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La Selección Natural
La Selección Natural
La Selección Natural
En 150 años la Teoría de la Selección Natural (TSN) pasó de considerarse una aventurada
hipótesis para ser reconocida como una realidad espacio temporal, y su capacidad para
explicar otros hechos de la vida e integrar varias ramas de la biología ya está fuera de
discusión. Sin embargo, yo dudaría de esa medalla de oro otorgada a la TSN. Contraria a
las teorías de otros genios citados, la TSN, no obstante su capacidad explicativa, dista
mucho de ser una teoría falseable, para Popper el test ácido de la ciencia, aunque, como
replicó J. B. Haldane, “encontrar un conejo fósil perteneciente al cámbrico la echaría por
tierra”. También es mínimo su poder predictivo; explica a posteriori el valor adaptativo de
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rasgos y funciones de los seres vivos, o que un nuevo pesticida hará que surjan nuevas
variedades resistente de insectos resistentes a él, y podría anticipar que las nuevas especies
serán aquellas que se adapten mejor a los nuevos ambientes, pero esto semeja una falacia
circular.
Así las cosas, el estudio minucioso de los seres vivos revelaría no sólo la existencia de Dios
sino su diseño de la naturaleza (e incluso, como sabrán, éste fue el motivo principal para
llevar en el Beagle a un naturalista, por fortuna Charles Darwin, y no a un geólogo). El
argumento del diseño divino, según el cual “los cielos proclaman la gloria Dios, el
firmamento es obra de sus manos” y todos los minúsculos ajustes anatómicos y fisiológicos
de los organismos demostraban su mano sobre la naturaleza, de paso impulsó nuevas
investigaciones destinadas a develar aún más los detalles del plan de la creación. Esta
visión tenía amplia aceptación en Inglaterra merced a una obra que, según cuentan, Darwin
la conocía de memoria: la Teología Natural, de Willam Paley (1802). Su leivmotiv era que
si alguien encuentra un reloj en la playa, jamás pensará que se formó por casualidad. Ergo,
todo en la naturaleza, desde los microscópicos infusorios hasta las órbitas de los cuerpos
celestes proclamaban el diseño del Dios creador. Narra Eisely que esta diseminada
convicción dio cabida a toda suerte de teólogos naturales: astroteólogos, insectoteólogos,
fitoteólogos, ictiotéologos, etc. Incluso un potentado de entonces, Francis Henry Egerton,
dejó un inmenso legado en 1829 destinado exclusivamente para financiar investigaciones y
publicar trabajos que expusieran el poder, la bondad y la sabiduría divina en la Creación.
No había duda en ese entonces –y según E. Nagel, tampoco la debe haber hoy- de que los
órganos y el comportamiento de plantas y animales (riñones, ojos, alas, clorofila, por
ejemplo) estaban destinados a cumplir ciertos fines que podían explicarse como
condiciones necesarias de su existencia; es decir, tenían algún propósito, un telos, una
finalidad, y de ahí el teologismo, que extiende el concepto de fin, de propósito, no ya a un
órgano o actividad, sino al mundo orgánico en su conjunto. El argumento finalista, o “la
fisicoteología” como también se le llamó, fue defendido por destacados científicos del siglo
17 como Robert Boyle, Robert Hooke. Newton, y cuestionado por pensadores no menos
brillantes como David Hume (“El orden no es prueba de diseño. Con lo que sabemos a
priori, la misma materia puede tener en sí misma la fuente del orden”, escribió). Sin
embargo, los autores en esta línea apologética no la tenían del todo fácil, pues les quedaba
muy cuesta arriba explicar por qué la divinidad benevolente permitía la maldad y la
“crueldad”, había creado molestos parásitos e insectos capaces de torturar a los humanos, o
por qué existían órganos rudimentarios e inútiles en algunas especies.
