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Carlos Julio Martínez Arias. Trabajo Epístolas Católicas

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Instituto Teológico

San Fulgencio

Nuevo Testamento y
Sacerdote Nuevo
Estudio y comentario de Heb 5, 1-10

Carlos Julio Martínez Arias

Epístolas Católicas

Prof. Dr. D. José Cervantes Gabarrón

Enero 2021
ÍNDICE

1. INTRODUCCIÓN .....................................................................................................................1

2. ANÁLISIS PRELIMINAR ........................................................................................................2

3. COMENTARIO POR VERSÍCULO .......................................................................................5

4. CONTENIDO DEL TEXTO Y APLICACIÓN A NT ..........................................................8

5. UNA DESCRIPCIÓN DEL SUMO SACERDOTE ............................................................ 12

6. CONCLUSIÓN: NUEVAS PERSPECTIVAS ..................................................................... 15

7. BIBLIOGRAFÍA ...................................................................................................................... 18
1. INTRODUCCIÓN
El fenómeno sacerdotal se da en todas las culturas y religiones (de una forma u
otra), incluso en las religiones más primitivas. Siempre han existido en la sociedad
hombres elegidos o auto-designados (ya fuera por voluntad de los dioses o por la de la
misma sociedad, por la suerte, por decisión propia, por derecho de nacimiento, etc.)
para realizar unas funciones específicamente religiosas. Sin embargo el sacerdote
católico es único. Si vive de verdad su vocación, desprende una energía y un amor a
los demás que se ve en muy pocos sitios; y esto es algo que siempre me ha intrigado y
entusiasmado. ¿Qué es el sacerdote de verdad? ¿En qué consiste el verdadero
sacerdocio?

Esta pregunta nos parece más urgente cuanto más nos encontremos con sacerdotes
católicos que no son tan fieles a su esencia y a su vocación. Ante el mal ejemplo que
pueden dar algunos sacerdotes que se olvidan de su misión principal (el estar al
servicio de los hombres, precisamente por amor a ellos y a Dios), y se dedican a lo
puramente ritual y externo, debemos volver a encontrar la auténtica identidad del
sacerdote. Solo sabiendo (o recordando) lo que es realmente puede un sacerdote
recuperar su esencia a la hora de actuar. Esto es precisamente lo que hace el escrito a
los Hebreos: darnos una definición clara y rotunda de lo que es el sacerdote de verdad,
contrastándolo con el del AT, que sin dejar de ser un sacerdocio importante, debe
ceder ante la llegada de Cristo. El sacerdocio del AT, con toda la belleza que le
constituye, es sencillamente una preparación, una anticipación al verdadero
sacerdocio realizado por Cristo, que trae a colación una realidad totalmente nueva.
Más que preguntar qué es el verdadero sacerdocio, debemos preguntarnos quién es el
verdadero Sacerdote. A esta pregunta esencial, sobre todo para los que tienen la
vocación del sacerdocio, responde el autor de este escrito fundamental para nuestra fe.

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2. ANÁLISIS PRELIMINAR
La carta a los Hebreos se consideraba ya en la antigua Iglesia como algo fuera de
serie. A pesar de su extensión, no muy inferior a la de la carta a los Romanos, y no
obstante la profundidad de sus pensamientos teológicos, estuvo siempre a la sombra
de las cartas paulinas y no poco tuvo que luchar para lograr ser incluida en el canon
del Nuevo Testamento. Hoy día nadie osaría ya discutir su aceptación canónica,
aunque no parece haber cambiado mucho la impresión de algo extraño que produce en
el lector.

Son diferentes las razones que indujeron a dejar de lado esta carta y a formarse de
ella un juicio equivocado. El mismo título “a los Hebreos” muestra que en la época en
que se reunió la literatura epistolar del Nuevo Testamento, no se sabía ya nada de las
circunstancias de su origen. Por “hebreos” se entiende en el Nuevo Testamento a los
judeocristianos que hablaban arameo, o, por lo menos, judíos de nacimiento (2 Cor 11,
22; Flp 3,5; Hch 6, 1), por lo cual se pensó en la antigüedad que la carta se había escrito
originariamente en arameo. Hace tiempo, sin embargo, que se desechó este punto de
vista, al que sucedió la convicción de que la carta es un escrito redactado
originariamente en griego, que acusa incluso un alto grado de elegancia estilística y de
habilidad literaria. Por consiguiente, no se debe pensar que los lectores fueran
judeocristianos de Palestina, aun cuando éstos, en su mayoría, fueran bilingües. Más
aún: la exégesis actual pone incluso en tela de juicio que la carta hubiera sido dirigida
a una comunidad judeocristiana. La Biblia griega, los Setenta, que el autor cita
corrientemente, era también conocida por los cristianos de origen pagano, y como
resulta de la catequesis bautismal de Heb 6, 1-2, los lectores debían comenzar por ser
instruidos en la “fe en Dios” y en la “resurrección de muertos y juicio final”.

