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Roma,

últimos días de la República. Druso y Porcia viven en casa de su tío, el


senador Mario Dimitio. Pero una noticia cambia el rumbo de su existencia: César ha
muerto, víctima de una conjura; la conspiración ha sido abortada y Mario Dimitio
figura entre los conjurados. Antes de perder su dignidad, prefiere morir, y los dos
sobrinos tienen que asistirle en el suicidio y huir de casa para escapar de la
persecución. Además, Druso es depositario de un documento por el que hay alguien
dispuesto a matar. En adelante, los dos hermanos necesitarán toda su astucia y su
coraje para sobrevivir en una atmósfera de cobardías, crímenes y traiciones.

ebookelo.com - Página 2
Lola Gándara

Guárdate de los idus


Gran angular - 146

ePub r1.0
Titivillus 25.04.2019

ebookelo.com - Página 3
Lola Gándara, 1995
Diseño de cubierta: Lawrence Alma-Tadema

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

ebookelo.com - Página 4
A Pilar Martín, Conchi Vázquez
y Manoli Pena.

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1. IDIBUS MARTIIS
(En los idus de marzo)
(15 de marzo)

EN aquel aciago día de marzo, el sol llegó al ocaso a la hora acostumbrada. Sentado
en la vieja silla de cuero, yo trataba de asimilar lo que estaba sucediendo, sin
comprender todavía que la sangre vertida aquella mañana en el Senado nos iba a
salpicar a todos nosotros.
—Han asesinado a César. Julio César ha muerto —había gritado el joven Membo,
irrumpiendo en la estancia como un caballo desbocado.
Serían las once de la mañana. Porcia y yo leíamos a Hesíodo. Miramos a Membo
creyendo que había perdido el juicio.
—Veintitrés. Veintitrés son las heridas —gritó el liberto.
—Se ha vuelto loco —dijo Porcia.
Pero tras él entraron algunos esclavos y también Epiduro, nuestro pedagogo
griego.
—Han dado muerte a César.
—¡No es posible!
—Esta mañana, a la hora tercia… En el Senado.
Porcia palideció y me miró como un pájaro asustado. Algo me dijo que las Furias
se habían desatado sobre Roma en aquel día 15 del tercer mes del invierno, los idus
de marzo. Una media hora más tarde, y antes de que ninguno de nosotros hubiese
reaccionado, un mensajero entró precipitadamente.
—Me envía vuestro tío Mario.
—Y bien…
—Vuestro tío dice que ni tú ni tu hermana salgáis de casa, joven Druso.
—¿Por qué?
—Roma está desquiciada. La revuelta estalla por todas partes. Los veteranos de
las legiones de César claman venganza, y algunos ciudadanos ya persiguen a los
asesinos… Correrá la sangre, joven Druso.
—Eso lo entiendo. Lo que no comprendo es la inquietud de mi tío: no voy a
meterme debajo de ninguna lanza ni a mezclarme en ningún motín callejero.
El mensajero vaciló un instante, y enseguida agregó:
—Vuestro tío está preocupado por vuestra seguridad. Quiere que los criados
atranquen las puertas, que no abráis a nadie y que os alejéis del atrio y de los patios.
Él vendrá después y se ocupará de todo.

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Porcia, que seguía atentamente la conversación, se adelantó y, antes de que yo
pudiese decir nada, respondió:
—Decid a nuestro tío que seguiremos sus instrucciones.
Yo iba a protestar cuando sentí la presión de la mano de Porcia. El mensajero nos
saludó con una breve inclinación de cabeza.
—¿Cuándo vendrá nuestro tío? —pregunté.
—A la tarde… Hacia la hora nona.
El mensajero abandonó la estancia.
Durante unos minutos permanecimos en silencio escuchando el ruido de la calle,
que crecía por momentos. Luego, Porcia llamó a Eunice, su antigua nodriza.
—Di a los esclavos que cierren las puertas.
—¡Oh, por Isis! —sollozó Eunice—. La venganza de este día maldito caerá sobre
nuestras cabezas.
—No digas tonterías —se impacientó mi hermana—, y vete a disponer las cosas.
—Druso —mi hermana habló de forma persuasoria, aunque yo percibí en su tono
un cierto matiz de alarma—, haremos lo que dice tío Mario.
—No lo entiendo —protesté—. ¿Por qué no puedo salir? Ya tengo edad para
cuidar de mí mismo. Además, media Roma está en las calles. Escucha, Porcia…,
escucha el alboroto.
El ruido se había convertido en estrépito. Voces, gritos, carreras, galopar de
caballos… En la calle había más animación que un día de circo, y yo, ¡maldita sea!,
tenía que quedarme en casa.
—Voy a salir.
—No harás tal.
—Sí lo haré.
—Han matado a Julio César.
—Por eso mismo.
—Es un día aciago, Druso.
—Es un día histórico: en Roma no había sucedido nada así desde los tiempos de
Sila, y yo quiero verlo.
Me ceñí el cíngulo sobre la toga y pedí un manto. Pero en el preciso momento en
que cruzaba el corredor camino de la salida, unos fuertes golpes sacudieron la puerta
del vestíbulo.
—¡Abrid! —gritaban desaforadamente—. ¡Abrid a las legiones!
Me detuve en el acto. Porcia ahogó un grito, Eunice se desplomó en el banco de
piedra que había junto al portal, los esclavos me miraron.
¡Soldados! ¿Qué diablos buscaban en mi casa los veteranos del ejército?
Porcia, palidísima, nos pidió silencio por señas y, como movidos por un resorte,
retrocedimos todos hacia las habitaciones interiores con el sigilo propio de los
acosados.
Los soldados continuaron golpeando la puerta.

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—Id por detrás —gritó alguien.
—Aquí no hay nadie —respondió otra voz—. Habrán abandonado la casa.
—Una cosa es segura: Mario Dimitió no escapará.
Durante un tiempo los sentimos alrededor de la casa. Después se marcharon.
Oímos cómo sus botas pisaban los adoquines y los cascos de los caballos retumbaban
sobre las losas del pavimento.
El resto del día transcurrió sin incidentes, pero todos sentíamos que la cara oscura
del peligro nos acechaba y el miedo crecía por momentos. Tío Mario no vino a la
hora nona, y Porcia, como obedeciendo a un extraño presagio, ordenó a las esclavas
que preparasen dos baúles de viaje.
—¿Para qué? —pregunté.
—No lo sé, pero tengo un presentimiento.
—¿Crees que tendremos que salir de Roma?
—Ojalá no sea más que eso.
Me encerré en el despacho de mi padre, que ahora utilizaba tío Mario, y me senté
en la vieja silla de patas curvadas en forma de S que mi padre había traído de una de
sus campañas en las fronteras del este. Ahora mi padre estaba muerto, en la silla se
sentaba tío Mario y yo era un adolescente orgulloso que soñaba con un alto puesto en
el Senado.
La voz de Porcia me devolvió a la realidad:
—Druso… Drusooo.
—¿Qué?
—Ven, ha llegado tío Mario.
Toda mi vida recordaré aquella noche. Pasarán los años y seguiré recordando
aquella noche. Seré un hombre y continuaré escuchando la voz de tío Mario, aquella
voz desgarrada… Seré un anciano y seguiré viendo la cara de Porcia, la angustia de la
cara de Porcia, la lividez de la cara de Porcia… Estaré muerto y oiré una y otra vez a
tío Mario, y una y otra vez percibiré la crispación de su rostro y escucharé el solemne
tono de su voz al relatarnos aquella increíble historia.
—Escuchad —empezó tío Mario—: al principio Julio César era un hombre
justo… Un hombre que gobernaba con equidad. Pero a medida que crecieron sus
victorias, su ambición se hizo desmedida…
Aquel año, en su quinto consulado, había conseguido el nombramiento de cónsul
a perpetuidad, concentrando todos los poderes en sus manos.
—Entonces —intervine débilmente—, el Senado, los Comicios…
—El Senado, Druso…, un títere en sus manos. En cuanto a las otras
instituciones… A Julio César —siguió— sólo le faltaba el título de rey.
—Pero, tío —interrumpí—, hace unos días, en las Lupercales, Marco Antonio le
ofreció una corona durante el desfile triunfal, y él la rechazó enérgicamente. Yo lo vi.
—No se atrevió a tomarla: lo observaba todo el pueblo.
—Se la ofreció tres veces —insistí—, y él la rechazó otras tantas.

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—¿Y qué iba a hacer, coronarse delante de la multitud? Créeme, Druso: Julio
César quería restaurar la monarquía, una monarquía absoluta y hereditaria.
—Pero Roma es republicana.
—Precisamente. Y para salvar la República se había hecho indispensable eliminar
a César.
—¿Por eso le han matado?
—Sí, Druso, por eso.
—¿Quién lo ha matado?
—Ha sido una conjuración. Todo se ha llevado a cabo según un plan
cuidadosamente elaborado. Muchos trabajaron durante meses urdiendo la conjura, se
entretejió la trama sutilmente… El otro día, cuando Marco Antonio le ofreció la
corona, todo fue tan evidente… O se hacía ahora o la República estaría perdida.
—¿Cómo lo han hecho? —mi voz temblaba.
—Esta mañana, César ha llegado al Senado en medio de un ambiente cargado de
tensión… Sería la hora tercia. Cuando los senadores se han levantado para honrarlo,
los conjurados han rodeado su sitial. Metelo Címber se ha adelantado, al frente de un
grupo, para presentar una petición: el perdón de su hermano, que como sabes ha sido
desterrado… César se ha mostrado inflexible, y ellos han redoblado sus instancias.
César se ha sentado, contrariado, y ha manifestado a cada uno su particular
descontento. Entonces, Metelo le ha cogido la toga con las dos manos y le ha
descubierto lo alto de la espalda. Ésa era la señal. Casca ha sido el primero en
agredirlo.
—¡Por Cástor! —exclamó Porcia, turbada.
—Los puñales lo han herido en los ojos y en el rostro, y él se ha revuelto como un
animal acorralado, pero por todas partes estaban los cuchillos.
—¡Veintitrés son las heridas! —recité, recordando el grito del liberto.
—¿Cómo?
—Veintitrés puñaladas, le han dado veintitrés puñaladas.
—Bueno, no sé… Puede.
—¿Se ha defendido?
—Al principio… Pero eran muchas las hojas que rasgaban su cuerpo, y cuando
Bruto le ha clavado el puñal en la ingle y él lo ha visto…
—¡Bruto, Bruto Decio! —me sobresalté—. ¡Su hijo adoptivo!
—Sus ojos se han entristecido tanto… Ya no ha intentado luchar, se ha echado la
toga por la cabeza y se ha cubierto la cara… Así es como se ha abandonado al hierro
de los conjurados.
—Pero nadie…, ¿nadie ha intentado defenderlo? —preguntó mi hermana.
—Nadie. El Senado ha quedado sobrecogido.
—Es curioso —dijo de pronto mi tío—. ¿Sabéis dónde ha caído muerto? Al pie
de la estatua de Pompevo, allí yace su cadáver. ¿Y sabéis otra cosa? La estatua…, la
estatua está toda ensangrentada.

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Mi tío guardó silencio. Se le había quebrado la voz y tenia húmeda la mirada.
Entonces, Porcia hizo la pregunta que nos quemaba en los labios:
—Tío Mario, ¿qué tienes que ver tú en todo esto?
—Soy uno de los conjurados.
Tragué saliva.
—Tío, ¿has participado tú en ese crimen?
—No ha sido un crimen, Druso. Era un deber…, un penoso deber de ciudadano…
Yo no he blandido el puñal, pero había participado activamente en la conjura. Estaba
en el grupo de Metelo Címber.
—¿Por eso han venido los soldados?
—Sí, por eso.
—¿Y qué va a pasar ahora, tío?
—Desgraciadamente, se han torcido las cosas. Bruto, Casio y los otros no han
conseguido controlar la situación como se esperaba. Los veteranos de las legiones de
César los persiguen, muchos ciudadanos se toman la justicia por su mano, y ya han
empezado los incendios… Tenéis que salir de Roma.
Tío Mario se levantó despacio y se dirigió al despacho o tablinio.
—Ven conmigo, Druso.
Lo seguí.
Cogió una llave diminuta y abrió un cajón del escritorio. Sacó un pergamino
enrollado y lacrado, lo ató con una cinta verde y me lo tendió.
—Guárdalo.
—¿Qué es?
—Un documento secreto. Un escrito de valor incalculable. No se lo entregues a
nadie y no reveles nunca que lo tienes… Y ten cuidado: muchos lo codician.
—¿Qué debo hacer con él?
—Tú mismo tendrás que decidir en su momento.
—¿Cómo sabré qué decidir y cuándo?
—Cuando llegue el momento lo sabrás.
—¿Y si me equivoco?
—Entonces, Druso, ¡que los dioses te ayuden…! Porque nadie más podrá
ayudarte.
Porcia entró con paso apresurado.
—He preparado dos baúles de viaje. Podemos partir ahora mismo.
—Partiréis al alba: es más seguro.
—¿Por qué dices partiréis, tío Mario? —mi hermana estaba inquieta—. ¿Es que
no vas a venir con nosotros?
Tío Mario nos miró y sonrió con pesadumbre. Comprendimos. Nos abrió sus
brazos y nos precipitamos en ellos. Los tres, fundidos en un abrazo desmedido,
lloramos amargamente nuestra desventura.
—Sé que es muy duro, pero tiene que ser así. No hay otra salida.

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—¿Estás seguro, tío? —gritó Porcia en medio de un llanto convulsivo—. Quizá lo
logremos… Quizá puedas esconderte en alguna parte.
Tío Mario negó con la cabeza. Yo apreté los puños y me mordí los labios hasta
hacerme sangre.
—Allí donde vaya, ellos me perseguirán. Allí donde me esconda, ellos me
buscarán.
—Pero tus amigos… Habrá gente dispuesta a echarte una mano.
—No puedo buscar la ruina de nadie, y mucho menos poner en peligro vuestras
vidas. Escuchadme: siempre he vivido con dignidad, y ahora me ha llegado el
momento de morir con honor. Después tú, Druso, escribirás esto en el libro de las
gestas familiares, para que quede constancia de ello. ¿Lo comprendes, Druso?
Sí, lo comprendía. Había sido educado para comprenderlo. Pero eso no impidió
que se adueñase de mí un sentimiento de rabia e impotencia. Luego me miró, y yo
supe lo que quería. Porcia se tapó la cara con las manos y yo sentí que la náusea me
subía desde la boca del estómago.
—Druso, eres un patricio y va tienes diecisiete años. Actúa, pues, como un
romano.
Su voz se dulcificó.
—Ahora gustaremos del vino y brindaremos por la vida. Después reunirás a los
servidores de esta casa, porque habrá llegado mi hora.
La náusea se me hizo bilis en la boca, corrí a las lavatrinas y vomité. Me lavé la
cara varias veces, fui a mi habitación y preparé mi toga. Recordé con cuánto orgullo
la había llevado el día de mi investidura, cuando mi padre me condujo al Foro y luego
subimos hasta el templo de Júpiter, en el Capitolio, donde mi padre ofreció un buey
en sacrificio y el augur leyó en las vísceras mi formidable futuro.
Y ahora…, ahora me la iba a poner para aquella terrible ceremonia.
Cuando llegué al triclinio, mi tío, vestido con una túnica de seda blanca y mangas
cortas, de esas que sólo se usan para las fiestas y los banquetes, se hallaba reclinado
en el lecho central. Membo mezclaba el vino con la miel y se lo escanciaba en la
copa. Yo apenas bebía todavía, pero él dijo:
—Bebe, Druso. Y tú también, Porcia.
Membo nos tendió una copa, y mi hermana y yo saboreamos aquel mulso, que
nos supo a hiel y a acíbar.
Porcia rompió a llorar.
—No lo hagas, tío Mario —suplicó la chiquilla—. No nos dejes, por favor.
Tío Mario acarició los cabellos de mi hermana.
—No llores, pequeña Porcia. No llores o flaqueará mi ánimo.
Tragué saliva varias veces, pero no me salía la voz. Al fin, sorprendido, me oí
decir a mí mismo esta frase, que me borbotó en los labios como algo ajeno:
—¿Piensas hacerlo con la espada o cortarte las venas?
—Las venas. Pero tendrás que ayudarme.

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—Lo haré.
Era ya bien entrada la noche cuando todo estuvo dispuesto. Membo había
preparado el baño mortuorio, y la ceremonia se celebró con el ritual acostumbrado.
Los esclavos cubrieron a tío Mario con una toga picta recamada en oro. Era una
prenda propia de los triunfadores, y la usaban los generales en los desfiles. Aquélla
había sido de mi padre, que la lució cuando hizo su entrada triunfal al volver de la
Galia Cisalpina.
Tío Mario salió del triclinio y se dirigió al atrio caminando muy despacio.
Nosotros y todos los de la casa le seguimos. Se detuvo en el porche, donde estaban
las estatuas, los dioses se confundían con las cabezas y los bustos de nuestros
antepasados, y las ninfas se alineaban en medio de nuestros abuelos. En la pared del
fondo se hallaba el pequeño altar consagrado a los dioses del hogar, los lares y los
penates, y al lado, en una hornacina, las máscaras de cera y las efigies de los varones
ilustres de la familia, aquellos que habían conquistado gloria y honor para los Manlio.
Allí, el tío Mario se despojó de sus ropas, leyó su testamento y, siguiendo la
costumbre de los antiguos patricios, concedió la libertad a los esclavos. Porcia,
ayudada por las dos criadas de mayor edad, encendió una lucerna y ungió con mirra
el cuerpo desnudo de mi tío; los esclavos trajeron el gran barreño de madera que se
usaba como baño, y él se metió en el agua. Membo se acercó a mí y me tendió la
daga. Tomé la muñeca de mi tío, pero me faltó valor.
—No puedo —sollocé—. No puedo hacerlo.
Mi tío cogió entonces la daga y se hizo un corte superficial. Brotó un hilo de
sangre.
—Ayúdame, Druso. No dejes que pierda mi valor.
Entonces volvió Porcia, que acababa de salir del atrio. Vestía una dalmática, los
cabellos sueltos le caían sobre la espalda y llevaba en la mano uno de los vasos de
ónice que sólo se usan en las grandes ocasiones.
—Bebe, tío. Es vino del Rin.
Él entendió. Sus ojos se tornaron acuosos. Porcia le acercó la copa a los labios.
—Gracias, queridos míos. Ahora tú, Druso, dentro de un instante, cuando el
veneno haya surtido efecto…, córtame las venas.
Apuró la bebida y cerró los ojos.
—Ahora, Druso —apremió mi hermana.
—No puedo.
—Vamos, Druso. Es el momento: dentro de un instante, el veneno será fuego en
sus entrañas. Ahora, Druso.
Hundí la daga en su muñeca, y la sangre me empapó las manos. Sumergimos su
brazo en el agua caliente.
Poco a poco, la estancia se llenó de gente. Todos los esclavos y servidores de la
casa de los Manlio contemplaron el cuerpo exangüe de Mario Dimitió Manlio, quinto

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hijo de Severo Dimitió, que se había inmolado a la edad de veintinueve años para no
morir con deshonor.
Epiduro me tocó el brazo.
—Tienes que pronunciar la oración.
—¿La oración?
—Sí, la oración de los muertos. La dice el paterfamilias. Ahora el paterfamilias
eres tú, y debes oficiar como tal.
Era cierto: acababa de convertirme en el jefe de aquella casa. Se suponía que
ahora yo debía cuidar de todos ellos y velar por mi hermana Porcia. En ese momento
se me reveló lo terrible de mi desamparo, el día se volvió más aciago y la noche se
hizo más oscura.
Recité mecánicamente la oración ante el altar de los manes. Todos se postraron y
oraron por el muerto. Los lamentos se confundieron con el rumor de la noche. Porcia
extendió sobre el cadáver ungüento de nardo, y Mario Dimitió penetró en el reino de
las sombras…
Fuera, el resplandor de los incendios.

—Partiremos al alba —dijo Porcia—. Saldremos por la puerta Capena, nos


purificaremos en la fuente Carmeneia y tomaremos la vía Apia.
—No.
Nos volvimos. Epiduro habló con la sabiduría que lo caracterizaba, esa sabiduría
que se adquiere con los años y que es fruto del dolor y de la experiencia.
—No intentéis salir de Roma: habrá controles en todas las puertas de la ciudad.
Los veteranos, sedientos de sangre, buscan a los asesinos directos… Vuestro tío
estaba demasiado involucrado.
—¿Qué hacemos, entonces? ¿Nos quedamos aquí?
—No. Ellos volverán.
—¡Oh, Druso! —gimió Porcia—. Nos matarán a todos, y a mí me violarán
primero.
Me estremecí. Epiduro habló rápidamente:
—Tú, Druso, irás a casa de Marco Tulio Cicerón, que es amigo de tu familia y te
protegerá.
—¿No está implicado en la conjuración?
—No lo creo. Está en favor de la República, pero es demasiado precavido.
Membo irá contigo, él conoce perfectamente el barrio.
—¿Y Porcia?
—Porcia no puede acompañarte: levantaríais sospechas. A Porcia la
esconderemos en la cueva hasta que se tranquilicen las cosas. Membo la bajará por el
pozo.
Porcia se sobresaltó.

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—No quiero bajar. La cueva es un lugar terrible.
—Pero seguro —dijo Epiduro—. Somos muy pocos los que conocemos su
existencia. Allí no te encontrarán.
Abracé a mi hermana y la sentí temblar entre mis brazos.
—Cálmate, Porcia.
—El subterráneo es un lugar siniestro, Druso. No quiero meterme allí.
—Es necesario. Volveré a buscarte enseguida. Te lo prometo, hermana.
—No estarás sola —dijo Eunice—. Yo bajaré contigo.
—¿Lo harás? —preguntó Porcia, esperanzada.
—Te vi nacer, niña mía, y no pienso verte morir, te lo aseguro.
—Va a amanecer pronto —dijo Membo—. El joven Druso y yo debemos partir.
Abracé a mi hermana por última vez y sentimos que el dolor nos desgarraba las
carnes.
—Cuídala, nodriza. No dejes que caiga en manos de la soldadesca.
—Antes la mataría con mis propias manos; te lo juro, joven Druso.
—Date prisa, amo —apremió Membo—. Tengo que bajarlas por el pozo.

Poco antes de la salida del sol, Membo llegó con dos capas de lana marrón, de esas
que usan los esclavos en las faenas agrícolas.
—Poneos las capas —dijo Epiduro—. Así os tomarán por esclavos.
Nos envolvimos en las capas de lana, nos cubrimos la cabeza con las capuchas y
salimos a la calle. Oímos cómo corrían los cerrojos y sentimos el corazón destrozado,
pero no volvimos la cabeza. Mis pasos y los de Membo resonaron a la par en el
empedrado, y el aire nos azotó la cara. La opaca humareda de los incendios eclipsaba
las primeras luces del día. Una densa niebla subía del Tíber.

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2. POTRIDIE IDUS MARTIAS
(16 de marzo)

La luz del alba se extendía por un cielo oscurecido. Se alzaban por doquier columnas
de humo negro, y el aire, a pesar de lo bajo de la temperatura, era denso.
—Son los incendios —dijo Membo—. Ha sido una noche terrible.
Caminamos en línea recta durante largo rato por las calles desiertas y tomamos el
camino de la Cuesta Pública. A los pocos pasos vimos el primer control.
—¿Qué hacemos?
—Nada. Seguir con toda naturalidad.
—Y si nos paran…
—Dejadme a mí, señor.
Los soldados nos dieron el alto, y uno de ellos, un tipo grueso y sudoroso, se
acercó a nosotros.
—¿Adónde vais?
—Al Foro Boario. Somos esclavos del senador Lépido Catulo y vamos al
mercado.
—¿A estas horas?
Membo le lanzó una mirada de irritación.
—Si yo fuese soldado como tú, no me tendría que levantar al alba. Pero soy
esclavo y a la hora tercia he de tener las legumbres en la cocina.
—Ah, sí —dijo el soldado, ofendido—. ¿Y a qué hora crees tú que se levanta un
soldado?
—Temprano, supongo. Pero te cambio el puesto ahora mismo. Además —dijo
Membo señalándome—, te regalo esta especie de mastuerzo que mi ama me ha
colocado.
El gordo me miró con curiosidad, y a mí me flaquearon las piernas: yo no
acertaba a comprender qué se proponía Membo con aquel juego peligroso.
—¿Lo ves? —Membo alzó un poco mi capucha y aparecieron mis ojos asustados
—. Acaba de llegar a Roma, y a mí me han colocado de niñera. Tengo que llevarlo
conmigo a todas partes, enseñarle las calles, los baños, el mercado… Si fuese listo, le
enseñaría otras mañas. Pero ¿lo veis, veis esta cara de mentecato? ¡Por Júpiter que me
va a dar la mañana!
Los soldados se habían congregado a nuestro alrededor, y Membo subía y bajaba
mi capucha. Mi cara, que debía de ser la imagen del espanto, divirtió de tal suerte a
los soldados que nos dejaron pasar sin ningún problema.

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Mantuvimos el paso hasta alejarnos del control. Luego echamos a correr como si
nos persiguiese toda la cohorte pretoriana, y no paramos hasta llegar a una arboleda
en la que nos dejamos caer, exhaustos.
—Estás loco, Membo. ¿Cómo se te ha ocurrido una cosa semejante?
—Se me ha ocurrido sobre la marcha, y en verdad que teníais cara de mentecato,
joven Druso.
—¿Y quién es ese senador Lépido Catulo?
—¡Oh, no diréis que no me ha salido un nombre bien compuesto!
Nos miramos, los ojos de Membo eran oscuros y picaros. Yo le tendí la mano, y
él la apretó con fuerza.
—Gracias —dije únicamente.
Membo me sonrió y bajó la cabeza, como avergonzado.

La casa de Cicerón estaba situada en el Palatino, no lejos del Germalio. Cruzando la


Cuesta de la Victoria hubiéramos podido llegar en menos de dos horas. Pero
preferimos ir dando un rodeo, así que bordeamos el Circo Máximo y tomamos la vía
Triunfal. El camino era mucho más largo, pero estábamos seguros de que por allí
evitaríamos a la guardia, y así sucedió. Cicerón nos recibió en el tablinio y me
escuchó muy serio. Cuando le relaté la muerte de tío Mario se llevó la mano a la
frente y, con la palma extendida, se cubrió los ojos e inclinó la cabeza.
—Druso, quisiera acogerte, pero aquí corres peligro.
—¿Acaso tú también has participado en la conjura?
—No, no —se apresuró—. No se trata de eso. Pero Marco Antonio, el
lugarteniente de César, me odia, y no es conveniente que puedan relacionarme con tu
tío.
Así que era eso: los amigos de tío Mario, por miedo, le negaban.
—Creo que esto será cosa de un día, y que Roma recobrará pronto la calma. Pero
hay que ser cautos, muy cautos… En un solo día de revueltas mi cabeza podría
acabar ensartada en una pica.
—¿Y luego?
—Luego habrá que esperar. Si hay listas de proscritos, caerán muchos; si no, las
cosa$ retomarán a su curso… Pero dejémonos de conjeturas. Urge resolver tu
situación.
—Y la de mi hermana.
—Y la de tu hermana.
—Veamos: ¿habéis comido?
—No —dijo Membo presuroso.
—Entonces os servirán una buena colación en la cocina —me guiñó un ojo—. En
la cocina es donde comen los esclavos.

