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Ciudad de Dios Fragmento

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Agustín de Hipona, La ciudad de Dios (Selección)

Traducción de Santos Santamarta del Río, OSA y Miguel Fuertes Lanero, OSA

PRÓLOGO
Motivo y argumentación de la presente obra

La gloriosísima ciudad de Dios, que en el presente correr de los tiempos se encuentra


peregrina entre los impíos viviendo de la fe, y espera ya ahora con paciencia la patria
definitiva y eterna hasta que haya un juicio con auténtica justicia, conseguirá entonces con
creces la victoria final y una paz completa. Pues bien, mi querido hijo Marcelino, en la
presente obra, emprendida a instancias tuyas, y que te debo por promesa personal mía, me he
propuesto defender esta ciudad en contra de aquellos que anteponen los propios dioses a su
fundador. ¡Larga y pesada tarea ésta! Pero Dios es nuestra ayuda.

Soy consciente de la fuerza que necesito para convencer a los soberbios del gran poder de la
humildad. Ella es la que logra que su propia excelencia, conseguida no por la hinchazón del
orgullo humano, sino por ser don gratuito de la divina gracia, trascienda todas las eminencias
pasajeras y vacilantes de la tierra. El Rey y fundador de esta ciudad, de la que me he propuesto
hablar, declaró en las Escrituras de su pueblo el sentido de aquel divino oráculo que
dice: Dios resiste a los soberbios, y da su gracia a los humildes. Pero esto mismo, que es
privilegio exclusivo de Dios, pretende apropiárselo para sí el espíritu hinchado de soberbia,
y le gusta que le digan para alabarle: «Perdonarás al vencido y abatirás al soberbio».

Tampoco hemos de pasar por alto la ciudad terrena; en su afán de ser dueña del mundo, y
aun cuando los pueblos se le rinden, ella misma se ve esclava de su propia ambición de
dominio. De ello hablaré según lo pide el plan de la presente obra y mis posibilidades lo
permitan.

Libro I

CAPÍTULO XXXV
En medio de los paganos hay hijos de la Iglesia, y dentro de la Iglesia hay falsos
cristianos

Estas y otras semejantes respuestas, y posiblemente con más elocuencia y soltura, podrán
responder a sus enemigos los miembros de la familia de Cristo, el Señor, y de la peregrina
ciudad de Cristo Rey. Y no deben perder de vista que entre esos mismos enemigos se ocultan
futuros compatriotas, no vayan a creer infructuoso el soportar como ofensores a los mismos
que quizá un día los encuentren proclamadores de su fe. Del mismo modo sucede que la
ciudad de Dios tiene, entre los miembros que la integran mientras dura su peregrinación en
el mundo, algunos que están ligados a ella por la participación en sus misterios y, sin
embargo, no participarán con ella la herencia eterna de los santos. Unos están ocultos, otros
manifiestos. No dudan en hablar, incluso unidos a los enemigos, contra Dios, de cuyo sello
sacramental son portadores. Tan pronto se encuentran entre la multitud pagana, que llena los
teatros, como entre nosotros en las iglesias. No hay por qué desesperar en la enmienda de
algunos, incluso de estos últimos, mucho menos cuando entre nuestros enemigos más

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declarados se ocultan algunos predestinados a ser nuestros amigos, y que ni ellos mismos lo
saben. Entrelazadas, de hecho, y mezcladas mutuamente están estas dos ciudades, hasta que
sean separadas en el último juicio.

Voy a exponer mi opinión sobre el origen de ambas, su proceso evolutivo y el final que les
corresponde, según la ayuda que reciba de Dios; todo a gloria de la ciudad de Dios, que
brillará con más claridad en contraste con sus opuestos.

CAPÍTULO XXXVI
Tema del resto de la obra

Me quedan todavía varias cosas que replicar a quienes achacan los desastres del Estado
romano a nuestra religión, por obra de la cual existe prohibición de sacrificar a sus dioses.
Voy a hacer mención de todas aquellas desgracias que vengan a propósito, tanto por su
número como por su magnitud, y que puedan parecer suficientes, soportadas por Roma o las
provincias a ella sometidas, antes de la prohibición de sus sacrificios. Sin duda alguna que
nos las cargarían todas a nosotros, si nuestra religión se hubiera ya hecho luz ante ellos o les
hubiera puesto el veto a sus cultos sacrílegos.

En segundo lugar, voy a exponer el motivo por el que el Dios verdadero se dignó prestar su
auxilio a algunas formas de su conducta para engrandecer el dominio de Roma. Veremos
también cómo el poder de quienes ellos llaman dioses de nada les ha servido; al contrario,
les ha perjudicado profundamente con sus patrañas y sus mentiras.

Tomaré la palabra, por fin, contra aquellos que, ya refutados y convictos con pruebas
evidentísimas, ponen gran celo en sostener la obligación de darles culto, no precisamente
buscando un provecho en la presente vida, sino más bien para la vida de ultratumba. Tema
éste, si no me equivoco, mucho más complicado, bien digno de una delicada discusión. Se
trata nada menos que de discutir contra los filósofos, y no unos filósofos cualesquiera, sino
los que gozan ante ellos de la más encumbrada fama, y que están de acuerdo con nosotros en
muchos puntos; por ejemplo, la inmortalidad del alma, la creación del mundo por elverdadero
Dios, la Providencia divina, gobernadora de todo lo creado. Pero como deben quedar también
refutados aquellos puntos en que disienten de nosotros, tomaremos esto como un deber
ineludible, de forma que se resuelvan, con la ayuda de Dios, las objeciones contra la religión
y luego dejemos firmemente asentada la ciudad de Dios, la verdadera religiosidady el culto
divino, en el cual únicamente se halla la verídica promesa de la felicidad eterna.
Quede así terminado este libro, y emprendamos un nuevo camino, según el plan trazado.

Libro II

CAPÍTULO XX
Deseos de felicidad y costumbres de quienes inculpan a la época del cristianismo

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La verdad es que los adoradores y amigos de estos dioses, de cuyos crímenes y vilezas tienen
a gala el ser imitadores, en absoluto se preocupan de poner remedio al estado tan lamentable
de infamias de su Patria. «Con tal que se mantenga en pie -dicen ellos-, con tal que esté
floreciente y oronda por sus riquezas, gloriosa por sus victorias o -lo que es más acertado- en
una paz estable, ¿qué nos importa lo demás? Esto es lo que más nos importa: que todos
aumenten sus riquezas y se dé abasto a los diarios despilfarros, con los que el más poderoso
pueda tener sujeto al más débil; que los pobres buscando llenar su vientre estén pendientes
de complacer a los ricos, y que bajo su protección disfruten de una pacífica ociosidad; que
los ricos abusen de los pobres, engrosando con ellos sus clientelas al servicio de su propio
fasto; que los pueblos prodiguen sus aplausos no a los defensores de sus intereses, sino a los
que generosamente dan pábulo a sus vicios. Que no se les den mandatos difíciles ni se les
prohíban las impurezas; que los reyes se preocupen no de la virtud, sino de la sujeción de sus
súbditos; que las provincias no rindan vasallaje a sus gobernadores como a moderadores de
la conducta, sino como a dueños de sus bienes y proveedores de sus placeres; que los honores
no sean sinceros, sino llenos de miedo entre doblez y servilismo; que las leyes pongan en
guardia más bien para no causar daño a la viña ajena que a la vida propia; que nadie sea
llevado a los tribunales más que cuando cause molestias o daños a la hacienda ajena, a su
casa, a su salud o a su vida contra su voluntad; por lo demás, cada cual haga lo que le plazca
de los suyos, o con los suyos, o con quien se prestare a ello; que haya prostitutas públicas en
abundancia, bien sea para todos los que deseen disfrutarlas o, sobre todo, para aquellos que
no pueden mantener una privada. Que se construyan enormes y suntuosos palacios; que
abunden los opíparos banquetes; que, donde a uno le dé la gana, pueda de día y de noche
jugar, beber, vomitar, dar rienda suelta a sus vicios; que haya estrépito de bailes por doquier;
que los teatros estallen de griteríos y carcajadas deshonestas, y con todo género de crueldades
y de pasiones impuras. Sea tenido como enemigo público la persona que sienta disgusto ante
tal felicidad. Y si uno intentara alterarla o suprimirla, que la multitud, dueña de su libertad,
lo encierre donde no se le pueda oír; lo echen, lo quiten del mundo de los vivos. Ténganse
por dioses verdaderos los que se hayan preocupado de proporcionar a los pueblos esta
felicidad y de conservar la que ya disfrutaban. Sea el culto como a ellos les plazca, exijan los
juegos que se les antoje, los que puedan obtener de sus adoradores o junto con ellos; procuren
únicamente que una tal felicidad no la pongan en peligro ni el enemigo, ni la peste, ni desastre
alguno».

¿Alguien, en sus cabales, establecerá un paralelo entre un Estado como éste, y no digo ya el
Estado romano, sino el palacio de Sardanápalo? Este rey antaño estuvo entregado de tal
manera a los placeres, que se hizo escribir en la sepultura: «Sólo poseo de muerto lo que de
vivo he logrado devorar para mi placer». Pues bien, si nuestros adversarios lo hubieran tenido
por rey, siempre indulgente en estas materias, sin ponerle a nadie la más mínima traba, le
habrían consagrado un templo y un flamen de mejor gana que lo hicieron a Rómulo los viejos
romanos.

