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Tema 2 Sartori 1992 Representación. Elementos de Teoría Política

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Sartori, G. (1992). “Representación”.

Elementos de
teoría política. Madrid: Alianza. (Cap. 11,pp.
225-242).

Etimológicamente hablando, representar quiere decir: presentar de nuevo y, por


extensión, hacer presente algo o alguien que no está presente. A partir de aquí la
teoría de la representación se desarrolla en tres direcciones opuestas, según si se
asocia: a) con la idea de mandato o de delegación; b) con la idea de representativi-
dad, es decir, de semejanza o similitud; c) con la idea de responsabilidad.
El prim er significado se deriva del derecho privado y caracteriza a la doctrina
más estrictamente jurídica de la representación, mientras que el segundo significado
se deriva de un enfoque sociológico según el cual la representación es esencialmente
un hecho existencial de sem ejanza, que transciende toda «elección» voluntaria 1 y
por consiguiente a la propia conciencia 2. E n el significado jurídico hablamos con
frecuencia del representante como de un «delegado» o de un m andatario que sigue
instrucciones. En el significado sociológico, por el contrario, decimos que alguien
es «representativo de» para decir que éste personifica algunas características esen-
ciales del grupo, de la clase o de la profesión de la cual proviene o pertenece. En
cuanto al tercer significado — que nos lleva a entender el gobierno representativo
como un «gobierno responsable»— constituirá el objeto principal de nuestro análisis.
A unque en este nivel estamos interesados sólo en la representación política, ésta
perm anece siempre vinculada a la representación sociológica (o existencial), por un
lado, y a la representación jurídica, por otro.
El vínculo entre representación política y representación sociológica es particu-
larm ente evidente cuando hablamos de sobre-representación o de w /ra-representa-
ción. Por ejem plo, no tendría mucho sentido denunciar el hecho de que los traba-

1 Cfr. C. J. Friedrich, Man and His Government: An Empirical Theory o f Politics, N. York, McGraw
Hill, 1963, p. 304.
2 Es la representación inconsciente. Cfr. H. F. Gosnell, Democracy: The Threshold ó f Freedom, New
York, Ronald Press, 1948, p. 141.
j adores con frecuencia están infra-representados si no se atribuye importancia a la
representatividad (es decir, al criterio de la semejanza). No obstante, la distinción
entre representación política y representación existencial debe m antenerse firme-
mente. D e otro modo cualquier sistema político podría reivindicar el ser represen-
tativo desde el mom ento en que un grupo dirigente es siempre «representativo de»
secciones o estratos de la sociedad.
El vínculo entre representación política y representación jurídica es particular-
m ente evidente en la doctrina europea — alemana, francesa e italiana— , que es casi
unánime al afirmar que la representación política no es una verdadera representa-
ción; y ello precisam ente porque dicha doctrina adopta la unidad de medida de la
representación privada. En efecto, si no se postula una heterogeneidad entre repre-
sentación política y representación jurídico-privada, es casi inevitable llegar a la
conclusión de que ningún sistema político tiene derecho para declararse como un
auténtico sistema representativo. Por otro lado, la distinción entre representación
política y jurídica no puede traducirse en una ausencia de relación recíproca, aunque
sólo sea porque la representación política está formalizada jurídicam ente en las es-
tructuras institucionales de la democracia y constituye una parte integrante del cons-
titucionalismo.

El desarrollo histórico

La emergencia de la representación política m oderna del tronco de la experiencia


m ed iev al3 es un proceso que merece la pena seguirse —para captar lo gradual del
mismo— en la historia política inglesa de la segunda mitad del siglo XVIII, y en los
escritos de Algernon Sidney, John Toland y Hum phrey Mackworth. Pero para cap-
tar la distancia de la representación moderna frente a la medieval conviene mirar,
por el contrario, a la revolución francesa. Esta distancia no se caracteriza únicamen-
te por el repudio del m andato imperativo, sino tam bién por la disposición de la
constitución de 1791 en la que se declara que los «representantes nom brados por
las circunscripciones no representan a una circunscripción particular, sino a la nación
entera». Im porta subrayar dos sutilezas. Primero, al decir nombrados en las circuns-

3 Dejo a un lado la cuestión de si se puede hablar de representación en la antigüedad. La tesis ha


sido mantenida sobre todo por T. Mommsen, Le Droit Publique Romain, trad. francesa, París, Fonte-
moing, 1887, vol. V, pp. 6 y sig, y están de acuerdo, entre otros, L. Duguit, Eludes de Droit Publique,
París, Fontemoing, 1903, vol. II, p. 9 y sig., e ídem, Traité de Droit Constitutionnel, París, Fontemoing,
1928, vol. II, p. 640. La posición de Jellineck es la intermedia, La Dottrina Generóle del Diritto e dello
Stato, Milán, Giuffré, 1949, pp. 140-142. Rousseau afirmaba, por el contrario, que «la idea de los repre-
sentantes es moderna: proviene del gobierno feudal... En las Repúblicas antiguas esta palabra era des-
conocida (Contrato Social, III, 5); una tesis seguida, entre otros, por Esmein y por Carré de Malberg.
A mí me parece que la tesis de Mommsen no puede ser aceptada, puesto que la representación en
cuestión incluye el problema de un gobierno representativo, y por lo tanto la edificación de una demo-
cracia indirecta, fórmula que es inconcebible en el mundo clásico. Sobre la representación medieval, cfr.
R. W. Carlyle y A. J. Carlyle, A History o f Medieval Political Theory in the West, London, Blackwood,
1950, espec. vol. V cap. 9 y vol. VI cap. 6; y específicamente sobre la experiencia inglesa, M. V. Clarke,
Medieval Representation and Consent: A Study o f Early Parliaments in England and Ireland, N. York,
Russel, 1964.
capciones los constituyentes revolucionarios pretendían decir en concreto que los
representantes no eran nom brados p o r sus electores. Segundo, hay una gran dife-
rencia entre nación y pueblo; y tam bién esta es una elección m editada y prem editada.
Si es el pueblo el que es declarado soberano, de ello se desprende que la volun-
tad de los representantes depende y se deriva de la voluntad de un titular, de un
dom inus; y por tanto de ello se desprende que en este caso se postulan al menos
dos voluntades, la del pueblo y la de la asamblea representativa. Pero si la nación
es la que se declara soberana —como en el artículo 3 de la Declaración de Derechos
de 1789— entonces existe, en concreto, únicamente una voluntad, puesto que la
voluntad de la nación es la misma voluntad de los que están legitimados para hablar
en su nom bre 4. No es que haya un país real que preexista al país legal; sin embargo,
y más bien, el país legal es el país real. «El pueblo o la nación — decía Sieyés
equivocándose en la terminología, pero no ciertam ente en las conclusiones— no
puede tener más que una voz, la de la Legislatura nacional... El pueblo no puede
hablar, no puede actuar más que a través de sus representantes.» 5
Rem itir a la nación modifica, por lo tanto, profundam ente el concepto de repre-
sentación. Como ha afirmado con exactitud Carré de M alberg, «la palabra repre-
sentación no designará ya únicam ente, como antes, una cierta relación entre el
diputado y aquellos que han delegado en él; expresa la idea de un poder que se da
al representante de querer y de decidir por la nación. La asamblea de los diputados
representa la nación, en cuanto que ésta tiene el poder de querer por aquélla». Y,
definiendo exactam ente la cuestión, concluía: «El representante quiere p o r la na-
ción. Y este es el elem ento esencial de la definición del régimen representativo» 6.
B urdeau ha precisado a su vez bastante bien la diferencia: «M ientras que en su
acepción corriente el térm ino representación implica una dualidad de la voluntad,
la representación tal y como fue entendida en 1789 no pone en cuestión más que
una sola voluntad: la de la nación representada» 1. Curiosam ente los miembros del
parlam ento eran llamados «diputados» precisamente en el mom ento en el que de-
jaban de serlo, es decir, dejaban de ser mandatarios. No sólo los representantes
eran declarados agentes libres a los cuales no se debía d ar instrucciones; eran lla-
mados a representar una voluntad que no preexistía, en concreto, a su propia volun-
tad 8.
¿Qué juicio se puede emitir sobre los constituyentes revolucionarios? Bigne de
Villeneuve ha subrayado que el concepto de soberanía popular debe ser entendido
«como un medio para obstaculizar el camino a la democracia» 9. Lo que no 'significa

