La Casa de La Noche Jo Nesbo
La Casa de La Noche Jo Nesbo
La Casa de La Noche Jo Nesbo
Estaba sentado en una silla del pasillo de la comisaría del pueblo. Era tarde,
la hora de irse a dormir había pasado hacía mucho rato, por así decirlo. En
el otro extremo del pasillo vi al inspector. Tenía los ojos pequeños y una
nariz respingona que dejaba a la vista las grandes fosas nasales; no pude
evitar pensar en un cerdo. Se acarició con el pulgar y el índice el bigote que
le crecía junto a la comisura de los labios. Hablaba con Frank y con Jenny.
Así es como los llamo, sería raro usar «tío» y «tía» con alguien a quien no
has visto hasta el día que van a buscarte y te dicen que a partir de ese
momento vivirás con ellos. Cuando entré atropelladamente y les conté lo
que acababa de sucederle a Tom, se quedaron mirándome. Frank había
llamado a la comisaría, que a su vez había avisado a los padres de Tom y
nos había convocado. Yo había contestado a un montón de preguntas y me
había quedado esperando mientras el inspector mandaba a su equipo a la
cabina y ponía en marcha la búsqueda. Tuve que contestar a más preguntas.
Por lo que parecía, Frank y Jenny discutían sobre algo con el inspector y
de vez en cuando lanzaban una mirada en mi dirección. Me dio la impresión
de que se habían puesto de acuerdo cuando se acercaron a mí con caras muy
serias.
—Podemos irnos —dijo Frank, y empezó caminar hacia la salida
mientras Jenny me ponía una mano en el hombro con la intención de
consolarme.
Nos subimos a su pequeño coche japonés; yo me senté en el asiento
trasero y arrancamos en silencio. Sabía que las preguntas no tardarían en
llegar. Frank carraspeó. Primero una vez. Luego otra.
Frank y Jenny eran buenas personas. Hay quien diría que demasiado. Por
ejemplo, el verano anterior, cuando acababa de llegar, había prendido fuego
a la hierba alta y seca del campo de cultivo junto a la serrería clausurada, y
si mi tío y cinco vecinos no hubieran acudido tan rápido, quién sabe qué
habría ocurrido. A pesar de que Frank se avergonzó, porque era el jefe de
bomberos, no me habían regañado ni castigado. Al contrario, me
consolaron: era evidente que creían que estaba muy afectado por lo
sucedido. Al acabar la cena, carraspeó como ahora y se limitó a darme una
vaga recomendación de que no debía jugar con fósforos. El caso es que
Frank era el jefe de los bomberos y Jenny profesora de secundaria, pero no
tengo ni idea de cómo lograban mantener la disciplina. Si es que lo
conseguían.
Frank carraspeó otra vez; estaba claro que no sabía por dónde empezar.
Así que decidí facilitarle las cosas.
—No miento —dije—. A Tom se lo comió el teléfono ese.
Silencio. Frank miró a Jenny con desesperación, parecía que le estaba
pasando la pelota.
—Querido —dijo Jenny con suavidad, en voz baja—. No había ni rastro.
—¡Claro que sí! Encontraron las huellas de frenada de mis talones en el
suelo.
—De Tom —puntualizó Frank—. Ni rastro.
—El teléfono se lo comió entero. —Por supuesto que yo era consciente
de lo loquísimo que sonaba. ¿Qué podía decir? ¿Que el teléfono no se había
comido a Tom?—. ¿Qué ha dicho el inspector?
Jenny y Frank se intercambiaron otra mirada.
—Cree que estás en estado de shock —dijo Frank.
No podía objetar nada a eso. Supongo que estaba conmocionado, con el
cuerpo entumecido, la boca seca y la garganta inflamada. Como si tuviera
ganas de llorar, pero un tapón me lo impidiera.
Cuando llegué a casa pasé de puntillas por delante del salón, donde Frank
estaba leyendo el periódico. Aquella noche había estado de guardia en la
estación de bomberos y tenía libre el resto del día. Oí su voz cuando estaba
en el baño, comprobando que me estaba saliendo un bulto enorme encima
del ojo izquierdo.
—¿Cómo te ha ido hoy en el colegio?
—Bien —respondí a través de la puerta entornada.
—¿Bien?
—Sí, señor —repuse—. No me han pedido los deberes de ninguna
asignatura.
Sabía que no quería oír chistes sin gracia, pero poco podía hacer yo con
respecto a lo que él deseaba saber. No quería que intercediera por mí,
porque a nadie le gusta ser el tipo al que pegan una paliza, ¿no? Un
auténtico miembro de la casta piraña da caña.
Se abrió la puerta de la calle. Era Jenny, que de repente estaba frente a la
puerta del baño con las bolsas de la compra.
—Hola —me saludó—. ¿Cómo estás?
—Genial —murmuré, acerqué la cara hasta pegarla al espejo para que no
pudiera verme y fingí que me estaba explotando un grano.
—Hay lasaña para cenar —dijo con voz esperanzada, puesto que yo, para
hacerla feliz, en algún momento había dicho que su lasaña era la mejor.
—Me muero de ganas —comenté sin entusiasmo.
Cuando oí que estaba trasteando en la cocina, me deslicé hasta el
recibidor por el mismo camino por el que había entrado y volví a calzarme.
—¿Adónde vas? —preguntó Frank, que, escondido detrás del periódico,
debía de estar más pendiente de todo de lo que pudiera parecer.
—Al cine –dije, y cerré la puerta de la calle a mis espaldas.
5
Entre las estanterías de libros seguía reinando el mismo silencio que cuando
había llegado. Frente a la placa con el nombre de Willingstad me fijé en una
escalera apoyada contra las baldas de la pared. ¿Por qué no la había visto al
llegar? No era corriente, era de metal y tenía barandillas a ambos lados,
parecía una escalera de incendios. Sí, era una escalera de incendios similar
a las que había visto cuando Frank me llevó al parque de bomberos. La
recorrí con la mirada hasta alcanzar las lámparas que colgaban del techo;
por encima de ellas la oscuridad era tan densa que la cima de la escalera y
los libros casi desaparecían. Solo se distinguía una fila de brillantes lomos
amarillos.
Dudé. ¿Me equivocaba o hacía poco que había visto un libro parecido a
aquellos?
Tiré de la escalera de incendios para asegurarme de que se sostuviera con
firmeza.
Oí un estornudo en la lejanía. ¿Qué podía perder por comprobarlo?
Apoyé un pie en el primer travesaño, respiré hondo y empecé a subir.
Me dan miedo las alturas. Me da miedo la oscuridad. Me da miedo el
agua. Me da miedo que pueda haber un incendio. Me dan miedo los
teléfonos. Sobre todo, me da miedo tener miedo. Es decir, no tengo miedo
de tener algo de miedo, como el que se siente cuando, sentado en el regazo
de tu padre, ves una película de zombis; pero tengo miedo de tener tanto
miedo que algo se rompa, que la llave se parta en la cerradura, que el pasillo
que separa el dormitorio de la puerta de la calle esté en llamas, que el miedo
me atrape y nunca pueda salir de él.
Seguí ascendiendo, travesaño a travesaño, sin mirar abajo. Cuando
superé las lámparas y alcancé los lomos amarillos, confirmé mis sospechas.
Guías telefónicas.
Había un listín por año, ordenados de izquierda a derecha, doce en total.
Cogí el más antiguo y bajé deprisa, y esta vez ni siquiera pensé en la altura.
Me senté en el suelo de parquet oscuro con las piernas cruzadas y lo abrí
por la letra «J». Deslicé el dedo sobre los nombres: Johansen. Johnsen.
Jonasson…
Mi corazón se detuvo. Acto seguido, latió de nuevo, deprisa, con fuerza,
mientras desplazaba el dedo hacia la derecha.
Imu. Speilskogsveien 1, Ballantyne. 290-3386.
6
—Eso es aún más inverosímil que la historia del teléfono. Lo sabes, ¿no?
Karen estaba junto al borde de la terraza, mirando hacia el patio del
colegio. Yo le había contado todo sobre la casa, el enjambre y la
transformación de Fatso.
—Lo sé —murmuré—. Por eso no puedo contárselo a nadie, pensarán
que soy el mayor mentiroso del mundo y no se creerán ni una palabra.
Se giró hacia mí.
—¿Por qué crees que yo te creo?
—Porque… —Dudé—. ¿Acaso no me crees?
Karen se encogió de hombros.
—Creo que tú lo crees.
—¿Qué quieres decir?
Karen suspiró.
—En Ballantyne nunca desaparece nadie, Richard. Es la segunda
desaparición en pocos días y en ambos casos tú eres la última persona con
la que estuvieron. Lo cual es todavía más raro porque todo el mundo sabe
que, en realidad, no tienes amigos.
—Te tengo a ti.
—He dicho amigos, en plural.
—¡Te estoy diciendo que tengo pruebas! —Noté que había levantado la
voz—. ¡La vieja guía telefónica!
—Cuentas que encontraste el nombre de Imu Jonasson, pero eso no
significa que…
—¿No significa qué? ¿Que estoy diciendo la verdad? ¡No me podría
haber inventado un nombre así si no lo hubiera visto u oído!
Me froté las sienes: dolor de cabeza a la vista.
—Solo digo que el inspector cree que te has inventado el nombre porque
es conocido, es… ¿cómo lo llamó?
—Una vieja historia del lugar. Vale, ¿tú has oído hablar de Imu
Jonasson?
—No.
—¿Lo ves? Y has vivido aquí desde que naciste —gemí—. No sé qué
está pasando, eso de Imu Jonasson, Tom y Fatso está relacionado, tú
también lo comprenderás.
Karen ladeó la cabeza y se llevó las manos a las caderas.
—¿Tú también?
—Sorry, no era mi intención… yo… perdón. —Abrí los brazos—. Es
que ahora mismo estoy muy, muy estresado.
Su mirada volvió a adquirir la calma habitual en Karen.
—Lo comprendo, Richard. Otra cosa… —Hizo una pausa y se llevó el
dedo índice al labio inferior.
—¿Sí? —pregunté impaciente.
—Si lo que dice el inspector de las leyendas del pueblo es cierto,
deberíamos hallar algo sobre Imu Jonasson en los anuarios.
—¿Anuarios?
—Sí, se publican todos los años. Historias de las familias y pequeñas y
grandes cosas que han ocurrido en Ballantyne.
