Love">
James Rufus Agee, Una Muerte en La Familia
James Rufus Agee, Una Muerte en La Familia
James Rufus Agee, Una Muerte en La Familia
ebookelo.com - Página 2
James Agee
ebookelo.com - Página 3
Título original: A death in the family
James Agee, 2007
Traducción: Carmen Criado Fernández
ebookelo.com - Página 4
Una nota sobre este libro
James Agee murió repentinamente el 16 de mayo de 1955. Esta novela, en la cual
había trabajado durante muchos años, se presenta aquí exactamente tal y como él la
escribió. No ha sido reescrita y nada se ha eliminado en ella, exceptuando unos
cuantos pasajes del primer borrador que el autor reelaboró después detalladamente y
un fragmento de unas siete páginas que los editores no lograron encajar
satisfactoriamente en el cuerpo de la obra.
Agee había finalizado Una muerte en la familia antes de su muerte y el único
problema de los editores consistía en insertar en el relato varias escenas ajenas al
lapso temporal en que éste se desarrolla. Finalmente se decidió imprimirlas en cursiva
y colocarlas al final de la primera y segunda partes. Parecía presuntuoso tratar de
adivinar dónde podría haberlas incluido el autor. De este modo se obviaba también la
necesidad de componer un material de transición. Se ha añadido el breve pasaje
titulado «Knoxville, verano de 1915», que hace las veces de prólogo. No formaba
parte del manuscrito que dejó Agee, pero, indudablemente, los editores le habrían
instado a incluirlo en la redacción final.
Es imposible adivinar hasta qué punto él habría pulido o reescrito la novela, ya
que era un escritor meticuloso e incansable. Sin embargo, en opinión de sus editores,
Una muerte en la familia es una obra de arte casi perfecta. El título, como el resto de
la obra, corresponde a James Agee.
ebookelo.com - Página 5
Knoxville: verano de 1915
Hablamos ahora de las tardes de verano en Knoxville, Tennessee, en la época en
que yo vivía allí, tan perfectamente disfrazado de niño ante mí mismo. Era aquél un
bloque un poco mezclado, básicamente de clase media baja con una o dos
excepciones en uno y otro lados. Las casas estaban en consonancia: edificios de
madera de tamaño mediano, graciosamente decorados con grecas y construidos a
fines del siglo diecinueve y principios del veinte, con pequeños jardines delante y a
los lados y otro más espacioso detrás, con árboles en los jardines y con porches. Los
árboles eran de madera blanda: chopos, tuliperos y álamos de Virginia. Una o dos
casas estaban rodeadas de vallas pero, por lo general, los jardines se solapaban, con
sólo aquí o allá algún seto que no prosperaba gran cosa. Había pocas amistades
entre los adultos y no eran lo bastante pobres como para que existiera entre ellos
otro tipo de relación más íntima, pero todos se saludaban con la cabeza, se hablaban
y hasta charlaban a veces, brevemente, acerca de cosas triviales en los dos extremos
de lo general o lo particular, y los vecinos más próximos conversaban habitualmente
un buen rato cuando coincidían, a pesar de que nunca se visitaban. Muchos de los
hombres eran pequeños comerciantes, uno o dos eran directivos muy modestos, uno o
dos trabajaban con las manos, la mayor parte eran simples oficinistas y casi todos
tenían entre treinta y cuarenta y cinco años de edad.
Pero es de esas tardes de lo que hablo.
La cena era a las seis, y a las seis y media había terminado. Para cuando los
padres y los niños salían, la luz del sol brillaba aún suavemente y con un lustre
opaco, como el interior de una concha, y los faroles de acetileno que se alzaban en
las esquinas estaban encendidos en la luz del atardecer, y los grillos cantaban, y las
luciérnagas ya habían salido, y unas cuantas ranas saltaban pesadamente sobre la
hierba húmeda. Primero los niños corrían desenfrenados gritando los nombres por
los que se conocían; luego, sin prisa, salían los padres con sus tirantes cruzados y la
camisa sin cuello, de forma que el suyo propio parecía largo y avergonzado. Las
madres seguían en la cocina fregando y secando, guardando los cacharros, cruzando
y volviendo a cruzar sus pasos sin huella como los eternos viajes de las abejas y
midiendo el cacao para el desayuno. Cuando salían se habían quitado el delantal, y
tenían la falda mojada, y se sentaban silenciosamente en las mecedoras de los
porches.
No es de los juegos a los que jugaban los niños en aquellas tardes de lo que
quiero hablar ahora, sino de una atmósfera que se creaba al mismo tiempo y que
poco tenía que ver con ellos: la de los padres de familia, cada uno en su propio
espacio de césped, con su camisa pálida como un pez bajo aquella luz no natural y
su rostro casi anónimo, regando su jardín. Las mangueras se acoplaban a las espitas
que sobresalían de los cimientos de ladrillo de las casas. Las lanzas se ajustaban de
diversas maneras, pero generalmente de forma que arrojaran un largo y dulce
ebookelo.com - Página 6
surtidor de agua pulverizada, la boquilla mojada en la mano y el agua goteando a lo
largo del antebrazo derecho y el puño arremangado y trazando un cono de curva
baja y larga con un sonido delicado. Primero, un ruido enloquecido y violento en la
boquilla, luego el sonido todavía irregular del ajuste, después el acomodo a un flujo
regular y a un tono tan perfectamente afinado con respecto al tamaño y al estilo de la
corriente como un violín. Tantas calidades de sonido procedentes de una sola
manguera; tantas diferencias corales en las distintas mangueras al alcance del oído.
A partir de cada una de ellas el silencio casi completo del fluir del agua, el breve
arco trazado por las gotas separadas, silencioso como el aliento contenido, y un
único ruido, el agradable sonido que causaba cada goterón al caer sobre las hojas y
sobre la hierba castigada. Eso, y el intenso siseo que acompañaba a la intensa
corriente; eso, y la intensidad que se hacía no menos sino más tranquila y delicada
con cada giro de la lanza hasta llegar a un suave susurro cuando el agua no era sino
una amplia campana formada por una película de agua. Sin embargo, en su mayoría
las mangueras se ajustaban de una forma muy semejante, alcanzando un compromiso
entre la distancia y la dulzura del rocío (y sin duda había una sensibilidad artística
tras este compromiso, y un deleite profundo y tranquilo, demasiado real para
reconocerse a sí mismo), y los sonidos, por lo tanto, se ajustaban a un tono muy
parecido, punteados por el resoplido del arranque de una nueva manguera,
adornados por un hombre que jugueteaba con la lanza, haciendo sentir un vacío,
como el que siente Dios cuando muere un gorrión, cuando sólo uno de ellos desistía,
diferentes, aunque semejantes, todos ellos y todos ellos sonando al unísono. Estas
dulces y pálidas corrientes arrastran consigo a la luz del atardecer su palidez y sus
voces, las madres que mandan callar a sus hijos, el silencio prolongado
artificialmente, los hombres, tranquilos y silenciosos, encerrados como caracoles en
la quietud de aquello en que cada uno se ocupa individualmente, el orinar de unos
niños enormes en posición vagamente militar frente a una pared invisible, felices y
sosegados, saboreando la mezquina bondad de su vida como saborean en la boca la
reciente cena, mientras las cigarras prolongan el sonido de las mangueras en una
clave mucho más alta y aguda. El ruido que hacen las cigarras es seco, y no parece
el resultado de una fricción o de una vibración, sino que surge de ellas como surge
un aliento inextinguible a través de un pequeño orificio. Nunca se oye una sola, sino
la ilusión de que son al menos un millar. El sonido que cada una produce se ajusta a
un registro clásico respecto al cual ninguna se desvía más de dos tonos completos; y,
sin embargo, nos parece oír cada cigarra como distinta del resto, y hay una
pulsación larga y lenta en ese sonido como el arco apenas definido de un puente
largo y alto. Están en cada árbol, de forma que el ruido parece llegar al tiempo de
todas partes y de ninguna, de todo el cielo nacarado, estremeciendo tu carne y
atormentando tus tímpanos, el más audaz de todos los ruidos nocturnos. Y sin
embargo, es habitual en las noches de verano, y pertenece a esa gran categoría de
sonidos a la que corresponden el ruido del mar y el de su nieta precoz, la sangre,
ebookelo.com - Página 7
aquellos que sólo nos damos cuenta que oímos cuando nos sorprendemos
escuchándolos. Mientras tanto, desde allá abajo en la oscuridad, justo más allá del
horizonte oscilante de las mangueras, transmitiendo siempre la sensación de la
hierba humedecida por el rocío y su fuerte olor de un verde negruzco, surgen los
ruidos regulares, aunque espaciados, de las cigarras, cada uno de ellos un sonido
dulce, argentino y frío formado por tres notas como si alguien pasara uno a uno tres
eslabones iguales de una pequeña cadena.
Pero ahora los hombres, uno por uno, han silenciado sus mangueras y las han
escurrido y enrollado. Ahora sólo quedan dos, ahora uno, y sólo ves una camisa
fantasmagórica con ligas en las mangas y el grave misterio de un rostro tan apacible
como la cara levantada de una res que se pregunta acerca de tu presencia en una
oscura pradera; y ahora él también se ha ido y ha llegado esa hora del atardecer en
que todos se sientan en el porche meciéndose tranquilamente, y hablando
tranquilamente, y mirando la calle y cómo se elevan en la esfera de su propiedad los
árboles, los refugios para pájaros y los cobertizos. Pasa gente; pasan cosas. Un
caballo tirando de una calesa y quebrando su hueca música de hierro sobre el
asfalto; un automóvil ruidoso; un automóvil callado; parejas que andan sin prisa,
arrastrando los pies, balanceando el peso de sus cuerpos estivales, hablando
despreocupadamente mientras flota sobre ellas un sabor de vainilla, de fresa, de
cartón y de leche, y, sobre ellos, la imagen de amantes y jinetes completada con
payasos en un ámbar sin matices. Un tranvía eleva su quejido de hierro, se detiene,
suena la campanilla, y arranca entre estertores, despertando y elevando de nuevo su
quejido de hierro, y sus ventanillas doradas y sus asientos de paja pasan, y pasan, y
pasan, deslizándose ante los ojos de todos, mientras una pálida chispa maldice y
crepita sobre él como un espíritu maligno decidido a seguir sus huellas; arrecia el
sonido de su quejido de hierro conforme acelera; arrecia aún más, se apaga; se
detiene, se oye débilmente el sonido estridente de la campanilla; arrecia de nuevo, se
apaga, se va apagando, el sonido va arreciando, arrecia, se apaga, se desvanece
ignorado, olvidado. Ahora la noche es un rocío azul.
Ahora la noche es un rocío azul; mi padre ha escurrido y ha enrollado la
manguera.
Allá abajo, a lo largo del césped de los jardines, alienta un fuego que se extingue.
Satisfecho, plateado, como un destello de luz, cada grillo repite una y otra vez su
comentario sobre la húmeda hierba.
Un sapo frío chapotea con fuerza.
En las húmedas sombras de los jardines laterales, unos niños casi enfermos de
alegría y de miedo observan cómo un poste de teléfonos va quedando indefenso.
En torno a la luz blanca de los faroles de las esquinas, insectos de todos los
tamaños se elevan como sistemas solares, elípticos. Unos cuantos de caparazón duro,
agresores, se magullan; uno de ellos ha caído boca arriba y agita sus patas en el
aire.
ebookelo.com - Página 8
Los padres, en los porches, se mecen y se mecen. De las húmedas guirnaldas
cuelgan los rostros antiguos de los dondiegos.
El ruido seco y exaltado de las cigarras, que llena el aire entero, hechiza mis
tímpanos.
Sobre la hierba húmeda del jardín trasero, mi padre y mi madre han extendido
cobertores. Todos nos echamos en ellos, mi madre, mi padre, mi tío, mi tía, y yo
también. Primero nos sentamos, después uno de nosotros se tiende, y luego todos nos
tendemos, boca abajo o de lado, mientras ellos siguen hablando. No dicen mucho, y
su charla es tranquila, sobre nada en especial, sobre absolutamente nada en
especial, sobre nada. Las estrellas son grandes y están vivas; cada una de ellas es
como una sonrisa muy dulce y parecen estar muy cerca. Todos mis parientes tienen
cuerpos más grandes que el mío, son tranquilos y sus voces son amables y carecen de
sentido, como las de los pájaros dormidos. Uno de ellos es pintor y vive en casa.
Otra es música y vive en casa. Otra es mi madre, que es buena conmigo. Otro es mi
padre, que es bueno conmigo. Por azar están todos aquí, en esta tierra; y quién
podrá describir nunca la tristeza que produce estar tendido en ella un atardecer de
verano, sobre cobertores, sobre la hierba y rodeado de ruidos nocturnos. Que Dios
bendiga a los míos, a mi tío, a mi tía, a mi madre, a mi pobre padre. Recuérdalos, oh,
con amor en sus momentos de dificultad y en la hora de su partida.
Al poco rato me llevan a la cama. El sueño, dulce sonrisa, me atrae a su seno; y
los que tan plácidamente me tratan me reciben como alguien familiar y querido en
esta casa, pero nunca, ah, no, ni ahora ni nunca, nunca me dirán quién soy.
ebookelo.com - Página 9
PRIMERA PARTE
ebookelo.com - Página 10
Capítulo 1
Aquella noche durante la cena, como tantas otras veces, dijo su padre:
—¿Y si fuéramos al cine?
—¡Oh, Jay! —dijo su madre—. ¡Ese horrible hombrecillo!
—¿Qué tiene de malo? —preguntó su padre, no porque no supiera lo que iba a
decir, sino para que lo dijera.
—¡Es tan desgradable! —dijo ella, como siempre—. ¡Tan vulgar! ¡Con ese
bastón tan desagradable, levantando faldas y todo tipo de cosas, y con esos andares
tan desagradables!
Su padre se echó a reír, como siempre, y Rufus pensó que aquello se había
convertido en una broma vacía, pero, como siempre, la risa le alegró; sentía que reír
le unía a su padre.
Rodeados de una claridad nacarada, fueron andando al centro, hasta el Majestic,
y, a la luz de la pantalla, encontraron sus asientos en medio de un estimulante olor a
tabaco rancio, a sudor maloliente, a perfume y a calzoncillos sucios mientras el piano
tocaba una música rápida y los caballos al galope levantaban una grandiosa bandera
de polvo. Y ahí estaba William S. Hart con sus dos revólveres lanzando llamaradas, y
su alargada cara de caballo, y su boca grande y dura, y el paisaje se alejaba tras él tan
ancho como el mundo. Después hacía un gesto tímido a una chica, y su caballo
levantaba el belfo superior, y todos reían, y luego llenaban la pantalla una ciudad y la
acera de una bocacalle y una larga fila de palmeras, y aparecía Charlie. Todos se
echaron a reír en el momento en que le vieron andar con las rodillas separadas y las
puntas de los pies hacia fuera, como si estuviera escocido; el padre de Rufus se rió y
Rufus se rió también. Esta vez Charlie robaba una bolsa de huevos, y un policía
venía, y él los escondía en el fondillo de sus pantalones. Luego veía a una mujer muy
guapa, y comenzaba a andar con las rodillas dobladas, y a hacer girar su bastón y a
poner caras tontas. Ella erguía la cabeza y se alejaba con la barbilla muy alta,
frunciendo todo lo que podía los labios pintados de un color oscuro, y él la seguía
afanosamente haciendo con su bastón todo tipo de cosas que hacían reír a la gente,
pero ella no le hacía caso. Finalmente la mujer se detenía en una esquina para esperar
un tranvía, de espaldas a él y haciendo como si no existiera, y después de tratar de
atraer su atención, sin conseguirlo, Charlie se volvía hacia el público, se encogía de
hombros y hacía como si fuera ella la que no existiera. Pero después de golpear el
suelo con el pie un ratito fingiendo que no le importaba, volvía a interesarse por ella,
y con una sonrisa encantadora tocaba el ala de su sombrero hongo; entonces ella se
erguía aún más, levantaba la cabeza de nuevo y todos se reían. Luego él iba de un
lado a otro detrás de ella, sin dejar de mirarla y doblando las rodillas mientras andaba
sin hacer ningún ruido, y todos se reían de nuevo; después, con un movimiento
rápido, cogía el bastón por el extremo recto y, con el extremo curvado, le levantaba la
falda hasta la rodilla, exactamente de ese modo que tanto disgustaba a mamá y
ebookelo.com - Página 11
mirando ávidamente sus piernas, y todos se reían estrepitosamente; pero ella hacía
como si no hubiera notado nada. Luego él hacía girar su bastón y de pronto se ponía
en cuclillas, se subía los pantalones, y de nuevo le levantaba la falda para que
pudiéramos ver las bragas que llevaba, que tenían casi tantos volantes como los
bordes de los visillos, y todos volvían a reír a carcajadas, y entonces ella se daba la
vuelta furiosa y le daba un empujón en el pecho, y él se caía sentado con las piernas
rígidas dándose un golpe que por fuerza tenía que dolerle, y todos se reían de nuevo a
carcajadas; y entonces ella se alejaba altiva por la calle olvidándose del tranvía,
«hecha un basilisco», como decía su padre con regocijo; y allí quedaba Charlie,
sentado en la acera, y por su expresión, como de asco y disgusto, veías que de pronto
se acababa de acordar de los huevos, y en ese momento tú también te acordabas de
ellos. La expresión de su cara, con el labio fruncido dejando ver los dientes y su
sonrisita de asco, te hacía experimentar la sensación que esos huevos rotos debían de
producir en los fondillos, una sensación tan rara y tan horrible como la que sintió él
ese día en que llevaba aquel traje blanco de piqué, cuando aquello le resbaló a lo
largo de las perneras manchando el pantalón y los calcetines y tuvo que volver a casa
de ese modo mientras la gente le miraba. El padre de Rufus se desternilló de risa
como todos los demás, y a Rufus le dio lástima de Charlie por haberse encontrado
hacía poco en un trance similar, pero la capacidad de contagio de la risa fue
demasiado para él y se echó a reír también. Y luego aún fue más divertido cuando
Charlie se levantó de la acera con mucho cuidado, con esa sonrisa de asco aún más
pronunciada en la cara, y se puso el bastón bajo el brazo, y comenzó a pellizcarse los
pantalones, por delante y por detrás, con mucho cuidado y con los meñiques
levantados, como si estuvieran demasiado sucios para tocarlos, apartando de la piel la
tela pegajosa. Luego se llevó la mano a la espalda, y sacó la bolsa llena de huevos
rotos, y la abrió, y miró en su interior; y sacó un huevo roto y separó con asco las dos
mitades de la cáscara dejando que la yema resbalara de la una a la otra, y luego lo
soltó con un gesto de disgusto. Después volvió a mirar al interior y sacó un huevo
entero, con la cáscara pegajosa por la yema que la recubría, y lo limpió frotándolo
cuidadosamente en la manga, y lo miró, y lo envolvió en su pañuelo sucio y se lo
guardó cuidadosamente en el bolsillo del pecho de su chaqueta. Luego se sacó el
bastón de debajo de la axila, lo empuñó de nuevo y, dirigiendo una mirada final a
todos, aún con su sonrisa de asco pero alegre al mismo tiempo, se encogió de
hombros, se volvió de espaldas, echó hacia atrás con sus zapatones, como un perro,
las cáscaras rotas y la bolsa pegajosa, se volvió a mirar aquel revoltijo (todos se
rieron de nuevo cuando lo hizo) y comenzó a alejarse inclinando mucho el bastón con
cada paso y separando más que nunca las rodillas dobladas, pellizcándose
constantemente el fondillo de los pantalones con la mano izquierda, sacudiendo
primero un pie y luego el otro, rebuscando a fondo una vez en sus pantalones,
parándose después para sacudirse entero como un perro mojado y echando a andar
otra vez, mientras, en la pantalla, se cerraba en torno a su figura un repentino círculo
ebookelo.com - Página 12
de oscuridad; luego, el pianista tocó otra canción y vinieron los anuncios fijos en
color. Se quedaron a ver el comienzo de la película de William S. Hart para
asegurarse de por qué había matado al hombre que llevaba aquel chaleco tan elegante
—tal como habían supuesto, por la cara entre asustada y complacida de la chica
después del suceso, el hombre la había ofendido y había estafado a su padre—, y
entonces el padre de Rufus dijo: «Creo que fue aquí donde llegamos», pero vieron
cómo Hart volvía a matar al hombre y luego salieron.
Había anochecido totalmente, pero aún era temprano; la calle Gay estaba llena de
rostros absortos; muchos de los escaparates seguían encendidos. Figuras de escayola,
en posturas elegantes, vestían rígidamente ropas nuevas intocables; hasta un niño
había, con pantalón corto recto, las rodillas al aire y calcetines largos, evidentemente
un mariquita, pero llevaba una gorra y no un gorro como un bebé. Todo el interior de
Rufus se revolvió al ver la gorra. Miró a su padre, pero éste no se dio cuenta; su cara
reflejaba el buen humor de la memoria de Charlie. Al recordar la negativa del año
anterior, aunque en ese caso había procedido de su madre, Rufus tuvo miedo de
hablar de ello. A su padre no le importaría, pero ella no quería que llevara gorra
todavía. Si ahora se la pedía a su padre, éste diría que no, que con Charlie Chaplin era
suficiente. Miró las caras absortas que se adelantaban las unas a las otras y las
grandes letras luminosas de los letreros: «Sterchi’s», «Georges». Ahora puedo leerlos,
pensó. Hasta puedo decir «Sturkeys». Pero pensó que era mejor no decir nada;
recordó cómo su padre le había dicho «No te jactes» y cómo había permanecido
perplejo y como atontado en el colegio durante varios días a causa del tono severo de
su voz.
¿Qué significaba jactarse? Algo malo, sin duda.
Doblaron la esquina y entraron en una calle más oscura, donde los rostros, menos
frecuentes, parecían más secretos, y se adentraron en la extraña luz incierta de la
Plaza del Mercado. Estaba casi vacía a aquella hora, pero aquí y allá, a lo largo del
pavimento recorrido por regueros de orina de caballo, se veía una carreta y el débil
resplandor del fuego brillando a través de la lona blanca tensada sobre los aros de
nogal. Un hombre de rostro oscuro estaba apoyado en la blanca pared de ladrillos
royendo un nabo; los miró con ojos pálidos y tristes. Cuando el padre de Rufus
levantó la mano en un saludo silencioso, él levantó la suya, aunque menos, y el niño,
al volverse, vio cómo les seguía con su mirada triste y, de algún modo, peligrosa.
Pasaron junto a una carreta en la que ardía una luz baja de color naranja; yacía en ella
toda una familia, grandes y pequeños, en silencio, dormidos. En el extremo de una
carreta estaba sentada una mujer, su rostro apenas visible bajo el volante de su cofia,
a cuya sombra brillaban sus ojos oscuros como dos manchas de hollín. El padre de
Rufus desvió la mirada y se tocó ligeramente el ala de su sombrero de paja; y Rufus,
al volverse, la vio mirar al frente dulcemente con sus ojos muertos.
—Bueno —dijo su padre—, creo que voy a echar un trago.
A través de unas puertas batientes, entraron en una explosión de olores y sonidos.
ebookelo.com - Página 13
No había música: sólo la densidad de los cuerpos y el olor a bar de mercado, a
cerveza, a whisky y a cuerpos llegados del campo, a sal y a cuero; nada de bullicio,
sólo la quietud espesa de las conversaciones ahogadas. Rufus se quedó de pie,
mirando la luz reflejada en una escupidera mojada; oyó a su padre pedir un whisky y
supo que estaba mirando a lo largo de la barra por si conocía a alguien. Pero
raramente venía nadie desde un lugar tan lejano como el valle del río Powell, y Rufus
supo muy pronto que su padre, esa noche, no había encontrado a ningún conocido.
Levantó la mirada hacia él y vio cómo se inclinaba hacia atrás apurando la copa de un
solo trago con gesto señorial, y un momento después le oyó decir al hombre que tenía
al lado «Es mi hijo», y experimentó la calidez del amor. Enseguida sintió bajo sus
axilas las manos de su padre que le levantaban del suelo, le subían y le sentaban en la
barra, y se encontró mirando una larga fila de rostros rojizos barbados o con una
barba incipiente. Los ojos de los hombres que estaban más cerca de él se mostraron
interesados y amables; algunos sonrieron; los que estaban más lejos le miraron con
ojos impersonales e inquisitivos, pero incluso algunos de ellos esbozaron una sonrisa.
Con cierta timidez, pero seguro de que su padre se sentía orgulloso de él, y de que
caía bien a esos hombres y esos hombres le caían bien a él, les sonrió a su vez, y de
pronto muchos de ellos se echaron a reír. Su risa le desconcertó y durante un
momento dejó de sonreír; luego, al darse cuenta de que era una risa amable, sonrió de
nuevo, y otra vez ellos se echaron a reír. Su padre le sonrió. «Es mi hijo —dijo con
afecto—. Seis años y lee como no leía yo cuando le doblaba la edad».
Rufus notó un súbito vacío en su voz, y a todo lo largo de la barra, y también en
su propio corazón. Pero no dices cómo pelea, pensó. Cuando tu hijo es valiente, no te
jactas de su inteligencia. Sintió la angustia de la vergüenza, pero su padre no pareció
notarlo, excepto que, tan repentinamente como le había subido a la barra, le volvió a
bajar con suavidad. «Creo que voy a tomar otro whisky», dijo, y lo bebió más
despacio, y luego, con unos cuantos «buenas noches», salieron del local.
Su padre le ofreció un caramelo de menta, cortésmente, de hombre a hombre; él
lo aceptó dando a esa cortesía un sentido especial. Sellaba su acuerdo. Sólo una vez
su padre había considerado necesario decirle: «Yo en tu lugar no se lo diría a mamá»;
desde aquel momento había sabido que podía confiar en Rufus y Rufus le había
agradecido su callada confianza. Se alejaron de la Plaza del Mercado por una calle
oscura y casi vacía, chupando sus caramelos de menta, y el padre de Rufus pensó, sin
especial preocupación, que un caramelo no sería suficiente, que más le valdría esa
noche fingir que estaba muy cansado y volverse de espaldas en el momento en que se
acostaran.
El asilo de sordomudos estaba sordo y mudo, observó su padre en voz muy baja
como hacía siempre en esas noches, como con cuidado de no despertarlo; sus
ventanas destacaban negras sobre el ladrillo pálido como los ojos de la enfermera y el
edificio se alzaba profundo y silencioso entre las leves sombras de los árboles. Más
adelante, la avenida Asylum yacía desolada bajo las farolas. Tras el cierre metálico de
ebookelo.com - Página 14
una casa de empeños, un viejo sable reflejaba la luz de un farol y brillaba el vientre
de una mandolina. En una farmacia cerrada se alzaba una Venus de Milo con el
cuerpo dorado ceñido por tiras elásticas. Las vidrieras de colores de la estación del
ferrocarril de la línea Louisville & Nashville ardían como una mariposa exhausta y en
medio del viaducto se detuvieron para inhalar la ráfaga de humo de una locomotora
que pasaba por debajo; Rufus, allá arriba, con la carbonilla picándole en la cara, se
alegró de no temer ya ni aquella suspensión sobre las vías ni las potentes
locomotoras. Allá lejos, en la estación, una luz roja cambió a verde; un momento
después oyeron un clic electrizante. Eran las diez y siete minutos en el reloj de la
estación. Siguieron adelante, más lentamente que antes.
Si pudiera pelear, pensó Rufus. Si fuera valiente, él no se jactaría de cómo leo.
Jactarse. Naturalmente. «No te jactes». Eso era. Eso era lo que significaba. No te
jactes de que eres listo si no eres valiente. No tienes nada de qué jactarte. No te
jactes.
Las hojas tiernas de la avenida Forest temblaban contra los faroles de la calle
mientras ellos se acercaban a la esquina de su calle.
Había allí un solar vacío, en parte de tierra desnuda y en parte cubierto de malas
hierbas, que se elevaba un poco sobre la acera. A poca distancia de ésta había un
árbol de tamaño mediano y, tan cerca de él como para quedar a su sombra durante el
día, un afloramiento de piedra caliza que parecía un gran bulto de ropa sucia. Si te
sentabas en cierto lugar, el tronco del árbol tapaba la luz del farol que quedaba a una
manzana de distancia y todo parecía muy oscuro. Cada vez que iban al centro y
volvían a casa ya de noche, comenzaban a andar más despacio aproximadamente
desde la mitad del viaducto, y cuando se acercaban a esa esquina caminaban aún más
lentamente aunque con decisión, se detenían un momento en el borde de la acera y
luego, sin hablar, se adentraban en el solar oscuro y se sentaban en la roca mirando la
cara abrupta de la colina y las luces del norte de Knoxville. En la profundidad del
valle, una locomotora tosió y se detuvo; se asentaron las largas cadenas que unían los
enganches y los vagones vacíos resonaron como tambores rotos. Un hombre avanzó
desde el extremo de la calle, andando ni deprisa ni despacio, y se detuvo sin volver la
cabeza y sin reparar en su presencia; le siguieron con la mirada hasta que dejaron de
verle y Rufus sintió, seguro de que su padre sentía lo mismo, que aunque aquel
hombre no causaba ningún mal con su presencia y que tenía tanto derecho como ellos
a estar allí, su regreso había quedado interrumpido desde el momento en que había
aparecido hasta que le habían perdido de vista. Una vez que desapareció,
experimentaron en su intimidad un placer mayor que antes; realmente se sintieron a
gusto en ella. Miraron a través de la oscuridad las luces del norte de Knoxville.
Sentían la presencia de las hojas silenciosas sobre sus cabezas, y las miraron, y
miraron a través de ellas. Entre las hojas miraron hacia las estrellas. Generalmente,
durante esas esperas nocturnas o pocos minutos antes de reemprender el camino, el
padre fumaba un cigarrillo entero, y cuando acababa, había llegado el momento de
ebookelo.com - Página 15
levantarse y seguir hacia casa. Pero esta vez no fumó. Hasta hacía poco, siempre
había dicho que Rufus estaba cansado cuando todavía se hallaban como a una
manzana de aquella esquina, pero últimamente no decía nada y el niño cayó en la
cuenta de que si se detenían era tanto por él como porque su padre lo deseaba.
Sencillamente no tenía prisa por llegar a casa, descubrió Rufus; y, lo que era mucho
más importante, estaba claro que le gustaba pasar esos pocos minutos con él.
Últimamente Rufus había llegado a sentir una especie de secreta expectación con
respecto a aquella esquina desde el momento en que terminaban de cruzar el
viaducto, y durante esos diez o veinte minutos que pasaban sentados en aquella roca
experimentaba una especial satisfacción, diferente de cualquier otra que hubiera
conocido hasta entonces. No podía plasmarla ni en palabras ni en ideas, ni conocía el
motivo que la provocaba; radicaba simplemente en todo lo que veía y sentía.
Radicaba, sobre todo, en saber que su padre sentía allí también una especial
satisfacción, diferente de cualquier otra, que la satisfacción que ambos
experimentaban era muy semejante, y que la del uno dependía de la del otro.
Raramente había advertido Rufus con claridad que su padre y él estuvieran
distanciados, y, sin embargo, tenían que haberlo estado, y él sin duda había tenido que
percatarse de ello, porque siempre, durante esos momentos de tranquilidad que
pasaban en la roca, parte de su completa satisfacción se debía al convencimiento de
que se habían reconciliado, de que realmente no había entre ellos división ni
distanciamiento, o que si lo había no podía ser muy profundo, y, en cualquier caso, no
podía significar mucho en comparación con esa unión tan firme y segura que se daba
entre ellos en ese lugar. Intuía que aunque su padre se encontraba bien en su hogar y
los quería a todos, sentía una soledad mayor que la que el amor de su familia podía
compensar, y que ese amor aumentaba incluso su soledad o le hacía más difícil no
experimentarla. Intuía que cuando estaban sentados allí su padre no se sentía solo; o
que si lo hacía, era capaz de llegar a avenirse con su soledad; que echaba de menos su
tierra, y que en aquella roca, aunque quizá le embargara esa nostalgia más que nunca,
se encontraba bien. Sabía que una parte importante de esa sensación se debía al hecho
de permanecer unos minutos fuera de casa, tranquilamente, en la oscuridad,
escuchando las hojas si se movían y mirando las estrellas; y que su presencia, la
presencia de Rufus, era totalmente indispensable para que ese bienestar se produjera.
