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Simone de Beauvoir - El Pensamiento Político de La Derecha

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1

Simone de Beauvoir

EL PENSAMIENTO POLÍTICO
DE LA DERECHA

2
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

Libro 236

3
Simone de Beauvoir

Colección
SOCIALISMO y LIBERTAD
Libro 1 LA REVOLUCIÓN ALEMANA
Víctor Serge - Karl Liebknecht - Rosa Luxemburgo
Libro 2 DIALÉCTICA DE LO CONCRETO
Karel Kosik
Libro 3 LAS IZQUIERDAS EN EL PROCESO POLÍTICO ARGENTINO
Silvio Frondizi
Libro 4 INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA DE LA PRAXIS
Antonio Gramsci
Libro 5 MAO Tse-tung
José Aricó
Libro 6 VENCEREMOS
Ernesto Guevara
Libro 7 DE LO ABSTRACTO A LO CONCRETO - DIALÉCTICA DE LO IDEAL
Edwald Ilienkov
Libro 8 LA DIALÉCTICA COMO ARMA, MÉTODO, CONCEPCIÓN y ARTE
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 9 GUEVARISMO: UN MARXISMO BOLIVARIANO
Néstor Kohan
Libro 10 AMÉRICA NUESTRA. AMÉRICA MADRE
Julio Antonio Mella
Libro 11 FLN. Dos meses con los patriotas de Vietnam del sur
Madeleine Riffaud
Libro 12 MARX y ENGELS. Nueve conferencias en la Academia Socialista
David Riazánov
Libro 13 ANARQUISMO y COMUNISMO
Evgeni Preobrazhenski
Libro 14 REFORMA o REVOLUCIÓN - LA CRISIS DE LA SOCIALDEMOCRACIA
Rosa Luxemburgo
Libro 15 ÉTICA y REVOLUCIÓN
Herbert Marcuse
Libro 16 EDUCACIÓN y LUCHA DE CLASES
Aníbal Ponce
Libro 17 LA MONTAÑA ES ALGO MÁS QUE UNA INMENSA ESTEPA VERDE
Omar Cabezas
Libro 18 LA REVOLUCIÓN EN FRANCIA. Breve historia del movimiento obrero en Francia
1789-1848. Selección de textos de Alberto J. Plá
Libro 19 MARX y ENGELS
Karl Marx y Friedrich Engels. Selección de textos
Libro 20 CLASES y PUEBLOS. Sobre el sujeto revolucionario
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 21 LA FILOSOFÍA BURGUESA POSTCLÁSICA
Rubén Zardoya
Libro 22 DIALÉCTICA Y CONCIENCIA DE CLASE
György Lukács
Libro 23 EL MATERIALISMO HISTÓRICO ALEMÁN
Franz Mehring
Libro 24 DIALÉCTICA PARA LA INDEPENDENCIA
Ruy Mauro Marini

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EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

Libro 25 MUJERES EN REVOLUCIÓN


Clara Zetkin
Libro 26 EL SOCIALISMO COMO EJERCICIO DE LA LIBERTAD
Agustín Cueva - Daniel Bensaïd. Selección de textos
Libro 27 LA DIALÉCTICA COMO FORMA DE PENSAMIENTO - DE ÍDOLOS E IDEALES
Edwald Ilienkov. Selección de textos
Libro 28 FETICHISMO y ALIENACIÓN - ENSAYOS SOBRE LA TEORÍA MARXISTA EL VALOR
Isaak Illich Rubin
Libro 29 DEMOCRACIA Y REVOLUCIÓN. El hombre y la Democracia
György Lukács
Libro 30 PEDAGOGÍA DEL OPRIMIDO
Paulo Freire
Libro 31 HISTORIA, TRADICIÓN Y CONSCIENCIA DE CLASE
Edward P. Thompson. Selección de textos
Libro 32 LENIN, LA REVOLUCIÓN Y AMÉRICA LATINA
Rodney Arismendi
Libro 33 MEMORIAS DE UN BOLCHEVIQUE
Osip Piatninsky
Libro 34 VLADIMIR ILICH Y LA EDUCACIÓN
Nadeshda Krupskaya
Libro 35 LA SOLIDARIDAD DE LOS OPRIMIDOS
Julius Fucik - Bertolt Brecht - Walter Benjamin. Selección de textos
Libro 36 UN GRANO DE MAÍZ
Tomás Borge y Fidel Castro
Libro 37 FILOSOFÍA DE LA PRAXIS
Adolfo Sánchez Vázquez
Libro 38 ECONOMÍA DE LA SOCIEDAD COLONIAL
Sergio Bagú
Libro 39 CAPITALISMO Y SUBDESARROLLO EN AMÉRICA LATINA
André Gunder Frank
Libro 40 MÉXICO INSURGENTE
John Reed
Libro 41 DIEZ DÍAS QUE CONMOVIERON AL MUNDO
John Reed
Libro 42 EL MATERIALISMO HISTÓRICO
Georgi Plekhanov
Libro 43 MI GUERRA DE ESPAÑA
Mika Etchebéherè
Libro 44 NACIONES Y NACIONALISMOS
Eric Hobsbawm
Libro 45 MARX DESCONOCIDO
Nicolás Gonzáles Varela - Karl Korsch
Libro 46 MARX Y LA MODERNIDAD
Enrique Dussel
Libro 47 LÓGICA DIALÉCTICA
Edwald Ilienkov
Libro 48 LOS INTELECTUALES Y LA ORGANIZACIÓN DE LA CULTURA
Antonio Gramsci
Libro 49 KARL MARX. LEÓN TROTSKY, Y EL GUEVARISMO ARGENTINO
Trotsky - Mariátegui - Masetti - Santucho y otros. Selección de Textos
Libro 50 LA REALIDAD ARGENTINA - El Sistema Capitalista
Silvio Frondizi

5
Simone de Beauvoir

Libro 51 LA REALIDAD ARGENTINA - La Revolución Socialista


Silvio Frondizi
Libro 52 POPULISMO Y DEPENDENCIA - De Yrigoyen a Perón
Milcíades Peña
Libro 53 MARXISMO Y POLÍTICA
Carlos Nélson Coutinho
Libro 54 VISIÓN DE LOS VENCIDOS
Miguel León-Portilla
Libro 55 LOS ORÍGENES DE LA RELIGIÓN
Lucien Henry
Libro 56 MARX Y LA POLÍTICA
Jorge Veraza Urtuzuástegui
Libro 57 LA UNIÓN OBRERA
Flora Tristán
Libro 58 CAPITALISMO, MONOPOLIOS Y DEPENDENCIA
Ismael Viñas
Libro 59 LOS ORÍGENES DEL MOVIMIENTO OBRERO
Julio Godio
Libro 60 HISTORIA SOCIAL DE NUESTRA AMÉRICA
Luis Vitale
Libro 61 LA INTERNACIONAL. Breve Historia de la Organización Obrera en Argentina. Se-
lección de Textos
Libro 62 IMPERIALISMO Y LUCHA ARMADA
Marighella, Marulanda y la Escuela de las Américas
Libro 63 LA VIDA DE MIGUEL ENRÍQUEZ
Pedro Naranjo Sandoval
Libro 64 CLASISMO Y POPULISMO
Michael Löwy - Agustín Tosco y otros. Selección de textos
Libro 65 DIALÉCTICA DE LA LIBERTAD
Herbert Marcuse
Libro 66 EPISTEMOLOGÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Theodor W. Adorno
Libro 67 EL AÑO 1 DE LA REVOLUCIÓN RUSA
Víctor Serge
Libro 68 SOCIALISMO PARA ARMAR
Löwy -Thompson - Anderson - Meiksins Wood y otros. Selección de Textos
Libro 69 ¿QUÉ ES LA CONCIENCIA DE CLASE?
Wilhelm Reich
Libro 70 HISTORIA DEL SIGLO XX - Primera Parte
Eric Hobsbawm
Libro 71 HISTORIA DEL SIGLO XX - Segunda Parte
Eric Hobsbawm
Libro 72 HISTORIA DEL SIGLO XX - Tercera Parte
Eric Hobsbawm
Libro 73 SOCIOLOGÍA DE LA VIDA COTIDIANA
Ágnes Heller
Libro 74 LA SOCIEDAD FEUDAL - Tomo I
Marc Bloch
Libro 75 LA SOCIEDAD FEUDAL - Tomo 2
Marc Bloch
Libro 76 KARL MARX. ENSAYO DE BIOGRAFÍA INTELECTUAL
Maximilien Rubel

6
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

Libro 77 EL DERECHO A LA PEREZA


Paul Lafargue
Libro 78 ¿PARA QUÉ SIRVE EL CAPITAL?
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 79 DIALÉCTICA DE LA RESISTENCIA
Pablo González Casanova
Libro 80 HO CHI MINH
Selección de textos
Libro 81 RAZÓN Y REVOLUCIÓN
Herbert Marcuse
Libro 82 CULTURA Y POLÍTICA - Ensayos para una cultura de la resistencia
Santana - Pérez Lara - Acanda - Hard Dávalos - Alvarez Somoza y otros
Libro 83 LÓGICA Y DIALÉCTICA
Henri Lefebvre
Libro 84 LAS VENAS ABIERTAS DE AMÉRICA LATINA
Eduardo Galeano
Libro 85 HUGO CHÁVEZ
José Vicente Rangél
Libro 86 LAS GUERRAS CIVILES ARGENTINAS
Juan Álvarez
Libro 87 PEDAGOGÍA DIALÉCTICA
Betty Ciro - César Julio Hernández - León Vallejo Osorio
Libro 88 COLONIALISMO Y LIBERACIÓN
Truong Chinh - Patrice Lumumba
Libro 89 LOS CONDENADOS DE LA TIERRA
Frantz Fanon
Libro 90 HOMENAJE A CATALUÑA
George Orwell
Libro 91 DISCURSOS Y PROCLAMAS
Simón Bolívar
Libro 92 VIOLENCIA Y PODER - Selección de textos
Vargas Lozano - Echeverría - Burawoy - Monsiváis - Védrine - Kaplan y otros
Libro 93 CRÍTICA DE LA RAZÓN DIALÉCTICA
Jean Paul Sartre
Libro 94 LA IDEA ANARQUISTA
Bakunin - Kropotkin - Barret - Malatesta - Fabbri - Gilimón - Goldman
Libro 95 VERDAD Y LIBERTAD
Martínez Heredia - Sánchez Vázquez - Luporini - Hobsbawn - Rozitchner - Del Barco
Libro 96 INTRODUCCIÓN GENERAL A LA CRÍTICA DE LA ECONOMÍA POLÍTICA
Karl Marx y Friedrich Engels
Libro 97 EL AMIGO DEL PUEBLO
Los amigos de Durruti
Libro 98 MARXISMO Y FILOSOFÍA
Karl Korsch
Libro 99 LA RELIGIÓN
Leszek Kolakowski
Libro 100 AUTOGESTIÓN, ESTADO Y REVOLUCIÓN
Noir et Rouge
Libro 101 COOPERATIVISMO, CONSEJISMO Y AUTOGESTIÓN
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 102 ROSA LUXEMBURGO Y EL ESPONTANEÍSMO REVOLUCIONARIO
Selección de textos

7
Simone de Beauvoir

Libro 103 LA INSURRECCIÓN ARMADA


A. Neuberg
Libro 104 ANTES DE MAYO
Milcíades Peña
Libro 105 MARX LIBERTARIO
Maximilien Rubel
Libro 106 DE LA POESÍA A LA REVOLUCIÓN
Manuel Rojas
Libro 107 ESTRUCTURA SOCIAL DE LA COLONIA
Sergio Bagú
Libro 108 COMPENDIO DE HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
Albert Soboul
Libro 109 DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE. Historia de la Revolución Francesa
Albert Soboul
Libro 110 LOS JACOBINOS NEGROS. Toussaint L’Ouverture y la revolución de Haití
Cyril Lionel Robert James
Libro 111 MARCUSE Y EL 68
Selección de textos
Libro 112 DIALÉCTICA DE LA CONCIENCIA – Realidad y Enajenación
José Revueltas
Libro 113 ¿QUÉ ES LA LIBERTAD? – Selección de textos
Gajo Petrović – Milán Kangrga
Libro 114 GUERRA DEL PUEBLO – EJÉRCITO DEL PUEBLO
Vo Nguyen Giap
Libro115 TIEMPO, REALIDAD SOCIAL Y CONOCIMIENTO
Sergio Bagú
Libro 116 MUJER, ECONOMÍA Y SOCIEDAD
Alexandra Kollontay
Libro 117 LOS JERARCAS SINDICALES
Jorge Correa
Libro 118 TOUSSAINT LOUVERTURE. La Revolución Francesa y el Problema Colonial
Aimé Césaire
Libro 119 LA SITUACIÓN DE LA CLASE OBRERA EN INGLATERRA
Federico Engels
Libro 120 POR LA SEGUNDA Y DEFINITIVA INDEPENDENCIA
Estrella Roja – Ejército Revolucionario del Pueblo
Libro 121 LA LUCHA DE CLASES EN LA ANTIGUA ROMA
Espartaquistas
Libro 122 LA GUERRA EN ESPAÑA
Manuel Azaña
Libro 123 LA IMAGINACIÓN SOCIOLÓGICA
Charles Wright Mills
Libro 124 LA GRAN TRANSFORMACIÓN. Critica del Liberalismo Económico
Karl Polanyi
Libro 125 KAFKA. El Método Poético
Ernst Fischer
Libro 126 PERIODISMO Y LUCHA DE CLASES
Camilo Taufic
Libro 127 MUJERES, RAZA Y CLASE
Angela Davis
Libro 128 CONTRA LOS TECNÓCRATAS
Henri Lefebvre

8
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

Libro 129 ROUSSEAU Y MARX


Galvano della Volpe
Libro 130 LAS GUERRAS CAMPESINAS - REVOLUCIÓN Y CONTRARREVOLUCIÓN EN
ALEMANIA
Federico Engels
Libro 131 EL COLONIALISMO EUROPEO
Carlos Marx - Federico Engels
Libro 132 ESPAÑA. Las Revoluciones del Siglo XIX
Carlos Marx - Federico Engels
Libro 133 LAS IDEAS REVOLUCIONARIOS DE KARL MARX
Alex Callinicos
Libro 134 KARL MARX
Karl Korsch
Libro 135 LA CLASE OBRERA EN LA ERA DE LAS MULTINACIONALES
Peters Mertens
Libro 136 EL ÚLTIMO COMBATE DE LENIN
Moshe Lewin
Libro 137 TEORÍAS DE LA AUTOGESTIÓN
Roberto Massari
Libro 138 ROSA LUXEMBURG
Tony Cliff
Libro 139 LOS ROJOS DE ULTRAMAR
Jordi Soler
Libro 140 INTRODUCCIÓN A LA ECONOMÍA POLÍTICA
Rosa Luxemburg
Libro 141 HISTORIA Y DIALÉCTICA
Leo Kofler
Libro 142 BLANQUI Y LOS CONSEJISTAS
Blanqui - Luxemburg - Gorter - Pannekoek - Pfemfert - Rühle - Wolffheim y Otros
Libro 143 EL MARXISMO - El MATERIALISMO DIALÉCTICO
Henri Lefebvre
Libro 144 EL MARXISMO
Ernest Mandel
Libro 145 LA COMMUNE DE PARÍS Y LA REVOLUCIÓN ESPAÑOLA
Federica Montseny
Libro 146 LENIN, SOBRE SUS PROPIOS PIES
Rudi Dutschke
Libro 147 BOLCHEVIQUE
Larissa Reisner
Libro 148 TIEMPOS SALVAJES
Pier Paolo Pasolini
Libro 149 DIOS TE SALVE BURGUESÍA
Paul Lafargue - Herman Gorter – Franz Mehring
Libro 150 EL FIN DE LA ESPERANZA
Juan Hermanos
Libro 151 MARXISMO Y ANTROPOLOGÍA
György Markus
Libro 152 MARXISMO Y FEMINISMO
Herbert Marcuse
Libro 153 LA TRAGEDIA DEL PROLETARIADO ALEMÁN
Juan Rústico

9
Simone de Beauvoir

Libro 154 LA PESTE PARDA


Daniel Guerin
Libro 155 CIENCIA, POLÍTICA Y CIENTIFICISMO – LA IDEOLOGÍA DE LA NEUTRALIDAD
IDEOLÓGICA
Oscar Varsavsky - Adolfo Sánchez Vázquez
Libro156 PRAXIS. Estrategia de supervivencia
Ilienkov – Kosik - Adorno – Horkheimer - Sartre - Sacristán y Otros
Libro 157 KARL MARX. Historia de su vida
Franz Mehring
Libro 158 ¡NO PASARÁN!
Upton Sinclair
Libro 159 LO QUE TODO REVOLUCIONARIO DEBE SABER SOBRE LA REPRESIÓN
Víctor Serge
Libro 160 ¿SEXO CONTRA SEXO O CLASE CONTRA CLASE?
Evelyn Reed
Libro 161 EL CAMARADA
Takiji Kobayashi
Libro 162 LA GUERRA POPULAR PROLONGADA
Máo Zé dōng
Libro 163 LA REVOLUCIÓN RUSA
Christopher Hill
Libro 164 LA DIALÉCTICA DEL PROCESO HISTÓRICO
George Novack
Libro 165 EJÉRCITO POPULAR – GUERRA DE TODO EL PUEBLO
Vo Nguyen Giap
Libro 166 EL MATERIALISMO DIALÉCTICO
August Thalheimer
Libro 167 ¿QUÉ ES EL MARXISMO?
Emile Burns
Libro 168 ESTADO AUTORITARIO
Max Horkheimer
Libro 169 SOBRE EL COLONIALISMO
Aimé Césaire
Libro 170 CRÍTICA DE LA DEMOCRACIA CAPITALISTA
Stanley Moore
Libro 171 SINDICALISMO CAMPESINO EN BOLIVIA
Qhana - CSUTCB - COB
Libro 172 LOS ORÍGENES DE LA CIVILIZACIÓN
Vere Gordon Childe
Libro 173 CRISIS Y TEORÍA DE LA CRISIS
Paul Mattick
Libro 174 TOMAS MÜNZER. Teólogo de la Revolución
Ernst Bloch
Libro 175 MANIFIESTO DE LOS PLEBEYOS
Gracco Babeuf
Libro 176 EL PUEBLO
Anselmo Lorenzo
Libro 177 LA DOCTRINA SOCIALISTA Y LOS CONSEJOS OBREROS
Enrique Del Valle Iberlucea
Libro 178 VIEJA Y NUEVA DEMOCRACIA
Moses I. Finley

10
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

Libro 179 LA REVOLUCIÓN FRANCESA


George Rudé
Libro 180 ACTIVIDAD, CONCIENCIA Y PERSONALIDAD
Aleksei Leontiev
Libro 181 ENSAYOS FILOSÓFICOS
Alejandro Lipschütz
Libro 182 LA IZQUIERDA COMUNISTA ITALIANA (1917 -1927)
Selección de textos
Libro 183 EL ORIGEN DE LAS IDEAS ABSTRACTAS
Paul Lafargue
Libro 184 DIALÉCTICA DE LA PRAXIS. El Humanismo Marxista
Mihailo Marković
Libro 185 LAS MASAS Y EL PODER
Pietro Ingrao
Libro 186 REIVINDICACIÓN DE LOS DERECHOS DE LA MUJER
Mary Wollstonecraft
Libro 187 CUBA 1991
Fidel Castro
Libro 188 LAS VANGUARDIAS ARTÍSTICAS DEL SIGLO XX
Mario De Micheli
Libro 189 CHE. Una Biografía
Héctor Oesterheld – Alberto Breccia - Enrique Breccia
Libro 190 CRÍTICA DEL PROGRAMA DE GOTHA
Karl Marx
Libro 191 FENOMENOLOGÍA Y MATERIALISMO DIALÉCTICO
Trần Đức Thảo
Libro 192 EN TORNO AL DESARROLLO INTELECTUAL DEL JOVEN MARX (1840-1844)
Georg Lukács
Libro 193 LA FUNCIÓN DE LAS IDEOLOGÍAS – CRÍTICA DE LA RAZÓN INSTRUMENTAL
Max Horkheimer
Libro 194 UTOPÍA
Tomás Moro
Libro 195 ASÍ SE TEMPLÓ EL ACERO
Nikolai Ostrovski
Libro 196 DIALÉCTICA Y PRAXIS REVOLUCIONARIA
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 197 JUSTICIEROS Y COMUNISTAS (1843-1852)
Karl Marx, Friedrich Engels y Otros
Libro 198 FILOSOFÍA DE LA LIBERTAD
Rubén Zardoya Loureda - Marcello Musto - Seongjin Jeong - Andrzej Walicki
Bolívar Echeverría - Daniel Bensaïd -Jorge Veraza Urtuzuástegui
Libro 199 EL MOVIMIENTO ANARQUISTA EN ARGENTINA. Desde sus comienzos hasta 1910
Diego Abad de Santillán
Libro 200 BUJALANCE. LA REVOLUCIÓN CAMPESINA
Juan del Pueblo
Libro 201 MATERIALISMO DIALÉCTICO Y PSICOANÁLISIS
Wilhelm Reich
Libro 202 OLIVER CROMWELL Y LA REVOLUCIÓN INGLESA
Christopher Hill
Libro 203 AUTOBIOGRAFÍA DE UNA MUJER EMANCIPADA
Alexandra Kollontay

11
Simone de Beauvoir

Libro 204 TRAS LAS HUELLAS DEL MATERIALISMO HISTÓRICO


Perry Anderson
Libro 205 CONTRA EL POSTMODERNISMO – UN MANIFIESTO ANTICAPITALISTA
Alex Callinicos
Libro 206 EL MATERIALISMO DIALÉCTICO SEGÚN HENRI LEFEBVRE
Eugenio Werden
Libro 207 LOS COMUNISTAS Y LA PAZ
Jean-Paul Sartre
Libro 208 CÓMO NOS VENDEN LA MOTO
Noan Chomsky - Ignacio Ramonet
Libro 209 EL COMITÉ REGIONAL CLANDESTINO EN ACCIÓN
Alexei Fiodorov
Libro 210 LA MUJER Y EL SOCIALISMO
August Bebel
Libro 211 DEJAR DE PENSAR
Carlos Fernández Liria y Santiago Alba Rico
Libro 212 LA EXPRESIÓN TEÓRICA DEL MOVIMIENTO PRÁCTICO
Walter Benjamin – Rudi Dutschke – Jean-Paul Sartre – Bolívar Echeverría
Libro 213 ANTE EL DOLOR DE LOS DEMÁS
Susan Sontag
Libro 214 LIBRO DE LECTURA PARA USO DE LAS ESCUELAS NOCTURNAS PARA
TRABAJADORES – 1er Grado
Comisión Editora Popular
Libro 215 EL DISCURSO CRÍTICO DE MARX
Bolívar Echeverría
Libro 216 APUNTES SOBRE MARXISMO
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 217 PARA UN MARXISMO LIBERTARIO
Daniel Guerin
Libro 218 LA IDEOLOGÍA ALEMANA
Karl Marx y Friedrich Engels
Libro 219 BABEUF
Ilya Ehrenburg
Libro 220 MIGUEL MÁRMOL – LOS SUCESOS DE 1932 EN EL SALVADOR
Roque Dalton
Libro 221 SIMÓN BOLÍVAR CONDUCTOR POLÍTICO Y MILITAR DE LA GUERRA ANTI
COLONIAL
Alberto Pinzón Sánchez
Libro 222 MARXISMO Y LITERATURA
Raymond Williams
Libro 223 SANDINO, GENERAL DE HOMBRES LIBRES
Gregorio Selser
Libro 224 CRÍTICA DIALÉCTICA. Ensayos, Notas y Conferencias (1958-1968)
Karel Kosik
Libro 225 LA POLÍTICA REVOLUCIONARIA. Ensayos, Notas y Conferencias
Ruy Mauro Marini

12
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

Libro 226 LOS QUE LUCHAN Y LOS QUE LLORAN. El Fidel Castro que yo ví
Jorge Ricardo Masetti
Libro 227 DE CADENAS Y DE HOMBRES
Robert Linhart
Libro 228 ESPAÑA, APARTA DE MÍ ESTE CÁLIZ
César Vallejo
Libro 229 LECCIONES DE HISTORIA. Documentos del MIR - 1965-1974
Miguel y Edgardo Enríquez - Bautista Van Schowen - Ruy Mauro Marini y Otros
Libro 230 DIALÉCTICA Y CONOCIMIENTO
Jindřich Zelený
Libro 231 LA IZQUIERDA BOLCHEVIQUE - (1922-1924)
Izquierda Bolchevique
Libro 232 LA RELIGIÓN DEL CAPITAL
Paul Lafargue
Libro 233 LA NUEVA ECONOMÍA
Evgeni Preobrazhenski
Libro 234 EL OTRO SADE. DEMOCRACIA DIRECTA Y CRÍTICA INTEGRAL DE LA
MODERNIDAD (Los escritos políticos de D. A. F. de Sade. Un comentario)
Jorge Veraza Urtuzuástegui
Libro 235 EL IMPERIALISMO ES UNA JAULA
Ulrike Meinhof
Libro 236 EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA
Simone de Beauvoir

13
Simone de Beauvoir

https://elsudamericano.wordpress.com

La red mundial de los hijos de la revolución social

14
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

EL PENSAMIENTO POLÍTICO
DE LA DERECHA
Simone de Beauvoir

PRÓLOGO
SITUACIÓN ACTUAL DEL PENSAMIENTO BURGUÉS
EL ANTICOMUNISTA
LA TEORÍA DE LA “ÉLITE”
LA HISTORIA
MISIÓN DE LA “ÉLITE”
EL PENSAMIENTO
LA MORAL
EL ARTE
VALOR Y PRIVILEGIO
LA VIDA DE LOS ELEGIDOS
CONCLUSIÓN

15
Simone de Beauvoir

PRÓLOGO

La verdad es una; el error, múltiple. No es casual que la derecha


profese el pluralismo. Las doctrinas que la expresan son harto
abundantes para que, aquí, se pretenda examinarlas todas con
seriedad. Pero los pensadores burgueses, que prohíben a sus
adversarios utilizar los métodos de Marx si no aceptan en bloque
todo el sistema de éste, no vacilan en mezclar con escepticismo
ideas tomadas de Spengler, de Burnham, de Jaspers, de muchos
otros. Esta amalgama constituye el fondo común de las
ideologías modernas de la derecha, y es el objeto de este estudio

16
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

SITUACIÓN ACTUAL DEL PENSAMIENTO BURGUÉS


Bien sabido es: los burgueses de hoy tienen miedo. En todos los libros,
en todos los artículos, los discursos que expresan su pensamiento, es
este pánico lo que ante todo salta a los ojos. Según una fórmula muy
preciada para Malraux: “Europa ha dejado de pensarse en términos de
libertad para pensarse en términos de destino”.
Pero el destino de Occidente, como el de todas las civilizaciones, según
Spengler –de quien proviene esta terminología–, es su muerte. Muerte
de Europa. Declinación de Occidente. Fin de un mundo, fin del mundo.
La burguesía vive a la espera del cataclismo inminente que la abolirá.

