La Caza Del Carnero Salvaje - Haruki Murakami
La Caza Del Carnero Salvaje - Haruki Murakami
La Caza Del Carnero Salvaje - Haruki Murakami
ePUB v1.0
Mística 09.07.11
Título original: 羊をめぐる冒険
Traducción: Fernando Rodríguez-
Izquierdo
I. 25 DE
NOVIEMBRE DE
1970
1. La excursión del
miércoles
por la tarde
Su nombre se ha borrado de mi
memoria.
Desde luego, podría buscar su
esquela, que recorté y guardé, para
recordarlo, pero a estas alturas da
igual cómo se llamaba. Es un nombre
que se ha borrado para mí. Así de
sencillo.
A veces me encuentro con amigos
a quienes no he visto desde hace
años y si por casualidad en nuestra
conversación hablamos de ella,
tampoco recuerdan su nombre. «¡Ah,
entonces…! ¿Te acuerdas de aquella
chica que se acostaba con todos…?
¿Cómo se llamaba…? Ni idea, oye…
y eso que también yo me la follé un
montón de veces… ¿Qué habrá sido
de su vida? ¡Estaría bueno
tropezársela por ahí…!» «Érase una
vez, en algún lugar, una-chica-que-
se-acostaba-con-todos.» Así se
llamaba para nosotros. Ése era su
nombre.
En el cajón de mi mesa de
trabajo, por azar, había una foto de
carneros. Así que la usé. Una
armoniosa obra del azar en un mundo
lleno de armonía.
b) La fotografía de los
carneros estaba esperándome
desde hacía tiempo dentro del
cajón de mi mesa de trabajo.
Aunque no la hubiese usado
para aquel anuncio en aquella
revista, un día u otro la habría
aprovechado para algún
trabajo.
Al volver a mi apartamento, en el
buzón tenía tres cartas, junto con el
periódico vespertino. Una era del
banco: un estado de cuentas. Otra era
una invitación para una de esas
reuniones sociales en que te mueres
de aburrimiento. La tercera contenía
propaganda de una tienda de coches
usados; la había traído un mensajero,
para darle carácter más personal.
Llevaba escrita la frase: «Cómprese
un coche de categoría, y toda su vida
mejorará.» Mera propaganda para
seducir al cliente. Junté las tres
cartas, las rompí por la mitad y las
tiré a la papelera.
Saqué un zumo del frigorífico y
lo vertí en un vaso. Sentado a la
mesa de la cocina, me lo fui
bebiendo. Sobre la mesa encontré
una nota que me había dejado mi
amiga. «Salgo a comer. Volveré
antes de las 9.30», decía. El reloj
digital que tenía en la cocina
señalaba las nueve y media. Mientras
lo contemplaba, los números
cambiaron al 31, y poco después al
32.
Cansado de mirar el reloj, me
desnudé y me metí en la ducha, donde
me lavé el pelo. En el cuarto de baño
había cuatro clases de champú y tres
clases de suavizante. Cada vez que
ella iba al supermercado, traía toda
suerte de productos nuevos, para
probarlos. Así lo habitual al entrar
en el baño era toparse con un
producto nuevo. Había cuatro clases
de crema de afeitar y cinco tubos de
pasta dentífrica. Un buen surtido. Al
salir del baño, me puse unos
pantalones de deporte y una camiseta
de manga corta; por fin se había
esfumado aquella sensación de asco
que me invadía, y me sentí limpio.
A las diez y veinte llegó mi
amiga, cargada con una bolsa del
supermercado. Siempre iba a
comprar de noche. En la bolsa traía
tres escobillas para retrete, una caja
de clips sujetapapeles y un paquete
de seis latas de cerveza bien frías. Se
me brindaba la ocasión de beberme
otra cerveza.
—Me he metido en un asunto de
carneros —le dije.
—Ya te avisé —me contestó.
Sacamos unas salchichas
enlatadas del frigorífico, las freímos
en la sartén y nos las comimos. Me
comí tres, y ella, dos. Por la ventana
de la cocina entraba una fresca brisa
nocturna. Le hablé de lo ocurrido en
la empresa, y en el coche, y en la
mansión…, del extraño secretario,
del tumor sanguíneo y del rechoncho
carnero con la marca de estrella en
su lomo. Le hablé largo y tendido, y
cuando terminé mi relato el reloj
marcaba las once.
