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I - Rasguños de Gustavo Bueno

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Los intelectuales:

los nuevos impostores


Gustavo Bueno
Ponencia preparada con ocasión del
Congreso Internacional de Intelectuales y Artistas, Valencia 1987

Intelectuales en el Congreso de Valencia 1987: Stephen Spender (1909-1995), Ricardo Muñoz Suay
(1917-1997), Jorge Semprún (1923-2011), Juan Gil-Albert (1904-1994), Manuel Vázquez Montalbán
(1939-2003) y Fernando Savater (1947).

Este ensayo fue redactado hace 25 años, al ser el autor invitado por los organizadores a
presentar una ponencia al Congreso Internacional de Intelectuales y Artistas que se
celebró en Valencia del 15 al 20 de junio de 1987, 50 años despuésdel II Congreso
Internacional de Escritores para la defensa de la cultura, celebrado en Valencia en 1937,
en plena Guerra Civil, continuador del Congreso Internacional de Escritores para la
defensa de la cultura (París, 21-25 junio 1935). El autor envió el texto de su ponencia a
los organizadores, antes de inaugurarse el Congreso, a la vez que les devolvía los billetes
que le habían emitido para que se desplazase hasta Valencia, pues, como es natural,
pareció al autor que no tenía sentido participar en aquella asamblea con tal ponencia. Juan
Cueto, uno de los seis miembros del Comité Ejecutivo del Congreso valenciano, decidió
publicar el texto en la revista de la que era director, Los Cuadernos del Norte (Oviedo,
marzo-abril 1988, nº 48, págs 2-21). Como desde el Congreso reiteraron su voluntad de
incorporar el texto a las Actas (publicadas en cuatro tomos en Valencia 1989, apareció en
el volumen 1, páginas 197-223), el autor envió una versión ligerísimamente revisada
respecto de la publicada en la revista, versión que en esa edición, sin embargo, apareció
de hecho mutilada, al ser eliminado sin saberlo el autor el punto 4 íntegro de la primera
parte (donde se distinguen tres formatos en el concepto de intelectual) y todas las
referencias en el resto del texto a esos tres formatos, por lo que se pierden no pocos
matices, y otros cambios menores. Se recupera aquí el texto más completo.

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Los intelectuales: los nuevos impostores

Advertencia inicial

El adjetivo «impostor» se predica, en este ensayo, de la clase asociativa designada


por el plural «los intelectuales». Por ejemplo, de los intelectuales en tanto son capaces de
presentarse como «colegiados» o «congregados» en un Congreso Internacional de
Intelectuales «que acude al toque o rebato de un ¡Intelectuales de todos los países uníos!»;
por tanto, de los individuos de esa clase asociativa o colegio, en cuanto son precisamente
elementos definibles por la pertenencia a la clase de referencia.
Además, las imposturas de las que en este ensayo va a hablarse son sólo aquellas
imposturas que puedan ser derivadas precisamente de lo que, si no nos equivocamos,
constituye la raíz del paradójico formato lógico de este concepto clase, a saber, la
condición «colegiada» de los intelectuales cuando ella tenga lugar, como es el caso de
un Congreso Internacional de Intelectuales y Artistas. Ya desde esta perspectiva es
interesante constatar la transformación operada en las denominaciones de los dos
Congresos Internacionales de Intelectuales celebrados en España, el Congreso de
Valencia de 1937, en plena Guerra Civil, y el Congreso de 1987, también en Valencia, en
plena paz socialista capitalista: los «escritores antifascistas» de 1937 se han convertido
en 1987 precisamente en «intelectuales» (en conjunción copulativa con los «artistas», que
pueden no ser escritores). Esta transformación no es gratuita y refleja alguno de los
cambios que han tenido lugar en estos cincuenta años. El fascismo ha desaparecido de
Europa como sistema político; pero también han desaparecido los escritores, al menos
como clase monopolística de las funciones que se sobreentienden desempeñadas por los
«intelectuales», al consolidarse los nuevos medios sociales de expresión, principalmente
la Radio y la TV y, por tanto, al reconstruirse la figura paralela a la de los oratores de la
Edad Media. Una figura –situada entre los laboratores y los bellatores– propia de una
sociedad analfabeta, anterior al descubrimiento de los «medios de masas». Sin embargo,
el predicado que queremos atribuir a esta nueva clase de los intelectuales no lo
hubiéramos podido atribuir a la clase o colegio de los escritores, porque ahora los
escritores (aun cuando no se determinen como antifascistas) aparecen definidos por una
característica (positiva) que permite dar pleno significado a su enclasamiento asociativo,
a su afiliación, por ejemplo, en un sindicato o mutualidad que tienda a defender los
derechos de autor. Otro tanto podría decirse, desde luego, de quienes utilizan la voz o la
imagen –es decir, de los oratores (incluyendo aquí a los cantantes)– que son
características positivas susceptibles de ser computadas. Y esta susceptibilidad es
precisamente la que, a nuestro juicio, se desvanece cuando escritores y oradores (de radio
o televisión) se refunden bajo el concepto de «intelectuales», concepto que al parecer los
arroja a una curiosa vecindad con los artistas.

Saludamos con todo a este Congreso de Intelectuales y Artistas cuyos brazos son tan
generosos que permiten incluso que en su seno sea calificada de impostura su propia
existencia.

I
Preliminares críticos
1. Definir una clase, en su más neutro significado lógico, exige la determinación de
unas notas que no solamente manifiesten el orden interno de sus características
estructurales o meramente fenoménicas, sino que también actúen como marcas

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diferenciales que permitan la demarcación de otras clases que se suponen dadas en
aquello que Platon Poretsky llamó el «universo lógico del discurso».

La función demarcadora, respecto de las otras clases, prevalece en la definición de


una clase (cuando se trata de un concepto clasificatorio), incluso sobre las funciones de
suturación interna. Los «intelectuales» siempre se darán en relación con otras realidades,
que pueden permanecer muy oscuras.

En cualquier caso, la delimitación o demarcación del concepto de una clase


presupone siempre un conjunto de decisiones, explícitas o implícitas, acerca del universo
o tablero lógico en el cual operamos y recíprocamente, una definición de esta índole
predetermina de algún modo la estructura del universo lógico del discurso que, como una
atmósfera, permite respirar al concepto de la clase definida.

2. La mayor parte de las definiciones con «curso legal» de los intelectuales como
clase se mueve en un género de tableros lógicos que, por diferentes motivos,
consideramos inadecuados:

–Unas veces, porque el propio tablero lógico nos remite a un espacio nebuloso
poblado de entidades metafísicas –metafísica valentiniana o metafísica hegeliana–, un
espacio en cuyo seno cualquier demarcación de una clase de tales entidades sólo puede
alcanzar significado para quien flote entre ellas (lo que no parece ser el caso entre los aquí
presentes).

–Otras veces porque el tablero lógico de referencia, aunque nos remita a un terreno
más positivo, viene a ser, por su materia (psicológica, etológica e incluso sociológica o
política) poco apto para permitir una demarcación eficaz en su seno.

Al primer grupo pertenecen todas aquellas definiciones que se basan, de un modo u


otro, en la delimitación, en el conjunto de los seres humanos (laboratores, bellatores…)
de determinadas fronteras de una clase o recinto concebido precisamente como el lugar
en donde brilla la conciencia de la Humanidad, como el punto de aplicación del
Entendimiento Agente, incluso como el Espíritu Absoluto en su sustancia real. No por
ello les sería siempre permitido a los «intelectuales» aislarse en su cátara soledad. Se
subrayará su responsabilidad «para con la sociedad» –así, en globo, como si ellos
estuvieran sobrevolándola– y, por tanto, se los concebirá íntegramente orientados a
la ilustración del pueblo, a su iluminación (puesto que ellos son la luz). Ocurre como si
quisieran compensar el temor y el pudor de la autocomplacencia de su estirpe divina, con
la voluntad de servicio. Pero esta voluntad de servicio todavía hace más llamativa su
conciencia de élite, de autoconciencia de la Humanidad. No importará que la luz se haga
proceder de lo alto, de una revelación cuyo depósito conserva y divulga un cuerpo o
colegio de mediadores, de sacerdotes. La luz podrá proceder también de abajo, del mismo
«pueblo», sólo que parece que ese pueblo sólo pudiera transformarse en luz a través de la
clase de los intelectuales, de la intelligentsia. Por consiguiente, y sin perjuicio de la
democratización de su génesis teórica, cabría afirmar que la clase de los intelectuales
sigue recordando muchas veces, al menos en cuanto a estructura, las funciones que la
sociedad helenística atribuía a los sacerdotes gnósticos, o la sociedad medieval a los
sacerdotes cristianos. Independientemente de que, por su extensión, el concepto de la

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clase de los intelectuales pudiera considerarse como un concepto no vacío, supondremos
que a través de esta suerte de definiciones, el concepto sigue siendo puramente metafísico,
meramente ideológico. Sin embargo, la gravitación de tal concepto metafísico de
intelectual sigue siendo muy potente en nuestros días, como trataremos de demostrar más
adelante.
Al segundo grupo de definiciones pertenecen todas aquellas que, buscando suprimir
la connotación elitista de las definiciones metafísicas, proceden, más que regresando
aunque sea críticamente, de más atrás que los componentes hegelianos del concepto
(conciencia, representación), extendiendo y transformando el concepto mismo, al
conferirle un radio tal que su esfera de aplicación pueda cubrir también a los científicos,
a los profesores, a los maestros, a los ingenieros e incluso a los sacerdotes, y esto según
el propio Gramsci. «Cada grupo social, naciendo en el terreno propio de una función
esencial en el mundo de la producción económica, crea con él orgánicamente una o varias
capas de intelectuales que le dan su homogeneidad y la conciencia de su propia función,
no solamente en el terreno económico, sino igualmente en el terreno social y político».
Este concepto de «intelectual orgánico» de Gramsci, constituye hoy sin duda una
categoría de la mayor importancia (una vez reconstruidos sus componentes idealistas) y,
de hecho, nosotros la damos aquí por presupuesta, pero siempre que se aplique a la esfera
que le es propia. El intelectual orgánico permite pensar en algo que ya no es meramente
superestructural –sin perjuicio de lo cual Gramsci llamó a los intelectuales «funcionarios
de la superestructura»– sino un instrumento del propio grupo o clase social en tanto se
relaciona precisamente con otros grupos o clases sociales. Sin embargo, el concepto de
intelectual orgánico se mueve en un «tablero lógico» cuya escala es distinta de la que
nosotros necesitamos para llevar adelante el análisis de los «intelectuales» en el sentido
de nuestro Congreso, que alude, desde luego, a intelectuales «inorgánicos». Por otra parte
el concepto de «intelectual orgánico» incluye el postulado ad hoc de ciertas unidades
sociales («orgánicas») dotadas de un teleologismo (o un funcionalismo), no siempre
probado o, a lo sumo, probado sólo ex post facto, como es el caso de los «bloques
históricos», a los cuales los intelectuales orgánicos suelen servir. El concepto de
intelectual orgánico de Gramsci conserva, sin embargo, como esencial la conexión entre
el intelectual y los estratos o grupos sociales precisamente en tanto que mutuamente
diferenciados y aun opuestos. Pero esta conexión de los intelectuales con los «grupos
diferenciados», llegará incluso a perderse cuando el concepto se extienda de modo
universal y casi psicológico, y esto según el propio Gramsci (su tesis de «todo el mundo
es filósofo»). Intelectuales serán ahora, en principio, «los trabajadores intelectuales» –
como se les denomina en la terminología leninista– es decir, virtualmente, intelectuales
serán todos los hombres, si es verdad que entre los objetivos de la Revolución socialista
se encuentra la supresión de las diferencias entre «trabajo intelectual» y el «trabajo
manual». Ahora bien, las determinaciones del concepto dadas en un tablero psicológico
o psicosocial (intelectual será todo individuo que desarrolle determinadas conductas
llamadas «intelectuales» y comunes, por tanto, a todos los «animales racionales»,
incluyendo a aquellos que Lévy-Bruhl estudiaba bajo el nombre de «mentalidad
prelógica») son ineficaces para delimitar la clase de los intelectuales a la que dice
referencia un Congreso de intelectuales como el presente. ¿Acaso han sido convocados a
nuestro Congreso, no ya los cientos de millones de hombres de quienes puede afirmarse
que desempeñan tareas intelectuales, en un sentido psicológico, sino también los
millones, o al menos delegaciones suyas, de esos trabajadores intelectuales de la sociedad
pre-comunista –ingenieros, sacerdotes, matemáticos, maestros, economistas, futurólogos,
&c.–?

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3. Podría pensarse, ante la debilidad de las significaciones cristalizadas en torno al
término «intelectual» para dibujar un concepto clasificatorio positivo, que la mejor
resolución sería considerar inviable el provecto de un concepto clasificatorio de esta
índole, como inviable sería el provecto de delimitar la clase de los decaedros regulares.
Pero esta resolución sería precipitada hasta que no se ensaye la posibilidad de otra vía
diferente, que aún queda abierta. Pues aun cuando sea inadmisible, para la definición de
la clase de referencia, la apelación al adjetivo «intelectual», esto no implica que, en
extensión, esta clase sea la clase vacía (es decir, la misma clase que la de los decaedros
regulares). Acaso tiene ella una realidad precisa y, en esta hipótesis, lo que se necesitará
es redefinir la denotación de esa desafortunada y malnacida expresión, «los
intelectuales». Por así decirlo, los intelectuales (los intelectuales inorgánicos) existen,
pero no son intelectuales, es decir, no es la intelectualidad lo que los define. Será preciso
determinar entonces el universo lógico del discurso en el cual esta clase mal definida,
pero a la que atribuimos una denotación efectiva, pueda ser redefinida de modo adecuado.
4. Posiblemente lo que ocurre es que el concepto de los «intelectuales», en cuanto
concepto clase, se desarrolla en direcciones muy distintas (aquí vamos a considerar las
tres que nos parecen más importantes) pero que, sin perjuicio de ello, no pueden
considerarse como meras «acepciones» independientes, asociadas por un nombre
equívoco («intelectual») puesto que cada una de estas acepciones no solamente se
determina emic por la negación de alguna otra (por ampliación o por limitación) sino que
al propio tiempo la presupone para constituirse como tal. Y esto ocurre porque cada una
de estas acepciones que vamos a considerar está dada dentro de un «formato lógico»
característico, por relación al «hombre», tomado como «parámetro material». Lo que
equivale a decir que el concepto de «intelectual», como clase lógica, se diversifica según
tres formatos diferentes de características extraordinariamente precisas:
(1) Si consideramos las características del Formato-1, la clase de los «intelectuales»
desempeñaría la función (en el plano etic, tanto más que en el plano emic) de una parte
atributiva del «todo social» frente a otra parte de su mismo rango lógico. Cabría decir que
estamos ahora ante una clase n-dimensional, es decir, ante una clase que no se resuelve
simplemente en la colección de individuos que satisfacen algunas notas distributivas,
porque de los individuos de la clase se definen inmediatamente como tales en cuanto, a
su vez, forman parte de subconjuntos que se oponen a otros subconjuntos de la misma
clase (como ocurre, por ejemplo, cuando se habla, en Biología, de clases sexuadas). La
clase de los intelectuales, según este formato-1, se divide inmediatamente, por ejemplo,
en «intelectuales de izquierda» e «intelectuales de derecha» (acaso también en
«intelectuales de centro»). El formato lógico de esta clase nos invita a considerar etic a
cada uno de sus individuos no ya como alguien que inicialmente pueda ser llamado
«intelectual» para ser especificado ulteriormente como de izquierda, de derecha o de
centro, sino como alguien que inicialmente se considera englobado en una corriente de
izquierdas (porque «representa» los intereses o proyectos de una tendencia social
izquierdista –otra cuestión será qué pueda significar esta tendencia en cada caso dentro
de la cual desempeña una actividad «intelectual» frente a otros intelectuales de derecha).
La clase de los intelectuales formato-1 se nos da inmediatamente como una clase cuyos
subconjuntos de elementos se oponen a otros (por así decir, los intelectuales se oponen
ahora a los intelectuales). Sin duda este es el sentido fuerte o estricto del concepto de
intelectual como sustantivo, si se atiende a su origen histórico; porque aunque
inicialmente el nombre de «intelectual» fue utilizado emic como sobreentendiendo a los
«intelectuales de izquierda» en Francia, fue inmediatamente reivindicado por los
intelectuales de derecha, y precisamente apelando a la acepción que nosotros daremos en

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el formato-3 (que era, por cierto, la acepción emic que había inspirado en sinécdoque el
nombre de «intelectuales» a los escritores de izquierda).
(2) En segundo lugar y según su Formato-2, la clase de los intelectuales llega a
alcanzar la estructura de una parte atributiva del «todo social»; sólo que ahora esa parte
no se determina frente a otra parte de su mismo rango, sino precisamente frente a la parte
considerada no-intelectual del todo social. Gracias a este formato, la clase de los
intelectuales podrá englobar ahora a dos grupos muy distintos de actividades que no es
nada fácil delimitar (pues no es muy satisfactorio decir que uno de los grupos pertenece
a la base y el otro a la superestructura del modo de producción de referencia) y que, fuera
del formato-2, suelen mantenerse separadas y aún opuestas entre sí (con la oposición que
pudo mediar entre el «mago» y el «sacerdote» en las sociedades preestatales): el grupo
de los tecnólogos (ingenieros, médicos, &c.) y el grupo de los ideólogos (escritores,
políticos, artistas, &c.). Sin duda la acepción de «intelectual» según el formato-2 sólo
podrá cristalizar en aquellas situaciones en las que alcance un sentido operatorio la
distinción en dos partes, coordinables a las citadas, del «todo social», como será el caso
de la situación propia de una sociedad uniforme totalitaria, en la cual se pueda establecer
una diferencia funcional entre una clase atributiva de «trabajadores intelectuales» (que
englobará a científicos, tecnólogos, artistas, «trabajadores de la cultura», ideólogos, &c.,
en su calidad de funcionarios o burócratas del Estado) y todo lo demás. La clase de los
«trabajadores intelectuales» recibirá una cierta unidad estamental en función de ciertas
capacidades (lingüísticas, científicas, administrativas, comportamentales) que les ayudará
a constituir el aspecto de un estrato o estamento social similar al que designan, según las
circunstancias históricas, los escribas de las sociedades «del modo de producción
asiático», la clerecía de la Edad Media latina, la «clase universal» (en el sentido
hegeliano) o la intelligentsia (por ejemplo, la «nueva intelligentsia soviética» a partir de
1934, que Molotov cifraba, para 1939 y sobre una sociedad próxima a los 200 millones
de ciudadanos, en casi 10 millones de individuos, de los cuales un millón setecientos
cincuenta mil eran directivos, cuadros de empresas, fábricas, soljoses o koljoses; un
millón sesenta mil eran técnicos, ingenieros, &c.).
Nos parece esencial tener en cuenta que esta acepción-2 de los intelectuales se
forja emic como concepto («intelligentsia», «clase universal») en función de la misma
acepción-3 referida a continuación, a través de la cual se constituye de algún modo y, por
ello, está siempre en conflicto con ella. Un conflicto que unas veces se intenta resolver
mediante la ficción ideológica (metafísica) de que los intelectuales son los «mediadores»
de la conciencia, son, en acto, el «cerebro» de la sociedad, la clase universal, la «luz» del
todo social o incluso de la Humanidad; y, otras veces, mediante la fórmula de compromiso
del «estado de transición», definido como aquel estado en el cual todavía subsiste la
oposición entre el «trabajo intelectual» y «trabajo manual». También esta fórmula se
nutre de la acepción-3 y es esta fuente la que inclina a interpretar ese ideal en términos
higiénico-fisiológicos, los términos en los que algunas veces se ha entendido el concepto
de «hombre total», politécnico, a la vez trabajador manual e intelectual (una versión del
ideal de la mens sana in corpore sano). Semejante interpretación de la fórmula sólo sirve
para ocultar el verdadero alcance del postulado de la «superación de la división del trabajo
en manual e intelectual», a saber, la superación del Estado totalitario a través del
despotismo ilustrado, por decirlo así, de una burocracia de tecnólogos e ideólogos
funcionarios que dicen representar la conciencia social del todo.
(3) Y estamos con ello en el Formato-3, los intelectuales como clase constituida por
todos los individuos de la especie que Linneo definió precisamente a partir de una nota
«intelectualista», a saber, la especie homo sapiens (en nuestros días, homo sapiens
sapiens, para diferenciarla de otras especies de primates acaso menos «intelectuales»,

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como pueden serlo los austrolopitecos o los pitecantropos). Ahora, todo individuo de esta
especie podrá ser llamado distributivamente «intelectual» (según Gramsci, incluso
«filósofo»). Lo que ocurre ahora es que debido a su radio, coextensivo con la
especie homo sapiens sapiens, la clase de intelectuales formato-3 ya no será propiamente
una clase en el sentido histórico o social, porque ya no será una «parte» del organismo
social, ni tampoco designará a este organismo como un todo atributivo puesto que la
totalización implicada en esta acepción es de tipo distributivo («intelectual» tiene aquí
ahora un alcance antropológico o psicológico). Para rescatar la función de parte que a esta
clase tercera pueda corresponder habrá que enfrentarla a otras especies biológicas (al
pitecantropo o al austrolopiteco, y, por supuesto, a las diversas especies de póngidos). Por
lo que, a su vez, podremos concluir que cuando estamos usando el concepto de intelectual
en su acepción-1 o en su acepción-2, no estamos ateniéndonos en rigor a ciertas
características antropológicas o psicológicas, sino a ciertos rasgos o estructuras culturales
relativamente recientes (escritura, libros, prensa, televisión), pero no tan enteramente
desconectados (o simplemente sobreañadidos, como partes agregadas o postizas) de las
características antropológicas o psicológicas que no den algún motivo para erigirlas en
representantes o formas purificadas de esas mismas características de la especie entera.
II
Ensayo de una redefinición positiva del intelectual
1. El tablero lógico en el que debemos movernos es un tablero lógico tal que haga
posible una delimitación que, sin apelar a criterios metafísicos, pueda ofrecer un concepto
capaz de ajustarse a una clase extensional de intelectuales lo más aproximada posible a
las referencias más estrictas (formato-1) de este concepto. {tal como es utilizado de hecho
en la convocatoria de este Congreso Internacional de Intelectuales.}
Con frecuencia, las definiciones, incluso con intención funcionalista, que suelen
proponerse, son inútiles, al no ser operatorias. Una de las más vulgares es la que apela a
la «misión crítica» de los intelectuales. «Los intelectuales deben ser fieles a la función
crítica que la sociedad y la cultura en que viven demandan». Definición fatua, si no se
determina en qué consiste esta función crítica. Porque juzgar es criticar, discernir,
clasificar (según los intereses del crítico); por lo que quien juzga es siempre un crítico y
todo individuo, en su uso de razón, tiene que juzgar según sus criterios, sin perjuicio de
la sentencia de Séneca: Unusquisque mavult credere, quam judicare. Por tanto, decir que
el intelectual debe ser crítico es algo así como decir que el círculo debe ser redondo. El
inquisidor, o el obispo bizantino o romano, era el mejor crítico concebible de los herejes,
trataba de juzgar, con la mayor finura intelectual posible, al sospechoso de desviaciones
dogmáticas (¿era pelagiano, era monofisita, era afzartodocetista? ¿o era
albigense, estadingo o joaquinita?). Pero el inquisidor no es el intelectual en el sentido de
nuestra referencia formato-1 (aunque pueda ser considerado por los historiadores como
un «intelectual orgánico» formato-2).
El postulado implícito en el cual nos apoyamos es el de la efectividad de una función
específica (dada en su contexto adecuado), de una estructura o esencia conceptual que,
dotada de una «geometría» propia, alienta el concepto, más bien fenoménico, que
acostumbramos a utilizar. Sin duda, es posible construir diferentes conceptos y
estipulativamente denominarlos «intelectuales». Pero no creemos que esta posibilidad
autorice a hablar, en todo caso, de las definiciones, en general, como siendo puramente
estipulativas, nominales o convencionales. Un concepto no se constituye de un modo
meramente arbitrario, si ha de ser un concepto operatorio dotado, no solamente de
consistencia interna, sino de composibilidad con otros terceros. La estipulación está a lo
sumo en el nombre que se le impone, y esta estipulación, cuando el nombre está ya en
circulación, tiene unos límites muy restringidos que sólo al comienzo de Cratylo podía

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desconocer Hermógenes. Nuestra definición quiere ser, pues, esencial, estructural, no
convencional, y dada en un tablero no metafísico sino histórico. Y la denominación de
esta clase con el nombre de «intelectuales» tampoco quiere ser arbitraria, sino apoyada
en las connotaciones que originariamente estuvieron ligadas al término en cuanto a
nombre sustantivado de una clase, los «intelectuales».
2. La sustantivación del adjetivo «intelectuales», tradicionalmente aplicada a
cualquier actividad o producto que tuviera que ver con el entendimiento (humano,
angélico o divino), como es sabido, es un proceso reciente que cristalizó (formato-1) hace
aproximadamente un siglo en el «Manifiesto de los intelectuales» inspirado por Zola a
raíz del asunto Dreyfus. Así, pues, de adjetivo que designaba tradicionalmente a los actos
de la persona que tuvieran que ver con el entendimiento (y aun con la voluntad, en cuanto
subordinada al entendimiento: amor intellectualisde Espinosa) el nuevo uso le confirió el
estatuto de un sustantivo, «los intelectuales», un sustantivo que habría de entrar en
competencia continua con el adjetivo tradicional. Una competencia que dará origen a
interesantes episodios que, en esta ocasión, tenemos que dejar de lado.

Nada de lo que se contiene en este proceso fundacional de la sustantivación debiera


considerarse como meramente anecdótico. Mejor sería reexponer el «complejo
anecdótico» como si fuera un fenómeno, es decir, una manifestación empírica
determinada por las circunstancias del momento, de la nueva estructura conceptual que
suponemos internamente asociada a la sustantivación. Por lo demás, es evidente que el
análisis del significado esencial de estos detalles o anécdotas fenoménicas sólo desde el
concepto ya constituido puede llevarse a efecto, dado que los detalles son múltiples y es
preciso un criterio de selección. Pero la circunstancia de que, recíprocamente,
determinados componentes considerados esenciales del nuevo concepto puedan ser
presentados como contenidos del anecdotario fenoménico, constituye la mejor garantía
acerca de la validez del nombre «intelectuales» aplicado a este concepto.

Tres rasgos se nos manifiestan como relevantes anécdotas «fenoménicas»:

a) El primer rasgo no es otro sino la misma forma plural según la cual se presenta la
sustantivación del tradicional adjetivo. Se habla de «los intelectuales» y no, por ejemplo,
de «la intelectualidad» o de «el grupo intelectual». Pero la forma plural sugiere que
estamos ante el nombre de un conjunto o clase distributiva, puesto que la forma singular
queda disponible para designar a cada uno de los individuos de esa clase como
un intelectual. Aquí se nos muestra ya la paradójica naturaleza lógica del nuevo concepto.
Su forma plural nos pone inmediatamente delante de una clase (en sentido lógico) lo que
sugiere que el concepto es, ante todo, un concepto clase y que, por tanto, sólo en cuanto
miembro de la clase un individuo podría recibir la condición de intelectual; pero, por otra
parte, la clase es distributiva, lo que nos indujo, pese a su formato-1, a admitir la
posibilidad de que un individuo tienda a ser reconocido como un intelectual
independientemente de su agrupamiento (fraternal o polémico) con otros intelectuales.
De otro modo, la clase de los intelectuales, no excluye su determinación de clase unitaria,
de clase de un solo elemento, situación a la que nos aproximaríamos en algunas
situaciones históricas más o menos coyunturales. (El único intelectual, que, según el
nuevo concepto, retrospectivamente utilizado, podemos acaso encontrar en España
durante la primera mitad del siglo XVIII, se avecindó en Oviedo y se llamó «El Padre
Feijóo»).

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b) El segundo rasgo, muy vinculado con el precedente, se refiere a la circunstancia
de que los intelectuales, en el primer uso sustantivado del término,
aparecieron firmando un escrito de protesta. Si firmaban con sus nombres propios, en un
periódico, era porque los lectores, el público en general, los conocía. Los «intelectuales»
del «manifiesto de los intelectuales» eran nombres conocidos, autores notables, escritores
famosos. No eran firmas de gentes desconocidas, «anónimas», sin perjuicio de su firma.
Y con esto se relaciona una importante determinación: La clase de los intelectuales,
aunque plural, ha de ser poco numerosa y desde luego no será la clase en su formato-3.
No será una clase unitaria, pero su cardinal no subirá más allá de la docena, si es que este
es el número de nombres que pueden ser retenidos, como máximo, por el gran público.
Ha sido mucho más tarde, cuando el concepto de «intelectual», perdiendo este rigor
originario, se ha diluido a fuerza de laxitud, contaminándose con el sentido adjetivo que
cobra en el contexto «trabajador intelectual» (más próximo al formato-2), cuando las
firmas de los documentos de protesta suscritos por intelectuales en la época del
franquismo, en España, comenzaban a llevar debajo el número del «documento de
identidad», precisamente porque el nombre o los apellidos a secas, ya no servían
para identificar a esos «nombres anónimos», valga la paradoja, que masivamente
empezaban a figurar en los escritos de protesta. Pero ni siquiera esta evolución de la
ceremonia de los escritos de protesta desvirtúa nuestra observación antecedente, antes al
contrario, la confirma. Muchos de los firmantes anónimos de los escritos de protesta
durante el franquismo, o durante el período de transición, adquirieron la condición de
intelectuales, precisamente por haber figurado al pie de esos escritos de protesta,
originariamente reservados a los notables. Por así decir, recibían, por contagio, la
condición de intelectuales, lo que demuestra que la connotación originaria subsiste de
algún modo. Y esta connotación es acaso la mejor aproximación a una definición
fenomenológica: «intelectual es todo aquel que firma un manifiesto de protesta publicado
en los periódicos». Porque se supone que cuando alguien firma, lo hace en virtud de su
notoriedad, de que compromete su prestigio en esa firma, y, en consecuencia, por un
mecanismo de mera reciprocidad probabilística, recibe notoriedad de intelectual por el
hecho mismo de haber firmado. (Por lo demás, la notoriedad de que hablamos ha de
entenderse como una magnitud objetiva, y no como un juicio de valor intrínseco; desde
un punto de vista histórico, cabría incluso establecer en muchos casos una relación
inversa: los nombres más notorios en una sociedad determinada posiblemente caerán en
el más absoluto anonimato a los pocos años, dada la vacuidad de la obra). Y aunque
aumente la nómina de los que firman, ésta tampoco podría rebasar una página –lo que
muestra que si el intelectual se utilizase en formato-2 las firmas debieran contarse por
millones, para poder tener alguna fuerza…
c) El tercer rasgo que destacaremos (característico del formato-1) es la airada
reacción de la derecha francesa de la época que echó en cara a los abajo firmantes –que
automáticamente quedaron polarizados, si no lo estaban ya, como izquierda– la ridícula
pretensión de arrogarse el monopolio de la inteligencia. «También nosotros, los hombres
de derechas», dijeron, «podremos firmar como intelectuales, intelectuales de derecha».
Pero lo cierto es que, en su origen, los intelectuales aparecieron en primer lugar como una
cierta clase de notables de izquierda, que manifestaban su protesta ante un gobierno o una
magistratura judicial de derechas y que, vagamente, y a falta de otra denominación,
apelaban a un adjetivo metafísico y objetivamente ridículo, cuando se utiliza como
definición. Por derivación, la denominación tenía que ser reclamada inmediatamente por
la derecha, y, en particular, por los intelectuales cristianos. No es absolutamente preciso,
para nuestro propósito, entrar en la determinación del significado de la oposición entre
las izquierdas y las derechas. Baste constatar que ya en los mismos días de su aparición,

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como tal, la clase de los intelectuales se manifestó inmediatamente escindida (formato-1)
por lo menos en dos subclases antagónicas, hasta el punto de que llegaban a negar-se el
derecho de usar el mismo nombre de intelectual. Unamuno, por ejemplo, preguntaba, con
ocasión de una polémica con un diario que era órgano de la derecha integrista: «¿pero no
es contradictorio dar a este periódico el título de El Pensamiento Navarro?» Se
comprende que un general del otro bando, llegada la ocasión oportuna, exclamase en
presencia de Unamuno: «¡Abajo los intelectuales!»
3. Hemos de intentar ya el regressus desde estos rasgos que hemos destacado en el
complejo fenoménico y que, al parecer, son meramente anecdóticos o accidentales, hasta
el sistema de constituyentes de un modelo esencial más sólido (si es que éste existe), es
decir, hasta una estructura capaz de dar razón de la extraña persistencia de ese síndrome
o complejo fenoménico en sociedades relativamente diversas entre sí, dado que tal
persistencia no se explica por sí misma. Se trata de «leer» los fenómenos a la luz de la
estructura conceptual, que en realidad fue la que los destacó como tales fenómenos
significativos.
Ante todo, los intelectuales (formato-1) se nos presentan como individuos que
teniendo una cierta notoriedad –que puede llegar hasta lo que se llama tener un nombre
famoso– hablan regularmente a un público anónimo e indiferenciado. ¿Respecto de qué
criterio? Sin duda, respecto de las profesiones establecidas en la sociedad. El público al
que se dirigen los intelectuales no es un público profesionalmente determinado –el
intelectual, en cuanto tal, no habla a médicos ni a abogados; no habla a metalúrgicos, ni
a matemáticos, ni a zapateros. No es que hable a gentes que precisamente no deban ser
nada de esto, sino que habla a gentes que puedan tener cualquiera de estos oficios o
ninguno. Habla, por decirlo en palabras que hoy suenan muy fuertes, pero que son las
palabras de la Ilustración, habla al «vulgo», como decía Feijóo. (Y añadía: «Hay vulgo
que sabe latín»; porque el ingeniero es vulgo en materia de medicina, y el médico es vulgo
en materia de política.) O, para decirlo con palabras acordes a nuestra sociedad
democrática, habla «a los ciudadanos» en cuanto tales, a cualquier ciudadano que lee el
periódico –acaso un «libro de bolsillo»– o que escucha la radio o ve la televisión. Algunos
intelectuales se dirigen, aún más solemnemente, no ya a los «ciudadanos» sino a los
«hombres, en general», en cuanto semejantes suyos, formato-3. Pero esta intención puede
objetivamente considerarse como meramente retórica, si tenemos en cuenta que los
intelectuales escriben o hablan en un lenguaje determinado –español, inglés, francés…–
y, por tanto, formalmente, sólo hablan a los que entienden ese lenguaje. (En este sentido,
los músicos, y aun los artistas, se diferencian ya notablemente de los intelectuales.)
Según lo anterior, el intelectual no procede como un especialista, que desarrolla una
lección o un curso en el aula o que publica un tratado o un artículo técnico con la jerga
propia de cada oficio o profesión. Los intelectuales escriben o hablan el lenguaje
ordinario, en román paladino, y su género literario de elección es el ensayo, no el tratado,
el folleto y opúsculo, no el libro (en el sentido tradicional) y, menos aún, el libro de texto.
El autor de grandes libros en folio, o incluso en cuarto, considerará, recíprocamente, con
frecuencia como superficiales o frívolos a los autores de artículos de periódico o incluso
de opúsculos o de libros de octavo, que, sin embargo, se difunden tanto o más cuanto que
suelen transportar un mensaje diabólico, según aquellos versos que Arjona atribuía
irónicamente a los escolásticos del XVIII defensores del infolio: «libro en octavo / sólo
con rabo / se puede hacer.» El intelectual no escribe libros de texto o manuales, al menos
en calidad de intelectual, y esto se relaciona con otra circunstancia del mayor interés: él
no tiene, en general, un programa fijo que desarrollar, de modo preceptivo.
¿De qué hablan entonces los intelectuales, puesto que no hablan de materias técnicas
especializadas y no tienen un programa preceptivo? ¿cuál es la naturaleza de la obra,

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del producto, que ofrecen al público, o, lo que es equivalente, la naturaleza del producto
que el público les reclama? Podría pensarse que, puesto que las materias especializadas
(la física o la astrofísica, la biología o las matemáticas) son aquellas que en nuestro siglo
han alcanzado un estado de complejidad tal que las convierte en los verdaderos
contenidos del saber, y, por cierto, de un saber semisecreto (un libro de álgebra superior
guarda mejor su secreto entre un público indocto que un documento político guardado en
siete cajas fuertes), la materia que los intelectuales, al menos en nuestro siglo, tendrían
casi como obligación, que explotar, sería la materia de las especialidades, pero expuestas
en lenguaje vulgar, es decir, divulgadas. Según esto, podríamos intentar definir a los
intelectuales en función del «vulgo» por medio del concepto de «divulgación», y los
intelectuales serían los divulgadores de la sociedad industrial. Pero este criterio obligaría
a entender al intelectual típico como alguien que, habiendo alcanzado la notoriedad en su
oficio (acaso un premio Nobel en Física) se preocupa, por amor al público, o por lo que
sea, de divulgar su ciencia y hacerla asequible al común de los mortales. Sin embargo,
esta conclusión no puede sostenerse, no es compatible con los fenómenos. El «gran
divulgador» –sea Gamow, sea Asimov, sea Sagan– y no digamos nada del pequeño
divulgador, no es un intelectual, cuando habla como tal divulgador. Sigue siendo un
profesor que habla en nombre de su gremio, de su especialidad, pero que ha bajado, por
decirlo así, del pedestal de su cátedra universitaria para pisar el suelo del aula de primaria
o acaso el de la escuela nocturna para adultos. El «divulgador» hace algo similar a lo que,
en algunos lugares, se llama «extensión universitaria». El divulgador, en suma, no es un
intelectual, sino un maestro, y ya es bastante. Sin duda, eventualmente, en su trabajo de
divulgación, puede encontrarse con materias propias y características del intelectual; pero
esto no oscurece la diferencia. Lo principal sigue siendo el hecho de que la inmensa
mayoría de los intelectuales, en el sentido estricto (formato-1) del que hablamos, no son
científicos, ni especialistas en disposición de divulgar su saber, hablando en nombre de
él. Esta tesis creemos que puede mantenerse, hoy por hoy, tanto cuando nos referimos a
las ciencias naturales (o formales o tecnológicas) como cuando nos referimos a las
ciencias humanas. Sería, en efecto, también gratuito acogerse a una fórmula inspirada en
aquella distinción que Snow ha propuesto entre las «dos culturas», diciendo que los
intelectuales se mantienen en el terreno de la primera cultura (más o menos equivalente,
al menos en extensión, a las «humanidades» o a las «letras») mientras que los
especialistas (o los divulgadores) se ocuparían de la segunda cultura («de las ciencias» y
«tecnologías»). Porque las llamadas «humanidades» se han ido convirtiendo en las
últimas décadas en especialidades tan abstrusas y cerradas como años anteriores pudieran
serlo la Química o la Termodinámica. (El propio Snow lo reconocía de algún modo en
sus Nuevos enfoques, al mencionar la «tercera cultura».) Pero tampoco los intelectuales
hablan, en cuanto a tales, de los tipos de aoristo en la literatura helenística, ni de las formas
de cerámica del Neolítico, ni discuten la Ley de Zipf, o las matrices de transformación
asociadas al álgebra del parentesco. Si hablan de estas materias, y no como meros
divulgadores, es por razones similares a las que impulsan a otros a hablar de la fisión
nuclear o de las técnicas de clonación.
En conclusión, sugerimos que las materias características de las que se ocupan los
intelectuales formato-1 no son las materias propias de las especialidades profesionales
(sean científicas, paleotécnicas o neotecnológicas, o humanísticas), sino materias
comunes, pero materias comunes en una sociedad en la que existen corrientes ideológicas
suficientemente configuradas, ya sea porque representan diferentes intereses de partes de
esta sociedad, bien sea porque representan sencillamente opciones cuyas raíces son
múltiples y que ni siquiera pueden fácilmente adscribirse a un determinado grupo definido
de intereses, a un «organismo» configurado dentro de un marco global político-social.

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Naturalmente, y cada vez más, toda materia común siempre resulta tocada, oblicua o
directamente, por alguna especialidad científica. Diríamos que hoy no quedan ya zonas
salvajes que no hayan sido roturadas, algunos dirán «holladas», por algún especialista.
Hace pocos años, todavía podía, sin rubor, proponer cualquier intelectual formato-1 una
etimología ingeniosa de su cosecha, como podía sugerir una hipótesis sobre cualquier
reacción psicológica observada por él, o incluso una teoría sobre el origen de los mayas.
En nuestros días, esta situación ha desaparecido, pero no sólo en el terreno de las ciencias
naturales, sino también en el terreno de las ciencias humanas. Sólo el indocto
equipamiento de algunos notorios intelectuales, y de su público correlativo, que no
escasea en nuestro país, puede hacer creer otra cosa. El intelectual de nuestros días tiene
que tener, sin duda, una preparación lo más extensa que le sea posible, por así decir
enciclopédica, en especialidades muy diversas, pero no ya para informar de ellas sino,
casi podría decirse, para conocer los terrenos en los que no debe entrar. Porque las
materias en torno a las cuales se ocupan los intelectuales siguen siendo los lugares
comunes, los tópicos, en el sentido aristotélico, vigentes en cada circunstancia histórica
cambiante. Son los lugares comunes que afectan, por los motivos que sean (una crisis
económica, una decisión política, una moda, una situación paradójica en moral), en
principio a cualquier ciudadano. Tópicos que forman parte de su horizonte práctico
cotidiano, pero de modo tal que implican, a la vez, una amenaza, una alteración, una
conmoción, un desequilibrio. Para poder delimitar la naturaleza de esas materias comunes
de las que se ocupan los intelectuales es preciso regresar, me parece, por lo menos, a un
concepto similar al concepto que, para abreviar, llamaremos metafóricamente la «bóveda
ideológica» propia de una sociedad determinada. No queremos hablar de
«superestructura», porque la bóveda ideológica es algo más que un sobreañadido o
secreción de la infraestructura. En cierto modo forma parte de la propia estructura social,
puesto que de ella se toman referencias para la acción, incluida la acción tecnológica, a
la manera como el navegante toma referencias en la bóveda celeste. Suponemos que la
bóveda ideológica forma, por tanto, parte de la estructura de todo grupo social-humano
que ha rebasado el nivel de la Alta Prehistoria. Los saberes empíricos, los mitos, las
habilidades técnicas, las ciencias, el propio lenguaje, son hilos con los cuales se teje la
bóveda ideológica de una sociedad. Ahora bien, hay sociedades en las cuales la trabazón
de los materiales de que está compuesta su bóveda ideológica, están apoyados en el resto
de la estructura social de modo tal que pueden, manteniéndose a través de las
generaciones, cobijar uniformemente a todos los ciudadanos.

No es que no haya variaciones; es que éstas o son infinitesimales o resultan


asimiladas globalmente. En sociedades antiguas, en las cuales los contactos son pequeños
o grandes, los mecanismos de drenaje de intrusiones de difícil asimilación, la bóveda,
rígida o elástica, pero de malla prácticamente inmutable, no necesitará de remiendos
continuados. No harán falta intelectuales en el sentido estricto, formato-1. Habrá, sí, sus
paralelos, sus análogos, como puedan serlo los teólogos, los moralistas, los predicadores,
que guardan la pureza doctrinal del Estado. Sin duda, podrán, por analogía (formato-2),
ser llamados intelectuales, pero sólo por analogía, porque más bien su relación con ellos
correspondería a lo que los biólogos llaman homología. Su función es también crítica y
debe ser muy afinada muchas veces; son órganos de filtro o censura, de propaganda o de
crítica a lo que procede del exterior a la bóveda. Por ello pueden ser funcionarios
desconocidos, jueces de un tribunal de inquisición, aunque su poder, en el complejo
burocrático, sea muy grande. Porque ellos dictaminarán, juzgarán, en nombre de la
ortodoxia de la bóveda ideológica, y es su autoridad lo que les confiere el poder.

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Pero cuando una sociedad ha alcanzado un estado tal del que pueda decirse que se
ha cuarteado su bóveda ideológica, que hay corrientes ideológicas diferentes, que lo que
viene de afuera no puede ser asimilado inmediatamente y uniformemente en la bóveda
ideológica residual, y que esta asimilación tiene lugar de modos antagónicos, entonces el
metabolismo de los materiales vivientes que componen la bóveda ideológica de una
sociedad se acelerará y las funciones de asimilación y desasimilación, de crítica, tendrán
que alcanzar un ritmo de vida incesante, cotidiano, «periodístico». Los intelectuales
aparecerán, según esto, en estas sociedades, como órganos especializados intercalados en
este proceso cotidiano de metabolismo. Analizada esta función desde la perspectiva de la
multiplicidad de culturas, el intelectual podría ser presentado como un extra-vagante entre
las diversas culturas que no pertenece a ninguna de ellas, la «quinta clase», un apátrida,
un francotirador, un cosmopolita que vive inter mundia, como los dioses epicúreos (como
sugiere Toynbee). Nos parece, sin embargo, que este concepto es ideológico y puramente
abstracto: Esa razón universal, cosmopolita, representa en realidad los intereses de un
público que está estructurado de otro modo, que lee en un idioma determinado. El
intelectual, por independiente que sea, ha de adaptarse a la ideología de su público. Por
supuesto, la importancia de los intelectuales como correas de transmisión en la recepción
de contenidos culturales procedentes de fuera, es indiscutible. Incluso en la circunstancia
de que muchos intelectuales de una sociedad sean originariamente extranjeros, metecos
o emigrados, personas procedentes de una diáspora, como ocurrió con los sofistas en
Atenas, con los judíos y cristianos en Alejandría y Roma, con tantos humanistas en el
Renacimiento, o con tantas intelligentsias, en gran parte extranjeras, de la época
contemporánea. Pero, en todo caso, estos intelectuales metecos tendrán siempre que
hablar en nombre de alguna de las corrientes internas de opinión de la sociedad en la que
viven. Cuando los del interior invocan la superioridad cultural de los de fuera (la cultura
francesa, para Federico de Prusia o Catalina la Grande, la cultura «europea» para los
intelectuales españoles de hoy) no salimos del horizonte de las maniobras
propagandísticas al servicio de los intereses de alguna corriente, clase o estamento
definido del interior. Los intelectuales, según esto, son ideólogos y, originariamente, de
izquierdas, si es que la izquierda se distingue, en principio, por la crítica a la tendencia a
la petrificación de la bóveda ideológica heredada por una sociedad. Pero, como es
evidente, también los ideólogos de derechas, en tanto juegan con las mismas armas,
reclamarán con justicia el nombre de intelectuales. Por la fuerza del tiempo, los que en
un momento fueron intelectuales de izquierda se habrán convertido, ateniéndose a los
contenidos, y al proceso de la negación de la negación, en intelectuales de derecha,
precisamente porque no se han movido (muchos de los intelectuales de izquierda que
asistieron al Congreso de Escritores del 37, o algunos de sus discípulos de hoy, resultan
ser intelectuales de derechas).
Podemos aventurar, en resolución, una fórmula que dé cuenta del nexo entre las
características que vamos recogiendo, aventurar el primer dibujo del concepto sintético
del intelectual que en formato-1 venimos buscando. El error de método consiste en
presuponer que el intelectual ha de definirse en formato-2, o en formato-3 por relación a
la sociedad, globalmente tomada, en la que vive. Este método es el que conduce acaso a
la necesidad de apelar a la «conciencia social», a la metáfora de la luz, a la Ilustración.
Pero el intelectual formato-1 no es un concepto que se recorte ante la sociedad, en general,
puesto que surge del diferencial entre unas partes frente a otras de la sociedad, una
sociedad en la que existen esas corrientes de las que venimos hablando. Más que un faro,
o un ojo, un «iluminador» –porque muchas veces el intelectual debía ser llamado un
oscurecedor, un mistificador, un oscurantista– el intelectual es una suerte de estómago
encargado de digerir, en forma de papilla, los materiales ideológicos que los diversos

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sectores de la sociedad necesitan consumir diariamente para poder mantener más o menos
definidos los límites de sus intereses (no sólo políticos o económicos) frente a los otros
sectores. El intelectual, en resolución, será elegido como tal, no ya tanto por su función
alumbradora (que, a lo sumo, es una justificación emic) sino debido a esa capacidad de
predigerir una papilla ideológica gustosa para su público en cuanto enfrentado a otros, es
decir, del mismo sabor que tienen las representaciones con las cuales ese público se
alimenta cotidianamente. Si se prefiere, es elegido porque se intercala en la misma
dirección en la que se mueven los fragmentos de la cuarteada bóveda común, cuando
tienden a recomponerse de un modo, mejor que de otro.
El intelectual, pues, ha de hablar de acuerdo con los intereses de su público (que no
siempre es un público «organizado») y no porque deba limitarse a ser un pleonasmo suyo.
El intelectual no puede ser excesivamente trivial (respecto de su público), debe introducir
datos nuevos, «picantes», pero asimilados e interpretados a conformidad de su público.
Pues no habla en nombre de una autoridad superior, sino en nombre del propio sentir de
su público, un sentir que muchas veces se autodenomina «sentido común» o «razón
universal». Esto es reconocido por el intelectual, por ejemplo por el «filósofo mundano»,
con gesto acaso no libre de ironía: «el buen sentido es la cosa del mundo mejor repartida,
pues cada uno piensa estar tan bien provisto de él que incluso los que son más difíciles
de contentar en cualquier otra cosa, no acostumbran desear de él más del que ya tienen»
–dice Descartes al comienzo de su Discurso del método, que está dirigido, no ya a los
doctos cuanto al público en general. Y el propio Kant dice, en un escrito popular (Que es
la Ilustración, 1784) que, al menos en su siglo, «ya es más fácil que el público se ilustre
por sí mismo y hasta, si se le deja en libertad, casi inevitable».
El intelectual desempeñaría también, en un principio, funciones parangonables a las
funciones del ojeador, del explorador, del mensajero o batidor de una sociedad preestatal,
en tanto es un «delegado» del propio grupo social para averiguar lo que ocurre en el
«exterior» y dar cuenta, en términos comprensibles por todos, de algo
que cualquiera podría ver por sí mismo. La paradoja del intelectual es que el prestigio y
la fuerza que se le atribuye se debe, no ya a que pueda apelar a alguna superior autoridad
(científica, política, revelada) sino que debe apelar a la misma evidencia tópica poseída
por su público con objeto de que el público experimente la sensación, al escucharle, de
que el intelectual es «él mismo» hablando en «voz alta». En este sentido, el intelectual es
un ideólogo. No representa tanto conciencia política del pueblo como totalidad social,
cuanto los intereses de una parte de la sociedad frente a las otras. Sólo por ello tiene
clientela, sólo por ello el intelectual puede tener un nombre en la sociedad en la que vive.
Y por ello también una sociedad se mide por sus intelectuales: Pitita Ridruejo o Savater,
Umbral o Díaz Plaja.

4. La figura y la función del intelectual, tal y como la venimos dibujando, quedará


más limpia si la contrastamos con otras figuras afines, con las cuales intersecta
constantemente:

–Ante todo, con los «artistas». Especialmente, en nuestros días, con los músicos
cantantes pop, por su gran influencia social, que es la que de hecho orienta o canaliza
clientelas muy grandes, según directrices morales o políticas (incluyendo el libertarismo)
determinadas. Son seguramente los «moralistas» más influyentes en la época de los
espectáculos de masas. Son acaso los verdaderos oratores de nuestra época.

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Pero el mensaje de estos cantantes suele ser demasiado monótono como para poder
confundirse con el producto propio de los intelectuales.

–Los profesionales que ofrecen productos especializados no son, por sí mismos,


intelectuales, aunque eventualmente puedan desempeñar funciones similares. Un
meteorólogo, sin perjuicio de la gran preparación científica que necesita, difícilmente
puede ser considerado como un intelectual en el momento de predecir el futuro
atmosférico; pero un futurólogo –que también es un especialista y que no se equivoca
mucho más, a veces, que el meteorólogo– sí puede desempeñar funciones intelectuales.
Otro tanto diríamos del novelista. Como tal novelista, más que intelectual, es un literato,
un artista. Pero, por la naturaleza de sus productos, puede llegar a la opinión pública a la
manera a como también llegan los directores de cine, los arquitectos que, muchas veces,
son también filósofos mundanos, moralistas, que hablan incluso de cuestiones abstractas
(justicia, libertad).
–Los políticos son seguramente aquellos individuos que, por su función, tienen, en
la sociedad parlamentaria, más semejanza (formato-1) con los intelectuales (sobre todo,
cuando se encuentran en estado de oposición). Porque los políticos tienen que hablar y
opinar razonadamente frente a otros, de asuntos comunes, tienen que ofrecer
argumentaciones e informes a sus partidos. La diferencia sociológica, sin embargo, sería
clara: el intelectual es elegido como tal, pero no por los votos de sus partidarios, sino por
sus lectores o compradores de sus libros, de los discos o de los periódicos en los que
publica; el político es elegido por su partido. Y, sobre todo, en cuanto alcanza el poder,
deja de ser un intelectual y se convierte en ideólogo, en teólogo, en editorialista, anónimo
otra vez, del Gran Diario.
–Los filósofos son, en principio, quienes más cerca parecerían estar de los
intelectuales. Y aun cabe decir que, al menos en algunas épocas –nos referimos al «siglo
de los filósofos», el siglo XVIII–, intelectuales y filósofos se identifican. Pero lo cierto
es que hay intelectuales que no son filósofos, porque el intelectual puede mantenerse en
zonas muy determinadas de la bóveda ideológica, ejercer agudas tareas de filtro, de
crítico, de intérprete, sin utilizar categorías filosóficas (incluso manteniendo una gran
aversión por la filosofía académica). También hay que citar a filósofos y grandes filósofos
(quizá Husserl, acaso el propio Hegel) que, en modo alguno, pueden considerarse como
intelectuales, salvo en el sentido laxo (formato-2 o formato-3) en el cual también son
intelectuales Dedekind o Hilbert. A nuestro juicio, el filósofo es una figura que
originariamente se recorta mejor en un tablero histórico, diacrónico, que en un tablero
sincrónico. El filósofo se parece en este sentido más a un geómetra, que escribe tratados,
que realiza su labor cara a una «Academia invisible» (y que en modo alguno puede
considerarse encarnada en una universidad concreta). Porque él tiene que apoyarse en una
tradición, tiene, por ejemplo, que polemizar con Kant o con Platón –y de estas polémicas
están muy lejos, en general, las argumentaciones coyunturales de los intelectuales
formato-1–. Y, si se ocupa de la filosofía práctica, sus servicios no son tampoco los del
intelectual, sino más bien acaso los del médico o cura de almas, porque no se dirigen a
un público indeterminado, sino a personas concretas, o a familias, entre las cuales
desempeña un papel similar al del director espiritual, preceptor o consejero. Tal era el
caso de tantos filósofos de la Roma del siglo II. Los grandes personajes mantenían junto
a ellos a un filósofo que era a su vez amigo íntimo, consejero, y guardián de su alma.
«Había que tener bella barba y llevar el manto con dignidad. Y así, Rubelio Plauto tiene
cerca de sí a dos doctores en sabiduría, Cerano y Musonio; Asereo fue para Augusto una
especie de confesor, como Séneca para Nerón, o Dion Crisóstomo para Trajano» –dice
Renan en el cap. III de su Marco Aurelio y el fin del Mundo Antiguo. Pero lo que

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acabamos de decir no excluye que los filósofos puedan influir en los intelectuales y
hacerse presentes al público a través de ellos. Y tampoco esto excluye que un filósofo
pueda desempeñar, como filósofo mundano, el papel de un intelectual sui generis. En
nuestro siglo, contamos con los casos eminentes de Russell, Sartre u Ortega. Un papel
que no les es, en ningún caso, ajeno, puesto que la perspectiva filosófica se cruza
ampliamente con las perspectivas de los intelectuales, tomados en su conjunto. Pero
tampoco podemos olvidar el virtual conflicto que siempre existe entre el intelectual-
filósofo y los demás tipos de intelectuales, conflicto que podría quizá ejemplificarse, para
tomar referencias clásicas, en la oposición entre Protágoras y Platón o entre Kant y
Herder.
5. Tal y como hemos dibujado el concepto de intelectual, es obvio que, como primera
realización suya (formato-1), tenemos que presentar a los sofistas del mundo antiguo, de
las Atenas cosmopolita del siglo V. Y decimos más: la reinterpretación de los sofistas
como intelectuales (formato-1), tal como utilizamos el concepto, puede contribuir acaso
a despejar algunos malentendidos que, por lo demás, proceden precisamente de la época
de los grandes filósofos, a saber, Platón y Aristóteles. El principal malentendido sea acaso
el de tratar de presentar al sofista como una apariencia de filósofo, como un
pseudofilósofo –cuando, en realidad, los sofistas se presentaban como lo que eran, a
saber, como conferenciantes de gran notoriedad que habían conseguido un público fiel,
que pagaba grandes sumas por escucharles; que trataban de cuestiones comunes, hablaban
de viajes, de costumbres extrañas, de literatura, de opiniones, que citaban muy poco a los
«presocráticos», pero que se interesaban, en cambio, por cuestiones de métodos de
discusión y de todo aquello que se necesitaba en el debate político o jurídico. No eran
maestros o profesores de asuntos especializados, no eran maestros de flauta, como
Ortágoras de Tebas, ni de medicina, como Hipócrates de Cos, ni de escultura, como
Policleto de Argos o como Fidias de Atenas. Pero tampoco eran filósofos, sino retóricos,
como Gorgias, o lingüistas, como Prodikos, o charlatanes enciclopédicos que sabían
cantar e incluso danzar sobre sables afilados, como Eutidemo y Dionisodoro. Algunos,
es cierto, se mantenían más cerca de la filosofía, como Protágoras. Al menos, cuando a
Protágoras le pregunta Sócrates por la naturaleza de su oficio, él responde: «enseño a ser
hombre» (es decir, apela al formato-3). Que es como decir que no sabe en realidad definir
su oficio intelectual (formato-1). Además, lo que en realidad parece que enseñaba
Protágoras sería (podría acaso decirse) a ser ciudadano, es decir, miembro de una ciudad
determinada con sus propias costumbres, que son buenas en sí mismas, aunque no sean
compartidas por otras ciudades. Estas son las virtudes herméticas (de Hermes), que
Protágoras se comprometería a enseñar. Virtudes que son propias de cada ciudad, y no
las virtudes prometeicas (virtudes diría Snow de la «segunda cultura»), materia propia de
una enseñanza técnica paradójicamente más universal y encomendada a profesores
especializados y no a «intelectuales».

La Edad Media es la edad de los teólogos y de los filósofos. Por esto, en ella no
habría propiamente intelectuales (pese al libro de Le Goff). Y no había intelectuales
formato-1 porque no se necesitaban. Los hubo, sin duda, en el momento de la predicación
inicial, de la lucha contra el helenismo, en la época de Tertuliano, de San Agustín. Pero,
una vez consolidada la bóveda ideológica de la fe cristiana o musulmana, la «profesión»
de los intelectuales en la Edad Media podía parecer tan extraña como la de los astronautas
en la Edad Antigua –aunque siempre sea posible hablar de Ícaro y de algún
experimentador alejandrino. Hay, sí, paralelos. Son, aparte de los trovadores, los músicos,
los poetas, los predicadores, los misioneros que andan reclutando nuevas gentes para
combatir al infiel.

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El Renacimiento y la Edad Moderna vuelve, en cambio, a ser un nuevo clima
propicio para la reaparición de una clase funcional, similar a la de los intelectuales
formato-1, que identificamos como humanistas. Y los motivos, concuerdan plenamente
con nuestro concepto. La época moderna es la época de la disolución de la bóveda
ideológica sostenida por la Iglesia Romana. El Estado, y aun el Estado-Ciudad, ocupa su
lugar. Una sociedad reorganizada en la forma de estados soberanos, que se vigilan
mutuamente y se emancipan ideológicamente de la Iglesia Romana, necesita de un nuevo
metabolismo cultural, cuyos agentes serán los intelectuales formato-1. Por ello, los
intelectuales aparecerán con más probabilidad en Francia (Montaigne) o en los estados
italianos que en España… A medida que avanza el desarrollo de la sociedad moderna, la
clase de los intelectuales irá consolidándose como un tejido permanente de las Repúblicas
americanas o de los Estados europeos de los siglos XIX o XX. Un tejido que se atrofiará,
por ejemplo, en la Unión Soviética, puesto que allí los ideólogos, encargados de las
funciones consabidas, hablarán ya en nombre de un principio superior. Y la atrofia de
este tejido o su transformación en un formato-2, será percibida por los intelectuales
formato-1 de Occidente como signo inequívoco de un eclipse de libertad en el socialismo
real. En cambio, desde la perspectiva del «socialismo real», la pululación de intelectuales
formato-1 que ejercitan su «libertad de pensamiento» en los países capitalistas, podrá ser
percibida como síntoma de descomposición y como labor de mixtificación.
III
Los intelectuales como impostores
1. Un impostor, según el significado ordinario del término, es aquel individuo que
actúa ante un grupo social arrogándose la posesión de determinados títulos (a veces, los
personales de otro individuo concreto, y entonces es un suplantador), de los cuales en
realidad carece, pero cuya posesión putativa es la condición de su posibilidad de acción
pública. El impostor es así, de algún modo, un actor, un hipócrita –sin que esto implique
que el actor o el hipócrita hayan de ser siempre impostores, al menos si se mantienen en
el contexto de un escenario teatral sometido a la llamada «regla de Diderot». Ahora bien,
nos parece excesivo exigir al impostor comportarse de acuerdo con una regla de Diderot
propia del actor. El impostor se comportará ordinariamente (psicológicamente) como un
actor que finge, pero esto es irrelevante. Porque aunque llegase a identificarse con su
papel, seguiría siendo un impostor. Un impostor que podríamos llamar «ingenuo» o «de
buena fe». Mahoma, si es verdad que dijo haber recibido la revelación del arcángel San
Gabriel, fue un impostor, pero ¿ingenuo o hipócrita (un actor)? Tanto peor lo primero que
lo segundo. En todo caso, es esta una cuestión que consideramos relativamente
secundaria. Puesto que la impostura la entendemos como una transformación dada en un
espacio social y, de este modo tan «responsable» de la impostura es el impostor como su
público, que acepta títulos sin contrastarlos debidamente, y ello, acaso, porque en el fondo
desea atribuirlos. Por lo demás, un individuo que comienza como impostor-actor, puede
acabar como impostor-ingenuo, a la manera como el verdadero actor puede llegar a
transformarse en un actor falso, cuando traspasa la paradoja de Diderot y se identifica con
su papel hasta el punto de fundirlo con su vida, como dicen que le pasó a San Ginés, actor
y mártir ante el césar Galerio.
Una distinción verdaderamente significativa, capaz de desarrollar un concepto de
impostura de un modo objetivo, debe tomar no ya tanto criterios psicológicos cuanto
sociológicos. En este sentido, nos permitimos llamar la atención sobre la diferencia entre
aquellas formas de impostura que se llevan adelante de modo individual, personal, a título
de suplantación (sea porque alguien tiene un anillo de Giges, sea porque tiene parecido
natural o arrojo suficiente, como Gaumatas o coyuntura adecuada, como Gregorio
Otrepiev) y que puede llegar a alcanzar los grados de genialidad que alcanzó el gran

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impostor Cagliostro, y otras formas de impostura, o bien en la forma serial de una
tradición (de tribus impostoribus, de Tomás de Escoto) o bien en la forma colegiada, en
la forma de una impostura, por así decir, institucionalizada. Esta es la forma más
interesante de impostura, al menos desde una perspectiva histórica. Porque esta impostura
es algo más que una aventura individual. Es una forma característica de cristalización de
la falsa conciencia, como lo fue la impostura de los Reyes franceses imponiendo las
manos para curar la escrófula. Sin embargo, la mejor referencia de esta clase de impostura
institucionalizada que podríamos ofrecer es aquel pasaje de Las Ruinas de Palmiraen el
cual Volney, aunque sin utilizar la denominación de «impostores», dibuja una escena en
la cual los «privilegiados eclesiásticos», que forman, por cierto, un grupo
pequeñísimo ante el pueblo reunido, tienen que acudir, para mantener su estatus, al
recurso de aprovecharse de la superstición del pueblo, espantándole con el nombre de
Dios y de la religión. Pero el pueblo ha perdido la fe ciega en esos atributos que los
eclesiásticos se arrogan:
EL PUEBLO. Mostradnos vuestros poderes celestiales.
LOS SACERDOTES. Es menester tener fe; la razón descamina.
EL PUEBLO. ¡Gobernáis sin raciocinar!
LOS SACERDOTES. Dios quiere la paz; la religión prescribe la obediencia.
EL PUEBLO. La paz supone la justicia; la obediencia quiere la convicción de nuestras obligaciones.
LOS SACERDOTES. No estamos en este miserable mundo sino para sufrir.
EL PUEBLO. Pues dadnos el ejemplo.
LOS SACERDOTES. ¿Viviréis sin Dios y sin Reyes?
EL PUEBLO. Queremos vivir sin tiranos.
LOS SACERDOTES. Necesitáis de mediadores.
EL PUEBLO. Mediadores, cerca de Dios y de los Reyes, cortesanos y sacerdotes, gracias: vuestros
servicios son demasiado dispendiosos y nosotros trataremos directamente de nuestros negocios.
Entonces el grupo pequeñísimo dijo: «Todo está perdido, la multitud se halla ilustrada».

2. El primer motivo que cabría aducir para considerar a los intelectuales, en tanto se
les reúne en una clase, como impostores en el sentido institucional, tiene que ver, desde
luego, con la misma denominación cuya crítica ya hemos llevado a efecto en los párrafos
anteriores. Evidentemente, la esfera de aplicación de esta crítica se extiende, no ya a los
primeros pasos de la institucionalización del nombre, sino a todos aquellos lugares en los
cuales el nombre se mantiene, como es el caso de un «Congreso de Intelectuales de todos
los países». Un «grupo pequeñísimo» que se constituye como tal arrogándose la posesión
especial de la inteligencia (formato-1) y hablando en nombre de ella (formato-3) para
dirigirse al pueblo, aunque sea para ilustrarlo, es un grupo de impostores, de mediadores,
tanto más inadmisible cuanto que dentro de ese pueblo viven individuos cuya
«inteligencia» está a veces mucho más ejercitada (como inteligencia científica o
tecnológica o práctica) que el intelecto de algunos de los individuos de esta ilustre clase
de intelectuales formato-1, muchos de los cuales, a juzgar por sus argumentaciones, acaso
no rebasarían los 60 puntos del viejo test de Terman.

