José María Arguedas Orovilca
José María Arguedas Orovilca
José María Arguedas Orovilca
OROVILCA(1954)
Originalmente publicado en Letras Peruanas. Revista de Humanidades
[Lima], Núm. 11, XII (1954), págs. 45 y 48-49;
Diamantes y pedernales
(Lima : J. Mejia Baca & P.L. Villanueva, 1954, 188 págs.);
El forastero
(Montevideo: Sandino, 1972, 89 págs.);
Relatos completos
[compilación de Jorge Lafforgue]
(Buenos Aires: Editorial Losada, 1975, 237 págs.)
En el valle de Ica, donde se cultiva la tierra desde hace cinco o diez mil
años, y cerca de la ciudad, hay varias lagunas encantadas. La Victoria es la
más pequeña; la rodean palmeras de altísimos penachos, y el agua es verde,
espesa: natas casi fétidas flotan de un extremo a otro de la laguna. Es honda
y está entre algodonales. Aparece singularmente, como un misterio de la
tierra; porque la costa peruana es un astral desierto donde los valles son
apenas delgados hilos que comunican el mar con los Andes. Y la tierra de
estos oasis produce más que ninguna otra de América. Esto es polvo que el
agua de los Andes ha renovado durante milenios cada verano.
En los límites del desierto y el valle están las otras lagunas: Huacachina,
Saraja, La Huega, Orovilca.
Altas dunas circundan a Huacachina. Lago habitado en la tierra muerta,
desde sus orillas no se ve en el horizonte sino montes filudos de arena. Es
extensa y la rodean residencias y hoteles en cuyos patios han cultivado
flores y árboles. Ficus gigantes refrescan el aire y dan sombra. Contra la
superficie de arena, la fronda murmurante de estos árboles profundos se
dibuja. Y quien está bajo su protección, siente en el rostro, sobre los ojos, su
paternal, su fría lengua; porque las dunas tienen su cimiento en esta orilla
arbórea, y el ardor de las arenas estalla en derredor, como un anillo. La
gente nada o chapotea en el agua de la laguna, también espesa y de olor
penetrante; chapotean y juegan como animales regocijados por estos
contrastes, que en lugar de abrumarlos, los calman, los acarician, les dan
una gran alegría. Algunos tullidos, los viejos, los llagados, y otros enfermos
de las vísceras se sienten resucitar al estímulo de tanto fuego, de tan extraño
mundo. Y vuelven por años desde lejanas ciudades.
Orovilca significa en quechua “gusano sagrado”. Es la laguna más lejana
de la ciudad; está en el desierto, tras una barrera de dunas. Salcedo iba a
bañarse a Orovilca los días domingos por la tarde, en la primavera. Yo lo
acompañé algunas veces. Íbamos por los caminos de chacra, porque entre la
ciudad y Orovilca no había carretera.
—Caminar en el polvo, entre caballos y peatones, diez horas, veinte
horas, no importa —decía—. Los largos caminos pavimentados,
empedrados, me abruman. Y no me agrada Huacachina. La ostentación
humana me irrita. El pequeño camino, entre sembrados y arbustos, no entre
árboles alineados por el hombre, es liberador. En cambio, andar en el
desierto, sobre la arena suelta, es una vía segura para buscar la muerte.
Llevábamos una sandía al hombro, cada uno. Salcedo no perdía su
compostura a pesar de ir cargando la sandía a la manera de los campesinos.
Conversaba con la naturalidad y animación de siempre.
Escalábamos las dunas silenciosas, como dos pequeños insectos de
andar lento. Tramontando las limpias cimas bajábamos a la hondonada de
arena en que está el pequeño lago; volcán de agua la llaman, porque es un
estanque fresco entre lenguas de arena, quemantes o heladas, de inmortal
blancura.
Llegábamos a la orilla de la laguna y Salcedo partía inmediatamente la
sandía. Cortaba grandes trozos de la pulpa roja, y la bebía con un
apresuramiento que me parecía locura.
