012 Una Década de Crisis
012 Una Década de Crisis
012 Una Década de Crisis
En el año de 1900, los magnates de las potencias europeas, que para esas fechas casi se
habían acabado de repartir el mundo en colonias y en dominios económicos, estaban muy
felices. Controlaban la producción y el mercado de toda clase de bienes y sentían que la
bonanza había llegado para quedarse. El fin de siglo fue bautizado por ellos como la bella
época.
Desde el fin de la guerra franco-prusiana no había habido conflictos bélicos en el
continente, el movimiento obrero estaba bajo control y hacia los puertos de Europa fluían
materias primas, metales y alimentos baratos en barcos propios.
También las oligarquías de las naciones que los proveían de aquellos bienes
primarios y les compraban después productos manufacturados estaban exultantes, porque
aunque sus países comprometían su soberanía y se empobrecían en el mal negocio de
vender barato y comprar caro, ellas en lo particular se enriquecían y en el caso específico
de México, podían presumir además de estabilidad política y de paz social, y de que el
ministro de Hacienda reportaba números negros en sus informes de la balanza de pagos,
aunque 50% de la población del país viviera en una economía prácticamente de
autoconsumo.
La primera década del siglo XX, sin embargo, fue menos tranquila que la última del
siglo XIX. En Europa signos ominosos aquí y allá además de las guerras coloniales
constantes entre potencias, indicaban que el equilibrio alcanzado por los países más
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hacendados sumaban 840 familias, el país era suyo y Porfirio Díaz era su presidente. A
cambio de vender ganado en pie, azúcar, cacao, café, garbanzos, algodón, y henequén en el
mercado mundial y maíz y trigo, arroz, frijol y pulque en el doméstico, mandaban traer
pianos de cola vieneses y vajillas de porcelana de Sévres. Algunos, los más modernos,
diversificaban sus actividades económicas en minas, ferrocarriles, puertos e industrias, que
sin embargo constituían negocios extranjeros. Otros, los más tradicionales, se contentaban
con las rentas que les proporcionaban sus extensas propiedades agrícolas y pecuarias,
obtenidas o aumentadas con las tierras desamortizadas, deslindadas y arrebatadas a la
Iglesia y a pequeños propietarios y a pueblos de origen anterior o posterior a la Conquista,
beneficiados en su momento con el derecho a la posesión y usufructo colectivos, y
despojados del mismo a mediados del siglo XIX.
Poder político, riqueza económica, paz social, orden y progreso. ¿Qué podía suceder
en un país que contaba con un aparato de control tan sólidamente constituido, y con tan
fuerte cohesión entre los integrantes de la minoría privilegiada? Nada, no podía suceder
nada. El pacto no escrito de don Porfirio con los beneficiarios de la bonanza económica
había dado resultados muy satisfactorios: goce tranquilo de la riqueza que muy pocos
acumulaban y disfrutaban, a cambio de poder político omnímodo e incuestionable.
Pero los caminos de la historia también son inescrutables, como los de la
Providencia, y resulta que cuando el siglo apenas comenzaba sucedieron dos cosas, en
realidad poco relevantes ante la solidez del sistema: el 7 de agosto de 1900 se fundó un
nuevo periódico de oposición, que se propuso denunciar a jueces poco honestos; se llamó
Regeneración y lo dirigían Jesús Flores Magón y su hermano Ricardo y por otra parte, el 5
de febrero de 1901 inició sus trabajos en San Luis Potosí, un congreso al que convocó
Camilo Arriaga, quien desde el año anterior había organizado en aquella misma ciudad un
círculo liberal, que esta vez convocó a simpatizantes y correligionarios de toda la República
con el objeto fundamental de exigir el respeto cabal a las leyes de Reforma, que formaban
parte del texto constitucional pero que eral violadas con la tolerancia de las autoridades de
todos los niveles de gobierno.
