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La Selección Natural

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LA SELECCIÓN NATURAL: UNA TEORÍA

INCONCLUSA, UN HECHO CONCLUIDO


Por Luis E. García
Máster en Historia y Filosofía de la Ciencia
Indiana University
Profesor Universidad de Manizales

Resumen: Este ensayo expone datos, reflexiones e interpretaciones (¿filosóficas?) sobre la


evolución universal tal como la conocemos hoy, enfatizando la tesis de que este complejo
proceso, y en particular los intrincados subsistemas biológicos, difícilmente encajan en el
presupuesto mecanicista de la evolución por azar y selección natural, de tal manera que el
modelo imperante (la evolución universal y la teoría sintética de la evolución) no debe
excluir, razonablemente, la idea de un “algo más” en el proceso que al parecer y de
manera misteriosa (hasta ahora) ha conducido del big-bang al Homo Sapiens, cuya
presencia, además, ha puesto fin a lo se ha entendido como selección natural.
Conceptos clave: Diseño inteligente, vitalismo, neovitalismo, evolución, complejidad
irreducible, principio antrópico, naturaleza, Spinoza.

1. ¿LA # 1 ENTRE LAS TEORÍAS CIENTÍFICAS?


Meses atrás, el prestigioso canal de
televisión Science Discovery propuso una
encuesta para seleccionar el mayor
descubrimiento científico de todos los
tiempos. Sobre Pitágoras, Euclides,
Copérnico, Galileo, Newton, Maxwell,
Mendeleiev, Einstein… se impuso Charles
Darwin con su obra y Teoría de la
Selección Natural (TSN). ¿Por qué lo
escogió el público entre los demás genios mencionados? A mi juicio, al menos por 5
motivos bien fundados: a) la sencillez expositiva de su teoría; b) la facilidad de
comprensión de la misma; c) su reciente popularidad en este último año, el Año de Darwin,
cuando conmemoramos 200 años de su nacimiento y 150 de la publicación de su magna
obra; d) porque cambió radicalmente nuestra manera de entender la naturaleza y el puesto
del hombre en ella; e) desterró una creencia considerada intocable: el creacionismo bíblico
imperante en su tiempo.

En 150 años la Teoría de la Selección Natural (TSN) pasó de considerarse una aventurada
hipótesis para ser reconocida como una realidad espacio temporal, y su capacidad para
explicar otros hechos de la vida e integrar varias ramas de la biología ya está fuera de
discusión. Sin embargo, yo dudaría de esa medalla de oro otorgada a la TSN. Contraria a
las teorías de otros genios citados, la TSN, no obstante su capacidad explicativa, dista
mucho de ser una teoría falseable, para Popper el test ácido de la ciencia, aunque, como
replicó J. B. Haldane, “encontrar un conejo fósil perteneciente al cámbrico la echaría por
tierra”. También es mínimo su poder predictivo; explica a posteriori el valor adaptativo de

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rasgos y funciones de los seres vivos, o que un nuevo pesticida hará que surjan nuevas
variedades resistente de insectos resistentes a él, y podría anticipar que las nuevas especies
serán aquellas que se adapten mejor a los nuevos ambientes, pero esto semeja una falacia
circular.

2. ¿UN DISEÑO EN LA NATURALEZA?


Paradójicamente, fue la religión la que condujo la biología al sendero de la ciencia. De la
cuidadosa observación y clasificación de las especies animales y vegetales (taxonomía)
aparecía un armonioso esquema de organización de la vida que reclamaba postular un
creador o, metafóricamente, un divino relojero que diseñó las piezas, las organizó y puso a
crecer el árbol de la vida, interviniendo constantemente en su desarrollo y buen
funcionamiento.

Así las cosas, el estudio minucioso de los seres vivos revelaría no sólo la existencia de Dios
sino su diseño de la naturaleza (e incluso, como sabrán, éste fue el motivo principal para
llevar en el Beagle a un naturalista, por fortuna Charles Darwin, y no a un geólogo). El
argumento del diseño divino, según el cual “los cielos proclaman la gloria Dios, el
firmamento es obra de sus manos” y todos los minúsculos ajustes anatómicos y fisiológicos
de los organismos demostraban su mano sobre la naturaleza, de paso impulsó nuevas
investigaciones destinadas a develar aún más los detalles del plan de la creación. Esta
visión tenía amplia aceptación en Inglaterra merced a una obra que, según cuentan, Darwin
la conocía de memoria: la Teología Natural, de Willam Paley (1802). Su leivmotiv era que
si alguien encuentra un reloj en la playa, jamás pensará que se formó por casualidad. Ergo,
todo en la naturaleza, desde los microscópicos infusorios hasta las órbitas de los cuerpos
celestes proclamaban el diseño del Dios creador. Narra Eisely que esta diseminada
convicción dio cabida a toda suerte de teólogos naturales: astroteólogos, insectoteólogos,
fitoteólogos, ictiotéologos, etc. Incluso un potentado de entonces, Francis Henry Egerton,
dejó un inmenso legado en 1829 destinado exclusivamente para financiar investigaciones y
publicar trabajos que expusieran el poder, la bondad y la sabiduría divina en la Creación.
No había duda en ese entonces –y según E. Nagel, tampoco la debe haber hoy- de que los
órganos y el comportamiento de plantas y animales (riñones, ojos, alas, clorofila, por
ejemplo) estaban destinados a cumplir ciertos fines que podían explicarse como
condiciones necesarias de su existencia; es decir, tenían algún propósito, un telos, una
finalidad, y de ahí el teologismo, que extiende el concepto de fin, de propósito, no ya a un
órgano o actividad, sino al mundo orgánico en su conjunto. El argumento finalista, o “la
fisicoteología” como también se le llamó, fue defendido por destacados científicos del siglo
17 como Robert Boyle, Robert Hooke. Newton, y cuestionado por pensadores no menos
brillantes como David Hume (“El orden no es prueba de diseño. Con lo que sabemos a
priori, la misma materia puede tener en sí misma la fuente del orden”, escribió). Sin
embargo, los autores en esta línea apologética no la tenían del todo fácil, pues les quedaba
muy cuesta arriba explicar por qué la divinidad benevolente permitía la maldad y la
“crueldad”, había creado molestos parásitos e insectos capaces de torturar a los humanos, o
por qué existían órganos rudimentarios e inútiles en algunas especies.