Naturalmente, esta causa de impostura podría atenuarse y aún borrarse si se pudiese


probar que es posible mantener la situación en los términos de una quaestio nominis.
Concedamos que pretender mantener, para una clase o grupo pequeñísimo, el nombre de
intelectuales es, sin duda, una impostura, si es que se mantiene a su vez el significado que
a este término quisieron darle sus fundadores y que de hecho le siguen dando muchos
miembros de la clase y, desde luego, los diccionarios. Pero ¿acaso no podría mantenerse
el nombre mudando su contenido conceptual, como, de hecho, habría sido mudado por el
transcurso mismo de los acontecimientos? Así, cuando usamos el nombre de intelectuales
–diríamos– no tendríamos que referirnos al entendimiento en cuanto es participado de un
modo eminente. ¿Quién se acuerda de los ratones diminutos cuando se dispone a hacer

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gimnasia para fortalecer sus músculos? Sin embargo, la situación no es equiparable.
«Músculo» es el nombre de un concepto anatómico, estructural, que está realmente
desconectado de su génesis etimológica; es una metáfora fósil y sólo algún raro partidario
de Alfred Korzybski se atrevería a condenar la gimnasia apoyándose en la etimología de
«músculo». Pero, «intelectual» es el nombre de un concepto en
cuya estructura conceptual e ideológica actúa de un modo potente la
sustantivación generadora. Los nomina numina que actúan en nuestro aparato lingüístico
y contra los cuales apenas tenemos poder de resistencia, están aquí presentes. No es nada
fácil convertir por decreto en metáfora fósil la transformación viva del adjetivo en
sustantivo; habría que escribir intelectual entre comillas y aquí las comillas significarían
la misma revisión del concepto. Además, las comillas no pueden usarse en lenguaje
hablado, salvo recurrir a esa ridícula mímica que remeda icónicamente las comillas con
un movimiento de las manos.

Lo mejor sería, sin duda, encontrar otro nombre, pero esto no es nada fácil.
«Escritor», «columnista», «comunicólogo», por ejemplo, compiten mal con «intelectual».
Son sinécdoques, metáforas o metonimias suyas que revelan que el concepto no está bien
formado, que no es una unidad viviente en nuestro sistema conceptual. Ocurre como
ocurre con el término «cultura», que utilizamos para designar no sabemos muy bien qué,
aunque a veces lo utilicemos como término denotativo de realidades tan sólidas como
pueda ser el edificio llamado «Casa de Cultura» (aunque no sabemos muy bien si «la
cultura» es el continente o el contenido, o ambas cosas a la vez).

3. Pero supongamos, y ya es suponer, que hubiésemos logrado conjurar los nomina


numina de esta sustantivación nacida con pecado original, «los intelectuales», sea porque
hemos logrado fosilizarla, sea porque hemos encontrado un sinónimo perfectamente
adecuado. ¿Quedaría con ello revocada la impostura, cuanto a la cosa? No, la impostura
se mantendría, incluso se reforzaría por efecto del nuevo nombre supuestamente
adecuado. Y ello debido a que la impostura no es sólo nominal, sino conceptual, real.
Conceptual: porque la impostura, si no me equivoco, deriva del formato lógico mismo
del nuevo concepto, a saber, el formato de clase asociativa que pretendiendo asimismo
disimular su formato-1 nos ofrece a los intelectuales como conjunto de individuos capaces
de constituir, de algún modo, un colegio, una comunidad, o, si se quiere, una cofradía.
Manteniendo en principio la perspectiva estrictamente lógica, podríamos definir la
situación diciendo que la impostura brota de la arrogación realizada por individuos
pertenecientes a una clase cuyo formato es distributivo puro, del formato lógico de una
clase asociativa. Porque la arrogación de un formato lógico opuesto al que propiamente
conviene a un material dado, equivale a una transformación del significado de ese
material, a una mistificación, o, si se prefiere, es esa mistificación la que impulsa al
cambio del formato lógico.
Si esto es así, será legítimo sospechar, al menos, que el motivo inicial, el contenido
semántico de la sustantivación por la cual el concepto de intelectuales aproxima a la
impostura, no es accidental, es decir, no estará desvinculado del motivo final.
Sencillamente ocurriría que entre ambas causas de la impostura habría que reconocer una
suerte de correlación, de realimentación. El contenido semántico empuja hacia ese
formato lógico; pero una clase compuesta con los materiales consabidos, como clase
asociativa, difícilmente puede encontrar un contenido global que no se aproxime, a su
vez, al concepto de intelectual, tal como se formó de hecho (formato-1). En general, cabe
decir que es error neo-platónico presuponer el principio de que «la unidad une». También
la unidad separa. Los elementos de una clase que soporta relaciones de equivalencia, se

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agrupan en clases de equivalencia, pero éstas acaso son disyuntas entre sí. Todas las rectas
del plano son paralelas a otras, pero esta semejanza es justamente la que las une en haces
separados, como si fueran clases disyuntas; sin un solo elemento común. Tratar de
agrupar a todos estos elementos en una clase asociativa sería contradictorio, porque el
material distributivo se resiste muchas veces a un formato atributivo. No estamos, por lo
demás (cuando hablamos de esa resistencia de un material distributivo a remodelarse
según el formato asociativo o atributivo) ante una situación única, descrita ad hoc para
llevar adelante nuestra crítica al concepto de intelectual. Hay muchos campos en donde
encontramos multiplicidades cuyas unidades pueden figurar, desde luego, como
elementos o individuos de una clase distributiva pura (es decir, no asociativa); también
hay multiplicidades enclasadas, cuyos elementos pueden contraer relaciones asociativas.
La multiplicidad de los «triángulos rectángulos diametrales» inscritos en las infinitas
circunferencias cuyos centros son puntos diferentes del plano, constituye una clase
distributiva pura (no asociativa); la multiplicidad infinita de los «triángulos rectángulos
diametrales inscritos en la misma circunferencia» constituye una clase asociativa, de
índole atributiva. Los elementos químicos, en general, pueden considerarse como
elementos de clases asociativas, en tanto tienden a combinarse entre sí en cuanto tales
elementos, constituyendo diversos compuestos o combinaciones: pero los elementos de
la última columna de la tabla periódica fueron llamados «gases nobles», constituyendo,
desde luego, elementos de una clase (columna de la tabla) de elementos considerados
como inertes a la combinación química, es decir, no asociables entre sí (aunque, de hecho,
en 1962, se demostró que, al menos el Xenón, se combina con el Flúor). Los trabajadores
pertenecientes a los diferentes Estados europeos en los años de la Primera Guerra
Mundial, constituían una clase social bien definida, y una clase que, en principio, era
definida como virtualmente asociativa (al menos, de ahí tomaba sentido la consigna:
«¡Proletarios de todos los países, uníos!»). Pero el curso de la Primera Guerra Mundial
demostró que tal clase no era asociativa; al menos, no de un modo suficientemente
enérgico como para neutralizar las tendencias distributivas, dado que los proletarios
franceses estaban más lejos de los alemanes, a efectos de su asociación, que de los
capitalistas de su propia nación. Y lo mismo habría que decir de los generales en jefe de
los Estados Mayores de los diversos países contendientes. Como tales generales en jefe,
constituyeron, sin duda, una clase distributiva pura, pero hubiera sido imposible formar
un colegio o comunidad de Jefes de los Estados Mayores de los ejércitos contendientes.
Una situación análoga la encontramos, en fin, cuando nos referimos a las clases disyuntas
constituidas por los fieles de diferentes religiones proselitistas que se extienden hoy por
el planeta. Estas religiones, en principio, se excluyen mutuamente y parecería absurda
una consigna irenista que sonase así: «¡Sacerdotes de todos los países, uníos!» (consigna
que, sin embargo, parece proclamarse últimamente en varias ocasiones y con diverso
alcance, desde la «Comunidad Abrahámica» hasta la «Conferencia de todos los creyentes
de la tierra»). Los resultados parecen probar, sin embargo, que la cuadratura del círculo
no puede lograrse, por mucha buena voluntad que se ponga en intentarla. Es un gran error
metafísico, canonizado por los neoplatónicos (según la fórmula unitas unit, de Domingo
Gundisalvo) presuponer que la unidad de clase lógica constituye el principio de la unidad
asociativa entre los elementos de la clase. Porque ello es tanto como sostener que la
semejanza puede ser causa de la contigüidad, o, dicho de otro modo, que las cosas
semejantes se atraen (que es el principio de la magia homeopática). En realidad ocurre
que, cuando la relación, generadora de clases de términos dados en un universo, no es
conexa (aunque sea universal) introduce separación, disociación tanto como asociación.
Podría decirse, según esto, que la unidad separa. Porque, al menos, estas relaciones
separadas de clase dan lugar a clases de equivalencia disyuntas entre sí. A este proceso

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se reduce la paradoja de que, muchas veces, las propiedades universales de una
multiplicidad dada, aunque parece legítimo invocarlas como asociativas, son en realidad
dispersivas, disyuntivas. Todos los hombres tienen capacidad de hablar, y aún pueden
definirse por ella; pero es el lenguaje lo que más los separa, los incomunica (cuando los
lenguajes son diferentes). Todas las rectas del plano tienen la relación de paralelismo con
otras dadas; es una relación universal; pero el paralelismo agrupa a las rectas en haces de
paralelas disyuntos entre sí, sin una sola recta común. Puede decirse que todos los
hombres civilizados (es decir, los que viven en ciudades) son animales políticos; pero la
condición universal de ciudadanos, no sólo los asocia como hombres sino que los
enfrenta, muchas veces a muerte, como patriotas que defienden su entorno político,
su polis, su ciudad.
La contraprueba procederá del siguiente modo: no negando apriorísticamente la
posibilidad factual, existencial, de asociación, sino mostrando que si esa asociación
llegase efectivamente a término sería a costa de modificar y destruir a los elementos
mismos de la clase. Concedamos incluso que el intelectual libre, el
intelectual inorgánico, acaso sólo cuando, de hecho (etic), desempeña las funciones de
un intelectual orgánico, puede subsistir como tal. Pero lo que no podrá reconocer es su
condición de intelectual orgánico, porque entonces iría contra su propia norma cultural y
«todo estaría perdido para él». Los hombres que huían de las grandes metrópolis
mediterráneas del siglo IV en busca de una vida solitaria entregada a la oración («¡solo
con el Solo!») constituyeron una clase distributiva de la mayor significación para la
historia final del mundo antiguo; pero los elementos de esta clase, por definición cultural,
según su norma, no podrían mantenerse asociándose en congregaciones y colegios. Ellos
eran monjes, es decir, solitarios. De hecho, resultaron congregados en determinadas
zonas, como aquellas de las que habla Paladio en su Historia Lausiaca. Pero formaron
«conjuntos de monasterios», la contradicción de los «conventos de monjes». Esta
contradicción determinó la transformación de los monjes en frailes, en cofrades, es decir,
en aquellos (comparativamente) «grupos pequeñísimos» de los que más tarde habló el
Conde de Volney.
Una situación similar, si no nos equivocamos, conviene a los intelectuales. Situación
analógica que quedaría reforzada por la homología que, históricamente, cabe atribuir a la
sociedad moderna y contemporánea, con sus intelectuales, y a la sociedad antigua y
medieval, con sus «grupos pequeñísimos» de mediadores. A nuestro juicio, los
intelectuales, al menos tal y como los hemos definido, constituyen una clase distributiva
pura, una clase de individuos que han de concebirse según su norma «solo con el Solo»,
que ahora ya no es Dios, sino el pueblo democrático, encarnado en sus clientelas
respectivas, pero que no pueden asociarse en cuanto tales intelectuales. Aun cuando
fueran intelectuales orgánicos de hecho, no podrían invocar al «organismo» (a ningún
«bloque histórico») al que representan y del cual viven, y, por tanto, no pueden asociarse
como «la sección de propaganda o de concienciación» de tal bloque histórico. Porque ello
iría en contra de su norma constitutiva, de la misma manera que iba contra la norma
constitutiva del grupo pequeñísimo de sacerdotes el reconocer que actuaban en nombre
propio o de las clases dominantes (no en nombre del mismo Dios). Podrán asociarse en
cuanto sean escritores de lengua catalana o acaso de lengua retorrumana; o bien en cuanto
sean antifascistas o anticomunistas. Pero, en estos casos, lo que los asociará no será tanto
su condición de intelectuales sino su condición de catalanógrafos (acaso frente a los
castellanógrafos) o su condición de retorrumanógrafos (frente a los francógrafos) o, por
último, su condición, ya explícita, de antifascistas. Ahora bien, en cuanto intelectuales
estrictos, su asociación es imposible y su congreso tan sólo tendría, en el mejor caso, un
carácter transitorio y polémico como el del Colloquium heptalomeres imaginado por Jean

21
Bodin, un coloquio de diálogos cruzados en el que cada cual termina reafirmándose en
sus posiciones (un congreso de mónadas de Leibniz), puesto que cada cual vive de estas
posiciones. La asociación, el congreso, tendrá lugar sólo en el plano de la apariencia, de
los fenómenos. En lugar de asociación o congreso, asistiremos a múltiples monólogos
yuxtapuestos, simultánea o sucesivamente, y el congreso será tan sólo una plataforma
desde la cual cada intelectual sigue, en realidad, enviando mensajes a su clientela. En este
sentido, la mejor imagen de lo que puede llegar a ser una concentración de intelectuales
nos la da Platón al describirnos la casa de Calias. Allí va Sócrates (que no es un
intelectual, él no sabe nada) con sus amigos, pero encuentra la puerta cerrada. Porque no
todo el mundo puede entrar en el lugar donde se reúne el grupo pequeñísimo si no ha sido
previamente invitado. Excepcionalmente, Sócrates logra que el portero, un eunuco, abra
la puerta. He aquí lo que vio:
«Una vez que entramos, encontramos a Protágoras paseando en el pórtico. A su vera le acompañaban en el
paseo, a un lado, Calias, hijo de Hipónico, y su hermano de madre Paralo, hijo de Pericles, y Cármides, hijo
de Glaucón; al otro lado, el otro hijo de Pericles, Jantipo, y Filipides, hijo de Filomeno, y Antímero de Mende,
el cual es considerado como el mejor discípulo de Protágoras y está ejercitando el arte para ser sofista. De
los que detrás le daban séquito, escuchando la conversación, la mayoría parecían extranjeros de los que
Protágoras recluta de todas las ciudades por las que pasa, atrayéndoles con su voz como Orfeo; y ellos,
atraídos por su voz, le siguen. También había algunos de aquí en el coro. Sentí un gran placer al contemplar
este coro y ver con qué primor procuraban no cortar jamás el paso a Protágoras, sino que tan pronto como
éste daba media vuelta junto con sus más inmediatos seguidores, al punto los oyentes de detrás se dividían
en perfecto orden y, desplazándose hacia derecha e izquierda en círculo, se colocaban siempre detrás con
toda destreza. «Después de él reconocí», con palabras de Homero, a Hipias de Elis, sentado en un sillón al
otro lado del pórtico. A su alrededor estaban sentados en bancos Erixímaco, hijo de Acumenos, y Fedro, el
de Mirrinusia, y Andrón, hijo de Androtión, y extranjeros, conciudadanos suyos, y algunos otros. Me pareció
que estaban haciendo a Hipias algunas preguntas sobre astronomía relativa a la naturaleza y a los meteoros,
y que éste, sentado en su sillón, las analizaba una por una y trataba minuciosamente las preguntas.
(Platón, Protágoras, 314e, 315 c)
No quiero concluir negando a priori la posibilidad factual, existencial de asociación
de los intelectuales formato-1, de hecho comprobamos que estos vienen congregándose
bajo el formato lógico de una clase asociativa, de la cual nuestro Congreso, como otros
análogos, sólo es una expresión natural. Lo que quiero decir es que esta congregación,
por tanto, la apelación al concepto clase «intelectual» en el sentido dicho, constituye una
impostura que, sin duda, puede desviar a los asociados hacia otros rumbos que, aunque
alcancen algún objetivo pragmático, desvirtuarán necesariamente la naturaleza misma de
su oficio. Porque la arrogación de una forma lógica que no les corresponde, que es contra
natura, no se reduce sólo a un error lógico; es también síntoma y efecto de una desviación
real, de una falsificación institucional, que es lo que venimos llamando impostura. En
efecto, si la arrogación de este formato de clase asociativa tiene algunas consecuencias
en el terreno de los fenómenos, éstas sólo podrían darse en la dirección tendente a
constituir algo así como un collegium o comunidad (como cuando se habla, y muchas
veces también en sentido ideológico, de las «comunidades de científicos», en el sentido
de Kuhn), en cuyo seno, o desde cuya bóveda, el intelectual pudiera sentirse cobijado,
cuando habla. Pero ocurre, suponemos, que esta bóveda no existe. Y entonces, el
intelectual traicionaría su papel real. Porque él, según lo hemos dibujado, no habla a su
clientela en nombre de ninguna instancia distinta de ella misma, no habla en nombre de
una ciencia, o de un oficio, o de una disciplina, sino en nombre mismo de la clientela, a
veces llamada por él «el pueblo», que le lee o le escucha. En el momento en que se siente
integrado a una comunidad o colegio apostólico, desde cuya plataforma habla a sus
clientes, a su pueblo o público, se convierte en un mediador, en un impostor, y se expone
a que ese público, cuando advierta que la supuesta autoridad moral o intelectual del
intelectual no está respaldada por nada más que por él mismo, diga:

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«Mediadores cerca del Espíritu Absoluto (o de la Cultura, o de la Razón, o del Sentido Común), gracias;
vuestros servicios son demasiado dispendiosos y nosotros trataremos directamente de nuestros asuntos.»

Y entonces, el grupo pequeñísimo de intelectuales, reunido en un Congreso


extraordinario, tendría que decir:

«Todo está perdido, la multitud se halla ilustrada.»

Pero lo cierto es que todavía no lo está.

Noetología y Gnoseología
(haciendo memoria de unas palabras)
Gustavo Bueno

El inspirador del materialismo filosófico reconstruye la historia del uso


de los términos Noetología y Gnoseología

Gustavo Bueno, Noetología


Tesela nº 33 (Oviedo, 13 de abril de 2010)

Unos alumnos de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense me han pedido que


haga memoria sobre el origen del término «Noetología», que incorporé al vocabulario filosófico
hace más de treinta años. Las siguientes líneas son el resultado de mi anamnesis.

Durante los años cincuenta del pasado siglo, en Salamanca, intentaba liberarme del
psicologismo –un psicologismo procedente ya fuera del behaviorismo, del psicoanálisis, de la
reflexología y, en parte, del gestaltismo– que inundaba entonces no sólo la lógica, sino también
la crítica de arte, la ética, la moral, la pedagogía (a través de Piaget). Naturalmente, las críticas
de Husserl al psicologismo ofrecían en aquellos años el mejor instrumento para conseguir una
tal «liberación».

Por mi parte, creía entonces haber vislumbrado dos caminos capaces de conducir más allá
de los reduccionismos psicologistas.

Uno de ellos partía de los contenidos noemáticos (que Husserl distinguía de los noéticos –
Husserl había acuñado ambos términos noético y noemático partiendo del griego–; mi amigo
Francisco Trujillo Marín utilizó el término Noesis como nombre de una revista que comenzó a
publicar por aquellos años) pero como un portillo de entrada hacia la propia subjetividad; no se
trataba de un camino que, desde la subjetividad condujese a la posibilidad de lo que entonces
se llamaba (Jaspers, Merleau-Ponty, &c.) el «salto hacia la trascendencia objetiva» (no
necesariamente teológica). Se trataba de partir ya de esa «trascendencia noemática», como algo
dado, a fin de explorar hasta qué punto ella nos ofrecía la posibilidad de penetrar en la
subjetividad; lo que equivalía a presuponer que la subjetividad, lejos de constituir un recinto
inmanente, sustantivo y originario, nos era ya dada desde contenidos objetivos. Expuse esta idea
en una conferencia ofrecida en la Sociedad Española de Filosofía (pronunciada el 6 de mayo de
1955), en cooperación con el Departamento de Filosofía e Historia de la Ciencia del CSIC,

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publicada ese mismo año en la revista Theoria, con el título «Introducción del concepto de
categoría noemática en la teoría de la ciencia psicológica» (Theoria, núm. 9, 1955, págs. 33-52).
El otro camino partía de la subjetividad atribuida a la lógica formal cuando se interpretaba
como expresión de las leyes del pensamiento (todavía por Boole, o por Stuart Mill), es decir,
aquello que en los términos de Husserl constituía el orden de las noesis. Pero
las noesishusserlianas no podían separarse de los noemas, de los contenidos objetivos. Según
esto me parecía posible remontar las leyes lógico-formales interpretadas como expresión de un
«orden mental» (o intelectual-psicológico) a fin de establecer unas leyes de este orden noético
que alcanzarían ya un sentido lógico-material y no meramente psicológico; un orden lógico-
material capaz de incorporar principalmente los procesos dialécticos, que yo había intentado
explorar en un artículo publicado en la Revista de Filosofía aquel mismo año (el artículo lleva
como título «Las estructuras "metafinitas"», Revista de Filosofía, año XIV, núm. 53-54, 1955,
págs. 223-291). Acuñé por todo esto, ad usum privatum, el término «noetología». La Noetología
pretendía ser la disciplina orientada a investigar y a establecer las leyes universales dialécticas
del «pensamiento», pero entendiendo el «pensamiento» no en términos subjetivo-psicológicos,
sino más bien subjetivo-lógicos, es decir, noéticos (interpretando a Husserl con libertad).

Escribí muchas cuartillas tratando de establecer alguna «ley noetológica» cuya jurisdicción no
se agotase en los pensamientos subjetivos individuales, sino en una subjetividad abstracta en
cuanto tal, que envolviese no solamente al pensamiento científico, sino también al pensamiento
filosófico, al pensamiento cotidiano, político, artesanal, &c., a partir de un nivel social, histórico
determinado.

Y ya en la Universidad de Oviedo, cuando escribí El papel de la filosofía en el conjunto del


saber, me pareció oportuno hacer público aquel proyecto de Noetología (que en el citado libro
ocupa las páginas 164-198, Editorial Ciencia Nueva, Madrid 1970).
¿Cuándo, por qué y hasta qué punto el proyecto de Noetología fue abandonado o aplazado?
Algo de esto se dice en el opúsculo ¿Qué es la filosofía? (Pentalfa, Oviedo 1995, págs. 104-105):
«En El papel de la filosofía se alude a una "Noetología", en cuanto perspectiva que no podría
confundirse ni con la perspectiva psicológica (por ejemplo, la que es propia de la Epistemología
genética, en el sentido de Piaget), ni con la perspectiva gnoseológica –ni siquiera con la
gnoseología del cierre categorial–. Tendría que ver, más bien, con la perspectiva de una "Lógica
material dialéctica". No nos atreveríamos a seguir defendiendo hoy el proyecto de una Noetología
en las condiciones expuestas; pero tampoco nos atreveríamos a impugnarlo de plano.
Probablemente Alberto Hidalgo tiene razón cuando dice que la formulación del proyecto
noetológico en El papel de la filosofía "quedó varada en el preciso instante en que sus materiales
básicos ingresaron en el círculo más potente de la Gnoseología". Sin embargo, el proyecto de
una Noetología sigue desbordando el proyecto gnoseológico (como proyecto de una teoría
general de la ciencia), puesto que aquél buscaba englobar tanto a las formas de proceder de la
razón científica como a las formas de proceder de la razón filosófica. El análisis de los
procedimientos más generales de la razón dialéctica (de sus desarrollos constructivos, de sus
contradicciones internas, de sus metábasis) es una tarea que, sin perjuicio de su ambigüedad,
la consideramos todavía abierta a la filosofía.»
Sin embargo, iniciado el nuevo siglo, me atrevería a afirmar que el proyecto de Noetología fue
abandonado o aplazado principalmente cuando cristalizó la Teoría del Cierre Categorial a finales
de los años sesenta (hay que tener en cuenta que El papel de la filosofía en el conjunto del
saber, que apareció en el año 1970, había sido entregado a la editorial en el año 1968). ¿Y por
qué? La Gnoseología dejó marginada a la Noetología en el momento en que aquélla se orientaba
hacia el análisis de la identidad asociada a los contextos determinantes, en torno a los cuales se
consideraban constituidas las ciencias categoriales (distinción, por ejemplo, entre la Economía
política en cuanto ciencia «categorialmente cerrada» y Economía como «ciencia
abierta»: Ensayo sobre las categorías de la economía política, La Gaya Ciencia, Barcelona 1972,
pág. 67). Y ello obligaba a poner en otro plano un proyecto de tratamiento universal y global en

24
el cual las «leyes del pensamiento científico» quedaban mezcladas con las leyes del
pensamiento filosófico, mundano, &c. Se trataba de partir de las ciencias positivas y de renunciar
por tanto, en principio, al proyecto de investigación de unas «leyes universales del pensamiento»,
desde las cuales las «leyes del pensamiento científico» pudieran pasar a ser un mero caso
particular. (Las razones para elegir el término Gnoseología para designar a la Teoría de la
Ciencia, en cuanto indisociable de la teoría de la verdad científica, abandonando el término muy
común y equívoco de Epistemología, están detalladamente expuestas en el volumen primero de
la Teoría del cierre categorial.)
Sin embargo, el análisis (propiamente «noetológico») de los procedimientos más generales
de la razón dialéctica quedaba abierto. El ensayo «Sobre la Idea de Dialéctica y sus figuras»,
publicado en El Basilisco (nª 19, julio-diciembre 1995, págs. 41-50), puede considerarse como
un «ejercicio de Noetología» en el que, por cierto, se utiliza como criterio fundamental de
clasificación de las «figuras» el mismo criterio que ya había sido expuesto en El papel de la
filosofía en el conjunto del saber, así como se utilizaban muchas ideas expuestas en el ensayo
II, capítulo IV, «Sobre dialéctica», de Ensayos materialistas (Taurus, Madrid 1972): en esta obra
pueden encontrarse también alusiones explícitas a la teoría gnoseológica del cierre categorial
que estaba «cristalizando» en aquellos años (ver páginas 315-319, &c.).

Etnocentrismo cultural,
relativismo cultural y pluralismo cultural
Gustavo Bueno

Se constata en las discusiones del presente la efectividad de un trilema entre cuyas


opciones sería preciso elegir (quien impugna el relativismo cultural habrá de ser
clasificado como etnocentrista o como pluralista, &c.), se denuncia cual pueda ser la
fuente de este trilema, y se propone una cuarta vía a través de la cual podamos
liberarnos del sistema de disyuntivas constatado.

1. El incremento de la inmigración resucita el debate entre el relativismo y el


etnocentrismo

En estos últimos años, y a consecuencia del incremento de inmigrantes procedentes


del llamado «tercer mundo» a los diversos países de Europa, vuelven a resurgir con gran
virulencia los debates entre relativistas culturales o integracionistas con los «intolerantes»
que exigen la adaptación del inmigrante a la cultura propia del país de acogida. Y ello sin
perjuicio de que la «adaptación» requiera, por parte de quien debe adaptarse, desprenderse
de instituciones consideradas como «señas de identidad» de la cultura de origen
(pongamos por caso: el shador, la burka, la poligamia, la ablación del clítoris, la
circuncisión, el disco labial, el vudú, la institución de los maridos visitadores, la pena de
lapidación o de mutilación, la vendetta, &c.).

Las acusaciones que los defensores del relativismo cultural, o los defensores del
pluralismo, dirigen contra quienes no comparten sus puntos de vista, suelen canalizarse a

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través de algo que ellos consideran como la más terrible denuncia: «etnocentrismo». Ser
acusado de etnocentrista es tanto, prácticamente, como ser acusado de intolerante,
intransigente, arcaico, racista, violentador de los derechos humanos, «carne de la derecha
más conservadora», e ignorante del ABC de la Antropología moderna, caracterizada ad
hoc precisamente como disciplina constituida desde la perspectiva del pluralismo o del
relativismo cultural.

Y, en efecto, la Antropología, como disciplina científica, comenzó en el siglo XIX


(Edward Burnett Tylor, Lewis Henry Morgan, &c.), por no referirnos a sus precedentes
(Joseph François Lafiteau, Charles de Brosses, &c.), reconociendo la pluralidad de
culturas (entendidas como «esferas culturales»); pluralidad que parecía ligada a los
métodos comparatistas característicos de la nueva disciplina.

El pluralismo cultural, en la etapa del evolucionismo antropológico (Morgan,


Federico Engels) parecía compatible muchas veces con el postulado de una posible
confluencia de las diversas esferas culturales en una Civilización universal.Postulado que
muchos consideraban como encubriendo un monismo cultural, y aún un etnocentrismo
de signo europeo, dado que la «Civilización» era generalmente concebida a imagen y
semejanza de la «Cultura europea», que encontraba además en esa ideología la
justificación del colonialismo (el colonialismo, entendido como el único modo a través
del cual las culturas del presente, situadas en la época del salvajismo o de
la barbarie, podrían alcanzar, sin necesidad de que transcurrieran siglos o milenios, el
estadio superior de la civilización... europea).
En las escuelas antropológicas posteriores al «evolucionismo», por ejemplo, en las
escuelas funcionalistas (representadas por Bronislaw Malinowski) y después, en algunas
variables del estructuralismo (representadas por Claude Levi-Strauss), el pluralismo
cultural fue deslizándose poco a poco hacia un relativismo radical: cada esfera cultural
tendría su propia estructura interna (emic), que sería imposible entender desde fuera
(etic). Por ello cabrá decir, con Levi-Strauss: «Salvaje es quien llama a otro salvaje.» De
este modo el relativismo cultural comenzará a asociarse a un «espíritu moderno» (que
algunos interpretarán pascalianamente como un sprit de finesse), el espíritu de la
comprensión, de la tolerancia, del respeto por el «otro» y por su «sensibilidad», que se
contrapone al sprit géométrique, rígido, intolerante, «imperialista», ciego para todo
aquello que no presupone una evidencia universal, por encima de cualquier sensibilidad
individual o de grupo.

2. Nos encontramos no ante alternativas, sino ante disyuntivas: el trilema

Lo más grave del asunto es que estas tres actitudes o filosofías de la cultura que
designamos como monismo cultural («etnocentrismo», para sus
adversarios), relativismo y pluralismo cultural, no se presentan como meras alternativas,
sino como disyuntivas entre las cuales hay que elegir. ¿De donde deriva la disposición
disyuntiva de estos tres modos de entender las relaciones que entre sí pueden mantener
supuestamente las esferas culturales?

Sin duda, a nuestro entender, del mismo concepto de «esfera cultural», entendida
como una totalidad relativamente cerrada (un «todo complejo», en sentido atributivo),
autosuficiente, sin perjuicio de las prestaciones e influencias que pueda recibir de las
restantes esferas culturales que constituyen el conjunto o totalidad distributiva de la

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cultura, entendida como esfera cultural. Como paradigma del concepto de «esfera
cultural», en este sentido, cabría considerar a cada uno de esos «superorganismos» que
Oswald Spengler llamó precisamente «culturas».

Sin embargo, acaso el mejor modo de mostrar hasta qué punto el esquema de las
esferas culturales está vivo y actuante en nuestros días, incluso entre gentes que ni
siquiera emplean esta denominación, es analizar la expresión «señas de identidad», tantas
y tantas veces utilizada por políticos, periodistas, intelectuales o radiofonistas, para
referirse a lo que ellos consideran «su cultura propia». Porque la inocente fórmula –«señas
de identidad»– en realidad sólo tiene sentido en función de una esfera cultural
presupuesta, es decir, de una esfera cuya identidad (de índole sustancial) se presupone, y
de la que resultaría ser un mero indicio la «seña de identidad» considerada. Así, la sardana
sería una seña de identidad de una supuesta cultura o esfera cultural catalana, y el aurresku
sería una seña de identidad de una supuesta cultura o esfera cultural vasca. Lo que
equivale a decir que la importancia, el significado, el alcance, &c., de la sardana (o el del
aurresku) no puede captarse por sí misma, ni siquiera por las semejanzas que pueda
mantener con instituciones de otras esferas culturales, sino por lo que tiene de revelación,
indicio o seña de una identidad presupuesta, que se aplica precisamente a la culturade
referencia, y no a la seña de identidad en sí misma, en su suposición material.

Ahora bien, al poner en un plano de confrontación, cuanto al valor, consistencia,


dignidad, originalidad, &c., a las diversas esferas culturales, cabe dar una «razón lógica»
del sistema de alternativas (disyuntivas) que hemos establecido; pues este sistema tiene
que ver con el sistema de cuantificadores de la lógica de predicados, vinculados a los
valores {1, 0} de verdad:

(1) O bien afirmamos que, entre las diversas esferas culturales del todo distributivo
de culturas, sólo una esfera cultural puede considerarse como soporte de valores
auténticos; es decir, que solamente existe una esfera cultural que merezca ser considerada
como cultura auténtica o verdadera (las demás esferas culturales serían reflejos, de-
generaciones, o meras apariencias o fenómenos de la «cultura verdadera»).

(2) O bien afirmamos que todas las esferas culturales valen igual, en cuanto culturas
que encuentran su sentido precisamente en la concavidad de su propia esfera: «Todas las
culturas son iguales», leemos en una enorme placa instalada en el Museo Nacional de
Antropología de la ciudad de México.

Y esta afirmación se desarrolla en otras dos versiones dicotómicas (puesto que la


igualdad no implica conexidad):

(2A) «Todas las culturas son iguales», pero en régimen de disyunción, de separación,
incluso de inconmensurabilidad «megárica» (que puede alcanzar la situación de la
incompatibilidad). Es evidente que la fórmula de esta opción equivale a la fórmula
opuesta: «Todas las culturas son desiguales», sin que quepa hablar por ello de
contradicción lógica, porque la igualdad postulada se refiere en unos casos a igualdad en
dignidad, en derechos, &c., de las esferas que, sin embargo, se consideran desiguales en
contenidos o en identidad numérica o sustancial.

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(2B) «Todas las culturas son iguales», pero sin necesidad de presuponer entre ellas
un régimen de separación; por el contrario, postulando la posibilidad y conveniencia de
una convivencia o yuxtaposición de los hombres pertenecientes a las diversas culturas
(este era el esquema que Américo Castro utilizó para describir la supuesta convivencia,
bajo Fernando III el Santo, de las tres religiones –judíos, moros y cristianos– que hoy se
acostumbra a traducir como la convivencia entre «las tres culturas»).

La opción (1) es la del monismo cultural (que desde las otras opciones se percibirá
como etnocentrismo); la opción (2A) es la del relativismo cultural; y la opción (2B) es la
del pluralismo cultural o multiculturalismo. Entre estas tres opciones sería preciso, al
parecer, elegir.

3. Ilustraciones críticas de cada uno de los miembros del trilema

El monismo cultural (prácticamente el etnocentrismo, si dejamos de lado, de


momento, los intentos de crear una «cultura universal» obtenida por refundición de todas
las esferas culturales) es, sin duda, sin necesidad de ser denominada de este modo, la
perspectiva más tradicional, sin perjuicio de las interpretaciones del principio de la
homomensura de Protágoras –«el hombre es la medida de todas las cosas»– como un
hombre moldeado por cada cultura (en el sentido del relativismo cultural). Sin embargo,
el monismo cultural puede ser presentado y «justificado» a partir de dos fuentes bien
distintas:

La primera quiere mantenerse en el terreno de los hechos, es decir, al margen de los


juicios de valor. Si sólo cabe hablar de una esfera cultural de referencia, de la cual todas
las demás fuesen reflejos o incluso degeneraciones, es porque todas las esferas culturales
realmente existentes en la tierra habrían sido originadas por una cultura originaria, y
serían como pulsaciones de esa cultura madre, identificada con la cultura egipcia. Tal fue,
como es sabido, la visión monista de la cultura defendida por la escuela del llamado
difusionismo radical, de Sir Grafton Elliot Smith, o de William James Perry (The
Children of the Sun, 1923).

La segunda no duda reivindicar el monismo cultural, incluso el etnocentrismo, pero


en nombre, no ya de realidades que acaso sólo están demostradas por una ciencia ficción,
sino en nombre de unos valores, no ya pretéritos sino futuros, que se imponen desde una
esfera cultural dada a quien se identifica con ella. Para Pericles o para Platón los valores
de la «paideia» (o cultura griega) eran los únicos valores que podían oponerse a los
pueblos bárbaros; para los españoles que entraron en América los valores cristianos (que
no solamente eran valores religiosos, sino también morales, éticos, ceremoniales,
políticos, artísticos), solían ser vistos como los únicos valores que debían prevalecer sobre
los dioses bárbaros, inspirados por el diablo; para la mayor parte de los científicos e
ingenieros occidentales (y no sólo los de la época positivista), los valores de la «cultura
occidental» (que comprende tanto los valores científicos como los valores democráticos)
serán los únicos valores que pueden ser aceptados y que deben ser ofrecidos a los demás
pueblos; dentro de esta misma perspectiva Richard Rorty ha defendido recientemente la
necesidad de asumir la posición «etnocentrista» en todo cuanto concierne a los valores de
verdad y a otros criterios propios de nuestra cultura.

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Ahora bien: el monismo cultural, como etnocentrismo, es hoy difícilmente
defendible, y muchos de los argumentos del relativismo y del multiculturalismo pueden
servir para reducirlo a sus justos límites. Pero tampoco consideramos defendible al
relativismo cultural, en tanto él se enfrenta a la evidencia de la superioridad de unas
«culturas» frente a otras, tanto en el terreno tecnológico, como en el científico y aún en
el político. ¿Y la opción del integracionismo cultural? Si se interpreta como mera
convivencia o yuxtaposición de pueblos o de religiones diferentes, nos parece evidente
que una tal opción es, en realidad, vacía, más bien un deseo, de índole irenista. No puede
decirse que convivan, o que coexistan, ni siquiera pacíficamente, grupos sociales con
diferentes culturas, salvo si algunos se mantienen en sus ghettos, frente a quienes
mantienen las posiciones dominantes. La integración efectiva sólo será aparente (una
integración por yuxtaposición), hasta tanto que los grupos sociales en posición dominada,
o bien alcancen posiciones dominantes, o bien se desprendan de sus instituciones
incompatibles con las de la sociedad de acogida. Así ocurrió con moros, judíos y
cristianos en la Sevilla medieval: el mito de la convivencia que puso en circulación
Américo Castro está siendo contestado en nuestros días (Antonio Domínguez Ortiz,
Francisco Rodríguez Adrados, Serafín Fanjul García).

4. El mito de las esferas culturales como fuente del trilema

Pero, ¿cómo podríamos rechazar cada una de las tres opciones del trilema (monismo,
relativismo, pluralismo) sin rechazar el trilema mismo? Porque es evidente que una vez
aceptado el trilema (en nuestro caso, el dilema bifurcado), no tendríamos más remedio
que acogernos a alguna de sus opciones. Es evidente que, una vez aceptado el trilema por
algún crítico, si éste descarta que el autor por él criticado es relativista o pluralista, tendrá
que lanzar contra él la temible acusación de etnocentrista.

Se trata, por tanto, por mi parte, de regresar más atrás del trilema, es decir, se trata
de denunciar el supuesto sobre el cual el trilema está funcionando a toda máquina en
nuestros días, sin que periodistas, intelectuales, políticos y radiofonistas, pero también
historiadores, sociólogos y antropólogos, se den cuenta de ello.

Y este supuesto es el de las esferas culturales, entendidas como entidades sustantivas


que ofrecen al investigador muy diversas «señas de identidad» de su sustancia (¿de qué
si no?): de una sustancia que se supone procedente de los tiempos más arcanos y que
pretende mantener su identidad, considerada como el valor supremo y sagrado. Pero no
existen esferas culturales en ese sentido. Las esferas culturales son sólo construcciones
ideológicas, pura y simplemente mitos.

Lo que nos permitirá añadir una cuarta opción al sistema de las tres opciones, (1)
(2A) (2B), que hemos establecido a partir del supuesto de las esferas culturales: que no
ya una o todas las esferas culturales pueden tomarse como sujetos o soportes de valor,
sino ninguna.
Y si no existen esferas culturales como entidades dotadas de identidad sustantiva
(idiográfica, numérica, delimitada en el todo distributivo), entonces las opciones, o los
conceptos mismos de etnocentrismo, de relativismo cultural y de pluralismo de esferas
culturales se disuelven. Las esferas culturales no son entidades dotadas de una identidad
sustancial propia; a lo sumo, son entidades fenoménicas, delimitadas acaso a lo largo de
los siglos (cuando no inventadas ad hoc por grupos, pueblos o naciones en busca de

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Estado), por aislamiento de otras esferas fenoménicas, o por mezcla de algunas de ellas.
Y con esto queremos decir que los diagnósticos (o acusaciones) tanto de etnocentrismo,
como de relativismo o de pluralismo, son diagnósticos o acusaciones imposibles, si nos
mantenemos en un terreno científico o filosófico. Son diagnósticos o acusaciones que
sólo podrán mantenerse en el terreno doxográfico de las opiniones confusas y oscuras
acerca de las nebulosas ideológicas que se forman en una coyuntura determinada. ¿Acaso
puede admitirse, en el terreno científico, como diagnóstico psicológico o psiquiátrico, la
posesión o la obsesión diabólica? Pero, según nuestra tesis, el diagnóstico de
etnocentrismo o el de relativismo, en el terreno de la Antropología, no va más allá de lo
que pudiera ir el diagnóstico de posesión diabólica, o el de obsesión diabólica, en el
terreno de la Psiquiatría.

5. Reducción de las esferas culturales sustantivas a esferas culturales fenoménicas

No existen esferas culturales dotadas de una identidad sustantiva. Esas esferas sólo
tienen una identidad fenoménica, la suficiente para comenzar a organizar las
descripciones etnográficas y etnológicas pertinentes.

Identidades fenoménicas, porque su unidad se resuelve en un sistema, conglomerado


o concatenación, ya sea de rasgos culturales (pautas, instituciones, elementos) pero
también naturales (raciales, por ejemplo) o terciogenéricas (como puedan serlo las
relaciones pitagóricas del triángulo rectángulo, que no son ni naturales ni culturales, y
esto dicho frente a los dualistas que siguen considerando como un principio fundamental
el de la distinción en el Universo entre la Naturaleza y la Cultura, una última pulsación
acaso de la antigua distinción entre la Materia y el Espíritu).

Ahora bien: la reducción de las esferas culturales, dotadas de identidad sustancial, a


la condición de esferas culturales dotadas de unidad fenoménica, no debe ser confundida
con la reducción de la teoría de las esferas culturales a alguna de las teorías
agregacionistas de la cultura (a la teoría de los mosaicos culturales, por ejemplo). La clave
de estas últimas teorías podemos ponerla en un proceso de «sustantivación de las partes»
(de los rasgos, pautas, elementos) enfrentado al proceso de «sustantivación del todo
complejo» que conduce a la esfera cultural sustantiva.

Pero también la sustantivación de las partes sería gratuita: una esfera cultural no es
el resultado de la agregación de supuestos elementos culturales (que algunos
llaman memes) preexistentes. Los elementos o rasgos culturales son figuras que se
conforman a partir de las propias totalidades fenoménicas, y precisamente en el momento
en que estas se descomponen o despiezan en partes formales en el mismo proceso del
choque cultural. Tampoco los ojos, o las frentes, como pensaba Empédocles,
preexistieron a los animales que se hubieran podido formar a partir de la unión de esos
«miembros solitarios» que habrían dado lugar, primero, a monstruos horrorosos que la
adaptación al medio tendría que haber pulimentado poco a poco. Un hueso fémur no
precede al organismo vertebrado, pero una vez formado puede ser extraído del animal,
conformándose como una figura, elemento, valor o contravalor de la fábrica orgánica.
Los elementos, rasgos, instituciones culturales... no son previos a las esferas culturales
fenoménicas, pero pueden ser despiezados, transportados e incorporados, con las
deformaciones eventuales, a otras esferas culturales, o bien como elementos con
capacidad de integración con otras partes suyas, o bien como elementos con capacidad

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disolvente del conjunto fenoménico constituido por una esfera cultural dada. Y todo esto
sin perjuicio de que la incorporación de un elemento o rasgo procedente de una esfera
cultural dada a otra, no sea siempre «limpia», puesto que arrastrará casi siempre otros
elementos, astillas o rasgos de la esfera cultural de origen.

6. No existen conflictos de culturas, pero tampoco integración de culturas o


relativismo cultural

No cabe hablar, según lo que hemos dicho, por tanto, de conflictos de culturas, o de
conflictos de civilizaciones; tampoco cabrá hablar de integración o de expansión de
culturas. Todas estas expresiones habrían de ser reexpuestas en términos de conflictos de
elementos culturales, o de integración, o de difusión de elementos o rasgos culturales. Por
ello, quien considere a un elemento cultural (pongamos por caso, el sistema democrático)
como universal, no podrá sin más ser acusado de etnocentrismo. Menos aún podrá ser
acusado de etnocentrismo (o de monismo cultural) quien reconozca y defienda la
universalidad del teorema de Pitágoras, como elemento desprendido, no ya de la cultura
griega, sino de toda cultura, como estructura válida para todas las culturas, por encima de
cualquier relativismo.

Niembro, 23 de marzo de 2002


Gustavo Bueno

Mundialización y Globalización

Gustavo Bueno

Se intenta determinar un criterio objetivo que permita establecer una diferencia entre los
términos, usualmente confundidos, de Mundialización y Globalización.

1. He aquí dos términos de máxima actualidad que en nuestros días están en boca de
todos, tanto en las bocas de los altos funcionarios, políticos o banqueros que se reúnen en
edificios bien protegidos policialmente de ciudades como Seattle, Davos, Gotemburgo, Génova,
como en la boca de quienes acuden a esas ciudades a las manifestaciones «anti-globalización»
(o, por un modelo alternativo de globalización) o, sencillamente, se reúnen en lugares elegidos
por ellos (Portobello, por ejemplo).

«Todo el mundo» –puede decirse– tienen sus propios saberes y opiniones sobre la
«globalización», otras veces designada como «mundialización». Pero ocurre que estos saberes
y opiniones, ya sean técnicos, científicos o ideológicos, son muy diversos. Un teólogo católico,
un teólogo protestante o un ortodoxo –por no decir un musulmán, un hebreo o un confuciano–
tendrá probablemente un concepto de la globalización y de la mundialización muy distinto del
que pueda tener un economista tecnócrata, demócrata y agnóstico, un marxista, un «demócrata
participativo», un anarquista o un humanista-indigenista.

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Tendría por ello poco sentido que, por mi parte, aprovechase esta solemne ocasión para
exponer mis propias opiniones sobre el particular, como si los ilustres miembros de un auditorio
tan distinguido como el presente, que ya tiene sus propias opiniones formadas al respecto,
necesitasen conocer con urgencia una opinión más; una opinión que, ni ellos ni yo, podríamos
en ningún caso considerar como sabiduría llovida del cielo, cuya importancia o novedad
justificase o exigiese su inmediata revelación.

2. Entonces ¿por qué he aceptado una tarea tan comprometida, por qué me he decidido a
enfrentarme, en general, con las ideas de mundialización y de globalización? Sencillamente
porque yo no voy a hablar propiamente de la globalización, ni voy a hablar de la mundialización,
en sí mismas consideradas. No se alarmen. No voy, por ello a «salirme» del tema anunciado:
voy a hablar de las relaciones entre estas dos Ideas.
Es evidente que para hablar de las relaciones entre los términos de un modo que no sea
estrictamente algebraico es necesario tener en cuenta la materia, significado o contenido de
estos términos. Sin embargo, cuando nos mantenemos estrictamente en la consideración de sus
relaciones, la materia, significado o contenido de los
términos globalización y mundialización, aunque no pueda ser eliminada, si puede ser
«desviada» en nuestro tratamiento de su posición frontal, de suerte que en lugar de ofrecérsenos
como materia directa se nos ofrezca como materia oblicua. No es lo mismo tratar en directo del
punto y de la recta como elementos de la Geometría de Euclides que tratar de sus relaciones,
de suerte que puedan quedar desviados, en perspectiva oblicua (y acaso definitiva, según el
formalismo de Hilbert) sus supuestos contenidos absolutos.
3. Ahora bien, ocurre que tampoco existe unanimidad, consenso o acuerdo en el momento
de caracterizar la naturaleza de las relaciones que ligan a los
términos mundialización y globalización. Nuestra primera tarea habrá de consistir, en
consecuencia, en clasificar estas opiniones (o teorías para algunos) sobre tales relaciones.
Y el criterio de clasificación más inmediato que conozco es el que pone a un lado las
relaciones de identidad (esencial, sin perjuicio de diferencias accidentales o secundarias) y al
otro las relaciones que dicen diferencias. Podríamos entonces distinguir dos grandes familias o
grupos de opiniones o teorías al respecto.

4. En el primer grupo incluiremos a todas las opiniones o teorías que defiendan de algún
modo la tesis según la cual los términos mundialización y globalización son equiparables porque
dicen lo mismo en esencia y porque sus diferencias no serían tanto reales (o conceptuales)
cuanto verbales («semánticas», decían ya, en casos como éste, algunos procuradores en Cortes
de hace treinta años y siguen diciendo hoy algunos diputados del Parlamento democrático).
Algunos teóricos de este grupo precisarán el alcance de la expresión «diferencias verbales», a
través de las diferencias que puedan existir entre dos lenguas reconocidas, como puedan serlo
el inglés o el español. «Globalización», dirán algunos, sería término propio de la lengua inglesa
y su utilización en español, en competencia con el término «mundialización», constituiría un
anglicismo que muchos puristas desearían ver borrado (así se expresó el señor Enrique V.
Iglesias, Presidente del Banco Interamericano de Desarrollo en una conversación que
mantuvimos en Oviedo el día en que fue nombrado «Hijo adoptivo» de la ciudad). Decir
«globalización» en lugar de decir «mundialización», sería como decir «oftalmólogo» en lugar de
decir «oculista». Habrá matices diferenciales, sin duda (no hay dos términos enteramente
sinónimos), pero estos matices serían considerados irrelevantes cuanto a las «esencias».

Ahora bien, las teorías u opiniones incluidas en este primer grupo no nos parecen bien
fundadas. Ni siquiera en virtud de las adscripciones lingüísticas que se les atribuyen («globo» y
«global» son términos del español de origen tan latino como «mundo» o «mundial»). La identidad
entre las ideas de globalización y mundialización sólo puede mantenerse en el supuesto (que
constituye una petición de principio) de una definición estipulativa de la mundialización por la
globalización o recíprocamente. Pero una tal equiparación estipulada tendría que saltar por
encima de las diferencias objetivas que cabe advertir y sobre las cuales se apoyan las teorías u
opiniones que incluimos en el segundo grupo.

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Por tanto, si reconocemos los fundamentos como nosotros lo hacemos de las opiniones o
teorías del segundo grupo, la objeción fundamental que dirigimos contra las teorías de la
equiparación no puede ser otra sino la de la ignorantia elenchi.

5. Nos atendremos, por tanto, a las teorías (u opiniones) del grupo segundo, que
comprende a todas aquellas que sostengan la diferencia esencial entre globalización y
mundialización. Ahora bien, los criterios para establecer y valorar estas diferencias pueden ser
de muy distinto orden. Tendremos pues, ante todo, que clasificar estos diferentes «órdenes».

Acaso el criterio más profundo para establecer las diferencias entre estos órdenes sea el
que distinga los fundamentos que se atienen, o bien, (A) a (supuestas) diferencias de orden
material (categorial podríamos decir), o bien (B) las que se atienen a diferencias de orden
estructural, es decir, que tengan que ver con ideas tan generales como las de todo y parte (lo
que será pertinente, en principio teniendo en cuenta que la globalización implica operaciones de
totalización).

En realidad, los criterios (A) vienen a presuponer que los procesos de mundialización y los
de globalización tienen la misma estructura lógico-material, por lo que sus diferencias habría que
tomarlas de los campos categoriales a los cuales se aplican. De este modo, entre los criterios
(A) citaríamos, como los más utilizados, los dos siguientes:

(1) La mundialización y la globalización serían procesos operatorios de la misma estructura,


que se aplicarían a dos campos o fases históricas, por ejemplo, diferentes (aunque formasen
parte de una misma categoría): la mundialización designaría a los procesos de totalización
(social, comercial, política...) que tuvieron lugar en la era de los descubrimientos modernos
(América, principalmente), es decir, en la era de las tecnologías paleotécnicas (en el sentido de
Mumford) aunque tuvieran precedentes; mientras que la globalización se utilizaría de hecho para
designar a los procesos de totalización vinculados a las neotecnologías, principalmente a las que
implican la energía eléctrica (telégrafo, teléfono, automóvil, avión, televisión, Internet...).

Esta distinción, que nos es propuesta de vez en cuando, tiene sin duda un fundamento
cuanto a los conceptos asignados a cada término. Lo que carece ya de todo fundamento es la
asignación a los términos de tales conceptos. Por la misma razón podríamos mudar esta
asignación, llamando globalización a la mundialización o recíprocamente.

Las diferencias en este orden parecen por tanto lingüísticamente gratuitas o puramente
convencionales. Pero sobre todo dejan escapar diferencias de concepto efectivas que están
envueltas, como mostraremos, en los términos globalización y mundialización, y que no habría
por qué desaprovechar.

(2) Mundialización y globalización son procesos de similar estructura pero aplicada a


campos categoriales diferentes. Por ejemplo, el término globalización se aplicaría a la categoría
económica («globalización» designaría al proceso de totalización económica e instrumental,
llevado a cabo sobre todo a raíz del hundimiento de la Unión Soviética y, con ella, la política
bilateral de bloques de la «guerra fría» y la consolidación de un mercado mundial continuo,
descolocación de las empresas multinacionales, abaratamiento de costos, &c.); otros dirán
sencillamente que la globalización no es otra cosa sino la extensión planetaria del modo de
producción capitalista. Esta extensión alcanza a la antigua URSS y a China. En cambio, el
término mundialización, tendría que ver con categorías no estrictamente económicas, sino por
ejemplo, políticas, religiosas, tecnológicas; mundialización equivaldría a «cosmopolitismo», si
tenemos en cuenta que «mundo» traduce ya en los clásicos el termino griego «cosmos».

También esta distinción es gratuita, no cuanto a los conceptos desde luego, sino cuanto a
la asignación de los nombres; puesto que si no se dan otras razones, aunque se admita la
distinción de los conceptos correspondientes (lo que en cualquier caso no es muy claro: las
categorías económicas no son independientes de las tecnológicas o de las políticas), tan gratuito

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sería llamar mundialización a la globalización así entendida, como a lo contrario. Y también
quedarían eclipsados los conceptos obtenidos en ambos términos y que obran en ellos siempre
de un modo más o menos consciente.

6. Estas consideraciones nos advierten sobre la naturaleza de nuestro propósito: lo que


buscamos es una distinción conceptual, desde luego, pero tal que la asignación de los nombres
(«globalización», «mundialización») no sea gratuita, sino que esté justificada, en virtud de que la
diferenciación de los términos corresponda a una diferenciación de los conceptos. ¿Cómo? De
la única manera que cabe la justificación en este terreno: en la propia historia etimológica de los
términos, pero en tanto que esta historia envuelve un proceso de desarrollo («noetológico», en
algún sentido) de ideas holóticas, en este caso, y que suponemos obrando en dicho proceso. No
se trata de apoyarnos simplemente en argumentos etimológico-históricos a fin de justificar, por
así decir, la distinción por la etimología. No somos gramáticos y más bien al revés tratamos de
justificar (o reinterpretar) la etimología y la historia de los términos por la distinción establecida
en el terreno pertinente: aquel en el cual actuase (en los decursos empíricos de la historia de los
conceptos) una lógica capaz de mantener «noetológicamente» el curso de ciertas relaciones
vinculadas a determinadas estructuras (aquí las holóticas). La situación podría compararse con
aquella en la cual el historiador de la Aritmética, va constatando los primeros y sucesivos conatos
de simbolización numérica pero no como meros datos «empíricos», sino en la medida en la que
la sucesión de los diversos intentos puede ser interpretada, al menos, parcialmente, como
resultado de la «lógica interna» en virtud de la cual pueda decirse que es la estructura de la
teoría de los números la que está guiando de algún modo, por razones objetivas, el curso
empírico de los «ensayos» de simbolización numérica.

En nuestro caso, tal es nuestra tesis, la estructura desde la cual nos disponemos a
reinterpretar los datos de la Filología, de la Etimología o de la Lexicografía, es la estructura
holótica, de la que se ocupa la llamada «Teoría de los todos y las partes». Desde esta estructura
los propios datos etimológicos o históricos que arrastran los términos de referencia se
recomponen, al menos parcialmente. Sólo aparentemente podrá parecer, por tanto, que estamos
siendo reabsorbidos por la Filología. La verdad es la contraria: intentamos reabsorber la Filología
en la lógica material y reexponerla desde ella. Dicho de otro modo: de lo que tratamos es de
establecer unas relaciones firmes entre mundialización y globalización tales que estando
objetivamente establecidas de un modo riguroso, sean a la vez asignables a los términos de
referencia (lo que nos permitirá a su vez concluir que estos términos envuelven ya de algún modo
nuestras definiciones). Desde esta perspectiva tratamos de desarrollar una «teoría formal» y
establecer finalmente algunas proposiciones desde las cuales sea posible reinterpretar algunos
hechos.

7. Desde la perspectiva de la teoría holótica, las diferencias entre globalización y


mundialización pueden ser expuestas de modo terminante –según diferencias, insistimos que
habrían de quedar reflejadas en la historia misma de los términos respectivos– de la siguiente
manera.

La globalización es una operación o conjunto de operaciones, realizadas por un sujeto


operatorio o por un grupo cooperativo de sujetos (teniendo en cuenta que cooperación no implica
siempre armonía, sino conflicto entre los sujetos cooperantes). Y es una operación de totalización
cuyo resultado es la construcción de un «globo». Presuponemos, en esta caracterización, que
las operaciones de las que hablamos son manuales («quirúrgicas») y, por tanto, se aplican a
cuerpos, sin olvidar que los símbolos algebraicos o los mapas geográficos son también cuerpos
que referimos a otros cuerpos; por consiguiente, que una totalización, en cuanto es resultado de
operaciones «quirúrgicas» (manuales), ha de entenderse como construcción o configuración de
un cuerpo a partir de partes suyas o de términos que una vez constituido el todo, puedan figurar
retrospectivamente como partes.

¿Y qué es un globo, desde una perspectiva operatoria? Genéticamente, sin duda, es el


resultado de una globalización, lo que significa (para quien creyese que estamos moviéndonos
en un terreno de tautologías) que no cabe suponer dados «globos» previamente a las
operaciones de globalización; sin perjuicio de que, una vez cumplido el resultado de la operación

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podamos segregar este resultado (el globo, en nuestro caso) de acuerdo con los principios
generales de los cursos que venimos denominando alfa-operatorios. Por lo demás, las
operaciones que se resuelven en la conformación de un globo pueden proceder de muchas
maneras, ya sean componiendo, ya sean segregando (el «globo ocular» resulta sin duda de la
disección de tejidos «adheridos» a él en el continuo orgánico). Pero no ya genéticamente, sino
estructuralmente un globo es sencillamente una esfera (o un esferoide); al menos Cicerón dice
que globus, en latín, se corresponde con el término sphairos, en griego. Estructuralmente por
tanto, y cualquiera que haya sido la vía que haya conducido hacia él, un globo es un cuerpo
esférico, de radio finito, cuyo contorno es la superficie esférica y su dintorno es el conjunto de
«partes englobadas» en ellas. Su entorno es el conjunto de cuerpos (esféricos o no) capaces de
incidir sobre el dintorno del globo, susceptible de recibir su influencia.
Por este motivo, una esfera de radio infinito ya no será un globo, sino un concepto
geométrico límite, que no puede ser localizado en ninguna región del mundo «porque su centro
estaría en todas las partes y su circunferencia en ninguna».
El concepto de «globo» no implica por tanto su unicidad y es compatible con una pluralidad
de globos, de globalizaciones. Esto no quiere decir que los diferentes globos o esferas hayan de
distribuirse siempre como una multiplicidad de partes diversas. Pueden estar éstas en
contigüidad y, sobre todo, intersectadas y aun incluidas unas en otras, como si se tratase de
estructuras o de capas concéntricas. Esta es la situación más interesante para nosotros porque
en ella es donde aparece la distinción entre una esfera englobante y otra esfera o
esferas englobadas; relación que en la Lógica de clases suele simbolizarse como relaciones de
inclusión entre clases.

En realidad, las relaciones posibles que cabría establecer entre las esferas o globos son
las consabidas relaciones que en la Lógica de clases se conocen como relaciones de disyunción,
de intersección (parcial) o de inclusión; relaciones que Euler representó precisamente por medio
de círculos o esferas (sin perjuicio de que las clases lógicas fuesen principalmente totalidades
distributivas y los círculos o esferas de Euler fuesen totalidades atributivas).

Sin embargo, a través de la representación de Euler podemos establecer las conexiones


entre las esferas englobantes (de otras esferas) y los géneros de Aristóteles-Porfirio; y, por
consiguiente podremos redefinir el concepto aristotélico-porfiriano de Género
supremo o categoría como una esfera englobante que, a su vez, no está englobada en otra de
su materia, es decir, como una esfera englobante máxima. Pero este es justamente el concepto
lógico-material (topológico) que preside la construcción del concepto de Civilización, tal como lo
expuso Arnold Toynbee; concepto cuyas conexiones con los debates de nuestros días sobre la
«globalización» económica y cultural son evidentes. En efecto, según Toynbee, las civilizaciones,
en las que según él, se repartiría la integridad de la cultura humana, son «globales», porque
ninguna de las unidades que las constituyen puede ser entendida plenamente sin hacer
referencia a la civilización que las abarca. Huntington subraya cómo las civilizaciones, para
Toynbee, «engloban sin ser englobadas». Y añade: una civilización es una «totalidad» que posee
un cierto grado de integración, en la que sus partes están definidas (como dice Melk) por su
relación recíproca con el todo. Una civilización es un «todo complejo», había dicho, un siglo
antes, Tylor.
Sobre esta idea de las civilizaciones englobantes y no englobadas, y de la imposibilidad de
que una civilización incorpore a su ámbito a otras civilizaciones englobantes, se apoya Samuel
P. Huntington en el desarrollo de su teoría sobre el Choque de civilizaciones, a la que los
acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 dieron una inesperada actualidad ideológica. La
teoría del choque de civilizaciones, en este caso el choque entre la civilización occidental y
la civilización islámica, podía servir para «legitimar» y orientar la respuesta de los EEUU, de
acuerdo con la llamada Carta de América, de 14 de febrero de 2002, suscrita también por
Huntington.
8. La globalización dice, en resolución, multiplicidad de globalizaciones, y posibilidades muy
variadas de relaciones (de asimilación, de conflicto, de intersección, &c.) entre ellas. Pero la Idea
de Mundo, tiene una estructura muy diferente. Ante todo, el Mundo no es un todo, y si lo
presentamos como tal, como complexio omnium sustantiarum, será en virtud de meras
operaciones intencionales, y no efectivas, de operaciones metafísicas atribuidas a un Demiurgo
divino.

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Porque el Mundo es una pluralidad que propiamente, no tiene contorno ni, por tanto,
entorno. La Idea de Mundo puede utilizarse en plural, pero con la condición de que esos mundos
(otras veces llamados «universos») no queden «englobados» en los demás, porque entonces se
reducirían a un único Mundo. Ni siquiera deben intersectarse: cada mundo «se vuelve sobre sí
mismo» y precisamente entonces empieza a constituirse como tal, como un universo. No existe
«comisario de exposición» de pintura, organizada en torno a Picasso, Antonio López o a Saura
que no hable del «universo de Picasso», del «universo de Antonio López» o del «universo de
Saura»; lo que quiere decir el señor comisario con ello es probablemente que fuera del conjunto
de cuadros que él controla, los demás cuadros existentes no le interesan, que el conjunto de
cuadros que él controla ha de considerarse por sí mismo, en el recinto de la exposición, y en el
cual los visitantes deberían olvidarse de cualquier otra cosa y, si fuera posible, no salir jamás del
recinto. Un Mundo, cabría decir, no tiene (como si fuese una mónada lebiniziana) «ventanas al
exterior». Cuando Popper habla de «los tres Mundos», también estaba subrayando su presunta
incomunicación; y cuando se habla de «pequeños mundos», «microcosmos», o en general de
los «mundos económicos» se está aludiendo a las supuestas leyes autónomas que regirían para
cada uno de ellos. El mundo es por tanto «autista», único, porque aun cuando reconozcamos
algo fuera de él, no lo consideramos. «Cada persona es un mundo», se dice en este mismo
sentido. Pero con el globo no ocurre esto, porque, como hemos dicho, los globos pueden estar
encajados unos en otros, como en una caja china.

El autismo que es, según esto, constitutivo de la Idea de Mundo, cabe sin embargo
considerarlo como resultado de una operación meramente intencional, puesto que no existe nada
parecido a un «universo Picasso». La «mundialización local», si cabe hablar así, es, por ello
mismo una operación que puede llegar a tener un signo opuesto a la operación globalización.
Pues la globalización, en cuanto englobante, dice incremento o ampliación de materiales
«exteriores» al conjunto inicial; pero la mundialización, si es local, dice restricción, abstracción
de materiales externos. Solamente habría una posibilidad de que una mundialización no fuese
realmente restrictiva, a saber, cuando el mundo sea único, dotado de unicidad. Y este es el caso
del Mundo por antonomasia, el Mundo en cuanto término de la tríada de la metafísica tradicional:
Mundo, Alma, Dios; el Mundo, como decía Mauthner, no admite plural, «por lo que sería una
insolencia hablar de mundos, como si existiera más de uno».