“Entre las ruinas del presente se lloran ya las ruinas futuras”,


escribía Alfred Fabre Luce hacia 1945.

“Profusión de desastres inducen hoy al hombre a preocuparse


por su obra, a dudar del valor de la civilización misma. No sólo
se interroga; en el acto se desespera, se mofa de sí mismo”
(Roger Caillois, en Liberté de l’Esprit, 1949).

“La sociedad necesita superhombres, porque ya no es capaz de


dirigirse, y la civilización de Occidente está socavada en sus
cimientos” (Alexis Carrel, Réflexions sur la Conduite de la Vie,
1950).

“Nos encontramos hoy entre un fin y un comienzo. También


nosotros tenemos nuestros terrores. El proceso en que estamos
comprometidos será largo y terrible” (Jacques Soustelle, en
Liberté de l’Esprit, 1951)

“Todos conocemos la amenaza que pesa sobre la civilización


occidental en lo que tiene de más precioso: la libertad del
espíritu”. (Rémy Roure, en Preuves, 1951.)
Y así sucesivamente.
El fenómeno no es nuevo por completo. En todos los tiempos los
conservadores previeron con espanto, en el futuro, la vuelta de las
barbaries pretéritas. “Situarse a la derecha es temer por lo que existe”,
escribía con propiedad Jules Romains cuando aún no compartía ese
temor.
17
Simone de Beauvoir

En la forma que asume hoy este “pequeño miedo del siglo XX”,
denunciado por Emmanuel Mounier, empezó a difundirse desde las
postrimerías de la primera guerra mundial. Entonces, el optimismo de
la burguesía se sintió seriamente quebrantado. En el siglo anterior, la
burguesía creía en el desarrollo armonioso del capitalismo, en la
continuidad del progreso, en su propia perennidad. Cuando se sentía
dispuesta a la justificación, podía invocar en su provecho el interés
general: el avance de las ciencias, de las técnicas; a partir de las
industrias fundadas sobre el capital aseguraba a la humanidad futura
la abundancia y la felicidad. Sobre todo, confiaba en el porvenir, se
sentía fuerte. No ignoraba la “amenaza obrera”, pero poseía, contra
ella, toda clase de armas. “A la fuerza de las guarniciones podemos
agregar la omnipotencia de las esperanzas religiosas”, escribía
Chateaubriand, contento de su astucia.

A principios del siglo XX, la situación había cambiado. Al régimen de la


libre competencia le ha sucedido el de los monopolios, y el
capitalismo, así transformado, empezó a tomar conciencia de sus
propias contradicciones. Para colmo la “amenaza obrera” se había
agravado considerablemente, las esperanzas religiosas habian perdido
su omnipotencia y el proletariado se había transformado en una fuerza
capaz de medirse con las guarniciones. La burguesía empezó a dudar
también de las ilusiones que se había forjado: el progreso de las
técnicas y de la industria ha demostrado ser más amenazante que
auspicioso; y hemos aprendido no a fertilizar la tierra, sino a
devastarla.

Sin duda, los economistas burgueses sostienen aún que sólo el


capitalismo es capaz de lograr la prosperidad universal, pero por lo
menos convienen en que es preciso atenuar considerablemente sus
formas primitivas. A través de las guerras, las crisis, se ha descubierto
que la evolución del régimen no se asemeja absolutamente a una
nueva edad de oro. Hasta se ha empezado a sospechar que, en la
historia de la humanidad, podría ser nada más que otra forma
perecedera. Y, confundiendo su suerte con la de todo el planeta, la
burguesía ha dado en profetizar negros apocalipsis, y sus ideólogos
tomaron por su cuenta la visión catastrófica de la historia que había
sugerido Nietzsche.

18
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

“Después de la primera guerra mundial –escribe Jaspers– cayó


el crepúsculo sobre todas las civilizaciones. Se presentía el fin de
la humanidad en esa encrucijada en que vuelven a fundirse,
para desaparecer o para nacer de nuevo, todos los pueblos y
todos los hombres. No era aún el fin, pero en todas partes se
admitía ya ese fin como una posibilidad. Todos vivíamos
esperando, en una angustia espantosa o en un fatalismo
resignado. Reducíamos el acontecimiento a leyes naturales,
históricas o sociológicas, o bien ofrecíamos una interpretación
metafísica, atribuyéndola a una pérdida de sustancia. Esas
diferencias de atmósfera son particularmente sensibles en
Klages, Spengler o Alfred Weber; pero ninguno de ellos duda de
que la crisis esté allí, y más grave de lo que nunca ha sido”.

También en Francia se levantan voces angustiadas por esa época. En


un ensayo que entonces alcanzó gran resonancia, Valéry tocaba a
muerto: nuestra civilización acaba de descubrir que es mortal. Drieu la
Rochelle escribe en 1927, en Le Jeune Européen: “Desaparecen todos
los valores de que nosotros vivíamos”. Más aún: “Me esfuerzo por
aproximarme, hasta tocarlos con el dedo, a los caracteres de mi época,
y los encuentro tan abominables y tan dominadores que el hombre,
debilitado, ya no podrá sustraerse a la fatalidad que enuncian, y que
de ella perecerá”. Después de lo cual vaticina con firmeza la muerte de
lo humano.

Pero la burguesía vislumbraba el fin de la humanidad, es decir, su


propia liquidación como clase, sólo como una “eventualidad”. Le
quedaba una esperanza: el fascismo.

La ideología nazi convertía el pesimismo en voluntad de poderío.


Cuando Spengler anunciaba la declinación de Occidente, daba por
hecho que su libro podría “servir de base a la organización política de
nuestro porvenir”. Proponía al hombre de Occidente la alternativa:
“Hacer lo necesario, o nada”. Es decir, que lo exhortaba a aceptar un
nuevo cesarismo.

Drieu sublimaba en el Partido Popular Francés los sombríos vaticinios


de su juventud; saludaba en el fascismo un moderno Renacimiento. “El
totalitarismo ofrece las posibilidades de una doble restauración
corporal y espiritual al hombre del siglo XX”, escribía en Notes pour

19
Simone de Beauvoir

comprendre ce siécle. En 1940, felicita a Europa por haber descubierto


al fin “el sentido de lo trágico”; declara que “es preciso introducir
nuevamente lo trágico en el pensamiento francés”; pero todo lo que
quiere decir con ello es, sencillamente, que Francia debe integrarse en
una Europa nazificada.

Pero ahora, lo que fue necesario ya es cosa hecha, y en vano. El


fascismo ha sido vencido, y esa derrota pesa terriblemente sobre la
burguesía de hoy. En el “crepúsculo” que baña la civilización, ya no
divisa ninguna lumbre heroica, ningún César. Nada la defiende ya
contra las dudas que la asaltan. “Dos guerras mundiales se han
necesitado, y los campos de concentración, y la bomba atómica, para
minar nuestra buena conciencia”, escribía Jacques Soustelle en La
liberté de l’Esprit. “Hemos empezado a plantearnos la terrible
pregunta: ¿será posible que nuestra civilización no sea la Civilización?”

La pregunta está hecha. Y un inmenso coro responde: no lo es. Todos


los pueblos que no pertenecen a Occidente, es decir, que no
reconocen la hegemonía de los Estados Unidos, y además todos los
hombres que en Occidente no son burgueses, rechazan la civilización
del burgués occidental.

Y, lo que es aún más grave, se han dispuesto a crear otra. Antes de la


última guerra, el burgués presentía que estaba por terminar, pero no
sabía qué nacería luego. Ahora la barbarie tiene un nombre: el
comunismo. Esa es la “cara de la Medusa”, como dice Thierry
Maulnier; la Medusa cuya visión hiela la sangre de los civilizados. Reina
ya sobre la quinta parte del globo: es un cáncer que pronto habrá
devorado la tierra toda. Los únicos remedios que la derecha concibe
son la bomba y la cultura. Uno es demasiado radical y el otro
demasiado poco. En la cólera y el terror, hace suyas las profecías
marxistas: se siente perdida.

Pensamiento de vencidos, pensamiento vencido. Para descifrar las


ideologías de derecha contemporáneas, conviene recordar siempre
que se elaboran bajo el signo de la derrota. Desde luego, se vinculan al
pasado por toda clase de caracteres, uno de los cuales no perdió un
ápice de su importancia desde los tiempos en que Marx lo denunciaba:
el idealismo. Separado, por su trabajo y su género de vida, de todo
contacto con la materia, protegido de la necesidad, el burgués ignora

20
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

las resistencias del mundo real: es idealista con la misma naturalidad


con que respira. Todo lo alienta a desarrollar sistemáticamente esa
tendencia en que se refleja su situación en forma inmediata: funda-
mentalmente interesado en negar la lucha de clases, no puede cegarse
acerca de su existencia, sino rechazando en bloque la realidad. La
sustituye por Ideas, cuya comprensión define a su antojo, y cuya
extensión limita arbitrariamente. El método, considerado en su
generalidad, es demasiado conocido. Marx, Lenin, lo atacaron tan
brillantemente que no insistieron más. Nos basta con señalar que
todas las derivaciones del pensamiento burgués importan una actitud
idealista, y todas tienden a confirmarla.

Sobre esta base se construían antaño hermosos y arrogantes sistemas.


Pero esos tiempos en que prosperaban un Joseph de Maistre, un
Bonald, se han extinguido. Hasta la de Charles Maurras, a pesar de su
debilidad, es todavía una doctrina positiva, y hubo que enterrarla. El
teórico burgués sabe que el futuro se le escapa, y ya no trata de
construir: se define a partir del comunismo, contra él, en forma
puramente negativa.

Raymond Aron, por ejemplo, en las últimas líneas de Le Grand


Schisme, no se pregunta en qué creemos. Pregunta, en cambio: “¿Qué
oponer al comunismo?” Responde: “La afirmación de los valores
cristianos y humanistas”. Pero es evidente, para quien haya leído sus
libros, que dichos valores son el último de sus afanes: sólo le importa
la derrota del comunismo.

Del mismo modo, en esa especie de manifiesto que inicia el segundo


número de Preuves, Denis de Rougemont empieza por declarar:
“Estamos más bien desvalidos ante la propaganda totalitaria”. Y, a
guisa de programa, propone temas de contrapropaganda.

Las cosas han llegado a un punto que, respondiendo en 1950 a una


encuesta sobre la libertad, en La Liberté de l’Esprit, León Werth ha
podido declarar: “En 1950, un régimen de libertad se define por su
contrario, que es el régimen stalinista”. Y sus amigos han alabado
calurosamente esta respuesta.

21
Simone de Beauvoir

Lo que equivale a confesar que la derecha contemporánea ya no sabe


lo que defiende: se defiende contra el comunismo, y eso es todo. Y se
defiende sin esperanzas. Aquellos a quienes Paul Nizan llamaba “los
perros guardianes” de la burguesía, hoy tratan de justificar la super-
vivencia de una sociedad cuya próxima muerte anuncian ellos mismos.

No es tarea fácil esa justificación: su fracaso histórico descubre a la


burguesía las contradicciones teóricas en que su pensamiento se
enreda. Jules Romains, en artículo publicado en marzo de 1952 por la
revista Preuves, expuso patéticamente su drama ideológico: la
burguesía es víctima de los principios que ella misma había creado
para uso interno, y que están difundiéndose indiscretamente por toda
la tierra.

“Todas las civilizaciones se han constituido hasta el presente, y


sobre todo han sobrevivido, en la medida en que supieron
preservar las diferencias, las conquistas, las desigualdades que
habían acumulado lentamente en su provecho; en la medida en
que podían parecer inicuas y monstruosas ante la barbarie, el
salvajismo, ante los hambrientos y piojosos que las rodeaban”.

Pero he aquí que:

“la idea de justicia, o más bien la idea de igualdad de derechos,


es –como– un fuego en la maleza. Querríamos detenerlo en
alguna zanja, pero salta por encima. La destrucción de los
privilegios, de las diferencias ventajosas, de las conquistas
localizadas, es una reacción en cadena que sólo terminará el día
en que no le quede nada más por devorar”.

Estas frases ingenuas plantean, sin ambages, el problema que tienen


que resolver nuestros modernos perros guardianes. El Pacto Atlántico
ha obligado a los burgueses a superar el viejo nacionalismo y reservar
sus zalamerías para lo que ahora llaman Europa, Occidente, la
Civilización. No hay inconveniente en aceptar todo esto: mientras se
conservar los privilegios, bien se pueden borrar ciertas fronteras. Pero,
justamente, querrían quedarse “entre ellos”, y he aquí que “la
barbarie, el salvajismo, los hambrientos y piojosos que los rodean” se
agitan, actúan, hablan, son una amenaza. ¿Cómo negar, después de
eso, que existen?

22
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

El señor de Rougemont puede declarar perfectamente que “Europa es


la conciencia del mundo”, pero el burgués de Occidente se ve forzado
a admitir que ya no es la conciencia única, el sujeto absoluto: hay otros
hombres. A estos otros, los privilegios de los civilizados les parecen
inicuos. ¿Cómo disipar esa apariencia? Hasta aquí, gracias a las zanjas
que la burguesía supo crear, conciliaba sin grandes dificultades la idea
de justicia y la realidad de sus intereses. ¿Y ahora? Ni pensar, por
supuesto, en renunciar a esas desigualdades provechosas. Entonces,
¿habrá que lanzar por la borda la idea de justicia? La ideología
burguesa tiene ciertas tradiciones, y el dilema le resulta peligroso.

Toda la dificultad procede del hecho de que la burguesía piensa. La


nobleza combatía por sus privilegios, y poco le importaba legitimarlos.
Entonces, como recuerda con nostalgia Drieu la Rochelle, “pensar era,
en última instancia, dar o recibir estocadas”. Para la burguesía, en
cambio, el pensamiento ha sido un instrumento de liberación, y hoy se
encuentra con que esa ideología, forjada por ella en tiempos en que
era una clase ascendente, le estorba.

“Toda nueva clase –escribe Marx– está obligada a dar a sus


ideas la forma de universalidad, representarlas como las únicas
razonables y universalmente válidas”.

Su pretensión, añade, es justificada en la medida en que se subleva, en


que actúa revolucionariamente. Pero la burguesía se ha transformado
a su vez en clase dominante, y en vez de luchar contra privilegios
ajenos, defiende hoy sus propios privilegios contra el resto de la
humanidad. No puede renegar definitivamente de esa filosofía de las
luces cuya verdad verificó en la Revolución Francesa, pero es un arma
de doble filo, que hoy se vuelve contra Ella. ¿Cómo justificar universal-
mente el reclamo de preferencias ventajosas? Es natural que cada cual
se prefiera, pero es imposible erigir esa preferencia en un sistema
válido para todos.

La burguesía es consciente de esa paradoja, y de ahí que asuma, ante


el pensamiento, una actitud ambivalente. Marx señala con acierto que
hay cierto antagonismo entre “los miembros activos” de la clase
dominante, y “los ideólogos activos y conceptivos que tienen la
especialidad de forjar las ilusiones de esa clase sobre sí misma”. A
estos especialistas se los mira con desconfianza. En la derecha, la

23
Simone de Beauvoir

palabra intelectual cobra fácilmente un sentido peyorativo. Es verdad


que también el proletariado tiene por sospechosos a los intelectuales,
pero sólo en la medida en que son burgueses; y entre los burgueses
son los intelectuales, justamente, aquellos a quienes Marx reconoce la
capacidad de elevarse a “la comprensión teórica del movimiento
histórico en su conjunto”. Mientras que la burguesía desconfía del
pensamiento mismo. “Todo buen razonamiento ofende”, decía
Stendhal.

Todo régimen progresista combate el analfabetismo; los regímenes


reaccionarios, Franco, Salazar, lo favorecen deliberadamente. Apenas
la derecha se siente fuerte, sustituye el pensamiento por la violencia:
ya lo hemos visto en la Alemania nazi. En Francia, los camelots du roi y
otros fascistas profesaban (cuando eran más que los otros) que más
valía golpear que argumentar.

“Hoy los hombres ya no tienen espada”, suspiraba el pobre Drieu, y la


burguesía se siente mucho más desarmada que entonces, hace veinte
años. Los norteamericanos, es cierto, tienen la bomba atómica, y de
ella se sirven, justamente, a modo de pensamiento. Pero en Francia,
en Alemania, las sublimaciones espirituales son más necesarias que
nunca. La burguesía quiere convencer a los otros, y convencerse, de
que al defender sus intereses particulares persigue fines universales.
La tarea asignada a esos “ideólogos activos y conceptivos” es inventar
una justicia superior, en nombre de la cual la justicia se sentirá
justificada.

Prácticamente vencido, teóricamente acorralado en unas contra-


dicciones insuperables, cabe preguntarse por qué el intelectual
occidental se obstina en defender una civilización condenada, que
duda de sí misma. Si nuestra civilización no es la Civilización, sino
apenas un momento de la historia humana, ¿por qué no trascenderla
hacia la totalidad de la historia y de la humanidad? Mounier señala
justamente en La petite peur du XX siecle que la noción de Apocalipsis
a través de la cual se expresa “la mala conciencia europea”, está
falsificada por el miedo. En realidad, dice, el Apocalipsis no es un canto
de catástrofe, sino “un poema de triunfo, la afirmación de la victoria
final de los justos, y el canto del reino final de la plenitud”.

24
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

En lo que concierne a los “miembros activos” de la burguesía, la razón


de esta falsificación es manifiesta; el reino final de la justicia y de la
plenitud se les presentaría como un desastre a los privilegiados que se
empecinan en la defensa de sus injustos privilegios. Pero contra el
particularismo de una sociedad condenada, seria natural que los
intelectuales, como tales devotos de la universalidad, tomen partido
por la humanidad en general. ¿Por qué muchos de ellos se obstinan en
identificar hombre y burgués, sin dejar de profetizar, temblorosos, el
fin del hombre?.

Tan paradójica es esta actitud, que el mismo Thierry Maulnier se


asombra de ella: en mayo de 1953, en La Table Ronde, pregunta a los
burgueses de Occidente:

“En fin de cuentas, ¿qué tenéis para oponer al comunismo?


Hasta ahora luchábamos contra él en nombre del terror que nos
inspiraba. ¿Y si este terror cesara? Si el comunismo renuncia al
terror, si puede, si se atreve a renunciar al terror, será necesario
que renunciéis a hallar en él mismo las armas para combatirlo, y
que las encontréis en vosotros. La defensa de Occidente ha sido
hasta ahora negativa. El Occidente no quiere el comunismo;
bien, pero ello no puede hacer las veces, indefinidamente, de un
porvenir que se propone a los hombres, de un sentido que se
otorga a ese porvenir”.

Parecería lógico concluir: si las razones de ser anticomunista sólo se


encuentran en el comunismo, y si, precisamente, ya no existen, habría
que renunciar al anticomunismo. Pero el sentido del artículo de
Maulnier es diferente: lo que él desea es que lo ayudemos a hallar una
justificación positiva a ese combate. Una vez más, ¿por qué este
empecinamiento?

Responder que los intelectuales anticomunistas son también


burgueses, no basta. Muchos de ellos apenas si aprovechan de algunas
ventajas materiales reservadas a la burguesía, y por otra parte los
“miembros activos” de su clase los mantienen, en cierto modo, a la
distancia. Pero, justamente, al reaccionar contra esa situación, se han
creado intereses ideológicos que se empeñan, apasionadamente, en
preservar el orden establecido. No pueden situar sino en el cielo la
justicia superior que tienen el encargo de inventar, y que contradice la

25
Simone de Beauvoir

justicia terrestre; y allí, en el cielo, se sitúan a sí mismos. Allí forjan


Verdades eternas, Valores absolutos. Sienten más apego por esas
ilusiones de universalidad que los otros burgueses, puesto que ellos
mismos las han fabricado. Y, por otra parte, el mundo inteligible es
para ellos mismos un orgulloso refugio contra la mediocridad de su
condición. Gracias a él, escapan a su clase, reinan idealmente, por
encima de todas las clases, sobre la humanidad entera.

Así se explica que el horror al marxismo sea mucho más entrañable en


los intelectuales que en los burgueses activos: el marxismo sólo sabe
de la tierra, y los vuelve a sumergir brutalmente entre los hombres.
Desde luego, no revelan la verdadera razón de su odio; prefieren,
incluso, confesar sus pesadillas más pueriles: “Si el ejército rojo
entrase en Francia, si el P.C. tomase el poder, me deportarían, me
fusilarían”. Redactan novelas de anticipación que no deben leerse de
noche, y gimen con Thierry Maulnier: “El marxismo quiere mi muerte”.

En verdad, lo que temen es ser ideológicamente liquidados; o, más


bien, saben que esa liquidación es un hecho consumado. El marxismo
ve en ellos no unos mediadores sagrados entre las Ideas y los
hombres, sino unos parásitos burgueses, simple emanación de los
poderes capitalistas, un epifenómeno, una nada. Y eso no es aceptable
para quien, por no encontrar su sitio en este mundo, se ha enajenado
a la eternidad.

Así, aun manteniendo la pretensión universalizadora de su pensa-


miento, el ideólogo burgués no desiste de la voluntad particularista de
su clase. No le queda otra salida que negar la particularidad en el
momento mismo en que la formula. Todo burgués está prácticamente
interesado en disimular la lucha de clases; el pensador burgués está
obligado a ello, si quiere adherir a su propio pensamiento. Rehúsa,
pues, acordar ninguna importancia a las singularidades empíricas de su
situación; y, correlativamente, al conjunto de las singularidades
empíricas que definen las situaciones concretas. Los factores
materiales sólo tienen un papel secundario en las sociedades. El
pensamiento trasciende esas contingencias. La humanidad es
idealmente homogénea. Y es el hombre, tal como planea en el cielo
inteligible, el hombre único, indivisible, unánime, acabado, el que se
expresa por la boca del pensador.

26
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

Toda la filosofía del hombre elaborada por los intelectuales burgueses,


y en particular su teoría del conocimiento, tiende, como se verá, a
fundamentar esta pretensión. Pero, dada la actitud negativa que he
señalado, su doctrina positiva importa mucho menos que sus
autodefensas. El primero de sus afanes es desembarazarse del
marxismo: sólo podrán tomar en serio sus ideas si han anulado,
primero, el sistema que las pone en tela de juicio. Su pensamiento es,
ante todo, esencialmente, un contrapensamiento. La mayor parte de
sus escritos están hechos de ataques contra el comunismo.

Curiosa paradoja: como vive las profecías del marxismo en el terror, el


pensador burgués se empeña en negar al marxismo todo valor
profético, o siquiera metódologico. Elude esta contradicción por medio
de un pesimismo catastrófico que transforma la necesariedad en
accidente. El socialismo triunfará: pero al menos, su advenimiento no
será el remate de una dialéctica racional, sino un cataclismo
desprovisto de sentido.

De ahí que el intelectual occidental se complazca en temblar, y


convierta el Apocalipsis en un canto de horror: prefiere condenar la
humanidad a lo absurdo, a la nada, antes que ponerse a sí mismo en
discusión.

27
Simone de Beauvoir

EL ANTICOMUNISTA
“Todos los problemas son cuestiones de opinión”, afirma Brice Parain.
Es lo que postulan todos los sistemas anticomunistas. A través de
diferencias secundarias, es notable su convergencia en este punto.

La realidad material de los hombres, y de su situación, no cuenta. Lo


único que importa son sus reacciones subjetivas. El socialismo se
explica no por la fuerza de un sistema de producción; sino por el juego
de voluntades cuyos móviles son éticos o afectivos. La necesidad
económica es sólo una abstracción: la economía, en última instancia,
depende de la psicología. Las clases en general, el proletariado en
particular, se definen como estados de ánimo.

Nietzsche fue el primero que propuso una interpretación psicologista


de la historia y de la sociedad:

“El débil está corroído por el deseo de venganza, por el


resentimiento; el fuerte tiene un patrón agresivo”.

Esta noción de resentimiento ha tenido una extraordinaria fortuna


entre los pensadores de derecha. Max Scheler la utilizó no para atacar
al cristianismo, que es, a su juicio, una doctrina de amor positiva, sino
para frustrar toda ética socialista: el socialismo expresa según él,
necesariamente, un resentimiento contra Dios y contra todo lo que
hay de divino en el hombre.

Con algún matiz, Scheler adopta la sentencia de Walter Rathenau: “La


idea de justicia reposa sobre la envidia”. Consciente de su bajeza, el
“proletariado moral” desea reducir a su nivel a aquellos que le son
superiores. La impugnación del derecho de propiedad, particularmente,
“se funda en la envidia de las clases obreras hacia las clases que no
obtienen su riqueza de su propio trabajo”. La idea revolucionaria se
reduce a “la sublevación de los esclavos animados de resentimiento”.

Esta psicología podía parecer algo sumaria. Para prestarle alguna


profundidad, se ha recurrido al psicoanálisis. Max Eastman, en La
Science de la Révolution, interpreta la mentalidad obrera a partir de
Freud. Henry de Man, cuyo libro Audelá du marxisme alcanzó en
Francia un éxito considerable hacia 1928, prefiere a Adler: psico-
analizando al proletariado, diagnostica un complejo de inferioridad
muy pronunciado.
28
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

Lo que engendra el espíritu de la lucha de clases es un instinto


profundo: la autovaloración. El obrero se defiende de un sentimiento
de deficiencia por medio de “reacciones compensadoras”. La actitud
revolucionaria es una de esas reacciones. En no pocos estudios
posteriores, dicho complejo de inferioridad se presenta como la
consecuencia de un fenómeno afectivo más general: la frustración. El
sentimiento de frustración provoca, dicen, en los trabajadores cierto
desaliento, neurosis que se sublima en la actitud revolucionaria.

