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Sillon 5 Virginia Garcia Acosta
Sillon 5 Virginia Garcia Acosta
Sillon 5 Virginia Garcia Acosta
DE LA HISTORIA
CORRESPONDIENTE DE LA REAL DE MADRID
Sillón: 5
3 de septiembre de 2013
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DESASTRES HISTÓRICOS Y SECUELAS FECUNDAS
Honrada estoy aquí, ante ustedes, para presentar mi discurso de ingreso como miembro de
número de esta Academia Mexicana de la Historia. Distinguida por haber sido propuesta
por dos apreciados académicos, Andrés Lira y Gisela von Wobeser y, en su momento,
haber sido electa. Dignificada por ocupar el sillón número cinco, en el que me antecedieron
Francisco Asís de Icaza durante seis años (de 1919 a 1925), José López Portillo y Weber
durante los 44 años que transcurrieron entre 1930 y 1974 y, finalmente, Clementina Díaz y
de Ovando a lo largo de 38 años y hasta su fallecimiento en 2012.
Doña Clementina fue la primera mujer que ocupó un sillón en esta honorable
Academia. Le siguió Doña Josefina Zoraida Vázquez en 1979, cuatro años más tarde. Diez
años después la Academia recibió en su seno a Ida Rodríguez Prampolini. A partir de
entonces, el lapso para recibir a mujeres como miembros de esta honorable Academia se
fue acortando. De los noventa del siglo pasado a la fecha siete reconocidas historiadoras,
historiadoras del arte, antropólogas o etnohistoriadoras han ocupado los sillones
respectivos. Seré la décimo primera mujer en merecer esta distinción. Don Miguel León
Portilla, haciendo alusión a ese asunto de género, al final del discurso que brindó para dar la
bienvenida a esta Academia a la Dra. Díaz y de Ovando, señaló lo siguiente:
esta Academia resulta ya bastante más simpática a nuestra protectora Clío. Mucho
esperamos de quien viene a enriquecernos con su capacidad y esfuerzo.
Seguramente otros rostros y corazones, también de maestras de la historia, habrán
de continuar la nueva tradición que hoy aquí se implanta.
Clementina Díaz y de Ovando, maestra y doctora en letras españolas por la Facultad de
Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, vivió 95 creativos
años, tres cuartas partes de los cuales los dedicó a los temas que le inquietaban y le
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ocuparon. Ya fueran éstos asociados con el arte y la literatura, con el análisis o la crítica de
los mismos, o bien con las instituciones y la ciencia, la mirada histórica en ellos fue su
constante preocupación. Bien aprendió de sus dos primeros ilustres mentores: Justino
Fernández y del maestro de éste, Manuel Toussaint, quienes le antecedieron como
miembros precisamente de esta Academia.
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y el cuarto de Tixtla, en el hoy estado de Guerrero. Todos ellos literatos, escritores en prosa
o en verso, periodistas unos, políticos y militantes otros. Pero eso sí, los cuatro liberales
consumados y confesos: Juan A. Mateos (Ciudad de México, 1831), Vicente Riva Palacio
(Ciudad de México, 1832), Ignacio Manuel Altamirano (Tixtla, 1834) y Juan Díaz
Covarrubias (Xalapa, 1837). Puso particular atención en dos de ellos.
Hacia fines de los cincuentas dio a conocer, en dos volúmenes, las obras completas
de ese liberal y romántico, periodista, poeta, ensayista y novelista que fue Díaz de
Covarrubias (Obras completas de Juan Díaz de Covarrubias, 1959). Con esa publicación,
además de inaugurar la colección Nueva Biblioteca Mexicana de nuestra Universidad
Nacional, se conmemoró el centenario de la fatídica y temprana muerte del autor.
Sobre Riva Palacio publicaría en 1979 la conocida antología (Vicente Riva Palacio.
Antología, 1979) dando cuenta de su vasta obra escrita que incluyó teatro, novela, ensayo y
cuento. En 1985 dio a conocer Vicente Riva Palacio y la identidad nacional, y nueve años
más tarde el libro titulado Un enigma de los ceros: Vicente Riva Palacio o Juan de Dios
Peza (1994); este último basado en la polémica obra del propio Riva Palacio titulada
precisamente Los ceros, en la que vertió controvertidas semblanzas sobre personajes de la
época. A Don Vicente, precisamente, dedicó su discurso de ingreso a esta Academia en un
texto que más que escrito fue “bordado”, como decimos coloquialmente, por Doña
Clementina, y llevó como título La novela histórica de México.
Ha quedado claro que la Dra. Díaz y de Ovando tuvo tres pasiones históricas: una
institucional que fue la Universidad Nacional y otra temporal que fue el siglo XIX. Su
tercera pasión histórica, como ella misma lo confesó, fue la novela histórica representada
en la figura y obra del “escritor y soldado”, “gran liberal”, “historiador y político” al que
distinguió “su gran sentido del humor”, Vicente Riva Palacio. Sobre esas tres pasiones, por
ellas, para ellas investigó, enseñó y difundió generosamente todo aquello que logró
averiguar, identificar, analizar.