—Y eso es todo —concluí.
A decir verdad, no se mostró
demasiado sorprendida. Mientras yo
hablaba ella había aprovechado el
tiempo para limpiarse las orejas, y
también bostezó unas cuantas veces.
—Así que… ¿cuándo es la
marcha?
—¿La marcha?
—¿No vas a ir en busca del
carnero?
Con el dedo metido en la anilla,
dispuesto a abrir mi segunda cerveza,
alcé la cara para mirarla.
—No pienso ir a ningún sitio.
—Pero, si no vas, ¿no tomarán
represalias?
—No lo creo. De todos modos,
me estaba planteando dejar la
empresa. Por mucho que me
incordien, siempre encontraré algún
trabajo que me dé de comer. No van
a matarme, digo yo.
Sacó un nuevo bastoncillo de
algodón de la cajita, y lo estuvo
toqueteando un rato.
—No te entiendo. Todo lo que
tienes que hacer es encontrar a un
carnero y se acabó el problema. A lo
mejor, hasta resulta divertido.
—Para jugar al escondite que no
cuenten conmigo. Hokkaidô es mucho
más extensa de lo que piensas, y, en
cuanto a carneros, debe de haber
cientos de miles. ¿Cómo me las voy a
arreglar para encontrar a uno
determinado? Imposible. Por más
que el carnero de marras lleve el
signo de la estrella estampado en el
lomo.
—Hay cinco mil.
—¿Cinco mil qué?
—Ése es el número de carneros
que hay en Hokkaidô. En 1947 había
doscientos setenta mil, pero ahora no
quedan más de cinco mil.
—Oye, ¿cómo estás tan enterada?
—Cuando te fuiste, corrí a la
biblioteca pública a averiguarlo.
Dejé escapar un suspiro.
—¡De lo que no te enteres tú…!
—Nada de eso. Por desgracia,
hay muchas cosas que no sé.
—¡Hum! —murmuré.
Abrí la segunda cerveza, y la
repartí entre su vaso y el mío.
—En todo caso, no quedan más
de cinco mil carneros en Hokkaidô;
según las estadísticas
gubernamentales. ¿Qué tal? Te
sentirás aliviado, ¿no?
—Es lo mismo —dije—. Sean
cinco mil o doscientos setenta mil, la
cosa no cambia mucho, digo yo. El
problema sigue siendo encontrar un
carnero dentro de un inmenso
territorio. Y para colmo, no tenemos
ni una sola pista.
—No es verdad eso de que no
tengamos ni una pista. Para empezar,
tienes la foto, y puedes recurrir a ese
amigo tuyo, ¿no? Por cualquiera de
las dos vías, seguro que das con
algo.
—Esas dos vías no son más que
pistas muy vagas. El paraje donde se
hizo la foto no tiene nada que lo
distinga, y en cuanto al Ratón, hasta
los matasellos de sus cartas son
ilegibles.
Ella bebió un sorbo de su
cerveza, y yo la imité.
—¿No te gustan los carneros? —
me preguntó.
—¡Claro que me gustan! —le
respondí. La cabeza empezó de
nuevo a darme vueltas—. Así y todo,
he decidido no ir —proseguí. En
realidad, dije esto para tratar de
convencerme a mí mismo, pero no lo
conseguí.
—¿Quieres un poco de café?
—Buena idea —asentí.
Mi amiga retiró las latas vacías
de cerveza y los vasos, y puso agua
en la tetera. Mientras el agua se
calentaba, se fue a escuchar unas
casetes a la habitación de al lado.
Era una serie de temas cantados por
Johnny Rivers: «Midnight Special»,
seguido de «Roll over Beethoven» y
«Secret Agent Man». Cuando el agua
hirvió, echó el café, mientras cantaba
a una con la cinta «Johnny B.
Goode». Entretanto, yo leía el diario
de la tarde. Era una escena de lo más
familiar. De no ser por el dichoso
carnero, me habría sentido la mar de
feliz.
Hasta que se escuchó el
característico chasquido del final de
la cinta, permanecimos callados
bebiendo café y masticando unas
galletas. Yo seguía leyendo el diario
vespertino. Cuando ya no me quedó
ninguna columna por leer, volví a
empezar. Entre otras cosas, en tal
sitio habían dado —por lo visto— un
golpe de Estado, en tal otro murió
una estrella de cine, más allá se
hablaba de un gato acróbata…
Asuntos todos ellos que no me
importaban un comino. Mientras
tanto, Johnny Rivers seguía cantando.
