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La Caza Del Carnero Salvaje - Haruki Murakami

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Un desencantado treintañero,

superviviente de su propia juventud,


tiene con un socio más o menos
alcohólico una pequeña agencia de
publicidad y traducciones. En una de
sus campañas publicitarias ha
publicado una fotografía que lo
pondrá en el punto de mira de un
poderosísimo grupo industrial,
verdadero imperio económico y
también político. Y a partir de aquí,
se verá lanzado a una ardua
investigación, digna de las mejores
novelas policíacas americanas: antes
de un mes debe encontrar el lugar
donde fue hecha la fotografía y el
animal que aparece en ella. Si no lo
hace le convertirán en un paria en su
propia sociedad. El lector, junto con
el protagonista, se internará en esta
búsqueda del carnero mítico que,
cuando es mirado por alguien a quien
él elige, posee al espectador. Un
carnero que –dice la leyenda– se
apoderó de Gengis Khan y que tal
vez no sea más que la encarnación
del poder absoluto.
«Una novela de fascinante lectura»
(Santiago Aizarna, El Diario Vasco).
«Uno de esos libros que recomiendas
a un amigo cuando intentas
sorprenderle» (Juana Romero,
Crítica).
Haruki Murakami
La caza del carnero
salvaje
羊をめぐる冒険

ePUB v1.0
Mística 09.07.11
Título original: 羊をめぐる冒険
Traducción: Fernando Rodríguez-
Izquierdo
I. 25 DE
NOVIEMBRE DE
1970
1. La excursión del
miércoles
por la tarde

Lo supe gracias a la llamada —


de un amigo, que casualmente se
enteró por el periódico de que ella
había muerto. Me leyó despacio el
artículo —un simple párrafo en un
diario matutino— por teléfono. Un
articulillo de nada. Y con toda la
pinta de ser un ejercicio de práctica
encargado a un periodista novato,
recién salido de la universidad.
En el día tal del mes tal, en cierto
barrio de la ciudad, un camión,
conducido por fulanito de tal, había
atropellado a una mujer. El chófer,
en fin, quedó a disposición judicial
para aclarar sus posibles
responsabilidades.
Aquello sonaba como esos
resúmenes informativos tipo
telegrama que aparecen en la primera
plana de algunos periódicos.
—¿Y dónde será el entierro? —
le pregunté a mi amigo.
—¡Qué sé yo! —me contestó—
¿Tú crees que esa chica tenía casa y
familia?

Naturalmente, las tenía.


Ese mismo día llamé a la policía
para informarme del domicilio
familiar de la joven y su teléfono.
Acto seguido, telefoneé para
preguntar a sus familiares la fecha
del entierro. Como dice el refrán, el
que la sigue la consigue.
Su casa estaba en uno de los
arrabales de Tokio. Desplegué el
plano —distribuido por distritos—
de la ciudad, y con un bolígrafo rojo
marqué la situación del edificio.
Ciertamente, se trataba de uno de los
suburbios más degradados de Tokio.
Las líneas de metro, de ferrocarril y
de autobús se entramaban y se
superponían como una desquiciada
tela de araña, e incontables albañales
fluían entre un laberinto de callejas,
dejando el terreno tan arrugado como
la corteza de un melón. El día del
entierro tomé un tranvía en la parada
de la Universidad Waseda. Me apeé
poco antes del final de la línea, y allí
eché mano de mi plano por distritos
de Tokio. Pero el tal plano me fue tan
útil como un globo terráqueo. Así
que para llegar a la casa opté por
pararme a cada momento a comprar
tabaco y preguntar de paso por el
camino.
La casa era una vieja
construcción de madera rodeada por
una cerca de color ocre. Pasada la
cancela, a mano izquierda se
extendía un jardincito tan estrecho
que no pude menos que preguntarme
para qué diablos serviría. Allí, en un
rincón, yacía abandonado un viejo e
inútil brasero de arcilla, en el
interior del cual había casi un palmo
de agua de lluvia. La tierra del jardín
era oscura y estaba sumamente
húmeda.
Quizá porque ella se había
marchado de casa a los dieciséis
años, el entierro se celebró en la más
estricta intimidad. Los allí presentes
eran en su casi totalidad parientes ya
mayores; el hombre que se ocupaba
del ceremonial, de poco más de
treinta años, debía de ser hermano o
cuñado de la difunta.
Su padre era un hombre
achaparrado, cincuentón, que vestía
traje negro y llevaba un brazalete
blanco de duelo. Permanecía de pie
junto a la puerta, prácticamente
inmóvil. Su figura me recordó el
lustroso asfalto de una carretera tras
el paso de una riada.
Al marcharme, me incliné ante él
en silencio. Y él me respondió con
una muda inclinación.

La conocí en el otoño de 1969.


Entonces yo tenía veinte años y ella
diecisiete. Cerca de la universidad
había una pequeña cafetería donde
solía citarme con mis amigos. No era
nada del otro mundo, pero los
asiduos sabíamos que allí
escucharíamos rock duro mientras
bebíamos un café
indescriptiblemente malo.
Ella se sentaba siempre en el
mismo sitio, hincaba los codos en la
mesa y se quedaba absorta en la
lectura de un libro. Sus gafas de
montura metálica, semejantes a un
aparato de ortodoncia, y sus
huesudas manos le daban un
indefinible atractivo que invitaba a
acercársele. Su café estaba siempre
frío, mientras que su cenicero se
hallaba indefectiblemente rebosante
de colillas. Lo único que variaba era
el título del libro. Tanto leía a
Mickey Spillane como a Kenzaburo
Oê o al poeta Allen Ginsberg. En
resumidas cuentas, parecía que con
tener un libro delante se daba por
satisfecha. Los estudiantes que
rondaban por la cafetería siempre
estaban dispuestos a prestarle libros.
Ella los engullía en serie, enfrascada
en su lectura igual que si comiera a
dentelladas mazorcas de maíz. Y
como entonces la gente disfrutaba
prestando libros, creo que jamás le
faltó algo que leer.
Era también la época de grupos
tales como los Doors, los Rolling
Stones, los Byrds, los Deep Purple y
los Moody Blues. La atmósfera daba
la impresión de estar insidiosamente
electrizada, hasta el punto de que
hubiera bastado con dar un enérgico
puntapié para que todo se viniera
abajo en un santiamén.
Por aquel entonces nuestra
existencia transcurría bebiendo
whisky barato, fornicando sin
demasiado entusiasmo, charlando de
temas que no nos llevaban a ninguna
parte, prestándonos mutuamente
libros… Entre unas cosas y otras,
también sobre aquella calamitosa
década de los sesenta estaba a punto
de caer el telón entre crujidos
ominosos.

Su nombre se ha borrado de mi
memoria.
Desde luego, podría buscar su
esquela, que recorté y guardé, para
recordarlo, pero a estas alturas da
igual cómo se llamaba. Es un nombre
que se ha borrado para mí. Así de
sencillo.
A veces me encuentro con amigos
a quienes no he visto desde hace
años y si por casualidad en nuestra
conversación hablamos de ella,
tampoco recuerdan su nombre. «¡Ah,
entonces…! ¿Te acuerdas de aquella
chica que se acostaba con todos…?
¿Cómo se llamaba…? Ni idea, oye…
y eso que también yo me la follé un
montón de veces… ¿Qué habrá sido
de su vida? ¡Estaría bueno
tropezársela por ahí…!» «Érase una
vez, en algún lugar, una-chica-que-
se-acostaba-con-todos.» Así se
llamaba para nosotros. Ése era su
nombre.

Se cae de su peso que, si se


precisan más los términos, no se
puede decir alegremente que se
acostaba con todos. Como es natural,
debía atenerse a cierto sistema de
valores, muy personal. Con todo,
enfocando el asunto en términos
prácticos, se puede decir que se iba a
la cama con casi todos los hombres.
En cierta ocasión, concomido por
la curiosidad, no pude contenerme y
le pregunté por ese sistema de
valores suyo, tan personal.
—Pues bueno… —estuvo
pensándoselo casi medio minuto—:
tampoco me va eso de hacerlo con
cualquier tío. A veces me da por
cerrarme en banda.
Lo que me pasa, creo, es que, a
fin de cuentas, me gusta conocer a la
gente. O a lo mejor es que así se va
aclarando mi concepción del mundo.
¿No?
—¿Llevándotelos a la cama?
—Sí.
Esta vez fui yo quien se quedó
pensativo.
—Y… ¿ya ves las cosas más
claras?
—Sí, un poquito —me respondió.

Desde el invierno del 69 hasta el


verano del 70 apenas nos vimos. La
universidad fue clausurada repetidas
veces, y yo, por mi parte, me
encontraba asediado por problemas
personales que poco tenían que ver
con los de mi entorno.
Cuando, en el otoño del 70, me di
una vuelta por aquella cafetería, sólo
vi caras nuevas; la única conocida
era la suya. Todavía sonaba por los
altavoces el rock duro, pero el
ambiente electrizante de antaño se
había esfumado. Lo que no había
cambiado desde el año anterior eran
el pésimo café y la presencia de la
chica. Me senté frente a ella y, entre
sorbos de café, hablamos de nuestras
antiguas amistades.
La mayoría habían dejado la
universidad. Uno de los habituales se
suicidó, y otro puso tierra por medio
y desapareció sin dejar rastro.
Charlamos de cosas así.
—¿Qué has hecho durante este
año? —me preguntó.
—De todo un poco —le
respondí.
—Y… ¿qué? ¿Te has
espabilado?
—Sí, un poquito.
Aquella noche, por primera vez
me acosté con ella.
No sé gran cosa de sus años de
infancia. Unas veces tengo la
sensación de que alguien me lo
contó, y otras veces pienso que fue
ella misma quien lo hizo cuando
compartíamos la cama. Cosas como
que en su primer año de bachillerato,
y a raíz de una bronca colosal con su
padre, se marchó de casa y —
consecuentemente— del colegio.
Algo así. Pero de otros temas —
dónde diablos vivía, cómo se las
arreglaba para salir adelante— nadie
sabía ni palabra.
Se pasaba el día sentada ante un
velador de aquella cafetería donde
ponían música de rock; allí se bebía
un café tras otro, fumaba sin parar e
iba pasando páginas de un libro; de
ese modo aguardaba la llegada de
alguien que se prestara a pagarle los
cafés y el tabaco (gastos que, para
nuestros bolsillos de entonces,
representaban una suma nada
despreciable). A continuación, por
regla general, se acostaba con él.
He aquí todo lo que sabía de ella.
Desde el otoño de aquel año
hasta bien entrada la primavera del
siguiente, adquirió la costumbre de
dejarse caer por mi apartamento,
situado en uno de los arrabales
extremos de Mitaka, una vez por
semana, el martes por la noche.
Comía la sencilla cena preparada por
mí, me llenaba los ceniceros y se
entregaba al juego del amor mientras
oíamos por la radio, a toda potencia,
un programa de rock duro que
transmitía la emisora de las fuerzas
de ocupación norteamericanas. Al
despertarnos, el miércoles por la
mañana, solíamos ir andando, dando
un paseo a través de pintorescos
bosquecillos, hasta el campus de la
Universidad Cristiana Internacional.
En el comedor del campus
tomábamos un ligero almuerzo, y por
la tarde bebíamos café poco cargado
en la sala de descanso de los
estudiantes. Y, si el tiempo era
bueno, nos tumbábamos en el césped
del campus a mirar el cielo. Según
ella, aquello era nuestra «excursión
del miércoles».
—Cada vez que venimos aquí,
tengo la impresión de ir de
excursión.
—¿De ir de excursión?
—¡Claro! En este espacio
abierto, abierto…, con césped por
todas partes, contemplando ese aire
de felicidad en las caras de la
gente…
Sentada en el césped, consiguió
encender un cigarrillo tras
apagársele unas cuantas cerillas.
—El sol se remonta, para
hundirse después. La gente viene y
va. El tiempo corre como el aire.
¿No es una verdadera excursión?
Por entonces yo contaba veintiún
años, y dentro de pocas semanas iba
a cumplir veintidós. No veía
perspectivas inmediatas de llegar a
graduarme en la universidad, aunque,
por otra parte, tampoco tenía razones
de peso para abandonar los estudios.
Prisionero de una serie de
desesperantes y enrevesadas
circunstancias, durante muchos meses
me sentí incapaz de avanzar ni un
paso.
Llegué a tener la sensación de
que mientras el mundo continuaba su
marcha, yo permanecía atascado en
el mismo lugar. En el otoño de 1970
cuanto entraba por mis ojos era una
invitación a la nostalgia; todo se
traducía para mí en un vertiginoso
marchitarse de los colores. La luz
solar y el aroma de la hierba, y hasta
el tenue son de la llovizna, me
llenaban de fastidio.
Muchísimas veces soñé con
aquel tren nocturno. Siempre el
mismo sueño: un expreso cargado de
humanidad, en el que reina un
ambiente infecto de humo de tabaco y
hedor a orines. Tan atestado de gente
va, que ni siquiera queda sitio para
viajar de pie. Los asientos están
cubiertos de vómitos secos. Incapaz
de aguantar aquello, me levanto y me
apeo en la próxima estación. Pero
resulta ser un paraje desolado, donde
no brilla ni una sola luz que delate la
existencia de una habitación humana.
No hay ni empleado del ferrocarril,
ni un reloj, ni un tablón de horarios.
Nada, absolutamente nada. Éste era
mi sueño.
Tengo la impresión de que,
durante aquellos meses, más de una
vez tuve peleas desabridas con ella.
¿Qué provocaba nuestras
discusiones? No lo recuerdo con
claridad. ¡Quién sabe si, en realidad,
lo que buscaba yo entonces no era
enfrentarme conmigo mismo! Sea
como fuere, ella no parecía sentirse
afectada en lo más mínimo. Puede
que incluso —por decirlo acentuando
las tintas— llegara a pasárselo en
grande con todo aquello. No entiendo
por qué.
Quizá lo que esperaba de mí, al
fin y al cabo, no fuera precisamente
amabilidad. Cuando lo pienso, aún
me siento sorprendido. Es algo así
como la triste sensación que invade a
quien ha tocado con la mano una
extraña pared, invisible para sus
ojos, suspendida en el aire.

Aún recuerdo con suma claridad


aquella tarde fatídica del 25 de
noviembre de 1970, el día en que
Yukio Mishima se suicidó. Hojas de
ginkgo, abatidas por las fuertes
lluvias, alfombraban con su tinte
amarillento las sendas interiores de
los bosquecillos, que parecían el
lecho seco de un río. Por esas sendas
serpenteábamos los dos dando un
paseo, las manos hundidas en los
bolsillos de nuestros gabanes. No se
oía ningún ruido, aparte del que
hacían nuestros zapatos al pisar las
hojas caídas y del agudo trinar de los
pájaros.
—Oye, ¿qué es lo que te
preocupa tanto de un tiempo a esta
parte? —me espetó ella, inquisitiva.
—Nada de particular —le
respondí.
Tras avanzar unos pasos, se sentó
al borde del sendero y dio una buena
calada a su cigarrillo. Entonces me
senté a mi vez a su lado.
—¿Tus sueños son siempre
pesadillas?
—Tengo bastantes pesadillas.
Por lo general, sueño que una
máquina expendedora de algo se va
tragando todas las monedas que llevo
encima, cosas así.
Se echó a reír y posó la palma de
su mano sobre mis rodillas, aunque
acto seguido la retiró.
—No tienes ganas de hablar
sobre eso, ¿no?
—Es que no sé si sabría
expresarme.
Tiró al suelo su cigarrillo a
medio consumir y lo aplastó a
conciencia con su calzado deportivo.
—O sea, que te gustaría hablar
de ello pero no puedes explicarlo
como es debido. ¿No es eso lo que te
pasa?
—¡Y yo qué sé! —le respondí.
Con un batir acompasado de alas,
se alzaron del suelo dos pájaros que
desaparecieron volando, como
absorbidos por aquel cielo sin nubes.
Durante un rato nos quedamos
silenciosos, contemplando el lugar
por donde habían desaparecido los
pájaros. A continuación, ella se puso
a dibujar sobre el terreno algunas
figuras indescifrables, valiéndose de
una ramita seca.
—Cuando duermo contigo, a
veces me siento muy triste.
—Discúlpame. Lo siento de
veras —le respondí.
—No es tuya la culpa. Ni
tampoco se trata de que, cuando me
tienes en tus brazos, estés pensando
en otra chica. Eso, al fin y al cabo,
da igual. Yo… —enmudeció de
pronto, mientras trazaba en la tierra
tres líneas paralelas—, la verdad, no
lo entiendo.
Permanecí silencioso un buen
rato antes de responderle:
—Nunca he tenido, desde luego,
la intención de dejarte al margen.
Simplemente, ni yo mismo sé qué
me pasa. De veras, me gustaría
comprender mi propia situación con
absoluta imparcialidad, dentro de lo
posible. No pretendo exagerar las
cosas ni hacerlas más complicadas
de lo que son. Pero eso me llevará
tiempo.
—¿Cuánto tiempo? Sacudí la
cabeza y contesté:
—Ni idea. Tal vez resuelva el
asunto en un año, tal vez me cueste
diez años resolverlo.
Ella tiró al suelo la ramita y,
levantándose, se sacudió del abrigo
la hojarasca seca que se le había
adherido.
—¡Buenooo! ¿No te parece que
diez años son una eternidad?
—¡Pues claro! —respondí.
A través del bosque, nos
dirigimos caminando hacia el campus
de la universidad. Una vez allí,
tomamos asiento, como de
costumbre, en la sala de descanso
estudiantil, donde engullimos unos
bocadillos. A partir de las dos de la
tarde, en el televisor aparecieron sin
cesar imágenes de Yukio Mishima.
El mando del volumen estaba
estropeado, y la voz resultaba casi
inaudible, pero eso, al fin y al cabo,
nos traía sin cuidado. Tras dar cuenta
de nuestros bocadillos, nos tomamos
un segundo café. Uno de los
estudiantes se subió a una silla y se
puso a manipular el botón del
volumen, pero se hartó al poco rato,
bajó de la silla y se fue.
—Te deseo, nena —le dije.
—¡Estupendo! —replicó con una
sonrisa.
Con las manos fundidas en los
bolsillos de nuestros gabanes, nos
fuimos andando despacio hacia el
apartamento.
Me desperté de repente. Ella
sollozaba calladamente. Bajo la ropa
de la cama sus hombros menudos se
agitaban temblorosos. Encendí la
estufa de gas y miré el reloj. Eran las
dos de la madrugada. En mitad del
cielo flotaba una luna blanquísima.
Tras darle un respiro para que se
desahogase llorando, puse a hervir
agua e hice té echando una bolsita de
papel. Compartimos aquel té. Sin
azúcar, ni limón, ni leche. Un té
caliente, y se acabó. Acto seguido
encendí dos cigarrillos y le pasé uno.
Ella inhalaba ansiosa el humo para
expulsarlo enseguida; lo hizo tres
veces consecutivas, hasta que se
atragantó y rompió a toser.
—Oye, ¿has sentido alguna vez
ganas de matarme? —me preguntó.
—¿A ti?
—Ajajá.
—¿Por qué me lo preguntas?
Se restregó los ojos, con el
cigarrillo todavía colgando de sus
labios.
—No es por nada. Curiosidad.
—Nunca en la vida —le
respondí.
—¿De veras?
—De veras.
Y, tras una pausa, añadí:
—Y ¿por qué tendría que
matarte?
—Sí, claro —asintió ella, con
desgana—. Bueno, es que se me
ocurrió que no estaría tan mal que
alguien se me cargara. Por ejemplo,
cuando estuviera como un tronco.
—No soy de los que se cargan a
la gente.
—¿No?
—¡Quién sabe! ¿Eh?
Ella se rió y aplastó la colilla
contra el cenicero. Se bebió de un
trago el té que le quedaba, y
encendió a continuación un nuevo
cigarrillo.
—Voy a vivir hasta los
veinticinco años —dijo—. Luego,
me moriré.

Murió en julio de 1978, a los


veintiséis años.
II. JULIO DE 1978
1. La importancia de
caminar
dieciséis pasos

El silbido de los compresores


que movían la puerta del ascensor me
aseguró que ésta se había cerrado.
Esperé hasta oír ese ruido a mi
espalda y cerré calmosamente los
ojos. Luego, tras reunir los
fragmentos dispersos de mi
conciencia, eché a andar a lo largo
del corredor el trayecto —dieciséis
pasos— que llevaba a la puerta de
mi apartamento. Con los ojos
cerrados, eran exactamente eso:
dieciséis pasos, ni uno más ni uno
menos. Sentía que mi cabeza giraba
sin parar como un tornillo pasado de
rosca, y mi boca parecía embreada a
causa de lo mucho que había fumado.
Con todo, por muy borracho que
esté, con los ojos cerrados soy capaz
de caminar los dieciséis pasos en una
línea tan recta como si hubiera sido
trazada con regla. Es el fruto de una
autodisciplina absurda mantenida
durante años y años. Todo estriba en
empinar de un respingo la columna
vertebral, alzar la cabeza y llenar
resueltamente los pulmones
aspirando el aire de la mañana y los
olores del corredor de cemento. Y
luego, tras cerrar los ojos, recorrer
en línea recta los dieciséis pasos en
medio de la nebulosa del whisky.
Dentro de ese pequeño universo
de los dieciséis pasos, me tengo
ganado el título de «el borracho más
educado». Se trata de algo bien
simple. Basta con aceptar la
borrachera como un hecho
consumado.
No valen «peros», «sin-
embargos», «aunques», «aun-
asíes»… Es que me he
emborrachado, y se acabó.
De ese modo me convierto en «el
borracho más educado». O en «el
estornino más madrugador». O en «el
último vagón de mercancías que
cruza el puente».
Cinco, seis, siete…

Al octavo paso me detuve; abrí


los ojos y respiré hondo. Me
zumbaban los oídos ligeramente. Era
un zumbido como el del viento
marino atravesando una tela metálica
espesa y oxidada. Y al pensar en el
mar me invadieron los recuerdos.
¿Cuánto tiempo había pasado desde
la última vez que fui a la playa?
Día 24 de julio, a las seis y
media de la mañana. Es la estación
ideal para ver el mar, la hora ideal.
La playa aún no ha sido mancillada
por nadie. Orilla adelante se
encuentran desparramadas huellas de
aves marinas, como agujas de pino
abatidas por el viento.
Conque el mar, ¿eh?
Eché a andar de nuevo. Mejor
sería olvidarse del mar. Todo
aquello se acabó, hace muchísimo
tiempo.
Al contar dieciséis pasos, me
detuve en seco y abrí los ojos. Como
es habitual, me encontraba justo
enfrente de mi puerta, que me ofrecía
su pomo. Recogí del buzón los
periódicos de los dos últimos días y
un par de cartas, y me lo metí todo
bajo el brazo. Acto seguido, de los
recovecos de un bolsillo logré
pescar el llavero y lo sostuve con la
mano mientras apoyaba mi frente
durante unos instantes contra la fría
puerta de hierro. Tuve la impresión
de haber oído un leve clic detrás de
mis orejas. Mi cuerpo parecía un
algodón empapado en alcohol. Lo
único de él que funcionaba —más o
menos— era la conciencia.
Algo es algo.
Con la puerta abierta a un tercio
de su recorrido, dejé deslizar mi
cuerpo en el interior y cerré. El
recibidor estaba sumido en el
silencio. Un silencio excesivo, de tan
intenso.
Entonces advertí que en el suelo,
a mis pies, había un par de zapatillas
rojas. La verdad es que las tenía muy
vistas. Allí estaban, entre mis
enlodadas zapatillas de tenis y unas
sandalias de playa baratas, dando la
impresión de ser un regalo navideño
equivocado de fecha. Lo envolvía
todo un silencio que era como una
capa de fino polvo.

Ella estaba de bruces sobre la


mesa de la cocina. La frente apoyada
sobre sus brazos, la negra cabellera
lisa le ocultaba el perfil de la cara.
Por entre las guedejas se mostraba su
blanco cuello, apenas tostado por el
sol. El hueco de la axila de su
vestido estampado —vestido que,
por cierto, no recordaba haber visto
antes— dejaba entrever el delicado
tirante del sostén.
Mientras me despojaba de la
chaqueta, me desembarazaba de la
corbata y me quitaba el reloj de
pulsera, ella no se movió. Mirando
su espalda, recordé cosas del
pasado. Cosas ocurridas cuando aún
no me había encontrado con ella.
—Oye, ¡ejem…! —le dije
tímidamente para entablar
conversación.
Francamente, me parecía que no
era yo quien hablaba; tenía la
impresión de que aquellas palabras
venían de muy lejos, de algún lugar
remoto.
Como era de esperar, no hubo
respuesta.
Ella parecía dormir, aunque
también podía estar a punto de
echarse a llorar, o incluso muerta.
Tras sentarme a la mesa frente a
ella, me restregué los ojos con la
punta de los dedos. Unos vívidos
rayos de sol dividían la mesa en dos
zonas; yo estaba en la mitad
iluminada, y a ella la envolvía una
suave penumbra, donde los colores
brillaban por su ausencia. Sobre la
mesa había un tiesto con geranios
marchitos. Más allá de las ventanas,
alguien se puso a regar la calle. Se
oía caer el agua sobre el suelo, y
hasta se olía a asfalto mojado.
—¿No quieres un café, eh?
Ni una palabra de respuesta.
Convencido de que no me
respondería, me levanté y fui a la
cocina, donde molí café para dos
tazas; de paso puse en marcha el
transistor. Terminada la molienda,
me di cuenta de que lo que en
realidad me apetecía beber era un té
con hielo. Siempre me pasa lo
mismo.
El transistor iba desgranando
inocuas canciones pop una tras otra,
muy apropiadas, por cierto, a la
temprana hora del día. Oír aquellas
canciones me hizo pensar que en los
últimos diez años el mundo no había
cambiado mucho, sólo cambiaba que
los cantantes y los títulos de las
canciones eran distintos, y que yo,
por mi parte, era diez años más
viejo; eso era todo.
Tras comprobar que la tetera
hervía, cerré la llave del gas, y
durante medio minuto dejé que el
agua se enfriara un poco, para
proceder luego a verterla sobre la
manga. El polvo de café fue
empapándose del agua caliente a
medida que la iba absorbiendo, y
cuando por fin empezó a fluir
lentamente el café, su cálido aroma
se esparció por la habitación.
Fuera, un coro de cigarras se
puso a cantar.
—¿Estás aquí desde anoche? —
le pregunté, vacilante, sosteniendo
aún la tetera.
Sobre la mesa, las finas hebras
de su pelo parecieron manifestar un
levísimo asentimiento.
—¿Así que has estado
esperándome todo ese tiempo? Esta
vez no hubo contestación por su
parte.
El vapor que emanaba de la
tetera y el intenso sol hicieron que el
ambiente de la habitación empezara a
caldearse. Cerré la ventana que había
sobre el fregadero, puse en marcha el
aire acondicionado y coloqué un par
de tazas de café sobre la mesa.
—Anda, bebe —le dije. Mi voz
iba recobrando poco a poco su tono
habitual.
Ni palabra.
—Te conviene tomar algo.
Tras una larga pausa, como de
medio minuto, ella levantó la cabeza
de la mesa con un movimiento calmo
y equilibrado. Un movimiento que la
condujo a fijar sus ojos ausentes en
el tiesto de geranios. Una porción de
sus delicados cabellos se le había
adherido desordenadamente a las
húmedas mejillas. Era como si un
tenue halo de humedad envolviera su
figura.
—No te preocupes por mí —
exclamó—. Sin querer, me he echado
a llorar.
Le ofrecí una cajita de pañuelos
de papel. Se sonó la nariz
silenciosamente, y luego, con cara de
disgusto, apartó los mechones de
cabello pegados a sus mejillas.
—La verdad es que pensaba irme
antes de que estuvieras de vuelta. No
tenía ganas de verte.
—Pero cambiaste de idea.
—No, no es eso. Es que malditas
las ganas que tenía de marcharme a
ninguna parte… Pero me iré
enseguida, así que no te preocupes.
—De todos modos, tómate el
café.
Yo, mientras oía por la radio
noticias de las incidencias del
tráfico, me bebí a sorbos el café, y
luego, con unas tijeras, abrí los dos
sobres de mi correspondencia. El
primero era un anuncio de una tienda
de muebles, según el cual los clientes
que se aprovecharan de un
determinado período de ofertas
podían adquirir cualquier mueble con
un veinte por ciento de descuento. El
otro sobre traía una carta que no me
apetecía leer, pues provenía de cierta
persona a quien no deseaba recordar.
Cogí ambos sobres con sus
correspondientes misivas, hice de
ellos una bola, y la encesté en el
cubo de la basura. Acto seguido me
puse a mordisquear unas crujientes
galletas de queso que encontré en un
rincón. Ella rodeó con las palmas de
sus manos la taza de café, como para
defenderse del frío, y al tiempo que
apoyaba suavemente los labios en el
borde de la taza, se me quedó
mirando fijamente.
—Hay ensalada en la nevera —
me dijo.
—¿Ensalada? —repetí mientras
levantaba la cabeza para mirarla.
—De tomate y habichuelas, no
había otra cosa. La calabaza estaba
pasada, así que la tiré.
—Ya.
Saqué de la nevera la honda
ensaladera de cristal azul de
Okinawa, y esparcí sobre su
contenido lo poco que quedaba —
apenas un poso en el fondo de la
botella— de condimento. El tomate y
las habichuelas tenían la frialdad de
la tumba. Y, encima, no sabían a
nada. Las galletas y el café tampoco
sabían a nada. Sin duda, la causa era
la luz matinal. Esa luz que disecciona
en sus componentes cuanto se pone a
su alcance. Dejé el café, aunque sólo
me había bebido la mitad, y saqué de
mi bolsillo un cigarrillo arrugado.
Con cerillas de papel parafinado, de
una carpetita que no recordaba haber
visto antes, le prendí fuego. La punta
del cigarrillo crepitaba con un ruido
seco, y un humo violáceo empezó a
dibujar figuras geométricas sobre el
trasfondo de la luz matinal.
—Es que fui a un entierro. Y
cuando se terminó me pasé por el
barrio de Shinjuku para tomar unas
copas.
El gato surgió como por ensalmo
y, tras lanzar un prolongado bostezo,
se plantó de un salto sobre sus
rodillas. Ella se puso a hacerle
cosquillas detrás de las orejas.
—No tienes que explicarme nada
—me dijo—. Todo eso ya ni me va
ni me viene.
—No es que trate de darte
explicaciones. Intento sostener una
conversación, nada más.
Ella se encogió levemente de
hombros y se metió el tirante del
sostén dentro del vestido. En su cara
no había expresión alguna; tanta
inmovilidad me trajo a la memoria la
fotografía de una ciudad sumergida
en el fondo del mar, que había visto
hacía tiempo.
—Era una persona a quien traté
un poco, hace años. Alguien a quien
no conocías.
—¿De veras?
El gato se desperezó en su regazo
y estiró las patas. Luego exhaló un
prolongado suspiro.
Me quedé mirando el extremo
incandescente de mi cigarrillo, aún
sujeto entre mis labios cerrados.
—Y ¿cómo murió?
—Un accidente de tráfico. Se
rompió trece huesos.
—¿Era una chica?
—Ajajá —asentí.
Las noticias de las siete se
terminaron, y con ellas el reportaje
sobre el tráfico. La radio volvió a
lanzar al aire una ligera música de
rock. Ella devolvió su taza de café al
plato, y me miró a la cara.
—Oye, cuando yo me muera,
¿también te emborracharás así?
—El entierro no tiene nada que
ver con que haya bebido. A lo sumo,
pudo tener relación con las primeras
copas.
Fuera, el nuevo día estaba por
declararse abiertamente. Un caluroso
nuevo día. Por la ventana del
fregadero se divisaba una mole de
altos edificios. Sus reflejos
resultaban hoy más cegadores que
nunca.
—¿Qué tal un vaso de algo
fresco?
Ella agitó la cabeza, negando.
Saqué de la nevera una lata de
Coca-Cola bien fría y, sin verterla en
un vaso, la engullí de un trago.
—Era la típica chica que se
acuesta con todos —le dije—. Vaya
epitafio: la difunta era «de esas
chicas que se acuestan con todos».
—¿Por qué me lo cuentas? —me
preguntó.
Ni yo mismo entendía el porqué.
—Así que era de esas chicas que
se acuestan con todos, ¿no?
—Desde luego.
—Pero contigo fue diferente,
¿no?
Al decirme esto, su voz tenía un
tono especial, indefinible. Yo levanté
la vista, oculta tras la ensaladera, y,
a través de los geranios secos del
tiesto, atisbé su cara.
—¿Es eso lo que piensas?
—No sé por qué —me respondió
en voz baja—, pero me parece que
das el tipo.
—¿De qué tipo hablas?
—Tienes… algo que… no sé…,
encaja en el cuadro. Es como si
hubiera un reloj de arena, ¿sabes? En
cuanto cae el último grano, por
fuerza ha de aparecer alguien como
tú que le dé la vuelta al reloj.
—¿Crees que soy así?
Sus labios esbozaron una sonrisa,
pero recobraron enseguida la
seriedad.
—He venido a recoger lo que
quedaba de mi ropa —dijo—. El
gabán de invierno, sombreros y cosas
así. Lo he dejado todo metido en
cajas de cartón. Cuando tengas un
ratito, ¿me haces el favor de
llevarlas al transportista?
—Te las llevaré a tu casa.
Ella denegó suavemente con la
cabeza:
—Mira, déjate de tonterías. No te
quiero ver por allí. Lo entiendes,
¿no?
Claro que lo entendía. Lo que
pasa es que siempre hablo de más y
digo despropósitos.
—Sabes la dirección, supongo.
—La sé.
—Eso es todo, y punto.
Perdóname por alargar mi estancia
aquí.
—La cuestión del papeleo, ¿ya
está arreglada?
—Ajá. Todo está listo.
—La cosa es más fácil de lo que
parece. Pensaba que habría un
montón de requisitos que cumplir.
—Mucha gente tiene esa idea.
Pero en realidad es fácil. Una vez
que ha terminado, desde luego.
Mientras hablaba, volvió a
hacerle cosquillas al gato en la
cabeza.
—Con un par de divorcios a
cuestas, ya se es veterano —añadió.
El gato estiró el lomo, cerró los
ojos y reclinó mimosamente la
cabeza en sus brazos. Yo puse la taza
de café y la ensaladera en el
fregadero y, usando como escobilla
un papel, barrí las migas de las
galletas y las reuní para tirarlas. La
luz del sol me producía un intenso
escozor en los ojos, que llegaron a
dolerme.
—En tu escritorio he dejado una
nota con todas las cosas que me han
parecido importantes: dónde están
guardados los papeles, cuáles son los
días de recogida de basuras, cosas
así. Si hay algo que no entiendas,
telefonéame.
—Gracias.
—¿Te hubiera gustado tener
hijos?
—No, en absoluto —le respondí
—. Los niños no me tiran.
—Yo lo he pensado muchas
veces. Claro que, para acabar así, las
cosas ya estaban bien como estaban.
Oye, de haber tenido hijos, ¿crees
que habríamos terminado mal?
—Hay montones de matrimonios
que se divorcian aun teniendo hijos.
—Sí, es cierto —dijo ella,
mientras se entretenía manoseando
mi encendedor—. Aún te quiero. Con
todo, no es ése el problema,
¿verdad? Yo lo tengo bien claro.
2. Triple desaparición:
Ella, las fotos y la
combinación

Una vez se hubo marchado, me


tomé otra Coca-Cola, me duché con
agua caliente y me afeité. El jabón, el
champú, la crema de afeitar, todo lo
habido y por haber… estaban a punto
de acabarse.
Al salir de la ducha me peiné, me
friccioné con loción y me limpié las
orejas. Luego me dirigí a la cocina,
donde recalenté el café que había
quedado. En el lado opuesto de la
mesa ya no había nadie sentado. Al
mirar aquella silla vacía, me sentí
como un niño pequeño que se hubiera
quedado solo y abandonado en una
de esas maravillosas e ignotas
ciudades que aparecen en los
cuadros de De Chirico. Claro que yo,
evidentemente, no soy un niño. Con
la mente en blanco, me bebí sin prisa
alguna el café a lentos sorbos. Y tras
quedarme indeciso por unos
momentos, encendí un cigarrillo.
Parece que tras veinticuatro
horas sin pegar ojo, debería sentirme
cansado, pero, cosa extraña, no me
encontraba nada soñoliento. A pesar
de lo embotado que tenía el cuerpo,
mi mente parecía incansable y
merodeaba indiferente por los
intrincados canales de mi conciencia,
como si fuera un ágil pececillo.
Cuando miraba distraídamente
aquella silla sin ocupante, recordé
una novela americana que había
leído hacía tiempo: narraba la
historia de un matrimonio en el que
la mujer se va de casa, y entonces el
marido cuelga del respaldo de la
silla que tiene frente a la suya, en el
comedor, una de sus combinaciones,
que permanece allí durante meses.
Dándole vueltas al asunto en mi
cabeza, llegué a la conclusión de que
era una idea razonable. No es que
considerara aquello de mucha
utilidad, pero siempre sería mejor
que conservar aquel tiesto de
geranios secos encima de la mesa.
Hasta el gato, pensé, se sentiría más
a gusto si tuviera cerca una cosa que
ha sido de ella.
Rebusqué en el dormitorio,
abriendo uno tras otro sus cajones,
pero todos estaban vacíos. Una vieja
bufanda apolillada, tres perchas, un
paquete de bolas de naftalina…. fue
cuanto encontré. Al marcharse, había
cargado con todo: su reducido
equipo de cosméticos, habitualmente
disperso por los rincones del lavabo;
sus coloretes, su cepillo de dientes,
su secador de pelo, aquellas
medicinas que ya ni recordaba para
qué servían, sus útiles de baño, todo
tipo de calzado —desde botas hasta
zapatillas, pasando por sandalias—,
sombrereras, accesorios de tocador,
la bolsa de viaje, la mochila,
maletas, bolsos; sus objetos más
íntimos —siempre tan
cuidadosamente ordenados—: ropa
interior, medias, cartas… Todo
cuanto delatara una presencia
femenina, en suma, había
desaparecido sin dejar rastro. No me
habría extrañado que antes de
largarse hubiese borrado incluso sus
huellas dactilares. Hasta un tercio de
nuestra pequeña biblioteca y de
nuestra colección de discos se había
esfumado. Eran los libros, discos y
demás que ella había comprado, así
como los que le regalé.
Al echar un vistazo a los álbumes
de fotos, comprobé que todas las
fotografías en que aparecía sola
habían sido arrancadas de sus
páginas. De las fotos en que salíamos
los dos juntos, únicamente su imagen
había sido recortada, mientras que la
mía permanecía como recuerdo.
Aquellas fotos en que yo estaba solo,
o en las que aparecían paisajes,
animales, etcétera, seguían intactas.
Todo el pasado común que
atesoraban los tres álbumes había
sido objeto de estricta revisión. Yo
siempre aparecía más solo que la
una, con fotos intercaladas de
montañas, ríos, ciervos, gatos…;
daba la impresión de haber sido un
ser solitario desde la cuna, y de no
tener más perspectivas para el futuro
que la soledad. Cerré el álbum, y me
fumé un par de cigarrillos.
¡Hubiera sido todo un detalle por
su parte dejarse olvidada una simple
combinación!, pensé. Pero eso,
naturalmente, era asunto suyo, y yo
no tenía derecho a opinar. Su
decisión estaba clara: no dejar ni un
alfiler como recuerdo. No me
quedaba otra opción que aceptar las
cosas como eran. O bien, siguiéndole
el juego, llegar a persuadirme de que
ella no había existido nunca.
Obviamente, de su inexistencia se
infería que tampoco podía existir la
combinación.
Así que lavé el cenicero, cerré
los interruptores del aire
acondicionado y de la radio, volví a
considerar el asunto de la
combinación y por fin, hastiado, me
metí en la cama.

Un mes había pasado ya desde


que acepté el divorcio y ella
abandonó el apartamento. Todo un
mes, perdido prácticamente de un
modo absurdo. Como una tibia masa
gelatinosa, informe e insustancial: así
fue aquel mes. No podía hacerme a la
idea de que algo había cambiado; y
es que, en realidad, nada había
cambiado.
Me levantaba cada mañana a las
siete, preparaba el café, tostaba el
pan, iba a trabajar, cenaba fuera,
tomaba unas copas y, ya de vuelta en
casa, me pasaba una hora leyendo en
la cama antes de apagar la luz para
dormir. Los sábados y los domingos,
en vez de ir a trabajar, recorría
desde la mañana unos cuantos cines,
y así mataba el tiempo; y, para no
variar, también cenaba solo, bebía
unas copas y me dormía tras mi
consabida lectura. De este modo,
siguiendo hasta cierto punto el
proceder de esas personas que van
tachando uno tras otro los días del
calendario, logré sobrevivir durante
aquel mes.
El hecho de que ella
desapareciera de mi vista lo
aceptaba a regañadientes como algo
irreparable: lo pasado, pasado
estaba; no tenía remedio. Vistas así
las cosas, perdía relevancia la
cuestión de si cada uno de los dos
había hecho lo más conveniente
durante los últimos cuatro años.
Pasaba lo mismo que en el asunto de
las fotos arrancadas: tampoco tenía
remedio.
Del mismo modo, era irrelevante
preguntarse por qué, durante bastante
tiempo y de un modo habitual, estuvo
acostándose con uno de mis amigos,
hasta que al final decidió mudarse a
su domicilio para vivir con él. Tal
cosa cabía dentro de lo posible; es
más, siendo un hecho tan frecuente en
la actualidad, no tenía nada de
particular —por más vueltas que yo
le diera al asunto— que ella también
acabara haciéndolo. A fin de cuentas,
era asunto suyo y de nadie más.
—Al fin y al cabo, eso es asunto
tuyo —le dije.
Fue un domingo de junio por la
tarde cuando ella se decidió a
decirme que quería el divorcio. En
aquel momento yo jugueteaba con la
anilla abrelatas de una cerveza,
donde tenía metido el dedo.
—¿Quieres decir que te da igual?
—me preguntó, pronunciando muy
despacio cada palabra.
—No es que me dé igual —le
respondí—. Lo que quiero decir es
que tú debes decidir.
—Si quieres que te diga la
verdad, no deseo divorciarme de ti
—dijo tras una pausa.
—Pues con no divorciarte, asunto
arreglado —le contesté.
—Es que, aunque siga contigo,
las cosas no cambiarán.
No dijo nada más, pero creí
comprender lo que pensaba. Dentro
de unos meses, yo cumpliría treinta
años. Ella iba ya por los veintiséis.
Comparando nuestras edades con lo
largo que podía ser el porvenir que
teníamos ante nosotros, cuanto
habíamos construido en común
resultaba francamente insignificante.
A decir verdad, no habíamos
construido nada. Nos pasamos
aquellos cuatro años viviendo de
nuestras reservas de amor,
consumiendo nuestro capital.
Y la mayor parte de la culpa fue
mía. Es posible que yo no debiera
haberme casado, ni con ella ni con
nadie. Pero ella hubiera debido
comprender que no era la persona
adecuada para casarse conmigo.
Para empezar, ella se consideró
siempre inadaptada a la vida social,
en cambio pensaba que yo era todo
lo contrario. Así pues, mientras
representamos nuestros respectivos
papeles, la cosa funcionó
relativamente bien. Pero un buen día,
a pesar de lo convencidos que
estábamos de que manteniendo aquel
estado de cosas todo iría sobre
ruedas, algo se vino abajo. Algo de
pequeñísimas proporciones, pero que
era irreversible. Estábamos los dos
metidos en un largo callejón sin
salida. Era el final.
Para ella, yo era un caso perdido.
Y aunque todavía me quisiera, eso no
tenía nada que ver. Nos habíamos
acostumbrado demasiado a nuestros
respectivos papeles. Ya no me
quedaba nada que darle. Ella lo
comprendió instintivamente; yo,
gracias a la experiencia. En todo
caso, no había esperanzas.
Así fue como ella, junto con sus
combinaciones, desapareció para
siempre de mi vista. Hay cosas que
se olvidan, hay cosas que
desaparecen, hay cosas que mueren.
Y no por eso hay que hacer un drama.

24 de julio. 8.25 de la mañana.

Tras asegurarme de la hora por


las cuatro cifras de mi reloj digital,
cerré los ojos y me dormí.
III. SEPTIEMBRE
DE 1978
1. El pene de ballena y
la mujer
con tres oficios

El hecho de dormir con una chica


puede considerarse una cuestión de
la mayor importancia o bien, por el
contrario, como algo intrascendente.
Es decir, el sexo puede ser
practicado como terapia personal o
como pasatiempo.
Existe, pues, una práctica del
sexo orientada de principio a fin
hacia la promoción de la persona y
otra, también orientada de principio
a fin, dedicada a matar el rato. Se
dan casos de prácticas de ese tipo
que empiezan siendo terapéuticas y
acaban en pasatiempo, y viceversa.
Nuestra vida sexual, la humana… —
¿cómo decirlo?— difiere
esencialmente de la de las ballenas.
Los hombres no somos ballenas.
Esto, para mi vida sexual, constituye
un punto importante de referencia.

Cuando yo era niño, a media hora


en bicicleta de mi casa había un gran
acuario. En él reinaba siempre un
silencio frío, sólo interrumpido de
vez en cuando por algún borboteo del
agua que no parecía venir de ninguna
parte. Daba la sensación de que una
sirena trataba de disimular sus
jadeos en algún rincón de aquellos
corredores en penumbra.
Un banco de atunes daba vueltas
por una enorme piscina. Los
esturiones remontaban contra
corriente un estrecho canal. Las
pirañas dirigían sus agudos dientes
hacia trozos de carne. Y de vez en
cuando las anguilas eléctricas hacían
relucir sus tenues lamparillas.
En las dependencias del acuario
había un sinfín de peces. Tenían
nombres diferentes según las
especies, y escamas diferentes, y
aletas diferentes. Yo no acababa de
comprender por qué en el mundo
tenía que haber tanta variedad de
peces.
Naturalmente, no había ballenas.
La ballena es un animal demasiado
grande, y aunque hubieran derribado
todas las instalaciones del acuario
para hacer de él un enorme tanque de
agua, habría sido imposible cuidar
allí a una ballena. Como
compensación, en el acuario se
exhibía un pene de ballena. Estaba
allí, como si dijéramos, en calidad
de detalle representativo. Así que a
lo largo de aquellos años, tan
impresionables, de mi adolescencia,
en vez de contemplar a las ballenas,
contemplé el pene de una de ellas.
Cuando me cansaba de pasear por
los fríos corredores del acuario, me
dirigía furtivamente a la tranquila
sala de exposiciones de alta
techumbre y me sentaba en un sofá
ante el pene de ballena; allí me
pasaba horas y horas.
Aquel objeto unas veces me
parecía una palmerita disecada,
mientras que otras lo veía como una
gigantesca mazorca de maíz. Sin
duda, de no encontrarse allí una
placa con la indicación de «órgano
genital de la ballena macho», nadie
repararía en que aquello era un pene
de ballena. La gente se inclinaría más
bien a catalogarlo como una reliquia,
hallada en alguna excavación en los
desiertos de Asia Central, antes que
como órgano genital procedente del
Océano Glacial Antártico. Era
diferente no sólo de mi propio pene,
sino de cualquier otro pene que
hubiera visto hasta entonces. Sobre
él se cernía un aura de tristeza
indescriptible, propiciada sin duda
por el hecho de que le había sido
cortado a su propietario.
Cuando tuve mi primera
experiencia sexual con una chica, lo
primero que me vino a la cabeza fue
aquel gigantesco pene de ballena.
Sentí gran desazón en mi pecho al
pensar en el destino que le había
tocado en suerte, en las vicisitudes
que habría tenido que padecer hasta
acabar en aquella desnuda sala de
exposiciones del acuario. Al
pensarlo, me invadía una
paralizadora sensación de
impotencia. Con todo, yo tenía
apenas diecisiete años; era, por
tanto, demasiado joven para que la
desesperación se apoderara de mí. A
partir de entonces fue tomando
cuerpo en mi mente esta idea: los
hombres no somos ballenas.

Mientras las yemas de mis dedos


jugueteaban en la cama con la
cabellera de mi más reciente
conquista, no dejaba de cavilar sobre
las ballenas.
Mi recuerdo del acuario se sitúa
invariablemente en las postrimerías
del otoño. El cristal de los estanques
tenía la frialdad del hielo, y yo iba
embutido en un grueso jersey. A
través del gran ventanal de la sala de
exposiciones se veía un mar de un
denso color plomizo, cuyas
innúmeras olas blanquecinas
semejaban esos cuellos de encaje
con que las chicas adornan sus
vestidos.
—¿En qué piensas? —me
preguntó.
—Recuerdos… —le respondí.

Ella tenía veintiún años, un


bonito cuerpo, esbeltísimo, y un par
de orejas tan admirablemente
formadas que resultaban
encantadoras. Trabajaba a ratos
como correctora de pruebas de
imprenta, al servicio de una pequeña
editorial; también como modelo de
publicidad, especializada en
anuncios en que intervinieran orejas,
y, por último, como «acompañante»
al servicio de una agencia muy
discreta que proporcionaba
compañía, previo encargo por
teléfono, a caballeros distinguidos.
Cuál de esos tres oficios constituía
su ocupación principal, era un
problema para mí irresoluble.
Tampoco ella lo tenía claro.
Sin embargo, considerando el
asunto desde el punto de vista de
cuál de aquellos oficios reflejaba
mejor su personalidad, todo apuntaba
a su trabajo como modelo
publicitaria especializada en orejas.
Ésa era mi impresión, y, lo que es
más importante, también ella lo creía
así. Sin embargo, el abanico de
posibilidades que se ofrece a una
modelo publicitaria de orejas es muy
reducido, y tanto su posición en el
escalafón de las modelos como sus
emolumentos eran terriblemente
bajos. En general, los agentes de
publicidad, fotógrafos,
maquilladores, periodistas, etcétera,
la trataban como una simple
poseedora de orejas. En
consecuencia, el resto de su cuerpo,
así como su espíritu, eran
olímpicamente ignorados; se diría
que era víctima de una conspiración
de silencio.
—No importa, porque todo eso
nada tiene que ver con mi verdadera
personalidad —decía ella—. Mis
orejas son mi yo, y yo soy mis orejas.
En sus facetas de correctora de
pruebas de imprenta y de chica
acompañante de caballeros opulentos
nunca consentía, aunque fuese por un
instante, en enseñar sus orejas a
nadie.
—¡Ni pensarlo! Es que entonces
yo no soy yo —afirmaba a modo de
explicación.
La oficina de aquella agencia de
chicas de compañía para la que
trabajaba (que, por cierto,
oficialmente era un «centro de
promoción de artistas noveles», por
si las moscas) estaba situada en el
barrio de Akasaka, y su directora era
una inglesa de cabello cano a quien
todo el mundo llamaba señora X.
Llevaba ya su buena treintena de
años en Japón, hablaba bien el
japonés y sabía leer casi todos los
ideogramas básicos de la escritura
japonesa.
La señora X regentaba también
una escuela femenina de
conversación inglesa, que había
instalado en un local situado a menos
de medio kilómetro de la agencia.
Allí solía reclutar a muchachas que
mostraban buena disposición para
dedicarse al «acompañamiento», las
cuales eran puestas en contacto con
la agencia. También había chicas que
hacían el trayecto inverso, pues
algunas de las empleadas de la
agencia asistían a las clases de
conversación inglesa; como es
natural, las clases les salían muy bien
de precio.
La señora X solía llamar
«querida» (dear, sin traducirlo al
japonés) a sus empleadas.
Pronunciada por ella, esa expresión
tan inglesa poseía la melosa
suavidad de una tarde primaveral.
—Nada de leotardos ni pantys,
querida —decía, por ejemplo—;
debes usar lencería fina.
Y también:
—Tomas el té con leche,
¿verdad, querida?
Y cosas por el estilo. En cuanto a
la clientela, la señora X conocía bien
a su parroquia, compuesta en su casi
totalidad de ricos negociantes,
cuarentones y cincuentones: dos
tercios de ellos eran extranjeros, y el
resto japoneses. La señora X no
podía ver a los políticos, los viejos,
los pervertidos y los pobretones.
Entre la docena de guapas chicas
que componían la plantilla de la
agencia, mi nueva amiga era la
menos atractiva; francamente, era del
montón, sin más, en su aspecto
externo. Lo cierto es que, cuando
ocultaba sus orejas, los hombres la
veían más bien vulgar. Yo no tenía
claro por qué la había reclutado la
señora X para trabajar en su agencia.
A lo mejor intuyó que la chica podía
ser brillante a su modo, o,
simplemente, pensó que necesitaba
disponer de los servicios de una
muchacha corriente y moliente. Sea
lo que fuere, lo cierto es que el ojo
clínico de la señora X acertó de
lleno, pues mi amiga pronto tuvo una
clientela fija nada desdeñable.
Vistiendo lencería y ropa de lo más
vulgar, arreglada con un maquillaje
vulgar y despidiendo un aroma a
jabón vulgar, recorría una o dos
veces por semana el camino hacia el
Hotel Okura, el Hilton o el Príncipe,
donde se iba a la cama con generosos
caballeros que le pagaban lo
suficiente para vivir holgadamente.
La mitad de las noches restantes
se acostaba conmigo, sin cobrarme
nada. No tengo idea de cómo pasaba
las noches que le quedaban libres.
Por lo que respecta a su vida
como correctora de pruebas de
imprenta a horas, discurría por
cauces más corrientes. Tres días a la
semana se desplazaba hasta el barrio
de Kanda para trabajar en una oficina
situada en el tercer piso de un
pequeño edificio. Allí se dedicaba a
la corrección de galeradas y a otros
menesteres, como preparar té e ir a
comprar gomas de borrar, por
ejemplo. Dado que el edificio no
tenía ascensor, se hartaba de subir y
bajar escaleras. Aunque era la única
soltera joven, nadie le iba detrás ni
le complicaba la vida. Como un
perfecto camaleón, mi amiga, según
los lugares y las circunstancias,
adoptaba hábilmente el colorido más
adecuado.

La conocí —o conocí a sus


orejas, mejor dicho— a poco de
romper con mi esposa, en los
primeros días de agosto. Yo estaba
realizando un trabajo para una
agencia de publicidad: una campaña
de anuncios encargada por una
empresa de ordenadores. Así fue
como entré en contacto con sus
orejas.
El director de la agencia de
publicidad puso sobre mi mesa de
trabajo el guión de un proyecto y
unas cuantas fotografías grandes en
blanco y negro, y me encargó que le
preparara tres textos distintos como
posible acompañamiento de aquellas
fotos; me dio de plazo una semana.
Las tres fotografías eran grandes
reproducciones de una oreja. ¡Vaya,
una oreja!, pensé.
—¿Por qué se ha escogido como
tema una oreja? —pregunté.
—¿Y yo qué sé? Quieren que
salga una oreja, y punto. Te pasas
una semanita dándole al magín en
torno a esa oreja, y asunto concluido.
Así que, durante una semana, mi
vida se centró en la contemplación
de aquellas fotos de una oreja. Con
cinta adhesiva transparente las fijé a
la pared ante mi mesa de trabajo, y
mientras fumaba, o bebía café, o me
zampaba un bocadillo, o me cortaba
las uñas, no les quitaba el ojo.
Logré despachar el encargo con
más o menos fortuna en el plazo
fijado, pero las fotos de la oreja
siguieron pegadas a la pared. En
parte por el latazo que era
despegarlas, y en parte porque su
contemplación se había convertido
para mí en un hábito cotidiano. Sin
embargo, la razón más importante
por la que no despegué de la pared
las fotos para sepultarlas en un cajón,
era el hecho de que aquella oreja,
desde cualquier ángulo que la
contemplara, ejercía sobre mí una
tremenda fascinación. Era una oreja
revestida de una forma enteramente
onírica, sin dejar de ser al mismo
tiempo un apéndice auricular al
ciento por ciento. Ante ella
experimentaba la mayor atracción
jamás sentida en toda mi vida hacia
una parte cualquiera del cuerpo
humano, incluidos, naturalmente, los
órganos genitales. Tenía la sensación
de encontrarme en el centro de un
gran torbellino.
Una de sus curvas cortaba
decididamente la foto de arriba
abajo, con una audacia que superaba
todo lo imaginable; otras creaban
pequeños islotes de sombra
misteriosamente delicados y llenos
de secretos; de otras parecían emanar
innumerables leyendas, como si de
antiguas pinturas murales se tratara.
La suavidad del lóbulo de aquella
oreja, en especial, no tenía parangón
sobre la faz de la tierra, y el
esponjoso espesor de su carne
resultaba más deseable que la propia
vida.
Al cabo de algunos días, me
resolví a telefonear al fotógrafo autor
de aquellas tomas, para que me
comunicara el nombre de la persona
dueña de la oreja, así como su
número de teléfono.
—¿A qué viene eso? —me
preguntó.
—Pura curiosidad. Es que se
trata de una oreja espléndida.
—Bueno, vale, en lo que se
refiere a la oreja —me dijo sin
convicción el fotógrafo—. Pero, en
cuanto a la modelo, la chica no es
nada del otro mundo. Si lo que
quieres es ligar con un bombón,
puedo presentarte a una chavala que
hace poco fotografié en traje de
baño…
—Muchas gracias —le respondí,
y colgué.

A las dos, a las seis, a las diez…


traté de comunicarme con ella, pero
nadie cogía el teléfono. Aquella
chica parecía estar siempre muy
ocupada.
Cuando por fin logré pescarla,
eran las diez de la mañana siguiente.
Tras hacer una sencilla presentación
de mí mismo, le expliqué que
deseaba hablarle de un trabajo
publicitario que había realizado días
atrás. ¿Qué tal si cenábamos juntos?
—Pero tengo entendido que ese
trabajo ya se terminó —me
respondió.
—Sí, sí, ya está terminado —
reconocí.
Parecía un tanto perpleja, pero no
puso ninguna objeción. Nos pusimos
de acuerdo para vernos al día
siguiente, ya avanzada la tarde, en un
salón de té de la avenida Aoyama.
Reservé por teléfono una mesa en
un restaurante francés, el de más
calidad entre los visitados por mí
hasta entonces. Eché mano de una
camisa nueva que tenía, elegí sin
prisas una corbata, y me puse una
chaqueta que sólo había llevado dos
veces.
Tal como me había advertido el
fotógrafo, no era una mujer
despampanante. Tanto su vestido
como su cara eran de lo más
corriente, de modo que habría
podido pasar por un miembro del
coro de alguna universidad femenina
de segundo orden. Sin embargo,
como es natural, eso me traía sin
cuidado. Lo que sí me decepcionó
fue comprobar que su largo pelo
lacio ocultaba por completo aquellas
orejas…
—Escondes tus orejas —le
comenté.
—¡Hombre, claro! —me
contestó, como si fuera lo más
natural.
Habíamos llegado un poco antes
de lo previsto, y éramos los primeros
clientes que se disponían a cenar. La
iluminación del local era muy tenue.
Un camarero que se paseaba entre las
mesas encendió —con una larga
cerilla— la roja vela que había en la
nuestra. El maître, un individuo con
ojos de arenque, controlaba al
detalle la disposición de servilletas,
platos, tazas y demás. El parquet, que
era del tipo espinapez, había sido
cuidadosamente pulido, y al andar
sobre él, las suelas de los zapatos
del camarero emitían un sonido
crujiente, muy agradable. Aquellos
zapatos parecían, por cierto, bastante
más caros que los míos. Las flores
que adornaban el local eran todas
frescas, y sobre las blancas paredes
destacaban cuadros de estilo
moderno, que a primera vista cabía
calificar de originales.
Tras echar una ojeada a la carta
de vinos, elegí un blanco refrescante
y, como entremeses, paté de oca,
terrina de besugo e hígado de rape a
la crema. Ella, tras un detenido
examen de la carta, pidió sopa de
tortuga marina, ensalada y mousse de
lenguado. Yo opté por una sopa de
erizos de mar, ternera asada al
perejil y ensalada con tomate. Mi
presupuesto de medio mes estaba a
punto de volatilizarse.
—¡Qué sitio tan estupendo para
comer! —exclamó—. ¿Vienes a
menudo?
—Sólo de vez en cuando, por
asuntos de negocios. La verdad es
que, cuando voy solo, en vez de
comer en un restaurante me apetece
más entrar en un bar a tomar
cualquier cosa, acompañándola de un
trago. Es más fácil así.
No hay que escoger entre tantos
platos.
—Y ¿qué sueles tomar en los
bares?
—De todo; en especial, tortillas
y bocadillos.
—Tortillas y bocadillos —
repitió— ¿Así que te alimentas de
tortillas y bocadillos?
—No siempre. Un día de cada
tres me hago la comida en casa.
—De todos modos, dos días de
cada tres comes tortillas y bocadillos
en algún bar.
—Sí, claro —le contesté.
—Y ¿por qué tortillas y
bocadillos?
—Es que en cualquier bar normal
puedes comer una rica tortilla y un
buen bocadillo.
—Ya —murmuró—. ¡Qué raro
eres!
—No veo qué tengo de raro —
dije, mohíno.
No sabía cómo arreglármelas
para encarrilar la conversación, de
modo que me quedé un ratito callado,
contemplando una colilla en el
cenicero que había encima de la
mesa.
Ella me dijo, para romper el
hielo:
—Querías hablarme de un
trabajo, ¿no?
—Como te dije ayer, ese trabajo
está terminado. Y no hubo ningún
problema. No es de eso de lo que
quería hablarte.
Sacó un fino cigarrillo mentolado
de un bolsillo exterior de su bolso, lo
encendió con una de las cerillas del
restaurante y me miró como
diciéndome: «¿De qué se trata,
pues?»
Cuando yo iba a romper a hablar,
el maître se aproximó a nuestra mesa
con paso decidido, haciendo resonar
el parquet con sus zapatos.
Sonriendo, y con el ademán de quien
enseñara la fotografía de su único
hijo, orientó hacia mí la etiqueta del
vino. Asentí, y la descorchó,
operación que produjo un agradable
ruidito. Luego nos sirvió una
generosa ración en cada vaso. Cada
gota de aquel vino era una verdadera
sangría en mi presupuesto mensual.
Cuando se retiraba el maître, se
cruzaron con él dos camareros, que
nos traían la cena: tres fuentes con
los entremeses y dos platos
individuales. Al irse los camareros,
volvimos a encontrarnos los dos
solos.
—Quería ver tus orejas a toda
costa —le dije sin rodeos.
Ella, sin decir ni media palabra,
se sirvió un poco de paté y otro poco
de hígado de rape. Se bebió un buen
sorbo de vino.
—¿Te he sorprendido? —le
pregunté, receloso.
Ella esbozó una sonrisa:
—Con esta rica comida francesa
delante, nadie puede ser sorprendido.
—¿Te molesta que te hablen de
tus orejas?
—Nada de eso. Bueno…,
depende de cómo se mire el asunto.
—Pues lo miraré como tú
quieras.
Mientras se llevaba el tenedor a
la boca, meneó la cabeza.
—Háblame con toda franqueza.
Es lo que más me gusta.
Por unos instantes bebimos y
comimos en silencio.
—Mira, supongamos que vuelvo
la esquina —le expliqué— y, en ese
momento, alguien que caminaba
delante de mí está doblando la
próxima esquina. No alcanzo a
distinguir a esa persona. Sólo
entreveo la blancura de su vestido.
No obstante, esa blancura queda
grabada a fuego en el fondo de mis
ojos, y no hay manera de borrarla.
¿Puedes entender que alguien tenga
tales emociones?
—Me imagino que sí.
—Pues tus orejas me hacen sentir
algo así.
De nuevo nos dedicamos a comer
en silencio. Le serví vino, y a
continuación llené mi copa.
—No es que hayas vivido esa
escena, sino que la has visto
mentalmente, ¿no? —me preguntó.
—Exacto.
—Y ¿habías tenido esas
emociones antes?
Tras un momento de cavilación,
sacudí la cabeza:
—Pues… no, creo.
—Así que la causa de tu desazón
son mis orejas, ¿no?
—No estoy seguro de que sea
así, sin más. ¿Quién puede estar
seguro de algo, y en especial de un
sentimiento? Nunca he oído contar de
nadie que la contemplación de una
oreja le provocara esta clase de
sensaciones.
—Yo sé de alguien que
estornudaba cada vez que veía la
nariz de Farrah Fawcett Majors. Hay
mucho de psicológico en un
estornudo, ¿no? Una vez que la causa
y el efecto se unen, no hay fuerza
alguna que los separe.
—No tengo ni idea de lo que
pasa con la nariz de Farrah Fawcett
Majors —dije, y me bebí un trago de
vino. Entonces se me fue el santo al
cielo, y no supe qué decirle.
—Quieres decir que lo tuyo es
algo distinto, ¿eh? —insistió.
—Sí; algo distinto, en efecto —
respondí—. La sensación que me
invade es tremendamente vaga. Pero
a la vez muy tangible.
Hice el gesto de separar
ampliamente las manos, para después
aproximarlas hasta casi tocarse.
—No acierto a explicarlo como
es debido —concluí.
—Un fenómeno concentrado, a
partir de un motivo borroso.
—Exactamente eso —le dije—.
Tu cabeza funciona mucho mejor que
la mía.
—He estudiado por
correspondencia.
—¿Has estudiado por
correspondencia?
—Sí, lecciones de psicología por
correspondencia.
Nos repartimos el paté que
quedaba. De nuevo se me fue el santo
al cielo.
—Si no me equivoco, se te
escapa la relación entre mis orejas y
tus emociones.
—¡Exacto! —exclamé—. No
logro ver claro si tus orejas me
atraen directamente, o si son una
especie de llamada de atención para
que me fije en otras cosas.
Apoyó sus manos sobre la mesa y
se encogió de hombros levemente:
—Esas emociones que sientes,
¿son positivas o negativas? —
preguntó.
—Ni una cosa ni la otra. Y al
mismo tiempo, las dos. ¡Qué sé yo!
Ella rodeó con las palmas de sus
manos la copa de vino, y por un
momento se quedó mirándome.
—No te vendría nada mal
acostumbrarte a expresar mejor tus
emociones, ¿sabes?
—Desde luego, no se me dan
nada bien las descripciones de esa
clase —reconocí.
Sonrió:
—Bueno, ¿qué más da? Más o
menos, he entendido lo que has
dicho.
—Entonces, ¿qué crees que
debería hacer?
Se quedó un rato callada. Daba la
impresión de estar pensando en otra
cosa. Sobre la mesa se alineaban
cinco platos vacíos. Semejaban otros
tantos planetas arrasados, formando
constelación.
—¡Oye! —exclamó ella tras un
largo silencio—, creo que lo mejor
es que seamos amigos; siempre,
naturalmente, que te parezca bien.
—Claro que me parece bien —le
respondí.
—Pero tenemos que ser amigos
de verdad, grandes amigos —
recalcó.
No pude menos que asentir.
De este modo, nos hicimos
grandes amigos. No había pasado ni
media hora desde que nos
conocimos.

—Ahora que somos amigos,


quisiera hacerte algunas preguntas —
le dije.
—Pues adelante.
—En primer lugar, ¿por qué no
enseñas las orejas? Y también
quisiera saber si, aparte de mí, tus
orejas han ejercido alguna influencia
especial sobre alguna otra persona.
Ella, sin decir palabra,
contempló fijamente sus manos,
posadas sobre la mesa.
—Les ha pasado a varias
personas —dijo con toda calma.
—¿A varias?
—Como lo oyes. Aunque, con
franqueza, considero que mi
verdadera personalidad es la que
adopto cuando no muestro mis
orejas.
—¿Quieres decirme que tu
personalidad que enseña las orejas
es distinta de la que no las enseña?
—Así es.
Los dos camareros retiraron los
platos vacíos y nos trajeron la sopa.
—¿Querrías hablarme, por favor,
de esa personalidad tuya que enseña
las orejas?
—Pertenece a un pasado muy
remoto, y casi no sé qué decir de
ella. Piensa que desde los doce años
no he enseñado ni una sola vez mis
orejas.
—Bueno, pero al trabajar como
modelo las enseñas, ¿no?
—Sí y no —respondió—.
Resulta que ésas no son mis
verdaderas orejas.
—¿No son las verdaderas?
—Ésas son orejas bloqueadas.
Tras engullir un par de
cucharadas de sopa, levanté la
cabeza para mirarla a la cara.
—¿Por qué no me explicas con
más detalle eso de las orejas
bloqueadas?
—Las orejas bloqueadas son
orejas neutralizadas. Yo misma las
neutralizo. Es decir,
conscientemente, las dejo
incomunicadas. Supongo que me
entiendes, ¿no? Pues no la entendía.
—Hazme más preguntas, hombre
—me animó.
—Lo de neutralizar a las orejas,
¿significa ensordecerlas del todo?
—No, las orejas siguen oyendo
como siempre. Sin embargo, están
bloqueadas. Es algo que tú también,
seguramente, puedes lograr.
Dejó sobre la mesa la cuchara,
enderezó la espina dorsal, alzó los
hombros unos cinco centímetros,
proyectó su mentón decididamente
hacia adelante, y durante diez
segundos, más o menos, se mantuvo
en esa postura.
Acto seguido, bajó los hombros.
—Con esto mis orejas quedan
neutralizadas. Prueba a hacerlo.
Tres veces repetí sus gestos, pero
no tuve la impresión de haber
neutralizado nada. Lo único singular
era que ahora el vino parecía correr
algo más deprisa por mi organismo.
—Nada. Parece que mis orejas
no se neutralizan como está mandado
—le dije con desánimo.
Ella negó con la cabeza.
—Déjalo estar. Si no hay
necesidad de neutralizarlas, no
pasará nada porque no lo hagas.
—¿Puedo preguntarte algo más?
—¿Por qué no?
—Recapitulando lo que me has
dicho, creo que se resume así: Hasta
los doce años, enseñabas las orejas.
Un buen día, te las tapaste. Desde
entonces no las has enseñado ni una
sola vez. Cuando no tienes más
remedio que hacerlo, bloqueas el
pasadizo que las comunica con tu
conciencia. Es eso, ¿no?
Sonrió complacida.
—Así es.
—¿Qué les pasó a tus orejas
cuando tenías doce años?
—Sin prisas, ¿eh? —me contestó,
y alargó su mano derecha por encima
de la mesa hasta tocar suavemente
los dedos de mi mano izquierda—.
Por favor…
Repartí el vino que quedaba en
nuestras copas, y luego, sin prisas, di
cuenta de la mía.
—Ante todo —dijo—, quiero
saber cosas de ti.
—¿De mí? ¿Qué cosas?
—Todas. Dónde naciste, qué
estudiaste, cómo eran tus padres,
cuántos años tienes, qué haces…
Cosas así.
—Todo eso es un rollazo tan
grande, que a buen seguro te duermes
a la mitad.
—Me encantan los rollos.
—Pues el mío es de tal calibre,
que no creo que haya quien lo
soporte.
—Resistiré. Háblame durante
diez minutos.
—Nací en Nochebuena, el 24 de
diciembre de 1948. No es
precisamente la fecha ideal para un
cumpleaños, porque los regalos del
aniversario y la Navidad se funden
en uno solo, y todo el mundo sale del
compromiso por cuatro cuartos. Mi
signo es Capricornio, y mi grupo
sanguíneo, el A. Dado este conjunto
de circunstancias, mi destino hubiera
debido ser el de empleado de banca,
o funcionario del Estado en algún
lugar tranquilo. Tengo una manifiesta
incompatibilidad de caracteres con
los Sagitario, los Libra, y los
Acuario. ¿No crees que la mía es una
vida de lo más aburrida?
—¡Qué va! Parece interesante.
—Me crié en una ciudad vulgar,
y fui a una escuela igual de vulgar.
De pequeño era un crío reservado, y
al crecer me convertí en un niño
aburrido. Conocí a una chica vulgar y
tuve con ella un vulgar primer amor.
A los dieciocho años me vine a
Tokio para cursar estudios
universitarios. Al salir de la
universidad monté con un amigo una
pequeña agencia de traducciones que
nos ha dado para ir tirando. Desde
hace tres años extendimos nuestra
actividad a revistas de empresa,
publicidad, cosas así y la verdad es
que nos ha ido a pedir de boca.
Conocí a una chica, empleada en la
compañía, y me puse en relaciones
con ella; hace cuatro años nos
casamos, y hace dos meses nos
divorciamos. Las razones de nuestra
separación no se pueden explicar con
brevedad. Tengo en casa un gato
viejo. Me fumo cuarenta cigarrillos
al día. No consigo dejar el tabaco,
por mucho que me esfuerce. Tengo
tres trajes, seis corbatas y quinientos
discos, todos pasados de moda, por
cierto. Recuerdo los nombres de
todos los asesinos que aparecen en
las novelas de Ellery Queen. Tengo
también la edición completa de Á la
recherche du temps perdu, de
Marcel Proust, pero no he leído más
que la mitad. En verano bebo
cerveza, y en invierno, whisky.
—Y, además, dos días de cada
tres comes tortillas y bocadillos en
algún bar, ¿no?
Asentí.
—Una vida que parece
interesante.
—Hasta ahora ha sido de lo más
aburrida, y no creo que cambie. De
todos modos, no puedo decir que me
disguste. En resumidas cuentas, no
hay más cera que la que quema.
Miré el reloj. Habían pasado
nueve minutos y veinte segundos.
—Aun así, seguro que lo que me
has explicado no es todo. Algo te
quedará por contar.
Me quedé mirando por un
momento mis manos, apoyadas sobre
la mesa.
—Naturalmente. No puede ser
todo. Aunque se trate de la vida
humana más aburrida del mundo, en
diez minutos no se puede contar de
cabo a rabo.
—¿Puedo decirte lo que pienso?
—Adelante.
—Cuando conozco a alguien,
tengo por norma dejarle que me
hable durante diez minutos; después
suelo situarme en una perspectiva
diametralmente opuesta a la que se
desprende del contenido de su
charla, a ver si se contradice. ¿Crees
que estoy en un error?
—No veo por qué —le dije,
sacudiendo la cabeza—. Puede que
tu manera de actuar sea la correcta.
Llegó un camarero, que colocó
unos platos en la mesa. Tras él vino
otro, que nos sirvió unas suculentas
viandas, y después un tercero,
encargado de rociarlas con salsa.
Daba la impresión de un juego de
béisbol en que la pelota fuera
pasando en cadena de un jugador a
otro.
—De la aplicación de ese
método —dijo al tiempo que metía su
cuchillo en la mousse de lenguado—,
se deduce, en resumen, que tu vida no
es nada aburrida; según mi parecer,
eres tú quien desea que su vida sea
un latazo. ¿Me equivoco?
—Puede que sea así, tal como
dices. Quizá mi vida no sea aburrida,
y tal vez sea yo quien la vea así. De
todos modos, el resultado no cambia.
Por cualquiera de los dos caminos,
me tengo ganado lo que me ha tocado
en suerte. Todo el mundo trata de
evadirse del aburrimiento, en tanto
que yo trato de zambullirme en él. Es
como si intentara entrar por una
puerta de salida en una hora punta.
Así que no me voy a lamentar por lo
aburrida que es mi vida. ¡Si hasta mi
mujer salió de estampida, ya ves!
—¿Fue el aburrimiento la causa
de que te separaras de tu esposa?
—Como ya te he dicho antes, eso
no se puede explicar brevemente. Sin
embargo, como dijo Nietzsche, «ante
el aburrimiento, aun los dioses
repliegan las banderas». Si no dijo
eso exactamente, fue algo por el
estilo.
Lentamente, nos dedicamos a la
cena. Ella repitió el plato aquel de la
salsa, y yo pedí más pan. Hasta dar
cuenta de nuestro plato fuerte,
tuvimos la mente ocupada
estudiándonos mutuamente. Retiraron
los platos y pasamos al postre,
consistente en sorbetes de arándanos.
Al traernos el café exprés, encendí
un cigarrillo. El humo del tabaco,
tras vagar un poco por el aire,
desapareció, absorbido por el
silencioso aspirador del sistema de
ventilación. Algunas de las otras
mesas habían sido ocupadas por
clientes. Un concierto de Mozart
fluía por los altavoces del techo.
—Me gustaría preguntarte más
cosas sobre tus orejas —le dije.
—Lo que quieres saber es si
tienen o no poderes especiales. No
pude menos que asentir.
—Eso es algo que me gustaría
que comprobaras por ti mismo —
prosiguió—. Por mucho que te
dijera, siempre tendría que hacerlo
dentro de ciertas limitaciones, y, a
fin de cuentas, tampoco creo que
entendieras nada.
Una vez más, asentí.
—Porque eres tú, te enseñaré mis
orejas para que estés contento —me
dijo, una vez terminado el café—.
Con todo, no tengo idea de si hacerlo
será provechoso para ti o no. Puedes
acabar arrepintiéndote.
—¿Por qué?
—Porque tu aburrimiento tal vez
no sea tan plúmbeo como crees.
—¡Que sea lo que Dios quiera!
—le respondí, decidido.
Ella alargó una mano por encima
de la mesa y la posó sobre la mía.
—Y una cosa más: durante una
temporada, digamos los próximos
meses, no te apartarás de mi lado.
¿Vale?
—Vale.
Sacó de su bolso una cinta negra
para el pelo; la sujetó con la boca; se
alzó la cabellera con ambas manos y
se la echó para atrás. Luego la rodeó
con la cinta, que anudó diestramente.
—¿Qué tal?
Conteniendo el aliento, me quedé
mirándola asombrado. Tenía la boca
reseca y no era capaz de articular
sonido alguno. La blanca pared
estucada pareció ondularse por un
instante. El bullicio de las
conversaciones y el roce de
cubiertos y platos se debilitaron
hasta reducirse a un leve susurro
para volver luego a su volumen
previo. Se oía un batir de olas, y me
llegaba el aroma de tardes añoradas.
No obstante, todas y cada una de
estas sensaciones no pasaron de ser
una pequeñísima parte de cuanto me
conmovió en una simple centésima
de segundo.
—¡Magnífico! —musité al fin—.
Das la impresión de no ser la misma
persona.
—Exacto —dijo.
2. De la liberación de las
orejas
bloqueadas

Estaba preciosa, hasta el límite


mismo de la irrealidad. Su belleza
era superior a cuanto me había sido
dado contemplar anteriormente ni
había alcanzado jamás a imaginar.
Era tan expansiva como la energía
del cosmos, pero al mismo tiempo
estaba tan contraída como si habitara
en un glaciar. Resultaba excesiva,
hasta rozar el umbral del orgullo,
aunque al mismo tiempo sus
proporciones eran armoniosas.
Desbordaba, en fin, cuanto mi mente
me ofreciera como concebible. Ella y
sus orejas eran un todo, eran como un
inefable rayo de luz que se deslizara
cadencioso por la pendiente del
tiempo.
—Eres única —musité cuando
pude recobrar el aliento.
—Lo sé —me respondió—. Es lo
que ocurre cuando mis orejas están
liberadas.
Varios de los clientes del
restaurante se volvieron hacia
nosotros, y fijaron sus ojos en ella,
sin ningún recato. Un camarero, que
había acudido para servir más café,
no acertaba a verterlo en las tazas.
Todo el mundo se quedó con la boca
abierta. Únicamente los carretes del
magnetófono seguían girando sin
prisas desde la consola del equipo
estereofónico.
Ella sacó de su bolso un
cigarrillo mentolado. Yo, la mar de
atolondrado, le ofrecí fuego con mi
encendedor.
—Me gustaría acostarme contigo
—dijo.

Así fue como empezamos a


dormir juntos.
3. Donde prosigue la
liberación
de las orejas

No obstante, el momento en que


ella se mostraría en todo su
esplendor aún no había llegado.
Durante los dos o tres días
siguientes, se limitó a mostrarme sus
orejas de forma intermitente, y acto
seguido volvía a sepultar bajo su
cabellera aquel rutilante prodigio
sensorial, lo que le devolvía su
aspecto de chica del montón. Era, ni
más ni menos, la actitud de quien a
principios de marzo de vez en
cuando sale a la calle sin abrigo, a
ver qué pasa.
—Creo que aún no ha llegado la
hora de que me deje las orejas al aire
—me dijo—. No estoy segura de
poder dominar la situación.
—¿Qué más da? —comenté.
Y es que, aun con las orejas
tapadas, no estaba nada mal.

Ella me enseñaba sus orejas de


vez en cuando, sobre todo cuando
estábamos en la cama. Tenía un
extraño atractivo hacer el amor con
ella cuando llevaba las orejas al
aire. Si entonces estaba lloviendo, el
aroma a lluvia nos envolvía. Si los
pájaros trinaban, sus trinos nos
arrullaban. No encuentro las palabras
adecuadas, pero, en resumen, eso era
lo que ocurría.
—Cuando te acuestas con otros
hombres, ¿lo haces sin enseñar las
orejas? —me atreví por fin a
preguntarle.
—¡Pues claro! —me respondió
—. Es más: no sé si se imaginarán
que las tengo.
—¿A qué sabe el amor cuando se
hace sin mostrar las orejas?
—A pura obligación. No siento
nada, es como si estuviera mascando
papel de periódico. Pero hay que
pasar por ello. No hay nada de malo
en cumplir con las obligaciones.
—Así que es mucho más
agradable hacerlo con las orejas
descubiertas, ¿no?
—Por supuesto.
—Pues con llevarlas al aire,
asunto arreglado —le dije—. No
conduce a nada el pasar un mal trago
porque sí, digo yo.
Me miró a la cara sin pestañear y
dejó escapar un suspiro:
—¡Señor, Señor, no entiendes
nada de nada!
Ciertamente, también yo opino
que se me escapaban muchas cosas.
Ante todo, no acababa de
entender las razones de su diferencia
hacia mi persona. No veía claro que
hubiera en mí nada que me hiciera
superior al resto de los mortales.
Al comentárselo, se echó a reír.
—Es algo sencillísimo —me dijo
—. Todo estriba en que me has
buscado. Eso es lo que importa.
—¿Y si te busca alguien más?
—De momento, quien me ha
buscado eres tú. Y, por otra parte,
vales mucho más de lo que piensas.
—¿Por qué crees que me
subestimo? —le pregunté.
—Pues porque sólo vives la
mitad de tu vida —me respondió
llanamente—. La otra mitad
permanece inactiva, quién sabe
dónde.
—Ya —respondí.
—En ese sentido, nos parecemos
bastante. Yo bloqueo mis orejas, y tú
vives solamente la mitad de tu vida.
¿No crees que es así?
—Pero bueno, aun suponiendo
que estés en lo cierto, esa otra mitad
restante de mi vida no es, ni mucho
menos, tan esplendorosa como tus
orejas.
—Tal vez —respondió, con una
sonrisa—. Sigues sin entender nada
de nada, como siempre.
Con la sonrisa a flor de labios, se
alzó la cabellera y empezó a
desabrocharse los botones de la
blusa.