Las ricas fuentes hemerográficas fueron su vehículo. Del trabajo constante en ellas,
de su cariño por México y nacionalismo acendrado surgieron publicaciones como Crónica
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de una quimera. Una inversión norteamericana en 1879 (1989) y Memoria de un debate
(1880): la postura de México frente al patrimonio arqueológico nacional (1990).
A esta vasta obra se suman los múltiples artículos, ensayos, prólogos, ediciones,
reseñas y notas bibliográficas que publicó tanto en México como en el extranjero.
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aquéllos asociados con amenazas naturales, han tenido productos positivos y fructíferos, es
decir, secuelas fecundas.
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vez más detallada de la presencia de estas amenazas así como de sus efectos e impactos y
de las respuestas sociales asociadas a ellos.
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Archivo General de Indias como del Archivo General de Centroamérica. Acrecentadas con
numerosas fuentes bibliográficas, hemerográficas e iconográficas que, incorporadas a los
ricos pero incompletos catálogos sísmicos existentes, tales como los elaborados en el siglo
XIX por José Guadalupe Romero (1861), Juan Orozco y Berra (1887-1888, cuyo
parentesco con Manuel Orozco y Berra no ha sido identificado) y Manuel Martínez Gracida
(1890), permitieron conformar el Catálogo sísmico más completo existente hasta la fecha,
elaborado con un numeroso equipo coordinado por Gerardo Suárez Reynoso y quien esto
escribe, y publicado en 1996 bajo el título de Los sismos en la historia de México.
Las sociedades asentadas en zonas sísmicas han intentado dar explicación al origen de esos
fenómenos geológicos. Desde mitos y leyendas hasta explicaciones científicas que se han
modificado conforme avanza el conocimiento geofísico, las causas de su ocurrencia han
sido motivo de preocupación y atención.
Aristóteles, en los Meteorológicos, lanzó su propia teoría a partir de las críticas a las
elaboradas por Pitágoras, Anaxímenes y Demócrito en los siglos anteriores al que le tocó
vivir. Su visión organicista influida por su maestro Platón, lo llevó a considerar que al
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interior de la tierra existe un fuego permanente que da lugar a un soplo o pneuma y a
exhalaciones que, al desplazarse, provocan los temblores. Esta explicación se mantuvo por
muchos siglos, desde los clásicos que después de él dieron atención al tema como
Teofrasto, Estrabón y Epicuro en los siglos III y II AC hasta Lucrecio quien, en el siglo I
AC, la enriqueció al agregar la existencia de cavernas en el interior de la tierra cuyo
desplome provocaba movimientos de tierra. La física estoica, a través de Séneca (siglo I
AC), adoptó la teoría aristotélica, enfatizando el papel que jugaba otro de los cuatro
elementos básicos, el aire que, encerrado en esas cavernas subterráneas, al calentarse y no
encontrar salida provocaba los temblores.
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Las alusiones y reflexiones expresas alrededor de su origen se iniciaron a partir de
la invasión española. Tres textos dan cuenta de estas preocupaciones a lo largo del siglo
XVI. Se trata de los escritos por una tríada de españoles que, por diferentes motivos e
intereses y en momentos distintos, vivieron en la Nueva España. El oidor y visitador Tomás
López Medel (1520-1582) en su obra titulada De los tres elementos. Tratado sobre la
Naturaleza y el Hombre del Nuevo Mundo (ca. 1570), el jesuita y naturalista José de Acosta
reconocido como uno de los primeros antropólogos en su Historia natural y moral de las
Indias (1590) y el preclaro médico también jesuita Juan de Cárdenas, en su Primera Parte
de los Problemas y Secretos Maravillosos de las Indias (1591). Los tres, si bien con un
nivel de profundidad desigual, trataron el asunto relativo al origen de los temblores
manteniéndose en la línea entonces en boga.
López Medel, quien llegó a las Indias a los 29 años y estuvo 12 más tanto en Nueva
España como en Guatemala y Colombia, en el capítulo quinto de su obra titulado “En que
se trata de los aires y vientos de las Indias y especialmente de los huracanes y terremotos”,
aceptaba que las causas y principios de los temblores son los mismos en todos lados. Sin
embargo, identificó que en las Indias se manifestaban de dos maneras y, por tanto,
representaban dos tipos: los “generales” y los “particulares”. Con base en esa tipología
consideró que son estos últimos los que ocurrían en Guatemala y México, ya que en éstos
las costas son más porosas y cavernosas que al interior del continente.
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con aquella violencia para salir”. La correlación entre agua y mayor frecuencia sísmica
llevó a Acosta a explicar por qué la ciudad de México era tan propensa a los temblores.
