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012 Una Década de Crisis

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1

UNA DÉCADA DE CRISIS. 1900-1910

En carretela descubierta voy,


La Concordia, la Maison Dorée
Los curritos en el Jockey Club
Trajes hechos el Belle Jardiniere

Sol, tú que eres tan parejo para repartir tu luz


Le habías de ensañar al amo a hacer lo mismo que tú.
El amo nomás nos pega, nos hambrea y nos maltrata,
Mientras que en nosotros tiene una minita de plata.

En el año de 1900, los magnates de las potencias europeas, que para esas fechas casi se
habían acabado de repartir el mundo en colonias y en dominios económicos, estaban muy
felices. Controlaban la producción y el mercado de toda clase de bienes y sentían que la
bonanza había llegado para quedarse. El fin de siglo fue bautizado por ellos como la bella
época.
Desde el fin de la guerra franco-prusiana no había habido conflictos bélicos en el
continente, el movimiento obrero estaba bajo control y hacia los puertos de Europa fluían
materias primas, metales y alimentos baratos en barcos propios.
También las oligarquías de las naciones que los proveían de aquellos bienes
primarios y les compraban después productos manufacturados estaban exultantes, porque
aunque sus países comprometían su soberanía y se empobrecían en el mal negocio de
vender barato y comprar caro, ellas en lo particular se enriquecían y en el caso específico
de México, podían presumir además de estabilidad política y de paz social, y de que el
ministro de Hacienda reportaba números negros en sus informes de la balanza de pagos,
aunque 50% de la población del país viviera en una economía prácticamente de
autoconsumo.
La primera década del siglo XX, sin embargo, fue menos tranquila que la última del
siglo XIX. En Europa signos ominosos aquí y allá además de las guerras coloniales
constantes entre potencias, indicaban que el equilibrio alcanzado por los países más
2

industrializados en su afán imperialista no era tan estable como se presumía; mientras


Rusia, el país más oriental del orgulloso continente blanco, era vergonzosa y
fulminantemente derrotada en una guerra periférica, pero guerra al fin, por un país asiático,
el Japón, al tiempo que los obreros de San Petersburgo, como dice Adolfo Gilly,
empezaban a apagar las luces de la gran fiesta de la burguesía.
Ésta todavía duró, menos animada que entonces, una década, hasta el 28 de julio de
1914, en que todo el edificio de la ambición y del orgullo saltó por los aires. Un edificio,
por cierto, construido a base de sufrimientos y miserias, humillaciones, represiones y
genocidios, generadores de incalculables cantidades de llanto y de sangre, vertidos por
aquellos a quienes se pretendía poner en el camino del progreso. Según Eric Hobsbaum fue
entonces que comenzó el siglo XX, con 14 años de retraso respecto de la cuenta aritmética
de las centurias. Nuestro siglo XX, empezó cuatro años antes pero no a causa de una
guerra, sino a causa de una revolución social.
Las revoluciones no han sido nunca rayo en cielo despejado. Su gestación va dando
avisos, va previniendo, envía señales discretas al principio y luego cada vez más claras,
pero esas señales sólo las ve quien las quiere ver, y en el México de la década de 1900-
1910, la cúpula del poder político y económico es evidente que no las quiso ver; “[…] la
tripulación del barco porfirista […] no advierte las averías sino durante los primeros meses
de 1911 […].”1
Todos los incidentes incómodos se habían resuelto de manera favorable para el
régimen y como ya se había salido de las crisis económicas mundiales de 1901 y 1907-
1908 sin consecuencias políticas ni alteraciones a la estabilidad, el tiempo podía volver a
transcurrir sin sobresaltos. En 1910 lo que más importaba, junto con la séptima reelección
de Porfirio Díaz, eran los preparativos para la celebración del primer centenario del inicio
de la guerra de Independencia.
Volveremos a ella, a la celebración, pero ahora hemos de retroceder 10 años en el
tiempo, un momento en que México aún vivía a plenitud, como Europa, su propia bella
época. Auge exportador, aristocracias pulqueras, maiceras y azucareras, castas divinas,
haciendas de miles y de decenas y hasta de cientos de miles de hectáreas, cuando los
Terrazas no eran de Chihuahua sino al revés, Chihuahua era de los Terrazas. Los
1
Curiel, Fernando, “Antes del Titanic” en Nemesio García Naranjo, El crepúsculo porfirista. Memorias,
México, Factoría Ediciones, 1998, p. 181. (La serpiente emplumada, 10).
3