Aquella tarde de septiembre, en


las postrimerías del verano, decidí
no ir a trabajar y, metido con ella en
la cama, acariciaba sus cabellos; no
se me iba de la cabeza el recuerdo
del pene de ballena. El mar era de un
denso color plomizo, y un viento
tempestuoso azotaba el ventanal
acristalado. El techo era alto, y en la
sala de exposiciones no había nadie,
aparte de mí. El pene de ballena
macho, separado de su dueño para
siempre jamás, había perdido por
completo su significado como pene
de ballena.
Tras ello, mis pensamientos se
concentraron en las combinaciones
de mi mujer. Sin embargo, ya casi ni
lograba recordar cómo eran, si es
que de verdad tenía alguna.
Sólo la vaga y borrosa imagen de
una combinación colgada de la silla
de la cocina se aferraba a un rincón
de mi mente. No lograba comprender
qué diablos podía significar aquello.
Tenía la sensación de haber estado
viviendo durante mucho tiempo una
vida que no era la mía.
—Oye, no llevas nunca
combinación, ¿verdad? —le pregunté
a mi amiga, aunque la pregunta era
realmente ociosa.
Ella alzó la cara, que tenía
apoyada sobre mi hombro, y me miró
con ojos ausentes.
—No tengo ninguna.
—Ya —respondí.
—Con todo, si crees que,
llevando combinación, la cosa iría
mejor…
—No, nada de eso —me
apresuré a contestar—. No te lo he
preguntado con esa intención.
—De verdad, no te avergüences
ni te prives por mí. Yo estoy
acostumbrada a todo por razones
profesionales, y no me importa en
absoluto.
—No echo de menos nada —le
respondí—. Contigo y con tus orejas
ya tengo bastante, de verdad. No
necesito nada más.
Con ademán de aburrimiento,
meneó la cabeza y abatió su rostro
contra mi hombro. Sin embargo, al
cabo de unos pocos segundos levantó
de nuevo la cara.
—¿Sabes una cosa? Dentro de
diez minutos sonará el teléfono; es
algo importante.
—¿El teléfono? —pregunté, y
lancé una mirada al negro aparato,
que estaba al lado de la cama.
—Sí, hombre. El timbre del
teléfono va a sonar.
—¿Estás segura?
—Sí.
Con la cabeza reclinada sobre mi
pecho desnudo, fumaba un cigarrillo
mentolado. Instantes después, la
ceniza cayó al lado de mi ombligo y
ella, abocinando los labios, sopló
para dispersarla fuera de la cama.
Cogí entre mis dedos una de sus
orejas. Una sensación maravillosa
me invadió. Mi cabeza vagaba por el
vacío, un vacío en el que flotaban
suspendidas imágenes inefables que
se borraban inmediatamente.
—Es un asunto de carneros —
explicó mi amiga—. De muchos
carneros, y de uno en particular.
—¿Carneros, dices?
—Ajajá —asintió, y me pasó el
cigarrillo a medio fumar. Yo, tras
darle una calada, lo apagué
aplastándolo contra el cenicero—.
Así que la aventura está en marcha
—añadió.

Poco después, sonó el teléfono


juntó a la cabecera de la cama. La
miré, pero se había quedado dormida
sobre mi pecho. Tras dejar que el
teléfono sonara cuatro veces,
descolgué el auricular.
—¿Podrías venir enseguida? —
me dijo mi socio desde el otro lado
del hilo. Su voz era apremiante—. Se
trata de algo muy importante.
—¿Qué es eso tan importante?
—Si vienes, lo sabrás —me
respondió.
—¿Se trata de algo relacionado
con carneros? —le pregunté, para
ver cómo reaccionaba.
No tenía que haberlo dicho. El
auricular pareció enfriarse como un
glaciar.
—¿Cómo es que lo sabes? —me
preguntó mi socio.
De este modo tan sencillo
comenzó la aventura de dar caza al
carnero.
IV. LA CAZA DEL
CARNERO SALVAJE
(I)
1. Aquel extraño
individuo.
Introducción

Hay montones de razones para


que un ser humano se entregue a la
bebida. Las razones forman legión,
pero el resultado siempre acaba
siendo el mismo.
En 1973 mi socio era un
borrachín feliz. En 1976 era un
borrachín huraño. Y por fin, en el
verano de 1978, andaba tanteando
torpemente el pomo de la puerta que
conduce al alcoholismo. Cuando
estaba sobrio, no es que destacara
por su agudeza, pero sí por su
rectitud humana y su sensibilidad. Y
todo el mundo lo conceptuaba como
una persona recta y sensible, aunque
no especialmente aguda. También él
se tenía en este concepto. Y por ello
seguía bebiendo. Porque le parecía
que, mientras el alcohol entrase en su
cuerpo, podría encarnar a las mil
maravillas el ideal de persona recta
y sensible.
La verdad es que, al principio, la
cosa marchaba bien. Sin embargo, a
medida que el tiempo pasaba y la
cantidad de alcohol que ingería se
incrementaba, empezó a cometer
sutiles errores que lo condujeron a
hundirse en un profundo abismo de la
noche a la mañana. Su consabida
rectitud y su sensibilidad le tomaron
de tal modo la delantera, que ya no
podía darles alcance. Es una
situación muy corriente. Sin
embargo, la mayoría de las personas
tienden a considerar que ellas no
pueden verse afectadas por esa
situación tan corriente. Y a las
personas que no destacan por su
agudeza les ocurre con más
frecuencia. Con el fin de reencontrar
todo cuanto había perdido de vista,
mi socio se lanzó a deambular por
esa niebla, cada vez más densa, del
alcohol. Y, como no podía menos
que ocurrir, su estado empeoró
gravemente.
Sin embargo, en la época en que
ocurrieron los hechos que relato, aún
solía conservar su rectitud y su
sensibilidad proverbiales hasta la
puesta del sol. Como yo había
adquirido —conscientemente—
desde hacía varios años la costumbre
de no encontrarme con él tras el
ocaso, puedo decir que, por lo que a
mí respecta, se comportaba
correctamente. Con todo, yo sabía
muy bien hasta dónde llegaba su falta
de rectitud y de sensibilidad a partir
de la puesta del sol, y él también lo
sabía. Y aunque cuando estábamos
juntos evitábamos hablar de ese
tema, los dos sabíamos que el otro
estaba al tanto de la situación. En
apariencia, nuestras relaciones no
habían cambiado, pero lo cierto es
que habíamos dejado de ser el amigo
que fuimos el uno para el otro,
tiempo atrás.
Si bien no se podía decir que
entonces nos entendíamos al ciento
por ciento —y probablemente ni
siquiera al setenta por ciento—, lo
cierto es que en nuestra época
universitaria él había sido mi único
amigo; y el observar de cerca cómo
una persona así iba perdiendo su
personalidad me resultaba una
experiencia penosa. Aunque, si bien
se mira, eso es lo que suele llevar
aparejado el envejecer.
Cuando yo llegaba a la oficina, él
ya se había tomado un buen vaso de
whisky. Mientras no pasara de ese
vaso, seguiría siendo una persona
recta y sensible; pero aun así, no
cabe duda de que aquello era un mal
presagio. En cualquier momento
podía dar el paso hacia el segundo
vaso. Y hacia el tercero. En el caso
de que esto ocurriera, no iba a tener
más remedio que romper nuestra
sociedad y buscarme otro trabajo.
Yo estaba de pie ante la rejilla
del aire acondicionado, tratando de
secarme el sudor, y bebía un té frío
que me había traído una de nuestras
empleadas. Él no abría la boca, y yo
tampoco decía nada. El sol de la
tarde vertía sus firmes rayos sobre el
suelo de linóleo, como una lluvia
fantasmal. Ante nuestra vista se
extendía a lo lejos el verde panorama
del parque, sobre cuyo césped se
divisaban las minúsculas formas de
las personas tendidas
despreocupadamente para tostarse al
sol. Mi socio se surcaba la palma de
la mano izquierda con la punta de un
bolígrafo.
—Según me han dicho, te has
divorciado —dijo, rompiendo el
silencio.
—Eso ocurrió hace ya dos meses
—le respondí, sin dejar de mirar por
la ventana. Al quitarme las gafas de
sol, los ojos me dolieron.
—¿Por qué te divorciaste?
—Es un asunto personal.
—Y bien que lo sé —dijo con
aire paternal—. Nunca he oído
hablar de ningún divorcio que no sea
un asunto personal.
Permanecí callado. Durante años
habíamos mantenido de un modo
tácito la convención de respetar
mutuamente nuestra intimidad, de no
comentar asuntos de la vida privada.
—No es que quiera meter las
narices en tu vida —se excusó—.
Pero como también soy amigo de tu
mujer, la cosa me ha sorprendido. Y
además, parecía que os llevábais
bien, sin problemas.
—Nos llevábamos bien, sin
problemas, es verdad. Y no tuvimos
ninguna pelea.
Mi socio puso cara de
preocupación y se quedó en silencio.
Seguía recorriéndose la palma de la
mano con la punta del bolígrafo.
Llevaba una corbata negra sobre su
nueva camisa azul marino, y su
cabello estaba cuidadosamente
peinado. El aroma de su colonia
hacía juego con el de su loción
facial. Yo, por mi parte, vestía una
camiseta que llevaba estampada la
figura de Snoopy acarreando una
tabla de surfing; mis pantalones eran
unos viejos Levi's, con tantos
lavados encima que estaban
blanquecinos, y calzaba unas
enlodadas zapatillas de tenis. Para
cualquiera que nos viese, él sería el
más respetable de los dos.
—¿Recuerdas —me preguntó—
aquella época en que los tres
trabajábamos juntos?
—Claro que la recuerdo —
respondí.
—Entonces nos lo pasábamos
bien —añadió.
Me alejé del aire acondicionado
y dejé caer mis posaderas sobre un
mullido sofá sueco de color celeste,
situado hacia el centro de la
habitación. De una tabaquera que
teníamos como atención hacia los
visitantes, saqué un Pall Mall
emboquillado y usando el pesado
encendedor de sobremesa, lo
encendí.
—¿Y…? —le insinué.
—Que, a fin de cuentas, me
pregunto si no habremos ido
demasiado lejos.
—¿Te refieres a la publicidad,
las revistas y todo lo demás? —
pregunté.
Mi socio asintió. Al percatarme
de lo mal que —seguramente— lo
habría pasado para llegar a
expresarse así, sentí cierta
compasión por él. Sopesé en mi
mano el encendedor y giré el tornillo
graduable para ajustar la longitud de
su llama.
—Me hago cargo de lo que
quieres decir —dije mientras
devolvía a la mesa el encendedor—.
Pero deberías recordar que cargarse
de trabajo no fue idea mía, para
empezar, ni fui yo quien dijo:
«¡Manos a la obra!» Fuiste tú quien
lo dijo y quien propuso ampliar el
negocio. ¿O no?
—Por un lado, las circunstancias
eran muy favorables, y, además,
entonces no nos sobraba el trabajo…
—Y ganamos mucho dinero.
—Mucho dinero —asintió—.
Gracias al cual pudimos mudarnos a
una oficina más amplia y ampliar la
plantilla. Yo cambié de coche, me
compré una buena vivienda y llevo a
mis dos hijos a un costoso colegio
privado. No todo el mundo tiene
tanto dinero a los treinta años.
—Te lo ganaste. No hay nada de
qué avergonzarse.
—No me avergüenzo, ni mucho
menos —dijo mi socio. Acto
seguido, recogió el bolígrafo, que
había dejado caer sobre su mesa de
trabajo, y volvió a rascarse la palma
de la mano, por el centro—. Sin
embargo, ¿sabes?, cuando pienso en
el pasado, no sé cómo decirlo, me da
la impresión de que todo es cuento.
Recuerdo cuando andábamos por ahí
cargados de deudas y tratando de
hacernos con alguna traducción, o
bien repartiendo octavillas delante
de la estación…
—Si lo que quieres es repartir
octavillas, por mí encantado.
Mi socio alzó la cabeza para
mirarme.
—¡Oye, que no es ninguna broma
lo que te digo! —exclamó.
—Yo tampoco bromeo —le
respondí.
Durante un rato nos quedamos
mudos los dos.
—Muchas cosas han cambiado
por completo —dijo al reanudar la
charla—. Cosas como el ritmo de
vida, la manera de pensar… Para
empezar, ni nosotros mismos tenemos
una idea clara de lo que ganamos.
Cuando viene el asesor fiscal, nos da
la lata con el rollo de las
deducciones, las amortizaciones, las
medidas fiscales… todo para
rellenar papelotes que no entiende ni
él.
—Pero es que así son las leyes.
—De sobra lo sé. Ya sé que es
así como hay que hacerlo, y así lo
hacemos. Pero en aquellos tiempos
todo era más agradable. Mi respuesta
sonó así:

He aquí que las sombras de


la prisión en torno
a nuestro día crecen
desbordando el azar…

Versos de un antiguo poema, que


recité casi para mí.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Nada en particular —le
respondí—. Y tú, ¿qué ibas a decir?
—Pues que me da la impresión
de que nos están explotando.
—¡Que nos explotan! —exclamé
mientras levantaba la cabeza,
sorprendido.
Entre nosotros mediaba una
distancia de unos dos metros y, dada
la altura de la silla que él ocupaba,
su cabeza se erguía sobre la mía unos
veinte centímetros. Por detrás de su
cabeza, una litografía colgaba de la
pared. Era una litografía nueva, al
menos yo no la había visto antes;
representaba a un pez al que le
habían crecido alas. No parecía muy
feliz aquel pez ante el apéndice que
había brotado en su dorso. Tal vez no
supiera aún cómo usarlo.
—¡Que nos explotan! —volví a
exclamar, esta vez en voz baja, como
si me dirigiera a mí mismo.
—Sí, puedes estar seguro.
—¿Y quién demonios nos
explota?
—Nos explotan de muchas
maneras y poco a poco.
Yo descansaba con las piernas
cruzadas en el sofá celeste, y me
quedé mirando fijamente sus manos,
que estaban precisamente a la altura
de mi mirada, así como el
movimiento del bolígrafo que
sostenían.
—De todos modos, ¿no piensas
que hemos cambiado? —preguntó mi
socio.
—Somos los mismos. No hemos
cambiado. Nada ha cambiado.
—¿De veras lo crees?
—Sí. Eso de la explotación y
demás zarandajas no tiene ninguna
base. Son cuentos de hadas. No
creerás que las trompetas del
Ejército de Salvación van a salvar al
mundo de verdad, ¿eh? Es que
cavilas demasiado.
—Bueno, dejémoslo estar.
Seguramente, cavilo demasiado —
dijo mi socio—. La semana pasada
tú…, es decir, nosotros, elaboramos
aquella campaña publicitaria de la
margarina. La verdad es que fue un
buen trabajo.Tuvo, además, excelente
acogida. Sin embargo, ¿cuántos años
hace que no has comido margarina?
—Muchísimos. No puedo ni
verla —le dije.
—Tampoco yo. Y ahí es adónde
quería ir a parar. En otros tiempos, tú
y yo sólo aceptábamos trabajos que
nos convencían al ciento por ciento,
y en ellos poníamos nuestro orgullo.
Eso es lo que nos falta ahora.
Estamos, sencillamente, sembrando
al aire farfolla sin sentido.
—La margarina —dije— es
buena para la salud. Es grasa vegetal,
baja en colesterol. No causa ningún
perjuicio a las personas mayores, e
incluso su sabor ha mejorado
últimamente. La margarina es barata,
y se conserva mucho tiempo.
—Pues toda para ti. ¡Come
margarina!
Me repantigué en el sofá
desperezando calmosamente brazos y
piernas.
Le respondí:
—Bueno, pero ¿qué más da?
Comamos margarina o no, al fin y a
la postre viene a ser igual. En el
fondo, es lo mismo un prosaico
trabajo de traducción que una hábil
campaña publicitaria ensalzando la
margarina. Sin duda, estamos
sembrando al aire farfolla sin
sentido. Ahora bien, ¿adónde hay que
ir para encontrar algo que tenga
sentido? ¿Adónde? No queda nadie
que trabaje con honestidad, no nos
hagamos ilusiones, del mismo modo
que ya nadie respira ni mea con
honestidad. Son actitudes que se
extinguieron.
—Antes no eras tan cínico —me
espetó.
—Es muy posible —dije, y
aplasté mi cigarrillo contra el
cenicero para apagarlo—. En algún
sitio ha de haber por fuerza una
ciudad que desconozca el cinismo,
donde un carnicero honesto esté
cortando un solomillo sin trampa ni
cartón. Si crees que beber whisky
desde que sale el sol es el colmo de
la honestidad, bebe alegremente
cuanto gustes.
El ruidito acompasado del
bolígrafo golpeando en la mesa
resonó durante un buen rato en
solitario a lo largo y lo ancho de la
habitación.
—Perdóname —me disculpé—.
No debí hablarte así.
—Nada, hombre, no te preocupes
—dijo él—. Tal vez sea eso la causa
de mis cavilaciones.
El termostato del aire
acondicionado lanzó un pitido. Era
una tarde terriblemente bochornosa.
—Ten más confianza en ti mismo
—le aconsejé—. ¿No hemos salido
adelante hasta ahora por nuestro
propio esfuerzo? Sin pedirle nada
prestado a nadie y sin prestar nada.
Y sin tener nada que ver con toda esa
gente que te mira por encima del
hombro y sólo sabe vanagloriarse de
sus títulos y sus estudios.
—¡Antes éramos tan buenos
amigos…! —suspiró mi socio.
—Y seguimos siéndolo —le
aseguré—. Sumando nuestros
esfuerzos, mira hasta dónde hemos
llegado.
—Sentí que te divorciaras.
—Lo sé —respondí—. Pero ¿no
me ibas a hablar de carneros?
Asintió. Devolvió el bolígrafo a
la bandejita portaplumas y se
restregó los ojos con las yemas de
los dedos.
—Esta mañana, a eso de las
once, vino a verme un hombre.
2. Aquel extraño
individuo

Eran las once de la mañana


cuando llegó aquel hombre. En una
empresa de pequeña envergadura,
como la nuestra, las once de la
mañana es una hora en la que pueden
darse dos situaciones: o estamos
agobiados de trabajo, o no tenemos
nada que hacer. Son las dos únicas
posibilidades, no hay términos
medios. Por tanto, a las once de la
mañana, o bien nos encontramos
trabajando a todo tren, sin pensar en
otra cosa, o bien contemplamos las
musarañas medio adormilados y,
evidentemente, sin pensar en otra
cosa. En cuanto a los trabajos que no
exigen poner la carne en el asador —
en el caso hipotético de que los haya
—, es mejor dejarlos para la tarde.
Cuando aquel hombre nos visitó,
estábamos metidos de lleno en la
segunda variedad —la ociosa— de
las once de la mañana. Y, además,
era una de esas once de la mañana
tan ociosas que se merecerían un
monumento a la ociosidad.
Durante la primera quincena de
septiembre hubo jornadas de locura,
en que estábamos de trabajo hasta las
orejas; cuando lo terminamos,
nuestra actividad quedó bruscamente
reducida al mínimo. Tres de los
empleados, incluido yo, lo
aprovechamos para tomarnos las
vacaciones veraniegas, con un mes
de retraso; aun así, al resto del
equipo no le quedó otra tarea que
ocuparse en sacar punta a los
lápices. Mi socio había ido al banco,
donde tenía que hacer algunas
gestiones; uno de nuestros empleados
se hallaba en una de las cabinas de
audición de una tienda de discos que
había cerca de la oficina, donde
mataba el tiempo escuchando las
últimas novedades musicales, y, en
fin, la única persona que quedaba en
la empresa, una chica, hacía guardia
junto el teléfono mientras hojeaba
una revista femenina para enterarse
de las últimas tendencias en los
peinados para el otoño.
El hombre abrió sin hacer el
menor ruido la puerta de la oficina, y
con el mismo sigilo la cerró. Con
todo, no pretendía conscientemente
pasar inadvertido. Todo era en él
natural y espontáneo. Tales eran su
finura y su elegancia, que la chica ni
siquiera se dio cuenta de que aquel
individuo había entrado. Cuando lo
advirtió, el visitante estaba plantado
ante su mesa y la dominaba con la
mirada.
—Desearía ver al director —le
dijo. Su voz era suave, y le recordó a
la chica una mano enguantada que
fuera quitando el polvo de la mesa.
¿Cómo había llegado hasta allí?
La chica no se lo podía imaginar.
Levantó la cabeza y lo miró. La
mirada del visitante era demasiado
inquisitiva para ser la de un posible
cliente, su indumentaria era muy
elegante, lo que descartaba que fuera
un inspector de Hacienda, y tenía un
aire tan intelectual, que no podía ser
de la policía. Fueron las tres
posibilidades que se le ocurrieron a
la chica. Aquel individuo había
aparecido frente a ella como
cerrándole el paso, y su presencia
tenía un no sé qué de ominoso, de
fatídico.
—Ha salido —respondió la
chica al tiempo que cerraba
atolondradamente la revista—. Dijo
que volvería dentro de media hora.
—Esperaré —dijo el hombre, sin
el menor tono de vacilación, como si
lo hubiera decidido de antemano.
La chica estuvo a punto de
preguntarle su nombre, pero desistió
de hacerlo, y le invitó a sentarse en
el sofá azul celeste. El visitante se
arrellanó, cruzó las piernas y se
quedó inmóvil contemplando el reloj
eléctrico que colgaba de la pared de
enfrente. No hizo ni un solo gesto
superfluo. Cuando, poco después, la
chica le ofreció un té, continuaba en
la posición inicial, sin moverse ni un
milímetro.
—Precisamente en el sitio donde
tú estás sentado —me dijo mi socio
—. Ahí permaneció, inmóvil, durante
media hora, sin cambiar de postura,
contemplando el reloj.
Miré hacia el hueco en el asiento
del sofá donde estaba arrellanado, y
luego levanté la vista hacia el reloj
eléctrico de la pared. A continuación
volví a mirar a mi socio.

A pesar de la ola de calor que


padecíamos en aquella segunda
quincena de septiembre, aquel
hombre vestía de un modo serio y
elegantísimo. Los puños de su blanca
camisa asomaban exactamente un
centímetro y medio por la bocamanga
de su traje gris, hecho a medida; su
corbata listada, de suaves
tonalidades, tenía un nudo perfecto,
con una ligera inclinación lateral
para deshacer la simetría; sus
zapatos negros de cordobán brillaban
esplendorosos.
En cuanto a su edad, había
pasado de sobra la mitad de la
treintena e iba camino de los
cuarenta. Su estatura superaba el
metro setenta y cinco, y en su cuerpo
no parecía haber un solo gramo de
carne superflua. Sus finas manos no
tenían ni una arruga, y aquellos diez
dedos largos y suaves hacían pensar
en alguna raza de animales gregarios
que, por muchos años que hubieran
pasado de domesticación y vida
sedentaria, en lo más hondo de su ser
albergaban todavía la memoria de
sus orígenes salvajes. Las uñas
mostraban una manicura perfecta, que
debía de haber costado tiempo y
dedicación, y formaban, en la punta
de cada dedo, un elegante óvalo.
Unas manos, en suma, ciertamente
bellas, aunque un tanto extravagantes.
Manos que transmitían la sensación
de pertenecer a una persona muy
especializada en un campo bien
definido; ahora bien, no era fácil
adivinar cuál podía ser ese campo.
La cara de aquel hombre no era,
en cambio, tan elocuente como sus
manos. Un rostro impecable, desde
luego, pero sin expresión, sin
relieve. Los rasgos de su nariz y sus
ojos eran angulosos y rectilíneos,
como si hubieran sido cortados con
una cuchilla; sus labios eran
delgados y secos. La piel de aquel
hombre estaba ligeramente
bronceada por el sol, pero al primer
golpe de vista se advertía que
aquella tonalidad broncínea no era
consecuencia de la exposición a los
rayos del sol, por mero
entretenimiento, en una playa o una
pista de tenis. Un bronceado de
aquella calidad sólo podía
producirlo un sol desconocido que
brillara en un espacio etéreo
ignorado por el común de los
mortales.
El tiempo pasaba con asombrosa
lentitud. Fueron treinta minutos
densos, compactos, como el
parsimonioso avance de un tornillo
sin fin que se alzara desafiando a las
alturas. Cuando mi socio regresó del
banco, el aire de la oficina le pareció
terriblemente cargado. Exagerando
un poco, se le ocurrió que todo
cuanto había allí estaba
materialmente clavado al suelo. Ésa
fue la impresión que tuvo.

—Naturalmente, todo era pura


impresión —me explicó mi socio.
—Claro, claro —asentí.

La chica que se había quedado a


cargo del teléfono estaba exhausta, a
causa de la tensión que llenaba el
ambiente. Mi socio, sin idea cabal de
lo que pasaba, fue al encuentro del
extraño visitante y se autopresentó
como el gerente. Entonces aquel
hombre salió por fin de su
inmovilidad, extrajo un fino
cigarrillo del bolsillo superior de la
chaqueta, lo encendió y exhaló unas
bocanadas de humo con gesto de
estar hastiado. La tensión ambiental
disminuyó.
—Como dispongo de poco
tiempo, será mejor que vaya al grano
—dijo el hombre sin alzar la voz.
Dicho esto, sacó de su cartera
una tarjeta de visita, de cartulina tan
fina que parecía capaz de cortar la
piel de quien la cogiera, y la puso
sobre la mesa. Aquella cartulina era
semejante al plástico y, además,
blanquísima, de una blancura
realmente insólita. Llevaba impreso
un nombre en diminutos caracteres,
muy negros, y, por lo demás, no
constaba título alguno, ni dirección,
ni teléfono: sólo un nombre en cuatro
ideogramas. Aquella tarjeta era tan
blanca, que podía provocar dolor en
los ojos sólo con mirarla. Mi socio
le dio la vuelta, y al comprobar que
el reverso estaba en blanco, le echó
otra mirada al anverso antes de
dirigir sus ojos al visitante.
—Le suena ese nombre, ¿verdad?
—le preguntó.
—Sí —contestó mi socio.
Un leve movimiento de la
barbilla de su misterioso interlocutor
pareció indicar a mi socio que
aquélla era la respuesta esperada.
Pero la mirada del hombre no se
desplazó ni un ápice.
—Quémela, por favor —dijo.
—¿Quemarla?
Y mi socio miró asombrado a su
interlocutor.
—Hágame el favor de quemar
enseguida esa tarjeta —dijo el
hombre con aire imperioso.
Mi socio echó mano
precipitadamente del encendedor de
sobremesa, y encendió la blanca
tarjeta por un extremo. La sostuvo
por el otro hasta que el fuego llegó a
la mitad, y entonces la depositó en un
gran cenicero de cristal. Los dos
hombres, uno frente a otro,
contemplaron la quema de la tarjeta
hasta que se redujo a una ceniza
blancuzca. Al acabar de consumirse
la tarjeta, la habitación quedó sumida
en un pesado silencio, como si allí
hubiera tenido lugar una terrible
matanza.
Tras una larga pausa, el hombre
rompió el silencio:
—He venido aquí de parte de ese
señor, provisto de plenos poderes —
dijo—. Eso significa que todo cuanto
le diga a partir de ahora, es lo que
ese señor quiere y lo que él espera
de usted. Entiéndalo así.
—Lo que él espera… —repitió
mi socio.
—«Lo que él espera» es una
expresión, con muy bellas palabras,
de una situación anímica fundamental
orientada a un objetivo específico,
naturalmente —dijo el hombre—.
Hay otros modos de expresarse que
conducen al mismo fin. ¿Me
entiende?
Mi socio trató de traducir
mentalmente aquella parrafada a un
lenguaje más vulgar.
—Entendido —replicó.
—A pesar de los pesares, no se
ventila aquí un tema conceptual, ni un
asunto político, sino que de principio
a fin nos hallamos en una
conversación de negocios, de
business.
Pronunció esta última palabra a
la americana. Tal vez aquel hombre
fuera un estadounidense descendiente
de japoneses.
—También usted es hombre de
negocios, como yo. Hablando con
realismo, no hay entre nosotros tema
alguno de conversación que no sea
los negocios, business. Cuanto sea
irreal, dejémoslo, pues, para otros.
¿No es así?
—Así es, en efecto —respondió
mi socio.
—Ante tales factores irreales,
corresponde a nuestro ingenio el
transformarlos en una compleja
configuración, para irlos insertando
en el magno terreno de la realidad.
Las personas tienden a precipitarse
en la irrealidad. ¿A causa de qué? —
Y en medio de esta pregunta retórica,
el hombre acarició con su mano
derecha la verde gema del anillo que
llevaba en el dedo medio de su mano
izquierda—. Pues a causa de que ese
modo de proceder parece más fácil.
A mayor abundamiento, suelen
menudear las circunstancias
tendentes a proporcionar la
impresión de que en ocasiones la
irrealidad predomina sobre la
realidad. No obstante lo cual, en el
mundo de lo irreal el negocio no
tiene ningún sentido. En suma, a
nosotros nos cabe la misión, en tanto
que seres humanos, de señalar las
dificultades. De donde se desprende
que… —mientras decía estas frases,
el hombre recalcaba las palabras;
una vez más, manoseó su anillo— lo
que estoy pretendiendo transmitirle
es que por muy dificultosa que sea la
acción o bien la decisión que se
requiera de su persona, tenga a bien
descargar de toda culpabilidad a
quien lo solicita. Es todo.
Mi socio había quedado atónito
ante tal parrafada, y optó por asentir
en silencio.
—En consecuencia, procederé a
manifestarle los requerimientos que
he de hacerle de parte de la persona
que me envía. En primer y principal
lugar, que suspenda al punto la
publicación del boletín informativo
de la compañía de seguros X, que se
confecciona aquí.
—Pero es que…
—En segundo lugar —prosiguió
el hombre, sin hacer caso de las
palabras de mi socio—, exijo que se
me concierte inmediatamente una
entrevista con el responsable de esta
página, con el que he de hablar de un
asunto.
Al decir esto, el hombre iba
sacando del bolsillo interior de su
chaqueta un sobre blanco, del que
extrajo un trozo de papel doblado en
cuatro que fue entregado acto seguido
a mi socio. Éste tomó en sus manos
el papel, lo desplegó, y lo miró. Sin
ningún género de dudas, se trataba de
una página de una revista, en la que
aparecía un anuncio confeccionado
por nuestra empresa, para una
compañía de seguros. Era una foto
vulgar, un paisaje de la isla de
Hokkaidô: nubes, montañas, carneros
y una pradera, con la adición de un
poemita bucólico, más bien ramplón,
fusilado para el caso de alguna
antología. Eso era todo.
—Los dos puntos mencionados
sumarizan nuestros requerimientos.
Por cuanto hace referencia al
primero de ellos, más bien que
llamarlo requerimiento, diremos que
se trata de una realidad
inconmovible. Por darle una
expresión correcta, he de
manifestarle que la decisión
concomitante a tal requerimiento ya
ha sido tomada. Ante cualquier
eventual dubitación que pudiera
surgirle, llame sin dilación al jefe
del departamento de publicidad de la
mencionada aseguradora con el
objeto de cerciorarse.
—Entiendo —dijo mi socio.
—A pesar de ello, no es en
absoluto inimaginable considerar
que, para una compañía del rango de
la de ustedes, el daño infligido por
un trastorno de tal monto pueda
elevarse en definitiva a una altura
inconmensurable. Por un azar
venturoso, poseemos en el medio
financiero, como a usted mismo no se
le ocultará, un poder nada
despreciable. En consecuencia, y en
previsión de que nuestro segundo
requerimiento halle una cumplida
respuesta, supuesto sea que el
antedicho responsable nos
proporcione una información a la
altura de nuestras expectativas, nos
encontramos dispuestos a verter en
sus manos una copiosa compensación
por cuantos daños infligiéramos a
todos ustedes. Un montante que,
presumiblemente, sobreabunde al
concepto mismo de compensación.
El silencio se apoderó de la
habitación.
—En la hipótesis de que nuestro
requerimiento no sea cumplido —
añadió el hombre—, ustedes verán
cerrárseles todos los caminos. A
partir de ahora, e indefinidamente, no
han de encontrar en este mundo
dónde meter la cabeza.
De nuevo reinó el silencio.
—¿Tiene alguna pregunta que
hacer?
—Es decir, que… todo el
problema ha venido por esa foto…
¿verdad? —preguntó mi socio, que
apenas se atrevía a respirar.
—En efecto —confirmó el
hombre y, seleccionando las palabras
meticulosamente, como si las llevara
escritas en la palma de la mano,
añadió—: Efectivamente, tal es el
caso. Ello no obstante, no me
encuentro facultado para comunicarle
más información. Es una competencia
que excede mis atribuciones.
—Voy a llamar por teléfono al
encargado de esa página. A las tres
debería estar aquí —dijo mi socio.
—Está bien —aprobó el hombre,
echando una mirada a su reloj de
pulsera—. Eso supuesto, haré venir
un vehículo a las cuatro. Y todavía
una cosa, que es de suma
importancia: por cuanto respecta a
nuestra conversación, está
absolutamente de más cualquier
filtración a terceros. ¿Nos hallamos
de acuerdo?
Y en ese punto los dos
interlocutores se despidieron
cortésmente con el mejor estilo de
los hombres de negocios.
3. El jefe supremo

—Y eso es lo que hay —resumió


mi socio.
—¡Que me aspen si lo entiendo!
—exclamé, con un cigarrillo sin
encender colgándome del labio—.
Para empezar, no tengo idea de quién
pueda ser el tipo de la tarjeta. Luego,
por qué le molesta tanto la foto de
unos carneros. Y, como remate, a qué
viene eso de que decida cerrar una
publicación nuestra. ¿Tú lo
entiendes?
—El tipo de la tarjeta es un pez
gordo de la extrema derecha. Como
ha procurado que su nombre, y más
aún su fotografía, permanecieran en
la sombra, es casi un desconocido
para la mayoría de la gente, aunque
no lo es en nuestro ambiente, tú
debes de ser uno de los poquísimos
que no lo conocen.
—Soy un topo que evita la luz
del día —me excusé.
—Y por más que se diga que es
de extrema derecha, no pertenece a la
extrema derecha tradicional; yo
incluso diría que ni siquiera es de
derechas.
—Cada vez lo entiendo menos.
—Hablando en plata, nadie sabe
cuáles son sus ideas, pues no ha
publicado nada con su firma, ni habla
en público. Tampoco permite que se
le entreviste o se le fotografíe. Hasta
tal punto, que incluso cabe dudar de
que esté vivo. Hace cinco años, un
reportero que trabajaba para cierta
revista mensual realizó un reportaje
sensacionalista que implicaba a
nuestro hombre en un asunto de
malversación de fondos; pero ese
reportaje no se publicó.
—Estás bien enterado, ¿eh?
—Conozco por referencias al
reportero.
Eché mano al encendedor para
dar fuego a mi cigarrillo.
—Y ese reportero, ¿a qué se
dedica ahora?
—Lo trasladaron al departamento
de administración, donde ordena
facturas de la mañana a la noche. El
mundo de los medios de
comunicación es mucho más
reducido de lo que pueda pensarse; y
este ejemplo es un buen botón de
muestra: como esos esqueletos que te
encuentras a modo de advertencia a
la entrada de algunas aldeas
africanas.
—Ya —asentí.
—Sin embargo, se saben algunos
datos de la biografía de nuestro
personaje, al menos del período
anterior a la guerra. Nació en
Hokkaidô en 1913, y al terminar la
escuela primaria marchó a Tokio,
donde tuvo diversos empleos y se
afilió a la extrema derecha. Creo que
estuvo en prisión, al menos una vez.
Al salir de la cárcel se fue a
Manchuria, y allí trabó buenas
relaciones con oficiales del ejército
destacado en Kwantung, con los que
colaboró para tramar una
conspiración. Los detalles de esa
conjura no se han divulgado, pero lo
cierto es que por esas fechas se
convirtió de pronto en una figura
enigmática. Hubo rumores,
desmentidos, que lo relacionaban con
el tráfico de drogas; pero también
podrían ser ciertos. Siguió al ejército
por el territorio continental de China
saqueando cuanto encontraba a su
paso, y justo un par de semanas antes
de que las tropas soviéticas iniciaran
la ofensiva final se embarcó en un
destructor de vuelta al Japón. No
olvidó traer consigo, por cierto, una
inmensa fortuna en metales nobles.
—Un prodigio de oportunidad,
por decirlo de algún modo —
intervine.
—Verdaderamente, es un tipo
excepcional para coger las
oportunidades por los pelos. Tiene
un instinto especial para decidir
cuándo hay que atacar o retirarse. Y,
además, sabe dónde fijar el punto de
mira. Aun cuando las tropas de
ocupación lo arrestaron como
criminal de guerra de la peor calaña,
el juicio fue suspendido y ya no se
reanudó. Se dio como razón una
grave enfermedad, pero sobre este
extremo se alzó una cortina de humo
muy espesa. Me huelo que mediarían
negociaciones con el ejército
americano; no hay que olvidar que la
atención de MacArthur ya apuntaba
hacia la China continental.
Mi socio volvió a sacar el
bolígrafo de la bandeja portaplumas
de su escritorio y se puso a juguetear
con él.
—A todo esto, cuando salió libre
de la prisión de Sugamo, dividió en
dos partes el tesoro que tenía
escondido; con una mitad se hizo
dueño de toda una facción del
partido conservador, y con la otra se
convirtió en el árbitro en la sombra
del mundo de la publicidad. Te estoy
hablando de cuando la «industria
publicitaria» se reducía
prácticamente a repartir octavillas.
—El don de la previsión, se
llama eso. Pero ¿no hubo ninguna
demanda contra él por ocultación de
capital?
—¿Estás de broma? ¿No te dije
que se había hecho con una facción
del partido conservador?
—¡Ah! Es cierto —asentí.
—En todo caso, gracias a su
dinero tenía en un puño al partido
conservador, y en el otro al mundo
de la publicidad, y esa situación se
mantiene hasta hoy. Si no sale a la
luz pública, es porque maldita la
falta que le hace. Mientras tenga en
sus manos los puntos clave del
mundo publicitario y del poder
político, no hay obstáculo alguno que
se le resista. ¿Te haces cargo de lo
que representa controlar la
publicidad?
—Creo que no.
—Pues representa, nada más y
nada menos, controlar casi todo lo
que se imprime o se transmite por las
ondas. No hay actividad editorial ni
audiovisual que funcione sin
publicidad. Sería como un acuario
sin agua. El noventa y cinco por
ciento de la información que te entra
por los ojos ha sido previamente
comprado y cuidadosamente
seleccionado.
—Aún no lo veo claro —insistí
—. Comprendo que nuestro hombre
se haya convertido en el dueño de la
industria publicitaria; sin embargo,
¿por qué le interesa controlar hasta el
boletín informativo de una empresa
de seguros? ¿No firmamos un
contrato directo con ella, sin que
interviniera ningún intermediario?
Mi socio tosió, y se bebió el
resto, ahora ya tibio, del té.
—Es por la bolsa —dijo—. La
bolsa es su fuente de riqueza. La
especulación bursátil, el copar las
compras más interesantes, los
monopolios subrepticios… cosas así.
La información necesaria la recogen
sus amigos de la prensa, entre otros
agentes, y gracias a ella selecciona,
toma o deja. Así, lo que trasciende a
los medios de comunicación es una
parte mínima, en tanto que el resto de
la información se lo reserva el jefe
supremo para sí. En el fondo, ya que
no en la forma, se trata de una
organización mafiosa. Y cuando la
coacción no surte efecto, hace que
sus amigos políticos metan en cintura
a los díscolos.
—Muchas empresas tienen su
punto flaco, claro.
—Todas las empresas tienen algo
que no quieren ver destapado ante la
asamblea general de accionistas. Por
eso casi todas suelen prestar oído a
lo que se les dice. En resumen, el
jefe supremo asienta su poder en el
trípode formado por políticos,
medios de comunicación y bolsa.
Hasta aquí, todo está claro; y a partir
de aquí, si le interesa suprimir un
boletín informativo, y encima
dejarnos en la calle, lo tiene más
fácil que pelar un huevo duro.
—Ajá —asentí—. Con todo, ¿por
qué un personaje tan importante se
interesa por la foto de un paisaje de
Hokkaidô?
—Buena pregunta, desde luego
—dijo mi socio, sin mostrar
demasiado entusiasmo—. Justamente
pensaba hacértela.
Nos quedamos callados.
—Pero, a todo esto —me dijo—,
¿cómo sabías lo de los carneros?
¿Quién te lo dijo? ¿Qué ha sucedido
a mis espaldas?
—Por azar del destino, unos
duendes anónimos me han dejado
mirar la bola mágica.
—¿No podrías hablarme más
claro? —insistió.
—Es cuestión de sexto sentido.
—Buena cosa —dijo mi socio, y
con un suspiro, continuó—: De todos
modos, tengo para ti dos
informaciones de última hora. He
llamado por teléfono al reportero de
esa revista mensual de que
hablábamos antes, para preguntarle
detalles. Lo primero que me ha dicho
es que el jefe supremo ha sufrido una
especie de hemorragia cerebral que
lo ha dejado postrado, sin
posibilidad de recuperarse. Pero eso
no ha sido confirmado oficialmente.
La segunda información se refiere al
hombre que vino a verme. Se trata
del secretario personal del jefe, es
decir, su brazo derecho, en quien
delega toda la gestión operativa de la
organización. Es un japonés de
ascendencia americana, graduado por
Stanford, que desde hace doce años
trabaja al lado del jefe. Es un
personaje enigmático, desde luego,
aunque de cabeza asombrosamente
clara, por lo visto. Esto es, más o
menos, lo que he podido averiguar.
—Gracias —le dije, como
expresión de lo que sentía.
—No hay de qué —respondió mi
socio, sin mirarme a los ojos.
Mientras no llevara encima unas
copas de más, como persona era más
de fiar que yo, desde todos los
puntos de vista. E igualmente me
aventajaba con mucho en cortesía,
sinceridad y coherencia de ideas.
Pero, más pronto o más tarde,
acabaría por emborracharse. Era
descorazonador pensar que la
mayoría de las personas mejores que
yo a quienes había conocido
acabaron mal sin que pudiera hacer
nada por evitarlo.
Cuando mi socio salió de la
habitación, busqué por los cajones su
botella de whisky y, cuando la
encontré, me serví un buen trago.
4. Contando carneros

Podemos, si así lo deseamos,


vagar sin rumbo por el inmenso
océano del azar, justamente como las
semillas aladas de ciertas plantas
revolotean al impulso de la
veleidosa brisa primaveral.
No obstante, no faltará quien
afirme que hay que negar de entrada
la existencia de lo que se suele
llamar «azar». Punto de vista basado
en que lo ya sucedido, obviamente,
se ha de dar por ya sucedido, sin
más; y, claro está, lo aún no
ocurrido, obviamente, se ha de dar
por no ocurrido. En resumidas
cuentas, nuestra existencia es una
sucesión de instantes aprisionados
entre el «todo» que queda a nuestra
espalda y la «nada» que tenemos
delante. Y ahí no hay lugar para el
azar, ni tampoco para lo posible.
Aunque, verdaderamente, entre
ambos puntos de vista no existe una
diferencia esencial. Lo que ocurre
aquí —como suele pasar en
cualquier confrontación de opiniones
— es lo mismo que sucede con
ciertos platos: reciben nombres
distintos según los países, pero el
resultado no varía.

Todo esto es pura alegoría.


El hecho de que yo utilizara la
foto de los carneros en un anuncio
para aquella revista, si se mira desde
el punto de vista a), es fruto del azar,
pero si se mira desde el punto de
vista b), no lo es.

a) Yo andaba buscando una


fotografía adecuada para
aquel anuncio.

En el cajón de mi mesa de
trabajo, por azar, había una foto de
carneros. Así que la usé. Una
armoniosa obra del azar en un mundo
lleno de armonía.

b) La fotografía de los
carneros estaba esperándome
desde hacía tiempo dentro del
cajón de mi mesa de trabajo.
Aunque no la hubiese usado
para aquel anuncio en aquella
revista, un día u otro la habría
aprovechado para algún
trabajo.

Si bien se piensa, resulta que esta


fórmula es, sin duda, aplicable a
todas las fases de la vida por las que
he pasado. Con un poco de
entrenamiento, sólo con mover mi
mano derecha lograría, seguramente,
poner en marcha un programa
personal de vida al estilo a), y
moviendo la izquierda podría
hacerlo igualmente, pero al estilo b).
Aunque esto, al fin y al cabo, da lo
mismo. Es como el problema del
agujero del donut. Preguntarse si ese
agujero debe aprehenderse como un
espacio o como un ente es algo que
concierne a la metafísica, aunque,
por más vueltas que se le dé, el gusto
del donut no se verá alterado en lo
más mínimo.
Al marcharse mi socio, requerido
por sus ocupaciones, la habitación
pareció vaciarse de pronto. Sólo las
agujas del reloj eléctrico giraban
silenciosas. Aún quedaba tiempo
hasta las cuatro, hora en que vendría
un coche a recogerme, y no tenía
entre manos ningún trabajo urgente.
Las mesas de trabajo del resto del
personal también permanecían en
reposo.
Sentado en el sofá celeste, bebía
whisky, contemplaba las agujas del
reloj eléctrico y dejaba que la
refrescante brisa del aire
acondicionado me acariciara como si
fuera una volandera semilla de diente
de león llevada por el viento.
Mientras contemplara el reloj
eléctrico, tendría la certeza de que el
mundo seguía moviéndose. Y aunque
ese mundo no tiene nada de
particular, de todos modos seguía
ciertamente moviéndose. Y más aún:
mientras comprobaba la certeza del
movimiento del mundo, yo también
existía. Aunque esa existencia no
tiene tampoco nada de particular, yo
existía. Realmente, resultaba bastante
excéntrico el hecho de que fuera
incapaz de comprobar mi propia
existencia a menos que me asistieran
las agujas de un reloj eléctrico.
Parece que tendría que haber medios
más adecuados para alcanzar la
certeza. Pero, por más que me
calentaba la cabeza, no daba con
ninguno.
Hastiado, me bebí otro trago de
whisky. Una sensación de calor
recorrió mi garganta, descendió por
mi esófago y se precipitó hasta el
fondo de mi estómago. Más allá de la
ventana se extendía un cielo azul,
surcado por nubes blancas. Un bonito
cielo, desde luego, aunque tuviera
ese calor desvaído de la ropa que ha
sido lavada muchas veces. Un cielo
de segunda mano al que, antes de
venderlo de saldo, hubieran
abrillantado con alcohol. En honor
de ese cielo, de ese cielo veraniego
otrora nuevo y límpido, brindé con
un trago más de whisky. Era un
whisky escocés que no tenía nada de
malo, por cierto. Y aquel cielo,
ciertamente, tampoco tenía nada de
malo, una vez que te habías
acostumbrado a él. Un gran avión de
reacción cruzó lentamente la ventana
de izquierda a derecha. Parecía un
reluciente insecto protegido por su
dura coraza.
Tras apurar mi segundo vaso de
whisky, me sorprendí
preguntándome: «¿Por qué diablos
estoy aquí?»
Recordé que tenía que pensar en
una cosa importarte.
En carneros.
Me levanté del sofá, cogí la
página del anuncio de encima de la
mesa de mi socio, y volví a sentarme.
Mientras lameteaba el hielo
empapado en sabor a whisky, fijé la
vista durante unos veinte segundos en
aquella foto. ¿Qué significado
tendría? Me devané los sesos
intentando averiguarlo.
En la foto aparecía un rebaño de
carneros en medio de una pradera.
En el límite de la pradera se alzaba
un bosque de abedules blancos. Eran
gigantescos abedules de Hokkaidô,
no esos raquíticos abedules que
cualquiera podía encontrar aquí en su
barrio, plantados como un parche a
los lados de la puerta del dentista.
Eran abedules corpulentos, en los
que cuatro osos a la vez hubieran
podido afilar sus garras. Dada la
profusión de follaje, se diría que la
foto había sido tomada en primavera.
En la cima de las montañas del
horizonte aún quedaba nieve, así
como parcialmente en sus laderas. El
mes sería abril o mayo. Tal vez la
época del deshielo, cuando el terreno
es propenso a enfangarse. El cielo
era azul, o más bien sería
probablemente azul, pues en una foto
en blanco y negro no se podía
discernir con seguridad ese
particular; también hubiera podido
ser rosáceo. Blancas nubes se
cernían vaporosas sobre las
montañas. Mirando las cosas
fríamente, por mucho que me
devanara los sesos, no podía
encontrar ningún significado especial
en aquella fotografía: el rebaño de
carneros no era más que un rebaño
de carneros; y el bosque de abedules
un bosque de abedules normal y
corriente; las nubes blancas eran
simples nubes blancas. Eso era todo.
Y punto.
Eché la foto encima de la mesa,
bostecé y me fumé un cigarrillo. Acto
seguido, la cogí otra vez y me puse a
contar los carneros. Pero la pradera
era muy extensa, y los carneros se
encontraban dispersos por ella, como
si fueran grupos de excursionistas a
la hora de almorzar. Por eso, cuanto
más lejana era la perspectiva, tanto
más incierto resultaba, si lo que veía
era un carnero o un simple punto
blanco; y a esa incertidumbre se
añadía otra: la de si el supuesto
punto blanco lo sería realmente o se
trataría más bien de una alucinación
visual; por fin, acabé preguntándome
si aquello eran alucinaciones o,
simplemente, nada. Como no me
quedaba otra salida, probé a contar,
ayudándome con la punta del
bolígrafo, solamente aquellos
carneros que pudiera identificar con
seguridad. En total, había treinta y
dos. Treinta y dos carneros. Aquella
fotografía era realmente insulsa: una
composición estereotipada y carente
de gusto, sin ningún atractivo
especial.
Sin embargo, allí tenía que haber
algo. Aquello olía a chamusquina. Lo
había presentido cuando vi la foto
por primera vez, y durante los
últimos tres meses aquel
presentimiento no me había
abandonado.
Me eché en el sofá cuan largo era
y, manteniendo la foto alzada sobre
mi cabeza, reconté cuidadosamente
el número de carneros.
Treinta y tres.
¿Treinta y tres? Entorné los ojos
y sacudí la cabeza, a ver si aclaraba
mis ideas. «Bueno, y ¿qué más da?»,
me dije tras quedarme amodorrado
un instante. «Suponiendo que vaya a
ocurrir algo, aún no ha ocurrido. Y
en el supuesto de que ya haya
ocurrido, pues ya ha ocurrido, y
punto.» Acostado en el sofá, me
enfrenté una vez más al reto de contar
los carneros. Mientras lo hacía fui
hundiéndome en las profundidades de
ese sueño que suelen provocar un par
de vasos de whisky cuando la tarde
empieza a declinar. Antes de
dormirme del todo, dediqué un fugaz
pensamiento a las orejas de mi nueva
amiga.
5. El coche y su
conductor.
Primera Parte

El coche que venía a recogerme


se presentó a las cuatro, según lo
convenido. Tan exacto como un reloj
de cuco. Nuestra empleada tuvo que
sacudirme para que me despertara.
Me dirigí a los aseos, donde me lavé
la cara a todo correr, aunque no me
despejé. Me metí en el ascensor y,
antes de llegar abajo, bostecé tres
veces. Bostezaba como quien echa en
cara algo a alguien; pero, en este
caso, tanto el acusador como el
acusado era yo mismo.
En la calle, a la entrada del
edificio, había una limusina grande
como un submarino. Aquel vehículo
era de tal envergadura, que una
familia entera hubiera podido vivir
—un poco estrecha, eso sí— bajo su
capó. Sus cristales eran oscuros,
para evitar que se pudiera fisgonear
su interior. La carrocería, de un
deslumbrante color negro, era
impecable, así como los parachoques
y los tapacubos.
Junto al coche esperaba en
posición de firmes su conductor, un
hombre de mediana edad que vestía
una inmaculada camisa blanca, con
corbata color naranja. Era un chófer
con todas las de la ley. Al
acercarme, abrió la portezuela sin
decir palabra y, tras comprobar que
tomaba asiento, la cerró. Acto
seguido, se sentó al volante y cerró
su portezuela. En el transcurso de
estas operaciones no hizo más ruido
que el que haría un jugador de naipes
descubriendo las cartas una por una.
En comparación con mi Volkswagen
Escarabajo de quince años,
comprado de segunda mando a un
amigo, reinaba allí una quietud
similar a la que envolvería a un
buceador que se sentara en el fondo
de un lago con tapones en los oídos.
El interior del coche era también
impresionante. Como suele ocurrir en
todo automóvil de lujo, los
accesorios no eran del mejor gusto;
aun así, no dejaban de causar
impresión. En medio del amplio
asiento trasero había un teléfono
digital empotrado y, junto a él, un
encendedor de plata, con el cenicero
y la tabaquera haciendo juego. El
respaldo del asiento del conductor
llevaba empotrada una mesita
plegable, para que los pasajeros
pudieran escribir o tomar algún
refrigerio. El aire acondicionado
fluía suavemente y con naturalidad, y
las alfombrillas eran muy mullidas.
Sin que me diera cuenta, el coche
se había puesto en movimiento. Me
invadió la sensación de estar
navegando en una bañera metálica
por un lago de mercurio. Traté de
calcular cuánto podía haber costado
aquel coche, pero desistí. Todo
aquello desbordaba los límites de mi
imaginación.
—¿Desea que ponga un poco de
música? —me preguntó el chófer.
—Algo que invite al sueño, si es
posible —le respondí.
—Como guste, señor.
El chófer seleccionó al tacto una
casete por debajo de su asiento, la
colocó en la pletina y pulsó el botón
correspondiente. Desde unos
altavoces hábilmente escondidos se
oyó fluir la suave música de una
sonata para violonchelo. Tanto la
ejecución como la acústica eran
irreprochables.
Aventuré una pregunta:
—¿Siempre viene a recoger a las
personas en este coche?
—Así es —me respondió
atentamente el chófer—.
Últimamente, éste es mi trabajo.
—Ya —le contesté.
—Este coche empezó siendo de
uso exclusivo del jefe —me dijo el
chófer tras una pausa. Aquel hombre
estaba resultando más afable de lo
que en principio me había parecido
—. Pero como está bastante delicado
desde la pasada primavera, ya no
suele salir. Y sería absurdo dejar que
el coche permanezca inactivo. Pues,
como el señor sabrá sin duda, si un
vehículo no funciona regularmente su
rendimiento disminuye.
—Por supuesto —le dije.
Así que la mala salud del jefe no
era ningún secreto.
Extraje un cigarro de la
tabaquera y lo contemplé
detenidamente. Era un auténtico
cigarro puro, sin marca ni vitola. Lo
olfateé un poco, y su aroma me
pareció afín al del tabaco ruso. Me
quedé perplejo por unos momentos,
dudando entre fumármelo o
guardármelo en el bolsillo; pero lo
pensé mejor, y devolví el cigarro a
su lugar de procedencia. Tanto el
encendedor como la tabaquera
llevaban grabado en su parte central
un emblema de complicado diseño.
El emblema representaba un carnero.
¿Un carnero?
Convencido de que por muchas
vueltas que le diera a aquel asunto no
sacaría nada en claro, sacudí la
cabeza y cerré los ojos.
Evidentemente, desde aquella tarde
en que vi por primera vez la foto de
la oreja, habían ocurrido muchas
cosas que no me era posible
comprender.
—¿Cuánto falta para llegar? —
pregunté.
—Entre treinta y cuarenta
minutos. Depende de lo
congestionada que esté la
circulación.
—Bien, pues… ¿podría bajar un
poco el aire acondicionado? Me
gustaría echar una siesta.
—Entendido, señor.
El chófer ajustó el aire
acondicionado y pulsó un botón. Un
grueso cristal se deslizó suavemente
hacia arriba para aislar los asientos
delanteros de los traseros. De no ser
por la música de Bach, en mi
compartimiento habría reinado un
silencio casi total. Pero para
entonces no me asombraba de casi
nada. Hundí la cabeza en el respaldo
del asiento y me quedé dormido.
Soñé con una vaca lechera. Era
un animal realmente notable entre los
de su especie, y por ello había tenido
que trabajar mucho durante toda su
vida. Me crucé con ella cuando
atravesaba un largo puente.
Empezaba a caer la tarde sobre un
grato día primaveral. La vaca
llevaba un viejo ventilador en una de
sus patas delanteras, y me preguntó si
me interesaba comprárselo. «No
tengo dinero», le respondí.
Verdaderamente, así era. «Si quieres,
podría cambiarte el ventilador por
unas pinzas», me propuso. No era un
mal trato. Me dirigí a casa en
compañía de la vaca, y busqué las
pinzas con gran ahínco. Pero no hubo
manera de dar con ellas. «¡Qué cosa
más rara!», exclamé. «¡Si ayer
mismo estaban aquí!» Cuando iba a
subirme a una silla para mirar dentro
de un altillo, el chófer me despertó
con unos golpecitos en el hombro.
—Ya hemos llegado —me dijo
escuetamente.
La portezuela del coche se abrió,
y un sol brillante próximo al
crepúsculo iluminó mi rostro. Miles
de cigarras cantaban ansiosamente,
como si estuvieran dando cuerda a
otros tantos relojes. Se olía a tierra.
Bajé del coche y, enderezando la
espalda, respiré hondo. A
continuación, formulé la plegaria de
que el sueño no encerrara algún
simbolismo.
6. El universo de las
lombrices

Hay sueños simbólicos, y hay una


realidad simbolizada por tales
sueños. O bien, hay una realidad
simbólica, y hay sueños
simbolizados por tal realidad. El
símbolo es lo que podría
denominarse el alcalde honorario del
universo de las lombrices. En el seno
de este universo, no resulta
asombroso el hecho de que una vaca
ande buscando unas pinzas. Y es
probable que, si las busca sin
desfallecer, llegue a encontrarlas,
más pronto o más tarde. Aunque éste
es un problema que no me concierne.
Sin embargo, en el supuesto de
que la vaca pretenda hacerse con las
pinzas valiéndose de mí, la situación
cambia radicalmente. Sucede
entonces que me veo forzado a
penetrar en un universo regido por
una lógica que no tiene nada que ver
con la que rige en el mío. Y una vez
dentro de este universo de lógica tan
diferente, lo más angustioso es que
las conversaciones son diálogos
inacabables e incongruentes. Le
pregunto a la vaca: «¿Para qué
quieres unas pinzas?» Y ella
responde: «Porque no tengo nada que
llevarme al estómago.» Le pregunto:
«Si lo que tienes es hambre, ¿para
qué necesitas unas pinzas?» Ella
responde: «Para sujetar la rama de
un melocotonero.» Le pregunto:
«¿Por qué de un melocotonero?» Ella
responde: «Oye, ¿acaso no te he
dado mi ventilador?» Y así
podríamos seguir por los siglos de
los siglos. De modo que, mientras se
desarrolla esta conversación
insoportablemente absurda, la vaca
empieza a parecerme odiosa, y yo le
resulto cada vez más antipático. Así
es el universo de las lombrices. Para
escapar de él, no hay más camino que
tener otro sueño simbólico.
El sitio adonde me transportó
aquel enorme vehículo de cuatro
ruedas una tarde de septiembre de
1978, era precisamente el propio
centro del universo de las lombrices.
Es decir, mi plegaria no había sido
escuchada.
Tras echar una ojeada a mi
alrededor, suspiré profundamente. La
cosa se lo merecía.
El coche estaba parado en lo alto
de una loma no excesivamente
pronunciada. A nuestra espalda se
extendía un camino de grava, por el
que sin duda habíamos subido hasta
allí; un camino con muchas curvas,
sin duda trazado así a propósito, y
que se iniciaba en una verja visible
en la lejanía.
A ambos lados del camino se
alineaban cipreses y lámparas de
vapor de mercurio, distribuidos a
intervalos irregulares, como
lapiceros sostenidos por otros tanto
portalápices. Caminando sin prisa,
habría un paseo de unos quince
minutos hasta la verja. A los troncos
de los cipreses se aferraban miríadas
de cigarras, que lanzaban su gemido
al viento como si el fin del mundo
hubiera empezado ya. A ambos lados
del camino se extendía un césped
cuidadosamente cortado, que bajaba
siguiendo el declive del terreno. Por
él se esparcían al azar hortensias,
azaleas y muchas otras plantas para
mí desconocidas. Una bandada de
estorninos se desplazaba ondulante
de derecha a izquierda sobre el
césped, como una duna movida
caprichosamente por el viento.
Por ambas laderas de la loma
descendían escaleras de piedra, más
bien estrechas. La de la derecha
conducía a un jardín japonés, con su
estanque y sus linternas de piedra; la
de la izquierda desembocaba en un
pequeño campo de golf. Al lado del
terreno de golf había un cenador
circular de color pardo rojizo,
enfrente del cual se alzaba una
estatua de piedra que representaba a
uno de los dioses de la mitología
griega. Más allá de la estatua pude
ver un enorme garaje, donde un
empleado lavaba otro coche con una
manguera. No pude distinguir la
marca, pero, indudablemente, no se
trataba de un Volkswagen de segunda
mano.
Con los brazos cruzados, eché
otra ojeada al jardín, a mi alrededor.
Era un jardín al que no se podía
hacer ni un reproche, aunque
empezaba a darme dolor de cabeza.
—¿Y dónde está el buzón de la
correspondencia? —pregunté, pues
me picó la curiosidad de saber
adónde tenían que desplazarse cada
mañana y cada tarde para recogerla.
—El buzón está en el portón de
atrás.
Era una respuesta obvia.
Naturalmente, había un portón
trasero.
Una vez inspeccionada la
panorámica del jardín, me volví y
dirigí la mirada al frente; tuve que
alzar la vista para contemplar el
soberbio edificio que allí se erguía.
Tenía aires —¿cómo decirlo?—
de inmenso caserón tristemente
solitario.
Imaginemos una idea cualquiera.
Muy pronto crece a su lado la
excepción que se aparta levemente
de la idea primigenia. Con el paso
del tiempo, dicha excepción se
expande como una mancha de aceite,
y acaba cristalizando en una idea
diferente. A continuación, y a partir
de ahí, brota una nueva excepción
ligeramente divergente… En
resumen, aquel edificio venía a ser el
paradigma de este proceso. Se
asemejaba a una especie arcaica de
vida que hubiese evolucionado
siguiendo los caprichos de un azar
inexplicable.
Por lo visto, al principio debió
de haber sido una construcción de
estilo occidental, siguiendo la moda
imperante en el período Meiji. Un
vestíbulo clásico, de techo alto, daba
paso a una edificación de dos plantas
pintada de color crema. Las
ventanas, altas y de guillotina, de un
estilo muy clásico, habían sido
repintadas innumerables veces. El
tejado era, por supuesto, de plantas
de cobre, y sus canalones parecían
tan sólidos como un acueducto
romano. Un edificio que no estaba
nada mal, eso es indudable.
Ciertamente, tenía el encanto de
transportar a quien lo contemplara a
una época pretérita y en la que
reinaba un gusto refinado.
Pero un arquitecto que pretendía
ser gracioso, salido de quién sabe
dónde, añadió al cuerpo principal
del edificio, por su costado derecho,
una nueva ala de idénticos estilo y
colorido, con la intención de que
hiciera juego con la construcción
original. La intención era buena, sin
duda, pero las dos construcciones no
armonizaban entre sí. Era como si en
una bandeja de plata se sirvieran a la
vez un sorbete y unos brécoles. Así
modificado, el edificio vivió unas
insulsas décadas, hasta que a alguien
se le ocurrió añadirle una especie de
torre de piedra sobre cuyo pináculo
se instaló un decorativo pararrayos.
Craso error. Hubiera sido mejor que
un rayo abrasara el edificio.
De la torre partía un corredor
porticado, de majestuosa techumbre,
que comunicaba directamente con
una nueva ala, más moderna, que
poseía una extraña personalidad; era
evidente en ella el deseo de
armonizar diversas tendencias, lo
que había conducido a un resultado
que podría definirse como
«oposición múltiple de ideologías».
La envolvía una aura patética, afín a
la historia de aquel burro que, puesto
entre dos pesebres igualmente llenos
de heno, no sabía por cuál decidirse
para comer, y acabó muriéndose de
hambre.
A mano izquierda del edificio
principal, y en manifiesto contraste
con él, se extendía a lo largo una
típica casa japonesa de un solo piso.
Sus elegantes pasadizos con suelo de
madera, bordeados por setos y bien
podados pinos, eran rectos como las
calles de una bolera.
La vista de esta serie de
edificios, plantados en lo alto de la
loma de un modo que recordaba
aquellos programas de tres películas
más anuncios que ofrecían los cines
de barrio, era algo que valía la pena.
Suponiendo que aquello fuera
consecuencia de un plan desarrollado
adrede durante años y años para
despejar a los borrachos y volver
insomnes a los afectados por la
enfermedad del sueño, cabe decir
que tal objetivo había alcanzado un
éxito asombroso. Sin embargo, ese
supuesto era falso, claro. Varios
ingenios de segunda fila,
engendrados por diversas épocas con
el apoyo de personas que disponían
de una fortuna colosal, fueron
pergeñando el engendro que tenía
ante mis ojos.
Seguramente estuve un buen rato
contemplando el jardín y las
edificaciones. De pronto, advertí que
tenía junto a mí al chófer, que miraba
su reloj. Un gesto que parecía ser
connatural en él. Se diría que todo
visitante al que conducía hasta allí se
quedaba estático ante el paisaje en el
mismo sitio donde yo estaba, y con
idéntico asombro contemplaba el
panorama a su alrededor.
—Si le agrada mirar, señor,
tómese el tiempo que necesite —me
dijo—. Todavía disponemos de ocho
minutos, aproximadamente.
—¡Cuánto terreno! —comenté.
No se me ocurrió nada más
brillante que decir.
—Una hectárea y siete áreas y
media —me informó el chófer.
—Si me dijera que dentro hay
incluso un volcán en erupción, no lo
dudaría —bromeé, para tantear el
terreno.
Pero mi broma no tuvo éxito,
naturalmente. «Aquí, por lo visto, no
están para bromas», pensé.
Mientras tanto, fueron pasando
inadvertidamente los ocho minutos.
Al entrar en la casa, me
condujeron a una espaciosa sala de
estilo occidental, que se hallaba a
mano derecha del vestíbulo. El techo
era tremendamente alto, y en su línea
de unión con la pared lo adornaba
una moldura, decorada con relieves.
Había un antiguo sofá, del que
emanaba una agradable sensación de
paz, así como una mesa; de la pared
colgaba un bodegón enmarcado, obra
eminentemente realista: manzanas, un
florero y un cortaplumas. Parecía una
invitación a reventar las manzanas a
golpes de florero y luego mondarlas
con el cortaplumas, o algo así. Las
semillas y el corazón podían tirarse
al florero. De las ventanas pendían
gruesas cortinas dobles, de tela y de
encaje, recogidas a los lados con
cordones a juego. Por entre las
cortinas se divisaba una de las
mejores vistas del jardín. El suelo,
revestido de roble japonés, brillaba
con todo su espléndido color. La
alfombra que cubría la mitad de
suelo, a pesar de estar algo
descolorida, conservaba todo su
pelo.
Una habitación que no estaba
nada mal. Nada mal ciertamente.
Una sirvienta ya madura, vestida
con quimono, entró en la habitación,
dejó sobre la mesa un vaso de zumo
de uva y se retiró sin pronunciar
palabra. Al salir, cerró la puerta con
un chasquido. Luego, todo quedó en
silencio.
Encima de la mesa había: un
encendedor, una tabaquera y un
cenicero, eran de plata, como el
juego que había visto en el coche. Y
también llevaban grabado el mismo
emblema del carnero. Saqué del
bolsillo uno de mis cigarrillos
emboquillados, y lo encendí con el
encendedor de plata. Apuntando al
elevado techo, eché una bocanada de
humo. Luego, me bebí el zumo de
uva.
Diez minutos más tarde, la puerta
volvió a abrirse, y entró un hombre
alto vestido con un traje negro. No
me saludó, ni me pidió disculpas por
hacerme esperar. En silencio, tomó
asiento frente a mí. Ladeando
levemente el cuello, se quedó
mirándome como si quisiera hacerse
una idea de mi personalidad. Tal
como me había dicho mi socio, aquel
hombre carecía de expresión.
El tiempo pareció detenerse.
V. LAS CARTAS DEL
RATÓN
Y SU SECUELA
DE RECUERDOS
1. Primera carta del
Ratón
(21 de Diciembre de
1977,
en el matasellos)

«¿Te encuentras bien?


»Siento como si lleváramos
siglos sin vernos. ¡Cuánto tiempo ha
pasado! Por cierto, ¿en qué año nos
vimos por última vez?
»Cada vez más tarde para
calcular el tiempo. Es como si un
pajarraco negro y de anchas alas
revolotease sin cesar sobre mi
cabeza y me impidiese contar más
allá del número tres. Dispénsame,
pero preferiría que fueras tú quien lo
calculara.
»Sin decírselo a nadie, me largué
de la ciudad, lo que seguramente te
causaría alguna preocupación. O tal
vez te hayas sentido asqueado porque
no te avisé. Un montón de veces
pensé sincerarme contigo, aunque la
cosa no me resultaba fácil. Te escribí
muchas cartas, pero así como las
acababa las rompía. Esto quizá
podría considerarse normal, lo
admito. Pero debes comprender que
las cosas que no soy capaz de
explicarme ni a mí mismo,
difícilmente se las podré explicar a
los demás.
»Así lo creo, al menos.
»Nunca se me ha dado bien el
escribir cartas. Se me trabucan las
ideas, confundo el significado de las
palabras y siempre meto la pata. Y lo
que es más, eso de escribir cartas
acaba sumiéndome en la confusión
mental más espantosa. Como,
encima, carezco de sentido del
humor, resulta que mientras voy
escribiendo frases me siento cada
vez más asqueado de mí mismo.
»Por lo general, las personas a
quienes se les da bien escribir cartas
no tienen necesidad de hacerlo. La
razón está en que esas personas
pueden vivir una vida plena sin salir
de su propio marco de referencias.
Esto, sin embargo, no pasa de ser una
opinión mía. A lo mejor resulta
imposible eso de vivir dentro de un
marco de referencias.
»Hace un frío terrible, y tengo las
manos embotadas. Es como si no
fueran mías. De igual modo, la
sustancia gris de mi cerebro no
parece ser mía. Nieva. Es igual que
si nevara la sustancia gris del
cerebro de alguien y se fuera
apilando cada vez más alta. (¡Qué
frase tan insulsa!)
»Dejando aparte el frío, me
encuentro perfectamente de salud.
¿Qué tal tú? No te voy a dar mi
dirección, pero tampoco me lo tomes
a mal. No es que quiera ocultarte
nada. Ojalá me entiendas, aunque no
sea más que en este punto. Es que se
trata de una cuestión sumamente
delicada para mí. Si te diera mi
dirección, creo que en ese preciso
momento algo cambiaría
irreversiblemente dentro de mí. No
sé expresarlo bien, pero espero que
lo comprendas.
»Tengo la corazonada de que las
cosas que no soy capaz de expresar
debidamente, tú las entiendes la mar
de bien. Aunque parece que cuanto
más me comprendes, menos capaz
soy de expresarme. Seguramente, es
una tara que llevo conmigo desde que
nací.
»Claro que cada cual tiene sus
defectos.
»El peor de mis defectos, no
obstante, es que, a medida que voy
envejeciendo, mis imperfecciones
aumentan. En resumidas cuentas, es
como si dentro de mi cuerpo hubiera
criado una gallina. La gallina puso
huevos, los cuales, a su vez, se
convirtieron en gallinas, y éstas, a su
debido tiempo, también pusieron
huevos. Así las cosas, con ese
equipaje de defectos a cuestas, ¿es
posible que un hombre viva? Por
desgracia, sí. Ahí está el problema,
precisamente.
»De todos modos, sigue en pie
aquello que no te voy a dar mi
dirección. Sin duda, es mejor así,
tanto para mí como para ti.
»Más nos hubiera valido,
ciertamente, a nosotros dos, haber
nacido en la Rusia del siglo XIX. Yo
habría sido el príncipe fulanito, y tú
el conde menganito. Juntos iríamos
de cacería, nos batiríamos en duelo,
seríamos rivales en el amor,
expresaríamos nuestras quejas
metafísicas, contemplaríamos el
crepúsculo vespertino desde la
ribera del mar Negro mientras
brindábamos con cerveza, y todo eso.
Luego, en el ocaso de nuestras vidas,
nos veríamos implicados en alguna
conspiración y se nos exiliaría a
Siberia, donde terminarían nuestros
días. ¿No te parece fabuloso, un plan
así? En mi caso, de haber nacido en
el siglo XIX, creo que sería capaz de
escribir novelas mucho mejores. Y
aunque no hubiera llegado a ser un
Dostoyevski, seguro que le habría
ido a la zaga. Y tú, ¿qué habrías
sido? A lo mejor te hubieras pasado
toda la vida siendo simplemente el
conde menganito. Aunque no tiene
nada de malo ser simplemente el
conde menganito. Es algo
decimonónico a más no poder.
»Bueno, ya está bien de soñar
con el pasado. Regresemos al siglo
XX.
»Hablemos de la ciudad.
»No de la ciudad en que nacimos,
sino de otras ciudades, de diferentes
ciudades.
»En el mundo hay,
verdaderamente, muy variadas
ciudades. En cada una de ellas se
encuentran numerosísimas facetas
absurdas o chocantes, que son
precisamente las que me atraen. De
modo que desde que me marché, he
conocido todas las ciudades que he
podido.
»Bajo del tren donde me parece y
salgo de la estación; suele haber una
plaza con un quiosco de información
que proporciona planos de la ciudad,
y un barrio comercial. Ocurre así en
todas partes. Hasta la expresión de
los perros parece la misma. Lo
primero que hago es darme una
vuelta por la ciudad, y luego me
dirijo a una agencia de la propiedad
inmobiliaria, en busca de
alojamiento económico.
Naturalmente, como soy forastero, y
en las ciudades pequeñas tienden a
ser recelosos, tengo que ganarme la
confianza de la gente. Pero, bien lo
sabes, si me lo propongo, soy una
persona muy sociable, y me basta con
un cuarto de hora para meterme en el
bolsillo a cualquiera. Así que bien
pronto encuentro cobijo, y dispongo
de diversos datos útiles sobre la
ciudad.
»A continuación hay que buscar
trabajo. Esto también parte de la
base de meterse en el bolsillo a la
gente. Una persona como tú supongo
que lo tendría difícil (y te advierto
que a mí también me ha ocurrido
muchas veces), ya que no estará allí
más de cuatro meses. Pero nada
impide llevarse bien con todo el
mundo; es algo que nunca está de
más. Ante todo, hay que dar con el
bar o cafetería donde se reúne la
juventud (cosa que existe en todas las
ciudades; es como su "ombligo") y
hacerte asiduo del establecimiento.
Allí harás amistades que te pueden
abrir las puertas de un empleo. Ni
que decir tiene que el nombre y la
biografía te los inventas para el caso.
No te puedes hacer una idea de la de
nombres y biografías que he llegado
a tener, hasta el extremo de que con
frecuencia estoy a punto de olvidar
quién soy de verdad.
»Hablando de empleos, lo cierto
es que he hecho de todo. Por lo
general, he realizado tareas
aburridas; pero aun así, me resulta
agradable trabajar. Mi empleo más
frecuente ha sido el de mozo de
gasolinera, creo. Le sigue en
frecuencia el de camarero. También
he sido dependiente de librería, e
incluso he trabajado en una emisora.
Me he empleado, asimismo, como
jornalero. He sido vendedor de
cosméticos, y en este oficio llegué a
ser la mar de conocido. Además, me
he acostado con infinidad de chicas.
Resulta divertido eso de acostarse
con una chica mintiéndole acerca de
tu nombre y tu pasado.
»Todo esto, con más o menos
variaciones, se repite una y otra vez.
»Ya paso de los veintinueve
años. Nueve meses más, y me pongo
en los treinta.
»Aún no tengo claro si esta clase
de vida es la que me conviene para
el futuro. Tampoco sé si existe
universalmente un supuesto
"temperamento de vagabundo" o no.
Como alguien dejó escrito, para una
larga vida de vagabundaje se
requiere tener uno de estos tres
temperamentos: religioso, artístico o
espiritual. Es decir, la persona que
no tenga uno de esos tres
temperamentos, no llegará a ser un
vagabundo de verdad; y yo,
francamente, no me veo encarnado en
ninguno de ellos. (En todo caso, de
tener que elegir alguno… ¡Bah!, más
vale dejarlo.)
»También puede ocurrir que haya
abierto una puerta que no debía, y me
encuentre abocado a un camino sin
retorno. En este caso, una vez abierta
la puerta, no hay otra solución que
seguir adelante como se pueda. No
voy a pasarme toda la vida
lamentando mis errores.
»Eso es lo que hay.
»Como ya te dije al principio
(¿ya te lo dije?), cuando pienso en ti
me siento un poco avergonzado. Tal
vez sea porque tú probablemente
guardas un buen recuerdo de mí, de
cuando yo era una persona más o
menos seria.
»Postdata: Acompaña a esta carta
una novela que he escrito. Como para
mí ha perdido todo sentido, puedes
disponer de ella según tu criterio. Te
envío esta carta por correo urgente
para que te llegue el 24 de
diciembre. Espero que la recibas a
tiempo.
»De todos modos, ¡feliz
cumpleaños!
»Y, ¿cómo no?, ¡felices pascuas!

Encontré la carta del Ratón


embutida de mala manera en mi
buzón, la mar de arrugada, el día 29
de diciembre, cuando el año iba
tocando su fin. Llevaba adheridas
nada menos que dos etiquetas de
reenvío, pues había sido dirigida a
mi antiguo domicilio. Como no tenía
medio alguno de darle a conocer mi
nueva dirección, ¡qué le iba a hacer!
Por tres veces leí aquellas cuatro
páginas de papel ligeramente
verduzco, atiborradas de escritura.
Luego cogí el sobre para averiguar lo
que ponía en su borroso matasellos.
Procedía de una ciudad cuyo nombre
no había oído en mi vida. Saqué un
atlas de la estantería y busqué dónde
se encontraba. Por lo que decía la
carta del Ratón, deduje que me había
escrito desde el extremo norte de la
isla de Honshû. Tal como me
imaginaba, la ciudad correspondía a
la prefectura de Aomori. Era una
pequeña población, a una hora más o
menos de tren desde la estación de
Aomori. Según la guía de
ferrocarriles, allí paraban cinco
trenes cada día. Dos por la mañana,
uno al mediodía, dos por la tarde.
Volviendo al tema de Aomori en
diciembre, he estado allí varias
veces durante dicho mes. Hace un
frío que pela. Hasta los semáforos se
congelan.
Luego le enseñé la carta a mi
mujer. «¡Pobre hombre!», dijo
secamente, pero tal vez lo que quería
decir era «¡Pobres chicas!».
Naturalmente, eso poco importa ya.
En cuanto a la novela, unos
doscientos folios cuadriculados, la
metí en un cajón de mi escritorio sin
mirar siquiera el título. No sé por
qué lo hice, pero lo cierto es que no
tenía la intención de leerla. Por lo
que a mí tocaba, con la carta tenía ya
bastante.
Me senté en el sillón, ante la
estufa, y me fumé tres cigarrillos.
La segunda carta del Ratón me
llegó en mayo del año siguiente.
2. Segunda carta del
Ratón
(en el matasellos, día
ilegible de
Mayo de 1978)

«Creo que en mi carta anterior


desbarré un poco y me fui por las
nubes. Sin embargo, se me ha
borrado de la memoria cuanto decía
en ella.
»De nuevo he cambiado de
dirección. El lugar donde vivo ahora
es totalmente diferente del anterior.
Se trata de un sitio tranquilísimo.
Puede que hasta sea demasiado
tranquilo para mí.
»Sin embargo, este lugar es
también, en cierto sentido, un puerto
de arribada. Me da la impresión de
haber ido a parar a un destino al que
tenía que llegar, e incluso creo que lo
he alcanzado bogando contra viento y
marea. Aunque sobre eso me siento
incapaz de emitir un juicio razonado.
»Lo que te escribo es una pura
calamidad. Todo es tan vago, que tal
vez no te enteres de qué va la cosa. O
quizá pienses que yo, enfrentado a mi
destino, estoy cargando las tintas.
Como es natural, toda la culpa de que
tal vez pienses así recae sobre mí.
»Lo que me gustaría que
comprendieras es el hecho de que
cuanto más me esfuerzo por
describirte claramente mi situación
presente, tanto más enrevesadas me
resultan las frases que te escribo. Sin
embargo, mi actitud es sincera. Tal
vez más que nunca.
»Pasemos a hablar de cosas
concretas.
»Por aquí, como ya te he dicho
antes, reina una calma absoluta.
Como no tengo otra cosa que hacer,
me paso los días leyendo libros
(tengo tantos, que, aunque estuviese
aquí diez años, no los leería todos),
escuchando la radio o poniendo
discos (también tengo una buena
cantidad). No había escuchado tanta
música desde hacía diez años. No
puedo menos que sorprenderme al
enterarme, por ejemplo, de que
grupos como los Rolling Stones o los
Beach Boys siguen entusiasmando a
las multitudes. Eso que llamamos
tiempo es como una cadena sin fin en
imparable sucesión, ¿no? Como
solemos dejarnos llevar por la
costumbre de medir el tiempo a
escala humana, somos proclives a la
alucinación de considerarlo
fragmentado; pero, en realidad, el
tiempo fluye continuo e imparable.
»Aquí no es posible medir las
cosas a escala humana.
Sencillamente, porque no hay gente
para establecer una comparación. El
tiempo fluye a su aire, como si de un
río transparente se tratara. Desde que
estoy aquí, experimento a menudo la
sensación de que mi ser se ha ido
liberando hasta alcanzar su forma
más primitiva. Por ejemplo, si veo
de repente un coche, tardo unos
cuantos segundos en reconocer qué
es. Naturalmente, tengo una especie
de conocimiento esencial de las
cosas, pero su relación con el
reconocimiento empírico no acaba de
funcionar. Esto me ocurre cada vez
con más frecuencia últimamente.
Quizá sea porque desde hace
bastante tiempo he vivido en total
soledad.
»La ciudad más cercana dista de
aquí su buena hora y media en coche.
Y ni siquiera merece el nombre de
ciudad. Es como el esqueleto de una
ciudad. Seguro que no te la puedes ni
imaginar. Sin embargo, llamémosla
ciudad, ¡al fin y al cabo…! Allí se
puede comprar ropa, comida,
gasolina… Y si te entran ganas de
mezclarte con la gente, allí tendrás la
oportunidad. Durante el invierno, la
carretera se hiela, y los coches
muchos días no pueden circular por
ella. Como los terrenos que bordean
la carretera son pantanosos, su
superficie se hiela igual que la de un
sorbete. Y si además nieva, es
imposible distinguir por dónde va el
camino. Ante ese paisaje te sientes
en el último rincón de la tierra.
»Llegué aquí a primeros de
marzo. Puse cadenas a las ruedas del
jeep y me metí por estos parajes
como si me hubieran exiliado a
Siberia. Ahora ya estamos en mayo, y
la nieve se ha fundido del todo. Pero
durante el mes de abril me llegaba
desde la montaña el estruendo
inconfundible de los aludes. ¿Has
oído alguna vez el rugido de un alud?
Después de un alud reina un silencio
verdaderamente perfecto. Un silencio
sin fisuras, capaz de hacerte dudar de
dónde te encuentras. Una quietud
total.
»Como estoy recluido entre
montañas, hace ya unos tres meses
que no me he ido a la cama con
ninguna chica. Eso, ciertamente, no
es nada malo en sí, pero, de
prolongarse mucho tiempo esta
situación, voy camino de perder todo
interés por el género humano, y eso
sí que no me gustaría, por supuesto.
Estoy, pues, pensando que apenas se
suavice un poco más el tiempo, voy a
hacer una escapada en busca de
alguna chica. No es que sea
presuntuoso, pero ligar no es
problema para mí. Basta con que me
lo proponga —y debo decir que no
me cuesta nada proponérmelo—,
para desplegar todo mi atractivo
sexual. Así que me resulta
relativamente fácil ligar. El único
problema consiste en que no he
llegado a familiarizarme del todo con
esa facultad que poseo. Es decir, que
una vez he avanzado hasta cierto
estadio, no sé a ciencia cierta si he
llegado hasta allí por mí mismo o
gracias a mi atractivo sexual. Claro
que tampoco hay quien entienda, en
otro orden de cosas, dónde termina
de actuar Laurence Olivier para
"meterse" dentro de Otelo. Así que,
cuando me encuentro a medio
camino, cuando ya no existe la
posibilidad de volver atrás, casi
siempre lo echo todo a rodar. Y, en
consecuencia, fastidio a los demás de
mala manera. Mi vida, hasta el
momento actual, no ha sido más que
una continua repetición de esta clase
de situaciones.
»Doy gracias a mi buena estrella
(¡y se las doy de verdad!) por el
hecho de que ahora mismo no tengo
nada que echar a rodar. Es fenomenal
sentirse así. De tener algo que echar
a rodar, sería, ni más ni menos, que
yo mismo. Lo de echarme a rodar es
mala idea, por cierto. Por más que…,
no, escribir tal cosa resultaría
demasiado patético. No es que la
idea sea patética en sí, sino que se
vuelve patética al ponerla por
escrito.
»¡Maldita sea!
»¿De qué demonios te estaba
hablando?
»De chicas, ¿no?
»Cada chica atesora un precioso
cofre, cuyo interior se encuentra
atestado de fruslerías sin sentido. Es
algo que me encanta. Voy sacando
esas fruslerías una por una, les quito
el polvo y les busco un sentido. Creo
que en eso consiste lo que se podría
llamar la esencia del atractivo
sexual. Con todo, si se piensa adónde
me lleva todo esto, lo cierto es que a
ninguna parte. Pero ocurre que, si no
lo hiciera, dejaría de ser quien soy.
»Por eso ahora sólo pienso en el
sexo, puramente hablando. Si
concentro mi interés en el sexo,
maldita la falta que hace preocuparse
por si es un asunto patético o no.
»Es como beber cerveza a orillas
del mar Negro.
»He releído lo que he escrito en
esta carta hasta aquí. Aunque hay
trozos incoherentes, creo que, para
ser obra mía, rezuma sinceridad. Y,
por otra parte, ¿importa mucho que
haya algún párrafo incoherente?
»Además, mirándolo bien, lo
cierto es que esta carta ni siquiera va
dirigida a ti. Se trata más bien de una
carta destinada al buzón de correos.
Sin embargo, no me vayas a censurar
por eso; aquí se tarda hasta hora y
media en jeep para llegar al buzón
más próximo.
»A partir de este punto, la carta
va verdaderamente dirigida a ti.
»Tengo dos cosas que pedirte.
Como ninguna de las dos corre prisa,
puedes hacerlas cuando te vaya bien.
Si me haces esos favores, me
ayudarás mucho. Tres meses atrás,
seguramente no habría sido capaz de
pedirte nada. Ahora, sin embargo, me
atrevo a hacerlo. Eso ya es un
progreso.
»El primer favor es más bien de
carácter sentimental, ya que se
refiere al pasado. Al marcharme de
nuestra ciudad, hace cinco años,
tenía tal barullo mental y tanta prisa,
que se me olvidó despedirme de
algunas personas. Concretamente, de
ti, de Yei y de una chica a quien no
conoces. Por lo que a ti respecta, me
parece que podré verte de nuevo
para decirte "adiós" como es debido.
En cuanto a las otras dos personas,
tal vez ya no se presente la ocasión.
De modo que, si algún día vas por
nuestro barrio, te agradeceré que me
despidas de los dos.
»Naturalmente, me doy cuenta de
que te pido demasiado. Debería ser
yo quien les escribiera. Pero,
francamente, te agradeceré que seas
tú quien hable con ellos. Tengo la
impresión de que así se transmitirá
mejor lo que siento que si les
escribiera. Te he anotado en una hoja
aparte el número de teléfono de la
chica y su dirección. En el caso de
que se haya marchado o esté casada,
déjalo correr y no trates de verla.
Pero si aún vive en el mismo
domicilio, te ruego que vayas a verla
y la saludes de mi parte.
»Y un saludo también para Yei.
Y bébete con él la cerveza que yo me
habría bebido.
»Pasemos al segundo favor.
»Se trata de una petición que te
extrañará.
»Te envío una foto. La foto de un
rebaño de carneros. Ponla en algún
sitio donde la gente pueda verla. No
importa dónde. Esto también es
pedirte demasiado, sin duda, pero es
que no tengo a nadie más a quien
recurrir. Si me haces este favor, te
cederé con gusto todo mi atractivo
sexual. Se trata de algo muy
importante para mí, pero no puedo
decirte por qué. Sin embargo, ¡hazme
ese favor!
»Esa foto tiene gran importancia.
Creo que más adelante tendré
ocasión de explicártelo.
»Te envío también un cheque.
Úsalo para cubrir los gastos que se
presenten. No te preocupes para nada
del dinero. Piensa que, donde estoy,
difícilmente lo podría gastar, y, por
otro lado, es lo único que puedo
hacer en estos momentos.
»No te olvides por nada del
mundo de beberte a mi salud esa
cerveza que me hubiera bebido yo.»