—La sed que tengo —me explicó una vez— no debe venir únicamente de
mis entrañas, sino de alguna otra necesidad antigua. En Nazca, a estas
horas, mi padre se expone al fuego del valle; trota catorce horas diarias
recorriendo la hacienda de su patrón. Él cree ser dichoso. Yo he caminado
por el cauce del río millares de días, para ir a la escuela. El fuego debiera
atraerme, pero no en forma de sed. A veces sospecho que un can mítico vive
en mí. El espíritu del río cuyo cauce arde diez meses y brama dos en esa
agua terrosa. ¡Pero estos patos de Orovilca, que tienen la cresta roja y nadan
con tanta armonía, felizmente existen!
Orovilca no tiene aguas densas, puede brillar; la superficie de las otras
es opaca. No hay ficus, ni laureles, ni flores; la orillan árboles y yerbas
nativas. Huarangos de retorcidos tallos, ramas horizontales y hojas
menudas que se tienden como sombrillas; arbustos grises o verdes oscuros
que reptan en la base de las dunas, y totorales altos, espesos, de honda
entraña, desde donde cantan los patos.
Los huarangos dejan pasar el sol, pero quitándole el fuego. Árbol nativo
del campo, el hombre se siente allí, bajo sus troncos y rodeado del mundo
seco y brillante, como si acabara de brotar de Orovilca, del agua densa, entre
el griterío triunfal de los patos.
Salcedo se tendía de espaldas en la laguna y flotaba durante largo rato.
Una arenilla dorada forma ondas difusas en la playa. Es un oro húmedo,
opaco; sobre esta superficie metálica encontraba gusanos de caparazones
azuladas, pequeños escarabajos y lombrices; luego me echaba a nadar,
braceando, y un halo de agua verde me rodeaba.
Volvíamos cuando el sol tocaba la cima de las montañas de arena.
Cruzábamos el trozo de desierto que separa el valle de la laguna, sin hablar.
Salíamos de la hondonada, y el valle aparecía como un rumoroso
mundo, recién descubierto, un oasis donde los pájaros hablaran. Porque la
luz del crepúsculo embellece a los seres en la costa, les transmite su
armonía, su plácida hondura; no los rasga y exalta como los torrentes de
lobreguez y metales llameantes de los crepúsculos serranos.
Salcedo hundía su mirada en el gran campo negruzco y en los confines
donde aparecían los Andes; se detenía junto a los grupos de palmeras que
crecen sin dueño a la orilla del valle, en la arena, y en los caminos.
Arrojando piedras bajábamos algunos dátiles de los elevados racimos.
—¡Qué cabellera tienen las palmeras de Ica! —exclamó Salcedo la última
vez que fuimos a Orovilca—. Éste es el único valle de América donde
caminaron durante unos años los dromedarios y camellos de África. Las
arenas de la costa peruana se hunden mucho con las pisadas. Las bestias de
África se cansaron y extinguieron.
—A esta hora, junto a las palmeras, debieron verse animales nativos —le
dije.
—Sí, los dromedarios, especialmente, porque tienen la apariencia de
animales deformados por el hombre. Usted no sabe cuánto ocurre bajo esta
luz que nos ilumina como si fuéramos ángeles. Aquí aprietan con tenazas de
aire. El espacio andino, en cambio, el helado espacio, todo lo exhibe; se
muestran las cosas como sobre un témpano en cuya superficie la más
pequeña cosa camina como una araña; aquí, el polvo, el sol, amodorran y
encubren… Llega el agua en enero a Nazca, viene despacio y el cauce del río
se hincha lentamente, se va levantando, hasta formar trombas que arrastran
raíces arrancadas de lo profundo, y piedras que giran y chocan dentro de la
corriente. La gente se arrodilla ante el paso del agua; tocan las campanas,
revientan cohetes y dinamitazos. Arrojan ofrendas al río, bailan y cantan;
recorren las orillas mientras el agua sigue lamiendo la tierra, destruyendo
arbustos, llevándose las hojas secas, la basura, los animales muertos.
Después comienza el trabajo y la guerra. En las grandes haciendas se
empoza el agua, cargada de esencias, como la sangre; y hay campesinos que
no alcanzan a regar y siembran en la tierra seca, con una esperanza como la
mía, que no es sino una sed inclemente. Yo los he visto llorar en las noches
de feraz verano y aun bajo la luz del sol que repercute en el inmenso Cerro
Blanco.