Absurdo, por decir lo menos, les resultaba imaginar al todopoderoso creando a todo
momento parásitos y otras “repugnantes” criaturas que en aquel entonces otros explicaban
por generación espontánea. “La creación y extinción de las formas, al igual que la de los
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individuos, ha de ser el efecto de leyes o medios secundarios. Sería despreciar al Creador
de los incontables sistemas de mundos, atribuirle la creación de las miríadas de parásitos y
viscosos gusanos que aparecen cada día de la vida sobre la tierra y el agua en el planeta”
(Foundations of the Origin of Species, pg. 51-52). El diseño divino salía mal librado de las
observaciones de Darwin. Donde otros había visto colaboración y provecho para el hombre,
Darwin descubre un mundo imperfecto de lucha, competencia, extinción, y antecedentes
del hombre no propiamente celestiales, sino arborícolas. Así que, de aceptar un diseño en la
evolución, habría que atribuirlo a otro agente diferente del dios de las religiones reveladas.
“El Origen de las Especies” es una obra hermosa, pletórica de datos objetivos, sensatas
reflexiones, y gira alrededor de una idea: la selección natural, tesis tan simple y profunda
como fue la hipótesis heliocéntrica de Copérnico, la gravedad universal de Newton, la
constancia de la velocidad de la luz de Einstein. En forma esquemática, la teoría puede
exponerse en unos cuantos hechos e inferencias, que destaco pensando en los menos
familiarizados con ella:
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4º Hecho: Los supervivientes adultos compiten por aparearse, y lo consiguen los mejor
dotados (SELECCIÓN SEXUAL).
4ª Inferencia: Por tanto, la reproducción de los mejor dotados y la heredabilidad de los
caracteres que les permitieron sobrevivir favorece la adaptación y la formación de
nuevas especies en diferentes nichos ecológicos. Por ejemplo, “…en la naturaleza, al
originarse la jirafa, los individuos que eran de mayor altura y podían comer de las ramas
más altas, y que en tiempos de escasez eran capaces de alcanzar aunque sólo fuese una
pulgada o dos más arriba que sus compañeros, con frecuencia se salvaron” (El Origen. p.
207).
Darwin es fiel a la Ciencia: “Admitir /trasformaciones por una fuerza o una tendencia
interna/ equivale a entrar en el reino del milagro para abandonar el de la Ciencia” (p.
235). Y en otro lugar anota: “Resulta muy cómodo disimular nuestra ignorancia bajo
expresiones tales como el plan de la creación, la unidad de tipo, etc….todos aquellos cuya
natural disposición les incline a conceder más importancia a dificultades inexplicadas que
a la explicación de cierto número de hechos, sin duda rechazarán la TSN” (p. 479).
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cuando se extrapolan estas acciones mecánicas azarosas a otros niveles de la vida y la
evolución.
4. LO BORROSO EN LA TSN
En este sentido, creo que al contemplar el proceso evolutivo biológico cabe distinguir al
menos cuatro niveles: el macro, de las diferencias entre los diversos géneros, familias,
órdenes; el micro, aplicable al ámbito de las especies, el mini, a las funciones biológicas, y
el nano, a la bioquímica subyacente.
El nivel mini involucra no sólo los cambios anatómicos y fisiológicos, sino esa intrincada
red de relaciones neuroquímicas en el organismo como, para destacar, la menstruación
femenina y los procesos reproductivos, aunque podríamos analizar hasta el cansancio otros
como el paso de huevos anamniotas (sin protección y sin sustancias nutritivas para el
embrión en desarrollo) a huevos amniotas (con cáscaras protectoras), los receptores
sensoriales capaces de reaccionar a distintas fuentes de energía, la presión milimétrica de
los fluidos en el cuerpo, los diversos medios de locomoción, las estrategias y artilugios de
caza, ataque y defensa, de orientación, navegación, localización de congéneres,
supervivencia, los mecanismos inmunológicos en las especies, en fin, los sistemas
biológicos caracterizados por el bioquímico Michael Behe de “complejidad irreductible”
(un ejemplo cotidiano del concepto es una trampa para cazar ratones) en los cuales la
eliminación de una de sus partes paraliza el funcionamiento de todo el sistema, como en los
intracelulares, para no hablar, por ahora, de la corteza cerebral humana. Difícil concebir de
manera desprevenida que todas estas “partes” fisiológicas hubieran aparecido gradual y
simultáneamente por azares genéticos.
