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2022 10 12 - Ciclo C - Ordinario - Miércoles XXVIII - El Valor de La Hispanidad
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El valor de la Hispanidad
El espíritu misionero
Acción Española. Madrid, 16 de abril de 1932. Tomo II, número 9. páginas 225-232
Desde la hora primera aparecen los frailes en América. Ya en 1510 nos encontramos en la isla
Española a los padres dominicos Pedro de Córdoba, Antonio de Montesinos y Bernardo de Santo
Domingo pronunciando sermones en los que protestan de que los [227] encomenderos se hayan
repartido los indios y les hagan trabajar en las minas sin pagarles debidamente su trabajo. En los
siglos de la dominación española no cesan de ser las órdenes religiosas los abogados de los indios.
A ellas les cumple recordar una vez y otra a las autoridades civiles y militares que en el Testamento
de Isabel se ha dicho que el principal fin e intención de los Reyes Católicos al pacificar y poblar las
Indias fue convertir a los naturales a la fe católica y que sean bien tratados en sus personas y
bienes, así como la Bula de Alejandro VI, por la que no se concede a los Monarcas españoles el
señorío de las tierras descubiertas al Occidente y Mediodía sino con la condición de instruir a los
naturales en la fe y buenas costumbres, y fue la acción de las órdenes religiosas la que redujo a
límites de justicia lo mismo la codicia de los encomenderos que la prepotencia de los virreyes y
altos funcionarios. La piedad y compasión de los frailes encendieron el corazón del padre
Bartolomé de las Casas, haciéndole profesar en la orden de Santo Domingo y convertirle en
defensor de los indios, con espíritu de caridad tan arrebatada, que no reparó en abultar, exagerar
y agrandar las crueldades de la conquista, así como en ponderar sobre medida las bondades y
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dulzuras y excelencias de sus defendidos, con grave daño para la verdad histórica y el prestigio de
España en el mundo, al fin de lograr, como lo consiguió, que se modificaran las Leyes de Indias,
hasta convertirse en el Monumento de caridad y de prudencia que ahora tienen que admirar
cuantos las hayan estudiado.
Pues este Estado teocrático fue el que consiguió incorporar las razas de color a su propia
civilización cristiana. Ningún otro pueblo lo ha logrado. Ni Inglaterra con sus «hindus», ni Francia
con [229] sus bereberes, ni Holanda con sus malayos, ni los Estados Unidos con sus aborígenes y
negros, como no sea para confinarlos en reservados, o en un «status» de inferioridad. Y es que en
los demás pueblos colonizadores no se ha producido la misma compenetración que entre nosotros
de los poderes espiritual y temporal, por la falta de un ideal común…
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El 26 de octubre de 1546 debería considerarse como la fecha en que el espíritu español alcanzó
su expresión más elevada. Fue el día en que Diego Laínez, teólogo del Papa y futuro general de los
jesuítas, cuyos restos fueron destruidos en los incendios del 11 de mayo, pronunció en Trento su
discurso sobre la justificación, el único discurso que mereció el honor de ser incluido, palabra por
palabra, en las Actas del Concilio. Ahora podemos ver que lo que realmente se debatía era la unidad
moral del género humano. De haber prevalecido la teoría de una doble justificación se habría
producido en los países latinos una división radical entre hombres superiores, o que tal se
suponen, y hombres inferiores, parecida tal vez a la que existe entre las diversas clases sociales de
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los países del Norte y entre sus pueblos y los latinos, llamados despectivamente «dagoes» por
ingleses y norteamericanos.
Entonces acudió Lainez a la perplejidades del Concilio con su maravillosa alegoría de los tres
súbditos de un rey, que desean ganar una joya ofrecida como premio al que salga vencedor en el
torneo. El hijo del rey dice a uno de ellos: «Para ganar la joya te bastará con creer en mí. Fíate en mí
con toda tu alma, y yo haré que te sea dado el premio.» Al segundo le dice: «Te daré para tu lucha
un caballo no muy bueno y armas mediocres. Pero al final de la batalla intervendré en tu favor.» Al
tercero, finalmente, le pregunta: «¿Quieres luchar de veras? Te daré buenas armas y mejor caballo,
pero tú tendrás que pelear con toda tu alma.» En el primer ejemplo se nos describe la justificación
al modo protestante: todo es obra exclusiva de Cristo; en el tercero, al modo católico: Cristo con su
redención y la Iglesia, con sus sacramentos, nos dan las armas adecuadas para la victoria. El
segundo caso parece representar exactamente la opinión de Seripando. En apariencia encumbra
los méritos de Jesucristo; en realidad deprime el valor redentor de su pasión y muerte.