4 Cfr. R. Carré de Malberg, Contribution á la Théorie Générale de l’Etat (1922), París, Sirey, 1962,
vol. II, p. 267 y passim. Su Contribution es el texto clásico para la distinción entre soberanía de la nación
y soberanía democrática (vol. II espec. pp. 166-197 y 232-281).
5 En la sesión del 7 de septiembre de 1789. Cfr. Archives Parlementaires, 1.a serie, t. VIII, p. 595.
6 Carré de Malberg, Contribution á la Théorie Genérale de l’Etat, op. cit., p. 263 y p. 267.
7 Ivi, p. 245.
8 Sólo en un momento —en la Constitución de 1793 que afirmaba que la soberanía reside indistinta-
mente en todos los ciudadanos— la soberanía parece converger en la soberanía popular. Pero en el año
III se vuelve a afirmar la separación, y el principio de la soberanía de la nación sigue siendo hasta hoy
el fundamento de nuestros sistemas.
9 M. Bigne de Villeneuve, Traité Générale de l’Etat, París, Sirey, 1929-1931, vol. II, p. 32.
228 Elementos de teoría política
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que la intención de los constituyentes revolucionarios fuera la de monopolizar todo


el poder, desposeyendo al tiempo tanto al monarca como al demos. El ánimo de
los constituyentes del ochenta y nueve ha sido interpretado con fidelidad por Bur-
deau: «Los publicistas revolucionarios veían en la representación no sólo el acto que
creaba la legitimidad de los gobernantes, sino tam bién el instrum ento de una unifi-
cación de la voluntad nacional... Los hombres de la constituyente no eran ni los
soñadores ni los utópicos que se dice. Sabían bien de qué estaba hecha la irracional
voluntad del pueblo... No era, por lo tanto, a aquella voluntad a la que pretendían
reconocer las prerrogativas de la soberanía. Educados en el culto de la razón, cre-
yentes en la virtud de las luces, no podían reconocer como voluntad soberana más
que a una voluntad reflexiva, ponderada y unificada: aquella misma de la que la
asamblea de los representantes debía ser el órgano». B urdeau com enta así: «Se
puede objetar a una voluntad así expresada su autenticidad en cuanto imagen de
una voluntad real del pueblo, pero no se le puede negar el atribuir a la soberanía
nacional un alto y noble semblante» 10.
Además de las críticas que se inspiran en el «realismo» del cui prodest n , la
fórmula de la soberanía nacional se expone tam bién a las críticas de un «realismo»
que podría denominarse epistemológico. A este respecto es sobre todo el empirismo
anglosajón el que mira con sospechas la noción de soberanía — que perm anece, de
hecho, ajena a la evolución del derecho público inglés— y con mayor razón a la de
la «soberanía de la nación». A los ojos de los ingleses, la Revolución francesa fue
metafísica; y la soberanía de la nación es, para ellos, una peligrosa invención de
una entidad. Pero es fácil hacer justicia, a este respecto, a los «metafísicos» del
ochenta y nueve. Porque bajo la pátina de sus racionalizaciones, estos constituyentes
no llegaron a una solución distinta de la del más fiero enemigo de la Revolución
francesa, de la de Burke.
Que los representantes no deben ser m andatarios, y que deben representar a la
nación y no a los que m andan sobre ellos, es lo que había m antenido precisam ente
Burke en el célebre discurso enviado en 1774 a sus electores de B ris to l12. Si la
Constitución francesa de 1791 es el texto escrito que señala el desarrollo del con-

10 Burdeau, Traite de Science Politique, París, Librairie Générale de Droit et de Jurisprudence,


1949-1957, vol. IV, p. 245.
11 Es sobre todo Bigne de Villeneuve, Traite Générale de TEtat, op. cit., p. 46-47, quien pone en
evidencia el motivo del «interés» de los constituyentes.
12 Cfr. también Bláckstone, que en sus Commentaires escribía: «... Cada miembro, por cuanto es
elegido en un distrito particular, una vez elegido... sirve [es prepresentante de] todo el reino» (ed. en 4
vols., Londres, Strahan, 1793-95,1, p. 159). El hecho de que los autores ingleses usen generalmente los
términos Kingdom, estáte o Land no obsta para que la idea implícita en estas notas sea afín a la de los
constituyentes franceses, que a su vez —es necesario no olvidarlo— citaban profusamente a los ingleses.
Por otro lado, el término «nación» era adoptado incluso en Inglaterra. Bigne de Villeneuve, Traité
Générale de TEtat, op. cit, p. 40, cita a este respecto las Memorie de Edmon Ludlow (1751): «Se declaró
que el pueblo es, después de Dios, la fuente originaria de todo poder justo, y que la Cámara de los
Comunes, al ser elegida por el pueblo y al representarlo, es el poder supremo de la Nación». Pero De
Grazia recuerda que ya A. Sidney escribía en sus Discorsi sul Governo (publicados postumamente en
1698, por lo tanto años después de su muerte) que «no es por Kent o por Sussex... sino por la nación
entera, por lo que los miembros elegidos en aquellas localidades son invitados a servir en el Parlamento».
A. De Grazia, Public and República: Political Representation in America, N. York, Knopf, 1951, p. 29.
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Representación
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229

cepto publicista de la representación política, este desarrollo había ido madurando