Sabía que los dos sabían del bienestar del otro y lo que lo motivaba, y sabía hasta qué
punto cada uno de los dos dependía del otro, que para cada uno de ellos el otro era, en
este sentido, más importante que ningún otro, más que nadie o más que nada en el
mundo, y que lo mejor de su bienestar se debía a ese conocimiento que ni se
ocultaban ni se revelaban mutuamente. Sabía esas cosas con toda claridad, pero,
naturalmente, no de la forma en que solemos expresarlas con palabras. Ni en el
hombre ni en el niño existían palabras, ni siquiera ideas ni emociones, del tipo de las
sugeridas aquí. La conciencia de esas cosas les llegaba claramente a través de los
sentidos, la memoria, los sentimientos, la mera sensación que producía el lugar en
ebookelo.com - Página 16
que se detenían a cuatrocientos metros de casa, sobre una roca, bajo un árbol perdido
que había crecido en la ciudad, con los pies sobre una tierra no domesticada, mirando,
a través de la noche y por encima de las vías del ferrocarril del Sur, hacia el norte de
Knoxville y hacia los profundos pliegues de las colinas y el valle del río Powell,
mientras sobre ellos temblaban las luces del universo, que parecían tan cercanas, tan
íntimas, que cuando la brisa movía las hojas y sus cabellos, se diría que era el aliento,
el susurro de las estrellas. A veces, aquellas noches, su padre tarareaba y rompía el
tarareo con una palabra o dos, pero nunca completaba ni una parte de la canción
porque el silencio resultaba aún más placentero; a veces decía unas cuantas palabras
intrascendentes, pero nunca trataba de hablar mucho, ni de terminar lo que estaba
diciendo, ni de escuchar una respuesta, porque el silencio, de nuevo, era aún más
placentero. Rufus había notado que, en ocasiones, acariciaba la roca arrugada y
apretaba firmemente su mano contra ella, que apagaba el cigarrillo, y lo deshacía, y
esparcía el tabaco por el suelo cuando apenas había fumado la mitad. Pero esta vez
estaba más callado que de costumbre. Esta vez aflojaron el paso un poco antes de lo
habitual y caminaron hacia la esquina un poco más despacio, sin decir una palabra, y
dudaron antes de pasar de la acera a la tierra sólo por permitirse el lujo de la duda, y
se sentaron en la roca sin romper el silencio. Como de costumbre, el padre de Rufus
se había quitado el sombrero y lo había puesto sobre la rodilla doblada, y, como de
costumbre, Rufus le había imitado, pero esta vez su padre no lió un cigarrillo. Habían
esperado mientras el hombre pasaba y desaparecía, como si se hubiera entrometido en
su intimidad, y luego se habían relajado en el placer que ésta les proporcionaba; pero
esta vez el padre de Rufus no canturreó, ni dijo nada, ni siquiera tocó la roca con la
mano, sino que permaneció sentado con las manos colgando entre las rodillas
mirando hacia el norte de Knoxville mientras escuchaba el nervioso ensamblaje del
tren; y después de que reinara el silencio durante un tiempo, levantó la cabeza y miró
las hojas, y miró entre las hojas a las vastas estrellas, sin sonreír pero con los ojos
más calmados y más graves y la boca más fuerte y más quieta que Rufus le hubiera
visto jamás; y mientras miraba su rostro, Rufus sintió que la mano de su padre se
posaba, sin tanteos ni torpeza, en su cabeza desnuda, le acariciaba la frente, le
apartaba el pelo de ella y luego sostenía su nuca mientras él echaba hacia atrás la
cabeza contra la mano firme, y, en respuesta a esa presión, la mano apretaba su oreja
y su mejilla derechas, todo ese lado de su cabeza que después su padre atraía con
serenidad y con fuerza contra el áspero tejido que cubría su cuerpo, a través del cual
Rufus podía sentir su respiración en sus costillas; luego le soltó y Rufus se sentó
derecho mientras la mano reposaba firme sobre su hombro, y vio que los ojos de su
padre eran ahora aún más claros y más graves, y que las profundas arrugas que
rodeaban su boca se relajaban satisfechas; y miró hacia arriba, a lo que él
contemplaba tan fijamente, las hojas que respiraban en silencio y las estrellas que
latían como corazones. Oyó que su padre exhalaba un largo y profundo suspiro y
decía bruscamente: «Bueno…», y luego la mano le soltó y ambos se levantaron.
ebookelo.com - Página 17
Durante el resto del camino ni hablaron ni se cubrieron. Cuando casi se había
dormido, Rufus oyó una vez más el entrechocar de los vagones de los trenes de
mercancías, y, en la profundidad de la noche, el entrechocar de voces y de palabras
apagadas, «No: probablemente volveré antes de que se duerman», y luego el leve
crujido de unos pasos rápidos abajo. Pero para cuando oyó el crujido de los pasos y la
partida del Ford, estaba tan profundamente dormido que sólo le parecieron una parte
de su sueño, y a la mañana siguiente, cuando su madre les explicó por qué su padre
no desayunaba con ellos, hasta tal punto había olvidado aquellas palabras y aquellos
sonidos, que años después, al recordarlos, nunca pudo estar seguro de que no los
hubiera imaginado.
ebookelo.com - Página 18
Capítulo 2
Muy entrada la noche experimentaron la sensación, en su sueño, de estar siendo
aguijoneados como por un insecto persistente. Se revolvieron sus ánimos y
sacudieron manos impacientes, pero el causante del tormento no pudo ser
ahuyentado. Los dos se despertaron en el mismo instante. En el vestíbulo oscuro y
vacío, solitario, el teléfono chillaba estridente, triste como un niño abandonado y aún
más imperioso en su exigencia de ser acallado. Lo oyeron sonar una vez y no se
movieron mientras sus sensaciones cristalizaban en irritación, desafío y aceptación de
la derrota. Volvió a sonar y en ese momento ella exclamó: «¡Jay! ¡Los niños!», y él,
mientras gruñía «No te muevas», puso los pies, con un golpe seco, en el suelo. El
teléfono volvió a sonar. Él corrió en la oscuridad, descalzo, de puntillas, maldiciendo
entre dientes. Por mucho que trató de adelantarse a él, volvió a sonar justo cuando lo
alcanzó. Lo interrumpió en mitad de su grito y escuchó con satisfacción salvaje su
estertor agónico. Luego se llevó el auricular a la oreja.
—¿Sí? —dijo en tono amenazador—. Diga.
—¿Es la residencia de…?
—Diga, ¿quién es?
—¿Es la residencia de Jay Follet?
Otra voz dijo:
—Es él, telefonista. Déjeme hablar con él, es…
Era Ralph.
—¿Diga? —dijo él—. ¿Ralph?
—Un momento, por favor, su interlocutor no está conec…
—¿Jay?
—¿Ralph? Sí. Hola. ¿Qué pasa?
Porque había algo raro en su voz. Seguro que está borracho, pensó.
—¿Jay? ¿Me oyes bien? Digo que si me oyes bien, Jay.
Y suena como si estuviera llorando.
—Sí, te oigo. ¿Qué pasa?
Padre, pensó de repente. Seguro que se trata de padre; y pensó en su padre y en su
madre y le inundó una oscuridad triste y fría.
—Se trata de padre, Jay —dijo Ralph con una voz tan descompuesta por las
lágrimas que su hermano apartó un poco el teléfono, contraída la boca en una mueca
de disgusto—. Sé que no tengo derecho a despertarte a estas horas, pero también sé
que nunca me perdonarías si…
—Basta, Ralph —dijo—. Déjalo y dime qué pasa.
—Sólo cumplo con mi deber, Jay. Por Dios todopoderoso que…
—Está bien, Ralph —dijo él—, te agradezco que hayas llamado. Ahora dime qué
le pasa a padre.
—Acabo de llegar, Jay, en este mismo momento. He venido a casa corriendo sólo
ebookelo.com - Página 19
para llamarte… Claro que volveré allí enseguida, tú…
—Escucha, Ralph. Escúchame. ¿Me oyes? —Ralph estaba en silencio—. ¿Ha
muerto o vive?
—¿Padre?
Jay empezó a decir «Sí, padre», con una rabia tensa, pero oyó que Ralph
comenzaba de nuevo. No puede evitarlo, pensó, y esperó.
—Pues, no, no ha muerto —dijo Ralph, desinflado.
La oscuridad que inundaba a Jay se disipó considerablemente. Escuchó con
frialdad cómo Ralph recomponía sus sentimientos. Finalmente, con la voz
adecuadamente temblorosa, Ralph dijo:
—¡Pero, Dios mío, esto parece el final, Jay!
—Debería ir, ¿verdad?
Comenzó a preguntarse si Ralph estaría lo bastante sobrio como para que pudiera
confiar en él; Ralph le oyó e interpretó erróneamente la duda que había en su voz.
Habló con dignidad:
—Naturalmente, sólo tú puedes decidirlo, Jay. Sé que a padre y a todos nosotros
nos parecería muy raro que su hijo mayor, el que siempre ha considerado el más…
Esa nueva entonación y ese nuevo rumbo desconcertaron a Jay por un momento.
Luego comprendió lo que insinuaba Ralph, lo que había interpretado erróneamente y
supuesto acerca de él, y se alegró de no hallarse donde pudiera golpearle. Le cortó.
—Un momento, Ralph, espera un momento. Si padre está tan mal, sabes muy
bien que iré, así que no me vengas con ésas…
Pero, disgustado consigo mismo, se dio cuenta de la poca importancia que tenía
discutir ese asunto con él y añadió:
—Escucha, Ralph, y no quiero reñirte, sólo escúchame bien. ¿Me oyes? —Los
pies y los brazos se le estaban quedando fríos. Calentó un pie poniendo el otro
encima—. ¿Me oyes?
—Te oigo, Jay.
—Ralph, entiéndelo bien. No quiero reñirte, pero me parece que has estado
bebiendo. Ahora…
—Yo…
—Espera. Me importa un comino que estés sobrio o no. La cuestión es ésta,
Ralph. Cuando uno está borracho, y lo sé porque a mí me pasa, tiende a exagerar…
—¿Crees que te estoy mintiendo? Tú…
—Cállate, Ralph. Sé que no mientes. Pero cuando uno está bebido puede hacerse
una idea exagerada de la gravedad de un asunto. Piensa un momento. Piénsalo bien.
Y recuerda que nadie va a pensar mal de ti por cambiar de opinión o por haber
llamado. ¿Hasta qué punto está enfermo realmente, Ralph?
—Naturalmente, si no quieres creerme…
—¡Piensa, maldita sea!
Ralph guardó silencio. Jay cambió los pies de posición poniendo encima del otro
ebookelo.com - Página 20
el que tenía debajo. De pronto se dio cuenta de lo estúpido que había sido al tratar de
conseguir que Ralph hiciera algo sensato.
—Escucha, Ralph —dijo—. Sé que no habrías telefoneado de no haber pensado
que se trataba de algo grave. ¿Está Sally ahí?
—Sí, claro. Está…
—Déjame hablar con ella un momento, ¿quieres?
—Ya te he dicho que está en casa.
—Y, naturalmente, madre está con él.
—Claro, Jay, nunca se apartaría de su lado. Madre…
—Y ha ido el médico, supongo.
—Sigue con él. O seguía cuando yo me fui.
—¿Qué ha dicho?
Ralph dudó. No quería estropear su historia.
—Dice que tiene alguna posibilidad, Jay.
Por la forma en que lo dijo, Jay sospechó que el médico había dicho «bastantes
posibilidades».
Estaba a punto de preguntar si había dicho alguna posibilidad o bastantes
posibilidades cuando de pronto se sintió más disgustado consigo mismo, por discutir
sobre aquello, que con Ralph. Además, tenía los pies tan fríos que empezaban a
picarle.
—Mira, Ralph —dijo en un tono de voz diferente—. Estoy hablando demasiado.
Yo…
—Sí, creo que ya casi han pasado los tres minutos, pero qué significan unos
cuantos…
—Escucha. Voy para allá. Creo que llegaré hacia las… ¿qué hora es, lo sabes?
—Son las dos y treinta y siete, Jay. Sabía que…
—Creo que llegaré al amanecer. Dile a madre que voy para allá lo más deprisa
posible. Ralph. ¿Está consciente?
—A ratos. Ha estado diciendo tu nombre, Jay, casi me parte el corazón. Seguro
que dará gracias al cielo porque su hijo mayor, el que siempre ha considerado el
mejor, haya pensado que valía la pena ve…
—Basta, Ralph. ¿Quién demonios te crees que soy? Si recupera el conocimiento
dile que voy para allá. Ah, oye, Ralph…
—¿Sí?
Ya no quería decirlo. Pero lo dijo de todos modos.
—Sé que no tengo derecho a decirte esto, pero… trata de no beber tanto como
para que lo note madre. Toma un poco de café antes de volver, ¿eh? Café solo.
—Sí, claro, Jay, y no creas que me ofendo tan fácilmente. No quiero añadir una
más a sus preocupaciones, ni en este momento ni por nada del mundo. Ya lo sabes.
Así que, gracias, Jay. Gracias por llamarme la atención sobre eso. No me ofendo.
Gracias, Jay. Gracias.
ebookelo.com - Página 21
—De nada, Ralph. No hay de qué —añadió sintiéndose excesivamente crítico y
un poco disgustado de nuevo—. Voy para allá. Así que adiós.
—Dile a Mary lo que pasa, Jay. No quiero que piense mal de mí por llamar a…
—No te preocupes. Lo entenderá. Adiós, Ralph.
—Yo no te habría llamado, Jay, si…
—No te preocupes. Gracias por llamar. Adiós.
La voz de Ralph sonaba insatisfecha.
—Bueno, adiós —dijo.
Quiere mimos, pensó Jay. No se siente lo bastante valorado. Escuchó. Seguía al
otro lado del hilo. Al demonio, se dijo, y colgó. Llorica, pensó, y volvió al
dormitorio.
—Cielo santo —dijo Mary en voz baja—. Creí que nunca iba a parar de hablar.
—Bueno —dijo Jay—, supongo que no puede evitarlo.
Se sentó en la cama y buscó a tientas los calcetines.
—¿Se trata de tu padre, Jay?
—Sí —dijo él mientras se ponía un calcetín.
—Ah, vas para allá —dijo Mary, dándose cuenta de pronto de lo que él estaba
haciendo. Posó una mano sobre su hombro—. Entonces es que es muy grave, Jay —
dijo muy suavemente.
Él se abrochó la liga y puso una mano sobre la de ella.
—Sólo Dios lo sabe —dijo—. Con Ralph nunca se está seguro de nada, pero no
puedo permitirme el lujo de correr el riesgo.
—Claro que no —su mano se movió para darle unas palmadas; la de él se movió
con la suya—. ¿Le ha visto el médico? —preguntó con cautela.
—Dice que tiene alguna posibilidad, según Ralph.
—Eso puede querer decir muchas cosas. Quizá podrías esperar hasta mañana.
Quizá entonces te enteres de que está mejor. No es que yo quiera…
Como, para vergüenza suya, él se había estado haciendo esas mismas preguntas,
volvió a exasperarse de nuevo. Una idea cruzó su mente. A ti te es fácil decirlo. No se
trata de tu padre, y, además, siempre le has mirado por encima del hombro. Pero alejó
esa idea de su mente hasta tal punto que se censuró por haberla concebido, y dijo:
—Cariño, yo esperaría tanto como tú a ver qué nos dicen mañana. Puede que todo
sea una falsa alarma. Sé que Ralph pierde los nervios con facilidad. Pero no podemos
correr ese riesgo.
—Claro que no, Jay —se levantó de la cama con un gran revuelo.
—¿Qué vas a hacer?
—Tu desayuno —dijo ella al tiempo que encendía la luz—. ¡Dios mío! —dijo al
ver el reloj.
—No, Mary. Vuelve a la cama. Puedo tomar algo en la ciudad.
ebookelo.com - Página 22
—No digas tonterías —dijo ella mientras se ponía la bata apresuradamente.
—De verdad, será igual de fácil —dijo él.
Le gustaban los restaurantes que abrían por la noche y no había estado en ninguno
desde que había nacido Rufus. Se sentía ligeramente decepcionado. Pero, por encima
de todo, le conmovía la naturalidad con la que Mary se levantaba por él, ya
totalmente despierta.
—Eso ni pensarlo, Jay —dijo ella mientras se anudaba el cinturón de la bata. Se
puso las zapatillas y se dirigió a toda prisa hacia la cocina. Se volvió y añadió, como
en un aparte—: Trae tus zapatos a la cocina.
Mientras desaparecía, la miró preguntándose qué demonios habría querido decir
con eso, y de pronto le sacudió un resoplido de regocijo callado. Había dicho tan
seria, lo de los zapatos… Dios mío, las diez mil cosas insignificantes en que piensan
cada día las mujeres a causa de los niños. Ni siquiera las piensan, se dijo mientras se
ponía el otro calcetín. Es algo prácticamente automático. Como respirar.
Y la mayoría de las veces, pensó mientras se quitaba el pijama, tienen toda la
razón. Claro que están tan acostumbradas a hacerlo (comenzó a ponerse los
pantalones) que a veces exageran. Pero casi siempre, si lo piensas aunque sólo sea un
segundo antes de enfadarte (se abrochó la camiseta), lo que demuestran es un gran
sentido común.
Sacudió los pantalones. Una sombra acabó con ese momento de reflexión y
desenfado y se sintió un poco ridículo porque aún no estaba seguro de que hubiera
motivo alguno para la preocupación y mucho menos para la solemnidad. Ese Ralph,
se dijo mientras se subía los pantalones y se abrochaba el primer botón. Y
permaneció de pie un momento mirando la ventana, pulida por la luz, y el negro
azulado del exterior. La hora y la belleza de la noche le invadieron; oyó el tictac del
reloj, que sonó ajeno y misterioso como una rata en la pared. Experimentó una
profunda sensación de solemne aventura, hubiera o no motivo para la solemnidad.
Suspiró y pensó en los primeros recuerdos que guardaba de su padre: la nariz
aguileña, guapo, con el imponente ceño de su gran bigote negro. Desde muy pronto
había sabido que su padre era una especie de inútil sin que pretendiera serlo; la carga
que dejaba caer sobre su madre había enfurecido a Jay desde pequeño. Y, sin
embargo, no podía evitarlo; era por naturaleza tan alegre y tan profundamente
bondadoso que no podía dejar de quererle. Nunca había pretendido hacer daño. Sus
intenciones eran buenas. Esa idea enfurecía particularmente a Jay, e incluso en este
momento le venía a la cabeza acompañada de una cierta amargura. Pero ahora
reflexionó: pues bien, maldita sea, lo eran. Y su padre podía haberse aprovechado de
ello, pero nunca había tratado de hacerlo; que él supiera, su bondad nunca le había
beneficiado en nada. Tenía las mejores intenciones del mundo. Y durante un
momento, mientras miraba por la ventana, no tuvo ninguna imagen mental de su
padre, ni pensó en él, ni oyó el reloj. Sólo vio la ventana, suavemente iluminada en el
interior, y la oscuridad infinita que se apoyaba como el agua contra la superficie
ebookelo.com - Página 23
exterior, y la ventana ni siquiera era una ventana sino solamente una cosa
extraordinariamente vivida y sin sentido que por el momento ocupaba todo el
universo. Una sensación de enorme distancia se apoderó de él y se transformó en un
momento de turbación y tristeza insoportables.
Bueno, pensó, todos tenemos que partir en algún momento.
Luego la vida volvió a ocupar el centro de su atención.
Una camisa limpia, pensó.
Se desabrochó los primeros botones del pantalón, separó las rodillas y se acuclilló
ligeramente para sostenerlo. Qué tontería, reflexionó. Siempre tengo que hacer lo
mismo. (Metió el faldón de la camisa por dentro del pantalón y lo alisó; el faldón era
especialmente largo, y eso siempre, por alguna razón, le hacía sentirse
particularmente viril). Si me pusiera la camisa primero, no tendría que flexionar las
piernas de esa manera tan tonta. (Acabó de abotonarse la bragueta). Bueno (se puso
un tirante sobre el hombro derecho), la costumbre es la costumbre (se puso el otro
tirante sobre el hombro izquierdo y flexionó ligeramente las piernas para reajustar
todo).
Se sentó en la cama y alargó la mano para coger un zapato.
Oh.
Up.
Cogió los zapatos, una corbata, un cuello y los botones del cuello y salió de la
habitación. Vio la cama revuelta. Bueno, pensó, puedo hacer algo por ella. Dejó las
cosas en el suelo, alisó las sábanas y mulló a golpes las almohadas. Las sábanas
estaban aún calientes en el lado de Mary. Subió la colcha para conservar el calor y
luego abrió la cama unos centímetros para que invitara a meterse en ella. Le gustará,
pensó complacido con el aspecto que ofrecía. Recogió los zapatos, el cuello, la
corbata y los botones y se dirigió a la cocina, poniendo especial cuidado al pasar ante
la puerta del cuarto de los niños, que estaba ligeramente entornada.
ebookelo.com - Página 24
sino porque, ya que era necesario, quería hacerlo bien, y porque odiaba cortarse. En
esta ocasión, como tenía prisa, dirigió una mirada especialmente fría a su
protuberante barbilla antes de inclinarse hacia delante y dar comienzo al trabajo.
Pero, para su sorpresa, todo salió a las mil maravillas; incluso bajo los orificios de la
nariz y en el mentón tuvo menos problemas de lo habitual y no quedaron lugares sin
afeitar. Se sintió tan satisfecho que se aplicó unos toques de espuma en los pómulos y
se afeitó las pequeñas medias lunas de vello. Seguía sin tener nada que objetar.
Limpió el lavabo, tiró al váter los trocitos de papel higiénico llenos de jabón y pelos y
tiró de la cadena. ¿Voy?, se preguntó mientras el váter gorgoteaba. No. Alargó la
mano para coger los botones del cuello.
Cuando Mary vino a la puerta estaba haciéndose el nudo de la corbata con el
mentón estirado y ladeado, como siempre que llevaba a cabo esa operación, y con el
aspecto de un caballo impaciente.
—Jay —dijo ella con suavidad, frenada por su expresión—. No quiero meterte
prisa, pero se va a quedar frío.
—Enseguida salgo.
Colocó el nudo cuidadosamente sobre el botón mirando intensamente sus ojos
reflejados en el espejo, se hizo la raya con especial cuidado y se acercó presuroso a la
mesa de la cocina.
—¡Oh, cariño!
Allí estaban el beicon, y los huevos, y el café, todo listo, y Mary estaba
preparando tortitas.
—Tienes que comer, Jay. Aún hará fresco durante unas horas.
Hablaba, sin darse cuenta, como si estuviera en una iglesia o una biblioteca, a
causa de los niños dormidos y a causa de la hora de la noche.
—Amor mío.
Él le puso las manos sobre los hombros allí donde estaba, junto a la cocina. Ella
se volvió, con la mirada penetrante de la vigilia, y sonrió. Él la besó.
—Cómete los huevos —dijo ella—. Se están enfriando.
Él se sentó y empezó a comer. Ella volvió la tortita.
—¿Cuántas podrás comer? —preguntó.
—Pues, no sé —dijo él, tragando el huevo (no se habla con la boca llena) antes de
contestar. Aún no estaba lo bastante despierto como para tener mucha hambre, pero
estaba conmovido y decidido a dar cuenta de un desayuno abundante—. Haz sólo dos
o tres.
Ella cubrió la tortita para mantenerla caliente y vertió más masa en la plancha.
Él notó que había añadido a los huevos más pimienta de lo habitual.
—Están buenos —dijo.
Mary se alegró al oírlo. De una forma sólo a medias consciente, lo había hecho
así porque dentro de unas horas sin duda él volvería a comer en casa de los suyos. Por
la misma razón había hecho el café más fuerte que de costumbre. Y por la misma
ebookelo.com - Página 25
razón disfrutó quedándose de pie junto a la cocina mientras él comía, como hacían las
mujeres de la montaña.
—Está bueno el café —dijo él—. Esto ya es otra cosa.
Ella volvió la tortita. Pensó que debería hacer siempre dos cafeteras, una de la que
ella podría beber y otra tal como a él le gustaba, añadiendo agua y algo de café sin
tirar nunca los posos hasta que éstos llenaran del todo la cafetera. Pero no podría
aguantarlo; preferiría verle beber ácido sulfúrico.
—No te preocupes. —Le sonrió—. Yo nunca te haré el café exactamente como a
ti te gusta.
Él frunció el ceño.
—Ven a sentarte, cariño —dijo.
—Enseguida…
—Ven. Con dos será suficiente.
—¿Tú crees?
—Si no, yo haré la tercera. —La cogió de la mano y la atrajo hacia la silla—.
Siéntate aquí. —Ella se sentó—. ¿No quieres café?
—No podría dormir.
—Lo sé.
Se levantó y se acercó a la nevera.
—¿Qué estás…? Oh. No, Jay. Bueno. Gracias —dijo ella.
Porque antes de que pudiera impedírselo, él había vertido leche en un cacillo, y
ahora que lo ponía sobre el fuego supo que le gustaría tomarla.
—¿Quieres una tostada?
—No, gracias. La leche sola será perfecta.
Jay acabó de comerse los huevos. Ella se levantó a medias de la silla. Él la obligó
a sentarse poniéndole una mano sobre el hombro al tiempo que se levantaba. Trajo las
tortitas a la mesa.
—Seguro que ya están pastosas. Déjame…
Comenzó a levantarse de nuevo y de nuevo él le puso una mano en el hombro.
—No te muevas —dijo con fingida severidad—. Están bien. No pueden estar
mejor.
Untó la mantequilla, vertió la melaza, cortó las tortitas en líneas paralelas, las giró
con ayuda del cuchillo y el tenedor y las cortó en cuadrados.
—Hay más mantequilla —dijo ella.
—Tengo de sobra —dijo él pinchando cuatro trocitos de tortita y metiéndoselos
en la boca—. Gracias. —Los masticó, los tragó y pinchó cuatro trocitos más—.
Seguro que ya se ha calentado la leche —dijo dejando el tenedor sobre la mesa.
Pero esta vez ella se levantó antes de que él pudiera impedírselo.
—Come —le dijo.
Vertió la leche blanca y ligeramente humeante en una gruesa taza blanca y se
sentó, calentándose las manos en la taza mientras le miraba comer. A causa de lo
ebookelo.com - Página 26
extraño de la hora y de la brusca interrupción del sueño, de la necesidad de acción y
las pequeñas minucias que la interrumpían, de la gravedad de su viaje y de una
especie de excitación fatigada, a los dos se les hacía extrañamente difícil hablar,
aunque ambos lo deseaban especialmente. Jay se dio cuenta de que ella le miraba y la
miró a su vez, los ojos graves pero sonrientes, la mandíbula ocupada. Estaba saciado.
Pero terminaré esas tortitas, se dijo, aunque sea lo último que haga.
—No te atiborres, Jay —dijo ella después de un silencio.
—¿Qué?
—No comas más de lo que te apetezca.
Él había creído que su imitación de un buen apetito había sido perfecta.
—No te preocupes —dijo, mientras pinchaba un bocado más.
No le quedaba mucho para terminar. Cuando bajó la vista para comprobarlo, ella
le miró con ternura y no dijo nada más.
—Mmm —dijo él recostándose en el respaldo del asiento.
Ya no había nada que les impidiera mirarse, y sin embargo, por alguna razón, no
tenían nada que decir. No es que eso les molestara, pero ambos sintieron casi la
timidez del noviazgo. Cada uno miraba los ojos cansados del otro y sus ojos fatigados
brillaban sin que ninguna percepción llegara claramente a sus corazones.
—¿Qué quieres hacer el día de tu cumpleaños? —preguntó él.
—Oh, Jay. —La pregunta le había pillado por sorpresa—. Eres un encanto.
Pues… pues…
—Piénsatelo —dijo él—. Haremos lo que prefieras… mientras sea razonable,
claro —bromeó—. Yo me encargaré de que podamos hacerlo. Me refiero a los niños.
Los dos recordaron al mismo tiempo. Él dijo:
—Eso, claro, si todo sale como esperamos, allí en casa.
—Naturalmente, Jay. —Permaneció un momento con la mirada perdida—.
Esperemos que así sea —dijo con una voz extrañamente abstraída.
Él la miró. Esa mirada perdida que a veces veía en ella siempre le desconcertaba
y le inquietaba ligeramente. Las mujeres, supuso.
Ella volvió a este mundo y de nuevo se miraron. Naturalmente, reflexionaron
ambos, si no hay nada que decir no tenemos necesidad de decir nada.
Él aspiró lenta y profundamente y espiró el aire con lentitud.
—Bueno, Mary —dijo con su voz más tierna. Tomó su mano. Sonrieron
gravemente mientras cada uno pensaba en el padre enfermo y en el otro, y ambos
supieron en sus corazones, como antes habían sabido en su mente, que no había
necesidad de decir nada.
Se levantaron.
—Bueno, ¿dónde habré puesto…? ¡Ah! —dijo él, profundamente molesto—. El
chaleco y la chaqueta —dijo mientras se dirigía a la escalera.
—Espera —dijo ella adelantándole rápidamente—. No vayas a despertar a los
niños —susurró por encima del hombro.
ebookelo.com - Página 27
Mientras Mary subía, él entró en la sala, encendió una lámpara y cogió su pipa y
su tabaco. A aquella única luz que brillaba suavemente en la enorme quietud de la
noche, los pequeños objetos de la habitación parecían de un color bronce dorado y
curiosamente delicados. Se emocionó sin saber por qué.
Su casa.
Apagó la luz.
Ella tardaba en bajar; ha ido a ver si están bien tapados, pensó. Permaneció de pie
junto al fogón, mirando distraídamente el juego de los cuadrados blancos y negros del
linóleo. Se alegró de haberlo instalado finalmente. Y Mary había tenido razón.
Aquella sencilla combinación de blanco y negro quedaba mejor que los colores y los
dibujos complicados.
La oyó en la escalera. Naturalmente, lo primero que dijo al llegar fue:
—¿Sabes? He estado a punto de despertarles. Supongo que soy tonta, pero están
tan acostumbrados a… Me temo que van a llevarse una desilusión cuando vean que
no te has despedido de ellos.
—¿Despedirme? ¿De verdad?
No sabía bien si aquello le gustaba o le disgustaba. ¿Les estarían mimando
demasiado?
—Puede que me equivoque, claro.
—Sería una tontería despertarlos. Probablemente ya no podrías dormir el resto de
la noche.
Se abrochó el chaleco.
—En otras circunstancias no lo habría pensado, pero bueno —(se resistía a
recordárselo)—, si ocurre lo peor, Jay, podrías estar fuera más de lo que esperamos.
—Eso es verdad —dijo él gravemente. Este viaje repentino era tan incierto, tan
ambiguo, que a los dos les resultaba difícil hacerse una idea clara acerca de él. Volvió
a pensar en su padre.
—¿Crees que debería hacerlo?
—Deja que lo piense.
—No —dijo él lentamente—. Creo que no. No. Verás, en el peor de los casos
volveré para llevaros. Al entierro, quiero decir. Y, por lo general, estas cosas de
corazón se resuelven bastante pronto. En cualquier caso lo más seguro es que vuelva
mañana por la noche. Esta noche, quiero decir.
—Sí, claro. Sí.
—Verás. Diles, sin prometérselo, claro, diles que probablemente volveré antes de
que se duerman. Diles que haré todo lo posible.
Se puso la chaqueta.
—Está bien, Jay.
—Sí. Eso es lo más sensato.
Tan súbitamente alargó ella la mano hacia su corazón que él, casi impulsado por
un movimiento reflejo, retrocedió; sus miradas expresaron sorpresa y turbación. Con
ebookelo.com - Página 28
una sonrisa severa, ella bromeó:
—No tengas miedo, almita de Dios; no es más que un pañuelo limpio, no puede
hacerte nada.
—Lo siento —dijo él riendo—, no sabía qué era lo que te proponías.
Encogió el mentón, frunciendo ligeramente el ceño, mientras miraba cómo ella
sacaba el pañuelo arrugado y le colocaba el nuevo. Que le prodigaran atenciones le
incomodaba; y más aún le incomodaba el discreto pico blanco que su mujer tuvo
cuidado de dejar asomando. Su mano se movió instintivamente hacia él; se
sorprendió a tiempo y se metió la mano en el bolsillo.
—Así. Estás muy guapo —dijo ella estudiándole con detenimiento, como si fuese
su hijo. Se sintió un poco ridículo, lleno de ternura ante la inocente actitud maternal
de su mujer, y muy halagado. Por un momento estuvo convencido, vanidoso, de que,
efectivamente, estaba muy guapo, al menos a los ojos de su esposa, y eso era todo lo
que le importaba.
—Bueno —dijo mientras sacaba el reloj—. ¡Cielo santo! —Se lo mostró. Eran las
tres cuarenta y uno—. Creí que no eran más de las tres.
—Oh, sí. Es muy tarde.
—Pues no nos entretengamos más.
Rodeó los hombros de su mujer con un brazo y ambos se dirigieron a la puerta
trasera.
—Bueno, Mary. Siento mucho tener que irme, pero no hay más remedio.
Ella abrió la puerta y salió al porche de atrás precediéndole.
—Vas a coger frío —dijo él.
Ella negó con la cabeza.
—Se está mejor fuera que dentro.
Llegaron al extremo del porche. La humedad de mayo anegaba todo menos las
estrellas más ardientes y devolvía a la tierra la luz sublimada de la ciudad dormida.
Allá, al fondo del jardín trasero, el melocotonero brillaba como un centinela celestial.
El aire fecundo acariciaba sus rostros con la ternura de las manos amorosas de un
amante, con la fragancia evanescente del mundo que dormía recortado contra el cielo.
