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Resumen Capítulo Hume - Carpio - Unidad IV

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Unidad IV - El empirismo clásico de Hume.

Para el empirismo todo conocimiento deriva de la experiencia, ésta es la única fuente de


conocimiento, y sin ella no se lograría saber ninguno. El espíritu no está dotado de ningún contenido
originario, sino que es comparable a una hoja de papel en blanco que sólo la experiencia va llenando. Así
como para el racionalismo el conocimiento se hallaba en las matemáticas, el empirismo lo encuentra
más bien en las ciencias naturales o tácticas, en las ciencias de la observación. Propende a negar la
posibilidad de la metafísica y a confirmar el conocimiento a los fenómenos, a las fronteras de la
experiencia: no hay más conocimiento de las cosas y procesos que el que se logra mediante la
sensibilidad.

La corriente empirista se inicia con F. BACON (1561-1626) quien establece el principio según el
cual toda ciencia ha de fundarse en la experiencia, o, en otros términos, que el único método científico
consistente es la observación y la experimentación. J. LOCKE (1632-1704) fue el primero en desarrollar
la teoría gnoseológica empirista, sosteniendo que todo conocimiento en general deriva de la
experiencia. Pero el representante más ilustre de la escuela fue el escocés DAVID HUME (1711-1776).

Impresiones e ideas.

Hume sostiene que todo conocimiento procede de la experiencia; sea de la experiencia externa,
vale decir, la que proviene de los sentidos, como la vista, el oído, etc., sea de la experiencia íntima, la
autoexperiencia. Según esto, el estudio que Hume se propone emprender consistirá en el análisis de los
hechos de la propia experiencia, de los que hoy se denominan hechos psíquicos y que Hume llama
PERCEPCIONES DEL ESPIRITU (donde percepción es sinónimo de cualquier estado de conciencia). A las
percepciones que se reciben de modo directo las denomina Hume IMPRESIONES, y las divide en
IMPRESIONES DE LA SENSACION, es decir, las que provienen del oído, del tacto, de la vista, etc. (las que
están referidas al “mundo exterior”), e IMPRESIONES DE LA REFLEXIÓN, vale decir, las de nuestra propia
interioridad; ejemplo de impresión de la sensación, un color, o un sabor determinados, impresión de la
reflexión, el estado de tristeza en que ahora me encuentro.

Estas impresiones se diferencian de las percepciones derivadas que Hume llama IDEAS, como
los fenómenos de la memoria o de la fantasía: “todo el mundo admitirá fácilmente que hay una
considerable diferencia entre las percepciones del espíritu cuando una persona siente el dolor del calor
excesivo, y cuando después recuerda en su memoria esa sensación”.

El recuerdo no es un estado originario, sino derivado de una impresión. Y lo mismo ocurre con
la fantasía, cuando se imagina, por ejemplo, un viaje que pensamos realizar próximamente. No es lo
mismo, en efecto, estar encolerizado que recordar la cólera del día anterior, o imaginar cómo me puedo
encolerizar por algún hecho futuro. Hay entonces una diferencia fundamental entre “impresiones” e
“ideas”. Y esta diferencia, según Hume, es una diferencia de INTENSIDAD.

Tanto las ideas cuanto las impresiones pueden ser a su vez COMPLEJAS o SIMPLES, según que
se las pueda descomponer o no.

Todos nuestros conocimientos derivan directa o indirectamente de impresiones. Incluso las


ideas provienen también de impresiones. Por ejemplo, me puedo hacer la idea de una montaña de oro,
dice Hume, y podría creer que se trata de un hecho originario de mi mente; pero no es difícil darse
cuenta de que no se trata de una percepción originaria, sino que es simplemente el resultado de una
combinación operada por mi espíritu, que ha unido la idea de oro, de un lado, con la de montaña, por el
otro, ideas que yo poseía ya de antes y que derivan de impresiones.
Según esto, entonces, el espíritu humano no tiene otra posibilidad como no sea la de mezclar o
componer, dividir o unir los materiales que las impresiones suministran. Y en esta actividad el espíritu
no responde a otra legalidad que a las de las leyes de asociación de las ideas. Según Hume, son tres:

1. Asociación por semejanza;


2. Asociación por contigüidad en el tiempo y espacio;
3. Asociación por causa y efecto.

“Creo que nadie dudará de que estos principios sirven para conectar ideas. Un cuadro conduce
nuestros pensamientos hacia el original (semejanza); cuando se menciona un departamento de un
edificio naturalmente se sugiere una conversación o una pregunta acerca de los otros (contigüidad); y si
pensamos en una herida apenas podemos evitar que nuestra reflexión se refiera al dolor consiguiente
(causa y efecto)”.