Por último el doctor Cárdenas (1563-1609), natural de Andalucía, fue de los tres el
que más joven llegó a Nueva España (a los 14 años) y el único que murió en estas tierras.
En el capítulo XVI de su obra titulado “Por qué causa sucede en las indias temblar tan a
menudo la tierra”, a este notable médico y naturalista le inquietó en particular identificar
por qué en unas regiones temblaba con mayor frecuencia que en otras. Llegó a la
conclusión de que son las “tierras marítimas” las más propensas a generar sismos cuya
causa, sumada a la propuesta por la teoría aristotélica, era que recibían
bastante calor por parte del sol, el cual […] penetra hasta el propio abismo de la
indiana tierra, a levantar los sobredichos vapores o exhalaciones que son los que
hacen estremecer la tierra […] porque como el centro de esta occidental tierra es
cavernoso y lleno de agua [ésta] se evapora […] hasta reventar y respirar por alguna
parte.
Para esclarecer su postura, presentó un símil con una experiencia culinaria cotidiana. Decía
que ocurre lo mismo con “un huevo o una castaña cuando con el calor del fuego se
engendra vapor [y con] la humedad que dentro de sí tiene […] este [vapor] hace reventar la
cáscara”; terminaba aclarando que tal reventazón no ocurriría “si los poros de la misma
cáscara estuvieran abiertos”. Para Cárdenas éste fue uno de los que él calificara de
“secretos maravillosos” que encontró en las Indias. Durante los años que vivió en ellas le
tocó tanto experimentar en la Nueva España como escuchar sobre la ocurrencia de
temblores en otras latitudes, y averiguar lo posible sobre ellos. En sus escritos destaca uno
que califica de “terribilísimo” en Chile, el de 1582 en Arequipa, el del 9 de julio de 1586 en
Ciudad de los Reyes y, al año siguiente, otro más sentido en Quito.
De hecho, en los 50 años que pasaron mientras estos tres activos pensadores
estuvieron en las Indias, tan sólo en la Nueva España se experimentaron alrededor de 20
temblores fuertes, tanto en la ciudad y Valle de México como en Puebla y Oaxaca, Colima,
Michoacán y Jalisco o en Chiapas donde se reportaron en 1545 y en 1591. Fueron estos
eventos los que influyeron en las reflexiones sobre el origen de los temblores que los tres
autores mencionados expresaron en sus obras.
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Llama la atención que este terceto de pensadores no hicieran alusión al origen
divino de este tipo de amenazas. Así como Lucrecio en el siglo I AC, o sea 17 siglos antes,
mencionó explícitamente (en el Libro VI de De la Natura de las cosas) que fenómenos de
la naturaleza como vientos, tempestades, truenos, relámpagos o terremotos han sido
“falsamente atribuidos por los hombres a los dioses […] porque la ignorancia de las causas
[conduce] a atribuir al imperio de los dioses las cosas […] y creen que por el poder divino
suceden”, de la misma manera López Medel, Acosta y Cárdenas buscaban afanosamente en
causas naturales el origen de dichos fenómenos. El jesuita Acosta, al mencionar el temblor
de 1586 en Ciudad de los Reyes capital del Virreinato del Perú, lejos de atribuirle un origen
divino mencionó que “fue gran misericordia del Señor, prevenir la gente con un ruido
grande que sintieron algún poco antes del temblor”. En suma lo que nos quiso decir este
ilustre etnólogo es que los temblores tienen un origen natural, pero dios es misericordioso y
por ello avisa a sus fieles para que actúen en consecuencia.
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para medir su duración. Al partir de considerar que todo lo que existe y se muestra por
medio de la naturaleza constituye una manifestación divina, resulta evidente que la
conciliación entre religión y razón resultaba casi imposible. De esta manera, para que
reflexiones como las de los tres eruditos mencionados prosperaran, era necesario un campo
fértil que se presentó hacia mediados del siglo XVIII, tanto en Europa como en Nueva
España y otros territorios al occidente del mar Atlántico. Daremos cuenta de la presencia de
este campo fértil a partir de la revisión de tres casos que se presentaron, en plena
Ilustración, en un terceto de importantes capitales de la época ubicadas a uno y otro lado
del Atlántico.
A lo largo de las décadas que bordearon la mitad del siglo XVIII se sucedió ese trío
sísmico. Con el ocurrido en la ciudad de México a las seis y media de la mañana del 4 de
abril de 1768 y su precursor el día anterior, registrados también en Guadalajara, Puebla,
Oaxaca y en el sur de México, en el actual estado de Guerrero, se derribaron muros y
bóvedas, se obstruyeron cañerías y atarjeas, se dañaron casas y puentes que fueron
reportados detalladamente en autos de la junta de policía, hoy resguardados en el Archivo
Histórico de la Ciudad de México en el espléndido ramo titulado “Historia. Temblores”.