—Qué noche tan divina, Jay —dijo ella en el tono de voz que él más quería—.
Casi desearía acompañarte… —recordó más claramente— en lo que pueda ocurrir.
—Ojalá pudieras, amor mío —dijo él, aunque no había pensado en esa
posibilidad. Francamente, de pronto le había atraído aquel viaje sin compañía. Pero
ahora el extraño tono de voz de su mujer le conmovió y dijo con amor—: Ojalá
pudieras.
Permanecieron en pie aturdidos por la oscuridad.
—Bueno, Jay —dijo ella bruscamente—. No debo retenerte.
Él permaneció en silencio un momento.
—No —dijo con una tristeza extraña y cansada en su voz—. Tengo que irme.
La abrazó, apartándose para mirarla. Aquélla no era realmente una verdadera
ebookelo.com - Página 29
separación, y, sin embargo, le sorprendió descubrir que le parecía seria, quizá porque
el motivo era grave o por la solemnidad de la hora. Vio la misma sensación reflejada
en el rostro de ella y casi deseó, después de todo, haber despertado a los niños.
—Adiós, Mary —dijo.
—Adiós, Jay.
Se besaron y ella apoyó por un momento la cabeza en su pecho. Él le acarició el
pelo.
—En cuanto pueda —dijo—, te diré si es grave.
—Rezaré para que no lo sea.
—Esperémoslo.
El momento de suprema ternura se había disuelto en su pensamiento, pero él
continuó acariciándole suavemente la nuca.
—Dale recuerdos muy cariñosos a tu madre. Dile que tengo a los dos muy
presentes en mis pensamientos y que les deseo lo mejor, constantemente. Y díselo
también a tu padre, claro, si está lo bastante bien como para hablarle.
—Desde luego, amor mío.
—Y tú, ten cuidado.
—Sí.
Él le dio unas palmaditas en la espalda y se separaron.
—Entonces, tendré noticias tuyas… te veré… muy pronto.
—Eso es.
—Está bien, Jay.
Le apretó un brazo. Él la besó, justo debajo de un ojo, y vio la decepción en sus
labios; sonrieron y la besó de buena gana en la boca. En un ligero arrebato de alegría,
ambos estuvieron a punto de separarse con su habitual despedida de cada mañana,
cantando ella «No tardes en volver, John», y cantando él, a modo de contestación,
«Sólo una semana o dos», pero ambos lo pensaron mejor.
—Bueno, cariño. Adiós.
—Adiós, amor mío.
Él se volvió de repente al pie de los escalones.
—Oye —susurró—. ¿Cómo estás de dinero?
Ella pensó rápidamente.
—No te preocupes. Gracias.
—Diles adiós a los niños de mi parte. Diles que les veré esta noche.
—Será mejor que no se lo prometa, ¿no?
—No, pero será lo más probable. Y, Mary, espero llegar a tiempo para cenar, pero
no me esperes.
—De acuerdo.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
Él se dirigió al garaje. En medio del jardín trasero se volvió y susurró más fuerte:
ebookelo.com - Página 30
—Y piensa lo de tu cumpleaños.
—Gracias, Jay. Lo haré. Gracias.
Le oyó caminar lo más silenciosamente posible sobre la grava. Él levantó y dejó a
un lado silenciosamente la barra que cerraba la puerta y abrió con cuidado de no
hacer ruido. La primera hoja chirrió; la segunda, que generalmente hacía más ruido,
se abrió en perfecto silencio. Se dirigió al lado izquierdo del coche y, adoptando
cautelosamente la posición que exigía la estrechez del garaje, desapareció en la
negrura absoluta.
Ella sabía que trataría de no despertar a los vecinos ni a los niños, pero que era
imposible arrancar el coche en silencio. Esperó comprensiva y divertida, con el
acostumbrado temor a su furia y a los juramentos que sin duda seguirían, formulados
o no formulados.
Ahgh —hai ah ya hai whai ahai ah: hik-ah-whik-ah:
Aghh-hai wh yah: whik:
(ahora los ajustes desesperados, casi mudos, de las bujías, la válvula y el estárter).
Aghgh-haiah yahyah whik yah yah whik whik whil yah yahyah: whik:
(que ella nunca había entendido, pero que, desde donde se encontraba, podía
predecir perfectamente).
Aghgh-Aghgb-yahyahAgh whik yuh yuh Aghgh yah whik whik yahyah: whik
whik: ah:
(como un espantoso animal salvaje horriblemente estreñido; como el sollozo de
un lunático; como un ratón torturado) Aghgh-Aghgh-Aghgh (El pobrecillo debe de
estar furioso). Aghgh-whik —Whaghaghyah— Aghwhikyakaag-hgauagh-yzhyahai
aaaaaaahhhhhhRhRhR H R H R H (¡oh, basta ya!). R H R H (subió una ventanilla).
RHRHRHRHRHR yahaihhRRHR-HRHRHRHRHRHRHRHRH (un portazo rabioso
y triunfante). RhRhRhRh— (bajó la ventanilla).
RHRHRHRHRH (el coche retrocedió haciendo crujir la grava). RHRH —(él giró
marcha atrás, brusca pero hábilmente, hasta casi llegar a la alambrada; entre las dos
casas, la luz de la calle se reflejó en el lateral negro de la carrocería) rhrh— (el coche
rodeó con la misma brusquedad la esquina del garaje, volvió en dirección contraria
enfilando el camino hacia el este, y allí se detuvo) rhrh — (obediente, vencido,
malicioso como una mula, mientras Jay reaparecía brevemente, miraba hacia la casa,
la veía, la saludaba con la mano —ella le devolvió el saludo pero él no la vio— y
cerraba la verja desapareciendo tras ella). rhrhrhrhrhrhrhRHR— HRHRHRHRHH
H
R
H
R
H
rh
rh
ebookelo.com - Página 31
rh
rh
rh
rh
rh
rh
rh
rh
rh
rh
Catta wawwwwk:
Craaawwrk?
Chiquawkwawh.
Wrrawkahkahkah.
Craarrawwk.
rwrwk?
yrk.
rk:
Mary exhaló un largo suspiró, muy lentamente, y entró en la casa.
Allí estaba la leche, intacta, olvidada, apenas tibia. La bebió de un trago, sin
placer; toda su blancura, escurriendo sobre la blancura húmeda de la taza vacía,
resultaba singularmente repugnante. Decidió fregar por la mañana, dejó que el agua
corriera sobre los platos y los dejó en la pila.
Si los niños habían oído el menor ruido, no lo demostraban. Catherine, como de
costumbre, estaba profundamente dormida; los dos, como de costumbre, estaban
profundamente dormidos.
La verdad es que son demasiado mayores para esto. Especialmente Rufus. Los
tapó cuidadosamente para que no cogieran frío. Apenas se movieron.
Debería preguntar a un médico.
Vio la cama estirada. Qué encanto, se dijo, sonriendo, y se acostó. Nunca llegaría
a saber que su intención había sido conservar el calor para ella, porque hacía ya algún
tiempo que éste había abandonado el lecho.
ebookelo.com - Página 32
Capítulo 3
Supuso que, más o menos en ese momento, ella estaría volviendo a su cuarto y
viendo la cama. Sonrió al imaginársela.
Bajó por Forest, cruzó el viaducto, pasó junto a la estación iluminada, dobló a la
izquierda más allá del asilo y siguió cuesta abajo. A su izquierda quedaban los
depósitos de la línea del ferrocarril Louisville & Nashville, borrosas madejas de
acero, sombras ocultas y jirones de vapor; vio y oyó el cambio parpadeante de una
señal, pero no pudo recordar lo que significaba. A su derecha se sucedían oscuros
solares vacíos, anuncios desvaídos, los bloques oscuros de pequeños edificios
dormidos, una que otra luz. Habría desayunado en uno de aquellos lugares, pequeños
antros débilmente iluminados y opacos por el humo de la grasa recalentada, unos para
negros, otros para blancos, donde servían a los empleados del ferrocarril y a los
inexplicables noctámbulos que se encuentran en cualquier ciudad de cierto tamaño.
Jamás se veía en ellos a ninguna mujer, excepto alguna vez detrás de la barra o
sudando sobre un fogón. Nunca hablaba cuando entraba en uno de ellos, pero le
gustaba la sensación de conspiración que despertaban en él y el sonido de las voces.
Si ibas al lugar adecuado, y si te conocían o creían por tu aspecto que podían confiar
en ti, podían servirte una copa o dos a cualquier hora de la noche.
Se pasó la lengua por los dientes saboreando los restos de sabor a melaza y a café,
a beicon y a huevos.
Pronto la ciudad se redujo a esos oscuros indicios del medio semirrural que tan
curiosamente le deprimían; casuchas humildes junto a otras inexplicablemente nuevas
y sólidas, demasiado cercanas entre sí como para satisfacer las necesidades de una
vida rural o el deseo de intimidad y demasiado alejadas como para proporcionar la
coherencia propia de cualquier tipo de comunidad; tras ellas, humildes parcelas de
tierra mal cultivada, y, junto a la carretera, entre unas y otras, basura, y desechos, y
cobertizos caídos, y anuncios borrados por la lluvia. Adelantó a uno de los últimos
tranvías, vacío de pasajeros y ya cercano al final de su trayecto.
Dos minutos después había dejado de ver todo aquello. La oscuridad se hizo a un
tiempo más íntima y más vacía; el motor sonaba diferente, como un zumbido
monótono y regular; las ramas de los árboles, cargadas de brotes, se agrandaban a su
paso y desaparecían rápidamente con la última y vivida luz; el coche horadaba el
centro de la oscuridad del universo; sus penetrantes haces de luz, como antenas de
insectos, detectaban y hacían visible hasta el mínimo escollo relevante o la ausencia
de obstáculos en el camino, pero muy poco más. Se desabrochó el chaleco y el primer
botón de los pantalones y se recostó en el asiento. Al poco rato pensó en quitarse la
chaqueta, pero el ritmo y el impulso de la conducción nocturna eran demasiado
persuasivos como para desear romperlos. Se hundió más en el asiento, cambiando
constantemente el alcance de su mirada desde el punto más lejano que alcanzaban los
faros hasta el más cercano, y se entregó totalmente a los placeres del viaje y a su
ebookelo.com - Página 33
significado, todavía indeterminado pero esencialmente grave.
Cerca del amanecer llegó al río; tuvo que llamar con los nudillos varias veces en
la ventana de la cabaña para que el barquero despertara.
—Tengo que cobrarle el doble por pasarle de noche, señor —dijo el hombre
mientras se aplicaba a encender su farol.
—No importa.
Al oír la voz levantó la mirada, totalmente despierto por primera vez.
—¡Ah! ¿Cómo está usted?
—¿Y usted?
—Suele venir los domingos con su esposa y un par de críos.
—Sí.
Se alejó hasta el borde del agua y examinó el amarre del pontón bajando su farol.
Luego lo levantó y lo meció como suelen hacer los hombres del ferrocarril; Jay, que
había dejado el motor encendido, bajó cuidadosamente por el camino de tierra
frecuentemente transitado y subió el coche a bordo con cuidado. Apagó el motor; el
súbito silencio fue algo mágico. Se bajó del coche y ayudó al hombre a bloquear las
ruedas. «Ya está», dijo mientras se incorporaba; pero el hombre no dijo nada; ya
estaba soltando amarras. Ambos miraron, al parecer con igual apreciación, cómo el
agua parda se ensanchaba bajo la luz del farol. Debe de ser bonito este trabajo, se dijo
Jay como se decía siempre; excepto en el invierno, claro.
—¿Cruza todo el invierno?
—Sí —dijo el hombre mientras aseguraba el cable—. No está tan mal —añadió al
cabo de un momento—. Lo peor es el aguanieve. No me gustan las noches de
aguanieve.
Los dos guardaron silencio. Jay llenó su pipa. Mientras encendía una cerilla sintió
una diferencia en el movimiento, una especie de dilación; la barcaza cortaba ahora al
sesgo la corriente, que la arrastraba, y el barquero ya no trabajaba; sencillamente
mantenía una mano sobre el cable. La barcaza corría sobre el agua como una mano
sobre un pecho. La corriente susurraba un poco; durante esa parte del cruce ése era
siempre el único sonido. Para entonces, la superficie del río reflejaba una luz que aún
no podía discernirse claramente en el cielo, y, a lo largo de las dos riberas, los
árboles, que se adentraban en el agua como ganado que estuviera abrevando,
comenzaban a distinguirse los unos de los otros. A los dos lados del río, a lo lejos,
cantaban los gallos. El cielo violeta brillaba con destellos grisáceos, y por primera
vez los dos hombres vieron, en la orilla opuesta, un carro cubierto y, a su lado, una
figurita inmóvil.
—¡Dios mío! —dijo el barquero—. ¡Quién sabe cuánto tiempo llevarán
esperando!
De pronto se concentró en el cable; tenía que adquirir impulso suficiente para que
la barcaza cruzara el centro del río, donde la corriente, con toda su fuerza, podía
arrastrarla. Jay corrió a ayudarle.
ebookelo.com - Página 34
—Déjelo —le gritó el barquero, demasiado ocupado para cortesías. Jay lo dejó.
Al cabo de un rato el hombre se relajó un poco. Se volvió lo suficiente como para
encontrar la mirada de Jay—. Si no fuera lo bastante hombre como para hacerlo solo,
no valdría para este trabajo —explicó.
Jay asintió y miró cómo se extendía la luz.
—Espero que no sea una desgracia lo que le trae a esta hora —dijo el barquero.
Jay había detectado su curiosidad y le había respetado por su silencio, de forma
que, aunque la pregunta alteraba ligeramente ese respeto, le respondió, satisfecho en
cierto modo de poder comunicarse con alguien tan cercano y, al mismo tiempo, tan
ajeno a sus sentimientos.
—Mi padre. El corazón. Aún no sé si es muy grave.
El hombre chasqueó la lengua contra el paladar como una vieja, meneó la cabeza
y miró al agua.
—Malo es eso —dijo.
De pronto miró a Jay a los ojos; los suyos eran extrañamente tímidos. Luego
volvió a mirar el agua parda y siguió tirando del cable.
—Buena suerte —dijo.
—Muchas gracias —dijo Jay.
El carro se hizo más y más grande y ahora se distinguieron con claridad los
rostros oscuros y arrugados de un hombre y una mujer, los rostros tristes y arrugados
de lo más profundo de esa región, rostros que parecían ya viejos en el inicio de la
madurez y que siempre despertaban en Jay una sensación de paz. La mujer iba
sentada en una mula; la curva del volante de su cofia remedaba la formada por el
toldo de la lona que cubría el carro. El hombre se encontraba de pie junto al carro,
una bota manchada de barro sobre el eje embarrado. Los dos contemplaron
gravemente sin moverse y sin hacer ningún gesto de saludo a los hombres de la
barcaza hasta que ésta estuvo amarrada.
—¿Llevan mucho tiempo aquí? —preguntó el barquero.
La mujer le miró; al cabo de un momento el hombre, sin mover los ojos, asintió.
—No les he oído gritar.
Un momento después el hombre dijo:
—He gritado.
El barquero apagó su farol. Se volvió hacia Jay.
—No puede decirse que le haya cruzado de noche. Le cobraré la tarifa de día.
—De acuerdo —dijo Jay mientras le daba quince centavos—. Y muchas gracias.
Apagó los faros y se agachó para arrancar el coche haciendo girar la manivela.
—Un momento, amigo —gritó el hombre del carro.
Jay levantó la vista; el hombre se acercó a la mula con dos zancadas rápidas y
sujetó la cabeza del animal. Después asintió.
El motor estaba caliente y arrancó fácilmente, y aunque con cada vuelta de la
manivela un espasmo de angustia sacudía a la mula, una vez que el motor se
ebookelo.com - Página 35
estabilizó ésta permaneció quieta, temblando solamente. Jay metió enérgicamente la
primera para subir la empinada pendiente embarrada de la ribera, evitando todo lo
posible a la mula y el carro y expresando al pasar con un gesto tanto su pesar por el
ruido como su actitud amistosa; las cabezas se volvieron, pero los ojos que le
siguieron no le perdonaban el ruido. Al llegar a lo alto de la pendiente, llenó su pipa y
miró cómo bajaban la mula y el carro, sujeto el animal por la cabeza y con la grupa
alzada mientras sus corvejones saltaban inquietos y sus pezuñas se hincaban en el
suelo buscando apoyo en el barro traicionero, y ladeado el carro, con los frenos
chirriando sobre las llantas de hierro.
Pobres diablos, pensó. Estaba seguro de que se dirigían al mercado de Knoxville.
Probablemente llevaban esperando la barcaza un par de horas. Llegarían tarde sin
remedio.
Se detuvo a contemplar el hermoso espectáculo del agua que se desperezaba. La
barcaza adquiría su peculiar forma cuadrada y su apariencia de exquisito silencio.
Miró su reloj. No era tarde. Encendió su pipa y se acomodó en su asiento. Siempre se
sentía distinto después de cruzar el río. Ésta era la tierra antigua, profunda, verdadera.
Su tierra. Las casas le parecían diferentes, un poco más viejas y más pobres y más
sencillas, un poco más de su tierra; los árboles y las rocas parecían surgir del suelo de
un modo distinto; el aire olía diferente. Pronto sabría lo peor, si es que había sucedido
lo peor. De una forma totalmente inconsciente, se sintió mucho más tranquilo al ver
fluir la campiña iluminada por la nueva luz del día; y de una forma totalmente
inconsciente, empezó a conducir un poco más deprisa.
ebookelo.com - Página 36
Capítulo 4
Durante el resto de la noche, Mary yació en un constante duermevela. Sola en la
cama se sentía tan extraña como si acabaran de sacarle una muela, y la casa entera le
parecía más grande de lo que era, vacía y llena de ecos. La luz del día no devolvió las
cosas a la normalidad como ella había esperado que ocurriera; la cama y la casa, en
ese silencio y esa palidez, parecían aún más vacías. Dormitó un poco, se despertó y
escuchó el árido silencio; dormitó y volvió a despertarse bruscamente para pensar en
aquello que le preocupaba. Pensó en su marido, que conducía su coche en una de las
gestiones más solemnes de su vida, y en su suegro, gravemente enfermo, quizá
agonizante, quizá muerto en este momento (se santiguó), y no consiguió lamentarlo
tan profundamente como pensaba que debía hacerlo por su marido. Se dio cuenta de
que si la situación fuera la opuesta y fuera su padre el que estuviera muriendo, Jay se
sentiría más o menos como ella se sentía ahora, y que no podría culparle por ello
como tampoco podía culparse ella, pero no le sirvió de consuelo. Porque sabía que,
en el fondo, el problema era, sencillamente, que nunca le había gustado realmente al
viejo.
Estaba segura de que no le despreciaba, como tantos parientes de Jay casi le
decían a la cara y como se temía que el mismo Jay creyera en ocasiones; por supuesto
que no; pero era incapaz de tenerle el mismo afecto que casi todos los demás le
profesaban. Sabía que si fuera la madre de Jay la que estuviera agonizando no le
cabría la menor duda acerca de su dolor o del apoyo que prestaba a su marido, y
aquello daba la medida del poco afecto que sentía realmente por su suegro. Se
preguntó por qué le gustaba tan poco (porque afirmar que le disgustaba, se dijo
ansiosamente, sería una falsedad). Se dio cuenta de que se debía principalmente a que
todos le perdonaban tantas cosas, y a que les caía bien a pesar de sus defectos, y a que
él aceptaba su perdón y su simpatía tan despreocupadamente como si se los debieran
o, aún más, como si no se diera cuenta de nada. Y lo peor de todo, lo que a ella le
producía un enfado y una aversión duraderos, era la carga que había impuesto
constantemente a su mujer, y la paciencia infinita que ella le demostraba, como si ni
siquiera supiera que le imponía una carga y que se estaba aprovechando de ella. Era
esta inconsciencia por parte de los dos la que ella no podía soportar, y si sólo una vez
la madre de Jay hubiera tenido un gesto de irritación, hubiera demostrado que se daba
cuenta de la situación, quizá habría podido empezar a ser capaz de apreciarle. Pero su
actitud había creado en ella una especie de antipatía, un resentimiento con respecto a
la madre de Jay que era tan injusto como infiel a sus verdaderos sentimientos y que la
hacía sentirse incómoda; se sobresaltó también al darse cuenta de que permanecía
despierta pensando mal de su suegro en la hora que bien podría ser la última de su
vida. Vergüenza debería darte, se dijo, y pensó ansiosamente en todo lo que sabía que
había de bueno en él.
Para empezar, era generoso. De una generosidad que llegaba a ser un defecto.
ebookelo.com - Página 37
Recordaba cómo, una y otra vez, había regalado, «prestado», decía él, a la primera
persona que se lo había pedido, el dinero, la comida o cualquier otra cosa que tan
desesperadamente necesitaban en su propia casa para ir tirando. Un defecto, desde
luego. Pero un buen defecto. No era extraño que la gente le quisiera —o fingiera
quererle— y se aprovechara de él de todas las formas posibles. Y era auténticamente
bondadoso. Una virtud maravillosa. Y tolerante. Nunca le había oído decir una sola
palabra desagradable o amarga acerca de nadie, ni siquiera acerca de aquellos que
habían abusado escandalosamente de su generosidad —él no podía soportar, pensó
Mary, creer que realmente habían pretendido hacerlo—; y ni una sola vez, y de eso
estaba segura, se había unido a los comentarios de la mayoría cuando se referían a
ella con envidia, hostilidad o desprecio.
Por otra parte podía estar igualmente segura de que nunca la había defendido ante
los demás con verdadera firmeza, con valentía o con ira, como había hecho su esposa,
porque tenía tanta aversión a las discusiones como a la crueldad; pero desterró
aquella idea de su mente. Que ella supiera, él nunca se había quejado de su
enfermedad, ni del dolor, ni de su pobreza, y, aunque habitualmente y de una forma
insensata siempre buscaba excusas para los demás, jamás buscaba excusas para sí
mismo. Cierto era que tenía bien poco derecho a quejarse o a buscar excusas; pero
también se apresuró a desterrar aquella idea de su mente. Se avergonzó al recordar lo
simpático y amable que se había mostrado siempre, y si bien se vio obligada a
reconocer que no lo había hecho por ella sino solamente porque era «la chica de Jay»,
como probablemente diría, lo cierto era que no podía censurarle por ello; también sus
mejores sentimientos con respecto a él se debían al hecho de que era el padre de su
esposo. Y uno no podía hacer que alguien le cayera mejor de lo que le caía; era
sencillamente imposible. Ni podía querer más de lo que esa reacción le permitía. El
padre de Jay adolecía de una especial debilidad estructural, y eso era lo que ella no
podía apreciar, ni respetar, ni siquiera perdonar, ni resignarse a aceptar, porque era un
tipo de debilidad que se aprovechaba de los otros, que amontonaba molestias y cargas
sobre los demás, sin avergonzarse, sin darse cuenta siquiera. Y lo que en el fondo
quizá era peor: el padre de Jay era la barrera que se interponía entre ellos, el conflicto
pertinaz, pendiente de resolución, evitado en su, por otra parte, completo y mutuo
acuerdo acerca de la familia de su marido, de su «ambiente». Ni siquiera en este
momento podía sentir un gran afecto por él o una preocupación profunda. Los
pensamientos que despertaba en ella eran graves y tristes, pero en la misma medida
en que lo habrían sido con respecto a cualquier ser humano anciano, cansado y
enfermo que hubiera vivido muchos años y cuyo fin, al parecer, hubiera llegado. E
incluso mientras pensaba en él, su mente se centraba realmente en el dolor de su hijo
y en su propia incapacidad para sentirlo. Cayó en la cuenta con consternación de que
hasta ese momento ni siquiera había dedicado un solo pensamiento a la madre de Jay;
era éste quien había absorbido totalmente sus pensamientos. Tengo que escribirla,
pensó. Pero, naturalmente, quizá la vea pronto.
ebookelo.com - Página 38
Y sin embargo, aunque se daba perfecta cuenta de lo que esa pérdida significaría
para la madre de Jay, y aunque sabía que hacía mal al contemplar siquiera esa idea,
no podía por menos de pensar que esa muerte significaría un gran alivio y una gran
liberación. De ese modo, pensó, dejaría de interponerse entre Jay y yo.
En ese instante su espíritu se detuvo horrorizado. Que Dios me perdone, pensó
llena de estupor; ¡casi he deseado su muerte!
Juntó las manos y fijó la mirada en una mancha del techo.
Dios mío, suplicó; perdóname por ese pensamiento incalificable y pecaminoso.
Limpia, Señor, mi alma de tales abominaciones. Señor, si es ésa tu voluntad,
permítele vivir lo suficiente como para que yo pueda aprender a comprenderle y
quererle con la ayuda de tu misericordia. Permite que viva, no por mí sino por él
mismo, Señor.
Cerró los ojos.
Señor, abre mi corazón para que pueda enfrentarme dignamente a este triste
suceso, si es que tiene que ocurrir, y que sea de utilidad y consuelo para los demás en
su dolor. Dios mío, Señor mío Jesucristo, derrite mi frialdad y la apatía de mi
corazón, desciende sobre mí y llena el vacío de mi corazón. Y, Señor, si es ésa tu
voluntad, permítele vivir un poco más y permite también que yo aprenda a llevar mi
carga con mayor resignación o a comprender que esa carga es una bendición. Y si has
de llevártelo, si se encuentra ya contigo ahora (se santiguó), haz que descanse en paz
(volvió a santiguarse).
Y, Señor, si es tu voluntad que caiga este dolor sobre mi esposo, entonces te
suplico con la mayor humildad que, en tu misericordia, a través de esa tribulación,
abras su corazón y despiertes su alma querida para que encuentre en Ti el consuelo
que el mundo no puede darle y te vea más claramente y se acerque a Ti. Porque en
eso, Señor, como Tú sabes, y no en su pobre padre ni en mis sentimientos indignos,
radica el verdadero y creciente abismo que nos separa.
Señor Todopoderoso, en tu misericordia, cierra ese abismo. Haznos uno en Ti
como somos uno solo en el matrimonio terrenal. Por Nuestro Señor Jesucristo. Amén.
Yació algo consolada, aunque era mayor su angustia que el consuelo que sentía.
Porque nunca hasta entonces había expresado tan claramente con palabras, de una
forma tan visiblemente reconocible, las diferencias religiosas que les separaban o la
importancia que éstas tenían para ella. ¿Qué importancia tienen para él?, se preguntó.
¿Y no habré exagerado enormemente lo que significan para mí? ¿Un «abismo»? ¿Y
«creciente»? ¿Lo era realmente? Ciertamente él nunca había dicho nada que
justificara ese sentimiento ni tampoco ella había sentido hasta entonces nada de tanta
importancia. La verdad era que los dos hablaban muy poco de eso, como si ambos
cuidaran especialmente de no hacerlo. Pero de eso se trataba exactamente. De que
una cosa que tanto significaba para ella, cada vez más, fuera algo que no pudieran
compartir ni expresar abiertamente. Respecto a eso, su única confidente cercana y
verdadera era su tía Hannah, y su principal esperanza tenía que descansar en sus
ebookelo.com - Página 39
hijos. Y eso era. Ése era el modo en que el abismo parecía destinado inevitablemente
a agrandarse (juntó las manos y negó con la cabeza, frunciendo el ceño): los niños.
Estaba segura de que Jay no compartía la irritación ni el desprecio de Andrew, ni la
ironía de su padre, pero se hacía evidente por su especial silencio, cuando surgía la
ocasión, que se encontraba muy lejos de todo aquello y de ella, que aquello no le
gustaba. Se mantenía a distancia, eso era. A distancia y con una especie de dignidad
que ella respetaba en él, por mucho que le doliera, y que él expresaba con su silencio
y su reserva. Y el abismo se agrandaría, ay, inevitablemente, porque a pesar de que
ciertamente ella trataría de hacerlo con toda discreción y cuidado, criaría a sus hijos
como sabía que debía criarlos, como cristianos, como católicos. E inevitablemente
eso se reflejaría en la casa tanto como en la iglesia. Era inevitable, a menos que él
cambiara; era inevitable que en algunos aspectos importantes, por mucho que ambos
se esforzaran como ella estaba segura que se esforzarían, aquello separara a Jay de
sus hijos y le separara de su mujer. Y no por acción alguna o por deseo de él, sino por
la propia voluntad deliberada de ella. Dios mío, suplicó angustiada. ¿Estoy
equivocada? Muéstrame si estoy equivocada, te lo suplico. Muéstrame lo que debo
hacer.
Pero Dios le mostró sólo lo que ella ya sabía; que pasara lo que pasara, como
mujer cristiana, como católica, debía educar a sus hijos completa y devotamente en la
fe, y que era también responsabilidad suya, más que de su marido, que la familia
permaneciera unida, que el abismo se cerrara.
Pero si los educo así, ninguna otra cosa que yo pueda hacer conseguirá cerrarlo,
reflexionó. Nada, nada servirá.
Pero tengo que hacerlo.
Sólo puedo hacer una cosa: confiar en Dios, se dijo, casi en voz alta. Sólo eso:
hacer su voluntad y poner toda mi confianza en Él.
Pasó un tranvía; Catherine lloró.
ebookelo.com - Página 40
Capítulo 5
—Papá ha tenido que ir a ver al abuelo Follet —les explicó su madre—. Dijo que
os diera a los dos un beso de su parte y que probablemente os verá antes de que os
durmáis esta noche.
—¿Cuándo? —preguntó Rufus.
—Esta mañana temprano, antes del amanecer.
—¿Por qué?
—El abuelo Follet está muy enfermo. El tío Ralph llamó anoche muy tarde,
cuando todos estábamos dormidos. Al abuelo le ha dado uno de sus ataques.
—¿Qué es un ataque?
—Cómete tus cereales, Catherine. Rufus, tú también. Al corazón. Como el que
tuvo esa vez el otoño pasado. Sólo que peor, según el tío Ralph. Quería ver a papá en
cuanto pudiera ir.
—¿Por qué?
—Porque le quiere y porque sí… Vamos, tesoro, o se te quedarán blandos y fríos,
y ya sabes lo poco que te gusta comerlos entonces. Porque si papá no le veía pronto,
quizá no podría volver a verle.
—¿Por qué?
—Porque el abuelo se está haciendo viejo, y cuando uno se hace viejo puede
ponerse enfermo y no volver a ponerse bien. Y si no vuelves a ponerte bien, Dios
permite que te duermas y no puedes volver a ver a nadie.
—¿No vuelves a despertarte nunca?
—Te despiertas enseguida, en el cielo, pero los que están en la tierra no pueden
volver a verte ni tú puedes verlos a ellos.
—Ah.
—Comed —susurró su madre abriendo y cerrando la boca y masticando
enérgicamente el aire.
Ellos comieron.
—Mamá —dijo Rufus—, cuando Oliver se durmió, ¿se despertó también en el
cielo?
—No lo sé. Supongo que se despertó en una parte del cielo que Dios reserva
especialmente para los gatos.
—¿Se despertaron los conejos?
—Si Oliver se despertó, seguro que ellos también.
—¿Todos ensangrentados como estaban?
—No, Rufus, sólo estaban ensangrentados sus cuerpecitos. Dios no permitiría que
se despertaran heridos y ensangrentados, pobrecillos.
—¿Por qué permitió Dios que entraran los perros?
—No lo sabemos, Rufus, pero eso debió de formar parte del Plan Divino, que
algún día entenderemos.
ebookelo.com - Página 41
—¿De qué le serviría a Él?
—No os entretengáis, niños. Casi es hora de ir al colegio.
—¿De qué le sirvió a Él, mamá, que entraran los perros?
—No lo sé, pero algún día lo entenderemos, Rufus. Si tenemos mucha paciencia.
No debemos preocuparnos por cosas que no podemos entender. Sólo tenemos que
estar seguros de que Dios sabe lo que hace mejor que nadie.
—Seguro que se colaron cuando Él no estaba mirando —dijo Rufus ansiosamente
—. Seguro que si Él hubiera estado allí, no les habría dejado. ¿Verdad que se colaron,
mamá? ¿Verdad que sí?
Su madre dudó y luego dijo cautelosamente:
—No, Rufus, nosotros creemos que Dios está en todas partes, y lo sabe todo, y no
puede ocurrir nada sin que Él lo sepa. Pero el demonio está en todas partes también,
en todas partes menos en el cielo, claro, y siempre nos está tentando. Y cuando
caemos en la tentación, Dios nos permite hacerlo.
—¿Qué es tentar?
—Tentar es…, bueno, el demonio nos tienta cuando queremos hacer una cosa
pero sabemos que no está bien.
—¿Por qué nos deja Dios hacer cosas malas?
—Porque quiere que decidamos nosotros.
—¿Aunque sea para hacer cosas malas delante de sus narices?
—Él no quiere que hagamos cosas malas, sino que distingamos el bien del mal y
que elijamos ser buenos libremente.
—¿Por qué?
—Porque nos quiere y quiere que le amemos, pero si nos obligara a ser buenos no
podríamos quererle lo suficiente. No puedes hacer con gusto lo que te obligan a hacer
y no podrías amar a Dios si Él te obligara.
