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Alfred Kubin La Otra Parte

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Una novela fantástica

de

ALFRED KUBIN

UN!V!Ull>A:D 9l!
SIVILLA
Fe::. rn,1�,1,.:;1•1!1t.c1
Alfred Kubin

Ediciones Siruela
MADRID, 1988
Título original: Die Andere Seite. Ein Phantasticher Roman. ÍNDICE

Traducción: J U A N J O S É D EL S OL AR

Diseño Gráfico: Jacobo Siruela

LA INVITACIÓN
Capítulo l. La visita 13
Capítulo 11. El viaje 43

PERLA
Capítulo l. La llegada .................................. 65
Capítulo 11. La creación de Patera ............... 69
Capítulo III. La vida cotidiana .................... 79
Capítulo IV. Bajo el hechizo ........................ 123
Capítulo V. El Suburbio ............................... 193

LA CAÍDA DEL REINO DE LOS SUEÑOS


Capítulo l. El adversario ............... ............... 207
© Editorial Labor, s. a. Capítulo 11. El mundo exterior ..................... 231
© Ediciones Siruela, s. a. Madrid, 1988 Capítulo 111 El Infierno .............................. 237
Plaza Manuel Becerra, 15. El Pabellón
28028 Madrid. Teléfono 245 57 20 Capítulo IV. Visiones. La muerte de Patera . 345
Fotocomposición: M.T., s. a.
Capítulo V. Conclusión ................................ 361
Impresión: Unigraf, s. a.
Encuadernación: Huertas, s. a.
Foto mecánica: Mancolor, s. a. EPÍLOGO .. ... ... ...... ............ .............. .. .... .. .. ......... 367
PLANO .............................................................. 370
Printed and rnade in Spain
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A la memoria de mi padre.

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Alfred Kubin
LA INVITACIÓN
CAP ÍTULO I

LA VISITA

ENTRE mis amistades juveniles figura un personaje


extraño, cuya historia merece realmente ser salvada del
olvido. He hecho lo posible por ofrecer una descrip­
ción verídica --<:orno corresponde a un testigo ocu­
lar- de una parte, siquiera mínima, de los extraordi­
narios acontecimientos vinculados al nombre de Claus
Patera.
Algo muy extraño me ocurrió al hacerlo. Mientras
iba anotando meticulosamente mis vivencias, intercalé,
sin darme cuenta, una serie de escenas que ningún ser
humano pudo haberme narrado y que, además, me
hubiera sido imposible presenciar personalmente. Ya
se irán enterando de los extraños fenómenos que la
proximidad de Patera era capaz de suscitar en la ima­
ginación de todo un pueblo. A este influjo, pues, debo
atribuir mi enigmática clarividencia. Ruego al lector
deseoso de alguna explicación, tenga a bien atenerse a
las obras de nuestros ingeniosos psicólogos.
Conocí a Patera en Salzburgo hace sesenta años,
cuando los dos ingresamos en el instituto de dicha
ciudad. Él era entonces un mozuelo bastante pequeño,
aunque ancho de espaldas, en el que a lo sumo podía
llamar la atención el perfil clásico de la cabeza, cubierta
de hermosos rizos. ¡Dios mío!, a la sazón no éramos
14 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 15
más que dos críos ariscos y bullangueros, ¿qué podían -¿En qué puedo serle útil?
importarnos las apariencias externas? Sin embargo, Mi indiferencia inicial se fue transformando en cuno­
debo confesar que aún hoy día, siendo ya un hombre sidad primero, y luego en asombro, cuando el d�sco­
entrado en años, permanecen vívidamente grabados en nocido empezó a contar a grandes rasgos lo que sigue:
mi memoria sus ojazos inmensos y un tanto saltones, -Vengo a hacerle varias propuestas. No le estoy
de color gris claro. Pero, ¿quién iba a pensar entonces hablando en mi nombre, sino en el de un hombre a
en lo que vendría después? quien usted tal vez haya olvidado, pero que aún le
Tres años más tarde dejé aquel instituto por otro recuerda perfectamente. Este hombre se halla en po­
centro de enseñanza. El contacto con mis antiguos sesión de riquezas cuya cuantía supera todo lo que un
camaradas se hizo cada vez más esporádico hasta que, europeo pueda imaginar. Me estoy refiriendo a Claus
finalmente, abandoné Salzburgo y me establecí en otra Patera, su excompañero de escuela. ¡Le ruego q�e no
ciudad, perdiendo de vista por espacio de largos años me interrumpa! Gracias a una extrañísima casualidad,
todo cuanto allí me había sido familiar. Patera llegó a tener en sus manos acaso la fortuna más
El tiempo transcurrió y con él se esfumó mi juven­ grande del mundo. Su viejo amigo se consagró enton­
tud. Había acumulado una serie de experiencias harto ces a la realización de un proyecto que, de algún
halagüeñas, me hallaba ya en los treinta y estaba casa­ modo, supone la existencia de recursos materiales
do. Por entonces empezaba a abrirme paso por la vida prácticamente inagotables. ¡Había decidid� fundar un
como modesto dibujante e ilustrador. Reino de los sueños! .. . El asunto es complicado, pero
trataré de ser breve.
-Como primera medida adquirió un lugar adecua­
II do de tres mil kilómetros cuadrados. Una tercera parte
de esta zona está constituida por terrenos muy mon­
De pronto -todo ocurrió en Munich, donde a la tañosos, el resto comprende una llanura y una región
sazón vivíamos-, una brumosa tarde de noviembre cubierta de colinas. Grandes bosques, un lago y un río
me fue anunciada la visita de un desconocido. dividen y animan este pequeñÓ Reino. Luego fundó
-¡Que pase! una ciudad y, haciendo frente a una necesidad inme­
El visitante era -hasta donde pude distinguir en la diata, se establecieron también aldeas y alquerías, pues
penumbra- un hombre de aspecto anodino que se la población inicial se elevaba ya a las doce mil �as.
presentó precipitadamente: Hoy, el Reino de los sueños cuenta con sesenta y cmco
-Franz Gautsch. Por favor, ¿podría hablar media mil habitantes.
hora con usted? El extraño señor hizo una breve pausa y bebió un
Dije que sí, le ofrecí una silla y ordené que trajeran sorbo de té. Y o permanecí en completa calma y sólo
luz y un poco de té. atiné a decir, bastante perplejo:
16 ALFRED KUB!N LA OTRA PARTE 17

-¡Prosiga! agudeza en los órganos sensoriales permite a sus po­


Y me enteré de lo siguiente: seedores captar ciertas relaciones del mundo individual
-Patera siente una profunda aversión contra todo que, salvo en momentos aislados, no existen para el
lo que, en general, guarde relación con cualquier forma hombre común. Y fíjese usted: son precisamente esas
de progreso. Repito, contra todo lo que guarde rela­ cosas que podemos llamar inexistentes, las que cons­
ción con cualquier forma de progreso, especialmente en tituyen la quintaesencia de nuestras aspiraciones. El
el campo científico. Le ruego que interprete mis pala­ insondable fundamento del Universo es, en su sentido
bras lo más literalmente posible, pues en ellas está último y más profundo, algo en que los soñadores
resumido el propósito fundamental del Reino de los -que así se autodenominan- no dejan de pensar un
sueños. Éste se halla separado del mundo exterior por solo instante. La vida normal y el mundo onírico son
un muro de circunvalación y está protegido contra tal vez conceptos antitéticos, y es precisamente esta
cualquier ataque por sólidos baluartes. Hay una sola diferencia lo que hace tan difícil un acuerdo entre
puerta, que sirve de entrada y salida al mismo tiempo ambos. Ante la pregunta: ¿qué sucede realmente en el
y permite un estricto control sobre el movimiento de Reino de los sueños?, ¿cómo vive allí la gente?, me
personas y mercancías. En el Reino de los sueños, vería obligado, sin más, a guardar silencio. Yo sólo
refugio para los descontentos con la cultura moderna, podría describirle su aspecto superficial y, sin embar­
se ha previsto todo lo necesario para satisfacer cual­ go, la búsqueda de la profundidad es justamente uno
quier tipo de necesidades corporales. Sin embargo, de los rasgos esenciales de quienes viven en el País de
nada es más ajeno al Amo de aquel país que la idea de los sueños. Todo aspira allí a lograr la máxima espiri­
forjar una Utopía o una especie de Estado del futuro. tualización de la vida; las penas y alegrías de sus con­
Si bien la penuria material ha sido, dicho sea de paso, temporáneos son totalmente ajenas al mundo del so­
erradicada de él, los nobles y elevados objetivos de ñador; y es natural que así sea, ya que él mismo actúa
aquella comunidad no apuntan en modo alguno a la según una escala de valores totalmente diferente. Aca­
conservación de los valores materiales de la masa de so el concepto que más se aproxime -al menos ilus­
pobladores o del individuo aislado. ¡No, en absolu­ trativamente- a la esencia de Ía cuestión, sea el de
to!... Pero ya veo su sonrisa de incredulidad y, en estado de ánimo. Nuestra gente sólo experimenta es­
efecto, le aseguro que me resulta casi imposible expli­ tados de ánimo o, mejor dicho, sólo vive por estados
car en pocas palabras lo que Patera intenta hacer real­ de ánimo. Toda la apariencia exterior, que ellos con­
mente con el Reino de los sueños. figuran a su antojo y gracias a un sutilísimo esfuerzo
-En primer término, debo precisar que toda per­ mancomunado, no constituye más que la materia pri­
sona que encuentra acogida entre nosotros está, sea ma. Cierto que hemos tomado todas las medidas ne­
por nacimiento o por algún golpe de fortuna ulterior, cesarias para evitar que ésta se agote. Sin embargo, el
predestinada para ello. Como es sabido, una extrema soñador no cree en nada más que en el sueño, en su
18 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 19

sueño, fomentado y desarrollado por nosotros; per­ estaba el corpulento señor Gautsch, con su correcta
turbarlo sería un delito de alta traición inimaginable. fisonomía de asesor, sus quevedos y su barbilla rubia,
De ahí que las personas invitadas a convivir en nuestra terminada en punta.
república sean sometidas antes a un riguroso examen. Tales eran, a grandes rasgos, las ideas que en aquel
Para decírselo en pocas palabras y acabar de una vez momento cruzaron por mi mente. Y algo tenía que
-y al llegar aquí, Gautsch dejó el cigarrillo y me miró decir de todos modos, ya que el buen hombre esperaba
tranquilamente a la cara: mi respuesta. En caso de que le sobreviniera un ataque
-Claus Patera, Señor absoluto del Reino de los de rabia aún podía, en última instancia, apagar la lám­
sueños, me encarga transmitirle, en calidad de agente para de un soplo y escabullirme de la habitación, que
suyo, una invitación para trasladarse a su país. conocía palmo a palmo.
Mi visitante pronunció las últimas palabras en voz -¡Claro, claro! ¡Estoy entusiasmadísimo! Sólo qui­
más alta y con un tono bastante formal. Luego, el buen siera consultar el caso con mi esposa. Mañana, señor
hombre se calló y al principio yo también guardé Gautsch, recibirá usted mi respuesta.
silencio, cosa que cualquiera de mis lectores compren­ Dije todo esto en un tono conciliatorio y me levan­
derá. La sospecha de estar sentado frente a un loco se té. Pero mi huésped siguió sentado tranquilamente y
abrió paso en mí casi a la fuerza. Me resultaba suma­ replicó con voz seca:
mente difícil ocultar mi agitación. Haciendo como si -Veo que no ha logrado comprender nuestra si­
jugara, aparté la lámpara fuera del radio de acción de tuación actual, cosa que no me extraña en absoluto.
mi visitante, y al mismo tiempo, retiré con gran habi­ Lo más probable es que no conceda usted crédito
lidad, un compás y un cuchillo raspador, objetos pun­ alguno a mis palabras, si es que su nerviosismo, con­
tiagudos y peligrosos. tenido con gran dificultad, no encubre una sospecha
A decir verdad, toda la situación era en extremo aún más grave sobre mi persona. Le aseguro que estoy
embarazosa. Cuando empezó lo de la historia del País completamente sano, tan sano como cualquiera. Lo
de los sueños, pensé que se trataba de una broma que que le acabo de comunicar es un asunto sumamente
algún conocido se tomaba la libertad de gastarme. serio, aunque reconozco, claro está que pueda parecer
Lamentablemente, este atisbo de esperanza fue dismi­ extraordinario o fantástico. Tal vez se tranquilice en
nuyendo en forma alarmante, y llevaba ya diez minu­ cuanto haya visto esto.
tos sopesando desesperadamente mis posibilidades. Y al decir estas palabras sacó un paquetito de su
No ignoraba que lo mejor que uno puede hacer cuan­ bolsillo y lo puso sobre la mesa, delante de mí. En él
do está con un enfermo mental es no desechar nunca leí mi dirección exacta; rompí el precinto y tuve entre
sus ideas fijas. ¡Pero también es cierto que yo no soy mis manos un estuche de cuero liso y color gris ver­
precisamente un gigante, sino un hombre tímido y doso, en cuyo interior se veía una pequeña miniatura:
débil en el fondo! Y allí, sentado en mi habitación, el típico retrato de medio cuerpo de un joven. Sus
20 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 21
rizos castaños se ensortijaban en torno a un rostro de dosis equivalente de buen humor. ¡ Dios mío, de modo
apariencia extrañamente clásica: grandes y clarísimos, que nos estamos volviendo viejos! Sentí que una
los ojos me miraban fijamente desde la imagen, ¡se alegría y serenidad absolutas volvían a apoderarse de
trataba indiscutiblemente de Claus Patera!. .. Durante mí.
los veinte años en que no nos habíamos visto apenas -¿Me imagino que creerá usted en el retrato?
pensé alguna vez en este compañero de escuela, a quien -dijo Gautsch-. El amigo suyo que está ahí repre-
daba por perdido. Al contemplar su retrato, de gran sentado ha tenido los destinos más diversos. Sólo
parecido con el original, el considerable lapso de tiem­ aprobó algunos cursos en la Escuela latina de Salzbur­
po se fue reduciendo en mi espíritu. Ante mí surgieron go. A los catorce años abandonó a su tía adoptiva y
los largos corredores, pintados de amarillo, del Insti­ se dedicó a recorrer, en compañía de unos gitanos,
tuto de Salzburgo. Volví a ver al viejo conserje del Hungría y los países balcánicos. Dos años después
bocio señorial, disimulado con gran dificultad por una llegó a Hamburgo: a la sazón trabajaba como doma­
elegante y bien cuidada barba. Me vi nuevamente en dor, pero pronto cambió este oficio por el de marine­
medio de los muchachos, entre los que también se ro, y se alistó como grumete en un pequeño barco
hallaba Claus Patera, deslucido por un rígido sombre­ mercante. De este modo llegó, finalmente, a la China.
ro de fieltro que el estrafalario gusto de una tía adop­ El barco estaba anclado, junto con otros muchos, en
tiva le había impuesto a la fuerza. el puerto de Cantón, adonde transportaba mijo y arroz
-¿Dónde consiguió este retrato? -exclamé con a fin de prevenir una carestía inminente. En cuanto
una involuntaria mezcla de curiosidad y alegría. terminaron las faenas de descargue, la nave tuvo que
-Ya se lo he dicho -replicó mi interlocutor-. Y permanecer unos días más en el puerto, pues una serie
su temor también parece haberse desvanecido -aña­ de mercancías destinadas a Europa ---cabello humano
dió con una sonrisa afable e inofensiva. y un nuevo tipo de caolín- aún no estaban listas para
-¡Esto es un disparate, una broma, un infundio! el embarque.
-acerté a proferir entre risas nerviosas. En aquel pre- -Patera aprovechó esos ratos I.i.bres para efectuar
ciso instante, el señor Gautsch me dio la impresión de numerosas excursiones a tierra firme. En cierta ocasión
ser una persona perfectamente normal y honorable: salvó a una dama, ya mayor, de la aristocracia china,
estaba removiendo su té en forma por demás circuns­ de perecer ahogada. Habiendo resbalado en una zona
pecta. Seguro que aquí se oculta algo extraño, pensé pantanosa, la anciana señora habría hallado un trágico
¡ya se aclarará todo más adelante! Naturalmente, mi fin en cualquier canal del río de Cantón. Unos cuantos
imaginación volvía a hacerme una mala jugada. ¿Cómo campesinos -de esos que llevan trenzas y casi nunca
podía, tan a la ligera, tomar por loco a un buen hombre saben nadar-, empezaron a agitar los brazos y a gri­
tan sólo porque hubiera contado una historia seme­ tar, pero ninguno se atrevió a lanzarse a las oscuras y
jante? En otros tiempos habría reaccionado con una turbulentas ondas. Su amigo -un campeón en el arte
22 ALFRED KUBIN
LA OTRA PARTE 23
del buceo--, que casualmente pasaba por allí, saltó Hasta aquí he cumplido mi misión. Si usted no quiere
resuelto al agua y, tras librar una ardua batalla con las
otorgar el menor crédito a lo que acabo de decirle, yo
olas, logró arrastrar a tierra a la ya inconsciente dama,
tampoco puedo hacer nada por persuadirle. En todo
que fue reanimada a los pocos minutos. Era la esposa
de uno de los hombres más ricos del mundo. Éste, un caso, le ruego que me dé alguna constancia de haber
anciano débil y achacoso al que trajeron presurosa­ recibido el retrato. Es posible que dentro de muy poco
mente en una litera, abrazó al joven salvador sin decir tiempo tenga que traerle nuevos recados.
una palabra. Patera fue conducido luego a una gran Gautsch se levantó haciendo una ligera reverencia.
casa de campo. Ignoramos los pormenores de aquella Debo confesar que, dada la absoluta sencillez de su
entrevista, pero el hecho es que Hi-Yong, que no tenía porte, no me pareció en modo alguno un embaucador.
herederos, adoptó al pobre grumete como hijo suyo, Yo seguía con el estuche entre las manos. Cuando
instalándolo en su casa. Al cabo de otros tres años, volví a abrirlo, mis dedos toparon con una solapa de
durante los cuales -y eso es todo lo que sobre ellos cuero que no había advertido antes. Debajo de ésta
sabemos- realizó diversos viajes por regiones interio­ había una tarjeta en la que, escritas con tinta, figuraban
res y desconocidas de Asia, hallamos a Patera guar­ las palabras: «Si quieres, ¡ven!».
dando luto por sus padres adoptivos: Hi-Yong y su Y nuevamente surgió en mi espíritu, como un leve
esposa fallecieron el mismo día. El heredero se encon­ y vaporoso ensueño, la imagen de un pasado ya bas­
tró así convertido en el único poseedor de tesoros tante remoto. Exactamente así, desordenada y más
fabulosos e inconmensurables. bien torpe, plasmada en caracteres que tendían a seguir
-Y es entonces cuando empieza la historia del Rei­ siempre rumbos diferentes, era la escritura de mi an­
no de los sueños --exclamé aún presa de mi hilari­ tiguo compañero de escuela: desesperada, como en
dad-. Decididamente, se trata de una idea novedosa; cierta ocasión la calificó un profesor. Aunque el trazo
si usted me lo permite, se la transmitiré a un amigo de las tres palabras parecía esta vez más firme, el que
escritor, ya que con ella puede hacer algo muy her­ las había escrito era, sin lugar a dúdas, el mismo per­
moso. ¿Me permite invitarle? -y ofrecí un cigarrillo sonaje. Un extraño malestar me invadió en aquel mo­
al extraño visitante. Mi huésped agradeció, lanzó unos mento, mientras el hermoso rostro me lanzaba glacia­
cuantos suspiros en forma mecánica y añadió luego en les miradas. Era fácil dejarse embelesar por esos ojos,
un tono perfectamente claro y sereno: en los que brillaba cierto encanto felino ... Mi alegría
-Como ya le dije, tengo la franca impresión de que inicial se había desvanecido, cediendo el paso a una
me está tomando por un embustero o un mitómano. extraña sensación de perplejidad. Gautsch seguía allí
Pero, a fin de cuentas, no he venido para convencerle de pie y esperaba; sin duda se percató de mi agitación
de la existencia misma del País de los sueños, sino para interior, pues me observaba atentamente.
invitarle allí en nombre de alguien de mayor jerarquía. Los dos guardábamos silencio.
24 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 25
pero ahora empiezo a ver más claro muchos aspectos.
III Su historia me interesa sobremanera. Por favor, cuén­
teme más acerca de mi antiguo compañero de escuela
En el fondo, ningún hombre puede hacer caso omi­ -y al decir esto, volví a empujar la silla hacia donde
so de sus impulsos temperamentales, que acaban de­ él estaba.
terminando siempre las manifestaciones de su perso­ Mi huésped se sentó y dijo muy cortésmente:
nalidad. En la mía, que era abiertamente melancólica, -Desde luego que voy a completar mi información
el deseo y la apatía marchaban casi codo con codo. anterior y a contarle algo más sobre el País de los
Toda mi vida -y a veces cuando menos lo esperaba­ sueños y su enigmático Amo.
he sido víctima de violentas fluctuaciones en el plano -Soy todo oídos.
sentimental. Esta particularísima disposición anímica, -Hace doce años vivía mi actual Amo en la vastí-
heredada de mi madre, era capaz de despertar en mí sima región del Tien-Shan o Montañas del Cielo, per­
tan pronto el más ardiente de los deseos como la más teneciente al Asia central china, donde se dedicaba
amarga de las depresiones. Si menciono aquí este ex­ principalmente a cazar animales rarísimos que sólo
ceso de emotividad en mi persona, es porque ayudará existen en aquellos parajes. Quería, entre otros, dar
al lector a comprender mi comportamiento en muchas muerte a un tigre persa, un ejemplar que, para ser
de las situaciones con las que, en el curso de los años, preciso, pertenecía a una especie más pequeña y de
hubo de enfrentarme la vida. pelaje especialmente largo. Una vez descubiertas las
Debo confesar que, en aquel momento, la persona huellas, se lanzó una tarde en pos de él. Con ayuda
de Gautsch me inspiraba ya plena confianza. Estaba
del buriato 1 que le acompañaba logró, en poco tiem­
seguro de que debía existir algún tipo de relación entre
po, sacar al animal de su guarida. Pero antes de que
él y Patera y que, obviamente, había algo de cierto en
pudieran disparar un solo tiro, la enfurecida bestia se
la historia del Reino de los sueños. Tal vez me había
formado una falsa impresión de ella, al tomarla dema­ abalanzó sobre sus dos perseguidores. El asiático logró
siado literalmente. El mundo es grande y ya me han esquivarla a tiempo, pero Patera fue derribado. Por
sucedido muchas cosas extrañas. En todo caso, Patera suerte, su acompañante aún pudo conjurar el peligro:
era un hombre muy rico y lo más probable es que esta de un tiro en la cabeza, disparado a muy escasa dis­
vez se tratase de algún extraño capricho, de alguna tancia, mató al animal. Patera quedó con una mano
costosa manía que él respaldaba con generosidad. Para destrozada. La herida les obligó a permanecer más
mí, en cuanto artista, una situación de este tipo resul­ tiempo en aquel lugar, pues no quiso sanar hasta que
taba siempre plausible. Obedeciendo a un súbito im­
pulso, le tendí la mano a Gautsch: 1
Buretas o buriatos, pueblo de raza mongólica que habita a
-Le ruego disculpe mi extraño comportamiento, orillas del lago Baikal. (N. del T.)
26 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 27
un anciano, jefe de una extraña tribu cuyos miembros
tenían los ojos azules, aplicó en ella sus artes terapéu­
ticas. Esta reducida comunidad -sólo contaba con un
centenar de miembros, aproximadamente-- se distin­
guía así mismo por el color de su piel, de una blancura
excepcional. Enclavada en el seno de una población
mongólica pura -los descendientes de la gran horda
quirguiz-, vivía totalmente aislada y no se mezclaba
ni con los pueblos vecinos. Ya por entonces debían de
haber adoptado una serie de costumbres extrañas y
misteriosas, sobre las cuales, lamentablemente, no
puedo decirle nada preciso. Lo cierto es, en todo caso,
que Patera fue admitido en la tribu y se interesó mu­
chísimo por ellos, pues cuando prosiguió su viaje, apremiaba constantemente la terminación de los tra­
dejándoles previamente cuantiosos regalos, lo hizo con bajos. Dos meses después de su regreso empezaron a
la promesa de regresar muy pronto. Los notables le llegar las primeras casas de Europa, todas bastante
acompañaron durante un buen trecho y, según dicen, antiguas y ya deterioradas por el uso. Tras haberlas
la despedida fue bastante solemne. Nuestro Amo que­ desmontado cuidadosamente, se ensamblaban de nue­
dó profundamente emocionado por todo ello. Nueve vo las diversas piezas y se colocaban en los fundamen­
meses más tarde regresó para siempre a dicho lugar. tos que previamente se habían construido. Claro que
En su séquito figuraban un mandarín de alto rango y el aspecto de aquellas viejas paredes, sucias y ennegre­
todo un equipo de ingenieros y geómetras. Levantaron cidas por el humo, dio lugar a numeros9s comentarios.
un gran campamento junto al país de los amigos oji­ Mas el oro afluía a raudales y todo se cumplió de
zarcos del Amo, que manifestaron una inmensa alegría acuerdo a la voluntad del Amo. Las cosas salieron a
al verle de nuevo. Un ingeniero amigo mío, que toda­ las mil maravillas. Un año más tarde, Perla, la capital
vía vive en el País de los sueños, me contó en cierta del Reino, debía de ofrecer aproximadamente el mis­
ocasión lo que sucedió después. Trabajaron muchísi­ mo aspecto que ahora tiene. Todas las tribus que ha­
mo, y el resultado de sus esfuerzos fue la delimitación bían vivido allí se retiraron junto con los obreros, y
y compra de un enorme terreno. Se trataba de varios sólo se quedaron los ojizarcos.
miles de millas cuadradas en las que se estableció el Gautsch hizo una pausa.
Reino de los sueños. El resto se puede contar en pocas -Pero aún sigo sin comprender �je entonces-,
palabras. Un verdadero ejército de coolíes trabajó día ¿ con qué sistema compra Patera las casas?
y noche bajo la dirección de algunos expertos. El Amo -Pues yo tampoco lo sé -prosigui�. Son todas
estructuras antiguas ; algunas están incluso en estado
28 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 29

ruinoso y carecerían de valor para cualquier otro, aun­ usted ver más de una pieza extraordinaria. Todo es
que también las hay sólidas y bien conservadas. En compartido, por decirlo así, al ser puesto en uso. Ade­
otros tiempos se hallaban dispersas por toda Europa. más, no recuerdo ningún caso en que hayamos adqui­
Esas casas de piedra y de madera, venidas desde los rido un cuadro, bronce u otro objeto artístico de ori­
cuatro puntos cardinales -el Amo las solicitaba una gen reciente. Los años sesenta del siglo pasado cons­
por una- han de tener sin duda un valor muy especial tituyen el límite extremo. Quisiera hacerle notar, a
para él, pues de otro modo no habría invertido tantos propósito, que hace unos años envié personalmente
millones en adquirirlas. una caja con buenas pinturas de maestros holandeses
-Pero, por amor de Dios, ¿cuánto dinero posee -entre ellos dos Rembrandts- que aún tienen que
este hombre? -exclamé asustado. estar ahí. En general, Patera es más un coleccionista
-¿ Quién podría decirlo ? -fue la melancólica res­ de antigüedades que de obras de arte, y lo es, además,
puesta-. Yo hace diez años que estoy a su servicio y, en gran escala. Como ya le dije, adquiere incluso enor­
con toda seguridad, he pagado cerca de doscientos mes edificios. ¡ Y algo más todavía ! Dotado de una
millones por diversas adquisiciones, indemnizaciones, memoria que escapa a mi capacidad de comprensión,
gastos de transporte y otros conceptos. Hay agentes recuerda casi todos los objetos que existen en su Rei­
como yo en todas las regiones del mundo. Nadie pue­ no. Nosotros, los agentes, somos quienes los compra­
de formarse una idea, ni siquiera aproximada:, de la mos por encargo suyo. Con frecuencia recibimos listas
fortuna de Patera. de las cosas deseadas, en las que se dan indicaciones
Lancé un suspiro. precisas sobre los detalles más ínfimos y se especifica,
-Mi estimado señor, yo le creo pero no entiendo además, dónde y en poder de quién se hallan dichas
nada. ¡Todo esto me parece tan enigmático! ¡Pero cosas. Las mercancías, por las que muchas veces pa­
cuénteme, cuénteme cómo se vive allí ! gamos precios elevadísimos, son luego cuidadosamen­
-Intentaré explicarle muchas cosas ; contárselo te empaquetadas y enviadas a Perla. ¡Todo eso cuesta
todo sería imposible, ya que nos faltaría tiempo para muchísimo trabajo ! -añadió-. A veces no logro ex­
ello. Además, yo no vivo permanentemente en el Rei­ plicarme de dónde provienen los asombrosos conoci­
no, sino que sólo voy en ciertas ocasiones. Dígame, mientos que el Amo posee sobre el particular. Pese a
¿sobre qué aspecto desea que le oriente ? que ya llevo varios años a su servicio y debería estar
A mí me interesaban, claro está, los problemas es­ acostumbrado a muchas cosas, constantemente me lle­
téticos, por lo que Gautsch me contó lo que sabía vo nuevas sorpresas. Reclama con idéntica insistencia
sobre la situación del arte en el Reino de los sueños. objetos de gran valor y otros que, a todas luces, no
-No poseemos museos especiales, galerías de arte son sino trastos viejos. ¡ Cuántas veces he tenido que
o este tipo de cosas. Las grandes obras de arte no están hurgar sótanos y desvanes en casas de familias bur­
reunidas en colecciones, pero, en forma aislada, podrá guesas, o en las de solitarios habitantes de las monta-
30 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 31