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Yo era un personaje conocido en aquella casa, y Cicerón no quería que nadie
descubriese mi presencia. Pero no lo hacía por mí: era su propia seguridad lo que
estaba protegiendo.
Lo miré con asombro. Aquel hombre era un orador grandioso. Cuando él hablaba,
el Senado enmudecía. Yo había asistido a uno de sus discursos y había quedado
deslumbrado por el ingenio de sus palabras; el filo de su lengua era reputadísimo, y
sus enemigos temblaban ante sus diatribas. Y ahora aquel hombre, aquel hijo preclaro
a quien Roma llamaba ilustre, estaba ante mí temblando y escondiéndose como un
conejo asustado. Pensé que, llegado el momento, Cicerón no tendría el valor de
quitarse la vida, como había hecho tío Mario.
—¿Hasta qué punto estáis involucrado en esto? —le pregunté a bocajarro.
—No quiero hablar de ello —fue su respuesta seca y tajante.
Comimos huevos con tocino fresco y pan con manteca. Membo, que nunca perdía
el humor, se solazó con una esclava joven, de largas piernas y senos turgentes. Yo,
decepcionado hasta la médula, apenas fui capaz de tragar bocado.
No volvimos a ver a nuestro anfitrión hasta la caída de la tarde. A esa hora vino a
buscamos un criado. Esta vez, Cicerón nos esperaba en el peristilo.
—Nos va a poner de patitas en la calle —masculló Membo.
El senador tenía una carta en la mano y no se anduvo con rodeos.
—Druso, he enviado un correo a casa del senador Flavio Valerio Arrio. Era un
gran amigo de tu abuelo.
—Lo era —aseguré, recordando la bondadosa cara del senador.
—Él te acogerá. Acabo de recibir su respuesta.
—¿Debo marchar ahora mismo?
—Sí, el senador te espera.
La perspectiva de encontrarnos de nuevo en la calle no me resultaba precisamente
halagüeña, máxime cuando la casa de Flavio se hallaba en la colina del Quirinal.
—De haberlo sabido —rezongó Membo por lo bajo—, nos hubiésemos ahorrado
la caminata.
Cicerón hizo una seña al criado, y éste salió y regresó al punto con un hombre
bajo y cejijunto.
—¿Eres el cochero? —preguntó Cicerón.
—Sí, mi señor.
—¿Sabes por dónde debes conducirlos?
—Me lo han explicado, señor.
—Druso, tardaréis en llegar, pero no os inquietéis. Iréis seguros.
—Así que vamos a ir en coche.
—Sí, es mucho más seguro.
No me atreví a preguntar si el coche era suyo o de Flavio. Cicerón me abrazó y
yo, fríamente, correspondí a su abrazo.

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—El coche es del senador Flavio, y es él quien lo ha mandado —me explicó
Membo.
—¿Te lo ha dicho el cochero?
—Sí, y me ha dicho más cosas.
—¿Qué cosas?
—Bueno, pues que en casa de los Arrio anda todo revuelto.
—La ciudad entera anda revuelta, Membo.
—Ya, ya. Pero allí hay un ajetreo de cuidado. El cochero dice que el senador ha
despachado más de veinte mensajes y que hace días que envió a su nieta Valeria a una
casa de campo en la Umbría.
—Ya ves —traté de quitarle importancia—: hace días, Julio César todavía estaba
vivo.
—Vuestro senador es, sin duda, un hombre precavido.
—Vamos, Membo, Flavio Valerio no puede estar metido en la conjura: es un
anciano.
—¡Vete a saber!

Nunca supe por dónde fuimos ni lo que hizo aquel cochero, pero el viaje resultó
interminable, aunque ni una sola vez nos dieron el alto. Cuando nos apeamos del
coche y entramos en la villa de los Cármenes, residencia de los Arrio, era ya muy de
noche.
La casa del senador Flavio Valerio era una villa lujosa y confortable que se alzaba
en la falda del Quirinal y a la que se podía acceder desde la Cuesta de la Salud, calle
a la que daba la fachada principal. Como la mayoría de las casas de Roma, tenía el
pavimento dos gradas más alto que la acera, y la entrada, enmarcada por pilastras con
lujosos capiteles, formaba un pequeño vestíbulo. En la cara interna de las anchas
columnas, una puerta de madera labrada, con dos hojas que se abrían hacia adentro,
daba acceso a las fauces, un pequeño corredor que conducía al primer atrio. El atrio
era un patio cuadrangular rodeado de un pórtico, en el que se alineaban las
habitaciones del servicio, con los tejados inclinados hacia el interior y los aleros
profusamente decorados. En medio de los tejados se abría el compluvio, a través del
cual entraba la luz y se veía el cielo, y justo debajo de él, el impluvio, de forma
rectangular y con suelo de mosaico.
Detrás del impluvio, frente a la puerta de entrada, se hallaban el comedor, a la
izquierda, y a la derecha el tablinio, en el que el senador Flavio Valerio recibía por la
mañana a sus clientes y libertos.
Adosado al atrio estaba el peristilo, que en la villa de los Cármenes no era un
simple patio porticado, sino un auténtico jardín con árboles, en cuyo centro se
encontraba una gran piscina con una fuente. Alrededor de todo ello se levantaba una
magnífica columnata dórica, a la que se abrían las habitaciones de la familia y

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estancias como la biblioteca y la sala de banquetes. Al fondo, el huerto y un
bosquecillo que subía hasta el mismo corazón del Quirinal.

Budrinio, un fornido esclavo germano, me condujo a la habitación que me había sido


destinada. Al separarme de Membo sentí una cierta aprensión. Membo era un liberto
egipcio de mi tío: lo había comprado mi padre a unos piratas de la Cilicia v se lo
había regalado a tío Mario. Había vivido a mi lado durante años, y en el transcurso de
las últimas horas se había convertido en mi único referente seguro. Yo no quería
separarme de él.
Sextina, la vieja ama de llaves, me preparó el baño. Aseado ya, me puse las ropas
que encontré preparadas: una túnica corta y sandalias de cuero. Al ceñirme el cíngulo
recobré un poco de mi aplomo. Aun así, entré temblando a la estancia en la que me
aguardaba Flavio Valerio.
El senador estaba solo. Al verme abrió los brazos, y yo me precipité en ellos
sollozando: era la primera muestra de calor en aquel interminable y atroz día.
Hablamos largo y tendido. Desahogué con él mi rabia y mi impotencia.
—Lo primero es solucionar la situación de tu hermana. Hay que sacarla de allí
cuanto antes.
Le expliqué lo que había que hacer, cómo era la cueva y dónde estaba el pozo.
—¿La traeréis mañana?
—Lo procuraré. En cuanto a ti, Druso, no podrás salir de estas cuatro paredes:
todo el mundo deberá creer que habéis huido de Roma.
—No será difícil. A estas horas, la noticia del suicidio de mi tío correrá de boca
en boca.
Me invadió la angustia. Flavio lo notó y me envió a mi cuarto.
—Vete a dormir, Druso… Y no te preocupes: esto durará poco.
—Senador, ¿no habrá proscripciones?
—No lo sé. Eso dependerá del joven Octavio, sobrino de César, que viene ya
hacia Roma para hacerse con el poder.
—¿Y qué actitud tomarán Marco Antonio v Lépido, los otros cónsules?
—De momento obedecen al Senado… No obstante, Druso, tu tío estaba
demasiado implicado en la conjuración. Es mejor que te vayas a Hispania a vivir con
tu madre.
—¡Pero si nosotros no tenemos nada que ver con la conjura! —grité exasperado
—. Ni siquiera conocíamos su existencia.
—Lo sé. Pero las cosas son así en Roma.
—¿Qué voy a hacer?
—Lo planeado.
—Pero Porcia tiene que venir conmigo.

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—No adelantes acontecimientos, muchacho. Se hará lo que haya que hacer, y en
el momento oportuno.
Comprendí que tenía razón. Saludé y me retiré al cubículo que me habían
indicado. En vano traté de conciliar el sueño. Súbitamente me acordé de mi casa y, al
pensar en Porcia metida en aquella cámara subterránea, sentí tanta angustia que
apenas podía respirar. Tomé aire, lo lancé al fondo de los pulmones y espiré despacio;
repetí el ejercicio varias veces. Me lo había enseñado mi preceptor griego. Conseguí
relajarme, pero estaba demasiado abatido para conciliar el sueño.
El recuerdo de tío Mario era una llaga viva, y yo sentía sus venas en mis manos.
Cerré los ojos y mi tío apareció entre brumas acuosas. Toda la bañera se tiñó de rojo.
Quise abrir los ojos, pero era como si tuviese los párpados cosidos. Al lado de la cara
de mi tío emergió la de Porcia, y de nuevo vi la lividez del rostro de mi hermana y los
labios de Mario Dimitió, abriéndose y cerrándose sobre veintitrés heridas abiertas en
un cuerpo caído a los pies de una estatua. Oí la voz de tío Mario: «¿Sabes, Druso? La
estatua… ¡La estatua de Pompeyo está toda ensangrentada…!».

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3. ANTE DIEM XVI KALENDAS APRILIS
(17 de marzo)

DESPERTÉ al alba. Membo preparaba mi ropa.


—Me han asignado a vuestro servicio particular.
—Te recompensaré. Ahora soy paterfamilias y dispongo de todos los bienes de mi
casa.
Membo sonrió, y yo me sorprendí de mis propias palabras. Acababa de hablar
como un patricio, y mi situación no era precisamente la de un privilegiado. Recordé
que, en tiempos del dictador Sila, muchos proscritos habían perdido la vida, y a sus
familiares les habían arrebatado las tierras, los bienes e incluso la ciudadanía. Así que
resultaba chocante que en aquellos momentos, en los que mi vida no valía un
sextercio, estuviese ofreciendo algo a un liberto que me tenía a su merced, puesto que
podía delatarme. Membo me acercó la túnica.
—Yo tengo mi peculio —dijo.
—¿Te pagaba bien mi tío?
—Espléndidamente.
—No me digas que eres rico.
—No me puedo quejar.
—Entonces, ¿por qué te has quedado conmigo?
—Le prometí a vuestro tío cuidar de vos y de vuestra hermana. Yo soy fiel a mis
promesas.
—¿Qué edad tienes?
—Diecinueve años.
—Cuando esto termine podrás establecerte en Roma.
—No. Iré a Hispania con vosotros: siempre me ha gustado la aventura.
Decididamente, eran tiempos sorpresivos.
Nos miramos. Sentimos los dos el mismo impulso y nos abrazamos con fuerza…
En aquel abrazo dejamos de ser amo y liberto para convertirnos en dos muchachos de
diecisiete y diecinueve años que sólo se tenían el uno al otro.
Acabábamos de sellar sin palabras un fuerte pacto.

A la hora primera, el senador Flavio Valerio salió en busca de mi hermana Porcia, en


compañía de algunos esclavos. A mí no se me permitió acompañarlos, y me pasé toda
la mañana deambulando ocioso por la casa. Consultaba una y otra vez la clepsidra del
patio, pero el tiempo se desgranaba lentamente. Acababan de servir la comida cuando

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Flavio regresó con su gente. Salí a su encuentro y algo, no sé si su gesto o la palidez
de su rostro, me dio a entender que las cosas no marchaban bien.
—Druso, ven a mi despacho.
Lo seguí. Estaba de espaldas a la puerta, mirando hacia el atrio, y su figura, un
poco encorvada, se me antojó más pequeña.
Había comenzado a llover, y el agua de la lluvia caía sobre el mosaico ocre y
amarillo que tapizaba el fondo del estanque.
—Roma recobra la calma —dijo el anciano sin volverse—. Las legiones vuelven
a los cuarteles… Dentro de tres días incinerarán a César y le rendirán honores en el
Capitolio. Marco Antonio dirá la oración fúnebre… Será el único momento peligroso.
Calló. Presentí que había algo más. Contuve el aliento, y él prosiguió sin
mirarme:
—Han confiscado vuestras propiedades y han precintado la casa.
—Entonces…, ¿habéis estado allí?
Asintió con la cabeza. Pero siguió, obstinado, mirando hacia el atrio, como si
estuviera fascinado por el agua del impluvio.
No me atrevía a preguntarlo. Sabía que el mal estaba en aquella pregunta y no
deseaba oír la respuesta. Creo que lo supe en el preciso momento en que entré en el
despacho y vi al senador vuelto de espaldas.
—¿Y Porcia? —pregunté muy bajo—. ¿Dónde está Porcia?
Él siguió callado, siempre mirando hacia el estanque. Ahora no pude contenerme.
—¿Y mi hermana? ¿Qué le ha pasado a mi hermana?
—Druso…, Porcia ha… desaparecido.
—No… no os entiendo.
Por toda respuesta, fue hacia la mesa y me alargó un rollo hecho con tiras de
papiro.
—Toma. Estaba en el subterráneo.
Reconocí el diario de mi hermana.
—La han matado, ¿verdad? —grité—. Mi hermana está muerta.
—No, no. ¡Por Júpiter, Druso! ¿Quieres calmarte?
—¿No ha muerto? —mi grito se convirtió en un anhelo—. ¿En verdad no ha
muerto?
—No lo sé —al ver mi cara espantada, continuó—: De verdad, no lo sé. He hecho
averiguaciones, y no ha sido asesinada ninguna muchacha, ni se conoce ninguna
tropelía de ese tipo. ¡Y yo tengo buenos informadores!
—¿Entonces?
—Druso, lo único que sé es que ella no está en ese maldito pozo.
—Puede que no os lo explicara bien. Es posible que vuestra gente no haya
encontrado el lugar exacto… ¿Y en la casa? ¿Habéis mirado en la casa?
—Lo hemos registrado todo.
Me desmoroné. Flavio dijo:

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—Tienes que aceptarlo.
—Aceptar, ¿qué? ¿Que mi hermana de trece años anda perdida en la noche? ¿Que
mi única hermana puede estar muerta en el recodo de un camino? ¡Aceptarlo, decís!
¿Aceptar que el infortunio se ha cebado en mi estitpe?
Valerio me miró de frente y, con ojos metálicos, contestó:
—Sí.
Me derrumbé sollozando. Él salió de la estancia muy despacio.

Sentado junto a la fuente, bajo la luz del compluvio, fui desenvolviendo con sumo
cuidado una de las tiras de papiro del diario de mi hermana. El pensamiento de
haberla perdido me hacía tanto daño que se me encogía el corazón. Palpé los trazos
de sus letras desiguales y acaricié el papel, sobado en las esquinas. Aspiré el olor
familiar: el papiro olía a albahaca y a espliego, igual que el pelo de mi hermana. Yo
mismo le había regalado aquellos rollos porque le gustaba escribir. Porcia cumplía
doce años.

Fragmentos del diario de la joven Porcia


Verano del año 464, post reges exactos

LUXAE DIES
(Lunes. Día de la Luna)
He cumplido doce años. Dniso me ha regalado tiras de papiro
para que escriba un diario. Pienso apuntar en él todos los
acontecimientos importantes.
Papá ha dicho que celebraremos una gran fiesta para festejar mi
cumpleaños. Mamá ha estado muy callada, y eso es extraño.

MARTIS DIES
(Martes. Día de Marte)
Los preparativos para mi fiesta de cumpleaños están en marcha.
Eunice se pasa el día dando órdenes y llama perezosas a las esclavas
jóvenes. Yo me rio, pero ella se enfada porque piensa que las cosas no
van a estar a punto para el sábado. El sábado es el día de mi fiesta.

MERCURII DIES
(Miércoles. Día de Mercurio)
No sé lo que sucede, pero en esta casa andan todos con la mosca
detrás de la oreja. Mi hermano Druso está de un humor de perros y se
pasa el día encerrado entre sus libros. Cuando intento charlar o jugar
con él, me echa con el pretexto de que tiene que preparar sus

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lecciones, cosa extraña y sospechosa, pues Druso es un vago
redomado. Papá, aunque está cariñoso conmigo, también me evita. Y
a mamá la he visto llorar esta mañana.

IOVIS DIES
(Jueves. Día de Júpiter)
Sólo faltan dos días para el sábado, y no veo aún ningún
preparativo. Eunice da voces todo el día.

VENERIS DIES
(Viernes. Día de Venus)
Por fin ha estallado la bomba. Mamá me ha llamado para
decirme que mañana no habrá fiesta de cumpleaños.
—¿Por qué? —le he preguntado.
—Tu padre te lo dirá.
He interrogado a Eunice. Sin resultado.
Se lo he preguntado a Epiduro. No ha soltado prenda.
He abordado a la doncella de mi madre. Muda.
Tengo miedo de que estemos en la ruina o algo parecido. A lo
mejor tiene que marcharse papá a otra de sus horribles guerras. Le
he dicho a Druso que no quiero que de mayor sea militar. Prefiero
que se dedique sólo a la política, como el tío Mario. Pero él dice que
eso no es posible, que todos los ciudadanos tienen que ser militares.
No lo entiendo.

SATURNI DIES
(Sábado. Día de Saturno)
Hoy era el día de mi fiesta. Pero en realidad ha sido el día más
triste de mi vida.
Papá nos ha llamado a su despacho a Druso y a mí.
—¿Qué pasa? —le he preguntado a mi hermano. Pero él, por toda
respuesta, me ha dado una de sus odiosas patadas en la espinilla.
—Ahora —he pensado—, ahora es cuando nos va a decir que
estamos en la ruina.
Pero no era eso. Era algo muchísimo peor, lo peor de todo.
Papá va y nos dice, así de pronto:
—Vuestra madre y yo nos divorciamos.
Yo he abierto los ojos como platos y he mirado a Druso esperando
que dijese algo. Pero nada. Es que Druso ya lo sabía y por eso se
encerraba con los libros.

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Me he echado a llorar y papá nos ha largado uno de sus
sermones.
Nos ha hablado de las diferencias de los esposos, de no sé qué de
la convivencia, y de todo un montón de estupideces que no me
interesan lo más mínimo.
Lo único que he entendido es que mamá se va de casa y que yo ya
no voy a vivir con mis dos padres, y eso es más de lo que puedo
soportar.

Aquí terminaba la primera tira de papiro. La enrollé con exquisito cuidado y


desenvolvi la segunda. Era de fecha posterior.

Fragmentos del diario de la joven Porcia

En el otoño del 464 post reges exactos


September
Ya ha sucedido. Hoy se han divorciado mis padres. Lo han hecho
por la fórmula de repudio, que consiste en que el marido firma un
papel en el que se halla escrita la frase conditione tua non uxor, o
sea, «tu condición ya no es la de esposa», y se lo manda a la mujer
por medio de un liberto. ¡El colmo, vamos!
—¿Qué significa repudiar? —le he preguntado a Eunice.
—Pues es cuando el marido le manda decir a la mujer que junte
su ropa y salga de la casa, porque ha dejado de ser su esposa.
—¿Eso es lo que ha hecho mi padre?
Pues sí.
Me he puesto furiosa. He cruzado el jardín corriendo y he entrado
como una tromba en el cuarto de estar de mi madre.
—¿Cómo puedes estar aquí tan tranquila cuando tu marido te
acaba de hacer una faena semejante? —he gritado.
—Cálmate, Porcia —me ha contestado mi madre tendiéndome los
brazos—. Ven aquí.
Yo la he abrazado llorando a mares, y ella, muy triste, me ha
acariciado los cabellos.
—Nunca se lo perdonaré. Jamás se lo perdonaré a mi padre.
—Eres demasiado pequeña para entender ciertas cosas.
La serenidad de mi madre me ha exasperado aún más. Cuanto
más hacia ella por calmarme, más lloraba yo.
—Intenta comprenderlo.
—No quiero.

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—Porcia —mi madre me ha dado media vuelta para que
estuviéramos frente a frente—, tendrás que aceptarlo. Así que
empieza a conformarte.
El tono cortante en que me ha hablado me ha dejado estupefacta.
Mi llanto ha cesado en el acto.
—¿Es que a ti no te importa que te hayan dado el libelo de
repudio?
—No demasiado.
Entonces ha entrado mi hermano Druso y ha intervenido en la
conversación.
—Pues a mí sí —ha dicho—. Si queríais divorciaros, podíais
haber elegido otra fórmula. No me agrada que mi madre sea una
repudiada.
—¿Por qué, Druso? ¿Es que eso hiere tu dignidad?
—Sí. Un divorcio por consenso habría sido más honroso.
—Escuchad, niños: vuestro padre es el paterfamilias. Él decide lo
que debe hacerse en esta casa, y nadie puede oponerse a su
autoridad. Creí que lo sabíais.
—Lo sabemos —ha dicho mi hermano—. Pero jamás hubiésemos
esperado esto.
—Sobreviviré —ha suspirado mi madre—. Tengo mi dote, y eso
me permitirá llevar una existencia desahogada. No os preocupéis por
mí.
—¿Y nosotros? —he gritado—. ¿Qué va a ser de nosotros? ¿Es
que eso no le importa a nadie?
—Vosotros seguiréis aquí, como siempre —mamá ha sonreído, y a
mi me ha parecido muy lejana—. Nada alterará vuestras vidas.
—Yo quiero ir contigo.
—Lo sé, Porcia. Pero es imposible. Tu sitio está en la casa de tu
padre.

October
Mi madre partió hace dos días, y a Druso y a mí se nos ha partido
el corazón.
La vimos salir al alba, sigilosa, como hacen los ladrones. Los
criados cargaron sus baúles, y ella se metió en el carruaje sin volver
la vista. Yo sé que, a pesar de su apariencia serena y contenida, se
moría de pena. Se fue sin un lamento, ni una sola vez volvió la
cabeza.
—Es una auténtica patricia —dijo Eunice—, digna émula de
Cornelia Graco.

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Yo no sé qué quiere decir «émula» ni quién es esa Cornelia
Graco, de la que todo el mundo habla y a la que siempre ponen como
ejemplo, pero pienso enterarme.

November
Ya me he enterado de quién es la dichosa Cornelia Graco.
Epiduro me ha dicho que es una romana célebre porque educó ella
sola a un montón de hijos y fue siempre un espejo de virtudes. ¡Vaya
cosa!
Odio a Cornelia Graco. Odio todas y cada una de las virtudes
romanas. Desde el día en que mi madre se marchó de casa como si
fuese una ladrona, yo deseo hacerme plebeya o bárbara.

December
He tomado una decisión.
Juro que yo, Porcia, jamás me someteré a la voluntad de ningún
hombre (aunque de momento quizá me convenga disimularlo…, pero
ya llegará mi hora).
Lo juro.
Y para que conste, lo anoto aquí, en este diario.
Porcia, hija de Druso Dimitió y de Terencia.
De la gens Manlia.

Me invadió una oleada de ternura, enrollé la segunda hoja de papiro y aspiré el aire
de la tarde.
—¡Oh, Porcia, Porcia…, pequeña hermana mía!
Yo también recordaba los días del divorcio de mis padres. Fueron días muy tristes
para todos. Recuerdo que, al principio, mi padre nos evitaba, y la casa carecía de
alegría. Pero el tiempo volvió a poner las cosas en su sitio, y aprendimos a vivir en
aquella casa sin madre.
Un día, Eunice nos anunció que nuestro padre iba a casarse de nuevo.
—¿A sus años? —dijo Porcia.
—Sólo tiene cincuenta y cuatro años.
—¿Te parecen pocos?
—Así son las costumbres romanas. Ademas, un hombre nunca es viejo… Ya veis,
vuestra futura madrastra sólo tiene veinticuatro años.
—¡Por Marte! —juró Porcia.
—En realidad —siguió Eunice—, vuestros padres no se divorciaron por las
desavenencias, ni por esa tontería de que tu padre andaba de guerra en guerra, que eso
a vuestra madre le daba lo mismo; ella es una patricia auténtica y ya sabe que los
esposos son para tener hijos y posición.

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—Ah, ¿son para eso? —se asombró mi hermana.
—Claro. ¿Para qué, si no?
—Pues me alegro de saberlo. Yo nunca me casaré.
—No digas tonterías.
—Claro que no. A mí ningún rancio me llenará de hijos, ni me mandará el libelo
de repudio.
Eunice dijo que las damas romanas, cuando les resulta tediosa la vida conyugal,
siempre pueden buscarse un amante o meter en el lecho a un esclavo apuesto.
Entonces vo me enfadé y la amenacé con contárselo a mi padre para que la hiciese
moler a palos. Ella puso hocico de liebre, y Porcia y yo nos reímos y nos olvidamos
de nuestra futura madrastra, la de los veinticuatro años.
Pero la proyectada boda nunca se llevó a cabo: estalló la guerra entre César y los
hijos de Pompevo, y mi padre se puso de nuevo al frente de la cuarta legión y partió
una fría mañana.
Después, los hados se torcieron.
Entonces comenzamos a vivir con tío Mario.
Refrescaba. Soplaba un viento frío del noreste, que traía una lluvia fina. Me
guarecí bajo la columnata del patio y leí los últimos fragmentos del diario.

Fragmentos del diario de la joven Porcia


Verano del 465 post reges exactos
(709 ab Urbe condita)

Sextilis
He estado mucho tiempo sin escribir este diario. Medio año exactamente.
Ahora tengo trece años, y esta casa ha pasado por trances muy tristes.
Mi padre murió en la batalla de Munda, y se le tributaron honores de héroe. El
propio Julio César y su mujer, Calpurnia, nos honraron con su visita, y Calpurnia me
regaló un anillo en forma de escarabajo.
Mamá nos escribe con frecuencia. Se ha vuelto a casar y ahora vive en la
Hispania Citerior, donde su marido ocupa un alto cargo. Pronto iremos a visitarla.
Dicen que Hispania es un país muy hermoso. Yo tengo muchas ganas de conocerlo y,
sobre todo, de estar con mi madre. Tío Mario me ha dicho que, si lo deseo, puedo
quedarme a vivir con ella, y eso es seguramente lo que haré. Druso no puede: él
tiene que quedarse en Roma para hacerse militar y luego senador, o sea, para
convertirse en uno de los rancios. Yo no quiero separarme de él.
¿Por qué tendremos que vivir siempre con el corazón dividido?
Aquí acababa el último rollo.
¡Quizá Porcia nunca podría retomar aquel diario! ¡Quizá lo único que ahora
quedaba de ella eran aquellas tiras de papiro!

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No pude reprimir los sollozos. Durante largo rato lloré por mí, por ella y por los
adversos días de nuestro infortunio.
—¡Juro ante los dioses que te encontraré, pequeña Porcia, aunque para ello tenga
que horadar la tierra!
Lo decidí en aquel momento.
—Membo —le dije en cuanto asomó—, esta noche regresaremos a casa.
Diríase que lo esperaba. Asintió con la cabeza y desapareció sin hacer ruido.

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4. ANTE DIEM XV KALENDAS APRILIS
(Tertia vigilia. Primeras horas del 18 de marzo)

Y llegó la noche. Era la del tercer día de la muerte de César.


Membo apareció a la hora convenida. Sextina le había dado la llave de la pequeña
puerta del fondo del jardin. Era una salida disimulada que se abría detrás de los
grandes macizos de hortensias y daba a la parte posterior de la casa.
Esperamos. Cuando se agotaron las lucernas y calculamos que todos se habían
retirado a descansar, salimos sigilosos. Pasamos por delante del tablinio y vimos que
un candelabro de mármol iluminaba la figura del anciano senador, acodado en su
escritorio. Flavio trabajaba; me pareció que ponía en orden sus legajos.
Bajamos por la suave pendiente de la colina y tomamos el atajo entre los cedros.
Al pasar junto a una tapia, ladraron los canes. El cielo estaba claro, y las gotas de
rocío ponían en las hojas un punto de cristales.
Pronto sería luna nueva.