desde hace tiempo en la evolución del sistema inglés (a pesar de que el carácter
consuetudinario de este constitucionalismo hace bastante difícil fijar el mom ento
cronológico en el que el vínculo del m andato im perativo cae en desuso). A «grosso
modo», se puede por lo tanto m antener que esta transformación precede en casi un
siglo a la Constitución francesa de 1791 13. Es cierto que, al exponer su tesis a los
electores de Bristol, B urke se podía referir a una praxis consolidada, a las «leyes
de esta tierra». Escribía:
«Mi estimado colega [su adversario en el escaño] afirma que su voluntad ha de
estar sometida a la vuestra. Si esto fuera todo, la cosa sería inocente. Si gobernar
fuese en todas sus partes una cuestión de voluntad, no hay duda de que la vuestra
debería ser superior. Pero gobernar y hacer leyes son cuestiones de la razón y del
juicio...; y ¿qué clase de razón sería aquella en la que la decisión precede a la
discusión; en la que un grupo de personas delibera y otro decide...? E xpresar una
opinión constituye el derecho de todos los hombres; la de los electores es una opi-
nión que pesa y ha de ser respetada, a la que un representante debe estar siempre
dispuesto a escuchar; y que éste deberá siempre sopesar con gran atención. Pero las
instrucciones imperativas; los m andatos a los cuales el miembro [de los Comunes]
debe expresa y ciegamente obedecer, por los cuales debe votar y a favor de los
cuales debe discutir...; estas son cosas totalm ente desconocidas para las leyes de
esta tierra y que derivan de un error fundam ental sobre la totalidad del orden y del
modo de proceder de nuestra constitución. El Parlam ento no es un congreso de
em bajadores con intereses opuestos y hostiles; intereses que cada uno debe tutelar,
como agente y abogado, contra otros agentes y abogados; el Parlamento es, por el
contrario, una asam blea deliberante de una nación, con un único interés, el del
conjunto; donde no deberían existir como guía objetivos y prejuicios locales sino el
bien general...» 14.
El texto de B urke que acaba de citarse es justam ente famoso y sigue siendo hoy
en día un clásico testimonio de los motivos ideales que animan la representación
política de los modernos. Pero nuestra representación rechaza el m andato tam bién
por motivos técnicos, objetivos. E n verdad, el mandato imperativo no puede sino
desaparecer cuando un cuerpo representativo se transforma de organismo externo al
Estado en organismo del Estado. Paralelam ente, la representación de los modernos
nace cuando una delegación de m andatarios, encargada de tratar con la Corona, se
transforma de contraparte del Soberano en órgano soberano.
Pero, decía, el discurso completo que verdaderam ente señala la distanciación
entre la representación medieval y la m oderna es el de los constituyentes revolucio-
narios, el que se basa en la representación de la nación. La centralidad de este

13 Esmein ha observado a este respecto que la Septennial Act de 1716, con la que los miembros de los
Comunes prorrogaban sus propios poderes durante cuatro años, presupone que la idea de mandato
imperativo había ya venido totalmente a menos. Cfr. A. Esmein, Elements de Droit Constitutionnel, París,
Sirey, 1927, vol. I, pp. 103-104. Es útil además recordar que tanto John Toland en su Art o f Governing
by Parties, como Humphrey Markworth en la Vindication ofthe Rights o f the Commons ofEngland, ambos
de 1701, negaban ya firmemente el mandato imperativo.
14 E. Burke, The Works, London, Holdsworth and Bal!, 1834, vol. I, p. 180.
principio está confirmada por el hecho de que esto no vale solamente para los
orígenes de la representación m oderna. La prohibición del m andato im perativo, en
ocasiones explícitamente vinculada a la soberanía de la nación, se vuelve a encontrar
en Jas constituciones tanto del siglo XIX como del siglo XX de la mayoría de los
países europeos: Bélgica, 1831; Italia, 1848 y 1948; Prusia, 1850; Suecia, 1866; Aus-
tria, 1867, 1920 y 1945; Alem ania, 1871 y 1949; H olanda, 1887; D inam arca, 1915.
El artículo 67 de la vigente constitución italiana dice: «Todo miembro del parlam en-
to representa a la Nación y ejerce sus funciones sin vínculos de m andato». Y la
tortuosa fórmula adoptada en las constituciones francesas de 1946 y 1958 — «la so-
beranía nacional pertenece al pueblo»— encuentra todavía su explicación en la D e-
claración de los derechos de 1789. El caso de los Estados Unidos parece distinto,
en el sentido de que ninguna constitución estatal prohíbe expresam ente el mandato
imperativo. Pero esta omisión significa únicamente que los constituyentes america-
nos no sentían la necesidad de disciplinar lo superfluo, desde el mom ento en que
en los Estados Unidos no se planteaba un problema de ruptura con un pasado
medieval. Del mismo m odo, el hecho de que la expresión «soberanía de la nación»
no tenga un significado legal en el derecho público inglés no obsta para que la praxis
constitucional británica repudie el m andato imperativo en la misma m edida que las
constituciones escritas de derivación francesa.
La representación m oderna refleja, en efecto, una transformación histórica fun-
damental. Hasta la gloriosa revolución inglesa, la declaración de independencia de
los Estados Unidos y la revolución francesa, la institución de la representación no
estaba asociada con el gobierno. Los cuerpos representativos medievales constituían
canales intermediarios entre los que eran mandados y soberano: éstos representaban
a alguien frente a algún otro. Pero en la medida en que el poder del parlam ento
crecía, y cuanto más se situaba el parlam ento en el centro del organismo estatal, en
la misma medida los cuerpos representativos asumían una segunda función: además
de representar a los ciudadanos, éstos gobernaban sobre los ciudadanos. Y está claro
que un parlamento no puede adquirir su función m oderna, la de gobernar, dejando
inalterada su función preexistente, la pura y simple función de representar. A un
cuerpo representativo inscrito dentro de un Estado le debe ser perm itida la autono-
mía que necesita para operar en fa vo r del Estado. Por lo tanto, es precisam ente
porque el Parlamento se convierte en un órgano del Estado por lo que se declara
que éste representa a la nación, precisamente porque ha de poder pasar de la parte
de los «súbditos» a la del «Estado». Es verdaderam ente demasiado fácil decir que
la ficción de la nación estaba dirigida a obstaculizar el paso a la voluntad popular.
No es únicamente esto. La intención no se puede disociar de lo que se encuentra,
que es precisamente la técnica m ediante la cual la contraposición al Estado se con-
vierte en la inserción de un poder popular en el Estado.
Una vez planteado esto a modo de permisa y habiéndolo aclarado, queda el
hecho de que los parlamentos contem poráneos son llamados a operar sobre el filo
de delicados equilibrios. Si asume demasiado el punto de vista de los gobernantes,
corren el riesgo de atrofiarse y paralizar el gobierno; y si, por el contrario, trata de
absorberlos demasiado en el Estado —podrem os decir si un Parlam ento asume de-
masiado el punto de vista del gobernante— en tal caso corre el riesgo de no cumplir
ya su función representativa. Por otro lado, la fictio de la representación de la nación
perm ite la inserción de los cuerpos representativos en el Estado; pero al mismo
tiempo se enfrenta a nuevos y espinosos problemas. En base a la prohibición cons-
titucional del mandato im perativo y de la idea de la representación de la nación, el
representante no representa o no debería representar a aquellos que lo eligen. Pero
sí el representante no representa a sus propios electores, parece desprenderse de
ello que no es la elección la que crea un representante.

