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HISTORIAL DE

LAS VIOLETAS

Marosa di Giorgio
Historial de las violetas (1965)
Marosa di Giorgio Médicis

Extraído de “Historial de las violetas” de Aquí Poesía (1965)


Montevideo, Uruguay.

Diseño y producción:  GARFIO DE ORO Libros


Impreso en Bolivia.
A Pedro di Giorgio y Clemen Médicis,
mis padres.
I

Me acuerdo del atardecer y de tu alcoba abierta ya, por


donde ya penetraban los vecinos y los ángeles. Y las nu-
bes —de las tardes de noviembre— que giraban por el
suelo, que rodaban. Los arbolitos cargados de jazmines,
de palomas y gotas de agua. Aquel repiqueteo, aquel gor-
jeo, en el atardecer.
Y la mañana siguiente, con angelillas muertas por
todos lados, parecidas a pájaros de papel, a bellísimas cás-
caras de huevo.
Tu deslumbrador fallecimiento.

(5)
II

Cuando miro hacia el pasado, sólo veo cosas desconcer-


tantes: azúcar, diamelas, vino blanco, vino negro, la es-
cuela misteriosa a la que concurrí durante cuatro años,
asesinatos, casamientos en los azahares, relaciones inces-
tuosas. Aquella vieja altísima, que pasó una noche por los
naranjales, con su gran batón y su rodete.
Las mariposas que, por seguirla, nos abandonaban.

(6)
III

Por el jardín las flores, las cebollitas tornasoladas. Es la


tarde de María Auxiliadora. Y la Virgen está allá en el
cielo pintada con sus pimpollitos, su alhelí, dulcemente a
la acuarela, con su niño y sus estrellas. Y un ángel —pe-
queño— se hace evidente cerca de su sien, resplandece
por un instante, desaparece, vuelve a aparecer.De pronto,
se lanza hacia la tierra, cruza el bosquecillo, entra en la
casa, se asoma a los pasteles de manzana. me mira a mí
que lo miro fijamente y empiezo a llorar, se va volando,
volando, de nuevo, hasta la Virgen.

(7)
IV

Es la noche de las azucenas de diciembre. A eso de las


diez, las flores se mecen un poco. Pasan las mariposas
nocturnas con piedrecitas brillantes en el ala y hacen be-
sarse a las flores, enmaridarse. Y aquello ocurre con sólo
quererlo. Basta que se lo desee para que ya sea. Acaso
sólo abandonar las manos y las trenzas. Y así me abro a
otro paisaje y a otros seres. Dios está allí en el centro con
su batón negro, sus grandes alas y los antiguos parien-
tes, los abuelos. Todos devoran la enorme paz como una
cena. Yo ocupo un pequeño lugar y participo también en
el quieto regocijo.
Pero, una vez mamá llegó de pronto, me tocó los
hombros y fueron tales mi miedo, mi vergüenza, que no
me atrevía a levantarme, a resucitar.

(8)
V

Anoche realicé el retorno; todo sucedió como lo preví. El


plantío de hortensias. La Virgen —paloma de la noche—
vuela que vuela, vigila que vigila. Pero, los plantadores de
hortensias, los recolectores, dormían lejos, en sus chozas
solitarias. Y mi jardín está abandonado. Las papas han
crecido tanto que ya asoman como cabezas desde abajo
de la tierra y los zapallos, de tan maduros, estiran unos
cuernos largos, dulces, sin sentido; hay demasiada car-
ga en los nidales, huevos grandes, huevos pequeñitos; la
magnolia parece una esclava negra sosteniendo criaturas
inmóviles, nacaradas.
Toqué apenas la puerta; adentro, me recibieron el
césped, la soledad. En el aire de las habitaciones, del jar-
dín, hasta han surgido ya, unos planetas diminutos, giran
casi al alcance de la mano. Sus rápidos colores.
Y el abuelo está allí todavía ¿sabes? como un gran
hongo, una gran seta, suave, blanca, fija.
No me conoció.