hacendados sumaban 840 familias, el país era suyo y Porfirio Díaz era su presidente. A
cambio de vender ganado en pie, azúcar, cacao, café, garbanzos, algodón, y henequén en el
mercado mundial y maíz y trigo, arroz, frijol y pulque en el doméstico, mandaban traer
pianos de cola vieneses y vajillas de porcelana de Sévres. Algunos, los más modernos,
diversificaban sus actividades económicas en minas, ferrocarriles, puertos e industrias, que
sin embargo constituían negocios extranjeros. Otros, los más tradicionales, se contentaban
con las rentas que les proporcionaban sus extensas propiedades agrícolas y pecuarias,
obtenidas o aumentadas con las tierras desamortizadas, deslindadas y arrebatadas a la
Iglesia y a pequeños propietarios y a pueblos de origen anterior o posterior a la Conquista,
beneficiados en su momento con el derecho a la posesión y usufructo colectivos, y
despojados del mismo a mediados del siglo XIX.
Poder político, riqueza económica, paz social, orden y progreso. ¿Qué podía suceder
en un país que contaba con un aparato de control tan sólidamente constituido, y con tan
fuerte cohesión entre los integrantes de la minoría privilegiada? Nada, no podía suceder
nada. El pacto no escrito de don Porfirio con los beneficiarios de la bonanza económica
había dado resultados muy satisfactorios: goce tranquilo de la riqueza que muy pocos
acumulaban y disfrutaban, a cambio de poder político omnímodo e incuestionable.
Pero los caminos de la historia también son inescrutables, como los de la
Providencia, y resulta que cuando el siglo apenas comenzaba sucedieron dos cosas, en
realidad poco relevantes ante la solidez del sistema: el 7 de agosto de 1900 se fundó un
nuevo periódico de oposición, que se propuso denunciar a jueces poco honestos; se llamó
Regeneración y lo dirigían Jesús Flores Magón y su hermano Ricardo y por otra parte, el 5
de febrero de 1901 inició sus trabajos en San Luis Potosí, un congreso al que convocó
Camilo Arriaga, quien desde el año anterior había organizado en aquella misma ciudad un
círculo liberal, que esta vez convocó a simpatizantes y correligionarios de toda la República
con el objeto fundamental de exigir el respeto cabal a las leyes de Reforma, que formaban
parte del texto constitucional pero que eral violadas con la tolerancia de las autoridades de
todos los niveles de gobierno.
Allí estuvieron Antonio Díaz Soto y Gama, Juan y Manuel Sarabia, Librado Rivera,
Antonio Villareal y muchos más, entre ellos Ricardo Flores Magón quien, por cierto, se dio
a conocer en aquel congreso con una frase reveladora de su talante y de su vocación: “La
4

administración de Porfirio Díaz es una madriguera de ladrones”, a causa de la cual, a su


regreso a la ciudad de México, fue detenido y encarcelado mientras Regeneración era
clausurado.
Todos los asistentes a la reunión de San Luis fueron vigilados a partir de entonces, y
con ellos los adeptos que hicieron para integrar los múltiples círculos liberales, que a partir
de aquel momento aparecieron por todo el territorio mexicano hasta que en 1903, vueltos
los representantes a reunirse en San Luis, fueron atacados por fuerzas gubernamentales y
obligados a dispersarse. Gobernación obtuvo en aquella ocasión listas de un buen número
de opositores más o menos radicales al régimen, pero la semilla estaba sembrada y cada
uno conservó y alimentó sus ideas hasta el momento en que le fue posible actuar en
consecuencia.
Algunos de ellos, muy notorios, como Camilo Arriaga y Ricardo Flores Magón,
salieron poco después al destierro. A fines de 1904 Regeneración apareció de nuevo, ya en
el exilio, con una postura mucho más radical que la de sus inicios. Los editores buscaban
politizar el descontento social prevaleciente entre amplios sectores de la población, sobre
todo entre los obreros, pero debieron enfrentar grandes obstáculos para lograrlo; el primero
era que estaban muy lejos del Centro como para que les fuera fácil incidir en la conciencia
política de las mayorías, y el segundo era que aunque recibían apoyos de algunos
benefactores ricos y tenían un buen número de subscriptores fijos, con mucha frecuencia
éstos últimos se retrasaban en el pago de las cuotas y había que recordarles que sin sus
aportaciones, el próximo número no vería la luz. Por otra parte, y tal vez ese era el
obstáculo mayor, México era un país de analfabetas. Más de 80% de la población carecía
de la herramienta fundamental para acceder a la información que la prensa opositora en su
conjunto con Regeneración en particular intentaban difundir.
En tales circunstancias, ¿cómo circulaba el periódico? Porque sabemos que entraba
al país con autorización de la dirección de correos estadounidense como impreso de
segunda clase, pero después, ¿por cuáles conductos llegaba a donde llegaba, tan al sur
como Acayucan, Veracruz y Villa de Ayala, Morelos?, ¿qué redes se fueron tejiendo a fin
de que las noticias, los editoriales y los fragmentos de textos de la autoría de teóricos del
anarquismo, fueron conocidos por quienes sabían leer y les hablaban de ellos o se los leían
a los que no entendían de letras?
5