Representación y elecciones

Representación sin elecciones. El interrogante es si las elecciones son una condi-


ción necesaria para la representación política. Digo condición necesaria porque nadie
o casi nadie mantiene que la elección sea una condición suficiente. U na vez plan-
teado esto, comencemos por esta pregunta: ¿puede haber representación sin elec-
ciones? Con frecuencia se responde que sí. Hemos visto antes una prim era razón
para m antener que la elección no es una condición necesaria para la representación:
al representante se le pone el veto de representar a sus propios electores. Pero sobre
esto volveremos después. La noción de «representación virtual» teorizada por Burke
proporciona una segunda defensa de la tesis de la representación sin elección. Vol-
veremos tam bién sobre ésta. Por el m om ento basta con despejar el terreno de malos
y por lo tanto de argumentos no pertinentes.
Si hacemos referencia, por ejem plo, a la representación existencial o sociológica,
es decir, a la pura y simple existencia de una sem ejanza, entonces está claro que
este tipo de representación no requiere una elección. Si la representación se define
simplemente como un idem sentire, un estado de «coincidencia de opinión», cual-
quier método de selección (o incluso ningún método) puede funcionar bien. E n este
caso lo que im porta no es el procedim iento que puede garantizar m ejor la coinci-
dencia de opiniones (y de comportam ientos) entre representante y representados,
sino que exista esta coincidencia. No obstante, la representación política se preocupa
precisam ente del modo de asegurarla.
Prescindiendo de la representación existencial, existen casos en los cuales un
representante es nombrado en lugar de ser elegido: por ejemplo, el caso de un
em bajador. Pero este ejem plo es todavía menos pertinente, desde el mom ento en
que el caso del em bajador puede incluirse dentro de la representación privada. El
hecho es que hay otros modos — al margen del m étodo de la selección— para con-
trolar a un em bajador como representante del propio gobierno. Por el contrario, un
miembro del parlam ento no puede ser revocado a discrección, y el único control al
cual no puede escapar es el electoral. E n esencia, cuanto más se separa la repre-
sentación política de la representación privada, menos mantiene la prim era las ga-
rantías que ofrece la segunda, con excepción de la disuasión de la ausencia de
reelección.
Esta es la razón por la cual el m étodo de creación del representante adquiere
una im portancia decisiva y se convierte en la típica preocupación de la teoría de la
representación política. No puede existir representación (salvo la existencial) si a los
representantes no se les ofrece el modo de expresarse y protegerse; de otro modo
los representados estarían a m erced de sus denominados o presuntos representantes.
Y desde el mom ento en que la representación política está únicam ente protegida,
en defintiva, por una salvaguardia electoral, en este caso no puede existir represen-
tación sin elección.
Elecciones sin representación. Si no podemos tener representación (política) sin
elecciones, lo contrario no es cierto: podemos muy bien tener elecciones sin repre-
sentación. A lo largo de toda la historia encontram os cargos electivos sin ninguna
implicación representativa, es decir, sin que el elegido represente a sus propios
electores. Para recordar el caso más citado, el Sumo Pontífice es elegido por el
colegio de cardenales, pero ello no significa que los represente. N o los representa
de hecho, y ello porque la Iglesia visible es un organismo teocrático que se concibe
como tal.
Lo que llama la atención sobre el hecho de que la representación descansa, en
última instancia, en un think so (por decirlo en palabras de Friedrich), es decir,
sobre el hecho de que únicam ente en términos de «ideas» una persona puede ser
«hecha presente» por otra persona 15. Con la única excepción del caso marginal de
la representación existencial inconsciente, no puede existir representación mientras
que el representante no sienta la expectativa de aquellos a los que representa, y no
la sienta como una expectativa vinculante. Por lo tanto, no sólo la representación
es una «idea», sino que es también, necesariam ente, un «deber». Por consiguiente
si la elección no asume explícitamente un significado y una intención representativa
el procedimiento electoral tom ado por sí mismo puede muy bien poner en el cargo
a un jefe absoluto. Pero esto no dem uestra que las elecciones no sean un medio
necesario; prueba únicamente que no son, por sí mismas, un medio suficiente.
Representación electiva. Las elecciones son una cosa, y la representación otra.
Sin embargo, la m oderna representación política es «representación electiva», desde
el m om ento en que es esta asociación la que convierte a la representación, al mismo
tiempo, en política y moderna. El medio (elecciones) no puede sustituir al animus
(la intención representativa); pero el ánimo sólo no basta. La representación no
electiva —la representación «virtual» de la que hablaba B urke— requiere el apoyo
y las garantías de una representación hecha «actual» por el instrum ento electoral.
Y esta era tam bién, en último termino, la tesis de Burke.
«La representación virtual — escribía B urke en 1792 en una carta a sir Hercules
Langrishe— es aquella en la que se da una comunión de intereses y una simpatía
en los sentimientos y en los deseos, entre aquellos que actúan en nombre de cual-
quier acepción del pueblo, y el pueblo en el nom bre de quien actúan, a pesar de
que los fiduciarios no hayan sido elegidos de hecho por aquél... E sta representación
es en muchos casos, pienso yo, incluso m ejor que la efectiva. Posee gran parte de
sus ventajas y elimina muchos de sus inconvenientes. Sin em bargo, m antenía «este
tipo de representación virtual no puede tener una existencia larga y segura si no
posee como sustrato la representación efectiva. El diputado debe tener una cierta
relación con el electorado» 16. D e este m odo, B urke no perdía de vista los límites

15 C. J. Friedrich, «Representation», en Encyclopaedia Britannica, Chicago, Benton, 1962, vol. 19,


p. 164.
16 Burke, The Works, op. cit., p. 557. Véase también su discurso del 8 de mayo de 1780 en los
Representación 233
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que marcan la validez de una representación que se presume. No contraponía la


representación virtual a la electiva. Para B urke la «presunción» de representatividad
presupone, sin em bargo, siempre una relación «efectiva» entre el diputado y el
electorado: la representación virtual no sustituye, pero integra y completa a la re-
presentación electiva.
Seamos claros: la conclusión a la que llego —que la representación no puede no
tener un fundam ento electivo— vale únicamente para la representación política (no
para la repreentación privada y todavía menos para la representación existencial) en
orden a la exigencia de asegurar la «capacidad de respuesta» del representante. La
teoría electoral de la representación es, en efecto, la teoría de la representación
responsable: su problem a no es el de satisfacer el requisito de la semejanza, sino
de asegurar la obligación de responder. Sin elecciones se puede tener representati-
vidad; pero es verdaderam ente difícil sostener que sin elecciones se tenga capacidad
de respuesta-responsabilidad.

Determinación de los sistemas representativos

Características. R ecorriendo la literatura nos encontram os con las siguientes ca-


racterizaciones y condiciones de los sistemas representativos:
1) El pueblo elige libre y periódicam ente un cuerpo de representantes: la teoría
electoral de la representación.
2) Los gobernantes responden de forma responsable frente a los gobernantes:
la teoría de la representación como responsabilidad.
3) Los gobernantes son agentes o delegados que siguen instrucciones: la teoría
de la representación como mandato.
4) El pueblo está en sintonía con el Estado: la teoría de la representación como
idem sentire.
5) El pueblo consiente a las decisiones de sus gobernantes: la teoría consensual
de la representación.
6) El pueblo participa de modo significativo en la formación de las decisiones
políticas fundam entales: la teoría participativa de la representación.
7) Los gobernantes constituyen una m uestra representativa de los gobernantes:
la teoría de la representación como sem ejanza, como espejo.
A la luz de cuanto se ha dicho con anterioridad, 1 y 2 son dos condiciones unidas.
El recurso a las elecciones no basta para calificar un sistema representativo; pero
tam bién el «rendir cuentas» sigue siendo un precepto vacío sin el recurso a las
cuentas electorales. La condición 3 se vincula con la representación medieval, y no
puede ni manterse ni practicarse fuera del ámbito privado. Por otro lado, las con-
diciones 4, 5 y 6, tom adas en sí mismas, son demasiado vagas. Es simplemente
demasiado fácil presum ir el consenso de un idem sentire; y la participación se plantea
como alternativa más que como forma de com pletar la representación (cuando no

