamos a la esquina de la barra me encontré a todos mis amigos y familiares,
incluidos mis padres.
—¡¡Sorpresa!! —gritaron con sonrisas cómplices en sus rostros.
Abrí la boca y los ojos, aún de la mano de mi chico.
—¡No puedo creerlo! —exclamé—. ¿Por qué me has engañado de esta manera?
¡Me has hecho creer que había visto fantasmas! —La emoción me abrumaba.
Ángel me dio un beso en la mejilla y me dio un cálido abrazo.
—Una fiesta sorpresa, llorona. Debía quitártelo de la cabeza —musitó en mi oreja.
Apreté la mandíbula y le di un pequeño empujón.
—Eres malo —mascullé—. Pero… ¡Te quiero!
Mis ojos se llenaron de lágrimas cuando todos vinieron a saludarme. Risas y
palabras cargaron una noche iluminada por las estrellas, como siempre, mientras el
sonido del mar y la música del garito nos acompañaban.
—Gracias a todos por esto. —Los miré antes de sentarnos a cenar algo—. Y
vosotras. —Señalé a Olivia y a Vero—. Ya os vale. —Empezaron a reír.
—Tía —contó Vero—, ha sido muy complicado escondértelo.
—¿Esconderlo? Si os he escuchado hablar sobre ello.
—Esta. —La acusó Oli—. Que no sabe guardar un secreto. —La apuntó con el
dedo—. Vero, hija, eres como para robar un banco y mantener la boca sellada. ¡Lo
cantas todo a la primera!
—Soy despistada. —Se excusó—. El banco lo robáis sin mí. —Óscar le dijo algo
y comenzaron a hablar, sentado a su lado.
Bailamos delante de una autocaravana muy pequeña y vintage pintada de colores
a modo de mesa de mezclas y un dj poniendo música del momento. Aquella noche la
llevaría conmigo, a fuego, y no sabía cuánto ni cómo dolería.
—¿Y Ángel? —Lucas me preguntó en medio de la pista de arena.
—No sé. Lo dejé en la barra hablando con mi hermano de motos. —Se rascó el
cuello—. ¿Qué ocurre?
—No lo encuentro. Estará fumando.
—Aquí se puede fumar.
Se fue igual de rápido que llegó.
Fede me trajo un refresco y le di las gracias.
—¿Y tú cuándo te vas? —Le pregunté.
—La semana que viene. ¿Vendrás a visitarme o solo tendrás tiempo para tu novio?
Le di un codazo y él se quejó.
—¡Ay! Qué fuerza tienes.
—Te he roto una costilla, seguro. —Reímos.
—Voy a echarte de menos —aseguró.
—Ya estás acostumbrado a estar sin mí.
Jamás me acostumbraría a no tenerlo cerca. Mi vínculo con Fede también era
irrompible, como el que me unía a Ángel. Una vez leí que, si la amistad supera los
siete años, durará para siempre, y la nuestra se contaba en dos docenas. Fede, uno de
mis tesoros invaluable que seguía guardado a pesar de que estudiábamos en ciudades
diferentes.
Separarse físicamente puede ser una prueba donde se juega mucho y se pierde
más, o se gana. Yo gané con él al demostrarnos que nuestra complicidad y cariño no
tenían límites ni fronteras. Lo mismo que esperaba de lo mío con Ángel.
Ay, Ángel… Mi lazo con él revelaba la relación que manteníamos. Tenía que
esforzarme mucho a veces, y el amor no necesita empujones, pero él se perdía a
menudo y yo debía encontrarlo.
Encontrarnos… Buscaba maneras de tenernos conectados cuando me fui a
Granada y lo había conseguido. Con los dos. Mi mejor amigo y el chico que amaba.
Llamadas, mensajes, videollamadas, visitas esporádicas. A pesar de lo que mi madre
decía, la tecnología hacía más bien que mal, acortó la distancia entre las personas
de una manera sin precedentes, permitiéndonos el contacto instantáneo con cualquier
parte del mundo, sin embargo, no todos saben aprovechar estas herramientas. Esto
último también lo decía mi madre.
Para bien o para mal… Nosotros, todos, seguíamos unidos en aquel momento.
46
PROMESAS ROTAS
ÁNGEL
Septiembre…
Unos años antes…

