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La Casa de La Noche Jo Nesbo

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PRIMERA PARTE

—E-e-estás loco —dijo Tom, y comprendí que estaba asustado porque


tartamudeaba aún más de lo habitual.
Yo sostenía el muñeco de Luke Skywalker por encima de la cabeza, con
el propósito de lanzarlo río arriba, a contracorriente. Desde la frondosidad
del bosque que bordeaba ambos márgenes del río se oyó un grito que
parecía una advertencia. Sería un cuervo. No permití que ni Tom ni los
cuervos me detuvieran, quería comprobar si Luke Skywalker sabía nadar.
Voló por los aires. El sol primaveral se había puesto tras las copas de los
árboles, cubiertas de brotes recientes, y la luz se reflejaba discontinua sobre
la figura de plástico que giraba lentamente.
Luke impactó contra el agua con un leve plof. No sabía volar, de eso yo
estaba seguro. El muñeco dejó de distinguirse, solo se veía la superficie
cambiante y movediza del río, que bajaba crecido por el agua del deshielo.
Me recordaba a una gruesa serpiente estranguladora, una anaconda, que se
aproximaba a nosotros contorsionándose.
Me había mudado a ese pueblucho de mierda para vivir con mis padres
adoptivos el otoño anterior, poco después de cumplir catorce años. No sabía
qué coño hacían los críos en Ballantyne para no morirse de aburrimiento.
Tommy me había contado que ahora, «en p-p-primavera», el río era más
siniestro y peligroso, y que en casa había recibido instrucciones estrictas de
mantenerse alejado. Así supe por dónde empezar. No fue muy difícil
convencer a Tom porque él era como yo: no tenía amigos y formaba parte
de la casta de los parias de la clase. Ese mismo día, en el recreo, Fatso me
había explicado lo de la casta; la llamó casta «piraña» y la palabra me
recordó a esos peces cuya dentadura parece la hoja de una sierra, capaces de
arrancarle la carne a un buey entero en unos instantes. Me sonó a una casta
molona. Fatso dijo que mi clan y yo estábamos por debajo de él, el
gordinflón, y no tuve más remedio que pegarle. Por desgracia se chivó a
nuestra profesora, la señorita Trino, como la llamaba yo, que nos soltó una
larga charla sobre la bondad y cómo les iba en la vida a los que no la
practicaban; en definitiva, acababan siendo unos perdedores y, después de
eso, parece que no quedó duda alguna: el nuevo gamberro de la ciudad
pertenecía a la casta esa de las pirañas.
Al salir del colegio Tom y yo habíamos bajado al río, al puentecito de
madera del bosque. Cuando saqué a Luke Skywalker de la mochila, Tom
puso cara de asombro.
—¿D-d-de dónde lo has sacado?
—¿Tú qué crees, cabeza de chorlito?
—N-n-no lo has comprado en la tienda de Oscar. Están agotados.
—¿La tienda de Oscar? ¿Esa ratonera? —Solté una carcajada—. A lo
mejor lo compré en la ciudad, antes de mudarme aquí, en una juguetería de
verdad.
—No, porque es el modelo que ha salido este año.
Observé atentamente a Luke. ¿Acaso existían varias versiones? ¿Luke
Skywalker no era idéntico al héroe bobo Luke Skywalker de siempre y ya?
No se me había ocurrido que las cosas pudieran cambiar, que Darth y Luke
pudieran intercambiarse los papeles, por ejemplo.
—A lo mejor es que yo me hice con un p-p-prototipo —dije.
Fue como si le diera un tirón de orejas, supongo que no le gustó que
imitara su tartamudeo. A mí tampoco me hizo gracia, pero fui incapaz de
reprimirme. Siempre había sido así. Si todavía le caía bien a alguien me
apresuraba a asegurarme de que no durara; era el mismo impulso que
llevaba a Karen y a Oscar Jr. a sonreír y ser amables para gustar a todo el
mundo, pero al contrario. No es que no quisiera caer bien, es que sabía que,
tarde o temprano, no les iba a gustar hiciera lo que hiciese. Así que, en
cierto modo, tomaba la delantera y les caía mal a mi manera. Lograba que
me odiaran y me temieran a partes iguales para que no se atrevieran a
joderme. En ese momento me di cuenta de que Tom sabía que yo había
robado el muñeco de Luke, pero no tenía el valor de decirlo. Lo había
mangado en la fiesta que Oscar Jr. dio en su casa, a la que toda la clase –
incluso nosotros, los de la casta piraña– estaba invitada. La casa estaba
bien, no era demasiado grande o lujosa. Lo que me molestó fue lo súper
majos que eran los padres de Oscar, y que había juguetes de primera por
todas partes; lo mejor que tenía el padre en la tienda, vamos. Figuras
transformables, juegos Atari, Magic 8-Ball e incluso una Nintendo Game
Boy que aún no había salido a la venta.
¿Cómo le iba a importar a Oscar perder uno de esos juguetes, si ni se
daría cuenta? Vale, a lo mejor le molestaría quedarse sin el muñeco de Luke
Skywalker que yo acababa de ver sobre su cama, como si fuera un peluche
o algo así. ¿Cómo se podía ser tan infantil?
—¡A-a-allí está! —señaló Tom.
Luke había sacado la cabeza del agua y venía hacia nosotros a toda
velocidad. Parecía nadar boca arriba por el río.
—Bien por Luke —dije.
El muñeco despareció bajo el puente. Nos desplazamos al otro lado,
donde reapareció. Nos miraba desde abajo con esa media sonrisa idiota;
idiota porque los héroes no deben sonreír, tienen que pelear, poner cara de
luchador encarnizado, demostrar que odian al enemigo tanto como a… lo
que sea.
Nos quedamos allí de pie viendo cómo la corriente arrastraba a Luke
hacia el vasto mundo, hacia lo desconocido; hacia la oscuridad, pensé.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunté. Tenía otra vez la sensación de estar
cubierto de hormigas, necesitaba quitármelas de encima y la única manera
era que sucediera algo, algo que me hiciera pensar en otra cosa.
—T-t-tengo que irme a casa —tartamudeó Tom.
—Aún no. Ven.
No sé por qué me había acordado de la cabina telefónica que había en lo
alto de una colina, junto a la carretera nacional, a la salida del bosque. Era
un sitio extraño para colocar una cabina telefónica en Ballantyne, un lugar
tan pequeño, y casi nadie la usaba: quizá había visto a una persona rondar
por allí, algún que otro coche. Llegamos a la cabina roja. El sol había
descendido un poco más, la primavera acababa de empezar y todavía
oscurecía temprano. Tom me seguía al trote, de mala gana, pero no se
atrevía a llevarme la contraria. Como he dicho, a ninguno de los dos nos
sobraban los amigos.
Entramos en el interior de la cabina y los sonidos del exterior se
amortiguaron al cerrar la puerta. Por la carretera pasó un tráiler con los
neumáticos embarrados y grandes troncos de madera asomando por la
plataforma de carga. Descendió por la carretera principal, que trazaba una
línea en el paisaje llano y monótono de los campos de cultivo. Dejó atrás la
población, en dirección al confín de la provincia.
Sobre un estante, debajo del teléfono y de la caja de monedas, había una
guía telefónica amarilla; no era muy gruesa, pero al parecer bastaba para
recopilar los números de teléfono no solo de Ballantyne, sino de toda la
provincia. Empecé a hojearla. Tom miró el reloj, como queriendo darme a
entender que tenía prisa.
—P-p-prometí que estaría en casa a las…
—¡Silencio! —exclamé.
Mi dedo se había detenido sobre un tal «Jonasson, Imu». Un nombre
extraño, seguro que era un rarito. Levanté el auricular gris, que estaba
sujeto a la caja de monedas mediante un cable metálico. Ni que tuvieran
miedo de que alguien lo arrancara y lo robara… Marqué el número de
«Jonasson, Imu» en las teclas metálicas cromadas. Solo seis cifras. En la
ciudad teníamos nueve, pero suponía que allí, con cuatro mil árboles por
habitante, no necesitaban más. Le pasé el auricular a Tom.
—¿Eh-h-h? —se limitó a decir mirándome con cara de susto.
—Di: «Hola, Imu, soy el demonio y te invito al infierno, porque es donde
debes estar».
Tom negó con la cabeza y me tendió el aparato.
—Hazlo, cabeza de chorlito, o te tiro al río —le amenacé.
Tom, que era el más pequeño de la clase, se encogió; pareció aún más
diminuto.
—Es broma —dije, y me reí. En el interior del cubículo mi risa sonó rara
—. Venga, Tom, imagínate cómo se van a quedar los demás cuando se lo
contemos mañana en el colegio.
Vi que algo se despertaba en su interior: la idea de llamar la atención.
Para alguien que siempre ha pasado inadvertido era, por supuesto, un
argumento de peso. También que hablara en plural, «nosotros»: él y yo, dos
amigos que hacen una gamberrada juntos, que gastan una broma telefónica
y se mueren de risa, que se agarran el uno al otro para no caerse al suelo
cuando escuchan al desgraciado que responde y se pregunta si de verdad es
el diablo quien está al otro lado de la línea.
—¿Diga?
El sonido provenía del auricular. Imposible determinar si era un hombre
o una mujer, un adulto o un niño.
Tom me miró. Yo asentí con vehementes movimientos de la cabeza. Él
sonrió de manera casi triunfal y se llevó el auricular a la oreja.
Le sugerí la frase moviendo los labios mientras Tom me miraba y las
repetía sin el más mínimo atisbo de tartamudeo.
—Hola, Imu. Soy-el-diablo-y-te-invito-al-infierno. Porque-es-donde-
debes-estar.
Me tapé la boca con una mano para que viera que era incapaz de contener
la risa y con la otra le hice una señal para que colgara.
Tom no colgó.
Se quedó de pie, con el auricular pegado a la oreja mientras yo oía el
zumbido grave de una voz al otro lado.
—P-p-p-pero… —soltó Tom. De repente estaba pálido como un muerto.
Se contuvo y el rostro níveo se le endureció hasta adquirir una expresión
atónita—. No… —susurró, levantó el codo como si tratara de alejar el
auricular y repitió cada vez más alto—: No. No. ¡No!
Apoyó la mano libre en el cristal de la cabina; parecía que quería
apartarse. Luego, cuando despegó el auricular de la sien con un suspiro
húmedo y desgarrado, vi que algo se había quedado adherido a él. La sangre
manó y se le coló por el cuello de la camisa. Me fijé en el auricular. No
podía creer lo que estaba viendo. Media oreja de Tom estaba pegada al
dispositivo sangriento; era algo inconcebible. Al principio parecía que los
pequeños agujeros negros del auricular absorbían la sangre, pero luego,
pedazo a pedazo, la oreja cortada desapareció, como cuando tiras los restos
de comida por el desagüe del fregadero.
—Richard —susurró Tom con voz temblorosa y las mejillas empapadas
en lágrimas, aparentemente sin ser consciente de que la mitad de su oreja
había desaparecido—. Ha di-ha di-ha dicho que t-t-tú y yo… —Tapó el
micrófono con la mano para que el interlocutor no lo oyera—. Que n-n-
nosotros vamos a…
—¡Tom! —grité—. ¡Tu mano! ¡Suelta el teléfono!
Tom bajó la vista y fue entonces cuando se dio cuenta de que sus dedos
habían desaparecido entre los agujeros del auricular.
Agarró el extremo del altavoz e intentó sacar de un tirón la mano
atrapada. Fue inútil: del teléfono empezó a surgir un sonido similar al que
produciría alguien al sorber, como el que hace mi padre de acogida cuando
come sopa, y una parte de su mano despareció en el interior. Agarré el
teléfono e intenté apartarlo de Tom, pero no sirvió de nada: ya se había
comido el antebrazo y había llegado al codo; el teléfono y él parecían una
sola cosa. Mientras yo gritaba, algo extraño le pasaba a Tom. Levantó la
vista hacia mí y se rio. Me dio la impresión de que no le dolía mucho, de
que la situación era tan loca que no podía evitar reírse. Tampoco brotaba
sangre. El auricular hacía lo que he leído que practican algunos insectos con
sus presas: inyectarles algo que transforma su carne en una gelatina blanda
que absorben.
El auricular llegó al codo, y sonó igual que una batidora cuando da con
algo que no debería estar allí, un ruido brutal, triturador, de picadora, y fue
entonces cuando Tom gritó. El codo se retorció, como si hubiera algo allí,
bajo la piel, que quisiera salir. Abrí la puerta de una patada, me coloqué
detrás de Tom, le agarré por el pecho y salí de espaldas. No pude arrastrarlo
muy lejos; el cable metálico asomaba en vertical de la cabina y el auricular
seguía royéndole el brazo. Cerré la puerta de golpe con la esperanza de
romperlo contra el marco, pero era demasiado corto y solo conseguí darle
en el hombro a Tom. Soltó un berrido mientras yo clavaba los talones en el
suelo y tiraba con todas mis fuerzas, pero, centímetro a centímetro, mis
zapatos se fueron deslizando por el suelo de tierra húmeda hacia la cabina y
el repugnante crujido que los alaridos de Tom no lograban cubrir. Se vio
arrastrado poco a poco al interior por fuerzas cuya procedencia yo
desconocía. No pude seguir agarrándolo, tuve que soltarlo y, al final, me
encontré fuera tirando del brazo que aún asomaba por la rendija de la
puerta. El auricular estaba consumiendo el hombro de Tom cuando oí que
un coche se aproximaba. Solté el brazo y corrí gritando y gesticulando hacia
la carretera. Era otro tráiler cargado de madera. No llegué a tiempo y solo vi
las luces traseras que se adentraban en la penumbra.
Volví corriendo. Silencio. Tom había dejado de gritar. La puerta se había
cerrado. Tras los recuadros de cristal contra los que pegué el rostro había
vapor de agua condensada. Pero vi a Tom, mudo, con la mirada resignada
de quien ha aceptado su destino. Y él me vio a mí. El auricular, que le había
llegado hasta la cabeza y se había hecho con una de sus mejillas, crujió al
empezar a comerse la dentadura descarnada.
Me giré, apoyé la espalda en la cabina y me dejé caer hasta que sentí
cómo la tierra, húmeda y fría, me empapaba los pantalones.
2

Estaba sentado en una silla del pasillo de la comisaría del pueblo. Era tarde,
la hora de irse a dormir había pasado hacía mucho rato, por así decirlo. En
el otro extremo del pasillo vi al inspector. Tenía los ojos pequeños y una
nariz respingona que dejaba a la vista las grandes fosas nasales; no pude
evitar pensar en un cerdo. Se acarició con el pulgar y el índice el bigote que
le crecía junto a la comisura de los labios. Hablaba con Frank y con Jenny.
Así es como los llamo, sería raro usar «tío» y «tía» con alguien a quien no
has visto hasta el día que van a buscarte y te dicen que a partir de ese
momento vivirás con ellos. Cuando entré atropelladamente y les conté lo
que acababa de sucederle a Tom, se quedaron mirándome. Frank había
llamado a la comisaría, que a su vez había avisado a los padres de Tom y
nos había convocado. Yo había contestado a un montón de preguntas y me
había quedado esperando mientras el inspector mandaba a su equipo a la
cabina y ponía en marcha la búsqueda. Tuve que contestar a más preguntas.
Por lo que parecía, Frank y Jenny discutían sobre algo con el inspector y
de vez en cuando lanzaban una mirada en mi dirección. Me dio la impresión
de que se habían puesto de acuerdo cuando se acercaron a mí con caras muy
serias.
—Podemos irnos —dijo Frank, y empezó caminar hacia la salida
mientras Jenny me ponía una mano en el hombro con la intención de
consolarme.
Nos subimos a su pequeño coche japonés; yo me senté en el asiento
trasero y arrancamos en silencio. Sabía que las preguntas no tardarían en
llegar. Frank carraspeó. Primero una vez. Luego otra.
Frank y Jenny eran buenas personas. Hay quien diría que demasiado. Por
ejemplo, el verano anterior, cuando acababa de llegar, había prendido fuego
a la hierba alta y seca del campo de cultivo junto a la serrería clausurada, y
si mi tío y cinco vecinos no hubieran acudido tan rápido, quién sabe qué
habría ocurrido. A pesar de que Frank se avergonzó, porque era el jefe de
bomberos, no me habían regañado ni castigado. Al contrario, me
consolaron: era evidente que creían que estaba muy afectado por lo
sucedido. Al acabar la cena, carraspeó como ahora y se limitó a darme una
vaga recomendación de que no debía jugar con fósforos. El caso es que
Frank era el jefe de los bomberos y Jenny profesora de secundaria, pero no
tengo ni idea de cómo lograban mantener la disciplina. Si es que lo
conseguían.
Frank carraspeó otra vez; estaba claro que no sabía por dónde empezar.
Así que decidí facilitarle las cosas.
—No miento —dije—. A Tom se lo comió el teléfono ese.
Silencio. Frank miró a Jenny con desesperación, parecía que le estaba
pasando la pelota.
—Querido —dijo Jenny con suavidad, en voz baja—. No había ni rastro.
—¡Claro que sí! Encontraron las huellas de frenada de mis talones en el
suelo.
—De Tom —puntualizó Frank—. Ni rastro.
—El teléfono se lo comió entero. —Por supuesto que yo era consciente
de lo loquísimo que sonaba. ¿Qué podía decir? ¿Que el teléfono no se había
comido a Tom?—. ¿Qué ha dicho el inspector?
Jenny y Frank se intercambiaron otra mirada.
—Cree que estás en estado de shock —dijo Frank.
No podía objetar nada a eso. Supongo que estaba conmocionado, con el
cuerpo entumecido, la boca seca y la garganta inflamada. Como si tuviera
ganas de llorar, pero un tapón me lo impidiera.

Nos aproximamos a la cima donde estaba la cabina telefónica. Esperaba ver


un montón de luces y partidas de gente colaborando en las labores de
búsqueda, pero estaba a oscuras y solitario como siempre.
—¡El inspector prometió que buscarían a Tom! —exclamé.
—Eso hacen —dijo Frank—. Abajo, junto al río.
—¿El río? ¿Por qué?
De nuevo ese intercambio de miradas en los asientos delanteros.
—Porque alguien vio cómo Tom y tú os adentrabais en el bosque en
dirección al puente. El inspector dice que cuando te preguntó si habíais
estado junto al río respondiste que no. ¿Por qué?
Apreté los dientes y miré por la ventanilla. Vi la cabina perderse a
nuestras espaldas. El inspector no me había contado que alguien nos había
visto. Puede que se hubiera enterado después de hablar conmigo. En
cualquier caso, nuestra charla no era una declaración formal, el inspector
había insistido en ello. Pensé que tampoco hacía falta que lo contara todo
(lo del muñeco robado, o que Tom había hecho algo que sus padres le
habían prohibido), al menos nada que no tuviera que ver con el asunto. No
hay que chivarse de los amigos. Nos habían descubierto.
—Solo nos subimos un ratito al puente —dije.
Frank puso el intermitente y paró en el arcén. Apagó el motor y las luces.
Se giró hacia mí. Apenas distinguía su rostro en la oscuridad, pero
comprendí que iba en serio. Al menos para mí; a Tom ya se lo habían
comido.
—¿Richard?
—¿Sí, Frank?
Odiaba que lo llamara por su nombre, pero, a veces, no podía evitarlo.
—Tuvimos que recordarle al inspector McClelland que eres menor de
edad y amenazar con llamar a un abogado para que te dejara marchar.
Quería interrogarte durante la noche. Cree que sucedió algo abajo, junto al
río. Que por eso mientes.
Iba a negarlo, a asegurar que yo no mentía, pero caí en la cuenta de que
ya me habían pillado.
—¿Qué pasó junto al río? —preguntó Frank.
—Nada —respondí—. Estuvimos mirando el agua.
—¿Desde el puente?
—Sí.
—He oído decir que entre los jóvenes se lleva hacer equilibrios en la
barandilla.
—Vaya —dije—. Sí, sí, la verdad es que no hay gran cosa con la que
entretenerse por aquí.
Seguí observando la oscuridad. Cuando llegué al pueblo, me había
sorprendido lo oscuro que se hacía al llegar el otoño. En la ciudad siempre
había luces, mientras que aquí podías quedarte mirando la noche negra en la
que no había nada en absoluto. Es decir, algo había, claro, pero uno debía
imaginarse lo que ocultaba esa sustancia extraña y oscura.
—Richard —dijo Jenny con esa voz tan, tan suave…—. ¿Se cayó Tom al
agua?
—No, Jenny —respondí imitando su tono—. Tom no se cayó al agua.
¿Podemos irnos ya a casa? Mañana tengo colegio.
Frank se encogió de hombros, imaginé que trataba de calmarse.
—El inspector McClelland cree que puede haber sido un accidente, que
empujaste a Tom sin querer, que te sientes culpable y que por eso mientes.
Suspiré hondo, dejé caer la cabeza sobre el respaldo del asiento y cerré
los ojos; no puede evitar que me viniera a la cabeza la escena del auricular
comiéndose la mejilla de Tom, y volví a abrirlos.
—No miento —dije—. Mentí sobre lo del río porque a Tom no le dejan
ir.
—Según McClelland también se puede demostrar que mientes sobre una
cosa más.
—¿Eh? ¿Sobre qué?
Frank lo dijo.
—¡Es él quien miente! —exclamé—. Vuelve atrás, ¡puedo demostrarlo!

Frank se desvió de la carretera y la luz de los faros iluminó la cabina


telefónica y los árboles de la linde del bosque, que parecían enormes
sombras fantasmagóricas deslizándose por los troncos. Antes de que el
coche se detuviera ya me había bajado de un salto y corría hacia la cabina.
—¡Cuidado! —exclamó Jenny. No creo que se creyera mi historia, pero
su lema vital parecía ser que uno nunca es lo bastante prudente.
Abrí la puerta y me quedé mirando el auricular colgado a un lado del
aparato. Alguien (probablemente un agente del inspector) debía de haberlo
puesto en su sitio, porque cuando me fui de allí estaba descolgado, rozando
el suelo. Tom había desaparecido: de él no quedaban ni los cordones de los
zapatos.
Entré con cautela, cogí el listín amarillo y salí sin darle la espalda. A la
luz de los faros del coche, abrí la guía por «Ballantyne», encontré la «J» y
recorrí con el dedo la misma página que había abierto esa tarde.
Johansen. Johnsen. Jones. Juvik.
Sentí que se me helaba la sangre y lo comprobé de nuevo. Nada. ¿Me
había equivocado de página?
No, reconocí los nombres y la publicidad de los cortacéspedes.
Frank tenía razón, lo que había dicho el inspector era cierto.
Volví a mirar para comprobar si alguien había borrado el nombre, pero en
ningún caso quedaba espacio entre Johnsen y Jones.
En la guía telefónica ya no figuraba ningún «Jonasson, Imu».
3

—Alguien ha cambiado la guía —dije—. Es la única explicación que se


me ocurre.
Karen se había sentado con la espalda apoyada en el roble y me miraba.
Era la hora del recreo y, mientras los chicos jugaban al fútbol, las chicas
saltaban a la pata coja. El año siguiente empezaríamos el bachillerato, lo
que solo implicaba, sencillamente, que nos trasladaríamos al edificio al otro
extremo del patio, donde había un cobertizo para fumar que, estaba seguro,
acabaría frecuentando. Con los rebeldes. Con los perdedores. Karen era una
excepción: una rebelde, pero en absoluto una perdedora.
—¿Qué se siente cuando nadie te cree? —me preguntó, y se apartó del
rostro cubierto de pecas el flequillo rubio, de corte masculino.
Karen era la loca de la clase. Y la más lista. Desbordaba energía, alegría
y movimiento. Bailaba al caminar, vestía con ropa rara que cosía en casa y
que se habría convertido en objeto de burla a cualquiera que no fuese ella.
Replicaba a los profesores sabelotodo y se reía cuando no eran capaces de
responderle. Porque Karen no se limitaba a hacer los deberes: a veces daba
la sensación de que sabía más que ellos. Era la mejor en lengua, la mejor en
gimnasia y en todo lo demás. Y era valiente. Lo noté desde el primer día en
el nuevo colegio: no me tenía miedo, solo sentía curiosidad. Hablaba con
todo el mundo, también con nosotros, los de la casta piraña. Vi que Oscar
Rossi Jr. (que me parecía que estaba enamorado de ella) la miraba largo rato
con una expresión inquisitiva cuando, durante los recreos, Karen se
acercaba a los de nuestra casta, con sus piernas largas y delgadas, en lugar
de rondarlo a él y a los chicos populares. Los primeros minutos del primer
recreo del primer día se limitó a plantarse delante de mí con las manos
apoyadas en las caderas, luego ladeó la cabeza, esbozó una media sonrisa y
dijo:
—Es una mierda ser nuevo, ¿a que sí?
Así era con todos nosotros, con los que estábamos en la base de la
pirámide. Nos hacía preguntas. Escuchaba. Llegué a pensar que le
interesábamos de verdad, porque no veía qué ganaba gastando su energía en
gustar a tipos como nosotros. Al contrario, lo único que obtenía a cambio
era que nos volviéramos pesados, que le pidiéramos más atención. En esos
casos también se portaba bien, decía las cosas de frente, con ese estilo suyo
tan particular que hacía que nadie se ofendiese.
—Ya hemos hablado bastante por hoy, Tom. ¡Hasta luego!
Por mi parte, obviamente, me aseguraba de que no sospechara que quería
que me hiciera caso.
El problema era que temía que sí se daba cuenta.
Nunca lo decía; cuando intercambiábamos unas palabras se limitaba a
mirarme con esa media sonrisa que parecía entenderlo todo, y yo me
aseguraba de marcharme antes que ella. No era fácil porque, a diferencia de
Karen, yo no tenía adónde ir. Puede que funcionara, puede que aquel chaval
de ciudad que intentaba resistirse a su encanto le despertara curiosidad; por
lo menos se acercaba a mí cada vez con más frecuencia.
—¿Sabes una cosa? —dije—. Me importa un mierda lo que crean,
pueden irse al infierno. Yo estuve allí y vi lo que pasó. A Tom se lo
comieron y el nombre Imu Jonasson figuraba en esa jodida guía telefónica.
—Muchos tacos en solo cuatro frases —replicó Karen, y esbozó media
sonrisa con la cabeza ladeada—. ¿Por qué crees que estás tan enfadado?
—No estoy enfadado.
—¿No?
—Estoy enfadado porque… —Me contuve. Ella esperó—. Porque todos
son unos idiotas.
—Hummm… —musitó, y miró hacia el patio del colegio.
Los chicos de nuestra clase se disponían a jugar al fútbol con los de la
clase de un curso inferior al nuestro, y llamaban a Oscar Jr., que, a pesar de
ocupar el tercer o cuarto lugar en la clasificación de mejores jugadores, era
el capitán del equipo. Oscar negó con la mano. Estaba sentado en un banco
con Henrik, el genio de las matemáticas de nuestra clase, que le explicaba
algo mientras señalaba el libro de álgebra de Oscar. Sin embargo, a juzgar
por su lenguaje corporal, se diría que era este quien le estaba haciendo un
favor a Henrik y no al revés. Estaba claro que Oscar intentaba concentrarse:
se echó hacia atrás el tupido flequillo moreno y miró el libro; tenía los ojos
castaños, casi tan bonitos como los de una chica, y algunas que ya estaban
en bachillerato cruzaban el patio para llamar su atención. Oscar Jr.
levantaba la vista del libro de álgebra de vez en cuando para mirarnos a
Karen y a mí.
—No me has hablado de tus padres —dijo Karen, y se pasó los largos y
esbeltos dedos por las raíces que, como unas enormes venas, se asomaban
del tronco antes de volver a enterrarse en la tierra.
—No hay mucho que contar —contesté sin apartar la vista del banco que
ocupaban Oscar Jr. y Henrik—. Murieron en un incendio y casi no los
recuerdo.
Oscar volvió a levantar la vista y mis ojos, fríos y azules, se cruzaron con
los suyos. Oscar Jr. era uno de esos tipos que siempre se mostraban
amables, cordiales y encantadores de una manera que, al parecer, solo a mí
me resultaba molesta. Por eso, cuando detecté un matiz de hostilidad en su
mirada, en un primer momento supuse que era una reacción automática
porque veía lo mismo en la mía. Hasta que caí en la cuenta de que él (que
probablemente era más o menos el tercero o cuarto más listo de clase) era
capaz de deducir que era yo quien había robado el muñeco de Luke
Skywalker. Pero luego comprendí que no, que tampoco era eso.
Simplemente (y la idea me llenó de satisfacción) estaba celoso; celoso
porque Karen me escuchaba a mí en lugar de al macho alfa. De repente me
dieron ganas de rodear a Karen con el brazo solo para ver cómo Oscar se
ponía verde de envidia. Pero ella me habría apartado y no iba a darle a
Oscar esa satisfacción.
—¿Quieres decir que no tienes ningún recuerdo de tus padres? —
preguntó ella con tono tranquilo y agradable.
—Sorry, es que tengo muy mala memoria. Por eso se me dan tan mal los
exámenes. Aparte de que soy tonto, claro.
—No eres tonto, Richard.
—Era broma.
—Ya me lo imaginaba. Pero a veces las mentiras que se repiten en voz
alta y con demasiada frecuencia acaban por convertirse en realidad.
Sonó el timbre para volver a clase y sentí que me daba un vuelco el
corazón; no porque tuviéramos que entrar a escuchar la lección de geografía
de la señorita Trino (todo lo que pudiera servir para alejar mis pensamientos
de Ballantyne era bienvenido) sino porque quería que ese momento, ese
aquí y ahora, durara un poco más. Karen se levantó y se le cayeron dos
libros del bolso.
—¡Vaya! —exclamé. Me incliné y los recogí. Estudié las cubiertas: en
una de ellas, El señor de las moscas de William Golding, aparecía la
ilustración de una cabeza de cerdo clavada en una estaca; en la otra, La
metamorfosis de Franz Kafka, un insecto grotesco, puede que una
cucaracha—. Interesante. ¿De dónde los has sacado?
—De la biblioteca de la señora Zimmer —respondió Karen.
—Vaya, no sabía que tuvieran cosas tan siniestras.
—Oh, la señora Zimmer tiene cosas más lúgubres que estas. ¿Has oído
hablar de los conjuros de magia negra y blanca?
—Sí. Bueno… no. ¿Qué son?
—Son palabras mágicas que pueden destruir a la gente, o salvarla.
—¿Y la señora de la biblioteca tiene esa clase de libros?
—Eso se rumorea —dijo Karen—. ¿A ti te gusta leer?
—No, soy más de cine. —Le pasé los libros—. ¿Y a ti? ¿Te gustan las
películas?
—Me encanta el cine —suspiró—. Pero no veo gran cosa.
—¿Por qué no?
—Para empezar, Hume está a hora y media de aquí, y además la gente
que conozco solo quiere ver películas de acción o comedias.
—Si en Ballantyne hubiera un cine, ¿qué te gustaría ver?
Lo pensó un momento.
—Cualquier cosa que no sea de acción y comedia. Me gustan las
películas antiguas, las que siguen poniendo en televisión. Sé que sueno
como una vieja rancia, pero mamá tiene razón: si una película no ha caído
en el olvido es probable que sea buena.
—Estoy de acuerdo. La noche de los muertos vivientes.
Ladeó la cabeza.
—¿Qué tipo de película es?
—Una vieja película de zombis. Según papá, la primera. Un día que
fuimos a pescar, yo tendría diez años, me contó toda la película, escena a
escena. Ese mismo invierno la pasaron por televisión, e insistí hasta que
papá me dejó verla con él. A pesar de que sabía lo que iba a ocurrir en cada
fotograma, tuve pesadillas durante semanas. Puede que fueran los mejores
noventa y seis minutos de mi vida.
Karen se echó a reír.
—¿Aprendiste algo de ella?
Lo pensé.
—Sí. Si de verdad vas a matar a alguien, hazlo dos veces. Tienes que
destrozarles el cerebro, por ejemplo, quemándolo. Si no, volverán.
—¿Esa fue la conclusión de la película?
—Fue la conclusión de papá.
Siguió riéndose.
—Sí, entiendo. ¿Da mucho miedo?
—Sí y no; es por la atmósfera que crea. No creo que esté clasificada para
mayores de dieciocho, si te refieres a eso.
—Interesante. Tendré que verla.
—La pasan en cineclubs y sitios así. Puedo…
Contuve la respiración. Fingí una tos repentina y recé para que Karen no
se hubiera percatado de que había estado a punto de invitarla al cine. En
Hume. Yo, que no tengo ni coche ni carnet de conducir. Y aunque lo
hubiera tenido, seguro que ella habría dicho que no. De manera educada,
sirviéndose de una buena excusa, pero no por ello me hubiese dolido
menos.
Karen pareció entender el error que yo había estado a punto de cometer y
realizó una maniobra de distracción al levantar las dos novelas.
—Estas también son buenas películas, de verdad.
Asentí y me agarré ansioso a esa tabla de salvación.
—Tienen pinta de ser de terror también, ¿no?
—Sí y no —respondió—. Son las películas que me gustan. Antiguas, no
olvidadas.
—¿Y son buenas?
—Sí. Si una quiere ser escritora, tiene que leer a los mejores.
—¿Vas a serlo?
—Lo voy a intentar. Si no lo logro, seguro que me caso con uno de los
mejores.
Soltó una de sus risas locas y salvajes y luego se alejó bailando,
descontrolada, como si hubiese perdido el rumbo, como si pudiese
estrellarse en cualquier momento. Pero era un espejismo, claro, porque
Karen nunca perdía el equilibrio, como los gatos. Seguro que si alguien la
empujaba desde un tejado, a diferencia de mí, siempre aterrizaría sobre las
cuatro patas.
4

Al salir del colegio, cuando ya había cogido el atajo que atraviesa el


bosque, oí crujir la grava a mis espaldas. Me giré y vi a tres chavales en
bicicleta. Ya me había fijado en dos de ellos. Eran de bachillerato, y en un
recreo habían pasado por nuestro lado para tomarme la medida. Iban con un
chico al que no había visto antes, puede que fuera el hermano mayor de
alguien, porque tenía el aspecto de un chaval en edad de conducir una moto,
no el de un niño que va por ahí pedaleando en una bicicleta modelo Apache.
Me rodearon hasta situarse delante de mí, bloqueando el estrecho sendero
de grava. El chico mayor se bajó de la bici y uno de los otros dos se la
aguantó mientras se acercaba a mí. Vestía una de esas camisas de cuadros
de leñador que les gustan a los adultos de por aquí. Intuí enseguida de qué
iba todo aquello.
—¿Dónde está Tom? —preguntó sin rodeos.
—Desaparecido —respondí.
—Suéltalo. ¿Qué le has hecho?
Separó un poco las piernas, flexionó las rodillas y se balanceó
inclinándose hacia adelante, como dándome a entender que estaba listo para
atacar.
—Me lo comí —dije—. Con sal y pimienta. Con mucha pimienta.
Por un instante, el chico pareció sorprendido. Los otros dos me miraron
con los ojos muy abiertos. Él debió de notar el peso de sus miradas en la
espalda, porque dio un paso al frente, bien plantado sobre las piernas, aún
titubeante, con la mirada pendiente de mi mano cuando me la metí en el
bolsillo.
—Tres contra uno —dije—. ¿Cuál es el problema? ¿Estás asustado?
—Escúpelo, jodido macarra urbanita —musitó con voz ahogada.
Escupí en el suelo, ante sus pies.
—¿Así? —dije—. Venga, chúpalo.
No sé si comprendió que no llevaba nada en ese bolsillo, o que lo único
grande que yo tenía era la boca, el caso es que dio un rápido paso adelante y
me pegó. Primero una vez, luego (cuando se dio cuenta de que yo no tenía
con qué contraatacar), otra, y, finalmente, una tercera. Después me agarró
por la cintura, me tiró al suelo y se sentó sobre mi pecho.
—Estás llorando —dijo.
—No —repliqué, y sentí el calor de las lágrimas que me resbalaban
desde los ojos hacia las sienes.
—¿Dónde está Tom?
—Pregúntaselo al teléfono.
—Si le mientes a la policía acabarás en la cárcel —sentenció, y
comprendí que todo Ballantyne conocía ya mi historia. No lo que yo
hubiera podido ver, sino mi historia. Sobre lo que había ocurrido de verdad
habría diferentes versiones, pero una cosa era segura: en todas ellas yo era
culpable de algo.
Los otros se atrevieron a acercarse más.
—Daos prisa —susurré—. No os ve nadie.
—¿Eh? —dijo el tipo que estaba sentado encima de mí.
—Llevadme al bosque y torturadme hasta que confiese la verdad —
propuse—. Luego podéis estrangularme, o golpearme la cabeza con una
piedra. Pero aseguraros de que no respiro, porque si sobrevivo me chivaré.
Por si no lo sabéis, soy un acusica.
El de la camisa de leñador me miró como si yo fuera una mierda de perro
que se le hubiera pegado al zapato. Después se giró hacia los otros dos.
—No me habíais contado que estaba pirado.
—Sí, sí que te lo dijimos… —respondió, titubeante, uno de ellos.
—Sí, pero no que estuviera como una puta cabra —dijo el de la camisa
de leñador, y se puso de pie.
Unos segundos después habían desaparecido con sus bicicletas.
Bajé al río, donde, bajo el puentecillo, la corriente formaba un remanso.
Me limpié la sangre de la nariz, me sacudí la gravilla que se me había
quedado pegada y traté de comprobar el estado de mi careto en el agua. La
imagen era demasiado borrosa, no pude hacerme una idea de la gravedad
del daño, pero el latido en un ojo me decía que, como poco, me saldría un
moratón.

Cuando llegué a casa pasé de puntillas por delante del salón, donde Frank
estaba leyendo el periódico. Aquella noche había estado de guardia en la
estación de bomberos y tenía libre el resto del día. Oí su voz cuando estaba
en el baño, comprobando que me estaba saliendo un bulto enorme encima
del ojo izquierdo.
—¿Cómo te ha ido hoy en el colegio?
—Bien —respondí a través de la puerta entornada.
—¿Bien?
—Sí, señor —repuse—. No me han pedido los deberes de ninguna
asignatura.
Sabía que no quería oír chistes sin gracia, pero poco podía hacer yo con
respecto a lo que él deseaba saber. No quería que intercediera por mí,
porque a nadie le gusta ser el tipo al que pegan una paliza, ¿no? Un
auténtico miembro de la casta piraña da caña.
Se abrió la puerta de la calle. Era Jenny, que de repente estaba frente a la
puerta del baño con las bolsas de la compra.
—Hola —me saludó—. ¿Cómo estás?
—Genial —murmuré, acerqué la cara hasta pegarla al espejo para que no
pudiera verme y fingí que me estaba explotando un grano.
—Hay lasaña para cenar —dijo con voz esperanzada, puesto que yo, para
hacerla feliz, en algún momento había dicho que su lasaña era la mejor.
—Me muero de ganas —comenté sin entusiasmo.
Cuando oí que estaba trasteando en la cocina, me deslicé hasta el
recibidor por el mismo camino por el que había entrado y volví a calzarme.
—¿Adónde vas? —preguntó Frank, que, escondido detrás del periódico,
debía de estar más pendiente de todo de lo que pudiera parecer.
—Al cine –dije, y cerré la puerta de la calle a mis espaldas.
5

La biblioteca estaba al final de la calle principal. La mayoría de los


edificios comerciales que bordeaban los doscientos metros de longitud del
centro de Ballantyne estaban reagrupados en manzanas de tres bloques. La
biblioteca ocupaba una estrecha construcción de madera de cinco pisos y
estaba separada del resto de los edificios de cemento por estrechos
callejones a ambos lados de la fachada. Daba la impresión de que la
biblioteca pública de Ballantyne no quería mezclarse con sus vecinos de
menos nivel.
Ya había estado allí cuando Jenny y Frank me llevaron para hacerme el
carnet, pero nunca había hecho uso de él, por supuesto.
La puerta se cerró a mis espaldas y me quedé en la penumbra, con la
duda de si estaría cerrada. No debe de ser nada excepcional que una
biblioteca sea silenciosa, pero allí no había ni sonidos ni personas, solo
lomos de libros que llenaban las estanterías, tan altas que llegaban al techo.
Algunos tenían faja, otros no; algunos brillaban como si fuesen nuevos,
otros eran tan viejos que estaban a punto de desintegrarse. Una placa
informaba de que en 1920 un tal Robert Willingstad había donado al
ayuntamiento de Ballantyne el edificio y la colección de libros. Había
transcurrido más de medio siglo, no era extraño que algunos ejemplares
estuvieran algo estropeados.
Se oyó un estornudo en las profundidades del local. Luego otro. Alguien
daba señales de vida. Vi que los libros estaban colocados por orden
alfabético; empecé a buscar por la «K», y tuve que coger una de las cortas
escaleras de mano para llegar a las estanterías más altas. Me llevó un
tiempo dar con lo que buscaba, como me había imaginado. Fui hacia el
interior, pasé por delante de más filas de estanterías hasta el lugar donde
creía recordar que se encontraba el mostrador.
Ahí estaba.
—Te sangra la nariz, hijo —susurró la mujer de pelo cano de la
recepción. Llevaba una plaquita con su nombre prendida de la solapa del
vestido: SEÑORA ZIMMER, BIBLIOTECARIA, a pesar de que no había nadie más
por allí con quien se la pudiera confundir. La señora Zimmer arrancó un
papel del rollo de cocina que tenía delante y me lo ofreció antes de que me
diera tiempo a pasarme la manga de la chaqueta por la nariz.
Estornudó con fuerza y cortó uno para ella.
—El polvo de los libros —dijo, se sonó y bajó la mirada hacia los
ejemplares que yo había dejado sobre el mostrador—. ¿Y quién te ha
pedido que cojas estos libros prestados, hijo?
—¿Cómo?
—Perdona, solo es curiosidad, no hay mucha gente en Ballantyne que lea
literatura en condiciones.
—Pues seré el primero.
—Tú… —dijo contemplándome por encima de unas finas gafas de
lectura prendidas de un cordón—. ¿Vas a leer La metamorfosis, de Franz
Kafka, y El señor de las moscas, de William Golding?
—He oído que están bien —repuse.
La señora Zimmer esbozó una sonrisa.
—Está muy bien, hijo. No son fáciles, por así decirlo. Ni siquiera para los
adultos.
—No todo tiene por qué ser fácil —repliqué.
Su sonrisa era tan amplia que las comisuras de la boca casi le tocaron los
ojos, parecía que estuviera a punto de echarse a reír.
—Yo creo que tú vas a ser un sabio, porque esa es una gran verdad.
Me caía bien, o eso creía. Tal vez solo fuera porque me había dicho algo
agradable.
Abrió un cajón y vi ristras de fichas en cajas de madera alargadas.
—¿Cómo te llamas, hijo?
—Richard Elauved.
A pesar de que estaba agachada hojeando las fichas, vi que se le helaba el
gesto. Por lo que parecía, era fácil hacerse famoso en Ballantyne, bastaba
un teléfono carnívoro.
Selló dos fichas por cada libro, introdujo una en la caja de madera y otra
en un sobre de papel, que colocó entre las páginas.
—Bueno, sí —comentó con un suspiro—. Siempre es triste cuando un
niño desaparece.
La miré sin comprender. Señaló El señor de las moscas con el dedo
índice y comprendí que se refería al argumento de la novela. O eso me
pareció.