Terminada la cinta, doblé el
periódico y la miré.
—Estoy confuso. Desde luego,
tal vez sea mejor ir en busca del
famoso carnero, aunque
probablemente será una búsqueda
inútil. Pero, por otro lado, no me
gusta que me den órdenes y me
amenacen; que me acosen, en fin.
—Pero ocurre que todo el
mundo, unos más y otros menos, vive
sujeto a órdenes, amenazas y acosos.
Incluso puede resultar beneficioso
para nosotros encontrar al carnero.
—Tal vez tengas razón —le dije,
al cabo de un rato.
Seguía limpiándose
metódicamente los oídos. De vez en
cuando, entre sus cabellos asomaban
los opulentos lóbulos de sus orejas.
—Hokkaidô está preciosa en esta
época del año. Los turistas son
escasos, el clima es bueno, y, en
cuanto a los carneros, pastan en
campo abierto. Una espléndida
estación…
—… me imagino —completé.
—En caso de que… —empezó a
decir, entre bocado y bocado de
galleta—, en caso de que me quieras
llevar contigo, creo que te podré
ayudar.
—¿Por qué estás tan interesada
en la búsqueda del carnero?
—Porque me gustaría verlo.
—Es posible que este asunto del
carnero me cause innumerables
sinsabores. No me gustaría que te
vieras metida en algún lío.
—No me importa. Tus problemas
son mis problemas. —Y esbozó una
sonrisa para decir—: Me caes muy
bien, ¿sabes?
—Gracias —le dije.
—¿Eso es todo?
Cerré el periódico y lo empujé
hacia un extremo de la mesa. La leve
brisa que se colaba por la ventana se
llevó el humo de mi cigarrillo Dios
sabe adónde.
—Hablando con franqueza, este
asunto no me gusta. Me huelo que hay
gato encerrado.
—¿Dónde?
—Desde el principio hasta el fin
—respondí—; todo este asunto del
carnero es absurdo, pero sus detalles
parecen obedecer a algún designio y,
para colmo, cada pieza encaja
perfectamente. Me da mala espina.
Ella, sin responder palabra,
cogió una goma para el cabello que
estaba encima de la mesa y se
entretuvo jugueteando con ella entre
sus dedos.
—Y, por otra parte, ¿qué ocurrirá
si lo encontramos? Si, como dijo
aquel hombre, ese carnero es algo tan
especial, tal vez entonces empiecen
los verdaderos problemas.
—Los verdaderos problemas ya
han empezado para tu amigo. Porque
si no, no te habría mandado esa
fotografía.
Tenía razón. Había puesto mis
cartas sobre la mesa, y había perdido
todas las jugadas. Me daba la
impresión de que el mundo entero
podía leerme a placer la palma de la
mano.
—Parece que no queda más
remedio que ir —exclamé, dándome
por vencido.
Ella sonrió.
—Seguro que será lo mejor —me
dijo—. En cuanto al carnero, creo
que no habrá ninguna dificultad para
encontrarlo.
Terminó el aseo de sus orejas.
Envolvió los bastoncillos de
algodón, hechos un haz, en un
pañuelo de papel, y lo tiró todo.
Tomó en sus manos la goma para el
cabello y se lo recogió hacia atrás,
dejando las orejas a la vista. El
ambiente de la habitación cambió
como por arte de magia.
—Vámonos a la cama —me dijo.
6. La excursión del
domingo
por la tarde
Verdaderamente, en cuanto
llegamos a Sapporo, tuvimos
programa doble.
VII. AVENTURAS EN
EL
HOTEL DEL
DELFÍN
1. En la sala de cine
consuma
el movimiento de
traslación.
Hacia el Hotel del Delfín
AL RATÓN. URGENTE.
PÓNGASE EN CONTACTO
CON
HOTEL DEL DELFÍN,
HABITACIÓN 406.
—Creo conveniente
entrevistarme con su padre —le dije
al hombre.
—Por mí, no hay inconveniente.
Con todo, como mi padre no me
puede ni ver, discúlpenme, pero ¿les
importaría ir a visitarlo por su
propia cuenta? —preguntó el hijo del
profesor Ovino.