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CAPÍTULO XXI
Opinión de Cicerón sobre Roma

1. Pero si no se hace caso de quien ha llamado a Roma corrompida y envilecida en extremo,


y les da lo mismo que esté cubierta por un baldón vergonzoso de inmoralidad y de ignominia,
con tal que se tenga en pie y siga adelante, presten atención no a que se hizo, como nos cuenta
Salustio, corrompida y envilecida, sino, como aclara Cicerón, a que ya entonces estaba
completamente en ruinas y no quedó ni rastro de la República.

Pone en escena Cicerón al mismo Escipión, que había hecho desaparecer a Cartago,
disputando sobre Roma, en una época en que, por efecto de la corrupción descrita por
Salustio, se presentía a muy corto plazo su ruina. En efecto, la discusión se sitúa en el
momento en que había sido asesinado uno de los Gracos, el que dio origen, según Salustio,
a las graves escisiones que surgieron. De esta muerte se hace eco su misma obra. Había dicho
Escipión al final del segundo libro: «Entre la cítara o las flautas y el canto de voces debe
haber una cierta armonía de los distintos sonidos, y si falta la afinación o hay desacordes, es
insufrible para el oído entendido. Pero también esa misma armonía se logra mediante un
concierto ordenado y artístico de las voces más dispares. Pues bien, de este mismo modo,
concertando debidamente las diversas clases sociales, altas, medias y bajas, como si fueran
sonidos musicales, y en un orden razonable, logra la ciudad realizar un concierto mediante el
consenso de las más diversas tendencias. Diríamos que lo que para los músicos es la armonía
en el canto, eso es para la ciudad la concordia, vínculo el más seguro, y el mejor para la
seguridad de todo Estado. Y, sin justicia, de ningún modo puede existir la concordia».

Pasa luego a exponer con más detención y profundidad la importancia de la justicia para una
ciudad, así como el enorme perjuicio de su falta. A continuación toma la palabra Filo, uno de
los que asisten a la discusión, y solicita que este tema sea tratado con más detenimiento, y
que se hable más extensamente de la justicia, por aquello de que un Estado -así dice la gente-
no es posible gobernarlo sin injusticia. Escipión, pues, da su consentimiento con vistas a
discutir y aclarar el tema. Su respuesta es que de nada serviría todo lo tratado hasta ahora
sobre el Estado, y sería inútil dar un paso más si no queda bien sentado no sólo la falsedad
del principio anterior: «Es inevitable la injusticia», sino la absoluta verdad de este otro: «Sin
la más estricta justicia no es posible gobernar un Estado».

Se aplazó para el día siguiente su explicación, y en el libro tercero la materia está tratada muy
acaloradamente. Filo tomó en la disputa el partido de quienes opinan que no es posible
gobernar sin injusticia, dejando bien claro que su opinión personal era muy otra, y con toda
claridad empezó a defender la injusticia contra la justicia, como si tratase realmente de
demostrar con ejemplos y aproximaciones que aquélla era de interés para el Estado, y ésta,
en cambio, de nada le servía. Entonces, a ruegos de todos, emprendió Lelio la defensa de la
justicia, afirmando, con toda la intensidad que pudo, que nada hay tan enemigo de una ciudad
como la injusticia, y que jamás un Estado podrá gobernarse o mantenerse firme si no es con
una estricta justicia.

2. Pareció este tema suficientemente tratado, con lo que Escipión reanuda su interrumpido
discurso. Evoca y encarece su breve definición de república: es «una empresa del pueblo»,

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había dicho él. Y puntualiza que «pueblo» no es cualquier grupo de gente, sino «la asociapión
de personas basada en la aceptación de unas leyes y en la comunión de intereses». Muestra
después la gran utilidad de una definición a la hora de discutir, y concluye de su definición
que sólo se da un Estado («República»), es decir, una «empresa del pueblo», cuando se
gobierna con rectitud y justicia, sea por un rey, sea por una oligarquía de nobles, sea por el
pueblo entero. Pero cuando el rey es injusto, él lo llama «tirano», al estilo griego; cuando lo
son los nobles dueños del poder, los llama «facción», y cuando es injusto el mismo pueblo,
al no encontrar otro nombre usual, llama también «tirano» al pueblo. Pues bien, en este caso
no se trata ya -dice él- de que la República esté depravada, como se decía en la discusión del
día anterior; es que así ya no queda absolutamente nada de República, según la necesaria
conclusión de tales definiciones, al no ser una «empresa del pueblo», puesto que un tirano o
una facción la han acaparado, y, por tanto, el pueblo mismo ya no es pueblo si es injusto: no
sería una «asociación de personas, basada en la aceptación de unas leyes y en la comunión
de intereses», según la definición de «pueblo».

3. Por eso, cuando la República estaba tal como la describe Salustio, no era ya la más
corrompida e infame, como él dice, sino que ya no existía en absoluto, como lo demuestran
con toda evidencia las razones de la discusión que sobre el Estado tuvieron los personajes
más relevantes de aquel entonces. Como también el mismo Tulio, no ya por boca de Escipión,
sino con sus propias palabras, afirma en el comienzo del quinto libro, después de recordar
aquel verso del poeta Ennio: «Si Roma subsiste, es gracias a sus costumbres tradicionales y
héroes antiguos». «Verso este -dice- que, por su concisión y veracidad, podría perfectamente
haber sido proferido por algún oráculo de antaño. En efecto, ni estos héroes sin una
morigerada ciudad ni las buenas costumbres sin el caudillaje de tales héroes hubieran sido
capaces de fundar ni de mantener por mucho tiempo un Estado tan poderoso y con un dominio
tan extendido por toda la geografía. Así, en tiempos pasados la propia conducta ciudadana
proporcionaba hombres de prestigio, y estos excelentes varones mantenían las costumbres
antiguas y las tradiciones de los antepasados. En cambio, nuestra época ha recibido el Estado
como si fuera un precioso cuadro, pero algo desvaído por su antigüedad. Y no solamente se
ha descuidado en restaurarlo a sus colores originales, sino que ni se ha preocupado siquiera
de conservarle los contornos de su silueta. ¿Qué queda de aquellas viejas costumbres que
mantenían en pie -dice el poeta- el Estado romano? Tan enmohecidas las vemos del olvido,
que no sólo no se las fomenta, sino que ya ni se las conoce. Y de los hombres, ¿qué diré?
Precisamente por falta de hombría han perecido aquellas costumbres. Desgracia tamaña de
la que tendremos que rendir cuentas; más aún, de la que de algún modo tendremos que
excusarnos en juicio, como reos de pena capital. Por nuestros vicios, no por una mala suerte,
mantenemos aún la República como una palabra. La realidad mucho tiempo ha que la hemos
perdido.»

4. Esto confesaba Cicerón mucho después, es verdad, de la muerte de «el Africano»,


haciéndole discutir sobre el Estado en su obra, pero ciertamente antes de la venida de Cristo.
Si estos pareceres hubieran sido expresados después de la difusión y victoria del cristianismo,
¿qué pagano dejaría de imputar tal decadencia a los cristianos? ¿Y por qué entonces los dioses
no se preocuparon de que no pereciese y se perdiera aquella República que Cicerón, mucho
antes de la venida de Cristo en carne mortal, con acentos tan lúgubres deplora haber
sucumbido? Miren a ver los admiradores que ella tiene cómo fue incluso en la época de

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antiguos héroes y viejas costumbres, a ver si estaba vigente la auténtica justicia, o tal vez ni
siquiera entonces estuviera viva por sus costumbres, sino apenas pintada de colores, cosa que
el mismo Cicerón, sin pretenderlo, expresó al exaltarla. Pero esto, si Dios quiere, lo
trataremos en otro lugar.

Me esforzaré en su momento por demostrar que aquel no fue nunca Estado auténtico
(«república»), porque en él nunca hubo auténtica justicia. Y esto lo haré apoyándome en las
definiciones del mismo Cicerón, según las cuales él brevemente, por boca de Escipión, dejó
sentado qué es el Estado y qué es el pueblo (apoyándolo también en otras muchas
afirmaciones suyas y de los demás interlocutores de la discusión). En rigor, si seguimos las
definiciones más autorizadas, fue, a su manera, una república, y mejor gobernada por los
viejos romanos que por los más recientes. La verdadera justicia no existe más que en aquella
república cuyo fundador y gobernador es Cristo, si es que a tal Patria nos parece bien llamarla
así, república, puesto que nadie podrá decir que no es una «empresa del pueblo». Y si este
término, divulgado en otros lugares con una acepción distinta, resulta quizá inadecuado a
nuestra forma usual de expresarnos, sí es cierto que hay una auténtica justicia en aquella
ciudad de quien dicen los Sagrados Libros: ¡Qué pregón tan glorioso para ti, Ciudad de
Dios!