Comunes sobre la «frecuencia de las elecciones», reproducido también en el volumen antológico, Selected
Speeches on the Constitution, Oxford, Oxford University Press, 1939, vol. II, pp. 113-124.
234 Elementos de teoría política
lattSBBsareesgnwdawiBaicaasMMflsmwgnragmagMMwancnaiacraig^ i^ iw jaaü»^

enmascara la bien distinta realidad de una manipulación orquestada e im puesta des-


de lo alto). En efecto, las tres últimas caracterizaciones indican cosas que con toda
probabilidad encontrarem os dentro de los sistemas representativos, pero no son
condiciones constitutivas de los sistemas representativos. E n cuanto a la condición
7, la representatividad es un requisito suplementario, no un requisito necesario.
Responsabilidad y representatividad. Comencemos por la representatividad. En
relación a ésta la tesis es que nos sentimos representados por quien «pertenece» a
nuestra misma matriz de «extracción» porque presumimos que aquella persona nos
«personifica». Y el problema de la representación se plantea —desde esta perspec-
tiva— así: encontrar una persona que nos sustituya personificándonos (etimológica-
m ente que posea su m á sc ara )17. A hora bien, es cierto que la representación ha
nacido, históricamente, precisamente del seno de una pertenencia. Los miembros
de las corporaciones medievales se sentían representados no porque eligiesen a sus
mandatarios, sino porque mandatarios y mandados «se pertenecían». Como ha se-
ñalado con precisión Gosnell, el latín impersonare se usaba en las corporaciones en
el sentido en el que nosotros decimos representar. «Es decir, poseer las caracterís-
ticas de alguien o de algo ha sido siempre, parece, una connotación de la palabra
representación» 18. Y cuando se vuelve hoy a requerir una representación ordenada
y expresada según criterios profesionales o de intereses, el fundam ento de esta ins-
tancia está ciertam ente en el principio de la pertenencia. Por lo tanto, es totalm ente
verosímil que una persona se sienta m ejor representada cuando el representante es
un alter ego, alguien «como él», alguien que actúa como él actuaría porque es (exis-
tencial o profesionalmente) igual a él. El hecho es que se puede muy bien plantear
la hipótesis de un parlam ento que sea un perfecto espejo de similitudes de extracción
y que, sin embargo, no reciba de hecho las demandas de la sociedad que refleja. Y
esto se explica porque el responder responsablemente tiene — al menos en p o lític a -
prioridad sobre la semejanza.
No obstante la tesis del «parlamento espejo» puede replantearse manteniendo
que si la representatividad no es, por sí misma, una condición suficiente, sigue siendo
una condición necesaria. La dificultad estriba en que mientras que una sintonía se
instituye fácilmente en una relación unívoca, de uno-a-uno, esto no sucede en una
relación de muchos-con-uno (sobre todo cuando los muchos son, en concreto, de-
cenas si no centenas de miles). En el ámbito de la representación política llegamos,
por tanto, a un dilema: sacrificar la responsabilidad a la representatividad, o bien
sacrificar la representatividad a la responsabilidad. Pero esta conclusión requiere un
análisis más atento de la noción de responsabilidad.
La idea de responsabilidad tiene dos caras: a) la responsabilidad personal hacia
alguien, es decir, la obligación del representante de «responder» al titular de la
relación; b) la responsabilidad funcional, o técnica, de alcanzar un nivel adecuado
de prestación en términos de capacidad y eficiencia 19. La prim era es una respon-

17 Persona, en latín, era al comienzo la máscara, la máscara trágica, o ritual, o del antepasado. Cfr.
el todavía clásico estudio de M. Mauss, Sociologie et Anthropologie, París, Presses Universitaires, 1950,
pp. 333-362 (trad. española, Sociología y Antropología, Madrid, ed. Tecnos, 1979).
18 Democracy: The Threshold o f Freedom, op. cit., p. 132.
19 Friedrich, Man and His Government, op. cit., pp. 310-311.
sabilidad dependiente; la segunda es una responsabilidad independiente. E n el prim er
sentido el representante hace las veces de otro; en el segundo sentido se pretende
del representante una «conducta responsable», lo que equivale a decir que su com-
portam iento se confía, en último térm ino, a la propia conciencia y competencia.
Traduciendo esta distinción en términos políticos de ello se desprende que la
expresión «gobierno responsable» acumula dos expectativas distintas: a) que un go-
bierno sea receptivo, o sensible (responsive), debiendo responder por lo que hace;
b) que un gobierno se comporte responsablem ente actuando con eficiencia y com-
petencia. Podemos llamar al prim ero gobierno receptivo, y al segundo gobierno
eficiente. La diferencia no es pequeña.
E n nuestros asuntos privados inclinarse por la responsabilidad personal o bien
por la responsabilidad funcional no cambia mucho las cosas, puesto que en todo
caso el representante tiene una sola tarea: perseguir el interés exclusivo del dominus
de la relación, es decir, del representado, sea cual fuere la suerte de los demás
intereses. Pero cuando llegamos a la representación política adquiere preeminencia
otra tarea: perseguir el interés del todo, sea cual fuere la suerte de los intereses
particualres. Precisamente por esto la distinción entre la responsabilidad dependien-
te y la responsabilidad independiente se convierte, en política, en una distinción
crucial, en orden a la cual cambia muchísimo que un sistema representativo se base
en una o en la otra. Es sobre la base del propio margen de independencia, es decir,
de responsabilidad funcional, por lo que un gobierno tiene derecho a subordinar los
intereses sectoriales en la búsqueda de los intereses colectivos. Por el contrario, en
el momento en que la responsabilidad funcional cede el paso a la responsabilidad
dependiente, es asimismo probable que el interés general se sacrifique a los intereses
parciales, con frecuencia contingentes, contradictorios, e incluso «malentendidos».
No es paradójico afirmar, por lo tanto, que un gobierno responsable puede ser
tam bién un gobierno altam ente irresponsable. Cuanto más receptivo se convierte un
gobierno, tanto menos se encuentra en condiciones de actuar responsablem ente. Por
lo tanto, se llega a un punto en el cual la elección entre representatividad-sensibi-
lidad, por un lado, y responsabilidad-eficiencia, por otro, no puede eludirse. No
podemos pretender que un gobierno ceda y al mismo tiempo resista a las demandas
de los gobernados. Para decirlo m ejor, no podemos conseguir simultáneam ente más
receptividad y más responsabilidad independiente.

Tipos de sistemas representativos

De todo lo anterior se desprende que los sistemas representativos pertenecen


«grosso modo» a dos tipos distintos, cuyos orígenes se sitúan, respectivamente, en
Inglaterra y en Francia. El tipo inglés de sistema representativo está basado en un
m étodo electoral uninominal que atribuye un limitado margen de elección al elector
y favorece un sistema bipartidista; m ientras que el tipo francés está basado sobre
un método electoral proporcional que perm ite al elector un amplio margen de elec-
ción y facilita los sistemas multipartidistas. El tipo inglés sacrifica la representativi-
236 Elementos de teoría política
swmainsrgMfra»»aiafte*títa%tjmti^aaiatntassisa!seaicuminv^ts^t!B^