Absurdo, por decir lo menos, les resultaba imaginar al todopoderoso creando a todo
momento parásitos y otras “repugnantes” criaturas que en aquel entonces otros explicaban
por generación espontánea. “La creación y extinción de las formas, al igual que la de los

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individuos, ha de ser el efecto de leyes o medios secundarios. Sería despreciar al Creador
de los incontables sistemas de mundos, atribuirle la creación de las miríadas de parásitos y
viscosos gusanos que aparecen cada día de la vida sobre la tierra y el agua en el planeta”
(Foundations of the Origin of Species, pg. 51-52). El diseño divino salía mal librado de las
observaciones de Darwin. Donde otros había visto colaboración y provecho para el hombre,
Darwin descubre un mundo imperfecto de lucha, competencia, extinción, y antecedentes
del hombre no propiamente celestiales, sino arborícolas. Así que, de aceptar un diseño en la
evolución, habría que atribuirlo a otro agente diferente del dios de las religiones reveladas.

3. LAS ESPECIES, OBRA DE LA NATURALEZA


Fueron los filósofos presocráticos quienes nos enseñaron a explicar la naturaleza apelando a
regularidades en la misma naturaleza, y no al capricho de los dioses. No obstante, hacia
1800 la explicación de la vida misma y de sus seres permanecía anclada, y resuelta, en la
visión teocéntrica ya expuesta: el diseño de Dios, respaldado por los continuos
descubrimientos microscópicos y telescópicos. Con esa visión del mundo se embarcó
Darwin en el Beagle, mas su periplo, para escándalo de muchos y congoja de su esposa,
sacó al divino hacedor de su último reducto, la vida, al explicar desde la misma naturaleza
las variedades y grados entre los animales: “Suponiendo que todas las partes y órganos de
tantos seres independientes hayan sido creados separadamente para su propio lugar en la
naturaleza ¿por qué han de estar con tanta frecuencia enlazados entre sí por series de
gradaciones? ¿Por qué la naturaleza no había de saltar de una estructura a otra
estructura? Basándonos en la TSN, podemos comprender claramente por qué no podía
hacerlo: porque la selección natural solamente puede actuar sacando ventaja de pequeñas
variaciones sucesivas” (p. 186).

“El Origen de las Especies” es una obra hermosa, pletórica de datos objetivos, sensatas
reflexiones, y gira alrededor de una idea: la selección natural, tesis tan simple y profunda
como fue la hipótesis heliocéntrica de Copérnico, la gravedad universal de Newton, la
constancia de la velocidad de la luz de Einstein. En forma esquemática, la teoría puede
exponerse en unos cuantos hechos e inferencias, que destaco pensando en los menos
familiarizados con ella:

1º Hecho: Los miembros de cualquier especie se multiplican en proporción geométrica; es


decir, de cada pareja resulta un número mayor de vástagos.
2ª Hecho: No obstante lo anterior, el número de individuos de cada especie permanece
relativamente constante (hoy vemos tantas moscas como cuando éramos niños).
1ª Inferencia: Por tanto, no todos los que nacen llegan a la edad adulta.
2ª Inferencia: Debe darse entonces una lucha por la supervivencia entre los miembros de
las especies, habida cuenta del impulso de conservación.
3º Hecho: Los individuos de una misma camada exhiben diferencias en apariencia,
constitución, habilidades, etc. (debidas a “errores” o mutaciones en la transmisión de sus
genes, lo cual se ignoraba en ese entonces).
3ª Inferencia: La NATURALEZA (entendida como el conjunto de todos sus elementos:
clima, alimentación, otras especies, geografía…) deja sobrevivir sólo a los quienes
presentan variaciones “favorables, ligeras y sucesivas”, es decir a los más capacitados para
adaptarse (SELECCIÓN NATURAL).

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4º Hecho: Los supervivientes adultos compiten por aparearse, y lo consiguen los mejor
dotados (SELECCIÓN SEXUAL).
4ª Inferencia: Por tanto, la reproducción de los mejor dotados y la heredabilidad de los
caracteres que les permitieron sobrevivir favorece la adaptación y la formación de
nuevas especies en diferentes nichos ecológicos. Por ejemplo, “…en la naturaleza, al
originarse la jirafa, los individuos que eran de mayor altura y podían comer de las ramas
más altas, y que en tiempos de escasez eran capaces de alcanzar aunque sólo fuese una
pulgada o dos más arriba que sus compañeros, con frecuencia se salvaron” (El Origen. p.
207).