—¿Usted conoce la sierra? —le pregunté.
—Sí. El patrón de mi padre me llevó a cazar vicuñas en la altura, a 4200
metros, donde se ven ya chozas de indios pastores. Hay allí un silencio que
exalta las cosas. El llanto, en tal altura, o un incendio ¡un gran incendio!,
perturbarían el mundo.
Lo dejé hablar. Yo no me atrevía a contestarle. Le temía y me
inquietaba; sentía por él un respeto en algo semejante al que me inspiraban
los brujos de mi aldea; pero me calmaba la expresión siempre tranquila de
su rostro, de sus ojos, en que podía seguir el curso de su afán por encontrar
la palabra justa y bella con la que se recreaba. Porque su oratoria lo envolvía
y aislaba. En cualquier momento él podía abandonar a la persona o el grupo
con quien hablaba, e irse, a paso lento. Su cabeza tenía expresión, entonces;
la llevaba en alto como un símbolo, a la sombra de los claustros o de los
grandes ficus o en el patio en que el sol denso hacía resaltar su figura, toda
ella pensativa.
Wilster comenzó a atacarlo, súbitamente.
Wilster había sido durante cuatro años uno de los internos más
festejados. Bajo los ficus del patio, cantaba con voz agradable las melodías
que estaban de moda: tangos, paso-dobles, jazz “incaicos”, valses. Marcaba
alborozadamente el ritmo de las danzas, y movía a compás las piernas y la
cabeza. Se improvisaban bailes entre los alumnos. Wilster era tenor. Sus
canciones predilectas no las habrán olvidado quienes las oyeron en esa
sombra baja del claustro: “Y todo a media luz”, “Medias finas de seda”,
“Melenita de oro”, “Cuando el indio llora”, “Bailando el charleston”.
Un guitarrista limeño, que no conocía la sierra, compuso el jazz
pentafónico “Cuando el indio llora”. De melodía triste y de compás muy
norteamericano, aunque lento, esta canción la oíamos en todas partes.
Wilster la entonaba melancólicamente. Le escuchábamos, y nadie bailaba.
Pero inmediatamente después cantaba un charleston, y los jóvenes internos
atravesaban el patio o recorrían los claustros danzando a toda máquina.
Hasta que tocaban la campana que señalaba la hora de entrar al dormitorio.
—Sólo Hortensia Mazzoni baila “Cuando el indio llora” como si fuera
una ninfa —dijo cierta vez Wilster.
—Es que no has visto a otras. Ella baila sola, en el salón de su casa. Por
los balcones que dan a la plaza de armas podemos verla.
—¿Quién baila sola un jazz? Únicamente ella. Gira como una estrella de
cine. ¿Qué hace? —preguntó Wilster.
—Hay que bailar con ella —dijo Gómez.
—Podría usted hacerlo —le dijo Salcedo a Wilster—. Es la muchacha más
bella de Ica. Y ella no ve que la miran. Su salón está siempre muy
iluminado; la calle o la esquina de la plaza quedan en la oscuridad.
—Una rama del ficus de la esquina se extiende justo frente a los dos
balcones, y por lo alto.
—Es el privilegio de los árboles. Crezca usted como él, Wilster. —Salcedo
rió, y Wilster también.
Unos días después, Wilster odiaba a Salcedo y lo acosaba. Y no hubo
desde entonces otra preocupación en el internado que esa lucha. Del sereno,
del sabio, armonioso y raro joven de Nazca, vestido siempre de dril; y de su
persecutor, el elegante Wilster, cantor y deportista, el que usaba el más
llamativo y mejor llevado bastón de Ica.
Wilster andaba perdiendo. No se atrevía, no se atrevía. Descompuso su
vida, la revolvió; mientras Salcedo continuaba… Wilster era el sapo, cada
vez más el sapo. Empezaban ya a odiarlo.