Entre las estanterías de libros seguía reinando el mismo silencio que cuando
había llegado. Frente a la placa con el nombre de Willingstad me fijé en una
escalera apoyada contra las baldas de la pared. ¿Por qué no la había visto al
llegar? No era corriente, era de metal y tenía barandillas a ambos lados,
parecía una escalera de incendios. Sí, era una escalera de incendios similar
a las que había visto cuando Frank me llevó al parque de bomberos. La
recorrí con la mirada hasta alcanzar las lámparas que colgaban del techo;
por encima de ellas la oscuridad era tan densa que la cima de la escalera y
los libros casi desaparecían. Solo se distinguía una fila de brillantes lomos
amarillos.
Dudé. ¿Me equivocaba o hacía poco que había visto un libro parecido a
aquellos?
Tiré de la escalera de incendios para asegurarme de que se sostuviera con
firmeza.
Oí un estornudo en la lejanía. ¿Qué podía perder por comprobarlo?
Apoyé un pie en el primer travesaño, respiré hondo y empecé a subir.
Me dan miedo las alturas. Me da miedo la oscuridad. Me da miedo el
agua. Me da miedo que pueda haber un incendio. Me dan miedo los
teléfonos. Sobre todo, me da miedo tener miedo. Es decir, no tengo miedo
de tener algo de miedo, como el que se siente cuando, sentado en el regazo
de tu padre, ves una película de zombis; pero tengo miedo de tener tanto
miedo que algo se rompa, que la llave se parta en la cerradura, que el pasillo
que separa el dormitorio de la puerta de la calle esté en llamas, que el miedo
me atrape y nunca pueda salir de él.
Seguí ascendiendo, travesaño a travesaño, sin mirar abajo. Cuando
superé las lámparas y alcancé los lomos amarillos, confirmé mis sospechas.
Guías telefónicas.
Había un listín por año, ordenados de izquierda a derecha, doce en total.
Cogí el más antiguo y bajé deprisa, y esta vez ni siquiera pensé en la altura.
Me senté en el suelo de parquet oscuro con las piernas cruzadas y lo abrí
por la letra «J». Deslicé el dedo sobre los nombres: Johansen. Johnsen.
Jonasson…
Mi corazón se detuvo. Acto seguido, latió de nuevo, deprisa, con fuerza,
mientras desplazaba el dedo hacia la derecha.
Imu. Speilskogsveien 1, Ballantyne. 290-3386.
6

Me dirigí a la mujer del mostrador de la comisaría, quien me informó de


que el inspector McClelland estaba ocupado en la sala de reuniones y me
indicó dónde podía sentarme a esperarlo. Allí sentado oía voces y veía
siluetas que se movían tras los cristales esmerilados, en la habitación donde
había hablado con el inspector el día anterior. A través de la ventana
observé el aparcamiento que había entre la comisaría y la estación de
bomberos; quería localizar un coche enorme en el que me había fijado al
llegar, el tipo de utilitario ostentoso y pasado de moda que aparecía en las
revistas de coches de Frank. Supongo que lo había visto en una de ellas,
porque me resultaba extrañamente familiar. La señora de la recepción entró
en la sala de reuniones y al poco volvió a salir con el inspector McClelland.
—¡Aquí estás! —dijo McClelland sonriendo de buen grado; mi visita
parecía bienvenida y no del todo inesperada—. Te has adelantado, Richard,
ahora mismo iba a llamarte para charlar contigo. Ven.
Tuve tiempo de echar un vistazo a la sala de reuniones, donde vi la
espalda de un hombre vestido con un traje negro y el cabello todavía más
oscuro que miraba por la ventana. Luego me apresuré a seguir a McClelland
a su despacho.
Apartó una silla de la pared, la acercó al escritorio, que estaba cubierto de
pilas de papeles, y me invitó a sentarme.
—¿Un cacao, Richard?
Negué con la cabeza.
—¿Seguro? Margaret lo prepara…
—Seguro —repuse.
—Bien. —McClelland me miró con atención—. Vayamos al grano y
acabemos cuanto antes.
Se acomodó detrás del escritorio. A pesar de que yo estaba sentado a
menos altura, establecimos contacto visual por encima de las pilas de
documentos.
—¿Qué me querías contar, Richard? —Su voz era suave, melosa.
Saqué la guía telefónica que llevaba debajo de la chaqueta y se la puse
delante de sus narices.
McClelland no la miró, siguió observándome. Parecía decepcionado.
—En la hoja con la esquina doblada —dije señalando—. En «Jonasson».
La abrió.
—«Imu Jonasson» —leyó.
—¿Lo ve?
McClelland me miró.
—¿Y qué? Imu Jonasson forma parte de la historia del pueblo, tan vieja
como esta guía telefónica, y no tiene nada que ver con la desaparición de
Tom. —La suavidad untuosa había desaparecido, ahora su voz tenía un deje
metálico.
—Claro que sí. Dije que…
—Recuerdo lo que dijiste, Richard. Los auriculares de los teléfonos no se
comen a la gente, ¿vale? —Señaló algo a través de la ventana—. La gente
ha estado de batida toda la noche y lo que yo, los padres de Tom y todo
Ballantyne necesitamos ahora es que nos cuentes lo que sepas de lo que le
ha ocurrido a Tom.
—Pero si ya lo he contado…
McClelland suspiró y miró por la ventana.
—Tenía la esperanza de que hubieras venido a decirnos la verdad. En
vista de que no lo haces, no me queda más remedio que suponer que, de
algún modo, eres culpable. Tienes catorce años y hay leyes que te amparan,
y lo sabes muy bien, por supuesto. Sí, ni siquiera podemos tomarte
declaración, y bien que me gustaría. Pero… —McClelland se inclinó hacia
mí entre los montones de papeles. Su cara redonda estaba tan congestionada
que el bigote rubio destacaba más que nunca, lo que me hizo pensar en papá
Noel. Su voz se transformó en un susurro afónico—: Soy el inspector de
Ballantyne, soy amigo de la familia de Tom y, si no damos con él, me
encargaré personalmente, Richard Elauved, de que te encierren en un lugar
oscuro y aislado y que tiren la llave. Si crees que hay un alma en Ballantyne
que vaya a preocuparse por lo que le haya pasado al chico de ciudad
arrogante que nos arrebató a Tom, te equivocas. Y eso incluye a Frank y
Jenny.
McClelland se reclinó en la silla.
Le miré.
Me levanté, agarré la guía telefónica y me marché.

Camino a casa me detuve ante el escaparate de la tienda de Oscar. Había


muchísimos juguetes, pero de entre todos me había llamado la atención la
figura de Frankenstein. Es decir, un muñeco del monstruo, claro. Mi padre
me había explicado que Frankenstein era el médico que le había dado vida
al monstruo. Mientras observaba la figura, me fijé en que en el escaparate
se reflejaba algo, un coche rojo al otro lado de la calle. No me habría
llamado la atención si no fuera porque era el mismo que había visto
aparcado frente a la comisaría rural. Mientras seguía el camino a casa miré
hacia atrás con discreción y vi de nuevo el mismo vehículo a lo lejos.
Cuando llegué, Frank estaba sacando el coche del garaje. Se detuvo y
bajó la ventanilla; deduje por su ropa que tenía otra guardia nocturna.
También se había equipado con un gesto muy serio.
—¿Dónde estabas? Jenny estaba preocupada.
—¿Tú no?
Frunció el ceño y me miró sin comprender.
—Pasa, te está calentando la cena.
Entré en el recibidor y Jenny apareció con cara de querer darme un
achuchón, así que, para librarme, tardé todo lo que pude en quitarme los
zapatos. Dije la verdad: que había estado en la biblioteca, que tenía que
resolver un asunto.
La lasaña estaba rica y me libré de que me hiciera más preguntas; aunque
no pude evitar hacérmelas yo mismo. ¿Quién era Imu Jonasson? ¿Quién era
el conductor del coche rojo? ¿De quién me podía fiar?
Esa noche dormí tan mal que tuve pesadillas en las que estaba encerrado
en un lugar oscuro y aislado, con Frankenstein y con zombis.
7

—¿El inspector no te creyó aunque le enseñaste la guía telefónica en la


que figuraba «Imu Jonasson»? —me preguntó Karen.
Estábamos en la azotea del edificio del colegio, durante el recreo. Karen
balanceaba una caña de pescar larga y flexible de atrás para adelante, de
manera que el sedal oscilaba arriba y abajo y la mosca artificial del extremo
bailaba en el aire; practicaba para ganar a su padre, campeón cuatro años
seguidos de la competición local de pesca con mosca.
—Sí se cree que hemos telefoneado a un tipo que se llama Imu Jonasson
—dije, pendiente de la mosca que parecía inmóvil en el aire sobre la
abertura de la chimenea de cemento, a unos diez metros de nosotros—. Lo
que no se cree es que el auricular se comiera a Tom.
Karen y yo solíamos subir allí por lo menos una vez a la semana, pero no
quiso contarme cómo había logrado hacerse con la llave de la puerta que
daba a la escalera de la azotea; solo me dijo que tenía intención de
quedársela mientras el conserje y los profesores no se dieran cuenta. No
sabía por qué me había escogido a mí para acompañarla, tal vez fuera el
único que no se iba a chivar ni tenía miedo de meterse en líos.
Miré con cuidado por encima del borde rematado en estaño hacia el
patio, cinco plantas más abajo. Era raro porque cuando estaba con Karen ya
no tenía tanto miedo a las alturas, solo sentía un leve cosquilleo en el
estómago. Vistos desde allí aquellos críos de mierda parecían aún más
pequeños. Vi a Fatso corriendo detrás de unos chavales que le habían
quitado el gorro y trataban de colgarlo de las ramas del roble. Se enganchó
en una, muy por encima de ellos. Fatso se quedó solo, con los brazos
caídos, mirándolo con los ojos entrecerrados; tenía el sol de frente y no
podía verme.
Karen hizo una mueca y dejó que la mosca descendiera por el hueco de la
chimenea.
—¿De verdad que se lo comió?
—Bueno, puede que sorbiera más que masticar. Igual que esos insectos
que inyectan en su presa una sustancia que la deshace hasta convertirla en
una especie de batido.
—¡Uf! —Karen se estremeció y recogió la mosca.
—Lo peor es que me estoy preguntando qué clase de batido sería. ¿No es
una locura? ¿Preguntarte a qué sabría tu amigo?
—Sí —dijo Karen, sopló el hollín de la mosca y volvió a prenderla del
extremo de la caña—. Suena muy loco.
Yo me había tumbado con las manos en la nuca y miraba al cielo.
Pequeñas nubes blancas se deslizaban ante mis ojos.
—¿A qué crees que se parecen? —preguntó Karen.
Dejó la caña y abrió un cuadernito que siempre llevaba con ella. Quitó la
horquilla rosa que utilizaba a modo de marcapáginas y empezó a escribir.
Supuse que estaba dibujando. O tal vez practicaba para ser escritora. En
cualquier caso, nunca quería enseñarme lo que hacía.
—¿Te refieres a las nubes? —pregunté.
—Sí.
—Nubes.
—¿No las asocias a nada?
Sabía lo que significaba eso, imágenes que se parecían a algo. Yo no
podía, como Karen, pronunciar esas palabras con toda la naturalidad del
mundo. Debía de ser porque ella leía mucho. La noche anterior había
encontrado varias palabras en el libro de Kafka que no comprendía, además,
era tan aburrido que me había pasado al de la cabeza de cerdo. Iba de unos
niños que se refugian en una isla desierta tras un accidente de avión; era
más mi rollo.
—¿Qué ves tú? —pregunté.
—Veo a Chewbacca.
—¿Quieres decir que esa nube se parece al tipo peludo de La guerra de
las galaxias?
—No es un tipo peludo, es un wookiee. ¿De verdad que no ves nada?
—¿Debería?
—No —respondió Karen—. Mi padre dice que eso es lo que hacen los
escritores. Crean relatos a partir de nubes.
—Si solo veo nubes, ¿no podré ser escritor?
—No lo sé. Intenta ver algo.
Entrecerré los ojos y me concentré. El problema era que las nubes eran
tan pequeñas y ligeras allá arriba que, con el viento, cambiaban de forma
antes de que tuviera tiempo de pensar a qué se parecían. Sonó el timbre para
volver a clase.
—Seguimos la próxima vez.
Karen cerró el cuaderno. Nos pusimos de pie, comprobamos que nadie
nos viera colarnos por la puerta y bajamos la escalera de puntillas.
—Había pensado pedirte un favor —dije en el pasillo atestado de gente.
—¿Cuál?
—Que me ayudes a encontrar al tal Imu. —No la miré, pero por cómo
dudaba y tomaba aire intuí que iba a decirme que no—. Bueno, a lo mejor
no es un asunto para chicas… —me apresuré a añadir.
—¿Qué quieres decir con que no es un asunto para chicas?
—Perdona, no era mi intención…
—Uy, no sabía que esa palabra formara parte de tu vocabulario.
—¿Cuál?
—Perdón. El caso es que me gustaría mucho ayudarte, Richard, lo sabes.
Pero creo que en este asunto en particular lo mejor que puedo hacer es dejar
que lo descubras por ti mismo.
Salimos al patio. Estaba vacío salvo por Fatso, que se encontraba sentado
en un banco con la cabeza entre las manos.
—Nos vemos —dijo Karen, y me dejó solo.
Se acercó a Fatso y le puso una mano en el hombro. Él levantó la vista,
pero no creo que viera nada porque tenía las gafas empañadas; había vuelto
a llorar. Al oír la voz de Karen, su rostro se iluminó. Somos así de simples,
si alguien nos habla con amabilidad, nos da la vida.
Y además, pensé, hacemos lo que nos piden.
Entré en clase, me senté y miré por la ventana hacia el patio, donde
estaban Karen y Fatso delante del roble. Karen lanzó la caña de pescar por
encima de su cabeza, la mosca se acercó a las alturas del árbol, parecía que
quisiera aterrizar en él. Entonces, con un leve tirón, arrancó el gorro, que
planeó y aterrizó en el suelo, igual que las hojas de los árboles en los días
soleados de otoño. Mientras, Fatso daba palmas, entusiasmado, con sus
pequeñas manos regordetas.
8

—Vale —aceptó Fatso—. Iré contigo.


Yo estaba sorprendido y a la vez no. Por un lado, Fatso era un debilucho
al que le interesaba el rollo de chicas, se disfrazaba de niña cada vez que el
carnaval o una función escolar le brindaban la oportunidad y estaba casi
siempre con ellas. Por eso creí que se acobardaría en cuanto supiera que se
trataba de algo que requería cierto valor masculino. Pero, por el otro, Fatso
era de la casta piraña y no tenía muchas oportunidades de estar con otros
chicos. Lo había visto dar vueltas inútilmente alrededor de Oscar Rossi sin
lograr que le prestara atención. No es que fuera el único al que le molara
estar con el jefe, pero en el caso de Fatso parecía haber algo más. Había
algo de súplica y sometimiento en su manera de mirar a Oscar, como un
perro bien adiestrado que te observa silencioso e impaciente, con la
esperanza de que te dignes a echarle unas migajas. Hablando de alimentar,
había endulzado mi propuesta con una invitación a cenar en mi casa. No sé,
pensé que eso funcionaría con un gordo, sería como la zanahoria al final de
un palo. Luego me arrepentí de haberlo invitado, me di cuenta de que para
él habría sido más que suficiente con la oportunidad de estar con otro chico,
aunque fuera yo.
Al terminar la última clase, Fatso y yo nos fuimos al bosque de
Speilskogen. Había sido un día caluroso, un aviso de lo que estaba por
venir. Karen me había advertido de que en Ballantyne el verano era
sofocante y el invierno, polar. De repente, una espesa niebla blanca se
deslizó por el paisaje y borró sus contornos.
—¿Por qué a ti te dejan en paz? —preguntó Fatso mientras caminábamos
por el centro de Ballantyne.
—¿A qué te refieres?
—Al inspector y los demás. ¿Por qué no te interrogan todo el rato si
creen que estabas con Tom y sabes lo que pasó?
—Puede que lo sepa, sí.
—¿Lo sabes? ¿Se lo has dicho al inspector?
—Sí, pero tengo la obligación de preservar la confidencialidad —
respondí.
Fatso se quedó mirándome. Parecía que, de entrada, no le convencía mi
respuesta, pero tampoco dijo nada.
Yo también me había preguntado por qué el inspector McClelland me
había dejado libre y creía entender por qué.
No hizo falta darme la vuelta para saber que el coche rojo, el que había
visto al otro lado de la calle cuando salimos del colegio, seguía allí. Ahora
ya sabía de qué marca era: Pontiac LeMans; lo había encontrado en una de
las revistas de coches de Frank. Al ver la foto, también recordé dónde lo
había visto antes: en La noche de los muertos vivientes.
—Vamos a entrar aquí —dije.
—¿En la biblioteca? —se sorprendió Fatso—. ¿Necesitamos libros?
—No, necesitamos dar un rodeo.
Empujé la puerta y entramos. Apoyé la espalda en la puerta mientras se
cerraba. Miré por una ventana lateral.
El Pontiac estaba aparcado junto a la acera, un poco más adelante.
—Ven —le dije, y me metí entre las estanterías.
La biblioteca parecía tan vacía como la otra vez; los libros alineados
esperaban a que les prestaran atención, parecían huérfanos soñando con ser
adoptados.
La señora Zimmer estaba tras el mostrador, clasificando lo que supuse
que eran resguardos de préstamos.
—¿Otra vez por aquí? —preguntó, y estornudó—. Sí, es fácil cogerle
gusto a los libros.
—Lo es, señora Zimmer —dije—. Pero en realidad quería pedirle algo.
—¿Qué?
—¿Podríamos salir por la puerta de atrás?
—¿Por qué?
Señalé la entrada principal con un movimiento de la cabeza.
—Nos persigue una pandilla del colegio con sus bicicletas Apache. Les
gusta apalear a los ratones de biblioteca como nosotros, ya sabe.
La señora Zimmer enarcó una ceja y me observó. Luego deslizó la
mirada hacia Fatso y lo estudió un buen rato antes de volver a mirarme.
—¿Sabéis una cosa? —dijo, volvió a estornudar y agarró un trozo de
papel de cocina—. Es una historia que conozco muy bien. Venid.
La señora Zimmer nos hizo un gesto para que fuéramos tras el mostrador;
la seguimos por una pequeña cocina y un almacén con material de papelería
hasta llegar a una puerta que conducía a una escalera metálica en la parte de
atrás de la biblioteca.
—¡Achís! —estornudó—. Suerte. Entrenaos a boxear y leed poesía.
Fatso y yo fuimos por caminos secundarios hasta que volvimos a salir a
la carretera principal, muy cerca de Speilskogen. En el sendero que llevaba
al bosque comprobé de reojo que Fatso seguía el paso y no intentaba
escaquearse. Iba trotando, y me sonrió. Era extraño que le preocupara tan
poco adentrarse en el mismo bosque con un tipo que todo el mundo creía
que tenía mucho que ver con la desaparición de Tom. Tampoco había dicho
nada sobre que tuviera miedo de encontrarnos con el tal Imu Jonasson,
aunque también es cierto que Fatso no había sido testigo de que se comieran
a Tom.
La niebla pareció espesarse y la tarde se oscureció a medida que nos
adentrábamos entre los árboles.
Fatso daba pasitos cortos, con los brazos colgando a los lados del cuerpo
rechoncho y las manos hacia afuera, como si hiciera equilibrios
exactamente igual que cuando representaba el papel de Campanilla en la
función de Peter Pan. Los adultos del público habían tratado de contener la
risa mientras aquel muchacho regordete correteaba por el escenario con
falda y alas de hada. Fatso no parecía darse cuenta, vivía su papel y, sí, le
encantaba.
Llegamos al claro del río y del puente y subimos por una cuesta
embarrada.
—¿Estás seguro de que es aquí? —preguntó Fatso.
—Sí, señor —contesté segurísimo. Y lo estaba. Había memorizado el
mapa de Ballantyne de la última página de la guía telefónica y no había
equivocación posible. Desde la cima de esa cuesta solo había que seguir
recto hasta una calle sin salida que unos cientos de metros más adelante
pasaba frente a Speilskogen número 1. Resbalé un par de veces en el barro,
mientras que Fatso mantuvo el equilibrio sin esfuerzo.
Cuando llegamos a lo alto de la cuesta, di con un sendero que parecía ir
en la dirección correcta.
En las profundidades de la niebla se oyó un sonido grave e intenso y me
sobresalté. Hasta es posible que agarrara la mano de Fatso, pero si así fue,
la solté al instante.
—No es más que un búho —dijo Fatso.
Seguimos caminando, y esta vez él fue delante.
—¿Has visto El lago de los cisnes? —preguntó.
—¿Hay un lago por aquí? —repuse, y me di de frente con una rama que
debería haber evitado.
—No —dijo riendo Fatso—. El lago de los cisnes está ambientado en un
bosque parecido a este. Un mar lleno de lágrimas. Es un ballet.
—¿Baile? Sorry, yo necesito que pasen cosas. Ya sabes, como en las
películas y…
—Oh, es que tiene una historia.
—¿Ah sí?
—Un joven cazador llega a un lago en el que ve un cisne, y cuando está a
punto de dispararle, se convierte en la bella Odette.
—¿Una chica?
Vi que Fatso se encogía de hombros.
—Es que, de día, Odette tiene que ser un cisne y nadar en un mar de
lágrimas, ¿entiendes? Odette solo puede ser humana de noche.
—Pues qué pena. —Estuve a punto de tropezarme con una raíz. Prefiero
las aceras y escaleras—. ¿Tiene un final feliz?
—Sí y no. Hay dos versiones. En la que me gusta, el cazador se enamora
de Odette y luchan contra quienes se oponen a su amor. Al final se casan y
Odette se vuelve completamente humana.
—¿Y en la otra?
—No la he visto. Mi madre dice que es triste.
De repente pegué un grito: algo se me había posado en la cara. No era
una rama, era algo vivo que se movía. Me di una bofetada, primero en la
mejilla, luego en la nariz, después en la frente; estaba claro que no acertaba,
porque el bicho seguía arrastrándose por mi jeta.
—Quédate quieto —me dijo Fatso.
Hice lo que me ordenaba y él me pasó los dedos mientras yo cerraba los
ojos. Los abrí de nuevo y me mostró lo que tenía en la mano: un insecto de
ojos rojos y alas transparentes.
—¡Uf! —Me estremecí—. ¿Qué es eso?
—No lo sé —respondió Fatso—. Lo he visto en el manual de
entomología de mi madre.
—¿Ento qué?
—El libro de los insectos. Colecciona insectos. Muertos, eso sí.
—Uf —repetí.
—No creas, muchos de ellos son hermosos, ¿sabes? Igual que este. ¿No
te parece?
—No.
Fatso se echó a reír. Comprendí que el gordinflón se sentía algo superior
ahora que veía que yo no pasaba por mi mejor momento. Como no iba a
permitir que se riera mucho sin darle un tirón de orejas, pensé en
advertírselo. El mini monstruo de seis patas parecía estar muy a gusto en la
mano de Fatso y mientras él lo observaba desde todos los ángulos posibles
sentí que algo aterrizaba en mi coronilla. Me llevé las manos a la cabeza
como un loco y cayeron dos mini monstruos de ojos rojos.
—¡Hay más! —gemí—. ¡Alejémonos de aquí!
No esperé, me limité a echar a correr y oí que Fatso se reía mientras me
seguía.
De repente estábamos allí, al final del camino de grava que se
interrumpía bruscamente en medio del bosque. Tenía la sensación de que
iba a oscurecer temprano y me apresuré. La curva de la carretera se fue
abriendo, los árboles se fueron espaciando, y entre la niebla apareció algo
grande y negro.
Una verja de hierro forjado que tendría por lo menos tres metros de
altura.
Me acerqué al portón. Los barrotes del centro formaban las iniciales AB,
y debajo había un cartel que rezaba: SPEILSKOGEN I. ATENCIÓN: VALLA
ELECTRIFICADA.

Miré entre los barrotes. La valla que rodeaba la propiedad impedía el


paso a la niebla y solo una neblina cubría la nítida y clara silueta de un
edificio cuya parte central era más alta que las dos alas que lo flanqueaban.
La parte alta parecía estar rematada por una cornamenta, puede que fuera
eso lo que me hizo pensar que parecía un toro o un dragón. El ala izquierda
tenía una especie de protuberancia, una seta gigantesca en el techo.
—Esa… —susurró Fatso a mi espalda— es una casa que da miedo.
¡Para! —Me cogió del brazo cuando vio que iba a agarrar el picaporte—.
¡Dice que está electrificada!
—Imbécil. Solo es uno de esos carteles que se ponen para que la gente se
mantenga alejada.
Levanté el pie y di una patada a la puerta de la cancela con la suela de la
deportiva. Se abrió con un prolongado quejido.
—¿Qué te había dicho? —exclamé triunfal.
—Las suelas de goma no conducen la electricidad —dijo Fatso.
Me limité a emitir un gruñido y entré.
—¿Vienes? —grité.
—No —respondió Fatso.
Me giré. Seguía al otro lado.
—¿Te vas a echar atrás?
—Sí —respondió con sequedad.
—¿Quieres decir que no te atreves a acercarte a la puerta de una casa
normal y corriente?
—Esa no es una casa normal y corriente, Richard.
—Tiene una dirección, techo y paredes. Es de lo más normal. Y ¿sabes
qué, Fatso? Si no vienes conmigo le voy a contar a todo el mundo lo
cobardica que eres.
—Bueno, total, creo que ya lo saben… Además, no me llamo Fatso, me
llamo Jack.
Lo miré. Me di cuenta de que había cavado mi propia tumba: si no iba a
la casa solo, lo iba a contar en el colegio y, al contrario que él, yo tenía una
reputación que perder.
—Pues quédate aquí y no te preocupes por nada, Fat Jack. Y cuidado con
la verja.
Me giré y subí con paso firme por el acceso de grava. Según me iba
acercando, oí un bramido que subía y bajaba desde el interior de la casa. Vi
que no era de madera, como todas las casas de Ballantyne, sino que tenía
las paredes de ladrillos rojos cubiertos de musgo, y algunos estaban sueltos.
Era el tejado el que formaba los dos cuernos diabólicos. Lo más raro era
que lo que a distancia parecía una seta era la copa de un gran roble. Estaba
claro que ocupaba el ala izquierda y había atravesado el techo. ¿Cómo era
posible? Un roble así no crece en el suelo y atraviesa el tejado en una
noche, tarda más de cien años en alcanzar ese tamaño.
Algo me impactó en la mejilla. Lo aparté con la mano y vi un insecto de
ojos rojos que estaba pateando sobre la grava, luego noté que algo se
deslizaba por mi sien y trataba de entrarme en la oreja, pero sacudí la
cabeza y desapareció.
De repente lo comprendí. Esa vibración… Levanté la vista hacia lo que
creí que era la neblina que rodeaba el edificio. De ahí provenía el bramido
o, mejor dicho, el zumbido; el zumbido de un enjambre de insectos
voladores.
Los miré con ojos desorbitados.
El enjambre era tan grande y denso que cubría el cielo como un atardecer
prematuro. Me detuve y miré hacia atrás. ¿Fatso estaba pendiente de mí o
podía largarme ahora y decir que había llamado a la puerta y no había nadie
en casa? Era imposible que hubiera alguien, no había luz tras los cristales
oscuros; además, ¿quién vive en una casa construida alrededor de un árbol?
Ni siquiera alguien que se llamara Imu podría vivir allí.
Algo me trepó por la pantorrilla, por debajo del pantalón, y bajé la vista.
Los bichos parecían salir de la tierra como muertos vivientes emergiendo de
la tumba, arrastrándose sobre sus delgadas patas de insecto y con los ojos
iluminados de rojo. Me sacudí la pierna para liberarme de los insectos y, de
repente, vi que se encendía una luz en la ventana grande, la del centro de la
casa, en el cuarto y último piso. La luz se proyectó sobre el suelo, frente al
edificio. Las robustas raíces del árbol asomaban a ras de los cimientos y se
perdían en la tierra, como si la casa misma fuera un árbol. A la luz daba la
impresión de que las raíces se movían, parecían grandes músculos o boas
constrictores. Salté a la pata coja, me di contra la pared y me caí sobre una
alfombra de insectos que rápidamente me cubrieron la cara, el cuello y la
boca. Grité. Logré ponerme de pie, escupí, me los sacudí del pecho y de la
frente. Algo se movía allá arriba, junto a la ventana. Levanté la vista. Un
rostro. Pálido. La cara inexpresiva de un hombre, inmóvil como la figura de
un cuadro. Un rostro que no había visto nunca y que, no obstante, me dio la
impresión de que se estaba mirando en un espejo.
Sonó un crujido bajo la palma de mi mano, ¡por fin había logrado atrapar
al menos a uno de esos bichos! En ese momento se detuvo el zumbido por
efecto de una señal.
Miré hacia arriba.
Caí en la cuenta. Ese insecto que acababa de aplastar haciendo que sus
jugos me resbalaran por el cuello era lo primero que había matado en mi
vida.
Un cielo estrellado de ojos rojos me miraba. Un banco de pirañas con
alas. Después empezó el zumbido de nuevo. Más alto. La bandada se
reunió, su tamaño se redujo, se transformó en una nube negra que
aumentaba de tamaño exponencialmente, o no, no crecía, sino que se
acercaba.
Me giré y empecé a correr hacia la cancela. Detrás de mí, entre el
zumbido creciente, se alzó un sonido penetrante que vibraba y me
perseguía.
Vi la verja abierta, y a Fatso plantado allí, boquiabierto, mirando hacia
arriba, por encima de mí.
—¡Corre! —grité—. ¡Corre!
Fatso no se movió. Pasé por su lado, bajé corriendo por el camino en
dirección al río y al puente. Al cabo de un rato, cuando me di cuenta de que
el zumbido se había acallado, me detuve y me di la vuelta. Fatso seguía allí,
de pie junto a la verja.
Tenía los brazos abiertos y el rostro sonriente vuelto hacia el cielo: un
campesino que celebraba la llegada de la ansiada lluvia.
A su alrededor y sobre él, el enjambre giraba formando un tornado.
Creí que iba a pasar lo mismo, que se lo iban a comer, como le había
pasado a Tom con el teléfono.
Pero no fue así.
El remolino de insectos se elevó lentamente hacia el cielo mientras Fatso
extendía los brazos hacia ellos, rogándoles que volvieran. Los dejó caer y se
acercó al trote por el camino muy sonriente.
—¿Qué ha sido eso? —pregunté.
—Eso —me explicó Fatso— eran cigarras de la especie magicicada.
9

—El insecto se llama cigarra magicicada —repitió Fatso mientras


devoraba la lasaña de Jenny—. Es inofensivo. Lo único es que de pronto
había muchísimos. ¡Tendríais que haber visto lo asustado que estaba
Richard!
Jenny, Frank y Fatso se echaron a reír y me ardieron las mejillas. Le
lancé una mirada amenazadora, pero no me vio, porque se limitó a seguir
farfullando:
—Comprendí que eran cigarras periódicas cuando vi la bandada y caí en
la cuenta de que cumplo trece años la semana que viene.
—Serán lo que todos llamamos cigarras —dijo Frank, y echó más agua
en el vaso de Fatso—. Nunca las he visto, pero he oído hablar de ellas.
¿Qué tiene que ver tu cumpleaños con eso?
—Mi madre me contó que las cigarras aparecieron cuando yo nací. Y se
presentan en bandadas una vez cada trece años. —Fatso sonrió con aire casi
triunfal. Parecía estar muy a gusto sentado a nuestra mesa, acaparando la
atención.
—¿De veras? —dijo Jenny echándole otra ración de lasaña en el plato—.
¿Qué hacen mientras tanto?
—Viven bajo tierra. Nadie sabe con precisión cómo saben cuándo tienen
que salir, el caso es que aparecen todas a la vez. Millones de ellas. Y son
muy felices, porque ¡por fin les han salido las alas! —Estaba radiante, y
miró a todos los presentes para asegurarse de que seguíamos pendientes de
él—. Así que se van de fiesta, se reproducen y ponen huevos por un par de
semanas. ¿Sabe una cosa, señora Appleby? Esta es la mejor lasaña que he
probado en mi vida.
—Gracias, Jack —dijo riendo Jenny, que aceptaba encantada sus halagos
—. Qué buenos modales tienes.
—¡Lo digo en serio! —exclamó con gesto sincero e imbécil.
—Mejores modales aún. —Frank rio entre dientes, y me dio un codazo.
Quería decirme que tomara nota.
—Entonces, ¿sabes qué hacen las cigarras cuando se acaba la fiesta? —
preguntó Jenny apoyando un codo en la mesa y la barbilla en la mano.
Luego miró a Fatso, parecía creer que ese niñato de mierda podía contarle
todo lo que no sabía.
—Mueren —dijo Fatso.
—Eso me ha parecido entender —dijo Frank—. ¿No se morirán todas?
—Sí —sentenció Fatso—. Todas.
—Uf —solté.
Los tres me miraron interrogantes. ¿Qué más podía decir yo? Sabía bien
poco de magicicadas, pero me molestaba que Frank y Jenny se tragaran así,
sin más, las increíbles historias de un desconocido, mientras que estaba
claro que no se creían ni una palabra de lo que contaba yo sobre teléfonos
carnívoros, por ejemplo. Además, no me había asustado tanto.
—Bueno, bueno —dijo Jenny, y volvió a los fogones—. Todos vamos a
morir, y no debe de estar nada mal hacerlo mientras te diviertes.
Yo no estaba de acuerdo, era mejor morirse mientras uno estaba aburrido.
No dije nada más.
—Por cierto ¿por qué fuisteis a esa casa? —preguntó Jenny.
—Solo pasábamos por ahí —dije, mientras Fatso se atracaba con los
últimos restos y reducía la comida a fragmentos aún menores.
Por su aspecto se diría que tenía el mismo apetito que antes de sentarse a
la mesa. Acabó rebanando el plato con el tenedor hasta dejarlo limpio y
sorbió los últimos restos de la salsa cual… Sí, cual teléfono.
Frank rio entre dientes.
—¿Postre, chicos?
Esperaba que Fatso gritara un «¡Sí!» triunfal, pero él puso cara de pena.
—Mi madre no me deja. En nuestra familia tenemos mucha tendencia a
engordar y solo me dejan comer dulces los sábados.
—Nos hacemos cargo —dijo Jenny, luego ladeó la cabeza y miró a Fatso
con una sonrisa como diciendo «Pobre chico»—. En ese caso podéis
levantaros de la mesa e ir a jugar al cuarto de Richard.
—Muchas gracias por la cena, señora Appleby.
Imité las manidas frases de agradecimiento de Fatso gesticulando a su
espalda, pero Jenny y Frank no parecieron darse cuenta.

—¿A qué jugamos? —preguntó Fatso en mi cuarto.


Se sentó en una de las sillas de tamaño infantil, delante de la caja de los
juguetes. Ya estaban allí cuando llegué. Frank y Jenny no me habían
contado por qué creían que un adolescente fuera a necesitar mobiliario
infantil y por qué creían que iba a querer perder el tiempo jugando con
piezas de madera; sin embargo, por alguna razón, no se lo había
preguntado. Fatso estaba allí como si fuera el dueño de la habitación, como
si fuera a él, y no a mí, a quien Frank y Jenny habían adoptado.
—Juguemos a que ya va siendo hora de que te vayas a casa —le espeté.
Se hizo un silencio en el que me pareció oír el sonido lejano de la
bandada que se detenía en algún lugar ante la ventana abierta, y que sonaba
como el zumbido grave de un generador eléctrico. O tal vez el zumbido
solo estuviera dentro de mi cabeza, quizá dependiera de una rabia que no
recordaba haber sentido antes y que el gesto de asombro de Fatso solo
contribuía a aumentar.
—Una cosa más. No vas a decir ni pío de que tuve miedo. Ni en el
colegio ni en ninguna parte. Si lo haces, te aplastaré como a una jodida
cucaracha. Porque no estaba asustado. ¡Es mentira! ¿Entiendes?
No respondió, vi que tragaba saliva. El zumbido se hacía cada vez más
intenso en mi cabeza, y mi voz también.
—¿Entiendes, Jack, jodida cucaracha?
Fatso pareció salir de su asombro. Negó con la cabeza con aire casi
paternalista, como lo haría un adulto que estuviera tratando con un niño
mimado que no sabe comportarse, que no tiene modales.
—Richard, no hay de qué avergonzarse. Un millón de insectos…
—Si lo haces —le dije con toda la frialdad de la que fui capaz— le
contaré a todo el mundo que estás enamorado de Oscar Jr.
Di en el clavo: ahora sí parecía sentirse aludido.
Podría haberlo dejado ahí. Sabía que debería haberlo dejado ahí, sí, que
en realidad debería haber parado mucho antes. No fui capaz, la rabia era
una bola de nieve que había empezado a rodar y de la que había perdido el
control.
—¿Me oyes, Cucaracha Jack? —seguí—. Eres tan jodidamente
asqueroso… por eso nadie quiere jugar contigo. Cucaracha Jack. Cucaracha
Jack. —Abrió la boca, con intención de contradecirme, pero fue incapaz—.
¡Cucaracha Jack! ¡Cucaracha Jack! ¡Cucaracha Jack!
Sus gafas empezaron a empañarse. Seguí canturreando su nuevo apodo
mientras me colocaba ante él atrapándolo entre los apoyabrazos de la sillita.
Sostenía las manos por encima de la cabeza y las gafas para protegerse de
mis palabras, y yo me incliné hacia él, que sollozaba quedamente mientras
los lagrimones le resbalaban bajo las manos y le rodaban por las mejillas
rechonchas.
Notaba algo raro en mi voz, como si el motor se hubiera llenado de
arena. La situación era surrealista: parecía que yo también estaba llorando y
mi voz se hacía más fuerte cuanto más alto gritaba:
—¡Cucaracha Jack! ¡Cucaracha Jack!
Pero ocurrió algo extraño.
Algo crecía en la espalda encorvada de Fatso.
No puedo explicarlo de otro modo. A través del jersey asomó algo
delgado, parecido a una lámina de plástico o a la tela de uno de esos
paraguas transparentes. Empezó a abrirse igual que la capota de un coche
descapotable, y una cáscara negra y brillante, como la de una avellana, o
mejor dicho la de un insecto, comenzó a rodear su cuerpo. Vi que le habían
salido alas en la espalda.
—¿Jack? —balbuceé.
Apartó las manos de la cara y levantó la vista hacia mí.
Retrocedí. Quise gritar, pero tenía la boca demasiado seca. Sus gafas
habían desaparecido; en su lugar había dos ojos saltones, brillantes y rojos,
que me miraban fijamente.
Di unos pasos hacia la puerta mientras él, rígido y encorvado, se levantó
de la silla. Alargué la mano hacia la puerta para escapar. Me detuve. Porque
Fatso había encogido. Sí, su tamaño fue reduciéndose y ya no resultó tan
amenazador. Salvo por un par de antenas que asomaron de su cabeza y un
par de patas negras y espinosas que le salían de los costados, a la altura de
la barriga. Se había vuelto tan pequeño que la silla parecía tener un tamaño
apropiado.
—Fatso, déjalo ya —susurré; no conseguí decir nada más—. Déjalo ya,
¿me oyes?
Emitió un sonido, un chasquido agudo, como si tratara de responder en
morse. Ya era más bajo que la silla, no más grande que el osito de peluche
de la caja de los juguetes. La coraza negra se estaba cerrando alrededor de
su cabeza, pero aún vi la expresión de terror en su rostro y comprendí que
no era él quien estaba haciendo aquello; era algo que le estaba pasando.
—¿Fatso? —susurré—. ¿Jack?
Porque ya no era más grande que un insecto. O, mejor dicho, era un
insecto. Una cigarra magicicada que me miraba desde abajo con ojos rojos.
Me humedecí la boca para llamar a Frank. No lo hice. Puede que fuera
incapaz. Puede que no quisiera. En mi mente se abría paso una sospecha:
que era yo el que había provocado aquella locura. No sé cómo, tal vez no
debería haber repetido tantas veces eso de cucaracha. Sí, tal vez no debería
haberlo mencionado siquiera.
Observé el insecto. Lo sentía por Fatso, claro, porque para él la carrera se
había terminado; en cualquier caso, moriría al cabo de una semana si lo que
había contado sobre las magicicadas durante la cena era cierto. La rabia se
había esfumado y en su lugar se abría paso un pánico incipiente. Si aquello
era culpa mía y se descubría, era probable que McClelland no se
conformara con encerrarme en algún lugar oscuro. Haría que me colgaran,
aparecería oscilando del techo de una celda cualquiera. Podía incluso
imaginarme la soga, el gancho para lámparas del que prendería, la silla que
apartarían de una patada.
Mi corazón latía salvaje y en mi cabeza solo había lugar para un
pensamiento: ¡tenía que deshacerme de la prueba!
Levanté el pie e intenté pisotear al bicho. Pero él se apartó a gran
velocidad y se refugió bajo la silla. Agarré el libro de Kafka de la mesilla y
me aproximé de rodillas. Levanté el libro para aplastarlo, pero la cigarra
abrió las alas y las desplegó. Voló directa a la ventana abierta y cuando
logré ponerme de pie ya era tarde. Había desaparecido, absorbida por la
oscuridad de la noche. Miré hacia el exterior. Me pareció ver un par de ojos
rojos brillar allí fuera. Fatso se había esfumado. Me quedé un rato
escuchando el zumbido apagado que llegaba de Speilskogen. Puede que por
fin hubieran invitado a Fatso a esa fiesta a la que nosotros nunca éramos
bienvenidos. Me quedé quieto hasta que los latidos de mi corazón se
tranquilizaron. Cerré la ventana y bajé a reunirme con Frank y Jenny.
10

El inspector McClelland se había situado junto a la ventana de la sala de


reuniones y miraba hacia el exterior. De la pizarra al fondo de la habitación
colgaba un mapa del vecindario y en él habían trazado un círculo alrededor
de algunas zonas, mientras que unas pocas estaban marcadas con una cruz.
Comprendí que eran los lugares en los que habían buscado a Tom.
El sol brillaba en el aparcamiento. Al otro lado, junto a la estación de
bomberos, había una torre de vigilancia muy alta que, por lo visto, era el
punto más elevado en varios kilómetros a la redonda. Frank me había
subido allí un día, poco después de mi llegada, tal vez con la esperanza de
impresionarme. La torre del jefe de bomberos, o algo así. No me atreví a
contarle que el edificio en el que solía vivir en la ciudad era el doble de alto.
Me explicó que, en verano, la torre estaba atendida día y noche para
detectar la presencia de posibles incendios en el bosque. Eran frecuentes y
muy graves para una comunidad reducida que vivía de la explotación
forestal, dijo. En honor a la verdad, Ballantyne tenía mucho bosque. Y poco
de todo lo demás. Gente, por ejemplo. Seguro que en ese momento la mitad
había salido en busca de Fatso y Tom, mientras que yo estaba aquí sentado
en una silla, entre Frank y Jenny.
—Así que Jack se marchó sobre las ocho —dijo McClelland—. Y se
dirigía a su casa.
—Sí —confirmó Frank.
McClelland se pasó el índice y el pulgar por el bigote y asintió con la
cabeza en dirección al agente que tomaba notas sentado a la mesa.
Hasta ese momento yo no había dicho gran cosa. Frank me había dado
instrucciones para que le dejara hacerse cargo de la conversación; yo solo
tenía que responder a las preguntas que me formularan con toda la
concisión de la que fuera capaz. Además, no debía mencionar el desagüe
bajo ningún concepto.
Bajé al salón después de que Fatso, o lo que quedaba de él, saliera
volando por la ventana, y mentí. Les conté que se había ido a casa, que se
había deslizado por la bajante que pasaba junto a la ventana de mi cuarto.
Estaban algo sorprendidos, Fatso no tenía un aspecto muy atlético que
digamos. Me creyeron. Al fin y al cabo, me habían pillado bajando por el
desagüe más de una vez, a pesar de que me lo habían prohibido
expresamente, porque no solo era peligroso, sino que esas tuberías eran
delicadas y costaban dinero. Más tarde, cuando llamaron por teléfono los
padres de Fatso para preguntar dónde se había metido, Jenny respondió que
se había marchado a las ocho, sin mencionar en absoluto el tema de la
bajante. Ahora que por fin había llevado a un amigo a casa no quería dar la
impresión de que éramos una familia de irresponsables. Por eso, Frank y
ella se aferraron a esa versión de la historia cuando, poco después de
medianoche, llamó la policía. Es probable que Frank y Jenny estuvieran
pensando que era la segunda vez en un breve lapso de tiempo que uno de
mis compañeros de juegos desaparecía sin dejar rastro, que tal vez fuera
mejor no dar lugar a duda alguna. Confirmaron que sí, que habían visto con
sus propios ojos cómo Jack Ruud salía por la puerta de nuestra casa.
—Un chico muy educado —dijo Jenny—. Una buena persona.
Solo había asistido a dos entierros, pero sabía que era el tipo de
afirmación que solía hacerse sobre gente que uno no conoce muy bien y que
ha muerto. Por un momento, McClelland no pareció reaccionar. Tampoco
había ningún motivo para que Jenny creyera que Fatso había muerto, ¿no?
Por lo que sabíamos solo estaba un poco… desaparecido.
—Bien… —dijo McClelland, se giró hacia nosotros y clavó la mirada en
mí.
A pesar de los pequeños ojos porcinos y el bigote ralo, en realidad
parecía bastante buena persona. Tal vez lo fuera, tal vez solo estaba
haciendo su trabajo lo mejor que podía. En ese momento, consistía en
observarme y escrutarme como si tuviera rayos X en la mirada y con ellos
pudiera adivinar qué estaba pasando por mi cabeza. No era poco.
—Gracias, podéis marcharos —sentenció sin dejar de mirarme fijamente
—. Volveremos a hablar.
11

—Eso es aún más inverosímil que la historia del teléfono. Lo sabes, ¿no?
Karen estaba junto al borde de la terraza, mirando hacia el patio del
colegio. Yo le había contado todo sobre la casa, el enjambre y la
transformación de Fatso.
—Lo sé —murmuré—. Por eso no puedo contárselo a nadie, pensarán
que soy el mayor mentiroso del mundo y no se creerán ni una palabra.
Se giró hacia mí.
—¿Por qué crees que yo te creo?
—Porque… —Dudé—. ¿Acaso no me crees?
Karen se encogió de hombros.
—Creo que tú lo crees.
—¿Qué quieres decir?
Karen suspiró.
—En Ballantyne nunca desaparece nadie, Richard. Es la segunda
desaparición en pocos días y en ambos casos tú eres la última persona con
la que estuvieron. Lo cual es todavía más raro porque todo el mundo sabe
que, en realidad, no tienes amigos.
—Te tengo a ti.
—He dicho amigos, en plural.
—¡Te estoy diciendo que tengo pruebas! —Noté que había levantado la
voz—. ¡La vieja guía telefónica!
—Cuentas que encontraste el nombre de Imu Jonasson, pero eso no
significa que…
—¿No significa qué? ¿Que estoy diciendo la verdad? ¡No me podría
haber inventado un nombre así si no lo hubiera visto u oído!
Me froté las sienes: dolor de cabeza a la vista.
—Solo digo que el inspector cree que te has inventado el nombre porque
es conocido, es… ¿cómo lo llamó?
—Una vieja historia del lugar. Vale, ¿tú has oído hablar de Imu
Jonasson?
—No.
—¿Lo ves? Y has vivido aquí desde que naciste —gemí—. No sé qué
está pasando, eso de Imu Jonasson, Tom y Fatso está relacionado, tú
también lo comprenderás.
Karen ladeó la cabeza y se llevó las manos a las caderas.
—¿Tú también?
—Sorry, no era mi intención… yo… perdón. —Abrí los brazos—. Es
que ahora mismo estoy muy, muy estresado.
Su mirada volvió a adquirir la calma habitual en Karen.
—Lo comprendo, Richard. Otra cosa… —Hizo una pausa y se llevó el
dedo índice al labio inferior.
—¿Sí? —pregunté impaciente.
—Si lo que dice el inspector de las leyendas del pueblo es cierto,
deberíamos hallar algo sobre Imu Jonasson en los anuarios.
—¿Anuarios?
—Sí, se publican todos los años. Historias de las familias y pequeñas y
grandes cosas que han ocurrido en Ballantyne.
—¿Dónde podemos encontrarlos?
—Están en la «A» —dijo la señora Zimmer señalando las estanterías del
fondo de la biblioteca—. Cuarenta y ocho tomos. ¿Qué buscáis?
—Algo sobre Imu Jonasson —dijo Karen, aún sin resuello por la carrera
que nos habíamos echado desde el colegio.
La señora Zimmer soltó dos intensos estornudos.
—Allí no encontraréis nada sobre Imu Jonasson —dijo con voz nasal, y
arrancó un trozo de papel de cocina del rollo que tenía en el mostrador.
—¿Eh? —dijo Karen—. ¿Cómo lo sabe?
—Porque conozco Ballantyne —respondió la señora Zimmer—. Del
mismo modo que conozco mi biblioteca. Por ejemplo, sé que tú eres Karen
Taylor, hija de Nils y Astrid. —Karen asintió a modo de confirmación y la
señora Zimmer siguió hablando sin apartar los ojos de mí—: Y sé que nos
falta una guía telefónica.
Noté que me sonrojaba.
—Yo… eh, solo la cogí prestada. La devolveré esta tarde.
—Lo suponía. ¿Cómo lograste alcanzar la guía, si estaba tan alta?
—Había una escalera muy larga, de incendios.
—¡Tonterías!
—¿Tonterías?
—Aquí no tenemos ninguna escalera de incendios. En cualquier caso, no
prestamos las guías telefónicas. Ni los anuarios locales. Son libros de
consulta que deben leerse en la biblioteca. Ya lo he dicho, en ellos no
aparece Imu Jonasson.
Me volví hacia Karen, que negó tristemente con la cabeza.
—Gracias de todos modos —dijo ella soltando un suspiro y nos
encaminamos hacia la salida.
La señora Zimmer carraspeó a nuestra espalda.
—No dice nada porque los anuarios se consideran demasiado exquisitos
para publicar cotilleos pueblerinos.
Nos detuvimos y nos dimos la vuelta.
—¿Sabe quién es Imu Jonasson? —pregunté.
—Por supuesto.
—¿Por qué dice por supuesto?
—Porque es el hijo adoptivo de Robert Willingstad, el hombre que donó
esta biblioteca a Ballantyne en 1920. Vivían en la Casa de la Noche.
—¿La Casa de la Noche? —se sorprendió Karen.
—Así la llamaba la gente. La gran casa señorial de Speilskogen.
—Habla en pasado —dije—. ¿Imu ya no vive allí?
—Que yo sepa, Imu Jonasson no ha residido en Ballantyne desde que lo
mandaron a una institución. Y de eso hace más de cuarenta años.
—¿Hizo algo malo?
—Oh, sí, pero antes le hicieron algo malo a él.
—¿Qué? —preguntó Karen, que parecía estar tan expectante como yo.
—Imu era un poco diferente y los otros niños lo acosaban. Una noche de
Halloween, cuando todos habían salido a pedir chucherías, lo rodearon, lo
desnudaron y lo ataron a la cerca que rodea el campo en el que pastan las
vacas de la granja Geberhardt. Uno de ellos se coló en el granero y conectó
la electricidad. Cuando lo encontraron estaba… digamos que ya no era el de
antes.
—¿Y cómo era antes? —preguntó Karen.
—Era un muchacho bondadoso, considerado y algo solitario. Venía
mucho por aquí, a la biblioteca. Decía que quería ser un escritor famoso.
—¿Y después?
—Se volvió malo.
—¿Cómo?
La señora Zimmer tomó aire tres veces seguidas, pero no estornudó.
—Molestaba a los otros niños —explicó—. Sería para vengarse, pero no
se limitaba a torturar a los que le habían atado a la verja electrificada. Una
vez le robó la bicicleta que le habían regalado por su cumpleaños al chaval
de la casa de al lado y la tiró al río. Lo que más le gustaba era asustarlos. En
otra ocasión se disfrazó del padre fallecido de una niña y se apareció ante
ella en la ventana de su dormitorio, a la luz de la luna. Cuando el inspector
lo pilló por el robo de la bicicleta y le preguntó si había sido por venganza,
Imu le respondió que como no recordaba quiénes lo habían atado a la verja
electrificada se vengaba de todos.
—¿No lo recordaba? —preguntó Karen.
La señora Zimmer se encogió de hombros.
—Dicen que las descargas eléctricas pueden tener ese efecto sobre la
memoria. Creo que le dañaron el cerebro.
—¿Cómo? —pregunté.
—Se volvió raro. Llevaba la ropa hecha jirones y se aislaba en
Speilskogen, donde al parecer cazaba animales. Un hombre afirmaba
haberlo visto en cuclillas comiéndose una rata mientras el animal aún se
movía y que, cuando levantó la vista, le corría un hilillo de sangre por las
comisuras de los labios.
—Oh, no… —musitó Karen tapándose las orejas con las manos pero sin
acercarlas del todo.
—Oh, sí —dijo la señora Zimmer—. Otro dijo que le había visto comer
insectos que recogía del suelo y masticaba como palomitas de maíz.
Además, Imu empezó a interesarse por cosas extrañas. Un día, estaba donde
estáis vosotros ahora mismo y me preguntó si tenía libros de magia negra.
—Bajó la voz—: Tenía los ojos oscuros, salvajes, la ropa sucia y olía mal.
¡Pobre chico! Por eso se vieron obligados a internarlo en una institución.
—¿Tiene esa clase de libros? —pregunté—. ¿Libros sobre hechizos de
magia negra?
La señora Zimmer me miró, pero no respondió. Nos quedamos en
silencio. Puede que fueran imaginaciones mías, pero me pareció oír un
ruido lejano. El viento soplando a través de un tronco vacío. O el ulular de
un búho.
—¿Dónde los tiene? —preguntó Karen.
—Ya os lo he dicho —susurró la señora Zimmer, que de repente parecía
inquieta—. No tenemos ninguna escalera que llegue tan alto.
—Pero… —repliqué.
—Ahora os tenéis que ir. —Lanzó una mirada hacia el fondo, hacia el
lugar del que creía que provenía el ruido—. Vamos a cerrar.
—¿Ahora? —dijo Karen—. La hora…
—Nunca te fíes del reloj, Karen Taylor. Ahora fuera los dos, ¡vamos!