Libro IV

CAPÍTULO III
El engrandecimiento del Estado, logrado solamente mediante las guerras,
¿debe considerarse como uno de los bienes de la sabiduría o de la felicidad?

Pasemos ya a considerar el peso de las razones que asisten a los paganos para que tengan la
osadía de atribuir la gran amplitud y la larga duración de la dominación romana a esos dioses,
cuyo culto se empeñan en llamar honesto, cuando ha sido realizado por medio de
representaciones escénicas envilecidas, y a través de hombres no menos envilecidos. Quisiera
antes, no obstante, hacerme una breve pregunta: ¿cuáles son las razones lógicas o políticas
para querer gloriarse de la duración o de la anchura de los dominios del Estado? Porque la
felicidad de estos hombres no la encuentras por ninguna parte, envueltos siempre en los
desastres de la guerra, manchados sin cesar de sangre, conciudadana o enemiga, pero
humana; envueltos constantemente en un temor tenebroso, en medio de pasiones
sanguinarias; con una alegría brillante, sí, como el cristal, pero como él, frágil, bajo el temor
horrible de quebrarse por momentos. Para enjuiciar esta cuestión con más objetividad, no nos
hinchemos con jactanciosas vaciedades, no dejemos deslumbrarse nuestra agudeza mental
por altisonantes palabras, como «pueblos», «reinos», «provincias». Imaginemos dos hombres
(porque cada hombre, a la manera de una letra en el discurso, forma como el elemento de la
ciudad y del Estado, por mucha que sea la extensión de su territorio). De estos dos hombres,
pongamos que uno es pobre, o de clase media, y el otro riquísimo. El rico en esta suposición
vive angustiado y lleno de temores, consumido por los disgustos, abrasado de ambición, en
perpetua inseguridad, nunca tranquilo, sin respiro posible por el acoso incesante de sus
enemigos; aumenta, por supuesto, su fortuna hasta lo indecible, a base de tantas desdichas,
pero, a su vez, creciendo en la misma proporción el cúmulo de amargas preocupaciones. El

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otro, en cambio, de mediana posición, se basta con su fortuna, aunque pequeña y ajustada;
los suyos lo quieren mucho, disfruta de una paz envidiable con sus parientes, vecinos y
amigos; es profundamente religioso, de gran afabilidad, sano de cuerpo, moderado y casto
en sus costumbres; vive con la conciencia tranquila. ¿Habrá alguien tan fuera de sus cabales,
que dude a quién de los dos preferir? Pues bien, lo que hemos dicho de dos hombres lo
podemos aplicar a dos familias, dos pueblos, dos reinos. Salvando las distancias, podremos
deducir con facilidad dónde se encuentran las apariencias y dónde la felicidad.

Así, pues, cuando al Dios verdadero se le adora, y se le rinde un culto auténtico y una
conducta moral intachable, es ventajoso que los buenos tengan el poder durante largos
períodos sobre grandes dominios. Y tales ventajas no lo son tanto para ellos mismos cuanto
para sus súbditos. Por lo que a ellos concierne, les basta para su propia felicidad con la bondad
y honradez. Son éstos dones muy estimables de Dios para llevar aquí una vida digna y
merecer luego la eterna. Porque en esta tierra, el reinado de los buenos no es beneficioso
tanto para ellos cuanto para las empresas humanas. Al contrario, el reinado de los malos es
pernicioso sobre todo para los que ostentan el poder, puesto que arruinan su alma por una
mayor posibilidad de cometer crímenes. En cambio, aquellos que les prestan sus servicios
sólo quedan dañados por la propia iniquidad. En efecto, los sufrimientos que les vienen de
señores injustos no constituyen un castigo de algún delito, sino una prueba de su virtud.
Consiguientemente, el hombre honrado, aunque esté sometido a servidumbre, es libre. En
cambio, el malvado, aunque sea rey, es esclavo, y no de un hombre, sino de tantos dueños
como vicios tenga. De estos vicios se expresa la divina Escritura en estos términos: Cuando
uno se deja vencer por algo, queda hecho su esclavo.

CAPÍTULO IV
Semejanza entre las bandas de ladrones y los reinos injustos

Si de los Gobiernos quitamos la justicia, ¿en qué se convierten sino en bandas de ladrones a
gran escala? Y estas bandas, ¿qué son sino reinos en pequeño? Son un grupo de hombres, se
rigen por un jefe, se comprometen en pacto mutuo, reparten el botín según la ley por ellos
aceptada. Supongamos que a esta cuadrilla se le van sumando nuevos grupos de bandidos y
llega a crecer hasta ocupar posiciones, establecer cuarteles, tomar ciudades y someter
pueblos: abiertamente se autodenomina reino, título que a todas luces le confiere no la
ambición depuesta, sino la impunidad lograda. Con toda finura y profundidad le respondió
al célebre Alejandro Magno un pirata caído prisionero. El rey en persona le preguntó: «¿Qué
te parece tener el mar sometido al pillaje?». «Lo mismo que a ti -respondió- el tener el mundo
entero. Sólo que a mí, como trabajo con una ruin galera, me llaman bandido, y a ti, por hacerlo
con toda una flota, te llaman emperador».

Libro XIV

CAPÍTULO XXVIII
Propiedades de las dos ciudades, la terrena y la celeste

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Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios,
la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí
misma; la segunda se gloría en el Señor. Aquélla solicita de los hombres la gloria; la mayor
gloria de ésta se cifra en tener a Dios como testigo de su conciencia. Aquélla se engríe en su
gloria; ésta dice a su Dios: Gloria mía, Tú mantienes alta mi cabeza. La primera está
dominada por la ambición de dominio en sus príncipes o en las naciones que somete; en la
segunda se sirven mutuamente en la caridad los superiores mandando y los súbditos
obedeciendo. Aquélla ama su propia fuerza en los potentados; ésta le dice a su Dios: Yo te
amo, Señor; Tú eres mi fortaleza.

Por eso, los sabios de aquélla, viviendo según el hombre, han buscado los bienes de su cuerpo
o de su espíritu o los de ambos; y pudiendo conocer a Dios, no lo honraron ni le dieron
gracias como a Dios, sino que se desvanecieron en sus pensamientos, y su necio corazón se
oscureció. Pretendiendo ser sabios, exaltándose en su sabiduría por la soberbia que los
dominaba, resultaron unos necios que cambiaron la gloria del Dios inmortal por imágenes
de hombres mortales, de pájaros, cuadrúpedos y reptiles (pues llevaron a los pueblos a adorar
a semejantes simulacros, o se fueron tras ellos), venerando y dando culto a la criaturaen vez
de al Creador, que es bendito por siempre.

En la segunda, en cambio, no hay otra sabiduría en el hombre que una vida religiosa, con la
que se honra justamente al verdadero Dios, esperando como premio en la sociedad de los
santos, hombres y ángeles, que Dios sea todo en todas las cosas.

Libro XV

CAPÍTULO IV
Contienda y paz de la ciudad terrena

La ciudad terrena, que no será eterna (después de su condenación al último suplicio ya no


será ni ciudad), tiene aquí abajo un cierto bien, tomando parte en la alegría que pueden
proporcionar estas cosas. Y como no hay bien alguno exento de penurias para sus amadores,
esta ciudad se halla dividida entre sí la mayor parte del tiempo, con litigios, guerras, luchas,
en busca de victorias mortíferas o ciertamente mortales. Porque cualquier parte de ella que
se levanta en son de guerra contra otra parte busca la victoria sobre los pueblos, quedando
ella cautiva de los vicios. Y si al vencer se enorgullece con soberbia, su victoria lleva consigo
la muerte; pero si, reflexionando sobre su condición y los accidentes comunes, se siente más
atormentada por la adversidad que puede sobrevenirle, que engallada por la prosperidad, esa
victoria es meramente mortal, pues no puede tener sometidos siempre a los que ha subyugado
con tal victoria.

No se puede decir justamente que no son verdaderos bienes los que ambiciona esta ciudad,
siendo ella en ese su género humano mejor. Busca cierta paz terrena en lugar de estas cosas
ínfimas, y desea alcanzarla incluso con la guerra; y si vence y no hay ya quien resista, habrá
llegado la paz que no podían tener las partes adversarias entre sí, mientras luchaban con
infeliz miseria por las cosas que no podían poseer ambas a la vez. Esta es la paz que solicitan
las penosas guerras, ésta es la que consigue la victoria tenida por gloriosa. Y cuando triunfan

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los que luchaban por causa más justa, ¿quién puede dudar en dar el parabién por la victoria
y haber llegado a la paz deseable? Bienes son éstos y dones, sin duda, de Dios. Pero si se
menosprecian los otros mejores, que pertenecen a la ciudad celeste, morada de la victoria
segura, en eterna y suprema paz, y se buscan estos bienes con tal ardor que se los considera
únicos o se los prefiere a los tenidos por mejores, la consecuencia necesaria es la desgracia,
aumentando la que ya existía.

