Society">
Nothing Special   »   [go: up one dir, main page]

La Barbarie Civilizada 1

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 5

La barbarie civilizada;

Por Rafael Cadenas.

“La sociedad moderna se ha vuelto loca”, dice Lawrence en su novela El amante de Lady
Chatterley. Hoy, cincuenta años después, no creo que le falten pruebas a quien desee defender
su punto de vista, pero tal vez no basten: la aqueja una locura que no podemos ver por estar
inmersos en ella. Una enfermedad compartida por una mayoría se vuelve normalidad y ocurre
una inversión de sentido en las palabras mismas. Hasta es frecuente que la sociedad tache de
enfermo al que señala su locura.

Yo siento que esta sociedad es un fracaso, y creo que lo es porque ha olvidado la vida, por
haberle dado la espalda, y poner en su lugar valores que se tornan destructivos al no ocupar el
puesto que les corresponde.

Un buen modo de conocer cualquier sociedad es preguntarnos cuáles son sus ídolos. La
nuestra, la moderna, le rinde culto al desarrollo, a la técnica, a la productividad, al beneficio, a
la eficiencia; y la vida, en un vuelco incomprensible para el corazón, pasa a ser medio de llevar
a cabo planes que ni siquiera surgen de ella misma sino de la cabeza de políticos, de técnicos,
de científicos. La vida como medio ¡qué escándalo! Pero nadie habla de esta subversión.

Voy a referirme al desarrollo, que resume a todos los demás ídolos. Un solo hecho sería
suficiente para descalificarlo: desde su perspectiva, el hombre es visto como recurso natural, y
esto me parece sacrílego.

Pero podemos seguir invocando razones, una parte considerable de la ciencia –el 90% dice
Levy Strauss– (1) está dedicada a combatir los efectos que, en círculo infernal, produce el
desarrollo. Esta afirmación se me antoja patente en medicina y ciencias afines a ella.

Las exigencias de la cantidad han llevado a una baja de la calidad en casi todos los órdenes.

Las ciudades se han convertido en inmensos garajes. Van dejando de ser lugares creados por
el hombre para volverse hechuras de ese desarrollo para el cual lo humano no existe. Los
científicos nos están advirtiendo desde hace años sobre los peligros que ellas representan,
pero nuestra capacidad de reacción no está a la par de esa conciencia admonitoria. Lo que
Ortega llamaba el lleno las hace incómodas; a menudo escenarios de espera; forcejeos,
luchas. El automóvil, de auxiliar del hombre se ha vuelto, por su número excesivo, enemigo
público, pero cuyo poder es tal que no puede ser llamado a juicio. Es la principal fuente de
envenenamiento que existe, constituye una especie de peste de nuestra Edad Media, y la gran
ciudad le quita mucho de su eficacia. Pero no deja de producirse, proliferar, invadir. La ciudad
tampoco ofrece espacios para el juego, ni recodos para el vivir propio de la polis, ni siquiera
lugares para caminar. En los reducidos agujeros de sus feos edificios se mustia una humanidad
que todo lo soporta, que posee una capacidad infinita de vivir sin percatarse del daño que esta
civilización le ha hecho, de lo poco que le concede y de lo mucho que ha perdido.
El desarrollo invalida muchos de sus mismos logros, lleva a una destructividad que el mundo no
había conocido, y creo que ese es el destino de toda la actividad que se realiza desde una
posición que patentiza nuestra más grave pérdida del sentido de lo sagrado.

¿Cómo es el hombre de hoy, el que predomina en nuestro mundo, el hacedor y la hechura de


esta sociedad que a su vez pertenece a una civilización?

Es un hombre de ninguna o muy poca religiosidad, aunque pertenezca a iglesias. Carece del
don del asombro. Sólo admira si acaso, lo que hacen manos humanas.