Nuestra casa apareció entre los árboles como una mole tétrica.
Todo era silencio. Las puertas estaban precintadas. Membo cogió una piedra y
rompió la contraventana. La madera se hizo astillas, escandalizando la noche, y unos
ojos brillantes perforaron las sombras. Retrocedí instintivamente.
—Quieto —dijo Membo—. Tan sólo es un gato.
El felino pasó a nuestro lado bufando, y nosotros entramos en la casa. Todo
estaba revuelto. Membo registró los muebles, los cofres y las arcas. Estaban vacías.
—Os han dejado limpios —silbó Membo.
—Es evidente que han pasado por aquí.
Por más que buscamos, no encontramos ninguna pista que nos condujese a
Porcia: ni un objeto que pudiéramos reconocer, ni una tablilla con una nota… Nada.
—Bajemos al refugio.
—¿Para qué?
—Quiero cerciorarme por mí mismo.
Pusimos la escalera y descendimos con cuidado, agarrándonos a los salientes de
la pared.
—No comprendo cómo no se ha matado Eunice —rezongó Membo—. Das un
paso en falso y te abres la crisma.
El pozo tendría unos cincuenta pies de profundidad. Se trataba de un pozo seco
que terminaba en un círculo de piedra, y había que buscar la anilla a tientas. Membo

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tiró y desplazó el cuadrado que, como una gatera, se abría a ras de suelo. Entramos
reptando a la estancia cuadrada. Era un recinto perfectamente habilitado. Allí estaban
los jergones, la mesa, las ánforas… En la pared, una alacena para guardar comida.
Recorrimos la cripta en todas las direcciones. Yo paseaba por la estancia como un
tigre enjaulado. Gritaba v gritaba como si alguien pudiese oírme en aquel panteón.
—Porciaaaa… Euniceeeee…
—Es inútil —dijo Membo, que mientras yo gritaba había registrado todo
concienzudamente—. No están. Pero una cosa es segura: no las ha encontrado nadie.
—¿Por qué lo dices?
—No hay señal de violencia.
Ni siquiera había señales de que aquello hubiese sido habitado.
—Membo, ¿estás seguro de que bajaron?
—Las traje yo mismo y aquí se quedaron.
—No lo entiendo. Tienen que haber salido. No hay otra explicación… Pero ¿por
qué?
Membo abrió la alacena.
—Se han llevado la comida.
—¿Cómo lo sabes?
—Les dejé provisiones para una semana… Mira, no hay nada. Sólo cuencos
vacíos… También se han llevado el agua, y faltan algunas vasijas pequeñas.
—¿Y adónde se habrán ido?
—Druso…, aquí tiene que haber otra salida.
—¿Otra salida?
—U otra entrada, si quieres. Lo he pensado siempre: seria absurdo que un
escondite subterráneo tuviera una sola entrada, y por un pozo… Supón que te
escondes aquí y que los enemigos están arriba acechando… No podrías salir.
—No, no podría.
—Pues es absurdo… Esto tiene que tener acceso por otra parte…
Lo buscamos, tanteamos las paredes, rastreamos los rincones, tiramos de cuanta
argolla, pico o saliente sospechoso encontramos. Nada cedió: la supuesta salida
alternativa no apareció por ninguna parte.
—Convéncete, Membo, el acceso es el pozo. Si se fueron, lo hicieron por ahí.
—Es imposible subir sin la escalera.
—Se las arreglarían de alguna forma.
—¿Sin la escalera? Eso no me lo puedo creer… No me convence, no señor.
Cuando salimos, la luna estaba ya muy alta. Yo quise detenerme otra vez en la
casa, pero Membo no lo consintió.
—Tenemos que marcharnos ya, joven amo. Debo colgar la llave en el lugar que
me indicó Sextina, antes de que se levanten los criados.
No me apetecía volver. Quería quedarme en casa y aspirar el olor de los míos, su
recuerdo. Pero Membo se mostró inflexible: teníamos que regresar antes de que nadie

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notase nuestra salida.
El camino de vuelta se nos hizo interminable.
Avistábamos ya la villa de los Arrio cuando oimo unos pasos. Movidos por una
confusa sensación de peligro, nos ocultamos detrás de unos arbustos. Un hombre
venía caminando muy deprisa en dirección contraria a la nuestra. Todo ocurrió en un
instante. Un encapuchado surgió de las sombras y se precipitó sobre el desconocido.
La daga se materializó en el aire, el hombre emitió un quejido, se dobló como un
mimbre y cayó. La figura de la capa retiró el puñal con un movimiento brusco; de
pronto, la capucha resbaló, dejándole la cara al descubierto, y la luna iluminó a la vez
el filo del acero y el rostro del sicario. Membo cambió de postura, y una hoja crujió
bajo sus pies. El asesino volvió súbitamente la cabeza, y su mirada y la mía se
cruzaron. Emprendimos una veloz carrera hasta la casa.

Membo colgó la llave en el lugar indicado. Justo a tiempo. Yo gané mi cuarto, me


descalzó y, sin desnudarme, me metí debajo de las mantas. El corazón me latía como
un caballo desbocado: lo sentía en la garganta, en los pulsos, en el pecho… Traté de
conciliar el sueño, pero la cara del sicario me perseguía desde el armario. Me tapé la
cabeza con las mantas, y la cara del sicario seguía allí.
«¡Por Marte, tengo que dormir! No puedo soportar otro día de insomnio», me
dije, pero el maldito sicario no dejaba de perseguirme. Al fin conseguí adormecerme,
pero entonces empezaron los ruidos cotidianos de la casa.

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5. ANTE DIEM XV KALENDAS APRILIS
(18 de marzo)

HACIA la hora cuarta, trajeron un despacho para Flavio Valerio.


—Han dejado esto para el amo —me secreteó Sextina, que además de ama de
llaves era la chismosa mayor de la República.
—Ya lo he visto.
—Pero seguro que no sabes lo que ha pasado hoy.
—No. ¿Qué ha pasado?
—Han asesinado al senador Metelo Sertorio.
El corazón me dio un vuelco.
—¿Cuándo?
—De madrugada… Muy cerca de aquí… Apenas tres casas más abajo.
El corazón me dio otro vuelco.
Sextina, encantada, se extendió en todo lujo de detalles. Tenía un alto cargo en el
Senado y era muy amigo de Flavio. Nadie sabía qué hacía en la calle a aquellas horas
de la noche. Habían encontrado el cadáver a primera hora, y el cuerpo aún estaba
caliente.
—Habrán querido robarle —dije por decir algo.
—Pues no —la vieja estaba bien informada—. Tenía la bolsa encima, y bien
repleta de dinero.
Se inclinó y me cuchicheó al oído:
—Esto es algo político. ¿Y sabéis qué os digo? —miró a todos lados—. Que nos
traerá complicaciones.
—¡Qué tontería, Sextina!
—Tontería… Sí, sí, tontería… Ya he vivido estas cosas otras veces… Sí, sí,
tontería.
Sextina miró el sobre con aprensión y lo dejó encima de la mesa.

Esperé impaciente a Flavio, que se retrasó más que de costumbre. Llegó pasado el
atardecer. Yo le aguardaba en el atrio con un libro de poesía entre las manos, aunque
no leía absolutamente nada.
—Hola, Druso —me saludó.
—Han traído un mensaje para vos —anuncié precipitadamente.
—¿Dónde está?
—En la mesa del despacho. Esperad, os lo traigo.

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Pero ya se acercaba Sextina.
—¿Qué haces levantada, mujer?
—Esperaros.
—No son horas para ti. A estas horas, una mujer de tu edad debería estar
descansando.
Sin hacerle el menor caso, Sextina le entregó el mensaje.
—¿Quién lo ha traído?
—Unos… —Sextina hablaba con un desprecio impertinente—. Ya sabéis… Ellos.
Ante mi asombro, Flavio pasó por alto la impertinencia y abrió la carta con
evidente nerviosismo. La leyó con atención, luego acercó el pliego a la llama de un
lampadario… El papel ardió lentamente, y el aire esparció las pavesas por el patio.
—Mañana —dijo el senador— habrá una reunión en esta casa. Manda preparar
una buena cena.
—No lo hagáis —suplicó Sextina—. Por favor, amo, no lo hagáis.
—Mañana dispondrás todo —repitió paciente Flavio—. Ahora vete a la cama.
—No me hagáis caso —rezongó la vieja—. Si no queréis, no me hagáis caso…
Nunca me lo hacéis, pero yo sé bien que esto va a traer complicaciones…
Complicaciones y más complicaciones.
—Ven, Druso —me ordenó Flavio Valerio, haciendo caso omiso de la anciana.
Lo seguí al despacho.
—Han asesinado al senador Metelo Sertorio.
—No lo conocía.
—Tu tío Mario, sí.
—Comprendo. ¿Crees que buscaban su dinero?
—No. Esto es otra cosa.
—¿Política?
—Siéntate, Druso, y escúchame con atención. ¿Has visto la carta que acabo de
quemar?
—Sí, señor.
—Era de alguien que me mandaba un aviso. Ahora yo tengo que avisar a otros: el
peligro acecha.
—¿Es por eso por lo que vais a dar un banquete?
—Por eso, sí. Hablaremos de lo que hay que hacer y obraremos todos con la
máxima prudencia. Y ahora voy a hacerte unas preguntas. Te ruego que me respondas
con sinceridad, pues está en juego la vida de muchas personas.
—Y la mía.
—Sí, y la tuya. Si las cosas no se resuelven, podemos salir todos malparados.
—Comprendo.
—Tu tío nunca te habló de la conjura para acabar con Julio César.
—Nunca hasta el día de su muerte.
—¿No hubo reuniones en tu casa?

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—No, que yo recuerde. Bueno, lo habitual: gentes conocidas, banquetes… Pero
nada que llamase mi atención.
El senador paseó por la estancia.
—Está claro que quiso dejarte fuera de esto.
—Seguramente.
Su mirada destiló ternura.
—¡Lástima que no haya podido ser, Druso!
Hizo una pausa y prosiguió:
—Bien, ahora escúchame… En esta conspiración ha intervenido mucha gente.
—Unas sesenta personas, según dicen.
—Como has comprobado en tu propia carne, los implicados más directos han
desaparecido: unos han puesto fin a su vida, otros han huido y ya están lejos, otros se
ocultan debajo de las piedras… Y ahora, cuando ya el peligro parece haber pasado,
crecen las intrigas y surgen los traidores.
—Pero ¿por qué?
—Ah, Druso, el hombre es un ser frágil, y a menudo lo ciegan la ambición y la
codicia. El que no ha sabido medrar por sus méritos intenta hacerlo por medio de
despojos.
—¿Qué queréis decir, señor?
—Que el amigo vende al amigo, y hasta el hijo puede llegar a vender a su padre.
Vivimos en tiempos de decadencia y no queda rastro de las antiguas virtudes. Druso
—emitió un profundo suspiro—, en Roma ha muerto el honor.
Se paró frente a mí.
—Hoy ha sido asesinado uno de los nuestros. Ha caído porque alguien buscaba
algo que creía que él tenía.
—¿Qué buscaban?
—Un documento…
Me miró y tragué saliva.
—Un documento muy valioso… Dará un inmenso poder al que lo posea… Pero
también encierra un gran peligro.
Un escalofrío me recorrió la médula; no obstante, mi rostro permaneció
imperturbable: a estas alturas de mi vida, yo era va maestro en el arte de disimular.
—¿Peligro?
—Sí, si cae en manos indignas.
—Pero ¿qué hay en ese documento? —pregunté dando a mi voz un tono de
indiferencia—. ¿Qué lo hace tan valioso?
—Eso no puedo revelártelo.
—Entonces, ¿por qué me lo contáis, Flavio?
—Porque Mario Dimitió era un hombre de honor.
Me miró a los ojos, y a duras penas sostuve su mirada.
«Lo sabe», pensé. «Sabe que Mario me entregó a mí el documento».

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—Sólo quería que lo supieras, Druso.
Aguardé que dijera algo más, pero no añadió nada.

De nuevo me acosté sobrecogido. Varias veces quise levantarme y correr al cuarto de


Flavio Valerio Arrio para decirle que yo tenía el manuscrito, y otras tantas permanecí
inmóvil en el lecho.
Repasé las palabras de mi tío: «Guárdalo». «No reveles nunca que lo tienes».
«Muchos lo codician». «Puede salvarte la vida». «Tendrás que decidir en su
momento». «Tendrás que decidir…».
Me movia en un mar de incertidumbres. ¿Debía decírselo a Flavio? ¿Por qué lo
había tenido Mario Dimitió y no Flavio Valerio? Por aquel documento habían matado
a Sertorio. ¡Por Júpiter! ¿Qué debía hacer yo? Dormirme, eso era lo que debía hacer;
dormirme para poder estar atento y vigilante al día siguiente.
«¡Oh, Porcia, Porcia…! ¡Si al menos supiese que estás viva!».
Otra vez la tensa oscuridad. Pero era tal mi agotamiento, y tan fuertes las
sensaciones de los últimos tres días, que el sueño llegó suavemente, y cuando
empezaron los midos de la casa, ni siquiera los oí porque llevaba varias horas
dormido.

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6. VALERIA

VALERIA contempló la campiña que se extendía bajo el intenso azul y se cubrió con
el chal azafranado que la vieja Sextina había tejido para ella. El viento de marzo era
frío, allá en la Umbría, y aunque habían empezado a brotar las hojas de algunos
árboles, la primavera parecía retrasarse.
«Pronto estarán los manzanos en flor», pensó la joven. «Quizá entonces pueda
regresar a Roma…».
Valeria era una muchacha alta, de cabellos rojizos y ojos profundos; su cuerpo,
grácil y esbelto como un junco, irradiaba la cálida fragancia del refinamiento.
Pronto se casaría: tenía dieciséis años y su abuelo, el senador Flavio Valerio, la
había prometido al muy ilustre patricio Quinto Sempronio Cinna, que a sus
veintinueve años aspiraba al cargo de cuestor. Los esponsales estaban previstos para
los idus de abril. Entonces, el novio le entregaría a la novia el anillo y las monedas de
plata que constituían las arras; habría un banquete, y la ya prometida recibiría regalos
de amigos y parientes. Luego, pasado el verano, se celebraría la boda, y la muchacha
dejaría de estar bajo la potestad del abuelo para someterse a la del marido, que
ejercería sobre ella toda la autoridad y el poder que la ley le otorgaba. La pareja se
casaría según la forma solemne de la confarreatio: el sacerdote más importante de
Roma, el flamen dialis, ofrecería al dios Júpiter un pan de trigo, y el abuelo de la
novia pronunciaría las palabras rituales: «Mi hija doy a tu hijo… Háganse las
nupcias».
Valeria no deseaba casarse con Cinna, pero aquel matrimonio había sido decidido
por las familias de ambos y parecía ya inevitable.
—A los dieciocho años —solían decirle sus tías—, una muchacha debe tener un
esposo. Te vas a hacer vieja. No es honroso que cumplas los diecisiete sin estar
desposada.
Valeria suspiró y evocó la figura de Sempronio Cinna. Era un hombre apuesto y
no demasiado mayor. Sus amigas le decían que había tenido suerte: la pobre Citella se
había desposado con un tribuno de sesenta años, padre de tres hijos mayores que ella,
y Calpurnia acababa de prometerse a un senador de cuarenta y cinco. Las amigas le
aseguraban a Valeria que Cinna era muv guapo.
—Un tipazo —bromeaba Citella—. Te lo cambio por mi anciano.
—Tu noche de bodas será todo un acontecimiento —reía la picara Calpurnia—.
Nos la contarás con todo lujo de detalles.
—¿Para qué? —protestaba Citella—. ¿Para que nos muramos de envidia?

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Y las tres muchachas reían divertidas. A Citella y a Calpurnia no les preocupaba
demasiado la edad de sus maridos: el matrimonio era una simple cuestión de alianzas,
y las aspiraciones de una joven se centraban en lograr un marido ilustre y una
posición privilegiada. Pero Valeria no quería ser una matrona sin más distracción que
el telar. Ella soñaba con el amor.
Volvió a evocar la figura de Cinna. Sin duda era apuesto, pero en su rostro había
algo —Valeria no habría sabido decir qué— que la repelía, y cuando imaginaba sus
caricias, se le revolvían las entrañas.
—Nunca lo amaré —dijo en voz alta—. Tengo que encontrar algún pretexto para
romper el compromiso matrimonial. Pero ¿cómo podré persuadir al abuelo? Es
preciso que regrese a Roma.
La matrona Servilia, hermana del senador Flavio Valerio, trabajaba en la rueca
cuando su sobrina entró en el telar.
—Buenas tardes, tía Scrvilia.
—Hola, Valeria. Ven, siéntate a mi lado y ayúdame con la rueca.
La muchacha tomó el huso entre las manos y torció la hebra.
Scrvilia la observaba.
—¿Qué te pasa, sobrina?
—Tengo un problema, tía Servilia.
—Que se llama Quinto Sempronio.
—¿Eres adivina?
—Bueno. No es difícil. A tu edad, yo tuve un problema parecido.
—¿Y cómo lo solucionaste?
Tía Servilia colocó en la rueca el hilo devanado.
—No lo solucioné.
—¿Quieres decir que tu problema se llamaba Cayo Ennio?
—Exactamente.
Ambas rieron.
—¡Oh! —se regocijó Valeria—. ¡El pobre tío Cayo! Pero te casaste con él, a
pesar de todo.
—Como tú te casarás con Cinna, jovencita.
—No lo amo, tía Servilia.
—¡Ah, el amor! Vamos a ver, niña, ¿quién te ha metido en la cabeza esas
tonterías? Eso del amor y otras lindezas… Has leído demasiada poesía griega,
muchaChita.
—No es eso, tía: es que ni siquiera me gusta.
—Es joven, en eso has tenido suerte; guapo y aristócrata. No te entiendo, sobrina.
—Verás: hay algo en sus ojos. No sé… Tengo un mal presentimiento, tía Servilia.
—Escucha, Valeria: si no te casas con Cinna, tendrás problemas, porque Cinna es
poderoso.
—No me importan los problemas. Dime: ¿hay alguna alternativa?

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Terminaron de hilar. La matrona recogió el ovillo y guardó el lino en el costurero.
Después tomó entre las suyas las manos de Valeria.
—No, no la hay. O al menos yo no la conozco.
La muchacha besó a su tía y se despidió. Ya desde la puerta, preguntó:
—Dime una cosa, tía Servilia.
—¿Qué quieres ahora?
—A pesar de todo, ¿fuiste feliz con el tío Cavo?
—No, querida, no fui feliz… Pero ¿qué importancia tiene eso?
Valeria miró a la matrona como si la viese por primera vez en la vida y cerró la
puerta suavemente.

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7. ANTE DIEM XIV KALENDAS APRILIS
(19 de marzo)

LOS invitados empezaron a llegar hacia las cuatro. Los criados les cogían las togas,
los descalzaban y les ofrecían calcetines.
Comenzaron por encontrarse en la biblioteca, donde celebraron una reunión que
duró muv poco, como si todos los asuntos estuvieran ya tratados. Luego pasaron al
comedor.
La cena se sirvió en la gran sala de banquetes que se abría al fondo del segundo
atrio. Los comensales se recostaron en los triclinios, y los esclavos entraron llevando
la comida en grandes bandejas de plata. Como se trataba de un banquete para gentes
ilustres, en la cocina se habían esmerado: hubo más de una docena de platos, desde
hígados de pata salteados hasta venado relleno, pasando por las albóndigas de
pescado. Unos me gustaron; otros apenas pude comerlos. En mi casa me pasaba lo
mismo, y Eunice decía que yo era muy mal comedor.
Me había sentado en uno de los triclinios cercanos a la puerta, lejos del anfitrión,
y procuraba pasar desapercibido, tal como correspondía a mi rango y juventud.
La comida duró más de tres horas. Al final se sirvieron los postres: pasteles
rellenos de frutas, cremas variadas y queso de Siracusa. Eso sí era de mi agrado y, por
tanto, di buena cuenta de ello. El vino corría generoso y todos se esforzaban por
mantener una conversación fluida, pero en el ambiente flotaba la tensión.
Cuando los esclavos empezaron a retirar la mesa, Flavio se levantó y todos se
dispusieron a escuchar.
—Hoy no habrá discursos, amigos míos. Ahora, antes de separarnos, guardemos
un minuto de silencio en memoria de Mételo Sertorio y de Mario Dimitió, que han
cruzado en la barca de Caronte el río del olvido.
¡Qué Rómulo los reciba como augustos compañeros de destino!
La sala enmudeció al instante. Pareció como si las estatuas de Dafne y de Apolo
que adornaban la entrada guardaran también el silencio debido a los difuntos. El aire
podía cortarse con un cuchillo. Una mariposa nocturna fue a estrellarse contra los
lampadarios y se abrasó en una de las velas. Yo levanté la cabeza. Y entonces lo vi.
Estaba en el segundo triclinio, con los ojos fijos en un punto de la estancia. Por un
instante creí estar soñando. Pero no: él se encontraba allí, sentado entre nosotros,
compartiendo aquel minuto de respeto, ultrajando a los muertos y a los vivos. Sí, era
él: la figura emergida de la noche, la sombra asesina. Quise gritar, señalarlo, acusarlo
allí mismo, pero permanecí mudo y comprendí que Flavio Valerio estaba en lo cierto:
en Roma había muerto el honor.

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Enseguida se formaron corrillos. Unos y otros comentaban los sucesos, la
información cambiaba de mano y el nerviosismo crecía por momentos.
Los invitados fueron abandonando la casa en pequeños grupos, mucho más
deprisa de lo que habían llegado. Algunos se despedían como si fuesen a emprender
un largo viaje, otros se juraban lealtad, pero se miraban con recelo, y todos los rostros
reflejaban miedo.
Me acerqué a la biblioteca. Allí se encontraba Flavio en compañía de los últimos
invitados, y uno de ellos era el asesino. Retrocedí, pero el senador me había visto ya.
—No te marches, Druso… Ven, voy a presentarte.
—Druso Dimitió, el sobrino de Mario… Éste es Quinto Sempronio Cinna, uno de
nuestros jóvenes más brillantes y un amigo leal.
Cinna me tendió la mano mientras sus ojos me escrutaban. Me estudió
atentamente, y su pérfida sonrisa no logró ocultarme un rictus inquietante.
—¿No nos hemos visto antes?
—Quizá —respondí con el mayor aplomo que pude—. He ido un par de veces a
los comicios… ¡Ah, no…! ¡Ya me acuerdo! Creo que os saludé un día en las termas.
Estabais con mi tío, el senador Mario Dimitió.
Incliné gentilmente la cabeza y saludé a otro invitado. Cinna me siguió con la
mirada.
«Se está preguntando dónde me ha visto y por qué le resulta conocida mi cara»,
pensé. «Eso significa que no me ha reconocido. Claro que puede recordarlo en
cualquier momento».
En cuanto pude, me escabullí y busqué a Membo. Lo encontré, cómo no, en la
cocina requebrando a Trasca, una jovencísima esclava siria.
—Membo, ven.
—Vaya. ¡Qué oportuno! —rezongó el egipcio.
—Tengo que hablar contigo.
—No puedes dejarlo para más tarde —protestó, mirando a la siria con ojos
lastimeros—. ¿Por qué no vuelves con los invitados?
—De eso se trata.
—¿De los invitados?
—Sí. ¿Te acuerdas del sicario?
—¿Por qué me recuerdas ahora una cosa tan desagradable?
—Está aquí.
—¿Quién?
—El sicario.
—No puede ser.
—Pues lo es. Es uno de los invitados.
Me miró con ojos extraviados.
—¿Estás seguro? ¿No te equivocas?

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—No. Es él. ¿Recuerdas sus ojos?
—Fríos como cuchillos. Azules como los de un pescado.
—Y además no es un sicario.
—¿No lo es?
—No. Es un patricio, y muy ilustre. Se llama Quinto Sempronio Cinna.
—Júpiter, Jano, Baco… ¿Cómo puede ocurrir una cosa semejante? ¿Te ha
reconocido?
—Creo que no. Le suena mi cara, pero no recuerda de qué…, por el momento.
—¿Qué vamos a hacer?
—No lo sé. Ven luego a mi habitación. Tenemos que pensar con claridad y actuar
con la máxima prudencia.
Regresé a la biblioteca y me mezclé con los pocos invitados que aún quedaban.
Todos hablaban del asesinato de Sertorio, del suicidio de Mario, de la huida de Dedo
Bruto, el hijo adoptivo de César, que le había apuñalado; de las exequias que al día
siguiente se le tributarían al tirano.
Vi cómo Valerio hacía un aparte con Cinna y con el anciano senador Apio
Emiliano. Los seguí disimuladamente y me oculté tras una cortina de terciopelo. La
cortina era muy gruesa y amortiguaba el sonido, pero yo estaba muy cerca.
—Cinna, ¿estás seguro?
—Sí, senador. Lo he comprobado. Mis fuentes son fiables.
—No puedo creerlo. Liciano ha sido siempre un hombre de principios.
—Pues él lo ha matado, y si no acabamos con él nos matará a todos.
Con una desfachatez increíble, Cinna estaba culpando a otro de su propio crimen.
—Pero ¿por qué, por qué? —se lamentó Apio.
—Por el documento —dijo Cinna.
Ahora sí que me sobresalté.
—Metelo no tenía el documento —dijo Valerio.
—¿Estáis seguro? —preguntó el sicario, y me pareció que su tono reflejaba ahora
inquietud.
—Lo estoy. El documento está a buen recaudo.
Me atraganté detrás de la cortina.
En ese momento pasó a mi lado la vieja Sextina.
—Es de mala educación escuchar lo que otros dicen.
—Cállate, Sextina —la agarré de un brazo y nos alejamos—. Esto es un asunto
turbio.
—Lo agoré. Dije que nos traería complicaciones, y nos traerá complicaciones.
Hace tiempo que lo veo venir. ¡Ojalá los partiese un rayo a todos ellos!
«Ellos», naturalmente, eran los invitados. Por un momento sonreí. ¡Condenada
vieja! Valerio estaba jugando con fuego, y Sextina lo sabía.
—Yo no me fiaría un pelo, de ninguno.
—Harías bien.

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—Tú eres listo, amo Druso. Cuida al anciano Valerio: es la bondad personificada
y no se da cuenta de que ellos son lobos.
—Lo cuidaré, Sextina. Lo apartaré de esa jauría, te lo juro.
Y ésa era mi intención, pero el destino no estaba de mi parte.

Cuando se apagaron las lámparas y la casa recobró la calma, Membo entró en mi


cubículo.
—Todos duermen.
—He tomado una decisión, Membo: voy a hablar con el senador Valerio. Le
contaré lo que hemos visto.
Relaté a Membo la conversación que había sorprendido, y él compartió mi
opinión. También Membo pensaba, igual que la vieja Sextina, que Flavio estaba en
peligro.
—Se lo diré mañana. Me levantaré temprano y le contaré todo.
Me desnudé más tranquilo. Ahora sabia lo que tenía que hacer. Le contaría todo al
senador y le dina que yo guardaba el documento. ¡El documento! Me levanté de un
salto y registré el colchón. Palpé los rugosos bordes, y me brotó del pecho un suspiro
de alivio. Cuando me tendí en la cama, mi conciencia se había librado de un gran
peso. Sentí el contacto tibio de las sábanas.
—Mañana se lo diré. Mañana.
Pero ese mañana nunca llegó.

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8. ANTE DIEM XIII KALENDAS APRILIS
(Quarta Vigilia. Madrugada del 19 al 20 de marzo)

VINIERON a medianoche, como las alimañas. Primero se oyeron golpes; después,


gritos y carreras alocadas, y gemidos… y crujir de dientes en los patios. Primero
resonó el estampido de las estatuas y el estallido del mármol contra el suelo…
Después, el bronce… y el acero.
Al principio creí que soñaba y vi de nuevo la cara del sicario. Pero el grito de
dolor de la vieja Sextina me despertó de golpe, y salté del lecho. Iba a salir cuando se
abrió la puerta y apareció Membo.
—Quédate donde estás.
Obstruyó la puerta con su cuerpo y me impidió la salida.
—¿Qué pasa, Membo? ¿Qué sucede?
—Malhechores.
—Déjame pasar… Tengo que buscar al senador.
Sus brazos, musculosos y fuertes, atenazaron los míos.
—No saldrás, Druso. No permitiré que te maten.
Cesaron las carreras, el ruido de los bronces y los gritos. Oímos cómo la noche se
poblaba de cascos de caballos… Después, el silencio… Membo abrió la puerta y me
dejó salir.
La confusión reinaba por doquier. Algunos esclavos yacían muertos; otros,
malheridos. Me dirigí, ciego, al cubículo de Flavio. Todavía alentaba, pero tenía un
gran tajo en la cabeza. La anciana Sextina lo sostenía entre sus brazos y lo acunaba
como a un niño.
—Se lo advertí —murmuraba la anciana—. Se lo dije, pero nunca me hizo caso.
—Druso —la voz del moribundo me llegó entrecortada—, él pensó que era yo
quien guardaba el documento. Pero yo no lo tengo.
—No paséis cuidado, senador —susurré muy bajo—. El documento lo tengo yo.
—Lo suponía —su respiración se convirtió en un jadeo—. Guárdalo,
muchacho… No se lo entregues a ellos por nada del mundo… Y ahora huye, huye
antes de que vuelvan… Cinna se dará cuenta de que sólo tú puedes tener el escrito
que custodiaba Mario… Te buscará hasta debajo de las piedras.
—Senador —dije en un susurro—, Sempronio Cinna es el asesino de Metelo: lo
vi cometer ese crimen.
Asintió.
—Preguntaba por ti sin cesar… Te está buscando.
Su voz se quebró en un quejido.

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—¡Valeria! —gimió—. ¡Ay de Valeria…! ¡Pobre niña mía! Druso —trató de
incorporarse, pero no lo logró—, tú eres noble. Júrame que salvarás a Valeria de la
desgracia en la que la he precipitado. Júramelo, muchacho.
—Os lo juro —dije, sin entender una sola palabra.
Esbozó una sonrisa, pero su faz era ya una máscara de muerte.
—Gracias, Druso. Ahora puedo morir en paz. Sed felices.
Intentó tocarme la mejilla, pero expiró antes de que sus dedos alcanzasen mi cara.
Ignoro el tiempo que permanecí junto al cadáver. Sólo recuerdo que Membo me
sacudió un brazo.
—Druso, tenemos que irnos de aquí.
No me moví. Membo me cargó sobre sus hombros, lavó mi cara en la fuente del
atrio y me llevó a mi cuarto. Como un autómata, recogi el documento y me lo guardé
en el pecho. Membo trajo nuestras capas de estameña y me metió la capucha hasta los
ojos.
De nuevo nos adentramos en la noche, pero esta vez nos alejábamos del Quirinal.
Cogimos la Cuesta de la Salud y subimos hasta las murallas Semanas y, al abrigo de
los grandes basamentos de piedra, bajamos hacia el Capitolio.
En la primera hora del día, nos mezclamos con la marea de gente que se dirigía al
Foro. Era el 20 de marzo y, a los cinco días de su muerte, Julio César iba a ser
incinerado.
Y cinco días después de los idus, yo nada sabía de mi hermana Porcia.