Por su parte, los de Lima (28 de octubre de 1746 a las 10 y media de la noche) y Lisboa (1º
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de noviembre de 1755 a las 9:40 de la mañana), estuvieron asociados con maremoto. En el
caso del sucedido en la capital portuguesa, fue seguido de un incendio. Dichos terremotos
prácticamente destruyeron ambas capitales sumando más de mil muertos en Lima, cuya
población total era de alrededor de 60 mil. En Lisboa la suma superó los 10 mil fallecidos
de unos 275 mil que albergaba entonces la ciudad que, por su tamaño, ocupaba el cuarto
lugar en Europa. Se ha estimado la magnitud de esos dos últimos temblores entre 8.5 y 9
grados en la escala de Richter. Se trató así de eventos desastrosos que marcaron un hito, no
sólo al dar pie a la observación minuciosa propia de los científicos ilustrados para continuar
y abundar en las reflexiones relacionadas con sus naturales causas y la descripción cada vez
más acuciosa del fenómeno mismo, sino particularmente con relación a las polémicas
suscitadas en torno a la calificación del acontecimiento teniendo en cuenta los efectos
destructivos provocados.
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extranjeros residentes por entonces en Lisboa. Se titula 1755. Testimonios Británicos
(1755. Testemunhos Britânicos).
Esos terremotos han sido semilla fértil para numerosos estudios posteriores a partir
de investigaciones cuidadosas realizadas por historiadores y antropólogos, algunos
especialmente brillantes como los de Anthony Oliver-Smith, Charles Walker y Pablo
Emilio Pérez-Mallaína para el caso Lima-Callao. Más abundantes aún han sido los que se
han generado por especialistas de las ciencias sociales y humanas para el caso de la capital
portuguesa. La lista es larga. Un ejemplo representativo son aquéllos que se presentaron y
publicaron en la conmemoración del 250 aniversario de ese temblor, entre los que se
cuentan The Lisbon Earthquake of 1755: Representations and Reactions (2005) y la
extensa y diversa compilación titulada O terremoto de 1755. Impactos Históricos (2007).
El estudio de los temblores fue una de tantas coincidencias que tuvieron Velázquez
de León y José Antonio Alzate y Ramírez. Este último los trató a mayor profundidad
específicamente en sus “Observaciones físicas sobre el terremoto acaecido el cuatro de abril
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del presente año”, que aparecieron en el recién inaugurado Diario literario el 26 de abril de
1768 y, posteriormente, en su “Descripción topográfica de México” que se publicaría en las
Gacetas de literatura de México en 1789. Alzate, nacido cinco años más tarde que
Velázquez de León, también en el actual Estado de México, conocedor de las obras de
ilustrados europeos que trataron estos temas como Benito Feijoo y el Conde Buffon
(Georges Louis Leclerc), y en ocasiones incluso en abierta contradicción con ellos, además
de describir prolijamente este sismo, tanto el tipo de movimiento y su dirección como su
duración, se pronunció por la teoría de la existencia del fuego interior que provoca el
calentamiento, fermentación e inflamación de las materias subterráneas. Llegó incluso a
distinguir dos tipos de sismos a partir de considerar su expansión y efectos, así como al
tratar de determinar lo que hoy se conoce como el epicentro de un temblor. Con base en sus
observaciones y reflexiones, desechó la teoría del origen eléctrico de los temblores que
defendían Feijoo y otros para explicar la propagación de las ondas sísmicas a grandes
distancias. También llegó a cuestionar algunas ideas del naturalista francés en asuntos
relacionados con la formación de las montañas, para lo cual Alzate se basó en sus
investigaciones sobre el Ajusco.
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Del origen divino al origen natural y social de los desastres: temblores paradigmáticos
y la construcción social de riesgos
¿Cómo influyeron estas reflexiones ilustradas para cuestionar el origen divino de los sismos
y reconocer, no sólo su origen natural como fenómenos, sino particularmente los
componentes sociales que provocan desastres? Regresemos de nuevo a los tres casos
mencionados.
El abogado, político, filósofo y más tarde novelista Pablo de Olavide y Jáuregui (1725-
1803), limeño de nacimiento, quien fuera oidor de la Audiencia de Lima y le tocara vivir el
sismo de 1746 e incluso participar en la reconstrucción de la ciudad, narró en su novela
Teresa o el Terremoto de Lima, de manera profusa, lo acontecido ese 28 de octubre. Lo
haría años más tarde, después de haber trabado amistad durante su exilio en Francia con
enciclopedistas e ilustrados como Diderot, D´Alambert y el propio Voltaire. La clara visión
racionalista lo llevó a considerar que los desastres no reflejaban un castigo divino, sino que
eran producto de fenómenos naturales ante cuya presencia era posible actuar en
consecuencia. La siguiente frase da cuenta de lo anterior: “Cuando, en una numerosa
población, cada uno se ocupa en reparar sus pérdidas, los vestigios suyos pueden subsistir
todavía por mucho tiempo; pero no tarda en establecerse una especie de orden, y se
reproducen los recursos a cada instante. Fue lo que sucedió en éste muy memorable
terremoto.”