ñas, en busca de alguna antigualla inservible ! A me­ -¿Por ejemplo ?


nudo ni los mismos dueños sabían de la existencia de -En primer lugar cabría mencionar una clase media
tales objetos: una silla rota, un antiguo mechero, un sólida e instruida; luego tiene usted numerosos fun­
tubo de pipa, un reloj de arena o cosas por el estilo. cionarios . . . y también una importante casta militar:
Muchas veces, cuando el objeto es excesivamente in­ gente amable, oficiales en su mayoría. Tampoco hay
significante, me lo regalan con una sonrisa. Sin em­ que olvidar un gran número de eruditos, tipos origi­
bargo, con suma frecuencia he pasado también mo­ nales y, finalmente, toda una serie de personajes difí­
mentos difíciles, pues la gente afirmaba no tener lo ciles de definir : pintores, profesionales independien­
que yo andaba buscando hasta que, finalmente, lo tes, etc . . . como en todas partes . . .
encontraba. Algunos campesinos astutos aprovecha­ -Y sobre todo m i amigo, el Amo -le interrumpí.
ban la situación para enriquecerse. Siempre ando ocu­ -A él no le verá muy a menudo. Patera es un
padísimo. Precisamente la semana pasada envié un lote hombre sumamente ocupado, y anda siempre abruma­
de pianos antiguos, entre los que había algunos muy do de trabajo. ¡ Piense usted en su responsabilidad !. ..
deteriorados. En cuanto al resto, toda es gente que encaja perfecta­
-¡Ah, si supiera cómo me gustan los trastos viejos! mente dentro del conjunto -añadió rápidamente-.
-le interrumpí. Hasta donde sé, usted fue elegido porque algunos de
-Pues ya ve, seguro que allí se sentiría usted muy sus dibujos impresionaron favorablemente al Amo.
a gusto. Hay todo lo que uno necesita. La comida es Como ve, ya no es del todo un desconocido ... Eso sí,
buena y no admite comparación con la repugnante a fin de conservar al máximo la pureza de nuestro
pitanza que suele servirse al viajero en otros lugares modo de vida, es indispensable mantener aquel estricto
de Oriente; se vive cómodamente y en todas partes aislamiento del mundo exterior que he mencionado
encontrará compañía estimulante. Tendrá incluso un antes. Sólo así encuentra su plena realización la sutil
simpático Café a su disposición. ¿ Qué más puede política del Amo. De hecho, hasta la fecha se ha con­
pedir? seguido mantener alejados del país a quienes no conve­
-Tiene usted razón -exclamé entusiasmad<>-. nían.»
No hay nada mejor que una vida simple y bien orga­ Entusiasmado, aprobé todas estas ideas pues ya es­
nizada. Pero ¿y la gente, los habitantes? ¿A quién taba decidido a aceptar la invitación. En el fondo es­
puede uno conocer allí? peraba obtener una rica cosecha artística de aquella
El agente carraspeó ligeramente, sus gafas brillaron aventura.
por un instante y prosiguió : ¡ Qué cosa tan débil e insegura es el corazón huma­
-Es verdad, todavía no le he hablado de los habi­ no ! Si en aquel momento, cuando surgió en mí la idea
tantes. Pues verá, como en todas partes ¡ hay gente de aceptar la propuesta, hubiera tenido el más ligero
encantadora entre ellos ! presentimiento del destino que me aguardaba, la ha-
32 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 33

bría rechazado y, probablemente, sería hoy un hombre tiempo. Muchos de los que viven en el Reino de los
muy distinto. sueños han sido, en otros tiempos, huéspedes asiduos
de diversos sanatorios y casas de salud.
-Entonces, la cosa cambia. Acepto la invitación
IV --dije, estrechando alegremente la mano de Gautsch.
-Y en lo que respecta a los gastos del viaje -al
Llegado a este punto debo mencionar que, precisa­ decir esto, paseó una rápida mirada por la habitación
mente aquel año, estuve a punto de dar cumplimiento y añadió soücitamente-- tal vez no le vendría mal un
a uno de mis más caros anhelos. Era éste un viaje a pequeño suplemento.
Egipto y a la India que, por razones financieras, no A lo que repliqué riéndome:
había podido llevar a cabo hasta entonces. Mi esposa -Pues, si quiere usted contribuir con unos mil
acababa de entrar en posesión de una pequeña herencia marcos, ¿por qué no habría de aceptarlos?
y pensábamos invertir el dinero en aquel viaje. No El agente se limitó a encogerse de hombros, sacó su
obstante, como siempre sucede en la vida, las cosas no libro de cheques, escribió unas cuantas palabras apre­
salieron como habíamos pensado. Cuando le conté suradamente y me entregó la hoja.
estos planes a Gautsch, se hizo en seguida portavoz Era un talón del Reichsbank por valor de cien mil
de mi propio deseo: marcos.
-Haga simplemente un cambio en su itinerario. En
vez de ir a la India, viaje al Reino de los sueños.
-Pero ¿y mi esposa? No quisiera viajar sin ella. V
-Tengo instrucciones para invitarla también a ella.
Si hasta el momento no había mencionado este detalle ' Cuando oímos hablar de algún hecho maravilloso y
aprovecho la ocasión para hacerlo ahora. muy alejado de la experiencia cotidiana, nos queda
Ya sólo quedaban unos cuantos puntos por aclarar: siempre la sensación de una duda no resuelta. Y está
la constitución ligeramente enfermiza de mi esposa no bien que así sea. De lo contrario, seríamos un simple
podía, de hecho, tolerar las fatigas que suponía la objeto de diversión para cualquier hábil cuentista o
realización de un viaje tan largo. para el primer embustero que se nos presentase. Por
-¡ Le ruego no se preocupe por eso ! --dijo el agen­ esta razón, un hecho produce un impacto mucho ma­
te en tono tranquilizador-. El estado general de salud yor que el que deja un relato. Tal era mi caso. En cierta
de nuestra población es excelente. Perla está situada medida, Gautsch se había hecho ya depositario de toda
en la misma latitud que Munich, pero su clima es tan mi confianza. Pero en cuanto vi y tuve entre mis
suave que incluso las personas de temperamento más manos aquella inmensa suma -para mí una auténtica
nervioso se sienten extraordinariamente bien en poco fortuna-, experimenté una sensación extrañísima. Un
34 ALFRED KUBIN
LA OTRA PARTE 35
ligero estremecimiento sacudió mi cuerpo y, con lá­
'
grimas en los ojos, le dije: --:; . - •

-Estimado señor, usted disculpe, pero me resulta


difícil encontrar las palabras adecuadas para testimo­ , :.-
��- /

niarle mi gratitud. ¡No por este dinero ! ¡ Claro que no ! 1'

Pero fíjese usted, cuando uno ha pasado su vida entera / �Y�


O
�H�f: :::______
/

�--
anhelando ver cristalizarse un sueño y, de repente, éste
se torna realidad, el instante en que tal cosa ocurre es I '
grande y hermoso. Esto es lo que, gracias a su bondad, ")rll"
me ha sucedido hoy. ¡ Le estoy muy agradecido !

� 1-
Con estas palabras, u otras parecidas, di en aquel ' < -y¡--
momento rienda suelta a mi excitación. Gautsch, que
según me pareció también había adoptado una actitud
muy seria, me respondió con gran delicadeza:
-¡Mi estimado señor, yo sólo cumplo con mi de­
ber! Si con ello puedo hacerle feliz, me sentiré doble­
mente satisfecho. Pero a mí no me debe usted las
gracias, pues yo actúo bajo las órdenes de una instancia
superior. Sólo me queda recomendarle que guarde
absoluta reserva sobre todo lo que ha oído esta tarde. -Ya se ha hecho tarde. Volveré a pasar mañana a
No hable con nadie del asunto, exceptuando, natural­ esta hora para darle todas las indicaciones relacionadas
mente, a su esposa. Yo no sé a ciencia cierta qué con el viaje. Entretanto, hable usted con su esposa y
consecuencias podría traer la violación de las normas transmítale mis respetos. ¡ Buenas noches !
que hemos adoptado. Pero el poder de Patera es gran­ Y se marchó.
de y él mismo desea que la existencia del Reino de los Los diez minutos que transcurrieron hasta que mi
sueños se mantenga en secreto. esposa regresó de hacer sus compras me parecieron
-En ese caso quizá no haya sido muy prudente de una eternidad. Tenía que hablar, contarle a alguien el
su parte contarme tantas cosas al respecto. Usted no inaudito suceso ... necesitaba un interlocutor.
podía saber cuál iba a ser mi reacción -le repliqué ... Y allí estaba ella ...
astutamente. La posibilidad de darle una sorpresa se fue, natu­
-Pues no fue del todo así, mi estimado señor, ¡yo ralmente, al agua, pues la agitación se me leía en la
sabía que usted vendría! cara. Cierto es que escuchó con suma atención mi
Y diciendo estas palabras, me estrechó la mano y se asombroso relato, pero al final no pudo por menos de
volvió hacia la puerta: preguntarme, en tono burlón:
36 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 37

-¿ Estás en tu sano juicio? -Seguro que te sentirás muy bien allá. Piensa un
-Perfectamente, querida. Yo también tomé a poco en las ideas fabulosas que me inspirará todo
Gautsch por un loco o embaucador antes de conven­ aquello ... Y el dinero ¿ no te parece increíble?
.
cerme de su honestidad y nobleza. Volvió a sentirse animada y, ya más tranquila, em­
Y con aire victorioso eché entonces mi triunfo : el pezó a ocuparse inmediatamente de los problemas
cheque, que, también en este caso, tuvo un efecto más prácticos de la mudanza. Yo, en cambi� , me s�n:ía ya
convincente que el relato. Después de aconsejarme que como un habitante del País de los suenos y d1 nenda
averiguara a primera hora si tenía fondos, nos pusimos suelta a mi fantasía... Mis miradas pasaron repetidas
a discurrir sobre el viaje y todos sus detalles. veces del retrato al cheque y hasta me enamoré lige­
-Pero, ¿ dónde está el retrato? ¡ Muéstramelo! ramente de ambos . . .
Su impresión fue de profundo asombro ... Tras ha­ ... Estaba amaneciendo cuando nos quedamos dor­
berlo contemplado un buen rato, se recostó y mur­ midos ...
muró con voz resignada:
-¿Crees realmente que debemos ir? Este hombre
no me gusta. No sé por qué, pero hay algo siniestro VI
en su aspecto.
Una hora antes de que abrieran las cajas ya estaba
Estaba al borde del llanto.
yo en el banco. Por mi cheque recibí un grueso fajo
-¡ Pero cariño, qué ideas se te ocurren ! -la abracé
de billetes que, previamente, fueron contados tres ve-
riendo--. Si es mi viejo amigo Patera, un hombre
amable y simpático. El hecho de que utilice su dinero
en cosas relacionadas con el arte me lo hace aún más
digno de aprecio.
-¿No quisieras informarte un poco más por tu
cuenta antes de emprender el viaje?
-No sé lo que tú quieres, pero de mi amigo res­
pondo yo. Mañana sabremos si el cheque tiene fondos
y, además, el Reino de los sueños me parece una idea
francamente grandiosa. Después de todo, teníamos
pensado ir a la India. ¡ Pero tú nunca quieres verme
enteramente feliz!
Mis últimas palabras sonaron casi como un reproche.
Intenté tranquilizarla y, al final, acabó dándome la razón
y admitió que sus temores habían sido algo exagerados.
LA OTRA PARTE 39
38 ALFRED KUBIN
Como pensábamos partir en el tren nocturno, pa­
ces. En cuanto tuve aquel tesoro entre mis manos me samos la mayor parte del día siguiente, un viernes, en
precipité en busca de un coche de alquiler, a fin de un hotel cercano a la estación. Compré dos billetes del
ponerlo a buen recaudo. Orient Express hasta Constanza. Me despedí de unos
En casa me esperaba una carta de Gautsch. Lamen­ cuantos conocidos con quienes tropecé casualmente,
taba muchísimo no poder venir, decía, pero nuevas diciéndoles que nos íbamos a la India, y a las nueve
órdenes le impedían hacerlo. Nos aconsejaba en tono de la noche estábamos instalados en el tren.
urgente que emprendiéramos el viaje lo antes posible,
pues se habían previsto fuertes tormentas en los dos
mares que debíamos atravesar. La carta, que terminaba
con palabras de enhorabuena para el futuro, llevaba
adjunto nuestro itinerario: Munich - Constanza - Ba­
tumi - Bakú - Krasnovodsk - Samarcanda. Allí nos
esperarían en la estación del tren. Ya habían enviado
nuestros datos y, como única credencial, tendría que
mostrar el retrato de Patera.
Habíamos tomado la firme decisión de cerrar nues­
tra casa. Todos los preparativos para el largo viaje se
efectuaron con gran facilidad gracias a la decidida co­
laboración de mi mujer. A mí, el entusiasmo me duró
hasta el final, aunque el último día que pasamos en
nuestro antiguo hogar me invadió un sentimiento de
extraña melancolía. No sé si a otros les sucede lo
mismo, pero a mí me duele despedirme de los lugares
con los que he llegado a encariñarme. Un trozo más
de vida volvía a desprenderse de mí, para seguir vi­
viendo sólo en el recuerdo. Me asomé a la ventana.
Afuera había oscurecido y un frío otoñal lo invadía
todo. El ruido de la gran ciudad llegaba amortiguado
a mis oídos. Un sentimiento de tristeza embargó mi
corazón, y me puse a mirar fijamente el cielo noctur­
no, sembrado de diminutas estrellas .
.. . Entonces, un brazo amigo rodeó tiernamente mi
cuello ...
LA OTRA PARTE 41
CA P ÍTULO 11

EL VIAJE

TRATARÉ de ir un poco más aprisa en lo sucesivo.


Mis lectores encontrarán crónicas de viajes en todas
partes y, sin duda, mucho mejores que las que yo
podría ofrecerles.
Que un viaje en tren es, en la mayoría de los casos,
una experiencia incómoda y turbulenta, es algo que
todo el mundo sabe. A partir de Budapest empezó a
notarse un ligero componente asiático. ¿Cómo así? En
interés del presente libro no quisiera ofender a Hun-
gría.
Gracias a Dios, al llegar a Belgrado no sentí ya la
necesidad de palparme el bolsillo del chaleco cada diez
minutos para ver si aún tenía allí mi tesoro. Después
de todo, la gente no tiene por qué saber dónde guarda
uno su dinero, ni siquiera en Serbia.
Por regla general, los compartimientos de tren sue­
len ponerme de mal humor. Mas esta vez las cosas
salieron mucho mejor de lo pensado y viajamos ro­
deados de todas las comodidades imaginables. Pronto
me abandoné a toda suerte de agradables sueños, y me
sentía feliz al pensar en los placeres que aún me aguar­
daban. ¡ Si mi esposa hubiera estado algo más contenta!
Lamentablemente, iba recostada a mi lado, pensativa,
y se quejaba de jaquecas.
44 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 45

Cuando dejamos atrás Bucarest, mi paciencia había no me resultó nada difícil : no había un solo alemán a
alcanzado ya su punto ümite. Dos noches seguidas en bordo y yo no entiendo ningún otro idioma. Me puse
un tren, por cómodo que sea, no son precisamente una entonces a pensar más y más en el Reino de los sueños,
insignificancia. Pasamos las dos últimas horas casi e imaginaba toda suerte de cosas increíbles y fantás­
como fieras encerradas en una jaula. ticas.
Cuando a la mañana siguiente el mar Negro se Aquel estado de ánimo me dominó por completo;
ofreció a nuestra vista, hacía ya rato que estábamos en sólo al efectuar el trasbordo al nuevo tren fui, muy a
el pasillo, listos para bajar. Llegamos a Constanza con pesar mío, arrancado de él. Mi esposa quedó, sin em­
los primeros rayos del sol. Gran revuelo de equipajes. bargo, sumamente entusiasmada, con la espaciosidad
El vapor que había de llevarnos hasta Batumi per­ de los vagones rusos. ¡ Sí, Rusia! Ese sí que era un país
tenecía al Lloyd austríaco. Era cómodo y limpio, he­ a mi gusto: grande, pródigo, no cultivado, pero dis­
cho que redundó sobre todo en beneficio de mi esposa. puesto a ofrecer toda clase de comodidades en cuanto
Ésta, después de tomar un baño, se había repuesto uno hacía tintinear la bolsa. Hoy en día la gente de
bastante de las fatigas del viaje en tren. El magnífico dinero, como yo, salimos a flote en cualquier parte.
tiempo y la vista del mar la habían alegrado muchísi­ Di, pues, cuatro vivas al zar y me alegré pensando en
mo. Yo me paré en la cubierta de popa a mirar cómo las pocas gotas de sangre eslava que también corren
el continente europeo iba desvaneciéndose en la leja­ por mis venas. Este juicio tan favorable sobre el Im­
nía... La costa se redujo pronto a una exigua línea que, perio ruso fue motivado, en gran parte, por la casual
al final, también desapareció. Seguí mirando fijamente celeridad con que pasamos los trámites de aduana y
en aquella dirección, imaginando durante un buen rato pasaportes.
que aún la veía. Una semana después de salir de Munich llegamos a
Por deseo expreso de mi mujer mantuve una gran Krasnovodsk. Ya habíamos dejado atrás el mar Cas­
reserva frente a los demás viajeros. Y tuve que darle pio, que cruzamos en unas cuantas horas a bordo de
la razón. Cuando uno está, como yo en aquel viaje, un buque ruso. En mi vida había visto una carraca tan
totalmente absorto en una idea, es muy fácil traicionar mugrienta, por lo que mi opinión sobre el zar fue esta
sus propios objetivos. Y las consecuencias pueden ser vez muy severa. Sin embargo, tuve que darle la razón
harto desagradables. en un punto: el Cáucaso, es decir lo que de él pudimos
Cuando Gautsch obtuvo de mí el juramento de que ver, era realmente hermoso.
guardaría silencio, no pareció estar bromeando en lo A estas alturas estaba ya algo cansado de viajar. Era
más mínimo. Finalmente, a los traidores les estaba penoso ir todo el tiempo enclaustrado en un redil, aun
vedado el ingreso al Reino de los sueños y tenían que cuando se fuera viendo medio mundo sin ningún es­
devolver el dinero recibido. ¡ Líbreme Dios de seme­ fuerzo. ¡ Demonios, cómo hubiera querido moverme
jante actuación ! Fui, pues, sumamente lacónico, lo que un poco !
46 ALFRED KUBIN
LA OTRA PARTE 47
A partir de entonces, todos los que subieron a nues­
t�o tr�n �on la cara cada vez más oculta- no pare­ Por lo demás, mi esposa se sentía bien. Cuanto más
. duraba el viaje, más fresca y activa se veía. Decía que
c1an smo gente de baJa ralea. Estábamos atravesando
una zona desértica y nos dirigíamos directamente a se iba acostumbrando. Yo no lograba entender este
cambio, pero en el fondo sentía cierta envidia con
�erv. Oasis . a diestra y siniestra. Nuevos tipos de ribetes de admiración. En Merv nos detuvimos poco
alimentos brindaban la oportunidad de arruinarse el
estómago, aunque esto era prácticamente innecesario, tiempo. En una de las vías laterales pude ver un tren
pues _ el consumo exagerado de cigarrillos me producía de carga, algunos de cuyos vagones iban repletos de
el mismo efecto. Lástima que no conté los que había chatarra y trastos viejos. «¿Será tal vez un lote de
consumido entre Munich y Merv. Ahora, el problema mercancías para Perla?», pensé al observarlos. ¡ Un
del tabaco empezaba a angustiarme. ¿ Qué hacer con cargamento para el País de los sueños !
mi tabaco? Distribuirlo entre las páginas de mis libros Mi mujer empezó a preocuparse por mí. La cons­
no era mala idea, aunque sumamente impráctica. Pues­ tante especulación con el futuro le disgustaba.
to ya entre la espada y la pared, rogué a mi compañera -Te estás arruinando todo el placer del viaje. Pa­
que me prestase su tocado para fines de contrabando rece como si para ti no existieran estos paisajes extra­
(yo me había � ag!��do una especie de moño gigan­ ños, los trajes fabulosos, en fin, todo esto. Antes,
tesco), pero m1 pet1c1on fue rechazada. Al final, como incluso cuando hacíamos excursiones breves, tenías
ocurre casi siempre, se me ocurrió la idea salvadora. siempre a mano tu cuaderno de dibujo; ¡y ahora, ape­
Con inquebrantable paciencia fui llenando hasta el nas si echas un vistazo por la ventana!
tope un cojín de aire. ¡ La cosa salió perfecta! Le di Lanzó un suspiro. Sin duda tenía razón, mas yo no
luego_ forma con las manos y no lo perdí de vista un dije nada. No siento la menor simpatía por las mujeres
sol? mstante. No podía perder mi tabaco, pues las que suspiran. Al poco rato me acarició la mano.
var�ed�d�s ru�as son muy fuertes para mí : en esto soy -Por extraordinario que sea lo que el futuro quiera
un md1v1dualista. Desde luego, no se me ocurrió pen­ depararnos, nunca hay que desatender completamente
sar que con unos cuantos rublos hubiera podido la realidad.
ahorrarme todo aquel esfuerzo, pero el caso es que Entonces me asomé a la ventanilla del compartimen­
estaba acostumbrado a viajar como un pobre diablo. to. Una abigarrada multitud se agitaba en la sala de la
Ade�ás, el cojín de aire se agotaría en poco tiempo, estación. Había gente de todas las razas imaginables:
¿ �ue hacer �nt?nces? Aletargado, me puse a cavilar georgianos gigantescos, griegos, judíos, rusos envuel­
_ tos en pieles, tártaros, calmucos de ojos rasgados y
�1versas pos1b1lidades de salvación. ¿Por qué no con­ hasta alemanes. ¡ Miles de cosas interesantes se ofrecían
fiar en el Paí� de los sueños? ¡ Gautsch parecía un
hombre tan digno! Y, una vez más, me dejé atrapar a la vista! Grupos que regateaban sobre el precio de
por la maraña de mis elucubraciones sobre el futuro. las pieles, discutiendo y chillando ; turcos acompaña­
dos de mujeres con el rostro velado; un armenio que
48 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 49
intentaba venderme fruta e insistía en que le comprase dije a mi mujer-. Nos llevarán hasta algún paraje
también un paquete de azafrán. ¿Para qué? ... prácticamente inaccesible, donde tendremos que ad­
La agitación iba en aumento. Había llegado el mo­ mirar a Patera y a toda su gentuza tan sólo porque es
mento de partir. Los vagones posteriores fueron car­ rico. A mí un hombre rico, por el mero hecho de serlo,
gados con grandes rollos de seda. Cada vez que izaban me importa realmente muy poco. Además, presiento
alguno se oía un comentario jocoso. Sólo acerté a que el dinero no nos va a durar mucho; ya se encargarán
comprender la palabra : «¡Trastos !» Un apuesto caba­ de arruinarnos nuevamente fijando precios exorbitantes.
llero, vestido con el uniforme rojo de los circasianos Me sentía despechado, presa de la desesperación y
-sin duda un oficial-, se despidió de sus amigos y el desengaño más profundos. Seguíamos viajando ha­
entró en el compartimiento contiguo. Todo esto, y cia el este y, a pesar de la atmósfera oriental, todo era
muchas cosas más, eran destacadas en la oscuridad por exactamente como uno se lo había imaginado en casa.
tres lámparas que brillaban en el andén de la estación. «¿ Qué vendrá después ?», me pregunté. «Unas cuantas
Decididamente, tratábase de un cuadro pintoresco. villas y casonas, una colonia de extranjeros, un parque.
Nuestro tren se puso por fin en marcha. Al fondo ¿ Y por esos tesoros celestiales he de zarandearme aho­
de la gran sala alcancé a divisar aún una pila de barriles. ra en este tren hasta quedar medio muerto?»
Ya los había visto en Bakú : habían apestado todo el Mi esposa trató de consolarme hasta donde pudo.
barco. -Si el lugar no nos gusta, regresamos a casa -me
-¿Te gusta, querido? -preguntó una voz. dijo-. Hasta el momento no veo realmente nada que
-Estoy constatando la veracidad de los relatos de justifique ese mal humor.
viaje -repliqué secamente. -Ese agente era un sinvergüenza; debí darle con la
puerta en las narices. ¿Por qué no me lo advertiste?
-la increpé entonces.
II -¿Y el dinero? -me preguntó riendo.
-Por favor, te ruego que no vuelvas a mencionar
No pasé muy bien aquella noche. Por entonces era ese dinero. Cuando se es tan rico como Patera, resulta
yo un hombre que adoraba la aventura. Pero ésta tenía facilísimo desprenderse de un millón con tal de estar
que ser auténtica, algo extraordinario y no un simple rodeado de gente honesta.
clisé. Los diez días de viaje casi ininterrumpido habían, Dando un largo bostezo, le volví la espalda a mi
como es natural, amenguado considerablemente mis esposa. Las mujeres nunca nos llegan a comprender.
fuerzas, y mi estado anímico era lamentable. Daba Ya medio dormido, escuché que aún me dijo:
vueltas y más vueltas en la cama, quejándome amarga­ -¿No te parece que sobreestirnas un poco nuestra
mente. compañía? -siguiendo un sabio impulso, me abstuve
-El País de los sueños es un infundio, ya verás -le de darle una respuesta.
LA OTRA PARTE 51
so ALFRED KUBIN
deró entonces de mí. Sin embargo, preguntas como:
El ruido que hizo nuestro vecino al bajar me indicó « ·dónde nos llevaremos nuestras primeras desilusio­
que habíamos llegado a Bujara. Comenzaba a apuntar n�s?» siguieron asediando mi espíritu. Después de todo,
un claro día. Desde nuestros asientos podíamos ver no teníamos la menor idea de lo que nos aguardaba.
una multitud de turbantes y gorras de piel de cordero. Cuando el tren hizo su entrada en la estación de
A partir de entonces me pareció que avanzábamos Samarcanda, logré despejarme todavía más. En c�anto
mucho más rápido. Sin duda habían desacoplado al­ hubimos bajado del vagón y empezamos a muar a
gunos vagones o enganchado una locomotora de re­ nuestro alrededor, se nos acercó un hombre. Cruce de
fuerzo. Nuestro arribo a Samarcanda estaba previsto armenio con prusiano oriental, pensé.
para aquella misma tarde. .
-La llegada de sus señorías nos fue anunciada por
Me levanté bastante despejado. El paisaje era ahora el señor Gautsch.
espléndido; el desierto -que había tenido oportuni­ Una venia. Alemán fluido.
dad de ver hasta hartarme- se había convertido en -¿Adónde hay que ir ahora? -le pregunté en un
una verde campiña. Pese a que estábamos en noviem­ tono de mediana cordialidad.
bre, no hacía frío. Manadas de camellos y caballos, Haciendo una nueva reverencia, esta vez también
guiadas por grupos de mozalbetes, animaban la co­ ante mi esposa, se presentó: .
marca. La idea de estar próximo a la cuna de la hu­ .
-Kuno Eberhard Teretatlan, agente. ¿Tiene usted
manidad no me abandonó un solo instante. De hecho, algo que- mostrarme?
.. . .
se veían tipos representativos de al menos cincuenta Premié secretamente mi mstmto racial con una ho¡a
razas distintas, aunque, claro está, había ejemplares de laurel, al tiempo que alcanzaba al mestizo el estuche
más valiosos que otros. Por estas regiones pasaban con el retrato. Hacía ya media hora que lo llevaba en
antiguamente las grandes rutas comerciales del mundo. la mano.
Ya Alejandro Magno... Pero basta, no quiero empezar -Gracias, esto basta. Los señores disponen de tres
aquí una crónica de viaje ... horas. Ahora son las dos ; la caravana se pondrá en
El ansia de la espera me hizo afluir la sangre a las marcha a las cinco. Les propongo que descansen y
mejillas. Acuciado por la curiosidad, iba de una a otra tomen algún refrigerio en mi casa. .
de las ventanillas del coche, asomándome ora a un .
Entretanto, y a una señal del ¡efe, d?s _fornidos
lado, ora al otro. Y de pronto, de pronto alcancé a ver portadores habían instalado nu_estro eqm�a¡e en un
algo que emergía en la distancia: un vastísimo conglo­ carretón, alejándose luego con el. Nos pusimos a ca­
merado de casas, minaretes e iglesias ... ¡Samarcanda! minar junto al señor Teretatian, tras haber rechazado
¡ Samarcanda! El sol se reflejaba en las tejas esmaltadas un coche que quería obligarnos a t�m�.
de azul y verde, lanzando destellos iridiscentes cuya .
-¡Preferiríamos ir a pie! ¿ A que distancia esta su
intensidad aumentaba a medida que nos acercábamos. casa?
Un súbito e inesperado transporte de alegría se apo-
52 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 53
-Una buena media hora, señor. de unos cuantos vagones repletos de bastidores, telo­
-Pues adelante. ¡En nombre de Dios! nes de fondo y pelucas viejas me causó serios dolores
de cabeza. Tendrá que dejar eso aquí, señora -añadió
señalando una cocinilla reluciente que mi esposa aca­
111 baba de traer de afuera. Mas ella no oyó sus palabras,
pues estaba mirando, embelesada, a un niñito que ju­
Todos mis lectores sabrán, supongo, qué aspecto gaba en el patio.
tienen las ciudades orientales. Son iguales a las nues­
-Pero ¿qué dice? --exclamé, dándole a mi mujer
tras, sólo que con aire oriental. Anduvimos vagando
con el codo.
por calles, callejuelas y plazas, topándonos a cada paso
-Así es; lamentablemente no podemos hacer nada
con escenas dignas de las Mil y una noches. Media hora
para remediarlo -me respondió el guía en tono lasti­
después nos hallábamos en una zona más tranquila,
que parecía estar casi en las afueras de la ciudad. Nues­ mero--. Hace muy poco tiempo, una cantante de ópe­
tro guía se detuvo ante una casa y dijo: ra se puso frenética cuando no dejé pasar su vestuario.
-¡Hemos llegado! Será mejor que sigan mi consejo y así se ahorrarán una
Nos condujeron a una habitación situada en la plan­ serie de líos.
ta baja. El equipaje ya estaba allí; lo había visto en el Escuché a aquel hombre sin proferir una palabra,
patio. Una apetitosa colación, servida en la acogedora pero devorándolo con la mirada.
sala alfombrada, vino a reforzar ligeramente mis sim­ -¡Yo necesito mis cosas! -exclamé enojado.
patías por nuestro anfitrión. Este segundo agente de -Señor, usted sabe perfectamente que sus preocu-
Patera era mucho más amable que el primero, de una paciones son infundadas. De nada será privado; usted
obsequiosidad casi rayana en la sumisión. no perderá nada. Tenga la plena seguridad de ello.
-¿Y qué hay de nuevo en el País de los sueños, -¿Quizá podamos dejar aquí nuestras cosas?
señor Teretatian? -le pregunté en tono afable, mien­ -dijo mi mujer dirigiéndose a mí-. Los primeros
tras saboreaba alternativamente un puñado de higos y días intentaremos arreglarnos con lo indispensable, y
de uvas. luego tu amigo nos enviará los baúles.
-Nada nuevo, nada especialmente nuevo. A lo El agente se apresuró a utilizar la intervención de
sumo lo del teatro. Pero el señor ya habrá oído hablar su nueva aliada para tratar de convencerme.
del asunto, ¿verdad? -La cantante de ópera también está muy contenta
-No tengo la menor idea --exclamé, ansioso por ahora. Además, no crea usted que va a llegar a la selva;
enterarme de cuanto sucedía en el Reino de los sueños. dentro de dos días encontrará en Perla todo lo que
-¡Una nueva idea del Señor! El edificio está a pun­ necesite.
to desde hace ya un mes. La semana pasada, el envío -¿Cómo? ¿Dijo usted dos días? De acuerdo con el
54 ALFRED KUBIN
LA OTRA PARTE 55
mapa yo había calculado por lo menos una semana
-estaba asombradísimo.
-Veo que el señor no está muy bien informado en
cuanto a la ruta --dijo nuestro semiarmenio sonriendo
discretamente--. Aun cuando hiciéramos varias para­
das, el viaje no duraría más de tres días. �/ �_ :1;:,,
.,...---__.-:;;;,
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,,_ .,,¿�.,,
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-¿Y qué es exactamente lo que podemos llevar? ''�1/ A' •
-interrumpió mi esposa. ;;,:�;;:,��
1/,<'��� -
-Nuestro agente en Baviera debió haberles expli-
cado ya todo eso, madame. La ley prescribe que sólo '

