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Tema 2 Sartori 1992 Representación. Elementos de Teoría Política
Tema 2 Sartori 1992 Representación. Elementos de Teoría Política
Tema 2 Sartori 1992 Representación. Elementos de Teoría Política
Elementos de
teoría política. Madrid: Alianza. (Cap. 11,pp.
225-242).
1 Cfr. C. J. Friedrich, Man and His Government: An Empirical Theory o f Politics, N. York, McGraw
Hill, 1963, p. 304.
2 Es la representación inconsciente. Cfr. H. F. Gosnell, Democracy: The Threshold ó f Freedom, New
York, Ronald Press, 1948, p. 141.
j adores con frecuencia están infra-representados si no se atribuye importancia a la
representatividad (es decir, al criterio de la semejanza). No obstante, la distinción
entre representación política y representación existencial debe m antenerse firme-
mente. D e otro modo cualquier sistema político podría reivindicar el ser represen-
tativo desde el mom ento en que un grupo dirigente es siempre «representativo de»
secciones o estratos de la sociedad.
El vínculo entre representación política y representación jurídica es particular-
m ente evidente en la doctrina europea — alemana, francesa e italiana— , que es casi
unánime al afirmar que la representación política no es una verdadera representa-
ción; y ello precisam ente porque dicha doctrina adopta la unidad de medida de la
representación privada. En efecto, si no se postula una heterogeneidad entre repre-
sentación política y representación jurídico-privada, es casi inevitable llegar a la
conclusión de que ningún sistema político tiene derecho para declararse como un
auténtico sistema representativo. Por otro lado, la distinción entre representación
política y jurídica no puede traducirse en una ausencia de relación recíproca, aunque
sólo sea porque la representación política está formalizada jurídicam ente en las es-
tructuras institucionales de la democracia y constituye una parte integrante del cons-
titucionalismo.
El desarrollo histórico
4 Cfr. R. Carré de Malberg, Contribution á la Théorie Générale de l’Etat (1922), París, Sirey, 1962,
vol. II, p. 267 y passim. Su Contribution es el texto clásico para la distinción entre soberanía de la nación
y soberanía democrática (vol. II espec. pp. 166-197 y 232-281).
5 En la sesión del 7 de septiembre de 1789. Cfr. Archives Parlementaires, 1.a serie, t. VIII, p. 595.
6 Carré de Malberg, Contribution á la Théorie Genérale de l’Etat, op. cit., p. 263 y p. 267.
7 Ivi, p. 245.
8 Sólo en un momento —en la Constitución de 1793 que afirmaba que la soberanía reside indistinta-
mente en todos los ciudadanos— la soberanía parece converger en la soberanía popular. Pero en el año
III se vuelve a afirmar la separación, y el principio de la soberanía de la nación sigue siendo hasta hoy
el fundamento de nuestros sistemas.
9 M. Bigne de Villeneuve, Traité Générale de l’Etat, París, Sirey, 1929-1931, vol. II, p. 32.
228 Elementos de teoría política
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13 Esmein ha observado a este respecto que la Septennial Act de 1716, con la que los miembros de los
Comunes prorrogaban sus propios poderes durante cuatro años, presupone que la idea de mandato
imperativo había ya venido totalmente a menos. Cfr. A. Esmein, Elements de Droit Constitutionnel, París,
Sirey, 1927, vol. I, pp. 103-104. Es útil además recordar que tanto John Toland en su Art o f Governing
by Parties, como Humphrey Markworth en la Vindication ofthe Rights o f the Commons ofEngland, ambos
de 1701, negaban ya firmemente el mandato imperativo.
14 E. Burke, The Works, London, Holdsworth and Bal!, 1834, vol. I, p. 180.
principio está confirmada por el hecho de que esto no vale solamente para los
orígenes de la representación m oderna. La prohibición del m andato im perativo, en
ocasiones explícitamente vinculada a la soberanía de la nación, se vuelve a encontrar
en Jas constituciones tanto del siglo XIX como del siglo XX de la mayoría de los
países europeos: Bélgica, 1831; Italia, 1848 y 1948; Prusia, 1850; Suecia, 1866; Aus-
tria, 1867, 1920 y 1945; Alem ania, 1871 y 1949; H olanda, 1887; D inam arca, 1915.