El principio fundamental del empirismo.

Hume puede entonces enunciar su principio fundamental empirista mediante dos argumentos.
El primero dice que: si nos ponemos a analizar nuestras ideas se verá que en última instancia se reducen
siempre a impresiones. Y de ello es un ejemplo, además de la “montaña de oro”, ya mencionada, la
mismísima idea de Dios.

La idea de Dios es la idea de un ente infinitamente sabio, infinitamente poderoso, infinitamente


bueno. Hume se pregunta de dónde procede tal idea, y observa que ella no es más que la reunión y
multiplicación al infinito de ideas de cualidades características de nuestro propio espíritu. Pues mediante
la reflexión me doy cuenta de que poseo algunos conocimientos, un cierto saber; la reflexión me
permite también observar en mí cierta capacidad para hacer cosas, un cierto poder; y me percato
asimismo, de la misma manera, que hay en mí cierta bondad. Multiplico luego al infinito la idea de
saber, y obtengo la idea de sabiduría infinita y perfecta; hago lo mismo con la idea de poder, y formo la
idea de poder infinito u omnipotencia; y extendiendo igualmente la idea de bondad, llego a forjarme la
idea de bondad absoluta y perfecta. Enlazo por último estas tres ideas – omnisciencia, omnipotencia y
bondad suma - en una sola idea compleja, y entonces tendré formada la idea de Dios. Para Hume Dios
es una idea construida por el espíritu sobre la base del material que proporcionan impresiones de la
reflexión.

El segundo argumento dice: “si ocurre que, por defecto del órgano, una persona no es capaz de
experimentar ninguna clase de sensación, tiene la misma incapacidad para formar las ideas
correspondientes. Así, un ciego no puede formarse noción de los colores ni un sordo de los sentidos”.

Pero si se otorgase a cualquiera de ellos el buen uso del órgano de que carecen, el ciego pronto
llegaría a alcanzar la idea de color o el sordo la de sonido. De esta manera Hume se encuentra en
condiciones de formular el criterio con que determinar la validez de una idea. Toda idea deriva en
definitiva de una impresión, es decir, que le corresponda una impresión con el mismo significado que
posee la idea. Una idea es válida en cuanto concuerda con las impresiones. Si la impresión faltase, como
en el caso de la montaña de oro – porque no tengo impresión de montaña y oro a la vez – ello querría
decir que la idea no es válida, que no es una idea objetiva, sino una idea carente de significación real.

Conocimiento demostrativo y conocimiento fáctico.


Hume distingue dos tipos de objetos de conocimiento. Por una parte, posible objeto de
conocimiento lo constituyen las relaciones entre las ideas: éste es el tema de las matemáticas ciencia
demostrativa – es decir, que se vale tan sólo de la razón -, cuyas verdades son necesarias (a priori), no
dependen para nada de la realidad, sino que se fundan exclusivamente en el pensamiento.

El otro género de conocimientos es el que se refiere a los hechos, a las cosas existentes, y es
evidente que se trata de un tipo de saber muy diferente al anterior, desde el momento en que sus
afirmaciones son siempre contingentes, no necesarias (a posteriori).

Este tipo de conocimientos referentes a la realidad no ofrecen propiamente problema alguno


en la medida en que estén constituidos tan sólo por impresiones o recuerdos – vemos hoy salir el sol, lo
vimos ayer, anteayer, etc. Pero ocurre que constantemente vamos más allá de las impresiones mismas,
y aun de los recuerdos, para hacer afirmaciones concernientes al futuro, a algo de lo que no hay ni
impresión ni recuerdo, como cuando se afirma que “el sol saldrá mañana”.