Con razón dice Oliveira Martins que en el Concilio de Trento se salvó la voluntad, la actividad
del hombre, sus resortes más íntimos, la vida del espíritu. De haber prevalecido en alguna forma la
doctrina de la justificación por la sola gracia, la humanidad, habría caído en alguna forma de
esclavitud trascendente. En Trento venció la doctrina española. Ya poseemos los medios
necesarios para la victoria y sólo nos falta pelear por ella. Con esta confirmación solemne recibió
nueva fuerza el impulso que ya nos llevaba a difundir por todo el mundo nuestras propias
esperanzas, como si la doctrina directora de la Iglesia española fuera la sentada al final de su
Epístola por Santiago el Menor cuando dijo: «El que hiciera a un pecador convertirse del error de
su camino salvará su alma de la muerte y cubrirá la muchedumbre de sus pecados.» (V, 20.) [231]
Puede decirse que toda España es misionera en el siglo XVI, lo mismo los reyes que los prelados,
los seglares que los religiosos. En cambio, los protestantes no tuvieron misioneros en los siglos
XVI y XVII, lo que suele atribuirse a que las naciones colonizadoras de aquellos tiempos eran
España y Portugal, pero, en realidad, porque la doctrina de la justificación por los méritos de
Cristo no ofrece al misionero el menor aliciente. Su propio sacrificio le tiene que parecer ineficaz.
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La España del siglo XVI concibe más bien la religión como una milicia y como un combate, en
que la victoria depende de su esfuerzo; Santa Teresa, como una fortaleza, en que los sacerdotes y
los teólogos son los capitanes, mientras que sus monjitas de San José, libres de los cuidados del
mundo, ayudan a los jefes con sus oraciones. De la santa son los versos que empiezan: «Todos los
que militáis, –debajo de esta bandera, –ya no durmáis, ya no durmáis, –pues que no hay paz sobre
la tierra.» La Compañía de Jesús se había fundado, como casi todas las órdenes religiosas, para
perfeccionamiento de sus miembros y servicio de Dios y del prójimo, pero la obra evangelizadora
parecía tan esencial entonces, que Rivadeneira dice: «Supuesto que el fin de la Compañía principal
es reducir a los herejes y convertir a los gentiles a nuestra santísima fe.» El discurso de Laínez se
pronunció en octubre del 46, pero ya a principio de 1540, y cuando apenas había logrado la
aprobación de la Santa Sede para la Compañía de Jesús, San Ignacio destinó a San Francisco Javier
para la misión de las Indias, y de lo que era para San Ignacio San Francisco Javier nos da idea en su
Historia el padre Astrain, cuando lo llama: «varón incomparable, que acostumbramos colocar al
lado de San Ignacio y al frente de la Compañía, como ponemos a San Pablo junto a San Pedro, al
frente de la Iglesia universal.»
El propio padre Vitoria, tan enemigo de la guerra y tan amigo de los indios, que de ninguna
manera admite que se les pueda hacer violencia para obligarles a aceptar la fe, dice expresamente
que: «Es un sacrilegio el ir a los Sacramentos, y Misterios de Cristo por un temor servil», y después
de mantener que, en caso de permitir los indios a los españoles predicar el Evangelio libremente,
no hay derecho a hacerles la guerra, bajo ningún concepto, «tanto si reciben como si no reciben la
fe», afirma, en cambio, que, en caso de impedir a los españoles anunciar libremente [232] el
Evangelio, «los españoles, después de razonarlo bien, para evitar el escándalo y la brega, pueden
predicarlo, a pesar de los mismos, y ponerse a la obra de conversión de dicha gente, y si para esta
obra es indispensable comenzar a aceptar la guerra, podrán hacerla, en lo que sea necesario, para
la oportunidad y seguridad en la predicación del Evangelio». La misma guerra era legitimada
cuando no había otro medio de abrir camino a la verdad. Por eso puede decirse que toda España
fue misión en sus dos grandes siglos, hasta con perjuicio del propio perfeccionamiento. Este
descuido indudablemente fue nocivo. Acaso hubiera convenido dedicar una parte de nuestra gran
energía misionera a preparar, por nuestro perfeccionamiento interior, las defensas que nos
hubieran protegido contra la fascinación que, en siglos posteriores, ejercieron sobre nosotros las
civilizaciones extranjeras. Pero cada día quiere su faena. Era el tiempo en que se había hecho la
unidad física del mundo, gracias a los descubrimientos hispanoportugueses de las rutas
marítimas de Oriente y Occidente y a la hazaña de Elcano, el primer circumnavegante. En Trento
sellaba nuestro espíritu la unidad moral de los hombres. ¡Todos los hombres podían salvarse! No
era la hora de pensar en uno mismo. Había que llevar la buena nueva, en lo posible, a todos los
rincones de la tierra.