Cómo fue posible que Regeneración se convirtiera en el factor de concientización


popular más importante de la década. Los tropiezos, los infortunios, la vigilancia y las
amenazas de que sus editores fueron víctimas no pudieron impedir aquel hecho
sorprendente. Ellos lograron, más que nadie, que el malestar social se politizara; al menos
para algunos, condición imprescindible para que, andando el tiempo, el motín, el saqueo o
la algarada se transformaran en acciones revolucionarias.
El 1º de julio de 1906, la Junta dio a conocer, haciéndolo público en Regeneración,
un documento titulado Programa y Manifiesto del Partido Liberal Mexicano. En él se
planteaba la necesidad de una reforma radical, una reforma profunda que salvara al país.
Ahí se sintetizaron una serie de medidas que harían posible, después del triunfo, acabar con
los abusos del capital, con la injusta distribución de la riqueza y con la falta de libertad y de
democracia. Firmaban como presidente Ricardo Flores Magón, como secretario Juan
Sarabia, como tesorero Enrique Flores Magón y como vocales Librado Rivera, Manuel
Sarabia y Rosalío Bustamante. Seis nombres, sólo seis nombres que han pasado a la historia
del siglo XX mexicano como los precursores. Seis luchadores de vanguardia capaces de
armar un instituto político dotado de su propio órgano de prensa. Ellos, y todos los que
compartieron sus posturas y sus ideas, fueron la oposición más organizada a una dictadura
ya demasiado larga. Una oposición que se fue radicalizando al grado de abrazar las
doctrinas anarquistas, hecho que la alejó de muchos de sus compañeros de los primeros
tiempos y la privó de algunas de las ayudas que habían recibido hasta poco tiempo antes.
Pero en 1906, plantear en su Programa la exigencia de que las tierras que los grandes
propietarios mantenían ociosas fuera repartidas entre quienes se comprometieran a
cultivarlas y más aún incluir entre las medidas imprescindibles para abatir la pobreza en
México la jornada de ocho horas, el salario mínimo, el descanso dominical y un sistema de
compensaciones por accidentes de trabajo, viudez y muerte entre otras muchas
prestaciones, y reivindicar el papel fundamental de los maestros en la construcción de un
porvenir mejor para todos, los ponía a la vanguardia de quienes consideraban que la
cuestión social era prioritaria y debía incluirse en la agenda de debate nacional, pero
además, también fueron ellos quienes en ese mismo año de 1906, por primera vez
propusieron la vía de la revolución social como recurso de su redención colectiva y se
aplicaron a organizar los primeros movimientos en tal sentido.
6

Ya para 1910, su posición no era la de luchar por transformar al régimen sino por
destruirlo. El 19 de noviembre de aquel año, Regeneración llamaba al levantamiento contra
el régimen porfiriano en los siguientes términos:

La revolución va a estallar de un momento a otro. […] Los síntomas del formidable


cataclismo no dejan lugar a dudas […] Por fin, después de 34 años de vergüenza, va
a levantar la cabeza el pueblo mexicano, y por fin después de esa larga noche, va a
quedar convertido en ruinas el negro edificio cuya pesadumbre nos ahogaba.
Cuando vosotros estéis en posesión de la tierra, tendréis libertad, tendréis
justicia, porque la libertad y la justicia no se decretan: son el resultado de la
independencia económica…
¡Adelante compañeros! Pronto escucharéis los primeros disparos; pronto
lanzarán el grito de rebeldía los oprimidos. Que no haya uno sólo que deje de
secundar el movimiento lanzado con toda la fuerza de la convicción este grito
supremo: ¡Tierra y Libertad!2