En suma, toda la desgracia del proletariado proviene de que se cree


proletario. Esta conclusión coincide con la afirmación de Oswald
Spengler: “Económicamente, la clase obrera no existe”. Toynbee
desarrolla la misma tesis.

“El proletariado, efectivamente, es un estado de ánimo antes


que la consecuencia de condiciones exteriores... Es un elemento
en el cual un grupo social que está en el interior de una sociedad
determinada, no forma parte de ella verdaderamente... Lo que
realmente distingue al proletariado no es la pobreza, ni el
nacimiento humilde, sino la conciencia y el resentimiento de
estar desheredado”.

Jules Monnerot, en La Guerre en question, se apodera casi literalmente


de esta definición. Según él, la palabra proletario designa: “aquellos
que, en el campo de poder y de acción de una civilización, se sienten
desheredados”.

Un lector ingenuo se siente tentado de hacer una pregunta. ¿Por qué


se sienten desheredados? Monnerot, en Sociologie du Communisme
esboza una respuesta. Desarrolla indefinidamente la idea de que la
lucha de clases se reduce a un conjunto de reacciones psíquicas cuyo
origen es el resentimiento. El marxismo está constituido por “una
mezcla explosiva: la dialéctica y el resentimiento...” El resentimiento
que en sí movilizaría a la dialéctica, coincide según afirma, con el
resentimiento de una categoría social cuyo nacimiento es espantoso, y
cuyo resentimiento es, históricamente, forzoso.

“Ha sido necesario que un resentimiento universal, servido por


una enorme fuerza de penetración intelectual y de síntesis,
interpretase un resentimiento histórico, para que naciese esta
doctrina de la revolución”.
29
Simone de Beauvoir

Monnerot concuerda tambien en que el resentimiento del proletariado


es “históricamente necesidad”. Esta concesión, si la tomamos en serio,
basta para arruinar todas sus teorías. Sólo hay necesidad en la
realidad. Si admitimos que ésta impone al proletariado una toma de
conciencia revolucionaria, entonces todo el psicologismo se derrumba,
y nos volvemos a encontrar con el esquema marxista.

Para agravar la confusión, Monnerot agrega una nota: “Estamos de


acuerdo con Hegel sobre la función del mal como motor histórico”.
Esta asociación pone en evidencia su mala fe. El mal es una realidad
objetiva, y ver en él un motor histórico es definir la Historia como un
proceso objetivamente fundado. En cambio, al asimilar la idea de mal
a la de resentimiento, Monnerot la psicologiza. En realidad, en todo el
resto de la obra, se silencia cuidadosamente la necesidad histórica. No
se hace más que rendir cuentas de “la mezcla explosiva” del
resentimiento, por medio de factores radicalmente exteriores a la
situación vivida.

¿Cuáles? Bueno, ante todo la acción de los agitadores, es decir, de los


comunistas. El partido comunista, al que Monnerot bautiza la Empresa
(L’Entreprise), se dedica a explotar y organizar el descontento difuso.

“La Empresa utiliza, aviva, trata de llevar al grado decisivo de


virulencia activa los resentimientos de las clases, las masas y los
individuos, y consiste precisamente en organizar desde el
exterior a los descontentos de diversa índole.”

Naturalmente, estas actividades no se explican tampoco por una


finalidad objetiva. El Partido, radicalmente extraño al proletariado, no
persigue fin alguno que pueda afectar a éste; actúa sobre él desde
afuera, en forma mecánica y absurda. Por ejemplo, si “trabaja las
masas coloniales”, no es porque esté realmente comprometido con su
deseo de emancipación; es para “agravar y encontrar todas las
contradicciones del mundo capitalista”.

Dicho está. Pero, ¿por qué esa política? Aquí Monnerot pide prestada
su respuesta a Burnham, quien aprendió de los “maquiavelistas”, y
enseñó luego a los admirados pensadores de derecha, esta verdad
profunda: jefes, estados, partidos, no persiguen nunca, en el poder,
otra cosa que al poder. Si un hombre de acción expone una finalidad
objetiva, como el bien común o la libertad, es sólo para mistificar a su
30
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

gente, y es un inocente el que le cree. En verdad, el único sujeto de la


ciencia política es “la lucha por el poder en sus diversas formas
confesadas o disimuladas”. Este postulado permite a Burnham definir
al comunismo como:

“una conspiración mundial tendiente a la conquista de un


monopolio del poder, en la época declinante del capitalismo”.

Y Monerot identifica también la Empresa con una sociedad secreta


que sólo quiere reinar por reinar. El nombre mismo con que la bautiza
está escogido para subrayar su carácter privado y egoísta.

El maquiavelismo completa armoniosamente al psicologismo del


resentimiento. Subjetiva en sus móviles, la acción revolucionaria lo es
también en sus fines. Hombres movidos por una “voluntad de poder”
amplifican en quienes se saben impotentes, sentimientos de
inferioridad, de envidia, de odio.

Ya se comprenderá cuán ventajosa es tal interpretación. En una


palabra, todas las desventuras de los hombres son imaginarias. Basta
con aplicarles remedios ideales. Inútil cambiar el mundo: es suficiente
cambiar la idea que algunos se forman de él. Nietzsche proponía
otorgar a los desheredados una ilusión de dignidad; De Man sugiere se
reduzcan los complejos de inferioridad que padecen los obreros,
otorgándoles ciertas ventajas sociales. La derecha “esclarecida”
reconoce de buena gana que es preciso integrar moralmente al
proletariado en la sociedad.

En suma, se tratará de transformar la mentalidad de los oprimidos y


no la situación que los oprime. Así procede cínicamente en los Estados
Unidos el Big Business. Se sirve de las Public Relations para propagar
entre los explotados los slogans que interesan a sus explotadores. Ha
ideado la técnica del Diseño Social, que pretende disimular la realidad
material de la condición obrera, tras una mistificación moral y afectiva.
Por medio de una educación apropiada, de métodos de mando
cuidadosamente estudiados, se esfuerza por convencer al proletario
que no es un proletario, sino un ciudadano norteamericano. Y si él
rehúsa dejarse manipular, lo considera un anormal, y se ha inventado
para él una terapéutica de “liberación”.

31
Simone de Beauvoir

Presentado así, evidentemente es un deber de la humanidad combatir


a los agitadores interesados en exasperar la neurosis revolucionaria, y
se sobreentiende que la doctrina invocada para servir sus tenebrosos
designios no puede aspirar a verdad alguna. Nuestros comunistas no
son lo bastante ingenuos como para atribuirle algún contenido en el
que se refleje algo de realidad. Han aprendido de Georges Sorel que el
mito es una fuerza dinámica mensurable no en forma intelectual, sino
por su eficacia. Y saben, por los maquiavelistas, que las ideas son
armas de guerra, con las que se promueven actitudes afectivas y
activas. Ciertos especialistas alegan conocer y criticar científicamente
el marxismo, pero la mayoría de sus adversarios desdeña conocerlo.

La doctrina de Marx, Engels, Lenin –confiesa Thierry Maulnier– “es, sin


duda, casi desconocida por aquellos que la combaten, o que creen
hacerlo”. Burnham cita con aprobación esta frase de Pareto:

“En cuanto a determinar el valor social del marxismo, saber si la


teoría marxista de la plusvalía es verdadera o falsa, es casi tan
importante como saber si el bautismo borra el pecado cuando
se trata de determinar el valor social del cristianismo. No tiene
la menor importancia”.

El marxismo, como la situación que pretende interpretar, se explica


por consideraciones subjetivas, casuales. Es una de las formas de ese
humanitarismo moderno que, según Scheler, “sólo es el efecto de un
odio reprimido contra la familia y el medio”. El amor a “todo lo que
tiene aspecto humano”, refleja un odio a Dios. Es también “una
protesta contra el amor a la patria”.

Más fundamentalmente, dicen, es una manera de escapar a uno


mismo, y de satisfacer el odio que uno siente por sí mismo. De Man
profesa una concepción más benévola del socialismo: el sentido moral
individual sería su verdadero móvil. Por razones tácticas, el socialismo
debe atribuir a su doctrina un alcance objetivo, pero no es sino una
mistificación. Entre otros, Marx “sólo ha presentado al socialismo
como necesario porque lo consideraba, en razón de un juicio moral
tácitamente supuesto, como deseable”. Hallamos una idea análoga en
Spengler:

32
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

“Los partidos políticos, hoy como en los tiempos helénicos,


ennoblecieron en cierto modo a ciertos grupos económicos cuyo
nivel de vida querían hacer más satisfactorio, elevándolos al
rango de un orden político, como hizo Marx con los obreros de
la industria”.

Más que a una preocupación ética, Monnerot estima que Marx


obedeció a un impulso irracional. Marx, y después de él los marxistas,
se han dejado impresionar demasiado por el nacimiento y el apogeo
del capitalismo.

“El contragolpe de un traumatismo afectivo determinó la


perspectiva que les es propia”.

Y, por supuesto, Marx es un hombre resentido, como aquellos a


quienes se dirige, y que adhieren a su doctrina.

Resentimiento, voluntad ética, traumatismo: en todo caso, se afirma


que hay en el origen del marxismo un avatar individual. Según Pareto,
es un hecho social que puede explicarse por leyes sociológicas: en
particular, la ley de las “derivaciones” y la del “residuo”, inventadas
por Pareto. Toynbee ve en el marxismo “la transposición del
Apocalipsis judío”. Caillois, una ortodoxia; Aron atribuye su poder
explosivo a la combinación de un tema cristiano con un tema
prometeico y un tema racionalista. Pero, sobre todo, lo que repiten
todas incansablemente es que el marxismo halaga el instinto religioso
de las masas. Es una religión.

“No hay socialismo sin una religión cualquiera”, escribe de Man. “El
impulso psíquico hacia el socialismo tiene su causa más allá de toda
realidad en el mundo”.

“La U.R.S.S. es una superstición”, escribe Aron. Y en Les Guerres en


chaine desarrolla largamente esta idea tomada de Toynbee: “El
marxismo es una herejía cristiana”.

En La Liberté de l’Esprit, junio de 1949, Stanislas Fumet agradece a


Nicolai Berdiaeff por haberle revelado, hace tiempo, que el marxismo
es una religión. Y concluye, a la manera de Pareto:

33
Simone de Beauvoir

“Poco importan sus dogmas; lo que cuenta es el dominio sobre


las almas, mientras haya almas. Es la operación mágica o táctica,
la acción del sacerdote que subyuga los espíritus para estar él en
condiciones de doblar las voluntades en nombre de una
divinidad cualquiera”.

Todo el libro de Monnerot se funda en esa identificación. El


comunismo es “el Islam del siglo XX”. La Empresa (Causa) es “la
imagen religiosa de una división de la humanidad”. “La empresa
comunista es una empresa religiosa”.

“El comunismo se presenta a la vez como religión secular y


como Estado universal. Religión secular, drena los resentimientos,
organiza y hace eficaces los impulsos que rebelan a los hombres
contra las sociedades en que han nacido, acelera ese estado de
separación de sí mismas, y de escisión de una parte de sus
fuerzas vivas, que precipita los ritmos de la disolución y de la
destrucción.”

Conviene citar aún el artículo “Fanatisme des Marxistes”: allí se


empeña Thierry Mulnier en transponer el marxismo en términos
religiosos. El Paraíso, dice, ha sido transportado del cielo al Porvenir;
como la creación histórica ha sido elevada por Marx a lo absoluto del
valor, hallamos en su doctrina una trascendencia suprahistórica de los
valores, y la promesa de una salvación en otro mundo. Hay, pues, una
religión marxista: “la religión de la humanidad por conquistar, o de la
humanidad por hacer”. El método que consiste en separar al
comunismo de sus bases reales, y en definirlo como una pura forma,
es aún más evidente en otro escrito de Thierry Maulnier: La Face de
Méduse du Communisme. El autor se pregunta: ¿Por qué toda
revolución implica un terror? Rechaza desdeñosamente todas las
razones objetivas: la idea, por ejemplo, de que una tentativa de
expropiación no puede cumplirse sin violencia le es totalmente ajena.
Según él, es preciso buscar la explicación del Terror en “las fuerzas
tenebrosas del hombre colectivo”. El Terror es “el fondo mismo del
inconsciente colectivo, sobre el que se edifica el aparato de la justicia
revolucionaria”. Si hubo un Terror en 1793, es porque hacia fines del
siglo XVIII, “la gente empezaba a hastiarse”. El Terror nace de una
“fascinación trágica de la muerte” y de la “mala conciencia intelectual
inherente a todo fanatismo”. Tiene sus fuentes en el temor y en la

34
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

voluntad de poderío. También para Maulnier “la revolución es la


explosión victoriosa del resentimiento”. Es una cuestión de “brujería
social”, y como tal exige víctimas expiatorias. El Terror representa “el
ritual de conjuración y de purificación, el aparato litúrgico, el oficio y el
Misterio”. “Terminada la fiesta, se instaura el rito. La orgía del Terror
se convierte en la Iglesia del Terror.” Desde luego, esta Iglesia es
maquiavelista: trata de realizar “una confiscación total del individuo en
provecho de la sociedad”.

He aquí, pues, que se han ajustado las cuentas con el marxismo: se


reduce a un fenómeno psicosociológico desvalido de toda significación
interna, es una religión en la que no cuentan Divinidad ni dogmas, sino
sólo el maquiavelismo de los sacerdotes, y no existe sino como mero
instrumento de la Empresa que explota en su beneficio la credulidad
humana.

Queda, sin embargo, un problema que turba singularmente a los


intelectuales de derecha: la existencia de intelectuales de izquierda.
No son desheredados como los proletarios, no manifiestan esa
voluntad de poderío que anima a los agitadores; entonces, ¿cómo
explicar su aberración? Inútil buscar más lejos: bastarán algunos
reajustes y aún podrá servir la noción de resentimiento. Decrétese que
los miembros de la Intelligentsia, así hayan nacido en alguna burguesa
familia de Francia, se sienten exiliados en la sociedad. En todo caso, no
ocupan en ella los primeros puestos, y eso basta para que la odien y se
odien a sí mismos.

El intelectual, dice Aron, detesta a los burgueses. Aron no imagina ni


por un instante que esa hostilidad pueda ser el reverso de un sentimiento
positivo ante los otros hombres; según él, resulta evidentemente de
un complejo de inferioridad. Los intelectuales, dice: “no pueden llegar
a la primera fila sin eliminar a la categoría social que en Occidente
debe su poder a la fortuna y ésta al azar de los negocios, de la herencia
o de los talentos excepcionales”. Por lo tanto, “se huye hacia la
metrópoli roja porque se detesta la sociedad en que se vive”.

Monnerot ha intentado explicaciones un poco más sutiles, pero sólo


consigue fundir la complejidad a favor de una oscuridad total. Citemos
el pasaje en que alude a la forma en que los comunistas lograron
controlar la bomba atómica:

35
Simone de Beauvoir

“Usando métodos psicológicos, especulando con los móviles


religiosos, morales, metafísicos, los comunistas se atraen a los
sabios que permitieron fabricar esas armas. Trabajan en que se
haga moralmente imperativo, para aquellos cuyos cálculos y
descubrimientos condujeron a las nuevas armas, el entregar sus
fórmulas no directamente a Rusia, y a los soldados rusos, sino a
los servidores, a los emisarios, a los protagonistas de una
concepción del mundo más justa.”

¿Cómo se opera este trabajo? ¿En qué consisten tales métodos?


Monnerot nos lo explica más adelante:

“Los políticos comunistas saben que se sorprende a cada


hombre en la necesidad, la pasión, el vicio, la debilidad que
inspiran sus actos; el punto débil de cada individuo cuyo
concurso conviene asegurarse, es el punto fuerte de tales
grupos”.

Suponemos, pues, que un equipo de psicotécnicos comunistas recorre


los Estados Unidos ofreciendo a los sabios atómicos dinero, honores,
mujeres, drogas, whisky, adolescentes, según la debilidad de cada
cual. ¿Cómo la explotación de esa debilidad despierta en el corazón de
los sabios el “imperativo moral”? El proceso sigue siendo misterioso.
Para dilucidar ese misterio, conviene recurrir a una psicología en
profundidad. En el capítulo consagrado a la “psicología de las
religiones seculares”, Monnerot explica que los individuos a quienes
aqueja una neurosis privada encuentran, participando de una neurosis
colectiva, un alivio a sus males. Describe con prolijidad los delirios de
que son víctimas, colectivamente, los intelectuales comunistas. Pero,
una vez más, ¿cómo se pesca la enfermedad? Y, ¿por qué Monnerot
no la contrae también? En última instancia, Monnerot recurre a la
explicación de Aron: al intelectual de izquierda lo mueve el
resentimiento.

El comunismo:

“se presenta como una promoción para quienes creen no tener


nada que perder y todo por ganar en un cambio radical: se tráta
entonces... de todos aquellos que sin ser realmente desheredados,
se sienten, sin embargo, al margen (es el caso particular de los que
constituyen la Intelligentsia”.
36
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

A pesar de la jerga sociológico-psicoanalítica de que se sirve,


Monnerot no ofrece, pues, ninguna solución precisa al problema: ¿por
qué ciertos intelectuales se ubican a la izquierda? Arthur Koestler ha
buscado las respuestas en la fisiología; según él, conviene recurrir a “la
fatiga de los sinapsis”. Esta fatiga proviene de:

“un debilitamiento general de las conexiones entre las células


cerebrales por las que debería pasar el impulso nervioso. La
violencia indefinida de la conciencia del sujeto puede producir
esa fatiga”.

En un número reciente de “Preures”, Koestler se ha tomado el trabajo


de redactar una Pequeña Guía de las Neurosis Políticas. Pero, al fin y al
cabo, todas estas explicaciones parecen insuficientes a la propia gente
de derecha. Entonces se limitan a señalar que la U.R.S.S. y los
comunistas poseen “métodos psíquicos”, tanto más temibles cuanto
que son más secretos.

Para explicar la carta que Genevive de Galard, –la famosa enfermera


de Diện Biên Phủ–, enviara a Ho Chi Minh, y ciertas declaraciones de la
esposa del general De Castries, jefe de esa guarnición, el diario
“Dimanche-Matin” mencionaba las técnicas del “lavado de cerebros”.
Poseedores de drogas, de filtros, maleficios y prestigios: el Partido
Comunista es un brujo cuya oscura fascinación sufren pasivamente las
masas y ciertos individuos.

37
Simone de Beauvoir

LA TEORÍA DE LA “ELITE”
Lo más curioso, en los textos anticomunistas que acabamos de
examinar, es la idea del hombre que todos ellos, unánimemente, nos
proponen. Proletario o intelectual, está radicalmente alejado de la
realidad: su conciencia sufre pasivamente las ideas, imágenes, estados
afectivos que en ella se inscriben por azar; ora los producen factores
exteriores, por un juego puramente mecánico, ora los crea el sujeto
mismo, presa de los delirios de la imaginación. A pesar de los
refinamientos que le ofrecen la sociología y el psicoanálisis, esta
filosofía no hace más que perpetuar el viejo idealismo psicofisiológico
al que ya había ajustado las cuentas Henri Bergson. “La percepción es
una alucinación verdadera”: esta gente se limita a adaptar al gusto del
día la vieja frase de Taine.

Se afirma siempre, que si la rebelión del proletario, o la indignación del


intelectual, se justifican por la situación real, ello es casual, y el
alucinado no tiene modo de verificarlo, porque está encerrado
inapelablemente en su inmanencia. Reacciona contra sus alucinaciones
por una suerte de descargas psíquicas perfectamente irracionales, que
se explican, sea por el misterio de las fuerzas orgánicas, sea por los
caprichos de la subjetividad. En la medida en que esas reacciones, de
todos modos, tienen cierta finalidad, ésta es puramente egoísta.
Apartado del mundo, el individuo está apartado con mayor razón de
sus semejantes. No comunica con ellos, no experimenta frente a ellos
ningún sentimiento positivo. Su único móvil es el interés que consagra
a sí mismo, y que se expresa en una ambición vacía, o bien, si esa
ambición permanece insatisfecha, por el resentimiento.

Tampoco esa moral sería nueva: adopta los lugares comunes del viejo
pesimismo cristiano y del escepticismo naturalista. Monnerot, por
ejemplo, explicando cómo los comunistas “se apoderan” de los
intelectuales de izquierda, se parece a esas madres y esposas, fuertes
en su agria prudencia, que acusan a sus hijos, o a su marido, de haber
“mordido el anzuelo” que les tiende “una zorra”. Este mundo es un
mundo de pillos y de tontos, presa de agitaciones desprovistas de fines
y de sentido. El hombre es un animal maléfico y estúpido. Esta es la
filosofía de los pensadores de derecha.

38
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

Nada hay de gratuito en esta actitud desengañada y cínica. Ya lo


hemos visto: nada mortifica tanto al privilegiado como la existencia de
los otros hombres, piojosos, famélicos y bárbaros. Pero si el hombre
no merece más que desprecio, ¿para qué sentir escrúpulo? Estamos
autorizados a verle como un cero. Ese es el motivo de que toda
literatura que desacredite al hombre favorezca a la derecha. Clement
Vautel, Louis-Ferdinand Céline, Paul Léautaud encuentran en ella una
presurosa y entusiasta acogida.

Pero hay una dificultad. Aquellos mismos que denuncian la abyección


del hombre, ¿no son hombres? Si toda conciencia es alucinada, toda
acción interesada, ¿cómo nos van a convencer de que ellos poseen la
verdad y que sus fines son objetivamente válidos? Si llevamos el
cinismo a sus últimas consecuencias, nos veremos tentados de decir
con los personajes de Sade: “Todas las pasiones tienen dos sentidos,
Juliette, uno muy injusto, relativo a la víctima, y el otro, singularmente
justo, para quien la ejerce”.

Pero entonces renunciamos a toda pretensión de justicia universal:


cada cual lucha por sí mismo.

Ese realismo conduciría al reconocimiento de la lucha de clases. Y es,


precisamente, lo que se quiere evitar. La burguesía desea tener de su
lado al Derecho. Y para ello es preciso que sus pensadores la eleven
por encima de la vulgar humanidad.

Por largo tiempo, la religión hizo las veces de ideología entre los
privilegiados. Pervertido por el pecado original, ciego, culpable, el
hombre se nos presenta, a la luz del cristianismo, como un antivalor.
No hay para él más que una salvación: someterse a las voluntades
divinas. Y éstas se manifiestan a través del mundo tal como es.

El privilegiado acepta, por cierto, con toda humildad, el lugar que se le


asigna en ese mundo. Dios lo ha escogido, y ello basta para fundar su
derecho. En cuanto a los desheredados, sólo la resignación les
permitirá merecer las compensaciones celestes que restablecen la
justicia a través de la eternidad. “Todo poder viene de Dios”, escribía
hacia el año 1000 un monje de Saint-Laud.

39
Simone de Beauvoir

“Dios mismo ha querido que entre los hombres unos fuesen


señores y los otros siervos, de modo tal que los señores deben
venerar y amar a Dios, y los siervos deben venerar y amar a sus
señores”.

La burguesía capitalista, a su vez, tomó a Dios inmediatamente a su


servicio. En 1761, hablando a quienes él llamaba “los ecónomos de la
Providencia”, el Rvdo. Padre Hyacinthe de Gasquet declaraba:

“Jesucristo mismo os sirve de fianza: entre sus manos divinas, y


en su cabeza adorable, colocan ustedes su capital”.

Los filósofos lucharon en el siglo XVIII por la libertad de pensamiento;


pero la burguesía, una vez en el poder, comprendió cuán necesario era
conservarle al pueblo las “esperanzas religiosas”. Al mismo tiempo,
ella se aseguraba una buena conciencia. Aún hoy existe un pensamiento
cristiano que se vale de Dios para justificar la explotación del hombre
por el hombre..

“El hombre –escribe Paul Claudel en sus Mémoires improvisés–


es una materia prima a la que es preciso plantearle las
preguntas necesarias para sacar de ella todo lo que puede dar.
En consecuencia, es una tontería censurar la explotación del
hombre; por el contrario, el hombre es una cosa que pide ser
explotada”.

Pero el cristianismo ha devenido una doctrina ambigua. Considerando


que todo hombre es una criatura de Dios, ciertos cristianos insisten
sobre la dignidad de cada cual y la fundamental igualdad de todos.
Niegan que Dios esté a sueldo de los poderosos de este mundo. De
todos modos, el uso de la religión no puede bastarle al burgués, por el
hecho mismo de que concibe a Dios a su imagen: no como un gran
señor de voluntad arbitraria, sino como un espíritu lúcido cuyas
decisiones son racionalmente motivadas. No descuida, por cierto, el
invocarlo como guardían del orden establecido, pero aún queda por
demostrar que ese orden merezca un apoyo divino. Por lo demás, es
un hecho que las acciones de Dios están en baja: su existencia es
demasiado incierta, demasiado lejana, sus designios demasiado
ocultos para que se pueda hacerlo intervenir en una forma
convincente, como garantía de las jerarquías terrestres. Hay que
buscar otra cosa.
40
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

Hay que buscar. Caerían en una indiferencia nihilista si, después de


haber sumido al hombre en la abyección, fracasaran en salvar al
burgués. Después de haber negado la importancia de las diferencias
materiales que oponen concretamente a las clases, debe restablecerse
entre ellas otra especie de heterogeneidad: entonces la clase
privilegiada participa de una realidad trascendente que sublima su
existencia. El cinismo reaccionario se acompaña necesariamente de
una mística. Drieu lo comprendía muy bien cuando deploraba no creer
en Dios: “No hay más que una excusa para huir de los hombres: Dios”.
Había en ello un exceso de buena fe. Más tarde, sin creer tampoco, se
las arregló para subordinar a la “cosa humana” algo distinto que
llamaba “lo divino”. En sus Notes pour comprendre ce siécle, queriendo
demostrar que se debe aceptar el fascismo, escribe:

“El hombre, al perder el sentido de la gloria, pierde el sentido de


la inmortalidad, y al perder el sentido de la inmortalidad pierde
el de la divinidad. Pero si la divinidad perece, la naturaleza se
empaña, y la cosa humana, imperceptiblemente degradada,
llega a ser fastidiosa”.