El artículo 67 de la vigente constitución italiana dice: «Todo miembro del parlam en-
to representa a la Nación y ejerce sus funciones sin vínculos de m andato». Y la
tortuosa fórmula adoptada en las constituciones francesas de 1946 y 1958 — «la so-
beranía nacional pertenece al pueblo»— encuentra todavía su explicación en la D e-
claración de los derechos de 1789. El caso de los Estados Unidos parece distinto,
en el sentido de que ninguna constitución estatal prohíbe expresam ente el mandato
imperativo. Pero esta omisión significa únicamente que los constituyentes america-
nos no sentían la necesidad de disciplinar lo superfluo, desde el mom ento en que
en los Estados Unidos no se planteaba un problema de ruptura con un pasado
medieval. Del mismo m odo, el hecho de que la expresión «soberanía de la nación»
no tenga un significado legal en el derecho público inglés no obsta para que la praxis
constitucional británica repudie el m andato imperativo en la misma m edida que las
constituciones escritas de derivación francesa.
La representación m oderna refleja, en efecto, una transformación histórica fun-
damental. Hasta la gloriosa revolución inglesa, la declaración de independencia de
los Estados Unidos y la revolución francesa, la institución de la representación no
estaba asociada con el gobierno. Los cuerpos representativos medievales constituían
canales intermediarios entre los que eran mandados y soberano: éstos representaban
a alguien frente a algún otro. Pero en la medida en que el poder del parlam ento
crecía, y cuanto más se situaba el parlam ento en el centro del organismo estatal, en
la misma medida los cuerpos representativos asumían una segunda función: además
de representar a los ciudadanos, éstos gobernaban sobre los ciudadanos. Y está claro
que un parlamento no puede adquirir su función m oderna, la de gobernar, dejando
inalterada su función preexistente, la pura y simple función de representar. A un
cuerpo representativo inscrito dentro de un Estado le debe ser perm itida la autono-
mía que necesita para operar en fa vo r del Estado. Por lo tanto, es precisam ente
porque el Parlamento se convierte en un órgano del Estado por lo que se declara
que éste representa a la nación, precisamente porque ha de poder pasar de la parte
de los «súbditos» a la del «Estado». Es verdaderam ente demasiado fácil decir que
la ficción de la nación estaba dirigida a obstaculizar el paso a la voluntad popular.
No es únicamente esto. La intención no se puede disociar de lo que se encuentra,
que es precisamente la técnica m ediante la cual la contraposición al Estado se con-
vierte en la inserción de un poder popular en el Estado.
Una vez planteado esto a modo de permisa y habiéndolo aclarado, queda el
hecho de que los parlamentos contem poráneos son llamados a operar sobre el filo
de delicados equilibrios. Si asume demasiado el punto de vista de los gobernantes,
corren el riesgo de atrofiarse y paralizar el gobierno; y si, por el contrario, trata de
absorberlos demasiado en el Estado —podrem os decir si un Parlam ento asume de-
masiado el punto de vista del gobernante— en tal caso corre el riesgo de no cumplir
ya su función representativa. Por otro lado, la fictio de la representación de la nación
perm ite la inserción de los cuerpos representativos en el Estado; pero al mismo
tiempo se enfrenta a nuevos y espinosos problemas. En base a la prohibición cons-
titucional del mandato im perativo y de la idea de la representación de la nación, el
representante no representa o no debería representar a aquellos que lo eligen. Pero
sí el representante no representa a sus propios electores, parece desprenderse de
ello que no es la elección la que crea un representante.
Representación y elecciones
Comunes sobre la «frecuencia de las elecciones», reproducido también en el volumen antológico, Selected
Speeches on the Constitution, Oxford, Oxford University Press, 1939, vol. II, pp. 113-124.