Como un auténtico científico, Darwin admite la posibilidad de estar equivocado; es un


severo autocrítico, no elude dificultades teóricas sino que incluso le sale al paso a casi todas
las objeciones que pudieran plantearle, y las resuelve con una sensatez, serenidad y
honestidad intelectual que vislumbran al gran hombre detrás de su obra. Al responder a
quienes cuestionan la falta de registros geológicos, replica: “…supongo que el registro
geológico es mucho más imperfecto de lo que la mayoría de los geólogos creen. En
comparación con las innumerables generaciones de innumerables especies que
seguramente existieron, todos los ejemplares que se guardan en todos los museos del
mundo no representan absolutamente nada” (p. 463). Y más adelante añade: “Por lo que
se refiere a que el tiempo trascurrido desde que se consolidó nuestro planeta no ha sido
suficiente para la magnitud del cambio orgánico que suponemos (y esta objeción,
propuesta por Sir William Thompson /Lord Kelvin/, es probablemente una de las más
graves que jamás se hayan suscitado), sólo puedo decir ante todo, que ignoramos con qué
velocidad, medida en años, cambian las especies” (p. 465)…”pero no creo que todas estas
objeciones son en modo alguno suficientes para refutar mi teoría de las descendencia con
modificaciones “ (p. 465)… Sin ir más lejos, la TSN parece sumamente probable” (p. 468).
No es, pues, Darwin, el científico de certezas dogmáticas e inconmovibles: “Suponer que el
ojo, con todos sus inimitables dispositivos para adaptar el foco a las diferentes distancias,
para admitir diferentes cantidades de luz, y para corregir la aberración esférica y
cromática, pudo haber sido formado por la selección natural, parece, lo confieso
espontáneamente, absurdo en sumo grado. Sin embargo, la razón me dice que si se puede
demostrar que existen muchas gradaciones desde un ojo sencillo e imperfecto a un ojo
complejo y perfecto, siendo cada grado útil al que lo posee… si las variaciones se heredan,
lo cual ciertamente sucede… entonces la dificultad de creer que un ojo perfecto y complejo
pudo haber sido formado por la selección natural, aunque sea insuperable por la
imaginación, apenas podría considerarse real” (p. 181).

Darwin es fiel a la Ciencia: “Admitir /trasformaciones por una fuerza o una tendencia
interna/ equivale a entrar en el reino del milagro para abandonar el de la Ciencia” (p.
235). Y en otro lugar anota: “Resulta muy cómodo disimular nuestra ignorancia bajo
expresiones tales como el plan de la creación, la unidad de tipo, etc….todos aquellos cuya
natural disposición les incline a conceder más importancia a dificultades inexplicadas que
a la explicación de cierto número de hechos, sin duda rechazarán la TSN” (p. 479).

En síntesis, la selección natural darwiniana y el complemento genético posterior que dio


base a la ahora llamada Teoría Sintética de la Evolución demuestran el papel del azar y de
la naturaleza para explicar la aparición de las especies. Pero las dudas brotan de inmediato

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cuando se extrapolan estas acciones mecánicas azarosas a otros niveles de la vida y la
evolución.

4. LO BORROSO EN LA TSN
En este sentido, creo que al contemplar el proceso evolutivo biológico cabe distinguir al
menos cuatro niveles: el macro, de las diferencias entre los diversos géneros, familias,
órdenes; el micro, aplicable al ámbito de las especies, el mini, a las funciones biológicas, y
el nano, a la bioquímica subyacente.

La vida orgánica y los fósiles fundamentan en grado sumo la interpretación de Darwin,


donde encajan todos los hechos biohistóricos, e incluso los nuevos descubrimientos de
fósiles (y por eso se impuso sobre las teorías rivales: creacionismo, adaptacionismo,
catastrofismo); por tanto, la TSN es fácil de comprender y aceptar en los dos primeros
niveles, macro y micro de la evolución (recordemos el caso de los “cangrejos samuráis”
que narra Carl Sagan). No obstante, cabe observar en estos niveles que si las mutaciones en
la evolución hubieran sido por mero azar, hubiera de esperarse una cladogénesis (ramas o
bifurcaciones evolutivas en el árbol filogenético) y no coexistirían en un mismo biotopo
formas primitivas y más evolucionadas; por el contrario, parece primar la anagénesis, o
evolución progresiva estructural y morfológica de las especies que implica un cambio en la
frecuencia genética de una población entera (la ancestral y la nueva).

Empero, la turbiedad aumenta progresivamente en la medida en que extrapolamos el


mecanicismo y la selección natural a los comienzos de la vida misma, a las células con sus
funciones de irritabilidad, sensibilidad, herencia, etc., a los primeros organismos, y las
complejísimas funciones vitales de las especies conocidas, y a sus procesos bioquímicos.

El nivel mini involucra no sólo los cambios anatómicos y fisiológicos, sino esa intrincada
red de relaciones neuroquímicas en el organismo como, para destacar, la menstruación
femenina y los procesos reproductivos, aunque podríamos analizar hasta el cansancio otros
como el paso de huevos anamniotas (sin protección y sin sustancias nutritivas para el
embrión en desarrollo) a huevos amniotas (con cáscaras protectoras), los receptores
sensoriales capaces de reaccionar a distintas fuentes de energía, la presión milimétrica de
los fluidos en el cuerpo, los diversos medios de locomoción, las estrategias y artilugios de
caza, ataque y defensa, de orientación, navegación, localización de congéneres,
supervivencia, los mecanismos inmunológicos en las especies, en fin, los sistemas
biológicos caracterizados por el bioquímico Michael Behe de “complejidad irreductible”
(un ejemplo cotidiano del concepto es una trampa para cazar ratones) en los cuales la
eliminación de una de sus partes paraliza el funcionamiento de todo el sistema, como en los
intracelulares, para no hablar, por ahora, de la corteza cerebral humana. Difícil concebir de
manera desprevenida que todas estas “partes” fisiológicas hubieran aparecido gradual y
simultáneamente por azares genéticos.