(9)
VI

Aquel verano la uva era azul —los granos grandes, lisos,


sin facetas—, era una uva anormal, fabulosa. de terri-
bles resplandores azules. Andando por las veredas entre
las vides se oía de continuo crecer los granos en un ru-
mor inaudito.
Y en el aire había siempre perfume a violetas.
Hasta las plantas que no eran de vid daban uvas.
Llegaron mariposas desde todos los rumbos, las más ab-
surdas, las más extrañas; desde los cuatro rumbos, llega-
ron los gallos del bosque con sus anchas alas, sus cabezas
de oro puro. (Mi padre se atrevió a dar muerte a unos
cuantos y se hizo rico).
Pero, salía uva desde todos los lados. Hasta del ro-
pero —antigua madera- surgió un racimo grande, áspe-
ro, azul, que duró por siempre, como un poeta.

(10)
VII

Yo no sé, pero, veo a la langosta, en su plato de plata,


roja, delicadísima, castaña; bajo sus costillas de arroz,
viven el amor, la champaña, las bodas futuras, los crí-
menes extraños, el agua, todo vive bajo su sacón de pim-
pollitos rojos.

(11)
VIII

A veces en el verano, llueve, sólo un poco, debajo de los ár-


boles. Entonces, aparecen los grandes caracoles que avan-
zan siempre como si estuvieran inmóviles; pero, avanzan
siempre, estiran el cuello, todo lo miran y escudriñan. A
veces, se retraen tanto, se vuelven tanto sobre sí mismos,
que ya parecen yo-yós de nácar, tomates de cristal.
Ese ejército espumoso me da miedo y alegría. Y mamá
allí, que inmóvil vigila con sus largas alas, sus “aigrettes”.

(12)
IX

Anoche, ví otra vez, la cómoda, la más antigua, la de las


bodas de mi abuela y la juventud de mi madre y de sus
hermanas, la de mi niñez: allí estaba con su alto espejo,
sus canastas de rosas de papel.
Y vino la periquilla blanca —casi una paloma—
desde los árboles, a comer arroz en mis manos. La sentí
tan bien que iba a besarla.
Pero, entonces, todo llameó y se fue.
Dios tiene sus cosas bien guardadas.

(13)
X

A esta hora las chacras se quedan solitarias; pero, de vez


en vez, sobresalen de entre las hojas, las cabezas negras
de los ladrones.
Andando por algún camino, surgen de pronto, los
gallos salvajes y se están allí, de pie en el aire —la uña
en corva, la negra cresta llameante—, están allí de pie,
escudriñando, escuchando.
Y antiguas voces, clamores increíbles, vuelven a
contar, a anunciar sucesos ya remotos, viejas bodas, vie-
jos funerales.
Y la luna, quieta, traicionera, en su cueva de membrillos.

(14)
XI

El gladiolo es una lanza con el costado lleno de claveles,


es un cuchillo de claveles; ya salta la ventana, se hinca en
la mesa; es un fuego errante, nos quema los vestidos, los
papeles. Mamá dice que es un muerto que ha resucitado
y nombra a su padre y a su madre y empieza a llorar.
El gladiolo rosado se abrió en casa.
Pero, ahuyéntalo, dile que se vaya.
Esa loca azucena nos va a asesinar.

(15)
XII

Aquellas botellitas de perfume, aquellas botellitas color


oro, color limón de oro, color perfume, aquellos porron-
citos diminutos, aquel sándalo, aquella clavelina, esa vio-
leta, pesaban como un higo, como un solo grano de uva,
rojo y rosado y color oro, como un grano de uva roja y
rosada y color oro aquellas botellitas increíbles. En torno
a ellas reconstruyo la casa.
¿Dónde habitarán ahora? ¿Sólo en un recuerdo, en
un espejo, en la fotografía más vieja? A veces, transitan
por el aire, las conozco; se dirigen a allá, llegan a aquel
lugar estratégico. Y mis trenzas de antaño las encuentran.

(16)
XIII

Ellos tenían siempre la Cosecha más roja, la uva, cente-


lleante. A veces, al mediodía, cuando el sol embriaga, —
si no, nunca nos atreviéramos— mi madre y yo, tomadas
de la mano, íbamos por los senderos de la huerta, hasta
pasar la línea casi invisible, hasta la vid de los monjes. La
uva erguía bien alto su farol de granos; cada grano era
como un rubí sin facetas con una centella dentro. Ellos
estaban aquí y allá, con las sayas negras o rojas, y pare-
cían escudriñar diminutas estampillas, grandes láminas,
o meditar profundamente sobre el Santo de esos lugares.
A nuestro rumor alguno dirigía hacia nosotras la mirada
como una flecha de oro o de plata. Y nosotras huíamos
sin volvernos, temblando bajo el inmenso sol.