—¿Dónde podemos encontrarlos?
—Están en la «A» —dijo la señora Zimmer señalando las estanterías del
fondo de la biblioteca—. Cuarenta y ocho tomos. ¿Qué buscáis?
—Algo sobre Imu Jonasson —dijo Karen, aún sin resuello por la carrera
que nos habíamos echado desde el colegio.
La señora Zimmer soltó dos intensos estornudos.
—Allí no encontraréis nada sobre Imu Jonasson —dijo con voz nasal, y
arrancó un trozo de papel de cocina del rollo que tenía en el mostrador.
—¿Eh? —dijo Karen—. ¿Cómo lo sabe?
—Porque conozco Ballantyne —respondió la señora Zimmer—. Del
mismo modo que conozco mi biblioteca. Por ejemplo, sé que tú eres Karen
Taylor, hija de Nils y Astrid. —Karen asintió a modo de confirmación y la
señora Zimmer siguió hablando sin apartar los ojos de mí—: Y sé que nos
falta una guía telefónica.
Noté que me sonrojaba.
—Yo… eh, solo la cogí prestada. La devolveré esta tarde.
—Lo suponía. ¿Cómo lograste alcanzar la guía, si estaba tan alta?
—Había una escalera muy larga, de incendios.
—¡Tonterías!
—¿Tonterías?
—Aquí no tenemos ninguna escalera de incendios. En cualquier caso, no
prestamos las guías telefónicas. Ni los anuarios locales. Son libros de
consulta que deben leerse en la biblioteca. Ya lo he dicho, en ellos no
aparece Imu Jonasson.
Me volví hacia Karen, que negó tristemente con la cabeza.
—Gracias de todos modos —dijo ella soltando un suspiro y nos
encaminamos hacia la salida.
La señora Zimmer carraspeó a nuestra espalda.
—No dice nada porque los anuarios se consideran demasiado exquisitos
para publicar cotilleos pueblerinos.
Nos detuvimos y nos dimos la vuelta.
—¿Sabe quién es Imu Jonasson? —pregunté.
—Por supuesto.
—¿Por qué dice por supuesto?
—Porque es el hijo adoptivo de Robert Willingstad, el hombre que donó
esta biblioteca a Ballantyne en 1920. Vivían en la Casa de la Noche.
—¿La Casa de la Noche? —se sorprendió Karen.
—Así la llamaba la gente. La gran casa señorial de Speilskogen.
—Habla en pasado —dije—. ¿Imu ya no vive allí?
—Que yo sepa, Imu Jonasson no ha residido en Ballantyne desde que lo
mandaron a una institución. Y de eso hace más de cuarenta años.
—¿Hizo algo malo?
—Oh, sí, pero antes le hicieron algo malo a él.
—¿Qué? —preguntó Karen, que parecía estar tan expectante como yo.
—Imu era un poco diferente y los otros niños lo acosaban. Una noche de
Halloween, cuando todos habían salido a pedir chucherías, lo rodearon, lo
desnudaron y lo ataron a la cerca que rodea el campo en el que pastan las
vacas de la granja Geberhardt. Uno de ellos se coló en el granero y conectó
la electricidad. Cuando lo encontraron estaba… digamos que ya no era el de
antes.
—¿Y cómo era antes? —preguntó Karen.
—Era un muchacho bondadoso, considerado y algo solitario. Venía
mucho por aquí, a la biblioteca. Decía que quería ser un escritor famoso.
—¿Y después?
—Se volvió malo.
—¿Cómo?
La señora Zimmer tomó aire tres veces seguidas, pero no estornudó.
—Molestaba a los otros niños —explicó—. Sería para vengarse, pero no
se limitaba a torturar a los que le habían atado a la verja electrificada. Una
vez le robó la bicicleta que le habían regalado por su cumpleaños al chaval
de la casa de al lado y la tiró al río. Lo que más le gustaba era asustarlos. En
otra ocasión se disfrazó del padre fallecido de una niña y se apareció ante
ella en la ventana de su dormitorio, a la luz de la luna. Cuando el inspector
lo pilló por el robo de la bicicleta y le preguntó si había sido por venganza,
Imu le respondió que como no recordaba quiénes lo habían atado a la verja
electrificada se vengaba de todos.
—¿No lo recordaba? —preguntó Karen.
La señora Zimmer se encogió de hombros.
—Dicen que las descargas eléctricas pueden tener ese efecto sobre la
memoria. Creo que le dañaron el cerebro.
—¿Cómo? —pregunté.
—Se volvió raro. Llevaba la ropa hecha jirones y se aislaba en
Speilskogen, donde al parecer cazaba animales. Un hombre afirmaba
haberlo visto en cuclillas comiéndose una rata mientras el animal aún se
movía y que, cuando levantó la vista, le corría un hilillo de sangre por las
comisuras de los labios.
—Oh, no… —musitó Karen tapándose las orejas con las manos pero sin
acercarlas del todo.
—Oh, sí —dijo la señora Zimmer—. Otro dijo que le había visto comer
insectos que recogía del suelo y masticaba como palomitas de maíz.
Además, Imu empezó a interesarse por cosas extrañas. Un día, estaba donde
estáis vosotros ahora mismo y me preguntó si tenía libros de magia negra.
—Bajó la voz—: Tenía los ojos oscuros, salvajes, la ropa sucia y olía mal.
¡Pobre chico! Por eso se vieron obligados a internarlo en una institución.
—¿Tiene esa clase de libros? —pregunté—. ¿Libros sobre hechizos de
magia negra?
La señora Zimmer me miró, pero no respondió. Nos quedamos en
silencio. Puede que fueran imaginaciones mías, pero me pareció oír un
ruido lejano. El viento soplando a través de un tronco vacío. O el ulular de
un búho.
—¿Dónde los tiene? —preguntó Karen.
—Ya os lo he dicho —susurró la señora Zimmer, que de repente parecía
inquieta—. No tenemos ninguna escalera que llegue tan alto.
—Pero… —repliqué.
—Ahora os tenéis que ir. —Lanzó una mirada hacia el fondo, hacia el
lugar del que creía que provenía el ruido—. Vamos a cerrar.
—¿Ahora? —dijo Karen—. La hora…
—Nunca te fíes del reloj, Karen Taylor. Ahora fuera los dos, ¡vamos!
LIEPS.
14
Los días que siguieron a la visita de Karen pasaron muy lentos. Me sentía
aún más desanimado de lo habitual y la inminente fuga de los gemelos no
me causaba ni emoción ni alegría.
Una noche soñé que estaba encaramado a la torre de vigilancia de
incendios. Estaba oscuro y, en el aparcamiento, solo veía la intermitente luz
azul del camión de bomberos. Intuía la presencia de personas que no veía,
pero a las que oía perfectamente. Eran muchos y gritaban a coro:
«¡Salta, salta, salta!».
Yo quería hacer lo que me decían, pero ¿cómo podía estar seguro de que
esas voces velaban por mi bien?
«¡Salta, salta, salta!».
Tal vez solo buscaban la emoción de ver a alguien caer desde tanta altura.
Tal vez estuvieran hambrientos y quisieran comerme. ¿O tenían razón?
¿Debía saltar para salvarme? Tal vez no tuviera elección. Es difícil saltar, es
difícil confiar en alguien. En el instante en que tomé una decisión, me
desperté. Durante el día no pensé en el sueño, pero cuando me acosté oí las
voces de nuevo; entonaban una melodía que tarareé con ellos: «¡Salta, salta,
salta!», hasta que sentí que era un estribillo triste y me callé.
El miércoles, dos días antes de la fuga de los gemelos, recibí una carta
que cambió radicalmente mi estado de ánimo.
Lucas era la única persona de Lieps con la que hablaba más allá de lo
imprescindible. Llevaba cuarenta años trabajando allí y ejercía a la vez de
conserje y de bibliotecario. Solíamos hablar de libros. Me tiró la carta sobre
la mesa, en la sala de lectura.
—Letra de chica —dijo sin más, y se marchó.
Era de Karen.
Querido Richard:
¡Estoy sobre la pista de Imu Jonasson! Creo que sé dónde se encuentra, necesito tu ayuda,
solo tú sabes qué aspecto tiene ahora. ¿Crees que hay alguna posibilidad de que te concedan un
par de días de permiso para que puedas venir?
TU KAREN
PD: Sé que la despedida de la última vez te pudo parecer un poco fría, pero Oscar estaba
pendiente de nosotros. Se ha empeñado en que él y yo seamos novios y no me apetecía que
hubiera mal rollo en el coche todo el largo camino de vuelta a casa. No es que un beso en la
mejilla hubiera significado que entre tú y yo hubiera algo, pero ya sabes lo celosos que se ponen
los tipos dominantes como Oscar.
Leí la carta un par de veces más. Unas doce, más bien. E hice el siguiente
análisis:
- Karen había empezado con un «Querido Richard», en lugar de «Hola,
Richard», que es lo que probablemente hubiera hecho yo si le escribiera una
carta. Es decir: «Hola, Karen».
- Karen, en realidad, tenía ganas de darme un beso en la mejilla.
- Karen opina que no soy un macho alfa.
- Karen tiene motivos para recalcar que un beso habría sido amistoso, así
lo habría hecho yo. En mi caso no era porque me diese pánico que me
malinterpretara, sino que me comprendiera.
- Karen resalta que, por su parte, no tiene ganas de ser novia de Oscar.
¿Lo hace porque cree que me pone celoso que hayan venido juntos en
coche? ¿Por qué toma en consideración mis sentimientos?
- Karen no quiere que Oscar tenga celos. ¿Por qué toma en consideración
sus sentimientos?
Oculté la cabeza entre las manos. Por Dios, qué revuelto estaba todo ahí
dentro.
Después releí la carta otra vez. Y decidí que lo más importante era que
Karen quería que yo fuera a Ballantyne.
—¿Buenas noticias? —Lucas me sonrió con picardía y me dio la escoba,
lo que significaba que debía barrer el suelo antes de que la pequeña
biblioteca cerrara por esa noche.
—Es de una amiga de Ballantyne —dije—. Quiere que vaya a visitarla.
—¿Te apetece ir a verla?
—Mucho.
—En ese caso —dijo Lucas quitándome la escoba de las manos—,
necesitas un pequeño permiso.
—¿Se puede pedir?