Si los destinatarios de la carta no se contaban entre los judíos de entonces, sino


que eran paganos (o nacidos de padres ya cristianos), entonces no puede sostenerse ya
la opinión que durante largo tiempo se impuso sin disputa, según la cual el autor
quería poner en guardia a sus lectores contra una eventual recaída en el judaísmo. Se
pensaba, en efecto, que tales judeocristianos, atraídos por el esplendor y el fasto del
culto del templo, se verían tentados a abandonar su nueva fe y a adherirse de nuevo a
la religión de sus padres. Esta idea de la finalidad de la carta, basada en la fantasía, sólo
podía surgir de una lectura superficial del escrito, así como de prejuicios, pues si bien
se mira no hay ni un solo pasaje de la carta en que se hable de recaída en el judaísmo o

2
que haga referencia al templo herodiano. Muy diferentes son las dificultades que
tenían que vencer los destinatarios y que el autor trata de superar con reflexiones
teológicas: 1) lo poco tangible de la salvación; 2) las flaquezas morales; 3) las
hostilidades del mundo.

“Porque todo sumo sacerdote, escogido entre los hombres, está constituido en
favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y
sacrificios por los pecados; y puede compadecerse de los ignorantes y
extraviados, ya que él mismo está rodeado de flaqueza, y a causa de ella debe
ofrecer expiación por los pecados, tanto por los del pueblo como por los suyos.
Y nadie recibe este honor por sí mismo, sino llamado por Dios, justamente
como en el caso de Aarón. Tampoco Cristo se confirió a sí mismo la dignidad
de sumo sacerdote, sino que se la confirió aquel que le dijo: ‘Hijo mío eres tú,
hoy te he engendrado yo’. (Sal 2,7) O como dice en otro pasaje: ‘Tú eres
sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec’ (Sal 110, 4). Cristo, en
los días de su vida mortal, presentó, con gritos y lágrimas, oraciones y súplicas
al que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado en atención a su piedad
reverencial. Y aun siendo Hijo, aprendió, por lo que padeció, la obediencia, y
llevado a la consumación, se convirtió, para los que le obedecen, en causa de
salvación eterna, proclamado por Dios sumo sacerdote según el orden de
Melquisedec.” (Heb 5, 1-10)

En el Antiguo Testamento hay numerosas historias de vocación o llamamiento


de Dios, pero ninguna de ellas habla de vocación al sacerdocio. En Israel se era
sacerdote por nacimiento, por descendencia de una de las familias que desde antiguo
habían cuidado del culto divino. Evidentemente, se creía que los antiguos cabezas de
dichos familias habían sido originariamente instituidos por Dios en su función, pero
una vocación, un llamamiento inmediato por parte de Dios no se refiere ni siquiera en
el caso de Aarón (Ex 28,1). No se puede decir lo mismo de los profetas. A éstos se
dirigió la palabra de Dios de repente y en forma imprevista. Dios los llamó a su
servicio cuando, donde y como bien le plugo. ¿Por qué, pues, el autor de la carta a los
Hebreos no se refirió a Moisés, Isaías, Jeremías o Ezequiel, los relatos de cuyas
vocaciones ocupan tan destacado lugar en el Antiguo Testamento, y en cambio se fija
en la figura tan pálida de Aarón? La respuesta es sencilla: porque “el Cristo” fue
investido de hecho de su ministerio celestial a la manera de los sacerdotes y no a la

3
manera de los profetas. Lo heredó en cierta manera de Dios, que lo engendró como
Hijo suyo.

Sin embargo, en la vocación de Jesús como sumo sacerdote no falta tampoco el


elemento psicológico o, si se prefiere, carismático. El Hijo debía todavía llegar a ser en
los “días de su vida mortal” lo que de suyo era ya desde la eternidad. La escena del
huerto de los Olivos, en la que, según la tradición de los sinópticos, llama Jesús a Dios
“Abba” y como Hijo se entrega a la voluntad de su Padre, se convierte aquí en símbolo
de su entera vida terrena. Tampoco esto se dice sin referencia a la situación de la
comunidad. En efecto, los “gritos y lágrimas” no hacen pensar tanto en las historias de
la pasión en los Evangelios, como a la ansiedad y desesperación de los cristianos que
ven en perspectiva una persecución sangrienta. A ellos y a nosotros quiere decirnos la
carta que sólo la obediencia y el temor de Dios despejan el camino para la
consumación celestial. Ahora bien, caso que la palabra εὐλάβεια hubiera de traducirse
por “angustia”, como la hacen diferentes comentaristas, entonces el difícil versículo
habría de entenderse así: Dios “escucha”, es decir libra, “de la angustia”, pero no nos
dispensa de las amarguras de la muerte.

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3. COMENTARIO POR VERSÍCULO
Cristo reúne los requisitos esenciales para el ministerio del sumo sacerdocio:
capacidad de compartir las debilidades de los hombres y llamamiento de Dios

En el pasaje 5, 1-10 se continúa la exposición de la idea central de 4, 14-16: si la


misión de un sumo sacerdote requiere que él por propia experiencia se haya hecho
capaz de compartir la miseria humana, y si para la eficacia de sus funciones es decisiva
la previa iniciativa de Dios, Cristo, efectivamente, recibió tal dignidad de Dios, y a
través de los padecimientos fue llevado a la consumación, a la realización de su tarea.
En la elección de los dos aspectos que pone de relieve, se ve que el autor se guía, ante
todo, por lo que se propone demostrar.