—Pero si Dios puede hacer cualquier cosa, ¿por qué no puede hacer eso?
—Porque no quiere —dijo su madre impaciente.
—¿Por qué no quiere? —dijo Rufus—. Sería mucho más fácil para Él.
—A-Dios-no-le-gusta-lo-fácil —dijo ella con cierto tono de triunfo, espaciando
las palabras y recalcándolas mucho—. Ni para nosotros, ni para nada, ni para nadie,
ni siquiera para Él. Dios quiere que vayamos a Él, que le busquemos lo mejor que
sepamos.
—Como en el escondite —dijo Catherine.
—¿Qué has dicho? —preguntó su madre ansiosamente.
—Como en el es…
—No es para nada como en el escondite, ¿verdad, mamá? —interrumpió Rufus
—. El escondite no es más que un juego, sólo un juego. Dios no pierde el tiempo
jugando, ¿a que no, mamá? ¿A que no? ¿A que no?
—¡Vergüenza debería darte, Rufus! —dijo su madre vivamente y no sin cierto
alivio—. ¡Vergüenza debería darte! —porque la cara de Catherine se había hinchado,
ebookelo.com - Página 42
y la niña había apretado los labios, y la mirada airada de sus ojos encendidos y
ardientes iba de su hermano a su madre y de ésta otra vez a su hermano.
—No pierde el tiempo jugando —insistió Rufus, enfadado y sorprendido ante el
giro que había tomado la conversación.
—¡Basta, Rufus! —exclamó de pronto su madre con severidad, y se inclinó y dio
unas palmaditas en la mano de Catherine, lo que hizo que la barbilla de ésta temblara
y las lágrimas rebosaran de sus ojos—. Vamos, vamos, tesoro. Vamos. Dios no juega.
En eso tiene razón Rufus, pero es verdad que en algunos aspectos es como el
escondite. Tienes toda la razón.
Al oír esto Catherine se deshizo en lágrimas y Rufus se quedó horrorizado, menos
a causa del llanto de su hermana, que le irritaba y le ponía celoso, que a causa de su
repentina soledad. Pero el llanto de Catherine era tan triste que, enfadado y celoso
como estaba, se avergonzó y sintió lástima de ella, y trataba en vano de encontrar la
forma de demostrar que lo sentía cuando su madre le miró furiosa y le dijo:
—Y ahora vete y prepárate para ir al colegio. Tendré que decirle a papá que eres
un niño malo.
Ya en la puerta, unos minutos después, cuando su madre se inclinó para darle un
beso de despedida y vio su cara, interpretó mal la causa y dijo, con mayor dulzura
pero muy firmemente:
—Rufus, ya veo que lo sientes, pero no debes ser malo con Catherine. No es más
que una niña pequeña, es tu hermanita, y nunca debes ser desconsiderado con ella ni
herir sus sentimientos. ¿Entiendes? ¿Entiendes, Rufus?
Él asintió y sintió una gran tristeza por su hermana y por él mismo a causa de la
dulzura de la voz de su madre.
—Ahora vuelve y dile cuánto lo sientes, y date prisa o llegarás tarde al colegio.
Entró tímidamente con su madre y se acercó a Catherine; ella tenía la cara
hinchada y enrojecida y le miraba desolada.
—Rufus quiere decirte, Catherine, que siente mucho haber herido tus
sentimientos —dijo la madre.
Catherine lanzó a su hermano una mirada brutal y recelosa.
—Lo siento, Catherine —dijo él—. De verdad que lo siento. Porque eres una
niña, una niña pequeña, y…
Pero al oír esto Catherine rompió a llorar a gritos y metió con fuerza los puños en
el plato mientras Rufus, mudo de asombro, era enviado a toda prisa al colegio.
ebookelo.com - Página 43
Capítulo 6
Cuando Jay vio cómo estaban las cosas en la granja se enfadó por haberse
angustiado y alarmado tanto; tardó poco en darse cuenta de que todo había ocurrido
en gran medida como había sospechado. Como de costumbre, Ralph había perdido la
cabeza, y aunque ahora estaba muy avergonzado de sí mismo, seguía a la defensiva, y
todos, incluido Jay, trataban de asegurarle que había hecho lo que debía. Jay imaginó
hasta qué punto debía de haber necesitado sentirse útil, hacerse cargo de la situación.
No podía tener muy buena opinión de él, pero le compadecía. Pensó que entendía
muy bien cómo había ocurrido todo.
Lo cierto es que lo entendía muy poco, y Ralph lo entendía muy poco más.
A última hora de la tarde anterior su padre había sufrido un ataque mucho más
serio y doloroso que cualquiera de los anteriores. A los pocos minutos, su mujer había
caído en la cuenta de la gravedad de la situación y había despertado a Thomas Oaks.
Thomas había ido a toda prisa al otro lado de la colina, había levantado a Jessie y a
George Bailey y, sin esperarlos, había vuelto, había ensillado su caballo y lo había
fustigado para que corriera lo más deprisa posible hasta LaFollette. El médico había
ido a visitar a un enfermo; Thomas dejó el recado y se dirigió a casa de Ralph. En el
momento en que éste se enteró de la noticia, sintió verdadero pánico ante la
responsabilidad que aquello significaba. Preguntó si el médico estaba ya allí. Thomas
le contestó y Ralph se dio cuenta entonces de que su madre le había pedido a él que
corriera a buscar al doctor antes de llamar siquiera a su hijo a su lado. Apartó de su
mente el pensamiento por mezquino y malintencionado, pero éste siguió allí,
lacerándole como un erizo. Sin embargo, pensó que no era momento para
resentimientos; no sólo él, sino también Sally, debían ir en ayuda de sus padres,
debían estar allí (Sally nunca me perdonaría no haber estado) si padre tenía que morir
(sería la única nuera que estuviera allí, la mujer del único hijo presente, y su madre
nunca lo olvidaría). Volvió apresuradamente y dijo a Sally lo que ocurría mientras se
vestía a toda prisa, iba corriendo dos casas más allá, golpeaba ruidosamente la puerta
de los Felts y se disculpaba por los golpes explicando (con una voz ya humedecida
por las lágrimas) que su padre se hallaba a las puertas de la muerte, si es que no las
había traspasado ya, y que no les habría despertado de no saber que estarían más que
dispuestos a ayudar para que Sally pudiera ir también. Estuvieron muy amables y la
señora Felts llegó antes de que Sally hubiera acabado de peinarse. Mientras tanto,
Ralph cruzó la calle corriendo para ir a su oficina, abrió con la llave el cajón de su
escritorio y bebió dos tragos largos de whisky en medio de la oscuridad. Se metió la
botella en el bolsillo y corrió a poner el coche en marcha. Se habían dado tanta prisa
que adelantaron a Thomas cuando éste, en su caballo, apenas había cruzado el límite
del pueblo, mientras ellos, como se dijo Ralph a sí mismo con la mirada baja y fría
sobre el volante y pensando en Barney Oldfield[1], iban «como a cien» —en cualquier
ebookelo.com - Página 44
caso lo más deprisa posible que se podía viajar sin peligro por esas horribles
carreteras y quizá un poco más— en el Chalmers que había elegido porque era un
coche mejor y más caro que el de su hermano, un coche acerca del cual la gente no
hacía chistes. Su primer impulso, cuando vio delante el caballo y el jinete, fue tocar la
bocina, tanto para dar a conocer su presencia como a modo de advertencia y de
saludo, pero recordó a tiempo la gravedad de la situación y no lo hizo, reflexionando,
cuando era ya demasiado tarde, que Thomas quizá pensaría que le había hecho un
desprecio, como si le hubiera adelantado en la calle sin saludarle, y se irritó con él
por abrigar quizá un sentimiento tan mezquino en un momento semejante.
Fueron casi dos horas de angustia y miedo impotentes las que pasaron hasta que
llegó el médico. Es posible que durante ese tiempo Ralph sufriera más que ningún
otro. Porque además de experimentar, o creer que experimentaba, todos los dolores
que debía de padecer su padre y todo el dolor y la angustia de su madre —además de
las emociones menores de todos los presentes—, sufría una profunda humillación.
Cuando entró precipitadamente y tomó a su madre entre sus brazos, pensó que su voz
y su actitud eran exactamente las que debían ser, que se mostraba como un hombre
que, a pesar de sentir un dolor sin límites, era capaz también de demostrar una
entereza ilimitada, de sostener a otros en su dolor y de responsabilizarse de todo lo
que fuera necesario. Pero aun en ese primer abrazo pudo ver que su madre ocultaba
con dificultad su deseo de apartarse de él. Permaneció junto a ella una y otra vez,
abrazándola, sollozando sobre su hombro, acariciándola, diciéndole que debía ser
valiente, que no debía intentar ser valiente, que se apoyara en él y que llorara hasta
hartarse, porque, naturalmente, en un momento así querría sentir muy cerca a sus
hijos, pero una y otra vez notaba en ella esa misma rigidez paciente y su voz le
desconcertaba. Todos los presentes, incluido con el tiempo el mismo Ralph, se dieron
cuenta de que le estaba haciendo todo más difícil, pero sólo su madre supo que él
suplicaba consuelo en vez de proporcionarlo. No estaba en absoluto enfadada; le
compadecía y deseaba poder ayudarle, pero no pensaba en él, su corazón no estaba
con él, y los sollozos del hijo y el olor de su aliento le daban náuseas. Lo que a él le
desconcertaba en su voz era su lejanía. Empezó a darse cuenta de que no
proporcionaba a su madre ningún consuelo, de que ella no se apoyaba en él, de que,
tal como siempre había temido, no le quería realmente. Redobló sus esfuerzos por
tranquilizarla y mostrarle su firmeza. Y cuanto más lo intentaba, más lejana se hacía
la voz de ella. Media hora después la expresión de su cara no era menos desesperada
de lo que había sido cuando la había visto por primera vez. Y comenzó a pensar que
todos le vigilaban, que pensaban que no servía para nada y que su madre no le quería.
Las mujeres le miraban de un modo, los hombres de otro. Se dijo que su mujer
pensaba mal de él y ni siquiera le compadecía; por la forma en que le miraba se sintió
baboso y gordo, y, de pronto, con un odio terrible, estuvo seguro de que ella preferiría
acostarse con hombres que no tuvieran barriga. ¿Con cuál? Con cualquiera, mientras
su barriga no les estorbara. En cuanto a Jessie, sabía que ella siempre le había odiado
ebookelo.com - Página 45
tanto como él la odiaba a ella. Y en cuanto a George Bailey, que estaba sencillamente
allí sentado con su fornido pecho y una expresión muy seria en la cara, siempre tenía
cuidado de mirar hacia otro lado cuando sus miradas se encontraban. George se creía
el doble de hombre que Ralph y, en ese momento, también el doble de bueno, mejor
con sus suegros de lo que era Ralph con los de su propia sangre; y todos sabían que
George era el doble de hombre y sólo estaban tratando de no decirlo, ni de pensarlo
siquiera, ni de dejar que Ralph supiera que era eso lo que pensaban. Hasta Thomas
Oaks, un peón ignorante que ni siquiera sabía leer ni escribir y sólo estaba sentado
ahí con sus manos fibrosas colgando entre las rodillas, con la mirada de sus ojos azul
pálido fija en un nudo del suelo, hasta Tom era más hombre y más útil también.
Cuando éste se levantó y dijo que si no había nada que pudiera hacer lo mejor sería
que subiera al desván, pero que si podía hacer algo no tenían más que decírselo,
Ralph comprendió. Supo que Tom podía ser ignorante pero que no lo era tanto, pues
sabía que era mejor dejar sola a la familia; y cuando la madre de Ralph dijo «Está
bien, Tom», Ralph detectó más vida, y más amabilidad y más agradecimiento en su
voz que en cada una de las palabras que le había dirigido a él durante toda la noche; y
mientras miraba cómo Tom subía la escalera, pesada y silenciosamente, peldaño tras
peldaño, pensó: ahí va uno que es más hombre que yo, que sabe cuándo debe quitarse
de en medio; y pensó: ayuda mucho más marchándose de lo que ayudo yo
quedándome, y pensó: todos en esta habitación preferirían que me fuera yo, y gritó,
con una voz que sonó áspera aunque había tratado de que sonara simpática a todos,
exceptuando a Tom: «Está bien, Tom, vete a dormir»; y Tom asomó la cabeza por la
trampilla del techo, y le miró con sus ojos azules y vacíos, y dijo: «Está bien, señorito
Ralph», y de pronto Ralph se dio cuenta de que Tom no tenía ninguna intención de
dormir y que estaría allí arriba, solo, sin pestañear siquiera, dispuesto por si acaso le
necesitaban; y que había reconocido su malicia, su deseo de humillarle, y en lugar de
eso le había humillado a él ante su madre y su esposa y su padre agonizante. «Está
bien, señorito Ralph». ¿Qué es lo que está bien? ¿Qué es lo que está bien?, deseó
gritarle. «¿Qué es lo que está bien, miserable hijo de puta?», pero se contuvo.
Cada vez que sentía las miradas de todos especialmente fijas en él, se acercaba a
su madre de nuevo, y la abrazaba, y estrechaba su cabeza contra su pecho, y trataba
de decirle cosas que la hicieran llorar, y cada vez que lo hacía, la voz de su madre
sonaba un poco más lejana, y su rostro parecía un poco más viejo y más ajado, y él
era cada vez más consciente de las miradas fijas en él y de los pensamientos que
había tras esas miradas, y cada vez se apartaba de su madre como si sólo pudiera
soportar dejar de consolarla un momento porque había cosas más importantes a las
que debía atender, asuntos de vida o muerte de los que únicamente podía ocuparse él,
el hijo, el hombre de la familia, ahora que su pobre padre yacía allí tan cerca de la
muerte. Pero no había otra cosa que hacer más que esperar al médico. Ya habían dado
al enfermo la medicina que éste había dicho que le administraran, y le habían dado
tanto té de ginseng —que, según les había dicho el doctor no podía hacerle ningún
ebookelo.com - Página 46
daño—, que la madre de Ralph decidió que no debían darle más. El padre tenía la
cabeza baja y los pies apoyados en unas piedras calientes envueltas en franela, y la
madre mantenía a todos los demás en la parte más lejana e iluminada de la
habitación, permitiendo solamente unas visitas muy breves. No había nada que hacer,
nada de que ocuparse, y cada vez que Ralph se apartaba de su madre con actitud de
autoridad heroica y volvía a descubrir ese hecho, se sentía como si alguien hubiera
retirado su silla delante de todo el mundo cuando él iba a sentarse en ella, y empezó a
pensar que iba a consumirse y a morir si no bebía otro trago. Dijo con voz ahogada y
recatada un «Disculpadme» que para las mujeres significaría que tenía que ir a vaciar
la vejiga, y esa vez echó un buen trago, y cuando volvió descubrió que ya no le
importaba si le miraban o no, o si adivinaban para qué había salido realmente; por
menos de nada habría sacado la botella para blandiría ante ellos. Pero antes de que le
fuera posible usar la misma excusa de nuevo, sintió una sed mayor que antes.
Entonces se dio cuenta por primera vez de que estaba borracho. Se avergonzó
terriblemente de sí mismo; emborracharse en ese momento, junto al lecho de muerte
de su padre, cuando su madre le necesitaba más que nunca, y sabiendo, porque para
entonces había aprendido a aceptar lo que decía la gente, que cuando estaba borracho
no servía absolutamente para nada. Y encima de eso sentir tanta sed. Se sobrepuso
con toda la severidad y toda la fuerza de que era capaz. Dios sabe que tienes que
calmarte, se dijo. O te calmas o… Dios sabe que lo harás. Lo harás. Se levantó
bruscamente, y se adentró en la oscuridad, y se mojó la cara y el cuello. Y entonces se
dio cuenta de que podía beber otro trago, en ese momento. Uno pequeño. Para
calmarse. Se maldijo y volvió a mojarse la cara y, antes de entrar otra vez, se secó
cuidadosamente con el pañuelo. Se dio cuenta de que para todos los presentes en la
habitación esos dos silencios habían significado dos tragos más. Hizo una mueca
cínica. Dios sabía que él estaba muy seguro de lo que hacía. Sintió como si tuviera
una gran fuerza física, y en medio de esa sensación su sed era sólo como el golpe
propinado a un punching-ball, un placer propinarlo y un placer prepararse para
resistir su impacto. Pero la sed volvía aún más feroz, como un dolor irresistible. No,
por Dios, volvió a decirse. Pero luego comenzó a reflexionar. Si de todos modos
pensaban que había ido a echar un trago —dos, de hecho—, entonces, en cierto
modo, tenía derecho a ellos. A tres, en realidad: el tercero porque sabía que habían
interpretado su mueca cínica como el descaro propio de un borracho. Después de
todo, no era por él por quien no quería estar borracho. Si se reprimía era por ellos.
Pero si de todas formas iban a culparle de ello, ¿qué sentido tenía no beber? Además,
sabía que cuando de verdad quería, podía aguantar el alcohol tan bien como
cualquiera. Se lo demostraría. Pero no era fácil pensar cómo salir de allí. No puedo ir
a orinar tan pronto. Ni a mojarme la cara y el cuello. De pronto sintió una vergüenza
terrible. Por Dios que no lo haría. No permanecería allí planeando cómo beber un
trago mientras su padre agonizaba y mientras su madre le miraba sabiendo lo que
pensaba sin decir una palabra. ¡Por Dios que no lo haría! Eso sí que no. Se propuso
ebookelo.com - Página 47
desterrar de su mente todo aquello y pensar sólo en su padre, no en cómo le había
temido siempre, ni en cómo había deseado que le demostrara su aprobación, ni en
cómo había deseado que estuviera muerto, sino en cómo yacía allí ahora, viejo y
destrozado, abandonado casi al final del camino, sí señor, como un rescoldo que se
apagara; y al poco rato estaba sollozando, y hablando a su padre a través de sus
sollozos, y un rato más y comenzó a darse cuenta de que había encontrado la salida.
Su lucha contra la tentación, su constante repetir «Soy un inútil» y «Soy el hijo que él
ha valorado menos aunque soy el que más le quiere», y las voces de las mujeres que
trataban de calmarlo, de tranquilizarlo, no hicieron sino acrecentar sus lágrimas, la
exuberancia de sus emociones y su verbosidad, y pronto se dio cuenta de que aquello
resultaba útil y empezó a aprovecharlo. Hacia el final, toda emoción sincera le había
abandonado y tuvo que esforzarse, hacerse cosquillas y torturarse para producir
sentimientos y pruebas suficientes de la inminencia de una crisis nerviosa que no
impondría a nadie, y cuando finalmente creyó que había llegado el momento
adecuado salió precipitadamente de la habitación casi tirando al suelo a su mujer que
estaba sentada en una mecedora. En el instante en que se encontró fuera no sintió
nada más que la ferocidad de su sed. Se apoyó en el muro de la casa, quitó el corcho a
la botella, envolvió el gollete con sus labios tan vorazmente como prende el pezón un
bebé hambriento y la empinó.
¡Nooo! Con un gemido lastimero golpeó su sien contra la pared de la casa tan
violentamente que apenas pudo mantenerse en pie y arrojó la botella lo más lejos
posible. «¡Oh, Dios! ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!», gimió mientras las lágrimas le abrasaban
las mejillas. ¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota! ¿Por qué no se había asegurado antes de salir de
la oficina? No quedaba ni para medio trago.
Se aplicó varias veces el pañuelo a la sien y se inclinó hacia la zona iluminada por
la luz. Era sangre, sí. Sintió náuseas. Volvió a aplicarse el pañuelo. No mucha. Se lo
aplicó otra vez; y otra. En cualquier caso, no chorreaba. Respiró hondo y volvió a
entrar en la habitación.
—He tropezado —dijo—. No es nada.
Pero aun así Sally se acercó, y su madre se acercó también, y ambas examinaron
su frente cuidadosamente, fingiendo que era totalmente natural tropezar en un patio
de tierra apisonada, y cuando coincidieron en que solamente se trataba de un buen
chichón que no requería mayores cuidados, él se sintió de pronto tan triste y tan
pequeño como un niño y pensó que ojalá lo fuera.
Su rabia, y su desesperación, y la sacudida del golpe le habían calmado y
despejado tanto que ahora ya no podía ni odiarse a sí mismo. Se sentía sobrio y
tranquilo. Su tristeza aumentó y se volvió casi insoportable, y por primera vez aquella
noche y una de las pocas veces que lo había hecho en su vida, empezó a ver las cosas
más o menos como eran. Sí, allí en la cama, más allá de la luz cuidadosamente
velada, gimiendo de vez en cuando, con una respiración tan irregular y agitada que
parecía que fuese la tristeza y no la muerte lo que la alteraba, su padre, su propio
ebookelo.com - Página 48
padre, se acercaba en efecto a su última hora; y su madre, su propia madre,
permanecía allí sentada, callada y paciente, y muy fuerte. Probablemente no había
nadie en el mundo más fuerte que ella para consolarle. ¿Y él? Sí, aunque sirviera de
poco, él estaba allí y era el único hijo que se hallaba presente. Pero no había especial
mérito en ello; era el único hijo que vivía cerca. Y si vivía cerca era porque carecía
del coraje, la inteligencia, la energía y el valor necesarios para independizarse. Eso
era realmente: carecía de valor para independizarse. Siempre necesitaba estar cerca.
Necesitaba sentir cerca el apoyo de sus padres, su compañía. Vivía casi diariamente
con la esperanza de que si estaba cerca, si estaba siempre a mano cuando le
necesitaban, si les demostraba siempre cuánto les quería, quizá podría estar seguro al
fin de haberse ganado su aprobación, su respeto. No creía, no podía recordar, haber
respirado sobrio una sola vez como por derecho propio, pensando, no me importa lo
que piense nadie de mí, así soy y así es como hago las cosas. Todos sus actos, cada
tono que adoptaba su voz, obedecían a su idea de qué podría causar una mejor
impresión en los demás. Era más esclavo de eso, de la opinión que pudieran tener de
él, de lo que había sido nunca ningún negro. Y la maldad, la temeridad que
demostraba cuando estaba suficientemente bebido, él sabía que no eran nada buenas,
que no eran buenas en absoluto. Ni siquiera eran reales. Sólo eran lo que él deseaba
ser, y ni siquiera eso, porque lo que él deseaba no era ser temerario sino valiente, algo
muy diferente, y no ser malo sino orgulloso, algo muy diferente también. ¿Y qué era
lo peor? Lo peor era que alguna vez, muy de tarde en tarde, se veía tal como era, y
entonces creía que al verse tan claramente podía cambiar, que lo único que necesitaba
era una mente clara, y paciencia, y valor; y al mismo tiempo sabía que nunca lo haría,
que nunca cambiaría, sino para peor; que no tenía una mente clara, ni una paciencia,
ni un valor que duraran más allá del poco tiempo que exigía (y aun esto era suficiente
para hacer que todo él se estremeciera) solamente poder, muy de tarde en tarde,
pararse a ver cómo era realmente. Era débil: eso lo veía con suficiente claridad. Un
inútil. Eso lo veía también. Incompleto de alguna manera, como un pollo que sale del
cascarón con el cuello torcido y así crece. Como su pobre hijo Jim-Wilson, que ya
empezaba a dar muestras de debilidad con sus pobres ojos descoloridos, su
dependencia de Sally, el terror que le inspiraba su padre cuando estaba borracho o
hasta cuando bromeaba con él, su facilidad para el llanto. No debería haber tenido
hijos, pensó Ralph. No debería haber nacido nunca.
Y al mirarse ahora, ni se despreciaba, ni se compadecía, ni culpaba a los otros por
lo que podían opinar de él. Sabía que probablemente no pensaban de él tan
increíblemente mal, con tanto desprecio, como él tendía a imaginar. Sabía que nunca
podría llegar a saber realmente lo que pensaban, que su extrema disposición a creer
que lo sabía era otro de sus delirios. Pero estaba seguro de que pensaran lo que
pensasen no podía ser muy bueno, porque no había nada muy bueno que pensar de él.
Pero se dijo que, pensaran lo que pensasen, eran justos, cuando él casi nunca era
justo. Sabía que se equivocaba acerca de su madre. Ahora mismo no le cabía la
ebookelo.com - Página 49
menor duda de que le quería realmente, de que nunca había dejado de quererle ni
nunca dejaría de hacerlo. Hasta sabía que era especialmente tierna con él, que le
quería de un modo distinto de como quería a los demás. Y sabía por qué él pensaba
con tanta frecuencia que no le quería. Era porque le compadecía, y porque nunca
había sentido ni nunca podría sentir ningún respeto por él. Y era respeto lo que él
necesitaba, infinitamente más que amor. No tener que preocuparse de si la gente le
respetaba o no. No tener que pensar nunca que la gente era amable con él porque le
compadecían o le temían. Miró a Sally. Pobrecilla. Me teme. Sally me teme. Y todo
por culpa mía. Sólo mía. Y la odio porque desea a otros hombres, cuando sé que
nunca ha dedicado un solo pensamiento a la infidelidad, y cuando yo soy el hombre
más mujeriego de LaFollette, y medio pueblo lo sabe, y Sally lo sabe también, y es
demasiado bondadosa y me tiene demasiado miedo como para reprochármelo. Y sin
duda yo debería hacer algo, al menos acerca de eso. Cualquier hombre lo haría. Sólo
que yo no soy un hombre. Así que, ¿cómo puedo esperar que la gente me respete, o al
menos que no me desprecie? La gente es justa conmigo y más que justa. Más que
justa, porque no saben cómo soy en realidad.
Y esta noche llega como una prueba, como un juicio, una de esas ocasiones en la
vida de un hombre en que se le necesita y sólo puede ser útil siendo un hombre. Pero
yo no soy un hombre. Soy un bebé. Ralph es un bebé. Ralph es un bebé.
ebookelo.com - Página 50
Capítulo 7
Hannah Lynch decidió que iría de compras ese día, y que, si Rufus quería, le
gustaría llevarle con ella. Telefoneó a la madre de Rufus para preguntarle si tenía
otros planes para él que interfirieran con el suyo y Mary dijo que no; le preguntó si
sabía si Rufus tenía proyectado hacer alguna otra cosa, y Mary, un poco sorprendida,
le dijo que, que ella supiera, no era así, y que, aunque lo fuera, estaba segura de que
le encantaría ir de compras con ella. Hannah, en un arranque de irritación, estuvo
tentada de decirle que no decidiera en nombre de los niños, pero se contuvo y, en
lugar de eso, dijo, bueno, ya veremos, y que estaría allí a la hora en que él volvía del
colegio. Mary le replicó con insistencia que no debía ir —aunque a ella le gustaría
mucho verla, naturalmente—, que sería Rufus el que iría a su casa. Hannah, decidida
a no convertir aquello en un problema, dijo que muy bien, que le estaría esperando,
pero que no debía ir a menos que de verdad quisiera hacerlo. Mary dijo que
naturalmente que querría y Hannah contestó de nuevo, más fríamente: «Ya veremos;
no tiene importancia», y, cambiando de tema, preguntó:
—¿Has tenido noticias de Jay?
Pues Mary había telefoneado a su padre esa mañana para explicarle por qué no
iría Jay a la oficina.
—No —dijo Mary ligeramente a la defensiva, porque de algún modo intuía que la
pregunta implicaba una crítica; y tampoco había esperado tenerlas, a menos que…
—Claro —contestó Hannah rápidamente (pues no había sido su intención hacer
crítica alguna)—. Así que no tenemos motivo para preocuparnos.
—No, estoy segura de que habría llamado si su padre… incluso si hubiera un
peligro grave —dijo Mary.
—Por supuesto que sí —respondió Hannah. ¿Había algo que pudiera traerle a
Mary? Veamos, dijo ésta con cierta vaguedad; bueno; ah sí, pensó que a Catherine no
le vendría mal una camiseta nueva, y que…, pero de pronto recordó que a veces era
difícil convencer a su tía de que aceptara dinero e incluso que le dijera lo que habían
costado las cosas que había comprado de esa manera; y mintió, un poco violenta,
verás, no, muchas gracias, es una tontería de mi parte pero no se me ocurre nada.
Bueno, dijo Hannah, respetando sus escrúpulos y decidida a tener cuidado de
avergonzarla con menos frecuencia (aunque, después de todo, debería poder hacerle
algún regalito de vez en cuando sin que surgiera ese orgullo tonto); está bien;
esperaré hasta las tres, y si Rufus tiene otras cosas que hacer, sólo tienes que
decírmelo. Muy bien, tía Hannah, y muy amable de tu parte haber pensado en él. En
absoluto, me gusta llevarle de compras. Eres muy amable y seguro que a él le
apetece. Quizá. Seguro que sí, tía Hannah. De acuerdo. De acuerdo; adiós. ¿Nos
avisarás si tienes noticias de Jay? Pues claro. Enseguida. Pero la verdad es que no
espero tenerlas. Es muy probable que esté de vuelta para la hora de la cena, o quizá
un poco después. Estaba seguro de poder volver… si… si todo iba, bueno, si todo iba
ebookelo.com - Página 51
relativamente bien. Bueno, está bien, adiós. Adiós. Adiós, la voz de Mary se apagó
suavemente.
—¿Era Jay? —gritó Andrew por encima de la barandilla.
—No, sólo hablaba con Mary —dijo Hannah—. Supongo que no era tan grave
después de todo.
—Esperemos que no —dijo Andrew, y volvió a su pintura.
Hannah se arregló para ir a la ciudad. Cuando Rufus llegó, sin respiración, la
encontró en un pequeño sofá de la sala, sentada cuidadosamente para no arrugarse su
largo vestido negro moteado de blanco y hojeando con seriedad un número de The
Nation que sostenía a poca distancia de sus gruesas gafas.
—Vaya —dijo sonriendo mientras dejaba inmediatamente la revista a un lado—.
Llegas muy pronto (no era así; su madre le había hecho lavarse y cambiarse de ropa),
y (observándole atentamente mientras él se apresuraba) estás muy guapo. Pero te has
quedado sin aliento. ¿De verdad quieres venir?
—Oh, sí —dijo él con un rastro de falsedad, pues había sido advertido de que
debía convencerla—. Estoy muy contento de ir, tía Hannah, y muchas gracias por
acordarte de mí.
—Ya… —dijo ella, porque sabía reconocer una cita directa cuando la oía pero
también porque estaba convencida de que, a pesar de aquellas palabras falsas, él decía
lo que sentía—. Eso está muy bien —dijo—. Bueno. Vámonos.
Cogió su sombrero de paja negro, duro y sin adornos, del lugar que ocupaba a su
lado en el sofá y Rufus la siguió hasta el espejo del oscuro recibidor y la miró
mientras ella se colocaba cuidadosamente el alfiler. «Oscuro como el interior de una
vaca —musitó ella con la nariz casi pegada al sombrío espejo—, como diría tu
abuelo».
Rufus trató de imaginar cómo sería el interior de una vaca. Desde luego que sería
oscuro, pero también sería oscuro el interior de cualquier persona o de cualquier cosa,
así que, ¿por qué una vaca? La abuela llegó por el pasillo desde el comedor, sigilosa,
miope y con una sonrisa rígida en los labios aunque se figuraba que estaba sola; el
niño y su tía abuela se hicieron a un lado rápidamente, pero aun así chocó con ellos y
profirió un grito ahogado.
—Hola, abuela, soy yo —gritó Rufus.
En ese mismo momento la tía Hannah se inclinó hacia ella para acercarse a su
oído bueno y dijo en voz muy alta:
—Catherine; sólo somos Rufus y yo.
Y mientras hablaba, ambos pusieron sobre ella una mano tranquilizadora; y Rufus
oyó a Andrew decir arriba entre dientes: «¡Oh, Dios!»; pero su abuela, acostumbrada
a esos sustos, se recuperó enseguida, rió amablemente con su elegante risa cantarina
(que empezaba a sonar ligeramente cascada) y gritó:
—¡Dios mío, qué susto me habéis dado! —y volvió a echarse a reír—. Y aquí está
el pequeño Rufus —dijo sonriendo mientras se inclinaba profundamente hacia él con
ebookelo.com - Página 52
su mirada cegata y alegre y le daba unas palmadas en la mejilla—. Así que estás lista
para salir —dijo animadamente a Hannah.
Ésta asintió aparatosamente, e, inclinándose otra vez para acercarse a su oído
bueno, gritó:
—Sí, ya estoy lista.
—Que lo paséis bien —dijo ella—. Dale un abrazo a la abuela —y abrazó muy
fuerte a Rufus diciendo—: Mm-mm, qué niño más bueno —mientras le daba unas
vigorosas palmadas en la espalda.
—Adiós —gritaron ellos.
—Adiós —dijo ella con una sonrisa radiante mientras les seguía hasta la puerta.