��� �:
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�-�s'-�
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�;1/-'l �- . / .,,/, /
pueden ingresar al país objetos usados.
-¡ Pero si yo no he traído objetos viejos ! --dije. ;
,J)
/_

Había perdido la paciencia. /, '


/'

-He dicho «usados», no «inservibles». I .

-¡ Hazle caso, querido! -intervino mi esposa-. El


señor, que es tan amable, tendrá a bien efectuar una <
ligera inspección en nuestro equipaje, ¿ verdad?
Salimos fuera y sometimos nuestros baúles al con­
trol aduanero. Como medida de seguridad, saqué in­
mediatamente el cojín relleno de tabaco y lo puse a mi
lado. Nos registraron todo el equipaje pieza por pieza.
Maravillosa inspección. Una cámara fotográfica con
todos sus accesorios fue rechazada en el acto. Luego
le tocó el turno a mi binóculo, un anteojo de prime­
rísima calidad. Al ver mi navaja de afeitar, el tipo
exclamó : ¡ Dios santo ! El neceser de mi esposa fue
hurgado de cabo a rabo. Luego pareció dudar ante
nuestras prendas de vestir, pero cuando vio mi her­
moso gabán de viaje -un modelo reciente del que me
sentía especialmente orgulloso-- dijo :
-Me imagino que el señor le mandará hacer algu­
nos cambios. ¡A nadie le gusta llamar la atención !
-por último, cuando llegó el turno a la ropa interior
LA OTRA PARTE 57

de mi esposa y el muy estúpido se disponía a continuar


su inspección, intervine enérgicamente:
-¡ Esto se queda donde está! ¡De aquí no sacarán
nada! -mis libros también fueron cuidadosamente
revisados, pero como eran ya viejos, me permitió con­
servarlos.
-¡ A los señores no les quitarán nada!. .. ¡ nada!
-repitió el señor Teretatian en un tono decididamente
burocrático. Sin embargo, ni el más mínimo detalle
escapó a sus miradas.
-Todo en orden -hizo una profunda reverencia.
Entretanto ya habían dado las cuatro.
A última hora logré comprar una serie de cosas en
Samarcanda, para sustituir las que --digámoslo así-,
me habían confiscado. Conseguí un hermoso samovar
antiguo, no muy práctico, pero más vistoso que nues­
tra cocinilla. Cuando regresé, nos aguardaban ya dos
espaciosos carros de enormes ruedas, tirados por sen­
dos camellos. Contemplé con serias dudas aquella tris­
te caravana.
-Los señores viajarán cómodamente; hay mantas
en el interior. El guía es un hombre de toda confianza
y tiene orden de acatar todos sus deseos.
Al subir al carromato vi dos canastas repletas de
provisiones, que me tranquilizaron por completo. Di
las gracias a nuestro anfitrión con un caluroso apretón
de manos. A la cabeza de la expedición iba, montado
en un caballo melenudo, nuestro guía, un pequeño
quirguiz. Un hombre precedía cada uno de los carros
y cerrando el convoy marchaban dos sirvientes con
gorras amarillas y caftanes oscuros. Así dispuestos,
nos pusimos en marcha. Mi aventura había comen­
zado.
58 ALFRED KUBIN
LA OTRA PARTE 59

IV siendo siempre. Desde el pueblo nómada más antiguo


hasta los que hoy hacen viajes de placer, desde las
expediciones de piratería hasta los viajes de explora­
Cuando ya la ciudad había desaparecido hacía rato ción más recientes, el ansia de desplazarse ha prevale­
en lontananza, aún podía verse el mausoleo del gran cido siempre, sean cuales fueren sus motivos. A pie,
Timur 2 , cuya silueta violácea se recortaba sobre el en bestias de carga, en coches, en vehículos movidos
cielo bañado en los vívidos resplandores del crepúsculo. a vapor, con electricidad, gasolina y todo lo que se
A mi lado, mi compañera de viaje parecía haberse invente en el futuro -los medios no tienen ninguna
convertido en un paquete por uno de cuyos extremos importancia- el ansia de viajar permanece inalterable.
asomaba la cabeza. Estaba luchando contra el sueño y Que vaya al bar de la esquina o haga un viaje alrededor
sus respuestas eran casi ininteligibles, por lo que pron­ del mundo, es igual: me estoy desplazando. Y conmi­
to renuncié a la idea de seguir conversando con ella. go se desplazan todos los animales, unas veces a un
En el interior de nuestro carro, provisto de un toldo lugar y otras a otro. Nuestra vieja tierra nos ofrece el
protector, reinaba una oscuridad total. El paisaje se primer gran ejemplo. ¡ Un instinto, una ley natural !
iba tornando árido y pedregoso, y todo a nuestro Por más cansado que estés, tienes que seguir siempre
alrededor hallábase sumergido en una luminosidad adelante... La verdadera paz sólo se encuentra cuando
verde frío. Mi cansancio cada vez mayor me salvó de se ha viajado de veras. Y todo el mundo se regocija de
ser invadido por una nueva oleada de temores y arre­ ello en secreto, aunque nadie se lo confiese a sí mismo.
pentimientos ante nuestra aventura. Ambos estábamos Hay muchos que ni siquiera lo saben. Los hay también
agotadísimos. que por haber corrido mucho mundo no desean seguir
Flotando en la verdosa y monótona luz del crepús­ peregrinando, o que están en cama, enfermos, o que
culo, emergían de trecho en trecho árboles deshojados, por cualquier razón no pueden viajar más : éstos son
cactáceas y plantas halófilas. El carro se mecía a un los que viajan en el interior de su mente, en su ima­
ritmo uniforme y preciso. De la parte delantera llegó ginación, y también suelen llegar lejos, muy lejos...
a mis oídos una melodía triste y prolongada. «Sólo un pero permanecer inmóvil..., imposible. Es algo que no
instrumento pequeño puede producir un sonido así » , existe.
pensé poco antes de quedarme dormido ... Me desperté una sola vez y por un instante. Afuera,
Todos somos peregrinos, todos, sin excepción. Des­ la luz de la luna lo iluminaba todo intensamente. Nos
de que la humanidad existe ha sido así, y así seguirá detuvimos junto a una cisterna y escuché cómo abre­
vaban a las bestias. Mi esposa tenía los ojos herméti­
2
Timur-Lenk o Tamerlán, el célebre conquistador tártaro
camente cerrados y una expresión bastante seria.
(1336-1405). (N. del T.) «Me parece bien que duermas » , pensé, -así mañana
estarás descansada. »
60 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 61

Tuve la impresión de que estábamos en las monta­ « ¡ Qué portón, qué tren!» pensé mientras iba avan­
ñas. Cuando el carro arrancó nuevamente, me volví a zando a tientas.
quedar dormido, camino al Reino de los sueños. ¡ Ha­ -Oye, allí hay algo -le oí decir a mi esposa. Sólo
cía tiempo que no dormía tanto! ... entonces divisé, a través del espeso velo de niebla, un
De pronto me pareció que algo estaba sucediendo muro gigantesco e infinito que surgió ante mí de ma­
a mi alrededor. Las ruedas se habían detenido. nera súbita y totalmente inesperada. Alguien nos fue
-Hemos llegado; ha dormido usted muchísimo mostrando el camino con una luz hasta que llegamos
-alguien me dio un suave golpe en la pierna. ante un agujero negro y enorme: era la gran puerta
Yo no quería saber nada; aún estaba completamente del Reino de los sueños. Al irme acercando pude ad­
adormecido y no contesté. Mi esposa, ya despejada del vertir sus colosales dimensiones. Luego entramos en
todo, puso en juego sus artes seductoras: un túnel y tratamos de mantenernos lo más cerca
-¡ Levántate; ya llegamos al Reino de los sueños! posible de nuestro guía. Pero entonces sucedió algo
-exclamó con voz de sirena. sumamente extraño: cuando ya había andado un buen
-Sí, sí, ya voy -le dije en tono desvalido, pero me trecho bajo aquel pasadizo abovedado, me invadió,
quedé acostado. Así suelo obrar. Junto al carro sona­ casi de golpe, una sensación de terror totalmente des­
ron voces como de funcionarios. Entonces la situación conocida. Partiendo de la nuca, recorrió toda la co­
se me antojó absurda también a mí y, rechazando. el lumna vertebral mientras me iba quedando sin pulso
sueño, descendí del carruaje. ni respiración. Desesperado, miré a mi mujer que, a
Al comienzo, mis ojos tuvieron que irse acostum­ su vez, estaba lívida y con una expresión de angustia
brando gradualmente a la oscuridad. Lo único que se mortal reflejada en el rostro. Con voz temblorosa
podía ver era una niebla gris, interrumpida aquí y allá susurró:
por unas cuantas luces. Al dar mi primer paso casi me
-Nunca volveré a salir de aquí.
estrello contra el carro que, imponente, se alzaba a mi
Pero ya una nueva oleada de energía se había apo­
lado. Ante él se movía un monstruo de formas impre­
cisas: ¡ el camello! Y a empezaba a ver mejor. derado de mí, y sin decir una palabra le di la mano.
-¡ Por aquí, por favor ! -exclamó una voz podero­
sa-. Su equipaje está en orden. ¿Tienen sus credencia­
les?
El que así hablaba era un hombre grueso y barbudo,
que llevaba un uniforme oscuro y gorra militar. Está­
bamos junto a un bloque de casas bajas, débilmente
iluminadas por algunos faroles. El empleado me de­
volvió el retrato y nos invitó a que atravesáramos
rápidamente el portón para alcanzar el tren.
PERLA
CAPÍTULO I

LA LLEGADA

AL otro lado del portón la oscuridad era total. La


niebla ya no oprimía el pecho, soplaba una brisa tibia.
Al acercarnos oímos silbidos y un traqueteo intermi­
tente. Entonces divisamos también un grupo de luces
rojas y verdes y nos dirigimos rápidamente hacia un
edificio de pequeñas dimensiones. El hombre de la
linterna dijo:
-Es la estación del ferrocarril. ¡Tienen el tiempo
justo! -en la ventanilla nos dieron billetes de segunda
clase hasta Perla : la primera vez el viaje era gratuito,
nos dijeron. Acto seguido pasamos a un andén vacío.
El maquinista dio la señal de partida y nos urgieron a
que abordásemos el tren.
-¡ Iremos en tercera! -exclamé esperando ver allí
más gente, pues la segunda estaba totalmente vacía.
Cuando subimos, noté que alguien me apretaba un
objeto pesado contra la mano:
-Es dinero, ¡ se lo damos a todo recién llegado!
-gritó una voz que se alejaba. Lo deslicé en mi bolsi-
llo.
Tras varios esfuerzos infructuosos, la locomotora
logró finalmente poner el tren en movimiento. La
velocidad era muy moderada y más aún lo era el hu­
meante alumbrado de aceite del vagón. Al volver la
UIUVUIII H» H SIVIL
Ftc. F!11l11f - l•t11tI
66 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 67
cabeza alcancé a divisar aún la altísima muralla, cuya la estación siguiente, uno de ellos se quedó mirándome
negra silueta se destacaba en el cielo nocturno. «Como como si ya me conociera. A mí también me resultaba
el muro de una prisión», pensé mientras miraba, inte­ conocido : uno siempre vuelve a encontrar las mism�s
resado, cómo se iba desvaneciendo en las tinieblas. caras por todo el mundo. En realidad le envidiaba. El
No logré ver mucho de la zona por donde circulá­ podía bajar ya, mientras yo tenía que seguir aguantan­
bamos. Nuestro tren iba arrojando una luz macilenta do el olor del aceite. ¡ Felizmente no faltaba mucho!. ..
sobre árboles, arbustos y garitas. A grandes rasgos, era ¡ Qué viaje tan melancólico!
lo que suele ser un viaje nocturno. Poco antes de llegar a Perla, el tren atravesó una
El revisor se acercó a nosotros desde el exterior del zona pantanosa. Luego fue disminuyendo la velocidad
tren. -Las lámparas despiden un olor espantoso, hasta que, finalmente, se detuvo. Asomé la cabeza...
como para enfermar --<lije al empleado. ¡ habíamos llegado !
-¡ Hasta ahora nunca había recibido una queja! Allí también había muy poca animación. U na troika
-¿ Cuánto tiempo falta para llegar a Perla? solitaria parecía dormitar detrás de la estación. Des­
-Estaremos allí dentro de dos horas, sobre la me- pertamos al cochero y le dijimos que nos llevara a El
dianoche. Ganso Azul. Con suma curiosidad fui mirando las
-¿ Podría recomendarme algún hotel ? calles por las que el destartalado vehículo avanzaba
-Sólo le aconsejo El Ganso Azul. No creo que se dando tumbos.
sienta muy a gusto en las pensiones más pequeñas. -¿Así que esto es Perla, la capital del Reino de los
Dijo esto en un tono muy complaciente y desapa­ sueños ? -me era sumamente difícil ocultar mi indig­
reció de nuevo en la oscuridad. nación.
En algunas estaciones vi enormes cobertizos reple­ -¡ Cualquiera de nuestros. peores suburbios ofrece
tos de cajas y paquetes. En una de ellas, mi mujer el mismo aspecto! -exclamé profundamente desilu­
compró una canastilla con merienda fría y una botella sionado, a la vez que señalaba un monótono edificio.
de vino. Yo pagué mecánicamente con el dinero que Casi no había señales de vida en las calles. Sólo de
me habían dado, y sólo entonces descubrimos, estu­ vez en cuando veíamos pasar algún transeúnte. Era
pefactos, que tenía kreutzers y florines en el bolsillo, evidente que escatimaban la luz: apenas había una que
así como un cartucho de monedas de oro. otra farola de gas en las esquinas. En varias ocasiones
Mi esposa seguía sumida en hondas reflexiones. Aún hubiera podido jurar: «esta casa la he visto ya en algún
le duraba la impresión de la gran puerta. Y claro está: sitio». A mi mujer también le resultaban familiares
¡ los nervios sobreexcitados! Ya era hora de que en­ muchas cosas.
contrásemos un sitio para descansar. -Por lo menos nosotros no somos tan mezquinos
Dos obreros habían subido y estaban conversando con la luz -mascullé con rabia. El coche se detuvo.
con aire indiferente. Cuando se disponían a bajar en El hotel no era de primera categoría, pero sí bastante
68 ALFRED KUBIN

limpio y acogedor. Ordené que nos subieran té a la CAPÍTULO II


habitación. Ésta era espaciosa y estaba arreglada con
apreciable buen gusto. Tan sólo el mobiliario parecía
un poco heterogéneo. Sobre el sofá, forrado de cuero, LA CREACIÓN DE PATERA
colgaba un gran retrato de Maximiliano, el emperador
de México, y encima de las camas había otro de Be­
nedek, el infortunado general de Koniggratz. 1
-¿Qué hace este señor aquí -no pude evitar pre­
guntarle a la camarera.
Quien no haya visto una cama durante diez días INTERRUMPIRÉ ahora el relato de mis aventuras
seguidos comprenderá fácilmente por qué aquélla nos personales a fin de ofrecer a mis lectores cierta infor­
pareció más valiosa que todos los tesoros del mundo. mación sobre el país en el que habría de vivir casi tres
-Estoy muy contenta con el clima templado que años. Se trata de una serie de circunstancias extraor­
parece haber aquí -<lijo mi esposa mientras examina­ dinarias que me fueron reveladas día tras día, aunque
ba y elogiaba las camas. Yo ya estaba echado sobre el nunca llegué a elucidar completamente sus causas úl­
delicioso edredón de plumas y le repliqué bostezando : timas. Sólo puedo describir los hechos y situaciones
-Pues parece ser la única cosa agradable ... tal como me fue dado vivirlos o tal como me los
El día debía hallarse bastante avanzado cuando me contaron otros habitantes del País de los sueños. Mis
di cuenta de que estaba con los ojos abiertos hacía ya opiniones personales sobre dichas situaciones se hallan
un buen rato. ¿Una habitación empapelada de rojo? ... dispersas a lo largo de todo el libro. Quizás algunos
Ahora caigo en la cuenta... Claro ... soy un dibujante; de los lectores puedan ofrecer explicaciones más plau­
etc., estoy en una cama de hotel en la capital del Reino sibles de todo lo que ocurrió.
de los sueños, y mi esposa duerme a mi lado. Hablando en términos muy generales, puede decirse
Totalmente descansados nos dispusimos a salir. Mo­ que aquel país presentaba grandes similitudes con los
ría de curiosidad por las cosas que iba a ver. de la Europa central y, sin embargo, era a la vez
Salimos después de desayunar. El día estaba nu­ bastante diferente. Claro que había una ciudad, varias
blado. aldeas, grandes alquerías, un río y un lago, pero el cielo
que sobre ellas se extendía estaba siempre encapotado.
1 Ludwig August, Ritter von Benedek (1804-1881). General aus­
Nunca brillaba el sol, y la luna o las estrellas jamás
eran visibles durante la noche. Las nubes se alzaban a
tríaco. Tras la derrota de Koniggratz (Sadowa) en 1 866, fue relevado
del mando y sometido a un consejo de guerra. Sin embargo, el escasa altura del suelo en sempiterna uniformidad y,
proceso fue sobreseído por orden del emperador y Benedek pasó aunque a veces se aglomerasen originando tempesta­
al retiro. (N. del T.) des, el firmamento azul se hallaba constantemente
70 ALFRED KUB/N LA OTRA PARTE 71

oculto a nuestras miradas. Un erudito profesor, a ininterrumpida durante toda la noche señalaba el ve­
quien volveré a mencionar varias veces en el curso de rano, breve y caluroso, mientras el invierno se carac­
mi relato, atribuía la formación de estas persistentes terizaba por sus interminables crepúsculos y unos
masas de vapor a las grandes áreas pantanosas y bos­ cuantos copos de nieve.
cosas de los alrededores. Lo cierto es que en el trans­ Una imponente cordillera constituía el límite norte
curso de esos tres años no vi el sol ni una sola vez. Al
comienzo sufrí muchísimo por ello, al igual que todos
los recién llegados. Algunas veces, las nubes dejaban
entrever cierta extraña luminosidad al condensarse, y
otras -especialmente hacia finales de mi estancia­
unos cuantos rayos oblicuos incidieron desde el hori­
zonte sobre nuestra ciudad. Sin embargo, nunca llegó
a producirse una irrupción total, nunca ...
Bajo tales circunstancias, resulta fácil imaginar qué
aspecto tendría la tierra con sus bosques y campiñas.
En ningún lugar podía verse un verde brillante; nues­
tras plantas, hierbas, arbustos y árboles estaban todos
bañados en un tono oliva mate o gris verdoso. Lo que
en nuestro país de origen lucía varios y vistosos colo­
res, veíase aquí deslucido y opaco. Mientras que en la
mayoría de los paisajes el azul del aire y el amarillo
de la tierra dominan la estructura cromática funda­
mental, de la que surgen luego, aisladamente, los otros
matices, el gris y el pardo eran aquí los colores pre­
dominantes. Faltaba lo mejor: la policromía. De todos
modos, es preciso admitir que el País de los sueños
presentaba un aspecto armónico y homogéneo.
Aunque el barómetro indicase siempre nubosidad y
precipitaciones constantes, lo normal era que soplase del Reino. Sus cumbres estaban perpetuamente ocultas
una brisa cálida y suave como la que hallamos a nues­ por un cinturón de niebla y las montañas descendían
tra llegada. La misma falta de contrastes se advertía en en forma abrupta a la llanura, dando origen a un
el ciclo de las estaciones. Una primavera que duraba impetuoso torrente: el Negro. Éste, a su vez, se pre­
cinco meses, y cinco meses de otoño; una media luz cipitaba desde una meseta rocosa formando en su caída
72 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 73
violentas cascadas. Su cauce se ensanchaba luego a la
salida de un estrecho valle, permitiendo a las aguas, de
una coloración extrañamente oscura, muy similar a la
de la tinta, fluir a un ritmo lento y más holgado. Su
curso describía por último una suave curva, en torno
a la cual se alzaba Perla, la capital del Reino de los
sueños. Envuelta en una melancólica lobreguez, la ciu­
dad emergía del árido suelo formando un conjunto
uniforme e incoloro. Al verla, cualquiera habría pen­
sado que tenía ya varios siglos de existencia. Sin em­
bargo, apenas contaba una docena de años. Su funda­
dor no había querido alterar la imponente austeridad
del lugar. Ninguna construcción nueva o estridente se
levantaba en él. Patera tenía sumo interés en preservar
la armonía y había encargado que le enviaran sus viejas
casonas de todas las regiones de Europa. Sólo había
construcciones adecuadas al lugar, elegidas con instin­
to seguro y de acuerdo con una sola idea, que armo­
nizaban perfectamente dentro del conjunto. La ciudad
contaba, cuando llegué, con unos veintidós mil habi­
tantes.
A fin de permitir al lector una orientación precisa
--que considero indispensable para comprender los
futuros acontecimientos- he añadido un pequeño
plano al final del libro.
Como podemos apreciar en él, Perla estaba dividida
en cuatro sectores principales. El distrito de la esta­
ción, totalmente ennegrecido por el humo y situado
al borde de un pantano, comprendía los desolados
edificios de la Administración pública, el Archivo y el
Correo. Era un distrito aburrido y desagradable, al
que seguía la llamada Ciudad Jardín, zona residencial
de los ricos. Luego venía la Calle Larga, que daba
LA OTRA PARTE 75

origen al distrito comercial. Allí vivía la clase media.