1 Es, pues, principio general que el sumo sacerdote procede de entre los hombres y
está puesto para bien de los hombres, al servicio de las relaciones entre éstos y Dios.
Debe ofrecer “dones y sacrificios” por los pecados; se discute si el autor pretende
distinguir entre sacrificios cruentos o incruentos, o si los sacrificios (en cuanto
cruentos) constituyen sólo una parte del grupo genérico de los “dones”, o si con los
dos términos se designan sacrificios cruentos.

2 Apto para esta misión es el sumo sacerdote Jesús, ya que él está envuelto en
debilidades, como en un manto. Este hecho, en efecto, impide que se deje llevar de
excesiva indignación hacia los pecadores y le hace sentir “indulgente compasión”: el
término “designa una actitud del sumo sacerdote en que, acordándose de su propia
debilidad, al juzgar las transgresiones de los hombres se siente inclinado a compasión
e indulgencia hacia ellos, y no se indigna hasta llegar a perder la disposición de
interceder por ellos ante Dios o de hacer algo en su defensa” (Bleek). Mas esta
compasión se extiende sólo a pecados que cometen los ignorantes y extraviados, no a
pecados cometidos a sangre fría, intencionalmente, con plena reflexión, como eran los
que en la antigua alianza llevaban consigo la exclusión de la comunidad con el pueblo
de Dios (Núm 15, 30.31). A este respecto es quizá del caso observar: los pecados de
ignorancia y debilidad son en la Biblia “también pecados muy graves, aunque con ellos
no se rechaza con plena conciencia y voluntad la gracia de Dios, hecha patente en toda
su grandeza (Haering). La observación de que debe ofrecer sacrificios por los propios
pecados subraya que el sumo sacerdote está, no por encima, sino en medio de los
pecadores.

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3-10 Pero otro aspecto esencial es que la iniciativa proviene de Dios; como, en otro
tiempo, Aarón fue llamado por Dios, así también Cristo. Al autor debía interesarle
dejar claro este punto, ya que Cristo no está en la línea de los sumos sacerdotes que
proceden de Aarón; su sumo sacerdocio radica, como se insiste con base en dos textos
de la Escritura, primero en su dignidad metafísica (Sal 2,7), y luego en su llamamiento
inmediato por parte de Dios. Como los versos 5-6 se relacionan con el 4, así los versos
7-10 parecen ser los correspondientes a los versos 1-3; en efecto, aunque en los versos
1-3 se pone de relieve ante todo la capacidad de compasión del sumo sacerdote, y en
los versos 7-10 se habla principalmente del aprendizaje de la obediencia, la
presentación tan realista que hacen los versos 7 y 8 hace ver hasta qué punto el gran
sumo sacerdote de la nueva alianza está cerca de los hombres y debe sentir con ellos.

Dos cosas logra con esto el autor: que los lectores comprendan la necesidad de
la suerte escandalosa de Jesús y se den cuenta de que su propia situación angustiosa
podría recibir nuevo sentido a la luz de los padecimientos de Cristo. Éste, en los días
de su vida mortal, fue sometido a una prueba excepcionalmente difícil (el autor remite
en gran parte al episodio de Gestsemaní narrado por los sinópticos) y la superó con
éxito. Oró pidiendo ser salvado de la muerte, y el autor describe la angustia extrema de
la prueba (ante todo Lc 22, 44) con fuertes expresiones, que seguramente no están
tomadas de ninguna tradición particular, sino que constituyen cierta ilustración e
interpretación de lo sucedido. Si se traduce “fue escuchado en atención a su piedad”, es
difícil de explicar cómo es posible decir que Jesús fue escuchado, cuando precisamente
tuvo que pasar por la muerte. La propuesta de Harnack de incluir un “no” (“no fue
escuchado del temor, aun siendo Hijo”), es demasiado radical; la traducción
“escuchado (o librado) del temor” no sería en sí errónea, pero la palabra griega
(eulabeia) tiene aquí muy marcado el sentido de “piedad” o “temor a Dios”. Parece,
pues, obvio entender que Jesús fue escuchado en conformidad con los designios de
Dios (idea ya implícita en el relato de los sinópticos), o, en otras palabras, que la
piedad de Jesús llevaba ya consigo la disposición a realizar en todo caso la voluntad de
Dios, incluso mediante los padecimientos y la muerte.