—Sí, si escribes una petición para ir a visitar a tu familia. Si te has
portado más o menos bien, casi siempre te concederán un permiso de fin de
semana. Siéntate, voy a por papel y bolígrafo.
Así lo hizo.
Mientras Lucas barría, escribí una breve solicitud.
Para el director:
Por la presente solicito permiso para viajar a Ballantyne el próximo fin de semana con el
objeto de visitar a mis padres de acogida. Hago referencia a que he tenido un buen
comportamiento.
Saludos,
RICHARD ELAUVED
—Bien —dijo Lucas, apoyado en el mango de la escoba—. Solo tienes
que entregarlo en la secretaría y, si hiciera falta, que no creo, yo
recomendaré que se te conceda.
Salí corriendo con paso ligero y crucé el patio para ir a la secretaría. Vi
que el responsable de seguridad me seguía con la mirada desde el portón, y
que el otro responsable de seguridad, en lo alto del campanario, hacía lo
mismo con unos prismáticos; no era habitual que alguien corriera. Llamé al
timbre, junto a la puerta del edificio alargado de dos plantas, y me
respondió la voz metálica de la señora Monroe. Dije a qué iba y unos
instantes después salió a la puerta para abrirme. La señora Monroe era
malhumorada y divertida, estaba gorda, masticaba chicle y tenía un pronto
tremendo. Afirmaba que el único privilegio de las señoras, en un mundo
dominado por los hombres, era pegar tirones de orejas a chavales golfos y
descarados sin darles explicaciones.
Le entregué la hoja, le echó una breve ojeada y señaló la escalera.
La miré interrogante.
—Rápido, rápido, ya tengo bastante prisa —siseó—. El despacho del
director es el de la puerta roja. Nada de tonterías, tienes veinte segundos.
Corrí y llamé con los nudillos. En el interior se oyó la voz del director,
que parecía estar hablando por teléfono. Su voz era suave, siempre lo era, y
más aún si estaba enfadado. Llamé otra vez. Mientras esperaba, contemplé
las fotografías enmarcadas más cercanas. Colgaban en fila por el pasillo.
Todas tenían fecha y se parecían: cuarenta o cincuenta personas alineadas
en la escalera del edificio principal, los internos y empleados de Lieps en
esa época. Oí que el director decía «Sí» y «Vaya, vaya» al teléfono mientras
sus pasos se aproximaban a la puerta. En ese mismo instante mi mirada se
detuvo en uno de los rostros de la foto más cercana a la puerta. Mejor dicho,
si no fuera porque se trataba de una fotografía, diría que era el rostro el que
me había visto a mí.
En el momento en que lo vi supe que no debía sorprenderme, pero me
quedé helado.
El rostro pálido miraba de frente al objetivo y a mí del mismo modo que
me había observado desde el marco de una ventana, en Speilskogen. La
puerta color rojo sangre se abrió de golpe y allí estaba el director. Era alto y
delgado, con aquella mirada dulce por la que todos se dejaban engañar al
principio.
—Comprendo su preocupación, señora Larsson —dijo el director.
Vi que el cable rizado del teléfono se estiraba, tenso y vibrante, desde el
aparato del escritorio del despacho que no había visto antes,
sorprendentemente pequeño. El director miró la hoja que le tendía, luego
desplazó la mirada hacia mí por un instante, asintió sin apartarse el
auricular de la oreja y volvió a cerrar la puerta. Eché otro vistazo a la foto
de la pared. Era él. Bajé corriendo las escaleras.
—Veinticinco segundos —dijo la señora Monroe malhumorada,
bloqueándome el paso con su corpachón—. ¿Has robado o roto algo?
—Hoy no —respondí.
La señora Monroe enarcó una ceja y vi que preparaba la palma de la
mano derecha mientras el labio superior, pintado de rojo, esbozaba una
mueca. Entonces la carne de su cuerpo empezó a vibrar y sonrió. Dio un
paso a un lado.
Lucas seguía barriendo cuando llegué corriendo a la biblioteca.
—¿Hubo un chico aquí en Lieps que se llamaba Imu Jonasson? —
pregunté sin aliento.
Lucas levantó la vista.
—¿Por qué lo preguntas?
—Acabo de verlo en una fotografía del edificio de la secretaría.
—En ese caso, si ya lo sabes, ¿por qué lo preguntas?
—Porque solo lo he visto de adulto. Y la gente cambia.
—¿Estás seguro?
—¿Tú no?
Lucas suspiró hondo.
—Bueno, trabajo aquí porque espero que sea así, que al menos los
jóvenes puedan mejorar. Si tengo un día malo ocurre que lo dudo, claro.
—¿Recuerdas a Imu Jonasson?
—Oh, sí.
—¿Qué le pasó?
—Buena pregunta. Aquí nadie lo sabe.
—¿Qué quieres decir?
Lucas suspiró aún más hondo y me recordó al agua que goteaba en el
interior de la casa de Speilskogen. Apoyó la escoba en la pared.
—¿Una taza de té?
16
—Iré con vosotros —les dije a Victor y Vanessa cuando vieron que había
metido no dos, sino tres contenedores de basura del patio trasero en la
cocina.
Me miraron, se miraron entre ellos, luego asintieron, sin más. Vale.
Los dos cocineros habían ido a echarse después del almuerzo, tenían esa
costumbre, y los gemelos se quedaban a cargo de fregar los platos. Los
cocineros no volverían hasta que se acercara la hora de la cena, y había
tiempo hasta que llegara el camión.
Sacamos suficiente basura para que cupiéramos nosotros en los
contenedores. Victor y Vanessa se dejaron puestos sus trajes del Klan para
no ensuciar la ropa que llevaban debajo, después se metieron cada uno en
un contenedor y se introdujeron dentro de las bolsas negras. Yo les hice una
docena de agujeros; cuando se agacharon, cerré las bolsas con un nudo.
Arrastré los tres contenedores hasta su sitio en el patio trasero. Sabía que
no se nos podía ver desde el portón ni desde el campanario, pero miré
alrededor para asegurarme de que no nos viera nadie. Después me metí en
el contenedor libre, bajé la tapa y me introduje en la bolsa de basura que
había dejado allí. Fue difícil cerrarla, pero de algún modo lo logré. Solo
quedaba esperar.
El silencio era total. Tanto, que no fui capaz de rememorar las palabras
del auricular.
Por fin oí el camión de la basura. Pasos. Perdí el equilibrio cuando el
contenedor empezó a moverse y las ruedas se deslizaron sobre el asfalto. Oí
el sonido hidráulico. Sabía que me estaban levantando y sentí cosquillas en
el estómago. Enseguida llegó la caída. Fue tan rápida que no tuve tiempo de
pensar, solo me di cuenta de que el aterrizaje había sido sorprendentemente
blando. La voz de mi cabeza había enmudecido.
El camión de la basura se puso en marcha y, al cabo de diez o quince
minutos, cuando la sensación de que me mecían de un lado a otro me estaba
adormilando, la voz empezó de nuevo. Para acallarla, me puse a cantar en
voz alta:
—It’s a long way to Tipperary. It’s a long way to go. It’s a long way to
Tipperary. But my heart’s right there.
Repetí el estribillo una y otra vez y procuré pensar en otra cosa. En Karen
y yo, tumbados en la azotea del colegio observando las nubes en el cielo;
deslizándonos sobre la superficie de un río nadando de espaldas; llegando a
nado a una isla de los mares del Sur donde hay otros jóvenes que serán
nuestros amigos.
Había salido el sol, la temperatura subía y en el interior de la bolsa de
basura empezó a condensarse la humedad. Con el calor también llegó un
intenso olor a mierda. Pañales. Creo que estaba a cierta distancia de ellos,
puesto que la peste iba y venía, pero alguien, probablemente Victor, debía
de estar más cerca porque poco después oí el sonido inconfundible de las
arcadas. La sola idea de que estaba vomitando dentro de su bolsa hizo que
casi vomitara yo también. El acuerdo al que habíamos llegado no dejaba
lugar a dudas: nadie debía salir de su bolsa hasta que nos descargaran en el
vertedero, y debíamos contar hasta cien antes de desgarrarla. Si descubrían
a uno, nos pillarían a los tres.
Al cabo de un rato, Victor empezó a gritar y temí que los basureros nos
oyeran desde la cabina. Entonces oí a Vanessa decirle algo bajito que no
comprendí y se calmó.
No podía ver las manecillas del reloj, pero creo que había pasado cerca
de una hora cuando el camión redujo la velocidad, tomó una curva cerrada a
la izquierda y cambió de marcha. Entonces percibí un olor nuevo. Me puse
rígido.
Humo.
No me lo había planteado porque no se me había ocurrido esa
posibilidad. Que el vertedero pudiera ser una incineradora. Que al final del
viaje volcaran la plataforma de carga en un horno donde todo sería
consumido por las llamas. Me dieron la respuesta a una pregunta que no
había formulado, como si una profecía que hubiera olvidado fuera a
cumplirse.
No era Karen quien iba a arder, era yo.
El corazón se me aceleró, pero no me moví. No sé si fue por apatía,
porque no podía más o porque algo en mi interior aceptó que ese era mi
destino. El camión frenó y se detuvo por completo, rascó la caja de
cambios, dio marcha atrás y al instante sentí que me movía, que me
deslizaba, primero despacio, luego más deprisa. Volvía a estar en caída
libre.
De nuevo aterricé sobre algo blando.
El olor a humo era más intenso, pero no oí el rugido de las llamas. El
camión arrancó de nuevo, las ruedas hicieron crujir la grava, y se alejó
despacio. Cuando nos quedamos en silencio oí una voz a mi lado.
—Veintidós, veintitrés, veinticuatro…
Me quedé pendiente de otros sonidos que pudieran proporcionarme
información sobre la situación.
Nada.
Saqué un dedo por uno de los agujeros de ventilación del saco y miré a
través. Todo lo que vi fue un mar colorido y oscilante de basura y una
delgada columna de humo que salía de detrás de uno de los montículos.
—Treinta y seis, treinta y siete…
Acto seguido sentí un impacto sobre la bolsa de basura y algo afilado,
una garra, atravesó el plástico y me cogió por el hombro. Pegué un grito
instintivo y me liberé. Mi grito obtuvo como respuesta un graznido; mi
agresor desapareció al instante.