Los miembros del PLM estuvieron detrás de las dos grandes huelgas que pusieron
de manifiesto un hecho: la clase obrera podía asumir el riesgo de plantarle cara a la
patronal, y el régimen podía emplear los medios más violentos para reprimirla. En efecto, el
último lustro porfiriano comenzó registrando acciones valientes encaminadas a mejorar la
vida y la suerte de muchos de los mexicanos más desprotegidos, con los mineros del cobre
de Cananea, en el mes de julio de 1906, exigiendo la jornada de ocho horas, un aumento
salarial sustantivo y la equiparación de los jornales entre los trabajadores mexicanos y los
extranjeros, y recibiendo balas como única respuesta, balas disparadas por “rurales”,
soldados federales y rangers llegados de Arizona a solicitud expresa del mismísimo
gobernador de Sonora. Esteban Baca Calderón, Manuel M. Diéguez y José María Ibarra,
los dirigentes, fueron enviados a San Juan de Ulúa mientras los demás mineros volvían a
trabajo en las mismas condiciones que antes, y por otro lado, alrededor de la misma fecha,
los magonistas se hicieron presentes con un primer intento de rebelión armada con
epicentro en Jiménez, Coahuila, que se extendió a otros pueblos de la misma entidad y de
Chihuahua y que fue rápidamente controlado por el Ejército Federal.
Sólo un semestre después, los obreros textiles de la fábrica de Río Blanco,
Veracruz, junto con otros muchos de otras fábricas del estado y del de Puebla, aglutinados
en un Círculo de Obreros animado también por seguidores de Flores Magón, se declararon

2
“La Revolución”, Regeneración, sábado 19 de noviembre de 1910, p. 1
7

en huelga para oponerse al Reglamento Único impuesto por la Patronal llamada Centro
Industrial Mexicano, que establecía doce horas y media de jornada laboral con pago el
domingo por la tarde y sanciones y descuentos por trabajo defectuoso, entre otras cosas.
Al final, después de diversas gestiones que incluyeron la intervención directa en el
problema del presidente de la República, solamente los obreros de Río Blanco se negaron a
volver al trabajo según ordenaba el laudo de Porfirio Díaz. Ante las puertas de la fábrica los
empleados de la tienda de raya se burlaban de ellos: “[...] los maderos de San Juan piden
pan y no les dan, piden pan y no les dan […]” ellos asaltaron y pegaron fuego a la tienda,
símbolo de la opresión capitalista.
Pagaron con sangre su comedida solicitud de aumento salarial, de la supresión de la
tienda de raya y de libertad para recibir visitas en sus propias casas. Nunca se supo a
ciencia cierta cuántos murieron en la represión, entre ellos los dirigentes Rafael Moreno y
Manuel Juárez, que fueron enterrados al pie del muro de la oprobiosa tienda, mientras que
los cadáveres de sus compañeros fueron llevados en plataformas y carros de ferrocarril
hasta el Golfo y allí desaparecieron.
En 1908 hubo un nuevo levantamiento armado que comenzó en varios puntos muy
focalizados, la mayor parte de ellos cerca de la frontera norte, a partir de los cuales sus
instigadores esperaban que se propagara a amplias y diversas regiones del país. El intento
terminó rápidamente en fracaso, pero como dijo alguna vez Carlos Marx, ninguna
revolución es en vano, ni siquiera las revoluciones derrotadas.
La reata se iba tensando más y más, pero no reventó por donde parecía que
finalmente lo haría. Para 1910 don Porfirio habría de cumplir 80 años de edad y debido a
esa circunstancia, las elecciones federales podrían eventualmente ofrecer posibilidades de
renovación en los altos niveles del organigrama, y aunque muy pocos se atrevieran a
insinuarlo, las aspiraciones políticas afloraron cuando se conoció en México, traducido del
inglés, el texto de la entrevista que Díaz concedió a James Creelman a principios de 1908.
Fue una primicia extraordinaria para el corresponsal del Pearsons Magazine de Nueva
York, porque en ella el dictador anunció sin ambages que no se presentaría a las próximas
elecciones y que vería con gusto la aparición de un partido político que postulara un
candidato capaz de relevarlo en el Poder Ejecutivo. Soy un demócrata convencido, dijo, y
creo que el día de ver a México gobernado según la voluntad del pueblo expresada en las
8