Es un ser indigente en lo ontológico, desconectado de la historia, aéreo, sin tierra, al que la


técnica le suple carencias que no pueden suplirse, un sonámbulo embriagado con triunfos
temibles.

Es también un hombre que cree en un futuro radiante en el cual todos los problemas serán
resueltos, perdiendo así el presente, que le llega despotenciado y, paradójicamente, no posee
o tiene muy menguada la capacidad de prever; es el hombre menos previsor. Vive en el
presente, sin preocuparse de los efectos de lo que hace sobre el futuro, y al mismo tiempo las
fantasías de futuro que pueblan su mente desvaloran el presente en que vive.

Es asimismo un hombre al que una historia que lo lleva, ha puesto de espaldas a la cultura
humanística en vías de extinción. Me atrevo a decir que la civilización la está destruyendo, y
creo que hoy el problema capital no es ya la lucha de la civilización contra la barbarie, de la que
tanto se habló en este Continente, sino la lucha contra la barbarie dentro de la propia
civilización.

Es un hombre enlazado con el mundo por los medios de comunicación como nunca había
ocurrido y, al propio tiempo, limitado por el nacionalismo, portador de guerras. La técnica lo
obliga a ser cosmopolita, y sin embargo no puede desaferrarse de su nación. Aunque viaje
mucho, no lo sentimos ciudadano del mundo, pues le falta el sentido universal que asociamos
con esta expresión.

Es un hombre sometido por esos medios a una desensibilización que le permite recibir con
indiferencia todos los horrores de la historia actual que ellos depositan en su casa. Un hombre
que no se rebela a la vista del crimen, a quien ningún escándalo estremece. Esos asombrosos
medios, que podrían ser formativos, sirven muchas veces a la estupidez.

Es un hombre peligrosamente optimista, casi tan optimista como los políticos. Un hombre que
no ve el peligro que él mismo representa, es decir, sin contacto con su potencial destructivo,
ese potencial que todos llevamos, y ante el cual se encuentra inerme precisamente porque no
lo sospecha, pues no hay educación que se lo señale. Su mundo es sólo el mundo de sus
intenciones conscientes, un mundo dorado como el de esos avisos de televisión donde ya no
se camina, se flota; donde la magia de la técnica le muestra al televidente el paraíso al alcance
de la mano. Un hombre de gran rigidez interior que contrasta con su interés en los cambios
externos. Un hombre que no tiene tiempo porque teme tenerlo; no sabe estar inactivo: ignora
que no hacer nada es importante. Un hombre cuyo costado estético se ha debilitado o ha
desaparecido; con tendencia a la intolerancia ante las ideas, pero muy tolerante frente a los
estragos del desarrollo. Indiferente ante la naturaleza –si pudiera, se pondría a rehacerla– le
tienen sin cuidado las heridas que su civilización le inflige: la destrucción de una colina que
necesitó millares de años para formarse, el arrasamiento de un bosque, la desaparición de un
río. Esta es una época en que los ríos mueren, en que podemos ir a visitar un río y no
encontrarlo.

Hijo de una civilización en que la economía ocupa el puesto que antes tenía Dios, en una
hipertrofia que se ha extremado, no concibe ya que la conciencia pueda gobernar la sociedad.

“La economía ha disuelto prácticamente todas las estructuras tradicionales de la sociedad en el


curso de los siglos XIX y XX; primero la familia, después el municipio, las costumbres populares
y la nacionalidad” y al incorporar zonas que estaban al margen ha destruido “los fundamentos
espirituales y morales de la sociedad en todos los confines de la tierra” (2). Si tuviera que
resumir los agravios de esta sociedad y los rasgos del hombre que esta civilización ha
producido, diría que Eros hace mucho emprendió la retirada y no hay signos que indiquen en el
mundo un viraje capaz de detenerlo.

Antes no se hablaba de desarrollo sino de progreso. Sobre este punto quiero decirles unas
palabras.