Casi al final de sus “Observaciones físicas sobre el terremoto acaecido el cuatro de abril del
presente año”, Alzate definió claramente su posición con respecto a la génesis de los sismos
en palabras que difícilmente pudieran haberse expresado en otro contexto. Dijo así:
“Muchas personas tendrán a impiedad el ver que asigno causa física al terremoto, a los que
advierto reconozcan primero las obras del Sr. Benedicto XIV [donde] reconocerán [que] sí
hay terremotos naturales”, y añadió “los terremotos no siempre son castigo de los pueblos
[…] los temblores de tierra no tienen conexión necesaria con nuestras culpas”. Alzate ya no
estaba solo en estas afirmaciones. Era parte de un contexto particular en el que se buscaba
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la consistencia entre fe y razón, un entorno que paulatinamente se alejaba de la idea
providencialista de los temblores y de su asociación con el castigo divino a la humanidad
pecadora, paradigmas a los que se sumaban las observaciones y los análisis concienzudos
de la naturaleza que tanto inquietaron a este criollo ilustrado.
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Leibniz. Era evidente que se trataba de denostar el posteriormente calificado de “cándido
optimismo” de Leibniz. Con la idea de argumentar al respecto, Kant escribió su ensayo
titulado “Observaciones sobre el optimismo”, defendiendo el sistema de Leibniz sobre el
mejor de los mundos posibles.
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“Todo está bien”, dicen ustedes, y “todo es necesario”
¿Qué, el universo entero, sin ese infernal abismo,
Sin engullir Lisboa, hubiese estado peor?
Y termina diciendo:
Un día todo estará bien, he allí nuestra esperanza.
Hoy todo está bien, he allí la quimera.
Los sabios me engañaban, y sólo Dios tiene razón.
Con postulados como los anteriores, las tesis leibnizianas estaban cada vez más
cuestionadas. Su apología al optimismo filosófico se había trastocado a raíz del terremoto
de Lisboa y los posteriores debates suscitados por el mismo. La publicación de Kant en ese
mismo 1759 de sus “Observaciones sobre el optimismo” fue lo último que el filósofo
alemán escribiera al respecto, con postulados que él mismo rechazaría más tarde.
Voltaire dio a conocer su Poema incluso antes de que se publicara, lo cual ocurrió al
año siguiente, en 1756. La inmediata reacción del “ciudadano de Ginebra”, como solía
firmar sus cartas Rousseau, apareció en la que, fechada el 18 de agosto de ese año, recibió
Voltaire en septiembre. Su contenido resulta verdaderamente paradigmático, no tanto en
términos de la discusión filosófica que estaba en el fondo de esa carta, sino como detonador
de una mirada alternativa en el estudio del riesgo y de los desastres. Vayamos primero a la
carta para después proseguir con esta última idea.
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Empezó Rousseau dirigiéndose a Voltaire, como siempre respetuosamente y
declarándole su admiración y cariño con frases como “todos mis amigos conocen el amor
que profeso a vuestros escritos […] os amo como a un hermano y os honro como a un
maestro”. Pero no por ello dejó de manifestar su profunda diferencia con lo que el Poema
afirmaba en contra del optimismo y de la máxima “todo está bien”. Decía Rousseau:
reprocháis a Pope y a Leibniz el insultar a nuestros males, al sostener que todo está
bien [...] dais en creer que me tranquiliza mucho el probarme que todo está mal […]
No os confundáis, señor, ocurre todo lo contrario de cuanto os proponéis. Ese
optimismo que vos encontráis tan cruel, me consuela.
Voltaire le respondería tres años más tarde con la publicación del provocativo y mordaz
Cándido, lo cual evidenció que Rousseau no logró su propósito.
Empezó su razonamiento afirmando que “la mayor parte de nuestros males físicos
son obra nuestra”. Lo que pretendía Rousseau con esa aseveración era reforzar sus
argumentos relacionados con la bondad divina, con el optimismo y, para ello, descargar la
responsabilidad en los seres humanos. Los elementos que sumó para ello constituyeron la
“piedra de toque” que ha sustentado perspectivas alternativas en el estudio contemporáneo
del riesgo y de los desastres. Como dijera Ángel Palerm, Rousseau representó la apertura
hacia los nuevos tiempos.
Veamos los siguientes dos párrafos con los que el filósofo ginebrino continuó su
misiva a Voltaire:
Convendréis, por ejemplo, en que la naturaleza no había agrupado allí veinte mil
casas de seis a siete pisos, así como que, si los habitantes de esta gran ciudad
hubiesen estado más dispersos y alojados de otro modo, el estrago podría haber sido
menor y acaso nulo. Todos hubieran huido ante el primer temblor de tierra y se les
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hubiera visto al día siguiente a veinte leguas de allí, tan alegres como si nada
hubiera pasado...