urnas ha llegado. Se ha dicho que sus palabras iban dirigidas a la opinión pública y al
gobierno estadounidenses, más que a los mexicanos.3
México había hecho concesiones petroleras a Holanda y a la Gran Bretaña, que las
compañías estadounidenses consideraron una provocación intolerable y por otra parte
sostenían una querella acerca de la soberanía sobre el territorio de el Chamizal. Además,
don Porfirio se negó a otorgar una concesión ferroviaria que le solicitaban los Estados
Unidos para tender una vía que cruzara el Istmo de Tehuantepec y simultáneamente se
acercó al Japón buscando diversificar las relaciones económicas de México. Finalmente, lo
que fue considerado como una traición a los lustros de cooperación y buenas relaciones, por
buena parte de la opinión pública estadounidense y por supuesto por las autoridades de
aquel país, fue la protección que México brindó al presidente de Nicaragua José Santos
Zelaya, que se asiló en nuestro país después de haber sido derrocado por un golpe militar
ejecutado por el general Jesús Estrada, pero auspiciado y patrocinado ¿por quién más?, por
los Estados Unidos. Bueno, hasta un barco mandó el gobierno mexicano para traerlo sano y
salvo.
Nunca sabremos a ciencia cierta su verdadera intención, pero en el seno del
gabinete, quienes se sentían con méritos suficientes se vieron a sí mismos en el camino de
la Presidencia; eran dos, José Ives Limantour y Bernardo Reyes, más popular el segundo
que el primero, que no lo era en absoluto, pero sin ninguna posibilidad real de recibir apoyo
de Díaz.
Como decía don Porfirio, la caballada se alborotó, hubo mucha grilla pero
finalmente tampoco fue por ahí por donde los acontecimientos se precipitaron, porque la
propuesta de cambio abiertamente explicitada de cara a la sucesión presidencial fue de
alguien ajeno al primer círculo del Presidente, Francisco I. Madero, quién escribió y
publicó La sucesión Presidencial en 1910. El Partido Nacional Democrático, en el cual lo
único que hizo fue secundar la propuesta porfiriana de un año antes, al levantar la bandera
liberal-democrática y disponerse a organizar un partido político que postulara un candidato
a la presidencia, que lo podía ser incluso a la vicepresidencia, para permitir que Díaz se
reeligiera y quién quita, muriera en funciones. De esa manera, la transición a la democracia

3
Véase: “La Entrevista Díaz-Creelman” en Contreras, Mario y Jesús Tamayo, Antología. México en el siglo
xx, 1900-1913. Textos y documentos, tomos 1 y 2, México, UNAM. 1975, pp. 259-268. (Lecturas
Universitarias, núm. 22)
9

sería sencilla y pacífica. El dictador no le hizo el menor caso. Pobre Panchito, que patalee,
siempre ha estado medio loco.
En 1909 los magonistas dieron otra campanada con la colaboración en el plan
estelar de John Kenneth Turner, periodista radical cercano a los círculos de “revoltosos”
mexicanos radicados en los Estados Unidos. Acompañado y asesorado por Lázaro
Gutiérrez de Lara, Turner viajó por buena parte del territorio nacional haciéndose pasar por
un inversionista interesado en los negocios agropecuarios. Los hacendados a los que visitó
lo recibieron encantados y se abrieron de capa ante él. El gringo indagó, preguntó, tomó
nota y finalmente publicó su libro México bárbaro,4 denunciando en sus páginas la inicua
explotación laboral a que eran sometidos los trabajadores rurales en este país, incluida la
compraventa de peones a tanto por cabeza.
Ese mismo año, un funcionario gubernamental llamado Andrés Molina Henríquez
escribió una obra trascendental titulada Los grandes problemas nacionales,5 para hacer
pública la imperiosa necesidad de emprender sin pérdida de tiempo una profunda reforma
agraria, y de forma simultánea a estas novedades bibliográficas complementarias entre sí, el
movimiento democrático crecía y se fortalecía, mientras la oligarquía seguía sin percibir
que las disputas políticas entre sus integrantes iban abriendo espacios por los que pronto se
manifestarían las clases subalternas de la sociedad, las clases peligrosas, los antiguos
cuatreros del norte y los chinacates del sur y antes de que ellas lo hicieran, muchos políticos
provincianos con aspiraciones frustradas por la mano larguísima del dictador, y también, en
plan protagónico, los jóvenes clasemedieros con educación escolarizada, dispuestos a
participar en las acciones que condujeran a la ampliación de las perspectivas de movilidad
social ascendente para una mayoría de mexicanos, hasta entonces prácticamente excluida
de toda posibilidad de mejoramiento real en cualquier sentido.
Y en la cúspide de aquel volcán a punto de hacer erupción, don Porfirio,
traicionando su propio discurso, aceptó su postulación para otro sexenio al frente del
Ejecutivo Federal, llevando nuevamente como compañero de fórmula para la
vicepresidencia a Ramón Corral.