La TSN se torna más opaca aún al considerar la abiogénesis (la vida partir de la no vida), la
multiplicidad celular, el paso de los unicelulares a los pluricelulares, la diferenciación
sexual, la aparición de la conciencia, y la duda razonable de si tres mil millones de años

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hubieran sido suficientes para originar la célula capaz de reproducirse, y que un par de mil
millones de años posteriores hubieran bastado para que de la sumatoria de “errores”
genéticos surgiera él árbol de la vida y seres tan bien adaptados a sus nichos ecológicos,
incluido el hombre, cuando los errores en los sistemas, creemos, tienden más a degradarlos
que a mejorarlos, aparte de la innegable ascensión o progresividad en las sucesivas etapas
de la evolución que han culminado con el Homo Sapiens. También resulta difícil admitir
que si un vástago presenta una mutación favorable para su mejor adaptación y
supervivencia, tal mutación singular conlleve a un cambio en la especie; a lo mejor debiera
darse una mutación colectiva como para garantizar su impronta en la especie, es decir, las
mutaciones, además de graduales y continuas, debieron ser múltiples, lo cual, por otra
parte, dejaría sin piso la función del azar en el proceso. En fin, y en expresión del
microbiólogo alemán Hans Driesch, de quien hablaremos luego, la TSN pretende demostrar
cómo se puede levantar una casa lanzando ladrillos sobre el terreno.

Y cuando contemplamos el nivel nano en la evolución natural, la primera sorpresa es


pensar que las síntesis orgánicas complejas básicas para la vida la vida, difícilmente
pudieron darse en esta dirección concreta dada la cantidad de monómeros y sus múltiples
combinaciones posibles, y que entonces, por simple azar, se originaran aminoácidos,
proteínas y ácidos nucléicos. Espontáneamente se forman combinaciones orgánicas
sencillas y de bajo peso molecular (dióxido de carbón, metano, etc.) y también algunas
sustancias macromoleculares, que también se han encontrado en meteoritos; sin embargo,
así estas sustancias sean la base de la vida, no pueden identificarse con la vida, aunque es
de admirar la pericia de tantos bioquímicos para idear, bajo el supuesto de la casualidad, el
mecanicismo y la acción del tiempo, numerosas y variadas hipótesis plausibles sobre la
biogénesis, cuyas discusiones nos quedan muy lejos por cuanto se encuentran en la punta
de su ciencia, y al lego “me queda” muy cuesta arriba distinguir entre la ciencia y el
verbalismo en estas discusiones. Sin embargo, por mencionar uno solo, el bioquímico
Robert Shapiro, citado por Vélez A., calcula que para formar la bacteria más simple haría
falta ensamblar, en forma perfectamente ordenada, al menos 20.000 enzimas, y la
probabilidad de que este evento ocurriese como resultado del azar sería del orden de ¡10 a
la 40.000! O, metafóricamente hablando, tan probable fuera que estos microprocesos se
hubieran dado por mero azar y selección natural, como esperar que 60 músicos tocando sus
instrumentos espontáneamente crearan una obra tan armónica y estructurada como una
sinfonía al estilo de Mozart.

¿Bastarían tales minúsculos azares químicos para originar la vida, o que meros errores
genéticos exitosos dieran cuenta de la funciones biológicas y del orden evolutivo?

En el drama evolutivo que ha conducido del protoplasma al ser humano, las meras fuerzas
fisicoquímicas parecen quedarse cortas para dar razón de esa aparente dirección,
ortoevolución o rumbo de la evolución, como si rigieran leyes o fuerzas que lo orientaran
en determinada dirección, como han sostenido filósofos desde Aristóteles hasta numerosos
paleontólogos de siglos recientes, bajo diversos conceptos complementarios como plan,
propósito, diseño inteligente, fuerza vital, elan vital, Dios… y a partir de ellos, doctrinas
filosóficas conocidas como teleologismo, vitalismo, ortoevolución, finalismo que
explicarían cómo “las mutaciones originadas por azar produzcan una evolución
aparentemente dirigida y regular en su conjunto” (Hass, p. 48). ¿Estaría actuando detrás del

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drama evolutivo un “algo más” , como la fuerza vital (de Driesch) o el elan vital (de
Bergson)?

Resulta entonces inevitable sospechar la existencia de un algo más en este maravilloso


proceso evolutivo universal y biológico. Falta ver si ese típico investigador de bata blanca
cuando relaja su cientificismo, o al filósofo detrás de su escritorio no le asoman dudas,
sobre la fe en la ciencia, o en dogmas filosóficos de su tiempo, como les ocurrió al
microbiólogo Hans Driesch (1861-1941) y al filósofo Henry Bergson (1859-1941) por
mencionar a sólo dos entre centenares.

5. NEOVITALISMO Y ELAN VITAL


La creencia en un agente moldeador de la vida arranca desde Aristóteles y se ha llamado
vitalismo; enfatizar los fines y no las causas en la explicación de los fenómenos vitales es
el teleologismo. Hans Driesch fue un científico reconocido en la comunidad internacional
por sus notables investigaciones embriológicas, aunque afrontó la merma de su reputación
como connotado embriologista por andar en contravía de la comunidad científica y la
ciencia normal de su tiempo (Sanders). En una de sus obras, Filosofía de los Organismos
(1909), reintrodujo el concepto teórico (inteligible, no observacional) de entelequia, no una
substancia, sino una realidad orientadora de las funciones vitales del organismo hacia el
crecimiento y la conservación de la vida, y una postura filosófica, el neo-vitalismo, para
diferenciarlo del vitalismo anterior a los descubrimientos embriológicos. Fue el primero en
demostrar que las células individuales corrientes contienen toda la información necesaria
para generar un organismo completo. Vivió una lenta y tortuosa “conversión filosófica” en
sus experimentos con los erizos de mar: al seccionar un sector de estos organismos durante
los primeros estadios de desarrollo observaba cómo todo el resto del animal intentaba llenar
ese vacío de estructura y función; o al dividir las células durante el estado de gástrula no se
originaban estructuras parciales sino organismos enteros de menor tamaño. ¿Cómo es que
células y tejidos apuntan hacia fines apropiados e incluso óptimos para la construcción de
un organismo viable? se preguntaba Driesch. Sostuvo entonces que los procesos vitales son
el resultado de un fuerza biológica autónoma no cuantificable ni observable e irreducible a
las leyes fisicoquímicas conocidas. Por tanto, concluye que el todo está contenido en la
parte, y la biología debe tener un status independiente de las demás ciencias de la
naturaleza dado ese componente teleológico innegable en los seres vivientes: un propósito,
una dirección manifiesta en estructuras y funciones orgánicas, no identificable con los
elementos físicos y químicos e independiente de leyes mecánico-causales.