“Prometo estar contigo en cada paso del camino, sin importar la distancia que nos
separe ni el tiempo que la vida me tenga alejado de ti. Nunca te dejaré sola. Te daré la
mano, aunque no pueda tocarte la piel; la acariciaré en mis sueños y con mi alma”.
***
La barca en la que estaba sentado había vivido tiempos mejores, necesitaba una capa
de pintura y unos arreglos. Hernán se quedó de pie y miraba hacia el chiringuito donde
nuestros amigos lo pasaban bien. El resplandor de las luces nos alumbraba.
El humo de los cigarrillos se elevaba en espirales ante el reflejo de la luna.
—¿Vas a venir al circuito o no? —me preguntó.
—¿Con mi moto? —Fruncí el ceño y di una calada.
—Alquila una. Joder, tío, tienes que sentir la potencia bajo tus manos. —Le
entusiasmaba el tema.
—Estás loco si crees que tengo dinero para eso.
—La libertad es alucinante. Y la adrenalina… No puede compararse con nada. —
No me escuchó y siguió divagando.
—¿Ni con el sexo? —Alcé una ceja.
—Ángel, ¿quieres que te mate? No me hables de sexo cuando sales con mi
hermanita. —Ahora sí me atendió.
Su comentario me hizo sonreír, no obstante, el corazón se paró en mi pecho sin
que se percatara porque seguía emocionado hablando de motos.
—Voy a cambiarla. Necesito una máquina mejor.
Alguien pasó por nuestro lado con una antorcha y ni eso me extrañó, engullido
por mis pensamientos.
Sé valiente, cojones.
—Hernán. —Llamé su atención. Se lo diría a él primero, me daría una buena y
merecida hostia y me dispondría a cagarla para la eternidad.
—Eh, tíos. —Lucas nos interrumpió—. Ya me encargo yo de que vuestro alcohol
en las venas se mantenga a buen nivel. —Nos entregó dos cervezas.
—Quería cambiar a los cubatas —le informó Hernán.
—Perdone usted, mi señor, el error —ironizó mi amigo.
Chocamos los botellines y bebimos al unísono. Seguimos hablando de nuestra
pasión por la velocidad y por la aventura, ignorando ellos que la mía comenzaba
pronto, pero no en el sentido que todos pensaban.
—¿Qué hacéis aquí? —Fue Stella quien se acercó a nosotros—. La fiesta es en el
club. —Puso los brazos en jarra y achinó los ojos. La agarré de la cintura, la atraje
hacia mí y la besé.
—Tío, ¿qué te he dicho del sexo con mi hermana? —Irritamos a Hernán sin dejar
de comernos a besos—. Qué asco, en serio. Si tuvieras tú una hermana, me la follaba
delante de ti. —Se alejó entre lamentos, acompañado de Lucas.
Envolví su cintura con ternura y nos miramos con intensidad. Mi corazón
palpitaba al sentirla tan cerca. Nuestros cuerpos se acoplaron con suavidad, como dos
piezas de un rompecabezas que encajan a la perfección, y ella posó su mejilla sobre
mi hombro y me acarició la espalda. Cerré los ojos y absorbí el perfume que emanaba
su cabello, grabando en mi memoria cada detalle, porque…
—¿Cuándo vas a decirles que te vienes conmigo? —Sus ojos brillaban, su iris
se coloreaba de estrellas y sus labios se torcieron en una sonrisa que se convirtió en
una daga que cruzó mi pecho—. ¿Estás bien? ¿Has fumado maría? —Me gustaba las
arrugas de su frente cuando algo no le cuadraba, pero esta vez no me hizo feliz porque
ella no lo sería con mis palabras.
—Stella…
—¿Has fumado? No me gusta que lo hagas. No te dejes llevar por el idiota de
mi hermano.
—Él tampoco ha fumado.
—¿Entonces?
—Te quiero. Dime que lo sabes.
—Me estás preocupando.
—Dímelo.
—Claro que lo sé. Yo también te quiero.
Rocé mi nariz con la suya y me preparé para dejar escapar las palabras que llevaba
días guardando.
—Eres la razón de mi ser… —aseguré.
—Ángel… —Mi llorona se emocionó.
—Déjame terminar. No hay un solo día en el que no agradezca tenerte a mi lado.
Se acurrucó más contra mi pecho y sentí el amor más puro y verdadero. Porque
yo la amaba más que a nada, pero… No podía irme con ella, aunque lo deseaba.
—Te amo con toda mi alma —seguí—. Stella… yo… —La separé unos
centímetros, solo unos pocos, los suficientes para que nuestros ojos volvieran a
encontrarse—. Tengo algo que decirte. —Me puse de pie y la vi pequeñita. Un nudo
en la garganta casi me asfixia.
Ella asintió con cuidado, como si temiera lo que venía. Tenía y quería ser honesto,
o todo lo que pudiera, sin embargo, debía confrontar lo que se avecinaba y alejarme
de mi deseo de mantenerla cerca y protegerla.
Se me encogió el corazón y todo el cuerpo, pasé mis dedos por sus mejillas y
busqué fuerzas para soltar la bomba que arrasaría con lo nuestro. Porque lo haría.
—Hay algo que debo contarte, algo que nos dolerá a los dos… A mí también…
No puedo irme contigo.
Se petrificó, mi chica de la bicicleta se quedó helada, como aquel día, y no
entendió las razones porque no se las di. La revelación trajo consigo una oleada de
catástrofes; rayos, truenos, un huracán, una tormenta de granizo, un tsunami.
—¿Qué…? ¿A casa?
—A Granada. No puedo irme.
—Pero… Nos vamos en tres días. —Le temblaba el labio y no parpadeaba.
La abracé con fuerza ante su estado lánguido sin entender que el amor no es capaz
de superar cualquier obstáculo, porque los secretos matan hasta el más verdadero.
—No me voy contigo, Stella, no puedo —musité en su cuello.
—¿Por qué? ¿Es por tu madre? Está bien ¿no? —Lloraba a aquellas alturas.
—No te preocupes. Está bien —afiancé.
—¿Y por qué no te vienes?
—No puedo. —Dudé si decirle la verdad, pero había prometido callarme, guardar
el secreto, aunque este arrasaría con nuestro amor, con ella. Ya había arrasado
conmigo.
Me soltó y dio un paso atrás.
—Dime que estás bromeando. —Negué y tragué con dificultad—. Dime que…
—Me clavó las pupilas—… bromeas…
—Lo siento.
Salió corriendo como si la persiguiera una manada de rinocerontes. Sus gimoteos
me resquebrajaban el corazón mientras iba tras ella para detenerla.
—¡Stella! ¡Stella! —Intentaba alcanzarla sin éxito.
Enfiló el camino de madera y pude cogerla de la muñeca.
—¡Déjame en paz! —gritó.
—Espera, Stella, no te vayas.
—¡Quiero irme!
—Es tu fiesta. La gente se preguntará dónde estás.
—¡No me importa! —consiguió soltarse y siguió adelante. La seguí. ¿Cómo iba
dejarla marchar?
—Stella. —Volví a agarrarla, esta vez de la cintura.
—¡No me toques!
—Vamos a hablar. No te despidas de mí así.
—¿Quieres hablar? Eso me parece estupendo. ¡¿Por qué has cambiado de idea?!
¡¿Por qué has esperado a hoy para decírmelo?! ¡¿Acaso nunca planeaste mudarte
conmigo?!
—Claro que sí.
—¿Y qué ha ocurrido? —Respiré y ella esperó, sin obtener respuesta—. ¡Te odio!
¡Te odio! —vociferó, llorando sin parar y dándome golpes en el pecho.
—Para, Stella. Para. —Yo también lloraba.
—¿Por qué? Dime por qué… —rogó.
—No puedo.
Y se marchó. Hernán apareció de la nada y la acompañó, no sin antes aclararme
que me cortaría los huevos al día siguiente.
47
EL DESAMOR
STELLA

Julio…
Actualidad…

Da igual cuántas veces se derrumbe tu mundo. Duele como la primera vez.


***
Lloraba en mi dormitorio, en el que entré a hurtadillas y me escondí para que mis
padres no me vieran ni oyeran. Evitaba preocuparlos, aunque se veía el final; todos
lo sospechaban, menos yo, que seguía enamorada como una tonta, y esperaba, como
dijo mamá, que nuestra relación saliera bien.
Me sumía en la tristeza y desolación, porque me sentía sola sin él; mis lágrimas
resbalaban por mis mejillas y mojaban la almohada de la cama en la que me tumbé
tratando de amortiguar el sonido. No me abrumaba lo que sentía, porque me sonaba,
pero da igual cuántas veces tu mundo se derrumbe, duele como la primera vez.
—¿Stella? —Arantxa asomó la cabeza por la puerta—. ¿Estás bien?
Negué con la cabeza y sollocé. Ella entró y le pedí que la cerrara entre mis
gemidos. Tomó asiento en el filo del colchón y puso su mano sobre mi espalda.
—¿Es por Ángel? —Asentí—. Nunca te he visto llorar así.
—Nunca me has visto llorar.
—Toma. —Me dio un pañuelo de papel—. Está arrugado, pero sin utilizar.
Lo agarré y me soné los mocos.
—¿Qué tal ha ido la exposición? —Me interesé.
—Muy bien. Se han vendido algunas fotos y tienes a algunos medios esperando
que les llames.
—Mmm… —No me importaba aquello en ese momento, uno en el que la tierra
se hundía—. Gracias por venir a ayudarme. —Hablaba con la voz entrecortada por el
llanto—. Nos vamos el lunes. —Indiqué.
—¿A Madrid?
—Sí… —Me sobé los mocos.
—Pero… ¿y la exposición?
—Hablaré mañana con el concejal de cultura. Solo adelantamos nuestra marcha
una semana. Seguirá abierta todo el verano.
—Es una huida.
—A veces hay que huir para salvarse.
—Jo, vas a hacerme llorar a mí.
—Israel no te abandonará. Lo conozco. Él no es así.
—No es por Israel. Cuánto tiene que dolerte para que digas esas cosas. —Me
abrazó.
Mi teléfono sonó sobre la almohada y mi ayudante indicó quién llamaba.
—Es él. ¿Vas a cogerlo?
—No.
—¿Puedo cogerlo yo? No sé qué ha pasado, pero le dejo las cosas claras.
—Prefiero que no hables con él —musité.
—¿Por qué? —Los tonos seguían.
—Por evitar la agresividad. Tú también…
—¿Qué dices?
—Le ha dado un puñetazo a Xabier.
Abrió mucho los ojos, se levantó y lo cogió. ¡Lo cogió y descolgó!
—¿Ángel? —Silencio—. Soy Arantxa. Stella no quiere hablar contigo, pero yo sí.
Gracias por darle a ese imbécil su merecido. No sé qué ha pasado, pero estoy segura
de que lo ha pedido a gritos. —Colgó y tiró el móvil a la cama.
—¿Qué has hecho? —Me quedé en shock.
—Lo que has oído.
—Creí que Xabier te caía bien. Bueno… más o menos bien.
—Es un esnob y un creído. Un gran artista, pero tonto del culo.
Solté una carcajada y le di las gracias por ello. Me relajé y le conté lo que había
pasado. El sonido de una moto conocida me alertó.
—Es él. Es Ángel —indiqué.
Arantxa fue hasta el balcón y lo abrió.
—¿Qué haces? Sigo sin querer hablar con él.
—Voy a darle las gracias en persona.
—¿Estás loca? Cierra la puerta.
Me hizo caso y miramos a través de la ventana.
Bajó de su moto, se quitó el casco y se acercó a la cancela de entrada. Dudó si
llamar o no, dada la hora que era.
—¿Le abrimos? —preguntó.
—No.
—¿No te da pena?
—Ninguna. —Un poco sí me daba. Nos escondimos tras la cortina—. Apaga la
luz que va a vernos.
—¿Eres una experta en espionaje?
—Se da en primero de detective privado. —Sonreímos.
Cuando contraté a Arantxa, lo hice por su forma de sonreír mientras la
entrevistaba. Hablaba y hablaba sin parar, siempre de manera positiva. Es una persona
vitamina.
—Jefa, esto es surrealista.
Observábamos cómo se acercaba al portero, con el dedo alzado, pero no lo tocaba.
Cogió el teléfono y me llamó. Los tonos comenzaron sobre las sábanas.
—Te está llamando otra vez.
—Voy a pasar. Y vamos a dejar esto —susurrábamos—. Vete a la cama. Es tarde.
—Quiero saber cómo termina esta historia de amor.
—Ya terminó. Por eso estaba llorando, ¿recuerdas? Ha sido hace solo cinco
minutos. Y el culpable es ese al que quieres dejar entrar; en mi casa, por cierto.
—Eres muy dura con él.
—Ya la cagó una vez y aún no me ha dado ninguna explicación. Lo mejor es que
cada uno siga su camino. —Hipé—. Y aquí acaba la conversación. No quiero llorar
otra vez.
Se fue a su dormitorio entre quejas y volví a vigilar qué hacía Ángel. Se subía a
su moto y… desapareció entre los árboles.
48
LA PARTIDA
STELLA