Allí estuvieron Antonio Díaz Soto y Gama, Juan y Manuel Sarabia, Librado Rivera,
Antonio Villareal y muchos más, entre ellos Ricardo Flores Magón quien, por cierto, se dio
a conocer en aquel congreso con una frase reveladora de su talante y de su vocación: “La
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Ya para 1910, su posición no era la de luchar por transformar al régimen sino por
destruirlo. El 19 de noviembre de aquel año, Regeneración llamaba al levantamiento contra
el régimen porfiriano en los siguientes términos:
Los miembros del PLM estuvieron detrás de las dos grandes huelgas que pusieron
de manifiesto un hecho: la clase obrera podía asumir el riesgo de plantarle cara a la
patronal, y el régimen podía emplear los medios más violentos para reprimirla. En efecto, el
último lustro porfiriano comenzó registrando acciones valientes encaminadas a mejorar la
vida y la suerte de muchos de los mexicanos más desprotegidos, con los mineros del cobre
de Cananea, en el mes de julio de 1906, exigiendo la jornada de ocho horas, un aumento
salarial sustantivo y la equiparación de los jornales entre los trabajadores mexicanos y los
extranjeros, y recibiendo balas como única respuesta, balas disparadas por “rurales”,
soldados federales y rangers llegados de Arizona a solicitud expresa del mismísimo
gobernador de Sonora. Esteban Baca Calderón, Manuel M. Diéguez y José María Ibarra,
los dirigentes, fueron enviados a San Juan de Ulúa mientras los demás mineros volvían a
trabajo en las mismas condiciones que antes, y por otro lado, alrededor de la misma fecha,
los magonistas se hicieron presentes con un primer intento de rebelión armada con
epicentro en Jiménez, Coahuila, que se extendió a otros pueblos de la misma entidad y de
Chihuahua y que fue rápidamente controlado por el Ejército Federal.
Sólo un semestre después, los obreros textiles de la fábrica de Río Blanco,
Veracruz, junto con otros muchos de otras fábricas del estado y del de Puebla, aglutinados
en un Círculo de Obreros animado también por seguidores de Flores Magón, se declararon
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“La Revolución”, Regeneración, sábado 19 de noviembre de 1910, p. 1
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en huelga para oponerse al Reglamento Único impuesto por la Patronal llamada Centro
Industrial Mexicano, que establecía doce horas y media de jornada laboral con pago el
domingo por la tarde y sanciones y descuentos por trabajo defectuoso, entre otras cosas.
Al final, después de diversas gestiones que incluyeron la intervención directa en el
problema del presidente de la República, solamente los obreros de Río Blanco se negaron a
volver al trabajo según ordenaba el laudo de Porfirio Díaz. Ante las puertas de la fábrica los
empleados de la tienda de raya se burlaban de ellos: “[...] los maderos de San Juan piden
pan y no les dan, piden pan y no les dan […]” ellos asaltaron y pegaron fuego a la tienda,
símbolo de la opresión capitalista.
Pagaron con sangre su comedida solicitud de aumento salarial, de la supresión de la
tienda de raya y de libertad para recibir visitas en sus propias casas. Nunca se supo a
ciencia cierta cuántos murieron en la represión, entre ellos los dirigentes Rafael Moreno y
Manuel Juárez, que fueron enterrados al pie del muro de la oprobiosa tienda, mientras que
los cadáveres de sus compañeros fueron llevados en plataformas y carros de ferrocarril
hasta el Golfo y allí desaparecieron.
En 1908 hubo un nuevo levantamiento armado que comenzó en varios puntos muy
focalizados, la mayor parte de ellos cerca de la frontera norte, a partir de los cuales sus
instigadores esperaban que se propagara a amplias y diversas regiones del país. El intento
terminó rápidamente en fracaso, pero como dijo alguna vez Carlos Marx, ninguna
revolución es en vano, ni siquiera las revoluciones derrotadas.
La reata se iba tensando más y más, pero no reventó por donde parecía que
finalmente lo haría. Para 1910 don Porfirio habría de cumplir 80 años de edad y debido a
esa circunstancia, las elecciones federales podrían eventualmente ofrecer posibilidades de
renovación en los altos niveles del organigrama, y aunque muy pocos se atrevieran a
insinuarlo, las aspiraciones políticas afloraron cuando se conoció en México, traducido del
inglés, el texto de la entrevista que Díaz concedió a James Creelman a principios de 1908.
Fue una primicia extraordinaria para el corresponsal del Pearsons Magazine de Nueva
York, porque en ella el dictador anunció sin ambages que no se presentaría a las próximas
elecciones y que vería con gusto la aparición de un partido político que postulara un
candidato capaz de relevarlo en el Poder Ejecutivo. Soy un demócrata convencido, dijo, y
creo que el día de ver a México gobernado según la voluntad del pueblo expresada en las
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urnas ha llegado. Se ha dicho que sus palabras iban dirigidas a la opinión pública y al
gobierno estadounidenses, más que a los mexicanos.3
México había hecho concesiones petroleras a Holanda y a la Gran Bretaña, que las
compañías estadounidenses consideraron una provocación intolerable y por otra parte
sostenían una querella acerca de la soberanía sobre el territorio de el Chamizal. Además,
don Porfirio se negó a otorgar una concesión ferroviaria que le solicitaban los Estados
Unidos para tender una vía que cruzara el Istmo de Tehuantepec y simultáneamente se
acercó al Japón buscando diversificar las relaciones económicas de México. Finalmente, lo
que fue considerado como una traición a los lustros de cooperación y buenas relaciones, por
buena parte de la opinión pública estadounidense y por supuesto por las autoridades de
aquel país, fue la protección que México brindó al presidente de Nicaragua José Santos
Zelaya, que se asiló en nuestro país después de haber sido derrocado por un golpe militar
ejecutado por el general Jesús Estrada, pero auspiciado y patrocinado ¿por quién más?, por
los Estados Unidos. Bueno, hasta un barco mandó el gobierno mexicano para traerlo sano y
salvo.