Las dificultades que para una cristología sistemática presenta el pasaje han sido más
de una vez objeto de estudio especial; el autor se limita a consignar afirmaciones al
parecer incompatibles y con la ayuda de posteriores especulaciones se hizo posible dar
explicación satisfactoria, hasta donde es posible penetrar con ojos humanos el misterio

6
de la persona de Jesús: “Cristo ora no sólo en beneficio y en nombre de los miembros
de su cuerpo místico, sino realmente en lugar suyo, incluyéndolos, reuniéndolos a
todos” (Bonsirven). Jesús toma sobre sí los padecimientos a través de los cuales la
voluntad de Dios quiere llevarlo a la consumación, aprende obediencia, y precisamente
en esta forma llega a la meta gloriosa a la que estaba destinado (Flp 2, 6-11). El fruto de
la consumación es doble: hace de Jesús portador de la salvación para todos los que
ahora le presten obediencia (reaparece aquí la intención parenética), y, como
consecuencia inseparable, le da posesión definitiva de su dignidad eterna de sumo
sacerdote: “Con esto no se excluye que Jesús, ya durante su vida terrena, con su
palabra, y en general con toda su persona, fuera mediador de la salvación; pero lo fue
sólo en la medida en que durante su vida terrena se fue convirtiendo paulatinamente
en aquello que con su consumación llegó a ser definitivamente” (Riggenbach).

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4. CONTENIDO DEL TEXTO Y APLICACIÓN A NT
Requisito de todo sumo sacerdote y su aplicación a Jesucristo

La finalidad de esta perícopa es probar que Jesucristo es nuestro Pontífice o


sumo sacerdote, cuyo título ostenta con todo derecho. El razonamiento es muy
sencillo: se señalan primeramente los caracteres que todo sacerdocio debe tener para
poder presentarse como legítimo y eficaz (v. 1-4), haciendo luego aplicación a
Jesucristo (v. 5-10). Es de notar sin embargo que el autor de la carta, más que discurrir
sobre el sacerdocio en abstracto, está con la vista puesta en el sacerdocio levítico,
valiéndose de términos y nociones que eran familiares a los lectores judíos. Con todo,
no puede negarse que su descripción del sacerdocio, no obstante esa limitación de
perspectiva, contiene cierto carácter de universalidad, al menos con referencia a la
humanidad actual, afectada por el pecado original.

Las cualidades exigidas a “todo pontífice” están indicadas en los versículos 1-4,
y podemos reducirlas a cinco: pertenecer a la humanidad, representar a ésta en las
cosas que miran a Dios, ofrecer dones y sacrificios por los pecados, capacidad para
compadecerse de las ignorancias y debilidades de aquellos a quienes representa,
elección o llamada divina. De estas cinco condiciones, la segunda y la tercera están
íntimamente relacionadas, y prácticamente la tercera no es sino una aplicación de la
segunda al caso concreto de los dones y sacrificios, siempre dentro de las cosas que
miran a Dios y al culto que le es debido. Los términos “dones y sacrificios” eran muy
usados en las prescripciones levíticas, designando generalmente el primero las
oblaciones o sacrificios incruentos (Lev 2, 1-16), y el segundo, los sacrificios cruentos
(Lev 3,1-5,26), aunque el primero pueda tomarse más genéricamente, incluyendo
ambas clases de sacrificios. También las condiciones primera y cuarta están
íntimamente relacionadas. Si, como representante de hombres, el sacerdote conviene
que sea miembro de la sociedad que representa, y no, por ejemplo, un ángel, por la
misma razón conviene que, aleccionado por la propia experiencia de hombre sujeto a
flaquezas, esté inclinado a la misericordia y compasión con los que yerran. La última
de las condiciones señaladas es la vocación o llamada divina (versículo 4). Sin esa
llamada, inmediata o mediata, el sacerdote no podría llenar el objeto primordial del
sacerdocio, que es el de ser mediador entre Dios y la humanidad, ya que, lejos de
aplacar a Dios, más bien irritaría su justa ira (cf. 3,10; 16,20). Se trata de un honor, pero

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de un honor lleno de grandes responsabilidades, y nadie puede tomárselo por propia
iniciativa.

Expuestas así las condiciones de “todo pontífice”, viene ahora (versículos 5-10)
la aplicación a Jesucristo. Se comienza por la última de las condiciones señaladas: la
llamada divina. La prueba de que Jesucristo, nuestro sumo sacerdote, no se arrogó por
sí mismo la dignidad del sacerdocio, sino que fue llamado a ella por Dios, la encuentra
el autor de la carta (versículos 5-6) en dos textos de la Escritura, tomado uno de Sal 2,7
y otro de Sal 110, 4. Ambos salmos son mesiánicos y, consiguientemente, ninguna
dificultad ofrecen en que se haga la aplicación a Jesucristo. La dificultad está, por lo
que se refiere al primero de los textos, en probar que ahí se haga referencia al
sacerdocio; y, por lo que se refiere a entrambos textos, en determinar a qué momento
preciso de la vida de Cristo se aluda. Trataremos de responder a estas dos cuestiones.