Julio…
Actualidad…

Irse no es lo mismo que marcharse. Tienes que desaparecer de ese lugar que creías
que era tuyo. Olvidarlo.
***
A nadie le gustó que me marchara antes de tiempo. Mis padres se quejaban de que
les prometí que estaría en casa un mes y mi hermano quería, y cito palabras textuales,
partirle las piernas a ese gilipollas comemierda, destrozarle la moto y darle dos buenas
hostias. Fede me convenció para que nos tomáramos algo juntos ante mi inminente
partida.
—Prometiste que celebraríamos mi plaza —me presionó el enfermero.
—Vale. ¿Me recoges?
Nos tomamos algo en El Portil, una pedanía de nuestro municipio, a varios
kilómetros. Mi mejor amigo no preguntó por qué nos íbamos tan lejos cuando en el
pueblo los pubs se contaban por decenas. Sabía la respuesta, evitaba encontrarme con
Ángel. No volvió a llamarme ni lo esperaba. No lo hizo la última vez, ¿por qué ahora
debía ser diferente?
Tuve que dedicarle una tarde también a mi hermano. Me obligó a acompañarlo
a dar una vuelta en moto cuando hacía años que no cogía una y hacía un calor de
mil demonios.
—Deja de quejarte y escoge una —dijo ante cuatro de ellas.
—La más pequeña, Hernán. No quiero matarme.
Puso los ojos en blanco y sacó una Suzuki de doscientas cincuenta cilindradas y
la puso delante.
—¿De dónde la has sacado? —Estábamos en su garaje.
—Me la dio un amigo. Necesitaba muchos arreglos.
—¿Se desmontará en medio de la autopista?
—Vamos por carreteras nacionales.
—La ilusión de mi vida —suspiré—. Salirme en una curva.
—Sube, idiota. —Cogió un casco y unos guantes y me los puso en el pecho.
—Vamos a morir asados.
—Haga frío o haga calor, en moto se va mejor. —Me guiñó un ojo y sonreí.
Recordé la sensación que brindaba conducir una moto en cuanto la arranqué. La
adrenalina recorrió mis venas.
Con el casco bien ajustado y las manos sobre el manubrio, sentí la vibración del
motor y fue como una melodía que retumbaba dentro.
Hola, bonita. ¿Cómo hemos estado tanto sin vernos?
Salimos del garaje y el subidón aumentó. Lo seguí hasta salir del pueblo, sin correr
demasiado. Mi hermano se cortaba para que su hermana no se quedara atrás.
Buah, la brisa fresca y empezar a curvear, las rectas… ¿Por qué lo había olvidado?
El viento enredaba mi cabello, pero no me importaba, disfruté del paisaje y de la
sensación de libertad. Me sentía… viva de nuevo. Desaparecieron las preocupaciones,
los problemas, el dolor y la frustración, la desidia. Solo existíamos nosotros. La moto
y yo.
Hernán frenó un poco y se puso a mi lado. Me miró, y supe, a pesar de que el
casco le escondía casi todo el rostro, incluida la boca, que sonreía a mandíbula abierta.
Aceleró de repente y lo hice yo. Me dejé llevar por la pasión y la euforia. ¿Psicólogos?
¿Para qué? Aquello era mucho mejor. Dejaba atrás los kilómetros y el mundo entero,
hasta Ángel se evaporó en un universo que no merecía la pena si no cabía dentro
nuestro amor.
Me di cuenta de cuánto había añorado aquello. No solo pasear en moto, sino
hacerlo con mi hermano. Conducir con él era más que movernos de un lugar a otro;
una experiencia que avivaba mi espíritu y me conectaba con mi verdadero ser.
Hacía cinco años lo dejé todo. Me fui a Madrid y abandoné el surf, las motos y
a mi familia de alguna forma.
A veces los sueños nos cuestan demasiado… Y aún así merecen la pena.
El sol se colaba entre las hojas de los árboles y creaba sombras de colores al
atardecer. Cada giro del acelerador me invitaba a vivir el presente, pensar en el futuro
y olvidar un pasado cargado de preocupación y tristeza.
Sonreí mucho y a lo grande y me prometí que volvería pronto para compartir estos
momentos con mi hermano.
—¿Te lo has replanteado? —Hernán estaba sentado a mi lado en un bar de
carretera cerca de Valverde, un pueblo del Andévalo de Huelva, justo antes de entrar
en la sierra.
—No quiero ser scort, Hernán, aunque dé mucho dinero.
—Muy graciosa. —Fingió una sonrisa.
—¿Me has llevado…? Perdón… ¿Me has obligado a dar un paseo en moto para
convencerme de que no me vaya?
—Lo estás disfrutando.
Le di un sorbo a mi Coca-Cola.
—No voy a negártelo.
—No te vayas. Mamá y papá no se lo merecen.
—Volveré.
—¿Cuándo? ¿Para Navidad?
—Seguramente.
—¿Dónde está el fotógrafo?
—¿Xabier? Se fue anoche. —Me rasqué la frente.
—¿Volverás a verlo?
—Trabajamos juntos… en muchas ocasiones. Es como mi padrino en esto. Por
cierto, ¿vendrás a la inauguración de Madrid?
Se lo pensó unos segundos para ponerme de los nervios.
—Por supuesto. No me la perdería por nada del mundo. Mi hermanita será famosa
y… allí seguro que habrá muchas mujeres guapas.
—¿Cuándo piensas casarte? —Casi se atraganta con una tapa de carne en salsa.
—¿Nunca? Joder, qué manera tienes de estropear una buena tarde.
—Es de noche. Y tenemos que volver. Deberíamos irnos.
Negó y se levantó.
—Voy a pagar la cuenta. No nos vamos. Conducir de noche es muy peligroso y
tú no estás entrenada. Nos quedamos por aquí y mañana a primera hora volvemos a
la carretera.
—No me he traído el pijama. Ni el cepillo de dientes.
Bufó.
—No eres motera, mierda. Nosotros no necesitamos eso. —Entró en el local.
¿Qué necesitaba entonces? Porque aquello me había hecho muy feliz, sin
embargo, el recuerdo de Ángel apareció de repente en el cielo. Me había quedado en
Babia. Allí, a lo lejos, como un espejismo que se deshacía con cada suspiro y aparecía
cuando cogía aire de nuevo.
¿Nunca se marcharía del todo? ¿Aunque me fuera a Madrid, lejos de él? Debía
bórralo, hacerlo desaparecer, olvidarlo, como si no hubiera existido nunca. Pero…
¿puede hacerse? ¿Puede una persona recoger hasta las cenizas de una hoguera que
un día ardió? Me engañaba, porque aquella llama seguía encendida a pesar de que
trataba de apagarla.
Pero me fui. Cogí el tren a las siete y media de la mañana de un lunes con
temperaturas de casi cuarenta grados. Arantxa me acompañaba en silencio, respetando
mis cero ganas de hablar. Pasé el trayecto leyendo un libro y escuchando música. El
tren llegó sin retraso y nos apeamos del andén cargadas con las maletas.
—Ya estamos en casa —dijo y sentí escalofríos por el cuerpo. Aquella no era mi
casa. Mi hogar estaba muy lejos de allí, mucho más al sur.
Caminamos entre los pasillos y fuimos al metro que nos llevaría hasta mi
apartamento. No había tiempo que perder y ella me ayudaría también con los
preparativos.
—Bienvenida a casa —repitió Xabier unas horas más tarde cuando entró en mi
piso y estudio para recogerme y salir a tomar una copa con unos amigos.
No nos besamos, ni al vernos ni al despedirnos aquella noche. En Punta Umbría,
cuando lo acompañé en coche hasta la estación de tren de Huelva, mantuvimos una
conversación incómoda pero necesaria.
—No estoy enamorada de ti. Ojalá fuera así, pero no lo es. No lo puedo forzar.
—¿Quieres a ese camarero? El que me pegó.
Asentí.
—Lo lamento.
—Yo también. —Bajó del coche, sacó su equipaje del maletero y se acercó a mi
ventana abierta—. Estaré en Madrid. Nos vemos en unos días.
Eso fue todo y deseaba que quedara allí.
49
POR QUÉ NO PUEDO
ÁNGEL