4
El México bárbaro fue publicado originalmente como una serie de artículos en The American Magazine en
1909, y un año después apareció en forma de libro.
5
Molina Enriquez, Andrés, Los grandes problemas nacionales, México, Imprenta de A. Carranza e hijos,
1909.
10

En respuesta, en una magna convención, el Partido Nacional Democrático se


transformó formalmente en Partido Antirreeleccionista y postuló a Madero y a Francisco
Vázquez Gómez como sus candidatos a la presidencia y a la vicepresidencia de la
República. Los dos Panchitos, como les decía la gente, emprendieron una intensa campaña
de proselitismo apoyada en numerosos clubes, muchos de los cuales habían sido en su
origen clubes liberales, aquellos que se fueron fundando en 1901, 1902 y 1903, mismos que
en gran número se afiliaron después al magonismo y que en aquella inédita encrucijada se
reconvirtieron de nuevo para volverse maderistas. Toda aquella red, que a nivel nacional se
había tejido a lo largo de la década de forma sólida y consistente.
La campaña fue sin embargo interrumpida en mayo de 1910 cuando Madero fue
aprehendido en Monterrey, conducido a la ciudad de México y luego a San Luis Potosí en
libertad caucional. Las elecciones tuvieron lugar en julio, Madero se fugó en tren hacia la
frontera norte y buscó refugio en los Estados Unidos, desde donde aprestó a impugnar el
proceso electoral y la nueva presidencia espuria, ilegítima, que don Porfirio, que se sentía
dueño y señor exclusivo de “la silla”, se disponía a asumir el próximo 1º de diciembre.
Pero antes llegó septiembre, y Díaz pudo presidir los festejos planeados y
preparados a lo largo de los meses precedentes con toda solemnidad, para celebrar nuestro
cumpleaños número 100 como país soberano. La hermosa capital, la capital federal a la que
tan sólo ocho meses después, en mayo de 1911, habría de llegar triunfante el candidato
opositor detenido, encarcelado y orillado al destierro en vísperas de las elecciones, fue el
epicentro y, con ella, todas las capitales de las entidades federativas y todas las cabeceras
municipales, procuraron celebrar dignamente el primer siglo del Grito de Dolores, aquel
con el cual el padre Hidalgo inició la lucha por nuestra libertad, por nuestra independencia.
A mediados de agosto, Genaro García recibió de la Presidencia el encargo de hacer
la “Crónica del Centenario” y contó para ello con cuatro colaboradores de primer nivel:
Francisco Olaguíbel, Nemesio García Naranjo, Rubén Valenti y Manuel San Juan.
Todo el mes duraron los festejos, un mes en que los colores del pabellón mexicano
adornaron espacios públicos y privados, ventanas, balcones y azoteas, y pintaron de verde,
blanco y rojo cintas, listones y rebozos. Hubo pirotecnia, repiques de campanas y salvas de
artillería, y en cada pueblo y barrio fiesta callejera con música y puestos de comida.
11

El día 1º se inauguró en Mixcoac el manicomio de la calle de Castañeda y el 10


hubo un banquete de gala para los invitados extranjeros y los altos funcionarios de la
administración. El 12 se abrieron las puertas de la Escuela Normal de Maestros y las de la
refundada Universidad Nacional de México. Luego se develó en el jardín de la Biblioteca
Nacional un obsequio del gobierno alemán: la estatua del barón Alexander von Humboldt,
y por esos días la colonia otomana radicada en México también nos hizo un regalo
consistente en un monumental reloj.
Las colonias italiana y francesa obsequiaron a México, a su vez, el busto de
Giuseppe Garibaldi y la escultura de Louis Pasteur, y sus respectivos gobiernos una réplica
del San Roque de Donatello y las llaves de plata que los conservadores mexicanos,
encabezados por Juan Nepomuceno Almonte, habían entregado al general Elías Forey el 10
de junio de 1863, después de la segunda batalla de Puebla, a su entrada a la ciudad de
México. La colonia estadounidense regaló a la ciudad capital una escultura de cuerpo
entero de Jorge Washington.
El día 15, el Paseo de la Reforma fue escenario de un desfile de carros alegóricos,
en los cuales se pudo ver a los chichimecas y a las tribus nahuatlatas sucesivamente
llegando a la cuenca de México, a doña Marina junto a Hernán Cortés, a Moctezuma y al
heroico Cuauhtémoc y después, por supuesto, a los homenajeados del momento, los
próceres de la gesta insurgente encabezados por Hidalgo y sus compañeros Allende,
Aldama, Jiménez y Abasolo sin faltar doña Josefa Ortiz de Domínguez y Morelos, los
hermanos Galeana, la familia Bravo y el cura Matamoros, seguidos de los Trigarantes
encabezados por Agustín de Iturbide y Vicente Guerrero, haciendo su entrada triunfal a la
capital de la agonizante Nueva España por la calle de los Plateros.
¡Qué días! El mero 16 se inauguró la columna de la Independencia en una de las
glorietas del Paseo de la Reforma, cuyo nombre evoca aquella otra epopeya mexicana, en la
que los liberales fueron capaces de derrotar al ejército conservador con todos sus Zuloagas
y Miramones y de paso a una Iglesia atada al antiguo régimen, defensora de fueros y
privilegios, y que atesoraba y amortizaba incalculables riquezas.
La columna fue coronada con la estructura de una victoria alada, la victoria niké de
la Grecia clásica, misma que desde el día de su develación se convirtió en el Ángel, el
12