Y termina diciendo “¿Cuánta gente desafortunada pereció en ese desastre por haber
regresado a sus casas, unos para recuperar sus ropas, otros sus papeles y otros su dinero?”
¿Qué es lo que nos dice a los estudiosos del riesgo y del desastre desde la óptica de
las ciencias sociales y humanas? Que los desastres no son naturales, que tienen una base
social, que se construyen socialmente. Que los desastres son el resultado de procesos en los
que el riesgo y la vulnerabilidad juegan el papel determinante. Que sismo y desastre no son
sinónimos. Que temblor y desastre no deberían ser sinónimos.
Las afirmaciones de Alzate y Voltaire, más relacionadas con refutar el origen divino
de los temblores y procurar la búsqueda de sus orígenes en la naturaleza a partir de los
acontecimientos que les tocó vivir y experimentar, pero particularmente las cortas pero
contundentes aseveraciones de Rousseau sobre la naturaleza social de los desastres,
marcaron una ruta que tuvo que esperar muchos años más para que la academia la retomara,
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reconociéndola, analizándola y atendiéndola al admitir el origen social de los desastres y de
la acuñación, definición y utilización de conceptos clave como vulnerabilidad social,
construcción social de riesgos y percepción del riesgo.
El estudio histórico del riesgo y de los desastres, echando mano de las herramientas
teóricas y metodológicas de la antropología, ha permitido concebirlos como procesos, en la
larga duración, sin “estacionarse” en el evento exclusivamente, como advertía Fernand
Braudel. De otra manera resultaría imposible entender y explicar su desarrollo, su
evolución, el proceso que está detrás y en el que intervienen factores tanto sociales como
físicos. Los desastres, que no las amenazas naturales, tienen una base social, se construyen
socialmente. Constituyen el resultado de procesos en los que juegan un papel decisivo tanto
el riesgo como la vulnerabilidad social que es diferencial y que se acumula en el tiempo y
en el espacio. Para constatar lo anterior, he ahí la vasta información que hemos compilado
sobre sismos, pero también sobre huracanes, granizadas, inundaciones o sequías ocurridas
en México a lo largo de los últimos cinco siglos.
Secuelas fecundas
Después de este largo recorrido en el que hemos revisado, volando diría yo, los principales
cambios en la concepción sobre el origen de los desastres y de los temblores en particular,
desde la antigüedad hasta el periodo ilustrado novohispano, quisiera terminar este ensayo
con unas breves notas sobre la importancia de recuperar esta memoria en aras de que el
hombre se haga responsable de su destino.
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compartidos, presentes en especial al sur del planeta. El denominador común que nos ha
guiado se alimenta, en gran parte, en el pozo profundo de las ideas del iluminismo que
hemos revisado aquí, teniendo como base fáctica nuestras realidades diversas y cambiantes.
Se trata de un leitmotiv que se basa en la afirmación de que los desastres no son naturales.
Las amenazas y los eventos de la naturaleza no se transforman en desastrosos por la
presencia de fenómenos de origen natural, sino por la intervención de la sociedad. A esto lo
llamamos la construcción social del riesgo de desastre. Lo hemos desarrollado como
concepto analítico y también como instrumento, para intentar incidir en el diseño de
políticas para la prevención de los desastres. En ello estamos trabajando en varias partes del
mundo, dando cuenta de las secuelas fecundas que el estudio histórico de los desastres
puede brindar a la humanidad.
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RESPUESTA A LA PONENCIA DE INGRESO DE LA DOCTORA VIRGINIA GARCÍA ACOSTA A LA
ACADEMIA MEXICANA DE LA HISTORIA.
ANDRÉS LIRA GONZÁLEZ
Nos congratulamos al contar entre nosotros, como académica de número, a Virginia García
Acosta. Su visión de los hechos enriquece la posibilidad de del conocimiento, predispone a una
actitud positiva, a la colaboración en las tareas de la investigación y a la generosa entrega de
resultados. Esa visión y esa actitud han guiado su carrara como investigadora y como dirigente
institucional.
Virginia García Acosta Nació en la ciudad de Chihuahua en 1952. Estudió la licenciatura y la
maestría en antropología social en la Universidad Iberoamericana bajo la guía de buenos
maestros, entre quienes destaca Ángel Palerm, formador de numerosas promociones de
antropólogos que han enriquecido la visión de las sociedades que vivieron y viven en nuestro país.
Obtuvo el doctorado en historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional
Autónoma de México de México en1995. La secuela de esos estudios y grados cubre un lapso de
veinticinco años, años de intenso trabajo –que no ha cesado‐ y en los que hay un proceso de
madurez y definición vocacional en que se advierte el compromiso con las actualidades históricas
de las que han resultado los temas y formas de su trabajo intelectual e institucional.