En las proximidades del río, el barrio adquiría ya
cierto carácter de aldea. Enclavado entre la Calle Larga
y la montaña se levantaba el cuarto distrito: el Barrio
francés. Este pequeño distrito, donde vivían unos cua­
tro mil latinos, eslavos y judíos, gozaba de una pésima
reputación. Su población, confusa y abigarrada, hallá­
base repartida en viejas casonas de madera que resul­
taban estrechas para sus moradores. Pródigo en calle­
juelas angulosas y tugurios malolientes, este barrio no
era precisamente el orgullo de Perla. Por encima de
toda la ciudad, como suspendido sobre ella y a la vez
dominándola, se alzaba un edificio monstruoso y des­
comunal. Sus altos ventanales apuntaban amenazado­
ramente en dirección a la campiña y sobre los hombres
que circulaban abajo. Apoyándose por uno de sus
lados contra la pared de roca, porosa y erosionada por
el tiempo, la gigantesca mole se extendía hasta el cen­
tro mismo de la ciudad, formado por la Plaza Mayor.
Era el Palacio, la residencia de Patera.
Limitada al norte por la cordillera, al este por el río
y al oeste por la región pantanosa, la ciudad sólo había
podido extenderse hacia el sur. Allí, junto al cemen­
terio, aún quedaban grandes áreas sin construir: los
campos de Tomassevic, llamados así en memoria de
su difunto ex propietario. Todos los intentos por edi­
ficar en esa zona no habían pasado de ser ilusorias
especulaciones : cuando aún no estaban techadas, las
casas se desplomaban irremisiblemente. Entre las rui­
nas sobresalía un horno de ladrillos abandonado, cuyo
aspecto evocaba el gigantesco mausoleo de algún fa­
raón o de uno de los grandes reyes de Asiria. Ningún
europeo podía establecerse al otro lado del río, donde
76 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 77
quedaba el Suburbio, pequeña comunidad que gozaba dos matices caracterológicos que solían ocultarse bajo
de privilegios especiales y a la cual dedicaremos un una apariencia aparentemente intrascendente.
capítulo entero. El número promedio de habitantes oscilaba entre
Y ahora hablemos un poco de la población, integra­ las veinte y veinticuatro mil almas, que se renovaban
da por tipos muy bien diferenciados unos de otros. en forma constante gracias a los nuevos invitados. El
Los mejores entre ellos poseían una sensibilidad su­ incremento por concepto de natalidad era práctica­
mamente fina y, casi diríamos, exagerada. Una serie mente nulo. Los niños no eran en general muy bien
de ideas fijas -aunque no del todo obsesivas-, como vistos; se decía que no compensaban en modo alguno
la manía de coleccionar y de leer, el demonio del juego, todas las incomodidades que ocasionaban. La opinión
cierta hiperreligiosidad y otras de las mil formas que general sostenía que sólo costaban dinero -muchas
suele revestir la neurastenia refinada, parecían haber veces hasta alcanzar la edad adulta-, y que en muy
sido creadas exprofeso para el Reino de los sueños. raras ocasiones, cuando no de mala gana, estaban dis­
Entre las mujeres, la histeria era una de las man-ifesta­ puestos a devolver lo que habían recibido. Además,
ciones más frecuentes. Por su parte, el pueblo también decían, casi nunca se mostraban agradecidos con sus
había sido elegido teniendo en cuenta cierto tipo de padres por haberles regalado la vida, sino que, por el
anormalidades o imperfecciones en el desarrollo. Ex­ contrario, solían pensar que tal obsequio les había sido
traños casos de alcoholismo, gente descontenta consi­ impuesto arbitrariamente. Una prole numerosa era si­
go misma y con el mundo, hipocondríacos, espiritis­ nónimo de penurias y preocupaciones. Que los niños
tas, temerarios rufianes, insatisfechos que andaban en son graciosos e inocentes era algo que, desde luego,
busca de emociones y aventureros viejos que trataban podía constatarse por los ejemplares existentes; sin
de hallar la paz, prestidigitadores, acróbatas, refugia­ embargo, tampoco era un incentivo suficiente para
dos políticos y hasta asesinos buscados en el extranje­ asumir la tarea de traerlos al mundo y educarlos. La
ro, falsificadores de moneda y ladrones: todos halla­ gente vivía allí en un animado presente y no en el
ban gracia ante los ojos del Dueño. incierto futuro del que ningún ser viviente ha sacado
Se daban casos en que incluso una característica provecho alguno. Nadie quería seguir arruinándose los
física que saliera de lo común podía motivar una in­ nervios ni contribuir al envejecimiento de su mujer
vitación al País de los sueños. Ello explicaba la gran con nuevos hijos. Un hijo era lo máximo que se per­
cantidad de bocios descomunales, narices arracimadas mitían, y las familias que tenían varios los habían
y gigantescas jorobas que allí se veían. Finalmente, traído de su país de origen. Más tarde habré de refe­
había también un elevado número de personas que, rirme, por lo insólito del caso, a un matrimonio con
debido a su oscuro destino, habían adquirido rasgos nueve hijos. Además, cabe señalar que la mayoría de
psíquicos bastante extraños. Sólo después de conti­ los habitantes del Reino eran lo menos adecuado para
nuos y graduales esfuerzos logré discernir los profun- convertirse en padres o en madres.
78 ALFRED KUBIN

Aún queda mucho por decir sobre aquellas institu­ CAPÍTULO III
ciones que confieren a todo Estado su carácter espe­
cífico. Se mantenía, por ejemplo, un reducido ejército,
que cumplía su misión con sumo entusiasmo, así como LA VIDA COTIDIANA
un cuerpo policial realmente extraordinario, cuyo
principal radio de acción lo constituían el Barrio fran­
cés y el ya mencionado servicio de Aduanas. Todas
estas instituciones eran dirigidas desde el Archivo, un
edificio bajo y muy extendido: el mismo, en suma, Lo primero que llamó nuestra atención fue la in­
que había despertado mi atención cuando llegué. De dumentaria de los habitantes del Reino, tan cómica y
un color gris amarillento, cubierto de polvo y como totalmente pasada de moda; hecho que podía adver­
dormido, al mirarlo le venían a uno imperiosos deseos tirse de manera muy especial en la llamada gente ele­
de bostezar. Estaba situado en la Plaza Mayor y era gante.
la sede oficial del gobierno. Una vía férrea conectaba -Estos individuos siguen usando la ropa de sus
todos estos puntos entre sí, y una red de caminos padres y abuelos -le dije en son de broma a mi
transitables, aunque cubiertos de hierba, conducían esposa. Altos sombreros de copa totalmente anticua­
hasta los valles más apartados de la región montañosa. dos, levitas de diversos colores y abrigos de grandes
Los habitantes del Reino eran, en su inmensa ma­ cuellos componían la vestimenta de los señores. Por
yoría, alemanes de nacimiento. Con su idioma podía su parte, las damas paseaban muy ufanas sus miriña­
uno defenderse tanto en la ciudad como en el campo. ques y unos peinados rarísimos y fuera de moda, pro­
La gente de otras nacionalidades, en cambio, casi no tegidos por pequeñas tocas y escofietas. ¡Aquello pa­
contaba. recía una auténtica mascarada!
Con esto creo haber dicho todo lo correspondiente Pero nosotros también llamábamos la atención y,
al presente capítulo, que habrá de constituir, a grandes por lo tanto, nos vimos obligados a adaptarnos al cabo
rasgos, el telón de fondo de la verdadera historia. de unos días. Mi esposa no tuvo más remedio que usar
una pequeña semicrinolina, y yo me enfundé, adop­
tando aires distinguidos, en una casaca entallada, un
chaleco con flores bastante escotado y una marquesota
a la 1860. No pude decidirme a hacer mayores conce­
siones. Rechacé i�dignado unos botines estrechos y
puntiagudos que pretendían imponerme a la fuerza.
Sin embargo, nos acostumbramos más rápido de lo
80 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 81
que habíamos pensado a estos cambios en el aspecto
exterior, de suerte que, poco después, yo mismo em­ II
pecé a mirar con cierta extrañeza a los recién llegados,
vestidos de manera tan rara ... Fue así como nos vimos convertidos en auténticos
Aquel primer día, mi preocupación principal fue la habitantes del Reino de los sueños. Día tras día -al
de encontrar lo antes posible un alojamiento adecuado. menos dur�nte los primeros meses- me veía obligado
Accediendo al deseo de mi mujer de que nos instalá­ a �eclarar mfundadas mis antiguas sospechas de que
semos lo más lejos posible del misterioso Palacio, nos all1 . todo era _com� en mi país. Tiempo después acabé
pusimos a buscar algo en la periferia de la ciudad. olvidando m1 patna por completo. En el Reino de los
Como era de todo punto imposible alquilar una de las sueños se acostumbraba uno de tal modo a las cosas
hermosas mansiones con jardín, nos dedicamos a re­ más inverosímiles, que al final ya nada llamaba la
correr de arriba abajo la Calle Larga. Cuando íbamos atención.
por la tercera vuelta, atrajo mi atención una casa de Aunque a decir verdad no me lo había propuesto,
dos pisos y medianas dimensiones, provista de un muv pronto encontré un empleo. Simplemente me
mirador en el piso superior. Tuve la impresión de
haberla visto en algún lugar cuando era niño.
-Aquí está lo que andamos buscando -exclamé al
tiempo que la señalaba-. ¡ Viviremos en el segundo
piso ! -mi mujer estaba asombradísima por mi segu­
ridad-. ¿ Cómo puedes estar seguro de lo que dices?
-me preguntó esbozando una sonrisa burlona. De
más está decir que no pude alegar ningún motivo; me
parecía simplemente algo natural. ¡ Y gracias a Dios
tuve razón! En efecto, estaban alquilando un piso con
tres habitaciones y una cocina. Un peluquero, que era
al mismo tiempo administrador del edificio y tenía su
tienda en la planta baja, nos llevó a visitarlo. Los
aposentos ofrecían un aspecto cómodo y acogedor, los
muebles eran preciosos y el alquiler, módico. Nos
mudamos aquella misma tarde.
La casa pertenecía a un tal Lampenbogen, médico
de profesión.
82 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 83

cogieron por sorpresa. Al tercer día se me presentó un su bastón. Éste, hueco por dentro, formaba un peque­
hombrecillo extremadamente vivaracho: ño vaso que mi interlocutor llenó con un buen trago
-Soy el editor y redactor jefe del Espejo de los de aguardiente, salido del mismo bastón.
sueños, el diario ilustrado de mayor circulación aquí, -¡Por nuestro trabajo! --exclamó significativa­
y tengo mi propia imprenta -dijo en tono efusivo--. mente.
¡Qué bien que haya llegado! Hace tiempo que venimos -¡Y tráigame pronto algo sensacional y espeluz­
esperando a alguien como usted. Castringius, nuestro nante! Quiero elevar el nivel del diario -añadió en
brazo derecho, se halla lamentablemente algo agotado, tono esperanzado. Luego cogió el contrato con un
por lo que ahora nos dedicamos a comprar e imprimir gesto de profunda satisfacción, pidió permiso para
cuanta xilografía antigua hay en Perla, supliendo así retirarse y salió contoneándose en su traje a cuadros
nuestra escasez de material gráfico. Fíjese, aquí tiene negros y blancos.
el último número -y al decir esto sacó un diario--.
Cochero an der Mosel, el ministro Conde de Beust en
su círculo familiar, hindúes en uniforme de gala... , III
¿cree que es bonito?, ¿le parece onírico?, ¿lo encuentra
interesante? --exclamó indignado mientras agitaba y El que llegaba por vez primera al Reino de los
estrujaba nerviosamente el periódico---. ¡No, amigo sueños casi no advertía el carácter fraudulento que
mío! regía continuamente la vida económica. A simple vista,
Permaneció un instante pensativo y se enjugó el las operaciones de compra y venta se efectuaban allí
sudor de la frente. De pronto sacó un contrato impe­ como en cualquier otro lugar del mundo. Sin embargo,
cablemente escrito. Sólo tenía que firmar: cuatrocien­ esto no pasaba de ser una simple y ridícula apariencia.
tos florines al mes durante todo el año, entregase lo Toda la vida financiera era puramente simbólica. Nadie
que entregase. Era divertidísimo: ¡yo que nunca había sabía nunca lo que poseía. El dinero iba y venía, todos
visto un trato semejante! Claro que garrapateé mi gastaban y recibían, y el que menos había practicado
nombre en el acto; en el Reino de los sueños la gente ya el escamoteo, en muchos de cuyos trucos me inicié
se decidía rápidamente y nadie sopesaba las cosas mu­ yo también. Gran parte del éxito dependía, pues, de
cho rato. Todos los negocios eran inseguros. Pero la labia de cada cual. Embaucar al contrario era la clave
ahora tenía ya un emplejo fijo, era dibujante en un de todo. Al comienzo me asusté al comprobar el grado
prestigioso periódico y, en una palabra, representaba de facilidad con que los habitantes del Reino sucum­
algo. Y eso era lo más importante en aquel país: re­ bían a cualquier sugestión, pero, de grado o por fuer­
presentar algo, cualquier cosa... aunque fuese el papel za, yo mismo tuve que avenirme a ello e ir creyendo
de un gandul o un vagabundo. cada vez más tanto en mis propias ilusiones como en
Mi redactor jefe destornilló alegremente el puño de las ajenas. La alternancia de dicha e infelicidad, de
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pobreza y de riqueza se daba allí con mayor celeridad diente empezó a hurgar y rebuscar entre un revoltijo
que en el resto del mundo: los acontecimientos se de cornamentas de ciervo, arañas de cristal y cofres
precipitaban constantemente. Sin embargo, por grande antiguos, pero no encontró absolutamente nada. Por
que fuera la confusión imperante, sentíase la presencia último me trajo un horrible tintero de bronce colado.
de una mano fuerte. Tras las situaciones más inconce­ -¡Llévese esto, seguro que lo necesita! ¡Tiene que
bibles a primera vista, se vislumbraba siempre su fuer­ comprarlo, es una necesidad! Setenta y dos florines
za oculta. Era la misteriosa causa primera que lo man­ solamente -y, con voz zalamera, sacó a relucir todas
tenía todo en su lugar e impedía que el Reino se sus artes persuasivas. Yo le di un florín y recibí una
desintegrase. Era el gran Hado que vigilaba cada uno tijera de uñas por añadidura. Los recién llegados que­
de nuestros pasos, una Justicia inmensa que, capaz de rían aprovechar estas circunstancias para hacer su ne­
penetrar hasta los pliegues más recónditos de nuestro gocio, pero pronto se percataban de que no habían
ser, equilibraba siempre todos los acontecimientos. Si contado con la huéspeda. El Hado de los sueños era
alguien estaba desesperado y no veía salida alguna a implacable: toda riqueza acumulada con avidez se des­
sus problemas, dirigía una íntima plegaria a dicha ins­ vanecía en un abrir y cerrar de ojos. Así por ejemplo,
tancia. Aquel poder ilimitado, cuya temible curiosidad los más listos tenían que pagar precios exorbitantes por
era como un Ojo que escrutaba hasta el último rincón, una serie de artículos de primera necesidad, de lo
poseía el atributo de la ubicuidad. Nada escapaba a su contrario les llovían los mandatos postales, que, de ser
mirada. La fe en Él era lo único serio para los hombres rechazados, traían consigo nuevas calamidades. Enfer­
del Reino; todo lo demás era transitorio. medades, por ejemplo, y los honorarios de los médicos
eran entonces elevadísimos. Surgían acreedores que
nunca le habían prestado nada a uno y, sin embargo,
IV reclamaban su dinero. Y no había manera de prote­
gerse contra ellos, pues presentaban testigos en el acto.
Quisiera ilustrar ahora nuestra actividad financiera De este modo se compensaba siempre una cosa con la
con ayuda de algunos ejemplos. Uno de los primeros otra, y nadie obtenía beneficios ni sufría pérdidas en
días que pasamos en Perla se me antojó comprar un aquel extraño universo transaccional. El invisible cal­
plano de la ciudad. Me dirigí a una de las grandes culador no transigía nunca. En cuanto hube compren­
tiendas de objetos usados que había en nuestra calle. dido el insólito mecanismo, las cosas empezaron a
(Me parece que fue la de Max Blumenstich, que que­ marchar bien para mí.
daba al lado.) Catorce días después de nuestra llegada vino a ver­
-¿Un plano de la ciudad? Los nuevos todavía no nos un criado de librea. Su amo -y mencionó un
han llegado, pero me imagino que una edición antigua apellido altisonante- esperaba con impaciencia los
le será igualmente útil, ¿verdad? -luego, el depen- cinco dibujos que me había comprado: él tenía el
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encargo de recogerlos. ¿ Qué podía hacer yo? Envolví tal vez el nuevo propietario se instale aquel mismo día.
cinco de mis mejores apuntes y además escribí una Varios mozos de cuerda mudan los enseres más indis­
amable carta, presentándole mis excusas. ¿Adónde se pensables del ex propietario a una casucha destartalada
dirigían aquellas cosas? No tenía la menor idea. y paupérrima. Sin embargo, al cabo de un mes todo
Diariamente visitaba el Café situado en la acera de habrá vuelto a arreglarse, pues no faltarán nuevas cir­
enfrente. En cierta ocasión, cuando volví a casa, mi cunstancias dichosas.
mujer me señaló una canasta gigantesca y repleta de Las clases altas llevaban, claro está, un tren de vida
espléndidas verduras, espárragos, coliflores, fruta de lujosísimo. Sus infortunios, tan evidentes como su
primera calidad y hasta dos perdices. opulencia, se daban a otro nivel. De ahí que la envidia
-Lo compré todo en el mercado de verduras. Adi­ de clases no prosperase de manera especial. Cada cual
vina cuánto me ha costado -me preguntó en tono de vivía consagrado a su trabajo y tenía sus propias ale­
júbilo. grías y pesares. Uno podía darse por satisfecho si las
-¿Cuánto? cosas marchaban a medias. En todo caso, lo cierto es
-Veinte kreutzers todo. que los habitantes del Reino amaban su país y su
Entonces di un respingo y le confesé que, en el Café, ciudad. Yo trabajaba ya como dibujante del Espejo de
había tenido que pagar cinco florines por una caja de los sueños y, en el ínterin, había realizado varios in­
cerillas. tentos -al comienzo totalmente infructuosos- por
Tan pronto tenía uno miles en los bolsillos, como hacerle una visita a mi amigo Patera.
podía hallarse sin un céntimo. Después de todo, sin Lamentablemente, toda clase de barreras se oponían
dinero tampoco se pasaba tan mal. Bastaba con hacer siempre a la realización de mi deseo. Una vez me
como si se estuviera dando algo. En algunas ocasiones dijeron que el Amo estaba tan ocupado en sus asuntos
hasta se podía correr el riesgo de aceptar algo a cambio que tenían orden de no dejar pasar a nadie. En otra
de nada. Todo era siempre compensado. ocasión había salido de viaje: realmente, era como si
Allí las ilusiones eran simple y llanamente realida­ algún duende diabólico hubiese tomado cartas en el
des. Lo maravilloso del caso era que aquellas quimeras asunto. Un día oí decir que en el Archivo daban tar­
surgían al mismo tiempo en varios cerebros. La gente jetas especiales para solicitar audiencia. Allí me dirigí,
acababa por verse seriamente comprometida en sus pues, sintiéndome tan culpable como un sedicioso
sugestiones. cuando atravesé el gran portón revestido de escudos
Quisiera citar un caso típico. Un próspero padre de de armas. El portero estaba durmiendo. Traté de
familia se despierta una mañana convencido de estar orientarme por mi cuenta y riesgo y penetré en una
en la miseria más absoluta. Su esposa se pone a llorar espaciosa antesala, donde había entre diez y doce orde­
y sus amigos lo compadecen. Ya llega el ejecutor del nanzas.
auto de embargo, se procede a subastar el inmueble y Pasé totalmente inadvertido por espacio de un cuar-
88 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 89

to de hora, como si hubiera sido invisible. Por último, cabeza, volvió a inclinarse profundamente sobre la
uno de los empleados me preguntó en tono molesto mesa y se puso a escribir, según pude constatar, con
qué quería, pero en vez de aguardar mi respuesta pro­ una pluma seca. Yo permanecí de pie, totalmente per­
siguió su interrumpida conversación con uno de sus plejo. «Por suerte no tenía que presentar también to­
vecinos. Otro, sin duda un poco más condescendiente, das las facturas saldadas. » En medio de mi confusión
se inclinó hacia mí inquiriendo sobre mis propósitos, acerté a tartamudear:
mientras su rostro ajado y amarillento se cubría de -Tal vez me resulte imposible presentar todo lo
severas arrugas. Luego aspiró unas cuantas bocanadas que me exigen. Sólo tengo aquí mi pasaporte. Yo vine
de su larga pipa y, señalándome con ella la habitación como huésped de Patera. Mi nombre es fulano de tal.
contigua, dijo: No bien hube dicho estas palabras, me llevé un
-¡Ahí dentro! verdadero susto; el inflexible empleado se puso en pie
Un cartel colgado en la puerta decía: ¡No llamar!, de un salto:
y «ahí dentro» había un hombre durmiendo. Bromas -Le pido mil disculpas. ¡ Hace tiempo que le espe­
aparte, tuve que toser tres veces hasta que la extrema rábamos ! Le conduciré de inmediato al despacho de
rigidez de su postura, que evocaba la de una persona Su Excelencia.
sumida en profundas cavilaciones, adquiriera algún Se había convertido en la cortesía misma. ¿ Debía
signo de vida. Luego fui recorrido por una mirada de creer aquello de los dos corazones latiendo bajo un
solemne desprecio y una voz ronca exclamó : solo pecho? 2 ¡ No lograba entender absolutamente
-¿Qué quiere usted? ¿Tiene cita con alguien ? ¿ Qué nada!
documentos lleva consigo? Comenzó entonces un interminable peregrinaje por
Allí no eran tan lacónicos como afuera, sino que, pasillos desiertos, oficinas donde la gente se incorpo­
por el contrario, las informaciones afluyeron como un raba precipitadamente al vernos entrar, como si los
torrente: hubiéramos cogido por sorpresa, salas vacías y gabi­
-Para obtener una solicitud de audiencia necesita netes repletos hasta el techo de actas y expedientes.
usted, además de sus partidas de nacimiento, bautismo Finalmente llegamos a una gran sala de espera, en la
y matrimonio, el certificado de escolaridad de su padre que había una variadísima gama de personajes sentados
y el de vacunación de su madre. En el corredor de la en semicírculo. Mi guía y yo fuimos introducidos al
izquierda, oficina número dieciséis, tendrá que efec­ instante a una especie de sancta-sanctorum. Su
tuar su declaración de bienes, grado de instrucción y Excelencia estaba allí sentado, solo, y esperaba. Pese
condecoraciones obtenidas. Un certificado de buena
conducta de su suegro sería también deseable, aunque 2
Alusión a los versos 1 1 12-13 del Fausto de Goethe:
no constituya requisito indispensable. Zwei Seelen wohnen, ach! in meiner Brust,
A renglón seguido hizo un gesto altanero con la Die eine will sich von der andem trennen; (N. del T.)
90 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 91
a sus obsequiosas reverencias, el pobre empleado fue ciertas instituciones en el Barrio francés nos garanti­
reprendido en términos bastante duros y desapa­ zan ... señores ... estoy convencido de dirigirme a uste­
reció. des desde el fondo de mi alma. Si ... si ... si ...
Su Excelencia era un hombre sumamente distingui­ El orador perdió el hilo repentinamente, y me lanzó
do, lo que podía conjeturarse ya por el mobiliario de una mirada fría y de total aturdimiento. Lo ayudé a
la estancia. Pero no sólo por esto, no; también había salir de su atolladero despidiéndome de él entre gran­
cosas que llamaban la atención en su persona. Por des reverencias y expresiones de gratit,ud. En el fondo
ejemplo, sus vestimentas hallábanse profusamente re­ de mi corazón no sentía el menor respeto por el Ar­
camadas de oro y lucían una larga serie de distinciones chivo, y nunca más volví a interrumpir su tranqui­
honoríficas de todo tipo. Una ancha banda roja le
lidad.
cruzaba el pecho en diagonal. No podría decir con
Lo que me tocó vivir allí sólo les pasaba a los recién
seguridad si en otras partes del cuerpo también llevaba
condecoraciones. Es probable que sí. En todo caso, yo llegados. Mientras siguiera aquel camino, no obtendría
nunca se las he visto. nunca algo positivo. Las solicitudes más urgentes eran
Estábamos solos. A diferencia de los otros funcio­ rechazadas por presentar errores formales de escasísi­
narios del Archivo, éste era bastante amable. Me en­ ma importancia. Por ese lado, uno podía tener la ab­
cantó su extrema benevolencia. Después de haberme soluta seguridad de que sus proyectos serían siempre
escuchado, replicó en tono condescendiente : desbaratados. Fue así como la solicitud de audiencia
-¡Por supuesto que sí, mi estimado señor! La so­ me fue, efectivamente, enviada, pero al día siguiente
licitud le será enviada de inmediato -luego se levantó me informaron de que ya había caducado.
y empezó a hablar mecánicamente, como dirigiéndose Todo aquello servía, en el Estado de los sueños, para
a un público : crear simple y llanamente la ilusión paródica de un
-¡ Señores ! ¡Señores ! En interés del bienestar pú­ cuerpo administrativo organizado. Si hubieran supri­
blico y en salvaguardia de nuestro propio prestigio, el mido el Archivo las cosas no habrían marchado mejor
gobierno ha decidido reconocer vuestra plena y abso­ ni peor. Aquellas enormes pilas de expedientes -ad­
luta responsabilidad. No tengo reparo alguno en pre­ quiridos en todos los rincones del mundo-- no tenían
sentar todas vuestras solicitudes ante la Instancia su­ nada que ver con el Reino de los sueños. Para decirlo
prema. En lo que respecta al socorro de la indigencia, sin mayores rodeos : esa atmósfera impregnada de pa­
siempre encontraréis en mí a un amigo dispuesto a peles polvorientos era necesaria para producir una va­
ayudaros. Nuestro próximo objetivo ha de ser el me­ riedad especial del horno sapiens, que habría de aportar
joramiento de nuestro mundo teatral, tarea en la que su nota de color a la policromía del conjunto.
espero contar con vuestra decidida colaboración. Las El verdadero gobierno estaba en otra parte. Tras
experiencias por las que hemos pasado al liberalizar estas experiencias abandoné por un tiempo la idea de
92 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 93