El texto “Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado”, primero de los citados
(versículo 5), ya fue alegado anteriormente para probar la superioridad de Cristo sobre
los ángeles (cf. 1,5). También lo alega San Pablo en su discurso de Antioquía de Pisidia,
para probar la resurrección de Jesucristo (Hch 13, 33). Ahora se alega para probar el
sacerdocio. La pregunta, pues, se impone: ¿qué es, en realidad, lo que el salmista con
esa expresión quería significar de Jesucristo? Creemos que alude no a la filiación
natural divina del Mesías, en sentido ontológico, sino a su exaltación o entronización
como rey universal de las naciones. San Pablo, aplicando esas palabras a la
resurrección, que fue el momento en el que, de manera manifiesta, comenzó la
exaltación pública de Jesucristo por el Padre (Flp 2,9), no hace sino concretar, apoyado
en la realidad, aquella exaltación anunciada en el salmo. Ese sería el sentido literal del
texto. Sin embargo, ello no sería obstáculo para poder aplicarlo también al sacerdocio
de Cristo, no en sentido literal histórico, sino a base de dar cierta amplitud al
significado de las palabras, en cuanto que el Mesías de que se trata, cuya exaltación se
canta, sabemos que estaba en realidad realzado también con la dignidad sacerdotal,
conforme se afirma expresamente en Sal 110,4. En caso de que el autor de la carta
citase el texto de Sal 2,7, viendo anunciada en él la filiación natural divina de Cristo, la
relación con su sacerdocio sería más estrecha, pues el fundamento metafísico del
sacerdocio de Cristo y la medida de su excelsa dignidad radican precisamente en el
hecho de que Cristo es Dios y hombre a la vez; pero será muy difícil.

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Respecto a la segunda cuestión, es a saber, a qué momento preciso de la vida de
Cristo aludan esas declaraciones de Dios, proclamando solemnemente su exaltación y
sacerdocio, creemos que la respuesta ha de estar en consonancia con lo que acabamos
de decir sobre la interpretación del texto “Hijo mío…”; es decir, que se alude, también
en el segundo texto, al tiempo de su exaltación a partir de la resurrección. Subiendo
glorioso a los cielos, Cristo es proclamado, no sólo rey universal de las naciones, sino
también Pontífice, que vive allí eternamente para interceder por nosotros. Este
sacerdocio de Cristo, perpetuo y celestial, es el que el autor de la carta quiere hacer
resaltar. Ni ello significa que Cristo no fuese ya antes sacerdote, desde el momento
mismo de su encarnación, y que el acto supremo de ese sacerdocio no fuese la
inmolación en la cruz. En un caso semejante al de los títulos de “Señor” y “Mesías”,
que San Pedro dice haber sido dados a Cristo a partir de la resurrección y exaltación a
la diestra del Padre (Hch 2, 36), sin que ello quiera decir que no fuera ya “Señor” y
“Mesías” desde el principio.

Después de aplicar a Jesucristo la última de las condiciones señaladas a todo


pontífice (versículo 4), el autor pasa a hablar de las otras condiciones (versículos 7-10).
Sin embargo, no lo hace de modo ordenado, enumerando una tras otra, sino en forma
genérica, haciendo hincapié en la coparticipación de Cristo en los sufrimientos
humanos y en sus súplicas al Padre en los días de su vida mortal. Como inocente que
era, no podía ofrecer sacrificios por sus propios pecados, como tenían que hacer los
sacerdotes de la ley mosaica, pero podía orar al Padre, con esforzado clamor y
lágrimas y ofrecerle el sacrificio de su pasión, a la que se somete por la obediencia del
Padre. El conocimiento experimental de lo costoso de esa obediencia, que le lleva hasta
la muerte de cruz, le convierte en mediador “perfecto”, es decir, plenamente apto para
ejercer sus funciones a nuestro favor y ser autor de nuestra salud, por lo que
justamente es proclamado “Pontífice según el orden de Melquisedec”.

Así juzgamos que puede ser resumido el contenido de estos versículos.


Comentemos ahora brevemente algunas expresiones más características.
Primeramente, no parece caber duda que las “oraciones y súplicas con poderoso
clamor y lágrimas” de los días de su vida mortal (versículo 7) es una alusión a la
oración ferviente y angustiosa de Getsemaní. Es cierto que los Evangelios, aunque
hablan de sudor de sangre, no mencionan las lágrimas, pero tampoco las excluyen; y
muy bien puede ser éste un dato recibido de la tradición, aparte lo que pueda haber de