En 1970 inició los estudios de licenciatura y en 1973 y 1974 se desempeñó como ayudante
de investigación en el proyecto colectivo “Procesos políticos y económicos en Los Altos de Jalisco”,
del que salieron interesantes monografías. Entre éstas, la tesis que presentó para obtener el grado
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de licenciada en antropología social en 1975, cuya versión como libro se publicó bajo el título La
organización del trabajo artesanal en Arandas Jalisco (Universidad de Guadalajara, 2001). Durante
sus estudios de maestría se advierte el camino a la investigación histórica. Colaboró en un
proyecto sobre la historia de la industria harinera y panificadora en México en los siglos XVIII y XIX,
del que resultó la tesis que defendió en 1986, y que como libro apareció en 1989, Las panaderías,
sus dueños y trabajadores en la ciudad de México. Ciudad de México. Siglo XVIII. Finalmente, por lo
que hace a los grados académicos, tenemos una tesis defendida en 1995, “Análisis histórico‐social
de los sismos en México. Desastres y sociedad en las épocas prehispánica y colonial”, que bajo
otro título y previas las correcciones de rigor fue publicado como tomo II de una ambiciosa obra
colectiva que sigue su curso (Los sismos en la historia de México. Tomo II:El análisis social. FCE‐
CIESAS‐UNAM, 2001). Como podemos advertir, en esas obras hay un camino que va de la
antropología social –la organización presente, en su momento, de la vida económica y social en
Los Altos de Jalisco‐ a la historia económica (Virginia trabajó el problema de los alimentos, desde
su producción, transporte, acopio y elaboración en los siglos XVIII y XIX), para llegar a la historia de
los desastres naturales y su dimensión social, esto a partir de 1985, como respuesta al llamado
insoslayable del gran desastre del 19 de septiembre de ese año. Todo un proyecto del que vemos
resultados publicados ya en 1987, se trata de un libro que cubre la época prehispánica y
novohispana (Y volvió a temblar. … Cronología de los sismos en México, de 1 pedernal a 1821,
publicado por el CIESAS) y que inicia una secuela que esperamos y deseamos que siga por mucho
tiempo. En ella figuran 23 libros, de los cuales 15 se refieren a los desastres, y 73 artículos y
capítulos, cuya mayoría, 43, tratan de dicho tema. Los más de estos trabajos son obra colectiva,
muestra de la labor constructiva que hemos apreciado en la parte concluyente del discurso que
ahora nos ha ofrecido. Lo cual no debe extrañarnos, pues como veremos, Virginia García Acosta ha
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hecho de la organización de proyectos de investigación y de la gestión y dirección institucional
medios propicios para la colaboración en el medio nacional e internacional.
Ha enseñado en la Universidad Iberoamericana, lo hace en la institución que dirige
actualmente, el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS),
en diversas instituciones de nuestro país y del extranjero, al tiempo que se desempeña como
investigadora en proyectos como el que nos ha mostrado en su discurso. Ha dirigido y dirige tesis
de licenciatura, de maestría y doctorado en las disciplinas que cultiva, te todo lo cual hallamos
información puntual en el currículum que esta academia pone a disposición de los interesados, por
más que ya lo está en la página del CIESAS. En esa institución fue directora académica, de 1997 al
2000 y es actualmente directora general, cargo que desempaña desde 2004 y en el que cumple su
segundo periodo de cinco años, para el cual fue ratificada con el beneplácito de colegas
investigadores de los centros regionales que comprende en el país y de colegas de instituciones
de otros países de Europa, Asia y América, que han afirmado y establecido relaciones de
colaboración e intercambio durante su gestión.
“Desastres históricos y secuelas fecundas” es el título del discurso que le hemos escuchado. Nos
deja un grato sabor, una promesa de lo que esperamos habrá de entregar a la Academia Mexicana
de la Historia al contarla con la colaboración decidida de quien a partir de hoy ocupa el sillón que
dejó doña Clementina Díaz y de Ovando. En ese recorrido por la visión de los desastres históricos,
Virginia García Acosta pondera el ánimo de entendimiento y el afán de explicación de personajes
de diversas épocas, notablemente de autores del siglo XVI y personajes del XVIII, entre estos se
dioel desencuentro de visiones optimistas y pesimistas o, mejor dicho, escépticas. Sobre el
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discurso no hay que agregar, lo disfrutamos aprendiendo y aquí está y estará a disposición de
todos en las Memorias y en la página de la Academia.
Quisiera detenerme, sin embargo, en la cuestión religiosa, una dimensión que habrá que
tener presente en todas las sociedades y particularmente en la nuestra. Fue la Iglesia católica la
que organizó el territorio política y administrativamente en los dominios españoles de América.