Tomaron el tranvía y se bajaron en la calle Gay. No hubo ni frenesí ni pérdida de
tiempo, como lo habría habido con cualquier otra de las mujeres que Rufus conocía;
nada de la ceremonia que convertía para la abuela el ir de compras en una especie de
bordado rígido; nada de ese apresurado y tímido rechazo a la sensatez con que
compraban los hombres. Hannah se abría paso entre el bullicioso trasiego de la acera
y a lo largo de los numerosos y nutridos pasillos de las tiendas con una tranquila
excitación. Ir de compras nunca había perdido su encanto para ella. Preparaba su
mente y su disposición para ello con tanto cuidado como preparaba su vestimenta, y
raramente había visto Rufus que se viera obligada a consultar una lista aunque
estuviera haciendo complicados recados para otras personas. Sus gustos personales
eran casi tan frugales como sus necesidades; corchetes, trozos de cinta blanca y cinta
negra, automáticos tan diminutos que era difícil manejarlos, puntillas, unos cuantos
metros de tela de algodón blanca o negra en ocasiones y, de vez en cuando, dos pares
de medias de algodón negras. Pero le gustaba encargarse de hacer compras lujosas
para otros, e incluso cuando no existían tales encargos, solía examinar una abundante
variedad de mercancías que no tenía ninguna intención de adquirir, cuidando siempre
con habilidad de no molestar nunca a un dependiente ni dejar desordenado nada de lo
que tocaba, aplicando su debilitada vista tan atentamente como aplica el joyero su
lupa y emitiendo breves exclamaciones de admiración o de ironía. Cuando tenía que
comprar algo, buscaba un dependiente y llevaba a cabo toda la transacción con una
elegante eficiencia que había inspirado en el niño cierto desdén hacia el resto de las
mujeres a las que había visto en las tiendas. Rufus, mientras tanto, prestaba
relativamente poca atención a lo que ella decía o compraba; las palabras pasaban por
encima de él, mera decoración del mundo que contemplaba con tanta fascinación
como su tía; y lo mejor de todo eran las cestas de alambre que, chocando unas con
otras y golpeándose, pasaban presurosas en pequeñas vagonetas allá en lo alto,
llevando de un lado a otro mercancías empaquetadas o sin empaquetar y duros
cilindros de cuero llenos de dinero. Cuando era otra persona la que le llevaba de
compras, Rufus se aburría mortalmente, pero Hannah compraba como un amante de
la pintura visita un museo, y su placer aclaraba la mirada de Rufus y convertía el
mundo del comercio en una fuente inagotable de delicias. Si eran su madre o su
ebookelo.com - Página 53
abuela las que compraban, la cinta métrica que colgaba del cuello de la dependienta y
el bloc de papel carbón en el que ésta anotaba las adquisiciones se le antojaban a
Rufus movedizos e incómodos, pero en compañía de su tía abuela, la cinta y el bloc
eran instrumentos fascinantes que requerían habilidad, y las amas de casa que por lo
general enrarecían el aire de las tiendas con su ansiedad e insensatez eran en lugar de
eso como un mar estimulante que su tía surcaba con la mayor destreza. Ella no le
hablaba mucho ni se preocupaba de él, pero tampoco estaba Rufus dispuesto a
aventurarse más allá del alcance de la débil vista de ella, porque disfrutaba con su
compañía y de todos los adultos era la más considerada. Cada diez minutos más o
menos se acordaba de preguntarle cortésmente si estaba cansado, aunque él rara vez
se fatigaba en su compañía; con ella nunca le daba vergüenza decir que tenía que ir al
baño, ya que eso no parecía molestarla, y, en consecuencia, raramente necesitaba ir a
los lavabos en estos viajes que hacían juntos al centro. En esta ocasión Hannah
compró unas cuantas cosas de las más sencillas para ella, otras más complicadas para
su cuñada y un precioso pañuelo transparente y floreado para el cumpleaños de Mary,
haciendo a Rufus partícipe de la sorpresa; luego, en la librería de arte, preguntó si
había llegado la Gramática de la Ornamentación. Pero cuando le mostraron el
enorme volumen magníficamente ilustrado, exclamó riendo: «Dios mío, esto no es
una gramática, es una enciclopedia», y el dependiente rió cortésmente, y ella dijo que
era demasiado grande para llevársela y pidió que se la enviaran a casa. Pero debían
garantizarle que se la entregarían a ella personalmente y no más tarde del veintiuno
de mayo, es decir, dentro de tres días, ¿podía estar completamente segura? No, se
interrumpió en una de esas raras ocasiones en que se confundía o cambiaba de idea,
no podía ser. Entre paréntesis, le explicó a Rufus: «Supón que ocurre un accidente y
que tu tío Andrew lo ve antes de tiempo». Hizo una pausa. «¿Crees que podrás
ayudarme llevando algunos paquetes más?», le preguntó. Él contestó orgulloso que
claro que podía. «Entonces nos lo llevamos ahora», dijo su tía al dependiente, y
después de sopesar y distribuir cuidadosamente los diversos paquetes, volvieron a la
calle. Y allí fue donde la tía Hannah hizo a Rufus una propuesta que le dejó atónito de
gratitud. Se volvió hacia él y le dijo:
—Y ahora, si quieres, me gustaría regalarte una gorra.
Rufus se quedó sin habla y sintió que se ruborizaba. Su tía no pudo ver bien el
rubor, pero su silencio la desconcertó porque había creído que se alegraría
muchísimo. Aunque molesta consigo misma, no pudo evitar sentirse un poco dolida.
—¿O es que preferirías otra cosa? —preguntó en un tono un poco demasiado
amable.
Él sintió una gran dilatación en el pecho.
—¡Oh, no! —exclamó apasionadamente—. ¡Oh no!
—Muy bien, entonces veamos qué podemos hacer —dijo ella más que
tranquilizada, y de pronto intuyó casi en toda su magnitud la larga y desconsiderada
negativa y la importancia que aquella gorra revestía para el niño. Se preguntó si él le
ebookelo.com - Página 54
hablaría de ello, si, de algún modo cobarde o santurrón, trataría de ser «sincero» y
decirle que a su madre le desagradaba la idea (aunque ella suponía que debía serlo, es
decir, sincero), o, mejor aún, si imaginaría que al comprársela ella se arriesgaba a
disgustar a Mary y trataría de advertirle, y se dio cuenta entonces de que debía tener
cuidado de no enfrentarle con su madre. Esperó con curiosidad lo que él podría decir
y, cuando vio que no encontraba las palabras adecuadas, dijo:
—No te preocupes por Mary… por mamá. Estoy segura de que si supiera que
realmente la quieres, te la habría comprado hace mucho tiempo.
Él se limitó a proferir un murmullo cortés y avergonzado y ella se dio cuenta, con
pesar, de que no sabía cómo manejar adecuadamente la situación. Pero estaba segura
de que no iba a negarle por eso lo que le había ofrecido; apretó los labios y, gracias a
un inexplicable destello de intuición, dejó atrás Millers, una tienda del gusto de las
damas maduras en la que la madre de Rufus siempre compraba las mejores ropas, las
cuales, en el mejor de los casos, eran las que éste elegía en segundo lugar, y giró para
dirigirse a Market Street y a Harbisons, una tienda que vendía exclusivamente ropa
para hombres y niños y que, según Rufus había oído decir a su madre por casualidad,
ésta consideraba «ordinaria», «llamativa» y «vulgar». Y desde luego era aquél un
mundo totalmente ajeno a las mujeres. Unos hombres no muy agradables se volvieron
a mirar a aquella solterona que llevaba a remolque a un niño radiante y consternado,
pero ella era demasiado corta de vista como para entender sus miradas, y,
dirigiéndose con aplomo al hombre más cercano con apariencia de dependiente (no
llevaba sombrero), preguntó enérgicamente, sin vergüenza ninguna:
—Por favor, ¿dónde puedo encontrar una gorra para mi sobrino?
Y el hombre, impulsado a la cortesía por el desconcierto, encontró a un
dependiente que la atendiera, y éste los condujo a la parte trasera, más oscura, de la
tienda.
—Bueno, veamos qué es lo que te gusta —dijo tía Hannah; y de nuevo el niño
volvió a sorprenderse.
La primera elección que ofreció fue tan dolorosamente conservadora que ella
intuyó el temor y la hipocresía que ocultaba y le dijo con cautela:
—Es muy bonita, pero ¿por qué no miramos un poquito más?
Vio una distinguida gorra de sarga oscura, con una visera casi invisible, que
seguramente sería la que Mary preferiría, pero dudó si debería hablar de ella, y una
vez que Rufus comprendió que su tía no tenía ninguna intención de entrometerse, sus
gustos la sorprendieron. El niño trató de ser cauteloso, más por cortesía, pensó ella,
que por mentir, pero quedó claro que lo que quería a toda costa era una estruendosa
gorra de lana a cuadros verde jade, amarillo canario, blanco y negro, que sobresalía
varios centímetros a cada lado por encima de sus orejas y tenía una enorme visera
bajo la cual su cara casi desaparecía. Era una gorra, pensó, que hasta un petimetre de
color podía considerar un poco llamativa, y sintió la dolorosa tentación de intervenir.
A Mary le daría un ataque de histeria; a Jay no le importaría, pero le preocupaba por
ebookelo.com - Página 55
Rufus que se echara a reír; hasta los niños del barrio, se temía, muy probablemente se
mofarían de la gorra en lugar de admirarla, sobre todo, pensó con amargura, si
efectivamente la admiraban. Causaría problemas sin fin y quizá el pobre niño se
arrepentiría pronto de haberla elegido. Pero antes se dejaría azotar que imponerle su
voluntad.
—Es muy bonita —dijo de la forma menos seca que pudo—. Pero piénsalo bien,
Rufus. Vas a llevarla mucho tiempo, ¿sabes?, y con ropas muy diferentes.
Pero a él le era imposible pensar en nada que no fuera aquella gorra; hasta podía
imaginar el respeto que impondría después de haberla maltratado un poco.
—¿Estás seguro de que te gusta? —dijo tía Hannah.
—Oh, sí —dijo Rufus.
—¿Más que ésta? —dijo Hannah señalando la discreta gorra de sarga.
—Oh, sí —dijo Rufus sin apenas oírla.
—¿O que esta otra? —dijo ella mostrando una elegante gorra de cuadritos
blancos y negros.
—Creo que es la que más me gusta de todas —dijo Rufus.
—Muy bien, entonces la tendrás —dijo tía Hannah volviéndose hacia el
imperturbable dependiente.
Al despertarse en la oscuridad vio la ventana. Los visillos, una ola alta, hendida,
llegaban hasta el suelo; transparentes, formando pliegues, festoneados en los bordes
centrales como las valvas de una criatura marina, se movían deliciosamente en el
aire que entraba por la ventana abierta.
Allá donde los tocaba la luz del farol de acetileno de la calle, eran blancos como
el azúcar. El extravagante follaje labrado en ellos por la maquinaria destacaba aún
más blanco donde la luz los rozaba mientras que era negro en el tejido que colgaba
fláccido.
La luz empujaba contra los visillos las sombras de las hojas, que se movían con
ellos y sobre el cristal desnudo.
Allá donde la luz rozaba las hojas, de un verde ácido, éstas parecían arder.
Donde no las tocaba, eran del más oscuro de los grises y más oscuras aún. Bajo
aquellos miles de hojas estrechamente reunidas habitaba una luz no natural o la más
profunda de las oscuridades. Sin tocarse las unas a las otras, se agitaban en silencio
cuando el árbol se movía en su sueño.
Justo enfrente de su ventana había otra. También detrás de esa ventana abierta
había visillos que se movían y sobre los cuales se movían las sombras dispersas de
otras hojas. Más allá de los visillos y del cristal desnudo, la habitación estaba tan
oscura como la suya.
Oyó la noche estival.
El aire vibraba con el griterío exhausto de las cigarras como una campana cuyo
ebookelo.com - Página 56
sonido se desvaneciera. Los enganches de unos vagones chocaron y se acoplaron;
una locomotora respiró pesadamente. El motor de un coche llevó más allá de lo
audible las furiosas expresiones de su incompetencia. Los cascos de un caballo
despertaron, a lo largo de la calle hueca, los ritmos perezosos del más lánguido de
los bailarines calzados con zuecos, y, trazando círculos sin fin, unas llantas de hierro
chirriaron interminablemente tras ellos. A lo largo de las aceras, con tacones
afilados y un arrastrar de suelas de cuero, hombres y mujeres jóvenes iban y venían.
Una mecedora dejaba oír un repetido esfuerzo de pulmón enfermo; como la nota
única de un birimbao espléndido, rechinaba en un porche la cadena de un columpio.
En algún lugar cercano, íntimamente unido a dos centímetros de césped húmedo
entre las dos casas, cantó un grillo y fue respondido como por su propio eco.
Humildes bajo los triunfantes gritos infantiles que rasgaban la oscuridad como
raudales de fuego, voces de hombres y mujeres entrechocaban alegremente en los
porches, y en la habitación de al lado; como el girar de una cabria que levantara
trabajosamente su carga, como el chorro más suave de agua fresca, oyó las voces de
hombres y mujeres que le eran familiares. Gruñían complacidas; subían de volumen
y se desparramaban; y mirando las ventanas, escuchando el corazón de la imponente
campana de la oscuridad, descansó en una paz perfecta.
Los niños son violentos y arrojados, corren y gritan como vencedores de victorias
imposibles, pero muy pronto, como a mí, les llevarán a dormir.
Los que han crecido como hombres de bien hablan con seguridad y sirven y
protegen con habilidad, pero también a ellos, como a mí, les llevarán pronto a la
cama.
Pronto llegarán las horas en que nadie está despierto. Hasta las cigarras, hasta
los grillos callarán como arroyos congelados.
Al abrigo de tu gran refugio.
Oigo a mi padre; nada debo temer.
Oigo a mi madre; nunca me sentiré solo ni me faltará el amor.
Cuando tengo hambre, son ellos los que me proporcionan alimento; cuando estoy
apenado, son ellos los que me confortan.
Cuando estoy atónito o desconcertado, son ellos los que aseguran el suelo bajo
mi espíritu; en ellos confío.
ebookelo.com - Página 57
Cuando estoy enfermo, son ellos los que llaman al médico; cuando estoy sano y
feliz, es en sus ojos donde veo más claramente que soy amado; hacia el resplandor de
sus sonrisas elevo mi corazón y en su risa encuentro mi mayor delicia.
Oigo a mi padre y a mi madre y ellos son mis gigantes, mi rey y mi reina,
comparados con los cuales no hay nadie en este mundo tan sabio, ni tan digno, ni tan
honrado, ni tan valiente, ni tan hermoso.
Nada debo temer; nunca me faltará su amorosa bondad.
Y los que hablan con ellos en esa habitación bajo cuya puerta yace, como un
esclavo guardián, el lingote de oro de la luz son mi tío, un hombre ingenioso, y mi
tía, una mujer aniñada; aún no los conozco bien, pero ellos y mi padre y mi madre se
quieren, y yo les quiero y sé que ellos me quieren a mí.
Oigo el repicar tranquilo de sus voces y sus risas.
Pero pronto también ellos se irán y la casa quedará casi en silencio, y pronto la
oscuridad, a pesar de toda su indulgencia, tomará a mi padre y a mi madre y los
llevará con ella, como ha hecho conmigo, a la cama y a dormir.
Llegas a nosotros una vez cada día y ni un solo día amanece sin que tú estés
detrás; nos cubres, nos inundas cada noche. Eres tú quien libera del trabajo y quien
reúne a familias y amigos; durante algún tiempo las gentes se sienten tranquilas y
libres, a gusto en compañía; pero pronto, pronto, todos caen en el silencio y la
inmovilidad.
Al amparo de tu refugio, tu gran refugio, oscuridad.
Y a través de ese silencio, tú pasas como si nadie sino tú hubiera respirado
nunca, hubiera soñado nunca, hubiera existido nunca.
Oscuridad mía, ¿te sientes sola?
Escucha tan sólo y yo escucharé contigo.
Mírame tan sólo, y yo miraré en tus ojos.
Piensa tan sólo que estoy despierto y sé que estás aquí; sé mi amiga y yo seré tu
amigo.
No debes temer; nunca te sentirás sola; nunca carecerás de amor.
Cuéntame tus secretos; puedes confiar en mí.
Acércate. Acércate mucho.
Y la oscuridad se acercó. Enterró sus ojos en los ojos del alma del niño diciendo:
Siempre he respirado, siempre he soñado, siempre he existido.
Y casi del mismo modo que, en una noche oscura y en un mar tranquilo, un
marinero puede saber que un iceberg invisible se acerca con sus fauces mortíferas
sólo debido al inesperado hechizo de su aliento, se dio a conocer la nada, esa noche
permanente en la que las estrellas, en sus generaciones agonizantes, son menos que
el destello de un mosquito y las nebulosas son más triviales que el aliento en el
invierno; esa oscuridad en la que la eternidad yace enroscada y pálida, serpiente
muerta dentro de un tarro de cristal, y en la que el infinito no es sino el centelleo de
ebookelo.com - Página 58
un reyezuelo lanzado en dirección al mar; ese abismo inconcebible de silencio
invulnerable en el que los cataclismos de las galaxias desvarían mudos como el
ámbar.
La oscuridad dijo:
¿Cuándo nos reuniremos, niño, dónde estamos, quién eres, niño, quién eres,
sabes quién eres, sabes quién eres, niño; existes?
Él sabía que nunca lo sabría, aunque el recuerdo, casi apresado, imposible de
apresar de nuevo, le atormentaba insoportablemente. Sabía que ese niño en el cual
habitaba no era sino el más cruel de los engaños. Que no era sino la nada de la
nada, condenado por una traición, condenado a ser consciente de la nada. Y sin
embargo, en esa desolación no se hallaba sin compañeros. Porque en el abismo,
invencibles, sin facciones, se movían intuiciones monstruosas. Y en la garganta de la
eternidad, ancha y profunda, ardía la risa fría y delirante de monstruos más extraños
que el más extraño de los monstruos, una crueldad que superaba toda crueldad.
Dijo la oscuridad:
Al abrigo de mi refugio; en mi gran refugio.
En el rincón, no del todo discernible de la oscuridad, surgió una criatura que le
miró.
Dijo la oscuridad:
Oyes al hombre al que llamas padre: ¿cómo podrás temer?
Bajo el lavabo, algo se movió cautelosamente.
Oyes a la mujer que te cree su hijo.
Bajo su cabeza postrada, se abrió la eternidad.
Oye cómo él se ríe de ti y cómo ella consiente divertida.
Los visillos suspiraron mientras los atravesaban poderes incalificables.
La oscuridad ronroneó con delicia y dijo:
¿Qué cambio es ese que revela tu mirada?
Hace sólo un momento era tu amiga, o al menos eso decías; ¿por qué esta
repentina pérdida de amor?
Hace sólo un momento estabas deseoso de conocer mis secretos, ¿dónde están
esas ansias ahora?
Mantente firme, porque ahora, querido mío, llega el momento en que ansias y
amor serán satisfechos para siempre.
Y la oscuridad, sonriendo, se inclinó más íntimamente hacia él, abrió su enorme
boca mellada…
¡Ahhhh…!
Niño, niño, ¿por qué me traicionas así?
Acércate. Acércate mucho.
¡Ohhhh…!
ebookelo.com - Página 59
¿Tienes que ser travieso? Me apenaría enormemente tener que obligarte.
Sabes que no puedes escapar; ni siquiera quieres escapar.
Pero entonces el niño se desgarró en dos criaturas, una de las cuales llamó a
gritos a su padre.
Las sombras permanecieron en su lugar y él tembló entre lágrimas. Vio la
ventana; esperó.
El grillo golpeó con su escoplo; las voces persistieron, plácidas como el salvado.
Pero tras su cabeza, en las altas sombras que su mirada no podía alcanzar,
¿quién osaría soñar qué moraba allí en ese momento?
Las voces se rozaban tranquilas; susurros y murmullos.
Gritó más fuerte llamando a su padre.
De pronto pareció que las voces sonaban huecas, como si cruzaran un puente
cubierto.
Los visillos se hincharon serenamente y serenamente cayeron.
Las sombras permanecieron en su lugar, pero por mucho que el niño se esforzó,
no pudo descubrir qué había en la más oscura de todas ellas.
Las voces recobraron su Languidez anterior.
Volvió rápidamente la cabeza y miró a través de los barrotes de la cabecera de la
cuna. No pudo ver qué era lo que había allí. Se volvió rápidamente otra vez. Fuera lo
que fuese se había ocultado más velozmente aún y permanecía allí, eternamente
quieto, detrás y más allá de lo que él pudiera aspirar a ver.
Miró el lavabo y era sólo un lavabo, pero su ojo era de malvado hielo.
Hasta los visillos de azúcar eran perversos, una boca que balbuceaba
torpemente; y las hojas, al temblar, ahogaban el árbol como una plaga.
Cerca de la ventana, en el papel de la pared, una mancha parda en forma de
serpiente.
Mortífera, la ventana de enfrente le devolvía la mirada.
¿Qué secreto guardaba avaro el grillo? ¿Qué efigie del terror esculpía paciente?
Las voces zumbaban, complacidas e inconscientes como cigarras. Él nada les
importaba.
Llamó a gritos a su padre.
Y ahora las voces cambiaron. Oyó a su padre aspirar una bocanada de aire,
retenerla contra el paladar y expulsarla después duramente contra el tabique de la
nariz con un largo resoplido de contrariedad. Oyó cómo crujía su sillón al levantarse
y oyó los ruidos que hacía su madre y que significaban que estaba molesta por su
contrariedad, que ella se ocuparía de ir a ver qué le pasaba, Jay; sus tíos hicieron
unos ruidos rápidos, ligeros, que expresaban su apoyo, y dejaron de tomar parte en
la discusión, y la voz de su padre, menos severa que el resoplido y que la forma en
que se había levantado del sillón, decía: «No, me ha llamado a mí. Iré a ver qué le
ebookelo.com - Página 60
pasa», y oyó sus pasos dominantes, cansados, que se acercaban. Tuvo miedo porque
ya no estaba tan asustado; por suerte le quedaba la evidencia de las lágrimas.
La puerta se abrió llenando de oro la habitación; su padre se inclinó para cruzar
el umbral, cerró y, en silencio, se acercó a la cuna. Su gesto era amable.
—¿Qué te pasa? —preguntó, ligeramente burlón, con su voz más profunda.
—Papá —dijo el niño con un hilo de voz. Sorbió las flemas de la nariz y se las
tragó.
El padre habló un poco más alto.
—¿Qué le pasa a mi niño? —dijo mientras rebuscaba en el bolsillo y sacaba su
pañuelo—. ¿Qué le pasa? ¿Por qué llora?
El áspero lienzo olía a tabaco; con las puntas de los dedos, su padre apartó las
hebras de tabaco de la cara húmeda del niño.
—Suénate —dijo—. Ya sabes que a mamá no le gusta que te tragues eso.
El niño sintió la mano fuerte bajo su cabeza y un sollozo se apoderó de él
mientras se sonaba.
—¿Pero qué te pasa? —exclamó su padre, y ahora su voz era totalmente amable.
Levantó un poco más la cabeza del niño, se arrodilló y le miró a los ojos; el niño
sintió la fuerza de la otra mano, que, sobre su pecho, le daba suaves palmadas. Se
esforzó por sollozar un poco más, pero el momento había pasado.
—¿Una pesadilla?
Él negó con la cabeza.
—Entonces ¿qué te pasa?
Miró a su padre.
—¿Tienes miedo… a la oscuridad?
Él asintió; sintió lágrimas en sus ojos.
—Noooooo —dijo su padre, pronunciándolo «nu»—. Ya eres mayor. Y a los niños
mayores no les asusta la oscuridad. ¿Qué oscuridad te ha dado miedo? ¿Ésta de
aquí?
Y con la cabeza indicó el rincón más oscuro. El niño asintió. El padre se acercó y
encendió una cerilla en el fondillo de sus pantalones.
No había nada.
—Aquí no hay nada raro… ¿Aquí debajo?
Señaló el escritorio. El niño asintió y comenzó a morderse el labio inferior. El
padre encendió otra cerilla y la sostuvo bajo el escritorio y bajo el lavabo después.
No había nada. Allí tampoco.
—Aquí no hay nada más que un trozo viejo de jabón para bebés. ¿Lo ves? —
Acercó el jabón hasta donde pudiera olerlo el niño, que de pronto se sintió mucho
más pequeño. Él asintió—. ¿Algún sitio más?
El niño se volvió y miró a través de la cabecera de la cuna; su padre encendió
otra cerilla.
—Mira, ahí está el pobre Jackie —dijo. Y, efectivamente, allí estaba, en el rincón.
ebookelo.com - Página 61
Sopló para quitar el polvo del perro de peluche y se lo ofreció al niño.
—¿Quieres a Jackie? Está tan solo. Todo este tiempo solito ahí en ese rincón.
El niño negó con la cabeza.
—¿Ya eres mayor para Jackie?
Él asintió, no muy seguro de que su padre le creyera.
—Entonces también eres demasiado mayor para llorar.
Pobrecito Jackie.
—Pobrecito Jackie.
—Pobrecito Jackie, tan solo.
El niño alargó la mano, y lo cogió, y recordó vagamente, mientras le consolaba,
un montón de velas encendidas (y agujas de pino), y un fuerte olor a verde, y un
perro de colores más alegres y mucho más grande que este otro y que le dejó
perplejo, y la enorme cara sonriente de su padre, que decía: «Es un perro». Su padre
recordó también el placer con que había elegido el peluche, y cómo se lo había
comprado demasiado pronto y cómo ahora era demasiado tarde. Consolar al perro
consoló al niño y, antes de que pudiera ocultarlo, surgió de él un gran bostezo que le
pilló por sorpresa. Miró ansiosamente a su padre.
—Te está entrando sueño, ¿no? —dijo su padre; casi no era una pregunta.
Él negó con la cabeza.
—Ya no tienes miedo, ¿verdad?
Pensó en la posibilidad de mentir pero negó con la cabeza.
—El coco se ha ido asustado, ¿verdad?
El niño asintió.
—Pues entonces, duérmete, hijo —dijo su padre.
Vio que el niño no quería que se fuera y de pronto se dio cuenta de que podía
haber mentido al decir que no estaba asustado, y se emocionó, y le puso una mano en
la frente.
—No quieres estar solo —dijo tiernamente—, como el pobre Jackie. No quieres
que te dejemos solo.
El niño no se movió.
—Verás lo que vamos a hacer —dijo su padre—. Te cantaré una canción y luego
te dormirás como un niño bueno. ¿Lo harás?
El niño apretó la frente contra la mano fuerte y caliente y asintió.
—¿Qué quieres que cantemos? —preguntó el padre.
—La ranita se va a cortejar —dijo el niño; era la canción más larga.
—Es muy larga —dijo su padre—. Es una vieja canción muy larga. No vas a
quedarte despierto tanto tiempo, ¿no?
El niño dijo que sí con la cabeza.
—Bueno —dijo su padre; y el niño aferró de nuevo a Jackie y le miró. El padre
cantó muy bajo y muy suave: La rana se va a cortejar, la rana se va a cortejar, yuhú,
y cantó acerca de la ropa que llevaba la rana, y acerca de Las dificultades y el éxito
ebookelo.com - Página 62
final del cortejo, y acerca de lo que dijeron algunos vecinos, y de quién sería el cura,
y de lo que dijo acerca de esa unión, yuhú, y finalmente de lo que servirían en el
banquete de bodas, yuhú, barbo y té de sasafrás, yuhú, mientras tenía la vista
clavada en la pared y el niño miraba fijamente esos ojos que no le miraban y la cara
que cantaba en la oscuridad. Cada dos versos más o menos el padre miraba hacia
abajo, pero los ojos del niño estaban tan oscuros y tenazmente abiertos al acabar la
canción como habían estado al comienzo, aunque mantenerlos así empezaba a
suponerle un esfuerzo.
El padre se divertía complacido. Una vez que comenzaba, le gustaba cantar. Eran
muchas las viejas canciones que sabía, sus preferidas, y también algunas canciones
populares; y aunque se habría avergonzado si alguien se lo hubiera dicho, disfrutaba
con el sonido de su propia voz.
—¿Aún no te has dormido? —dijo, pero hasta el niño sabía que no había peligro
de que se fuera y negó decididamente con la cabeza.
—Canta «galón» —dijo, porque le agradaba ver el regocijo que provocaba en la
cara de su padre, aunque no entendía por qué. El regocijo llegó y el padre dio
comienzo a la canción, aunque aún más suavemente porque era una canción rápida y
picante, más adecuada para despertar que para incitar al sueño. Le divertía porque
su hijo siempre había creído que decía «galón[2]» y porque a su mujer no le hacía
demasiada gracia su regocijo —y, aunque en menor medida, tampoco a sus
familiares—. Pensaban, lo sabía, que no era un hombre que debiera tomar a broma
la palabra «galón», aunque hacía ya mucho tiempo que la bebida había dejado de
representar un problema para él. Cantó:
ebookelo.com - Página 63
Cada tarde, hacia las ocho y media, mi niña, mi amor,
cada tarde, hacia las ocho y media, mi tesoro, mi amor,
cada tarde, hacia las ocho y media, mi amor,
me hallarás esperando a la puerta de los blancos
esta mañana,
esta tarde,
tan pronto.
El niño seguía mirándole. Porque había tan poca luz o porque estaba tan
adormilado, sus ojos parecían muy oscuros, aunque su padre sabía que eran casi tan
claros como los suyos. Su padre levantó la mano, sopló para secar la humedad de la
frente del niño, le alisó el pelo y volvió a poner la mano sobre su frente:
«¿Pero qué estás haciendo, ojos inquietos?», cantó muy despacio mientras él y el
niño se miraban,
Los ojos del niño se cerraron lentamente, se abrieron de pronto, casi alarmados,
y se cerraron de nuevo.
Esperó. Retiró la mano. Los ojos del niño se abrieron y sintió como si le hubieran
sorprendido haciendo algo malo. Su padre le tocó la frente de nuevo, más
ligeramente.
—Duérmete, hijo mío —dijo—. Duérmete ya.
El niño seguía mirándole. Una canción le vino inesperadamente a la cabeza y,
elevando su voz casi al registro de tenor, cantó de forma apenas audible:
ebookelo.com - Página 64
Subid al tren, pequeños,
subid al tren, pequeños,
subid al tren, pequeños,
hay sitio para muchos, y para más aún.
* * *
Al niño le pareció que su padre estaba mirando a lo lejos y que al mirar a esos
ojos que miraban tan lejos, él lo hacía también:
El padre no miró hacia abajo sino que, durante un buen rato, contempló
directamente la pared en silencio y luego cantó:
Miró hacia abajo. Ahora estaba casi seguro de que el niño se había dormido. En
una voz tan baja que apenas se oía a sí mismo, y de forma que el sonido pasara
sigilosamente sobre el niño casi dormido como una bandada de ángeles
resplandecientes, continuó:
Al llegar a este punto, escuchando con la mano que mantenía sobre el niño,
ebookelo.com - Página 65
esperó de nuevo, porque el final le gustaba tanto que odiaba llegar a él y terminar de
cantar la canción; pero le vino con tal fuerza a la cabeza y deseó tanto cantarlo que
no pudo resistirse por más tiempo:
Sintió un frío extraño en la espina dorsal, vio el destello de un gran cedro que se
movía y las lágrimas acudieron a sus ojos:
ebookelo.com - Página 66
buenas razones para no querer matarme. Así que no volveré a emborracharme.
Se sintió consciente de su fuerza, capaz de actuar tanto a favor de sí mismo como
en contra, pero esa agradable sensación de firmeza chocó con el perfecto y límpido
recuerdo que había experimentado por un momento, y tristemente, vanamente, trató
de recuperarlo. Pero lo que recordó ahora, aunque claro y querido, ya no le
conmovió, y se hallaba sumido en la tristeza, con la mente casi en blanco y
contemplando la pared, cuando la puerta se abrió suavemente detrás de él y le
sorprendió un espasmo de rabia y de alarma que se convirtió en vergüenza por haber
experimentado esas emociones.
—Jay —dijo su mujer en voz baja—. ¿No se ha dormido aún?
—Sí, está dormido —dijo él levantándose y sacudiéndose el polvo de las rodillas
—. Debe de ser más tarde de lo que creía.
—Andrew y Amelia han tenido que irse —susurró ella mientras se acercaba. Pasó
ante él, se inclinó y estiró la sábana—. Me han dicho que te dé las buenas noches de
su parte.
Levantó con una mano la cabeza del niño mientras su marido, con el ceño
fruncido, negaba enérgicamente con la cabeza.
—No te preocupes, Jay; está profundamente dormido. —Alisó la almohada y se
apartó—. Les dio miedo despertar a Rufus si te molestaban.
—Vaya. Siento no haberme despedido. ¿Tan tarde es?
—Debes de llevar aquí casi una hora. ¿Qué tenía?
—Una pesadilla, supongo; miedo de la oscuridad.
—¿Está bien? Antes de que se durmiera, quiero decir.
—Claro que sí. —Señaló el perro—. Mira lo que he encontrado.
—¡Dios mío! ¿Dónde estaba?
—En el rincón, debajo de la cuna.
—¡Debería darme vergüenza! Pero, Jay, ¡debe de estar sucísimo!
—No. Lo he sacudido.
Ella dijo tímidamente:
—Me alegraré cuando pueda volver a moverme.