Hasta que Salcedo quiso dar fin a la lucha. Parecía que su actitud había
sido bien meditada y no era el fruto de su estallido. Pero yo temía que sus
cálculos fallaran esta vez. Confiaba mucho en el pensamiento. En cinco
años, su inteligencia le había dado en el Colegio una autoridad sin límites;
pero la armonía entre él y los internos se había quebrado hacía unos
instantes con el desafío.
Lo seguí cuando, tras largo paseo en el claustro, se encaminó al pequeño
jardín del internado. Se sentó al borde del pozo que daba agua al Colegio. La
polea pendía de un madero rojo de huarango, a poca altura del borde
musgoso de la cisterna.
—¿Va usted a trompearse con Wilster? —le pregunté.
—Claro. Yo lo he citado. Tengo ya el candado con que aseguraré la
puerta. He estudiado el terreno. Cuatro hojas de calamina cubren la puerta
de los cuatro silos. La lucha será detrás de esas casetas.
—Pero usted no se ha trompeado nunca.
—Sin embargo, todos saben que he cultivado con sistema mis músculos.
En las pruebas de barra, sólo Gómez me supera. Lo derribaré, seguramente.
Yo no pienso en que me derribe él. Ninguna esfera puede girar
limpiamente… creo. A usted que es callado y tiene otro modo de ser que el
nuestro, me refiero a los hombres de estos valles y desiertos, le contaré un
secreto… ¿Sabía usted que una corvina de oro viaja entre el mar y Orovilca,
nadando sobre las dunas?
—No, Salcedo. Nunca he oído esa historia.
—Sale después de la medianoche. Tiene una cola ramosa y aletas ágiles
que la impulsan sobre la arena con la misma libertad que en el agua.
—¿Usted cree en eso?
—Debe ser diez veces más grande que una corvina de mar, pues se la
distingue claramente desde el bosque de huarangos hasta que traspone la
cima de la gran luna. El brillo de su cuerpo permite ver su figura. Y ¿sabe
usted?, en la primavera lleva a Hortensia Mazzoni sentada sobre su lomo,
tras una aleta encrespada que tiene en la línea más alta de su esfera.
—¿A Hortensia Mazzoni? Usted delira.
—Usted conoce la montaña de arena más grande del Pacífico, Cerro
Blanco, de Nazca. Al pasar por sus bajíos, ¿no lo ha oído usted cantar al
mediodía?
—No. Pero los arrieros que me traen de la sierra a Nazca han oído ese
canto. Yo creo que es el viento que forma remolinos de arena en el cerro. He
visto esos remolinos; el soplo de sus costados llegaba hasta el camino que
pasa a dos leguas de la cumbre.
—Hay en el mundo hombres rígidos que no tocarán las mejillas de
ninguna mujer muy bella —exclamó Salcedo, de repente, y se puso de pie—.
Somos como la superficie de la corvina de oro, amigo. ¡Qué proa para cortar
el aire, la arena, el agua densa! ¡Nada más! ¡Nada más!
Decía la verdad. En el jardín, lirios morados y un árbol de tilo
temblaban con el viento; el cielo, casi oscuro ya, nos bañaba, con ese tibio
resplandor que calma al hombre, como ningún cielo ni hora en los Andes.
Pero Salcedo ¿por qué estaba ausente? Sus ojos tenían una expresión
acerada, una especie de decisión para cortar, como un diamante, las flores, y
los astros que empezaban a aparecer.
“Lo matará. ¡Matará a Wilster!”, pensé.
Me levanté.
—Salcedo —le dije—, los indios cuentan historias como ésa. Pero usted
no es indio. Es todo lo contrario.
—¡Soy heredero de los griegos! La armonía puede matar, puede cercenar
un cuerpo, disiparlo, sin mover una sombra, ¡ni una sombra!
Y se encaminó al comedor. Cuando entraba, tocaron la campana.
Los internos no fueron al dormitorio a sacar sus latas de dulce o
mantequilla. Ingresaron directamente al comedor. Éramos veintiocho. El
inspector-jefe, un viejo calvo, enérgico, veterano de los “montoneros” de
Piérola, imponía orden en la mesa.
En menos tiempo que de costumbre, terminamos de comer. El viejo nos
miró a todos con extrañeza. Fue una comida apresurada y en silencio.
Salimos.