La TSN se torna más opaca aún al considerar la abiogénesis (la vida partir de la no vida), la
multiplicidad celular, el paso de los unicelulares a los pluricelulares, la diferenciación
sexual, la aparición de la conciencia, y la duda razonable de si tres mil millones de años
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hubieran sido suficientes para originar la célula capaz de reproducirse, y que un par de mil
millones de años posteriores hubieran bastado para que de la sumatoria de “errores”
genéticos surgiera él árbol de la vida y seres tan bien adaptados a sus nichos ecológicos,
incluido el hombre, cuando los errores en los sistemas, creemos, tienden más a degradarlos
que a mejorarlos, aparte de la innegable ascensión o progresividad en las sucesivas etapas
de la evolución que han culminado con el Homo Sapiens. También resulta difícil admitir
que si un vástago presenta una mutación favorable para su mejor adaptación y
supervivencia, tal mutación singular conlleve a un cambio en la especie; a lo mejor debiera
darse una mutación colectiva como para garantizar su impronta en la especie, es decir, las
mutaciones, además de graduales y continuas, debieron ser múltiples, lo cual, por otra
parte, dejaría sin piso la función del azar en el proceso. En fin, y en expresión del
microbiólogo alemán Hans Driesch, de quien hablaremos luego, la TSN pretende demostrar
cómo se puede levantar una casa lanzando ladrillos sobre el terreno.
¿Bastarían tales minúsculos azares químicos para originar la vida, o que meros errores
genéticos exitosos dieran cuenta de la funciones biológicas y del orden evolutivo?
En el drama evolutivo que ha conducido del protoplasma al ser humano, las meras fuerzas
fisicoquímicas parecen quedarse cortas para dar razón de esa aparente dirección,
ortoevolución o rumbo de la evolución, como si rigieran leyes o fuerzas que lo orientaran
en determinada dirección, como han sostenido filósofos desde Aristóteles hasta numerosos
paleontólogos de siglos recientes, bajo diversos conceptos complementarios como plan,
propósito, diseño inteligente, fuerza vital, elan vital, Dios… y a partir de ellos, doctrinas
filosóficas conocidas como teleologismo, vitalismo, ortoevolución, finalismo que
explicarían cómo “las mutaciones originadas por azar produzcan una evolución
aparentemente dirigida y regular en su conjunto” (Hass, p. 48). ¿Estaría actuando detrás del
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drama evolutivo un “algo más” , como la fuerza vital (de Driesch) o el elan vital (de
Bergson)?
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existencia. Vale preguntarse si con este ser la naturaleza ha culminado su misión porque,
como explicaré a continuación, sin una orientación, o quizás con infinitos universos, no
seria explicable su aparición en este universo
No deben pues extrañarnos otras posturas filosóficas cuya verificabilidad sea dudosa,
cuando no imposible, como ese “algo más” en la evolución, que parece “saltar a la vista”
cuando contemplamos nuestra historia humana, desde sus orígenes cósmicos. Veamos:
El universo –nos enseñan los físicos- nació con cuatro fuerzas conocidas que determinaron
su evolución en el sentido que la conocemos, y no en otro: la gravedad y el
electromagnetismo -tan familiares como ver caer un objeto o hablar por celular- y las dos
nucleares: la fuerte, que mantiene unidos a los protones en el núcleo (patente en la
aterradora potencia de las bombas y reactores atómicos), y la débil que gobierna la
desintegración radiactiva. Al iniciarse el universo y merced a un extraño desequilibrio,
quedó libre un poco de materia, de tal suerte que luego de una décima de segundo (10 -1s.) el
número de neutrones (partículas sin carga eléctrica) se equilibra con el de protones (de
carga positiva); pero los neutrones son inestables: algunos “escupen” un electrón (partícula
de carga negativa) y el remanente del neutrón se convierte en protón, y así la proporción
entre neutrones y protones pasa de 50/50 a 14/86. Los protones capturan electrones y se
forman hidrógeno, deuterio y helio en estado gaseoso y a partir de esos núcleos se formaron
los restantes elementos simples. Como proclamó con agnóstica ironía el paladín del
darwinismo, Thomas H. Huxley “En el principio era el hidrógeno”.