Vi el coche rojo en cuanto salimos de la biblioteca, porque en ese momento


no estaba aparcado a cierta distancia, sino en la misma puerta. Había dejado
de jugar al escondite.
—¿Qué pasa? —preguntó Karen cuando vio que me detenía.
—Pontiac LeMans —dije—. Modelo 1968.
—Me refiero a qué te ocurre.
—Enseguida lo sabremos –le respondí.
La portezuela se abrió y del interior del vehículo bajó un hombre alto con
un traje negro, corbata estrecha y cabello oscuro con raya al lado, tan
brillante y denso que parecía de porcelana, y recordaba al de Superman. No
dudé ni por un instante que era el mismo hombre que había visto de
espaldas en la sala de reuniones de la comisaría rural.
—Richard Elauved —dijo mostrándome una funda de cuero con una
estrella metálica—. Soy el agente Dale, de la policía federal.
12

Un hombre vestido con una bata blanca de médico daba vueltas a mi


alrededor y prendía cables en mi torso desnudo. El agente Dale me había
llevado a la comisaría local en el coche rojo y me había conducido al
sótano, a una pequeña habitación. Parecía que la utilizaban como estudio de
grabación porque tenía las paredes acolchadas, una gran ventana solitaria en
la pared que daba a la sala contigua y micrófonos a ambos lados. Claro que
también podrían haberla utilizado a modo de cámara de tortura.
—No tienes nada que temer, Richard —dijo el agente Dale.
Estaba apoyado en la pared y cruzado de brazos, al otro lado de la mesa.
Me había explicado que era un investigador especial para casos de
desapariciones; que él y el hombre con la bata de médico habían llegado a
Ballantyne para averiguar qué sabía yo de Tom y de Jack.
Las manos frías y húmedas del hombre de la bata me hurgaban en el
pecho, el cuello, la espalda y las muñecas para fijar con cinta aislante cables
rojos, azules y naranjas que iban a dar a un gran aparato que zumbaba,
colocado encima de la mesa. Ya me habían explicado que era un detector de
mentiras que podría certificar si yo decía la verdad o no, y que no me
convenía mentir. Si no, habría consecuencias. No especificaron nada sobre
qué consecuencias, pero me dieron a entender que serían graves.
—Ya está —dijo el de la bata de médico, luego se acomodó en una silla
al otro lado de la mesa, se subió las gafas y miró la pantalla que tenía
delante.
El agente Dale se sentó frente a mí.
—¿Alguna pregunta antes de que empecemos, Richard?
—Sí —respondí—. ¿El inspector y usted acordaron que me dejarían en
libertad para que pudiera espiarme?
El agente Dale me miró largo rato antes de decir:
—¿Alguna pregunta más?
—No.
—Bien —dijo, y apoyó las manos en la mesa, entre nosotros—. Mi
primera pregunta es sobre Tom. Nuestra hipótesis es que acabó en el río de
Speilskogen. Lo han buscado sin éxito, así que creemos que la corriente lo
arrastró hasta Storelven, y de allí hacia el sur, al mar de Kråkesjøen. Hemos
hablado con gente que recuerda haber participado en la maderada por el río
Storelven, cuando los troncos aún se transportaban así. Señalaron los
lugares en los que los gancheros que tenían la mala suerte de ahogarse bajo
los troncos solían aparecer en la orilla. Fuimos y no encontramos a Tom,
pero apareció esto.
Dale dejó algo sobre la mesa con un golpe. Era Luke Skywalker. El azul
de los ojos del muñeco de plástico se clavó en los míos.
—Hemos hablado con los padres de Tom, dicen que ese juguete no es
suyo. Preguntamos al dependiente de la juguetería y nos contó que a su hijo
acababan de robarle uno en una fiesta que dio para los compañeros de clase,
en la que Tom también participó. Por eso creemos que Tom lo llevaba
encima cuando se cayó al río. ¿Sabes algo al respecto?
—No —contesté.
El hombre de la bata blanca negó con la cabeza.
—El detector dice que mientes, Richard.
—Vale —dije y tragué saliva—. Entonces digo que Tom robó el muñeco
que acabó en el río. ¿Qué dice la máquina ahora?
El hombre de la bata negó con la cabeza de nuevo. Dale frunció el
entrecejo.
—¿Tal vez sería mejor que intentaras decir algo que sea cierto, Richard?
¿Cómo te llamas?
—Richard Elauved.
El hombre de la bata asintió.
—¿Algo más?
—A Tom se lo comió un teléfono.
El hombre de la bata miró la pantalla y levantó la vista hacia Dale.
Asintió.
Vi que Dale apretaba las mandíbulas y también los puños con tanta
fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.
—¿Y qué pasó con Jack?
—Se le hizo tarde y tuvo que salir volando.
—¿Y tú lo viste?
—Sí.
—¿Se fue a casa?
—A casa con los suyos, supongo, sí.
La cabeza que asomaba de la bata blanca asentía y asentía.
—¿Crees que pudo dar un rodeo?
—Un rodeo no… Fats… A Jack le gustaban los insectos, así que puede
que diera un rodeo por la casa de Speilskogen. Allí hay un enjambre de
magicicadas en estas fechas, sobre todo alrededor de la casa.
—¿Ah sí?
—Yo de ustedes hablaría con el tipo que vive allí, puede que sepa algo.
—¿Quién es?
—Creo que se llama… —Tragué saliva—. Imu Jonasson.
El de la bata negó con la cabeza.
—Sé que se llama Imu Jonasson —corregí, y el de la bata asintió.
13

—¿Esta es la que la gente llama la Casa de la Noche? —preguntó Dale


mirando entre los barrotes de la cancela. Del techo de aquella construcción
decrépita asomaba un roble.
—Eso dice la señora Zimmer, la de la biblioteca –respondí, y McClelland
asintió dándome la razón.
—Parece bastante abandonada —dijo Dale—. ¿Crees que vive alguien
aquí?
Me encogí de hombros y estaba a punto de dar un grito de advertencia
cuando el inspector McClelland tocó la verja. No pasó nada, la empujó y los
tres pisamos la tierra reblandecida que conducía a la casa. Ahora que estaba
bañada por la luz de la luna y no había niebla, tuve que reconocer que tenía
un aspecto mucho menos siniestro que en mi anterior visita. Tampoco había
ni rastro de magicicadas. Habrían acabado la fiesta y se habrían vuelto a
meter bajo tierra, o se habrían ido de juerga a otra parte. Los gabletes
erosionados ya no parecían cuernos demoniacos, las raíces que crecían entre
las grietas de los cimientos no me recordaron a serpientes pitón. El robusto
McClelland pisó con cuidado los escalones podridos y se acercó a la puerta.
No llamó, se limitó a tirar del picaporte.
—¿Cerrado? —preguntó Dale.
—Atascado —sentenció McClelland.
Puso las dos manos en el tirador, plantó los pies en el suelo y dio un
tirón. La puerta se soltó del marco con un gemido profundo y contrariado;
nos quedamos mirando la oscuridad que encerraba. El aire del interior
parecía húmedo, y oímos que goteaba agua en varios lugares.
Entramos en un recibidor enorme.
De repente volvió esa sensación de horror de la vez anterior.
Parecía que alguien se había dejado llevar sin control alguno.
En medio del vestíbulo, en la cima de una montaña de muebles
amontonados, coronada por un piano de cola partido, había un gran cuadro.
El marco, dorado, estaba roto en varios puntos, el lienzo parecía mojado y
la pintura cubierta de telarañas y suciedad. Era imposible saber qué
representaba. En las paredes, el papel estampado se había hinchado o
colgaba a jirones y faltaban varios escalones en la amplia escalinata que
ascendía hacia la galería que rodeaba el recibidor.
Dale se aproximó al piano de cola mientras McClelland se acercaba a una
de las puertas, encendía la linterna y miraba hacia el interior.
—Es imposible que aquí viva alguien —dijo Dale, y tocó un par de teclas
amarillentas. Su voz, combinada con el sonido chirriante y absolutamente
desafinado del piano, produjo un eco, como si se tratara de una gruta.
—Oh, claro que sí —susurró McClelland—. De hecho, este es el hogar
perfecto.
Dale entrecerró los ojos, se abrió la chaqueta del traje y sacó una pistola
cromada, igual que en una película. Lo seguí de puntillas, con el corazón
acelerado. Se plantó en dos zancadas silenciosas a la espalda de McClelland
y miró por encima de su hombro. Me agaché del todo para ver lo que había
en la habitación. Al principio solo distinguí los restos de una cama, hecha
astillas; después levanté la vista hacia lo que iluminaba el inspector. Allí, de
una viga del techo, parecían colgar varios calzoncillos negros y ajados
puestos a secar.
—Un hogar perfecto si eres un murciélago —ironizó McClelland.
En ese mismo instante, uno de los calzoncillos se soltó. Dale pegó un
grito cuando lo vio caer hacia nosotros, y cuando la prenda aleteó sobre
nuestra cabeza sonó como a un disparo. Me llevó unos segundos darme
cuenta de que, en efecto, era un tiro. Nos giramos y seguimos con la mirada
al calzoncillo, que dio un par de vueltas a tirones, falto de elegancia, antes
de desaparecer en una de las estancias del primer piso.
Dale carraspeó.
—No te he oído decir «murciélago».
—Entonces, ¿cómo sabes que lo he dicho? —preguntó McClelland.
—Deducción —replicó Dale, y la pistola volvió a desaparecer bajo la
chaqueta del traje.
Entramos en la sala contigua y nos quedamos mirando el roble, grande y
grueso.
—Increíble —se sorprendió Dale—. Crecer así, atravesando el suelo y el
techo. Está claro que la naturaleza no se deja manipular una vez que ha
tomado una decisión. ¿Cuántos años tiene esta casa?
—Yo llegué hace solo diez y no tengo familia aquí, así que no conozco
bien la historia del pueblo —dijo McClelland—. Ninguna de las personas
con las que he hablado lo sabía, así que la casa es vieja, de eso no cabe
duda.
—Otro hecho indudable es que aquí no hay ningún Imu Jonasson —
concluyó Dale, y se giró hacia mí—. Ni aquí ni en la guía telefónica.
Me encogí de hombros.
—Lo vi. Aquí y en la guía.
—¡El chico miente! —siseó McClelland.
Habíamos regresado a la comisaría y una vez allí habían vuelto a
meterme en la habitación acolchada mientras ellos discutían en el cuarto del
otro lado de la ventana. Tenía aislamiento acústico y, en un primer
momento, no oía nada, solo veía a McClelland caminando de un lado a otro
y hablando con gesto de enfado, mientras que Dale permanecía sentado y
tranquilo. A continuación, presioné algunas de las teclas de un panel de la
mesa y, de repente, sus voces salieron de los altavoces de la pared.
—Todo el mundo dice que es un gamberro —prosiguió McClelland, y se
golpeó la palma de la mano con el puño de la otra—. Ahora tengo cuatro
padres desesperados y un pueblo entero preguntándose por qué no
conseguimos averiguar nada. Todo porque este chulo no nos dice la verdad.
¿Qué puedo hacer? Es un chaval y no puedo encerrarlo en una celda, que es
lo que debería hacer, y la tortura… Bueno, aquí no hacemos esas cosas.
—El detector de mentiras nos indica que dice la verdad sobre el tal Imu
Jonasson —dijo Dale—. O, mejor dicho, que él cree que dice la verdad.
Salvo que…
—¿Salvo qué?
—Salvo que Richard Elauved sea un auténtico psicópata. —Ambos se
giraron hacia mí y tuve que concentrarme para no hacer gesto alguno que
pudiera dar a entender que escuchaba todo lo que decían—. Los psicópatas
pueden sugestionarse hasta engañar al detector de mentiras más sofisticado.
McClelland asintió despacio.
—Si quieres saber mi opinión, creo que nos encontramos ante un joven
de la peor calaña, embrutecido y falto de conciencia, Dale. Uno del que
debemos proteger a nuestra sociedad.
—Puede ser —dijo Dale acariciándose la barbilla—. Cuéntame algo del
tal Jonasson, por favor.
—¿Imu Jonasson? Solo he oído algunas historias. Sé que sus padres
murieron en un incendio, que había algún mal allí y que el chico trajo
consigo ese mal.
—¡No fue él quien lo trajo! —grité, pero quedó claro que ellos no me
oían.
—Lo enviaron a un reformatorio —prosiguió McClelland—. Que yo
sepa, desde entonces aquí nadie ha tenido noticias suyas ni ha vuelto a
verlo. Nuestro problema no es Imu Jonasson, es este maldito Richard
Elauved. ¿Tienes alguna idea sobre qué debemos hacer con él, Dale?
—Mándalo a algún lugar donde tenga tiempo para reflexionar y
arrepentirse. Unas semanas, tal vez unos meses, deberían ser suficientes.
—¿Adónde podría enviarlo?
—Tú mismo lo acabas de decir.
—¿Sí? —McClelland frunció el ceño. Luego, de repente se animó—.
¡Ajá!
Yo seguía escuchando cuando McClelland llamó a Frank y a Jenny para
informarles de la medida urgente (así la llamaron), y les rogó que
recogieran ropa, productos de aseo y otras cosas que pudieran hacerme falta
para una estancia de duración indeterminada en un reformatorio.

El paisaje que se veía por la ventanilla del coche consistía en páramos


llanos, zonas pantanosas y árboles que formaban densos bosques. Frank
conducía y Jenny estaba sentada en el asiento trasero. No me habían dicho
por qué me habían ascendido al asiento delantero, pero estaba claro. Al hijo
en acogida que se traslada a una institución perdida en medio de la nada se
le concede el privilegio de sentarse donde quiera, casi cual condenado a
muerte que elige el menú de su última comida. Llevábamos tres horas de
ruta y, según Jenny, aún quedaban otras tres.
Frank canturreó la música del casete.
—Take me home, country roads, to the place I belong.
Como si mi lugar fuera ese al que nos dirigíamos.
«No es ninguna cárcel», les aseguró McClelland a Frank y a Jenny.
«Un año pasa rápido», me consoló Jenny.
«¡Sí que es una cárcel! —había exclamado Karen cuando le conté adónde
iba—. ¡Es toda una vida! —protestó—. ¡Y tú no has hecho nada!».
Había prometido ir a visitarme, incluso me había dado un beso en la
mejilla en el patio del colegio, a la vista de Oscar Jr. y los demás. A pesar
de que las lágrimas amenazaban con escaparse, logré reprimirlas y no les di
esa satisfacción. Nadie de la clase, ni siquiera la señorita Trino, me dijo
nada, y tal vez fuera mejor así, no hubieran sido palabras amables. Estaban
aliviados por deshacerse de mí, parecía escrito en sus caras aleladas. Porque
ahora me temían de verdad. Al menos me quedaba eso.
—¿Esa es una deducción? —pregunté.
—Deducción… —repitió Frank, y se tomó un largo rato para pensar. De
hecho, tardó una estrofa completa de la canción. No era un problema,
teníamos tiempo, demasiado—. La deducción es una forma de lógica. Uno
busca una respuesta a base de eliminar todo lo imposible. Lo que queda es
lo posible. Y si es una sola cosa, tienes la respuesta. ¿Comprendes?
—Sí –dije, y miré por la ventanilla.
Entendí que se trataba de quitar el hecho de que alguien fuera devorado
por un teléfono o se transformara en un insecto. Una vez aplicada esta
fórmula, quedaba un mentiroso que probablemente era el responsable de la
desaparición de dos chicos. Es lógico. Tan lógico que yo hubiera pensado lo
mismo. Si no fuese porque había visto con mis propios ojos que lo
imposible podía suceder.
Jenny había acertado con la hora de llegada exacta, tal vez porque la
carretera, que discurría cual línea recta y monótona por el paisaje, tenía
poco tráfico, cruces o cambios de límites de velocidad.
—¿Es aquí? —pregunté incrédulo.
Nos habíamos detenido en medio de un campo de cultivo.
—Eso parece —respondió Frank.
Nos bajamos del coche. Se había nublado y el viento soplaba en ráfagas
bruscas y heladas.
—Bueno, bueno… —dijo Jenny, y se estremeció.
Cruzada de brazos, observaba el edificio blanco, con aspecto de fortaleza,
tras la alambrada de espino. No se veía ni oía a nadie. Solo aquel paisaje
desierto, el edificio estéril y las ráfagas de viento que hacían chirriar las
cadenas del cartel que oscilaba colgado sobre la puerta de la verja. Algunas
letras estaban descoloridas o borradas por el viento y otras inclemencias,
pero conseguí leer lo que ponía: CENTRO DE REHABILITACIÓN PARA JÓVENES

LIEPS.
14

McClelland había dicho la verdad: el reformatorio para jóvenes Lieps no


era una cárcel. Allí, los que se aseguraban de que las puertas estuvieran
cerradas no eran guardianes, sino «responsables de seguridad», y los que
nos vigilaban eran «profesores», «responsables de grupo», «animadores» o
el «director». Estar allí no equivalía a cumplir condena, sino a «ser recogido
en la red de seguridad de la sociedad», algo que, según nos decían, debía
alegrarnos un huevo.
En caso de incumplir alguna de las muchas reglas internas, no te
castigaban, sino que te «corregían» o te «retiraban privilegios», como por
ejemplo pasar unos minutos al aire libre o no estar encerrado en soledad.
Que yo sepa, no se pegaba a nadie ni se aplicaban castigos físicos, pero los
que perdían el control (en una institución con tantos jóvenes problemáticos
juntos, lógicamente, ocurría a menudo) se gestionaban. El reglamento no
admitía el uso de esposas, pero podían atarte a algo (una silla, tu cama), por
tu propia seguridad, decían. Por las noches, al irme a dormir, con frecuencia
escuchaba los gritos provenientes de alguna otra habitación, y me
preguntaba si yo también acabaría así en caso de permanecer allí el tiempo
suficiente.
Los padres y otros familiares que acudían de visita realizaban un
recorrido acompañados por el director, que les mostraba las clases, los
talleres destinados a los que tenían dificultades con los contenidos teóricos
y el gimnasio donde nos soltaban para que nos deshiciéramos de parte de
nuestra agresividad. No veían rejas, armas ni uniformes. Nosotros, que no
éramos internos sino «residentes», vestíamos nuestra propia ropa. Los
edificios de Lieps eran tan inhóspitos como la naturaleza que nos rodeaba,
pero estaban limpios y siempre recién pintados de blanco, puesto que
limpiar y pintar eran nuestras principales actividades. Visto desde fuera,
Lieps debía de parecer un internado cualquiera, pero los que residíamos allí
sabíamos que no era así.
Chicos y chicas dormían estrictamente separados en dos secciones, salvo
los gemelos Victor y Vanessa Blumenberg. Nadie nos dio nunca una
explicación, pero no hacía falta: si los separaban más de una hora, se
volvían locos. Ni los correctivos ni la pérdida de privilegios los detenían, y
los gemelos eran altos y fuertes; sus efectos sobre el inventario y el
personal, intensos. Tanto, que el director llegó a la conclusión de que la
única solución era oponer la menor resistencia posible y permitirles que
compartieran habitación. La buena noticia era que nadie más quería hacerlo
porque corrían rumores de que el hermano pequeño de los Blumenberg
(quien, según los gemelos, recibía demasiada atención) apareció muerto,
ahogado con una almohada mientras dormía.
Corrían tantos rumores…
Por ejemplo, alguien dijo que Vanessa y Victor no eran gemelos
monocigóticos, sino siameses; que habían nacido prematuros y que estaban
unidos por la cadera, por eso cojeaban, uno del lado derecho, el otro del
izquierdo; que compartían un solo cerebro, por eso a menudo estaban en
silencio, con la mirada perdida y la boca entreabierta. No hablaban mucho,
tampoco entre ellos, por lo que había quien decía que no les hacía falta
porque se comunicaban por telepatía.
Seguro que todo eso no eran más que tonterías.
Porque fue con esos gemelos con quienes me tocó compartir habitación.
Solo yo. En las otras eran cuatro, en la nuestra éramos dos contra uno. Las
primeras semanas no me miraron ni me dirigieron la palabra, daba la
impresión de que yo fuera transparente. A mí me parecía bien. Dormía
tranquilo y no perdía de vista las almohadas.
Yo era uno de los residentes que asistía a clases. El maestro se había
rendido de antemano. Daba la impresión de que se conformaba con acabar
la jornada sin que nadie tuviera un ataque de ira, se hiciera daño y saliera
todavía más tonto que cuando había entrado. Al acabar las clases comíamos
en la cafetería y dábamos una vuelta al aire libre. El clima parecía ser
siempre el mismo, gris y amenazante, pero de las nubes gris acero nunca
caía lluvia. Por las tardes, los demás jugaban al tenis de mesa o se quedaban
en la sala de la televisión; yo prefería estar solo o me acercaba a la
biblioteca. Tengo que reconocer que Karen me había aficionado a los libros.
Los días eran tan largos y monótonos como el camino que habíamos
recorrido desde Ballantyne, así que fue un cambio cuando tuve la
habitación para mí solo durante una semana. Victor le había asestado, con el
hacha de carnicero, un tajo en la cara al cocinero, que le había acusado de
haberle robado la cartera. Lo había hecho, por supuesto. Es probable que,
para mostrar su solidaridad, Vanessa lo pateara mientras yacía sangrando en
el suelo. En cualquier caso, a los gemelos los encerraron cada uno en una
pequeña habitación (no se dice «celda»), donde tuvieron que pasar un
tiempo en soledad (una estancia individual, no aislamiento), y oíamos sus
gritos toda la noche. Volvieron a la habitación transformados. Parecían
doblegados, miraban al suelo y yo había dejado de ser invisible; de hecho,
se apartaban para dejarme pasar cuando quería entrar o salir. Una noche
Vanessa me preguntó qué estaba leyendo. Me sorprendió tanto que me
hablara que, en un primer momento, creí que me había equivocado, pero
cuando levanté la mirada del libro vi que se asomaba desde las alturas de
nuestra litera de tres pisos. Le conté que era un libro llamado Papillon, que
trataba de un hombre que huía de una isla prisión.
—Escapar —gruñó Victor desde la cama que nos separaba.
A partir de ese día empezamos a mantener conversaciones sencillas, o,
mejor dicho, una conversación, porque el tema era siempre el mismo:
escapar. Victor y Vanessa querían salir. Tenían que salir, decían. Si se
quedaban morirían. Cuando les preguntaba si estaban seguros de que había
algo mejor allá afuera, se limitaban a mirarme, con ojos vidriosos, sin
comprender, y yo interpretaba que la pregunta les parecía una idiotez o no
habían pensado en ella. Un día Vanessa finalmente respondió:
—Al menos en el exterior no pueden separarnos.
—Tienes que ayudarnos —rogó Victor.
—¿Yo?
Vanessa asintió con un movimiento de la cabeza.
—¿Qué os hace pensar que puedo ayudaros?
—Puedes leer sobre cómo escapar —dijo Victor.
—Vosotros también podéis…
—No —interrumpió Victor—. No podemos. Ayúdanos o…
Por primera vez vi algo más que un terreno desierto en su mirada, vi algo
duro y malvado. Tragué saliva.
—¿O…?
—Te mataremos —dijo Vanessa—. Eso sabemos cómo hacerlo.
—¿Ah, sí? —me burlé—. El cocinero sobrevivió.
—Porque se lo permitimos —dijo Victor en voz baja—. Tienes hasta el
domingo.
—¿El domingo? Solo faltan cuatro días.
Victor entrecerró los ojos, concentrado, y vi que se miraba los dedos
mientras movía los labios.
—Correcto —dijo.

No es que fuera imposible fugarse de Lieps. No sería muy complicado


llegar al otro lado de la valla, lo difícil era proseguir el camino desde allí.
Tal vez si alguien tuviera un conocido que pudiera esperarlo con un coche
preparado para darse a la fuga… Si no, cincuenta kilómetros de paisaje
llano y despejado nos separaban de la población más cercana, y nadie
recoge a jóvenes huidos en las proximidades de un reformatorio. Dan la voz
de alarma.
Tenía que inventarme un plan que solucionara a la vez el problema de
cómo-salir-de-allí y el de cómo-proseguir-el camino.
El camión de la basura era la solución.
Pasaba todos los viernes por la mañana. Dos días después de que los
gemelos me hubieran dado el ultimátum, me encontraba, como por
casualidad, en el patio trasero de la cocina cuando el camión de la basura
entró marcha atrás. Observé el modo en que los dos tipos del vehículo
arrastraban los nueve contenedores verdes hasta el camión y los iban
colocando por turnos en un elevador. Uno de ellos apretaba un botón lateral
del artilugio, el otro se llevaba las manos a las caderas y miraba mientras el
elevador levantaba el contenedor, lo volcaba y lo vaciaba en la plataforma
de carga, operación que iba acompañada de un zumbido hidráulico. Los
contenedores medían un metro por un metro y les llegaban a la altura del
pecho.
Me acerqué, les hice unas preguntas fingiendo curiosidad y me
respondieron con interés. Esa misma noche, en las literas, les conté el plan a
los gemelos.
—Nos meteremos en una bolsa de basura, cada uno en un contenedor —
repitió Victor.
—Sí —afirmé—. Llevaremos dos contenedores a la cocina y sacaremos
la basura para que quepáis. Os meteréis en una bolsa de basura cada uno,
las ataré y volveré a dejar los contenedores en su lugar. Haré unos agujeros
en las bolsas para que podáis respirar. Es importante que no hagáis ruido
cuando impactéis sobre la plataforma, los hombres estarán pendientes.
Por los crujidos de las camas supe que estaban asintiendo.
—El camión de la basura va al vertedero de Evans —dije—. Evans está a
unos cuatro kilómetros de aquí; allí a nadie se le ocurrirá relacionaros con
Lieps. En Evans podréis hacer autostop o coger el autobús sin peligro.
Al cabo de un rato se oyeron más chirridos.
—Para eso faltan siete días —dijo Victor tras una larga pausa.
—Así es.
—Te dimos cuatro.
—Para trazar un plan, no para escapar.
—Cuatro. Siete días son muchos.
—Bueno, si me matáis, no habrá nadie que pueda cerrar las bolsas de
basura.
Otra pausa prolongada. Después, un sonido extraño que no había oído
antes. Procedía de ambas literas a la vez: una mezcla de bufido, respiración
pesada y algo que sonaba igual que los goznes de una puerta sin engrasar.
Acabé comprendiendo que los gemelos se estaban riendo.

Ese domingo recibí una visita inesperada: Karen.


Nos permitieron sentarnos en la cafetería. Ella llevaba su cuaderno de
siempre. Como era habitual, prefirió hacerme preguntas sobre mis asuntos
antes que contarme los suyos: cómo me encontraba, a qué dedicaba mi
tiempo, cómo era la gente de Lieps, qué tal la comida, las camas, qué libros
leía… Anotaba mis respuestas sobre cómo era estar encerrado, qué soñaba
por las noches, por qué pensaba que nadie me creía, si seguía recordando lo
sucedido del mismo modo… Lo de que a Tom se lo comió un teléfono y
que Fatso se transformó en un insecto.
—¿Por qué lo apuntas? —pregunté.
Karen miró alrededor por si alguien nos espiaba en la cafetería vacía, se
inclinó hacia mí y susurró:
—Quiero intentar solucionar el misterio de Imu Jonasson.
—¿Por qué?
Me miró unos instantes, sorprendida, antes de responder:
—Porque sería bueno para ti que diéramos con él, Richard. Y bueno para
mí, sí, para todos.
—¿Todos?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque creo que si no hacemos nada puede llegar a ser peligroso.
—¿Qué quieres decir?
Karen bajó aún más la voz.
—Hay algo sobre Imu Jonasson que la señora Zimmer no nos contó.
—¿Qué?
—No lo internaron en una institución por beber sangre de rata, oler mal o
robar una bicicleta. Prendió fuego a la casa de sus padres.
—¿Qué?
—Los dos murieron quemados.
—¿En serio?
Karen asintió, colocó el pasador rosa en una página del cuaderno y lo
cerró.
—Lo leí en el anuario local. Nada sobre Imu, solo que hubo un incendio
y quiénes murieron en él. Creo que ha regresado a Ballantyne.
—¡Lo dije! –exclamé, y bajé la voz cuando me di cuenta de que el
«responsable de actividades» nos estaba mirando—. Dije que había visto a
un hombre en la casa de Speilskogen.
—No puedes saber si era Imu Jonasson, Richard.
—Sí, yo… —No sabía muy bien cómo explicárselo, pero lo solté de
todas formas—: Lo reconocí.
Karen me miró abriendo mucho los ojos.
—¿De dónde?
—No lo sé. —Me llevé una mano a la frente, la sentí enfebrecida, y
susurré—: Solo sé que he visto esa cara en alguna parte.
—¿Estás enfermo? —Karen me miró con gesto de preocupación.
—No, qué va, es que están pasando muchas cosas.
En alguna parte se oyó el claxon de un coche.
—Lo mismo digo —dijo Karen—. Parece que me están esperando.
—¿Quién? —Me había sorprendido tanto su visita que ni siquiera me
había preguntado cómo había llegado hasta el reformatorio.
—Oscar —dijo, esbozando una sonrisa y guardando el cuaderno en el
bolso.
—¿Oscar? No ha cumplido los dieciséis, no puede conducir.
—No estamos en la ciudad, aquí no somos tan estrictos, Richard. Oscar
ha cumplido los quince y tiene el certificado de que está recibiendo clases.
—Vale. Entonces ¿también te ha llevado a Hume?
—¿A Hume?
—Al cine. A ver una de esas películas antiguas que te gustan.
Debería haberme mordido la lengua, pero ya era tarde. Sentí cierto alivio
cuando negó con la cabeza. Me pregunté cómo habría logrado convencer a
Oscar para que la llevase a visitarme. Vale, Oscar habría pensado que, ya
que ella iba a venir, a él le convenía estar presente para poder vigilarla.
Karen se puso de pie.
La seguí hasta la valla donde el «responsable de seguridad» nos miró
mientras sostenía el portón abierto. En el patio había un Ford Granada
aparcado. Di un paso al frente y noté que Karen se daba cuenta de que tenía
intención de darle un beso en la mejilla. Se adelantó y me tendió la mano.
—Cuídate mucho, Richard.
Me quedé al otro lado de la valla, mirando la nube de polvo que se alzó
tras el coche mientras se alejaba. Era verano, soplaba el viento, y la
acostumbrada capa de nubes bajas y grises cubría el paisaje monótono y
descolorido, de manera que no hacía ni frío ni calor, no había luz, pero
tampoco estaba oscuro.
15

Los días que siguieron a la visita de Karen pasaron muy lentos. Me sentía
aún más desanimado de lo habitual y la inminente fuga de los gemelos no
me causaba ni emoción ni alegría.
Una noche soñé que estaba encaramado a la torre de vigilancia de
incendios. Estaba oscuro y, en el aparcamiento, solo veía la intermitente luz
azul del camión de bomberos. Intuía la presencia de personas que no veía,
pero a las que oía perfectamente. Eran muchos y gritaban a coro:
«¡Salta, salta, salta!».
Yo quería hacer lo que me decían, pero ¿cómo podía estar seguro de que
esas voces velaban por mi bien?
«¡Salta, salta, salta!».
Tal vez solo buscaban la emoción de ver a alguien caer desde tanta altura.
Tal vez estuvieran hambrientos y quisieran comerme. ¿O tenían razón?
¿Debía saltar para salvarme? Tal vez no tuviera elección. Es difícil saltar, es
difícil confiar en alguien. En el instante en que tomé una decisión, me
desperté. Durante el día no pensé en el sueño, pero cuando me acosté oí las
voces de nuevo; entonaban una melodía que tarareé con ellos: «¡Salta, salta,
salta!», hasta que sentí que era un estribillo triste y me callé.
El miércoles, dos días antes de la fuga de los gemelos, recibí una carta
que cambió radicalmente mi estado de ánimo.
Lucas era la única persona de Lieps con la que hablaba más allá de lo
imprescindible. Llevaba cuarenta años trabajando allí y ejercía a la vez de
conserje y de bibliotecario. Solíamos hablar de libros. Me tiró la carta sobre
la mesa, en la sala de lectura.
—Letra de chica —dijo sin más, y se marchó.
Era de Karen.

Querido Richard:

¡Estoy sobre la pista de Imu Jonasson! Creo que sé dónde se encuentra, necesito tu ayuda,
solo tú sabes qué aspecto tiene ahora. ¿Crees que hay alguna posibilidad de que te concedan un
par de días de permiso para que puedas venir?
TU KAREN

PD: Sé que la despedida de la última vez te pudo parecer un poco fría, pero Oscar estaba
pendiente de nosotros. Se ha empeñado en que él y yo seamos novios y no me apetecía que
hubiera mal rollo en el coche todo el largo camino de vuelta a casa. No es que un beso en la
mejilla hubiera significado que entre tú y yo hubiera algo, pero ya sabes lo celosos que se ponen
los tipos dominantes como Oscar.

Leí la carta un par de veces más. Unas doce, más bien. E hice el siguiente
análisis:
- Karen había empezado con un «Querido Richard», en lugar de «Hola,
Richard», que es lo que probablemente hubiera hecho yo si le escribiera una
carta. Es decir: «Hola, Karen».
- Karen, en realidad, tenía ganas de darme un beso en la mejilla.
- Karen opina que no soy un macho alfa.
- Karen tiene motivos para recalcar que un beso habría sido amistoso, así
lo habría hecho yo. En mi caso no era porque me diese pánico que me
malinterpretara, sino que me comprendiera.
- Karen resalta que, por su parte, no tiene ganas de ser novia de Oscar.
¿Lo hace porque cree que me pone celoso que hayan venido juntos en
coche? ¿Por qué toma en consideración mis sentimientos?
- Karen no quiere que Oscar tenga celos. ¿Por qué toma en consideración
sus sentimientos?
Oculté la cabeza entre las manos. Por Dios, qué revuelto estaba todo ahí
dentro.
Después releí la carta otra vez. Y decidí que lo más importante era que
Karen quería que yo fuera a Ballantyne.
—¿Buenas noticias? —Lucas me sonrió con picardía y me dio la escoba,
lo que significaba que debía barrer el suelo antes de que la pequeña
biblioteca cerrara por esa noche.
—Es de una amiga de Ballantyne —dije—. Quiere que vaya a visitarla.
—¿Te apetece ir a verla?
—Mucho.
—En ese caso —dijo Lucas quitándome la escoba de las manos—,
necesitas un pequeño permiso.
—¿Se puede pedir?
—Sí, si escribes una petición para ir a visitar a tu familia. Si te has
portado más o menos bien, casi siempre te concederán un permiso de fin de
semana. Siéntate, voy a por papel y bolígrafo.
Así lo hizo.
Mientras Lucas barría, escribí una breve solicitud.

Para el director:
Por la presente solicito permiso para viajar a Ballantyne el próximo fin de semana con el
objeto de visitar a mis padres de acogida. Hago referencia a que he tenido un buen
comportamiento.
Saludos,
RICHARD ELAUVED
—Bien —dijo Lucas, apoyado en el mango de la escoba—. Solo tienes
que entregarlo en la secretaría y, si hiciera falta, que no creo, yo
recomendaré que se te conceda.
Salí corriendo con paso ligero y crucé el patio para ir a la secretaría. Vi
que el responsable de seguridad me seguía con la mirada desde el portón, y
que el otro responsable de seguridad, en lo alto del campanario, hacía lo
mismo con unos prismáticos; no era habitual que alguien corriera. Llamé al
timbre, junto a la puerta del edificio alargado de dos plantas, y me
respondió la voz metálica de la señora Monroe. Dije a qué iba y unos
instantes después salió a la puerta para abrirme. La señora Monroe era
malhumorada y divertida, estaba gorda, masticaba chicle y tenía un pronto
tremendo. Afirmaba que el único privilegio de las señoras, en un mundo
dominado por los hombres, era pegar tirones de orejas a chavales golfos y
descarados sin darles explicaciones.
Le entregué la hoja, le echó una breve ojeada y señaló la escalera.
La miré interrogante.
—Rápido, rápido, ya tengo bastante prisa —siseó—. El despacho del
director es el de la puerta roja. Nada de tonterías, tienes veinte segundos.
Corrí y llamé con los nudillos. En el interior se oyó la voz del director,
que parecía estar hablando por teléfono. Su voz era suave, siempre lo era, y
más aún si estaba enfadado. Llamé otra vez. Mientras esperaba, contemplé
las fotografías enmarcadas más cercanas. Colgaban en fila por el pasillo.
Todas tenían fecha y se parecían: cuarenta o cincuenta personas alineadas
en la escalera del edificio principal, los internos y empleados de Lieps en
esa época. Oí que el director decía «Sí» y «Vaya, vaya» al teléfono mientras
sus pasos se aproximaban a la puerta. En ese mismo instante mi mirada se
detuvo en uno de los rostros de la foto más cercana a la puerta. Mejor dicho,
si no fuera porque se trataba de una fotografía, diría que era el rostro el que
me había visto a mí.
En el momento en que lo vi supe que no debía sorprenderme, pero me
quedé helado.
El rostro pálido miraba de frente al objetivo y a mí del mismo modo que
me había observado desde el marco de una ventana, en Speilskogen. La
puerta color rojo sangre se abrió de golpe y allí estaba el director. Era alto y
delgado, con aquella mirada dulce por la que todos se dejaban engañar al
principio.
—Comprendo su preocupación, señora Larsson —dijo el director.
Vi que el cable rizado del teléfono se estiraba, tenso y vibrante, desde el
aparato del escritorio del despacho que no había visto antes,
sorprendentemente pequeño. El director miró la hoja que le tendía, luego
desplazó la mirada hacia mí por un instante, asintió sin apartarse el
auricular de la oreja y volvió a cerrar la puerta. Eché otro vistazo a la foto
de la pared. Era él. Bajé corriendo las escaleras.
—Veinticinco segundos —dijo la señora Monroe malhumorada,
bloqueándome el paso con su corpachón—. ¿Has robado o roto algo?
—Hoy no —respondí.
La señora Monroe enarcó una ceja y vi que preparaba la palma de la
mano derecha mientras el labio superior, pintado de rojo, esbozaba una
mueca. Entonces la carne de su cuerpo empezó a vibrar y sonrió. Dio un
paso a un lado.
Lucas seguía barriendo cuando llegué corriendo a la biblioteca.
—¿Hubo un chico aquí en Lieps que se llamaba Imu Jonasson? —
pregunté sin aliento.
Lucas levantó la vista.
—¿Por qué lo preguntas?
—Acabo de verlo en una fotografía del edificio de la secretaría.
—En ese caso, si ya lo sabes, ¿por qué lo preguntas?
—Porque solo lo he visto de adulto. Y la gente cambia.
—¿Estás seguro?
—¿Tú no?
Lucas suspiró hondo.
—Bueno, trabajo aquí porque espero que sea así, que al menos los
jóvenes puedan mejorar. Si tengo un día malo ocurre que lo dudo, claro.
—¿Recuerdas a Imu Jonasson?
—Oh, sí.
—¿Qué le pasó?
—Buena pregunta. Aquí nadie lo sabe.
—¿Qué quieres decir?
Lucas suspiró aún más hondo y me recordó al agua que goteaba en el
interior de la casa de Speilskogen. Apoyó la escoba en la pared.
—¿Una taza de té?
16

—Por aquí han pasado muchos jóvenes en estos cuarenta años —


comenzó a contar Lucas, que aún no había tocado su taza de té—. Un viejo
no puede acordarse de todos, pero no es fácil olvidar a un chico como Imu
Jonasson. La primera vez que lo vi, vino a preguntar por un libro de magia.
—¿Conjuros de magia negra?
Lucas levantó la vista.
—Pues sí. Aquí no tenemos esa clase de libros.
—¿Qué clase de libros?
—Libros que puedan llenarles la cabeza a los jóvenes de… ideas.
Entonces yo no sabía que el chico hacía mucho que tenía ideas que no podía
ni imaginarme.
—¿Qué quieres decir?
—Imu Jonasson no era un chico problemático, Richard. Era malvado.
¿Lo entiendes? Malvado. —Lucas me miró para asegurarse de que yo
asimilaba la palabra en todo su significado—. Su maldad aún está prendida
de estas paredes. Cuando escapó, todos suspiramos de alivio. Nadie dijo
nada, todos sabemos que, en aquella ocasión, el director esperó dos días
antes de dar la voz de alarma para permitir que el chico pudiera irse bien
lejos de aquí y que no lo trajesen de vuelta.
—¿Y logró escapar?
—Así es.
Bebí un sorbo de té.
—¿Qué hizo que fuera tan perverso?
Lucas se cruzó de brazos y me escrutó, sopesando la respuesta.