Gómez y Salcedo alcanzaron a Wilster.
—Gómez desea ser testigo. A mí no me importa. Usted decida —dijo
Salcedo, casi en voz alta.
—Que sea; pero que no se meta a separarnos. Y que nadie más entre —
contestó Wilster.
Los tres fueron por delante.
Llegamos al claustro formando un solo grupo.
Vimos enseguida que el inspector nos observaba. Él también entró al
claustro. No era su costumbre. A esa hora nos dejaba libres.
Se paró en la esquina, y permaneció allí hasta que vio cómo nos
dispersábamos en el patio. Entonces se dirigió hacia el corredor que
comunicaba el jardín del internado con el claustro. Pero aún se detuvo allí
un rato bajo la luz del foco que alumbraba el corredor.
Quedaba ya muy poco tiempo para la lucha. Los tres guardaban la
entrada al corral de los silos. Salcedo entregó las llaves de un pequeño
candado a Gómez.
Cuando el inspector desapareció en el corredor, entraron los tres al
corral; cerraron la puerta por dentro y le pusieron candado. El portero del
Colegio echaba otro candado a esa verja, cuando los internos nos
recogíamos al dormitorio.
Los alumnos se agolparon junto a la puerta. En la pared blanqueada de
los silos había un pequeño foco que alumbraba de frente; pero detrás de las
celdas, el corral quedaba a oscuras. No veíamos nada. Los alumnos menores
no pudieron acercarse a la puerta; yo logré conservar el sitio en el extremo
inferior, junto al suelo. Alcanzaba a ver el campo por entre los barrotes de
madera.
Gómez apareció y se recostó en la pared. Detrás de los silos empezó la
lucha. Oímos las pisadas fuertes en el suelo, y el choque de los cuerpos.
Gómez corrió hacia la sombra.
—Esto no —dijo con voz fuerte.
Debió separarlos, porque volvió a su sitio.
—¡Déjalo que se levante! —gritó de nuevo Gómez. Y estiró el brazo hacia
nosotros pidiendo calma.
Oímos que corrían, que se atropellaban, que giraban tras los silos.
A esa hora, la fetidez del corral empezaba a elevarse e invadir el patio;
en los barrios de la ciudad, las mujeres echaban el agua sucia a la calzada.
Ica era envuelta en un vaho de humedad semipútrida. De centenares de
silos brotaba un hedor veloz que se expandía en las calles.
—¡Salcedo, amigo mío, caballero, no te hagas golpear! —rogaba yo—.
¡No te dejes!
—¡Salcedo pierde! ¡Echemos abajo la puerta! —dijo un alumno de
quinto año, porque vimos a Gómez correr de nuevo, a saltos.
—¡Recita ahora, oye Demóstenes! ¡Canta, ruiseñor, canta! —
Escuchamos la voz de Wilster. Y lo vimos aparecer después, arrastrado por
Gómez. Lo traía del cuello. Sus piernas flojas araban el polvo.
—¡Viene muerto!
—¡Desmayado! Gómez le aprieta la garganta.
Y tocaron la campana del Colegio, fuerte. La agitaron, llamando, con
urgencia.
Corrieron los más pequeños.
Gómez dejó en el suelo a Wilster; abrió el candado, y arrojó el cuerpo
sobre las baldosas del claustro. Volvió después al corral. Wilster se levantó;
se agarró la garganta y empezó a caminar detrás de los que se iban.
Muñante veía el corral. No siguió a Wilster.
—¡La respiración! ¡Me tapó la respiración! —exclamó Wilster a pocos
pasos de la puerta.
Entonces se acercaron hacia él, Muñante y dos o tres jóvenes más.
En ese instante volvieron a tocar la campana.
—¡Viene el inspector! —dijo alguien.
Corrieron los internos. Sólo quedamos en la puerta, tres. Y continuaron
tocando la campana.
—¡Caballero! Te espero —exclamé yo, despacio—. Te esperaré. ¡Juntos
iremos a Orovilca, esta noche! ¡Me mostrarás la corvina de oro! La
seguiremos convertidos en cernícalos de fuego, como los que salen de la
cumbre del Salk’antay, en las noches de helada. Pondrás tu mejilla sobre el
rostro de esa niña; o la cazarás desde lo alto, con una honda sagrada. La
arrebatarás viva o muerta…
Gómez salió, mientras yo hablaba.