Ahora bien, este Mundo único ha de carecer, como ya hemos dicho de exterioridad y, por
tanto, de contorno. Luego, según lo dicho, no puede considerarse como resultado de una
totalización efectiva. El Mundo, en cuanto se concibe como un todo, resulta de una totalización
imaginaria que sólo puede llevarse a cabo «gracias a Dios». En efecto, «mundo» designaba
originariamente el cofre de la novia, todavía hoy llamamos mundo al baúl. Las joyas y otros útiles
heterogéneos, que constituían el ajuar de la novia, se guardaban en un mundo, en un
receptáculo, cerrado en el entorno, acaso vacío. La metáfora que suponemos pudo dispararse a
partir de esta operación fue la siguiente: ampliar el mundo, el cofre, a extremos infinitos;
considerar al espacio vacío, al receptáculo como un lugar en el que Dios fue depositando su obra
de los seis días, a la manera como la novia depositó sus joyas en el cofre o el emigrante sus
enseres en el baúl. Y con todo esto queremos decir que el Mundo sólo alcanza su sentido como
totalidad «a través de Dios»; pero esta totalidad es imaginaria, porque el Mundo no tiene límites.
Ni siquiera en el caso en el que él se suponga finito: como es sabido Einstein recogió estas ideas
estableciendo que el Mundo es finito pero ilimitado. Y en tanto que los globos o esferas pueden
englobar a otras esferas, como ocurría con las esferas homocéntricas de Eudoxio que, con el
centro en el globo terráqueo iban envolviéndose unas a otras y eran envueltas por la última esfera
englobante o cielo de las estrellas fijas, formaban el Mundo, el cosmos, un sólo Mundo; porque
si un Mundo mayor envolviese al Mundo efectivo, lo refundiría en él formando un único Mundo.
No cabe hablar pues de mundo de mundos como tampoco cabe hablar de nación de naciones.

La mundialización es, según esto, un proceso literalmente opuesto al de la globalización. Y


el único criterio de distinción relativa será éste: el globo es cerrado en sí mismo, mientras que el
mundo desborda toda globalización. Por ello, si la globalización se aplica a las categorías
económicas, la mundialización desbordará estas categorías y acogerá a otras diferentes, de
carácter social, político, religioso, cultura, &c.

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9. De lo que precede deducimos que así como para hablar de mundialización estricta no es
preciso dar parámetros, porque sólo existe una mundialización, para hablar en concreto de
globalización, englobante o englobada, hay que dar parámetros, porque sin ellos el concepto
pierde todo su sentido; además, un cambio de parámetros altera también las relaciones de
globalización que habíamos considerado.

Es obvio que en los debates de nuestros días sobre la globalización, el parámetro es el


Género humano como totalidad que vive precisamente en el Globo terráqueo (en «el Globo», a
secas, como se decía a título de galicismo, en el siglo XVIII); es decir, en la Tierra anterior a los
viajes interplanetarios y a la «colonización de las galaxias», de las que ya se hablaba en el Viaje
a la Luna de Cyrano de Bergerac.

En este terreno hablaríamos mejor de mundialización, en sentido ampliativo. Pero la


globalización, referida a Gea (que algunas escuelas, como las de Lovelock y Margulis, han
considerado como un todo orgánico autoregulado) y a los hombres que viven en ella constituyen
hoy por hoy la globalización límite (englobante y no englobada) si dejamos de lado cualquier
«contacto en la tercera fase». Una globalización que ha de verse como resultado de procesos
de globalización ampliativa sucesiva, procesos cuyo límite sólo tiene sentido positivo si van
referidos a la esfericidad de la Tierra, que puede ser compartida con otras globalizaciones de su
ámbito. Como esquema prototipo de globalización político geográfica de la Humanidad terrestre
podríamos citar el esquema que ofreció Kelsen: un globo terráqueo cuya superficie esférica esté
dividida en círculos (proporcionales a las dimensiones territoriales de cada Estado) y en círculos
que no sean sino las bases de otros tantos conos cuyos vértices confluyan en el centro de la
Tierra.

Desde esta perspectiva el primer proyecto de globalización que podríamos citar habría sido
el del Imperio de Alejandro; y la primera globalización efectiva habría tenido lugar en el siglo XVI,
cuando Carlos I, pudo dar a Juan Sebastián Elcano un «globo terráqueo» con la divisa: Primus
circumdedisti me. Por supuesto esta globalización no podría considerarse como desarrollada en
un terreno estrictamente económico, implicaba también una intención de globalización política y,
por supuesto, cultural y religiosa.

10. Las ideas expuestas sobre la estructura lógico-holótica de la globalización nos permiten
formular tres proposiciones (referidas a la globalización, relativa al parámetro «género humano
terrestre») con las que pondremos fin a nuestro análisis.

Proposición I. La globalización no se termina en la constitución de alguna esfera sustantiva con


«identidad propia». Una globalización, como proceso operatorio es siempre una
concatenación abstracta, morfodinámica, que logra, a partir de una zona previamente
configurada, extender un circuito o torbellino cuya recurrencia o sostenibilidad ampliativa
depende, no solamente de las partes internas de la zona de origen, sino de la capacidad de
absorción de energías del medio o de otras zonas subordinadas.

Proposición II. La globalización, en cuanto totalización, afecta al todo; pero no a la integridad de


sus partes. En la globalización se nos ofrece el todo pero no todas las partes: totum, sed non
totaliter. Aunque cabe advertir una tendencia entre quienes utilizan el término globalización,
sobre todo si lo utilizan críticamente, al suponer que la globalización es totalitaria, en el sentido
integral de todas las partes, de suerte que pueda decirse que «todas ellas han de estar en
todas». Pero muchas de estas partes concatenadas por la globalización, quedarán sin
globalizar; más aún, la globalización próxima a sus límites máximos, puede determinar un
número cada vez mayor de unidades políticas globalizadas (de «globos políticos autónomos»:
antes de la «globalización» de la que hoy hablamos había 80 estados en la ONU; en nuestros
días el número asciende a 184). Todavía más: aun suponiendo que la globalización de un
campo material dado llegase a borrar a otras posibles líneas de globalización, y actuase como
globalización única, no por ello el campo total quedaría «agotado» en el circuito de la
globalización de referencia, porque (en virtud del principio de symploké) muchas partes
permanecerían «deslocalizadas» de ese supuesto circuito globalizador y totalizador.

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Proposición III. La globalización del género humano terrestre sobre la Tierra es una totalización
operativa cuyo sujeto operatorio no puede ser el propio Género humano como totalidad,
puesto que este Género humano es antes un resultado, a lo sumo, que un principio de la
operación. Por consiguiente la globalización, y aun las globalizaciones máximas, han de correr
a cargo de sujetos operatorios parciales. Pero el nombre que mejor conviene a estas partes
orientadas a globalizar a la Humanidad de un modo real es el nombre de Imperio.

Ahora bien: como las globalizaciones máximas pueden partir de «centros diferentes», los
procesos «imperialistas» de globalización si son simultáneos darán lugar necesariamente a
conflictos que no tienen por qué ser interpretados como «conflictos de civilizaciones», sino como
conflictos de proyectos de globalización, si es que a cada proyecto de globalización dado puede
corresponder uno alternativo, una antiglobalización, que casi siempre incluye un proyecto de
globalización alternativa. Una vez terminada la II Guerra Mundial los dos proyectos de
globalización enfrentados durante los largos años de la Guerra Fría fueron el de la Unión
Soviética y el de los Estados Unidos. Derrumbada la Unión Soviética el único proyecto de
globalización efectivo que permanece es el de los Estados Unidos, actuando en funciones de
Imperio universal. Esta es la razón por la cual la globalización por antonomasia puede situarse a
comienzos de los años noventa. Pero otros proyectos de globalización se preparan en contra:
algunos, sin adscripción estatal fija, aunque sean internacionales (como ocurre con los
movimientos «antiglobalización»); otros con adscripciones políticas más o menos precisas, que
podemos llamar el Islam o China.

11. Concluiremos diciendo que una globalización, que tiene como radio un círculo máximo,
por mucha capacidad englobante de otras que posea, siempre podrá ser englobada o
intersectada por otras globalizaciones. Es decir, jamás podemos considerar que, tras una
globalización máxima, habremos conseguido agotar la realidad y dar «fin a la historia». Cualquier
globalización podrá quedar siempre desbordada por otras globalizaciones o por otros procesos
que ni siquiera lo son: cualquier globalización quedará siempre desbordada precisamente por la
realidad misma del Mundo.
Intervención en el acto de recepción del premio Paul Harris,
concedido al autor por el Rotary Club de Oviedo,
ceremonia celebrada en el Auditorio de Oviedo
el sábado 6 de abril de 2002.

Espiritualismo y materialismo
en filosofía de la cultura.
Ciencia de la cultura y filosofía de la
cultura
Gustavo Bueno
Conferencia pronunciada en la Universidad Johannes Gutenberg de Maguncia,
el día 14 de mayo de 2002, al presentar Der Mythos der Kultur.
Sección primera Ciencia de la cultura y filosofía de la cultura. La Tabla I como tabla gnoseológica.
Sección segunda Espiritualismo y materialismo en filosofía de la cultura. La Tabla II como tabla ontológica.

Presentación

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Buenos días. Me agrada poder hablar en Maguncia, una ciudad en la que estuvo muy
presente la filosofía clásica española de Francisco Suárez, especialmente sus Disputationes
Metaphysicae, y la Concordia de Luis de Molina. En primer lugar quisiera agradecer a la
Universidad Johannes Gutenberg, a su Seminario de Filosofía, en especial al señor profesor
Stephan Grätzel, y al señor Andreas Thimm del Estudio General. Es para mi un honor poder
ofrecer aquí esta conferencia. Pido disculpas por su carácter esquemático debido a los límites
de tiempo. Quisiera también disculparme por mi alemán oxidado, que es el alemán de un lector,
no el de un oyente, ni el de un hablante.

Introducción

1. La «Cultura» ha llegado a constituirse, a lo largo de los siglos XIX y XX, en un inmenso


campo abierto a la investigación científico-positiva (investigación diversificada en múltiples
disciplinas que suelen englobarse, desde Heinrich Rickert, mediante el rótulo «ciencias
culturales»).

Pero la «Cultura» es también y simultáneamente asunto inexcusable para la atención


filosófica (y esta atención aparece institucionalizada en una disciplina denominada «filosofía de
la cultura»).

Y así como existen (dentro del conjunto de las «ciencias de la cultura») no sólo disciplinas
muy diferentes, sino también diferentes metodologías científicas (tales como «estructuralismo»,
«funcionalismo», «evolucionismo»...) así también existen diferentes «filosofías de la cultura»
(entre ellas, y como más importantes, consideraremos aquí al «espiritualismo» y al
«materialismo» de la Cultura).

Ahora bien: los dominios extensionales de los términos que acabamos de utilizar (tales
como «ciencia», «filosofía», «funcionalismo», «espiritualismo»...) no tienen límites precisos o
claros; se comportan, más bien, como «conjuntos borrosos», en el sentido de Zadeh. El concepto
de «cultura azteca» es un concepto científico (al menos, es considerado como tal, por la mayoría
de los arqueólogos e historiadores); sin embargo, este concepto esta ejercitando acaso una Idea
de «esfera cultural» cuyo alcance desborda cualquier campo categorial y nos compromete con
determinados presupuestos filosóficos. La interpretación materialista de las culturas es
comúnmente considerada como una alternativa filosófica (más que científica) a la interpretación
espiritualista de la cultura. Sin embargo no faltan escuelas (por ejemplo, la escuela del
«materialismo cultural» de Julian Steward, Leslie White o Marvin Harris) que consideran al
materialismo como condición necesaria par llevar adelante el estudio científico de los fenómenos
culturales; y tampoco faltan escuelas (por ejemplo, las escuelas más o menos próximas al
«idealismo de Baden» tal como se expresa e las obras del «marburgés» E. Cassirer, por ejemplo)
que objetan al materialismo cultural su incapacidad de principio para alcanzar una comprensión
genuina de los fenómenos culturales, interpretados como procesos simbólicos.

Nos encontramos, sin duda, ante «conjuntos borrosos». Pero a la vista de los ejemplos
recién propuestos cabe pensar que la «borrosidad» que parece afectar a todos ellos no es
siempre del mismo género, y que existen formas muy diversas de borrosidad.

Nuestro propósito en esta ocasión es trazar entre estos «conjuntos borrosos» («ciencia de
la cultura», «filosofía de la cultura», «espiritualismo», «materialismo») algunas líneas de
delimitación de carácter abstracto, definidas en el contexto de un determinado «sistema de
coordenadas», con un objetivo no tanto orientado a la transformación (sin duda utópica) de unos
conjuntos borrosos en otros conjuntos claros y distintos, cuanto orientado a establecer y «medir»,
en función de los límites abstractos propuestos, las diferentes variedades de la «borrosidad» que
damos por supuestas. La retícula de paralelos y meridianos que los geógrafos arrojan
intencionalmente sobre la superficie terrestre no discrimina, salvo en el mapa, cuadriculas
incomunicadas, con fronteras nítidas e intraspasables; sin embargo esa retícula artificiosa sirve
precisamente para medir los incesantes procesos de desbordamientos, violaciones e

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interacciones que tiene lugar entre los sectores separados por líneas fronterizas claras y
distintas.

2. Dos son las «retículas» que nos proponemos arrojar sobre el «campo de la cultura» (en
su sentido más amplio, el que opone sin mayores averiguaciones el «campo de la Cultura» a los
«campos de la Naturaleza o de las Matemáticas»).

Ante todo, una retícula, que designaremos como retícula I, a través de la cual pretendemos
establecer criterios pertinentes para determinar los «ámbitos de jurisdicción» de las disciplinas
culturales, tanto de las disciplinas de carácter científico, como de las disciplinas de naturaleza
filosófica.

Pero también otra retícula, que designaremos como retícula II, mediante la cual
pretendemos establecer criterios pertinentes para determinar las diferencias entre las
concepciones ontológicas que podamos reconocer como alternativas doctrinales filosóficas.

La retícula I tiene un alcance eminentemente gnoseológico, si entendemos la Gnoseología


como una teoría de las ciencias positivas contradistinta de la llamada Epistemología, como teoría
del conocimiento; contradistinción que sólo alcanza pleno sentido cuando presuponemos que
una ciencia positiva no tiene por qué ser entendida esencialmente como una forma de
conocimiento (tenemos que remitirnos en esta cuestión a nuestra Teoría del Cierre
Categorial (vol. 1, Pentalfa, Oviedo 1992 ). Pero aun cuando la Gnoseología, en sentido estricto,
se circunscriba al análisis de la estructura de las ciencias positivas, habrá que considerar como
cuestiones obligadas de esa misma Gnoseología a todas aquellas que se refieran al análisis de
disciplinas que, aun no siendo ciencias positivas, utilizan estructuras lógicas muy similares a las
que encontramos en las ciencias positivas (como es el caso de las disciplinas filosóficas, de las
disciplinas jurídico-doctrinales, o de las disciplinas teológico-dogmáticas) y son, por tanto,
contrafiguras, de consideración inexcusable, de las ciencias positivas. (Además, durante amplios
periodos históricos, estas disciplinas han sido consideradas como ciencias deductivas, de rango
similar al de los Elementos de Euclides: las Disputationes Metaphysicae de Francisco Suárez, la
Ethica more geometrico demonstrata de Benito Espinosa, o la Reine Rechtslehre de Hans
Kelsen).
La retícula II que vamos a arrojar sobre el campo de la cultura filosóficamente considerado
tiene una alcance ontológico, puesto que los puntos de referencia que ella utiliza son
precisamente aquellos (de Mundo, de Homine, de Numine) en torno a los cuales se estructuró
la Metaphysica specialis tradicional, desde Hurtado de Mendoza y Francis Bacon hasta Leclerc
o Christian Wolff. Esta organización de la Metaphysica specialis se refleja de algún modo en la
Ontología especial del materialismo filosófico en cuanto doctrina de los tres géneros de
materialidad. La Ontología de la Cultura tiene que ver (suponemos) con todo cuanto se contiene
bajo la rúbrica de la Ontología especial (pero en cambio, carece de toda conexión, al menos
desde un punto de vista materialista, con todo cuanto pueda caer bajo la rúbrica de la Ontología
general, en cuanto doctrina de la materia en su sentido ontológico-general).
Sección I
Ciencia de la cultura y filosofía de la cultura
La Tabla I como tabla gnoseológica.

1. El objetivo de esta sección es la determinación de algún criterio que tenga capacidad


para establecer una línea divisoria general que permita dar cuenta de la diversidad, que
suponemos efectiva, entre los tratamientos técnicos y científico-positivos que han logrado abrirse
camino en los terrenos que englobamos bajo el rótulo general de «campo de los fenómenos
culturales» y los tratamientos de esos mismo campos, muchas veces ya previamente roturados
por las técnicas y las ciencias positivas de la cultura, que reconocemos como filosóficos.

Los problemas implicados en el trazado de una línea divisoria semejante en el campo de


las «categorías culturales» son análogos a los problemas que plantea el trazado de una línea
divisoria general, en el campo de las categorías naturales o matemáticas, entre los tratamientos
técnicos y científico-positivos propios de las técnicas y ciencias positivas de la Naturaleza o del

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mundo matemático y los tratamientos de esos mismos contenidos que suelen ser reconocidos
como filosóficos. Pero los problemas propios de cada uno de estos órdenes de disciplinas, sin
perjuicio de sus analogías, son diferentes en cada caso.

En efecto, mientras que los tratamientos técnicos o científicos-positivos de los campos


físicos, biológicos o matemáticos han logrado una autonomía, incluso un «cierre» peculiar que
permite casi siempre deslindar, o «mantener a raya» al menos, las cuestiones filosóficas aunque
sea negándoles el sentido («¿qué puede decirse acerca del espacio fuera de la Geometría?»
preguntaba hace más de 70 años Moritz Schlick), los tratamientos técnicos o científico-positivos
de los campos culturales casi nunca logran este tipo de «autonomía categorial» y menos aun los
grados propios de un cierre sostenido en sus campos respectivos. Para decirlo en una
terminología bien conocida, aunque muy comprometida y discutible: las técnicas y ciencias
positivas en los campos naturales o matemáticos logran con mucha frecuencia segregar las
cuestiones que tengan que ver con los «juicios de valor» ateniéndose a las «cuestiones de
hecho»; muy pocas metodologías técnicas o científico-positivas aplicadas a los campos de la
cultura pueden «poner entre paréntesis» los valores que afectan a cualquier contenido cultural.
Y esto significará para muchos que cualquier tratamiento técnico o científico-positivo de un
campo cultural entrañará siempre una filosofía más o menos explícita. (Por nuestra parte, no
podemos aceptar estos criterios, que implican la tesis de la «libertad de valoración», en el sentido
de Max Weber, que sería propia de las ciencias positivas, en general, puesto que partimos del
supuesto de que no sólo las ciencias culturales –que, de acuerdo con la tesis de Rickert, dicen
referencia a valores– sino tampoco las ciencias naturales o matemáticas pueden considerarse
como disciplinas absolutamente «libres de valoración»; y en lugar de tales criterios utilizaríamos
otros que la teoría del cierre categorial establece entre las disciplinas, naturales o culturales, que
logran alcanzar un estado alfa-operatorio y las disciplinas, naturales o culturales, que no pueden
rebasar el estado de construcción beta-operatorio).

2. No es este el lugar oportuno para suscitar de nuevo la cuestión de las diferencias entre
las técnicas, tecnologías o ciencias positivas naturales o matemáticas, y las técnicas, tecnologías
o ciencias positivas culturales, que sean reconocidas como tales cualquiera que sea el «grado
de su cientificidad». Nos será suficiente partir, como cuestión de hecho, de la constatación
siguiente: que, al menos las técnicas o investigaciones científicas de los más diversos campos
culturales (y no sólo las investigaciones ejercidas en los campos naturales o matemáticos)
mantienen una firme voluntad de abstención en sus trabajos de cualquier planteamiento
filosófico. El lingüista que investiga el proceso de diptongación de las vocales latinas en las
lenguas románicas, no quiere, ni acaso necesita, saber nada acerca de la «libertad creadora», o
de la «espiritualidad» del lenguaje humano en general; el investigador positivo de las religiones
propias de las más diversas sociedades humanas, primitivas o recientes, no quiere saber nada
(como dice, por ejemplo Evans-Pritchard) acerca de la verdad y ni siquiera del origen de los
dogmas de esas religiones (cuestiones que ninguna filosofía de la religión podría poner entre
paréntesis). También es cierto que tampoco cabe hablar «en general»: mientras que la
antropología del parentesco tiene un ancho margen para investigar, fuera de toda preocupación
filosófica, el origen y aun la verdad funcional de las diferentes formas de familia (la poligamia
tendrá que ver con los pueblos pastores y agricultores, la poliandria, generalmente ligada a la
institución de la «occisión de las hembras recién nacidas», tiene que ver con pueblos que sólo
disponen de terrenos cultivables muy reducidos), en cambio los antropólogos que investigan el
«origen de la Idea de Dios» difícilmente podrán prescindir de todo presupuesto filosófico (las
investigaciones de Wilhelm Schmidt y su escuela presuponían explícitamente la doctrina tomista
de las cinco vías para llegar racionalmente al conocimiento de la Idea de Dios; una doctrina que,
según ellos habrá de suponerse ejercitada ya por los pueblos más primitivos).

A pesar de todo partimos, como si fuese un «hecho académico», del reconocimiento


habitual de las profundas diferencias entre las «disciplina culturales» o «humanísticas», que
mantiene una orientación técnica o científico positiva (la Lingüística, la «Ciencia de la religiones
comparadas», la Historia del arte, o la Antropología política) y las «disciplinas culturales» o
«humanísticas» que mantienen una orientación filosófica (la Filosofía del Lenguaje, La Filosofía
de la Religión, la Filosofía del Arte, la Filosofía Política...). Y este reconocimiento es, en principio,
independiente del alcance y valoración que se otorgue a las disciplinas de las diferentes clases
(es frecuente, por parte de muchos investigadores científico-positivos de la cultura, considerar a

41
las disciplinas filosóficas como mera retórica o, a lo sumo, como ciencia en estado infantil), y al
alcance y valoración de sus relaciones (¿las disciplinas científico-positivas tienen, respecto de
las correspondientes disciplinas filosóficas, una independencia mayor, incluso absoluta, de la
que puedan tener las disciplinas filosóficas respecto de las ciencias positivas? ¿hasta que punto
hay que tener en cuenta la enorme influencia de hecho que sobre las investigaciones realizadas
en el campo de las ciencias culturales han ejercido o siguen ejerciendo escuelas filosóficas tales
como la Fenomenología de Husserl, el Materialismo histórico marxista o el «Existencialismo»?).

3. Por nuestra parte, ensayaremos la aplicación de ciertos criterios procedentes de la teoría


del cierre categorial, que presuponen la organización categorial de los campos susceptibles de
recibir un tratamiento técnico o científico-positivo. Decir que una disciplina está organizada
categorialmente equivale a afirmar que si ella logra resultados efectivos, y no sólo intencionales,
es en la medida en que ella se mantiene en la inmanencia de una categoría, que justamente se
delimita «desde dentro», es decir, a partir de los procesos mismos de construcción tecnológica
o científico positiva. La «organización categorial» de la Geometría excluye la posibilidad de
demostración de un teorema geométrico apelando a métodos sociológicos, o físicos o biológicos;
la «organización categorial» de una ciencia biológica (en la medida en que sea irreducible a la
condición de ciencia físico-química) excluye la posibilidad de construir una morfología orgánica
(la figura de una bacteria, o la de un bazo, o la de un ojo) utilizando únicamente conceptos
bioquímicos. Las construcciones más firmes de la Geometría, de la Mecánica o de la Biología
son aquellas que, procedentes sin duda de construcciones técnicas precursoras, y mediante el
cierre establecido dentro de sus categorías respectivas, logran establecer verdades científicas.
La exaltación, creciente en nuestros días, de las ventajas de la interdisciplinariedad en la
investigación tecnológica y científica perdería todo su sentido si no se tuviese en cuenta la
categoricidad previa de las disciplinas respectivas.
Atendiendo a la etimología del término concepto (que conserva la referencia a las
operaciones manuales que tienen que ver con el capere latino: agarrar con el puño, «cazar»,
ajustar») venimos llamando «conceptos» a todas las configuraciones procedentes de
operaciones técnicas o científicas que logran una delimitación más o menos precisa en su
campo, ya sea (para atenernos al «eje sintáctico») en el terreno de los términos (concepto de
triángulo, de circunferencia, &c., del Libro I de Euclides), ya sea en el terreno de
las relaciones (conceptos de igualdad, de congruencia, de homotecia...) ya sea en el propio
terreno de las operaciones(concepto de adición, producto, diferenciación).
Los conceptos científicos son los ejemplos más plenos de conceptos categoriales estrictos.
Pero por su categoricidad, sin duda no siempre plena (y en muchos caso, deficiente), también
consideraremos como conceptos a muchas figuras técnicas o tecnológicas sobre todo si tienen
un carácter mecánico (por ejemplo el concepto de «motor de dos cilindros») pero también si
mantienen un carácter mágico (el ceremonial romano conocido como suovetaurilia podría
considerarse como un concepto cuya naturaleza «mágica» no supone la ausencia de una
voluntad de delimitación positiva de un campo de influencia propio: si el análisis de Hofpner es
aceptado, el oficiante comenzaba delimitando –es decir conceptualizando de modo positivo– el
área en la cual podría ejercerse «bajo control» su poder mágico, haciendo dar tres vueltas
alrededor del terreno marcado al cerdo, al carnero y al toro, a los cuales sacrificaría más tarde a
fin de conseguir que su sangre comunicase su energía al campo laborable).
Ahora bien, es suposición central de la teoría del cierre categorial que la conceptualización
de los términos, operaciones y relaciones de un campo categorial dado no «agota» la materia
real contenida en ese campo. La morfología de un bazo, de un pulmón o de una bacteria, no
«agota» la integridad de la materia contenida en el bazo, en el pulmón, o en la bacteria. La
configuración triangular no «agota» la realidad de la materia configurada triangularmente.

Este carácter abstracto de la conceptuación categorial explica, por un lado, la posibilidad


de la interdisciplinariedad, en cuanto al desarrollo de nuevas construcciones tecnológicas o
científicas; pero explica, por otro lado, la posibilidad de las Ideas entendidas como resultantes
de la confrontación de conceptos vinculados a diferentes categorías, en el momento en el cual
estas categorías estén siendo «desbordadas» precisamente en función de la comunidad de
materiales que no quedan agotados por la conceptuaciones correspondientes. Según esto las
Ideas, ni «bajan del cielo» (como pudo pensar San Agustín o Descartes) ni «emanan de la
conciencia o de la razón pura» funcionando en régimen de «vacío» de cualquier contenido
categorial (como pensó Kant, y sucesores). Ni son, por consiguiente, intemporales o coeternas:

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las Ideas tienen una historia, y, por ejemplo, la propia Idea de Dios de la Teología natural, lejos
de ser una Idea eterna solo habrá comenzado a funcionar en sociedades civilizadas
relativamente recientes del primer milenio anterior a nuestra era.

Las Ideas proceden, en suma, de conceptuaciones previas; de conceptuaciones


tecnológicas o científicas. Si nos atenemos a las tres Ideas por antonomasia de la tradición
escolástica vigente aún en Kant (es decir, a la Idea de Mundo, la Idea de Hombre y la Idea de
Dios), podemos ensayar esta tesis: la Idea de Mundo no sería una suerte de «secreción» de la
razón pura funcionando por silogismos hipotéticos, sino una construcción límite procedente
acaso de un objeto técnico, el «cofre de la novia» (o mundus) ampliado a dimensiones tales que
lo hagan capaz de contener a todas las «joyas» que Dios creador haya podido ir introduciendo
en su interior. Ni la Idea de Dios procedería de lo alto, ni de la razón subjetiva pura ejercitando
los silogismos disyuntivos, sino de las experiencias técnicas o políticas con animales numinosos
de muy distintas especies y géneros. Tampoco la Idea de Alma, humana o animal, procede de
vivencias internas dadas en la conciencia, sino de sensaciones «propioceptivas» compuestas
con representaciones de otros hombres o animales que se mueven o se transforman en
cadáveres. Y en cualquier caso, el número de Ideas, que la historia ha ido acumulando rebasa
ampliamente las tres ideas tradicionales.

En la medida en la cual las Ideas derivan de conceptos, cabría considerarlas como


conceptos ampliados transcategoriales o como «conceptos de segundo grado».

Si las disciplinas técnicas o científicas las referimos siempre a formas de conceptuación


técnica o científico-positiva, las disciplinas filosóficas las referiremos, siguiendo la tradición
platónica, a la Ideas (Kant, como es sabido, ensayó la redefinición de la filosofía metafísica por
su referencia a las tres Ideas consabidas, a la Idea antropológica, a la Cosmológica, y a la
Teológica)

Las fórmulas precedentes permiten ensayar una concepción de la filosofía más precisa
(incluso más positiva) de la que puedan alcanzar las concepciones de la filosofía como
«investigación de la primeras causas» o de los «primeros principios» o como «meditación sobre
el Ser» o «meditación sobre la Nada» o «meditación sobre la Muerte». Entendemos la filosofía,
tal como se ha desarrollado históricamente en la tradición helénica, como análisis y confrontación
de las Ideas, por oposición al análisis y confrontación de los conceptos que caracterizan a las
ciencias positivas. Y en la medida en que las Ideas procedan de conceptos, reconoceremos
como característica de la filosofía la condición de saber de segundo grado.

4. Si aplicamos ahora la distinción entre conceptos e Ideas a los «campos de la Cultura»


obtendremos la posibilidad teórica de clasificar los términos de la constelación semántica
«cultura» (aunque estos términos, en cuanto a sus significantes, no se reduzcan al significante
mismo «Cultura», como pueda ser el caso de los términos paideia, crianza, Bildung,...) en dos
grandes clases: aquella a la que pertenecen los términos culturales que expresan conceptos
culturales y aquella otra en la que puedan incluirse los términos que expresan Ideas vinculadas
a la cultura o a los componentes de la cultura. Los términos o significantes que están afectados
por el «coeficiente cultural» expresarán muchas veces acepciones del propio significante
«cultura»; otras veces serán términos que expresan conceptos o Ideas que forman parte del
entramado de algún campo cultural, y no, por ejemplo, del entramado de algún campo natural:
«vaso campaniforme» es un significante que nos remite a un campo cultural; termes lucifugus es
un significante que nos remite a un campo natural.
Ahora bien, la clasificación de los términos culturales en estas dos clases «teóricas» no es
obviamente la única clasificación posible y pertinente en cualquier contexto. Cabe ensayar otros
criterios de clasificación relativamente independientes del criterio según el cual distinguiremos
los conceptos y las ideas de cultura; independencia que no ha de entenderse
como separabilidad absoluta de las diversas clasificaciones, sino como disociabilidad de las
mismas, a saber, la que se deriva de la posibilidad de componer o «cruzar» las clases obtenidas
a partir de un criterio determinado con las clases obtenidas a partir de otro criterio. Si lográsemos
determinar un conjunto de criterios que pudieran cruzarse mutuamente (lo que garantizaría su

43
disociabilidad), podríamos afirmar que nos encontraríamos ante un sistema clasificatorio que
podría ser representado en una tabla de clasificación (en este caso, la Tabla I).

A continuación presentamos un sistema de cuatro criterios de clasificación de los términos


que expresan o bien acepciones del propio término «cultura» o equivalentes, o bien otros de
términos de su misma constelación semántica.

5. El primer criterio que tendremos en cuenta es el que resulta de la aplicación al campo de


la cultura de la distinción general que venimos considerando, a saber, la distinción entre
conceptos e Ideas. Según este criterio (decisivo, frente a quienes tienden a considerar que todo
pensamiento sobre la cultura implica ya una Idea de la cultura) los términos que tienen que ver
con la Cultura se clasificarán en uno de estos dos grupos: el de los «conceptos culturales», y el
de las «Ideas sobre la Cultura».

A tenor de la distinción general, veremos a los conceptos culturales como determinaciones


de un campo cultural en el que una parte aparece «recortada» respecto de otras partes de ese
campo. Según esto, los conceptos culturales estarían construidos desde una
perspectiva diamérica, respecto del campo cultural de referencia. El concepto cultural «cultura
azteca» se delimita frente al concepto de «cultura maya» o frente al concepto de «cultura
incaica». En cambio, las Ideas que tiene que ver con los campos culturales estarían en principio
organizadas desde una perspectiva metamérica respecto de los campos culturales considerados
en su propia inmanencia. Estas ideas se organizarían preferentemente en el momento en el cual
los conceptos culturales, en lugar de mantenerse en su contextos diaméricos propios, se
considerasen según las conexiones que ellos puedan mantener con otros términos «exteriores»
a las partes constitutivas del campo cultural.
Por lo demás, y en general, las Ideas culturales presupondrían conceptos culturales
previos. La Idea de cultura, en concreto, lejos de «bajar del cielo» o «emanar de la conciencia
pura de los hombres» (como hoy pretenden diversas escuelas idealistas) proceden de conceptos
y aun de conceptos técnicos previamente establecidos. Sabido es que la Idea de cultura
animi (expresión que, en Cicerón y en otros clásicos latinos, desempeña la función de una Idea,
y no meramente de un concepto, sin perjuicio de que, a su vez, esta Idea pueda ser reducida a
la condición de un concepto de Cultura que se desprenderá ulteriormente de la Idea) procede
del concepto técnico de agri-cultura; un concepto operatorio que nos remite a las operaciones de
labrar, sembrar o cosechar las tierras vírgenes («naturales»). La expresión «cultura» sigue
significando en español hasta el siglo XVIII y XIX el mismo concepto técnico original vinculado a
la agricultura («culturas de Oviedo» = cultivos o campos cultivados en los alrededores de Oviedo;
y lo que es más interesante, dado el contexto lingüístico, es un cartel que puede leerse en
Maguncia –y que había sido recuperado en el departamento del profesor Grätzel– con la
inscripción: Kulturen betreten vervoten, es decir, «Prohibido entrar en los cultivos»). Ahora bien:
cuando metafóricamente se sustituyen las tierras vírgenes (sin cultivar) por las almas salvajes
(infantiles, intactas) comenzaremos a hablar del cultivo de estas almas vírgenes mediante las
disciplinas de la educación o la conformación; un cultivo que dará un nuevo aspecto a las «almas
cultivadas» y unos frutos nuevos. Hablaremos de la cultura animi no tanto como un nuevo
concepto, sino como una Idea que se hará equivalente nada menos que con la Idea
«humanística» del hombre libre: la cultura animi, las «humanidades» –es decir, todo
aquello quoad humanitatem pertinent– definirán a los hombres libres con respecto de las bestias,
pero también con respecto de los esclavos –bestias parlantes– y con respecto de los bárbaros.
La transformación de un concepto categorial de cultura en una Idea de cultura puede tener
lugar de muy diversas maneras. Por ejemplo, partiendo del concepto categorial «Europa»
(concebido como una «esfera cultural») puedo regresar a la Idea universal-distributiva misma de
«esfera cultural», abstrayendo sus componentes específicos; pero puedo también, por vía
de progressus, erigir a «Europa» en el prototipo o modelo atributivo de cualquier otra «esfera
cultural» que aspire a ser considerada como verdaderamente humana (como lo hizo Husserl en
su Krisis).

6. El segundo criterio para clasificar los términos culturales, (tanto si nos remiten a
significados que tienen forma de conceptos como si nos remiten a significados que tengan forma
de Ideas) se apoya en la oposición entre lo que es particular o específico (hablaremos de

44
«términos culturales determinados») y lo que es universal o genérico (respecto del «todo
complejo» constituido por los campos culturales, para seguir la fórmula de Tylor).

Esta distinción es funcional y, por tanto, sus valores dependen de los parámetros que
tomemos en cada caso. En ningún caso habrá que suponer que los conceptos queden del lado
de lo particular o específico mientras que las Ideas deban situarse del lado de lo universal o
genérico. Lo importante es constatar cómo los conceptos culturales pueden alcanzar un grado
notable de indeterminación o generalidad («cultura de un pueblo» es término que suele figurar
como concepto etnológico genuino) y cómo las Ideas culturales pueden mantener su vinculación
a determinaciones particulares muy precisas, como es el caso de la Idea de la latinitaserigida en
la Antigüedad o en el Humanismo renacentista como prototipo de la cultura más genuina.
7. Como tercer criterio de clasificación de los términos culturales tomaremos la distinción
que media entre la cultura subjetual (por ejemplo, la cultura animi) y la cultura objetual. Con la
cultura subjetual tiene que ver todo aquello que se pone en referencia con las modificaciones,
adquisiciones, habilidades, &c., de un sujeto corpóreo operatorio, como sustrato que recibe
hábito o capacidades, ya sea como consecuencia de un cultivo, formación o disciplina
características, ya fuera, si se aceptase el punto de vista teológico o espiritualista, como
consecuencia de una ciencia inmanente e infusa. Lo que tiene que ver con la cultura objetual es
todo aquello que suponga que existe, no ya tanto como residiendo en el sujeto operatorio, cuando
actuando fuera de él, ya sea como Cultura extrasomática material, ya como Cultura intersubjetual
(intersomática o social). Para decirlo de un modo más expresivo: mientras que la Cultura
subjetual se sostiene en el sujeto operatorio, es el sujeto operatorio quien aparece sostenido y
envuelto por la Cultura objetiva.

Es muy importante tener en cuenta que la distinción entre cultura subjetual y cultura objetual
no ha de entenderse simplemente como una distinción entre dos entidades exteriores, que acaso
sean capaces de yuxtaponerse o de coexistir pacífica o polémicamente. La oposición entre estas
dos modulaciones de la cultura se parece más a la oposición que los geómetras llaman
«oposición dual» (como pueda serlo la oposición que media entre el punto y la recta del plano
euclídeo). En la oposición dual, cada término presupone el opuesto y aun se define por su
mediación: el punto es la intersección de infinitas rectas y la recta es una coalineación de infinitos
puntos. Desde una perspectiva materialista, no hay posibilidad de admitir una cultura subjetual
que no diga referencia a la cultura objetual, como tampoco hay posibilidad de admitir una cultura
objetual que no diga referencia, al menos oblicua, a una cultura subjetual.

8. El cuarto y último criterio que tendremos en cuenta se acoge a la conocida distinción de


Pike entre la perspectiva emic y etic. Estas perspectivas se constituyen según que, en el
momento del análisis, nos situemos o bien en el punto de vista del agente, o bien fuera de él. La
distinción de Pike, expuesta desde coordenadas espiritualista es susceptible de una
reconstrucción materialista (puede verse nuestro libro Nosotros y Ellos, Pentalfa, Oviedo 1990).
Aplicada al campo que nos ocupa, convendría advertir que la distinción emic/etic puede
incorporar respectivamente, o bien la actitud práctica («comprometida») del analista que
identifica o rechaza los contenidos culturales considerados (por tanto, la actitud de quien valora,
positiva o negativamente, estos contenidos) o bien la actitud distante (o «no comprometida»,
llamada a veces «especulativa») de quien pretende mantener una actitud neutral («libre de
valoración»). La situación «desde fuera» es ambigua dado el carácter negativo de su definición
(«no emic»). Son posibles muchas perspectivas «exteriores», existen muchas plataformas
externas respecto de un contenido cultural determinado.
¿Y cómo es posible reconocer siquiera la posibilidad de situarse etic no ya ante una
determinación cultural cualquiera sino ante la cultura humana en general? Sugerimos que acaso
sea el punto de vista de la Etología el único que abre la posibilidad (al menos desde las
coordenadas del materialismo) de una consideración etic de las culturas humanas en general.

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Tabla I
Conceptos de Cultura e Ideas de Cultura
(gnoseológica)
Criterio 1 Conceptos Ideas Criterio 1
Criterio 2 (de Cultura) (de Cultura) Criterio 4
1a 2a 5a 6a
Mi habilidad para Mis «culturas» Habitus Latinitas Perspectiva
injertar árboles (cultivos, tierras Cultura animi Europa(Husserl, emic
cultivadas) Ortega)
Cultura 1b 2b 5b 6b
determinada
(a esferas o a
Habilidades de Otras culturas Educación La cultura
componentes injertar abribuidas a (mesopotámicas, Paideia egipcia como
culturales) otros hombres mayas), otros Bildung matriz de otras Perspectiva
componentes culturas etic

culturales
(cabezas
jíbaras)
3a 4a 7a 8a
Educación, paideia... Instituciones Espiritualismo Espiritualismo
de las sociedades culturales de humanista sobrehumanista Perspectiva
en general casa sociedad, emic

«culturas
circunscritas»
Cultura
Indeterminada 3b 4b 7b 8b
Totalizaciones fenoménicas Naturalismo Materialismo
(subjetivas y objetivas) de esferas y anticultural o cultural
Perspectiva
componentes en el sentido de Tylor infracultural Espiritualismo etic
organicista
(Frobenius,
Spengler)
Cultura desde
Criterio 2 Cultura desde Cultura desde Cultura desde Criterio 4
perspectiva
Criterio 3 perspectiva subjetual perspectiva objetual perspectiva objetual Criterio 3
subjetual
Sección II
Espiritualismo y materialismo en filosofía de la cultura
La Tabla II como tabla ontológica.
1. En la Introducción a este ensayo hemos presentado la Ontología de la Cultura como un
análisis de la Idea de Cultura (y, a su través, de los conceptos de cultura) definido, no ya tanto
como una penetración «en el ser de la Cultura» en si mismo o absolutamente considerado, sino
como una confrontación de la Idea de Cultura (y a su través, de los conceptos de Cultura) con
los tres núcleos en torno a los cuales se organizó tradicionalmente la Metaphysica specialis: el de
Natura, el de Homine y el de Numine. (Dejamos de lado la cuestiones que podría suscitarse al
confrontar la Idea de Cultura con el «Ser» en cuanto núcleo de la Metaphysica generalis). Los
tres núcleos de la Methaphysica specialis se reflejan en la Ontología Especial materialista a
través respectivamente de los Tres Géneros Máximos de materialidad: la materialidad
primogenérica (M1, coordinable con la Idea Cosmológica), la materialidad segundo genérica (M2,
coordinable con la Idea Antropológica), y la materialidad terciogenérica (M3, coordinable con la
Idea Teológica). En los Ensayos materialistas del autor (Taurus, Madrid 1972) y en el
opúsculo Materia (Oviedo, Pentalfa 1990, que corresponde al artículo encargado por
la Europäische Enzyklopädie zur Philosophie und Wissenschaften que dirige el profesor Hans
Jörg Sandkühler) puede encontrarse una exposición más detallada de estas cuestiones.

En la ocasión presente, se trata de utilizar los tres géneros de la materialidad como criterios
para establecer las principales ideas alternativas a través de las cuales se nos presenta la
posibilidad de reconocer una «Ontología de la Cultura» o, si se prefiere, una Filosofía de la
Cultura desarrollada desde una perspectiva ontológica, antes que desde una perspectiva
gnoseológica.

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2. Al confrontar las ideas sobre la cultura con la Idea Cosmológica (M1) constatamos, como
alternativa fundamental, la posibilidad de desarrollar la Idea de Cultura en la línea del
espiritualismo por un lado, o, por otro lado, la posibilidad de desarrollar la Idea de Cultura en la
línea del materialismo.
Cuando hablamos de «espiritualismo» nos referimos a la acepción filosófica y no
meramente mitológica (que es la que interesa a los etnólogos y antropólogos) de este término.
En efecto, «espiritualismo» como concepto etnológico (muy próximo al concepto de «animismo»,
tal como lo expuso Tylor) designa un conjunto de creencias (extendidas en la mayor parte de las
sociedades, y no sólo «subdesarrolladas», sino también «desarrolladas») según las cuales
existen ciertas entidades incorpóreas (o dotadas de cuerpos sutiles, de naturaleza
gaseosa, pneuma) que, o bien residen en el interior de los cuerpos orgánicos (animales,
hombres) pero pudiendo en general desprenderse de ellos en ocasiones determinadas, o bien
residen en lugares cercanos a la Tierra (por ejemplo en su envoltura atmosférica) o, a veces, en
lugares lejanos a la Tierra ocupados por los planetas o por las estrellas fijas. Estos espíritus, son
conocidos como animas, demonios o entidades espirituales (en el «espiritismo»).
La concepción filosófica del espíritu (aunque tiene que ver sin duda con los «conceptos
etnológicos»), es más abstracta. Espíritu, desde el punto de vista del sistema hilemórfico de los
antiguos, es una Idea límite; en el sistema hilemórfico, toda entidad real, finita y corpórea ha de
considerarse como compuesta de un principio pasivo llamado materia (hyle) y de uno activo
llamado forma (morfé). Ahora bien, del compuesto hilemórfico derivarían, por abstracción y paso
al límite, por un lado la Idea de una «Materia amorfa» (separada de toda forma), que algunos
identificarán con una «materia prima» común y aún previa a todas las entidades existentes, y,
por otro lado, la Idea de una «Formas separadas» (de la materia) pero conservando el principio
de su actividad y, por tanto, su «inteligencia», que culminará en la Forma Suprema, entendida
como Acto Puro en la tradición aristotélica. Las entidades espirituales, en cuanto formas activas
separadas, en tanto siguen constituyendo parte del Mundo natural o cósmico serán identificadas
una veces con la almas espirituales actuantes en los hombres (según la tradición agustiniana,
renovada en la época moderna por Gómez Pereira –en su doctrina del automatismo de las
bestias– y por Descartes) o bien con las formas separadas activas identificadas con los ángeles
entendidos como Inteligencias Separadas (Suárez, Disputación XXXV).

Si quisiéramos establecer un común denominador entre el espiritualismo etnológico y el


filosófico, frente al materialismo (a fin de evitar las dificultades que presenta una definición directa
de la materia) acaso el mejor procedimiento fuera acudir a la mediación de la Idea de la Vida.
Con relación a esta idea definiríamos el espiritualismo como el rótulo de toda concepción que
admite la posibilidad de la vida de entidades separadas de los cuerpos orgánicos; en función de
esta Idea definiríamos el materialismo como el rótulo de cualquier concepción que vincula
internamente la vida a los cuerpos orgánicos. En el sistema de Gómez Pereira o en el de
Descartes, por ejemplo, se presupone que el espíritu incorpóreo sigue viviendo aún cuando el
cuerpo orgánico (un autómata), sobre el cual el actúa, haya sido descompuesto. Y cuando ese
espíritu actúa sobre la máquina orgánica, se supondrá que su vida y, en general, su actividad es
independiente del movimiento de esa máquina que, en cuanto automática, ni siquiera podría
decirse que vive, y menos aun que siente, percibe, desea o piensa.

Ahora bien: el espiritualismo, definido como forma separada activa, es una idea que se
recorta obviamente en el ámbito de la Idea Cosmológica, mediante un postulado de desconexión
de ciertos contenidos de esta Idea respecto de los restantes. Las formas separadas activas
podrán ser concebidas como partes de la Naturaleza, e incluso podrán ser consideradas como
espíritus actuantes y en cierto modo vivientes («la cultura como ser viviente») en la medida en la
cual se les supone una capacidad creadora, una «vis activa» independiente del resto de las
partes del universo cósmico (y esto sin perjuicio de que, a veces, pueda concebírselas como
dependientes de un Espíritu universal cósmico y a veces trascendente, de naturaleza divina).

El materialismo, en cambio, niega la posibilidad de que existan entidades espirituales, y


entre otras razones, porque si se aceptase esta posibilidad quedaría en entredicho el llamado
«Principio de la conservación de la energía» (que se levantó precisamente en contra de ese
género de espiritualismo biologista que, durante el XIX, se denominó «vitalismo»).

47
Así definidos tanto el espiritualismo, como el materialismo se nos presentan como
alternativas que se abren camino en el ámbito mismo de la Idea Cósmica, de la «Naturaleza».

Y cuando aplicamos estas definiciones del espiritualismo y del materialismo al campo de la


cultura tendremos que considerar como espiritualistas a todas aquellas concepciones que
atribuyan la génesis y estructura de las formas culturales a un proceso creador o «poietico», que
«emerge» acaso de algún sustrato humano, de algunos o de todos los pueblos y que se
despliega orientado por un destino propio independiente de la materia corpórea a la que acaso
utiliza instrumentalmente. Hablaremos de materialismo cultural cuando reconozcamos la
necesidad de descubrir en cualquier proceso de «creación» o «producción cultural» la influencia
determinante de otras formas o energías corpóreas, orgánicas (humanas o protohumanas),
inicialmente pre-culturales; influencia a través de la cual el desarrollo de las formas culturales
habría de quedar «intercalado» en procesos cósmicos «envolventes» y muy especialmente
vinculado con los procesos de formación y desarrollo de las llamadas «culturas animales».

3. Cuando confrontamos la Idea de Cultura con la Idea antropológica (en la que se


contienen fundamentalmente los sujetos operatorios) las alternativas de desarrollo son múltiples,
pero podríamos reducirlas a las siguientes:

(a) una alternativa humanista que tiende a identificar la Idea de Hombre con la Idea de
Cultura. La habitual definición del hombre como «animal cultural» realiza plenamente esta
alternativa, tanto si la definición se interpreta en la línea del espiritualismo, como si se interpreta
en la línea del materialismo cultural.

(b) una segunda alternativa se abrirá a quienes estén dispuestos a separar la Idea
antropológica de la Idea de Cultura. Alternativa de algún modo «ahumanística», que podría
desplegarse en dos versiones: la que considere a la Cultura como una realidad que se mantiene
«por encima del hombre», que quedará por tanto desbordado por la Cultura («culturalismo
sobrehumanista») y la que considera a la Cultura como una realidad que habría que considerar
como una entidad que permanece por «debajo del hombre» a quien llegará a corromper
(vestigios de este «infrahumanismo de la cultura» pueden perseguirse en una tradición que va
desde los cínicos hasta Rousseau y que encuentra hoy grandes defensores en militantes
«contraculturales», al modo de Zerzan). También los «antihumanistas radicales» pueden
mantener actitudes contraculturales cuando consideran a las culturas humanas como meros
«aparatos ortopédicos» habilitados por el «mono mal nacido» (Bolk, Daqué, Klages).

(c) una tercera alternativa se presentará cuando la cultura sea interpretada como un
proceso que no es propiamente ni humano, ni infrahumano ni sobrehumano, sino sencillamente
como un proceso praeterhumano. La génesis y el desarrollo de la cultura tendrá lugar ahora a
través del hombre; pero éste se mantendrá en sus propios ritmos antropológicos característicos,
que no tienen mucho que ver con los ritmos propios del desarrollo histórico de las culturas.
4. La confrontación, en tercer lugar, de la Idea de Cultura con la Idea teológica es obligada
para todo aquel que tome en serio la tesis del origen histórico de la Idea moderna de Cultura, tal
como se presenta en El Mito de la Cultura, en el que se ha esbozado la tesis según la cual la
Idea moderna de Cultura (y, con ella, los principales contenidos que la integran: lenguajes,
religiones, sistemas políticas, artes, moral, &c.) no ha brotado «ex nihilo» sino que es resultado
del proceso de disolución de la Idea medieval teológico-dogmática del Reino de la
Gracia (otorgada por el Espíritu Santo) y de su sustitución, más o menos secularizada, por
un Reino de la Cultura (expresión del «Espíritu del Pueblo»). Un Reino de la Cultura llamado a
ejercer las funciones del reino por él eclipsado, las funciones de un principio medicinal, elevante
y santificante. Es cierto que, en virtud del proceso que llamamos «inversión teológica», que
habría tenido lugar en la época moderna, Dios «se vuelve hacia el Mundo y hacia el Hombre»
hasta el punto de llegar a identificarse con ellos, al menos en el terreno de la filosofía (mantendrá
su distinción en la Teología Dogmática). Desde el punto de vista de la inversión teológica, estaría
justificado «poner entre paréntesis» la Idea teológica en el momento del análisis del significado
de la Idea de Cultura. Pero en la medida en la que es a través de la Idea teológica como se llega
a la propia Idea de Cultura, siempre habrá de considerarse importante la reconstrucción de las

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relaciones que la Idea de Cultura pueda mantener con el Dios trascendente que la propia Idea
de Cultura contribuyó a sepultar en sus seno.

Si confrontamos la Idea de Cultura con la Idea teológica, las dos grandes alternativas que
se nos abrirán será las siguientes:

(T) La alternativa teológica, que actuará cuando en la Ontología de la Cultura se haga


figurar, de un modo más o menos explícito a la Idea Teológica. Y esto de dos maneras: unas
veces, interpretando a todo el «mundo de la cultura» (conjuntamente acaso con el «mundo de la
naturaleza») como «obra de Dios», como la misma «creación del universo» llevada a efecto por
un Dios que busca comunicarse simbólicamente con los espíritus finitos previamente creados
por él, a través de las formas culturales (o naturales). La metafísica de Berkeley, podría, desde
la perspectiva de la Filosofía de la Cultura, reinterpretarse como una onto-teología de la cultura;
y, lo que podría parecer paradójico (dada la textura espiritualista del «idealismo material»), como
una ontología materialista de la cultura, si nos atenemos a la definición que venimos dando del
materialismo de la cultura (como inserción de los procesos culturales en el contexto de otros
procesos cósmicos, que, en nuestro caso se presentan como teológicos). No estará fuera del
lugar advertir aquí que esta interpretación del idealismo material del Berkeley como materialismo
de la cultura (a la que nos obliga la concepción expuesta del materialismo cultural) coincide
plenamente con la interpretación que Fichte hizo, desde su idealismo absoluto, del propio
idealismo de Berkeley.

Sin embargo, lo que precede no excluye la posibilidad de una ontología espiritualista, muy
próxima a la Idea Teológica, en el momento en el cual esta idea comience a aproximarse a la
Idea de Hombre en cuanto espíritu creador identificado prácticamente con el espíritu divino. En
el propio Fichte, podríamos advertir los rasgos principales de esta ontología espiritualista, cuasi-
teológica, de la cultura; rasgo que cabe apreciar también en teólogos católicos del presente (al
modo de Karl Rahner) que tienden a ver en la cultura humana la continuación de la «creación
divina», de «la obra de los Seis días».

(A) La alternativa ateológica tendría que ser recorrida por toda ontología de la cultura que
considere necesario desvincularse de la idea teológica e incluso oponerse a esta idea (como
pudiera ser el caso del «ateismo postulatorio» que suele relacionarse con Nietzsche, Scheler, o
N. Hartmann).

5. Como un último criterio (que podríamos considerar subordinado al criterio 1, y por ello
no le adscribimos siquiera un numero de orden, sino que le atribuiremos el 0) podríamos tener
en cuenta la distinción, ya utilizada en la tabla I, entre la perspectiva subjetual y la
perspectiva objetual a fin de establecer un nexo interno entre la Tabla II (Ontológica) y la Tabla I
(Gnoseológica).
Tabla II
Concepciones ontológicas de la Cultura
(ontológica)
Criterio 2
Cultura / Idea
a b
antropológica c
Identificación Separación
(M2) Identificación parcial Criterio 0
Cultura-Hombre Cultura-Hombre
Criterio 1 (praeterhumanismo)
(Humanismo) (sobre, infra Humanismo)
Cultura / Idea
cósmica (M1)
Aa Cassirer Ab Ac N.
Perspectiva
Herder Ortega Romanticismo Hartmann subjetual
A Fichte
Espiritualismo
Scheler Hegel
Perspectiva
Frobenius objetual
Spengler
Ba Bb Etologismo Bc Freud
B Perspectiva
Materialismo Berkeley Wilson subjetual
Moris

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Teilhard Morgan Culturas Marx
Perspectiva
de Tylor extraterrestres objetual
Chardin Stewart
Criterio 3
Cultura / Idea T A T A T A Criterio 0
teológica (M3)

Final

Concluiremos explicitando dos puntos muy importantes implícitos en la exposición que


precede.

1. El primero tiene que ver con la relación entre las tablas I (Gnoseológica) y II (Ontológica).
Las retículas 1 y 2 sobre las que están construidas las tablas respectivas, no son
«conmensurables» o «coordinables» punto a punto. Ni siquiera cabe considerar a la Tabla II
como una ampliación o «detalle» del cuadrante constituido por los cuadros (7a, 7b, 8a, 8b) de la
Tabla I. Aún cuando efectivamente la Tabla II pueda coordinarse globalmente con el cuadrante
citado de la Tabla I, no será posible una coordinación punto a punto, debido a que los criterios
utilizados en estas tablas no son siempre los mismos. La Tabla II no contiene el criterio 3 (que
distingue la perspectiva subjetual de la objetual) de la Tabla I; por su parte, la Tabla I no contiene
ni el criterio 1 (que distingue el espiritualismo del materialismo) ni el criterio 2 (humanismo,
ahumanismo, praeterhumanismo) de la Tabla II.

La «inconmensurabilidad» de las tablas I y II nos depara la ocasión para constatar la riqueza


y variedad de perspectivas desde la cuales podemos aproximarnos al «campo de la Cultura» y,
en particular, para apreciar el significado del «principio de Symploké» (Platón, el Sofista, 251e-
253e) en el punto en el cual este establece que «no todo está vinculado con todo»

2. El segundo punto tiene relación con la tabla II. Si asignamos a las ciencias positivas los
conceptos categoriales (que, suponemos no agotan la realidad de sus campos respectivos) y
asignamos a la Filosofía las Ideas (que, según hemos dicho, no proceden del cielo ni de una
conciencia a priori sino de los propios materiales conceptualizados a través de la técnicas y de
las ciencias), podríamos arriesgarnos a concluir:

(1) que no cabe hablar de una «Ciencia Universal de la Cultura» que fuera capaz de
abarcar, no solamente la culturas animales, sino también a las culturas humanas. Ni siquiera la
«Antropología Cultural», definida como «ciencia de la cultura humana», será algo más que un
proyecto utópico, un «fantasma gnoseológico».

Además es preciso registrar el hecho de la constitución de disciplinas que aún teniendo una
génesis indudablemente cultural (el caso de la Geometría, el de la Electro tecnología o el de la
Física nuclear) no pueden ser consideraras como «ciencias de la Cultura» (como sugirió Gaston
Bachelard). Pero tampoco pueden ser consideradas en todos los casos como «ciencias
naturales»: tal es la situación de la Geometría. Y este es uno de los principales argumentos para
dejar de lado el dualismo dicotómico Naturaleza / Cultura, en nombre del cual muchos dan por
descontado que una disciplina científica que no pueda ser considerada como ciencia natural
habrá de ser necesariamente clasificada como ciencia cultural.

(2) Si no existe una «ciencia universal de la Cultura», mucho menos podrá hablarse de una
Filosofía de la Cultura como disciplina exenta y relativamente autónoma. Y no porque la Filosofía
de la Cultura no exista, sino por que existen diversas filosofías de la Cultura incompatibles entre
sí tanto en métodos como en doctrinas. Sólo podrá defender (acaso «deducir») la tesis de una
filosofía autónoma de la Cultura quien presuponga o bien que las «ciencias de la Cultura» se
mantienen en el terreno de la «descripción» de los fenómenos culturales, o bien que la realidad
de la Cultura pudiera ser comprendida dentro de una Idea de Cultura interpretada como si ella
fuese una Idea exenta e inteligible por sí misma. Solamente desde una «hipótesis extrema»

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podría hablarse de una Filosofía de la Cultura como sistema autónomo y exento, a saber: desde
la hipótesis de la reductibilidad de la «omnitudo realitatis» a la condición de «cultura creada por
el hombre» o por Dios. Es decir, desde la hipótesis de una ontología panculturalista que hemos
asociado a Berkeley o a Fichte.

Según esto será preciso concluir que los conflictos entre las diferentes filosofías de la
Cultura no podrán dirimirse en un supuesto ámbito autónomo de la Filosofía de la Cultura. Será
preciso remontarse a otros principios dados, fuera de la Filosofía de la Cultura y aun de la Cultura
misma. No cabe «apoyarse en la cultura» al menos desde una perspectiva materialista para,
desde ella, tratar de dibujar una determinada concepción del Mundo capaz de resolver las
cuestiones relativas a Dios, al espíritu, a la libertad o a otras cuestiones semejantes. Es la
«concepción del Mundo» la que determina una Filosofía de la Cultura.

Conferencia en la Universidad Johannes Gutenberg de Maguncia


leída en lengua alemana por el autor, en traducción de Nicole Holzenthal,
el día 14 de mayo de 2002, al presentar Der Mythos der Kultur

Función social de la Universidad Popular

Gustavo Bueno

Conferencia pronunciada en el acto de inauguración de las actividades conmemorativas de los


veinte años de la Universidad Popular de Gijón

Introducción

1. Veinte años es una cantidad de años que ya puede considerarse como una «fracción
(parte) formal» del siglo; y, desde luego, rebasa ya los quince o dieciséis años de duración de
una generación, considerada como la unidad del ritmo histórico desde Tácito hasta Dromel (cuyo
libro lleva la cita de Tácito) y Ortega.

2. Decimos esto porque si la vida individual se mide por años y la vida social o histórica de
las instituciones se mide por siglos o por generaciones, la Universidad Popular de Gijón ya ha
traspasado las medidas de una vida individual y ya puede considerarse como una institución
consolidada.

3. La Universidad Popular tiene ya historia. Ya pueden contarse en ella «generaciones» de


gestores, profesores, alumnos. Se inició en los días de la victoria socialista en las elecciones del
Ayuntamiento de Gijón, y en las de España. Hay que considerarla por tanto como un proyecto
que, aunque tenga precedentes, sin duda, fue puesto en marcha por el Ayuntamiento de Gijón
en el mismo año en el cual el Partido Socialista Obrero Español inició su etapa de gobierno,
durante una generación. Esperamos que la vida de la Universidad Popular de Gijón se mantenga
en lo sucesivo, cualquiera que sea el signo político de los tiempos.

I. ¿Qué vamos a entender por «función social» de la Universidad Popular?

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1. «Función social» es expresión que puede entenderse en un sentido genérico, el que se
deriva de tomar el término «social» como referido a la sociedad humana, en general. Es el sentido
que alcanzaba en el sintagma «Universidad y Sociedad», que constituyó durante los años
sesenta y setenta un tema incesante de conferencias, mesas redondas, debates, &c. Yo he
pronunciado por lo menos quince conferencias sobre este tema en aquellos años; confieso que
dedicaba su primera parte a criticar el título que se me había propuesto.

a) Que la Universidad Popular, como institución, tiene una función social que la «justifica»
y la «exige» es una tautología; puesto que toda institución es social y sólo por serlo nace, vive y
hasta muere, según el ritmo propio de las instituciones.

b) Pero además la Universidad Popular, como universidad, tiene un carácter social explícito.
Porque el nombre de «Universidad» comenzó (con referencia a instituciones similares a la
nuestra) designando una corporación en cuanto tal («Universitas» se refería, en principio, no ya
a sus contenidos, tareas, misiones... sino a la asociación, corporación o Universitas Magistrorum
et Scholarium; es decir, la Universitas se refería a una institución ya preexistente,
denominada Schola o Studium generalis.) El nombre de «Universidad», por antonomasia, fue
muy posterior, de finales del siglo XIV. Las universidades más antiguas de España (por no hablar
de otras), como la de Sahagún (fundada por Alfonso VI) o la de Palencia (fundada por Alfonso
VIII, que logró su continuidad en la de Salamanca), no se llamaron universidades, ni siquiera se
les llama así en las Partidas de Alfonso X.

«Universidad» comienza a ser, en París, una corporación o asociación de maestros y


discípulos que coexiste con las universidades de tejedores o de talabarteros; sólo que el rasgo
que caracteriza a esta nueva universidad no son las lanzaderas o los cuchillos, sino los libros, o
las letras. Por eso estas universidades se llamaron «literarias», pero no en el sentido actual que
opone las letras a las ciencias, porque también los libros de Algebra o de Aritmética tenían letras:
la distinción no se establecía entre letras y ciencias sino entre letras divinas y letras humanas,
entre estudios o escuelas de Teología dogmática y estudios o escuelas de Humanidades.

Es cierto que ese «nombre de asociación» (corporación, sindicato, &c.) que originariamente
es la Universitas Magistrorum et Scholarium hoy se ha perdido. Y no solamente porque, desde
finales del siglo XIV, como hemos dicho, Universitas ya designa la institución (a la que siguen
acudiendo todavía hoy maestros y alumnos) sino porque en el caso de las universidades
populares, al menos, ya no hay propiamente «alumnos» (o «discípulos» –de «disciplina», que
alude a las correas de castigo–) sino «usuarios» o «consumidores» de cultura. Este es un rasgo
muy importante que puede servir para perfilar diferencias entre las universidades populares y las
universidades tradicionales. Pues las universidades populares de hoy participan de las
transformaciones experimentadas por las sociedades occidentales, no sólo del antiguo régimen
a la democracia, sino de las democracias del siglo XX (anteriores a la caída de la Unión Soviética)
y las democracias actuales, vinculadas formal y explícitamente a la sociedad de mercado.
Sociedad en la cual los ciudadanos se constituyen ante todo como usuarios o consumidores de
los bienes o productos que la «sociedad» les ofrece. Incluso en las instituciones hospitalarias el
enfermo sale fuera de la relación tradicional médico/enfermo (relación llamada «paternalista»),
sustituida por la relación dispensador de servicios o bienes/usuario o consumidor (usuario de
quirófano, de bisturí, o consumidor de medicamentos).

2. Si es tautológico hablar, en general, de la «función social de la Universidad Popular» (en


cuanto institución o en cuanto universidad), ¿cómo podríamos abandonar el terreno de las
tautologías o de los encarecimientos retóricos o propagandísticos?

De la única manera posible: partiendo del reconocimiento de que la expresión «función


social» es una denominación abreviada de pluralidades de funciones muy diversas.
Comparando, confrontando y diferenciando la diversidad de funciones que pueden corresponder
a una institución, podremos ver las analogías con otras instituciones y, sobre todo, con las más
afines, como son las llamadas «instituciones docentes».

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En nuestro caso:

a) Ante todo, la propia Universidad tradicional. Este es, sin duda ninguna, el término
fundamental de comparación de la Universidad popular respecto de la Universidad tradicional.
¿En qué se diferencian? ¿En qué se asemejan?

b) Pero también será obligada la confrontación con otras instituciones distintas de la


Universidad tradicional, sin perjuicio de conformar una «constelación» de instituciones afines a
la Universidad popular:

i. La Iglesia y en particular las Universidades pontificias, o las instituciones promovidas por la


Iglesia, y que en algunos casos se denominaron «clases nocturnas».

ii. Los Partidos políticos y sus instituciones «formativas» o docentes, por ejemplo, sobre todo, las
Casas del Pueblo.

iii. Las iniciativas privadas de la llamada «sociedad civil», como pudieron serlo en su tiempo las
Sociedades de Amigos del País, impulsadas por Campomanes, más tarde los Ateneos, y en
nuestros días los Clubs o Asociaciones Culturales.

iv. Por supuesto, todas las instituciones relacionadas con los Museos, los Teleclubs, y numerosos
programas (llamados «culturales», «científicos» o «educativos») de radio y televisión.