Una vez despegada la etiqueta de


reenvío, pude ver un matasellos
ilegible. Dentro del sobre venían un
cheque por valor de cien mil yenes,
un papel con el nombre de la mujer y
su dirección, y la fotografía en
blanco y negro de un rebaño de
carneros.
Recogí la carta de mi buzón al
salir de casa, y la leí en la oficina.
Era el mismo papel, ligeramente
verduzco, de ocasiones anteriores. El
cheque procedía de un banco de
Sapporo. De modo que el Ratón
había pasado a la isla de Hokkaidô.
La descripción que hacía de los
aludes no me ayudaba, por cierto, a
imaginarlos; pero, como el mismo
Ratón decía en su carta, la había
escrito con absoluta sinceridad. Y,
además, nadie envía cheques de cien
mil yenes por pura broma.
Abrí el cajón de mi mesa y metí
dentro el sobre con todo su
contenido.
Tal vez en parte porque las
relaciones con mi mujer iban de mal
en peor, aquella primavera no me
resultaba alegre. Hacía ya cuatro
días que mi mujer no aparecía por
casa. La leche que había en el
frigorífico despedía mal olor, y el
gato andaba siempre hambriento. El
cepillo de dientes de mi mujer se
había secado en el lavabo y parecía
un fósil apergaminado. Un vago sol
primaveral iluminaba tenuemente la
escena. Los rayos del sol, al menos,
son gratis.
Un prolongado callejón sin
salida… Tal vez mi mujer tuviera
razón.
3. El final de la canción

Volví a nuestra ciudad en junio.


Inventándome un pretexto
plausible, me tomé tres días seguidos
de vacaciones, y un martes por la
mañana emprendí el viaje yo solo en
el tren de alta velocidad. Vestía una
deportiva camiseta blanca de manga
corta, pantalones verdes de algodón,
desgastados por las rodillas, y
zapatillas de tenis blancas. No
llevaba equipaje. Y además, no me
había afeitado. Los tacones de
aquellas zapatillas de tenis, que no
me ponía desde hacía mucho tiempo,
estaban desgastados de un modo
increíble. No tenía idea de lo patosos
que llegaban a ser mis andares.
Lo de subirme a un tren de largo
recorrido sin equipaje alguno
resultaba algo sensacional para mí.
Era como si, mientras daba un
despreocupado paseo, hubiera sido
transportado a un avión
lanzatorpedos perdido en los
recovecos del espaciotiempo, donde
no hay nada, absolutamente nada. Ni
citas para ir al dentista, ni trabajos
pendientes dentro de un cajón de
despacho. Ni esas relaciones
humanas tan enrevesadas que no
parecen ofrecerte ninguna salida, ni
esos lazos benevolentes con que la
mutua confianza impone sus
obligaciones. Todas esas pejigueras
las había sepultado en las fauces de
un abismo provisional. Mis
pertenencias se reducían a aquellas
viejas zapatillas de tenis, con sus
suelas de goma prodigiosamente
deformadas. Unas zapatillas que se
adherían a mí como para traerme el
asombrado recuerdo de otro ámbito
espacio-temporal; pero esto carecía
de importancia. No podía
enfrentarme al poder de unas latas de
cerveza y un macizo bocadillo de
jamón.
No había visitado mi ciudad natal
desde hacía unos cuatro años.
Aquella visita a mi patria chica
obedeció a la necesidad de realizar
los trámites burocráticos relativos a
mi matrimonio. Sin embargo, cuando
me acuerdo de aquel viaje, sólo
puedo pensar en lo inútil que resultó
a la postre. Mero papeleo, no
obstante lo que pudiera pensar en
aquellos momentos. Todo es según el
color del cristal con que se mira. Lo
que para una persona es el final de
todo, para otra no representa el fin de
nada. Así de sencillo. Aunque, claro
está, a partir de aquí el sendero se
bifurca en dos caminos que se alejan
cada vez más el uno del otro.
Desde entonces, ya no hay ciudad
que pueda considerar mía. No tengo
lugar al que dirigirme. Cuando lo
pienso, experimento cierto alivio en
el fondo de mi corazón. Ya no hay
nadie que ansíe verme. Ni nadie que
me busque. Ni nadie que espere
sacar algo de mí.
Tras beberme un par de latas de
cerveza, dormité durante media hora.
Al despertarme, aquel ingrávido
sentimiento de liberación
experimentado antes ya se había
desvanecido. A medida que el tren
avanzaba, el cielo se iba cubriendo
vagamente de un gris propio de la
estación lluviosa. Bajo él se
desplegaba el mismo paisaje
monótono de siempre. Por más que
acelerara el tren su marcha, resultaba
imposible escapar del aburrimiento.
Más bien sucedía lo contrario:
cuanto más corría el tren, tanto más
nos adentrábamos en la médula de la
monotonía. El tedio es así.
Junto a mí iba sentado un
ejecutivo de unos veinticinco años,
absorto en la lectura de una revista
de economía. Llevaba un traje de
verano azul marino, sin una arruga, y
zapatos negros. Su camisa era
blanca, recién salida de la
lavandería. Me quedé mirando el
techo del vagón, mientras fumaba un
cigarrillo. Para matar el tiempo, fui
recordando, uno por uno, los títulos
de las diversas grabaciones
realizadas por los Beatles. Tras
llegar al que hacía setenta y tres, me
paré, incapaz de proseguir. ¿Cuántas
grabaciones de Paul McCartney
podía recordar?
Después de mirar un rato por la
ventanilla, de nuevo dirigí los ojos al
techo del vagón.
Tenía veintinueve años, y dentro
de seis meses caería el telón sobre la
década de mis veinte años. Y sólo
había vacío en aquella década que
estaba a punto de terminar. Sólo
vacío. No había conseguido nada de
valor, y no había alcanzado ninguna
de mis metas. Mis logros se reducían
al aburrimiento, nada más.
¿Qué había sentido en otros
tiempos? Ya se me había olvidado.
Sin embargo, algo sentí, seguramente.
Algo capaz de mover mi corazón, y
de mover otros corazones al unísono
con el mío. A fin de cuentas, todo
aquello se había perdido. Perdido,
porque estaba predestinado a
perderse. ¿Qué alternativa me
quedaba, sino la de aceptar que todo
se me escapara de las manos?
Al menos, había sobrevivido. Por
más que se diga que el indio bueno
es el indio muerto, mi destino era
seguir viviendo, aunque fuera a
rastras.
Y ¿con qué fin?
¿Con el de contarles mi leyenda a
las paredes?
¡Qué disparate!

—¿A qué viene eso de


hospedarte en un hotel? —me dijo
Yei, con cara de asombro, al
entregarle un estuche de cerillas en
cuyo dorso había escrito el teléfono
del hotel en que me hospedaba—.
Tienes tu casa —insistió— y podrías
vivir en ella.
—Ya no es mi casa —le
respondí.
Yei no dijo nada.
Tenía ante mí tres platitos de
aperitivos para acompañar la
cerveza, de la que me bebí la mitad.
Luego saqué las cartas del Ratón y se
las pasé a Yei, que se secó las manos
con una toalla, echó una rápida
ojeada sobre las dos cartas y acto
seguido se puso a leerlas de nuevo
con más calma, siguiendo los
caracteres uno por uno.
—¡Vaya! —murmuró, como
mostrando admiración—: ¡Conque
anda por ahí vivito y coleando!
—Y bien vivo —dije, y bebí otro
trago de cerveza—. Bueno, me
gustaría afeitarme, si me haces el
favor de prestarme una maquinilla y
jabón.
—Claro —contestó Yei, y sacó
de debajo del mostrador un estuche
con los utensilios—. Puedes usar el
lavabo, aunque no hay agua caliente.
—Me basta con el agua fría. Y
espero no encontrarme con ninguna
chica borracha tendida en el suelo;
¡entonces sí que me costaría
afeitarme!

El bar de Yei había cambiado


por completo.
El antiguo bar de Yei era un
pequeño establecimiento lleno de
humedad, situado en el sótano de un
viejo edificio que daba a la carretera
nacional. En las noches de verano, la
corriente del aire acondicionado
llegaba a trocarse en neblina. Si
estabas mucho rato allí, salías con la
camisa empapada.
Yei era chino, y su verdadero
nombre consistía en una retahíla casi
impronunciable de sílabas.
Empezaron a llamarle Yei después
de la guerra, cuando trabajaba en una
base americana; los soldados le
pusieron ese apodo, inspirado en la
pronunciación de la letra jota en
inglés. A raíz de entonces, su
verdadero nombre fue cayendo
insensiblemente en el olvido.
Según lo que le había oído contar
a Yei, dejó de trabajar en la base en
1954 y abrió un pequeño bar muy
cerca de allí. Ése fue el primer bar
de Yei, el cual conoció una época de
prosperidad. La mayoría de su
clientela provenía de la escuela de
oficiales de aviación, y había mucho
ambiente. Cuando el establecimiento
iba viento en popa, Yei se casó; pero
cinco años más tarde falleció su
mujer. Yei nunca comentó nada sobre
la causa de su muerte.
En 1963, cuando se recrudeció la
guerra de Vietnam, Yei vendió el bar
y se vino a mi ciudad, que estaba a
gran distancia de aquella en que
vivía antes. Y allí abrió su segundo
bar.
Eso es todo cuanto sé de Yei.
Tiene un gato, fuma una cajetilla de
tabaco al día, y no bebe ni gota de
alcohol.
Antes de conocer al Ratón,
siempre iba solo al bar de Yei. Allí
bebía mi cerveza a pequeños sorbos,
fumaba, echaba monedas en una
gramola para escuchar mis discos
favoritos… Como a aquellas horas el
bar de Yei solía estar vacío, los dos,
con el mostrador por medio,
hablábamos incansablemente. No me
acuerdo ya de los temas de nuestras
conversaciones. ¿Cuáles podían ser
los que interesaran por igual a un
taciturno estudiante de bachillerato,
de diecisiete años, y a un chino
viudo?
Cuando, a los dieciocho años, me
fui de la ciudad, el Ratón continuó la
tradición de ir allí a beber cerveza.
Al marcharse él también de la
ciudad, en 1973, no había nadie que
continuara la tradición. Y medio año
más tarde, debido a las obras de
ensanche de la carretera, el
establecimiento tuvo que trasladarse
de nuevo. Así es como la historia del
segundo bar de Yei llegó a su punto
final.

El tercer local estaba situado a


orillas del río, a medio kilómetro de
distancia del emplazamiento
precedente. No era muy espacioso,
pero ocupaba la tercera planta de un
moderno edificio de cuatro pisos, y
tenía ascensor. Lo de subir en
ascensor al bar de Yei me resultaba
extraño. Y también me causaba
extrañeza contemplar la vista
nocturna de la ciudad desde lo alto
de mi taburete, junto al mostrador.
En el nuevo bar de Yei había
grandes ventanales orientados al
norte y al sur, desde los cuales podía
verse el panorama de las montañas,
así como los terrenos que habían
sido ganados al mar. Donde antes
había agua, ahora se alineaban altos
y macizos edificios, como lápidas
sepulcrales sobre los restos del
pasado.
Me dirigí a uno de los
ventanales, permanecí de pie durante
unos instantes contemplando el
paisaje nocturno, y volví luego al
mostrador.
—Hace tiempo, desde aquí se
habría visto el mar —observé.
—Desde luego —confirmó Yei.
—¡Cuántas veces nadé por allí!
—Ya —dijo Yei. Y poniéndose
un cigarrillo en los labios, lo
encendió con un macizo encendedor
—. Te comprendo muy bien. Allanan
montañas para construir casas, y
llevan la tierra hasta el mar para
sepultarlo, a fin de edificar más y
más casas. ¡Y encima hay gente a
quien todo eso le parece estupendo!
Yo bebía silenciosamente mi
cerveza. Por los altavoces del techo
se oía la última canción de los Boz
Scaggs. La gramola había pasado a la
historia. La clientela del bar estaba
compuesta en su mayoría por parejas
de universitarios, pulcramente
vestidos, que bebían sorbo a sorbo
sus cócteles o sus whiskys con soda,
en un ambiente de notable
corrección. No había clientes con
aspecto de ir a desplomarse
borrachos, ni reinaba ese agrio
tumulto tan característico de los fines
de semana. Seguramente, todos los
presentes se irían a casa tan
tranquilos, se pondrían el pijama, se
limpiarían con cuidado los dientes y
se irían a la cama. Nada que objetar,
sin duda. La pulcritud es una virtud
muy loable. En el mundo, al igual que
en aquel bar, las cosas no son nunca
como deberían ser.
Yei no me quitaba los ojos de
encima.
—¿Qué te pasa? ¿Encuentras
cambiado el bar, y te sientes
extraño?
—Nada de eso —le respondí—.
Lo que ocurre es que el caos ha
cambiado de forma. La jirafa y el oso
se han intercambiado los sombreros,
y el oso, para acabarlo de arreglar,
quiere cambiar su bufanda por la de
cebra.
—¡Lo de siempre! —exclamó
Yei, entre risotadas.
—Los tiempos han cambiado —
le dije—. Y el cambio de los
tiempos ha traído el de muchas otras
cosas. Aunque eso, al fin y al cabo,
me parece bien. Todo se renueva.
Nada que objetar.
Yei permanecía callado.
Me bebí otra cerveza, mientras él
se fumaba otro cigarrillo.
—¿Cómo te van las cosas? —me
preguntó al fin.
—No me puedo quejar —le
respondí, sin entrar en detalles.
—Y ¿qué tal va tu matrimonio?
—Así así. Cuando se han de
poner de acuerdo dos personas, ya
sabes… Unas veces parece que las
cosas van a ir bien, y otras parece
que no. Claro que el matrimonio…
tal vez consista justamente en eso.
—¿Quién sabe? —dijo Yei,
rascándose la nariz con el dedo
meñique—. Se me ha olvidado cómo
es la vida matrimonial. ¡Es algo tan
lejano…!
—Y tu gato, ¿está bien?
—Se murió hace cuatro años.
Creo que fue poco después de tu
boda. Tuvo un dolor de tripas, y…
Pero, al fin y al cabo, gozó de una
larga vida: tenía doce años
cumplidos, ni más ni menos. Más
tiempo del que pasé con mi mujer.
Doce años de vida no está mal para
un gato, ¿verdad?
—Desde luego que no.
—Lo enterré en un cementerio
para animales que hay en la ladera de
una de las colinas. Desde allí se
dominan incluso los edificios más
altos. Por este barrio, vayas a donde
vayas, sólo encuentras casas y más
casas. Por supuesto, a un gato eso no
creo que le importe, pero aun así…
—¿Te sientes triste?
—Un poco, sí. No tanto como si
se me hubiera muerto un pariente,
claro. Supongo que esto que digo te
parecerá raro, ¿no?
Negué con la cabeza.
Yei se puso a preparar un cóctel
y una ensalada de queso para otro
cliente, y yo maté el rato tratando de
resolver un rompecabezas
escandinavo que había sobre el
mostrador. Se trataba de montar un
paisaje —un campo de tréboles
sobre el cual revoloteaban tres
mariposas— dentro de una caja de
cristal. Tras unos diez minutos de
tentativas, me harté y lo dejé.
—¿No pensáis tener hijos? —
preguntó Yei, que se había acercado
de nuevo a mí—. Ya tenéis edad.
—No queremos tener hijos.
—¿Por qué?
—Imagínate, por ejemplo, que
tuviese un hijo igual que yo; la
verdad es que no sabría qué hacer.
Yei emitió una extraña risita y
llenó de cerveza mi vaso.
—Lo que te pasa es que te
preocupas demasiado por lo que
pueda ocurrir luego, y luego, y
luego…
—¡Qué va! No se trata de eso. Lo
que quiero decir, en resumidas
cuentas, es que no sé si vale la pena
engendrar una nueva vida. Los niños
crecen, las generaciones se suceden.
Y ¿adónde conduce todo eso? Se
allanarán más montañas, y se ganará
más terreno al mar. Se inventarán
vehículos cada vez más veloces, y
más gatos morirán atropellados. ¿No
tengo razón?
—Eso no es más que el lado
negro de la vida. También hay cosas
buenas, y gente decente.
—Dame tres ejemplos, y te
creeré —le dije.
Yei se quedó pensativo, pero
enseguida se echó a reír y me dijo:
—Con todo, el tomar esas
decisiones corresponderá a la
generación de tus hijos, no a la tuya.
En cuanto a tu generación…
—Ya está acabada, ¿no?
—Hasta cierto punto, sí —
concedió Yei.
—Se acabó la canción. Sin
embargo, la melodía todavía suena.
—Tú siempre haciendo frases
bonitas.
—Para presumir de agudo, nada
más.

Cuando el bar empezó a llenarse


de gente, le di las buenas noches a
Yei y me fui. Eran las nueve.
Todavía sentía picor en la cara, tras
aquel afeitado con agua fría. Entre
otras cosas, porque, en lugar de
loción para después del afeitado, me
había dado una fricción con un cóctel
de lima y vodka. Según Yei, venía a
ser lo mismo, pero el caso es que la
cara me olía a vodka.
La noche era extrañamente
cálida, y el cielo, como ocurría a
menudo, estaba cubierto de nubes.
Soplaba una húmeda brisa del sur,
algo que también era habitual. El
olor del mar traía consigo un
presagio de lluvia. El ambiente
rezumaba una lánguida tristeza.
Resonaban los cantos de los insectos
entre los matorrales, a orillas del río.
Empezó a llover; era una lluvia tan
fina que a veces dudaba de que
estuviera lloviendo, pero lo cierto es
que mi ropa estaba cada vez más
empapada.
Bajo las vagas luces blancas de
vapor de mercurio se distinguía la
corriente del río, una corriente tan
somera que no cubriría más allá del
tobillo. El agua seguía tan clara
como antaño, pues al fluir
directamente desde la montaña, no
está polucionada. El lecho del río
está constituido por guijarros y arena
arrastrados por las aguas, y en
algunos lugares lo interrumpen
formaciones rocosas que originan
pequeñas cascadas, donde se frena el
flujo de la arena. A los pies de esas
cascadas hay pozas relativamente
profundas, en las que nadan
innumerables pececillos.
En la época del estiaje la
corriente es absorbida por el lecho
poroso, y sólo queda un reguero de
blanca arena, ligeramente húmedo. A
veces, cuando tenía ganas de dar un
paseo, remontaba el río en busca del
lugar donde desaparecía, absorbido
por su lecho. En ese punto los
últimos hilillos de agua, como
detenidos por una fuerza misteriosa,
desaparecían engullidos por las
oscuras entrañas de la tierra.
Seguir el camino que orilla un río
ha sido siempre mi paseo preferido.
Ir caminando a la par que su curso. Y
sentir su aliento al caminar. Sus
aguas están vivas. Son las que han
dado vida a las ciudades. Durante
cientos de miles de años los ríos han
erosionado las montañas, acarreado
tierra, rellenado el mar y dado vida a
los árboles. Desde que existen las
ciudades, éstas les pertenecen, y sin
duda les seguirán perteneciendo en el
futuro.
Como estábamos en la estación
de las lluvias, la corriente fluía
ininterrumpidamente hasta perderse
en el mar. Los árboles plantados en
sus márgenes impregnaban el aire
con el aroma de sus hojas. Sobre el
césped reposaban innumerables
parejas, entre las cuales
deambulaban numerosas personas
mayores que habían sacado de paseo
a sus perros. Algunos estudiantes de
bachillerato, dando reposo a sus
bicicletas, se fumaban un cigarrillo.
Era una de esas tibias noches de
comienzos de verano.
En un puesto de bebidas que me
venía de paso compré dos latas de
cerveza, que me despacharon en una
bolsa de papel. Fui caminando hasta
el mar, con la bolsa colgada del
brazo. El mar se convertía allí en una
pequeña ensenada, o más bien en una
especie de canal semienterrado, por
donde desembocaba el río. A lo
largo de unos cincuenta metros, la
costa conservaba su aspecto
primitivo, en medio de las grandes
obras de ingeniería. Había una
playita, que era aún la de antaño. Se
alzaban pequeñas olas, sobre las
cuales se movían leños sueltos
pulidos por el agua. Olía a mar.
Sobre el muro de contención de
cemento se distinguían aún viejas
pintadas. Sólo quedaban cincuenta
metros de la entrañable playa
antigua, cincuenta metros de playa
firmemente encajonados entre
elevados muros de cemento de hasta
diez metros de altura. Muros que
ceñían por ambos lados aquella
lengua de mar y se prolongaban sin
solución de continuidad durante
kilómetros, hasta perderse de vista.
Más allá del muro se erguían,
compactos y dominantes, los altos
edificios. El mar, salvo en aquella
extensión de cincuenta metros, había
sido literalmente borrado del mapa.
Dejé atrás el río y caminé hacia
el este por la antigua carretera
costera. Cosa sorprendente, allí
estaba todavía el viejo malecón. Un
malecón que se ha quedado sin mar
se convierte en algo indeciblemente
extraño. Me detuve más o menos
donde en otro tiempo solía parar mi
coche para contemplar el mar; y allí,
sentado en el malecón, me bebí las
cervezas. En lugar del océano, se
extendía ante mi vista un panorama
de terrenos ganados al mar y de altos
bloques de apartamentos. Aquel
enjambre insulso de edificaciones
cambiaba de significado para mí a
medida que lo contemplaba; a veces
me parecía el esqueleto de una
ciudad aérea abandonada a medio
construir, pero en otras ocasiones me
recordaba a una caterva de niños
pequeños que esperaran llorosos el
regreso de su padre, que se
retrasaba. Entre las viviendas
serpenteaba, como pespunteado, un
dédalo de carreteras asfaltadas, que
conducía bien a un colosal
aparcamiento, bien a una terminal de
autobuses; aquí a un supermercado,
allí a una gasolinera; más allá a un
extenso parque, o a un espléndido
auditorio. Todo era nuevo allí, pero
también artificial a más no poder. La
tierra acarreada desde la montaña
tenía una tonalidad fría, típica de los
terrenos ganados al mar; no obstante,
los sectores que permanecían sin
edificar estaban cubiertos de densa
maleza, nacida de las semillas
traídas por el viento. Los hierbajos
habían arraigado en el nuevo suelo
con un vigor impresionante.
Proliferaban a sus anchas por todas
partes, como queriendo ridiculizar a
los árboles, los setos y el césped
plantados artificialmente en los
márgenes de las carreteras.
Un panorama desolador.
Sin embargo, ¿qué podía hacer
para evitarlo? Se nos había impuesto
un orden nuevo, con nuevas reglas.
Nadie podía poner freno a tal
engendro.
Tras acabarme las dos latas de
cerveza, las tiré con todas mis
fuerzas, una tras otra, hacia aquel
terreno ganado al mar. Las latas
vacías fueron a perderse en el
océano de malezas agitado por el
viento. A continuación, me fumé un
cigarrillo.
Cuando mi cigarrillo tocaba a su
fin, apareció por allí un hombre con
una linterna, que se me acercó
despacio. Rondaba los cuarenta
años. Su camisa, sus pantalones y su
gorra eran de color gris. Un guarda,
sin duda, encargado de vigilar la
zona.
—Hace un momento ha tirado
algo, ¿no? —dijo el hombre al llegar
a mi altura.
—Así es —le dije.
—¿Qué ha tirado?
—Objetos cilíndricos, metálicos,
cerrados por los extremos —le
respondí.
El guarda parecía mosqueado.
—¿Y por qué los ha tirado?
—No hay una razón especial.
Desde hace unos doce años lo vengo
haciendo. He llegado a tirar media
docena de esos objetos a la vez, y
nadie se ha quejado.
—Lo pasado, pasado está —dijo
el guarda—. Pero estos terrenos son
de propiedad municipal y está
prohibido arrojar basura en ellos.
Me quedé un rato en silencio.
Dentro de mí sentí un temblor
repentino, que al poco se aquietó.
—El problema —dije al fin— es
que lo que me acaba de decir resulta
bastante lógico.
—Es lo que mandan las leyes —
contestó el hombre.
Lancé un hondo suspiro y me
saqué del bolsillo una cajetilla de
tabaco.
—¿Qué debo hacer pues?
—No puedo exigirle que vaya a
recoger lo que ha tirado. Está oscuro,
y no tardará en llover de verdad. Por
eso sólo le pido que no vuelva a tirar
cosas, por favor.
—No volveré a tirar nada —le
aseguré—. Buenas noches.
—Buenas noches —me contestó
el guarda. Y se marchó.
Me tendí sobre el malecón para
mirar al cielo. Como había dicho el
guarda, al poco comenzó a caer la
lluvia. Mientras me fumaba otro
cigarrillo, recordé el enfrentamiento
verbal que acababa de tener con
aquel hombre. Diez años atrás,
pensé, mi actitud hubiera sido
bastante más violenta. Bueno, tal vez
fuera sólo una apreciación mía. ¿Qué
más daba, al fin y al cabo?
Volví a la carretera paralela al
río, y cuando conseguí coger un taxi,
se había desencadenado una lluvia
que no dejaba ver nada.
—Al Hotel X —indiqué al
taxista.
—¿Qué, haciendo turismo? —me
preguntó el taxista, hombre de
mediana edad.
—Ajá.
—¿Es la primera vez que visita
esta ciudad?
—No, ya había estado antes —le
respondí.
4. Ella habla del
murmullo de las
olas mientras se bebe un
salty dog

—He venido a traerte una carta


—le dije.
—¿Una carta para mí? —
preguntó ella.
Su voz se oía endiabladamente
lejana, y como además había
interferencias, teníamos que hablar
más alto de la cuenta, con lo que los
matices se perdían. Nuestra situación
era comparable a la de dos personas
que estuvieran hablando en lo alto de
un cerro azotado por el viento, y con
los cuellos de los abrigos subidos.
—En realidad, la carta va
dirigida a mí, pero parece destinada
más bien a ti.
—Conque eso parece, ¿eh?
—Efectivamente —asentí.
Tras decir esto, tuve la impresión
de que no me expresaba con
claridad.
Ella guardó silencio por un
momento. Entretanto, las
interferencias cesaron.
—No tengo ni idea de lo que
pueda haber entre el Ratón y tú. Te
he llamado porque él me pide que
haga lo posible por verte. Y además,
volviendo al tema de la carta, creo
que lo mejor es que la leas.
—¿Y para eso has venido
expresamente desde Tokio?
—Sí.
Ella tosió, y a continuación se
disculpó.
—¿A causa de tu amistad con él?
—Supongo que sí.
—¿Y por qué no me escribió
directamente? Sin duda, en eso tenía
razón.
—¡Yo qué sé! —no pude menos
que exclamar.
—Pues yo, menos. Lo nuestro
está más que acabado, ¿sabes? ¿O es
que él no lo cree así?
—Ni idea —le dije.
Yo tampoco lo entendía.
Estaba tumbado sobre la cama
del hotel, con el auricular en la
mano, mirando al techo.
Experimentaba la sensación de
haberme acostado en el lecho del
mar para contar los peces que
pasaran. No tenía idea de cuántos
pasarían hasta llegar al final de mi
cuenta.
—Cinco años hace ya que se fue
sin dejar rastro. Yo entonces tenía
veintisiete —dijo ella con voz
tranquila que, sin embargo, resonaba
distante, como surgida del fondo de
un pozo—. Cinco años hacen que
cambien muchas cosas.
—Cierto —confirmé.
—Y la verdad es que, aun
suponiendo que él considerara que
nada ha cambiado, me sería
imposible admitirlo. ¡Ni pensarlo! Si
fuera capaz de aceptar una cosa así,
se me caería la cara de vergüenza.
Por eso he decidido que las cosas
han cambiado por completo.
—Me parece que te entiendo —
le dije.
Tras esto, nos quedamos un
momento callados. Ella rompió el
silencio:
—¿Cuándo lo viste por última
vez?
—Hace cinco años, en
primavera, poco antes de que pusiera
tierra por medio.
—¿Y te dijo algo? Por ejemplo,
¿las razones que tenía para
abonadonar la ciudad…?
—Nada —respondí.
—Así que se fue sin decir esta
boca es mía, ¿no?
—Exactamente.
—¿Y qué sentiste?
—¿Cuando supe que se había
marchado sin decir ni pío?
—¡Sí, claro!
Me levanté de la cama, y me
apoyé en la pared.
—Bueno, pensé que no tardaría
más de medio año en cansarse y
volver. No me parecía hombre capaz
de perseverar en nada.
—Pero no volvió.
—Así es.
Ella pareció quedarse un poco
perpleja.
—¿Dónde estás? —me preguntó.
—En el Hotel X —le respondí.
—Mañana a las cinco estaré en
la cafetería del hotel: la del piso
octavo. ¿Te parece bien?
—De acuerdo —le contesté—.
Visto camiseta deportiva blanca y
pantalones verdes de algodón. Llevo
el pelo corto y…
—Ya he captado la imagen —me
dijo, sin hacer caso de mis
explicaciones. Y colgó.
Tras devolver el auricular a su
soporte, traté de hacerme una idea
sobre qué podía significar lo de que
había captado la imagen. No lo
entendía. Pero hay montones de cosas
que no entiendo. Desde luego no se
puede decir de mí que los años hayan
aumentado mi capacidad de
comprensión. Cierto autor ruso
escribió que aunque el carácter
puede cambiar, la mediocridad no
tiene remedio. Los rusos, de vez en
cuando, se descuelgan con frases
redondas. Tal vez las meditan
durante el invierno.
Me metí en la ducha y me lavé la
cabeza, mojada por la lluvia. Con
una toalla liada a la cintura, me puse
a ver la televisión; daban una
película americana que trataba de un
viejo submarino. El capitán y su
segundo de a bordo andaban siempre
a la greña, y encima el submarino de
marras era una antigualla; para colmo
de males, a uno de los tripulantes le
daba un ataque de claustrofobia. No
obstante tan calamitoso argumento, el
filme culminaba con un feliz final.
Era una de esas películas cuya
moraleja es que si todo acaba
teniendo un final feliz, la guerra no
puede ser tan mala. No me extrañaría
que pronto nos endilgaran una
película con el mensaje de que en
una guerra nuclear, la humanidad fue
barrida de este mundo, pero, al final,
todo acabó bien. Apagué el televisor
y me metí en la cama. A los diez
segundos, dormía como un bendito.

La llovizna seguía cayendo sin


interrupción al día siguiente, a las
cinco de la tarde. Era esa típica
lluvia de comienzos del verano que
sigue a cuatro o cinco días de sol y
nos recuerda que la estación lluviosa
aún no ha acabado del todo. Desde
las ventanas del octavo piso sólo se
veían calles empapadas hasta el
último rincón. Y la autopista,
construida sobre pilastras, mostraba
a lo largo de varios kilómetros un
embotellamiento de coches que
desde el oeste se dirigían hacia el
este. Si mirabas aquel panorama
fijamente, parecía que todo se fuera
diluyendo poco a poco en medio de
la lluvia. En realidad, todas y cada
una de las cosas de la ciudad se
estaban diluyendo. Se diluía el
malecón del muelle, se diluían las
grúas, se diluían las líneas de
edificios y, bajo los negros paraguas,
se diluían las personas. Incluso el
verde de los montes se diluía y
resbalaba silenciosamente hasta el
pie de la montaña. No obstante, si
durante unos segundos cerrabas los
ojos, al volverlos a abrir la ciudad
había recobrado su ser original. Seis
grúas se erguían frente a un cielo
oscuro de lluvia, la fila de coches
avanzaba a trompicones hacia el
deseado este, el tropel de paraguas
atravesaba las calles, el verde de los
montes absorbía a placer la copiosa
lluvia de junio.
En el centro de la amplia
cafetería, a un nivel algo inferior
había un gran piano de color azul
marino; la pianista, que lucía un
vestido rosa, interpretaba con
habilidad una de esas piezas que se
espera escuchar en la cafetería de un
hotel, cargada de arpegios y
síncopas. Su interpretación era
irreprochable, desde luego, aunque
las últimas notas de la melodía, al
difuminarse en el aire, no dejaban el
menor eco tras de sí.
La chica con quien me había
citado no aparecía, y eso que ya
pasaba de las cinco; como no tenía
nada mejor que hacer, me tomé un
café, y después otro, mientras miraba
distraídamente a la pianista. Tendría
unos veinte años, y su espeso
cabello, que de llevarlo suelto le
hubiera cubierto los hombros, estaba
peinado formando un curioso copete
tan bien trabajado como la nata
batida que corona una tarta. Al
compás del ritmo, el copete se
balanceaba alegremente de un lado a
otro, y cuando terminaba la melodía
recobraba su posición central. Al
empezar la siguiente pieza, volvían
los balanceos.
La pianista me recordó a una
chica que conocí hacía tiempo.
Estudiaba yo entonces el tercer curso
de piano. Como los dos teníamos una
edad pareja y éramos alumnos de la
misma clase de música, en más de
una ocasión tocamos a dúo. Tanto su
nombre como su cara se me habían
borrado de la memoria. Sólo
recordaba de ella sus dedos delgados
y blancos, sus hermosos cabellos y
su vaporoso vestido. El resto de su
persona, sin saber cómo, se había
esfumado de mi mente.
Sumido en tales pensamientos,
me asaltó una idea absurda. Se me
ocurrió que le había arrancado a
aquella muchacha los dedos, el pelo
y el vestido, que se quedaron dentro
de mí mientras el resto de su cuerpo
continuaba viviendo en algún sitio.
Tal cosa, no se me ocultaba, era algo
completamente imposible. El mundo,
indiferente a mi persona, seguía su
curso. La gente se cruzaba conmigo
por las calles sin reparar en mí,
afilaba lápices, se desplazaba de
oeste a este a cincuenta metros por
minuto y llenaba las cafeterías donde
sonaba una música tan anodina que
no sabía a nada.
El mundo… Esta palabra siempre
me hace pensar en un gigantesco
disco sostenido animosamente por un
elefante que va montado sobre una
tortuga. El elefante es incapaz de
comprender la ayuda que le presta la
tortuga, la cual, por su parte, no se
hace cargo del esfuerzo que tiene que
hacer el elefante. Así pues, ni el
elefante ni la tortuga llegan a saber
nunca cómo es el mundo.
—Perdona el retraso —dijo una
voz femenina a mi espalda—. He
tenido mucho trabajo y no pude venir
antes.
—No importa. No tengo ninguna
prisa.
Dejó sobre la mesa una funda de
paraguas y pidió que le trajeran un
zumo de naranja. A primera vista, era
difícil calcular su edad. De no
habérsela oído decir por teléfono,
seguramente no la habría adivinado.
Con todo, si había dicho que tenía
alrededor de treinta y tres años,
debía de ser verdad, y sin duda sería
ésa la edad que representaría para
quien lo supiera. Pero si, por
ejemplo, me hubiera hablado de
veintisiete años, con toda seguridad
habría representado esa edad para
mí.
Su indumentaria era
elegantemente sencilla. Llevaba unos
holgados pantalones blancos de
algodón y una blusa a cuadros
naranjas y amarillos con las mangas
remangadas hasta los codos; un bolso
de cuero le colgaba del hombro.
Nada de esto era nuevo, pero todos
sus detalles mostraban limpieza y
pulcritud. No lucía anillos, ni
collares, brazaletes o pendientes.
Llevaba el cabello peinado
sencillamente hacia ambos lados. Las
patas de gallo que nacían de las
comisuras de sus ojos daban la
impresión de ser de nacimiento, más
que consecuencia del paso de los
años. En cambio, su blanco y fino
cuello, que emergía entre un par de
botones desabrochados de la blusa, y
el dorso de sus manos, que
descansaban sobre la mesa,
insinuaban su edad. En verdad, la
gente empieza a aparentar años a
partir de detalles pequeños,
realmente pequeñísimos. Detalles
que, como una mancha imposible de
limpiar, acaban recubriendo todo el
cuerpo.
—Ese trabajo que te ha
entretenido… ¿en qué consiste? —le
pregunté, para romper el hielo.
—El estudio de un arquitecto.
Llevo bastante tiempo allí.
Hubo un paréntesis en la
conversación. Saqué calmosamente
un cigarrillo y lo encendí sin prisas.
La pianista echó la tapa sobre el
teclado, se levantó y se marchó;
seguramente era su hora de descanso.
La envidiaba, aunque sólo hasta
cierto punto.
—¿Desde cuándo sois amigos?
—me preguntó.
—Ya hace once años. ¿Y tú?
—Dos meses y diez días —le
faltó tiempo para responder—.
Desde que nos conocimos hasta que
desapareció, dos meses y diez días.
Lo recuerdo bien, porque lo anoté en
mi diario.
Trajeron su zumo de naranja y
retiraron mi taza vacía de café.
—Después que desapareció, le
esperé tres meses: diciembre, enero,
febrero. Estaba sobre ascuas, y eso
que era la época más fría del año.
Aquel invierno fue muy duro, ¿lo
recuerdas?
—No —le respondí.
Me hablaba del frío invernal de
cinco años atrás como si comentara
el tiempo que hacía ayer.
—¿Has ansiado alguna vez que
volviera a ti una chica?
—No —le respondí.
—Cuando esperas con tanto
anhelo el regreso de alguien durante
un tiempo, lo que ocurre luego te da
igual. Tanto si son cinco años como
si son diez años o sólo un mes…,
todo te da igual.
Asentí con la cabeza.
Se bebió medio vaso de su zumo
de naranja.
—Cuando estaba recién casada,
me ocurrió lo mismo. Siempre me
tocaba esperar; hasta que un buen día
me harté, y desde entonces todo me
dio igual. Con veintiún años me casé,
y con veintidós me divorcié; después
me vine a esta ciudad.
—Lo mismo que le ocurrió a mi
mujer.
—¿Qué fue?
—Con veintiún años se casó, y
con veintidós se divorció.
Ella me miró de hito en hito
durante un momento. A continuación,
removió su zumo de naranja con la
pajita de plástico. Tuve la impresión
de haber dicho algo que no debía.
—Eso de casarse joven y
divorciarse al poco tiempo resulta
muy duro —dijo ella—. Hace que te
refugies en un mundo de ensueños
irreal. Pero es imposible vivir
siempre fuera de la realidad, ¿no
crees?
—Sin duda.
—En los cinco años
transcurridos entre mi divorcio y el
día que le conocí, viví sola en esta
ciudad, y mi vida fue el colmo de la
irrealidad. Carecía de amistades, no
tenía ganas de salir de casa, nadie me
quería. Me levantaba por la mañana,
iba a la empresa a trabajar, dibujaba
mis planos, a la vuelta hacía la
compra en el supermercado, y cenaba
sola en casa. Ponía la radio, leía
algún libro, escribía mi diario, y me
lavaba las medias en el cuarto de
baño. Como mi apartamento da al
mar, siempre escuchaba el rumor de
las olas. Una vida de lo más
monótona, ¿no?
Se bebió el resto de su zumo de
naranja.
—Me parece que te estoy
cansando, ¿no?
Negué con la cabeza, por toda
respuesta.
A partir de las seis, empezaba la
hora de los cócteles en la cafetería y
la iluminación disminuyó de
intensidad. El alumbrado de la
ciudad empezaba a encenderse. En lo
alto de las grúas brillaban también
lucecitas rojas. Una fina lluvia
derramaba sus agujas sobre la
penumbra vespertina.
—¿Te apetece tomar una copa?
—le pregunté.
—¿Cómo se llama ese
combinado de vodka y zumo de
toronja?
—Salty dog —le contesté.
Llamé al camarero y le pedí un
salty dog y whisky con hielo.
—¿Qué te estaba diciendo?
—Me contabas lo monótona que
era tu vida.
—Si te he de decir la verdad, no
es que fuera monótona —continuó—.
Ahora bien, el rumor de las olas sí
que puede llegar a hacerse monótono.
Cuando tomé el apartamento, el
administrador me dijo que pronto me
acostumbraría; pero no ha sido así.
—Allí ya no hay mar.
Ella sonrió con tristeza. Las
arruguitas de sus ojos se movieron
ligeramente.
—Sí. Como bien dices, ya no hay
mar. Sin embargo, a veces aún me
parece que oigo el rumor de las olas.
Se me debe de haber quedado
grabado como a fuego en el oído,
quizá para siempre.
—Y entonces fue cuando
conociste al Ratón, ¿no?
—Sí. Aunque no lo llamaba así.
—¿Cómo lo llamabas?
—Por su nombre. Como todo el
mundo.
Pensándolo bien, tenía que darle
la razón.
Decir «el Ratón», aun como
mote, sonaba muy infantil.
—Por supuesto —le respondí.
Nos trajeron las bebidas. Bebió
un trago de su salty dog y, acto
seguido, se limpió con la servilleta
una pizca de sal que se le había
pegado al labio. En la servilleta de
papel quedó impreso un toque de
carmín. Tomó con dos dedos la
manchada servilleta y la dobló con
habilidad.
—Él era… Era la encarnación de
la irrealidad. Lo entiendes, ¿verdad?
—Sí, creo que...
—Para salir de mi irrealidad,
necesitaba de alguien aún más irreal
que yo, y él lo era, o por lo menos
eso fue lo que sentí al conocerle,
¿comprendes? Por eso me gustó.
Aunque tal vez sentí aquello después
que me gustara, no estoy segura. Pero
las dos alternativas vienen a ser lo
mismo.
La chica del piano volvió de su
descanso, y se puso a tocar melodías
de viejas películas. Sonaba como una
música de fondo poco adecuada para
la escena que estábamos
interpretando, una escena que, por
cierto, era bastante peregrina.
—A menudo pienso si no estuve
usando a ese hombre en mi provecho,
a fin de cuentas. Y que él lo supo
desde el principio. ¿Qué opinas?
—¡Quién puede saberlo! —le
respondí—. Sólo vosotros dos.
Ella no añadió nada.
Tras unos momentos de silencio,
me percaté de que nuestra
conversación había terminado. Me
bebí el último trago de whisky, y a
continuación saqué del bolsillo las
cartas del Ratón, que dejé en medio
de la mesa. Allí se quedaron, sin que
ninguno de los dos las tocara.
—¿Tengo que leerlas aquí?
—No, puedes llevártelas a casa.
Si no quieres leerlas, tíralas.
Ella asintió y metió las cartas en
su bolso, que al cerrarse emitió un
ruido metálico —¡clic!— la mar de
agradable. Encendí mi segundo
cigarrillo, y pedí otro whisky. El
segundo whisky es siempre el que
prefiero. Si el primero supone
empezar a sentirse aliviado, el
segundo te pone la cabeza en su sitio.
A partir del tercero, la bebida pierde
sabor y sólo te llena el estómago, eso
es.
—¿Para esto viniste
expresamente desde Tokio? —me
preguntó.
—Pues sí.
—¡Cuánta amabilidad!
—Yo no lo considero así. Es
cuestión de hábitos. En el caso de
que los papeles se invirtieran, creo
que él haría lo mismo por mí.
—¿Te ha hecho favores
parecidos?
Negué con la cabeza, y añadí:
—No, pero durante mucho
tiempo nos hemos causado
mutuamente problemas irreales. Que
después hayamos reaccionado frente
a ellos como si fueran reales, es
asunto nuestro.
—No creo que haya mucha gente
que enfoque así las cosas.
—Tal vez no, en efecto.
Se levantó sonriendo y buscó su
monedero.
—Déjame pagar la cuenta.
Después de todo, llegué con cuarenta
minutos de retraso.
—De acuerdo, si eso te hace feliz
—le dije—. ¿Puedo hacerte una
pregunta?
—Naturalmente. Adelante.
—Por teléfono me dijiste que
habías captado mi imagen, ¿no es
así?
—Sí, al decirlo me refería al
ambiente que rodea a la persona.
—Y ¿me has reconocido sin
dificultades?
—Nada más verte —me aseguró.

Seguía lloviendo con la misma


intensidad. Desde la ventana del
hotel se veían los anuncios luminosos
del edificio vecino. Envueltos en su
artificial brillo verde, innumerables
hilos de lluvia se precipitaban sobre
la tierra. De pie ante la ventana, miré
hacia abajo y me pareció que todos
aquellos hilos convergían en un
mismo punto en el suelo.
Echado en la cama, me fumé un
par de cigarrillos. Luego llamé a
recepción pidiendo que me hicieran
una reserva para el tren de la mañana
siguiente. Ya no me quedaba nada
por hacer en aquella ciudad.
La lluvia, por su parte, continuó
cayendo hasta medianoche.
VI. LA CAZA DEL
CARNERO SALVAJE
(II)
1. El insólito relato de
aquel
individuo (I)

El secretario vestido de negro


tomó asiento en una silla y se quedó
mirándome en silencio. No era la
suya una mirada escrutadora, ni de
perdonavidas, ni de esas tan agudas
que te traspasan de parte a parte. No
era ni fría ni cálida; es más, ni
siquiera tenía una cualidad
intermedia entre esas dos. Una
mirada que no traslucía ninguna
emoción que me resultara conocida.
Aquel hombre, simplemente, estaba
mirándome. Tal vez estuviera
mirando a la pared situada detrás de
mí, pero, como yo estaba delante, por
fuerza tenía que mirarme.
El hombre tomó en sus manos la
tabaquera que había sobre la mesa, la
destapó, cogió un cigarrillo sin filtro,
golpeó con la uña ambos extremos
para que no se desmenuzara el tabaco
y, tras encenderlo, lanzó una
bocanada de humo en sentido
oblicuo. Acto seguido, devolvió el
encendedor a la mesa y cruzó las
piernas. Entretanto, su mirada no se
movió ni un milímetro.
El hombre era tal como mi socio
me lo había descrito. Correctísimo
en su indumentaria, hasta rozar la
exageración; de cara demasiado
proporcionada, y de dedos
excesivamente suaves. De no ser por
la aguda línea de sus párpados y por
sus gélidas pupilas, que sugerían la
frialdad del cristal, sin ninguna duda
habría pasado por un perfecto
homosexual. No obstante, gracias a
aquellos ojos, el hombre no parecía
homosexual. Bueno, realmente no
parecía posible clasificarlo. No me
fue posible asociarlo mentalmente
con nada ni con nadie.
Sus pupilas, miradas con
atención, revelaban un sorprendente
color. Un color pardo negruzco, con
leves matices azulados, cuya
intensidad, sin embargo, no era igual
en ambos ojos. Cada pupila, por
cierto, parecía estar pensando en una
cosa distinta.
Sus dedos se movían sutilmente
sobre sus rodillas. Por unos
momentos me dominó la alucinación
de que aquellos diez dedos se
separaban de las manos para
dirigirse hacia mí. Extraños dedos,
los suyos. Unos dedos que se
alargaron sin prisas sobre la mesa y
apagaron el cigarrillo, del que aún
quedaban dos tercios, contra el
cenicero. Dentro de mi vaso se iba
deshaciendo el hielo y el agua
transparente entraba en combinación
con el mosto. Una combinación
desproporcionada.
En la habitación reinaba un
enigmático silencio, ese silencio que
se advierte cuando se entra en una
gran mansión como aquélla, y que
brota del contraste entre la amplitud
del lugar y el escaso número de
personas que lo habitan. Sin
embargo, la índole del silencio que
se enseñoreaba de aquella habitación
era diferente. Era un silencio
preñado de amenazas, inefablemente
opresivo. Me bailaba por la memoria
que ya había pasado antes por una
experiencia semejante. Sin embargo,
me llevó un buen rato recordar con
precisión dónde la había tenido.
Como el que revisa las páginas de un
viejo álbum, me puse a tirar del hilo
de la memoria hasta que di con aquel
recuerdo.
Era el silencio que rodea a un
enfermo desahuciado. Un silencio
henchido del presentimiento
ineluctable de la muerte. En el aire
flotaba algo fatídico, ominoso.
—Todo el mundo muere —dijo
el hombre pausadamente, mirándome
a los ojos. Su modo de hablar sugería
que había captado a la perfección
cuanto se agitaba en mi interior—.
Toda persona tiene que morir un día
u otro — añadió.
Tras concluir esta breve frase, el
hombre volvió a sumirse en un
pesado silencio. Las cigarras
continuaban cantando; como si
quisieran infundir renovados bríos en
la ya agonizante estación, frotaban
sus cuerpos con el frenesí de la
muerte.
—Me he propuesto hablarte con
la mayor franqueza posible —me
dijo. Su tono era el de quien traduce
directamente un formulario. Su
elección de vocablos y frases, así
como su sintaxis, eran correctas,
pero la expresividad brillaba por su
ausencia—. No obstante —prosiguió
—, hablar con franqueza y decir la
verdad son cosas distintas. La
relación que media entre franqueza y
verdad se asemeja a la existente
entre la proa y la popa de un barco.
La franqueza asoma en primer lugar,
para acabar mostrándose la verdad.
Esa diferencia temporal está en
proporción directa con la
envergadura del barco. La verdad,
cuando concierne a cosas grandes, es
reacia a aparecer. Ocurre a veces
que no hace acto de presencia hasta
después de la muerte. Por lo tanto, si
se da el caso de que no llegue a
mostrarte la verdad, no será culpa
mía, ni tampoco tuya.
Como no supe qué responder a
aquel exordio, me quedé callado. El
hombre, al ver que no hacía ningún
comentario, siguió hablando.
—La razón por la que te he hecho
venir expresamente, es mi deseo de
que el barco avance. Hablaremos con
toda franqueza, y así conseguiremos
acercarnos a la verdad, por lo menos
un paso.
Al llegar aquí, el hombre tosió y
lanzó una mirada de refilón a mi
mano, que descansaba sobre el brazo
del sofá.
—Sin embargo, esta manera de
hablar es excesivamente abstracta.
Por ello, para empezar trataremos
asuntos reales. El primero será el
boletín informativo del que eres
responsable. Ya estás al corriente,
¿no?
—Así es.
El hombre asintió con la cabeza.
Y tras hacer una pausa, reanudó su
charla:
—Supongo que, al igual que tu
socio, estarás sorprendido. A nadie
le agrada que el fruto de sus
esfuerzos se vaya a pique. Y menos
aún si eso supone perder una fuente
importante de ingresos. La pérdida es
considerable, si no me equivoco.
—Así es.
—Me gustaría conocer tu punto
de vista sobre las pérdidas que os
puede ocasionar esta situación.
—En un trabajo como el nuestro,
las pérdidas son algo con lo que hay
que contar. Puede darse el caso de
que un cliente nos rechace un trabajo
ya realizado. Para una empresa como
la nuestra, de pequeña escala, eso
sería fatal. Por tanto, para evitar
equívocos, seguimos los deseos del
cliente al pie de la letra. En casos
extremos, eso supone revisar con él
la tarea encomendada, línea por
línea. De este modo logramos sortear
el peligro. No es, francamente, un
trabajo grato, pero es que, dada
nuestra penuria de medios, debemos
obrar como lobos solitarios para
sobrevivir.
—Todo el mundo tiene que
abrirse camino partiendo de esa
premisa —me consoló el hombre—.
Pero bueno, sea como fuere, la
cuestión es que, por lo que me
acabas de decir, ¿debo suponer que,
al haber suprimido la publicación de
ese boletín, tu empresa ha sufrido un
revés económico considerable?
—Bueno, pues… así es. Al estar
ya impreso y encuadernado el
boletín, hay que pagar dentro del mes
los gastos del papel y de la
impresión. También debemos
satisfacer los honorarios de las
personas a quienes encargamos
artículos. En números redondos, eso
equivale a cinco millones de yenes,
y, para colmo de males, hay que
añadir los intereses del crédito que
deberemos solicitar para pagar esa
cantidad. Y, encima, el año pasado
invertimos una buena cantidad en
modernizar nuestras oficinas.
—Lo sé —dijo el hombre.
—Y no hay que olvidar nuestro
contrato con ese cliente, sobre todo
pensando en el futuro. Nuestra
posición es débil, y los clientes
tienden a prescindir de las agencias
de publicidad que causan problemas.
Tenemos un contrato con la
compañía de seguros de vida para
publicar durante un año su boletín
informativo, y si se rescinde a causa
de este problema, nos iremos
materialmente a pique. Nuestra
empresa es pequeña y tiene pocas
relaciones; si goza de buena
reputación en su trabajo, es por los
comentarios transmitidos de boca en
boca, de modo que una vez empiece
a tener mala fama, estamos acabados.
Cuando terminé de hablar, el
hombre se quedó mirándome, sin
decir nada. Al cabo de unos
momentos reanudó la conversación:
—Has hablado con toda
franqueza. Y, además, lo que has
dicho coincide con mis informes. Así
que valoro positivamente tus
palabras. ¿Qué tal si cubro la
totalidad de los gastos que habéis
tenido y de los perjuicios causados a
la compañía de seguros por el
incumplimiento del contrato de
edición de su boletín, y además le
indico que continúe dándoos trabajo?
—Entonces, no hay más que
hablar. Todo quedaría en que
continuaríamos nuestra actividad
habitual, un poco confundidos por lo
ocurrido.
—Y no estará de más añadir un
premio de propina. Sólo con que yo
escriba unas letras en el dorso de una
tarjeta, tu empresa tendrá trabajo
asegurado para diez años; y no esos
miserables encargos de repartir
octavillas, por cierto.
—En resumen: un trato.
—Un intercambio amigable, diría
yo. He informado amigablemente a tu
socio de que ese boletín informativo
ha dejado de editarse. Si me das
muestras de buena voluntad, te
corresponderé con la misma moneda.
¿No podrías hacerme el favor de
considerar así las cosas? Mi amistad
puede serte útil. No vas a pasarte
toda la vida colaborando con un
borracho de espíritu obtuso,
¿verdad?
—Somos amigos —le dije.
Durante unos instantes nos
envolvió el típico silencio que
acompaña la caída de una piedra
lanzada a un pozo insondable. La
piedra tardó treinta segundos en tocar
fondo.
—¡Bueno, dejémoslo estar! —
exclamó el hombre—. Tú mismo. He
investigado a fondo tu historial, y
resulta la mar de interesante.
Haciendo una clasificación a grandes
rasgos de la gente, se dividiría en
dos grupos: el de los mediocres
realistas y el de los mediocres no
realistas. Tú perteneces claramente
al segundo. Deberías tenerlo
presente. El destino que te aguarda es
el propio de los mediocres no
realistas.
—Lo tendré presente —le dije.
El hombre asintió. Me bebí la
mitad del mosto, bastante aguado
porque el hielo se había diluido del
todo.
—Entonces, vamos a hablar de
algo concreto —me dijo—: vamos a
hablar del carnero.

El hombre hizo una serie de


movimientos y sacó de un sobre una
fotografía grande en blanco y negro.
La puso sobre la mesa, orientándola
hacia mí. Daba la impresión de que
simultáneamente entraba en la
habitación un soplo de aire,
impregnado de realidad.
—Ésta es la foto de un rebaño de
carneros que salió en tu revista.
Para ser una ampliación sacada
directamente de la página de una
revista, era una fotografía muy clara.
Era probable que hubieran empleado
alguna técnica especial.
—Según mis datos, esa fotografía
te fue proporcionada por alguna
relación personal, y la usaste para
esa revista. ¿Es cierto lo que digo?
—Efectivamente.
—De acuerdo con nuestras
investigaciones, esa fotografía ha
sido hecha dentro de los seis últimos
meses, por un aficionado, en toda la
extensión de esta palabra. Usó una
máquina barata, de bolsillo. El
fotógrafo no eres tú. Tienes una
Nikon reflex y, por otra parte, eres
más hábil. Además, en estos últimos
cinco años no has ido a Hokkaidô.
¿Es así, o no?
—¿Qué más puedo decirle? —
respondí.
—¡Ejem! —susurró el hombre, y
se quedó momentáneamente callado.
Era un modo de callar que podía
servir como medida ideal del
silencio.
—Bueno está —prosiguió—. Lo
que queremos, se concreta en
información sobre tres cuestiones, a
saber: dónde recibiste esa foto, quién
te la mandó, y con qué intención
usaste una fotografía tan mala para
ilustrar la revista. Es todo.
—No puedo decirlo —respondí
con audacia, con tanta audacia que yo
mismo me sorprendí—. A los
periodistas les asiste el derecho a
guardar el secreto sobre sus fuentes
de información.
El hombre se quedó mirándome
fijamente, mientras se reseguía el
labio con la yema del dedo medio de
su mano derecha. Tras reiterar varias
veces ese gesto, dejó reposar sus
manos de nuevo sobre las rodillas.
También a esto siguió una pausa
silenciosa. «¡Qué buena ocasión para
que un cuco, por ejemplo, se pusiera
a cantar en algún rincón!», pensé. Sin
embargo, ni que decir tiene que
ningún cuco se puso a cantar. Los
cucos no cantan en el crepúsculo
vespertino.
—Eres, ciertamente, un hombre
extraño —me dijo—. Con una
palabra puedo hacer que os quedéis
sin trabajo para siempre. Y ya ni
siquiera podrías llamarte periodista.
Eso suponiendo que redactar
insignificantes folletos, octavillas y
cosas así merezca el nombre de
periodismo.
Volví a pensar en el cuco. ¿Por
qué no cantarán los cucos entrada la
tarde?
—Y hay más. Sé cómo hacer
hablar a la gente.
—No lo dudo —le respondí—.
Sin embargo, necesitará tiempo, y
hasta el final no hablaré. Y aunque
hable, tal vez no lo diga todo. Usted
no puede saber si me callo algo. ¿No
es verdad?
Era un puro farol por mi parte,
pero coherente con el curso de la
conversación. Y, además, la
incertidumbre que manifestaba el
silencio que siguió a mis palabras
era una prueba de que había dado en
el blanco.
—Es interesante hablar contigo
—dijo el hombre—. Tu falta de
realismo resulta patética. Pero
bueno, dejémoslo así. Hablemos de
otra cosa.
Sacó una lupa del bolsillo y la
puso sobre la mesa.
—Con esto puedes examinar la
fotografía cuanto te plazca.
Sostuve la foto con la mano
izquierda y, empuñando la lupa con
la derecha, me puse a examinarla.
Unos cuantos carneros estaban
orientados en mi dirección, otros
miraban hacia diferentes lugares y
los restantes pastaban
despreocupadamente. Recordaba una
de esas instantáneas que reflejan el
ambiente más bien aburrido de las
típicas reuniones de antiguos
alumnos. Fui localizando uno por uno
a los carneros, observé el estado de
la hierba, vi el bosque de abedules
blancos del fondo, así como la
cadena montañosa tras los árboles, y
contemplé las nubes que flotaban a
modo de mechones por el cielo. No
había ni un solo detalle que se
saliera de lo normal. Levantando mis
ojos de la foto y de la lupa, miré al
hombre.
—¿Has notado alguna cosa
extraña? —me preguntó.
—Nada —le dije.
El hombre no dio muestras de
desánimo.
—Creo que estudiaste biología
en la universidad, ¿no es así? —
inquirió el hombre—. ¿Qué es lo que
sabes sobre carneros?
—Es como si no supiera nada.
Aprendí cuatro conceptos tan
especializados como inútiles.
—Dime lo que sepas.
—Son los machos de las ovejas,
pertenecen al orden de los
artiodáctilos, son herbívoros y
gregarios. Seguramente, las ovejas
fueron introducidas en Japón en los
comienzos del período Meiji. Es
apreciado por su lana y su carne. Eso
es todo.
—Exactamente —dijo el hombre
—. Sólo que, para ser exactos, las
ovejas no fueron introducidas en
Japón a principios del período Meiji,
sino durante el período Ansei, es
decir, entre 1854 y 1860. Así pues,
con anterioridad a esa fecha, tal
como has dicho, los carneros eran
desconocidos en Japón. Según una
teoría, en la Edad Media, durante el
período Heian, fueron traídas ovejas
de China; pero, aun suponiendo que
eso fuera cierto, posteriormente se
extinguió la raza. Por lo tanto, hasta
el período Meiji, la mayoría de los
japoneses nunca habían visto un
carnero, y ni siquiera podían
comprender de qué se trataba. A
pesar de la relativa popularidad que
debía de tener este animal por ser
uno de los doce signos zodiacales
del antiguo calendario chino, aquí
nadie sabía qué aspecto tenía. En
resumidas cuentas, puede asegurarse
que se le relegaba al mismo orden de
animales imaginarios representado
entonces por el dragón o el tapir, por
ejemplo. En realidad, los dibujos de
carneros realizados por japoneses
antes del período Meiji representan a
seres monstruosos. Podría incluso
decirse que denotan tanto
conocimiento del tema como el que
H. G. Wells tenía de los marcianos.
»Incluso hoy día, el conocimiento
que tienen los japoneses de los
carneros resulta sorprendentemente
vago. Considerando el tema desde el
punto de vista histórico, este animal
nunca ha tenido importancia para la
vida económica del pueblo japonés.
Por decisión gubernamental, fueron
importados de Estados Unidos, se
reprodujeron y al fin cayeron en el
olvido. Ésa es su historia. Cuando,
después de la guerra, se liberalizó el
comercio de lana y carne de ovino
con Australia y Nueva Zelanda, la
cría de estos animales perdió todo
interés en Japón. ¿No te parece un
animal digno de compasión? Bien,
pues hasta cierto punto es la
personificación del Japón moderno.
»Sin embargo, ahora no voy a
hacer una disertación sobre la
vacuidad de la modernización del
Japón. Sólo deseo que tengas claras
dos cosas: en primer lugar, que antes
del fin del período feudal, en Japón
no existía, seguramente, ni un solo
carnero; y, en segundo lugar, que los
ejemplares de ganado ovino
importados desde entonces lo fueron
bajo la estricta supervisión del
gobierno. ¿Qué quieren decir estas
dos cosas?
Era una pregunta dirigida a mí.
—Que todas las razas de
carneros existentes en Japón son bien
conocidas y están censadas —
respondí.
—Ni más ni menos. Puede
añadirse que en el caso de los
carneros, igual que en el de los
caballos de carreras, el apareamiento
es un punto esencial; por eso, los
ejemplares que hay en Japón tienen
bien documentada su ascendencia. En
resumidas cuentas, se trata de un
animal supervisado al máximo. En
cuanto al cruce entre diversas razas,
también está sujeto a control. No
existe importación clandestina, pues
no es un buen negocio. Puestos a
enumerar las razas, tenemos el
Southdown, el merino español, el
Cotswold, el carnero chino, el
Shropshire, el Corriedale, el
Cheviot, el Romanovsky, el
Ostofresian, el Border Leicester, el
Romney Marsh, el Lincoln, el Dorset
Horn, el Suffolk…, y creo que no hay
más. Ahora que sabes todo esto —
dijo el hombre—, me gustaría que
echases otra mirada a la fotografía.
Tomé de nuevo en mis manos la
fotografía y la lupa.
—Y ahora, me gustaría que te
fijaras en el tercer carnero por la
derecha de la fila delantera.
Llevé la lupa al tercer carnero
por la derecha de la fila delantera.
Luego miré al que tenía a su lado, y
volví de nuevo al tercero por la
derecha.
—Esta vez habrás apreciado
algo, ¿no?
—Es de una raza diferente,
¿verdad? —le respondí.
—Efectivamente. Exceptuando el
tercer carnero por la derecha, todos
son ejemplares corrientes de la raza
Suffolk. Únicamente ése es distinto.
Es bastante más rechoncho que los
Suffolk, el color de su lana también
es diferente, y no tiene la cara negra.
Cómo te lo diría…, da impresión de
fortaleza. He enseñado esta
fotografía a varios especialistas en
ganado ovino, y lo que he sacado en
conclusión es que esta raza no existe
en Japón. Ni tampoco, seguramente,
en el resto del mundo. Así que tienes
delante un carnero inexistente.
Lupa en mano, examiné una vez
más el tercer carnero por la derecha.
Al mirarlo con atención, descubrí en
medio de su lomo una mancha tenue,
como si le hubieran tirado café. Era
una mancha tan vaga, que no podía
definirla: unas veces se me antojaba
una imperfección de la película, y
otras una ligera alucinación de los
ojos. Aunque tal vez alguien hubiera
derramado una taza de café sobre el
lomo del carnero. ¿Por qué no?
—En el lomo se ve una mancha
tenue, ¿eh?
—No es una mancha —dijo el
hombre—. Es un lunar en forma de
estrella. Compáralo con esto.
Sacó una fotocopia de un sobre y
la puso en mi mano. Reproducía el
dibujo de un carnero, realizado, al
parecer, con un lápiz grueso; en los
espacios en blanco del papel se
advertían huellas negruzcas de
dedos. En conjunto, denotaba
ingenuidad, y, sin embargo, era un
dibujo que no dejaba indiferente.
Todos los detalles habían sido
trazados con una minuciosidad
rayana en lo insólito. Traté de
comparar con la mirada el carnero de
la foto y el del dibujo,
alternativamente. A ojos vistas, eran
el mismo animal. El carnero
dibujado tenía en el lomo un lunar en
forma de estrella, el cual
correspondía a la mancha del carnero
fotografiado.
—Y ahora, mira esto.
Acompañando las palabras con
el gesto, el hombre sacó un
encendedor del bolsillo de su
pantalón y me lo entregó. Era un
Dupont muy pesado, de plata,
seguramente un modelo hecho por
encargo. Llevaba grabado el mismo
emblema del carnero que había visto
en el interior del coche. Sobre el
lomo del carnero se distinguía con
claridad meridiana el lunar en forma
de estrella.
Empezó a dolerme un poco la
cabeza.
2. El insólito relato de
aquel
individuo (II)