234 Elementos de teoría política
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17 Persona, en latín, era al comienzo la máscara, la máscara trágica, o ritual, o del antepasado. Cfr.
el todavía clásico estudio de M. Mauss, Sociologie et Anthropologie, París, Presses Universitaires, 1950,
pp. 333-362 (trad. española, Sociología y Antropología, Madrid, ed. Tecnos, 1979).
18 Democracy: The Threshold o f Freedom, op. cit., p. 132.
19 Friedrich, Man and His Government, op. cit., pp. 310-311.
sabilidad dependiente; la segunda es una responsabilidad independiente. E n el prim er
sentido el representante hace las veces de otro; en el segundo sentido se pretende
del representante una «conducta responsable», lo que equivale a decir que su com-
portam iento se confía, en último térm ino, a la propia conciencia y competencia.
Traduciendo esta distinción en términos políticos de ello se desprende que la
expresión «gobierno responsable» acumula dos expectativas distintas: a) que un go-
bierno sea receptivo, o sensible (responsive), debiendo responder por lo que hace;
b) que un gobierno se comporte responsablem ente actuando con eficiencia y com-
petencia. Podemos llamar al prim ero gobierno receptivo, y al segundo gobierno
eficiente. La diferencia no es pequeña.
E n nuestros asuntos privados inclinarse por la responsabilidad personal o bien
por la responsabilidad funcional no cambia mucho las cosas, puesto que en todo
caso el representante tiene una sola tarea: perseguir el interés exclusivo del dominus
de la relación, es decir, del representado, sea cual fuere la suerte de los demás
intereses. Pero cuando llegamos a la representación política adquiere preeminencia
otra tarea: perseguir el interés del todo, sea cual fuere la suerte de los intereses
particualres. Precisamente por esto la distinción entre la responsabilidad dependien-
te y la responsabilidad independiente se convierte, en política, en una distinción
crucial, en orden a la cual cambia muchísimo que un sistema representativo se base
en una o en la otra. Es sobre la base del propio margen de independencia, es decir,
de responsabilidad funcional, por lo que un gobierno tiene derecho a subordinar los
intereses sectoriales en la búsqueda de los intereses colectivos. Por el contrario, en
el momento en que la responsabilidad funcional cede el paso a la responsabilidad
dependiente, es asimismo probable que el interés general se sacrifique a los intereses
parciales, con frecuencia contingentes, contradictorios, e incluso «malentendidos».
No es paradójico afirmar, por lo tanto, que un gobierno responsable puede ser
tam bién un gobierno altam ente irresponsable. Cuanto más receptivo se convierte un
gobierno, tanto menos se encuentra en condiciones de actuar responsablem ente. Por
lo tanto, se llega a un punto en el cual la elección entre representatividad-sensibi-
lidad, por un lado, y responsabilidad-eficiencia, por otro, no puede eludirse. No
podemos pretender que un gobierno ceda y al mismo tiempo resista a las demandas
de los gobernados. Para decirlo m ejor, no podemos conseguir simultáneam ente más
receptividad y más responsabilidad independiente.
dad del parlamento a 'la exigencia de un gobierno eficiente, m ientras que el tipo
francés sacrifica la eficiencia del gobierno a la representatividad del parlamento.
Si el vocabulario de la política se pusiese al día, el tipo inglés de sistema repre-
sentativo debería llamarse «sistema de gabinete», y el término «sistema parlam en-
tario» correspondería al tipo francés. Sea cual fuere la terminología, en el gobierno
representativo coexisten dos almas, dos exigencias: gobernar y representar. El siste-
ma inglés (y americano) maximiza el requisito de gobernar, m ientras que el sistema
de tipo francés maximiza la instancia de un parlam ento que refleje.