Él le puso una mano en el hombro.
—Yo también.
—Jay —dijo ella apartándose, realmente ofendida.
—Cariño —dijo él divertido y asombrado. La rodeó con un brazo—. Me refería al
bebé. Estoy deseando que llegue.
Ella le miró fijamente (aún no se había dado cuenta de que era miope), le
comprendió, sonrió y luego rió en voz baja avergonzada. Él le puso un dedo sobre
sus labios mientras señalaba la cuna con un movimiento de cabeza. Se volvieron y
miraron a su hijo.
—Yo también, Jay querido —susurró—. Yo también.
ebookelo.com - Página 67
Su madre también le cantaba. Su voz era suave y de un gris tan brillante como
sus ojos grises que él tanto quería. Ella cantaba «Duérmete, hijo mío, duerme. Tu
padre cuida las ovejas», y él veía a su padre sentado en la falda de una colina
vigilando un montón de ovejas blancas en la oscuridad, pero por qué; «Tu madre
sacude el árbol en el país de los sueños, y sobre ti van cayendo unos sueños muy
pequeños», y él veía los sueños que caían flotando por la noche como enormes copos
de nieve y le cubrían en la oscuridad, como cubrían a los niños en el bosque las
hojas grandes y silenciosas hechas de una luz suave y deslumbrante. Ella cantaba
«Ve a decírselo a tía Rhoda»; lo repetía tres veces, y luego, «El ganso gris ha
muerto», y luego «digno es de ser reservado», lo repetía tres veces, y luego «para
hacer con sus plumas un lecho», y luego lo repetía otra vez. Tres veces. «Ve a
decírselo a tía Rhoda»; y luego, otra vez, «el ganso gris ha muerto». Él no sabía qué
quería decir «digno es de ser reservado», y era una de esas cosas que siempre tenía
cuidado de no preguntar, porque aunque sonaba tan bien estaba seguro de que
encerraba algo terrible precisamente porque sonaba así, y pensaba que si ahora
tenía un poco de miedo, si preguntaba y le decían lo que significaba, tendría mucho
más. Sobre todo porque cuando su madre cantaba esa canción, él siempre veía a la
tía Rhoda, que no se parecía a nadie y era como su nombre, misteriosa y gris. Era
muy alta, tan alta como su padre. Estaba de pie junto a un pozo en medio de una
gran llanura abierta de suelo duro y desnudo, muy lejos del lugar desde donde él la
miraba, y aun así podía ver lo alta que era. En la lejanía, a su espalda, se alzaban
unos árboles oscuros y sin hojas.
Ella estaba allí muy quieta y derecha como si fuera a desaparecer y estuviera
esperando a que le dijeran que el ganso había muerto. Llevaba un largo vestido gris
que llegaba hasta el suelo y tenía las manos ocultas entre los pliegues de la falda. Él
nunca podía ver su cara porque quedaba oscurecida por la sombra de la cofia que
llevaba, pero dentro de esa sombra él siempre distinguía el brillo de sus ojos que le
miraban fijamente, no enfadados pero tampoco amables; sólo le miraban y
esperaban. Es digno de ser reservado.
Su madre cantaba «Baja meciéndote, dulce carruaje» y ésa era la mejor canción
de todas. «Vienes para llevarme a mi hogar». La cantaba contenta, y de buena gana,
y tranquila. Un «carruaje» era una especie de carreta pero muy hermosa, porque ese
hogar estaba demasiado lejos para ir andando, estaba muy muy lejos; pero un
carruaje era también como una cereza, sólo que él no podía entender cómo podían
tener algo en común un carruaje y una cereza, pero lo tenían[3]. Ese hogar estaba
muy muy lejos. Demasiado lejos para ir andando, y sólo podías ir allí cuando Dios
mandaba el carruaje a buscarte. Y el carruaje te llevaba. Él no trataba siquiera de
imaginarse cómo sería ese sitio; sólo sabía que era aún más bonito que la casa en la
que él vivía, pero siempre había estado seguro de que era un hogar. Cuando oía
hablar de esa otra casa siempre pensaba en lo feliz que era en la suya, porque
ebookelo.com - Página 68
entonces se daba cuenta exactamente de dónde estaba y le hacía sentirse bien estar
precisamente allí. A su padre también le gustaba cantar esa canción, y algunas veces
en el porche, en medio de la oscuridad, o cuando estaban tumbados sobre un
cobertor en el jardín de atrás, la cantaban juntos. En aquellas ocasiones no
hablaban, sólo escuchaban los pequeños ruidos nocturnos y miraban a las estrellas
sintiéndose muy tranquilos, y felices, y tristes al mismo tiempo, y de pronto su padre
cantaba en voz muy baja, casi como para sí mismo, «Baja meciéndote», y cuando
llegaba a la palabra «carruaje» su madre ya había empezado a cantar también, igual
de bajito, y luego sus voces cantaban más alto «vienes para llevarme a mi hogar», y,
mirando hacia arriba desde donde estaba, él fijaba su mirada en las estrellas, tan
cercanas y amables, con su nube de polvo blanco como harina en lo alto del cielo. Su
padre cantaba de forma diferente que su madre. Cuando él cantaba el segundo
«Baja», ella cantaba «baja» en dos notas con su voz sencilla y clara mientras él
cantaba «meciéndote» pasando de una nota más alta a la nota en que ella cantaba y
difuminando su voz y cargándola sobre la primera nota y haciéndola brotar, ronca y
difuminada, desde la «m» de «meciéndote» con un ritmo que hacía que el cuerpo del
niño se agitara. Y cuando llegaba a «Di a mis amigos que yo voy también», él
comenzaba cuatro notas por encima de ella y cantaba un poco más despacio, y
bajaba, como en sueños, varias notas más de las que ella cantaba, alguna de las
cuales eran como borrosas, como cuando tocabas al mismo tiempo una tecla negra y
la blanca de al lado en el piano de la abuela. Y no decía «que yo voy» sino «que yo-o
voy», y entonces también, como siempre que él cantaba, surgía ese ritmo tan
excitante que a veces le llevaba a cerrar los ojos y a mover la cabeza satisfecho.
Pero su madre cantaba la misma canción de forma clara y afinada con una voz dulce
y tranquila y con menos notas y más sencillas. A veces ella trataba de cantar como él
y él trataba de cantar como ella, pero muy pronto volvían a cantar a su manera,
aunque a él siempre le parecía que a los dos les gustaba mucho la forma en que
cantaba el otro. Le gustaba mucho cómo cantaban los dos, especialmente cuando
cantaban juntos y él estaba allí con ellos, con uno a cada lado, sobre todo a partir de
cuando cantaban «Miro sobre el Jordán, ¿qué es lo que veo allí?», porque entonces
era bonito mirar a las estrellas, y luego cantaban «Una bandada de ángeles, que
viene tras de mí», y entonces parecía como si todas las estrellas vinieran hacia él
como una gran banda de música brillante, tan lejana que ni siquiera estabas seguro
de oír su música y al mismo tiempo tan cercana que casi podías ver las caras de los
músicos y ellos casi se inclinaban lo bastante como para cogerle en sus brazos.
«Para llevarme a mi hogar».
Hacia el final cantaban un poco más despacio como si no quisieran terminar la
canción, y luego se quedaban callados, y un minuto después se cogían las manos por
encima del niño y todo quedaba aún más silencioso, de forma que los ruidos
nocturnos de la ciudad se elevaban de nuevo en el silencio, las cigarras, los grillos,
las pisadas, los cascos, las leves voces, el lento arrastrarse de una locomotora, y
ebookelo.com - Página 69
poco después, mientras todos miraban al cielo, su padre, con una voz extraña y
distante, como en un suspiro, decía «Bueno…», y al poco rato su madre contestaba
con una tristeza dulce y extrañamente alegre, «Sí…», y luego esperaban un buen rato
sin decir nada, y entonces su padre le cogía en brazos, y su madre doblaba el
cobertor, y entraban en casa y le acostaban.
Él le llegaba a su madre a la cadera; no tan arriba a su padre.
Ella llevaba vestidos; su padre, pantalones. Él llevaba pantalones también, pero
cortos y de una tela más suave. Los de su padre eran fuertes y ásperos y llegaban
hasta los zapatos. La tela de los vestidos de su madre era suave como la suya.
Su padre llevaba chaquetas de tela fuerte, y cuello duro de celuloide, y a veces un
chaleco con botones duros. La mayoría de sus ropas raspaban, menos las camisas de
rayas y las camisas de pequeños lunares o de rombitos. Pero no raspaban tanto como
sus mejillas.
Sus mejillas estaban calientes y frías al mismo tiempo y raspaban un poco hasta
cuando acababa de afeitarse. Le hacían cosquillas en la cara y aún más en el cuello,
y a veces hacían también un poco de daño, pero a él le gustaba porque era tan fuerte.
Su padre olía a hierba seca, a cuero y a tabaco, y a veces tenía un olor diferente,
un olor a energía y diversión intensa pero que producía también la sensación de que
las cosas podían ponerse feas. Él sabía a qué se debía ese olor, porque a veces les
oía discutir. Era al whisky.
Durante algún tiempo, su padre llevó un bigote muy grande y luego se lo quitó y
su madre dijo: «¡Oh, Jay, estás muchísimo mejor sin él! Tienes una boca tan bonita
que es una pena que la escondas». Al poco tiempo se dejó otra vez bigote. Le hacía
parecer mucho mayor, más alto y más fuerte, y cuando fruncía el ceño fruncía el
bigote también y daba mucho miedo. Luego volvió a afeitárselo y ella volvió a
alegrarse y él no volvió a dejárselo nunca más.
Ella lo llamaba mostacho. Su padre a veces lo llamaba mosh’tacho en broma,
imitando el habla de los negros. A veces le gustaba hablar como los negros, y su
forma de cantar era también como la de los negros, sólo que cuando cantaba no lo
hacía en broma.
Tenía el cuello muy moreno y lleno de profundas grietas entrecruzadas en el
cogote.
Tenía las manos tan grandes que con ellas podía cubrirle a él desde la barbilla
hasta su cosa. En el dorso se veían unos gruesos cordeles azules bajo la piel. Eran
venas. Tenía un pelo negro hasta en el dorso de los dedos y mucho más en las
muñecas; y en los brazos, venas gruesas, como cuerdas.
* * *
Desde hacía algún tiempo su madre parecía diferente. Cuando hablaba con él
casi siempre parecía que estaba pensando en otra cosa y que hacía un esfuerzo
ebookelo.com - Página 70
especial por ser amable y atenta. Y parecía que, fuera lo que fuese lo que ocupara su
mente, era algo muy muy importante. A veces le miraba de tal forma que él pensaba
que algo le divertía mucho. No sabía cómo preguntarle qué era lo que tanto le
divertía, y cuando la miraba preguntándose qué sería y ella veía su perplejidad, a
veces parecía más divertida que nunca, y en una ocasión en que parecía
especialmente divertida y él parecía especialmente perplejo, su sonrisa se convirtió
en una carcajada y, tomando su cara entre sus manos, exclamó: «No me estoy riendo
de ti, tesoro», y por primera vez él pensó que quizá estuviera haciéndolo.
En otras ocasiones parecía no sentir ningún interés por él, que si le atendía era
simplemente porque tenía que hacerlo. Se sentía sutilmente solo y la vigilaba
cuidadosamente. Vio que su padre se comportaba ahora con ella de una forma un
poquito diferente; la trataba como si fuera algo muy valioso y parecía tener especial
cuidado con el tono de voz que utilizaba. A veces venía la abuela por la mañana y si
él estaba cerca le decían que se alejara un ratito. La abuela no oía bien y llevaba
siempre con ella una trompetilla negra, pegajosa y amarga en el extremo que se
ponía en la oreja; pero hablaban tan bajito que por mucho que lo intentaba era muy
poco lo que conseguía oír, y lo que oía de poco le servía. Algunas palabras
especiales, como «embarazo», o «pataditas» o «flujo», las decían con una especie de
vacilación o de timidez especial, mientras que otras, que a él le parecían igualmente
extrañas, tales como «canastilla», «moisés» o «fajita», no les inspiraban, al parecer,
ningún temor. La abuela también le trataba como si estuviera sucediendo algo
extraño, pero, fuera lo que fuese, evidentemente no era peligroso porque siempre
estaba muy alegre con él. Su padre, y su tío Andrew y el abuelo le trataban como
siempre le habían tratado, aunque en los sentimientos del tío Andrew con respecto a
su madre parecía haber ahora una especie de tensión oculta. Y la tía Hannah se
comportaba como siempre con él, sólo que ahora prestaba más atención a su madre.
La tía Amelia miraba mucho a su madre cuando creía que nadie se fijaba, y en una
ocasión en que vio que él la vigilaba, miró a otro lado y se puso colorada.
Todos parecían mirar a su madre con una curiosidad mal disimulada o esforzarse
por no mirarla más que fija y animadamente a los ojos. Porque ahora estaba
hinchada como un jarrón y en su rostro y en su voz había como una especie de
levedad letárgica. Él tenía la clara sensación de que no debía preguntar qué le
pasaba. Al final le preguntó al tío Andrew: «Tío Andrew, ¿por qué está tan gorda
mamá?», y su tío contestó con una ira y un sobresalto tales que le asustaron: «¿Pero
es que no lo sabes?», y salió de pronto de la habitación.
Al día siguiente su madre le dijo que pronto iba a recibir una sorpresa
maravillosa. Cuando él le preguntó en qué consistía, ella le dijo que era como los
regalos que recibía en Navidad, sólo que mucho mejor. Cuando él le preguntó qué le
iban a regalar, le dijo que no había querido decir un regalo, un regalo solo para él y
que él pudiera quedarse, sino que era una cosa para todos y especialmente para
ellos tres. Cuando él le preguntó qué era, le contestó que si se lo decía dejaría de ser
ebookelo.com - Página 71
una sorpresa, ¿no? Y cuando él dijo que aun así lo quería saber, ella le dijo que no le
importaría decírselo, sólo que a él le costaría tanto imaginarse lo que era antes de
que llegara que pensaba que era mejor que primero lo viera. Y cuando él le preguntó
cuándo iba a llegar, ella le dijo que no lo sabía exactamente, pero que muy pronto,
dentro de una semana o dos, quizá antes, y que le prometía que él lo sabría en el
momento en que llegara.
Él ardía de curiosidad. La Navidad anterior había sido demasiado pequeño para
pensar en buscar regalos escondidos, pero ahora rebuscó en todos los sitios que
pudo imaginar hasta que su madre se dio cuenta de lo que estaba haciendo y le dijo
que era inútil que se molestara porque la sorpresa no estaría allí hasta el momento
exacto en que llegara. Preguntó dónde estaba en ese momento y oyó que su padre se
echaba a reír de repente; su madre le miró asustada, exclamó de pronto «¡Jay!», y
luego le informó: «En el cielo; todavía está en el cielo».
Rufus miró rápidamente a su padre en busca de confirmación, y éste, que parecía
avergonzado, no le devolvió la mirada. Él sabía lo que era el cielo porque ahí era
donde estaba Nuestro Señor, pero eso era todo lo que sabía de ese lugar y no se dio
por satisfecho. Aunque de nuevo tuvo la sensación de que no debía preguntar.
—¿Por qué no se lo dices, Mary? —dijo su padre.
—Oh, Jay —contestó ella alarmada, y luego, sólo moviendo los labios, dijo—:
¡No hables de eso delante de él!
—Lo siento —dijo él también con los labios; sólo un susurro se filtró en el
silencio de la habitación—. ¿Pero de qué sirve ocultarlo? ¿Por qué no acabar de una
vez?
Ella decidió que era mejor hablarlo en voz alta.
—Como sabes, Jay, le he hablado a Rufus de la sorpresa que va a llegar. Le he
dicho que me gustaría decirle lo que es, pero que le resultaría muy difícil
imaginárselo y que será una sorpresa muy bonita cuando la vea por primera vez.
Además, tengo la sensación de que podría establecer ce-o-ene-e-equis-i-o-ene-e-ése
entre una cosa y otra.
—Lo va hacer. Lo va a hacer de todos modos —dijo su padre.
—Pero, Jay, no veo por qué tenemos que obligarle a centrar su a-te-e-ene… su
atención en eso, ¿no? ¿No, Jay?
Parecía realmente agitada y él no podía entender por qué.
—Tienes razón, Mary, y no te excites. Me he equivocado. Seguro que me he
equivocado.
Su padre se levantó, se acercó a ella, la abrazó y le dio unas palmaditas en la
espalda.
—Probablemente es una tontería mía —dijo ella.
—No, no es ninguna tontería. Además, si es una tontería tuya, también lo es mía
en cierto modo. Pero es que lo del cielo me ha pillado desprevenido, eso es todo.
—¿Qué podemos decir si no?
ebookelo.com - Página 72
—Maldito si… No lo sé, cariño, y es mejor que no abra la boca.
Ella frunció el ceño, sonrió, rió con una risa nasal y negó insistentemente con la
cabeza mirándole, todo al mismo tiempo.
Y luego un día, sin previo aviso, la mujer más grande que Rufus había visto en su
vida, con la piel de un negro profundo y resplandeciente y vestida de un blanco
esplendoroso, con gafas de un oro brillante y una sonrisa como la de su tía Hannah,
entró en la casa, abrazó a su madre y se abalanzó sobre él gritando alegremente:
«¡Dios mío, cómo ha crecido mi niño!», y durante un momento él pensó que ésa era
la sorpresa y miró inquisitivamente a su madre una vez acabada la arremetida de
abrazos, y su madre dijo: «Es Victoria; es Victoria, Rufus»; y Victoria exclamó:
«Pobrecito mío, ¿cómo va a acordarse?», y de pronto, mientras él miraba las vastas
llanuras brillantes de su cara sonriente y las gafas de oro encaramadas allá arriba
tan alegremente como libélulas, recordó algo, un destello dorado y un cálido
movimiento de afecto, y antes de que se diera cuenta había echado los brazos al
cuello de Victoria y ella gritaba atónita y feliz. «Que Dios te bendiga, mi niño», y le
apartó para mirarle y su rostro era lo más feliz que él había visto en su vida. «¡Claro
que te acuerdas! ¡Claro que sí! ¿Te acuerdas?». Le sacudió en su alegría. «¿Te
acuerdas de Victoria?». Volvió a sacudirle. «¿Te acuerdas, corazón?». Y él, al darse
cuenta al fin de que se dirigía a él concretamente, afirmó tímidamente y de nuevo ella
volvió a abrazarle. Olía tan bien que él habría apoyado su cabeza en su pecho y se
habría dormido allí en ese mismo instante.
—Mamá —dijo después, cuando ella se fue a la compra—. ¡Qué bien huele
Victoria!
—Cállate, Rufus —dijo su madre—. Y ahora escúchame bien, ¿me oyes? Dime
que me escuchas.
—Sí.
—Ten mucho cuidado de no decir nunca nada acerca de cómo huele Victoria
donde ella pueda oírte. ¿Lo harás? Dime que lo harás.
—Sí.
—Porque aunque te guste cómo huele, puedes herir terriblemente sus
sentimientos si dices algo así, y tú no quieres herir los sentimientos de Victoria, lo sé.
¿Verdad que no quieres, Rufus?
—No.
—Porque Victoria es negra, Rufus. Por eso tiene la piel tan oscura, y los negros
son muy susceptibles con respecto a su olor. ¿Sabes lo que quiere decir susceptible?
Él asintió con cautela.
—Quiere decir que hay cosas que les hieren tanto, cosas que no puedes evitar,
que te dan ganas de llorar, y a la gente buena de color le pasa eso con respecto a su
olor. Así que ten mucho cuidado. ¿Lo tendrás? Di que lo tendrás.
—Sí.
—Ahora dime con qué te he dicho que tienes que tener cuidado, Rufus.
ebookelo.com - Página 73
—No debo decirle a Victoria que huele.
—Ni decir nada acerca de eso donde ella pueda oírlo.
—Ni decir nada acerca de eso donde ella pueda oírlo.
—¿Por qué no?
—Porque puede llorar.
—Eso es. Y Rufus, Victoria es muy limpia. Como los chorros del oro.
Como los chorros del oro.
Victoria no dejó que su madre preparara la comida y cuando hubieron comido se
encargó de meter parte de la ropa de Rufus en una caja, preguntando, sin embargo,
antes de sacar cada cosa del armario. Luego le bañó y, para su asombro, le vistió
totalmente con ropa limpia, y cuando estuvo vestido su madre le llamó y le dijo que
Victoria iba a llevarle a pasar unos días con el abuelo y la abuela y el tío Andrew y
la tía Amelia, y que debía ser muy bueno y hacer todo lo posible por no hacerse pipí
en la cama porque muy pronto, cuando volviera, dentro de unos pocos días, la
sorpresa ya estaría en casa y sabría qué era. Él dijo que si la sorpresa iba a llegar
tan pronto quería quedarse para verla venir, y ella le dijo que precisamente por eso
iba a ir a casa de la abuela, para que la sorpresa pudiera venir. Él preguntó por qué
la sorpresa no podía venir mientras él estaba allí, y ella le dijo que porque podría
asustarla, porque sería muy muy pequeñita y tendría mucho miedo, así que si
realmente él quería que viniera, lo mejor que podía hacer para ayudar era portarse
como un niño bueno e ir a casa de la abuela. Victoria iría a buscarle y le traería a
casa en cuanto la sorpresa estuviera preparada. «¿Verdad que sí, Victoria?». Y
Victoria, que durante toda esta conversación parecía haber estado muy divertida por
algo, soltando unas risas ahogadas y murmurando «Bendito sea» cada vez que él
decía algo, dijo que desde luego que lo haría.
«“Y reza tus oraciones” —dijo su madre mirándole de pronto con tanto amor que
él se quedó desconcertado—. Ahora ya eres mayor y puedes rezar tú solito, ¿verdad
que sí?». Y él asintió. Ella le cogió por los hombros y le miró casi como si estuviera
enhebrando una aguja. Mientras le miraba, una especie de asombro y una especie de
temor aparecieron en su rostro. Su cara comenzó a brillar; sonrió; su boca se
agitaba nerviosamente y temblaba. Le abrazó y su mejilla estaba húmeda. «¡Que
Dios bendiga a mi hijito —susurró— por siempre jamás! Amén», y de nuevo le
apartó; a juzgar por su rostro parecía que se estuviera moviendo a través del espacio
a una velocidad extraordinaria. «¡Adiós, tesoro, adiós!».
—No te sueltes de mi mano —le dijo Victoria mientras el sol brillaba en sus gafas
y ella miraba a ambos lados desde el bordillo de la acera.
Con las patas delanteras y el cuello arqueados, un reluciente caballo castaño
pasó ante ellos tirando vigorosamente de una calesa; en las llantas negras lavadas
centelleaba la luz del sol. Más allá, un tranvía amarillo zumbaba como un abejorro.
Los árboles se agitaban. No esperaron.
—Victoria —dijo él.
ebookelo.com - Página 74
—Aguarda, mi niño —dijo Victoria jadeando—. Espera a que estemos al otro
lado. —¿Qué quieres, corazón?— preguntó cuando llegaron a la otra acera.
—¿Por qué tienes la piel tan oscura?
Vio cómo los ojitos brillantes de Victoria se clavaban en él a través de las lentes y
sintió una fuerte corriente de dolor o de peligro. Supo que algo iba mal. Ella no le
contestó enseguida, pero le miró fijamente. Luego la corriente pasó y ella apartó la
mirada y reajustó los dedos para que él pudiera cogerle la mano. Miraba a lo lejos
con expresión resuelta.
—Porque… —dijo con voz severa y dulce a la vez—. Porque así me hizo Dios.
—¿Por eso eres negra, Victoria?
Notó un cambio en la mano de Victoria cuando dijo la palabra «negra». Tampoco
esta vez le contestó ella inmediatamente, ni le miró tampoco.
—Sí —dijo al fin—, por eso soy negra.
Mientras seguían andando él se sintió profundamente triste sin saber por qué.
Victoria parecía no tener nada más que decir y él tuvo la sensación de que tampoco
debía añadir nada más. Miró la cara grande y triste bajo la capota brillante, pero
ella no dio muestras de saber que él la estaba mirando, ni siquiera de saber que él se
encontraba allí. Pero luego sintió la presión de su mano, y apretó los dedos en torno
a ella y supo que, fuera lo que fuese, lo que antes estaba mal estaba bien otra vez.
Al cabo de un buen rato, Victoria dijo:
—Voy a decirte una cosa, mi niño.
Él esperó; siguieron andando.
—A Victoria no le importa porque te conoce. Sabe que por nada del mundo dirías
nada malo a nadie. Pero hay mucha gente de color que no te conoce, corazón. Y si tú
les dices eso, ya sabes, acerca de su piel, de su color, pensarán que estás siendo malo
con ellos. Se sentirán muy mal y puede que también se enfaden contigo, cuando
Victoria sabe que tú no lo dices con mala intención, pero es que ellos no te conocen
como te conoce Victoria. ¿Entiendes, mi niño? —Él la miró ansiosamente—. No
hables nunca de pieles ni de colores donde pueda oírte alguien de color. Porque van
a pensar que eres malo con ellos. Así que ten cuidado. —Y de nuevo le apretó la
mano.
Él pensó en Victoria mientras andaban, y deseó que estuviera contenta, e intuyó
que si no lo estaba era por culpa de él.
—Victoria —dijo.
—¿Qué quieres, corazón?
—No he querido ser malo contigo.
Ella se detuvo bruscamente y, entre crujidos y con gran dificultad, se agachó en
medio de la acera de forma que un hombre que pasaba en ese momento se hizo a un
lado de pronto y la miró fríamente al pasar. Ella le puso las dos manos sobre los
hombros y su rostro grande y afectuoso y su olor agradable se acercaron a él.
—Que Dios te bendiga, criatura. Victoria sabe que no has querido ser malo.
ebookelo.com - Página 75
Victoria sabe que eres el niño más bueno del mundo. Pero tenía que decírtelo,
¿sabes? Porque la gente de color sufre mucho en este mundo y ella sabe que tú no
quieres hacerles sufrir más, aunque sea sin querer.
—No he querido hacerte sufrir.
—Que Dios te bendiga. No me has hecho sufrir. Tú me haces feliz, y tú mamá me
hace feliz, y yo haría cualquier cosa en el mundo por vosotros dos, corazón, y tú lo
sabes. Tú lo sabes —volvió a decir balanceando la cabeza y sonriendo mientras le
daba palmaditas en los hombros—. Te he echado muchísimo de menos, tesoro —dijo,
pero por alguna razón él pensó que no le estaba hablando exactamente a él—. No
podría quererte más si fueras mi propio hijo.
En torno a ellos se hizo un gran silencio que él sintió como un enorme espacio,
casi como el espacio de la oscuridad, y experimentó una gran paz y un gran
consuelo; y toda esa inmensidad estaba impregnada de la vaga cara de Victoria y la
luz cambiante de las hojas.
—Y ahora vamos —dijo ella levantándose y alisando sus ropas almidonadas—.
No hagamos esperar a tu abuela.
Y allí estaban ya la hiedra polvorienta de la pared y el pequeño invernadero que
había delante de la casa, y, en el porche, la tía Amelia y su abuela. Aún se
encontraban al otro lado de la calle cuando Rufus vio que la tía Amelia les saludaba
con la mano y Victoria le devolvía alegremente el saludo entre carraspeos y risitas
sofocadas. «Hola», dijo ella, y él saludó también; y la tía Amelia se inclinó hacia su
abuela, que buscó y levantó su trompetilla, y Amelia acercó la boca a ella, y luego
las dos se volvieron a mirar, y la abuela se levantó y él la oyó decir «Hola» en voz
muy alta, y llegaron a los escalones que había frente a la casa, y la abuela bajó
cuidadosamente del porche y se encontraron en el camino de ladrillo a la sombra del
magnolio mientras Amelia se acercaba sonriendo detrás de su madre. Y al poco rato
Victoria se fue. Desapareció unas cuantas manzanas más arriba al doblar una
esquina tan espléndida y paulatinamente como un barco de vela.
ebookelo.com - Página 76
SEGUNDA PARTE
ebookelo.com - Página 77
Capítulo 8
Pocos minutos antes de las diez sonó el teléfono. Mary se apresuró a acallarlo.
—¿Diga?
La voz era de hombre, áspera y apagada, una voz campesina. Hacía una pregunta,
pero ella no podía oírla claramente.
—¿Diga? —volvió a preguntar—. ¿Puede hablar un poco más alto? No le oigo…
¡He dicho que no le oigo! ¿Puede hablar un poco más alto, por favor? Gracias.
Ahora, tensa e impaciente, logró oír, aunque la voz aún parecía llegar desde muy
lejos.
—¿Es la señora de Jay Follet?
—Sí. ¿Qué ocurre? (porque hubo un silencio). Sí, soy yo.
Tras un nuevo silencio, dijo la voz:
—Ha habido un ligero… Su esposo ha tenido un accidente.
¡La cabeza!, se dijo Mary.
—Sí —dijo con voz desfallecida.
En ese mismo momento, la voz dijo:
—Un accidente grave.
—Sí —dijo Mary más claramente.
—Quería preguntarle si hay un hombre en la familia, un familiar, que pueda venir.
Le agradeceríamos que enviase aquí a un hombre inmediatamente.
—Sí, sí, mi hermano. ¿Adónde tiene que ir?
—Estoy en Powell Station, en la herrería de Brannick, a la altura del kilómetro
veinte de la autopista de Ball Camp.
—Herrería de Bra…
—B-r-a-n-n-i-c-k. Está a la izquierda de la autopista, antes de cruzar el puente de
Bell según se viene de Knoxville. —Oyó un susurro y otra voz que susurraba—.
Dígale que no tiene pérdida. Tendremos la luz encendida y un farol en la puerta.
—¿Hay un médico allí?
—¿Cómo ha dicho, señora?
—Un médico, ¿tienen uno allí? ¿Debo enviarles un médico?
—No se preocupe, señora. Mande sólo a un hombre de la familia.
—Irá para allá lo antes posible. —El coche de Walter, pensó—. Muchas gracias
por llamar.
—No se preocupe, señora. Siento haber tenido que darle malas noticias.
—Buenas noches.
—Adiós, señora.
Descubrió que apenas se tenía de pie; casi estaba colgada del teléfono. Enderezó
las rodillas, se apoyó en la pared y llamó.
—¿Andrew?
—¿Mary?
ebookelo.com - Página 78
Respiró hondo.
—Mary.
Volvió a respirar hondo; sentía como si los pulmones no fueran lo bastante
grandes.
—¿Mary?
Mareada, con la vista nublada, tratando de controlar su voz temblorosa, dijo:
—Andrew, ha habido un… acaba de llamar un hombre desde Powell Station, a
unos veinte kilómetros en dirección a LaFollette, y ha dicho… ha dicho que Jay… ha
tenido un accidente muy grave. Quiere…
—¡Dios mío, Mary!
—Ha dicho que quieren que un hombre de la familia vaya allí lo antes posible,
para ayudar a traerle, supongo.
—Llamaré a Walter, él me llevará.
—Sí. ¿Lo harás, Andrew?
—Claro que sí. Espera un momento.
—¿Qué?
—Era la tía Hannah.
—¿Puedo hablar con ella cuando acabemos?
—Desde luego. ¿Dónde está herido, Mary?
—No lo ha dicho.
—¿Y no se lo has…? No importa.
—No. No se lo he preguntado —dijo dándose cuenta ahora, con sorpresa, de que
no lo había hecho—. Supongo que porque estaba tan segura. Segura de que ha sido
en la cabeza, quiero decir.
—¿Tienen… debo llevar al doctor Dekalb?
—Ha dicho que no. Que vayas tú solo.
—Supongo que ya habrá un médico allí.
—Supongo.
—Llamaré a Wa… Espera. Aquí está la tía Hannah.
—Mary.
—Tía Hannah, Jay ha tenido un accidente muy grave. Andrew tiene que ir allí.
¿Podrías venir y esperar conmigo y preparar las cosas por si acaso? ¿Por si está como
para traerle a casa y no llevarle al hospital?
—Claro que sí, Mary. Por supuesto que iré.
—Y diles a papá y mamá que no se preocupen, que no vengan, dales un beso de
mi parte. Tenemos que mantener la calma hasta que sepamos qué ha pasado.
—Claro que sí. Iré enseguida.
—Gracias, tía Hannah.
Fue a la cocina, encendió el fuego rápidamente y puso a calentar un hervidor
grande lleno de agua y otro pequeño para el té. Sonó el teléfono.
—Mary, ¿adónde tengo que ir?
ebookelo.com - Página 79
—A Powell Station. Sales de la autopista y vas en dirección a…
—Sí, ¿pero adónde exactamente? ¿No te lo ha dicho?
—Ha dicho a la herrería de Brannick. B-r-a-n-n-i-c-k. ¿Me oyes?
—Sí. Brannick.
—Ha dicho que tendrán las luces encendidas y que no tiene pérdida. Está a la
izquierda de la autopista, a este lado del puente de Bell. Un poco hacia este lado.