Un modesto personaje de este drama es nuestro Sol, formado hace unos 5.000 millones de
años, que ahora nos ilumina en su edad adulta. Con residuos estelares a su alrededor se
formaron unas motas sólidas y gaseosas, los planetas. Y en una de ellas –el planeta Tierra-
surgió ese drama no menos espectacular y enigmático: el inicio de la vida (2.500 millones
de años atrás). ¿Cómo, dónde? ¿De cometas o asteroides, o en la tierra que, como
complejísimo matraz químico, permitió que la radiación solar y otras formas de energía
sobre las masas gaseosas produjeran las primeras síntesis orgánicas terrestres, a partir de las
cuales surgieron aminoácidos, proteínas, ADN…? Y, más misterioso aún, esa evolución y
proliferación en formas vivas mediante mutaciones y selección natural condujo al
“fenómeno humano” (expresión de Teilhard de Chardin).
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Desde la ciencia ha brotado una opción intelectual que le otorga un sentido a esta sublime
organización de la materia que la ha llevado desde las partículas simples hasta la vida y al
pensamiento: el llamado “principio antrópico” (PA), introducido por el astrónomo inglés
Brandon Carter en 1974, y según el cual todo este proceso iniciado con el Big- Bang traía
consigo una meta, un propósito, un objetivo: el hombre racional. Enunciado de manera
simple, el PA diría que “El universo debió permitir que la vida se desarrollara en algún
momento de su historia”, o en una formulación fuerte: “La existencia de la vida en el
universo debió haber puesto restricciones a la forma actual del universo, y cómo llegó a
ser de esta forma, de tal manera que permitió la existencia de una vida inteligente que
pudiera informarse de sus propiedades”. Y mientras más detalladamente observamos la
evolución cósmica y biológica, más difícil resulta eludir el PA, pues cambios muy
pequeños durante este proceso habrían impedido la formación de la tierra, de la vida
y del hombre. Pero la idea como tal no es nueva; otros biólogos y paleontólogos habían
apuntado que la singularidad del hombre venía anunciada desde los primeros balbuceos de
la vida, como en un esfuerzo misterioso para hacia mayor libertad física y dominio sobre el
medio ambiente. Para un filósofo acostumbrado a especulaciones de alto vuelo –que
incluyen esencias, causas finales, mónadas, espíritus absolutos, primer motor, etc.- el PA
aparece fácil de digerir; no así para el físico estricto que exige experimentos,
confirmaciones o falsaciones, posibilidades éstas muy lejanas para el PA. Empero, si
miramos algunos números aceptados por la ciencia normal actual, fueron demasiadas las
“coincidencias” para que el hombre racional apareciera en el universo. Veamos.
-Siendo la fuerza de gravedad la más débil de las cuatro fuerzas conocidas (10 -11
newtons...), un dígito más o un dígito menos en el exponente hubiera dado imposibilitado la
tierra, la vida y el hombre. Un tanto más fuerte y las estrellas se hubieran consumido sin dar
tiempo a la evolución biológica, nuestro Sol habría engullido a este minúsculo planeta, y si
más débil, las estrellas hubieran sido más pequeñas, o simplemente no se habrían formado
como estrellas.
-Si la tasa de expansión del universo fuera una millonésima parte más elevada o
disminuida no se habrían formado los elementos simples que posibilitaron la vida.
-Si la distancia media entre las estrellas de nuestra galaxia hubiese sido un tanto menor o
mayor, no se habrían formado los planetas alrededor del Sol ni en sus vecindades.
-Si la proporción entre carbono y oxígeno en nuestra atmósfera fuera levemente distinta,
tampoco habría surgido la vida.
-Si la inclinación del eje terrestre fuera diferente y la órbita terrestre estuviese más cerca
o lejos del sol, las condiciones climáticas habrían imposibilitado los organismos
pluricelulares.
-El ser humano está compuesto de una cantidad de átomos que oscila entre 1028 y 1029. En
sentido numérico, esta escala humana está situada a medio camino entre la masa del átomo
y la de las estrellas; y no parece una simple coincidencia que la naturaleza haya alcanzado
su máximo nivel de complejidad en este punto intermedio, pues cualquier organismo mayor
que existiera en un planeta de características habitables resultaría aplastado por su propio
peso, y menor, quizás no le habrían alcanzado neuronas para la autoconciencia.
-Si los valores de las constantes físicas fundamentales (velocidad de la luz, constante de
Planck, la gravitatoria de Newton, la carga del protón, etc.) fuesen ligeramente diferentes,
no estaríamos contando el cuento.