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9. PORCIA

PORCIA se sentó en el banco de madera, y Eunice preparó unas viandas.


—Va a amanecer.
—¿Cómo puedes saberlo en esta oscuridad?
—Lo sé porque han cesado los ruidos de la noche… Escucha el silencio.
Porcia escuchó, escuchó el silencio, y el silencio era terrible. Llevaban horas
encerradas allí abajo y tenían los huesos entumecidos.
De pronto, el silencio dejó de ser terrible, y a los oídos de Porcia llegó un
murmullo.
—¿Qué es eso?
—Ha amanecido.
—Creía que el amanecer era una cuestión de luz.
—La noche tiene sus sonidos; el día, también. Sólo en el instante de la aurora
reina el silencio.
—¿Quién te ha enseñado esas cosas, Eunice?
—Mi madre, y la madre de mi madre. De pequeña, yo siempre escuchaba el
silencio de la aurora.
—Es un silencio terrible.
—Cuando se está en las profundidades de la tierra. Al aire libre es un silencio
hermoso.
—Eunice —dijo Porcia muy bajito—, hace un año, poco antes de su muerte, mi
padre me llevó a Cumas, a ver a la Sibila.
—Ya recuerdo. Por aquel entonces andabas muy interesada en tu futuro.
—La Sibila me dijo que mi destino estaba ligado al agua y al fuego y que lo
encontraría en una tumba.
La nodriza la miro sobrecogida.
—Eunice…, ahora estamos en la tumba… Tengo que recordar la profecía… Pero
era tan larga…, y yo estoy tan cansada… —Descansa, niña mía. Eunice, la nodriza,
velará tu sueño. Porcia cerró los ojos, y el sueño la devolvió a aquel día.

Era verano en la Campania cuando fuimos a Cumas a visitar a la Sibila. Subimos al


monte Gauro y oramos en el templo de Apolo. Mi padre mandó sacrificar a Artemisa
dos ovejas blancas para que los augurios me fuesen propicios. Me acompañó hasta
la puerta de la caverna en la que vivía el oráculo y me esperó sentado en la gran

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piedra ritual, bajo la higuera, porque uno tiene que entrar solo si va en busca de su
profecía.
Yo estaba muy nerviosa y sentí mucho miedo al penetrar en la cueva. Era un
lugar tenebroso, un agujero excavado en la roca viva y oculto por una frondosa
vegetación, tan tupida que impedía el paso de la luz.
La voz de la Sibila me guió en la oscuridad. Yo apenas podía distinguir el brillo
de sus ojos de lechuza.
¿Cómo te llamas? —me preguntó.
—Porcia.
—¿Cuántos años tienes?
—He cumplido los doce.
—Acércate, Porcia. Arrodíllate a la derecha de mi trono y muéstrame las palmas
de tus manos.
Hice lo que decía, y la vislumbré entre las sombras, sentada en su alto trono.
—¿Qué quieres saber?
Quiero hallar mi destino. Mostradme, oh Sibila, el camino de mi libertad. No
quiero depender de otros.
La Sibila tomó entre las suyas las palmas de mis manos, y yo sentí el punzante
frío de la vida. Mi dolor fue tan grande que me destrozó el corazón.
—Eres valiente, niña. Podrás hallar el camino. Pero, te lo advierto, habrás de
guiarte tú misma hacia la luz, y estarás sola.
—No me importa, oh Sibila.
Escucha, pues, Porcia, que ésta es tu profecía.
La Sibila recitó sus largos versos, pero yo no los entendía…
Cuando terminó de decir el verso, un silencio como de minutos se extendió por el
antro. La adivina fue presa de grandes convulsiones y gritó agitando la cabeza.
Ahora grábalos en tu mente hasta que llegue el día. Pero tengo que decirte una
cosa: guárdate del buitre negro y de la espada. Y guárdate de los idus de marzo,
Porcia, de los idus.
Tras una breve pausa, añadió:
—Levántate y regresa con tu padre —y con esto dio por concluida la consulta.
La saludé inclinando la cabeza y salí caminando de espaldas, tal como me
habían indicado.

Porcia se despertó sobresaltada y se llevó la mano a la garganta para contener el grito.


Había recordado muchas veces la profecía tratando de descubrir algo de su sentido…
Luego, con el paso del tiempo, había olvidado las palabras. Y ahora, en aquella
soledad aterradora, todo resultaba nítido.
Los versos surgieron uno a uno. La muchacha se puso en pie y habló con voz muy
clara.

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Cuando la tumba gire y se abra,
ella buscará el agua,
el agua que no apaga el fuego,
pero purifica.
Por el agua caminará entre las sombras
y llegará a la tierra que germina
y a ella servirá.

La nodriza, penetrada por el respeto a lo sagrado, la contemplaba con devoción.

Su cuerpo arderá en el fuego


que nunca se consume.
Sólo así será ella libre,
fuerte y poderosa.
La que tiene el imperio
le entregará el báculo
y ella avivará la llama
eternamente sola,
que ése es el precio del poder.

—Porcia —gimió Eunice, asustada—, Porcia, vuelve en ti, pequeña mía.

¡Pero, ay de ti, si no te
guardas del buitre aciago
que sobre ti tenderá sus alas
el día de los idus!
¡Guárdate de los idus de marzo,
de los idus!

—Al acabar de recitar los versos, Porcia reaccionó de forma compulsiva.


—Eunice, tenemos que salir de aquí. No resistiré un día entero en estas
profundidades, y mucho menos otra noche. Por cierto, me pregunto cómo puedes
distinguirlos.
—¿El qué?
—El día de la noche.
—Ya lo aprenderás.
—No pienso quedarme para averiguarlo.
—Pero tu hermano dijo…
—Mi hermano se marchó.
—Volverá.
—No podrá. Yo sé que no podrá, o que tardará demasiado. Eunice, tú y yo
tendremos que arreglárnoslas solas: cada uno debe hacerse cargo de su suerte.

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—Pero ¿qué vamos a hacer, niña? Retiraron la escalera, y sin escalera no
podemos subir.
—Lo sé. Lo hicieron por si volvían los veteranos. Pero tiene que haber otra salida.
—Escucha: en los tiempos de Aníbal, cuando la ciudad estuvo rodeada por los
cartagineses, se construyeron muchos pasos subterráneos, y por ellos entraban y
salían los espías; lo he estudiado en los libros de historia. Éste debe de ser uno de
esos pasos; si no, ¿qué sentido tendría? Así que buscaremos la salida.
Durante largo tiempo buscaron a tientas por el suelo y las paredes, pero no
encontraron nada. Eunice se cansó, pero Porcia no desfallecía.
—Vamos, Eunice. Tiene que estar en alguna parte.
—No puedo más —dijo el aya apoyándose contra la efigie de bronce que
representaba a la diosa Ceres. La estatua cedió ante su peso.
—Esto se mueve.
—Empujemos.
La estatua de mármol travertino giró sobre sí misma, y en el manto desplegado de
Ceres se abrió un largo pasadizo.
—Ahí está —gritó Porcia—. Prepara comida y agua, aceite para las lámparas y
ovillos de cordel.
Habrían dado unos quinientos pasos cuando escucharon un rumor como de agua.
—Hay un río —dijo Porcia.
—Tengo miedo —se quejó el aya.
—Yo también, pero el miedo no va a detenerme.
Caminaron con prudencia. El rumor del agua crecía… Porcia le pidió a la esclava
un ovillo de cordel, cogió un cabo y le devolvió las dos cosas.
—Ata bien el cabo, Eunice, y ve desenrollando el ovillo con cuidado.
—¿Qué pretendes hacer con él?
—Si tenemos que volver, no erraremos el camino.
—Pero si vamos en línea recta…
—Por ahora.
Porcia caminaba delante e iluminaba con la lámpara los tramos del estrecho
corredor. De pronto se encontraron con cuatro galerías, que se entrecruzaban.
—¿Y ahora?
—Ahora, tú te quedas aquí mientras yo voy hacia la izquierda, miro y vuelvo.
—No tardes.
Porcia regresó unos minutos después.
—¿Qué hay?
—Una estancia cuadrada. No veo nada más. Exploraremos otra galería.
—¿Cuál?
—Ésta, la que sale de frente.
—Voy contigo.

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Percibieron un fuerte olor a moho y, casi al mismo tiempo, sus pies tocaron algo
húmedo.
—Quieta —gritó Porcia—. El agua está aquí mismo.
Adelantó la lámpara y vio el canal de agua negrísima que discurría perpendicular
al pasadizo.
—Espera —dijo la nodriza—. Se está acabando el ovillo.
—Saca otro y átalo al primero.
El pasadizo torció a la derecha y luego a la izquierda. Volvió a ser recto y a torcer
a la derecha, a la izquierda y de nuevo a la derecha. Luego fue recto otra vez, y al
cabo de unos mil pies tropezaron con su propio cordel.
—¡Por Juno! —exclamó la esclava—. No hemos avanzado nada. Hemos estado
dando vueltas para regresar al mismo lugar.
—¿Lo ves, Eunice? ¿Ves cómo era necesario ir soltando los ovillos?
Estaban de nuevo en la bifurcación.
—Tomemos el de la derecha; puede que sea el camino correcto.
Caminaron durante horas. El pasillo era ahora un túnel, y su longitud parecía
infinita. Eunice empalmaba un ovillo tras otro. Al cabo exclamó:
—Porcia, éste es el último ovillo.
En ese momento, un soplo de aire apagó la lámpara, y la nodriza no pudo reprimir
un grito de pánico. Un segundo soplo de aire les dio de lleno en la cara.
—¡El viento! Es el viento, Eunice. ¿Te das cuenta?
—No —gimió la esclava.
—Sí. El viento no penetra bajo tierra; este es el camino, ahora estoy segura.
—Pero ¿adonde conduce?
—No lo sé, pero la salida es ésta. Éste es el camino correcto, venga de donde
venga y vaya a donde vaya.
Anduvieron horas y horas por aquel pasadizo sin fin. Tenían los pies llenos de
ampollas, y las piernas apenas las sostenían. Además, la humedad de la tierra les
entumecía los músculos.
No habían vuelto a sentir el viento ni una sola vez; pero el aire era fluido y
respiraban sin dificultad: era como si estuvieran muy cerca de la superficie,
encerradas en una inmensa jaula de tierra. No tenían aceite ni cordel, y habían
consumido sus últimas viandas.
—Eunice, ¿crees que fuera será de noche?
Eunice no lo sabía: había perdido la facultad de oír cualquier ruido que no fuera el
de sus pasos.
—Estoy agotada, no puedo seguir.
—Yo tampoco.
Se dejaron caer, exhaustas y rendidas. Se fundieron en un abrazo, y el calor de los
cuerpos las reconfortó un poco.
—Dormiremos y recuperaremos fuerzas —dijo Porcia.

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—Nunca saldremos de aqui.
—Sí que saldremos. Recuerda la profecía:

Cuando la tumba se abra,


ella buscará el agua.

Luego, Porcia añadió:


—Nosotras hemos abierto la tumba y seguimos el agua… ¿Me oyes, Eunice?
Pero Eunice había sido vencida por el sueño.
Acurrucada contra la nodriza, la muchacha buscó el descanso en aquella
oscuridad y, pese al terror que infundía la tenebrosidad del lugar, a los pocos minutos
la envolvía una espesa somnolencia, pues había llegado al límite de sus fuerzas.
Cuando Porcia volvió a abrir los ojos, la lámpara centelleó delante de sus pupilas.
Luego, el haz de luz la cegó, y tuvo que entornar los párpados. Alargó la mano
buscando el cuerpo de Eunice, pero no encontró más que el vacío. Abrió los ojos muy
despacio y vio una cara afilada encima de su rostro. Ahogó un gemido. Entonces, la
cara se apartó y una voz dijo:
—Ha vuelto en sí.
Ahora había más voces, numerosas voces, y ruido de pasos y de puertas que se
abrían. Ella volvió a cerrar los ojos.
—Es un sueño —se dijo—. No quiero despertar.
Una mano se posó sobre su frente, y la voz sonó cálida, dulce… Una voz que
acariciaba su rostro y una mano que susurraba en su oído.
—Es un sueño —musitaron sus labios.
Y la luz se hizo.
—No temas, niña.
—¿Dónde estoy?
—En el templo de Vesta —respondió la mujer vestida de blanco.

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10. ANTE DIEM XIII KALENDAS APRILIS
(20 de marzo)

Las honras fúnebres en honor de César se celebraron en el Foro. Marco Antonio, con
una barba corta, subió a los Rostra de cincuenta codos, la gran tribuna de oradores,
con agilidad deportiva. Inició su discurso con prudencia, pero el tono se fue elevando,
y la alocución, al principio comedida, se transformó en una inflamada arenga.
A medida que Antonio hablaba, la emoción se iba apoderando de la multitud, y
cuando, al fin, el cónsul leyó el testamento de César, en el que éste legaba a la ciudad
sus villas y sus tierras, y veinticinco dracmas a cada ciudadano, ya nada pudo calmar
a la enardecida plebe.
En uno de los Rostra contiguos a la tribuna principal, mis ojos descubrieron a
Cinna, con las insignias de cuestor.
—Mira quién está allí —le dije a Membo.
—¡Por Júpiter! ¡Si es Cinna!
—Le han nombrado cuestor de la ciudad… Y pensar que hace apenas unas
horas…
—Además está implicado.
—Efectivamente, pero Marco Antonio no lo sabe, y seguro que él no se lo va a
decir. ¡Traidor! —mascullé.
—Druso, vámonos de aquí. No me gusta estar cerca de ese hombre.
—Aquí no puede verme.
—Aun así, es mejor que nos vayamos.
Marco Antonio terminó el elogio fúnebre con un himno a la memoria del tirano.
Los sacerdotes encendieron la pira funeraria, y el cónsul gritó: «¡Éste era un César!
¡Ave, César!». Cuando el fuego rodeó el túmulo de madera en el que yacía el cadáver,
la muchedumbre rompió el cordón de seguridad, cogió las teas encendidas y se
dispersó clamando venganza.
—¡Muerte a los asesinos de César! ¡Muerte a los criminales!
—Busquémoslos. Saquemos de sus escondrijos a esa carroña.
La marea comenzó a moverse de un extremo a otro del Foro como el bamboleo de
una ola desatada que nadie, ni siquiera Marco Antonio, era ya capaz de contener.
—Marchémonos ahora mismo —me conminó Membo.
Abandonamos el Foro cuando ya las primeras partidas se desparramaban
coléricas.
La violencia se desató por toda Roma. Bandas armadas asaltaron las casas de los
conjurados más conocidos y, como las encontraron desiertas, les prendieron fuego.

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Durante más de dos días, la ciudad ardió nuevamente.
Confundidos en aquel oceáno, nos dirigimos a la parte septentrional de la urbe, a
los distritos de tupidos tejados, donde las casas se alinean sin orden ni concierto.
Tomamos una desviación y nos adentramos en la Subura.

La Subura se halla al noreste del Foro, en el declive que desciende desde el Quirinal.
Es un suburbio de empinadas cuestas que se bifurcan en callejones de estrechos
laberintos. Desportilladas casas de madera de diferentes alturas conforman el extenso
barrio, en el que se hacinan millares de personas, formando un variopinto
conglomerado humano. Desde el Foro se entra por el Argileto, la calle de los libreros,
que enlaza con la Subura Mayor, la principal arteria del barrio. Aquí, la aglomeración
es tan grande que resulta imposible el paso de las literas.
Yo jamás había pasado de las Fauces, que es el tramo que comienza al final del
Argileto. Pegado a Membo como una lapa, observé los inmundos puestos de comidas
y las pequeñas tiendas en las que se vendía de todo. Cientos de personas vociferaban
sin cesar mientras yo, fascinado, contemplaba aquel mosaico de razas, lenguas y
civilizaciones.
Pero el espectáculo más llamativo era el de las ínsulas: en todas las ventanas
había gente asomada, y de lo alto caían desperdicios.
—No te pegues a las casas —gritó Membo—. En cualquier momento te pueden
rociar con un cubo de basura.
Llegamos a un cruce donde había una pequeña plaza con su altar de culto y su
fuente; las mujeres llenaban los cántaros, y algunas hacían la colada.
—Espérame aquí —dijo Membo.
—Ni hablar.
—Vamos, Druso, no te pasará nada. Con esa capa de estameña tienes el mismo
aspecto que cualquiera de ellos.
—Huelo mejor.
—¡Ah, por Pólux! ¿Quién se fijaría en eso?
—Pero ¿adónde quieres ir tú?
—A ambientarme…, y a entablar alguna relación que pueda sernos útil.
—¿Aquí?
—Druso, vuestra casa ha sido confiscada, Flavio Valerio ha muerto, Roma entera
busca a los conspiradores y el cuestor Cinna te está buscando, y no precisamente para
solazarse contigo. ¿Conoces algún lugar mejor que éste para pasar inadvertido?
Membo tenía razón: el cuestor Quinto Sempronio Cinna no buscaría al patricio
Druso Dimitió, último descendiente del ilustre linaje de los Manlio, entre aquellas
gentes que jugaban, bebían y se pegaban en medio de regueros de agua sucia,
rodeadas de las pilas de excrementos que se amontonaban al fondo de las callejas, y
del insoportable hedor de las tintorerías que teñían la ropa con los orines del personal.

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—Al menos por el momento —concluyó Membo como si me hubiese adivinado
el pensamiento.
Membo compró salchichas humeantes a un figonero que pregonaba su mercancía,
y las comimos sentados en las escaleras de la plaza.
—Ahora buscaremos alojamiento.
—¿Una vivienda?
—Claro. ¡No vamos a vivir en la calle!
—Tengo que buscar a Porcia.
—Primero buscaremos casa. Por cierto, ¿sabéis hacer algo?
—¿Algo como qué?
—Pues no sé… Arreglar sandalias, por ejemplo. No puedes estar ocioso. Aquí
todo el mundo hace algo.
—¿Te has vuelto loco, Membo? Yo soy un patricio…
—Druso, esto es la Subura. Aquí hay que ser gladiador, ladrón o panadero. Lo
demás no sirve de nada.
Membo habló con unos y con otros, y manejó la bolsa varias veces. Al fin, un
tipo con aspecto de sirio dijo que sabía de una casa y nos llevó a una ínsula de
grandes dimensiones. Era una de esas casas de ladrillo enlucido y vigas de madera,
encajonadas en un bloque de edificios de la misma altura y características, que se
inclinan arracimadas cerrando el paso a la luz. En la estrecha pared que daba a la
calle, y que constituía la fachada, se abrían numerosos balcones y ventanas; en los
bajos había tiendas y talleres, y en los pisos superiores, decenas de viviendas
habitadas, en alquiler, realquiler o subrealquiler, por centenares de personas, que
vivían apiñadas.
Membo hubiera querido alquilar una vivienda decente, pero eso era imposible. Ya
sería una suerte que alguien nos realquilara una habitación o una buhardilla con dos
cuartos. Al fin, Membo encontró lo que buscaba: una vivienda con dos habitaciones y
salida directa a una de las azoteas del tejado.
—Estupendo, Druso —dijo—. Es de una griega que está como una bola de sebo y
que lleva el pelo afeitado. Nos la realquila por menos de dos mil sextercios. ¡Una
ganga!
Subimos con paciencia los cinco pisos detrás de la casera: cuatro viviendas en el
primero, ocho en el segundo, doce en el tercero… A medida que ascendíamos se
hacía más penetrante el olor a rancio, y la escasa luz que penetraba a través del patio
apenas iluminaba los angostos y destartalados corredores. Yo contaba las grietas de
las paredes y procuraba poner el pie donde había pisado Membo. La bola de sebo
charlaba por los codos, y nosotros íbamos adaptando los ojos a la penumbra y los
oídos al estrépito de las voces, los gritos y los cacharros. Una escalera que partía del
último piso conducía a nuestro tugurio. Era éste una especie de jaula de madera
montada sobre una azotea. Tenía una pieza minúscula, con un fogón separado por una

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cortinilla, y un cubículo estrecho, en el que apenas cabía un camastro con dos
jergones de paja.
A mí me pareció un cuchitril, pero Membo lo encontró perfecto.
—Nos la quedamos —anunció a la patrona, que apestaba a ajos, y le pagó un mes
por adelantado, que era lo que la bruja le exigía.
—¿Vamos a pasar un mes aquí?
—No lo sé. Pero si no le hubiera pagado el mes entero, no me lo habría alquilado,
y teníamos que cobijarnos cuanto antes. No debemos andar paseando por ahí: es
posible que Cinna ya haya soltado sus sabuesos.
Mientras yo buscaba un lugar donde esconder el documento (un hueco en el
entarimado me vino como anillo al dedo), Membo bajó a la compra y volvió cargado
de legumbres, carne, leche, pan y huevos.
—Hay un mercado a dos manzanas. He traído de todo.
—No hay baño —me atreví a quejarme.
—En la calle… Y debajo de la escalera hay una tina de madera que sirve de
retrete.
Me lavé en una palangana. El agua fría me distendió. Membo preparó la cena y, la
verdad, nos pareció suculenta. Después nos tumbamos en el camastro y, aunque el
ruido de la calle era ensordecedor, nos invadió un sopor profundo. Yo dormí doce
horas seguidas.

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11. VALERIA

En la tarde del 20 de marzo, un correo cruzaba a uña de caballo la vía Flaminia, que
conduce de Roma a la Umbría.
En la tarde del día 22, el correo descabalgó ante la villa que la familia del senador
Flavio Valerio Arrio poseía cerca de Perasia.
—Ama, ha llegado un correo.
—¿Un correo? ¿Un correo de Roma?
Valeria bajó precipitadamente los peldaños de la escalinata y reconoció de
inmediato a uno de los servidores de su casa.
—Mudo, ¿me traes carta del abuelo?
Sin responder, el hombre inclinó la cabeza y le entregó un rollo lacrado. Valeria lo
examinó sin comprender: aunque Mudo era uno de sus criados, el rollo no llevaba los
sellos de su casa.
—Ve a la cocina, que te den una buena cena. Pero antes dime cómo está el abuelo.
El correo la miró con pesadumbre, y sus ojos se anegaron en lágrimas.
En la lejanía, un cuervo agitó las alas, y el presagio sacudió a Valeria.
—¿Qué ha sucedido? —balbuceó apenas—. ¿Qué le ha pasado a mi abuelo?
El servidor se postró y le besó la orla del vestido en señal de duelo. Ella no
necesitó leer el mensaje para saber que su anciano y querido abuelo la había
abandonado.
Muy despacio, penetró en el huerto. Allí, protegida por la penumbra de una
pérgola, la muchacha leyó la carta.

Salve, Valeria:
Siento ser yo quien os dé la funesta noticia. Pero así lo han
decidido los dioses.
El senador Flavio Valerio ha perecido esta madrugada, víctima de
trágicas circunstancias, aún no esclarecidas.
Dada vuestra ausencia, me he permitido disponer las ceremonias
para su entierro: he sacado las máscaras de vuestros antepasados y
he preparado el cortejo fúnebre.
Como ya sabéis, vuestro abuelo me ha designado albacea suyo.
Es una responsabilidad que me honra y que no hace sino adelantar
las que en breve contraeré para con vos de forma definitiva, en
calidad de esposo.
He dispuesto que regreséis a Roma, ya que debemos preparar
nuestro próximo enlace. Por otra parte, no creo que haya nada que os

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retenga en la Umbría. Pero si deseáis quedaros unos días a solas
para mitigar vuestro dolor, sabré comprenderlo.
No os preocupéis por nada. Yo administraré la hacienda y me
haré cargo de la casa.
Os doy mi más sentido pésame. No hace falta que os diga cuánto
comparto vuestro pesar. La República ha perdido a uno de sus más
preclaros hijos, pero nosotros lo tendremos en todo momento presente
en la memoria.
Que los dioses os sean propicios.
Cinna

La carta se deslizó entre sus dedos y fue a caer en la tierra humedecida.


—¡Tú eras mi padre! —gimió la muchacha—. ¡Oh, padre mío!
Aquella misma tarde, Valeria llamó al correo y envió a Roma un mensaje urgente.
Había meditado cuidadosamente la respuesta. No quería dar un paso en falso.
Sempronio Cinna, además de su prometido, era el albacea de su herencia, y desde
luego no había perdido el tiempo.
«Actúa como amo y señor», se dijo la muchacha con rabia contenida. «Y ahora
me tiene cogida. Bueno», suspiró, «puede que, después de todo, no sea un mal
marido…».

Salve, Cinna:
Mudo me ha puesto al corriente de los funestos sucesos acaecidos
en la madrugada del día diecinueve, en los que mi abuelo Flavio
perdió la vida.
Os agradezco vuestros desvelos, pero yo cuidaré de mi casa y me
ocuparé de su gobierno. En cuanto a las otras cuestiones, ya habrá
tiempo.
Ahora no deseo ver a nadie: quiero estar a solas con los
recuerdos del amado padre de mi padre, alejada de vanidades y en
total recogimiento.
Os ruego que respetéis mi dolor.

P.D.T.
Salgo inmediatamente para Roma.
Valeria

Tres días más tarde florecieron los frutales, y la campiña se cuajó de flores blancas.

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12. KALENDIS APRILIBUS
(En las calendas de abril)
(1 de abril)

QUINCE días después de la muerte de César, el Senado restableció las garantías,


aprobó un decreto que amnistiaba a cuantos habían participado en la conjura, y no
hubo proscripciones. En Roma, todo discurría por cauces normales, salvo mi vida,
que corría más peligro que nunca. El cuestor Quinto Sempronio Cinna había puesto
precio a mi cabeza, y sus esbirros me buscaban por toda la ciudad.
Membo me mantenía confinado, pero aquel día…

La mañana lucía esplendorosa.


Me asomé a la pequeña azotea que había en el tejado: en el terrado vecino, una
mujer tendía la ropa.
—Buenos días —saludé.
Me dedicó una amplia sonrisa.
—Oiga, ¿podría decirme dónde está el baño?
La mujer, que era griega y hablaba con el deje de los colonos mediterráneos, me
indicó que debía llegar a la casa contigua cruzando el patio de luces, descender cuatro
pisos y salir a la calle de la derecha hacia la Subura Menor: cerca de allí encontraría
el baño.
Le di las gracias, me cercioré de que el documento seguía en el entarimado y me
dispuse a salir. Estaba decidido a relajar mi espíritu de todas las fatigas, y nada mejor
que un buen baño caliente. Hasta entonces, a mí siempre me habían bañado esclavos
que perfumaban el agua y me daban masajes. Así que no podía imaginar la aventura
que significa pretender tomar un baño en un barrio plebeyo del tercer distrito.
Reconocí los baños por la larga cola. Era una cola heterogénea, un muestrario de
razas y procedencias, y, desde luego, se podía practicar idiomas.
—¡Por Júpiter! —exclamé sin poder reprimirme. ¿Es que a todos los habitantes
de esta calle les ha dado por bañarse al mismo tiempo?
El hombre que estaba delante de mí en la cola se volvió y me obsequió con un
desdén ciertamente desmedido.
—No. Sólo a los de dos ínsulas. Por cierto, ¿quién eres tú?
—Yo vivo en esa casa —dije señalando el destartalado inmueble.
—Pues hoy les toca a los del piso cuarto.
—¿A los del piso cuarto? ¿Es que esto va por pisos?