Miré por la rasgadura y vi alejarse a una gaviota grande y gorda que batía
las alas. Puesto que ya había quedado al descubierto, me puse de rodillas y
recorrí con la mirada el horizonte ininterrumpido de basura, solo roto por la
rampa de descarga por la que el camión se había vaciado. Al ponerme de
pie pude ver el camino de grava que serpenteaba por un paisaje pantanoso,
sin árboles, hacia la carretera nacional. Pasó un tráiler cargado de troncos de
madera, sin hacer ruido alguno. En el otro extremo del vertedero, a unos
cien metros de distancia, vi los restos de un coche, un cobertizo de tablones
de madera con una delgada chimenea oxidada y una columna de humo
blanco que se alzaba hacia el cielo. Y a un hombre.
Me agaché, pero sabía que era demasiado tarde. El individuo, que estaba
sentado en una silla de camping delante del cobertizo, tenía que haberme
visto. Me arrastré hasta la bolsa de basura que había llegado al cuarenta y
cinco y la abrí de golpe. Vanessa dejó de contar y levantó la vista hacia mí.
—Tenemos que largarnos, nos han descubierto —susurré—. ¿Dónde está
Victor?
Vanessa apuntó sin dudarlo a una bolsa de basura abierta a nuestra
derecha. Puesto que todas las bolsas eran idénticas, no tenía ni idea de cómo
había podido saber que era aquella en concreto, pero no pensaba
preguntárselo.
Cuando los tres logramos salir seguía sin llegar ningún sonido del
cobertizo de tablones, así que me asomé un instante. El hombre llevaba algo
en la cabeza, parecía un sombrero de copa.
—Sigue allí sentado —susurré—. Tal vez no nos haya descubierto,
podríamos intentar arrastrarnos hasta la carretera sin que nos vea.
Vanessa arrugó la nariz.
—¿Quieres decir que nos arrastremos entre la basura?
No sé cuándo se habría vuelto Vanessa tan finolis, sería por la posibilidad
de que hubiera más pañales.
—Ratas —dijo a modo de respuesta a mis pensamientos.
—¿Cómo sabes que…? —empecé a decir.
—En todos los vertederos hay ratas —respondió sin más—. Son grandes.
Muerden.
Algo me decía que sabía de qué hablaba, así que me callé mientras
intentaba buscar otras opciones para echarme atrás.
A mi espalda oí que Victor decía algo, y él no susurraba. Me di la vuelta
y vi con espanto que estaba de pie, bien visible.
—¡Abajo! —siseé.
Victor permaneció erguido. Por si eso no fuera suficiente, empezó a
agitar los brazos por encima de la cabeza.
Agarré el borde de la bata de cocinero de Victor e intenté tirar de él.
—¿Qué haces? —susurré.
—Está ciego —dijo Victor.
—¿Que está qué?
—Ciego. No ve.
—Sé lo que es… —Me levanté y miré en dirección al hombre. Estaba
inmóvil. ¿Cómo podía saber Victor que era ciego?
—¡Tiene razón! —El grito provenía de la silla de camping y retumbó por
el vertedero de basura—. ¡Ciego cual topo!
18
—Gracias –dije.
Di un sorbo a la limonada fría que el señor Rice había puesto sobre la
mesa. Una mosca zumbaba golpeándose contra el marco de la ventana. La
abrí para dejarla salir.
—¿Por qué no han querido tomarla los otros dos? —preguntó el señor
Rice, que se había sentado en un sofá cama, debajo de una estantería.
Su caseta consistía en una sola habitación que era a la vez salón, cocina y
dormitorio. Resultaba acogedora, estaba limpia y equipada con toda clase
de soluciones caseras e ingeniosas, como una gran plancha imantada donde
había herramientas, llaves, cubiertos, monedas, un abrelatas y otros objetos
que podían hacer falta en cualquier momento.
—No les gusta estar en interiores –dije, y miré a los gemelos.
Se habían quitado los uniformes de cocina y estaban sentados, cada uno
sobre un barril de estaño, ante el capó abierto del coche, mirando como si
pudieran ver la electricidad que recorría el cable y llenaba la batería.
—Gracias a ti también —dijo Rice.
—¿Por qué?
—Por haber parado a ese chico antes de que me clavara el cuchillo.
Lo miré asombrado.
—¿Cómo sabe…?
—Oh —dijo negando con la cabeza—. El acero tiene una melodía propia.
Y el miedo, su propio olor. No necesito ver para saber. A nuestro alrededor
no paran de suceder toda clase de cosas que nuestros sentidos no captan. Lo
sé porque me falta uno que los demás me cuentan que no tengo, a pesar de
que yo no sé lo que es ver. Mientras que vosotros no tenéis a nadie que os
cuente de qué sentidos carecéis.
—¿Cree que ocurren cosas en el mundo que no somos capaces de captar
ni de comprender?
—Lo sé, chaval. El tiroteo de Hardy. ¿Quién puede explicar cómo
desapareció ese chico así, sin más?
—¿Desapareció? Creí que había dicho que había muerto.
—Morirse… Supongo que si nos basamos en lo que captamos con
nuestros sentidos diríamos que está muerto, pero los de esa clase no mueren
por el disparo de una pistola. Cuando el forense bajó al depósito de
cadáveres a la mañana siguiente del tiroteo, el pájaro había volado. Y
quiero decir lo que digo. Había volado cual pájaro.
Pájaro. Hacía treinta años. De repente, se me erizó el vello de los brazos.
—¿Cómo se llamaba ese chico?
El señor Rice negó con la cabeza.
—Nunca se supo. Está claro que no era de por aquí, no se declaró
desaparecido a nadie, ni de Evans ni de los alrededores.
—Tal vez tenga una idea de quién era.
Se encogió de hombros.
—Unos días después supimos que un chico se había escapado de Lieps.
Y, claro, parecía que podría tratarse de uno de ellos.
—¿Quiénes son ellos?
—Los que se transformaban en seres voladores. Los que solo pueden
morir de una manera.
—¿Que es…?
—Con fuego. Hay que quemarlos.
Vi a Rice allí sentado en el sofá cama, con el sombrero de copa a su lado.
La franja de sol que entraba por la ventana hacía brillar su cráneo sudoroso
y liso. Miraba al vacío e intuí que en él había toda clase de cosas que yo no
podía ver. Quizá tampoco quería verlas.
—El dinero que le di eran solo billetes de diez dólares —dije.
—Ya lo sé, distingo un billete de diez de uno de cien. La batería ya debe
de haberse cargado.
—¿Por qué lo hace, señor Rice? ¿Por qué nos ayuda?
—Bueno, no sé si hubiera ayudado a los otros dos, creo que están ya
perdidos, los pobres. En tu caso aún queda esperanza.
—¿Esperanza de qué?
—De que te encuentres a ti mismo. Tu verdadero yo. El chico bondadoso
que intentas esconder.
—¿Bueno yo? —Solté una carcajada—. No sabe lo que he hecho, señor
Rice. ¿Sabe que transformé en un insecto a uno que quiso ser mi amigo? Y
luego intenté pisotearlo, aplastarlo contra el suelo solo porque… Ni siquiera
sé por qué. —Mi voz había adquirido una vibración extraña.
—Hacemos muchas tonterías cuando tenemos miedo —dijo Rice—.
Ahora, cuando te sientes seguro, abres la ventana para dejar salir a una
mosca. ¿Cuál de los dos crees que es tu verdadero yo? Si logras liberarte de
lo que te atemoriza, creo que descubrirás a una persona transformada,
alguien que te gustará, el que eras antes. Dejarás de ser ese al que
desprecias tanto que le obligas a ser malvado.
Me escocían los ojos.
—Él dijo…
—¿Sí?
Tuve que tragar saliva varias veces antes de ser capaz de pronunciar esas
palabras.
—Dijo que yo era basura.
—Mmm… —dijo Rice—. ¿Eso dijo? Bueno, yo sé bastante de basura
y… ¿Sabes qué, Richard? —Se inclinó y me puso la mano en el hombro—.
Tú no eres basura.
Cerré los ojos. Su mano era grande y cálida y su voz sonó muy cerca
cuando dijo:
—No eres basura. No-eres-basura. ¿Vale?
Asentí.
—Vale —contesté con voz llorosa.
—Quiero oírte decirlo.
—No soy basura.
—Bien. Repítelo. Despacio. Siéntelo.
—Yo… no… soy… basura.
Intenté comprender qué experimentaba. Ahí estaba. Me sentí lo contrario,
como si algo hubiera desaparecido, hubiera sido eliminado. De repente me
notaba ligero como una pluma.
—¿Mejor?
—Sí. —Abrí los ojos otra vez—. ¿Cómo lo ha hecho?
Rice sonrió con ganas.
—Lo has hecho tú, Richard. Digamos que es un conjuro de magia blanca
que funciona en contra de la negra. —Volvió a ponerse los guantes, agarró
el bastón y golpeó el suelo dos veces—. ¿Salimos?
Me levanté, pero me detuve cuando iba a agacharme para pasar por la
puertecita.
—Solo me pregunto una cosa: la voz dijo que la iba a quemar.
—¿Qué voz?
—La de Imu Jonasson.
La luz de la ventana desapareció. Una nube debía de haberse cruzado con
el sol y vi que el rostro de Feihta Rice se transformaba, parecía sentir un
dolor repentino.
—Imu —repitió, y cerró los ojos.
La piel de sus párpados era fina, casi transparente, y me recordó a las alas
extendidas de un murciélago. Empezaron a temblar.
En el exterior se oyó el graznido de una gaviota.
19
«Imu» es un conjuro de magia negra que hace que el conjurado crea que él o ella son
idénticos a la persona que lanza el conjuro. «I am you». Una persona que está bajo el conjuro
«Imu» tratará de esconderse en un lugar que solo él o ella conoce, como un autómata carente de
voluntad, y allí buscará la confirmación de «I am you» haciendo algo que lo asimile al
conjurante. Esta última acción suele estar programada de antemano por quien lanza el conjuro.
Eso era todo. Abrí por la página 510. La recorrí con la mirada. ¡Ahí
estaba!
«Ime», el conjuro que anula «Imu», ver «Conjuros contrarios».
El conjuro contrario solo puede utilizarse cuando el conjurador y el conjurado son la misma
persona. Hay que hacer que el conjurado diga por sí mismo las palabras «Ime»,
correspondientes a «I am me», para que la maldición «I am you» cese.
Hola, Richard. Qué bien, ¡me dicen que tú también te has apuntado! Qué ganas tengo
de volver a verte y saber todo lo que te ha ocurrido en estos años. ¡Porque a ti te han
pasado muchas cosas! Un beso, Karen.