—De acuerdo, Mary. Walter pasará a recogerme y dejaremos a tía Hannah en tu
casa de camino.
—Muy bien. Gracias, Andrew.
Echó al fuego unas astillas más y entró a toda prisa en el dormitorio de abajo.
Cómo puedo saber, se preguntó; él no ha dicho nada y yo ni siquiera le he
preguntado. Por lo que ha dicho podría ser… levantó la colcha con un movimiento
brusco, la dobló y alisó el cubrecolchón. Sencillamente no voy a pensar nada hasta
que sepa algo más, se dijo. Fue a toda prisa al armario de la ropa blanca y sacó
sábanas y fundas de almohada limpias. El hombre no había dicho si había allí un
médico o no. Extendió una sábana, la remetió bajo el colchón a los pies de la cama, la
estiró y la remetió todo alrededor. Luego pasó sobre ella las palmas de las manos; la
sintió fresca y lisa y eso despertó sus esperanzas. Dios mío, haz que esté en
condiciones de venir a casa, donde yo pueda cuidarle, donde yo pueda cuidarle bien.
¡Qué bueno es descansar! No se preocupe, señora. Mande sólo a un hombre de la
familia. Extendió la sábana de arriba. No se preocupe, señora. Eso puede querer decir
cualquier cosa. Puede querer decir que hay un médico allí y que, aunque haya sido
grave, lo tiene todo resuelto, todo bajo control, que no ha sido tan terrible aunque
haya dicho que es grave, o puede que… Una manta ligera, con este tiempo. Dos, por
si refresca. Fue a toda prisa a cogerlas sin pensar en que el ruido podía despertar a los
niños y sin darse cuenta de que, aun en su precipitación, se movía, por la fuerza de la
costumbre, casi silenciosamente. Mande sólo a un hombre de la familia. Eso significa
que es grave; de otro modo habría pedido que fuera yo. No, yo tendría que quedarme
con los niños. Pero él no sabe si hay niños. De todos modos mi lugar estaría en casa,
preparando las cosas, él lo sabe. No ha sugerido que prepare nada. Porque sabía que
lo haría. Sabía que yo sabría lo que tenía que hacer. Es un hombre, a él no se le
ocurriría. Sostuvo el extremo de una almohada entre los dientes, tiró de la funda hacia
arriba, ahuecó la almohada y la puso en su lugar. Sostuvo el extremo de la otra
almohada entre los dientes apretándolos tan fuerte que le dolieron las raíces, tiró de la
funda hacia arriba y la ahuecó. Luego puso derecha la primera almohada y la segunda
sobre ella, y ahuecó las dos, y las alisó, y se alejó un poco, y las miró con la cabeza
ladeada, y por un momento le vio incorporado en la cama con una bandeja sobre las
rodillas, como cuando tuvo aquella lesión de espalda, mirándola casi sonriente, pero
no del todo, y le pareció oír su voz, que fingía malhumorada sólo por diversión. Si ha
sido en la cabeza, recordó, quizá tenga que mantenerla baja.
¿Cómo puedo saberlo? ¿Cómo puedo saberlo?
ebookelo.com - Página 80
Dejó las almohadas como estaban, abrió la cama doblando el embozo del lado de
la ventana y alisándolo. Volvió a doblar cuidadosamente la segunda manta y la dejó
sobre el colchón; no, ahí le molestaría. La colgó de los pies de la cama. Miró ésta, ya
cuidadosamente hecha, y, durante unos segundos, no estuvo segura de dónde se
encontraba ni de por qué estaba haciendo lo que hacía. Luego recordó y dijo «oh»
con una voz leve y llena de estupor. Abrió la ventana, la hoja de arriba y la de abajo,
y cuando las cortinas ondearon, las sujetó más firmemente con las abrazaderas. Fue al
armario de la entrada, sacó el orinal, lo aclaró, lo secó y lo puso bajo la cama. Fue al
botiquín y sacó el termómetro, lo agitó, lo lavó con agua fría, lo secó y lo puso junto
a la cama en un vaso de agua. Vio que la toalla de manos que cubría la mesilla tenía
polvo, la echó al cesto de la ropa sucia y puso en su lugar una exquisita toalla de lino
bordada con una cenefa de pensamientos y violetas. Vio que la segunda almohada se
había hundido un poco y la ahuecó. Bajó el estor. Apagó la luz, se hincó de rodillas
frente a la cama y cerró los ojos. Se rozó la frente, el pecho, el hombro izquierdo y el
hombro derecho y juntó las manos.
«¡Dios mío, que se haga tu voluntad!», susurró. No pudo pensar en nada más.
Volvió a santiguarse lenta, profunda y ampliamente y sintió algo así como la forma de
la Cruz; y fuerza y sosiego.
Que se haga tu voluntad. Y de nuevo no pudo pensar en nada más. Se levantó, y
sin dar la luz ni mirar hacia la cama, fue a la cocina. El agua para el té casi se había
consumido. La del hervidor grande estaba apenas tibia. El fuego casi se había
apagado. Mientras lo alimentaba con astillas, los oyó en el porche.
Entró Hannah con las manos tendidas, y Mary le tendió las suyas, y tomó las de
Hannah, y la besó en la mejilla mientras que, al mismo tiempo, ambas decían
«Mary», y «querida»; luego Hannah se apresuró a dejar su sombrero en el perchero.
Andrew se quedó en la puerta y no habló, sino que se limitó a mirarla a los ojos; los
de él eran tan duros y brillantes como los de un pájaro y hablaban de una incredulidad
fría y amarga, como si estuviera acusando a algo o a alguien (quizá incluso a su
hermana) de algo de lo que era totalmente inútil acusar a nadie. Ella sintió que le
estaba diciendo: «¿Y aún sigues creyendo en ese estúpido Dios tuyo?». Walter Starr
se quedó atrás, en la oscuridad; Mary sólo podía ver las lentes de sus gafas y la
oscuridad de su bigote y de sus pesados hombros.
—Entre, Walter —dijo, con una voz tan excesivamente afable como si estuviera
engatusando a un niño.
—No podemos detenernos —dijo Andrew bruscamente.
Walter se acercó a ella, y tomó su mano, y tocó suavemente su muñeca con la otra
mano.
—No tardaremos —dijo.
—Que Dios le bendiga —murmuró Mary, y tanto apretó su mano que le tembló el
brazo.
Él dio cuatro palmaditas rápidas en su muñeca temblorosa, se volvió diciendo
ebookelo.com - Página 81
«Será mejor que nos vayamos, Andrew», y se dirigió a su coche. Mary oyó que había
dejado el motor en marcha y tuvo mayor conciencia de la gravedad de la situación.
—Aquí todo está preparado por si… Ya sabes, por si pueden traerle a casa —dijo
Mary a Andrew.
—Bien. Llamaré en el momento en que sepa algo. Lo que sea.
—Sí.
Los ojos de Andrew cambiaron y bruscamente tendió una mano y la posó sobre
su hombro.
—Mary, lo siento —dijo casi llorando.
—Sí, cariño —volvió a decir ella, y sintió que era una respuesta vacía; pero para
cuando lo supo, Andrew estaba ya subiendo al coche. Se quedó de pie mirando hasta
que desapareció y, al volverse para entrar, encontró que Hannah estaba justo detrás de
ella.
—Tomemos un poco de té. He calentado agua —dijo por encima del hombro
mientras se apresuraba por el pasillo.
Como ella quiera, se dijo Hannah mientras la seguía. Por supuesto.
—¡Oh, no! ¡Se ha consumido! Siéntate, tía Hannah. Estará en un santiamén.
Se acercó rápidamente a la pila.
—Déjame a mí… —comenzó a decir Hannah; luego lo pensó mejor y esperó que
Mary no la hubiera oído.
—¿Qué? —Mary había abierto el grifo.
—Si puedo ayudarte en algo, no tienes más que decírmelo.
—No hace falta, gracias. —Puso agua a hervir—. Pero por Dios, siéntate. —
Hannah se sentó junto a la mesa—. He preparado todo lo que se me ha ocurrido —
dijo Mary—. Teniendo en cuenta lo poco que sabemos. —Se sentó al otro lado de la
mesa—. He preparado el dormitorio de abajo (hizo un gesto vago en dirección al
cuarto), donde estuvo cuando se lesionó su pobre espalda, ¿te acuerdas? (Claro que
me acuerdo, pensó Hannah; hay que dejarla hablar). Ahí estará mejor que arriba.
Estará cerca de la cocina y del baño y no tendrá que subir escaleras, y, naturalmente,
si es necesario, es decir, si necesita una enfermera, si necesita que le cuide una
enfermera por la noche, podemos instalarla en el comedor y que coma en la cocina, o
incluso poner un catre en la misma habitación colocando un biombo, o, si quiere,
puede dormir en el sofá cama en el salón dejando la puerta abierta entre los dos. ¿No
crees?
—Desde luego —dijo Hannah.
—Creo que trataré de traer a Celia, Celia Gunn, si es que está libre o tiene un
paciente que pueda dejar. Será mucho más agradable para todos tener en casa a una
vieja amiga, a alguien de la familia, que a una completa desconocida, ¿no crees?
Hannah asintió.
—Aunque, naturalmente, Jay no la conoce demasiado. La verdad es que yo la
conozco desde hace más tiempo que Jay, pero, aun así, creo que sería más…, no sé,
ebookelo.com - Página 82
más natural, ¿no crees?
—Desde luego.
—Pero supongo que será mejor esperar a que nos llame Andrew y no… no crear
molestias innecesarias, supongo. Después de todo, es muy posible que tengan que
llevarle directamente al hospital. Ese hombre ha dicho que era grave.
—Creo que haces bien en esperar —dijo Hannah.
—¿Qué tal el agua? —Mary se volvió en su silla para verlo—. ¡Será posible!
«Guiso vigilado, nunca cocinado». —Se levantó, echó más astillas al fuego y bajó la
lata del té—. No sé si me apetece un té realmente, pero creo que es buena idea tomar
algo caliente mientras esperamos, ¿no crees?
—A mí me apetece —dijo Hannah, que no tenía ganas de tomar nada.
—Bien, entonces lo tomaremos las dos. En cuanto hierva el agua. —Volvió a
sentarse—. He pensado que una manta ligera bastará en una noche así, pero he dejado
otra a los pies de la cama por si refresca.
—Con eso bastará.
—Quién sabe —dijo Mary vagamente, y luego se quedó en silencio. Se miró las
manos, levemente entrelazadas sobre la mesa. Hannah se dio cuenta de que estaba
mirando a Mary fijamente. Avergonzada, fijó sus ojos tristes a poca distancia de ella.
Reflexionó. Probablemente, si podía evitarlo, era mejor que Mary no se enfrentara
con lo peor hasta que tuviera que hacerlo. Si es que llegaba el momento. Tú callada,
se dijo. Callada.
—¿Sabes —dijo Mary lentamente— qué es lo más raro? —Comenzó a mover los
dedos muy despacio y a frotarlos los unos contra los otros. Hannah esperó—. Cuando
llamó ese hombre —dijo Mary mientras miraba con calma sus dedos en movimiento
—, y dijo que Jay había sufrido un accidente grave —y ahora Hannah se dio cuenta
de que Mary la contemplaba y le sostuvo la mirada con sus brillantes ojos grises—
supe tan cierto como que estoy aquí sentada, «Ha sido la cabeza». ¿Qué te parece? —
preguntó, casi con orgullo.
Hannah miró a otro lado. Qué puede uno decir, se preguntó. Y sin embargo Mary
se había expresado con tal seguridad que casi la había convencido. Vio la imagen de
un agua quieta, transparente y muy profunda, y aunque estaba oscuro y no veía muy
bien desde niña, pudo distinguir arena, y ramas, y hojas secas en el fondo del agua.
Aspiró profundamente, dio después un largo suspiro y chasqueó la lengua contra el
paladar.
—Nunca se sabe —murmuró.
—Naturalmente, tendremos que esperar —dijo Mary después de un largo
silencio.
—Oh, sí —dijo Hannah quedamente, inhalando la primera palabra y arrastrando
la sibilante hasta que se hizo inaudible.
En el profundo silencio, adquirieron conciencia, al fin, del balbuceante crepitar
del agua. Cuando Mary se levantó para traerla, la mitad se había consumido.
ebookelo.com - Página 83
—Hay de sobra para dos tazas —dijo, y preparó el colador, y las sirvió y puso a
calentar más agua. Destapó el hervidor más grande. Adheridas a las paredes, bajo la
línea del nivel del agua, había una gran cantidad de burbujas como cuentas de cristal;
desde el fondo ascendía una lenta espiral de pompas tan pequeñas que semejaban
arena blanca; la superficie giraba lentamente sobre sí misma. Se preguntó para qué
podría servir esa agua.
—Por si acaso —murmuró.
Hannah decidió no preguntarle qué había dicho.
—Tengo galletas —dijo Mary, y las sacó del armario—. ¿O prefieres pan y
mantequilla? ¿O tostadas? Puedo tostar pan.
—Sólo té, gracias.
—Sírvete leche y azúcar. ¿O limón? Veamos. ¿Tengo li…?
—Tomaré leche, gracias.
—Yo también. —Mary volvió a sentarse—. ¡Madre mía, qué calor hace aquí! —
Se levantó, abrió la puerta que daba al porche y volvió a sentarse—. No sé a qué ho…
—Miró por encima del hombro el reloj de la cocina—. ¿A qué hora se han ido, sabes?
—Walter vino a recogernos a las diez y cuarto. Así que, a y veinticinco, diría yo.
—Veamos. Walter conduce muy deprisa, aunque no tanto como Jay, pero esta
noche irá más deprisa de lo habitual y son unos veinte kilómetros. Eso significa,
suponiendo que vaya a cincuenta kilómetros por hora, veinte kilómetros de ida, seis
por cuatro veinticuatro, cinco por cuatro veinte, veinte por dos, ¡Dios mío!, siempre
he sido un desastre para la aritmética.
—Digamos una media hora, teniendo en cuenta la oscuridad y que Walter no
conoce bien esas carreteras.
—Entonces deberíamos tener noticias pronto. En diez minutos. Quince como
mucho.
—Sí, eso diría yo.
—Quizá veinte, teniendo en cuenta que no conoce la carretera… Aunque, en
comparación con otras, ésa es buena.
—Sí, quizá.
—¿Por qué no me lo ha dicho? —estalló Mary.
—¿Cómo dices?
—¿Por qué no se lo habré preguntado? —Miró a su tía con una perplejidad
furiosa—. ¡Ni siquiera se lo he preguntado! ¡No le he preguntado si ha sido muy
grave! ¡O dónde está herido! ¡O si está vivo o muerto!
Ya está, se dijo Hannah. Volvió a mirar a Mary a los ojos.
—Sencillamente tendremos que esperar para saberlo —dijo.
—Por supuesto que sí —exclamó Mary airada—. Eso es lo terrible.
Bebió de golpe la mitad del té; le quemó, pero ella apenas se dio cuenta. Seguía
mirando airada a su tía.
Hannah no sabía qué decir.
ebookelo.com - Página 84
—Lo siento —dijo Mary—. Tienes toda la razón. Tengo que dominarme, eso es
todo.
—No importa —dijo Hannah, y ambas permanecieron mudas un momento.
Hannah sabía que el silencio debía resultarle a Mary prácticamente insoportable y
que la llevaría a enfrentarse con posibilidades aún más difíciles de soportar. Pero
tiene que hacerlo, se dijo; y cuanto antes, mejor. Sin embargo, se dio cuenta de que
no era capaz de estar allí presente y no decir nada que pudiera ayudarla a sobrellevar
el dolor o a posponerlo. Se disponía a hablar cuando Mary exclamó:
—Por Dios bendito, ¿cómo no se lo he preguntado? ¿Por qué no lo he hecho? ¿Es
que no me importaba?
—Ha sido tan repentino —dijo Hannah—. Una conmoción tan grande…
—Aun así, lo lógico era preguntar, ¿no?
—Creías que lo sabías. Me has dicho que estabas segura de que había sido… en
la cabeza.
—Pero ¿ha sido grave? ¿Qué ha sido?
Las dos lo sabemos, se dijo Hannah. Pero es mejor que llegues por ti misma a esa
conclusión.
—En cualquier caso, lo cierto es que si no se lo has preguntado no ha sido porque
no te interesara —dijo.
—No. Eso seguro que no, pero creo que sé por qué ha sido. Creo… creo que tenía
demasiado miedo a lo que pudiera decirme.
Hannah la miró a los ojos. Asiente, se dijo. Di sí, supongo que sí. No decir nada
sería igualmente terrible para ella. Se sorprendió diciendo lo que había intentado
tratar de decir un poco antes, cuando Mary le había interrumpido.
—¿Comprendes por qué Jo… por qué tu padre se ha quedado en casa? ¿Y tu
madre?
—Porque les pedí que no vinieran.
—¿Y por qué lo hiciste?
—Porque si veníais todos aquí, en tropel, sería como dar por supuesto…, como
dar por supuesto lo peor antes de saberlo siquiera.
—Por eso se han quedado en casa. Tu padre dijo que sabía que lo entenderías.
—Claro que lo entiendo.
—Tenemos que tratar de no hacer suposiciones… Ni buenas ni malas.
—Lo sé. Sé que eso es lo que debemos hacer. Sólo que esperar así en esta
incertidumbre es más de lo que puedo soportar.
—Tendremos noticias muy pronto.
Mary miró el reloj.
—De un momento a otro —dijo.
Bebió un poco de té.
—No puedo evitar preguntarme —dijo— por qué ese hombre no ha dicho nada
más. «Un accidente grave». No ha dicho «muy grave». Sólo «grave». Aunque Dios
ebookelo.com - Página 85
sabe que eso ya es suficiente. ¿Pero por qué no ha dicho nada más?
—Como dice tu padre, hay diez posibilidades contra una de que no sea más que
un maldito idiota —dijo Hannah.
—Pero es algo tan importante, y tan fácil de decir… Al menos podía haberme
dado una idea. Podía haber dicho si podría venir a casa, o si tendría que ir a un
hospital, o… No ha dicho nada de una ambulancia. Una ambulancia significaría, casi
con seguridad, un hospital. Y si se trataba de… de lo peor, podía haberlo dicho y no
dejarnos a todos en esta zozobra. Sé que en ningún caso debemos tratar de adivinar
nada, ni para bien ni para mal, pero de verdad creo que todo indica que podemos
tener esperanzas, tía Hannah. Creo que si…
Sonó el teléfono; el timbre provocó en ellas un miedo mayor del que ninguna de
las dos había experimentado en toda su vida. Se miraron, se levantaron y se dirigieron
al vestíbulo.
—Iré yo… —dijo Mary agitando la mano en dirección a Hannah como si con ese
gesto la hiciera desaparecer.
Hannah se detuvo donde estaba, bajó la cabeza, cerró los ojos y se santiguó.
Mary descolgó el auricular antes de que sonara el timbre por segunda vez, pero
durante un momento no pudo acercárselo al oído y tampoco pudo hablar. Ayúdame,
Dios mío, ayúdame, susurró.
—¿Andrew?
—¿Poll?
—¡Papá! —Sintió alivio y temor a partes iguales—. ¿Has tenido noticias?
—¿Sabes algo?
—No. He dicho que si has tenido noticias de Andrew.
—No. Creí que tú sabrías algo.
—No. Aún no. Aún no.
—Debo de haberte asustado.
—No te preocupes, papá. No importa.
—Lo siento muchísimo, Poll. No he debido llamarte.
—No importa.
—Avísanos en cuanto sepas algo.
—Claro que sí, papá. Te lo prometo. Seguro que lo haré.
—¿Quieres que vayamos?
—No, papá. Que Dios te bendiga, pero es mejor que no vengáis todavía. Es inútil
que nos angustiemos todos hasta que sepamos algo, ¿no crees?
—Así me gusta.
—Dale un beso a mamá de mi parte.
—Ella te manda otro a ti. Y yo, no hace falta que te lo diga. Llámanos.
—Desde luego. Adiós.
—¿Poll?
—¿Sí?
ebookelo.com - Página 86
—Tú sabes lo que siento acerca de esto.
—Lo sé, papá. Gracias. No hace falta que lo digas.
—No podría aunque lo intentara. Nunca. Lo siento por Jay tanto como por ti. Y tu
madre también. Tú lo entiendes.
—Lo entiendo, papá. Adiós.
—Sólo era papá —dijo, y se sentó pesadamente.
—Creí que era Andrew.
—Sí… —Bebió un sorbo de té—. Me ha dado un susto de muerte.
—No ha debido llamarte. Ha hecho una tontería al telefonearte.
—No le culpo. Creo que lo están pasando peor ellos, allí sentados, que nosotras.
—No dudo que les esté resultando muy difícil.
—Papá siente las cosas mucho más de lo que aparenta.
—Lo sé. Y me alegro de que te des cuenta.
—Me doy cuenta de lo mucho que aprecia a Jay.
—¡Cielo santo! Eso espero.
—Bueno, durante mucho tiempo no tuve motivos para estar segura —replicó
Mary con energía—. Ni tampoco con respecto a mamá. —Esperó un momento—. Ni
con respecto a mamá ni con respecto a ti, tía Hannah —dijo—. Tú lo sabes. Tratabais
de no demostrarlo, pero yo lo sabía y vosotros sabíais que lo sabía. No importa, no
importa desde hace mucho, pero tú sabes que es cierto.
Hannah le sostuvo la mirada.
—Sí, es cierto, Mary. Tuvimos todo tipo de… de dudas terribles; y no sin buenos
motivos, como luego descubristeis los dos.
—Sí, tuvisteis muchos motivos —dijo Mary—. Pero eso no nos lo puso más fácil.
—A ninguno de nosotros —dijo Hannah—. Especialmente a ti y a Jay, pero
tampoco a tus padres, ¿sabes? Ni a nadie que te quisiera.
—Lo sé. Lo sé, tía Hannah. No sé por qué he sacado esta conversación. Ya no hay
nada en ello que provoque resentimiento, ni preocupación, ni dolor en ninguno de
nosotros, y así es, gracias a Dios, desde hace ya mucho tiempo. ¡Por qué se me habrá
ocurrido mencionarlo! No digamos una palabra más acerca de ello.
—Sólo una más, porque no estoy segura de que lo hayas sabido nunca. ¿Has
pensado alguna vez cuánto ha apreciado tu padre a Jay siempre, desde el primer
momento?
—Sé que eso es lo que me decía. Pero cada vez que lo decía, también me estaba
advirtiendo. Sé que con el tiempo ha llegado a apreciarle mucho.
—Le quiere muchísimo —dijo Hannah.
—Pero no, nunca he creído del todo que le gustara o que le respetara desde el
primer momento, y nunca lo creeré. Siempre creí que lo decía para halagarle.
—¿Es Jay hombre que se deje influir por los halagos?
—No. —Sonrió un poco—. Por lo general, no. ¿Pero cómo debía interpretarlo
yo? Por un lado ponía a Jay por las nubes, y por otro, casi al mismo tiempo, me daba
ebookelo.com - Página 87
una u otra razón para convencerme de que haría una auténtica locura si me casaba
con él. ¿Qué habrías pensado tú?
—¿No ves que las dos cosas podían ser verdad…, o mejor dicho, que él podía
creer sinceramente las dos cosas?
Mary pensó un momento.
—No lo sé, tía Hannah. No, no veo cómo es posible.
—Tú misma lo descubriste, Mary.
—¡Y cómo!
—Descubriste que había mucho de cierto en lo que tu padre… en todos nuestros
recelos, pero eso nunca alteró esencialmente la opinión que tenías de Jay, ¿no es así?
Descubriste que podías creer las dos cosas a la vez.
—Es cierto. Sí. Así fue.
—Nosotros tuvimos que ir descubriendo lo que tenía de bueno. Tú tuviste que ir
descubriendo lo que no era tan bueno.
Mary la miró con una sonrisa de desafío.
—De todos modos, aunque al principio estuviera ciega —dijo—, acerté más que
papá, ¿no? No me equivoqué. Papá tuvo razón al decir que habría problemas, y ha
habido más de los que él o ninguno de vosotros supondrá jamás, pero no me
equivoqué, ¿no?
No me lo preguntes, niña, dímelo tú, pensó Hannah.
—Es evidente que no —dijo.
Mary permaneció en silencio unos momentos. Luego, tímida y orgullosa, dijo:
—En estos últimos meses, tía Hannah, hemos logrado, hemos llegado a… una
especie de armonía que… —comenzó a negar con la cabeza—. No debería hablar de
esto —le tembló la voz—. Y menos ahora. —Apretó los labios, volvió a negar con la
cabeza y tragó ruidosamente un poco de té—. Acabamos de hablar —estalló con la
boca llena de té— como si estuviera muerto.
Enterró bruscamente la cara entre las manos y prorrumpió en sollozos sin
lágrimas.
Hannah reprimió el impulso de correr a su lado. Que Dios la ayude, murmuró.
Que Dios la proteja. Al poco rato, Mary la miró; su mirada era tranquila y asombrada.
—Si Jay muere —dijo—, si ha muerto, tía Hannah, no sé qué haré.
Sencillamente, no sé qué haré.
—Que Dios te ayude —dijo Hannah; se inclinó hacia ella por encima de la mesa
y tomó su mano—. Que Dios te proteja.
El rostro de Mary se movía agitado.
—Saldrás adelante. Pase lo que pase, saldrás adelante. Sin la menor duda. No
temas. —Mary reprimió el llanto—. Está bien prepararse para lo peor —continuó
Hannah—, pero no debemos olvidar que aún no sabemos nada.
Las dos miraron el reloj en el mismo instante.
—Ya no puede tardar mucho en llamar —dijo Mary—. A menos que hayan tenido
ebookelo.com - Página 88
un accidente —dijo riendo bruscamente.
—Llamará muy pronto, estoy segura —dijo Hannah. Habría llamado hace mucho,
se dijo, si no hubiera ocurrido lo peor. Apretó las manos entrelazadas de Mary, le dio
unas palmaditas y retiró la mano pensando que si era posible algún consuelo era
mejor reservarlo para cuando fuera más necesario.
Mary callaba y a Hannah no se le ocurrió nada que decir. Era absurdo, pensó,
pero junto a todo lo demás, su silencio casi le hacía sentirse violenta.
Pero después de todo, ¿qué se puede decir? ¿Qué tipo de ayuda podemos prestar,
yo o cualquier otra persona?
De pronto se sintió tan intensa y profundamente fatigada que deseó poder apoyar
la frente en el borde de la mesa.
—Lo único que podemos hacer es esperar —dijo Mary.
—Sí —suspiró ella.
Será mejor que tome un poco de té, pensó. Y así lo hizo. Tibio y un poco amargo,
el té le hizo sentirse aún más cansada.
Permanecieron dos minutos en silencio.
—Al menos, por terrible que sea tener que esperar, se nos ha concedido un poco
de tiempo —dijo Mary lentamente—. Para tratar de prepararnos para lo que pueda
pasar.
Miraba atentamente su taza vacía.
Hannah se sintió incapaz de decir nada.
—Sea lo que fuere —continuó Mary—, ya ha ocurrido.
Hablaba casi sin emoción; se hallaba tan absorta, se dijo Hannah convencida, que
no podía sentir aquello que estaba empezando a descubrir y con lo cual comenzaba a
enfrentarse. Ahora Mary levantó la vista y ambas se miraron fijamente a los ojos.
—Puede ocurrir una de estas tres cosas —dijo Mary lentamente—. Puede estar
malherido, pero sobrevivir, y en el mejor de los casos curarse y en el peor quedar
tullido, o inválido, o intelectualmente discapacitado. —Hannah deseó poder desviar
la mirada, pero sabía que no debía hacerlo—. O puede estar tan malherido que muera,
quizá muy pronto o quizá después de una lucha larga y terrible, eso si es que no está
exhalando su último suspiro en este mismo momento mientras se pregunta dónde
estoy y por qué no he corrido a su lado. —Apretó los dientes un momento, cerró muy
fuerte los labios y volvió a hablar en el mismo tono—. O había muerto ya cuando
llamó ese hombre y el pobre no quiso darme la noticia. Una de esas tres cosas. En
cualquier caso, no hay nada ni en este mundo ni en el otro que podamos hacer, o
esperar, o adivinar, o desear, o que pueda cambiar nada o remediarlo en lo más
mínimo. Porque lo que sea, ya es. Eso es todo. Y lo único que podemos hacer es
prepararnos, ser lo bastante fuertes como para enfrentarnos a ello, sea lo que fuere.
Eso es todo. Eso es todo lo que importa. Es todo lo que importa porque es lo que hay.
¿No es así?
Mientras Mary hablaba, con su voz, con sus ojos y con cada palabra, recordaba a
ebookelo.com - Página 89
Hannah aquellas horas olvidadas de hacía casi treinta años durante las cuales la cruz
de la vida había pesado por primera vez sobre su ser y ella había empezado a
aprender a soportarla y aceptarla. Ahora te toca a ti, pobre criatura, pensó, y sintió
como si una página prodigiosa pasara silenciosa y el hálito que levantaba al pasar
tocara su corazón con un frío y delicado temor. Su espíritu está llegando a la mayoría
de edad, pensó; y durante esos momentos ella misma envejeció, se aproximó a su
muerte y se conformó con que fuera así. Su corazón se elevó en una especie de
orgullo por Mary, por cada dolor que podía recordar, suyo o ajeno (y los recuerdos
acudieron en tropel a su mente), por toda existencia y toda resistencia. Deseó gritar:
¡Sí!, ¡sí! ¡Eso es! Sí. Sí. Comienza a ver. Ahora te toca a ti. Deseó sostener a su
sobrina a la distancia que le permitía la longitud de sus brazos para poder mirarla y
admirar cómo florecía. Quiso abrazarla y quejarse a Dios por lo que significaba estar
vivo. Pero sobre todo deseó permanecer en silencio, y oír la voz de la joven, y
contemplar sus ojos y su frente redondeada mientras hablaba, y aceptar y
experimentar la repetición de aquella experiencia juvenil que la elevaba y la
traspasaba como la música.
—¿No es así? —repitió Mary.
—Hay eso y mucho más —dijo ella.
—¿Te refieres a la misericordia divina? —dijo Mary en voz baja.
—En absoluto —replicó Hannah con aspereza—. Prefiero no tratar de decir a qué
me refiero. —(Pero ya he comenzado, pensó; la he sorprendido, le he hecho daño,
casi como si hubiera hablado contra Dios)—. Sólo porque es mejor que lo descubras
tú. Tú sola.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que nos van a decir, lo que vamos a saber, Mary, casi con seguridad será
duro. Trágico y duro. Estás empezando a saberlo y a enfrentarte a ello con mucha
valentía. Lo que quiero decir es que esto es sólo el principio. Que sabrás mucho más.
A partir de muy pronto.
—Sea lo que fuere, deseo sobrellevarlo con dignidad —dijo Mary con los ojos
brillantes.
—No te esfuerces demasiado por eso, Mary. No lo veas de esa manera. Limítate a
hacer lo que puedas para soportarlo y deja que la cuestión de la dignidad se resuelva
por sí misma. Eso es más que suficiente.
—Me siento tan poco preparada… Hay tan poco tiempo para prepararse…
—Esto no es algo para lo que uno pueda prepararse. Simplemente hay que vivirlo.
Había una especie de ambición en su actitud, pensó Hannah, una especie de
orgullo o de poesía que era errónea y muy peligrosa. Pero aún no estaba muy segura
de qué quería decir con eso y aquél era el momento menos apropiado para dejarse
arrastrar por un asunto así, para tratar de debatirlo o de hacer advertencias acerca de
él. Es tan joven, se dijo. Aprenderá; la pobre aprenderá.
Mientras Hannah la miraba, el rostro de Mary reflejó una expresión difusa y
ebookelo.com - Página 90
humilde. ¡Oh, no, todavía no!, susurró Hannah desesperadamente para sus adentros.
Todavía no. Pero Mary dijo tímidamente:
—Tía Hannah, ¿podemos arrodillarnos un momento?
Todavía no, quiso decir. Por primera vez en su vida sospechó de qué forma tan
equivocada podía utilizarse la oración, pero no supo muy bien por qué. ¿Qué puedo
decir?, pensó casi aterrada. ¿Cómo puedo juzgar? Pero se estaba haciendo esperar
demasiado tiempo. Mary le sonrió tímidamente con un asomo de sorpresa, y, llevada
por la compasión y la duda, Hannah rodeó la mesa y ambas se arrodillaron la una
junto a la otra. Pueden vernos, pensó Hannah, porque los estores no estaban bajados.
Que nos vean, se dijo irritada.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén —dijo Mary en
voz baja.
—Amén —continuó Hannah.
Permanecieron en silencio oyendo el tictac del reloj, el crepitar del fuego y el
tartamudeo de la tapa del hervidor.
Dios no está aquí, se dijo Hannah, y luego hizo una breve señal de la cruz sobre
su pecho para contrarrestar la blasfemia.
—Oh, Dios —susurró Mary—, dame fuerzas para aceptar tu voluntad, sea la que
fuere.
Y luego guardó silencio.