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En esta línea, el físico Martin Rees, aunque no menciona en su obra (Seis números nada
más) el PA, sí expone que cambios mínimos en seis números significativos en la naturaleza
que expresan la intensidad de una relación, hubieran impedido la aparición de la vida y del
hombre; tales números son:
N: 1036: (1999) Expresa la razón entre la fuerza eléctrica que mantiene unidos a los átomos
y la fuerza de gravedad que hay entre ellos (10 36 menor que la fuerza fuerte). Si N tuviera
unos ceros menos la gravedad nos comprimiría, tendríamos un universo en miniatura con
criaturas no mayores que un insecto; si hubiera sido un poco mayor, se habría consumido
todo el hidrógeno, no habría agua ni tiempo suficiente para la evolución biológica.(la
medida más reciente es de 1038
O (omega) 0.3: Indica la relación entre la densidad de la materia existente en la actualidad
y la densidad crítica a partir de la cual la fuerza de la gravedad frenaría la expansión y
pasaría a una situación de contracción del universo. Un universo en el cual omega fuera
demasiado alto habría colapsado tiempo atrás (big crunch); si más bajo, las galaxias no se
habrían formado, todo expandiéndose sin freno alguno.
L (lambda) = 0.7 (1998): La antigravedad cósmica –descubierta recientemente- que
controla la expansión de nuestro universo; afortunadamente es muy pequeño pues, de lo
contrario no se habrían formado estrellas ni galaxias.
Q: 10-5 Aunque no explica bien el tema (o es confuso o me queda grande), dice Rees que
este número expresa la relación entre la cantidad de energía necesaria para romper y
dispersar las grandes estructuras del universo (cúmulos y supercúmulos), y la energía de su
masa en reposo. Por fortuna es un número muy pequeño, pues de lo contrario todo en el
universo estaría disperso.
E = 0,007 Define que tan firme es la unión del núcleo atómico y de él se deriva la energía
del Sol y la producción de otros elementos a partir del hidrógeno, y por ello el carbono y el
oxígeno son elementos comunes, mientras que el uranio y el oro lo son menos. Si épsilon
tuviera una milésima más o menos, no se hubieran formado elementos a partir del
hidrógeno; si mayor, se habría consumido formando elementos inmediatamente el Big-
Bang, y entonces no tendríamos agua, ni carbohidratos.
D: el número de dimensiones espaciales de nuestro universo conocido, que es igual a tres
como se sabe desde antiguo (en un universo con sólo dos dimensiones no habría lugar para
un tubo digestivo, por ejemplo).
Estos seis números, dice Rees, son “la” receta de nuestro universo y del hombre en él. Si
cualquiera de ellos estuviera “fuera de tono” (desafinado) no habría estrellas ni vida y,
menos, seres humanos. ¿Es esta proporción un simple hecho, una coincidencia? ¿O es
consecuencia de la providencia de un creador benévolo? Se pregunta Rees, y responde: yo
prefiero la postura de no aceptar ninguno de los dos criterios. Es perfectamente posible –
añade- que existan una infinidad de universos en los que los números sean diferentes, pero
el ser humano sólo podría haber aparecido en un universo con las proporciones correctas
(ya no había intuido Giordano Bruno: no es imposible que existan una pluralidad de
mundos habitados).
Como escribe T. Ferris en La Aventura del Universo “los grandes rasgos del universo
actual dependen de variaciones minúsculas en el universo primitivo, así como una variación
de milímetros en el ángulo al cual un bateador golpea una pelota de béisbol produce
variaciones de decenas de metros en el lugar donde cae la pelota”. Este hecho genera
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distintas reacciones. Para los religiosos creyentes, la apelación a la “Mano de Dios” es
inevitable, para otros, habría un “algo más en la evolución”, y por su parte, los científicos
estrictos descartan esta hipótesis por inverificable. Frente a ellas, el PA proporciona cierta
tranquilidad intelectual frente al misterio del hombre, así Stephen Hawking lo hubiera
llamado “una opinión dictada por la desesperación”.
Conocidos estos datos, nos es imperativo pensar sobre ellos. Anotaba al respecto el filósofo
canadiense J. Leslie, que si nos enfrentamos a un pelotón de fusilamiento de 50 tiradores
expertos que apuntan, disparan y fallan, entonces no podríamos menos que buscar las
razones de nuestra buena y extraña suerte.