(17)
XIV

A veces, en el trecho de huerta que va desde el hogar a la


alcoba, se me aparecían los ángeles.
Alguno, quedaba allí de pie, en el aire, como un
gallo blanco —oh, su alarido—, como una llamarada de
azucenas blancas como la nieve o color rosa.
A veces, por los senderos de la huerta algún ángel
me seguía casi rozándome; su sonrisa y su traje, cotidia-
nos; se parecía a algún pariente, a algún vecino (pero,
aquel plumaje gris, siniestro, cayéndole por la espalda
hasta los suelos...) Otros eran como mariposas negras
pintadas a la lámpara, a los techos, hasta que un día se
daban vuelta y les ardía el envés del ala, el pelo, un nú-
mero increíble.
Otros eran diminutos como moscas y violetas e
iban todo el día de aquí para allá y ésos no nos infundían
miedo, hasta les dejábamos un vasito de miel en el altar.

(18)
XV

Los hongos nacen en silencio; algunos nacen en silencio;


otros, con un breve alarido, un leve trueno. Unos son
blancos, otros rosados, ése es gris y parece una paloma,
la estatua a una paloma; otros son dorados o morados.
Cada uno trae —y eso es lo terrible— la inicial del muer-
to de donde procede. Yo no me atrevo a devorarlos; esa
carne levísima es pariente nuestra.
Pero, aparece en la tarde el comprador de hongos y
empieza 1a siega. Mi madre da permiso. El elige como un
águila. Ese blanco como el azúcar, uno rosado, uno gris.
Mamá no se da cuenta de que vende a su raza.

(19)
XVI

Los labriegos nocturnos labran la tierra; la luna es más


piadosa que el sol.
Veo al abuelo, a la abuela, a los vecinos, a mi pa-
dre, a mi madre. Corren detrás del arado, la mansera;
los bueyes llevan el asta como la cruz a cuestas, como si
ya divisaran su monte Calvario. La tierra, al abrirse, deja
salir seres innominados: un hueso, un hongo, un huevo.
Como no las ven, las ovejas se acercan a la casa,
roen el jardín de nardos; parecen dioses venidos a menos,
ya sin ninguna pretensión.
La luna sube de pronto como una achira, como un
churrinche; más en lo alto, se queda blanca y fija igual
que una paloma sin alas.
Los caballos y las vacas trotan, cansado ya, pero,
siempre paciente, su viejo corazón trabajador. Veo a los
abuelos, los padres, a Ana y María —las siervas—, a Pa-
blo y a Juan. Están todos.
Y parece que no hay nadie.

(20)
XVII

Soy siempre la misma niña a la sombra de los durazneros


de mi padre. Los duraznos ya están oscuros, ocres y rosa-
dos, ya muestran los finos dientecillos, la larga lengua de
oro, las manzanas y las peras aún son verdes; en su follaje
me refugio. Pero, espío hacia la casa, escucho las conver-
saciones, las fogatas, veo llegar de visita, los parientes, los
vecinos; pasa de largo el humo arriba de los pinos; resue-
na la campana del té.
Y yo estoy allí oculta en medio de la fronda. Los
duraznos son como siniestros pimpollos de rosa.

(21)
XVIII

A esa hora, los animalitos de subtierra empezaban su tra-


bajo, (los que usan saco duro y laborar al ritmo de tam-
bores: toc - toc). A esa hora la luna llegaba hasta aquel
sitio logrando su máximo fulgor; y el palomar se desataba
sobre la luna; pero esos pájaros, de lejos, parecían mari-
posas, grandes moscas centelleantes. Las palomas sobre-
volaban a la luna, la picoteaban, la acariciaban.
Y todo esto se hacía más evidente al mirar las co-
sas desde el bosque negro de naranjos. Y los abuelos allí
sentados, inmóviles, con sus batones en rosa pálido, sus
aciagas trenzas.
Siempre tenían en la mano algo excesivamente
brillante, lo mostraban, lo escondían. —¿Es que se cayó
una paloma?— yo me acercaba, espiaba, suplicaba— ¿o
es una liebrecilla de los lirios? Pero ellos, daban siempre
una respuesta extraña: —Es un santo, —decían— es San
Carlos, San Cristóbal, es Santa Isabel.
No puedo ordenar mis recuerdos.
La luna me los desbarata cada vez.