Lucas giró la llave en la cerradura oxidada y empujó la puerta. El aire del


sótano era frío y húmedo. Una telaraña se me pegó a la cara cuando
entramos en una habitación, casi un escobero, de dos por dos metros. Una
cama estrecha era el único mobiliario.
—Teníamos a Imu Jonasson aquí abajo, era una especie de… —Lucas
buscó otra palabra, pero se rindió y dijo—: Aislamiento. Para los que eran
violentos. Cuando escapó, esta habitación solo se usó tres veces más y la
dirección decidió clausurarla de manera definitiva.
—¿Por qué?
—Porque los tres chicos que estuvieron aquí después de Imu Jonasson
intentaron quitarse la vida al cabo de un día. A los dos primeros los vieron
durante el desayuno repitiendo palabras y frases inconexas. Más tarde, uno
de ellos intentó ahorcarse en su habitación y el otro saltó desde el tejado y
sobrevivió.
Me recorrió un escalofrío. ¿Quitarse la vida? La habitación era muy
oscura, no tenía ventanas, la pintura estaba descascarillada y las marcas de
la pared indicaban que alguien que disponía de un cuchillo había matado el
tiempo allí. No era raro que hubiera algún destrozo o pintada en Lieps.
—Creemos que las palabras que repetían provenían de lo que Imu
Jonasson había grabado en estas paredes, como puedes ver —dijo Lucas—.
Mejor no mirarlas mucho o con demasiada insistencia…
Mis ojos se habían habituado a la penumbra y vi que las marcas eran
palabras y números. Estaban por todas partes, del suelo al techo. Sí, incluso
había escrito en el techo. Señalé hacia arriba, con un gesto interrogante.
—No tenemos ni idea —dijo Lucas—. Aquí no había nada a lo que
pudiera subirse para llegar ahí. Tampoco tenía nada afilado. La única
posibilidad es que empleara las uñas.
—¿Las uñas? —pregunté incrédulo.
—A mí no me mires… —dijo Lucas.
Había empezado a leer de manera instintiva una de las palabras, que
empezaba por P-A-K-S, pero enseguida aparté la vista.
—¿Qué ocurrió con el tercero que estuvo aquí encerrado?
—Pintamos las paredes para borrar las palabras. Cuando entramos al día
siguiente, había raspado la pintura con las manos y los dientes y estaba
intentado destrozarse la cabeza contra la pared, como si no soportara lo que
tenía allí dentro. La sangre… pobre chico. Si esa pared hubiera sido de
cemento… —Lucas negó con la cabeza.
—¿Habéis vuelto a pintar?
—Es una sola capa. Recurrimos a pintores profesionales, pero después de
esa primera pasada se negaron a volver. Así que la mantuvimos cerrada con
llave y… —Lucas dio un respingo al oír un ruido que yo no percibí.
—No me has contado cómo se escapó.
—Porque no tenemos ni idea —dijo Lucas mientras miraba por el pasillo
del sótano, hacia la oscuridad que la bombilla desnuda que colgaba sobre
nosotros no disipaba—. Cuando llegamos por la mañana la habitación
estaba cerrada e Imu Jonasson había desaparecido. Nadie reconoció haberlo
dejado escapar. Los responsables de seguridad esa noche juraron que habían
estado despiertos y que no habían visto ni oído ni un alma saliendo del
lugar. Salvo una urraca que distinguieron a la luz de la luna. Despegó del
edificio principal y pasó por encima de la valla. No es que las urracas
tengan alma, supongo que lo mencionaron porque por aquí no hay urracas.
—A lo mejor el mismo director lo dejó en libertad para deshacerse de él.
—Puede ser. —Lucas pareció forzar la vista, como si creyera haber visto
algo al fondo del pasillo—. Oye, Richard, salgamos de aquí.
Cerró la puerta que daba a la escalera del sótano.
—Será mejor que no le cuentes a nadie que te he enseñado esa
habitación. No es que no esté autorizado, pero no quisiera crear inseguridad
en un lugar con tantas almas atormentadas.
—Por supuesto –le aseguré, y no le hice la pregunta más evidente. Si no
quería asustarme, ¿por qué me había enseñado ese lugar?

Esa noche me quedé despierto pensando en Karen. En qué habría


descubierto, en la fotografía del rostro que parecía mirarme. Y, finalmente,
poco antes de dejarme llevar por el sueño, en una urraca que gritaba en un
bosque. Me despertó de nuevo el teléfono del recibidor, o al menos creí
despertar. Me quedé escuchando la respiración inalterada de Victor y
Vanessa. ¿Debía despertar a uno de ellos? No, se habían acostado temprano
a fin de estar descansados para la huida del día siguiente, después del
almuerzo, que casi se me había olvidado con todo lo que había sucedido.
Esperé a que dejara de sonar, pero siguió. Después de lo de Tom no me
había vuelto a acercar a un teléfono. La llamada era insistente e intensa,
sentí que, si no dejaban de llamar o alguien contestaba, iba a darme algo. Al
final apoyé los pies en el suelo, posé las plantas desnudas en el pavimento
frío y salí de puntillas al pasillo.
El teléfono estaba colgado de la pared, entre el baño y la salida de
emergencia. Solo servía para atender llamadas que transferían desde la
secretaría. Los que llamaban solían ser padres, amigos y parejas, los que
tenían de eso. Frank y Jenny habían telefoneado varias veces y yo siempre
había buscado alguna excusa para no responder, diciéndoles que ya
hablaríamos la próxima vez que vinieran a visitarme, cosa que hacían una
vez al mes. No pensé que fuese raro que llamaran en plena noche, cuando
no había nadie en la secretaría, del mismo modo que, en sueños, uno no se
extraña por poder volar o porque el cielo sea verde. Aun así, sentí que se me
ponían los pelos de punta y que mi cuerpo protestaba según me iba
acercando al aparato negro que sonaba con furia.
Me detuve ante el teléfono, dudando.
La mano se negaba a levantarse y los pies no querían regresar a la
habitación y a la cama calentita.
El sonido se fue haciendo más intenso con cada timbrazo. ¿Cómo era
posible que no se asomara nadie al pasillo? Me quedé observando el
plástico vibrante.
Entonces, cogí el teléfono. Contuve la respiración mientras me acercaba
el auricular a la sien con cuidado, sin que entrara en contacto con la oreja.
—¿Diga? –dije, y noté que me temblaba la voz.
Alguien tomó aire. Una voz clara, suave, que al principio no distinguí si
era de hombre o mujer.
—Solo estoy diciendo la verdad.
—¿Diga? —repetí.
—Quiero entrar. —Era un hombre—. Y tú me vas a abrir. Porque eres
mío. Solo estoy diciendo la verdad.
—Yo…
—Eso es lo que no soportan. La verdad. Dejar que penetre.
—Tengo que irme –dije, e iba a colgar cuando la voz pronunció el
nombre de ella—. ¿Qué? —dije, a pesar de que lo había entendido.
—Karen —repitió la voz.
—¿Qué pasa con Karen?
—Cree que va a dar conmigo. Seré yo quien la encuentre a ella.
—¿Qué quieres decir? ¿Quién eres?
—Lo sabes. Va a arder. La chica a la que quieres arderá. No puedes hacer
nada para evitarlo, porque eres pequeño, débil y cobarde. Eres basura. ¿Me
oyes? Eres basura. Y vas a abrir la puerta.
Colgué de golpe. Me temblaba todo el cuerpo, me sentí enfermo y febril.
Había una palabra grabada en la pared, sobre el teléfono; reconocí la letra y
cerré los ojos con fuerza antes de tener tiempo de leer. Escuché mi
respiración alterada. Tenía que volver al dormitorio. Tanteando la pared y
con los ojos aún cerrados avancé por el pasillo con el corazón latiéndome
con fuerza en el pecho y aquellas palabras retumbando en mis oídos:
«Basura. Quemar. Basura. Quemar. No ver, no leer». Hacía frío, el aire
estaba húmedo y pegajoso. Mis dedos por fin se deslizaron sobre una
ranura, un material en el que reconocí una puerta, luego la manilla. La bajé
y tiré hacia mí.
La puerta estaba cerrada con llave.
Abrí los ojos. No era la puerta del dormitorio. Miré alrededor. Había
vuelto al sótano, era la puerta de la habitación en la que había estado
encerrado Imu. La llave estaba en la cerradura. «Basura. Quemar. Basura».
La agarré con el dedo índice y el pulgar, la giré y abrí. Miré hacia la
oscuridad. No lo vi, pero sentí que allí dentro algo respiraba. Solté la
manilla y corrí. Corrí. Las piernas parecían estar atrapadas en algo. En la
basura. Me hundí en la basura.

Me desperté de golpe. Algo había cambiado. La luz. La de la ventana. Me


senté en la litera, miré hacia fuera y comprobé que, por primera vez desde
mi llegada a Lieps, brillaba el sol. Victor y Vanessa hacían bailar sus
piernas por encima de mi cabeza.
—¿Oísteis sonar el teléfono anoche? —pregunté mientras me restregaba
los ojos para espabilarme.
Me miraron y negaron con la cabeza.
—Vale, solo quería asegurarme de que había sido un sueño —dije. Luego
me levanté y empecé a vestirme.
—Cuando acabe el almuerzo, acuérdate de esperar veinte minutos antes
de ir a la cocina —dijo Vanessa—. A esa hora el cocinero habrá ido a
echarse.
Asentí. Había repasado con los gemelos el sencillo plan de fuga al menos
veinte veces, y ahora repetían los detalles y me daban órdenes, como si la
idea hubiera sido suya.
Durante el desayuno pregunté a algunos cuyas habitaciones estaban en el
mismo pasillo que nosotros si esa noche habían oído sonar el teléfono.
Cuando también dijeron que no, descarté la idea.
Las horas de clase previas al almuerzo pasaron sin que prestara mucha
atención. Repasé de nuevo la carta de Karen en mi cabeza, palabra por
palabra. Pensé en cómo iba a lograr llegar hasta Ballantyne cuando me
concedieran el permiso. Nunca había visto autobuses por allí, pero alguno
tendría que pasar por la carretera principal. Tal vez pudiera pedirle a Lucas
que me llevara en coche. De repente se me ocurrió que, si se desvelaba mi
participación en la fuga de los gemelos, estaba claro que no me concederían
ningún permiso. Miré el reloj. Faltaba una hora para el almuerzo. Por un
instante consideré la posibilidad de chivarme al director, decirle que nunca
había pensado en ayudarles, que lo había fingido por temor a sus
represalias. Lo descarté enseguida. Yo sería muchas cosas, pero no un
chivato. Bueno, tal vez fuera porque había visto lo que les sucedía a los
chivatos. Tendría que arriesgarme a que todo saliera bien.
17

Intercambiaba miradas con Victor y Vanessa cada vez que aparecían


cojeando por la puerta batiente de la cocina. El personal de Lieps no llevaba
delantal, sino largas batas blancas y gorros largos y picudos que me
recordaban al Ku Klux Klan. Había dos cocineros, además de los gemelos,
que dejaban bandejas metálicas con pescado, patatas y verdura cocidas en el
mostrador y retiraban las que contenían platos sucios, a medida que se iban
acumulando. Cada vez que nuestras miradas se cruzaban asentían con un
movimiento de la cabeza: estaba todo bajo control. Miré el reloj sobre la
puerta batiente; faltaba una hora para que llegara el camión de la basura.
Acabé de comer, coloqué el plato y los cubiertos en la caja de plástico del
pasaplatos y Lucas se acercó a mí.
—El director quiere hablar contigo.
Me dio un vuelco el corazón. La solicitud de permiso.
Volví a mirar el reloj. Seguían faltando tres cuartos de hora para que
llegara el camión de la basura, no había motivo para agobiarse. Crucé el
patio camino de la secretaría aún más deprisa que la vez anterior. Los
responsables de seguridad de la torre y del portón me observaron. Un coche
verde, de un modelo que había visto antes, estaba aparcado en el exterior de
la alambrada de espino.
Esta vez no me abrió la señora Monroe, sino el director en persona.
—Sígueme —dijo con esa voz tranquila que ponía los pelos de punta.
Subimos en silencio las escaleras al primer piso. Caí en la cuenta de que
no debía de ser el procedimiento habitual para conceder un simple permiso.
¿Algo iba mal? ¿Había llamado a Frank y Jenny y no sabían nada de un
permiso? O, peor aún, ¿los gemelos habían hablado de la fuga con alguien
que se había chivado?
El director sostuvo la puerta abierta para que pasara. Me detuve de golpe
cuando vi el rostro del hombre sentado tras el escritorio. Tenía las manos
entrelazadas en la nuca y dedicó al director un movimiento de la cabeza,
mudo. La puerta se cerró a mi espalda y comprendí que el hombre del
escritorio y yo nos habíamos quedado solos.
El coche al otro lado de la valla. La misma marca, otro color.
Era el agente Dale.
—He oído que has pedido un permiso —dijo—. ¿Ya has tenido bastante
aquí, en Lieps, para una temporada?
No respondí.
—También me han dicho que tu comportamiento ha sido ejemplar.
Puesto que aquí conceden permisos a la mayoría, que tiene una actitud
mucho peor que la tuya, no debería haber problema. Sí, de hecho, estamos
dispuestos a concederte un permiso extralargo. ¿Qué dices a eso?
Tampoco respondí, me limité a tragar saliva.
—Sí, tal vez hasta te dejemos salir de aquí de una vez por todas. ¿Suena
tentador, Richard?
—Sí —dije con esfuerzo.
—¡Bien! —Se soltó las manos de la nuca y las unió con una palmada—.
Eso lo vamos a solucionar. Con una condición. —Esperé a que llegara el
«pero»—. Que nos cuentes qué pasó de verdad con Tom y Jack.
Incliné la cabeza y me miré las deportivas. Volví a tragar saliva.
—Lo hice —dije en voz baja.
A Dale se le iluminó la cara y sacó algo de debajo de la chaqueta. Esta
vez no era una pistola, sino una pequeña grabadora en una funda de cuero
negro perforada. La colocó encima de la mesa, entre nosotros.
—¿Qué hiciste con ellos? ¿Los empujaste al río?
—No. —Levanté la mirada y miré fijamente a Dale—. Lo hice. Os conté
lo que había pasado. De verdad. Ya sabe… el teléfono y eso.
Dale me miró un rato largo. Después suspiró hondo, juntó las yemas de
los dedos y negó con la cabeza despacio.
—Richard, Richard, por favor, no me digas que he venido hasta aquí para
nada, está muy lejos.
No me iban a dar ningún permiso. Me entraron ganas de llorar.
—Tiene que permitirme ir a Ballantyne, agente Dale. Solo dos días.
Deme dos días para descubrir qué les pasó a Tom y a Jack, por favor.
Dale me escrutó con la mirada.
—¿Sabes, Richard? Creo que estás aún más curtido ahora que la primera
vez que te vi. Has aprendido a mentir de tal manera que hasta un agente
federal estuvo a punto de creerse lo que le ibas a decir. ¿Es eso lo que
aprendéis aquí, en Lieps?
Por un instante estuve tentado de darle lo que quería, de decirle que sí,
que por supuesto había matado a Tom y a Jack, pero no creía que así me
dejara irme de permiso.
—Por favor… —susurré, y sentí que me asomaban las lágrimas a los
ojos.
Vi que Dale dudaba.
—¿Cómo van las cosas por aquí?
No había oído entrar al director, que estaba en la puerta abierta a mis
espaldas. Dale se levantó con tanta fuerza que los muelles de la silla del
despacho del director gimieron. Parecía a la vez enfadado y triste.
—Todo suyo, director. Cuídalo bien, por favor. Acabará por rendirse.

Tomé la decisión mientras cruzaba el patio para volver al edificio principal.


No fue difícil.
Fui directo a mi cuarto y metí la mano detrás del armario, donde había
escondido los pocos billetes que los gemelos todavía no habían encontrado.
Luego salí de la habitación con la esperanza de que fuera la última vez.
Fue entonces, al marcharme, cuando me di cuenta de que el auricular del
teléfono no estaba en su sitio, sino que colgaba del cable, cerca del suelo.
Del auricular salía un sonido, ¿o no?
Me acerqué, pero me detuve de golpe. Sentí que se me ponían los pelos
de punta.
El sonido. Sorbía. El mismo que se oyó cuando se comió a Tom.
Después se detuvo. Me había oído llegar. Empezó a hablar.
«Eres basura. Ella arderá. Eres basura…».
Me giré y fui deprisa hacia la salida. La voz empezó a gritar,
deformándose.
«Ella arderá. Tú eres…».
Me tapé las orejas con las manos y salí corriendo al sol.

—Iré con vosotros —les dije a Victor y Vanessa cuando vieron que había
metido no dos, sino tres contenedores de basura del patio trasero en la
cocina.
Me miraron, se miraron entre ellos, luego asintieron, sin más. Vale.
Los dos cocineros habían ido a echarse después del almuerzo, tenían esa
costumbre, y los gemelos se quedaban a cargo de fregar los platos. Los
cocineros no volverían hasta que se acercara la hora de la cena, y había
tiempo hasta que llegara el camión.
Sacamos suficiente basura para que cupiéramos nosotros en los
contenedores. Victor y Vanessa se dejaron puestos sus trajes del Klan para
no ensuciar la ropa que llevaban debajo, después se metieron cada uno en
un contenedor y se introdujeron dentro de las bolsas negras. Yo les hice una
docena de agujeros; cuando se agacharon, cerré las bolsas con un nudo.
Arrastré los tres contenedores hasta su sitio en el patio trasero. Sabía que
no se nos podía ver desde el portón ni desde el campanario, pero miré
alrededor para asegurarme de que no nos viera nadie. Después me metí en
el contenedor libre, bajé la tapa y me introduje en la bolsa de basura que
había dejado allí. Fue difícil cerrarla, pero de algún modo lo logré. Solo
quedaba esperar.
El silencio era total. Tanto, que no fui capaz de rememorar las palabras
del auricular.
Por fin oí el camión de la basura. Pasos. Perdí el equilibrio cuando el
contenedor empezó a moverse y las ruedas se deslizaron sobre el asfalto. Oí
el sonido hidráulico. Sabía que me estaban levantando y sentí cosquillas en
el estómago. Enseguida llegó la caída. Fue tan rápida que no tuve tiempo de
pensar, solo me di cuenta de que el aterrizaje había sido sorprendentemente
blando. La voz de mi cabeza había enmudecido.
El camión de la basura se puso en marcha y, al cabo de diez o quince
minutos, cuando la sensación de que me mecían de un lado a otro me estaba
adormilando, la voz empezó de nuevo. Para acallarla, me puse a cantar en
voz alta:
—It’s a long way to Tipperary. It’s a long way to go. It’s a long way to
Tipperary. But my heart’s right there.
Repetí el estribillo una y otra vez y procuré pensar en otra cosa. En Karen
y yo, tumbados en la azotea del colegio observando las nubes en el cielo;
deslizándonos sobre la superficie de un río nadando de espaldas; llegando a
nado a una isla de los mares del Sur donde hay otros jóvenes que serán
nuestros amigos.
Había salido el sol, la temperatura subía y en el interior de la bolsa de
basura empezó a condensarse la humedad. Con el calor también llegó un
intenso olor a mierda. Pañales. Creo que estaba a cierta distancia de ellos,
puesto que la peste iba y venía, pero alguien, probablemente Victor, debía
de estar más cerca porque poco después oí el sonido inconfundible de las
arcadas. La sola idea de que estaba vomitando dentro de su bolsa hizo que
casi vomitara yo también. El acuerdo al que habíamos llegado no dejaba
lugar a dudas: nadie debía salir de su bolsa hasta que nos descargaran en el
vertedero, y debíamos contar hasta cien antes de desgarrarla. Si descubrían
a uno, nos pillarían a los tres.
Al cabo de un rato, Victor empezó a gritar y temí que los basureros nos
oyeran desde la cabina. Entonces oí a Vanessa decirle algo bajito que no
comprendí y se calmó.
No podía ver las manecillas del reloj, pero creo que había pasado cerca
de una hora cuando el camión redujo la velocidad, tomó una curva cerrada a
la izquierda y cambió de marcha. Entonces percibí un olor nuevo. Me puse
rígido.
Humo.
No me lo había planteado porque no se me había ocurrido esa
posibilidad. Que el vertedero pudiera ser una incineradora. Que al final del
viaje volcaran la plataforma de carga en un horno donde todo sería
consumido por las llamas. Me dieron la respuesta a una pregunta que no
había formulado, como si una profecía que hubiera olvidado fuera a
cumplirse.
No era Karen quien iba a arder, era yo.
El corazón se me aceleró, pero no me moví. No sé si fue por apatía,
porque no podía más o porque algo en mi interior aceptó que ese era mi
destino. El camión frenó y se detuvo por completo, rascó la caja de
cambios, dio marcha atrás y al instante sentí que me movía, que me
deslizaba, primero despacio, luego más deprisa. Volvía a estar en caída
libre.
De nuevo aterricé sobre algo blando.
El olor a humo era más intenso, pero no oí el rugido de las llamas. El
camión arrancó de nuevo, las ruedas hicieron crujir la grava, y se alejó
despacio. Cuando nos quedamos en silencio oí una voz a mi lado.
—Veintidós, veintitrés, veinticuatro…
Me quedé pendiente de otros sonidos que pudieran proporcionarme
información sobre la situación.
Nada.
Saqué un dedo por uno de los agujeros de ventilación del saco y miré a
través. Todo lo que vi fue un mar colorido y oscilante de basura y una
delgada columna de humo que salía de detrás de uno de los montículos.
—Treinta y seis, treinta y siete…
Acto seguido sentí un impacto sobre la bolsa de basura y algo afilado,
una garra, atravesó el plástico y me cogió por el hombro. Pegué un grito
instintivo y me liberé. Mi grito obtuvo como respuesta un graznido; mi
agresor desapareció al instante.
Miré por la rasgadura y vi alejarse a una gaviota grande y gorda que batía
las alas. Puesto que ya había quedado al descubierto, me puse de rodillas y
recorrí con la mirada el horizonte ininterrumpido de basura, solo roto por la
rampa de descarga por la que el camión se había vaciado. Al ponerme de
pie pude ver el camino de grava que serpenteaba por un paisaje pantanoso,
sin árboles, hacia la carretera nacional. Pasó un tráiler cargado de troncos de
madera, sin hacer ruido alguno. En el otro extremo del vertedero, a unos
cien metros de distancia, vi los restos de un coche, un cobertizo de tablones
de madera con una delgada chimenea oxidada y una columna de humo
blanco que se alzaba hacia el cielo. Y a un hombre.
Me agaché, pero sabía que era demasiado tarde. El individuo, que estaba
sentado en una silla de camping delante del cobertizo, tenía que haberme
visto. Me arrastré hasta la bolsa de basura que había llegado al cuarenta y
cinco y la abrí de golpe. Vanessa dejó de contar y levantó la vista hacia mí.
—Tenemos que largarnos, nos han descubierto —susurré—. ¿Dónde está
Victor?
Vanessa apuntó sin dudarlo a una bolsa de basura abierta a nuestra
derecha. Puesto que todas las bolsas eran idénticas, no tenía ni idea de cómo
había podido saber que era aquella en concreto, pero no pensaba
preguntárselo.
Cuando los tres logramos salir seguía sin llegar ningún sonido del
cobertizo de tablones, así que me asomé un instante. El hombre llevaba algo
en la cabeza, parecía un sombrero de copa.
—Sigue allí sentado —susurré—. Tal vez no nos haya descubierto,
podríamos intentar arrastrarnos hasta la carretera sin que nos vea.
Vanessa arrugó la nariz.
—¿Quieres decir que nos arrastremos entre la basura?
No sé cuándo se habría vuelto Vanessa tan finolis, sería por la posibilidad
de que hubiera más pañales.
—Ratas —dijo a modo de respuesta a mis pensamientos.
—¿Cómo sabes que…? —empecé a decir.
—En todos los vertederos hay ratas —respondió sin más—. Son grandes.
Muerden.
Algo me decía que sabía de qué hablaba, así que me callé mientras
intentaba buscar otras opciones para echarme atrás.
A mi espalda oí que Victor decía algo, y él no susurraba. Me di la vuelta
y vi con espanto que estaba de pie, bien visible.
—¡Abajo! —siseé.
Victor permaneció erguido. Por si eso no fuera suficiente, empezó a
agitar los brazos por encima de la cabeza.
Agarré el borde de la bata de cocinero de Victor e intenté tirar de él.
—¿Qué haces? —susurré.
—Está ciego —dijo Victor.
—¿Que está qué?
—Ciego. No ve.
—Sé lo que es… —Me levanté y miré en dirección al hombre. Estaba
inmóvil. ¿Cómo podía saber Victor que era ciego?
—¡Tiene razón! —El grito provenía de la silla de camping y retumbó por
el vertedero de basura—. ¡Ciego cual topo!
18

—Un ciego, dos cojos y un acojonado —dijo el hombre de la silla de


camping, y se echó a reír.
Vanessa, Victor y yo estábamos en fila delante de él. Ninguno había
pronunciado media palabra, solo lo observábamos. Llevaba puesto un traje
negro que le quedaba algo grande, una camisa blanca, un sombrero de copa
y guantes blancos. Bajo el sombrero, el rostro era negro, la sonrisa y la
barba, blancas. Los ojos recubiertos por una membrana que me recordaba al
lago de Speilskogen, la superficie llena de racimos de huevos de rana a los
que había tirado piedras para ver si me entraba mala conciencia. Y así fue,
pero no me detuve y tiré más piedras.
Vanessa, Victor y yo nos miramos con aire interrogante.
—Estas —dijo señalándose las orejas más grandes que había visto en mi
vida, tanto que parecían bandejas—. Vosotros dos habéis venido al compás
y tú… —Señaló en dirección a mí con un bastón de paseo rematado con
una brillante bola de latón— respiras deprisa y sin inspirar a fondo.
Tranquilos. Aquí no hay nada que deba daros miedo. ¿Habéis llegado con la
basura?
—No —respondió Vanessa al instante
—Era una pregunta retórica, hija. Quiero decir que sé que os ha traído la
basura. Nadie ha abierto las puertas del camión y os habéis acercado
vadeando la basura, no por el camino de grava. —Volvió a señalarse las
imponentes orejas—. Nadie logra acercarse al viejo Feihta sin que él se dé
cuenta. ¿Adónde os dirigís?
—Al sur —dije—. O al norte. Depende. ¿Cómo puede uno largarse de
aquí?
—Puesto que no tenéis coche, tendrá que ser en autobús.
—¿Y cuándo pasa?
—Una vez al día, y me temo que el de hoy pasó hace un par de horas.
Los tres que podíamos ver nos intercambiamos una mirada.
—Pues tendremos que hacer dedo —dije.
El hombre negro de la silla de camping se rio con ganas.
—¿Qué es tan gracioso? —pregunté.
—Bueno, por aquí nadie ha hecho autostop o parado para recoger a
alguien en los últimos treinta años, al menos después del tiroteo de los
Hardy. No vais a lograr que os lleven, creedme.
—¿Porque hace treinta años un autostopista le pegó un tiro a un
conductor que se llamaba… Mmm… Hardy?
—Sí, pero fue peor que eso —dijo el ciego y suspiró—. También Hardy
disparó al autostopista. Por eso nadie hace dedo y tampoco recoge a nadie.
—¡Caray!
—Pues sí, caray. ¿Queréis que os cuente el resto de la historia?
—No, gracias —dije—. Tenemos que ir tirando.
—El autobús no pasa hasta dentro de veintidós horas —me replicó—. El
caso es que la policía opinaba que Hardy, que había estado encarcelado por
robo, iba a la caza de una víctima. Y que el joven autostopista había salido a
lo mismo.
Miré a Victor y a Vanessa, que se limitaron a encogerse de hombros.
—Los dos iban armados —continuó el hombre—. Así que se dispararon
entre ellos mientras el coche aún estaba en marcha. El coche siguió adelante
hasta que acabó dándose contra el poste del cartel de la comarca de
Winterbottom, y allí los cadáveres impactaron en el parabrisas dejando dos
rosetones rojo sangre idénticos en el cristal roto.
—¡Bah! –resopló Victor.
—Eso, amigo cojo, es tan cierto como que mi nombre es Feihta Rice. —
El ciego se dio la vuelta y apuntó con el bastón en dirección al coche
abandonado que había visto, un Toyota blanco—. Dejaron el coche aquí
tirado porque nadie quiere un coche en el que han asesinado a alguien, ni
siquiera uno en perfectas condiciones. Venid a ver, los dos rosetones siguen
en el cristal. Ayúdame, cariño.
Feihta Rice alargó una mano enguantada y Vanessa, casi por error, lo
ayudó a levantarse de la silla de camping. Anduvo a trompicones, sobre dos
piernas largas y delgadas, camino del coche, y nosotros, después de haber
vuelto a intercambiar miradas y de encogernos de hombros, lo seguimos. En
efecto, el parabrisas del Toyota tenía dos impactos, el parachoques y la
parrilla delantera un gran golpe, y la pintura estaba rayada. Por lo demás, el
coche parecía estar intacto. Me fijé también en que las llaves estaban
metidas en el contacto.
—¿Y dice que todavía funciona? —pregunté.
—Cual reloj suizo.
Miré a los gemelos.
—Alguno de vosotros…
—¡Yo! —exclamó Vanessa.
Victor asintió dándole la razón.
Toqué los billetes que llevaba en el bolsillo.
—¿Cuánto quiere por el coche, señor Rice?
—¿El coche? —Fijó los ojos grises y blancuzcos en el cielo,
orientándolos al sol unos instantes—. Mil dólares.
—¡Bah! —resopló Victor.
—Si usted ni siquiera puede conducir, señor Rice —dije.
—El precio, mi asustado amigo, no depende del valor que tiene el coche
para mí, sino de cuánto vale para vosotros. Y es mucho, porque sois
fugitivos a los que la policía pisa los talones.
Vi que Victor abría mucho los ojos y me miraba fijamente.
Carraspeé y dije:
—¿Qué le hace creer semejante cosa, señor Rice?
—Que oléis a basura, no sabéis dónde estáis y el sonido de unas sirenas
policiales, que se acercan a toda prisa.
—¿Sirenas policiales?
Se señaló las orejas.
—Apuesto a que dentro de tres minutos estarán aquí.
Tragué saliva. Parpadeé. Intenté pensar. ¿Qué había ocurrido después de
que saliera de la oficina del director? Sí, por supuesto, el agente Dale no
tenía intención de hacer el largo camino de vuelta a casa sin haber intentado
una vez más convencerme de que confesara. No dieron conmigo y saltaron
las alarmas. Descubrieron que los gemelos tampoco estaban y el agente
Dale había utilizado… ¿Cómo se llama? Sí, ¡la deducción! Había eliminado
lo imposible hasta quedarse con lo posible y de esa manera había
comprendido cómo nos habíamos escapado. El coche patrulla que yo aún
no oía había ido mucho más rápido que el camión de la basura, por
supuesto.
Carraspeé otra vez y pregunté:
—¿Nos prestaría el coche sin decirle a la policía que hemos estado por
aquí, señor Rice?
—La verdad es que no –respondió.
Miré a Victor y a Vanessa. Victor asintió despacio, parecía querer
decirme algo, se metió la mano en la bata de cocinero y vi espantado que
sacaba un enorme cuchillo de cocina. Negué frenéticamente con la cabeza,
pero Victor se limitó a responderme negando despacio, para darme a
entender que la decisión ya estaba tomada, luego dio un paso hacia Feihta y
levantó el cuchillo para clavárselo.
—¡Aquí tiene el dinero del coche! —grité, y le puse a Feihta en la mano
los siete billetes que tenía.
Victor se quedó paralizado un instante, con la mano suspendida en el
aire, vestido de blanco y con el cuchillo apuntando hacia el hombre del
sombrero de copa. El sol centelleaba alegremente en el acero de la hoja.
Feihta apoyó el bastón en el coche y pasó los dedos por los billetes.
—Aquí solo hay setecientos —dijo.
—A eso se llama regatear —repuse.
—Se llama intento de estafar a un ciego —dijo—. Vas a tener que pensar
en algo mejor, jovencito. Y no te atrevas a decirme que es todo lo que
tienes. La policía llegará en dos minutos, así que date prisa.
—Vale –dije humedeciéndome la boca con la lengua—. Tengo que volver
con mi novia para ayudarla.
—¡Mejor que eso! —gritó Rice.
—¡Necesito el resto del dinero para comprarle algo bonito! —grité a
modo de respuesta.
—¡No es lo bastante bueno!
Tomé aire y grité lo más alto que pude:
—¡Denos el coche o alguien le clavará un cuchillo!
—¡Ahora sí! —exclamó Rice—. El coche es vuestro.
Agarró el bastón y dio unos pasos para alejarse del coche mientras Victor,
Vanessa y yo saltábamos al interior.
Vanessa hizo girar la llave en el contacto.
Nada.
Lo intentó de nuevo, pero seguía sin ocurrir nada.
Rice golpeó una ventanilla con el bastón y bajé la ventanilla.
—La batería está muerta, hijo.
—¡No mencionó eso!
—Compré el coche tal cual estaba. Tengo cables para cargarlo y puedo
ofreceros corriente de mi propio generador. Cinco dólares. ¿Os interesa?
—No tengo… —empecé a decir.
—Toma —dijo Victor desde el asiento trasero, y sacó por la ventanilla un
billete de cinco dólares arrugado.
—Mira por dónde —dijo Feihta Rice alisando el billete—. Nos puede
llevar tiempo, y creo que no lo tenéis. Os sugiero que os tumbéis en la parte
trasera hasta que se vaya mi próxima visita.
Sobre nosotros resonó un frío graznido de gaviota, y en ese momento lo
oí yo también, una nota baja que arrastraba el viento. Una sirena policial.
Vanessa y yo pasamos atrás a gatas y nos tumbamos encima de Victor,
que ya estaba allí tirado. Oí que la puerta se abría y que nos echaban algo
encima, una manta que desprendía un leve olor dulzón a basura.
La sirena policial incrementó su intensidad hasta que la apagaron,
seguramente después de que el coche se hubiera apartado de la carretera
principal. En el silencio que siguió, oía la respiración de los otros dos. Su
pecho, que les subía y bajaba, el crujido de la grava, el crepitar de un
potente motor de ocho cilindros, puertas que se abrían y cerraban de golpe.
Voces.
—No podemos fiarnos de él —susurró Vanessa.
—Deberíamos haberlo matado —añadió Victor.
—¡Callad! —exclamé—. Vienen hacia aquí.
Los pasos de tres, puede que de cuatro personas.
—Es muy interesante, señor Rice. —Era la voz del agente Dale—. Yo no
estaba en el Cuerpo, pero han pasado treinta años del crimen Hardy y yo no
he venido a escuchar viejas historias, sino a encontrar a tres prófugos
peligrosos. Se lo preguntaré de nuevo: ha visto a los fugitivos, ¿sí o no?
Contuve la respiración y noté que los gemelos hacían lo mismo.
La voz de Feihta Rice sonó solemne como la de un cura:
—Juro por la tumba de mi madre y la santa Virgen María, agente Dale,
que nunca, nunca he visto a los tres fugitivos de los que me habla. Puede
meterme en la cárcel si miento. Pero…
—¿Pero? —El agente Dale sonaba esperanzado.
—Pero mire con atención esos dos impactos en el cristal. ¡Son idénticos!
¿No es increíble?
El agente Dale gimió bajito.
—«Increíble» es el término preciso —repuso.
Oí pasos que se alejaban y respiré de nuevo. Las puertas del coche se
abrieron y se cerraron de golpe otra vez. El automóvil arrancó y el sonido
del motor del Pontiac LeMans se fue alejando.

—Gracias –dije.
Di un sorbo a la limonada fría que el señor Rice había puesto sobre la
mesa. Una mosca zumbaba golpeándose contra el marco de la ventana. La
abrí para dejarla salir.
—¿Por qué no han querido tomarla los otros dos? —preguntó el señor
Rice, que se había sentado en un sofá cama, debajo de una estantería.
Su caseta consistía en una sola habitación que era a la vez salón, cocina y
dormitorio. Resultaba acogedora, estaba limpia y equipada con toda clase
de soluciones caseras e ingeniosas, como una gran plancha imantada donde
había herramientas, llaves, cubiertos, monedas, un abrelatas y otros objetos
que podían hacer falta en cualquier momento.
—No les gusta estar en interiores –dije, y miré a los gemelos.
Se habían quitado los uniformes de cocina y estaban sentados, cada uno
sobre un barril de estaño, ante el capó abierto del coche, mirando como si
pudieran ver la electricidad que recorría el cable y llenaba la batería.
—Gracias a ti también —dijo Rice.
—¿Por qué?
—Por haber parado a ese chico antes de que me clavara el cuchillo.
Lo miré asombrado.
—¿Cómo sabe…?
—Oh —dijo negando con la cabeza—. El acero tiene una melodía propia.
Y el miedo, su propio olor. No necesito ver para saber. A nuestro alrededor
no paran de suceder toda clase de cosas que nuestros sentidos no captan. Lo
sé porque me falta uno que los demás me cuentan que no tengo, a pesar de
que yo no sé lo que es ver. Mientras que vosotros no tenéis a nadie que os
cuente de qué sentidos carecéis.
—¿Cree que ocurren cosas en el mundo que no somos capaces de captar
ni de comprender?
—Lo sé, chaval. El tiroteo de Hardy. ¿Quién puede explicar cómo
desapareció ese chico así, sin más?
—¿Desapareció? Creí que había dicho que había muerto.
—Morirse… Supongo que si nos basamos en lo que captamos con
nuestros sentidos diríamos que está muerto, pero los de esa clase no mueren
por el disparo de una pistola. Cuando el forense bajó al depósito de
cadáveres a la mañana siguiente del tiroteo, el pájaro había volado. Y
quiero decir lo que digo. Había volado cual pájaro.
Pájaro. Hacía treinta años. De repente, se me erizó el vello de los brazos.
—¿Cómo se llamaba ese chico?
El señor Rice negó con la cabeza.
—Nunca se supo. Está claro que no era de por aquí, no se declaró
desaparecido a nadie, ni de Evans ni de los alrededores.
—Tal vez tenga una idea de quién era.
Se encogió de hombros.
—Unos días después supimos que un chico se había escapado de Lieps.
Y, claro, parecía que podría tratarse de uno de ellos.
—¿Quiénes son ellos?
—Los que se transformaban en seres voladores. Los que solo pueden
morir de una manera.
—¿Que es…?
—Con fuego. Hay que quemarlos.
Vi a Rice allí sentado en el sofá cama, con el sombrero de copa a su lado.
La franja de sol que entraba por la ventana hacía brillar su cráneo sudoroso
y liso. Miraba al vacío e intuí que en él había toda clase de cosas que yo no
podía ver. Quizá tampoco quería verlas.
—El dinero que le di eran solo billetes de diez dólares —dije.
—Ya lo sé, distingo un billete de diez de uno de cien. La batería ya debe
de haberse cargado.
—¿Por qué lo hace, señor Rice? ¿Por qué nos ayuda?
—Bueno, no sé si hubiera ayudado a los otros dos, creo que están ya
perdidos, los pobres. En tu caso aún queda esperanza.
—¿Esperanza de qué?
—De que te encuentres a ti mismo. Tu verdadero yo. El chico bondadoso
que intentas esconder.
—¿Bueno yo? —Solté una carcajada—. No sabe lo que he hecho, señor
Rice. ¿Sabe que transformé en un insecto a uno que quiso ser mi amigo? Y
luego intenté pisotearlo, aplastarlo contra el suelo solo porque… Ni siquiera
sé por qué. —Mi voz había adquirido una vibración extraña.
—Hacemos muchas tonterías cuando tenemos miedo —dijo Rice—.
Ahora, cuando te sientes seguro, abres la ventana para dejar salir a una
mosca. ¿Cuál de los dos crees que es tu verdadero yo? Si logras liberarte de
lo que te atemoriza, creo que descubrirás a una persona transformada,
alguien que te gustará, el que eras antes. Dejarás de ser ese al que
desprecias tanto que le obligas a ser malvado.
Me escocían los ojos.
—Él dijo…
—¿Sí?
Tuve que tragar saliva varias veces antes de ser capaz de pronunciar esas
palabras.
—Dijo que yo era basura.
—Mmm… —dijo Rice—. ¿Eso dijo? Bueno, yo sé bastante de basura
y… ¿Sabes qué, Richard? —Se inclinó y me puso la mano en el hombro—.
Tú no eres basura.
Cerré los ojos. Su mano era grande y cálida y su voz sonó muy cerca
cuando dijo:
—No eres basura. No-eres-basura. ¿Vale?
Asentí.
—Vale —contesté con voz llorosa.
—Quiero oírte decirlo.
—No soy basura.
—Bien. Repítelo. Despacio. Siéntelo.
—Yo… no… soy… basura.
Intenté comprender qué experimentaba. Ahí estaba. Me sentí lo contrario,
como si algo hubiera desaparecido, hubiera sido eliminado. De repente me
notaba ligero como una pluma.
—¿Mejor?
—Sí. —Abrí los ojos otra vez—. ¿Cómo lo ha hecho?
Rice sonrió con ganas.
—Lo has hecho tú, Richard. Digamos que es un conjuro de magia blanca
que funciona en contra de la negra. —Volvió a ponerse los guantes, agarró
el bastón y golpeó el suelo dos veces—. ¿Salimos?
Me levanté, pero me detuve cuando iba a agacharme para pasar por la
puertecita.
—Solo me pregunto una cosa: la voz dijo que la iba a quemar.
—¿Qué voz?
—La de Imu Jonasson.
La luz de la ventana desapareció. Una nube debía de haberse cruzado con
el sol y vi que el rostro de Feihta Rice se transformaba, parecía sentir un
dolor repentino.
—Imu —repitió, y cerró los ojos.
La piel de sus párpados era fina, casi transparente, y me recordó a las alas
extendidas de un murciélago. Empezaron a temblar.
En el exterior se oyó el graznido de una gaviota.
19

—¡Más deprisa! —grité.