Por ejemplo. si hasta hace pocas generaciones se conservaba un relativo equilibrio entre
nacimientos y muertes “la medicina, la sanidad y la caridad anulan la selección” (Will
Durant). Si la capa de ozono disminuye gradualmente como dicen, se esperaría que la
selección natural obrara haciendo las caras pálidas más oscuras; pero la tecnología le salió
adelante con las cremas protectoras. La misma ciencia y el incontrolado incremento
poblacional están llevando a límites críticos a la misma especie (que ya carece de nuevos
espacios para poblar), al planeta (desastres ecológicos, calentamiento global) y a las
sociedades humanas debido, precisamente, al avance de la ciencia con la revolución
industrial (máquinas de vapor, eléctricas e hidráulicas que reemplazan la fuerza muscular
humana), la informática (que reemplaza cerebros) y la robótica (que reemplaza la mano de
obra). No es de extrañar que en ausencia de trabajo remunerado para todos, el gusto por la
vida pierda sentido y grupos de jóvenes en todos los países, especialmente en los más
pobres, se conviertan en hordas destructivas. La pesca incontrolada para satisfacer
necesidades alimentarias está acabando –si no lo hizo ya- con la selección natural en el mar
donde decenas de miles kilómetros de redes “seleccionan” a sus víctimas. Incluso la
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selección sexual, determinada por los caracteres sexuales secundarios, pasó de la naturaleza
a gimnasios y consultorios de los cirujanos plásticos. Y no es de esperar que la actual
humanidad renuncie a los avances tecnológicos y regrese a vivir en un estado natural donde
opere la mutación, el azar, la selección natural… porque ahora sí que menos existe un
estado natural para el buen salvaje, que soñó el romántico Rousseau.
Este panorama realista y desolador, conduce a pensar que la misma naturaleza se ha hecho
el hara-kiri al orientarla hacia el Homo Sapiens.
Entiendo el D-N como la totalidad de lo que existe, constituida por multitud de fuerzas que
posibilitan el dinamismo creador del mismo universo. En los inicios del siglo XXI el
hombre ha conocido la inmensidad, la potencia de esta naturaleza que crea, hace espacios,
pulsa, se agita, genera vida… y nos despierta la admiración, el respeto, el sentimiento de
infinitud que otros dirigen a un ser distinto de ella y que llaman Dios. El D-N dinamiza
todo: estrellas, átomos, galaxias, células, genes, neuronas. Tanta fuerza nos produce la
misma sensación de infinitud, de grandeza, de temor y de misterio, que llevó a las primeras
culturas a crear dioses diferentes de la “madre tierra”. Me atrevo a pensar que si Spinoza
existiera ahora, aceptaría que campos magnéticos, eléctricos, las ondas, electrones, átomos
y demás entidades y las fuerzas físicas, biológicas y culturales constituyen la plenitud del
ser, que él llamaba Dios.
El D-N es, el dinamismo omnipresente en la naturaleza desde los quarks hasta los espacios
creados por los agujeros negros, es la grandeza del universo que nos hace sentir misérrimos
por el cuerpo e inmensos por la conciencia, al decir de Pascal. Aceptar la grandeza infinita
del universo responde a la perenne inquietud del género humano de encontrar un apoyo
fuera de sí, al reconocernos como parte integrante de un todo.
¿Qué se sigue de esta creencia? Un ethos, una profunda actitud ética, caracterizada por el
respeto a lo natural, a la vida en todas sus manifestaciones, el reconocimiento de la
irrepetibilidad e importancia de cada instante de vida que la naturaleza nos regala, el
sentimiento de solidaridad hacia los demás seres, pues con todos estamos ligados, y en
particular con aquéllos que comparten nuestro campo vital y existencial, incluido el
mosquito que revolotea sin poner en riesgo nuestra existencia. Es un compromiso que no ha
de ser reconocido por nadie, excepto por el Dios Naturaleza, pues cualquier aporte de una
persona corriente, de un mandatario, de un genio, es insignificante en la perspectiva
cósmica. Como escribe Spinoza, “somos parte del todo, es decir, de sí mismo, y
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contribuyendo en cierta medida a la realización de todas las obras hábilmente ordenadas y
perfectas que dependen de él” (Breve Tratado, II, p. 196). Cuanto más intensamente
tienda el individuo a afirmar su ser y sus potencialidades, tanto más profundamente
estará cumpliendo su destino moral con la naturaleza (lamentable que pocas sociedades
humanas faciliten esta realización personal de sus miembros).