Corrí por la gravilla, salí por la verja abierta y bajé por el camino sin salida,
hacia el bosque. No había farolas, pero los rayos caían a intervalos tan
breves que pude seguir la carretera. La noche y el ambiente bochornoso
eran los que había imaginado al escribir el final de La Casa de la Noche,
cargado de electricidad y propicio para una inundación. Corrí todo lo que
pude, aun así, la banda que me seguía parecía acortar distancias. ¿Quién
hubiera imaginado que tuvieran tal resistencia? Me dolían los pulmones y
los muslos, ya rígidos por el ácido láctico, me pesaban como troncos.
Pronto dejarían de obedecer a mi cerebro. El camino se estrechó y recordé
que enseguida se acabaría. También que, un poco antes, llegaría al sendero
que cruzaba parte del bosque y, atravesando el puente, bajaba a la carretera
nacional. Faltaba bastante, pero si lograba adentrarme en él la manada que
me perseguía tendría que reorganizarse, puesto que en el sendero solo
cabían dos o tres personas a lo ancho, y eso debería de retrasarlos. Si
conseguía bajar a la carretera nacional, esta estaría iluminada y transitada.
Al menos, de día, era así.
Se aproximaban deprisa, las respiraciones agitadas y los pasos rápidos y
ligeros ya estaban muy cerca. Intenté acelerar, pero fue inútil. No iba a ser
capaz de llegar al sendero antes que ellos. Casi no tuve tiempo de pensar
porque tropecé y me caí al suelo. Busqué el cuchillo en la oscuridad, pero
ya era demasiado tarde, los tenía encima. Sus manos tiraban de mí, me
dieron un golpe en la sien y una patada en el estómago. Me encogí como
una pelota y me cubrí la cabeza.
—¡Dale la vuelta! —siseó una voz—. ¡Que nos vea cuando lo matemos!
Tiraron de mí y me pusieron boca arriba. Alguien se sentó en mi pecho.
En el siguiente destello vi que era Rita. Intenté tirarla, pero era fuerte. Tenía
una energía absurda. Se inclinó sobre mí y me echó el aliento, que apestaba
a alcohol.
—Richard Hansen —susurró—. Te odio.
Después se incorporó y levantó ambas manos por encima de la cabeza.
Sujetaba un aro metálico, de los que se utilizan para jugar al cróquet, y me
amenazaba con las puntas afiladas. Agité brazos y piernas, allí tirado cual
escarabajo indefenso, y comprendí que pronto me habría convertido en una
pista de cróquet.
En ese mismo instante el rostro de Rita quedó iluminado por una luz
deslumbrante y se paralizó.
—¡En nombre de la ley! ¡Todo el mundo quieto!
Se hizo un silencio momentáneo y todos se giraron hacia la luz. Yo no
veía nada, pero comprendí que el sonido metálico que resonaba debía
proceder de un megáfono. Algo se movió. Una silueta se aproximaba
despacio haciendo crujir la gravilla. Supe quién era antes de que la figura
alta, de hombros anchos y cabello negrísimo se hiciera visible. Empuñaba,
por supuesto, una pistola.
28
Luz.
No mucha, pero estaba allí, en el exterior de mis párpados.
—Se está despertando. —La voz sonaba muy lejana.
Abrí los ojos.
El rostro de una mujer mayor, enmarcado en azul claro, me miraba desde
arriba. Sonrió.
—¿Cómo te sientes?
Intenté decir algo, pero sentía la lengua trabada.
—¿Un poco desconcertado? —preguntó ella. Llevaba un gorro de
plástico azul claro e iba vestida de pies a cabeza de ese color.
Asentí.
—Toma, agua. —Me ofreció un vaso—. Deberías beber un poco.
Di un trago. Sabía amarga, como si diluyera mi saliva reseca. El segundo
trago me supo mejor.
—¿Recuerdas algo? –preguntó, y cogió el vaso.
—Recuerdo ser devorado por un teléfono —dije—. Desde dos extremos
de la cabeza.
Se rio.
—Sería por esto. —Levantó algo de la mesa que tenía detrás. Parecían
unos cascos con cables, solo que con diodos metálicos en lugar de altavoces
—. Estaban sujetos a tu frente y tus sienes. ¿Lo recuerdas ahora?
Negué con la cabeza.
—Es muy normal que tengas lagunas de la memoria cuando te has
sometido a la TEC.
—¿TEC?
—Terapia electroconvulsiva. —Un par de canas asomaban de su gorro.
—¿Me han practicado… electrochoques?
—Sí, no lo notaste. Estabas bajo los efectos de la anestesia general.
—¿Dónde estoy?
—En el hospital de Ballantyne.
—No hay ningún hospital en Ballantyne.
—No existe ningún lugar que se llame Ballantyne, Richard. Nuestro
hospital lleva, ya lo sabes, el nombre de Robert Willingstad Ballantyne. Lo
recuerdas ¿o en este momento no lo tienes presente? —Me dio unas
palmaditas en la mano—. Ya te acordarás.
Pestañeé. Estaba desconcertado, mi memoria parecía envuelta en una
niebla matinal, pero sentía el sol, como si pronto fuera a quemar una parte
del velo.
—¿Conozco a ese tal Robert?
—No, murió hace mucho.
—Entonces ¿por qué debería recordar su nombre?
—Bueno, porque has estado aquí… mucho tiempo.
—¿Ah sí? ¿Cuánto?
Tuve que esperar a que reprimiera un estornudo antes de responderme.
Cuando volvió a sonreír fue con un halo de tristeza.
—Quince años.
Me duché y me cambié de ropa en mi habitación. Era sencilla. Una cama,
un escritorio, un armario y un cuarto de baño. Una habitación de hotel, en
realidad. Las lagunas de mi memoria empezaban a llenarse. Entre otras
cosas, ahora recordaba que me aplicaban el tratamiento TEC para que
olvidara. No todo, solo algo muy concreto, un recuerdo traumático, lo
llaman. El tratamiento parecía funcionar. A pesar de que recordaba cuanto
me rodeaba, lo que había hecho el día anterior, lo que haría más tarde, no
fui capaz de revivir nada de ese supuesto recuerdo traumático. Miré por la
ventana. El sol brillaba en un cielo azul sobre un paisaje despejado,
ondulante, con praderas verdes que se extendían entre edificios de cemento
hasta la linde de un bosque de árboles frondosos. Desde mi posición parecía
más un campus universitario que un hospital. Me resultaba familiar, claro
que sí. Al fin y al cabo, había vivido ahí durante quince años. ¿Qué era todo
lo otro que también creía recordar? El teléfono que engullía a un compañero
de clase que nunca había tenido. Los recreos con esa chica en la azotea de
un colegio al que nunca había asistido. La vieja casa en un bosque que
nunca había visto. El hombre de un vertedero de basura donde nunca había
estado. ¿Todo eso no había sido más que un sueño? ¿O los restos de una
psicosis con alucinaciones? Tal vez había estado allí, tal vez era ese el
recuerdo que se esforzaban por borrar.
De camino a la cafetería para almorzar me encontré con el conserje, que
estaba cambiando una bombilla del ascensor.
—Tiene buen aspecto, señor Jonasson —dijo.
El conserje de la residencia del hospital se había dirigido a mí con ese
«señor» desde que llegué siendo un adolescente. Lo consideré una mezcla
de broma bienintencionada y profesionalidad, no le había pedido que
utilizara mi nombre de pila.
—Gracias, Lucas —dije—. ¿Qué estás leyendo ahora?
—La broma infinita, de Foster Wallace —dijo. Siempre estaba leyendo
algo, y a veces me prestaba sus libros.
—¿Me lo recomiendas?
Lucas miró pensativo la bombilla fundida.
—Sí y no. Puede que le aconseje otro, señor Jonasson.
En la cafetería me serví arroz frito.
—Hoy está rico, pero ten cuidado —me dijo el cocinero, que solía ser de
pocas palabras, con un marcado acento checo, desde detrás de la barra.
Supuse que se había dado cuenta de que me había servido más de lo
habitual, porque había que estar en ayunas antes de una anestesia general.
Sonreí.
—Gracias por la advertencia, Victor.
Muchos de los pacientes que reciben medicación para prevenir la psicosis
engordan. El cerebro y el cuerpo piden más, mucho después de que sus
necesidades estén cubiertas. Como Jack, que sube y baja de peso, en
función de la medicación que le estén suministrando. Yo no he tenido ese
problema, por suerte, tal vez porque como según un método matemático.
Me sirvo lo que sé que el cuerpo necesita, no lo que intenta convencerme de
que ingiera. No es que oiga voces, eso les pasa a muchos de mis
compañeros, pacientes con un diagnóstico de esquizofrenia. Sé que debo
tener controlados mis pensamientos y mi cuerpo; fue una de las cosas que
aprendí cuando empecé con la terapia cognitivo conductual, la TCC.
Me llevé la bandeja a una mesa libre que Vanessa estaba terminando de
limpiar.
—Adelante —dijo con la misma entonación y acento que Victor.
Tal vez fue ese el motivo por el que la contrató dos años antes, para poder
hablar con alguien en su idioma. Comí despacio y pensé en mi sesión de
terapia a la una, mientras contemplaba las hectáreas bien cuidadas de
césped y bosque que nos rodeaban.
—¿E-e-está libre?
Levanté la vista.
—Claro.
Tom dejó su bandeja delante de la mía y apartó la silla.
—¿E-e-electrochoque?
—Sí. ¿Cómo sabes…?
Se señaló las sienes.
—Lo veo. Afeitan el cabello donde colocan los electrodos.
Asentí con un movimiento de la cabeza. Tom era con toda probabilidad el
paciente de la sección que había recibido más tratamientos TEC. No los
aplicaban salvo que tuvieras una psicosis y otros recursos como medicinas y
terapia no funcionaran. Parece ser que a Tom lo habían sometido a
descargas eléctricas en la época en la que se hacía sin anestesia, y me lo
había contado con tanto detalle que había tenido pesadillas las noches
anteriores a mi primer TEC.
—Creí que no estabas psicótico —dijo Tom—. ¿No hablaban de darte el
alta?