—No da para más —respondió Vanessa a berridos.
Se inclinaba sobre el volante para mirar entre los dos impactos del cristal.
En el asiento trasero, asomado entre Vanessa y yo, estaba Victor, pendiente
de todo, callado y más pálido de lo habitual. Las pesadas nubes habían
invadido el cielo antes de que nos alejáramos del vertedero de basura y
amenazaban con lluvia. Mucha lluvia. Además, pronto anochecería.
Miré el reloj.
Feihta Rice había dicho que Imu ya la había atrapado. No sé qué vio en el
interior de sus párpados temblorosos, pero lo que contó fue que Karen
corría peligro, que la habían atrapado las palabras malvadas, que no sabía
qué conjuro era pero que yo tenía que encontrar las palabras liberadoras que
la salvarían y exorcizar a Imu de ella. Que urgía, que se acercaba una
tormenta y que la oscuridad, esa sustancia de la que hablan los videntes,
pronto nos envolvería a todos, y entonces sería demasiado tarde.
Pasamos ante un cartel que informaba de que faltaban unos doce
kilómetros para llegar a Ballantyne y los faros delanteros iluminaron algo
hecho de metal cromado, un teléfono, en uno de los postes de la luz.
—¡Para!
Vanessa me miró de soslayo, pero pisó el freno.
—¿Qué pasa? —gruñó Victor.
—Pronto será de noche —dije—. No vamos a llegar a tiempo. Tengo
que…
Me bajé de un salto y corrí hacia el poste. Claro que pensé que era
extraño que allí, en medio de la nada, muy lejos de la casa más próxima,
hubiera un teléfono en un poste de la luz. Supuse que sería para gente que
tuviera una avería o algún tipo de emergencia.
Busqué en vano alguna moneda en mis bolsillos. Sabía que los gemelos
estaban sin blanca. Poco antes a Victor le había entrado sed y le había
pedido a Vanessa que parara delante de una gasolinera y a mí que rebuscase
en los bolsillos. Solo permitió que Vanessa siguiera conduciendo cuando
fue evidente que ninguno tenía ni un duro.
Di una patada a la farola, iracundo, y levanté la vista hacia los cables que
se extendían hacia el sureste, hacia Ballantyne, hacia Karen, hacia
Speilskogen. Levanté el auricular y grité:
—¡Pues ven a por mí! Ven, troll repulsivo, cógeme a mí, no a ella.
Solo oí un largo zumbido. Observé los números de emergencia que
figuraban en un cartel junto al aparato. «Grúa» era uno de ellos. Marqué el
número. Tenía línea. ¡Conectaba! Una voz interrumpió el tercer timbrazo:
—Grúas Karlsen, dígame.
—Me llamo Richard Elauved –dije, y comprendí que debía esforzarme
para no hablar demasiado deprisa—. Sé que no es su trabajo, pero he salido
de mi casa, en Ballantyne, y me he olvidado de apagar el horno, que estaba
al máximo, y con comida dentro. Se va a incendiar, si es que no lo ha hecho
ya.
—¿Qué edad tienes, Richard? ¿Dónde están tus padres?
—Diecisiete —mentí—. Y mis padres están en la cabaña a la que me
dirijo.
—Bien, podemos acercarnos a la dirección o llamar a la policía y…
—No, es muy urgente, es un asado de cerdo, puede que la grasa ya haya
prendido, y la policía y ustedes están demasiado lejos. Tengo que llamar al
vecino y pedirle que entre, y no llevo monedas encima. ¿Me podría pasar
con su número? Lo tengo aquí.
—Dame el número y llamaré para darles el aviso.
—No puede ser, solo hablan sueco.
—¿Sueco?
—Son mi tío abuelo y mi tía. —Solté las pocas palabras en sueco que
papá me había enseñado, algo sobre albóndigas y bufé smørgåsbord. Y
pantalones—. På med brallorna —dije.
—Lo lamento, joven —respondió la mujer, y noté que le parecía que la
historia empezaba a complicarse demasiado—. No somos una centralita.
Voy a colgar y tú llamarás al número de emergencias de la policía. Se puede
sin monedas.
—¡Espere!
—¿Sí?
Inspiré y expiré. Necesitaba que me llegara oxígeno al cerebro,
necesitaba pensar. Cada vez que ella pronunciaba la palabra «policía» y yo
imaginaba los rostros de McClelland y del agente Dale, el pánico me
paralizaba la actividad cerebral. Inspiré hasta llenar el estómago de aire e
intenté pensar en Karen.
—¿Tendrá un teléfono en su despacho? —dije.
—Eh, sí.
—Podría llamar al vecino y unir los auriculares.
Oí que la mujer dudaba.
—Es el asado de cerdo de mi madre —dije con un temblor en la voz que
casi me salió natural—. Solo iba a recalentarlo. El mejor asado de cerdo del
mundo; lo dejó hecho ayer antes de salir con mi padre. Me he liado
haciendo la maleta y olvidé la cena. También es la mejor madre del mundo
—sollocé, y dudé de si estaba exagerando—. Y ahora su casa se va a…
—Dame el número, Richard.
Escuché mientras la señora lo marcaba. La oí decir: «Señora Taylor, aquí
le paso a Richard»; y dirigirse a mí: «Aquí la tienes».
—¿Karen? —dije.
—Karen está en su cuarto —dijo la voz—. ¿Eres Richard, el de su clase?
—Tengo que hablar con ella, señora Taylor.
—Me temo que está enferma y no se la puede molestar. ¿Eres Richard
Elauved? El que…
—¿Enferma? —la interrumpí con la esperanza de cortar también sus
pensamientos durante unos segundos—. ¿Cómo que enferma?
—Eso… de eso nos ocupamos nosotros. ¿Algo más, Richard?
—¿Se está comportando de manera extraña?
—Tengo que colgar, Richard.
—¡Espere! ¿Repite la misma palabra una y otra vez?
Se quedó en silencio.
—¿Qué palabra es? —pregunté. No obtuve respuesta—. Señora Taylor,
esto es importante. No sé si puedo ayudar, pero sin saber la palabra, seguro
que no podré hacerlo.
Oí la respiración temblorosa de la madre de Karen, que de repente se
echó a llorar.
—No es ninguna palabra —sollozó—. Solo es… parece que dice «Imu».
Está sentada, mirando a la pared, y la repite, una y otra vez. El médico le ha
recetado unos calmantes, pero no quiere tomarlos. Ella…
—Señora Taylor, escúcheme con atención. Tienen que cuidar de ella.
Puede que intente hacerse daño.
—¿A qué te refieres? —La señora Taylor de repente sonaba iracunda—.
¿Qué tienes tú que ver con esto, Richard Elauved? ¿Le has dado algo?
¿Drogas? ¿LSD?
—No la pierda de vista, señora Taylor. Ahora tengo que colgar.
Las nubes cargadas retumbaron sobre mí y sentí las primeras gotas de
lluvia.
—Dale gas —dije al subir de nuevo al coche.
La lluvia caía a plomo y los limpiaparabrisas del Toyota se movían a toda
velocidad de un lado a otro. A través de la cortina de agua apenas distinguí
el cartel que anunciaba que entrábamos en Ballantyne. La oscuridad era
total, y la lluvia impactaba con tal fuerza en el techo que tuve que gritar
para indicarle el camino. Se había encendido el piloto rojo de la reserva de
gasolina. Habíamos llegado, pero esperaba que quedara bastante
combustible para el propósito que tenía en mente. Ante la biblioteca, la
calle principal estaba desierta e inundada.
—Aquí.
Salimos del pequeño centro, donde se terminaba la luz de las farolas, nos
detuvimos y bajamos del coche. Había amainado, tal vez el cielo por fin se
había vaciado. Los árboles aparecían ante nosotros, una pared silente y
oscura. Speilskogen.
—¿Y si no arde? —preguntó Vanessa—. Está todo empapado.
—Arderá —dije. Tal vez algo en mi manera de expresarlo hizo que
Vanessa y Victor dieran un paso atrás.
Abrí el maletero, saqué el bidón y el tubo, lo introduje en el depósito de
la gasolina y aspiré. Cuando el sabor fuerte de la gasolina me inundó la
boca, escupí y coloqué el tubo en la abertura del bidón. Corrió y goteó un
rato, después se acabó. Agité el bidón. No era gran cosa, tal vez un litro,
quizá fuese suficiente. Saqué la caja de cerillas que me había dado el señor
Rice, la envolví en una bolsa de plástico y me la metí en el bolsillo.
Echamos a andar.
La lluvia había cesado por completo, pero estaba tan oscuro que no veía
gran cosa. Por suerte la grava del suelo era clara y nos podíamos orientar.
Qué diferente era todo ahora. Como una sala de cine justo antes de que
empiece la sesión: en la oscuridad total se oía el goteo de los árboles,
parecían susurros expectantes, el crujido del envoltorio de la chocolatina, el
ruido al masticar o chupetear, besos sonoros y risas reprimidas.
Fue entonces cuando caí en la cuenta de que la iba a invitar al cine. Eso
haría si salíamos de esta. Agitaba el bidón al ritmo de mis pasos e intenté
aferrarme a esa idea. Me diría que no, claro, pero esta vez no debía
preocuparme. Porque no íbamos a salir de esta. No podía salir bien. Estuve
a punto de reírme. Por muy imposible que pareciera, tenía que intentarlo.
En fin, ¿qué otra cosa podía hacer?
Y entonces, al igual que cuando empieza el pase de la película en el cine,
la capa de nubes se hizo a un lado y surgió la luz.
—¡Oh! —susurró Vanessa.
Victor no dijo nada, tenía la boca más abierta de lo habitual.
Porque allí, bañada en la claridad de la luna, estaba la casa.
Cuernos demoniacos en el tejado, un roble atravesando el techo, ventanas
negras, ciegas, que reflejaban la luz de la luna.
La Casa de la Noche.
Me acerqué a la puerta de la verja con las iniciales AB. Le di una patada
con la suela de la deportiva y, como la última vez, se abrió con un gemido.
—Venid —dije.
20

Vanessa, Victor y yo nos acercamos de puntillas a la casa mientras yo


vigilaba con atención las grandes ventanas bajo los cuernos satánicos.
Estaba oscuro y no se veía ningún rostro.
Al llegar a la puerta, noté que Vanessa y Victor se detenían. Me giré.
—No vamos a entrar contigo —susurró Vanessa.
—¿Qué? Dijisteis que queríais entrar para ver si había algo que se
pudiera robar.
—Hemos cambiado de opinión —dijo.
No había tiempo para discutir, y, por la determinación de su gesto, intuí
que no se podía hacer nada. Agarré el pomo y tiré todo lo fuerte que pude.
La puerta se abrió de golpe y una peste húmeda e indefinible, a
podredumbre y muerte, me envolvió.
—Espera —susurró Vanessa—. Las llaves del coche.
Me giré hacia ella de nuevo. Victor blandía el cuchillo.
—Ahora —dijo.
—Por si acaso no vuelves a salir —dijo Vanessa esbozando algo parecido
a una sonrisa conciliadora.
Me llevé la mano al bolsillo y le di las llaves. De todas formas, no iban a
poder escapar en un coche sin combustible.
Me adentré solo en la casa.
La luz de la luna se colaba por la gran ventana del recibidor, mágica, casi
irreal. Debía de haberse producido una corriente al abrir, porque unas hojas
secas se deslizaron por el suelo y de repente oí un fuerte estallido a mi
espalda. El viento había cerrado la puerta.
Contuve la respiración y agucé el oído. ¿El portazo habría despertado a
alguien? Todo lo que oía era el mismo goteo que la vez anterior. Y un
crujido, como si alguien caminara de puntillas por el suelo de madera, con
la diferencia de que ese sonido provenía de debajo de los tablones. Miré
hacia abajo. Seguro que solo eran imaginaciones mías, pero era como si los
tablones se movieran aquí y allá. Alcé la mirada y observé alrededor. Nada
parecía haber cambiado desde mi última visita, salvo la puerta de la
habitación en la que dormían los murciélagos. No recordaba que la
hubiéramos cerrado al irnos, y ahora estaba entornada.
Me aproximé al piano de cola destrozado y al montón de muebles,
desenrosqué el tapón del bidón y vertí la mitad de la gasolina por encima.
Vacié el resto en el suelo. Después saqué la caja de cerillas. Cuando estaba
a punto de encender una, oí un profundo suspiro parecido al que produce
alguien al sacar un pie de una ciénaga. Eché un vistazo en torno. Tiré la
cerilla y en un instante se elevaron las llamas. Observé fascinado el fuego,
que se extendía por el suelo y lamía el papel de las paredes.
El piano de cola dejó escapar un sonido que parecía el disparo de una
pistola seguido de una nota alta, luego otro y una nota algo más baja, y
comprendí que eran las cuerdas del piano, que se quebraban. Una llama de
gran altura se elevó cuando el fuego prendió el lienzo del cuadro roto. El
calor hizo que primero se enroscara y luego se estirara. El fuego quemó las
capas de suciedad y humedad y las telarañas, el tiempo y el olvido, y
apareció un retrato. Un hombre vestido con la ropa que había visto en un
libro de la biblioteca, el de Hamlet. Puede que ese cuadro tuviera cientos de
años. Lo que no encajaba era que representaba un rostro que ya había visto
dos veces. Una en la ventana de aquella casa y otra en una foto del centro
en Lieps. Por otra parte, cuadraba con lo que Feihta Rice había dicho sobre
el ser eterno que solo podía exterminarse con fuego. Sentí un escalofrío
cuando el rostro que tenía delante cobró vida e hizo una mueca furibunda en
el instante en que la pintura empezó a fundirse. Luego el hombre fue
devorado por las llamas.
Hubo un leve estallido. Esta vez no provenía del piano de cola, sino de la
escalera. Vi algo que parecía una serpiente atrapada entre dos tablones del
suelo. Se oyó otra explosión, ahora más cercana, y un tallo gigantesco se
retorció desde el suelo hacia la luz de la luna mientras se enroscaba y
oscilaba. Buscaba algo a ciegas. No me hizo falta acercarme para ver lo que
era: la raíz de un árbol.
En el mismo instante oí un grito arriba, tras una de las puertas de la
galería. Podía proceder de un animal o también de una persona. En
cualquier caso, era un grito de los que no solo atraviesan el cuerpo, sino el
corazón, el alma. Uno de esos alaridos que lo abarcan todo. Desesperación.
Miedo. Ira. Soledad. Vibró en el aire mucho después de haber cesado. La
puerta se entreabrió. En ese momento percibí otro sonido, un crujido leve,
el que hace alguien al ponerse una gabardina de tela rígida. Una gabardina
desmedida. A la luz de las llamas que trepaban por el papel pintado vi algo
enorme que se movía en el umbral de la puerta. Un ala gigantesca, fina, de
cuero.
En definitiva: había llegado el momento de salir de allí.
—¡Vamos!
Bajé corriendo la escalera de la casa. Victor y Vanessa parecían
petrificados observando algo a mis espaldas.
—¡Vamos! —repetí, me di la vuelta y vi lo que ellos estaban mirando.
Las raíces. Emergían de la tierra, cubrían toda la fachada y se arrastraban
por el suelo hacia sus pies, finas y oscilantes cual cuernos de caracol.
Detrás, las raíces se engrosaban como anacondas.
—¡Os quieren atrapar! —berreé—. ¡Os quieren tragar para cenar!
Por fin parecieron darse cuenta, se giraron y echaron a correr detrás de
mí. Ya oía el chisporroteo del fuego en la casa, pero no me di la vuelta para
mirarlo, solo corrí lo más deprisa que pude. Estaba llegando a la verja
cuando me di cuenta de que se movía. Debía de ser el viento. No sentía que
el aire se moviera, pero ¡tenía que tratarse de eso! La verja de hierro forjado
se deslizó despacio, con un quejido contenido, y, cuando la tuve delante, se
cerró con un clic metálico. Pateé las rejas, pero esta vez la puerta no quiso
abrirse. Me di la vuelta y vi a los gemelos, que se aproximaban a la carrera.
En otras circunstancias su intento patoso y cojo de correr me habría hecho
gracia, pero a duras penas lograban escapar de las raíces que los perseguían
reptando por el suelo. Agarré el picaporte para empujarlo hacia abajo y con
la otra mano sujeté un barrote tirando en dirección contraria.
Sentí que me golpeaban con un mazo en la espalda.
Era un dolor que no se parecía a nada que hubiera sentido antes. Me
recorrió desde los dedos de los pies hasta la coronilla, me rodeó; estaba en
todas partes a la vez. Corriente eléctrica. Los vatios, voltios o amperios, lo
que fuera aquello, latían por mi cuerpo. Fui incapaz de gritar, porque tenía
la mandíbula agarrotada e inmóvil. Los músculos se contrajeron impidiendo
que soltara el picaporte. Al contrario, parecía que lo agarrara con más
fuerza para sacarle el jugo al negro hierro forjado.
—¡Abre! —jadeó Victor detrás de mí.
—¡Daos prisa, están llegando! —gritó Vanessa.
—¡El imbécil no se quiere mover, solo está ahí temblando! —exclamó
Victor.
—¡Pues empújalo!
A pesar de los intensos dolores, podía oír y pensar, pero era incapaz de
abrir la boca y advertirles. Sentí que las manos de Victor me agarraban por
los hombros, oí un gemido y, al momento, el grito de Vanessa. Fui capaz de
girar la cabeza lo suficiente para verlos. Ya lo he dicho, en otras
circunstancias me habría reído, seguro. Los tres habíamos entrado a formar
parte del mismo circuito eléctrico, una cadena temblorosa de tres muñecas
de trapo mudas que bailaban la yenka. Iluminados por la luna y las llamas
que se habían abierto paso por el tejado de la casa y teñían de amarillo la
base de las nubes dispersas, nosotros éramos ahora el espectáculo. Una
película de terror con raíces que reptaban y se acercaban cada vez más
mientras, del interior de Speilskogen, surgía el aullido oscilante de un
hombre lobo enfermo de luna.
Sentí que Victor me zarandeaba el hombro como si intentara liberarme.
Comprendí que algo tiraba de él. Sus manos se escurrieron de mis hombros,
pero seguía agarrado a la camisa. Noté que se rasgaba, que me la quitaban a
tirones, y oí sus gritos. Si podían gritar, es que se habían liberado del
circuito eléctrico. Giré la cabeza de nuevo y vi que arrastraban a los
gemelos hacia la casa en llamas. Finas raíces se les habían enroscado en las
pantorrillas y de nada servía que patalearan y trataran de agarrarse a la
grava; eran como reses luchando desesperadamente contra el lazo. ¿Qué
destino les esperaba? ¿Iban a devorarlos, igual que a Tom, o desaparecerían,
tragados por la tierra, como Fatso y sus magicicadas? ¿Serían devorados
por las llamas? No sabía si era mejor o peor que mi destino, quedarme aquí,
asándome a la parrilla hasta que el cerebro y el corazón me explotaran,
porque sentía que eso era lo estaba pasando. También sentí otra cosa. Miré
hacia abajo. Una raíz incolora y desnuda se me había enroscado en la
pantorrilla. Luego llegó otra y se abrió paso por mi tobillo, dio varias
vueltas a mi alrededor hasta que se tensó y empezó a tirar. Primero con
suavidad, después con más fuerza. Con dureza. Las suelas de mis zapatos
resbalaron hacia atrás sobre la grava y el cuerpo y la cabeza quedaron
expuestos a la verja; los brazos se tensaron y la mano que sujetaba los
barrotes descendió hasta detenerse sobre las iniciales AB. Mis manos
seguían aferrando la verja, incluso sin que yo hiciera nada.
Las raíces me estiraron cual gominola: la espalda chirrió, la cabeza me
dolía, los hombros iban a dislocarse. Y lo que parecía el aullido de un
hombre lobo se acercaba cada vez más.
Mis pies se despegaron del suelo y, en ese mismo instante, alguien apagó
un interruptor en mi interior. El de la electricidad. Ya no estaba en contacto
con la tierra. No tocaba el suelo y la electricidad ya no fluía por mi cuerpo.
Por un instante fue una enorme liberación.
Hasta que comprendí que eso quería decir que mi musculatura ya no
estaba bloqueada.
Acto seguido dejé de estar sujeto al portón. Me caí de bruces contra el
suelo y sentí que me arrastraban.
Se me llenó la boca de barro y gravilla. Me giré como pude hasta
ponerme boca arriba, me incorporé y traté de arrancarme la raíz de la
pantorrilla. Fue inútil; estaba firme, atornillada.
Vi que algo brillaba en el suelo y, al pasar por delante, comprendí que era
el cuchillo de Victor. Me estiré para cogerlo; demasiado tarde, uno de mis
dedos se deslizó por la hoja ensangrentada. Antes no estaba manchada y
supuse que Victor debió de intentar atacar a la raíz sin lograr otra cosa que
herirse el pie.
Ya no oía los gritos de Victor y de Vanessa, y el aullido de los hombres
lobo que se acercaban también había cesado.
Oía las llamas. El crepitar se había intensificado hasta convertirse en un
bramido cada vez más cercano. Cerré los ojos, ya podía sentir el calor de la
hoguera a la que me aproximaba. Descubrí que lo que dicen los libros es
cierto: que ves tu vida pasar en imágenes cuando sabes que vas a morir. Fue
una decepción, por supuesto, que la función fuera tan breve y que yo ni
siquiera fuera el héroe. Sí, después de Imu Jonasson yo había sido el más
malo de la película, alguien a quien nadie echaría de menos. Nadie sabría
nunca que Richard Elauved, al final, había intentado salvar a alguien. Que,
de hecho, había arriesgado su vida para que Karen Taylor pudiera continuar
con la suya. A pesar de que nadie más estuviera al tanto, de un modo
extraño resultaba reconfortante saber que había hecho todo lo posible, y me
consolaba repetir esas palabras mientras me arrastraban hacia mi final:
«Yo… no… soy… basura… Yo. No. Soy…».
Algo siseó en el aire y oí un golpe fuerte.
—El otro pie también —dijo una voz que me sonó familiar—. Date prisa,
que vuelven, ¡están por todas partes!
—¡Sí! —exclamó otra voz aún más familiar.
Abrí los ojos. A la luz amarilla de la luna y de las llamas vi la hoja de un
hacha enorme elevándose sobre mí; luego, una silueta vestida de rojo
sangre de pies a cabeza, la hizo volar. Un nuevo zumbido y otro golpe. El
suelo se quedó quieto. Me había detenido, claro. El hombre de rojo tiró el
hacha y se inclinó sobre mí. Levanté la vista hacia su rostro bajo el casco
rojo.
—Hola, papá —saludé.
Frank me miró algo asombrado.
—¿Puedes levantarte?
Lo intenté. Negué con la cabeza.
—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó la voz a nuestras espaldas.
—¿Listo para una llave de bombero? —preguntó Frank, y me rodeó con
los brazos.
—Listo.
Frank me levantó del suelo, me cargó al hombro y empezó a correr hacia
la verja. Levanté la cabeza y vi que el agente Dale nos seguía. Atrás, algo
enorme llenaba la ventana grande de la casa. Era negro, desmesurado, con
alas del tamaño de las velas de un barco. Y, en plena oscuridad, la luz se
reflejaba en sus dientes blancos afilados de piraña. Se oyó un leve soplido y
de repente las llamas lo envolvieron. Entonces gritó. Un último bramido
que no era de este mundo.
Vi al agente Dale darse la vuelta sin detenerse. Cuando giró de nuevo el
rostro hacia nosotros estaba pálido, blanquísimo.
Al llegar a la verja vi el camión de bomberos al otro lado. Las luces
azules aún estaban encendidas y comprendí de dónde provenía el aullido del
hombre lobo. Frank me dejó en la escalera que estaba apoyada en la valla,
me deslicé por ella y al otro lado me recibieron varios bomberos. Me dieron
palmadas en el hombro, como si hubiera salvado a alguien, me envolvieron
en una manta de lana y me ayudaron a sentarme en el asiento trasero del
furgón. Poco después llegaron Frank y el agente Dale.
—¿No apagáis el fuego? —pregunté.
—Me temo que es demasiado tarde —respondió Frank—. Por suerte el
bosque que lo rodea está tan húmedo que no provocará un incendio forestal.
Miré hacia la Casa de la Noche. El fuego estaba por todas partes, incluso
el roble estaba en llamas.
—Pero los gemelos… —murmuré—. Los arrastraron dentro…
—Me temo que para ellos también es demasiado tarde —dijo el agente
Dale, se pasó una mano por la nuca y negó con la cabeza.
Algo en su gesto me llevó a suponer que ahora me creía. No solo creía lo
que les había ocurrido a los gemelos, sino también a Tom y a Jack.
—Creo que este es el fin de Imu Jonasson —dije.
El agente Dale asintió lentamente.
—Yo también lo creo, Richard.
Un trueno retumbó sobre nosotros y la luna desapareció cuando las nubes
echaron el telón. La función había terminado. Al instante empezó a llover
con desesperación.
21

Seguía lloviendo cuando el agente Dale y yo montamos en su Pontiac verde


para abandonar Speilskogen en dirección a casa de los Taylor. Dale me
contó la persecución: que había ido sin otros agentes, con las sirenas a tope
y la luz azul, desde el vertedero hasta Ballantyne, que consideraba mi
destino más probable. Allí permaneció a la espera en el despacho del
inspector hasta que oyó al vigilante de la torre gritar que veía fuego en
Svartspeilskogen. En cuanto el agente Dale supo que era la vieja casa la que
estaba en llamas, se lanzó al coche y siguió al camión de bomberos.
Me tocó contar mi historia.
Esta vez no me dejé nada.
Empecé cuando Tom y yo entramos en el bosque y lo convencí para que
hiciera una broma por teléfono; luego cómo Jack se había transformado en
un insecto cuando le tomé el pelo, y que me asusté y traté de pisotearlo. Le
hablé de las palabras que Imu había grabado en las paredes de Lieps, que
habían conducido a quienes las leían a quitarse la vida; de la voz en el
teléfono del pasillo, de la huida, de lo que había visto en la casa cuando se
inició el fuego.
El agente Dale escuchaba sin interrumpir, solo hacía preguntas concisas
cuando no estaba seguro de haber comprendido algo.
—Menuda historia —dijo cuando terminé.
—Lo sé. Demasiado inverosímil para ser cierta, ¿verdad?
—Sí —dijo Dale serio—. Si no lo hubiera visto con mis propios ojos esta
tarde, no te habría creído. Ahora mi problema será lograr que alguien de la
central me crea a mí.
Nos desviamos hacia la granja de los Taylor. Vi que había luz en la
ventana de Karen, en el segundo piso.
—Parece que el inspector está aquí —dijo Dale señalando con la cabeza
un coche aparcado delante del granero.
En ese momento, McClelland salió por la puerta de la casa dando
zancadas, con el padre de Karen pisándole los talones.
El agente Dale abrió la portezuela del coche e hizo ademán de bajar.
—Hola, Conan, ¿qué ocurre?
—Es la hija —respondió McClelland—. Se ha escapado.
—¿Escapado?
—La encerramos —dijo el padre señalando hacia su ventana—. Tiene
que haber saltado.
—¿Desde allí? —se sorprendió el agente Dale—. Es… mucha altura.
—La lluvia ha reblandecido el suelo, está claro que no se ha lesionado de
gravedad —dijo McClelland—. El caso es que ha logrado alejarse de aquí,
los padres dicen que han buscado por todas partes. Hemos dado aviso para
hacer una batida; ahora mismo se están reuniendo en la comisaría.
—Richard y yo nos uniremos a vosotros —dijo el agente Dale.
—¡No!
El grito iracundo y sollozante provenía de la puerta. Era la señora Taylor.
—Richard Elauved no va a acercarse a Karen. En Ballantyne no pasaba
nada malo hasta que llegó él, y tampoco cuando se fue. ¡Mantenedlo
alejado! Él es… es…
No pude oír con precisión qué me llamaba porque me giré hacia el agente
Dale y le pedí que fuéramos a la biblioteca. Necesitábamos la ayuda del
camión de bomberos y el agente Dale utilizó la emisora policial para
ponerse en contacto con ellos. Respondieron que la lluvia había apagado las
llamas de los escombros de la casa y que podían acudir de inmediato.
—¿Por qué aquí? —preguntó el agente Dale al detener el coche ante de la
biblioteca oscura.
—Porque no bastará con encontrar a Karen —dije—. También tendremos
que desprogramarla. Si no, seguirá intentado hacerse daño.
—¿Quieres decir que la han programado igual que a aquellos jóvenes que
estuvieron encerrados en la habitación donde Imu había escrito en las
paredes?
—Es un conjuro de magia negra. Aquí tienen el libro. Si tenemos suerte,
no solo aparecerá el veneno usado en la magia negra, sino también el
conjuro que servirá de antídoto.
—Que es…
—Un conjuro de magia blanca.
En ese instante el camión de bomberos se detuvo a nuestro lado. Frank
saltó con el hacha en la mano y corrió con el agente Dale hacia la puerta
mientras otros dos bomberos soltaban la escalera de la parte trasera del
camión. Frank alzó el hacha, pero la dejó caer de nuevo.
—Es una puerta preciosa —dijo—. ¿De verdad crees que es tan urgente?
¿No podemos esperar a que la señora Zimmer nos abra?
—¡No! —grité.
Frank suspiró, levantó el hacha y dio hachazos hasta que la puerta se
abrió.
—¡No! —berreó la señora Zimmer, y estornudó con fuerza.
Me quedé paralizado por el miedo, como si me partiera en dos.
—Frank Elauved —murmuró la señora Zimmer, y miró fijamente la hoja
del hacha que se había detenido unos centímetros por encima de su pequeña
cabeza canosa—. ¿Qué es esto?
—Esta —dijo Frank retirando el hacha— es una Pulaski, la mejor hacha
de bomberos que hay. ¿Por qué no está en su cama, en su casa, señora
Zimmer?
—Por las sirenas de bomberos —dijo—. Con este tiempo no es el bosque
lo que arde, sino las casas. Y no hay nada que arda más que los libros. Temí
que hubiera un incendio aquí.
—El fuego está apagado —dijo Frank—. ¿Puede dejarnos pasar?
—Pues no sé –respondió, y observó a los dos bomberos que llegaban
cargados con una larga escalera—. ¿Qué queréis?
—Tomar libros prestados —dijo el agente Dale al tiempo que metía la
mano por debajo de la chaqueta para sacar el estuche de cuero con la
estrella metálica—. En nombre de la ley.
La señora Zimmer abrió la puerta a regañadientes.
—Aquí —dije cuando estuvimos dentro, y señalé la pared donde las
estanterías se perdían en la oscuridad, por encima de la luz que la señora
Zimmer había encendido.
—¿De verdad que vais a subir allí? —preguntó la señora Zimmer, con los
brazos en jarras sobre una bata verdosa.
—¿Por qué no? —preguntó el agente Dale.
—Porque… —Torció la boca en una mueca—. Porque en estos días no es
un lugar seguro.
—¿Qué quiere decir?
—La chica de los Taylor estuvo por aquí hace unos días con la caña de
pescar y me preguntó por libros sobre la pesca de la trucha. Sospecho que
sabía que yo iba a tener que buscar en el otro extremo de la biblioteca
porque, cuando regresé, ella y uno de mis libros habían desaparecido.
—¿Qué libro? —pregunté. Y respondí yo mismo cuando la señora
Zimmer apretó los labios finos—: El libro de los conjuros de magia negra.
—Después de eso… aquí ha sido todo sobrecogedor —dijo la señora
Zimmer estremeciéndose—. Se oyen crujidos y siseos, los libros cambian
de sitio y se caen al suelo aunque aquí no haya un alma. Es como si alguien
buscara algo y se hubiera perdido.
—Por eso está aquí —dijo el agente Dale—. No es por las sirenas del
camión de bomberos. Usted está aquí día y noche. Duerme aquí.
La señora Zimmer gimió.
—Tengo un sofá en el despacho. Mentí porque no quería que pareciera
que había perdido la cabeza. Es mi biblioteca, he trabajado aquí toda la vida
y nunca he perdido un libro ni lo he colocado en el lugar equivocado.
—Un libro de conjuros de magia negra.
—Estaba allí —dijo la señora Zimmer.
Frank encendió la linterna y la enfocó hacia donde ella señalaba. Y, en
efecto, había un hueco en una fila de libros. Me dio un vuelco el corazón.
—Desaparecido —dijo con un suspiro el agente Dale.
—Robado —corrigió la señora Zimmer.
—En ese caso no vamos a necesitar la escalera —informó Frank a sus
hombres, que se dieron la vuelta y se dirigieron a la puerta.
—Esperen un momento —dije—. ¿Qué es ese libro blanco que está a la
derecha del hueco?
—Es evidente —contestó la señora Zimmer—. Es el segundo tomo de la
colección de conjuros. El de conjuros blancos.
Miré a Frank y asentí con la cabeza.
—Chicos —llamó—. Parece que al final sí que vamos a necesitar la
escalera.
El agente Dale y yo estábamos en la sala de lectura hojeando El gran libro
de los conjuros. Tomo II. Magia blanca bajo la luz de un flexo doblado.
Frank y el resto de los bomberos se habían marchado para participar en la
búsqueda de Karen, y la señora Zimmer había ido a su despacho para
prepararnos un té.
Las páginas eran finas y la letra tan pequeña que me dolían los ojos.
Explicaba cómo conjurar maldiciones nacionales e internacionales,
exponía juramentos generales y específicos, fórmulas para revertir
maldiciones que habían convertido a personas en sapos y recetas para
aplacar tormentas, eliminar la sarna y disolver atascos de tráfico. Nada de lo
que yo estaba buscando.
Me dolía la cabeza, me froté las sienes mientras recorría la página en
busca de tres letras: «I-M-U». Pasé la página y me fijé en la numeración:
12. Doce páginas que nos habían llevado más de veinte minutos. Quedaban
811 páginas. Gemí y aparté el libro.
—¿No encuentras nada? —preguntó el agente Dale.
—Vamos a tener que estar aquí hasta el amanecer si queremos revisarlo
entero —dije—. Y no disponemos de tanto tiempo. Por lo que sé…
Tragué saliva. No acabé la frase, pero vi que el agente Dale comprendía:
… Puede que ya sea demasiado tarde. Gemí y golpeé el libro abierto con la
cabeza. El agente me dio unas palmadas en la espalda.
—Venga, Richard, intentémoslo de todas formas, al fin y al cabo…
No acabó la frase, pero lo comprendí: … Es lo único que podemos hacer.
Tenía razón, pero yo estaba tan, tan cansado…
—Ve al índice.
Percibí el aroma del té, levanté la vista y vi que la señora Zimmer había
puesto una taza humeante en la mesa, junto a mi cabeza.
—¿Eh? —dije.
—El índice —repitió—. Si buscas algo, busca en el índice. Encontrarás
todo por orden alfabético. —Se giró hacia el agente Dale—. Me encantan
las cosas que están por orden alfabético.
Levanté la cabeza y abrí el libro por el final. Y desde luego que había un
índice. Busqué la columna de la letra «I». Dejé que mis ojos y mi dedo
hicieran la búsqueda.
«Ícaro, las alas de; Inexistente, gente; Imaginarias, experiencias;
Inmateriales, mundos; Importados, conjuros e… Imu». O, para ser más
precisos:
«Imu», págs. 214 y 510.
Abrí por la página 214. Busqué hasta dar con la palabra.

«Imu» es un conjuro de magia negra que hace que el conjurado crea que él o ella son
idénticos a la persona que lanza el conjuro. «I am you». Una persona que está bajo el conjuro
«Imu» tratará de esconderse en un lugar que solo él o ella conoce, como un autómata carente de
voluntad, y allí buscará la confirmación de «I am you» haciendo algo que lo asimile al
conjurante. Esta última acción suele estar programada de antemano por quien lanza el conjuro.

Eso era todo. Abrí por la página 510. La recorrí con la mirada. ¡Ahí
estaba!
«Ime», el conjuro que anula «Imu», ver «Conjuros contrarios».

El conjuro contrario solo puede utilizarse cuando el conjurador y el conjurado son la misma
persona. Hay que hacer que el conjurado diga por sí mismo las palabras «Ime»,
correspondientes a «I am me», para que la maldición «I am you» cese.

Noté que el agente Dale leía por encima de mi hombro.


—Gracias por el té, señora Zimmer —dije, y me puse de pie.
Nos subimos al coche y el agente Dale tomó el transmisor de la radio
policial que estaba incrustado en el salpicadero.
—Aquí el agente Dale. ¿Alguna novedad sobre Karen Taylor? Cambio.
La radio chisporroteó un rato, después se oyó la voz de McClelland:
—De momento nada. Alguien creía haberla visto correr en dirección al
colegio, pero está cerrado con llave y no encontramos nada. Ahora mismo
vamos de puerta en puerta.
—¿Lo han intentado en casa de Oscar Jr.? —pregunté.
—Acabamos de estar allí —respondió McClelland—. No la ha visto y no
tenía ni idea de dónde podría estar.
—Avisadnos en cuanto sepáis algo —dijo el agente Dale.
—Lo haré.
—Gracias. Corto.
El agente Dale dejó el transmisor en su sitio. Yo miré por la ventanilla
desanimado. Había dejado de llover, allá arriba alguien se divertía abriendo
y cerrando el grifo.
—Tal vez esté escondida en algún sótano —dijo Dale—. Un sótano que
solo ella conoce.
Intenté pensar en qué sótano podría ser. Uno muy oscuro o…
La luna tuvo la repentina ocurrencia de volver a brillar sobre nuestras
cabezas mientras yo clavaba la vista en la radio muda. Puede que fuera
igual que una cazuela: si tienes hambre o prisa nunca hierve mientras estás
mirándola. Elevé la mirada hacia el cielo que nos cubría. Las nubes se
habían abierto y las estrellas asomaban entre ellas.
Sótano. Salón. Desván. O…
Una de las nubes se parecía a Chewbacca, ese tipo con pelaje de… no, no
era un tipo cualquiera, sino un wookiee.
—¡Lo sé! —grité.
El agente Dale dio un bote en el asiento del conductor.
—¡Sé dónde está! Acelere.
Agarré la luz azul que estaba en el suelo, me asomé por la ventanilla y la
coloqué en el techo.
22

Fui hacia la puerta del colegio.


—Está cerrada con llave –dije, y acerqué la cara al cristal esmerilado del
lateral. No vi ningún movimiento en la oscuridad del interior.
—Apártate, esto lo arreglo yo —dijo el agente Dale.
Se abrió la chaqueta y sacó la pistola. Me tapé las orejas con las manos.
Dio la vuelta a la pistola, la sujetó por el cañón y rompió el cristal con la
culata. Después introdujo la mano y abrió la puerta desde el interior.
—Creí que iba a… —dije.
—Sé lo que creías. Eso solo da resultado en las películas.
Corrimos por el pasillo y las escaleras.
Cuando llegamos a la puerta que daba a la azotea yo ya respiraba con
dificultad. Agarré el picaporte y lo bajé con cuidado. Allí no había ningún
cristal que pudiéramos romper.
—¿Puede disparar un poquito?
Dale suspiró, volvió a abrirse la chaqueta, pero lo que sacó fue algo
mucho más pequeño que una pistola, más bien del tamaño de un clip.
—Apártate.
Apretó la punta del objeto contra la cerradura y empezó a hurgar.
Trabajaba concentrado, con el extremo de la lengua asomando por la
comisura de los labios.
—¿Solo en el cine, entonces? —susurré.
—Solo en el cine.
La cerradura emitió un clic suave y el agente empujó la puerta con
cuidado hasta dejarla entreabierta. Contuvimos la respiración. Oí una voz
de mujer que repetía algo quedamente.
—Espere aquí —susurré.
Empujé la puerta hasta abrirla del todo, atravesé el umbral y fui a dar a la
azotea. Las últimas nubes recorrieron el cielo y sobre nosotros titilaban las
estrellas como joyas sobre un tapete negro. Era, sin duda, una noche
hermosa. Karen también lo era, incluso con el cabello húmedo pegado a la
cabeza y el camisón mojado manchado de barro. Estaba sobre el borde
rematado en estaño, en el extremo de la azotea, girada hacia mí y dando la
espalda al patio, allá abajo. No pareció notar mi presencia. Tenía los ojos
cerrados y el rostro vuelto hacia el cielo como si tomara el sol. Movía los
labios. Me aproximé despacio a ella y cuando estuvo lo bastante cerca oí las
palabras que repetía:
—I am you, I am you, I am…
Me humedecí los labios y empecé a recitar en voz baja:
—I am me, I am me, I am me…
Cuando estuve a tres metros de ella, Karen enmudeció repentinamente y
abrió los ojos como un autómata al que acabaran de poner en marcha. Me
detuve para no arriesgarme a asustarla, que diera un paso atrás y se cayera.
Me miró de frente. Era Karen, pero la chica que yo conocía no estaba
presente. O sí, estaba allí, pero detrás de esa mirada mortecina… y no
estaba sola.
—Hola, Karen —la saludé—. Soy yo, Richard.
—Richard —repitió con una voz que parecía luchar para hacerse oír—.
¿Quieres ver cómo vuelo?
—No —respondí—. No puedes volar. Repite conmigo: I am me.
—I am… —empezó a decir Karen.
Se interrumpió. Apretó los dientes. Movió la mandíbula mientras me
miraba con gesto desesperado. Vi que apretaba los labios para decir «me»,
pero una mano invisible le presionaba las comisuras de los labios para que
dijera «you». Me acerqué despacio, me detuve en cuanto vi que ella daba un
paso corto hacia el borde. Ahora veía que iba descalza, que la sangre y el
barro me habían hecho creer que llevaba zapatos.
—I am me —repetí.
Asintió, tal vez comprendiera. Su cuerpo vibraba con todos los músculos
en tensión.
—Venga —susurré—. Vamos, Karen, tú puedes.
—I am… —empezó a decir, y las venas del cuello se le hincharon
cuando gritó—: Youuu…
—¡Está muerto! —exclamé—. ¡Se ha quemado, ha desaparecido!
No sirvió, estaba dentro de ella como un parásito. Vi la desesperación en
su rostro, las lágrimas que le asomaban a los ojos y empezaban a deslizarse
por las mejillas. Comprendí que, sencillamente, era incapaz. Dio otro paso
atrás. Los talones de sus pies ensangrentados asomaron por el borde.
—Karen —dije—. No quiero perderte. ¿Me oyes?
Me miró con tristeza, pareció pedirme perdón por lo que estaba a punto
de hacer. Parpadeé para deshacerme de las lágrimas y susurré las palabras
que había leído y oído pero que nunca había pronunciado, y en las que
nunca había creído hasta entonces, cuando las pronuncié despacio, alto y
claro:
—Te quiero.
Era una despedida. Las últimas palabras que ella iba a oír. Aún no había
caído. Algo ocurrió en su rostro, se rompió. Me miró incrédula.
—I… —dijo, y se inclinó hacia mí— am… me.
Un susurro, ¡silencio!, en ese instante comprendí que sus pies
ensangrentados resbalaban sobre el canalón. Solo tuve tiempo de dar medio
paso al frente antes de que Karen desapareciera, de que la oscuridad la
devorara.
Cayó sin hacer ruido.
Yo miraba al frente, petrificado.
Se oyó un golpe suave cuando impactó contra el patio del colegio.
Tenía una extraña sensación de haber estado allí anteriormente, de haber
vivido eso mismo. Mi mirada dio con la luna, que colgaba grande y pálida
al este. Oí al agente Dale salir a la azotea. Juntos nos acercamos al borde,
nos inclinamos y miramos al patio. Vi las ráfagas de la luz azul del camión
de bomberos que estaba allí abajo. Vi la gran lona redonda, que sujetaban
seis bomberos entre los que se encontraba Frank. Y, en mitad de la lona, que
parecía seguir oscilando, vi a Karen, tumbada boca arriba, mirando al cielo.
Puede que buscara nubes, puede que observara las estrellas. Yo pensé, y aún
lo creo, que me buscaba a mí.
23

Me dejaron pasar a la habitación en la que estaba ingresada Karen, pero la


enfermera me avisó de que no podría permanecer más de cinco minutos. Me
explicó que la paciente necesitaba descansar.
Era por la tarde, casi había pasado un día entero desde el incendio y la
caída de Karen en el colegio.
—Qué flores tan bonitas —dijo cuando dejé el ramo, mucho más
pequeño que los que ya había en la mesilla—. Oí que me salvaste.
—No, lo hicieron los que sujetaban la lona, ellos te salvaron.
—Dicen que fuiste tú quien les dijo a los bomberos que acudieran y
estuvieran preparados.
—Bueno.
—¿Bueno? ¿Sí o no?
Me limité a sonreír.
—¡Me lo tienes que contar, bobo! —Karen se sentó en la cama y me
pareció que volvía a ser la de siempre—. Porque yo no me acuerdo de nada,
¿sabes?
—En Lieps supe de alguien que tenía la misma… enfermedad y saltó del
tejado, por eso creí que tú podrías hacer lo mismo.
—Lo que no entiendo es cómo supiste que iba a subir a la azotea del
colegio.
—En el libro de conjuros de magia blanca ponía que te esconderías en un
lugar que solo tú conocieras.
—Solo yo. —Sonrió—. Y tú.
Nos quedamos en silencio y contemplamos el día de verano por la
ventana abierta. Escuchamos el chirrido de los saltamontes, el zumbar de
las abejas y el canto de las alondras.
—¿Tienes que regresar a Lieps? —preguntó ella.
—No. El agente Dale ha hablado con el director de aquí, con McClelland
y con el director de Ballantyne. Empezaré las clases aquí, el lunes.
—¡Qué bien!
Nos quedamos en silencio de nuevo. No cabía duda, la mejor persona con
la que estar callado era Karen; deseaba que esos cinco minutos fueran
eternos.
—Por cierto, ¿sabes qué pasó en el incendio?
—La casa ardió casi entera, pero no del todo gracias a la lluvia.
—Espero que nadie se quemara allí dentro.
—Eso espero yo también —dije.
El agente Dale me había contado que no hallaron ningún cadáver entre
los restos y me pidió que mantuviera en secreto lo ocurrido a los gemelos
hasta que descubrieran algo nuevo. Querían evitar asustar a la gente de
Ballantyne más de lo necesario. El roble también se había carbonizado y el
agente Dale dijo que desenterrarían las raíces para ver qué se encontraban.
—¿De verdad que no recuerdas nada? —pregunté—. ¿Tampoco nada de
lo que te dije ayer en la azotea, por ejemplo?
—¿Qué? —preguntó Karen sonriendo, inocente.
—Nada —repuse.
—No recuerdo nada —dijo, luego cogió el ramo y lo olió—. Creo que…
soñé algo.
—¿Qué?
—Nada —contestó ella.
Era difícil saber si estaba o no sonriendo detrás del ramo. Tomé aire. Era
ahora o nunca.
—Cuando salgas de aquí… —Tuve que tomar aire otra vez.
—¿Sí?
—¿Vendrías conmigo al cine?
—¿Al cine?
—A un remake de La noche de los muertos vivientes. La pasan en el cine
de Hume dentro de una semana. Frank me va a enseñar a conducir para que
podamos ir en coche.
—Mmm… ¿Crees que será tan buena como la original?
—No.
Ella se echó a reír.
—A lo mejor da más miedo.
—Puede ser. Si fuera muy tétrica, podría cogerte de la mano.
Me miró pensativa.
—¿Podrías?
—Sí.
—¿Me enseñas cómo lo harías si llega el caso?
—¿Cogerte de la mano?
—Sí.
—¿Ahora?
—Ahora —dijo ella.
SEGUNDA PARTE
24

Alejé el teléfono extendiendo el brazo, hice un esfuerzo, entrecerré los ojos


para enfocar el texto de la pantalla.
Es lo que pasa cuando te olvidas las gafas de cerca.
Me rendí e hice lo que acababan de pedirnos por los altavoces de la
cabina del avión, apagué el móvil. No es que me hiciera falta leer su
mensaje de texto una vez más; al fin y al cabo, me lo sabía de memoria.

Hola, Richard. Qué bien, ¡me dicen que tú también te has apuntado! Qué ganas tengo
de volver a verte y saber todo lo que te ha ocurrido en estos años. ¡Porque a ti te han
pasado muchas cosas! Un beso, Karen.