Más concretamente, en los países con circunscripciones uninominales se vota
para crear un gobierno estable y responsable, y sólo de modo subordinado un par-
lamento representativo. En los países con un sistema proporcional se vota para crear
un parlamento representativo, y sólo de modo subordinado un gobierno. D e este
modo, puesto que las elecciones proporcionales tienden a producir en el parlam ento
mayorías «libres» (nomayorías «impuestas») resultarán gobiernos no sólo cambia-
bles, sino también con una responsabilidad poco potenciada. Podría decirse que en
los sistemas mayoritarios la representación es menos fiel, pero llega más arriba,
hasta el gobierno; mientras que en los sistemas proporcionales la representación es
más fiel, pero tiene una proyección más corta, llega sólo hasta la asamblea. Por lo
tanto, de este modo se pone en evidencia aquella representación que es «represen-
tatividad», dejando por el contrario en la sombra la representación que es «respon-
sabilidad». El discurso, pues, debe proseguir así: en los sistemas mayoritarios los
escaños no corresponden a los votos, pero la imperfección en la representatividad
está compensada por todo lo que se gana en claridad e inm ediatez de responsabili-
dad: durante toda la legislatura la responsabilidad es del partido de gobierno. Por
el contrario, en los sistemas proporcionales a tantos votos les corresponden, «grosso
modo», otros tantos escaños en el parlam ento, pero la división de la asamblea acaba
por atenuar, si no por hacer totalm ente anónim a, la responsabilidad de gobierno, o
m ejor dicho, de los gobiernos. Los gobiernos cambian, las coaliciones gubernativas
son distintas; y la cortina de humo producida por la alquimia parlam entaria hace
difícil la identificación de la responsabilidad.
U na vez sopesados los pros y los contras no sabría señalar un claro vencedor.
Cuando afirmamos que la proporcionalidad expresa una representación «más ver-
dadera», lo que afirmamos de hecho es que la proporcionaldiad produce una «re-
presentatividad» más verdadera. Incluso así, y en todos los casos, una porción del
electorado está abocada a sentirse no representado o por lo general a sentirse mal
representada. En el sistema inglés son las minorías las que votarían, si tuviesen
probabilidades de éxito, por un tercer partido. En los sistemas proporcionales es el
electorado el que se siente traicionado por las combinaciones parlam entarias, y sien-
te la impotencia de su voto en la designación del gobierno.
Bien entendido, podemos pensar en soluciones interm edias, más equilibradas,
aptas para conciliar un gobierno eficiente y una representación representativa. No
obstante, desde el punto de vista de la ingeniería constitucional no podemos cons-
truir estructuras representativas que maximicen al mismo tiempo la fimción de fun-
cionar y la función de reflejar. En un cierto punto debemos elegir y la alternativa
realista se sitúa entre la responsabilidad independiente y la responsabilidad depen-
diente en mayor medida que entre la democracia gobernada y gobernante 20 o entre
el autogobierno verdadero y el ficticio 21.
En conclusión, un sistema representativo no puede existir sin elecciones perió-
dicas capaces de hacer responsables a los gobernantes frente a los gobernados. Sin
embargo, de este modo se institucionaliza únicam ente la receptividad, es decir, una
responsabilidad dependiente. Y esta responsabilidad dependiente no debe ser tom a-
da demasiado al pie de la letra; ésta postula únicam ente una «capacidad de respues-
ta», una sensibilidad receptiva, provista de dispositivos de salvaguardia. Por lo tanto,
un sistema político se califica como representativo en el momento en que unas
prácticas electorales honestas aseguren un grado razonable de respuesta de los go-
bernantes frente a ios gobernados. Esto no implica necesariamente la universalidad
del sufragio, pero postula que ningún sistema representativo puede estar basado
únicamente sobre la «representación virtual». Por el contrario, un sistema político
no se califica como representativo si un solo jefe (sea monarca o dictador) reivindica
en exclusiva la representación de la totalidad. Si la función representativa no se
confía a un cuerpo colectivo que sea bastante num eroso para — y libre de— expresar
diversidad de puntos de vista y de intereses, podemos siempre decir que aquel
sistema político está guiado por un jefe representativo, pero no es lícito calificarlo
como sistema de representación política.