Sólo contrastando las funciones sociales diferenciales podremos esperar decir algo más
preciso sobre la función social de las Universidades Populares.

3. Ahora bien, en el momento de disponernos a analizar la función social de una institución,


es preciso distinguir dos perspectivas que son siempre disociables, y que a veces llegan a
separarse enteramente:

a. La perspectiva nematológica que envuelve, como una nebulosa ideológica, a toda


institución. Es esta una perspectiva en cierto modo emic (si tomamos a los agentes de su
proyecto como referencia). Se trata de las funciones asignadas de un modo explícito en los
preámbulos de sus constituciones, en sus reglamentos o en sus hojas de propaganda.
b. La perspectiva efectiva (etic) o positiva, es decir, su funcionalismo efectivo. Es obvio que
la determinación de este funcionalismo depende del sistema de coordenadas que adoptemos.

Lo importante es esto: no interpretar la nebulosa ideológica como una mera superestructura


encubridora, legitimadora o propagandística (como podría derivarse del análisis del adjetivo
«cultural» que suele acompañar a muchos de los programas o instituciones que se ofrecen
corrientemente: y esto lo decimos en la medida en que sobreentendemos que el adjetivo
«cultural» no significa absolutamente nada, fuera de un adjetivo de prestigio, de propaganda)
sino advertir que ella, aunque sea falsa en lo esencial, incluye determinadas funciones positivas.
No cabe contraponer, por ejemplo, al modo de la confrontación que Unamuno propuso entre Don
Quijote y San Ignacio, el «limpiar al caballo a mayor gloria de Dios» o limpiarlo «porque estaba
sucio». Sin duda San Ignacio envolvía su operación prosaica en una nebulosa ideológica
explícita, para nosotros: A.M.D.G.; pero también Don Quijote, al limpiar a su caballo porque
estaba sucio, está respirando en una ideología social encarnada en Rocinante, como un caballo
que debe estar limpio, porque él es el instrumento para su proyecto de caballero andante.

La Iglesia es una institución real que está envuelta por una nematología definida por ella
misma: es una institución divina; e indirectamente dependen de esta institución divina las
Universidades pontificas. Pero de hecho, la Iglesia Católica, incluso la Iglesia Católica medieval,
desempeñaba otras funciones estrictamente positivas (funciones de banca, de refugio de

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peregrinos, de sala de espera, de promoción de gentes humildes, &c.). Hasta las drogas, como
institución, o las Selmanas Celtas, tienen su nematología: Aldous Huxley, o Timothy Leary,
formularon la ideología de las drogas; la nebulosa ideológica de las Selmanas Celtasnecesita
una gran actividad (puesto que, desde luego, no son celtas); sus funciones positivas son sin
embargo otras: asociaciones, reivindicaciones autonómicas, nacionalistas o racistas, &c.

II. Las funciones sociales de la Universidad facultativa

Como hemos dicho el referente de contraste directo e inmediato, para nosotros, es la


Universidad tradicional o facultativa, puesto que la Universidad popular se constituye
precisamente en función de aquélla. Una función que a veces se entenderá como opuesta, y
otras veces como complementaria.

A. Funciones tradicionales de la Universidad tradicional según la nematología


universitaria estándar:

1. La institución universitaria tiene ya casi diez siglos, y esto sin contar sus precedentes
clásicos, que fueron, por cierto, instituciones privadas: la casa de Calias –descrita en
el Protágoras–, la Academia platónica y el Liceo de Aristóteles. Sólo una hijuela del Liceo, la
Escuela de Alejandría, el Museo, comenzó a ser lo más parecido a una universidad de nuestros
días.
2. Se comprende, por tanto, que las nematologías vayan evolucionando y cambiando. Es
preciso por tanto clasificarlas. Y nos parece que la clasificación más importante, no solamente
por sus fundamentos teóricos, sino por su alcance práctico, sería la que establece estos dos
grupos de nematologías: las unitaristas y las pluralistas. Podría decirse que las nematologías
unitaristas subrayan el Unus de la Universitas, en tanto que las nematologías pluralistas
subrayan el alia de la etimología convencional (Unus versus alia). En un caso se presupone que
lo que es uno en principio se refracta en diversas partes; en el otro caso se presupone que «las
cosas múltiples» en su origen, se mueven hacia una unidad, que acaso es sólo externa o
superestructural.
3. Ideologías unitaristas. Las ideologías unitaristas las clasificaremos a su vez en tres
tipos, que podríamos poner en correspondencia, prescindiendo del orden, con las tres edades
que Comte asignó al desarrollo de la Humanidad.

a. Ideologías teológicas. La formulación más conocida de este tipo de ideologías es la que se


expresa en la concepción de la Universidad como institución encaminada a promover la salud,
o salvación, de los hombres: la salud del cuerpo individual, encomendada a la Facultad de
Medicina, la salud del cuerpo social, asignada a la Facultad de Derecho, y la salud del alma o
del espíritu, atribuida a la Facultad de Teología. Como Facultad previa, preparatoria o
propedeútica, la Facultad de Filosofía (natural y moral).

b. Ideologías positivas. Estas ideologías aparecen sin duda a raíz de la revolución científica
industrial. La Universidad se redefinirá ahora como institución que tiene por objeto el cultivo
de la ciencia, y sólo desde ella, de sus aplicaciones técnicas e industriales (lo que diferencia
a la Universidad, según esto, de las llamadas Escuelas especiales, Escuelas de artes y oficios,
&c., es su perspectiva científica). La ideología de la ciencia unitaria favorecerá la concepción
de la Universidad en sentido unitarista. Es muy importante tener en cuenta que la ideología
positiva segrega de la Universidad propiamente dicha a las Facultades de Teología, al menos
en los países católicos, que en España quedan incluidas en las Universidades pontificias.

c. Ideologías metafísicas (humanístico espiritualistas). Quizá estas sean las más influyentes,
aunque con otros nombres, en nuestros días. Han sido promovidas paralelamente al auge de
las llamadas «ciencias culturales»; y en especial es la ideología universitaria que en España
ha divulgado Ortega en varios escritos suyos y especialmente en su Misión de la Universidad.

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Permítaseme dedicar unas palabras a la idea que Ortega tiene de la Universidad, dada la
importancia que esta idea ha alcanzado, teóricamente, en la nematología de las universidades
actuales y su «vigencia» nematológica (decimos esto porque, de hecho, las ideas de Ortega
están enteramente marginadas en la práctica y en los proyectos universitarios actuales, a pesar
de que se siga citando a Ortega de modo más bien ornamental).

Ortega se situó en las coordenadas generales de este espiritualismo cultural antipositivista


y antimaterialista cuando tuvo que formular su concepción de la universidad. En su
manifiesto Misión de la Universidad, publicado en 1930 (un año antes de que se presentase en
Londres la comunicación de Boris Hessen sobre las raíces sociales y económicas de
los Principia de Newton, que Ortega ignoró), Ortega comienza «descargando» a la Universidad
de todos los componentes «adventicios» que, sin embargo, suelen ser tenidos como los
verdaderos problemas universitarios. Por ejemplo, Ortega separa los problemas genuinos de la
Universidad de los problemas derivados de la «cuestión social»: da lo mismo –su esencia es la
misma– si a la Universidad acuden los hijos de la burguesía que si comienzan a acudir, en su
día, los obreros. Tampoco le incumben, según él, las cuestiones organizativas internas; incluso
sugiere que el orden interno de la Universidad no tiene por qué correr a cargo de los catedráticos,
ayudados por la «guardia suiza de los bedeles», sino que podría ser encomendada a los propios
estudiantes (Ortega prefigura así lo que diez años después sería el SEU, o Sindicato Español
Universitario). Según Ortega la Universidad, la española y la europea, tiene un problema
fundamental: que está des-pedazada, que carece de unidad. Y es obvio que quien se aproxima,
desde una perspectiva unitarista, a la realidad empírica de la universidad española o europea, lo
primero que tendrá que advertir sería esta falta de unidad, interpretando la pluralidad real como
un des-pedazamiento. Sólo que en lugar de aceptar, como un hecho, esta pluralidad irreducible
de la Universidad, como consustancial de la institución universitaria, se percibirá como
un problema. Un problema, por tanto, que se le plantea a la Universidad en la medida en que se
suponga que ella tiene una misión propia, a la que corresponde, entre otras cosas, dirigir su voz
propia a las instancias supremas de la política nacional o internacional.

El unitarismo desde el que se intenta concebir la misión de la Universidad inspirará a


muchos ideólogos que antes y después que Ortega han formulado esquemas, generales o
particulares, relativos a la «autonomía universitaria», pero en su sentido más profundo, y no en
el sentido meramente administrativo. Sólo cuando la Universidad haya recuperado la unidad que
constituye su esencia, podrá alcanzar esta soberanía de juicio y consejo que le corresponde,
respecto de la sociedad, y le permitirá pronunciar los manifiestos propios de los sabios.

Pero Ortega, en la línea de Rickert o de Cassirer, no fundará ya la unidad de la Universidad


en la supuesta unidad de la investigación científica, sino en la realidad radical de la que, según
él, brota esa misma investigación, que constantemente tiende a desvirtuarse, o a eclipsarse, por
la «barbarie del especialismo»: Ortega propone directamente una Facultad de Cultura, como
núcleo en torno al cual la Universidad podría recuperar la unidad que le corresponde por esencia.
Ortega no entiende, sin embargo, esa Facultad de Cultura como una Facultad en la que habrían
de cultivarse las «ciencias culturales» de Rickert, sino los grandes esquemas vigentes relativos
a la concepción física del Mundo, de la Historia, de la Vida, ...

Y aquí es precisamente en donde, por mi parte, encuentro el punto más débil de la


formulación que Ortega hizo de la «Misión de la Universidad». Porque esta Facultad de Cultura
es en realidad una Facultad de Filosofía, en la cual la Filosofía, como la Cultura, habría que
entenderla, como es obvio, al modo como Ortega entendió la Filosofía y la Cultura.

Pero esto es lo que se trata de demostrar. No es un principio del que pueda partirse para
dar cuenta de la unidad de la Universidad y de su supuesta «misión». El manifiesto de Ortega
es, a nuestro juicio, una pseudosolución, que se sale del marco de los problemas, y a ello se
debe, sin duda, el que sus ideas no hayan sido seguidas de hecho; más aún, si lo hubieran sido,
la Universidad habría quedado prácticamente disuelta.

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4. Ideologías pluralistas. Para el pluralismo, por ejemplo, para el materialismo filosófico,
la Universidad es ante todo un conjunto plural de instituciones a las que no se les puede asignar
una misión propia unitaria. En general, las disciplinas científicas cultivadas en la Universidad
tienen, cada una de ellas, su propio ritmo, su propio «destino», sin perjuicio de la
interdisciplinariedad. Pero, sobre todo, en la institución universitaria se integran también
«disciplinas» que poco tienen que ver con las disciplinas científicas estrictas, por ejemplo, las
disciplinas artísticas, las literarias, o las jurídicas. Y, por supuesto, las disciplinas filosóficas. Es
cierto que el profesor de filosofía puede considerarse una y otra vez equiparado, en cuanto
profesor, al profesor de Química o al profesor de Mecánica, por sus cursos, horarios de trabajos,
relación con los alumnos, exámenes, calendarios, derechos y deberes laborales. Pero esto no
hace que la Filosofía pueda quedar anegada por las características derivadas de la condición
genérica de los profesores. Más aún, estas condiciones genéricas contribuyen a una orientación
de la filosofía hacia direcciones que le son ajenas, sin perjuicio de que con ello se constituya una
nueva especialidad, la filosofía filológica o doxográfica, la «filosofía de profesores para
profesores».

La Universidad, como concepto unívoco, capaz de manifestar la estructura interna de las


diferentes partes que contiene, es una ficción. Por decirlo así, no existe la Universidad, sino el
conjunto de sus Facultades, de sus Departamentos o de sus Disciplinas. Y esto dicho muy lejos
del espíritu del nominalismo. Porque, al menos es lo que pretendo afirmar, no es que no sea
posible un concepto universal, como pueda serlo el concepto de triángulo. Reconocemos que el
término Universidad es un rótulo que, en el tráfico urbano, designa a una multiplicidad
heterogénea de Facultades, Departamentos, disciplinas, &c., y que contiene una cierta unidad
genérica, incluso unívoca; sólo que esta unidad no es recta, sino oblicua, es decir, no va referida
a alguna estructura genérica interna, común a todas sus partes, sino a alguna estructura
extrínseca, a alguna superestructura común a esas partes, aún cuando la institución universitaria
se constituye en torno a esa superestructura. Ocurre así con la unidad del concepto de
Universidad como ocurre con la unidad del concepto libro. ¿Quién puede dudar de que el libro
representa un concepto susceptible de definición rigurosa, incluso unívoca? Solo que este
concepto no será interno a los contenidos propios de cada libro (¿qué tiene que ver un libro de
poemas con un libro de Termodinámica, con una novela o con un catálogo de libros?). La unidad
del libro, del códice, por ejemplo, se funda en su estructura corpórea, en su volumen, en su
encuadernación. Esta estructura es la que inspira a los editores, a los libreros, en cuanto
empresarios industriales o comerciales, el culto al libro, las Fiestas del Libro (¿de qué libro?,
habría que preguntar), la mitología de la creación de hábitos de lectura de libros (¿de qué libros?).
¿Quién, salvo el librero, se atrevería a suscribir un manifiesto sobre la «misión del libro»? Pero
la unidad de la Universidad podría equipararse a la unidad de una «encuadernación
institucional», a la que habrían ido ajustándose las ciencias, artes, disciplinas y técnicas más
heterogéneas.

Si el adjetivo «universitario» dice algo –en particular, cuando se aplica a sujetos tales como
«espíritu universitario» o «vocación universitaria», incluso «ética» o «moral universitaria»– es
porque se opone a lo que no es universitario. Pero la frontera entre lo que es universitario y lo
que no lo es, es una frontera que parece destinada a separar estratos sociales diferentes, con
prestigios coyunturales también diferentes. Las estructuras vinculadas directa o indirectamente
a clases sociales diferentes que suelen denominarse como «capas intelectuales» y «capas
obreras» de la sociedad (denominación ridícula desde el momento en el que un obrero mecánico,
por ejemplo, necesita ejercitar su intelecto acaso con mucha mayor intensidad que un profesor
o un escriba). La «vocación universitaria» sólo tendría, según esto, como común denominador,
la aspiración de los individuos o de las familias a lograr la «liberación» de las actividades
«mecánicas» propias de los hombres que se suben a los andamios, que bajan a las minas o que
se mantienen sujetos al tractor; es decir, la aspiración al ascenso social representado
simbólicamente por profesiones tales como abogado, médico, boticario o economista. Por tanto,
el estudiante que, habiendo terminado su bachillerato, dice sentir, y muy profundamente, una
«vocación universitaria», lo que está sintiendo es su «vocación» (emanada de su familia, de su
medio social) por ingresar en un estamento social constituido por abogados, médicos, arquitectos
o economistas, en tanto estas profesiones gozan de un prestigio mayor del que suelen tener los
obreros industriales, los agricultores o los ganaderos. La «vocación universitaria» –que, en
principio, podría satisfacerse tanto en una Facultad de Derecho, como en una Facultad de

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Medicina, en una Facultad de Física como en otra de Filología semítica– es una vocación falsa,
oblicua, y quien se cree movido por ella para entrar en la Universidad demuestra estar prisionero
en una muy espesa «falsa conciencia». Quien desea ir a Madrid, a Sevilla, a Valencia o a París
en tren, irá a la estación, no ya movido por una «vocación ferroviaria», sino movido por un interés
determinado hacia el objeto de su viaje. Sólo un maniático iría a la estación impulsado por su
«vocación ferroviaria». Sólo un ingenuo, que en rigor está desinteresado por cada una de las
disciplinas que se cultivan en la Universidad, puede decir que quiere entrar en la Universidad, o
permanecer en ella, impulsado por su «vocación universitaria».

B. Funciones positivas de la Universidad facultativa.

Las funciones positivas de la Universidad son sin duda múltiples y plurales:

1. Desde luego las funciones científicas, teóricas, doctrinales, aunque no sean


estrictamente científicas.

2. Pero también otras funciones no científicas, principalmente las de ofrecer altas


titulaciones que permitan el ejercicio de determinadas profesiones.

3. Y desde luego funciones no científicas, de índole doctrinal, aunque con fuerte carga
teórica.

III. La Universidad Popular

A. Funciones sociales de la Universidad Popular en la perspectiva nematológica.

En muchos lugares podemos investigar la nematología de las universidades populares,


particularmente en los documentos preambulares, en los discursos de apertura, &c. Buscaríamos
en primer lugar estas funciones por contraste con las de las Universidades facultativas.

1. Ante todo el nombre. «Popular» viene de populus, pueblo, de donde «público». Pero
Universidad popular no es lo mismo que Universidad pública, en el lenguaje cotidiano. Público
se opone a privado (también a la Iglesia o instituciones privadas). Popular se emplea, en cambio,
frente a dos referentes muy mezclados:
i. En el antiguo régimen el pueblo se oponía a la aristocracia, a los sacerdotes, a las elites («el
pueblo está ilustrado», dice Volney, en Las ruinas de Palmira,oponiéndolo a la «minoría
pequeñísima» de sacerdotes que quieren mantenerlo en la superstición). Es una
denominación que se constata todavía en las «Repúblicas populares», en cuanto opuestas a
las «Repúblicas burguesas».

ii. En los regímenes democráticos el término popular suele oponerse al término académico o
profesional. Las «clases populares» suelen incluir a los vecinos de los barrios, a trabajadores
no universitarios o no titulados, a profesiones manuales, &c.

2. «Popular» en Universidad popular se opone sobre todo a la Universidad facultativa, pero


sobre un fondo común. Ante todo, como característica general de este fondo común, cabría
establecer la condición de adultos, mayores de edad, de los alumnos o de los usuarios. Es decir,
de personas que han rebasado la mayoría de edad, los estudios primarios y, en nuestros días,
los secundarios, pero que no han accedido a la Universidad.

3. Y esto es el principio de una diferencia de clases, de formación cultural o científica o


profesional. En este sentido la Universidad popular se propone mirar a estas clases que no han
accedido a la Universidad facultativa, y se dirige a ellas precisamente para cultivarlas, y para
cultivar en adelante actividades que quedan de hecho marginadas de la Universidad tradicional.

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La llamada «extensión universitaria» fue asignada como una responsabilidad propia de la
Universidad facultativa.

4. Pero las Universidades populares son en cierto modo la contrafigura de la Extensión


universitaria. Porque se trata de dos corrientes que marchan en sentido contrario, aunque
algunas veces caminen en la misma dirección. Por ello su confluencia puede llegar a ser
turbulenta.

La Extensión universitaria es un movimiento, originado en Inglaterra (la University


extension, que el profesor Stuart de Cambridge fundó en 1871), sin duda siguiendo precedentes
importantes que Leopoldo Palacios señala con precisión en su libro Las universidades
populares, recordando que desde 1800 en Inglaterra existen multitud de asociaciones obreras
que seguían la línea de los institutos mecánicos de Lord Brougham: «todavía en 1845
permanecían las Universidades inglesas estudiando para sí solas, dentro de sus muros,
separadas del mundo».
La Extensión universitaria es pues un movimiento que tiende a proyectar la Universidad
facultativa (cuyo público era la aristocracia y, sobre todo, la burguesía o las clases acomodadas
rurales o urbanas) hacia el pueblo trabajador, ya sea para repartir sus riquezas, con espíritu de
justicia distributiva, ya fuera para educarle(como decía ingenuamente Adolfo Posada,
refiriéndose a la Extensión universitaria de Oviedo). En este sentido, la tan ponderada por su
«progresismo y preocupación social» Extensión universitaria de Oviedo, por ejemplo, mantuvo
una actitud política paternalista y aún reaccionaria. En general las Extensiones universitarias
podrían ser vistas como mecanismos de domesticación del espíritu revolucionario, durante el
periodo de 1870 a 1914, o si se prefiere, desde la Guerra Francoprusiana a la Primera Guerra
Mundial, que formaba la parte más peligrosa de la llamada «cuestión social», exacerbada por la
Comuna de París.

Las Universidades populares surgen en cambio a partir del propio pueblo trabajador, de
sus ideólogos y de las organizaciones obreras. Es el «pueblo» quien, al margen de la Universidad
facultativa, quiere alcanzar la más alta institución del saber, es decir, la Universidad; y, por ello,
se acoge al nombre (Universidad) porque busca reconstruir la institución «desde el pueblo». Su
fundador, el francés Deherme (que era anarquista), parecía en efecto inspirado por este principio:
que el pueblo, y desde él, alcance los valores máximos que la historia había concedido a la
aristocracia y a la burguesía. ¿No proyectó también Deherme los «Palacios del Pueblo»? A fin
de cuentas es la misma idea que inspiró a Lenin la edificación del Metro de Moscú o, en otro
orden, a Girón (desde el Ministerio de Trabajo, no desde el Ministerio de Educación Nacional –
que atendía a las Universidades facultativas–), la Universidad Laboral de Gijón, creada como
alternativa a una Universidad burguesa de Oviedo, que por cierto había sido quemada por el
pueblo, durante la Revolución de 1934.

Sin embargo, se comprende que desde la perspectiva de los partidos revolucionarios, las
Universidades populares, y no sólo la Extensión universitaria, suscitasen recelos a los propios
partidos políticos de izquierda, como se advierte en manifestaciones del propio Lafargue, de
Guesde y, en España, de Besteiro.

En cualquier caso es importante constatar cómo después de la victoria de la Revolución


comunista, la antítesis que hemos apuntado se mantuvo en lo esencial:

En la URSS a propósito del Proletkult (Proletarskaya Kultura): una organización cultural


educativa fundada en 1917 (A. Bogdanov, Pletnev) que negaba la continuidad del progreso de
la burguesía y del proletariado; perspectiva que adoptó el propio Marr, con su delirante teoría de
los lenguajes nacionales, como lenguas de imperios, propias de las clases vencedoras y
explotadoras, que sería preciso sustituir por una nueva lengua internacional emanada del
proletariado victorioso. Lenin, como es sabido, se opuso a esta corriente: «La cultura proletaria
tiene que ser el desarrollo del acervo de conocimientos conquistados por la Humanidad.» De ahí
las primeras medidas de la nueva Unión Soviética: liquidación del analfabetismo (1919),
Facultades obreras (una especie de escuelas medias anejas a los centros de enseñanza

58
superior), Asociación de Escritores Proletarios de Rusia (Mijail Sholojov –El don apacible–, &c.,
que vuelven en parte a las tesis del proletkult, a raíz de la NEP, en 1923).

En China la Revolución Cultural de Mao (1960), que entre otras cosas envió a los
profesores de las Universidades chinas a reeducarse segando campos o realizando actividades
paralelas.

B. Funciones positivas

1. En cuanto a la oferta. Las funciones positivas en cursos y talleres de la Universidad


Popular de Gijón es muy variada y precisa. El catálogo de especialidades formativas es muy
amplio y comprende diversas áreas. El área primera se refiere a ocupaciones tales como la
agricultura, animación, expresión dramática, electricidad, turismo, &c.; en el área segunda se
inscriben las atenciones hacia las necesidades educativas específicas relativas a dinámica de
grupos, cocina, entorno personal, &c.; el área tercera comprende la formación cultural y para el
ocio (museos, guitarra, &c.).

2. En cuanto a la demanda. La Universidad Popular de Gijón acoge a una población en


torno a las 2.000 personas (frente a las 40.000 de la Universidad facultativa asturiana). Es cierto,
sin embargo, que no cabe mantener la correspondencia entre la oposición Universidad popular
/Universidad facultativa y la oposición entre lo popular y lo profesional (en el sentido de las
profesiones liberales, asociadas tradicionalmente a la burguesía), porque a la Universidad
facultativa acuden ya en nuestros días estudiantes de todas las clases sociales.

Los varones de la Universidad Popular de Gijón, según encuestas fiables, parecen preferir
los cursos, mientras que las mujeres parecen preferir los talleres.

En cuanto a los motivos de la demanda, sin duda algunos son supletorios de la Universidad
facultativa, o de Escuelas de Artes y Oficios. Hay sin duda «usuarios titulados» (aunque en una
proporción que no alcanza el 10%). Otros buscan mejorar su situación laboral (aunque en mucha
menor medida). Otros motivos de la demanda son más específicos de una Universidad Popular:
adquisición y mejora de conocimientos, posibilidad de ampliar relaciones sociales, participar en
actividades culturales y ocupar el tiempo de ocio.

Final

1. Las diferencias en la oferta de la Universidad Popular respecto de la Universidad


facultativa la pondríamos, si no nos equivocamos, no solamente en los contenidos, sino sobre
todo en el modo de ofrecerlos.

La Universidad facultativa procede de modo eminentemente teórico y doctrinal (ya se trate


de una doctrina científica o de una doctrina no estrictamente científica). De ahí la importancia
que en la Universidad facultativa tienen las Matemáticas, la Física general, las disciplinas de
carácter teórico que se contienen precisamente en las llamadas «partes generales» de las
disciplinas correspondientes (Fisiología, Derecho Penal, Derecho Civil, &c.). Esto es lo que
muchos precisamente reprochan a la Universidad facultativa: que sus licenciados salen de sus
Facultades sin saber «nada en concreto»; acusación errónea, porque la Universidad facultativa
no tiene entre sus fines propios la formación de técnicos o de profesionales en cuanto tales, sino
precisamente el cultivo de disciplinas científicas o doctrinales de carácter eminentemente teórico.
Precisamente por ello se distinguen las Facultades estrictamente tales de las Escuelas Prácticas
Profesionales, desde las Escuelas para Jueces hasta las prácticas MIR para los médicos.

La Universidad Popular procede en cambio de un modo eminentemente pragmático,


prefiriendo aplicaciones prácticas antes que «doctrinas» o «teorías» –de hecho hay poca

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Matemática o poca Filosofía; a lo sumo hay en ellas más bien divulgación biológica o científica,
más próxima a esos esquemas que Ortega asignaba a la Facultad de Cultura.

En la práctica las Universidades populares se interesan sobre todo por «hacer cosas»,
incluso se enseña a mirar un cuadro, o se enseña a leer libros, antes que ofrecer teorías del Arte
o teorías de la Literatura.

2. En cuanto a la demanda, la Universidad popular mantiene efectivos sus proyectos: cubrir


las necesidades de una población que no está en general cubierta por la Universidad facultativa.

Pero esta población –y esto es lo más importante que desearíamos subrayar– debe
comprender también a la misma población facultativa constituida por todos quienes dejan de ir a
una Facultad con respecto de las otras. Aquí es donde advertimos la fatal influencia de la
concepción unitaria de la Universidad a la que antes me he referido. Sólo cuando enfocamos
unitariamente la Universidad podemos entender sus planteamientos oponiendo globalmente la
«población universitaria facultativa» a la «población no universitaria facultativa». En una visión
pluralista de la universidad la diferencia se establecerá de este otro modo: «población facultativa
propia de una Facultad determinada» (Medicina, Química, Derecho, Psicología, &c.) y «población
no especializada en una Facultad dada». Pero esta población no especializada, ya esté adscrita
a la Universidad facultativa, ya esté fuera de ella, podría considerarse con todo derecho como la
población potencial de las Universidades populares.

3. Que, de hecho, la población efectiva de las universidades populares alcance menos del
10% de titulados universitarios superiores, no quiere decir que no pueda crecer esta fracción en
el público potencial. Para ello habría que incluir ofertas teóricas en proporción significativa. Es
cierto que ello depende del nivel de los usuarios; pero esta cuestión es coyuntural y tampoco hay
que olvidar que ella se realimenta con la oferta. Una parte del público que asiste a conferencias
no facultativas, en las diferentes salas de la ciudad, podría acudir a cursos teóricos regulares
organizados por la Universidad Popular. Y con ello la propia estructura de la Universidad Popular
se aproximaría a lo que puede ser dentro de la sociedad del presente.

Esto es lo que os deseo, después de felicitaros por tener ya esta institución en marcha,
gracias al Ayuntamiento de Gijón. Permitidme terminar, como reivindicación de la teoría, con
unas palabras de Lenin: «El pensamiento abstracto, cuando es verdadero, no nos aleja de la
realidad, sino que nos acerca a ella.»

Reconstrucción de la conferencia pronunciada en el Salón de Actos del Antiguo Instituto de


Gijón, el día 3 de junio de 2002, en el acto de inauguración de las actividades conmemorativas
de los veinte años de la Universidad Popular de Gijón.

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La Huelga General del 20J:
un proyecto confuso

Gustavo Bueno
En este artículo se denuncia la confusión que parece existir
entre el proyecto de una Huelga General de signo meramente económico
y el proyecto de una Huelga General Revolucionaria

El 20 de junio pasado las centrales sindicales UGT y CCOO (aunque parece que UGT llevó
la iniciativa) lograron poner en marcha en España el proyecto de una «Huelga General» de
«trabajadores de todas las clases» como protesta contra un Decreto Ley (el «decretazo») que el
Gobierno del PP, presidido por Aznar, promulgó con el fin de acelerar la reforma de la protección
del desempleo, que afectaba muy especialmente a los trabajadores andaluces acogidos al
régimen del PER (Plan de Empleo Rural: una solución coyuntural, pero chapucera, que exigía
urgentemente su sustitución por otras más dignas). Por supuesto, el Decreto Ley afectaba a los
trabajadores de toda España, principalmente en lo concerniente al periodo de tramitación de sus
seguros de desempleo (hasta entonces adelantados por la empresa que los hubiera despedido
de un modo improcedente, o en otros supuestos).

La Huelga fue preparada y anunciada minuciosamente, pero sus motivaciones objetivas no


quedaban claras. Tampoco aclararon nada las interpretaciones de los resultados de la Huelga:
el Gobierno y los Sindicatos dieron versiones diametralmente opuestas. Según los Sindicatos la

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Huelga General fue un éxito clamoroso, que detuvo el trabajo en España, según algunos, hasta
en un 90%; según el Gobierno la Huelga fue un fracaso, hasta el punto de no aceptar que hubiera
existido de hecho una Huelga General. Semanas después de la Huelga, la Secretaría de Estado
de la Seguridad Social anunció que el número de trabajadores dados de baja en la Seguridad
Social el día 20 de junio de 2002, con motivo de la Huelga General, estuvo en el entorno del
17%, o incluso en un porcentaje algo inferior. Desde el punto de vista de la Historia positiva (la
que se escriba dentro de cincuenta o sesenta años) este dato procedente de la Secretaria de
Estado es indudablemente el mejor criterio objetivo para medir el alcance de una huelga activa
(por ejemplo: los funcionarios docentes, acabadas el 20J las clases pero todavía en periodo
lectivo, debían firmar el oportuno documento para manifestarse en huelga, con el descuento
consiguiente de los emolumentos y la baja en la Seguridad Social; pero muchos de ellos, que
posteriormente afirmarían haber estado en huelga, no firmaron ese documento, por lo que su
huelga fue a lo sumo pasiva y vergonzante, y por tanto no computable como huelga).

Las discrepancias tan escandalosas en las cifras, cuanto al número de huelguistas, no


creemos que puedan ser interpretadas simplemente como efecto de la estrategia
propagandística de los Sindicatos o del Gobierno. Sin duda tanto los Sindicatos como el Gobierno
exageraron (por no decir que mintieron); pero las diferencias, aparte exageraciones, tienen
también una explicación por razón de la diversidad de criterios utilizados en el cómputo. Por
ejemplo, en varias ciudades, el comercio y aún los bancos permanecieron cerrados durante las
horas centrales del día: este cierre sería interpretado por los Sindicatos como expresión de una
huelga activa; pero en muchos casos la interpretación, apoyada en declaraciones de los
afectados, no atribuía el cierre al ejercicio de una huelga activa, ni siquiera al ejercicio de una
huelga pasiva (los pequeños comerciantes no dejaban de percibir su nómina si eran autónomos;
los dependientes seguían percibiendo sus salarios directa o indirectamente; en ningún caso
acudían a la manifestación), sino simplemente al miedo de los comerciantes a las represalias de
los huelguistas (rotura de lunas de sus escaparates, por ejemplo). En muchos casos las
cerraduras de las puertas de los bancos o de los grandes almacenes habían sido selladas con
silicona.

Y, sobre todo, y sin perjuicio del aspecto masivo de algunas manifestaciones de los
huelguistas, ¿era legítimo confundir los gritos de las masas compactas de huelguistas con los
rumores de diez millones de votos que habían sido depositados en favor del Gobierno, hasta el
punto de llegar a convencerse, en un delirio de subjetivismo, de que aquellas masas que gritaban
eran superiores en número a las masas que habían depositado su voto en las urnas? De hecho,
encuestas posteriores a la Huelga arrojaron un resultado que, por su apoyo al Gobierno, se
oponía frontalmente a las expectativas de los huelguistas.

Los objetivos de la Huelga General eran muy oscuros, aunque los convocantes y muchos
de sus seguidores «lo tuvieran muy claro». Sin duda tenían claras muchas de sus formulaciones
particulares, pero de lo que se trata es de determinar las probabilidades objetivas. Por ejemplo,
los sindicatos «tenían muy claro» que la Huelga General no tenía intenciones políticas, sino
estrictamente económicas. Pero, ¿qué querían decir con esta fórmula tan clara en su
enunciación? Objetivamente podían querer decir:

(1) Que la Huelga General no estaba convocada por los partidos políticos de oposición,
sino por las centrales sindicales; y, en todo caso, que estaba planeada en el marco más estricto
de la legalidad constitucional vigente en nuestra democracia (Artículo 28.2 de la Constitución de
1978): «Se reconoce el derecho a la huelga de los trabajadores para la defensa de sus
intereses.» Por consiguiente los Sindicatos convocantes, al afirmar que la Huelga General no era
una huelga política podían querer estar diciendo, o estaban diciendo, que la Huelga era
plenamente democrática, que ellos no convocaban una Huelga General Revolucionaria, es decir,
una Huelga General orientada a arruinar la propia Constitución democrática coronada, a fin de
sentar las bases, por ejemplo, de una auténtica Constitución Socialista (¿quién se atrevería a
hablar a estas alturas de una Dictadura del Proletariado?). Como lo fue la Huelga de 1905

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impulsada por Lenin; como lo fue la proyectada Huelga General Pacífica durante los años
cincuenta, mediante la cual se pretendía, con ingenuidad encantadora, derribar al régimen de
Franco una vez que el PCE, desde 1947, desistiera de «la vía armada», por sugerencia del propio
Stalin –según cuenta Santiago Carrillo en sus Memorias–, y retirara las guerrillas (maquis)que
operaban principalmente en Levante y en el Pirineo, a fin de practicar el entrismo del cual surgió
Comisiones Obreras como una pseudomórfosis de los Sindicatos Verticales (que, por cierto,
tenían tanto de inspiración soviética como de inspiración fascista italiana: la autoconcepción de
los Sindicatos Verticales como órganos de carácter público pasó integramente a las centrales
sindicales de la democracia, como pasaron a los sindicatos democráticos los mismos edificios
sindicales construidos durante el franquismo y las legítimas aspiraciones de los trabajadores a
transformarse en una especie de funcionarios del Estado, como si se estuviera viviendo en una
sociedad comunista y no en una sociedad democrática de libre mercado).

(2) Que la Huelga General ni siquiera tenía un objetivo político-partidista, el objetivo de


derribar al Gobierno del Partido Popular. Tan sólo pretendía que este Gobierno retirase el
«decretazo».

Ahora bien, es difícil dejar de ver una intencionalidad claramente política-partidista en la


Huelga General convocada por las centrales sindicales:

(1) Ante todo, una intencionalidad dirigida contra el Gobierno de Aznar, y no simplemente
contra su Decreto. El indicio objetivo principal fue la fecha elegida, el 20 de Junio de 2002,
calculada para yuxtaponerla con el día en el cual acababa el periodo semestral de la presidencia
de España (de Aznar) en la Unión Europea; fecha en la que los Jefes de Estado y de Gobierno
europeos se reunieron en Sevilla, convocados por el presidente español, que creía poder ofrecer
sin duda un balance muy satisfactorio de su gestión.

Ahora bien, la fecha del 20J «probaba demasiado» como fecha de convocatoria de una
Huelga General no política-partidista, sino puramente económica, entre los múltiples días de
elección posible para celebrar la Huelga. Probaba que esta Huelga iba dirigida contra el
presidente Aznar, y buscaba deslucir a toda costa («que no se fuera de rositas») en su final la
Presidencia europea. Pero en todo caso los partidos políticos de oposición, y muy especialmente
los gobiernos socialistas de las comunidades autónomas, apoyaron en todo momento y
entusiásticamente la huelga convocada por lo sindicatos («Párale los pies a la derecha», decía
Izquierda Unida). Por tanto, aún concedido que la Huelga no hubiera tenido en su origen una
intencionalidad político-partidista, es indiscutible que cobró esta intencionalidad no sólo en el
proceso de la convocatoria, sino en su ejecución.

(2) Pero si se quería derribar al Gobierno, en una democracia no sería la Huelga General
el procedimiento más indicado, habría que esperar al cambio en las urnas. ¿O es que no se
quería derribar al Gobierno por procedimientos democráticos?

Más aún: según algunos analistas la intencionalidad política de la Huelga General habría
rebasado el ámbito partidista nacional (español), porque su finalidad política habría que medirla
en un ámbito internacional, aquel en el que se mantienen enfrentados el (supuesto) eje
Washington Londres Madrid Roma, frente al (supuesto) eje Berlín París. La presunta gestión
brillante de Aznar al frente de la UE, y su renuncia como candidato a la Presidencia en las
elecciones de 2004 en España, le habrían colocado en una disposición muy favorable como
futuro presidente, y no meramente semestral (tras las reformas del reglamento), de Europa, un
cargo al que Felipe González habría secretamente aspirado en su momento apoyado por la
socialdemocracia alemana y francesa. Era preciso, por tanto, rebajar el brillo de Aznar al final de
su gestión europea, mediante una Huelga General clamorosa que el «contubernio» habría
urdido.

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Ahora bien: cualquiera que fuera su intencionalidad explícita, me atrevo a afirmar que la
Huelga General, además de política-partidista (y no meramente económica) no fue, si nos
atenemos a sus circunstancias, una Huelga democrática.

Para que una Huelga sea democrática, debe ser ejercitada individualmente, por cada uno
de los trabajadores (como ocurre con el voto en las urnas), y no colectivamente. Es cierto que el
artículo 37.2 de la Constitución reconoce la posibilidad de conflictos colectivos; pero con este
reconocimiento, si se extiende al ejercicio de la Huelga, la Constitución padecería lo que los
fundamentalistas llamarían un «déficit democrático», como lo padece la Constitución de 1978 en
su Título II, al establecer que la Jefatura del Estado ha de recaer en un miembro de la familia
Borbón. El derecho de Huelga, en democracia pura, es un derecho de cada trabajador; y, por
ello, este derecho no puede entrar en colisión con el derecho de los trabajadores que deseen
acudir a su puesto de trabajo. Pero la acción de los piquetes, que sólo por ficción vergonzante
(por ficción que no se atreve a considerarse revolucionaria) eran «informativos» –no disminuye
en nada el significado de esas acciones la referencia a los metafóricos «piquetes empresariales»
actuando principalmente sobre trabajadores con empleo precario–, descalificó la naturaleza
democrática de la Huelga, pese a los buenos y confusos deseos de los dirigentes de la cúpula
sindical. Una Huelga General democrática no puede parar la Nación, ni causarle daños tan
graves; los derechos de una parte de la sociedad política no pueden atentar a la sociedad política
misma, y por ello «la ley que regule el ejercicio de este derecho [de Huelga], sin perjuicio de las
limitaciones que pueda establecer, incluirá las garantías precisas para asegurar el
funcionamiento de los servicios esenciales de la comunidad». Los Sindicatos consideraron, en
un ejercicio de subjetivismo inconcebible y ad hoc, los decretos que regulan los servicios
mínimos como inconstitucionales, como si fueran ellos los que podían calificarlos. La intención
de los piquetes no era otra sino la de llevar a cabo un sabotaje a estos servicios esenciales para
la comunidad democrática (como había ocurrido días antes en la huelga de autobuses de
Barcelona). Unos días antes de la Huelga unos desconocidos perpretaron la destrucción de parte
de la red de fibra óptica de Telefónica, provocando un colapso de comunicaciones en todo
España de varias horas. Los Sindicatos naturalmente negaron su participación en este sabotaje;
pero tendrían que demostrar que el sabotaje fue llevado a cabo por el Gobierno.

A esto hay que añadir otros indicios inequívocos: ¿Cómo interpretar los petardos
estruendosos que se arrojaban por algunos de los piquetes y en algunas manifestaciones?
¿Cómo interpretar la quema de contenedores de basura y agresiones directas a trabajadores
que pretendían ocupar su puesto de trabajo? Quienes arrojaban esos petardos, y según el modo
como los arrojaban, quienes quemaban los contenedores, quienes ejercían coacción física,
tenían sin duda en su cabeza confusa la idea de una Huelga General Revolucionaria; y no les
reprocho tanto esta idea, cuanto su creencia de estar representando la condición del ciudadano
demócrata que lucha legítimamente por sus derechos «expropiados» y se justifica invocando la
acción previa de los piquetes empresariales (contra los cuales habría que ejercitar en democracia
la correspondiente acción judicial, pero no los petardos, la quema de contenedores o las
bofetadas).

Más aún, si analizamos cuidadosamente los mítines o los escritos en los cuales se animaba
a la Huelga General, podemos comprender hasta qué punto las «razones» eran tan desaforadas
que sólo podrían explicarse desde el proyecto de una «propaganda de guerra», en la que todo
está permitido, destinada a derribar al «gobierno de la derecha, defensor de los intereses
capitalistas» (¿a qué otros intereses podría defender el Partido Socialista o Izquierda Unida en
una democracia de mercado?). ¿Cómo, si no, interpretar esas acusaciones –que se mantienen
a la misma escala en la que se movía Carrero Blanco cuando hablaba del contubernio «ruso-
judeo-masónico»– según las cuales «la reforma de los subsidios de paro es un escalón más en
la frenética carrera del PP para eliminar todas las conquistas sociales posibles»? Sólo unos
militantes sometidos a un estado de guerra rayano en la imbecilidad profunda pueden ver de ese
modo las intenciones de su adversario (a quien de ninguna manera puede interesar eliminar las
conquistas sociales posibles), y su error de diagnóstico los conducirá inevitablemente al fracaso.
¿Cómo afirmar que desde el momento en que los inmigrantes sin papeles, explotados, realizan
las principales tareas del campo, ya no es necesario el subsidio agrario? ¿Cómo callar el hecho
de que se hayan suscrito tantos contratos legales con inmigrantes de países del Este o
hispanoamericanos, que los desempleados españoles han despreciado? ¿Cómo suponer que el

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«decretazo» conduce «lo que hasta ahora constituía un derecho subjetivo del trabajador, a
convertirse en una concesión administrativa», dejando de lado el hecho de que el derecho
subjetivo del trabajador, en una sociedad democrática, está en función de un contrato de trabajo?
¿Cómo atreverse a presentar, como argumento de incitación a la Huelga, la cifras de los
seiscientos mil millones de pesetas de ganancias de la banca, durante el año 2000, frente a los
salarios de los trabajadores inferiores a dos millones de pesetas? ¿Acaso esos seiscientos mil
millones de ganancias iban a ser repartidos entre los consejeros de la administración de los
bancos o entre sus accionistas? ¿Acaso la mayor parte de esas ganancias no van destinadas,
dentro del orden capitalista, a la inversión y, a su través, a la creación de puestos de trabajo, y
esto sin perjuicio de las suculentas gratificaciones a los grupos selectos de consejeros? Sólo
para quienes tienen en su cabeza, de un modo más o menos confuso, el objetivo de una Huelga
General Revolucionaria, pueden tener sentido esas desaforadas confrontaciones.

Y, sobre todo, cuando se insiste una y otra vez en la precariedad del empleo, acusando a
los empresarios de canibalismo laboral, ¿olvidan que si los empresarios (y sobre todo los
pequeños empresarios autónomos, los que más puestos de trabajo ofrecen, aunque son muy
pocos los trabajadores por cada empresa, en la que ellos mismos trabajan también sin poder
estar sindicados como trabajadores) no ofrecen empleos permanentes es porque no pueden?
¿Olvidan que es absurdo pretender que los pequeños empresarios paguen al trabajador que se
ponga de baja durante meses y meses, hasta arruinarlo? ¿Olvidan que si los empresarios se
arruinan los empresarios quedarían también sin empleo? ¿Es que pueden existir, en una
sociedad de mercado libre, trabajadores sin empresarios? La ironía profunda de la realidad de la
sociedad democrática de mercado se nos muestra en el momento en el cual el trabajador tiene
que reconocer que si quiere mantener su empleo ha de procurar «ayudar a su explotador», al
empresario, porque si lo destruye, sin destruir «al sistema», se destruye también a sí mismo y a
su familia. Y no se destruye lo que se quiere, sino lo que se puede destruir.

Sólo dando a los trabajadores, intermitentes o permanentes, un estatuto similar al de los


Funcionarios del Estado, sería posible hablar de empleo estable; pero esto no puede hacerlo una
sociedad democrática de mercado libre, ni puede hacerlo tampoco un gobierno socialdemócrata
que sustituya al gobierno actual. ¿Acaso lo hizo durante sus dilatados años de mandato? Esto
sólo puede hacerlo un Estado comunista, pero bajo la condición de no tolerar que un
desempleado no acepte el empleo que se le ofrece a más de treinta kilómetros de distancia de
su domicilio.

Niembro, 20 de julio de 2002

Una demostración posthuelga


de la confusión denunciada en este artículo
El Comercio (Gijón), Sábado, 3 de agosto de 2002

Artefacto casero contra la cafetería Europa, que abrió el 20-J. La Policía


investiga imágenes del 20-J para aclarar un atentado en una cafetería de
Gijón. Los autores colocaron explosivos y panfletos con el lema «¡Jódete,
esquirol!»

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El propietario de la cafetería
Europa, en la plaza del mismo nombre, donde ayer hizo explosión un artefacto
casero que destrozó la puerta principal, dice que volverá a «abrir en la próxima
huelga». Cerca del local, que estuvo abierto el 20-J, aparecieron pasquines que
acusaban a su dueño de esquirol, como el que el afectado muestra en la imagen.
La Policía investiga la autoría del atentado.

La Policía investiga documentación gráfica de la huelga general del pasado


20 de junio para dar con los autores de un atentado en Gijón. Los hechos
sucedieron a las dos y media de la madrugada del viernes, momento en que explotó
un artefacto casero en una cafetería, que abrió el 20-J. El local amaneció rodeado
de pasquines con el lema «¡Jódete, esquirol!».

A las tres menos cuarto de la madrugada del viernes el propietario de la


cafetería Europa, Manuel Ampudia, recibía la llamada de un sereno. El mensaje
fue sorprendente: alrededor de las dos y media, había explosionado un artefacto
de fabricación casera en su cafetería, situada en la plaza de Europa. Al llegar al
local, se encontró la puerta principal reventada y decenas de pasquines
desperdigados por el suelo. El lema, escrito en asturiano, advertía que «la nuestra
miseria ye'l tu beneficiu. El que la fai la paga. ¡Jódete, esquirol!».

Pocos minutos después de la explosión, se desplazaron al lugar efectivos de


la Policía Científica y del Cuerpo de Técnicos de Desactivación de Explosivos
(Tedax), que acordonaron la zona. Tras analizar el artefacto, comprobaron que
estaba fabricado con petardos pirotécnicos y botes de aerosoles.

Los agentes analizan ahora el explosivo y los pasquines por si pudiesen


aparecer huellas u otras pruebas que puedan determinar la autoría de los hechos.
El Cuerpo Nacional de Policía ha abierto diligencias judiciales para aclarar el
suceso y estudia documentos gráficos del 20-J para descubrir si entre los piquetes
se encontraban elementos radicales. Se admite que dar con los culpables va a ser
«difícil» y que los autores no tienen por qué estar entre el grupo que acudió a la
cafetería el día de huelga.

Eso sí, tanto el propietario de la cafetería como las fuerzas de seguridad


vinculan la explosión con el paro. El 20 de junio, Manuel Ampudia abrió su local a
las seis de la madrugada, como suele hacerlo todos los días. Alrededor de las siete
horas tuvo «más que palabras» con algunos piquetes, que le recriminaron su
actitud. Los enfrentamientos verbales y forcejeos con miembros de piquetes se
reflejaron en los medios de comunicación. Al final, el establecimiento estuvo abierto
al público durante toda la jornada, para lo que precisó la colaboración de agentes
antidisturbios, que vigilaron para evitar que se produjesen nuevos incidentes. Ayer,
Ampudia se personó alrededor de las cinco de la madrugada en Comisaría para
declarar sobre los hechos. Durante el día, la cafetería Europa funcionó toda con
normalidad, tan sólo alterada por la curiosidad de numerosos clientes que se

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acercaron al establecimiento para interesarse por el suceso. El propietario del local
recibió, además, las llamadas de varios medios de comunicación de ámbito
regional y nacional.

La Nueva España (Oviedo), Sábado 3 de agosto de 2002

Gijón: Un artefacto destroza la puerta de una cafería que no cerró en la huelga


general. El hostelero, tras la explosión de varios petardos y «sprays», recogió
papeles con amenazas personales por haber abierto el 20 de junio

Algunos piquetes le habían advertido que, por no cerrar el 20-J, se iba a


enterar. Ayer se enteró. «Durante 10 años estuve viviendo en distintos países de
Latinoamérica, y precisamente fue por este tipo de cosas por las que volví,
buscando tranquilidad. Es increíble que en pleno siglo XXI y en el supuesto Primer
Mundo pasen cosas como éstas». Con estas palabras de indignación valoraba
Manuel Ampudia, propietario de la cafetería Europa, situada en la céntrica plaza
del mismo nombre, la explosión de un artefacto casero en la puerta de su
establecimiento.

El explosivo, colocado en entre las dos hojas de la puerta, detonó a las 2.30
horas de ayer, destrozando la puerta del local. Alertados por vecinos, agentes del
Cuerpo Nacional de Policía se personaron instantes después en el lugar de los
hechos, encontrando, además de la destrozada puerta, varias decenas de
pasquines con la frase: «La nuestra miseria ye el tu beneficio, el que la fai, la paga.
¡Jódete esquirol!». Después de tomar testimonios, los agentes del Cuerpo Nacional
de Policía alertaron al Grupo de Desactivación de Explosivos de la Jefatura de
Oviedo, que, junto con agentes de la Policía Científica de la Comisaría de Gijón,
examinaron el lugar de los hechos. La primera conclusión de sus investigaciones,
pendientes todavía de ulteriores análisis, es que el artefacto que hizo explosión
estaba hecho con petardos pirotécnicos y con botes de «sprays».

La nota encontrada en el lugar de los hechos trataba de recordar al dueño de


la cafetería su decisión de no secundar la jornada de huelga general convocada el
20 de junio. A pesar de lo ocurrido, Ampudia asegura que «si mañana hubiera otra
huelga, volvería a hacer lo mismo. A partir de hoy pueden venir por aquí. Tendrán
otra puerta para destrozar. No voy a cambiar mi forma de pensar porque me hayan
puesto un petardo».

Respecto a quién ha podido ser el responsable de la colocación del artefacto


casero, Ampudia afirma: «No hace falta ser ni Sherlock Holmes ni el inspector
Gadget para saber quién ha puesto el artefacto. Lo que no voy a hacer es acusar
a nadie. Para eso está la Policía». A pesar del explosivo, propietario y empleados
de la cafetería trabajaron con normalidad. Hasta otra.

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¿Qué es un aventurero?
Gustavo Bueno

El aventurero es la contrafigura del viajero, pero tampoco es el prototipo del ciudadano libre. El
valor del aventurero habrá que medirlo por el valor del destino al que sus aventuras hayan
podido llevarle

Ignacio Gracia Noriega, que nos contó hace unos quince años un «viaje con aventuras y
aventureros» –El viaje del obispo de Abisinia a los santuarios de la cristiandad, que obtuvo el
premio Tigre Juan de 1986– nos ofrece ahora en este libro una serie muy nutrida de relatos de
aventuras, o de aventureros sin viaje propiamente dicho (según el concepto que más adelante
expondré). El viaje de Juan Gondár, el Obispo de Abisinia, acompañado de su fámulo Isboseth,
de su mono Don Babuino o Don Balbino y de su Biblia árabe, era un viaje imaginario y, en todo
caso, el viaje de alguien que no siendo asturiano quiso pasar por Asturias, como lo fue el viaje,
esta vez real, de otro portador de biblias, George Borrow, «Don Jorgito el inglés», sobre el cual
también ha escrito Gracia Noriega. Pero en este libro nos encontramos con aventuras de
asturianos fuera de Asturias; asturianos que fueron de carne y hueso y cuya realidad no ofrece
mayor resistencia a la transparencia, elegancia y amenidad características del narrador de la que
podrían ofrecer unas aventuras imaginarias moldeadas a su medida.
1. El capítulo central, que es el segundo, de este libro, se organiza en torno a siete
personajes escogidos acaso como símbolos de la disposición de los asturianos a aventurarse por
todos los continentes. Por Europa, desde luego (Pintaius), por Asia (Fray Melchor García
Sampedro), por África (Amado Osorio) y, la mayoría, por América (Gonzalo Díaz de Pineda,
Pedro Menéndez de Avilés, el Virrey Abascal, e Íñigo Noriega). También podría haberse citado
a un aventurero asturiano en Oceanía, quien descubrió un continente y bautizó su
descubrimiento con el nombre de «Australia», Don Pedro Fernández de Quirós. Un hombre que
no logró ser oído en la corte de Felipe III a pesar de que envió a ella más de 50 Memoriales
relatando su descubrimiento.
Antecede al capítulo central un primer capítulo orientado a la exposición de las aventuras
asturianas en términos abstractos, es decir, no referidas nominatim a aventureros con nombre y
apellidos. En este primer capítulo se introducen las principales «categorías profesionales» de los
aventureros, además de una «categoría cero», la de los anónimos: los balleneros, los marinos
mercantes, los raqueros, los cazadores de osos, los arrieros...

Y, por último, termina la obra con un tercer capítulo («Otros aventureros») que nos va
ofreciendo las semblanzas de más de 50 aventureros asturianos, casi todos «americanos», y
alguno de tanta importancia como los del capítulo central. Un conjunto cuyo elevado cardinal
podría tomarse como símbolo de la multitud de asturianos que «entraron» en América, desde los
primeros años del descubrimiento, y que desmienten la opinión tan extendida de que Asturias
sólo en época muy tardía habría tenido que ver con la entrada de españoles en el nuevo
continente.

2. Gracia no cree necesario comenzar su libro definiendo la «aventura» en general y, por


tanto, definiendo la «clase de los aventureros». Incluso parece presuponer que estas definiciones
son imposibles y, en todo caso, inútiles. «Es ocioso intentar la definición de la aventura.»

Y, sin duda, tiene razón, al menos si entendemos la definición en su sentido estricto, a


saber, como definición positiva, por género y diferencia, por ejemplo, pues las definiciones
llamadas «inductivas» más que definiciones de una clase dada, vienen a ser reglas para
determinar sus elementos. Cuando la regla es precisa, porque parte de un término base y de una
operación bien delimitada, la determinación puede ser rigurosa e inequívoca, como ocurre en las
llamadas «definiciones por recurrencia» (por ejemplo, cuando partiendo del término «0», como
base o término canónico de la construcción, y del concepto «s» –término «siguiente» resultado
de sumar al anterior «+1»– establecemos la regla de numeración de los términos de la clase
«números naturales» diciendo: «esta clase consta de 0; de s0=0+1=1; de s1=1+1=2; de

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s2=2+1=3; &c.»). Pero cuando la regla no alcanza ese rigor, porque aunque parta de un término
base (acaso a título de primer analogado) más o menos preciso, no dispone de operaciones
unívocas, entonces la construcción no conduce con seguridad, no ya a la determinación del
concepto de la clase a definir, ni siquiera a la determinación de sus elementos; esto ocurre, por
ejemplo, cuando se utilizan operaciones orientadas a determinar términos semejantes al término
canónico, como cuando decimos: «color rojo es el color de la sangre y de todos los colores
semejantes a ella, así como de los semejantes a los semejantes»; al no ser transitiva la relación
de semejanza, no puedo pasar de «asemejante a b» y de «b semejante a c», y de «c semejante
a d» a «d semejante a a», respecto del mismo parámetro de semejanza. En nuestro caso, una
definición inductiva de aventurero asturiano podría sonar así: «aventureros asturianos son:
Pintaius y todos los asturianos semejantes a Pintaius y los que son semejantes a estos
semejantes.» Pero tal definición no nos daría una mínima seguridad, y no sólo porque su base
canónica («Pintaius», del que no se sabe casi nada) sea excesivamente borrosa, sino, sobre
todo, porque los parámetros de la semejanza irán cambiando de forma tal que la enumeración
no nos llevaría ni siquiera a la determinación de los elementos de una clase borrosa. Pero
también es cierto que el modo como suelen establecerse las enumeraciones de los elementos
de una clase dada (por ejemplo, la enumeración de los aventureros asturianos que figuran en
este libro) es un modo que tiene mucho de inductivo; y este modo puede ser certero cuando el
que hace la enumeración tiene «buen juicio», es decir, sabe mantener los parámetros
pertinentes, como le ocurre a un buen catador, en materia de vinos. Tal es el caso sin duda de
Ignacio Gracia Noriega, que, en consecuencia, podría responder a un supuesto crítico pedante
que argumentase desde las posiciones propias de un profesor de lógica inductiva, lo que el gran
orador Antifón respondió a un dramático pedante que le objetaba algo así como lo siguiente:
«¿Cómo te atreves a hablar en público sin saber definir la metonimia?» Antifón le había
respondido: «No sé definirla, pero escucha mi discurso y encontrarás muchas.» Gracia podría
responder: «No puedo definir el concepto de aventurero, pero lee mi libro y encontrarás muchos;
y muchos más de los que tú podrías encontrar partiendo de una definición ya fuera inductiva, ya
fuera deductiva, porque, aunque partieses de ella, el poco talento que demuestras tener al
formular esta objeción no te permitiría aplicarla con buen juicio.»

3. Ahora bien, la cuestión que yo quiero plantear aquí no va referida a la posibilidad de una
enumeración certera de un conjunto de aventureros asturianos –posibilidad que se hace real al
leer el índice de este libro– sino que va referida a la imposibilidad de definir el concepto de
aventura (o de aventurero) en general y de aventurero asturiano, en particular. ¿De dónde deriva
esta imposibilidad? ¿Acaso el término «aventura» o el término «aventurero» no tiene un
significado utilizable con precisión por quien tiene un «buen juicio» en lo tocante a la lengua
española?

Un modo de responder a estas preguntas puede ser el que comienza dudando del
carácter positivo que suele atribuirse al significado de «aventura» o de «aventurero» en español.
Porque si este significado aparentemente positivo, fuese negativo, entonces no tendría nada de
particular la imposibilidad de definir positivamente el término «aventura» o el término
«aventurero».
En efecto, un concepto negativo, por ejemplo, el concepto de una «clase complementaria»
de una clase positiva dada no admite definiciones positivas, puesto que en esta clase podrán
contenerse varios conceptos positivos: en el concepto negativo «figura no triangular» se
contienen múltiples conceptos geométricos tales como «figura cuadrada», «figura redonda» o
«figura rómbica». Un concepto negativo, aunque sea claro (en su negación) es intrínsecamente
confuso en sus contenidos y si esto es así, lo que procede para eliminar en lo posible la confusión
de un concepto negativo, es decir, para hacer de él un concepto distinto,es renunciar a la
definición positiva y recurrir a la clasificación, una vez perfilada su definición negativa. Definición
negativa que, a su vez, sólo tiene sentido en función de algún concepto positivo previamente
establecido.
4. Como concepto positivo de referencia tomaré, en esta ocasión, el concepto de homo
viator (viajero), entendido según la definición que ensayé en el Prólogo a la monumental obra de
Pedro Pisa Menéndez, Caminos reales de Asturias (Pentalfa, Oviedo 2000). Sin duda, más de
un lector dispondrá de mejores definiciones, pero es obvio que yo no puedo utilizarlas hasta que
él, amablemente, después de leer este prólogo, me las comunique.

69
Supondré en resolución que el concepto de «viajero» implica el concepto de «camino», que
no será otra cosa sino un itinerario ya establecido que conduce con seguridad a algún lugar (por
ejemplo, a alguna posada) y que, por consiguiente elimina cualquier sorpresa en materia de
rutas. Esta es la razón por la cual hay que tratar con mucha cautela la famosa fórmula de Antonio
Machado: «el camino se hace al andar»; porque cuando alguien anda recorriendo un itinerario
que todavía no es camino, no puede decir que está haciendo el camino; porque para que su
itinerario resulte ser un camino (y no meramente un sendero) no será suficiente haberlo seguido,
sino que hará falta haberlo re-corrido, re-andado; hará falta «volver a las andadas», pues sólo
de este modo podrá comprobarse su «viabilidad pública», la viabilidad repetible de mi itinerario
y su seguridad como camino. Un camino es siempre, según esto, un «camino trillado». Y esto no
lo digo yo, lo dice, por ejemplo Covarrubias y, antes que él, lo dijo Fray Luis de León al comentar
en Los nombres de Cristo, el nombre «Camino»: «por manera que este nombre, camino, de más
de lo que significa con propiedad, que es aquello por donde se va a algún lugar sin error...»
El camino es pues la norma del viaje; por lo que el viajero es, con propiedad, quien recorre
algún camino, algún itinerario ya establecido y reglado. Un itinerario que no tiene por qué ser,
salvo por abstracción, estrictamente espacial-geográfico. Un itinerario es, así, alguna línea del
espacio, pero del espacio antropológico, que incluye siempre la temporalidad, la duración.
Ningún camino, ni el geográfico, puede recorrerse en un instante, fuera del tiempo. El itinerario
es siempre una «línea en el tiempo de una vida», ya sea ésta una vida terrena, inmanente,
aunque incierta (quia vitae sectabor iter?), sea de una vida espiritual, trascendente, el Itinerarium
mentis in Deo, que San Buenaventura pretendió reglar, jalonar y graduar.
5. Los caminos se dibujan en el espacio antropológico, y a este espacio lo consideraremos
organizado en torno a tres «ejes» mutuamente inseparables sin duda, pero disociables; ejes que
pasan, respectivamente, o bien por el espacio físico (no sólo geográfico: ahí está el fingido Viaje
a la Luna de Cyrano de Bergerac, o el viaje a la Luna real de los astronautas del Apolo XI), o
bien por el espacio social y humano (aunque fuera tan reducido como lo era el «viaje a Citerea»
practicado por algunos miembros de la clase ociosa francesa del Antiguo Régimen) o bien por el
espacio praeterhumano en el que habitan los dioses o los númenes (y que algunas personas
quieren recorrer transportados en ciertos vehículos místicos, grandes o pequeños, ya tengan la
forma de pastillas redondeadas que nos transportan a los viajes psicodélicos, ya tengan la forma
de las meditaciones trascendentales).
Dejamos de lado los viajes, no ya fingidos o imaginarios, sino simplemente metafóricos, es
decir, los viajes que pueden tener lugar sin necesidad de desplazamientos por caminos reales
(por ejemplo, Viaje alrededor de mi cuarto de Maistre) y cuya contrafigura serían las aventuras
sin desplazamiento físico que al parecer habría que atribuir a algunos grandes científicos
(«Einstein o la aventura del pensamiento»).
6. En efecto, la aventura sería, en cierto modo, por lo que a su itinerario se refiere la
contrafigura del viaje; y el aventurero la contrafigura del viajero. Pues el aventurero –tal sería su
concepto negativo– sería el hombre que, saliéndose de los caminos triviales, normales, sigue
itinerarios «anormales», no establecidos; y en el caso de que recorra caminos reales, acotados
y reglados, no lo hará buscando en ellos la seguridad específica que éstos caminos le ofrecen
como itinerario lineal, sino precisamente los sucesos puntuales, eventos o contingencias que
siempre podrán salirle al paso en el camino propiamente dicho.

El aventurero, según esto, a diferencia del viajero no se mueve por rutas seguras en las
cuales la sorpresa, al menos en lo que al itinerario se refiere, puede quedar eliminada o
conjurada. Se opone a la rutina característica del viaje, o bien porque se enfrente a aventuras
fuera de caminos («aventuras sin viaje», por tanto) o bien porque se enfrenta con «viajes con
aventuras». Dicho en forma geométrica: porque se enfrenta, acaso porque las busca, con
aventuras lineales (aventuras de itinerario) o con aventuras puntuales (aventuras de suceso).
Dejemos de lado, por tanto, los itinerarios sin sucesos y los sucesos que puedan tener lugar al
margen de cualquier itinerario: éstos, porque ya no serían aventuras; aquellos porque un
itinerario, aunque haya cobrado la forma de camino, jamás puede agotar el espacio por el que
discurre hasta el punto de que pueda decirse que ya ha quedado descartada la posibilidad de
cualquier evento. Y esto sin necesidad de salirse de la red de los caminos efectivos: los cruces
de caminos no pertenecen a la estructura interna de cada uno de los caminos que se cruzan y,
por consiguiente, cada cruce constituye, en cierto modo, un evento, una contingencia, es decir,
la posibilidad de un divertículo capaz de extraviar al que marcha siguiendo una vía en sí misma
segura.

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7. Podemos establecer, en virtud de lo que llevamos dicho, un primer criterio de clasificación
general de las aventuras y de los aventureros en dos tipos: el tipo de las aventuras (o
aventureros) de itinerario («aventuras sin viaje») y el tipo de las aventuras (o aventureros) de
suceso («viajes con aventuras»).