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—¿De qué árbol te has caído, mocito? —su acento era el de los itálicos de
Lucania—. ¿No sabes que el baño se asigna cada día a una sección de inquilinos?
—¿Y cuándo les toca a los del quinto? —pregunté verdaderamente anonadado.
—Ah, eso no lo sé. Míralo en la tablilla.
Así funcionaban las cosas. En la puerta del establecimiento había una pizarra con
los turnos: cada casa y cada piso tenían sus horas y sus días. Comprobé que no me
podría quitar la suciedad de encima hasta el miércoles a la hora décima.
—¿Cuánto me das por el puesto?
—¿Cómo?
—Te cambio el turno. A mí me da igual bañarme hoy que otro día. En realidad,
por mí no me bañaría nunca. Lo hago por Marcia, mi mujer, que dice que apesto.
—¿Cuánto quieres?
—Por una vez voy a ser generoso: te lo cedo de balde.
—Muchas gracias, señor.
—¡Oh, no es para tanto!
El lucano me cedió su puesto en la cola y observó con curiosidad mis manos
vacías.
—¿Dónde tienes el jabón y la toalla? —me preguntó de pronto.
—¿La toalla? No tengo. Creí que la toalla y el jabón los daban en los baños.
—Muchacho, tú eres bobo. ¿Crees que estás en las termas del Quirinal? Toma —
me tendió una pastilla de jabón renegrido y una especie de toalla.
Le di cuatro ases.
—No hace falta.
—Sí, tomadlos —insistí.
—Está bien. Yo me llamo Demetrio. Oye, te invito a un vaso de vino esta tarde.
—¿En dónde?
—¡Que me aspen si tú no eres un tipo extraño! En la bodega, hombre, en la
bodega… Yo estaré allí hacia las cinco. Sabrás dónde está la bodega, ¿no?
Recordé que en la plaza, junto al altar de culto, había uno de esos lugares donde
los hombres se reúnen para beber.
—¿Os referís a la de la plaza?
—Vaya, va veo que te vas despabilando.
Me hizo un guiño de complicidad y se perdió entre la gente.
Pese a la mala calidad del jabón y a la aspereza de la toalla, disfruté del baño. El
agua no salía demasiado caliente y en la puerta se impacientaban; no obstante, hice
oídos sordos y agoté el tiempo que marcaba la tablilla. Cuando salí me sentía
reconfortado. El sol pugnaba por abrirse paso entre la maraña de edificios que
configuraban la estrecha callejuela, y yo agradecí el débil calor de los rayos en mi
rostro.
Cuando regresé limpio y con el pelo mojado, Membo estaba ya en casa.
—Me he imaginado que estabas en el baño.

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—¿Por dónde has andado tú? Me tenías preocupado.
—He encontrado trabajo: voy a trabajar en una tienda de libros, en el Argileto.
Emití un largo silbido.
—¡Por Cástor! ¿Cómo lo has conseguido?
—¿Conoces al editor Apio? Es el que le edita los volúmenes a Cicerón. Así que
me he presentado allí y le he dicho que iba de parte del ilustre Marco Tulio.
—¡Qué osado eres, Membo!
—Cicerón nos la tenía que pagar. Recuerda que hace un par de semanas se
desentendió de nosotros y nos cerró la puerta de su casa.
—¿Y ese Apio se ha creído tu historia?
—Completamente.
Dejé pasar un rato. Luego, con gesto inocente, le solté:
—Pues yo voy a ir esta tarde a la bodega.
—¿Qué dices, Druso?
—Me ha convidado un tipo, un tal Demetrio.
Membo se divirtió con la historia, pero juzgó peligrosísimo que yo bajase a la
caupona.
—Esto no es el Aventino. Aquí la vida es diferente: abundan los merodeadores y
los rateros, y en cualquier esquina te puedes encontrar con un puñal en la garganta.
Pero yo acababa de descubrir que, fuera de los muros protectores de las domas de
las colinas, de los pomposos discursos del Senado y de las brillantes campañas del
país más poderoso de la tierra, existe otra Roma: la ciudad abigarrada y heterogénea
que se extiende desde el Tíber hasta el Esquilino, en la que la vida y la muerte no
valen una higa, pero en la que a pesar de eso, o quizá por eso mismo, uno puede
encontrar alguien que le invite sin más a compartir un vaso de vino o le ceda su
puesto en el baño.
Acababa de descubrir el esplendor de la Roma degradada.
—Membo —le dije—, pienso acudir a esa cita.
—Pero Druso…
—Ahora vivo en la Subura y tengo que vivir como los chicos de este barrio…, si
quiero sobrevivir.
—Quizá tengas razón, joven amo. Pero yo te acompañaré.
Hubiera preferido ir solo, pero no hubo forma de persuadir a Membo. Bajamos a
eso de las cinco. Cruzamos el patio, que era un mentidero donde había muchachas
hablando a voz en cuello y chiquillos atropellándose. De los pisos altos venían olores
a frituras y a especias, y algunas mujeres, asomadas a las ventanas, comentaban los
chismes del día.

A pesar de lo temprano de la hora, en la bodega reinaba una animación inusitada.


El lucano vino a mi encuentro, seguido de otros dos tipos.

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—Así que has venido. Mirad, éste es el muchacho que creía que en los baños dan
el jabón y la toalla.
Los tipos se rieron, enseñando una boca desdentada.
—Me llamo Druso, y éste es mi amigo Membo.
—¿Y qué se os ha perdido a vosotros en un lugar como éste?
Entonces hice algo insólito. Todavía hoy me pregunto por qué lo hice; creo que
fue por la ingenuidad de sus caras, por la espontaneidad de sus gestos… El caso es
que un sexto sentido me lanzó hacia aquel mundo de desheredados y me arriesgué a
jugar una carta decisiva.
—Yo soy Druso Dimitió, hijo del patricio Severo Dimitió, y estoy aquí porque la
fatalidad se ha abatido sobre mi familia.
Membo, horrorizado, se dejó caer en uno de los bancos de pino. El tabernero se
acercó con una jarra de vino, y todos se sentaron alrededor de la mesa,
contemplándome indecisos.
—Bueno… —seguí sin inmutarme, consciente de su atención—. En los últimos
días he usado otro nombre porque el destino me es adverso.
Hice una pausa. Miré los ojos clavados en mis ojos y continué despacio.
—Esto no se lo había contado a nadie, pero ahora necesito ayuda… Esta tarde he
conocido a Demetrio en los baños, y él me ha cedido su puesto. Demetrio me parece
un hombre de honor, y como sois amigos suyos…
Tragué saliva. El tabernero, que no se había movido del sitio, me acercó el vaso.
Bebí un poco; era un vino fuerte, sin me7.clar.
—Salud… Voy a contaros mi historia, y que los dioses me protejan.
Demetrio se llevó un dedo a los labios indicando silencio. Luego hizo una señal al
bodeguero y se levantó con cautela. Lo seguimos hasta un reservado que había en el
fondo de la cantina. El tabernero corrió la cortina y escanció más vino. Yo relaté los
trágicos sucesos de mi vida a un auditorio de cuellos sudorosos.
Cuando terminé, el lucano lanzó un silbido.
—¡Por Mercurio, que es toda una historia!
Demetrio estaba muy serio, y Membo petrificado. Pero Demetrio era hombre de
acción y tomó inmediatamente el asunto en sus manos.
—Escucha, Druso Dimitió: si ese Cinna es tan poderoso como crees, y eso
enseguida lo averiguaremos, tu vida no vale un sextercio.
—¿Tú crees?
—El dinero es un arma mortífera. Si Cinna paga bien, tu cabeza puede acabar
clavada en una pica.
—¿Qué puedo hacer?
—Ponerte en nuestras manos. Nosotros te protegeremos.
—¿Lo haréis?
—Lo haremos… Tú trae más vino. Voy a hacer las presentaciones.
Me los fue presentando uno a uno:

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—Brigandix, oriundo de la Galia Cisalpina, tabernero. Luco, pluriempleado: por
el día, zapatero; por la noche, conductor de un carro de reparto. Vitelio, vigilante
nocturno; pertenece a la hermandad del segundo distrito y hace la ronda callejera;
bombero si se tercia. Y el que habla, Demetrio, exlegionario, exgladiador y, en la
actualidad, marido aherrojado.
—¿Has sido gladiador?
—Hasta hace diez años… En los juegos carnarios del cincuenta y ocho obtuve la
espada de madera y pude retirarme.
Lo contemple con respeto. Los gladiadores pelean hasta la muerte: o vencen o
perecen en el combate, es su gloria y su condena; únicamente al gladiador que gana
combate tras combate se le otorga el privilegio de la vida, se le entrega una espada de
madera y puede retirarse.
—¿Has vencido a muchos?
—Ya lo creo. Algún día te lo contaré.
Brigandix preguntó:
—Pero ¿por qué te persigue ese Cinna?
—Le vimos cometer un crimen —intervino Membo—, y él vio la cara de mi amo.
—Además —añadí—, codicia algo muy valioso y piensa que lo tengo yo.
Ante mi asombro, ninguno me preguntó qué codiciaba ni si yo lo tenía o dejaba
de tenerlo; entonces supe que podía confiar en ellos.
—Tengo que encontrar a mi hermana Porcia.
—Tú nunca encontrarás a tu hermana —dijo Demetrio.
Me sentí desolado, pero él esbozó una sonrisa.
—Nosotros sí.
—¿Podréis encontrarla?
—Sin duda. Escucha. Si una persona desaparece en Roma, puede no reaparecer
nunca: se la traga la ciudad, ¿comprendes?, y ninguno de los de tu clase conoce bien
esta ciudad. Tampoco yo la conozco del todo, pero tengo amigos, y éstos conocen a
otros, que a su vez conocen a otros, y así se forma una cadena de ojos, durante el día,
y de oídos, durante la noche. ¿Me sigues, muchacho?
—Más o menos.
—A partir de este momento, seremos tus ojos, tus oídos, tus brazos y tus piernas:
somos una legión inmensa que opera en la sombra. Si tu hermana vive, la
encontraremos. Si tienes que coger un barco para Hispania, te pondremos en la mar.
Si Cinna nos estorba, lo liquidaremos.
Pronunció el verbo liquidar sin inmutarse, y yo comprendí que acababa de entrar
en un territorio ajeno y complicado que no se regía por las leyes comunes, pero que
tenía sus propios códigos de honor perfectamente establecidos, ¡y ay de quien osase
transgredirlos!
Acababa de entrar en el mundo de los miserables y de los olvidados. Y ellos me
habían adoptado.

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Aquella noche, Membo y yo no nos sentimos solos. Charlamos hasta bien entrada
la madrugada; hablamos de nuestros nuevos camaradas: de la cara de conejo de Luco,
de la verruga de Vitelio y del terrible acento de Brigandix, el galo.
Salimos a la azotea y respiramos el aire fresco de la noche romana. El Can Mayor
brillaba con fuerza.

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13. VALERIA
NONIS APRILIBUS
(En las nonas de abril)
(5 de abril)

QUINTO Sempronio Cinna entró en la casa con la arrogancia del conquistador.


—Avisa a tu ama.
Ajeno a toda cortesía, se dirigió al triclinio. Él mismo se sirvió vino, admiró la
talla del vaso y paseó la mirada por los mosaicos del pavimento. En breve, todo
aquello le pertenecería. Calculó a cuánto ascendería la fortuna de Valeria, y sonrió
satisfecho. Sólo le inquietaba una cosa: la tierra parecía haberse tragado al muchacho,
a aquel maldito sobrino de Mario. Estaba seguro de que era él quien tenía el
documento y de que, además, era el único testigo de su crimen: por fin había
localizado aquella cara…
Valeria le observó desde la puerta. Llegó silenciosa, y Cinna tardó en advertir su
presencia. Quiso recomponer el gesto y adoptar una expresión sombría, pero ya era
tarde: ella había sorprendido su mirada y la aviesa sonrisa de sus labios.
—Salve, Valeria.
—Hola, Cinna.
—Estáis preciosa.
La muchacha, sin pronunciar palabra, dirigió la vista al vaso que él sostenía en la
mano.
—Perdonad mi atrevimiento —se disculpó Cinna—. Me he permitido servirme un
poco de vino.
—Sentaos, Cinna —respondió la muchacha.
No le pasó inadvertido el tono frío de la joven, y un relámpago de ira cruzó por
sus ojos. Iba a replicarle, pero se contuvo a tiempo.
—Valeria, sois tan hermosa…
—Cinna, no es momento.
—Lo sé, lo sé, querida… Estáis de luto. Pero, creedme, yo comparto vuestra
pérdida: él era un padre para mí.
—¿Lo era, Cinna?
Esta vez, el matiz fue tan irónico que Quinto Sempronio comprendió que pisaba
un terreno peligroso, e inmediatamente se colocó la máscara. Ya llegaría su
momento… Cuando fuese su marido, ella tendría que acatar sus órdenes y tratarlo
con respeto. Pero Valeria todavía era libre, y dueña de la fortuna de los Arrio.
—¿Lo dudáis, querida? Os aseguro que mi pesar es grande.

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—Diríase que lo disimuláis.
—¡Por Júpiter, Valeria! Un hombre ha de guardar las apariencias. ¿No os han
enseñado a contener los sentimientos? —hizo una pausa, respiró y se acercó a la
joven.
—Querida, con la frivolidad trato de ocultar mi desdicha. Todo lo que veis es
fachada.
Quizá estaba diciendo la verdad y ella no debía dudar de sus palabras, pues
siempre había mostrado afecto por su abuelo. Sin embargo, en aquella mirada había
algo…
—Querida, tenemos que celebrar nuestros esponsales en la fecha prevista. Os
enviaré las arras. Ya he escogido el anillo.
—Está bien.
—Hay algo más, queridísima.
—¿Algo más?
—La fecha de la boda.
—¿Queréis retrasarla? —un destello de esperanza le brilló en los ojos, pero la
respuesta de Cinna lo apagó de inmediato.
—Al contrario, es preciso que la adelantemos.
—¡Adelantarla! ¿Por qué?
—Estáis sola, desvalida. No puedo permitirlo. Debemos contraer matrimonio
cuanto antes.
—Cinna, yo sé cuidarme.
—Lo sé, lo sé… Es una cuestión de apariencias. Ya he hablado con mi madre, y
ella opina que debemos casamos enseguida.
—¿Cuándo?
—En junio.
—No puede ser. Es un mes infausto —pretextó rápidamente Valeria—. Nadie se
casa en junio: da mala suerte.
—Entonces, en las Lucarias de julio.
«Noventa días», pensó la muchacha. «Sólo noventa días, y estaré sometida a este
hombre».
—Recordad que estoy de luto.
—Será una boda sencilla. Celebraremos la ceremonia en la mayor intimidad. No
habrá banquete de bodas si no lo deseáis.
Ella cambió de estrategia.
—Cinna —su voz se dulcificó en extremo—, el luto y el amor no son buenos
aliados, y vos queréis que os ame, ¿verdad?
—Claro —dijo él, cogido de improviso.
—Entonces, aguardad. Si queréis una esposa amante que os colme de felicidad,
esperad…, esperad a que se aleje de mí esta tristeza… Entonces seré vuestra.

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Esta vez, él no supo qué decir; tampoco supo calibrar si ella mentía. Le constaba
que Valeria no deseaba aquel matrimonio. ¿A qué venía ahora esto? Era una
muchacha lista, pero ¿sería capaz de tanto fingimiento?
—Bien, si es así… Pero prometedme al menos que lo pensaréis.
—Lo pensaré, Cinna.
Éste se sirvió otra copa con desenvoltura, decidido a proseguir la conversación.
Pero Valeria se levantó resuelta y dio por terminada la entrevista.
—Adiós, Cinna.
—¿Os retiráis ya?
—El decoro así lo exige.
En cuanto el cuestor abandonó la casa, surgió de la columnata la anciana Sextina.
—Oh, Valeria, no os caséis con él. No lo hagáis, niña mía. Ese hombre no me
gusta.
—Ni a mí, Sextina. Pero ¿qué puedo hacer? Mi abuelo así lo ha dejado dispuesto.
Si viviese, yo le haría cambiar de opinión. Pero ahora…
—Deberíais buscar al muchacho…
Valeria la miró boquiabierta: era la cuarta vez que la anciana le hablaba de aquel
misterioso muchacho al que ella no había visto nunca.
—Vamos a ver, Sextina, vamos a ver. ¿Quién es ese joven? ¿No estarás
empezando a chochear?
Pero Sextina era obstinada.
—Ese joven existe. Estuvo viviendo en esta casa.
—¿Cuándo?
—Unos días antes de que matasen a vuestro abuelo. Llegó después de los idus, va
sabéis… Creo que se ocultaba de algo… En realidad no vino él, sino que fue el
propio senador quien envió a buscarlo: yo vi cómo despachaba al cochero con las
órdenes.
—Tú siempre ves todo.
—Y oigo, también oigo. Y no me importa que me lo censuréis, no. A la vieja
Sextina no le importa. A mi señor Flavio tampoco le importaba, porque sabía que vo
le servía siempre.
—Sigue, mujer. Has conseguido intrigarme.
—Bueno, pues como os iba diciendo, él y vuestro abuelo hablaban largo y
tendido, horas y horas, y él era amable y exquisito… Pero luego empezaron a llegar
unos y otros, que ya sabía yo que eso eran complicaciones, y luego el amo dio aquel
banquete y la casa se llenó de patricios y senadores. También vino vuestro novio, el
Cinna ese, y yo vi que el joven Druso…
—¿Druso?
—Sí, se llama Druso. Bueno, pues vi que estaba preocupado y le dije que iban a
venir las complicaciones. Entonces él me dio la razón y se retiró enseguida, pero yo
le oí hablar con su liberto.

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—¡Cómo no! ¡Dónde estarías!
—Detrás de la cortina. Tenía que vigilar, comprendedlo. ¡Ojalá me hubiese
escuchado mi señor Flavio! Y le dijo algo que no entendí. Pero sí oí que pensaba
avisar a vuestro abuelo a la mañana siguiente.
—¿De qué?
—Eso tampoco lo oí.
La anciana suspiró.
—Pero no hubo mañana siguiente, niña mía, porque en la madrugada entraron los
demonios, los terribles demonios de la espada.
—Basta —interrumpió Valeria—. No quiero oírlo.
—Sí, tenéis que oír algo.
—No. No quiero oír nada de esa noche funesta.
—Esto sí, niña. Esto debéis saberlo.
Pero Valeria ya había abandonado la estancia.

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14. PRIDIE IDUS APRILIBUS

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15. VALERIA
IDIBUS APRILIBUS
(En los idus de abril)
(13 de abril)

Los esponsales de Quinto Sempronio Cinna y Valeria Lépido se celebraron en la


fecha prevista. Entonces quedaron prefijados los términos del contrato matrimonial:
la novia aportaría como dote noventa mil talentos y una quinta en la Umbría; además
era heredera de una cuantiosa fortuna, que hasta entonces sería administrada por los
albaceas que el abuelo había designado en su testamento.
Por expreso deseo de la desposada, la ceremonia se celebró en la más absoluta
intimidad.
Aquella misma tarde, Quinto Sempronio hizo a su futura esposa una propuesta
inesperada:
—Valeria, puesto que estáis sola, sería conveniente que os trasladaseis a mi casa.
No os inquietéis, querida —añadió al notar un sobresalto en los ojos de la muchacha
—. Todo se hará según las normas de la decencia. Mi madre, la noble Fulvia, vive
bajo mi mismo techo; ya hemos hablado de ello y está de acuerdo.
La joven se levantó despacio y se acercó al impluvio; diríase que meditaba la
respuesta.
Cinna creyó percibir un ligero temblor en su figura, pero la muchacha se
encontraba de espaldas y, cuando se volvió, su cara no dejó traslucir ningún
sentimiento.
—Sois muy amable, Quinto Sempronio —respondió con voz pausada—. Pero
deseo permanecer en esta casa y salir de ella el día de mi boda, tal como mi abuelo
hubiera deseado.
—Querida, no podéis estar aquí sola, sin protección. Os recuerdo que vuestro
abuelo pereció en un asalto.
—Eran días difíciles —suspiró la muchacha.
—No estoy tranquilo, no me gusta que viváis aquí…, sola.
—¡Oh, no debéis preocuparos por eso! He escrito a tia Servilia —mintió Valeria
—, y se trasladará enseguida.
—No… no lo sabía —tartamudeó Cinna.
—De todas maneras, os doy las gracias y os ruego que se las transmitáis a vuestra
augusta madre.
—Bien, Valeria. Lo que pasa es que yo había pensado… que vos… En fin,
prefiero que vengáis a mi casa —concluyó en tono tajante.

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Las miradas de ambos se encontraron: eran como cuchillos afilados en el aire.
Pero los dos se contuvieron y la conversación se mantuvo en términos corteses,
aunque extremadamente fríos.
Cinna se despidió sin poder disimular un gesto de contrariedad, pero con la
sonrisa en los labios.
—Os visitaré en breve.
—¡Cínico! —estalló la muchacha en cuanto el hombre hubo salido—. ¡Es como
un buitre planeando sobre la carroña!

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16. VALERIA
ANTE DIEM XVII KALENDAS MAIAS
(15 de abril)

DOS días más tarde llegó un correo a la quinta de los Cármenes. Traía una carta para
el senador Flavio Valerio, una carta de Hispania.
—He hecho el viaje lo más rápido que he podido —dijo a modo de saludo—,
pero no ha sido fácil.
—Lo siento —contestó Valeria.
—Vuestro abuelo me envió a Hispania con un mensaje, y me dijo que era urgente.
Ésta es la respuesta.
Le tendió un sobre lacrado. La muchacha cogió una vela de cera y derritió los
lacres. En el sobre había una carta con los sellos oficiales de un alto funcionario de la
Hispania Citerior.

Salve, Flavio Valerio:


Ayer llegó tu correo, y desde ayer estoy sumida en el dolor y la
desdicha, pues aunque ya conocíamos los preocupantes sucesos
acaecidos el 15 de marzo, no imaginábamos que hubiesen afectado a
mi familia. Ahora, un poco más calmada, te doy las gracias desde mi
corazón de madre; todos los días de mi vida, Flavio Valerio Arrio,
recordaré lo que has hecho por mi hijo Druso y te bendeciré por ello.
Aunque nada dices de mi hija Porcia, deduzco que está a buen
recaudo. Tu propuesta de mandarlos a Hispania me hace feliz, pues
ardo en deseos de abrazar a mis hijos.
Mi esposo, Claudio Vicinno, ha empezado ya a hacer las gestiones
oportunas, y espero tenerlos pronto a mi lado.
Siento profundo dolor por la muerte de mi excuñado Mario
Dimitió: era un hombre justo, y yo lo apreciaba.
Te ruego enseñes esta carta a mis queridos hijos. Pensaba
escribirles también a ellos, pero quiero despachar el correo cuanto
antes. Diles simplemente que tengo el corazón lleno de zozobra y que
anhelo estrecharlos entre mis brazos.
Tú, recibe mi eterna gratitud y la de mi esposo.
Tuya siempre,
Terencia

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P.D.T.
Mi marido ha arreglado lo del barco. Un mercante recogerá a mis
hijos en Ostia el día ocho de mayo a primera hora de la mañana. El
barco es el Ariadna, y el capitán se llama Luciano.
La cuestión económica está resuelta. Mi esposo y yo te reiteramos
de nuevo nuestra eterna gratitud.
Vale

Valeria releyó dos veces la carta. Al principio no comprendía… Luego, poco a poco,
fue entendiendo su significado. Releyó la posdata. En Ostia, el día ocho…
¡Por Juno! ¡Era verdad! El joven Druso existía, y su abuelo lo había protegido…
Así que, a la postre, Sextina estaba en lo cierto. Entonces…
—Sextinaaa —llamó—. Ven aquí inmediatamente.
—¿Qué pasa, niña?
—Ese joven.
—¿Druso?
—Sí.
—¡Existe!
—¡Qué novedad!
—Quiero decir… Tengo una carta para él.
—Ah, sí —la vieja se mostró curiosa—. ¿Y de quién es la carta?
—Sextina, no empecemos.
—Si no queréis decirlo, pues no me lo digáis, ama. Lo comprenderé… Pero me
enteraré de todas formas.
Valeria rió divertida.
—La carta era para mi abuelo… Pero habla de él… Es una carta de su madre.
—¿De la Iberia?
—Sí, sí… Sextina, en lugar de una vieja, pareces el oráculo de Delfos.
—Él quería irse a Hispania a vivir con su madre, pero antes tenía que encontrar a
su hermana.
—¿Su hermana? ¿Se llama Porcia su hermana?
—Puede. De eso no me acuerdo. Pero la hermana estaba desaparecida.
—¡Desaparecida…! Sextina, es absolutamente necesario que encontremos a ese
muchacho: en la carta hay un mensaje para él, y es urgente.
—No sé, ama… Él huyó la noche en que vinieron los demonios.
—Háblame de aquella noche.
—Anteayer no queríais oírlo.
—He cambiado de opinión. ¿Qué era lo que yo tenía que saber y tú ibas a
contarme?
La anciana se inclinó y musitó al oído de Valeria:

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—Vuestro abuelo expiró en brazos de ese joven. Antes de morir le preguntó si
tenía el documento, y él le dijo que sí. Juró que lo custodiaría hasta la muerte y que
ellos jamás lo encontrarían. Luego huyó, y cuando ellos volvieron antes del alba,
destrozaron la casa y lo revolvieron todo, él ya no estaba aquí y no pudieron
encontrarlo… Y eso que el Maléfico lo buscaba con ahínco y les gritaba a los
horribles demonios: «Traedme al muchacho, pero traédmelo vivo».
Valeria, palidísima, se puso de pie y miró a la esclava.
—¿Quiénes son ellos, Sextina?
—Los importantes.
—Entonces, ¿tú crees que no fueron malhechores los que entraron aquí esa
noche?
—Malhechores sí, ama. Sí que eran malhechores… Pero de esos que se cubren
con la toga y coronan sus cabezas con laureles.
—Chiss… Calla, anciana. No me asustes.
Un pájaro llegó volando y se posó en la parte superior del impluvio.
—Mira, Sextina, una alondra… Es raro verlas en Roma en esta época del año.
Valeria trató de rechazar el terrible pensamiento que se abría paso en su cerebro,
la temible sospecha… No, no podía ser: una cosa era que Cinna no le gustase y otra
muy distinta que fuese él el asesino de Flavio. Sin embargo, había algo… Aquella
mirada…, la proposición de la otra tarde…
—Sextina, ¿por qué no me has dicho esto antes?
—Tenía miedo, niña mía.
—¿Por qué me lo dices ahora?
La anciana bajó la cabeza.
—Es por Sempronio Cinna, ¿verdad?
—Es —suspiró la vieja—. No quiero que os caséis con él.
—Sextina —el solo pensamiento la estremeció—, ¿crees que Cinna…?
—Estoy segura, niña mía.
—El día ocho en Ostia —repitió la muchacha—. ¿Qué día es hoy?
—Quince de abril.
—¡Veintidós días! Tengo veintidós días para encontrar a Druso.
Durante el resto del día, Sextina interrogó hábilmente a los criados, a los
esclavos, al cochero… Ninguno había vuelto a saber nada del muchacho ni nadie
había vuelto a ver al arrogante egipcio que le acompañaba siempre.
—No lo encontraremos —se desesperaba Valeria.
—Sí lo encontraremos —replicaba, pertinaz, la vieja.

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17. VALERIA
ANTE DIEM XVI KALENDAS MAIAS
(16 de abril)

EL 16 de abril, Cinna visitó a Valeria muy de mañana. La joven, aunque estaba muy
alterada, lo obsequió con cortesía y se mostró afable. Había decidido cambiar de
táctica: ahora que su propósito era encontrar a Druso, no quería que Cinna se sintiese
despechado.
Valeria sabía fingir a la perfección, como cualquier romana sometida desde
pequeña a la voluntad de los hombres.
—¡Oh, Quinto Sempronio, sois tan amable!
Cinna le pasó el brazo por los hombros y la atrajo hacia sí. Ella cerró los ojos y se
abandonó de forma calculada. Pero cuando Cinna buscó su boca, la joven lo esquivó.
Por un momento, él creyó que era pudor y se sintió halagado.
Valeria pensó que había ganado el primer envite, pero Cinna era un hombre muy
peligroso.
—Querida —dijo—, a partir de hoy no saldréis de casa.
A pesar del sobresalto que la orden le produjo, la muchacha se mostró impasible y
respondió con tono gélido:
—No soy vuestra prisionera, y todavía no tenéis ninguna potestad sobre mi
persona. ¿Cómo os atrevéis, Quinto Sempronio?
—¡Oh, no me interpretéis mal! Es por vuestra propia seguridad. Podéis salir
cuanto gustéis. Sólo he querido decir que no saldréis sola. Hombres de mi confianza
custodiarán esta casa día y noche y serán vuestra escolta. De otro modo no estaré
tranquilo, queridísima.
Valeria estaba a punto de estallar, pero no quería que Cinna sospechase… Ardía
en deseos de gritar, de golpearlo, de arrojarlo de su casa. Pero ahora sabía que él era
perverso y poderoso y que no se detendría ante nada.
Se irguió altiva, se humedeció los labios y le dedicó una mirada glacial, pero de
su boca no salió una palabra. Después dio media vuelta y abandonó la estancia.
Aquella noche, en su lecho, Valeria se sintió desfallecer.
—¡Asesino! —sollozaba, y su boca, sus manos y su cuerpo entero temblaban
entre violentos espasmos—. ¡Asesino! No pondrás tus garras en la fortuna de mi
abuelo. Lo juro. Antes me daré muerte con mi propia mano.