Crítica de la idea de causalidad.

La idea de causalidad es de enorme significación pues se trata de una noción que se nos impone
y empleamos constantemente. Por ejemplo, nos encontramos en una habitación a oscuras y oímos una
voz; inmediatamente suponemos que esa voz proviene de una persona, pues a nadie se le ocurriría
imaginar que esa voz no procede de alguien que la ha emitido. Establecemos entonces un enlace causal
entre la voz (efecto) y la fuente productora (causa). De modo semejante, esperamos en el futuro que las
mismas causas irán acompañadas por los mismos efectos. Y es obvio que sin este tipo de previsiones, la
vida humana no podría desenvolverse de manera adecuada.

Ahora bien, se trata de una idea compleja, en la que el análisis revela 4 elementos:

a) ante todo un primer hecho, lo que llamamos “causa”, que inicia el proceso;
b) en segundo lugar, otro hecho, que es lo que se llama “efecto”;
c) en tercer lugar, una cierta relación temporal entre a) y b);
d) por último, el primer hecho tiene que producir el segundo – dado el primer hecho, el otro
necesariamente tiene que darse.

Un ejemplo aclarará lo dicho. En una mesa de billar, una bola en movimiento se dirige hacia
otra, que se encuentra en reposo; la golpea, y entonces también se mueve la segunda bola. Se dice
entonces que el movimiento de la primera es la causa del movimiento de la segunda.

Pues bien, lo que hora corresponde hacer es comprobar si cada uno de los 4 elementos
encontrados en la idea de causalidad tiene su correspondiente impresión, o no.

a) Sobre la base del ejemplo anterior, está claro que hay impresión del primer hecho, porque
veo la primera bola en movimiento,
b) Y es obvio que lo mismo ocurre con el segundo hecho: también percibo el movimiento de
la segunda,
c) En tercer término, también se percibe la sucesión: primero se observa un movimiento, el
otro se lo percibe más tarde;
d) El problema, en cambio, aparece con el cuarto factor, que es el que tiene mayor peso o
importancia en la cuestión, porque constituye la esencia misma de la causalidad; sin él, en
efecto, nos encontraríamos con una mera sucesión, no con un conexión causal, pues ésta
requiere, además de la sucesión, que el segundo hecho sea necesariamente producido por
el primero.

Y bien, ¿hay impresión de la conexión necesaria del primer hecho con el segundo? ¿Percibo, o
percibe alguien, que el primer hecho produce el segundo?, ¿vemos u oímos la fuerza?, ¿la olemos,
palpamos o saboreamos?, ¿tenemos impresión de ella? Hay impresiones visuales de rojo, azul, verde,
etc., y auditivas de sonidos y ruidos, y táctiles de lo duro o lo blando, etc., pero no hay impresión
ninguna de fuerza o conexión necesaria.

La experiencia nos muestra sólo sucesiones – que después del movimiento de la primera bola
ocurre el segundo -; pero no nos enseña absolutamente nada más. Podría entonces suponerse que esa
noción de fuerza procediese de la razón, que se tratase de un conocimiento a priori, y que, por tanto, el
supuesto básico mismo del empirismo fuese falso. Sin embargo, según Hume, no es así. La razón
procede siempre guiándose por el principio de contradicción, de tal manera que es racionalmente
posible todo lo que no sea contradictorio; y no es contradictorio que la segunda bola no se mueva; por
tanto, por la sola razón no es conoce la relación causal. Dicho de otro modo, con la razón solamente –
esto es, sin recordar lo que ya sabemos y sin ningún otro recurso a la experiencia -, simplemente
pensando sobre un hecho, nunca se llegará a saber qué efecto podrá producir, porque racionalmente
son pensables sin contradicción las más diversas posibilidades. La idea de conexión necesaria, pues,
tampoco procede de la razón.