Definió también posibilidades y límites el conocimiento como institución rectora de la vida
espiritual y, por lo dicho, la vida económica material en muchos sentidos. Pero si eso es cierto,
también lo es que la Iglesia como sociedad comprensiva de una comunidad concebida como eso,
como iglesia, como unidad inseparable de fieles, ministros del culto y grey atendida y vigilada por
sus ministros (recordemos que en los dominios españoles no eran admitidos quienes no
profesaran la fe católica apostólica romana), en los estratos y en los tiempos de esa sociedad hubo
diversidad, no de religión, pues esto era imposible, pero sí de religiosidades, de formas concretas
en materia de prácticas de prácticas devotas y afanes de conocimiento y de explicación del mundo
para personas de estado y calidades diferentes.
Digo esto porque, como hemos visto, Virginia García Acosta nos trae a cuento al padre
Joseph de Acosta y al doctor Juan de Cárdenas, quienes procuran una visión racional, una
explicación natural –inmanente, digamos‐ de los temblores, algo que parece no cuadrar con su
ambiente prendado del temor de Dios y, consecuentemente, de una actitud o disposición del
ánimo y del pensamiento temerosa de los sismos, concebidos éstos como castigo de Dios. Virginia
nos recuerda no sólo esa creencia e ideas del momento, sino también la presencia del Tribunal de
la Santa Inquisiciónatento a todo aviso de incredulidad o audacia heterodoxa.
Lo cierto es que había realidades para calidades y estados en aquella sociedad. Hombres
de letras divinas y humanas, como lo fueron el jesuita Acosta y el médico Cárdenas, a los que
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había que agregar otros (Bartolomé de las Casas y Gonzalo Fernández de Oviedo, para mencionar
a dos ilustres precursores de aquellos), pues todos discurrieron ampliamente sobre la historia
natural –es decir, sobre los reinos mineral, vegetal y animal‐‐ de estas tierras y sobre la historia
moral, es decir la de los hombres que aquí encontraron los europeos, pues humanos, al fin y al
cabo, eran los habitantes originarios de Las Indias. En ellos se hallaban las esencias divinas como
que eran creación de Dios a su imagen y semejanza, esto es, tenían razón y voluntad (libre
albedrío), manifiesto en las costumbres y formas de vida, cuyo grado de bondad y de aceptación
para el mundo cristiano era discutible, pero en todo caso posible, y dada su calidad de seres
racionales y volitivos no podían quedar fuera de la historia que el Creador había previsto y
permitido en su infinita sabiduría y en su infinito poder; una historia en la que también había
mostrado su infinita bondad, proveyendo del medio de redención para la salvación de las almas.
Esta fue una cuestión implícita y también, en el caso de Bartolomé de las Casas, explicita
para los hombres de letras de aquella época. Pudieron así ocuparse con tranquilidad del mundo
natural y del mundo moral manteniendo la calma del espíritu. De ello trató Edmundo O’Gormanen
estudios magistrales sobre Fernández de Oviedo, Acosta y Las Casas. La religión es una dimensión
esencial en la obra de O’Gorman y a ella habrá que acudir para dar cuenta de las explicaciones que
de la naturaleza y de los hombres dieron aquellos avezados hombres de letras intrigados por el
orden natural y, sobre todo, por el orden moral del Nuevo Mundo.
Evidentemente, en el mundo de los mortales comunes y corrientes el temor a los
desastres llevó a explicarlos como castigo de Dios y a tratar de evitarlos por la súplica y las
prácticas devotas, procurando intercesores próximos, santos venerados en espacios cercanos. Un
ambiente de milagrería responde a ese temor. Nuestro siglo XVII y de lo que éste hallamos en el
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siglo XVIII, para no hablar del XIX y del XX, no debe extrañarnos en un país de temblores, de
inundaciones y sequías.
También, claro, está la visión científica, que por racional que sea, no quita ni pone, por sí
misma, desenlaces optimistas o pesimistas. El desenlace optimista es propio de quienes
haciéndose cargo de los hechos con los elementos de la información y de la reflexión metódica
precisas, buscan secuelas fecundas, constructivas, aún en la destrucción misma. Y esto es lo que
Virginia García Acosta ha sabido ver y va logrando en su labor de historiadora de los desastres
naturales. Incluso –y con esto termino‐ lo ha logrado en procesos que se nos ofrecen como
inevitables, verdaderos desastres de tracto sucesivo. Tal es el caso de las imposiciones
burocráticas en la vida académica. Al enfrentarlos asumiéndolos como un costo de la vida social y
política, Virginia García Acosta ha hecho de esas exigencias ocasión para mostrar y reforzar los
logros de la institución que dirige, destacando la participación y los méritos de quienes ahí
trabajan, abriendo así posibilidad de relaciones más allá y más acá de las formalidades.
Bienvenida Virginia a la Academia Mexicana de la Historia. Procuraremos juntos
resultados, secuencias fecundas en nuestras labores.
Andrés Lira
3‐VIII‐2013
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