la visita, ya que, además, otras cosas acapararon total­ -Así es, ya veo que es usted filósofo -soüa repli­
mente mi atención. car yo en señal de aprobación.
El buen hombre vivía todo el tiempo en aquellas
elevadísimas regiones, y la peluquería se habría ido a
V la ruina de no haber sido por Giovanni Battista. Ver­
dad es que éste no era sino un mono, ¡pero qué espé­
Aún tengo nuestra casa ante mis ojos, tan clara y cimen! Un animal ambicioso y dotado de un talento
tan precisa como si sólo la hubiera visto hace unas fuera de lo común. Con un ayudante como él bien
cuantas semanas. podía uno elucubrar tranquilamente sobre el problema
En la planta baja quedaba la tienda del peluquero. ético. Giovanni había pasado ya por todos los grados
Éste, que pasaba allí la mayor parte del tiempo, era un del oficio. Su talento se reveló un día al hacer espuma
solterón rubio y muy instruido, que usaba quevedos de modo bastante personal y arbitrario, y nuestro
de oro. La filosofía era la gran pasión de su vida: cada peluquero, descubriendo en él al Sujeto, empezó a
vez que hablaba de ella daba rienda suelta a sus pen­ utilizar su diestra mano. Su seguridad, destreza y ra­
samientos. Sus conocimientos, con los que siempre era pidez en el manejo de la navaja se habían hecho famo­
sumamente pródigo, afluían entonces a raudales. sas en toda la región. Los miércoles y sábados hacía
-¡Podría contarle tantas cosas! -decía lanzándo­ incluso visitas a domicilio. Muchas veces lo veíamos
me agudas miradas. bajar a grandes trancos la Calle Larga, muy serio y
Sabe Dios lo que el buen señor pensaría de mí; el diligente con su bolsa. Más honrado e íntegro que
hecho es que desde un comienzo gocé de su plena cualquier ser humano, el simio era el alma de aquel
confianza. instituto de belleza. Tan sólo una cosa entristecía a su
-Kant... Ése es el gran error. ¡Ja, ja! No es empresa amo: Giovanni tenía muy poco talento para la filo­
fácil ésa de ir circundando la Cosa-en-sí. Ante todo, sofía.
el mundo es un problema ético y nadie me convencerá -¡Es usted un estoico! -le gritó en cierta ocasión
de lo contrario. Fíjese usted, el espacio anda en galan­ el barbero, después de haberlo sermoneado largo tiem­
teos con el tiempo : su punto de unión, el presente, es po. En su fuero interno albergaba la esperanza de
la muerte o -lo que viene a ser exactamente lo mis­ ganarlo para causas más dignas y elevadas.
mo- la divinidad, si usted prefiere. Situado en el mero Debo confesar que cada vez que pienso en mi pri­
centro se halla el gran milagro de la Encarnación: el mer año en el Reino de los sueños, me invade un
Objeto. Éste, a su vez, no es otra cosa que la parte sentimiento de honda melancolía. Por entonces todo
exterior del Sujeto. Tales son los postulados funda­ marchaba aún bastante bien; sí, y hasta puedo decir
mentales, caballero. En ellos tiene usted resumida toda que mis días más felices pertenecen a aquella época.
mi teoría. Estimulado por todas las cosas nuevas que veía, el
94 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 95
trabajo se me hacía fácil y agradable. Por las tardes, a
eso de las cinco, me encontraba con algunos conocidos
en el Café, desde cuya terraza se podía observar la
animación callejera. Ésta no era muy grande, pues los
habitantes de Perla preferían por lo general quedarse
en casa. El centro de la ciudad, sobre todo, presentaba
un aspecto bastante vacío y desolado. Sin embargo, y
pese a esta escasa vida callejera, lo que se veía acababa
convirtiéndose, gracias a su carácter íntimo, en un
espectáculo entrañable. Poco a poco fui penetrando
más profundamente en todo aquello. Encontré puntos
de apoyo, asideros más o menos firmes en medio de
aquel torbellino.
Las casas desempeñaron un papel muy importante
en este sentido. A menudo tenía la impresión de que
la gente estaba allí debido a esas casas y no viceversa.
Los verdaderos individuos eran aquellas construccio­
nes mudas y, sin embargo, de una significativa elo­
cuencia. Cada una tenía su historia particularísima: no
había más remedio que armarse de paciencia e ir le­
yéndola, paulatina y obstinadamente, sobre sus viejas
paredes. Aquellas casas diferían muchísimo entre sí en
cuanto a humores y temperamentos. Muchas se odia­
ban mutuamente y querían rivalizar a toda costa. Ha­
bía algunas horriblemente gruñonas y malgeniadas,
como la lechería de enfrente, y otras que parecían algo
impertinentes y lenguaraces, como por ejemplo mi
Café. Al gunos pasos calle arriba, la casa en que vivía­
mos era una tía vieja y quejumbrosa. Sus ventanas, que
miraban siempre de reojo, se me antojaban cargadas
de malicia y ávidas de chismear. Mala, muy mala era
la gran tienda del señor Blumenstich. En cambio, la
herrería situada junto a la tienda de productos lácteos
LA OTRA PARTE 97

lucía ruda y jovial, y la casita contigua que pertenecía


al inspector del río, mostrábase despreocupada y cas­
quivana. Pero mi favorita era la construcción que hacía
esquina a la vera del río: el molino. Tenía una cara
muy graciosa, totalmente enjalbegada y con un mus­
goso tejado a guisa de capucha. Mirando hacia la calle,
una gruesa viga sobresalía en la parte más alta de la
pared como un magnífico puro. Sin embargo, al llegar
a la altura de los tragaluces su expresión se tornaba
algo curiosa y astuta. Este molino pertenecía a dos
hermanos. ¿ O quizás ellos le pertenecían, como a una
madre sus dos únicos hijos ?
Podría seguir contando muchas cosas al respecto, si
tuviera la seguridad de que mis lectores llegasen a
interpretar su compleja interrelación como yo deseo.
Así, por ejemplo, después de algún tiempo me pareció
notar que las casas de una calle constituían algo así
como una familia. Incluso cuando había pleitos inter­
nos, por fuera presentaban un aspecto unitario. Allí,
en la desolada ciudad de Perla, se me ocurrían ideas
que nunca habrían pasado por mi mente en otros
lugares del mundo civilizado. Pero mi compenetración
con aquel mundo alcanzó un grado de especial intimi­
dad cuando mi olfato empezó a agudizarse prodigio­
samente. Esto sucedió ya al cabo de medio año. A
partir de entonces, mi nariz se convirtió en árbitro de
mis simpatías o de mis rechazos. Me pasaba horas
recorriendo detenidamente los viejos rincones, hus­
meando y olfateándolo todo. El ejercicio de esta acti­
vidad puso a mi alcance un plano nuevo e ilimitado
de la realidad. Cada uno de esos objetos usados me
comunicaba algún pequeño secreto. Mi esposa sonreía
con frecuencia al verme olisquear, con aires de cono-
98 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 99
cedor, cosas tan heterogéneas como un libro o un� -¿Cómo es esto ? -le dije al peluquero que, en
cajita de música. Cierto es que me comportaba casi _
aquel preciso instante me estaba leyend� u1;1 pasa1e
como un perro, pero era algo que no podía exf'.licar bastante difícil de la Monadología de Leibmz-, su
con mayor precisión. Se trataba de un caso de hiper­ asistente podría tener estas cosas en mejor estado, ¿no
sensibilidad tan sutil que rayaba en lo inefable. le parece?
Al comienzo era un olor bastante definido, aunque -¿ Cómo dice? -me preguntó asustado el gran
indescriptible, el que se fue propagando por el Reino filósofo, con cara de alguien que acaba de caer de las
de los sueños, impregnándolo todo. Unas veces se nubes.
dejaba sentir con gran intensidad, otras resultaba ��si -Quiero decir que esta bacía podría estar reluciente
imperceptible. En los puntos de mayor concentracion y la navaja limpia.
podía definirse aquel extraño olor como u1;1a mezcla -¿ Y qué quiere que haga? Las cosas son como son
de harina y bacalao seco. No lograba explicarme su y no hay que darles vueltas. Siempre trato de evitar
origen. Sin embargo, los olores particulares de cada las innovaciones.
objeto eran mucho más definidos. Me dediqué a ana­ Para echar por tierra sus teorías le señalé los espejos
lizarlos acuciosamente y al hacerlo soüa experimentar y le dije:
a menudo una fuerte repugnancia. La compañía de -Fíjese en lo impecables y brillantes que están.
personas que de acuerdo ª mi olfato despidi�ran mal Entonces su filosofía le abandonó por completo y
. _
olor podía convertirme fácilmente en un ser irntable. se vio en un verdadero apuro.
No obstante, todos esos seres vivos y objetos en apa­ -Cierto, los espejos -permaneció unos instantes
riencia inanimados hacían presentir, pese a su diversi­ pensativo y luego añadió, titubeante y como si le cos­
dad y al hecho de haber sido reunidos en virtud de un tara mucho articular las palabras :
extraño capricho, un trasfondo unitario prácticamente -¡ Los espejos no significan absolutamente nada!
inconcebible. Evidentemente, le resultaba penoso hablar del asunto.
-¡ No quería ofenderle! -le dije en tono amable y
abandoné su tienda.
VI ¡ Poco importaba! Tenía su encanto vivir en medio
de aquellas cosas viejas y oxidadas y no vacilo en
Todo lo que uno veía en el Reino de los sueños era insertar aquí la siguiente carta, dictada totalmente por
opaco y confuso. Hasta qué punto er� esto cie1:o pud : mi estado de ánimo en aquel momento. Además, con­
constatarlo un día que me estaban afeitando. G10vanm tiene la descripción de una extraña costumbre relacio­
me atendía con su habitual elegancia y lo único que nada con un culto al que habré de referirme luego. Se
allí molestaba era el aspecto, totalmente deslucido, de trata del gran Hechizo del Reloj. Dicha c�rta estaba en
su navaja y de la bacía de cobre. _
el cuaderno de apuntes hallado entre mis pertenecias
100 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 101
tras la caída del Reino de los sueños. También encon­
tré en el cuaderno el catálogo de objetos sagrados que
detallaré más adelante. Las demás hojas sólo estaban
emborronadas con trazos ilegibles, salvo la parte in­
terior de la cubierta, en la que había esbozado a la
ligera un plano de la ciudad de Perla, anotando tam­
bién ciertos datos que me sirvieron para orientarme
los primeros días.
Escribí aquella carta tres meses después de mi lle­
gada. Fue mi primer intento por establecer comunica­
ción con el extranjero. Al cabo de dos años, la misiva
me fue devuelta con la marca: destinatario desconoci­
do. El sobre está totalmente cubierto de matasellos y
anotaciones ininteligibles. Esa carta y el cuaderno de
apuntes son las únicas pruebas de la existencia del
Reino de los sueños que puedo presentar a quienes me
visitan.
«Querido Fritz :
»Aunque te parezca increíble, estoy en el Reino de
los sueños. Lo único que puedo aconsejarte es que líes
tus bártulos y te vengas aquí en cuanto recibas la
presente. Perla es un auténtico El Dorado para el co­
leccionista. La ciudad entera es un museo donde na­
turalmente hay mucha mediocridad, pero también pie­
zas extraordinarias. Hoy he visto un arcón gótico ta­
llado, un par de candelabros de plata (del siglo XVI) y
uno de aquellos fabulosos bronces del Renacimiento
(muchacho montado en un toro, de nuestro Cellini)
que tú siempres andas buscando. La semana pasada
vimos cosas de porcelana increíbles : prefiero no hablar
de los precios bajísimos, de lo contrario tendría que
empezar a preocuparme por tu salud. Cualquiera que
tenga algo de olfato puede encontrar esos tesoros día
LA OTRA PARTE 103
a día y a cada paso. Aquí sólo hay antigüedades; la
gente vive como nuestros abuelos antes de la revolu­
ción del 48 y el progreso nos tiene sin cuidado. Sí, mi
estimado, somos conservadores y nuestros artesanos
son expertos en arreglar y restaurar objetos. De cada
cinco casas, una es una tienda de antigüedades: vivi­
mos de cachivaches. También podrás apreciar extrava­
gancias arquitectónicas: el Palacio es una combinación,
lograda sin mayores esfuerzos, de por lo menos veinte
estilos diferentes. Y además, uno va haciendo descu­
brimientos divertidísimos. ¡Hay que ver para creer!
Para que comprendas la razón de mi buen humor te
contaré algo sobre la última gracia que he tenido opor­
tunidad de observar. Se trata del gran Hechizo del
Reloj, como lo llaman aquí. Escucha, pues: en nuestra
Plaza Mayor se levanta, sólida e imponente, una torre
gris, una especie de modesto campanile. El monumen­
to alberga un antiguo reloj, cuya esfera ocupa el tercio
superior. En aquel disco, que de noche está iluminado,
vemos siempre nuestra hora oficial, y todos los demás
relojes de la ciudad y el campo se ponen en hora con
él. Pero esto no tendría nada de particular si no fuera
porque aquella torre posee, además, una extrañísima
peculiaridad, que es la de ejercer una atracción increí­
ble y misteriosa sobre todos los habitantes. A ciertas
horas, el destartalado monumento queda rodeado por
verdaderos enjambres de hombres y mujeres. Los ex­
tranjeros permanecen atónitos al contemplar el extra­
ño comportamiento de aquella multitud. La gente co­
mienza a patalear nerviosamente sin dejar de mirar las
largas y oxidadas manecillas que giran en lo alto. Si se
les pregunta qué es lo que ocurre, se obtienen respues­
tas dispersas y evasivas. Pero el que observe la escena
104 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 1 05
con mayor detenimiento advertirá dos portezuelas de pared y dije en voz alta y bien articulada: "¡A quí estoy,
entrada al pie de la torre, hacia las cuales convergen delante de ti!" Luego hay que salir nuevamente. La
todos. Cuando la muchedumbre es muy grande se expresión de mi cara debió ser de total perplejidad.
forman varias filas, y hombres y mujeres vigilan -fu­ »Las mujeres tienen su propia celda con entrada
riosos los unos y angustiadas las otras- que toda la independiente y señalada, como en todas partes, por
operación se desarrolle dentro del orden previsto. pequeños letreros. Pero lo maravilloso del caso es que
Cuanto más avanzan las manecillas, mayor es la ten­ a partir del día en que tuve mi primera experiencia con
sión. Los congregados van desapareciendo uno tras el reloj, empecé a sentir que el hechizo me iba envol­
otro, y el que menos, quisiera quedarse dentro uno o viendo a mí también. Al comienzo sólo sentía un
dos minutos. Los que luego salen tienen todos una pequeño tirón cuando pasaba junto a la torre. A los
expresión de profunda satisfacción y de felicidad casi pocos días, mi inquietud comenzó a aumentar en for­
absoluta. No es, pues, nada raro que yo también sin­ ma constante; era como si algo me empujara hacia allí.
tiera curiosidad. En cierta ocasión le pregunté incluso De modo que decidí participar en el absurdo ritual,
a uno de mis contertulios del Café en qué consistía el ya que de nada servía oponerle resistencia. Y ahora
misterio del reloj, pero tampoco tuve suerte con él. todo va bien. Han repartido torrecillas por toda la
"Hablar de algo así, me dijo, revela falta de tacto y ciudad, inspirándose en la de la Plaza Mayor. En el
además es signo inequívoco de estupidez. Sin embar­ campo, cada alquería tiene su pequeño reloj en algún
go, para que lo sepa de una vez por todas : ¡ es el gran rincón, según dicen. Día tras día sigo yendo al mío a
Hechizo del Reloj! ¡ Anóteselo !" Su indignación no la hora establecida. Así es, ríete de mí si quieres. "¡ Se­
hizo más que aumentar mi curiosidad. Mi sospecha ñor, aquí estoy delante de ti !"
inicial de que quizá se tratase de algún monumento »La vida pictórica es más bien pobre aquí. En ge­
histórico, una cámara oscura o un panóptico, resultó neral, las obras de arte son apreciadas sobre todo como
ser totalmente infundada. Por último, decidí intentar objetos de uso. Hay unos cuantos pintores que andan
personalmente la experiencia y me llevé una triste de­ dispersos y de los cuales he visto lienzos oscuros y
cepción. ¿Sabes lo que había dentro? Ya veo que tus finamente elaborados : un renuevo sin precedentes de
expectativas también quedarán defraudadas. Se entra la antigua escuela holandesa. En casas de gente aco­
en una celda pequeña, angulosa y vacía, cuyas paredes modada se encuentran a veces cosas excelentes : Ruys­
están parcialmente cubiertas de enigmáticos dibujos, dael, Brueghel, Altdorfer y algunos primitivos. El ban­
símbolos sin duda. Detrás del muro se escucha el quero Alfred Blumenstich, nuestro Creso y director
poderoso balanceo del gran péndulo que hace: tic ... del Banco de los sueños, posee una valiosísima galería
tac ... tic ... tac ... Por encima de la pared de piedra fluye en la que figuran incluso un Rembrandt y un auténtico
continuamente un chorro de agua. Hice lo mismo que Grünewald, cuya existencia ningún hombre sospecha.
el hombre que entró detrás de mí: miré fijamente la El cuadro se titula: Los siete pecados capitales devo-
106 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 107

rando al Cordero de Dios. Aquí nadie utiliza colores Todas las grandes religiones del mundo antiguo s�
vivos y el dibujo tiene mayor acogida. Tengo un pues­ hallaban más o menos representadas en el País de los
sueños. No obstante, la vida religiosa era simple apa­
�º muy agradable _en el Espejo de los sueños, periódico riencia, una superchería que la gente culta no tenía
ilustrado: cuatrocientos flormes y buenas condiciones
de t�ab �jo. Tod�vía no he conocido a mi único colega, reparo en admitir como tal. Éstos eran librepensadores
el d1bu1ante N1kolaus Castringius. Si decides venir, de gran inteligencia y no podían someterse fácilmente
podría encontrarte algún trabajo en el periódico. a ningún esquema rígido e hierático. Sin embargo, y
»Disculpa que me interrumpa aquí. Espero verte pese a que había muchas mentes lúcidas entre ellos, les
pronto. quedaba siempre cierto residuo de religiosidad bajo la
»Tu viejo amigo, dibujante y soñador. forma de una creencia fatalista en la sutil equidad del
Destino, amén de todo tipo de ideas oscuras e incom­
»P. S.-Puedes vivir con nosotros en una romántica prensibles. De éstas no podía burlarse nadie. Yo lo
casita situada en las afueras de la ciudad. El ambiente hice una vez y pagué las consecuencias.
es de absoluta tranquilidad, como en el campo.» Cuando aún no llevaba tres meses viviendo en Perla,
conocí un día en el Café a un simpático joven, el barón
Como se puede apreciar en la carta, mi estado de Hektor von Brendel. Sus maneras, impecables y dis­
ánimo era a la sazón bastante optimista. Al final de tinguidas, revelaban en él al hombre de mundo, un
este capítulo describiré, hasta donde logre acordarme, poco neurasténico y aburrido, pero sin un pelo de
los aspectos sombríos del asunto, que ya por entonces tonto. Fue la suave y siempre contenida melancolía de
empezaban a perfilarse. De momento quisiera hacer su carácter lo que me atrajo en él desde un comienzo.
algunas observaciones sobre el culto, o lo que yo con­ Poco después empezamos a vernos diariamente.
sideraba como tal. -Hace ya tres años que está usted en Perla, Brendel
-le dije un día que nos habíamos quedado solos en
nuestra mesa habitual-. Nadie me quitará la idea de
VII
que aquí, en el Reino de los sueños, existe alguna secta
Era éste un tema tan interesante como complejo. religiosa secreta, una especie de orden masónica. ¿ Sabe
Nunca llegué a tocar fondo en él, ni siquiera más tarde. usted algo al respecto ? ¿ Podría tal vez iniciarme en sus
Y, sin embargo, conjeturaba la solución de más de un misterios, ritos o usos ?
enigma. Así pues, si mis investigaciones arrojan resul­ Me lanzó una mirada de soslayo, tosió y me pre­
tados negativos no es culpa mía, ya que precisamente guntó secamente :
-¿Qué es lo que le ha llamado la atención?
�n est� punto un sino adverso desbarató mis mejores --Oh, nada en especial, las ideas sobre el Destino
mtenc1ones, redundando en perjuicio del botín obte­
nido. no son ningún invento reciente. Sin embargo, ¡ese
108 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 109

ciego aferrarse al mismo modo de vida anticuado, esa bromas había dejado pasar una buena oportunidad. La
ausencia de sentido progresista y una serie de cosas próxima vez actuaría con más cautela.
más !. .. -le conté mi aventura con el peluquero y su Aquella religión no podía limitarse al culto de la
bacía de cobre. Me escuchó atentamente mientras liaba comida y la bebida. Poco después me enteré de que el
un cigarrillo y comentó con una triste sonrisa: cabello, los cuernos, las piñas, los hongos y el heno
-Para serle franco, estimado señor, es verdad que también eran cosas sagradas. Hasta los excrementos
hay algo de eso. Pero, pese a todos mis esfuerzos, no del ganado caballar y vacuno tenían un significado
estoy mejor informado que usted sobre el particular. especial. Entre los órganos internos, el hígado y el
-¡ Ajá ! -yo estaba desilusionadísimo-. ¿ De corazón eran los más importantes, así como entre los
modo que no sabe usted nada? No se preocupe, puedo animales, los peces. Las pieles curtidas también ocu-
guardar absoluto silencio si es necesario.
Brendel permaneció unos segundos pensativo, luego
dijo a media voz :
-Aquí hay ciertas cosas que son veneradas, pero
no sé si le servirá de algo que le nombre algunos de
esos objetos sagrados.
-¡ Oh, se lo ruego, hágame ese gran favor! -le
imploré lleno de curiosidad.
-Pues verá: los huevos, las nueces, el pan, el queso,
la miel, la mantequilla, el vino y el vinagre son objeto
de especial veneración.
-¡ Ajá! -exclamé exultante--, un higiénico culto
basado en los placeres del estómago. ¡ Magnífico ! -no
pude impedir un ligero tono de burla en mis pala­ paban un rango misterioso en aquel universo jerárqui­
bras-. ¿ Y por qué no el té, el café y el azúcar? co donde, sin embargo, el hierro y el acero eran, al
Entonces Brendel me volvió la espalda y pagó. Una igual que otras aleaciones, algo así como las antípodas
violenta ráfaga abrió la puerta del Café, dejando entrar de los valores antes mencionados. Con ellas sucedía
un aire caliente y húmedo, cuyo olor a tierra se hallaba exactamente lo contrario : parecían simbolizar una se­
fuertemente mezclado con aquel otro, excitante y tí­ rie de peligros. Yo me enteré de todos estos detalles
pico del Reino de los sueños. Brendel salió haciendo por boca de unos cuantos campesinos y cazadores,
una ligera venia y aún vi su silueta a través de los para lo cual tuve que hacer largas excursiones a campo
grandes cristales empañados. Había oscurecido. raso. Fui anotando toda la información que, con el
No, no debí haber procedido de esa forma; con mis tiempo, logré obtener de aquella gente más bien lacó-
110 ALFRED KUBIN / 1 OTRA PA RTE 111
nica, pero a fin de evitar digresiones inútiles, no qui­
siera incluir aquí la lista completa. Quizá resulte inte­
resante mencionar un solo hecho. En los bosques y
pantanos había lugares apartados donde ningún cami­
nante se atrevía a entrar a la hora del crepúsculo:
gozaban de una reputación siniestra; y los habitantes
del Reino que no tenían nada que hacer allí se sentían
bastante contentos.
Tal vez se me habrían aclarado muchas cosas y no
hubiese andado tan a tientas si, al menos una sola vez,
hubiera visto con mis propios ojos el famoso templo
situado a orillas del lago. Según todas las referencias
llegadas a mis oídos, aquel santuario debió de haber
sido una auténtica maravilla. Se alzaba a orillas del
Lago de los sueños, a un día de viaje desde Perla.
Estaba rodeado de lagunas artificiales y de un tranqui­
lo parque. En aquel templo se guardaban, según oí
decir, los tesoros más preciosos del Reino de los sue­
ños. Había sido construido con materiales nobilísimos
y de manera tal que el visitante tenía la impresión de
_
estar ante un monumento etéreo y como suspendido
en el aire. El gran salón estaba pintado de marrón, gris sobre la verdadera religión del Reino de los sueños,
y verde, los colores de Patera. En una serie de apo­ fue muy poco lo que llegué a sacar en claro. ¡Era
sentos misteriosos y subterráneos habían colocado es­ realmente fatal la frecuencia con que yo mismo escan­
tatuas simbólicas. Lamentablemente, el templo sólo dalizaba a los demás!
estaba abierto al público una vez al año, e incluso En cierta ocasión fui invitado a casa del banquero
entonces era necesario tener buenas recomendaciones Blumenstich. Habíase reunido allí una apreciable can­
para poder visitarlo. Al comienzo abrigué la esperanza tidad de gente y la atmósfera era de grata animación.
de que los vínculos personales que me ligaban a Pat�ra El dueño de la casa había sido condecorado por su
_
habrían de facilitarme el ingreso. Sin embargo, la vmta gestión en favor de los baños públicos, cuya instala­
que tenía pensado hacerle fue constantemente aplazada ción promocionara activamente. Estaban, pues, cele­
hasta que, por último, ocurrieron los sucesos. brando aquella distinción con gran fasto.
Por más que realizara exhaustivas investigaciones Terminada la cena, los invitados se pusieron a fumar
112 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 113