Septiembre.
Unos años antes…

“A veces tienes que elegir entre lo que quieres hacer y lo que debes hacer. Yo elegí
mi deber y sé que era la única opción, aunque doliera”.
***
—¿Qué pasa, cariño? —Mi madre me esperaba sentada en el sofá, cansada por la
última sesión de quimio.
Destrozada…
Forcé una sonrisa.
—Nada, mamá. Todo está bien. —Esto me repetía como un mantra
constantemente. Sin embargo… Nada lo estaba.
Me encerré en mi dormitorio y recé para que papá no llegara borracho aquella
noche porque, si nos enfrentábamos, lo mataría. Lo juro. A veces quería matarlo y
necesitaba un saco de boxeo.
No olía a alcohol cuando lo vi, quizá un par de cervezas se había tomado, no
obstante, él también tenía tan claro como yo que debíamos mantenernos despiertos
hasta que…
—¿Cómo está mamá? —Entró en mi habitación.
—Se acaba de acostar. Ha cenado algo.
—¿Solo algo?
—Ha cenado bien. Yo no tendría hambre en su situación. Ni siquiera la tengo en
la mía.
—No se lo habrás dicho.
—No.
—Es mejor que no lo sepa. Es mejor así… —Lo dijo en voz alta, pero sé que
hablaba con él mismo.
A mamá le habían dado pocos meses de vida hacía solo una semana y nos costó
horrores que el médico no la informara a ella. Alegaban no sé qué del código
deontológico.
—Código el de una familia —respondí al facultativo. Sin duda no era la primera
vez que se enfrentaba a esa situación.
A partir de entonces la trataron como paciente de paliativos sin retorno, ¿sabes
lo que significa eso? Cuidarían de su bienestar mientras siguiera con nosotros y
mejorarían su calidad de vida.
—Papá. —Volví al presente—. Vamos a estar con ella. Lo haremos lo mejor que
podamos.
Y lo hicimos. Mamá vivió dos años más casi en perfectas condiciones, dadas sus
circunstancias. No dije a nadie que se estaba muriendo y que perdería pronto su lucha
contra el cáncer, una lucha despiadada que no libraba sola, sino acompañada de su
marido y su hijo, que no la abandonaríamos en medio de la batalla final y estuvimos
con ella en la adversidad, la complejidad y el sufrimiento de la enfermedad.
—No soy una heroína, cariño —le costó decirlo en sus últimos días—. No me
queda otra opción que luchar —aseguró, agarrando mi mano, sospechando lo que iba
a ocurrir, porque ella notaba que su cuerpo se apagaba—. Luchar, una necesidad muy
fuerte, la de querer vivir. Me gustaría estar aquí cuando te cases y llevarte al altar,
pero no estaré y… —Cogió aire—. Tú sí que vas a vivir. Hazlo intensamente.
No voy a romantizar la enfermedad, porque no es romántica en absoluto. El cáncer
es un camino de espinas, no un desafío que se deba tomar a la ligera. Es brutal, una
experiencia devastadora para el que la sufre y sus seres queridos; deja cicatrices
físicas, emocionales y psicológicas que perduran más allá de la remisión de la
enfermedad, si es que esta llega. A mamá no le llegó y tuvimos que enfrentarnos a
un final demoledor.
Me di cuenta de la fragilidad de la propia existencia, de la incertidumbre constante
del futuro y de la sombra de la recaída y la muerte. No fue una tarea fácil. Entendí a
mi madre mucho antes de que me hablara sobre ello. El cáncer no es algo que se deba
abordar con valentía o heroísmo, sino más bien con una mezcla de desesperación,
determinación, miedo y resignación.
No. No son héroes invencibles. Son personas que se encuentran sin pedirlo
luchando en una batalla que no quisieran librar y viven con dolor, angustia y
vulnerabilidad a cada segundo.
¿Valentía? No. Simples ganas de vivir.
Mi padre y yo hicimos un pacto; no diríamos a nadie que sus días estaban contados
y nos aseguraríamos de que ella no se enteraría. Por esto guardé el secreto y ni a Stella
lo revelé. Y se marchó pensando que no la quería. Y me destrozó durante demasiado
tiempo.
Claro que te quiero…
50
ES LA HORA
STELLA
Septiembre.
Actualidad…