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Valeria se despertó más calmada, pero profundamente abatida. Con la llegada del
nuevo día, empezó a pensar cómo podría encontrar a Druso. Se le ocurrieron varias
formas, pero en cuanto las analizó un poco le parecieron descabelladas. ¿Cómo iba a
encontrar al joven cuando ni siquiera tenia libertad para salir de su casa?
—No puedo hacer nada —se dijo—. Absolutamente nada.
Fue entonces cuando Trasca, la esclava siria, comentó:
—Domina, ¿me buscaréis un marido cuando os caséis?
Valeria sonrió por primera vez en toda la jornada, y la tensión desapareció por un
momento de su rostro.
—Desde luego, Trasca. Pero dime: ¿cuál es tu ideal de marido? ¿Cómo es el
hombre que debo buscarte?
—Pues alto, de cabellos ensortijados, ojos oscuros, liberto.
—¿Conoces alguno así?
—¡Oh, sí, ama Valeria, ya lo creo! Así es Membo, el criado del joven patricio.
Valeria la observo con especial atención.
—¿El criado del joven Druso Dimitió?
—Sí, sí.
—¿Te gusta ese Membo?
—Oh, sí, mucho.
—¿Quieres casarte con él?
—Ya lo creo.
—Y él, ¿quiere casarse contigo?
—Sí, ama… Por lo menos, eso es lo que dice.
La cara de Valeria se iluminó.
—Entonces, te ves con ese Membo.
—Algunas veces.
—¿Dónde vive, Trasea?
—Ah, eso no lo sé… Él anda por el Foro.
La boca de la chica se contrajo en un rictus de disgusto: cabía que Membo ya no
estuviera con el joven, pues al fin y al cabo era liberto, y Druso había caído en
desgracia.
—Decidme, ama —apremió Trasea—, ¿hablaréis con él?
—Desde luego que sí. Hoy mismo lo buscaremos. ¿Está con su amo?
Trasea movió la cabeza.
—Eso no lo sé…
—¿Sabes algo más?
—Pues sí… Va mucho por el Argileto. Creo que trabaja allí.
—Pero, Trasea, en el Argileto trabajan cientos de personas. ¿Cómo voy a
encontrarlo? A ver, dime dónde os habéis encontrado.

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—Por ahí.
—Trasea —gritó Sextina—, ¿quieres que te refresque la memoria a latigazos?
—Pues no sé… En la Curia, en la plaza del Vulcanal.
—En la Curia, en la plaza del Vulcanal —repitió irritada Sextina, imitando la voz
melindrosa de la siria—. Si te parece, ponemos un anuncio que diga: «Buscando a
Membo perdido».
Valeria se levantó de un salto.
—¡Oh, Sextina, has tenido una idea luminosa!
—¿Qué idea?
—La del anuncio.
—¿Qué anuncio?
—Pondremos un anuncio en el Foro, en el Argileto. Membo lo leerá y acudirá a la
cita.
La vieja movió la cabeza, dubitativa.
—No sé… No sé…
—Sextina, ¿acaso temes que Cinna relacione a Membo con su amo?
No… Eso no… El cuestor apenas vio al joven. Lo busca por culpa de ese maldito
documento del que hablaba vuestro abuelo. Y en el egipcio ni siquiera reparó. Los
señores no reparan en los esclavos.
—Perfecto. Entonces llama a un forense, a uno de esos que pregonan las noticias
y escriben los anuncios.

Una media hora estaría la joven Valeria con el forense. Acordaron una suma elevada;
a cambio, el forense no revelaría jamás quién le había encargado aquel pregón y
pondría el anuncio en todos los lugares estratégicos. Se ocuparía de que la breve
copla que Valeria le iba a dictar recorriese toda la ciudad de boca en boca.
El forense sonrió satisfecho; estaba seguro de que bajo el nombre de Trasea se
escondía una dama de elevada posición y de que el destinatario era un amante de
alcurnia. Valeria se percató y decidió jugar la baza de la amiga.
—¿Puedo contar con vuestra discreción?
—Domina, siempre me he caracterizado por ser una tumba, máxime tratándose de
una dama.
—Mi amiga sabrá recompensaros si las cosas salen como desea.
Catorce días antes de las calendas de mayo, una copla recorría los mercados y las
plazas. Los pregoneros la divulgaban salmodiándola sin cesar. Catorce días antes de
las calendas de mayo apareció el siguiente anuncio, escrito en grandes carteles
blancos, desde el Aventino hasta el Esquilino.

Por M empieza el nombre del ausente.


Por M empieza el nombre de mi amado.

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Ése es mi preferido.
El que lleva la tierra del Nilo en la piel de su rostro.
¡Oh, hijo del río, acude al ara de Vulcano!
Trasea la siria busca al egipcio de los negros ojos.
Trasea la siria tiene un mensaje para el egipcio de cabellos
oscuros.

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18. ANTE DIEM XV KALENDAS MAIAS
(17 de abril)

AQUELLA mañana, Vitelio, que estaba en el pórtico Margarita tratando de colar


como auténtica una perla hecha de polvo de cristal, y con el oído atento a todas las
conversaciones, se acercó a la basílica Emilia. Consultó la hora en el gran reloj de sol
del frontispicio y leyó la tablilla de los que iban a ser enjuiciados por los pretores, por
si había algún conocido. Junto a la tablilla de los reos, un nutrido grupo de gente
escuchaba al forense y leía los anuncios. ¡Y a fe que debía de haber uno divertido, a
juzgar por los comentarios del público!
—También a mí me gustaría un hombre así —reía una.
—Vaya con la Trasca esa, ¿no le serviría yo para lo mismo?
Vitelio se acercó, curioso, y leyó el anuncio. Cuando ya iba a marcharse, algo le
hizo detenerse. Releyó el texto muy despacio:
Por M empieza el nombre del ausente… la tierra del Nilo… negros ojos, cabellos
oscuros. ¿De qué le sonaba aquello?
Lo releyó una vez más:… El egipcio de los negros ojos… el egipcio de cabellos
oscuros.
«Vaya», se dijo. «Tengo la impresión de que yo a éste lo conozco».
Enfiló el barrio Toscano. En la esquina de Aceiteros, y en la puerta Trigémina y
en el Fagutal, volvió a encontrarse con el cartel, de modo que cuando llegó a la
bodega de Brigandix, a eso de la hora séptima, se sabía el anuncio de memoria.
—¿Habéis visto el cartel con que una mujer llama a un amante olvidadizo? —dijo
a modo de saludo.
—Está en media Roma —aseguró Luco, que también lo había leído—. Esa mujer
tiene que ser muy rica: un anuncio así cuesta una fortuna.
—¿Qué anuncio? —preguntó Membo, que acababa de entrar en la taberna.
—Atiza, Membo. ¡Quién lo iba a decir! —exclamó Vitelio dándose una palmada
en la frente—. ¡Pero si es tu vivo retrato! Tú eres el egipcio de ojos oscuros.
—¿No conocerás a una tal Trasca? —intervino Luco riendo a carcajadas.
Membo se sobresaltó.
—¿Trasca?
—Te está buscando, chico —los otros dos se desternillaban.
—Pues sí, conozco a Trasca.
De pronto se callaron. Brigandix dejó la jarra y se acercó para observar mejor a
Membo. Demetrio advirtió una sombra de inquietud en el semblante del egipcio.

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—Membo, ¿qué tienes que ver tú con esto? No me digas que conoces realmente a
esa mujer.
—Es una esclava de los Arrio.
—No me gusta.
—Ni a mí.
—Puede ser una encerrona.
—Qué otra cosa si no. Se lo diré a Druso.
—No, te estarás bien calladito, al menos hasta la noche.

Aquella noche, Membo y yo cenábamos en casa de Demetrio. Marcia había


preparado puré de habas. Yo llegué el primero, y ayudé a Marcia a poner la mesa.
Demetrio y sus acompañantes irrumpieron en la casa dando voces.
—Demetrio —gritó Marcia—, si llegas bebido, es mejor que no entres. ¿Y puede
saberse qué busca aquí toda esa tropa que viene contigo?
Brigandix, Vitelio, Luco y hasta Membo, haciendo caso omiso del enfado de
Marcia, se sentaron alrededor de la mesa y empezaron a dar cuenta de la cena que
Marcia acababa de servir.
—Demetrio —bramó Marcia—, he hecho comida para cuatro. Así que o echas
ahora mismo a esos gorrones o te pongo las habas de sombrero.
—Cállate, mujer. ¿Es que no pueden comer siete donde comen cuatro? No nos
importunes con tus quejas, que tenemos otras preocupaciones.
Marcia, muy digna, dejó el cuenco encima de la mesa y dijo que nos simáramos
nosotros, que ella no tenía intención de aguantar a una partida de vagos fantasiosos.
Muy excitado, Membo me refirió el asunto de los carteles, y Demetrio aseguró
que aquello tenía todos los visos de ser una trampa. Membo y yo estábamos
desconcertados.
—Creo que debo ir —dijo Membo.
—No. Ese anuncio no es lo que parece —replicó Demetrio.
Entonces, Marcia, que seguía atentamente la conversación, gritó desde la cocina:
—Iré yo.
La miramos curiosos.
—Sí, yo. Me presentaré en la plaza y esperaré, a ver si viene la tal Trasea.
—Y si acude, ¿qué harás?
—Bueno… Es una mujer, ¿no? Las mujeres siempre tenemos cosas de que
hablar… Vosotros dejadme hacer a mí.
—¿No correrás peligro, Marcia? —pregunté.
—¿Quién, yo? Oye, mocito: yo no soy una de esas damas remilgadas que le dan
todo el día a la rueca y se abanican en el Coliseo. Yo he cabalgado a pelo y he
seguido al ejército en las batallas. Además, no importa que venga tu maldito cuestor
en persona: a mí no me conoce nadie; yo soy una honrada plebeya que lava su

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pescado en la fuente. Te aseguro que si andan en esto el Cinna ese y sus sicarios,
Marcia lo sabrá enseguida. Dejadme a mí este asunto.
—¿Y yo qué hago? —insistió Membo—. Si la Trasea del anuncio es la que yo
digo, sería yo quien debería ir.
—¡Por Júpiter, Membo! —interrumpió Demetrio—. ¿De verdad te crees tan
irresistible? Sea lo que sea, esto no tiene nada que ver contigo.

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19. ANTE DIEM XIV KALENDAS MAIAS
(18 de abril)

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20. VALERIA
ANTE DIEM XIV KALENDAS MAIAS
Tertia vigilia
(Noche del 18 de abril)

PASADAS las doce de la noche, el joven patricio Druso Dimitió Manlio, envuelto en
la sempiterna capa de lana, se hallaba tras la pequeña puerta falsa que daba
directamente al macizo de hortensias del jardín.
A la séptima hora de la noche, medianoche, Sextina abrió la puerta y estrechó al
joven entre sus brazos.
—¡Gracias a los dioses! Bienvenido, joven Druso.
Lo guió hasta la biblioteca por el camino de grava.
—Entrad. Valeria está ahí y os espera.
Druso penetró en la estancia y Sextina cerró la puerta.
Valeria estaba de espaldas, y las luces de los lampadarios caían sobre sus cabellos
bañándolos de un tinte cobrizo que a Druso le recordó las llamas del hogar. La joven
vestía una túnica púrpura y, cuando se volvió, él quedó impresionado por su serena
belleza.
—Salve, Valeria —saludó el muchacho.
—Sentaos, Manlio.
Tomaron asiento uno frente a otro y hubo un momento de silencio embarazoso.
Luego habló Druso:
—Yo sentía un gran afecto por vuestro abuelo, que fue mi protector y mi amigo
en horas difíciles.
—Lo sé. Por eso he acudido a vos. Yo necesito ayuda, Manlio —Valeria le miró,
y Druso sintió un calor intenso.
Al joven le pareció que el fauno de una de las jambas de la chimenea tenía la boca
torcida.
—Por desgracia, no estoy en condiciones de ayudar a nadie: vivo escondido y mi
vida corre peligro a todas horas.
—Lo sé, lo sé… Me lo ha contado Sextina. Vos y yo, Druso Dimitió, tenemos un
enemigo común: el cuestor Cinna… Escuchadme, por favor.
La joven le narró los últimos acontecimientos de su vida.
—No podéis casaros con Cinna —comentó Druso cuando la chica terminó su
relato.
—No lo haré.
—Fue él quien asesinó a vuestro abuelo.

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—Ayudadme, entonces.
—Contad con ello.
Aquella noche, Valeria y Druso hablaron largamente, y poco a poco surgió entre
ellos una corriente de simpatía que los llevó a tutearse con toda naturalidad. Por
primera vez en muchos días, los dos se sintieron distendidos y felices.
Valeria le entregó a Druso la carta de su madre, y el muchacho la leyó con
emoción.
—Sólo veinte días, y estarás en ese barco —comentó Valeria.
—Antes tengo que entrar en la casa de las vestales y rescatar a Porcia.
—Te quedan pocos días.
—Lo sé. Pero encontraré la forma de hacerlo.
Se abrió la puerta, y Sextina se deslizó entre los muebles como un lagarto torpe.
—Es la hora, joven amo. Tienes que partir ya.
—No te preocupes, Valeria —dijo Druso levantándose—. Idearé un plan que nos
libre de Cinna.
—¿Podrás?
—Claro que sí. Cuento con amigos que nos ayudarán. Entretanto tienes que ganar
tiempo y, sobre todo —Druso la miró a los ojos—, procurar que Cinna no sospeche
nada.
—Lo intentaré.
—Trata de granjearte su confianza, aunque te resulte penoso.
—Me resultará nauseabundo, pero lo haré, Druso. Haré todo lo que sea necesario.
—Vamos —apremió Sextina—. Está a punto de amanecer.
Los jóvenes entrelazaron sus manos en un espontáneo gesto de despedida.
—Cuídate, Druso.
—Adiós, Valeria. Pronto tendrás noticias mías.

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21. KALENDA MAIIS
(En las calendas de mayo)
(1 de mayo)

Hay que hacerlo esta noche —dijo Demetrio—. Luco ha entablado contacto.
Membo llegó con dos planos y los extendió sobre la mesa.
—Aquí —dijo señalando un punto— está la Rea Domus, residencia del sumo
pontífice, y por aquí, ¿lo ves?, cruzando este patio, se entra en la residencia de las
vestales. Apréndete los planos de memoria: tengo que devolverlos antes de las siete.
—¿De dónde los has sacado?
—De los archivos de la Regia: el archivero es primo de un tipo que trabaja
conmigo.
Estudié los planos cuidadosamente: las entradas, las salidas disimuladas, hasta el
número de escaleras y la ubicación de los distintos aposentos. Por suerte estaba todo
muy detallado. Al fin lo tuve todo en la cabeza.
—Escucha con atención —dijo Demetrio—: el contacto te abrirá la puerta a las
once. Entrarás por los almacenes y subirás directamente a la cocina; luego tendrás
que arreglártelas solo.
—Entendido.
Por primera vez no me iba a acompañar Membo. Él protestó muchísimo, pero
Demetrio se mostró inflexible.
—Sólo los necesarios. El que no tiene una misión concreta no va. En asuntos de
esta clase no caben sentimentalismos.
Como siempre, Demetrio tenía razón. Así que Membo se resignó rezongando.
Luco me llevaría en su carro de reparto, Demetrio me esperaría por los alrededores y
Vitelio, que había cambiado su turno de guardia, andaría por las inmediaciones por si
era necesario cubrirme la retirada. Epulón se dejaba ver cada vez más a menudo, y
Próculo había enviado recado de que el sicario operaba en nuestro territorio y tenía
un buen asunto entre manos.
Antes de salir, levanté el entarimado y recuperé el documento. Me lo escondí en
el pecho y lo tapé con la capa. En ese instante decidí que antes de entrar en el templo
de Vesta tenía que ver de nuevo a Valeria.
—¡Estás loco! —exclamó Demetrio—. No pienso llevarte allí. Sería como
meterse voluntariamente en el foso de los leones.
—Vamos, Demetrio. No pasará nada. Iremos por la puerta de atrás. Sé cómo
entrar en esa casa sin que nadie se entere.

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Demetrio siguió refunfuñando. Pero poco antes del anochecer, y cuando aún no
habían pasado veinticuatro horas desde mi última visita, yo estaba de nuevo en casa
de los Arrio.

Atardecer del 1 de mayo

Valeria se hallaba en el cenador de las hierbas aromáticas cuando vio llegar a Druso.
«¡Qué atractivo es!», pensó, y se levantó presurosa. Quedaron frente a frente. La luz
del poniente bañaba la pálida faz de la muchacha, y el joven Manlio sintió un
escalofrío en la espalda cuando, al coger los pasteles de miel e higos que ella le
ofrecía, sus dedos rozaron los de Valeria.
—Tengo poco tiempo —anunció—. Esta noche voy a entrar en la casa de las
vírgenes.
La joven se estremeció y apretó los labios hasta reducirlos a una línea.
—Valeria —dijo él de pronto—, vente conmigo a Hispania.
Ella bajó la cabeza, y sus mejillas se tiñeron de rubor.
—Iré…, si tú lo deseas.
—Lo deseo. Y también tu abuelo lo deseaba.
—¿Tú crees?
—Estoy seguro. Antes de morir me pidió que te salvara, y yo le juré que lo haría,
pese a que no entendí muy bien lo que decía. Esta noche he comprendido el
significado de aquel juramento.
—Sea, entonces.
Valeria sonrió y él le devolvió la sonrisa. Una extraña turbación se adueñó de
ambos. Se acercaron como atraídos por un imán. La muchacha le tendió las manos, y
Druso las estrechó entre las suyas. Sus ojos volvieron a encontrarse, y los dos
supieron que nada ni nadie podría separarlos.
De pronto, Druso preguntó alarmado:
—Valeria, ¿podrás salir de tu casa?
—Me las arreglaré. El día siete podré decirte el lugar y la hora en que debes
recogerme. Sólo necesito que me indiques cómo puedo hacerte llegar el mensaje.
—En el pasaje que hay entre el Argileto y las Fauces tiene su establecimiento un
zapatero llamado Luco. Envíale el mensaje a él, y no te preocupes de lo demás.
Bien. Avísale que ese día una vieja le llevará unas sandalias para que las arregle.
Oscurecía. Druso miró a las clepsidras, que ya comenzaban a gotear las largas
horas de la noche, y el silbido de Demetrio cruzó el aire como el vuelo de un halcón.
—No lo olvides —dijo Druso—: Luco, el zapatero…, en las Fauces.
—No lo olvidaré.
Esta vez fue Valeria quien acompañó a su visitante hasta el macizo de hortensias.
Druso salió, y la joven entornó la cancela muy despacio. De pronto, él se volvió y

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empujó la puerta. Cuando su brazo rodeó la frágil cintura de Valeria, los labios de la
muchacha buscaron los suyos. Al principio fue un beso tímido; luego, ella entreabrió
los labios y el beso se prolongó en una dulcísima cadencia.
El canto del búho los devolvió a la tierra.
—Se está haciendo de noche —dijo junto a ellos la voz cavernosa de Demetrio—.
Despedios.
Valeria huyó como corza perseguida, y Druso se embozó en su capa de estameña.

SECUNDA VIGILIA
(Entre las 21 y las 24 horas)

La puerta se cerró a mis espaldas. Una gigantesca germana de tez rubicunda y senos
generosos me indicó por señas que guardase silencio. Era la cocinera amiga de Luco.
—No hagas el menor ruido. ¿Sabes cómo es este palacio?
—Sí. He estudiado los planos.
—Si te encuentran, no me conoces. Luco me aseguró que no hablarías ni bajo
tortura.
—Descuida.
—Tienes que estar en la calle antes de que expire la noche.
—Ya lo sé.
—Si te retrasas, no podrás salir. Al amanecer se duplica la guardia.
La germana desapareció como por ensalmo, igual que si se la hubiera tragado la
pared, y de pronto me encontré abandonado a mi suerte en aquella mansión
desconocida.
La Regia es la residencia del sumo pontífice, supremo sacerdote de Roma. En ella
viven los decemviri encargados de interpretar los libros sagrados y se reúne el
sagrado colegio de los pontífices. Desde el interior del palacio puede pasarse a la
residencia de las vestales a través de una galena ubicada en un patio cuadrado.
Yo tenía que cruzar un largo pasillo, de 347 pasos según las indicaciones del
plano. Lo recorrí alargando los brazos de cuando en cuando y tocando las paredes
para cerciorarme de que iba por el sitio adecuado. Al dar el paso 347, mi brazo
derecho tocó una puerta en vez de la pared. Empujé suavemente, y la puerta cedió
como estaba previsto. Salí a un rellano cuadrado y empecé a subir las escaleras,
sesenta y nueve peldaños; otro rellano y otra puerta. Tanteando, conseguí abrirla y
salí al pasillo abovedado.
El fasto y la magnificencia de ese corredor flanqueado de estatuas de alabastro me
subyugaron. Las paredes pintadas al fresco rivalizaban con las pinturas estucadas de
la bóveda en un haz vivísimo de polícromas frondas vegetales, y los ricos mármoles
del pavimento brillaban en purísimos pórfidos y oros. Yo sabía que el corredor estaba

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iluminado por tenues lámparas que mantienen la luz toda la noche. Ahora comprendía
por qué: sería un sacrilegio dejar a oscuras semejantes maravillas.
Un pequeño banco de caoba con incrustaciones de marfil y nácar invitaba a
sentarse. Me detuve un momento y contemplé la imagen de Saturno devorando a sus
hijos, fragmentada en los miles de teselas de un mosaico. La baba sanguinolenta del
dios me turbó. Sali del pasillo iluminado y me encontré delante del mirador que se
abría al primer patio. Lo crucé y entré en el blanco pasadizo enjalbegado. Busqué la
pared de los nichos en los que se entierra a las pupilas que mueren en la casa y,
venciendo la aprensión que me causaba el hallarme en un cementerio, aguardé a que
la luna asomase sobre la cima del Palatino.
Cuando la luna empezó su carrera hacia lo alto, sali del enorme nicho y me
encontré en el patio interior que comunicaba los palacios. El sonido de una campana
me indicó que los horarios que Luco me había facilitado eran correctos. Agazapado
detrás de una columna, esperé acontecimientos.
Enseguida aparecieron las sacerdotisas, acompañadas de dos decemviri. Una de
ellas batió palmas, y todas las habitaciones que daban al patio se abrieron casi a la
par. De su interior empezaron a salir niñas vestidas con túnicas de diferentes colores:
unas las llevaban blancas; otras, azules. Sus edades podían oscilar entre los siete y los
diecisiete años. Eran las futuras sacerdotisas; algunas llevarían allí mucho tiempo,
mientras que otras acabarían de llegar. No las conté, pero el grupo era bastante
numeroso. Todas ellas estaban aprendiendo el culto de Vesta e iniciándose en los
misterios del templo y del fuego. En el futuro, ellas mantendrían viva la llama
sagrada, que nunca puede extinguirse porque la esencia incorruptible del fuego
constituye la esencia de la ciudad misma. Pero serían también las depositarías de los
libros sagrados y las encargadas de custodiar los testamentos, y se dice que en el
archivo de las vestales están todos los secretos de Roma. Reclutadas entre las mejores
familias patricias a la edad de siete años, reciben una educación esmeradísima, y a los
diecisiete se consagran al servicio del templo. Su poder se extiende a todos los
ámbitos, incluido el de la política. Gozan de tanto prestigio que hasta los cónsules las
respetan. Cuando pasa una vestal en su litera, la gente se aparta, y quien la toca puede
ser ajusticiado. En cambio, si una de ellas se cruza con un condenado, éste queda
libre: tal es su autoridad y el respeto que imponen.
Yo no entendía cómo había llegado mi hermana Porcia al templo ni qué podía
buscar entre unas jóvenes que hacen voto de castidad a los diecisiete años y tienen
que observarlo hasta los treinta, so pena de ser enterradas vivas.
Las chicas, todas juntas, desaparecieron siguiendo a las sacerdotisas, y yo no
conseguí ver a Porcia.
Esperé media hora. Regresaron en grupos de cuatro. Si mi hermana estaba allí,
aquél era el momento. Llegó en el noveno grupo. Vestía una túnica blanca, y los
cabellos le flotaban sobre la espalda. Estaba sensiblemente más delgada, y me pareció

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que había crecido. Me clavé las uñas en la palma de la mano para no llamarla, y una
cortina de lágrimas me anegó los ojos.
La mano se cerró sobre mi cuello y sentí en la nuca una presión insoportable.
—¿Qué haces tú aquí? —bramó el gigantesco africano—. ¿Por dónde te has
metido?
Yo no podía responderle. Ni siquiera acertaba a respirar, y la presión, lejos de
aflojar, estaba a punto de seccionarme la garganta.
«¡Ha llegado mi hora!», pensé contemplando aquel tipo hercúleo. «Este
energúmeno me va a estrangular ahora mismo».
En el preciso momento en que mis venas estaban a punto de estallar, se acercaron
unos pasos. Al oírlos, el gigante aflojó la presión y yo expelí el aire contenido en mis
pulmones.
—Excelencia —dijo la oscurísima voz del esclavo.
El sacerdote me midió con su pupila de ave rapaz, y yo creí que Saturno había
salido del mosaico.
—Suéltalo.
El coloso me soltó con tanta fuerza que mi cabeza rebotó contra el pavimento.
—¿Sabes lo que les espera a los que osan entrar en el recinto de las vírgenes?
—La muerte…, supongo.
—Supones bien.
—No es lo que pensáis.
—Sea lo que sea, has cometido sacrilegio, y el sacrilegio se paga con la vida.
—Lo sé, pero dejadme que os explique, señor.
El sacerdote giró sobre sus sandalias y dio dos palmadas. La guardia del pontífice
apareció por el fondo del pasillo enjalbegado. Vi el brillo de sus botas y grité, grité
con todas mis fuerzas la fórmula que una vez había oído a un condenado.
—Sacerdote decemvir, escuchad. Escuchad también todos vosotros: Yo, Druso
Dimitió, soy un perseguido que ha penetrado en este lugar consagrado en busca de
asilo, y desde ahora mismo me pongo bajo el manto protector de la virgen vestal
máxima y solicito, por el fuego sagrado, ser llevado inmediatamente a su presencia.
Dio resultado: los soldados se pararon, el negro me soltó y el sacerdote volvió a
girar sobre sus sandalias. Minutos después, me encontraba ante Clodia Camila, la
vestal máxima.
Clodia Camila escuchó mi relato sin interrumpirme ni una sola vez.
—En la próxima ocasión —dijo, y su boca disimulaba una sonrisa—, llama antes
de entrar. Será mejor para todos.
Con paso majestuoso, salió de la estancia. Al rato, Porcia estaba en el umbral.
—¡Druso! —gritó.
Nos fundimos en un abrazo eterno. Y lloramos, lloramos por nuestros padres, por
nuestro tío Mario y por los remotos territorios de una infancia perdida para siempre.