y a ?eber tranquilamente sus licores. «Aquí se halla versación derivó luego hacia los temas más anodinos.
reumda la flor y nata de la intelectualidad de Perla» Nadie parecía ya notar mi presencia. Tan sólo mi
pensé, «si hoy no logro enterarme de nada, no lo haré redactor jefe, que también se hallaba entre los presen­
ya nunca más». Entusiasmado por esta idea, rompí a tes, dijo en tono conciliatorio :
hablar de pronto sobre los enormes e infructuosos -¡ Vaya, vaya! ¡ Estos dibujantes !
esfuerzos que había desplegado para llegar a conocer Pero eso tampoco me sirvió de nada. Sumido en
hondos pensamientos, regresé pronto a casa. «¡ Nunca
la verdadera religión de los soñadores. Las palabras,
_ lograré averiguar el secreto !», exclamé en la noche.
brillantes y persuasivas, iban fluyendo de mi boca
Al pasar ante la torre del reloj me sentí atraído. Y
como �mpelidas por u?a fuerza interna. Cuando por
_ crei haber convencido a todos de mi ardiente cu­ el Hechizo del reloj, ¿ guardaría acaso relación con lo
fm que me interesaba saber? Mas preguntarse esto tam­
riosidad, les rogué que me dieran alguna información. bién revelaba falta de tacto. Si no, ¿ de dónde provenía
Luego enmudecí, aunque tampoco hubiera podido se­ mi desconcierto ? ¡ Era evidente que había vuelto a
guir _ hablando, pues tenía la garganta seca. Todos per­
comportarme como un enfant terrible! Además, ¿qué
manecieron silenciosos, confusos y preocupados. Dos tenía que ver todo esto con el Suburbio, aquella vieja
� eño�es ya anc� anos, de porte distinguido y rostro aldea situada más allá del puente y de la que nadie se
mtehgente, vestidos con elegantes trajes estilo Bieder­ preocupaba? ¡ Simples subterfugios ! ¡ Pero yo estaba
mei�r 3 , se retiraron al salón contiguo. ¡ Y pensar que dispuesto a llegar al fondo de la cuestión ! Y, cerrando
habia puesto en ellos mis máximas esperanzas ! Final­ el puño, me juré a mí mismo que lo haría.
mente, el anfitrión me preguntó, mientras se rascaba
las negras patillas :
-Joven, ¿ ha estado usted alguna vez en el Subur­
bio? No deje de darse una vuelta por allí -su voz VIII
tenía un timbre agudo y de ligero rechazo .
Sentí como si me hubieran quitado un peso de en­ Ha llegado el momento de que también diga algo
.
cima. ¡Por lo menos alguien había hablado ! La con- sobre el aspecto sombrío de nuestra vida, pues si no
el lector podría pensar que, a fin de cuentas, todo era

3
!
érmino que, desde una perspectiva social, se aplica a la idea­ allí color de rosa. La vida placentera trajo también una
lizac1on de la cultura hogareña burguesa en el ámbito austro-alemán serie de experiencias desagradables. Para empezar con
de la primera mistad del siglo XIX. En literatura se refiere a la la casa en que vivíamos, diré que en el piso de abajo
creación satisfecha, antiheroica y apolítica, ubicable históricamente se había instalado una solterona vieja, la princesa de
�n.tr_e el movim!ento patriótico de las guerras de liberación y los X. Era más fea que una rata enferma y además pen­
m1c1? s del realismo que corre pareja con el romanticismo y la
comente de la joven Alemania. (N. del T.) denciera como ella sola. Este personaje, que hizo
1 14 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 1 15

pasar muchos malos ratos sobre todo a mi esposa, era vida sistemáticamente, el estudiante nos la hacía aún
la quintaesencia de la tacañería. Poseía muchísimo di­ más insoportable.
nero, pero su vida transcurría en medio de un herme­ Éste tenía una habitación en el mismo piso que
tismo tal que nadie sabía nada preciso sobre ella. Era nosotros y era un borracho empedernido. Su cara hin­
evidente que la anciana señorita encontraba gran sa­ chada e inexpresiva presentaba varias cicatrices en las
tisfacción en suscitar eternamente riñas. Cuando pa­ mejillas, que parecían triplicar las dimensiones de su
sadas las nueve de la noche me ponía a dar vueltas en boca. En cambio, su inteligencia no parecía sobrepasar
mi habitación, ella daba una serie de golpes regulares el tercio de la que suele fijarse como promedio en el
contra el techo de la suya, indicándome que deseaba ser humano.
silencio. Cada vez que nos veía bajar las escaleras Resulta que nuestro vecino, que llevaba una sempi­
empezaba a refunfuñar. Ante la puerta de su casa había terna existencia nocturna, se equivocaba de puerta
siempre una hilera de ollas y fuentes, destinadas a cada vez que, borracho como una uva, trataba de llegar
recibir leche y otros productos similares. Una vez a su cubículo. Casi todas las noches nos despertába­
tropecé en la oscuridad con una de sus ollas de barro mos sobresaltados al oír sus juramentos y aldabazos.
y se la quebré. ¡ Aquello fue un desastre ! ¡ Enemistad Muchísimas veces me vi obligado a pedirle explicacio­
declarada! Quiso hablar mal de mí hasta con el pelu­ nes por su comportamiento. Pero ¿ de qué podían ser­
quero, que, pese a su filosofía, aún sentía cierto respeto vimos sus disculpas ? Las molestias seguían, y sólo
ante Su Alteza. Sin embargo, un día en que las cosas nuestro amor a la paz nos llevó finalmente a acatar lo
fueron demasiado lejos y comenzó a insultar a mi inevitable.
esposa en el vestíbulo, arremetí abiertamente contra Y esto no era todo. Había días que parecían real­
ella : mente embrujados. Para citar sólo unos cuantos
-¡ Con la facha que tiene, más parece usted la Prin­ casos :
cesa de la Mugre! -la vieja arpía estaba despeinada. Una vez, a las cinco de la madrugada, llamó a la
De algo sirvió mi ataque, pues a partir de entonces, la puerta un albañil que llevaba un cubo de argamasa y
señora, muy orgullosa de su origen noble, se retiraba su juego de herramientas, afirmando resueltamente
a sus aposentos cada vez que me oía. En cierta ocasión que tenía el encargo de tapiar las ventanas de nuestra
lo hizo con tanta premura que dejó una de sus remen­ casa. En otra ocasión, y ya bastante tarde, nos dieron
dadas pantuflas en la escalera. Yo la aparté de un una serenata. Una orquesta de gitanos se instaló de­
puntapié y, con gran sorpresa, vi rodar unas cuantas lante de nuestra puerta y, claro está, después descu­
monedas de oro por los peldaños. « ¡ Ladrón, asesino ! » brimos que se trataba de un error. También acudían
chilló la dama, poniendo a toda l a casa e n contra visitantes con las solicitudes más heterogéneas, o bien
nuestra. Incidentes como éste ocurrían con harta fre­ nos traían objetos extraños que nunca eran reclama­
cuencia. Sin embargo, si bien la bruja nos amargaba la dos. Una vez guardamos por espacio de catorce días
116 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 117

un paquete lleno de cortezas de queso. Cuando por


fin me decidí a tirarlo a la basura, aparecieron tres
oficiales a reclamar, en tono áspero, lo que ellos lla­
maban su propiedad. La mendicidad a domicilio era
algo común y corriente en Perla. Pero con frecuencia
nos ocurrieron cosas mucho más desagradables. Por
ejemplo, una tarde, justo a la hora del crepúsculo, se
nos presentó un grupo de hombres vestidos de negro
que cargaban un ataúd. «Es aquí donde hay que en­
tregarlo, ¿verdad?», preguntaron en tono amable.
Mi pobre esposa quedó impresionadísima con el su­
ceso.
No quiero insistir demasiado en todos estos malen­
tendidos, así como tampoco en las constantes llamadas
a nuestra puerta. Sin embargo, a veces sucedían cosas
rarísimas y difíciles de creer. Para el servicio doméstico
habíamos contratado a una mujer ya vieja que venía a
trabajar por horas. Siempre andaba quejándose de do­
lor de muelas y nunca pude verla sin un pañuelo que
le envolvía la cabeza. Cocinaba muy bien y con bas­
tante gusto, cosa que, por lo demás, no era ninguna
hazaña teniendo en cuenta la excelente calidad de los
productos alimenticios en el Reino de los sueños. Al
cabo de unas cuantas semanas, habría jurado que tras
las ajadas vestimentas se ocultaba una persona distinta.
Ya no era la misma criada anterior. Claro que a mi
mujer no le dije ni media palabra, pero, lamenta­
blemente, hubo cosas que también llamaron su aten­
ción.
-Oye -me dijo un día-, creo que Ana se tiñe el
pelo. Desde ayer la veo rubia, ¿no era morena antes?
-¡Ajá, con que también es vanidosa! -repliqué
fingiendo una total indiferencia. No obstante, hacía
LA OTRA PARTE 1 19

tiempo que algo me olía a chamusquina en todo aque­


llo. Y un buen día la cosa fue demasiado evidente. La
víspera nos había servido una persona robusta y de
mediana edad; y ese día, en cambio, la que puso las
fuentes sobre la mesa era una anciana diligente y con
cara de arpía. Mi esposa se aferró a mí y los dos nos
quedamos petrificados. -¡ Pero si lleva el mismo pa­
ñuelo ! -dije tartamudeando a la vez que miraba los
ojos, agrandados por el pánico, de mi cónyuge.
Intercambiamos nuestras impresiones en voz su­
surrante: hacía un mes que ella también tenía una serie
de premoniciones siniestras.
-¡No, aunque haga el trabajo de diez personas, no
quiero tenerla en casa! ¡ Prefiero hacerlo todo yo sola!
Tuve que despedir a Ana y me quedé en casa unos
cuantos días. Finalmente hice un trato con el peluque­
ro para que, mediante una remuneración, Giovanni
Battista viniese por las mañanas a ayudar a mi esposa
en las tareas domésticas. Las cosas marcharon muy
bien y mi mujer quedó contentísima con el inteligente
animal. Lo único que no le permitíamos tocar era mi
mesa de dibujo. Había que andar con cautela, pues
como él mismo se consideraba un poco artista, conti­
nuamente quería ayudarme y mejorar mis trabajos.
Hasta donde pude, yo también colaboraba haciendo
las compras, pues había que vigilar siempre a los ven­
dedores para no ser víctima de sus engaños. En cierta
ocasión compré en el mercado dos costillas de cordero
a un precio realmente bajísimo. Cuando llegué a casa
y, lleno de orgullo, abrí mi paquete, comprobé que en
vez de carne, contenía pequeñas trampas de las que
aún colgaban colitas de ratón. «¡ Diantre, te han vuelto
a engatusar!», pensé para mis adentros.
120 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 121
orilla del río; la tienda de Blumenstich esbozaba una
IX sonrisa sarcástica; la lechería simulaba una trampa
oculta e insidiosa, y ni siquiera el molino permanecía
¡ Y luego aquellos ruidos! ¡ Ese horrible bullicio du­ tranquilo, sino que parloteaba animadamente toda la
rante toda la noche! ¡ Era insoportable! noche. Acosado por el miedo, muchas veces me refu­
Desde el Barrio francés llegaban esporádicamente giaba en el Café al regresar a casa. Entretanto, mi
pandillas con prostitutas salidas de las casas de citas. pobre esposa, sola en el piso, también era presa del
Una algarabía sorda, de la que emergían gritos y sil­ pánico cuando un armario rechinaba o un vaso se
bidos, se acercaba a nuestras ventanas y volvía a ale­ rompía en mil pedazos. Creía oír palabras espantosas
jarse. Los borrachos que salían del Café pronunciaban que surgían de todos los rincones. Más de una vez la
largos monólogos, salpicándolos, en su delirio alcohó­ encontré, a mi llegada, bañada en un sudor frío, pro­
lico, de espantosos juramentos. ¡ Era algo a lo que no ducto de sus pavorosas alucinaciones. Aquellas noches
podíamos acostumbrarnos ! Como las casas se alzaban de insomnio ejercieron un influjo demoledor sobre sus
formando una serie de ángulos en las calles, sus sali­ nervios : muy pronto empezó a ver por todas partes
dizos y sinuosidades hacían que cada palabra pronun­ fantasmas y sombras errantes.
ciada en voz alta fuese repetida varias veces por el eco. Aquella sustancia indefinible no nos abandonaba
Las voces chillonas que provenían del centro de la nunca: la olíamos y, finalmente, llegamos a sentirla
ciudad eran recibidas y retransmitidas en un tono más con todo el cuerpo. Durante el día nadie veía nada. La
o menos estridente, sin que nadie supiese explicar su ciudad presentaba su aspecto habitual: muerta, vacía,
origen. Luego volvía a reinar la calma anterior, hasta inanimada.
que se empezaban a oír toses y risas ahogadas. Vagar
de noche por las calles de Perla era una auténtica
tortura. Las personas hipersensibles veían abrirse ante
ellos abismos espeluznantes. Quejas y gemidos de
todo tipo surgían de las ventanas enrejadas y de los
sótanos. Tras las puertas semiabiertas se oían gritos
sofocados, que hacían pensar involuntariamente en es­
trangulaciones y crímenes de toda especie. Siempre
que, con paso temeroso, me dirigía a casa, escuchaba
detrás de mí cientos ... no, más bien miles de carcajadas
y voces burlonas. Los portones de las casas abrían sus
enormes fauces ante el apresurado transeúnte, como
queriendo devorarlo. Voces invisibles atraían hacia la
CAPÍTULO IV

BAJO EL HECHIZO

U NA noche que regresaba del Café subí uno a uno


los escalones que conducían a mi piso. Al oír la señal
convenida, mi mujer abrió la puerta. Tenía los ojos
llorosos y parecía muy afectada. Sobre la mesa vi el
estuche de cuero con el retrato de Patera.
-¿Qué hace esto aquí? ¿ Ha pasado algo ?
-Le he visto... sí... es el mismo ! -dijo con voz
confusa y entrecortada-. Todavía sigo sin entender
nada, pero es imposible que me haya equivocado :
nadie más puede tener esos ojos.
-Pero por favor, sé un poco más explícita.
Y en un tono jadeante e inconexo me contó lo
siguiente:
-Cuando regresaba del mercado quise doblar por
la Calle Larga... ya estaba oscureciendo, de modo que
apreté el paso para llegar rápido a casa. Entonces oí
un ruido de pasos precipitados detrás de mí : era uno
de los faroleros que casi me rozó al pasar a mi lado.
Al punto se volvió hacia mí por un instante y me dijo
en voz baja «¡ Disculpe usted !» ¡ Qué cosa más horri­
ble ! Imagínate... era tu amigo Patera.
Las últimas palabras fueron pronunciadas a voz en
cuello. Por sus mejillas rodaban gruesas lágrimas y,
prorrumpiendo en sollozos, ocultó su cabeza en mi
124 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 125

hombro. Yo mismo, terriblemente asustado y hacien­


do grandes esfuerzos por dominarme, intenté cal­ 11
marla.
-Te habrás equivocado -le dije en el tono más Por entonces conocí también a Nik Castringius. No
indiferente que pude--, ¡seguro que te has equivoca­ podría decir a ciencia cierta si le caí en gracia o no.
do ! El crepúsculo. . . en la semipenumbra es muy fácil Había tenido que renunciar a su puesto en el Espejo
engañarse. Además, ¡cómo se te puede ocurrir algo de los sueños y ahora trabajaba en forma independien­
semejante ! No creerás que Patera, el propietario de te. Me pareció una persona muy original y mucho más
todo esto, va a lanzarse por las calles como un simple simpático que los dos amigos con quienes venía al
farolero ! Café: de Nemi y el fotógrafo. Castringius no sabía
Mi voz era insegura; yo también estaba asustadí­ disimular sus defectos : la envidia y los celos se le leían
s1mo. en la cara. Sin embargo, este mismo hecho lo convertía
-¡ Oh, no hables así, que no haces sino empeorar en una persona por completo inofensiva, cuyas facetas
las cosas ! Su cara no tenía expresión alguna; era como positivas hacían su trato agradable. Es muy raro que
una máscara de cera, sólo los ojos ... ¡ Había en ambos un individuo realmente malo llegue a ser artista: algu­
un fulgor recóndito y misterioso !. .. ¡ Aún me estre­ na que otra villanía de vez en cuando, y de ahí no pasa.
mezco cuando pienso en ellos ! -su mano estaba ca­ Nuestras sensaciones no nos dejan tiempo para trapa­
liente y temblorosa, por lo que insistí en que se acos­ cerías de alto vuelo. Ponemos nuestra alma al desnudo
tara. Traté de distraerla un poco contándole los últi­ en las obras que realizamos, de suerte que todos pue­
mos chismes del Café, pero me di cuenta de que era den ver perfectamente en qué clase de sinvergüenza
imposible apartar sus pensamientos de aquella expe­
riencia. Yo también tenía miedo.
La vida se iba tornando cada vez más enervante y
endemoniada. Pese a la escurridiza uniformidad de los
días, no teníamos un solo instante de reposo. Nadie
estaba seguro de lo que iba a suceder una hora después.
Poco a poco llegué a hartarme del Reino de los
sueños. Claro que la experiencia de mi esposa había
sido una alucinación. Mi amigo Patera tenía cosas más
importantes que hacer que perder su tiempo en bro­
mas carnavalescas. Sin embargo, una alucinación no
deja de ser un aviso : sus nervios torturados empezaban
a rebelarse.
126 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 127

hubiera podido convertirse tal o cual artista bajo de­ verdadero cerdo : lugarteniente de infantería y cliente
terminadas circunstancias. ¡ El arte es una válvula de asiduo de madame Adrienne. Sus ideas y preocupa­
seguridad ! ciones se limitaban exclusivamente a lo que allí
Antes de mi llegada, Castringius se hallaba en la ocurría, y sus conversaciones casi nunca abandonaban
etapa más simplista de su carrera artística. Tres o cua­ dicho tema. Andaba siempre con el uniforme sucio y
tro líneas a lo sumo y el cuadro estaba listo. Es lo que los ojos enrojecidos.
él llamaba grandeza. Los trabajos más importantes No es mucho lo que puedo decir sobre el fotógrafo.
llevaban por título : La cabeza, Él, Ella, Nosotros, Ello. Era un inglés de rostro largo, cabellos rubios como la
Es preciso admitir que la imaginación no conocía en paja, levita de terciopelo y corbatín flotante. Todavía
él barrera alguna. Por ejemplo, una cabeza en un flo- trabajaba según los procedimientos antiguos: re­
::urriendo a la placa de colodión y respetando los diez
minutos de exposición. En Perla aún no habían supe­
rado aquella etapa. Por lo demás, era un hombre ta­
:iturno y le gustaba mezclar licores.
Ya me he referido antes al teatro. Añadiré que sólo
fui a él una vez. Representaban Orfeo en los infiernos
y el público se reducía exactamente a tres personas.
Aunque la versión fue bastante buena, no puede de­
cirse que la velada fuera agradable. Los tres especta­
dores contribuyeron a intensificar aún más el vacío de
la gran sala, en el que la música repercutía de modo
siniestro. Los actores parecían trabajar para entrete­
nerse a sí mismos. Yo estaba en una butaca de galería
rero ... y uno no podía interpretar la obra como mejor y, de pronto, tuve la impresión de que aquella sala
le pareciese. Poco después, cuando empecé a tener cierto ennegrecida era el antiguo teatro municipal de Salz­
éxito, mi colega tuvo que aspirar a cosas mayores. burgo, demolido mucho tiempo atrás. Cuando yo era
-Profundizar el tema, ¡ésa es la clave ! -solía afirmar un chiquillo de once años, aquel teatro se me había
obstinadamente. Y entonces surgieron dibujos como : El antojado la quintaesencia de toda majestad y grandeza.
insano papa lnocencio bailando el rigodón del Cardenal. En cambio, lo que ahora veía no eran más que bancos
El dibujante tenía un pequeño taller en una buhar­ de madera bastante usados, raídas butacas tapizadas de
dilla del Barrio francés, que era el sector de la ciudad rojo oscuro y estuquerías resquebrajadas. Enfrente de
donde podía vivir de acuerdo a sus gustos y caprichos. la escena había un palco enorme y oscuro sobre el que,
Fue ahí también donde conocí a de Nemi. Éste era un grabado en letras doradas, figuraba el nombre de ¡Pa-
128 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 129

tera! Más de una vez me pareció ver brillar, en medio tas, cuyo juego seguía con gran seriedad aunque no
de la penumbra, un par de puntos luminosos, dos tuviera la menor idea de lo que estaba pasando. ¡ Era
puntos muy cercanos uno del otro. De Nemi, que tan ingenuo !. .. Yo bostecé y me puse a mirar por la
parecía estar muy al tanto de todo lo que ocurría entre ventana. Junto al molino estaban descargando sacos de
bastidores, explicó un día con lujo de detalles por qué trigo. Podía distinguir claramente a los dos propieta­
el teatro no lograba prosperar. «¿Para qué necesitamos rios : uno de ellos, siempre alegre y risueño, el otro,
un teatro en Perla? ¡ Basta con el que vemos cada día!», reservado y de mirada torva. En cuanto a su aspecto
decía la gente y no iba a ningún espectáculo. exterior, aquellos dos eran los personajes más anticua­
Por último, se produjo la bancarrota. La compañía dos de toda la ciudad : todavía usaban talegas y zapatos
se disolvió y las actrices de menor categoría fueron con hebillas, como en los viejos tiempos.
instalándose paulatinamente en el lupanar, donde con­ Pasó un carruaje en cuyo interior iba reclinada una
servaban sus antiguos trabajos como coristas, bailari­ elegante dama.
nas, etc. Con el resto se formó una compañía de va­ -¿ La conoce usted? -me preguntó de Nemi dán­
riedades, subvencionada por Blumenstich. De Nemi dome un golpecito con el codo-. Es la dueña de su
estaba contentísimo, pues le fascinaban los cabarets. A casa, la esposa del doctor Lampenbogen -luego se rió
mí, en cambio, el asunto me interesaba muy poco. cínicamente y los otros contertulios también sonrie­
En el Café, el tabernero iba de mesa en mesa salu­ ron. El coche se dirigía a los baños públicos.
dando a los parroquianos con una sonrisa falsa y es­ Llamé al camarero para pagarle. Anton, un perfecto
túpida. Tan sólo se quedaba quieto ante los ajedrecis- tramposo, quiso darme dinero falso... asignados 4 de
la Primera República. Sin embargo, esta vez las cosas
no salieron como él hubiera querido, y tuvo que reti­
rarse haciendo una mueca sardónica.