—Hace poco te hablaba de la


mediocridad —dijo el hombre—.
Pero no era con intención de censurar
la tuya. Por decirlo en pocas
palabras, es que el mundo es
mediocre, y de ahí viene que tú
también lo seas. ¿No lo crees así?
—¡Qué sé yo!
—El mundo es mediocre. Eso no
admite duda. ¿Quiere decirse con
ello que el mundo es mediocre desde
su origen? De ningún modo. El
origen del mundo es el caos, y el
caos no es mediocridad. El proceso
conducente a la mediocridad
comenzó cuando los humanos
separaron la vida cotidiana de los
medios de producción.
Posteriormente, cuando Karl Marx
introdujo la noción de proletariado,
sin saberlo estaba consolidando la
mediocridad. He ahí la razón de que
el estalinismo esté directamente
vinculado al marxismo. Admiro a
Marx. Es uno de los escasos genios
que conservan el recuerdo del caos
primitivo. En ese mismo sentido,
también admiro a Dostoyevski. Sin
embargo, no me seduce el marxismo,
porque es tremendamente mediocre.
El hombre dejó escapar un
suspiro desde lo más hondo de su
garganta.
—Te hablo con toda franqueza.
Es una muestra de gratitud hacia ti,
por mi parte, dada la sinceridad que
antes mostraste hacia mí. Por lo
demás, estoy dispuesto a contestar
cualquier pregunta que me hagas. Sin
embargo, cuando termine de hablarte,
tus alternativas quedarán
drásticamente limitadas. Quisiera
que lo tuvieras bien claro desde un
principio. Es decir, tú mismo has
limitado tu margen de maniobra. ¿De
acuerdo?
—¿Y qué puedo hacer? —
respondí.
—Ahora mismo, dentro de esta
mansión, una persona se encuentra en
peligro de muerte —dijo el hombre
—. La causa está clara. Tiene un gran
tumor sanguíneo en el cerebro. El
tumor es de tal magnitud, que ha
deformado la estructura cerebral.
¿Qué conocimientos tienes de
medicina cerebral?
—No sé casi nada.
—Dicho en pocas palabras, se
trata de una bomba de sangre. Al
dificultarse la circulación, la sangre
se acumula en las arterias. Como si
una serpiente se tragase una pelota de
golf, ¿sabes? Si revienta se detendrá
la función cerebral. Y además es
imposible de operar, ya que al menor
estímulo podría romperse. En suma,
hablando con realismo, no queda más
que aguardar la muerte. Tal vez se
muera la semana próxima, o dentro
de un mes. No hay quien pueda
saberlo.
El hombre apretó los labios, y
acto seguido dejó escapar un nuevo
suspiro.
—No tiene nada de extraño que
muera. Es una persona mayor, y el
diagnóstico de su enfermedad es
claro. Lo que sí resulta extraño es
que aún siga vivo.
No tenía ni idea de lo que el
hombre estaba a punto de decir.
—De hecho, no habría sido nada
extraño que hubiese muerto hace
treinta y dos años —prosiguió el
hombre—, o bien hace cuarenta y dos
años, ¿sabes? Ese tumor sanguíneo le
fue descubierto por un médico militar
americano que hacía la revisión
médica de los criminales de guerra
más destacados; eso tuvo lugar en el
otoño de 1946, poco antes de
constituirse el tribunal de Tokio. El
médico que descubrió el quiste
sanguíneo se quedó de una pieza al
ver la radiografía. Y es que la
existencia de un ser humano que
viviera, y con una actividad superior
a la habitual, teniendo un tumor de tal
magnitud en el cerebro, desbordaba
con mucho todas las previsiones de
la medicina. Enseguida fue
transferido de Sugamo al hospital de
San Lucas, entonces requisado como
hospital militar, para ser sometido a
un minucioso reconocimiento.
»Las pruebas médicas duraron un
año, pero de ellas no se sacó nada en
claro. Ninguna conclusión, aparte de
que "no tendría nada de extraño que
muriera en cualquier momento", y,
por otro lado, que "el hecho de que
esté vivo no es menos sorprendente".
Sin embargo, como no padecía la
menor dolencia, continuó trabajando
con toda energía. Incluso su
actividad cerebral era de lo más
normal. Se desconoce el porqué. Un
callejón sin salida. Un ser humano
que teóricamente debería haber
muerto, estaba en realidad la mar de
sano.
»Las pruebas, no obstante,
demostraron algunas alteraciones de
su salud. Cada cuarenta días padecía
tres días de fuertes jaquecas. Estas
jaquecas le habían aquejado por
primera vez, según testimonio del
interesado, en 1936; y de aquí se
infirió que entonces se formó el
tumor. Sus jaquecas eran terribles,
hasta el punto de que cuando le
aquejaban había que administrarle
calmantes; drogas, en una palabra.
Las drogas le mitigaban el dolor,
pero también le provocaban
alucinaciones. Terribles
alucinaciones. Sólo él puede saber
cuán dolorosa ha sido esa
experiencia, por descontado, pero
todo induce a suponer que era algo
muy desagradable. Aún existen, en
poder del ejército americano,
testimonios escritos que dan cuenta
cumplidamente de tales
alucinaciones. En verdad, los
médicos dejaron todo anotado con el
mayor detalle. Logré hacerme con
esa documentación y la he leído
varias veces; a pesar de estar escrita
en jerga profesional, describe una
situación terrible. Creo que pocas
personas ha habido en este mundo
capaces de aguantar tales
alucinaciones como experiencia
periódica.
»Tampoco era comprensible la
causa de esas alucinaciones. Llegó a
suponerse que el tumor emitía a
intervalos regulares algún tipo de
energía, y que la jaqueca sería una
reacción defensiva del cuerpo. Así
pues, al ser eliminada la reacción
defensiva con las drogas, dicha
energía estimularía directamente
alguna zona cerebral, y como
resultado se originarían las
alucinaciones. Esto, naturalmente, no
pasa de ser una hipótesis, pero lo
cierto es que llegó a interesar al
ejército americano. A raíz de ello se
inició una investigación a fondo. Una
investigación de lo más discreta,
llevada a cabo por el servicio
secreto. No se comprende por qué
para investigar un simple tumor
sanguíneo, por grande que fuera,
entró en escena el servicio secreto
americano; pero se pueden hacer
algunas suposiciones. La primera es
que socapa de la investigación
médica los americanos buscasen
informaciones de otra clase: que
quisieran hacerse, en suma, con el
control de las redes del espionaje y
del tráfico de opio en la China
continental. Es bien sabido que los
americanos, a medida que se hacía
cada vez más inminente la derrota de
Chiang Kai-shek, fueron quedando
desconectados de los asuntos chinos.
Los contactos de que disponía
nuestro jefe eran codiciados con uñas
y dientes por su servicio secreto. Y
es obvio que ese tipo de
interrogatorios no pueden hacerse de
manera oficial. El hecho es que el
jefe, tras esa serie de
investigaciones, fue puesto en
libertad y no tuvo que comparecer
ante el tribunal. Existe la firme
creencia de que hubo un arreglo entre
bastidores. Un intercambio de
libertad por información, digamos.
»La segunda posibilidad es que
se hubiera querido demostrar una
relación causa y efecto entre el tumor
cerebral del jefe y su condición, que
se quería subrayar, de líder bien
conocido de la extrema derecha. Es
una ocurrencia pintoresca, pero no
descabellada; te lo explicaré más
tarde. Sin embargo, a fin de cuentas,
creo que en este punto los
investigadores tampoco sacaron nada
en claro. Si era inexplicable el hecho
de que el jefe siguiera con vida,
¿cómo iban a encontrar la causa de
un determinado liderazgo político?
Hubiera sido necesario extirparle el
cerebro para estudiarlo, y no era
seguro que así obtuvieran resultados
positivos. Así que llegamos a otro
callejón sin salida.
»La tercera posibilidad es que
quisieran practicarle lo que se
denomina "lavado de cerebro".
Consiste en la estimulación del
cerebro mediante determinadas
ondas, a fin de obtener la respuesta
deseada. Por aquellos tiempos, esa
teoría estaba de moda. De hecho, se
sabe que en los Estados Unidos se
organizaron por aquel entonces
grupos para el estudio del lavado de
cerebro.
»No se sabe a ciencia cierta cuál
era la finalidad de las
investigaciones realizadas por el
servicio secreto americano.
Tampoco hay constancia de las
conclusiones que se sacaron. Todo
eso ya es pasado, historia. Quienes
en realidad saben lo que ocurrió, son
un puñado de altos mandos del
ejército americano de entonces, y el
propio jefe, claro. Pero el jefe no ha
contado a nadie, ni siquiera a mí,
esas cosas; y es dudoso que en el
futuro pueda hacerlo. De modo que
lo que te he dicho no pasa de ser una
mera conjetura.
Al terminar esta parrafada, el
hombre carraspeó quedamente. Me
sentía incapaz de calcular el tiempo
que había transcurrido desde que
entré en la habitación.
—Sin embargo —añadió—, por
lo que respecta a las circunstancias
de 1936, año en que se supone que se
le formó el tumor sanguíneo, se
conocen con algún detalle. En el
invierno de 1932 el jefe fue
encarcelado por complicidad en una
conjura para asesinar a una
importante personalidad. Permaneció
entre rejas hasta junio de 1936. Se
conservan documentos, como el
registro oficial de la prisión y el
historial clínico, y aparte de ello, el
propio jefe se ha referido a los
sucesos de esa época en
conversaciones con sus
colaboradores. En resumen, se trata
de lo siguiente: durante su estancia
en la cárcel el jefe padeció de
insomnio crónico. No se trataba de
simples episodios de insomnio, sino
de accesos prolongados y peligrosos.
No pegaba ojo durante períodos de
tres o cuatro días, e incluso de más
de una semana en ocasiones. Por
aquel entonces, la policía, para hacer
confesar a los presos políticos,
utilizaba la táctica de no dejarles
dormir. Y en el caso del jefe, dada su
intervención en actividades contra el
partido proimperialista que entonces
estaba en el poder, los
interrogatorios debieron ser
especialmente duros. Cuando el
preso va a dormirse, lo duchan, lo
golpean con varas de bambú, lo
deslumbran con focos…, utilizan
todos los recursos, en fin, para que
no duerma. Si este tratamiento se
prolonga durante meses, la mayoría
de la gente acaba por sufrir serias
lesiones físicas y corporales. Los
mecanismos nerviosos del sueño se
alteran. Algunas personas se mueren,
otras acaban locas, otras, en fin, se
vuelven insomnes crónicos. Esto
último es lo que le ocurrió al jefe,
que no logró recuperarse por
completo de sus insomnios hasta la
primavera de 1936. Es decir: por la
misma época en que se le formó el
tumor sanguíneo. ¿Qué te parece?
—¿Sugiere que el prolongado
insomnio dificultó la circulación
sanguínea en el cerebro de su jefe,
que a su vez provocó la formación
del tumor?
—Eso es lo que dice el sentido
común. Y ya que se le ocurre a quien,
como tú, es lego en la materia, no
creo que se le pasara por alto al
equipo médico del ejército
americano. Sin embargo, eso no
basta para explicarlo todo. Creo que
tuvo que intervenir otro factor, un
factor esencial, del que la formación
del tumor sanguíneo no sería más que
una secuela. Piensa que mucha gente
padece tumores sanguíneos sin que
tenga esos síntomas. Aparte de que el
insomnio no explica por qué el jefe
sigue con vida.
Las palabras de aquel hombre
tenían su lógica.
—En relación con el tumor
sanguíneo, hay algo más. Resulta que,
a partir de la primavera de 1936,
puede decirse que el jefe volvió a
nacer, ya que su personalidad cambió
por completo. Hasta entonces no era,
por decirlo con franqueza, más que
un mediocre activista de extrema
derecha. Tercer hijo varón de una
pobre familia campesina de
Hokkaidô, a los doce años se fue de
casa y pasó a Corea; pero como allí
tampoco le fueron bien las cosas,
volvió a la metrópoli e ingresó en un
grupo de extrema derecha. Era el
típico agitador que tiene más coraje
que cerebro y siempre está dispuesto
a liarse a garrotazos. Y su nivel
cultural no era de los más elevados.
Sin embargo, en el verano de 1936,
justo después de salir de la cárcel, el
jefe se convirtió en uno de los
líderes destacados de la extrema
derecha, con todo lo que esto
significa. Tenía carisma para ganarse
las voluntades, una ideología
rigurosa, un verbo incisivo capaz de
suscitar reacciones apasionadas,
visión política para prever el futuro,
capacidad de decisión y, por encima
de todo, una extrema habilidad para
penetrar en el corazón de las masas y
manipular la sociedad en provecho
propio.
El hombre tomó aliento y
carraspeó levemente.
—Como es natural —añadió—,
sus teorías como pensador de
extrema derecha, y su manera de ver
el mundo, eran más bien pueriles.
Eso, sin embargo, era lo de menos.
La cuestión esencial era si le
servirían para hacerse con el poder
gracias a la organización que le
permitieron crear. Más o menos de la
misma manera como Hitler impuso a
nivel estatal las vulgares teorías no
menos pueriles del espacio vital y la
superioridad de una raza. El jefe, sin
embargo, no tomó esa dirección.
Prefirió dar un rodeo y seguir un
camino secreto, un camino de
sombras. Sin dar la cara
abiertamente, movía los hilos de la
sociedad entre bastidores. Con ese
propósito marchó, en 1937, a China.
Con todo…, bueno; dejémoslo ahí.
Volvamos al tema del tumor
sanguíneo. Lo que quiero decir es
que la formación del tumor y la
extraordinaria transformación del
jefe son hechos que ocurrieron a la
vez.
—Según su hipótesis —dije—,
entre el tumor sanguíneo y la insólita
transformación que experimentó su
jefe no media una relación de causa
efecto, sino que ambas situaciones se
dieron en paralelo, y detrás de ellas
hay un enigmático factor.
—Eres despierto para captar las
cosas —me respondió—: claro y
conciso.
—Y a todo esto, ¿dónde entra en
juego el carnero?
El hombre sacó un segundo
cigarrillo de la caja de tabaco, lo
preparó golpeando con la punta de
una uña uno de los extremos, y se lo
puso entre los labios. Pero no lo
encendió.
—Todo a su tiempo —dijo.
Durante unos instantes, hubo de
nuevo un pesado silencio.
—Hemos edificado un reino —
prosiguió—, un poderoso reino
subterráneo. Controlamos todo lo que
te puedas imaginar: el mundo de la
política, el de las finanzas, los
medios de comunicación de masas, la
burocracia, la cultura… y muchas
cosas más, de las que no puedes ni
hacerte idea. Incluso ambientes que
nos son hostiles. Desde el poder
hasta la oposición. Esos colectivos,
en su gran mayoría, ni siquiera se han
dado cuenta de que trabajan para
nosotros. Nuestra organización, en
suma, es terriblemente compleja.
Esta organización la creó el jefe
después de la guerra, él solo. Como
si dijéramos, él lleva el timón de la
inmensa nave del Estado. Bastaría
con que le quitara un tapón al casco
para que el barco se fuera a pique.
Antes de que los pasajeros se
percataran de lo que había pasado, se
verían con el agua al cuello,
¿comprendes?
Entonces, el hombre encendió su
cigarrillo.
—Con todo, esta organización
tiene un límite: la muerte del rey. Si
el rey muere, el reino se derrumba.
Porque el reino fue edificado gracias
al temperamento genial del jefe, y así
se ha venido manteniendo hasta hoy.
De acuerdo con mi hipótesis, esto
equivale a decir que se ha edificado
y mantenido gracias a un misterioso
factor. Cuando el jefe muera, todo
morirá, todo se acabará. Y eso
ocurrirá, porque nuestra organización
no es burocrática, sino una máquina
perfecta con un cerebro en su
cumbre. Ahí está la razón de la
fuerza de nuestra organización, y, al
mismo tiempo, la causa de su
debilidad… Estaba, diríamos mejor.
Tras la muerte del jefe, la
organización se desmembrará antes o
después y, como el Valhalla al
incendiarse, se hundirá cada vez más
en el océano de la mediocridad. No
hay nadie capacitado para coger el
relevo del jefe, y la organización se
desmembrará; será algo parecido a
lo que ocurre cuando se derriba un
gran palacio para que en su solar
alguna cooperativa levante bloques
de viviendas. Un mundo uniforme y
estático, donde la voluntad no cuenta
para nada. Aunque tal vez pienses
que será positivo que desaparezca
nuestra organización. En este caso,
sólo te pido una cosa: trata de
imaginarte que todo Japón hubiera
sido allanado, un terreno liso, sin
montañas, sin playas, sin lagos…,
donde se alzaran fila tras fila de
uniformes bloques de viviendas. ¿Te
gustaría eso?
—No lo sé —dije—. No estoy
seguro de que ésta sea la manera
adecuada de exponer el problema.
—Eres listo, desde luego —dijo
el hombre, que cruzó las manos sobre
las rodillas y se puso a tamborilear
con la punta de los dedos a ritmo
lento—. Lo que he dicho de las
cooperativas de viviendas —
prosiguió—, era sólo una metáfora,
naturalmente. Hablando con más
propiedad, nuestra organización se
divide en dos partes: una que avanza
y otra que proporciona a ésta los
medios para cumplir su cometido.
Hay diversas partes menores que
realizan determinadas funciones,
pero las primeras son las que cuentan
de verdad. Las otras no son
fundamentales. La parte que avanza
es la «voluntad», y la que le
proporciona los medios es la
«tesorería», la que recibe las
ganancias. Cuando la gente habla de
lo que ocurrirá si muere el jefe,
piensa en la «tesorería»,
exclusivamente. Y será esa
«tesorería» la que provocará el
desmembramiento de nuestra
organización en cuanto se muera. La
«voluntad» no tendrá aspirantes que
la pretendan, pues no hay nadie que
la entienda. Éste es el sentido que
doy a la palabra desmembración. La
«voluntad» no admite
desmembración ni reparto. Ha de
transmitirse al ciento por ciento, o
bien extinguirse por completo.
Los dedos del hombre seguían
tamborileando lentamente sobre sus
rodillas. Por lo demás, su aspecto
era el mismo que tenía al principio:
una mirada evasiva, una pupila fría,
un semblante correcto e inexpresivo.
Aquella cara había estado vuelta
hacia mí, sin cambiar de ángulo,
durante toda la entrevista.
—¿Qué es para usted la
«voluntad»? —pregunté intrigado.
—Es el concepto que gobierna
tanto el espacio como el tiempo
como lo posible.
—No lo entiendo.
—Naturalmente. Nadie es capaz
de entenderlo. Sólo el jefe, que lo
comprendía de un modo instintivo.
Profundizando, diría que este
concepto viene a ser una negación
del conocimiento de sí mismo. Es la
condición indispensable para que sea
posible la más radical de las
revoluciones. Una revolución…,
¿cómo podría explicártelo?, que
haría del capital un elemento
integrante del trabajo, y de éste un
elemento integrante de aquél.
—Un poco fantástico, ¿no?
—Todo lo contrario.
Precisamente lo fantástico es el
conocimiento —me contestó con
energía—. Como es natural, todo lo
que te estoy diciendo son meras
palabras. Por mucho que lo intentara,
no alcanzaría a explicarte, por
ejemplo, cómo es la «voluntad» del
jefe. Mi explicación no pasaría de
ser una muestra de la interrelación
que media entre esa «voluntad» y yo,
expresada con otra interrelación
distinta, de orden lingüístico. La
negación del conocimiento lleva
aparejada la negación de la palabra.
Cuando pierden sentido el
conocimiento de sí mismo y la
continuidad evolutiva, los dos
pilares del humanismo europeo
occidental, la palabra pierde sentido
a su vez. La existencia no depende
del individuo, sino del caos. El ser
que eres tú no es tal ser individual.
Es caos, y nada más. La existencia es
comunicación; y la comunicación,
existencia.
De repente, la habitación pareció
helarse, y tuve la sensación de que a
mi lado estaban preparando una cama
calentita. Alguien me invitaba a
meterme en ella. Sin embargo,
aquello era una alucinación, claro.
Estábamos en septiembre, y fuera las
cigarras seguían cantando.
—La ampliación de la conciencia
que vuestra generación llevó a cabo,
o trató de llevar a cabo, a fines de
los años sesenta, terminó en un
rotundo fracaso, precisamente por
estar basada en lo individual. Es
decir, cuando se trata de ampliar la
conciencia sin que se opere un
cambio sustancial en los individuos,
a fin de cuentas se cae en la
desesperación. Y eso es, ni más ni
menos, la mediocridad a la que me
refería antes. No obstante, por mucho
que te lo explique, no lo vas a
comprender. Y no es que espere que
lo entiendas. Sólo me esfuerzo por
ser honesto contigo.
»Pasando al tema del dibujo que
hace poco te entregué, es una copia
del que se conserva archivado en el
historial clínico del hospital militar
americano. Está fechado el 27 de
julio de 1946. Es un dibujo que hizo
el jefe, a petición de los médicos,
para plasmar sus alucinaciones.
Según el testimonio de los archivos
médicos, este carnero se le aparecía
al jefe con muchísima frecuencia en
sus alucinaciones. Para precisar,
aproximadamente un ochenta por
ciento de las veces. Es decir: hasta
cuatro de cada cinco veces que sufría
alucinaciones, el carnero formaba
parte de ellas. Y no se trataba de un
carnero vulgar y corriente, sino de
este carnero de tono castaño que
lleva una estrella en el lomo.
»Por otra parte, el emblema del
carnero que va grabado en ese
encendedor lo usó el jefe, como su
sello personal, a partir de 1936. Me
imagino que ya te habrás dado
cuenta: el carnero de ese emblema
coincide totalmente con el del dibujo
que se conservó archivado en el
historial clínico. Y, por si fuera
poco, coincide también con el
carnero de la foto que tienes ante ti.
¿No te parece muy curiosa tal
circunstancia?
—Será por pura y simple
casualidad —dije.
Traté de dar a mis palabras un
tono despreocupado, pero no tuve
mucho éxito, formalmente.
—Aún hay más —continuó el
hombre—. El jefe recopilaba con
gran interés cualquier información
que pudiera llegarle, tanto de nuestro
país como del extranjero,
relacionada con carneros. Una vez
por semana, dedicaba unas horas a
revisar personalmente las
informaciones relativas a carneros
aparecidas en los periódicos y
revistas publicados aquella semana
en Japón. Yo lo ayudaba siempre en
esa tarea. El jefe se lo tomaba muy a
pecho. Como si buscara algo
concreto, ésa es la verdad. Y una vez
que el jefe cayó enfermo, tomé
personalmente a mi cargo ese
quehacer. Resultaba intrigante. ¿Por
qué tenía tanto interés el jefe? Y
entonces apareciste tú. Tú y tu
carnero. Se mire como se mire, no
puede considerarse una mera
casualidad.
Sopesé el encendedor. Tenía un
peso en verdad agradable. Ni
demasiado pesado, ni demasiado
ligero. Parecía increíble que en este
mundo existiera un objeto tan bien
equilibrado.
—¿Tienes idea de por qué el jefe
se tomó con tanto empeño la
búsqueda del carnero?
—No —le respondí—. Sería más
sencillo preguntárselo a él.
—Si se le pudiera preguntar, sí.
Pero desde hace un par de semanas,
está inconsciente. Es de temer que no
recobre el sentido. Y si el jefe
muere, morirá con él el secreto de
ese carnero que lleva la impronta de
una estrella en el lomo, quedará para
siempre enterrado en las tinieblas. Es
algo a lo que no puedo resignarme.
No por las pérdidas o ganancias que
pueda reportarme a nivel personal,
sino por razones mucho más
trascendentales.
Levanté la tapa del encendedor;
dándole a la ruedecilla, lo encendí.
A continuación, cerré la tapa.
—Tal vez estés pensando que lo
que te digo es una sarta de tonterías.
Sin embargo, me gustaría que
comprendieras que es todo lo que
nos queda. El jefe muere. Y con él se
muere esa «voluntad» única. En
consecuencia, cuanto rodea a su
«voluntad» se extinguirá con él.
Después sólo quedará lo que se
pueda contar en cifras. Nada más.
Así que necesito dar con ese carnero.
Por primera vez, mi interlocutor
cerró los ojos durante unos segundos,
breve intervalo en el que se mantuvo
silencioso.
—Se me ha ocurrido una
hipótesis. No es más que eso, desde
luego. Si no te gusta, olvídala. Creo
que ese carnero es, ni más ni menos,
la matriz de la «voluntad» del jefe.
—Eso suena a cuento de hadas
—dije. Pero no me prestó atención.
—Sospecho que el carnero se
metió dentro del jefe. Tal vez fue eso
lo que ocurrió en 1936. A partir de
entonces, y durante más de cuarenta
años, el carnero ha vivido dentro del
jefe. Es posible que allí haya una
pradera y unos abedules blancos.
Justamente como en esa fotografía.
¿Qué te parece?
—Me parece una hipótesis más
bien pintoresca —le dije.
—Es que es un carnero especial.
Muy especial. Me he propuesto dar
con él, y para eso necesito tu ayuda.
—Y entonces ¿qué?
—Pues… no sé. Quizá ya no se
pueda hacer nada, o tal vez las
posibles soluciones desborden con
mucho mi capacidad. En tal caso, se
acabarían todas mis esperanzas. Pero
si por casualidad ese carnero
deseara algo para volver, haría todo
cuanto estuviera en mi mano por
conseguírselo. Si el jefe se muere, mi
vida ya no tendrá sentido.
Tras decir esto, guardó silencio.
También yo estaba callado. Tan sólo
las cigarras seguían cantando.
Murmuraba la arboleda del jardín al
rozarse sus innumerables hojas,
movidas por el viento del
crepúsculo. El interior de la casa
seguía sumido en el silencio. Era
como si los gérmenes de la muerte
pulularan por la mansión igual que
una fatal epidemia. Trataba de
imaginarme la pradera en el interior
de la cabeza del jefe. Una inacabable
pradera de hierba agostada, que el
carnero había abandonado en busca
de mejores pastos.
—Insisto una vez más: dime
cómo te has hecho con esa fotografía.
—No puedo —le contesté.
El hombre lanzó un suspiro.
—Te he hablado con toda
sinceridad —dijo—. Por eso exijo
que me hables con franqueza.
—Creo que no debo decírselo. Si
lo hiciera, tal vez acarrearía algún
perjuicio a la persona que me
proporcionó la fotografía.
—Así que —añadió él— tienes
motivos para suponer que esa
persona puede sufrir algún perjuicio
a causa de la foto del carnero.
—No tengo ningún motivo, sólo
es intuición. Aquí tiene que haber
trampa. He estado pensándolo todo
el rato mientras usted hablaba. Aquí
tiene que haber por fuerza alguna
trampa. Me lo dice un sexto sentido.
—Y por eso no quieres hablar.
—Claro —le contesté, y me
quedé pensativo un momento—. Sé
que hay muchas maneras de fastidiar
a la gente, y también sé los métodos
que se emplean para ello, pueden ser
extremadamente sutiles. Así pues,
trato de evitar que la gente me cause
perjuicios. Y por eso no me gusta
causarlos. Sin embargo, comprendo
que usted no se dará por satisfecho
con mi silencio y, a la larga, tanto yo
como mi informador podemos salir
perjudicados. A pesar de todo, no
quiero ser yo quien lleve las cosas
por ese camino voluntariamente. Es
una cuestión de principios.
—No acabo de entenderte —me
contestó.
—Lo que intento decirle es que
la mediocridad puede tener diversas
formas.
Me puse un cigarrillo entre los
labios y lo encendí con el
encendedor que tenía en la mano.
Inhalé el humo. Así me sentí un poco
aliviado.
—Si no quieres hablar, allá tú —
dijo el hombre—. Pero tendrás que ir
en busca del carnero. Éstas son
nuestras condiciones: si en dos
meses, a partir de hoy, logras dar con
el carnero, te gratificaremos con la
recompensa que pidas; pero si no
logras dar con él, tanto tú como tu
empresa estaréis acabados. ¿De
acuerdo?
—Creo que no me queda otra
opción —respondí—. Pero ¿y si
resultara que no existe el tal carnero
con la impronta de la estrella en su
lomo, y todo se hubiera debido a un
error?
—El resultado no cambia. Ni
para ti ni para mí. No hay más
alternativa que encontrar al carnero o
no. Sin términos medios. Lo siento
por ti, pero, como ya te dije antes,
eres tú quien ha limitado su margen
de maniobra. Una vez que te has
hecho con el balón, no te queda más
remedio que correr hacia la portería,
incluso si no hay tal portería. ¿Lo
entiendes?
—Ya —le contesté.
El hombre sacó un grueso sobre
del bolsillo de su chaqueta y me lo
puso delante.
—Puedes usarlo para los gastos
—me dijo—. Si no te bastara, llama
por teléfono. Al punto se te enviará
más. ¿Alguna pregunta?
—Pregunta, no; pero sí tengo un
comentario.
—¿De qué tipo?
—En su conjunto, este asunto es
tan absurdo que resulta increíble; sin
embargo, al oírselo contar, parecía
como si hubiese en él algo de
verdad. Desde luego, aunque
explicara por ahí todo lo que me ha
dicho, nadie me creería.
El hombre torció levemente el
labio. A su manera, sonreía.
—Mañana, sin más dilación,
empiezas la búsqueda. Como te he
dicho, tienes dos meses, a partir de
hoy.
—La tarea es difícil. Puede que
no baste con dos meses, tratándose,
como se trata... se trata, de encontrar
un carnero en un territorio inmenso.
El hombre me miró fijamente sin
decir palabra. Tuve la sensación de
que aquella mirada me convertía en
algo así como una piscina vacía. Una
piscina vacía, sucia, agrietada, que
probablemente pronto será demolida.
Estuvo treinta segundos largos
mirándome a la cara sin pestañear.
Luego, abrió parsimoniosamente los
labios:
—Más valdría que te fueras —
dijo.
—Lo mismo opinaba yo, por
cierto.
3. El coche y su
conductor (II)

—¿Vuelve a su oficina? ¿O desea


que le lleve a algún otro lugar? —me
preguntó el conductor.
Era el mismo conductor del viaje
de ida, aunque ahora se mostraba
más afable. Su carácter, por lo visto,
era comunicativo.
Tumbado sobre el cómodo
asiento del coche, me puse a pensar
adónde me convendría ir. No tenía la
menor intención de volver a la
oficina. Sólo de pensar en dar
explicaciones a mi socio me entraba
dolor de cabeza —¿qué diablos
podría explicarle?—, y, además,
estaba de vacaciones. Tampoco me
animaba a coger el camino de casa.
Una voz interior me decía que antes
de volver a casa necesitaba pasar un
rato en un ambiente normal, donde
gente normal caminara con toda
normalidad sobre dos pies.
—A la salida oeste de la estación
de Shinjuku —le dije al chófer.
Debido en parte a la hora
vespertina, la autovía que llevaba a
Shinjuku estaba terriblemente
congestionada. Llegó un momento en
que los automóviles, como si
hubieran lanzado un ancla a tierra, se
quedaron prácticamente
inmovilizados. De vez en cuando,
como mecidos por una ola, se
desplazaban unos centímetros.
Durante un rato estuve pensando en
la velocidad de rotación de la Tierra.
¿A cuántos kilómetros por hora
estaría girando, por cierto, la
superficie de aquella autovía en el
espacio cósmico? Traté de hacer un
cálculo aproximado, en números
redondos, y acabé preguntándome si
aquella velocidad sería mayor o
menor que la de esas tazas de café
que giran sobre sí mismas en los
parques, de atracciones. Hay
muchísimas cosas que
desconocemos, por más que
presumamos de saber un poco de
todo. Si unos extraterrestres se
acercaran a preguntarme «Oye tú, ¿a
cuántos kilómetros por hora gira el
ecuador?», me pondrían en un
aprieto. Quizá ni siquiera supiese
darles razón de por qué el miércoles
viene tras el martes. ¿Se reirían de
mí? He leído tres veces Los
hermanos Karamazov y El Don
apacible. También he leído, una vez,
La ideología alemana. Y puedo dar
hasta la decimosexta cifra del
número pi. Con todo, ¿se reirían de
mí? Probablemente sí. Se morirían
de risa.
—¿Desea escuchar un poco de
música? —me preguntó el chófer.
—No estaría mal —le respondí.
Una balada de Chopin comenzó a
inundar el interior del coche. Me
sentí transportado a la sala de
recepción de unos de esos
pabellones que se alquilan para
celebrar bodas.
—Oiga —le pregunté al chófer,
por matar el rato—. ¿Conoce el
número pi?
—¿Esa cantilena de tres, catorce,
etcétera?
—Eso. ¿Cuántas cifras puede
darme a partir de la coma de los
decimales?
—Sé hasta treinta y dos cifras —
me respondió el conductor, como si
tal cosa—. Pasando de ahí, ya…
—¿Treinta y dos?
—Sí. Conozco algunos truquillos
de mnemotecnia. ¿Por qué?
—No, dejémoslo —le contesté
con el alma en los pies—. Era una
tontería.
Durante unos instantes
escuchamos a Chopin, mientras el
coche avanzaba unos diez metros.
Los conductores de otros
automóviles, así como los pasajeros
de los autobuses, contemplaban
fijamente aquel vehículo fantasmal en
que viajábamos. Por más que
supiéramos que, al estar equipado
nuestro coche con lunas especiales,
nadie podía vernos desde fuera, eso
de que la gente fijara en nosotros su
mirada no dejaba de ser
desagradable.
—La cosa está bastante
congestionada, ¿eh? —dije.
—Desde luego —respondió el
chófer—. Sin embargo, al igual que
no hay noche sin aurora, tampoco hay
embotellamiento sin fin.
—Seguro —confirmé—. Pero
¿no se siente irritado al tener que ir
tan despacio?
—Por descontado. Me irrita, me
contraría… Especialmente, cuando
tengo prisa. Sin embargo, me digo
que es una más de las pruebas por las
que tenemos que pasar, y que
irritarse no arregla nada.
—Suena a una interpretación
bastante religiosa de los
embotellamientos.
—Soy cristiano. No frecuento la
iglesia, pero soy cristiano.
—Ya… —rezongué—. Oiga, ¿no
habrá cierta contradicción entre ser
cristiano y ser chófer de una
personalidad de extrema derecha?
—El jefe es una gran persona. De
entre las que he tratado hasta ahora,
es la mejor, después de Dios.
—¿Usted ha tenido trato con
Dios?
—Naturalmente. Cada noche le
llamo por teléfono.
—Sin embargo… —empecé a
decir, pero me vi asaltado por la
perplejidad. La cabeza empezaba a
alborotárseme otra vez—. Si todo el
mundo se pone a llamar a Dios,
habrá una saturación de líneas, y
siempre estará comunicando, como,
por ejemplo, el servicio de
información telefónica al mediodía.
—No hay que preocuparse por
eso. Dios es, digamos, una presencia
simultánea. Y así, aunque un millón
de personas le llame a la vez, Dios
habla a la vez con un millón de
personas.
—No entiendo mucho de esas
cosas, pero ¿está esa interpretación
dentro de la ortodoxia? Es decir,
desde un punto de vista teológico.
—Soy de los radicales. Por eso
no me llevo demasiado bien con la
Iglesia.
—Ya —le dije.
El coche avanzó unos cincuenta
metros. Cuando, tras llevarme un
cigarrillo a los labios, fui a
encenderlo, caí en la cuenta de que
había mantenido agarrado el
encendedor entre mis manos. Me
había venido, sin advertirlo, con
aquel Dupon del emblema del
carnero grabado que el hombre me
enseñó. Aquel encendedor de plata
se me adaptaba a la mano como un
guante, como si lo tuviera allí de
nacimiento. Tanto su peso como su
tacto eran irreprochables. Tras
pensarlo un poco, decidí
quedármelo. Porque desaparezca un
encendedor, o incluso dos, nadie va a
poner el grito en el cielo. Después de
levantar y cerrar dos o tres veces la
tapa, encendí el cigarrillo y me metí
el encendedor en el bolsillo. Acto
seguido, y a cambio de él, dejé caer
mi Bic desechable en el
compartimiento interior de la puerta.
—Me lo dio el jefe hace unos
años —dijo de pronto el chófer.
—¿Qué le dio?
—El número de teléfono de Dios.
Lancé un suspiro imperceptible.
¿Me había vuelto loco? ¿O más bien
los locos eran ellos?
—¿Se lo dio sólo a usted, y de
modo reservado?
—Así es. Sólo me lo dio a mí, y
reservadamente. Es una excelente
persona. ¿Le gustaría tenerlo?
—Si es posible… —respondí.
—Bien, pues se lo daré. Es el
número de Tokio 945…
—Espere un momento —le dije.
Saqué mi agenda y mi bolígrafo, y
apunté el número—. Oiga, ¿seguro
que puede dármelo?
—¡Claro! No es que se lo dé a
todo el mundo, pero usted parece
buena persona.
—Muchas gracias —le dije—.
Pero ¿de qué se le puede hablar a
Dios? Yo ni soy cristiano ni…
—No creo que eso sea mayor
problema. Basta con que le diga
abiertamente lo que piensa, lo que le
preocupa. Por muy absurdo que sea
lo que le diga, Dios nunca se
aburrirá, ni se burlará de usted.
—Gracias. Le telefonearé un día
de éstos.
—¡Estupendo! —exclamó el
chófer.
Los coches empezaron a rodar
con más fluidez, y los altos edificios
de Shinjuku se fueron acercando.
Hasta llegar a mi destino no
volvimos a hablar.
4. Fin del verano,
comienzo del otoño

Cuando el coche llegó a mi


destino, la ciudad ya estaba envuelta
en la luz añil del crepúsculo. Una
brisa que anunciaba el final del
verano se deslizaba por entre los
edificios y agitaba las faldas de las
chicas que volvían del trabajo; el
rítmico taconeo de sus sandalias
resonaba sobre el pavimento de las
aceras.
Subí al último piso de uno de los
hoteles más altos, entré en el
espacioso bar y pedí una cerveza.
Pasaron diez minutos hasta que me la
trajeron.
Mientras esperaba, apoyé el codo
sobre el brazo de mi butaca y dejé
reposar la cabeza sobre la palma de
mi mano; luego entorné los ojos. No
pude concentrarme en mis
pensamientos. Al cerrar los ojos,
percibí el ruido que hacían
centenares de duendes que barrían
con sus escobas el interior de mi
cerebro. Barrían y barrían sin que, al
parecer, tuvieran intención de parar.
A ninguno de ellos se le ocurrió usar
un recogedor.
Cuando me trajeron por fin la
cerveza, me la bebí de un par de
tragos, y engullí en un santiamén los
cacahuetes que me habían servido
como acompañamiento en un platito.
Ya no oía el ruido de las escobas.
Me metí en la cabina telefónica,
situada junto a la recepción, y llamé
a mi amiga, la de las maravillosas
orejas. No estaba en su casa, ni en la
mía. Quizá había salido a cenar.
Nunca comía en casa.
A continuación marqué el número
del nuevo apartamento de mi ex
esposa. Pero tras un par de
timbrazos, lo pensé mejor y colgué el
auricular. La verdad, no tenía nada
importante que decirle, y no quería
que me tomara por tonto. Aparte de
eso, no tenía a quién llamar. En una
ciudad donde pululan más de diez
millones de seres humanos, sólo
había dos personas a quienes pudiera
llamar. Y, para colmo, estaba
divorciado de una de ellas. Hastiado,
volví a meterme en el bolsillo la
moneda de diez yenes y salí de la
cabina telefónica. A un camarero que
pasaba le pedí dos cervezas más.
De este modo, el día se fue
acercando a su fin. Tenía la
impresión de que desde mi
nacimiento no había pasado ni un
solo día tan sin sentido como aquél.
Para ser el último día del verano,
podía haberse presentado con otro
color. Sin embargo, no hice más que
recibir sobresaltos e ir de un lado
para otro, mientras el día se iba
acercando a su fin. Más allá de la
ventana se esparcían las tinieblas que
preludiaban el otoño. Sobre la
superficie de la ciudad se veían
hileras de lucecitas amarillas, que se
extendían hasta perderse de vista.
Contempladas desde lo alto, parecían
estar esperando que alguien les
plantara el pie encima.
Por fin me trajeron las cervezas.
Tras dar cuenta de una de ellas, me
volqué sobre la palma de la mano los
dos platitos de cacahuetes, y me los
fui comiendo ordenadamente. En la
mesa vecina, cuatro mujeres de
mediana edad, que acababan de salir
de unas clases de natación en la
piscina, charloteaban de todo lo
habido y por haber mientras se
tomaban unos cócteles tropicales de
variados colores. Un camarero
aguardaba en actitud de firmes y de
vez en cuando giraba el cuello para
bostezar. Otro camarero explicaba el
menú a un matrimonio americano. Me
comí todos los cacahuetes y me bebí
mi tercera cerveza hasta la última
gota. Tras engullir tres cervezas, ya
no me quedaba nada que hacer.
Saqué el sobre que me había
dado el hombre del bolsillo trasero
de mis pantalones, lo abrí y conté los
billetes de diez mil yenes que había
dentro. Aquel fajo de billetes nuevos,
envueltos en una banda de papel, más
que dinero parecía una baraja.
Cuando casi había contado la mitad
de los billetes, sentí punzadas de
dolor en las manos. Estaba en el
número noventa y seis cuando vino
un camarero de cierta edad, retiró las
botellas vacías y preguntó si me traía
otra. Asentí en silencio, mientras
seguía contando billetes. El camarero
parecía del todo indiferente al hecho
de que yo tuviera en mis manos tanto
dinero.
Terminé de contar los billetes:
había ciento cincuenta, los introduje
de nuevo en el sobre y me lo metí en
el bolsillo trasero del pantalón. En
tanto, llegó la nueva cerveza. Una
vez más, me comí el correspondiente
platito de cacahuetes. Tras dar cuenta
de él, me pregunté por qué comía
tantos cacahuetes. No había más que
una respuesta: tenía hambre,
simplemente. Desde la mañana sólo
había comido un trozo de tarta de
frutas.
Llamé al camarero y le dije que
me trajera el menú. No había tortilla,
pero sí bocadillos. Le pedí uno de
queso y pepinillos, y le pregunté qué
tapas tenían. Me dijo que patatas
fritas y variantes, y le encargué una
ración doble de estos últimos. Y, a
propósito, ¿no tendrían un cortaúñas?
Naturalmente que sí. En los bares de
los hoteles hay de todo. En cierta
ocasión, en uno llegaron a prestarme
un diccionario francés-japonés.
Me bebí la cerveza despacio;
despacio contemplé la vista nocturna;
despacio me corté las uñas sobre un
cenicero. De nuevo contemplé el
paisaje urbano, y apliqué la lima a
mis uñas. De este modo la noche fue
avanzando. En lo que respecta a
matar el tiempo en la gran ciudad,
soy un experto.
Unos altavoces empotrados en el
techo empezaron a decir mi nombre.
Así, de buenas a primeras, no sonaba
como si fuera mío. Al cabo de unos
segundos de terminarse la llamada,
aquel nombre poco a poco fue
asumiendo para mí las cualidades
que lo caracterizaban como propio, y
al fin, dentro de mi cabeza, aquel
nombre se convirtió en mi nombre.
Levanté una mano como
indicación al camarero. Éste me trajo
hasta la mesa un auricular de teléfono
inalámbrico.
—Hemos decidido una ligera
modificación en los planes —me dijo
una voz conocida—. La salud del
jefe ha empeorado de pronto. No nos
queda mucho tiempo. Así que se te
va a adelantar la fecha tope.
—¿Cuánto, más o menos?
—Se reduce a un mes. No
podemos esperar más tiempo. Si
pasado un mes no aparece el carnero,
todo se acabó para ti.
«Un mes»… pensé, dándole
vueltas en mi cabeza. Sin embargo,
había perdido por completo la
noción del tiempo. Pensé que si era
un mes, o si eran dos, daba
exactamente lo mismo. Como, a fin
de cuentas, no había nada establecido
sobre el tiempo medio necesario
para encontrar a un carnero, la
cuestión no podía resolverse de un
modo teórico.
—¡No debe haber sido fácil dar
conmigo! —comenté, por decir algo.
—Aquí sabemos dar con casi
todo —respondió el hombre.
—¡Menos con el paradero de un
carnero! —exclamé.
—Ahí está el problema —dijo el
hombre—. Así que espabílate,
porque estás desperdiciando el
tiempo. Más te vale considerar en
qué situación te encuentras. Eres tú
mismo quien se ha metido en este lío.
¡Cuánta razón tenía! Usé el
primer billete del sobre para pagar la
cuenta, tomé el ascensor y bajé a la
calle. Allí, como siempre, había
gente normal que caminaba con toda
normalidad sobre los dos pies. Pero
aquel espectáculo no me confortó
gran cosa.
5. Uno entre cinco mil

Al volver a mi apartamento, en el
buzón tenía tres cartas, junto con el
periódico vespertino. Una era del
banco: un estado de cuentas. Otra era
una invitación para una de esas
reuniones sociales en que te mueres
de aburrimiento. La tercera contenía
propaganda de una tienda de coches
usados; la había traído un mensajero,
para darle carácter más personal.
Llevaba escrita la frase: «Cómprese
un coche de categoría, y toda su vida
mejorará.» Mera propaganda para
seducir al cliente. Junté las tres
cartas, las rompí por la mitad y las
tiré a la papelera.
Saqué un zumo del frigorífico y
lo vertí en un vaso. Sentado a la
mesa de la cocina, me lo fui
bebiendo. Sobre la mesa encontré
una nota que me había dejado mi
amiga. «Salgo a comer. Volveré
antes de las 9.30», decía. El reloj
digital que tenía en la cocina
señalaba las nueve y media. Mientras
lo contemplaba, los números
cambiaron al 31, y poco después al
32.
Cansado de mirar el reloj, me
desnudé y me metí en la ducha, donde
me lavé el pelo. En el cuarto de baño
había cuatro clases de champú y tres
clases de suavizante. Cada vez que
ella iba al supermercado, traía toda
suerte de productos nuevos, para
probarlos. Así lo habitual al entrar
en el baño era toparse con un
producto nuevo. Había cuatro clases
de crema de afeitar y cinco tubos de
pasta dentífrica. Un buen surtido. Al
salir del baño, me puse unos
pantalones de deporte y una camiseta
de manga corta; por fin se había
esfumado aquella sensación de asco
que me invadía, y me sentí limpio.
A las diez y veinte llegó mi
amiga, cargada con una bolsa del
supermercado. Siempre iba a
comprar de noche. En la bolsa traía
tres escobillas para retrete, una caja
de clips sujetapapeles y un paquete
de seis latas de cerveza bien frías. Se
me brindaba la ocasión de beberme
otra cerveza.
—Me he metido en un asunto de
carneros —le dije.
—Ya te avisé —me contestó.
Sacamos unas salchichas
enlatadas del frigorífico, las freímos
en la sartén y nos las comimos. Me
comí tres, y ella, dos. Por la ventana
de la cocina entraba una fresca brisa
nocturna. Le hablé de lo ocurrido en
la empresa, y en el coche, y en la
mansión…, del extraño secretario,
del tumor sanguíneo y del rechoncho
carnero con la marca de estrella en
su lomo. Le hablé largo y tendido, y
cuando terminé mi relato el reloj
marcaba las once.
—Y eso es todo —concluí.
A decir verdad, no se mostró
demasiado sorprendida. Mientras yo
hablaba ella había aprovechado el
tiempo para limpiarse las orejas, y
también bostezó unas cuantas veces.
—Así que… ¿cuándo es la
marcha?
—¿La marcha?
—¿No vas a ir en busca del
carnero?
Con el dedo metido en la anilla,
dispuesto a abrir mi segunda cerveza,
alcé la cara para mirarla.
—No pienso ir a ningún sitio.
—Pero, si no vas, ¿no tomarán
represalias?
—No lo creo. De todos modos,
me estaba planteando dejar la
empresa. Por mucho que me
incordien, siempre encontraré algún
trabajo que me dé de comer. No van
a matarme, digo yo.
Sacó un nuevo bastoncillo de
algodón de la cajita, y lo estuvo
toqueteando un rato.
—No te entiendo. Todo lo que
tienes que hacer es encontrar a un
carnero y se acabó el problema. A lo
mejor, hasta resulta divertido.
—Para jugar al escondite que no
cuenten conmigo. Hokkaidô es mucho
más extensa de lo que piensas, y, en
cuanto a carneros, debe de haber
cientos de miles. ¿Cómo me las voy a
arreglar para encontrar a uno
determinado? Imposible. Por más
que el carnero de marras lleve el
signo de la estrella estampado en el
lomo.
—Hay cinco mil.
—¿Cinco mil qué?
—Ése es el número de carneros
que hay en Hokkaidô. En 1947 había
doscientos setenta mil, pero ahora no
quedan más de cinco mil.
—Oye, ¿cómo estás tan enterada?
—Cuando te fuiste, corrí a la
biblioteca pública a averiguarlo.
Dejé escapar un suspiro.
—¡De lo que no te enteres tú…!
—Nada de eso. Por desgracia,
hay muchas cosas que no sé.
—¡Hum! —murmuré.
Abrí la segunda cerveza, y la
repartí entre su vaso y el mío.
—En todo caso, no quedan más
de cinco mil carneros en Hokkaidô;
según las estadísticas
gubernamentales. ¿Qué tal? Te
sentirás aliviado, ¿no?
—Es lo mismo —dije—. Sean
cinco mil o doscientos setenta mil, la
cosa no cambia mucho, digo yo. El
problema sigue siendo encontrar un
carnero dentro de un inmenso
territorio. Y para colmo, no tenemos
ni una sola pista.
—No es verdad eso de que no
tengamos ni una pista. Para empezar,
tienes la foto, y puedes recurrir a ese
amigo tuyo, ¿no? Por cualquiera de
las dos vías, seguro que das con
algo.
—Esas dos vías no son más que
pistas muy vagas. El paraje donde se
hizo la foto no tiene nada que lo
distinga, y en cuanto al Ratón, hasta
los matasellos de sus cartas son
ilegibles.
Ella bebió un sorbo de su
cerveza, y yo la imité.
—¿No te gustan los carneros? —
me preguntó.
—¡Claro que me gustan! —le
respondí. La cabeza empezó de
nuevo a darme vueltas—. Así y todo,
he decidido no ir —proseguí. En
realidad, dije esto para tratar de
convencerme a mí mismo, pero no lo
conseguí.
—¿Quieres un poco de café?
—Buena idea —asentí.
Mi amiga retiró las latas vacías
de cerveza y los vasos, y puso agua
en la tetera. Mientras el agua se
calentaba, se fue a escuchar unas
casetes a la habitación de al lado.
Era una serie de temas cantados por
Johnny Rivers: «Midnight Special»,
seguido de «Roll over Beethoven» y
«Secret Agent Man». Cuando el agua
hirvió, echó el café, mientras cantaba
a una con la cinta «Johnny B.
Goode». Entretanto, yo leía el diario
de la tarde. Era una escena de lo más
familiar. De no ser por el dichoso
carnero, me habría sentido la mar de
feliz.
Hasta que se escuchó el
característico chasquido del final de
la cinta, permanecimos callados
bebiendo café y masticando unas
galletas. Yo seguía leyendo el diario
vespertino. Cuando ya no me quedó
ninguna columna por leer, volví a
empezar. Entre otras cosas, en tal
sitio habían dado —por lo visto— un
golpe de Estado, en tal otro murió
una estrella de cine, más allá se
hablaba de un gato acróbata…
Asuntos todos ellos que no me
importaban un comino. Mientras
tanto, Johnny Rivers seguía cantando.
Terminada la cinta, doblé el
periódico y la miré.
—Estoy confuso. Desde luego,
tal vez sea mejor ir en busca del
famoso carnero, aunque
probablemente será una búsqueda
inútil. Pero, por otro lado, no me
gusta que me den órdenes y me
amenacen; que me acosen, en fin.
—Pero ocurre que todo el
mundo, unos más y otros menos, vive
sujeto a órdenes, amenazas y acosos.
Incluso puede resultar beneficioso
para nosotros encontrar al carnero.
—Tal vez tengas razón —le dije,
al cabo de un rato.
Seguía limpiándose
metódicamente los oídos. De vez en
cuando, entre sus cabellos asomaban
los opulentos lóbulos de sus orejas.
—Hokkaidô está preciosa en esta
época del año. Los turistas son
escasos, el clima es bueno, y, en
cuanto a los carneros, pastan en
campo abierto. Una espléndida
estación…
—… me imagino —completé.
—En caso de que… —empezó a
decir, entre bocado y bocado de
galleta—, en caso de que me quieras
llevar contigo, creo que te podré
ayudar.
—¿Por qué estás tan interesada
en la búsqueda del carnero?
—Porque me gustaría verlo.
—Es posible que este asunto del
carnero me cause innumerables
sinsabores. No me gustaría que te
vieras metida en algún lío.
—No me importa. Tus problemas
son mis problemas. —Y esbozó una
sonrisa para decir—: Me caes muy
bien, ¿sabes?
—Gracias —le dije.
—¿Eso es todo?
Cerré el periódico y lo empujé
hacia un extremo de la mesa. La leve
brisa que se colaba por la ventana se
llevó el humo de mi cigarrillo Dios
sabe adónde.
—Hablando con franqueza, este
asunto no me gusta. Me huelo que hay
gato encerrado.
—¿Dónde?
—Desde el principio hasta el fin
—respondí—; todo este asunto del
carnero es absurdo, pero sus detalles
parecen obedecer a algún designio y,
para colmo, cada pieza encaja
perfectamente. Me da mala espina.
Ella, sin responder palabra,
cogió una goma para el cabello que
estaba encima de la mesa y se
entretuvo jugueteando con ella entre
sus dedos.
—Y, por otra parte, ¿qué ocurrirá
si lo encontramos? Si, como dijo
aquel hombre, ese carnero es algo tan
especial, tal vez entonces empiecen
los verdaderos problemas.
—Los verdaderos problemas ya
han empezado para tu amigo. Porque
si no, no te habría mandado esa
fotografía.
Tenía razón. Había puesto mis
cartas sobre la mesa, y había perdido
todas las jugadas. Me daba la
impresión de que el mundo entero
podía leerme a placer la palma de la
mano.
—Parece que no queda más
remedio que ir —exclamé, dándome
por vencido.
Ella sonrió.
—Seguro que será lo mejor —me
dijo—. En cuanto al carnero, creo
que no habrá ninguna dificultad para
encontrarlo.
Terminó el aseo de sus orejas.
Envolvió los bastoncillos de
algodón, hechos un haz, en un
pañuelo de papel, y lo tiró todo.
Tomó en sus manos la goma para el
cabello y se lo recogió hacia atrás,
dejando las orejas a la vista. El
ambiente de la habitación cambió
como por arte de magia.
—Vámonos a la cama —me dijo.
6. La excursión del
domingo
por la tarde

Al despertarme, eran las nueve


de la mañana. Mi amiga se había
marchado. Seguramente salió a
almorzar y luego volvió a su
apartamento. No había dejado
ninguna nota. En el lavabo colgaban
uno de sus pañuelos y su ropa
interior, secándose.
Saqué del frigorífico un zumo de
naranja y metí en el tostador pan de
tres días atrás. El pan sabía a yeso. A
través de la ventana de la cocina se
veían las adelfas del jardín de la
casa vecina. En la lejanía alguien
hacía prácticas de piano. Debía de
ser un principiante, porque su música
me recordó el chirrido de una puerta
metálica mal engrasada. Tres
palomas regordetas, posadas en un
poste de la luz, zureaban tontamente.
Bueno, tal vez aquel canto tuviera
sentido para ellas. Podía ser que se
quejaran de ampollas en las patas, y
a eso obedecieran sus clamores.
Desde el punto de vista de las
palomas, tal vez fuera yo el que hacía
cosas sin sentido.
Cuando engullí las dos duras
tostadas, ya no se veía ninguna
paloma sobre el poste de la luz, que
parecía desnudo por comparación
con las adelfas. De todos modos, era
domingo por la mañana. La edición
dominical del periódico traía una
foto en color de un caballo saltando
sobre un seto. Montaba el caballo un
jinete paliducho cubierto con gorra
negra, el cual fijaba su mirada, llena
de disgusto, en la página de al lado.
En la página de al lado se explicaba
por extenso todo lo referente al
cultivo de las orquídeas. Las
orquídeas cuentan con cientos de
variedades, y cada una de ellas tiene
su propia historia. Se dice que un
príncipe dio su vida por las
orquídeas. Hay en las orquídeas
cierto matiz evocador del destino. El
artículo estaba lleno de frases así.
Todas las cosas tienen su filosofía y
su sino ineluctable.
Debido a mi resolución de ir en
busca del carnero, me sentía la mar
de animado. Tenía la sensación de
que la energía vital me circulaba
hasta la punta misma de los dedos.
Era la primera vez que me
encontraba tan lleno de optimismo
desde que pasé de los veinte años.
Eché los platos en el fregadero, di al
gato su desayuno y luego marqué el
teléfono del hombre de negro. Al
sexto timbrazo, me contestó.
—Espero no haberlo despertado
—le dije.
—No hay por qué preocuparse.
Suelo levantarme temprano —dijo el
hombre—. ¿Qué hay?
—¿Qué periódico lee usted?
—Todos los nacionales, y ocho
de los locales. Pero éstos no llegan
hasta la tarde.
—¿Y los lee todos?
—Forma parte de mi trabajo —
dijo con cierta impaciencia en la voz
—. ¿Y bien?
—¿También lee la edición
dominical?
—También leo la edición
dominical, naturalmente.
—¿Ha visto la foto del caballo
en la de esta mañana?
—Sí, la he visto.
—¿No le parece que caballo y
jinete piensan cosas diametralmente
opuestas?
A través del auricular, un
silencio como de luna nueva se coló
en la habitación. No se oía ni su
aliento. Era un silencio tan absoluto,
que temí que me reventara el
tímpano.
—¿Y para eso me llamas?
—No. Es un tema tan bueno como
cualquier otro para iniciar una
conversación.
—De otro tema más interesante
podríamos hablar. Por ejemplo, de
carneros —carraspeó—. Lo siento,
pero no puedo permitirme, como al
parecer tú, perder el tiempo. ¿No
podrías ir al grano?
—Hay un problema —le contesté
—. Resulta que mañana pienso salir
en busca del carnero. Le he dado
muchas vueltas al asunto, pero, a fin
de cuentas, me he decidido. Ahora
bien, ya que lo voy a hacer, quiero
hacerlo a mi aire. Cuando se trata de
charlar, deseo hacerlo a mi modo.
Aún tengo derecho a hablar por
hablar, si me viene en gana. No
tolero que vigilen todo lo que hago,
ni verme acosado por personas cuyo
nombre desconozco. Eso es lo que
quería decirle.
—No entiendes cuál es tu
posición.
—Tampoco usted lo entiende.
¿Está claro? He estado rumiando el
tema toda la noche. Y me he dado
cuenta de esto: casi no me queda
nada que perder. Estoy separado de
mi mujer; y en cuanto a mi trabajo,
pienso dejarlo a partir de hoy. Mi
apartamento es alquilado, y en su
mobiliario no hay nada que valga la
pena. Puestos a hablar de mis bienes,
tengo unos dos millones de yenes en
ahorros, un coche de segunda mano y
un viejo gato. Mis trajes están
pasados de moda, y los discos que
tengo son puras antiguallas. Mi
nombre no suena para nada, ni pinto
nada en círculos sociales, ni tengo el
menor atractivo sexual. Ni soy un
genio, y ya ni siquiera puedo decir
que soy joven. Siempre estoy
explicando sandeces, de las que
luego me suelo arrepentir. En suma,
que, por una expresión suya, soy un
mediocre. Esto supuesto, ¿qué me
queda por perder? Si hay algo, le
agradecería que me lo dijera.
Hubo un breve silencio.
Entretanto, fui tirando de una hilacha
liada a un botón de mi camisa, y con
mi bolígrafo dibujé trece estrellas en
el bloc de notas.
—Todo el mundo tiene alguna
cosa que no quiere perder. Y tú
también, por descontado —respondió
el hombre—. Somos profesionales en
dar con ello. La gente debe tener algo
a medio camino entre sus deseos y su
orgullo, del mismo modo que todo
objeto tiene su centro de gravedad,
¿no? Nosotros podemos dar con ese
punto. Seguro que lo comprenderás.
Sólo después de perder ese algo,
caes en la cuenta de que existía —
tras un corto silencio, prosiguió—:
Con todo…, bien, ése es un problema
que se resolverá a su tiempo. Por
ahora, te diré que lo que has dicho no
ha caído en saco roto, desde luego, y
que tus deseos merecen mi atención.
No me interpondré en tu camino más
de la cuenta. Puedes actuar como
gustes. Pero tienes un mes de plazo.
¿Te parece bien?
—Sí.
—Pues de acuerdo —concluyó el
hombre.
Y colgó. Lo hizo de un modo que
me dejó mal sabor de boca. Para
quitármelo, hice treinta flexiones de
brazos y luego veinte flexiones
abdominales. A continuación lavé los
platos, así como la ropa sucia de tres
días. Cuando acabé, casi me había
puesto a tono otra vez. Estábamos en
un agradable domingo de septiembre.
La memoria del verano se me iba
esfumando, como un viejo recuerdo
cada vez más lejano.
Me cambié de camisa y me puse
unos tejanos que no tuvieran manchas
de tomate, así como unos calcetines
del mismo color. Me peiné con un
cepillo. A pesar de todo no logré
recuperar el aire de las mañanas
domingueras de cuando tenía
diecisiete años. Lógico, ¿no? Si bien
se miraba, nada me podía quitar de
encima los años que tenía.
Luego saqué del aparcamiento mi
decrépito Volkswagen, y emprendí la
marcha hacia el supermercado. Allí
compré una docena de latas de
comida para gatos, arena para el
orinal del gato, algunos útiles de
aseo a propósito para los viajes, y
ropa interior. En una granja me bebí
un insípido café, sentado al
mostrador, mientras masticaba un
donut de canela. La pared que me
quedaba enfrente estaba recubierta,
por un espejo, y allí se reflejaba mi
cara, mordisqueando el donut. Con el
donut a medio comer aún en la mano,
me quedé unos instantes
contemplándome. Y entonces me
puse a considerar cómo me veía la
gente desde fuera. Me dije que, por
suerte, nadie puede tener la menor
idea de lo que piensan de él los
demás. Me comí lo que quedaba del
donut, me acabé el café y salí de la
granja.
Cerca de la estación había una
agencia de viajes, y allí reservé dos
billetes de avión para volar a
Sapporo al día siguiente. Luego me
metí en el edificio de la estación, a
comprar una mochila de lona y un
sombrero para protegerme de la
lluvia. En cada una de estas
ocasiones, saqué del sobre que
llevaba en el bolsillo un flamante
billete de diez mil yenes para pagar
el importe. Pero, por muchos billetes
que gastara, aquel fajo no parecía
disminuir en lo más mínimo. Era yo
quien se sentía disminuido cada vez
que daba un billete. Así que en el
mundo existía una clase de dinero
que provocaba esa sensación.
Tenerlo hace sentirse miserable,
usarlo hace sentirse sucio, y cuando
lo has gastado llegas a odiarte a ti
mismo. Y al odiarte, te entran ganas
de gastar más. Pero entonces ya no te
queda un yen. La locura, vamos.
Me senté en un banco frente a la
estación, me fumé un par de
cigarrillos y dejé de pensar en el
dinero. Los alrededores de la
estación, como en cualquier mañana
de domingo, desbordaban de familias
y de parejas jóvenes. Mirando
distraídamente ese panorama, se me
vino a la memoria lo que había dicho
mi mujer al separarnos: que
debíamos haber tenido niños. A mi
edad, desde luego, no habría sido
nada raro que tuviera algún hijo;
aunque sólo de imaginarme a mí
mismo como padre, se me caía el
alma a los pies. Me daba en la nariz
que si yo fuera el hijo, no me gustaría
tener por padre a alguien como yo.
Cargados mis brazos con las
bolsas de papel, fui, fumándome otro
cigarrillo, hacia el aparcamiento del
supermercado, sorteando las oleadas
de gente. Deposité mi carga en el
asiento de atrás del coche. Luego,
mientras repostaba y hacía cambiar
el aceite en una estación de servicio,
me metí en una librería cercana,
donde compré tres libros de bolsillo.
De este modo me desprendí de otros
dos billetes de diez mil yenes; mis
bolsillos amenazaban con reventarse
por el peso de la calderilla de los
cambios. Una vez de vuelta en mi
apartamento, eché las monedas en un
tazón de cristal que había en la
cocina y me lavé la cara con agua
fría. Me parecía que había
transcurrido muchísimo tiempo desde
que me levanté por la mañana; pero,
visto el reloj, resultaba que aún no
eran las doce.
A las tres de la tarde, regresó mi
amiga. Llevaba una blusa a cuadros y
unos pantalones de algodón color
mostaza. Se había puesto unas gafas
de sol muy oscuras, capaces de
causar dolor de cabeza a quien las
mirase desde fuera. De su hombro
colgaba una mochila de lona, como
la mía.
—Vengo equipada para la
marcha —dijo, mientras palmeaba su
oronda mochila—. Será un viaje
largo, ¿no?
—Tal vez sí.
Se tendió en el viejo sofá
colocado bajo la ventana, sin
quitarse las gafas de sol, y mientras
miraba al techo, se puso a fumar un
cigarrillo mentolado. Cogí un
cenicero y, después de sentarme a su
lado, le acaricié los cabellos. Se
acercó el gato y, tras encaramarse al
sofá de un salto, acurrucó su hocico y
sus patas delanteras contra los
tobillos de mi amiga. Y ella, cuando
se cansó de fumar, me puso el resto
de cigarrillo entre los labios y
bostezó.
—¿Estás contenta de salir de
viaje? —le pregunté, por decir algo.
—Claro, la mar de contenta.
Sobre todo, por poder acompañarte.
—Con todo, si el carnero no
aparece, no podremos volver. Tal
vez emprendamos un infernal viaje
sin fin que dure el resto de nuestras
vidas.
—¿Como tu amigo?
—Eso es. En cierto sentido,
estamos en la misma situación. Lo
único que nos diferencia es que él se
fue por su propia voluntad, mientras
que yo hago lo que me mandan.
Apagué el cigarrillo estrujándolo
contra el cenicero. El gato estiró el
cuello para lanzar un bostezo, y acto
seguido volvió a su postura anterior.
—¿Has terminado de arreglar tus
cosas? —me preguntó.
—¡Qué va! Acabo de empezar.
Pero no tengo mucho equipaje que
llevar.
Prácticamente, se reduce a los
útiles de aseo y unas mudas. No
tienes por qué cargar con una
mochila tan grande. Si algo te hace
falta, puedes comprarlo sobre la
marcha. Nos sobra el dinero.
—Es que me gusta así —exclamó
ella con una risita juguetona—. De
no llevar un equipaje grande, no me
parece que hago un viaje.
—¿Conque es eso…?
Por la ventana abierta de par en
par se escuchaban los agudos trinos
de los pájaros. Nunca había oído
antes aquel trinar. Era de pájaros
nuevos, dentro de una nueva estación.
Recibí en las palmas de mis manos la
luz del atardecer que entraba por la
ventana, y la transmití quedamente a
las mejillas de mi amiga. En esta
posición estuvimos durante bastante
tiempo. Me quedé contemplando
distraídamente el paso de una nube
de un extremo a otro de la ventana.
—¿Te pasa algo? —me preguntó.
—No sé si sabré explicártelo,
pero te aseguro que no logro hacerme
a la idea de que el momento presente
sea realmente presente. Ni tampoco
tengo nada claro que yo sea yo.
Siempre es así. Me cuesta mucho
adaptarme a la realidad. Hace unos
diez años que me pasa.
—¿Tanto tiempo?
—Sí. Y no hay modo de que
acabe con ello.
Ella acunó en sus brazos al gato,
sonriendo, para acabar dejándolo
suavemente en el suelo.
—Abrázame —me dijo.
Nos abrazamos sobre el sofá. Un
sofá cargado de años, que había
comprado de segunda mano; cuando
acercabas la cara a su tapicería, olía
a viejos y buenos tiempos. El
delicado cuerpo de mi amiga se
fundía con aquel olor: era tierno y
cálido como un nebuloso recuerdo.
Aparté suavemente con mis dedos su
cabello y apliqué mis labios a su
oreja. La tierra se estremeció. La
tierra era pequeña, verdaderamente
pequeña. El tiempo pasaba
calmosamente, como una suave brisa.
Le desabroché la blusa, y sostuve
sus senos entre las palmas de mis
manos mientras contemplaba su
cuerpo.
—Esto es vivir, ¿te das cuenta?
—musitó.
—¿Lo dices por ti?
—Claro: mi cuerpo, yo misma.
—Estoy de acuerdo —le dije—.
¡Esto es vivir, claro que sí!
«¡Qué quietud!», pensé por un
momento. En torno a nosotros no se
oía ni un ruido. Toda la gente, con
exclusión de nosotros dos, se había
ido a dar un paseo para celebrar el
primer domingo de otoño.
—¿Sabes? Me encanta venir aquí
—murmuró.
—Ya.
—Es algo así como ir de
excursión. Me siento la mar de
contenta.
—¿De excursión?
—Eso mismo.
Deslicé las manos hacia su
espalda y la abracé firmemente. Con
los labios le aparté el flequillo de la
frente, y le di otro beso en la oreja.
—Esos diez años, ¿se te han
hecho largos? —me preguntó
suavemente, al oído.
—Sí, desde luego —respondí—.
Enormemente largos. Y además de
ser largos, no he hecho nada de
provecho.
Alzó levemente la cabeza del
apoyabrazos del sofá, donde la había
reclinado, y me sonrió. Era una
sonrisa que había visto antes, pero
me resultaba imposible recordar el
lugar y la persona. Las chicas, una
vez se han desnudado, se parecen
muchísimo, lo cual me suele
precipitar en la confusión más
espantosa.
—Vamos en busca del carnero —
dijo ella con los ojos entornados—.
En cuanto salgamos en su búsqueda,
todo nos irá bien.
Por unos momentos me quedé
mirando su rostro, y luego contemplé
sus orejas. La suave luz del atardecer
envolvía quedamente su cuerpo,
como si estuviera pintado en un viejo
bodegón.
7. Sobre el pensamiento
tenaz,
pero limitado

Al dar las seis, mi amiga se puso


su vestido, se cepilló el cabello ante
el espejo del cuarto de baño, se
roció de colonia y se lavó los
dientes. Entretanto, yo estaba sentado
en el sofá, leyendo Las aventuras de
Sherlock Holmes. La historia
comenzaba así: «Mi amigo Watson
tiene una manera de pensar que se
caracteriza por su estrechez de miras,
pero que como contrapartida está
dotada de considerable tenacidad.»
Era un comienzo magnífico.
—Esta noche vendré tarde, así
que no me esperes levantado —me
dijo mi amiga.
—¿Tienes trabajo?
—¡Qué remedio! Me tocaba
descansar, pero ¿qué se le va a
hacer? Como he pedido las
vacaciones a partir de mañana,
tendré que hacer un servicio extra.
Un momento después de
marcharse, la puerta volvió a abrirse.
—Oye, durante nuestro viaje,
¿qué vamos a hacer con el gato?
—Ahora que me lo dices, no
había pensado en ello. Pero bueno,
ya lo arreglaremos.
Y la puerta se cerró.
Saqué del frigorífico leche y
palitos de queso, y se los ofrecí al
gato, que se comió trabajosamente el
queso. Tenía unos dientes muy
débiles.
Como en el frigorífico no había
un mal bocado que llevarme a la
boca, a falta de otra cosa me bebí
una cerveza, mientras miraba las
noticias de la televisión. Era un
domingo típico, sin noticias
destacadas. En el noticiario
vespertino de un día así no suelen
faltar unas tomas del parque
zoológico. Tras contemplar a jirafas,
elefantes y pandas, apagué el
televisor y marqué un número en el
teléfono.
—Se trata del gato —le dije al
hombre cuando descolgó el auricular.
—¿Del gato?
—Tengo un gato en casa.
—¿Y…?
—Si no lo dejo al cuidado de
alguien, no puedo irme de viaje.
—Si te interesa una residencia
para animales domésticos, hay unas
cuantas por tu barrio.
—Pero ocurre que es muy viejo y
está lleno de achaques. Si pasa un
mes enjaulado, se va a morir.
Se oyó un tableteo de uñas sobre
una mesa.
—¿Y bien?
—Me gustaría dejarlo a su
cuidado. En su casa hay un amplio
jardín, y supongo que no le faltará
sitio para un gato.
—Imposible. El jefe no puede
ver a los gatos, y utiliza el jardín
para cazar pájaros. En cuanto vean
un gato, los pájaros no se acercarán.
—El jefe está inconsciente y,
además, mi gato es demasiado viejo
para cazar pájaros.
Aquellas uñas sonaron de nuevo
reiteradamente sobre la mesa, y
luego se acallaron.
—Bueno. Mañana, a las diez de
la mañana, enviaré al chófer a
recoger al gato.
—Le entregaré comida para gatos
y arena para su orinal. Como el gato
sólo quiere comida de esa marca, si
se le acaba, le agradeceré que se la
compre.
—Los detalles concretos, por
favor, ¿por qué no se los transmites
directamente al chófer? Creo que ya
te lo dije antes, pero la verdad es que
estoy muy ocupado.
—Es que quiero mantener un solo
canal de comunicación. Para que
quede claro dónde radica la
responsabilidad.
—¿Responsabilidad?
—En suma, que si el gato
desaparece o muere mientras estoy
ausente, aunque encuentre al carnero,
no espere noticias mías.
—¡Hum! —murmuró el hombre
—. Bueno, vale. Andas un tanto
despistado, pero, para ser un
principiante, no lo haces nada mal.
Voy a tomar nota, así que haz el
favor de hablar despacio.
—No le dé carne muy grasienta,
porque la vomita. Y como tiene los
dientes débiles, nada de cosas duras.
Por la mañana, dele una botella de
leche y una lata de comida para
gatos. Ya avanzada la tarde, un poco
de sardinas secas, carne o palitos de
queso. En cuanto al orinal, procure
que lo limpien cada día. No le gusta
verlo sucio. Como tiene frecuentes
diarreas, si a los dos días no se pone
bien, vaya al veterinario por una
medicina, y hágasela beber. Una vez
que le dije todo esto, afiné el oído
para captar el ruido del bolígrafo
garabateando, al otro lado del hilo.
—¿Y qué más? —dijo el hombre.
—Está empezando a padecer de
garrapatas en las orejas; por eso,
límpieselas una vez al día con un
bastoncillo de algodón untado con
aceite de oliva. Lo suele llevar a mal
y se alborota, pero cuidado, no le
vaya a romper el tímpano. Aparte de
eso, si le preocupa que pueda arañar
la tapicería de las butacas, córtele
las uñas una vez por semana. Puede
hacerlo con un cortaúñas corriente.
Pulgas, no creo que tenga, pero, por
si acaso, no estará de más darle un
lavado con champú antipulgas de vez
en cuando. Ese champú lo puede
encontrar en las tiendas de animales
domésticos. Después de lavar al
gato, séquelo bien con una toalla, y
pásele luego el cepillo; y para
terminar, aplíquele el secador. De no
hacerlo así, coge resfriados
morrocotudos.
—¿Qué más?
—Eso es todo.
El hombre me leyó todos los
puntos anotados. Los apuntes habían
sido tomados con exactitud.
—Eso es todo, ¿no?
—Sí.
—Bien, hasta la próxima —dijo
el hombre, y colgó el auricular.
Había oscurecido. Me atiborré
los bolsillos del pantalón de
monedas, tabaco y un encendedor, me
puse las zapatillas de tenis y salí a la
calle. Entré en la tasca del barrio,
donde pedí un muslo de pollo y un
panecillo. Mientras se hacía el pollo,
oí el último disco de los Johnson
Brothers y me bebí otra cerveza.
Después de los Johnson Brothers la
música cambió a un disco de Bill
Withers, y mientras lo oía di cuenta
del muslo de pollo. A continuación, y
acompañado por los sones del Star
Wars de Maynard Ferguson, me bebí
un café. Me sentía como si no
hubiera cenado.
Cuando retiraron la taza de café,
introduje tres monedas de diez yenes
en un teléfono público de color rosa.
Marqué el número de mi socio. Se
puso su hijo mayor, alumno de
primaria.
—Buenos días —dije.
—Buenas tardes —me corrigió.
Miré mi reloj de pulsera. Era él
quien estaba en lo cierto. Al poco, se
puso mi socio al teléfono.
—¿Cómo te ha ido? —me
preguntó.
—¿Podemos hablar? ¿No te
habré interrumpido en mitad de la
cena, o algo así?
—Estaba cenando, pero eso es lo
de menos. La cena no era nada del
otro mundo, y lo que tú me cuentes
será mucho más interesante.
Le referí sumariamente la
conversación mantenida con el
hombre del traje negro. Le hablé del
gran turismo, de la enorme mansión,
de aquel viejo agonizante… En
cuanto al carnero, ni lo mencioné. No
me creería, y, como tema de
conversación, resultaría
excesivamente largo. Total, que a
pesar de procurar hablar con toda
naturalidad organicé un lío
espantoso.
—No entiendo ni jota —me dijo
mi socio.
—Son cosas de las que no te
puedo hablar. Si lo hiciera, te
metería en un buen fregado. Quiero
decir que tú tienes familia y…
Mientras hablaba, mi mente
rememoró su lujosa casa de cuatro
dormitorios —aún no acabada de
pagar—, su mujer, hipoteca, y sus
dos traviesos hijos.
—Bueno, eso es todo por ahora.
—Ya veo.
—De todos modos, mañana tengo
que salir de viaje. Creo que será un
viaje largo: un mes, dos, tres… No
tengo una idea muy clara. Puede que
ni siquiera vuelva a Tokio.
—¡Diantre!
—Así pues, dejo en tus manos
los asuntos de la compañía. Me
retiro. Entre otras cosas, porque no
quiero causarte molestias. Por un
lado, no creo que pudiera mejorar mi
trabajo, y por otro, aunque
teóricamente llevemos la
administración a medias, la parte
más importante la controlas tú,
mientras que yo no paso de ser una
especie de figura decorativa.
—Pero si faltas tú no podré hacer
frente a todos los problemas.
—Reduce el campo de acción.
Quiero decir que vuelvas a lo que
hacíamos antes. Cancela, para
empezar, los trabajos de publicidad y
edición y dedícate a las traducciones.
Tú mismo lo dijiste el otro día.
Conserva a una de las chicas, y
despide al resto. Ya no te hacen falta.
Si les das como despido el salario de
dos meses, no creo que nadie se
queje. En cuanto a la oficina,
convendría trasladarla a un local más
pequeño. Las entradas disminuirán,
pero también lo harán los gastos. Y
como ya no tendrás que repartir
conmigo las ganancias, para ti la
situación no va a cambiar gran cosa.
En lo tocante a impuestos, por
ejemplo, a la «explotación», como tú
la llamas, no vas a tener que
preocuparte tanto. Todo te irá a pedir
de boca.
Mi socio se quedó un momento
silencioso, sumido en sus
pensamientos.
—Nada de eso —me respondió
—. No puede salir bien. Seguro.
Me puse un cigarrillo en la boca
y busqué el encendedor. Mientras lo
buscaba, una camarera encendió una
cerilla y me dio fuego.
—No habrá ningún problema. Te
lo digo yo, que he sido tu
colaborador toda la vida, y no voy a
equivocarme ahora.
—Precisamente por haber
colaborado los dos, pudimos salir
adelante —me dijo—. Hasta ahora,
nada de lo que he intentado por mi
cuenta ha salido bien.
—Oye, a ver si me entiendes. No
te estoy diciendo que amplíes el
negocio. Te aconsejo que lo
reduzcas. Te estoy hablando de la
labor casi manual de traducciones
que llevábamos a cabo hace tiempo,
como antes de la revolución
industrial. Tú y una chica; cinco o
seis colaboradores que trabajen en
casa, y, sobre todo, un par de buenos
correctores, ya sabes que son
indispensables. No veo por qué no
has de salir adelante.
—Parece como si no me
conocieras.
Se oyó el «clic» de la moneda de
diez yenes al caer. Puse en la ranura
del teléfono tres monedas más.
—No soy como tú —me dijo—.
Puedes arreglártelas solo. Pero mi
caso es diferente. No soy capaz de
dar un paso si no tengo alguien a
quien contarle mis penas o con quien
comentar los problemas.
Tapé con la mano el auricular y
dejé escapar un suspiro. Venga a dar
vueltas a lo mismo: autocompasión y
dependencia. Si no dejaba la bebida,
era un hombre acabado.
—¿Me oyes? —insistí.
—Te oigo —me respondió.
Del otro lado del hilo me
llegaban las voces de dos niños que
discutían sobre qué canal de
televisión poner.
—Piensa en tus hijos —le dije.
No era jugar limpio por mi parte, lo
reconozco, pero no me quedaba otra
baza de que echar mano—. No vais a
arrastraros lloriqueando por ahí. Si
te rindes y tiras la toalla, ¿qué será
de ellos? Te necesitan, tú les has
traído al mundo. ¡A trabajar como es
debido, oye, y déjate de empinar el
codo!
Permaneció callado un buen rato.
La camarera me trajo un cenicero. Le
pedí, por gestos, una cerveza.
—Desde luego, tienes toda la
razón —dijo al fin—. Ya me
espabilaré. No las tengo todas
conmigo, pero…
—Saldrá todo la mar de bien.
Hace seis años, por ejemplo, con los
bolsillos vacíos y sin una condenada
puerta a la que llamar, se salió
adelante, ¿no?
Con anterioridad a esta
parrafada, había vertido la cerveza
en mi vaso y había bebido un trago
más que regular.
—Es que no te das cuenta de lo
que me alivia compartir las cargas
contigo —dijo mi socio.
—Te llamaré pronto.
—Hazlo.
—Gracias por todo. Lo hemos
pasado muy bien juntos —le dije.
—Si terminas lo que tienes que
hacer y regresas a Tokio, volveremos
a trabajar juntos.
—¡Claro, cómo no! —le
contesté.
Y colgué el teléfono.
Sin embargo, tanto él como yo
sabíamos que no me reincorporaría
al trabajo. Después de seis años
trabajando los dos codo con codo,
hay cosas que se sobreentienden.
Llevé el botellín de cerveza y el
vaso a la mesa, y me bebí lo que
quedaba.
Al haberme librado del trabajo,
me encontré muy a gusto. Poco a
poco me había ido desembarazando
de muchas cosas. Atrás quedaron la
ciudad donde nací y el tener menos
de veinte años, atrás quedaron
también mis amigos, mi mujer… y
dentro de tres meses dejaría también
atrás la década de los veinte. Cuando
cumpliera los sesenta, ¿cómo
demonios sería? Por un lado traté de
pensarlo, pero cuanto más lo
pensaba, más inútil me parecía el
intento.
¡No se sabe ni lo que ocurrirá el
mes que viene!

Volví a casa, me lavé los dientes,


me puse el pijama y me metí en la
cama para seguir leyendo Las
aventuras de Sherlock Holmes. A
las once apagué la luz, y me dormí
como un tronco. No me desperté ni
una sola vez hasta la mañana
siguiente.
8. Y le llamaron
boquerón

A las diez de la mañana, aquel


monstruoso coche con aspecto de
submarino se detuvo ante la entrada
de mi bloque. Desde la ventana de mi
apartamento, en el tercer piso, el
vehículo, más que un submarino
parecía una tarta de metal que
hubiese ido a estrellarse contra el
suelo. Una gigantesca tarta que
trescientos niños hambrientos
tardarían unas dos semanas en
comerse.
Mi amiga y yo nos apoyamos en
el alféizar de la ventana y
contemplamos el coche, allá abajo.
El cielo estaba tan claro, que
hasta resultaba chocante: era un cielo
de película expresionista de antes de
la guerra. Un helicóptero que
sobrevolaba la ciudad se veía
pequeñísimo, hasta parecer irreal. El
espacio celeste, limpio de nubes,
semejaba un ojo ciclópeo al que se le
hubiera extirpado el párpado.
Cerré y aseguré todas las
ventanas de mi apartamento. Dejé
apagado el frigorífico y comprobé
que la llave de paso del gas quedaba
cerrada. La ropa tendida había sido
recogida, las camas estaban hechas,
los ceniceros relucían y la
inacabable serie de productos de
belleza estaba en perfecto orden. El
alquiler del apartamento estaba
pagado durante dos meses, y se había
dado aviso para que no me trajeran
el periódico. Mirando el interior
deshabitado del apartamento desde la
puerta, me impresionó por su raro
silencio. Mientras lo contemplaba,
pensé en mis cuatro años de vida
matrimonial pasados allí, y en los
niños que podía haber tenido. Se
abrió la puerta del ascensor, y mi
amiga me llamó. Cerré la puerta
metálica.

Para hacer tiempo, el chófer


estaba absorto en la limpieza del
parabrisas, valiéndose de un paño
seco. El coche relucía, como
siempre, sin una mancha, y destellaba
cegadoramente bajo el sol hasta el
punto de provocar extrañeza.
Daba la impresión de ir a causar
quién sabe qué efecto en la mano que
se atreviera a tocarlo.
—Buenos días —saludó el
conductor. Era aquel mismo chófer
tan religioso del otro día.
—Buenos días —le respondí.
—Buenos días —le respondió a
su vez mi amiga.
Ella llevaba en brazos al gato, en
tanto que yo acarreaba en una bolsa
de papel la comida del gato y la
arena para su orinal.
—Hace un día espléndido —dijo
el chófer, mirando al cielo—. Es,
¿cómo diríamos…?, de una
transparencia cristalina.
Nos mostramos de acuerdo.
—Estando el día tan claro, los
mensajes de Dios llegarán mejor,
¿no? —le dije, a ver con qué me
salía.
—Nada de eso —respondió con
una sonrisa—. Los mensajes están ya
de antemano en todas las cosas: en
las flores, en las piedras, en las
nubes…
—¿Y en los coches? —pregunté.
—También en los coches.
—Pero los coches se hacen en
las fábricas —le dije, para
comprobar su reacción.
—Con todo, los haga quien los
haga, la voluntad de Dios está en el
fondo de todas las cosas.
—¿Cómo el cerumen en las
orejas? —le preguntó mi amiga, con
aire retozón.
—O como el aire a nuestro
alrededor —contestó el chófer, muy
serio.
—Bueno, pero en los coches
fabricados en Arabia Saudita estará
Alá, ¿no?
—En Arabia Saudita no se
fabrican coches.
—¿De verdad? —le dije, para
seguir la broma.
—De verdad.
—Bien, pues en los coches
americanos exportados a Arabia
Saudita, ¿qué dios habrá? —preguntó
mi amiga.
Difícil pregunta. Decidí tenderle
un cable.
—Vamos al grano: tenemos que
darle las instrucciones sobre el gato.
—¡Qué bonito gato! —exclamó
el chófer, visiblemente aliviado.
El gato no tenía ni pizca de
bonito, la verdad. Estaba, por mejor
decirlo, gravitando en el platillo
opuesto a la balanza. Su pelaje era
ralo, como de alfombra desgastada;
la punta del rabo le caía en un ángulo
de sesenta grados; tenía los dientes
amarillos, y su ojo derecho tenía una
infección crónica desde que se lo
lesionó, tres años atrás, de modo que
veía cada vez menos. ¡Quién sabía si
aún podía distinguir unos zapatos
deportivos de una patata! Las plantas
de sus patas parecían de corcho a
causa de los callos. Tenía las orejas
infestadas de garrapatas; y, de puro
viejo, no podía aguantarse los pedos:
soltaba docenas de cuescos al día,
realmente apestosos. Era un joven
macho cuando mi mujer lo recogió de
debajo de un banco del parque y se
lo trajo a casa; pero últimamente su
ruina se precipitaba, del mismo
modo que una bola en una bolera, y
el pobre animal rodaba cuesta abajo
como cualquier anciano octogenario.
Y, para colmo, no tenía ni nombre.
No tengo idea de si esa falta de
nombre contribuía a disminuir la
tragedia del gato, o más bien la
reforzaba.
—Minino, minino —le musitó el
chófer al gato, si bien no adelantó sus
brazos en gesto acogedor—. ¿Cómo
se llama?
—No tiene nombre.
—Bien, y ¿cómo hacen para
llamarlo?
—Nadie le llama —le contesté
—. Va y viene, sin más.
—Pero no es un objeto, tiene
voluntad para moverse. Y como la
tiene, resulta raro que un ser que se
mueve a su voluntad no tenga nombre
propio.
—Los boquerones, por ejemplo,
se mueven a su voluntad, pero nadie
les pone nombre propio.
—Pero, para empezar, entre los
boquerones y las personas no media
la misma corriente de simpatía. Y,
sobre todo, aunque los llamaran por
su nombre, los boquerones no se
enterarían. Así que ya puede ponerle
a cada boquerón el nombre que se le
antoje, que…
—Eso viene a decir que los
animales que no sólo se mueven a su
voluntad, sino que además comparten
una corriente de simpatía con las
personas y poseen el sentido del
oído, merecen tener nombre propio,
¿verdad?
—Así es, ¿no es cierto? —
exclamó el chófer, asintiendo
reiteradamente, como
autoconvencido—. ¿Qué tal si le
pongo un nombre a mi antojo? ¿Vale?
—Me importa un bledo. Pero
¿qué nombre?
—¿Qué tal Boquerón? Ya que
hasta ahora lo ha estado equiparando
a los boquerones.
—No está mal —le dije.
—No está nada mal —recalcó el
chófer, con cierto aire de suficiencia.
—¿Qué te parece? —le pregunté
a mi amiga.
—No está mal —confirmó ella
—. Parece que asistiéramos a la
creación del universo.
—¡Hágase el Boquerón! —
exclamé.
—Ven, Boquerón, ven —dijo el
chófer, y tomó al gato en sus brazos.
El gato, asustado, mordió al
chófer en el dedo pulgar y acto
seguido se tiró un pedo.
El chófer nos llevó al aeropuerto.
El gato se sentó tranquilamente a su
lado. De vez en cuando soltaba un
cuesco. Lo sabíamos por la actitud
del chófer, que no paraba de abrir la
ventanilla. Aproveché el viaje para
darle instrucciones acerca del gato:
cómo limpiarle las orejas, dónde
podía comprar desodorante para su
orinal, qué cantidad de comida debía
darle, y cosas por el estilo.
—No se preocupe —me aseguró
el chófer—. Le cuidaré bien. Ya que,
en cierto modo, lo he prohijado, al
darle nombre.
La carretera estaba poco
concurrida, de suerte que el coche
iba hacia el aeropuerto como un
salmón que se remontara río arriba
en la época del desove.
—¿Por qué será que, teniendo
nombre los barcos, no lo tienen los
aviones? —pregunté al conductor—.
¿Por qué a éstos se les llama
ocasionalmente vuelo 971, o vuelo
326, en lugar de darles un nombre
propio, como Lirio del Valle o
Margarita?
—Sin duda porque, en
comparación con los barcos, los
aviones son mucho más numerosos.
Es la producción en masa, y…
—¿Qué quiere decir? Los barcos
también son producidos en masa, y
en cuanto a su número supera al de
los aviones.
—No obstante… —empezó el
chófer, pero se quedó en silencio por
unos segundos—. De hecho, ¿a quién
se le ocurriría poner nombre a cada
uno de los autobuses urbanos, por
ejemplo?
—Pues sería maravilloso que los
autobuses urbanos tuvieran cada uno
su nombre, me parece a mí —dijo mi
amiga.
—Sin embargo, de ser así, ¿no
tendrían los viajeros el capricho de
preferir éste o el otro? Para ir del
barrio de Shinjuku al de Sendagaya,
por ejemplo, dirían «yo me montaría
en el Gacela, pero no en el Penco…»
—añadió el chófer.
—¿Qué te parece? —le pregunté
con un guiño a mi amiga.
—Seguramente, en el Penco no
habría quien se montara —respondió.
—Y además, el conductor del
Penco sería digno de lástima —
manifestó el chófer, muy imbuido de
su profesión—. Y no tendría ninguna
culpa.
—Ciertamente —asentí.
—Desde luego —corroboró mi
amiga—. Pero en el Gacela sí que
me montaría.
—¡Pues ahí está! —exclamó el
chófer—: ¡Precisamente ése es el
punto! Lo de poner nombres a los
barcos nos viene de estar
familiarizados con tal costumbre
desde antes de su producción en
masa. Básicamente, es lo mismo que
lo de poner nombres a los caballos.
Por eso, a los aviones que se usan
como si fuesen caballos, se les
impone un nombre; así tenemos, por
ejemplo, el Spirit of Saint Louis, o el
Enola Gay. Todo depende de que
exista esa corriente de conciencia
compartida.
—Lo cual viene a decir que en
esta cuestión la vida es un concepto
fundamental.
—Así es.
—Y que la utilidad no pasa de
ser un elemento de segunda
categoría.
—Así es. A efectos de utilidad,
con usar números está todo
arreglado. Como se hizo con los
judíos en Auschwitz, ¿no?
—Eso no admite duda —le dije
— en tanto que se mantenga el
principio de que para dar un nombre
se requiere el acto de compartir
cierto interflujo de conciencia en
torno a la vida. ¿A qué viene,
entonces, que las estaciones del tren,
los parques, los estadios de béisbol,
etcétera, tengan todos un nombre? No
son seres vivientes, desde luego.
—Pues porque de no tener
nombre las estaciones, nos
fastidiaríamos todos —dijo.
—Pero es que no se trata ahora
de argumentar por la utilidad. Le
agradecería que me lo explicara
basándose en principios.
El chófer se sumió en graves
pensamientos, de suerte que se saltó
un semáforo rojo. Un cochazo que
venía tras nosotros tirando de una
caravana hizo sonar su discordante
claxon parodiando la obertura de Los
siete magníficos.
—¿No será porque no hay
posibilidad alguna de intercambio?
Estación de Shinjuku, por ejemplo,
no hay más que una, y no hay modo
de cambiarla por la estación de
Shibuya. La falta de posible
intercambio coincide con el hecho de
no ser objetos de producción en
masa. ¿Qué tal estos dos puntos
básicos? —sugirió el chófer.
—Es que si la estación de
Shinjuku estuviera en Ekoda, vaya
cachondeo —dijo mi amiga.
—Si la estación de Shinjuku
estuviera en Ekoda, sería la estación
de Ekoda —rebatió el chófer.
—Pero seguiría estando en la
línea de Odakyu —replicó ella.
—No nos salgamos del tema —
propuse—. Si hubiera posibilidad de
intercambiar las estaciones…, si la
hubiera, digo, y las estaciones de la
red nacional fueran todas módulos
plegables producidos en masa, y la
estación de Shinjuku y la de Tokio
fueran enteramente reemplazables
una por otra…, ¿qué pasaría?
—Facilísimo: si estaba en
Shinjuku, sería la estación de
Shinjuku; y si estaba en el centro de
Tokio, sería la de Tokio.
—Bien, y eso no sería un nombre
asignado a un objeto, sino un nombre
asignado a una función. ¿No es eso
utilidad?
El chófer se calló. Su silencio,
sin embargo, no duró mucho.
—Se me ocurre ahora mismo —
dijo— que no estaría mal que
miráramos ese tipo de cuestiones con
un poco más de afecto.
—¿A saber?
—Que, en resumidas cuentas, ya
sea la ciudad, o el parque, o la calle,
o la estación, o el estadio de béisbol,
o el cine…, todas esas cosas tienen
su nombre; y que por estar fijas sobre
la tierra, se les ha asignado ese
nombre.
Era una buena teoría.
—Bien —dije—; si, por
ejemplo, renuncio por completo a la
vida humana y me quedo para
siempre en algún sitio, ¿también me
darían un nombre, como a las
estaciones o los parques?
El conductor me miró por el
rabillo del ojo, a través del espejo
retrovisor. Su mirada reflejaba la
sospecha de que le estuviera
tendiendo una trampa.
—¿Qué quiere decir con eso de
quedarse para siempre? —inquirió.
—En una palabra, que me
petrifique, o algo así, al estilo de la
Bella Durmiente del bosque.
—Pero es que usted ya tiene su
nombre desde que nació.
—Tiene razón —le respondí—.
Casi lo había olvidado.
Recogimos las tarjetas de
embarque en el mostrador
correspondiente del aeropuerto y nos
despedimos del chófer, que nos
acompañó. Parecía deseoso de
permanecer junto a nosotros para
decirnos adiós, pero, como aún
quedaba nada menos que hora y
media hasta nuestra partida, desistió
de su propósito y se marchó.
—¡Qué tipo más extraño! —
comentó mi amiga.
—Hay un país donde sólo vive
gente así —le expliqué—. Un país
donde las vacas lecheras van como
locas buscando unas pinzas.
—Suena a algo así como La casa
de la pradera.
—Más o menos —asentí.
Nos metimos en el restaurante del
aeropuerto para almorzar, aunque era
un poco temprano. Pedí gambas
gratinadas, y mi amiga comió
espaguetis. A través de la ventana se
veía evolucionar a los 747, así como
a los Tristars y demás, hacia arriba y
hacia abajo, con una solemnidad tal
que hacía pensar en alguna suerte de
destino fatal. Entretanto, ella
inspeccionaba con aire suspicaz cada
uno de los espaguetis de su plato,
antes de comérselo.
—Supongo que en el avión nos
servirán la comida —comentó, con
aire de disgusto.
—Qué va —dije, dando vueltas
dentro de la boca a una porción de
mi gratinado con intención de
enfriarlo, para engullirlo luego. Acto
seguido, bebí agua fría. Aquello, de
tan caliente, no sabía a nada—. Sólo
dan comidas en los vuelos
internacionales. En los nacionales,
según la distancia, pueden servirte un
ligero almuerzo. Pero no es nada del
otro mundo, desde luego.
—¿Y películas?
—No hay cine en el avión. ¡Si en
poco más de una hora nos
plantaremos en Sapporo!
—Así que no hay nada de nada,
¿eh?
—Nada de nada. Te sientas en tu
butaca, te pones a leer un libro, y
llegas a tu destino. Es como el
autobús.
—Sólo que sin semáforos.
—Ajajá. Sin semáforos.
—Buena cosa —dijo ella con un
suspiro. Soltó el tenedor, apartó el
plato de espaguetis, que estaba a la
mitad, y se limpió la comisura de los
labios con una servilleta de papel—.
Ni falta que hace ponerles nombre a
los aviones, ¿verdad? —añadió.
—Efectivamente. ¡Qué cosa más
aburrida! Sólo sirven para acortar
vertiginosamente el tiempo. Porque
si fuéramos en tren, nos llevaría doce
horas el viaje.
—Oye, y el tiempo sobrante,
¿adónde se va? —preguntó mi amiga.
Yo también me cansé del
gratinado antes de acabarlo, así que
encargué un par de cafés.
—¿El tiempo sobrante? —le
pregunté.
—Como gracias al avión resulta
que nos ahorramos más de diez
horas, me pregunto adónde irá a
parar ese espacio de tiempo.
—El tiempo no va a parar a
ningún sitio. Simplemente, se va
sumando. Esas diez horas podemos
emplearlas a nuestro antojo en Tokio
o en Sapporo. En diez horas se
pueden ver cuatro películas y hacer
dos comidas. ¿No es así?
—¿Y si no quiero ver películas
ni comer?
—Eso es cosa tuya, rica. No le
eches la culpa al tiempo.
Mi amiga se mordió el labio y se
quedó mirando los orondos fuselajes
de los 747. Yo también los miraba,
junto a ella. Los 747 siempre me
traen a la memoria la imagen de una
señora gorda y fea que hace tiempo
vivía en mi barrio: senos flácidos y
enormes, piernas hinchadas, cogote
reseco. El aeropuerto parecía un
centro de reunión destinado a tales
señoras: venían por docenas, en
grupos que entraban y salían,
relevándose sin cesar. Los pilotos y
azafatas que iban y venían por la gran
sala de espera del aeropuerto con los
cuellos erguidos, parecían haber sido
despojados de sus sombras por
dichas señoras, lo que les daba un
raro aspecto de siluetas. Tuve la
impresión de que aquello no ocurría
en tiempos de los DC 7 y los
Friendship, pero, en realidad, de
verdad no tenía la menor idea de lo
que sucedía por aquel entonces.
Seguramente, a raíz de que un 747 me
recordó a una señora gorda y fea, me
vino a la cabeza aquella idea.
—Oye, ¿el tiempo se expande?
—me preguntó mi amiga.
—¡Qué va! El tiempo no se
expande —le respondí. Estas
palabras las dije yo, por descontado,
pero no me sonaron como si fuera yo
quien las dijera. Carraspeé, y bebí un
sorbo de café—. El tiempo no se
expande —insistí.
—Pero en realidad el tiempo
aumenta, ¿no? Como tú mismo has
dicho, se va sumando.
—Se trata sólo de que disminuye
el tiempo requerido para
desplazarse. El volumen total del
tiempo no cambia. Quiere decir, en
suma, que puedes ver un montón de
películas.
—Con tal de tener ganas de
verlas, ¿no? —dijo ella.