CAPÍTULO V
Primer autor de la ciudad terrena y fratricida. Eco que tuvo en la impiedad del
fundador de Roma al matar a su hermano

El primer fundador de la ciudad terrena fue un fratricida. Dominado por la envidia, dio muerte
a su hermano, ciudadano de la ciudad eterna y peregrino en esta tierra. No nos debe extrañar
si después de tanto tiempo este primer ejemplo, o, como dicen los griegos,ἀρχέτυπον ,
encontró un eco en la fundación de la célebre ciudad que había de ser cabeza de esta ciudad
terrena y había de dominar a muchos pueblos. También allí, según el crimen que nos cuenta
uno de sus poetas, «los primeros muros se humedecieron con la sangre fraterna». La
fundación de Roma tuvo lugar cuando nos dice la historia romana que Rómulo mató a su
hermano Remo, con la diferencia de que aquí los dos eran ciudadanos de la ciudad terrena.

Ambos buscaban la gloria de ser los fundadores del Estado romano. Pero no la podían tener
los dos tan grande como uno solo; quien quisiera esa gloria de dominio la tendría más
reducida si su poder quedaba disminuido por la participación del hermano vivo. Para tener,
pues, uno el dominio entero fue preciso liquidar al otro; creció con el crimen en malicia lo
que con la inocencia hubiera sido un bien mejor, aunque más pequeño.

Los hermanos Caín y Abel no tenían entre sí tal apetencia de cosas terrenas; ni el fratricida
tuvo envidia de su hermano porque su dominio se fuera a reducir si llegaban a dominar ambos
(Abel no buscaba dominar en la ciudad que fundaba su hermano); estaba más bien dominado
por la envidia diabólica con que envidian los malos a los buenos, sin otra causa que el ser
buenos unos y malos los otros. En verdad que jamás llega a ser menor la posesión de la
bondad porque llegue o haya llegado ya otro copartícipe; antes la bondad es una posesión
que se dilata tanto más cuanto con más concordia domina el amor individual de los que la
poseen. Es más, no será capaz de esta posesión el que no quisiera tenerla en común; y la verá
tanto más acrecentada cuanto más ame en ella al que la condivide.

Lo que sucedió entre Rómulo y Remo manifiesta cómo está dividida entre sí la ciudad
terrena; lo que tuvo lugar entre Caín y Abel puso de manifiesto las enemistades entre las dos
ciudades, la de Dios y la de los hombres. Luchan entre sí los malos, y lo mismo hacen buenos
y malos. En cambio, los buenos, si son perfectos, no pueden luchar entre sí; pueden hacerlo
los que progresan sin ser perfectos, pero de tal modo que el bueno lucha contra otro en la
misma parte que contra sí mismo; como en todo hombre, la carne lucha con sus apetencias
contra el espíritu y el espíritu contra la carne . Por consiguiente, el deseo espiritual puede
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entablar combate contra las apetencias carnales de otro, o las carnales de uno contra las
espirituales de otro, como pueden entablarlo entre sí buenos y malos; incluso los mismos

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apetitos carnales entre sí de dos buenos, no perfectos todavía, como luchan entre sí los malos,
hasta que la salud de los que están en recuperación llegue a la victoria definitiva.

CAPÍTULO XI
Beatitud de la paz eterna, en la que los santos encuentran su fin,
la verdadera perfección

Después de lo dicho podemos concluir que nuestros supremos bienes consisten en la paz, de
igual modo que lo habíamos afirmado de la vida eterna. En efecto, muy señaladamente en
uno de los sagrados salmos, y refiriéndose a esta misma ciudad de Dios -objeto de esta nuestra
exposición tan trabajosa-, se dice: Glorifica al Señor, Jerusalén; alaba a tu Dios, Sión; que
ha reforzado los cerrojos de puertas, y ha bendecido a tus hijos dentro de ti; ha puesto paz
en tus fronteras. Cuando se hayan asegurado los cerrojos de sus puertas, ya nadie más entrará
en ella, y nadie de ella saldrá ya. Por sus fronteras debemos entender aquí esa paz suprema
que ahora intentamos explicar. Ya el misterioso nombre de la ciudad, Jerusalén, citado más
arriba, significa «visión de paz». Pero dado que la palabra paz se utiliza con frecuencia
incluso mezclada entre las realidades perecederas, en las que ciertamente no se halla la vida
eterna, para designar el fin de esta ciudad, en el que consistirá su bien supremo, hemos
preferido la expresión «vida eterna» más bien que «paz».

Dice el Apóstol a propósito del citado fin: Ahora, en cambio, emancipados del pecado, y
entrados al servicio de Dios, tenéis como fruto la santificación y como fin la vida eterna . 13

Pero como por otra parte los que no gozan de una cierta familiaridad con las sagradas
Escrituras pueden entender la expresión «vida eterna» aplicada a los malvados, sea en el
sentido de algunos filósofos, que defienden la inmortalidad del alma; sea incluso como la
cree nuestra fe, que a los impíos les asigna interminables castigos -de hecho no podrán sufrir
eternos castigos más que viviendo eternamente-; he ahí por qué el fin de esta ciudad, en el
que consistirá el bien supremo, lo debemos llamar «la paz de la vida eterna», o bien «la vida
eterna en paz». Así será más fácil su comprensión para todos.

Tan estimable es la paz, que incluso en las realidades terrenas y transitorias normalmente
nada suena con un nombre más deleitoso, nada atrae con fuerza más irresistible; nada, en fin,
mejor se puede descubrir. Voy a hablar con cierto detenimiento de este tesoro que es la paz.
Estoy seguro de que no me haré pesado a los lectores: lo pide el fin de esta ciudad de la que
estamos tratando; lo pide aquello mismo que a todos nos es tan grato: la propia dulcedumbre
de la paz.

CAPÍTULO XII
Las mismas crueldades de la guerra y todas las preocupaciones humanas desean
vivamente llegar a la paz final. Todo ser la apetece por naturaleza

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1. Cualquiera que observe un poco las realidades humanas y nuestra común naturaleza
reconocerá conmigo que no existe quien no ame la alegría, así como tampoco quien se niegue
a vivir en paz. Incluso aquellos mismos que buscan la guerra no pretenden otra cosa que
vencer. Por tanto, lo que ansían es llegar a una paz cubierta de gloria. ¿Qué otra cosa es, en
efecto, la victoria más que la sumisión de fuerzas contrarias? Logrado esto, tiene lugar la paz.
Con miras a la paz se emprenden las guerras, incluso por aquellos que se dedican a la
estrategia bélica, mediante las órdenes y el combate. Está, pues, claro que la paz es el fin
deseado de la guerra. Todo hombre, incluso en el torbellino de la guerra, ansía la paz, así
como nadie trabajando por la paz busca la guerra. Y los que buscan perturbar la paz en que
viven no tienen odio a la paz; simplemente la desean cambiar a su capricho. No buscan
suprimir la paz; lo que quieren es tenerla como a ellos les gusta. Y, en definitiva, aunque por
una insurrección rompan con otros, nunca conseguirán el fin pretendido, a menos que
mantengan la paz -una paz, al menos en apariencia- entre los propios miembros de la
conspiración o conjura.

Los mismos bandoleros, cuando intentan atacar la paz ajena con más seguridad y más
violencia, procuran tenerla entre sus compinches. Y en el supuesto de que haya uno que
sobresalga en fuerza, pero tan desconfiado de sus camaradas que no quiera saber nada con
ninguno, obrando por su cuenta, tendiendo emboscadas y derribando a cuantos puede,
despojando a sus víctimas, sean atacados o asesinados, con todo mantiene sin falta al menos
una sombra de paz con aquellos que no puede eliminar y a quienes quiere ocultar sus
fechorías. En casa procura, con su mujer y sus hijos y demás que allí convivan, mantenerse
pacífico. Naturalmente, satisfecho de que al menor signo se le obedezca sin rechistar. Y si
no, monta en cólera, riñe, castiga y, si fuera necesario, restablece por el terror la paz de su
hogar. Es consciente de que no puede haber paz si no están sometidos a una cabeza -que en
su casa es él- todos los componentes de la sociedad familiar. Supongamos que le brindaran
el dominio sobre una multitud, una ciudad o una nación, por ejemplo, con una sumisión como
la que quería imponer en su propia casa: entonces ya no andaría escondido en guaridas como
un ladrón, sino que se pondría sobre un pedestal como rey a plena luz, sólo que su perversión
y su codicia seguirían intactas.

Es un hecho: todos desean vivir en paz con los suyos, aunque quieran imponer su propia
voluntad. Incluso a quienes declaran la guerra intentan apoderarse de ellos, si fuera posible,
y una vez sometidos imponerles sus propias leyes de paz.