Ateo, Drieu evidentemente no concibe la divinidad como una realidad


positiva y concreta: para él, como para muchos otros, es la proyección
trascendente de una cualidad inmanente a ciertos hombres, y que los
eleva por encima de la humanidad. Según las circunstancias, esta
virtud singular asume diversas apariencias: ya se verá cómo la derrota
nazi provocó, en ese orden, curiosas metamorfosis. Pero, en todo
caso, su definición es negativa: se la considera sobrehumana porque
es inhumana; es, para el hombre, lo otro, lo que no se encuentra entre
los hombres: el pensador burgués convierte esa falta en una
misteriosa sustancia que la burguesía, sólo la burguesía, poseería. Por
su mediación, los intereses de la burguesía se convierten en valores; la
existencia del privilegiado viene a ser sagrada, su posesión un
derecho; los privilegiados se llaman “la élite”, los privilegios superio-
ridades, su conjunto la Civilización. La masa, en cambio, es nada. Y
entonces puede afirmarse que la desigualdad satisface la justicia.

La actitud más radicalmente aristocrática consiste en escindir a la


humanidad en dos, y considerar esa escisión como una cosa dada.
Nietzsche tomó de Maquiavelo y de Gobineau la jerarquía que
distingue entre amos y esclavos, y funda esa oposición, como ellos, en

41
Simone de Beauvoir

una cuestión de raza. Sólo la existencia de los grandes –los nobles, los
héroes– tiene una significación. Los otros hombres constituyen la
masa: “La arena de la humanidad: todos muy iguales, muy pequeños,
muy redonditos”. Nietzsche declara:

“No creo que la masa merezca atención sino desde tres puntos
de vista... como copia difusa de los hombres grandes... como
resistencia que encuentran los grandes... como instrumento de
los grandes. Por lo demás, que el diablo y las estadísticas se los
lleven”.

Antes de la segunda guerra mundial, la tradición nietzscheana estaba


aún viva. Spengler, particularmente, adopta la idea de que la nobleza
se explica por “los hechos elementales de la sangre”, y que sólo ella
posee una existencia histórica, una existencia real. “El azar llamado
hombre” no es más que un momento de la historia planetaria;
depende del “insondable misterio de las fluctuaciones cósmicas”. La
vida y la Historia son una misma cosa. “En el sentido supremo, la
política es la vida y la vida es política”. Pero según esto, resultaría
primario creer que la vida, que es la sustancia misma de la realidad
humana, habite en todo individuo vivo. La vida se encarna en las
razas. En su forma inmediata, la raza se realizaría en la humanidad
campesina, que es, por decirlo así, la naturaleza; en las altas culturas
se elevaría a la mayor potencia, y solo en la nobleza se cumpliría
cabalmente.

“La nobleza es el orden propiamente dicho, la quintaesencia de


la raza y de la sangre, una corriente existencial sin forma
acabada posible”.

Habría entonces, una profunda afinidad entre la nobleza y el pueblo,


fundada en las realidades de la raza, de la lengua, del paisaje, que está
dotado de un alma y posee también una realidad sustancial. Pero en
los demás órdenes esa realidad se degrada. El clero es en verdad un no
orden, se opone a la nobleza como el espacio al tiempo, es “la no raza,
el ser que despierta libre, atemporal, ahistórico”. En cuanto a la
burguesía, ha surgido del conflicto entre las ciudades y el pueblo
labrador, su unidad es “simplemente contradictoria” y no posee
sustancia alguna.

42
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

Con ella se desarrollan la economía y la ciencia. Y se constituye en


partidos. Entonces ocurre el advenimiento de la masa, con lo cual la
Historia se destruye.

“La masa es lo informe absoluto, que persigue con odio cada


especie de forma, todas las diferencias de rango, la propiedad
constituida, el saber constituido”.

Es “la expresión de la Historia que culmina en la no Historia: la masa es


el fin, la nada radical”. Oponiendo al hombre de la élite, al Héroe, el
hombre de la masa, el individuo considerado en su existencia material,
en tanto que sometido a la necesidad. Spengler escribe:

“Nutrirse y combatir: la diferencia de grado entre estos dos


aspectos de la vida nos es dada por su relación con la muerte...
No hay oposición mayor a la que media entre el morir de
hambre y la muerte del héroe. Económicamente, la vida está
amenazada, degradada, rebajada por el hombre... La política
sacrifica a los hombres por un fin... la economía sólo los hace
perecer. La guerra crea, el hambre destruye todas las grandes
cosas... El hambre excita esa especie de angustia despreciable,
vulgar, enteramente ametafísica, bajo la cual se quiebra de
pronto el molde formal de una cultura, y empieza la pura lucha
de la bestia humana por la existencia”.

La burguesía hace coro con Spengler cada vez que acusa de


“materialismo sórdido” a los hombres que se permiten tener hambre.
Pero esa altiva moral guerrera le incomoda un poco, porque Nietzsche
entre los granos de arena que componen la masa, contaba precisa-
mente a los burgueses.

En la confusión deliberada de la ideología nazi, no pocos burgueses


asociaron la suya a la causa de la “raza de los señores”; ahora bien, los
señores han perdido la guerra. Aunque sigue siendo respetuosa de la
jerarquía de la sangre, la burguesía no tiene ya motivo para subordinarle
todas las otras: el espiritualismo es más útil que el racismo. Desde este
punto de vista, se siente más próxima a Scheler que a Spengler. Para
Scheler, efectivamente, el valor se define como “cierta nobleza vital
que nos acerca a lo divino”. Scheler sostiene un hito esencial: el valor
no es cosa que se adquiera. Como elemento vital, se vincula a la raza,
es innato. Pero el hecho vital no basta, en sí mismo, para fundar el
43
Simone de Beauvoir

valor: aparece como mediación hacia una trascendencia; ciertas


gracias espirituales se dispensan a los hombres conforme a una
predisposición orgánica. Entre las figuras ejemplares cuya irradiación
ayuda a los hombres a elevarse hasta Dios, el Héroe ocupa uno de los
primeros puestos, pero la del Genio está aún más alto y la del Santo se
eleva en el ápice de la jerarquía.

Con estas diferencias de matices, la moral de Scheler es tan


despiadada, para con la “bestia humana”, como las de Nietzsche y
Spengler. Ya hemos visto que sólo puede atribuir al resentimiento “el
amor por todo lo que tenga faz humana”. Efectivamente, un amor
semejante “abraza primero los aspectos más bajos y más animales de
la naturaleza humana, es decir, precisamente lo que todos los
hombres tienen en común”. Agrega: “Sentimos despuntar bajo esta
humanidad un verdadero rencor a los valores positivos, que
precisamente no tienen nada de genérico”. El conjunto genérico de los
hombres es el “proletariado moral” que, por odio o resentimiento
contra los poseedores de valores, se considera creador de valores.
¡Qué pretensión tan ridícula!

“La masa es regida absolutamente por las mismas leyes que


rigen a las manadas de animales. En una masa en sentido puro,
el hombre volvería a ser, simplemente, un animal”

Con Jaspers concluye la transición del racismo al espiritualismo.


Alemán, vivamente interesado por el nazismo, Jaspers profesa hoy en
una Alemania vencida: traduce, pues, las ideas arrogantes de Spengler,
de Scheler, a un lenguaje de vencido. El hombre, reducido a sí mismo,
le parece, como a aquéllos, despojado de toda significación.

“No es el hombre como ejemplar de existencia empírica lo que


es digno de amor: es la nobleza posible en cada individuo”.

Pero la idea de nobleza se ha modificado profundamente; ya no es


monopolio de una clase, de una raza, de una casta; es una calidad del
alma, cierta “abertura hacia lo Trascendente”. Porque por sobre el
mundo empírico hay lo Trascendente: sólo él existe de verdad, sólo él
vale. Los hombres sólo tienen dignidad si participan de su Ser. Todos
pueden participar de él: en ese sentido, la moral de Jaspers cobra una
apariencia democrática; pero, en realidad, esa moral reclama una
sociedad jerarquizada; lo Trascendente no se comunica sino a las
44
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

formas individualizadas; al “pueblo” que “tiene un alma”, y no a la


masa informe; a los individuos arraigados en esas formas sustanciales
que son la patria, la familia, la raza, la Civilización, y no al hombre de la
masa.

Así, se reserva la nobleza a un puñado de seres.

“El problema de la nobleza humana consiste hoy en preservar la


actividad de los mejoras, y estos se reducen a una minoría”.

Entendido de ese modo, encerrados en una existencia empírica, y sin


tener entre sí más que vínculos contingentes, la inmensa mayoría de
los hombres no son más que una masa en la cual se niega la sustancia
humana.

“El hombre, como miembro de la masa, ya no es él mismo. La


masa es ante todo, un elemento disolvente”.

“La masa no admite jerarquía; es inconsciente, uniforme,


cuantitativa, sin tipo y sin tradición, amorfa, vacía. Es el terreno
apropiado para la propaganda, sugestionable, irresponsable, su
nivel de conciencia es el más bajo”.

Hay unanimidad: el hombre en quien no se encarna otra cosa que él


mismo –sangre, vida, trascendente– es “la nada radical”. Ahora se
trata de demostrarnos que en ningún aspecto posee existencia real. Su
propia historia se le escapa, y es incapaz de trascenderla.

45
Simone de Beauvoir

LA HISTORIA
La derecha afirma que la Historia se les escapa a los hombres en
general y a las masas en particular: para establecer esta tesis, las
autoridades que se citan con más complacencia son las de Burnham,
Spengler, Toynbee. No es cuestión de examinar aquí el detalle de sus
sistemas, pero trataremos de exponerlos en su esencia.

La naturaleza humana es perversa y es inmutable, afirma Burnham, fiel


a sus principios maquiavelistas: ese pesimismo basta para condenar a
la historia. Si el hombre no cambia, el progreso es imposible, ninguna
modificación exterior tiene sentido. Burnham tomó de Pareto su teoría
de la “circulación de las élites”. No son las masas las que hacen la
Historia, sino los Estados mayores. Si cambia y se renueva es sólo
porque hay conflictos entre las élites que ambicionan el poder:
algunas son liquidadas, otras triunfan. A esa diversidad corresponde el
pluralismo de las civilizaciones: entre éstas existen ciertas relaciones
de causalidad, pero no por ello su sucesión deja de ser discontinua; el
reemplazo de un equipo por otro es un avatar sin finalidad alguna.

Por una parte, los individuos que conducen el mundo no tienen ningún
fin objetivo: quieren el poder por el poder. Por otra parte, ninguna
evolución social podría mejorar la suerte del hombre: pretender
librarlo de la necesidad es una mistificación más, puesto que se trata,
por definición, de un "animal que desea". Tal doctrina no es
exactamente catastrófica: no habla de decadencia ni de Apocalipsis.
Burnham prevé una evolución racional del capitalismo. Al régimen que
concede a los poseedores el lugar privilegiado debe suceder “la era
directorial”, que subordinará el capital a la tecnocracia. Pero, en
cambio, niega todo sentido a la historia, que parece ser calamitosa-
mente imbécil. Las minorías se disputan absurdamente un poder que
no usarán para nada; los hombres jamás ganan nada.

Cuando quieren desengañar a la gente de la política, y desacreditar la


idea de revolución, los anticomunistas saquean de buena gana a
Burnham: Aron y Monnerot, entre ellos, se sirven de él a discreción.
Para combatir el “romanticismo revolucionario”, Aron repite indefinida-
mente que la exigencia del hambriento y la revolución se reduce a un
cambio del personal dirigente. El escepticismo hastiado que inspira sus
artículos deriva directamente de la visión maquiavelista de Burnham.

46
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

En cuanto a Monnerot, escribe: “Revolución mundial significa trastorno


mundial en la circulación de las élites... Las revoluciones expresan el
hecho de que las élites son ineficaces”.

Pero ya hemos visto que el pesimismo de la derecha comporta


necesariamente una mística. Ahora bien: si Burnham provee armas
polémicas contra las “ilusiones” del socialismo, la contrapartida
positiva de su obra es netamente deficiente. Después de mostrar que
la Historia es absurda, ¿en nombre de qué salvará a esa élite que
precisamente hace la Historia? Si lo que pretenden ciegamente es un
poder vacío, ¿cómo los Elegidos nos involucrarían en sus empresas? A
decir verdad, el anticomunismo enajena tan frenéticamente a
Burnham, que no siente el deseo de justificarlo. Es norteamericano:
quiere que los Estados Unidos dominen al mundo, y eso es todo.

Pero una vez, con fingida inocencia, se plantea la pregunta: “¿No será
deseable un imperio mundial comunista?”. Su respuesta es embarazosa.
“Una economía comunista no acrecentaría el bienestar material de la
mayoría de la humanidad”. Pero dos páginas más adelante concede
que: “Más de la mitad de los habitantes de la tierra están ya en el nivel
más bajo posible, su condición material no podría empeorar más aún,
podría mejorar”. Más de la mitad, ¿no es mayoría? A menos que un
Elegido valga por dos o por diez habitantes ordinarios de la tierra...

Burnham abandona presuroso el terreno incierto de las matemáticas.


Hay otros valores económicos, no sólo el bienestar material: la
seguridad, la libertad. Y, además de los valores económicos, hay en
nuestra civilización “ideales” –cuya abolición, por otra parte, “puede
ser juzgada preferible” pero que en definitiva son ideales “parcialmente
operantes”. Son el valor absoluto de la persona humana, el ideal de
libertad y de dignidad individual y el ideal de una verdad objetiva.
Burnham concluye:

“Aunque en nuestra historia, y en todas, la fuerza haya decidido


en la práctica lo que las leyes declaran justo, siempre nos hemos
rebelado contra la idea de que la fuerza pueda ser verdadera-
mente justa”.

47
Simone de Beauvoir

Mantener la idea de una justicia prácticamente inexistente no es un


“ideal”; inexistente no es un “ideal” que pueda exaltar a nadie, y no
parece lógico condenar a “más de la mitad de los habitantes de la
tierra.” A permanecer “en el nivel más bajo posible” en nombre del
“valor absoluto de la persona humana”. En cuanto a la “verdad
objetiva”, nos preguntamos por qué ha de interesar a un maquiavelista
convencido. A decir verdad, los discípulos de Burnham se sienten tan
incómodos como él cuando se les pregunta por qué combaten. Aron
está a sus anchas sólo cuando zamarrea las pueriles ilusiones de sus
adversarios; cuando debe exponer las razones morales que existen
para defender a los Estados Unidos y al capitalismo, le falta la
convicción. No intenta definir ni fundamentar los “viejos valores
cristianos y humanistas” que se pueden oponer al comunismo. “La
verdad es para mí el valor supremo”, dice una vez. ¿Por qué? ¿Y de
qué verdad se trata? De hecho, el pesimismo maquiavelista es tan
severo para con la élite como ante las masas; en esa perspectiva sólo
se puede contemplar con un cinismo sin esperanza el juego absurdo
de las pasiones humanas. Para inventar una mística, hay que recurrir a
otra cosa.

Los sistemas de Spengler y de Toynbee ofrecen más recursos. Su visión


del mundo es más trágica que la de los maquiavelistas. Al subordinar la
Historia al Cosmos, y condenar a muerte a todas las civilizaciones, cuyo
nacimiento está regido por casualidades inhumanas, privan a la
humanidad de todo porvenir y proclaman su insignificancia. Pero,
justamente porque existe para ellos otra cosa además del hombre,
pueden proponer a ciertos hombres una salvación sobrenatural.
Dentro de cada ciclo histórico, exaltan formas que trascienden la
Historia y cuya existencia se asocia armoniosamente a los intereses de
los privilegiados.

“En la Historia, no se trata sino de la vida, siempre y únicamente la


vida, la raza, la victoria de la voluntad de poderío, no de las verdades,
las invenciones o el dinero”, escribe Spengler en la conclusión de su
libro. No sólo la función de la técnica y de la economía le parece
secundaria, sino que rechaza fuera de la Historia al hombre como
productor y “producto de su producto”.

El objeto de la Historia, su realidad, no tiene nada que ver con “la


existencia de la bestia humana”.

48
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

“Veo en la Historia viviente –escribe– la imagen de una


perpetua formación y transformación, de un futuro y de una
hecatombe milagrosa de las formas orgánicas".

Esas formas son las culturas, todas las cuales presentan entre sí
analogías fundadas en “el insondable misterio de las fluctuaciones
cósmicas”, pero se desarrollan por separado, de una manera
discontinua: una tras otra, crecen hasta el momento en que, habiendo
realizado su destino, es decir, una civilización, declinan una tras otra.

“Una cultura nace en momentos en que despierta un alma


grande; una cultura muere cuando el alma ha realizado la suma
entera de sus posibilidades en forma de pueblos, lenguas,
doctrinas religiosas, artes, estados, ciencias, y vuelve al estado
psíquico primario”.

En su conclusión, Spengler resume así el drama de esos nacimientos y


esas muertes:

“El drama de una alta cultura, todo ese mundo maravilloso de


divinidades, de artes, de pensamientos, de batallas, de ciudades,
termina nuevamente en los hechos elementales de la sangre
eterna, que es una misma y sola cosa con la onda cósmica en
eterna circulación. El ser que había despertado a la claridad, y
adquirido una rica plasticidad, cae otra vez, en silencio, al
servicio del ser, como nos lo enseñan los imperios de China. El
tiempo triunfa del espacio y es él quien refrena, con su marcha
inexorable, el azar pasajero llamado cultura en el azar llamado
hombre, forma en la que el azar llamado vida transcurre un
momento mientras que en el mundo luminoso de nuestros ojos
los horizontes fluidos de la historia terrestre y de la historia
planetaria se abren ante nosotros”.

Lo que sacamos en claro de esta evocación cósmica, a través del juego


ininteligible de las contingencias, es la importancia que se otorga a “los
hechos elementales de la sangre”. La vida, ya lo hemos visto, se
encarna en la nobleza que es “la historia hecha carne”. La derrota de la
nobleza, el advenimiento de las masas entrañan el fin de la Historia: la
humanidad se desploma en el silencio, la inconsciencia, la nada.

49
Simone de Beauvoir

Hay ciertas diferencias entre Spengler y Toynbee. El primero cuenta


ocho civilizaciones, cada una de las cuales dura mil años y cuyo fin es
fatal; para el segundo son veintinueve, su duración es variable y su
evolución concede algún recurso al arbitrio humano y a la voluntad
divina. Toynbee admite entre ellas ciertas influencias y alude
vagamente a una idea de progreso, pero se trata de un progreso
espiritual, que sólo Dios puede apreciar, y no de una conducta
humana. En lo esencial, ambos sistemas convergen. Para Toynbee, la
sucesión de las civilizaciones es también discontinua, los factores
económicos no tienen más que una importancia secundaria. La
Historia depende de un factor cósmico: el ritmo alternativo estatismo-
dinamismo (en lenguaje prechino, el yin y el yang) El yang es la
respuesta a un desafío lanzado por el medio, la raza, etc, Pero después
de un período de ascenso la civilización se quiebra: entonces aparecen
un “proletariado interior” y un “proletariado exterior”. Es un tiempo
de confusión, al que la Civilización responde creando un Estado
universal; pero éste, tomado entre los dos proletariados, sucumbe. Si
alguna vez sobreviviese alguna civilización, nos conduciría hasta la
cumbre de lo sobrehumano. Pero, a menos que Dios nos otorge una
prórroga, el porvenir de Occidente parece comprometido: ya hemos
estado en el período de confusión. Y Toynbee concluye:

“El Espíritu de la Tierra, mientras teje y dispone sus hilos en la


cadena del tiempo, compone la historia del hombre tal como se
manifiesta en la génesis, el crecimiento, la declinación y la
denigración de las sociedades humanas. En toda esta confusión
de vida y vendaval de acciones, podemos escuchar el latido de
un ritmo elemental. Ese ritmo es el movimiento alternado del
yin y el yang; el movimiento engendrado por ese ritmo no es ni
la fluctuación de un latido indeciso, ni el ciclo de un molino de
disciplina. La rotación perpetua de una rueda no es una
repetición vana si, a cada revolución, aproxima el vehículo a la
meta; la música que emite el ritmo de yin y yang es el canto de
la creación”.

El símbolo de la rueda propuesta por Toynbee está hoy en boga. Lo


acoge con entusiasmo, entre otros, Raymond Abellio, cuyas profecías
consideran con seriedad ciertos intelectuales de derecha. A su juicio, la
Historia se presenta en forma de ciclos: Involución-Evolución. Estos
ciclos están separados por Diluvios, y todo el conjunto forma un ciclo
50
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

único que concluye en Apocalipsis. La totalidad de los ciclos constituye


una espiral; hay, en Toynbee, un vago futuro para la humanidad, pero
no tenemos ningún poder práctico sobre ese proceso cósmico: el
hombre de hoy está encerrado en su Diluvio singular y la acción le está
vedada, puesto que sería necesariamente un gesto vano, o una
tradición. El único recurso es construir un “arca” para pasar de un
mundo al otro; esa arca debería reunir en una especie de orden
espiritual a “los espíritus ansiosos de luz más que de poder”.

“Esta sociedad de espíritus se mantiene en una igual indiferencia


frente a los regímenes políticos, y los integra a todos, con una
clara conciencia de su relatividad.”

Es curioso que hoy cualquier elucubración del tipo pluralista-cíclico-


catastrófico pueda contar de antemano con alcanzar a cierto público.
Se ha tratado de aclamar como obras maestras las fantasías borrosas
de un René Guénon, que descifra a través de oscuros simbolismos el
próximo fin de Occidente. Volvemos a descubrir la filosofía hindú, en la
medida en que es cosmológica, antihistórica, y que predica la inacción:
la Rueda de Shiva proyecta su gran sombra sobre la vida y la muerte
de las civilizaciones. Después de definir la naturaleza humana como
inmutable, el conservador se complace en creer, además, que la
Historia gira en el mismo sitio: nada cambia jamás. No se acepta
exactamente la idea nietzscheana del Eterno Retorno, pero se admite
que existen entre las culturas tan profundas analogías que toda
tentativa de reformar el mundo está condenada de antemano. Aun si
se deplora, desde un punto de vista ético, que la estructura de la
sociedad sea como es, las aspiraciones a un mundo mejor son, en todo
caso utópicas, y el realista lúcido se inclina a repetir las injusticias y los
abusos del presente. Que la Historia describa un círculo, o una espiral,
toda evolución comporta una decadencia, todo porvenir está
coagulado en el seno del Cosmos. La humanidad se agita en vano,
perdida en una inmensidad que la sumerge; la relación del hombre
con la sociedad es secundaria, y lo esencial es su relación con el
Universo, sobre el cual nada puede.

Pero en medio de esos ciclos fatídicos hay momentos más o menos


sombríos. Occidente entró hace tiempo en decadencia. Pero Spengler
creía aún que el cesarismo podría retardar su muerte, y predicaba en
términos apenas velados la adhesión al fascismo. Desmentidas todas

51
Simone de Beauvoir

sus esperanzas, la derecha juzga ahora inminente la catástrofe, la


acción impotente. A través de Jaspers, la Alemania vencida intenta
asumir ese pesimismo. Jaspers le asigna un semblante aún más
definitivo, pero menos dramático que Spengler. En vez de la
desesperación cínica, agresiva o resignada de Burnham, Spengler o
Toynbee, propone al hombre una sabiduría trascendental. Sí, la
Historia es Frustración, pero está bien que así sea.

Según Jaspers, la realidad histórica está constituida por una pluralidad


de formas sustanciales: razas, civilizaciones, pueblos; ese pluralismo es
el que condena a la Historia al fracaso; hay cierta posibilidad de
comunicación entre esas formas, pero su diversidad provoca
necesariamente conflictos, destrucciones. Por otra parte, pretender
unificar a la humanidad sería un pecado contra lo Trascendente: abolir
las fronteras que separan clases y naciones es “una obra de nivelación
que no se puede imaginar sin espanto”. Hemos visto, efectivamente,
que el hombre sólo se abre a lo Trascendente, y se cumple como
Existencia, gracias a su integración en una comunidad que posee la
unidad inmanente de un alma, y que es, por lo tanto, limitada y
diferenciada.

La masa es insensible a lo Trascendente. No sabría proponerse sino


fines terrestres, tales como el bienestar de la humanidad. Pero “la
Finitud, como felicidad inmanente, es envilecedora cuando se
transforma el objeto final: el hombre pierde su trascendencia”. La
humanidad no sería feliz sino a costa de la dignidad de la Existencia. En
nombre de los intereses superiores del Ser, es preciso, por
consiguiente, que se perpetúen la frustración de la historia y la
infelicidad de los hombres. Empíricamente, esa frustración es, sin
duda, un motivo de turbación, y la Historia no posee un sentido claro:
“Una corriente arrastra a la humanidad, con sus antiguas culturas,
hacia no sabemos qué destrucción o qué renovación”. Pero, desde un
punto de vista superior, debemos felicitarnos, porque ese fracaso
terrestre es la última “cifra de la trascendencia”. Precisamente, en la
medida en que no lleva a ninguna parte, “La Historia es la revelación
progresiva del ser”. “Lo que es histórico es lo que se malogra, lo que se
derrumba, pero es la presencia de lo eterno en el tiempo.”

52
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

Para responder a las exigencias de lo Trascendente, debo asumir mi


historicidad, es decir, afirmar mis raíces y considerar a la historia como
el horizonte de mi presente, como la manera en que lo eterno se
entrega a mí. Pero yo debo empeñarme en la acción, que no es sino la
apariencia de la certeza del ser, continuamente amenazada de
destrucción.

La perversidad de la naturaleza humana, la fatalidad cósmica, las


exigencias de lo Trascendente, coinciden en repudiar la acción. No
queda otro camino que pensar lúcidamente en el destino, rogar a Dios
con Toynbee, refugiarse con Abellio en un “arca” o abrirse a lo
Trascendente, según el ejemplo de Jaspers. En suma, para todos
aquellos que tienen interés en mantener el statu quo, la desesperanza
es una excelente coartada; el quietismo catastrófico sirve al orden
establecido. Y esas sombrías perspectivas, por lo menos, ofrecen a una
clase que se sabe condenada, un consuelo moroso: su liquidación sería
un desastre espiritual.