La vida, un regalo.
Vivir, una obligación.
Bailar bajo la tormenta, nuestra responsabilidad.
Reír, pase lo que pase, un don.
***
“La gran inauguración”, así la llamaba Xabier. Yo la identificaba con una ansiedad
que no me dejaba ni dormir, así que la definía como “El demonio que iba a matarme
y llevarme con él directamente al infierno”.
El mes de agosto nos había agotado a todos y ninguno nos quejábamos. Yo era
la más beneficiada, pero Xabier y Arantxa me acompañaron en todo momento. AXXE,
una prestigiosa galería que había contado conmigo, dirigida por una chica joven
enamorada del arte y la fotografía, así como de otro tipo de expresión, como la pintura
y la escultura. Ubicada en el corazón de Madrid, irradiaba glamour y elegancia en
cada rincón, o eso alegaba Xabier.
—Es perfecta. Perfecta —recitaba ante todos.
Mis padres y mi hermano me visitaron para la ocasión. Les reservé dos noches
en un hotel cercano y fui a recogerlos a la estación. Mi padre sostenía un libro en las
manos cuando subió al coche.
—Hola, cariño. —Mamá me dio un beso y mi hermano un golpe en la cabeza.
—¿Adónde vamos hoy? Conozco un garito en Malasaña… —Fue su saludo.
—Hoy tengo que estar en la expo para comprobar que todo está perfecto y tú vas
a ayudarme.
—¿Y después?
—Tu hermana tiene que descansar para mañana —le regañó mi padre, sentado a
su lado en la parte de atrás.
¿Crees que salimos aquella noche? Lo dimos todo. Hernán se aguantaba de farola
en farola por una calle muy larga para así resistir hasta el final de ella.
—Pide un taxi. O un Uber. O un avión —me pedía.
—Ni de coña. Vomitarías dentro.
—¿Y qué?
—Venga, estamos al lado… —Tiraba de él agarrándolo del brazo.
—Ángel me pregunta por ti —balbuceó sentándose en el banco de una plaza al
paso.
—¿Qué? —No sabía si había escuchado bien.
—Ángel… —Se revolvió el pelo—. Me pregunta por ti cada vez que me ve. Te
echa de menos.
—¿Te lo ha dicho él? —Me molestó.
—Sí. —Cayó hacia un lado y lo aguanté.
—¿Y por qué me lo dices? ¿Crees que necesito saberlo?
—Porque es la verdad, hermanita.
—La verdad a veces es más dolorosa que una mentira.
—¿Prefieres que te mienta?
—Prefiero que te calles. No tienes que decirlo todo. Callarse no es mentir.
—Pufff, va a reventarme la cabeza —se quejó y cerró los ojos.
—Eres idiota. Y un borracho.
—Los borrachos siempre dicen la verdad.
—Es que no quiero saber nada. Ni verdades ni mentiras. ¿En qué me ayuda? Ángel
me dejó marchar una vez y me abandonó mintiéndome, engañándome durante
semanas, haciéndome creer que se vendría conmigo. Y ahora le pega a Xabier después
de que lo dejemos porque somos incorregibles y nuestro amor imposible.
Comprobado. ¿Cuántas veces más tenemos que hacernos daño para darnos cuenta?
Yo…
—Para, por Dios. ¿Quieres matarme? Eres una locomotora. —Cubrió sus orejas
con las manos.
—Será locutora.
—No, no. Suenas como una locomotora.
Me hizo sonreír. Me calmé y me acomodé a su lado.
—Si no nos vamos ya, nos quedaremos dormidos aquí.
—¿Y qué problema hay?
—Esto no es nuestro pueblo, Hernán; nos roban hasta las bragas cuando
empecemos a roncar.
—Yo no ronco. Ni llevo bragas.
—En eso estoy de acuerdo. No hay nombre para el ruido que haces.
—Ese ruido sí que es infernal. —Miró hacia abajo.
—Es mi móvil. —Lo saqué y la atendí.
—Buenos días, Stell. ¿Estás despierta? —preguntó Xabier.
Miré alrededor. El sol se atisbaba por el horizonte de edificios.
—Eh… Sí.
—Qué bien. Me ha llamado Borja Romero, quiere entrevistarte dentro de una hora
y media para su programa de radio.
—No puedo. —Vaya, yo también sabía decir esas dos palabras.
—¿Por qué? —Le salió voz de pito.
—Aún no me he acostado. —Pero también sabía dar una razón y muy lógica.
—Eso no es cierto.
—Estoy con mi hermano, hemos estado de fiesta y…
—¿Cómo eres tan irresponsable?
—¿Cómo eres tú tan poco empático? Llevo un verano de mierda, estoy muy
nerviosa por la exposición, me he matado a trabajar todo el mes de agosto, sin días
de descanso. Y viene mi hermano, me relajo con él y me insultas.
—Stell, no te pongas así.
—Nos vemos esta tarde. —Le colgué.
Miré a mi lado y… Hernán se había quedado dormido con la nuca en el respaldo
y la boca abierta. Roncaba. Y cómo roncaba. Sonreí y me acomodé a su lado, no
demasiado tiempo. Llamé a un Uber que nos recogió y me dejó en la puerta de casa.
No podía con él, así que lo zarandeé hasta que reaccionó y pudo dar un paso tras otro.
***
Emocionada y nerviosa, así estaba a las seis de la tarde, y con unas ojeras que me
llegaban a la mandíbula. Mamá me regañó por eso y culpó a mi hermano por ser “una
mala influencia para mí”.
Arreglada con un vestido blanco muy elegante de satén, entré en la galería
acompañada de mi familia, echando de menos a Ángel. Sí, lo reconocí en silencio y
para mí. Me acordaba de él, de sus besos, de su piel morena y salada la mayor parte
del tiempo. No pude recrearme en su recuerdo porque la multitud me aclamaba y tuve
que conversar con críticos de arte, coleccionistas, amigos y compañeros de estudios,
así como con admiradores y seguidores en redes que acudieron para apoyarme en mi
carrera.
Pero Ángel no estaba.
Las fotografías, cuidadosamente montadas en elegantes marcos negros, colgaban
en las paredes de la galería como ventanas a diferentes realidades y emociones
capturadas a través de la lente. Desde paisajes impresionantes de la ciudad hasta
retratos íntimos y expresivos de mi pueblo, atrapando la atención de todos los
presentes y generando admiración y asombro.
—He de reconocer que ha sido buena idea incorporar tus últimas fotografías —
reconoció Xabier que en principio se negó a poner en práctica mi idea—. El contraste
es extraordinario.
Una de ellas era él. Ángel subido a su tabla de surf, pero solo se distinguía su figura
a lo lejos, ante un sol anaranjado que se marchaba y desaparecía, como lo nuestro. Y
allí estaba yo, ante esa imagen enorme, más alta y ancha que yo.
—Es la primera que se ha vendido. Los colores son impresionantes —informó
Arantxa, a mi lado, con una sonrisa enorme. Miró hacia un lado y saltó—. Ahí está.
—Corrió hasta Israel, con el que seguía saliendo y había invitado para el evento. Saltó
sobre él y se abrazaron. Me recordó las veces que yo había hecho lo mismo con Ángel
a lo largo de los años y suspiré.
—Hermanita, estos canapés están exquisitos, pero son demasiado pequeños. Voy
a comer algo fuera. ¿Quieres una hamburguesa?
—No tengo hambre.
Observé que sonreía a una chica rubia que también lo miraba.
—Has quedado con esa chica.
—Se llama Malena y es periodista.
—Como si te importara a qué se dedica.
Me dio un corto beso en la mejilla.
—No tardaré.
—Lárgate.
La noche transcurrió entre brindis, risas y elogios. Lo celebré porque me lo
merecía, no solo el éxito de la exposición, sino también el reconocimiento de mi
talento y dedicación por completo a ese arte.
—Ha sido inolvidable, cariño. Nos vamos a descansar. Es tarde —me dijo mi
padre—. Estamos muy orgullosos de ti.
Ya sola en aquellas salas y recogiendo, otra fotografía llamó mi atención y me
detuve frente a ella. No me había percatado hasta entonces. En la imagen se reflejaba
la luz de una farola junto a un banco en la que charlaban dos personas agarradas de las
manos, un hombre y una mujer de mediana edad con la ría de fondo. Me acerqué hasta
casi tocarla y vi en una esquina una moto que reconocía. La Ducati de Ángel estaba
aparcada sobre la acera. Hasta aquí todo normal (o no), la foto se titulaba: Siempre
estaré a tu lado. Puse el nombre por lo que expresaba esa pareja, no por la moto del
chico que aún amaba, que hasta ese momento ni había visto.
Me sentí inquieta, como una mariposa atrapada en una jaula de expectativas
incumplidas.
Prometiste que no volverías a hacerme daño y me arañaste hasta el alma.
Hacía más de un mes que no nos veíamos, un mes de silencio ensordecedor que
había llenado mi corazón de tristeza, aunque la escondía, a mí y a todos. Quizá me
había hecho ilusiones, quizá él me sorprendería aquella noche, quizá nuestro amor
encontraría la forma de ser.
Cerré los ojos y juro que lo sentí abrazándome por detrás, susurrándome te quieros
al oído con ternura, pero de nuevo la imagen se desvaneció lentamente en el aire
pesado de su ausencia.
Comenzó a hacer frío allí dentro, me despedí del staff y seguridad y salí a la calle.
Me extrañó que Xabier desapareciera. Busqué el teléfono y procedí a llamarlo, pero
una llamada entrante me interrumpió.
—Hernán, no volviste.
—Y tú me perdonas. He echado el polvo de mi vida.
—No quiero saber tus correrías, idiota. ¿Qué quieres?
—¿Dónde estás?
—En la puerta de la galería.
—No te muevas de ahí. Te recojo en diez minutos y vamos a celebrarlo.
—Ya lo celebramos ayer.
—Eso solo fue una previa. Ahora viene lo mejor.
—Estoy cansada.
—Venga ya, no puedes negarte.
—¿Por qué? Claro que puedo.
—Tú no sabes ni quieres decirme que no.
Suspiré, me armé de paciencia y me senté a esperarlo en el muro de una fachada.
No logré evitar volver al pasado, porque ese pasado no se había ido. Cada día que
pasaba sin noticias ni señales de una vida que pudo ser y no sería experimentaba una
creciente decepción, como olas frías que me golpeaban con fuerza. Mis pensamientos
se enredaban unos con otros, preguntas y respuestas sin sentido, alimentando la duda
y el resentimiento en lo más profundo de mí.
A pesar de haber tomado caminos divergentes y haber dejado atrás un laberinto
sin salida, añoraba perderme en él; una parte de mí seguía anhelando su presencia
porque me reconfortaba. Su ausencia me recordaba la crueldad de las despedidas, si
es que la hubo, y el eco de nuestro amor aún resonaba en cada rincón.
Luché por contener mis lágrimas que amenazaban con empañar mis ojos y ahogar
un grito que apretaba mi garganta. Las grietas seguían ahí, resquebrajando mi frágil
armadura que construí para protegerme del dolor.
Ángel…
51
UN VIAJE AL CIELO
STELLA
Septiembre.
Actualidad…