10
expresión literaria. Las oraciones iban dirigidas “al que era poderoso para salvarle de la
muerte”, es decir, al Padre. En esto no hay dificultad. La dificultad está en lo que sigue:
“fue escuchado en razón de su piedad”. ¿Qué significa esta expresión? El sentido ha
sido muy discutido. Sabemos, en efecto, que Cristo pidió al Padre que, si era posible,
pasase de Él el cáliz de la pasión (Mt 26,39); pero sabemos también que el Padre no le
libró de la pasión. ¿Cómo, pues, puede decirse que fue escuchado? A esto responden
algunos autores que el Padre no le libró de la pasión, pero le libró del temor de la
pasión, a la que, confortado por el ángel (Lc 22,43), va con decisión y valentía. En
apoyo a su respuesta, en lugar de “escuchado en razón de su piedad”, traducen
“escuchado del temor”, es decir (al ser librado) del temor. Creemos, sin embargo, que
para esta traducción hay que violentar bastante la frase griega. Mucho más fundada
nos parece la traducción adoptada, que es, además, la más corriente entre los autores.
Supuesta esta traducción, nada hay ya en el texto bíblico que apoye esta
interpretación, como si el objeto de la oración de Cristo hubiera sido el ser librado del
temor de la muerte. La solución parece estar en que la oración de Cristo, en su
totalidad, no obstante el miedo y horror a la pasión, era de plena conformidad con la
voluntad del Padre. Y esta voluntad era la de salvar al mundo con la pasión y muerte
de su Hijo; no librándole de la muerte temporal, pero sí arrancándole de su poder y
transformado esa muerte en exaltación de gloria y fuente de vida para los hombres. En
este sentido, Cristo fue “escuchado”, y fue escuchado en “razón de su piedad”, es decir,
en atención a su religioso y filial respeto para con la voluntad del Padre. Es una idea
parecida a la de Flp 2, 8-9: “obediencia hasta la muerte…, por lo cual Dios le exaltó”.

Las expresiones “aprendió por sus padecimientos” (versículo 8) y “perfeccionado”


(versículo 9) ya quedan explicadas más arriba, al comentar los v. 10 y 17-18 del c.2.

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5. UNA DESCRIPCIÓN DEL SUMO SACERDOTE
Esta descripción general comprende tres elementos sucesivos. El primero señala a)
la doble relación del sumo sacerdote con los hombres y con Dios, añadiendo a
continuación b) la función sacrificial de expiación.

El segundo elemento señala una indicación sobre la relación con los hombres,
poniendo en evidencia la función expiatoria. El sumo sacerdote es capaz de sentir
compasión hacia los ignorantes y extraviados por estar también él envuelto en
flaqueza, y a causa de esta misma flaqueza debe ofrecer sacrificios tanto por sus
propios pecados como por los del prójimo.

El tercer elemento vuelve una vez más sobre las relaciones con Dios para observar.

a. Primeros rasgos

De hecho, subraya inmediatamente ya en el primer elemento el doble vínculo de


solidaridad que existe entre el sumo sacerdote y los hombres. Tanto por su origen
como por su destino, el sumo sacerdote está estrechamente unido a los demás
miembros de la familia humana: ha sido “tomado de entre los hombres” y ha sido
“puesto en favor de los hombres”. Es un hombre, puesto al servicio de los hombres. El
otro aspecto de la mediación sólo aparece a continuación, sin especial insistencia, para
precisar el sector en donde ejerce el servicio sacerdotal: “en lo que se refiere a Dios”.
En el AT, por el contrario, sólo interesaba este segundo aspecto; se trataba de ser
sacerdote para Dios. No se cuidaban de especificar que el sacerdote ha sido puesto para
los hombres. Esto quedaba más bien implícito. Nuestro autor, sin embargo, lo afirma
con claridad.

Su manera de hablar a continuación de las funciones sacerdotales refleja la misma


orientación. En su texto opta por insistir únicamente en la función que corresponde a
la necesidad humana más grave. No habla de la entrada del sacerdote en la morada de
Dios, ni de la transmisión de los oráculos de Dios, ni siquiera de las ofrendas que se
hacen para dar gracias a Dios, sino que se limita estrictamente a la evocación de un
solo género de sacrificios, los de expiación, sin especificar siquiera a quién se ofrecen:
el sacerdote ha sido puesto “para ofrecer dones y sacrificios por los pecados”. La
situación concreta del hombre está marcada por su debilidad y su malicia. Lo primero

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que hay que hacer es poner remedio a ello, sobre todo teniendo en cuenta que esta
debilidad y esta malicia constituyen el obstáculo más tremendo “en lo que se refiere a
Dios”. La tarea más importante del sacerdote “en favor de los hombres” es por tanto la
de ofrecer sacrificios de expiación. El autor lo señala así, utilizando, por primera vez
en la epístola, el vocabulario técnico del ritual.

b. Solidaridad sacerdotal

Este detalle que ha indicado en el primer elemento de su descripción le permite al


autor insistir todavía más en el segundo elemento (5, 2-3) sobre el aspecto de la
solidaridad. Se muestra entonces lo suficientemente hábil para encontrar en el ritual
mismo del antiguo testamento un testimonio de la comunidad de destino que
vinculaba. Nuestro autor subraya este dato bíblico indiscutible: el sumo sacerdote
“debe ofrecer por los pecados propios igual que por los del pueblo”. Reconoce en esto
justamente la prueba de la flaqueza humana del sumo sacerdote. Nunca había
subrayado el antiguo testamento este aspecto de la situación del sacerdocio. La
descripción que nos hace la epístola se aparta en este caso de las perspectivas
habituales para orientar a los espíritus hacia el segundo rasgo fundamental del
sacerdocio, el de su solidaridad con los pecadores.