53
Simone de Beauvoir

MISIÓN DE LA “ÉLITE”
Sin embargo, si una moral de la ataraxia está al servicio del egoísmo
individual del burgués, su egoísmo de clase sigue siendo combativo: al
condenar a la historia, quiere valorizar, sin embargo, el momento de la
historia que hace de él un privilegiado. Después de reducir al hombre a
la nada, la élite se salva divinizándose; aquí procede del mismo modo.
Existen, dice, Formas, Ideas, Valores que trascienden la historia y
exigen ser defendidos.

La lucha que hoy se libra a través de la tierra, escribe Stephen


Spender, opone a:

“quienes quieren mantener los valores eternos y quienes juzgan


bueno cualquier medio para hacer triunfar sus principios
políticos, aun si se trata de principios respetables en sí mismos”.

Mircea Eliade declara:

“La única justificación de las colectividades organizadas –


sociedad, nación, estado– es, en última instancia, la creación y
la conservación de valores espirituales. La propia historia
universal no tiene en cuenta sino a los pueblos creadores de
culturas”.

Para exaltar los valores y, las verdades eternas, ya se ha visto que los
más maquiavelistas de nuestros pensadores, como Burnham y, Aron,
se descubrían oportunamente un alma de platónicos.

Hay una tesis común a todos los sistemas que hemos examinado, y
que ayuda considerablemente al burgués a reivindicar como deber la
defensa de sus intereses: el pluralismo. Es el pluralismo lo que funda el
pesimismo histórico, pero también lo que permite erigir sobre ese
pesimismo una ideología de combate. Toda la derecha pensante decidió
considerar al pluralismo como una verdad convenida definitivamente.

“Pero –escribe, entre otros, Monnerot–, para nosotros hay, las


esclavitudes, las opresiones, los capitalismos, y cada uno tiene
su historia, cada uno cambió profundamente en el curso de la
historia, y cada uno, en la historia, ha llegado a diferir tanto de sí
mismo como difiere de los otros”.

54
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

Al esquema “simplista” de Marx, que enfrenta a explotadores y


explotados, se sustituye un dibujo tan complejo que los opresores
difieren entre sí tanto corno difieren de los oprimidos, y esta última
distinción pierde su importancia.

Pero, sobre todo, el pluralismo autoriza al civilizado a cavar esas


“zanjas” con que soñaba, nostálgico, el señor Jules Romains. Este
comprendía perfectamente que es difícil defender a la Europa
capitalista en nombre de lo universal. Se requiere la enorme
ingenuidad de un Rougemont para escribir que se trata, para los
europeos, de “sentirnos responsables de una cultura particularísima.
Esta cultura es el corazón de una civilización que, ella sí, ha venido a
ser realmente universal, para bien y para mal”.

Spengler declara con más lógica: “No hay verdades eternas. El único
criterio de una doctrina es su necesidad para la vida”. Efectivamente,
un pensamiento pluralista no podría anexarse, sin contradicción, la
eternidad; pero el pluralismo nos ofreció el medio de esquivar la
dificultad que suscita: bastará con sustituir el ideal de universalidad
por el de reconocimiento de una multiplicidad de verdades. Debemos
confiarnos en aquella que nos es impuesta por una necesidad vital.

La civilización burguesa occidental, se afirma, es la única a la que


estamos sustancialmente vinculados; no sólo la de mañana no
significará ningún progreso con respecto a ella, sino que además
estamos separados de ese lejano porvenir por un abismo radical.
Como no tenemos poder sobre él, no es para nosotros más que un
concepto vacío. Nuestro único deber es esta Forma a la que
pertenecemos: la declinación que la amenaza no encierra la promesa
de una Forma nueva, sino que sólo anuncia el triunfo de lo informe.
Mas allá, todo es noche y silencio.

Ocupémonos, pues, de Europa, de Occidente; en cuanto a lo que nos


concierne. Jaspers confirma, aquí también, la tesis spengleriana. Hay,
según él, una pluralidad de verdades que comunican entre sí por su
relación con el Ser, pero que reclaman ser vividas en su superación.

“Mi verdad, lo que soy, en la medida en que existo, tropieza con


otra verdad en tanto que existente; por mi verdad, con ella,
vengo a ser yo mismo; mi verdad no es la única, pero sí es única
e insustituible en tanto que está en relación con mi prójimo.”
55
Simone de Beauvoir

Ser uno mismo es la ley suprema: es abrirse a lo Trascendente. Yo no


alcanzo esa autenticidad sino cuando asomo mi finitud en vez de
pretender excederla. Por lo tanto, mi deber de burgués occidental es
querer incondicionalmente la civilización burguesa occidental.

Desde luego, si la civilización ha de salvarse será contra las masas,


porque estas sólo intervienen en el curso del mundo como elementos
de disolución: desintegran el orden, provocan la emancipación, niegan
lo Trascendente y vacían la realidad humana de su sustancia. Por ellas,
todo se pierde y nada se crea. Corresponde a la élite salvar al “mundo
maravilloso” de las culturas. El hombre occidental se considera hoy
investido de una misión; pero se demostrará que el no privilegiado no
merece el nombre de hombre. Privada de sus pretensiones como
agente histórico, la masa es, además, excluida del mundo del
pensamiento, del de los valores éticos y estéticos, y ya veremos por
medio de qué estratagemas.

56
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

EL PENSAMIENTO
“El sentido común es la cosa del mundo mejor distribuida.” La derecha
no podría admitir una afirmación tan groseramente democrática. Lo
que comparte el conjunto de las “bestias humanas” es únicamente su
animalidad. Lejos de constituir un fondo común a través del cual todos
los hombres pueden reconocerse, el pensamiento es para los
burgueses una facultad distinguida, y que distingue.
Hemos visto que los teóricos burgueses profesan un subjetivismo
psicofisiológico: las ideas reflejan no el objeto pensado, sino la
mentalidad del sujeto pensante. Esta mentalidad es un complejo harto
misterioso que depende parcialmente de factores exteriores, pero que
expresa ante todo una determinada esencia: hay un alma negra, un
carácter judío, una sabiduría amarilla, una sensibilidad femenina, un
sentido común campesino, etc. La naturaleza de su esencia define la
región del ser que es accesible a cada cual. Por lo tanto, esta filosofía
subjetivista es también antiintelectualista: no es una filosofía de la
conciencia, sino del ser.
El conocimiento (o co-nacimiento, según la expresión de Claudel), es
comunión; no depende del entendimiento ni de la razón. El hombre de
derecha desprecia, como “primario”, el saber sistematizado, que se
comunica metódicamente y puede abrevarse en los libros; sólo le
merece crédito la experiencia vivida, que une singularmente a un
sujeto y un objeto que participan de una misma sustancia. Entre los
individuos conscientes existe, pues, una jerarquía: los que poseen más
“nobleza vital”, más “riqueza sustancial”, realizan la más perfecta
comunión con el ser. La masa, privada de sustancia, está condenada a
un sopor animal, entrecortado de alucinaciones y delirios. Los
individuos arraigados en una forma sustancial –es decir, los que
aceptan el orden burgués– tienen todos alguna cosa valiosa que
revelar; en su sitio, dentro de sus límites, captan verdades que se le
escapan al teórico racionalista. La mujer, que echa sangre y que
alumbra, tendrá de las cosas de la vida un “instinto” más profundo que
el biólogo. El labrador tiene de la tierra una intuición más justa que un
agrónomo diplomado. El colonizador escucha con ironía las teorías del
etnógrafo: azotando un negro es como se aprende realmente a
conocerlo. Spengler explica que esta forma concreta, la raza, no se
deja aprehender por el sabio que analiza y pesa, sino que se revela al
hombre de raza:
57
Simone de Beauvoir

“Las razas humanas puras –escribe– difieren entre sí absoluta-


mente en la misma forma espiritual que las impuras. Un mismo
elemento que sólo se revela al gusto más delicado, dulce aroma
presente en cada forma, une por debajo de todas las altas
culturas, en Caucasia a los etruscos con el Renacimiento, y en el
Tigris a los sumerios del año 3.000 con los persas del año 500 y
los otros persas de la época islámica. Todo esto es inaccesible al
sabio que mide y que pesa. Existe para el sentimiento que lo
apercibe al primer golpe de ojo, con una certeza no engañosa,
pero no para el análisis científico. Deduzco de ello que la raza,
como el tiempo y el destino, es una cosa decisiva para todas las
cuestiones vitales, algo de lo que todos tenemos un conoci-
miento claro y distinto desde que renunciamos a aprehenderlo
por el entendimiento, por el análisis y la clasificación que
disocian. De ahí que el único medio de profundizar la parte
totémica de la vida sea no la clasificación, sino el tacto
fisiognomónico”.

A través de la fraseología spengleriana se reconocerá uno de los


lugares comunes más caros a los hombres de derecha. Charles
Maurras enseñaba que un judío nunca sabría sentir un verso de
Racine. En su novela, Gilles, Drieu la Rochelle denunciaba el carácter
“moderno” de los judíos, cuyo pensamiento racional deja escapar lo
que hay de instintivo y de complejo en el mundo. Un desarraigado, un
desclasado, no pueden comprender jamás la clase o la raza de que son
intrusos. En Les Déracinés, de Maurice Barrés, Racadot, a pesar de
toda su inteligencia, cae en error porque es un desarraigado, mientras
que el débil Saint-Phlin, bien instalado en la tierra de sus antepasados,
se mueve fácilmente en la verdad. Los padres burgueses se convencen
de buena gana que su hijo, así sea el peor de la clase, posee ese “no sé
qué” de que carece el becado más brillante.

Este sistema viene a maravilla a los “ideólogos activos y conceptivos”


que lo han elaborado, porque les permite restablecer en su beneficio
el criterio de autoridad. El individuo superior –por la sangre, la
nobleza, o su puerta abierta a lo Trascendente– es capaz de sentir en
su casi totalidad el conjunto de las formas que constituyen la realidad:
sólo él. Gracias a este postulado, el pensador de derecha supera
fácilmente las aparentes contradicciones de su actitud: cuando se
lanza contra los marxistas, el anticomunista sólo ve en las ideas una
58
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

racionalización superficial de instintos inconscientes, de formas


tenebrosas; cuando se trata de sí, las declara fundadas objetivamente.
Pluralista cuando aborda las verdades de los otros, considera su
verdad como un absoluto.

Pero esa falta de reciprocidad, según él, se justifica perfectamente,


porque la singularidad de ciertos hombres –los elegidos, entre los
cuales se cuenta– consiste precisamente en alcanzar lo universal. Al
encerrar a sus adversarios en una inmanencia vacía, a sus inferiores en
una particularidad estrecha, se alza por sobre ellos como un amo
cuyas revelaciones deben ser aceptadas por un acto de fe. Es una
posición infinitamente débil, y a la vez inexpugnable. El verdadero
Abraham nunca está seguro de ser Abraham, pero nadie puede
demostrar a los Napoleones de loquero que no son Napoleón. Esta
ambigüedad explica el tono categórico que adoptan por lo general los
escritores de derecha. No someten sus ideas al juicio de los demás,
sino que anuncian verdades cuyo valor personal es la única, suficiente
garantía. Demostrar sería rebajarse. El Maestro se sitúa más allá de
toda impugnación posible, reclama una adhesión incondicional.

¿Qué verdad le opondremos si la verdad suprema es, precisamente, la


que se descubre ante él?

Esta teoría del conocimiento implica necesariamente que aun lo real


sea irracional. Hallamos aquí una de las paradojas del pensamiento
burgués: los “miembros activos” de la burguesía creen en la ciencia, la
hacen, la aplican, pero sus ideólogos perseveran en desacreditarla. Ya
se sabe cuán fantasiosa es, por ejemplo, la interpretación que dieron
del principio de indeterminación: aseguran que la materia misma es
desorden y contingencia. La creencia en las necesidades naturales es,
efectivamente, la primera condición de una liberación humana. A la
inversa, en un universo caótico, imposible de dominar por el
pensamiento, el hombre está aplastado, es pasivo, es un esclavo, su
abyección salta a los ojos, y no es, decididamente, otra cosa que una
bestia despreciable. Y se siente perdido, está dispuesto a escuchar
dócilmente la voz del Elegido que se propone guiarlo, se es el motivo
de que el pensador de derecha afirme que la naturaleza es capricho y
misterio; la ciencia, que analiza y clasifica, no capta sino apariencias
superficiales; está animada de una vida secreta, penetrada de fluidos
invisibles. Su realidad profunda no es este mundo empírico que se nos

59
Simone de Beauvoir

manifiesta, sino un Ser oculto, sustancia cósmica o espíritu trascen-


dente. Según Spengler, la realidad exterior es sólo “una expresión y un
símbolo”. “La morfología de la historia universal se transforma
necesariamente en un simbolismo universal.”

Jaspers, que espiritualiza, según hemos visto, las tesis de Spengler


conforme a las necesidades de la Alemania postfascista, toma de él la
idea del tacto fisiognomónico y la utiliza para descifrar la trascendencia
en la fisonomía de las cosas. En vez de disociar la realidad que hace la
ciencia, es preciso, dice, comprenderla a través de las “cifras”, que
expresan totalidades. La naturaleza es una cifra, indefinidamente
equívoca. La historia también, en tanto que es frustración. La
conciencia en general es cifra, y la cifra última es la existencia misma

Este esoterismo confirma la importancia del Maestro. La revelación de


los secretos está reservada a algunos iniciados, dotados de una gracia
innata. No es asombroso que, a partir de ahí, ciertos pensadores se
orienten hacia el ocultismo, la alquimia, la astrología. Hitler creía en
los horóscopos; si, gracias al “tacto fisiognomónico”, se puede conocer
todo un hombre por la forma de su cráneo, ¿por qué no penetrar su
personalidad por medio de las líneas de la mano, o la configuración del
cielo? La ola cósmica lo penetra y conjuga todo, y se puede conocer
cualquier cosa a través de cualquiera de sus elementos. Si el hombre
está determinado no por otros hombres, sino por el espíritu de la
Tierra, su destino se juega en las estrellas o en la borra de café, antes
que en las plazas públicas. La mística conduce a la magia. Así se
explican las aclamaciones que otorga la derecha a simbolismos más o
menos inspirados en Oriente, la cálida acogida que sólo dispensa a los
libros de René Guénon, René Daumal, Albert-Marie Schmidt, Raymond
Abellio, el crédito que encontró un Gurdjieff.

La mística conduce también al silencio. El antiintelectualismo de la


derecha se manifiesta en su relación con el lenguaje. Confiar en la
palabra, común a todos, es una actitud bajamente democrática. La
Verdad, oculta tras los símbolos y las cifras, es inefable. Nietzsche
consideraba el lenguaje como una traición: “¡Qué locura la palabra!”

Spengler escribe:

60
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

“Lenguaje y verdad terminan por excluirse. Cuanto más profunda


es una comunicación, más necesariamente llega a renunciar, por
esta razón, al signo. El más puro símbolo de entendimiento que
la lengua haya concebido es una vieja pareja campesina sentada
de noche ante su granja, hablando en silencio”.

Brice Parain concluye del siguiente modo su ensayo sobre el lenguaje:

“Cuanto más cerca estamos del silencio, más cerca estamos de la


libertad”.

Según Jaspers, las cifras desembocan en lo inefable. El triple lenguaje


de la trascendencia resuena finalmente en el silencio: el fracaso es ese
silencio. La última cifra es silencio. Esa paz muda es la revelación
suprema.

“El no ser revelado por la frustración de todo lo que nos es


accesible es el Ser de la trascendencia.”

Efectivamente, la palabra, adaptada a la vida de sociedad, a la


existencia empírica, no puede expresar la verdad del hombre, que es
su relación con el Cosmos, con lo Trascendente. La conversación
articulada sólo conviene a la masa; los hombres auténticos se
comunican a través de la sustancia en que se encuentran arraigados
unos y otros: los atraviesa un mismo fluido misterioso, una misma
Forma los deslumbra. La literatura de derecha sobresale en describir
esos acuerdos sin palabras, en alabar esas sabidurías mudas. La verdad
de los humildes –campesinos, mujeres, indígenas, servidores, pobres
artesanos– no podría expresarse mejor que por medio del silencio.

Pero los intelectuales de derecha hablan, hablan demasiado, y la


libertad de expresión es, incluso, una de las que proclaman con más
ardor. Y, por lo general, no creen mucho en las mesas sobre las que
bailan. En su mayor parte, se mantienen fieles a cierto racionalismo;
pero siempre conceden a lo irracional lo que sea preciso para imponer
su autoridad. Si la verdad fuese universalmente demostrable, el
pensamiento estaría democráticamente abierto a todos: entonces
sustituyen las relaciones rigurosas, necesarias, que establece la
ciencia, por relaciones tenues y objetables. Según ellos, la tarea del
pensador consiste en alcanzar, más allá del dato empírico, esas
“formas” que sólo son accesibles al “tacto fisiognomónico”, y sentir las

61
Simone de Beauvoir

relaciones singulares que entre ellas transcurren. Spengler se propone,


de esta suerte, crear una morfología, y todo su sistema reposa sobre
aproximaciones formales entre formas: sobre la Analogía.

La Analogía desempeña una función muy importante entre los


doctrinarios de derecha. Es el único tipo de explicación que nos
concede Monnerot, por ejemplo, en la Sociologie du Communisme: en
el primer capítulo asimila el comunismo al Islam, y en todo el resto no
hace más que desarrollar las consecuencias de ese acercamiento.
Además, insiste en analogías mil veces señaladas entre el comunismo y
la Iglesia, el siglo XX y la alta Edad Media. ¿Quiere explicar a Lenin?
Escribe:

“El problema de la impotencia de la plebe había recibido ya una


solución análoga a la de Lenin, que es, mutatis mutandis, la
militarización. La analogía juega también en este caso. Lenin ha
sido, sin saberlo, el primer teórico y el primer práctico del
cesarismo de nuestro tiempo”.

Para explicar por qué ciertas civilizaciones progresan y otras se


estancan, Toynbee se limita a proponernos una imagen: a los alpinistas
suele ocurrirles, durante sus ascensiones, que se inclinen, fatigados,
sobre la perspectiva; algunos se complacen en ella, otros vuelven a
partir: he ahí la clave de la historia.

Ya se ve cuánta libertad se reserva el teórico para sus caprichos: los


hechos no le imponen interpretación alguna; cada cual, de Spengler a
Jaspers, pasando por Toynbee y tantos otros, los acomoda a su
fantasía.

A propósito de las ideas de Aron sobre la Historia, Jean Pouillon


demostró cabalmente, en un artículo de “Les Temps Modernes”, cómo
la idea de contingencia objetiva está al servicio de lo arbitrario
subjetivo:

“No hace, pues, más flexible al determinismo histórico, sino


que se limita a impugnar su unidad, a cortarlo en pedazos. Es
lo que llama la contingencia, que no implica para él una
concepción nueva de la relación causal, sino que es, pura y
simplemente, una solución de continuidad que él introduce
donde le conviene, en función de lo que quiere probar”.

62
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

Una vez más, una de las ventajas del pluralismo es que infiltra en el
universo ciertas discontinuidades que favorecen las intervenciones
interesadas del sujeto pensante.

La teoría de las formas satisface, además, a esa tendencia fundamental


del pensamiento burgués que ya hemos señalado: el idealismo. Se nos
asegura que las formas existen sustancialmente; pero es una existencia
subterránea, inaccesible; si las confrontamos con el mundo empírico,
se revelan como simples mitos. Emile Boutroux ofrecía ya en 1914 un
admirable ejemplo de cómo el mito permite eludir elegantemente la
guerra: “La lucha de Descartes contra Kant”. Del mismo modo, en
nuestro tiempo se definió la guerra de Corea como la lucha de la
civilización contra la barbarie. Así se conseguía deshacerse de los
coreanos. En L’Islam du XXe. siécle, ¿quién reconocería a los
proletarios de carne y hueso que adhieren al Partido Comunista? La
democracia inglesa, la obra constructiva de los franceses en sus
colonias, la cultura: detrás de esos grandes ídolos, los explotadores, los
colonos, los privilegiados, creen estar bien escondidos.

El idealismo trascendental completa felizmente, en el conservador, su


idealismo psicofisiológico: éste aísla las cosas de la conciencia, aquél
las sustituye con abstracciones. Esas cosas, privadas de presencia y de
existencia, no son absolutamente nada. Desde ese momento, cada
cual puede aletear a su modo en el cielo inteligible. Tenemos derecho
a dibujar en él relaciones ideales, que no corresponden a ninguna
encarnación terrestre. Burnham, ya lo hemos visto, justifica el régimen
capitalista por el ideal de un derecho no fundado en la fuerza, aun
reconociendo que, de hecho, es la fuerza la que hoy funda el derecho.
Otros vinculan al capitalismo con la Verdad, el Honor, la Libertad: las
Ideas en el cielo, como las palabras sobre el papel, coexisten sin
estorbarse.

Pero la sublimación idealista no es, por lo general, completamente


arbitraria. El doctrinario burgués, valiéndose de un sustancialismo
pluralista para despojar al hombre de las masas de su dignidad
pensante, utiliza el idealismo para excluirlo del mundo de los valores.
Las “bellas categorías” que proyecta en el cielo son, efectivamente,
categorías burguesas: será fácil comprobar que su suerte está
vinculada a la de los privilegiados, y que el oprimido no tiene nada que
ver con ellas.

63
Simone de Beauvoir

Bien sabemos que el concepto de libertad, por ejemplo, se define en


extensión y en comprensión a partir de las libertades burguesas. La
libertad existe donde los burgueses son libres. Así lo dice sin
incomodarse en absoluto un corresponsal de “Paris-Presse” en su serie
de notas “Quince días en Hanoi”. Escribe:

“Haiphong es una de las ciudades más feas del mundo. Sus


olores son atroces, la miseria y la mugre sublevan, la
prostitución florece. Pero es, de todos modos, la libertad”.

Las prostitutas, los mugrientos, los miserables no podrían poner en


tela de juicio la libertad de que disfrutan en Hanoi este buen señor y
un puñado de privilegiados: es la libertad, no hay otra.

Por otra parte, el sentido de la palabra se define positivamente por la


condición burguesa. León Werth lo confesaba claramente cuando
decía:

“En 1950 un régimen de libertad se define por su contrario, que


es el régimen stalinista”.

Es una forma de definirlo de acuerdo con los intereses del régimen


capitalista. En otros tiempos, para el esclavista norteamericano, la idea
de Libertad involucraba el derecho a poseer esclavos, y hoy, involucra,
para el burgués, el de explotar a los proletarios.

Del mismo modo, la cultura, la inteligencia se definen a partir de las


normas burguesas. ¿Dónde se las encuentra? Entre los burgueses.
Michel Crozier, en La Fabricación de Hombres, observa que en los
Estados Unidos los tests de inteligencia, a los que se llama I.Q.,
prueban fatalmente que los ricos son más inteligentes que los pobres.

“Los hijos de los ricos tienen siempre unos I.Q. superiores a los
hijos de pobres. Como los conocimientos y las aptitudes que se
consignan en los I.Q. son conocimientos y aptitudes de ricos, lo
contrario sería sorprendente. ¡Hasta la normalidad norte-
americana es una normalidad para ricos!”

Suele ocurrir que ciertas Ideas brillen con implacable pureza sin que la
burguesía descubra en ellas ninguna encarnación que le concierna; por
ejemplo, hoy se proclama a menudo que la Mujer se pierde, que está
perdida.
64
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

Pero, ¿y el Hombre? ¿Acaso hay aún, en medio de este siglo, un


ejemplar válido del Hombre? Si la élite catastrófica parece dispuesta,
por momentos, a excluirse a sí misma de la humanidad, es sólo porque
se siente en peligro: se fascina sobre la imagen de lo que ella misma ha
sido, porque condena con nostalgia el presente en nombre de un
pasado más clemente. Su pretensión, sin embargo, es tan íntegra
como antes. Más allá de las categorías singulares, monopoliza la
categoría suprema: lo humano. Los pensadores burgueses, ya lo
hemos visto, necesitan creer que el Hombre habla por su boca. El
Hombre indivisible, unánime, único. La burguesía se empeña en
presentarse como clase universal. A partir de la particularidad
burguesa se constituirá, pues, la idea de Hombre. “El hombre es lo que
son los hombres”, dice Marx; ese realismo impide toda mistificación.
Pero el idealista se eleva a la Idea eliminando en sus encarnaciones
todo lo que él considera accidental: es él quien decide lo que mirará
como esencial. Y una vez declarado que sólo él encarna al Hombre,
¿quién tendrá derecho a contradecirlo?

Entre los pensadores occidentales se designa de buena gana al


Hombre con la expresión “persona humana”. Esta Idea nos introduce
en el dominio étnico: veremos, acercándonos a él, por medio de qué
manipulaciones se impide a la masa el acceso a ese dominio.

65
Simone de Beauvoir

LA MORAL
Antes de la última guerra, la moral de derecha era fogosamente
heroica. Spengler, después de Nietzsche, se forma una idea arrogante
del héroe: “Sólo el héroe, el hombre del destino, está, en definitiva en
el mundo real.” Es él quien hace la Historia, él actúa, él guerrea.
Spengler toma a su cargo el elogio que Nietzsche hiciera de la vida del
guerrero y de la muerte militar.

La verdadera comunicación entre los hombres, aquella que el lenguaje


no consigue realizar, se obtiene por la violencia. “La espada es el
camino más corto de un corazón a otro”, escribe Claudel. El pluralismo
de las razas, de las culturas, la separación radical de los individuos
implican que la verdad del hombre no es la amistad, sino la lucha. “No
es verdad que el universo quiera ser feliz y unido. Está dividido,
opuesto en sus partes”, escribe Drieu. Y también: “La lucha de los
existentes no está para ser superada”. En esa época se aplaudía a la
violencia, así careciera de heroísmo: el Hombre se afirma en las
masacres, en los pogromos.