No renuncies a ti por otra persona. Perderás a las dos.


***
—¿Adónde vamos? —cuestioné, subida a un Uber con mi hermano, que venía de
follar, por cierto—. Espero que te hayas duchado.
—¿Por quién me has tomado? Malena tiene un piso enorme. La ducha es como
el salón de mi apartamento. Y tiene… —Hizo dos globos con las manos delante de
su pecho.
—Hernán, por favor, cállate. Dime adónde vamos.
—A tomar unas copas. Ya te lo he dicho.
—¿Chueca?
—Más lejos. He preparado algo muy especial para la fotógrafa de moda.
—¿Quién es esa?
—Mi hermana. —Sonreímos.
—Eso son las Torres Business Area —indiqué cuando las vi.
—No me digas.
—¿Ahí vamos? Las terrazas son muy caras.
—Voy a pagar yo. Y… eres la fotógrafa del momento —insistió.
—Sí, pero pobre.
—Siempre quejándote. Pare por la Torre de Cristal —pidió al chófer.
—Es el edificio más alto de Madrid —informé.
—¿Ahora eres guía turística?
—¿Qué te pasa? Pareces un perro con pulgas de repente.
Pagó al conductor y bajamos.
Recorrimos una zona peatonal repleta de árboles y bancos de hierro y cruzamos
el vestíbulo. Esperamos una de las lanzaderas y Hernán pulsó el último piso cuando
ya estábamos dentro.
—¿Al último? ¿Es nueva la terraza?
—Supongo… —murmuró, mientras tecleaba algo en su móvil con agilidad.
—¿Deseándole buenas noches a Malena?
—Nop. A Clara.
—¿Quién es Clara? —Alcé una ceja.
—Una amiga de Sevilla. —Guardó el teléfono en su pantalón—. Vamos, sal,
pesada. No vayas a darme la brasa. No tengo pareja ni persona a quien dar
explicaciones.
Recorrimos un pasillo de luces tenues y mi hermano empujó una puerta con ojo
de buey.
—Yo me quedo aquí —manifestó.
—¿De qué hablas, imbécil?
—Me encanta que me insultes —ironizó—. Vete. Alguien te espera.
—No necesito una cita a ciegas. Sé buscarme novio yo sola. Y… a lo mejor no
quiero. Seré una mujer soltera, como tú. Será cosa de genes.
—Una última cosa. —Me clavó la mirada—. Ángel no te acompañó a Granada
porque días antes de vuestra mudanza le dieron la fatal noticia de que la enfermedad
de su madre no tenía solución. No quería dejarla sola en esos momentos.
¡Boommm! Una bomba atómica sobre mi cabeza, sobrevolando el cielo de
Madrid, derribando el edificio y mis defensas.
—Qué… ¿Cómo sabes tú eso?
—Me lo ha dicho Ángel. Hace un mes. Justo el día que fui a destrozarle la moto
y las piernas.
—¿Y a qué viene ahora? —Me temblaba el cuerpo.
—Ya lo entenderás. —Me empujó hacia fuera y cerró la puerta, dejándome sola.
El último piso, ¿la última oportunidad? La Torre de Cristal se alzaba suspendida
en las alturas y ofrecía una vista panorámica que abarcaba la extensión de la ciudad y
se perdía en el horizonte dibujado por las montañas lejanas de la sierra de Madrid. A
la terraza la rodeaba un perímetro con barandas transparentes que parecían desafiar
la gravedad.
Pegué los pies al suelo y respiré. Los coches se veían como diminutos puntos
en movimiento, las calles se entrelazaban como vericuetos en un laberinto moderno,
como en el que yo deseaba entrar; sin embargo, nada de ello me llamaba la atención,
lo que me empujó a caminar fue el olor a sal lejos del mar.
El viento acarició mi cara y la refrescó, zumbando en mis oídos, un susurro
constante que parecía llevar un significado oculto. Como si este fuera el que me
llamara en una única dirección.
Allí estaba él, Ángel, con un pantalón de pinza beis y un polo azul, guapísimo, de
espaldas, admirando el cielo estrellado.
—Ángel… —musité.
Se giró y nuestras miradas se encontraron en medio de un universo demasiado
pequeño para nosotros.
—¿Qué…? —dudé.
—Hola, llorona.
—Estás en Madrid.
—Eso parece. —Dio un paso hacia mí.
—No has estado en la exposición. —No se lo reprochaba.
—No me ha dado tiempo a llegar, pero…
—Estás aquí… ¿Por cuánto tiempo?
—El que tú me dejes. —Me agarró de la mano y la llevó a su corazón—. Stella,
te amo, y siento tanto lo que ha ocurrido.
—Yo también.
—¿Me amas o lo sientes?
—Las dos cosas. Pero… Esto no soluciona nada.
—Escúchame…
—Sé por qué no me acompañaste a Granada. ¿Por qué no me lo dijiste? —lo
interrumpí.
—Prometí guardar el secreto.
—Y ese secreto nos mató.
—Mi amor por ti jamás murió, Stella. Debía cuidar a mi madre, estar con ella…
—Lo entiendo. No tienes que explicármelo. —Me acarició el rostro y pegó su
nariz a la mía—. Pero… ¿qué hacemos aquí?
—Es el edificio más alto de Madrid.
—Lo sé. —Acababa de decírselo a mi hermano—. Eso no responde a mi pregunta.
—Una vez me dijiste que te sentías conmigo, con lo nuestro, como en una montaña
rusa, que algunas veces te hacía tocar el cielo y otras caer en el infierno. —Asentí—.
Esto no es el cielo, pero sí lo más cercano. Es lo que quiero darte, Stella, una vida con
un cielo dibujado de estrellas muy brillantes.
—Oh, Ángel… —Me ganó.
Unió su boca a la mía y sentí ese amor, el que te eleva a lo más alto y no te deja
caer, te da la mano y te ayuda a saltar los abismos sin caer en ellos.
—Hace frío… El verano se acaba —musité, con mi aliento enredándose con su
aliento.
Él me miró fijamente a los ojos y dijo con una convicción aplastante.
—Nosotros siempre seremos verano.
EPÍLOGO