Angelito, mutación perdurable, como lo ha sido su condición de símbolo y emblema de la


ciudad de México.
El acontecimiento, digamos íntimo, más lúcido del mes, fue el baile del Centenario
que se celebró en el patio central de Palacio Nacional, cubierto con una tarima y adornado
con banderas mexicanas y extranjeras, flores y espejos y, por cierto, techado con un plafón
en forma de cúpula, por si llovía. La orquesta, de 150 músicos dirigidos por Rafael Gascón
tocó sin parar, y en un estrado especial se sentó Carmen Romero Rubio con las esposas de
los embajadores, aunque en esa ocasión, como sucedería al día siguiente en el evento
público que tuvo lugar y al cual me referiré enseguida, la organización fue desbordada y
nadie hizo caso de lo dispuesto previamente, porque todas las mujeres asistentes al baile se
sintieron con méritos suficientes como para subir al estrado. Hubo quejas, envidias y
chismes: ¿por qué ella sí y yo no? Soy amiga íntima de Carmelita, merezco más que nadie
estar con ella. Parece ser que al final, todas las que allí estaban se bajaron del lugar de
honor, y que al ver que la discriminación daba paso a la igualdad alguien dijo: “Triunfó la
república sobre la monarquía”.6
Aquello fue una feria de vanidades, pero hubo consenso en que la más elegante,
bonita y cuyas alhajas más lucieron fue Amada Díaz de De la Torre, que parecía “una
princesa del oriente”.7
Mientras tanto, en las garitas de acceso a la ciudad se repartían pantalones y zapatos
a los indios de calzón y guarache, para que su atuendo habitual, que jamás nadie se había
preocupado por mejorar, no hiciera desmerecer los festejos, sobre todo o, mejor dicho,
exclusivamente, a los ojos de los invitados extranjeros.
Al día siguiente, 17 de septiembre, España nos hizo una ofrenda especial, que fue el
objeto de grandes honores, a la vez que de muestras de agradecimiento, a la que
reiteradamente llamaron “madre patria” en varios discursos. El embajador Camilo García
de Polavieja hizo entrega al pueblo mexicano del uniforme de José María Morelos, que
había sido conservado como trofeo de guerra por aquel país desde 1815. Con gran pompa
salió el diplomático del Ministerio de Relaciones Exteriores rumbo a Palacio Nacional, a

6
Nemesio García Naranjo, El crepúsculo porfirista. Memorias, México, Factoría Ediciones, 1998, p. 180. (La
serpiente emplumada, 10)
7
Ibidem, p. 181.
13