La separación, que es lo mismo que la existencia, se realiza


plenamente en la sangre del prójimo: probamos nuestra verdad
matando, o por lo menos soñando con matar. “Nada se hace sino con
sangre”, escribe aún Drieu en Le Jeune Européen, y: “Confío en un
baño de sangre como un viejo a punto de morir.” Después de haberse
buscado a través de cuatrocientas páginas, Gilles, en la novela del
mismo nombre, llega al momento en que toma un fusil para disparar
sobre los obreros españoles. Drieu admira el dinamismo de los jóvenes
nazis, se alista junto a Jacques Doriot. Entonces se saludaba en
Mussolini, en Hitler, a las encarnaciones del Héroe.

Pero de nada sirvió a la burguesía la sangre derramada. El fusil ha


venido a ser, como la espada,un arma caduca: el asesinato anónimo y
genérico que cumple la bomba atómica no puede ser entendido como
una afirmación de la existencia. Hoy, si ciertos occidentales desean
positivamente la guerra, es sólo por un vértigo de terror. La derecha
vencida se forma una idea de la grandeza mucho más modesta que
antaño. Sus moralistas ya no predican el heroísmo, sino la sabiduría.
Esa trasmutación de la turbulencia fascista en espiritualismo burgués,
es Jaspers, ya lo hemos visto, quien se ha encargado de concebirla. De
66
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

su filosofía de lo Trascendente deriva la moral práctica que él propone


a la élite de postguerra.

Jaspers aún llama héroe al hombre de minorías, y la virtud suprema del


héroe sigue siendo, para él, la nobleza. Pero estas palabras han
cambiado de sentido:

“El único heroísmo que sigue siendo accesible al hombre de hoy


es el de una obra sin brillo, de una acción sin gloria. El verdadero
héroe se caracteriza por la fidelidad que guarda a su vocación.
Hoy el héroe resiste la prueba a que lo somete la masa
inaprehensible. El héroe moderno, en tanto que mártir, no
puede ver claramente a su adversario, y él mismo es invisible en
lo que verdaderamente es”.

De esta suerte, el héroe ha venido a ser mártir, y se define


negativamente, por su resistencia a la masa: una resistencia ciega. No
sabe demasiado bien contra qué lucha, ni qué sentido tiene su lucha:
es la situación de muchos anticomunistas. Jaspers pretende, sin
embargo, imprimir un contenido positivo a la idea de vocación:

“Los mejores, en el sentido de una nobleza de la humanidad...


son... los hombres que son ellos mismos”.

Aclara:

“El maravilloso, el único ser que encuentro es el hombre que es


él mismo. Al ponerlo en discusión todo, al reflexionar sobre sí, se
encuentra consigo mismo en el instante concreto, apoyándose
en sí mismo... Llega a sí mismo como un don. La reflexión sobre
sí mismo trasciende hacia la Existencia de hecho”.

Tal es, pues, el objeto de ese oscuro combate: es preciso mantener la


posibilidad de ser uno mismo. Pero aquí no se trata de un
individualismo anárquico, análogo al de Gide cuando exhortaba a
Nathanael a hacer de sí “el más irremplazable de los seres”. La
autenticidad es, según Jaspers, una superación hacia lo Trascendente:
“Allí donde soy yo mismo no soy solamente yo.” Y esa autenticidad se
adquiere no por la ejecución de actos más o menos gratuitos, sino por
la fidelidad. Aquí Jaspers se acerca a Barrés, que predicaba el
arraigamiento del individuo en “la tierra y los muertos”. Para
realizarse, cada cual debe afirmar sus lazos con su raza, su familia, su
67
Simone de Beauvoir

país, sus tradiciones, sus amistades; debe asumir, a partir de su


pasado, la particularidad de su situación presente. Gracias a la
aceptación de su finitud, alcanza la profundidad y se abre a lo
Trascendente. Este triunfo no es solitario:

“La verdadera nobleza no es cosa de un ser aislado. Consiste en


la comunidad de los hombres independientes. La nobleza de los
espíritus que son ellos mismos se halla dispersa por el mundo.
La unidad de esta dispersión es, como la Iglesia universal, de un
corpus mysticum constituido por una cadena anónima de
amigos.”

El precepto de Jaspers –ser uno mismo– constituye uno de los lugares


comunes más complacientes de la derecha. Cito al azar:

“Hay que devolver su personalidad al ser humano estanda-


rizado por la vida moderna. Los sexos deben ser claramente
definidos otra vez... Importa, además, que el hombre se
desarrolle en la riqueza específica y múltiple de sus
actividades” (Alexis Carrel: La Incógnita del Hombre, 1939).

“El desquite sobre una época que pretende contar sólo para
las masas... es que algunas individualidades sigan siendo
inexpugnables como fortalezas. Nada puede contra ellas. Aquí
un inglés, allá un alemán, y algunos otros hombres dispersos,
ellos solos habrán dominado el debate. Todo el resto son
pavadas" (Braspart, 1948, en La Table Ronde, a propósito de
Jünger).

Claude Elsen, en La Liberté de l’Esprit, en 1949, alaba:

“el único compromiso que vale: el que uno adopta con uno
mismo, consigo sólo, el lúcido cumplimiento de sí mismo y de su
destino solitario, irreemplazable”.

Jacques Laurent escribe en La Parisiense, en 1954:

“Para el escritor, el problema no consiste en aceptar o ignorar la


política, sino ... en ir más allá de la política. Sólo así es él mismo.
Y un escritor que no es él mismo, sobra”.

Etcétera.

68
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

En pocos de estos individuos irreemplazables hallamos también el


sueño de un corpus mysticum. Abellio desea congregarlos en una
especie de arca. Monnerot propone la creación de una orden,
destinada evidentemente a combatir al comunismo. Ya se ha visto la
fórmula que cundió en los últimos años: “Aún somos unos pocos
que...”: el que la enuncia afirma su pertenencia a una élite heroica-
mente minoritaria.

Pero, en fin de cuentas, ¿qué contenido concreto tiene la divisa ser


uno mismo? La respuesta es unánime: debemos diferir. La fidelidad
que predica Jaspers es la afirmación de nuestra finitud singular, o sea
el acto mediante el cual afirmamos nuestra diferencia. La importancia
de esa acción ha sido señalada, entre otros, por Rougemont, que tomó
a Scheler la oposición entre el individuo, simple elemento de la masa,
y la persona, a la que define como:

“el individuo cargado de una vocación que lo distingue de la


masa, pero que lo vincula prácticamente con la comunidad”.

er libre, ser uno mismo, es una sola cosa: distinguirse aún, distinguirse
siempre.

“La única libertad que cuenta para mí, dirá todo verdadero
europeo, es la de realizarme, de buscar, de encontrar, de creer
en mi verdad. No habrá nunca, pues, una libertad real, sino en la
necesidad, el derecho y la pasión de diferenciarme de mi
vecino.”

Rougemont predica con este celo la defensa de Europa contra la


barbarie, en nombre de la Persona y, por lo tanto, de la Diferencia.

Toda la derecha canta a coro. Aron mismo, abandonando su


escepticismo maquiavelista, se exalta románticamente para alabar:

“la vocación irreemplazable de cada ser humano, esa centella


que lo es todo”.

Y es, evidentemente, en el sentido de Persona cómo es preciso


entender la palabra individuo en las declaraciones de Claudel:

69
Simone de Beauvoir

“El individuo ante todo, y la sociedad sólo existe, precisamente,


para sacar del individuo todo lo que puede dar... El individuo es
irreemplazable... No se trata de realizar la humanidad en
general, sino de realizar el individuo”.

La nostalgia de una civilización en la que todo individuo esté “cargado


de una vocación"”, inspiró a Paul Sérant un notable potpourri de
lugares comunes utilizados por la derecha. Escribe, a propósito de los
soldados de Dien Bien Phu:

“Son testimonio de una civilización donde cualquier cosa no está


hecha para cualquiera, donde hay vocaciones, y donde la suya
era honrada justamente, entre las más altas. El mundo moderno
ha jurado acabar con esa civilización... Hasta el concepto de
vocación ha sido deshonrado, al mismo tiempo que el honor
mismo; porque el honor sólo se encarna en el cumplimiento de
una vocación. Pero este horrible desorden no lo aceptan los
mejores: a despecho de la pretensión de nivelamiento y
uniformación, a despecho de todo, las personalidades se afirman
y las castas destruidas se reconstituyen”.

Hay, de todos modos, algo que incomoda en esta cuestión.


Rougemont habla, curiosamente, de individuos que tienen una
vocación. ¿Quién se lo impone? Una vocación, para que merezca su
nombre, debe ser un llamado que uno se dirige a sí mismo; pero si
comprendemos muy bien que los privilegiados reivindiquen las
diferencias ventajosas como condiciones de su autenticidad y de su
libertad. ¿quién, pues, reclamará las diferencias desventajosas? Ahora
bien; las unas no podrían existir sin las otras. No hay ricos sin pobres,
no hay amos sin esclavos. ¿En qué tiempo los hombres reclamaron con
pasión la libertad de distinguirse por la pobreza, la esclavitud?

En verdad, es una broma siniestra pintar el pasado, como una era en la


que los siervos, los artesanos, los obreros, en suma los oprimidos,
vivían honrados, según el llamado de una vocación. Y se necesita una
bochornosa mala fe para sugerir que en una Europa capitalista un
proletario puede buscar y hallar, su irreemplazable verdad. Alexis
Carrel, a pesar de todo, confesaba:

70
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

“Al parecer, la organización moderna de los negocios y la


producción en masa son incompatibles con el desarrollo de la
persona humana”.

Por lo demás, Rougemont y los otros europeos verdaderos admiten,


de hecho, que sólo el Elegido se realiza como Persona. Según Jaspers,
el héroe se define por su resistencia a la masa: si no hay masa no hay
héroe. La existencia de una humanidad indiferenciada es necesaria
para que algunos se distingan vociferando: esta distinción está, pues,
reservada de antemano a algunos. Atribuir a todos los hombres la
dignidad de una persona, es establecer su igualdad, es el nivelamiento,
la uniformación, el socialismo. Pero no se puede reprochar ese
exclusivismo a la civilización. Como “cada ser humano” se distingue
por una “vocación irreemplazable”, el peón, el obrero especializado no
son seres humanos. Poco importa, entonces, que este régimen no le
permita hacer de sí una Persona; sólo merecen el nombre de hombre
aquellos para quienes esa realización es posible: es posible, pues, para
todos los hombres dignos de ese nombre.

Si nos dejáramos engañar un momento por el idealismo interesado


de las personas que se consagran al pensamiento, deberíamos
asombrarnos de su extraña concepción de la ética. Para todos los
verdaderos moralistas, los sabios antiguos o Spinoza, la moral es una
cierta forma de vivir la realidad del mundo, pero aquí se nos propone
disfrazar ese mundo para mantener en él valores caducados. La masa
existe, nuestros ideólogos lo admiten: deberían proponerse, pues,
definir una moral de la masa. En cambio, toman violentamente
posición contra “el mundo moderno”, contra el presente y el futuro,
en nombre de un pasado imaginario.

Pero sus designios son demasiado transparentes para que nos


demoremos en juzgarlos sobre este punto. Se trata, simplemente, de
negar siempre a las masas en beneficio de la élite. En lo que concierne
a la estética, por los mismos procedimientos se persigue el mismo fin.

71
Simone de Beauvoir

EL ARTE
Un héroe de Drieu, admirando las manos de una bellísima mujer,
declara:

“Cuando veía sus pies y sus manos, bendecía la crueldad de su


familia, que desde tres siglos atrás azotaba a los indios para
asegurar la ociosa perfección de dedos tan delicados y firmes”.

Esta ocurrencia provocativa expresa uno de los dogmas aristocráticos


de la derecha: se debe preferir la Belleza a los hombres.

La Belleza es una de las más altas manifestaciones de esa realidad


inhumana que constituye la verdad de lo Humano, y que es preciso
mantener contra los Hombres. “Mantener lo Humano, proceder en tal
forma que perdure aún, por cantos, danzas, monumentos, una
expresión humana del mundo”: tal es, según Drieu, el objeto supremo.
Y las masas son un obstáculo, porque “la humanidad es fea, venga de
Chicago o de Pontoise”.

La suerte de la Belleza se vincula inmediatamente a la del Arte. Es una


realidad dada, que se deja aprehender por la contemplación estética;
pero sólo se cumple plenamente en el Arte que la recrea. Es en el Arte
donde el hombre trasciende definitivamente su propio ser; esa
trascendencia es más importante que las criaturas vivas, que son su
instrumento.

Tal es el sentido de la siguiente declaración de André Malraux, en La


Psychologie de l’Art:

“¡Que los dioses, el día del Juicio Final, hagan empinarse a las
formas que fueron, cuando vivas, el pueblo de las estatuas! No
es el mundo que crearon lo que dará testimonio de su presencia:
¡es el de las estatuas!”

Las formas mediante las cuales se expresa la existencia humana


triunfan sobre la contingencia de sus encarnaciones. Estas son juguete
del destino, mientras que el Arte es un anti-destino, nos establece en
lo eterno.

72
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

¿Qué vale, frente a lo eterno, el individuo efímero? Y los estetas


occidentales no sólo reprochan a este mundo empírico su carácter
perecedero, sino también su desorden, su absurdo. El Arte sustituye
ese caos por un universo ordenado, significativo. Roger Caillois felicita
a Saint- John Perse por hacer que “el universo sólo exista distribuido
en género y especie, en escalones, grados, categorías y promociones”.
Por la gracia de su poesía, “el rito y la ceremonia, por un tiempo y en
cierto lugar, refrenan el tumulto universal”.

Son los intereses del Arte lo que ponderan con más satisfacción los
defensores de Occidente: los otros valores eternos son equívocos,
inaprehensibles. El Arte posee una irrefutable realidad. El hombre de
izquierda la reconoce tanto como el conservador; pero justamente por
esa misma razón se pregunta estupefacto con qué derecho, en las
revistas, congresos y festivales que multiplica desde hace unos años, la
burguesía confunde la causa del Arte con su propia causa.

Esa confusión es un fenómeno nuevo. En el siglo pasado, e incluso a


principios de este siglo, la literatura constituyó a menudo una
auténtica rebelión contra la burguesía: basta con citar a Rimbaud, a
Mallarmé, a los surrealistas. Entonces el momento negativo de la
revolución –y tal es la rebelión– no había sido superado; una
insurrección individual, en el orden intelectual, moral o estética, tenía
un sentido, una proyección. Hoy, ya no es posible estar contra la
burguesía sin aliarse positivamente a sus adversarios: de buen o mal
grado, el artista comprueba que ha terminado por alistarse en una
lucha. Si quiere preservar una independencia anárquica, la burguesía
se lo anexa en el acto; acepta sus insolencias, sus exageraciones, con
una indulgencia maternal, con lo que demuestra cuánta libertad se
otorga a la cultura. Retrospectivamente, la burguesía ha recuperado a
Rimbaud y a Mallarmé. El insurgente de hoy no puede ignorar ese
estado de cosas: o se entrega a la revolución o consiente en servir a la
causa de la civilización occidental. De la poesía, que antaño se
construía sobre la ruina de los valores burgueses, la burguesía hace un
arma y se sirve de ella contra las masas.

Una vez más: ¿con qué derecho? Nos explicamos que los últimos
paganos hayan defendido con desesperación, contra la barbarie

73
Simone de Beauvoir

cristiana, una civilización que creían única. El burgués occidental, sin


embargo, admira las catedrales tanto como los templos. Sabe que,
según una frase de Jacques Soustelle, “siempre se es el bárbaro de
alguien”.

¿Cómo se sirve de su cultura singular para rechazar la que se


manifestará mañana? El civilizado responde que es cosa suya, que le
interesa exclusivamente esta civilización, y que su destino lo arrastra
hacia una era que será el triunfo de lo informe. Nuestra tarea consiste
en demorar esa muerte, y lo que nazca en el futuro, en los siglos de los
siglos, no nos incumbe. Tal argumento, que ya hemos abordado en su
generalidad, es singularmente formal en esta materia: se observa la
misma perversión que en el terreno de la ética. Como la moral, un arte
auténtico afronta al mundo en su devenir constante: pretender limitar
lo humano, y copiar indefinidamente sus formas muertas, es trabajar
contra el arte. Las obras que más aprecian hoy los intelectuales
burgueses son pastiches, y Stendhal, o Madame de Lafayette, a
quienes parodian, fueron grandes, precisamente, por su novedad. Si el
Arte es un antidestino, mañana, tanto como hoy, se sobrepondrá al
tiempo. El primer cuidado de un nuevo Rimbaud sería saltar por sobre
esas barreras que pretenden protegerlo.

Se nos replica que el hombre no puede contrariar al destino sino en


cierto momento de su destino, y que el futuro próximo resucitará la
barbarie de la alta Edad Media. Ese futuro, según las profecías de la
élite catastrófica, es el comunismo: y entre comunismo y cultura hay
incompatibilidad.

Algunos intelectuales y artistas no están de acuerdo sobre ese punto.


Aron y Monnerot los acusan, entonces, de adherir al comunismo,
porque esperan un “ascenso”. ¿Los favorecería, pues, el régimen
comunista? Aun el hecho de que lo crean no probaría nada, porque es
cosa establecida que su espíritu estaba falseado, y su opinión
pervertida por el resentimiento, no cuenta. A sus aberraciones se
oponen evidencias infalibles: por la boca del señor Stanislas Fumet, el
Arte en persona ha tomado la palabra:

“No somos nosotros, escritores, artistas, quienes rechazamos la


servidumbre que se nos promete, es la esencia del arte, la
pureza de su intención lo que se esquiva.

74
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

Aunque nuestra filosofía no lo reconozca... el Arte le dice, con su


infalibilidad, que es un error, y que su aplicación moral es una
impostura. La estética manifiesta el ridículo de la ética”.

La libertad que exige el Arte es la libertad burguesa, la que transa con


la mugre, la miseria, la corrupción: la supervivencia de estas taras,
incluso, le es necesaria. Porque la libertad es la diferencia: se necesita
el mal junto al bien, y los pobres junto a los ricos. Es una nueva
manera de justificar la injusticia: el artista occidental afirma que le es
necesaria para su obra. Escuchemos a Montherlant:

“Yo soy poeta, incluso no soy más que eso, y necesito amar y
vivir toda la diversidad del mundo, y todos sus pretendidos
contrarios, porque son la materia de mi poesía, que moriría de
inanición, se pudriría, en un universo en el que sólo reinasen lo
verdadero y lo justo, como nosotros mismos moriríamos de sed
si sólo bebiéramos agua químicamente pura”.

Es bueno, pues, que millones de hombres perezcan de inanición para


evitarle ese riesgo a la poesía de Montherlant. Una profusión de
genios occidentales le hacen coro: ¡que los famélicos, piojosos y
bárbaros no cambien de condición, porque son necesarios a mi obra!
Los espíritus distinguidos los aprueban: suprimir el mal sería afear la
tierra, eliminar esa “sal punzante” que confiere un gusto a la vida. Una
de las virtudes de nuestra civilización estriba, precisamente, en que es
culpable, explicó Thierry Maulnier. La desventura de los hombres es
necesaria a lo Trascendente, afirma Jaspers, y se nos asegura, además,
que es indispensable a la Belleza y al Arte. Las doctrinas y las políticas
que tienden a la felicidad humana son bajamente ametafísicas y
groseramente antiestéticas. Conservemos, pues, este mundo tal como
es.

Pero no se ve claro por qué una humanidad renovada ha de ser


incapaz de manifestarse “por cantos, danzas, monumentos”. Y los
conservadores repiten tanto que “siempre habrá infortunio sobre la
tierra”, que se les puede devolver el argumento: barrida la opresión,
comenzará la verdadera historia de la humanidad, y nadie ha dicho
que será fácil, sino que, en verdad, nos es imposible preverla. Todo
aquel que dude a priori de la novedad puede ser, acaso, un académico,
pero no es un artista. Mascolo lo indica atinadamente:

75
Simone de Beauvoir

“Cualquiera sea el grado al que podemos reducirlo, no es ser


demasiado optimista pensar que siempre quedará bastante
‘destino’ para provocar el acto artístico que consiste en figurar
su negación”.

Añade:

“Este arte cómplice del infortunio no puede ser un gran arte.


Termina por traicionar al infortunio, y de ese modo por
traicionarse a sí mismo”.

Pero sería ingenuo tomar en serio el charlatanismo interesado de los


genios occidentales: su propósito es harto manifiesto. Drieu, que en su
juventud se dejaba embaucar fácilmente por estas concepciones,
confesó francamente:

“No sé amar. El amor a la belleza es un pretexto para odiar a los


hombres”.

Estas palabras confirman lo que Sartre probó en Saint-Genet:

“El estatismo no procede en absoluto de un amor incondicionado


a lo bello: nace del resentimiento”.

Es un arma que se utiliza para justificar el orden establecido, y por otra


parte para creerse con derecho a despreciar a los oprimidos y
sacrificados por ese orden.

Miembros de la élite norteamericana me presentaron un día el


siguiente razonamiento:

“Los libros de Hemingway son bestsellers; el gran público sólo


gusta de la mala literatura; Hemingway, pues, hace mala
literatura”.

El silogismo es riguroso, pero es preciso aceptar la premisa según la


cual masa y valor se excluyen. Ese principio de exclusión sirve de
fundamento a la estética de la derecha. Sólo lo raro es valioso: al
vulgarizarlo lo destruimos. Así ocurre, por ejemplo, con la elegancia. Es
una noción puramente negativa: la elegante se afirma como tal en la
medida en que se diferencia de las demás mujeres; si todas vinieran a
ser elegantes, ninguna lo sería, y la noción misma de elegancia se
desvanecería. De ahí que, entre los valores estéticos, sea la elegancia
76
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

el que la élite exalta más complacida; y luego la distinción, que es por


definición monopolio de unos pocos. Se concíbe la belleza misma
como difícil, secreta, inaprehensible para los vulgares; el que ama la
vulgaridad queda desacreditado inmediatamente.

Hay, sin embargo, un concepto estético cuyo contenido parece más


positivo: la calidad. De hecho, su suerte está vinculada estrechamente
a la de las sociedades jerarquizadas. Cada persona humana, si se
conserva prudentemente en su lugar, posee cierto valor sustancial;
éste se manifiesta en la gracia de un gesto femenino, en la nobleza del
gesto de un labrador, y sobre todo en la calidad del objeto hecho por
el artesano. Pero el artesano produce poco: el objeto de calidad es
raro, reservado a un puñado de amateurs, y sólo ellos son capaces de
apreciarlo. Lo que le confiere su valor no es tanto su gracia sensible
como su carácter aristocrático. Un vino viejo entrega al conocedor que
lo de guste una forma sustancial: la Francia real. Aunque tuviese
exactamente el mismo sabor, el mismo bouquet, ese vino, producido
en serie, ya no daría pretexto a los conocedores para distinguirse; tal
vez lo bebiesen con placer, pero ya no les interesaría.

Del mismo modo, el encaje hecho a máquina, copia tan exacta del
encaje a mano que imita hasta sus defectos, no posee valor alguno,
porque se lo produce en masa y es accesible a las masas: ningún valor
económico ni estético, lo uno y lo otro se dan juntos. A pesar de las
apariencias, la idea de calidad encierra también un principio de
exclusión: se puede afirmar que en una humanidad masificada, el Arte
y los valores estéticos estarían ausentes, porque sólo se define válido
lo que se rehúsa a las masas.

77
Simone de Beauvoir

VALOR Y PRIVILEGIO
Así justifica la élite el orden que la favorece. Los hombres no cuentan:
sólo cuenta la realidad sobrehumana que encarna exclusivamente en
las sociedades jerarquizadas. La élite participa de esa realidad en el
grado más eminente; y el individuo, si quiere alcanzar una verdad,
realizarse como persona, manifestar la belleza, no tiene otra opción
que aceptar la jerarquía. Entonces los Selectos lo reconocen como su
semejante, y le conceden la famosa “igualdad en la diferencia”.

El hecho es que aquellos a quienes se impone la diferencia se sienten


menos iguales, como diría George Orwell, que aquellos otros que la
escogen; por lo general, ni siquiera se sienten iguales del todo.

Pero su indisciplina los hace caer en la masa, cuya grosera existencia


empírica no puede ser legitimada por nada. La masa no llega a lo
Cierto, ni al Bien, ni a lo Bello. Lo divino terminaría por ser humano, y
por lo tanto perecería, si fuese común a todos; pero no corre el riesgo,
porque se lo define a partir de un principio de exclusión. Hemos visto
cómo, con el pretexto de defender los valores, la civilización burguesa
veda a la generalidad de los hombres los derechos y ventajas a los que
presta su nombre. El pensador occidental pretende, sin embargo, que
los valores son universales: gracias a él, el universo queda reducido a
unos pocos.

Hay, sin embargo, un paso difícil de cumplir: ¿qué relación sintética


une los valores vitales o espirituales a los valores materiales? ¿Y estas
dos últimas palabras, no se dan de patadas, puesto que la materialidad
es cosa indigna? Los santos consideraban que la virtud tiene su fin en
sí misma; si esperaban una recompensa, la imaginaban de orden
espiritual, como la virtud misma. En rigor, se podría concebir que el
Sabio y el Héroe pretendan guiar a los demás hombres, y ser honrados
por ellos: pero no que reclamen ser mejor pagados. A través de la idea
de mérito, la moral burguesa, sin embargo, asocia misteriosamente el
valor al goce. Scheler no vacila en declarar:

“Los valores de deleite, como los objetos o las relaciones que los
representan, no deben, pues, ser repartidos entre los hombres
según la justicia, sino en tal forma que los hombres puedan
pretenderlos en proporción de su valor de vida. Y toda ‘justa’
distribución de los valores de deleite, realizada o latente,
78
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

constituiría una injusticia clamorosa para con aquellos que


representan los valores de vida superiores”.

La reclamación de bienes materiales en nombre de virtudes


inmateriales pocas veces se presenta en forma tan ingenuamente
cínica. Por ejemplo, se prefiere sostener que la fortuna, el ocio, las
libertades burguesas son necesarias a la promoción de las virtudes
superiores, de las altas cualidades. Es preciso azotar a los indios para
que las manos de la hermosa Camila sean tan perfectas. Pero esta
maniobra es peligrosa: cuando se empieza a introducir en un sistema
la materialidad, es difícil poder con ella. Si los méritos que se atribuye
la élite dependen de las condiciones empíricas de su existencia,
¿no puede suponerse, acaso, que todos los hombres, igualmente
favorecidos, serían capaces de elevarse a las mismas cumbres? Y ya se
ve adónde amenazaría conducirnos una hipótesis semejante.