—¿Por qué no lo puede ni ver?
—Pues porque perdí parte de dos
dedos y me estoy quedando calvo.
—Ya —dije—. Parece una
persona extraña, su padre, quiero
decir.
—No sé si debería decirlo,
siendo su hijo; pero, desde luego, es
una persona extraña. Mi padre no es
el mismo desde que tuvo aquella
relación con el carnero. Se ha
convertido en un hombre difícil y, a
menudo, cruel. Sin embargo, en lo
más hondo de su corazón sigue
siendo una persona bondadosa. Se
puede apreciar sólo con oírle tocar
el violín. Es que el carnero hirió a mi
padre y, a través de él, también me
hirió a mí.
—Su padre le inspira cariño,
¿verdad? —le preguntó mi amiga.
—Sí, es cierto, desde luego —
confesó el dueño del Hotel del
Delfín—; sin embargo, no me puede
ni ver. Desde que nací, ni una sola
vez me ha abrazado. Tampoco me ha
dirigido jamás palabras cariñosas. Y
desde que me mutilé los dedos y mi
cabello empezó a clarear, no pierde
ocasión de mortificarme.
—Estoy segura de que lo hace sin
querer —apuntó mi amiga a fin de
consolarlo.
—También yo lo creo así —dije
a mi vez.
—Muchas gracias —respondió el
dueño.
—Una cosa, ¿querrá su padre
entrevistarse con nosotros? —se me
ocurrió preguntarle.
—¡Quién sabe! —respondió el
hotelero—. Aunque si tienen en
cuenta un par de cosas, no veo por
qué no los ha de recibir. La primera
es que le expongan claramente que
desean información acerca del
ganado ovino.
—¿Y la segunda?
—Que no le digan que han
hablado conmigo.
—Entendido —le dije.
Según la Historia de la
ciudad de Junitaki, en abril de
1969 su población era de quince
mil habitantes, lo cual suponía
un descenso de seis mil
respecto de la de diez años
antes; casi toda esa disminución
se debía al éxodo rural. Además
de los cambios propiciados por
un período de alta
industrialización, no había que
olvidar la poca aptitud
climática de Hokkaidô para la
agricultura a la hora de explicar
un éxodo rural de tales
proporciones. Siempre, claro,
según el autor.
Y bien, ¿qué suerte habían
corrido las tierras de labor, una
vez abandonadas? Pues habían
vuelto a ser bosques. Sobre
aquel terreno regado con sudor
de sangre por sus antepasados,
donde éstos habían conseguido
tierras para el cultivo a base de
talar los bosques, los actuales
habitantes de Junitaki plantaban
ahora árboles. Sorprendente,
¿no?
Así pues, la principal
industria de Junitaki era en la
actualidad la forestal y
maderera. En la ciudad había
varios talleres de carpintería,
donde se fabricaban cajas para
televisores, marcos de espejos y
recuerdos turísticos —como
ositos y figuras tradicionales de
la artesanía ainu—. La antigua
cabaña comunal fue convertida
en museo de la colonización,
donde se mostraban al público,
entre otras cosas, aperos de
labranza, utensilios de cocina y
mobiliario de aquellos tiempos.
También había recuerdos
personales de los jóvenes del
pueblo caídos en la guerra ruso-
japonesa. Incluso una fiambrera
abollada por la dentellada de un
oso. También se conservaban
allí, como reliquias, las cartas
dirigidas al pueblo natal de los
primeros colonos, en las que se
pedían noticias sobre las deudas
pendientes.
Sin embargo, en honor a la
verdad había que decir que
Junitaki, en la actualidad, era
una ciudad tremendamente
aburrida. La gente, en general,
al volver a casa del trabajo veía
la televisión —un promedio de
cuatro horas por persona— y
luego se iba a la cama. El
porcentaje de votantes era alto
en todas las elecciones, pero los
vencedores solían estar
decididos de antemano. lema de
la ciudad: «Vivir con plenitud
en plena naturaleza», campeaba
en un gran rótulo luminoso en la
plaza de la estación.
En las inmediaciones de
Asahikawa transbordamos a otro
tren, el cual nos condujo hacia el
norte atravesando el paso de
Shiogari. Era casi la misma ruta
recorrida noventa y ocho años atrás
por el joven ainu y los dieciocho
campesinos sin tierras.