Que Dios la oiga, pensó Hannah. Y que Dios me perdone. Que Dios me perdone.
¿Cómo puedo saber cuál es el mejor momento?, se dijo. Que Dios me perdone.
Y, sin embargo, no podía apartarlo de su mente: algo erróneo, insoportablemente
patético, infinitamente maligno campaba en el seno de esa devoción, pero ella no era
capaz de contrarrestarlo ni de identificar su naturaleza.
Y de pronto se abrió en su interior un abismo de una profundidad infinita y de él
surgió el aliento paralizador de las tinieblas eternas.
No creo en nada. En nada en absoluto.
—Padre nuestro —se oyó decir a sí misma con una extraña voz; y Mary,
ignorante de su terror, se unió a su plegaria. Y mientras continuaban y Hannah oía,
cada vez más clara que la suya, aquella voz joven, cálida, sincera, fiel y
desconsolada, su momento aterrador de incredulidad se convirtió en un recuerdo, en
una tentación felizmente superada con la ayuda de la gracia divina.
Líbranos del mal, repitió en silencio varias veces una vez terminada la oración.
Pero el mal seguía allí, al igual que la misericordia.
Se pusieron en pie.
Conforme el paso de cada minuto y cada tictac del reloj fueron poniendo más y
más de manifiesto que Andrew había tenido tiempo más que suficiente de llegar y
telefonear, Mary y su tía hablaron cada vez menos. Durante los momentos que habían
seguido a su plegaria, Mary, aliviada, había hablado con locuacidad de cuestiones que
poco tenían que ver con lo que sucedía; incluso había hecho algunas bromas y hasta
ebookelo.com - Página 91
se había reído de ellas sin más que un ligero matiz de histeria; y durante ese tiempo
Hannah había pensado que lo mejor (y, de hecho, lo único posible) era seguirle la
corriente; pero aquella locuacidad se desvaneció pronto para no volver; ahora
simplemente permanecían en silencio, sentadas la una frente a la otra a la mesa de la
cocina, la mirada de cada una apartada de la otra y bebiendo un té que en absoluto les
apetecía. Mary preparó otra tetera y hablaron un poco sobre la infusión y sobre el
agua caliente con la que rebajarla, pero esos breves intercambios de palabras se
agotaron pronto hasta convertirse en silencio. Mary, tras susurrar «Perdona», se retiró
al baño, afrentada y humillada por tener que obedecer a esa llamada en semejante
momento; durante unos minutos se sintió tan estúpida y esclavizada como un bebé en
su orinal, sólo que mucho más torpe y vulgar; luego, con las manos hundidas en el
lavabo lleno de agua fría, contempló incrédula, reflejado en el cristal, su rostro
paralizado. Le pareció apenas real, hasta que, avergonzada, se dio cuenta de que
aquél era el momento menos apropiado para mirarse al espejo. Hannah, a solas,
agradeció el hecho de que todos fuéramos animales; ese cúmulo tonto, fatigoso, sano,
humilde, de necesidades físicas, se dijo, es lo que nos ayuda, tanto como la oración, a
seguir adelante sin perder la cordura; y ya casi agotados esos momentos de soledad,
libre su mente de los sutiles engaños que produce la inquietud, se permitió susurrar en
voz alta: «Está muerto. Ya no cabe la menor duda», y comenzó a santiguarse
invocando a los difuntos, pero, al recordar claramente no lo sabemos, y al sentir como
si hubiera estado a punto de ejercer un poder maléfico sobre Jay, desvió la intención
del gesto hacia la misericordia divina para que ésta recayera sobre él, cualquiera que
fuera el estado en que se encontrara. Cuando volvió, Mary echó más astillas al fuego,
miró el interior del hervidor, vio que una tercera parte del agua que contenía se había
consumido y volvió a llenarlo. Ninguna de las dos dijo nada, pero ambas sabían lo
que la otra pensaba y, después de permanecer otra vez en silencio durante más de diez
minutos, Mary miró a su tía, quien, al sentir sus ojos sobre ella, la miró a su vez.
Luego, dijo en voz muy baja:
—Ojalá tengamos noticias pronto, porque ahora estoy preparada.
Hannah asintió y pensó: es cierto. Y es bueno que ni siquiera quieras tocar mi
mano. Y sintió que algo radiante y majestuoso se alzaba en la oscuridad de su interior
como para decir ante Dios: Aquí la tienes, dispuesta para lo peor, y lo ha conseguido
ella sola y no gracias a mi ayuda, ni tampoco especialmente a la tuya. Agradéceselo.
Mary continuó hablando:
—Resulta muy difícil imaginar que las noticias sean menos malas de lo que
esperamos, que sencillamente Andrew se sienta tan contento y aliviado que no se
haya molestado en telefonear y haya decidido traerlo directamente a casa para darnos
una estupenda sorpresa. Aunque sería muy propio de él si ése fuera el caso. Y
también sería muy propio de Jay, si estuviera… si estuviera lo bastante consciente,
sumarse a la sorpresa y disfrutar con ella y reírse del susto que hemos pasado.
A juzgar por sus ojos brillantes y su rostro, al que parecía a punto de asomar una
ebookelo.com - Página 92
sonrisa, se diría que lo creía mientras lo decía; parecía estar casi segura de que, dentro
de pocos minutos, todo ocurriría justo de ese modo. Pero luego continuó:
—Resulta muy difícil imaginarlo, sólo hay una posibilidad entre un millón, pero
mientras exista esa posibilidad, mientras no sepamos con seguridad que no ha sido
así, no voy a apartarla totalmente de mi mente. No voy a decir que está muerto, tía
Hannah, hasta que sepa que lo está —dijo en tono desafiante.
—¡Por supuesto que no!
—Pero aun así estoy casi segura de que lo está —dijo Mary; y al decirlo y al
sostener la mirada de Hannah, no pudo recordar durante unos momentos qué otra
cosa iba a decir. Luego lo recordó, y le pareció demasiado insignificante para decirlo,
y esperó a que todo lo que veía en su mente volviera a estar claro y adquiriera su
propio peso; entonces habló de nuevo—: Creo que es mucho más probable que
estuviera muerto cuando llamó ese hombre y que él no fuera capaz de decírmelo. Y
no le culpo. Me alegro de que no lo hiciera. La noticia debía dármela un hombre de la
familia, alguien… alguien cercano a Jay y a mí. Creo que cuando Andrew se fue,
estaba bastante seguro de… de lo que había ocurrido… y no tenía la menor intención
de dejarnos en esta incertidumbre. Tenía intención de llamar. Pero seguía esperando
contra toda esperanza, como todos nosotros, y cuando… cuando vio a Jay… no tuvo
fuerzas suficientes para telefonear porque sabía que yo no soportaría recibir la noticia
por teléfono, ni siquiera de su boca, y por eso no ha llamado. Y yo le agradezco
infinitamente que no lo haya hecho. Debía de saber que mientras las horas siguieran
pasando de este modo terrible, sacaríamos nuestras propias conclusiones y
tendríamos tiempo de… tendríamos tiempo. Y es lo mejor. Él quiere estar conmigo
cuando me entere de la noticia. Es lo mejor. Así que eso es lo que va a hacer.
Decírmelo directamente. Creo que lo que ha hecho… lo que está haciendo es…
Hannah se dio cuenta de que Mary estaba más cerca de derrumbarse de lo que lo
había estado hasta entonces y apenas pudo resistir el impulso de cogerle la mano;
dominada por la angustia, consiguió evitarlo. Un momento después, Mary continuó,
tranquila y segura de sí misma:
—Lo que está haciendo es traer a la funeraria el cuerpo del pobre Jay, y pronto
vendrá a casa y nos lo dirá.
Hannah continuó con la mirada fija en los dulces ojos de Mary, cada vez más
incrédulos y brillantes; descubrió que no podía hablar y que estaba asintiendo tan
brusca y rápidamente como si padeciera la enfermedad de Parkinson. Se obligó a
dejar de asentir.
—Eso es lo que creo —dijo Mary—, y es para lo que estoy preparada. Pero no
voy a admitirlo, ni a decir de mi esposo una cosa así, ni a ponerle en un peligro
semejante hasta que sepa irrevocablemente que es así.
Continuaron mirándose a los ojos; los de Hannah ardían, porque ella sabía que no
debía pestañear, y unos momentos después la joven exhaló un largo gemido y con una
voz débil y temblorosa dijo:
ebookelo.com - Página 93
—Ruego a Dios que no sea así.
Y Hannah susurró:
—Yo también.
Y de nuevo ambas guardaron silencio en su ignorancia sin ver otra cosa que la
mirada afligida de la otra. Y así se encontraban cuando oyeron pisadas en el porche.
Hannah miró hacia un lado y bajó los ojos; Mary exhaló un suspiro largo y roto;
ambas apartaron las sillas y corrieron hacia la puerta.
ebookelo.com - Página 94
Capítulo 9
Cuando él volvió a la sala ella le miró angustiada; él se acercó a su oído y dijo:
—Nada.
—¿No hay noticias todavía?
—No. —Se sentó y se inclinó hacia ella—. Probablemente es demasiado pronto
—dijo.
—Quizá.
Ella dejó de zurcir.
Joel volvió a tratar de leer The New Republic.
—¿Te ha parecido que se encontraba bien?
¡Cielo santo!, se dijo Joel. Se inclinó hacia ella.
—Todo lo bien que cabe esperar.
Ella asintió.
Él volvió a The New Republic.
—¿No deberíamos ir?
Justo lo que necesita, pensó Joel, tener que hablarnos a gritos. Se inclinó hacia su
mujer y le puso una mano en el brazo.
—Es mejor que no vayamos —dijo— hasta que sepamos qué ha pasado.
Demasiado revuelo.
—Demasiado, ¿qué?
—Revuelo. Jaleo. Demasiada gente.
—Sí. Quizá. Pero creo que ése es el lugar que nos corresponde, Joel.
«Tonterías», susurró él para sí.
—El que nos corresponde —dijo en voz bastante más alta— es el lugar donde
Mary quiera que estemos.
Comenzó a darse cuenta de que ella no había dicho «el lugar que nos
corresponde» pensando solamente en las convenciones sociales. Maldita sea, pensó.
¿Por qué no puede estar allí? La tocó en el hombro.
—Trata de no preocuparte, Catherine —dijo—. Se lo he preguntado a Poll y ha
dicho que es mejor que no vayamos. Ha dicho que es inútil que nos angustiemos
hasta que sepamos algo.
—Muy sensata —dijo ella dudosa.
—¡Y tanto, maldita sea! —dijo él con convicción—. Se está esforzando por no
venirse abajo —explicó.
Catherine volvió la cabeza con un gesto cortés de interrogación.
—¡Se-está-esforzando-por-no-venirse-abajo!
Ella hizo una mueca de disgusto.
—No me grites, Joel. Limítate a hablar claramente, que puedo oírte.
—Lo siento —dijo él.
Se dio cuenta de que no le había oído. Se acercó.
ebookelo.com - Página 95
—Lo siento —volvió a decir, esta vez con cuidado y no demasiado alto—. Estoy
un poco nervioso, eso es todo.
—No te preocupes —dijo ella en un tono de voz propio ya de una anciana.
Él la miró un momento, suspiró con compasión y dijo:
—Tendremos noticias pronto.
—Sí —dijo ella—. Supongo que sí.
Aflojó la presión de sus manos sobre su costura y miró fijamente a través de las
sombras de la habitación.
Contemplar a su mujer se convirtió para Joel en un tormento inútil; volvió a The
New Republic.
—Me pregunto cómo habrá ocurrido —dijo ella al cabo de un rato.
Él se inclinó hacia ella:
—Yo también.
—Tiene que haber habido otros heridos.
Volvió a inclinarse hacia ella.
—Es posible. No lo sabemos.
—Quizá incluso muertos.
—No… no lo sabemos, Catherine.
—No.
Jay conduce como un loco, pensó Joel; decidió callárselo. Fuera lo que fuese lo
ocurrido, pensó, lo que menos necesita ahora es que digamos cosas así acerca de él. O
las pensemos siquiera.
Comenzó a darse cuenta, con una especie de regocijo sardónico, de que, además
de ser simplemente cortés, estaba siendo supersticioso. No quiero ir hasta que
sepamos qué ha pasado, se dijo. Mejor no intervenir. El asunto estaba en manos de
los dioses. Mejor era no balancear la barca. Sobre todo si estaba ya hundida.
—La verdad es que a mí me parece que Jay conduce de un modo bastante
imprudente —dijo Catherine con cautela.
—Todos lo hacen —dijo él. ¡Y tanto que imprudente!
—Recuerdo que me inquieté mucho cuando decidieron comprarse ese coche.
Y el tiempo ha venido a darte la razón.
—Es el progreso. No debemos obstaculizar la marcha del progreso.
—No —dijo ella molesta—, supongo que no.
¡Por el amor de Dios, mujer!
—Era una broma, Catherine, una broma tonta. Oh.
—No creo que sea momento para bromas, Joel.
—Yo tampoco.
Ella ladeó la cabeza cortésmente. Con cuidado de no gritar, dijo él:
—Tienes razón. Yo tampoco.
Ella asintió.
Mientras se abría camino a través de otro editorial como a través de una
ebookelo.com - Página 96
alambrada de púas, Joel pensó: no he debido llamarla. ¿Por qué no he confiado en
que me avisaría en cuanto supiera algo? Si no ella, Hannah.
Siguió leyendo.
Una especie de opresión había empezado a apoderarse de él en el momento en
que tuvo noticia del accidente; en un principio se había dicho, ajá, y de forma
inesperada había asentido bruscamente. Era como si hubiera sabido que eso, o algo
semejante, tenía que ocurrir antes o después; por eso le conmovió tan poco como le
sorprendió. Pero aquella opresión había ido aumentando sin parar mientras
permanecía sentado y esperando, y ahora el aire parecía de hierro y era como si
pudiera experimentar en la boca el sabor amargo, frío y seco del metal. ¿Qué otra
cosa podemos esperar?, se dijo. Así es la vida. Se preparó con calma para aceptarla,
para soportarla, deleitándose no sólo con su esfuerzo sino también con la crueldad
plomiza y obstinada del hierro, porque era esa crueldad la que demostraba y daba la
medida de su coraje. Es curioso que lo sienta tan poco, se dijo. Pensó en su yerno. Le
inspiraba respeto, afecto y una profunda y difusa tristeza. Pero en ningún caso un
dolor íntimo. Después de tanta lucha, pensó, de tanta valentía y ambición, Jay no
había llegado a nada. Judas el Oscuro, se dijo de repente; y pensó después en la
continua destrucción de sus propias esperanzas a lo largo de treinta años. Si se trata
de elegir entre una mutilación, la invalidez o la muerte, pensó, esperemos que todo
haya acabado para él. Aunque se tratara de elegir entre la muerte y vivir otros treinta
o cuarenta años en esas condiciones, mejor sería que todo hubiera acabado. Aunque
ésa es mi opinión, maldita sea, no la suya. Pensó en su hija, en aquella energía con la
que tan admirablemente se había enfrentado a ellos para casarse con Jay y que había
acabado rota y disuelta en aquella maldita religiosidad; toda su inteligencia, apenas
nacida, se había reducido a la nada en aquel matrimonio, en los constantes equilibrios
para poder salir adelante y, sobre todo, en aquella maldita piedad. Todo su entusiasmo
inocente, que parecía invencible, seguía alzando la barbilla para recibir más golpes. Y
de nuevo sintió que su implicación personal era mínima. Ella se lo había buscado,
pensó, aunque tenía que reconocer que había soportado las consecuencias de una
forma encomiable, maldita sea, sin una sola queja. Y si Jay… si ahora todo ha llegado
a su fin, tendrá que pagar un precio muy alto y será muy poco o nada lo que yo pueda
hacer por ayudarla. Recordó entonces vívidamente, con entusiasmo y con tristeza, los
pocos años en que habían sido tan buenos amigos, y por un momento se dijo quizá
vuelva a ser así, y se interrumpió a sí mismo con un gruñido de desprecio.
Aprovecharse de ese modo de la muerte de Jay, pensó, como si fuera un pretendiente
rechazado acicalándose para intentarlo una vez más: de nuevo en la brecha. Además,
ése no había sido nunca el verdadero motivo de su distanciamiento; era todo ese
asqueroso cenagal de beatería lo que realmente les había separado, y ahora
probablemente tendería a empeorar en lugar de mejorar. ¿Probablemente? Con toda
seguridad.
Y su mujer, mientras zurcía, pensaba: qué tragedia. Qué terrible carga para ella.
ebookelo.com - Página 97
Pobre Mary. ¿Cómo va a salir adelante? Naturalmente, es muy posible que él no
haya… no haya pasado a mejor vida. Pero eso podría representar una tragedia aún
mayor para los dos. Un hombre tan activo incapaz de hacerse cargo de su familia.
Qué terrible en cualquier caso. Desde luego, nosotros podemos ayudar. Pero no en lo
referente a lo más pesado de la carga. Pobre criatura. Y pobrecitos niños. Y por
debajo de esas palabras no pronunciadas, mientras que con sus ojos cansados se
inclinaba profundamente sobre su labor, su espíritu generoso e irreflexivo se hallaba
más profundamente afligido de lo que ella podía imaginar y más resuelto que si
obedeciera a cualquier propósito de resolución. ¡Qué deprisa pasa la vida!, pensó.
Parece que fue ayer cuando ella era mi Mary o cuando Jay vino a vernos por primera
vez. Levantó la vista de su labor, y miró la luz y las sombras silenciosas, y exhaló ese
tipo de suspiro profundo y prolongado que surgía de su corazón y que, exceptuando
la música, era el único modo que tenía de rendirse a la tristeza.
—Debemos ser muy buenos con ellos, Joel —dijo.
Sorprendido, casi asustado, por su repentina voz, y llevado por un reflejo
vengativo de exasperación, él deseó preguntarle qué había dicho. Pero sabía que la
había oído e, inclinándose hacia delante, replicó:
—Claro que sí.
—Sea lo que fuere lo que haya ocurrido.
—Desde luego.
Comenzó a reconocer la emoción y la soledad que se ocultaban tras la banalidad
de lo que ella había dicho, y se avergonzó de haber respondido como si sólo se
hubiera tratado de una banalidad. Deseó poder decir algo para compensar su torpeza,
pero no se le ocurrió nada. Pensó con tierno regocijo que casi con seguridad ella no
había reparado en su desconsideración, y que se sorprendería enormemente si trataba
de explicarse o de disculparse. Dejémoslo correr, pensó.
Siente mucho más de lo que expresa, se dijo ella a modo de consuelo, pero deseó
que alguna vez dijera lo que sentía. Notó la mano de su esposo sobre su muñeca y vio
su cabeza próxima a la suya. Se inclinó hacia él.
—Comprendo, Catherine —dijo Joel.
¿Qué quiere decir con eso?, se preguntó ella. Sin duda es que he dejado de oír
algo, pensó, aunque sus palabras habían sido tan pocas que no podía imaginar qué
podía haber sido. Pero inmediatamente decidió no exasperarle con una pregunta;
estaba segura de su buena intención y eso la conmovía.
—Gracias, Joel —dijo, y, poniendo la otra mano sobre la de él, dio en ella unas
cuantas palmaditas rápidas. Tales muestras de cariño, excepto en el lugar apropiado,
la violentaban, y siempre había temido que aún le violentaban más a él; y ahora,
aunque no había podido resistirse a acariciarle y había hallado un consuelo aún mayor
en aquella suave presión sobre su muñeca, retiró pronto su mano, y, muy poco
después, él retiró la suya también. Experimentó un momento de solemne gratitud por
haber pasado tantos años en tal armonía con un hombre tan bueno, pero eso era
ebookelo.com - Página 98
imposible expresarlo con palabras. Y luego, una vez más, pensó en su hija y en
aquello con lo que ésta se enfrentaba.
Joel, mientras tanto, pensaba: lo necesita (mientras le oprimía la muñeca), y
cuando ella retiró tímidamente la mano, se dijo: ojalá pudiera hacer algo más; y de
repente, no por el bien de su mujer sino obedeciendo a un impulso propio, deseó
abrazarla. Impensable. En lugar de eso, contempló su rostro sufrido y sus ojos miopes
mientras ella miraba una vez más a través de la habitación y experimentó una
momentánea sensación de orgullo incrédulo y complacido por su inmenso e
inquebrantable coraje y una sensación también de orgullosa gratitud, a pesar de los
pesares e incluidos todos ellos, por haber pasado tantos años con una mujer así; pero
eso era imposible expresarlo con palabras. Y luego, una vez más, pensó en su hija y
en lo que ésta había pasado y en aquello con lo que ahora tendría que enfrentarse.
—A veces la vida parece más cruel de lo soportable —dijo Catherine—. Me
refiero a la de ellos. La del pobre Jay y la de la pobre Mary.
Sintió la mano de él y esperó, pero él no dijo nada. Le miró, cortés y temerosa,
con una sonrisa de disculpa, por la fuerza de la costumbre, en la cara, y vio su cabeza
barbada, enorme a la luz de la lámpara e inesperadamente cercana, que asentía,
profunda y lentamente, cinco veces.
ebookelo.com - Página 99
Capítulo 10
Andrew no se molestó en llamar, sino que abrió la puerta y la cerró
silenciosamente tras él, y, al ver moverse sus sombras cerca del umbral de la cocina,
cruzó rápidamente el vestíbulo. En la oscuridad del pasillo no pudieron distinguir su
cara, pero por su andar tenso y decidido estuvieron prácticamente seguras. Casi le
impedían el paso. En lugar de salir al vestíbulo a recibirle, se hicieron a un lado para
dejarle entrar en la cocina. Él no dudó ante su vacilación, sino que avanzó
directamente, con los labios apretados en una línea recta y los ojos como cristal
astillado, y, sin decir una sola palabra, abrazó a su tía con tal ímpetu que ésta tuvo
que hacer un esfuerzo para respirar mientras sus pies se levantaban del suelo.
«Mary», susurró Hannah a su oído; él miró; allí estaba ella esperando, con los ojos y
la cara de un niño atónito que bien podría estar suplicando «¡No me pegues!»; y antes
de que él pudiera hablar, la oyó decir leve y dulcemente: «Está muerto, ¿verdad,
Andrew?», y él no pudo hablar, pero asintió, y se dio cuenta de que los pies de su tía
no tocaban el suelo, y de que prácticamente le estaba rompiendo los huesos, y de que
su hermana decía con aquella misma voz fina y espectral: «Ya estaba muerto cuando
llegaste»; y de nuevo él asintió y luego dejó cuidadosamente que Hannah pusiera los
pies en el suelo, y, volviéndose hacia Mary, la tomó por los hombros y dijo en voz
más alta de lo que esperaba: «Murió instantáneamente», y la besó en la boca, y los
dos se abrazaron, y, sin lágrimas pero violentamente, él sollozó dos veces, su mejilla
contra la de ella, mientras contemplaba a través de la melena suelta de su hermana su
espalda humillada y los destellos cambiantes del linóleo; luego, sintiendo el peso de
su cuerpo sobre el suyo, dijo: «Vamos, Mary», y sujetándola por los hombros, la
ayudó a acercarse a una silla mientras ella, sintiendo que se debilitaban sus rodillas,
decía «Tengo que sentarme», y miraba tímidamente a su tía, que, en ese mismo
momento, decía con voz rota: «Siéntate, Mary», y se hallaba a su lado sosteniéndola
por la cintura y con la cara tan blanca y tan terrible como una calavera. Ella rodeó
fuertemente con sus brazos la cintura de uno y otra sintiendo gratitud y placer por la
firmeza y el calor de sus cuerpos, y así avanzaron los tres unidos (como amigos del
alma, pensó ella, como los tres mosqueteros) hasta la silla más próxima; y vio cómo
Andrew le ofrecía la silla con la mano izquierda extendida, y entre los dos,
lentamente, la sentaron en ella, y entonces Mary sólo pudo ver el rostro de su tía
profundamente inclinado sobre ella, muy grande y muy cercano, intensos y llorosos
los ojos tras las gruesas lentes, la fuerte boca ahora floja y blanda, terrible todo él a
causa del amor y del dolor, desnudo e indisciplinado como nunca lo había visto hasta
entonces.
—Avisa a papá y a mamá —susurró Mary—. Se lo prometí.
—Ahora mismo —dijo Hannah disponiéndose a salir al vestíbulo.
—Walter ha ido a buscarles —dijo Andrew—. Ya lo saben. —Acercó otra silla—.
Siéntate, tía Hannah.
* * *
Mary no se molestó en encender la luz; podía ver bastante bien con la que entraba
por las ventanas. Se puso el camisón, se desnudó bajo él, dejó la puerta entreabierta a
causa de los niños y se metió en la cama antes de darse cuenta de que eran las mismas
sábanas y antes de recordar que no había dicho sus oraciones. ¡Y durante cuánto
tiempo había deseado quedarse a solas solo para eso!
No pasa nada, se dijo en un susurro; no pasa nada, susurró en voz alta. Quería
decir con eso que estaba segura de que Dios entendería que no podía rezar y la
perdonaría, pero se dio cuenta de que también quería decir que todo estaba bien, todo,
que realmente todo estaba bien. Que se haga tu voluntad. Todo está bien. Realmente
bien. Permaneció muy derecha de espaldas con las manos abiertas y las palmas hacia
arriba junto a los costados, y, en medio de la oscuridad sutilmente iluminada, apenas
pudo distinguir una mancha familiar que en distintas ocasiones le había parecido un
peñasco, un galeón, un pez o una cabeza siniestra. Esta noche era sólo una mancha
con un ojo carente de significado. Le pareció que, postrada, caía hacia atrás y hacia
abajo a través de toda la eternidad; no le importó. Sin preocupación alguna oyó que
una voz hablaba en su interior: desde las profundidades te he llamado, oh Dios.
Escúchame, Señor, dijo uniéndose a la voz. Permite que tus oídos oigan mi queja. La
primera voz no dijo nada más y, consciente de su presencia silenciosa, Mary
continuó, susurrando en voz alta: Si tú, Señor, castigas nuestros errores con tanta
severidad, ¿quién podrá soportarlo? Y con estas palabras comenzó a llorar copiosa y
calladamente, y sus manos, con las palmas vueltas ahora hacia abajo, se movieron a
lo ancho de la cama.
¡Oh, Jay, Jay!
Bajo la tapadera del hervidor el agua estaba tibia; una por una, las últimas
burbujas reventaron y desaparecieron a lo largo del firmamento curvado.
Hannah yacía boca arriba con las manos cruzadas; en las profundas cuencas de
sus ojos, bajo párpados tan frágiles como membranas, sus ojos eran auténticas
esferas. No quedaban arrugas en su cara; podría haber sido una mujer joven. Tenía la
boca abierta y cada espiración era un suspiro ligero.
* * *
Después de comer acostaron a los bebés y a los niños, excepto a Rufus, para que
durmieran un poco, y su madre pensó que él debía dormir también, pero su padre
dijo que no, que él no tenía que hacerlo, así que le permitieron seguir levantado. Se
quedó en el porche con los hombres. Estaban tan hartos de comida y tan soñolientos
que ni siquiera trataban de hablar, y él estaba tan harto y tan soñoliento que apenas
oía ni veía, pero, medio adormilado a la sombra entre las rodillas de su padre,
mientras trataba de mantener los ojos abiertos, oía el rumor sordo y perezoso de sus
voces, y las voces más locuaces de las mujeres que hablaban en la cocina más
Una tarde, a última hora, llegaron el tío Ted y la tía Kate nada menos que desde
Michigan. La tía Kate era pelirroja. El tío Ted llevaba gafas y sabía hacer muecas
divertidas. Le trajeron un libro y lo que más le gustó fue una ilustración en la que se
veía un hombre muy gordo sentado en un cojín con borlas, con una tela enrollada en
la cabeza y en la boca un tubo que parecía una serpiente. La ilustración decía:
En Bombay un hombre había
que estaba fumando un día.
El aire era fresco y gris, y aquí y allá, a lo largo de la calle, la luz, informe y
acuosa, se perdía y desaparecía. Ahora que le envolvía el aire del exterior aún se
sentía más apático y poderoso; estaba solo y una energía silenciosa e invisible se
percibía en todas partes. Se quedó de pie en el porche y dio por sentado que todos los
que veía pasar se hallaban al corriente de tan célebre acontecimiento. Un hombre
caminaba a buen paso por la calle y, mientras le miraba esperando que sus miradas se
encontraran, Rufus sintió que una gran calma, mezcla de orgullo y timidez, surgía en
su interior, y sintió que en su rostro se dibujaba una sonrisa que luego se hizo
incontrolable y supo que debía intentar reprimirla; pero el hombre pasó sin mirarle, al
igual que el siguiente, que iba en la otra dirección. Pasaron dos colegiales cuyas caras
conocía, por lo que supo que ellos también debían conocer la suya, pero no dieron
muestras de haberle visto. Arthur y Alvin Tripp bajaron los escalones de su casa y
siguieron por la acera opuesta, y él ahora, seguro, bajó los escalones de la entrada en
dirección a la acera, pero a medio camino se detuvo, porque, aunque los dos le
miraban a los ojos desde la acera de enfrente y él les miraba igualmente, no cruzaron
la calle para encontrarse con él, o, al menos, para saludarle, sino que siguieron
adelante mirándole a los ojos con una especie de curiosidad tímida hasta volver la
cabeza casi por completo mientras él se volvía muy despacio mirando cómo pasaban,
aunque cuando se dio cuenta de que no iban a hablar con él tuvo buen cuidado de no
dirigirse a ellos.
¿Qué les pasa?, se preguntó sin dejar de mirarles; aun ahora, calle abajo, Arthur
seguía volviendo la cabeza mientras Alvin retrocedía unos pasos.
¿Por qué están enfadados?
Ahora ya no se volvían y él les vio desaparecer cuesta abajo.
Quizá no lo sepan, se dijo. Quizá los otros no lo sepan tampoco.
Llegó a la acera.
Walter Starr estaba de pie en medio del vestíbulo como si no supiera qué hacer.
Su madre fue derecha hacia él.
—Ya estamos dispuestos, Walter —dijo.
Él asintió tímidamente y se apartó un poco mientras ella hablaba a los niños.
—Ahora vais a iros —les dijo—. Volveréis a casa del señor Starr, como él os dijo
esta mañana. Pasadlo bien y sed buenos, y el señor Starr os traerá con mamá más
tarde. —Enderezó el cuello del vestido de Catherine que había languidecido—. Y
ahora, adiós —dijo—. Mamá no tardará en veros.
Los besó levemente.
Ya no tardará; no tardará.
Pasaron tan calladamente ante la puerta del salón y a través del porche silencioso
y de los escalones de la entrada que Rufus pensó que se movían con tanto sigilo como
ladrones.
Cuando casi habían llegado a la casa del señor Starr, éste dobló por sorpresa una
esquina, y luego otra, y después dijo a los niños:
—Creo que querréis verlo. Quizá no, pero creo que más tarde os alegraréis de que
os haya traído.
Y condujo un poco más deprisa a lo largo de la bocacalle vacía y silenciosa,
volvió a doblar otra esquina, avanzó muy lenta y silenciosamente y paró.
Se encontraban en la calle lateral, justo enfrente de la casa del doctor Dekalb y
frente a la esquina y la ancha faja de hierba. Podían ver la casa de su abuelo y todo lo
que ocurría y sabían que no les veían. Seis hombres, su tío Andrew, su tío Ralph, su
tío Hubert Kane, su tío George Bailey, el señor Drake y un hombre al que no habían
visto nunca, llevaban por las asas, desde la casa hasta la calle, un cajón alargado,
brillante y gris, y supieron que ése era el cajón en el que yacía su padre y que debía
de pesar mucho. Los hombres eran de alturas diferentes, de forma que el tío Andrew,
que era alto, y el tío George Bailey, que era más alto aún, tenían que flexionar un
poco las rodillas, mientras que el tío Hubert, que era el más bajo, se estiraba hacia
fuera lo más posible. Inmediatamente detrás de ellos iba su abuelo, que parecía andar
aún más despacio, y una mujer alta cubierta con un velo negro, que, por su altura y su
gracia humillada, supieron que era su madre; e inmediatamente detrás de ella, con la
tía Jessie a un lado y el padre Jackson al otro, iba otra mujer cubierta con un velo
negro, que, por su baja estatura y su cojera, supieron que era su abuela Follet. E
inmediatamente detrás de ellos iban la abuela y la tía Hannah, y la tía Sally y la tía
Amelia, y la tía Celia Gunn y la señora Gunn y la señorita Bess Gunn, y el viejo
La voz de su madre se ahogó. La tía Hannah, con una gran calma, continuó la
oración que había iniciado y la terminó. Luego, aún con mayor tranquilidad, dijo:
«Mary, querida, dejémoslo ya».
Hasta entonces Andrew nunca le había invitado a dar un paseo con él; Rufus se
puede sonar como gallon, medida equivalente a 3,79 litros que en este caso supone
una referencia a una bebida alcohólica. [N de la T]. <<
gramophone (en español: «gramófono») y grandma phone (en español: «el teléfono
de la abuela»). [N. de la T]. <<