2. Imaginemos un hombre con los rasgos que le atribuye el canto de la poesía ficticia de las
fábulas. Quizá por su insociable salvajismo nos apetecería, en lugar de hombre, llamarlo
semihombre. Su reino estaba reducido a la espantosa soledad de una caverna. Tan conocida
era su maldad, queno tenía otro nombre sino el de Malo -que es lo que en griego significa
κακός, su nombre propio-. Sin esposa con quien intercambiar unas blandas palabras, sin hijo
alguno con quien entretenerse durante su infancia y educarlo en su adolescencia. Sin disfrutar
de una amistosa conversación, ni siquiera la de su padre, Vulcano, cuya felicidad hubiera
podido aventajar al menos en esto: en no haber engendrado él otro monstruo semejante.
Jamás daba nada a nadie; al contrario, robaba lo que le venía en gana a quien podía y cuando
podía. Con todo, en su antro solitario, cuyo suelo, según la descripción, estaba siempre

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caliente de la sangre de alguna matanza reciente, nada ansiaba sino la paz, una paz en la que
nadie le molestase ni turbase su reposo con violencias o amenazas. Deseaba, en fin, estar en
paz con su propio cuerpo, y cuanto más lo estaba, tanto mejor se sentía. En efecto, daba
órdenes a sus miembros obedientes; y cuando era necesario apaciguar cuanto antes su
naturaleza mortal, sublevada contra él por la indigencia, y provocando la rebeldía del hambre
para apartar y excluir el alma del cuerpo, robaba, mataba, devoraba. Salvaje y feroz como
era, cuidaba, sin embargo -de una manera salvaje y feroz-, de tener en paz su vida y su salud.
Si la misma paz que él procuraba tener en su caverna y en sí mismo la hubiera querido tener
también con los demás, nunca le hubiéramos llamado malo, ni monstruo, ni semihombre. Y
si la deformidad de su cuerpo y las horrendas llamas que vomitaba alejaban de su compañía
aterrorizados a los hombres, quizá su crueldad no partía tanto de una pasión por hacer daño
cuanto de una necesidad de sobrevivir.

Pero este hombre no existió en realidad, o -más verosímil aún- no existió con los rasgos que
nos ha dibujado la huera poesía. Porque si Caco no hubiera sido acusado excesivamente, los
elogios a Hércules se quedarían cortos. De hecho, un hombre de tal calaña -mejor, un
semihombre, ya lo he dicho- no lo creemos real, como tantas y tantas fantasías de los poetas.
Las mismas fieras, en su mayor crueldad -él también participó de su fiereza: se le llamó,
además, semifiera-, custodian la propia especie con una cierta paz: conviven juntas, se
fecundan, paren, cuidan y nutren a sus cachorros, siendo en su mayoría insociables y hurañas.
No, por cierto, como las ovejas, los ciervos, las palomas, los estorninos, las abejas, sino más
bien como los leones, las zorras, las lechuzas. ¿Qué tigre no arrulla, manso, a sus cachorros,
y los acaricia blandamente, olvidado de su fiereza? ¿Qué milano, por muy solitario que vuele
sobre su presa, no fecunda a su pareja, y entreteje el nido, incuba los huevos y alimenta a sus
polluelos, y conserva, como si fuera para con su propia madre, la hogareña convivencia con
toda la paz que le es posible? ¡Cuánto más el hombre se siente de algún modo impulsado por
las leyes de su naturaleza a formar sociedad con los demás hombres y a vivir en paz con todos
ellos en lo que esté de su mano! ¡Si hasta los mismos malvados emprenden la guerra en busca
de la paz para los suyos! Si les fuera posible, someterían bajo su dominio a todos los hombres
para que todo y todos estuvieran al servicio de uno solo. ¿Qué les mueve sino el que acepten
estar en paz con él, sea por amor, sea por temor? ¡He aquí cómo la soberbia trata de ser una
perversa imitación de Dios! Detesta que bajo su dominio se establezca una igualdad común,
y, en cambio, trata de imponer su propia dominación a sus iguales en el puesto de Dios.
Detesta la justa paz de Dios, y ama la inicua paz impuesta por ella misma. Pero lo que no
puede lograr de manera alguna es dejar de amar la paz de una forma u otra. No existe vicio
tan contrario a la naturaleza que borre incluso sus últimos vestigios.

3. De ahí que la paz de los malvados, al lado de la de los justos, no merece el nombre de paz
a los ojos de quien sabe anteponer la rectitud a la perversión y el orden al caos. A pesar de
todo, el mismo caos necesariamente ha de estar en paz con alguna de las partes en las que se
halla, o con las que consta. De otro modo dejaría por completo de existir.

Supongamos a un hombre suspendido cabeza abajo. La situación de su cuerpo y el orden de


sus miembros son caóticos: lo que la naturaleza exige estar encima está debajo, y lo que exige
estar debajo está encima. Este desorden ha trastornado la paz corporal y, como consecuencia,
causa un dolor. A pesar de todo, el alma está en paz con su cuerpo y se preocupa de su salud;

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por eso hay un hombre que sufre. Y si, acosada por los sufrimientos, el alma se alejara, si los
miembros mantienen su trabazón durante algún tiempo, es gracias a una paz que existe entre
sus partes, y por eso todavía alguien continúa suspendido. Y este cuerpo terreno, si tiende
hacia la tierra y está como retenido por un vínculo de suspensión, es porque aspira al orden
que pide su propia paz y está reclamando, por la voz de su pesantez, el lugar de su reposo.
Una vez exánime y despojado de todo sentido, no se apartará ya de la paz según el orden de
su naturaleza, sea porque ya la posee, sea porque hacia ella tiende. De hecho, si se le aplican
al cadáver ciertas sustancias y un tratamiento que impidan la corrupción y la disolución de
su integridad, una cierta paz conserva unidas las partes unas a otras, haciendo posible la
colocación del cuerpo íntegro en un lugar de la tierra apropiado y, por ende, pacífico. Pero si
no se le aplica ningún tratamiento, abandonándolo al proceso natural, tiene lugar una como
revolución de vapores hostiles, desagradables a nuestros sentidos -no otra cosa es el hedor
percibido- hasta que se reúna con los elementos del mundo, integrándose en las leyes de su
paz, poco a poco, partícula por partícula.

Nada hay que pueda sustraerse de las leyes del supremo Creador y ordenador, que regula la
paz del universo. En efecto, aunque del cadáver de un animal grande nazcan diminutos
animalillos, todos estos seres minúsculos, en virtud de la misma ley del Creador, obedecen
en sus propios y diminutos principios vitales a la paz de su salud. Y aunque las carnes de
unos animales sean devoradas por otros, siempre encuentran las mismas leyes, extendidas
por doquier, con el fin de armonizar en la paz los elementos convenientes para la
conservación de cada especie, sea cualquiera el sitio adonde vayan a parar, o los elementos a
que llegue a unirse, o las sustancias en que se cambie o se transforme.

CAPÍTULO XIII
La paz universal: no puede sustraerse a la ley de la naturaleza en medio de cualesquiera
perturbaciones; bajo el justo juez se llega siempre a lograr, en virtud del
orden natural, lo que se ha merecido por la voluntad

1. La paz del cuerpo es el orden armonioso de sus partes. La paz del alma irracional es la
ordenada quietud de sus apetencias. La paz del alma racional es el acuerdo ordenado entre
pensamiento y acción. La paz entre el alma y el cuerpo es el orden de la vida y la salud en el
ser viviente. La paz del hombre mortal con Dios es la obediencia bien ordenada según la fe
bajo la ley eterna. La paz entre los hombres es la concordia bien ordenada. La paz doméstica
es la concordia bien ordenada en el mandar y en el obedecer de los que conviven juntos. La
paz de una ciudad es la concordia bien ordenada en el gobierno y en la obediencia de sus
ciudadanos. La paz de la ciudad celeste es la sociedad perfectamente ordenada y
perfectamente armoniosa en el gozar de Dios y en el mutuo gozo en Dios. La paz de todas
las cosas es la tranquilidad del orden. Y el orden es la distribución de los seres iguales y
diversos, asignándole a cada uno su lugar.

Los desgraciados, por tanto, que en cuanto tales ciertamente no están en paz, no gozan de la
tranquilidad del orden, sin perturbación alguna. Sin embargo, como su desgracia es merecida
y justa, tampoco pueden estar en ella misma fuera de un orden. No unidos, por supuesto, a
los bienaventurados, sino separados de ellos, pero siempre por la ley del orden. Éstos, en
cuanto están exentos de turbación, se ajustan a la situación en que están con una cierta

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adaptación. Por eso en ellos queda un resto de la tranquilidad del orden, un resto de paz. Y si
es verdad que por gozar de una relativa seguridad se disminuyen sus sufrimientos, en realidad
son desgraciados, puesto que no se encuentran donde ya deben estar seguros y sin
padecimiento. Pero todavía serían más desgraciados si no están en paz con la misma ley que
regula todo el orden natural. Cuando sufren, tiene lugar la perturbación de la paz en la parte
afectada por el sufrimiento. En cambio, todavía subsiste la paz en la parte que no atenaza el
sufrimiento ni sufre alteración su integridad. Porque así como se da una vida sin dolor, y el
dolor no puede darse sin vida alguna, de idéntica forma puede existir una paz sin guerra, pero
jamás una guerra sin alguna paz. No en cuanto a la guerra en sí, sino desde el punto de vista
de la planificación de quienes la llevan a cabo por uno u otro bando, todo lo cual tiene una
existencia como naturalezas que son. Y éstas no podrían existir en modo alguno si no
permanecieran bajo alguna paz, llámese como quiera.