Verdaderamente, en cuanto
llegamos a Sapporo, tuvimos
programa doble.
VII. AVENTURAS EN
EL
HOTEL DEL
DELFÍN
1. En la sala de cine
consuma
el movimiento de
traslación.
Hacia el Hotel del Delfín

Durante el viaje en avión mi


amiga permaneció junto a la
ventanilla, contemplando el
panorama. Yo, sentado a su lado, leía
Las aventuras de Sherlock Holmes.
No había una sola nube en el cielo, y
en la tierra se reflejaba claramente la
sombra del avión. Hablando con
propiedad, ya que nosotros íbamos
embarcados en él, dentro de aquella
sombra que surcaba campos y
montañas tenía que ir incluida la
nuestra. Así que nuestras dos
sombras también se proyectaban
como una caricia sobre la tierra.
—Me ha gustado ese tipo —
comentó mientras se bebía un zumo
de naranja.
—¿Qué tipo…?
—El chófer.
—Ya —musité—. También a mí
me ha caído bien.
—Y qué nombre más acertado, el
de Boquerón.
—Desde luego. Ciertamente, es
un buen nombre. El gato tal vez se
encuentre más a gusto allí que
conmigo.
—No es el gato. Es Boquerón.
—Eso, Boquerón.
—¿Por qué no le pusiste nombre
al gato cuando vivía contigo?
—Pues no sé… —dije. Y con el
encendedor del emblema del carnero
encendí un cigarrillo—. Supongo que
porque no me gustan los nombres. Yo
soy yo; y tú eres tú; y nosotros,
nosotros; y ellos, ellos. ¿Y para qué
más, si con eso basta?, digo yo.
—Ya —dijo ella—. Me gusta la
palabra «nosotros». ¿No te evoca un
ambiente como de época glacial?
—¿De época glacial?
—Sí, como cuando se dice, por
ejemplo: «Nosotros hemos de dirigir
nuestros pasos hacia el mediodía.» O
bien: «Nosotros hemos de poner todo
nuestro ánimo en dar caza al
mamut…»
—Ya veo —apostillé.
Cuando, tras llegar al aeropuerto
de Chitose, recogimos nuestro
equipaje y salimos al exterior, la
temperatura resultó ser más fría de lo
que esperábamos. Me encasqueté
sobre la camiseta deportiva un jersey
tipo chándal que llevaba enrollado al
cuello, en tanto que ella cubría su
blusa con una rebeca. El otoño había
llegado allí con un mes justo de
anticipación respecto a Tokio.
—¿No tendremos que
internarnos, por casualidad, en la
época glacial? —me dijo en el
autobús que nos conducía a Sapporo
—. Tú, a cazar; yo, a criar niños.
—Una perspectiva fantástica —
le dije.
Luego, mi amiga se durmió y yo
contemplé por las ventanillas del
autobús la interminable sucesión de
frondosos bosques a ambos lados de
la carretera.
Al llegar a Sapporo, entramos en
un bar a tomar un café.
—Ante todo, debemos fijarnos
una estrategia de base —dije—. Nos
dividiremos las tareas: yo me
dedicaré a buscar el paisaje
retratado en la foto, y tú podrías ir
tras la pista del carnero. Así
ahorraremos tiempo..
—Muy práctico.
—Sí, si tenemos suerte —
puntualicé—. En todo caso, podrías
ir indagando la situación de las
principales fincas de Hokkaidô
donde se crían carneros, así como las
razas de éstos. Creo que no tendrás
dificultades para averiguarlo si vas a
la biblioteca pública, o a las oficinas
gubernamentales.
—Prefiero la biblioteca.
—Estupendo.
—¿Empiezo ya?
Miré el reloj. Eran las tres y
media.
—No, es tarde. Lo dejaremos
para mañana. Hoy descansaremos,
buscaremos alojamiento, y, después
de cenar, nos daremos un baño
caliente y nos meteremos en la cama.
—Me gustaría ir al cine —dijo
mi amiga.
—¿Al cine?
—¿Acaso no hemos ahorrado
tiempo expresamente viniendo en
avión?
—Es verdad —concedí.
Y así fue como entramos en el
primer cine que encontramos.
Vimos un programa doble: una
película policiaca y otra de misterio.
El local estaba casi vacío. Hacía
muchos años que no había pisado un
cine con tan poco público. Para
pasar el rato, me puse a contar el
número de espectadores. Ocho
personas, incluyéndonos a nosotros.
Los actores de la película nos
superaban en número. Ambos filmes
eran horribles bodrios, verdaderos
engendros. Películas de esas que
nada más aparecer el título en la
pantalla, al extinguirse los rugidos
del león de la Metro, te hacen entrar
ganas de buscar la puerta de la sala
para largarte corriendo. ¡Cómo
pueden hacerse películas así!
De todos modos, mi amiga
miraba la pantalla con ojos absortos,
como si fuera a comérsela. No
dejaba la menor oportunidad para
que le hablase. Así que desistí de
intentarlo y opté por ver la película.
La primera cinta era la de
misterio. En la película, el Diablo
quería enseñorearse de una ciudad.
Para ello se instalaba en la húmeda
cripta de una iglesia y se las
arreglaba para utilizar al párroco, un
hombre de poco carácter, como
agente de sus designios. No llegué a
entender por qué se empeñaba el
Diablo en querer dominar aquella
ciudad, pues no era más que una
aldea miserable, entre campos de
maíz.
Sin embargo, el Diablo no cejaba
en su empeño y se sentía
terriblemente encolerizado porque
una muchacha se resistía a
sometérsele. Cuando montaba en
cólera, el cuerpo del Diablo, que era
de una brillante gelatina verdosa, se
estremecía furiosamente. Aquellos
estremecimientos, no sé por qué, me
parecieron conmovedores.
En uno de los asientos delanteros
roncaba patéticamente un hombre de
mediana edad; sus ronquidos
recordaban el sonido de una bocina
rasgando la niebla. En el rincón de la
derecha había una parejita dándose
un lote monumental. En las últimas
filas, alguien se tiró un sonoro
cuesco. Tan sonoro que detuvo por
un instante los ronquidos del hombre
de mediana edad. Un par de chicas,
con aspecto de estudiantes de
bachillerato, que iban juntas, se
desternillaron de risa.
Por asociación de ideas, me
acordé de Boquerón. Y al acordarme
de él caí en la cuenta de que había
dejado Tokio para ir a Sapporo,
donde me encontraba. Dicho de otro
modo, hasta que oí aquel cuesco tan
sonoro, no tomé conciencia de lo
lejos que estaba de Tokio.
¡Qué raro, ¿verdad?!
Mientras daba vueltas en mi
cabeza a estos pensamientos, me
quedé profundamente dormido. Soñé
con el Diablo, pero en mi ensueño,
aunque seguía siendo verde, no tenía
nada de conmovedor. Me miraba,
silencioso e impasible, en medio de
la oscuridad.
Al terminar la película y
encenderse las luces, me desperté.
Los espectadores emitían bostezos
como si tuvieran turnos decididos de
antemano. Me fui al bar y compré un
par de helados, que nos tomamos en
los asientos. El helado estaba
durísimo; probablemente, se trataba
de restos del verano anterior.
—¿Has dormido toda la
película?
—Sí —musité—. ¿Ha sido
interesante?
—La mar de interesante. Al final
la ciudad salta por los aires.
—¡Vaya!
La sala de cine estaba sumida en
un silencio ominoso. Tan ominoso,
que me dio muy mala espina.
—Oye —me dijo mi amiga—,
¿no te parece que en estos momentos
tu cuerpo está, como si dijéramos, en
movimiento?
Ahora que me lo decía, era
cabalmente así, de verdad.
Mi amiga me asió la mano.
—Déjame que te coja la mano.
Siento una sensación extraña.
—De acuerdo.
—Si no te cojo de la mano, me
da la impresión de que voy a ser
arrebatada de tu lado y transportada
a algún lugar absurdo.
Cuando la sala se oscureció para
dar paso a la continuación del
programa, aparté sus cabellos y la
besé en la oreja.
—No pasa nada. No tienes de
qué preocuparte.
—Tenías razón —murmuró—.
Deberíamos haber tomado un
vehículo que tuviera nombre.
En la hora y media que duró la
segunda película, los dos sentimos la
sensación de estar siendo
transportados al corazón de las
tinieblas. Ella permaneció con la
mejilla apoyada en mi hombro, en el
que sentía el calor y la humedad de
su aliento.
Cuando salimos del cine continué
estrechándola contra mí, y de ese
modo caminamos por la ciudad
mientras caía la tarde. Creíamos
sentir más intimidad entre nosotros
que en cualquier ocasión anterior. El
bullicio de los viandantes a nuestro
alrededor nos reconfortaba. En el
cielo brillaban tenues las estrellas.
—Oye, ¿estamos realmente en la
ciudad adónde debíamos ir? —me
preguntó.
Miré al cielo. La estrella polar
estaba en su sitio. Con todo, tenía
cierto aire de estrella polar de
pacotilla: demasiado grande,
demasiado brillante.
—¿Quién sabe? —le contesté.
—Siento una extraña desazón.
—Una ciudad que se visita por
primera vez provoca esa sensación.
Aún no te has acostumbrado a ella.
—Y ¿tardaré mucho en
acostumbrarme?
—Tal vez dos o tres días.
Cansados de andar, entramos en
el primer restaurante que vimos; nos
tomamos un par de cervezas de barril
cada uno, y un plato de salmón con
patatas. La cocina de aquel
restaurante resultó ser mejor de lo
que hubiéramos podido esperar de un
establecimiento escogido al azar. La
cerveza sabía muy bien, y la salsa
blanca era exquisita y sustanciosa.
—Bueno —dije mientras nos
bebíamos el café—, ya va siendo
hora de que busquemos alojamiento.
—Respecto al alojamiento, ya lo
estoy viendo mentalmente —dijo mi
amiga.
—¿Y qué tal es?
—Eso es lo de menos. Ve
leyendo los nombres de los hoteles
por el orden en que aparezcan en la
guía.
Le pedí a un apático camarero el
volumen de la guía telefónica
comercial. Lo abrí por la sección de
hoteles y fondas y me puse a leerla.
Cuando había leído unos cuarenta
nombres, mi amiga me dijo que
parara.
—Ése es el nuestro.
—¿Cuál?
—El último hotel que has
nombrado.
—Dolphin Hotel —leí.
—¿Qué quiere decir?
—Está en inglés; traducido, es
Hotel del Delfín.
—Ahí es donde vamos a
alojarnos.
—No lo conocemos de nada.
—Pues presiento que es el lugar
adónde debemos ir.
Devolví la guía al camarero, y le
di las gracias. Acto seguido, llamé
por teléfono al Hotel del Delfín. Me
contestó un hombre de hablar
indeciso, quien me dijo que sólo
tenían libres habitaciones dobles o
sencillas. Por simple prurito de
aclarar las cosas le pregunté qué
clase de habitaciones podía haber
además de las dobles y las sencillas.
Obviamente, resultó que no había
habitaciones de otras clases. Con la
cabeza un poco trastornada, le pedí
que nos reservara una doble, y le
pregunté el precio. Costaba una
tercera parte menos de lo que había
calculado.
Para llegar al Hotel del Delfín
desde el cine donde habíamos
estado, teníamos que caminar tres
manzanas hacia el oeste, y bajar
luego una hacia el sur. El hotel era
pequeño y vulgar. Tan vulgar, que
sobrepasaba todos los niveles de
vulgaridad que se puedan concebir.
Su misma vulgaridad le confería
cierto aire metafísico. No había allí
luces de neón, ni grandes letreros, ni
siquiera una entrada digna de ese
nombre. Junto a una inexpresiva
puerta de cristales, comparable a la
entrada de servicio de un restaurante,
se veía una sencilla placa de cobre
en la que estaban grabadas las
palabras Dolphin Hotel. Ni siquiera
había dibujado un delfín.
El edificio, de cinco plantas,
daba la impresión de ser una gran
caja de cerillas puesta estúpidamente
de pie. Al acercarse, no parecía
antiguo, pero sí lo bastante viejo
para llamar la atención. Seguramente,
ya era viejo cuando lo edificaron.
Así era el Hotel del Delfín.
Con todo, a mi amiga le cayó
bien aquel hotel desde el primer
golpe de vista.
—¿No encuentras que tiene buena
presencia?
—¿Buena presencia este hotel?
—pregunté, como el que no ha oído
bien.
—Cómodo, y sin lujos
superfluos, al parecer.
—Eso de lujos superfluos… —le
contesté—. Al decir «lujos
superfluos», supongo que no te
refieres a sábanas limpias, lavabos
que funcionen, aire acondicionado
con el regulador de volumen en
perfecto estado, papel higiénico
suave, o pastillas de jabón por
estrenar o cortinas que no estén
descoloridas por el sol…
—Siempre te pasas acentuando
las tintas negras —dijo mi amiga con
una sonrisa—. De todos modos,
nosotros no hemos venido para hacer
turismo.
Tras franquear la puerta,
entramos en un salón más amplio de
lo que nos imaginábamos. En medio
había un tresillo y un televisor
grande en color. Éste, por cierto,
funcionaba; estaban dando un
concurso. No se veía un alma.
A ambos lados de la puerta
reposaban unas macetas con
frondosas plantas. Sus hojas estaban
amarillentas. Cerré la puerta y, de
pie entre las dos macetas, me quedé
contemplando un momento el salón.
Al mirarlo con atención, resultaba no
ser tan grande. El hecho de que nos
hubiera parecido amplio se debía a
su parco mobiliario: el tresillo, el
televisor, un reloj de pared y un
espejo de cuerpo entero. No había
nada más.
Me aproximé a la pared para
contemplar el reloj y el espejo. Tanto
el uno como el otro parecían
donativos de huéspedes agradecidos.
El reloj andaba siete minutos
despistado. Y mi imagen reflejada en
el espejo mostraba el cuello algo
desviado de su entronque natural con
el tronco.
El tresillo estaba
aproximadamente tan envejecido
como el hotel mismo. La tapicería
era de un curioso tono naranja: el que
se obtiene tras larga insolación,
exposición a la lluvia durante
semanas, y, como remate, una
temporada de abandono en un sótano
húmedo y lleno de moho. Es el tono
que adquieren las fotografías
antiguas en color con el paso del
tiempo.
Al irnos acercando al tresillo,
vimos que en el diván estaba
tumbado un hombre de mediana edad
y calvicie avanzada, con aspecto de
pescado seco. Al verlo, nos pareció
muerto, pero en realidad sólo estaba
dormido. Un estremecimiento
sacudía de vez en cuando su nariz, en
la que estaban grabadas las huellas
de unas gafas; gafas que, por cierto,
no se veían por ninguna parte. Por lo
tanto, daba la impresión de no
haberse quedado dormido mientras
miraba la televisión. Tal hipótesis
parecía absurda.
Me dirigí al mostrador de
recepción, y eché una mirada a su
interior. No había nadie. Mi amiga
pulsó un timbre. Sus ecos resonaron
por todo aquel salón vacío.
Esperamos medio minuto, y no
obtuvimos respuesta. El hombre del
diván no se despertó.
Mi amiga volvió a pulsar el
timbre.
El hombre refunfuñó.
Refunfuñaba como echándose a sí
mismo la culpa de algo. Abrió los
ojos y nos miró con aire ausente.
Mi amiga dio un tercer timbrazo,
a ver si lo despertaba de una vez.
El hombre de mediana edad dio
un respingo y se incorporó en el
diván. Atravesar el salón, pasar a mi
lado rozándome y situarse tras el
mostrador, fue todo uno. Era el
recepcionista.
—No tengo disculpa —se excusó
el hombre—. Verdaderamente, no
tengo disculpa. Mientras esperaba a
los señores, me he quedado dormido.
—Sentimos haberlo despertado
—le dije.
—Nada de eso, por favor —
exclamó, imbuido de su papel de
recepcionista.
Acto seguido, me alargó una
ficha de ingreso y un bolígrafo. En la
mano izquierda le faltaban la
falangeta del dedo medio y la del
meñique. Una vez que vi escrito mi
nombre en la ficha de mi puño y
letra, lo pensé mejor y, tras arrugarla
hasta convertirla en una bolita, me la
metí en el bolsillo. Luego, en una
nueva ficha, escribí un nombre
supuesto y un domicilio no menos
supuesto. Era un nombre escogido al
azar, e igualmente el domicilio, pero
para ser fruto de la improvisación,
no estaban tan mal el uno ni el otro.
Como profesión, puse la de agente de
la propiedad inmobiliaria.
El recepcionista se caló sus
gruesas gafas con montura de
plástico que había dejado junto al
teléfono, y leyó atentamente mi ficha.
—Del distrito de Suginami,
Tokio; veintinueve años de edad;
agente inmobiliario.
Saqué del bolsillo un pañuelo de
papel y me limpié la tinta de
bolígrafo que se había adherido a
mis dedos.
—¿Viene el señor en viaje de
negocios? —me preguntó el
recepcionista.
—Más o menos —le contesté.
—¿Cuántos días va a quedarse?
—Un mes —dije.
—¿Un mes? —Y me miró a la
cara con la expresión de quien acaba
de escuchar algo inaudito—. ¿Va a
realizar una estancia de un mes
entero?
—¿Hay algún inconveniente?
—No, ninguno. Pero he de
advertirle que cada tres días
liquidamos las cuentas.
Dejé en el suelo mi bolso de
viaje, y saqué del bolsillo un sobre
que contenía veinte billetes nuevos
de diez mil yenes, según conté. Puse
el sobre encima del mostrador.
—Cuando se acabe, avíseme, que
le daré más.
El recepcionista cogió el dinero
con los tres dedos de su mano
izquierda, y lo contó por dos veces
con la derecha. A continuación,
escribió la cantidad en un recibo y
me lo entregó.
—Si el señor tiene alguna
preferencia en cuanto a la habitación,
dígamelo, por favor.
—Si puede ser, desearía que
estuviera en algún rincón alejado del
ascensor.
El recepcionista, volviéndose de
espaldas a mí, se quedó mirando el
tablero de llaves; tras dudarlo un
buen rato, tomó la que tenía el
número 406. Casi todas las llaves
estaban ordenadamente colgadas en
el tablero. Por lo visto, no se podía
decir sin faltar a la verdad que el
Hotel del Delfín fuera un negocio
boyante.
Como no había botones ni otros
empleados, nosotros mismos tuvimos
que meter nuestro equipaje en el
ascensor. Ya decía mi amiga que allí
no había lujos superfluos. El
ascensor se cimbreaba
estrepitosamente, como un perrazo
aquejado de pulmonía.
—Para una larga estancia, no hay
nada como un hotelito cómodo, al
estilo de éste —comentó.
«Hotelito cómodo»: a fe que no
estaba mal la frase, ni mucho menos.
Es una de esas frases publicitarias
fáciles de encontrar en la sección de
viajes de cualquier revista de modas:
«Para una larga estancia, nada como
un hotelito cómodo, que le haga
sentirse en casa.»
Sin embargo, lo primero que tuve
que hacer al entrar en mi habitación
de aquel «hotelito cómodo» fue
aplastar con una zapatilla a una
oronda cucaracha que se paseaba por
el marco de la ventana. Luego recogí
un manojito de pelos púbicos
esparcidos bajo la cama, y los eché a
la papelera. ¡Era la primera
cucaracha que veía en Hokkaidô! Mi
amiga, entretanto, regulaba la
temperatura del agua caliente para
prepararse un baño. Aquel grifo
hacía un ruido realmente notable.
—No hubiéramos perdido nada
—le grité abriendo la puerta del
cuarto de baño— alojándonos en un
hotel de más categoría. Por dinero,
no será.
—No es cuestión de dinero —me
contestó—. Nuestra búsqueda del
carnero empieza aquí. Todo lo que
puedo decirte es que tenemos que
partir de este hotel.
Me eché en la cama y encendí un
cigarrillo. Encendí el televisor,
recorrí los diversos canales, y lo
apagué. La recepción de las
imágenes era lo único interesante.
Cesó el ruido del agua caliente. Por
la puerta del cuarto de baño fue
saliendo despedida la ropa de mi
amiga. Se oyó el ruido de la ducha.
Tras descorrer las cortinas de la
ventana, pude ver que al otro lado de
la calle se alineaba una serie de
edificios de oficinas tan anodinos en
cada detalle como el propio Hotel
del Delfín. Todos y cada uno de ellos
estaban sucios, como cubiertos de
ceniza, y sólo con mirarlos se olía a
orines. A pesar de que eran ya casi
las nueve, no pocas ventanas estaban
iluminadas, y era evidente que tras
ellas aún había gente que trabajaba
de un modo febril. Quién sabe a qué
tareas se dedicarían, pero el caso es
que no se les veía muy felices.
Aunque, por supuesto, si ellos me
miraran sería yo, probablemente,
quien no parecería feliz.
Eché las cortinas, volví a la cama
y me tendí sobre aquellas sábanas,
tan endurecidas por el almidón como
una carretera asfaltada. Allí me puse
a pensar en la que había sido mi
esposa y en el hombre que vivía con
ella. En cuanto a este último lo
conocía bastante bien. Teniendo en
cuenta que éramos viejos amigos, lo
raro sería que no lo conociera, claro.
Era un guitarrista de jazz no muy
famoso, de veintisiete años; para ser
un guitarrista de jazz no muy famoso,
era un tipo bastante normal. No era
mala persona. Pero le faltaba
originalidad. Un año, por ejemplo, su
estilo era una mezcla de Kenny
Burrell y B. B. King, y a lo mejor al
año siguiente sus fuentes de
inspiración eran Larry Coryell y Jim
Hall. ¿Por qué elegiría a ese hombre
para sustituirme? Era algo que no
lograba explicarme. Desde luego, de
lo más íntimo de cada persona surgen
eso que se llama «inclinaciones». Y
no hay duda que él me superaba en
todo lo que atañía a tocar la guitarra,
pues por algo era músico; en cambio
yo le pasaba la mano por la cara a la
hora de lavar los platos. Los
guitarristas no suelen lavar platos. Si
se hicieran daño en las manos, no
podrían tocar.
Acto seguido, me puse a repasar
mis relaciones sexuales con mi ex
esposa. Por matar el rato, traté de
calcular el número de veces que
habíamos hecho el amor en nuestros
cuatro años de vida matrimonial.
Pero, a fin de cuentas, no era más que
un cálculo aproximado, y ¿qué valor
podía tener un cálculo aproximado?
Carecía de sentido. Seguramente,
debería haber llevado un registro
escrito. O al menos podía haber
hecho marcas en mi agenda. De
haberlo hecho así, ahora sabría el
número exacto de veces que había
hecho el amor durante aquellos
cuatro años. Y es que necesito esas
realidades tangibles que se pueden
mostrar exactamente con cifras.
Mi ex mujer, sin embargo, poseía
archivos exactos sobre el ejercicio
del sexo. Y no es que llevara un
diario. Desde que empezó a tener la
regla, iba anotando con toda
exactitud en cuadernos escolares el
estado de sus menstruaciones, y a su
debido tiempo, como material de
referencia, fue incluyendo también
sus experiencias sexuales. Esos
cuadernos escolares llegaron a ser
ocho, y los tenía guardados bajo
llave en un cajón, junto con sus
cartas y fotografías más queridas.
Eran objetos que nunca enseñaba a
nadie. No sé qué cosas escribía
sobre el sexo. Y ahora que estamos
divorciados, nunca podré saberlo.
—Si me muero —solía decirme
—, quema esos cuadernos. Rocíalos
bien de petróleo, quémalos y entierra
las cenizas. Si miras una sola letra de
lo escrito, no te lo perdonaré jamás.
—Soy tu marido, y conozco todos
los rincones de tu cuerpo. ¿A qué
vienen esos pudores?
—Las células se renuevan cada
mes. Ahora mismo está ocurriendo
—me respondía, poniendo ante mis
ojos el delicado dorso de su mano—.
Casi todo lo que crees saber de mí
no pasa de ser pura rememoración de
algo pasado.
Así era mi ex mujer, una persona
que razonaba de una manera
metódica, si se exceptúa el período,
aproximadamente de un mes, que
precedió a nuestro divorcio. Tenía un
sentido exacto de lo que suele
llamarse la realidad de la vida. Con
ello quiero decir que, en principio,
una vez había cerrado una puerta, ya
no trataría de abrirla; y tampoco era
partidaria de dejar puertas abiertas.
Cuanto sé de ella, no pasa de ser
simples recuerdos de su pasado.
Recuerdos que, a modo de células
que han sido reemplazadas, se van
alejando poco a poco. Así que ni
siquiera sé el número exacto de
veces que hice el amor con ella.
2. Donde entra en escena
el profesor Ovino

Al día siguiente nos despertamos


a las ocho de la mañana, nos
enfundamos en nuestra ropa, bajamos
en el ascensor y nos metimos en una
cafetería cercana para tomar el
desayuno. En el Hotel del Delfín no
había restaurante ni cafetería.
—Como te decía ayer, vamos a
dividirnos para actuar mejor —le
dije a mi amiga mientras le entregaba
una fotocopia de la foto del carnero
—. Yo tomaré como base las
montañas que forman el paisaje de
fondo en esta foto, para tratar de
encontrar el lugar. En cuanto a ti, te
agradeceré que organices la
búsqueda centrándote en las fincas
donde se críen carneros. ¿Está claro
el método? Cualquier atisbo, por
pequeño que sea, puede servirnos.
Siempre será más ventajoso que
lanzarnos a recorrer Hokkaidô dando
palos de ciego.
—Quédate tranquilo por lo que a
mí me toca. Déjalo de mi cuenta.
—Vale. Esta tarde nos
reuniremos en el hotel.
—No te preocupes —me dijo,
mientras se ponía las gafas de sol—.
Seguro que será fácil encontrar esa
pista.
—¡Ojalá! —exclamé.

No obstante, y como era de


prever, la búsqueda no resultó tan
sencilla. Me dirigí al Departamento
de Turismo del gobierno regional de
Hokkaidô, pregunté en varios centros
de información turística y agencias
de viajes, hice pesquisas en la
Asociación de Montañeros y puede
decirse que no dejé por recorrer
ningún lugar que tuviera el más
mínimo asomo de relación con el
turismo y la montaña. Sin embargo,
no di con una sola persona que
recordase el paisaje representado en
la fotografía.
—Es un paisaje de lo más vulgar,
¿sabe? —solían decirme—. Y
encima, lo que aparece en la foto es
sólo un fragmento.
Ésa fue la conclusión que saqué
tras un día entero de indagaciones:
resultaba muy difícil identificar una
montaña que no tenía ningún rasgo
distintivo, y más aún si toda la
orientación de que se disponía era
una fotografía parcial.
Hice un alto en mis caminatas y
entré en una librería para comprar un
atlas de Hokkaidô y un libro titulado
Las montañas de Hokkaidô. Luego
me metí en una cafetería y, mientras
me bebía un par de cervezas, hojeé
los libros. En Hokkaidô había, por lo
visto, una increíble cantidad de
montañas, y todas compartían una
coloración y una forma semejantes.
Traté de comparar una a una las
montañas fotografiadas en el libro
con la que aparecía en la foto del
Ratón, pero al cabo de diez minutos
empezó a dolerme la cabeza. Y para
colmo, había que partir de la base de
que el número de montañas recogidas
en el libro no era más que una parte
muy pequeña de las que había en
Hokkaidô. Aparte de que, aunque
diera con aquella montaña, bastaría
—obviamente— con cambiar el
ángulo de visión para que el
panorama que ofrecía fuese del todo
diferente. «La montaña es un ser
vivo», decía el escritor en el prólogo
de su libro; «la montaña cambia
considerablemente de forma según el
ángulo de visión adoptado, la
estación del año, la hora del día e,
incluso, según los sentimientos de
quien la contempla. Hay que
convenir, por tanto, que nunca
podremos captar más que un
fragmento, una ínfima parte, de la
montaña.»
—¡Estupendo! —exclamé a
media voz.
Una vez más, me veía obligado a
realizar una tarea que podía
considerarse casi imposible. Cuando
oí dar las cinco, me senté en un
banco del parque y, a una con las
palomas, me dediqué a masticar
maíz.
En cuanto a las indagaciones
efectuadas por mi amiga, habían
discurrido por mejores cauces que
las mías, pero, por lo que hacía a
resultados prácticos fueron igual de
inútiles. En un pequeño restaurante,
situado a espaldas del Hotel del
Delfín, tomamos una cena ligera
mientras intercambiábamos
comentarios sobre nuestras
respectivas experiencias del día.
—En el Departamento de
Ganadería del gobierno regional de
Hokkaidô no me aclararon gran cosa
—me explicó mi amiga—. Me
dijeron que los carneros ya no están
controlados. No compensa criarlos al
menos a gran escala, y en campo
abierto.
—Se diría que eso puede
facilitar un poquito la labor de
búsqueda —comenté.
—Nada de eso, ¿sabes? Cuando
la cría de carneros era próspera, se
formaron asociaciones de ganaderos
muy activas, de modo que la
Administración podría haber llevado
un registro riguroso, que hubiera
permitido seguir nuestra pista. Pero
en la situación actual de cría a
pequeña y mediana escala, no hay
manera de conocer el estado real de
los rebaños. Según parece, los
ganaderos tienen un número reducido
de cabezas, como si criaran perros o
gatos. Me he traído una treintena de
direcciones de criadores de
carneros, las de todos los que, en
principio, se tiene constancia. Con
todo, son datos de cuatro años atrás,
y en cuatro años la situación puede
haberse modificado mucho. La
política agropecuaria del Japón
cambia cada tres años, más o menos.
—¡Vaya! —dije para mí,
suspirando, entre sorbo y sorbo de
cerveza—. Un callejón sin salida: en
Hokkaidô hay cientos de montañas
que se parecen, y resulta que no hay
quien conozca la situación actual de
los criadores de carneros.
—Es el primer día de búsqueda,
recuérdalo. No hemos hecho más que
empezar.
—¿No han captado ningún
mensaje tus oídos?
—No hay mensajes por ahora —
dijo mi amiga al tiempo que cortaba
un bocado de pescado hervido; luego
se llevó a la boca su tazón de puré de
alubias—. Y algo me dice que no los
habrá en un futuro cercano. Resulta
que sólo suelo recibir mensajes si
estoy desconcertada por algo, o bien
cuando mi espíritu se siente vacío. Y
como ahora me ocurre todo lo
contrario…
—¿De verdad que sólo te lanzan
la cuerda salvadora cuando estás con
el agua al cuello?
—Sí. Ahora reboso de
satisfacción por estar aquí, contigo, y
por eso no me llegan mensajes. Así
que sólo debemos contar con
nosotros mismos para emprender la
búsqueda del carnero.
—¡No hay derecho! —exclamé
—. Realmente, nos aprietan los
tornillos sin piedad. Si no aparece el
carnero, nos habremos caído con
todo el equipo. No se me alcanza la
magnitud de la tragedia, pero si esa
gente nos hace la zancadilla,
saldremos perjudicados de verdad.
Son profesionales, no hay que
olvidarlo. Aun en el caso de que el
jefe muera, la organización seguirá
en pie, y, al igual que una red de
cloacas, se extiende por todo Japón,
de modo que no estaremos seguros en
ninguna parte. Parece inconcebible,
pero así es.
—Eso me recuerda aquella serie
de televisión que se llamaba Los
invasores, ¿te acuerdas?
—En lo que tiene de absurdo, sí.
Bien, lo único cierto es que los dos
estamos atrapados en el ojo del
huracán. Al principio era sólo yo,
pero tú decidiste subirte al tren.
Dadas las circunstancias, ¿no dirías
que estamos con el agua al cuello?
—¡Qué va, si a mí lo que me
gusta es esto! Es mucho mejor que
tener que acostarme con
desconocidos, mostrar mis orejas
para que salgan en anuncios
anónimos o corregir las pruebas de
imprenta de un diccionario
biográfico. ¡Esto es vida!
—O sea, que ni te sientes con el
agua al cuello ni tienes la más remota
esperanza de que te echen un cable.
—Justamente. Buscaremos al
carnero con nuestros propios medios.
Seguro que saldremos adelante.
¡Ojalá estuviera en lo cierto!
Volvimos al hotel, y nos
dedicamos a copular. Me encanta el
vocablo copular. Encarna una serie
determinada y concreta de
posibilidades, que conducen
directamente al fin deseado.

Sea como fuere, nuestro tercer


día de estancia en Sapporo, así como
el cuarto, pasaron sin pena ni gloria.
Nos levantábamos a las ocho,
desayunábamos, andábamos todo el
día de un sitio a otro, cada uno por su
lado, y a la tarde, mientras
cenábamos, nos informábamos
mutuamente; luego volvíamos al
hotel, copulábamos, y a dormir.
Tiré mis viejas zapatillas de
tenis, y me compré calzado más
sólido para hacer mis rondas, en las
que enseñé la foto a centenares de
personas. Mi amiga, por su parte,
basándose en datos sacados de
oficinas estatales y de la biblioteca
pública, confeccionó una larga lista
de criadores de carneros, lista que
tomó como base para ir llamándolos
uno por uno. No obstante, no
consiguió nada. Nadie recordaba
haber visto tal montaña, y ninguno de
los criadores tenía la menor idea
acerca de aquel carnero que llevaba
una estrella en su lomo. Un anciano
dijo que recordaba haber visto
aquella montaña en Sajalín
meridional, antes de la guerra, pero
no me parecía posible que el Ratón
hubiera llegado hasta Sajalín en sus
vagabundeos. Y no hay medio
humano de enviar una carta urgente
desde Sajalín hasta Tokio.
Así nos pasamos el quinto día, y
el sexto. Octubre se asentó
pesadamente sobre la ciudad. Los
días eran aún algo calurosos, pero
por la tarde el viento refrescaba
sensiblemente, y a la hora del
crepúsculo tenía que enfundarme en
un grueso jersey. La ciudad de
Sapporo resultó ser grande y
fastidiosamente rectilínea. Nunca me
había dado cuenta, hasta entonces, de
lo agotador que resulta andar por una
ciudad construida a base de rectas.
Cada vez estaba más cansado,
ciertamente. Y para colmo, al cuarto
día, el sentido de la orientación me
abandonó. Como empezaba a sentir
que el punto cardinal opuesto al este
era el sur, me compré una brújula en
una papelería. Al recorrer a pie,
brújula en mano, la ciudad, ésta se
me volvía cada vez más irreal. Los
edificios empezaron a recordarme el
escenario de un estudio fotográfico, y
por las calles la gente me parecía
cada vez más plana, como siluetas
móviles de cartón. El sol se alzaba
en un extremo de aquel anodino
territorio, para ir a hundirse en el
extremo opuesto, describiendo en su
trayectoria un arco comparable al de
una bala de cañón.
Me bebía siete tazas de café al
día, y orinaba cada hora. Poco a
poco, fui perdiendo el apetito.
—¿Y si pusieras un anuncio en el
periódico? —me sugirió mi amiga—.
Un aviso pidiendo a tu amigo que se
ponga en contacto contigo.
—No es mala idea —le dije.
Aparte que diera o no resultado,
sería mucho mejor que perder el
tiempo de aquella manera.
Recorrí las oficinas de cuatro
periódicos, donde encargué que en la
edición matinal del día siguiente
incluyeran el siguiente aviso de tres
líneas:

AL RATÓN. URGENTE.
PÓNGASE EN CONTACTO
CON
HOTEL DEL DELFÍN,
HABITACIÓN 406.

Durante los dos días siguientes,


me recluí en la habitación del hotel, a
esperar junto al teléfono. Éste sonó
tres veces el día que apareció el
aviso. La primera llamada provenía
de alguien de la ciudad, que me
preguntó:
—¿Qué quiere decir eso del
Ratón?
—Es el apodo familiar de un
amigo —le contesté.
El ciudadano, satisfecho, colgó.
La segunda llamada era de un
bromista.
—¡jii, jii, jii! —decía una voz—;
¡jii, jii, jii!
Colgué. En este condenado
mundo, no hay paraje más extraño
que una ciudad.
La tercera llamada la hizo una
mujer, que tenía una voz
terriblemente fina.
—Todo el mundo me llama
Ratoncito —dijo. En su voz creí
sentir los embates del viento
sacudiendo a lo lejos el hilo
telefónico.
—Le agradezco mucho que se
haya molestado en llamar
expresamente —le contesté—. Pero
la persona que busco es un hombre.
—¡Ya me lo imaginaba! —
exclamó—. Sin embargo, como mi
apodo es tan parecido, pensé que no
estaría de más llamar.
—Muchísimas gracias.
—No hay de qué. Y ¿ha
encontrado a esa persona?
—Todavía no, por desgracia —
respondí.
—¡Con lo bien que habría estado
que se tratara de mí…! Pero no hay
que darle más vueltas, no es así.
—Efectivamente. Lástima.
Se calló. Entretanto, me rasqué el
dorso de la oreja con el dedo
meñique.
—En realidad —prosiguió—,
tenía interés en hablar con usted.
—¿Conmigo?
—No sé cómo explicarlo, pero
esta mañana, al ver el aviso en el
periódico, me quedé perpleja. No
sabía si llamarle o no. Temía ser
inoportuna…
—Entonces, lo de que la llaman
Ratoncito no debe de ser verdad.
—En efecto —dijo—, nadie me
llama así. No tengo amigos, para ser
sincera. Por eso me entraron ganas
de hablar con alguien.
Suspiré.
—Bueno. Gracias de todos
modos.
—Perdóneme, pero… ¿es usted
de Hokkaidô?
—Soy de Tokio —le dije.
—Ha venido de Tokio buscando
a un amigo, ¿no?
—Así es.
—¿Qué edad tiene él,
aproximadamente?
—Acaba de cumplir los treinta.
—¿Y usted?
—Dentro de dos meses cumpliré
los treinta.
—¿Soltero?
—Sí.
—Yo tengo veintidós. ¿Van
mejor las cosas a medida que se
cumplen años?
—Verá —le contesté—, eso
depende. Unas cosas mejoran y otras
no.
—Sería estupendo que
pudiéramos seguir esta conversación
tranquilamente, tomando algo en un
bar, digamos.
—Tendrá que perdonarme, pero
debo estar todo el tiempo junto al
teléfono.
—Claro —dijo—. Discúlpeme
por molestarle.
—De todos modos, gracias por
su llamada.
Y así terminé la conversación.
Bien mirado, aquello tenía visos
de sutilísima invitación a copular,
por parte de una profesional. O tal
vez no había que buscar doble
sentido a sus palabras: simplemente,
una chica solitaria tuvo ganas de
hablar con alguien. En cualquier
caso, me daba igual. A fin de
cuentas, seguía sin hallar la deseada
pista.
Al día siguiente sólo hubo una
llamada, procedente esta vez de un
hombre que parecía majareta.
—Déjenme las ratas, que aquí
está el exterminador —me soltó. Y
por un buen cuarto de hora me habló
de que, durante una estancia en un
campo de concentración de Siberia,
tuvo que luchar con ratas y ratones.
Era curioso escucharle, pero, lo que
es como pista, no me servía en
absoluto.
Me senté junto a la ventana en un
sillón desvencijado, y mientras
esperaba el timbrazo del teléfono, me
puse a observar la actividad laboral
desarrollada en la oficina del
edificio de enfrente, planta tercera.
Aunque estuve mirando todo el día,
no logré adivinar cuál era la índole
de aquella empresa. Había una
docena de empleados, los cuales,
como en un reñido partido de
baloncesto, no hacían más que entrar
y salir. Uno le pasaba a otro unos
papeles, el de al lado les estampaba
un sello, el de más allá los metía en
un sobre y salía de estampida. A la
hora del descanso de mediodía, una
oficinista tetuda les sirvió una taza
de té. Más tarde, algunos tomaron
café, que se hacían traer de un bar.
Al verlo, también me entraron ganas
de tomar un café, y, tras pedir al
recepcionista que ocupara mi lugar a
la espera de mensajes, me acerqué a
la cafetería vecina a tomarme uno;
además, aproveché la salida para
comprar un par de latas de cerveza.
De nuevo en mi habitación, pude ver
que en la oficina sólo quedaban
cuatro personas. La oficinista tetuda
bromeaba con un joven empleado.
Por mi parte, mientras me bebía una
cerveza contemplando la actividad
que tenía lugar en aquella oficina, mi
atención se centró en la mujer.
Se me ocurrió que, cuanto más
miraba sus tetas, tanto más
descomunales las encontraba. Seguro
que usaba un sostén hecho con algo
parecido a los cables de acero del
Golden Gate, el puente colgante de
San Francisco. Tuve la impresión de
que más de un joven empleado
desearía acostarse con ella. El
apetito sexual de aquellos oficinistas
se me comunicó a través de una calle
y los cristales de dos ventanas. Es
una sensación increíble, eso de sentir
el apetito sexual de otro. Vas
cayendo insensiblemente en la
alucinación de que esas ganas de
copular son tuyas.
Al dar las cinco, la mujer se
cambió de ropa, poniéndose un
vestido rojo, y se fue a su casa. Eché
las cortinas de la ventana y me puse a
ver una película de Bugs Bunny que
daban por televisión. El octavo día
pasado en el Hotel del Delfín llegó
así a su ocaso.
—¡Estupendo! —exclamé. Esta
frasecita se me ha convertido en una
muletilla—. Ha pasado ya una
tercera parte del mes, y no hemos
encontrado nada.
—Verdad —me dijo ella—.
¿Cómo le irá a Boquerón?
Estábamos los dos sentados,
descansando después de la cena, en
aquel mal sofá de color naranja que
se hallaba situado en el salón del
hotel. Aparte de nosotros dos, no
había nadie más que el recepcionista
de la mano mutilada, quien tan pronto
se ocupaba en cambiar bombillas,
sirviéndose de una escalera de mano,
como en limpiar los cristales de las
ventanas o en doblar cuidadosamente
los periódicos. Debía de haber otros
huéspedes en el hotel, además de
nosotros, pero todos parecían estar
recluidos en sus habitaciones sin
hacer el menor ruido, como momias
guardadas en una pirámide.
—¿Qué tal van los asuntos de los
señores? —nos preguntó
respetuosamente el recepcionista,
mientras regaba las macetas.
—Así así —le contesté.
—Al parecer, el señor puso un
anuncio en el periódico.
—Efectivamente —respondí—.
Busco a cierta persona relacionada
con una herencia de terrenos.
—¿Herencia de terrenos?
—Sí. Como resulta que el
heredero desapareció sin dejar
rastro…
—Ya veo —asintió—. Un
trabajo interesante, el suyo.
—No crea…
—Sin embargo, tiene algo del
atractivo de Moby Dick.
—¿De Moby Dick? —pregunté.
—¡Claro! Buscar algo oculto
resulta apasionante.
—¿Como buscar un mamut, por
ejemplo? —preguntó mi amiga.
—Efectivamente. Da igual lo que
se busque —dijo el recepcionista—.
Le puse a este establecimiento Hotel
del Delfín porque en Moby Dick, la
novela de Melville, hay una escena
de delfines.
—¡Vaya! —exclamé—. Pero,
siendo así, ¿no habría quedado mejor
ponerle Hotel de la Ballena?
—Es que las ballenas no tienen
tan buena imagen —dijo, con
expresión de pesar.
—Hotel del Delfín es un nombre
precioso —terció mi amiga.
—Muchas gracias —dijo el
recepcionista, con una sonrisa—. Y,
a propósito, esta larga estancia con
que los señores nos honran en el
hotel, es sin duda una feliz
circunstancia. Y en prueba de
reconocimiento por mi parte,
permítanme que los obsequie con una
copa de vino.
—¡Me encanta! —exclamó mi
amiga.
—Muchas gracias —dije.
Entró en una habitación interior y
al poco rato volvió con una botella
bien fría de vino blanco, y tres vasos.
—Bien, brindemos pues; aunque,
como estoy de servicio, sólo
participaré simbólicamente.
—Por favor, acompáñenos —le
dijimos.
Así fue como bebimos juntos. El
vino no era ninguna maravilla, pero
estaba fresco y pasaba la mar de
bien. Incluso los vasos, decorados
con racimos de uvas, tenían cierto
toque de distinción.
—Por lo visto, le gusta Moby
Dick —me decidí a preguntarle.
—Sí, por cierto. Desde que era
niño deseé ser marinero.
—Y ¿cómo vino a parar a este
hotel? —preguntó mi amiga.
—Cuando perdí los dedos tuve
que cambiar de oficio —respondió
—. Me los pillé en una polea
mientras descargaba mercancías de
un carguero.
—¡Debió de ser terrible! —
exclamó mi amiga.
—Por aquella época lo veía todo
negro. Pero, al fin y al cabo, la vida
es una caja de sorpresas. Por
ejemplo, he llegado a tener este
hotel. No es que sea un hotel de
primera, pero me permite ir tirando.
Con éste, son ya diez los años que
hace que lo tengo.
Así pues, aquel hombre no era
sólo el recepcionista, sino también el
dueño.
—Es un hotel espléndido,
fenomenal —exclamó mi amiga,
llevada de su buen corazón.
—Muchísimas gracias —dijo el
hombre; y nos llenó por segunda vez
los vasos.
—En estos diez años, ¿cómo se
lo diría?, el hotel ha llegado a
adquirir carácter propio, ¿verdad?
—afirmé, sin que se me cayera la
cara de vergüenza.
—Ciertamente. Fue edificado
justo después de la guerra. Tuve un
poco de ayuda, pero he de reconocer
que hice una buena compra.
—Y antes de ser hotel, ¿a qué
estaba destinado?
—Era la sede del Centro de
Criadores de Ganado Ovino de
Hokkaidô. Todo tipo de trámites,
operaciones de compraventa,
etcétera, concernientes al ganado
ovino, se realizaban aquí.
—¿Ovino? —le pregunté.
—La cría de carneros —me
aclaró.
—Este edificio perteneció a la
Asociación de Criadores de Ganado
Ovino de Hokkaidô hasta 1967. Pero
el bajón que experimentó la cría de
carneros en Hokkaidô provocó el
cierre de la asociación —nos explicó
el hombre, que hizo una pausa para
beberse un trago de vino—. Por
aquel entonces, ocupaba la
presidencia de la asociación mi
padre, que no paraba de despotricar
contra el hecho de que se cerrara así
como así la Asociación de Criadores
de Ganado Ovino, por la cual sentía
tanto cariño; de modo que, con la
expresa condición de que se siguiera
conservando aquí la documentación
concerniente al ganado ovino, medió
para que se vendiera este edificio y
el terreno anejo, por parte de la
asociación, a un precio bastante
razonable. En consecuencia el
segundo piso de este edificio está
ocupado en su totalidad por el
archivo documental del ganado
ovino. Aunque, como todo lo que hay
allí es material vetusto, no puede
decirse que esos documentos sirvan
para nada. De todos modos, mi padre
está contento y tiene con qué
distraerse. El resto del edificio, lo
utilizo como hotel. Y así voy tirando.
—¡Qué casualidad! —exclamé.
—¿Casualidad, dice el señor?
—Verá, la persona que busco
tiene cierta relación con la cría de
carneros. Y mi única pista para
encontrarla es la fotografía de un
rebaño que me entregaron.
—¡Ah! —exclamó el hombre—.
Si no tiene inconveniente, me
gustaría verla.
Saqué del bolsillo la foto, que
guardaba entre las páginas de mi
agenda, y se la pasé al hombre. Éste
fue al mostrador de recepción a
buscar sus gafas y, tras volver a
nuestro lado, miró la foto
detenidamente.
—Este paisaje lo he visto antes
—dijo.
—¿Recuerda dónde?
—Desde luego que sí —y tras
estas palabras, el hombre tomó la
escalera de mano, que estaba debajo
de una lámpara, y la apoyó contra la
pared opuesta.
Se subió, cogió un cuadro
enmarcado que colgaba muy cerca
del techo, y lo bajó. Tras quitarle el
polvo con un paño, lo puso en
nuestras manos.
—¿No es este paisaje?
El marco era muy viejo, y la
fotografía todavía más, hasta el punto
que se había vuelto de color sepia.
Era la foto de un rebaño de carneros.
Habría unos sesenta. Había una
valla, había un bosque de abedules
blancos, había montañas. El bosque
de abedules era muy diferente del
que aparecía en la fotografía del
Ratón, pero las montañas del fondo
eran sin duda alguna las mismas.
Incluso la composición de la
fotografía coincidía por entero.
—¡Estupendo! —dije,
dirigiéndome a mi amiga—. Hemos
estado paseándonos todos los días
bajo esta foto.
—Por algo te decía yo que
debíamos alojarnos en el Hotel del
Delfín —me respondió, como quien
no quiere la cosa.
—Entonces, concretemos. —Y,
tras retomar el aliento, le pregunté al
hombre—: ¿Dónde está el lugar
retratado en esta foto?
—No lo sé —me respondió—.
Esta foto lleva colgada en ese mismo
sitio muchísimo tiempo, desde que
este edificio era la sede de la
Asociación de Criadores de Ganado
Ovino.
—¡Vaya! —murmuré.
—Sin embargo, hay un medio de
saberlo.
—Y ¿cuál es?
—Pregúnteselo a mi padre. Vive
en una habitación de la segunda
planta, de donde no sale nunca.
Permanece recluido en ella,
enfrascado en la lectura de todo lo
que se refiera a los carneros. Hace
ya casi un mes que no le he visto,
pero como le pongo la comida ante la
puerta, y a la media hora los platos
están vacíos, deduzco que sigue vivo.
—Y si le pregunto a su padre,
¿cree que me podrá aclarar el lugar
donde fue hecha la fotografía?
—Creo que sí. Como dije antes
al señor, mi padre desempeñaba el
cargo de presidente de la Asociación
de Criadores de Ganado Ovino, y es
opinión general que sabe
prácticamente todo lo referente a
carneros. ¡Figúrese que la gente le
conoce por el profesor Ovino!
—¡El profesor Ovino! —
exclamé, como un eco.
3. Donde el profesor
Ovino
come a placer y abre su
corazón

Según el relato del dueño del


Hotel del Delfín —hijo del profesor
Ovino—, su padre había vivido una
existencia nada feliz.
—Mi padre nació en Sendai en
1905, y era el hijo mayor de una
familia de antiguos samuráis —
empezó a explicarnos el hombre—.
Voy a referirme a los años según el
calendario occidental, si los señores
me lo permiten.
—Desde luego, no faltaría más
—le dije.
—No es que fuera una familia
particularmente próspera, pero
contaban con las rentas de varias
fincas que tenían alquiladas;
antiguamente, había merecido la
confianza de un daimyô, que le
confió la custodia de un castillo.
Cuando cayó el shogunato, al final
del período Edo, nuestra familia
contaba entre sus miembros con un
renombrado especialista en
agronomía.
Por lo que nos explicó su hijo,
desde su más tierna infancia, el
profesor Ovino tuvo una cabeza
privilegiada para los estudios, y en
la ciudad de Sendai todos lo
consideraban un niño prodigio. Pero
no destacaba sólo en los estudios,
sino también como violinista, hasta
el punto de que, cuando estudiaba el
bachillerato, interpretó para la
familia imperial, que a la sazón
visitaba la provincia, una sonata de
Beethoven; como recompensa por su
arte, recibió un reloj de oro.
La familia tenía la esperanza de
que estudiara derecho y se abriera
camino en la abogacía. Pero él lo
rechazó de plano.
—No me interesa el derecho —
dijo el joven profesor Ovino.
—Entonces, podrías dedicarte a
la música —le dijo su padre—.
Estaría bien que hubiera un músico
en la familia.
—Tampoco me interesa la
música —respondió el profesor
Ovino.
Durante un rato, permanecieron
callados.
—Así pues —dijo el padre
rompiendo al fin el silencio—, ¿qué
quieres estudiar?
—Me interesa la agricultura. Me
gustaría ser perito agrónomo.
—¡Bien! —exclamó el padre tras
una pausa.
En realidad, no le quedaba otra
salida. El profesor Ovino era un
joven dócil y de buen carácter, pero
una vez que había tomado una
decisión, no era de los que dan su
brazo a torcer. Ni siquiera su propio
padre le hubiera hecho cambiar de
idea.
Así que, al año siguiente, el
profesor Ovino ingresó, conforme a
sus deseos, en la Facultad de
Agronomía de la Universidad
Imperial de Tokio. Su fama de niño
prodigio no decayó en su etapa
universitaria. Era el blanco de todas
las miradas, incluso de las de sus
profesores. En sus estudios siempre
fue de los primeros, como tenía por
costumbre, y además era apreciado
por todos. En pocas palabras, era
irreprochable, la flor y nata de la
universidad. No perdía el tiempo
jugando, dedicaba sus ratos libres a
leer, y, cuando se cansaba de los
libros, se encaminaba al jardín de la
universidad, donde tocaba el violín.
En el bolsillo de su uniforme de
estudiante siempre llevaba aquel
reloj de oro.
Se licenció a la cabeza de su
clase, y enseguida ingresó en el
Ministerio de Agricultura y Bosques.
Su tesis de licenciatura trataba de la
planificación agrícola conjunta de
Japón, Corea y Formosa. Tuvo
algunas críticas, pues hubo quien
consideró sus propuestas
excesivamente teóricas, pero en
general fue bien acogida.
Tras un par de años en el
ministerio, el profesor Ovino pasó a
Corea, donde estudió el cultivo del
arroz. Como resultado de sus
estudios, publicó un informe titulado
«Plan para fomentar la producción de
arroz en Corea», que fue adoptado
oficialmente.
En 1934 le llamaron a Tokio,
donde le presentaron a un joven
general del ejército de tierra. Este
general, ante la inminente campaña
en gran escala que se desarrollaría
en el norte de China, le pidió que
trazara un plan para conseguir la
autosuficiencia en el suministro de
lana. Así entró en contacto el
profesor Ovino con los carneros. El
profesor elaboró un proyecto general
de desarrollo de la cría de ganado
ovino, referido a Japón, Manchuria y
Mongolia, y en la primavera del año
siguiente pasó a Manchuria para
realizar una inspección sobre el
terreno. Aquí empezaron las
desgracias del profesor Ovino.
La primavera de 1935 transcurrió
en calma. Fue en julio cuando los
acontecimientos se precipitaron. Un
buen día, el profesor salió a caballo
para inspeccionar los rebaños, pero
no volvió, y se temió que hubiera
desaparecido.
Pasaron los días, y el profesor
Ovino no regresaba. Al cuarto día,
una patrulla de rescate, formada en
gran parte por soldados, se lanzó en
su busca por aquellos parajes
solitarios, pero fue imposible dar
con él. Se pensó que tal vez hubiera
sido atacado por los lobos, o
secuestrado por nativos rebeldes. Sin
embargo, transcurrida una semana,
cuando ya se había abandonado toda
esperanza, el profesor Ovino volvió
al campamento una tarde, a la caída
del sol, casi en los huesos. Tenía la
cara demacrada y presentaba
diversas heridas, sólo el brillo de
sus ojos permanecía inalterado.
Había perdido, además, el caballo y
su reloj de oro. Explicó que se había
extraviado por el campo, y que su
caballo se lesionó y tuvo que
abandonarlo. Nadie puso en duda
esta explicación.
No obstante, aproximadamente un
mes más tarde, empezaron a circular
extraños rumores por las oficinas
estatales: se decía que el profesor
había mantenido «estrechas
relaciones» con los carneros. Con
todo, nadie sabía qué quería decir
eso de «estrechas relaciones». Su
jefe le llamó a su despacho, para
escuchar su versión, pues no se
podían desechar alegremente
aquellos rumores, sobre todo en una
sociedad colonial.
—¿De verdad has mantenido
«estrechas relaciones» con carneros?
—Es cierto —contestó el
profesor Ovino.
A continuación se detallan los
términos del interrogatorio (J.: jefe;
P.: profesor).

J.: Esas «estrechas


relaciones», ¿implican trato
carnal?
P.: No, ni mucho menos.
J.: Explícamelo, pues
P.: Se trata de una
compenetración anímica.
J.: Eso no quiere decir nada.
P.: No logro dar con la
palabra exacta, pero lo más
aproximado que se me ocurre es
hablar de una «convivencia
espiritual».
J.: ¿Has convivido
«espiritualmente» con un
carnero?
P.:Así es.
J.: ¿Me estás diciendo que
durante la semana en que se te
dio por desaparecido
mantuviste una «convivencia
espiritual» con un carnero?
P.: Así es.
J.: ¿Y no crees que tal
conducta implica descuidar tus
obligaciones profesionales?
P.: Mis obligaciones
incluyen estudiar a los carneros,
señor.
J.: La «convivencia
espiritual» no figura entre las
cuestiones que has de estudiar.
Has de ser más cuidadoso en el
futuro. Tienes un brillante
historial por tus estudios en la
Facultad de Agronomía de la
Universidad Imperial de Tokio
y por tu espléndida labor desde
que ingresaste en el ministerio,
y se puede decir que eres la
persona destinada a conducir la
política agraria en el Asia
Oriental. Has de tomar
conciencia de ello.
P.: Entiendo, señor.
J.: Y olvídate para siempre
de esa «convivencia espiritual».
Los carneros son meras bestias.
P.: Sería imposible
olvidarlo.
J.: Dame una explicación
concreta.
P.: Es que el carnero está
dentro de mí.
J.: Eso no quiere decir nada.
P.: No me es posible
explicarlo de otro modo.

En febrero de 1936 el profesor


Ovino fue enviado de vuelta a Japón,
y, tras verse sometido innumerables
veces a parecidos interrogatorios, al
llegar la primavera fue destinado a
los archivos del ministerio, donde se
ocupó en inventariar el material y
organizar los legajos. En suma, lo
expulsaron de aquel círculo selecto
destinado a dirigir la política agraria
del Asia Oriental.
—El carnero ya ha salido de mí,
—le confió un buen día el profesor
Ovino a un amigo intimo—. Sin
embargo antes estuvo aquí, en lo más
profundo de mi ser.

En 1937 el profesor Ovino se


retiró del Ministerio de Agricultura y
Bosques y, aprovechando un
préstamo personal concedido por
dicho ministerio —como parte de un
plan para fomentar la cría del ganado
ovino en Japón, Manchuria y
Mongolia, hasta alcanzar los tres
millones de cabezas, plan elaborado
en su día por el propio profesor—,
se trasladó a Hokkaidô, donde se
hizo ganadero al adquirir un rebaño
propio de 56 carneros.
1939. El profesor Ovino contrae
matrimonio. Su rebaño tiene 128
carneros.
1942. Nace su primogénito (el
actual dueño y gerente del Hotel del
Delfín). Cuenta con 181 carneros.
1946. El ejército de ocupación
americano se incauta del terreno
donde pasta el rebaño del profesor
Ovino, y lo convierte en campo de
maniobras. Tiene 62 carneros.
1947. El profesor Ovino ingresa
en la Asociación de Criadores de
Ganado Ovino de Hokkaidô.
1949. Fallece su esposa, de
tuberculosis pulmonar.
1950. Es nombrado presidente de
la Asociación de Criadora de
Ganado Ovino de Hokkaidô.
1960. Su primogénito pierde
parte de dos dedos en un accidente
ocurrido en el puerto de Otaru.
1967. Cierre de la Asociación de
Criadores de Ganado Ovino de
Hokkaidô.
1968. Apertura del Hotel del
Delfín.
1978. Entrevista con un joven
agente de la propiedad inmobiliaria,
que desea informarse sobre cierta
fotografía.
Éste era yo, claro.

—¡Estupendo! —me dije.

—Creo conveniente
entrevistarme con su padre —le dije
al hombre.
—Por mí, no hay inconveniente.
Con todo, como mi padre no me
puede ni ver, discúlpenme, pero ¿les
importaría ir a visitarlo por su
propia cuenta? —preguntó el hijo del
profesor Ovino.
—¿Por qué no lo puede ni ver?
—Pues porque perdí parte de dos
dedos y me estoy quedando calvo.
—Ya —dije—. Parece una
persona extraña, su padre, quiero
decir.
—No sé si debería decirlo,
siendo su hijo; pero, desde luego, es
una persona extraña. Mi padre no es
el mismo desde que tuvo aquella
relación con el carnero. Se ha
convertido en un hombre difícil y, a
menudo, cruel. Sin embargo, en lo
más hondo de su corazón sigue
siendo una persona bondadosa. Se
puede apreciar sólo con oírle tocar
el violín. Es que el carnero hirió a mi
padre y, a través de él, también me
hirió a mí.
—Su padre le inspira cariño,
¿verdad? —le preguntó mi amiga.
—Sí, es cierto, desde luego —
confesó el dueño del Hotel del
Delfín—; sin embargo, no me puede
ni ver. Desde que nací, ni una sola
vez me ha abrazado. Tampoco me ha
dirigido jamás palabras cariñosas. Y
desde que me mutilé los dedos y mi
cabello empezó a clarear, no pierde
ocasión de mortificarme.
—Estoy segura de que lo hace sin
querer —apuntó mi amiga a fin de
consolarlo.
—También yo lo creo así —dije
a mi vez.
—Muchas gracias —respondió el
dueño.
—Una cosa, ¿querrá su padre
entrevistarse con nosotros? —se me
ocurrió preguntarle.
—¡Quién sabe! —respondió el
hotelero—. Aunque si tienen en
cuenta un par de cosas, no veo por
qué no los ha de recibir. La primera
es que le expongan claramente que
desean información acerca del
ganado ovino.
—¿Y la segunda?
—Que no le digan que han
hablado conmigo.
—Entendido —le dije.

Agradecidos, nos despedimos del


hijo del profesor Ovino, y subimos
escaleras arriba. En el rellano del
segundo piso hacía frío, y el aire
estaba húmedo. La iluminación era
pobre, aunque dejaba ver el polvo
acumulado en los rincones. Flotaba
en el ambiente un hedor pútrido en el
que se mezclaban los olores del
papel amarillento y polvoriento y del
sudor rancio. Caminamos por un
pasillo y, siguiendo las instrucciones
del hijo, llamamos con los nudillos a
la vieja puerta que había al final. En
lo alto tenía pegada una desvaída
placa de plástico con las palabras:
«Director de la Asociación.» No
obtuvimos respuesta. Volví a golpear
la puerta con los nudillos. Tampoco
respondió nadie. A mi tercera
llamada, percibimos dentro una voz
malhumorada.
—¡Dejadme en paz! —exclamó
aquella voz—. ¡Largo!
—Hemos venido a hacerle unas
consultas sobre el ganado ovino.
—¡Por mí, os podéis ir a la
mierda! —gritó el profesor Ovino
desde dentro de la habitación.
Para tener setenta y tres años, su
voz era muy firme.
—No pensamos marcharnos sin
que nos reciba —vociferé a través de
la puerta cerrada.
—Sobre eso ya no hay nada que
hablar, ¡estúpidos! —chilló el
profesor.
—¡Pero es que tenemos algo que
decirle! —rugí—. ¡Se trata del
carnero que desapareció en 1936!
Hubo un breve silencio, y de
pronto la puerta se abrió
bruscamente. El profesor Ovino
estaba ante nosotros.
El profesor Ovino tenía los
cabellos largos, blancos como la
nieve. Sus cejas eran también
blancas, y le colgaban sobre los ojos
como carámbanos. Medía un metro
setenta y cinco, aproximadamente, y
su cuerpo parecía firme y vigoroso.
Era un hombre corpulento. El perfil
de la nariz se le proyectaba hacia
fuera en un ángulo retador, semejante
al de una pista de slalon.

La habitación apestaba a sudor


rancio. Ahora bien, cuando
llevábamos un rato dentro, ya no te
parecía que olía a sudor, sino más
bien a algo que estaba en perfecta
armonía con el lugar y con la persona
que lo habitaba. Por la amplia
habitación se apilaban sin orden ni
concierto libros y legajos, hasta el
punto que apenas sí se podía ver el
suelo. La mayor parte de los libros
eran obras eruditas redactadas en
idiomas extranjeros, y todos estaban
llenos de manchones. En la pared de
la derecha se apoyaba una cama,
indeciblemente sucia, y ante la
ventana que daba a la calle había una
enorme mesa de caoba y un sillón
giratorio. Sobre la mesa reinaba un
orden relativo, y coronaba todo aquel
papelorio un pisapapeles de cristal
que representaba un carnero. La
iluminación se reducía a una
bombilla de setenta vatios que ardía
en una lámpara de sobremesa.
El profesor Ovino vestía camisa
gris, jersey negro y gruesos
pantalones veteados de espigas, que
casi habían perdido su forma. La
camisa gris y el jersey negro, según
las oscilaciones de la luz, hubieran
podido pasar por una camisa blanca
y un jersey gris. Tal vez fueran éstos
sus colores originales.
El profesor Ovino se sentó en el
sillón giratorio, ante la mesa, y nos
indicó con el dedo que nos
sentáramos en la cama. Cruzamos la
habitación sorteando los libros, al
modo de quien avanza por un campo
minado, hasta llegar a la cama, donde
nos sentamos. Aquella cama estaba
tan llena de mugre, que no pude
menos que pensar si mis vaqueros se
quedarían para siempre pegados a
las sábanas. El profesor Ovino cruzó
los dedos y, apoyándolos en la mesa,
nos miró fijamente durante un rato.
Sus dedos estaban cubiertos de pelos
negros, incluso en las articulaciones.
Esas vellosidades negras de sus
dedos formaban un extraño contraste
con sus deslumbradoras canas.
De repente, el profesor Ovino
cogió el teléfono y gritó ante el
auricular:
—Que me traigan la cena.
Deprisa.
—Así pues —dijo volviéndose
hacia nosotros—, habéis venido para
hablar del carnero que desapareció
en 1936.
—Así es —confirmé.
—¡Ejem! —exclamó, y luego se
sonó la nariz con un pañuelo de
papel en medio de sonoros
aspavientos—. ¿Tenéis algo que
decirme? ¿O que preguntarme?
—Ambas cosas.
—Bien, pues empezad a hablar.
—Respecto de aquel carnero que
huyó de usted en la primavera de
1936, tenemos la pista de adónde fue
a parar.
—¡Hum! —murmuró el profesor
Ovino, con un resuello nasal—. ¿Me
estáis diciendo que sabéis algo por
cuya búsqueda he renunciado a todo
durante cuarenta y dos años?
—Efectivamente, lo sabemos —
dije.
—Tal vez todo sean patrañas.
Saqué de mis bolsillos el
encendedor de plata y la fotografía
enviada por el Ratón, y puse ambas
cosas sobre la mesa. El profesor
alargó sus peludas manos, tomó en
ellas el encendedor y la foto, y los
examinó a la luz de la lámpara
durante un buen rato. El silencio
flotaba en el aire, como corpúsculos
en suspensión. La maciza ventana de
doble cristalera amortiguaba los
ruidos de la calle, en tanto que el
leve crepitar de la vieja lámpara
eléctrica subrayaba la pesadez del
silencio.
Tan pronto como el anciano
terminó de examinar el encendedor y
la foto, pulsó el interruptor de la
lámpara que se apagó con un clic, y
se frotó los ojos con sus gruesos
dedos. Era como si estuviese
tratando de encajarse a presión los
globos oculares en la bóveda
craneana. Cuando retiró los dedos,
sus ojos estaban cargados y rojizos,
como los de un conejo.
—¡Disculpadme! —exclamó el
profesor Ovino—. Hace tanto tiempo
que estoy rodeado de gente estúpida,
que desconfío de todo el mundo.
—No se preocupe —lo
tranquilicé.
Mi amiga esbozó una gentil
sonrisa.
—¿Podéis imaginaros lo que
ocurre cuando alguien tiene en su
mente un pensamiento claro y
evidente para él, pero es
absolutamente incapaz de formularlo
con palabras? —preguntó el profesor
Ovino.
—Es difícil imaginar una cosa
así —le respondí.
—Es el infierno. Es un infierno
donde ese pensamiento no para de
girar sobre sí mismo. Un infierno en
el fondo de la tierra, donde no se ve
un rayo de luz ni entra un hilo de
agua. Ésa ha sido mi vida durante
estos cuarenta y dos años.
—Y todo por el carnero,
¿verdad?
—Así es. Todo a causa del
carnero. Él me metió en esto. Ocurrió
en la primavera de 1936.
—Así pues, para buscar al
carnero cesó en el Ministerio de
Agricultura y Bosques, ¿no es cierto?
—Los funcionarios son todos
unos imbéciles. Gentes que no tienen
ni idea del auténtico valor de las
cosas. La importancia del carnero,
por ejemplo, nunca la supieron
valorar.
Sonó en la puerta la llamada de
unos nudillos, seguida de una voz
femenina:
—Aquí tiene su cena, señor.
—Déjala ahí —gritó el profesor
Ovino.
Se dejó oír el tenue ruido de la
bandeja al posarse sobre el suelo y, a
continuación, el de unos pasos que se
alejaban. Mi amiga abrió la puerta,
cogió la bandeja y la llevó hasta la
mesa, donde la colocó ante el
profesor Ovino. En la bandeja había
sopa, ensalada, un panecillo y
albóndigas, para el profesor; y dos
tazas de café, para nosotros.
—¿Vosotros habéis cenado ya?
—preguntó el profesor Ovino.
—Sí, gracias —le respondimos.
—¿Qué habéis comido?
—Ternera al vino —contesté.
—Gambas a la plancha —
contestó mi amiga.
—¡Hum! —gruñó el profesor
Ovino. Luego empezó a tomarse la
sopa y masticó un pedazo de pan—.
Disculpadme por comer mientras
hablo con vosotros. Pero es que
tengo hambre.
—¡No faltaría más! —le dijimos.
El profesor Ovino se concentró
en su sopa, mientras nosotros
saboreábamos el café. Tenía la
mirada fija en el tazón mientras se la
iba comiendo.
—¿Conoce usted el paisaje
retratado en esa fotografía? —le
pregunté.
—¡Claro que lo conozco! Lo
conozco muy bien —respondió.
—¿Nos puede indicar dónde
está?
—Bueno, un momento —dijo el
profesor Ovino, y apartó a su lado el
tazón vacío de sopa—. Procedamos
con orden, cada cosa su tiempo.
Empecemos por lo que ocurrió en
1936. Primero hablaré yo, y luego
vendrá tu turno.
Asentí.
—En pocas palabras —dijo el
profesor Ovino—, el carnero entró
en mí durante el verano de 1935. Yo
andaba por las inmediaciones de la
frontera entre Manchuria y Mongolia,
inspeccionando los pastizales,
cuando me perdí; tuve la suerte de
encontrar una cueva y me metí en ella
a pasar la noche. En sueños se me
apareció un carnero, que me preguntó
si podía entrar en mí. «¿Y por qué
no», le respondí. No le di la mayor
importancia a aquel sueño porque
sabía que se trataba de eso, de un
sueño. —Y el anciano se rió a
mandíbula batiente mientras iba
dando cuenta de su ensalada—.
Aquel carnero era de una raza jamás
vista por mí anteriormente. Por mi
profesión, tenía conocímiento de
todas las razas de carneros existentes
en el mundo, pero aquél me resultaba
desconocido. Su cornamenta se
retorcía en un ángulo insólito, tenía
las patas cortas y gruesas, el color de
sus ojos era transparente, como el
del agua saltarina de un regato. Su
lana era blanca, aunque sobre el
lomo le crecían algunos vellones
parduscos formando una estrella. Un
carnero así no se había visto antes.
Por eso precisamente le dije que
podía entrar en mí si quería. Como
experto en ganado ovino no podía
dejarme indiferente aquel ejemplar
tan curioso.
—Al entrar el carnero en el
cuerpo de una persona, ¿qué
sensanción experimenta ésta?
—Nada extraordinario. Es,
simplemente, la sensación de que el
carnero está ahí, dentro de ti. La
sientes al levantarte por la mañana:
«El carnero está dentro de mí.» Es
una sensación la mar de natural.
—¿Ha sufrido dolores de
cabeza?
—Ni una sola vez en toda mi
vida.
El profesor Ovino dio a sus
albóndigas un baño uniforme de
salsa, y ñam, ñam, se las fue
zampando una tras otra.
—El que un carnero entre en el
cuerpo de una persona —siguió
diciendo— es raro, pero no
inhabitual en el norte de China y en
los confines del territorio mongol.
Entre los nativos de aquellas tierras,
el que una persona sea escogida
como morada por un carnero se
considera un especial regalo divino
hacia ella. Así, por ejemplo, en un
libro que fue publicado en la época
de la dinastía Yuan, hacia el siglo
XIII o XIV, se cuenta que «un
carnero blanco con una estrella en el
lomo» entró en el cuerpo de Gengis
Khan. ¿Qué te parece? Interesante,
¿no?
—Mucho.
—El carnero que entra en un
cuerpo humano, se vuelve inmortal.
Y también se vuelve inmortal la
persona que acoge al carnero. Sin
embargo, si el carnero sale de ella,
la inmortalidad se pierde. Todo
depende del carnero: si está a gusto
puede quedarse décadas y décadas
en un cuerpo; y si no acaba de
satisfacerle ¡zas!, lo abandona a toda
prisa. Los humanos que han sido
abandonados por un carnero son
denominados «desheredados» por
los manchúes; a ese grupo pertenezco
yo.
Ñam, ñam, ñam, el profesor
seguía comiendo.
—Después que el carnero entró
en mí, me puse a investigar las
leyendas y tradiciones populares
relativas a los carneros. Me dediqué
a recoger relatos orales de los
indígenas, a indagar en libros
antiguos, etcétera. Paralelamente, se
difundió entre los nativos el rumor de
que estaba poseído por un carnero, y
ese rumor llegó a oídos de mi jefe, a
quien aquello no le cayó nada bien.
En resumidas cuentas, me colocaron
la etiqueta de «trastorno mental», con
lo que me enviaron de vuelta a
Japón. Mi caso fue considerado un
ejemplo más de «inadaptación a la
vida en las colonias».
Concluidas sus tres albóndigas,
el profesor Ovino decidió acabarse
el panecillo. Era evidente que su
apetito no flaqueaba.
—Uno de los rasgos más
lamentables del Japón
contemporáneo es que no hemos sido
capaces de aprender nada de
nuestros intercambios con los otros
pueblos asiáticos. Algo semejante es
lo que ha pasado con los carneros. El
fracaso de la cría del ganado ovino
en Japón se debe a que éste ha sido
considerado únicamente una fuente
autárquica de abastecimiento de lana
y carne. Nuestra manera de pensar no
tiene en cuenta para nada la vida
diaria. El criterio es siempre obtener
el máximo de beneficios inmediatos
sin pensar en el futuro. Y así nos han
ido las cosas. En suma, que no
obramos con sensatez. No tiene nada
de extraño que perdiéramos la
guerra, desde luego.
—Aquel carnero pasó con usted
a Japón, ¿no es cierto? —le pregunté,
tratando de volver al tema que me
interesaba.
—Así es —dijo el profesor
Ovino—. Volví en barco desde el
puerto de Pusán. Y el carnero venía
conmigo.
—Y ¿qué propósito perseguía el
carnero?
—¡Ni idea! —exclamó el
profesor Ovino como escupiendo las
palabras—. No tengo ni idea. El
carnero no me lo reveló. Pero se
proponía algo grande, eso sí que
pude captarlo. Un proyecto colosal
que habría transformado de modo
radical a la humanidad y al universo
entero.
—¿Un solo carnero pensaba
llevar a cabo semejantes designios?
El profesor Ovino asintió,
mientras sepultaba en su boca los
restos del panecillo. Luego se frotó
las manos para desprenderse de las
migajas.
—No hay nada de extraño en ello
—dijo—. Recuerda la historia de
Gengis Khan.
—No le falta razón —concedí—.
Sin embargo, ¿por qué resucitó en
nuestra época? ¿Por qué elegiría
precisamente Japón?
—Tal vez lo desperté. Es
probable que el carnero durmiera en
aquella cueva un sueño de siglos. Y
voy yo, como un idiota, y lo
despierto. ¡Qué mala suerte!
—No fue culpa suya —dije para
tranquilizarlo.
—Todo lo contrario —dijo el
profesor Ovino—. Fue precisamente
por mi culpa. Debí haberme dado
cuenta mucho antes. De haber sido
así, me habría quedado una baza por
jugar. Pero el caso es que tardé en
comprenderlo, demasiado. Y cuando
caí en la cuenta, el carnero ya había
salido de mí.
El profesor Ovino permaneció
silencioso mientras se restregaba con
los velludos dedos aquellas cejas
blancas, semejantes a carámbanos.
Se diría que el peso de aquellos
cuarenta y dos años oprimía como
una losa hasta el último poro de su
cuerpo.
—Una mañana, al despertarme,
ya no había trazas del carnero.
Entonces comprendí lo que
significaba ser uno de los
«desheredados». Es, ni más ni
menos, el infierno. El carnero se va,
pero deja tras de sí un recuerdo. Un
recuerdo que es imposible borrar.
Tal es la condición de un
«desheredado».
El profesor Ovino volvió a
sonarse las narices con un pañuelo
de papel.
—Bueno, ahora te toca hablar a
ti.
Inicié mi relato a partir del
momento en que el carnero había
abandonado al profesor Ovino, y le
expliqué todo lo que sabía:
Cómo el carnero había entrado en
el cuerpo de un joven preso político
de ideología derechista. Cómo éste,
al salir de la prisión, se había
convertido muy pronto en una gran
personalidad de la extrema derecha.
Cómo pasó luego a la China, donde
estableció una red de información, y
ganó una fortuna, por añadidura.
Cómo en el período posbélico iba a
ser juzgado como criminal de guerra,
pero se le dejó en libertad a cambio
de su red de información en la China
continental. Cómo, utilizando la
fortuna que amasó en el continente
chino, se había hecho con el control
del mundo político, económico e
informativo durante la posguerra.
—He oído hablar de ese
personaje —dijo el profesor Ovino
con un gesto de amargura—. ¿Por
qué elegiría el carnero a un tipo así?
—Sin embargo, hace unos meses,
en primavera, el carnero salió de su
cuerpo. Ese hombre se encuentra
actualmente en coma, a punto de
morir. Mientras el carnero
permaneció en su interior, actuó
como freno de su tumor cerebral.
—¡Qué suerte ha tenido! Para un
«desheredado» ¡cuánto mejor no es
la muerte que arrastrar el recuerdo
imborrable del carnero!
—¿Por qué lo abandonaría
después de poner en pie esa colosal
organización a lo largo de tantísimo
tiempo?
El profesor Ovino dio un
profundo suspiro.
—¿Aún no lo entiendes? El caso
de ese hombre coincide en todo con
el mío. Simplemente, dejó de serle
útil. Toda persona tiene sus límites, y
al carnero ya no le servirá una vez
que los haya alcanzado. Me imagino
que ese hombre no llegó a
comprender del todo cuáles eran las
pretensiones reales del carnero. La
misión que le había asignado no era
otra que construir una colosal
organización, y una vez coronada esa
cima, ya estaba de más; por eso ha
quedado descartado, del mismo
modo que el carnero me usó como
medio de transporte.
—Ya. Y ¿qué habrá sido del
carnero desde entonces?
El profesor Ovino tomó la
fotografía de encima de la mesa, y
dijo, golpeándola con los dedos:
—Debe de andar vagando por
Japón, buscando un nuevo individuo
de quien tomar posesión. Sospecho
que el carnero intentará poner a esa
persona al frente de la organización.
—¿Qué es lo que pretende el
carnero con todo ello?
—Como ya te dije antes,
lamentablemente, no puedo
expresarlo con palabras. Digamos
que lo que busca el carnero es una
encarnación de su mente.
—¿Eso es bueno?
—Para la mente del carnero,
claro que sí.
—¿Y para la persona en quien se
encarna?
—¡Quién sabe! —exclamó el
anciano—. ¡Quién sabe, realmente!
Una vez que se marchó de mí el
carnero, ya no he sabido hasta dónde
llego yo, ni en qué punto empieza su
sombra.
—Hace un rato, usted hablaba de
«una baza por jugar». ¿A qué se
refería con esas palabras?
El profesor Ovino sacudió la
cabeza, y me respondió:
—No tengo intención de
decírtelo.
De nuevo, el silencio se apoderó
de la estancia. Más allá de la
ventana, la lluvia empezó a caer con
fuerza. Era la primera lluvia que veía
en Sapporo.
—Por último, le ruego que me
indique el lugar donde fue tomada
esa fotografía.
—En los pastizales de la
propiedad donde estuve viviendo
durante nueve años. Inmediatamente
después de la guerra, la finca fue
ocupada por el ejército americano, y
al serme restituida, se la vendí a un
hombre riquísimo que deseaba tener
una casa de campo muy tranquila.
Por lo que sé, no ha cambiado de
dueño.
—¿Aún se crían carneros allí?
—No lo sé. Aunque, a juzgar por
la fotografía, parece que sí. En
cualquier caso, es un sitio muy
alejado de núcleos habitados, y en
todo lo que alcanza la vista no se ve
ni un solo vecino. En invierno, la
finca queda incomunicada. Su dueño
puede pasar en ella más allá de dos o
tres meses al año. Pero es un sitio
realmente tranquilo, y muy hermoso.
—Y durante el tiempo en que su
dueño no vive allí, ¿hay alguien al
cuidado de la finca?
—Durante la estación invernal,
dudo que haya ningún empleado.
Prácticamente nadie, excepto yo,
querría pasarse allí todo el invierno.
El cuidado de los carneros puede
confiarse, pagando una módica tarifa,
a los pastores que vigilan los
rebaños comunales, al pie de la
montaña. Las techumbres están
construidas para que la nieve caiga
por su propio peso al suelo, y
tampoco hay que preocuparse por
posibles robos. Aun cuando alguien
entrara a robar, pasaría grandes
apuros, en medio de aquellas
montañas, para acarrear el botín
hasta la ciudad. Allí las nevadas son
tremendas.
—Y ahora, ¿habrá alguien allí?
—¡Vete a saber! Creo que no. La
nieve está al caer, los osos merodean
por el campo tratando de
aprovisionarse para la hibernación…
¿Es que pretendes ir hasta allí?
—No hay más remedio, digo yo.
Es la única pista que tengo.
El profesor Ovino permaneció un
rato callado. En las comisuras de los
labios tenía adherida salsa de tomate
de las albóndigas.
—A decir verdad, antes que
vosotros vino otra persona a
preguntarme por esa finca. Creo que
fue este año, por febrero. La edad
que aparentaba sería…
aproximadamente, como la tuya. Me
explicó que, al ver la foto colgada en
el salón del hotel, sintió vivo interés.
Como me aburro bastante, le di toda
clase de informaciones. Me dijo que
pensaba aprovechar esas
informaciones para una novela que
estaba escribiendo.
Saqué del bolsillo una foto en la
que estaba retratado con el Ratón, y
se la mostré al profesor Ovino. Era
una foto que nos había hecho Yei
durante el verano de 1970, en su bar.
Yo estaba de perfil, fumándome un
cigarrillo. El Ratón miraba de frente
al objetivo, y levantaba el dedo
pulgar. Los dos éramos jóvenes, y
estábamos bronceados por el sol.
—Éste eres tú —dijo el profesor
Ovino, que encendió la lámpara para
ver mejor la foto—. Pareces más
joven.
—Es una foto de hace ocho años
—le expliqué.
—Y el otro, diría que es ese de
quien te estaba hablando. Tenía unos
años más que en la foto y se había
dejado bigote, pero casi seguro que
es él.
—¿Bigote?
—Un bigotito muy fino sobre el
labio superior y, en el resto de la
cara, una barba de pocos días.
Traté de imaginarme al Ratón con
bigote, pero no pude.