El avión atravesó las nubes. Desde la ventanilla de mi asiento en primera


clase vi el paisaje llano, boscoso y de un rojo otoñal que sobrevolábamos.
Me recordó al sentimiento que me producía ver a Karen en el recreo,
contemplando Ballantyne en la azotea. Habían pasado quince años desde
entonces. ¿Qué aspecto tendría ahora? Fue lo primero que me pregunté al
recibir la invitación al aniversario de nuestra clase. Podría haber buscado la
respuesta en las redes sociales, por supuesto, o localizado su número de
teléfono, pero no lo hice. ¿Por qué? Porque no quería arriesgarme a ver
fotos del idilio familiar (ella, Oscar y un par de críos monísimos), o tal vez
porque a duras penas podía permitirme pensar en ella. Si presionaba esas
teclas, el ordenador proporcionaría pruebas irrefutables a esa voz que me
acusaba de ser incapaz de olvidar a Karen Taylor. Bueno, iba en un avión
que me alejaba de la gran ciudad, eso era una prueba suficiente. Es cierto
que también había otros motivos por los que había decidido asistir: volver a
ver los lugares que me habían inspirado para escribir un thriller juvenil, La
Casa de la Noche, que había transformado mi vida y del que hacía poco
había vendido los derechos cinematográficos, y visitar a Frank y a Jenny,
que tantas veces habían ido a verme a mí a la ciudad. Y luego estaba mi
revancha, por supuesto. Ver el respeto y (esperaba) la envidia en las miradas
de Oscar y los otros al saludar al célebre autor de libros infantiles Richard
Hansen. No estoy por encima de eso. Tal vez ese viaje pudiera ayudarme a
crecer, aunque fuera un poco. Ese era, después de ver a Karen, el principal
motivo para regresar. Quería pedir perdón. Perdón por haber acosado,
molestado y pisoteado a compañeros de clase que estaban a un nivel aún
más bajo que el mío.
El capitán informó de que iba a empezar el descenso hacia el aeropuerto
de Hume y me abroché el cinturón. El final del viaje resultó movido, pero al
parecer tuvimos suerte, habían anunciado más viento, lluvia y truenos para
la noche.
En mi recorrido por la terminal de llegadas eché un vistazo a un expositor
de libros situado junto a un quiosco. Se había convertido en una costumbre:
si no veía mi libro, miraba alrededor y giraba el expositor. Y allí estaba, con
el título La Casa de la Noche escrito en caracteres góticos verdes, un
homenaje al cómic La Cosa del pantano. La ilustración de la portada seguía
el mismo estilo de cómic y mostraba a un chico aterrorizado que intentaba
liberarse del auricular de un teléfono que ya se había tragado su brazo hasta
el codo. Saqué un bolígrafo, lo abrí por la primera página, leí la primera
línea:
«E-e-estás loco —dijo Tom, y comprendí que estaba asustado porque
tartamudeaba aún más de lo habitual».
Firmé el libro y volví a dejarlo en el expositor. Cuando el taxi se detuvo
ante la casa de Jenny y Frank este sonreía en la puerta, fumando en pipa.
Pagué al taxista y oí que llamaba a Jenny. Al bajarme, ella apareció ante la
escalera con los brazos abiertos mientras Frank seguía en la puerta, como si
creyera que debía vigilarme. Me dejé envolver por su profundo y suave
abrazo e inmediatamente después en el más superficial y duro, pero firme,
de Frank.
Nos sentamos en el salón; Jenny y Frank en el sofá y yo frente a ellos, en
la butaca, el sitio de honor. Bebimos té mientras les preguntaba de todo un
poco. Me contaron que no había novedades, querían que les contara yo. Y
lo hice. Sobre todo aquello que sabía que querían escuchar: mis últimos
progresos en el mundo literario, la vida en la gran ciudad, que había cenado
con un director de cine famoso que quería hacer una película de La Casa de
la Noche…
—¿Quién es? —preguntó Frank.
Mencioné un par de películas. Frank resopló y asintió sonriente, como si
las hubiera visto, mientras Jenny ponía los ojos en blanco.
—Ayer me encontré con Alfred —dijo ella—. Me preguntó cómo te iba.
—Todo el mundo quiere saber cómo estás —añadió Frank satisfecho.
—Sí, te seguimos —dijo Jenny—. Has puesto Ballantyne en el mapa.
No quise comentarles que estaban exagerando, que no bastaba con ser un
simple escritor para ser conocido, que había que haber participado, como
mínimo, en algún reality. Era un comentario facilón al que ya había
recurrido en demasiadas entrevistas y allí no sería bien recibido.
—Me alegro de que la gente lo vea así —dije—. Supongo que aquí
pasará lo habitual, que el éxito que le deseas al vecino tiene un límite. Al
menos si el vecino era un capullo en el colegio.
Jenny no lo entendió, y miró a Frank, que se encogió de hombros. No
sabían, o no querían saber, que su buen chico había sido muy parecido al
cabrón de La Casa de la Noche.
—Y bueno… —dijo Jenny cambiando de tema—. ¿No piensas conocer a
una chica un día de estos?
Sonreí a modo de disculpa y me llevé la taza de té a los labios.
—Claro que sale con chicas —dijo Frank esbozando una sonrisa con la
pipa en la boca—. Es famoso de verdad. No le hace falta quedarse con la
primera que pase.
Jenny le dio una palmada en el hombro.
—¿Igual que tú, quieres decir?
Frank se echó a reír y le pasó el brazo por los hombros.
—Ya sabes que no todo el mundo encuentra oro al primer intento.
Sonreí, dejé la taza y miré el reloj. Señalé el primer piso y comenté que
iba a subir un rato.
—Claro, tendrás que prepararte para la fiesta —dijo Jenny.
—O tal vez vaya a escribir. —Frank rio bajito—. Es lo que hacía
siempre.
—Sí, ¿te acuerdas? —dijo Jenny, y ladeó la cabeza con los ojos húmedos
—. Incluso el sábado por la noche, cuando nos sentábamos delante del
televisor con bollos y dulces y toda clase de cosas ricas, tú te quedabas en
tu habitación y escribías sin parar. Nos parecía que en la televisión veíamos
cosas que daban miedo, no sabíamos nada de todo lo horrible que sucedía
allí arriba, en tu imaginación.
—He pensado en ello —comentó Frank, y asintió como si se estuviera
dando la razón por adelantado—. Llegaste de la gran ciudad, debió de
resultar aburrido para ti. Aquí en Ballantyne no ocurría nada de nada,
tuviste que crearte un lugar en el que sucedieran las cosas más fantásticas e
increíbles. Teléfonos carnívoros y… —Tomó aire, parecía que se había
atascado.
—Árboles con raíces prensiles, y el pobre Jack transformado en una
cucaracha —se apresuró a añadir Jenny—. ¿Qué opina Jack de eso ahora?
Y utilizaste nuestros nombres también, imagínate.
—Bueno, los apellidos no —dijo Frank, para dejar claro que no había
perdido el hilo—. Y me transformaste a mí, un simple profesor de
autoescuela, en jefe de bomberos. Eso me gustó.
—Por cierto, me he estado preguntando algo —repuso Jenny—. Elauved:
¿cómo se te ocurrió ese apellido en particular?
Tomé aire. Había llegado el momento que siempre había imaginado, en el
que por fin iba a contárselo.
—Richard Elauved —respondí—. Rich are the loved. «Rico es aquel a
quien aman». Fue un homenaje a vosotros. Me recibisteis y me quisisteis
como si fuera vuestro hijo. Me hicisteis más rico de lo que hubieran podido
lograr unos padres millonarios.
Bueno, eso creí decir, pero vi por sus rostros expectantes que no lo había
hecho. ¿Por qué me resultaba tan difícil?
—Se me ocurrió sin más —dije, puesto que no era del todo mentira.
Recorrí el salón con la mirada. Junto a la chimenea había un cuadro, un
pájaro que planeaba sobre un bosque. Puede que ya estuviera colgado los
años en que viví allí, pero no lo recordaba. No sabía muy bien cuándo
habían surgido estas lagunas en mi memoria.
Me puse de pie.
—La cena estará lista dentro de media hora —dijo Jenny—. Lasaña. —
Me guiñó un ojo—. Tienes una toalla encima de la cama, por si quieres
ducharte.
Le di las gracias y subí por la escalera. Me detuve un instante ante mi
habitación y agucé el oído. El bendito silencio de allí dentro, el
tranquilizador parloteo y los ruidos que llegaban de la cocina. ¿Por qué era
capaz de soltar declaraciones de amor a personas que no me importaban y
no a las que amaba de verdad? No lo sé. De verdad que no. Puede que tenga
daños más profundos de lo que estoy dispuesto a reconocer.
A continuación, empujé la puerta. Nada había cambiado, la habitación
parecía un museo dedicado a Richard Hansen. En su caso, Richard Elauved.
Al menos mi mirada buscó, como siempre, la tarima del suelo, bajo la
ventana, para comprobar si una magicicada con los ojos rojos de Fatso me
observaba con intensidad.
25

Eran las siete y diez, la oscuridad de la noche se había aposentado cuando


entré en la clase.
Fue como bajar de una máquina del tiempo. Todos los rostros que
ocupaban los pupitres se giraron hacia mí, y lo mismo hizo la señorita
Trino, que estaba delante de la pizarra con el puntero en la mano. La única
diferencia con la imagen de quince años atrás era que alguien les había
tirado telarañas a la cara, había hecho retroceder el nacimiento del cabello
de algunos de los chicos y había repartido varios kilos por los cuerpos. Las
gafas parecían haber cambiado de dueño, era probable que fuera el
resultado de que algunos ya no se resignaban a ver mal sin gafas, mientras
que otros se habían deshecho de las suyas con intervenciones de láser o
poniéndose lentillas.
—Llegas tarde, como siempre, Richard —dijo la señorita Trino fingiendo
severidad.
La clase se rio con una intensidad que hacía sospechar cierta tensión,
como imagino que suele pasar en los aniversarios de las promociones
escolares. Deslicé la mirada entre los pupitres mientras contestaba
alegremente que lo sentía, que por el camino me había dado cuenta de que
me había dejado el libro de matemáticas en casa, había tenido que dar la
vuelta y, además, se me había pinchado la bici. Eso desató aún más risas,
por supuesto.
Todo el mundo tenía una copa con algo burbujeante y vi algunas caras
conocidas y otras que debía de haber olvidado por completo. Una
combinación de las lagunas de mi memoria y de que hay gente que puede
pasar por tu vida sin dejar huella alguna. En cualquier caso, no vi lo que
buscaba.
A Karen.
Hasta que llegué al fondo de la clase.
Primero vi a Oscar. Había engordado, pero conservaba su increíble
melena. Me sonrió con unos dientes tan blancos como los de entonces y
levantó el pulgar.
Karen ocupaba el pupitre contiguo. No sé qué me esperaba. Bueno, sí, lo
sabía. Esperaba que estuviera desmejorada, que hubiera perdido la chispa,
el encanto, esa luz irresistible que tal vez tenía su origen en eso, en que ella
se sabía irresistible, al menos para cierta clase de chicos. Había tenido la
esperanza de comprobarlo y reírme de ese recuerdo nostálgico ahora que mi
Karen Taylor había desaparecido, se había caído del pedestal; que iba a
poder pasarlo bien recordando el pasado sin esforzarme y volver a casa
liberado del sueño que me había atenazado y que había supuesto una
pérdida de tiempo y energías.
No era el caso, claro que no.
Karen era la misma, solo tenía los rasgos del rostro y las curvas del
cuerpo algo más marcadas. Me sonrió como si yo fuera único, me señaló
con naturalidad el pupitre vecino, que estaba libre. Sentí que el corazón me
latía con auténtico placer. Demonios.
Se inclinó hacia mí en cuanto me senté.
—¡Malote! –susurró, y me puso la mano en el brazo—. Empezaba a
temer que al final no te presentaras.
—Sígueme la corriente —susurré a modo de respuesta.
Luego agarré la copa llena que tenía delante y brindé con ella. Las
burbujas de champán parecieron ir directas a mi cerebro, y me acordé de
que casi no había probado la lasaña y debía tomármelo con calma si no
quería emborracharme antes de tiempo.
—Los del fondo, atended, niños —regañó bromeando la señorita Trino,
bonachona.
No se llamaba «señorita Trino», por supuesto. Así es como yo la había
llamado en el libro, pero era incapaz de recordar su verdadero nombre por
mucho que me devanara los sesos.
Tuve tiempo de sostener la mirada algo inquisitorial de Oscar antes de
que volviera los ojos hacia nuestra profesora, que estaba repasando lo que
había sucedido en el colegio desde que nos fuimos. Habló sobre todo de
reformas y nuevos edificios, cambios de director, planes de estudio y otros
datos bastante aburridos.
Tras la «clase» nos reunimos en el gimnasio, que habían decorado para
un baile de graduación. Una chica de la comisión de fiestas estaba ante una
mesa con un equipo de música y globos y anunciaba lo que estaba previsto
que sucediera el resto de la velada. Oscar y Karen se hallaban de espaldas
ante mí. Él le había pasado el brazo por los hombros y ella inclinó la cabeza
hacia su cuello.
—Enhorabuena por tus éxitos, Richard —susurró una voz.
Cuando me giré, no reconocí los rasgos, a pesar de que era un hombre
guapo, ancho de hombros y esbelto. De hecho, me recordaba al agente
Dale; así lo imaginaba yo en el libro.
—Gracias. —Le miré con más detenimiento, algo en su voz me resultaba
familiar. Caí en la cuenta, ¿sería posible?— ¿Fatso? —Se me escapó.
Se echó a reír sin el más mínimo indicio de haberse ofendido.
—Hace mucho que no oía eso, pero sí, soy Fatso.
No solo le había desaparecido la grasa, también las gafas, y bajo el traje
bien ajustado había músculos.
—¡Jack! —exclamé—. Disculpa, es que ha sido tan… ¿A qué te dedicas?
—Bailo —dijo—. En la misma ciudad que tú.
—¿Bailas?
—Lo hice. Fui a la academia de baile. Ahora soy, sobre todo, coreógrafo
para otros bailarines. Es más cómodo y… bueno, está mucho mejor pagado.
Al menos si te haces un nombre.
—¿Y tú lo tienes?
—No como tú, Richard, pero me las apaño.
—¿Familia? ¿Hijos?
—Tengo marido. Hijos no, de momento. ¿Y tú?
Negué con la cabeza.
—Ninguna de las dos cosas.
—En ese caso eres la excepción. Aquí nos casamos y tenemos hijos sin
parar… —Señaló a Karen y a Oscar con un movimiento de la cabeza—.
Tres hijos y la casa más grande de Ballantyne. La compró, la tiró y la
reconstruyó de cero. Te aseguro que nos invitará a seguir la fiesta en su casa
para enseñárnosla. Y…
Dejé de oírle cuando subieron la música a tope y la clase aulló. Un éxito
irritante que yo odiaba en los años de colegio, pero que ahora sonaba de
maravilla. Una chica se acercó y tiró de Jack, sin decir palabra, en dirección
a lo que de repente parecía una pista de baile donde todos daban saltos y
movían las caderas. En ese follón perdí de vista a Karen. Hasta que se
deslizó a mi lado.
—¡Caramba! ¡Cómo baila Jack! —gritó para hacerse oír por encima de la
música mientras contemplábamos sus acrobacias—. ¿Qué hay de Richard?
¿Sigue sin bailar?
Negué con la cabeza. Cuando se acercó a mí para no tener que gritar sentí
que su flequillo cortado a lo chico me acariciaba la mejilla.
—¿Nos escapamos o qué?
—¿Qué quieres decir? —pregunté sin moverme.
—Como en el recreo. Nos vamos un ratito y dejamos que estos idiotas
vayan a lo suyo.
Hizo oscilar ante mi cara la vieja llave, tan familiar, y soltó aquella risa
deliciosa y loca.

Cuando subimos a la azotea, el intenso aire otoñal me acarició el rostro,


refrescándolo. Nos acercamos al borde y nos asomamos al patio. Intensas
ráfagas de viento agitaban el flequillo de Karen. Al sur, en dirección a
Hume, brillaron rayos bajo las nubes.
—Espero que pueda aterrizar —dijo Karen.
—¿Quién?
—Tom. Tendría que estar aquí, parece que el avión está dando vueltas
sobre Hume debido al tiempo.
Asentí con un movimiento de la cabeza. Las nubes de tormenta parecían
avanzar hacia nosotros.
Karen levantó una copa rebosante de champán.
—Aquí estamos otra vez. ¿Cuántas confidencias nos hicimos aquí arriba?
Yo, pensé. Yo te hacía confidencias, tú solo preguntabas y escuchabas.
—Aun así, nunca te confié mi mayor secreto –dije, y brindé con ella.
Bebimos. Karen se quedó en silencio, observó la oscuridad. Le tocaba
hablar, y lo sabía.
—¿Te refieres a lo que les sucedió a tus padres? —preguntó por fin.
No respondí. Solo comprobé que había evitado mi acercamiento. Puede
que fuera lo mejor para ambos.
—Siempre decías que no te acordabas de casi nada. ¿Puedes contarme lo
que pasó?
Lo pensé.
—No lo sé —respondí.
—Cuéntame lo que puedas recordar.
Puso la chaqueta que se había traído sobre el suelo de tela asfáltica, junto
a la chimenea, se sentó y me hizo un gesto para que la imitara. Me deslicé a
su lado y apoyé la espalda en el tubo. Estábamos tan cerca que mi muslo,
enfundado en el pantalón del traje, rozaba el suyo bajo el vestido.
—Murieron en un incendio —dije.
—¿Qué clase de incendio?
—Un incendio provocado. En el piso en que vivíamos.
—¿Quién lo provocó?
Tragué saliva. Tenía la boca tan seca que fui incapaz de emitir sonido
alguno. El retumbar de un trueno en la lejanía llegó hasta nosotros.
—¿Tú? —Su voz sonó prudente, como si anduviera de puntillas por una
superficie helada.
—No. Mi padre. —Dejé escapar todo el aire de los pulmones.
—¿Por qué crees que lo hizo?
—Porque estaba enfermo. Y porque mi madre lo echó cuando se volvió
violento.
—¿Prendió fuego a la casa de la que lo habían echado, pero él también
murió en el incendio?
—Sí, entró mientras dormíamos y le prendió fuego.
—¿Y eso ocurrió sin previo aviso?
—No. Bueno, sí. Llamaba por teléfono.
—¿A tu madre?
—Sobre todo por la noche. Ella dejó de responder. Y entonces, a veces,
yo lo cogía a escondidas.
—¿Por qué?
—Porque… no lo sé. Porque quería que dejara de sonar. Porque quería
pedirle que dejara de asustarnos. Porque… quería escuchar su voz.
—¿Escuchar su voz?
—Era mi padre. Él también sufría.
—¿Qué decía?
Cerré los ojos. Al igual que cuando escribía, regresaban las imágenes, los
sonidos, las escenas que nunca podía asegurar si eran invenciones mías o
habían sucedido en realidad, pero que parecían tan reales como que Karen y
yo estábamos allí juntos.
—Dijo que iba a arder. Que mi madre, a la que yo quería, ardería y que
no había nada que yo pudiera hacer, porque era pequeño, débil y cobarde.
Porque yo era igual que él, yo era… —Me faltaba el aire—. Basura. Y
entonces me hacía repetirlo: «Di que eres basura o la mato».
—¿Y tú lo decías?
Abrí la boca para afirmar, pero no salió sonido alguno. Sentía que aquello
le atañía a otra persona, no a mí. Tal vez mi cuerpo y mi voz solo fueran el
invento de un escritor que guardaba las distancias, que escupía lo primero
que le venía a la cabeza. Al mismo tiempo, sabía que cada palabra era
cierta: había sucedido así. Asentí con la cabeza, noté que algo cálido me
corría por la mejilla y traté de ocultar la cara. Por lo que parecía, al final me
había bebido el champán demasiado deprisa.
Karen me puso una mano en el hombro.
—¿La mató de todas formas?
Me sequé la lágrima.
—Le habían diagnosticado esquizofrenia. Deberían haberlo internado.
Estuvo internado. En la sección cerrada. Me permitieron visitarlo una vez.
El manicomio estaba en mitad del campo, rodeado de una valla alta. Se
llamaba Lieps. Después, sin avisarnos, volvieron a dejarlo en libertad. Tres
días más tarde prendió fuego a nuestra casa.
—¿Cómo sobreviviste al fuego?
—Salté.
—¿Saltaste?
—Desperté, y mi habitación estaba envuelta en llamas. Corrí a la
ventana. Nuestro piso estaba en la décima planta, había camiones de
bomberos en la calle. Extendieron una lona y me gritaron que saltara. Así
que salté. Sin antes preguntar si habían sacado a mi madre. Podría haberla
salvado, al fin y al cabo, tenía trece años.
—Si las llamas ya estaban en tu cuarto, no podrías haberlo hecho.
—Nunca lo sabré.
—Oh, Richard. –Se apiadó de mí, y posó la mano en mi mejilla.
Me eché a llorar. Lloré y lloré, cada músculo de mi cuerpo se contrajo y
no podía dejar de temblar. Me llevó a pensar en el libro, cuando estaba
atrapado en la valla electrificada. Eso, y un vago recuerdo que no logré
apresar.
Karen me rodeó con los brazos. Ya no me dolía. Al contrario, era como si
hubieran desatascado una tubería y por fin saliera toda la mierda. No me
soltó hasta que dejé de sollozar.
—Toma —dijo.
Levanté la vista y vi lo que me ofrecía. Me reí.
—¿Qué es eso? Solo una madre se asegura de tener clínex a mano
cuando lleva un vestido de fiesta.
Me soné y me sequé la nariz.
—¿Una madre? —dijo, extrañada.
—Tú y Oscar. Me han contado que tenéis tres hijos y que vivís en una
casa increíblemente enorme.
Karen me miró incrédula. Luego ella también se echó a reír, y fue mi
turno de preguntar qué pasaba.
—Es cierto que Oscar tiene tres hijos —dijo—. Y al parecer una gran
casa, pero me temo que yo no tengo ni lo uno ni lo otro.
—¿No?
—Oscar y yo lo dejamos en cuanto acabamos el instituto, poco después
de… que te marcharas.
—Entiendo. ¿Por qué lo dejasteis?
Ella se encogió de hombros.
—Yo me iba al sur para estudiar Medicina y él iba a incorporarse al
negocio de su padre, aquí en Ballantyne. En cualquier caso, supongo que yo
sabía que no estábamos hechos el uno para el otro.
—Si lo sabías, ¿por qué fuisteis novios tanto tiempo?
—¿Sabes una cosa? —dijo Karen, que aunque me miraba parecía
enfocada en su interior—. También me lo he preguntado. Creo que fue
porque todo el mundo decía que Oscar y yo hacíamos una buena pareja.
Incluso mi madre se sorprendió cuando le dije que quería romper con él.
—Y Oscar, ¿cómo se lo tomó?
Ella sacudió la cabeza.
—Regular.
—Parece que todavía siente algo por ti.
—Y yo por él, Oscar es el chico más bueno del mundo.
—¿Os habéis seguido viendo?
Ella negó con la cabeza.
—Él continúa poniéndose en contacto conmigo y yo tengo que… —
Abrió las manos, era evidente lo que quería decir.
—¿Tienes que…? —pregunté de todos modos.
Ella esbozó una sonrisa.
—Tener cuidado.
Iba a preguntarle por qué debía tener cuidado cuando nos interrumpió un
grito proveniente del patio.
—¡Karen! ¡Richard! ¡Sabemos que estáis ahí arriba!
Nos asomamos por el borde. Era Oscar, por supuesto.
—¡Vamos a hacer el corro! —gritó—. ¡Todo el mundo tiene que
participar!

El corro consistía en sentarnos en un gran círculo de sillas colocadas en el


gimnasio mientras, de uno en uno, contábamos qué habíamos hecho los
últimos quince años. En principio disponíamos de tres minutos por persona,
pero algunos acababan en treinta segundos y nadie interrumpía a los que se
excedían del tiempo asignado. La mayoría hablaba de su familia y de sus
aficiones más que de sus carreras profesionales, salvo Oscar, que insistió en
lo bien que le iban los negocios y solo mencionó de pasada que estaba
casado y tenía tres hijos. Jack hizo reír a todos con un relato irónico sobre el
chico al que le encantaba bailar delante del espejo disfrazado de la
protagonista de Dirty Dancing, pero que no comprendió que era gay hasta
que una de sus tías le explicó quién era realmente Jack. Llegó el turno de
Karen. Para mi decepción, o puede que alivio, no desveló mucho, solo que
vivía en el sur, que había estudiado Psiquiatría y que trabajaba demasiado,
que no tenía pareja en ese momento y que compartía una casa en la playa
con dos compañeras de trabajo.
Creí percibir más expectación en el ambiente cuando me dieron la
palabra por último. La historia del famoso de la clase era el postre que todos
habían estado esperando. No porque estuvieran interesados en escuchar otra
presuntuosa historia de éxito, que en mi caso incluso podían encontrar en la
prensa, sino porque sentían curiosidad por saber cómo me había tomado el
éxito, mi modesta fama, si me había vuelto presumido, si creía que a ellos
les importaba, si iba a hablar mucho más de los tres minutos que me
correspondían para restregarles por la cara todo lo que yo había logrado y
ellos no.
Solo dediqué unas frases a contar que era autor de libros infantiles, que
algunos de los libros habían funcionado bien, otros no tanto, que uno de
ellos me permitía vivir de ello; que estaba soltero, que no tenía hijos y que,
aunque no planeaba volver a vivir allí, recordaba con frecuencia los años
que había pasado en Ballantyne. A veces los recuerdos eran buenos, otras
malos.
—No tan malos para mí. Debieron de serlo mucho más para algunos de
vosotros –dije, y noté que se me cerraba la garganta. El maldito champán—.
Porque yo no fui un buen chico. Digamos en mi defensa que llevaba a mis
espaldas algunas vivencias muy duras que contribuyeron a ello, pero de
todas formas… Fui un acosador. —Me obligué a mirar uno a uno los rostros
del círculo, y me sorprendió lo parecidos que me resultaban a la luz escasa
del gimnasio, perlas blancas ensartadas en un hilo. Si no los conociera…—.
Quiero decir que lo siento, no voy a disculparme con nadie en particular
porque es demasiado pedir por parte de alguien que ha contaminado la
infancia de otros. Solo quiero que sepáis que me arrepiento… —Se me
bloqueó la garganta por completo y tuve que parar. No estaba preparado
para que la confesión que había previsto hacer me resultara tan
conmovedora, tendría que haberla ensayado antes de acudir allí, haber
ensayado el discurso a solas. Soplé con las mejillas abultadas y pestañeé
para apartar las lágrimas—. Y si pudiera servir para que uno solo de
vosotros se sintiera un poco mejor, habrá merecido la pena hacer este viaje.
Solté lo que me quedaba de aire en los pulmones, me incliné en la silla,
apoyé la frente entre las manos y cerré los ojos. La sala estaba en silencio y
así permaneció un largo rato.
—Pero… —dijo por fin una voz de mujer que no fui capaz de situar—.
Salvo que alguno de los presentes haya tenido una experiencia diferente, no
recuerdo que fueras un acosador, Richard.
—Yo tampoco —se sumó una voz masculina—. Otros lo eran, tú no.
¿Me estaban tomando el pelo? Me aparté las manos del rostro. Y no,
todos me miraban con lo que parecía una benévola seriedad.
—¿Sabes por qué nunca acosaste a nadie? —preguntó Jack, Fatso—. No
tenías tiempo, estabas siempre en la biblioteca con la señora Zimmer, leías
todo el rato.
Hubo risas generalizadas.
—Sorry, Richard —dijo Oscar, y esbozó una sonrisa—. Creo que no eras
tan malote. Supongo que así funciona la memoria de un escritor.
Risas aún más altas. Alivio. Bueno, al menos se destensó el mal ambiente
que yo, por supuesto, había contribuido a crear. Tragué saliva. Sonreí. Iba a
contestar algo cuando Jack se subió a la silla de un salto y formó un
megáfono con las manos:
—Partytime!
En unos segundos todo el mundo se había puesto de pie, empezó a sonar
la música y nos lanzamos a bailar al ritmo de nuestros horteras éxitos
juveniles. Todo el mundo cambiaba de pareja en cada canción, salvo Oscar,
que se había apropiado de Karen. Yo bailaba enloquecido, en una
borrachera que mezclaba champán, licor casero, vergüenza por mi
inadecuada confesión pública, y pura alegría y alivio porque mi mala
conciencia de todos esos años hubiera resultado ser del todo injustificada.
Aún no estaba seguro de quién tenía peor memoria, si la clase o yo, pero
estaba claro que mi comportamiento no había dejado en nadie marcas
duraderas, y ¡eso bien valía una celebración!
No sé cuánto tiempo llevaba en la pista, estaba empapado en sudor y
bailaba con una chica que me resultaba vagamente familiar, y que me
miraba con tal descaro que sospeché que tal vez nos habíamos conocido
mejor de lo que yo recordaba. Por otra parte, en aquella época yo no tenía
ojos para nadie que no fuera Karen, ¿no? No sé si me leyó el pensamiento,
pero cuando la música cesó y nos quedamos el uno frente al otro, en el
repentino silencio, me dijo con una sonrisa pícara, en voz alta y clara:
—El granero.
Respondí a su sonrisa con otra y asentí.
—¡No! —Ella rio—. No te acuerdas, joder. ¡El granero! Tú y yo… y el
heno.
Seguí sonriendo.
—¿Cómo me llamo? —preguntó en tono agresivo.
Sentí que se me congelaba la sonrisa. Tragué saliva. Su risa sonaba
amarga.
—¿Sabes una cosa Richard Hansen, eres un jodido…
—Rita.
Ladeó a cabeza y me miró.
—Te llamas Rita —dije.
Relajó el gesto y comprendí por su sonrisa que estaba perdonado.
La música volvió a sonar. Era la primera canción de la noche de esas que
llamamos «lentas», una balada pegajosa, y Rita había iniciado un
movimiento resuelto hacia mí cuando una silueta se interpuso. Era Karen.
—Creo que esta es mía –dijo, y me miró ignorando a Rita.
—Creo que tienes razón –repuse, y le cogí la mano.
Nos deslizamos por la pista en un sencillo «dos pasos hacia delante uno
hacia atrás» mientras la melaza chorreaba por los altavoces.
—Has sido valiente al exponer tus sentimientos —dijo Karen—. En
contarles a todos cómo fue tu vivencia de los tiempos escolares.
Reí entre dientes.
—¿Aunque nadie los percibiera igual que yo?
—Todas las experiencias son subjetivas. Recuerda que eras sensible, te
afectaban todas las pequeñas agresiones que sufrías. Esa sensibilidad la
proyectabas en otros, creías que a ellos también les dolían con tus pequeños
pinchazos.
Sentí su mano suave en la mía, la curva de la espalda, el calor que
emanaba de su cuerpo a pesar de que la mantenía a una distancia
prudencial. ¿Debía descubrirme del todo? ¿Tendría valor suficiente?
La melodía acabó y Karen apoyó la frente en mi hombro.
—Espero que pongan otra lenta —susurró.
Su deseo se cumplió.
En la tercera balada la acerqué a mí. No mucho, solo un poco, pero
levantó la vista, sonrió y pareció que iba a decir algo cuando nos
interrumpieron. El local se iluminó por un repentino e intenso destello.
Procedía de las ventanas de la parte alta de la pared, una luz azulada que
pareció atravesarlo todo, de manera que por un instante vi una radiografía
de la cabeza de Karen, la forma del cráneo, las cuencas de los ojos vacías,
los dientes formando una sonrisa sobrecogedora.
Desapareció y siguió un trueno estruendoso, un profundo gemido. Karen
se pegó a mí, cerré los ojos e inspiré su perfume. Un nuevo bramido, esta
vez más cercano aún. Sentí que Karen me soltaba, y cuando abrí los ojos
me di cuenta de que la música había parado y la oscuridad en el gimnasio
era absoluta.
—¡Un cortocircuito! —gritó alguien.
La oscuridad era como una capa de invisibilidad en la que nos
hubiéramos envuelto, esa era nuestra oportunidad. Alargué las manos para
coger a Karen y había desaparecido. Algunos encendieron mecheros y un
par de velas, y al cabo de un rato apareció una linterna en la puerta.
Era el conserje.
Oscar, Harry Cooper (un tipo calvo al que recordaba porque tenía el
cabello escaso ya entonces y, además, era una mierda de persona, aún peor
de lo que yo lo era) y yo lo seguimos al sótano. Allí olía a metal quemado y,
en efecto, cuando el portero abrió una caja de fusibles enrome, la luz de la
linterna iluminó una nube de humo. Observé los interruptores retorcidos y
quemados del interior. Fue el olor, no la visión, lo que me resultó familiar.
La chica de expresión voluptuosa, algo que había ocurrido y que debería
recordar, pero no podía.
—Por esta noche se ha acabado la luz y la fiesta —dijo el conserje.
—Tenemos velas —repuso Oscar.
—Tú mismo has visto que ha habido un incendio —dijo el conserje—.
No puedo permitir que nadie permanezca en el colegio si hay por ahí unos
cables humeantes. Lo entendéis, ¿no?
Subimos otra vez al gimnasio. Allí, Oscar se encaramó a una silla y
anunció que tenía una noticia buena y otra mala. La mala era que la fiesta
no podía seguir en el colegio.
—La buena es que mi mujer se ha llevado a los niños para que visiten a
su abuela este fin de semana —dijo, y me fijé en que se le trababa la lengua
—. Eso quiere decir que estoy solo en casa y podemos…
Los gritos de entusiasmo ahogaron sus palabras.
Era casi medianoche y en el aparcamiento del colegio nos metimos a
presión en los coches de los que habían venido motorizados. Nadie pareció
preocuparse porque ninguno de los conductores estuviera del todo sobrio.
Todo el mundo sabía que el inspector de Ballantyne tenía mejores cosas que
hacer un sábado por la noche que perseguir a conductores que dieran
positivo a una prueba de alcoholemia.
Yo iba en un todoterreno eléctrico que avanzaba con un zumbido,
embutido entre Harry Cooper y Rita, y de repente me sentí agotado. Había
sido un día muy largo desde que me despertara en la ciudad, y me pregunté
si no debía tirar la toalla y volver a mi cuarto de la infancia. Cerré los ojos y
pensé que Karen también estaría allí, y sentí que me mareaba mientras el
coche reducía la velocidad por las curvas de la carretera. Oí el crujido de la
grava bajo los neumáticos, un «guau» del tal Harry Cooper, el gemido de un
portón que se abría y después más crujidos contenidos. Nos detuvimos del
todo.
—Ya hemos llegado —dijo el conductor—. Coged las botellas.
Sentí que la presión de los otros cuerpos se aflojaba y una corriente
cargada de tormenta se colaba por las dos puertas abiertas. Abrí los ojos y
bajé con dificultad, con la esperanza de que un poco de aire fresco me
despertara y aliviara una incipiente jaqueca. Pero la sangre se me heló en
las venas. Tenía que haberlo intuido. Tal vez lo había hecho. La casa era
nueva, construida desde los cimientos, o eso parecía. Debían de haber
recurrido a planos antiguos o fotografías.
—¿Vienes, autor? —preguntó Rita.
—Sí —contesté.
Es cierto que no vi ningún roble, pero la escalera, la puerta, las grandes
ventanas y las alas eran como entonces, incluso los cuernos de demonio del
tejado. Había regresado a Speilskogen 1: La Casa de la Noche.
26