El autor declara que todo sumo sacerdote es capaz de “sentir compasión hacia
los ignorantes y extraviados, por estar él también envuelto en flaqueza.” En sí mismos
los términos escogidos presentan cierta ambigüedad; el contexto nos mueve a
interpretarlos en el sentido más amplio posible. Métriopatheín, por ejemplo, significa
en Filón el dominio de sí mismo, la resistencia a las pasiones; empleado en este lugar
con un complemento de persona—como no ocurre en el caso de Filón—designa una
actitud de “comprensión”, de moderación indulgente con los culpables, basada en la
experiencia personal de una misma fragilidad. Los pecadores son designados como
“ignorantes y extraviados”; “ignorar” y “extraviarse” son dos términos que tienden a
atenuar la falta. Es verdad que también puede entenderse esta frase con un sentido
restrictivo. El antiguo testamento distinguía dos categorías de pecados, aquellos en los
que uno cae por ignorancia y aquellos que se cometen con “la mano alzada”, es decir
con pleno conocimiento de causa. La expiación sacrificial sólo se admitía en el primer
caso. La formulación que aquí se adopta corresponde a esta limitación y refleja por
tanto fielmente los datos del antiguo testamento. Pero sigue siendo verdad que la
orientación del texto es positiva; no se habla para nada de excluir cierta categoría de
13
pecados; lo que se subraya es únicamente la relación de solidaridad entre el sumo
sacerdote y los pecadores.

c. Un camino cerrado a los ambiciosos

Pero ¿no habría que reconocer que en el tercero y último rasgo de la descripción
(5,4) se da un cambio de orientación? ¿No abandona aquí el autor el tema de la
solidaridad con los hombres para tomar el de la relación con Dios? Y por consiguiente,
¿no pasa de una perspectiva de humildad a otra de glorificación? Habla efectivamente
de la “dignidad” del sacerdocio, lo cual mueva a ciertos comentaristas a ver aquí un
“contraste”.

En realidad, cuando se examina el texto más de cerca, no aparece dicho contraste.


Se observa más bien que el autor sigue siendo fiel a su perspectiva. En efecto, lo que
expresa directamente su frase no es la gloria del sacerdocio, como en la sección
precedente, ni la grandeza de la vocación divina, sino por el contrario la humildad
necesaria al sacerdote. La palabra “dignidad” está situada en una expresión negativa y
sirve para describir una actitud de humildad: “Nadie se arroga tal dignidad” (5,4). Lejos
de estar en contraste con los rasgos precedentes, esta indicación los completa
admirablemente. La solidaridad con los hombres miserables conduce a la humildad
ante Dios.

Para confirmar esta perspectiva, el autor recurre al ejemplo del primer sumo
sacerdote israelita, Aarón. La Biblia muestra de hecho que Aarón no se atribuyó a sí
mismo el sacerdocio, sino que fue Dios el que tomó la iniciativa. Fue Dios el que
ordenó a Moisés que hiciera acercarse a Aarón con sus hijos “para que ejerza mi
sacerdocio” (Ex 28, 1). Puesto que se trataba de mantener relaciones con Dios, era
lógico que ningún hombre podía arrogarse este privilegio. El sacerdocio no es una
posición a la que el hombre pueda elevarse a sí mismo para ponerse por encima de sus
semejantes. Es un don de Dios el que pone al sacerdote al servicio de sus hermanos. En
toda la descripción general del sacerdocio, el autor de la carta a los Hebreos sigue
siendo fiel a la orientación que definía en su introducción; queda así expresada la
solidaridad del sacerdote con los hombres.

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6. CONCLUSIÓN: NUEVAS PERSPECTIVAS
Para completar nuestro análisis, es posible añadir aquí unas cuantas observaciones
sobre la originalidad de la doctrina expuesta por nuestro autor. Aunque su propósito
haya consistido en mostrar la continuidad entre el sacerdocio antiguo y el misterio de
Jesucristo, no ha logrado impedir realmente que en su exposición asomen nuevas
perspectivas.

Repasemos en primer lugar su descripción de “todo sumo sacerdote” (5,1-4).


Ciertamente, ésta se puede presentar como universalmente válida y conforme con las
tradiciones antiguas. Refleja fielmente la situación del sacerdocio en el AT. Sin
embargo, encierra algunas omisiones y lleva consigo ciertas insistencias que le dan
una orientación inédita.

Es inútil mencionar a este propósito las omisiones que se deben a la limitación


del tema. Si el autor no dice nada de la relación entre el sacerdocio y la casa de Dios ni
de la función de enseñanza del sacerdote, es porque ha tratado estos aspectos en otro
lugar. Por con siguiente, no hemos de extrañarnos de ello. Pero en otros puntos su
silencio resulta más que sorprendente. Al hablar de la institución del sacerdocio, no
dice una sola palabra sobre los ritos de consagración de los sacerdotes, que sin
embargo constituyen el objeto de descripciones minuciosas en la ley de Moisés y son
recordados con agrado por el Sirácida. De esta manera deja percibir que no considera
la santificación realizada por medio de separaciones rituales como un aspecto esencial
del sacerdocio.