El profesor Ovino nos dibujó un


plano detallado de la situación de la
finca. Había que cambiar de tren en
las inmediaciones de Asahikawa
para tomar una línea secundaria. Al
cabo de unas tres horas de viaje, se
llegaba a cierta pequeña ciudad
situada al pie de las montañas. Desde
allí hasta la finca había tres horas en
coche.
—Muchísimas gracias por todo
—le dije.
—A decir verdad, creo que
cuanta menos gente se relacione con
el carnero, tanto mejor. Yo soy un
buen ejemplo de lo que digo. Ni una
sola persona que tenga tratos con él
podrá seguir siendo feliz. Y todo
porque, para ese carnero, el valor
del individuo como tal no merece la
menor consideración. Con todo, si
queréis ir en su busca, supongo que
tendréis vuestras razones.
—Efectivamente, así es.
—Id con cuidado —nos dijo el
profesor Ovino—. Y, por favor,
sacad la bandeja de la cena y dejadla
ante la puerta.
4. Adiós al Hotel Delfín

Tardamos un día en hacer los


preparativos del viaje.
En una tienda de deportes
adquirimos equipos de montañismo y
raciones de supervivencia, y en unos
grandes almacenes compramos
impermeables de marino y calcetines
de lana. En una librería encontramos
un mapa bastante detallado, y, un
libro que explicaba la historia de
aquella región. También nos
procuramos fuertes botas
claveteadas, para andar por la nieve,
y gruesa ropa interior de lana.
—Diría que este equipo no me
será de utilidad en mi profesión —
dijo mi amiga.
—Una vez que nos enfrentemos
con la nieve, pensarás de otra manera
—le contesté.
—¿Tienes intención de que
rondemos por allí hasta que caigan
las grandes nevadas?
—No lo sé. Pero lo cierto es que
las nevadas intensas empiezan a fines
de octubre, y no se pierde nada por ir
preparados. No sabemos lo que
puede ocurrir.
Volvimos al hotel, y
comprimimos todo el equipaje en una
gran mochila; tras hacer un bulto con
lo sobrante del equipaje que nos
habíamos traído de Tokio, decidimos
confiárselo a la custodia del dueño
del Hotel del Delfín. En verdad, casi
todo cuanto había venido en la bolsa
de viaje de mi amiga era ahora
equipaje sobrante: un estuche de
cosméticos, cinco libros y seis cintas
de casete, un vestido y unos zapatos
de tacón alto, una bolsa de papel
atiborrada de medias y calcetines,
camisetas y pantalones deportivos,
un despertador de viaje, un bloc de
dibujo y una caja de veinticuatro
lápices de colores, papel de cartas
con sus sobres, toallas de baño, un
pequeño botiquín, un secador de
pelo, bastoncillos de algodón…
—¿Cómo es que cargaste con un
vestido y unos zapatos de tacón alto?
—le pregunté.
—Pues porque si vamos a una
fiesta, a ver qué me pongo —me
contestó.
—Pero ¿adónde piensas que
vamos?
Sin embargo, a fin de cuentas,
acabó metiendo su vestido y sus
zapatos de tacón dentro de mi
mochila, en un empaquetado
perfecto. En cuanto a su estuche de
cosméticos, lo cambio por uno
pequeño, de viaje, que compró en
una tienda.
El dueño del hotel se quedó de
buen grado a cargo del equipaje. Le
aboné nuestra estancia hasta el día
siguiente, y le aseguré que en una
semana o dos estaríamos de vuelta.
—¿Les ha sido de utilidad mi
padre? —nos preguntó con cierta
preocupación.
Le contesté que su conversación
nos había sido muy útil, desde luego.
—A veces pienso que también
debería dedicarme a buscar algo…
—dijo el dueño—. Pero la verdad es
que no sé qué podría buscar que
llenara mi vida. Mi padre siempre ha
ido en pos de aquel carnero. Aún
sigue obsesionado con esa idea. Y
yo, como desde pequeño no he
dejado de oír de sus labios relatos
sobre el carnero blanco que se le
aparecía en sueños, he acabado
convencido de que es necesario ir en
busca de algo que dé verdadero
sentido a nuestras vidas. O alguna
cosa por el estilo.
El salón del Hotel del Delfín
estaba, como siempre, sumido en el
silencio. Una empleada de cierta
edad subía y bajaba las escaleras con
una fregona en la mano.
—Sin embargo, mi padre tiene ya
setenta y tres años, y el carnero sigue
sin aparecer. A veces me pregunto si
el carnero existe realmente, o no. Me
da la impresión de que, en resumidas
cuentas, la vida de mi padre ha sido
muy desgraciada. Me gustaría que,
por lo menos a partir de ahora, fuera
feliz, pero él sólo piensa en
ridiculizarme y no quiere escuchar
nada de lo que le digo. Y esto
también ha contribuido a que muchas
veces piense que mi vida carece de
sentido.
—Bueno, pero tiene usted el
Hotel del Delfín —le dijo
amablemente mi amiga.
—Además —añadí—, su padre
ya no tiene que obsesionarse por la
búsqueda del carnero, pues nosotros
le seguiremos la pista de ahora en
adelante.
El dueño se sonrió.
—Si es así, no tengo nada que
objetar. Desde ahora, la felicidad
debería estar a nuestro alcance.
Se lo deseo de todo corazón —le
dije.

—¿Crees de verdad que podrán


ser felices? —me preguntó mi amiga
apenas estuvimos solos.
—Tal vez les costará algún
tiempo, pero creo que sí. Es evidente
que la obsesión del profesor Ovino
carece de sentido desde que sabe
todo lo ocurrido a partir del día en
que fue «desheredado». Por fuerza ha
de volver a la realidad. En cambio, a
nosotros nos toca ahora seguir las
andanzas del carnero.
—Tanto el padre como el hijo me
caen muy bien —dijo mi amiga.
—También a mí —le respondí.
Tras dejar en orden el equipaje,
nos dedicamos a copular durante un
rato, y luego nos fuimos al cine. En la
película, muchas parejas se
dedicaban también a copular. Resulta
divertido ver copular a los demás, al
menos de vez en cuando.
VIII. LA CAZA DEL
CARNERO SALVAJE
(III)
1. Del nacimiento,
desarrollo
y declive de la Ciudad
de Junitaki

En el tren que de buena mañana


partía de Sapporo con dirección a
Asahikawa, y mientras me bebía una
cerveza, me puse a leer el grueso
libro —enfundado en un estuche de
cartón— Historia de la ciudad de
Junitaki. Decir Junitaki era decir el
lugar donde se encontraba la finca
que fuera del profesor Ovino. Tal
vez leerme todo aquello no me
sirviera para maldita la cosa, pero
tampoco me iba a perjudicar. El
autor, nacido en Junitaki en 1940 y
licenciado en literatura por la
Universidad de Hokkaidô, según
decía la solapa del libro era un
renombrado especialista en la
historia de aquellos lugares. Para
tener tanto renombre, sólo había
publicado aquel libro, que salió a la
luz en mayo de 1970. Ni que decir
tiene que mi ejemplar era de la
primera edición.

Según el libro, los primeros


colonos que se asentaron en el
territorio de la que hoy es
ciudad de Junitaki, llegaron a
comienzos del verano de 1881,
año 13 del período Meiji. Eran
en conjunto dieciocho personas,
todas ellas pobres labriegos sin
tierras de Tsugaru; puestos a
hablar de sus bienes, se
reducían a algunos aperos de
labranza, su ropa, su ajuar de
cama, sus cacerolas y sus
machetes.
Al pasar por una aldea de
ainus —los aborígenes de
Hokkaidô— cercana a Sapporo,
alquilaron por poco dinero los
servicios de un joven ainu como
guía; era un muchacho de ojos
oscuros, delgado y cuyo
nombre, en su lengua,
significaba Luna Llena
Menguante. (Tal vez porque
tuviera tendencias maníaco-
depresivas, según conjetura del
autor.)
La verdad es que, como
guía, aquel joven ainu resultó
ser mucho más competente de lo
que parecía a primera vista.
Aunque no entendía apenas el
japonés, se las arregló para
conducir hacia el norte,
bordeando el río Ishikari, a
aquellos dieciocho campesinos,
tan miserables como suspicaces.
Tenía una idea clara de adónde
debía dirigirse para encontrar
tierras fértiles.
Al cuarto día, el grupo llegó
a un paraje amplio, bien regado
y sembrado en toda su extensión
de preciosas flores.
—¡Aquí tenéis un buen sitio!
—exclamó con satisfacción el
muchacho— . Pocos animales
salvajes, terreno fértil,
salmones en abundancia.
—Ni hablar —dijo el que
llevaba la voz cantante entre los
campesinos, sacudiendo la
cabeza—. Sigamos.
El joven guía pensó que,
dada la mentalidad de aquellos
campesinos, para ellos
adentrarse más hacia el interior
significaba la posibilidad de
encontrar mejores tierras.
«Vale. Si eso es lo que quieren,
adelante, y en paz», se dijo.
El grupo siguió caminando
un par de días hacia el norte.
Así fue como dieron con un
terreno elevado que, aunque no
fuera tan fértil como el anterior,
ofrecía seguridad frente a
posibles inundaciones.
—¿Qué tal? —preguntó el
joven—. Este sitio parece
bueno. ¿Qué tal?
Los campesinos negaron con
la cabeza.
Tras repetirse unas cuantas
veces esta escena, los
expedicionarios arribaron
finalmente a lo que hoy es el río
Asahi. Estaban a siete días de
viaje desde Sapporo, y habían
recorrido ciento cuarenta
kilómetros, aproximadamente.
—¿Qué tal aquí? —preguntó
sin demasiadas esperanzas el
joven guía.
—No, no —contestaron los
labriegos.
—Pero es que, a partir de
aquí, hay que escalar montañas
y más montañas.
—No nos importa —
respondieron la mar de
contentos los campesinos.
Así fue como cruzaron el
paso de Shiogari.
Había, evidentemente, una
razón para que los campesinos
rechazaran asentarse en las
fértiles tierras de la llanura y
buscaran a toda costa terrenos
inexplorados. Todos ellos
estaban cargados de deudas, y
habían abandonado en plena
noche su pueblo natal para no
tener que pagarlas; por eso
procuraban evitar, sin escatimar
esfuerzo alguno, las tierras
llanas, más expuestas siempre a
las miradas indiscretas.
Como es obvio, el joven
ainu no sabía nada de todo esto.
Y su reacción natural ante la
negativa de los campesinos a
asentarse en tierras fértiles, y
más aún cuando vio su afán por
avanzar hacia el norte, fue de
sorpresa primero y de aflicción
después. Incluso llegó a sentir
miedo.
Sin embargo, el joven,
dotado al parecer de un carácter
excepcional, cuando cruzaron el
paso de Shiogari ya se había
hecho a la idea de que, por
alguna fatalidad
incomprensible, su destino era
conducir a aquellos labriegos
más y más al norte. Eso le llevó
a elegir ex profeso caminos
ásperos y peligrosos marjales,
para así complacer a los
campesinos.
Al cuarto día de marcha
hacia el norte, después de dejar
atrás el paso de Shiogari, la
expedición se topó con un río
que corría de este a oeste. Tras
considerar la situación
decidieron continuar hacia el
este.
El terreno era ciertamente
fragoso, y avanzar resultaba un
suplicio. Tuvieron que abrirse
camino entre matorrales de
bambú que crecían como un mar
verde; emplearon media jornada
de marcha en atravesar una
pradera de hierba, tan alta, que
llegaba a cubrirlos; cruzaron
terrenos pantanosos sumergidos
en lodo hasta el pecho;
escalaron montañas rocosas.
Pero, sobre todo, avanzaron
hacia oriente. Por la noche
plantaban tiendas en la ribera
del río, y se dormían oyendo
aullar a los lobos. Tenían las
manos ensangrentadas de
abrirse paso entre los
matorrales. Los mosquitos no
los dejaban ni a sol ni a sombra,
y llegaban a metérseles en las
orejas para chuparles la sangre.
Siguiendo en su marcha
hacia el este, llegaron a un lugar
cercado de montañas, más allá
del cual era inútil intentar
avanzar. Pasado aquel punto ya
no era posible la vida humana,
manifestó el guía. Así que,
finalmente, los campesinos
dieron por terminada su marcha
en aquel lugar, distante 260
kilómetros de Sapporo. Era el
día 8 de julio de 1881, año 13
del período Meiji.
Ante todo, se ocuparon en
examinar el terreno, así como la
calidad del agua y de los suelos.
Y descubrieron que el sitio era
sumamente apto para la
agricultura. En consecuencia,
tras distribuirse el terreno entre
las familias, levantaron en el
centro una cabaña comunal
construida con leños.
El joven ainu se encontró un
día con una partida de
cazadores de su raza que
merodeaba por allí, y se acercó
para preguntarles:
—¿Cómo se llama este
lugar?
—¿Crees que un rincón
perdido como éste puede tener
un nombre? —le contestaron.
De modo que, por un
tiempo, aquel lugar careció
incluso de nombre. Un poblado
que está a más de sesenta
kilómetros de distancia de
cualquier núcleo habitado (y
cuyos habitantes además, no
desean relacionarse con sus
vecinos) puede pasarse sin tener
nombre. En 1889, llegó un
funcionario del gobierno
regional de Hokkaidô para
hacer un censo general de la
población y les dijo a los
colonos que era necesario que
el poblado tuviera nombre. Pero
ninguno de ellos sentía en lo
más mínimo esa necesidad. Es
más, los colonos se reunieron en
la cabaña comunal, y acordaron
por unanimidad que «no se le
pondría nombre al poblado». El
funcionario no vio otra salida
que —basándose en el hecho de
que el río formaba doce
cascadas en su curso por los
alrededores del poblado—
llamar al lugar poblado de
Junitaki (es decir de las doce
cascadas). Así lo hizo constar
en su informe a la oficina del
censo de Hokkaidô; y a partir de
entonces, el nombre de poblado
de Junitaki (más tarde, pueblo
de Junitaki) se convirtió en la
denominación oficial de aquella
aldea. Todo esto, sin embargo,
pertenece a la historia posterior
de Junitaki.
Volvamos a 1882, año 14
del período Meiji.
El territorio estaba situado
entre dos montañas, que se
unían formando un ángulo de
sesenta grados. Por el centro lo
cruzaba el río, que había
excavado una profunda
barranca. Ciertamente, parecía
el último rincón del mundo. Por
la superficie de la tierra se
enmarañaban los matorrales de
bambú, mientras que inmensos
bosques de coníferas extendían
sus raíces hasta las entrañas del
suelo. Lobos, alces, osos, ratas
almizcleras y pájaros de todos
los tamaños pululaban por
doquier en busca de alimento.
Las cigarras y los mosquitos
abundaban extraordinariamente.
—¿De veras piensan
quedarse aquí? —preguntó
desconcertado el joven ainu.
—Por supuesto —
respondieron los campesinos.
Nunca se ha sabido por qué,
pero el hecho es que el joven no
volvió a su tierra natal, sino que
permaneció junto a los colonos.
Quizá se debiera a la curiosidad
de ver cómo acababa aquello,
según conjetura del autor (el
cual, ciertamente, abusaba un
poco de las conjeturas). No
obstante, de no ser por la
presencia del joven, resulta
dudoso que los colonos se
hubieran bastado a sí mismos
para pasar aquel invierno. El
muchacho les enseñó a conocer
las raíces comestibles, cómo
protegerse de la nieve, el modo
de pescar en el río helado, el
arte de poner trampas para
lobos, la manera de hacer huir a
los osos en el período previo a
su hibernación, la ciencia de
predecir el tiempo según
soplara el viento, el modo de
evitar los sabañones, la técnica
culinaria para preparar
suculentos asados de raíces de
bambú, el truco para conseguir
que los abetos cayeran en una
determinada dirección al
talarlos… A la postre, todos
reconocieron su valía, y el
joven recuperó la confianza en
sí mismo. Andando el tiempo,
se casó con la hija de uno de los
colonos, tuvo tres hijos e
incluso tomó un nombre
japonés. Así que Luna Llena
Menguante dejó de existir.
No obstante, a pesar de esta
denodada lucha del joven ainu
contra los elementos, la
existencia de los colonos
transcurría en medio de gran una
estrechez. Para el mes de
agosto, cada familia había
levantado su propia cabaña, la
cual no pasaba de ser un burdo
ensamblaje de troncos,
dispuestos verticalmente, por
entre los cuales las ventiscas
invernales se infiltraron a
placer. Al levantarse por la
mañana, no era nada raro
encontrarse con un palmo y
medio de nieve dentro de la
habitación. Como los colchones
y la ropa de casa escaseaban,
los hombres solían dormir
acurrucados sobre una estera
ante el fuego. Cuando se
agotaron las provisiones que
tenían en reserva, salieron a
pescar en el río y excavaron la
nieve en busca de helechos o
raíces que pudieran servirles de
alimento. Con todo, a pesar de
ser un invierno particularmente
frío, no hubo ni una sola baja en
la colonia. Tampoco hubo
disputas ni quejas. Aquellas
gentes estaban demasiado
acostumbradas a la pobreza
para quejarse.
Llegó la primavera.
Nacieron dos bebés, y la
población de la aldea ascendió
a veintiuna personas. Las
mujeres embarazadas estuvieron
trabajando en el campo hasta
que empezaron a sentir los
dolores del parto, y al día
siguiente de dar a luz volvieron
a sus tareas. En las tierras que
iban roturando plantaron mijo y
patatas. Los hombres talaban los
árboles y quemaban sus raíces,
para convertir los claros
resultantes en terrenos de
cultivo. Una nueva vida asomó
sobre la faz de la tierra: el
campo empezaba a dar sus
primeros frutos; pero justamente
cuando los labradores pensaban
que lo peor había pasado,
sobrevino una gran plaga de
langostas.
El enjambre de langostas
llegó de más allá de las
montañas. Al principio,
semejaba una enorme nube
negra. Luego, la tierra pareció
estremecerse. Nadie sabía qué
era aquello, excepto el joven
ainu. Este dio órdenes a los
hombres para que encendieran
fogatas dispersas por los
campos. Vertieron hasta la
última gota de petróleo sobre
todo lo que había en el poblado
susceptible de ser quemado, y le
prendieron fuego. El ainu dijo a
las mujeres que salieran con
ollas y cucharones en las manos,
y las golpearan sin parar. El
joven —como después todo el
mundo reconoció— hizo cuanto
podía hacerse. Sin embargo, fue
en vano. Decenas de miles de
langostas se precipitaron sobre
los campos y devoraron las
cosechas sin dejar ni rastro.
Una vez que las langostas se
hubieron marchado, el joven
lloró de desesperación, pero
ninguno de los colonos derramó
una lágrima. Reunieron las
langostas muertas y las
quemaron. Terminada la quema,
se dedicaron con más ahínco si
cabe a desbrozar el terreno para
dedicarlo al cultivo.
Aquella gente pasó el
invierno siguiente comiendo
pescado del río, helechos y
raíces. Al llegar la primavera,
nacieron tres niños más, y los
colonos prepararon los campos
e hicieron la siembra. En verano
volvieron las langostas y
arrasaron de nuevo la cosecha.
Esta vez, el joven ainu no lloró.
Las invasiones de langostas
se acabaron, por fin, al tercer
año. Llovió mucho, y el agua
pudrió los huevos de las
langostas. Claro que las
interminables lluvias también
dañaron las cosechas. Al año
siguiente surgió una inesperada
plaga de escarabajos. Y el
verano del año que siguió a éste
fue inusualmente frío.

Al llegar a este punto, cerré el


libro, me bebí otra cerveza, saqué de
la bolsa una lata de huevas de
salmón, y me la comí.
Mi amiga estaba dormida en el
asiento de enfrente, con los brazos
cruzados. El sol de aquella mañana
otoñal, que entraba por la ventanilla,
derramaba sobre sus rodillas un
tenue velo de luz. Una polilla
solitaria revoloteaba zigzagueando,
como un trozo de papel a merced del
viento. Repentinamente, se posó
sobre el pecho de mi amiga, donde
descansó un momento antes de
alejarse volando. Cuando se marchó,
en mi amiga pareció operarse un
cambio casi imperceptible, como si
hubiera envejecido un poco.
Tras fumarme un cigarrillo, abrí
el libro y reanudé la lectura de la
Historia de la ciudad de Junitaki.

Al sexto año, la colonia


empezó por fin a prosperar. Los
campos daban sus frutos, las
viviendas mejoraron y la gente
se había aclimatado a vivir en
aquella región fría. Las cabañas
de troncos fueron sustituidas
paulatinamente por casas bien
construidas de madera; se
levantaron hornos; se
compraron lámparas de
petróleo. Los colonos cargaban
sus barcas con lo que sobraba
de las cosechas, así como con
pescado seco y cornamentas de
alce, y lo transportaban —en un
viaje de dos días— hasta la
ciudad, donde se
aprovisionaban de sal, ropa y
aceite. Algunos aprendieron a
hacer carbón a partir de los
árboles talados para desbrozar
el terreno. Río abajo se fueron
fundando aldeas semejantes, con
lo que surgió un incipiente
comercio.
A medida que avanzaba la
colonización, se hacía sentir
cada vez más, como un
problema grave, la escasez de
brazos. De modo que los
lugareños convocaron una
asamblea, en la cual, durante
dos días, se debatieron diversos
puntos de vista; se llegó a la
conclusión de que se imponía
pedir refuerzos, en forma de
nuevos labradores, al pueblo de
donde procedían. El problema
radicaba en las deudas
insatisfechas; sin embargo, unas
discretas consultas, realizadas
por carta, les hicieron saber que
los acreedores habían desistido
finalmente de cobrar. Entonces,
el de mayor edad entre los
colonos escribió cartas a
algunos de sus antiguos
paisanos en el sentido de
«animarlos a venir, a fin de
trabajar juntos desbrozando
nuevas tierras para el cultivo».
Esto ocurrió en 1889, el año en
que se llevó a cabo el censo de
población que tuvo como
consecuencia que un funcionario
decidiera dar al poblado el
nombre de Junitaki.
Al año siguiente, seis
nuevas familias llegaron al
poblado, sumándose así
diecinueve personas a los
primeros colonos. Se les
recibió en la cabaña comunal,
adornada para el caso. Hubo
lágrimas de alegría por ambas
partes, para celebrar el
reencuentro. A los nuevos
vecinos se les asignaron tierras;
y con la generosa colaboración
de los pobladores veteranos,
labraron sus campos y
construyeron sus casas.
En 1893 llegaron cuatro
familias más, con dieciséis
personas en total. En 1897
llegaron otras siete familias,
con veinticuatro personas.
De este modo, la población
fue aumentando. La cabaña
comunal fue ampliada y se
convirtió en un espléndido
centro de reuniones, y junto a
ella se construyó un pequeño
templo sintoísta. El poblado de
Junitaki pasó a llamarse pueblo
de Junitaki. La base de la
alimentación de sus habitantes
seguía siendo el mijo, pero
ocasionalmente ya se le añadía
arroz. Y aunque el servicio de
correos era aún irregular, un
cartero pasaba por allí de vez
en cuando.
Como es natural, no faltaron
los tragos amargos. Los
funcionarios del Estado se
presentaban en Junitaki con
cierta frecuencia, para cobrar
impuestos y recoger a los mozos
que habían de prestar el
servicio militar. Esto
contrariaba particularmente al
joven Ainu (que por aquel
entonces ya mediaba la
treintena), que no podía
entender la necesidad de los
impuestos y del servicio militar.
—Antes todo iba mejor —
solía decir.
El pueblo, con todo, seguía
progresando.
Dado que una gran meseta
próxima al pueblo era
apropiada para el pastoreo, en
1903, bajo los auspicios de la
administración regional, se
decidió plantar allí un forraje
destinado al ganado ovino. Las
autoridades enviaron
funcionarios que se encargaron
de dirigir las obras: levantar
vallas, conducciones de agua,
construcción de corrales…
Luego vino el arreglo del
camino que corría a lo largo del
río, realizado por condenados a
trabajos forza— dos, y poco
más tarde recorrieron ese
camino los primeros rebaños de
carneros, que los campesinos
habían recibido del Estado a
precio de costo. Los colonos no
acababan de comprender por
qué el Estado se mostraba tan
generoso. Muchos pensaron que
como hasta entonces habían
pasado tantas penalidades, no
vendría mal gozar de cierta
prosperidad.
Como es obvio, el Estado
no había cedido los carneros al
campesinado porque sí. Resulta
que el estamento militar, con
vistas a disponer de un
suministro suficiente de lana
para tejidos de abrigo —
necesarios para futuras
campañas militares en el
continente asiático—, había
presionado para que se diera
orden al Ministerio de
Agricultura y Bosques de
promover la cría y desarrollo
del ganado ovino; en
consecuencia, dicho ministerio
había traspasado el encargo a
las autoridades locales de
Hokkaidô. La guerra ruso-
japonesa estaba cada vez más
próxima.
En Junitaki la persona que
más se interesó por la cría de
los carneros fue aquel joven
ainu. Aprendió de los
funcionarios gubernamentales
todo lo relativo al pastoreo, y
poco a poco se fue convirtiendo
en responsable de los rebaños.
No se sabe concretamente por
qué llegó a interesarse de tal
modo por la ganadería ovina.
Quizá fuera porque no acababa
de acostumbrarse a la vida en
aquel pueblo, que se hacía cada
vez más compleja a medida que
su población aumentaba.
Los carneros llegados a los
pastos eran treinta y seis de raza
Southdown y veintiuno de raza
Shropshire; con ellos llegaron
dos perros pastores escoceses
de raza Border. El joven ainu
pronto se convirtió en un pastor
experto, y bajo su cuidado tanto
los carneros como los perros
fueron aumentando en número.
El pastor ainu llegó a querer
entrañablemente a los carneros
y a los perros. Las autoridades
estaban satisfechas. Los
descendientes de los dos
primeros perros pastores
llegados a Junitaki se hicieron
famosos por su habilidad para
el pastoreo, y eran solicitados
desde todos los rincones de la
isla.
Nada más empezar la guerra
ruso-japonesa, fueron llamados
a filas cinco muchachos del
pueblo, y se les envió al frente
chino. Los cinco fueron
adscritos al mismo batallón, y,
de resultas de la explosión de
una granada enemiga, dos de
ellos murieron y otro perdió el
brazo izquierdo. Cuando
terminó la batalla, tres días
después, los dos soldados
supervivientes recogieron los
restos dispersos de sus
compañeros caídos. Uno de
ellos era hijo del pastor ainu, y
el otro era de una de las
primeras familias que llegaron a
Junitaki. Al morir llevaban
puestos sus gruesos capotes de
lana.
—¿Por qué ese afán de
hacer la guerra en países
extranjeros? —le preguntaba a
todo el mundo el pastor ainu.
Por aquel entonces, ya contaba
cuarenta y cinco años.
Nadie supo responderle. El
pastor ainu dejó la ciudad para
recluirse en los pastos, donde se
pasaba la vida junto a los
carneros. Su esposa había
muerto cinco años antes, de una
pulmonía que se le complicó, y
sus dos hijas ya estaban
casadas. Como recompensa por
su dedicación al ganado, el
municipio lo gratificó con la
asignación de un modesto jornal
y comida.
A raíz de la pérdida de su
hijo, se volvió muy huraño.
Murió a los sesenta y dos años.
El zagal que lo ayudaba
descubrió una mañana de
invierno su cadáver sobre el
suelo de la choza. Había muerto
de frío. Dos perros pastores,
nietos de aquellos primeros
Border escoceses, se habían
situado a ambos lados del
cadáver con aire de
desesperación y lanzaban
lastimeros gañidos. Los
carneros mascaban su forraje en
los corrales, ajenos a lo
ocurrido. El ruido que hacían,
masca que te masca, resonaba
en el interior de la silenciosa
cabaña como un concierto de
castañuelas.
La historia de la ciudad de
Junitaki continuaba, por más que
la del joven ainu se hubiera
acabado. Me dirigí a los aseos
del tren, donde oriné las dos
latas de cerveza. De vuelta a mi
asiento, vi que mi amiga se
había despertado y contemplaba
distraída el paisaje a través de
la ventanilla. Tras aquella
ventanilla se extendían
arrozales, interrumpidos de vez
en cuando por la estructura
vertical de un silo. El río tan
pronto se nos acercaba como se
alejaba de nosotros.
Fumándome un cigarrillo,
contemplé a ratos el perfil de mi
amiga ensimismada en la
contemplación del paisaje. Ella
no pronunció una palabra
Cuando terminé mi cigarrillo,
volví al libro. Las sombras de
un puente metálico pasaron
temblorosas sobre sus páginas
abiertas.
Concluido el triste relato de
la vida de aquel joven ainu que
murió siendo un viejo pastor de
carneros, la historia de Junitaki
se convirtió en un rollo de tomo
y lomo. Aparte de que una
epidemia de meteorismo acabó
con diez carneros en un año, y
de que la cosecha de arroz
recibió ocasionalmente el
castigo de las heladas, el pueblo
se fue desarrollando a buen
ritmo, y en el período Taisho
(1912-1925) recibió la
calificación de ciudad. Una
ciudad que prosperó y poco a
poco fue contando con servicios
públicos: se construyó una
escuela primaria, un
ayuntamiento, una oficina de
correos. La época de la
colonización de Hokkaidô
estaba tocando a su fin.
La expansión de la
agricultura alcanzó sus límites
naturales, y entre los
descendientes de aquellos
pobres labriegos, hubo algunos
que optaron por marcharse de la
ciudad para buscar mejores
oportunidades en tierras de
Manchuria o Sajalín.

Al llegar al año 1937, en el libro


había un párrafo relativo al profesor
Ovino. El señor X, un investigador
de treinta y dos años, conocido por
los estudios realizados en Corea y
Manchuria como técnico del
Ministerio de Agricultura y Bosques,
tras cesar en su cargo se había
establecido al norte de Junitaki para
dedicarse a la cría de ganado ovino.
Ésta era la única referencia al
profesor Ovino en aquel libro. El
renombrado historiador que había
escrito aquel rollazo, por lo demás,
al llegar a la década de los treinta
parecía haber perdido todo interés
por la historia de Junitaki, de suerte
que su narración se volvió
fragmentaria y estereotipada. Incluso
el estilo, comparado con el que
empleaba al contar la vida del joven
ainu, había perdido su deliciosa
frescura.
Decidí dar un salto de casi treinta
años, de 1938 a 1965, y pasar al
capítulo titulado «La ciudad actual».
El adjetivo «actual» del libro se
refería a 1970, así que de actualidad
tenía ya poco. Lo verdaderamente
actual era octubre de 1978. No
obstante, al escribir la historia de lo
que sea, parece que es indispensable
rematarla con un capítulo dedicado a
la «actualidad». Y aunque lo actual
pierda muy pronto su actualidad,
nadie podrá negar el hecho de que la
actualidad siempre será actual. Si la
actualidad dejara de ser actual, la
historia dejaría de ser historia.

Según la Historia de la
ciudad de Junitaki, en abril de
1969 su población era de quince
mil habitantes, lo cual suponía
un descenso de seis mil
respecto de la de diez años
antes; casi toda esa disminución
se debía al éxodo rural. Además
de los cambios propiciados por
un período de alta
industrialización, no había que
olvidar la poca aptitud
climática de Hokkaidô para la
agricultura a la hora de explicar
un éxodo rural de tales
proporciones. Siempre, claro,
según el autor.
Y bien, ¿qué suerte habían
corrido las tierras de labor, una
vez abandonadas? Pues habían
vuelto a ser bosques. Sobre
aquel terreno regado con sudor
de sangre por sus antepasados,
donde éstos habían conseguido
tierras para el cultivo a base de
talar los bosques, los actuales
habitantes de Junitaki plantaban
ahora árboles. Sorprendente,
¿no?
Así pues, la principal
industria de Junitaki era en la
actualidad la forestal y
maderera. En la ciudad había
varios talleres de carpintería,
donde se fabricaban cajas para
televisores, marcos de espejos y
recuerdos turísticos —como
ositos y figuras tradicionales de
la artesanía ainu—. La antigua
cabaña comunal fue convertida
en museo de la colonización,
donde se mostraban al público,
entre otras cosas, aperos de
labranza, utensilios de cocina y
mobiliario de aquellos tiempos.
También había recuerdos
personales de los jóvenes del
pueblo caídos en la guerra ruso-
japonesa. Incluso una fiambrera
abollada por la dentellada de un
oso. También se conservaban
allí, como reliquias, las cartas
dirigidas al pueblo natal de los
primeros colonos, en las que se
pedían noticias sobre las deudas
pendientes.
Sin embargo, en honor a la
verdad había que decir que
Junitaki, en la actualidad, era
una ciudad tremendamente
aburrida. La gente, en general,
al volver a casa del trabajo veía
la televisión —un promedio de
cuatro horas por persona— y
luego se iba a la cama. El
porcentaje de votantes era alto
en todas las elecciones, pero los
vencedores solían estar
decididos de antemano. lema de
la ciudad: «Vivir con plenitud
en plena naturaleza», campeaba
en un gran rótulo luminoso en la
plaza de la estación.

Cerré el libro con un bostezo, y


me quedé dormido.
2. Donde se sigue
explicando la
historia del declive de la
Ciudad de
Junitaki, y se habla de
sus carneros

En las inmediaciones de
Asahikawa transbordamos a otro
tren, el cual nos condujo hacia el
norte atravesando el paso de
Shiogari. Era casi la misma ruta
recorrida noventa y ocho años atrás
por el joven ainu y los dieciocho
campesinos sin tierras.
Un sol otoñal brillaba diáfano
sobre las últimas reliquias de selva
virgen e incendiaba la flamígera
fronda roja de los serbales. El aire
era todo silencio y claridad. Los ojos
llegaban a dolernos, de tanto mirar.
Al principio el tren iba vacío,
pero en su marcha se fue llenando de
estudiantes de bachillerato camino
del instituto, hasta que el vagón
quedó atestado. Nos envolvió una
barahúnda bulliciosa de voces
alegres, de olor a sudor, de charla
ininteligible, de apetitos sexuales
insatisfechos… Tal situación se
prolongó por una media hora, hasta
que en una estación del trayecto los
estudiantes desaparecieron en un
abrir y cerrar de ojos. El tren volvió
a quedarse desierto, hasta el punto de
no oírse ni una voz.
Mi amiga y yo compartimos una
tableta de chocolate; mientras lo
masticábamos, contemplábamos el
paisaje exterior. Una lluvia de luz se
derramaba plácidamente sobre el
terreno. Como si miráramos al revés
por unos anteojos, distinguíamos
nítidamente los objetos más remotos.
Mi amiga se puso a silbar por lo bajo
retazos desentonados del estribillo
de «Johnny B. Goode». Los dos
permanecimos silenciosos; hasta
entonces, nunca habíamos
permanecido tanto rato en silencio
mientras estábamos juntos.
Había pasado el mediodía
cuando nos apeamos del tren. Al
poner los pies en el andén, di un
resuelto estirón a mis músculos
mientras inspiraba profundamente. El
aire era tan puro, que parecía oprimir
los pulmones. Los rayos del sol
producían una grata sensación cálida
sobre la piel, pero la temperatura
era, por lo menos, dos grados
inferior a la de Sapporo.
A lo largo de la vía férrea se
alineaban viejos almacenes de
ladrillo, más allá de los cuales se
alzaba una pirámide de troncos
cuidadosamente apilados, todavía
húmedos por la lluvia de la noche
anterior. Cuando el tren que nos
había traído siguió su camino, no
vimos allí ni sombra de una
presencia humana. Sólo se movían
las caléndulas de los parterres,
mecidas por el viento.
Desde el andén se divisaba lo
que parecía ser una típica ciudad de
provincias. Tenía algunos pequeños
comercios, una calle mayor sin
grandes pretensiones, una pequeña
estación de autobuses, con una
docena de líneas, y una oficina de
información turística. A primera
vista, resultaba bastante insulsa.
—¿Ya hemos llegado? —me
preguntó mi amiga.
—Qué va. Nada de eso. Todavía
nos queda otro viaje en ferrocarril.
Nuestro destino es una ciudad aún
más pequeña.
Tras dejar escapar un bostezo,
respiré de nuevo profundamente.
—Aquí sólo hemos de hacer
transbordo. En este lugar los
primeros colonizadores decidieron
tomar el camino del este.
—¿Qué es eso de los primeros
colonizadores?
Me senté con ella ante la estufa,
apagada, por cierto, de la sala de
espera, y, mientras llegaba nuestro
tren, le hice un resumen de la historia
de la ciudad de Junitaki. Corno me
hacía un lío con las fechas, en una
página en blanco de mi agenda
esbocé una tabla cronológica,
basándome en los datos recopilados
en el apéndice del libro Historia de
la ciudad de Junitaki: a la izquierda
de la página fui escribiendo los
principales acontecimientos de la
historia local de Junitaki, y a la
derecha, los de la historia general
del Japón. Francamente, me salió una
espléndida tabla de cronología
histórica.
Por ejemplo, en 1905, año 38 del
período Meiji, tuvo lugar la
rendición de Lushun (o Port Arthur),
y el hijo del joven ainu murió en la
guerra. Y, si la memoria no me
engañaba, aquel año nació el
profesor Ovino. La historia iba
encajando poco a poco.
—Al mirar esta tabla, se diría
que los japoneses hemos vivido
siempre en el intervalo entre una
guerra y otra —dijo mi amiga al
cotejar ambas columnas de la tabla.
—Sí, así es —le contesté.
—¿Podrías explicarme por qué?
—Es un tanto complicado, no
puedo explicártelo en cuatro
palabras.
—¡Vaya! —rezongó mi amiga.
La sala de espera, como la
inmensa mayoría de las salas de
espera, estaba vacía y carecía de
ambiente y de personalidad. Los
bancos eran terriblemente
incómodos, los ceniceros estaban
repletos de colillas empapadas por
la lluvia, y el aire olía a rancio. En
las paredes había pegados algunos
carteles turísticos y uno de esos
avisos de búsqueda con los rostros
de una serie de delincuentes Aparte
de nosotros, había solamente un
anciano, que vestía un jersey color
camello, y una madre con su hijo, de
unos cuatro años. El anciano estaba
embebido en la lectura de una
fotonovela, y permanecía inmóvil,
sin alterar ni un milímetro su postura.
Con la meticulosidad de quien retira
un vendaje, iba pasando las páginas:
pasada una, podía trascurrir un
cuarto de hora hasta que pasara la
siguiente. El grupo formado por la
madre y el hijo, por su parte, parecía
estar sufriendo una crisis aguda de
aburrimiento.
—En resumidas cuentas, al ser la
pobreza algo tan general, es probable
que mucha gente pensara que la
guerra era el único camino para salir
de la miseria.
—Es algo parecido a lo que
impulsó a aquellos colonos a
establecerse en Junitaki —dijo mi
amiga.
—Así es. Por eso cultivaban sus
campos con tanta energía. Y sin
embargo, casi todos los colonos
murieron en la pobreza.
—¿Por qué?
—Por las condiciones de la
tierra. Hokkaidô es una isla fría, a
menudo azotada por terribles
heladas. Al malograrse las cosechas,
los campesinos no tienen comida, y
como tampoco tienen dinero, no
pueden comprar petróleo, ni semillas
y plantones para el próximo año. Así
que, con el aval de sus campos,
solicitan préstamos, por los que han
de pagar un elevado interés. Pero
resulta que aquí la productividad
agrícola no permite el pago de
semejantes intereses. Al final, la
mayoría de los agricultores acaban
perdiendo sus campos y se
convierten en meros arrendatarios.
Y mientras decía esto, pasé
ruidosamente las páginas de la
Historia de la ciudad Junitaki hasta
llegar al siguiente párrafo:

«En 1930, la proporción de


agricultores propietarios de sus
tierras había descendido al
cuarenta y seis por ciento en la
ciudad de Junitaki. Desde 1926,
año en que se inició el período
Shôwa, habían sufrido un doble
azote: una gran depresión
económica, por un lado, y
tremendas heladas, por otro.»

—O sea, que después de haberse


esforzado tanto y de trabajar tan
duramente desbrozando el terreno
para conseguir sus propias parcelas,
acabaron cayendo en las garras de
unos nuevos acreedores, ¿no es así?

Como todavía nos quedaban unos


cuarenta minutos de espera, mi amiga
se fue a dar una vuelta por la ciudad.
Yo permanecí en la sala de espera,
me tomé un refresco y traté de
reanudar la lectura de otro de los
libros que llevaba conmigo, pero tras
diez minutos de intentarlo en vano me
lo guardé en un bolsillo. Tenía la
cabeza bloqueada, porque la habían
ocupado los carneros de Junitaki, que
devoraban nada más llegar toda la
materia impresa que mis ojos
enviaban al cerebro. Entorné los
párpados, y respiré hondo. Un tren de
mercancías pasó de largo por la
estación emitiendo sonoros pitidos.
Diez minutos antes de la salida
del tren, mi amiga volvió con una
bolsa de manzanas que había
comprado. Nos comimos las
manzanas como almuerzo, y nos
montamos en el tren.
Aquel tren debería haber sido
retirado hacía tiempo del servicio.
Las planchas que formaban el suelo
del vagón estaban tan desgastadas en
los lugares más transitados, que
recorrer el pasadizo central
equivalía a ir dando tumbos de un
lado a otro. La tapicería de los
asientos estaba raída y áspera, y los
cojines eran tan duros como el pan
de un mes atrás. Un olor fétido, en el
que se mezclaban el hedor de los
servicios con el tufo a aceite,
inundaba el interior del vagón. Abrí
la ventanilla, tras un forcejeo de diez
minutos, y dejé entrar un poco de aire
fresco; pero cuando el tren cogió
velocidad, una arenilla fina se nos
metía en los ojos; así que tuve que
cerrarla, tras un forcejeo análogo al
que me costó abrirla.
El tren llevaba dos coches, y los
pasajeros éramos unos quince en
total. Lo único que vinculaba a las
personas que viajábamos en aquel
tren era el poderoso lazo de la
indiferencia y el tedio. El viejo del
jersey color camello aún seguía
leyendo la revista. Dada su
velocidad de lectura, el ejemplar que
leía pertenecía seguramente a un
número atrasado, quizá de un
trimestre antes. Una mujer gorda de
mediana edad miraba sin pestañear
un punto del vacío con cara de
crítico musical que estuviera
escuchando una sonata para piano de
Scriabin. Procuré seguir furtivamente
la trayectoria de su mirada, pero en
el vacío no había nada,
absolutamente nada.
Incluso los niños permanecían
silenciosos. No sólo no alborotaban
ni correteaban de un lado para otro,
sino que ni siquiera miraban por la
ventanilla.
Alguno tosía de vez en cuando
con un ruido seco, semejante al que
emitirían unas pinzas al golpear la
cabeza de una momia.
Cada vez que el tren se paraba en
una estación, alguien se apeaba, y el
revisor bajaba con él, para recoger
el billete; luego volvía a subir, y el
tren arrancaba. Aquel revisor era un
hombre de rostro tan inexpresivo,
que hubiera podido atracar un banco
a cara descubierta. Ningún viajero
más subió al tren.
Más allá de la ventanilla, el río
seguía su curso. Las aguas bajaban
turbias, a causa de la lluvia, y bajo el
sol otoñal parecía un caudal
centelleante de café con leche ya
asomándose, ya escondiéndose. De
vez en cuando se veía algún enorme
camión, cargado de madera,
avanzando en dirección al oeste;
aunque en líneas generales cabía
decir que el volumen de tráfico era
muy escaso. Los cartelones
publicitarios, alineados a lo largo de
la carretera, enviaban su propaganda
uno tras otro, al vacío más absoluto.
Para matar el tedio, me dediqué a
mirar aquellos cartelones, que
indefectiblemente ofrecían un
mensaje elegante y ciudadano. En
éste, una chica en bikini la mar de
bronceada se bebía un refresco; en
aquél, un actor de carácter, de
mediana edad, guiñaba el ojo ante su
vaso de whisky; en el de más allá, un
reloj sumergible surgía
ostentosamente del agua; en el
siguiente una modelo se pintaba las
uñas en medio de una lujosa
habitación. Por lo visto, unos nuevos
colonos, llamados agentes
publicitarios, aprovechaban
enérgicamente la ocasión que se les
brindaba para desbrozar aquellas
tierras e implantar nuevos cultivos.
El tren llegó a la estación de
Junitaki, terminal de la línea, a las
dos horas y cuarenta minutos de
haber salido. Los dos nos habíamos
quedado profundamente dormidos, de
modo que se nos pasó por alto,
obviamente, el cartel que indicaba la
proximidad de la estación. Una vez
que la locomotora diesel expulsó el
último aliento de sus entrañas,
sobrevino un absoluto silencio. Ese
silencio, al rebasar sobre mi piel, fue
lo que me despertó. Miré a mi
alrededor: no quedaba ningún viajero
en el vagón, aparte de nosotros dos.
Me acerqué torpemente al
portaequipajes de redecilla y bajé
nuestros bultos; luego golpeé
repetidamente el hombro de mi amiga
hasta despertarla, y nos bajamos del
tren. El frío viento que barría el
andén de la estación anunciaba el fin
del otoño. El sol surcaba raudo el
cielo hacia su ocaso, y arrastraba por
el suelo, como una mancha fatídica,
la negra sombra de las montañas. Las
dos cadenas montañosas de
direcciones encontradas confluían
precisamente detrás de la ciudad y,
como dos manos que aproximan sus
palmas para proteger del viento la
llama de una cerilla, la envolvían por
entero. El largo andén parecía, por su
situación, una débil navecilla que se
aprestara a afrontar las enormes olas
alzadas ante ella.
Por unos instantes, nos quedamos
sin habla contemplando aquel
paisaje.
—¿Dónde está la antigua finca
del profesor Ovino? —me preguntó
mi amiga.
—En lo alto de la montaña, a tres
horas de distancia en coche.
—¿Vamos a ir para allá
enseguida?
—No —le dije—. Si saliéramos
ahora, nos caería encima la noche.
Hoy dormiremos aquí, y saldremos
mañana temprano.

Delante de la estación se abría


una plazuela circular, completamente
desierta. No había ni un taxi en la
parada, y la fuente situada en medio
de la glorieta central, que figuraba un
pájaro, no manaba. El pájaro
mantenía abierto su pico y, sin decir
ni pío, miraba inexpresivo al cielo.
Un parterre plantado de caléndulas
rodeaba en círculo a la fuente. Eran
evidente con sólo pasear la vista que
aquella ciudad había decaído mucho
en los últimos diez años. Por las
calles no se veía a casi nadie, y las
escasas personas con que nos
cruzábamos reflejaban en sus rostros
la misma expresión anémica que
caracterizaba en conjunto a la
ciudad.
A la izquierda de la plazuela se
alineaba media docena de viejos
almacenes, construidos durante la
época en que el transporte se hacía
por ferrocarril. Eran construcciones
de ladrillo al estilo antiguo, de altos
techos. Las puertas de hierro habían
sido repintadas una y otra vez, hasta
que un buen día se cansaron y las
dejaron como estaban. Sobre la
techumbre se hallaba posada una
bandada de grandes cuervos; en fila y
silenciosos, escrutaban la ciudad. En
una explanada contigua a los
almacenes, en medio de altísimas
hierbas, había dos coches
abandonados, completamente
destrozados.
En uno de los extremos de la
glorieta se levantaba un tablero de
información con un plano de la
ciudad. El viento y la lluvia lo
habían vuelto ilegible, de tal modo
que lo único que podía leerse
claramente eran las frases «Ciudad
de Junitaki» y «Zona limítrofe
septentrional de la producción de
arroz a gran escala».
Delante de la plazuela se
extendía un pequeño barrio
comercial. Era, más o menos, como
todos los distritos comerciales que
suele haber en las ciudades, pero con
la particularidad de que la calle que
lo cruzaba era muy ancha y
destartalada, lo cual acentuaba aún
más la impresión de decadencia que
transmitía la ciudad. A cada lado de
la ancha calle se alineaba una hilera
de fresnos alpestres, cuyas copas
lucían el rojo vivo del otoño, aunque
no contrarrestaban aquella sensación
de decadencia. El declive de Junitaki
era como una gélida corriente que
arrastrara en sus torbellinos no sólo
a la ciudad en sentido físico, sino
también a todos y cada uno de sus
pobladores en sentido espiritual.
Tanto los habitantes de la ciudad
como sus irrelevantes acciones de
cada día habían sido engullidos por
aquella paralizadora corriente.
Con la mochila a la espalda,
recorrí de punta a punta aquella calle
buscando alojamiento. Pero no había
por allí fonda ni pensión alguna. Uno
de cada tres comercios, estaba
cerrado. En la fachada de una
relojería pendía medio caído su
rótulo, que oscilaba al compás del
viento.
El barrio comercial se acababa
bruscamente en un amplio
aparcamiento lleno de maleza. En él
había estacionados un Honda
Fairlady de color crema y un Toyota
Celica deportivo, rojo. Tanto el uno
como el otro eran nuevos. Resultaba
sorprendente, pero esa falta de
personalidad que caracteriza a los
coches nuevos estaba muy a tono con
el ambiente vacío de una ciudad en
decadencia.
Más allá de la zona comercial, no
había ya casi nada. La anchurosa
calle descendía en suave pendiente
hasta el río, donde se bifurcaba a
derecha e izquierda en forma de T. A
ambos lados de la pendiente se
alineaban casitas de madera de un
solo piso, y los árboles de sus
jardines proyectaban contra el cielo
sus recios ramajes polvorientos.
Cada árbol mostraba una indefinible
excentricidad en la distribución de
sus ramas. Todas las casas tenían
junto a la entrada un gran depósito de
combustible, así como un cobertizo
para que el repartidor les dejara la
leche. En los tejados no podían faltar
las inevitables antenas de televisión,
unas antenas altísimas que lanzaban
al aire sus extremidades plateadas
como desafiando a la cadena de
montañas que se erguía tras la
ciudad.
—¿Será posible que no haya
ninguna fonda? —me preguntó mi
amiga con aire de preocupación.
—No te preocupes. En todas las
ciudades hay fondas. Por 10 menos,
una.
Volvimos a la estación y
preguntamos al personal dónde había
una fonda. Nos atendieron dos
empleados, que hubieran podido ser
padre e hijo y que sin duda se morían
de aburrimiento, pues nos explicaron
la situación de las fondas con una
amabilidad inusitada.
—Hay dos fondas —nos informó
el empleado mayor—. Una de ellas
es relativamente cara, y la otra,
relativamente barata. La cara es la
que frecuentan las personalidades
importantes cuando vienen de visita,
así como el lugar donde se dan los
banquetes oficiales.
—La comida es buenísima —
terció el más joven.
—En cuanto a la otra, es la
frecuentada por viajantes de
comercio, gente joven y, en general,
personas corrientes. Tiene un aspecto
muy sencillo pero no está sucia, ni
muchísimo menos. Su baño japonés
es de lo mejorcito.
—Pero las paredes son muy
delgadas —apuntó el empleado.
Siguió una viva discusión entre
los dos hombres sobre la delgadez de
las paredes.
—Vamos a la fonda más cara —
dije. Aún quedaba bastante dinero en
el sobre, y no había razón alguna
para hacer economías.
El empleado más joven arrancó
una página de un bloc de notas e hizo
en ella un esbozo del camino que
había que seguir hasta la fonda.
—Muchísimas gracias —dije—.
Me parece que la ciudad ha perdido
habitantes con respecto a la
población de hace diez años, ¿no?
—Sí, es verdad —confirmó el
empleado mayor—. Las factorías
madereras son la única industria
destacable. La agricultura va en
franco retroceso, y la población ha
disminuido mucho.
—Incluso hay dificultades para
formar las clases en los colegios, por
la falta de estudiantes —añadió el
joven.
—¿Qué población hay, más o
menos?
—Oficialmente, unos siete mil
habitantes —respondió el más joven
—, pero en realidad debe de haber
unos cinco mil, más o menos.
—Incluso la línea de ferrocarril
corre el peligro de ser suprimida.
Resulta que es la tercera línea más
deficitaria del país—dijo el
empleado mayor.
Lo que de verdad me sorprendió
fue que pudiera haber dos líneas de
ferrocarril aún más deficitarias que
aquélla. Dimos las gracias a los dos
hombres y abandonamos la estación.
Para ir a la fonda teníamos que
bajar la cuesta que había a
continuación del barrio comercial,
torcer a la derecha y seguir unos
trescientos metros por un paseo a lo
largo del río, donde se encontraba
aquélla. Era un pequeño parador
antiguo y acogedor, que aún
conservaba el aire de otros tiempos,
cuando la ciudad florecía y estaba
llena de vitalidad. Orientado al río,
tenía un jardín amplio y bien
cuidado. En un rincón, un cachorro
de perro pastor hundía su hocico en
una escudilla dando buena cuenta de
su cena, muy temprana por cierto.
—¿Son montañeros? —nos
preguntó la camarera mientras nos
guiaba a la habitación.
—Sí, somos montañeros —dije,
por ser lo más fácil.
Sólo había dos habitaciones en la
segunda planta. Ambas eran
espaciosas, y por la ventana del
corredor podía verse el mismo río de
color café con leche que habíamos
contemplado desde el tren.
Mi amiga me dijo que quería
tomar un baño japonés, así que
decidí darme una vuelta por el
Ayuntamiento, que estaba situado en
una calle solitaria al oeste de la zona
comercial. Resultó ser un edificio
mucho más nuevo y mejor
acondicionado de lo que me
imaginaba.
Allí, en el Negociado de Asuntos
Ganaderos, le enseñé al funcionario
una de las tarjetas de visita que me
había hecho imprimir hacía años,
cuando trabajaba para una revista de
difusión nacional, y afirmé que
deseaba informarme sobre el ganado
ovino. Era un poco rara que un
semanario femenino se interesara por
ese tema, pensé con aprensión, pero
lo cierto es que el funcionario se
sintió muy complacido y me hizo
pasar al interior de su despacho.
—En este municipio tenemos
actualmente algo más de doscientas
cabezas de ganado ovino, en su
totalidad de raza Suffolk. Su destino
es la producción de carne, que se
distribuye a las fondas y restaurantes
de los alrededores y goza de alta
estimación.
Saqué mi bloc y fui tomando las
debidas notas. Tal vez aquel hombre
comprara durante algunas semanas la
revista femenina en cuestión; esta
idea, al cruzar por mi mente, me
ensombreció el ánimo.
—¿Se trata de un artículo sobre
gastronomía, tal vez? —me preguntó
el hombre, tras darme prolijas
explicaciones sobre la cría de
carneros.
—En parte, sí —le contesté—.
Sin embargo, para decirlo con más
precisión, nos interesaría captar una
imagen integral del ganado ovino.
—¿Una imagen integral?
—Quiero decir costumbres,
hábitat, ecología, cosas así.
—¡Ah, ya! —exclamó mi
interlocutor.
Cerré mi bloc de notas y me bebí
la taza de té que me ofrecieron.
—He oído decir que en lo alto de
la montaña hay unos viejos
pastizales… —insinué.
—Efectivamente, los hay. Antes
de la guerra eran unos pastos muy
buenos, pero durante la posguerra
fueron ocupados por el ejército
americano, y hoy día nadie los
explota. Unos diez años después de
su devolución por los americanos, un
forastero muy rico habilitó aquel
lugar como casa de campo; pero,
como seguramente habrá oído decir,
el sitio está mal comunicado, y poco
a poco el nuevo dueño dejó de ir por
allí, de modo que la casa permanece
desierta. Por eso los terrenos fueron
arrendados por la ciudad. En
realidad, sería conveniente su
adquisición, para realizar visitas
turísticas, por ejemplo; pero como el
municipio es pobre, no hay nada que
hacer en este punto. Y además,
habría que acondicionar la carretera.
—¿En arriendo, me ha dicho?
—Durante el verano, los pastores
municipales llevan unos cincuenta
carneros montaña arriba, ya que
aquellos pastos son espléndidos y
con los pastizales del Ayuntamiento
no habría suficiente. A fines de
septiembre, cuando empieza a
estropearse el tiempo, traen de vuelta
al rebaño.
—Oiga, ¿cuánto tiempo están allí
los carneros?
—Hay una ligera variación según
los años, pero, más o menos desde
principios de mayo hasta mediados
de septiembre.
—¿Cuántos hombres conducen al
rebaño de carneros allá arriba?
—Uno solo. Desde hace diez
años se encarga la misma persona.
—Me gustaría hablar con él.
El oficinista cogió el teléfono y
llamó a la granja municipal destinada
a la cría del ganado ovino.
—Precisamente, ahora está allí
—me dijo—. Le llevaré en coche.
Traté de rehusar el favor, pero el
funcionario me dijo que no había otro
medio de llegar a la granja que no
fuera su automóvil. En la ciudad no
había taxis ni coches de alquiler, y
andando, tardaría hora y media en
llegar.
El funcionario del Ayuntamiento
conducía un coche pequeño. Pasamos
por delante de la fonda y
continuamos hacia el oeste.
Cruzamos un largo puente de
cemento, dejamos atrás una
escalofriante zona pantanosa y
fuimos ascendiendo por una carretera
que nos llevaba paulatinamente a la
montaña. La gravilla de la carretera
crepitaba al ser levantada por las
ruedas.
—Viniendo usted de Tokio,
Junitaki le parecerá una ciudad
muerta —me dijo.
Le respondí con vaguedades para
salir del paso.
—La verdad es que la ciudad se
nos muere. Mientras tengamos
ferrocarril, la cosa irá tirando, pero
el día que nos quedemos sin él, se
nos morirá sin remedio, por muy raro
que suene eso de que una ciudad
pueda morirse. Referido a las
personas, se comprende, pero, ¡decir
de una ciudad que se muere…!
—Y si se muere, ¿qué pasará?
—¿Qué pasará? ¿Quién puede
decirlo? Creo que nadie llegará a
saberlo, porque todos se habrán
marchado ya. Si la población,
supongamos, cayera por debajo de
los mil habitantes, caso que puede
darse, desde luego, los funcionarios
nos quedaríamos sin trabajo, y
seríamos los más indicados para
coger el portante y largarnos.
Le ofrecí un cigarrillo, y se lo
encendí con el encendedor Dupont
que llevaba grabado el emblema del
carnero.
—Sí. En Sapporo, me espera un
buen empleo. Un tío mío tiene una
imprenta y me ha ofrecido trabajo.
Hace libros de texto por encargo del
Ministerio de Educación, de modo
que su estabilidad económica está
asegurada. Para mí, sería lo mejor.
Ni punto de comparación con
quedarme aquí, llevando la cuenta de
los carneros y vacas que salen en
cada embarque.
—Parece una buena idea —le
dije.
—Pero no me decido a dar el
adiós definitivo a esta ciudad. Siento
añoranza, ¿comprende? Si se va a
morir de veras, quisiera ver con mis
propios ojos sus últimos momentos, y
esos sentimientos acaban
prevaleciendo.
—¿Usted nació aquí? —le
pregunté.
—Así es —me respondió, y acto
seguido se sumió en un profundo
silencio.
Un sol teñido de melancolía
estaba hundiendo un tercio de su
círculo por detrás de la montaña.
A ambos lados de la entrada de
la granja municipal se erguían sendos
postes, y entre ellos colgaba un cartel
con la leyenda: «Granja municipal de
Junitaki para la cría de ganado
ovino.» Pasado el cartel seguía un
camino en cuesta, que se perdía por
un bosquecillo cuyo follaje
presentaba vivos colores otoñales.
—Pasado el bosquecillo, verá
los corrales, y detrás está la vivienda
del pastor. ¿Cómo se las arreglará
para volver?
—Como todo es cuesta abajo,
volveré andando. Muchísimas
gracias.
Cuando dejó de verse el coche,
pasé por entre los postes, y subí por
el camino en cuesta. Los últimos
rayos de sol añadían un tinte naranja
a las hojas amarillentas de los arces.
La arboleda era altísima. La luz que
se filtraba por la fronda del
bosquecillo se derramaba formando
brillantes manchones movedizos
sobre el camino de grava.
Tras cruzar el bosquecillo, pude
ver, sobre la ladera de una colina, un
corral alargado que desprendía un
intenso olor a ganado. La techumbre
del corral era abuhardillada y estaba
recubierta de planchas de cinc
pintadas de rojo. Tenía tres
chimeneas, que en realidad eran
respiraderos para la circulación del
aire.
En la puerta del corral había una
caseta para el perro, donde, atado a
su cadena, estaba un pequeño perro
pastor de raza Border, el cual, al
verme, ladró un par de veces. Era un
perro viejo, de mirada soñolienta. En
sus ladridos no había hostilidad. Le
acaricié el cuello y me meneó la
cola. Ante la caseta habían colocado
dos recipientes de plástico amarillo,
donde le echaban la comida y el
agua.
El perro, al retirar mi mano, se
quedó tan satisfecho de mis caricias,
que se metió dentro de su caseta y,
juntando las patas delanteras, se
tendió en el suelo.
El interior del corral estaba en
penumbra, y por allí no se veía a
nadie. Un ancho pasillo central, con
suelo de cemento, dividía en dos el
recinto; a ambos lados del pasillo
había cercas para encerrar a los
carneros, junto a los cuales
discurrían unos canalillos rebajados
en el suelo para desaguar los orines
de los carneros y el agua de la
limpieza. En las paredes, que cubrían
planchas de madera, destacaba de
vez en cuando una ventana
encristalada por la que podía verse
la línea aserrada de las montañas. El
sol crepuscular teñía a los carneros
de la derecha de color rojizo,
mientras que sobre los de la
izquierda vertía una densa sombra
azul.
Al entrar en el corral, los
doscientos carneros se volvieron a
mirarme. La mitad,
aproximadamente, estaba de pie,
mientras que el resto permanecía
tumbado sobre el heno esparcido por
el suelo. Los ojos de los carneros
eran de un azul tan intenso que no
parecía natural, y semejaban dos
pequeños manantiales que les
brotaban a ambos lados de la cara.
Al recibir la luz de frente, brillaban
con viveza, como si fueran de cristal.
Me miraban fijamente. Ni uno solo
de ellos hizo el menor movimiento.
Algunos seguían masca que te masca
con la boca llena de heno, pero por
lo demás el corral permanecía
silencioso. Varios carneros habían
sacado la cabeza por entre los
barrotes de la cerca para beber, pero
en cuanto me vieron levantaron la
cabeza y se me quedaron mirando.
Aquellos animales daban la
impresión de obrar según las órdenes
de una mente común. Su pensamiento
se había quedado temporalmente en
suspenso desde el momento en que
puse el pie en la puerta. Todo en
derredor se había detenido, y su
facultad de juicio se hallaba como
aletargada. A medida que fui
avanzando, su actividad mental se
reanudó. En los ocho
compartimientos en que se dividía el
cercado, los carneros empezaron a
moverse. En uno de ellos, destinado
a hembras, éstas se agolparon
alrededor del semental, mientras que
en los restantes los machos que los
ocupaban se aprestaron a repeler un
posible ataque tras dar unos pasos
hacia atrás como preludio. Unos
pocos carneros, dominados por la
curiosidad, no se apartaban de la
cerca, y observaban atentos mis
movimientos.
Cada carnero, en una de aquellas
orejas negras y largas que se
proyectaban horizontalmente hacia
ambos lados de su cara, llevaba
adherida una marca de plástico.
Algunos la tenían azul; otros,
amarilla; otros, roja. En el lomo
todos llevaban pintada una gran
marca de color.
Caminé muy despacio, con el fin
de no asustar a los carneros. Después
adopté el aire más indiferente que
pude para aproximarme a la cerca y,
alargando la mano, acariciar a un
joven macho. Se estremeció, pero no
huyó de mí. Los demás carneros, muy
suspicaces sin duda, fijaban los ojos
alternativamente en su compañero y
en mí. El joven macho, como si fuera
un enviado del rebaño con la secreta
misión de sondearme, se quedó
plantado sin apartar de mí los ojos y
con el cuerpo tenso.
Los carneros de raza Suffolk son
animales realmente pintorescos.
Aunque tienen la piel negra, su
vellón es blanco. Sus orejas son
grandes y, como las alas de una
polilla, se proyectan horizontalmente
a los lados de la cara. En sus ojos
azules, que brillan en medio de las
tinieblas, así como en el largo y
orgulloso caballete nasal de sus
hocicos, hay un indefinible aire de
nobleza. No rechazaban mi
presencia, pero tampoco la acogían
con alborozo; simplemente, la
aceptaban como una vivencia más.
Algunos carneros meaban
estrepitosamente, poniendo en ello
toda su energía. Los orines caían al
suelo, fluían hacia los canalillos y
pasaban corriendo por ellos junto a
mis pies. El sol estaba a punto de
ocultarse tras los montes. Sombras
de un suave añil empezaban a
envolver las laderas de la montaña,
como tinta diluida en agua.
Salí del corral, acaricié una vez
más la cabeza del perro pastor y
respiré hondamente. Luego rodeé el
corral hasta su parte trasera, y una
vez que hube pasado el puente de
madera que salvaba un arroyo, me
encaminé a la vivienda del pastor.
Era ésta una casita de una planta que
tenía anejo un gran cobertizo donde
se almacenaba el heno, así como los
aperos de labranza. El cobertizo era
mucho mayor que la propia casa.
El pastor estaba apilando sacos
de plástico, que contenían
desinfectante, junto a una pileta
rectangular de cemento, de un metro
de anchura y un metro de
profundidad, situada al lado del
cobertizo que servía de almacén. Me
echó un vistazo desde lejos mientras
me acercaba, pero continuó haciendo
su trabajo, sin mostrarse demasiado
comunicativo. Cuando llegué a su
altura, dio por fin descanso a sus
manos y con una toalla, que llevaba
liada al cuello, se secó el sudor de la
cara.
—Mañana hay que hacer una
desinfección total de los carneros —
dijo el hombre. De un bolsillo de su
mono sacó un cigarrillo arrugado, y
tras enderezarlo con el dedo, lo
encendió—. Aquí se echa el
desinfectante, y se hace nadar a los
carneros a lo largo de la pileta. De
no hacerlo así, se cargan de parásitos
durante el invierno, recluidos en el
corral.
—¿Y lo hace todo usted solo?
—¡Qué disparate! Vendrán dos
ayudantes. Con ellos y el perro hay
suficiente. El perro es el que más y
mejor trabaja. Entre otras cosas,
porque los carneros confían en él.
Ningún perro pastor podría cuidar de
un rebaño si no contara con la
confianza de los carneros.
El hombre era cinco centímetros
más bajo que yo, aunque su
complexión era más robusta. En
cuanto a su edad, andaba entre los
cuarenta y cinco y los cincuenta años.
Su pelo, corto y duro, semejaba por
su rigidez un cepillo. Se fue quitando
los guantes de goma que llevaba
puestos para el trabajo tirando de los
dedos, como si se arrancara la piel.
Tras sacudírselos a golpes en los
costados, se los metió en el bolsillo
trasero del mono. Más que un pastor
de carneros, parecía un sargento
encargado de la instrucción de
reclutas.
—A todo esto, usted ha venido a
hacerme preguntas, ¿no?
—Así es.
—Pregunte, entonces.
—¿Lleva mucho tiempo en este
trabajo?
—Diez años —dijo el hombre—.
Tanto se puede decir que es mucho
tiempo, como que no. Ahora bien, en
cuestión de carneros, me lo sé todo.
Antes estuve en el ejército.
Se enrolló la toalla en torno al
cuello y miró al cielo.
—Mientras dura el invierno,
¿pasa aquí todo el tiempo?
—¡Claro! —dijo—. ¿Adónde
quiere que vaya? —Y tosió—. Aquí
está mi hogar, y, por otra parte, en
invierno hay un montón de faenas que
hacer. Por esta zona, la nieve puede
alcanzar hasta dos metros de altura, y
si no se retira, el techo podría
venirse abajo y aprisionar a los
carneros. También hay que darles de
comer, y hay que limpiar el corral, y
esto, y lo otro, y lo de más allá.
—Y cuando llega el verano, se
lleva la mitad de los carneros
montaña arriba, ¿no?
—Efectivamente.
—¿Es difícil la marcha, con
tantos carneros a su cuidado?
—No, ni mucho menos. Se viene
haciendo desde siempre. La
estabulación es algo muy reciente,
antes tenían los carneros
trashumando todo el año. En la
España del siglo XVI había caminos
exclusivos para la conducción del
ganado, caminos que atravesaban
todo el país; ni a los reyes les estaba
permitido transitar por ellos.
El hombre lanzó un escupitajo y
con la suela de una de sus botas lo
restregó por el suelo.
—Además, mientras no se
espanten, los carneros son animales
muy dóciles. Marchan en silencio,
sin rechistar, a la zaga del perro.
Saqué del bolsillo la fotografía
enviada por el Ratón, y se la pasé al
hombre.
—Éste es el pastizal de lo alto de
la montaña, ¿no? —le pregunté.
—Sí —me contestó—. No puede
ser otro. Y los carneros son los
nuestros.
—¿Qué me dice de éste? Y con
la punta del bolígrafo le señalé el
carnero bajo y recio que llevaba la
estrella marcada en el lomo.
El hombre se quedó mirando un
rato la fotografía.
—Este carnero es diferente. No
es de los nuestros. Pero ¡qué cosa
más rara! No puede haberse colado
así como así. Todo el pastizal está
circundado de alambrado. Yo mismo
llevo la cuenta de los carneros dos
veces al día, mañana y tarde. Si
entrara algún elemento extraño, el
perro lo advertiría, y por otra parte
el rebaño se alborotaría. Además,
esta raza de carnero no la he visto en
mi vida.
—Desde mayo de este año,
cuando usted subió a los carneros a
la montaña, hasta la vuelta, ¿ocurrió
alguna cosa extraña?
—No —dijo el hombre—. Todo
fue normal.
—Y usted estuvo solo en la
montaña todo el verano, ¿no?
—Solo no. Cada dos días venía
un empleado del municipio, y los
funcionarios también venían de vez
en cuando a inspeccionar. Un día por
semana bajaba a la ciudad, pero un
sustituto cuidaba los carneros, así
como de que todo estuviera en orden.
—Así que no estaba aislado en la
montaña, ¿verdad?
—Eso es. Hasta que caen las
grandes nevadas, se puede llegar a la
finca en hora y media larga, yendo en
jeep. No es más que un paseo. Pero,
eso sí, en cuanto se amontona la
nieve, no se puede pasar ni en jeep y
aquello queda completamente
aislado.
—Ahora mismo, no debe de
haber nadie allá arriba, en la
montaña, ¿verdad?
—Nadie, aparte del dueño de la
finca.
—¿El dueño de la finca? He oído
que la casa de campo lleva mucho
tiempo sin usarse.
El encargado tiró su cigarrillo al
suelo, y lo aplastó con el zapato.
—Llevaba mucho tiempo sin
usarse. Pero ahora está ocupada. De
hecho, siempre está a punto para
recibir al dueño, pues yo mismo me
ocupo en tenerla en condiciones.
Tiene luz, gas y teléfono, y no hay un
solo cristal roto.
—Un funcionario del
Ayuntamiento me dijo que allí no
vivía nadie.
—Esos tipos no se enteran ni de
la mitad de lo que pasa. Yo, aparte
de mi empleo municipal, trabajo para
el dueño de esa finca; aunque jamás
me voy de la lengua. Me tiene
advertido que nada de chismorreos.
El hombre sacó un paquete de
tabaco del bolsillo, pero estaba
vacío. Saqué mi cajetilla de Lark,
que estaba a medias, le agregué un
billete de diez mil yenes doblado, y
se lo entregué todo. Se quedó unos
momentos mirando el obsequio, pero
acabó aceptándolo. Tras ponerse un
cigarrillo en la boca, se guardó el
resto del paquete en el bolsillo de la
pechera diciendo:
—Con su permiso. Gracias.
—Así pues, ¿desde cuándo está
ahí el dueño?
—Llegó en primavera. Como aún
no había empezado el deshielo, sería
marzo, sin duda. La última vez que
estuvo por aquí fue hace unos cinco
años, ¿sabe? No sé sus motivos para
venir, pero eso, naturalmente, es cosa
suya, y no tengo por qué andar
haciendo cábalas. Si me dijo que ni
una palabra a nadie, sus razones
tendrá. Sea como fuere, desde
entonces está ahí arriba. Los
alimentos, el combustible y demás
provisiones, se los compro yo, sin
que nadie se entere, y se los llevo en
el jeep. Con todo lo que tiene
almacenado, puede vivir allí un año,
si quiere.
—Ese hombre, ¿tiene poco más o
menos mi edad, y lleva barba?
—¡Ajá! —asintió el pastor—.
Me lo está retratando.
—¡Estupendo! —exclamé. Estaba
de más mostrarle la foto.
3. La noche de Junitaki

Llegar a un acuerdo con el pastor


fue la mar de sencillo en cuanto le
puse dinero en la mano. Al día
siguiente, a las ocho de la mañana,
pasaría por la fonda a recogernos y
nos subiría en jeep hasta la finca.
—Si empiezo a mediodía la
desinfección de los carneros, antes
que anochezca habré acabado —
comentó el pastor, hombre dotado,
sin duda, de gran sentido práctico—.
Con todo, hay una cosa que me
preocupa —añadió—. La lluvia de
ayer debe de haber reblandecido el
terreno, y puede que lleguemos a una
zona intransitable para el jeep. Si es
así, tendrán que andar un trecho. Pues
en ese caso no podré hacer nada.
—De acuerdo —dije.

Mientras hacía andando el


camino de vuelta, recordé de pronto
que el padre del Ratón tenía una casa
de campo en Hokkaidô. El Ratón me
había hablado de ella más de una
vez: en lo alto de la montaña,
grandes prados, una antigua casa de
dos plantas…
Siempre me acuerdo de las cosas
importantes a destiempo. Tenía que
haberme acordado al principio, nada
más recibir la carta del Ratón. De
haberlo recordado entonces, mis
indagaciones habrían sido mucho
más fáciles.
Mientras desahogaba mi
resentimiento contra mí mismo, fui
recorriendo en una fatigosa marcha a
pie aquel camino de montañas, en
medio de una oscuridad que iba
creciendo por instantes. En el
espacio de hora y media, sólo me
encontré con tres vehículos. Dos de
ellos eran camiones de gran tonelaje
que transportaban madera, y el
tercero, un tractor. Los tres iban a la
ciudad, pero ninguno se detuvo para
invitarme a subir. Ni que decir tiene,
que no me sorprendió en absoluto.
Cuando llegué al hotel, eran la
siete pasadas y la más cerrada
oscuridad se cernía ya sobre la
ciudad. Tenía frío. El pequeño perro
pastor se asomó a la puerta de su
caseta y me dedicó unos cuantos
ladridos amistosos.
Mi amiga se había puesto unos
pantalones vaqueros azules, y un
jersey mío de cuello alto. Me
esperaba en la sala de recreo, junto
al vestíbulo, absorta en un juego
electrónico. La sala de recreo tenía
toda la pinta de ser un antiguo
recibidor debidamente adaptado,
pues conservaba aún una espléndida
chimenea con su repisa. Una
verdadera chimenea donde se podía
encender un fuego de leña.
En la sala había cuatro máquinas
de juegos programados y dos para
jugar al «millón». Estas últimas,
fabricadas en España, eran
verdaderas piezas de museo.
—Me muero de hambre —dijo
mi amiga, cansada por la espera.
Encargamos la cena y me metí en
el baño japonés. Al salir del baño,
me pesé, cosa que no había hecho
desde hacía muchísimo tiempo.
Setenta kilos. Lo mismo que diez
años atrás. Toda la sobrecarga que
había acumulado en la cintura se
volatilizó durante la última semana,
más o menos.
Al volver a la habitación, la cena
estaba servida. Mientras iba
picoteando los platos entre sorbo y
sorbo de cerveza, le conté a mi
amiga lo ocurrido en la granja y el
acuerdo al que había llegado con el
pastor ex sargento. Mi amiga se
lamentó de haberse perdido la visita
a los carneros.
—Pero bueno, como quien dice,
ya estamos pisando la meta.
—¡Ojalá sea verdad! —exclamé.

Después de ver por televisión


una película de Hitchcock, nos
embutimos en el edredón y apagamos
la luz. El reloj del piso bajo dio once
campanadas.
—Mañana tenemos que
madrugar… —comenté.
No hubo respuesta. Mi amiga
había cogido ya el ritmo de
respiración de quien está en el
séptimo sueño. Puse en hora la
alarma del despertador, y a la luz de
la luna me fumé un cigarrillo. Aparte
del rumor del río, no se oía nada.
Toda la ciudad parecía estar sumida
en el sueño.
Como no había parado en todo el
día, me sentía corporalmente
rendido; pero la inquietud que
embargaba mi ánimo no me dejaba
dormir. El recuerdo de los últimos
acontecimientos daba vueltas en mi
cabeza.
En la oscuridad silenciosa de la
noche, traté de contener el aliento, en
tanto que a mi alrededor la ciudad se
disolvía en el paisaje. Las casas se
derruían una tras otra, la vía del
ferrocarril se oxidaba hasta no ser ni
sombra de lo que fue y en los campos
de labranza brotaban a placer las
malezas. La ciudad cerraba el breve
ciclo de sus cien años de historia
volviendo a sepultarse en la madre
tierra. Como una película que se
proyectara marcha atrás, el tiempo
retrocedía. Alces, osos, lobos… se
dejaban ver sobre la faz de la tierra.
Enjambres gigantescos de langostas
oscurecían el cielo. Un mar verde de
matorrales de bambú se encrespaba
agitado por el viento de otoño. Y el
lujuriante bosque de hoja perenne
ocultaba al sol.
Así que, después de borrarse la
huella dejada por los hombres,
solamente los carneros permanecían
allí. En las tinieblas les brillaban los
ojos, aquellos ojos que me
contemplaban fijamente. Nada
decían. Nada pensaban. Solamente
me miraban. Carneros a millares.
Con el monótono masca que
mascarás de sus mandíbulas cubrían
de ruido la faz de la tierra.
Al sonar las dos en el reloj de
pared, se esfumaron los carneros.
Y me quedé dormido.
4. Una curva ominosa

La mañana estaba muy fresca,


entoldada por caprichosas nubes.
Compadecí a los pobres carneros,
que en un día como aquél tenían que
darse un baño frío en líquido
desinfectante, y me sentí solidario
con ellos. Aunque puede que los
carneros no sientan mucho el frío.
Quién sabe si a lo mejor ni lo notan.
El corto otoño de Hokkaidô iba
poco a poco acercándose a su fin.
Llegaban densas nubes cenicientas,
preñadas de presagios de nieve.
Como habíamos volado desde el
septiembre de Tokio al octubre de
Hokkaidô, tenía la sensación de
haberme perdido irremediablemente
el otoño de 1978. Había vivido el
principio del otoño y su final, pero
no su corazón.
Me desperté a las seis, me lavé
la cara y, mientras nos preparaban el
desayuno, me senté en el pasillo a
ver fluir el río. Su caudal había
disminuido algo con respecto de la
víspera, y el fango había
desaparecido de sus aguas. En la
ribera opuesta se extendían campos
de arroz, y hasta donde alcanzaba la
vista los tallos espigados dibujaban
extrañas ondulaciones al antojo del
viento matinal. Un tractor atravesaba
el puente de cemento con dirección a
la montaña. El estrepitoso traqueteo
de su motor se oía sin parar, por más
que se iba atenuando con la
distancia. Tres cuervos pasaron
volando por entre un bosque
enrojecido de abedules blancos y,
tras describir un círculo sobre el río,
se posaron en el pretil del puente.
Posados allí tenían cierto aire de
comparsas en una obra teatral de
vanguardia. Pero cansados, al
parecer, de representar ese papel,
fueron abandonando uno tras otro el
pretil para desaparecer en el cielo
río arriba.