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Porcia me contó cómo había llegado hasta allí y cómo las habían encontrado,
exhaustas y abatidas. Desde entonces vivía entre las vírgenes. Había querido hacerme
llegar un mensaje, pero le dijeron que Flavio había muerto, y nadie supo darle
noticias de mi paradero.
—Llegué a pensar que estabas muerto.
—Mientras, yo te buscaba a ti por todas partes.
Cada uno dio al otro noticia puntual de su existencia.
—¿Y Eunice? —pregunté.
—¡Oh, está bien! Me cuida como en casa.
Le enseñé la carta de nuestra madre.
—Porcia, el barco nos recogerá dentro de siete días. Pronto estaremos en
Hispania.
Ante mi asombro, Porcia negó con la cabeza.
—No, Druso. Tú irás a Hispania. Tú y esa Valeria tuya.
—Pero ¿qué dices?
—Bueno, no creo que lo entiendas, pero yo no deseo ir a ninguna parte.
—¿Es que te has vuelto loca?
—¿Recuerdas que Fui a Cumas a ver a la Sibila? Ella me leyó mi profecía.
—Nunca he creido en esas cosas.
—Hermano, cada uno cree en lo que le conviene y se agarra a lo que le sirve.
Recordé su diario. La miré, la miré largamente.
Porcia, siempre has estado buscando tu destino, ¿verdad?
—No exactamente. Di mejor que siempre he estado tratando de librarme de él.
—¿Acaso no es lo mismo?
—No, Druso. No es lo mismo. Cuando los demás tratan de someterte están
intentando imponerte su destino, y ése es un destino ajeno.
—Son la reglas del juego.
Porcia rió.
—¿Para quién, Druso? ¿Quién juega en ese juego? En Roma, sólo los varones
tienen buenas cartas, y yo no estoy dispuesta a jugar una partida perdida de
antemano. La Sibila me vaticinó que el agua y el fuego serían mi destino. ¡Mi
destino, Druso! —suspiró—. Al fin lo he encontrado.
—¿Aquí?
—Aquí está el fuego. ¿Sabes lo que significa ser vestal?
—Más o menos.
—No, Druso. No tienes la menor idea, y yo no puedo explicártelo.
—Porcia —me agarré a un clavo ardiendo—, tú no puedes ser vestal: tienes ya
trece años.
—No importa. Lo he hablado con Clodia Camila, y está dispuesta a hacer una
excepción: sabe que mi voluntad es fuerte y que mi deseo es sincero. Yo seré vestal,

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hermano. Y te diré más: llegaré a ser vestal máxima y tendré más poder y dignidad
que muchos hombres.
—Porcia —estaba conmovido—, tendrás que renunciar al sexo. Nunca conocerás
el amor.
—¿Qué amor, Druso? ¿De qué amor hablas? ¿De los brazos del amante
clandestino, que entra furtivo en tu lecho, o de los brazos del marido autoritario, que
te impone su voluntad hasta la muerte? No quiero un amo, Druso; quiero ser la dueña
de mis actos.
—Encerrada siempre entre las cuatro paredes de un templo —respondí irritado.
No quería resignarme a perder a Porcia.
—Ése es el precio de mi libertad —replicó—. Y estoy dispuesta a pagarlo.
—Caro precio, Porcia; caro precio.
—La libertad, Druso —mi hermana se acercó y me acarició el pelo con esa
dulzura infinita que caracteriza a las mujeres de mi casa—, está dentro de nosotros
mismos. Cada cual ha de hallarla a su manera.
Los dos nos quedamos en silencio, pensativos. Al cabo de un rato, Porcia dijo de
pronto, riendo:
—Oye, mentecato: no pienso aguantar a ningún paterfamilias, aunque se trate de
mi propio hermano.
Y me dio el consabido puntapié en la espinilla.
Hablamos largo y tendido. Se habían derrumbado las últimas barreras, y ahora
fluía entre nosotros una corriente profunda. En aquellas horas conocí a la auténtica
Porcia y brotó en mí un sentimiento de admiración hacia aquella niña de trece años,
valiente y hermosísima.

TERTIA VIGILIA
(De las 24 a las 03 horas)

De madrugada, Porcia me condujo de nuevo ante Clodia Camila. Le hablamos del


documento de tío Mario y yo le pedí que, como vestal mayor, fuese la depositaría del
mismo hasta que yo pudiese regresar a Roma. Clodia Camila accedió, y yo saqué el
pergamino y se lo entregué.
—Druso —dijo la vestal—, ¿no quieres conocer su contenido?
Dudé y consulté a Porcia, que también dudó. Al final nos decidimos, y la máxima
autoridad de las sacerdotisas romanas rompió el lacre y los sellos exteriores, acercó a
la luz el documento y lo leyó despacio. El color huyó de su semblante.
—Porcia, Druso… —la vestal habló en tono pausado y con voz cansada, muy
cansada—, creo que debéis leer esto; luego, tú, Druso, tendrás que decidir.
Nos tendió el documento. Porcia y yo leímos la lista, aquella lista interminable.
Nombres y más nombres, firmas y más firmas. Comprendí lo que tío Mario había

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querido decir y entendí por qué Cinna lo buscaba con tanto empeño.
—Ahora, media Roma está en tus manos —dijo Clodia Camila.
Y era cierto.
Más de doscientos nombres. Doscientos nombres de romanos ilustres, los
nombres de las más de doscientas personas que conocían la conjuración y la
apoyaban. Tenía en mis manos el juramento de los conjurados.
—¡Por Cástor! ¿Qué debo hacer con esto? —exclamé dominado por una gran
excitación—. Tío Mario me dijo que podría salvar mi vida. Si le entrego esto a Marco
Antonio, ¿qué pasará, Clodia Camila?
La vestal se levantó despacio y se acercó a la puerta que conducía al jardín; sus
ojos se perdieron en algún punto remoto.
—Que habrás puesto en sus manos lo que quiere saber y que te concederá lo que
le pidas; que seguramente alcanzarás un puesto importante en el Senado.
—¿Y qué más pasará, Clodia Camila? —insistí, y mi voz temblaba porque ya
conocía la respuesta.
—Que perderás a muchos. Que familias enteras padecerán el mismo infortunio
que vosotros. Morirán muchos, Druso Dimitió; pero eso ya lo sabes tú.
—Pero no hay proscritos. Han sido amnistiados.
—Eso es algo momentáneo. Espera y verás: la sangre de César va a salpicar a
muchos.
—¡Guárdate de los idus de marzo! —recitó Porcia—. ¡Guárdate de los idus!
—Tío Mario dijo que, cuando llegase el momento, yo tendría que decidir.
—Sí —dijo la vestal—. Tienes que decidir. Ha llegado tu hora.
Era una decisión difícil: de una parte, el perdón de los míos, mi futuro asegurado,
la perdición de Cinna, el amor de Valeria… De otra, el recuerdo de Flavio Valerio con
el cráneo machacado y, sobre todo, las palabras de mi tío martilleando mi cerebro una
y otra vez: Si te equivocas…, entonces, Druso…, ¡que los dioses te ayuden…! Porque
nadie más podrá ayudarte.
Clodia Camila hizo una señal a Porcia y ambas salieron de la habitación,
dejándome solo. Entonces supe lo que en realidad era la dignidad, en la que tanto
habían insistido durante mi educación. En aquellas horas amargas supe también lo
poco que costaba ser un Cinna y cuán dolorosa es la renuncia. Al alba había decidido.
La luz del día disipó las últimas tinieblas, y la vestal entró con mi hermana.
—He decidido.
Ellas esperaban en silencio, y yo le entregué el documento a la vestal. Clodia
Camila comprendió.
—¿Estás seguro?
—Lo estoy —miré a Porcia y la incluí en la respuesta—. Lo estamos.
Mi hermana vino a mi lado y estrechó mis manos entre las suyas.
—No podía ser de otra manera, Druso.
—No, no podía ser.

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—¿Guardo el documento? —preguntó la vestal máxima.
Mi decisión era definitiva y yo tenía que llevarla hasta sus últimas consecuencias.
—No, Clodia Camila. No lo guardes. Quémalo.
—Si lo hago, jamás podrás volverte atrás.
—Quémalo: prefiero no poder arrepentirme.
Ella acercó el pergamino a la llama; en un momento, doscientos nombres se
convirtieron en cenizas y toda mi ambición quedó reducida a un puñado de pavesas.
Me despedí de Porcia.
—Antes de partir, pasaré a decirte adiós.
—Te estaré esperando.

Demetrio me aguardaba. Al verme, se mostró aliviado.


—Ya era hora. Creí que te habían agarrado.
—¿A mí?
—Deprisa, he visto un par de sujetos que me dan mala espina. Juraría que el otro
día los vi salir con Epulón de la bodega de Brigandix, y diría que me han venido
siguiendo. Tomemos la vía Sacra: Vitelio andará todavía por allí.
Acabábamos de pasar por delante del templo de Jano cuando nos dimos de bruces
con Epulón.
Con un movimiento rápido, Demetrio me cubrió con su cuerpo. Oí el choque
metálico de las espadas en el aire.
—Infame —bramó Demetrio—, vas a morder el polvo.
—Ya no estás en la arena, vejestorio —respondió el asesino.
Apenas dos segundos después, Demetrio caía derribado. Luego, el esbirro vino
hacia mí, y yo me sentí al borde del espasmo. Los dientes de Epulón refulgieron
blanquísimos, y por segunda vez aquella noche vi el rostro de la muerte.
Desde el suelo, el antiguo gladiador emitió un silbido prolongado. Epulón se
volvió, y yo aproveché ese instante para escabullirme hábilmente. Por una esquina
apareció la ronda nocturna. Eran los hombres de Vitelio.
Epulón advirtió el peligro, pero antes de salir corriendo se llevó la mano al cinto y
sacó la daga. Lo vi en sus ojos antes de que el acero hendiese el aire. Me hice a un
lado y el arma pasó a unos centímetros de mi cuerpo, rasgándome la capa. Epulón dio
un salto felino y desapareció en un laberinto de callejas.

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22. VALERIA
PRIDIE NONAS MAIAS
(6 de mayo)

Fil día 6 de mayo, víspera de las nonas del mismo mes, Valeria envió un esclavo a
casa del cuestor Quinto Sempronio Cinna con el siguiente mensaje:
Desearía veros esta tarde. Creo que es hora de que preparemos nuestro enlace y
fijemos de nuevo la fecha de la boda.
Vuestra,
Valeria
Después, en un pequeño billete perfumado, escribió estas palabras:

En la fuente Yuturna. Al mediodía.

Llamó a Sextina y le entregó el billete doblado.


—Mañana buscarás al zapatero Luco en el Argileto y le darás esto.
—No es buen día —respondió la vieja—. Los auspicios no son favorables.
—Sextina, a mí no me importa cómo son los auspicios de mañana.
—Pues a mí sí. Si la urraca gira a la izquierda, tendré que arrancarle las plumas y
machacarlas con sal.
—Primero llévale el billete al zapatero; luego, despluma todas las aves de la
pajarera si eso te complace.
A la hora undécima de ese día entró el cuestor con paso arrogante y un mal
disimulado aire de triunfo en la mirada. Valeria lo esperaba.
—Sentaos, Quinto Sempronio.
—Estáis preciosa, querida.
Ella bajó los ojos como si el cumplido la turbase; él sonrió complacido.
—¿Acaso os confunde que ensalce vuestra hermosura?
—Un poco.
—Eso demuestra que sois virtuosa… Pero, querida mía, es hora de que vayamos
olvidando el protocolo.
Cinna la tomó entre sus brazos. La joven, disimulando la repugnancia que el
simple contacto con aquel hombre le producía, opuso una resistencia calculada, que
él tomó por confusión.
—Vamos, vamos, querida. Pronto compartiremos el lecho.
—Esperad, entonces, hasta ese momento… Os lo ruego, señor.

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Lo dijo con tanta dulzura, y sus ojos fueron tan elocuentes, que él la soltó sin
sentirse desairado.
—No violentaré vuestro pudor.
—Sentaos, entonces.
Tomaron asiento uno frente a otro; él, reclinado en una de las camillas; ella,
erguida, en una silla de caoba.
—He pensado que quizá tengáis razón y no debamos esperar más tiempo —dijo
Valeria.
—¿Puedo preguntaros a qué se debe este cambio de actitud?
—Quinto Sempronio —siguió ella, sin contestar a su pregunta—, estoy de luto y,
por tanto, quiero una ceremonia sencilla, sin ningún tipo de boato. No deseo banquete
de bodas ni invitados. Únicamente vuestros parientes más allegados y mi tía Servilia.
—Por mí no hay inconveniente.
—Mandad redactar las capitulaciones matrimoniales y hablad con el flamen, a no
ser que prefiráis otro tipo de ceremonia.
—No, lo haremos así.
—Entonces, Quinto Sempronio —Valeria levantó la cabeza y sostuvo la torva
mirada del cuestor—, lijad la fecha. Sólo os ruego que me deis unos días para
prepararme.
—¿Os bastaran nueve días?
—Sí.
—Entonces, nos casaremos este mismo mes.
—De acuerdo.
Valeria se levantó y le tendió la mano; él saltó de la camilla y rodeó con sus
brazos a la muchacha, al tiempo que buscaba sus labios con la boca. Pero la joven se
libró hábilmente del beso y del abrazo.
—Otra cosa, Cinna: ¿viviremos en esta casa?
—No. Los primeros días, por lo menos, los pasaremos en mi casa, con mi madre.
Quiero que estéis bajo el cuidado de una matrona de edad —sonrió irónico—. No
pretendo vigilaros, Valeria, pero habréis de ganaros poco a poco mi confianza.
Además, mi madre os iniciará en los deberes de esposa.
—Lo comprendo… Y no tendréis ninguna queja de mí, os lo aseguro.
Aquella sumisión lo desconcertó.
«Esta perra altiva», se dijo el cuestor, «se ha rendido en cuanto la he tratado con
mano dura. ¡Ya sabía yo que las cuatro paredes de la casa se le caerían encima! ¡Ah,
bruja, no ha hecho falta mucho para doblegarte!».
Se despedía ya cuando, de pronto, Valeria dijo:
—Señor, si no os importa, querría ir mañana a encargar unos vestidos. Y me
gustaría que vuestra madre acepte acompañarme: necesito que alguien me ayude a
escoger las sedas.

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Quizá por el tono en que habló, o quizá por la precipitación de las últimas frases,
en el cerebro de Cinna se encendió la alarma. Ahora, el cuestor observó a la
muchacha y advirtió cómo sus manos jugueteaban, nerviosas, con una horquilla del
pelo. Eso la perdió.
«Al fin te has descubierto», pensó el hombre. «No sé cuál es tu juego, pequeña
zorra, pero vas a caer».
—Así que queréis ir de compras…
—Si no os parece mal.
—Se lo diré a mi madre, querida.
Autorizó la salida y, sin más, abandonó la casa con una sonrisa sardónica.

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23. NONIS MAIIS
(En las nonas de mayo)
(7 de mayo) Por la mañana

LAS nonas aparecieron lluviosas, pero a mí se me antojó un día claro.


Desde las primeras horas de la mañana, Marcia trasteaba en la cocina, preparando
ingentes cantidades de comida.
—Pero, Marcia, ¿crees que no nos van a dar de comer en toda la travesía?
—Salazón de pescado, eso es lo que comerás todos los días.
—No será tanto, mujer.
—¡Si lo sabré yo…! ¡No querrás que tu madre te vea hecho un esqueleto!
Además, no quiero que piense que la vieja Marcia no te ha cuidado como es debido.
Sus bondadosos ojos se empañaron, y se secó las lágrimas con la punta del
delantal.
—Te quiero como a un hijo, Druso —prosiguió.
—Ya lo sé, Marcia… Yo también te quiero.
—¿Volverás?
—Naturalmente… Y cuando regrese, todos vosotros os instalaréis en la casa… Tú
serás mi ama de llaves, y Demetrio se encargará de administrar mi hacienda.
—Ya tienes a Membo.
—Membo hará su propia vida y tendrá su propia casa. Pero vosotros os vendréis
conmigo. Tú tendrás una vejez tranquila, serás una respetable matrona, con esclavos
que frieguen tu cocina.
Me acerqué por detrás y rodeé con mis brazos su amplia cintura. Ella se dejó
querer, y yo le metí el diente a una sabrosa torta de polenta.
—Deja eso —protestó.
Membo llegó hacia las diez y preparó nuestro equipaje. Él y Vitelio debían salir
para Ostia y ultimar todo. Luego subirían en una barca por el río. De madrugada
estarían en Roma. A las once, yo iría a la caupona de Brígandix, Luco traería el
mensaje de Valeria, e irían a recogerla al punto que indicara. Bien entrada la noche,
Demetrio nos esperaría debajo del cuarto arco del puente Sublicio y nos conduciría
hasta la playa.

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24. VALERIA

A la hora cuarta, la dama Fulvia, madre del cuestor Cinna, recogió a la joven Valeria
en la villa de los Cármenes. A esa misma hora, la vieja Sextina salió a pie por la
puerta del vestíbulo.
—Voy al zapatero —explicó a los hombres del cuestor que custodiaban la
entrada, mostrándoles una bolsa llena de sandalias— a arreglar el calzado de mi ama.
La litera descendió por la ladera de la colina a hombros de los porteadores.
Fulvia contempló a la joven que en breve sería su nuera. La conocía desde hacía
años: aquel enlace había sido concertado por su marido, el general Sempronio, ya
fallecido, con el senador Flavio Valerio, abuelo de la muchacha. De esto hacía ya
siete años; entonces, Cinna tenía veintidós y Valeria era apenas una niña de nueve.
Mientras la litera avanzaba trabajosamente a hombros de los porteadores, en medio
del tumulto que a esas horas abarrotaba las calles, la mujer se preguntaba qué pasaría
por la cabeza de aquella adolescente que pronto estaría bajo sus cuidados.
—¿Deseas casarte, Valeria? —preguntó de improviso.
—Bueno… Sí.
—¿Sabes lo que es el matrimonio? Bueno, lo que quería preguntarte es… si
alguien te ha instruido…, si sabes lo que se espera de una esposa.
Valeria meditó la respuesta: Fulvia parecía una persona bondadosa, una matrona
dedicada por entero al hogar y al cuidado de los hijos, ajena a las intrigas políticas y,
por supuesto, ignorante de la perversidad de su hijo.
—No estoy muy segura —dijo, tratando de ganarse su confianza—. Mi tía
Servilia me ha hablado de los deberes de una esposa, pero supongo que tengo mucho
que aprender… y espero que seáis indulgente.
Fulvia sonrió complacida. Su hijo le había dicho que la chica era rebelde y que
había que mantenerla estrechamente vigilada, pero Quinto Sempronio últimamente
veía fantasmas por doquier.
La litera se bamboleó peligrosamente; los porteadores la sujetaron con los
hombros y, con un movimiento suave, la depositaron en el suelo.
El barrio Toscano era un abanico de razas y colores. Los comerciantes egipcios
voceaban sus mercancías, y el olor del cilantro y la albahaca se mezclaba con el del
láudano y el sésamo de Jericó. En las tiendas de tejidos se exhibían los más preciados
géneros. Fulvia eligió seda roja de Alejandría y lino de Dalmacia; Valeria, sumisa, la
dejó hacer.
Cuando terminaron las compras y los esclavos se apresuraban a recoger la
mercancía y a entablar el regateo acostumbrado, Valeria dijo de pronto:

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—Madre, si no os importa…, quisiera llegarme a la fuente de Yuturna para
purificarme en sus aguas lústrales.
—¿Ahora?
—Sí, si os parece bien.
La dama miró a la muchacha y experimentó un fuerte sentimiento de ternura. Era,
sin duda, una auténtica patricia, y piadosa por añadidura. Decididamente, no
comprendía los recelos de su hijo.
La fuente de Yuturna se halla en el Foro, entre el templo de Vesta y el de Cástor y
Pólux, justo al comienzo de la vía Sacra. AI llegar a su altura, Fulvia ordenó detener
la litera, se acomodó y esperó.
Valeria se dirigió a la fuente, se soltó los cabellos y metió las manos en la pila de
piedra, en el mismo lugar en el que los dioses gemelos Cástor y Pólux abrevaron sus
caballos sedientos. Con los ojos cerrados hizo sus abluciones. Cuando los abrió vio
entre la gente, a través de las gotas de agua que resbalaban desde su frente, el brillo
de sus botas. Eran los hombres de Cinna y se encaminaban hacia ella armados hasta
los dientes.
Giró rápidamente sobre sus talones y se metió en la litera.
—Madre, por favor, entremos en el templo de la diosa.
—¿En el templo de Vesta? —se extrañó Fulvia.
—Sí, madre. Quiero postrarme ante el altar de la diosa y ofrecerle mis manos
mojadas como símbolo de virginidad.
La matrona subió con dificultad la escalinata del templo, se acomodó bajo la
columnata y se desabrochó el cíngulo. En aquel agitado día era agradable el frescor
del pórtico.
—No te demores demasiado.
—Descuidad. Volveré enseguida.
Valeria penetró en el recinto como una autómata. Se trata de un períptero de
planta circular sostenido por veinte columnas corintias, y al fondo arde la llama
sagrada del fuego perpetuo. Valeria sabía que no podía entrar en el sagrario, que no
podía acercarse al fuego. Pero los hombres de Cinna la aguardaban, y eso significaba
que habían descubierto su maniobra.
—¡Druso, Druso! —gimió.
Como llevada por un impulso primitivo, la muchacha se postró a los pies de la
estatua de Vesta que se alza en el atrio. Allí, desesperada, sintiéndose perdida, recitó
la oración de la tierra y del pan:

No dejes, oh Vesta, tu aposento;


que la cóncava máquina muela el sólido cereal,
y lo molido con la mano,
lo cueza en el horno el fuego.

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La voz quebrada de Valeria se propagó a través de las columnas. Después, la
muchacha empezó a recitar la oración de las vírgenes:

¡Oh, diosa, recibe en tu altar


este cuerpo lustrado con el agua!
Yo te ofrezco en mis manos mojadas
la castidad de las antiguas doncellas.

Ahora, Fulvia oía la voz cada vez más baja y más lejana. Sintió que un intenso sopor
se apoderaba de ella y se dejó envolver por la languidez del mediodía.
Los hombres de Cinna salvaron de un salto la escalinata del templo.
—Salve, domina. Nos envía el cuestor, vuestro hijo. ¿Dónde está la muchacha?
—Está dentro, en el vestíbulo del sagrario.
En ese templo no puede entrar ningún hombre; por eso, el que mandaba el grupo
suplicó:
—Llamadla, señora. Son órdenes de vuestro hijo.
Fulvia se irguió sobresaltada.
—¡Valeria! —llamó—. ¡Valeriaa…!
Sólo le respondió el silencio.
La figura de una vestal se recortó en el umbral de la puerta del vestíbulo.
—¿Deseáis algo, ilustre dama?
—Espero a una joven.
—¿A una joven?
—Sí, vestal. Ha entrado a hacer una ofrenda.
—Señora, no hay ninguna joven en el templo.
—No puede ser, vestal… Ella ha entrado… Yo la he oído hacer su ofrenda ante la
diosa… Es una muchacha delgada.
—¡Ah, sí! ¡La muchacha…! Ha orado, ha hecho su ofrenda y ha salido.
—Es imposible. No me he movido de aquí ni un instante.
—Pues ha salido.
La vestal extendió el brazo y señaló a lo lejos.
—Mirad, ¿no es aquélla la muchacha? Aquella de la túnica amarilla.
Los hombres de Cinna siguieron la dirección del brazo y se precipitaron escaleras
abajo.
Domina Fulvia se mordió los labios y se retorció las manos, presa de un creciente
nerviosismo. No se había movido de allí, era cierto, pero había dado algunas
cabezadas. Habría sido en ese momento… Ella la había oído recitar la oración de la
tierra. ¡Buena se la había jugado la chica! ¿Qué iba a decirle a su hijo?
El sol caía a plomo sobre los Rostra, y el heraldo público anunció desde la puerta
de la Curia que el día había entrado en su hora séptima. Mediodía.

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25. NONIS MAIIS
(Entre la mañana y la tarde del 7 de mayo)

ME detuve bajo el dintel. Un gato famélico se lamía las pulgas, y no se oía el bullicio
de costumbre. En cuanto traspasé la entrada, supe que algo andaba mal. La taberna se
encontraba en penumbra; únicamente la luz mortecina de una vela iluminaba la cara
de Brigandix, que secaba los vasos detrás del mostrador. Vi sombras acodadas en los
barriles y, al fondo, distinguí la cara de Luco, que me miró con ojos suplicantes, y su
silencio me taladró el alma. Quise retroceder, pero ya era tarde: la puerta se cerró con
estrépito, y cayeron sobre mí veinte garras.
—Date preso —dijo una voz a mis espaldas.
Entonces los vi: eran seis hombres, y sus espadas estaban desenvainadas.
La cohorte pretoriana me rodeaba.
—¿Por qué? —grité.
—En nombre del Senado y del Pueblo de Roma, quedas detenido.
Me arrastraron fuera del local. Uno me ató las manos a la espalda, otro me
amordazó y un tercero me tapó la cabeza con un saco.
Sentí las ruedas del vehículo rechinando a gran velocidad, los gritos de los
transeúntes, los juramentos de los guardias… Mucho tiempo después, me sacaron en
volandas y me arrastraron por alguna parte. Me hundí en el terror y en la noche.
Cuando me quitaron el saco y la mordaza, me encontraba en una cavidad exigua
frente a una figura envuelta en una capa negra.
El hombre se volvió despacio, y la cara de Cinna se aproximó a mi cara. Cerré los
ojos con fuerza y, al abrirlos, de nuevo estaba allí. Intenté alejar la pesadilla, pero allí
estaba el rostro del sicario, ese rostro que presidía mis sueños, que alimentaba mis
insomnios. Por fin había caído en manos del ilustre cuestor de la ciudad de Roma.
—Se acabó —dijo Cinna—. ¿Lo comprendes?
Asentí y contuve las ganas de escupirle.
—Bien. ¿Dónde lo tienes?
—Dónde tengo ¿qué?
Cinna se acercó tanto que su aliento se confundió con el mío.
—Parece que no lo has comprendido… El juego ha terminado.
—No sé de qué me habláis, señor.
—Sí que lo sabes, lo sabes perfectamente. Quiero el pergamino, el documento
que te entregó tu tío.
—Mi tío no me entregó ningún documento.
—Pues sería Flavio Valerio, tanto se me da.

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—Os equivocáis, cuestor; os lo aseguro: el senador no me hizo entrega de nada.
—¡Ah, no! Entonces, ¿por qué huiste la noche del asalto?
—Creí que era la guardia… Por aquellas fechas, yo estaba proscrito, ¿lo
recordáis?
Cinna comenzó a impacientarse.
—Escucha, mentecato: no voy a perder ni un minuto más contigo. O me das el
documento o morirás estrangulado esta noche.
Intenté mantener la calma.
—No quiero morir estrangulado.
—Vaya, veo que eres un muchacho razonable.
—Cinna, yo no tengo ese escrito…, a no ser que… Cinna, es posible que el
documento lo tengan las vestales.
—¿Las vestales? Estás mintiendo.
—No, no miento. Se lo di yo mismo a la vestal máxima.
—¿Qué?
—Mi tío Mario me entregó un rollo lacrado antes de morir. Yo creí que era su
testamento, y se lo llevé a la vestal porque ella es la que custodia los testamentos.
—¿Por qué motivo ibas a hacer eso?
—Como yo tenía que ocultarme, pensé que ésa era la única manera de proteger
los bienes familiares.
—¡Ese escrito no es un testamento! —bramó Cinna.
—Yo creía que lo era. Por eso no sabía de qué me hablabais… Pero decidme,
cuestor, ¿qué hay tan importante en ese pergamino?
Cinna se mordió los labios con rabia contenida y me miró de hito en hito. Calibré
mi situación: mi vida colgaba de un sutil y delgado hilo. Si Cinna me creía, quizá me
quedase alguna posibilidad de vivir; si no, yo estaba muerto.
De improviso, cambió de conversación y salió por donde menos esperaba yo.
—¿Y Valeria? —me espetó.
—¿Valeria?
—No me digas que tampoco conoces a Valeria.
—¿La nieta de Flavio? Sí, la conozco… Creía que iba a casarse con vos.
—Va a casarse conmigo. Ella y su fortuna serán mías. Vuestro juego ha
terminado.
Desdobló un diminuto papel y me lo puso delante de los ojos. Por un momento, el
perfume de Valeria embriagó mis sentidos. Lo leí.

En la fuente de Yuturna. Al mediodía.

No pude contenerme.
—¿Dónde está Valeria? ¿Cómo habéis conseguido esto? —Ha sido fácil: mis
hombres han seguido a la vieja, y la arpía lo llevaba en una sandalia. Luego han

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seguido al zapatero, y él nos ha llevado a la taberna. Sin saberlo, nos ha conducido
hasta ti. Lo demás ya lo sabes…
—¿Qué habéis hecho con Valeria?
—De momento, nada. Mis hombres habrán acudido a su cita en tu lugar… A estas
horas estará en casa de mi madre… Le ofreceré la noticia de tu muerte: será un bello
regalo de bodas.
—Cinna —me humedecí los labios—, si queréis ese documento, os lo daré.
—¿Cómo?
Mañana pediremos audiencia a Clodia Camila, la vestal máxima, y lo
recuperaremos.
—¿Quién sabe que lo tiene ella?
—Nadie más que yo, Cinna.
—Entonces, sólo tú puedes reclamarlo.
—Así es.
El cuestor estalló en carcajadas. Yo no lo entendía, pero él reía y reía, señalando
mi cara con su dedo acusador.
—Perfecto… Ese pergamino dormirá en el fondo del templo durante muchos,
muchos años…, porque Druso Dimitió Manlio (es así como te llamas, ¿verdad?)
jamás irá a recogerlo.
Entonces comprendí, pero ya era tarde. Con aquel arriesgado juego acababa de
firmar mi propia sentencia de muerte.
—Mañana, Druso Dimitió, ya no estarás en este mundo.
Dicho esto, salió de la celda sin dejar de reír, cerró la puerta a sus espaldas y yo oí
el rechinar de los cerrojos.
—¡Estranguladlo al amanecer! —gritó.
Y su risa siniestra se perdió por el pasillo.