(22)
XIX

Más allá de la tierra, por el aire, en el plenilunio, como


una vara de azucenas, su costado se carga sin tregua, de
jacintos, de narcisos, de azucenas. Los lobos al mirarle
se amilanan; los corderos se arrodillan, locos de amor y
de miedo. El ambula, va, como un candelabro errante,
como una hoguera, va hacia la casa, pasa junto a los ar-
marios, al hogar; con sólo mirarlas asa las manzanas, las
abrillanta, las envuelve en papel confitado, echa piedre-
cillas de colores en el arroz, hace fosforecer los panes y
las peras. Se hinca en mitad de la mesa como una vara
de yuca por noviembre, caza una estrella, se carga de ve-
litas, de piñones, botellitas. Va hacia el dormitorio, gira
sobre mi sueño, sobre mis ojos bien abiertos, como una
madona con traje rosa y manto breve, se sostiene en el
aire como una corona hecha por tres hileras de perlas,
como una lámpara. Es un pez, una rama de coral fuera
del-agua, con cada coral bien henchido igual que un pim-
pollo o como un labio. Vuelve hacia la luna; ahuyenta a
los caballos, las lechuzas, que se precipitan en vuelo en un
instante y se detienen. Me llama a mí que estoy desvelada
y nos vamos más allá de las colinas, de los labriegos noc-
turnos que quisieran segarla como a una hortensia.

(23)
XX

Las margaritas abarcaron todo el jardín; primero, fueron


como un arroz dorado; luego, se abrían de verdad; eran
como pájaros deformes, circulares, de muchas alas en tor-
no a una sola cabeza de oro o de plata. Las margaritas
doradas y plateadas quemaron todo el jardín. Su pene-
trante perfume a uvas nos inundó, el penetrante perfume
a uvas, a higo, a miel, de las margaritas, quemó toda la
casa. Por ellas, nos volvíamos audaces, como locos, como
ebrios. E íbamos a través de toda la noche, del alba, de
la mañana, por el día, cometiendo el más hermoso de los
pecados, sin cesar.

(24)
XXI

A la hora en que los robles se cierran dulcemente, y es-


toy en el hogar junto a las abuelas, las madres, las otras
mujeres y ellas hablan de años remotos, de cosas que ya
parecen de polvo y a mi me da miedo y me parece que
esa noche sí va a venir el labriego maldito, el asesino, el
ladrón que nos va a despojar de todo, y huyo hacia el
jardín y ya están las animalejas de subtierra —digo yo—,
ellas tan hermosas, con sus caras lisas, de alabastro, sus
manos agudas, finas, casi humanas, a veces, hasta con
anillos. Avanzan por los senderos, diestramente.
Asaltan la violeta mejor, la que tiene un grano de
sal, la celedonia que humea como una masita con miel,
el canastillo de los huevos de mariposa —oh, titilantes—.
Actúan con tanta certeza.
Una vez mi madre dio caza a una, la mató, la ade-
rezó, la puso en mitad de la noche, de la cena, y ella con-
servaba una vida levísima, una muerte casi irreal; parecía
huída de un banquete fúnebre, de la caja de un muerto
maravilloso. La devorábamos y estaba como viva.
El anillo que yo ahora uso era de ella.