—Ya viene —dijo—. Dejémosle un rato. Se está arreglando. No conviene
que el inspector lo sorprenda.
Me tomó del brazo. Nos siguieron los demás. Los dedos de Gómez me
apretaban. Eran largos y como de acero. Acababan de cortar la respiración
de Wilster, hasta convertir su fornido cuerpo en una masa inerme.
—¿Qué tiene Salcedo? ¿Le ha roto la nariz, Wilster? —preguntó un
alumno.
—Nada, nada fuerte. Un poco de sangre.
El inspector venía.
—¿Por qué demoran? —gritó desde el corredor.
Esperó; nos dejó pasar, y luego de un instante volvió. No se dio cuenta
que Salcedo faltaba. La mano de Gómez seguía prendida de mi hombro; sus
dedos se movían como una araña inquieta; vibraban.
—¡Gómez, Gomecitos! ¿Tú has dejado en el suelo a Salcedo? —le
pregunté en voz muy baja.
—Sentado —me dijo—. Restañándose la sangre con su camisa.
¡Eso era la muerte! ¡La misma muerte! Sentado en la tierra maloliente,
con un inmenso trapo sobre su rostro, en que la sangre no corría, sino que
era detenida por sus manos, daba vueltas sobre sus mejillas. ¿Qué podía ser
eso, en él, sino la muerte?
El viejo inspector dormía con nosotros. Su catre estaba bajo la imagen
de un crucifijo, en un extremo del angosto y largo dormitorio, junto a la
puerta. Al pie de la cruz, un foco rojizo daba muy poca luz al dormitorio. La
calva del viejo relucía ahora, porque estaba cerca del foco.
—¿Todos? —preguntó.
—Sí, señor —contestó Gómez.
El catre de Salcedo ocupaba el extremo opuesto, pero en la fila. Algunas
noches, para enfurecer al inspector, los internos imitaban el aullido de un
perro o el canto de los gallos de pelea. Y el viejo bramaba. Insultaba a los
alumnos con las palabras más inmundas; se levantaba, envuelto en una
larga bata. Caminaba entre los catres; podíamos oír el roncar de su vientre.
Salcedo pedía calma; conseguía aplacar a los alumnos y al viejo. El inspector
permanecía, después, largas horas, recostado, con los gruesos brazos
cruzados, y un gorro tejido que le cubría la coronilla.
No podía imaginarse él que Salcedo faltara nunca al internado.
Cuando el portero fue a cerrar el corral, encontró a Salcedo de pie,
recostado en el ficus que crece a ese lado del claustro. Le mostró la sangre
de su camisa y le pidió que le dejara salir. Tenía la cara cubierta por otro
trapo blanco. Salcedo le explicó que iría solo a la botica, y que volvería
enseguida. El portero obedeció, sin decir una palabra. Salcedo caminó con
pasos apresurados detrás del portero. Éste abrió el postigo del zaguán, y el
joven salió, con el saco puesto.
El portero lo esperó hasta la medianoche. Luego fue a buscarlo en las
calles. El frío de los desiertos rodeaba ya a Ica, la estaba helando. El portero
recorrió la ciudad, todos los barrios. No se atrevía a preguntar. Era un negro
joven. Al amanecer se echó a llorar, y entró así al dormitorio.
Estábamos despiertos. Yo había vigilado hasta el amanecer. Gómez se
sentaba sobre la cama, caminaba unos pasos y volvía a acostarse. Yo no
quise ir donde él. Vigilaba la puerta.
Algunos niños presentimos cuando alguien muere; cuando alguien a
quien dejamos en grave riesgo no vuelve. Lo esperamos con el corazón
oprimido, mientras un insondable pálpito nos hunde en un páramo
resonante donde la respuesta mortal, al unísono, canta, sustenta el presagio,
lo comunica a nuestra fría materia.
Wilster se levantó cuando vio al portero.
—¡Señor inspector! —dijo—. ¡Señor inspector! ¡Despierte!