El argumento más serio es el que indica Jaspers. La supervivencia de


una “nobleza de la humanidad”, las existencias de lo Trascendente,
requieren el mantenimiento de una sociedad jerarquizada, y que
implique, por lo tanto, desigualdades materiales. Si la élite no tuviese
una fuerza económica suficiente para controlar a la colectividad, ésta
no tardaría en masificarse. El alma noble, por lo tanto, no reclama
directamente unas ventajas empíricas: sólo quiere que se perpetúe, en
beneficio espiritual de todos, esa situación que circunstancialmente le
es ventajosa.

El sistema es muy coherente: tiene la coherencia de una tautología. Y


el postulado en que se funda es tan arbitrario como un acto de
violencia: se declara a la masa privada de sustancia, y todo lo demás
se sigue por consecuencia. Pero, ¿en qué se reconoce la riqueza
ontológica de un grupo o de un individuo? La sustancia no pertenece
al mundo empírico, y sólo se manifiesta en él por señales. Ahora bien:
la única señal que distingue al Elegido es el privilegio. A través del
privilegio la élite se reconoce, se afirma, se separa.

Toda la astucia consiste en hacer del privilegio la manifestación de un


valor cuya presencia confiere precisamente al privilegiado el derecho
al privilegio: él debe detentar un poder económico que le permita
defender el bien que se encarna en él y cuya señal es, justamente, ese
poder. Dicho de otro modo, el Elegido merece los valores de deleite,

79
Simone de Beauvoir

puesto que los posee. La confusión es normal, pues la escala de


méritos ha sido elaborada por los poseedores con el fin de legitimar
sus posesiones. Disimulada en el espesor de vastos sistemas, la
ideología burguesa se resume en esta perogrullada: el privilegio
pertenece al privilegiado.

Un anticomunista de los más sañudos, Guido Piovene, demostrando la


necesidad de la “guerra fría”, confirma exactamente estas conclusiones:
confiesa que las justificaciones propuestas por la innumerable literatura
anticomunista son todas patrañas:

“La mayor parte de esos argumentos nos dejan perplejos, y si no


nos limitamos a una adhesión de carácter práctico, los
encontramos poco explícitos, superficiales, circunstanciales,
tanto como los que lanza contra nosotros el adversario. Apuntan
siempre demasiado alto o demasiado bajo... Yo dejaré de lado
los argumentos que proceden del idealismo en cualquiera de sus
formas, y que invocan la prioridad y la superioridad del espíritu
y el espíritu que hace la historia. Estos argumentos han caído
definitivamente en lo baladí. Es igualmente inútil esgrimir las
razones patrióticas Pero hay un argumento al que los
intelectuales son sensibles, y que ocupa con sus variantes miles
de obras y opúsculos: se refiere a las mentiras del mundo
comunista, su desprecio por la verdad. Ahora bien: todos
sufrimos, en mayor o menor grado, la misma crisis de la verdad
y del alma, y nadie puede hacer una afirmación categórica”.

Piovene concluye:

“En mi país, la burguesía está poco convencida, y tiene pocas


razones válidas para defenderse, salvo el instinto de
conversación y su propósito de conservar sus posiciones,
provistos sus miembros de los valores que llevan en sí mismos
por el simple hecho de vivir”.

80
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

LA VIDA DE LOS ELEGIDOS


Como la superioridad del privilegiado es la última justificación del
sistema que lo favorece, es preciso estudiar más de cerca esa alta
figura del Hombre. Los Elegidos han excluido de su universo espiritual
al resto de la humanidad. Están entre sí, entre sus pares. ¿Qué
maravillas no harán de sí mismos?
Según lo que precede, no es en la acción donde conviene buscar la
“clave” de su existencia. El hecho es que los miembros activos de la
burguesía persiguen en este mundo empírico fines que les interesan
sólidamente; y sus ideólogos atribuyen místicamente a la defensa de la
civilización de los valores una importancia objetiva, a saber que los
hombres empeñados en ese combate se superarían auténticamente
hacia realidades trascendentes. Sin embargo, ya hemos visto que la
lucha es hoy más negativa que conquistadora, y que en consecuencia
la moral de la burguesía se inclina al quietismo: su visión del mundo, y
su psicología inmanentista, se orientan en ese sentido.
El pensador burgués justifica el quietismo por medio del catastrofismo
histórico. Ese pesimismo coincide, a menudo, con un optimismo
cosmológico: la Historia está condenada, pero el universo es, en suma,
bueno, o así permite juzgarlo la mayor amplitud de un criterio estético.
Nietzsche predicaba el amor fati1: es preciso, enseñaba, “decir sí a la
vida”. Tras él, los que ocupan en el mundo los mejores puestos, se
resignan valientemente a aceptarlo tal cual. Montherlant, por ejemplo,
no dejó de proclamar siempre, a lo largo de su vida: “Todo está bien”.
En 1925 escribía:
“Sí, todo el mundo tiene razón, siempre. El marroquí y el
gobierno que lo ametralla. El cazador y su presa. La ley y su
transgresor. Y yo, cuando escribo tranquilamente estas cosas. Y
yo si las escribiera maldiciéndolas exaltadamente”.

Lo repite en 1938 en sus Carnets:

“¿Cómo podemos soportar nosotros, los felices, la miseria del


mundo? Así como soportamos que sea de noche en Nueva York a
la hora en que luce el sol en París”.
1
Amor fati es una definición en latín que se traduce como «amar el destino». Tiene su origen en
la escuela de los Estoicos. Nietzsche escribe: “Mi fórmula para expresar la grandeza en el hombre
es amor fati: el no-querer que nada sea distinto ni en el pasado ni en el futuro ni por toda la
eternidad...”
81
Simone de Beauvoir

Y en 1951 pronunciaba las palabras siguientes:

“¿Qué hice yo en cuarenta años sino aceptar? Aceptar a los


otros, aceptarme yo mismo, aceptar las circunstancias. Aceptar
aprobándolo. Ahora vivo en un mundo donde todo está
marcado por el triple sello de la locura, de la bajeza del horror.
Y, sin embargo, esta adhesión universal me hace estremecer aún
hoy ante aquella frase que ya me conmovía misteriosamente a
los veinte años: A pesar de mis desdichas, mi edad avanzada y la
grandeza de mi alma me inducen a hallar que todo está bien”.

Todo está bien si tenemos un alma tan grande que soporte la miseria
ajena y nuestros propios privilegios. La comparación de Montherlant
sugiere discretamente que el destino de los hombres imite los grandes
ciclos naturales: mañana, el desocupado será a su vez millonario, y
Montherlant bajará a las minas a extraer carbón. Y si la rueda no gira
tan rápido, muchos sabios nos predican la equivalencia de todo y
nada: la ausencia de Dios equivale a su presencia, la nada de la
conciencia nos remite a la plenitud del Ser, la miseria del hombre
constituye su grandeza, y por el desamparo se llega a la riqueza
verdadera.

Una dialéctica mutilada, en la que tesis y antítesis se identifican en


forma inmediata, sin que se opere su pasaje conjunto a una síntesis
superior, tal es el método que la derecha emplea de buen nado para
confundir las cartas y para detener la Historia. El esclavo no tiene por
qué convertirse en amo: ya lo es, o por lo menos el amo lo afirma.

Su filosofía puede tomar todas las apariencias que se quiera, pero en


una forma u otra –estoicismo, mística, naturalismo–, esa actitud de
consentimiento que maravilla a Montherlant está muy difundida entre
los privilegiados.

También la preconiza Pingaud en su Eloge du Consentement: “El


consentimiento es lo contrario de la conquista”. El hombre que
consiente:

“no puede admitir una vinculación con nadie, rehúsa pertenecer


a nadie, ni siquiera a sí mismo, no trata de realizar obra alguna,
no milita en ninguna causa, no propone reglas. Tiene para sí la
eternidad, porque vive ya, arbitrariamente, en la eternidad. No

82
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

teme morir, porque ya está muerto. Y como ya está muerto,


como vive ya en la eternidad, este hombre puede asumir la
historia sin remordimiento y sin cálculo. La asume no como una
tarea que le aprovechará, como una conquista de la que saldrá
más fuerte, sino como una evidencia que debe comprobar
necesariamente. El hombre de consentimiento será, pues, el
amigo y el servidor de todos. Su amor, su fidelidad, son
universales”.

Vemos en este texto cómo las ideas de consentimiento y de ataraxia


se asocian estrechamente: se trata de no tomar partido, de no hacer
nada. Esta manera de asumir la historia, limitándose a tomar nota de
ella, es poco más o menos la que enseña Jaspers, que se interesa en el
rechazo bajo la triple fórmula del suicidio, de la mística y de la ironía, y
pasa por alto la acción revolucionaria. Es la fidelidad, esencialmente, lo
que proclama con énfasis; la fidelidad consiste en anclar en el pasado y
soportar la finitud de nuestra situación presente, tal como se nos da.
Teñida de ironía, de melancolía, o iluminada por una mística, la
sabiduría burguesa propone sistemáticamente esta divisa: aceptar.

Pero, ¿excluye completamente la acción? En este punto no todos los


intelectuales de derecha están de acuerdo. Claude Elsen y Claude
Mauriac debatieron largamente sobre ello, hace tiempo, en La Liberté
de l’Esprit; y más recientemente lo hicieron Jacques Laurent y Thierry
Maulnier. Elsen y Laurent son quietistas intransigentes; actuar es
ensuciarse, el menor gesto perturbaría el puro milagro de ser uno
mismo. Claude Mauriac admite que, para preservar los valores que
exceden a la acción, es preciso, a veces, actuar, y Thierry Maulnier
estima que ciertos principios eternos deben ser efectivamente
defendidos. Lo cierto, en todo caso, es que se figuran al individuo
como una cosa distinta a sus actos, no definida por ellos: su verdad
está en otra parte.

El valor que distingue al hombre de élite, efectivamente, no es cosa


que se adquiera: vital o espiritual, la nobleza es una gracia innata. ¿Y
cómo una causa cualquiera podría interesar seriamente a un individuo
lúcido, que se siente encerrado en su inmanencia? No hay relación
auténtica sino con el propio yo: todo fin exterior nos es extraño; si
perseguimos uno, no es que éste nos solicite objetivamente; se trata
de un capricho subjetivo.

83
Simone de Beauvoir

La crítica que del marxismo hacen los anticomunistas se funda


íntegramente, ya lo hemos visto, sobre esta radical disección del
sujeto y de sus fines; las acciones que pretenden ser desinteresadas no
son más que el disfraz de unos designios egoístas. Esta interpretación
es, evidentemente, proyectiva: para la burguesía, cuya situación está
ya cómodamente asegurada, y que se confina fundamentalmente en
el egoísmo, la acción es un lujo superfluo, un juego gratuito. Drieu
expresó con énfasis, en La Suite dans les Idées, esa indiferencia por el
contenido de la decisión que nos lleva a tomar partido:

“¿Y por qué no habríamos de cambiar de bandera? ¿Por qué no


habríamos de preferir el rojo al blanco? Así nos conducimos en el
amor. Queremos lo nuevo. Nos lo ofrecen, tomémoslo”.

“¡Lo nuevo, lo nuevo! ¡Arrojemos las bombas!” Y, de hecho, Gilles, el


héroe de Drieu, se escoge una ideología como se escoge una camisa en
una tienda de lujo. Opta al principio por el comunismo, luego se
asquea y se hace fascista. Ramón Fernández, después de cumplir una
pirueta análoga, declaraba en la misma época: “No me gustan más que
los trenes que parten”. ¿Con quién viajaba, cuál era el destino de su
tren? Nada de eso importaba. Si obramos, es para proporcionarnos
satisfacciones objetivas, una impresión de novedad, o de movimiento,
o de valor. Quien se imagina una finalidad exterior a sí mismo es un
incauto. Lo afirma Montherlant en Service inutile:

“Me dirá usted que ninguna causa vale que se muera por ella. Es
muy probable. Pero no sufrimos o morimos por esa causa, sino
por la idea que ese sufrimiento y esa muerte nos dan de
nosotros mismos... Es preciso ser absurdo, mi amigo, pero no
ser incauto. No haya piedad con los incautos”.

Montherlant vuelve a predicar esta sabiduría maquiavelista en Le


Solstice de Juin:

“La persona del adversario, y las ideas que se supone


representa, no tienen, pues, ninguna importancia. El combate
sin fe es la fórmula a la que llegamos forzosamente, si queremos
mantener la única idea aceptable sobre el hombre: la idea en
que aparece a la vez como héroe y como sabio”.

84
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

Cuando, en una entrevista, Roger Nimier dijo sustancialmente: “No, no


he sido miliciano de Vichy: el azul no me sienta”, continuaba esa
tradición. La frivolidad afectada de su frase significa que le negaba al
mundo exterior toda verdad, y que sólo se la acordaba a sí mismo.
Jacques Chardonne abunda en el mismo sentido cuando escribe en sus
Lettres á Roger Nimier:

“Nuestras opiniones significan que estamos hechos así, y eso es


todo. Miro mis propias opiniones, y las de los otros, como
chiquilladas. A esa conclusión me llevan mis estudios.
Actualmente, las opiniones políticas del francés son las
opiniones de una mujer nerviosa; y las ideas de una mujer
nerviosa, ya sabemos de dónde salen. Eso no me gusta”.

El desdén por los fines objetivos se manifiesta, igualmente, en la


mitología del jefe, tal como lo concibe la derecha: no es su obra lo que
interesa, sino su figura. Los poemas de Drieu sobre “el Dictador”, su
novela de L’Homme á Cheval, son significativos. El héroe de la novela
se convierte en dictador por azar, sin motivo alguno; no tiene un
programa definido. Como es dictador, se inventa una causa, necesita
un pretexto para manifestarse; pero en realidad es indiferente a todos
los partidos, alejado de su propio país y del mundo entero. La
dictadura sólo le sirve, finalmente, para exaltar la nobleza de su alma.
Mediocre, un príncipe se limita a ejercer el poder por el poder; pero si
es de buena calidad, el jefe convierte el poder en una ascesis; llega a
ser el más grande de todos, porque es el más solitario. Como no tiene
igual, difiere de los otros más que otro alguno, es más él mismo. En él,
el hombre de élite alcanza la más alta individualidad. Y su autoridad
procede, precisamente, de ese hecho: sus partidarios le obedecen no
porque tomen a su cargo los fines objetivos que él persigue, sino
porque sufren el ascendiente de su personalidad. Como el Señor, por
las mismas razones, reclama una adhesión incondicionada en nombre
de cierta Gracia que lo habita.

Max Weber proponía, antes de la última guerra, un retrato del jefe


“carismático” que Aron resume así:

“Consagrado por entero a su misión, apasionado y sin embargo


lúcido, es el amo de sus tropas, triunfa por el ascendiente de su
personalidad, no por el halago o la demagogia”.

85
Simone de Beauvoir

Es como el profeta judío, “que fustiga al pueblo y que se impone como


jefe porque está dotado de virtudes extraordinarias”. El mito ha
perdido su brillo después de la muerte de Mussolini y de Hitler, pero
sobrevive. Es notable, por ejemplo, que Malraux, hablando en “Paris-
Match” del general De Gaulle, no tenga una palabra para indicar que el
programa o los fines del degaullismo le han interesado: declara que le
seduce, simplemente, la grandeza del hombre.

El sentido y el alcance de esta actitud subjetivista se manifiesta en su


más prístina evidencia en el ensayo con que Thierry Maulnier
reivindica para el hombre “el derecho a equivocarse”. Declara: “El
derecho a equivocarse es el derecho fundamental del ser humano, e
involucra a todos los demás”.

Claro que el reconocimiento de ese derecho implica necesariamente


una concepción global del hombre: la que, reduciéndolo a su
inmanencia, autoriza todas las reivindicaciones egoístas del burgués.
Para un hombre que crea en la importancia de sus fines, el fracaso es
una desventura absoluta: es imposible salvarlo, sino con una
reparación objetiva. Es verdad que Thierry Maulnier no aceptaría,
quizás, mantener en su puesto, en nombre del derecho al error, a un
ferroviario que ha provocado un grave accidente; aunque se le
encuentren excusas, es objetivamente descalificado. El derecho a
equivocarse implica, pues, que la moral no se sitúa en este mundo
empírico, sino en un plano trascendente, o sea, de hecho, subjetivo.

El bien está en el cielo, y la calidad del alma que lo persigue no


depende de su éxito, sino de la pureza de su intención. La moral de la
intención cuadra al subjetivismo burgués, pero contradice la idea
misma de tentativa; ¿por qué perseguir fines empíricos, si éstos no
tienen ninguna significación ética? La contemplación es la única
relación con lo Trascendente que podamos concebir. Lo más
lamentable, en este asunto, es que los “errores” defendidos por
Maulnier son de una índole muy concreta: son faltas políticas que han
puesto en juego vicios humanas. ¿Habremos de admitir que el
homicidio no tiene nada que ver con la Época? Tal vez, si la existencia
empírica de los seres humanos no cuenta para nada; pero entonces
admitir los crímenes que se cometen contra ellos no es siquiera un
“error”; deberíamos, más bien, seguir a los personjes de Sade, y
declararnos autorizados a pisotearlos.

86
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

Sin embargo, el subjetivismo burgués no asume esta forma extrema. El


burgués está integrado en el orden que defiende, y aun si estima, en
definitiva, no tener que rendir cuentas a nadie, se ajusta a ese orden, a
través de sus relaciones con el prójimo. A falta de actos, se le exige
una conducta. ¿Qué ley seguirá esa conducta?

La jerarquía social ofrece una respuesta: en el mundo burgués, las


relaciones que los individuos sostienen entre sí nunca son inmediatas.
Cada cual es reconocido por los otros a través de la función que
cumple y que lo valoriza; y ese reconocimiento está regido por ritos y
ceremonias, tiene un carácter institucional. Las costumbres, las leyes
definen las relaciones de los padres con los hijos, del marido con la
mujer, del jefe con sus subordinados, y a la inversa. La cortesía, el
saber vivir recuerdan constantemente a los burgueses que deben
comunicar tan sólo por intermedio de la sociedad. El respeto que se
demuestran los pares manifiesta su deferencia para con la forma o la
institución que se encarna en cada uno de ellos: dos generales que se
saludan entre sí saludan al ejército.

En la medida en que las circunstancia singulares exceden las


previsiones del código establecido, los seres de calidad se reconocen
por inventar instintivamente una conducta adecuada: ese instinto es el
sentido del honor. “El honor es cuestión de sangre, no de
entendimiento”, declara Spengler. “No se reflexiona sobre ello; si
reflexiona, ya está uno deshonrado.” El honor asume diversas
características: en el inferior es fidelidad, devoción; entre pares es
lealtad; en el Amo, la virtud esencial es la justicia. Se conocen muy
bien las mitologías que exaltan esta moral: la simple dignidad de las
mujeres y de los buenos servidores, las disciplinas aceptadas, las
obligaciones asumidas, el hijo y el padre, el soldado y el jefe, el
matrimonio, el hogar, la familia. De Henri Bordeaux a Claudel, una
innumerable literatura alaba las instituciones burguesas y las altas
virtudes que éstas hacen florecer.

Lo malo es que esos mitos han envejecido un poco. Las viejas


jerarquías se tambalean, el orden del mundo es incierto, el honor
languidece: es el tema de muchas lamentaciones. Frente a las masas,
no transfiguradas por ningún elemento inhumano, el Elegido vuelve al
solipsismo: “Todo lo que es humano me es extraño”, concluye el héroe
de una novela de estos días. Es lógico, puesto que la derecha sólo

87
Simone de Beauvoir

admite relaciones mediatizadas entre los hombres; cuando la


institución sucumbe, cuando la mediación se desvanece, quedan
frente a frente dos átomos aislados. Henri Bordeaux conduce en línea
recta a Roger Nimier.

Escéptica, y ya no “bien pensante”, la literatura de derecha se


encierra, pues, en el subjetivismo. Ninguna comunicación real entre
los seres humanos se concibe ya. El amor, por ejemplo, no es unión
sino soledad: un idealismo psicológico inspirado en Proust, cierta
interpretación del psicoanálisis, autorizan a considerar al amor como
un fenómeno inmanente. Es el tipo mismo de la “alucinación falsa”. El
objeto es sólo un pretexto; en realidad, el enamorado está solo con su
placer, su deseo, sus mitos, sus complejos, sus delirios. Por lo tanto, su
conducta para con el ser humano sólo le concierne a él: Costals, en Las
Muchachas, de Montherlant, a través de Solange Dandillot y de los
menudos afanes y esparcimientos que le procura, no tiene otra
relación que consigo mismo; determina sus gestos de acuerdo con la
actitud que desea componerse. El sistema se extiende a todas las
relaciones humanas. Para con los inferiores, por ejemplo, una virtud
apreciada es la generosidad; pero el acto generoso, tal como lo
concibe la derecha, no es respuesta a un llamado procedente del
exterior, ni siquiera es motivado por las necesidades del prójimo: es un
pretexto por el cual el hombre superior manifiesta su “nobleza vital”, e
incluso, como en el rey de Nápoles, de Claudel, para que pruebe su
desprendimiento ante los bienes de este mundo. Pero el Elegido
puede igualmente rechazar caprichosamente la generosidad: se
divertirá demostrando su indiferencia para con el prójimo, o la
soberanía de su libre arbitrio, o su rechazo de las virtudes
tradicionales. De todos modos, como no está fundada en nada, su
conducta es gratuita. Es lo que significa, también en Montherlant, el
apólogo de los insectos: el fuerte puede jugar con los débiles al juego
que se le ocurra, él es el Amo.

La única preocupación del Elegido será, pues, el culto de su yo, es


decir, el cultivo de sus diferencias. Por ejemplo, los varones,
constituidos en élite, afirman orgullosamente su virilidad, conforme a
una mitología sexual harto conocida. La mayoría de los Elegidos se
atribuyen una especialidad racial que conciben como una superioridad:
piensan y viven como bretones, como “mediterráneos”, como hijos de
marinos, como descendientes de bravos caballeros, de grandes
88
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

burgueses, o del viejo campesinado de Francia. Se identifican con su


función social: en ellos se encarnan la madre, el abuelo, el marido;
atribuyen a su oficio, en la medida de lo posible, el carácter sagrado de
una vocación. Si desean individualizarse más –o si ése es su único
recurso– se aplican a crearse lo que se llama una personalidad;
asumen un carácter, en tal o cual materia se presentan como
aficionados, conocedores, partidarios de tal o cual escuela; en su
manera de vestirse, en el estilo de sus muebles, hasta en la selección
de los objetos que se llevan a la tumba, singularizan su personalidad.

La conducta de estos seres debe ser, por cierto, singular. Un héroe de


Montherlant se aleja bruscamente de la mujer a la que abrazaba
porque muchas parejas repiten en el mismo instante ese mismo
abrazo. Aquí también, lo negativo triunfa: se trata de no asemejarse a
los otros. En una sociedad decadente, en que la vocación, el honor no
gozan ya de mucho crédito, la única moral positiva es de orden
estético. El gesto sustituye a la acción; el gesto, es decir, el acto
vaciado de su contenido, y considerado a distancia, como objeto de
contemplación. Esa distancia se obtiene, justamente, por medio del
esteticismo. Pero el valor más estimado, en ese sentido, es la
elegancia, y la elegancia se define, ya lo hemos visto, por un principio
de exclusión. La única regla es escandalizar, sorprender, probar en
suma que se es diferente. Una ley tan formal no puede engendrar
ninguna plenitud. Apartado de sus semejantes y de todo fin real, el
Elegido hace una vida sin contenido; no hace nada, no rige nada y,
para quien lo mida con un criterio objetivo, no es nada.

Pero ha encontrado un medio de eludir esa apreciación: presta cierto


volumen a su vida, objetivamente vacía, interiorizándola. Véase la
conversación operada por la derecha después de la derrota nazi:
sustituyó el heroísmo por vida interior. Instruida por la historia, la élite
catastrófica sabe que es más prudente confrontarse secretamente
consigo mismo que afrontar abiertamente un adversario. La nobleza
de la sangre se inscribía en la sangre derramada; la del alma, se oculta
en los repliegues del alma.

Las filosofías de lo Trascendente se elaboran deliberadamente para


permitir al individuo que se refugie en su propia inmanencia. El que
cree sinceramente en lo Trascendente experimenta su fe en la
angustia. Los santos sabían que es difícil distinguir la voz de Dios de la

89
Simone de Beauvoir

del diablo: ninguno de aquellos que pasaron por santos se jactó de


serlo; esa sola pretensión habría bastado para corromper sus virtudes.
Si nuestros modernos héroes tienen menos escrúpulos, es porque lo
Trascendente no es más que un fantasma que les sirve de nexo entre
ellos y sí mismos. Lo sacan de sí mismos, proyectando sobre él sus
particularidades eminentes; vuelven, pues, a encontrar en sí mismos la
evidencia de su presencia, y ello basta para justificarlos. En verdad,
sólo la acción empírica, la superación práctica de un hombre a través
de fines terrestres lo arrancan a su inmanencia y lo definen
objetivamente; el Elegido, en cambio, desdeña arriesgarse en la tierra,
definirse en ella, medirse en ella. Prefiere afirmar, sin otra prueba que
su propia autoridad, que en el silencio y la soledad de su alma conoce
su valor, su mérito, su participación en lo inhumano que diviniza al
hombre.

Ninguna impugnación podría contra esa evidencia íntima. Hasta la vida


intelectual se sustrae, puesto que la verdad sólo se entrega en una
experiencia singular, a menudo inefable, nunca enteramente comuni-
cable. El hombre de derecha se refugia de buen grado en la fuerza, tan
irrefutable como injustificable, de su intuición subjetiva; es preciso que
los judíos tengan algo de particular, puesto que yo no puedo sufrirlos.
Sin ofrecer ninguna prueba objetiva, cada cual puede creerse el más
clarividente, el más sutil, el más profundo de los hombres: le basta su
propia aquiescencia. Las cualidades éticas y estéticas –nobleza,
delicadeza, grandeza, autenticidad– son las más fáciles de atribuirse,
puesto que la discusión no versa sobre ningún objeto; el sujeto se
ocupa solamente de sus estados de alma, los compara, los combina,
los contempla, los medita en forma tal que puedan engendrar otros. El
examen de conciencia, el análisis psicológico son pretextos de que se
vale para distinguirse, sin riesgos, ante sus propios ojos. La gran
ventaja de la vida interior es que nos permite a todos preferirnos a
todos.