(25)
XXII

Las cebollas de plata, de gasa bermeja, con sus trenzas


muy rígidas, sus rizos muy lacios, el ajo, de marfil y de
lilas, envuelto en un capullo de organdí y de humo, las
papas deformes, que, por esas excentricidades de la sub-
tierra, de pronto, echan al costado un pimpollo de rosa en
rosa encendido, las ramitas de mármol de la coliflora, que
más parecen glicinas sabrosas, el tomate como naranja
carnavalesca, las arvejas, en azul muy pálido, como perlas
españolas, la lechuga en perpetua adolescencia, con su
paso verdeluz. lleno de gracia, los peces, partidos al me-
dio y cargados de perlitas y de alitas y de flores, el pollo,
de muerte reciente y ya envuelvo en un halo de arroz, de
ciruelas y óleo, la nuez milenaria, llena de arrugas y de
perfume, tomo perfumero o viejecita, la liebre —pareci-
da a la muerte— de largas orejas, escuchando dormida,
las viejas pastoras vestidas de rafia, los mercaderes. Papá.

(26)
XXIII

Los gladiolos son de mármol, de plata pura, de alguna


tela fantasma; son los huesos de María Santísima, que
aún andan por este mundo.
Hace mucho me persiguen esas varas espectrales.
Por la noche cruzan la ventana; si estoy soñando se en-
tran en mi sueño, si me despierto, están de pie junto a
la cama.
Los gladiolos son como los ángeles, como los muer-
tos. ¿Quién me libra de esa vara tenue, de la mirada de
ese ciego?

(27)
XXIV

Todas la muerte y la vida se colmaron de tul.


Y en el altar de los huertos, los cirios humean.
Pasan los animales del crepúsculo, con las astas llenas
de cirios encendidos y están el abuelo y la abuela, ésta
con su vestido de rafia, su corona de pequeñas piñas. La
novia está toda cargada de tul, tiene los huesos de tul.
Por los senderos del huerto, andan carruajes ex-
traños, nunca vistos, llenos de niños y de viejos. Están
sembrando arroz y confites y huevos de paloma. Mañana
habrá palomas y arroz y magnolias por todos lados.
Tienden la mesa; dan preferencia al druida; parten
el pastel lleno de dulces, de pajarillos, de perlitas.
Se oye el cuchicheo de los niños, de los viejos.
Los cirios humean.
Los novios abren sus grandes alas blancas; se van
volando por el cielo.

(28)
XXV

De ciprés a ciprés iban los planetas, alguno, grande, fijo,


como un limón, como una llama.
De ciprés a ciprés iban los trenes. Su violín triste,
señalando el desencuentro, el sur de todas las cosas. A
veces, los mayores decían algo como: Oswald ha muerto
y lo llevan a la estación de...” pero para ella, que sólo
tenía cinco años, casi no poseían sentido ni Oswald ni
la muerte.
A esa hora los mayores —el abuelo, la abuela. el
padre, la madre— se retiraban al altar. Pero ella quería
quedarse en ese rincón del jardín, mirando caer las piñas.
Oh, los livianos maderos llenos de guindos extraños.
Así que Iván apareció y le dijo: —Mi corazón es un
conejo. Y ella tuvo que mirar hacia arriba, porque él era
alto, él era un hombre. El se inclinó, se arrodilló; ella le
miraba el pecho, buscándole dos hojas largas y blancas,
dos orejas largas y blancas. Pero, de súbito, lentamente,
empezó a adivinar. Su terror fue tanto que en vez de huir
hacia la casa, se metió en el bosquecillo; resbalaba entre
las ramas; pero, allí parecía haber unas mujeres y unos
hombres, quietos bajo el manto, quizá con qué horrible
designio, y animales de cuatro y cinco ojos verdes, fijos,
que la escudriñaban, la miraban centralmente.

(29)
Así que olvidándose casi hasta de ella misma, salió
al descampado; iba a meterse entre las viñas, las grandes
hojas le darían sosiego. Pero, pasaban los murciélagos del
crepúsculo fumando sus pequeños cigarrillos de plata. Y
se detuvo. A dos o tres metros, Iván la descubrió, avanza-
ba hacia ella, ella se desvanecía, él la levantó, la abrazó,
le decía: —No llores, te llevaré de nuevo hacia la casa.
Ella sabía bien que no era cierto.