Nunca sabremos a ciencia cierta su verdadera intención, pero en el seno del
gabinete, quienes se sentían con méritos suficientes se vieron a sí mismos en el camino de
la Presidencia; eran dos, José Ives Limantour y Bernardo Reyes, más popular el segundo
que el primero, que no lo era en absoluto, pero sin ninguna posibilidad real de recibir apoyo
de Díaz.
Como decía don Porfirio, la caballada se alborotó, hubo mucha grilla pero
finalmente tampoco fue por ahí por donde los acontecimientos se precipitaron, porque la
propuesta de cambio abiertamente explicitada de cara a la sucesión presidencial fue de
alguien ajeno al primer círculo del Presidente, Francisco I. Madero, quién escribió y
publicó La sucesión Presidencial en 1910. El Partido Nacional Democrático, en el cual lo
único que hizo fue secundar la propuesta porfiriana de un año antes, al levantar la bandera
liberal-democrática y disponerse a organizar un partido político que postulara un candidato
a la presidencia, que lo podía ser incluso a la vicepresidencia, para permitir que Díaz se
reeligiera y quién quita, muriera en funciones. De esa manera, la transición a la democracia
3
Véase: “La Entrevista Díaz-Creelman” en Contreras, Mario y Jesús Tamayo, Antología. México en el siglo
xx, 1900-1913. Textos y documentos, tomos 1 y 2, México, UNAM. 1975, pp. 259-268. (Lecturas
Universitarias, núm. 22)
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sería sencilla y pacífica. El dictador no le hizo el menor caso. Pobre Panchito, que patalee,
siempre ha estado medio loco.
En 1909 los magonistas dieron otra campanada con la colaboración en el plan
estelar de John Kenneth Turner, periodista radical cercano a los círculos de “revoltosos”
mexicanos radicados en los Estados Unidos. Acompañado y asesorado por Lázaro
Gutiérrez de Lara, Turner viajó por buena parte del territorio nacional haciéndose pasar por
un inversionista interesado en los negocios agropecuarios. Los hacendados a los que visitó
lo recibieron encantados y se abrieron de capa ante él. El gringo indagó, preguntó, tomó
nota y finalmente publicó su libro México bárbaro,4 denunciando en sus páginas la inicua
explotación laboral a que eran sometidos los trabajadores rurales en este país, incluida la
compraventa de peones a tanto por cabeza.
Ese mismo año, un funcionario gubernamental llamado Andrés Molina Henríquez
escribió una obra trascendental titulada Los grandes problemas nacionales,5 para hacer
pública la imperiosa necesidad de emprender sin pérdida de tiempo una profunda reforma
agraria, y de forma simultánea a estas novedades bibliográficas complementarias entre sí, el
movimiento democrático crecía y se fortalecía, mientras la oligarquía seguía sin percibir
que las disputas políticas entre sus integrantes iban abriendo espacios por los que pronto se
manifestarían las clases subalternas de la sociedad, las clases peligrosas, los antiguos
cuatreros del norte y los chinacates del sur y antes de que ellas lo hicieran, muchos políticos
provincianos con aspiraciones frustradas por la mano larguísima del dictador, y también, en
plan protagónico, los jóvenes clasemedieros con educación escolarizada, dispuestos a
participar en las acciones que condujeran a la ampliación de las perspectivas de movilidad
social ascendente para una mayoría de mexicanos, hasta entonces prácticamente excluida
de toda posibilidad de mejoramiento real en cualquier sentido.
Y en la cúspide de aquel volcán a punto de hacer erupción, don Porfirio,
traicionando su propio discurso, aceptó su postulación para otro sexenio al frente del
Ejecutivo Federal, llevando nuevamente como compañero de fórmula para la
vicepresidencia a Ramón Corral.
4
El México bárbaro fue publicado originalmente como una serie de artículos en The American Magazine en
1909, y un año después apareció en forma de libro.
5
Molina Enriquez, Andrés, Los grandes problemas nacionales, México, Imprenta de A. Carranza e hijos,
1909.
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6
Nemesio García Naranjo, El crepúsculo porfirista. Memorias, México, Factoría Ediciones, 1998, p. 180. (La
serpiente emplumada, 10)
7
Ibidem, p. 181.
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pie, entre una valla de soldados. Se dice que contemplaron su paso 1,000,000 personas. El
desfile fue casi tan importante como el del día 16.