Como aventureros de itinerario consideraremos a todos aquellos que andan por itinerarios
nuevos (y que muchas veces ni siquiera pueden ser transformados en caminos), por las razones
que sean. Y no constituye razón alguna apelar a un «afán de aventuras» del aventurero, para
explicarlo, como tampoco da razón de la capacidad somnífera del opio quien apela a su virtud
dormitiva. Puede haber razones de muy diversa índole, por ejemplo, el deseo de evadirse de los
caminos establecidos, el deseo de liberarse de la rutina; una liberación que algunos confundirán
con la libertad cuando acaso sólo consiste en una libertad-de respecto de ciertas situaciones
opresivas o insoportables de la vida reglada. Así pretendían «explicar» muchos teóricos y,
además, en nombre de un pensamiento de izquierdas, el «espíritu aventurero» de tantos
asturianos y, en general, de tantos españoles. Según esta explicación, ese espíritu de aventuras,
más que de la libertad derivaría de la necesidad de evadirse del hambre o de las miserias que
esperaban a los aventureros si hubieran permanecido en su propia tierra. Explicación, a mi
entender, muy grosera, si se tiene sencillamente en cuenta, en primer lugar, que muchos
hombres, a pesar de su vida miserable, o no se atreve a salir de su tierra en busca de aventuras
o, cuando emigran, procuran ser contratados previamente o recomendados a amigos o parientes
que les esperan en los puntos de llegada: es decir, emigran como viajeros, no como aventureros.
También hay que tener en cuenta, en segundo lugar, que los que salen en busca de aventuras
no son precisamente los más «necesitados» de su tierra. Hernán Cortés no formaba parte
precisamente de las familias más «necesitadas» de Extremadura; ni Pedro Menéndez de Avilés
pertenecía a las familias más «necesitadas» de Asturias.

8. Los aventureros del primer tipo, los que se enfrentan con itinerarios nuevos o imprevistos,
podrían clasificarse en tres categorías, según el eje del espacio antropológico al que más se
aproxime la línea de su itinerario. Distinguiremos así:

(1) Aventureros en el espacio físico, aventureros que siguen rumbos nuevos, por
tierra o por mar, rutas desconocidas que generalmente discurren por lugares
alejados de la «Ciudad» o del Reino del que el aventurero es oriundo; pero
también podrán aparecer, como veremos, en lugares circunscritos al propio
Reino y aún a la propia Ciudad. Por eso, la lejanía del lugar de origen, su
exotismo, no es condición necesaria ni suficiente del itinerario de un aventurero.
El itinerario del Apolo XI conducía a sus tripulantes al lugar más alejado, hasta
entonces, al que pudo haber llegado cualquier navegante; sin embargo este
itinerario había sido milimétricamente programado, como previstas estaban
también las circunstancias de su destino, la Luna. En este sentido habría que
desaprobar la equiparación, como itinerario de aventuras, del itinerario de
Armstrong y el itinerario de Colón. Colón fue un aventurero, pero Armstrong no
lo fue en absoluto, estaba mucho más «teledirigido» por la NASA de lo que Colón
pudo estar «teledirigido» por los Reyes Católicos. Y, por cierto, también Colón
estuvo teledirigido, en una medida mucho más grande de lo que suele
reconocerse, por los planes de los Reyes Católicos: sería hora ya de rebajar un
poco la gloria de Colón como aventurero, subrayando precisamente sus
semejanzas con un astronauta de nuestros días.

El aventurero por antonomasia es el que sigue itinerarios nuevos, imprevistos,


extra-vagantes, el periegeta, el explorador, pero también hay que reconocer la
existencia del aventurero urbano que, en la gran Ciudad, se extravía por la trama
de calles o callejas descubriendo acaso nuevos itinerarios, nuevos «corredores»
que discurren por los cruces de unas calles con otras, a través de las vías
principales y de las secundarias; porque estos cruces, según hemos dicho, no
están previstos en la estructura de cada calle o de cada calleja.

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(2) En un segundo grupo pondremos las aventuras y los aventureros que puedan
tener lugar principalmente en los itinerarios del espacio social. Sin duda, los
nuevos itinerarios que puedan abrirse en el espacio social presupondrán
itinerarios geográficos congruentes, pero no se reducen a ellos. Habrá, en
consecuencia, aventuras de itinerario social en lugares exóticos (por tanto,
después de recorrer un itinerario de aventura, pero también, simplemente,
después de un viaje previo perfectamente «programado») y habrá también
aventuras de itinerario social, desarrolladas en el ámbito de la propia Ciudad o
del propio Reino. Precisamente son los aventureros de esta clase aquellos que
confieren al término una cierta connotación peyorativa, la que arrastra la palabra
«aventurero» en cuanto maquinador (en el momento de cruzar diversos
itinerarios regulares y lícitos), o en cuanto empresario oportunista, arriesgado y
sin escrúpulos, o bien en cuanto revolucionario político que, ignorante de los
itinerarios regulares, lanza imprudentemente a sus seguidores al fracaso o a la
muerte.

(3) En tercer y último lugar he de referirme, por razones sistemáticas, a los


aventureros de itinerarios praeterhumanos (ni geográficos, ni humanos) como
son, por antonomasia, los itinerarios religiosos. Estos itinerarios desbordan unas
veces el círculo de la propia religión y conducen al aventurero a religiones
relativamente extrañas, que implican abjurar de la propia. Un célebre aventurero
holandés, que llegó a tener la confianza de Felipe V, Juan Guillermo, barón de
Riperdá, había ya abjurado, en sus primeros tiempos de Holanda, del
catolicismo; volvió a convertirse a esta religión cuando vio las posibilidades de
medrar en España; al cabo de los años, vuelto a Holanda, abjuró de nuevo en
1730 del catolicismo y, tras una serie de avatares, acabó en Marruecos
haciéndose musulmán, con el nombre de Osmán Bajá.

Otras veces estos itinerarios espirituales de aventura se abren camino sin


necesidad de salir del propio recinto geográfico: a esta clase pertenecía el
itinerario que solía recorrer el hereje o el alumbrado, que partiendo de su
experiencia personal, incubada y desarrollada en Piedrahita o en Valladolid,
solía conducirle a la hoguera.

9. Las aventuras de suceso, las aventuras eventuales, son aquellas que no necesitan
itinerarios insólitos, porque se nutren de contingencias que pueden surgir ante el caminante en
su viaje por los caminos más reales. Giraldo se pone en camino por el Camino de Santiago.
Antes de iniciar su peregrinación se había prometido con una joven de su pueblo. He aquí su
aventura, una vez internado en el camino hacia Compostela: inesperadamente el diablo se le
aparece, bajo la forma de Santiago Apóstol y le induce a castrarse. Giraldo así lo hizo, muriendo
en consecuencia. Pero su alma, que no había muerto, fue transportada a Roma, esta vez
siguiendo un itinerario espiritual puro. En Roma la totalidad de los Santos, en presencia de la
Virgen y de Santiago lo declaró inocente. Lo devolvieron a la vida y lo transportaron, siguiendo
el mismo itinerario espiritual aunque recorrido en sentido contrario, al mismo punto del Camino
en el que se encontraba al morir. ¿Qué más podríamos decir por nuestra parte? Que las
aventuras de Giraldo implican un itinerario insólito, absolutamente exótico, puramente espiritual;
y que, en este sentido, las aventuras de Giraldo son «aventuras de itinerario». Sin embargo,
tendríamos que añadir que esta aventura de itinerario extra-vagante tuvo su comienzo en una
aventura de suceso, de un suceso ocurrido a lo largo de una marcha rutinaria por un camino real.
Concluiremos, por tanto, diciendo que las aventuras de Giraldo son también aventuras de
suceso, antes aún que aventuras de itinerario.

Sin duda, las aventuras de suceso pueden tener lugar en itinerarios exóticos, pero no
necesariamente. El itinerario de los astronautas, a los que nos hemos referido, que pusieron por
primera vez el pie en la Luna fue, hasta la fecha, el itinerario más exótico recorrido en realidad,
y no sólo en la imaginación; pero el único suceso extraordinario que los astronautas del Apolo XI
pudieron constatar, fue precisamente la ausencia de los sucesos extraordinarios que eran
esperados por mucha gente y que algunos, sin duda, para no defraudar las expectativas,

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supusieron se habían producido (se habló de contactos entre Armstrong y los extraterrestres,
que las autoridades habrían mantenido en el más riguroso secreto).

Sin embargo, según su concepto, las aventuras de suceso tendrán lugar principalmente
cuando el caminante transite por itinerarios ya trazados, por caminos reales. Acaso podríamos
tomar a Don Quijote como símbolo del aventurero de sucesos. Don Quijote no necesita salir fuera
de los caminos del Reino para experimentar las más sorprendentes aventuras: unas, debidas a
sucesos que ocurren, al parecer, espontáneamente (son las aventuras de la Primera Parte); otras
debidas a sucesos preparados a posta por otras personas ociosas (son las aventuras de la
Segunda Parte). En cualquier caso, Don Quijote sabe que los sucesos extraordinarios
aparecerán en los caminos o a lo sumo en las posadas de los caminos, que no son posadas
definitivas: «Vale más camino que posada.» Esta podría ser la fórmula del aventurero que busca
sucesos extraordinarios antes que itinerarios exóticos.

10. Tendríamos que comenzar ahora a cumplir con la tarea de «diagnosticar», con arreglo
a los tipos y variedades de aventureros que hemos dibujado, a los numerosos aventureros con
los cuales va a tomar contacto el lector del amenísimo libro de Ignacio Gracia Noriega que tiene
en sus manos. Pero no voy a hacer semejante cosa, entre otras razones por el recuerdo de
aquella observación de Voltaire: «La mejor manera de resultar odioso es decirlo todo.» Dejo, en
conclusión, al lector interesado las tareas del diagnóstico y del análisis, con la confianza de que
él podrá hacerlo mejor que yo y más críticamente si dispone de tipologías más certeras. Y, en
cualquier caso, el lector sabrá decidir, mejor que yo, si los balleneros asturianos son antes
aventureros de itinerario, que aventureros de sucesos, o si los arrieros por el contrario son antes
aventureros de sucesos, que aventureros de itinerario. El lector sabrá decidir si el «Paso
Honroso» nos pone en presencia de una situación extrema de aventura de sucesos. No sólo
porque Pero Rodríguez de Lena «no tuvo que alejarse mucho de Asturias para ser testigo de
una de las mayores aventuras, si no la mayor de la caballería andante española», sino porque
Suero de Quiñones como aventurero principal, no tuvo que moverse del puente de San Marcos
de Órbigo para recibir a los aventureros que llegaban al puente, a partir del sábado día 10 de
julio de 1434, con la pretensión de forzar el paso. El lector juzgará si Gonzalo Díaz de Pineda,
Pedro Menéndez de Avilés o Amado Osorio fueron antes aventureros de itinerario geográfico
que aventureros de itinerario social; y si el Virrey Abascal o Íñigo de Noriega fueron antes
aventureros de itinerarios sociales que aventureros de itinerarios geográficos (a pesar de que
corrieran sus aventuras lejos de España; en rigor no tan lejos, puesto que se movieron dentro
del Reino). También tendrá que decidir el lector si Fray Melchor García Sampedro fue aventurero
por haber andado «por los caminos del Extremo Oriente» o más bien por haberse internado en
un itinerario espiritual que le llevó al martirio. ¿Y Fray Francisco Menéndez? ¿Y Fray Servando
Teresa de Mier Noriega?

11. Terminaré presentando una paradoja. Paradoja al menos para todos aquellos que den
por descontado que los aventureros y, sobre todo, los aventureros de itinerario, los trotamundos,
se mueven impulsados por la libertad y, más aún, la representan. Pero el aventurero –tal es la
paradoja– parece rondar también los límites en los que puede moverse la libertad humana,
sencillamente porque el ritmo de sus movimientos se mantiene a una escala distinta en la que
se mantiene el ritmo que solemos exigir a los movimientos libres. Éstos requieren el pleno
conocimiento de los objetivos y de las consecuencias de la acción, el «dominio del hecho» (como
dicen los maestros del Derecho Penal). Pero un tal pleno conocimiento sólo es posible en el
marco de la Ciudad, de una Ciudad en la que las órbitas de los ciudadanos están ya previstas
por las normas que conforman la conducta de las personas libres, como previstos han de estar
los tipos de esas órbitas que conducen al ciudadano al delito, en general, y al delito de
imprudencia, en particular. Todo lo que suponga oscurecimiento de sus objetivos y de sus
consecuencias llevará al ciudadano al terreno de las acciones imprudentes y aún temerarias;
acciones en las que se amenguan los grados de libertad y, en el límite, cuando el aventurero
tiene primero que disparar, para apuntar a continuación, se reducen a cero.

Pero el aventurero tiene mucho, por naturaleza, de imprudente y tiene mucho de temerario.
Sus objetivos son necesariamente borrosos; desconoce también las consecuencias de sus actos,
realizados en sus itinerarios de aventura. En esto se diferencia el explorador auténtico que se

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abre camino por primera vez en una selva lejana, del viajero que recorre después su camino con
libertad, con «pleno dominio del hecho» (guiado y escoltado, en el safari, por la Agencia de Viajes
y con la póliza de seguros al día).

En todo caso, difícilmente podríamos hacer del aventurero el prototipo del ciudadano libre
que propugnaron los revolucionarios de la Libertad, de la Igualdad y de la Fraternidad. Sólo que
esto no merma el valor del aventurero, pues ¿acaso la libertad es la medida del valor? Una acción
por ser libre, no ha de ser valiosa. Una acción libre puede ser delictiva o perversa. De donde se
sigue que la libertad, por sí misma, no merece el respeto que tantas constituciones democráticas
le conceden. El respeto hay que concedérselo a los resultados de la acción libre, a los resultados
de la libertad, y no a la libertad misma.

En conclusión habrá que decir que el aventurero, no por no ser hombre libre, en sentido
civil, carece de valor. Su valor está en otra parte, en su destino, cuando éste sea valioso. El valor
del aventurero habrá que medirlo, en efecto, no tanto por sus aventuras cuanto por el valor del
destino al que estas aventuras hayan podido llevarle.

10 de junio de 2002

Prólogo al libro de José Ignacio Gracia Noriega, Hombres de brújula y espada. Aventureros
asturianos por el ancho mundo, Caja de Ahorros de Asturias 2002, págs. 13-22. La ceremonia
de presentación de este libro, con la presencia del autor y del prologuista, se celebró el
miércoles 7 de agosto de 2002, en la Feria Internacional de Muestras de Gijón.

Nota sobre las seis vías de constitución de


una disciplina doctrinal en función de
campos previamente establecidos

Gustavo Bueno
Se explicitan los criterios que determinan seis vías de constitución
de una disciplina doctrinal en la Teoría del Cierre Categorial
Carlos Iglesias y Alberto Hidalgo me piden que haga explícitos los criterios de la
enumeración de las seis vías de constitución de una disciplina que figuran en ¿Qué es la
Bioética? (Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2001, págs. 33-46), supuesto que esta
enumeración no fuera meramente empírica:
«Desde la perspectiva gnoseológica distinguimos, por nuestra parte, seis modos según los cuales
(desde la perspectiva de la teoría del cierre categorial) puede comenzar a constituirse una nueva
disciplina («nueva» respecto del sistema de disciplinas preexistente en la época histórica de
referencia); por tanto, seis vías diversas, seis alternativas genealógicas, no enteramente
excluyentes, que pueden ser tenidas en cuenta (en gran medida desde una perspectiva crítica, no
sólo para descartar, en cada caso, las no pertinentes, sino para descartar a las eventuales
conceptualizaciones que sobre una disciplina dada, como pudiera serlo la Bioética, tuvieran lugar
desde esas vías) en el momento de determinar qué curso concreto de desarrollo pudo seguir la
disciplina de referencia, en nuestro caso, la Bioética. La determinación de la vía a través de la cual
se ha constituido de hecho una disciplina dada no es por tanto sólo una «cuestión histórica»,
puesto que, en general, como ya hemos reconocido, la estructura gnoseológica de una disciplina
no es enteramente disociable de su génesis, ni recíprocamente.

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1. Segregación interna. Esta alternativa puede tomarse en consideración cuando partimos de una
disciplina dada G que se suponga constituida sobre un campo con múltiples sectores o partes
atributivas (S1, S2, S3), o con diversas partes distributivas (especies, géneros, órdenes, &c. E1, E2,
E3), o con ambas cosas a la vez. La Biología, como disciplina genérica, comprende múltiples
sectores (por ejemplo, los que tienen que ver con las funciones respiratorias, digestivas, &c.) y
muy diversas partes distributivas (por ejemplo hongos, vertebrados, peces, mamíferos, &c.).
A partir de la Biología general podemos constatar cómo se constituyen, por segregación interna,
disciplinas biológicas específicas o particulares. Estas disciplinas se «segregan» de la Biología
general como el detalle se segrega del conjunto; pero aunque sigan englobadas en la categoría
común, sin embargo pueden constituirse en especialidades que requieran terminología, métodos,
aparatos característicos, es decir, que requieran constituirse como nuevas disciplinas
(subalternadas, sin duda, a la disciplina general). Los motivos por los cuales una categoría dada
se desarrolla por alguno de sus sectores o de sus partes distributivas no son necesariamente
internos a la categoría (aun cuando los contextos determinantes y sus desarrollos hayan de serlo)
sino que pueden ser ocasionales (motivos económicos, de coyuntura, tecnológicos, &c.). Esto
significa que el desarrollo interno de una ciencia genérica, no por ser interno ha de entenderse
como un proceso homogéneo, armónico, sino más bien como un proceso aleatorio, desde el punto
de vista sistemático. Una categoría, en su desarrollo, se parece de hecho más a un monstruo que
a un organismo bien proporcionado.
En principio las nuevas disciplinas se mantienen en el ámbito de las líneas generales de la
categoría; sin embargo no por ello cabe decir que las disciplinas segregadas sean una simple
«deducción», o reproducción subgenérica de las líneas genéricas, porque bastarían las diferencias
de métodos para dar lugar a diferentes disciplinas dotadas de gran autonomía en sus desarrollos.
Podríamos poner como ejemplo la segregación de la Mecánica de Newton, que comportaba la
traslación de sus leyes (formuladas por referencia a los astros) a los corpúsculos de las nuevas
teorías mecánicas, a partir de Laplace: la simple diferencia de escalas implicaba adaptaciones de
constantes, parámetros, nuevos dispositivos experimentales, &c.
2. Segregación oblicua o aplicativa. La segregación aplicativa u oblicua se diferencia de la
segregación interna en que la disciplina constituida no sólo tiene motivaciones extrínsecas (aunque
con fundamento interno), sino que es ella misma extrínseca desde su origen. Ahora la categoría
genérica ha de considerarse refractada o proyectada en otras categorías, a título de aplicación.
Pero los contextos determinantes nuevos ya no son internos a la categoría de referencia. Por
ejemplo, la teoría geométrica de los poliedros se aplica a los cristales, para dar lugar a una
cristalografía geométrica, que se segrega de la geometría, pero no por desarrollo interno de esta
disciplina sino por desarrollo oblicuo (no hay razones geométricas para la segregación de cierto
tipo de poliedros cristalográficos). Otro tanto ocurre con la llamada óptica geométrica.
3. Composición e intersección de categorías (o de disciplinas). Es un proceso similar al anterior
sólo que ahora no puede hablarse claramente de «una disciplina dominante» que se aplique
oblicuamente a un campo «que la desborda», sino de una confluencia o intersección de diversas
disciplinas, y esto de muchas maneras: la confluencia de la Aritmética y la Geometría en le
Geometría Analítica, o la confluencia de la Química clásica y la Física en la Química Física. La
intersección puede dar lugar a términos nuevos, por ecualización de los campos intersectados. Sin
embargo, las situaciones cubiertas más propiamente por esta tercera alternativa son las llamadas
«disciplinas interdisciplinares» (tipo «Ciencias del Mar», en la que confluyen categorías tan
diversas como la Geología, la Biología, la Química, la Economía Política, la Geografía, &c.). Estas
disciplinas, constituidas en torno a un sujeto de atribución, no son desde luego una ciencia
categorial, pero sí pueden dar lugar a disciplinas dotadas de una unidad práctica, aunque externa,
que le confieren una estructura que no es suficiente para disimular su naturaleza enciclopédica.
4. Descubrimientos o invenciones de un campo nuevo (que será preciso coordinar con los
precedentes). Excelentes ejemplos de esta alternativa nos lo ofrece el Electromagnetismo o la
Termodinámica, respecto del sistema de la Mecánica de Newton, o la Fitosociología respecto de
la Taxonomía de Linneo y sucesores.
5. Reorganización-sustitución del sistema de las disciplinas de referencia. Este proceso es
enteramente distinto de los precedentes. En aquellos las nuevas disciplinas se formaban en
relación con otras anteriores, que habían de mantenerse como tales; por consiguiente las nuevas
disciplinas habían de agregarse a las precedentes. Pero la reorganización supone la destrucción
total o parcial, la aniquilación o la reabsorción de determinadas disciplinas dadas en la nueva. La
reorganización es unas veces sólo una reagrupación de disciplinas anteriores, pero otras veces
exige la reforma y aun la aniquilación de las precedentes. Los ejemplos más ilustrativos de
aniquilación pueden tomarse de la Sociología y de la Filosofía de la Religión. No son disciplinas
que puedan considerarse agregadas sin más al sistema de las disciplinas precursoras, ni son
meros nombres nuevos para antiguas disciplinas, acaso dispersas. La Sociología de Comte
supone la propuesta de aniquilación de la Psicología, sustituida por una Física social; la Filosofía
de la Religión contiene el principio de la aniquilación de la Teología Fundamental como disciplina
filosófica.
6. Inflexión. Llamamos inflexión a un modo de originarse disciplinas en función de otras, partiendo
acaso de una proyección oblicua a otros campos, o de una intersección con ellos, incluso a veces

75
de algún descubrimiento o invención, pero de suerte que mientras en todos estos casos, las
«nuevas construcciones» tienen lugar fuera de las categorías originales, en la inflexión la novedad
(ya sea debida a la intersección, a la invención, &c.) refluye en la misma categoría (la invención,
el descubrimiento, por ejemplo, se mantienen o son reformulables en el ámbito de las categorías
de referencia) como si fuese un repliegue producido en ella merced a las estructuras que se
habrían determinado por procesos extrínsecos pero que son, en el regressus, «devueltas» a la
categoría. Cabría ilustrar este procedimiento con la Electroforesis, como disciplina de investigación
biológica (las estructuras dadas en tejidos, células, &c., proyectadas en un campo
electromagnético, determinan comportamientos propios de los tejidos vivientes, con un significado
biológico característico, pero que no podría haber sido «deducido» del campo estricto de la
Biología).» (Gustavo Bueno, ¿Qué es la Bioética?, Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2001,
págs. 33-35.)

Ante todo, conviene subrayar que las disciplinas doctrinales de las que hablamos no hay
que entenderlas exclusivamente como ciencias categoriales estrictas (de algún modo, como
«categorías»), sino también como géneros subcategoriales (como pudiera serlo la Geometría
Proyectiva respecto de la Geometría en general) o como disciplinas no estrictamente científicas,
en su sentido más riguroso (como pudiera serlo la Sociología o la Filosofía de la Religión). Pero
los campos de las disciplinas de las que hablamos, aún cuando no sean estrictamente campos
categoriales, pueden ser considerados por analogía, como si lo fueran.

Supondremos también que el «sistema de disciplinas», científicas o analogadas, propio de


una época histórica, queda reflejado en las clasificaciones de las ciencias utilizadas en tal época,
ya sea en representaciones explícitas (como pueda serlo el «sistema de las ciencias» de Comte,
el de Ampere, o el de Ostwald) ya sea en las taxonomías implícitas en los planes de estudios o
en la organización de las Facultades universitarias, que constituyen por tanto un material
imprescindible para la investigación gnoseológica.

Presupondremos, en esta nota, que dado un estado de disciplinas o ciencias de referencia,


ninguna disciplina o ciencia nueva surge ex nihilo, es decir, sin que esa nueva disciplina o ciencia
pudiera no tener nada que ver con alguna de las disciplinas o ciencias establecidas, y aún con
el sistema de las mismas. Las mismas contribuciones que tecnologías nuevas puedan suponer
para la constitución de nuevas disciplinas tendrían también lugar a través de disciplinas ya
constituidas.

Esto supuesto habría que tener en cuenta, según un primer criterio, dos modos diferentes
de surgimiento de una disciplina nueva a partir de un sistema de disciplinas establecidas:

A) El modo del «desprendimiento», respecto de un campo o categoría dada, de algún


componente suyo (parte determinante, integrante, especie,...), dotado de fertilidad suficiente
como para poder constituirse en un campo de investigación relativamente autónomo (cuanto
a metodologías, problemática, instrumental, &c.). Utilizando una metáfora jurídico política,
podríamos denominar a este modo como «modo de la emancipación» (que no implica la
anulación de todo nexo con el «género generalísimo»).

B) El modo de la «incorporación» en una categoría dada de contenidos propios de otras


categorías o campos, de suerte que una tal incorporación de lugar a contextos determinados
nuevos. El término «incorporación» se toma aquí en sentido muy amplio; en todo caso, no se
reduce al concepto de «involucración entre categorías», que tiene un alcance más preciso
(por ejemplo: hablamos de «involucración de la Biología y de la Cristalografía» en situaciones,
gnoseológicamente relevantes, tales como las constituidas por la presencia de cristales no
orgánicos de calcita en la especie Paracentrotus lividus, que obligan a confrontar las

76
categorías cristalográficas y las biológicas; o bien, hablamos de «involucración de la Aritmética
y de la Geometría» en situaciones gnoseológicas relevantes tales como la constituida por la
«relación de Leibniz»: 1/1 – 1/3 + 1/5 – 1/7... → π/4, que obliga a comunicar los géneros
matemáticos, tradicionalmente designados como cantidad discreta y como cantidad continua,
considerados como incomunicables).

Un segundo criterio habrá de tener en cuenta el orden de novedad (respecto del campo o
categoría dados) de la nueva disciplina constituida. Según este criterio podemos distinguir tres
órdenes de novedad:
I. La nueva disciplina (o ciencia) no desborda el campo o categoría precursora, sino que puede
afirmarse que se mantiene en el ámbito de este campo o categoría.
II. La nueva disciplina (o ciencia) desborda el campo o categoría precursora y nos hace «poner
el pie» en un campo o categoría (o subcategoría) nueva.
III. La nueva disciplina (o ciencia) implica una reorganización del sistema mismo de disciplinas
tomado como referencia.

Cruzando los dos criterios anteriores resultan las seis vías de constitución de disciplinas o
ciencias de las que venimos hablando:

I. Modos de constitución de primer orden

(1) El proceso de «desprendimiento» puede tomar la forma de una exportación o segregación de


alguna parte a de la categoría A, al exterior del conjunto restante de partes de A, sin que esto
signifique que a no siga «envuelta» por A, a título, por ejemplo, de especie cogenérica.

(2) El proceso de «incorporación» puede tener lugar cuando la categoría B (la cristalográfica, por
ejemplo), logra incorporar de algún modo algún campo que le es exterior (como pueda serlo
el de la teoría geométrica de los poliedros), pero que, aplicado a él, puede proyectar como
modelo heteromorfo relaciones no deducibles.

II. Modos de constitución de segundo orden

(3) El proceso de «desprendimiento» puede tener lugar por regressus de los campos o
categorías precursoras, de cuya composición (por ecualización, por ejemplo) pueda resultar
una categoría o campo envolvente. De las disciplinas zoológicas, compuestas con las
botánicas, surgirá la Teoría celular, fundamento de una Biología general.

(4) El proceso de «incorporación» tendrá lugar preferentemente en un proceso de aplicación de


categorías preexistentes a alguna invención tecnológica o a algún descubrimiento de hechos
hasta entonces desconocidos. Tal sería el caso del surgimiento del Electromagnetismo o de
la Fitosociología.

III. Modos de constitución de tercer orden

(5) El proceso de «desprendimiento» tendrá lugar cuando alguna de las categorías quede
demolida, de suerte que las partes desprendidas, junto con otras, puedan reorganizarse en
un campo o categoría nueva. Tal sería el caso de la Sociología, respecto del sistema de
disciplinas que contiene a la Teología y a la Psicología.

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(6) El proceso de «incorporación» se producirá en los casos en los cuales la incidencia mutua de
las categorías determine una inflexión en alguna de ellas capaz de reabsorber, o limitar, pero
sin demoler, campos o categorías precursoras. Tal sería el caso de la Bioética, respecto de la
Ética o respecto de la Medicina.

La canonización
de Marilyn Monroe

Gustavo Bueno
Intervención en la presentación del libro Marilyn, de André de Dienes, publicado por
Taschen (Colonia 2002), celebrada en el Club Cultura de FNAC Parque Principado, el
viernes 25 de octubre de 2002

Introducción

1. Descripción del libro que se presenta

El libro que presentamos,


publicado por Taschen, consta en realidad de dos volúmenes de diverso tamaño, que se
ofrecen contenidos en un único estuche de gran formato (41×49×8 cms.).

En una fosa ad hoc, practicada en el fondo del gran estuche (que tiene el aspecto de
una caja de materiales fotográficos Kodak), está depositado el volumen más pequeño, que

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es un facsímil de un bloque de cuartillas mecanografiadas y corregidas a mano, que
forman parte (págs. 157 a las 344; con un apéndice de 97 páginas de fotografías de
Marilyn Monroe en blanco y negro) de la Autobiografía en inglés de André de Dienes
(1913-1985), el fotógrafo húngaro que en 1946 «descubrió» a Norma Jeane, y fue amigo
y aún mentor suyo hasta su muerte.

El volumen grande cubre al pequeño, y en él se despliega una espléndida colección


de fotografías en color realizadas por Dienes, junto con una traducción al español de la
mayor parte del texto inglés.

Como autor del libro figura en las portadas el mismo André de Dienes. Como
editores del libro figuran Steve Crist y Shirley T. Ellis de Dienes. Al final del gran
volumen aparecen sendos textos de Steve Crist y de Shirley T. Ellis. Crist cuenta cómo a
finales de 1999 descubrió, a través de un documental cinematográfico, unas fotografías
de un fotógrafo casi olvidado, André de Dienes. Con «paciencia y mucha suerte» localizó
a su viuda. Después de laboriosas conversaciones y dándose confluencia de intereses con
Benedikt y Angelika Taschen y todo el equipo de Taschen, se decidió montar y publicar
esta edición internacional y monumental con veinte mil ejemplares de tirada (impresa y
encuadernada en Italia en junio de 2002, en cuatro versiones: en español, en inglés, en
francés y en alemán).

2. Planteamiento de la cuestión

¿Cuál es el significado y el alcance que podemos atribuir a este libro en el contexto


del fenómeno Marilyn Monroe?
Es evidente que la respuesta a esta pregunta depende en gran medida del significado
y alcance que demos al propio fenómeno MM. Nadie niega que este fenómeno tiene
sociológicamente un alcance universal, dada la difusión mundial que la figura de la actriz
tuvo en vida, así como la presencia internacional que ella sigue manteniendo a los
cuarenta años de su fallecimiento, el 4 de agosto de 1962. En ese mismo año MM fue
reconocida como la estrella más popular del mundo (World's Most Popular Star), con la
entrega del Globo de Oro (Golden Globe), una especie de Premio Nobel del Cine y un
episodio más de los procesos de globalización de la segunda mitad del siglo XX.
No creemos que pueda decirse que se trata sólo de un fenómeno sociológico,
comparable a otros muchos fenómenos paralelos. Su importancia en la llamada «vida
cultural» podría deducirse también de la relación con Arthur Miller (que precisamente en
estos mismos momentos en los que estamos presentando este libro, y en esta misma
ciudad de Oviedo, está recibiendo el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2002); y
no precisamente por su mera relación matrimonial, que se extendió desde 1956 hasta
1961, puesto que Marilyn Monroe también estuvo casada unos meses (en 1954), y por
segunda vez, con una estrella de baseball, Joe DiMaggio, una especie de Ronaldo de la
época. Lo significativo de su relación con Arthur Miller es que Marilyn Monroe tuvo que
ver también con la producción dramática de este autor. Obras importantes como The
Misfits tienen que ver con MM, y sobre todo, en la tragedia After the Fall, que Arthur
Miller presentó en Broadway en 1964 dirigida por Elia Kazan; obra que fue traducida y
adaptada al español por Adolfo Marsillach: Después de la caída.

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Pero también es evidente que el hecho de la difusión universal de una figura no es
suficiente para medir el alcance y significado de esta figura. Todo depende del papel que
en esta universalización pueda atribuirse a la figura misma.

Lo que hemos dicho será suficiente para establecer el plan de nuestra exposición en
las siguientes dos partes, de la que aquí, dadas las circunstancias, sólo podremos ofrecer
un esquema:

I. Hipótesis de referencia sobre el significado y alcance de la figura universal de


Marilyn Monroe

1. Contra la interpretación estándar

La hipótesis de referencia que vamos a defender está construida a la contra de la


interpretación estándar, a la que contribuyó el propio Arthur Miller, del fenómeno
Marilyn Monroe; interpretación estándar que, sin embargo, suele tener pretensiones muy
altas en cuanto a los criterios que suelen ponerse en juego, de índole psicoanalítica o
semiótica:

Marilyn Monroe sería un icono fabricado por la industria cinematográfica


americana, de Hollywood principalmente, y ofrecida al mercado internacional como un
sex-symbol, como un «objeto de deseo». La fabricación de este icono, para distribuirlo
en el mercado internacional, habría implicado la explotación de la individualidad inocente
e ingenua, de carne y hueso, de Norma Jeane, que, en manos de sus explotadores
insaciables, incitados por la presión de un mercado capitalista de elasticidad indefinida,
presionó sobre la vida de Marilyn hasta un punto tal que determinó su desequilibrio y aún
su prematura muerte (que algunos interpretan como asesinato, y otros como suicidio).

Por consiguiente, el icono no representó a la Norma Jeane real, cuya identidad


personal habría sido destruida y fragmentada incluso en el propio ámbito de su icono.
Algunos ven, en el montaje serigrafiado de la fotografía de Marilyn realizada por Andy
Warhol, la prueba de esa deconstrucción o fragmentación de la misma identidad de la

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persona y del icono de la actriz, que cabría constatar desde las coordenadas de los críticos
posmodernos.

2. El interés de este libro no es precisamente psicológico

Desde esta perspectiva cabría preverse que


el libro que presentamos nos ofrecería los datos más íntimos de la verdadera personalidad
de Norma Jeane. La autobiografía inédita de su descubridor, André de Dienes, nos
permitiría redescubrir a Norma Jeane detrás del icono Marilyn Monroe.

El libro que presentamos, y así lo interpretan algunos, tendría principalmente un


significado eminentemente psicológico o, como se dice ordinariamente, «humano» (como
si el icono Marilyn Monroe no fuese humano sino, por ejemplo, felino, extraterrestre o
vacuno).

Pero por mi parte consideraré esta interpretación y la hipótesis que la sustenta como
desorientada y superficial.

3. Dos clases de iconos

A los cuarenta años de su fallecimiento, MM es ante todo, desde luego, un icono, y


así se le considera. Esto nos obliga a decir unas palabras sobre los iconos.

Para una cierta clase de críticos de la cultura, periodistas, &c., «icono» viene a ser
un término relativamente exótico en español; un término procedente inmediatamente del
francés; y los analistas franceses «de la cultura», con la cursilería y gratuidad que
caracteriza a muchos de sus intérpretes (en la línea Deleuze, Baudrillard o Lyotard),
pueden haber dado a algunos españoles la impresión de que bastaba utilizar el término
«icono» para decirlo todo, como si se tratase de un término técnico de diagnóstico.
Cuando se añade: el icono MM es «ofrecido al mercado internacional como objeto de
deseo autoreferente, como objeto erótico», parece que se ha agotado el asunto, con la

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precisión propia de un experto. En realidad no se ha dicho nada, sino una reiteración
tautológica y abstracta de los presupuestos de un psicoanálisis vulgar.

Un icono es una imagen; pero no una imagen natural, como lo son las imágenes que
en la superficie del lago reflejan los árboles de la orilla; estas son las imágenes, eikasia, a
las que Platón se refiere en el libro VI de La República,exponiendo el mito de la caverna.

Los iconos son imágenes, sin duda, imágenes corpóreas (no son imágenes
«mentales», ni alucinaciones, ni pseudopercepciones), pero imágenes artificiales,
fabricadas por algún «demiurgo». Los iconos son cuadros pintados, o esculturas, es decir,
figuras que representan «superficialmente» (es decir, en una superficie plana o curvada)
algo distinto de sí mismas. No son autoreferentes, son alotéticas, y, por tanto, no pueden
ser normalmente «objetos de deseo», salvo para los enfermos que las conviertan en
fetiches, en el sentido, ahora sí, freudiano. Y sólo por analogía podríamos decir que un
icono es tratado como fetiche cuando su valor icónico de uso queda subordinado a su
valor de cambio y a su precio en el mercado: es la «fetichización», en el sentido de Marx,
que, por supuesto, sólo muy lejanamente tiene que ver con el fenómeno Marilyn Monroe.

¿Y qué es lo que representa un icono alotético? Cosas de muy diversos tipos, entre
las cuales distinguiremos dos clases límites (refiriéndonos siempre a iconos figurativos,
es decir, dejando de lado los iconos abstractos, como puedan serlo los que hoy llamamos
logotipos): la de los iconos idiográficos y la de los iconos nomotéticos, según la relación
que mantenga el sentido semántico del icono con su referencia.

Los iconos idiográficos serán aquellos cuya referencia


es individual: son los retratos, iconos que son interpretados como representación de
individuos reales, y por supuesto corpóreos. Icono incluye representación semejante (en
el sentido pictórico); al menos el concepto (de Peirce) de los «signos icónicos» recoge
esta relación alotética de semejanza figurativa, que no cumplen los signos no icónicos.
Otra cosa es que la semejanza esté mejor o peor conseguida; o que, faltando la referencia
del icono idiográfico, no sea posible probarla; o que se declare a esa relación, en muchos
casos, como absurda, cuando los iconos pretenden tener referencia individual, dotada de
unicidad, pero a la que se le atribuye naturaleza espiritual o infinita. El iconoclasmo que
estalló en Bizancio en la época de León III arremetió contra todas las pretendidas
imágenes icónicas de los ángeles o de Dios, que eran adoradas en los templos. El

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iconoclasmo bizantino acaso fue incitado por la iconoclastia propia de los musulmanes
que rodeaban al imperio de Oriente y que, a su vez, tenía sus precedentes en la religión
judía: Moisés destruyendo el becerro de oro, y dando a beber el resultado de su fundición
a los idólatras, es el primer gran iconoclasta conocido, si es que el becerro de oro tenía
algo que ver con el buey Apis. Los artistas plásticos (pintores, escultores) que vivían en
Constantinopla tuvieron que huir con sus iconos, o con el arte para fabricarlos, a
Occidente; acaso algunos de los que huyeron son los que fabricaron en la Corte de
Alfonso II la Cruz de los Ángeles. Otros huyeron a Ucrania, o a Rusia, en donde el
término icono pasó a su lengua: la teología cristiana, desde Arnobio a San Agustín, había
defendido la legitimidad de los iconos, dentro de la ortodoxia. En cualquier caso, el icono
por antonomasia que se popularizó en España fue el icono de la Virgen del Perpetuo
Socorro: un icono idiográfico, sin duda, aunque su referencia y semejanza con la madre
de Cristo haya que darla por supuesta.

Los iconos nomotéticos serán aquellos cuyas referencias no


son ya individuales, sino específicas o genéricas. Los más interesantes son aquellos
iconos que llegan a alcanzar la función de cánones o de paradigmas, y cuyas referencias
no son ya propiamente individuos, cuanto individuos que forman parte de una clase. Y
esto con relativa independencia de la «realidad» de la figura promedio de esta clase,
realidad que podría probarse mediante el conocido procedimiento de las «fotografías
medias» de Galton, procedimiento utilizado en antropología para probar la estabilidad,
dentro de sus variaciones, de una raza determinada (por ejemplo, la raza sueca).
Los iconos canónicos son, además de modelos, modelos normativos, arquetípicos,
distribuibles, que más que representar una realidad individual, como retratos, se ofrecen
como esquemas a los que se ajustan o deben ajustarse otras realidades individuales, bien
sea de manera isológica (como paradigmas), bien sea de manera heterológica (como
cánones). El ejemplo por antonomasia de canon icónico nos lo ofrece el Doríforo, llamado
«canon de Policleto». La «canonización» del Doríforo, formulada por los críticos
decimonónicos del arte griego, pero ejercitada en la misma historia de la escultura clásica
y moderna, no consistió tanto en erigirlo en un paradigma que sirviese para construir
esculturas clónicas suyas; se trataba más bien de un canon que contenía las proporciones
de las partes del cuerpo –cabeza, tronco, extremidades– pero susceptible de ser modulado
y variado según formas muy diferentes (heterológicas).

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Supuesta la distinción entre iconos idiográficos e iconos nomotéticos, la situación
más interesante es la planteada por aquellos casos en los cuales tiene lugar el proceso de
metamorfosis de un icono originariamente idiográfico en un icono nomotético. O, por
decirlo más explícitamente, en los procesos de canonización de un icono idiográfico
(como ha sido el caso, ocurrido en estos mismos días, de la canonización de Josemaría).
Cabría además acogerse a una suerte de evhemerismo iconológico, en virtud del cual nos
inclinásemos a decir que todo icono canónico (el Doríforo de Policleto, la Venus de Milo,
Apolo de Belvedere, &c.) tuviese como origen un ídolo idiográfico, un retrato de algún
individuo de carne y hueso. Lo importante es que en el proceso de la canonización, la vida
individual desaparece, pierde su interés, al transfigurarse en una vida
puramente personal (per-sonare), y a lo sumo sólo lo mantiene a través del icono
canonizado.
Por tanto lo que sí es imprescindible advertir es el hecho, que antes hemos
mencionado, de la superficialidad que por naturaleza es inherente a los iconos en general,
y a los iconos canónicos en especial. Superficialidad quiere decir: lo que tiene que ver
con la superficie, y no con algo que pueda estar detrás de ella o dentro de ella. La
superficialidad (según hemos señalado en otra ocasión) es característica común, en efecto,
a la escultura y a la pintura, a diferencia de lo que ocurre con la arquitectura. La
arquitectura no es sólo tridimensional (como también lo es la escultura): consiste también
en cuerpos con exterior y con interior, con cuerpos en los que podemos entrar o salir. Pero
la escultura no tiene interior, no tiene nada dentro de ella («tu cabeza es hermosa, pero
sin seso»); ni tampoco lo tiene la pintura: no puedo «levantar las faldas» a La maja
vestida para ver lo que hay debajo de ellas (puedo aplicar rayos X por si se trata de un
palimpsesto).

Por ello, los iconos y, por tanto, los iconos canónicos, son alotéticos: lo que tienen
más allá de su superficie, lo más «profundo» de ellos, está fuera de ellos y no en su
interior.

Lo que pueda encerrarse en esas profundidades no puede representarse


plásticamente: requiere la palabra, el relato, el mito (fracasa aquí el lema: «una imagen
vale por mil palabras»). Por ello hay que ponerse en guardia contra el horaciano Ut
pintura, poiesis, y no sólo por motivos estéticos, como sugiere Lessing en
su Laoconte (el clamorem horridum ad sidera tollunt, del poeta Virgilio, exigiría al

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escultor practicar un agujero negro en la boca de Laoconte, por completo repulsivo), o
por motivo de la inefabilidad plástica que los iconoclastas atribuyen a todo lo que es
espiritual (el dolor de Agamenón no puede representarse: Timantes hubo de velar su
rostro), sino por motivos estrictamente «estructurales». El icono necesita ahora del mito,
pero no porque el icono sea un mito (como tantas veces se dice al analizar el icono MM)
sino porque está envuelto en el mito y sólo a través de él puede interpretarse. Estamos
ante el icono Leda, pintado por Leonardo. Viene a cuento acordarnos aquí de este cuadro
porque el fotógrafo André de Dienes, que lo reproduce en su libro, parece que se lo mostró
a Marilyn para inspirarle o sugerirle poses fotográficas (acaso con dudoso éxito): Leda
aparece con los ojos cerrados y la sonrisa genuinamente vinciana. Pero sólo el mito puede
hacernos entender el icono: El icono no nos dice que Leda fue la esposa de Tindaro, rey
de Esparta, hijo de la ninfa Bateia; que Leda, además de esposa fiel, es madre, por obra
de Tindaro, de Elena, de los Dióscuros, y de Clitemnestra (la que tuvo de Agamenón a
Ifigenia, y la que, junto con su amante Egisto, asesinó a su marido). Pero Leda es amada
por Zeus, y Zeus sabe de la fidelidad de Leda, sabe que no puede romper su virtud de
esposa y madre; por eso se acerca a Leda en forma de cisne que busca con ansia su boca.
Leda percibe algo divino en este cisne sobrenatural, cierra los ojos, y sonríe hacia adentro.
Se deja llevar, por el divino animal.

4. ¿Cómo analizar dentro de este sistema de conceptos el icono Marilyn Monroe?

Norma Jeane fue una mujer real, de carne y hueso, que nació en 1926. Nadie duda
que Norma Jeane fue una mujer real, no un ente de ficción. Parecen bien demostrados
muchos datos de su biografía: la condición de hija de padre desconocido, los trabajos de
su niñez, sus ocupaciones en la adolescencia como modelo de fotógrafos, el divorcio en
1946 de un matrimonio que duró muy poco, su entrada en Hollywood, sus relaciones con
importantes directores, ejecutivos y empresarios de cine, su matrimonio con Arthur
Miller, sus relaciones con el presidente Kennedy; algunas cadenas de televisión han
divulgado las relaciones que con Marilyn tuvieron los investigadores del FBI, que
dirigido por J. Edgar Hoover, decidieron controlar los movimientos de MM (aunque
también investigó el FBI, y existen los expedientes, a Marlene Dietrich como sospechosa
de espía nazi; a Frank Sinatra, a John Lenon, &c.). Lo que podría resultar paradójico es
que en la época en que las fotografías de Norma Jeane aparecían en portadas de revistas,
pero sin ser aún un icono, lo hacían de forma anónima, y cuando tuvieron nombre, éste
fue un pseudónimo, formado por el apellido de su madre y el nombre de un actriz ya
desaparecida, Marilyn Miller (1898-1936).

Por tanto puede decirse que las fotografías de Marilyn tienen como referencia a una
mujer real, y por consiguiente, y aparte los nombres, si hablamos de iconos, el icono de
Marilyn es ante todo un icono idiográfico.

Pero lo realmente interesante es el proceso de transformación del icono idiográfico


en icono normativo. Es decir, el proceso de canonización del icono originario; proceso
en el cual las referencias individuales comienzan a borrarse, a ser asunto de rumores,
leyendas, cuentos, mitos. Y mitos irrelevantes porque el ascenso de la popularidad de
Marilyn fue determinándolo así. Eran rumores que constituían un acompañamiento de
fondo, pero sobre ellos destacaba sobrevolando la figura de un icono canónico.

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No cabe confundir por tanto, la canonización del icono con una «pérdida de su
identidad»; lo que algunos llaman «naufragio de esa identidad» era precisamente la
elevación de una identidad sustancial a una identidad esencial, a su condición de
personalidad pública. Menos aún cabe decir que fue la identidad del icono universal la
que nació desmoronándose: al revés, la consistencia del icono canónico, la «consistencia
icónica», se mantuvo asombrosamente idéntica a sí misma, acaso porque el tiempo de su
despliegue en vida fue muy breve (unos trece años).

La cuestión se plantea ahora de un modo más abstracto: ¿qué significado puede


atribuirse al icono canónico de Marilyn?

Si nos ceñimos lo más posible al campo de los hechos en los que se constituye el
canon, es decir, si dejamos de lado hipótesis psicoanalíticas o metarelatos hipotéticos,
triviales por lo demás, o conceptos extraídos del repertorio semiótico, aquello que habría
que tener en cuenta sería principalmente, a nuestro juicio:

(1) El contenido mismo explícito del icono


(2) La época y el curso de su despliegue
(3) Su confrontación con otros iconos coetáneos, o con cualquier otro en general

(1) En cuanto al contenido del icono. Lo que consideramos esencial es que este icono
nos muestra la figura inequívoca de una mujer de raza indoeuropea, con acusados rasgos
nórdicos, y aún esteurópidos (en algunas imágenes los pliegues parpebrales recuerdan a
los del presidente Carter). El icono podría figurar en un libro de antropología como
prototipo de la raza nórdica. (Sabemos que muchas personas sensibles reaccionarán
ofendidas al ver simplemente escrita la palabra «raza» aplicada a los hombres: desde el
genotipo humano no puede hablarse de razas. Concedámoslo, porque basta hablar del
fenotipo. Y porque los cruces de individuos mongólidos siguen siendo fenotipos
mongólidos; y porque nadie ha visto que el cruce de fenotipos négridos de lugar a
individuos blancos o amarillos.)

Más aún, el icono de Marilyn no se reduce, en sus contenidos semánticos, a la


anatomía antropológica del modelo, a su desnudo. Norma Jeane aparecía muchas más
veces desnuda y anónima, pero el icono de Marilyn Monroe es el de una mujer vestida.
Marilyn Monroe es una mujer blanca, pero vestida, una «mona vestida». Y no de
cualquier modo. El icono de Marilyn no nos ofrece una mujer vestida de hindú, de
japonesa, de azteca, de mora o de porruana: MM viste según la moda occidental, la de los
años cincuenta y sesenta, los años de la Guerra Fría.

(2) El proceso de canonización del icono comienza en 1946 y alcanza, en vida, su


momento más alto en la década de los cincuenta, con la Guerra Fría, y culmina con la
presidencia de Kennedy. Pero el curso del icono sigue después de muerta Norma Jeane
en 1962.

(3) Los iconos con los que habría que confrontar al icono de Marilyn son múltiples.
Entre los coetáneos habría que confrontar sin duda el de Marlene Dietrich, el de Greta
Garbo, la Divina, y el de Ingrid Bergman. Todos ellos iconos de mujeres de la raza o
fenotipo blanco nórdico.

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He aquí la interpretación del canon MM que sugiero (una interpretación que procura
ceñirse, casi como si fuera un sombreado, al campo de los hechos): la canonización o
transformación del icono anónimo en un icono con nombre de batalla, MM, se produjo
inmediatamente después de la victoria de Estados Unidos, una vez terminada la Segunda
Guerra Mundial, y fue desplegándose en el proceso mismo en el cual Estados Unidos
tomaba conciencia, no sólo de haber ganado la Guerra, sino de haberse convertido de
hecho en titular de un nuevo Imperio universal, frente al Japón, a quien acababa de
destrozar, frente a China, frente a la Unión Soviética; un Imperio que estaba además
comenzando a impulsar la creación de Europa, con el Plan Marshall.

En el despliegue de tan gigantesca corriente, es en donde aparece el icono MM como


modelo, no ya del «eterno femenino», sino de la mujer americana blanca, de la novia y
madre de los americanos que estrenan el Imperio universal y ensayan el ascenso hacia el
Estado de Bienestar. Por ello el icono de Marilyn no es el icono de una mujer negra, pero
tampoco japonesa, o china, o mora o hispana. Es una mujer blanca nórdica, no
precisamente germánica. Y como hemos dicho, el icono va vestido con los trajes y
modelos del diseño americano. MM es americana y representa a Norte América, al
Imperio que está naciendo: por eso la mujer del icono es extrovertida, sonriente. Su rostro
es transparente, por no decir de expresión vulgar, no contiene ningún mensaje de misterio,
de complejidad, de «mujer fatal», como pretendían serlo la Dietrich o la Garbo. Marilyn
Monroe es el icono que representa el canon fenoménico que los americanos proponen
para la nueva etapa de su historia, para orientar el arquetipo al que habrán de sujetarse las
novias y las madres de los futuros americanos, muy lejos de arquetipos chinos, japoneses,
negros o hispanos.

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Comparemos el canon Marilyn con el canon Leda, de Leonardo, al que nos hemos
referido antes. La Marlene, la Greta o la Bergman podrían aproximarse más a este canon,
aunque no excesivamente. Pero la distancia de Marilyn al canon de Leda leonardesco es
diametral. Y esto es tanto más significativo porque, como ya lo hemos indicado, André
de Dienes nos dice que mostró a Norma la Leda de Leonardo (que reproduce en la página
258 de su autobiografía) a fin de inspirarla en sus posturas. Pero las actitudes de Marilyn
(a la que hay que suponer un gran talento para ofrecer lo que a sus compatriotas iba a
interesar, puesto que logró el éxito y el triunfo total) no pueden ser más opuestas. Nada
de ojos cerrados, de sonrisa vinciana. Comparemos esta fotografía que figura en la página
117 del «megalibro»: aquí está Marilyn con ojos cerrados, pero la expresión de los
músculos de su mandíbula no nos orienta hacia ninguna profundidad divina, sino que
expresan la preocupación pragmática de la protagonista en función de un proyecto
preciso, de algo que tiene que hacer, no de algo que está recibiendo. Marilyn no es un
icono que exprese la disposición a recibir algún cisne divino. Y si en algunas fotografías
Marilyn cierra los ojos lo hace juntamente con la boca entreabierta, una boca que sugiere
que otros hombres ya han poseído o están dispuestos a poseer a otras mujeres normadas
por el canon. Es ella la que se ofrece como canon; mientras que Leda no se ofrece, acepta
a Zeus, en forma de cisne, como un destino sobrenatural.

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II. El alcance de la obra que presentamos en función de la interpretación propuesta
del canon MM

La clave de esta obra que presentamos, y su novedad, podría derivarse de la


circunstancia de que la Autobiografía inédita de André de Dienes nos ofrece datos
valiosísimos y significativos no ya tanto para conocer la «vida privada y auténtica» de
MM y su prehistoria, sino más bien la contribución que la propia Norma Jeane pudo haber
tenido en la constitución y desarrollo del icono canónico MM, en el sentido dicho.

Por de pronto este libro nos parece la refutación de la interpretación estándar del
icono MM.

Nada de muchacha ingenua, explotada, utilizada por insaciables empresarios


capitalistas. Norma Jeane sabía lo que quería, y utilizó a esos empresarios o ejecutivos
tanto o más como ellos la utilizaban a ella. Fue Norma Jeane la que, tras sus primeros
pasos de tanteo, a través de los cuales va advirtiendo el impacto que causa a los hombres
que la fotografían, tras aceptar (ya casada con un marine, que estaba en Europa) la
propuesta de un fotógrafo importante (André) que le abre las puertas a primeras portadas
de revistas y a Hollywood, un húngaro con cierta «cultura europea», que se enamora de
Norma, que acaba correspondiéndole –«contigo he tenido mi primer orgasmo»– y aún se
promete con él en matrimonio. Es aquí donde tienen lugar los primeros pasos de MM.
Incluso su nombre.

Comienza un día, en el idilio con André, como observación de las dos MM que se
dibujan en sus manos: las junta y André le cuenta una historia de Transilvania en donde
las MM se interpretan en relación con el memento mori. Pero André transforma
inmediatamente esta interpretación y dice: married me, cásate conmigo. Y luego Norma
se inventa el nombre de batalla, a base del de su madre y quién sabe si no estaba también
influyendo el nombre del presidente Monroe, que dijo aquello de «América para los
americanos».

André describe cómo en los días en que han concertado el matrimonio, Norma pasa
las horas pintándose las uñas, peinándose, vistiéndose con una sábana. «Aquella tarde –
dice André (pág. 88)– se incubaba todo un sex-symbol.» Así lo interpretaba el húngaro
desde la perspectiva del varón que ha logrado por fin acostarse con MM.

89
Pero MM sigue su destino. De poco le sirvió al fotógrafo haber logrado que MM
experimentase con André su primer orgasmo. Ella iba a otra cosa: no iba a la caza de
orgasmos, porque Marilyn tenía otro destino, el destino que la orientaba hacia su proceso
de canonización, hacia su transformación en un icono canónico. Todo lo demás era
irrelevante para ella, a pesar de los pesares. Y si no lo era para ella tampoco ha de serlo
para nosotros. André le presenta a un compañero, y se sorprende de que MM le da cita.
A los pocos días, en Nueva York, en pleno compromiso matrimonial con André, éste
encuentra que en su apartamento ha dormido otro hombre. Es un poderoso hombre de
Hollywood. Porque Marilyn ha ido seleccionando y eligiendo todos aquellos que podían
contribuir a su canonización. Integramente se consagra a lograr su fama, como
explícitamente confiesa ella una y otra vez. No busca la inmortalidad más allá de la vida,
ni las riquezas, ni la felicidad: ella busca la fama. No es precisamente ambición, ni algo
describible en términos meramente psicológicos. Más bien se diría, utilizando las palabras
de Shakespeare, que ella se ocupará en adelante, «en ser lo que aparece». Y sin duda, al
ir escalando niveles sociales cada vez más altos, advertirá que su icono, al relacionarse
con personas concretas, tendrá que llenarse de contenidos también concretos. Pero ya es
tarde. Ella está muy poco cultivada. Lee algunas páginas de Dostoiewski y de Proust.
¿Qué más da? ¿Qué podría entender ella de todos esos cuentos? Pues la cuestión no es
leer, sino disponer de las categorías pertinentes para interpretar lo leído. Más le interesan
las lecciones de arte escénico de Lee Strasberg. Esto es lo suyo.

Marilyn va sabiendo penosamente que su personalidad individual se ha


transformado en un canon. Por eso incluso se siente a veces explotada, pero no
precisamente por motivos económicos. Es que su vida estuvo consagrada a ofrecer a
Norteamérica el canon de la mujer del futuro, de la madre y de la novia de los
norteamericanos blancos. Y cuando se siente desfallecer, cuando ve que se distancia del
icono de modo irreversible, muere.

Empédocles, considerado como un Dios por sus conciudadanos, se arrojó al Etna


para que no le vieran envejecer.

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91
El concepto de creencia
y la Idea de creencia
Gustavo Bueno
Intervención inaugural de las Jornadas sobre superstición, creencia y
pseudociencia,celebradas en Gijón del 27 al 29 de noviembre de 2002, organizadas por la
Sociedad Asturiana de Filosofía
Comparezco muy gustoso en estas Jornadas organizadas por la Sociedad Asturiana de
Filosofía, que ha tenido el acierto de fijar como tema para este año el de la Superstición, creencia
y pseudociencia. Mi propósito, en el umbral de estas Jornadas, es dibujar las líneas generales
de una Idea de creencia que mantenga la conexión con otras partes del materialismo filosófico.
Por supuesto, la ocasión no permite sino un desarrollo puramente esquemático de estas
cuestiones.
I
Los dos momentos de la creencia:
epistemológico y ontológico

1. Comenzamos suponiendo que


«creencia» es un nombre singular, pero denotativo de una pluralidad, que se nos hace más
cercana cuando utilizamos el término en plural, «las creencias». Por tanto, «creencia» lo
interpretaremos gramaticalmente como un singular genérico o universal, como una totalidad
distributiva, que contiene en su extensión múltiples especies de creencias, y a su vez, a través
de estas especies, o directamente, múltiples creencias individualizadas, individualizadas por su
contenido (sin perjuicio de que, a su vez, estas singularidades individuales puedan multiplicarse
oblicuamente al modo de «universales noéticos», en función de los sujetos individuales que las
mantengan: el Escorial es sin duda un edificio singular, pero su silueta se multiplica,
«noéticamente», en todas las retinas oculares o corticales que lo perciben). La creencia en los
dioses olímpicos es una creencia individualizada que pertenece a la especie de las creencias

92
religiosas secundarias; esa creencia individualizada, que constituye un contenido de la cultura
objetiva griega, se encontrará «multiplicada» en los diversos ciudadanos que «participaban» de
ella.

La suposición sobre la multiplicidad de creencias específicas se mantiene aquí contra las


teorías «monistas» de la creencia, según las cuales la creencia sería única, a la manera de un
todo atributivo cuyas partes, centrales o periféricas, pudieran ponerse en correspondencia con
las diversas creencias específicas. Esta visión monista de las creencias fue de algún modo
defendida por Malebranche (para quien todas las creencias, incluida la creencia en la existencia
del Mundo exterior, derivaban de la creencia en Dios, «en quién veíamos a todas las cosas»), y
también, a su modo, por Antonio Gramsci (lo que se explica, acaso, por la influencia de Benedetto
Croce).

2. Como universal, el término «creencia» (por tanto, cada especie de creencia, o cada
creencia singular) no alude a una idea simple, sino a una idea de estructura conceptual
originariamente binaria, como constituida por dos momentosinseparables aunque disociables. A
cada momento de la idea corresponderá un concepto de creencia. Habría que hablar, por tanto,
de dos conceptos de creencia, inseparables aunque disociables.
Estos dos conceptos de creencia no se comportan como dos términos correlativos (al modo
de la correlación derecha/izquierda propia de los cuerpos que mantienen una asimetría bilateral
enantiomorfa) sino más bien, en principio, como los términos de un dualismo (en sentido
geométrico). Tales momentos podríamos denominarlos, por lo que diremos, el momento
subjetivo (o psicológico, epistemológico) y el momento objetivo (o material, ontológico) de la
creencia. Cuando logremos disociar cada momento de su dual, diremos que hemos alcanzado
los correspondientes conceptos de creencias (subjetiva, objetiva).

Pero la Idea de creencia, tal como la presentamos aquí, aparecerá como el proceso capaz
de abarcar ambos momentos (ambos conceptos).

3. Sin embargo, el tipo de las relaciones duales, utilizado en geometría, no es del todo
adecuado para recoger el tipo de conexión que media entre los dos conceptos que suponemos
actúan en la constitución de la Idea de creencia. La dualidad no supera la discontinuidad (o
ruptura) entre los términos duales, por ejemplo, entre los puntos y rectas: hay que partir de la
recta para obtener los puntos, por intersección con otras rectas; y hay que partir de múltiples
puntos alineados (es decir, de rectas intersectadas) para llegar a la recta, es decir, hay que cortar
abruptamente una recta dada por otras rectas, para obtener los puntos.

Más cerca de la conexión que media entre los dos momentos de la creencia, en cuanto
éstos son inseparables (aunque sean disociables), está la conexión que media entre el anverso
y el reverso de un objeto (una moneda, un billete) cuando el anverso y el reverso puedan darse
en continuidad, como ocurre en una cinta de Möbius. Desde esta perspectiva entenderíamos la
conexión que la idea de creencia podría llegar a establecer entre los dos momentos o conceptos
que hemos distinguido de la creencia, en tanto ellos son disociables pero inseparables.

4. Ante todo, el momento subjetivo, al que corresponde el concepto psicológico de creencia.


Desde esta perspectiva, la creencia es el contenido de un sujeto psicológico, al cual contenido
éste sujeto presta un asentimiento tan intenso que llega a tomarlo como real y verdadero. Ilustra
muy bien este momento subjetivo de la creencia la situación irónica descrita en los siguientes
términos: «Fulano sufre por sus creencias: cree que calza el 40 y calza el 42»; porque
«creencias» se toma aquí (gracias al componente crítico de la ironía) en su momento subjetivo,
como un «sentimiento» o «juicio» erróneo alojado en la «mente», en el ánimo o en el cerebro de
Fulano.

Pero hay algo más: desde la perspectiva psicológico subjetiva, la creencia se nos presenta
como un sentimiento, juicio, vivencia o proceso subjetivo tal que quien «lo vive» experimenta un
«sentimiento de realidad» (término de W. James), en virtud del cual su «sentimiento» lo sitúa

93
emic enfrente del contenido material de la creencia, como si este contenido fuese una realidad
distinta de su propia vivencia o sentimiento.

Ortega o Jaspers añadían esta nota: la creencia implicaría el sentimiento del sujeto de estar
«envuelto» por la creencia, de suerte que de ninguna manera la creencia apareciese como
alojándose en el sujeto. Esta precisión sobre el carácter «envolvente» de la creencia parece muy
ilustrativa, aunque es errónea en general, sencillamente porque no todo contenido de creencia
es envolvente; es suficiente que el contenido esté enfrente de mí, como cuando digo que creo
que el Sol que sale cada día es el mismo, con identidad sustancial, que el de ayer (y no un Sol
nuevo, procedente de un «poblado del Sol», como creían los byraka).

Conviene advertir que el concepto subjetivo de creencia puede ser considerado, por
separado, como contradictorio (es decir, como si no fuera un concepto), puesto que sólo puede
mantenerse como tal suponiendo que el concepto o materia de la creencia, en rigor, ha de ser
reducido a la condición de «contenido de conciencia» (o de la «mente») para después, desde
ahí, ser objetivado mediante un procedimiento tan ramplón como es el de la «proyección» de
supuestos contenidos subjetivos sobre la «pantalla» de la realidad. Pero la «proyección» es sólo
una metáfora tomada de la superposición, mediante la linterna o la antorcha, de una figura
corpórea ya conformada sobre una pantalla blanca o manchada; pero el concepto de
«proyección» se diluye cuando pretende utilizarse para dar cuenta de la conformación misma de
la figura que se nos aparece (por ejemplo, la figura de un «ánima en pena»).

El concepto psicológico de creencia sólo se entiende, por tanto, en cuanto concepto crítico
epistemológico. Sólo quien ha criticado el sentimiento de realidad inherente a una creencia, y ha
determinado sus componentes alucinatorios o erróneos, puede mantener el concepto psicológico
de creencia. En realidad, por tanto, lo que llamamos concepto psicológico de creencia debería
ser reducido a la condición de un subproducto del concepto objetivo de creencia, transformado
en concepto epistemológico-crítico.

El concepto crítico de creencia tiende, por tanto, a ver en las creencias meros contenidos
mentales (con lo cual, dicho sea de paso, las creencias dejarían de serlo). Más aún, el concepto
crítico de creencia, recíprocamente, tiende a ver a la mente, cuando ella está «poblada» de
creencias, como un credendario, denominado a veces mentalidad, por ampliación del sentido
(crítico por cierto) que Lévy-Bruhl dio a la mentalidad primitiva, como conjunto de creencias que
violan, según él, las leyes de la lógica –identidad, tercio excluido, &c.–, es decir, como mentalidad
prelógica.

No deja de ser paradójico, constatar que en los años sesenta del pasado siglo, sociólogos
e historiadores «marxistas», pero interesados por recuperar, contra los economicistas, la
importancia histórica de las «superestructuras», fundaron una nueva disciplina histórica a la que
denominaron «Historia de las mentalidades».