(30)
XXVI

Cuando todavía andaba con los mercaderes, después del


largo desierto, un campo de plata. Lejos, algún molino
solitario; cerca, los árboles como espantapájaros cubier-
tos de rocío. Más allá del velo de la luna y los vapores los
camellos empezaron a labrar las hojas y eran como dul-
ces monstruos de otra historia. El jefe —su boca sequísi-
ma llena de dientes como perlas, como un molusco que
se hubiese ido en perlas, en un cáncer de perlas, oteaba el
aire azul, aspiraba; sus sentidos eran finísimos. Anunció
que se iba aproximando una futura víctima nunca ima-
ginada, un ser singular, algo con lo que nunca jamás íba-
mos a hallar parecido. La verdad era que todos teníamos
una terrible hambre porque la vigilia había sido dema-
siado larga y todavía estábamos bien distantes de todo.
Aprestamos las lanzas. La niña cayó de súbito en nuestro
círculo, antes de lo que esperábamos.
—Detrás del rocío los camellos se pusieron alertas—.
Venía desnuda; el aire le movía el cabello; parecía no recor-
dar una sola palabra, no oír nada; sólo sus ojos se fijaban
poderosamente en todo; tenía el cuello largo y hermoso
y los ojos levantados y hermosos. Por juego la dejábamos
escapar y le volvíamos a poner cerco.

(31)
De pronto, lejos, lejísimo, más allá de los valles y los
montes, una voz clamoreó, repitió un nombre de mucha-
cha, un nombre parecido a: ¡Isabel!... a ¡Isabel!...
Entonces, por un segundo, ella escuchó atenta. lue-
go, sin decir una sola palabra, sin oír nada, se nos huyó
sin que pudiéramos detenerla.
A la sombra de una parva de pastos plateados le di-
mos caza definitivamente. Los senos le latían como dos pa-
lomitas con miedo. No nos costó ningún trabajo matarla.
Su carne era riquísima; su tuétano, delicioso. Tenía
el mismo sabor de esos monstruos de cabello blanco que
nacen adentro de las matas de lirio y no se salen nunca
de allí.

(32)
XXVII

Entre la lavanda y la alhucena pasa la reina de los valles,


entre las margaritas como huevos pálidos, asados, y las
celedonias y las diademas de miel pasa la reina de la be-
lleza en su carro azul tirado por un caballito del bosque
y una mariposa.
Pero, cae la noche y se encienden las grandes es-
trellas que dan miedo y a la fuente vienen a buscar agua,
los árabes y a beber, los camellos. Y una joven gacela se
huye de su madre y roe las flores en torno a la casa y un
joven camello se le enamora. Y ella accede a amarlo. Y
yo le grito, dándole un nombre de flor o de muchacha:
—¡Margarita, es pecado!
Y ella vuelve hacia mí, el rostro casi de oro, los altos
pétalos de la frente y me dice —¿Y qué?

(33)
XXVIII

Afuera ruge el bosque; adentro está la fiesta; los hom-


bres y las mujeres van de una pared a otra, las mucha-
chas más leves que abanicos. Mi madre conserva su es-
beltez niña, mi padre la corteja, hace años que aguarda
el sí o el no, esa palabra como una joya final que ella no
dará nunca; mi padre la corteja aunque ya ardió mu-
chas veces la vara de manzano y tienen hijos casi donce-
les. Hasta que empieza el vals y esos rostros comienzan
a hamacarse y mi madre es la estatua hacia la que miran
todas las conquistas.
Y el pavo —degollado hace una hora, su cabeza
como una joya, en cualquier parte— se envanece, se
pavonea porque se bebió todas las nueces y un jacinto
de caña.
Y yo estoy en este otro lado, inmóvil, junto a esa
ave ebria.
Y ruge el bosque y la luna da órdenes; y sólo mamá
es el Amor.

(34)
XXIX

A los diez años


yo era aquella alta niña rubia
al pie de las parvas de papas que mi padre levantaba
cerca de los rosales y la luna.
Ardían las legumbres, la paja de oro, los caballos
[ blancos desconocidos,
que, a la tarde, venían a visitarnos,
la cabellera hasta el suelo, igual a la mía,
los ojos como medallones con zafiros,
la boca llena de tremendas perlas,
iban arriba de la tarde,
encima de la noche de rocío;
ellos eran como reyes, soldados
de una victoria en la que no teníamos parte;
No sé si eran cincuenta o sólo uno,
nunca pude contarlos,
pasaban como nubes, como sueños;
rompieron el corazón de porcelana de la huerta,
se asomaban a mirarles las lechuzas, los gigantes,
pero, cabían en mis manos,
galoparon, dulcemente,
adentro de los aparadores de la abuela.