ÁNGEL

Sonaba Me equivocaría otra vez de Fito & Fitipaldis, pero ahora ya no dolía. Había
pasado cinco años desde que nos reencontramos y aprendimos a querernos bien. La
cantábamos en casa todos los días. Stella la ponía por las mañanas y nos despertaba
con una sonrisa.
—¡Vamos, chicos! ¡Estamos de vacaciones! —gritó mi mujer, con la que me casé
hacía un año. Dentro de tres días celebraríamos nuestro aniversario y lo haríamos
sobre la arena. Pero ella no lo sabía y pedí a nuestros amigos que guardaran el secreto.
Vivíamos en un piso de dos habitaciones en Chueca, cocina abierta y un balcón
con macetas con flores a una calle peatonal con mucha vida. En una de las paredes
del salón colgaba el cuadro que compré en la galería AXXE aquella noche, sin que ella
lo supiera. Nos hipotecamos hasta las cejas porque a ella, mi Stella, le enamoró.
—Llorona, ven —dije.
—No me llames llorona. ¡Yo no lloro! —respondió nuestra hija de tres años,
empezando a llorar, y comiéndose algunas letras.
Helena, así la llamamos, como a mi madre, y se parecía físicamente a ella, pero
mucho más regordeta y con los ojos más grandes, o eso me parecía. Tenía dos luceros
que, si te fijabas bien, podías ver el universo dentro.
El universo, el nuestro, ese que por fin habíamos creado en sesenta metros
cuadrados.
Me agaché, la cogí en brazos y fui con ella hasta el baño.
Ocupado.
—¡Stella! ¡Me meo! —avisé.
—Es Lucas. —Stella apareció detrás. Hablaba de nuestro hijo de dos años, no de
mi amigo, aunque el nombre se lo pusimos por él. Hernán se enfadó mucho porque
no elegimos el suyo, pero le debíamos a Lucas el primer puesto. Gracias a él conocí
hace muchos años a Stella, con cuatro o cinco años, cuando la empujó en un parque
y la tiró de culo. Yo la ayudé a levantarse. Esto lo averiguamos mientras hablábamos
con nuestros amigos durante una fiesta en casa de Olivia. Ella se acordaba y había
dado por hecho que sabíamos desde siempre que eso ocurrió.
—Lucas, abre —le rogué.
Tras esperar un minuto, intenté empujarla sin conseguir moverla.
—Ha debido cerrar el pestillo otra vez —anunció mi preciosa mujer.
Bufé, solté a Helena en el suelo, que aún hipaba, y levanté la puerta por los pernos
para lograr entrar. Lucas estaba sobre un taburete, con el lavabo hasta arriba de agua y
jugando con pompas de jabón. Una le adornaba el cabello castaño con mechas rubias,
como el mío.
—Lucas, no puedes cerrar. ¿Cuántas veces tengo que explicártelo? Eres muy
pequeño. Puede ocurrirte algo grave —le regañé.
—¡Pombas! ¡Pombas! —El niño travieso sonreía y pasaba de mí.
Levanté la tapa del inodoro y meé, cojones, iba a hacérmelo encima. Stella se
llevó los niños a desayunar a la cocina y aproveché para darme una ducha tranquila.
¿Tranquila? Nuestro diminuto hogar era una caja de sorpresas, un circo del que me
enorgullecía y me hacía muy feliz. Surfero, nuestro perro, un pastor alemán de solo
cuatro meses, se coló dentro de la bañera y comenzó a chapotear y a comerse la pastilla
de jabón. Se lo comía todo, hasta el suelo del salón.
—¡Surfero! —le regañé, pero me hizo el mismo caso que mi hijo; ninguno. Siguió
jugando y salí para ir hasta la cocina con una toalla alrededor de mi cintura y quejarme
de que ni un segundo podía estar tranquilo en nuestra casa. No podía… Ni quería.
Cuando llegué y los vi riendo y haciendo tostadas con mermelada, mantequilla, jamón,
fruta… un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. El mismo que el día que conocí
a Stella, el mismo que el día que nos besamos por primera vez, el mismo que nos
dijimos que nos queríamos.
El corazón se me llenó de alegría. Los adoraba. ¿Conoces esa sensación de saber
que estás justo donde quieres y debes estar? ¿Que no hay otro lugar? Esa misma
me inundó. Jamás me hubiera imaginado que sería tan feliz lejos de las olas, de los
atardeceres sobre el agua, de la soledad que te da el mar.
Ellos eran todo eso y más; olas gigantes que surfear cada día, atardeceres en un
sofá naranja manchado de verdura cocida y triturada que sabía a gloria y una soledad
que no anhelaba.
Me encantaría que los hubieras conocido. Conversé con mi madre, como si la
tuviera al lado estando tan lejos, fuera de este mundo tangible y nuestro.
Una compañera de vida, mi cómplice, mi amor verdadero. Eso era Stella. Y cada
risa de mis hijos, cada gesto de cariño entre ellos me confirmaba una y otra vez que
lo habíamos hecho, al fin y al cabo, bien.