En resolución, el concepto subjetivo de creencia no se nos da tanto en


perspectiva emic (puesto que el creyente no toma su creencia como contenido de conciencia)
cuanto en perspectiva etic (como concepto del crítico, que ha reducido la creencia, como
alucinatoria o errónea, a la condición de un contenido mental, y ha añadido después el ramplón
mecanismo de la proyección, atribuido al creyente).
5. El momento objetivo de la creencia es aquel que nos la presenta según la materia o
contenido objetivo (ontológico) que se abre al sujeto a través de la creencia. La «creencia»
designará ahora, inmediatamente, al contenido objetivo de la misma (por ejemplo, el Sol que sale
cada día como el mismo Sol que salió ayer), y es desde este contenido objetivo, y sólo desde él,
como podemos decir que es la materia de la creencia la que al «refractarse» en el sujeto,
determina en él la creencia en el Sol. Pero el creyente, desde un punto de vista emic, no se
comporta, en cuanto creyente, como tal creyente. Quien ve el Sol brillando en el cielo, no «cree
ver» el Sol, simplemente lo ve; y únicamente puede decir que «cree verlo» cuando le asalta
alguna duda sobre la salud de sus ojos.

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En consecuencia, la relación entre el momento subjetivo y el momento objetivo de la
creencia no es en modo alguno complementaria, sino dialéctica.

6. La Idea de creencia que estamos exponiendo es la misma idea del proceso del dualismo
circular que nos lleva del contenido objetivo al contenido subjetivo, con el retorno
correspondiente. Un proceso similar habría sido recorrido por Pascal cuando «creía» poder decir,
aunque en lenguaje metafísico, que «en cuanto cuerpo el espacio me reabsorbe como a un
punto, pero en cuanto espíritu, yo reabsorbo al espacio».

7. La Idea de creencia, cuando se analiza en función de los conceptos consabidos de sujeto


y objeto, en situación metamérica, es una idea dual circular, de estructura dialéctica, pero
contradictoria, aunque ella se haga consistir en una reiteración indefinida de contradicciones que
fueran anulándose sucesivamente (como ocurriría en una «solución» de la paradoja russelliana
del bibliotecario que consistiera en montar un dispositivo mediante el cual el que bibliotecario, o
una máquina, inscribiese y borrase sucesivamente en el catálogo-problema el título del catálogo
de los catálogos que no se citan a sí mismos). De este modo, los contenidos ontológicos de las
creencias se destruirían críticamente al ser reducidos al campo mental subjetivo, y los contenidos
subjetivos quedarían anulados o reabsorbidos, como si fuesen signos formales, «que manifiestan
cosas distintas de sí mismos, sin praevia notitia sui a las potencias cognoscitivas. En la tradición
escolástica, solamente los conceptos del entendimiento, dado su carácter espiritual, podían ser
signos formales; pero desde una perspectiva materialista la función de los signos formales abría
de ser traspasada precisamente a las percepciones apotéticas. Quien percibe el Sol que sale
cada día lo hace porque no percibe los sacudimientos de la retina ocular y de la retina cortical;
lo que percibe es el Sol que sigue su curso, y para ello será preciso que los procesos cerebrales
correspondientes sean «enteramente trasparentes», es decir, consistan en des-aparecer para
que el Sol pueda aparecer a la percepción o a la creencia.
8. Si no es viable el entendimiento de la «circulación» entre los términos, metaméricamente
dados, sujeto (S) y objeto (O), será preciso recurrir a otros modos de dar cuenta de esta
circulación dual continua. En otros lugares (Cuestiones cuodlibetales, Mondadori, Madrid 1988,
Cuestión 2, págs. 88 y sigs., y Cuestión 10, pág. 382 y sigs.) hemos sugerido el modo diamérico
de llevar adelante la resolución de esta cuestión (el modo diamérico es muy próximo al
tratamiento de los términos S y O como si fuesen conceptos conjugados. Se trataría de
descomponer o fragmentar a S en múltiples [S1, S2, S 3... Sn] y a O en múltiples [O1, O2, O3... On]
a fin de concebir la conexión diamérica de los Si a través de los Oi y de los Oi a través de los Si.

Según esto, entenderemos las creencias no ya tanto como un movimiento del sujeto que
nos lleva hacia el objeto, o como una acción del objeto que nos lleva hacia el sujeto, sino como
un campo de operaciones y relaciones entre sujetos a través de objetos, y entre objetos a través
de sujetos.

9. La consecuencia inmediata de este modo de acercarse a las creencias es bien clara: las
creencias son originariamente sociales; lo que implica que la creencia, en su sentido psicológico
e individual, no puede tomarse como un concepto primitivo, pese a las pretensiones de muchos
psicólogos. La creencia en su sentido subjetivo-psicológico, sería un concepto derivado de un
campo social y, por tanto, había que entenderla como una creencia-límite, que llamamos
creencia a la manera como llamamos elipse a la circunferencia con distancia focal nula.

10. Otra conclusión que podríamos extraer de las premisas señaladas: que las llamadas
creencias subjetivas, o psicológicas, no son verdaderas creencias, sino pseudocreencias o
falsas creencias, apariencias de creencias. No son creencias sino delirios o alucinaciones; o bien
acaso, reducciones artificiosas o delirios metódicos que pretenden haber partido de la
subjetividad y haber llegado a poner el pie en creencias objetivas.
Como situaciones «canónicas» de pseudocreencias construidas en el siglo XVII –el siglo
de los sueños– por Cervantes y por Descartes, citaríamos la creencia del licenciado
Vidriera, según la cual su cuerpo era de vidrio, y por ello se envolvía de telas o trapos para evitar
ser quebrado, y la creencia de Renato Descartes, según la cual su espíritu se hacía presente a
sí mismo en el cogito (para lo cual tenía que dudar metódicamente de la realidad de los hombres
que veía pasar, considerándolos como autómatas o como apariencias). Ahora bien: verse a sí

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mismo como un hombre de vidrio ¿no es un delirio, por lo menos tan grande, como ver a los
demás como autómatas? La duda cartesiana en la realidad de los cuerpos exteriores no plantea
tanto una cuestión metafísica, cuanto una cuestión de óptica relativa a la salud de nuestros ojos.

11. Corolario de la tesis precedente: que todo aquello que sea concebido como «contenido
psicológico puro» no podrá ser llamado creencia, sino por abuso de las palabras. Más bien habría
que llamarlo opinión, fe, confianza, sospecha, suposición, esperanza, hipótesis teórica o mito;
porque todos estos contenidos se dan ya como «criticados». (Ortega, víctima de la oposición
metamérica entre S y O, contraponía las Ideas, como contenidos subjetivos «que están en mí»,
a las creencias, en las que el creyente «estaría». Pero esta denominación no puede suscribirla
quien entiende a las ideas como ideas objetivas.)

12. El mito, como tal, no será, por tanto, una creencia, si aparece como un relato dramático
que precisamente no requiere el asenso del que lo escucha como relato del narrador (a quien
prestará una mayor o menor confianza). Otra cosa es que podamos hablar de creencias míticas.

13. Podemos ahora establecer la tesis según la cual los dos momentos de la creencia no
son simétricos en cuanto a su «intervención» en la constitución de la Idea de creencia, porque
el momento originario o primitivo a partir del cual se construye la Idea de creencia, es el momento
ontológico.

La Idea de creencia es, según esto, una idea ontológica, antes que una idea psicológica o
incluso que una idea epistemológica. Pues estas ideas (psicológicas, epistemológicas) sólo
podrán concebirse como subordinadas a la Idea ontológica, incluso como subproductos suyos.

Decimos que la Idea de creencia es ontológica en el mismo sentido en el que llamamos


«ontológico» al argumento de San Anselmo para probar la «creencia» en la existencia de Dios.
Sólo que la estructura ontológica de las creencias, sin perjuicio de la reverencia debida a San
Anselmo, no tendría por qué ser entendida teológicamente. La característica ontológica de la
creencia la pondremos en el hecho de que, en cualquier verdadera creencia, el contenido
semántico (esencia material) de la creencia requiere poner su existencia más allá de los
contenidos oblicuos (formales o reflexivos) de orden psicológico que la acompañen.

Las creencias, en resolución, son ontológicas porque son constitutivas de las partes
mismas de lo que llamamos «realidad» o «mundo».

14. Luego si todas las verdaderas creencias son ontológicas o constitutivas de la realidad,
¿quiere decirse que todas las creencias habrán de ser verdaderas?

Nuestra respuesta es «sí», de algún modo. Y con esta respuesta queremos alejarnos, ante
todo, de la radical propuesta de separación que Bertrand Russell estableció entre conocimiento
y creencia.

Toda creencia, por cuanto contiene el esquema mismo de la constitución de la realidad,


habrá de tener algo de conocimiento y, por tanto, un fundamento de verdad, un fulcro, como lo
hemos llamado en otras ocasiones, en que apoyarse. Y tomamos aquí «verdad» en el sentido
de la identidad entre los cursos diversos de objetos constituidos que nos ponen ante una realidad
causal (realidad tiene que ver con res, traducido al español por cosa, cuyo concepto es muy
próximo al de causa).
Concluimos: si las creencias son sociales es porque están fundadas en fulcros reales: sólo
porque las creencias son verdaderas pueden ser sociales, salvo que admitamos la telepatía.
¿Cómo podría socializarse una creencia subjetiva si no tuviese un fulcro en que apoyar la
comunicación? Habrá que afirmar, por tanto, que las creencias no son verdaderas por ser
sociales o «ilusiones socializadas» (pese a las pretensiones del sociologismo) sino que pueden
socializarse porque son, de algún modo, verdaderas.

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15. La verdad concedida, en algún tanto, a toda verdadera creencia, no significa que haya
que renunciar a toda demolición crítica de determinados contenidos de creencias concretas
mantenidas por un grupo social determinado. Significa sólo que habrán de deslindarse los fulcros
de referencia, reconociendo que sobre estos fulcros se entretejen mitos, reconstrucciones,
fantasías. La crítica de las creencias no consiste por tanto en aniquilarlas (lo que es imposible)
cuanto en distinguir sus componentes constitutivos (ontológicos) y sus componentes adventicios
o supersticiosos.

16. Las creencias, social e históricamente dadas, por su carácter colectivo y múltiple,
tenderán siempre a entretejerse con partes adventicias, gratuitas o imaginarias. Son las
creencias «enmarañadas» que sobreañaden, al canon de referencia, los componentes
adventicios que las convierten en creencias supersticiosas. Por analogía, los etólogos y los
psicólogos, con Skinner, llaman supersticiones, también con abuso del término, a ciertos
aditamentos que los animales o los hombres sobreañaden, por vía individual, al esquema
etológico de sus conductas; pero la superstición de las palomas ya no es una creencia, porque
carece de componentes lingüísticos, es decir, porque no es social, sino individual; y sólo
mediante el lenguaje una conducta individual «supersticiosa» podría ser representada ante otros
individuos, lo que no excluye que algunos puedan también imitarla. Sólo cuando las conductas
supersticiosas, en el sentido etológico, están incorporadas a conductas lingüísticas socializadas,
podremos aludir a la estructura pseudo causal (en modo alguno causal, como pretenden tantos
psicólogos) que caracteriza a la superstición, por ejemplo, a las conductas de la llamada, por
Frazer, magia homeopática, que ya pueden ser llamadas creencias. Pero atribuir
pseudocausalidad, incluso causalidad, a las conductas «supersticiosas» procedentes del
«refuerzo», a las palomas, es antropomorfismo. La paloma, que da vueltas sobre sí misma, antes
de ir al dispensador de la bola de alimento, no lo hace porque atribuya a sus vueltas una eficacia
causal sobre el dispensador de las bolas: esta atribución se la hace Skinner. Las vueltas que la
paloma da antes de dirigirse al dispensador, más que como orientadas causalmente hacia él,
habrá que interpretarlas como dirigidas a la consolidación del control del animal sobre sus
propias anamnesis.

En cualquier caso, si bien las conductas supersticiosas, en sentido etológico, son


individuales (tienen un funcionamiento individual, lo que equivale a decir que no son en sí mismas
supersticiosas, sino únicamente por relación al canon causal utilizado por el etólogo), no toda
conducta individual, sobre todo en el hombre, es supersticiosa, aunque no sea simple sino
envuelta por «rasgos adventicios» (pero dotados de un funcionalismo en la conducta práctica de
cada sujeto).

Hablaríamos en estos casos de conductas idiorítmicas (el sujeto prefiere atenerse a rituales
o ceremonias propias al leer el periódico, al afeitarse, &c., sencillamente porque ellas facilitan su
control, miden el tiempo, &c.) en recuerdo de aquellos monjes del Monte Athos que, cada uno de
los cuales, «vivía a su aire», a diferencia de los monjes nomorítmicos, que regulaban su conducta
según normas comunes muy estrictas.
17. Además, las creencias cuando no son sólo sociales (o propias de un grupo), sino están
orientadas en el sentido de un enfrentamiento del grupo que las comparte con otras creencias
propias de otros grupos sociales, nos ponen en la vecindad de las ideologías. Estas creencias
«enmarañadas», enfrentadas a otros grupos, están en efecto muy próximas a lo que desde Marx
llamamos «ideologías». Las ideologías son, en efecto, creencias constitutivas del mundo social.

Toda filosofía es, de algún modo, una ideología, aún cuando no toda ideología sea
filosófica. Le falta la crítica y la confrontación con otras ideologías. Se trata de una diferencia
estilística, si se quiere, pero de importancia central.

En otros lugares hemos llamado «nebulosas ideológicas» a los sistemas de creencias


interesadas en el sostenimiento, reivindicación, defensa o análisis frente a otros grupos sociales,
de alguna institución «en marcha» (como puedan serlo las drogas, la televisión, la democracia o
la Biblia).

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18. Los fulcros sobre los cuales se apoyan las creencias (o las ideologías) son de dos tipos:

• O bien son fulcros constituidos por los otros sujetos que comparten la creencia
• O bien son fulcros constituidos por objetos
19. Ejemplo de fulcros sociales: la creencia milenarista de El Profeta, Juan de Leyden, y de
sus seguidores, en el inminente fin del mundo. Se trataba de una creencia errónea, pero apoyada
en el fulcro de un grupo de creyentes que esperaban la justicia y el fin de sus miserias. Había
una verdadera creencia en la «comunidad del deseo»; pero esta verdad estaba entretejida con
todo tipo de fantasías absurdas de orden teológico y astronómico.

Análisis análogos podríamos llevar a cabo para enjuiciar algunas creencias de Don Quijote.
Porque Don Quijote no es el Licenciado Vidriera. Don Quijote es un personaje de ficción. Pero él
y otros muchos (los lectores de los libros de caballerías) creían en los valores que Don Quijote
encarnaba; y si Cervantes criticaba esos valores, es porque comenzaba reconociendo su
vigencia moribunda.

20. Cuanto a la creencia en Dios del argumento ontológico anselmiano: el fulcro de esta
creencia, recogida por el argumento, podría ponerse en la creencia en un Tu concreto, Cristo,
representado por una Cruz que está enfrente de los monjes y la figura de un cuerpo clavado en
ella, irreductible a una alucinación (salvo desdoblamiento de personalidad). La creencia de San
Anselmo y los monjes estaría apoyada en el fulcro de una persona real, Cristo (en palabras de
Pascal: «Sólo se llega a Dios a través de Jesucristo»). Una persona que se muestra a los monjes
entretejida con teorías teológico metafísicas que hablan de un «Ser cuyo mayor no puede ser
pensado»; por tanto de una Ida que haría imposible el «retorno» desde ella misma al Cristo que
está haciéndose presente a la percepción apotética de los monjes.

II
Clasificación de las creencias

Esbozaremos tan solo la línea programática de esta clasificación de las creencias, que toma
como criterio la doctrina del espacio antropológico propia del materialismo filosófico.

Las creencias podrían ser clasificadas en tres grupos simples, correspondientes a los tres
ejes del espacio antropológico.

A. Creencias circulares

Creencias en la realidad del grupo social y del espacio social derivado, si seguimos a Stern
y a Piaget, de las experiencias en torno al llamado «espacio gustativo» o bucal. En los mamíferos
dotados de lenguaje, la creencia en un grupo social arrancaría de la conducta de «chupar el
mundo a través del pezón de la madre».

También las creencias políticas, de naturaleza casi siempre ideológica, se reducirían


principalmente al eje circular.

B. Creencias angulares

Se incluirán en este grupo las creencias propias de las religiones primarias. La creencia en
el oso que el cazador tiene enfrente es mucho más verdadera que la creencia de ese cazador
en su cogito (por tanto, en su ánima).

Las creencias religiosas no proceden de la «proyección» de supuestas vivencias anímicas


subjetivas, como pretendió la teoría animista de Tylor. Es preciso disponer de pantallas sobre las

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cuales proyectar esas supuestas experiencias: sobre los animales puedo «proyectar» las
ánimas; lo que no tiene sentido es proyectar los animales sobre las ánimas.

Las creencias propias de las religiones secundarias incluyen todo el mundo de las
mitologías politeístas.

Mucho más problemáticas son las creencias propias de las religiones terciarias, en la
medida en que estas se resuelven en creencias circulares (la creencia en la propia Iglesia, en la
Sinagoga, en la comunidad de los fieles).

C. Creencias radiales

Estas creencias son constitutivas de nuestro mundo entorno. La creencia en la estabilidad


de nuestro hábitat, la creencia en el sistema solar, entretejida con teorías protocientíficas. Más
interesantes son, para el análisis, las creencias actualmente vigentes en torno al big bang, la
creencia en la evolución biológica o la creencia de algunos científicos en la fusión fría. Se trata
de creencias científicas que presentan sin embargo una notable diferencia. Podría decirse que
la creencia en la evolución es una creencia verdadera, mientras que la creencia en el big bang es
tan solo una teoría, probable para unos, y absurda para otros. Nada queremos decir sobre la
fusión fría.

Además de estas tres clases de creencias simples habría que distinguir creencias
complejas, ya fueran de naturaleza circular y angular (AB), ya fueran de naturaleza angular radial
(BC), ya fueran de carácter circular radial (AC).

Como ejemplo de creencias tipo AB podríamos citar la creencia en el marcho cabrío de


quienes participan del aquelarre, o la creencia en la comunidad entre hombres y grandes simios
de quienes han suscrito el Proyecto Gran Simio.

Como ejemplo de creencias tipo BC cabría citar a la creencia en Mitra, como regenerador
de la naturaleza, propia de los asistentes a las ceremonias de iniciación en el mitreo.

Y como ejemplo de creencias tipo AC citaríamos la creencia en comunidades


antropomórficas de extraterrestres, o la creencia en robots u ordenadores inteligentes.

La mayor parte de las creencias participan de los tres ejes (ABC); en consecuencia cuando
se establecen las clasificaciones de las creencias en los términos que preceden es porque se ha
atendido al mayor peso relativo apreciado en algunos de los ejes.

III
Las creencias en el conjunto de la cultura humana

1. Creencia y conciencia

Bajo este epígrafe no hacemos sino suscitar la cuestión acerca de si las creencias son
conscientes o inconscientes.

Nos remitimos a la obra citada (Cuestiones cuodlibetales), en donde hemos procurado


llamar la atención acerca de la inanidad de las más frecuentes definiciones de la conciencia
(«autopresencia del alma ante sí misma», «presencia de la realidad, del objeto, ante el sujeto»,
&c.). La conciencia procedería de las creencias, cuando estas funcionan como ortogramas
normativos. La conciencia aparecería en el choque de creencias en conflicto. Esto nos permitiría
también definir la falsa conciencia en los términos que en la citada obra han sido expuestos.

99
2. Creencia y razón

La cuestión que suscitamos aquí es la de si las creencias son racionales o irracionales.


También aquí tendríamos que debatir la opinión muy común de que las creencias son
irracionales, y que frente a ellas la «razón» o el «logos» representa un giro nuevo en la historia.

Sin embargo, por nuestra parte, defenderíamos la tesis de que en principio toda creencia
es racional, tesis en gran medida basada en la premisa acerca del carácter lingüístico de toda
creencia. Pero toda conducta lingüística supone un logos, por tanto una razón; otra cosa es el
tanto de verdad que haya de corresponder a cada creencia. La creencia mítica de la Tierra
sostenida por Atlas no puede en modo alguno considerarse como irracional; por de pronto
presupone ya el desarrollo muy avanzado de una civilización capaz de representarse a la Tierra
como una bola o como un disco que flota en el espacio. Racional es también la pregunta de por
qué esa bola o ese disco que ya flota en el espacio no se precipita al abismo; racional es también
el intento de explicación mediante el mito antropomórfico de Atlas, que es sin duda falso. Pero
la sustitución de esta creencia por la teoría «racional» de Anaximandro –la Tierra no cae al
abismo porque ocupa el centro del mundo y está en equilibrio– tampoco nos conduce a una
verdad plena.

Por tanto el desarrollo de la razón no implica la destrucción previa de toda creencia. La


razón filosófica o científica no resulta tanto de la aniquilación previa de las creencias, cuando de
la confrontación mutua de las creencias más heterogéneas y diversas, capaces de «romperse»
o «disgregarse» en la confrontación.

3. Creencia y ciencia

Tampoco cabe establecer una disyuntiva entre las creencias y las ciencias. Una ciencia
presupone siempre una creencia, lo cual no implica ningún absurdo, cuando se ha empezado
por advertir que toda creencia es racional. Por esta misma razón, también, las ciencias pueden
instaurar nuevas creencias, cuando son verdaderas y se socializan, como ha sido el caso del
heliocentrismo.

Final

Terminaremos distanciándonos de la tendencia a contraponer creencias y ciencias,


creencias mitológicas y razón, creencias inconscientes y creencias conscientes.

Como hemos intentado probar, hay creencias mitológicas que son tan racionales como
puedan serlo las creencias científicas o inspiradas por las ciencias: el mito de la caverna es una
creencia cuya racionalidad es acaso mucho mayor de lo que pueda serlo la creencia en el big
bang. Hay creencias filosóficas y creencias científicas (con fulcros científicos), y hay creencias
metafísicas (propias de la falsa conciencia) y hay también creencias anticientíficas. Cada especie
de creencias y, sobre todo, cada creencia individual y concreta (como pueda serlo la creencia en
Zeus, dentro de la especie de creencias religiosas secundarias), necesita un análisis
pormenorizado y particular.
La posición que consideramos filosóficamente más acrítica es la que se orienta a la crítica
de especies de creencias, en lugar de atenerse a las creencias individuales y concretas
envueltas por esas especies, y sobre todo, la que se orienta a la crítica de la «creencia» general,
de la «creencia inespecífica», oponiéndola, por ejemplo, a una «razón» también inespecífica.

100
Sobre el concepto de
«memoria histórica común»
Gustavo Bueno
Intervención en la presentación del libro De Bilbao a Oviedo pasando por el penal de
Burgos (Pentalfa 2002), memorias políticas de José María Laso, en la Sala Príncipe del
Ayuntamiento de Oviedo, el 20 de diciembre de 2002

No considero necesario
reexponer en esta intervención, que es al mismo tiempo un homenaje a José María Laso, las
ideas que figuran en el prólogo a sus memorias, puesto que se supone que todos los presentes
pueden leerlo.

Me parece en cambio más oportuno hacer algunas reflexiones sobre el concepto de


«memoria histórica», que estos días va y viene, no solamente en los medios asturianos, sino
también en los medios nacionales.

Es evidente que el «recuerdo» de los hechos históricos, como los recuerdos que constan
en la memorias de José María Laso, es el recuerdo selectivo de los hechos históricos, y por tanto
parcial o partidista. Y precisamente para tratar de eliminar o atenuar esta condición es por lo que
a nuestro juicio se ha inventado el pseudoconcepto de «memoria histórica común», para
presentar como imparciales y objetivos los recuerdos que a todas luces se abren paso tras los
años de amnesia determinada por la transición democrática. E incluso se ha constituido una
institución encargada del cuidado de la «memoria histórica», y lo que es más sorprendente aún,
de su recuperación (concepto este que implica, si es que quiere ser concepto, que existe una
memoria histórica objetiva, parcialmente perdida o eclipsada, y que por ello necesita ser
recuperada, no ya construida).
Se trata de la ARMH Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica.Izquierda
Unida y el Partido Socialista Obrero Español presentaron formalmente al Congreso de los
Diputados, del 9 de septiembre al 4 de octubre de 2002, proposiciones no de ley en esta dirección

101
(el día 28 de octubre de 2001 la ARMH había encontrado en Prioranza del Bierzo, León, los
cuerpos de trece republicanos fusilados y enterrados en campo abierto el 13 de octubre de
1936).

Por ello los socialistas de la monarquía democrática exhortaron a los administradores


públicos «a coordinarse y cooperar con los medios materiales y humanos necesarios para
facilitar la exhumación, identificación y enterramiento de las víctimas de la Guardia Civil que por
defender los valores republicanos fueron asesinados y enterrados sin identificar en fosas
comunes».

Por consiguiente, constatamos ya con claridad que la memoria histórica se aplica


selectivamente al contexto de la recuperación de los huesos de los fusilados por Franco en la
Guerra Civil o en la postguerra, enterrados en fosas colectivas y anónimas; recuperación
reivindicativa puesto que, se dice, los fusilados y asesinados pertenecientes «a la parte de
Franco» ya recibieron sus honores en el Valle de los Caídos.

Y aquí no entramos en la cuestión de la oportunidad y legitimidad de la operación de


desenterrar a los fusilados del «bando republicano» (algunas veces la recuperación no se ha
hecho físicamente, sacando los huesos de las fosas, sino simbólicamente, poniendo sobre las
fosas los nombres de quienes descansan en ellas). Se trata de analizar qué pueda significar el
que esa recuperación se haga en nombre de la «memoria histórica».

«Memoria histórica» es un concepto espúreo, sobre todo cuando él pretende tener como
referencia el supuesto (metafísico) «archivo indeleble» cuya custodia estaría encomendada
al género humano; y que es susceptible de eclipsarse ante los individuos, dotados de una
memoria más flaca. Por ello estos tendrán que «recuperar» una memoria histórica común,
objetiva, que se supone ya organizada, aunque oculta (ocultada) a la espera de ser desvelada o
recuperada. Por ello, la «recuperación de la memoria histórica» puede tomar la forma de una
reivindicación: porque se supone que el eclipse de esa memoria histórica, que se sustenta en el
seno del género humano, o en la sociedad, no es casual sino intencionado.

No se trata de una amnesia, sino de una ocultación, por quienes quieren «enterrar el
pasado». Lo que ocurre es que si no hay amnesia tampoco tendría que haber memoria.

El concepto de «memoria histórica» pretende remitirnos, por tanto, a un sujeto abstracto (la
Sociedad, la Humanidad, una especie de divinidad que todo lo conserva y lo mantiene presente)
capaz de conservar en su seno la totalidad del pretérito que los mortales del presente deben
descubrir. Esta memoria histórica tiende a ser una memoria histórica total, que se aproxima a lo
que pudiera ser la memoria eterna de quien vive las cosas tota simul et perfecta possesio.

Pero este sujeto abstracto, receptáculo de la memoria histórica no existe, es un sujeto


metafísico. No hay «memoria histórica».

La Historia, sencillamente, no es memoria, ni se constituye por la memoria. Es esta una


metáfora muy vieja, sin duda, canonizada por el canciller Bacon de Verulamio, cuando clasificó
a las ciencias en función de las «facultades intelectuales» que él consideró esenciales: Memoria,
Imaginación, Razón. Así, la Historia sería el producto de la Memoria; la Poesía de la Imaginación
y la Filosofía, junto con las Matemáticas, de la Razón.
Esta ocurrencia de Bacon, sin perjuicio de su ramplonería psicologista, fue tomada en serio
por d'Alembert, en el Discurso preliminar de la Enciclopedia, que la hizo doctrina común entre
las gentes de letras, incluidos a los políticos y a los historiadores.
Pero la Historia, en lo que tiene de ciencia, no es efecto de la memoria, ni tiene que ver con
la memoria más de lo que tenga que ver la Química o las Matemáticas. La Historia no es
sencillamente un recuerdo del pasado. La Historia es una interpretación o reconstrucción de
las reliquias (que permanecen en el presente) y una ordenación de estas reliquias. Por tanto la
Historia es obra del entendimiento, y no de la memoria.

102
La memoria (y el recuerdo, como la amnesia) tiene como referencia y soporte al cerebro
humano (singular) de cada hombre. La memoria, por tanto, sólo puede conservar aquello que
cada hombre singular ha experimentado o vivido, dejando aparte su herencia genética. Por tanto
la memoria tiene como ámbito aquella parte del mundo envolvente que le ha afectado,
la memoria episódica (es decir, aquella memoria mediante la cual las cosas recordadas del
mundo mantienen la referencia al instante de la trayectoria biográfica de quien está recordando).
Otra cosa es la llamada memoria semántica, que tiene que ver con el lenguaje, con la ciencia,
con la «razón».

Nadie puede tener memoria, por lo tanto, de algo que anteceda a su vida propia. Y por ello
la Historia no se reduce a la memoria. Nadie puede «recordar» la historia de Amenophis IV, el
faraón descubierto por los egiptólogos, a partir de las reliquias (templos, estatuas, jeroglíficos)
que siguen existiendo en el presente. Sólo un impostor o una impostora (acaso un demente)
puede decir que tiene memoria histórica del faraón Amenophis IV, porque dice recordar, tras un
ejercicio de «regresión hipnótica», haber sido una de sus concubinas.

La distinción fundamental hay que ponerla en la propia memoria cerebral, como distinción
entre memoria individual y memoria personal. Es decir, la distinción entre el individuo y la
persona, que son conceptos conjugados, aplicada a la memoria.
La memoria individual tiene como materiales propios los recuerdos de la vida privada,
familiar o biológica; la vida que está fuera de la historia, la vida que estudia el psicólogo.
La memoria personal es la que tiene como material a los recuerdos de la vida propia pero
en relación con la vida pública (política, científica, artística, profesional). La persona implica
siempre a un grupo de personas, necesariamente dadas en sucesión histórica. Dicho de otro
modo, la memoria personal tiene siempre que ver con la historia. La memoria personal es
necesariamente histórica, y por tanto la memoria histórica no es sino un modo de designar, de
modo redundante, a la memoria personal.

Y entonces ocurre que la memoria histórica o personal es necesariamente parcial y


partidista, porque una persona es sólo una parte de la historia. Y la biografía es importante para
la historia en la medida en que ella es una reliquia, una parte más a interpretar.

La memoria histórica personal es el recuerdo del mundo histórico que a cada cual, o a su
grupo, le ha tocado vivir, especialmente en un sentido activo. El peligro por tanto de la pretensión
de convertir las memorias personales (o del grupo de personas), necesariamente parciales
(partidistas), en memoria histórica objetiva o total es evidente. En realidad se trata de una
pretensión reivindicativa. ¿Qué quiere decir la «memoria histórica» de los sucesos de octubre de
1934 en Asturias? ¿Qué es «memoria histórica» del proyecto de invasión de las guerrillas, a
través del Pirineo, en 1945? ¿Qué es «memoria histórica» de la transición democrática? ¿Quién
se atrevería a afectar imparcialidad científica en esta «memoria histórica» por antonomasia, para
los españoles del presente?

La memoria histórica, en cuanto memoria personal, subjetiva o de grupo que es, tiene
siempre un componente reivindicativo. Y no digo que la reivindicación no deba hacerse, digo que
no debe hacerse en nombre de una «memoria histórica universal», común y objetiva, puesto que
la memoria histórica es siempre memoria individual, biográfica, familiar o de grupo. Y esto explica
por qué la llamada «memoria histórica» se oculta: porque no es memoria sino selección
partidista. La memoria histórica es a la vez damnatio memoriae. Por ejemplo, la memoria
histórica, que contradictoriamente, propone borrar un retrato de Girón, ministro de Franco, de la
Universidad Laboral de Gijón. Que propone retirar del callejero de una ciudad los nombres de los
«golpistas» que se alzaron contra la República; una memoria histórica que por otra parte no pide
eliminar los nombres de otros golpistas contra la República, los de octubre de 1934, como lo
fueron Ramón González Peña o Belarmino Tomás.

Por tanto, las reivindicaciones de las memorias personales, contra todo tipo de amnesia y
de amnistía, no debe hacerse en nombre de la memoria histórica común, sino en nombre o bien
de la memoria individual o familiar, o bien en nombre de planes y programas políticos o

103
científicos. Esto explica por qué la llamada «memoria histórica» no es propiamente memoria,
sino selección partidista; por qué se eclipsa de modo funcional, y por qué la «memoria histórica»,
paradójicamente, derriba las estatuas de Lenin o de Franco. Dicho de otro modo, la memoria
histórica sólo puede aproximarse a la imparcialidad cuando deje de ser memoria y se convierta
simplemente en historia.

Las memorias de José María Laso, en torno a las cuales estamos todos reunidos aquí hoy,
son por tanto unas verdaderas memorias históricas. Y esto es debido a que las memorias de
Laso son auténticas memorias personales y no meramente memorias individuales. En las
memorias de José María Laso figuran tanto los episodios de sus detenciones como los incidentes
de la batalla de Kursk; porque la batalla de Kursk, por ejemplo, sin perjuicio de que haya sido
objeto ulterior de las investigaciones históricas del propio Laso, constituyó no sólo un
acontecimiento histórico fundamental del final de la Segunda Guerra Mundial, sino un
acontecimiento que ya figuraba en la biografía de José María Laso, en los años de su formación
personal y política. Estas memorias de Laso, como memorias auténticamente personales, tienen
por ello un interés general, por así decir, público y no solamente privado. Una vez más podemos
ver a propósito de José María Laso, un estoico de pies a cabeza de nuestros días, como lo más
valioso de su vida privada o íntima es al mismo tiempo lo que ella tiene de vida pública, histórica.

El Manifiesto de la Alianza de
Intelectuales y el «No a la guerra» de los
Premios Goya
Gustavo Bueno

Quienes hablan de la Paz, en general, y dicen «No a la guerra», en abstracto, deberían meditar
en los argumentos que el materialismo histórico ofrece frente el idealismo histórico. Y deberían
también tener en cuenta que el idealismo no es simplemente una actitud inofensiva, «de buena
voluntad», sino que encubre la mala fe de quien quiere atribuir a la maldad de los demás lo que
deriva de la misma concatenación histórica y social de los hechos; y de quienes con esto se
consideran ya disculpados de toda responsabilidad

El Manifiesto de la Alianza de Intelectuales Antiimperialistas tiene un gran interés para


delimitar los caminos que intentan explorar gentes, que se consideran de izquierda,
pertenecientes a las clases liberales («intelectuales, artistas, científicos») que no teniendo tras
de sí a ninguna fuerza social a la que representar (un sindicato, un partido político, una iglesia)
asumen solemnemente la representación de la «Razón», la del «Pensamiento» o la de la
«Cultura», para enfrentarse con lo que ellos consideran la derecha y el mal radical: el
imperialismo de Estados Unidos, según el giro que ha tomado tras el 11 de septiembre de 2001.
Quien tenga este Manifiesto contra la Barbarie en sus manos, que se disponga a escuchar, a
través de sus profetas, las revelaciones de la Razón, del Pensamiento y de la Cultura.

104
Lo verdaderamente asombroso es que, en los días de hoy, algunas decenas de profesores,
artistas, periodistas, cantantes, cineastas... sigan encontrando la posibilidad de reunirse bajo una
bandera que lleva escrita entre sus pliegues palabras tales como «intelectuales»,
«pensamiento», «razón» o «cultura»; palabras que estos individuos utilizan del modo más
primario e ingenuo imaginable, acríticamente. ¿Quién de los firmantes podría ofrecernos una
mínima teoría sobre la razón, sobre los intelectuales, sobre el pensamiento o sobre la cultura?
Produce sonrojo ver como los abajo firmantes ponen estas palabras en su bandera, como si ellos
fueran sus abanderados. Yo conozco a algunos de ellos, y algunos de los más ilustres: me consta
que carecen de capacidad para dar una idea de Razón que pueda dar más de dos pasos, o una
idea de Cultura o de Pensamiento o incluso de «Intelectuales» que pueda considerarse un poco
alejada de los «lugares comunes». Y aunque pudieran ofrecernos algunos esbozos, ¿quiénes
son ellos para levantarlos como bandera?

Me dicen algunos: «es cierto que la expresión "los intelectuales" es muy difícil de interpretar,
pero sirve para entendernos.» Falso. Sirve para todo lo contrario, para no entendernos en
absoluto.

Dicen los abajo firmantes: «Los intelectuales (en el sentido más amplio y menos elitista del
término) en función del privilegio que supone el acceso al conocimiento... tienen una
responsabilidad tan específica como grave: la crítica radical y continua de los argumentos
esgrimidos por el poder...» Se nos presentan por tanto unos individuos bajo el título de
intelectuales, «pero en el sentido más amplio y no elitista del término». Ahora bien: el único modo
de ampliar el sentido, de modo no elitista, y ampliarlo en el sentido más ancho, será considerar
intelectuales a todos los hombres, puesto que todos los hombres tienen entendimiento o
inteligencia, es decir, facultades intelectuales. Más aún, el mecánico electricista que le arregla el
motor del automóvil a un individuo de la Alianza Antiimperialista tiene probablemente más
inteligencia de la que él pueda tener. Y si todos los hombres son intelectuales, o bien los abajo
firmantes quieren decir que se manifiestan en nombre de todos los hombres, lo que es sin duda
excesivo, o bien quieren decir, al utilizar el término «intelectuales», que se refieren a un
subconjunto del conjunto total de los hombres. Pero no definen en qué consista tal subconjunto,
y no será su condición intelectual la que los defina. Dirán: «nuestra condición se define porque
hemos accedido al conocimiento.» ¿A qué conocimiento? ¿Será algún conocimiento compartido
por pintores, cineastas, profesores de derecho o de literatura? ¿Y cual puede ser este
conocimiento que, además, no sea compartido por otros muchos hombres?

Pero en seguida vemos que la responsabilidad que se atribuyen esos intelectuales se


define por la «crítica al poder». ¿A qué poder? ¿Al poder del Estado, en general? Esto ya nos
daría la pista: los abajo firmantes son anarquistas. Pero muchos de ellos nos consta que no son
anarquistas, sino profesores de derecho internacional público, o prestigiosos diplomáticos. Luego
estos al menos, ¿se unen para criticar al poder en el sentido del poder difuso, del que hablan
algunos franceses? Entonces los abajo firmantes habrán avanzado aún más por la senda
libertaria. Pero, ¿con cuantas divisiones cuenta estos intelectuales de la AIA para conjurar la
microfísica del poder? Esta acechará también a cada intelectual o a cada artista, al relacionarse
con los otros artistas o con otros intelectuales. Concluirán: «nosotros luchamos contra el poder
ligado al imperialismo de USA.» Otra vez les preguntamos, ¿con cuantas divisiones contáis para
acometer esta empresa? Responderán: «No contamos con la fuerza o con el dinero, contamos
con la Razón.»

105
Esto, que no produce vergüenza ajena cuando lo escuchamos de bocas adolescentes,
produce sonrojo e indignación cuando lo escuchamos de bocas de individuos «profesionales
adultos». ¿Acaso el Imperio no cuenta también con la razón?

El lenguaje idealista y mentalista de los abajo firmantes rebasa los límites del ridículo.
Resulta que, según ellos, el poder, con la complicidad de los medios, «inunda las mentes». Y
resulta algo aún más asombroso: que los abajo firmantes dicen «haber hecho del pensamiento
su herramienta».

Eso sí, hablan del «imaginario colectivo» (sin haberse parado «a pensar» de donde viene
semejante expresión), y no olvidan de ponerse al día, «en cuestión de
género», conminando (¿quienes son ellos para conminar a nadie?) a escritores/as,
profesores/as, científicos/as, investigadores/as, pero discriminando injustificadamente al género
masculino, al incluir en su enumeración sólo a los artistas (¿por qué no incluyen también a los
artistos?).
Se horrorizan del terrorismo de Estado, e incluso de la llamada pena de muerte (sin haberse
siquiera «puesto a pensar» en lo contradictorio de esta expresión), pero olvidan mencionar al
terrorismo de ETA, o a los terroristas que destruyeron las Torres Gemelas. ¿O es que piensan
que las derribó el propio Pentágono para disponer de un casus belli?
El Manifiesto de esta izquierda indefinida, extravagante y divagante, no merece el más
mínimo respeto. Es un manifiesto ridículo e ingenuo, y lo único que se podría decir, para salvar
a los firmantes (algunos son amigos) es esto: o bien suponer que lo han firmado sin leerlo, o bien
recordar que cien individuos que, por separado, pueden formar un conjunto distributivo de cien
sabios, cuando se reúnen para hacer un manifiesto como el que comentamos, constituyen un
conjunto atributivo formado por un único idiota.

En la ceremonia de distribución de los premios Goya celebrada el 1º de febrero de 2003 los


«artistas e intelectuales» asistentes, como si tratasen de continuar el Manifiesto de la Alianza de
los Intelectuales, dieron un espectáculo, sobreañadido al de su propia ceremonia, exhibiendo
unas pegatinas con la inscripción: «No a la guerra.» Más aún, uno de los actores agraciados,
rebosante de ingenio, en el momento en el que se disponía a hablar ante el micrófono, fingió
verse obligado a recurrir al guión para su discurso y, como condensando una supuesta
argumentación muy compleja, para la que se requería la lectura, sacó un papel y leyó la pegatina:
«No a la guerra.» Es decir, hizo lo del vasco del sermón, cuando resumía la argumentación
teológica del predicador sobre el pecado diciendo: «No es partidario.»

Aquí no se trata de discutir si el rechazo a la guerra es o no defendible. Lo que se discute


es el modo y las circunstancias en las que se manifiesta una posición al modo del vasco del
sermón.

106
Decir «No a la guerra» en general, o en abstracto, es superfluo porque prácticamente nadie
dirá en abstracto y en general «Sí a la guerra». Por tanto, un lema semejante, en general o en
abstracto, no se dirige propiamente contra nadie, salvo que se construya ad hoc el adversario, el
maniqueo (como es el caso), es decir, a alguien que supuestamente dice «Sí a la guerra», en
general, en abstracto (lo que sería equivalente a decirlo inspirado por un afán de destrucción, de
aniquilación, de sadismo, de nihilismo, como haría un loco o Mefistófeles)

Lo más importante es que a este alguien implícito, «los artistas e intelectuales de izquierda»
lo identificarán inmediatamente con «la derecha». Y, en el contexto actual, la derecha será Bush,
pero también Aznar, Blair, &c. (Chirac, en cambio, deberá ponerse a la izquierda, pero en estos
detalles no reparan los artistas.)

Ahora bien, es puro infantilismo


suponer que los Estados Unidos y sus aliados quieren la guerra por motivos generales, es decir,
impulsados por un afán satánico o demente, o incluso por un mero espíritu de codicia capitalista
(el petróleo). Esos «artistas e intelectuales» debieran analizar las circunstancias que determinan
en concreto una guerra, o incluso el afán del control del petróleo. Si, por ejemplo, se tratase de
una guerra defensiva (contra ataques inminentes o ya en curso, como los ataques del 11S, los
ataques a los kurdos), ¿quién podría arriesgarse a tirar las armas, en nombre del pacifismo?
Esas armas las tomaría inmediatamente el enemigo. Hablar de paz, de diálogo y de desarme en
general, en estas circunstancias (que habría que analizar en cada caso, desde luego) sería
suicida.

107
Y si la guerra fuera preventiva, por ejemplo, del posible control del petróleo de Irak por los
terroristas islámicos, o acaso por los chinos, ¿cabría también decir en general «No a la guerra»?
Habría por lo menos que descender incluso al análisis de los títulos por los cuales pueden
considerarse los irakies dueños «por derecho natural» de un territorio dado y de los recursos que
él contiene (el petróleo, por ejemplo), supuesto que hayan sido los primeros ocupantes, incluso
con cientos de años de ocupación. Pues si, por ejemplo, alguien defiende que la tierra es de
todos, es decir, si defiende la tesis de que el derecho de propiedad privada no es un derecho
natural (como lo defendió la tradición española que, por boca de Vitoria o de Vives, negó que el
derecho de propiedad fuera un derecho natural), tampoco a un Estado podrá atribuírsele «por
derecho natural» la propiedad de los recursos petrolíferos de su territorio, si es que estos
recursos o su control resultan ser imprescindibles para la sostenibilidad en el futuro inmediato de
la propia sociedad política en la que se vive. Y entonces la única razón del «propietario» para no
ser expropiado, no será el derecho natural a su propiedad, sino la fuerza de que pueda disponer
para resistir la expropiación. Y esto es lo que ocurre de hecho: lo demás es metafísica idealista.

Sin duda todas estas cuestiones son muy complejas, difíciles y caben muchos puntos de
vista. Por ello es intolerable que unos autodenominados «intelectuales y artistas» digan, «en
nombre de la izquierda», No a la guerra, a la manera como lo dicen las autoridades religiosas (el
Papa, o el Dalai Lama) o el vasco del sermón; o a la manera ingenua de los partidos de oposición
(el PSOE, en este caso, por boca de su secretario general) cuando, aprovechando la coyuntura
creada por una encuesta en la que un 70% de españoles dicen «No a la guerra», se apresura a
«ponerse delante de la procesión», de forma que la falsa disyuntiva implícita («Sí a la guerra»)
sea atribuida explícitamente al Gobierno y a su partido.
No a la guerra, no al chapapote y al galipote. Los intelectuales y artistas han creído tener
asegurado con estas proclamas la trascendencia, urbi et orbe, más allá de sus banales
ceremonias estéticas. Recuerdan a aquel alcalde de la época del cantonalismo del siglo XIX
español, que no sabía argumentar en público, y que cuando comenzaba su discurso y se
trabucaba, resolvía la situación, asegurándose además los aplausos del público, exclamando:
«¡Viva Cartagena!». Los intelectuales y artistas creían tener asegurada la trascendencia y la
impunidad de sus declaraciones inofensivas; pero si hubieran tenido algún reparo se hubieran
escondido inmediatamente, como hacen los caracoles cuando les tocan los cuernos. De otro
modo, ¿por qué no han dicho en otras ceremonias similares estos artistas e intelectuales: «No a
la ETA»? ¿Acaso porque estaban muy cerca de San Sebastián?

No hablo de memoria. He tratado y debatido en varias ocasiones con «artistas e


intelectuales» de este ramo. Puedo asegurar que, en general, las ideas filosóficas (pues ellos les
llaman así, «su filosofía») que «abrigan» son de un infantilismo sorprendente. Lo mejor que
podrían hacer era callarse, es decir, hablar sólo a través de su arte, pero no «reflexionar» en
público ni sobre su arte, ni sobre cuestiones generales, como si tuvieran especial competencia
para ello. «Escultor, trabaja y no hables» decía Goethe, y repetimos nosotros.

Más aún: su mismo infantilismo encubre a estos artistas e intelectuales la percepción


correcta de la realidad, por ejemplo la interpretación de las encuestas. Todos los españoles (y
los franceses, y los ingleses, y los luxemburgueses) dirán «no a la guerra» si se les pregunta en
general y en abstracto. Pero la pregunta no es esta. La pregunta es no sólo si en general hay
que hablar de no a la guerra sino, cuando nos atacan, o nos amenazan con un ataque inminente,
es necesario, y prudente, recurrir a la violencia y a la guerra; o si podemos contentarnos, ya que
estamos entre artistas, con ensalzar a la Paz Perpetua y al amor entre todos los hombres
entonando la Novena Sinfonía.

108
Las manifestaciones «Por la paz»,
«No a la Guerra», del 15 de febrero de
2003
Gustavo Bueno
Se ofrecen aquí dos textos: un análisis encargado por La Nueva España
sobre las manifestaciones del 15 de febrero, y las respuestas
a un cuestionario solicitado por El País

El carácter masivo e internacional de las manifestaciones del 15 de febrero obliga a


reconocer su condición de síntoma muy relevante del estado de la evolución de las
sociedades políticas del principio del tercer milenio, una vez derrumbada la Unión
Soviética y acabada la Guerra Fría.

Conviene hacer, sin embargo, dos puntualizaciones restrictivas a lo que acabo de


decir. La primera tiene que ver con el carácter «masivo» de las manifestaciones; la
segunda, con su carácter «internacional».

109
Las manifestaciones han sido, sin duda, masivas. Las evaluaciones, para España,
varían mucho, como siempre, oscilando, en algunas ciudades, desde los dos millones
(evaluación de los organizadores) hasta poco más de medio millón (evaluación de la
policía, en autonomías no precisamente afectas al PP). Pero aún cuando aceptásemos las
evaluaciones más generosas, la «masa» constituida por los tres millones hipotéticos de
manifestantes españoles sigue siendo muy inferior a la «masa» del cuerpo electoral
español, y a la parte de él que apoyó en las urnas, hace tres años, al partido en el gobierno.
Las manifestaciones han sido inter-nacionales: Madrid, Londres, París, Berlín,
Bruselas, Roma, Moscú, Pequín, Camberra. Pero no han sido mundiales, y esta
restricción es decisiva en el contexto de mi argumentación. Sin duda ha habido
manifestaciones en casi todas las ciudades de los cinco continentes; pero masivas sólo en
las naciones políticas desarrolladas, o muy próximas al «estado de bienestar».

Al parecer las manifestaciones más voluminosas han correspondido a España. Y si


esto ha sido así, y no a título de mera fluctuación estadística, será preciso explicar su por
qué.

Si atendemos a las declaraciones de los propios manifestantes, expresadas


principalmente en las pancartas, pegatinas y consignas verbales, el objetivo de las
manifestaciones fue muy claro y unívoco: decir no a la guerra, y un no que los propios
manifestantes hacen equivalente a un sí a la paz. A una paz que casi siempre parece
entendida en un sentido muy parecido a como la entendieron ciertos pensadores
premarxistas del siglo XVIII, tales como el abate Saint-Pierre o el propio Kant (y esto sin
necesidad de que los manifestantes hayan tenido que leer previamente ni al abate idealista
ni al profesor laico, no menos idealista).

La unanimidad de las fórmulas utilizadas por los manifestantes más diversos, para
expresar los objetivos de sus manifestaciones, producirán la impresión de algo así como
un «clamor universal» por la paz, la impresión de que la voluntad madura y civilizada de
parar definitivamente la guerra, sobreponiéndose a las edades de la barbarie, ha hecho por
primera vez su aparición en la historia del mundo, al comienzo de su tercer milenio.

Pero esta interpretación optimista de las manifestaciones del 15 de febrero es muy


poco rigurosa en los términos de su diagnóstico, y, en todo caso, es muy superficial.

Es muy poco rigurosa en sus términos: no puede hablarse de «barbarie»


contraponiéndola, en función de la guerra, a la «civilización». Es generalmente admitido,
por los antropólogos e historiadores de la ciencia y de la tecnología, que la guerra, en su
sentido estricto (la guerra entre Estados, que no son las riñas o agarradiellas entre las
tribus), comienza con la civilización, y es característica de ella (no se dice que sea
necesaria) a lo largo de la historia. Más aún, los más grandes desarrollos tecnológicos y
científicos –para referirnos a los últimos: la energía nuclear, la cibernética, los vuelos
espaciales...– han sido estimulados por las guerras mundiales del siglo XX. Es totalmente
erróneo suponer que las guerras han frenado el desarrollo de las ciencias y de las
tecnologías propias de los países más civilizados. Ha podido llegar a decirse que la guerra,
desde un punto de vista histórico, ha sido la «locomotora del progreso». De esta

110
afirmación algunos pretenden sacar argumentos para la apología de la guerra, como
«comadrona» del progreso, en contra de quienes (últimamente, Juan Zerzan) sacan de los
mismos hechos argumentos para atacar al propio «progreso» y a la «civilización».
Es muy superficial, porque se atiene a las propias declaraciones de los manifestantes.
Pero las declaraciones de los manifestantes, aún suponiendo que sean sinceras, no por
ello pueden confundirse con la revelación de los verdaderos motivos que han impulsado
los clamores de los manifestantes. Por detrás de los objetivos explícitos, incluso sinceros,
de los agentes (de los motivos llamados emic), actúan otros motivos implícitos, que
desempeñan el papel de verdaderas causas motoras, y que se descubren «desde fuera»
(desde el punto de vista etic). Muy pocos historiadores explicarán hoy las Cruzadas –la
de Pedro el Ermitaño, la de San Bernardo, la de Ricardo Corazón de León, la del obispo
Conrado, la de Inocencio III, la de San Luis...– como movimientos masivos de cristianos
de los siglos XII y XIII que, al grito de «¡Dios lo quiere!», buscaban, de buena fe, la
recuperación del Santo Sepulcro. La práctica totalidad de los historiadores verá actuar,
detrás de los objetivos emic de los cruzados, los intereses mucho más terrenales de reyes,
señores feudales, y, por supuesto, del propio pueblo que acudía a encuadrarse
entusiásticamente en esas guerras santas contra el Islam que cambiaron el curso de la
historia europea.
Mi tesis es esta: detrás de las fórmulas que expresan emic los objetivos de los
manifestantes del 15 de febrero –«Por la Paz», «No a la Guerra»– actúan otros intereses
verdaderamente motivos, no por ello siempre ilegítimos. Simplemente enmascarados, o
encubiertos, por las fórmulas explícitas: «Por la Paz», «No a la Guerra».

Más aún: estos motivos efectivos son muy heterogéneos, incluso casi siempre
enfrentados entre sí. Y si esto es así, habrá que conceder que la unidad de objetivos
explícitos de los manifestantes del 15 de febrero es tan sólo una unidad de confluencia
coyuntural en un rótulo que cubre múltiples corrientes que marchan en direcciones
propias. Dicho de otro modo: el rótulo, sobre todo en su forma positiva, «Por la Paz»,
será interpretado por cada corriente de manifestantes de modos muy diversos y casi
siempre incompatibles entre sí. Hasta tal punto que no reconocerlo así es tanto como
meter la cabeza debajo del ala, es tanto como querer dejarse cegar por la luz que desprende
la palabra Paz.

Y esto es lo que hace que el término Paz sea confuso, puramente ideológico. Porque
unos entenderán la paz como Pax Romana –la paz mantenida por un Imperio, por medio
de sus legiones, del que hoy se sienten herederos muchos ciudadanos norteamericanos
que se proponen como objetivo mantener el orden mundial, la Pax Norteamericana–.
Otros entienden la paz como Paz Cristiana, la paz de la Ciudad de Dios, muy lejos de la
Ciudad terrena. Por su parte, la paz y la libertad de Euskalerría, que reclaman el PNV,
EA y ETA de consuno, es incompatible con la paz hispánica de la Constitución de 1978.

111
Muchos sobreentienden la paz como la paz propia del estado de Bienestar vinculado al
orden capitalista; y habrá quienes sólo entienden la paz como la paz propia de una
sociedad comunista, que abomina de aquellas palabras de Goethe cuando decía: «Prefiero
la injusticia al desorden (a la guerra)».

Es imprescindible, por tanto, clasificar las motivaciones efectivas de los


manifestantes de acuerdo con criterios pertinentes para nuestro propósito.

El criterio de clasificación que hemos adoptado es el criterio político. Según él


clasificaremos las corrientes que se manifestaron en el 15 de febrero en dos grandes
grupos: el grupo formado por las corrientes de manifestantes que no se sienten impulsados
por motivos políticos (sin perjuicio de que sus actos puedan ser aprovechados por los
políticos) y el grupo formado por las corrientes de manifestantes que se sienten y están
impulsados por motivos estrictamente políticos (aunque sólo se expresen mediante
fórmulas apolíticas, generalmente de carácter ético).

(1) Las corrientes de manifestantes que consideramos apolíticas son también muy
heterogéneas y tienen en común el no ir, en el fondo, contra «un gobierno concreto» (por
ejemplo, el de Aznar en España) sino acaso, al menos muchas veces, contra todo gobierno
(«contra el Poder»), con el espíritu del anarquismo más o menos elaborado. Dos tipos de
manifestantes apolíticos sería preciso distinguir: el tipo de aquellos manifestantes
impulsados por un fuerte imperativo ético y el tipo de los manifestantes impulsados más
bien por la tendencia enérgica hacia el disfrute de los bienes y valores que nos ofrece la
sociedad de consumo. Son dos tipos muy diferentes, aunque todos ellos odian la guerra y
buscan la paz.
Respecto de los manifestantes éticos: entendemos aquí por ética a un conjunto de
normas definidas, no ya por el origen de su fuerza de obligar (ya sea la conciencia
autónoma, ya sean los mandamientos divinos) sino por su objetivo; y este objetivo no es
otro sino el de la promoción de la vida de los sujetos corpóreos, de la propia y de la ajena
(el valor o virtud fundamental de esta ética materialista es la fortaleza, que se constituye
en firmeza, cuando se aplica a uno mismo, y en generosidad, cuando se aplica a los
demás). El mal ético por antonomasia es producir la muerte a alguien. Por ello se
comprende que, desde una perspectiva ética, la guerra haya de ser condenada.

Y sin embargo, hay que tener presente, que además de las normas éticas existen y
actúan las normas morales y las políticas, que van orientadas a promover la vida de los

112
grupos sociales, de las bandas, de las familias, de los sindicatos, de los partidos políticos,
de los Estados. Y aunque muchas veces las normas éticas y las normas morales o políticas
son compatibles, otras muchas veces entran en conflicto objetivo, que en vano se intentará
disimular. Desde un punto de vista ético es necesario dar acogida a cualquier inmigrante,
legal o ilegal, que llegue a nuestras costas; pero desde el punto de vista económico
político, el incremento del volumen de inmigrantes que, a golpe de ética, llegase a
sobrepasar ciertos límites –dos o tres millones para España, por ejemplo– arruinaría la
economía nacional, y obligaría a dejar en suspenso el ejercicio de las normas éticas. «La
guerra es inmoral» (sobreentendiendo: no es ética), dicen los manifestantes más teóricos.
Desde luego, pero un político que condena la guerra apelando a su conciencia ética deja
automáticamente de actuar como político, pues ha puesto aparte la prudencia política.

Pero nadie podría afirmar que todos los manifestantes apolíticos del 15 de febrero
estaban movidos por motivos éticos. Muchos de ellos aborrecen la guerra, el servicio de
armas (fueron o son objetores de conciencia, insumisos, &c.), no precisamente por
motivos éticos sino por simple voluntad de «disfrutar de la vida». A veces son llamados
«vitalistas»: haz el amor y no la guerra. Es una actitud bien reflejada en la reciente película
de Emilio Martínez-Lázaro, Al otro lado de la cama.

Los apolíticos, sean éticos, sean vitalistas, se mezclan muy fácilmente: en las
manifestaciones del 15 de febrero vimos a colegialas y a monjitas de exaltado pacifismo,
encontrábamos a clérigos postconciliares católicos, pero también a evangelistas, a
mujeres juristas Themis, a transexuales, a jueces para la democracia, a ONGs de variado
cromatismo, y por supuesto a artistas e intelectuales; y simplemente a ciudadanos no
organizados en asociaciones que sólo buscan «vivir y dejar vivir» a los demás.

¿Y acaso no es irrecusable la conducta de los manifestantes apolíticos? En principio


sí, si no fuera porque los principios no actúan nunca solos, y porque un principio
unilateralmente aplicado raya muchas veces con el idealismo de adolescente, y a veces
con el cinismo, con el egoísmo o con la estupidez. ¿Acaso puede olvidar alguien que para
disfrutar en paz y en libertad de los bienes y valores del estado de Bienestar, así como
para «crear» obras de cultura tan exquisitas como la película Habla con ella, hace falta
petróleo y alimentos, misiles y policías? ¿O es que se pretende, en nombre de una
supuesta armonía universal, dejar que otros hagan el trabajo sucio (de policías, o de
soldados), a fin de poder disponer de una plataforma desde la cual pueda seguirse
disfrutando de la vida, o segregando los más puros sentimientos de ética pacifista?

113
(2) Las corrientes de manifestantes políticos son también muy heterogéneas, pero al
menos ellas podrían ofrecer una definición de paz menos metafísica, o menos cínica, que
la que puede ofrecerse desde la conciencia ética o desde la conciencia vitalista.

Los manifestantes políticos, en efecto, o bien circunscriben sus objetivos


principalmente a un recinto intranacional, o bien refieren sus objetivos a un contexto
internacional.

La paz, para los políticos intranacionales, puede alcanzar ya una definición política
(aunque esta no se haga explícita en la manifestación): unas veces el objetivo será derribar
al gobierno, pero no a todo gobierno (como los anarquistas), sino precisamente al
gobierno de Aznar. Desplazar a Aznar y a su partido en las próximas elecciones sería la
mejor manera de sentar las bases de una paz justa y duradera para España. Otras veces el
objetivo de quienes claman por la paz y por la libertad política no será tanto derribar al
gobierno de España en ejercicio, sino a cualquier gobierno de España: la paz y la libertad,
en la Península Ibérica –dicen los nacionalistas vascos, catalanes o gallegos radicales–
exige que España, «prisión de naciones», desaparezca. Sólo con la independencia del País
Vasco la paz y la libertad duraderas podrán volver a Euzkadi, dice un conocido obispo
católico, de cuyo nombre no quiero acordarme.

Mucha más importancia tienen las posiciones de los manifestantes políticos en el


contexto internacional. En China (como en Francia o en Alemania) la paz incluye, entre
otras muchas cosas, la posibilidad del control del petróleo de Irak; del mismo modo que
la paz, para Estados Unidos (y no sólo para su gobierno y para los petroleros tejanos)
incluye, entre otras muchas cosas, ese mismo control del petróleo iraquí, y, por tanto, la
evitación de que el control pase a manos iraquí-musulmanas o chinas. Cada Estado tiene
sus propios intereses y, por tanto, su definición propia de paz. Y cada Estado europeo,
más que Europa, porque los intereses de España no están identificados con los de Francia
o con los de Alemania, como pretenden hacernos creer quienes dan por supuesto que el
Gobierno de España «está rompiendo la unidad de Europa» por su desacuerdo con
Francia, Alemania y Bélgica (como si Europa fuera la Europa de Carlomagno).

No cabe, en conclusión, poner a un lado «los que están a favor de la paz» y al otro
«los que están a favor de la guerra», y menos aún pretender una correspondencia
biunívoca entre los amigos de la paz y la «Izquierda» y los amigos de la guerra y la
«Derecha». Aunque no sea más que porque entre los amigos de la paz se encuentra el

114
actual presidente de Francia, el Papa y los obispos, que, aunque se hayan olvidado de las
Cruzadas, difícilmente podrían ser considerados como de izquierdas.

Lo que ocurre es que no existen «amigos de la guerra» más que entre dementes o
sádicos. La clase de los amigos de la guerra es prácticamente la clase vacía. Los apolíticos
llaman amigos de la guerra simplemente a quienes no sólo miran con el ojo de la ética o
del disfrute, sino también con el ojo de la política, al margen de la cual ni siquiera la ética
o el disfrute serían posibles. No se olvide que las más apasionadas exhortaciones éticas
suelen proceder de determinadas ONGs que están financiadas por diversas instituciones
políticas de los propios Estados.

Y tampoco existen los «amigos de la paz» como una clase homogénea, según hemos
dicho. Los amigos de la paz capitalista son enemigos de los amigos de la paz socialista o
comunista; los amigos de la paz china entran en conflicto con los amigos de la paz
islámica. Los amigos de la paz, por separado, podrán estar tan lejos del fuego de la guerra
como si fuesen témpanos de hielo, pero es bien sabido que los témpanos de hielo, cuando
se acercan y se frotan mutuamente, desprenden calor.

En lo que precede, tendríamos los elementos para la explicación de la masiva


respuesta de los manifestantes españoles. Porque es estas manifestaciones habrían
confluido coyunturalmente las corrientes más diversas: las corrientes de los apolíticos
(éticos, vitalistas, antiglobalización...) y las corrientes de los políticos, no solamente
contra el gobierno en ejercicio (PSOE e IU principalmente), sino también contra el
gobierno de España en general (nacionalistas radicales catalanes, vascos, &c.). Y por
supuesto las corrientes antiyanquis y antiotan, y las corrientes amigas de esa Europa
central que los manifestantes interesados empiezan a identificar ahora con la verdadera
Europa.

No trato, por mi parte, de justificar la alineación internacional del gobierno Aznar,


puesto que una decisión que se acoge a la prudencia política es siempre discutible y sólo
retrospectivamente podrá juzgarse su acierto o desacierto. Lo que sí quiero es atacar
enérgicamente las descalificaciones a priori de una política de alineación, descalificación
llevada, no ya en nombre de la prudencia política, sino en nombre de la Paz, de una paz
ética en el mejor de los casos, cuyos significados políticos contrapuestos la convierten en
una palabra vacía. Sólo quien utiliza este concepto simplista de la paz puede atribuir a
quien busca diferenciarlo en su complejidad la condición de «amigo de la guerra». Pero
la guerra no la busca nadie que esté en su sano juicio: la guerra la encuentra quien pisa en
un terreno político, y no se limita a cerrar los ojos volviéndose al terreno de la
irresponsabilidad ética o vitalista. Pedir la paz de este modo confusionario es tan
irresponsable e imprudente como pueda serlo quien se equivoque aceptando la necesidad
de acudir a una guerra ante un ataque que parece inminente. Y cuando hablo de guerra,
hablo no sólo de guerra defensiva, ante ataque librado, sino de guerra ante ataque
inminente: la distinción entre guerra defensiva y preventiva, aplicada a los casos
particulares, es puramente escolar. No sólo debo revolverme contra quien me ha atacado
depositando a escondidas veneno en mi copa; también tengo que revolverme contra quien,
según indicios ciertos o muy probables, me consta que tiene el plan de depositar veneno
en mi copa en la cena del mes próximo.

115
Publicado en La Nueva España (Oviedo), el 19 de febrero de 2003, páginas 44 y 45,
con el título: «Las verdaderas razones de las manifestaciones 'Por la Paz'».

Respuestas a un cuestionario
solicitado por el diario El País
¿Cree que Sadam Husein representa un peligro para la paz mundial?

Ningún individuo, aunque se llame Gengis Khan o Hitler o Bush puede poner en
peligro la paz del Mundo. «Si el teniente Bonaparte hubiera muerto en Tolon otro oficial
hubiera llegado a ser primer cónsul». Un jefe político consolidado forma parte de un
grupo y de un sistema social, y es este grupo o sistema el que puede poner en peligro el
status quo de ese orden mundial que llamamos paz, incluso cuando es injusto. La
peligrosidad de Sadam Husein está en función de sus conexiones con otras sociedades,
principalmente la islámica y la china. El orden mundial, en cuanto incluye el estado de
bienestar de las democracias homologadas, podría estar en peligro cuando se confronta
con esos otros sistemas en un escenario de dentro de 50 años: la distinción entre guerra
defensiva y preventiva es puramente escolar.