III

Mi pobre esposa no pudo recuperarse ya más de sus


estados de angustia. Fue empalideciendo cada vez más,
sus mejillas se iban hundiendo día tras día y siempre

• Títulos que sirvieron de papel moneda en Francia durante la


Revolución.
1 30 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 131

aquella casta burocrática, tan nociva para l a comuni­


dad. �¡Me las pagarán .. . !»
Otra circunstancia se oponía seriamente a nuestro
viaje de regreso: ¡Nos habíamos quedado sin dinero!
Sí señor: ¡sin dinero! No quedaba un solo céntimo de
los cien mil marcos.
-¡Lo único que nos faltaba! ¡Ya te lo había anun­
ciado desde el comienzo! -le dije en tono amargo a
mi esposa cuando me di cuenta de nuestra situación.
Cierto es que la pobre no tenía culpa alguna de lo que
nos había sucedido, por lo que le ahorré lamentaciones
ulteriores. Poco importaba que nos hubieran robado
o no, el hecho es que el dinero se había desvanecido
y ahora dependíamos exclusivamente de mi sueldo.
De este modo fue llegando a su fin nuestro segundo
que le dirigía la palabra de manera imprevista, reac­ año en el Reino de los sueños. Mi esposa era torturada
cionaba con un nervioso sobresalto. Esta situación no incluso de día por sus horribles alucinaciones. Como
podía prolongarse indefinidamente, y lo único que me la cocina quedaba en la parte posterior de nuestro piso,
por una de sus ventanas se podía ver el patio interior
hacía aplazar nuestra partida era el hecho de no haber
de la lechería. En el centro de éste había un gran pozo
podido visitar aún a Patera. Era imposible pensar en
y, un poco más atrás, se abrían las dos puertas de un
irse sin un permiso especial suyo. Yo había presentado
establo.
ya diez solicitudes en el Archivo, pero de las instancias
-En ese pozo hay fantasmas -afirmaba mi esposa,
superiores sólo llegaron unas cuantas fórmulas de con­ arguyendo que más de una vez había oído una serie
suelo, tales como: «Durante la actual temporada, el de golpes y bufidos extraños. Aunque yo no había
Departamento de audiencias permanecerá cerrado por notado nada, un día me propuse hacer una inspección
vacaciones. » O si no: « En repetidas ocasiones hemos para complacerla, y fui. Con el pretexto de que quería
precisado al solicitante que sólo las personas que de­ visitar la lechería, llamé repetidas veces a la puerta
sempeñen un oficio burgués, normal y respetable, po­ hasta que un suizo, bastante duro de oído, vino a
drán ser tomadas en cuenta para la eventual concesión abrirme. Reduje su morosidad mental con ayuda de
de una audiencia. Por tanto, le rogamos que tenga a una suculenta propina, tras lo cual me gritó al oído
bien atenerse a estas inveteradas costumbres y buscar que podía ver todo lo que quisiera y se retiró a su
uno de dichos puestos», etc. Y o estaba furiosísimo y cuartucho. Abandonado, pues, a mí mismo, pude dar
dispuesto a decirle a mi amigo toda la verdad sobre comienzo a mis pesquisas.
132 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 133

Atravesé rápidamente una larga serie de aposentos por primera vez, percibí un ruido que llegaba desde
mal iluminados. El edificio entero se iba internando a lejos, de muy lejos. Al principio me pareció un mar­
bastante profundidad bajo tierra, y la escasísima luz tilleo distante, pero su volumen empezó a aumentar y
se abría paso a través de pequeñas claraboyas enreja­ aumentar con misteriosa celeridad. A la luz de una
das. Un gran número de vasijas llanas y redondas cerilla pude ver que me hallaba en una galería. Me
cubrían largos vasares, y en las esquinas se veían cubos invadió una angustia mortal. «Sal de aquí, ¡sal rápido
de madera repletos de leche hasta los bordes. Un de­ de aquí!», fue lo único que atiné a pensar. Me puse a
pósito abovedado servía exclusivamente para guardar correr y, varias veces, mi cabeza chocó contra las
diversos utensilios, y sus paredes se hallaban recubier­ paredes rezumantes. Mas el ruido aquel siguió aumen­
tas de vajilla de hojalata, platos de madera y todo tipo tando detrás de mí, convirtiéndose en un traqueteo
de tablillas. Empecé a buscar rápidamente el patio, horrible y acompasado que evocaba un galope. Mis
pero en vez de encontrar la salida hacia él, sólo logré cerillas se iban consumiendo, pues la humedad del aire
internarme en recámaras cada vez más oscuras, donde no dejaba que la llama prendiera. El estruendo seguía
vi grandes marmitas que colgaban sobre fogatas extin­ acercándose : era evidente que me perseguían. Por fin
guidas. Un fuerte olor a queso me hormigueaba en la pude distinguir claramente unos bufidos prolongados
nariz y, de pronto, descubrí una gran variedad de que me hicieron estremecer hasta la médula. Por un
moldes de todos los tamaños, alineados en forma re­ instante creí volverme loco. Me precipité hacia ade­
gular. Allí los tenía, pestilentes y viscosos, en medio lante como bajo el impulso de un latigazo, mas las
de aquel sótano asqueroso, estrecho y alargado, cuyas fuerzas me abandonaron y caí de rodillas, casi al borde
paredes enmohecidas estaban llenas de telarañas. «Por del desmayo. En un postrer gesto de desesperación
aquí no puede ser», me dije y di media vuelta. Pero extendí mis manos hacia adelante como para conjurar
no pude encontrar mi camino entre aquel cúmulo uni­ la inminente amenaza, mientras mis últimas cerillas se
forme de quesos, mantequilla y leche. Me perdí y fui extinguían, trémulas, en el suelo.
a dar a un sector del subterráneo que, aparentemente, Mas ya lo tenía ante mí. Un viento helado me rozó
no era utilizado para nada. El techo abovedado era la cara y al punto distinguí un caballo blanco y esque­
bajo, y pude ver gruesos ganchos de los que pendían lético. Aunque sólo lograba ver su silueta borrosa,
cadenas de hierro oxidadas. La visibilidad era escasí­ pude advertir el catastrófico estado en que se hallaba.
sima y el suelo resbaladizo parecía seguir un ligero El gran jamelgo, que parecía casi muerto de hambre,
declive. De repente tropecé con unos cuantos peldaños hacía resonar sus inmensos cascos con desesperada
viscosos y quedé sumido en una oscuridad total. ¡Ti­ energía. Y así, con su huesuda cabeza tendida hacia
nieblas profundas y aire helado de sótano !. .. en algún adelante y las orejas gachas, la bestia pasó a mi lado.
lugar, arriba, sonó un portazo. ¡ Felizmente tenía unas Su ojo turbio y sin brillo se cruzó con los míos : era
cuantas cerillas en el bolsillo ! Fue entonces cuando, ciego. Escuché el rechinar de sus dientes y cuando,
1 34 ALFRED KUB!N LA OTRA PARTE 135

IV

Nadie advirtió mi llegada. Afuera empezaba a os­


curecer y ya habían encendido las luces. Me senté en
una mesa solitaria al fondo del salón, dispuesto a poner
orden en mis ideas, a tratar de comprender la horrible
experiencia y liberarme de la desagradable sensación
de vértigo. No estuve solo mucho tiempo. Un señor
de edad y de aspecto muy digno, que llevaba una
bufanda blanca en torno al cuello, se dirigió también
a aquel rincón, sentándose a mi mesa.
-Aquí se está un poco más tranquilo -observó.
No obtuvo respuesta. Todo seguía dando vueltas y
más vueltas en mi cabeza. Al cabo de un momento
dijo con voz suave y compasiva:
-Es la primera vez que esto le sucede. Se ve que
le ha afectado muchisímo.
temblando de miedo, lo seguí con la mirada, vi brillar Entonces levanté la vista. Había algo tierno y ama­
sus grupas escorchadas y cubiertas de sangre. El furi­ ble en el aspecto de aquel hombre.
bundo galope de aquel esqueleto viviente no conocía -¿A qué se refiere? -pregunté en tono cansado.
tregua alguna. Cuando el repiqueteo de los cascos -¡ Pues al Arrebato! ¡ Mire usted a su alrededor! -y
empezó a extinguirse, yo seguí avanzando a tientas, señaló el interior del Café.
atormentado por el espectáculo que ofrecía aquel Sólo entonces me di cuenta de que también allí había
montón de huesos. Pronto columbré en la lejanía una ocurrido algo.
llama de gas que parecía indicarme el camino. Sólo En relación con el elevado número de visitantes,
podía distinguirla vagamente, pues me hallaba bajo los reinaba en el local un insólito silencio. En todas las
efectos de un ataque nervioso. Mi lengua se había caras se leía cierta confusión y agotamiento. -Pero
paralizado y mi cuerpo adquirió una rigidez pétrea. ¿ qué ha pasado aquí?- volví a sentir miedo.
Cuando el ataque hubo pasado, me dirigí a rastras -¡ Observe un poco a la gente! Aunque ya todo ha
hacia donde brillaba la luz. Apareció una escalera . . . y pasado.
otra luz. Entonces escuché voces humanas y penetré Empecé a sentir confianza en mi interlocutor, que
en un recinto familiar. Me encontraba en el Café. parecía una persona inofensiva y simpática.
136 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 137
-Noté inmediatamente que era su primera vez. ¡ Es el Arrebato. A todos les cae por igual y hoy ha sido
una maldición! -lanzó un suspiro. Los demás clientes uno de esos días.
permanecían en un silencioso ensimismamiento ; unos Guardó silencio. Una sonrisa triste y resignada al­
cuantos cuchicheaban. De vez en cuando se oían al­ teró por un instante sus facciones. Yo estaba sin habla.
gunas palabras proferidas en voz alta ... En el centro Me hallaba tras las huellas de un enigma. ¿ Sería tal vez
del local alguien barría fragmentos de vidrio roto. Los el gran Enigma que venía inquietándome hacía tanto
dos ajedrecistas semejaban muñecos de madera, fasci­ tiempo? Entonces le conté al anciano las cosas miste­
nados uno con el otro. Le rogué a mi compañero de riosas y desagradables que me habían sucedido, inclui­
mesa que me informase un poco sobre el origen de da mi última y terrorífica experiencia, que aún me
aquella extraña atmósfera, pues yo no sabía nada. A oprimía el corazón. No omití ningún detalle en mi
juzgar por sus hermosos rizos blancos, que iban muy relato.
bien con sus ojos sentimentales y no exentos de cierta Mi compañero me escuchó con aire pensativo y
picardía veleidosa, se trataba de un señor ya muy complaciente. Luego meneó ligeramente la cabeza y
entrado en los sesenta. se inclinó hacia mí:
-No creo que lleve usted mucho tiempo en el -Mi estimado y joven amigo : no haga especulacio­
Reino de los sueños, o por lo menos no muchos años nes innecesarias ni se rebele nunca contra su Voz in­
-empezó. terior. Reconozco que tiene usted razón : aquí hay
-¡ Pronto hará dos ! misterios a cada paso, pero todos son inexplicables.
Anton, que parecía haberse despabilado ya del todo, Los que pecan por exceso de curiosidad son los que
nos trajo coñac a una indicación mía. El ambiente del primero se pillan los dedos. Consuélese con el trabajo;
Café volvió a tomar su curso habitual y el anciano Perla es un lugar excelente para trabajar. Al comienzo
añadió : yo también sentía las mismas inquietudes que usted,
-Desde luego, es bastante difícil adaptarse cuando porque ha de saber que está usted hablando con un
uno ha vivido antes de otra manera. Todos vivimos viejo amigo de la naturaleza y, como tal, créame que
aquí bajo el hechizo. Lo queramos o no, existe un hado padecí muchísimo con todas las cosas desnaturalizadas
ineluctable que gobierna nuestras vidas. Además, de­ que hay en este país. Pero andando el tiempo uno
beríamos estar contentos con él, pues podría ser mu­ acaba por acostumbrarse a todo. Yo hace casi trece
años que vivo aquí, ya me he adaptado y hasta en­
cho peor. Tal como se presenta, al menos nos podemos
cuentro muchas cosas interesantes. El secreto es con­
reír a veces del sensacional disparate. Hay muchos, tentarse con poco, pues incluso lo más insignificante
muchísimos que no siempre están dispuestos a parti­ puede deparar alegrías. Yo, por ejemplo, colecciono
cipar. Por lo general, son los recién llegados los que piojos, sí, piojillos del polvo -sus ojos se iluminaron
más protestan. Pero cuando la oposición interna con­ súbitamente y, esbozando una enigmática sonrisa, aña­
tra lo Inalterable se torna demasiado aguda, sobreviene dió con gran vivacidad :
138 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 139

-Ando en pos de una nueva especie. Sí, el Archivo matracas. Al preguntarles la razón de su alboroto me
encierra maravillas cuya existencia muy poca gente respondieron : « ¡ Estamos tocando un acompañamien­
sospecha. El despacho 69 es mi actual distrito de caza. to! » A partir de entonces empezó a amargarme tanta
¡ Su Excelencia lo ha puesto graciosamente a mi dispo­ estupidez. Todo evocaba en mí la idea de un manico­
sición, y en él tengo depositadas mis esperanzas ! Pero mio. Al comienzo fue algo más bien novedoso, nos
ahora debo marcharme. asomábamos a la ventana y observábamos con curio­
No bien hubo dicho estas palabras, sacó de su bol­ sidad las burlescas escenas que se desarrollaban abajo.
sillo un viejo estuche verde del que a su vez salieron Sin embargo, en los últimos meses no se oyeron ya
unas gafas de concha, y se las puso. Antes de retirarse, más risas en nuestro hogar. La salud de mi esposa iba
hizo una anticuada reverencia y se presentó: declinando en forma lenta y progresiva, mientras los
-Profesor Komtheur, zoólogo. extraños y misteriosos percances aumentaban día tras
Lo seguí con una mirada llena de simpatía. Su acti­ día. Opté por no contarle toda la verdad a mi compa­
tud tan original, su abundante cabello cano que en­ ñera, pues temía poner su vida en inmediato peligro.
cuadraba un rostro atractivo y aún rebosante de juve­ Fui almacenando en mi interior todas mis cuitas, sin­
nil idealismo, la cuidada pulcritud de su vestimenta, tiéndome solo y presa de una constante irritación.
que incluía las polainas grises y los borceguíes, toda ¿ Adónde nos llevaría todo aquello? ¡Yo mismo estaba
su persona, en suma, me había causado una gratísima deshecho ! ...
impresión.
Pero yo estaba rendido por las impresiones de aquel
día. Con un indefinido sentimiento de opresión subí V
las escaleras de mi casa. Tal como me esperaba, mi
mujer yacía en el diván totalmente exhausta. No me Unos días más tarde iba caminando por la calle. El
dijo nada y, por temor a angustiarme, se contuvo. Yo Año nuevo estaba ya a las puertas, aunque ello no
también guardé un respetuoso silencio, pues no tenía significase mucho en aquel país sin invierno. Avanzaba
ganas de mentir. a lo largo de los conocidos edificios con ese paso
Desesperado, estuve revolviéndome de un lado a silencioso, vacilante e inseguro que uno termina por
otro en la cama, creyendo oír aún aquel espantoso adoptar en Perla, esperando a cada momento una de­
galope y viendo ante mí un ojo inmóvil y muy abierto. sagradable sorpresa. Unos cuantos faroles solitarios
¿Un hechizo? ¿Y el Arrebato? Intenté desentrañar el me mostraban el camino : ¡ la iluminación ideal para un
sentido de estas palabras. En efecto, ¡ bastantes cosas País de los sueños ! En medio de la penumbra general,
extraordinarias habían ocurrido ya desde mi llegada! que difuminaba y agrandaba todas las formas, algunos
Pocos días antes había visto, detrás de una casa, a un objetos adquirían a veces proporciones desmesuradas :
grupo de pilluelos que hacían ruido con tambores y un poste, el letrero de una tienda, una cancela.
140 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 141

Venía del antiguo convento gótico de monjas, una cabeza, por lo que le apliqué unas cuantas compresas
de cuyas alas albergaba un hospital infantil. Allí había frías y, agotado, me desplomé luego en la cama. En­
adquirido dos botellas de vino medicinal que pensaba tonces --debía de ser ya la una de la madrugada­
darle a mi enferma. Al pasar ante la iglesia que inte­ oímos que llamaban y golpeaban insistentemente a
graba el vasto complejo arquitectónico, advertí un bul­ nuestra puerta. Enojadísimo, pensé de inmediato: «El
to negro en la sombra del portal. Escuché unas cuantas borrachín de al lado». Pronto oí que también vociferó
palabras ininteligibles y vi surgir el muñón desnudo mi nombre varias veces seguidas. Ciego de ira ante
de un brazo, que se erguía en actitud implorante. semejante falta de consideración, salté de la cama, me
Indiferente, arrojé un par de monedas al oscuro rin­ puse la bata y cogí el bastón que colgaba en una
cón, mas al instante me detuve como paralizado, ¡ Dios esquina del cuarto. ¡ Estaba dispuesto a hacerle peda­
mío, qué cara tan extraña se ocultaba tras los inmun­ zos ! Abrí la puerta, y allí estaba muy parado... lan­
dos harapos! Tenía que verla de cerca; una fuerza zándome su tufo de cerveza en plena cara. Si acaso me
secreta me impulsaba a hacerlo. De mala gana y con quedaban algunos puros --en préstamo, claro está-,
bastante asco me incliné hacia la mendiga. No fue su y que por qué no le hacía el honor de una visita -mi
fétido aliento ni su boca desdentada lo que me retuvo, esposa también estaba invitada-, él quería preparar
sino aquellos ojos claros y horribles que me taladraron un grog.
el cerebro como los colmillos de una víbora. Llegué a Casi no podía contenerme de rabia.
casa medio muerto y nerviosísimo. ¿ Era aquello la -Oiga usted, sinvergüenza, ¿ por qué anda siempre
realidad o el monstruoso aborto de una imaginación molestando a los demás con sus estúpidas chiquilla­
superexcitada? Me sentía como si hubiera contempla­ das? ¡ Lárguese de aquí, si no quiere que lo tire por las
do un abismo sin fin. escaleras, desvergonzado! -grité lo más fuerte que
Incidentes como éste fueron minando mi resistencia pude ; estaba hirviendo de indignación. Y él, con su
nerviosa. Torné la firme decisión de visitar a Patera al risa uniforme y aguardentosa balbuceó--: ¡ Anda, va­
día siguiente. Estaba dispuesto a entrar a la fuerza, ¡ a mos, ven aquí! -aferrándose a mi brazo y tratando
gritar si era necesario! Él era mi amigo y me había de arrastrarme consigo. Entonces perdí el control de
invitado. De él dependía que sucumbiésemos o no. mí mismo. Con la velocidad de un rayo le asesté un
Los absurdos habitantes del Reino tenían sin duda una puntapié tan fuerte en la boca del estómago que rodó,
falsa impresión de su persona. Si no, ¿ por qué eran retorciéndose, por el suelo. ¿ Cómo se atrevía a seme­
tan tímidos y daban respuestas evasivas cada vez que jante grosería? En mi interior las ideas se agolpaban
yo hablaba del Amo? Mi amigo no merecía un trato tumultuosamente.
semejante. «¡Ha llegado el momento de que presente mis que­
Una estrella maléfica presidió nuestros destinos jas ! ¡ No hay prórroga que valga! ¡Voy a hacerme
aquel día. Mi esposa se quejaba de fuertes dolores de justicia yo mismo ! ¡Ya no aguanto un minuto más en
142 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 143

esta maldita pocilga !» Imagínense mi situación : hacía


semanas que venía soportando impresiones horroro­
sas, mi esposa enferma --cosa que no dejaba de preo­
cuparme constantemente--, el dinero desaparecido:
no veía sino enemigos y gente sarcástica por doquier.
Un odio salvaje contra todo el País de los sueños me
hizo entonces perder los estribos a tal punto que,
temblando de indignación y vestido como estaba, bajé
a trancos la escalera y me dirigí a toda prisa al Palacio.
Quería exigir satisfacciones por el ignominioso trata­
miento que tenía que soportar constantemente, y poco
me importaba si, para ello, era preciso sacar a Patera
de la cama. Eché a correr por la Calle Larga en direc­
ción a la Plaza. Una espesa niebla lo envolvía todo y
los faroles semejaban puntos de luz amarilla. No vi
ningún transeúnte, tan sólo el pavimento húmedo y
sucio. Iba corriendo en un estado de semidelirio, pen­
sando únicamente en qué términos habría de contarle
todas mis humillaciones a Patera. En voz alta fui far­
fullando diversas acusaciones, a la vez que se me
ocurrían frases elegantísimas y encontré conmovedo­
ras palabras para describir mis infortunios. Pero en­
tonces sentí frío. Cuando miré cómo iba vestido, tuve
que reconocer que mi atuendo no era el más apropiado
para visitar a un señor tan distinguido. Una bata vieja
y floreada, un camisón de dormir y una pantufla
-pues había perdido la otra al correr- constituían
toda mi indumentaria. En la Plaza, la niebla se disipó
ligeramente : ¡ allí estaba el Palacio! Como un gigantes­
co dado se elevaba hacia el cielo. El disco luminoso
del campanario simulaba una luna. La humedad y el
frío me hicieron recobrar el juicio, y reconocí que mi
proyecto iba a empezar de un modo absurdo. No,
LA OTRA PARTE 145

aquel no era el momento ni yo estaba adecuadamente


vestido para presentar una queja. En bata, con un
bastón de caminante y sin sombrero a la una de la
mañana... ¿ cuál sería mi aspecto? Más calmado ya, di
media vuelta y busqué el camino de regreso a casa.
Quise hacerlo más corto y tomé una calleja lateral. El
frío era realmente incómodo. Además, mi esposa es­
taría esperando con ansia mi llegada ... pero mañana,
¡ mañana sí llegaría el desquite! A fin de calentarme
eché a correr a paso ligero. De pronto apareció una
ventana iluminada; a ella dirigí mis pasos. ¡ Música, el
tecleo de un piano, voces roncas, cantos! Una luz
brillante llegaba hasta la calle. ¡ Diantre, no podía de­
jarme ver en esa facha! Pero ya habían notado mi
presencia.
-¡Oiga usted, acérquese un poco más ! -dos figu­
ras sospechosas me salieron al encuentro. Sólo enton­
ces caí en la cuenta de que me había extraviado : estaba
en el Barrio francés.
Aún reinaba allí mucha animación. A los pocos
minutos ya había suscitado un interés enorme. Me
sentía avergonzado y de un pésimo humor. Todos se
rieron al ver mi extraña indumentaria. Yo lancé unos
cuantos improperios y me puse rápidamente en mar­
cha, seguido por un tropel cada vez mayor de gente
que empezó a hacer bromas sceces. Comencé a inquie­
tarme por la forma en que acabaría todo aquello : no
lograba orientarme en esas callejuelas angulosas y mu­
chas veces sin salida. Era penosísimo, ¡y pensar que
Castringius habría vagado por ahí como en su casa!
¡ Si tan sólo hubiera sabido dónde quedaba la comisaría
más cercana! Pero al mirar a ambos lados sólo descu­
bría tabernas y antros de corrupción inmundos. De
146 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 147

todas las alcantarillas subían emanaciones mefíticas. pendía un farolillo rojo. Como la puerta estaba abierta,
Entonces empecé a caminar lo más aprisa que pude. me lancé hacia arriba por una escalera muy bien alum­
Un muchacho con la cara maquillada cogió una de las brada. Las paredes estaban pintadas con colores bri­
puntas de mi bata y la rasgó hasta abajo. «¡ Paff!», le llantes y ornadas de palmeras. En el primer piso salió
asesté una bofetada. ¡ Pero más me hubiera valido no a recibirme una mujer o, más bien, una visión dulce y
hacerlo ! ¡ Aquello fue mi perdición ! Lanzando toda solemne, envuelta en una larga bata de reflejos platea­
clase de aullidos e imprecaciones la multitud aquella dos, con los cabellos sueltos y un par de brazos bellí­
se precipitó en pos de mí. Una mujer adiposa y gigan­ simos. No pareció muy sorprendida al verme en aquel
tesca me salió al encuentro y trató de ponerme una estado y dijo, sonriendo :
zancadilla. Logré esquivarla dando un ligero salto, de -¡A mi cuarto no ! ¡El señor ha debido equivocarse,
resultas del cual perdí el bastón. Ella se revolcó en el el número cinco está un poco más allá!
fango de la calle, quedándose con mi camisón como Feliz y confundido al mismo tiempo ante tanta gen­
trofeo. Este incidente me permitió ganar cierta ventaja, tileza, sólo atiné a balbucear, casi sin aliento, unas
si bien entonces me di cuenta de que mi vida estaba cuantas disculpas, mientras cubría mi desnudez con las
en juego. Salí disparado como un galgo rabioso. Nun­ manos. Luego abrí la puerta que me había indicado.
ca me había sentido tan seguro de mi resistencia. Sin ¡ Diantre! ¡ Adentro había dos más, también en cueros!
embargo, el salvaje vocerío iba en constante aumento Volví a cerrar la puerta. El gentío hacía ya irrupción
a mis espaldas: medio Barrio francés venía pisándome por la escalera. Primero apareció un policía -¡ al fin
los talones y lanzando penetrantes silbidos. El suelo uno!- que aulló.
tornábase cada vez más rebaladizo y tuve que avanzar -¿Dónde está el tipo ése? ¡ Voy a presentar una
con cuidado para no caerme. «Pronto estaré agotado, denuncia! ¡Hay que cerrar la casa! -luego llegó la
no lograré escapar» pensaba, y el pánico hacía latir turba. Mi salvadora había desaparecido y mis pies
apresuradamente mis sienes. Luego empezaron a tirar­ bañados en sangre, me parecían pesar un quintal cada
me botellas y cuchillos ; yo avancé zigzagueando por uno. Aspirando profundas bocanadas de aire subí unos
las callejas y, al llegar a cada esquina, gritaba con todas cuantos peldaños más y vi, escrita como una orden y
mis fuerzas : «¡ Socorro, policía! » Pero nadie acudía en en letras mayúsculas, la palabra salvadora: «¡Aquí!»
mi ayuda y detrás de mí oía las carcajadas sarcásticas ¡ Una vez más la ayuda del cielo! Agotando mis últimas
de la turba enloquecida. Con la boca abierta, desnudo fuerzas abrí la puerta y volví a cerrarla, corriendo el
y desesperado, proseguí mi desenfrenada carrera. Nin­ cerrojo detrás de mí. De momento me hallaba seguro,
guna esperanza de salvación se ofrecía a mi vista. Fi­ aunque ya el gentío empezaba a traquetear la cerra­
nalmente -y cuando ya me hallaba casi sin aliento-­ dura.
divisé una casa alta y angosta que cerraba la calle. -¡ Abran, abran ! --chillaban cientos de voces.
Todas las ventanas estaban iluminadas y en el umbral Como una fiera acorralada miré rápidamente a mi
1 48 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 149

alrededor, y una decisión súbita y desesperada cruzó parte posterior, donde vivía, en la miseria más abso­
por mi mente. A riesgo de sufrir una caída mortal, me luta, una familia con nueve hijos. ¡ Nueve hij os ! ¡Algo
abrí paso a través de una estrecha ventana tratando de único en Perla! El padre era pendenciero y gandul que
asir algo firme y resistente con la inano. ¡ Perfecto, ya además se hacía mantener por su pobre y esquelética
lo tenía! Un cable ... ¡un pararrayos ! Y, con una segu­ esposa, siempre embarazada. Ésta nos atendía por en­
ridad pasmosa cuyo origen no lograba explicarme, tonces, pues el mono sólo venía una que otra tarde a
empecé a deslizarme por él. A mi alrededor, la noche visitarnos. Su llegada nos proporcionaba al menos al­
yacía envuelta en una calma profunda. Entonces me gunas horas de distracción. Solía sentarse en la cama
derrumbé: mis piernas no podían sostenerme más de mi esposa, cogía su labor de punto con las patas
tiempo. traseras y se ponía a tejer precipitadamente. Al mismo
Había caído en un muladar. Un barrendero me re­ tiempo le gustaba mirar algún viejo número del Espejo
cogió en una de sus rondas nocturnas, llevándome a de los sueños, que sostenía en sus patas delanteras.
casa en su pestilente carruaje. Desde la ventana, mi
esposa pudo asistir a mi llegada. La pobre había pasado
un horrible cuarto de'hora, pues mi ausencia no había
durado más.
Unos días después vi, en la calle, una pareja de
perros que jugaban con un fardo de vivos colores del
que colgaban cordones con borlas. Reconocí mi anti­
gua bata, que se había paseado por toda la ciudad
como un objeto de nadie. Mi entusiasmo por la crea­
ción de Patera había desaparecido definitivamente.