Según los estudiosos, la idea de progreso es moderna. Sidney Pollard dice que “la mayoría de
los griegos se inclinaban por una teoría cíclica de la historia… Situaciones semejantes se
repetían indefinidamente. Otros pensaban en términos de una caída de la gracia, o de
movimientos sin ninguna finalidad” (3). La idea de evolución y progreso no encuentra apoyo en
la antigüedad. “La experiencia no favorecía la creencia en un movimiento ascensional y la
mitología más bien sugería un descenso de la dorada edad heroica” (4).

A. Mazzeo es rotundo: “Antes del siglo XVII la humanidad no conocía la noción de progreso
continuo, sin límite, en ascenso lineal desde un estado inferior” (5). “Hasta los renacentistas,
que representan un vuelco, sólo expresaban la esperanza de que rivalizarían con la antigüedad
clásica en brillantez, saber y gloria” (6).

R. Dodds es más cauto. Matiza más sus afirmaciones y su estudio se refiere sólo a Grecia y a
Roma. Dice que sólo en el siglo V y durante un período limitado la idea de progreso penetró en
el sector educado de la población. Después de ese siglo las principales escuelas filosóficas le
fueron hostiles o restrictivas. En todos los períodos, las manifestaciones sobre esta idea se
refieren al progreso científico. La tensión entre creencia en un retroceso moral está presente en
muchos autores antiguos, y agudamente en Platón, Posidonio, Lucrecio y Séneca (7).

La idea de progreso logra su apogeo en el siglo XIX. Nadie la expresa mejor en esa época que
William Godwin un optimista a toda prueba:
“el hombre es perfectible, o en otras palabras, susceptible de perpetuo mejoramiento…
estamos avanzando hacia una situación en la cual la verdad será demasiado conocida para
uno equivocarse, y la justicia demasiado habitual para contrarrestarla voluntariamente” (8).

Esto fue escrito mucho antes de las dos últimas guerras mundiales, los campos de
concentración, la bomba de hidrógeno, la “sólo mata gente”, el peligro ecológico. En la fantasía
de que el hombre es indefinidamente mejorable, la idea de progreso llega a su punto más alto,
alcanza alturas celestiales. La sombra queda disuelta en el espejismo.

El entusiasmo ilimitado de Godwin procedía de su fe en el poder del intelecto –no pensaba


infortunadamente– en el intelletto d’amore. El único obstáculo ante el progreso era el
inadecuado dominio de la razón. Mientras más sepamos, más morales seremos y más capaces
de crear con certeza matemática las precondiciones de nuestra felicidad. Sólo se requiere la
mejora de la facultad de razonar, la “reasoning faculty” para hacer al hombre virtuoso y feliz.

Seamos sinceros: Godwin tiene todavía continuadores tan fervientes como inexcusables. Si en
aquél había candor, éstos bordean la estulticia. Aunque la idea de progreso sea moderna, ellos
no pertenecen a nuestra época, no son nuestros contemporáneos. La nota que distingue a
nuestro tiempo es un inquirir radical que ha hecho de esa idea uno de sus blancos, abriendo
así, negativamente, una vía que pudiera conducir a una vida diferente, de ritmo más natural, en
la que sea mayor la gravitación del presente. Siento que ya es hora de que los hombres para
quienes la cultura es cosa vital, no barniz, digan su rechazo, su gran rifiuto, al progreso que
padecemos, salvándolo y salvándonos de la autodestrucción.

Hoy la palabra mágica que usamos es desarrollo. La civilización tecnológica moderna señorea
el mundo. Se ha extendido por todos los rincones del planeta. Avasalla como un destino todos
los países y seríamos hipócritas si nos diéramos a condenarla enteramente al paso que
utilizamos sus logros. Señalamos sus calamidades a fin de propiciar la reflexión.

La ciencia y la técnica son indispensables, y bien gobernadas, su reverso negativo, que parece
difícil de evitar, mermaría considerablemente; pero no pueden encarar el problema humano que
en mi sentir es esencialmente psíquico.