¿Cree que está justificado un ataque a Irak?

Depende de la perspectiva en la que nos movamos. Desde la perspectiva de la ética


(entendiendo las normas éticas como aquellas que, independientemente de su génesis,
tienen como objetivo la preservación de la vida de los sujetos corpóreos humanos) el
ataque a Irak no está justificado. Pero ¿podría concluirse una condena tan terminante
desde la perspectiva de las normas políticas o morales (entendiendo por normas políticas
o morales aquellas que tienen como objetivo la preservación del grupo social, del partido
político, o del Estado)? Doy por supuesto que existen contradicciones objetivas entre las
normas éticas y las normas políticas o morales. Lo más fácil es negar el conflicto, tratando
de subordinar las normas políticas a las normas éticas (o viceversa). Sin embargo,
quienes, viviendo en un estado de bienestar –aquel en el que vive el Papa, o la mayor
parte de los artistas o intelectuales del presente– adoptan la actitud de la pureza ética, es
porque dejan de mirar a quienes hacen el trabajo sucio de asegurar las condiciones de la
sostenibilidad del estado de bienestar. Nadie negará que las normas éticas obligan a dar
acogida a los emigrantes que llegan a nuestras costas; pero sin embargo se aceptará de
hecho que a partir de un cierto volumen de emigrantes, obtenido por la aplicación de las
normas éticas, la economía nacional, y no sólo el estado de bienestar, quedaría arruinado.
En cualquier caso, el debate sobre la justificación del ataque a Irak hay que plantearlo en
el terreno político; plantearlo sólo en el terreno ético es una decisión que tiene que ver
con la mala fe (en el sentido de Sartre). Y el debate en el terreno político depende de
premisas demasiado complejas como para poder resolverlas al modo del vasco del
sermón.

¿Qué opinión le merece la política en torno a la guerra del Gobierno de Aznar?

116
En la expresión «Gobierno de Aznar» cabe acentuar el componente «Gobierno» y el
componente «Aznar». Quiero decir que el componente «Gobierno» impone unas
orientaciones y responsabilidades (como se las impuso hace 10 años al «Gobierno de
González») de las cuales la oposición puede creerse más aliviada. A mi juicio, la política
de Aznar, alineándose con la «Europa peninsular e insular», es tan prudente, en función
de los intereses de España, como pueda serlo la política de alineación en la «Europa
continental». Sólo retrospectivamente cabrá evaluar este juicio; lo que me parece absurdo
es una descalificación a priori, impulsada por motivos éticos –sino ya electoralistas– más
que políticos.

¿Cómo cree que puede afectar este conflicto a la unidad europea?

La «unidad europea» es una expresión demasiado confusa, dada la heterogeneidad


de sus contenidos, que se incrementarán además cuando tenga lugar la incorporación de
nuevos socios, como para poder dar un juicio global. El conflicto actual, de momento, ha
servido, no tanto para provocar, sino para manifestar de modo evidente, la fractura que
ya preexistía entre la «Europa continental» (la Europa de Carlomagno, orientada hacia el
Este, y concretamente hacia su petróleo) y la «Europa insular o peninsular» (Inglaterra,
España, Italia...) más orientada hacia el Oeste. Tan responsables de esa fractura son los
socios de la «Europa continental» como los de la «Europa peninsular».

Respuestas enviadas a El País el día 13 de febrero de 2003

SPF
Síndrome de Pacifismo Fundamentalista

Gustavo Bueno

Una interpretación de las actitudes pacifistas desencadenadas por la guerra del Irak como un
fenómeno social de carácter ético y no político, sin perjuicio de sus eventuales consecuencias
políticas de menor cuantía

Denominamos «Síndrome de Pacifismo Fundamentalista» al conjunto de fenómenos


sociales que están teniendo lugar durante los primeros meses del año 2003 en curso, y en
prácticamente todas las ciudades de los Estados de bienestar, y cuyo síntoma más relevante y
notorio es un «clamor universal» expresado en forma de manifestaciones públicas masivas o
localizadas (en recintos cerrados), procesiones, imágenes de televisión, &c., con ciudadanos que
gritan: «¡No a la Guerra! ¡Paz!», en el contexto de la invasión del Irak por los ejércitos
anglonorteamericanos. (La fórmula «¡No a la Guerra!» tiene una intención eminentemente
polémica –que muchas veces equivale a «¡No a Estados Unidos!» o «¡No al Gobierno de

117
Aznar!»–; la fórmula «¡Paz!» tiene una intención desiderativa, y ella misma «pacífica» –mientras
que la fórmula «¡No a la Guerra!» implica una intención polémica y aún belicista–.)

Hay también otras formas de expresar este clamor, otros síntomas del mismo síndrome,
tales como pancartas, velas encendidas, sentadas, chapas, discursos, huelgas, pequeñas
acampadas, ayunos. Pero el síntoma principal del clamor es el procesional-vociferante (muy
pocas veces la procesión es silenciosa).

El síndrome que tratamos de describir no lo entendemos como una reacción generalizada,


suscitada por motivos etológicos que habrían de afectar a todos los vertebrados (como ocurre
con el SGA, o «Síndrome General de Adaptación» de Hans Selye). Ni siquiera afecta a todos los
hombres; tampoco a todos los hombres de las sociedades civilizadas. Como la civilización está
siempre asociada a la Guerra, con todos los dolores y tragedias que ella comporta, se comprende
que en casi todas las civilizaciones podamos encontrar un lugar en el que se da culto a la Paz.
En Atenas se erigió un Templo a la Paz, Eirene, tras la victoria de Cimón sobre Artajerjes, en el
año 466 ane. El Senado romano instituyó, trece años antes de Cristo, el Ara Pacis Augustae, un
altar elevado dentro de un recinto rectangular en el que cada año vestales y sacerdotes
celebraban sacrificios votivos (en el célebre bajorrelieve que se conserva en los Uffizi de
Florencia, vemos por cierto en procesión a Octavio Augusto –la Pax Octaviana– con escolta
armada).
No sólo se ha celebrado y exaltado la Paz, alguna paz en concreto; incluso se ha
interpretado con frecuencia alguna paz concreta como si fuera la paz perpetua, aunque no fuera
universal. Por ejemplo, con el nombre de Paz perpetua, acordaron en 1516 los Cantones suizos
una alianza con el Rey de Francia, Francisco I, que acabó en tiempos de la Gran Revolución.
Movilizaciones públicas en favor de la Paz han tenido lugar durante el siglo XX, ya en los
años de la Primera Guerra Mundial (¡Abajo las armas!, de Carlos Liebknecht y Rosa de
Luxemburgo, fusilados después por el gobierno socialdemócrata de Ebert y Noske), pero eran
movilizaciones promovidas por grupos políticos muy definidos. Otra cosa fueron las
movilizaciones por la Paz suscitadas a raíz de la Guerra del Vietnam (la Segunda Guerra
Mundial, consecutiva al ataque nazi a Polonia, no desencadenó en cambio manifestaciones por
la Paz). Manifestaciones que, sin perjuicio del espíritu hippy o afines, se prolongaron en los
movimientos de 1968, en el mayo francés, en México, en Praga, en Estados Unidos: «Haz el
Amor y no la Guerra», y durante la Guerra Fría, con un marcado carácter antinorteamericano y
antiotan. Después, desde 1999, los movimientos antiglobalización en Seattle, Barcelona,
Génova, Porto Alegre, &c., también mantenían el leitmotiv de la Paz.

Pero nunca ha habido una serie de manifestaciones públicas en favor de la Paz y con el
No a la Guerra, tan intensas, masivas, continuadas y extendidas por las más diversas ciudades
del planeta como las que se están produciendo en los meses del invierno y primavera del año
2003. Se trata por sus características de un fenómeno nuevo, sin perjuicio de los «brotes
precursores», suscitado por la guerra del Irak, y que se hace presente durante algunas horas del
día (a veces también al anochecer), y con gran riqueza de sintomatología, fija y variante.

El Síndrome se ha desencadenado como una especie de alergia social ante las imágenes
relacionadas con los preparativos y desencadenamiento de la guerra de Irak, que ha hecho
reaccionar a trabajadores sindicados y a sus líderes, a profesores universitarios y a los
estudiantes, a monjitas, profesores de segunda enseñanza y colegiales, a una gran parte del

118
clero, a concejales y al pueblo llano, a militantes o simpatizantes socialistas, comunistas y
anarquistas, a amas de casa y a probos funcionarios, a periodistas, intelectuales y artistas. La
secuencia de las manifestaciones del Síndrome obedecen a un automatismo característico,
aunque no es específico de estas manifestaciones. Es el automatismo que caracteriza a ciertas
reacciones sociales en las que intervienen periodistas e intelectuales, y que está muy bien
captado y simbolizado en la película de Rob Marshall, Chicago: las consignas humanistas del
«gran abogado» (que busca, por supuesto, su propio provecho) funcionan como las cuerdas a
través de las cuales se mueven los periodistas como títeres que actúan en nombre de la buena
causa en un gran guiñol, transmitiendo al pueblo ingenuo los mensajes más simplistas que ellos
han hecho suyos, y que han sido calculados por el «gran abogado».

Los factores desencadenantes del SPF son muy heterogéneos y a veces incompatibles
entre sí (como ocurre, por lo demás, con alergias de parecida sintomatología). Sin embargo la
heterogeneidad de las causas parece desdibujarse ante la homogeneidad de los efectos (de los
fenómenos).

Por supuesto, el síndrome no es una especie única. Cabe citar especies diferentes del
mismo género, por ejemplo los movimientos medievales de las Cruzadas, los movimientos
milenaristas del siglo XVI (como el que dirigió El Profeta,Juan de Leyden) o el ¡Maura no! en la
España de principios del siglo XX.

La característica del síndrome que intentamos describir es la heterogeneidad de los sujetos


afectados, heterogeneidad (de profesiones, edades, sexos, partidos políticos...) que no impide la
canalización de todos sus sentimientos y pensamientos en un «pensamiento único» excluyente
y simplista: ¡Paz!, !Paz!, ¡Paz!, ¡No a la Guerra!, ¡No a la Guerra!...

¿Y por qué hablar de síndrome, y no de expresión de deseos de buena voluntad? Por el


modo en que se manifiestan estos deseos (que no siempre son de buena voluntad). El modo del
automatismo simplificado y colectivo a través de los cuales se canalizan las reacciones, que en
principio podrían ser no patológicas. El automatismo toma la forma de una cruzada. Muchas
veces decir ¡Paz! o ¡No a la Guerra! se ha convertido en una forma de saludo; la chapa ¡No a la
Guerra! que llevan prendida intelectuales, artistas y todo género de creadores, recuerda una
especie de carnet de identidad o detente, o simplemente una cruz o una media luna. Pero el
automatismo, en el caso de los fenómenos sociales, es tanto más significativo y paradójico si se
tiene en cuenta que todo fenómeno social necesita de símbolos, objetivos, formulaciones,
ideologías, &c. que tienen que ver con la «conciencia» de los individuos, considerados libres, y,
por tanto, con la incorporación «de buena fe» de estos individuos al proceso social. Pues aún
cuando entre las causas del síndrome haya que hacer figurar muchas veces a agentes
organizados muy definidos (comités de preparación y seguimiento de las manifestaciones,
gabinetes de agitación y propaganda por internet, establecimiento de horarios y calendarios y su
articulación internacional: nada de movimientos espontáneos) sin embargo el síndrome no se
produciría sin esa «incorporación libre» de los individuos, y es aquí donde reside el síndrome y
su misma «espontaneidad». De manera que aún cuando pueda afirmarse que los manifestantes
han sido instigados como individuos a incorporarse a las manifestaciones sociales, sin embargo
son totalmente responsables de su incorporación, y así lo proclaman ellos mismos cuando
declaran enérgicamente, en las encuestas, que su participación en las manifestaciones se debe
a una decisión íntima, tomada reflexivamente y «en conciencia». Los mismos instigadores,
organizadores o ideólogos que puedan considerarse como factores causales del síndrome,
apelan a la conciencia de los manifestantes. Y, en efecto, esta conciencia, aunque haya sido
estimulada, por contagio o imitación (en el sentido de Gabriel Tarde), es conciencia individual
propia y responsable: en esto reside su naturaleza fenoménica, su carácter ilusorio.

Pero sabemos, o damos por supuesto, que una conciencia práctica, por intensos que sean
sus requerimientos, puede ser una falsa conciencia. La paradoja de la falsa conciencia es esta:
que cuanto más intensamente brille en ella la evidencia o la certeza práctica, más abstracta o

119
errónea es, más falsa conciencia. Y esto incluso en los casos en los cuales el «consenso de las
conciencias» sea prácticamente universal. Durante siglos y siglos los hombres tuvieron la
evidencia de que ocupaban el centro del Mundo, y de que el Sol giraba en torno a la Tierra; pero
esta evidencia era errónea, abstracta. Todavía en nuestros días la mayor parte de las
«conciencias» sigue creyendo en su inmortalidad; la gente sigue hablando con sus muertos y les
ofrece flores y oraciones en sus tumbas. Pero esta conciencia es ilusoria, y tan intensa, que
cualquier argumento contra ella resbalará como resbala el agua de la lluvia ante una superficie
impermeable. Y esto dicho sin perjuicio de reconocer el funcionalismo social y psicológico del
culto a los muertos. Lo que se afirma es que este funcionalismo pasa por la ejercitación de una
falsa conciencia, y que esta falsedad no queda suprimida por su funcionalismo, que es
precisamente el que la entre-tiene.

Y hablando de la supervivencia de la conciencia, cabe suscitar una cuestión que está muy
relacionada, aunque de modo muy especial, con el SPF. Es la cuestión de la diferencia en el
modo de creer en esta inmortalidad por parte de quienes, en situación de guerra, se reconocen
en la vecindad de la muerte. La diferencia tiene que ver con la distancia entre cristianos (o judíos)
y musulmanes. Cristianos o judíos tratan siempre, cuando emprenden una acción peligrosa para
su vida, de preservar esta vida, no ya tanto evitando el peligro de muerte (puesto que ello
conduciría a la cobarde inhibición o deserción) sino no utilizando a ella misma como instrumento,
preservándola en lo posible precisamente para poder seguir actuando personalmente. Por ello,
un individuo cristiano, aunque sea el terrorista que pone una bomba, prepara la coartada
respecto de los efectos que para su cuerpo esa bomba pueda tener: en ningún caso utilizará su
propio cuerpo viviente como instrumento, inmolándolo, al estilo de los musulmanes palestinos o
iraquíes (que, a la hora de la verdad, se inmolaron mucho menos de lo que se preveía). ¿Cómo
no poner en relación estas diferencias de conducta con las respectivos creencias en la
inmortalidad del alma? Los cristianos creen en la inmortalidad del alma vinculada al cuerpo
(creen en la resurrección de la carne) y por ello vinculan su conciencia individual a su propia
corporeidad. En cambio, en la tradición musulmana, la conciencia individual puede vivirse como
si estuviese subsumida en la conciencia de algún principio superior, angélico o divino. Es bien
sabido que en la tradición del pensamiento musulmán –Alkindi, Alfarabi, Avicena, todos ellos
vivieron además en las proximidades del Éufrates– el Entendimiento Agente, principio del
conocimiento racional humano, se identificaba con Dios o, al menos, con alguna de las
Inteligencias que mueven las esferas celestes. Alfarabi, que vivió en Bagdad hace poco más de
mil años, reinterpretó al Arcángel Gabriel, el que reveló a Mahoma el Alcorán, con el
Entendimiento Agente. Contra este modo de entender el «mecanismo» de la razón (dentro de
los planteamientos de Aristóteles), Santo Tomás defendió, contra los «averroístas», la naturaleza
individual del Entendimiento Agente (otra cuestión es la de si Averroes mantuvo efectivamente
la tesis tradicional musulmana; lo que puede decirse, con Renan, es que las expresiones que
utiliza en su comentario Sobre el alma de Aristóteles, incluso las que se contienen en el párrafo
125, no son todo lo claras que sería de desear). Y no es que la tradición cristiana se mantenga
al margen de la creencia en los ángeles; es que, para los cristianos, el hombre, a través de la
Encarnación de la Segunda persona de la Trinidad, queda elevado, en la jerarquía universal,
incluso por encima del primer coro angélico, y aún dispone de ángeles para su servicio (el más
popular es el Ángel de la Guarda individual). ¿Quién se atrevería a subestimar el alcance de
estas diferencias teológicas como índices de las diferencias sociales e históricas irreductibles
entre las sociedades empapadas de cristianismo y las que están empapadas de islamismo?

Precisamente por atención a estas diferencias tenemos que comenzar circunscribiendo el


SPF a las sociedades «occidentales», a las manifestaciones de España, Italia, Francia,
Alemania, Portugal, Argentina, Australia y aún Estados Unidos. Puesto que es evidente que las
manifestaciones masivas ¡Por la Paz! y ¡No a la Guerra! de Palestina, Irán, Pakistán, Egipto,
Jordania o del propio Irak no son propiamente manifestaciones pacifistas, sino precisamente todo
lo contrario: proclaman la Yihad, la Guerra Santa; no van dirigidas contra la Guerra, sino contra
esta guerra que el imperialismo anglonorteamericano ha emprendido contra su pueblo. Es
evidente que a pesar de la semejanza «fenotípica», debida en gran parte al contagio de algunos
rasgos, la génesis de las manifestaciones islámicas no tiene que ver con la génesis del SPF de

120
los pueblos occidentales. Diremos más: las manifestaciones islámicas contra esta guerra, que
algunos estiman dirigida contra sus propias creencias, no plantean ningún enigma. ¿Qué otra
cosa podría hacer un pueblo invadido y que, lejos de practicar el pacifismo hindú (al estilo de
Gandhi), cree en el Arcángel San Gabriel, en Mahoma, en la Guerra Santa y está dispuesto, no
sólo «a sufrir por sus creencias», sino también a inmolarse por ellas?

Lo que sí ofrece dificultades de explicación y de interpretación es el SPF constatado en las


sociedades occidentales, acondicionadas como Estados de bienestar, como Estados de derecho
y como Democracias de mercado pletórico, resultantes de la evolución darwiniana de una
selección natural o histórica que ha logrado, tras siglos y siglos de guerras continuadas,
establecer el orden internacional de los vencedores que culminó, tras la Segunda Guerra
Mundial, con la institución de la Organización de las Naciones Unidas.

Desde una perspectiva filosófica, el problema lo plantearíamos de este modo: ¿Cómo se


ha llegado a la situación, que consideramos característica de SPF, según la cual el no a la guerra
concreta del Irak se identifique, por parte de millones y millones de personas, con un no a la
guerra en general y por tanto, con un sí a la Paz, a una paz perpetua universal y trascendental,
que se justifica, al modo fundamentalista, en nombre de la Humanidad, es decir, con una
exigencia que dice proceder de las mismas entrañas del Género Humano?
Lo característico, en efecto, de este SPF estribaría, cuanto a su objetivo, en la condenación
de la guerra del Irak en nombre de la paz universal y perpetua (lo que no excluye una
argumentación de corroboración contra la guerra concreta de Irak, que denuncia los intereses de
los petroleros tejanos, por ejemplo, aunque esta argumentación figuró más bien en los prodromos
del síndrome –¡No cambiar sangre por petróleo!–, fórmula sustituida por las consignas ¡No a la
Guerra, Sí a la Paz!) y en cuanto a la forma de justificación de ese objetivo, en la manera
axiomática, tautogórica, dogmática, de vivirlo. Son estas características las que necesitan
explicación, puesto que aparecen en sociedades de tradición secular belicista: todas ellas tienen
ejércitos permanentes, una gran parte de ellas disponen de bombas atómicas, y la mayoría están
integradas en organizaciones militares internacionales tipo OTAN. Y en sociedades de una
profunda tradición crítica contra todo tipo de evidencias axiomáticas o de revelaciones
arcangélicas.

¿Representa el SPF el indicio de la cristalización de una «filosofía», de una «ideología»


pacifista universal, de un pensamiento único de signo pacifista que entrañaría una concepción
nueva, cuanto a la extensión y firmeza del consenso, del Género Humano, y por tanto de la
Naturaleza y de la Cultura? ¿Estamos ante una revelación práctica nueva –con sus precedentes,
sin duda– de la que habría que esperar cambios revolucionarios, aunque por vía pacífica, en
todo lo que concierne a la transformación del Género humano? Algunos han hablado de una
nueva conciencia práctica de la Humanidad, surgida en los albores del tercer milenio.

Sea. Pero quienes no creemos en revelaciones del espíritu de la época, ni menos aún en
revelaciones del arcángel San Gabriel, tenemos que plantear el problema de la génesis y rápida
cristalización, al menos aparente, durante estos meses, de ese nuevo consenso universal en
torno a la paz perpetua, en la medida en que es vivido precisamente como una evidencia
inmediata e indiscutible, por todo aquel que cree representar los intereses mismos del Género
Humano («me avergüenzo de la guerra, en cuanto hombre»). Hasta un punto tal se manifiesta
esta evidencia inmediata como derivada de la conciencia misma de la Humanidad, que quien la
posee –es decir, quién está afectado del SPF– no puede concebir siquiera la existencia de
alguien que no la comparta. Quien declaró la guerra, quien no busca pararla de inmediato, quien
colabora de algún modo con ella –Bush, Blair, Aznar– no podrá ser por tanto considerado
propiamente como persona humana: será un asesino con el cual es indigno discutir; estará fuera
de sí, será un demente o un loco. (El día 4 de abril tuve el honor de pronunciar en León la lección
inaugural de un congreso de psiquiatras, asistentes sociales, &c., en torno al tema Genio, Locura,
Creatividad. Un periodista, ante una nube de cámaras y grabadoras, me preguntó,
completamente en serio, si no había que pensar, en el contexto del Congreso, si el presidente

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Aznar no había enloquecido por su comportamiento en apoyo de Bush y Blair.) De hecho,
quienes sufren el SPF no admiten siquiera que alguien argumente en su presencia, no ya «en
favor de la guerra», sino simplemente tratando de entender las razones o motivos
«antropológicos» del enemigo. Inmediatamente levantarán sus pancartas y estallarán en un
griterío ensordecedor –¡Guerra no!– como hicieron algunos concejales de Cádiz o hacen los
diputados de Izquierda Unida o del PSOE en cada sesión de control o de información en el
Parlamento. Son estas sesiones las pruebas más contundentes contra la teoría habermasiana
del diálogo. Tras cuatro o seis horas de debates intensos, las posiciones al final se mantienen
sin moverse un milímetro. Pero las posiciones del fundamentalismo más intolerante son propias
de los partidos de la oposición, sobre todo IU y PSOE, que comienzan descalificando por
completo al gobierno del PP, sin entrar siquiera en sus argumentos, porque proceden iluminados
por la evidencia de que todo aquel que simplemente tolera la guerra (tolera, de tollere) para evitar
males mayores está ya militando en las filas del mal o de la demencia. No merece siquiera la
pena ser rebatido. Sólo ser derribado.

«Nada puede hacerse ante un batallón de requetés recién comulgado», decía Indalecio
Prieto durante la Guerra Civil Española. Nada puede argumentarse ante una procesión de
artistas, cristianos, comunistas, socialistas, estudiantes «recién comulgados» con la evidencia
de la paz perpetua de la humanidad. Sólo puede esperarse a que la fase aguda del síndrome
comience a calmarse, a que los manifestantes y los políticos dejen de gritar ¡Paremos la Guerra!,
incluso después de la toma de Bagdad.

Pero algo puede hacerse cuando nos distanciamos un poco, aunque sea mirando desde el
balcón de una gran ciudad a la procesión cuyos aullidos seguimos sin embargo escuchando y a
la policromía de las corrientes de procesionarios que la componen.

Distinguimos ante todo corrientes de izquierdas definidas: en España, IU y PSOE, que van
del brazo: pero también distinguimos corrientes que no quisieran ser definidas como de izquierda,
sino que creen encontrarse más allá de esta distinción, como pudieran serlo las corrientes del
«laicado» organizadas por párrocos católicos, que portan cirios semipascuales, por europeístas,
por gentes del centro derecha; aunque también podrían clasificarse como izquierdas
extravagantes o divagantes, nutridas principalmente por los que a sí mismos se llaman artistas
e intelectuales. Sin embargo todos ellos hablan como si fuesen «conciencias» inspiradas directa
e inmediatamente por el mismo Género Humano que habría inspirado, hace ya unos años, en
1947, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre.

Por motivos taxonómicos obvios, y de la misma manera que pusimos aparte a los
manifestantes musulmanes de Irán, de Palestina, de Pakistán, &c., contra la guerra en curso,
pero en nombre de una Guerra Santa, tenemos que segregar, entre los manifestantes españoles
a aquellos que en las manifestaciones se comportan mediante actos agresivos propios de la kale
borroka, estrechamente vinculados con los grupos que asaltan las sedes del PP, con bombas
caseras, pintadas o rotura de cristales. Hay que suponer que estos grupos, si no están
compuestos de dementes exaltados próximos a las manadas de monos aulladores, no actúan
afectados al SPF en nombre de la Paz, sino que se orientan por motivos de lucha que acaso
tienen mucho que ver con la antigua acción directa de los anarquistas del XIX y principios del
XX, o con el terrorismo secesionista gallego, vasco o catalán del presente.

Las corrientes afectadas por el SPF se inspiran directamente en su evidencia práctica


inmediata e intuitiva que les lleva al rechazo incondicional de la guerra, en nombre de la paz. La
nueva revelación no necesita mayores definiciones ni precisiones, ni las admite. Podrían decir
los afectados: «Más vale sentir la Paz, y la aversión visceral a la Guerra, que saber definirlas.»
Pero esto no excluye que, de hecho, y sin perjuicio de ese sentimiento (quienes, a través del

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clero posconciliar, tomaron algún contacto con la filosofía alemana dirán: «sin perjuicio de esa
vivencia de la paz») las diferentes corrientes representen sus sentimientos (o sus vivencias) por
medio de diferentes fórmulas ideológicas (filosóficas, teológicas o científicas). Por ejemplo:

Las corrientes de izquierdas definidas levantarán la pancarta de la igualdad, de la justicia o


de la solidaridad: es la solidaridad con el pueblo iraquí, o con cualquier otro pueblo atacado que
entre en nuestro campo visual (campo que queda a veces eclipsado por las urgencias del
momento: Nigeria, el Congo, &c.), lo que desencadenará en ellos el SPF.

Las corrientes que tienen que ver con la Iglesia católica, con su Papa en vanguardia,
hablarán en nombre del amor y de la fraternidad de todos los hombres (aunque con frecuencia,
el término «solidaridad» vaya sustituyendo, entre los cristianos afectos al SPF, al término
«caridad» –que suele ser rechazado enérgicamente– o «fraternidad» –acaso por influencia de la
izquierda extravagante constituida por las ONGs cristianas y socialistas a la vez–).

Las corrientes que invocan el europeísmo, como un depósito de «valores históricos»


capaces de enfrentarse a los «valores norteamericanos», hablarán en nombre de la racionalidad
y de la civilización: la Guerra nos conduce, dirán, derecho a la Barbarie.

Los artistas e intelectuales, que generalmente se autodefinen como de izquierda, y aún


como «vanguardia de la humanidad», hablarán de la Paz en nombre de la creatividad: la
Creación exige la Paz, porque la Guerra destruye las salas de exposiciones, los auditorios, los
estudios de cine y de televisión, los museos y aún los mismos caballetes de los pintores.

También hay grupos de ecologistas o de verdes que proclamarán su aborrecimiento a la


guerra por el «impacto ambiental» que producen los misiles, los tanques reventados, los bosques
en llamas.

Los juristas confiarán en la instauración de un Tribunal Internacional-Universal de Justicia


cuyas sentencias puedan mantenerse por encima de los Estados. Es el ideal límite de la
profesión: que el Poder Judicial (es decir, el poder de jueces, abogados y legistas) sea no sólo
independiente, sino superior al Poder Ejecutivo, a los poderes ejecutivos de todos los Estados
del mundo.

Son precisamente estas envolturas ideológicas, tan diferentes entre sí, de la común
«vivencia de la Paz», las que nos ponen sobre la pista de la necesidad de explicar los
mecanismos a través de los cuales cristaliza el SPF.

Sencillamente es inadmisible que el SPF pueda ser explicado como expresión de una
revelación directa procedente de una conciencia de la humanidad, a título de fuente, que, a través
de diferentes cauces, se hace presente a las diversas corrientes que de ella emanan.

Habrá que explicar, por de pronto, la inflexión pacifista de las izquierdas definidas. La
izquierda radical, la izquierda jacobina, sobre todo, la que instauró la serie de las generaciones
de izquierda con la Gran Revolución, se abrió paso a través del terror y de la guillotina y, poco
después, a través de las guerras napoleónicas. Pero, para volver a épocas más recientes, ¿no
apoyó el partido socialdemócrata alemán la Primera Guerra Mundial, y dirigentes destacados
suyos, como hemos dicho, fusilaron a los líderes que se oponían a la guerra? Y, ¿cómo los
comunistas pueden olvidar que la Revolución de Octubre exigió el asalto al Palacio de Invierno,
y los planes quinquenales de Stalin exigieron la muerte de millones de ciudadanos? ¿Cómo
pueden olvidar en España las corrientes de izquierda que la Revolución de octubre de 1934
equivalía al principio de una guerra civil preventiva, ante la gran probabilidad de que el gobierno

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de Lerroux, que había dado entrada en el ejecutivo a tres diputados de la CEDA, diera un golpe
de estado fascista al estilo Dollfuss? ¿Y cómo olvidar los proyectos del Partido Comunista de
España, tras la Segunda Guerra Mundial, para organizar un ejército guerrillero capaz de derribar
al régimen de Franco, supuestamente en agonía? ¿Y Cuba? ¿Y las guerras de liberación
nacional de Africa o de América del Sur? El grado de conciencia de muchos manifestantes por
la paz puede contrastarse advirtiendo, no sin vergüenza ajena, que muchas pancartas por la paz
portadas por gentes de izquierda llevaban inscrita una imagen del Che Guevara.

Y la Iglesia Católica, al defender la Paz incondicional en nombre de Cristo, tendrá que


explicarnos el versículo de Mateo 10,34: «Yo no he venido a traer la Paz sino la Guerra» (la
Vulgata traducía «la Espada», lo que permitía a los exégetas ofrecer la ingeniosa hermenéutica:
«espada espiritual»). Y tendrá que explicar toda la tradición de las Cruzadas, la doctrina de la
guerra justa, desde Santo Tomás hasta Vitoria, y aún los artículos del Catecismo de Juan Pablo
II, en los que se dice que «no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa
mediante la fuerza militar» (2308-2309). Pero entonces, ¿quién es el Papa, hablando en nombre
de un Dios inexistente (aunque el espíritu de tolerancia ni siquiera quiere entrar en este punto),
para oponerse a priori a la decisión que debe suponerse fruto de la prudencia política de los
gobiernos legítimos? Una decisión que, equivocada o no (en todo caso, la prudencia sólo prueba
su verdad por sus resultados), el gobierno español ha creído imprescindible actuar en línea con
Estados Unidos, Inglaterra y otros países, para mantener el orden internacional.

¿Y quien puede defender la Paz, en general, en nombre de Europa y de su supuesto


racionalismo? Sólo quien toma a Kant y a su paz perpetua como símbolo de Europa. Pero,
¿donde está el racionalismo de Kant, que intentó hacer revivir a las tres ilusiones trascendentales
de la Razón especulativa –Alma, Mundo, Dios– realimentándolas con el voluntarismo de la
Razón práctica y convirtiéndolas por tanto, de hecho, en tres gigantescas imposturas? ¿No son
tan europeos como Kant el padre Vitoria, Hobbes o Hegel, o bien Spengler, Scheler, Schmitt,
Ortega? Conviene recordar a los pacifistas algunas ideas del primero de todos ellos, a quien
suelen invocar jueces y partes, a Francisco de Vitoria, presentado una y otra vez como el
fundador del Derecho Internacional:

«En segundo lugar, digo que cuando es necesario para el fin de la victoria matar a los inocentes
es lícito hacerlo, como el bombardear una ciudad para tomarla, aunque ello cause la muerte de
inocentes, ya que estas muertes se siguen sin intento o per accidens [hoy decimos: como efectos
colaterales]. De esto no puede dudarse, lo mismo que si se expugnara un castillo.»
«Es lícito a los españoles comerciar con ellos [con los bárbaros, con los indios], pero sin perjuicio
de su patria, importándoles los productos de que carecen y extrayendo de allí oro o plata, u otras
cosas en que ellos abundan [Vitoria no conocía el petróleo].»
«Si tentados todos los modos, los españoles no pueden conseguir su seguridad entre los bárbaros
si no ocupando sus ciudades y sometiéndolas, pueden lícitamente hacerlo.»
(Ninguno de estos textos aparece por cierto citado por un «Grupo de dominicos de
Salamanca» que en marzo de 2003, invocando a su hermano de orden, manifiestan su Rechazo
contra la Guerra –sin duda estos dominicos querían decir «rechazo a la guerra», pero su
apasionamiento les hizo olvidar la ley de la doble negación–. En las mismas páginas de internet
de los padres dominicos, Fray Bernardo Cuesta O.P. subraya, como si quisiera señalar la
diferencia de nuestras guerras con las de la época del padre Vitoria, que «la capacidad
destructora del moderno armamento, realizada a distancia, hace imposible cualquier tipo de
discriminación entre combatientes y población civil». El padre Cuesta se ha olvidado de que el
moderno armamento que precisamente opera a distancia de miles de kilómetros, ha conseguido
objetivos selectivos mucho más precisos que el que conseguían a menos distancia los cañones
del siglo XVI, lo que explica que el número de muertos de la guerra del Irak, previsto por los
pacifistas en torno al millón de personas, no haya superado la cifra de los miles.)

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¿Y qué nos dicen los artistas e intelectuales? En cuanto artistas, ofrecen en España un
proyecto cuya enunciación sería digna del cerebro de una gallina, si esta pudiera hablar o
escribir: «Cultura contra la Guerra». Porque, ¿acaso la guerra no es ella misma cultura, y, más
aún, atributo de la civilización? ¿Acaso las armas –desde le flecha hasta el tomahawk– no son
productos culturales? Al levantar su pancarta Cultura contra la Guerra los artistas e intelectuales
–es decir, los creadores– parecen querer hacer revivir algo así como la antigua fórmula de las
letras contra las armas, enfrentándose, y ello ya tendría sentido, a los discursos sobre las nupcias
entre las armas y las letras. Pero al tomar la parte por el todo, las letras por la cultura, están
demostrando simplemente el desarrollo del sistema de sus conceptos; están dando por supuesto
que las letras (o afines: las músicas, las pinturas) son valiosas por el hecho de ser cultura.
Además, el ser artista no confiere a quien se presenta como tal ningún título especial para apoyar,
en cuanto ciudadano, sus juicios sobre la paz y la guerra, sobre todo si tenemos en cuenta que
un gran número de escultores o pintores, que han sobresalido en sus oficios respectivos, no
alcanzaron cocientes intelectuales superiores a 0,40. Sabemos que el cociente intelectual se
calcula sobre la medida de aptitudes que privilegian el lenguaje, el cálculo, &c., y que lo valioso
puede ser, en el tablero de la cultura objetiva, hablar o calcular más que pintar o esculpir. Pero
cuando hablamos de fórmulas verbales (conceptuales, por tanto) tales como las que figuran en
la pancarta Cultura contra la Guerra, la condición de artista, de pintor o de escultor, lejos de
añadir alguna autoridad, puede más bien ponerla en duda. No es la condición de artista la más
apropiada para adoptar juicios políticos prudentes. Los deseos o los sentimientos, canalizados
por el arte, no constituyen ninguna garantía en la formación de opiniones fundadas sobre la paz
o sobre la guerra. Y en todo caso, ¿cómo pueden olvidar los artistas que la exaltación de la
guerra y de los valores guerreros proceden sobre todo de la escultura o de la pintura, de la
música, o de la poesía épica? Los museos de pintura o de escultura, los conservatorios de
música o las bibliotecas quedarían diezmados si la «cultura pacifista» de algún gobierno
democrático se decidiera a expurgarlos de las obras de arte que exaltan las virtudes bélicas
(muchas editoriales ya han iniciado esta tarea, al menos en el terreno de los cuentos infantiles,
expulsando de sus páginas al lobo feroz, a la madrastra, al ogro y a otras muchas figuras de la
«cultura popular tradicional»).

En cuanto al Tribunal Superior de Justicia: se reprocha a Estados Unidos el no aceptar que


un semejante tribunal entendiese de las causas abiertas contra Sadam Husein y el cortejo de la
baraja de los cincuenta y cinco. Pero, ¿cómo iba a aceptarlo si uno de los motivos constantes en
las manifestaciones por la paz han sido los gritos y carteles en los que se llama ¡asesinos! a
Bush, Blair y Aznar?

Las ideologías pacifistas que envuelven, como nebulosas, al SPF, son, como hemos visto,
muy diversas y heterogéneas, pero todas convergen en un requerimiento ético: «¡No a la Guerra!
¡Sí a la Paz!» Se diría de quienes se manifiestan en torno a la Paz lo mismo que Maritain dijo de
quienes se sentaban en torno a la mesa que estaba redactando la declaración de los derechos
humanos (que era, por cierto, una declaración dada a escala ética): «Todos estamos de acuerdo
con tal de que no se nos pregunte por las razones.»

El SPF, en efecto, no se alimenta de razones, sino de principios inmediatos de carácter


ético, orientados a preservar la vida de los cuerpos humanos, cualquiera que sea la condición de
estos cuerpos –sanos o enfermos, niños o ancianos–. Estos principios éticos se canalizan por
dos vías diferentes: la vía de la voluntad (o del amor) y la vía del conocimiento (o de la razón).
Por la vía del amor transcurren las voces de quienes se oponen a la guerra inspirados en las
Bienaventuranzas (¡Amáos los unos a los otros!, ¡No odiéis al enemigo!, &c.). Por la vía de la
razón transcurren las voces de quienes, más fríos, se oponen a la guerra apelando a su
irracionalidad y a la estupidez de quienes recurren a ella. Ahora bien: los principios éticos son
abstractos, como es propio de todo principio. Un principio sólo es tal en composición con otros
principios que limitan y determinan su alcance. Por ello es mero simplismo atenerse a un principio
en abstracto; y no es «incoherencia» el que los que discurren por la vía de la caridad (invocando
las encíclicas de Juan XXIII o de Juan Pablo II) pertenezcan a tradiciones que han utilizado
ampliamente el recurso a la violencia (desde las Cruzadas a la Inquisición, desde el Padre Vitoria

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hasta las pastorales del Cardenal Gomá o de Pla y Deniel). Quienes condenan la guerra en
nombre de la estupidez humana no hacen sino refugiarse en la petición de principio (son
estúpidos quienes emprenden una guerra, en lugar de seguir las vías de la negociación pacífica
y del diálogo, como si estas condujesen siempre a algún puerto) y no explican la guerra. Y al
considerarla, por estúpida, inútil e irracional, se obligan a considerar estúpida e irracional
prácticamente toda la historia de la humanidad. Prefieren despreciar a entender.

Y no se trata de impugnar los principios éticos, porque ellos conservan intacta toda su
fuerza, la fuerza del deber ser. De lo que se trata es de reconocer las contradicciones objetivas,
en determinadas circunstancias, entre los principios éticos y los principios morales o políticos,
evitando la ocultación de estas contradicciones, mediante la apelación al odio o a la estupidez
de quienes han optado por la guerra. Esta ocultación de la contradicción objetiva sólo puede
explicarse como un producto de la mala fe, es decir, de una pretensión de justificación preventiva,
que arroja toda la culpa a quienes aceptan la guerra por no haber seguido sus consejos. Pero,
¿tenían estos consejos capacidad alguna para arreglar algo?

De hecho, la estrategia de quienes trabajan para apoyar y extender la fuerza de estas


normas –periodistas, cámaras de televisión, fotógrafos– se orientan sistemáticamente hacia la
presentación monográfica de imágenes de niños desgarrados por una mina, de mujeres
destrozadas por una bomba, de ancianos tendidos en el suelo de su casa o en la cama del
hospital. Son los cuerpos heridos, despiezados o muertos, de niños, mujeres y ancianos,
aquellos que los mediosparecen seleccionar preferentemente como excitantes del horror ético.
No deja de tener interés la constatación del escaso uso, por parte de los medios de las imágenes
de docenas y docenas de cuerpos humanos que son destrozados semanalmente en las
carreteras por los accidentes de tráfico propios del Estado de bienestar; su exhibición se
consideraría de mal gusto, «obscena», porque hiere la sensibilidad; menos aún se utilizan estas
imágenes, que podrían ofrecerse en flujo continuo y creciente durante años y en todo el mundo
democrático, para emprender una campaña orientada a la extirpación, en nuestra cultura
objetiva, de los automóviles (a fin de cuentas podría decirse que los accidentes de carretera son
daños colaterales del tráfico).
Ahora bien: las evidencias éticas que constituyen el núcleo del SPF, si creen poder
prescindir en la práctica de su exposición o manifestación, de cualquiera de las nebulosas
ideológicas en las que de hecho van envueltas, es porque se consideran inmediatamente
reveladas a la conciencia íntima de cada cual, sea por el Dios que se hizo presente en el
Evangelio de San Juan («Dios es caridad»), sea por el Género Humano que se reveló en la
Declaración de Derechos Humanos de la ONU.

Sin necesidad de entrar a discutir la suposición de semejantes fuentes de estas evidencias


éticas inmediatas (¿desde donde actúa el Dios invisible? ¿cómo puede haber escrito algo en el
corazón humano?), lo cierto es que tales evidencias éticas, para concretarse en el SPF, han
tenido necesidad de causas más positivas y prosaicas, menos sublimes. De esto ya nos ofrece
un indicio la circunstancia de que la luminosidad de la conciencia ética, en la forma del síndrome
SPF, suele ser más intensa en los individuos que viven en los llamados Estados de bienestar,
sobre todo si están en época electoral, y muchas veces en función del sostenimiento de la vida
de otros individuos lejanos que contribuyen directamente a su propio bienestar. (Si el gobierno
francés insinuó la posibilidad de interponer su veto en el Consejo de Seguridad ante las potencias
que instaban perentoriamente a la intervención militar en Irak, no era sólo porque estaba
recibiendo la iluminación directa de Dios o del Género Humano, sino porque tenía intereses muy
fuertes con los iraquíes, relacionados con el precio muy barato del barril de crudo explotado por
compañías francesas y otras muchas cosas.)

En general, la energía que nutre las evidencias normativas, incluso si estas son éticas, no
es ética por sí misma, sino de otro orden, que se transforma y se purifica, sin duda, en la forma
de energía ética, a la manera como la chatarra se transforma y purifica en la estatua moldeada
por el gran escultor. Si las normas éticas brillasen por la inspiración directa de Dios, o de los
corazones humanos, no se explicaría la conducta de tantos y de tantos hombres pertenecientes
a tribus primitivas (los dobuanos, por ejemplo), o de gentes más evolucionadas, ni de la conducta
de tantos y tantos hombres de sociedades históricas capaces de llevar a la hoguera, «abrasados

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por la caridad divina», a los herejes, o de hacer pasar por las cámaras de gas a millones de
judíos.

El combustible del imperativo ético, y concretamente, del que actúa como imperativo
categórico en el SPF, no es él mismo ético. Por ejemplo, el imperativo ético que se expresa en
el ¡No a la Guerra! de los militantes o simpatizantes del PSOE o de IU que se manifiestan, por
decenas de millares, contra el gobierno del PP, no se alimenta de combustibles éticos (¿por qué
estos no ardieron en la guerra primera del Golfo, o en Kosovo, o en Afganistán, o del Congo?)
sino políticos: el impulso del ¡No a la Guerra! es prácticamente equivalente al no al Gobierno a
quien previamente se le ha identificado con la guerra asesina. (De hecho, fotografías de
miembros del gobierno o del Partido Popular han sido paseadas por los manifestantes con el
rótulo de «asesinos».)

La conciencia ética que se expresa en el SPF, aunque esté alimentada por intereses que
tienen poco que ver con la ética, no tiene sin embargo por qué entenderse como una máscara
hipócrita destinada a encubrir esos intereses. Es, si cabe, algo peor. Pues la conciencia ética
tiene consistencia por sí misma, y por así decirlo, los objetivos de esta conciencia ética purifican
la probable miseria, subjetivismo o suciedad, o simplemente particularismo, de los intereses que
la mueven, como ocurre siempre que cabe disociar los fines operis de los fines operantis.

Si consideramos al SPF como un fenómenos ideológico de falsa conciencia no lo hacemos


en función de esos supuestos intereses ocultados que esa voluntad ética por la paz entraña; lo
hacemos por la forma abstracta o simplista según la cual se ejercita esa voluntad ética,
intentando ocultar las contradicciones objetivas.

Forma abstracta, porque los objetivos éticos se proponen como si ellos fueran objetivos
sustantivos y viables en su estado de abstracción. Como si la paz y el no a la guerra pudieran
ser objetivos susceptibles de ser propuestos al margen de la política, derivándolos directamente
de la conciencia ética de la humanidad, o de la conciencia divina, es decir, de una conciencia
metafísica. Porque si la humanidad histórica sólo existe dividida en sociedades políticas, y la paz
y la guerra sólo pueden tener lugar entre estas sociedades, los requerimientos éticos que se
expresan en el SPF deberían formularse teniendo en cuenta las coyunturas políticas, y habrían
de fundarse sobre un juicio meditado acerca del significado del orden internacional que, se
supone, mantiene en equilibrio a las sociedades políticas que existen sobre la Tierra. Pedir la
paz y no la guerra incondicionalmente, abstrayendo cualquier consideración de coyuntura
internacional, es un acto que roza con el infantilismo, descontando la mala voluntad. Pero no
puede tomarse en cuenta, como exculpación del infantilismo simplista que se les imputa, los
juicios dogmáticos que ellos formulan sobre el carácter depredador, asesino o demente de
quienes decidieron la intervención en Irak tras la reunión de las Azores, porque estos juicios
están construidos ad hoc para condenar éticamente la guerra y pedir la paz, y forman parte, en
consecuencia, de un círculo vicioso. Aún los más fanáticos defensores de la paz, que comienzan
su saludo con el ¡No a la Guerra!, es decir, los enemigos de Bush, Blair o Aznar, tendrían que
comenzar tratando de entender las razones del enemigo, en lugar de limitarse a negarles
cualquier tipo de razón, declarándoles necios, locos o asesinos, sin mayor discusión.

Pero la guerra está en marcha, y tiene sus motivos, y su propia dinámica, y sus propios
objetivos. Estos objetivos tienen sin duda que ver con la consolidación de un orden internacional,
una vez que el derrumbamiento de la Unión Soviética llevó a la Asamblea General de las
Naciones Unidas a formar la «ilusión democrática» expresada en la Carta. Pero, ¿cómo la ONU
puede ser la plataforma de un orden internacional? ¿Acaso su fuerza procede de alguna fuente
distinta de las aportaciones de sus socios? ¿Acaso estos socios no continúan actuando en ella
por cuenta propia, como Estados o como coaliciones de Estados, siguiendo intereses
particulares, y a los que sólo la fuerza de los demás podría poner límites? Afirmar que los Estados
Unidos, junto con Blair y Aznar, han subvertido el orden internacional y el derecho internacional,
al decidir la intervención, sin contar con el Consejo de Seguridad de la ONU, es suponer que ese
orden internacional representa el orden del derecho y de la justicia. Pero una tal suposición es
errónea. ¿Acaso no forma parte de ese derecho internacional la facultad de veto que tienen los
cinco grandes? Si Estados Unidos o Inglaterra hubieran expresado explícitamente su derecho

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de veto contra una mayoría del Consejo contraria a la Guerra, se hubieran mantenido dentro del
derecho internacional. Si un socio de la ONU siente amenazada su seguridad y decide proceder
contra los causantes de esa inseguridad (otra cosa es que acierte o se equivoque en su
identificación) comenzará buscando adhesiones de otros Estados; pero si no las encuentra y
puede prescindir de ellas, a nadie tiene que pedir permiso, según el derecho internacional, para
obrar por su cuenta. Los otros socios invocarán el orden internacional y el consenso. Pero la
cuestión es esta: ¿quién manda en el mundo en cada época? Es decir: ¿tienen más poder contra
los Estados Unidos y sus aliados todos los demás países de la ONU juntos? El 11 de septiembre
de 2001 determinó que los Estados Unidos, golpeados gravemente por un terrorismo bien
organizado, y ante la debilidad de reacción de otros socios, experimentase la necesidad de poner
sobre la mesa (en la ONU y fuera de ella) la cuestión: ¿quién manda en el mundo? Y sobre todo:
¿quién va a mandar en el mundo a lo largo del siglo que comienza, cuando otras grandes
potencias (como China, Rusia o Japón) o algunas coaliciones de pequeñas potencias (como Irak,
Irán, Libia) puedan poner en peligro ese orden que habrá de mantenerse, desde luego, a la
medida de quien tiene capacidad para sostenerlo?

Ese orden será injusto, desde el punto de vista del «derecho natural», pero quien se
mantiene en él dirá siempre que prefiere la injusticia al desorden. En todo caso la cuestión no
está en elegir entre Orden y Justicia, sino entre un Orden y otro Orden. Y desde esta perspectiva
la distinción entre guerras justas e injustas se reduce al terreno de la mera legalidad formal; y la
distinción entre guerras defensivas y guerras preventivas comienza a aproximarse a la condición
de una distinción oligofrénica. Cuando se invoca la necesidad de guardar el orden internacional
y las normas del derecho internacional, se procede como si el orden internacional fuese idéntico
a la justicia. Pero lo que llamamos orden internacional o derecho internacional tiene muy poco
que ver con la justicia absoluta; tiene que ver con la situación de equilibrio factual alcanzado en
las épocas precedentes por las potencias en conflicto. Se trata de un orden que cualquier
potencia podría «denunciar» en cualquier momento siempre que tuviera fuerza para ello, es
decir, siempre que tuviera seguridad de no meterse en un camino de aventuras condenado, con
toda probabilidad, al fracaso. Dentro de la República romana, o del Imperio, la justicia –«dar a
cada uno lo suyo»– se orientaba al mantenimiento del orden esclavista, a dar al terrateniente lo
que era suyo y al esclavo sus cadenas. Esta misma idea de justicia es la que se utiliza en
nuestros días bajo la fórmula del orden internacional.

Los artistas e intelectuales que están creando, en el seno de un orden internacional vigente,
en el que coexisten las democracias del bienestar, obras para las cuales el petróleo se hace
imprescindible (porque el petróleo es necesario para que los creadores puedan, como Pedro
Almodovar, coger el avión para recoger los premios que le concede una institución del Imperio,
que no podría existir fuera de ese orden), ¿cómo pueden pedir la paz y decir no a la guerra sin
mayores averiguaciones? ¿No se han preguntado si, al margen de que Sadam Husein tuviera o
no armas bacteriológicas o armas químicas, el control de los recursos del Irak puede ser
necesario para que el orden internacional, que ampara sus creaciones, se mantenga? Es decir,
para que otro orden, el propio de una paz asiática, o acaso el de una paz musulmana,
eventualmente iconoclasta (y por tanto enemiga de cualquier creación escultórica o pictórica),
sustituya al orden en el que los artistas e intelectuales siguen segregando sus creaciones.

Las propuestas éticas que no tienen en cuenta las condiciones políticas en las cuales
pueden desenvolverse las formas de vida de las mismas gentes que las expresan son productos
de un mero infantilismo. Las propuestas éticas, como lo son los artículos de la Declaración
universal de los derechos humanos, sólo pueden mantenerse desde algunas de las
determinaciones (de etnia, lengua, sexo, religión...) que la propia Declaración pretende poner
entre paréntesis, es decir, abstraer, para que el hombre sea reconocido como tal. Pues no es
desde la conciencia humana (menos aún desde la divina) desde donde se proponen los derechos
humanos como imperativos éticos. Es desde España, o desde Francia, o desde Italia, o desde
Alemania... con todo lo que ello significa. Y quien no advierte tal significado es porque ha vuelto
su corazón al estado de pureza del niño, es decir, porque obra de un modo infantil. Infantilismo
que ni siquiera advierte que, en medio de su clamor SPF, la guerra está en marcha y que el orden

128
será impuesto por quienes tienen mayor potencia política y militar, y no por las consignas éticas,
que por sí solas no conducen a ninguna parte. Y con ello no pretendo insinuar siquiera que quien
haya sido vencido habrá de contentarse con su suerte; digo que su rebelión sólo será posible si
él mismo logra desencadenar mecanismos políticos y no sólo éticos, lo que significa, a su vez,
que ha de prepararse para la guerra, y no limitarse a pedir la paz en los escenarios o en las
calles. Deben saber los pacifistas españoles, herederos de los objetores de conciencia o de los
insumisos, que quienes buscaron la debilitación del ejército y quienes rechazaron la posesión de
la bomba atómica, podrían haber conducido a España a una situación de inferioridad irreversible
en un orden internacional en el que otras naciones europeas (como Francia) disponen de la
bomba atómica y del derecho a veto en el Consejo de Seguridad.

Cabe también señalar otro componente del SPF que tiene que ver con la falsa conciencia,
y aún con la mala fe (en el sentido sartriano del que hemos hablado). Me refiero a quienes ofrecen
su recomendación ética de la paz como si fuese un remedio suficiente para evitar las reglas y
mantener el orden internacional, poniéndose por tanto ellos mismos al margen de toda
responsabilidad, puesto que «ya advirtieron a tiempo del peligro». Pero, ¿es que acaso una
guerra se produce por el simple hecho de no obedecer al interés ético?

10

Entre las múltiples cuestiones interesantes que el análisis del SPF suscita destaca la del
significado que pueda tener la afectación por el síndrome de las corrientes de izquierda definida
más relevantes, como son en España IU y PSOE (y mucho de este significado habría que
extenderlo a las izquierdas de otros países).

La cuestión se plantea a partir de un hecho que tiene mucha novedad: que las izquierdas
en general no se han movilizado en función de propuestas por la paz en general, sino por la
libertad, la igualdad o la justicia. No es que no hayan buscado la paz, y hayan establecido
organizaciones en torno a este ideal. Es que no han rehuido la violencia o la guerra, o la
revolución armada, para conseguir una paz justa. O dicho de otro modo: han preferido muchas
veces el desorden de la revolución a la injusticia de la paz. Y si han combatido la guerra (¡Abajo
las armas!) ha sido en función de guerras juzgadas como episodios de la política depredadora
de los Estados del antiguo régimen o del imperialismo capitalista; o bien en función de proyectos
bélicos o de revoluciones imprudentes que pudieran conducir (para utilizar expresiones de
Engels) a una «carnicería en las filas del proletariado».

El gradualismo característico de la socialdemocracia es seguramente el antecedente más


próximo a la orientación pacifista de las izquierdas del presente (a pesar de que ellas gestionaron,
sin embargo, la entrada de España en la OTAN a lo largo de los años ochenta, colaboraron con
la Guerra del Golfo, a principios de los noventa y apoyaron la intervención en Kosovo, al margen
del Consejo de Seguridad). Pero todo ha cambiado desde la consolidación de la democracia de
1978 y desde el derrumbamiento de la Unión Soviética. La derecha del Antiguo Régimen ha
desaparecido como tal, como un fenotipo; y la cooperación de los Estados democráticos del
bienestar ha hecho confluir a la derecha democrática con las izquierdas democráticas. La
igualdad, la libertad y la justicia están garantizadas por la Constitución. La seguridad social, el
incremento de los salarios o atención a los ancianos interesa tanto casi o más al centro derecha
que a las izquierdas, en una democracia, tanto para que las empresas puedan disponer de un
mercado efectivo, como para que los políticos del gobierno puedan ser reelegidos. Algunas
izquierdas se mantienen rígidamente fieles a las antiguas fórmulas («la derecha depredadora,
que no atiende a la seguridad social, que atenta contra los salarios, &c.»). La oposición entre la
derecha y la izquierda tiene que buscar nuevos criterios para definirse. En España se viene
intentando explorar, como criterio de las izquierdas, el federalismo, incluso la autodeterminación
de algunas «nacionalidades»; sin embargo este criterio ha sido también alimentado y lo sigue
siendo por la derecha o por el centro (como se decía en la terminología clásica, «por las capas
de la pequeña burguesía catalana, o vasca, o gallega, &c.»).

129
¿No ocurrirá que las izquierdas han visto en su ¡No a la Guerra! un procedimiento
prometedor para «morder en la yugular» a los gobiernos que han contribuido en la toma de
decisiones de las Azores? No se plantearán siquiera por tanto entender las razones que el
adversario pueda tener, a medio y a largo plazo. No se entrará en el análisis, en España, de las
ventajas que la alianza con los sistemas de vigilancia del Pentágono o de la CIA puedan reportar
para la localización de los comandos terroristas; y las ventajas para España que el Gobierno
pudiera haber visto en su actitud de apoyo con los aliados serán interpretadas automáticamente
como ventajas propias de buitres carroñeros, ventajas para los empresarios que se disponen a
participar en los proyectos de reconstrucción de Irak (como si hubiera otro modo de mantener el
estado de bienestar de los trabajadores de una democracia de mercado distinta de la que
consiste en «dar obra» a las empresas). Y para no analizar los motivos del comportamiento del
gobierno en esta guerra, se descalificará a la guerra en general, contando con ello con la
colaboración de las izquierdas divagantes (que se nutren sobre todo de artistas y de
intelectuales) y también de las izquierdas extravagantes (procedentes de las ONGs
socialdemócratas, libertarias, insumisas y cristianas). Vemos así a las izquierdas confluyendo en
un nuevo ideal ético, a saber, el ideal de la Paz.

El 6 de marzo del año 2003 el juez Garzón, ante una «muchedumbre» compuesta de gentes
de izquierdas, definidas e indefinidas, divagantes y extravagantes, lee un manifiesto en el que
proclama la «Revolución por la Paz». Una Paz de izquierdas fundada en un nuevo orden
internacional, coronado por un Tribunal Internacional de Justicia que abriría una nueva época
para la humanidad, la de la paz perpetua. ¿No están con todo esto las izquierdas evolucionando
hacia las posiciones de una izquierda fundamentalista, de tal manera que el SPF pudiera
considerarse como el anuncio de un parto inminente?

La cuestión es si estos planteamientos éticos de la izquierda no representan su disolución


como organizaciones políticas. Un político no puede mantenerse encerrado en sus imperativos
éticos, los que impulsan a dar acogida a cualquier inmigrante que desembarque en nuestras
playas; un político tiene que saber que el imperativo ético de acoger al inmigrante se enfrenta
objetivamente a las leyes del funcionamiento de la economía política del Estado. Un político de
izquierdas no puede levantar como «seña de identidad política» la bandera ética del ¡No a la
Guerra! en general, sin tener en cuenta la distribución cambiante, en cada minuto, de las
sociedades políticas que interaccionan en ese equilibrio que llamamos concierto internacional.
Debe saber que el orden internacional que en cualquier momento pueda establecerse es un
orden que no puede tomarse como canon de la justicia. El orden internacional sólo puede estar
garantizado por la acción de las potencias hegemónicas. ¿Con cuantas divisiones cuentan
quienes proyectan la «Revolución por la Paz» para el siglo que comienza? ¿No estamos antes
simples fórmulas retóricas que se aprovechan del prestigio de la violencia revolucionaria para
proclamar como ideal un hierro de madera?

11

130
Lo que hemos llamado mala fe de estas abstractas actitudes éticas deriva del hecho de que
quien las mantiene sabe o debe saber que son imposibles, y sin embargo las mantiene cerrando
los ojos ante la contradicción objetiva, que achacará a la maldad y egoísmo de quienes ponen
tasa, por ejemplo, a la inmigración. Desde este punto de vista, los manifestantes del invierno-
primavera de 2003 no deberían ser propiamente considerados como la expresión de un
«movimiento ciudadano». Pues no han sido tanto los ciudadanos quienes se manifiestan, sino
los hombres.Porque el ciudadano, como átomo o individuo racional de una ciudad, es decir, de
un Estado, es, ante todo, quien actúa en beneficio de la Ciudad o del Estado. Pero en
cuanto hombre, desborda al Estado, actúa como «ciudadano del Mundo», un concepto que
implica tanto como una afirmación una negación: la definición como ciudadano de una ciudad
positiva, sencillamente porque el Mundo –el Cosmos de los estoicos cosmopolitas– no es una
ciudad terrena real, y está más cerca de la utópica «Ciudad de Dios». Quienes se manifiestan
no son por lo tanto políticos, y es un error, a nuestro juicio, interpretar las manifestaciones de
principios de 2003 como signo de que los jóvenes, por fin, han dejado de ser apolíticos, pues la
intención de estos jóvenes es de carácter ético y no político. Incluso cabría definir su sentido
general como impulsado por la voluntad (inconsciente, utópica) de reducir la política a la ética.
Por este motivo las manifestaciones del invierno-primavera de 2003, consideradas desde una
perspectiva política, representan una reacción «humanística» desencadenada como un
síndrome (efímero, aunque cíclico) en los más diversos organismos políticos que constituyen el
Estado de bienestar.

12

El SPF es un fenómeno social, como hemos dicho, que sin embargo se nutre de
sentimientos éticos individuales, y su carácter de síndrome lo adquiere no tanto en función de
los sentimientos individuales, sino de la confluencia de estos sentimientos. El SPF se ha
manifestado en la forma de un clamor universal, a cuyos protagonistas puede haber parecido el
signo de un paso decisivo en la evolución de la humanidad hacia la paz y la racionalidad. Pero
se trata de una ilusión, que se mantiene en los límites de la simple ideología, del sentimiento y
de la emoción. Sin perjuicio de este clamor o griterío, y en medio de él, las tropas
anglonorteamericanas seguían avanzando por el desierto y conquistando Bagdad, Basora,
Mosul o Tikrit. De hecho han desmantelado «el orden de Sadam». Ni siquiera puede decirse que
el imperialismo norteamericano tenga hoy por hoy un signo depredador. Los orígenes y el
desarrollo del imperialismo norteamericano son muy distintos de los orígenes y el desarrollo del
imperialismo inglés. Lo más probable es que los Estados Unidos intenten llevar al Irak hacia la
situación propia de una democracia de mercado, capaz de ampliar la demanda internacional. Los
gobiernos títeres que imponga al principio dejarán de serlo a medida que se incremente
precisamente el estado de bienestar, pues el objetivo de Estados Unidos no es la depredación
del Irak, sino el envolvimiento sucesivo, en círculos concéntricos, de China. De hecho, muchos
de quienes fueron afectados por el SPF comienzan ya, tras la victoria inminente, a recoger velas.
Es muy difícil que los más exaltados de los voceros de la paz, por vía ética, adviertan que los
instrumentos de su protesta no funcionan sin petróleo: un petróleo que no se produce, refina y
distribuye con consignas éticas, sino con recursos técnicos y políticos.

La orientación ética y no política de las manifestaciones de 2003 no excluyen la probabilidad


de multitud de efectos políticos que ellas puedan tener. Por ejemplo, en el caso de España, los
efectos podrán tomar la forma de beneficios electorales para IU y para el PSOE, en el contexto
de su estrategia de acoso y derribo del partido en el gobierno. En el caso más favorable para el
PSOE, Rodríguez Zapatero llegará el año 2004 a la Moncloa, gracias a su demagogia ética, con
mayoría absoluta. Pero ni siquiera esa victoria tendría un significado político diferencial. Por
mucho que Rodríguez Zapatero hable en nombre de la izquierda, si Rodríguez Zapatero llega a
la Moncloa, tendrá que reconciliarse con el Pentágono, y con la OTAN. Porque, sin duda, todo
el mundo busca la paz, es decir, su paz. Y nadie debe olvidar que nuestra paz sólo puede
alcanzarse mediante la guerra. El cristianismo, que comenzó a ascender como un poderoso
movimiento internacional de signo ético religioso y pacífico, ¿hubiera conseguido por sí mismo
efectos políticos de importancia si no hubiera pactado con el Imperio de Constantino, de
Teodosio, de Justiniano, de Carlomagno o de Carlos I?

131
Filosofía y Locura
Gustavo Bueno
Se dibujan en este trabajo las líneas de clasificación, en cuatro bloques
bien diferenciados, desde el materialismo filosófico, de la problemática suscitada por el tema
«Filosofía y Locura», propuesto para el próximo
Congreso de Filósofos Jóvenes
La Asamblea en la que se clausuró, el 25 de Abril de 2003, el 40 Congreso de filósofos
jóvenes, en Sevilla, y en la que se constituyó el comité organizador del 41 Congreso, eligió para
este próximo congreso, por el habitual procedimiento de votaciones por descarte, el tema de
«Filosofía y Locura». El Catoblepas me ha pedido que redacte un planteamiento de este tema, y
de su problemática, desde las coordenadas del materialismo filosófico. Un planteamiento que
pueda servir para canalizar, incluso, por supuesto, desde la discrepancia con las coordenadas
propuestas, los trabajos de todos aquellos que estén interesados en participar en el Seminario
convocado por esta revista, como un modo de preparación para el próximo Congreso de
filósofos jóvenes que, en principio, se celebrará en Barcelona en torno a la Semana santa del
año 2004.
El artículo que sigue es sólo un borrador de este planteamiento solicitado por El
Catoblepas, y su principal propuesta es la diferenciación de cuatro bloques de asuntos, a través
de los cuales cabría canalizar las múltiples cuestiones que el tema suscita.
I
Cuestiones metodológicas

1. Imposibilidad de tratar directamente el enunciado del tema titular

El tema titular viene expresado en un sintagma en el que aparecen, vinculados por la


copulativa «y», dos términos del lenguaje ordinario, «Filosofía» y «Locura»; lo que quiere decir
que la copulativa «y» no puede interpretarse en el terreno de la lógica de proposiciones, como si
«y» fuese una conjuntiva. Si mantenemos la copulativa gramatical «y», habrá que interpretar a
los términos, al menos aproximadamente, como ajustándose al formato lógico de las clases
booleanas. De este modo, «y» podrá interpretarse como un producto de las clases (F, L). Esto
supuesto, cabría dar cinco interpretaciones diferentes al enunciado titular (acompañamos las
fórmulas de las paráfrasis que nos parecen más pertinentes, aunque podría haber otras).
(1) F ∩ L = K (para k ≠ )

«Entre Filosofía y Locura existen zonas de intersección cuya investigación constituirá una tarea
abierta.»