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26. NONIS MAIIS
(Tarde del 7 de mayo)

EXAMINÉ el habitáculo; era lóbrego y húmedo. No cabía la menor duda: estaba en


un calabozo.
Golpeé la diminuta portezuela; me abrió un carcelero, y observé que detrás de la
primera puerta había otra con barrotes de hierro.
—¿Dónde estoy?
—En el Tuliano —me contestó el guardia.
¡Júpiter óptimo! Estaba en una mazmorra, y nadie sabía que yo me encontraba
allí.
—¿Puedes dejar abierta la puerta? Te daré dinero.
—Bien. Pero sólo un rato.
Me tumbé en la paja y pensé en Valeria y en Porcia, que a aquellas horas estaría
aguardándome.
«¡Van a matarme!», pensé, y entonces se me ocurrió.
Llamé otra vez al carcelero.
—¿Quieres ganarte una buena suma? —le pregunté.
—¿Cuánto?
—Pon el precio. Mi fortuna es cuantiosa.
—¿Qué tendría que hacer?
—Llevar un aviso.
Meneó la cabeza.
—Es muv peligroso.
—No tiene por qué enterarse nadie. Sólo quiero hacer saber a mis amigos que
estoy aquí… Mis amigos son poderosos.
—¿Adonde hay que ir?
Le di la dirección de la bodega y el nombre de Brigandix.
—Pregunta por Demetrio —le dije—. Él te pagará con creces el servicio.
El hombre me observó con curiosidad.
—No podré hacerlo hasta la primera vigilia, en el cambio de guardia del
atardecer…, y a ti te van a matar.
—Lo sé.
—Te estrangularán esta madrugada. Órdenes secretas del cuestor.
—Nadie me ha juzgado. En Roma se ha acabado la justicia.
—En Roma siempre ha existido esta clase de justicia. Además, nadie sabrá nunca
de qué forma has muerto. Arrojarán tu cádaver por el acantilado.

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—Tú sí lo sabrás.
El carcelero sostuvo mi mirada.
—¿Qué has hecho?
—Nada, pero soy un estorbo en su camino.
—Ya… Bueno, voy a ayudarte, aunque me juego el pellejo. Eres demasiado joven
para morir estrangulado, y no me gustan los asesinatos nocturnos. Pero, óyelo bien,
no haré otra cosa que llevar tu recado, sólo eso.
—Es suficiente.
El sol se ocultó entre la columna Menia y la cárcel. El heraldo anunció la ultima
hora del día.

SECUNDA VIGILIA
(Entre las 21 y las 24 horas)

Transcurrían las horas… Mis esperanzas se desvanecían. Todo era inútil: ellos no
podrían hacer nada; Cinna era demasiado poderoso.
Primero fue un murmullo lejano; luego, unas pisadas.
«Ya están ahí», pensé. «Ahora vienen a buscarme. Ha llegado mi hora».
Intenté incorporarme, pero los músculos no me obedecieron: era tan cómoda la
inconsciencia, tan dulce aquel letargo…
Los carceleros se levantaron y saludaron al centurión.
—Ave.
—¿Está aquí el muchacho que trajo el cuestor Cinna?
—Sí, centurión.
—Vengo a llevármelo.
—¿Dónde están tus órdenes?
—Aquí las tenéis.
—No es la firma del cuestor —dijo uno de los carceleros.
—No, es la de Marco Antonio.
Los guardias, al oír aquel nombre, se cuadraron.
—¿El cónsul?
—En persona.
—Bien, centurión. El preso es vuestro.
Abrieron la puerta de barrotes. Yo estaba fascinado.
—Desatadlo —dijo Próculo—. Ponedlo en pie. En cuanto a vos…, tenéis que
seguirme.
Cruzamos el lúgubre corredor deprisa y en silencio. Yo intentaba pensar, pero mi
mente se mantenía completamente en blanco. Al cabo de un rato, Próculo me señaló
una oquedad en los muros.

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—Ahora, ni respires. Vamos a metemos por ese agujero. Un movimiento en falso,
y los dos estaremos perdidos.
Arrastramos los cuerpos y nos introdujimos por una enorme grieta. Próculo salió
delante y me tendió su mano.
Al otro lado de las murallas nos aguardaba un legionario.
—Os habéis demorado mucho, centurión.
Cruzamos el estrecho sendero que separaba los muros del acantilado y bajamos
entre las escarpadas rocas sin mirar al abismo. Todavía tuvimos que recorrer la
explanada inferior y ganar una estrecha calzada entre los árboles. Al final de la
misma nos esperaban otros dos legionarios.
—Abrid la puerta —ordenó Próculo.
Los legionarios abrieron el portón de hierro. Salimos. Delante de mí, Luco estaba
sentado en su carro de reparto.
—Sube —dijo.
Me volví a Próculo.
—Gracias.
—Salud.
—¿Cómo podré pagarte?
—Fácil: cuando seas un personaje importante, recuerda que tienes una deuda
conmigo.
Estaba ya en el carro cuando, de súbito, me vino a la memoria.
—Próculo —llamé.
—Dime.
—¿Cómo lo has hecho?
—¿El qué?
—Lo de la firma. Los sellos de Marco Antonio. ¿Cómo los has conseguido?
—¡Ah, eso…! Bueno, no ha habido dificultad. Todos los días ordeno su
despacho, y él todos los días firma documentos. El sello estaba allí. Así que…
—No quisiera ocasionarte problemas.
—No pases cuidado. Sólo el cuestor sabe que estabas en el Tuliano. Estas cosas
no suceden, así que nadie lo mencionará.
—Pero ¿y Cinna? ¿No le temes, Próculo?
—No. No puede llegar más lejos, o estará perdido. Yo soy un centurión al
servicio directo del cónsul. Si Cinna supiese que conozco este asunto, temblaría de
pánico.
—¡Lástima! —exclamé.
Nos despedimos con un fuerte abrazo.
—No te preocupes. Tarde o temprano, alguien le dará su merecido.
Luco arreó la mula, y el carro enfiló hacia el Capitolio, camino de las vestales.

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27. NONIS MAIIS
TERTIA VIGILIA
(Entre las 24 y las 03 horas)

LA residencia de las vestales se alzaba como un faro en medio de la noche. Luco


rodeó el edificio y enfiló el callejón que se abría tras el templo y daba directamente a
las dependencias de servicio.
De nuevo entré por las cocinas, pero ahora me estaban esperando. Un decemvir
me condujo a una estancia contigua, en la que Porcia me esperaba impaciente.
—Druso, no tienes arreglo —me riñó mi hermana—. Siempre llegas con retraso.
—¡Oh, Porcia, Porcia! —exclamé—. Cinna tiene a Valeria en su poder.
—Druso, es tardísimo. Si no estás en Ostia al amanecer, no cogerás ese barco.
—¿Es que no escuchas lo que te digo, Porcia?
—Vas a perder el barco.
—No me iré en ese barco.
—Claro que te irás en ese barco.
—No lo entiendes, Porcia. Cinna tiene a Valeria, y yo no me iré sin Valeria.
—¿Tanto la amas?
—La amo.
—¿Tanto como para arriesgar tu vida por ella?
—Y para perderla si es preciso.
—Ya puedes salir —gritó mi hermana—. Esto era lo que deseabas oír, ¿no?
—¡Valeria! —la voz se me quebró—. ¡Valeria!
Ella se precipitó en mis brazos.
Me relató lo sucedido. Cuando recitó la oración de las vírgenes, su voz sonó tan
desgarrada que la vestal que avivaba el fuego sagrado se conmovió. Valeria le contó
su historia y le dijo que Porcia era mi hermana; entonces, la vestal la introdujo en el
templo por un postigo que se abría detrás del altar de la diosa. La propia sacerdotisa
desorientó a sus perseguidores.
—¡Había que verlos! —rió Porcia—. ¡Corrían detrás de todas las muchachas de
túnica amarilla!
—Lo que no me explico es cómo lo creyeron —comenté yo.
—¿Cómo no iban a creerlo —replicó Valeria— si lo decía una vestal?
—¿Y qué? Ya ves que mentía —insistí.
—Una vestal nunca miente —dijo Porcia con ironía—, salvo en casos extremos…
Pero, Druso, esa salvedad no la conocen los hombres.

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Cuando regresé a la cocina, la luna estaba ya muy alta en el cielo, y Luco dijo que
era inútil intentar llegar al puente Sublicio a aquellas horas. El único modo seguro de
evitar a la canalla de Cinna era rodear las murallas, y eso nos llevaría toda la noche.
Pero Porcia tenía la solución.
—Iréis por las cloacas —dijo.
—¿Por las cloacas? —pregunté sorprendido.
—¿Recuerdas cómo llegué aquí yo, Druso?
—Si, por las galerías subterráneas.
—¿Recuerdas que te dije que se oía el rumor del agua? —Sí.
—Bien. Era el agua de las alcantarillas. Por toda la ciudad hay alcantarillas que
desaguan en las grandes cloacas, y éstas, a su vez, desaguan en el río.
Era cierto. Yo lo sabía. Las depresiones entre los montes sobre los que se levanta
la ciudad de Roma, y particularmente la hondonada del Foro, son sumamente
húmedas, y en tiempos antiguos se construyó una red de alcantarillas que, junto con
los pasadizos secretos, constituye la Roma subterránea.
—Ahora, atiende —dijo Porcia—. Sigue siempre el agua y busca los túneles
anchos. La cloaca Máxima está muy cerca de aquí, justo debajo de la basílica Julia.
Una vez que la toméis, os conducirá al río. Tiene una salida debajo del puente
Sublicio, casi al final. No la abandonéis antes, porque entonces no saldréis en la
ensenada del puente y os perderéis. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Tenéis que llevar cordel y una linterna. No malgastéis la luz, pues el recorrido
será largo. Y recuerda bien: es la gran cloaca la que tenéis que seguir, pues ninguna
otra os llevará a los muelles.
Me despedí de Luco. Él trataría de llegar a la playa por su cuenta.
Si alguien le daba el alto y registraba su carro, no encontraría otra cosa que
cereales y verduras con destino al Foro Boario.
Porcia nos condujo a las galerías subterráneas del templo. Una vez allí, abrió una
trampilla y nos mostró una escalera empinada.
Éste es el lugar donde me encontraron. Ahora, marchaos de una vez.
Valeria la abrazó y bajó los primeros escalones. Comprendí que quería dejarnos
solos. Yo tomé las manos de mi hermana.
—¿No te arrepentirás?
—No, Druso.
—¿Qué le digo a mamá?
—Le he escrito una larga carta. Ella comprenderá y vendrá a visitarme… Y tú
también, hermano. Pronto nos reuniremos de nuevo…
—Druso —me llamó Valeria—, ven, por favor. Esto está tan oscuro…
Mi hermana y yo nos fundimos en un eterno abrazo. Sentí algo húmedo en la
cara. Luego, ella se alejó deprisa.

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QUARTA VIGILIA
(Entre las 03 y las 06 horas)

Busqué a tientas la mano de Valeria.


—Enciende.
—Todavía no. Porcia ha dicho que no malgastemos la luz.
Continuamos bajando hasta llegar al punto donde los sacerdotes habían
encontrado a mi hermana y a Eunice.
El lugar era lo bastante ancho como para poder caminar cómodamente. Poco a
poco nos fuimos acostumbrando a la oscuridad, y nuestros ojos empezaron a ver en
las tinieblas. Luego, el corredor se convirtió en un pasadizo estrecho. Al cabo de un
rato, percibimos el rumor del agua.
—Éste es el camino —le susurré a Valeria—. Por aquí llegaremos a las
alcantarillas.
El pasadizo parecía no tener fin: unas veces se estrechaba; otras, el techo
descendía y teníamos que doblarnos para pasar. De pronto, el suelo se convirtió en
agua. Encendí la linterna y la proyecté hacia las sombras: un canal subterráneo
discurría a nuestro lado mojándonos los pies.
—Pégate bien a las paredes —le indiqué a Valeria— para no resbalar.
Ella obedeció y yo percibí el temblor confuso de su cuerpo. La atmósfera se
enrarecía por momentos. Algo pasó veloz a nuestro lado. Valeria no pudo reprimir un
grito, y los ojos de la rata brillaron en la oscuridad. El agua era ahora un lago negro y
cenagoso.
Por fin llegamos a la bifurcación, al punto en el que las galerías se entrecruzan y
parten en múltiples direcciones. La humedad traspasaba nuestros cuerpos, y un olor
pestilente salía de las entrañas de la tierra.
—Y ahora ¿qué dirección tomamos? —preguntó Valeria. Su voz tenía un deje de
pánico que ella ya ni siquiera intentaba ocultar—. No podremos salir de aquí, Druso.
Nunca encontraremos la salida.
Proyecté la luz a la derecha: ante nosotros se abría un pasadizo abovedado. Era
tan angosto que sólo podríamos entrar por él a rastras. Pero algo me decía que aquél
era el camino.
—Por aquí.
—¿Ves el final?
—No. Pero hemos caminado siempre en línea recta. Si ahora giramos hacia la
derecha, creo que iremos en dirección al templo de Pólux; lo importante es no perder
la orientación.
Mentía como un bellaco. ¡Yo qué diablos sabía en qué lugar de aquel mundo
desconocido y tétrico me hallaba! Estábamos en las profundidades de la tierra, y yo
no tenía la menor idea del trazado de aquella Roma de las aguas cenagosas y las ratas.
Tan sólo sabía que nos encontrábamos en medio de la red de alcantarillas y albañales

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que sirve de desagüe a la ciudad y que teníamos que llegar a la gran cloaca que
desemboca en el rio.
—Me duele la cabeza —se quejó Valeria.
El oxígeno empezaba a escasear. Si no dábamos pronto con una galería mayor, los
gases que se desprendían de la ciénaga nos envenenarían sin remedio.
Avanzábamos despacio, pues las exiguas dimensiones del túnel apenas nos
permitían movimiento alguno, y debíamos arrastrarnos o andar a gatas. Yo iba
pendiente de Valeria y rogaba a toda la asamblea del Olimpo que no permitiese que
una sola rata se cruzase en nuestro camino, pues temía que Valeria no fuese capaz de
soportar semejante encuentro. Habríamos recorrido unos mil pasos cuando la
techumbre se despegó de nuestras cabezas, y las paredes se ensancharon. Lancé un
haz de luz hacia adelante y divisé al fondo una tiniebla profundísima.
—Es el final del túnel —musité.
—No quiero ir —gimió Valeria.
—Ánimo, Valeria. Por lo menos, ya se han terminado las angosturas.
—Pero no sabemos qué hay ahí, Druso. Yo no me meto en esa oscuridad.
—En cuanto estemos un poco más cerca, la luz de la linterna nos permitirá ver lo
que hay.
Unos minutos después estábamos de pie en medio de un cuadrado. En una de las
paredes se abría un enorme agujero: era la opacidad que habíamos vislumbrado desde
el túnel.
—Valeria, tenemos que entrar. Voy a iluminarlo.
Valeria cerró los ojos y me sujetó los brazos.
—No lo hagas, no quiero verlo.
—No podemos quedarnos aquí, y tampoco podemos meternos a oscuras.
—Oh, Druso, será una ciénaga, un abismo, el nido gigantesco de las ratas…
Druso —musitó tan bajo que apenas pude oírla—, a ver si está ahí la bajada a los
infiernos.
—No seas tonta. Esto son las alcantarillas, no el Hades.
—A lo mejor ya hemos muerto y somos nuestros propios espectros.
Me reí para disipar sus temores, pero mi risa resonó con un eco endiabladamente
falso. Sin poder evitarlo, evoqué el pasaje de la Odisea en que el héroe desciende al
Hades y habla con los espíritus de sus antepasados. Un sudor frío me recorrió la
espalda. Luego, se oyó un chillido de ratas detrás de nosotros, y Valeria dio un salto.
—¡Las ratas! —gritó, y se olvidó inmediatamente de los infiernos.
Dirigí la linterna hacia la oscuridad, y apareció ante nosotros una especie de sima,
algo así como el cráter de un antiguo volcán.
—¿Qué es eso, Druso? —preguntó Valeria.
La cogí de la mano y descendimos por aquel talud escarpado. Una ráfaga de aire
puro rozó nuestros rostros y, muchos codos por encima de nuestras cabezas, brilló el
frío cielo nocturno.

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—¡Por los dioses! —exclamé—. Estamos en el lecho del antiguo lago Curcio,
justo debajo del brocal.
Nos invadió una alegría salvaje: estábamos debajo del Foro, allí donde nuestros
antepasados desecaron el lago para construir la gran cloaca y plantaron el olivo y la
higuera a cuya sombra tantas veces habíamos descansado.
—Trepemos —dijo Valeria—. Salgamos por el brocal.
Durante un instante, me dejé seducir por sus palabras e iluminé la rampa tratando
de encontrar una salida viable.
—¡Mira! —señaló Valeria—. Por allí es más suave la pendiente.
Comenzamos a subir, y de pronto recordé las palabras de mi hermana: teníamos
que buscar la cloaca Máxima y seguirla hasta el final; de otro modo no llegaríamos al
puente Sublicio.
Cogí a Valeria, le di un tirón y rodamos hacia abajo.
—No podemos salir por el brocal —dije.
—¿Por qué no?
—Tenemos que ir hasta el Tíber.
—Pero —balbuceó Valeria, que había comprendido— tal vez consigamos llegar
desde el Foro.
—No. No podemos exponemos. Además, el tiempo no juega a nuestro favor.
Saldremos de la cloaca Maxima justo donde nos espera Demetrio. Es la única
manera.
Se dejó caer, vencida. Sus ojos se posaron inmóviles en un punto del firmamento.
—Sé que tienes razón, Druso; pero me falta valor… No quiero volver de nuevo a
los túneles, donde no hay más que agua, pestilencia, ratas… ¡Jamás lo conseguiré!
—Lo conseguiremos. No voy a permitir que fracasemos.
Tomamos una de las galerías centrales. Tenía unos nueve codos de anchura y
discurría entre dos canales de agua. Calculé que estábamos debajo de la basílica Julia,
que todavía se hallaba en construcción. Si seguíamos hacia la izquierda, nos
dirigiríamos hacia el río.
Nos encontrábamos en el centro mismo de la cloaca Máxima, que nos conduciría
directamente al Tíber.
De pronto, la cloaca se convirtió en un gran río. Ahora era un caudal de barro y
légamo en el que confluía el agua que caía a chorros desde canales más estrechos
situados más arriba. Aunque la galería seguía siendo ancha, el agua se filtraba por
todas partes y nosotros estábamos calados. Bajo nuestros pies, el suelo era a veces un
limo resbaladizo que nos aterraba, y la angustia nos impedía respirar pese a que, a
medida que descendíamos, el aire era cada vez más fresco. De cuando en cuando
sentíamos en los tobillos el roce del cuerpo de una rata, pero las ratas habían dejado
de inquietarnos. En cualquier momento, el gran pozo negro de Roma nos engulliría, y
los miles de bichos del pantano se adueñarían de nosotros. El último tramo lo

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recorrimos en una especie de estado hipnótico, en el que ni siquiera sentíamos miedo,
aunque el instinto de supervivencia nos hacía avanzar bien pegados a los muros.

Fue el momento en el que escuchamos el rumor de la otra corriente y en el que la


diáfana claridad del día iluminó la reja levantada. Fue el momento en el que oímos la
voz de Demetrio llamándonos desde el exterior. Fue el momento en el que terminaba
nuestro encierro y, apenas dos pasos más allá, comenzaba a sernos favorable la
suerte. Ése fue el momento que… Epulón escogió para emerger de entre las sombras.
Su daga pasó rozándome, igual que aquella otra madrugada. Pero esta vez no
desgarró mi capa… El cuerpo de Valeria se dobló como un junco quebrado por el
viento, y su peso fue para mí como un plumón caliente. Ella se derrumbó sin emitir
siquiera un quejido.
Presa de una furia salvaje, me lancé contra Epulón, y los dos rodamos por el
suelo. Nuestra lucha fue encarnizada y desigual: él me inmovilizó enseguida, y sus
manos atenazaron mi garganta. Yo me revolví como un reptil furioso, pero sus dedos
se hundieron en mi cuello. Una cortina opaca cubrió mis pupilas y me sumergí en el
dulce letargo que precede a la nada. Luego sentí que los dedos se aflojaban, y el
cuerpo de Epulón se desplomó sobre mí como un fardo voluminoso y atroz. Me
incorporé a duras penas, y con un esfuerzo sobrehumano traté de deshacerme de
aquella masa informe. Empujé y empujé con los brazos; luego encogí las piernas y las
estiré con toda la energía que logré reunir. El peso muerto de aquella sanguijuela rodó
sobre un costado, y vi el puñal de Demetrio clavado en medio de su espalda. Me
levanté de un salto. Al hacerlo, el cadáver dio media vuelta y cayó en la lama fétida y
en la podredumbre. La capa flotó unos momentos, luego la arrastró la corriente, y el
cuerpo de Epulón se hundió para siempre en las aguas del Tíber.
Regresé al lado de Valeria, que yacía exánime sobre las losas frías. La cogí para
sacarla a rastras, e inmediatamente apareció Demetrio a mi lado. Entre los dos
transportamos a aquella frágil criatura. Ya en la orilla, Demetrio la tomó en sus
brazos.
—¡Bastardo! —gritó exasperado—. Ese bastardo está bien muerto. ¡Maldita sea
una y mil veces la carroña!

De aquellos momentos sólo recuerdo el contacto frío de la arena y el crujir de los


guijarros. También recuerdo la silueta de Demetrio, con Valeria en los brazos, y el
ruido de los remos al batir el agua. Después, el agudo silbido y el grupo que entre
luces y sombras corría velozmente hacia nosotros por la orilla… Entonces me
envolvió la niebla y perdí el sentido.
Cuando desperté, vi el rostro amigable de Marcia y sentí el olor acre de su cuerpo.
—¡Oh, Marcia, Marcia! —exclamé entre sollozos.

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Ella me meció en sus fuertes brazos, y sus exuberantes senos cobijaron mi
desamparo.
—Todo ha terminado, muchacho. Todo ha terminado.

Media hora más tarde, Valeria, abrigada con una manta, reposaba en el fondo de la
barca. Su camisa era una mancha roja, y su pulso, apenas un latido leve. Pero habían
logrado contenerle la hemorragia, y Brigandix aseguraba que la daga no había
afectado ningún órgano vital.
—Se salvará —dijo Vitelio—. La herida no es profunda.
Uno a uno, abracé a mis amigos. Luco, el zapatero; Brigandix, el tabernero
oriundo de la Galia Cisalpina; Vitelio, vigilante nocturno y, eventualmente, bombero;
Marcia, mi segunda madre, y sobre todo Demetrio.
—Adiós, amigos míos. Nunca os olvidaré. Volveremos a vernos. Os lo juro.
—¡Por Júpiter! Vete ya, Druso —dijo Demetrio, y su voz sonó ronca—. El barco
no esperará eternamente.
Membo saltó a la barca y empuñó los remos. Yo me senté al fondo, coloqué con
sumo cuidado la cabeza de Valeria sobre mis rodillas y acaricié sus cabellos. Los
remos se hundieron en el agua. En la orilla se dibujaron cinco siluetas.
—¡Adiós, camaradas! ¡Que los dioses os concedan larga vida!
Recordé las palabras del diario de Porcia:

¿Por qué tendremos que vivir siempre con el corazón dividido?

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EPÍLOGO

Mi tío murió la noche del 15 de marzo, 465 años después de la caída del último rey
de Roma y 709 años después de la fundación de la ciudad. La noche del día en que
Julio César fue abatido en el Senado.
En los idus.
Mi tío se quitó la vida. Mi hermana Porcia y yo guiamos su mano, y aquel acto
nos alejó para siempre de los últimos pasajes de las fábulas…
Mi tío murió con la dignidad con que los guerreros se aprestan al combate,
llevando en sus ojos la plenitud de todas las cosas.
Mi tío me pidió que yo reflejase aquel suceso en el libro de las gestas familiares
para que quedase constancia de esta historia.
Es por ello por lo que en esta larga travesía, en la que Valeria y yo navegamos
rumbo al país que los fenicios llamaron Iberia y los romanos llamamos Hispania, he
escrito todo lo que acaeció desde el aciago día de los idus de marzo hasta el negro día
de las nonas de mayo en el que Valeria y yo, acosados y perseguidos, abandonamos la
ciudad de Roma.
¡La ciudad! He tenido que dejarla para comprenderla… El sol abriéndose paso
entre las callejas como una serpiente que se muda. Los oscuros ruidos de la noche
perturbando sueños… La ciudad de los múltiples contrastes y los múltiples perfiles.
Esa ciudad de la ronda nocturna de Vitelio y de los torpes movimientos de
Brigandix. La ciudad del aroma tibio del cuerpo de Marcia y del afecto palpitante en
los ojos saltones de Demetrio. La ciudad contenida en el estrepitoso chirriar de las
ruedas de un carro de reparto.
Ésa es mi ciudad, la que llevo conmigo y a la que pertenezco.
Otra vez sopla el viento de poniente, y el barco se encabrita en la cresta de las
olas. En breve lacraré este pergamino. No puedo estampar en él los sellos de mi casa
porque hasta eso me ha sido arrebatado. Pero las palabras son más valiosas que los
sellos, y yo escribiré aquí mi nombre, el nombre de mi hermana y el nombre de
Valeria, que ahora es carne de mi carne. Y también escribiré el nombre de Mario
Dimitió Manlio, para que su genius perviva siempre en la memoria de los años
venideros.
Podría acabar invocando el nombre de los dioses, según la costumbre; pero no
creo en ellos ni espero nada del poder divino. Yo, como mi hermana Porcia, tejeré mi
destino, y buscaré mi camino en las tierras de Hispania.
Valeria descansa. El capitán Luciano le ha cedido la hamaca de lona, y el físico
hebreo que ha subido en Marsilia ha curado su herida con bálsamo de sésamo de

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Jericó.
Las siete. Los largos rayos del sol de la tarde marcan el polvo en la cubierta
recién regada. Una gaviota se posa en lo alto del mástil. Mis ojos se cruzan con los de
Valeria. Dentro de unos minutos la besaré… Dentro de unos minutos, ella se
abandonará a mis caricias y yo la trataré con mucho cuidado… Parece tan frágil que
tengo miedo de romperla. Ella me dice: «Druso, amor mío», y yo me siento tan
torpe… Entonces ella me dice: «Druso, te amo», y yo me siento feliz, y mis manos se
vuelven más seguras.
Hace frío esta noche. A lo lejos parpadean las luces de un faro.
—Es Hispania —musita a mi oído Valeria—. Me lo ha dicho el capitán Luciano.
Nos envolvemos juntos en su chal azafranado.
El recuerdo de Porcia me asalta de súbito como un sabor amargo… Pero yo sé
que ella tendrá una vida intensa, y sé también que, cuando llegue el momento, se
encargará de Cinna. Pero ésa es otra historia, y será la misma Porcia la encargada de
protagonizarla.
En el palo de la cangreja, Orrietto, el marinero siciliano, silba una melodía
mientras las últimas aves marinas trazan círculos por encima de su cabeza. Valeria —
su cuerpo y mi cuerpo bajo el chal de tía Servilia— desgrana las notas de una
canción, y la humedad de la mar siembra de añiles las tablas del barco, el decisivo
barco que salió de Ostia.
Ahora enrollaré el pergamino y lo lacraré por fin.
La medusa del mascarón de proa del Ariadna hace esta noche su última
singladura. Mañana avistaremos las costas de Iberia.
Quizá algún día continúe escribiendo…
Algún día.
Dado el año 704 desde la fundación de la ciudad,
y 465 años después de los reyes.
Año del quinto consulado de Cayo Julio César.
En el Ariadna.

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