Asentí. Era cierto, estaba mejor. Mucho mejor. La gente cree que los
esquizofrénicos no pueden curarse. La realidad es que la mayoría de los que
reciben tratamiento mejoran. Algunos mejoran mucho. Incluso hay quien
deja de tener síntomas. Eso no quiere decir que la enfermedad no pueda
volver a asomar su fea jeta, pero como dice mi terapeuta: «Cada día bueno
es un regalo, da igual que seas paciente o presidente».
—Es por TEPT, no por psicosis —dije.
—TEPT. Yo también lo tengo.
Tom lo dijo rápido, casi orgulloso, como si fuera un título honorario. Y
en cierto modo lo era. En un lugar en el que todo está centrado en la
enfermedad a diario, acabas por competir por tener el diagnóstico más
interesante, infrecuente o peor posible. Puestos a estar jodidos, mejor estar
jodido del todo. No es que el TEPT, trastorno de estrés postraumático, sea
raro entre los esquizofrénicos. Las investigaciones han desvelado que la
gente que ha sufrido traumas —guerras, violencia o abusos seguidos de
TEPT— tiene más predisposición a desarrollar esquizofrenia. He leído un
estudio de asociación del genoma completo que muestra que los genes que
se asocian al TEPT se solapan con genes que aumentan el riesgo de padecer
esquizofrenia tal y como se define en el sistema de diagnóstico del DMS-5,
el Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales. En definitiva,
llegué a la conclusión de que, si experimentas un trauma serio, combinado
con la presencia de esquizofrenia en la familia, tienes un mal pronóstico. Y
esa conclusión no la baso solo en lecturas.
—Han empezado a utilizar electrochoques para eliminar recuerdos
traumáticos.
—E-e-estás de broma —dijo Tom.
—No, no lo está —terció Jack, que en su versión esbelta y poco
medicada se sentó con nosotros—. Hace ya casi diez años que lo hacen.
Primero con ratas, ahora con personas. Somos iguales, ya sabes. ¿Cuántos
tratamientos has pasado?
—Cuatro —contesté.
—¿Funciona?
—No me acuerdo.
Los otros dos se echaron a reír.
—No, supongo que no puedes recordar qué es lo que has olvidado —dijo
Jack mientras comía un gran plato de arroz frito.
—Es broma —dije—. Lo recuerdo. Está a punto de disolverse, de
desaparecer…
Hurgué en la comida. Vi que Jack parecía inquieto.
—¿Como qué? —dijo. Porque del mismo modo que Jack no soportaba
partidas de ajedrez a medias o la falta de simetría, no podía sufrir las frases
a medias.
—Niebla matinal —respondí, y noté que se tranquilizaba.
Jack afirmaba que no era esquizofrénico, sino esquizotípico, es decir, la
versión más leve. Que por eso no padecía ni alucinaciones, ni desvaríos, ni
paranoias, ni oía voces ni se volvía violento. Ni se transformaba, como
Harry, en una estatua muda, inmóvil, que se limitaba a mirar al infinito. Al
contrario, Jack agradecía la dosis adecuada de locura con la que estaba
dotado y afirmaba que, tarde o temprano, lo convertirían en un pintor de
fama mundial, un escritor o un coreógrafo, y que haría que todas las
mujeres hermosas del mundo se postraran a sus pies. Las investigaciones
mostraban, y eso podía documentarlo, que el diagnóstico esquizotípico no
solo estaba muy vinculado a la creatividad y las dotes artísticas, sino
también al atractivo en el mercado sentimental.
Después de almorzar me calcé las deportivas y salí a correr. Mi recorrido
habitual pasaba por la parte de atrás del edificio principal, hasta el vetusto
portón de hierro forjado con las iniciales AB. A los visitantes se les decía
que correspondían a Ballantyne, pero los que llevábamos un tiempo
residiendo allí sabíamos que correspondía a Asilo Ballantyne. Corrí durante
diez o doce minutos por la carretera y después me adentré en el bosque
dibujando una elipsis, de manera que fui a dar a la linde de la pradera de
hierba que ascendía a la fachada del edificio principal. En el bosque me di
cuenta de que no reconocía el entorno. No sentí miedo, sabía que tendría
lagunas en la memoria tras el tratamiento TEC y que solían desaparecer al
cabo de unos días. Al menos las partes que no queríamos borrar. Al salir
del bosque y ver el edificio principal, por unos instantes terroríficos creí que
había sufrido una recaída y que tenía alucinaciones.
Recordé, y mi pulso se normalizó.
El edificio era de un estilo que, por lo visto, se denomina gótico colegial,
con una parte central de cuatro plantas y un ala de menor altura a cada lado.
El tejado de la parte más alta estaba rematado por una cornamenta. Algunos
lo llamaban la Casa de la Noche porque muchos pacientes, yo entre ellos,
cuando se despertaban sentían que los años que habían transcurrido desde
su llegada solo habían sido un sueño. Era una construcción hermosa y
acogedora bajo el sol brillante, pero, por alguna razón, me provocó un
escalofrío. Puede que por algo que hubiera soñado bajo los efectos de la
anestesia. Volví corriendo, me duché y me vestí para la sesión de terapia.
Noté que se me aceleraba el corazón. Siempre me ocurría cuando iba a
encontrarme con mi terapeuta.
Estado actual de R. J. aseado, responde bien al contacto formal e informal. Está orientado en
el tiempo y el espacio. No hay indicio de tergiversaciones de la realidad ni de alucinaciones.
Estado de ánimo ecuánime. Buena expresión verbal.
Leí varias páginas. El contenido me resultaba familiar, era como ver mis
propias fotografías.
11 de abril, 11.15 horas. R. J. está relajado, resulta divertido y encantador al hablar de sus
entrenamientos físicos. Al retomar el hilo de ayer y hablar de nuevo de su infancia, repite que
tuvo una relación armoniosa y de cariño con su padre y su madre antes de que el progenitor
enfermara. La expresión corporal y el tono de voz de R. J. son neutrales, están controlados, pero
cambian cuando aludimos al incendio. Es una mejora con respecto a la fase inicial de la terapia
(apartar la mirada, silencios prolongados, claros indicios de alucinaciones). El lenguaje corporal
y la voz indican que sigue sometido a presión, pero en su descripción de lo acontecido con los
padres, no tanto en el peligro al que estuvo sometido. No dudo de que el suceso fuera el factor
desencadenante de muchos de los problemas de R. J. y que falta mucho trabajo por hacer en
torno a ese trauma. ¿Es TEC una alternativa? Voy a proponer al equipo que volvamos a
considerar la cuestión. Puede que R. J. logre contarnos lo acontecido con una nueva
profundidad, ahora mismo parece que repite lo que ya ha dicho, con el mismo dolor, sin ganar
perspectiva.
Al soltar el pasador que unía algunas de las páginas, cayeron dos folios
doblados. Los abrí y vi que estaban escritos por las dos caras. El título era
«El incendio». Leí las primeras frases y me sorprendió no reconocer su
contenido ni tener recuerdo alguno de haberlas escrito. Porque era mi letra,
sin duda. Sabía a lo que me arriesgaba. La terapia TEPT, los
electrochoques, todo podía resultar inútil si leía eso ahora. Por otra parte,
podría demostrar que había funcionado; si de verdad había borrado de mi
memoria aquello de lo que renegaba solo podría saberlo si lo leía.
Cerré los ojos. Tomé aire. Los abrí de nuevo.
El incendio
Cuando tenía trece años papá estaba tan enfermo que empecé a tenerle miedo. Antes también
se había comportado de forma extraña durante algunos periodos, pero ahora padecía
alucinaciones. Entre otras cosas, acusaba a mamá de organizar orgías en casa cuando él no
estaba, de traer hombres y mujeres desconocidos de la calle y de venderles sus cosas. Para
demostrarlo, mencionaba trajes, relojes, instrumentos musicales, radios e incluso coches que
habían sido suyos y ahora habían desaparecido. Otros días podía pasarse horas inmóvil, mirando
a la pared, sin decir una palabra ni comer nada, y eso casi era peor. Entonces temía haber
perdido a mi padre. Mamá intentó que ingresaran a papá, pero su familia lo impidió, dijeron que
otros miembros de la familia habían tenido las mismas «tendencias» excéntricas y se habían
defendido bien en la vida, que solo necesitaba descansar. Un ingreso en un manicomio sería un
deshonor, del todo innecesario, para la familia.
Una noche papá me despertó y me contó que unas voces le habían dicho que él y yo éramos
hermanos siameses, que habíamos nacido unidos por la cadera y nos habían separado. La razón
por la que yo parecía mucho más joven que él era que el gen del envejecimiento se encontraba
en su lado del cuerpo, por eso yo envejecía mucho más despacio. Me enseñó una herida que
tenía en la cadera para demostrármelo, y cuando dije que yo no tenía ninguna no me creyó, y me
obligó a bajarme el pantalón del pijama para comprobarlo. Habíamos despertado a mamá y al
entrar malinterpretó lo que vio. A pesar de que le conté de qué se trataba, que papá nunca, nunca
me había puesto la mano encima, y desde luego no de ese modo, vi que ella dudaba.
Unos días más tarde mamá me contó que papá le había pegado y la había amenazado con un
cuchillo. La policía se lo había llevado, pero lo dejarían en libertad si no lo denunciaba. Mi
abuela se lo había desaconsejado, y casi la había amenazado. El acuerdo al que habían llegado
era que mi padre se iría a vivir con ella y el abuelo y permanecería alejado de casa hasta que se
encontrara un poco mejor.
Mamá cambió la cerradura de nuestro piso y, cuando le pregunté por qué, dijo que papá nunca
mejoraría, solo había que fijarse en sus dos tíos. Cuando le pregunté qué les había pasado me
dijo que era mejor que no lo supiera.
Al día siguiente papá vino a nuestra casa. Entró al portal con su llave. Cuando llegó a nuestro
piso, en la novena planta, y se dio cuenta de que habían cambiado la cerradura, se enfureció y
empezó a golpear la puerta.
—¡Sé que estáis ahí dentro! —berreó—. ¡Abrid! Richard, ¿me oyes?
Mamá y yo estábamos en la cocina, junto al recibidor. Ella me rodeaba con los brazos, me
tapaba la boca con la mano.
—No respondas —sollozó.
Él siguió dando golpes.
—¡Sé que tu madre no quiere dejarme entrar, pero tú, Richard, tienes que hacerlo! ¡Eres
sangre de mi sangre! ¡Este es mi hogar, lo creé para nosotros!