Justo a las ocho, el viejo jeep del


pastor se detuvo ante la fonda. El
jeep tenía una capota que se cerraba
en forma de caja. Se notaba que era
material de desecho del ejército,
pues en los flancos de su carrocería
aún podía leerse, no sin dificultad, el
nombre de la unidad a la que había
pertenecido.
—¡Qué cosa más rara! —
exclamó el pastor en cuanto me vio
—. Ayer traté de llamar a la casa,
para cerciorarme, simplemente; pero
me fue imposible comunicar.
Mi amiga y yo nos montamos en
los asientos de atrás. El jeep olía a
gasolina.
—¿Cuándo llamó por última vez?
—le pregunté.
—Pues sería… el mes pasado.
Sobre el día veinte del mes pasado.
Después no he tenido contacto. Como
me suelen llamar desde allí si
necesitan algo…, comida o lo que
sea…
—De modo que el teléfono no da
ninguna señal.
—Así es. Ni siquiera la de que
esté comunicando. Puede que se haya
cortado la línea. Pero eso suele
ocurrir cuando caen grandes nevadas.
—Todavía no ha nevado.
El pastor miró al techo y giró la
cabeza con un crujido de sus
vértebras cervicales.
—De todos modos, iremos y
echaremos un vistazo. Sólo sabremos
lo que pasa si vamos allí.
Asentí en silencio; tenía la
cabeza embotada por el olor a
gasolina.
El coche cruzó el puente de
cemento y, siguiendo la misma ruta
del día anterior, se internó en la
montaña. Al pasar ante la granja
municipal, los tres miramos hacia los
dos postes de la entrada y el letrero
que sustentaban. La granja se hallaba
envuelta en quietud. Los carneros
estarían mirando con sus ojos azules
el silencioso espacio que se abría
ante ellos.
—¿La desinfección la hará a
partir de mediodía?
—Seguramente. Aunque no es
que sea cosa de vida o muerte. Basta
con tenerla hecha cuando empiece a
nevar.
—¿Cuándo suele empezar a
nevar?
—No tendría nada de raro que
nevara ya la semana que viene —dijo
el pastor. Y sin dejar de sujetar el
volante con ambas manos, inclinó
hacia adelante la cabeza y estornudó
—. Pero la nieve no empieza a
acumularse hasta bien entrado
noviembre. ¿Conoce usted el
invierno de esta región?
—No —le respondí.
—Una vez que la nieve empieza
a acumularse, no para; es como si se
hubiera roto un dique. Cuando esto
ocurre, ya no hay riada que hacer.
Sólo cabe encerrarse en casa, y
esperar. Esta tierra es muy poco
hospitalaria, ésa es la verdad.
—Con todo, usted vive siempre
aquí.
—Porque me gustan los carneros,
¿sabe? Los carneros son animales de
buen natural, e incluso su cara
recuerda la de las personas. ¡Bueno!
Cuando cuidas de ellos, los años
pasan en un santiamén. Y el caso es
que se trata de un ciclo que se repite
una y otra vez. En otoño, el
apareamiento; en invierno, esperar
que pase; en primavera, la cría; y en
verano, el pastoreo. Las crías van
creciendo, y en otoño ya se aparean.
Todo se repite. Cada año se
renuevan los carneros, pero yo soy
cada vez más viejo. Y a medida que
se cumplen años, va dando más
pereza cambiar de costumbres.
—¿Qué hacen los carneros en
invierno? —preguntó mi amiga.
El pastor, sin soltar el volante, se
volvió hacia nosotros y la miró a la
cara, como si en aquel momento se
percatara de su presencia. Por más
que estuviéramos en un tramo recto
de carretera, y sin que viniera ningún
coche en sentido contrario, me
resbaló un sudor frío por la espalda.
—Durante el invierno, los
carneros se están quietos, recogidos
en el corral —dijo el pastor mientras
volvía por fin la vista al frente.
—¿Y no se aburren allí? —
insistió mi amiga.
—¿Considera usted que su propia
vida es aburrida?
—No sé qué decirle —respondió
mi amiga.
—Algo así les pasa a los
carneros —prosiguió el hombre—.
No piensan en esas cosas, y aunque
las pensaran, no las sabrían expresar.
Comen su heno, hacen sus
necesidades, tienen sus grescas,
piensan en los carneritos que les van
a nacer, y así pasan el invierno.
La pendiente de la montaña se fue
haciendo más escarpada, al tiempo
que el trazado de la carretera
empezaba a describir grandes eses.
Las huertas y plantaciones iban
desapareciendo gradualmente de la
vista, sustituidas por densos bosques,
que se enseñoreaban de ambos lados
de la carretera. De vez en cuando,
por entre los claros del bosque se
dejaban ver tierras llanas.
—En cuanto la nieve se acumule,
no habrá quien circule por esta zona
—dijo el pastor—. Aunque, la
verdad, tampoco hay necesidad de
hacerlo.
—¿No hay pistas de esquí,
cursillos de montañismo, etcétera?
— pregunté, a ver qué me decía.
—Nada. Absolutamente nada,
¿sabe? Por eso no vienen turistas. Y
por eso también la ciudad va
decayendo. Hasta alrededor de 1960,
tenía una actividad apreciable, y se
la consideraba ciudad modelo por su
productividad agrícola en zona fría;
pero desde que empezó a haber
sobreproducción de arroz, a nadie le
da por seguir cultivándolo en el
interior de un frigorífico. Bueno, es
lógico.
—¿Y qué ha pasado con las
serrerías?
—Como faltaba mano de obra, se
trasladaron a sitios más céntricos.
Aún quedan varias serrerías en la
ciudad, pero de pequeñas
dimensiones. Los troncos talados en
la montaña cruzan la ciudad para ir a
parar a Nayori o a Asahikawa. Por
eso, mientras la carretera se mantiene
en excelentes condiciones, la ciudad
se va anquilosando. Un gran camión
que lleve enormes neumáticos
claveteados no suele tener problemas
en una carretera cubierta de nieve.
Inconscientemente, me llevé un
cigarrillo a la boca; aunque,
preocupado por el olor a gasolina, lo
devolví a su cajetilla. Como
remedio, me puse a chupar un
caramelo de limón que encontré en
uno de mis bolsillos. Dentro de mi
boca se mezclaron el aroma del
limón y el olor de la gasolina.
—¿Se pelean los carneros? —
preguntó mi amiga.
—Suelen pelearse bastante —le
respondió el pastor—. Les pasa a
todos los animales gregarios.
También en una sociedad de carneros
hay un delicado orden jerárquico. En
un rebaño compuesto de cincuenta
carneros, hay desde un número uno
hasta un número cincuenta. Y ninguno
deja de tener presente su lugar en la
jerarquía.
—Impresionante, ¿verdad? —
comentó mi amiga.
—Gracias a eso también resulta
mucho más fácil conducirlos. Cuando
se consigue que eche a andar el
carnero más importante, el resto lo
sigue dócilmente, sin hacerse
preguntas.
—Pero, si la jerarquía está
definida tan estrictamente, ¿por qué
se pelean?
—Porque si un carnero resulta
herido y le flaquean las fuerzas, la
jerarquía se vuelve inestable.
Entonces, un carnero inferior
presenta su reto, con ánimo de trepar
en la escala social. Por causas así
pueden tener combates que duran
hasta tres días.
—¡Pobrecillos!
—Bueno, cada uno suele tener lo
que se merece. Porque el carnero que
ha recibido la patada, cuando era
más joven seguramente se la dio a su
vez a otro, ¿sabe? Y, por otra parte, a
la hora de pasar por el matadero ya
no hay número uno ni número
cincuenta que valga. En las
barbacoas todos los carneros son
iguales.
—¡Vaya! —exclamó mi amiga.
—Con todo, el más digno de
lástima, si bien se mira, es el macho
semental. ¿Saben lo que les ocurre a
los machos que señorean un harén?
—No —le respondimos al
unísono.
—Cuando se crían carneros, es
muy importante supervisar el
apareamiento. Por eso se separan los
machos de las hembras y se echa un
solo carnero al cercado de estas
últimas. Suele ser el más fuerte, el
número uno. Es natural, porque se
supone que es el que tendrá mejor
descendencia. Cuando ha cumplido
su misión, al cabo de un mes, más o
menos, el semental es devuelto al
cercado de los machos. Pero en ese
intervalo, ya se ha impuesto allí otro
orden jerárquico. Como el semental,
de tanto aparearse, ha perdido a
veces hasta la mitad de su peso, por
muy valiente que sea, lleva las de
perder. A pesar de ello, tiene que
luchar, uno por uno, contra todos sus
compañeros. Da pena.
—¿Y cómo luchan los carneros?
—preguntó mi amiga.
—Dándose cabezazos
mutuamente. Tienen la frente dura
como el hierro, con una cavidad
hueca en su interior.
Mi amiga se calló, absorta en sus
pensamientos. Tal vez se estaba
imaginando la estampa de dos
carneros dándose cabezazos.
Pasada media hora de viaje, la
capa de asfalto desapareció
bruscamente de la carretera, cuya
anchura se redujo a la mitad. Los
oscuros bosques que se alzaban a
ambos lados parecieron precipitarse
de repente sobre el coche,
acosándolo. La temperatura ambiente
dio un bajón de unos cuantos grados.
El camino era horrible, y el
coche daba tales botes en los baches
que parecía la aguja de un
sismógrafo. Un bidón de plástico
colocado junto a mis pies, que
contenía gasolina, empezó a hacer un
ruido siniestro; era como si la
materia gris de un cerebro reventara
y se esparciera por todo el cráneo.
Aquel ruido me causaba dolor de
cabeza.
No sé si el trayecto que hicimos
en estas condiciones duró veinte
minutos o media hora. Ni siquiera
podía ver con precisión la hora en mi
reloj de pulsera. Mientras duró,
nadie habló ni palabra. Me agarré
firmemente al cinturón de seguridad
adherido al respaldo del asiento,
mientras que mi amiga se aferraba a
mi brazo derecho, y el pastor
concentraba toda su atención en el
volante.
—¡A la izquierda! —chilló
lacónicamente el hombre rompiendo
el silencio.
Sorprendido, dirigí la vista al
flanco izquierdo del camino. La
pared verdinegra formada por aquel
bosque desaparecía de repente, como
si la hubieran arrancado, en tanto que
el terreno se hundía formando un
abismo. Ante nosotros se abría un
inmenso valle. El panorama era
despejado y espléndido, pero
tremendamente triste. En las paredes
rocosas, cortada a picos, no había la
menor señal de vida, y por si fuera
poco, sobre el paisaje circundante
flotaba una especie de halo fatídico.
Camino adelante, en el extremo
del valle, se alzaba un monte cónico,
extrañamente calvo de toda
vegetación. Su cima parecía haber
sido distorsionada con violencia por
una fuerza colosal.
El pastor, agarrando con fuerza
entre sus manos el volante, señaló
con su barbilla hacia aquel monte, en
un gesto de posesión.
—Tenemos que rodearlo, hasta
verle la espalda —dijo.
Un recio vendaval, que subía del
fondo del valle, acariciaba desde su
raíz, pendiente arriba, el herbazal
que brotaba en la ladera derecha. En
los cristales del jeep repiqueteaba la
arenilla levantada por el viento.
Tras salvar una serie de
arriesgadas curvas, el jeep se fue
acercando a la cima; a medida que el
camino ascendía, la ladera de la
derecha fue disminuyendo de altura
hasta convertirse en un precipicio
cortado a pico. Pronto rodamos por
una estrecha cornisa, excavada en
una colosal e inexpresiva pared de
roca.
El tiempo cambió de repente. El
cielo hasta entonces de un sutil color
ceniciento, ligeramente teñido de
azul, como hastiado de tan volubles
matizaciones, acentuó su tinte
grisáceo y se ensombreció cada vez
más con sucesivas oleadas de
negrura. Las montañas circundantes
se fueron cubriendo de sombras en un
movimiento paralelo.
Alrededor de la montaña el
viento se encrespaba en remolinos y
alzaba su siniestro ulular, como un
resoplido que alguien lanzara
acanalando la lengua. Me sequé la
frente con el dorso de la mano. A
pesar del jersey, mi cuerpo estaba
empapado de sudor frío.
El pastor iba tomando una curva
que parecía interminable mientras
apretaba con fuerza los labios; a la
derecha, siempre a la derecha. De
pronto, como si hubiera oído un
ruido, se echó hacia delante y en esa
postura fue aminorando la velocidad
del jeep hasta que, en una zona donde
la carretera se ensanchaba
ligeramente, pisó el freno. Al pararse
el motor, nos envolvió un helado
silencio. Solamente se oía el viento
ululando sobre la tierra.
El pastor, con las manos aún en
el volante, se sumió en un largo
silencio. Luego bajó del jeep, y pateó
repetidas veces el terreno con la
suela de sus botas. También yo me
apeé del jeep y avancé hasta llegar a
su lado. Miré el piso de la carretera.
—Malo, malo, ¡ya lo decía yo!
—murmuró el pastor—. Ha llovido
mucho más de lo que me imaginaba.
—No me pareció que la carretera
estuviera mojada, —la verdad—.
Más bien hubiera dicho que estaba
dura y relativamente seca.
—Por dentro está húmeda —me
explicó—. Son muchos los que se
llaman a engaño, juzgando por las
apariencias. Esta zona, aunque no lo
parezca, es realmente peligrosa.
—¿Peligrosa?
Sin responderme, sacó un
cigarrillo del bolsillo de su
chaquetón. Acto seguido, encendió
una cerilla.
—Bueno, vamos a ver cómo
están las cosas por aquí.
Fuimos andando hasta la
siguiente curva, unos doscientos
metros más allá. El frío se nos
enroscaba al cuerpo. Me subí hasta
la nuez la cremallera del anorak, y le
volví el cuello hacia arriba. Aun así,
tiritaba.
En el punto donde se iniciaba la
curva, el pastor se detuvo y, con el
cigarrillo pendiente de la comisura
de los labios, se quedó mirando
fijamente el paredón que se
empinaba a nuestra derecha. En su
zona central borbollaba un chorro de
agua, el cual al caer se convertía en
un regato, que cruzaba la carretera.
El agua arrastraba barro. Al tocar la
parte húmeda de la roca, comprobé
que ésta era mucho más frágil de lo
que aparentaba, pues se desmenuzó
entre mis dedos.
—¡Maldita curva! —exclamó el
pastor—. La tierra está reblandecida
por todas partes. ¡Y si sólo fuera
eso! Hay algo ominoso en esta curva.
Hasta los carneros, cuando llegan
aquí, se asustan.
El pastor, tras unas cuantas toses,
tiró el cigarrillo al suelo.
—Tendrán que disculparme, pero
pasar con el jeep sería una locura.
Asentí en silencio.
—¿Podrán hacer el resto a pie?
—El problema no es andar. Lo
que me preocupa es si el terreno
aguantará nuestro peso.
El pastor dio otro decidido golpe
de bota contra el piso de la carretera.
Con un levísimo desfase temporal, se
dejó oír cierto ruidito sordo, como
un quejido del suelo.
—No creo que se los trague.
Dimos media vuelta hacia el
jeep.
—Desde aquí hay unos cuatro
kilómetros —dijo el pastor mientras
caminaba a mi lado—. Aun yendo
acompañado por una mujer, en hora y
media estará allí. El camino es todo
seguido, sin bifurcaciones ni grandes
cuestas que subir. Dispénsenme por
no llevarlos hasta el final.
—No se preocupe. Gracias por
todo.
—¿Van a quedarse mucho tiempo
allá arriba?
—¡Quién sabe! Lo mismo
podemos volver mañana que
quedarnos una semana. Depende de
cómo vayan las cosas.
El hombre se puso otro cigarrillo
entre los labios, aunque esta vez
tosió antes de encenderlo.
—Más vale que se anden con
cuidado. Por el ambiente, diría que
este año la nieve llegará pronto. En
cuanto empieza a acumularse, no hay
modo de escapar de allí.
—No nos arriesgaremos —le
dije.
—La llave de la casa está oculta
en un saliente de la parte baja del
buzón que se levanta junto a la
entrada. Si no hubiera nadie, pueden
usarla.
Bajo un cielo nublado y sombrío,
sacamos nuestros equipajes del jeep.
Me quité el anorak y me enfundé en
una gruesa parka. Aun así, no pude
desterrar aquel frío que se agarraba a
mi piel.
El pastor, tras dar varios golpes
con el jeep en el paredón, consiguió
hacerlo girar sobre la estrecha
carretera. Cada vez que chocaba, la
pared se desmoronaba un poco y caía
en forma de tierra. Terminada la
maniobra de giro, tocó el claxon y
agitó la mano. También nosotros lo
despedimos agitando la mano. El
jeep cogió la curva y desapareció.
Nos quedamos solos. Tuve, ni más ni
menos, la sensación de que nos
habían dejado abandonados en el fin
del mundo.
Dejamos las mochilas en el suelo
y, en silencio, contemplamos el
paisaje En el fondo del valle que
dominaba nuestra vista, un río
describía suaves curvas, como una
delgada cinta de plata, entre dos
riberas cubiertas por el denso verdor
de los bosques. Frente al valle, en la
lejanía, serpenteaba una cadena de
colinas, que mostraba todos los
colores del otoño. Y más allá de sus
cimas se dejaba ver borrosamente
una remota planicie. Varias
columnillas de humo se elevaban
desde allí; estaban quemando la paja
tras cosechar el arroz. El panorama
era soberbio, pero, por mucho que lo
mirara, no conseguía sentirme a
gusto. Todo me resultaba allí frío y
ajeno, en cierto modo, como si no
perteneciera a mi mundo.
El cielo estaba tapado hasta el
horizonte por cenicientas nubes,
grávidas de agua, que formaban
como un velo inconsútil. Bajo este
velo se deslizaban, a escasa altura,
grumos de nubes negras. Daba la
impresión de que, con sólo alargar el
brazo, hubiéramos podido tocarlas
con la punta de los dedos. Las nubes
se precipitaban hacia el este a una
velocidad increíble. Procedentes del
continente, sobrevolaban el mar del
Japón, atravesaban la isla de
Hokkaidô y se perdían volando hacia
el mar de Ojotsk. Mientras
contemplaba inmóvil aquella masa
de nubes que iba y venía sin parar, se
me hizo evidente lo arriesgado de la
situación en que nos encontrábamos.
Bastaría con un soplo caprichoso de
los elementos para que aquella frágil
cornisa pegada al paredón —y
nosotros con ella, por supuesto— se
precipitara en el vacío del valle que
yacía a nuestros pies.
—¡Andando! —dije, y me eché a
la espalda la pesada mochila.
Era conveniente salir de aquellos
parajes antes de que nos
sorprendiera la lluvia o el aguanieve,
y, por otra parte, deseaba
encontrarme lo más cerca posible de
un lugar techado. No resulta
agradable quedar empapado en un
ambiente tan frío. Con paso rápido,
dejamos atrás la siniestra curva. Tal
como nos había dicho el pastor,
aquella curva tenía algo que daba
mal agüero. Mi cuerpo lo advirtió al
principio vagamente, pero esa
sensación ominosa acabó por
repiquetear en algún lugar de mi
cerebro como una señal de aviso.
Una sensación semejante a la que se
siente cuando, al vadear un río, se
mete la pierna en un lugar donde el
agua tiene una temperatura distinta de
la del resto.
Mientras recorríamos aquel
medio kilómetro aproximado de
curvas, el ruido de nuestras pisadas
sobre la tierra despertó muy diversos
ecos. Varios regatos de bullente agua
fresca cortaron culebreando nuestro
camino.
Después de pasada la curva
continuamos avanzando a paso
rápido, con el fin de distanciarnos
todo lo posible de aquel lugar. Por
fin, tras una media hora de marcha, la
verticalidad de la pared rocosa se
fue suavizando, y empezaron a verse
algunos árboles. Respiramos
aliviados y sentimos relajarse la
tensión acumulada en nuestros
cuerpos.
Lo más duro había pasado. El
camino era cada vez más llano, la
aspereza que antes nos rodeaba se
fue suavizando y poco a poco nos
adentramos en un típico paisaje de
meseta. Los pájaros comenzaron a
dejarse ver.
Después de otra media hora de
marcha, perdimos de vista el extraño
monte de figura cónica y nos
internamos en una vasta llanura,
monótona como una mesa. La llanura
estaba rodeada por una cadena
montañosa que cortaba el horizonte.
Daba la impresión de que la cima de
un volcán se hubiera hundido
enteramente en el cráter, calmándolo.
Un mar de abedules blancos, dorados
por el otoño, se extendía sin fin.
Entre los abedules crecían arbustos
de vivos colores, así como finas
hierbas en el sotobosque. De vez en
cuando encontrábamos un abedul
derribado por el viento, que al
pudrirse iba tomando el color de la
tierra.
Ahora que habíamos dejado atrás
aquella curva ominosa, las cosas
parecían tomar mucho mejor cariz.
Un solo camino cruzaba el mar
de abedules blancos. Era un camino
por el que el jeep hubiera podido
circular sin dificultad, y de un
trazado tan recto, que llegaba a
marear. Sin curvas, sin pendientes
abruptas. Al mirar hacia adelante
todo confluía en un punto de fuga.
Negros nubarrones surcaban el
espacio sobre ese punto.
Reinaba un profundo silencio.
Incluso el rumor del viento era
absorbido por el inmenso interior del
bosque. De vez en cuando aparecía
un pájaro negro, rechoncho, que
sacaba su roja lengua mientras
rasgaba el aire con un grito agudo;
pero así que el pájaro se ocultaba, el
silencio restañaba la herida. Las
hojas caídas que sepultaban el
camino estaban empapadas de
humedad por la lluvia de la víspera.
Aparte de los pájaros, nada quebraba
el silencio. El bosque de abedules
parecía no tener fin, y tampoco
parecía tenerlo el rectilíneo camino
que lo atravesaba. Incluso aquellas
nubes bajas que momentos antes nos
habían oprimido tanto, vistas a través
del ramaje parecían irreales.
Al cabo de quince minutos de
marcha dimos con un riachuelo de
agua muy clara, sobre el cual habían
tendido un sólido puente
ensamblando troncos de abedules
blancos; incluso tenía barandas. Al
final del puente había un claro en el
bosque, y decidimos tomarnos un
descanso. Nos quitamos las mochilas
y descendimos hasta el riachuelo
para beber. Nunca había bebido
antes agua tan deliciosa; de sabor un
poco dulzón, despedía un agradable
olor a tierra y estaba fresquísima,
tanto, que nuestras manos
enrojecieron al tocarla.
Las nubes seguían pasando
imperturbables; sin embargo, no
parecía que fuera a llover. Mi amiga
rehizo los lazos de los cordones de
sus botas de montaña. Sentado en la
baranda del puente, me fumé un
cigarrillo. Del curso inferior del río
nos llegaba el sonido de una cascada.
Una caprichosa ráfaga de brisa,
procedente del flanco izquierdo del
camino, hizo ondular aquel mar de
hojas caídas y se desvaneció por el
lado derecho. Cuando, fumado ya mi
cigarrillo, lo tiré al suelo para
apagarlo de un pisotón, vi otra
colilla al lado de la mía. La cogí
entre mis dedos y la examiné
despacio. Era de un Seven Stars.
Como estaba seca, deduje que la
había fumado después de la lluvia,
probablemente aquel mismo día.
Traté de recordar la marca de
cigarrillos que fumaba el Ratón. Pero
fue en vano. Ni siquiera estaba
seguro de que fumara. Como no
saqué nada en claro, tiré la colilla al
río. Sus aguas la hicieron
desaparecer corriente abajo en un
santiamén.
—¿Qué era eso? —me preguntó
mi amiga.
—Encontré una colilla reciente
—le contesté—. Así que, hace muy
poco tiempo, alguien estuvo sentado
aquí fumándose un cigarrillo, como
yo.
—¿Tu amigo, tal vez?
—¿Quién sabe?
Se sentó a mi lado y se recogió el
pelo con ambas manos; hacía mucho
tiempo que no me había enseñado las
orejas. El murmullo de la cascada se
amortiguó en mi conciencia, y
después regresó con más fuerza.
—¿Todavía te gustan mis orejas?
—me preguntó.
Sonreí, mientras alargaba
levemente la mano, y le toqué el
lóbulo con la punta de los dedos.
—Sabes muy bien que sí —le
contesté.
Al cabo de quince minutos más
de marcha, el camino terminaba
bruscamente. El mar de abedules,
igual que si lo hubieran cortado de un
tajo, también se acababa allí. Ante
nosotros se extendía una pradera,
vasta como un lago.

Alrededor de la pradera habían


hincado estacas cada cinco metros,
las cuales sustentaban un cercado de
alambre. Era una alambrada vieja y
mohosa. Al parecer, habíamos
llegado por fin a la finca. Empujé la
barrera de madera, muy desgastada,
que cerraba el recinto, la abrí y
entramos. La hierba se veía tierna, y
la tierra estaba ennegrecida por la
humedad.
Sobre la pradera, surcaban el
cielo nubes negras. En la dirección a
la que apuntaba el curso de las nubes
se alzaba una alta línea de montañas,
de perfil dentado. Aunque el ángulo
de visión no era el mismo, se trataba
sin lugar a dudas de las montañas que
mostraba la fotografía del Ratón. Ni
siquiera tuve que mirarla para
asegurarme.
Sin embargo, resulta la mar de
sorprendente eso de tener ante los
ojos un paisaje que has visto mil
veces en fotografía. La perspectiva
en profundidad me pareció
francamente artificial. Mi impresión
fue que aquel paisaje no acababa de
ser real, que alguien lo había
montado aprisa y corriendo para que
estuviera de acuerdo con la
fotografía.
Me apoyé sobre la barrera y
suspiré. Al fin y al cabo, habíamos
dado con lo que buscábamos.
Dejando aparte la cuestión de las
consecuencias que pudiera tener
aquel hallazgo, el hecho en sí no
tenía vuelta de hoja.
—¡Hemos llegado! —exclamó mi
amiga, apretándome el brazo.
—¡Sí, hemos llegado! —exclamé
yo. Cualquier otro comentario estaba
fuera de lugar.
Enfrente de nosotros, al otro
extremo de la pradera, vimos una
vieja casa de madera de dos plantas,
al estilo de las casas rurales
americanas. Un edificio construido
cuarenta años antes por el profesor
Ovino, que había comprado luego el
padre del Ratón. Al no tener a mano
un punto de comparación, el tamaño
de la casa, vista de lejos, no podía
calcularse con exactitud, aunque era
ciertamente una construcción
achaparrada e inexpresiva. La
pintura blanca de su fachada, bajo
aquel cielo nublado, tenía un brillo
mate y siniestro. Del centro de la
techumbre abuhardillada, de un color
mostaza casi herrumbroso, arrancaba
una chimenea cuadrada de ladrillo
que apuntaba al cielo. La casa no
estaba vallada; en cambio, la
circundaban numerosos árboles de
hoja perenne que extendían su ramaje
para protegerla de lluvias racheadas
y de ventiscas. La casa daba la
sensación, sorprendente hasta cierto
punto, de no estar habitada. Una casa
extraña, desde todos los puntos de
vista. Tal sensación no se debía a
que la casa fuera inhóspita o fría, ni a
que su arquitectura se saliera de lo
común, ni a que estuviera a punto de
hundirse. Era, sin más, una casa
extraña. Parecía un enorme ser vivo
que hubiese envejecido sin poder
expresar sus emociones. No porque
no supiera cómo expresarse, sino
porque no tuviera nada que decir.
El aire olía a lluvia. Parecía
prudente darse prisa. Atravesamos el
prado en línea recta hacia la casa.
Desde el oeste se nos acercaban
gruesas nubes cargadas de lluvia, que
ya no tenían nada que ver con los
jirones desflecados de unos
momentos antes.
La pradera era tan amplia, que
llegaba a cansar. Por mucho que
apresuráramos el paso, no parecía
que avanzáramos lo más mínimo. Se
diría que habíamos perdido el
sentido de la distancia.
Se me ocurrió que era la primera
vez en mi vida que atravesaba a pie
una llanura tan extensa. Incluso el
ulular del viento en la lejanía parecía
estar al alcance de mi mano. Una
bandada de pájaros, cruzándose con
el flujo de las nubes, cortó el aire
sobre nuestras cabezas en dirección
al norte.
Cuando, al cabo de un buen rato,
llegamos a la casa, ya había
empezado a llover. El edificio
parecía mucho mayor que visto de
lejos, y mucho más viejo. La pintura
blanca había saltado en muchos
lugares, provocando desconchones, y
las porciones desconchadas desde
tiempo atrás se habían ido
ennegreciendo a causa de la lluvia y
la humedad. Tal como estaba aquella
casa, para volver a pintarla sería
necesario rascar primero la pintura
vieja y tapar los desconchones. Sólo
de pensar en la magnitud de aquella
reparación —y eso que no era asunto
mío—, me sentí anonadado. Una casa
deshabitada tiende indefectiblemente
a desmoronarse. Y la casa de campo
que teníamos delante parecía haber
rebasado el punto en que hubiera
sido posible restaurarla.
En contraste con el
envejecimiento de la casa, los
árboles que la circundaban se habían
desarrollado a placer, y, como
ocurría con la cabaña de troncos
descrita en Los Robinsones suizos,
la envolvían por completo. Debido a
la prolongada ausencia de poda, las
ramas de los árboles crecían sin
orden ni concierto.
Considerando lo escarpado y
tortuoso de aquella carretera de
montaña, no pude por menos que
pensar cómo se las arregló el
profesor Ovino, hacía ya la friolera
de cuarenta años, para transportar
hasta aquel lugar los materiales que
requería la construcción de
semejante casa. No creo errado
suponer que allí enterró, literalmente,
el resto de sus energías y su fortuna.
El recuerdo del profesor Ovino, a
quien habíamos visto recluido en
aquella oscura habitación de la
segunda planta del hotel, en Sapporo,
me oprimía el corazón. Si tuviera que
proponer un ejemplo de vida humana
no recompensada como se merecía,
propondría la del profesor Ovino.
Alcé los ojos para contemplar el
edificio, a pesar de la fría lluvia.
De cerca, al igual que cuando la
veíamos de lejos, aquella casa daba
la impresión de estar deshabitada. En
las contraventanas que protegían las
amplias ventanas dobles se habían
acumulado sucesivas capas de tierra.
La lluvia había dado a ese polvillo
formas caprichosas, sobre las cuales
se habían adherido nuevas capas de
tierra, que a su vez se habían
consolidado por obra de lluvias más
recientes, en un proceso siempre
renovado.
En la puerta de entrada, y a la
altura de la vista, había un ventanillo
cuadrado de unos diez centímetros,
con un cristal. Por dentro pendía una
cortina, que impedía ver el interior
de la casa. En los resquicios del
pomo también se había acumulado
tierra en abundancia, que se
desmoronaba y caía al contacto de mi
mano. El pomo bailaba como una
muela a punto de ser arrancada, pero
la puerta no se abría. Aquella vieja
puerta, formada por tres gruesos
tablones de roble ensamblados, era
bastante más resistente de lo que a
primera vista se hubiera pensado. A
modo de prueba, la aporreé
reiteradamente con los puños, pero
no obtuve respuesta. Lo único que
conseguí fue hacerme daño en las
manos. Las ramas de un gigantesco
roble se balanceaban agitadas por el
viento por encima de nuestras
cabezas, y hacían el mismo estruendo
que una duna al derrumbarse.
Tanteé la parte baja del buzón,
tal como me dijo el pastor. La llave
descansaba en un saliente metálico.
Era una llave antigua de latón, muy
desgastada por el uso.
—¡Qué falta de precaución!
¡Mira que dejar la llave en un sitio
así! —exclamó mi amiga.
—Muy tonto sería el ladrón que
se perdiera por aquí —le contesté.
La llave entró en el ojo de la
cerradura sin dificultad. Giró,
accionada por mi mano, con un grato
ruido metálico, y la puerta se abrió.

Como las contraventanas estaban


cerradas, en el interior de la casa
reinaba una suave penumbra, un tanto
inquietante. Hasta que nuestros ojos
se habituaron a ella, transcurrió un
buen rato. La penumbra desdibujaba
los contornos del salón.
Era un salón amplio: espacioso,
tranquilo, con el olor de un viejo
granero. Un olor que recordaba de mi
infancia. El olor exhalado por
muebles viejos u olvidadas esteras.
Un olor de viejos tiempos. Cerré la
puerta tras de mí, y el ruido del
viento se extinguió al punto.
—¡Buenos días! —grité—. ¿Hay
alguien aquí?
Naturalmente, estaban de más los
gritos. Era obvio que no había nadie.
Sólo un reloj de pesas, situado junto
a la chimenea, desmenuzaba el
tiempo con su tictac.
Por unos pocos segundos, la
cabeza me dio vueltas. Allí, en la
penumbra, el tiempo pareció correr a
la inversa, y muchos recuerdos se
agolparon en mi mente. Recuerdos de
sensaciones penosas que se
desmoronaron como arena reseca.
Sin embargo, fue cosa de un
momento. Cuando abrí los ojos, las
cosas habían vuelto a su sitio. Ante
mí se extendía un monótono espacio
gris, eso era todo.
—¿Te encuentras bien? —me
preguntó mi amiga, preocupada.
—No es nada —le dije—.
Entremos.
Mientras ella buscaba el
interruptor de la luz, traté de
examinar en la penumbra el reloj.
Tenía tres pesas pendientes de
cadenas, que había que subir para
darle cuerda. Aunque las tres pesas
ya habían tocado fondo, el reloj
marchaba aún, apurando sus
postreros impulsos. A juzgar por la
longitud de las cadenas, el tiempo
que tardarían las pesas en bajar del
todo debía de ser una semana. Así
pues, alguien habían estado allí hacía
una semana, alguien que dio cuerda
al reloj. Era evidente.
Subí las tres pesas hasta arriba.
Luego, me senté en el sofá y estiré
las piernas. Era un viejo sofá que
parecía datar de antes de la guerra,
pero aún resultaba cómodo. Ni
demasiado blando, ni demasiado
duro; justo lo que pedía el cuerpo.
Despedía un leve olor corporal a ser
humano.
Tras unos momentos, se oyó un
tenue clic y se encendió la luz. Entró
mi amiga, procedente de la cocina.
Tras escudriñar todos los rincones
del salón con curiosidad, se sentó
junto a mí y encendió un cigarrillo
mentolado. Yo me fumé otro. Desde
que empecé a salir con ella, le había
ido cogiendo el gusto al tabaco
mentolado.
—Tu amigo, por lo que se ve,
tenía intención de pasarse aquí el
invierno. He echado un vistazo a la
cocina, y cuenta con una provisión de
combustible y alimentos más que
suficiente para sobrevivir un
invierno. Un supermercado, ni más ni
menos.
—Sí, pero falta él.
—Busquemos en el piso de
arriba.
Subimos por una escalera
contigua a la cocina. A medio
camino, se doblaba en un ángulo
extraño. Una vez arriba, la atmósfera
parecía completamente distinta de la
del salón.
—Me siento un poco mareada —
dijo mi amiga.
—¿Te encuentras mal?
—¡Bah! No es nada. No te
preocupes. Me pasa a veces.
Había tres dormitorios en el piso
alto. A la izquierda del pasillo había
una habitación grande, y a la
izquierda, dos más pequeñas. Fui
abriendo por orden las puertas. Las
tres habitaciones contenían muy poco
mobiliario y estaban desiertas y
penumbrosas. En la habitación
grande había dos camas gemelas y un
tocador. Los lechos carecían de
colchones y ropa. Allí el tiempo
parecía haber muerto hacía mucho.
Sólo en la habitación pequeña
quedaba alguna presencia humana. La
cama estaba hecha y a punto; la
almohada mostraba una leve
depresión en el centro, y junto a ella
reposaba un pijama de color azul
cuidadosamente doblado. En la
mesilla de noche había una lámpara
antigua y un libro. Era una novela de
Joseph Conrad.
Junto a la cama había una sólida
cómoda de roble, que guardaba
prendas de vestir masculinas: jerséis,
camisas, pantalones, calcetines, ropa
interior… todo muy bien ordenado.
Los jerséis y camisas eran viejos, y
estaban rozados y deshilachados,
pero eran de buena calidad. Recordé
haber visto algunas de aquellas
prendas. Eran del Ratón, desde
luego. Su talla de camisas y de
pantalones coincidía: 37 las camisas,
40 los pantalones. No cabía duda
alguna.
Junto a la ventana había una mesa
y una silla de diseño sencillo y
antiguo, muebles que no se
fabricaban desde hacía mucho
tiempo. En el primer cajón encontré
una estilográfica barata junto a tres
cajas de cartuchos de tinta, así como
papel de cartas. El papel de cartas
estaba por estrenar. En el segundo
cajón había un bote de pastillas
contra la tos, lleno hasta la mitad, y
varias zarandajas. El tercer cajón
estaba vacío. No había ni un diario,
ni un cuaderno, ni un bloc de notas:
nada. Por lo visto, se había
desechado toda la morralla para
dejar sólo lo indispensable. Era la
máxima «Un sitio para cada cosa, y
cada cosa en su sitio», llevada hasta
sus últimas consecuencias. Al pasar
el dedo por lo alto de la mesa, la
yema me quedó blanca de polvo.
Nada del otro mundo, ciertamente. El
polvo de una semana.
Haciendo un poco de fuerza, abrí
la doble ventana, que daba a la
pradera, y abrí luego las
contraventanas. El viento soplaba
con fuerza agitando el prado, y las
negras nubes volaban más bajas. El
pastizal se revolvía en surcos
zigzagueantes a merced del viento,
como un animal inquieto. Más allá, el
bosque de abedules blancos; y aún
más allá, las montañas. El mismo
paisaje de la fotografía excepto por
un detalle. Faltaban los carneros.

Volvimos a la planta baja y nos


sentamos de nuevo en el sofá. El
reloj de pesas dejó sonar unas
campanadas de aviso y dio las doce.
Permanecimos en silencio hasta que
el último eco de las campanas se
extinguió en el aire.
—¿Qué piensas hacer? —me
preguntó mi amiga.
—Parece que no queda otro
remedio que esperar —le respondí
—. Hasta hace una semana, el Ratón
estuvo aquí. No se ha llevado su
equipaje. Por lo tanto, piensa volver.
—Pero si caen grandes nevadas
antes de que vuelva, tendremos que
pasar aquí el invierno, y tu plazo de
un mes expirará sin remedio.
Efectivamente, así era.
—¿No captan tus orejas nada
especial?
—No. Cuando las alzo, me duele
la cabeza.
—Bueno, pues ¡a esperar
tranquilamente la vuelta del Ratón!
—exclamé.
Y es que no teníamos otra
solución.
Mientras mi amiga hacía café en
la cocina, me dediqué a recorrer el
amplio salón, sin dejar rincón alguno
por examinar. En medio de una de las
paredes había una amplia chimenea,
y aunque, por las trazas, no se había
usado recientemente, estaba a punto
para ser encendida. Varias hojas de
roble se habían colado chimenea
abajo. En previsión de días no tan
fríos como para quemar leña, había
también una gran estufa de petróleo.
La aguja indicadora mostraba que el
depósito estaba lleno.
Junto a la estufa había una
librería empotrada, con puertas de
cristal, atestada de libros viejos.
Pasé revista a los títulos y hojeé unos
cuantos volúmenes; todos eran libros
de antes de la guerra, sin interés
alguno en su gran mayoría.
Geografía, ciencias, historia,
ensayo…, bastantes libros de
política. Aquello no servía para
nada, excepto, tal vez, para
investigar el bagaje cultural de una
persona instruida de hacía cuarenta
años. Por lo que respecta a libros
publicados en la posguerra, había
algunos, pero en cuanto a interés,
estaban al mismo nivel que los otros.
Sólo las Vidas paralelas de
Plutarco, una antología de teatro
clásico griego y algunos pocos libros
más, sobre todo novelas, habían
sobrevivido al paso del tiempo.
Tener aquella biblioteca a mano, a
pesar de su evidente mediocridad, no
vendría nada mal para pasar el
invierno. Aunque, para ser sincero,
nunca había visto reunido tal
conjunto de mamotretos sin valor.
Al lado de la librería había una
vitrina, también empotrada, que
contenía uno de esos equipos
musicales característicos de
mediados de los años sesenta:
tocadiscos, amplificador y altavoces.
También había unos doscientos
discos, los cuales, aunque viejos y
rayados, no carecían de valor. La
música no sufre la erosión del tiempo
tanto como las ideas. Accioné el
interruptor del amplificador de
válvulas y, eligiendo al tuntún un
disco, lo puse en el plato del
tocadiscos y posé sobre él la aguja.
Era Nat King Cole cantando «South
of the Border». Parecía que el
ambiente de la habitación hubiera
regresado a la década de los años
cincuenta.
En la pared de enfrente había
cuatro ventanas dobles de casi dos
metros de altas, repartidas a
intervalos regulares. Desde las
ventanas se podía ver la lluvia
cenicienta cayendo sobre la pradera.
Los chaparrones eran cada vez más
intensos y la cadena de montañas del
fondo se había diluido en la
oscuridad.
El suelo de la habitación era de
madera, y en su zona central estaba
cubierto por una alfombra de unos
tres metros de ancho por cuatro de
largo. Sobre la alfombra había un
tresillo y una lámpara de pie. Una
sólida mesa de comedor, a la que
rodeaban media docena de sillas, se
alzaba en un rincón de la habitación;
el polvo la había cubierto de una
pátina blanca.
Era, verdaderamente, una
estancia desierta.
En una de sus paredes había una
puerta semioculta, la cual daba paso
a un cuarto trastero casi tan grande
como la alfombra. Almacenaba
muebles sobrantes, alfombras,
vajillas, un juego de palos de golf,
adornos, una guitarra, colchones,
abrigos, botas de montaña, revistas
viejas…, estaba abarrotado hasta el
techo. Había incluso libros de texto
para preparar exámenes de grado
medio, y un avión guiado por radio.
La mayoría de los objetos habían
sido fabricados desde mediados de
los años cincuenta hasta mediados de
los sesenta.
En el interior de aquella casa, el
tiempo fluía de un modo extraño.
Hasta cierto punto, era lo mismo que
ocurría con el viejo reloj de pesas
del salón. La gente que visitaba la
casa le daba cuerda. Mientras las
pesas estaban altas, el tiempo
transcurría al compás de su tictac.
Sin embargo, cuando la gente se iba y
las pesas acababan su recorrido, el
tiempo se detenía. Y entonces los
posos de un tiempo inmóvil se iban
sedimentando sobre el suelo en
sucesivos estratos de vida
descolorida.
Cogí unas cuantas revistas viejas
de cine y volví al salón, donde las fui
hojeando. Una de ellas ofrecía un
reportaje sobre la película El Álamo.
Con ella se estrenó John Wayne
como director, bajo la supervisión
del mismísimo John Ford, según
decía la revista. John Wayne
manifestaba su deseo de hacer una
espléndida película que quedara para
siempre en el corazón del pueblo
americano. No obstante, el gorro de
piel de castor que usaba John Wayne
en el filme le sentaba como un tiro.
Entró mi amiga con el café, que
nos bebimos el uno al lado del otro.
Las gotas de lluvia golpeaban sin
tregua las ventanas. El tiempo era
cada vez más desapacible, y,
mezclándose con la fría penumbra,
permeaba la habitación. La luz
amarilla de la lámpara se cernía por
el aire, como polen.
—¿Estás cansado? —me
preguntó.
—Sí y no, ¿sabes? —le respondí
distraído, mientras contemplaba el
paisaje del exterior—. Hemos
buscado sin parar, y de repente
hacemos un alto. Y me cuesta
adaptarme, la verdad. Además,
después de todo lo que hemos pasado
para dar con el paisaje de la foto, ni
está el Ratón, ni están los carneros.
—Duerme un rato. Entretanto,
prepararé la cena.
Trajo una manta del piso alto y
me la echó por encima. Acto seguido,
puso a punto la estufa de petróleo,
me colocó un cigarrillo entre los
labios, y me lo encendió.
—Ánimo. Seguro que todo saldrá
bien.
—Gracias —le dije.
Mi amiga se fue a la cocina.
Al quedarme solo, sentí una
súbita lasitud por todo el cuerpo.
Tras dar dos chupadas al cigarrillo,
lo apagué. Me arrebujé en la manta
hasta el cuello y cerré los ojos.
Pocos segundos transcurrieron antes
de que me durmiera.
5. Mi amiga abandona la
montaña
y el hambre se hace
sentir

Cuando el reloj dio las seis, me


desperté en el sofá. La lámpara
estaba apagada, y densas tinieblas
envolvían la habitación. Me sentía
embotado, desde la médula hasta la
punta de los dedos. Era una
sensación indefinible de que las
negras tinieblas vespertinas
empapaban mi piel y se apoderaban
de todo mi cuerpo.
La lluvia había escampado, al
parecer, pues a través de los
cristales se oían los cantos de los
pájaros nocturnos. Sólo la llama de
la estufa de petróleo configuraba
sobre la blanca pared de la
habitación pálidas sombras
espectrales. Me levanté del sofá,
encendí la lámpara de pie, entré en la
cocina y me bebí un par de vasos de
agua fría. Sobre el hornillo de la
cocina había una olla con un guiso
cremoso. La olla todavía conservaba
el calor. En el cenicero vi las
colillas de dos cigarrillos
mentolados de mi amiga, que había
apagado aplastándolos allí.
Me di cuenta, instintivamente, de
que mi amiga se había ido de la casa.
«Ella ya no está aquí», decía mi
cerebro.
Me aferré con ambas manos a la
mesa de la cocina para tratar de
poner orden en mis ideas.
«Ella ya no está aquí», eso era
seguro. No se trataba de
elucubraciones ni hipótesis, sino de
que «ella realmente no estaba». El
aire desierto de la casa me lo decía.
Aquel aire tan odioso que ya había
saboreado en los dos meses largos
transcurridos desde que mi mujer
abandonó nuestro apartamento hasta
que conocí a mi amiga.
Para asegurarme, subí al piso de
arriba, donde examiné por orden las
tres habitaciones, e incluso abrí los
armarios. Ni sombra de mi amiga.
Igualmente habían desaparecido su
chaquetón y su mochila. Sus botas de
montaña, que había dejado en el
vestíbulo al entrar, tampoco estaban.
Sin lugar a dudas, había cogido el
portante y se había marchado. Fui
recorriendo uno por uno los sitios
donde podía haberme dejado una
nota de despedida, pero no la
encontré. Dado el tiempo que había
pasado, podía estar ya al pie de la
montaña.
El hecho de que mi amiga hubiera
desaparecido fue para mí un trago
muy amargo. Como me había
levantado de la siesta hacía un
momento, mi cabeza aún no estaba
clara, pero incluso suponiendo que
funcionara normalmente, me habría
resultado imposible tratar de
comprender el significado de todos y
cada uno de los acontecimientos en
que me había visto envuelto
últimamente. No me quedaba otra
opción, en resumidas cuentas, que
dejar que las cosas siguieran su
curso.
Sentado como ausente en el sofá
del salón, caí de pronto en la cuenta
de que tenía un hambre atroz. Sentía
un tremendo vacío en el estómago.
Bajé por la escalera que, desde
la cocina, conducía a una despensa
subterránea, donde descorché una
aceptable botella de vino tinto para
catarlo. Un punto demasiado frío,
pero se dejaba beber muy bien. De
vuelta ante la mesa de la cocina,
corté unas rebanadas de pan y mondé
una manzana. Mientras se calentaba
la olla, me bebí tres vasitos de vino.
Una vez caliente el guiso, me lo
llevé, junto con el vino, a la mesa de
comedor del salón, donde me puse a
cenar mientras escuchaba la
interpretación que hacía la orquesta
de Percy Faith de «Perfidia».
Después de cenar me bebí el café
que había sobrado y, con una baraja
de cartas que encontré en la repisa de
la chimenea, me puse a hacer
solitarios. Probé suerte con una
variedad de este juego que había
estado en boga durante cierto tiempo
en la Inglaterra decimonónica, pero
que cayó en el olvido a causa de su
excesiva dificultad. Según cálculos
efectuados por un matemático de la
época, las posibilidades de éxito
parecían ser de una contra de
doscientas cincuenta mil. Probé
suerte tres veces, pero, naturalmente,
perdí. Después de recoger la baraja y
los platos, me bebí lo que quedaba
de la botella de vino.
Más allá de la ventana, el campo
estaba envuelto en la oscuridad
nocturna. Cerré las contraventanas y,
repantigado en el sofá, estuve
escuchando viejos discos rayados.
¿Volvería por allí el Ratón?
Tal vez sí. Después de todo, tenía
almacenados la comida y el
combustible necesarios para pasar el
invierno.
Sin embargo, todo dependía de
«tal vez». Cabía en lo posible que,
cansado de aquella situación, hubiera
vuelto a la ciudad. Y podía haberse
liado con alguna chica y estar
viviendo con ella Dios sabe dónde.
Eran posibilidades que no podían
descartarse sin más ni más.
En caso de ser cierta cualquiera
de aquellas hipótesis, mi situación no
sería nada halagüeña. Si no
aparecían ni el Ratón ni el carnero,
aquel hombre del traje negro se
sentiría muy contrariado. Y por más
que fuera completamente absurdo
hacerme responsable de todo
aquello, de gentuza como él no podía
esperarse nada bueno.
El mes de plazo que me habían
dado llegaba a la mitad. Estábamos
en la segunda semana de octubre, la
época del año en que la ciudad
muestra todo su esplendor. De no
haberme visto metido en aquella
aventura, ahora me encontraría en un
bar cualquiera comiéndome una
tortilla entre trago y trago de whisky.
Seguro. Un buen momento en una
espléndida estación. Y llegado el
crepúsculo, tras escampar la lluvia,
me tomaría una copa ante una sólida
barra de bar, mientras el tiempo fluía
a mi alrededor con la tranquilidad de
un río que se remansa.
Distraído con estos
pensamientos, se me ocurrió que tal
vez tuviera un otro yo en este mundo,
el cual muy bien podía estar en algún
bar tomándose un whisky tan
contento. Esta idea se fue
desarrollando de tal modo en mi
mente, que llegó un momento en que
mi otro yo me pareció más verdadero
que mi yo que estaba tumbado en
aquel sofá. Había algo que no
encajaba, pues mi yo de carne y
hueso iba dejando de ser el auténtico.
Sacudí la cabeza para desechar
aquellos pensamientos.
Fuera, los pájaros nocturnos
proseguían sus arrullos.

Subí al piso de arriba y, en la


habitación pequeña que no había sido
usada por el Ratón, me hice la cama.
Tanto el colchón como las sábanas y
mantas estaban ordenadamente
guardados en un armario contiguo a
la escalera.
El mobiliario de la habitación
era idéntico al del cuarto del Ratón:
una mesilla de noche, una mesa, una
silla, una cómoda y una lámpara.
Objetos viejos por su forma, pero
productos de una época en que se
buscaba la funcionalidad y la solidez
al fabricar las cosas. Sin florituras,
ni superfluidades.
Desde una ventana próxima a la
cabecera de la cama se dominaba la
pradera. La lluvia había cesado por
completo, y el denso velo de nubes
empezaba a agrietarse aquí y allá.
Por esos resquicios mostraba de vez
en cuando su faz una hermosa media
luna, que con su luz hacía emerger el
paisaje del prado. Este semejaba el
fondo de un profundo mar, iluminado
por un proyector.
Me metí en la cama sin
desnudarme, y desde allí estuve
contemplando un buen rato aquel
paisaje que aparecía y desaparecía.
Por unos momentos, se sobrepuso a
esa imagen la visión de mi amiga
sorteando aquella curva siniestra y
caminando montaña abajo; esta
escena se borró, e hizo su aparición
el Ratón, que estaba fotografiando al
rebaño de carneros. Al ocultarse la
luna tras las nubes y volver a
aparecer, la visión del Ratón se
desvaneció.
A la luz de la lámpara, continué
la lectura de Las aventuras de
Sherlock Holmes.
6. De lo encontrado en el
garaje,
y de lo pensado en plena
pradera

Gorjeaban pájaros de especies


nunca vistas por mí, posados sobre el
roble que había ante la fachada como
si fueran adornos de un árbol de
Navidad. Bajo la luz matinal, todo
centelleaba, húmedo por la lluvia.
Tosté pan en uno de esos
entrañables tostadores manuales, sin
automatismos; untando de
mantequilla la sartén, me preparé un
huevo al plato, y me bebí un par de
vasos de zumo de uva que encontré
en el frigorífico. Sin mi amiga me
sentía solo; pero me bastaba con
poder sentir mi soledad para
encontrarme también un poco
aliviado interiormente. No es mal
sentimiento, el de la soledad. Algo
así como lo que debía de sentir aquel
roble cuando se quedó en calma
porque los pájaros se marcharon
volando.
Tras lavar los platos, me limpié
en el aseo las manchas de yema de
huevo que tenía en torno a la boca, y
durante cinco minutos me lavé a
conciencia los dientes. Luego, tras
considerar si debía dejarme barba o
no, me afeité. En el aseo, junto al
lavabo, había un bote de espuma de
afeitar y una maquinilla Gillette a
punto. Igualmente encontré un cepillo
de dientes, pasta dentífrica, jabón de
tocador, e incluso una loción para la
piel y colonia. En la alacena había
hasta diez toallas de diferentes
colores, primorosamente dobladas y
apiladas. Todo acorde con el
carácter metódico del Ratón. Ni en el
espejo ni en el lavabo se veía una
sola mancha.
En el servicio y en el baño de
estilo japonés se advertía la misma
limpieza. Las juntas entre los
azulejos habían sido frotadas con un
cepillo viejo de dientes y líquido
limpiador hasta quedar blanquísimas.
Algo espléndido, en verdad. Del
ambientador colocado en el servicio
emanaba un perfume semejante al de
la ginebra con lima que puedes
degustar en un bar elegante.
Al salir del aseo, me senté en el
sofá y me fumé un cigarrillo. En la
mochila me quedaban tres cajetillas
de Lark; eso era todo. Si me las
fumaba, tendría que pasarme sin
tabaco. Enfrascado en estos
pensamientos me fumé otro
cigarrillo. La luz matinal no podía
ser más agradable; y el sofá se
amoldaba a mi cuerpo como un
guante a la mano. De este modo se
me pasó una hora sin darme cuenta.
El reloj dio despreocupadamente las
nueve.
Empecé a comprender por qué el
Ratón se ocupaba tanto de tener la
casa en orden, por qué dejaba tan
blancas las junturas del alicatado del
servicio, por qué se planchaba las
camisas y se afeitaba aun cuando
sabía que no iba a encontrarse con
nadie. Simplemente, porque, en un
lugar como aquél, de no estar
siempre haciendo algo, se llega a
perder la noción del tiempo.
Me levanté del sofá y, con los
brazos cruzados, di una vuelta
alrededor del salón, pero no pude
encontrar por el momento cosa
alguna en que ocuparme. El Ratón
había dejado bien limpio todo
aquello que requiriera limpieza.
Incluso las señales del humo en el
techo habían sido cuidadosamente
borradas.
«Bien», pensé. «Ya se me
ocurrirá algo.»
Para distraerme, decidí dar un
paseo por los alrededores de la casa.
Hacía un tiempo maravilloso.
Flotaban por el cielo jirones de
nubes blancas, como trazados a
brochazos, y los trinos de los pájaros
se escuchaban por doquier.
A la espalda de la casa había un
gran garaje. Ante su vieja puerta de
doble hoja había una colilla tirada.
Era de un Seven Stars. Esta colilla
no era reciente, porque estaba
chafada y tenía el filtro reventado.
Recordé que en toda la casa no había
más que un cenicero. Y, además, no
mostraba trazas de haber sido usado
desde hacía muchísimo tiempo.
¡Claro, el Ratón no fumaba! Tras
contemplar unos momentos el filtro
en la palma de mi mano, lo tiré al
suelo.
Descorrí el pesado cerrojo y abrí
la puerta del garaje. Su interior era
espacioso. La luz del sol, que se
filtraba por las grietas de las paredes
de madera, dibujaba una nítida serie
de líneas paralelas sobre la tierra
negruzca del suelo. Olía a arcilla y a
gasolina.
Había un coche, un viejo Toyota
todoterreno. Tanto la carrocería
como las ruedas no tenían la menor
señal de barro. El depósito de
gasolina estaba casi lleno. Palpé el
lugar donde el Ratón solía esconder
la llave de contacto. Efectivamente,
allí estaba. Introduje la llave y probé
a girarla. El motor emitió enseguida
un runruneo satisfactorio. Muy
propio del Ratón eso de tener los
coches siempre a punto. Paré el
motor y guardé la llave en su sitio.
Sin bajarme del asiento del
conductor, eché un vistazo a mi
alrededor. Dentro del coche no había
nada especial que mereciera la pena:
un mapa de carreteras, una toalla,
media barra de chocolate; eso era
todo. En el asiento de atrás había un
rollo de alambre y unos grandes
alicates. Este asiento trasero, por
cierto, estaba bastante sucio, lo cual
resultaba extraño, tratándose del
coche del Ratón. Abrí una puerta
trasera, recogí en la palma de la
mano la porquería caída sobre el
asiento y, llevándola junto a un
resquicio de la pared por donde se
filtraba la luz del sol, la contemplé.
Tenía aspecto de borra, salida de un
cojín. Aunque también podía ser lana
de carnero. Saqué del bolsillo del
pantalón un pañuelo de papel,
envolví aquello, y me lo guardé en el
bolsillo del pecho.
¿Por qué el Ratón no se había
llevado el coche? Aquello escapaba
a mi comprensión. Y el hecho de que
el coche estuviera en el garaje hacía
suponer que o bien el Ratón se había
ido andando montaña abajo, o bien,
naturalmente, que no había
abandonado la montaña. Una de dos,
desde luego; pero ninguna de estas
hipótesis parecía lógica. Por un lado,
hasta hacía tres días el camino que
bordeaba el precipicio aún debía de
ser transitable por el coche, y por
otro lado, parecía absurdo que el
Ratón dejara su casa para irse a
acampar.
Cansado de darle vueltas al tema,
cerré la puerta del garaje y salí a la
pradera. Por más que me devanara
los sesos, era imposible sacar una
conclusión coherente de unos hechos
que no mantenían la más mínima
coherencia.
A medida que el sol ascendía en
el cielo, la humedad fue elevándose
desde la pradera en forma de vapor.
A través de ese vapor, las montañas
de enfrente parecían vagamente
sumidas en la bruma. Todo en torno a
mí olía a hierba.
Pisando la hierba mojada, fui
andando hasta el centro del prado.
Precisamente allí había un viejo
neumático tirado. La goma estaba ya
completamente blanquecina y
resquebrajada. Me senté encima y
eché un vistazo en redondo al
panorama. La casa, de la que
acababa de salir, parecía desde allí
un acantilado blanco destacándose en
una costa.
Sentado solo sobre el neumático,
en mitad de la pradera, recordé las
competiciones de natación en las que
había participado de niño. Cuando
nadaba de isla a isla, solía detenerme
hacia la mitad del trayecto para echar
una ojeada al panorama. Esta
experiencia siempre me resultaba
sorprendente. Por un lado, eso de
encontrarme equidistante de dos
puntos de tierra me parecía muy
extraño, y por otro lado, también me
parecía extraordinario que la gente,
allá en la remota tierra firme,
continuara su vida cotidiana como si
tal cosa. Más que nada, la extrañeza
se debía al hecho de que la sociedad
funcionaba a las mil maravillas sin
mí.
Permanecí sentado en el
neumático como un cuarto de hora, y
luego volví paseando a la casa. Me
senté en el sofá del salón y seguí
leyendo Las aventuras de Sherlock
Holmes.
A las dos, vino a visitarme un
hombre carnero.
7. Donde llega de visita
un hombre carnero

Inmediatamente después de sonar


las dos en el reloj, se oyó en la
puerta la llamada de unos nudillos:
dos golpes al principio y, tras una
pausa de varios segundos, tres golpes
más.
Tardé un poco en darme cuenta
de que estaban llamando a la puerta.
No se me había pasado por la cabeza
que alguien pudiera llamar a la
puerta de aquella casa. De ser el
Ratón, entraría sin llamar, pues por
algo era su casa. De ser el pastor,
llamaría una sola vez con dos
nudillos y entraría sin esperar
respuesta. De ser mi amiga… pero
no: ella no podía ser. Se habría
colado subrepticiamente por la
puerta de la cocina, y estaría
bebiéndose un café; no era de esas
personas que llaman a la puerta.
Al abrir la puerta, vi ante mí a un
hombre carnero. Éste, sin mostrar el
menor interés por la puerta, ni por
quien la abría, contemplaba fijamente
el buzón —situado a unos dos metros
de la puerta— como si fuera algo
muy curioso. El hombre carnero era
apenas un poco más alto que el
buzón. Un metro cincuenta, más o
menos. Y para colmo, era algo
cargado de espaldas, rechoncho y
paticorto.
Y para acabarlo de arreglar,
como el suelo que yo pisaba era
quince centímetros más alto que la
tierra, me encontraba en la posición
de quien contempla a otra persona
desde la ventanilla de un autobús.
Como si quisiera demostrar que no le
importaban estas innegables
desventajas, el hombre carnero
seguía contemplando, absorto, el
buzón. En el buzón no había —
naturalmente— nada.
—¿Puedo pasar? —me preguntó
atropelladamente, sin dejar de mirar
al buzón. Por su modo de hablar, se
diría que estaba enfadado por algo.
—Adelante, por favor —le dije.
Se inclinó y, con gesto brusco, se
desató las botas de montaña. Estaban
cubiertas de barro firmemente
adherido, como la corteza endurecida
de un pan. Luego, golpeó hábilmente
ambas botas, la una contra la otra.
Densas costras de barro cayeron
pesadamente a tierra, como hastiadas
de resistirse más. Después,
demostrando un buen conocimiento
del interior de la casa, se calzó unas
zapatillas que había en el vestíbulo,
anduvo con paso apresurado hacia el
sofá, donde se sentó, y puso cara de
satisfacción.
El hombre carnero iba cubierto
con una piel de carnero, de la cabeza
a los pies. Su complexión
achaparrada se adecuaba
perfectamente a ese atuendo. El
capuchón que le cubría la cabeza
también era de retazos de piel
cosidos, y de él se elevaban los
cuernos —auténticos, por descontado
— elegantemente retorcidos. A
ambos lados del capuchón, le
sobresalían horizontalmente unas
orejas planas, dotadas sin duda de un
armazón de alambre. Tanto el antifaz
que le cubría la mitad superior de la
cara como los guantes y los
calcetines, eran de piel negra. Esta
indumentaria iba provista de una
cremallera desde el cuello hasta la
entrepierna para facilitar la labor de
ponérsela y quitársela. Sobre el
pecho tenía un bolsillo, también con
cremallera, donde guardaba tabaco y
cerillas. Sacó de él un Seven Stars,
se lo llevó a los labios, lo encendió
con una cerilla, e inspiró
profundamente. Me dirigí a la cocina
para limpiar el cenicero, y se lo puse
al lado.
—Me apetece un trago —dijo el
hombre carnero.
Volví a la cocina, y regresé con
una botella de Four Roses, dos vasos
y hielo.
Nos servimos cada uno nuestro
whisky on the rocks, y nos pusimos a
beberlo en silencio. Hasta que apuró
el primer vaso, el hombre carnero no
pasó de decir cosas para sí.
La nariz del hombre carnero era
desproporcionadamente grande para
su cuerpo, y cada vez que respiraba,
la cavidad nasal se dilataba hacia
ambos lados, a modo de alas. Sus
ojos, que asomaban a través de los
agujeros del antifaz, vagaban
inquietos por la habitación.
Una vez que dio cuenta de su
vaso de whisky, el hombre carnero
pareció algo más calmado. Apagó su
cigarrillo e, introduciéndose los
dedos de ambas manos por debajo
del antifaz, se restregó los ojos.
—Se me mete la lana en los ojos
—dijo.
No supe qué responderle, de
modo que permanecí callado.
—Conque llegasteis ayer, antes
del mediodía, ¿eh? —dijo,
frotándose los ojos—. Lo he visto
todo.
El hombre carnero echó más
whisky sobre su hielo semiderretido
y, sin agitar el vaso, bebió un buen
trago.
—Y por la tarde, la mujer se fue
sola.
—¿También has visto eso?
—No es que lo viera. Es que yo
mismo le dije que se fuera.
—¿Qué? ¿Tú le dijiste…?
—Ajajá. Asomando el morro por
la puerta de la cocina, le soplé:
«Más te vale coger el portante.»
—Pero ¿por qué?
El hombre carnero se quedó
silencioso, con aire ceñudo. Eso de
preguntar «por qué» no era, por lo
visto, el modo adecuado de
dirigírsele. Pero mientras yo
meditaba una pregunta mejor, en sus
ojos empezó a brillar una luz distinta.
—La mujer se volvió al Hotel
del Delfín —dijo el hombre carnero.
—¿Te lo dijo ella?
—Ella no dijo nada.
Simplemente se volvió al Hotel del
Delfín.
—¿Y cómo lo sabes?
El hombre carnero se calló. Se
puso las manos sobre las rodillas y
se quedó mirando el vaso que
reposaba en la mesa.
—Así que se volvió al Hotel del
Delfín, ¿verdad? —inquirí.
—Ajá. El Hotel del Delfín es un
buen hotel. Huele a carnero —dijo
mi interlocutor.
Nos quedamos otra vez callados.
Al mirarlo con atención, observé que
la piel que el hombre carnero llevaba
puesta estaba horriblemente sucia,
llena de grasa.
—Cuando mi amiga se fue, ¿no te
dio ningún encargo, como un mensaje
o algo así?
—¡Qué va! —negó el hombre
carnero, sacudiendo la cabeza—. La
mujer no abrió los labios, y yo
tampoco le pregunté.
—¿Quieres decir que, cuando le
aconsejaste que se marchara, se fue
sin rechistar?
—Eso es. Como estaba deseando
irse, le aconsejé que se fuera.
—Vino aquí porque quiso.
—¡Qué sabes tú! —chilló el
hombre carnero—. Tu amiga quería
irse, pero no acababa de decidirse.
Por eso le dije que se fuera. ¡Y es
que tú la ofuscaste! —El hombre
carnero se incorporó y golpeó la
mesa con la palma de su mano
derecha. El vaso de whisky dio un
salto como de cinco centímetros—.
El hombre carnero se mantuvo
brevemente en esa postura erguida,
hasta que, de pronto, se atenuó el
brillo de su mirada y se sentó en el
sofá, como desinflado.
—Tú la ofuscaste —dijo, más
tranquilo esta vez, el hombre carnero
—. Y eso no se hace. No entiendes
nada de nada. Vas a la tuya, y punto.
—¿Me estás diciendo que ella no
tenía que haber venido?
—Eso mismo. No tenía que haber
venido. Sólo piensas en ti.
Hundido en el sofá, bebí un sorbo
del whisky.
—Pero bueno, a lo hecho, pecho.
Aunque ella se ha acabado para ti,
para siempre —sentenció el hombre
carnero.
—¿Acabado?
—No volverás a verla.
—¿Por pensar sólo en mí?
—Justo. Por no haber pensado
más que en ti. El que la hace, la paga.
El hombre carnero se levantó, se
dirigió a la ventana y, con una mano,
abrió la pesada hoja. Inhaló el aire
del exterior. Andaba más que
sobrado de fuerzas.
—¿Qué es eso de tener las
ventanas cerradas en un día tan
claro? —dijo.
El hombre carnero recorrió
media habitación, se paró ante la
librería y se puso a contemplar los
lomos de los libros, con los brazos
cruzados. En el trasero de su
indumentaria ovina había incluso una
pequeña cola. Visto así, de espaldas,
parecía realmente un carnero alzado
de manos.
—Estoy buscando a un amigo —
le dije.
—¡Vaya! —exclamó el hombre
carnero, que siguió dándome la
espalda y no mostró el menor interés.
—Ha estado viviendo aquí hasta
hace muy poco tiempo, menos de una
semana.
—No sé nada de eso.
El hombre carnero, de pie ante la
chimenea, se puso a juguetear con la
baraja que había sobre la repisa.
—También ando buscando a un
carnero que lleva la marca de una
estrella en el lomo —le dije.
—No lo he visto en mi vida —
manifestó el hombre carnero.
Era evidente, con todo, que sabía
algo del Ratón y del carnero. Su
indiferencia era demasiado
estudiada. El tiempo que se tomaba
para responder era más breve de lo
que parecía adecuado, y su voz
sonaba artificial.
Cambiando de estrategia, fingí
haber perdido todo interés en mi
interlocutor: bostecé y, tomando un
libro de encima de la mesa, me
dediqué a hojearlo. El hombre
carnero volvió al sofá, un tanto
picado, al parecer. Por unos
momentos se quedó mirándome sin
decir nada.
—¿Te lo pasas bien con ese
ladrillo en las manos? —me preguntó
al fin.
—¡Claro! —asentí, con aire
indiferente.
El hombre carnero, ante esto,
mostró cierto desconcierto. Seguí
enfrascado en el libro, como si tal
cosa.
—Hice mal en gritarte hace un
momento —dijo el hombre carnero
en voz baja—. A veces ocurre que
mi parte ovina y mi parte humana
andan a la greña, y me pongo como
me pongo. Pero no es que esté de
malas, entiéndeme. Y si encima
vienes tú echándome la culpa…
—Dejémoslo estar —le dije.
—Incluso me da lástima que no
vuelvas a ver a esa mujer. Pero no
soy yo quien ha tenido la culpa.
—Ya.
Saqué de la mochila las tres
cajetillas de Lark que me quedaban,
y se las di al hombre carnero. Éste
pareció sorprendido.
—Gracias. Nunca había fumado
este tabaco. Pero ¿no te harán falta?
—He dejado de fumar —le
respondí.
—¡Hum! Haces bien —asintió el
hombre carnero con gesto grave—.
Desde luego, fumar es pernicioso.
El hombre carnero se guardó
ceremoniosamente el tabaco en un
bolsillo adosado al brazo. Su piel
lanuda se hinchó rectangularmente en
aquel lugar.
—Tengo que dar con mi amigo,
sea como sea. Con ese propósito he
venido desde muy lejos…, lejísimos.
El hombre carnero asintió.
—Y lo que digo de mi amigo,
vale igual para el carnero.
Asintió de nuevo.
—¿Seguro que no sabes nada de
ellos? —insistí.
El hombre carnero movió
tristemente la cabeza a un lado y a
otro. Sus orejas artificiales se
agitaron, distendidas. Sin embargo,
ahora no negaba con tanta energía
como antes.
—Buen sitio, ¿eh? —dijo de
repente cambiando de conversación
—; bonito paisaje, aire sano… Te
encontrarás a gusto, si no me
equivoco.
—Sí, es buen sitio —dije.
—En pleno invierno, todavía es
mejor. No hay más que nieve y hielo.
Los animales se echan a dormir, y no
viene ningún hombre.
—¿Vives aquí siempre?
—Ajá.
Decidí no hacerle más preguntas.
El hombre carnero era como todos
los animales: si te acercabas, te
rehuía, pero si le rehuías, se te
acercaba. Si andaba por los
alrededores, tampoco había prisa.
Disponía de tiempo para ir
sonsacándole información.
El hombre carnero empezó a
quitarse con la mano izquierda el
guante de la derecha, tirando
ordenadamente de sus puntas a partir
del dedo pulgar. Tras unos cuantos
tirones sucesivos, el guante le salió
del todo, dejando al descubierto una
mano negruzca y áspera. Una mano
pequeña, pero carnosa; desde la raíz
del dedo pulgar hasta mediado el
dorso se extendía la cicatriz de una
antigua quemadura.
El hombre carnero contempló
fijamente el dorso de su mano, y
luego, volviéndola, miró la palma.
Se trataba de un ademán
característico del Ratón. Pero era
imposible que fueran una misma
persona: que el Ratón estuviera
actuando como hombre carnero.
Había una diferencia de estatura
superior a los veinte centímetros.
—¿Vas a quedarte aquí mucho
tiempo? —me preguntó el hombre
carnero.
—No. Si encuentro a mi amigo o
bien al carnero, a cualquiera de los
dos, me iré. Porque para eso he
venido, ¿sabes?
—Aquí en invierno se está muy
bien —insistió el hombre carnero—,
todo es blanco y resplandeciente.
Entonces todo se hiela.
El hombre carnero se rió entre
dientes para sí, lo que hizo dilatarse
las grandes aletas de su nariz. Al
abrir la boca, le asomaban unos
dientes sucios. Le faltaban dos
incisivos. El ritmo del pensamiento
del hombre carnero tenía la curiosa
propiedad de hacerse patente
dilatando y contrayendo la atmósfera
del salón.
—Bueno, tengo que irme —dijo
de pronto el hombre carnero—.
Muchas gracias por el tabaco.
Le contesté moviendo
afirmativamente la cabeza.
—Ojalá encuentres pronto a tu
amigo y a ese carnero.
—Gracias —respondí—. Y si te
enteras de algo relacionado con
ellos, no dejes de decírmelo.
—Ajá. Vale. Te lo diré —me
contestó el hombre carnero con
expresión dubitativa, como si se
encontrara incómodo.
Capté lo ridículo de la situación,
aunque me aguanté la risa. El hombre
carnero no podía dárselas, desde
luego, de hábil embustero.
El hombre carnero se puso el
guante, y se incorporó.
—Volveré por aquí —dijo—. No
sé cuándo, pero volveré. —Y su
mirada se ensombreció mientras
añadía—: Si no es molestia.
—Nada de eso —dije,
sacudiendo la cabeza en gesto de
asentimiento—. Serás bien recibido.
—Bueno, ya vendré —concluyó
el hombre carnero.
Se marchó y cerró la puerta de
golpe. No se cogió la cola de
milagro.
Me puse a mirar por las rendijas
de las contraventanas, y pude ver
que, al igual que cuando llegó, se
detenía ante el buzón y se quedaba
mirando aquella caja blanquecina,
despintada. Luego hizo unas cuantas
contorsiones para adaptarse mejor la
indumentaria al cuerpo. Sus orejas,
que se proyectaban horizontalmente a
ambos lados, se le movían como
trampolines de piscina. A medida
que el hombre carnero se alejaba, se
iba convirtiendo en un vago punto
blanco; terminó perdiéndose entre
los troncos de los abedules, de igual
coloración que él.
Durante mucho rato después de
desaparecer de mi vista el hombre
carnero, no quité el ojo de la pradera
y del bosque de abedules blancos. Y
cuanto más miraba, menos seguro
estaba de haber hablado con él hacía
unos momentos en aquella
habitación.
No obstante, sobre la mesa
quedaban la botella de whisky y las
colillas de Seven Stars. Y enfrente,
en el sofá, unas hilachas de lana se
habían adherido a la tapicería. Las
comparé con las que había
encontrado en el asiento trasero del
todoterreno. Eran idénticas.

Después que el hombre carnero


se fue, y como ejercicio mental
encaminado a poner en orden mis
ideas, me dirigí a la cocina para
prepararme una hamburguesa. Corté
por menudo una cebolla y la sofreí en
la sartén. En tanto se hacía, convertí
en picadillo una chuleta de ternera
previamente descongelada.
La cocina era sencilla, pero
estaba equipada con toda clase de
utensilios y condimentos. Sólo con
que asfaltaran debidamente la
carretera, se podría montar con
aquélla un restaurante al estilo de los
refugios de montaña. No estaría nada
mal sentarse aquí a comer y, por las
ventanas abiertas, contemplar los
rebaños de carneros y el cielo azul.
Las familias visitantes podrían dejar
que sus niños jugaran en el prado con
los carneros, mientras que los
enamorados podrían darse
achuchones por el bosque de
abedules blancos. Seguro que se
ponía de moda.
El Ratón llevaría la
administración y yo haría de
cocinero. También el hombre carnero
tendría su papel. Tratándose de un
restaurante de montaña, su excéntrica
indumentaria gozaría de gran
aceptación. Asimismo, y en calidad
de pastor, podíamos contar con la
colaboración de aquel hombre
práctico que se encargaba del rebaño
municipal. Nunca está de más la
presencia de un hombre práctico. Y
el perro, que no falte. Incluso el
profesor Ovino se dejaría caer, sin
duda, por allí para recordar viejos
tiempos.
Mientras sofreía las cebollas, iba
pensando en estas cosas.
De repente, recordé, como si me
hubieran dado un mazazo, que tal vez
había perdido para siempre a mi
amiga la de las maravillosas orejas.
Tal vez el hombre carnero tuviera
razón. Quizá debí venir solo. Quizá
yo… Sacudí la cabeza. Me puse a
pensar en lo del restaurante.
¿Y qué tal Yei? Si él accediera a
venir…, un montón de cosas nos
saldrían a pedir de boca. Todo
giraría en torno a él; sería la figura
central. Central para la tolerancia,
para la ternura, para la acogida…
Mientras se enfriaban las
cebollas, me senté junto a la ventana
y volví a mirar la pradera.
8. El camino del viento

Pasaron luego tres días anodinos.


No ocurrió nada. El hombre carnero
no se dejó ver. Preparaba la comida,
me la tomaba, leía libros, al
anochecer me bebía un whisky y me
iba a la cama. Por la mañana me
levantaba a las seis, daba una carrera
por el prado describiendo una media
luna, y luego me duchaba y me
afeitaba.
El aire matinal de la pradera era
más fresco cada día. El follaje
vivamente enrojecido de los
abedules se hacía más y más escaso,
a medida que los primeros
vendavales del invierno se metían
entre las ramas secas y barrían la
meseta hacia el sudeste. En medio de
mi carrerita, me paraba hacia el
centro del prado y creía percibir con
toda claridad lo que proclamaban
aquellos vientos: «No hay vuelta
atrás.» El breve otoño se había ido
para no volver.
Por la falta de ejercicio y la
abstinencia del tabaco, engordé dos
kilos en los tres primeros días,
aunque luego con las carreras
matinales perdí un kilo. No poder
fumar representaba cierto sacrificio,
pero al no haber un mal estanco en
treinta kilómetros a la redonda, no
me quedaba más remedio que
aguantarme. Cada vez que me
entraban ganas de fumar, me ponía a
pensar en mi amiga y en sus orejas.
En comparación con aquella pérdida,
no poder fumar era algo
insignificante. Y verdaderamente, era
la mejor manera de tomárselo.
Teniendo a mi disposición tanto
tiempo libre, probé a cocinar gran
variedad de cosas. Incluso,
valiéndome del horno, me hice un
asado de buey. Descongelé un
salmón y, una vez reblandecido, me
lo preparé en adobo. Como
escaseaban las verduras, busqué en
el prado hierbas de aspecto
comestible y las cocí con ralladuras
de bonito seco. Hice, por probar algo
fácil, calabaza en escabeche.
También preparé varias clases de
aperitivos para cuando el hombre
carnero viniera a echar un trago. Sin
embargo, mi insólito vecino no se
dejó ver.
Me pasaba la mayoría de las
tardes contemplando la pradera.
Después de contemplarla durante
largo rato, no era raro que tuviera la
alucinación de que alguien asomaba
de pronto entre los abedules blancos
del bosque y, sin vacilar, atravesaba
la pradera para venir hacia mí. Ese
alguien solía ser el hombre carnero,
aunque otras veces era el Ratón, y
otras, mi amiga. Incluso en algunas
ocasiones era el carnero de la
estrella en el lomo.
Sin embargo, a la hora de la
verdad, no había nadie. Sólo el
viento atravesaba el prado con su
soplo. Aquel lugar venía a ser algo
así como el camino del viento, que,
como si llevara a cabo una misión
trascendental, cruzaba corriendo la
pradera, sin mirar atrás, como
diciendo: «Lo mío es volar siempre
adelante.»
Al séptimo día de mi llegada,
cayó la primera nevada. Ese día, el
viento estuvo extrañamente ausente,
mientras unas pesadas y sombrías
nubes de color plomo se
enclaustraban por el cielo. A la
vuelta de mi carrerita, me duché, y
mientras me tomaba el café
escuchando un disco, la nieve
empezó a caer. Era una nieve dura,
extrañamente consistente. Cuando
daba en los cristales de las ventanas,
repiqueteaba estrepitosamente. El
viento, que había empezado a soplar,
precipitaba los copos sobre la tierra
describiendo un ángulo de treinta
grados. Mientras la nieve era escasa,
esa línea inclinada recordaba el
dibujo del papel con que suelen
envolver los regalos en los grandes
almacenes. Pero cuando empezó a
nevar sin tregua, todo, de ventanas
afuera, se tiñó de blanco, y tanto la
montaña como el bosque y los prados
dejaron de verse. No era una de esas
lindas nevaditas que de vez en
cuando nos visitan en Tokio, sino la
auténtica nevada de un país norteño.
Una nieve que lo cubría todo
enteramente, capaz de helar las
entrañas de la tierra.
A poco de estar mirando caer la
nieve, empezaron a dolerme los ojos.
Eché la cortina, y me senté a leer un
libro junto a la estufa de petróleo. Al
terminarse el disco, y retirarse
automáticamente la aguja, todo a mi
alrededor se sumió en un silencio
ominoso. Un silencio de tumba, así
como suena. Dejé el libro y, sin una
razón concreta, me dediqué a hacer
un recorrido metódico por la casa.
Del salón pasé a la cocina, y de allí
sucesivamente al trastero, al cuarto
de baño, al cuarto de aseo, a la
despensa subterránea… Lo fui
examinando todo. Abrí las puertas de
las habitaciones de arriba a ver qué
encontraba. Pero no había nadie.
Únicamente el silencio, que se había
infiltrado, como aceite, por todos los
rincones de los cuartos. Ahora bien,
según la amplitud de las
habitaciones, el silencio reverberaba
en cada una de ellas con un eco
ligeramente distinto.
Estaba solo; jamás, desde que
nací, me había sentido tan solo.
Nunca había deseado fumar con tanta
vehemencia como durante los dos
últimos días. Pero, naturalmente, no
había tabaco.
Para consolarme, bebía whisky
solo. De pasarme así un invierno
entero, tal vez hubiera acabado
alcohólico perdido. Pero en la casa
tampoco no había la suficiente
cantidad de bebida para volverme
alcohólico. Sólo había, en total, tres
botellas de whisky, una de coñac y
doce cajas de cerveza enlatada. Tal
vez al Ratón le habían rondado los
mismos pensamientos que a mí.
¿Y mi socio? ¿Seguiría bebiendo
sin parar? ¿Se las habría arreglado
para dejar en orden la empresa y
reconvertirla, según nuestros planes,
en la pequeña agencia de
traducciones que había sido? Tal vez
anduviera metido en esos
berenjenales. Tal vez se las arreglara
para salir adelante sin mí. En
cualquier caso, se había acabado la
etapa de colaboración mutua. Seis
años juntos, para tener que volver al
punto de partida.
Pasado el mediodía, cesó la
nevada. Se fue de repente, lo mismo
que había venido. Las espesas nubes
se resquebrajaban a capricho, como
pellas de barro. Por entre sus grietas
penetraba el sol en magníficas
columnas de luz que iluminaban
alternativamente toda la pradera. Un
espléndido panorama.
Salí a contemplarlo. Grumos de
nieve endurecida estaban esparcidos
sobre el terreno, como el azúcar
sobre los dulces. Aquellos montones
de nieve pugnaban por convertirse en
hielo, como pretendiendo evitar
derretirse. No obstante, cuando el
reloj dio las tres, la nieve se había
fundido por completo. El terreno
estaba empapado, y un sol cercano al
crepúsculo bañaba la pradera con su
tenue luz. Los pájaros se echaron a
cantar, como estrenando libertad.

Una vez que di cuenta de mi cena,


me permití coger en préstamo dos
libros de la habitación del Ratón:
Cómo hacer pan, se titulaba uno de
ellos; el otro era una novela de
Joseph Conrad. Me senté en el sofá,
y los fui leyendo. Cuando había leído
aproximadamente un tercio de la
novela, di con unas páginas donde el
Ratón había metido un recorte de
periódico de diez centímetros
cuadrados como punta de lectura. No
se podía leer fecha alguna; pero,
visto el color del papel, resultaba
obvio que se trataba de un periódico
relativamente reciente. El contenido
del recorte eran noticias locales: la
apertura de un simposio sobre el
envejecimiento de la sociedad, que
se celebraba en el hotel de Sapporo;
la convocatoria de una gran carrera a
campo traviesa en los arrabales de
Asahikawa; un curso de conferencias
sobre la crisis de Oriente Medio.
Nada, en resumen, que pudiera
incitar el interés del Ratón, ni
tampoco el mío. El reverso era un
trozo de la sección de anuncios por
palabras. Cerré el libro con un
bostezo, calenté en la cocina un resto
de café, y me lo bebí. Aquel
fragmento de periódico me hizo caer
en la cuenta de que llevaba una
semana entera al margen del
acontecer mundano. Ni radio, ni
televisión, ni periódicos, ni revistas.
Ahora, en este mismo instante, Tokio
podía haber quedado destruida por
un ataque de misiles nucleares; una
epidemia podía haberse cebado con
el mundo entero; los marcianos tal
vez hubieran ocupado Australia. Con
todo, no tenía medio alguno de
enterarme. Si me llegaba al garaje,
podría oír la radio del todoterreno,
pero tampoco sentía especiales ganas
de hacerlo. Si podía vivir sin saber
lo que ocurría en el mundo, era
porque no me hacía ninguna falta
saberlo. Y, en cualquier caso,
bastante tenía ya con el cúmulo de
preocupaciones que me había tocado
en suerte.
Sin embargo, me quedaba algún
cabo por atar. Me olía que algo se
me había escapado cuando trataba de
ordenar mis ideas.
Algo que se había cruzado con mi
campo visual. Y que había dejado
impresa en mi retina la inconsciente
memoria de su paso. Metí en el
fregadero mi taza de café, regresé al
salón y, volviendo a coger el recorte
de periódico, lo miré, a ver. Allí
estaba, en su reverso, lo que andaba
buscando.