(35)
XXX

Nos avisaron antes de que firmásemos el contrato; pero,


era una tierra tan hermosa, tan plena de acelgas y de ro-
sas. Además, ellos disimularon por varios días, Hasta que
un día, de pronto, aparecieron los ángeles; se abrían en
abanico delante del arado de mi madre; alguno quedaba
como una rosanieve, fija, en la oreja del caballo. Todo el
día iban de aquí para allá, como árboles errantes, trans-
parentes; cruzaban las habitaciones, se les veía arder la
cara de cera, los ojos azules, el cabello largo, de lino o
de tabaco; por cualquier lado nos hallábamos una de sus
perlas; ardían adentro del espejo, de la cama, de la mesa,
como un ramo de pimpollos. Por la noche, entraban a
robarnos la miel, el azúcar, las manzanas. Y al alba ya
estaban sentados en la puerta cuchicheando en su suave
idioma del que nunca entendimos una palabra. Ponían
unos huevos rosados, pequeños y brillantes, que parecían
de mármol, que se abrían enseguida y dejaban salir nue-
vas bandadas de ángeles.
A veces, mi madre creía saludar a una vecina; pero,
a la otra, de pronto, le empezaba a arder la frente, una
rosa extraña en la cintura.
Así, no pudo soportarlo más y vendió la huerta.
Cuando nos íbamos para siempre, yo logré llevarme un

(36)
ángel —pequeño— bajo el manto. Pero, en mitad del ca-
mino, mamá se dio cuenta y lo ahuyentó.

(37)
XXXI

Las estrellas ardían un poco lilas, un poco funerarias,


como si se les hubiese caído la envoltura brillante, el pa-
pel de colores; y rugía, remotamente, el cañaveral de los
muertos. Pero, era una hermosa tardecita, era abril. La
asamblea había tenido lugar en la cueva; pero, ya está-
bamos bajo el membrillar. El jefe dio las últimas instruc-
ciones. No podía haber fracaso. Cada uno pensó en su
casa, allí cerca en cada huerto; era la hermosa hora, la
del humo, la de los cirios rojos, cuando cada abuela taco-
nea dulcemente en torno al pastel de manzanas. Todavía
éramos casi niños; algunos de nosotros teníamos novia y
era la hora de ir a visitarla; algunas de nosotras teníamos
novio y era la hora de que nos viniesen a ver. Así, senti-
mos nostalgia, miedo y también, una gran audacia.
Empezamos a reptar; cerca, lejos, pasaba algún
amo de los huertos, con una pequeña carga de manza-
nas, un jarrón de leche. Aparecieron los gladiolos, como
un mar de espumas, de cisnes, se les sentía el aroma a
azúcar, a azahar; en parte, hubo que segarlos, nos diez-
maban. Cerca del linde, la reunión se realizó otra vez,
rápidamente. La casa apareció de súbito, las puertas de
par en par. Nos encaramábamos, nos escondíamos. Ella
taconeó dulcemente; se le veían los cirios, las manzanas;

(38)
se asomó, tal vez, ya, con un temblor, un frío presenti-
miento. Alguno de nosotros no pudo reprimir un peque-
ño grito de ansiedad, un silbo como de víbora.
Y las estrellas cayeron al silencio. Los gladiolos bri-
llaron como nunca.

(39)
XXXII

Decían que iba a venir de visita el dios. Desde el alba


empezó el trajín. Pusimos el mantel mejor, los exquisi-
tos huevos en almíbar, los platitos bien cargados de olivas
bien maduras y de perlas. Toda la mañana espiamos al
aire y al cielo, los árboles, las nubes solitarias. Alguien
tocó a la puerta; no pudimos atenderle, queríamos estar
a solas y rezar.
Pero, al mediodia, él llegó sin que viésemos por
dónde. Allí estaba con sus largas trenzas, su mantón de
lana, sus larguísimas astas de madera; nos arrodillamos,
rezábamos, llorábamos; le servimos el manjar mejor, el
gallo de fantasía, todo lleno de grandes grageas; almorzó,
bebió; recorría la casa; dijo que quería llevarse algo, ya
que no iba a volver jamás. Revisó el aparador, las tela-
rañas, las tacitas de porcelana, el gran reloj al pie de la
cama de la abuela, olfateó el roble, la albahaca, registró
la cómoda, cajón por cajón, miró en el álbum; preguntó
quién era Celia. Le mostramos la hermana pequeña.
La eligió.