2. Consiguientemente existen naturalezas en las que no hay mal alguno, e incluso en las que
no lo puede haber. En cambio, una naturaleza en la que esté ausente todo bien no puede darse.
Y, por tanto, ni siquiera la naturaleza del diablo, en cuanto tal naturaleza, es un mal. Ha sido
su perversidad la que lo ha hecho malo. De hecho, él no se mantuvo en la verdad, pero no
pudo escapar al juicio de la verdad . No se mantuvo en la tranquilidad del orden, pero
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tampoco pudo huir del poder del ordenador. El bien divino que él participa por naturaleza no
lo sustrae a la justicia de Dios, la cual le pone orden en el castigo. Y Dios aquí no persigue
al bien por Él creado, sino al mal por el diablo cometido. Ni tampoco le retira a la naturaleza
todo lo que le dio, sino que le priva de algo, y algo le deja para que haya quien sufra por lo
que le falta. El mismo dolor es un testimonio del bien sustraído y del bien que aún permanece.
De otro modo, el bien que permanece nunca podría dolerse del bien que le falta. La maldad
del que peca es tanto más refinada cuanto más se complace en el daño cometido contra la
justicia. El que sufre una tortura, si con ella no consigue bien alguno, se duele del detrimento
causado a su salud. Y como la justicia y la salud son bienes ambos, y de la pérdida del bien
hay que dolerse, más bien que alegrarse (a no ser que tenga lugar una compensación mejor;
por ejemplo, mejor es la justicia del espíritu que la salud del cuerpo), se deduce, por
consiguiente, que es mucho más ordenado el dolor del malvado en el suplicio que su gozo en
el delito cometido. La alegría de la deserción del bien es testimonio en el pecado de una
malvada voluntad, así como el dolor del bien perdido es testimonio en el castigo de una
naturaleza buena. El que sufre la paz perdida de su naturaleza sufre en virtud de los restos de
paz que le hacen posible el sentir como algo deseable la misma naturaleza. En el supremo
castigo justamente sucede que los inicuos e impíos deploren en sus tormentos los daños
ocasionados a los bienes de su naturaleza, conscientes de que sus privaciones vienen de Dios
con la mayor justicia, por ser despreciado en su amabilísima generosidad.

Dios, el autor sapientísimo, y el justísimo regulador de todo ser, ha puesto a este mortal
género humano como el más bello ornato de toda la Tierra. Él ha otorgado al hombre
determinados bienes apropiados para esta vida: la paz temporal a la medida de la vida mortal
en su mismo bienestar y seguridad, así como en la vida social con sus semejantes, y, además,
todo aquello que es necesario para la protección o la recuperación de esta paz, como es todo
lo que de una manera adecuada y conveniente está al alcance de nuestros sentidos: la luz, la
oscuridad, el aire puro, las aguas limpias y cuanto nos sirve para alimentar, cubrir, cuidar y
adornar nuestro cuerpo. Pero todo ello con una condición justísima: que todo el mortal que

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haga recto uso de tales bienes, de acuerdo con la paz de los mortales, recibirá bienes más
abundantes y mejores, a saber: la paz misma de la inmortalidad, con una gloria y un honor
de acuerdo con ella en la vida eterna con el fin de gozar de Dios y del prójimo en Dios. En
cambio, el que abuse de tales bienes no recibirá aquéllos, y éstos los perderá.

CAPÍTULO XIV
El orden y la ley, tanto celeste como terrestre. Ésta, incluso cuando alguien domina,
vela por la sociedad humana y, al hacerlo, a ella se obedece

Toda utilización de las realidades temporales es con vistas al logro de la paz terrena en la
ciudad terrena. En la celeste, en cambio, mira al logro de la paz eterna. Supongamos que
fuésemos animales irracionales; nada apeteceríamos fuera de una ordenada armonía de las
partes del cuerpo y la calma de las apetencias. Nada, pues, fuera de la tranquilidad de la carne
y la abundancia de placeres, de manera que la paz del cuerpo favoreciese a la paz del alma.
Porque si falta la paz del cuerpo, se pone impedimento a la del alma, carente de razón, al no
poder lograr la calma de los apetitos. Ambos, principio vital y cuerpo, se favorecen
mutuamente la paz que tienen entre sí, es decir, la del orden de la vida y de la buena salud.
Los animales demuestran amor a la paz de su cuerpo cuando esquivan el dolor, y a la de su
alma cuando buscan el placer de sus apetitos para saciar su necesidad. Del mismo modo,
huyendo de la muerte evidencian claramente cuánto aman la paz que mantiene unidos alma
y cuerpo.

Pero en lo que al hombre se refiere, como está dotado de un alma racional, todo aquello que
de común tiene con las bestias lo somete a la paz del alma racional, y de esta forma primero
percibe algo con su inteligencia, y luego obra en consecuencia con ello, de manera que haya
un orden armónico entre pensamiento y acción, que es lo que hemos llamado paz del alma
racional. Para lograrlo debe aspirar a sentirse libre del impedimento del dolor, de la turbación
del deseo y de la corrupción de la muerte. Así, cuando haya conocido algo conveniente, sabrá
adaptar su vida y su conducta a este conocimiento.

Pero dada la limitación de la inteligencia humana, para evitar que en su misma investigación
de la verdad caiga en algún error detestable, el hombre necesita que Dios le enseñe. De esta
forma, al acatar su enseñanza, estará en lo cierto, y con su ayuda se sentirá libre. Pero como
todavía está en lejana peregrinación hacia el Señor todo el tiempo que dure su ser corporal y
perecedero, le guía la fe, no la visión . Por eso, toda paz corporal o espiritual, o la mutua paz
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entre alma y cuerpo es con vistas a aquella paz que el hombre durante su mortalidad tiene
con el Dios inmortal para tener así la obediencia bien ordenada según la fe bajo la ley eterna.
Dios, como maestro, le ha enseñado al hombre dos preceptos fundamentales: el amor a Dios
y al prójimo. En ellos ha encontrado el hombre tres objetos de amor: Dios, él mismo y el
prójimo. Quien a Dios ama no se equivoca en el amor a sí mismo. Por consiguiente, debe
procurar que también su prójimo ame a Dios, ese prójimo a quien se le manda amar como a
sí mismo; por ejemplo, la esposa, los hijos, los de su casa, todos los hombres que le sea
posible. Pero también él debe ser ayudado a esto mismo por el prójimo si alguna vez lo
necesita. Así es como logrará la paz -en cuanto le sea posible- con todos los hombres, esa
paz que consiste en la concordia bien ordenada de los hombres. Y el orden de esta paz
consiste primero en no hacer mal a nadie y luego en ayudar a todo el que sea posible.

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La primera responsabilidad que pesa sobre el hombre es con relación a los suyos, que es a
quienes tiene más propicia y fácil ocasión de cuidar, en virtud del orden natural o de la misma
vida social humana. Dice a este respecto el Apóstol: Quien no mira por los suyos, en
particular por los de su casa, ha renegado de la fe y es peor que un descreído. De aquí nace
también la paz del hogar, es decir, la armonía ordenada en el mandar y en el obedecer de los
que conviven juntos. En efecto, mandan aquellos que se preocupan; por ejemplo, el marido
a la mujer, los padres a sus hijos, los dueños a sus criados. Y obedecen los que son objeto de
esa preocupación; por ejemplo, las mujeres a sus maridos, los hijos a sus padres, los criados
a sus amos. Pero en casa del justo, cuya vida es según la fe, y que todavía es lejano peregrino
hacia aquella ciudad celeste, hasta los que mandan están al servicio de quienes, según las
apariencias, son mandados. Y no les mandan por afán de dominio, sino por su obligación de
mirar por ellos; no por orgullo de sobresalir, sino por un servicio lleno de bondad.

CAPÍTULO XV
La libertad natural y la esclavitud. Ésta tiene como primera causa el pecado.Él
hace que un hombre de mala voluntad, aunque no pertenezca a otro hombre,sea
esclavo de sus propias pasiones

Éste es el orden que exige la Naturaleza; así ha creado Dios al hombre: Que tenga dominio -
le dice- sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todos los reptiles de la tierra.
Al ser racional, creado a su imagen, no lo ha querido hacer dueño más que de los seres
irracionales. No ha querido que el hombre dominara al hombre, sino el hombre a la bestia.
Los primeros justos fueron puestos más bien como pastores de rebaños que como regidores
de hombres. Trataba Dios de insinuarnos, incluso por este medio, cuáles son las exigencias
del orden natural, y cuáles las exigencias de la sanción del pecado. La situación de esclavitud
-ahora se comprende- es una justa imposición hecha al pecador. De hecho, no encontramos
en pasaje alguno de la Escritura el término esclavo antes de que Noé, varón justo, lo empleara
para castigar el pecado de su hijo. Ha sido, pues, el pecado quien ha acarreado este concepto,
no la Naturaleza.

El origen latino de la palabra esclavo (servus) parece ser que radica en los que por derecho
de guerra podían ser ajusticiados, pero los vencedores a veces les «conservaban» la vida,
haciéndolos siervos (servi), llamados así de servare (conservar).Todo lo cual no sucede
tampoco sin la culpa del pecado. En efecto, aunque se luche en una guerra justa, el adversario
lucha cometiendo pecado. Y toda victoria, conseguida incluso por los malos, humilla a los
vencidos, según un divino designio, corrigiendo o castigando los pecados. Testigo de ello es
aquel hombre de Dios, Daniel, que en su estado de cautiverio confesaba a Dios sus pecados
y los de su pueblo, declarando con piadoso dolor que ésta era la causa de su cautividad.