AL RATÓN. URGENTE.
PÓNGASE EN CONTACTO CON
HOTEL DEL DELFÍN,
HABITACIÓN 406.

Devolví el trozo de papel a su


lugar en el libro, y me hundí en el
sofá.
¡Así que el Ratón sabía que lo
estaba buscando! Quedaba la duda de
cómo diablos habría llegado a dar
con el anuncio. Tal vez en alguno de
sus viajes al pueblo compró aquel
periódico por pura casualidad.
Aunque si iba tras la pista de algo,
podía ser muy bien que leyera los
periódicos metódicamente.
Fuera como fuese, él no se había
puesto en contacto conmigo. Claro
que a lo mejor, cuando le llegó a las
manos el anuncio, yo ya me había
despedido del Hotel del Delfín. O no
pudo llamarme porque se había
cortado la línea telefónica.
No, esto no era posible. No es
que el Ratón no hubiera podido
comunicarse conmigo: es que no
había querido. Si sabía que yo estaba
en el Hotel del Delfín, tuvo que
prever que acabaría llegando a la
finca; por tanto, de haber querido
verme, o bien me habría esperado, o
bien me habría dejado una nota antes
de irse.
En resumidas cuentas, que el
Ratón, por quién sabe qué motivos,
no quería verme. No obstante,
tampoco podía decirse que me
hubiera rechazado. En el supuesto de
que no quisiera que llegara a la finca,
dispondría, a buen seguro, de medios
para cerrarme el camino. Porque
aquélla era su casa, no había que
olvidarlo.
Con este dilema agitando mi
espíritu, contemplé el caminar de las
agujas del reloj. Con todo, aquella
contemplación no aclaró ni un ápice
mis ideas.
El hombre carnero sabía cosas.
Eso era seguro. Si había descubierto
nuestra llegada a aquel lugar, no
podía haber ignorado la presencia
del Ratón, que vivió allí durante casi
medio año.
Cuantas más vueltas le daba a
aquella cuestión, más claro veía que
la conducta del hombre carnero era
fiel reflejo de las intenciones del
Ratón. El hombre carnero hizo que
mi amiga abandonara la montaña y
me dejara solo. Era de temer que su
aparición en escena no fuera otra
cosa que un aviso. Ciertamente, en
torno a mí se estaba urdiendo algo.
¡Ojalá se despejara el ambiente de
una buena barrida, para que pudiera
saber lo que estaba pasando!
Apagué la luz, me fui al pasillo
de arriba y, metiéndome en la cama,
contemplé la luna, la nieve y la
pradera. Por entre los desgarrones de
las nubes se veía la fría luz de las
estrellas. Abrí la ventana para
respirar el olor de la noche.
Mezclándose con el ruido que
producía el roce de las hojas en la
arboleda, se oía un indefinible
gemido en la distancia. Era un
extraño gemido, que no parecía
proceder de ninguna bestia.
De este modo transcurrió mi
séptimo día en la montaña.

Me desperté, di mi carrera por el


prado, tomé una ducha y desayuné.
Era una mañana igual que las otras.
El cielo estaba como el día anterior,
vagamente nublado, aunque la
temperatura había ascendido un
poco. Escasa probabilidad de
nevadas.
Me puse unos vaqueros azules y
un jersey, me enfundé en una
chaquetilla, me calcé unas zapatillas
de deporte y crucé el prado. Luego,
más o menos por donde había
desaparecido el hombre carnero,
entré en el bosque que quedaba al
este, y merodeé por su interior. No
había caminos, ni tampoco huellas de
pasos. De vez en cuando encontraba
un viejo abedul blanco caído. El
terreno era llano, aunque de trecho en
trecho había una zanja de un metro de
anchura, con aspecto de ser el lecho
seco de un río, o bien restos de
trincheras. La zanja serpenteaba
durante varios kilómetros por el
interior del bosque. A veces era
profunda, a veces somera, y en su
fondo se acumulaban hojas caídas
hasta la altura del tobillo. Siguiendo
la zanja, llegué casi sin darme cuenta
a un camino que seguía la línea de
cimas entre dos vertientes, como el
espinazo de un caballo. A ambos
flancos del camino descendían
suaves laderas hasta unos pequeños
valles muy secos. Pájaros
gordezuelos, del color de las hojas
otoñales, cruzaban ruidosamente el
camino para ir a perderse entre los
matorrales pendiente abajo. Macizos
de azaleas silvestres, rojas como
fieras llamaradas, se destacaban aquí
y allá en el bosque.
Cuando llevaba como una hora
andando, perdí todo sentido de la
orientación. Así no había quien
encontrara al hombre carnero. Seguí
caminando por uno de los secos
valles hasta oír ruido de agua. Y al
dar con un riachuelo, continué mi
camino por la ribera, aguas abajo. Si
la memoria no me traicionaba, tenía
que toparme por allí con una
cascada, cerca de la cual pasaba el
camino que habíamos recorrido a pie
al venir.
Tras una buena caminata, oí el
rumor de la cascada. El curso del
riachuelo zigzagueaba, como
repelido por las rocas, y de vez en
cuando se estancaba en un remanso
gélido. No había trazas de peces,
aunque en la superficie de los
remansos se arremolinaban las hojas
caídas, describiendo lentos círculos.
Fui saltando de roca en roca, bajé a
la par que la cascada y, trepando
luego por la resbaladiza pendiente,
salí al camino ya conocido.
A un lado del puente estaba
sentado el hombre carnero,
contemplándome. Llevaba a su
espalda una gran bolsa de lona,
rebosante de leña.
—Con tantas vueltas arriba y
abajo, acabarás topándote con un oso
—me dijo—. Parece que uno anda
perdido por aquí. Ayer por la tarde
encontré su rastro. Si, de todos
modos, te empeñas en merodear por
esta zona, tendrías que ponerte
campanitas en los lomos como yo.
Y el hombre carnero hizo
tintinear unas campanitas que llevaba
cogidas con imperdibles a la altura
de los lomos.
—Te andaba buscando —le dije,
tras recuperar el aliento.
—Lo sé —respondió—. Se te
notaba.
—Bien, pues… ¿por qué no me
diste una voz?
—Creí que querrías encontrarme
por ti mismo. Por eso permanecí
callado.
El hombre carnero sacó un
cigarrillo del bolsillo del brazo y se
puso a fumarlo la mar de contento.
Me senté cerca de él.
—¿Vives por aquí?
—Ajajá —asintió—. Pero no se
lo digas a nadie. Porque nadie lo
sabe.
—Pero mi amigo te conoce, ¿no?
Silencio.
—Lo que te voy a decir es
importante.
Silencio.
—Si eres amigo de mi amigo, se
supone que tú y yo también somos
amigos.
—Quizá, ¿verdad? —dijo
cautelosamente el hombre carnero—.
Sin duda así ha de ser.
—Y si eres mi amigo, no me vas
a mentir, ¿vale?
—¡Ejem! —carraspeó, con aire
preocupado, el hombre carnero.
—¿No me vas a hablar, como
amigo…?
Se lamió los labios.
—No puedo hablarte —dijo—.
De veras lo siento, pero no puedo
decirte. De hacerlo, cometería una
falta.
—¿Qué te impide hablar?
El hombre carnero permaneció
callado. El viento susurraba entre los
árboles desnudos.
—Nadie nos oye —insistí.
El hombre carnero me miró a los
ojos.
—Tú no sabes nada de estas
tierras, ¿verdad?
—No.
—Vale. Este lugar es único. Más
te vale no olvidarlo.
—Pero tú decías hace poco que
éste es un buen lugar.
—Para mí, sí —aclaró el hombre
carnero—. Fuera de aquí, no hay
ningún lugar donde pudiera vivir. Si
me echan de aquí, no tendré adónde
ir.
El hombre carnero se calló.
Parecía poco menos que imposible
sacarle una palabra más. Me quedé
mirando su bolsa de lona, repleta de
leña.
—Para calentarte en invierno,
¿no?
Asintió en silencio.
—Pero no he visto humo por
ninguna parte.
—Todavía no enciendo el fuego.
Hasta que se acumule la nieve,
¿sabes? Pero aunque la nieve se
acumule y yo encienda el fuego, no
verás el humo. Sé cómo hacer fuego.
El hombre carnero, al decir esto,
sonreía fríamente, un tanto engreído.
—¿Cuándo empezará a nevar de
verdad?
Levantó la vista hacia el cielo, y
luego me miró a la cara.
—Este año la nieve va a ser más
temprana que nunca. Dentro de diez
días, más o menos.
—¿Dentro de diez días el camino
estará helado?
—¡Ojalá! Nadie podrá subir,
nadie podrá bajar. Una estación
magnífica.
—¿Siempre vives aquí?
—Siempre —contestó el hombre
carnero—. Y desde hace mucho.
—¿Y de qué te alimentas?
—De raíces, de helechos, de
bayas y de frutos, de pajaritos, y a
veces de pececillos y cangrejos que
pesco.
—¿No pasas frío?
—El invierno siempre es frío.
—Si necesitas cualquier cosa,
creo que podemos compartir todo lo
que hay en la casa.
—Muchas gracias. De momento,
no necesito nada.
El hombre carnero se levantó de
pronto y echó a andar, camino de la
pradera. También yo me incorporé, y
lo seguí.
—¿Cómo has llegado a hacer
esta vida, tan escondida?
—Seguro que te vas a reír —me
contestó.
—Creo que no —le respondí.
Me intrigaba qué podía ser lo que
me diera risa.
—¿No se lo vas a decir a nadie?
—A nadie.
—Pues porque no quería ir a la
guerra.
Dicho esto, los dos caminamos
un rato en silencio. Mientras
caminábamos juntos, la cabeza del
hombre carnero se movía a la altura
de mi hombro.
—¿La guerra contra qué país? —
inquirí.
—No lo sé —dijo entre toses el
hombre carnero—. La cosa es que no
quiero ir a la guerra, y por eso hago
de carnero. Mientras sea un carnero,
nadie me sacará de aquí.
—¿Naciste en la ciudad de
Junitaki?
—Ajajá. Pero no se lo digas a
nadie.
—No lo diré —le respondí—.
¿No te gusta la ciudad?
—¿Esa de ahí abajo?
—Ajá.
—No, está llena de soldados…
—Y tosió de nuevo—. Y tú, ¿de
dónde has venido?
—De Tokio.
—¿Has oído hablar de la guerra?
—¡Qué va!
Con esto, el hombre carnero
pareció perder todo interés por mí.
Ya no hablamos hasta llegar al
prado.
—¿No quieres pasarte por casa?
—le pregunté.
—Tengo que hacer los
preparativos para el invierno, y ando
muy ocupado —se excusó—. Otro
día será.
—Tengo ganas de ver a mi
amigo. Necesitaría verlo en el plazo
de una semana.
El hombre carnero agitó
tristemente la cabeza. Las orejas se
le movieron.
—Lo siento pero, como te dije
antes, no puedo intervenir en ese
asunto.
—Basta con que me digas lo que
puedas, si se da el caso.
—¡Ajá! —murmuró el hombre
carnero, como asintiendo.
—Muchísimas gracias —le dije.
Con esto, nos separamos.
—Cuando salgas a pasear, no te
olvides por nada del mundo de la
campanita —insistió mientras se
alejaba.
Volví a la casa mientras el
hombre carnero se perdió, como la
otra vez, por entre el bosque del este.
La pradera, con su silencioso verdor
sumido en los tintes del invierno, nos
separaba al uno del otro.

Aquella tarde, me puse a hacer


pan. El libro Cómo hacer pan, que
encontré en la habitación del Ratón,
era un manual primorosamente
escrito; en su portada iba la siguiente
recomendación: «Si sabes leer lo
escrito, también tú podrás hacer pan
con toda facilidad». Y en verdad, así
era. Siguiendo las indicaciones del
libro, con facilidad —de veras—
logré hacer pan. El fragante olor a
pan inundó la casa, atemperando
gratamente su atmósfera. En punto a
sabor, tampoco la prueba quedaba
nada mal, para un principiante. En la
cocina había harina de trigo y
levadura en abundancia, de modo que
en el caso de que hubiera de estarme
allí todo el invierno, podría pasarlo
sin preocuparme por el pan, al
menos. También había arroz y
espaguetis en cantidad.
Por la tarde tomé pan, ensalada y
huevos con jamón. Como postre de la
cena, melocotón en almíbar.
A la mañana siguiente cocí arroz,
y me hice un arroz frito guarnecido
con salmón en conserva, verduras
tiernas y setas.
Al mediodía descongelé una tarta
de queso, y me la tomé acompañada
de un té con leche, bastante cargado.
A las tres merendé, helado de
avellanas con un chorrito de
Cointreau.
A últimas horas de la tarde asé al
horno un muslo de pollo, y me lo
comí para cenar con sopa enlatada
Campbell.

De nuevo iba engordando.


A primeras horas de la tarde del
noveno día, cuando echaba un vistazo
a los libros de la estantería, descubrí
un viejo libro que, por las trazas,
parecía haber sido leído
recientemente. Por encima estaba
singularmente limpio de polvo, y su
lomo sobresalía un poco de la fila.
Lo saqué de su estante, me lo
llevé a una butaca, y me puse a
hojearlo. Era un libro publicado
durante la guerra, y titulado La
estirpe del ideal panasiático. Su
papel era tremendamente malo, y al
pasar las páginas despedía olor a
moho. El contenido, como cabía
esperar según la fecha de su
publicación, era pura propaganda. A
cada tres páginas invitaba a bostezar,
de aburrido que era. Con todo, en
algunas páginas alguien le había
metido el lápiz, con ánimo de
censura. Sobre el intento de golpe de
Estado del 26 de febrero de 1936 no
había una sola línea.
Mientras hojeaba, más que leía,
el libro, me llamó la atención un
papel blanco que estaba metido entre
sus páginas finales. Después de
haber estado viendo tanto papel
amarillento, la visión de aquel trozo
de papel blanco tenía cierto aire de
milagro. En la página de la derecha
del lugar marcado por el papel había
un apéndice recopilador; en él se
reseñaban datos de todos los
personajes habidos y por haber —
famosos o desconocidos— del ideal
panasiático: nombre, fecha de
nacimiento, lugar de residencia
habitual. Al irlos recorriendo con la
vista de arriba abajo, hacia el centro
me di de manos a boca con el nombre
del jefe. Era el mismísimo jefe, el
poseído en tiempos por un carnero,
que había sido la causa de mi venida
a estos lugares. Su lugar de
residencia habitual: Junitaki,
Hokkaidô.
Con el libro aún abierto sobre
mis rodillas, me quedé por un
momento con la mente en blanco.
Pasó un largo rato hasta que las
últimas palabras leídas se asentaron
en mi cabeza. Era como si alguien me
hubiera golpeado en la nuca con algo
sin pensárselo dos veces.
Tenía que haberme dado cuenta.
Desde el principio, tenía que
haberme dado cuenta. Cuando llegó a
mis oídos que el jefe procedía de una
familia campesina de Hokkaidô,
tenía que haber tomado buena nota de
ello. Por mucha habilidad que el jefe
pusiera en juego para borrar su
pasado, tenía que haber a la fuerza
algún sistema de investigarlo. Aquel
secretario del traje negro no habría
tenido inconveniente en hacer las
pesquisas oportunas.
Pero ¡qué disparate!
Sacudí desengañado la cabeza.
Resulta inconcebible pensar que
el secretario no hubiera investigado
el asunto. No era tan tonto como para
descuidar una cosa así. Aun cuando
un detalle pareciera de lo más nimio,
no podía permitirse dejar cabos
sueltos. Bien que los tenía todos
atados a la hora de enfrentarse con
mis posibles acciones y reacciones.
Él estaba previamente enterado
de todo.
Era absurdo pensar otra cosa. Y
encima, se impuso expresamente la
tarea de persuadirme, o —mejor
dicho— de amenazarme, para
conseguir atraerme a aquel lugar.
¿Por qué? Tratándose de ejecutar
cualquier misión, él se hallaba,
desde luego, en una posición
infinitamente mejor que la mía para
salir airoso del lance. Si por el
motivo que fuera, tenía
necesariamente que utilizarme,
habría podido comunicarme desde el
principio un dato tan simple como
era el nombre del lugar.
Al calmárseme el torbellino de la
confusión, le tocó el turno a la
irritación, que empezó a hacer presa
de mí. Me sentía acosado por un
conjunto de circunstancias ridículas y
erróneas. El Ratón sabía,
seguramente, cosas. Y a su vez, aquel
hombre del traje negro también sabía
cosas. Solamente a mí me tenían casi
en ayunas de lo que ocurría, plantado
en medio del lío como un pasmarote.
Era evidente que mis especulaciones
siempre resultaban erróneas y que
mis actos raramente conseguían lo
que se proponían. Había ocurrido a
lo largo de toda mi vida y
seguramente seguiría ocurriendo, de
modo que no podía echar las culpas a
nadie más que a mí mismo. A pesar
de todo ello, ellos no tenían por qué
utilizarme de tan mala manera.
Pero me habían utilizado, me
habían exprimido, habían abatido el
último arresto de energía que me
quedaba, el último, realmente, por
tierra.
Me entraron ganas de abandonar
mi misión y lanzarme monte abajo sin
más dilaciones. Pero tampoco eso
conducía a nada. Estaba demasiado
metido en aquel asunto para zafarme
de él sin más. El recurso más fácil
sería echarme a llorar dando voces,
pero llorar tampoco conducía a
ninguna parte. Puestos a llorar, había
cosas que merecían más lágrimas,
como bien sabía.
Fui a la cocina por una botella de
whisky y un vaso. Ya en el salón, me
serví un buen vaso. Fue la única idea
que se me ocurrió.
9. De lo que se ve en el
espejo,
y de lo que no se ve

En la mañana del décimo día, me


resolvía a olvidarlo todo. Ya había
perdido con creces todo lo que tenía
que perder.
Aquella mañana, en plena
carrerita por el campo, empezó a
caer la segunda nevada. Una
pegajosa aguanieve, que se tomó
decididamente en granizo; y una
nieve opaca, por fin. Lejos de la
ligereza de la nieve anterior, esta de
ahora se apelmazaba
desagradablemente en torno al
cuerpo. Desistí de la carrera, volví a
la casa, y calenté agua para el baño
japonés. Y mientras se iba
calentando, permanecí sentado ante
la estufa; pero no se me atemperaba
el cuerpo. Una húmeda gelidez se me
había infiltrado hasta la médula. Aun
quitándome los guantes, no podía
doblar las últimas articulaciones de
mis dedos, y mis oídos parecían ir a
estallar de un momento a otro en
jirones ardientes de dolor. Por todo
el cuerpo sentía una aspereza
comparable a la del papel de estraza.
Después de pasarme media hora
metido en el baño, y de beberme un
té con su buena copa de coñac
disuelta, el cuerpo se me puso por fin
en condiciones, aunque durante dos
horas todavía me sobrevenían de vez
en cuando tiritones intermitentes.
Había llegado pues, el invierno a la
montaña.
La nieve siguió cayendo hasta el
anochecer, y la pradera se vio
cubierta por un manto blanco.
Cuando las tinieblas de la noche
envolvían el panorama, la nevada
cesó, y acudió de nuevo, como
neblina, un profundo silencio. Un
silencio que no estaba en mi mano
frenar. Puse el tocadiscos en
funcionamiento, con el dispositivo de
repetición automática, y escuché las
«Navidades blancas» de Bing
Crosby veintiséis veces.
Naturalmente, la nieve
amontonada duró mucho tiempo. Tal
y como había predicho el hombre
carnero, todavía había una tregua
hasta que la tierra se helase. Al día
siguiente el horizonte estaba claro, y
el sol se dejó ver tras su larga
ausencia para ir derritiendo,
lentamente y sin prisa alguna, la
nieve. La nieve se hizo escasa sobre
la pradera, y los rimeros que allí
quedaban reverberaban cegadores
bajo la luz solar. En la techumbre la
nieve formaba grandes cúmulos, que
resbalaban por la pendiente para
venir a romperse sobre la tierra con
estruendo. El agua proveniente de la
nieve derretida caía en goterones
más allá de las ventanas. Todo
brillaba distintamente. Los robles
resplandecían, como atesorando en la
punta de cada una de sus hojas una
gota de agua.
Metí las manos en los bolsillos y,
de pie ante una de las ventanas del
salón, me quedé contemplando
fijamente aquel paisaje. Todo en él
se desarrolla con plena indiferencia
hacia mi persona; sin tener nada que
ver con mi existencia; sin tener que
ver con la existencia de nadie. Todo
fluye, simplemente. La nieve cae, la
nieve se derrite.
Mientras oía la nieve derretirse y
desplomarse, me puse a hacer la
limpieza de la casa. Pues, por un
lado, me sentía el cuerpo embotado y
falto de ejercicio a causa de la nieve;
y por otro lado, desde el punto de
vista de la cortesía, yo no era más
que un huésped que me había colado
en casa ajena, y no estaba de más que
me empleara en algo tan trivial como
la limpieza. No soy yo persona,
además, que haga ascos a meterse en
la cocina y a limpiar suelos.
Sin embargo, esto de dar una
buena limpieza a todo un caserón era
una faena más pesada de lo que me
pareciera al principio. Una carrera
de diez kilómetros sería más
llevadera. Tras dar una intensa
batida, desempolvando a golpes de
sacudidor todos y cada uno de los
rincones, fui pasando la gran
aspiradora eléctrica para erradicar el
polvo. Di un agua al piso de madera
y, una vez limpio, le fui dando cera,
todo el tiempo inclinado sobre el
suelo. Mediada esta faena, me faltó
el aliento. No obstante, como había
dejado el tabaco, tampoco este
sofoco era como para rendirme; ni,
por supuesto, me trajo aquella ingrata
carraspera de antes. En la cocina
tomé mosto frío, y, una vez
recuperado el aliento, abordé de un
tirón el resto de aquella tarea, que
quedó acabada para mediodía. Abrí
de par en par las ventanas y las
contraventanas, y, gracias a la cera,
los suelos se veían resplandecientes.
Un entrañable olor a tierra mojada se
mezcló agradablemente con el aroma
de la cera.
Lavé los seis trapos que había
usado para encerar el suelo, y los
puse a secar al sol. Luego, herví agua
en la olla para cocer espaguetis.
Huevas de bacalao con abundante
mantequilla, vino blanco y salsa de
soja completaron el menú. Fue un
almuerzo relajado y placentero,
como no había tenido ocasión de
tomar en mucho tiempo. Desde el
bosque próximo llegaba el reclamo
de los pájaros carpinteros.
Me zampé los espaguetis y
demás. Lavé los platos, y retomé la
labor de la limpieza doméstica.
Limpié la bañera y el lavabo, así
como la taza del excusado, y saqué
brillo a los muebles. Gracias a que el
Ratón también se había preocupado
por todo esto, la suciedad no era tan
terrible. Así que con un aerosol
limpiamuebles todo quedó enseguida
primoroso. Luego saqué una larga
manguera por el exterior de la casa, y
dejé limpias de polvo las ventanas
con sus contraventanas. Con eso, la
casa quedó, de arriba abajo, como la
patena. Volviendo a entrar, fregué y
enjuagué los cristales de las ventanas
por dentro, con lo que se concluyó la
limpieza. Las dos horas aproximadas
que quedaban hasta el crepúsculo,
las pasé escuchando discos.
Cuando, ya anocheciendo, me
dirigía a la habitación del Ratón para
tomar un nuevo libro en préstamo, me
percaté de lo sucio que estaba un
espejo de cuerpo entero que colgaba
al pie de la escalera. Lo froté con un
trapo y un aerosol limpiacristales,
aunque por mucho que frotara, la
mugre no se le iba. ¿Por qué diablos
el Ratón había dejado sin limpiar
aquel espejo? Ni idea. Traje un cubo
de agua tibia, y con un cepillo fregué
el espejo; tras quitarle la grasa que
tenía acumulada, lo volví a frotar con
un trapo limpio. El espejo estaba tan
sucio, que dejó negra el agua del
cubo.
Al fijarme en su elaborada
moldura, vi que se trataba de un
espejo antiguo, de innegable valor.
Cuando di por terminada su limpieza,
no le quedaba ni rastro de mugre. Sin
un mal rasguño ni irregularidad
alguna en su superficie, el espejo
reflejaba fielmente la imagen del
cuerpo entero, desde la coronilla
hasta la punta de los pies. Plantado
ante él, me dediqué un rato a mirar
mi figura de cuerpo entero. No había
nada especialmente nuevo en ella.
Allí estaba yo, con esa expresión
más bien boba que suelo llevar
encima. Sólo que la imagen del
espejo era aún más nítida de lo
deseable. Le faltaba la típica
monotonía bidimensional que
caracteriza a las imágenes de los
espejos. Más que estar yo allí
contemplando mi imagen reflejada en
el espejo, era cabalmente como si yo
fuera esa imagen misma reflejada y
ese yo del espejo estuviera
contemplando a este yo de la
realidad convertido a su vez en
imagen reflejada de dos dimensiones.
Levanté la mano derecha y me la
puse ante la cara, y probé a
limpiarme los labios con el dorso de
la mano. El yo de dentro del espejo
hizo el mismo gesto. Sin embargo, tal
vez había sido un gesto propio de ese
yo del espejo, que yo a mi vez había
repetido. A estas alturas, no podía
estar seguro de si aún me quedaba
verdadera libertad de elección para
limpiarme los labios con el dorso de
la mano.
Tras archivar dentro de mi
cabeza la palabra «libertad», me
cogí una oreja con el índice y el
pulgar de mi mano izquierda. El yo
del espejo realizó la misma acción.
A juzgar por las apariencias, también
él estaba archivando, como yo, la
palabra «libertad» dentro de su
cabeza.
Cansado de mirarme, me aparté
del espejo. También él se apartó de
mí.

A los doce días, cayó la tercera


nevada. Cuando me desperté, ya
estaba nevando. Era una nieve
tremendamente callada. Sin nada de
dureza, ni de humedad pegajosa.
Bajaba danzando despaciosa del
cielo, y se derretía antes de llegar a
amontonarse. Esa nieve reposada,
que invitaba a cerrar los ojos.
Del cuarto trastero saqué una
vieja guitarra, que logré afinar no sin
esfuerzo. Probé unos rasgueos,
interpretando viejas melodías. Luego
me puse a practicar a los sones de
«Air Mail Special», de Benny
Goodman; y en éstas, se hizo
mediodía. Así que eché mano al pan
de producción casera, duro ya como
una piedra, y cortando una gruesa
loncha de jamón, me hice un
bocadillo, que me tomé con una lata
de cerveza.
Tras media hora más de rasguear
la guitarra, se presentó el hombre
carnero. La nieve seguía cayendo
mansamente.
—Si molesto, me voy, y ya
vendré en otro momento —dijo ante
la puerta de entrada, que acababa de
abrir.
—Nada de eso. Puedes pasar.
Me estaba aburriendo —dije
mientras ponía la guitarra en el suelo.
El hombre carnero, conforme a su
proceder de la otra vez, golpeó las
botas para quitarles el barro, y subió
los escalones de la entrada, a fin de
penetrar en la casa. En medio de la
nieve, su gruesa indumentaria debía
de irle a las mil maravillas. Se sentó
frente a mí en el sofá, donde posó sus
manos en el apoyabrazos, y movió su
cuerpo unas cuantas veces para
acomodarse.
—¿Aún no cuaja la nieve? —le
pregunté.
—Aún no —me respondió—. En
cuestión de nieve, la hay que cuaja, y
la hay que no cuaja. Ésta es de la que
no cuaja.
—Ya.
—La que cuaja caerá la semana
que viene.
—¿Qué tal una cerveza?
—Gracias. Pero, si puede ser,
prefiero coñac.
Fui a la cocina a buscar el coñac
y la cerveza, que llevé al salón junto
con bocadillos de queso.
—Estabas tocando la guitarra,
¿verdad? —dijo con admiración—.
La música me gusta mucho. Pero no
sé tocar ningún instrumento.
—No es que yo sepa mucho. No
he tocado nada desde hace casi diez
años.
—No importa. ¿No querrías tocar
algo para mí?
Por no disgustarle, toqué de
corrido la melodía de «Air Mail
Special», y luego la emprendí con un
canto coral y una especie de
improvisación. Al final me
equivoqué de ritmo y de compás, y
opté por abandonar.
—Fenomenal —me alabó el
hombre carnero con expresión muy
sincera—. Debe de ser divertido eso
de saber tocar, ¿no?
—Si se sabe tocar bien, desde
luego. Pero para llegar a hacerlo
bien hay que educar el oído, y una
vez educado el oído, tienes que
practicar muchísimo.
—¡Qué cosas! —exclamó.
Se sirvió coñac y lo fue bebiendo
a pequeños sorbos. Abrí la lata de
cerveza, y bebí directamente de ella.
—No he podido transmitir el
mensaje —me dijo.
Asentí en silencio.
—He venido expresamente a
decírtelo.
Miré un calendario que pendía de
la pared. Hasta la fecha límite,
marcada por mí con un rotulador
rojo, no quedaban más que tres días.
Pero ¿qué más daba ya?
El hombre carnero callaba, con
el coñac entre sus manos.
Cogí la guitarra por el clavijero
y, sin pensármelo dos veces, golpeé
el dorso de su caja contra los
ladrillos de la chimenea. La guitarra
se rompió, mientras las cuerdas
chirriaban desafinadas. El hombre
carnero dio tal bote, que se cayó del
sofá. Le temblaban las orejas.
—También yo tengo derecho a
enfadarme —exclamé.
Era como si me lo estuviera
diciendo a mí mismo. Efectivamente,
también a mí me asistía el derecho al
enfado.
—Lo que siento de veras es no
poder echarte una mano —dijo el
hombre carnero—. Pero quiero que
me entiendas. Te aprecio
sinceramente.
Nos quedamos en silencio por
unos momentos, contemplando las
nubes. Caía una nieve suave, justo
como si las nubes se desgarraran
para caer a jirones sobre el suelo.
Me dirigí a la cocina por otra
lata de cerveza. Al pasar por delante
de la escalera, reparé en el espejo.
También el otro yo iba de camino en
busca de una cerveza. Nosotros —
los dos— nos miramos entonces
mutuamente a la cara, y suspiramos.
Viviendo ambos en mundos
diferentes, compartíamos
sentimientos parejos. Cabalmente
como los hermanos Marx, Groucho y
Harpo, en Sopa de ganso.
Se reflejaba el salón a mi
espalda. O bien, era que el salón real
estaba ante el del espejo. El salón
que yo tenía a mi espalda y el que él
tenía ante mí, eran el mismo salón.
Asimismo, el sofá, la alfombra, el
reloj, los cuadros, la librería…,
todas y cada una de las cosas eran
las mismas. Un salón que no estaba
mal en cuestión de confort, aunque no
rayara a la misma altura en cuestión
de gusto. No obstante, había algo
distinto. O, al menos, esa impresión
daba.
Saqué del frigorífico una lata de
cerveza, y al pasar de nuevo ante el
espejo en mi camino de vuelta,
cerveza en mano, miré el salón
interior del espejo, y luego miré el
salón real. El hombre carnero seguía
sentado en el sofá, contemplando
distraídamente la nieve.
Miré de nuevo al espejo para
asegurarme de que el hombre carnero
estaba reflejado en él. Pero el espejo
no reflejaba la imagen del hombre
carnero. En el salón no había nadie,
pues el tresillo estaba vacío. En el
mundo interior del espejo, yo estaba
solo. Un escalofrío estremeció mi
espina dorsal.

—Tienes mala cara —me dijo el


hombre carnero.
Me senté en el sofá y, sin decir
palabra, abrí la lata de cerveza y le
di un buen sorbetón.
—Seguro que te has resfriado.
Este invierno es muy crudo para la
gente no acostumbrada. También hay
humedad en la atmósfera. Más te
valdrá acostarte temprano.
—¡Quizá! —exclamé—. Hoy no
me voy a acostar. Voy a quedarme
aquí, esperando a mi amigo.
—¿Es que sabes que va a venir
hoy?
—Lo sé —respondí—. Vendrá
esta noche, a las diez.
El hombre carnero se quedó
mirándome, sin decir nada. En sus
ojos, que asomaban tras el antifaz, no
había la más mínima expresión.
—Esta noche preparo el
equipaje, y mañana me voy. Si te lo
encuentras, díselo. Aunque creo que
no va a hacer falta.
El hombre carnero asintió, como
dando a entender que estaba de
acuerdo.
—¡Qué pena que te vayas! Te
echaré de menos, aunque supongo
que no hay nada que hacer. A
propósito, ¿puedo llevarme un
bocadillo de queso?
—Claro.
El hombre carnero envolvió el
bocadillo en una servilleta de papel,
y se lo metió en el bolsillo. Acto
seguido, se puso los guantes.
—¡Ojalá nos volvamos a ver! —
me dijo al despedirse.
—Nos volveremos a ver —le
dije.
El hombre carnero se marchó por
la pradera, hacia el este. En un abrir
y cerrar de ojos, el velo blanco de la
nieve lo envolvió por entero. Luego,
no hubo más que silencio.
Eché un dedo bien cumplido de
whisky en el vaso del hombre
carnero, y me lo bebí de un trago. Me
ardió la garganta y, a poco, me ardía
el estómago. Pasado medio minuto,
mi cuerpo se calmó del repentino
temblor. Sólo el tictac del reloj de
pared, desmenuzando el tiempo,
resonaba dentro de mi cabeza.
Tal vez me hacía falta dormir.
Del piso de arriba bajé mantas al
salón, y me quedé dormido en el
sofá. Me encontraba rendido, como
un niño que durante días ha estado
recorriendo bosques. Al instante de
cerrar los ojos, ya estaba dormido.
Tuve un sueño desagradable.
Muy desagradable. Tanto, que me
resisto a recordarlo.
10. Y el tiempo, que no
pasa

Densas tinieblas se me infiltraron


por el oído, con fluidez de aceite.
Alguien trataba de romper la helada
tierra con un inmenso martillo. El
martillo golpeó ocho veces
exactamente, pero la tierra no se
rompía. Apenas se le abrieron
algunas grietas.
Las ocho. Las ocho de la tarde;
ya era de noche.
Me despertó una sacudida de mi
cabeza. Tenía el cuerpo acorchado, y
la cabeza me dolía. Alguien, al
parecer, me había echado en una
coctelera con hielo, donde me había
agitado a lo loco. Nada hay tan
desagradable como despertarse en
plenas tinieblas. Uno se siente como
teniendo que volver a poner en pie
todo desde el principio. A poco de
despertarse, la primera sensación es
de que está uno viviendo alguna vida
que no es ciertamente la suya propia.
Hasta que esa vivencia entra en
engranaje con la vida propia, pasa
cantidad de tiempo. Contemplar la
vida propia como ajena es de lo más
insólito. Llega a parecer mentira el
hecho mismo de que quien está
pasando por eso siga con vida.
Me lavé la cara, valiéndome del
grifo de la cocina. Y a continuación,
me bebí un par de vasos de agua. El
agua estaba fría como el hielo, pero
aun así no se llevó el ardor de mi
cara. Me volví a sentar en el sofá, y
en plenas tinieblas y pleno silencio
fui recogiendo poco a poco los
pedazos de mi vida. No es que se
recogiera gran cosa, pero ésa, al
menos, era mi vida. Entonces, fui
volviendo con calma a mi ser propio.
Lo de que yo sea yo mismo me
resulta inexplicable de cara a los
demás; aparte de que, ¿a quién le va
a interesar el tema?
Me sentía observado por alguien,
aunque tampoco le di mayor
importancia al hecho. Cuando te
encuentras solo y aislado en una gran
habitación, es la sensación que
sueles tener.
Traté de pensar en las células.
Como mi mujer había dicho, a fin de
cuentas no hay nada que se pierda.
Incluso uno mismo sigue ese camino.
Presioné tentativamente mi mejilla
con la palma de mi mano. Mi propia
cara, que yo palpaba en medio de las
tinieblas con el cuenco de la mano,
no la sentía como mi cara. Era la
cara de otro, que había adoptado la
forma de la mía. Incluso la memoria
me traicionaba. Los nombres de todo
lo imaginable se disolvían
absorbidos por las tinieblas.
En plena oscuridad, resonó la
campanada de las ocho y media. La
nieve había cesado de caer, aunque
las densas nubes de siempre velaban
el cielo. La negrura era cerrada.
Estuve mucho rato hundido en el
sofá, mordiéndome las uñas. Ni
siquiera alcanzaba a verme las
manos. Como la estufa estaba
apagada, en la habitación hacía un
frío glacial. Me arrebujé en la manta
y miré, como sin pretenderlo,
tinieblas adentro. Me encontré
agazapado en el fondo de un
insondable pozo.
Pasó el tiempo. Corpúsculos de
tiniebla configuraban diseños
maravillosos en mi retina. Los
diseños así formados se
desmoronaban al poco tiempo sin
ruido, para dar paso a nuevos
diseños. Sólo las tinieblas
deslizándose, como mercurio, por el
espacio tranquilo.
Frené el curso de mis
pensamientos y dejé fluir el tiempo.
El tiempo seguía arrastrándome en su
flujo. Nuevas tinieblas venían a
dibujar nuevos diseños.
El reloj dio las nueve. Al
desvanecerse lentamente en la
oscuridad la novena campanada, el
silencio se precipitó a colmar la
grieta.
11. Los que pueblan las
tinieblas

—¿Puedo hablarte? —preguntó


el Ratón.
—Adelante —le dije.
—Me he presentado una hora
antes de lo convenido —dijo el
Ratón con ánimo de disculpa.
—No importa. Como ves, me
paso el tiempo sin hacer nada.
El Ratón se rió en silencio.
Estaba detrás de mí. Me sentía como
en esas confrontaciones en que la
gente se da la espalda.
—Parece, en cierto modo, que no
hubiera pasado el tiempo —dijo el
Ratón.
—La verdad es que nosotros no
podemos encontrarnos para hablar en
serio, a menos que nos sobre tiempo
—le repliqué.
—Eso parece, verdaderamente.
El Ratón sonrió. Aun dándonos la
espalda en medio de una negrura
como de laca, su sonrisa no se me
escapó. Hay cosas que se captan sólo
con un reflujo del aire ambiente.
Nosotros éramos antiguos amigos;
aunque de tiempo atrás, tan lejano,
que ya ni me acordaba de cuándo.
—Pero alguien ha dicho que un
amigo con el que se pasa el rato es
un verdadero amigo, ¿no? —insinuó
el Ratón.
—¿No fuiste tú quien dijo eso?
—Tú, como siempre, con tu sexto
sentido a punto. Así es,
precisamente.
Suspiré.
—Sin embargo, con todo este
alboroto que se ha armado
últimamente, mi sexto sentido está
por los suelos. Es para morirse. Y
con todas las pistas que habéis
puesto en mi camino…
—Es inevitable. Pero te has
portado bien.
Nos quedamos en silencio. Daba
la impresión de que el Ratón estaba
otra vez mirándose las manos.
—Te las he hecho pasar negras.
De veras lo siento —se disculpó—.
Pero es que no había más remedio.
No había nadie en quien pudiera
confiar, aparte de ti. Como te escribí
en la carta, ¿eh?
—A propósito de eso, quería
preguntarte algo. Porque no puedo
aceptar las cosas como van viniendo.
—¡No faltaría más! —exclamó
—. Aquí estoy para hablar,
naturalmente. Pero ante todo,
bebamos una cerveza.
Traté de incorporarme, pero el
Ratón me lo impidió.
—Yo voy por ella —me dijo—.
Al fin y al cabo, es mi casa, ¿no?
Mientras yo oía en plena
oscuridad caminar al Ratón como por
su casa hasta la cocina, donde cogió
del frigorífico cuantas cervezas
enlatadas podía abarcar entre sus
brazos, me dediqué a cerrar y abrir
intermitentemente los ojos. El matiz
de las tinieblas de una habitación a
oscuras no es el mismo que el de las
que se forman al cerrar los ojos.
El Ratón volvió con las cervezas
y puso sobre la mesa varias latas.
Agarré una a tientas, y tras tirar de su
anilla abrelata, me la bebí hasta la
mitad.
—Como no se ve nada, tampoco
parece cerveza —comenté.
—Tienes que disculparme, pero
si no estamos a oscuras, la cosa me
iría fatal.
Por unos momentos, bebimos
cerveza sin decir nada.
—Bien —exclamó el Ratón, y
carraspeó como aclarándose la
garganta.
Puse mi cerveza vacía sobre la
mesa de nuevo, y esperé quieto,
envuelto en mi manta, que él se
lanzara a hablar. Sin embargo,
ninguna palabra siguió a aquel
carraspeo. En plena oscuridad, lo
único que se oía era el gesto del
Ratón agitando a derecha e izquierda
su lata de cerveza, para comprobar
cuánto le quedaba. Una manía suya
de siempre.
—Bien —repitió el Ratón. De un
trago se acabó el resto de su cerveza,
y con un golpe seco colocó la lata
sobre la mesa—. Voy a empezar
contándote, antes que nada, cómo
vine a parar aquí. ¿Te parece bien?
No le contesté. Tras comprobar
que no tenía intención de
responderle, el Ratón prosiguió su
charla.
—Mi padre compró este terreno
en 1953, cuando yo tenía cinco años.
No sé por qué se empeñó en comprar
tierras en un sitio como éste.
Seguramente había conseguido un
buen precio aprovechando alguna
relación con el ejército americano.
Como tú mismo has visto, este sitio
está pésimamente comunicado, y,
aparte del período de verano, una
vez que nieva de verdad no se puede
disfrutar de esto. Las fuerzas de
ocupación planeaban, al parecer,
acondicionar la carretera y utilizar
este lugar como estación de radares o
algo así; pero, a fin de cuentas, tras
calcular el trabajo y los gastos,
desistieron del proyecto. La ciudad,
por su parte, es pobre y no puede
sufragar el arreglo de la carretera.
Tampoco el arreglarla le reportaría
mayores beneficios. Por todo ello,
esta tierra está predestinada al
abandono.
—Y el profesor Ovino, ¿no ha
querido volver por aquí?
—El profesor Ovino vive
enclaustrado en sus recuerdos. No
quiere ir a ninguna parte.
—Sí, tienes razón —dije.
—Bébete otra cerveza —trató de
animarme el Ratón.
No se la acepté. Con la estufa
apagada, estaba a punto de helarme
hasta el tuétano. El Ratón destapó
otra cerveza, y se la fue bebiendo.
—A mi padre le gustaba cada vez
más esta tierra, y arregló por su
cuenta en varias ocasiones la
carretera, y también la casa. Le costó
un ojo de la cara, según creo. Pero
gracias a eso, teniendo coche, se
puede vivir aquí perfectamente, al
menos en verano. Hay calefacción,
agua corriente, ducha, conducción de
aguas fecales, teléfono, y hasta un
generador eléctrico de emergencia,
¿eh? No puedo imaginarme cómo se
las arreglaría para vivir aquí antes el
profesor Ovino.
El Ratón emitió un sonido que ni
era un suspiro ni eructo.
—Desde 1955 hasta
aproximadamente 1963 veníamos en
cuanto comenzaba el verano: mis
padres, mi hermana mayor y yo, con
una chica de servicio. Bien pensado,
esa época fue la mejor de mi vida.
Como arrendamos los pastos al
municipio, en cuanto empieza el
verano esto se llena de carneros. Hay
carneros hasta rebosar. Por eso, al
hablar de mis recuerdos de verano,
van siempre ligados a los carneros.
Yo no entendía bien qué era eso
de tener una casa de campo. Tal vez
no lo entienda en lo que me quede de
vida.
—Sin embargo, desde mediados
los años sesenta, mi familia dejó
prácticamente de venir. En cierto
modo, porque ya teníamos otra casa
de campo más bien situada, y
también porque mi hermana se casó,
y porque yo no me llevaba bien con
la familia, y porque la empresa de mi
padre atravesó malas rachas y por un
montón de cosas más. El caso es que
con tantos avatares, esta tierra volvió
al abandono. La última vez que vine
fue hacia 1967, si mal no recuerdo.
Entonces vine solo. Viví aquí un mes
en soledad.
El Ratón se calló al llegar aquí
como si tratara de recordar.
—¿Y no te sentías solo? —le
pregunté.
—Nada de eso. De haber sido
posible, me hubiera gustado
quedarme aquí para siempre. Pero no
podía ser. Al fin y al cabo, era la
casa de mi padre, y no me gusta ir
por la vida como hijo de papá.
—Eso también ocurre ahora,
¿no?
—Así es —respondió el Ratón
—. Por eso es el último sitio al que
hubiera querido venir. Pero cuando
en el salón del Hotel del Delfín vi
por casualidad la foto de este lugar,
me entraron ganas de volver a
echarle un vistazo. Digamos que fue
por un motivo sentimental. También a
ti te pasa de vez en cuando, ¿no?
—Sí —asentí.
Y me acordé de mi mar, ahora
convertido en tierra.
—Allí fue donde oí la historia
del profesor Ovino. Esa historia del
carnero que se aparecía en sueños,
con la marca de la estrella sobre el
lomo. Sabes de qué va, ¿no?
—Sí, desde luego.
—Vamos a resumir lo que sigue
—dijo el Ratón—. Al oír aquel
relato, me entraron ganas de venir a
pasar el invierno aquí. Era un deseo
que no podía desterrar por ningún
medio de mi mente. Otras cosas,
como el tema de mi padre, pasaron a
segundo término en aquellos
momentos. De modo que hice mis
preparativos y me planté aquí. Es
indudable que había algo que me
atraía a mi pesar.
—Y una vez aquí te encontraste
con el carnero, ¿no?
—Efectivamente —confirmó el
Ratón.

—Lo que ocurrió luego me


resulta muy duro de contar —dijo el
Ratón—. Creo que aunque te lo
explique no lo acabarás de entender.
Y el Ratón hundió el dedo pulgar
en su segunda lata de cerveza, ya
vacía.
—Preferiría que, en lo posible,
seas tú quien me vaya haciendo
preguntas. Te has hecho una idea
bastante clara del asunto, ¿no?
Asentí en silencio.
—El orden de las preguntas quizá
sea un poco inconexo, pero si no te
importa… —le dije.
—¡Qué me ha de importar!
—Estás muerto, ¿no?
La respuesta del Ratón tardó en
llegar. Quizá se tratara de escasos
segundos, pero para mí fue una
eternidad. Tenía la boca reseca y
pastosa.
—Así es —dijo con toda calma
el Ratón—. Estoy muerto.
12. El Ratón da cuerda
al reloj

—Me colgué de una viga de la


cocina —dijo el Ratón—. El hombre
carnero me enterró junto al garaje. El
hecho de morir no me resultó
demasiado penoso, por si eso te quita
un peso de encima. Pero en realidad
eso importa poco.
—¿Cuándo fue?
—Una semana antes de vuestra
llegada.
—Entonces le diste cuerda al
reloj, ¿no?
El Ratón se rió.
—La cosa tiene gracia. Eso de
que remates treinta años de vida
dándole cuerda a un reloj. ¿Por qué
alguien que va a morir pierde el
tiempo dándole cuerda a un reloj?,
digo yo. ¡Qué cosa más extraña!
Al callarse el Ratón, reinó el
silencio a nuestro alrededor, sólo
interrumpido por el tictac del reloj.
La nieve absorbía cualquier otro
ruido. Era como si solamente
quedáramos nosotros dos en el vasto
universo.
—Y si…
—Déjate ya de eso —me
interrumpió el Ratón—. Se acabaron
los «y si…». Te imaginas por qué,
¿no?
Sacudí la cabeza. No lo entendía.
—Si, por ejemplo, hubieras
llegado aquí una semana antes, yo
habría muerto igual. Sólo que a lo
mejor nuestro encuentro habría
tenido un marco más luminoso y
cálido. Pero da lo mismo. Eso no
cambia que yo tenía que morir. Sólo
habría hecho más penoso el trance,
mucho más de lo que yo pudiera
soportar; seguro.
—Y ¿por qué tenías que morir?
En medio de las tinieblas, oí que
se frotaba las palmas de las manos.
—No me gusta hablar de eso. A
fin de cuentas, se convierte en una
autodefensa. Es de mal gusto que un
muerto se excuse a sí mismo, ¿no te
parece?
—Pero si tú no me lo cuentas,
nadie lo podrá hacer.
—Toma un poco más de cerveza.
—Está muy fría —le dije.
—Ya no está tan fría.
Abrí la lata tirando de la anilla
con mano temblorosa, y me bebí un
trago de cerveza. Al tragarla, no me
supo tan fría, la verdad.
—Te lo resumiré. Pero me has de
prometer que no se lo contarás a
nadie.
—Aunque lo contara, ¿quién me
iba a creer?
—En eso tienes razón —dijo
riéndose el Ratón—. Seguro que
nadie se lo iba a creer. La cosa es
delirante, desde luego.
El reloj dio las nueve y media.
—¿Qué tal si paro el reloj? —me
preguntó el Ratón—. ¡Qué latazo de
ruido!
—Puedes pararlo si quieres. Es
tuyo.
El Ratón se levantó, abrió la
puertecita del reloj de pesas y detuvo
el péndulo. El ruido y el tiempo se
borraron de la faz de la tierra.
—En pocas palabras, morí con el
carnero dentro de mí—explicó el
Ratón—. Esperé a que estuviera
dormido como un tronco, y até una
soga a la viga de la cocina, de la que
me colgué. No tuvo tiempo de
escapar, el condenado.
—¿Tuviste que recurrir a eso?
—Sí, no había otro remedio. De
haberme retrasado un poco, el
carnero me habría dominado por
completo. Era mi última oportunidad.
El Ratón se frotó las palmas de
las manos una vez más.
—Quería encontrarme contigo
siendo todavía plenamente yo. Con
mi propia memoria y con mis propias
debilidades. Por eso te mandé la
fotografía como si fuera un mensaje
cifrado. Esperaba que si el azar te
traía por estas tierras, tal vez podría
salvarme.
—¿Y te salvaste, por cierto?
—Sí —dijo sin inmutarse el
Ratón.
—El punto clave es la debilidad
—dijo el Ratón—. Todo arranca de
ahí. No sé si comprendes lo que te
quiero decir.
—Todo el mundo tiene algún
punto débil.
—Ése es un principio general —
dijo el Ratón chasqueando una y otra
vez los dedos—, y por muchos
principios generales que
esgrimamos, cada hombre será un
caso concreto. Lo que te voy a contar
es totalmente personal.
Me quedé callado.
—La debilidad es algo que se
pudre dentro del cuerpo. Como la
gangrena, precisamente. Lo he venido
sintiendo desde los quince años, más
o menos, hasta ahora. De ahí que
siempre haya sido irascible. ¿Sabes
acaso qué es tener dentro de ti algo
que se va pudriendo sin remedio, y
que esa sensación no te abandone ni
de día ni de noche?
Yo callaba, envuelto aún en mi
manta.
—Tal vez no te hagas a la idea
—prosiguió el Ratón—. Tu carácter
no tiene esa faceta. Pero, de todos
modos, eso es la debilidad. Es como
una enfermedad hereditaria. Por muy
bien que entiendas el caso, no puedes
curarte a ti mismo. No es de esas
cosas que se solucionan con una
palmada. Y con el tiempo, empeora.
—¿Y hacia qué es esa debilidad?
—Hacia todo. Debilidad hacia la
moral, debilidad de conciencia,
debilidad para vivir, en una palabra.
Me reí francamente.
—Puestos a hablar así, no hay un
ser humano que no sea débil.
—Dejémonos de principios
generales, como te dije antes.
Naturalmente, todos los seres
humanos tienen su debilidad. Sin
embargo, la verdadera debilidad
escasea tanto como la verdadera
fortaleza. Tú no sabes lo que es esa
debilidad que te arrastra sin cesar a
las tinieblas. Pero tal cosa existe,
verdaderamente, en este mundo. No
se puede reducir todo a
generalidades.
Guardé silencio.
—Por eso precisamente me
largué de la ciudad. No quería que la
gente me viera caer aún más bajo. Y
al decir «la gente», te incluyo a ti.
Me perdía por tierras desconocidas,
al menos no os causaría molestias.
En resumidas cuentas… —Y tras
estas palabras el Ratón se quedó
momentáneamente sumido en oscuro
silencio—. En resumidas cuentas,
que no pudiera escapar a la
influencia del carnero, se debe a esa
misma debilidad. No podía volver
por ningún medio a ser yo mismo.
Aun en el caso de que hubieses
acudido enseguida, creo que tampoco
habría habido nada que hacer.
Aunque me hubiera resuelto a bajar
de la montaña, y así lo hubiera
hecho, habría dado lo mismo. Seguro
que acabaría por volver. La
debilidad es así.
—¿Qué deseaba de ti el carnero?
—Todo, en realidad. Todo, de
cabo a rabo: mi cuerpo, mi memoria,
mi debilidad, mis contradicciones…
Al carnero le encantan esas cosas. El
condenado tiende sus tentáculos y te
absorbe igual que tú chupas un zumo
de frutas con una pajita. ¿No tienes
escalofríos sólo de pensarlo?
—Y todo eso, ¿a cambio de qué?
—Por algo tan estupendo, que es
hasta demasiado. Y no es que el
carnero me lo mostrara en forma
concreta. Yo sólo he intuido una
ínfima parte. Y aun así…
El Ratón se calló.
—Y aun así —prosiguió al cabo
—, me sentí absorbido por ello. Casi
sin posible escapatoria. No se puede
explicar con palabras. Es justamente
como un crisol que se lo tragara
todo. Tan hermoso, que te hace
perder el sentido, pero al mismo
tiempo lleno de la más horrible
maldad. Si te hundes en su seno, todo
se extingue: la conciencia, el juicio
los sentimientos, las penalidades…
Todo se extingue. Es algo
remotamente comparable a la energía
con que se debió de manifestar en
algún punto del universo la fuente de
la que procede la vida.
—Pero tú la rechazaste, ¿no?
—Efectivamente. Todo eso
quedó sepultado con mi cuerpo. Y si
se lleva a cabo una operación más,
aún no realizada, quedará enterrado
para toda la eternidad.
—¿Una operación más?
—Una más. Luego te confiaré esa
misión. Pero dejemos ese tema, de
momento.
Bebimos cerveza al unísono. El
cuerpo se me fue atemperando poco a
poco.
—El quiste sanguíneo debe de
ser como una especie de azote, ¿no?
—le pregunté—, para que el carnero
pueda manejar a su huésped.
—Así es, en efecto. Una vez que
el quiste se ha formado, no hay quien
escape del carnero.
—Y ¿qué objetivo perseguía el
jefe?
—Se volvió loco. Sin duda, no
pudo soportar la perspectiva de
verse metido en el crisol. El carnero
lo utilizó para construir una fuerte
maquinaria de poder. Por eso lo
abandonó cuando ya no lo
necesitaba. Desde el punto de vista
intelectual, el famoso jefe era una
nulidad.
—Así que, cuando el jefe
muriera, tú serías aquel de quien se
iba a valer el carnero para continuar
manipulando esa maquinaria de
poder: el predestinado.
—Así es.
—¿A qué tenía que conducir todo
esto?
—Vendría un reino de total
anarquía mental, donde toda
confrontación se resolvería en
unidad. En su centro estaría yo, es
decir, el carnero.
—¿Y por qué rehusaste?
El tiempo agonizaba. Sobre aquel
tiempo agonizante se acumulaba la
nieve.
—Es que me gusta mi propia
debilidad. También me gustan las
penalidades y trabajos de la vida. Y
la luz del verano, y el aroma del
viento, y el canto de las cigarras, y…
—El Ratón, en este punto, se tragó lo
que fuera a decir—. Y ¡yo qué sé!
Busqué las palabras adecuadas,
pero no las encontré. Envuelto en la
manta, miré hacia la entraña de las
tinieblas.
—Nosotros, por lo que se ve, nos
las hemos arreglado para construir
una cosa totalmente distinta a partir
de los mismos materiales —dijo el
Ratón.
—¿Crees que el mundo va a
mejor?
—¿Quién sabe lo que es bueno ni
lo que es malo? —Y el Ratón se rió
—. Desde luego, si existiera el país
de los principios generales, tú allí
serías el rey.
—Vale, pero sin carnero.
—Sin carnero, por supuesto. —Y
el Ratón agotó de un trago su tercera
cerveza, tras lo cual dejó la lata
vacía sobre el suelo, de un golpe—.
Más te valdría coger cuanto antes el
camino, montaña abajo, no sea que la
nieve te deje aislado. No tendrás
ganas de pasarte aquí un invierno,
¿verdad? Me temo que dentro de
cuatro o cinco días la nieve
empezará a acumularse y cuajará. Y
recorrer los caminos de montaña
helados es muy peligroso.
—Y tú, ¿qué vas a hacer?
El Ratón sonrió, complacido sin
duda, en medio de las densas
tinieblas.
—Para mí ya no hay frases tales
como «de aquí en adelante». A lo
largo de este invierno que empieza
me iré apagando, y en paz. No sé si
este invierno será largo o corto,
pero, de todos modos, un invierno no
es más que un invierno. Me ha
alegrado verte. Me habría gustado
que nos viéramos en un sitio, a ser
posible, más cálido y alegre; pero, en
fin…
—Yei me encargó que te diera
recuerdos.
—Dáselos de mi parte cuando lo
veas; no te olvides, ¿eh?
—También hablé con ella.
—¿Cómo estaba?
—Bien. Trabajando todavía en la
misma empresa.
—Entonces, ¿no se ha casado?
—No —le respondí—. Tenía
ganas de saber por ti mismo si todo
había acabado o no.
—Todo ha acabado —contestó el
Ratón—. Aunque no he sido capaz de
acabarla yo mismo, el hecho es que
la cosa se acabó. Mi vida era una
vida sin sentido. Aunque, echando
mano, una vez más, de tus queridos
principios generales, diría que toda
vida humana carece de sentido. ¿De
acuerdo?
—Sí —confirmé—. Para
terminar, me quedan dos preguntas.
—De acuerdo. Adelante.
—La primera es sobre el hombre
carnero.
—Es un tío fenomenal.
—El hombre carnero que vino
aquí eras tú, ¿no?
El Ratón giró el cuello haciendo
sonar las vértebras cervicales.
—Efectivamente —dijo—. Tomé
su cuerpo prestado. Te lo imaginaste,
¿no?
—Al cabo de un rato —le
respondí—. Al principio no se me
ocurrió.
—Para serte sincero, me
impresionó que te cargaras la
guitarra a golpes. Nunca te había
visto tan enfadado; y, por otra parte,
era la primera guitarra que había
comprado en mi vida. No era muy
cara, pero, en fin…
—Lo siento de veras —me
disculpé—. Sólo pretendía
amedrentarte, para ver si te quitabas
la máscara.
—Bueno, dejémoslo estar.
Mañana, todo se esfumará —dijo el
Ratón—. La segunda pregunta es
acerca de tu amiga, ¿no?
—Eso es.
El Ratón estuvo callado bastante
rato. Oí cómo se frotaba las manos, y
a continuación respiraba hondo.
—No quería hablar de ella, a ser
posible. Es que era una pieza extraña
en el juego.
—¿Una pieza extraña?
—Sí. Concebí esto como algo
entre tú y yo, y esa chica se metió por
medio. No teníamos por qué
implicarla en esto. Como bien sabes,
esa chica está dotada de
maravillosos poderes. Un poder que
ejerce sobre las cosas para atraerlas
hacia ella. Pero no tenía que haber
venido. Éste es un sitio que desborda
con mucho el alcance de sus poderes.
—¿Qué ha sido de ella?
—Está a salvo, y se encuentra
bien —respondió el Ratón—. Sólo
que ya no tendrá atractivo alguno
para ti. Es una lástima, pero…
—Y eso ¿por qué?
—Se esfumó. Ese algo que había
en ella, se esfumó por completo.
Me hundí en el silencio.
—No creas que no te entiendo —
prosiguió el Ratón—. Pero eso, en
realidad, tenía que esfumarse antes o
después. En ti, en mí, en tantas chicas
que hemos conocido, hay un algo que
acaba esfumándose. Sabes que es así.
Asentí.
—Ya va siendo hora de que me
vaya —dijo el Ratón—. No puedo
quedarme más. Seguramente, nos
volveremos a encontrar en algún
sitio.
—Así lo espero —le contesté.
—De ser posible, en un sitio un
poco más alegre, y durante el verano.
¡Ojalá! Una cosa, para terminar:
mañana por la mañana, a las nueve,
quiero que pongas en hora el reloj de
pesas y que empalmes unos hilos que
hay detrás: el hilo verde con el
verde, y el rojo con el rojo. Y a las
nueve y media quiero que te marches
de aquí monte abajo. A las doce
vendrá un visitante a tomar el té,
¿sabes?
—Descuida.
—Me he alegrado mucho de
verte.
El silencio nos rodeó por un
instante.
—¡Adiós! —exclamó el Ratón.
—Hasta la vista —le dije.
Arropado aún en mi manta, cerré
los ojos y traté de afinar el oído. El
Ratón atravesó el salón con un ruido
seco de zapatazos, y abrió la puerta.
Un frío helado penetró en la casa. No
era viento, sino el más glacial de los
fríos, que se infiltraba con
exasperante lentitud.
El Ratón se entretuvo algún
tiempo en la entrada, con la puerta
abierta. Parecía estar mirando algo,
pero no era el paisaje exterior, ni el
interior de la habitación, ni mi
persona, sino algo completamente
distinto. Daba la impresión de que
estuviera mirando el pomo de la
puerta, o tal vez la punta de sus
zapatos. Después, como si se
cerraran las puertas del tiempo, la
puerta se cerró con un leve
chasquido.
Luego, solo quedó el silencio.
Nada más que silencio.
13. Hilo verde, hilo rojo,
gaviotas heladas

Pasado un rato tras la marcha del


Ratón, me sobrevino un tremendo
escalofrío. Varias veces intenté
vomitar en el lavabo, pero no me
salía nada, aparte de mi aliento
rancio.
Subí al piso de arriba, donde me
quité el jersey y me metí en la cama.
Los escalofríos y los accesos de
fiebre se sucedían. La habitación se
ensanchaba y se estrechaba
alternativamente. La manta y la ropa
interior se empaparon de sudor, lo
que me hizo sentir un frío húmedo y
gélido.
—A las nueve, dale cuerda al
reloj —me susurraba alguien al oído
—. Hilo verde con hilo verde; hilo
rojo con hilo rojo. A las nueve y
media, márchate de aquí…
—No hay ningún problema —
decía el hombre carnero—. Todo
saldrá bien.
—Las células van
reemplazándose entre sí —dijo mi
mujer. Llevaba una combinación
blanca en su mano derecha. Todo mi
cuerpo temblaba.
—Hilo rojo con hilo rojo; hilo
verde con hilo verde…
—Tú no entiendes nada de nada,
sabes —me echaba en cara mi amiga.
Efectivamente, no entendía nada.
Se oyó un clamor de olas.
Pesadas olas de invierno. Un mar
color de plomo, orlado de espuma
blanca. Gaviotas heladas.
Estaba en el salón de
exposiciones, herméticamente
cerrado, del gran acuario. Allí había
expuestos varios penes de ballena
macho. Hacía un calor bochornoso,
sofocante. Alguien tenía que abrir las
ventanas.
—No hay nada que hacer —dijo
el chófer—, pues una vez abiertas no
se pueden volver a cerrar. Y si pasa
eso, todos moriremos sin remedio.
Alguien abrió la ventana. Hacía
un frío terrible. Se oía el gemido de
las gaviotas. Sus voces agudas me
desgarraban la piel.
—¿Recuerda el nombre del gato?
—Boquerón —respondí.
—No, no es Boquerón —dijo el
chófer—. Ya ha cambiado de
nombre. Los nombres cambian muy
de prisa. ¿No es cierto que usted ya
no se acuerda del suyo?
Terrible frío. Con su cortejo de
gaviotas, demasiadas gaviotas.
—La mediocridad recorre un
larguísimo camino —dijo el hombre
del traje negro—. El hilo verde va
con el rojo; el rojo, con el verde.
—¿Has oído algo acerca de la
guerra? —preguntó el hombre
carnero.
La orquesta de Benny Goodman
empezó a interpretar «Air Mail
Special».
Charlie Christian la emprendió
con un largo solo. Llevaba un
sombrero flexible color crema. Era
la última imagen que recordaba
haber visto.
14. Visita de vuelta a la
curva
ominosa

Cantaban los pájaros.


La luz del sol, tamizada por las
rendijas de las contraventanas, llovía
en forma de franjas sobre la cama.
Mi reloj de pulsera, caído por el
suelo, indicaba las siete y media. La
manta y la chaqueta del pijama
estaban empapadas, como si las
hubieran rociado con agua.
Mi cabeza aún estaba confusa y
abrumada, pero la fiebre había
desaparecido. Más allá de la
ventana, se extendía un panorama de
nieve. Bajo la nueva luz matinal, la
pradera resplandecía como plata. Era
un frío que sentaba bien a la piel.
Bajé al piso bajo, y me di una
ducha caliente. Mi cara estaba
asquerosamente blanquecina, y las
mejillas se me habían quedado
chupadas en una sola noche. Me unté
de crema de afeitar, tres veces más
de lo ordinario, y me fui rasurando
con cuidado. Luego, oriné una meada
increíblemente larga. Tras dar fin a
esta operación fisiológica, me quedé
tan postrado que tuve que echarme
sobre el sofá un buen cuarto de hora,
en albornoz.
Los pájaros seguían cantando. La
nieve comenzaba a derretirse, y se
oía gotear desde los aleros. De vez
en cuando llegaba un agudo gemido
desde la lejanía.
Pasadas las ocho y media, me
tomé dos vasos de mosto, y me comí
una manzana a mordiscos. Luego me
puse a hacer el equipaje. Decidí
coger de la despensa subterránea una
botella de vino blanco, una gran
tableta de chocolate y dos manzanas.
Una vez listo el equipaje, un aire
de tristeza se cernía por el salón.
Todo, sin excepción, presagiaba su
final.
Tras asegurarme por mi reloj de
pulsera de que eran las nueve, subí
las tres pesas del reloj y giré sus
manecillas hasta las nueve. Luego,
deslizando el pesado reloj, empalmé
los hilos que le salían por detrás. El
verde con el verde. Y el rojo con el
rojo.
Los hilos salían por cuatro
agujeros, abiertos con un taladro en
la tabla trasera: dos arriba, para un
juego de hilos, y dos abajo, para el
otro. Los hilos iban sujetos a la caja
del reloj mediante un alambre igual
al que había dentro del todoterreno.
Tras devolver el reloj a su posición
anterior, me dirigí al espejo y, de pie
ante él, me despedí de mí mismo.
—Ojalá haya suerte —le dije.
—Ojalá haya suerte —me dijo.

Igual que cuando había venido,


atravesé en diagonal el prado. A mis
pies crujía la nieve. La pradera, sin
una sola huella de pasos, semejaba
un lago volcánico de plata. Al
volverme, mis pisadas dejaban un
rastro que se continuaba hasta la
casa. Las pisadas zigzagueaban
sorprendentemente. No siempre es
fácil caminar en línea recta.
Una vez que me encontré lejos de
la casa, ésta me pareció un ser vivo.
Al debatirse entre sus cuatro
paredes, la casa se sacudía la nieve
de su techumbre abuhardillada,
haciéndola caer. Los cúmulos de
nieve se deslizaban por la pendiente
del tejado y, precipitándose sobre el
terreno, se despedazaban.
Seguí andando y crucé la
pradera. Luego dejé atrás el
interminable bosque de abedules
blancos, crucé el puente, rodeé el pie
del monte cónico y salí a la odiosa
curva.
La nieve amontonada en la curva
aún no había cuajado, por fortuna.
Pero no lograba desterrar el aciago
presentimiento de que, por muy firme
que pisara, me vería arrastrado sin
remedio al abismo infernal.
Agarrándome a aquel paredón que se
desmoronaba, logré salir por mi pie
de la maldita curva. Me corría el
sudor por los sobacos. Justamente
como en las pesadillas de mi
infancia.
A la derecha vi extenderse una
llanura, la cual estaba también
cubierta de nieve. Por medio de ella
corría el río Junitaki, entre brillos
cegadores. Un silbato de vapor
parecía oírse en la remota lejanía. El
tiempo era espléndido.
Me detuve para retomar el
aliento. Me eché la mochila a la
espalda, y fui bajando por la suave
pendiente. Al doblar el próximo
recodo, vi un jeep nuevo que estaba
parado.
Ante él estaba de pie el
secretario del traje negro.
15. El té de las doce

—Te estaba esperando —dijo el


hombre del traje negro—, aunque no
más de unos veinte minutos, ésa es la
verdad.
—¿Cómo es que estaba al
corriente?
—¿En lo concerniente al sitio?,
¿o al tiempo?
—Lo digo por el tiempo —
expliqué, quitándome la mochila.
—¿Cómo te crees que he llegado
a ser secretario del jefe? ¿Por mi
esfuerzo? ¿Por mi coeficiente
intelectual? ¿Por mi eficiencia? ¡Qué
disparate! La única razón es porque
tenía capacidad. Sexto sentido, en
una palabra, según diría la gente
como tú.
El hombre vestía una chaqueta
deportiva de color beige y
pantalones de esquiador; llevaba
gafas de sol con cristales verdes
antirreflectantes.
—Entre el jefe y yo había varios
puntos comunes. Puntos que entrarían
en conflicto, por ejemplo, con la
racionalidad, la lógica y la moral al
uso, desbordándolas.
—¿Cómo que había?
—El jefe murió hace una semana.
Fue un funeral magnífico. Ahora
mismo Tokio anda de cabeza, en el
trance de elegir un sucesor. Una
tropa de mediocres no hace más que
dar vueltas a mil pamplinas. Un
esfuerzo inútil.
Suspiré. El hombre sacó una
pitillera dorada del bolsillo de la
chaqueta. Extrajo de ella un
cigarrillo sin filtro y lo encendió.
—¿Quieres fumar?
—No, gracias —le respondí.
—Desde luego, te has portado
bien. Por encima de toda esperanza.
Hablando con franqueza, estoy
sorprendido. Tenía la intención, por
supuesto, de irte dando pistas poco a
poco, en caso de que llegaras a un
callejón sin salida. Pero ese
encuentro por las buenas con el
profesor Ovino fue algo genial. Tanto
que, si fuera posible, me gustaría que
trabajaras para mí.
—Así que desde el principio,
usted conocía este lugar, ¿no?
—Naturalmente. ¿Quién, si no,
podía conocerlo?
—¿Puedo hacerle una pregunta?
—Adelante —dijo el hombre, de
buen talante—, aunque sé breve.
—¿Por qué no me habló de este
lugar desde el principio?
—Porque quería que vinieses
aquí espontánea y libremente. Y que
consiguieras hacerlo salir de su
madriguera.
—¿Madriguera?
—Una madriguera mental.
Cuando alguien llega a estar poseído
por un carnero, cae en una
enajenación temporal. Es algo así
como el síndrome de la almeja, ¿eh?
Lograr sacarlo de ahí era tu
cometido. Aunque para infundirle
confianza en ti, tenías que ser como
un papel en blanco. Ahí estaba el
detalle. ¿Qué tal? ¿Todo fácil?
—Eso parece.
—Abriendo la semilla, todo lo
demás viene por sí mismo. Poner en
pie el programa es lo más duro. Pues
los ordenadores no alcanzan a tomar
en consideración el margen de
vaivén imputable a los sentimientos
humanos. Esto supone más trabajo a
mano, como si dijéramos. Aunque si
luego ese programa, elaborado con
tanto esfuerzo, es llevado a la
práctica según lo esperado, no hay
alegría mayor.
Me encogí de hombros.
—Bien, pues —prosiguió el
hombre—. La caza del carnero se
encamina a su desenlace. Gracias a
mis cálculos y a tu habilidad. Ahora
me haré con él, ¿no es así?
—Eso parece —apostillé—. Lo
está esperando. Me ha dicho que
tomarán el té a las doce.
El hombre y yo miramos a la vez
nuestros respectivos relojes de
pulsera. Eran las once menos diez.
—Voy a tener que irme —dijo el
hombre—. Estaría mal hacerle
esperar. No te vendría mal que el
jeep te lleve hasta allá abajo. Y, por
supuesto, aquí tienes tu recompensa.
El hombre sacó del bolsillo
interior de su chaqueta un cheque, y
me lo entregó. Me lo metí en el
bolsillo, sin mirar siquiera la
cantidad.
—¿No vas a mirarlo?
—No creo que haya necesidad.
El hombre sonrió, complacido.
—Ha sido un placer trabajar
contigo. Y otra cosa: he disuelto la
empresa de tu socio. Y eso que las
perspectivas eran favorables. La
industria publicitaria se extenderá
más y más a partir de ahora. Puedes
trabajar por tu cuenta.
—¿Está usted loco? —le dije.
—Nos volveremos a ver —dijo
el hombre.
Y echó a andar por la curva,
camino de la meseta.

—Boquerón se encuentra
estupendamente —dijo el chófer, al
volante del jeep—. Está gordito
como una bola.
Yo iba sentado al lado del
conductor. Parecía ser una persona
distinta de la que conducía aquella
monstruosa limusina. Me habló de
cosas como el funeral del jefe y el
cuidado del gato, pero yo casi no lo
escuchaba.
Cuando el jeep llegó a la
estación, eran las once y media. La
ciudad estaba tranquila, como
muerta. Un viejo apartaba a
paletadas la nieve de la plazoleta
situada ante la estación. Un perro
flacucho estaba junto a él, meneando
el rabo.
—Muchas gracias —le dije al
chófer.
—De nada —me respondió—. Y
a propósito, ¿ha probado a llamar al
teléfono de Dios?
—No. No he tenido tiempo.
—Tras la muerte del jefe,
siempre comunica. ¿Qué habrá
ocurrido?
—Seguro que está la mar de
ocupado —le dije.
—Tal vez sea eso —asintió el
chófer—. Bien, pues, a conservarse,
señor.
—Adiós —le dije.
El tren salía a las doce en punto.
En el andén no había nadie, y los
pasajeros del tren, incluido yo,
éramos cuatro. Aun así, me
reconfortó ver gente después de tanto
tiempo. Sea como fuere, había vuelto
al mundo de los vivos. Y por más
que sea un mundo mediocre y lleno
de aburrimiento, sigue siendo mi
mundo.
Mientras masticaba el chocolate,
oí el silbato de partida. Al
extinguirse su silbido, y cuando sonó
la sacudida de arranque del tren, se
oyó el estrépito de una explosión en
la lejanía. Empujé decididamente la
ventanilla para abrirla, y saqué el
cuello al exterior. Hubo una nueva
explosión diez segundos después de
la primera. El tren estaba en marcha.
Unos tres minutos más tarde, en la
zona del monte cónico, vi ascender
una columnilla de humo.
Hasta que el tren se metió en una
curva, estuve mirando el humo.
EPÍLOGO

—Todo se acabó —dijo el


profesor Ovino—. Todo se acabó.
—Todo —apostillé.
—Sin duda alguna, debería darte
las gracias.
—Y he perdido tantas cosas…
—¡Quizá! —me contradijo el
profesor Ovino—. ¿No te das cuenta
de que has salvado la vida?
—Tal vez sí.
Cuando salí de su habitación, el
profesor Ovino se desplomó sobre la
mesa y, sofocando la voz, se puso a
llorar. Lo había despojado de su
pasado, simple y llanamente. Aún
sigo sin saber si aquello estuvo bien
o no.

—Su amiga se marchó —dijo el


dueño y gerente del Hotel del Delfín
—. No dijo adónde iba. No parecía
encontrarse bien.
—Ya. Gracias.
Me hice cargo de mi equipaje, y
me alojé en la misma habitación de
la otra vez. Desde la ventana volví a
contemplar el funcionamiento de
aquella empresa que me intrigó. No
vi, sin embargo, a la chica tetuda.
Dos hombres jóvenes trabajaban
juntos, y fumaban. Uno leía
cantidades y el otro dibujaba un
gráfico de líneas quebradas con
ayuda de una regla. Debido a la
ausencia de la chica tetuda, la
empresa parecía otra, totalmente
distinta de la que había observado
durante mi estancia anterior. Lo
único que no había cambiado era que
no tenía idea de a qué se dedicaba
aquella empresa. Al dar las seis,
todos salieron, y el edificio quedó a
oscuras.
Encendí el televisor y miré el
noticiario. No hubo comentarios
acerca de un accidente acompañado
de explosión por la zona del monte
cónico. Claro que ¿no había sido
ayer cuando tuvo lugar la explosión?
¿Dónde había estado aquel día, y qué
había hecho? La cabeza me dolía al
intentar recordarlo.
De todos modos, había
transcurrido un día.
Paso a paso, día a día, me iré
distanciando de los recuerdos. Hasta
que un día vuelva a oír aquella
remota voz llamándome al seno de
las tinieblas, más negras que la laca.
Apagué el televisor y, sin
descalzarme, me eché en la cama. En
mi soledad, contemplé el techo, lleno
de manchas. Las manchas del techo
me trajeron el recuerdo de muchas
personas desaparecidas. Y olvidadas
de todo el mundo.
Luces de neón de variadas
coloraciones alteraban la tonalidad
del cuarto. Próximo a mi oído, se
podía escuchar mi reloj de pulsera.
Me lo quité y lo dejé caer al suelo.
Señales acústicas, procedentes del
claxon de los coches, se superponían
suavemente unas a otras. Intenté
dormir, pero no pude. Con tan
encontrados sentimientos pugnando
en mi pecho, no había lugar para el
sueño.
Me puse por encima un jersey,
eché a andar por la ciudad y me metí
en la primera discoteca que me salió
al paso. Y allí, al son de unos
espirituales negros, me bebí tres
whiskys dobles. Eso me volvió un
poco a la normalidad. No hay más
remedio que volver a ella. Es lo que
todo el mundo espera ver en mí: un
ser normal.
Al volver al Hotel del Delfín, el
dueño estaba sentado en el sofá
viendo el último noticiario
televisivo.
—Me voy mañana a las nueve —
le dije.
—¿Se vuelve a Tokio?
—No —le respondí—. Antes
tengo que ir a otro sitio. Despiérteme
a las ocho, por favor.
—De acuerdo —me dijo.
—Gracias por todo.
—De nada, señor —dijo, con un
suspiro—. Mi padre no come —
añadió—; si sigue así, se va a morir.
—Ha recibido un golpe muy
duro.
—Lo sé —exclamó el dueño con
pena—. Pero mi padre no me cuenta
nada.
—Seguro que todo cambiará y
será mejor —le dije—. Es cuestión
de darle tiempo al tiempo.

El almuerzo del día siguiente lo


tomé a bordo del avión. El aparato
hizo escala en el aeropuerto de
Haneda, en Tokio, y prosiguió su
vuelo. A su izquierda brillaba
continuamente el mar.
Yei estaba como siempre,
pelando patatas. Una chica, empleada
por horas, se dedicaba a cambiar el
agua de los floreros, limpiar las
mesas, etcétera. Recién llegado,
como estaba, de Hokkaidô a aquella
ciudad, me encontré con que aún era
otoño. La montaña que se veía desde
la ventana del bar de Yei mostraba
bellos tonos rojizos.
Me había sentado a la barra y
bebía una cerveza antes de que el bar
abriera al público. Con la mano
izquierda rompía la cáscara de los
cacahuetes, que emitían un agradable
crujido.
—¡Menudo trabajo te has
tomado, para venir a comerte unos
cacahuetes! —dijo Yei.
—¡Ejem! —mascullé, con la
boca llena de cacahuetes a medio
masticar.
—Y a todo esto, ¿otra vez de
vacaciones?
—Lo he dejado.
—¿Que has dejado tu trabajo?
—Es largo de contar.
Yei, una vez peladas todas las
patatas, las metió en un gran colador
para irlas lavando. Luego, cerró el
grifo.
—Bien, ¿qué vas a hacer a partir
de ahora?
—Ni idea. Recibiré un poco de
dinero por la disolución de la
sociedad y la venta de sus
instalaciones. No será nada del otro
mundo, pero y además, tengo esto.
Saqué del bolsillo el cheque y,
sin mirar la cantidad, se lo entregué a
Yei. Éste, al verlo, sacudió la
cabeza.
—Esto es un montón de dinero.
Me da en la nariz que su origen no es
nada claro.
—Has dado en el clavo,
ciertamente.
—Pero será largo de contar, ¿no?
Me reí.
—Te lo voy a dejar en depósito.
Mételo en la caja fuerte del
establecimiento.
—¡Como si yo tuviera caja
fuerte!
—Basta con que lo guardes en la
caja registradora.
—Te lo guardaré en mi caja de
seguridad del banco —dijo Yei, algo
turbado—. Pero, ¿qué vas a hacer
con esto?
—Dime, Yei: Cuándo te mudaste
a este local, gastaste mucho dinero,
¿no?
—Muchísimo.
—¿Tienes deudas?
—Claro.
—Con lo que hay en el cheque,
¿podrías cancelarlas?
—Y sobraría algo. Pero…
—¿Qué te parece si por esa
cantidad nos haces al Ratón y a mí
socios honorarios? No tienes que
darnos dividendos ni intereses. Basta
con el nombre.
—Pero yo no podría consentirlo.
—Venga, déjate querer. A
cambio, cuando el Ratón o yo
tengamos algún problema, basta con
que entonces nos des refugio.
—¿No lo he venido haciendo
siempre, hasta ahora?
Me quedé mirando fijamente a
Yei, sin soltar mi vaso de cerveza.
—Lo sé —le dije—. Pero quiero
hacerlo así.
Yei se rió, y se metió el cheque
en el bolsillo del delantal.
—Todavía recuerdo tu primera
borrachera. ¿Cuántos años hará de
eso?
—Trece años.
—¿Ya ha pasado tanto tiempo?
Yei, cosa rara en él, se pasó
media hora hablando del pasado.
Cuando empezaron a entrar clientes,
desperdigadamente todavía, me
incorporé.
—¡Pero si no has hecho más que
llegar! —exclamó Yei.
—Los niños bien educados no
dan la lata más de la cuenta —le
respondí.
—Te encontrarías con el Ratón,
¿no?
Apoyadas en la barra mis dos
manos, respiré muy hondo.
—Me lo encontré.
—También eso será largo de
contar.
—Más largo que nada que hayas
oído contar en tu vida.
—¿Y no me lo podrías resumir?
—Es que, con un resumen, te ibas
a quedar en ayunas.
—¿Estaba bien?
—Estupendamente.
—Volveré a verle, ¿verdad?
—Claro que sí. Sois socios en el
negocio, ¿no? Ese dinero lo hemos
reunido entre los dos, el Ratón y yo.
—Me has dado un alegrón.
Bajé del taburete junto a la barra
e inhalé el aire entrañable del local.
—A propósito, ya que soy tu
socio, me gustaría ver por aquí
máquinas tragaperras y gramolas.
—La próxima vez que vengas, ya
estarán instaladas —respondió Yei.

Anduve bordeando el río hasta su


desembocadura, y al llegar a los
últimos cincuenta metros, ya de
playa, me senté. Estuve llorando
durante dos horas. No había llorado
tanto desde que nací. Tras esas dos
horas de llanto, conseguí
incorporarme. No sabía adónde ir,
pero me puse en pie y sacudí la arena
que se me había adherido al
pantalón.
Ya había oscurecido. Al echar a
andar, escuché a mi espalda el
murmullo de las olas.

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