Problemas actuales
20 Es la fórmula de Burdeau, Traité de Science Politique, op. cit., espec. vol. VI.
21 Así, entre otros, J. F. S. Ross, Elections and Electors: Studies in Democratic Representation, Lon-
don, Eyre and Spottiswoode, 1955, pp. 50-51.
22 B. Leoni, Freedom and the Law, Princeton, Van Nostrand, 1961, p. 18.
del gobierno representativo. M ientras que la representación se siga considerando
sobre todo como un dispositivo protector que condiciona y delimita el poder arbi-
trario de los gobernantes, la respuesta sigue siendo, seguram ente, sí: la relación de
representación m antiene su significado. Pero cuanto m ayor resulta ser el ámbito y
el número de las materias en las que un representante tom a decisiones que superan
en mucho la propia comprensión de los representantes, más difícil es huir de la
sensación de que estamos frente a una cadena cuyo eslabón inicial, el representado,
se ha convertido en una cantidad infinitesimal.
¿Quien está representado? Decíamos antes: cuanto más numeroso se hace el elec-
torado, más perdem os de vista quién está representado. Esta parece ser una con-
clusión inevitable si el titular de la relación representativa sigue siendo el «indivi-
duo». Incluso si esta conclusión no siempre es aceptada, ayuda a explicar la insatis-
facción frente a la denominada báse individualista o atomista de la teoría y de la
práctica de la representación. La crítica a la «representación individualista» no es
necesariamente una exhumación nostálgica del medioevo y de la representación cor-
porativa. Pero el hecho sigue siendo que hasta ahora esta postura no ha producido,
en concreto, nuevas instituciones o técnicas de representación no-individual.
Sin abandonar el punto de partida del individuo que vota, el problem a puede
volverse a plantear a la luz de la intención representativa que su com portam iento
electoral pretende transmitir. Puede mantenerse que el acto de votar expresa: a) lo
que el elector ha de decir (o piensa); o bien b) lo que el elector es (existencialmen-
te); o bien c) lo que el elector quiere. En la primera interpretación la representación
«representa opiniones»; en la segunda interpretación representa una apariencia de
clase o de oficio; y en la interpretación voluntarista un individuo puede ser repre-
sentado incluso si es inarticulado o silencioso.
La primera interpretación es la tradicional, y vacila bajo los golpes conjuntos de
los números electorales y del gobierno en grande. Nos guste o no, de este modo
nos vemos inducidos a replegarnos sobre otras dos interpretaciones. En ambas el
elector particular es, por decirlo así, menos individuo. Porque si votamos identifi-
cándonos con una clase o grupo, el hecho de que votemos particularm ente, uno a
uno, no significa que votemos como individuos. Y la teoría voluntarista decapita
todo problema, desde el mom ento que se puede atribuir a una voluntad silenciosa
o inarticulada cualquier contenido y relevancia que sus intérpretes m antengan que
desea tener. La verdad es que las dos últimas interpretaciones no tratan ya de
responder a la pregunta: ¿quién está representado? Estas responden, más bien, a la
pregunta: ¿qué es lo que se representa? Lo que no es lo mismo.
¿Qué es lo que se representa? Desde el mom ento en que todos los sistemas
representativos adoptan un criterio territorial de reparto del electorado, de ello se
desprende que lo que se representa son, de hecho, las localidades, las áreas geo-
gráficas. Reformulemos entonces el interrogante, que se convierte en: ¿qué es lo
que se representa a través de una canalización territorial? La respuesta es m ateria
de debate (o de investigación), salvo por una constatación indiscutible: que la re-
presentación territorial no satisface, e incluso obstaculiza, la constitución de una
representación funcional o técnica.