He tratado de señalar, a grandes rasgos, algunos aspectos de la civilización a la que


pertenecemos, la civilización que América Latina ha adoptado acríticamente; aunque en un
tiempo se creyó que nuestro Continente podría darle otra fisonomía más humana, y se
escribieron páginas vehementes que nos asignaban a los hombres de estas tierras el oficio
enorme de custodios del alma. ¿No ha ocurrido aquí más bien lo contrario? Muchos de los
males de esta civilización se han acentuado, y debilitado muchos de sus bienes. Sus efectos
están a la vista. Ha sido muy implacable con el medio ambiente, indefenso entre nosotros
frente a la barbarie de una técnica desbocada, más voraz; al servicio de gobiernos
presuntuosos, imitativos, apresurados, sin sentido de preservación, o de empresarios y
comerciantes cuyas tropelías caen en el campo del delito, una técnica literalmente en manos
de malhechores. Ha sido más desconsiderada también con el ser humano, que en los países
industrializados, donde goza de un trato digno. Con su aceleración despiadada ha quebrantado
el vivir de un Continente que no ha sabido modularla ajustándola a su propio andar, a los
dictados de su psique. Es ésta la que ha tenido que ponerse al compás de ese desarrollo, y
todavía no conocemos la magnitud de los estragos que le ha causado, pues sólo podemos ver
algunos de ellos. El cambio constante, obsesivo, febril es psíquicamente inasimilable. El alma
necesita un tempo exterior, necesita que el mundo no se mueva aceleradamente, con la
velocidad que esta civilización le impone. Cuántas veces no vamos a un lugar y no está o ya es
otro; el de nuestro querer, ya sólo existía en el recuerdo. Nuestra memoria ha sido arrasada.
También las tradiciones, la música, la artesanía de nuestros pueblos se extinguen. Pronto
serán material de museo. El desarrollo industrial no conoce sentimientos.

Cultura implica conservación, cuido amoroso, guarda del legado que la humanidad va
pasándose; no es así este desarrollo. ¿Serán conciliables ambos términos? Habría que exigirle
tal vuelco al mundo que planteárselo hoy es ingresar en la utopía.

Esta civilización –y el hombre que ella produce– ha tenido críticos implacables: casi todos los
escritores de este siglo. Ellos han hecho una crítica a fondo, la crítica de la vida, como decía
Mathew Arnold; crítica que está presente en la obra de los autores que mejor expresan nuestra
época, en Mann, en Lawrence, en Huxley, en Camus, en Miller, en todos los escritores que han
creado el espíritu de este siglo, y quisiera preguntar, ya que están aquí varios conocedores de
la literatura latinoamericana, si en ella hay una actitud de crítica radical semejante a la de estos
autores. Mi exposición quería desembocar en esta pregunta pues tengo la impresión, no sé si
equivocada, de que nuestra literatura tiende a quedarse en los confines del problema social,
problema válido pero sumamente limitado, o se complace en un virtuosismo técnico, sin
sangre, en juegos con el lenguaje, como si tras ellos estuvieran esperándonos inauditas
revelaciones, en un experimentalismo que a veces parecería tener como única finalidad
demostrarnos que el autor es inteligente, lo que me parece muy juvenil; o se adorna con un
latinoamericanismo un tanto deliberado que muchas veces se convierte en un obstáculo para
ver al hombre sin más, y cuidado si también en velo que nos impide vernos aun a nosotros
mismos como latinoamericanos. Tal vez estas limitaciones no la dejan llegar hasta las raíces de
la vida, adentrarse en la crisis del mundo moderno que ya es también nuestro mundo.

Parecería que estoy contestando mi pregunta; pero créanme no es así. Trato de llevar a
ustedes unas cuantas impresiones mías susceptibles de enmienda. Tómenlas como una
invitación.

También podría gustarte