La causa primera de la esclavitud es, pues, el pecado, que hace someterse un hombre a otro
hombre con un vínculo de condición social. Y todo ello no sucede sin un designio de Dios,
en quien no existe la injusticia, y que sabe distribuir castigos diferentes, según la culpa de
cada reo. Así afirma el soberano Señor: Quien comete pecado es esclavo del pecado. Por esto
sucede que muchos hombres religiosos son esclavos de amos inicuos, quienes, sin embargo,
no son libres: Pues cuando uno se deja vencer por algo, queda hecho su esclavo. Por cierto

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que trae más cuenta servir a un hombre que a la pasión, la cual, por no citar más que una: la
pasión de dominio, destroza con su misma tiránica dominación el corazón de los mortales.
Por otra parte, en este orden de la paz, según el cual unos están sometidos a otros, así como
la humildad favorece a los que sirven, así también la soberbia perjudica a los que ejercen
dominio. Pero por naturaleza, tal como Dios creó en un principio al hombre, nadie es esclavo
de otro hombre o del pecado.

A pesar de todo, esta misma esclavitud, fruto del pecado, está regulada por una ley que le
hace conservar el orden natural y le impide perturbarlo. Porque si no se hubiera quebrantado
esta ley, no habría lugar a castigo alguno de esclavitud. Por esta razón el Apóstol recomienda
incluso a los esclavos que se sometan de corazón a sus amos, y les sirvan de buena gana . De
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este modo, si no pueden emanciparse de sus dueños, convertirán su esclavitud en una, por así
decir, libertad, sirviendo con afectuosa fidelidad, en lugar de servir bajo un temor hipócrita,
hasta que pase la injusticia y se aniquile toda soberanía y todo humano poder, y Dios lo sea
todo para todos.

CAPÍTULO XVI
El justo derecho de dominio

Nuestros santos patriarcas, aunque tuvieron esclavos, administraban la paz doméstica


distinguiendo la condición de los hijos de la de los esclavos en lo referente a los bienes
temporales. Pero en lo relativo al culto a Dios, en quien estriba la esperanza de los bienes
eternos, miraban con la misma solicitud por todos los miembros de su casa. Todo ello es tan
de acuerdo con el orden natural que el nombre de pater familias (padre de familia) surgió de
esta realidad, y se ha extendido tanto que incluso los tiranos se precian de tal nombre. Y los
que son auténticos padres de familia cuidan de que todos los de su casa, como si se tratara de
hijos, honren y estén a bien con Dios, vivamente anhelantes de llegar a la casa celestial, donde
ya no habrá necesidad de mandar a los mortales, puesto que no será necesario cuidar de ellos,
felices ya en aquella inmortalidad. Y en la espera de llegar allá, más les toca soportar a los
padres por mandar que a los esclavos por servir.

Cuando alguien en la casa se opone a la paz doméstica por su desobediencia, se le corrige de


palabra, con azotes o con otro género de castigo justo y lícito, según las atribuciones que le
da la sociedad humana y para la utilidad del corregido, a fin de integrarlo de nuevo en la paz
de la que se había separado. Porque igual que no se presta ningún beneficio a quien se ayuda
a perder un bien mayor que el que ya tenía, así tampoco está exento de culpa quien por
omisión deja caer a otro en un mal más grave. La inocencia lleva consigo la obligación no
sólo de no causar daño a alguien, sino de impedir el pecado y de corregir el ya cometido. De
esta manera el castigado se corregirá en cabeza propia o los demás escarmentarán en la ajena.
La familia debe ser el principio y la parte mínima de la ciudad. Y como todo principio hace
referencia a un fin en su género, y toda parte se refiere a la integridad del todo por ella
participado, se desprende evidentemente que la paz doméstica se ordena a la paz ciudadana,
es decir, que la bien ordenada armonía de quienes conviven juntos en el mandar y en el obe-
decer mira a la bien ordenada armonía de los ciudadanos en el mandar y obedecer. Según
esto, el padre de familia debe tomar de las leyes de la ciudad aquellos preceptos que
gobiernen su casa en armonía con la paz ciudadana.

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CAPÍTULO XVII
Origen de la paz y de la discordia entre la sociedad celestial y la ciudad terrena

La familia humana que no vive de la fe busca la paz terrena en los bienes y ventajas de esta
vida temporal. En cambio, aquella cuya vida está regulada por la fe está a la espera de los
bienes eternos prometidos para el futuro. Utiliza las realidades temporales de esta tierra como
quien está en patria ajena. Pone cuidado en no ser atrapada por ellas ni desviada de su punto
de mira, Dios, y procura apoyarse en ellas para soportar y nunca agravar el peso de este
cuerpo corruptible, que es lastre del alma . He aquí que el uso de las cosas indispensables
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para esta vida mortal es común a estas dos clases de hombres y de familias. Lo que es
totalmente diverso es el fin que cada uno se propone ental uso. Así, la ciudad terrena, que no
vive según la fe, aspira a la paz terrena, y la armonía bien ordenada del mando y la obediencia
de sus ciudadanos la hace estribar en un equilibrio de las voluntades humanas con respecto a
los asuntos propios de la vida mortal.

La ciudad celeste, por el contrario, o mejor la parte de ella que todavía está como desterrada
en esta vida mortal, y que vive según la fe, tiene también necesidad de esta paz hasta que
pasen las realidades caducas que la necesitan. Y como tal, en medio de la ciudad terrena va
pasando su vida de exilio en una especie de cautiverio, habiendo recibido la promesa de la
redención y, como prenda, el don del Espíritu. No duda en obedecer a las leyes de la ciudad
terrena, promulgadas para la buena administración y mantenimiento de esta vida transitoria.
Y dado que ella es patrimonio común a ambas ciudades, se mantendrá así la armonía mutua
en lo que a esta vida mortal se refiere.

Pero la ciudad terrena ha tenido sus propios sabios, rechazados por la enseñanza divina, que,
según sus teorías, o tal vez engañados por los demonios, han creído como obligación el tener
propicios, respecto de los asuntos humanos, a multitud de dioses. Cada realidad humana,
según ellos, caería, en cierto modo, bajo la responsabilidad de un dios: a uno le
correspondería el cuerpo, a otro el alma; y dentro del mismo cuerpo, a uno la cabeza, a otro
la nuca, y así cada miembro a otros tantos dioses. Y en el alma algo semejante: a uno el
ingenio, a otro la ciencia, a otro la ira, a otro la concupiscencia. Y en el campo de las
realidades concernientes a la vida, a uno le asignan el ganado, a otro el trigo, a otro el vino,
a otro el aceite, a otro los bosques, a otro el dinero, a otro la navegación, a otro las guerras y
las victorias, a otro los casamientos, a otro el parto y la fecundidad, y así sucesivamente. Y
dado que la ciudad celestial sólo reconoce a un Dios como digno de adoración y de rendirle
el culto que en griego se llama λατρεία , y cree con religiosa fidelidad que es exclusivo de
Dios, el hecho es que no puede tener comunes las leyes religiosas con la ciudad terrena. De
aquí surgió un desacuerdo inevitable. Comenzó a ser un peso para quienes pensaban de otra
forma, y tuvo que soportar sus iras, sus rencores, la violencia de sus persecuciones. Sólo en
alguna ocasión logró contener la animosidad de sus adversarios por el temor al gran número
de sus adeptos y siempre con el divino auxilio.

Esta ciudad celeste, durante el tiempo de su destierro en este mundo, convoca a ciudadanos
de todas las razas y lenguas, reclutando con ellos una sociedad en el exilio, sin preocuparse
de su diversidad de costumbres, leyes o estructuras que ellos tengan para conquistar o

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mantener la paz terrena. Nada les suprime, nada les destruye. Más aún, conserva y favorece
todo aquello que, diverso en los diferentes países, se ordena al único y común fin de la paz
en la tierra. Sólo pone una condición: que no se pongan obstáculos a la religión por la que -
según la enseñanza recibida- debe ser honrado el único y supremo Dios verdadero.

En esta su vida como extranjera, la ciudad celestial se sirve también de la paz terrena y
protege, e incluso desea -hasta donde lo permitan la piedad y la religión-, el entendimiento
de las voluntades humanas en el campo de las realidades transitorias de esta vida. Ella ordena
la paz terrena a la celestial, la única paz que al menos para el ser racional debe ser reconocida
como tal y merecer tal nombre, es decir, la convivencia que en perfecto orden y armonía goza
de Dios y de la mutua compañía en Dios.

Cuando haya llegado a este su destino, ya no vivirá una vida mortal, sino absoluta y
ciertamente vital. Su cuerpo no será ya un cuerpo animal, que por sufrir corrupción es lastre
del alma, sino un cuerpo espiritual, libre de toda necesidad, sumiso por completo a la
voluntad. En su caminar según la fe por país extranjero tiene ya esta paz, y guiada por la fe
vive la justicia cuando todas sus acciones para con Dios y el prójimo las ordena al logro de
aquella paz, ya que la vida ciudadana es, por supuesto, una vida social.