Quise zafarme, pero mamá me agarró bien. Al cabo de diez minutos de golpes, patadas y
gritos, la voz de mi padre se tiñó de llanto.
—¡Basura! —clamó—. Richard, eres basura. Tu madre arderá en el infierno y no podrás
hacer nada para evitarlo. Porque eres pequeño, débil y cobarde. Eres basura. ¿Me oyes? Eres
basura. Y vas a abrir la puerta.
Transcurrió cerca de media hora hasta que oímos los pasos de papá y sus maldiciones alejarse
por el pasillo.
Mamá llamó a la abuela y le contó lo que había sucedido. Ella dijo que conseguiría
medicación a través del médico de la familia; sabía bien lo que le ocurría a papá y ella se
ocuparía de cuidar de su niño.
Pasaron solo un par de días y papá volvió a aparecer en la puerta.
—¡Los dos arderéis! El piso es mío y el chico es sangre de mi sangre. ¡Sangre de mi sangre!
Por fin salieron dos vecinos de sus casas, oímos sus voces en el rellano. Lograron calmar a
papá y lo condujeron a la calle, vi desde la ventana cómo cruzaba la acera. Parecía muy pequeño
y solo allí abajo.
Esa noche tuve pesadillas. En el sueño yo no era una persona, solo era una protuberancia de la
espalda de mi padre. Lo raro era que cuando dábamos golpes a la puerta e insultábamos a mamá,
yo también lo hacía. Sentía su desesperación, su ira y miedo. Puede que fuera porque amaba y
admiraba a mi padre más que a nada en el mundo, a pesar de que también quería a mi madre. Es
difícil saber cuál era el objeto de mi admiración. Papá era un hombre corriente, un esforzado
vendedor de seguros sin ningún talento especial, salvo llevarse dos dedos a la boca y silbar más
alto que nadie. Es cierto que papá procedía de una familia acomodada, pero creo que estaban
algo desencantados con él. Para mí, papá no dejaba de ser la persona de la que yo deseaba más
atención y aprobación. Por eso siempre, y sin protestar, obedecía a su más mínimo gesto. «Un
perro bien educado», solía decir mamá. Puede haber otro motivo por el que, al menos en sueños,
tomé partido por papá a pesar de que, sin duda, era el bando equivocado. Porque mamá le había
sido infiel, y yo lo sabía. El año anterior había tenido una aventura con su jefe. Los dos
trabajaban en la biblioteca al lado del colegio. Un chico de clase los había visto besándose entre
las estanterías, y dijo que mi madre era una puta. Le pegué y me mandaron a la temida puerta
roja, la del despacho del director. No pasaba nada, me quedé sentado, fingí escuchar mientras
me echaba la bronca, guardé silencio. Tampoco dije nada a papá al llegar a casa. A mamá sí le
conté lo que decían en el colegio; se echó a llorar y admitió que ella y su jefe habían mantenido
una relación, pero que ya había acabado. Como si quisiera probarlo, al día siguiente anunció
durante la cena que había dejado el trabajo, algo que sorprendió a papá. Parecía complacido.
Añadió, a modo de consuelo, que lo importante era que trabajara en algo que le satisficiera. Ella
sonrió y yo bajé la cabeza, seguí masticando y resistí el impulso de rodear a papá con mis
brazos.
La noche en que papá prendió fuego al piso, yo estaba tumbado en mi cama y escuchaba los
sonidos de la ciudad. Las sirenas de los coches de policía me encantaban. Esa nota que subía y
bajaba, casi una queja que me emocionaba, porque anunciaba que algo dramático, excitante,
había sucedido. A la vez era un sonido tranquilizador, porque estaban en ello, todo se arreglaría,
alguien estaba pendiente. Yo también quería estar atento, quería convertirme en policía, a poder
ser agente del FBI, con un coche patrulla, una luz azul en el techo y una sirena que acunara a los
ciudadanos.
Desperté y, en un primer momento, creí que se trataba de una sirena, pero después comprendí
que era el teléfono del recibidor.
Me quedé un rato tumbado y luego me di cuenta de que mamá no iba a contestar. Tal vez
fuera por las pastillas para dormir que le había recetado el médico después de que echara a papá.
Dejó de sonar y estaba a punto de quedarme dormido cuando empezó de nuevo. Me latía el
corazón porque sabía quién era. Me levanté, salí de puntillas al recibidor para evitar que toda la
planta del pie tocara el suelo helado. Respondí.
—¿Diga? —dije bajito.
Oí que alguien tomaba aire.
—Richard, hijo mío. —Era la voz clara, casi femenina, de papá—. Quieres abrir la puerta.
—¿Abrir la puerta?
—Quiero entrar. Tú quieres abrir la puerta.
—Papá…
—Chitón. Eres mi chico. Eres sangre de mi sangre y harás lo que yo te diga.
—Pero…
—Nada de peros. Estoy curado, mamá no lo entiende, no quiere escucharme. Tengo que
hablar con ella para que comprenda que nosotros tres debemos estar juntos. Somos una familia,
¿no?
—Sí, papá.
—¿Sí, papá…?
—Sí, papá, somos una familia.
—Bien. Abre la puerta y vete a dormir. Cuando despiertes mañana por la mañana, mamá y yo
nos habremos reconciliado y desayunaremos todos juntos. Todo volverá a ser como antes.
—Pero tú…
—He tomado medicinas, mi cabeza se ha calmado, estoy curado. Abre la puerta y vete a
dormir ya, Richard. Mañana tienes colegio.
Cerré los ojos. Imaginé ese desayuno. Desde mi silla, junto a la mesa de la cocina, veía el
edificio al otro lado de la calle, el sol de la mañana que aún se escondía, rodeado de un aura.
Mientras tanto, mamá y papá intercambiaban frases cortas sobre cuestiones prácticas,
coordinaban las tareas del día. Familia. Amor. Seguridad. Estructura. Sentido.
Solo recuerdo estar tumbado en la cama. Desperté de un sueño. Mamá, papá y yo íbamos en
coche por un paisaje boscoso y llano, camino de la cárcel para visitar a uno de los tíos de papá.
Era una carretera polvorienta, el parabrisas estaba sucio y olía a limpiacristales. Yo escuchaba
tumbado en la cama. Seguía oliendo al producto para limpiar el parabrisas, y oí el sonido de
algo, puede que fuera una silla, que volcaba y se caía. Me deslicé de la cama y salí al pasillo. El
olor a alcohol era intenso y bajo mis pies desnudos el parquet estaba mojado y pegajoso. La
puerta del dormitorio de mamá estaba entreabierta y del interior salía luz. Me acerqué de
puntillas y miré dentro.
En efecto, en el suelo había una silla volcada. Encima colgaba mamá. Inmóvil. Bueno, giraba
despacio mientras sus pies desnudos parecían estirarse hacia el pavimento en busca de apoyo. El
camisón, blanco y empapado, goteaba sobre el suelo: ploc, ploc, ploc. Su cuerpo oscilaba de
manera que primero vi la espalda y las manos atadas. Luego giró hacia mí y levanté la vista. El
cabello estaba pegado al rostro, como si hubiera llovido. La boca cubierta de cinta aislante
plateada. Los ojos abiertos, pero supe que no veía nada, a pesar de que miraba al frente. La
cuerda que le rodeaba el cuello pasaba por el mismo gancho del que colgaba la lámpara de
techo. Yo, que nunca había visto un cadáver, lo supe con la misma seguridad que me sabía vivo:
mamá estaba muerta. Se me cerró la garganta, pero me forcé a hablar cuando vi la pequeña
llama amarilla:
—No, papá, no lo hagas.
Mi padre, que estaba de pie junto a mi madre, se dio la vuelta despacio y me miró con aire
sonámbulo. Una sonrisa beatífica apareció en su rostro.
–Te lo dije, hijo mío. Si quieres matarlos de verdad, tienes que hacerlo dos veces. Si no,
regresan.
Levantó el encendedor para que la llama rozara el borde del camisón de mi madre. Una
llamarada suave hizo el mismo ruido que si alguien inhalara todo el aire de la habitación. Mi
madre ardía. Apenas pude distinguirla. Gotas de fuego caían al suelo, que también prendió.
Retrocedí y observé las llamas que se arrastraban hacia mí por los senderos de alcohol; dedos
largos, amarillos y azules. No quería irme, quería entrar, coger el edredón y rodear a mamá con
él, ahogar el fuego y apagarlo.
Pero el cuerpo no me obedecía. Mi padre tenía razón, como siempre. Yo era cobarde. Débil.
Basura. Di marcha atrás. Me alejé de la puerta, retrocedí por el pasillo, seguido por las llamas
hambrientas, hasta que pude abrir la puerta de mi habitación, entrar y dejarlo todo fuera.
Después me llevé las manos a los oídos, cerré los ojos con fuerza y grité.
No sé cuánto tiempo permanecí así. Al sentir la oleada de calor contra el rostro y el cuerpo
abrí los ojos y vi a papá en el umbral. El pasillo estaba en llamas. Dejé de gritar, pero el grito
prosiguió, y me llevó un instante comprender que no era un grito, sino la alarma de incendio. Mi
padre entró y cerró la puerta, se arrodilló ante mí y me puso las manos sobre los hombros. Allí
afuera la alarma pasó de ser un alarido continuo a lanzar aullidos intermitentes. Entre los
aullidos se oían las llamas, un chisporroteo que iba en aumento, miles de larvas consumiendo un
cadáver.
—Había que hacerlo así —dijo mi padre con voz suave, la que empleaba para explicarme por
qué debía dejar que el médico del colegio me pusiera una inyección o para decirme que no me
podía llevar al cineclub a ver La noche de los muertos vivientes porque mi madre no quería—.
Lo dicen las voces, y ellas saben qué es mejor. ¿Comprendes?
Asentí. No porque comprendiera, sino porque no quería que el creyera que no lo entendía, que
no estaba de su parte. Papá me acercó a él.
—¿Oyes las voces? —me susurró al oído.
No supe si debía asentir o negar. A lo lejos sonaba algo, entre aullido y aullido de la alarma
de incendios. No eran voces, sino sirenas.
—¿Las oyes? —repitió y me zarandeó con suavidad.
—¿Qué dicen?
—¿No lo oyes? Dicen que debemos alejarnos volando. Tú y yo vamos a volar… dos
luciérnagas.