Me adentré en el gran recibidor. Sobre el suelo de mármol blanco brillante


había un piano de cola negro, pulido, y una mesa de cristal con unas veinte
copas ya preparadas, con rodajas de limón. El mobiliario estaba organizado
en grupos; no parecía una casa sino el salón de un hotel. Una lámpara de
araña de cristal que colgaba del techo intensificaba esa sensación.
Agarré una copa y mi mirada la buscó en el grupo.
—Pues sí que le ha ido bien al Oscar —dijo Harry Cooper, que se había
colocado a mi lado. Dejó una copa que ya había vaciado y se hizo con otra
—. Salvo que es una metedura de pata echar una rodaja de limón en un gin-
tonic, claro, tendría que ser lima.
Me miró retándome a esa clásica discusión. No respondí, dejé de mirarle
y seguí recorriendo el vestíbulo con la vista. Por fin encontré a Karen, que
salía por el pasillo que conducía al ala izquierda. O, mejor dicho, Oscar la
llevaba de la mano, y casi parecía que tiraba de ella en esa dirección.
—¡Karen! —grité.
Se giró.
—Oscar exige enseñarme la casa. —Se rio con cierto hastío.
—¡Bien! —volví a gritar.
Me costó menos de lo que debería tragarme el orgullo y el resto de la
copa y apresurarme tras ellos.
—¿Os importa que me una a vosotros? —pregunté.
—Claro que no —respondió Oscar sin convicción y sin girarse hacia mí.
Avanzamos por el pasillo. Entre fotografías de coches y veleros colgaban
retratos al óleo de quienes parecían la esposa y los hijos de Oscar.
—El cuarto de invitados —dijo Oscar abriendo una puerta.
—Espléndido —comentó Karen.
Seguimos avanzando. Otra puerta. Otro cuarto de invitados. Seguimos.
—Es impresionante lo que has hecho con la casa —dije, más que nada
para intervenir en la conversación—. Porque el fuego la arrasó, ¿no?
—Arrasar… —empezó a explicar Oscar—. Es cierto que sufrió el
impacto de un rayo mientras estuvo desocupada y que tenía algunos daños
por el efecto de las llamas.
—Richard lo pregunta… —dijo Karen, y se giró hacia mí como si me
pidiera permiso— porque en uno de sus libros escribe sobre una casa que se
quema y que podría recordar a esta.
—¿De veras? —preguntó Oscar sin detener la marcha—. Tengo que
reconocer que no leo cosas de esas, de fantasía. Ay, perdona, Richard. —Se
giró y me puso la mano en el brazo—. No quiero quitarte mérito. Está claro
que tú has dado en el clavo con los niños.
—Los jóvenes —puntualizó Karen—. No se lo leería a mis hijos, Oscar.
Oscar esbozó una sonrisa, no parecía que le hiciera gracia que le
recordaran su estado civil.
—Aquí tenemos el atrio, o jardín de invierno –dijo, y rebuscó con la
mano tras la puerta. La estancia se abrió ante nosotros y se oyó un
murmullo de agua, pero estaba a oscuras, así que no dije gran cosa.
—Esto era un patio trasero, lo incorporé con paredes y techo de cristal.
Está claro que la casa nos viene grande, porque no doy con el interruptor.
En ese instante cayó un rayo y con el destello distinguí el árbol.
Estaba en medio de la estancia, rodeado de agua. No sé si era un roble,
pero era un árbol joven. Un árbol que todavía tenía pendiente extender sus
raíces. Aun así, me repugnó ver que era precisamente lo que hacían las
raíces en ese instante: alargar sus blancos dedos en todas las direcciones,
bajo nuestros pies, buscando, despacio pero sin descanso, alimento,
nutrientes. Presas.
Otro destello de un rayo. Vi a Oscar con el brazo levantado en busca del
interruptor, atravesado por la luz igual que Karen antes. Esta radiografía no
se parecía a la de ella. El cráneo era pequeño y los dientes menudos,
afilados, de roedor. El brazo no tenía los huesos definidos del ser humano,
sino una red de finas varillas, como el ala de un ave. Estaba claro que no
debería haberme bebido el gin-tonic a tanta velocidad.
—Ahí —señaló Oscar.
Se encendió la luz de la estancia.
—¡Guau! —exclamó Karen.
—¿Qué opinas, Richard?
—Increíble —respondí.
—¿Qué hay ahí adentro? —Karen señaló la puerta por donde el ala de la
casa se extendía al otro lado del atrio.
—El apartamento del matrimonio que trabaja a nuestro servicio. Ya
vivían aquí cuando nos hicimos cargo de la casa, en cierto modo venían con
ella. Se ocupan de la propiedad, cuidan de los niños y cocinan. Les llamé
para pedirles que prepararan unas copas cuando estábamos de camino. ¿Qué
os parece?
—Fantástico —dijo Karen.
Por unos instantes dudé de si debía mencionar que todo el mundo sabe
que los gin-tonic debían llevar lima, no limón, pero me limité a asentir
fingiendo estar de acuerdo con la aprobación de Karen. Oscar parecía
satisfecho.
—Les he pedido que preparen algo de cena, así que espero que tengáis
hambre.
—¡Fantástico! —repitió Karen.
La observé, no detecté ni rastro de ironía. De vuelta caminé tras ellos y
me fijé en que Oscar le cogía la mano a Karen y la trataba como si
volvieran a ser novios. Tuve ganas de golpearle la nuca con algún objeto
contundente.
El sonido de la música nos llegó desde el vestíbulo y vi que el baile
estaba de nuevo en todo su apogeo.
—¡Tom ya ha aterrizado! —gritó Jack desde la pista de baile—. Me ha
enviado un mensaje: viene de camino en taxi.
—¡Fantástico! —gritó Karen, y noté que tanta repetición empezaba a
molestarme.
—¿No tendrás un analgésico para el dolor de cabeza? —le pregunté a
Oscar, que no había soltado la mano de Karen.
—Claro que sí —respondió—. Lo encontrarás en el armarito del baño.
Sube la escalera, a la izquierda, pasa la cocina, tercera puerta a la derecha.
Me miró con una sonrisita como diciendo: «Buen-intento-de-lograr-que-
me-aleje-de-Karen-y-que-se-quede-contigo, aprovechado».
Me alejé; mi equilibrio era tan precario que tuve que recurrir a la
barandilla de la ancha escalinata. Al llegar arriba hice una parada para
intentar recuperarme. Vi que Oscar, Karen y los demás bailaban alrededor
de Jack, que reinaba en mitad de la pista con movimientos arriesgados y
trucos de break dance. Un salto mortal hacia atrás provocó una ovación.
Avancé tambaleándome, mareado y con una jaqueca que iba en aumento
y ya me golpeaba las sienes como el pedal de un tambor. Tras la puerta, que
supuse que debía de dar a la cocina, oí pasos arrastrándose, golpes sordos
de un hacha de carnicero y revuelo de cazuelas. El baño estaba, en efecto,
dos puertas más allá. Era grande, moderno y estaba muy limpio, con ducha
y jacuzzi y una puerta abierta que conducía al que debía de ser el dormitorio
de Oscar y su mujer. El armarito que había sobre uno de los lavabos estaba
repleto de frascos y cajas de pastillas. Vi un frasco que llevaba una etiqueta
pegada con el nombre de Sarah Rossi, pero no fui capaz de saber para qué
eran. Todo me daba vueltas. Reconocí una de las cajas y me tragué dos
comprimidos. Me senté en el suelo radiante, me apoyé en la pared y cerré
los ojos con la esperanza de que el tambor dejara de golpear y el mundo de
dar vueltas.
No sé cuánto tiempo llevaría allí sentado cuando la puerta se abrió y
entró Rita.
—Aquí estás —dijo con voz pastosa mientras se bajaba las bragas y se
sentaba en la taza del váter—. ¿Te encuentras mal?
—Perdón —me excusé. Me puse de pie y me llevé un susto al ver en el
espejo del armarito un rostro que no era el mío, pero que tenía que serlo.
—No fue para tirar cohetes, que digamos —comentó Rita mientras yo oía
el chorro caer en el agua del retrete—. Aquella vez en el granero. No te lo
pregunté entonces, tenía que portarme bien contigo, pero apuesto a que era
tu primera vez. ¿Cierto?
—Perdón —repetí, y salí tambaleándome al pasillo.
Me apoyé en la pared para pasar por delante de la puerta de la cocina,
donde solo oí pasos que se alternaban con un rumor de zapatos que se
arrastraban, como si el matrimonio estuviera bailando un vals ahí dentro.
Me detuve y me quedé escuchando. Había otro sonido. Una especie de
crujido. Bajé el picaporte para abrir. Algo, un presentimiento, me detuvo.
Tenía el corazón acelerado, el sudor me recorría el cuerpo. Solté el
picaporte, observé la puerta. En el interior se habían quedado en silencio
total; parecía que me estuvieran esperando. Retrocedí unos pasos, me giré y
seguí hacia la galería que daba al vestíbulo. Habían apagado la música y se
oía una animada charla. Me asomé por la barandilla. La gente estaba de pie,
sentada en sillas o medio tumbada en los sofás, comiendo. Vi que una
bandeja de hamburguesas había reemplazado a las copas en la mesa de
cristal. Puede que fuera eso lo que necesitara, comer un poco.
Bajé la escalera y fui hacia la bandeja, pero llegué tarde. Un tipo al que
reconocí, Henrik, el genio de las matemáticas de la clase, estaba cogiendo la
última. Al verme, dio un largo paso atrás y me hizo un gesto para que me
sirviera.
—Por favor, tú estabas primero —dije, y esbocé una sonrisa que
seguramente pareció algo forzada.
—Los grandes autores necesitan alimentarse —comentó sonriendo, con
buen humor—. Yo ya me he comido una, y están preparando más.
—En ese caso, gracias —dije agarrando la hamburguesa.
Clavé los dientes y noté que la boca se me llenaba del líquido de la carne
recién picada. Pensé que eso era lo que éramos en gran parte los mamíferos:
agua. Di otro bocado. Madre mía, qué rica estaba. Sin duda era lo que mi
cuerpo necesitaba.
—Mi hijo se pregunta si yo era el genio de las matemáticas, el Henrik de
tu libro.
Miré al hombre que seguía allí. Era uno de los que había necesitado poco
tiempo en la ronda de presentación del gimnasio. Contable, ¿no era eso lo
que había dicho? ¿Había aspirado a más? ¿Tal vez a investigar? ¿Creía que
esperábamos más de él y por eso había acortado su agonía? ¿O estaba más
que satisfecho, pero le parecía que no tenía nada emocionante que contar de
su vida hasta la fecha?
—Sí —dije con la boca llena—. Eras tú.
—Yo no era ningún genio de las matemáticas, pero gracias.
—Claro que lo eras.
Se echó a reír.
—Nunca te fíes de la memoria. Solo te proporciona lo que cree que
necesitas. Así que… en ese sentido está muy bien creer en ella —sentenció,
y volvió a reírse.
Di otro mordisco y mastiqué despacio para no tener que responder. Solo
asentí con la cabeza para agradecerle de nuevo la hamburguesa, crucé la
estancia y me instalé en un sofá, junto a Karen. Gemí de placer, un placer
que solo puede seguir a un estado de profunda incomodidad.
—Ya parece que te encuentras mejor —afirmó sonriente, y me apretó la
nuca con el índice y el pulgar.
—Sí —respondí tragando un pedazo de hamburguesa—. ¿Cuánto tiempo
hace que me fui?
—Bastante. Me estaba empezando a preocupar.
—Yo estoy bien. ¿Y tú? Veo que te has buscado un sofá para estar un rato
en paz. ¿No es horrible ser tan popular?
—Horrible… —Se rio y abrió un cuaderno de notas—. No, me senté aquí
porque estaba Tom.
—¿Tom? ¿Ha venido? —Miré alrededor—. ¿Dónde está?
—Ha ido a la cocina a echar una mano —dijo mientras escribía.
—Veo que conservas el marcapáginas –comenté, indicando con la cabeza
el pasador rosa que estaba enganchado a la cubierta del libro.
—Sí.
—¿Sigues queriendo ser escritora? Si citas algo que yo haya dicho, exijo
que hagas referencia a la fuente y respetes los derechos de autor.
—Hecho. Por cierto, Tom ha preguntado por ti.
—¿Y eso? ¿A qué ha ido a la cocina?
—A echar una mano, ya te lo he dicho.
—¿Por qué?
Se encogió de hombros.
—Tom es un chico que siempre se ofrece voluntario.
—¿Lo es?
—Eso dijo.
—¿Qué dijo?
—Que quería ir a la cocina a ofrecerse de voluntario. Se ve que funciona,
está claro que te gustó esa hamburguesa.
—¿La ha preparado Tom? —Bajé la mirada hacia el último pedazo de
pan y carne que aún sostenía en la mano.
—Al menos la pareja de cocineros lo llaman hamburguesa al estilo Tom.
Y aquí traen más…
Oí pasos que se arrastraban por la escalera. Tragué saliva. Me venía algo
a la memoria. Después, despacio, me giré. Sentí que se me secaba la boca y
se me dormía la lengua.
Un cangrejo, eso fue en lo primero que pensé. Se movían de lado por la
escalera, con las cuatro patas, puesto que estaban unidos por la cadera. En
la mano derecha, levantada como la pinza de un cangrejo, cada uno sujetaba
una bandeja de humeantes hamburguesas. Parecían hermanos, cojeaban e
iban vestidos de blanco.
Sostuve la mirada de ella, de Vanessa.
Luego, en el momento en que se giró para permitir que su compañero
pusiera el pie en el escalón siguiente, la de Victor.
Sentí que me iba a estallar la cabeza. Las pastillas. Tenían que ser las
pastillas. ¿Qué otra cosa podía explicar lo que veían mis ojos?
—Mmm… ¡qué buena pinta! —exclamó Karen.
—No toques esas hamburguesas —le advertí. Tiré lo que quedaba de la
mía y me puse de pie.
—¿Algo va mal, Richard?
—Sí —susurré—. Algo va mal. Ven.
Agarré a Karen de la mano y la arrastré conmigo. El grotesco cangrejo
humano bajó del todo la escalera y se movió hacia la mesa de cristal
mientras subíamos corriendo.
La puerta de la cocina estaba entreabierta y, al acercarnos, oí el mismo
sonido que había imaginado al escribir la escena en la que a Tom lo
devoraba el auricular del teléfono. Un crujido húmedo de larvas devora-
cadáveres comiéndose al muerto. Abrí de una patada.
—P-p-pero si es Richard…
El hombre que estaba junto a la encimera de la cocina dando vueltas a la
manivela de la picadora de carne puso cara de alegrarse. Tenía quince años
más, había engordado y llevaba bigote. No cabía duda, era Tom.
—¿T-t-te gusto? —preguntó.
Lo miré fijamente. Tragué saliva. Se había subido hasta el hombro la
manga de la camisa del brazo que no hacía girar la manivela, y lo tenía tan
metido en la picadora que ya no quedaba nada de él. El crujido húmedo
procedía de la abertura de la trituradora, por la que salían tiras de carne que
se quedaban colgando y luego aterrizaban en una sartén que estaba colocada
debajo, sobre una silla.
—¿Qué estás haciendo? —susurré con dificultad, y noté que iba a
vomitar.
—Hago lo que deberíamos hacer todos —dijo—. Me entrego. V-v-ven,
Richard, deberías probar.
—No, gracias —conseguí decir mientras retrocedía hacia la puerta
caminando hacia atrás.
Tom soltó la manivela y lanzó la mano. Yo estaba a más de dos metros de
distancia, pero igualmente me alcanzó. Los dedos blancos y delgados se
cerraron alrededor de mi muñeca y empezaron a arrastrarme hacia él.
—Insisto —dijo.
Me resistí, clavé los talones en el suelo, pero, sencillamente, era
demasiado fuerte.
—Venga, la muchedumbre necesita a-a-alimentarse.
Cada vez estaba más cerca. Sacó lo que le quedaba del brazo de la
abertura de la picadora, la boca misma. El final del muñón estaba
desgarrado, asomaban carne roja y huesos blancos, pero no sangraba. Vi las
letras en relieve en el lateral de la máquina, PIRAÑA. Tom metió mi mano
en la picadora.
—¡Karen! –grité, y me di la vuelta.
Karen estaba en la puerta y se limitaba a mirarme, como una testigo
pasiva. Horrorizada, sí, pero ¿había algo más en su gesto, una emoción,
como si estuviera, por así decirlo, fascinada?
Noté que mi mano chocaba con algo afilado en el fondo de la boca de la
picadora. Las cuchillas.
—Karen, querida —dijo Tom—. No tengo ninguna mano disponible,
¿puedes girar la m-m-manivela?
Para mi sorpresa, vi que Karen asentía y entraba.
—¡No, no, no! —grité en el instante en que ella agarró la manivela.
Mi mirada recorrió la encimera de la cocina. Encontró el cuchillo para la
carne. La agarré con la mano libre, la hice volar y asesté un golpe con todas
mis fuerzas contra el brazo que me agarraba. Sentí que el acero atravesaba
con facilidad sorprendente la carne y el hueso, y se clavaba en la encimera.
Un chorro de sangre caliente me salpicó la mano.
—¡Vaya! —exclamó Karen y se miró risueña el vestido, ahora teñido de
rojo.
—¡Vaya! —la imitó Tom, riendo también al ver su brazo cortado sobre la
encimera.
Miré incrédulo lo que quedaba de él, un torso vivo, del que manaba
sangre, sobre dos piernas. Después me fijé en que Karen había empezado a
hacer girar la manivela. Llegué a sentir la presión de las cuchillas sobre la
piel, pero logré sacar la mano.
Nuestras miradas se cruzaron. ¿Qué vi en la suya? ¿Curiosidad?
¿Compasión? No lo sé, todo era muy desconcertante.
Eché a correr.
Por el pasillo, hacia el vestíbulo.
Estaba tan mareado que me parecía que corría sobre la cubierta de un
barco en plena tormenta. Cuando salí a la galería me agarré a la barandilla
con las dos manos y vomité. Parte del vómito fue a parar al suelo de
mármol. Recuperé el aliento. Oí un zumbido grave, de un panal. Levanté la
cabeza. Abajo, en la entrada, habían formado un círculo, pero, en ese
momento, todos tenían la vista levantada hacia mí. Yo observaba al que se
encontraba en el centro. Era Jack. Estaba desnudo, había adoptado una pose
de ballet clásico y tenía la vista clavada en mí. Los brazos formando un
óvalo por encima de la cabeza, los dedos de las manos rozándose, el talón
de un pie tocando el dedo gordo del otro, y viceversa. Quinta posición.
¿Que cómo lo sabía yo? ¿Lo había leído?, ¿había visto imágenes en algún
libro de la biblioteca donde decían que me pasaba los días? ¿Era eso cierto?
El zumbido provenía de las alas que le asomaban por la espalda; finas y
transparentes, batían tan rápido que su movimiento solo se percibía en
forma de vibración.
Se estiró hasta que solo las puntas de los dedos tocaron el suelo de
mármol. Y entonces… ni eso.
Empezó a flotar, suspendido en el aire.
De nuevo se me paró la respiración. Solo se oía el zumbido de las alas. El
cuerpo de Jack, inmóvil en su postura, se elevó. Vi los rostros del resto,
vueltos hacia arriba. En realidad no parecían asombrados, sino más bien
místicos, como si se tratara de un milagro anunciado o algo que ya hubieran
presenciado. Oscar exhibía una sonrisa beatífica. Rita parecía embelesada,
movía los labios murmurando una plegaria. Vanessa y Victor tenían las
manos entrelazadas.
Jack había llegado a la altura de la galería y se acercaba a mí. Sentí el
aire que desplazaban las alas. Sus ojos habían cambiado y tenían el iris rojo.
Estuve a punto de echarme a reír, esas alucinaciones eran tan reales que
tenía la impresión de que si alargaba la mano y lo tocaba sentiría su piel con
la yema de los dedos. ¿Eran las pastillas? ¿Controlaban ellas las
alucinaciones, o era yo? No podía estar seguro, porque tenía la sensación de
que mantenía cierto control, que era yo quien inventaba, que podía y no
podía decidir qué iba a suceder, que el relato tenía voluntad propia, una
lógica interna. Si era así ¿podía interrumpirlo? ¿O era solo una pesadilla
corriente, una representación que montas para ti solo, un espectador
indefenso que no quiere oír ni ver, pero que no tiene más remedio que
asistir? En ese caso, me apetecía despertarme ya. Carraspeé.
—Impresionante, de verdad, Jack —dije, tratando de mantener la voz
firme—. Has logrado transformarte en el hada Campanilla.
—Mientras que tú eres el de siempre —dijo Jack—. Imu.
—¿Qué?
—Compruébalo tú mismo —dijo Jack, y señaló el ventanal.
Me giré, no vi nada más que la negra oscuridad exterior.
—¿Qué dices…?
En el instante en que empecé a hablar, un rayo iluminó la noche y vi mi
rostro reflejado en el cristal. Pero no era mi cara, sino la que había visto en
el espejo del baño. La misma que había visto en una fotografía escolar
cuando era pequeño. El rostro que había imaginado cuando escribí La Casa
de la Noche y su protagonista, Richard, estaba ante la puerta del director de
Lieps. No solo sentía que me iba a estallar la cabeza, deseaba que lo
hiciera. Era el rostro de Imu Jonasson.
—¿Lo ves? —preguntó Jack—. ¿Lo comprendes, Richard?
—No —respondí—. Solo comprendo que lo habéis planificado. —Jack
sonrió a modo de respuesta—. ¿Cuánto hace…?
—Ah, antes de enviar las invitaciones para la fiesta de aniversario.
—Pero… ¿por qué?
—¿Por qué, Richard? Vamos, ya lo sabes.
Negué despacio con la cabeza.
Jack suspiró y ladeó la suya.
—Tú mismo lo dijiste.
—¿L-l-lo del acoso?
—En ese caso fuiste un solo acosador contra una jauría de almas
solitarias, Richard. «Acoso» es una palabra demasiado débil, ¿no crees?
—Eh…
—Piénsalo. «Maldad» es el término más adecuado. ¡Mira! —Movió el
brazo hacia los compañeros de clase que tenía debajo—. Mira y recuerda.
Tom, Vanessa, Victor, Oscar y yo. Incluso Karen. Todos los presentes. Te
ocupaste de todos nosotros, uno por uno, nos hundiste, nos aterrorizaste,
hiciste de nuestras vidas un infierno.
Observé. Intenté recordar. Ahora volvía a mí. Rostro por rostro. Víctima
a víctima. Recordaba el mantra que había utilizado. «Eres basura». Nadie
puede convencerte de que eres basura, solo alguien que sabe lo que es serlo.
Tragué saliva.
—Cuando dijisteis que mis recuerdos eran erróneos me estabais
mintiendo.
—Lo siento, teníamos que lograr que te relajaras. Conseguir que vinieras.
—Bien. ¿Y ahora qué?
Jack se encogió de hombros.
—Ahora te comeremos.
Abajo, el grupo había empezado a moverse.
—No puedo dejar que lo hagáis sin más –dije, y observé cómo ascendían
por la escalera, una corriente humana.
—Oh, no contábamos con ello —dijo Jack—. En realidad, nos gustaría
que intentaras escapar. Ya se sabe, la adrenalina le da a la carne un toque
extra de sabor.
El grupo había llegado a la parte superior de la escalera y se movía hacia
mí con la pareja que asemejaba un cangrejo al frente. Solo frenaron cuando
los amenacé con el cuchillo de carnicero. Me subí a la barandilla, me puse
de pie, hice equilibrios con los brazos abiertos y grité:
—¿Queréis ver cómo vuelo?
Iban a lanzarse sobre mí, pero me tiré de cabeza al vestíbulo.
Caí.
Me dirigía a toda velocidad hacia el suelo de mármol brillante.
Impacté sobre el piano de cola, que también lanzaba destellos. Sentí que
la tapa estallaba, que las cuerdas del piano se rompían y que el instrumento
se partía.
Estaba boca arriba, mirando hacia la lámpara de araña de cristal, hacia
Jack, que flotaba sobre mí, hacia los rostros de la galería. Rebusqué hasta
dar con el cuchillo y me puse de pie.
La manada ya bajaba por la escalera y corrí hacia la puerta para abrirla de
un tirón. Intenté abrirla de un tirón. Estaba cerrada y no tenía ninguna
cerradura que se pudiera intentar abrir. Volví a tirar. Obtuve el mismo
resultado.
—¿Sientes ahora lo que es llegar a una puerta cerrada? —preguntó Jack.
Flotaba zumbando sobre mi cabeza, demasiado lejos para que pudiera darle
con el cuchillo—. Y los que han echado el cerrojo son aquellos a quienes
llamabas «amigos». ¿Qué vas a hacer ahora? —Golpeé la puerta con el
puño, desesperado—. ¡Exacto! —Jack rio—. ¡Llamas a la puerta! Esperas
que alguien abra. Cuando no lo hacen, ¿qué pasa?
Me giré. La masa había llegado al pie de la escalera y ahora eran Oscar,
Harry Cooper y Henrik quienes iban al frente. Los rostros no reflejaban
odio, solo ausencia y una extraña indiferencia, como si sus cuerpos
obedecieran órdenes que no provenían de su propia voluntad.
—Sí, llamas por teléfono —dijo Jack con el pulgar en la oreja y el
meñique delante de la boca, cual auricular—, llamas con la esperanza de
que alguien lo coja. Que la única persona sobre la que aún tienes poder
responda. Y que te deje pasar.
Solté el picaporte y corrí dibujando una elipsis ante la banda que
avanzaba. Crucé el vestíbulo y fui hacia el pasillo que Oscar nos había
mostrado a Karen y a mí. Seguí hacia el interior mientras oía el eco de
pasos apresurados entre las paredes. Logré cruzar la puerta del atrio, la
cerré de golpe y vi que tenía un cerrojo. Lo eché y apoyé la espalda contra
la puerta. Oí una avalancha de cuerpos, sentí que la puerta vibraba. Gritaban
y golpeaban. Miré hacia arriba. Tras las paredes de cristal los rayos caían
uno detrás de otro e iluminaban el atrio.
El árbol.
Algo colgaba de él.
La cabeza desplomada sobre el pecho de manera que el nudo de la soga
quedaba a la vista en su nuca. Llevaba un camisón del que asomaban los
pies desnudos y los tobillos parecían buscar el suelo que no alcanzaban.
Me alejé de la puerta para acercarme, los gritos sonaban más débiles a mi
espalda.
El flequillo rubio de chico ocultaba su rostro.
Al aproximarme, caí en la cuenta de que el árbol parecía haber crecido
desde la última vez, como si entretanto se hubiera ido alimentando. Quizá
por eso la figura allí colgada me hizo pensar en una cáscara vacía, en el
esqueleto de un insecto que sigue atrapado en la telaraña mucho después de
que esta haya absorbido su esencia.
Me coloqué bajo el árbol y miré hacia arriba. Su rostro pecoso estaba tan
pálido… tan hermoso y pálido… Ella, que era lo que yo más quería en este
mundo, me había sido arrebatada. No lo pensé, dejé escapar la palabra, sin
más:
—Mamá.
Un rayo respondió desgarrando el cielo, se oyó un estallido ensordecedor
y la silueta se agitó en un baile espasmódico. Al instante surgieron llamas
del camisón y los cristales cayeron cual granizo a mi alrededor. Al abrir de
nuevo los ojos, sentí el aire nocturno en el rostro y vi que el techo de cristal
y el ventanal se habían desplomado, que podía salir de la finca. Vi la verja
al final del camino de reluciente gravilla blanca.
En ese momento la puerta se abrió; Oscar habría ido a buscar la llave.
Bien, pensé, no puedo más, que se termine aquí, de esta manera.
Volví a cerrar los ojos y sentí que mi respiración se tranquilizaba y me
envolvía una extraña paz. Al cabo de unos instantes abrí los ojos de nuevo.
No era cierto. Podía más. Siempre podemos más. Eché a correr.
27

Corrí por la gravilla, salí por la verja abierta y bajé por el camino sin salida,
hacia el bosque. No había farolas, pero los rayos caían a intervalos tan
breves que pude seguir la carretera. La noche y el ambiente bochornoso
eran los que había imaginado al escribir el final de La Casa de la Noche,
cargado de electricidad y propicio para una inundación. Corrí todo lo que
pude, aun así, la banda que me seguía parecía acortar distancias. ¿Quién
hubiera imaginado que tuvieran tal resistencia? Me dolían los pulmones y
los muslos, ya rígidos por el ácido láctico, me pesaban como troncos.
Pronto dejarían de obedecer a mi cerebro. El camino se estrechó y recordé
que enseguida se acabaría. También que, un poco antes, llegaría al sendero
que cruzaba parte del bosque y, atravesando el puente, bajaba a la carretera
nacional. Faltaba bastante, pero si lograba adentrarme en él la manada que
me perseguía tendría que reorganizarse, puesto que en el sendero solo
cabían dos o tres personas a lo ancho, y eso debería de retrasarlos. Si
conseguía bajar a la carretera nacional, esta estaría iluminada y transitada.
Al menos, de día, era así.
Se aproximaban deprisa, las respiraciones agitadas y los pasos rápidos y
ligeros ya estaban muy cerca. Intenté acelerar, pero fue inútil. No iba a ser
capaz de llegar al sendero antes que ellos. Casi no tuve tiempo de pensar
porque tropecé y me caí al suelo. Busqué el cuchillo en la oscuridad, pero
ya era demasiado tarde, los tenía encima. Sus manos tiraban de mí, me
dieron un golpe en la sien y una patada en el estómago. Me encogí como
una pelota y me cubrí la cabeza.
—¡Dale la vuelta! —siseó una voz—. ¡Que nos vea cuando lo matemos!
Tiraron de mí y me pusieron boca arriba. Alguien se sentó en mi pecho.
En el siguiente destello vi que era Rita. Intenté tirarla, pero era fuerte. Tenía
una energía absurda. Se inclinó sobre mí y me echó el aliento, que apestaba
a alcohol.
—Richard Hansen —susurró—. Te odio.
Después se incorporó y levantó ambas manos por encima de la cabeza.
Sujetaba un aro metálico, de los que se utilizan para jugar al cróquet, y me
amenazaba con las puntas afiladas. Agité brazos y piernas, allí tirado cual
escarabajo indefenso, y comprendí que pronto me habría convertido en una
pista de cróquet.
En ese mismo instante el rostro de Rita quedó iluminado por una luz
deslumbrante y se paralizó.
—¡En nombre de la ley! ¡Todo el mundo quieto!
Se hizo un silencio momentáneo y todos se giraron hacia la luz. Yo no
veía nada, pero comprendí que el sonido metálico que resonaba debía
proceder de un megáfono. Algo se movió. Una silueta se aproximaba
despacio haciendo crujir la gravilla. Supe quién era antes de que la figura
alta, de hombros anchos y cabello negrísimo se hiciera visible. Empuñaba,
por supuesto, una pistola.
28

—¡Atrás! —ordenó el agente Dale, y la manada obedeció—. Tú también,


hija —le dijo a Rita, que seguía sentada encima de mí.
Siseó con saña, se levantó y se retiró con los demás, que se protegían los
ojos, atentos a lo que pasaba.
El agente Dale me ayudó a levantarme y me sostuvo mientras nos
dirigíamos hacia la luz.
—¿Q-q-ué hace aquí? —gemí.
—¿Yo? Yo siempre estoy aquí.
—¿Aquí? ¿En Speilskogen? —Lo miré mientras sentía cómo caían las
primeras y pesadas gotas de lluvia.
—Sí. No conseguimos resolver el misterio, así que merodeo por aquí, por
si volviera.
—¿Imu Jonasson?
—Sí.
La luz procedía de los faros de un Pontiac LeMans, por supuesto. No era
rojo, ni verde, sino azul claro. Nos sentamos y el cielo se abrió por fin; al
cabo de unos segundos la lluvia martilleó contra el techo.
—Es igual que aquella noche —dijo el agente Dale y presionó un
interruptor que con un clic bloqueó todas las puertas—. ¿Recuerdas?
Sonrió como si fuera un recuerdo dulce: la lluvia, el fuego, la huida,
Karen saltando desde el tejado.
—No me acuerdo de nada —dije en voz baja e intenté ver algo a través
del agua que corría por el parabrisas.
—Claro que sí —dijo el agente Dale—. Escribiste un libro y todo.
—Hasta esta noche creía que lo había imaginado todo –susurré, y vi que
Jack sostenía el cuchillo de carnicero—. A usted también.
—¿A mí?
Me froté las sienes.
—¿Podemos arrancar, agente Dale?
—Sí, vamos allá.
El agente Dale bajó una palanca que asomaba del volante y los
limpiaparabrisas se pusieron en marcha. El agua despareció un par de
segundos y pudimos ver. A la luz, sus rostros estaban pálidos, casi blancos.
No parecía afectarles la lluvia ni la claridad deslumbrante. Se movieron
despacio, como robots, hacia nosotros. Ellos tenían todo el tiempo del
mundo y nosotros muy poco. Algo lanzó un destello. El cuchillo de
carnicero. Colgaba de la mano de Jack, que iba al frente del grupo.
—¡Arranque! —grité—. ¡Atropéllelos!
—No serviría de nada —dijo el agente Dale—. Mira.
Y miré. Tras ellos, se veía el todoterreno eléctrico y silencioso aparcado
de través en la carretera, bloqueando la salida.
—Espera aquí —dijo Dale. Sacó la pistola de la funda, abrió la puerta del
coche y salió a la intemperie. Se inclinó de nuevo hacia el interior—. Dame
el megáfono.—Lo cogí de la guantera y se lo pasé. Rozó la palanca y los
limpiaparabrisas se detuvieron. Dale cerró de un portazo y oí el sonido de
su voz, metálico y aumentado, entre el golpeteo de la lluvia—: En nombre
de la ley, deteneos. ¡Alto, he dicho! ¡O disparo!
Empujé la varilla para poner en marcha los limpiaparabrisas y ver lo que
sucedía en el exterior, pero lo único que ocurrió fue que las luces pasaron de
largas a cortas. Oí un disparo y un leve estallido afuera. Luego otro. Acto
seguido se oyó un gran estruendo, un trueno, y en el rugido que siguió no
logré distinguir nada. Caí en la cuenta de que podía girar la palanca en lugar
de empujarla, y los limpiaparabrisas por fin se pusieron en movimiento.
Volvieron a despejar el agua y se oyó otro estallido. Un cuerpo había
aterrizado sobre el capó del coche. Era el agente Dale. El rostro aplastado
contra el cristal, apenas iluminado por los instrumentos del salpicadero. El
peinado negro y compacto se había deshecho y me observaba enmudecido.
La sangre aún no había empezado a manar de la frente donde estaba
clavado el cuchillo de carnicero. Tiraron de él y en su rostro se mezcló el
miedo y la resignación. Arañó el capó con la mano que no sujetaba la
pistola, pero no sirvió de nada, agarró la escobilla del lado del copiloto y la
arrancó. Después desapareció.
Me lancé a la izquierda y bajé el seguro para cerrar la puerta del
conductor. En ese mismo momento oí que alguien tiraba para abrirla. Me
arrastré tras el volante y apreté el acelerador. El motor rugió, casi a modo de
advertencia, un búfalo ante el ataque de una jauría de leones. Pisé el
acelerador y el coche derrapó en la gravilla, luego logró ponerse firme y
ganar velocidad. Iba notando golpes suaves a medida que atropellaba a los
cuerpos que entraban y salían de mi campo de visión.
El Pontiac impactó contra la parte trasera del todoterreno. Contaba con
que allí pesaría menos y tal vez lograría apartarlo hasta que pudiera pasar.
No había tenido el espacio suficiente para acelerar y el resultado fue que
solo se desplazó un poco, mi coche derrapó y los dos vehículos quedaron
uno junto al otro. Los truenos se habían espaciado y mis faros enfocaban
directos al bosque. Vi movimientos en la oscuridad. También vi el sendero,
justo frente al morro del coche. ¿Podría alcanzarlo antes de que llegaran?
Obtuve la respuesta cuando algo impactó contra la ventanilla lateral. En un
destello vi que era Henrik. Movía las mandíbulas como si masticara, e hilos
de sangre le brotaban de la comisura de los labios mientras levantaba un
objeto con forma de tronco para golpear de nuevo. Un brazo arrancado, aún
cubierto de la tela de un traje negro. Otro impacto, y el cristal se rompió.
Unas manos que se extendían hacia mí, uñas que me arañaban la cara. Todo
es sencillo cuando te has quedado sin opciones. Pisé el acelerador.
Me vi lanzado al frente cuando el Pontiac impactó contra la cuneta, pero
no era tan profunda para impedir al potente vehículo asomar al otro lado y
salir al sendero. Tenía metro y medio de ancho y era demasiado estrecho
para el coche, pero si era capaz de mantener una rueda delantera y una
trasera en él, podría alejarme y ganar algo de ventaja. Salió mejor de lo que
esperaba. Aplasté vegetación y arbustos, zarzas y pequeños árboles que
impactaron contra el parachoques del coche y rompieron casi enseguida el
faro derecho. Fui capaz de mantenerme sobre el sendero con la ayuda de un
solo faro y un limpiaparabrisas. El camino descendía con suavidad hacia el
río y apunté al puente. Se oyó un golpe, el coche se detuvo de repente y
choqué con la frente en el cristal. Di marcha atrás y aceleré. Los neumáticos
derraparon; la lluvia había dejado el suelo demasiado embarrado y sentí que
se hundían más y más.
Abrí la puerta de una patada y empecé a correr hacia el puente y el río
que intuía entre los árboles. Detrás de mí oí cómo se rompían ramas. La
manada se aproximaba, pero si lograba llegar hasta el río, alcanzaría la
carretera principal antes que ellos.
Había llegado a la linde del bosque cuando otro rayo iluminó los cien
metros despejados hasta el puente. Me detuve de golpe. Tres seres
ocupaban el centro. Estaba bastante seguro de que no me habían visto, así
que me escondí detrás de un árbol y me asomé. Otro rayo. Tenían una
bicicleta cada uno. Parecían del modelo Apache. El mayor llevaba una
chaqueta de leñador. Daba la sensación de que hacían guardia. ¿Qué harían
allí si no? Tuve que tomar una decisión apresurada.
La tomaron por mí.
Una serie de rayos me permitieron ver que un ser descendía de las alturas
y aterrizaba en el puente. Era Jack. Los otros tres no parecían en absoluto
sorprendidos por la repentina presencia entre ellos de un hombre desnudo y
volador. Al contrario, enseguida empezaron a discutir, señalar y negar con
la cabeza. Era evidente que los tres individuos estaban en el ajo y le estaban
informando de que no me habían visto.
Ya podía olvidarme de cruzar el puente.
Miré hacia la izquierda, donde el río surgía del bosque a solo diez metros
de distancia.
Tendría seis, tal vez ocho, metros de ancho, y parecía una musculosa boa
constrictor en su recorrido intenso, retorcido, arrastrándose hacia el puente,
igual que años atrás. A unos cincuenta metros el río tomaba una curva tras
la que se podía cruzar a la otra orilla sin ser visto. Desde allí cien, puede
que ciento cincuenta metros, me separaban de la carretera nacional, de un
amable vecino del lugar que estuviera dando un paseo vespertino o de un
camión maderero. De ponerme a salvo.
Oí voces a mis espaldas, la luz de una linterna bailó entre los árboles. Me
deslicé hasta la orilla. Me preparé para el impacto helado y me dejé caer. El
agua, que enseguida me envolvió, me pareció menos fría de lo que había
esperado, tal vez por la carrera. Me tumbé boca arriba para flotar y me
arrepentí de no haberme quitado la chaqueta del traje, que parecía tirar de
mí hacia abajo. Al menos pude mantener el rostro sobre la superficie y
respirar. La mirada capta el movimiento de manera instintiva, pero, si me
quedaba así, inmóvil, tenía alguna esperanza de que no me descubrieran.
Observé el cielo, los rayos se sucedían a tal velocidad que parecía que
hubiera tubos de neón tras las nubes. Las voces del puente se acercaban
deprisa. No moví los ojos, me limité a quedarme así tumbado, rígido e
inmóvil, como una estatua o un tronco de madera cualquiera. Apareció el
puente y los cuatro que estaban sobre él entraron en mi campo de visión.
Jack y el hombre de la cazadora de leñador discutían, mientras los otros dos
se apoyaban en la barandilla para contemplar el fondo del río. Había algo
familiar en sus rostros, en toda la situación, un recuerdo invertido en un
espejo. Durante una fracción de segundo mi mirada se cruzó con la de uno
de ellos. Mirarse en un espejo. Al pasar bajo el puente oí pasos de carrera
por los tablones de madera, y al salir al otro lado volví a distinguir el mismo
rostro. Esperé, pero no oí ninguna exclamación. Salió de mi campo de
visión, y de nuevo solo contemplé un cielo negro con luces vibrantes. Puede
que pensara que había visto algo, pero que llegara a la conclusión de que se
trataba de un tronco.
Las voces se alejaron. El río dibujó una curva. Me puse boca abajo, me
impulsé con cinco o seis intensas brazadas y alcancé la orilla. No logré
agarrarme a nada que sirviera para sujetarme, solo hierba que arrancaba del
fango y, de repente, me encontré de nuevo en el río, que me arrastró. Intenté
deshacerme de la chaqueta pero no lo logré, y mi brazo derecho se quedó
atrapado en la manga, pegado a mi espalda. Tragué agua, intenté pisar el
fondo, pero el zapato se enganchó en una raíz o el agua me arrastró. Una
idea descabellada, casi cómica, se me pasó por la cabeza: que me iba a
ahogar. Que iba a desaparecer y nunca me encontrarían. Entonces recordé el
dicho: «Quien nace para morir ahorcado nunca morirá ahogado». Saqué el
pie del zapato de un tirón y el brazo de la chaqueta, y pude subir a la
superficie. Nadé hasta la orilla, me impulsé y logré aferrarme a tronco fino
que flotaba en el río. Por unos instantes me quedé quieto y sentí lo agotado
que estaba. Me recompuse e hice acopio de mis últimas fuerzas para
impulsarme hasta la orilla. Me quedé tumbado boca arriba respirando. A la
escucha.
Nada. Ni una voz. Tampoco tráfico en la carretera nacional. Los truenos
retumbaron más lejanos, la lluvia había cesado, solo susurraba y se
arrastraba por los árboles. Pude ponerme de pie.
Desde un pequeño montículo en la orilla del río vi la cabina telefónica.
Seguía allí. Y también la carretera, iluminada y vacía. Me dio un vuelco el
corazón. Al final del largo tramo recto vi aproximarse dos faros. Anduve a
duras penas hacia el camino, notando que las piernas no iban a sostenerme
mucho más. Las luces se acercaron y brillaron sobre el asfalto. Me obligué
a correr. En cuanto llegué caí cuan largo era. Logré ponerme de rodillas y
agitar los brazos mientras cerraba los ojos ante la luz deslumbrante. El
vehículo soltó varios sonidos parecidos a gemidos al frenar, y después oí un
toque de claxon que retumbó en las profundidades del paisaje.
Había oído ese pitido antes. Era el camión de los bomberos.
Estaba a cincuenta metros de mí.
Me levanté otra vez.
Las puertas se abrieron y bajaron de un salto. Los reconocí enseguida.
Eran Frank, con todo su equipamiento rojo de bombero, el inspector
McClelland, de uniforme, y Jenny.
—¡Hola! —grité—. ¡Dios mío, cómo me alegro! Yo…
Me detuve al ver que eran más.
La señora Zimmer, de la biblioteca. ¿El director y la señora Monroe de
Lieps? Y Lucas, el conserje.
Se me hizo un nudo en el estómago.
—¿De dónde venís? —grité.
No obtuve respuesta. Su expresión indiferente y aquella manera
mecánica de moverse… El último en bajarse del camión fue Feihta Rice,
que hizo oscilar el bastón y se encaminó hacia mí con paso rígido, como un
perro viejo y ciego que hubiera olfateado el aroma de su cena.
Me giré y, allí, en el montículo, detrás de la cabina, estaba la manada,
inmóvil y amenazante, como guerreros indios en una vieja película del
Oeste. Se me cerró la garganta, solo quería tirarme al suelo y llorar. Puede
que fueran los restos de mi instinto de supervivencia los que me llevaron a
dirigirme, tambaleándome más que corriendo, hasta la cabina, meterme y
atrancar la pesada puerta. Cerré los ojos y seguí agarrando el tirador. Pasos
y voces murmurantes se aproximaban. Alguien tiró de la puerta, pero pude
mantenerla firme. Mordiscos y gruñidos, como si se tratara de una manada
de lobos hambrientos. Tiraron con más fuerza esta vez. Abrí los ojos. Sus
rostros se aplastaban contra el cristal en torno a la cabina; una galería de
personajes que una vez había conocido. Solo faltaban dos, Karen e Imu.
—Mamá —susurré—. ¿Dónde estás? Papá…
El teléfono sonó.
Clavé los talones en el suelo rugoso de la cabina y me eché hacia atrás,
tiré de la puerta con todas mis fuerzas, pero se fue abriendo centímetro a
centímetro. El teléfono parecía sonar cada vez más alto.
—¡N-n-no te lo comas todo! —gritó una voz en el exterior—. Y-y-yo
también quiero.
Levanté el auricular. Lo presioné contra la oreja con una mano mientras
intentaba sujetar la puerta con la otra.
—¿Sí? —susurré.
—Déjate llevar —susurró una voz femenina y suave—. Déjate llevar,
Richard, y ven conmigo.
—Pero…
En ese instante sentí que el auricular me mordía un poco, casi juguetón,
en el lóbulo de la oreja. Intenté apartarlo, pero se había atascado. Abrí la
boca para decir algo, pero sentí que me agarraba de la lengua y tiraba de
ella. Estaba atrapada en las perforaciones del auricular y parecía que los
agujeritos la consumían. Fue rápido. Muy pronto mi cabeza habría
desaparecido. Resultaba extrañamente indoloro, ya no sentía miedo alguno.
Solté la puerta. Me dejé llevar.
TERCERA PARTE
29

Luz.
No mucha, pero estaba allí, en el exterior de mis párpados.
—Se está despertando. —La voz sonaba muy lejana.
Abrí los ojos.
El rostro de una mujer mayor, enmarcado en azul claro, me miraba desde
arriba. Sonrió.
—¿Cómo te sientes?
Intenté decir algo, pero sentía la lengua trabada.
—¿Un poco desconcertado? —preguntó ella. Llevaba un gorro de
plástico azul claro e iba vestida de pies a cabeza de ese color.
Asentí.
—Toma, agua. —Me ofreció un vaso—. Deberías beber un poco.
Di un trago. Sabía amarga, como si diluyera mi saliva reseca. El segundo
trago me supo mejor.
—¿Recuerdas algo? –preguntó, y cogió el vaso.
—Recuerdo ser devorado por un teléfono —dije—. Desde dos extremos
de la cabeza.
Se rio.
—Sería por esto. —Levantó algo de la mesa que tenía detrás. Parecían
unos cascos con cables, solo que con diodos metálicos en lugar de altavoces
—. Estaban sujetos a tu frente y tus sienes. ¿Lo recuerdas ahora?
Negué con la cabeza.
—Es muy normal que tengas lagunas de la memoria cuando te has
sometido a la TEC.
—¿TEC?
—Terapia electroconvulsiva. —Un par de canas asomaban de su gorro.
—¿Me han practicado… electrochoques?
—Sí, no lo notaste. Estabas bajo los efectos de la anestesia general.
—¿Dónde estoy?
—En el hospital de Ballantyne.
—No hay ningún hospital en Ballantyne.
—No existe ningún lugar que se llame Ballantyne, Richard. Nuestro
hospital lleva, ya lo sabes, el nombre de Robert Willingstad Ballantyne. Lo
recuerdas ¿o en este momento no lo tienes presente? —Me dio unas
palmaditas en la mano—. Ya te acordarás.
Pestañeé. Estaba desconcertado, mi memoria parecía envuelta en una
niebla matinal, pero sentía el sol, como si pronto fuera a quemar una parte
del velo.
—¿Conozco a ese tal Robert?
—No, murió hace mucho.
—Entonces ¿por qué debería recordar su nombre?
—Bueno, porque has estado aquí… mucho tiempo.
—¿Ah sí? ¿Cuánto?
Tuve que esperar a que reprimiera un estornudo antes de responderme.
Cuando volvió a sonreír fue con un halo de tristeza.
—Quince años.
Me duché y me cambié de ropa en mi habitación. Era sencilla. Una cama,
un escritorio, un armario y un cuarto de baño. Una habitación de hotel, en
realidad. Las lagunas de mi memoria empezaban a llenarse. Entre otras
cosas, ahora recordaba que me aplicaban el tratamiento TEC para que
olvidara. No todo, solo algo muy concreto, un recuerdo traumático, lo
llaman. El tratamiento parecía funcionar. A pesar de que recordaba cuanto
me rodeaba, lo que había hecho el día anterior, lo que haría más tarde, no
fui capaz de revivir nada de ese supuesto recuerdo traumático. Miré por la
ventana. El sol brillaba en un cielo azul sobre un paisaje despejado,
ondulante, con praderas verdes que se extendían entre edificios de cemento
hasta la linde de un bosque de árboles frondosos. Desde mi posición parecía
más un campus universitario que un hospital. Me resultaba familiar, claro
que sí. Al fin y al cabo, había vivido ahí durante quince años. ¿Qué era todo
lo otro que también creía recordar? El teléfono que engullía a un compañero
de clase que nunca había tenido. Los recreos con esa chica en la azotea de
un colegio al que nunca había asistido. La vieja casa en un bosque que
nunca había visto. El hombre de un vertedero de basura donde nunca había
estado. ¿Todo eso no había sido más que un sueño? ¿O los restos de una
psicosis con alucinaciones? Tal vez había estado allí, tal vez era ese el
recuerdo que se esforzaban por borrar.
De camino a la cafetería para almorzar me encontré con el conserje, que
estaba cambiando una bombilla del ascensor.
—Tiene buen aspecto, señor Jonasson —dijo.
El conserje de la residencia del hospital se había dirigido a mí con ese
«señor» desde que llegué siendo un adolescente. Lo consideré una mezcla
de broma bienintencionada y profesionalidad, no le había pedido que
utilizara mi nombre de pila.
—Gracias, Lucas —dije—. ¿Qué estás leyendo ahora?
—La broma infinita, de Foster Wallace —dijo. Siempre estaba leyendo
algo, y a veces me prestaba sus libros.
—¿Me lo recomiendas?
Lucas miró pensativo la bombilla fundida.
—Sí y no. Puede que le aconseje otro, señor Jonasson.
En la cafetería me serví arroz frito.
—Hoy está rico, pero ten cuidado —me dijo el cocinero, que solía ser de
pocas palabras, con un marcado acento checo, desde detrás de la barra.
Supuse que se había dado cuenta de que me había servido más de lo
habitual, porque había que estar en ayunas antes de una anestesia general.
Sonreí.
—Gracias por la advertencia, Victor.
Muchos de los pacientes que reciben medicación para prevenir la psicosis
engordan. El cerebro y el cuerpo piden más, mucho después de que sus
necesidades estén cubiertas. Como Jack, que sube y baja de peso, en
función de la medicación que le estén suministrando. Yo no he tenido ese
problema, por suerte, tal vez porque como según un método matemático.
Me sirvo lo que sé que el cuerpo necesita, no lo que intenta convencerme de
que ingiera. No es que oiga voces, eso les pasa a muchos de mis
compañeros, pacientes con un diagnóstico de esquizofrenia. Sé que debo
tener controlados mis pensamientos y mi cuerpo; fue una de las cosas que
aprendí cuando empecé con la terapia cognitivo conductual, la TCC.
Me llevé la bandeja a una mesa libre que Vanessa estaba terminando de
limpiar.
—Adelante —dijo con la misma entonación y acento que Victor.
Tal vez fue ese el motivo por el que la contrató dos años antes, para poder
hablar con alguien en su idioma. Comí despacio y pensé en mi sesión de
terapia a la una, mientras contemplaba las hectáreas bien cuidadas de
césped y bosque que nos rodeaban.
—¿E-e-está libre?
Levanté la vista.
—Claro.
Tom dejó su bandeja delante de la mía y apartó la silla.
—¿E-e-electrochoque?
—Sí. ¿Cómo sabes…?
Se señaló las sienes.
—Lo veo. Afeitan el cabello donde colocan los electrodos.
Asentí con un movimiento de la cabeza. Tom era con toda probabilidad el
paciente de la sección que había recibido más tratamientos TEC. No los
aplicaban salvo que tuvieras una psicosis y otros recursos como medicinas y
terapia no funcionaran. Parece ser que a Tom lo habían sometido a
descargas eléctricas en la época en la que se hacía sin anestesia, y me lo
había contado con tanto detalle que había tenido pesadillas las noches
anteriores a mi primer TEC.
—Creí que no estabas psicótico —dijo Tom—. ¿No hablaban de darte el
alta?
Asentí. Era cierto, estaba mejor. Mucho mejor. La gente cree que los
esquizofrénicos no pueden curarse. La realidad es que la mayoría de los que
reciben tratamiento mejoran. Algunos mejoran mucho. Incluso hay quien
deja de tener síntomas. Eso no quiere decir que la enfermedad no pueda
volver a asomar su fea jeta, pero como dice mi terapeuta: «Cada día bueno
es un regalo, da igual que seas paciente o presidente».
—Es por TEPT, no por psicosis —dije.
—TEPT. Yo también lo tengo.
Tom lo dijo rápido, casi orgulloso, como si fuera un título honorario. Y
en cierto modo lo era. En un lugar en el que todo está centrado en la
enfermedad a diario, acabas por competir por tener el diagnóstico más
interesante, infrecuente o peor posible. Puestos a estar jodidos, mejor estar
jodido del todo. No es que el TEPT, trastorno de estrés postraumático, sea
raro entre los esquizofrénicos. Las investigaciones han desvelado que la
gente que ha sufrido traumas —guerras, violencia o abusos seguidos de
TEPT— tiene más predisposición a desarrollar esquizofrenia. He leído un
estudio de asociación del genoma completo que muestra que los genes que
se asocian al TEPT se solapan con genes que aumentan el riesgo de padecer
esquizofrenia tal y como se define en el sistema de diagnóstico del DMS-5,
el Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales. En definitiva,
llegué a la conclusión de que, si experimentas un trauma serio, combinado
con la presencia de esquizofrenia en la familia, tienes un mal pronóstico. Y
esa conclusión no la baso solo en lecturas.
—Han empezado a utilizar electrochoques para eliminar recuerdos
traumáticos.
—E-e-estás de broma —dijo Tom.
—No, no lo está —terció Jack, que en su versión esbelta y poco
medicada se sentó con nosotros—. Hace ya casi diez años que lo hacen.
Primero con ratas, ahora con personas. Somos iguales, ya sabes. ¿Cuántos
tratamientos has pasado?
—Cuatro —contesté.
—¿Funciona?
—No me acuerdo.
Los otros dos se echaron a reír.
—No, supongo que no puedes recordar qué es lo que has olvidado —dijo
Jack mientras comía un gran plato de arroz frito.
—Es broma —dije—. Lo recuerdo. Está a punto de disolverse, de
desaparecer…
Hurgué en la comida. Vi que Jack parecía inquieto.
—¿Como qué? —dijo. Porque del mismo modo que Jack no soportaba
partidas de ajedrez a medias o la falta de simetría, no podía sufrir las frases
a medias.
—Niebla matinal —respondí, y noté que se tranquilizaba.
Jack afirmaba que no era esquizofrénico, sino esquizotípico, es decir, la
versión más leve. Que por eso no padecía ni alucinaciones, ni desvaríos, ni
paranoias, ni oía voces ni se volvía violento. Ni se transformaba, como
Harry, en una estatua muda, inmóvil, que se limitaba a mirar al infinito. Al
contrario, Jack agradecía la dosis adecuada de locura con la que estaba
dotado y afirmaba que, tarde o temprano, lo convertirían en un pintor de
fama mundial, un escritor o un coreógrafo, y que haría que todas las
mujeres hermosas del mundo se postraran a sus pies. Las investigaciones
mostraban, y eso podía documentarlo, que el diagnóstico esquizotípico no
solo estaba muy vinculado a la creatividad y las dotes artísticas, sino
también al atractivo en el mercado sentimental.
Después de almorzar me calcé las deportivas y salí a correr. Mi recorrido
habitual pasaba por la parte de atrás del edificio principal, hasta el vetusto
portón de hierro forjado con las iniciales AB. A los visitantes se les decía
que correspondían a Ballantyne, pero los que llevábamos un tiempo
residiendo allí sabíamos que correspondía a Asilo Ballantyne. Corrí durante
diez o doce minutos por la carretera y después me adentré en el bosque
dibujando una elipsis, de manera que fui a dar a la linde de la pradera de
hierba que ascendía a la fachada del edificio principal. En el bosque me di
cuenta de que no reconocía el entorno. No sentí miedo, sabía que tendría
lagunas en la memoria tras el tratamiento TEC y que solían desaparecer al
cabo de unos días. Al menos las partes que no queríamos borrar. Al salir
del bosque y ver el edificio principal, por unos instantes terroríficos creí que
había sufrido una recaída y que tenía alucinaciones.
Recordé, y mi pulso se normalizó.
El edificio era de un estilo que, por lo visto, se denomina gótico colegial,
con una parte central de cuatro plantas y un ala de menor altura a cada lado.
El tejado de la parte más alta estaba rematado por una cornamenta. Algunos
lo llamaban la Casa de la Noche porque muchos pacientes, yo entre ellos,
cuando se despertaban sentían que los años que habían transcurrido desde
su llegada solo habían sido un sueño. Era una construcción hermosa y
acogedora bajo el sol brillante, pero, por alguna razón, me provocó un
escalofrío. Puede que por algo que hubiera soñado bajo los efectos de la
anestesia. Volví corriendo, me duché y me vestí para la sesión de terapia.
Noté que se me aceleraba el corazón. Siempre me ocurría cuando iba a
encontrarme con mi terapeuta.

—¿Cómo estás hoy, Richard?