CAPÍTULO XVIII
Incertidumbre de la Nueva Academia.
Su enorme diferencia con la firmeza de la fe cristiana

Examinemos la famosa diferencia que Varrón señala como característica de los


neoacadémicos. Para ellos nada se sabe con certeza. Pues bien, la ciudad de Dios repudia una
tal duda como una falta de sentido. Asegura la más firme certeza en el conocimiento de las
realidades captadas por la inteligencia y la razón, cuyos límites, no obstante, reconoce a causa
del cuerpo corruptible, que es lastre del alma, según aquel dicho del Apóstol: Limitado es
nuestro saber. Da crédito a los sentidos de los que se sirve el alma a través del cuerpo cuando
éstos perciben algo con evidencia, porque más lastimosamente se engaña quien tiene por
principio no darles fe jamás.

Cree, además, en las santas Escrituras, tanto las antiguas como las nuevas, que llamamos
canónicas. Ellas constituyen el origen de la fe misma, esa fe que es de la que vive el justo;
esa fe gracias a la cual caminamos sin titubeos durante el exilio lejos del Señor. Quedando
asalvo y sin vacilaciones esta fe podemos mantener la duda, sin sentirnos culpables, en una
serie de realidades que, sin ser percibidas por el sentido ni la razón, ni esclarecidas por la
Escritura canónica, ni garantizadas por testigos -no darles crédito sería una incongruencia-,
pero que han llegado a nuestro conocimiento.

CAPÍTULO XX
Los ciudadanos que forman parte de los santos son bienaventurados
en esperanza durante la vida temporal

Siendo, pues, el bien supremo de la ciudad de Dios esta paz eterna y perfecta -no la otra por
la que atraviesan los mortales naciendo y muriendo, sino aquella en la que permanecerán
inmortales, lejos de todo padecimiento, de toda adversidad-, ¿quién se atreverá a negar que
una tal vida es perfectamente bienaventurada, y que la otra que transcurre en esta tierra, por
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muy colmada que esté de todos los bienes espirituales, corporales y materiales, es totalmente
desgraciada? Con todo, si uno vive esta vida ordenándola a aquella otra que ama
ardientemente y espera con plena fidelidad, no sin razón se le puede llamar ahora ya feliz,

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más bien por la esperanza aquélla que por la realidad ésta. De hecho, esta realidad sin aquella
esperanza es una engañosa felicidad y una gran desventura: no ofrece al alma los verdaderos
bienes, puesto que ella no es la sabiduría auténtica, que sabe elegir con prudencia, realizar
con fortaleza, regular con templanza y distribuir con justicia. Le falta estar ordenada hacia
aquel fin donde Dios lo será todo para todos en una eternidad segura y en una paz perfecta.

CAPÍTULO XXI
Según las definiciones que Escipión da en el diálogo de Cicerón,
¿ha existido alguna vez el Estado romano?

1. Llega ya el momento de decir con la mayor concisión y claridad posibles lo que he


prometido aclarar en el segundo libro de esta obra, a saber: que en las definiciones formuladas
por Escipión en la obra ciceroniana titulada La República, jamás ha existido un Estado
romano. Define él con brevedad el Estado (res publica) como una «empresa del pueblo». Si
esta definición es verdadera, nunca ha existido un Estado romano, porque nunca ha sido
empresa del pueblo, definición que él eligió para el Estado. Define el pueblo, efectivamente,
como una multitud reunida en sociedad por la adopción en común acuerdo de un Derecho y
por la comunión de intereses. Qué entienda él por adopción de un Derecho lo va explicando
a través de la discusión, y demuestra así cómo no puede gobernarse un Estado sin justicia.
Porque donde no hay justicia no puede haber tampoco un Derecho. Lo que se hace según
Derecho se hace con justicia. Pero lo que se hace injustamente es imposible que sea según
Derecho. Y no podemos llamar Derecho ni tenerlo como tal a las injustas determinaciones
de los hombres, siendo así que estos mismos hombres sostienen que el Derecho dimana de la
fuente de la justicia, y desmienten como espuria la afirmación que suelen repetir algunos
espíritus torcidos, que es Derecho lo que reporta utilidad al más fuerte. Así que donde no hay
verdadera justicia no puede haber una multitud reunida en sociedad por el acuerdo sobre un
Derecho, es decir, no puede haber un pueblo, según la citada definición de Escipión, o, si
preferimos, de Cicerón. Y si no hay pueblo, tampoco habrá empresa del pueblo, sino una
multitud cualquiera que no merece el nombre de pueblo. Ahora bien, si el Estado (res
publica) es la empresa del pueblo, y no hay pueblo que no esté asociado en aceptación de un
Derecho, y tampoco hay Derecho donde no existe justicia alguna, la conclusión inevitable es
que donde no hay justicia no hay Estado.

La justicia, por otra parte, es la virtud que da a cada uno lo suyo. Ahora bien, ¿qué justicia
humana es aquella que arranca al hombre del Dios verdadero para hacerlo esclavo de los
impuros demonios? ¿Es esto darle a cada uno lo suyo? ¿O es que robarle la hacienda a quien
la había comprado, dándosela a otro que no tenía ningún derecho sobre ella, lo llamaremos
injusto, y si uno se sustrae a sí mismo de la autoridad de Dios, que lo ha creado, y se hace
esclavo de los espíritus malignos, a esto lo llamaremos justo?

2. Mucho se discute, es cierto, con gran agudeza y acaloramiento, en contra de la injusticia y


a favor de la justicia, en la misma obra La República. En un principio se toma partido por la
injusticia en contra de la justicia, argumentando que si no es a base de injusticias, no es
posible mantener ni llevar adelante el Estado. El principio que quedaba sólidamente
establecido era la injusticia de que unos hombres estuvieran al servicio de otros que ejercían

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dominio sobre ellos. Ahora bien, si una ciudad dominadora, capital de un vasto Estado, no
adopta esta injusticia, no puede ejercer sus dominios sobre las provincias.

A estos argumentos respondieron los partidarios de la justicia: tal servidumbre es justa,


puesto que a esos mismos hombres les reporta una ventaja, y es para su mayor bien cuando
se hace como es debido, es decir, cuando a los indeseables se les arrebata la posibilidad de
cometer delitos. Se logra con ello que estén mejor bajo el dominio de otro, que antes con su
independencia. Se añade a continuación, para reforzar el argumento, un ejemplo ilustre
tomado como de la naturaleza, y se dice: «¿Por qué Dios domina al hombre, el alma al cuerpo,
la razón a la pasión y demás partes viciosas del espíritu?». Este ejemplo muestra bien a las
claras que la sumisión es útil para algunos y, naturalmente, el sometimiento a Dios es útil
para todos. El alma sometida a Dios es con pleno derecho dueña del cuerpo, y en el alma
misma la razón sometida a Dios, el Señor, con pleno derecho es dueña de la pasión y demás
vicios. Por lo tanto, cuando el hombre no se somete a Dios, ¿qué justicia queda en él? Si el
alma no está sometida a Dios, por ningún derecho puede ella dominar el cuerpo ni la razón
los vicios. Y si en un hombre así está ausente toda justicia, por supuesto lo estará también en
un grupo integrado por tales individuos. Luego en este caso no existe aceptación de un
derecho que constituye como pueblo a una multitud de hombres, cuya empresa común la
llamamos Estado.

¿Y qué decir de los intereses, por cuya comunión se asocia este grupo de hombres para
llamarse pueblo, según la definición formulada? Aunque bien considerado, ni siquiera interés
alguno se puede seguir a quienes viven en la impiedad, como sucede a todo el que no se hace
servidor de Dios y, en cambio, sirve a los demonios, seres tanto más impíos cuanto más
empeño ponen en reclamar sacrificios para sí mismos como a dioses, siendo como son los
espíritus más inmundos. No obstante, me parece suficiente lo que acabamos de decir sobre
la aceptación de un Derecho, de donde se desprende, según esta definición, que no hay pueblo
cuya empresa pueda llamarse pública si no hay justicia.

Podrán replicar que el Estado romano no se entregó a los espíritus impuros, sino a los dioses
buenos y santos. ¿Habrá que repetir de nuevo una y otra vez los mismos argumentos que ya
hemos expuesto suficientemente, incluso hasta la saciedad? Si alguien ha llegado en su
lectura hasta aquí, pasando por libros anteriores, ¿podrá quedar todavía con la menor sombra
de duda de que los romanos han adorado a dioses perversos e inmundos, a menos que se trate
de un estúpido en grado superlativo, o de un intrigante sinvergüenza? Pero, en fin, voy a
callarme sobre la casta de esos seres a quienes ellos ofrecían sacrificios; que hable la ley del
Dios verdadero, donde leemos: El que ofrezca sacrificios a los dioses, fuera del Señor, será
exterminado. No ha permitido el sacrificio, pues, ni a los dioses buenos ni a los malos quien
da este precepto con una amenaza de tal gravedad.

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