El problema de lo que se representa puede abordarse desde otro punto de vista:
si la representación es más una cuestión de preferencias ideales o de intereses m a-
teriales, más que de valores o de apetitos. La lógica de la representación territorial
es que el hombre debe ser visto como ciudadano (no como hom o oeconomicus), lo
que sobreentiende, entre otras cosas, que se desearía desanimar al elector de votar
en función de sus intereses y apetitos materiales. D e hecho, una de las objeciones
contra la representación funcional, o profesional, es que ésta animaría al electorado
a votar únicamente por su beneficio. E n cualquier caso — tanto si la representación
territorial funciona como se desearía, o tanto si se cree o no en el individualismo—
si se nos hace votar como ciudadanos particulares según un criterio de distribución
territorial, la razón esencial es que este es el criterio menos arriesgado de todos.
Por cuanto el diseño de las circunscripciones geográficas se presta tam bién a las
manipulaciones (el denominado gerrymandering), estos abusos son poca cosa con
respecto al potencial de manipulación que perm ite una distribución del electorado
basada en clasificaciones profesionales, o incluso en criterios dejados de vez en
cuando al arbitrio de sus inventores.
Por consiguiente, no se trata de si en las sociedades libres la idea de un parla-
mento funcional (o de expertos) ha llevado únicamente a fórmulas de coexistencia
con los parlam entos políticos tradicionales. Así, la República de W eimar creó un
parlamento económico colateral (el Reichswirtschaftsrat); e instancias análogas han
sido expresadas por los consejos económicos consultivos establecidos en los años
cincuenta, por ejem plo, en Italia y en Francia (pero no, lo que es significativo, en
la Alemania de Bonn). El intento fracasó sustancialmente en Italia, m ientras que
ha obtenido un éxito relativo en Francia y en otras pequeñas democracias. L a con-
junción entre parlamentos técnicos y parlam entos políticos es por lo general un
problema de difícil solución. Existen, «grosso modo», tres posibilidades: que el par-
lam ento técnico tenga la última palabra, que los dos parlamentos estén equiparados,
o bien que el parlam ento técnico sea un cuerpo consultivo marginal. En la prim era
hipótesis es fácil prever la desautorización del parlam ento político; en la seg u n d a
hipótesis es previsible un conflicto sistemático y la parálisis de ambos parlam entos;
mientras que en la tercera hipótesis el cuerpo consultivo será consultado sólo cuando
el parlam ento político tenga ganas de hacerlo (y por lo tanto quizá nunca).
¿Qué es lo que está representado en o por un parlam ento político? ¿Intereses
locales y de comunidad, afiliaciones de clase, intereses especiales y sectoriales, idea-
les, apetitos personales? D entro de los límites permitidos por la escala de la repre-
sentación todas estas cosas son, o pueden ser, representadas en diversas proporcio-
nes y combinaciones. Todas las voces que son bastante fuertes para hacerse oír
encuentran de algún modo acceso en un cuerpo representativo.
Representación partidista. Al ser tan elevadas las cifras electorales, los partidos
son un modo para reducirlas a un formato manejable. Los ciudadanos son repre-
sentados, en las democracias modernas, mediante los partidos y p o r los partidos. Lo
que parece inevitable. Sin em bargo, se puede llegar a un punto tal que la «función
de representar el interés nacional, que una vez fue atribuida al soberano y después
pasó al parlam ento, la realiza ahora el partido. El partido —para decirlo en palabras
de H erm án Finer— es verdaderam ente un rey» 26. A hora bien, una cosa es el par-
tido como «filtro» de la representación política, y otra cosa es el partido como «rey»,
como dominus efectivo de la representación. Los problemas teóricos y constitucio-
nales planteados por este desarrollo son verdaderam ente espinosos, y esta es quizá
una de las razones por las que incluso las constituciones más recientes dejan a los
partidos en una relativa penum bra constitucional (son excepciones la constitución
brasileña, la de Bonn y la constitución francesa de 1958).