Un sol otoñal brillaba diáfano
sobre las últimas reliquias de selva
virgen e incendiaba la flamígera
fronda roja de los serbales. El aire
era todo silencio y claridad. Los ojos
llegaban a dolernos, de tanto mirar.
Al principio el tren iba vacío,
pero en su marcha se fue llenando de
estudiantes de bachillerato camino
del instituto, hasta que el vagón
quedó atestado. Nos envolvió una
barahúnda bulliciosa de voces
alegres, de olor a sudor, de charla
ininteligible, de apetitos sexuales
insatisfechos… Tal situación se
prolongó por una media hora, hasta
que en una estación del trayecto los
estudiantes desaparecieron en un
abrir y cerrar de ojos. El tren volvió
a quedarse desierto, hasta el punto de
no oírse ni una voz.
Mi amiga y yo compartimos una
tableta de chocolate; mientras lo
masticábamos, contemplábamos el
paisaje exterior. Una lluvia de luz se
derramaba plácidamente sobre el
terreno. Como si miráramos al revés
por unos anteojos, distinguíamos
nítidamente los objetos más remotos.
Mi amiga se puso a silbar por lo bajo
retazos desentonados del estribillo
de «Johnny B. Goode». Los dos
permanecimos silenciosos; hasta
entonces, nunca habíamos
permanecido tanto rato en silencio
mientras estábamos juntos.
Había pasado el mediodía
cuando nos apeamos del tren. Al
poner los pies en el andén, di un
resuelto estirón a mis músculos
mientras inspiraba profundamente. El
aire era tan puro, que parecía oprimir
los pulmones. Los rayos del sol
producían una grata sensación cálida
sobre la piel, pero la temperatura
era, por lo menos, dos grados
inferior a la de Sapporo.
A lo largo de la vía férrea se
alineaban viejos almacenes de
ladrillo, más allá de los cuales se
alzaba una pirámide de troncos
cuidadosamente apilados, todavía
húmedos por la lluvia de la noche
anterior. Cuando el tren que nos
había traído siguió su camino, no
vimos allí ni sombra de una
presencia humana. Sólo se movían
las caléndulas de los parterres,
mecidas por el viento.
Desde el andén se divisaba lo
que parecía ser una típica ciudad de
provincias. Tenía algunos pequeños
comercios, una calle mayor sin
grandes pretensiones, una pequeña
estación de autobuses, con una
docena de líneas, y una oficina de
información turística. A primera
vista, resultaba bastante insulsa.
—¿Ya hemos llegado? —me
preguntó mi amiga.
—Qué va. Nada de eso. Todavía
nos queda otro viaje en ferrocarril.
Nuestro destino es una ciudad aún
más pequeña.
Tras dejar escapar un bostezo,
respiré de nuevo profundamente.
—Aquí sólo hemos de hacer
transbordo. En este lugar los
primeros colonizadores decidieron
tomar el camino del este.
—¿Qué es eso de los primeros
colonizadores?
Me senté con ella ante la estufa,
apagada, por cierto, de la sala de
espera, y, mientras llegaba nuestro
tren, le hice un resumen de la historia
de la ciudad de Junitaki. Corno me
hacía un lío con las fechas, en una
página en blanco de mi agenda
esbocé una tabla cronológica,
basándome en los datos recopilados
en el apéndice del libro Historia de
la ciudad de Junitaki: a la izquierda
de la página fui escribiendo los
principales acontecimientos de la
historia local de Junitaki, y a la
derecha, los de la historia general
del Japón. Francamente, me salió una
espléndida tabla de cronología
histórica.
Por ejemplo, en 1905, año 38 del
período Meiji, tuvo lugar la
rendición de Lushun (o Port Arthur),
y el hijo del joven ainu murió en la
guerra. Y, si la memoria no me
engañaba, aquel año nació el
profesor Ovino. La historia iba
encajando poco a poco.
—Al mirar esta tabla, se diría
que los japoneses hemos vivido
siempre en el intervalo entre una
guerra y otra —dijo mi amiga al
cotejar ambas columnas de la tabla.
—Sí, así es —le contesté.
—¿Podrías explicarme por qué?
—Es un tanto complicado, no
puedo explicártelo en cuatro
palabras.
—¡Vaya! —rezongó mi amiga.