El D-N nos sacó de la inconsciente tranquilidad de la nada, del no ser, y nos dio la
conciencia para apreciar la vida como una oportunidad irrepetible donde cada instante
cuenta. Hoy sabemos con bastante probabilidad de acierto que tanto la vida biológica como
la especie humana y cada uno de nosotros, es un breve episodio en el espacio tiempo. Pocos
o nulos fundamentos –excepto el pensamiento optativo- tenemos para creer que nuestra
conciencia personal sobreviva a la muerte física, y menos aún, que hubiese sido parte de
otros seres anteriores. La muerte no es una tragedia sino el desenlace natural de nuestro ser
que, fragmentado, dará lugar a otros seres vivos o inertes porque lo inmortal de nosotros
serán sólo nuestros átomos que, reciclados, seguirán su desconocido pero determinado
rumbo en algún lugar del universo. Porque la energía de un puñado de átomos origina
continuamente variedades inimaginables de formas inertes y vitales, al igual que de una
simple escala de notas resultan grandiosas sinfonías donde las disonancias más extrañas se
disuelven en consonancias hermosas y conmovedoras. Con los átomos la naturaleza
compone todos los seres que son, han sido, y serán.
COLOFÓN
No podemos alcanzar a imaginar las nuevas respuestas que traerán los siglos por venir.
Estamos frente a ellas, como lo estuvo Galileo frente al conocimiento que hoy tenemos del
universo, universo que él apenas atisbó con un rudimentario telescopio de 30 aumentos.
Tal es la visión del pasado, presente y futuro que me sugiere un islote de conocimientos en
medio de un océano de ignorancias.
AUTORES CONSULTADOS
Behe, M. La caja negra de Darwin. El reto de la bioquímica a la evolución.
Ed.Andrés Bello, Barcelona, 1999
Carnap, R. La fundamentación lógica de la física. Ed. Sudamericana, Bs. Aires, 1969
Chardin de, Teilhard, La visión del pasado, El fenómeno humano. Taurus, Madrid
Darwin Ch. El Origen de las especies. Ed. Zeus, Barcelona, 1979
Darwin, Ch. Obra completa http://darwin-online.org.uk/
Darwin, Francis. Foundations of the origin of species.1842,
Driesch, H. The history and theory of vitalism. 1914 (republished) Hesperides Press
Durant Will & Ariel. Las lecciones de la historia. Ed. Sudamericana. Bs. Aires, 1969
Ferrater Mora, José. Diccionario Filosófico. 4 Vols. Ariel, Barcelona, 1998
Haldane J.B.S. Matemática de la selecciòn natural, en J. Newman, El Mundo de las
Matemáticas, vol 2. Grijalbo, Barceloa. 1968
Hume, D. Diálogos sobre la religión natural. Tecnos, Madrid, 2004
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Johnson, Ph. Proceso a Darwin. Ed. Portavoz, Barcelona, 1995. Para conocer más
“argumentos” de los antievolucionistas-procreacionistas, consultar:
http://www.nwcreation.net/evolutionlinks.html
Leslie, J. (Ed.) Modern cosmology & philosophy. Prometheus Books. N.Y., 1998
(Contiene muy intersantes artículos de 24 expertos en estas áreas)
Leslie, J. Universes, Routledge, N.Y., 1989
Nagel, E. The structure of science
Popper K. Búsqueda sin término. Tecnos, Madrid, 2007
Conjeturas y refutaciones. Paidos Iberica, Madrid, 1994
Rees, Martin, Seis números nada más. Ed. Debate, Madrid, 1901
Sander, Klaus. Hans Driesch's “philosophy really ab ovo”, or why to be a vitalist.
Development Genes and Evolution. Vol 202, N. 1. ISSN Online: 1432-041X
Spinoza, B. B. Obras Completas. Ed. Acervo Cultural,Bs. Aires, 1977
Velez, A. Del big bang al homo sapiens. U. de Antioquia, 1998
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