—Bien.
—Me dicen que el TEC fue bien.
—Sí.
La terapeuta levantó la vista del cuaderno de notas, se apartó el flequillo
corto de la frente y se quitó las gafas de leer. Estábamos, como siempre,
solos en la sala de terapia, una estancia amplia y luminosa, amueblada
como un salón acogedor. Toqueteó unos instantes la horquilla rosa que
utilizaba para marcar las páginas y clavó los ojos, azules, en mí. Sonrió de
esa manera que no solo ilumina, sino que te hace sentir que te ve, que te ve
solo a ti. Creo que no hace falta ser esquizofrénico para alimentar ese tipo
de desvarío. Enamorarse del terapeuta cuando pertenece al otro sexo, es de
tu misma edad y no falto de atractivo, parece ser tan habitual que uno casi
se pregunta qué le pasa al paciente que no se enamora. Karen Taylor
cumplía con todos los requisitos, así que, por desgracia, el fallo no era mío.
Estaba enamoradísimo. Tan atontado que a veces me permitía creer que el
sentimiento era recíproco, que solo su integridad profesional la obligaba a
reprimirse. Y eso a pesar de que era mi terapeuta desde hacía casi cuatro
años, y que conocía los recovecos más sucios y repugnantes de las cloacas
de mi mente. En mi defensa solo puedo argumentar que mi presunción es
obra suya, es ella quien me ha dado la fe en que puedo ser amado tal y
como soy. Bueno, el caso es que me aferro a esa creencia, sea o no producto
de mi imaginación, porque he experimentado la verdad de lo que reza el
cuadro que cuelga de la pared, Rich Are The Loved. Más ricos, más alegres,
más saludables.
—Fíjate en lo que has logrado —dijo ella—. ¿Recuerdas nuestros
comienzos?
Asentí. Había sufrido retrocesos por el camino, claro, pero los avances
resultaban indiscutibles. Era probable que tuviera que seguir medicado el
resto de mi vida, aunque necesitaba dosis tan bajas que los efectos
secundarios eran escasos. Karen, en colaboración con el director médico,
había considerado que, si lograba borrar el recuerdo traumático que era la
base de mi diagnóstico de TEPT, se reduciría aún más el riesgo de que
volviera a sufrir un brote psicótico. En resumen: podían darme el alta.
¿Lo deseaba?
El dilema resultaba evidente. Había vivido allí desde la adolescencia,
nunca había trabajado, no tenía estudios, nunca había tenido pareja ni había
aprendido las reglas por las que se regía la sociedad. Había heredado algo
de dinero de mi familia paterna, además de un piso que alquilaba, y por eso
había podido optar a un hospital privado, el Ballantyne. ¿Para qué podía
servir yo allí afuera? Había empezado a considerar el papel de paciente
como mi trabajo, mi aportación a la sociedad. Creaba puestos laborales y
me ofrecía para probar nuevos métodos en la batalla contra los peores
aspectos de la esquizofrenia. Además, dicen que la calidad de una sociedad
se mide por cómo cuidan de los más débiles y, para que eso pueda hacerse,
alguien tiene que estar entre los más débiles, ¿no?
Sí, eso era racionalizar, claro, construir una realidad en la que la vida que
yo llevaba tenía sentido; tenía sentido que me levantara por las mañanas,
que me obligara a comer los alimentos que me ponían delante, que viviera
un día más. Cuando analizaba con realismo el servicio que podía prestar en
el exterior creía que tal vez fuera mejor que me quedara allí, que me dejara
utilizar de ese modo. Mostrar a la psiquiatría cómo la terapia, combinada
con un tratamiento TEC, puede emplearse para borrar recuerdos
traumáticos que provocan brotes psicóticos. Por explicarlo de manera muy
simple: el método consistía en que yo contaba al detalle mi trauma y poco
después me anestesiaban y me aplicaban una leve descarga eléctrica. Era
importante que el método ya tuviera diez años, pero seguía habiendo
muchas cosas que se ignoraban y no se podían explicar.
—Estuvimos aquí esta mañana, antes de tu tratamiento TEC —dijo
Karen—. ¿Lo recuerdas?
—No —respondí—. Vi en mi cuarto que figuraba en el calendario, por
eso lo sé. Sin embargo, recuerdo todo de ayer, de la semana pasada y de los
últimos años. O eso me parece.
—¿Recuerdas algo de hoy, anterior a despertar de la anestesia?
—Sí —dije—. Mucho.
—¿Mucho? ¿Qué?
—Estuve en una fiesta de aniversario del colegio, posterior al incendio.
—¿Recuerdas haber ido a clase después del incendio?
—No, solo lo soñé.
—¿Lo dices para que no crea que has vuelto a tener alucinaciones?
—Que sea esquizofrénico no quiere decir que no sueñe, como todo el
mundo.
Karen rio bajito.
—Bien, sigue.
Sabía que se fiaba de mí porque durante mucho tiempo le había
demostrado que no mentía, que la invitaba a entrar en mi mente y la
desnudaba ante ella. Ella decía que el autoengaño es una manera de
protegerse del dolor, que mi sinceridad era un síntoma de que estaba más
fuerte, más sano, que resistía más.
—Primero sueño que vivo en un pueblo pequeño al que me han enviado
después de que mis padres fallezcan en un incendio. Allí, uno de mis
compañeros de clase es devorado por un teléfono y otro se convierte en un
insecto. Todos, salvo la chica de la que estoy enamorado, creen que la culpa
es mía. Y… —Tragué saliva—. Tienen razón. Es culpa mía. Entonces, al
final, salvo a la chica.
Vi que Karen anotaba algo. Aposté a que sería la palabra «culpa».
—¿Ese es todo el sueño? —preguntó.
—No. De repente han pasado quince años y soy un escritor que se ha
inventado eso del teléfono y de los desaparecidos. En ese momento todo es
una novela de intriga juvenil que se ha convertido en un gran éxito. He
soñado que soñaba, ¿comprendes?
—Un sueño en un sueño, el poema de Edgar Allan Poe.
Sonreí. Le gustaban los libros, era una de las cosas que teníamos en
común.
—Exacto. El caso es que han pasado quince años y vuelvo para la fiesta
de aniversario de la clase. La noche se inicia con normalidad, pero poco a
poco empiezan a suceder locuras y descubro que lo que he imaginado es
verdad. O al menos yo lo vivo como si fuese real. Los demás, todos, vienen
a por mí. Me quieren comer.
—¿Es un sueño dentro de un sueño o estás soñando un brote psicótico?
—No lo sé, yo lo veo desde dentro, todo parece veraz. En una ocasión me
dijiste que soñar puede servir para que otros entiendan lo que es padecer
alucinaciones.
—En parte sí. En el sueño y en las alucinaciones aceptamos la ausencia
de leyes físicas; aceptamos las paradojas imposibles y las contradicciones.
—Así era, exacto. Solo que, en cierto modo, tenía sentido. Había una
lógica, ¿sabes?
—¿Qué lógica?
—Que… —Me interrumpí. Había llegado a ese punto en mis
pensamientos, pero no había ido más allá. Proseguí—: Que era culpa mía, a
pesar de todo. Que todos iban detrás de mí porque era culpable.
—¿Qué es culpa tuya, Richard?
—Todo. —Oculté la cara entre las manos—. Sé que eso de que todos van
detrás de mí es una manía persecutoria de manual, pero ¿no puede uno de
vez en cuando ser un poco paranoico en sueños?
Estaba bastante seguro de que ella, en algún lugar de ese cuaderno, había
anotado «esquizofrenia paranoide», que era mi primer diagnóstico.
—Sí —dijo Karen—. La mayoría tiene sueños paranoicos alguna vez.
—¿Tú también?
Esbozó una sonrisa, se quitó las gafas de ver de cerca y las limpió.
—¿Revisamos tu recuerdo traumático, Richard?
—Vale.
—No vamos a profundizar mucho, no queremos reavivarlo, solo vamos a
comprobar si el último TEC de hoy ha borrado un poco más.
—Bien.
—¿Recuerdas el incendio? Sin extenderte.
El incendio. Tuve que pensar. Sabía que se trataba de un incendio, pero
por un instante me quedé en blanco, cosa rara. Entonces caí en la cuenta.
—Prendimos fuego a la casa.
—¿En plural?
—Los gemelos y yo. Después huimos. Las raíces del roble nos
persiguieron. Primero me salvó que la verja estuviera electrificada, así pude
agarrarme. Pero perdí el contacto con el suelo y me vi arrastrado hacia el
árbol. Por suerte, Frank y el agente Dale me rescataron.
—¿Frank y Dale? —preguntó Karen mientras tomaba notas.
—Sí.
—¿Eso es todo?
—Dijiste que querías la versión corta.
—Sí, y está bien —dijo, y vi la preocupación que ella creía ocultar a la
perfección—. Solo que no era ese el incendio en el que estaba pensando.
—¿No? Ah, te refieres a cuando prendí fuego a los rastrojos, ¿ese junto al
vertedero cuando vivía con Frank y Jenny?
—Frank y Jenny —repitió ella con calma, y solo una elevación casi
imperceptible de los hombros revelaba que la había estresado un poco con
esa última afirmación.
—Tranquila, Karen —dije—. No son alucinaciones, estoy contándote
cosas de mis sueños. Porque solo tengo un ligero recuerdo de algo que
tenga que ver con incendios en mis sueños.
Se oyó un golpecito cuando el bolígrafo se le cayó e impactó contra el
suelo. Ella no pareció darse cuenta.
—¿Eso es cierto, Richard?
—¿Por qué iba a mentir? —La respuesta era evidente y cierta. Para darte
una alegría a ti, Karen Taylor. Porque haría cualquier cosa por verte sonreír.
Me agaché, recogí el bolígrafo y se lo tendí. Relajó los hombros despacio
mientras una sonrisa de… sí, de felicidad, afloraba en su rostro.
—¿Sabes una cosa, Richard? Creo que vamos bien. Creo que vamos muy
bien. ¿Te importa esperar aquí mientras voy a buscar a los demás?
Asentí. «Los demás» eran el resto del equipo de terapeutas, psiquiatras y
psicólogos que trabajaban codo a codo con los pacientes. Porque la mente
humana, decían ellos, era demasiado compleja para pretender que una sola
persona llegara a todas las conclusiones correctas.
Sus pasos se alejaron por el pasillo y vi el cuaderno de notas que había
dejado en la silla. Era la primera vez. Sí, de hecho, nunca se había alejado
de mí en ninguna de las sesiones que habíamos tenido en los últimos cuatro
años. Eso ya era un indicio de que se trataba de un día importante. Me
preguntaba qué iba a ocurrir a continuación, claro, pero sentía aún más
curiosidad por saber qué había escrito Karen en ese cuaderno durante
aquellos años. Porque era el mismo. Reconocía cada pliegue, cada sombra
de la cubierta de piel marrón. ¿Cuántas veces había fantaseado yo con lo
que había apuntado sobre mí en aquellas páginas? Una cosa eran los
informes que transcribía en el ordenador tras cada sesión y que compartía.
Eran solo profesionales, claro. Ese cuaderno era otra cosa, allí figuraban,
con toda probabilidad, sus pensamientos inmediatos, personales, privados,
sus reflexiones sobre los pacientes, ¿o no? ¿Habría desvelado sus
verdaderos pensamientos por escrito?
Dudé un instante.
Me incliné, cogí el cuaderno de la silla, quité la horquilla rosa y empecé a
pasar páginas. No es que esperara que figurara con todas las letras, como en
el diario de una jovencita, del tipo I love Kurt Cobain. Sabía por
experiencia propia que cuando uno anota así, sin pensar, acaban en el papel
reflexiones inacabadas, muchas veces más transparentes que las meditadas
y bien redactadas. Por eso me sentí decepcionado cuando comprendí
enseguida que las anotaciones reproducían el mismo estilo profesional que
los informes definitivos que siempre me permitía leer si se lo solicitaba.

Estado actual de R. J. aseado, responde bien al contacto formal e informal. Está orientado en
el tiempo y el espacio. No hay indicio de tergiversaciones de la realidad ni de alucinaciones.
Estado de ánimo ecuánime. Buena expresión verbal.

Leí varias páginas. El contenido me resultaba familiar, era como ver mis
propias fotografías.

11 de abril, 11.15 horas. R. J. está relajado, resulta divertido y encantador al hablar de sus
entrenamientos físicos. Al retomar el hilo de ayer y hablar de nuevo de su infancia, repite que
tuvo una relación armoniosa y de cariño con su padre y su madre antes de que el progenitor
enfermara. La expresión corporal y el tono de voz de R. J. son neutrales, están controlados, pero
cambian cuando aludimos al incendio. Es una mejora con respecto a la fase inicial de la terapia
(apartar la mirada, silencios prolongados, claros indicios de alucinaciones). El lenguaje corporal
y la voz indican que sigue sometido a presión, pero en su descripción de lo acontecido con los
padres, no tanto en el peligro al que estuvo sometido. No dudo de que el suceso fuera el factor
desencadenante de muchos de los problemas de R. J. y que falta mucho trabajo por hacer en
torno a ese trauma. ¿Es TEC una alternativa? Voy a proponer al equipo que volvamos a
considerar la cuestión. Puede que R. J. logre contarnos lo acontecido con una nueva
profundidad, ahora mismo parece que repite lo que ya ha dicho, con el mismo dolor, sin ganar
perspectiva.

Al soltar el pasador que unía algunas de las páginas, cayeron dos folios
doblados. Los abrí y vi que estaban escritos por las dos caras. El título era
«El incendio». Leí las primeras frases y me sorprendió no reconocer su
contenido ni tener recuerdo alguno de haberlas escrito. Porque era mi letra,
sin duda. Sabía a lo que me arriesgaba. La terapia TEPT, los
electrochoques, todo podía resultar inútil si leía eso ahora. Por otra parte,
podría demostrar que había funcionado; si de verdad había borrado de mi
memoria aquello de lo que renegaba solo podría saberlo si lo leía.
Cerré los ojos. Tomé aire. Los abrí de nuevo.

El incendio

Cuando tenía trece años papá estaba tan enfermo que empecé a tenerle miedo. Antes también
se había comportado de forma extraña durante algunos periodos, pero ahora padecía
alucinaciones. Entre otras cosas, acusaba a mamá de organizar orgías en casa cuando él no
estaba, de traer hombres y mujeres desconocidos de la calle y de venderles sus cosas. Para
demostrarlo, mencionaba trajes, relojes, instrumentos musicales, radios e incluso coches que
habían sido suyos y ahora habían desaparecido. Otros días podía pasarse horas inmóvil, mirando
a la pared, sin decir una palabra ni comer nada, y eso casi era peor. Entonces temía haber
perdido a mi padre. Mamá intentó que ingresaran a papá, pero su familia lo impidió, dijeron que
otros miembros de la familia habían tenido las mismas «tendencias» excéntricas y se habían
defendido bien en la vida, que solo necesitaba descansar. Un ingreso en un manicomio sería un
deshonor, del todo innecesario, para la familia.
Una noche papá me despertó y me contó que unas voces le habían dicho que él y yo éramos
hermanos siameses, que habíamos nacido unidos por la cadera y nos habían separado. La razón
por la que yo parecía mucho más joven que él era que el gen del envejecimiento se encontraba
en su lado del cuerpo, por eso yo envejecía mucho más despacio. Me enseñó una herida que
tenía en la cadera para demostrármelo, y cuando dije que yo no tenía ninguna no me creyó, y me
obligó a bajarme el pantalón del pijama para comprobarlo. Habíamos despertado a mamá y al
entrar malinterpretó lo que vio. A pesar de que le conté de qué se trataba, que papá nunca, nunca
me había puesto la mano encima, y desde luego no de ese modo, vi que ella dudaba.
Unos días más tarde mamá me contó que papá le había pegado y la había amenazado con un
cuchillo. La policía se lo había llevado, pero lo dejarían en libertad si no lo denunciaba. Mi
abuela se lo había desaconsejado, y casi la había amenazado. El acuerdo al que habían llegado
era que mi padre se iría a vivir con ella y el abuelo y permanecería alejado de casa hasta que se
encontrara un poco mejor.
Mamá cambió la cerradura de nuestro piso y, cuando le pregunté por qué, dijo que papá nunca
mejoraría, solo había que fijarse en sus dos tíos. Cuando le pregunté qué les había pasado me
dijo que era mejor que no lo supiera.
Al día siguiente papá vino a nuestra casa. Entró al portal con su llave. Cuando llegó a nuestro
piso, en la novena planta, y se dio cuenta de que habían cambiado la cerradura, se enfureció y
empezó a golpear la puerta.
—¡Sé que estáis ahí dentro! —berreó—. ¡Abrid! Richard, ¿me oyes?
Mamá y yo estábamos en la cocina, junto al recibidor. Ella me rodeaba con los brazos, me
tapaba la boca con la mano.
—No respondas —sollozó.
Él siguió dando golpes.
—¡Sé que tu madre no quiere dejarme entrar, pero tú, Richard, tienes que hacerlo! ¡Eres
sangre de mi sangre! ¡Este es mi hogar, lo creé para nosotros!
Quise zafarme, pero mamá me agarró bien. Al cabo de diez minutos de golpes, patadas y
gritos, la voz de mi padre se tiñó de llanto.
—¡Basura! —clamó—. Richard, eres basura. Tu madre arderá en el infierno y no podrás
hacer nada para evitarlo. Porque eres pequeño, débil y cobarde. Eres basura. ¿Me oyes? Eres
basura. Y vas a abrir la puerta.
Transcurrió cerca de media hora hasta que oímos los pasos de papá y sus maldiciones alejarse
por el pasillo.
Mamá llamó a la abuela y le contó lo que había sucedido. Ella dijo que conseguiría
medicación a través del médico de la familia; sabía bien lo que le ocurría a papá y ella se
ocuparía de cuidar de su niño.
Pasaron solo un par de días y papá volvió a aparecer en la puerta.
—¡Los dos arderéis! El piso es mío y el chico es sangre de mi sangre. ¡Sangre de mi sangre!
Por fin salieron dos vecinos de sus casas, oímos sus voces en el rellano. Lograron calmar a
papá y lo condujeron a la calle, vi desde la ventana cómo cruzaba la acera. Parecía muy pequeño
y solo allí abajo.
Esa noche tuve pesadillas. En el sueño yo no era una persona, solo era una protuberancia de la
espalda de mi padre. Lo raro era que cuando dábamos golpes a la puerta e insultábamos a mamá,
yo también lo hacía. Sentía su desesperación, su ira y miedo. Puede que fuera porque amaba y
admiraba a mi padre más que a nada en el mundo, a pesar de que también quería a mi madre. Es
difícil saber cuál era el objeto de mi admiración. Papá era un hombre corriente, un esforzado
vendedor de seguros sin ningún talento especial, salvo llevarse dos dedos a la boca y silbar más
alto que nadie. Es cierto que papá procedía de una familia acomodada, pero creo que estaban
algo desencantados con él. Para mí, papá no dejaba de ser la persona de la que yo deseaba más
atención y aprobación. Por eso siempre, y sin protestar, obedecía a su más mínimo gesto. «Un
perro bien educado», solía decir mamá. Puede haber otro motivo por el que, al menos en sueños,
tomé partido por papá a pesar de que, sin duda, era el bando equivocado. Porque mamá le había
sido infiel, y yo lo sabía. El año anterior había tenido una aventura con su jefe. Los dos
trabajaban en la biblioteca al lado del colegio. Un chico de clase los había visto besándose entre
las estanterías, y dijo que mi madre era una puta. Le pegué y me mandaron a la temida puerta
roja, la del despacho del director. No pasaba nada, me quedé sentado, fingí escuchar mientras
me echaba la bronca, guardé silencio. Tampoco dije nada a papá al llegar a casa. A mamá sí le
conté lo que decían en el colegio; se echó a llorar y admitió que ella y su jefe habían mantenido
una relación, pero que ya había acabado. Como si quisiera probarlo, al día siguiente anunció
durante la cena que había dejado el trabajo, algo que sorprendió a papá. Parecía complacido.
Añadió, a modo de consuelo, que lo importante era que trabajara en algo que le satisficiera. Ella
sonrió y yo bajé la cabeza, seguí masticando y resistí el impulso de rodear a papá con mis
brazos.
La noche en que papá prendió fuego al piso, yo estaba tumbado en mi cama y escuchaba los
sonidos de la ciudad. Las sirenas de los coches de policía me encantaban. Esa nota que subía y
bajaba, casi una queja que me emocionaba, porque anunciaba que algo dramático, excitante,
había sucedido. A la vez era un sonido tranquilizador, porque estaban en ello, todo se arreglaría,
alguien estaba pendiente. Yo también quería estar atento, quería convertirme en policía, a poder
ser agente del FBI, con un coche patrulla, una luz azul en el techo y una sirena que acunara a los
ciudadanos.
Desperté y, en un primer momento, creí que se trataba de una sirena, pero después comprendí
que era el teléfono del recibidor.
Me quedé un rato tumbado y luego me di cuenta de que mamá no iba a contestar. Tal vez
fuera por las pastillas para dormir que le había recetado el médico después de que echara a papá.
Dejó de sonar y estaba a punto de quedarme dormido cuando empezó de nuevo. Me latía el
corazón porque sabía quién era. Me levanté, salí de puntillas al recibidor para evitar que toda la
planta del pie tocara el suelo helado. Respondí.
—¿Diga? —dije bajito.
Oí que alguien tomaba aire.
—Richard, hijo mío. —Era la voz clara, casi femenina, de papá—. Quieres abrir la puerta.
—¿Abrir la puerta?
—Quiero entrar. Tú quieres abrir la puerta.
—Papá…
—Chitón. Eres mi chico. Eres sangre de mi sangre y harás lo que yo te diga.
—Pero…
—Nada de peros. Estoy curado, mamá no lo entiende, no quiere escucharme. Tengo que
hablar con ella para que comprenda que nosotros tres debemos estar juntos. Somos una familia,
¿no?
—Sí, papá.
—¿Sí, papá…?
—Sí, papá, somos una familia.
—Bien. Abre la puerta y vete a dormir. Cuando despiertes mañana por la mañana, mamá y yo
nos habremos reconciliado y desayunaremos todos juntos. Todo volverá a ser como antes.
—Pero tú…
—He tomado medicinas, mi cabeza se ha calmado, estoy curado. Abre la puerta y vete a
dormir ya, Richard. Mañana tienes colegio.
Cerré los ojos. Imaginé ese desayuno. Desde mi silla, junto a la mesa de la cocina, veía el
edificio al otro lado de la calle, el sol de la mañana que aún se escondía, rodeado de un aura.
Mientras tanto, mamá y papá intercambiaban frases cortas sobre cuestiones prácticas,
coordinaban las tareas del día. Familia. Amor. Seguridad. Estructura. Sentido.
Solo recuerdo estar tumbado en la cama. Desperté de un sueño. Mamá, papá y yo íbamos en
coche por un paisaje boscoso y llano, camino de la cárcel para visitar a uno de los tíos de papá.
Era una carretera polvorienta, el parabrisas estaba sucio y olía a limpiacristales. Yo escuchaba
tumbado en la cama. Seguía oliendo al producto para limpiar el parabrisas, y oí el sonido de
algo, puede que fuera una silla, que volcaba y se caía. Me deslicé de la cama y salí al pasillo. El
olor a alcohol era intenso y bajo mis pies desnudos el parquet estaba mojado y pegajoso. La
puerta del dormitorio de mamá estaba entreabierta y del interior salía luz. Me acerqué de
puntillas y miré dentro.
En efecto, en el suelo había una silla volcada. Encima colgaba mamá. Inmóvil. Bueno, giraba
despacio mientras sus pies desnudos parecían estirarse hacia el pavimento en busca de apoyo. El
camisón, blanco y empapado, goteaba sobre el suelo: ploc, ploc, ploc. Su cuerpo oscilaba de
manera que primero vi la espalda y las manos atadas. Luego giró hacia mí y levanté la vista. El
cabello estaba pegado al rostro, como si hubiera llovido. La boca cubierta de cinta aislante
plateada. Los ojos abiertos, pero supe que no veía nada, a pesar de que miraba al frente. La
cuerda que le rodeaba el cuello pasaba por el mismo gancho del que colgaba la lámpara de
techo. Yo, que nunca había visto un cadáver, lo supe con la misma seguridad que me sabía vivo:
mamá estaba muerta. Se me cerró la garganta, pero me forcé a hablar cuando vi la pequeña
llama amarilla:
—No, papá, no lo hagas.
Mi padre, que estaba de pie junto a mi madre, se dio la vuelta despacio y me miró con aire
sonámbulo. Una sonrisa beatífica apareció en su rostro.
–Te lo dije, hijo mío. Si quieres matarlos de verdad, tienes que hacerlo dos veces. Si no,
regresan.
Levantó el encendedor para que la llama rozara el borde del camisón de mi madre. Una
llamarada suave hizo el mismo ruido que si alguien inhalara todo el aire de la habitación. Mi
madre ardía. Apenas pude distinguirla. Gotas de fuego caían al suelo, que también prendió.
Retrocedí y observé las llamas que se arrastraban hacia mí por los senderos de alcohol; dedos
largos, amarillos y azules. No quería irme, quería entrar, coger el edredón y rodear a mamá con
él, ahogar el fuego y apagarlo.
Pero el cuerpo no me obedecía. Mi padre tenía razón, como siempre. Yo era cobarde. Débil.
Basura. Di marcha atrás. Me alejé de la puerta, retrocedí por el pasillo, seguido por las llamas
hambrientas, hasta que pude abrir la puerta de mi habitación, entrar y dejarlo todo fuera.
Después me llevé las manos a los oídos, cerré los ojos con fuerza y grité.
No sé cuánto tiempo permanecí así. Al sentir la oleada de calor contra el rostro y el cuerpo
abrí los ojos y vi a papá en el umbral. El pasillo estaba en llamas. Dejé de gritar, pero el grito
prosiguió, y me llevó un instante comprender que no era un grito, sino la alarma de incendio. Mi
padre entró y cerró la puerta, se arrodilló ante mí y me puso las manos sobre los hombros. Allí
afuera la alarma pasó de ser un alarido continuo a lanzar aullidos intermitentes. Entre los
aullidos se oían las llamas, un chisporroteo que iba en aumento, miles de larvas consumiendo un
cadáver.
—Había que hacerlo así —dijo mi padre con voz suave, la que empleaba para explicarme por
qué debía dejar que el médico del colegio me pusiera una inyección o para decirme que no me
podía llevar al cineclub a ver La noche de los muertos vivientes porque mi madre no quería—.
Lo dicen las voces, y ellas saben qué es mejor. ¿Comprendes?
Asentí. No porque comprendiera, sino porque no quería que el creyera que no lo entendía, que
no estaba de su parte. Papá me acercó a él.
—¿Oyes las voces? —me susurró al oído.
No supe si debía asentir o negar. A lo lejos sonaba algo, entre aullido y aullido de la alarma
de incendios. No eran voces, sino sirenas.
—¿Las oyes? —repitió y me zarandeó con suavidad.
—¿Qué dicen?
—¿No lo oyes? Dicen que debemos alejarnos volando. Tú y yo vamos a volar… dos
luciérnagas.
—¿Adónde? —pregunté, e intenté reprimir el llanto que se abría paso entre el pecho y la
garganta.
Mi padre tosió. Después se puso de pie y fue hacia la ventana.
Apartó las cortinas y la abrió. Noté una corriente de aire frío nocturno en el rostro, como si el
piso hubiera contenido la respiración. Miró hacia el cielo.
—No puedes verlo porque estamos en la ciudad —dijo—. ¿Sabes una cosa, Richard? Allí
arriba vuelan millones de nosotros. Luciérnagas petrificadas en el tiempo. Estrellas. Lucen y nos
muestran el camino. Nadie las puede atrapar. Ven.
Se había subido al marco de la ventana y se había puesto en cuclillas. Me tendió la mano. Yo
me quedé de pie junto a la puerta.
—¡Ven! —me gritó.
Obedecí y al instante percibí que su voz había cambiado, que tenía un filo metálico. Me
agarró de la mano y me subió con él al alfeizar. Estábamos allí en cuclillas, cada uno a un lado
del marco, asomando la cabeza, y él sujetaba mi mano con firmeza. Si uno de nosotros se
inclinaba un poco hacia delante o se caía, el otro iría detrás. O volaría. Las sirenas estaban más
cerca y vi que en la calle se había reunido una muchedumbre; no dejaba de salir gente de nuestro
portal. Al levantar la vista me pareció que sí podía ver estrellas, estrellas que bailaban en el
cielo. Su mano era tan cálida en torno a la mía… Parecía irreal, como si todo fuera un sueño.
—¿No es hermoso? —preguntó mi padre.
No respondí.
—Contaré hasta tres y volaremos —dijo—. ¿Estás preparado? Uno…
—Papá, por favor —susurré—, no me agarres tan fuerte de la mano.
—¿Por qué no? Tenemos que mantenernos unidos.
—No seré capaz de volar si no me sueltas un poco.
—¿Quién dice eso? –replicó, y en lugar de soltarme noté que me apretaba con más fuerza.
—Las voces —dije—. Lo dicen las voces. Las voces sabrán lo que dicen, ¿no?
Me observó largo rato.
—Dos —dijo con voz neutra inclinándose hacia delante.
Esto no es ningún sueño, pensé. Está ocurriendo. Vamos a caernos.
—Tres –dijo, y sentí que su mano grande y caliente aflojaba un poco la mía.
Me solté de un tirón y me agarré al marco; vi que papá giraba la cabeza hacia mí. Su rostro
expresaba sorpresa. Luego desapareció.
Durante unos segundos estuve pendiente de su cuerpo, que se deslizaba en silencio ante la
fachada. La oscuridad lo engulló hasta que volvió a ser visible a la luz de las ventanas. La
alarma de incendios había enmudecido y yo escuchaba el canto de las sirenas de los camiones de
bomberos: «Vamos para allá, vamos para allá». No oí el impacto del cuerpo de mi padre contra
el asfalto, ahí abajo, solo el grito de la multitud. Más voces cuando me descubrieron en la
ventana del noveno piso. Ignoro cuánto tiempo estuve esperando allí arriba, en el marco de la
ventana, pero cuando el camión de bomberos llegó, abrieron la lona justo debajo y gritaron que
debía saltar. Mi cama ya ardía. Desde abajo me llamaban al unísono, como un panegírico:
«Salta, salta, salta».
Salté.

Ahí se acababa.
Leí otra vez las primeras frases, busqué algo que no hallé. No encontré al
extraño que había pasado por esa experiencia o que la había inventado.
Seguía sin despertar en mí recuerdo alguno. ¿Quería decir entonces que
estaba curado, que había sanado de la misma manera en que uno puede
mejorar tras una amputación?
Sí, sentía que así era. Pero ¿estaba seguro?
Oí pasos. Prendí el pasador, cerré el cuaderno y volví a dejarlo sobre la
silla.
—¡Richard! —exclamó sonriendo el doctor Rossi, el jefe de sección.
Me cogió las manos, como si fuéramos muy amigos. No era tan
descabellado, si tenemos en cuenta que había estado en el Ballantyne ocho
de los quince años que yo llevaba allí, pero yo prefería mantener cierta
distancia. Rossi, por su parte, era favorable a acortar la distancia entre
médico y paciente. «Si las personas son buenas, no hay ningún peligro en
entablar una relación personal», solía decir. Supongo que es más fácil
afirmar tal cosa y ponerla en práctica si uno ejerce en un sitio como
Ballantyne, con tantos recursos por paciente.
Tras él llegaron Karen y Dale. Dale era psicólogo e investigador en la
universidad. Estaba especializado en los tratamientos TEC para eliminar los
recuerdos traumáticos de los pacientes con TEPT y hacía mi seguimiento y
el de otros dos pacientes que recibían la misma cura en Ballantyne. Dale
iba, al contrario que Rossi, impecablemente vestido, como era su
costumbre, con un traje oscuro a juego con su tupida cabellera de un negro
casi azabache.
—Me han contado que hacemos tan buen trabajo que corremos el riesgo
de perderte —dijo Rossi acomodándose en una de las tres sillas que había
frente a mí.
Luego se reclinó y cruzó las piernas, enfundadas en unos vaqueros
gastados y rematadas por unas zapatillas Nike vintage. Rossi era de los que
llevaban sudaderas de su etapa universitaria y decoraba su despacho con
reliquias de su juventud, como la figura de Luke Skywalker, la edición
original, o la primera edición enmarcada de La Cosa del pantano, la que
muestra a un gran murciélago furioso en la portada. Era probable que
albergara la esperanza de que le hiciera parecer juvenil, accesible y
encantador. Un día que Rossi me dejó esperándolo en su despacho,
consideré la posibilidad de robar una de sus reliquias, solo para fastidiarle.
—Eso está por ver —dije, y miré de reojo a Dale, que también se había
sentado. Mantenía la espalda muy recta y se limitó a asentir con un
movimiento de la cabeza.
—Tiene un aspecto prometedor —dijo—. Si te damos el alta, me gustaría
poder seguir tu evolución.
—Richard promete, sí, pero no debemos adelantar acontecimientos —
dijo Rossi—. Llegaste a este lugar tras una tragedia familiar y has
permanecido aquí desde entonces. No has participado en la vida del mundo
exterior, y no podemos asegurar que la transición no resulte problemática.
—Institucionalizado —dije.
—Eh… Sí, claro. Habíamos pensado proponer que empieces pasando dos
días por semana en el exterior, y después iremos incrementando si todo va
bien. ¿Qué opinas, Richard?
Yo había estado bien el tiempo suficiente para que tuviera derecho a
expresar mi opinión al respecto.
—Irá bien… —dije, y esperé que no se hubiera dado cuenta de que había
estado a punto de terminar la frase con «Oscar».
A Rossi le gustaba que empleáramos su nombre de pila, pero no sé por
qué yo era incapaz de hacerlo. Salvo que no solo fuera por aquello de
mantener las distancias, sino por la manera en que le había visto mirar a
Karen.
—Estupendo —dijo Rossi, y juntó las manos—. Veamos los resultados y
tu evolución, y hablemos de tu medicación y de la terapia de ahora en
adelante.
Por supuesto que no íbamos a discutir el tema, pero los pacientes
colaboraban de mejor grado si tenían la sensación de haber participado en la
toma de decisiones.

—Te echaremos de menos —dijo Karen mientras recorríamos el sendero


camino del bosque.
Dale y Rossi se habían marchado y Karen me dijo que tenía una pequeña
sorpresa para mí, una especie de regalo de despedida.
—Solo me voy a ausentar dos días a la semana —dije.
—Pues yo te echaré en falta dos días a la semana —respondió sonriendo.
En efecto, me había dado cuenta de que había dicho yo, no nosotros, en
esa última frase. Podía ser un despiste, claro. Si era o no un lapsus
freudiano no tenía importancia. Ella era la terapeuta y yo el paciente, las
reglas éticas de la psiquiatría nunca permitirían que fuéramos uno. Salvo en
mi imaginación. Si algo se me daba bien era fantasear.
—¿Tienes miedo?
—¿De la vida en el exterior? —Noté que instintivamente imitaba la voz
cultivada de Oscar Rossi, su entonación de clase alta—. Ya lo he probado
antes. Y fue bien. A temporadas. El problema es…
—¿Sí?
Me encogí de hombros.
—No tengo nada productivo que hacer. No existo en un contexto. Al ser
un paciente al menos formo parte de una maquinaria.
—He pensado en eso.
—¿Sí?
—Todos necesitamos hacer algo que nos permita sentir que aportamos
alguna cosa al mundo. —Saludó con la mano al viejo jardinero, Feihta, que
iba sentado cual rey en el cortacésped japonés que vibraba mientras recorría
el prado, pero no nos vio—. Sé que tú puedes aportar algo más como
miembro activo que como paciente.
—¿Qué, si puede saberse?
Seguimos el sendero para entrar en el bosque. La luz del sol se filtraba
entre las hojas de los árboles.
—¿Recuerdas que antes de que empezáramos el tratamiento TEC te pedí
que anotaras tu recuerdo traumático con todo detalle?
—No, ¿debería?
—Casi mejor que no lo recuerdes. Lo hice para que, al repasarlo antes de
cada tratamiento, no nos dejáramos nada, que no hubiera algo que después
pudiera conducir tu memoria de vuelta al recuerdo. Al leer lo que habías
escrito, descubrí otra cosa.
—¿Ah sí?
—Te gusta escribir.
—¿Qué quieres decir?
—No era solo un informe de lo que había sucedido. No sé si lo habías
planificado u ocurrió sin más, pero te transformaste en un narrador.
Intentaste dar vida a lo sucedido pensando en el lector, quisiste darle forma
literaria.
—Vale –dije, y a pesar de que sentí algo fingí escepticismo. Me
emocioné como si eso fuera algo que hubiera estado esperando—. ¿Y lo
conseguí?
—Sí —dijo ella con sencillez—. Al menos conmigo. Y se lo enseñé a un
par de personas más que estuvieron de acuerdo.
Mis pulmones y mi corazón se expandieron, igual que cuando entreno
con intensidad y siento que me falta espacio entre las costillas. Esta vez era
porque estaba alegre. Y orgulloso. Por un texto que no recordaba haber
escrito, pero que acababa de leer. Un par de personas más, pensé. Para mí
era más que suficiente.
Cruzamos el puente de madera sobre el riachuelo del bosque. Los pájaros
cantaban con fuerza a nuestro alrededor como hacían al amanecer delante
de mi ventana. Subimos a un montículo donde había un cenador junto al
que solía pasar cuando hacía footing.
—Ven —dijo Karen, y su mano rozó la mía al cogerme del codo.
El cenador era hexagonal, con paredes de cristal, parecido a un viejo
invernadero, y estaba construido alrededor del tronco de un viejo roble que
le daba sombra. Karen abrió la puerta y entramos. Dentro había una mesa y
una silla que no reconocí. Sobre la mesa me esperaba una máquina de
escribir, una pila de folios y una taza con bolígrafos.
—No sé si quieres utilizar un ordenador o una máquina de escribir —dijo
—. O escribir a mano. Ni siquiera sé si quieres escribir.
La miré. Mostraba una gran sonrisa, pero pestañeó varias veces y tenía
dos manchas nerviosas, rojizas, en el cuello.
—Sí —afirmé tragando saliva, y contemplé las colinas que nos rodeaban
—. Quiero escribir. Y me gustaría probar la máquina de escribir.
—Bien —dijo ella, y percibí el alivio que embargaba su voz—. Creo que
este lugar puede resultar inspirador. Al menos, un punto de partida.
Asentí.
—Un punto de partida.
—Bueno —dijo Karen y entrelazó las manos, se puso de puntillas, como
solía hacer cuando estaba contenta y emocionada—. Lo dejo en tus manos.
Puedes estar aquí todo el tiempo que quieras.
—Gracias —dije—. Esto ha sido idea tuya, ¿verdad?
—Podría decirse que sí.
—¿Qué puedo hacer a cambio?
—Pues… Cuando te den el alta definitiva y ya no seas mi paciente ¿qué
te parecería una entrada para el cine?
Intentó decirlo con ligereza, como una frase corriente, sin flirtear. Estaba
claro que era una frase que había ensayado para que sonara espontánea.
—Puede ser —dije—. ¿Alguna película en particular?
Se encogió de hombros.
—Alguna comedia romántica tonta —respondió.
—Trato hecho.
Cerró la puerta al salir. La vi adentrarse en el bosque a través de las
paredes de cristal. Rodeé la mesa un par de veces. Cambié la silla de lugar.
Me senté con cuidado. El suelo no estaba nivelado y se tambaleó. Introduje
un folio en la máquina de escribir. Presioné con cuidado un par de teclas.
Había que hacer más fuerza de la que pensaba. Sería cuestión de costumbre.
Acerqué más la silla, enderecé la espalda. Seguía moviéndose. Escribí con
esfuerzo, con dos dedos: La Casa de la Noche.

—E-e-estás loco —dijo Tom, y comprendí que estaba asustado porque


tartamudeaba aún más de lo habitual.
«Una historia fascinante que se recrudece en cada
página, repleta de tensión y sorpresas».
Sunday Express

Tras la muerte de sus padres, fallecidos en un trágico incendio, Richard


Elauved tiene que mudarse a la remota localidad de Ballantyne, donde
vivirá con sus tíos. Allí se convierte enseguida en uno de los marginados
oficiales del instituto, algo que se acentúa cuando un compañero de clase
llamado Tom desaparece en extrañas circunstancias: todos culparán al
nuevo alumno, tan raro, retraído, irritable y taciturno.
Sin embargo, Richard vio con sus propios ojos lo que le pasó realmente a
Tom, una escena verdaderamente espeluznante ocurrida en una cabina de
teléfono cercana al bosque. Pero ni la policía ni nadie cree su versión…
salvo Karen, otra estudiante arrinconada que lo empuja a llegar hasta el
fondo de la cuestión. Las pistas lo conducirán hasta una antigua casa
señorial, ahora abandonada. Ante ella, muerto de miedo y rodeado de
insectos, Richard descubrirá que lo observa, desde una ventana del cuarto
piso, un hombre de rostro inexpresivo. Después, empezará a oír voces.

La crítica ha dicho:

«Una lectura irresistible, la devorarás de una sentada».


The Irish Independent

«Ofrece un nuevo giro a las novelas de formación, contando la historia


como si fuera H. P. Lovecraft».
The Mail on Sunday

«Un libro que te llevará a otro mundo a una velocidad terrorífica».


Booklist

«Las expectativas que genera La Casa de la Noche se van desdoblando


según lo que parecía una novela clásica de terror se va convirtiendo en algo
mucho más complejo».
Library Journal

«Jo Nesbø demuestra aquí que tiene pleno control sobre todas las notas de
su teclado literario».
Verdens Gang
Jo Nesbø nació en Oslo en 1960. Graduado en Economía, antes de dar el
salto a la literatura fue futbolista, cantante, compositor y agente de Bolsa.
Desde que en 1997 publicó El murciélago, la primera novela de la serie
protagonizada por el policía Harry Hole, ha sido aclamado como el mejor
autor de novela policíaca de Noruega y como un referente de la última gran
hornada de autores del género negro escandinavo. En la actualidad cuenta
con más de 50 millones de ejemplares vendidos internacionalmente. Sus
novelas se han traducido a 50 idiomas y los derechos se han vendido a los
mejores productores de cine y televisión.
En Roja y Negra se ha publicado al completo la serie Harry Hole,
compuesta por doce títulos hasta la fecha: El murciélago, Cucarachas,
Petirrojo, Némesis, La estrella del diablo, El redentor, El muñeco de nieve,
El leopardo, Fantasma, Policía, La sed y Cuchillo. También han sido
traducidas al español todas sus novelas independientes: Headhunters, El
heredero, Sangre en la nieve, Sol de sangre, Macbeth y El reino, así como
la colección de relatos El hombre celoso.
Serie Harry Hole

El murciélago

El detective Harry Hole es enviado a Sídney para investigar el asesinato de


una ciudadana noruega. Mientras él intenta ocultar la verdadera razón del
viaje, los crímenes se acumulan.

Cucarachas

Un Hole alcoholizado y adicto a la vitamina B12 viaja a Bangkok con


instrucciones claras: silenciar un crimen que implica a políticos noruegos.
Pero el caso esconde mucho más.

Petirrojo

Reasignado al departamento de inteligencia de la policía, Hole destapa un


caso de tráfico de armas e investiga varios crímenes que hunden sus raíces
en la Segunda Guerra Mundial.

Némesis

Una serie de misteriosos atracos a bancos sume a Harry Hole en su


investigación más caótica, mientras lucha por limpiar su nombre en el caso
de suicidio de una antigua novia.

La estrella del diablo


Ola de calor en Oslo. Tres asesinatos separados por cinco días y un
diamante rojo en forma de estrella en cada escenario. ¿Se completarán las
cinco puntas de la estrella del diablo?

El redentor

Mientras persigue a un sicario de la ex Yugoslavia, Hole debe sortear


también las cuitas espirituales de los más desfavorecidos, que a su vez
buscan a quien alivie sus sufrimientos.

El muñeco de nieve

Un alarmante número de esposas y madres han desaparecido en


circunstancias similares tras la caída de la primera nieve. Harry Hole se
enfrenta por primera vez a un asesino en serie.

El leopardo

Harry Hole se ve obligado a regresar al trabajo para investigar un caso


que le llevará a África y a descubrir un terrorífico instrumento de tortura.
El asesino está jugando con la policía…

Fantasma

Harry Hole creyó que su vida cambiaría para siempre en Hong Kong, pero
cuando acusan de un crimen a Oleg, el niño al que ayudó a criar, el
detective que late en él no puede abstenerse.

Policía
Agentes de policía están siendo asesinados en las escenas de crímenes que
investigaron pero no lograron resolver. Los asesinatos son brutales y esta
vez Harry se siente muy impotente.

La sed

Se han hallado cadáveres de mujeres tras citas fallidas de Tinder y parece


que el asesino se ha bebido su sangre. Hole dirá adiós a su equilibrio
emocional y quizá a todo lo que ama.

Cuchillo

Harry ha vuelto a beber. El único asesino que se le ha escapado una y otra


vez está en libertad. La caza final ha empezado. Hole debe terminar lo que
empezó muchos años atrás.

Eclipse

Hole ha escapado a Los Ángeles, donde lo acoge una actriz perseguida por
un cártel. Hasta que se ve obligado a volver a Oslo para limpiar el nombre
de un millonario si quiere salvarle la vida a su nueva amiga. Tiene diez
días.

Novelas independientes

Macbeth
Un jefe de policía demasiado íntegro; un magnate dispuesto a todo con tal
de eliminarlo; una ciudad de callejones húmedos y oscuros, sitiada por las
bandas criminales y el tráfico de estupefacientes. Este es el nuevo
escenario en el que Jo Nesbø reinventa Macbeth.

El heredero

La carrera delictiva de Sonny Lofthus empezó al morir su padre, un policía


corrupto. Aparcó su brillante porvenir y se está pudriendo en la cárcel.
Pero cuando descubre la verdad sobre el suicidio de su padre, solo deseará
fugarse. Sabe demasiado sobre demasiada gente.

Sangre en la nieve

Olav es un buen sicario, trabaja para uno de los grandes capos de la droga
en Oslo, Daniel Hoffmann. Pero, cuando conoce a la mujer de sus sueños,
todo cambia. Deberá afrontar dos problemas: es la mujer de su jefe y, aún
más importante, su siguiente misión es matarla.

Sol de sangre

Un hombre rebelde ha llegado al norte de Noruega, donde nunca se pone el


sol. Huye de su pasado y apenas tiene futuro. Pongamos que se llama Jon y
acaba de traicionar a uno de los reyes del crimen de Oslo, El Pescador. No
es el mejor momento para enamorarse.

El reino

Roy es un hombre solitario. Es experto en pájaros, lleva la gasolinera del


pueblo y en cada casa corre un rumor sobre él. Su vida gris se reabre con
la vuelta de Carl, su hermano pequeño, al que acompaña su flamante
esposa, Shannon. Idean un plan para construir un gran hotel y traer
prosperidad a la zona. Sin embargo, pronto llegarán los malos presagios,
porque es difícil reinventarse en un lugar donde todos conocen algunos
secretos del pasado.

El hombre celoso

Doce relatos tan apasionantes como insólitos: un detective especializado en


celos que anda a la caza de un hombre sospechoso de haber asesinado a su
gemelo; un basurero que, mientras se recupera de una larga juerga, tiene
que averiguar qué pasó exactamente la noche anterior; un asesino a sueldo
que se enfrenta a su gran enemigo en un peligroso juego de supervivencia;
o la historia de dos pasajeros en un avión entre los que surge la chispa del
amor… o quizá un sentimiento más siniestro.
Título original: Natthuset

Primera edición: enero de 2024

© 2023, Jo Nesbø
Publicado por acuerdo con Salomonsson Agency
© 2024, Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2024, Lotte Katrine Tollefsen, por la traducción

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Índice

La casa de la noche

Primera parte

Capítulo 1
Capítulo 2

Capítulo 3
Capítulo 4

Capítulo 5
Capítulo 6

Capítulo 7
Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11
Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16
Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21
Capítulo 22

Capítulo 23

Segunda parte

Capítulo 24

Capítulo 25
Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Tercera parte

Capítulo 29

Sobre este libro


Sobre Jo Nesbø

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