dad del parlamento a 'la exigencia de un gobierno eficiente, m ientras que el tipo
francés sacrifica la eficiencia del gobierno a la representatividad del parlamento.
Si el vocabulario de la política se pusiese al día, el tipo inglés de sistema repre-
sentativo debería llamarse «sistema de gabinete», y el término «sistema parlam en-
tario» correspondería al tipo francés. Sea cual fuere la terminología, en el gobierno
representativo coexisten dos almas, dos exigencias: gobernar y representar. El siste-
ma inglés (y americano) maximiza el requisito de gobernar, m ientras que el sistema
de tipo francés maximiza la instancia de un parlam ento que refleje.
Más concretamente, en los países con circunscripciones uninominales se vota
para crear un gobierno estable y responsable, y sólo de modo subordinado un par-
lamento representativo. En los países con un sistema proporcional se vota para crear
un parlamento representativo, y sólo de modo subordinado un gobierno. D e este
modo, puesto que las elecciones proporcionales tienden a producir en el parlam ento
mayorías «libres» (nomayorías «impuestas») resultarán gobiernos no sólo cambia-
bles, sino también con una responsabilidad poco potenciada. Podría decirse que en
los sistemas mayoritarios la representación es menos fiel, pero llega más arriba,
hasta el gobierno; mientras que en los sistemas proporcionales la representación es
más fiel, pero tiene una proyección más corta, llega sólo hasta la asamblea. Por lo
tanto, de este modo se pone en evidencia aquella representación que es «represen-
tatividad», dejando por el contrario en la sombra la representación que es «respon-
sabilidad». El discurso, pues, debe proseguir así: en los sistemas mayoritarios los
escaños no corresponden a los votos, pero la imperfección en la representatividad
está compensada por todo lo que se gana en claridad e inm ediatez de responsabili-
dad: durante toda la legislatura la responsabilidad es del partido de gobierno. Por
el contrario, en los sistemas proporcionales a tantos votos les corresponden, «grosso
modo», otros tantos escaños en el parlam ento, pero la división de la asamblea acaba
por atenuar, si no por hacer totalm ente anónim a, la responsabilidad de gobierno, o
m ejor dicho, de los gobiernos. Los gobiernos cambian, las coaliciones gubernativas
son distintas; y la cortina de humo producida por la alquimia parlam entaria hace
difícil la identificación de la responsabilidad.
U na vez sopesados los pros y los contras no sabría señalar un claro vencedor.
Cuando afirmamos que la proporcionalidad expresa una representación «más ver-
dadera», lo que afirmamos de hecho es que la proporcionaldiad produce una «re-
presentatividad» más verdadera. Incluso así, y en todos los casos, una porción del
electorado está abocada a sentirse no representado o por lo general a sentirse mal
representada. En el sistema inglés son las minorías las que votarían, si tuviesen
probabilidades de éxito, por un tercer partido. En los sistemas proporcionales es el
electorado el que se siente traicionado por las combinaciones parlam entarias, y sien-
te la impotencia de su voto en la designación del gobierno.
Bien entendido, podemos pensar en soluciones interm edias, más equilibradas,
aptas para conciliar un gobierno eficiente y una representación representativa. No
obstante, desde el punto de vista de la ingeniería constitucional no podemos cons-
truir estructuras representativas que maximicen al mismo tiempo la fimción de fun-
cionar y la función de reflejar. En un cierto punto debemos elegir y la alternativa
realista se sitúa entre la responsabilidad independiente y la responsabilidad depen-
diente en mayor medida que entre la democracia gobernada y gobernante 20 o entre
el autogobierno verdadero y el ficticio 21.
En conclusión, un sistema representativo no puede existir sin elecciones perió-
dicas capaces de hacer responsables a los gobernantes frente a los gobernados. Sin
embargo, de este modo se institucionaliza únicam ente la receptividad, es decir, una
responsabilidad dependiente. Y esta responsabilidad dependiente no debe ser tom a-
da demasiado al pie de la letra; ésta postula únicam ente una «capacidad de respues-
ta», una sensibilidad receptiva, provista de dispositivos de salvaguardia. Por lo tanto,
un sistema político se califica como representativo en el momento en que unas
prácticas electorales honestas aseguren un grado razonable de respuesta de los go-
bernantes frente a ios gobernados. Esto no implica necesariamente la universalidad
del sufragio, pero postula que ningún sistema representativo puede estar basado
únicamente sobre la «representación virtual». Por el contrario, un sistema político
no se califica como representativo si un solo jefe (sea monarca o dictador) reivindica
en exclusiva la representación de la totalidad. Si la función representativa no se
confía a un cuerpo colectivo que sea bastante num eroso para — y libre de— expresar
diversidad de puntos de vista y de intereses, podemos siempre decir que aquel
sistema político está guiado por un jefe representativo, pero no es lícito calificarlo
como sistema de representación política.

Problemas actuales

Escala y ámbito de la representación. Cuando los sistemas representativos fueron


introducidos en Inglaterra y en Occidente, los electorados así como los gobiernos
eran bastante poca cosa. Con el paso del tiempo el electorado ha aum entado de
algunas centenas a decenas de miles de electores para cada representante. Parale-
lamente el gobierno en pequeño, con los simples problemas y las modestas atribu-
ciones del pasado, se ha convertido en un gobierno en grande con complejos pro-
blemas e innumerables funciones. A mbos desarrollos convergen en el hecho de que
la relación representativa está som etida a crecientes tensiones, y por lo tanto tam bién
lo está el hilo que vincula a los representantes con sus presumibles o presuntos
representantes. Como escribía Bruno Leoni, «cuanto más numerosas son las perso-
nas que se trata de representar, y cuanto más extenso es el ámbito en relación al
cual se trata de representarlas, en m enor medida la palabra representación mantiene
un significado que pueda concretarse en la voluntad efectiva de personas reales, que
no sea la voluntad de las mismas personas designadas como sus representantes» 22.
Es bien cierto que la representación política ha sido siempre una relación de
sem ejantes-a-uno; pero los números se han pasado a ser tan elevados como para
preguntarse si en una escala de cincuenta mil a uno tiene todavía sentido afirmar
que cada uno está representado. La respuesta depende del ámbito y del objetivo

20 Es la fórmula de Burdeau, Traité de Science Politique, op. cit., espec. vol. VI.
21 Así, entre otros, J. F. S. Ross, Elections and Electors: Studies in Democratic Representation, Lon-
don, Eyre and Spottiswoode, 1955, pp. 50-51.
22 B. Leoni, Freedom and the Law, Princeton, Van Nostrand, 1961, p. 18.
del gobierno representativo. M ientras que la representación se siga considerando
sobre todo como un dispositivo protector que condiciona y delimita el poder arbi-
trario de los gobernantes, la respuesta sigue siendo, seguram ente, sí: la relación de
representación m antiene su significado. Pero cuanto m ayor resulta ser el ámbito y
el número de las materias en las que un representante tom a decisiones que superan
en mucho la propia comprensión de los representantes, más difícil es huir de la
sensación de que estamos frente a una cadena cuyo eslabón inicial, el representado,
se ha convertido en una cantidad infinitesimal.