La postura de Bergson enfatiza que la fisicoquímica ni la combinación de azares logran


proporcionar una explicación satisfactoria de la vida, así que la llamada adaptación no es
imposición de formas la vida, sino la adopción por ella de formas nuevas para solucionar
problemas surgidos desde el ambiente externo; de ahí que exista un impulso vital (elan
vital) que ha guiado la evolución biológica en dos líneas divergentes, instinto e inteligencia,
cuyas máximas realizaciones han sido, hasta ahora, los himenópteros y el género homo,
respectivamente.

Este autollamado homo sapiens ha evolucionado con dos consecuencias trascendentales: 1)


Ha llegado a comprender su propia génesis y la del mismo universo que lo ha creado. 2) Ha
trastocado el orden natural evolutivo y las fuerzas de la naturaleza que propiciaron su

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existencia. Vale preguntarse si con este ser la naturaleza ha culminado su misión porque,
como explicaré a continuación, sin una orientación, o quizás con infinitos universos, no
seria explicable su aparición en este universo

6. ¿EL HOMBRE, OBJETIVO DE LA EVOLUCIÓN UNIVERSAL?

No deben pues extrañarnos otras posturas filosóficas cuya verificabilidad sea dudosa,
cuando no imposible, como ese “algo más” en la evolución, que parece “saltar a la vista”
cuando contemplamos nuestra historia humana, desde sus orígenes cósmicos. Veamos:
El universo –nos enseñan los físicos- nació con cuatro fuerzas conocidas que determinaron
su evolución en el sentido que la conocemos, y no en otro: la gravedad y el
electromagnetismo -tan familiares como ver caer un objeto o hablar por celular- y las dos
nucleares: la fuerte, que mantiene unidos a los protones en el núcleo (patente en la
aterradora potencia de las bombas y reactores atómicos), y la débil que gobierna la
desintegración radiactiva. Al iniciarse el universo y merced a un extraño desequilibrio,
quedó libre un poco de materia, de tal suerte que luego de una décima de segundo (10 -1s.) el
número de neutrones (partículas sin carga eléctrica) se equilibra con el de protones (de
carga positiva); pero los neutrones son inestables: algunos “escupen” un electrón (partícula
de carga negativa) y el remanente del neutrón se convierte en protón, y así la proporción
entre neutrones y protones pasa de 50/50 a 14/86. Los protones capturan electrones y se
forman hidrógeno, deuterio y helio en estado gaseoso y a partir de esos núcleos se formaron
los restantes elementos simples. Como proclamó con agnóstica ironía el paladín del
darwinismo, Thomas H. Huxley “En el principio era el hidrógeno”.

La historia continúa: ese gas primigenio, hidrógeno, es aglomerado por la fuerza de


gravedad, generándose altas temperaturas capaces de fusionarlo en helio, y en el proceso
sobra una fracción de masa que se convierte en energía (según e=mc 2). Ahí nacen las
fulgurantes estrellas que irradiarán energía en el espectro electromagnético durante miles de
millones de años. Empero, al agotarse el combustible estelar –hidrógeno- la gravedad las
hace colapsar sobre su núcleo, lo cual genera inmensas presiones provocando la formación
de átomos más pesados, desde los básicos de la vida (carbono, oxígeno nitrógeno) hasta el
hierro, el oro, el uranio. Toda la materia que conocemos es reliquia de cadáveres estelares,
y nosotros, literalmente hablando, somos polvo de estrellas.

Un modesto personaje de este drama es nuestro Sol, formado hace unos 5.000 millones de
años, que ahora nos ilumina en su edad adulta. Con residuos estelares a su alrededor se
formaron unas motas sólidas y gaseosas, los planetas. Y en una de ellas –el planeta Tierra-
surgió ese drama no menos espectacular y enigmático: el inicio de la vida (2.500 millones
de años atrás). ¿Cómo, dónde? ¿De cometas o asteroides, o en la tierra que, como
complejísimo matraz químico, permitió que la radiación solar y otras formas de energía
sobre las masas gaseosas produjeran las primeras síntesis orgánicas terrestres, a partir de las
cuales surgieron aminoácidos, proteínas, ADN…? Y, más misterioso aún, esa evolución y
proliferación en formas vivas mediante mutaciones y selección natural condujo al
“fenómeno humano” (expresión de Teilhard de Chardin).

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Desde la ciencia ha brotado una opción intelectual que le otorga un sentido a esta sublime
organización de la materia que la ha llevado desde las partículas simples hasta la vida y al
pensamiento: el llamado “principio antrópico” (PA), introducido por el astrónomo inglés
Brandon Carter en 1974, y según el cual todo este proceso iniciado con el Big- Bang traía
consigo una meta, un propósito, un objetivo: el hombre racional. Enunciado de manera
simple, el PA diría que “El universo debió permitir que la vida se desarrollara en algún
momento de su historia”, o en una formulación fuerte: “La existencia de la vida en el
universo debió haber puesto restricciones a la forma actual del universo, y cómo llegó a
ser de esta forma, de tal manera que permitió la existencia de una vida inteligente que
pudiera informarse de sus propiedades”. Y mientras más detalladamente observamos la
evolución cósmica y biológica, más difícil resulta eludir el PA, pues cambios muy
pequeños durante este proceso habrían impedido la formación de la tierra, de la vida
y del hombre. Pero la idea como tal no es nueva; otros biólogos y paleontólogos habían
apuntado que la singularidad del hombre venía anunciada desde los primeros balbuceos de
la vida, como en un esfuerzo misterioso para hacia mayor libertad física y dominio sobre el
medio ambiente. Para un filósofo acostumbrado a especulaciones de alto vuelo –que
incluyen esencias, causas finales, mónadas, espíritus absolutos, primer motor, etc.- el PA
aparece fácil de digerir; no así para el físico estricto que exige experimentos,
confirmaciones o falsaciones, posibilidades éstas muy lejanas para el PA. Empero, si
miramos algunos números aceptados por la ciencia normal actual, fueron demasiadas las
“coincidencias” para que el hombre racional apareciera en el universo. Veamos.