Díaz esperaba en el salón de Embajadores del antiguo palacio de los virreyes en
uniforme de General de División, y lloró al terminar el patriótico discurso que pronunció
ante los allí presentes.
Hubo otro regalo. Dice García Naranjo que “[…] después de las prendas de
Morelos, la dádiva que más estremeció a los mexicanos fue hecha por la parroquia del
pueblo de Abasolo del estado de Guanajuato”. 8 Consistió en la pila en que el cura Miguel
Hidalgo y Costilla recibió las aguas del bautismo, a cambio de la cual se obsequió a dicha
parroquia una espléndida pila de mármol por órdenes del ministro de Instrucción. Su
traslado y llegada a la ciudad de México se solemnizó con la movilización de todos los
alumnos, que desde los de los Jardines de Niños hasta los de las escuelas superiores,
acompañaron a la famosa pila desde la estación del ferrocarril hasta el Museo de Historia.
Parece ser, sin embargo, que todo el orden programado se rompió y que cada escuela
caminó por donde pudo; eran 30,000 los estudiantes que llenaron calles y plazas en
desorden y con gran algarabía. Dice el cronista que, al pasar por la calle de Rosales, donde
se encontraba la sede de la Embajada china, el embajador salió al balcón a arrojar flores y
“los muchachos, al fin traviesos”, 9 le gritaban Chin Chun Chan, que era el nombre de una
zarzuela de moda, puesta hacía poco en el Teatro Principal. Finalmente, en la Plaza de la
Constitución, pila y escuelantes fueron recibidos con salvas de artillería antes de dar
término a su marcha en el recinto del Museo.
Durante la segunda quincena del mes todavía hubo inauguraciones, entre ellas el día
18 la del Hemiciclo a Juárez, de espaldas a la Alameda Central, y otros eventos ya menos
rumbosos, salvo la comida campestre del día 22 en Chapultepec –garden party, la
llamaron- para 50, 000 comensales. Hubo también grande y lucida parada militar y la
Iglesia celebró con misas en todas las parroquias y catedrales, el inicio de la revolución
encabezada por el multiexcomulgado por ella cura Hidalgo. Casi 600,000 pesos se gastaron
en los festejos del Centenario y cantidades incalculables de saliva en piezas oratorias,
discursos oficiales, poemas y brindis alusivos a la efeméride, algunos buenos, otros malos y
los más, peores. Como 500 solamente en la ciudad de México. Comenta uno de los
8
Ibidem, pp. 171-172.
9
Ibidem, p. 174.
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cronistas que: “Todos los entenados de Apolo se pusieron a afinar sus liras, mientras que
los competidores de Demóstenes se lanzaron a fabricar arengas al por mayor”.10
Cuando todo acabó la oligarquía estaba satisfecha. México había demostrado al
mundo que seguía siendo el país estable y pacífico que el héroe del 2 de abril había sabido
encauzar por la senda del trabajo, el progreso y el orden. El cuerpo diplomático y las
delegaciones extranjeras venidas a invitación expresa para la ocasión, darían parte de ello a
sus respectivos gobiernos. El hecho incómodo de que el 5 de octubre se diera a conocer el
Plan de San Luis, en el cual Francisco Madero, que por lo visto no se resignaba a su suerte
de perdedor, convocaba a los mexicanos a tomar las armas contra la dictadura el día 20 del
próximo noviembre a las 6 de la tarde, no logró amargar el sabor de triunfo que la fiesta
había dejado, y podía muy bien ser que Díaz recordara, complacido, el párrafo final del
memorable artículo de aquel periodista neoyorquino que lo había visitado, ya iba para tres
años, en el alcázar de Chapultepec.
Creelman escribió citando al secretario de Estado de gobierno estadounidense:
Todo fue un espejismo, tal como lo fue en mayo de 1789, toda proporción guardada,
el último baile de la corte de Luis XVI en el salón de los espejos del palacio de Versalles.
Se podría pensar que, tal como reza el viejo dicho, habían visto la tempestad y no se
habían hinchado, pero la verdad es que, aunque percibieron nublados y hasta algún que otro
trueno, en su soberbia, hasta el último minuto se sintieron capaces de controlar cualquier
acción en su contra. Esa ceguera, a Luis XVI le costó la vida y a don Porfirio Díaz sólo le
costó el exilio y morir en tierra extraña.
Finalmente, aquella década en el transcurso de la cual se habían sucedido las señales
de alarma, las premoniciones y las advertencias, desembocó en la crisis total, una crisis a la
que llamamos la Revolución Mexicana.
10
Ibidem, p. 183.
11
“La Entrevista Díaz-Creelman”, Op. cit., p. 268.
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