¿Quien está representado? Decíamos antes: cuanto más numeroso se hace el elec-
torado, más perdem os de vista quién está representado. Esta parece ser una con-
clusión inevitable si el titular de la relación representativa sigue siendo el «indivi-
duo». Incluso si esta conclusión no siempre es aceptada, ayuda a explicar la insatis-
facción frente a la denominada báse individualista o atomista de la teoría y de la
práctica de la representación. La crítica a la «representación individualista» no es
necesariamente una exhumación nostálgica del medioevo y de la representación cor-
porativa. Pero el hecho sigue siendo que hasta ahora esta postura no ha producido,
en concreto, nuevas instituciones o técnicas de representación no-individual.
Sin abandonar el punto de partida del individuo que vota, el problem a puede
volverse a plantear a la luz de la intención representativa que su com portam iento
electoral pretende transmitir. Puede mantenerse que el acto de votar expresa: a) lo
que el elector ha de decir (o piensa); o bien b) lo que el elector es (existencialmen-
te); o bien c) lo que el elector quiere. En la primera interpretación la representación
«representa opiniones»; en la segunda interpretación representa una apariencia de
clase o de oficio; y en la interpretación voluntarista un individuo puede ser repre-
sentado incluso si es inarticulado o silencioso.
La primera interpretación es la tradicional, y vacila bajo los golpes conjuntos de
los números electorales y del gobierno en grande. Nos guste o no, de este modo
nos vemos inducidos a replegarnos sobre otras dos interpretaciones. En ambas el
elector particular es, por decirlo así, menos individuo. Porque si votamos identifi-
cándonos con una clase o grupo, el hecho de que votemos particularm ente, uno a
uno, no significa que votemos como individuos. Y la teoría voluntarista decapita
todo problema, desde el mom ento que se puede atribuir a una voluntad silenciosa
o inarticulada cualquier contenido y relevancia que sus intérpretes m antengan que
desea tener. La verdad es que las dos últimas interpretaciones no tratan ya de
responder a la pregunta: ¿quién está representado? Estas responden, más bien, a la
pregunta: ¿qué es lo que se representa? Lo que no es lo mismo.

¿Qué es lo que se representa? Desde el mom ento en que todos los sistemas
representativos adoptan un criterio territorial de reparto del electorado, de ello se
desprende que lo que se representa son, de hecho, las localidades, las áreas geo-
gráficas. Reformulemos entonces el interrogante, que se convierte en: ¿qué es lo
que se representa a través de una canalización territorial? La respuesta es m ateria
de debate (o de investigación), salvo por una constatación indiscutible: que la re-
presentación territorial no satisface, e incluso obstaculiza, la constitución de una
representación funcional o técnica.
El problema de lo que se representa puede abordarse desde otro punto de vista:
si la representación es más una cuestión de preferencias ideales o de intereses m a-
teriales, más que de valores o de apetitos. La lógica de la representación territorial
es que el hombre debe ser visto como ciudadano (no como hom o oeconomicus), lo
que sobreentiende, entre otras cosas, que se desearía desanimar al elector de votar
en función de sus intereses y apetitos materiales. D e hecho, una de las objeciones
contra la representación funcional, o profesional, es que ésta animaría al electorado
a votar únicamente por su beneficio. E n cualquier caso — tanto si la representación
territorial funciona como se desearía, o tanto si se cree o no en el individualismo—
si se nos hace votar como ciudadanos particulares según un criterio de distribución
territorial, la razón esencial es que este es el criterio menos arriesgado de todos.
Por cuanto el diseño de las circunscripciones geográficas se presta tam bién a las
manipulaciones (el denominado gerrymandering), estos abusos son poca cosa con
respecto al potencial de manipulación que perm ite una distribución del electorado
basada en clasificaciones profesionales, o incluso en criterios dejados de vez en
cuando al arbitrio de sus inventores.
Por consiguiente, no se trata de si en las sociedades libres la idea de un parla-
mento funcional (o de expertos) ha llevado únicamente a fórmulas de coexistencia
con los parlam entos políticos tradicionales. Así, la República de W eimar creó un
parlamento económico colateral (el Reichswirtschaftsrat); e instancias análogas han
sido expresadas por los consejos económicos consultivos establecidos en los años
cincuenta, por ejem plo, en Italia y en Francia (pero no, lo que es significativo, en
la Alemania de Bonn). El intento fracasó sustancialmente en Italia, m ientras que
ha obtenido un éxito relativo en Francia y en otras pequeñas democracias. L a con-
junción entre parlamentos técnicos y parlam entos políticos es por lo general un
problema de difícil solución. Existen, «grosso modo», tres posibilidades: que el par-
lam ento técnico tenga la última palabra, que los dos parlamentos estén equiparados,
o bien que el parlam ento técnico sea un cuerpo consultivo marginal. En la prim era
hipótesis es fácil prever la desautorización del parlam ento político; en la seg u n d a
hipótesis es previsible un conflicto sistemático y la parálisis de ambos parlam entos;
mientras que en la tercera hipótesis el cuerpo consultivo será consultado sólo cuando
el parlam ento político tenga ganas de hacerlo (y por lo tanto quizá nunca).
¿Qué es lo que está representado en o por un parlam ento político? ¿Intereses
locales y de comunidad, afiliaciones de clase, intereses especiales y sectoriales, idea-
les, apetitos personales? D entro de los límites permitidos por la escala de la repre-
sentación todas estas cosas son, o pueden ser, representadas en diversas proporcio-
nes y combinaciones. Todas las voces que son bastante fuertes para hacerse oír
encuentran de algún modo acceso en un cuerpo representativo.

E l cómo de la representación. Sea cual fuere el quién o el qué de la representa-


ción, queda el problem a del cómo. Obviamente el cómo de la representación se
refleja a su vez sobre el qué, y tam bién sobre sobre el quién de la representación.
Hablando en términos muy generales, el cómo consiste en el m odo en que un sis-
tem a representativo está construido y hecho funcionar. Precisamente quién y qué
cosa resulte favorecido por un determ inado sistema representativo puede resultar
oscuro; pero está claro que si sabemos cómo construir un sistema representativo
basado en elecciones libres, un sistema así perm ite siempre más libertad y más
receptividad que cualquier otro sistema político que conozcamos.
En un sentido más específico el cómo de la representación se entiende como un
«estilo» de representación 23. En este sentido el cómo de la representación depende
de las «orientaciones de rol» del representante: por ejem plo, si los representantes
se comportan como delegados, o bien como fiduciarios, si un representante es más
un hombre de partido, un servidor de su circunscripción o un m entor que se siente
investido por la misión de iluminar al p a ís 24.
Desde otro punto de vista el cómo de la representación se vincula al sistema
electoral y al sistema partidista. La relación entre los sistemas electorales y los
sistemas representativos ya ha sido mencionado, y constituye un problem a que se
debate ya desde hace tie m p o 25. U n problema más reciente es el de cuál es la
incidencia de la mediación partidista sobre los procesos representativos. Porque en
la medida en que crece la democracia de masas y se afirman los partidos de masas,
también el cómo de la representación depende del sistema partidistas como estruc-
tura que lleva y canaliza los procesos representativos.