-Siendo la fuerza de gravedad la más débil de las cuatro fuerzas conocidas (10 -11
newtons...), un dígito más o un dígito menos en el exponente hubiera dado imposibilitado la
tierra, la vida y el hombre. Un tanto más fuerte y las estrellas se hubieran consumido sin dar
tiempo a la evolución biológica, nuestro Sol habría engullido a este minúsculo planeta, y si
más débil, las estrellas hubieran sido más pequeñas, o simplemente no se habrían formado
como estrellas.
-Si la tasa de expansión del universo fuera una millonésima parte más elevada o
disminuida no se habrían formado los elementos simples que posibilitaron la vida.
-Si la distancia media entre las estrellas de nuestra galaxia hubiese sido un tanto menor o
mayor, no se habrían formado los planetas alrededor del Sol ni en sus vecindades.
-Si la proporción entre carbono y oxígeno en nuestra atmósfera fuera levemente distinta,
tampoco habría surgido la vida.
-Si la inclinación del eje terrestre fuera diferente y la órbita terrestre estuviese más cerca
o lejos del sol, las condiciones climáticas habrían imposibilitado los organismos
pluricelulares.
-El ser humano está compuesto de una cantidad de átomos que oscila entre 1028 y 1029. En
sentido numérico, esta escala humana está situada a medio camino entre la masa del átomo
y la de las estrellas; y no parece una simple coincidencia que la naturaleza haya alcanzado
su máximo nivel de complejidad en este punto intermedio, pues cualquier organismo mayor
que existiera en un planeta de características habitables resultaría aplastado por su propio
peso, y menor, quizás no le habrían alcanzado neuronas para la autoconciencia.
-Si los valores de las constantes físicas fundamentales (velocidad de la luz, constante de
Planck, la gravitatoria de Newton, la carga del protón, etc.) fuesen ligeramente diferentes,
no estaríamos contando el cuento.

9
En esta línea, el físico Martin Rees, aunque no menciona en su obra (Seis números nada
más) el PA, sí expone que cambios mínimos en seis números significativos en la naturaleza
que expresan la intensidad de una relación, hubieran impedido la aparición de la vida y del
hombre; tales números son:
N: 1036: (1999) Expresa la razón entre la fuerza eléctrica que mantiene unidos a los átomos
y la fuerza de gravedad que hay entre ellos (10 36 menor que la fuerza fuerte). Si N tuviera
unos ceros menos la gravedad nos comprimiría, tendríamos un universo en miniatura con
criaturas no mayores que un insecto; si hubiera sido un poco mayor, se habría consumido
todo el hidrógeno, no habría agua ni tiempo suficiente para la evolución biológica.(la
medida más reciente es de 1038
O (omega) 0.3: Indica la relación entre la densidad de la materia existente en la actualidad
y la densidad crítica a partir de la cual la fuerza de la gravedad frenaría la expansión y
pasaría a una situación de contracción del universo. Un universo en el cual omega fuera
demasiado alto habría colapsado tiempo atrás (big crunch); si más bajo, las galaxias no se
habrían formado, todo expandiéndose sin freno alguno.
L (lambda) = 0.7 (1998): La antigravedad cósmica –descubierta recientemente- que
controla la expansión de nuestro universo; afortunadamente es muy pequeño pues, de lo
contrario no se habrían formado estrellas ni galaxias.
Q: 10-5 Aunque no explica bien el tema (o es confuso o me queda grande), dice Rees que
este número expresa la relación entre la cantidad de energía necesaria para romper y
dispersar las grandes estructuras del universo (cúmulos y supercúmulos), y la energía de su
masa en reposo. Por fortuna es un número muy pequeño, pues de lo contrario todo en el
universo estaría disperso.
E = 0,007 Define que tan firme es la unión del núcleo atómico y de él se deriva la energía
del Sol y la producción de otros elementos a partir del hidrógeno, y por ello el carbono y el
oxígeno son elementos comunes, mientras que el uranio y el oro lo son menos. Si épsilon
tuviera una milésima más o menos, no se hubieran formado elementos a partir del
hidrógeno; si mayor, se habría consumido formando elementos inmediatamente el Big-
Bang, y entonces no tendríamos agua, ni carbohidratos.
D: el número de dimensiones espaciales de nuestro universo conocido, que es igual a tres
como se sabe desde antiguo (en un universo con sólo dos dimensiones no habría lugar para
un tubo digestivo, por ejemplo).

Estos seis números, dice Rees, son “la” receta de nuestro universo y del hombre en él. Si
cualquiera de ellos estuviera “fuera de tono” (desafinado) no habría estrellas ni vida y,
menos, seres humanos. ¿Es esta proporción un simple hecho, una coincidencia? ¿O es
consecuencia de la providencia de un creador benévolo? Se pregunta Rees, y responde: yo
prefiero la postura de no aceptar ninguno de los dos criterios. Es perfectamente posible –
añade- que existan una infinidad de universos en los que los números sean diferentes, pero
el ser humano sólo podría haber aparecido en un universo con las proporciones correctas
(ya no había intuido Giordano Bruno: no es imposible que existan una pluralidad de
mundos habitados).