STELLA
—Helena, deja a tu hermano —pedí a mi hija—. Lucas, deja de comerte la Tablet —
solicité a mi hijo.
El coche se convirtió en una zona de guerra. Los niños gritando, el perro ladrando,
Ángel con la música demasiado alta y cantando como si fuera solo y yo con un vómito
de Lucas sobre la camiseta porque le sentaba fatal viajar y habíamos tenido que parar
en una gasolinera para comprar una botella de agua fría.
—Recuérdame por qué no hemos cogido el tren —comenté a mi marido.
—Porque ocuparíamos solo un vagón con vuestras cosas —respondió, con unas
gafas de sol negras y una de las manos repleta de anillos plateados sobre el volante
de nuestro Land Rover blanco.
—¿Nuestras cosas? —Me sentí ofendida.
—Llevo dos bañadores y dos camisetas.
Puse los ojos en blanco y le quité la Tablet al dichoso niño, que inmediatamente
comenzó a llorar. Helena lo imitó porque no superaba ver llorar a su hermano y yo
quise tirarme por la ventana directamente a la cuneta de la autopista que
atravesábamos.
—Recuérdame por qué tuvimos hijos —anoté.
—Helena fue porque no contaste bien los días fértiles y me dijiste: cariño, sin
condón, sin condón, por una vez no pasa nada. —Trató de imitar mi voz y le di un
golpe en el hombro—. Con Lucas se te olvidó una de las pastillas anticonceptivas.
—¿Estos dos bichos son culpa mía? —Me señalé el pecho.
Él me miró y sonrió.
—No los llames así. Son dos angelitos.
—Demonios es lo que son. —No lo sentía así. Solo estaba superada por el estrés
y, además, bromeábamos.
—Estos dos demonios desalmados nacieron gracias a ti —destacó.
Nos reímos mientras los niños se desgañitaban en la parte de atrás hasta quedarse
dormidos.
—¿Estás preparado para el viernes? —le pregunté, orgullosa de él.
Ángel asintió y tarareó una canción que sonaba por la radio.
Me iba bien con la fotografía, mis seguidores rondaban los trescientos mil en
Instamar (así lo llamábamos en la familia porque mi madre no lo corregía) y algunas
marcas importantes colaboraban conmigo. Sin embargo, prefería la fotografía artística
y a eso dedicaba la mayor parte del tiempo.
Mis padres se comieron a besos a nuestros hijos cuando llegamos a casa y esa
misma tarde visitamos la playa. Ángel deseaba hacer surf y subir a los niños a una
tabla. Hernán llegó con su chica una hora más tarde. Laura, su ex, su única relación
larga. Él también se reencontró con un antiguo amor y me confesó que jamás debió
dejarla porque lo hacía muy feliz.
—¿Y por qué esperaste tanto tiempo?
—Creí que me perdería el mundo si seguía con ella, hasta que me di cuenta de
que perdía mucho más lejos de Laura.
—Es una mujer maravillosa.
Esta conversación la tuvimos durante las últimas Navidades, cuando la invitó a
cenar con nosotros el día de Nochebuena.
Yo también subí a una tabla y cogí algunas olas, cada vez se me daba mejor este
deporte. Olivia y Fede nos acompañaron durante la cena. Sí, por fin mi mejor amigo
le declaró su amor y ella… Ella se enamoró poco a poco de él, fijándose y dándole
importancia a los detalles.
—¿Cómo llevas las últimas semanas? —Me preocupé por su embarazo.
—Están siendo los días más maravillosos de mi vida —respondió, y bebió de su
vaso de agua, sentada a mi lado en el bar de un amigo, Tejemaneje, cerca de la ría.
—Me alegra mucho por ti. —Me extrañó, porque por teléfono se había quejado
mucho—. Disfrútalos.
—¿Estás loca? Estoy deseando que la niña salga, que salga ya de mí, por favor.
No duermo, tengo los tobillos tan hinchados que han desaparecido, casi no puedo
respirar, parezco una vaca de doscientos kilos y no puedo beber refrescos porque los
gases le sientan fatal, a ella y a mí. —Se acarició el vientre.
—Jajaja. Jajaja. Ya queda menos.
—Eso decís todos, pero me quedan a mí, solo a mí. Cada minuto, cada hora, cada
segundo… —dramatizó.
—Cariño, ¿quieres tarta de chocolate? —Fede le preguntó.
—Yo sí, me encantaría, pero esta niña va a ser rara y se revuelve dentro. Es como
llevar un alien.
Todos reímos.
Mis hijos jugaban con el niño de Vero a pocos metros. Mi otra mejor amiga tuvo
a su bebé, pero no siguió saliendo con Sergio, aunque este hizo cargo del bebé. Se
llevaban bien, así que pudimos pasar la velada todos juntos. Sergio trajo a su novia y
Vero a su marido Lolo. Formábamos una gran familia bien avenida.
Y el viernes llegó. Una noche mágica que vivimos con ilusión. Ángel actuaba con
su nuevo grupo, uno que formó en Madrid, Blaze Harmony, en el festival de música
La Punta de las Estrellas. Fue emocionante y lo disfrutamos como niños pequeños;
estos también estuvieron.
Lucas y Helena aplaudían a su padre en primera fila, y tarareaban las canciones
junto a cuatro mil personas que asistieron al evento.
Fue mágico, sobre todo cuando el vocalista cedió el micrófono a mi marido y este
cantó la Mi chica de la bicicleta. Por cierto, mi padre la sacó del cuartillo, la decentó,
la arregló y los niños la montaron aquel verano.
Nuestro verano.
Mil veranos más juntos.

ÁNGEL
Las cosas se ven de distinta manera según nuestro estado de ánimo.
En medio del agua, sobre mi tabla, mientras el sol se ocultaba y teñía el cielo de
colores anaranjados, verdes y violeta, volví a recordar esa frase, la que me dijo mi
madre. Con la brisa marina que tanto añoraba en Madrid rozando mi rostro y el sonido
de las olas rompiendo tras de mí.
Ya no me sentía un cobarde, sino en paz, en conexión con este mundo que pisamos.
Agradecido a la vida por haberme permitido ser feliz y brindarme con varias
oportunidades para lograr amar a Stella y que ella me ame tal como soy. Cada olque
que había surcado, cada salto sobre nuestra agua salada me recordaba lo lejos que
había llegado, las adversidades superadas y los sueños cumplidos. Eso eran ellos: el
mejor de los sueños. Y la vi a ella, a mi madre, sonriéndome desde el cielo y… sonreí
yo, con el rostro, el alma y el corazón.
Seamos felices.
No perdamos ni un segundo.
SOBRE LA AUTORA

Estrella Correa (ahora también Star Clark) nace en Chucena, graduada en Derecho
y Técnico Superior de Secretariado de Dirección Bilingüe en Huelva. Actualmente
reside en Punta Umbría. Desde sus primeros pasos dedica gran tiempo a la lectura de
obras clásicas y de actualidad e incluso se atreve a elaborar relatos, bien por deber
académico, bien por puro entretenimiento. En 2016 autopublica su primer libro, Un
gin-tonic, por favor; y a partir de ahí encuentra su verdadera vocación: escribir.
Poco a poco, el éxito de sus novelas la lleva a distaciarse de la abogacía y a
transformar su hobby en su profesión.
Ha tenido contratos con editoriales, pero actualmente todos sus libros están
disponibles en exclusiva en Amazon en dos formatos: papel y digital. Apuesta por
esta plataforma y reconoce que gracias a ella comprueba día a día que su trabajo llega
a miles de personas y que además da frutos.
Su trilogía Un gin-tonic, por favor, publicada con Ediciones Coral en una edición
especial y completa, fue durante varias semanas de 2018 y 2019 el ebook de ficción
más vendido en España según Bookwire España.
Su novela “Anoche soñé mariposas” (mayo 2020) ha sido la novela con más
reseñas y valoraciones del PLAS 2020 (Premio Literario Amazon Storiteller).
Actualmente está retirada del mercado y será publicada por el sello Vergara de la
editorial Penguin Random House el 13 de mayo de 2021.
El 19 de octubre de ese mismo año (2020) la revista Vogue Bussines se hace eco
en un artículo de las ocho mujeres escritoras autopublicadas más destacadas de la
plataforma Amazon.es entre las que se incluye a Estrella Correa.
Libros publicados:
Un gin-tonic, por favor
Sonríe, por favor
Bésame, por favor
Quédate conmigo, por favor
Recuérdame, por favor
Ni por favor ni leches
Más Almas, por favor
Nerea y las estrellas
La estrella de Nerea
Cualquiera menos tú
Todos menos tú
Anoche soñé mariposas
Tú y yo en la Gran Manzana
Amor en Manhattan
Mi chica del SoHo
Un corazón en Nolita
Mil besos en TriBeCa
Chelsea Love
Despiértame a besos
Despiértame a sueños
Jódase, señor Ward
Jódase, señor Baker
Jódase, señor Cross
Sexi Navidad en Nueva York
Imborrables
Te odio, James Balck (Star Clark)
Te detesto, Oliver Drake (Star Clark)
No te soporto, Alex Hudson (Star Clark)
Siempre seremos verano
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