—¿Adónde? —pregunté, e intenté reprimir el llanto que se abría paso entre el pecho y la
garganta.
Mi padre tosió. Después se puso de pie y fue hacia la ventana.
Apartó las cortinas y la abrió. Noté una corriente de aire frío nocturno en el rostro, como si el
piso hubiera contenido la respiración. Miró hacia el cielo.
—No puedes verlo porque estamos en la ciudad —dijo—. ¿Sabes una cosa, Richard? Allí
arriba vuelan millones de nosotros. Luciérnagas petrificadas en el tiempo. Estrellas. Lucen y nos
muestran el camino. Nadie las puede atrapar. Ven.
Se había subido al marco de la ventana y se había puesto en cuclillas. Me tendió la mano. Yo
me quedé de pie junto a la puerta.
—¡Ven! —me gritó.
Obedecí y al instante percibí que su voz había cambiado, que tenía un filo metálico. Me
agarró de la mano y me subió con él al alfeizar. Estábamos allí en cuclillas, cada uno a un lado
del marco, asomando la cabeza, y él sujetaba mi mano con firmeza. Si uno de nosotros se
inclinaba un poco hacia delante o se caía, el otro iría detrás. O volaría. Las sirenas estaban más
cerca y vi que en la calle se había reunido una muchedumbre; no dejaba de salir gente de nuestro
portal. Al levantar la vista me pareció que sí podía ver estrellas, estrellas que bailaban en el
cielo. Su mano era tan cálida en torno a la mía… Parecía irreal, como si todo fuera un sueño.
—¿No es hermoso? —preguntó mi padre.
No respondí.
—Contaré hasta tres y volaremos —dijo—. ¿Estás preparado? Uno…
—Papá, por favor —susurré—, no me agarres tan fuerte de la mano.
—¿Por qué no? Tenemos que mantenernos unidos.
—No seré capaz de volar si no me sueltas un poco.
—¿Quién dice eso? –replicó, y en lugar de soltarme noté que me apretaba con más fuerza.
—Las voces —dije—. Lo dicen las voces. Las voces sabrán lo que dicen, ¿no?
Me observó largo rato.
—Dos —dijo con voz neutra inclinándose hacia delante.
Esto no es ningún sueño, pensé. Está ocurriendo. Vamos a caernos.
—Tres –dijo, y sentí que su mano grande y caliente aflojaba un poco la mía.
Me solté de un tirón y me agarré al marco; vi que papá giraba la cabeza hacia mí. Su rostro
expresaba sorpresa. Luego desapareció.
Durante unos segundos estuve pendiente de su cuerpo, que se deslizaba en silencio ante la
fachada. La oscuridad lo engulló hasta que volvió a ser visible a la luz de las ventanas. La
alarma de incendios había enmudecido y yo escuchaba el canto de las sirenas de los camiones de
bomberos: «Vamos para allá, vamos para allá». No oí el impacto del cuerpo de mi padre contra
el asfalto, ahí abajo, solo el grito de la multitud. Más voces cuando me descubrieron en la
ventana del noveno piso. Ignoro cuánto tiempo estuve esperando allí arriba, en el marco de la
ventana, pero cuando el camión de bomberos llegó, abrieron la lona justo debajo y gritaron que
debía saltar. Mi cama ya ardía. Desde abajo me llamaban al unísono, como un panegírico:
«Salta, salta, salta».
Salté.
Ahí se acababa.
Leí otra vez las primeras frases, busqué algo que no hallé. No encontré al
extraño que había pasado por esa experiencia o que la había inventado.
Seguía sin despertar en mí recuerdo alguno. ¿Quería decir entonces que
estaba curado, que había sanado de la misma manera en que uno puede
mejorar tras una amputación?
Sí, sentía que así era. Pero ¿estaba seguro?
Oí pasos. Prendí el pasador, cerré el cuaderno y volví a dejarlo sobre la
silla.
—¡Richard! —exclamó sonriendo el doctor Rossi, el jefe de sección.
Me cogió las manos, como si fuéramos muy amigos. No era tan
descabellado, si tenemos en cuenta que había estado en el Ballantyne ocho
de los quince años que yo llevaba allí, pero yo prefería mantener cierta
distancia. Rossi, por su parte, era favorable a acortar la distancia entre
médico y paciente. «Si las personas son buenas, no hay ningún peligro en
entablar una relación personal», solía decir. Supongo que es más fácil
afirmar tal cosa y ponerla en práctica si uno ejerce en un sitio como
Ballantyne, con tantos recursos por paciente.
Tras él llegaron Karen y Dale. Dale era psicólogo e investigador en la
universidad. Estaba especializado en los tratamientos TEC para eliminar los
recuerdos traumáticos de los pacientes con TEPT y hacía mi seguimiento y
el de otros dos pacientes que recibían la misma cura en Ballantyne. Dale
iba, al contrario que Rossi, impecablemente vestido, como era su
costumbre, con un traje oscuro a juego con su tupida cabellera de un negro
casi azabache.
—Me han contado que hacemos tan buen trabajo que corremos el riesgo
de perderte —dijo Rossi acomodándose en una de las tres sillas que había
frente a mí.
Luego se reclinó y cruzó las piernas, enfundadas en unos vaqueros
gastados y rematadas por unas zapatillas Nike vintage. Rossi era de los que
llevaban sudaderas de su etapa universitaria y decoraba su despacho con
reliquias de su juventud, como la figura de Luke Skywalker, la edición
original, o la primera edición enmarcada de La Cosa del pantano, la que
muestra a un gran murciélago furioso en la portada. Era probable que
albergara la esperanza de que le hiciera parecer juvenil, accesible y
encantador. Un día que Rossi me dejó esperándolo en su despacho,
consideré la posibilidad de robar una de sus reliquias, solo para fastidiarle.
—Eso está por ver —dije, y miré de reojo a Dale, que también se había
sentado. Mantenía la espalda muy recta y se limitó a asentir con un
movimiento de la cabeza.
—Tiene un aspecto prometedor —dijo—. Si te damos el alta, me gustaría
poder seguir tu evolución.
—Richard promete, sí, pero no debemos adelantar acontecimientos —
dijo Rossi—. Llegaste a este lugar tras una tragedia familiar y has
permanecido aquí desde entonces. No has participado en la vida del mundo
exterior, y no podemos asegurar que la transición no resulte problemática.
—Institucionalizado —dije.
—Eh… Sí, claro. Habíamos pensado proponer que empieces pasando dos
días por semana en el exterior, y después iremos incrementando si todo va
bien. ¿Qué opinas, Richard?
Yo había estado bien el tiempo suficiente para que tuviera derecho a
expresar mi opinión al respecto.
—Irá bien… —dije, y esperé que no se hubiera dado cuenta de que había
estado a punto de terminar la frase con «Oscar».
A Rossi le gustaba que empleáramos su nombre de pila, pero no sé por
qué yo era incapaz de hacerlo. Salvo que no solo fuera por aquello de
mantener las distancias, sino por la manera en que le había visto mirar a
Karen.
—Estupendo —dijo Rossi, y juntó las manos—. Veamos los resultados y
tu evolución, y hablemos de tu medicación y de la terapia de ahora en
adelante.
Por supuesto que no íbamos a discutir el tema, pero los pacientes
colaboraban de mejor grado si tenían la sensación de haber participado en la
toma de decisiones.
La crítica ha dicho:
«Jo Nesbø demuestra aquí que tiene pleno control sobre todas las notas de
su teclado literario».
Verdens Gang
Jo Nesbø nació en Oslo en 1960. Graduado en Economía, antes de dar el
salto a la literatura fue futbolista, cantante, compositor y agente de Bolsa.
Desde que en 1997 publicó El murciélago, la primera novela de la serie
protagonizada por el policía Harry Hole, ha sido aclamado como el mejor
autor de novela policíaca de Noruega y como un referente de la última gran
hornada de autores del género negro escandinavo. En la actualidad cuenta
con más de 50 millones de ejemplares vendidos internacionalmente. Sus
novelas se han traducido a 50 idiomas y los derechos se han vendido a los
mejores productores de cine y televisión.
En Roja y Negra se ha publicado al completo la serie Harry Hole,
compuesta por doce títulos hasta la fecha: El murciélago, Cucarachas,
Petirrojo, Némesis, La estrella del diablo, El redentor, El muñeco de nieve,
El leopardo, Fantasma, Policía, La sed y Cuchillo. También han sido
traducidas al español todas sus novelas independientes: Headhunters, El
heredero, Sangre en la nieve, Sol de sangre, Macbeth y El reino, así como
la colección de relatos El hombre celoso.
Serie Harry Hole
El murciélago
Cucarachas
Petirrojo
Némesis
El redentor
El muñeco de nieve
El leopardo
Fantasma
Harry Hole creyó que su vida cambiaría para siempre en Hong Kong, pero
cuando acusan de un crimen a Oleg, el niño al que ayudó a criar, el
detective que late en él no puede abstenerse.
Policía
Agentes de policía están siendo asesinados en las escenas de crímenes que
investigaron pero no lograron resolver. Los asesinatos son brutales y esta
vez Harry se siente muy impotente.
La sed
Cuchillo
Eclipse
Hole ha escapado a Los Ángeles, donde lo acoge una actriz perseguida por
un cártel. Hasta que se ve obligado a volver a Oslo para limpiar el nombre
de un millonario si quiere salvarle la vida a su nueva amiga. Tiene diez
días.
Novelas independientes
Macbeth
Un jefe de policía demasiado íntegro; un magnate dispuesto a todo con tal
de eliminarlo; una ciudad de callejones húmedos y oscuros, sitiada por las
bandas criminales y el tráfico de estupefacientes. Este es el nuevo
escenario en el que Jo Nesbø reinventa Macbeth.
El heredero
Sangre en la nieve
Olav es un buen sicario, trabaja para uno de los grandes capos de la droga
en Oslo, Daniel Hoffmann. Pero, cuando conoce a la mujer de sus sueños,
todo cambia. Deberá afrontar dos problemas: es la mujer de su jefe y, aún
más importante, su siguiente misión es matarla.
Sol de sangre
El reino
El hombre celoso
© 2023, Jo Nesbø
Publicado por acuerdo con Salomonsson Agency
© 2024, Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U.
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© 2024, Lotte Katrine Tollefsen, por la traducción
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Índice
La casa de la noche
Primera parte
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Segunda parte
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Tercera parte
Capítulo 29
Créditos