Representación partidista. Al ser tan elevadas las cifras electorales, los partidos
son un modo para reducirlas a un formato manejable. Los ciudadanos son repre-
sentados, en las democracias modernas, mediante los partidos y p o r los partidos. Lo
que parece inevitable. Sin em bargo, se puede llegar a un punto tal que la «función
de representar el interés nacional, que una vez fue atribuida al soberano y después
pasó al parlam ento, la realiza ahora el partido. El partido —para decirlo en palabras
de H erm án Finer— es verdaderam ente un rey» 26. A hora bien, una cosa es el par-
tido como «filtro» de la representación política, y otra cosa es el partido como «rey»,
como dominus efectivo de la representación. Los problemas teóricos y constitucio-
nales planteados por este desarrollo son verdaderam ente espinosos, y esta es quizá
una de las razones por las que incluso las constituciones más recientes dejan a los
partidos en una relativa penum bra constitucional (son excepciones la constitución
brasileña, la de Bonn y la constitución francesa de 1958).
U na visión realista de los procesos representativos se plantea, po r consiguiente,
frente a un proceso con dos fases, o incluso cortado en dos: una relación entre los
electores y su partido, y una relación entre el partido y sus representantes. D e ello
puede desprenderse que el nombram iento partidista — es decir, la cooptación del
partido-aparato— se convierte en la elección efectiva; los electores escogen al p ar-
tido, pero los electos son elegidos, en realidad, por el partido. N aturalm ente, los
partidos, los sistemas de partidos y los países son muy distintos los unos de los otros,
y por lo tanto toda generalización ha de tomarse con cautela. No obstante, es plau-
sible que en los partidos de masa rígida y capilarm ente organizados el representante

23 Así, por ejemplo, J. Wahlke et al., The Legislative System: Explorations in Legislative Behavior,
N. York, Wiley, 1962.
24 Véase especialmente H. Eulau, en Wahlke et. alt., op. cit.
25 Al menos desde el momento de la publicación de Les Partís Políiiques, París, Colin, 1951, de M.
Duverger (trad. española, Los Partidos Políticos, México, FCE, 1979).
26 Cit. en S. H. Beer, British Politics in the Collectivist Age, N. York, Knopf, 1965, p. 88.
actúe como portavoz de su partido más que de cualquier otra voz (incluyendo aquí
la de sus electores) y que los vínculos de partido sean más fuertes que cualquier
otro vínculo (incluyendo aquí los vínculos de extracción social). Así, según D uver-
ger, al representante m oderno se le confía un «doble m andato», uno de sus electores
y uno del partido 27; y es el m andato del partido el que prevalece, esencialmente,
sobre el m andato electoral.
Es cierto que la representación ha perdido cualquier inmediatez y que ya no
puede ser entendida como una relación directa entre electores y elegidos. El proceso
representativo incluye tres términos: los representados, el partido y los representan-
tes. Y el perno interm edio parece tan decisivo como para levantar la sospecha de
que incluso la representación sociológica acaba teniendo en el partido su verdadero
alter ego. Se proyecta así la eventualidad de que el personal parlam entario acabe
por «parecerse» bastante más al personal partidista — al de los políticos profesiona-
les— más que a la sociedad que debería haber reflejado. Si así fuera quien está
representado sería sobre todo el partido-aparato. Faltan todavía investigaciones ex-
haustivas sobre este punto; y los datos de los que disponemos sugieren que la du-
plicación parlam entaria de los políticos profesionales de partido constituye sólo una
tendencia de lenta progresión.
A pesar de que este caso no es infrecuente, m ientras el curso de los aconteci-
mientos apunta en una dirección y gran parte de la teoría y de la praxis consiguiente
apuntan en una dirección distinta. La escala de la representación es de uno por diez
mil; el ámbito de la representación escapa en gran parte al alcance del hom bre co-
mún, y los partidos han sustituido en gran medida al electorado en la decisión de
lo que debería ser representado y de qué modo. Todos estos desarrollos parecen
indicar que el problem a sigue siendo más de responsabilidad, de m ejorar las pres-
taciones del «gobernar en grande» en términos de responsabilidad funcional sin
poner en peligro lo esencial de la responsabilidad dependiente. Sin em bargo, la
literatura sigue atribuyendo un gran peso a la representación sociológica; y la re-
presentación proporcional sigue siendo ampliam ente considerada como el sistema
electoral que m ejor favorece los fines de los sistemas representativos. Lo que equi-
vale a decir que el grueso de la literatura siente el problem a de la representatividad
(similitud) bastante más que aquel de la responsabilidad. Lo que tiene, a la luz de
las consideraciones anteriores, un sabor anacrónico.

Temas de investigación

En la medida en que los sistemas representativos se basan en un «deber ser»,


no es fácil someterlos a una verificación empírica. Pero los sistemas representativos
presuponen tam bién afirmaciones de hecho las cuales pueden —y deberían— ser
verificadas. Existen tres principales sectores de investigación relevantes para los
fines de una teoría de la representación: i) la opinión pública, es decir, lo que el

27 Cfr. M. Duverger, «Esquisse d’une Théorie de la Répresentation Politique», en L ’evolution du


Droit Public, París, Sirey, pp. 211-220.
electorado verdaderam ente quiere y se espera; ii) los decision-makers, es decir, los
que son elegidos realm ente, en qué m odo, como representantes; iii) el com porta-
miento representativo.
No poseemos informaciones suficientes sobre lo que el electorado espera real-
m ente de un sistema representativo. Según un autor, «el pueblo inglés ama ser
gobernado», y el orden de las prioridades sería, para los ingleses, el siguiente: a) co-
herencia, sagacidad y liderazgo; b) dar cuenta al parlam ento y al electorado; c) re-
ceptividad frente a la opinión pública y sus demandas 28. Es plausible que en los
Estados Unidos la receptividad se encuentre en segundo lugar. Por otro lado, se
puede sospechar que en los países como Italia el orden de prioridad sea el siguiente:
a) receptividad; b) responsabilidad dependiente; c) liderazgo, es decir, responsabi-
lidad independiente..
Pensando en la segunda área de investigación —el personal parlam entario— dis-
ponem os de una creciente documentación en relación a quién es quién en los p ar-
lam entos 29. Pero a pesar de que los datos son muy desiguales y de difícil compa-
ración, es posible controlar algunos aspectos de la «representatividad», es decir, de
la representación como semejanza, en toda una serie de países. Sin embargo, el
enfoque sociológico del problema de la representación ha dejado escapar, general-
m ente, la intermediación partidista. Por ejem plo, la duplicación parlam entaria del
personal profesional de partido ha recibido hasta el m om ento una escasa atención;
y en general, la incidencia global del partido como variable interveniente en los
procesos representativos sigue siendo un sector de investigación ampliamente des-
cuidado. Las investigaciones destinadas a determ inar si, y en qué medida, es el
partido el que amenaza con la sanción de la no-reelección, o bien, quién es el
verdadero agente de reclutamiento del personal parlam entario, son escasas, de pe-
queña escala y no concluyentes. D el mismo modo, la tesis de que los partidos reci-
ben un «mandato electoral» sigue siendo discutible, incluso si pudiera verificarse
determinando si ésta es verdaderam ente la expectativa de los electores.
En definitiva, la representación como sem ejanza constituye el aspecto más ex-
plorado del problema. Probablm ente esto sucede tam bién porque una investigación
sobre la representatividad es más fácil que una investigación sobre el tem a de la
responsabilidad y la receptividad. Pero este es un motivo adicional para invocar una
nueva orientación de las investigaciones. Por ejem plo, ¿cuál es la sanción más te-
mida, la del electorado, la del aparato del partido o la de terceros grupos de apoyo.
Muchas cosas dependen y se desprenden de esta premisa. Pero no sabemos.

28 Cfr. A. H. Birch, Representative and Responsible Government, London, Alien & Unwin, 1964,
p. 245.
29 Cfr. J. Meynaud (ed.), Decisions and Decision-Makers in the Modern State, París, Unesco, 1967;
D. Marvick (ed.), Political Decisión Makers, New York, Free Press, 1961; D. R. Matthews, The Social
Background of Political Decision-Makers, Garden City, Doubleday, 1954; W. E. Miller, D. E. Stokes,
Representation in Congress, Englewood Cliffs, Prentice-Hall, 1965; G. Sartori et al., 11 Parlamento Ita-
liano 1946-1963, Nápoles, Esi, 1963.

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