Como escribe T. Ferris en La Aventura del Universo “los grandes rasgos del universo
actual dependen de variaciones minúsculas en el universo primitivo, así como una variación
de milímetros en el ángulo al cual un bateador golpea una pelota de béisbol produce
variaciones de decenas de metros en el lugar donde cae la pelota”. Este hecho genera

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distintas reacciones. Para los religiosos creyentes, la apelación a la “Mano de Dios” es
inevitable, para otros, habría un “algo más en la evolución”, y por su parte, los científicos
estrictos descartan esta hipótesis por inverificable. Frente a ellas, el PA proporciona cierta
tranquilidad intelectual frente al misterio del hombre, así Stephen Hawking lo hubiera
llamado “una opinión dictada por la desesperación”.

Conocidos estos datos, nos es imperativo pensar sobre ellos. Anotaba al respecto el filósofo
canadiense J. Leslie, que si nos enfrentamos a un pelotón de fusilamiento de 50 tiradores
expertos que apuntan, disparan y fallan, entonces no podríamos menos que buscar las
razones de nuestra buena y extraña suerte.

¿Conclusión?... Es como si el universo estuviese hecho a la medida del Homo Sapiens. De


esta manera podríase concluir que el big-bang no tuvo elección, y la vida, la evolución y en
particular el hombre, no es una consecuencia parásita del universo, sino que venía en
potencia dentro de él.

7. ¿EL FIN DE LA SELECCIÓN NATURAL?


En alguna parte escribió Teilhard de Chardin que “el hombre en cada una de sus etapas
históricas cree que atraviesa el momento culminante”, y con este martinete encima, no
puedo evitar una reflexión adicional: El hombre es el pináculo de la evolución, pero nadie
negará que su presencia ha trastocado el orden natural evolutivo y las fuerzas de la
naturaleza que han controlado el proceso, de tal manera que, quizás, somos testigos,
artífices y protagonistas del fin de la selección natural, y seremos o el fin de la evolución, o
un peldaño más. El hombre actual ha conquistado y alterado prácticamente todos los nichos
ecológicos, provocando migraciones y extinciones artificiales, y el modo de vida actual, al
menos el más próspero occidental, ha desviado -para bien estar y supervivencia de los
individuos, mas no todos- las fuerzas selectivas de la naturaleza sobre nuestra especie.
Además, ha tomado control del secreto de la evolución biológica: la manipulación de los
genes propios y ajenos, y es una lección de la historia que los avances e cualquier rama de
la ciencia no los detiene ninguna consideración ideológica, mora, política o religiosa.

Por ejemplo. si hasta hace pocas generaciones se conservaba un relativo equilibrio entre
nacimientos y muertes “la medicina, la sanidad y la caridad anulan la selección” (Will
Durant). Si la capa de ozono disminuye gradualmente como dicen, se esperaría que la
selección natural obrara haciendo las caras pálidas más oscuras; pero la tecnología le salió
adelante con las cremas protectoras. La misma ciencia y el incontrolado incremento
poblacional están llevando a límites críticos a la misma especie (que ya carece de nuevos
espacios para poblar), al planeta (desastres ecológicos, calentamiento global) y a las
sociedades humanas debido, precisamente, al avance de la ciencia con la revolución
industrial (máquinas de vapor, eléctricas e hidráulicas que reemplazan la fuerza muscular
humana), la informática (que reemplaza cerebros) y la robótica (que reemplaza la mano de
obra). No es de extrañar que en ausencia de trabajo remunerado para todos, el gusto por la
vida pierda sentido y grupos de jóvenes en todos los países, especialmente en los más
pobres, se conviertan en hordas destructivas. La pesca incontrolada para satisfacer
necesidades alimentarias está acabando –si no lo hizo ya- con la selección natural en el mar
donde decenas de miles kilómetros de redes “seleccionan” a sus víctimas. Incluso la

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selección sexual, determinada por los caracteres sexuales secundarios, pasó de la naturaleza
a gimnasios y consultorios de los cirujanos plásticos. Y no es de esperar que la actual
humanidad renuncie a los avances tecnológicos y regrese a vivir en un estado natural donde
opere la mutación, el azar, la selección natural… porque ahora sí que menos existe un
estado natural para el buen salvaje, que soñó el romántico Rousseau.

Este panorama realista y desolador, conduce a pensar que la misma naturaleza se ha hecho
el hara-kiri al orientarla hacia el Homo Sapiens.

8. ¿QUÉ HAY DETRÁS?


¿Qué o quién hay detrás de todo este panorama dinámico? ¿Dios? ¿Naturaleza? ¿Azar? Por
los argumentos anteriores, no es lo último. En cuanto a Dios, parece imposible desterrar de
la conciencia humana la tendencia trascender, a idearse dioses o, en su defecto, alienarse
en otras creencias o causas irracionales que le otorguen sentido a la vida de miles de
millones personas en diversas religiones o grupos sociales. Pero no por ello queda sin
alternativa “religiosa” el agnóstico espiritual, quien también puede vivir la experiencia
religiosa y mística de lo infinito en la contemplación de la misma Naturaleza y sentirla
como un dios inmanente al universo, que en adelante llamaré Dios Naturaleza (D-N),
inspirado en el filósofo holandés Baruch Spinoza.

Entiendo el D-N como la totalidad de lo que existe, constituida por multitud de fuerzas que
posibilitan el dinamismo creador del mismo universo. En los inicios del siglo XXI el
hombre ha conocido la inmensidad, la potencia de esta naturaleza que crea, hace espacios,
pulsa, se agita, genera vida… y nos despierta la admiración, el respeto, el sentimiento de
infinitud que otros dirigen a un ser distinto de ella y que llaman Dios. El D-N dinamiza
todo: estrellas, átomos, galaxias, células, genes, neuronas. Tanta fuerza nos produce la
misma sensación de infinitud, de grandeza, de temor y de misterio, que llevó a las primeras
culturas a crear dioses diferentes de la “madre tierra”. Me atrevo a pensar que si Spinoza
existiera ahora, aceptaría que campos magnéticos, eléctricos, las ondas, electrones, átomos
y demás entidades y las fuerzas físicas, biológicas y culturales constituyen la plenitud del
ser, que él llamaba Dios.