Es un hecho que poseemos la idea de conexión necesaria; por ende, es preciso rastrear su
origen. Pues bien, el principio que ha permitido la inferencia no es, según Hume, sino lo que se llama
HÁBITO o COSTUMBRE. Porque esa especie de mecanismo mental que es el hábito, y que se forma
mediante un proceso de repetición consiste en la tendencia a reproducir un conjunto de hechos
psíquicos aprendidos cuando se revive una parte de dicho conjunto. De modo parejo, a fuerza de
observar casos semejantes se asocian en el espíritu tan estrechamente la idea de una bola de billar en
movimiento y el movimiento de otra, que llega un momento en que, con sólo percibir el primer
movimiento, inmediatamente acude a la imaginación el segundo, y así se lo anticipa antes de que
realmente haya ocurrido.

Lo que Hume sostiene es el fondo algo muy sencillo. La costumbre, el hábito, tiene fuerza tal
sobre nosotros, que nos resulta muy difícil regresar a los datos sensibles tal como éstos se presentan y
Hume nos pide, libres de todo lo que no sean las puras impresiones.

En resumen, entonces, esa noción de fuerza o conexión necesaria, que constituye el núcleo de
la idea de causalidad, no nos la proporciona la razón ni hay tampoco impresión ninguna de ella. No es
nada más que el resultado del hábito.

Crítica de la idea de substancia.

Esta noción de substancia es una noción en apariencia muy clara y que todos empleamos
diariamente y de modo continuo. Pues bien, es preciso preguntarse si hay impresión de substancia o
cosa. Fuera de duda, tenemos impresiones de los accidentes; en nuestro caso, vemos el color rojo de
esta mesa, palpamos su dureza, etc. Pero, ¿tenemos impresión de esta mesa? Fijémonos bien en la
pregunta: ésta no inquiere por las impresiones de los accidentes de la mesa, sino por la impresión, de la
mesa misma. ¿Vemos, olfateamos, gustamos o tocamos la substancia que es “esta mesa” – no los
accidentes, sino esta cosa, esta mesa misma? Y es preciso confesar que no, que no hay tal impresión. Se
verá que hay sensaciones de rojo, de amarillo, de dureza, de agrio, etc., pero no encontrará sensaciones
de mesa ni, en general, de cosas o substancias.
Aunque parezca paradójico, es necesario afirmar que no vemos esta mesa, ni la tocamos, ni la
olemos, etc.; lo único que vemos, tocamos, olemos, etc. son sus accidentes, no la mesa misma.

Pero, tal como en el caso da la causalidad, habrá que preguntar enseguida cómo se forma esta
idea de substancia o cosa. La explicación es semejante. Miro esto que tengo ante mis ojos y que llamo
“esta mesa”; cierro los ojos, luego los vuelvo a abrir y me encuentro con impresiones semejantes a las
primeras; me voy de esta habitación, regreso luego de un tiempo, y vuelvo a tener impresiones
semejantes. El enlace que se da entre las distintas percepciones es semejante, constante. Y la repetida
ejecución del mismo enlace perceptivo forma en mí un hábito – determinado entonces por la repetición
regular de un mismo conjunto, relativamente constante, de impresiones contiguas. El hábito me lleva a
creer que esas impresiones contiguas, no se acompañan meramente unas a otras, sino que están
necesariamente enlazadas entre sí por algo que las une, y que es lo que llamamos cosa o substancia.

Crítica de la idea de alma.

La crítica que se ha hecho ha estado dirigida a la noción de substancia general, si bien se tomó
como ejemplo una substancia material. Pero la misma crítica se aplica de modo semejante a la
substancia pensante, alma o yo. La idea de alma es paralela a la de substancia material. ¿Tengo
impresión de mi alma o yo? No parece en modo alguno que tenga impresión del alma.

Lo que yo percibo en mí mismo es siempre algún estado particular – este recuerdo, este placer,
etc.; sobre ello no hay duda alguna. Pero en cambio no encuentro ninguna impresión de mi alma o yo.

En conclusión, entonces, lo que llamamos “alma” o “yo” no es nada más que el conjunto o la
serie de mis percepciones o estados anímicos. La substancia pensante es sólo “un haz o conjunto de
diferentes percepciones que se suceden las unas a las otras con rapidez y que se hallan en flujo y
movimientos perpetuos”.

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