Hay otro detalle que va en el mismo sentido: la manera de escoger al sumo


sacerdote se deja en la más amplia vaguedad. El autor indica solamente que el sumo
sacerdote “es tomado de entre los hombres”. En la ley de Moisés no se encuentra jamás
una formula tan imprecisa. Al contrario, la ley manifiesta la preocupación de
determinar a la tribu de la que han de ser elegidos los sacerdotes y la familia a la que
se confiaba el cargo de sumo sacerdote. Nuestro autor utiliza el término más general
anthropos, que se aplica a todo ser humano sin distinción de raza, de cultura, de
condición social o de sexo, y la emplea en la forma más indeterminada, en plural sin
artículo. Esta misma apertura universal se advierte en la fórmula que indica el destino
del sacerdocio: el sumo sacerdote está puesto “en favor de los hombres”. Por una parte
el AT prefiere decir que está el sacerdote al servicio de Dios; y, por otra parte, cuando

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habla de los que tienen que recurrir a la mediación del sacerdote, nunca utiliza una
expresión tan universal, sino que especifica que se trata de los hijos de Israel o de
algún otro miembro de este pueblo.

El rasgo más característico de esta descripción, la insistencia en la solidaridad


que une al sumo sacerdote con los demás hombres, es también el punto en el que el
autor se aparta más de las perspectivas judías habituales. Es verdad que se esfuerza en
encontrar este rasgo en las leyes rituales del antiguo testamento, consiguiendo su
empeño. El argumento que saca de los sacrificios prescritos por los pecados del sumo
sacerdote es de una solidez a toda prueba. Pero hay que reconocer que los judíos no
estaban acostumbrados a considerar las cosas de esta manera. No se les ocurría la idea
de subrayar que el sacerdote fuera “pecador”; lo veían más bien revestido de gloria. La
diferencia de perspectiva proviene del hecho de que, para definir los rasgos
fundamentales del sacerdocio antiguo, nuestro autor se dejó guiar por la luz de Cristo.
Esta luz, que emana de la pasión, le llevó a prescindir, como de cosa secundaria, de los
aspectos del sacerdocio que hasta entonces habían ocupado el primer plano y poner de
relieve, por el contrario, otros aspectos existentes, pero que tendían a ignorarse. La
imagen que traza en estos versículos es la de un sumo sacerdote “manso y humilde de
corazón”; manso con sus hermanos miserables (Heb 5, 2-3) y humilde de corazón con
ellos ante Dios (Heb 5, 4).

La descripción de las ofrendas habla solamente de ofrecer, sin decir nada del
resultado obtenido por dicha ofrenda. El sumo sacerdote está puesto para “ofrecer”,
“debe ofrecer”. ¿Dónde desemboca dicha actividad? No se indica. Pero en el caso de
Cristo la mención de la ofrenda va seguida inmediatamente de una afirmación
complementaria: Cristo “habiendo ofrecido…fue escuchado”. Diferencia capital es esta.
El autor volverá sobre esto porque sabe que un gesto de ofrenda humana no basta para
constituir un verdadero sacrificio. El elemento decisivo es la aceptación por parte de
Dios, ya que si la ofrenda no es aceptada, no es santificada. De aquí se sigue que las
antiguas ofrendas rituales no eran verdaderamente sacrificios, sino solamente intentos
ineficaces. Solamente la ofrenda de Cristo ha constituido un sacrificio en el pleno
sentido de la palabra. Este cumplimiento se debe a la oración de Cristo, que abrió la
miseria humana a la acción santificadora de Dios.

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Observemos para terminar que la frase final de 5, 9-10 no solamente sirve de
conclusión a la breve exposición anterior, sino también a toda esta parte (3, 1-5,10) y
que el autor se ha preocupado de recordar los dos rasgos fundamentales del
sacerdocio. Al declarar que Cristo, “hecho perfecto” por su pasión, “se convirtió en
causa de salvación eterna”, termina la evocación del sumo sacerdote misericordioso
que adquirió en el sufrimiento la capacidad de compadecer y de socorrer a sus
hermanos. Este es el tema de la segunda parte (4, 15-5,10). Y al señalar que Cristo
ofrece la salvación “a todos los que le obedecen”, recuerda el otro aspecto del
sacerdocio: la autoridad de la palabra. Cristo es “sumo sacerdote digno de fe” (3, 1-6).
La gloriosa afirmación de 5,10 va también en este sentido. Proclama que Cristo es
sumo sacerdote acreditado por Dios.

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7. BIBLIOGRAFÍA

VANHOYE, A., Sacerdotes Antiguos, Sacerdote Nuevo según el Nuevo Testamento,


Ediciones Sígueme, Salamanca 2002.

TURRADO, L., Biblia Comentada (Profesores de Salamanca) vol. VIb: Espístolas


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SCHIERSE, F. J., Carta a los Hebreos, Editorial Herder, Barcelona 1979.

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COTHENET E. / DUSSAUT. L/ LE FORT P. /PRIGENT P., Escritos de Juan y Carta a los


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HUIDOBRO, T. G., La Carta a los Hebreos: Una visión desde las teologías del templo,
Ediciones Sígueme, Salamanca 2014.

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