La sala de espera, como la
inmensa mayoría de las salas de
espera, estaba vacía y carecía de
ambiente y de personalidad. Los
bancos eran terriblemente
incómodos, los ceniceros estaban
repletos de colillas empapadas por
la lluvia, y el aire olía a rancio. En
las paredes había pegados algunos
carteles turísticos y uno de esos
avisos de búsqueda con los rostros
de una serie de delincuentes Aparte
de nosotros, había solamente un
anciano, que vestía un jersey color
camello, y una madre con su hijo, de
unos cuatro años. El anciano estaba
embebido en la lectura de una
fotonovela, y permanecía inmóvil,
sin alterar ni un milímetro su postura.
Con la meticulosidad de quien retira
un vendaje, iba pasando las páginas:
pasada una, podía trascurrir un
cuarto de hora hasta que pasara la
siguiente. El grupo formado por la
madre y el hijo, por su parte, parecía
estar sufriendo una crisis aguda de
aburrimiento.
—En resumidas cuentas, al ser la
pobreza algo tan general, es probable
que mucha gente pensara que la
guerra era el único camino para salir
de la miseria.
—Es algo parecido a lo que
impulsó a aquellos colonos a
establecerse en Junitaki —dijo mi
amiga.
—Así es. Por eso cultivaban sus
campos con tanta energía. Y sin
embargo, casi todos los colonos
murieron en la pobreza.
—¿Por qué?
—Por las condiciones de la
tierra. Hokkaidô es una isla fría, a
menudo azotada por terribles
heladas. Al malograrse las cosechas,
los campesinos no tienen comida, y
como tampoco tienen dinero, no
pueden comprar petróleo, ni semillas
y plantones para el próximo año. Así
que, con el aval de sus campos,
solicitan préstamos, por los que han
de pagar un elevado interés. Pero
resulta que aquí la productividad
agrícola no permite el pago de
semejantes intereses. Al final, la
mayoría de los agricultores acaban
perdiendo sus campos y se
convierten en meros arrendatarios.
Y mientras decía esto, pasé
ruidosamente las páginas de la
Historia de la ciudad Junitaki hasta
llegar al siguiente párrafo:
AL RATÓN. URGENTE.
PÓNGASE EN CONTACTO CON
HOTEL DEL DELFÍN,
HABITACIÓN 406.
—Boquerón se encuentra
estupendamente —dijo el chófer, al
volante del jeep—. Está gordito
como una bola.
Yo iba sentado al lado del
conductor. Parecía ser una persona
distinta de la que conducía aquella
monstruosa limusina. Me habló de
cosas como el funeral del jefe y el
cuidado del gato, pero yo casi no lo
escuchaba.
Cuando el jeep llegó a la
estación, eran las once y media. La
ciudad estaba tranquila, como
muerta. Un viejo apartaba a
paletadas la nieve de la plazoleta
situada ante la estación. Un perro
flacucho estaba junto a él, meneando
el rabo.
—Muchas gracias —le dije al
chófer.
—De nada —me respondió—. Y
a propósito, ¿ha probado a llamar al
teléfono de Dios?
—No. No he tenido tiempo.
—Tras la muerte del jefe,
siempre comunica. ¿Qué habrá
ocurrido?
—Seguro que está la mar de
ocupado —le dije.
—Tal vez sea eso —asintió el
chófer—. Bien, pues, a conservarse,
señor.
—Adiós —le dije.
El tren salía a las doce en punto.
En el andén no había nadie, y los
pasajeros del tren, incluido yo,
éramos cuatro. Aun así, me
reconfortó ver gente después de tanto
tiempo. Sea como fuere, había vuelto
al mundo de los vivos. Y por más
que sea un mundo mediocre y lleno
de aburrimiento, sigue siendo mi
mundo.
Mientras masticaba el chocolate,
oí el silbato de partida. Al
extinguirse su silbido, y cuando sonó
la sacudida de arranque del tren, se
oyó el estrépito de una explosión en
la lejanía. Empujé decididamente la
ventanilla para abrirla, y saqué el
cuello al exterior. Hubo una nueva
explosión diez segundos después de
la primera. El tren estaba en marcha.
Unos tres minutos más tarde, en la
zona del monte cónico, vi ascender
una columnilla de humo.
Hasta que el tren se metió en una
curva, estuve mirando el humo.
EPÍLOGO