Esa vida oculta, sin embargo, se exterioriza de buena gana en


conversaciones, cartas, diarios íntimos, ensayos y novelas. A la larga se
cansa uno del silencio, de la soledad, del vacío, y entonces tiene el
recurso de apropiárselos en forma de literatura. La literatura es poco
más o menos la única actividad que parece bastante alejada de lo real
como para que un quietista intransigente acepte consagrarse a ella.

90
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

Pero aún es preciso que escribir no constituya una acción: nada inspira
tanto horror a la derecha de hoy como la literatura “comprometida”.
También en esa materia las cosas cambiaron desde 1944.

Drieu, antes y durante la última guerra, se había lanzado en cuerpo y


alma a la literatura política. En una conferencia pronunciada durante la
ocupación, Maxence les reprochaba con violencia, a los “clercs” de
entre las dos guerras, el haberse mantenido al margen de la contienda.
Es que entonces los intelectuales de derecha creían estar en el bando
vencedor: era la época del heroísmo.

Ahora, asqueados de la acción, quieren una literatura que se


mantenga fuera del mundo, que los ayude a disimular, a negar, o por
lo menos a huir de la realidad. Una vida sin contenido exige
evidentemente libros sin contenido. La literatura tiene un valor en
tanto distinga del vulgo a escritores y lectores: cuanto más esotérica,
mejor cumple esa función. Reservada a la élite, le sirve de pretexto
para justificarse. Es preciso, pues, que exista, y hasta se le otorga una
gran importancia; pero con la condición de que no diga nada. Jacques
Chardonne ha sido muy felicitado por haber sabido tan bien, en sus
Lettres á Roger Nimier, hablar sobre nada, es decir, no hablar de nada.
Pero no es tan fácil. Mascolo dice del escritor:

“Es siempre el hombre que habla. Puede no interesarse sino por


las formas, pero es siempre la forma humana lo que termina por
surgir de sus escritos. Y esa forma transporta consigo misma
todo el saco de las ideas, los valores, los principios que él quería,
precisamente, no encontrar... Imposible, sin embargo, hablar
del hombre –es decir, hablar– sin hablar de lo que el hombre
transporta. Es buen conductor. Ni siquiera las artes plásticas
escapan a esta ley”.

El hecho es que hasta los adversarios más encarnizados de la literatura


comprometida se dejan arrastrar a ella cuando aceptan el riesgo de
hacer obra positiva. Los ensayos de Thierry Maulnier versan siempre
sobre cuestiones políticas, y La Maison de la Nuit, una de las piezas de
teatro, es el tipo mismo de la literatura militante. Cuando Jacques
Laurent, en Le Petit Canard, trata de conmovernos con la muerte de
un joven siciliano, escribe una novela por lo menos con tendencia.

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Simone de Beauvoir

Su revista, que pretende estar más allá de toda controversia, “La


Parisienne”, es tendenciosa hasta el fanatismo. Claude Elsen no vive en
una torre de marfil, sino que polemiza hasta en “Dimanche-Matin”. No
consiguen vivir hasta el fin el solipsismo, ni escribir un libro sin
contenido.

Pero ese contenido puede, por lo menos, estar tan desprovisto de


significación que confine con la nada. Antes de la derrota nazi, la joven
derecha dinámica deseaba una literatura de combate, pero la mayoría
de los escritores conservadores explotaban temas que les permitían
alinear frases que no pusieran en juego valor alguno. Hoy sigue tan
válido como en 1927, o casi, el inventario que de esos temas hacía
entonces Emmanuel Berl.

No es tan complaciente como entonces la descripción de las dulzuras


de la vida burguesa: se reserva ese estante a los novelistas ingleses. En
cambio, nunca se han alabado más las virtudes de la llamada novela
psicológica.

“La psicología –indicaba Berl– sabe sustituir la valoración que las


cosas reclaman con una colección, insuficiente por lo demás, de
hechos separados de los que no puede surgir valoración alguna.
Ha llegado a ser una cierta manera de descalificar al espíritu.”

El novelista psicológico burgués no se interesa por la situación de su


héroe; estudia el corazón humano en general, y lo estudia en su pura
inmanencia. Si nos cuenta una historia de amor, el objeto amado
apenas si existe, y menos aún el mundo en que los amantes viven. O
bien se disecan los estados de alma de un alucinado solitario; o bien,
enfrentando a varios alucinados sin comunicación posible –puesto que
el lenguaje es mentira– se nos describen los curiosos fenómenos que
resultan de su coexistencia.

La única realidad que decide tener en cuenta el escritor burgués es la


vida interior. Fuera de ella, no procura sino evadirse en el pasado, o a
través del espacio, o en lo irreal. Los recuerdos de infancia ocupan en
las bibliotecas burguesas un lugar escogido; gracias a ellos, se
desarrollan de buena gana los temas del arraigamiento: paisaje, casas,
antepasados. Irresponsable, asocial, separado, el niño es el modelo
que el intelectual de derecha quería perpetuar a lo largo de la vida. Su
visión ingenua del mundo elimina las duras resistencias y lo descubre
92
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

como algo maravilloso. Cuántas veces no se ha imitado servilmente El


Gran Meaulnes, de Alain-Fournier.

También los especialistas en exotismo proporcionan sus maravillas; se


dedican a pintar los países extraños en su misterio incomunicable; a
través del irreductible pintoresquismo de los parajes, y de la
mentalidad impenetrable de sus habitantes, hacen aparecen al
hombre como cosa distinta del hombre. Relatos de sueños, de
aventuras, evocaciones fantásticas: se trata de hacernos olvidar este
mundo y a nosotros mismos.

No se trata, naturalmente, de intentar aquí un análisis, ni siquiera


aproximativo, de la literatura burguesa de hoy. Nos limitamos a
algunas observaciones. Pero consideraremos más de cerca dos temas
frecuentes en el pensamiento y la moral de la élite: son, estrecha-
mente asociados el uno al otro, el de la naturaleza y el de la muerte.

“La naturaleza es derechista”, decía Ramuz. Por lo menos, la naturaleza


es uno de los grandes ídolos de la derecha: aparece a la vez como
antítesis de la historia y de la praxis.

Contra la historia, la naturaleza nos ofrece una imagen cíclica del


tiempo; hemos visto que el símbolo de la rueda termina con la idea de
progresos y favorece la sabiduría quietista. El retorno indefinido de las
estaciones, de los días y las noches, encarna concretamente la gran
rueda cósmica. La evidente repetición de inviernos y veranos hace
irrisoria la idea de revolución y manifiesta lo eterno. Drieu, entre los
personajes “modernos” y absurdos de su novela, Gilles, instaló una
“bella figura” de viejo campesino francés, que participa del gran
silencio de la tierra, pero que de tarde en tarde se arranca unas
palabras preñadas de sabiduría, en beneficio de Gilles. Muestra una
haya y dice: “Hay algo eterno en el hombre. Lo que dice esa haya
volverá a ser dicho, en una forma u otra, siempre”.

Entre esas verdades y esencias inmutables que la naturaleza revela, se


halla en primer lugar la naturaleza humana: se toma la humanidad
como una especie dada, y no como un producto de su producto; la
idea de naturaleza contradice la de praxis.

93
Simone de Beauvoir

La acción no tiene, efectivamente, sino una influencia secundaria


sobre el desarrollo de las especies naturales. En todo caso, ayuda a la
expansión de las posibilidades dormidas en el germen, en el huevo;
pero no podríamos crearlas ni modificarlas. Hay que invocar la
naturaleza si se quiere afirmar el pluralismo de las razas, de las castas,
y su desigualdad: la especie humana se dividiría, como las otras
especies animales, en variedades originariamente diferenciadas, cuyas
cualidades serían trasmisibles por herencia.

Pero la élite, si bien ha espiritualizado la idea de nobleza, quiere


pensar que su superioridad es innata: es tan imposible que el vulgo la
adquiera como que una semilla de cebada produzca una mazorca de
maíz. En cambio, basta sembrar el grano de maíz en buena tierra, para
que madure maravillosamente: el privilegiado gusta de imaginar que el
confort y el ocio favorecen, sin esfuerzo de su parte, un lento y secreto
enriquecimiento de sí mismo. Hacer importa poco: es necesario ser. El
ideólogo burgués encomienda a la naturaleza que confirme esta
verdad.

No sólo el conservador asimila a los frutos de la tierra la humanidad


como especie y cada individuo humano, sino también las sociedades
como tales. A menudo se ha señalado la preeminencia que acuerda la
derecha a las imágenes organicistas.

Spengler, Toynbee, conciben las sociedades como organismos: así lo


exigen el pluralismo y la noción correlativa de forma sustancial. Sólo
los organismos vivos poseen una individualidad radicalmente distinta a
cualquier otra, y positivamente unificada. Al subordinar a los hombres
a una forma jerarquizada, al someterlos a un orden preestablecido, la
ideología de derecha los concibe, pues, necesariamente, en la relación
de los miembros con el estómago, de las abejas. con la colmena.
Niega, con esas imágenes, la autonomía de los individuos, su
capacidad de establecer entre ellos solidaridades concretas, y sobre
todo niega las luchas que los separan. Todos parecen igualmente
interesados en mantener la forma a que pertenecen; la violencia se
disimula bajo el apacible rigor de una necesidad vital.

94
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

El optimismo naturalista pretende ser aún más universal: la naturaleza


es armonía, como probaba el melón de Bernardin de Saint-Pierre;
canta en Claudel las alabanzas del Creador, y proclama con su
esplendor que lo que es, debe ser. Indica a cada cual su lugar en ese
concierto. El nacionalismo, por ejemplo, se exaltó a través de la
naturaleza: el individuo no se cumple sino modelándose sobre su
terruño. La sustancia de un país, nos dice Spengler, se manifiesta en
sus paisajes. Barrés quería que los jóvenes franceses se nutrieran de
paisajes franceses: nos muestra a Sturel y a Saint-Phlin en trance de
descubrir a lo largo del Mosela, en bicicleta, la realidad lorenesa. En
Austria, en Alemania, los jóvenes nazis alternaban alegremente
pogromos con paseos por el bosque. Los neo-fascistas del Alto Adigio
gustan aún de ir a recoger el edelweiss.

El nacionalismo ya no sirve. Heidegger, cuando hoy se pasea por los


bosques, busca una comunicación no ya con un país particular, sino
con el Ser. El Ser es hoy la gran coartada del civilizado occidental, que
justifica su indiferencia para con los otros hombres presumiéndose
consagrado a lo Trascendente. Mientras sueña, solitario, por entre
montes y valles, se persuade de que comulga con el Todo. En el
silencio de las cosas, aprehende la afirmación feliz de esa única
Realidad que valga. Esa serena imagen de la naturaleza no es la única
que se propone. Puede ver también en ella una selva desordenada,
donde la desigualdad objeta la idea de justicia, donde la fuerza aplasta
todo derecho. El hombre es un lobo para el hombre, la vida es una
lucha en la que triunfan los más fuertes. Si bien esta concepción
parece contradecir la precedente, en la práctica rinde los mismos
servicios a los opresores: les permite hacer endosar a la naturaleza sus
propias responsabilidades. Las desigualdades no son injustas, puesto
que están dadas; el infortunio de los hombres no es un crimen, si
nadie es autor de ese infortunio. A los utopistas que querrían
modificar el curso del mundo, la naturaleza opone su inmutable
fatalidad: “Nunca se concluirá con la injusticia de que este mundo está
colmado; la sociedad será siempre, como la naturaleza, un caos de
iniquidades”, escribe Jacques Chardonne a Roger Nimier.

A decir verdad, la naturaleza es fácil: dice las frases que se le dictan. En


la voz del viento, del mar, de una palma que se agita, el hombre
escucha siempre su propia voz. La Lorena enseña a Barrés la grandeza
de la propiedad raíz.
95
Simone de Beauvoir

Ello se debe, naturalmente, como indicaba Berl, a que había decidido


ver simplemente las colinas cubiertas de viñas y ciruelos; a los altos
hornos, que llamean a través de la llanura, los ignora. Jean Giono
declaraba, en una reciente entrevista, que aprecia el valor de un libro
leyéndolo al aire libre: son raros, añadía, los que resisten esa
confrontación con el cielo y la tierra. Ello significa, de hecho, que a
partir del género de vida que se ha escogido, pocos libros interesan a
Giono; el rechazo procede de él y no del paisaje provenzal.

En realidad, la naturaleza otorga una coartada cómoda a los que


aseguran no depender sino de sí mismos; buscan en ella una imagen
sensible de las abstracciones que se forjan y de sus fugitivos estados
de alma. Es uno de los semblantes de lo Trascendente que ellos
invocan para negar a los hombres. Desde luego, a quien ama a los
hombres no le está vedado, ni mucho menos, el amor a la naturaleza;
pero conviene desconfiar de quien toma lección en ella.

El invierno engendra el verano, y el verano al invierno. La naturaleza


iguala la vida a la muerte. En Barrés, el culto del suelo ancestral y el de
los muertos están íntimamente ligados: la tierra es un inmenso
cementerio. Si los escritores de derecha veneran tan significativamente
a la naturaleza es sobre todo porque les sirve para afirmar la
preeminencia de la muerte sobre la vida.

“Un revólver es sólido, es de acero, es un objeto: estrellarse por fin


con un objeto”, escribía Drieu al terminar Le Feu Follet. Nos confía así
la razón profunda de la fascinación que la muerte ejerce sobre los
hombres de derecha. La muerte es el único acontecimiento real que
puede producirse en una vida replegada sobre su propia inmanencia,
en una vida sin contenido. Apartado del mundo, apartado de
semejantes que le son extraños, sin amor, sin objeto, el hombre de
derecha se encierra en una subjetividad vacía, donde nada transcurre
sino en forma de idea. Sólo la muerte le sucede, sin dejar de ser un
suceso interior, como él desea. Absolutamente solitaria, sin relación
con el prójimo, sin objeto, sin futuro, la muerte realiza la separación
radical. Morimos solos. De ahí que el hombre de derecha haya
decidido ver en la muerte la verdad de la vida; ella le confirma que
cada cual vive solo, separado; ante ella, mi ser sólo me concierne a mí;
ese yo es extraño a todos los que son extraños a mi muerte, a todos.

96
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

Si la vida es una forma vacía cuyo único contenido real es la muerte,


conviene manifestar en nuestras actitudes la presencia de la muerte.
El que está vivo no tiene otra ocupación válida que jugar con ella,
desafiarla, eludirla, aceptarla.

Se exalta el heroísmo porque ayuda a fundar el derecho al egoísmo. El


que, arriesgando su vida, prueba que la desdeña, no tiene por qué
cuidarse de la vida ajena. Los amos, según Nietzsche, por haber
elegido el “vivir peligrosamente”, afirman su derecho a mantener en
su estado a los esclavos. “En toda victoria hay desprecio de la vida”,
dice Nietzsche; el que desprecia más altivamente la vida, y la arriesga
más generosamente, alcanzará la victoria, y al mismo tiempo la
justificará. Nietzsche llama también “amor” a ese desprecio. Sitúa al
suicidio más alto aún que a la muerte en combate. “Por amor a la vida
deberíamos desear una muerte libre y consciente, sin azar ni
sorpresa.”. El desprecio versa sobre el contenido y el amor sobre la
forma pura de la vida; la afirmación suprema de la forma es la
abolición radical del contenido por el suicidio. Es verdad que sólo el
suicidio concreta el egoísmo de manera definitiva y coherente, pero no
es coherente seguir viviendo, confortablemente protegido por la
sombra de la muerte.

En los tiempos en que la derecha era belicosa, hacía la apología de la


guerra, del asesinato. Derramando sangre, afirmaba su existencia y se
fecundaban los surcos, se preparaban futuras cosechas. También en
ese punto lo negativo se impone: al matar, el soldado no siembra ya la
tierra, la limpia. Esto exalta menos. La muerte ya no es cumplimiento
ni promesa. Lo que atrae en ella es que reduce efectivamente a la
nada esa humanidad que el Elegido desea tener por nada.

Vanidad de vanidades. Eres polvo y volverás al polvo. La élite


catastrófica arrastra de buen grado a este mundo, que la condena,
hacia la gran noche terminal. “Este mundo que dejará de ser un día,
como todo planeta, un mundo habitable, ¿realmente nos concierne?”,
se pregunta Chardonne.

97
Simone de Beauvoir

El privilegiado prefiere pensar que no está involucrado, de suerte que


puede seguir cultivando tranquilamente su jardín en las narices de los
“famélicos, piojosos y bárbaros” circunstantes. Ante la gran igualdad
funeraria, sería frívolo disputarle las ventajas efímeras de que goza.

La meditación de la muerte es la suprema sabiduría de los que ya


están muertos.

98
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

CONCLUSIÓN
Si nos dejamos arrastrar al terreno en que pretende situarse el
pensamiento burgués, lo veremos como un tejido de contradicciones.
Realista, duro, pesimista, cínico, es también espiritualista, místico,
apaciblemente optimista. Es una filosofía de la inmanencia y una
religión de lo Trascendente. Sustancialista y pluralista, adhiere sin
embargo a un idealismo monista. Por momentos pretende ser
sintética; y en el acto postula el atomismo.

Pero si lo criticamos desde este punto de vista, habremos caído en la


trampa del idealismo: consideraríamos la ideología burguesa como un
fenómeno original, fundado en la investigación de la Verdad. Su
ambivalencia nos advierte que no nos dejemos engañar: todo
pensamiento se desarrolla no entre Ideas, sino sobre la tierra, e
importa una práctica. Si el pensamiento de los burgueses se tambalea
de tal modo, es que hay contradicción entre la práctica y su expresión.

La primera de sus dificultades proviene de la naturaleza misma del


pensamiento: éste quiere “morder” sobre las cosas y aspira a ser
universal. Pero ya sabemos a qué conclusiones inaceptables conduce
la aprehensión de lo real en forma universal: no más zanjas entre los
hombres, un espantoso nivelamiento. El ideólogo de derecha disocia
las dos exigencias, que no puede satisfacer a la vez. Realista, va a
particularizar el pensamiento por la naturaleza del objeto pensado y la
del sujeto pensante: el mediterráneo piensa la realidad mediterránea,
concreta y singularmente. Del mismo modo, cuando tiende a la
universalidad, priva de realidad a su objeto, lo convierte en pura Idea:
habla del Hombre en nombre de todos, a todos, pero del hombre
abstracto que ha construido.

El esquema que sugiere esta disociación es el siguiente: en el fondo del


dato empírico hay una sustancia-valor; por encima de él reinan las
Ideas-Valores. Situándose ora en un plano, ora en otro, el
pensamiento burgués salta de lo real a lo universal, y a la inversa, pero
sin reunirlos nunca. Entre lo uno y lo otro hay un corte; y, tal como el
número irracional, el mundo de los hombres queda fuera de una y otra
región: carece de existencia legítima.

99
Simone de Beauvoir

La superposición del mundo subterráneo y las “formas sustanciales”,


de la elevación, sobre aquél, de un cielo en que reina el Uno, refleja
otra vacilación de la derecha, que define esta civilización en nombre
de verdades y de valores eternos. El pluralismo histórico cuadra
difícilmente a un monismo platónico.

Donde es más interesante ese dualismo es en su aspecto moral. La


derecha es a la vez naturalista y artificialista. Hay, según ella, una
naturaleza humana, y es por una elección natural como los
privilegiados se han elevado por encima de la especie. Lo propio de la
élite es, sin embargo, imponer un orden fundado en el artificio: se
enfrenta “la insurrección universal” con ideas, ceremonias, leyes éticas
y estéticas. Ese trabajo es muy distinto a una práctica: se trata de regir
y no de crear, de mantener un orden estático y no de progresar. La
moral y el arte tienden a perpetuar el pasado, no a trascender el
presente hacia lo porvenir.

En esas operaciones entra una buena parte de misterio. ¿Cómo se


explica el paso de los valores vitales a los valores espirituales? ¿Cómo
podemos estar naturalmente dotados de una aptitud singular para
captar lo Trascendente, y hacerlo descender a la tierra por el arte y el
artificio? Ningún sistema responde a esta pregunta.

Lo cierto es que el artificialismo, por el cual se alude a una


trascendencia, aparece como necesidad debido a la perversidad de la
naturaleza humana. Hemos señalado el contraste entre el fervor
estético-místico de la derecha y su cinismo amargo. Persigue las
ilusiones que en este mundo empírico los hombres se forjan sobre sí
mismos, denuncia su egoísmo y trata sus proyectos con frivolidad;
pero la desenvoltura se muda en gravedad tan pronto como la élite
habla de sí misma y del orden que sostiene. La burguesía cree en
Clément Vautel y vibra ante una canción patriótica de Paul Dérouléde,
pero traza del hombre los retratos más negros, para demostrar la
necesidad de un Dios que ella concibe a su imagen.

Cuando intenta comprender la sociedad, el pensamiento burgués se


siente exigido, también, por dos tendencias opuestas. Si utiliza de
buen grado comparaciones organicistas, es porque ve la sociedad a
través de conjuntos sintéticos; supone la existencia de formas,
penetrables por una intuición sincrética, y cuya verdad excede a la de

100
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA

sus elementos. Sin embargo, insiste sobre la discontinuidad de la


Historia: entre sus diferentes formas, ninguna relación, o sólo algunas
vagas analogías. Y los individuos son aislados como átomos, cada uno
encerrado en sí mismo y separado de todos. Simone Weil, cuyo
pensamiento explota abusivamente la burguesía, pero que lanzó
contra ella más de una acusación, insistió a menudo sobre esa actitud
del burgués, que consiste en negar las relaciones. Es, dice, la fuga ante
la responsabilidad. Porque, efectivamente, el antagonismo permite
desconocer las responsabilidades del sistema capitalista en cuanto a la
condición de aquellos a quienes no favorece, que no son entonces
víctimas del régimen, sino juguetes del azar, y quizás los propios
autores de sus males.

La derecha quiere ignorar las leyes estadísticas: les opone las


posibilidades abstractas del individuo y considera que la excepción
desmiente la norma, aun si su singularidad fuera normalmente
previsible. Un billete entre cien gana a la lotería: la derecha deduce
que todos pueden jugar, en vez de reconocer que noventa y nueve
deben necesariamente perder. La noción de mérito refuerza la de
posibilidad: si es inteligente, trabajador, el hijo de obrero se elevará
por encima de su clase. Pero, aun suponiendo que sea fundada, la idea
de un concurso abierto a miles de individuos, y en la que sólo triunfa el
más meritorio, importa la fatalidad de millares de fracasos. Una de las
más grandes mistificaciones del liberalismo es considerar la
contingencia de los casos individuales sometidos globalmente a una
necesidad estadística como prenda de una auténtica libertad. La
ventaja de esa mentira es que, al hacer al prójimo responsable de su
suerte, yo tengo derecho a lavarme las manos. Habría otra manera de
escapar a la responsabilidad: considerarse a sí mismo como deter-
minado. Pero la burguesía se empeña en suponerse soberanamente
libre. Sólo el atomismo individualista le permite conciliar libertad e
irresponsabilidad; un hombre de izquierda, en cambio, se considera a
la vez condicionado y responsable.

Todas las contradicciones del pensamiento burgués se reducen a una


sola: es imposible que la burguesía asuma por medio del pensamiento
su actitud práctica: tal es la maldición que pesa sobre su ideología. El
proletariado reconoce su particularidad como clase, pero trabaja por
su supresión, y así se manifiesta como clase universal; el burgués se
esfuerza prácticamente por mantener su particularidad; para presen-
101
Simone de Beauvoir

tarse como universal, está obligado a negarla en idea, y por tanto a


volver las espaldas a la realidad. Sus ideólogos entran en desacuerdo
con sus miembros activos porque deben disfrazar con ilusiones la
verdad que éstos últimos viven, en vez de expresarla. Prácticamente,
la burguesía está empeñada en la lucha de clases, defiende y hasta
impone una política, actúa; pero sus ideólogos predican el
catastrofismo, el quietismo, el escepticismo, una filosofía de la
inmanencia que condena todo proyecto. La burguesía cree en la
ciencia y sus ideólogos la impugnan. Los burgueses se interesan
fuertemente por su existencia empírica, pero sus moralistas la
desdeñan en beneficio de lo Trascendente, y exaltan la muerte. La
burguesía quiere que se le fabriquen espejos para contemplarse, pero
exige que sean espejos deformantes.

El ilusionista burgués no ignora que disfraza la verdad de su clase; la


odia porque desmiente prácticamente los mitos que forja para ella, y
sabe que le es sospechoso. Brutalmente desautorizado de sus
pretensiones por la clase adversa, que sólo ve en él un epifenómeno,
está condenado a una soledad que erige en sistema. A él es a quien se
aplica la idea de resentimiento: su esteticismo, su escepticismo, su
religiosidad están dirigidos contra los hombres. Sólo se defiende de
odiarlos obligándose a despreciarlos. Cabizbajo o arrogante, es el
hombre del rechazo: sus verdaderas certidumbres son todas negativas.
Dice no al “mundo moderno”, no al porvenir, es decir, al movimiento
vivo del mundo, pero sabe que el mundo podrá más que él. Tiene
miedo: ¿qué puede esperar de esos hombres de mañana cuyo
adversario ha venido a ser? Se arma contra ellos de principios
abstractos: toda vida humana debe ser respetada; respetad, pues, la
mía. Habla en nombre de lo universal, porque no se atreve a hablar en
su propio nombre. O, como Thierry Maulnier en La Maison de la Nuit,
los exhorta preventivamente a la piedad.

Pero duda de que se lo escuche. Entonces, su recurso supremo es


arrastrar consigo, hacia la muerte, a la humanidad entera. La burguesía
quiere sobrevivir; pero sus ideólogos, sabiéndose condenados, vaticinan
el naufragio universal. La expresión “ideología burguesa” no designa
ya hoy nada de positivo. La burguesía aún existe, pero su pensamiento,
catastrófico y vacío, no es más que un contrapensamiento.

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