(40)
XXXIII

Porque dí en recordar todo, la vieja casa, el caballo de


mi padre, el hongo aquel que nació cerca de la casa
—él también una criatura, la voluntad de Dios— el gus-
to que tenía, la otra morada allá en lo alto, el diálogo in-
terminable de mi madre con los parientes, la escuela, la
maestra, el caminillo de acelgas nacaradas, rojas, azu-
les, sonrosadas, la vuelta de la escuela cada tarde, el ca-
rromato de los astros, la polvareda de los astros, mi pri-
mer casamiento, cuando la abuela fue sacerdote sumo
—y tan fiel—, el delantal de organdí que usé entonces,
la corona de pequeñísimos bizcochos. Los teru-teros
una bandada de lágrimas.

(41)
XXXIV

No sé de dónde lo había sacado mi padre —él no salía


nunca—; tal vez, desde el linde mismo del campo; allí
estaba, el nuevo cuidador de las papas. Le miré la cara
color tierra, llena de brotes, de pimpollos, la casaca co-
lor tierra, las manos extrañamente blancas y húmedas,
que tentaban a cortarlas en rodajas y a freírlas. Pero, el
abuelo no dijo nada y mi madre, tampoco. Sólo los pe-
rros adivinos empezaron a dar saltos y a gruñir y hubo
que echarlos al jardín y ponerles cerrojo. El se marchó,
escopeta al hombro, hacía el gran cantero; allí quedaría
bajo la luna, apuntando a los posibles ladrones, a las
zorras que bajaran del bosque, y, sobre todo, a las lie-
brecitas roedoras.
Pero, cuando cayó del todo la sombra, mi raro co-
razón ya caminaba a saltos, manejando una sangre ya
confusa; fui a ver a mi madre; ella estaba apoyada en la
ventana, su recto perfil mirando hacia las sombras, no me
atrevía a decirle nada. Volví a mi alcoba, cerré las puer-
tas; los astros, con su plumaje de colores empezaron a
volar de este a oeste, de un mundo a otro; me levanté,
crucé el jardín, los perros gruñeron, no tenía miedo, había
tal resplandor, además, conocía todos los escondites, los
subterfugios, hubiera podido desaparecer bajo la tierra.

(42)
Lo terrible fue que él me estuvo apuntando desde el prin-
cipio. Cuando mordí la primera ramita, disparó, caí, me
dio por muerta. Durante toda la noche, aunque soñé cosas
increíbles, mis ojos permanecieron abiertos y mis largas
orejas se mantenían atentas; sólo mis cuatro patitas se en-
trechocaban temblando.
Al alba él me tomó, me alzó, la sangre rodó por
mis flancos. Caminaba hacia la casa; ya allá se oía un
rumor confuso, alguien estaría levantado, ya en la coci-
na; tal vez, los abuelos. El entró —mis ojos se nublaron
terriblemente—, me arrojó allí; dijo: —Noche tranquila.
Una sola liebre.

(43)
XXXV

Me acuerdo de los repollos acresponados, blancos,


—rosanieves de la tierra, de los huertos—,
de marmolina, de la porcelana más leve,
los repollos con los niños dentro.
Y las altas acelgas azules.
Y el tomate, riñón de rubíes.
Y las cebollas envueltas en papel de seda, papel de
fumar, como bombas de azúcar, de sal, de alcohol.
Los espárragos gnomos, torrecillas del país de los gnomos.
Me acuerdo de las papas, a las que siempre,
plantábamos en el medio un tulipán.
Y las víboras de largas alas anaranjadas.
Y el humo del tabaco de las luciérnagas —que fuman
sin reposo.
Me acuerdo de la eternidad.

(44)
Se terminó de imprimir en
La Paz, Bolivia
en diciembre del 2021

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