U na visión realista de los procesos representativos se plantea, po r consiguiente,
frente a un proceso con dos fases, o incluso cortado en dos: una relación entre los
electores y su partido, y una relación entre el partido y sus representantes. D e ello
puede desprenderse que el nombram iento partidista — es decir, la cooptación del
partido-aparato— se convierte en la elección efectiva; los electores escogen al p ar-
tido, pero los electos son elegidos, en realidad, por el partido. N aturalm ente, los
partidos, los sistemas de partidos y los países son muy distintos los unos de los otros,
y por lo tanto toda generalización ha de tomarse con cautela. No obstante, es plau-
sible que en los partidos de masa rígida y capilarm ente organizados el representante
23 Así, por ejemplo, J. Wahlke et al., The Legislative System: Explorations in Legislative Behavior,
N. York, Wiley, 1962.
24 Véase especialmente H. Eulau, en Wahlke et. alt., op. cit.
25 Al menos desde el momento de la publicación de Les Partís Políiiques, París, Colin, 1951, de M.
Duverger (trad. española, Los Partidos Políticos, México, FCE, 1979).
26 Cit. en S. H. Beer, British Politics in the Collectivist Age, N. York, Knopf, 1965, p. 88.
actúe como portavoz de su partido más que de cualquier otra voz (incluyendo aquí
la de sus electores) y que los vínculos de partido sean más fuertes que cualquier
otro vínculo (incluyendo aquí los vínculos de extracción social). Así, según D uver-
ger, al representante m oderno se le confía un «doble m andato», uno de sus electores
y uno del partido 27; y es el m andato del partido el que prevalece, esencialmente,
sobre el m andato electoral.
Es cierto que la representación ha perdido cualquier inmediatez y que ya no
puede ser entendida como una relación directa entre electores y elegidos. El proceso
representativo incluye tres términos: los representados, el partido y los representan-
tes. Y el perno interm edio parece tan decisivo como para levantar la sospecha de
que incluso la representación sociológica acaba teniendo en el partido su verdadero
alter ego. Se proyecta así la eventualidad de que el personal parlam entario acabe
por «parecerse» bastante más al personal partidista — al de los políticos profesiona-
les— más que a la sociedad que debería haber reflejado. Si así fuera quien está
representado sería sobre todo el partido-aparato. Faltan todavía investigaciones ex-
haustivas sobre este punto; y los datos de los que disponemos sugieren que la du-
plicación parlam entaria de los políticos profesionales de partido constituye sólo una
tendencia de lenta progresión.
A pesar de que este caso no es infrecuente, m ientras el curso de los aconteci-
mientos apunta en una dirección y gran parte de la teoría y de la praxis consiguiente
apuntan en una dirección distinta. La escala de la representación es de uno por diez
mil; el ámbito de la representación escapa en gran parte al alcance del hom bre co-
mún, y los partidos han sustituido en gran medida al electorado en la decisión de
lo que debería ser representado y de qué modo. Todos estos desarrollos parecen
indicar que el problem a sigue siendo más de responsabilidad, de m ejorar las pres-
taciones del «gobernar en grande» en términos de responsabilidad funcional sin
poner en peligro lo esencial de la responsabilidad dependiente. Sin em bargo, la
literatura sigue atribuyendo un gran peso a la representación sociológica; y la re-
presentación proporcional sigue siendo ampliam ente considerada como el sistema
electoral que m ejor favorece los fines de los sistemas representativos. Lo que equi-
vale a decir que el grueso de la literatura siente el problem a de la representatividad
(similitud) bastante más que aquel de la responsabilidad. Lo que tiene, a la luz de
las consideraciones anteriores, un sabor anacrónico.
Temas de investigación
28 Cfr. A. H. Birch, Representative and Responsible Government, London, Alien & Unwin, 1964,
p. 245.
29 Cfr. J. Meynaud (ed.), Decisions and Decision-Makers in the Modern State, París, Unesco, 1967;
D. Marvick (ed.), Political Decisión Makers, New York, Free Press, 1961; D. R. Matthews, The Social
Background of Political Decision-Makers, Garden City, Doubleday, 1954; W. E. Miller, D. E. Stokes,
Representation in Congress, Englewood Cliffs, Prentice-Hall, 1965; G. Sartori et al., 11 Parlamento Ita-
liano 1946-1963, Nápoles, Esi, 1963.