(2) F ∩ L = K (para k = )

«Filosofía y Locura son 'categorías' disyuntas: no puede haber nada en común entre Filosofía
('reino de la Razón') y Locura ('reino de la sinrazón, de lo irracional'). Las supuestas intersecciones
recogidas en (1) habría que referirlas, a lo sumo, a personas individuales (filósofos locos o
enloquecidos –como el Kant decrépito de 1804, afectado de demencia senil– o bien a locos
filósofos –paranoicos con delirios metafísicos, por ejemplo–).»

(3) F ∩ L = F, es decir: (F  L)

«La Filosofía es una forma, entre otras, de Locura. Habrá formas de Locura no filosóficas; pero la
Filosofía comienza como un extrañamiento o asombro ante cualquier realidad existente («¿por
qué existe el ser y no más bien la nada?», de Leibniz o Heidegger) y esto sólo puede derivar de
un desajuste en la inserción madura y equilibrada, que piden tantos psicólogos, del hombre con
su mundo.»

132
(4) F ∩ L = L, es decir: (L  F)

«La Locura es ella misma una forma, entre otras, de Filosofía. No todas las formas de la Locura
tienen que ver con la Filosofía; pero la Locura es, por sí misma, una forma de Filosofía.»

(5) (F ∩ L = F) & (F ∩ L = L), es decir: (F = L)

«La Filosofía y la Locura son lo mismo, por ejemplo, dos modos equivalentes de 'estar en el
mundo'; y esta interpretación parecerá obligada cuando no solamente suponemos (3) sino también
(4).»

La exposición de estas cinco alternativas-disyuntivas lógicas tiene por sí sola efectos


críticos indudables ante todos aquellos que se dispongan, sin mayores averiguaciones, a
ocuparse del tema titular tal como aparece enunciado; pues la simple constatación de estas cinco
alternativas, ineludibles en su conjunto, sugiere la incorrección de una interpretación global de
este tema, como si «Filosofía y Locura» expresase directamente una conexión de dos Ideas
capaz de congregar en su entorno cuestiones filosóficas precisas.

Aun cuando la defensa de cualquiera de estas alternativas pudiera ser ensayada (al menos
en el terreno erístico o retórico), sin embargo nos parece que la copiosa producción dialéctica
que podría derivarse, sin duda, de un planteamiento semejante, nos llevaría (en la defensa de
cada posición, con sus variantes, respecto de todas las restantes) a una tal confusión y prolijidad
que acaso nos inclinase más hacia el lado de la Locura que hacia el lado de la Filosofía. (Por
otra parte a confusiones y prolijidades semejantes nos tienen acostumbrados tantos cultivadores
–profesores, estudiantes, periodistas– de la llamada «Filosofía del presente»).

Para evitar un planteamiento semejante tendremos que regresar hacia sus raíces, a saber,
hacia el tratamiento de los términos «Filosofía» y «Locura» como si correspondieran a conceptos
o clases unívocas («enterizas»). Habrá que comenzar negando, al menos en principio, que
Filosofía y Locura sean conceptos positivos, susceptibles de ser tratados directamente. Habrá
que comenzar rompiendo o fracturando la aparente unidad léxica de estos términos,
sustituyéndolos por las partes en las cuales hayan sido divididos adecuadamente. De este modo,
ni siquiera nos veremos obligados a rechazar a priori la consideración de las alternativas recién
enumeradas; puesto que tales alternativas podrían ser «recuperadas» para la discusión una vez
que haya sido reducida la relación inicial (Filosofía y Locura) a un sistema de relaciones entre
las «partes de fractura» de sus términos.

Obviamente, las «líneas de fractura» de los términos titulares (Filosofía, Locura) habrán de
trazarse de forma tal que las partes en las que resolvamos cada término puedan
«conmensurarse» con las partes del otro término. La fractura más «económica» será la que se
atenga a una división del término Filosofía en dos géneros y a una división del término Locura
en otros dos géneros, capaces de «confrontarse», de manera pertinente, con los primeros.

2. La fractura del término Filosofía en dos géneros

Ante todo, es imprescindible (si queremos huir de la logomaquia, por erudita que ésta sea)
delimitar la extensión del propio término Filosofía que queremos dividir. El término es, en su
origen, griego (probablemente procede del círculo platónico –Heráclides Póntico–, aunque se le
atribuyó un origen anterior, pitagórico, con objeto de prestigiarlo); pero se ha extendido de tal
modo (es común, entre los antropólogos, utilizar «filosofía» en sentido lato como rótulo capaz de
cubrir las exposiciones de la cosmología, religión o moral propias de cada sociedad preestatal)
que resulta ser hoy intratable. Esta extensión «antropológica» encierra además una
consecuencia muy importante, extraída en la línea del relativismo cultural, según la cual habría
que considerar como simple efecto del etnocentrismo helénico (o europeo) la asignación de un
lugar privilegiado, incluso por antonomasia, a la filosofía del «área de difusión helénica». La
filosofía de tradición griega (prácticamente: la filosofía de tradición platónica, académica,

133
incluyendo a Aristóteles) sería sencillamente la filosofía característica de una determinada
sociedad mediterránea, que no es más filosofía que la filosofía dogon, la filosofía esquimal, la
filosofía maya o la filosofía azteca, y otras filosofías que pretenden ser «liberadas» de Europa
por los autodenominados «filósofos de la liberación», con Enrique Dussel a la cabeza.

Por nuestra parte comenzamos por atenernos a la filosofía en su sentido estricto tradicional
(vinculado al «área de difusión helénica»), sin por ello despreciar a priori la posibilidad de que
otros se atengan a las «filosofías» o Weltanschauungende otros círculos culturales. Sólo
tratamos, en principio, de evitar la «locura» de un tratado confusivo de la filosofía dogón,
esquimal, azteca, maya o hindú, en relación con la Locura misma.
Al atenernos a la filosofía de estirpe griega no por ello estimamos que estamos recayendo
en etnocentrismo helénico (o europeo). La razón es que la tradición de la filosofía griega se
diferencia esencialmente de las demás «tradiciones filosóficas» por una
característica objetiva que permite «ponerla a salvo» del relativismo cultural, a saber: su
conexión con las ciencias positivas (originalmente, con la Geometría). Por supuesto, esto no
significa que todos los contenidos de la filosofía griega puedan ser reducidos a tal característica,
pero sí que habrán de estar afectados por ella (sin que por esto desaparezcan las analogías de
sus componente étnicos con las filosofías propias de otras culturas).
Y si es posible atribuir tan profundo significado a las ciencias positivas respecto de la
filosofía es porque damos por supuesto (puede verse nuestro opúsculo ¿Qué es la filosofía?)
que la filosofía no es un «saber exento», sino un saber de segundo grado, que sólo puede actuar
en función de otros saberes de primer grado (como puedan serlo los saberes geométricos,
incluidos sus métodos; y no sólo ellos, sino también los saberes técnicos, políticos, &c.). La
concepción de la filosofía como saber de segundo grado, significa que no cabe hablar de una
filosofía exenta o pura, y que lo que suelen llamarse «estudios de filosofía pura», no son otra
cosa sino estudios de filosofías pretéritas (Platón, Aristóteles... Suárez, Leibniz) o presentes,
cuyo conjunto arroja una cierta «sustancialidad doxográfica» o filológica. Sin embargo, las
filosofías incluidas en ese cuerpo doxográfico (el de la Historia de la Filosofía, y el de las filosofías
publicadas del presente) sólo alcanzará su sentido filosófico cuando vayan referidas a los
saberes de primer grado sobre los cuales se constituyeron (la filosofía platónica habrá que
referirla a los saberes geométricos de su época; la aristotélica a los correspondientes saberes
zoológicos, astronómicos o políticos; la filosofía de Suárez a los saberes políticos o teológicos
de su tiempo; y la filosofía cartesiana a su Geometría o a su Mecánica). Pero, a su vez, para que
la filosofía filológicamente recibida rebase el terreno de la doxografía, será imprescindible
referirla a su vez, a través de una filosofía de segundo grado adecuada al presente, a los saberes
de primer grado de este mismo presente. Es imposible entender hoy filosóficamente el
hilemorfismo de Aristóteles desde las puras coordenadas aristotélicas: habrá que referirlo a
coordenadas físicas o biológicas de nuestros días (tampoco podemos entender hoy
geométricamente los elementos de Euclides, como si las geometrías euclidianas o la axiomática
hilbertiana no existieran todavía).
Es imposible, por tanto, estudiar filosofía (o «filosofar») sobre el vacío de saberes de primer
grado. Porque las Ideas, de las que se ocupa la filosofía, no descienden del cielo ni se segregan
del cerebro o del alma, y nada significan al margen de los conceptos que, a su vez, dependen
de las experiencias técnicas, políticas, históricas, psicológicas... de los hombres. Las ideas más
abstractas de la Ontología («Ser», «Materia», «Cantidad», «Sustancia», «Causa») sólo alcanzan
o recuperan significación filosófica, es decir, una significación no meramente filológico-
etnológica, cuando van referidas a conceptos o experiencias vivas, y en contacto con las ciencias
positivas del presente. Habría incluso que retirar todo sentido a expresiones hoy todavía muy
usadas, tales como «tener vocación filosófica», «hacer filosofía» o pertenecer a la «comunidad
filosófica», cuando a estas expresiones se les inyecta el sentido de un saber exento, inmanente,
o de primer grado. Sólo puede «hacerse filosofía» a partir de saberes y experiencias previas
(tecnológicas, científicas, políticas, históricas...), es decir, de saberes de primer grado, a su vez
estratificados en diferentes niveles.

Correspondientemente, sólo será posible «entender» la filosofía ofrecida por otros,


pretéritos o contemporáneos, si disponemos de la posibilidad de acceder de algún modo, o de
reconstruir, los saberes de primer grado que ellos tuvieron como referencias, según una
jerarquización que va desde los saberes o experiencias comunes (incluyendo a todas aquellas
acciones y operaciones lingüísticas, sociales, &c., a través de las cuales los individuos alcanzan

134
un mínimum de madurez, en el sentido de la Psicología Evolutiva) hasta los saberes o
experiencias específicas y aún personales, como pudieran serlo la experiencia de los debates
dialécticos entre sofistas que tuvo Platón en Atenas, o la experiencia de lo que hoy conocemos
como «ilusión de Aristóteles» (la sensación de duplicación de la nariz cuando dejamos resbalar
sobre ella dos dedos cruzados), la «experiencia de eternidad» de Espinosa, la «experiencia del
imperativo categórico» de Kant, o la «experiencia del Gran Mediodía» de Nietzsche. En cualquier
caso, las Ideas de las que se ocupa la filosofía no «flotan» aisladas, sino que se entretejen en
diversos sistemas de Ideas (o «sistemas filosóficos», implícitos o explícitos); lo que abre la
posibilidad de una consideración dual de una filosofía dada, ya sea como el análisis del
entretejimiento de las ideas que forman parte de un sistema, ya sea como el análisis de una idea
que aparece presente en diferentes sistemas filosóficos.

Ahora bien: los saberes de primer grado no son meramente individuales, sino que están
integrados en sistemas de saberes socializados dotados de una determinada estabilidad
histórica; saberes que funcionan como Mapae Mundi de las sociedades de referencia. Los
saberes de primer grado de cada individuo (y esta afirmación va dirigida contra las pretensiones
siempre recurrentes del subjetivismo filosófico) se conforman como participación de esos
sistemas socializados o concepciones del mundo propias de cada época histórica, que
constituyen el llamado «sentido común» de la sociedad correspondiente.

Mantendremos, a efectos de nuestros propósitos metodológicos, la grosera distinción (para


el análisis de la filosofía de tradición helénica) entre la edad antigua, la edad media y la edad
moderna (con su ampliación a la edad contemporánea). El «saber de referencia» o saber de
sentido común de la época medieval, por ejemplo, estaría integrado por «evidencias» (o
«certezas») –en realidad, errores– tales como que la Tierra ocupa el centro del Universo, que el
Sol es un foco de fuego, que los Diablos pueden actuar sobre los hombres, por posesión o por
obsesión, que muchas formas de locura tienen que ver con la posesión o la obsesión diabólica,
que Dios gobierna al Mundo rectamente y que las almas individuales siguen viviendo después
de la muerte de los cuerpos.

Concluiremos sugiriendo la conveniencia metodológica de referirnos, cuando hablemos de


filosofía en el contexto del enunciado titular (Filosofía y Locura) no ya al sentido subjetivo que
cada cual pueda dar al término filosofía, sino a la filosofía positivamente formulada en cuerpos
de doctrina tales como los que se encuentran expresados en las obras o escuelas de Platón, o
de Aristóteles, de Plotino, o de San Agustín, de Santo Tomás, o de Suárez, o de Báñez, o de
Descartes, o de Leibniz, de Kant, o de Hegel, de Marx, o de Nietzsche, &c.
No es que no sea posible un debate sobre las relaciones entre Filosofía y Locura en el que
el término «Filosofía» sea interpretado por quienes debaten a su modo, al margen de las
referencias positivas de las escuelas históricamente dadas; es que este debate sólo podría
alcanzar interés en el ámbito de la subjetividad de los interlocutores. Fuera de este círculo
«privado», el debate sería prácticamente imposible. Si sugerimos la conveniencia de
sobreentender la «Filosofía», en el contexto de un Congreso de filósofos jóvenes, en el sentido
positivo del que hemos hablado, es precisamente para alcanzar la posibilidad de un debate
multilateral con referencias comunes, capaz de sustituir a la confluencia de monólogos
yuxtapuestos, con enfrentamientos o convergencias puramente externas, por una más profunda
confluencia o divergencia interna de Ideas que sean capaces, en su caso, de asimilaciones,
transformaciones o, eventualmente, de destrucciones mutuas.
Desde esta perspectiva positiva se nos impone de inmediato la distinción entre los dos
planos desde los cuales puede accederse a una filosofía: el plano en el que un sistema actúa
desde sus propias coordenadas (lo que se corresponde con una perspectiva emic) y el plano en
el que ese sistema sea considerado, interpretado o traducido, desde otro sistema de referencia
(lo que se corresponde con una perspectiva etic). Por nuestra parte, y para poner las cartas boca
arriba, adoptaremos como perspectiva etic las coordenadas del materialismo filosófico. Pero
damos por supuesto que todo aquel que entre en el debate ha de estar dispuesto a «desnudar»
también sus propias coordenadas. Damos por supuesto que si no las tuviere, debería abstenerse
de todo debate, o circunscribirlo a un terreno puramente doxográfico o, simplemente, escolar.
Sólo existe un modo de confrontar dos sistemas de Ideas: referirlas a los saberes comunes de
primer grado que les correspondan y que sean pertinentes. Por ejemplo, sólo podemos
confrontar las concepciones gnoseológicas de la ciencia propias del falsacionismo con las

135
posiciones del descripcionismo a través del análisis de determinados teoremas concretos de la
Física, de la Geometría, o de la Biología, pongamos por caso.

En resolución: aún circunscribiendo la extensión del término Filosofía del enunciado titular
al terreno, en todo caso inabarcable prácticamente, de la filosofía de tradición helénica
positivamente expresada, será preciso sin embargo, dada su variedad, dividirla o «fracturarla» a
fin de hacer tratable la cuestión de sus relaciones con la Locura.

Caben muchos criterios para llevar a cabo esta división. El criterio que estimamos más
pertinente para nuestros propósitos, después de desechados otros, es el que se atiene, no ya
tanto a caracteres absolutos (doctrinales) –por ejemplo, a la característica de ser materialista, o
a la de ser espiritualista, o idealista– sino a características relativas o funcionales que puedan
considerarse propias de las filosofías de referencia. Concretamente, a la relación que una
filosofía dada, en cuanto saber de segundo grado, mantiene respecto de los saberes de
referencia (de primer grado) constitutivos del sentido común de la sociedad o época histórica en
la que una filosofía se desenvuelve necesariamente (rechazamos enteramente la posibilidad de
una filosofía «gnósticamente implantada»).

Según este criterio, clasificamos a las filosofías, en la medida en que ello sea posible, en
dos grupos: el de las filosofías concordantes (o consonantes, ortodoxas, convergentes o
conciliadoras) y el de las filosofías discordantes (o disonantes, heterodoxas, divergentes o
disidentes) respecto del sistema de sentido común de referencia.

Concordancias o discordancias que, en todo caso, no podrá ahorrar a cada filosofía (en lo
que tiene de mapamundi universal) la explicación de las relaciones entre saberes de segundo
grado y el saber de referencia de primer grado que suponemos les corresponde necesariamente.

En general, las filosofías de signo materialista manifestarán vigorosas tendencias


discordantes respecto de los saberes tradicionales que contengan elementos espiritualistas muy
arraigados (tales como «Dios», «Ángeles», «Almas», «Milagros»...). Pero también las filosofías
idealistas pueden ser discordantes con los componentes materialistas que el saber primero de
referencia suele contener; y ello aún cuando una filosofía idealista pretenda presentarse a sí
misma como un mero «sombreado» del sentido común. Decía Berkeley, en el prefacio a
sus Dialogos entre Hilas y Philonús: «Si los principios que aquí intento propagar se admiten como
verdaderos... los hombres se apartarán de las paradojas a favor del sentido común.»

Se dirá que las filosofías concordantes buscan la «reconciliación con la realidad» tal como
ella se manifiesta en el sentido común (cuando se supone que éste expresara la verdad y no la
apariencia engañosa). Para las filosofías discordantes, al menos las más radicales, el mundo del
sentido común habrá de ser «vuelto del revés»: tal fue el caso de la filosofía platónica, que late
en el mito de la caverna.

Conviene advertir en todo caso que la distinción entre filosofías concordantes y filosofías
discordantes no es coordinable con la distinción, más general (puesto que se extiende, no sólo
a la filosofía, sino al arte, a la literatura, a la música, al teatro, &c.), que Umberto Eco propuso
entre «integrados» y «apocalípticos». Las filosofías concordantes, sin duda, podrían «integrarse»
en el sistema vigente con más facilidad que las discordantes; pero en ningún caso una filosofía
discordante tiene que presentarse (como algunos suelen creer) como «apocalíptica». En efecto,
una filosofía discordante podría a la vez esperar la posibilidad de alcanzar gradualmente, o en
un momento dado resoluciones más o menos próximas a las discordias. Puede ocurrir que no
confíe en poder alcanzar tales resoluciones, pero sin que por ello entre en una «crisis
escatológica» acaso porque tampoco las buscaba en el terreno real, al mantenerse en el terreno
de una conciencia especulativa que deja que el mundo discurra por sí mismo, más allá de nuestra
recusación o de nuestra aprobación.

3. La fractura del término Locura en dos géneros

136
Las razones que hemos aducido para circunscribir denotativamente el término Filosofía a
un corpus positivizado (evitando una definición abstracta, sin parámetros), son aplicables
también en el momento de delimitar el término Locura. Nos parece necesario evitar definiciones
absolutas, por ejemplo, las definiciones etiológicas de carácter metafísico (del estilo: «La locura
es la expresión de la libertad infinita de los impulsos deseantes que el Poder mantiene
agarrotados»), para atenernos a definiciones relativas y funcionales, aunque, en nuestro caso,
sean más bien negativas: «Locura es una situación de desequilibrio inasimilable que una parte
del sistema social o cultural mantiene, en la medida en que está afectado por la locura, respecto
del sistema total, y que, en el caso de su desarrollo progresivo, llevará a la destrucción o
desarreglo de la parte no asimilada.»

En función de esta definición puramente funcional de locura, la división esencial del


concepto que podríamos proponer es la que separa, de algún modo, la locura objetiva (como el
conjunto de las locuras objetuales) de la locura subjetiva(subjetual, en tanto afecta al sujeto
corpóreo, individualmente o en grupo, como sujeto de conducta perceptual o motora).
La locura objetiva (podría llamarse también locura cultural, en sentido objetivo) tiene lugar
por relación al sistema etic que se tome como referencia y aparece como característica propia
de un curso de construcciones o proyectos inasimilables por ese sistema. La locura objetiva
puede no implicar la locura subjetual correspondiente. Cuando Rodrigo el Alemán, cubierto de
plumas de ave, se arroja de la torre de Plasencia, en pleno siglo XV, con la pretensión de volar,
comete una locura objetiva (respecto de nuestro sistema de referencias), pero él no estaba loco
en el sentido de la locura subjetual; simplemente estaba equivocado en sus cálculos. El género
«locura objetual» podría especificarse según los ejes del espacio antropológico, distinguiendo
una locura circular de una locura radial y de una locura angular.
La locura objetiva sólo alcanzará un significado etic, como hemos dicho, cuando se tome
como sistema de referencia, no un sistema de coordenadas relativo a una sociedad histórica
dada, sino el sistema de coordenadas que consideramos válido en términos absolutos en el
presente (por ejemplo, el sistema heliocéntrico en Astronomía, frente al sistema geocéntrico
medieval). En general, por nuestra parte, tomaremos como sistema de referencia etic al
materialismo filosófico, en tanto él incluye, a su vez, referencia al estado de las ciencias positivas
del presente. Sólo de este modo podremos poner el concepto de locura objetiva a salvo del
relativismo cultural. Y esto no significa que lo que constituye una locura objetiva, y no
propiamente subjetiva, en relación a una sociedad determinada, no pueda serlo también por
relación al sistema de referencia etic (el materialismo filosófico, en nuestro caso). Así, cuando
San Pablo (I Corintios, 23) reconoce que su predicación de Cristo es «escándalo para los judíos
y locura (stultitia) para los gentiles», utiliza «locura» en un sentido relativista (para los gentiles),
sin que ello excluya que lo sea también para un sistema materialista que no reconoce la
posibilidad de la salvación de la humanidad derivada de la vida de Jesús crucificado, muerto y
sepultado milagrosamente. En cambio, la locura subjetual ofrecería criterios etic más directos,
precisamente por afectar al sujeto corpóreo. La locura del licenciado Vidriera no es descrita etic
por Cervantes, puesto que él nos habla de comportamientos subjetuales (tales como envolverse
con vendas para evitar quebrarse).

El concepto de locura objetiva es el concepto que actúa en expresiones o situaciones tales


como las siguientes: «Es una locura [que sería radial y circular a la vez] arriesgarse a edificar un
rascacielos de 1.500 metros de altura»; o bien: «Es una locura [que interpretaríamos como
circular] desencadenar una guerra bacteriológica sin haber previsto con todo detalle las
consecuencias que las armas biológicas pueden tener sobre la potencia agresora.» Una
disidencia política, en determinadas circunstancias, puede ser considerada como una locura
objetual dada en el eje circular (aún cuando en ciertas condiciones pudiese haber sido
transformada en locura subjetual, como ocurrió en la Europa del siglo XV o XVI con algunos
herejes o disidentes políticos –¿Doña Juana la Loca?–, o en la Unión Soviética, después del XX
Congreso, con tantos disidentes políticos que fueron ingresados en hospitales psiquiátricos).
También diremos que es una locura objetiva [radial, en este caso] preparar una concentración
humana de 700 millones de personas alineadas, a fin de hacerlas desfilar rítmicamente: la órbita
terrestre podría quedar desviada por sus pasos. Por último, será una locura [angular] el desafío
de cualquier grupo de hombres a los númenes angélicos, preparando en secreto una guerra a
muerte contra ellos. También la licantropía, como institución, podría considerarse (cuando no
sea mera impostura) como una locura angular.

137
En general, hablamos de locuras subjetuales para evitar las connotaciones mentalistas que
arrastra la expresión «locura subjetiva». La locura subjetual (subjetiva) tiene lugar en la relación
del sujeto corpóreo (animal, sobre todo humano) con su entorno, dado dentro del sistema. La
locura subjetual afecta al individuo o al grupo de individuos, altera sus funciones cognitivas o
conductuales, según una gama muy amplia y heterogénea que va desde la simple distracción o
«enajenación transitoria» (la que padeció Ampère cuando, al salir de su gabinete, colgó un letrero
en la puerta advirtiendo: «No llame, he salido», y al volver, después de leer el letrero que él
mismo había puesto, se alejó de su gabinete ante el anuncio que lo declaraba vacío), hasta las
anomalías más graves, como puedan serlo los éxtasis farmacológicos o un «síndrome de La
Tourette». También puede llegar a la destrucción total de la personalidad (psicosis
esquizofrénicas, locura senil, &c.). Es evidente que las locuras objetivas pueden haber sido
promovidas por sujetos normales (no afectados por locuras subjetuales); recíprocamente (a
pesar de que es frecuente dar por supuesto que sólo en un estado de desequilibrio es posible
«crear» obras originales: Baudelaire renunciaba a las terapias ordinarias para no caer en la
vulgaridad) sujetos desequilibrados pueden crear obras vulgares y perfectamente equilibradas:
como dijo Kretschmer, «la psicopatía no es un billete para el Parnaso». La mayor parte de los
versos o dibujos de los enfermos sometidos a terapias de conducta en casas de salud son
vulgaridades propias de individuos conrrientes e indoctos.

4. Genio y Locura

Concluimos estas consideraciones metodológicas separando la cuestión titular –Filosofía y


Locura– de otras cuestiones colindantes muy tratadas en la literatura psiquiátrica o psicológica,
principalmente la cuestión sobre el Genio y la Locura, (Cesare Lombroso, Genio y Locura, 1864:
«El genio es una de las formas de locura»; Ernest Kretschmer, Hombres geniales, 1954, y otros
tantos). En efecto, aunque Aristóteles, al plantear la pregunta por la causa de que «quienes han
sido eminentes en filosofía, política, poesía o arte han sido también temperamentos melancólicos
(atrabiliarios)», citando como ejemplos precisamente a Sócrates y a Platón, sin embargo no es
frecuente que los psiquiatras consideren hoy a los grandes filósofos en la categoría de los genios,
reservada más bien para científicos o para artistas. En todo caso, de hecho, es muy escaso el
número de grandes filósofos que a la vez hayan padecido locura subjetiva, en comparación con
el gran número de artistas (músicos y pintores principalmente) y aún de científicos (matemáticos
o físicos, sobre todo) que sí la han padecido.

Con esto no quiere decirse que la oposición Genio/Locura no tenga implicaciones


importantes para la conexión Filosofía/Locura que nos ocupa, y que habrá que investigar.

II
Cuestiones sobre taxonomía de las relaciones emic que una Filosofía (ya sea
concordante, ya sea discordante) podría mantener respecto de la Locura

Las cuestiones agrupadas en este segundo bloque se sitúan en la perspectiva emic (en
este caso, doctrinal, doxográfica) de las filosofías consideradas, en la medida en que en estas
filosofías sea posible identificar algún tipo de relación sistemática con alguna forma de locura y
con su temática.

Hemos creído poder distinguir cinco especies, en principio bien delimitadas, de relaciones;
de las cuales la primera se caracterizaría por su actitud eminentemente teórica o especulativa,
mientras que las cuatro siguientes se caracterizan por su orientación práctica.

(1) Filosofías (de la Locura) de primera especie: filosofías neutrales respecto de la Locura

En esta especie incluiríamos a todas aquellas filosofías que, ante la Locura, sólo pretenden,
en principio, interpretarla y explicarla a la luz de determinados sistemas de Ideas, pero sin buscar
directamente alguna finalidad práctica vinculada con el asunto. Tal sería el caso de los estudios

138
sobre la Locura que Michel Foucault inauguró en 1961 en su Folie et déraison: Histoire de la
Folie à l'âge classique, a partir de la idea del «Poder».

Sin embargo, habría que discutir si esta especie de filosofía de la locura es puramente
especulativa y no más bien contiene una praxis libertaria orientada hacia la formación de una
base ideológica «para la disidencia en todo el mundo» (para utilizar la fórmula de David Cooper),
o bien, en el caso de que fuese especulativa, si no es antes Sociología (política, eclesiástica,
&c.) o Historia, que filosofía.

(2) Filosofías (de la Locura) de segunda especie

Incluimos aquí a las filosofías, ya sean concordantes ya sean discordantes, orientadas a la


eliminación de la locura subjetual, en la medida en que estas locuras sean consideradas como
enfermedades, anomalías, alienaciones, &c., susceptibles de ser tratadas mediante la filosofía.

Como prototipo de esta especie de filosofía de la locura habría que poner acaso al
epicureísmo, interpretado como filosofía de orientación ética, que se definió a sí mismo como
«medicina del alma» (therapeia tes psyches). En esta misma línea cabría interpretar al
psicoanálisis. (Puede verse nuestro artículo «Psicoanalistas y epicúreos. Ensayo de introducción
del concepto antropológico de 'heterías soteriológicas'», El Basilisco, nº 13, 1982, págs. 12-39.).
Y, para citar ejemplos más recientes: las «logoterapias» de Victor Frankl, Von Weisäcker o
Ludwig Biswanger –que utilizaban las ideas filosóficas de Edmund Husserl o de Martin Heidegger
como instrumentos terapéuticos– o las discutidas propuestas en nuestros días de Lou
Marinoff, Más Platón y menos Prozac. Incluiremos también aquí a todas aquellas utilizaciones
de alguna «filosofía positiva» a efectos de conceptuación metodológica psiquiátrica, o de análisis
teórico o tratamiento práctico de diversas formas clínicas de locura (puede verse el reciente libro
de Juan Valdes-Stauber, Antropología y epistemología psiquiátricas, Oviedo 2002).

(3) Filosofías (de la Locura) de tercera especie

Nos referimos a aquéllas posiciones filosóficas orientadas a estimular un cierto desarrollo


de alguna discordancia subjetiva (algunas veces denominada locura), como procedimiento de
conformación de una personalidad «más libre y creadora», «menos reprimida».

Si Epicuro podía ser propuesto como prototipo de las filosofías de la locura de segunda
especie, Diógenes el Cínico y, en general, el cinismo, podría tomarse como prototipo de esta
tercera especie de filosofía de la locura, llevada a cabo desde la perspectiva de una filosofía que
suele ser ella misma discordante, a veces de un modo radical.

Una filosofía de la disidencia más moderada que la que atribuimos al cinismo radical estaría
representada en el Elogio a la locura que Erasmo escribió en 1508 («Yo soy, como podéis ver,
aquella dispensadora de bienes llamada por los latinos stultitia y por los griegos moria.»).
Erasmo distinguió sin embargo (capítulo 38) dos clases de locura: la locura furiosa (que se
manifiesta en el orden de la guerra, en el incesto, el parricidio o el sacrilegio) y la locura
divertida (que él hace consistir en un «cierto extravío de la razón que a un mismo tiempo libra al
alma de angustiosos cuidados y la sumerge en un mar de delicias»). Añade: «Tal extravío es el
que, como un gran favor de los dioses, pedía Cicerón en sus Cartas a Ático, a fin de perder la
conciencia de sus muchas adversidades.» Y pone como ejemplo a aquel ciudadano de Argos
que había estado loco hasta el punto de pasar todo el santo día en el teatro completamente solo,
riendo, aplaudiendo y divirtiéndose, porque creía ver representar comedias admirables aunque
en el escenario no había nada, lo cual no era obstáculo para que practicase bien todos los
deberes de la vida. Habiéndolo curado su familia a fuerza de cuidados y medicamentos, y ya
recobrado el juicio y completamente sano, se lamentó con sus amigos en estos términos: «¡Vive
Polux, amigos, que me habéis matado! No, no me habéis curado quitándome esa dicha, haciendo
desaparecer a viva fuerza el extravío más dulce de mi espíritu.»

139
El caso del ciudadano de Argos nos recuerda a Don Quijote, que «entregó su alma a Dios»
(«quiero decir, que se murió», aclara Cervantes) tan pronto como los bachilleres, curas y
barberos lograron curarle de su ingeniosa locura (se ha sostenido que el adjetivo ingenioso, que
acompaña al «hidalgo» cervantino, tiene que ver con una cierta destemplanza que Covarrubias
y otros atribuyen al «ingenio», y que ronda con la locura). Lo cierto es que la «justificación» de
la locura del ciudadano de Argos que Erasmo propone está muy próxima a las «justificaciones»
ordinarias de las drogas euforizantes, psicodélicas o excitantes de la creatividad que sacan
también a los hombres de la vulgaridad de su vida cotidiana, y les llevan a las proximidades de
la locura: Philosophia Perennis de Aldous Huxley, Psilocybin Project de Timothy Leary, Corriente
Alterna de Octavio Paz, &c.

(4) Filosofías (de la Locura) de cuarta especie

Incluimos aquí a todas aquellas doctrinas que, de un modo u otro, se orientan hacia la
defensa de una locura objetiva, de una «vuelta del revés» al mundo de las apariencias en el cual
los hombres estuvieran aprisionados, como en una caverna. Sin duda es Platón el fundador de
esta especie de filosofía de la locura, expuesta, no sólo en el libro VI de la República, sino
también en el Ion (poseído por una locura divina, que inspira el arte a su naturaleza vulgar) y
el Fedro (en donde se habla de la locura poética, de la locura profética, de la locura ritual y de la
locura erótica).

En realidad las que en otro tiempo se llamaron «filosofías de la liberación» (de índole
libertaria, surrealistas, &c.) que buscaban volver al mundo del revés, al menos en el terreno de
la representación, podrían clasificarse junto con las filosofías de la locura de cuarta especie.

(5) Filosofías (de la Locura) de quinta especie

Se incluirían aquí a todas aquellas filosofías orientadas hacia la eliminación de cualquier


tipo de locura objetiva. Se trata de las filosofías de la reconciliación con la realidad, en la medida
en que ésta se supone sometida a sus propias leyes, a su destino. Las Éticas de Aristóteles
podrían ponerse en esta dirección; pero, sobre todo, el estoicismo medio (el de Panecio y
Posidonio) y el estoicismo romano (Séneca, Marco Aurelio, Epicteto), que tan presente está en
Espinosa. Es la filosofía que se condensa en la sentencia: Fata volentem ducunt, nolentem
trahunt (Séneca, Epístolas morales, XVIII, 4: los hados conducen al que quiere y arrastran al que
no quiere). Es la filosofía de la libertad «como conciencia de la necesidad», que muy difícilmente
puede reconocer la posibilidad de justificar cualquier tipo de locura objetiva (salvo que esta locura
objetiva se explique ella misma como un efecto del orden necesario de la naturaleza: «Las ideas
inadecuadas y confusas se siguen unas de otras con la misma necesidad que las ideas
adecuadas, es decir, claras y distintas» dice Espinosa en su Ética II, 36).
III
Cuestiones sobre la taxonomía de las relaciones etic entre la Filosofía y la Locura

La taxonomía que aquí esbozamos resulta de la obligada combinatoria cruzada entre las
distinciones que hemos establecido en el término Filosofía (filosofías concordantes y
discordantes) y en el término Locura (locura objetual y subjetual).

(1) Filosofía concordante y Locura subjetual

Esta primera especie acoge a todas aquellas filosofías que de algún modo tienden a poner
en conexión la orientación concordante de una filosofía con la locura subjetual de sus defensores,
incluso en el caso en que estos sean sus «creadores». Como ejemplos muy conocidos de una
situación semejante cabría poner a los últimos días de Emmanuel Kant (el Kant demente senil,
al que se refiere la obra de Tomás de Quincey, y su adaptación española de Alfonso Sastre) y a
las «crisis de locura» de Augusto Comte.

140
Es evidente que el interés de esta especie de relaciones requiere que el estado de
enajenación de los filósofos afectados, incluso de los concordantes (y suponiendo que ese
estado no es efecto del sistema) no los haya separado enteramente de su filosofía. El interés
reside en la constatación de la eventual descomposición de las Ideas del sistema en un estado
demencial (caso de los últimos escritos de Kant), puesto que ello nos dará ocasión para penetrar
en muchos mecanismos del propio sistema filosófico en la fase de su «degeneración», en la
medida en que esta fase tenga que ver con el momento de su construcción o con el de su
estructura. La demencia senil de Kant no es equiparable, en todo caso, a la demencia senil de
un ciudadano vulgar; la amencia del sabio no tiene por qué ser idéntica a la amencia del
ignorante, como tampoco el ateísmo de un musulmán se identifica con el ateísmo de un católico.

(2) Filosofía discordante y Locura subjetual

Una segunda especie de relación acoge a las situaciones en las cuales quepa hablar de
una filosofía discordante que de algún modo tenga algo que ver con la locura subjetual del
filósofo. Citaremos en primer lugar el caso de Demócrito (si interpretamos su atomismo como
una «vuelta del revés» del mundo de las apariencias, del mundo fenoménico –en el que no se
perciben átomos (que son invisibles)– y como locura su decisión de cegarse «para poder
dedicarse íntegramente a la meditación»). La consideración de la locura de Demócrito no es una
ocurrencia nuestra, sino que está autorizada por una larga tradición:

«9. Ser reputado un ignorante por sabio, o un sabio por loco, no es cosa que no haya sucedido en
algunos pueblos. Y en orden a esto, es gracioso el suceso de los Abderitas con su compatriota
Demócrito. Este Filósofo, después de una larga meditación sobre las vanidades, y ridiculeces de
los hombres, dio en el extremo de reírse siempre que cualquiera suceso le traía este asunto a la
memoria. Viendo esto los Abderitas, que antes le tenían por sapientísimo, no dudaban en que se
había vuelto loco. Y a Hipócrates, que florecía en aquel tiempo, escribieron, pidiéndole
encarecidamente que fuese a curarle. Sospechó el buen viejo lo que era; que la enfermedad no
estaba en Demócrito, sino en el pueblo, el cual a fuer de muy necio, juzgaba en el Filósofo locura,
lo que era una excelente sabiduría. Así le escribe a su amigo Dionisio, dándole noticia de este
llamamiento de los Abderitas y relación que le habían hecho de la locura de Demócrito: Ego vero
neque morbum ipsum esse puto, sed immodicam doctrinam, quae revera non est immodica, sed
ab idiotis putatur. Y escribiendo a Filopemenes, dice: Cum non insaniam, sed quandam
excellentem mentis sanitatem vir ille declaret. Fue, en fin, Hipócrates a ver a Demócrito, y en una
larga conferencia, que tuvo con él, halló el fundamento de su risa en una moralidad discreta, y
sólida, de que quedó convencido, y admirado. Da puntual noticia Hipócrates de esta conferencia
en carta escrita a Damageto, donde se leen estos elogios de Demócrito. Entre otras cosas le dice:
Mi conjetura, Damageto, salió cierta. No está loco Demócrito; antes es el hombre más sabio que
he visto. A mí con su conversación me hizo más sabio, y por mí a todos los demás hombres: Hoc
erat illud, Damagete, quod conjectabamus. Non insanit Democritus, sed super omnia sapit, & nos
sapientiores effecit, & per nos omnes homines.» Benito Jerónimo Feijoo, «Voz del Pueblo», Teatro
crítico universal, tomo primero (1726), discurso primero, §. III.

Citaremos también a Rousseau (si su filosofía, políticamente disidente con el Antiguo


Régimen, tuvo algún efecto en su delirio persecutorio, emparentado, según algunos psiquiatras,
con una desconfianza de tipo paranoide). Citaremos por último a Nietzsche (cuya locura subjetual
acaso se debió más a su sífilis que a la «transmutación de todos los valores» que propugnaba
su filosofía). Es interesante recordar, en unos días en que «ser especialista en Nietzsche»
significa para muchos profesores estar en la vanguardia de la sabiduría, cómo hace cien años
se discutía ya sobre Nietzsche, en la época de Lombroso o de Moreau. Por ejemplo, en un
artículo de Emilio Bobadilla (Fray Candil) –Alma española, 26 de diciembre de 1903–leemos
párrafos como los siguientes: «La teoría ética de Nietzsche la ha refutado vigorosamente Nordau
en su Degeneración. Tal vez lo más hermoso de Nietzsche sea su libro sobre El origen de la
tragedia. Lo demás es muy sugestivo, pero a la vez caótico, sueños de un gran poeta enfermo,
incoherencias de un cerebro que se sumerge en la sombra. Aquí, en Valencia, con este sol, me
sería imposible soportar una página de Nietzsche; en cambio, en París, en días grises, le leo con
deleite. Es un filósofo de invierno [todavía faltaban 30 años para al advenimiento de los nazis],
para leído en momentos de mal humor, de misantropía, bajo un cielo brumoso. Aunque predica
la fuerza y combate la piedad, no puede menos de inspirar una gran tristeza. ¡Pobre! En sus
últimos días exclamaba: ¡Mutter ich bin dumm! (¡madre, estoy idiota!).»

141
(3) Filosofía concordante y Locura objetiva

La tercera especie recoge las situaciones en las cuales una filosofía, sin perjuicio de su
orientación concordante (y de su concordancia efectiva con la realidad ambiente, considerada
como intrínsecamente racional, como es el caso de las «concordancias acomodaticias» de Santo
Tomás o de Hegel), sin embargo ha de relacionarse con una locura objetiva (medida, como
hemos dicho, desde nuestras propias coordenadas), como pudiera serlo, si nos referimos a
Santo Tomás, su defensa de la transustanciación eucarística, que no por la profunda explicación
teológica que de ella ofrece, podrá dejar de ser considerada, para utilizar otra vez la frase de San
Pablo, «locura para los griegos», y por tanto, también para nosotros.

La naturaleza concordista de una filosofía no la aleja, por tanto, de la locura objetiva.

(4) Filosofía discordante y Locura objetiva

En la cuarta y última especie incluimos todas las situaciones en las cuales pueda advertirse
la relación entre una filosofía discordante y una locura objetiva. Y si esta relación se reconoce
tendremos que concluir que, si bien el carácter conciliador (o armonista) de una filosofía no la
preserva de alguna locura objetiva, tampoco queda preservada de ella la condición discordante
de la filosofía de referencia. Sugerimos a Descartes como un ejemplo eminente de esta cuarta
especie de relación entre Filosofía y Locura. El Descartes que pretendió revolucionar (volver del
revés) a la filosofía tradicional, pero que al mismo tiempo desencadenó (aunque no la inventase)
una forma de locura objetiva llamada a extenderse como una mancha de aceite en todo el mundo
científico de la Edad Moderna: la locura objetiva representada por la doctrina del automatismo
de las bestias, locura no muy distinta a la que Cervantes atribuyó al Licenciado Vidriera.

IV
Cuestiones relacionadas con el análisis de las relaciones (de semejanza o de
contraste) entre ideas filosóficas («filosofemas») e ideas constitutivas de estados de
locura («deliremas»)
1. En este cuarto bloque de cuestiones incluimos los casos (en número indefinido) en los
cuales puedan ser puestos en relación (de semejanza o de contraste) no ya
los sistemas filosóficos en general, sino ciertas Ideas (vinculadas a determinados conceptos o
experiencias) constitutivas o relevantes en ellas, y ciertos deliremas (vinculados a experiencias
también características, descritas en la literatura psiquiátrica).

Tanto si las relaciones son de semejanza, como si son de contraste, el alcance crítico de
los análisis considerados en este cuarto bloque es evidente: si constatamos que una celebrada
Idea filosófica está asociada a una experiencia que aparece también en un síndrome de locura
subjetual, podremos concluir que la Idea en cuestión no es un producto de la originalidad del
filósofo creador del sistema, o una consecuencia del mismo, puesto que las experiencias
correspondientes no derivan de su filosofía. Podremos con ello confirmar la dependencia de esas
Ideas respecto de otras experiencias o saberes de primer grado, y ello incluso cuando
constatemos la distancia diametral entre la experiencia que está a la base de una Idea filosófica
y la experiencia encontrada en una patología subjetual. (Si la filosofía se mantiene libre de locura
objetiva, ello se deberá no ya a su potencia filosófica propia, sino a que los saberes o
experiencias de primer grado que están a su base son normales y no patológicos.)

Recíprocamente, este análisis nos obligará a veces a buscar cómo, detrás de una Idea, se
ejerce la acción de alguna experiencia anormal que es la que hace inteligible tal Idea.

2. Sea nuestro primer ejemplo la metafísica eleática. ¿Cómo es posible entender una
concepción que afirma la «unidad compacta» de todos los fenómenos –cuya diversidad ha de
declararse aparente– y la conformación esférica de la realidad total? Esta metafísica podría ser
interpretada, desde luego, como un resultado de la razón dialéctica (remitimos a nuestra La

142
metafísica presocrática); pero la cuestión es esta: ¿Cómo semejante resultado pudo ser
propuesto por Parménides como una evidencia, si no estuviera actuando en él algún mecanismo
psicológico o psiquiátrico vinculado con los éxtasis de reabsorción en esferas envolventes
propias de algunas prácticas místicas, ayudadas acaso por ciertas drogas?

3. El demonio de Sócrates ha sido puesto en conexión, por Dodds, con ciertas tradiciones
chamánicas. Pero no sería necesario recurrir a semejanzas etnológicas; sería suficiente alegar
semejanzas psiquiátricas, y concretamente el llamado «síndrome de la heautoscopia delirante»
(o visión, por el sujeto, del doble o sosias de sí mismo) en cuanto contradistinta del llamado
«síndrome de Capgras» (el sujeto ve el doble de otra persona conocida: una enferma se negaba
a tener relaciones sexuales con su marido porque «nunca está claro si es él mismo o su hermano
gemelo»).

4. La experiencia cartesiana del cogito contrasta sin duda con las experiencias dadas en
los síndromes de sosias. Sin embargo, y precisamente por ello, podría atribuirse esa evidencia
cartesiana no ya tanto a la supuesta arquitectura lógica o racional de su sistema, sino a una
experiencia enteramente vulgar (dicho de otro modo: de poco serviría el cogito cartesiano como
primer principio de la filosofía a un sujeto afectado del delirio heautoscópico, que sabe con
evidencia –que lo ha visto de repente, como si fuera «una luz en mi cabeza»– que su yo existe
también fuera de él, que le sigue a todas partes; el sujeto afectado de este delirio tendría que
decir: «Yo pienso y el otro yo que me acompaña piensa también, luego los dos existimos», una
especie de cogito geminado).
Con todo ese «espíritu» que Descartes supone actuando a través de su glándula pineal
(suposición, por cierto, que deja en ridículo al llamado «racionalismo cartesiano»), ¿no tiene
mucho que ver con un delirio de heautoscopia «racionalizada»? Sobre todo, cuando ponemos
en relación ese espíritu separado con la necesaria vivencia del cuerpo propio, como algo extraño
al ego, vivencia característica del llamado delirio nihilista o «síndrome de Cotard», en el que el
enfermo tiene la impresión de no tener vísceras. ¿Habría que atribuir a Descartes algo así como
un síndrome de Cotard? Y habría que concatenar estas evidencias cartesianas con la visión que
Descartes nos comunica de los otros hombres que pasan por la calle, incluso algunos conocidos
suyos, como si fuesen autómatas, puesto que esta visión nos recuerda a los enfermos afectos al
«síndrome de la prosopagnosia». Sería conveniente recordar, a esta luz, el famoso sueño que
Descartes tuvo en Suavia, el 10 de noviembre de 1619, que Adrien Baillet nos relató, y que Freud
psicoanalizó a instancias de Máximo Leroy (véase su conocido libro, Descartes, el filósofo
enmascarado). Este análisis de la filosofía cartesiana, desde la perspectiva de la locura, nos
confirmaría que la consideración de Descartes como «padre de la filosofía moderna» (tan
revolucionaria que, al parecer, apenas pudo haber tenido ocasión de ser recibida
adecuadamente en la atrasada España de la leyenda negra) deja mucho que desear, y que es
preciso no confundir al Descartes matemático con el Descartes metido a filósofo.
5. La idea del Gran Mediodía de Nietzsche (vinculada a su doctrina del eterno retorno) no
es independiente de ciertos modos de experimentar el tiempo propios de enfermos afectados de
éxtasis psicopatológicos (esquizofrénicos, epilépticos: véase Juan José López Ibor, Lecciones
de Psicología médica, Diana, Madrid 1957). La idea de la duree reelle de Bergson recuerda el
«síndrome de la presentificación» descrito por Pierre Janet (Les obsessions et la psychasthénie,
Alcan, París 1903), o captación unitaria de conglomerados de estados psíquicos y percepciones
fenoménicas.
6. El nihilismo metafísico de Cioran (expresado en fórmulas sin sentido, propias de un
«poeta adolescente», fórmulas tales como: «El Ser Supremo no tiene el recurso de darse la
muerte, por lo que es digno de piedad») deriva acaso de un prolongado estado de depresión
propio de esos neuróticos que han sido llamados «pirómanos literarios del suicidio». Como dice
François Crouzet: «Los pirómanos no se sienten obligados a arrojarse en el fuego alumbrado por
ellos. El pirómano quema pero no se quema a sí mismo.» (ver Francisco Alonso-Fernández, El
talento creador, Temas de Hoy, Madrid 1996; y, por supuesto: Karl Jaspers, Psicopatología
general, 1913.)

143
Octubre de 1934
Gustavo Bueno
Algunas consideraciones sobre el setenta aniversario
del frustrado levantamiento contra la II República en Asturias

Todos los años, pero sobre todo cada diez, a partir de Octubre de 1934, se conmemoran
los «hechos» que tuvieron lugar en España y, muy singularmente, en Asturias. Todavía viven
muchos de quienes intervinieron como agentes, como pacientes o como simples espectadores
en aquellos hechos. Todos, o casi todos, recuerdan los hechos y sus testimonios suelen ser muy
apreciados como «ejercicios» de la llamada memoria histórica.

Pero esta «memoria histórica», fuente indudable de datos para el historiador, no es un


criterio infalible. Cuanto más verdadero sea el recuerdo, más falsos pueden ser los contenidos
recordados, si quien recuerda estaba él mismo engañado o mediatizado. El concepto de memoria
es esencialmente subjetivo, psicológico, individual: la memoria está grabada en un cerebro
individual, y no en un cerebro colectivo puramente metafísico; sólo se pueden recordar, por tanto,
los acontecimientos que nos han afectado directamente e individualmente (aunque fuese en
actividades llevadas a cabo conjuntamente con otros individuos).

Hablar de «memoria histórica» como si fuera una entidad colectiva, a la manera como Jung
hablaba de los «complejos colectivos», es como hablar del pleroma. Los hechos que ofrece una
memoria histórica se los ofrece siempre a quien vive en algún presente; sólo desde el presente
puede ejercerse la memoria histórica y, por consiguiente, según el modo de relatar, podemos
saber tanto del presente de quien relata como de su pasado.

La tarea del historiador no consistirá entonces tanto en «recuperar la memoria histórica»,


cuanto, muchas veces, en desmontar esa memoria en sus partes, en analizarla y en explicarla.
En cierto modo la historia crítica consiste más en demoler una memoria histórica deformada que
en recuperarla tal cual. Quien recuerda su participación hace quizá cuatro décadas en algún
aquelarre o en algún vudú que tuvo consecuencias importantes para un grupo determinado, por
mínima racionalidad en la que se asiente, no podrá tanto «recuperar» la memoria histórica de
aquellas participaciones, cuanto analizarlas desde el presente, descomponerlas y explicarlas,
pero en modo alguno justificarlas o recuperarlas sin más. La historia es obra del entendimiento
y no de la memoria, y esto dicho a pesar de la metáfora de Francisco Bacon que tanta fortuna
ha tenido y sigue teniendo precisamente a propósito de Octubre del 34 y otros sucesos
colindantes.

Los historiadores, que reclaman, no sin algún fundamento, su especial autoridad en el


momento de analizar los relatos que ofrecen quienes poseen memoria histórica, tampoco pueden
asegurar garantías definitivas. La mejor prueba es que ante un material empírico y documental
más o menos común los historiadores se dividen en corrientes de opiniones diferentes y aún
opuestas entre sí, y casi siempre correlacionadas con las afinidades políticas que el historiador
pueda tener. Historiadores que militaron o simpatizaron con el ala izquierda del PSOE darán una
visión distinta de quienes militaron o simpatizaron con la CNT o con el PC. Después de aportar
al debate cada cual documentos nuevos, siempre seleccionados, las posiciones respectivas no
suelen moverse ni un milímetro. Parece que el diálogo sirve casi siempre más que para remover
al interlocutor, para reafirmarle en sus posturas. Las tergiversaciones están además a la orden
del día, y están movidas por ideologías fáciles de determinar.

En la prensa de estos días se me atribuye, por algunos historiadores, «de izquierda», como
si fuera opinión mía (calificada por supuesto de absurda y gratuita) la interpretación de la
insurrección de Octubre como un caso de «guerra preventiva» (contra el fascismo: Dolfus, Hitler,
Viena, Berlín, &c.). Quienes niegan en redondo que Octubre del 34 fuera una guerra preventiva
están muchas veces movidos (no siempre) por su rechazo de principio al concepto mismo de
guerra preventiva, tal como lo utilizó Bush II en la última guerra del Irak.

144
Clasificar a Octubre del 34 como guerra preventiva significará para muchos una
descalificación. Pero quienes hablan de guerra defensiva contra «el ataque del fascismo» es
porque suponen que el ataque fascista iba a venir de modo inminente después de la entrada de
los tres ministros de la CEDA en el gobierno. Y resulta que esta guerra defensiva se habría
desencadenado ante un ataque aún no recibido, por lo que la guerra defensiva y la preventiva
vendrán a ser lo mismo.

Otros, en cambio, me han objetado que aquel octubre del 34 no fue ni guerra preventiva ni
defensiva, sino simplemente ofensiva contra la República burguesa. Pero si se hubieran tomado
la molestia de leer mi artículo, hubieran podido advertir que cuando yo utilicé el calificativo de
«guerra preventiva» para octubre del 34, no pretendía decir que no fuera ofensiva contra la
república burguesa (como, a mi juicio, lo fue). Yo estaba utilizando la fórmula «guerra
preventiva» ad hominen, en un debate contra los pacifistas de izquierda socialista, comunista o
republicana que se escandalizaban, en la primavera de 2003, ante el concepto de «guerra
preventiva» utilizado por Bush II y sus aliados. Pero lo que yo dije fue esto: «las izquierdas que
hoy se escandalizan ante las justificaciones de Bush II y sus aliados de la intervención en Irak,
como una guerra preventiva, deberían también escandalizarse ante la justificación que suelen
dar de Octubre del 34 como guerra defensiva contra el fascismo, puesto que el ataque aún no
se había producido». Pero como en los cruces de opiniones a través de la televisión o de la
prensa no suele hilarse fino, el crítico no quiere saber nada de argumentos ad hominem y te
atribuye, sin más averiguaciones, «el absurdo proceder» de equiparar situaciones históricas tan
distintas como Octubre de 1934 y Febrero de 2003.

¿Quiere esto decir que no es posible la objetividad histórica? No necesariamente. También


puede querer decir que todo relato histórico de enjundia suficiente implica siempre unas
coordenadas, a diferentes escalas, sin las cuales el relato no es posible. Y sin que esto signifique
necesariamente que estas coordenadas han de entenderse siempre como «prejuicios
subjetivos», o partidistas.

Quien mantiene determinadas coordenadas puede pretender (y tendrá que demostrarlo si


puede) que las mantiene como plataforma sólida o verdadera. Por ejemplo, quien presupone que
la democracia parlamentaria española, tal como se concreta en la Constitución de 1978, es una
plataforma firme y verdadera, acaso la única, para reconstruir la historia de España del siglo XX,
tendrá que interpretar Octubre del 34 como un conjunto de acontecimientos profundamente
antidemocráticos (al menos procedimentalmente), aunque se suponga que se dirigieran a lograr
la justicia social. Por el contrario quienes recuerdan o buscan «recuperar la memoria histórica»
de Octubre del 34 en términos épicos o líricos (se proyecta levantar barricadas, marchas,
estallidos pirotécnicos, &c., en Gijón o en Mieres durante los días de Octubre de 2004 homólogos
a los del 34) difícilmente podrán mantener su interpretación desde las coordenadas de la
democracia y del Estado de derecho (en la práctica, ni el PSOE actual ni el PP han manifestado
su deseo de colaborar en estos proyectos, excogitados por organizaciones políticas y culturales
que, durante la primavera de 2003, se manifestaron desde el pacifismo más extremo –«¡No a la
guerra!» «¡Paz!» «¡Diálogo!»– como la Fundación Juan Muñiz Zapico –de CC.OO.–, el Ateneo
Obrero de Gijón, Lliberación, PCA, IU, Bloque por Asturias, Sociedad Cultural Gijonesa, JCA, el
foro Arte Ciudad y la fundación Horacio Fernández Inguanzo).

Otros, aunque reconocen que los sucesos de Octubre del 34 no fueron «constitucionales II
República», los explicarán, y aún otorgaran su simpatía, atendiendo a su buena voluntad, a su
romanticismo, y a su carácter épico y utópico –como si estos calificativos fueran defendibles en
política–.

Otros van más lejos: aunque reconocen, casi como un defecto político, el carácter utópico
y romántico de Octubre del 34, terminan «justificándolo» no por sus principios, métodos o causas,
sino por sus efectos. Es el caso de Santiago Carrillo:

«Nunca he dudado de la necesidad del movimiento de Octubre de 1934. No se puede reescribir la


historia con un si... condicional. Pero estoy convencido de que sin aquella lucha España hubiera

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desembocado en un régimen fascista, de tipo mussoliniano, rápidamente. Y hubiera conservado
íntegras sus energías, derrotado sin resistencia al régimen republicano, para participar al lado del
Eje en la II Guerra Mundial. Los acuerdos entre los monárquicos de Goicoechea, Barrera y Lizarza
con Mussolini –publicados posteriormente– la posición de Gil Robles ofreciéndose a Franco al
comienzo de la Guerra Civil, sin contar la financiación italiana a Primo de Rivera, son datos a mi
entender bastante elocuentes. España se hubiera visto envuelta en la loca dinámica que el
ascenso del fascismo desencadenó en el continente europeo. Otros países, en éste, se vieron
arrastrados a la Guerra del Eje, sin que los antecedentes de sus relaciones internacionales,
marcadas por su inclinación hacia Francia y Gran Bretaña, lo hicieran previsible. Nos hubiéramos
ahorrado la Guerra Civil, pero no la cruenta represión fascista, ni las bajas, probablemente más
cuantiosas, acarreadas por la participación en la II Guerra Mundial.» (Santiago
Carrillo, Memorias, Planeta, Barcelona 1993, pág. 112).

Siempre se le podría decir a Santiago Carrillo que el desencadenamiento de futuribles que


él despliega, digno de la más sutil ciencia media, tal como la concibió el padre Molina, no es otra
cosa sino un consuelo, más o menos ingenioso (tanto más ingenioso cuanto más fantástico) para
justificar a posteriori su intervención en los acontecimientos, aún reconociendo (y de un modo no
muy consecuente, por tanto) su fracaso.

Niembro, 3 de octubre de 2004

***

Respuestas de Gustavo Bueno a las preguntas formuladas por La Nueva España, con
motivo del 70 aniversario de Octubre de 1934, publicadas por ese diario el domingo 3
de octubre de 2004.

1. ¿Octubre de 1934 es el prólogo de Julio de 1936?

Sólo un teólogo, hablando de la ciencia de visión divina, podría decir que Octubre de 1934
fue «un prólogo en el Cielo» de Julio de 1936. Pero, para quien no sea teólogo, ni musulmán,
será muy difícil considerar a Octubre de 1934 como prólogo de algo que todavía «no estaba
escrito». Otra cosa es que, a partir de Julio de 1936, pudiera ser utilizada esta metáfora para
subrayar las relaciones de continuidad que se percibían con sucesos ocurridos hacía menos de
dos años.

2. ¿Es un ataque a la II República o la primera batalla antifascista europea?

La «o» de esta pregunta puede interpretarse como disyuntiva o como alternativa; en el


segundo caso la dos opciones pueden ser verdaderas a la vez. Desde la perspectiva de la
Constitución de la II República Española, Octubre de 1934 fue un ataque a esa Constitución, y
así lo vieron los miembros de su Gobierno y otros dirigentes socialistas, como Besteiro. Desde
la perspectiva de los revolucionarios, de los agentes de la «huelga revolucionaria», la fórmula
«batalla antifascista» pudo ser asumida, siempre que la insurrección fuese entendida como una
Guerra Civil (Brenan dijo que Octubre de 1934 fue «la primera batalla de la Guerra Civil»). Entre
los objetivos del Comité Revolucionario, presidido por Largo Caballero, podía figurar el de la
preparación de una batalla contra el fascismo, que creían se les venía encima (no todos: ni
Besteiro, ni Araquistain veían peligro fascista en la España de entonces). En este caso se trataría
de una «guerra defensiva» o, como se dirá después, «preventiva» (es decir, defensiva ante un
ataque aún no realizado, y en este caso visto como inminente). Esta fórmula, u otras análogas
(«insurrección defensiva») fueron compartidas por muchos «huelguistas» como definición y
justificación de sus actos, o como simple pretexto eufemístico para atenuar responsabilidades
en caso de fracaso («a fin de cuentas actuamos en defensa de la República, aunque nuestros
procedimientos no fuesen formalmente democráticos»). Sin embargo, la definición de Octubre
de 1934 como el inicio de una batalla y, por tanto, de una guerra antifascista, de intención
puramente apotropaica, orientada a defender el orden constitucional, gravemente amenazado,
me parece a todas luces insuficiente y errónea. No da cuenta ni siquiera de la terminología que

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utilizaron sus agentes: «Revolución social», «Comuna asturiana», &c. Si no todos, un gran sector
de sus dirigentes (el llamado «grupo bolchevique», Largo Caballero, el «Lenin español»,
Araquistain, &c.) tenían en la cabeza el modelo del Octubre rojo de hacía poco más de quince
años. Y muchos cronistas e historiadores de Octubre de 1934, que en las décadas aniversario
anteriores a 1978, y todavía en la conmemoración de 1984, asumían la perspectiva del relato
épico, hablando de «la Batalla de Campomanes» y de «la Batalla de Oviedo». Dicho de otro
modo, entendían la «Huelga revolucionaria» como el principio de una guerra ofensiva contra la
II República, en cuanto república burguesa, que había que desbordar.

3. ¿Cuál es el culpable histórico de la Revolución de 1934?

«Culpable histórico» es expresión que parece destinada a evitar la engorrosa cuestión de


la «culpabilidad jurídico penal» propia de una Estado de Derecho, que apuntaría hacia el Comité
Revolucionaria Nacional (la «Huelga Revolucionaria» estaba concebida para todo España y no
sólo para Asturias), que dio la orden de salida, al parecer transmitida a Asturias por Teodomiro
Menéndez (la organización previa de la huelga revolucionaria armada, por su escala, podría
compararse a la organización previa del 18 de julio de 1936). «Culpable histórico» equivale
entonces a «causante histórico». No habría una causa aislada, sino un efecto, largamente
incubado, de la «correlación de fuerzas» reajustadas tras las elecciones del año 1933.

4. ¿Por qué se hace ahora la revisión del relato histórico?

Probablemente porque la «izquierda convencional», que ha aceptado, desde 1978, los


principios del Estado de Derecho constituido como una democracia parlamentaria y monárquica,
y con una intensa coloración pacifista («¡No a la Guerra!» «¡No a la Violencia!» «¡Diálogo!»), ha
de tener una gran urgencia en reajustar las interpretaciones, explícitas o implícitas, que sus
partidos, sindicatos o corrientes mantenían acerca de Octubre de 1934 (algunas de ellas de signo
claramente leninista, lo que llevaba a una visión épica de la Revolución de Octubre). Sería del
mayor interés analizar comparativamente las interpretaciones que, desde las izquierdas, en su
diversas generaciones y corrientes, fueron dándose de Octubre de 1934 durante los aniversarios
1944, 1954, 1964, 1974, 1984 y 1994; en particular habría que analizar las denominaciones
concretas de lo que hoy llamamos, con fórmula neutral, «Octubre 34» (denominaciones tales
como «Huelga General Revolucionaria», «Revolución Social», «Insurrección», «Batalla
antifascista» o «Golpismo frustrado»).

5. ¿Baja el prestigio de la Revolución y sube el de la República?

Probablemente, al menos desde la perspectiva del Estado de Derecho...

6. ¿Qué se pretendía con la Insurrección?

Objetivos diversos, pero que se creían convergentes, en principio. Muchos se contentaron


con la fórmula negativa: «detener al fascismo». Pero quienes utilizaron las fórmulas de la
Revolución Social y otras similares, pretendieron mucho más, aún cuando estuvieran de acuerdo
en el objetivo inicial, derribar la República burguesa, porque buscaban instalar una República de
signo soviético unos, de signo anarcosindicalista otros, o de signo socialdemócrata fuerte unos
terceros.

7. ¿Qué consiguió?

Redefinir las posiciones en conflicto y mostrar que estas posiciones no eran meramente
especulativas: se midieron mutuamente las fuerzas y se radicalizaron.

8. ¿La represión fue proporcionada?

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El término «represión» suele cubrir dos frentes muy distintos: el de la represión legal o penal
(«¿Habrá indultos?», preguntaron, todavía en octubre, los periodistas al ministro de la
Gobernación, señor Vaquero; «Habrá justicia», responde el gobernante radical) y el de la
represión ilegal o alegal («En la madrugada del 25 de Octubre fueron sacados de la Cárcel de
Sama de Langreo dieciséis detenidos, cuyos cadáveres fueron encontrados algo después
enterrados en una carbonera entre Tuilla y Carbayín»). Si hubo desproporción en la represión
penal (la cuestión de los indultos) fue por su clara inclinación hacia la clemencia que podría
esperarse en un Estado de Derecho que incluía la pena de muerte (¿cuántos dirigentes
revolucionarios fueron fusilados tras el proceso legal?).

9. ¿Los combates fueron un banco de pruebas para la guerra civil?

No creo que pueda considerarse como un banco de pruebas, lo que no quiere decir que
algunos revolucionarios o algunos generales que intervinieron en Octubre de 1934 pudieran
sacar alguna experiencia del octubre asturiano. Pero los planteamientos de la guerra civil fueron,
al menos desde el punto de vista militar, muy diferentes.

10. ¿En qué lado cree que habría estado usted de encontrarse en ese momento histórico?

Para responder a esta interesante pregunta tendría que comenzar por poner entre
paréntesis todo lo que yo pueda saber sobre las consecuencias, directas o indirectas, de ese
momento histórico a lo largo de los setenta años posteriores (incluyendo la caída de la Unión
Soviética). Haría trampa si me situase en aquel momento histórico con todos esos saberes
relativos a su posterioridad. Pero si pongo entre paréntesis estos saberes, ya no podré decir que
era yo, un niño de diez años entonces, «quien me encontraba en aquel momento».

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