El D-N es, el dinamismo omnipresente en la naturaleza desde los quarks hasta los espacios
creados por los agujeros negros, es la grandeza del universo que nos hace sentir misérrimos
por el cuerpo e inmensos por la conciencia, al decir de Pascal. Aceptar la grandeza infinita
del universo responde a la perenne inquietud del género humano de encontrar un apoyo
fuera de sí, al reconocernos como parte integrante de un todo.

¿Qué se sigue de esta creencia? Un ethos, una profunda actitud ética, caracterizada por el
respeto a lo natural, a la vida en todas sus manifestaciones, el reconocimiento de la
irrepetibilidad e importancia de cada instante de vida que la naturaleza nos regala, el
sentimiento de solidaridad hacia los demás seres, pues con todos estamos ligados, y en
particular con aquéllos que comparten nuestro campo vital y existencial, incluido el
mosquito que revolotea sin poner en riesgo nuestra existencia. Es un compromiso que no ha
de ser reconocido por nadie, excepto por el Dios Naturaleza, pues cualquier aporte de una
persona corriente, de un mandatario, de un genio, es insignificante en la perspectiva
cósmica. Como escribe Spinoza, “somos parte del todo, es decir, de sí mismo, y

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contribuyendo en cierta medida a la realización de todas las obras hábilmente ordenadas y
perfectas que dependen de él” (Breve Tratado, II, p. 196). Cuanto más intensamente
tienda el individuo a afirmar su ser y sus potencialidades, tanto más profundamente
estará cumpliendo su destino moral con la naturaleza (lamentable que pocas sociedades
humanas faciliten esta realización personal de sus miembros).

El D-N nos sacó de la inconsciente tranquilidad de la nada, del no ser, y nos dio la
conciencia para apreciar la vida como una oportunidad irrepetible donde cada instante
cuenta. Hoy sabemos con bastante probabilidad de acierto que tanto la vida biológica como
la especie humana y cada uno de nosotros, es un breve episodio en el espacio tiempo. Pocos
o nulos fundamentos –excepto el pensamiento optativo- tenemos para creer que nuestra
conciencia personal sobreviva a la muerte física, y menos aún, que hubiese sido parte de
otros seres anteriores. La muerte no es una tragedia sino el desenlace natural de nuestro ser
que, fragmentado, dará lugar a otros seres vivos o inertes porque lo inmortal de nosotros
serán sólo nuestros átomos que, reciclados, seguirán su desconocido pero determinado
rumbo en algún lugar del universo. Porque la energía de un puñado de átomos origina
continuamente variedades inimaginables de formas inertes y vitales, al igual que de una
simple escala de notas resultan grandiosas sinfonías donde las disonancias más extrañas se
disuelven en consonancias hermosas y conmovedoras. Con los átomos la naturaleza
compone todos los seres que son, han sido, y serán.

COLOFÓN
No podemos alcanzar a imaginar las nuevas respuestas que traerán los siglos por venir.
Estamos frente a ellas, como lo estuvo Galileo frente al conocimiento que hoy tenemos del
universo, universo que él apenas atisbó con un rudimentario telescopio de 30 aumentos.

Tal es la visión del pasado, presente y futuro que me sugiere un islote de conocimientos en
medio de un océano de ignorancias.

AUTORES CONSULTADOS
Behe, M. La caja negra de Darwin. El reto de la bioquímica a la evolución.
Ed.Andrés Bello, Barcelona, 1999
Carnap, R. La fundamentación lógica de la física. Ed. Sudamericana, Bs. Aires, 1969
Chardin de, Teilhard, La visión del pasado, El fenómeno humano. Taurus, Madrid
Darwin Ch. El Origen de las especies. Ed. Zeus, Barcelona, 1979
Darwin, Ch. Obra completa http://darwin-online.org.uk/
Darwin, Francis. Foundations of the origin of species.1842,
Driesch, H. The history and theory of vitalism. 1914 (republished) Hesperides Press
Durant Will & Ariel. Las lecciones de la historia. Ed. Sudamericana. Bs. Aires, 1969
Ferrater Mora, José. Diccionario Filosófico. 4 Vols. Ariel, Barcelona, 1998
Haldane J.B.S. Matemática de la selecciòn natural, en J. Newman, El Mundo de las
Matemáticas, vol 2. Grijalbo, Barceloa. 1968
Hume, D. Diálogos sobre la religión natural. Tecnos, Madrid, 2004

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Johnson, Ph. Proceso a Darwin. Ed. Portavoz, Barcelona, 1995. Para conocer más
“argumentos” de los antievolucionistas-procreacionistas, consultar:
http://www.nwcreation.net/evolutionlinks.html
Leslie, J. (Ed.) Modern cosmology & philosophy. Prometheus Books. N.Y., 1998
(Contiene muy intersantes artículos de 24 expertos en estas áreas)
Leslie, J. Universes, Routledge, N.Y., 1989
Nagel, E. The structure of science
Popper K. Búsqueda sin término. Tecnos, Madrid, 2007
Conjeturas y refutaciones. Paidos Iberica, Madrid, 1994
Rees, Martin, Seis números nada más. Ed. Debate, Madrid, 1901
Sander, Klaus. Hans Driesch's “philosophy really ab ovo”, or why to be a vitalist.
Development Genes and Evolution. Vol 202, N. 1. ISSN Online: 1432-041X
Spinoza, B. B. Obras Completas. Ed. Acervo Cultural,Bs. Aires, 1977
Velez, A. Del big bang al homo sapiens. U. de Antioquia, 1998

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