pie, entre una valla de soldados. Se dice que contemplaron su paso 1,000,000 personas. El
desfile fue casi tan importante como el del día 16.
Díaz esperaba en el salón de Embajadores del antiguo palacio de los virreyes en
uniforme de General de División, y lloró al terminar el patriótico discurso que pronunció
ante los allí presentes.
Hubo otro regalo. Dice García Naranjo que “[…] después de las prendas de
Morelos, la dádiva que más estremeció a los mexicanos fue hecha por la parroquia del
pueblo de Abasolo del estado de Guanajuato”. 8 Consistió en la pila en que el cura Miguel
Hidalgo y Costilla recibió las aguas del bautismo, a cambio de la cual se obsequió a dicha
parroquia una espléndida pila de mármol por órdenes del ministro de Instrucción. Su
traslado y llegada a la ciudad de México se solemnizó con la movilización de todos los
alumnos, que desde los de los Jardines de Niños hasta los de las escuelas superiores,
acompañaron a la famosa pila desde la estación del ferrocarril hasta el Museo de Historia.
Parece ser, sin embargo, que todo el orden programado se rompió y que cada escuela
caminó por donde pudo; eran 30,000 los estudiantes que llenaron calles y plazas en
desorden y con gran algarabía. Dice el cronista que, al pasar por la calle de Rosales, donde
se encontraba la sede de la Embajada china, el embajador salió al balcón a arrojar flores y
“los muchachos, al fin traviesos”, 9 le gritaban Chin Chun Chan, que era el nombre de una
zarzuela de moda, puesta hacía poco en el Teatro Principal. Finalmente, en la Plaza de la
Constitución, pila y escuelantes fueron recibidos con salvas de artillería antes de dar
término a su marcha en el recinto del Museo.
Durante la segunda quincena del mes todavía hubo inauguraciones, entre ellas el día
18 la del Hemiciclo a Juárez, de espaldas a la Alameda Central, y otros eventos ya menos
rumbosos, salvo la comida campestre del día 22 en Chapultepec –garden party, la
llamaron- para 50, 000 comensales. Hubo también grande y lucida parada militar y la
Iglesia celebró con misas en todas las parroquias y catedrales, el inicio de la revolución
encabezada por el multiexcomulgado por ella cura Hidalgo. Casi 600,000 pesos se gastaron
en los festejos del Centenario y cantidades incalculables de saliva en piezas oratorias,
discursos oficiales, poemas y brindis alusivos a la efeméride, algunos buenos, otros malos y
los más, peores. Como 500 solamente en la ciudad de México. Comenta uno de los
8
Ibidem, pp. 171-172.
9
Ibidem, p. 174.
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cronistas que: “Todos los entenados de Apolo se pusieron a afinar sus liras, mientras que
los competidores de Demóstenes se lanzaron a fabricar arengas al por mayor”.10
Cuando todo acabó la oligarquía estaba satisfecha. México había demostrado al
mundo que seguía siendo el país estable y pacífico que el héroe del 2 de abril había sabido
encauzar por la senda del trabajo, el progreso y el orden. El cuerpo diplomático y las
delegaciones extranjeras venidas a invitación expresa para la ocasión, darían parte de ello a
sus respectivos gobiernos. El hecho incómodo de que el 5 de octubre se diera a conocer el
Plan de San Luis, en el cual Francisco Madero, que por lo visto no se resignaba a su suerte
de perdedor, convocaba a los mexicanos a tomar las armas contra la dictadura el día 20 del
próximo noviembre a las 6 de la tarde, no logró amargar el sabor de triunfo que la fiesta
había dejado, y podía muy bien ser que Díaz recordara, complacido, el párrafo final del
memorable artículo de aquel periodista neoyorquino que lo había visitado, ya iba para tres
años, en el alcázar de Chapultepec.
Creelman escribió citando al secretario de Estado de gobierno estadounidense:

Si yo fuera poeta, escribiría poemas épicos; si músico, compondría marchas


triunfales, y si mexicano, consideraría que la lealtad de toda una vida no sería
suficiente para corresponder a los inmensos servicios que ha procurado a mi país.
Como no soy poeta, músico ni mexicano, sino únicamente un americano [sic] que
ama la justicia y la libertad, considero a Porfirio, presidente de México, como uno
de los hombres cuyo heroísmo debe rendir culto a la humanidad entera.11

Todo fue un espejismo, tal como lo fue en mayo de 1789, toda proporción guardada,
el último baile de la corte de Luis XVI en el salón de los espejos del palacio de Versalles.
Se podría pensar que, tal como reza el viejo dicho, habían visto la tempestad y no se
habían hinchado, pero la verdad es que, aunque percibieron nublados y hasta algún que otro
trueno, en su soberbia, hasta el último minuto se sintieron capaces de controlar cualquier
acción en su contra. Esa ceguera, a Luis XVI le costó la vida y a don Porfirio Díaz sólo le
costó el exilio y morir en tierra extraña.
Finalmente, aquella década en el transcurso de la cual se habían sucedido las señales
de alarma, las premoniciones y las advertencias, desembocó en la crisis total, una crisis a la
que llamamos la Revolución Mexicana.
10
Ibidem, p. 183.
11
“La Entrevista Díaz-Creelman”, Op. cit., p. 268.
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