VI

Mi proyecto de presentar una queja ante la máxima


autoridad tampoco pudo cristalizarse en los días si­
guientes. Nuestra casa ofrecía un aspecto lamentable.
Mis pies, heridos e hinchados, estaban envueltos en
sendos vendajes, y mi esposa no se levantó un solo día
de la cama.
La casa de los Lampenbogen tenía un sótano en la
1 50 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 151

Nuestra criada actual traía a menudo a sus dos hijas


mayores, lo que me permitió corroborar el descubri­
miento hecho por mi esposa de que a los niños nacidos
en el Reino de los sueños les faltaba la uña del pulgar
izquierdo. La hijita de mi redactor jefe, así como los
dos hijos de Su Excelencia, nuestro ilustre Presidente
del gobierno, tenían el mismo defecto. De modo, pues,
que en la familia de la buena señora Goldschlager
había un déficit de nueve uñas.
En cuanto pude caminar nuevamente, lo primero
que hice fue ir a ver al médico. El agitado pulso de mi
esposa no me gustaba nada. Varias veces había pensado
llamar al doctor Lampenbogen que, en su calidad de
propietario, venía a menudo a la casa. Pero como
siempre había sentido cierta desconfianza ante los mé­
dicos, pensé que allí, en ese país donde todo era in­
cierto, la prudencia sería lo más indicado. « Un médico
es un comerciante como cualquier otro», me decía a
mí mismo. « Si alguien le encarga un par de botas a un
zapatero y éste reclama su paga sin haberlas entregado,
el cliente se reirá en su cara. En cambio, a un médico
hay que pagarle siempre, aun cuando su intervención
no haya aportado ninguna ayuda sino que, por el
contrario, sólo haya resultado perjudicial. » Lampen­ I

bogen era un hombre rico. Poseía una magnífica resi­ __:_,;.,_-===---'===-·..;;:::;;::::: 1


dencia, una bella esposa y un gran carruaje. El alquiler
de la casa le reportaba un buen ingreso, lo que expli­
caba perfectamente su maciza gordura. ¡ Cómo podía
saürle todo tan bien, Dios mío ! (De todos modos,
corrían rumores de que su mujer era algo coqueta... )
Yo, en cambio, no era más que un triste saco de
huesos ...
Por fin vino el doctor. Envuelto en su abrigo de
LA OTRA PARTE 153

piel, entró en el piso como un cuadrado ambulante.


Mientras él examinaba a mi esposa, yo me entretuve
admirando su nuca. « ¡ Qué buen trozo para un asa­
do !», pensé con nostalgia antropofágica. Nos aconsejó
un cambio de aires: que pasáramos unas cuantas se­
manas en la montaña. Mi estado de salud tampoco le
pareció muy satisfactorio. Cuando le repuse que pri­
mero quería visitar a Patera, me dijo: «¡Será mejor que
se olvide de eso !», y se marchó ...
Pronto estuvo lista nuestra pequeña expedición. La
señora Goldschlager empujó a mi esposa en una silla
de ruedas. En la Plaza Mayor, ante el edificio de
Correos, nos esperaban las diligencias, en las que fui­
mos cuidadosamente instalados. Luego chasqueó el
látigo. Al volver la cara aún pude ver el vientre tam­
baleante de la señora Goldschlager, en cuyo rostro
inexpresivo se dibujaba una sonrisa de despedida.
Inmediatamente detrás de Perla cruzamos la línea
férrea. Queríamos ir a una aldea de las montañas,
donde nos habían prometido un buen alojamiento en
casa de un guardabosque. El camino, que se hallaba
en bastante mal estado, iba describiendo sinuosidades
a través de los temidos pantanos. También pasamos
por una ciudad en ruinas : restos de un pasado remo­
tísimo. Unos cuantos pelícanos fueron los únicos seres
vivos que logramos ver. Después de este despoblado,
la campiña presentaba signos de vida y trabajo huma­
nos. Venían amplias y extensas dehesas, campos de
patatas e incluso viñedos. Atravesamos granjas muy
bien instaladas, cuyos techos de paja estaban ennegre­
cidos por el paso de los años. En todas partes los
habitantes nos seguían con la mirada y algunos hasta
nos hacían señales. Aquellos campesinos de aspecto
1 54 ALFRED KUBIN / 1 OTRA PA RTE 1 55

rudo y vestidos de cuero solían sentarse en grandes


bancos a la entrada de sus casas ; algunos estaban ta­
llando figuras de madera, tan redondas como ellos
mismos. Aunque la gran mayoría parecieran animales
encorvados, me gustaban más que los habitantes de la
ciudad. Parecían menos descontentos y torturados.
Allí se habían desarrollado una serie de usos y cos­
tumbres misteriosísimos, que aún eran rigurosamente
observados. Al llegar a un punto la ruta se bifurcaba.
Una esbelta torre se alzaba como un dedo sobre una aire de las alturas, me dijo, le causaba mayor opresión
capilla íntegramente decorada con frescos. que el de la ciudad, y no creía que aquella estancia en
-El camino de la derecha conduce al Gran Templo el campo fuese, a la larga, beneficiosa para su salud.
-nos explicó el postillón, señalando con el látigo en Yo pensaba exactamente lo mismo; los cabellos se me
la dirección indicada. erizaban en esa atmósfera cargada de electricidad. Lo
Luego entramos en un estrecho valle. Muy arriba, mejor sería, pensamos, dar media vuelta de inmediato.
en las escarpadas rocas, se divisaban con dificultad Lo único que lamentaba era haber llevado hasta allí a
algunas cabañas grises donde, según me dijeron, vivían la pobre enferma. Nos detuvimos en una posada del
ermitaños de vida ascética. camino y esperamos el coche que nos llevaría a la
Poco a poco fue oscureciendo; las nubes, que flo­ ciudad. Los posaderos brindaron toda clase de cuida­
taban a baja altura, se aglomeraban formando enormes dos a la calenturienta, ayudándola gentilmente a subir
masas grises como las que preceden a las tormentas. al carruaje. Así emprendimos el viaje de regreso. La
El paisaje era ahora austero y solemne dentro de su oscuridad nos cogió en el pantano, del que llegaba un
monotonía. Nos hallábamos al pie de la Montaña de hedor fétido y soporífero. A la luz de los faroles del
Hierro, una zona que, en varias épocas del año, resul­ coche pude ver una serie de tumbas islámicas, cuyas
taba peligrosa a causa de las violentas descargas mag­ lápidas, ornadas de turbantes, estaban casi sumergidas
néticas. Aquel día también reinaba una gran tensión y en el cieno efervescente. La humedad del suelo difi­
pudimos observar relámpagos esféricos que rodaban cultaba la respiración. Entonces se empezaron a oír
en torno a la cumbre metálica. toda clase de susurros y misteriosos deslizamientos:
-La montaña es casi toda de hierro -nos dijo el los demonios del pantano se ponían en movimiento.
postillón. Era extraño : ni siquiera en sus faldas se veían Mi esposa comenzó a sentir escalofríos y se arrimó
matorrales o cañaverales secos. Sólo ella levantaba su aún más a mí. Cuando llegamos a la ciudad eran las
oscura mole aherrumbrada, cerrando el valle. dos de la madrugada. Entonces me di cuenta de que
De pronto, mi esposa no quiso seguir adelante. El volvía a casa con una moribunda.
1 56 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 157

Imposible dormir. A las seis de la mañana volví a


VII escuchar rumores en el pasadizo. Salí a ver qué pasaba.
Tres hombres bajaban un ataúd negro; la puerta de la
Al día siguiente quise ver al médico para contarle habitación del estudiante estaba abierta de par en par.
nuestra frustrada expedición. No estaba en su residen­ En el Café decían que el estudiante había sido apu­
cia. Cuando volví a casa llamaron mi atención dos ñalado en un duelo. Otro rumor comenzaba también
figuras masculinas. Ambos seguían a una dama que a propalarse: uno de los dos propietarios del molino
acababa de doblar por la Calle Larga, delante de mí. había desaparecido, y se trataba precisamente del más
Entonces los reconocí: eran mi vecino, el estudiante, joven, de expresión siempre alegre. Sobre el otro pe­
y de Nemi. En aquel momento, los dos parecieron saba ahora la sospecha del fratricidio. Mas no se sabía
percatarse de que estaban persiguiendo el mismo ob­ nada seguro.
jetivo. Ante mis ojos se produjo un violento encuen­ -Dos inspectores de la policía criminal han regis­
tro. No puedo decir con seguridad lo que ocurrió trado el molino -me susurró Castringius en tono
entre ambos. Sólo vi que entraron en un zaguán os­ confidencial. Andaba siempre en pos de noticias sen­
curo, de cuyo interior salió volando a los pocos ins­ sacionalistas, pues quería regresar al Espejo de los sue­
tantes el sombrero del estudiante, que fue a caer en el ños. Un dibujo a color, La herida del estudiante, le
lodo callejero. A fin de pasar inadvertido y no moles­ había sido devuelto inmediatamente.
tar, atravesé la calle lo más rápido que pude. Y allí Yo también me hallaba en una situación bastante
estaba la dama perseguida, de pie ante el escaparate de penosa: la señora Goldschlager no había venido aquel
una biblioteca de préstamo. Me pareció haberla visto día, por lo que decidí ir a buscarla a su madriguera.
antes. Su figura era esbelta, iba vestida con gran ele­ Era ésta un cubículo horroroso, cuya atmósfera estaba
gancia y sobre su cuello erguíase un grueso moño de impregnada de un hedor especialmente desagradable.
cabellos castaños. Se hallaba de espaldas a mí. No La comadrona me prohibió la entrada, diciéndome que
parecía haber notado nada de aquella escena de cacería, la noche anterior había nacido un niño muerto. De
pues giró bruscamente y empezó a caminar hacia don­ modo que acepté el gentil ofrecimiento de Hektor von
de yo estaba. Era la señora Melitta Lampenbogen. Me Brendel, quien puso a mi disposición su criado -un
puse a admirar el ritmo impecable y ondulante de su autómata viejo y gris- para efectuar todas las diligen­
paso, cuando de pronto su mirada se cruzó con la cias necesarias. Hacía ya tres días, desde que reconocí
mía... creí desvanecerme... era como si me hubieran el peligroso estado de salud de mi esposa, que vivía
dado un golpe en el cerebro ... ¡los ojos de la vieja realmente como atontado.
mendiga! La ira y la excitación habían desaparecido de mi
Aquella noche transcurrió en medio de toda clase espíritu; ya no estaba en condiciones de dominar mi
de ruidos y pasos que subían y bajaban por la escalera. situación y sólo atinaba a dar vueltas y más vueltas
158 A LFRED KUBIN LA OTRA PARTE 1 59

como un sonámbulo. Aletargado y apático como un me respondieron. Seguí avanzando a paso rápido, y
perro vapuleado, corroído interiormente por la inquie­ en mi carrera trastabillé varias veces en los charcos que
tud, no sabía qué hacer con mi persona. No quería surcaban el camino. Impulsado por una ligera fiebre­
quedarme en casa; imposible soportar la vista de aquel cilla, atravesé plazas y callejuelas por las que no re­
espectáculo que me destrozaba el corazón. ¡ Sólo me cordaba haber pasado nunca. Un miserable tranvía de
quedaba pasear, dar vueltas al aire libre ! Describí un tracción animal, que más parecía un objeto decorativo
amplio semicírculo en torno al Café y me dirigí a la que un vehículo destinado al uso público, fue lo único
orilla del río. Allí, junto a su silenciosa y huidiza que atrajo mi atención. Ignoraba que aquel medio de
corriente solía pasar momentos sumamente gratos. In­ transporte existiese en Perla. Pero mi desorden emo­
voluntariamente mi mirada tropezó con el molino, que cional era demasiado grande para detenerme mucho
temblaba como si estuviese vivo. Borrosa e imprecisa tiempo en tales pensamientos, y, antes de que supiese
en medio de la vaporosidad circundante, como hecha adónde me llevaban mis pasos, me hallé delante del
de alguna sustancia gelatinosa, su silueta se ofreció a Palacio. Acababan de encender los faroles. En una de
mi vista. Del interior emanaba un extraño fluido que las pilastras angulares de la Residencia había una placa
me hizo vibrar hasta la punta de los pies. El molinero, de mármol que atrajo mis miradas :
que se hallaba de pie tras una ventana polvorienta, me
lanzó una mirada torva y cargada de odio. Audiencias con Patera para el público en general, dia­
Luego seguí caminando al aire libre. Pasé ante el riamente de 4 a 8 p. m.
matadero, el establo municipal y el horno de ladrillos.
El aire turbio y húmedo y el melancólico croar de las Meneando la cabeza, leí varias veces la inscripción,
ranas se avenían perfectamente con mi estado de áni­ pronunciándola a media voz para mí mismo. Una idea
mo. Antes de darme cuenta había llegado al cemente­ bastante absurda cruzó entonces por mi mente : «Es
rio. Me detuve y encendí un cigarrillo. A través de la una broma terrible ... pero somos demasiado estúpidos
puerta de hierro forjado pude ver las lápidas. Enton­ para entenderla.»
ces, un estremecimiento de terror recorrió mi cuerpo Fui presa de un ataque de risa convulsiva: hubiera
y, rechinando los dientes, eché a correr por calles que podido asesinar a Patera. Apoyándome en una colum­
me eran aún desconocidas. Traté de reprimir la me­ na, traté de recuperar cierta compostura. Luego atra­
lancolía que, en forma violenta, pretendía dominar mi vesé el portal, tranquilo y como si nada hubiese ocurri­
espíritu. Un frío sentimiento de desprecio contra todo, do. Empecé a subir por unas escaleras anchísimas,
y en especial contra Patera, se había apoderado de mí. pensando en lo diminuta que debía lucir mi fi gura bajo
-¿Dónde te escondes, verdugo? -exclamé mien­ aquellas enormes bóvedas. Se guí subiendo cada vez
tras cruzaba rápidamente una serie de parques vacíos. más alto, y por las ventanas arqueadas pude contem­
Mas los deshojados matorrales y árboles podados nada plar la ciudad que yacía a mis pies. A mi alrededor
160 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 161

reinaba un silencio absoluto; sólo se oía el eco de mis intensidad fue embalsamando toda la habitación y, de
pasos. Iba tan absorto en mis propios pensamientos pronto, escuché algo así como una risa seca y apagada.
que no me di cuenta de la extraña situación en que me ¡Increíble! sobre la pared de enfrente vi el rostro de
hallaba. Una insólita sensación de alivio se había adue­ un hombre dormido. Como ya mis ojos se habían
ñado de mí: aún puedo evocarla claramente en mi acostumbrado a la penumbra, pude distinguir entonces
memoria. Fui abriendo puertas de enormes batientes una figura vestida de gris, echada en una cama elevada.
blancos y recorrí una serie de espaciosos aposentos, Di un paso adelante ... Una cabeza de dimensiones
en cada uno de los cuales soplaban nuevas corrientes insólitas, que reconocí como la de mi amigo Patera.
de aire helado. «Seguro que aquí no vive nadie», iba Cualquier error quedaba excluido de plano: ¡había
murmurando como en sueños. En cada salón había mirado tantas veces su retrato! Rizos oscuros rodea­
grandes armarios tallados y muebles cubiertos por ban la pálida tez, los párpados estaban firmemente
forros protectores. Una sola vez vi una figura esbelta cerrados, sólo la boca no cesaba de contraerse, como
y delgada que, con paso rápido, se dirigió hacia mí. si quisiera hablar. Perplejo, contemplé la belleza simé­
Pero fue sólo una ilusión: un espejo de pared que había trica y extraordinaria de aquella cabeza. Su frente am­
reflejado mi propia imagen. plia y bien distribuida y la poderosa base de la nariz
Cuando hube atravesado la infinita serie de salas y hacían pensar más en un dios griego que en un ser
aposentos, desemboqué en una inmensa galería que, humano vivo. Una profunda expresión de dolor re­
aparentemente, conducía en sentido contrario. De las corría todos sus rasgos.
paredes colgaban oscuros retratos en tamaño natural, Entonces escuché un murmullo de palabras, pro­
encuadrados por gruesos marcos de ébano, y a mi nunciadas en un tono bajo y precipitado.
derecha divisé una hilera de ventanas arqueadas. Al -Te quejas de que nunca puedes venir a verme y
fondo había una portezuela baja que abrí con suma sin embargo yo siempre he estado a tu lado. A menudo
cautela. Penetré entonces en un salón vacío, de media­ he observado cómo me insultabas y dudabas de mí.
nas dimensiones y recubierto de un material sólido y ¿ Qué puedo hacer por ti? ¡ Dime tus deseos!
plomizo. La penumbra impedía distinguir las cosas Y se calló. Reinó un profundo silencio; yo sentía la
con claridad, pero al punto me di cuenta de que no garganta seca y sólo acerté a decir, con grandes esfuer­
había otra salida: aquél era el último cuarto. Y sólo zos:
entonces me detuve a pensar unos instantes en lo que -¡Ayuda a mi esposa! -la cabeza se incorporó un
realmente quería. Allí no había nada ... reinaba un si­ poco. Lenta y pausadamente, Patera fue abriendo los
lencio sepulcral. ojos. Un horrible sentimiento de impotencia se apo­
Ya me disponía a dar media vuelta, cuando de todas deró de mí en el acto. Firme e impertérrito, hube de
partes empezó a llegar aquel olor característico que seguir la evolución de esas terribles miradas. No eran
tantas veces había sentido en ese país. Con creciente ojos humanos: parecían dos discos de metal claros y
162 ALFRED KUBIN
LA OTRA PARTE 163
relucientes, que brillaban como pequeñas lunas. Inex­
nables, que tan pronto aparecían bañadas en sangre
presivos y carentes de vida, los dos puntos luminosos
como adoptaban una tímida expresión de picardía.
estaban dirigidos hacia mi persona. La voz susurrante Finalmente, la agitación empezó a calmarse. Su rostro
dijo: fue aún iluminado varias veces por unos resplandores
-¡ Os ayudaré! intermitentes, los deformes visajes desaparecieron y
La figura se incorporó por completo y su cabeza se nuevamente vi durmiendo ante mí al hombre Patera.
inclinó hacia mí como la máscara de una medusa. Tan sólo sus arqueados labios seguían vibrando con
Hechizado, incapaz de efectuar el menor movimiento, febril agitación. Entonces volví a oír aquella voz extra­
sólo atiné a pensar: «¡Él es el Amo, él es el Amo!» ña:
Entonces me fue dado asistir a un espectáculo indes­ -¡Como ves, yo soy el Amo! Yo también vivía
criptible. Los ojos volvieron a cerrarse y el ro� tro desesperado hasta que, con los restos de mi fortuna,
adquirió una animación siniestra y aterradora. Su ¡ue­ forjé un imperio. ¡Ahora soy el Amo y Señor abso­
go gestual fue cambiando como los colores de un luto!
camaleón, cientos... no, miles de veces y en forma Y o estaba conmovidísimo, y, sintiendo una profun­
ininterrumpida. Con abrumadora celeridad, el rostro da compasión por él, dije no sin cierta dificultad:
aquel fue adoptando sucesivamente los rasgo� de un -¿También eres feliz?
joven, de una mujer, de un niño y de un an� iano. Se Pero ya el rayo me había alcanzado, paralizándome
volvió gordo y enjuto, le salieron excrecencias como por completo. Muy cerca de mí vi los terribles ojos.
a un pavo, se redujo a su mínima expresión y, al cabo Patera había descendido y tenía mis manos entre las
de un instante, se hinchó y estiró con orgullo, expre­ suyas. Yo estaba como si, por dentro y por fuera, me
sando alternativamente escarnio, bondad, malicia y hubieran cubierto con una capa de hielo. Entonces
odio. Se llenó de arrugas y luego se tornó liso como exclamó:
una piedra: era como un inexplicable secreto de la -¡Dame una estrella, dame una estrella!
naturaleza, del que no podía separar los ojos. Una Su voz había adquirido cierto tono lisonjero, que
fuerza mágica me mantenía atornillado en el sitio, y fascinaba y atraía al mismo tiempo. Vi brillar sus blan­
por mi espalda se deslizaron escalofríos de pánico. quísimos dientes; sus movimientos me parecieron len­
Luego empezaron a sucederse las cabezas zoomórfi­ tos y perezosos. No entendí casi nada de lo que dijo
cas: primero la de un león, cuyo hocico fue agudizán­ con aquella voz ronca y cascada. Su pecho se hinchó
dose hasta adquir: ir la expresión astuta de un chacal; y las venas de su pálido cuello parecían estar a punto
siguió transformándose ora en un potro salvaje de de estallar. De pronto, el rostro adquirió un tinte
_ grisáceo como el de la pared y sólo los ojos, enormes
espumantes ollares, ora en un ave, ora en una serpien­
y prominentes, siguieron brillando y ejerciendo sobre
te. Era horrible; yo quería gritar y no podía. Tuve que
mí su inexplicable hechizo. Un dolor realmente mons­
contemplar todas aquellas figuras grotescas y abomi- truoso e inhumano debía de corroerle por dentro.
164 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 165

Patera se irguió por completo y sus manos se aferra­ Se marchó. Como ya he dicho, no sabía exactamente
ron al vacío. Entonces cayó una cortina entre los dos. lo que había pasado ni por qué me había hablado en
Sólo alcancé a oír un estertor inarticulado y la sorda ese tono.
caída de un cuerpo. Activa y silenciosa, la enfermera entraba y salía de
Cuando di media vuelta, tuve que apoyarme contra la habitación llevando paños y jofainas. Me sentía real­
la ventana pues me había invadido una parálisis total mente medio muerto, incapaz de efectuar por mí mis­
que, partiendo de la lengua, se iba extendiendo por mo cualquier acción razonable. Desconcertado y cons­
_
todo el cuerpo. Abajo, en la Plaza, hombres y anunales ciente de mi inutilidad, no hacía más que recorrer el
adoptaron por un instante la rigidez de la madera. Pero piso de un extremo a otro. Era evidente que el estado
sólo un instante, luego recuperaron su ritmo normal. de mi esposa no podía ser muy grave. Cuando en
En cuanto recobré el control de mis movimientos, cierto momento me acerqué con timidez y de puntillas
me precipité hacia la salida con el profundo conven­ a la cama, la vi profundamente dormida. Su aspecto
cimiento de estar loco. era incluso mejor que el de las últimas semanas: se la
veía más llena y un ligero carmín animaba sus mejillas.
Luego me puse a hablar con la hermana enfermera:
VIII durante mi ausencia la enferma había sufrido un ata­
que, una especie de parálisis cerebral. La monja sólo
Llegué a casa cansado y sin fuerza alguna para poner respondía con monosílabos; por la tarde empezó a
en orden mis ideas. Lampenbogen estaba allí, aunque rezar en voz baja. Poco a poco me fui dando cuenta
parecía ya a punto de marcharse. Nos había traído una de la terrible gravedad de la situación. En medio de
hermana enfermera del convento. Cuando me vio, el mis confusos pensamientos, ocupados aún con el Se­
doctor me llevó inmediatamente hacia el alféizar de la ñor del Reino de los sueños, acudieron inesperada­
ventana y empezó a hablarme en tono serio, pero yo mente a mi memoria los escalofríos que mi esposa
no estaba en condiciones de captar el sentido de sus había sentido cuando volvíamos aquella noche en la
palabras. La profunda calma que emanaba de su per­ diligencia. Sin embargo, no podía imaginarme lo peor,
sona me hizo sentir mejor. ni quería creerlo.
-Y nada de perder las esperanzas -me decía-. Es Pasé toda la noche en vela acurrucado en el diván
un fuerte ataque nervioso, tal vez la crisis... Además, de la habitación que me servía de gabinete de trabajo.
todavía es muy posible que la señora sobreviva a este Por la madrugada me levanté y contemplé un momen­
ataque. No hay que perder las esperanzas. En caso de to el retrato de Patera. La enferma parecía estar en
que surgiera alguna complicación no vacile en llamar­ completa calma; sólo una vez, durante la noche, la oí
me, incluso de noche. De todos modos, mañana vol­ proferir unas cuantas palabras. Hacia las nueve de la
veré a pasar. mañana entré en su cuarto, que ya había sido conve-
LA OTRA PARTE 167
166 ALFRED KUBIN

nientemente arreglado y ventilado. Mi esposa me miró gorjeo de los pájaros y del alegre sonido de las argén­
sorprendida, era evidente que le resultaba difícil reco­ tea� trompetas. �' le dije, es donde tenemos que ir,
nocerme. A pesar de su buen aspecto se hallaba suma­ �ac1 � aquel lummoso y espléndido paraje. Huiríamos,
mente débil y apenas pude entender sus palabras. La s1 era necesario. En él podría recuperar la salud. Y
.
hermana estaba contenta con la forma en que había mientras yo seguía buscando las palabras más seduc­
pasado la noche: la fiebre había cedido y la paciente to�as y soñando con una resplandeciente vida futura,
se veía, efectivamente, mucho más fresca y reposada. rru esposa... se quedó dormida.
Luego, la enfermera nos dejó solos unos instantes Presa de una indescriptible y abrumadora tristeza
para hacer algunas diligencias. Me senté al borde de la no me moví de mi sitio. Pronto volvió a invadirme mi
cama y cogí las blancas manos de mi esposa entre las anterior nerviosismo. La enferma yacía con los párpa­
mías. Lleno de esperanzas y dispuesto a ahorrarle el dos entornados y sus exagerados colores dejaron de
esfuerzo que para ella significaba hablar, le conté todo parecerme naturales. Co� tuve las lágrimas que pugna­
_
lo que supuse podía distraerla un poco. Le hablé del ban por aflorar a rrus OJOS, y en ese mismo instante
templo a orillas del lago y de todas sus maravillas, así entró la enfermera.
como de las joyas y riquezas que en él se guardaban: Luego apareció inopinadamente el señor von Bren­
sabía que las alhajas eran una de sus pequeñas debili­ d el, quien, en té?:1inos que reflejaban su honda y
_
dades. Le describí los espejeantes canales y el parque smcera preocupac10n, preguntó por el estado de salud
inmenso y apacible como si yo mismo hubiera pasado de mi esposa. También nos traía flores: un ramo de
días recorriéndolos. Ella me miraba imperturbable, tulipanes amarillo pálido. Le llevé a la habitación con­
con una expresión casi de alegría, y hasta me acarició tigua, donde prácticamente me aferré a él con todas
un par de veces la cabeza. Me alegró muchísimo ver mis fuerzas. ¡Por fin una persona sana!
que mis historias le gustaban y seguí hablando acalo­ Tal como me había prometido, el doctor también
radamente. Le conté de los barcos dorados y los blan­ reg�esó. Examinó largo tiempo a la enferma y, antes
quísimos cisnes del lago, y mis imágenes fueron ad­ de irse, llamó a Brendel un instante a la cocina donde
quiriendo colorido... colorido, sí, en aquel opaco y l�� d? s . sostuvieron un breve diálogo. Luego s; despi­
sombrío País de los sueños. Emocionado, empecé a d10 rap1damente de mí y bajó las escaleras. Sus últimas
describirle la gran variedad de flores que allí había: las palabras fueron:
orquídeas jaspeadas de mil colores, las rosas purpúreas -¡Arriba el ánimo, y no pierda las esperanzas!
y los lirios de tallos cimbreantes y delicados. Tenía Brendel me propuso que fuera con él:
plena confianza en el poder mágico de mis palabras. -Podemos pasar el día entero juntos, aquí no hace
.
Mencioné asimismo los azulados bosques de nomeol­ smo estorbar y no podrá comer nada decente.
vides con sus millones de gotitas de rocío, cristalino Intencionadamente evitó hablar de la enfermedad de
aljófar que el sol encendía al levantarse. Le hablé del mi esposa. Nos fuimos al Café a tomar el desayuno.
168 ALFRED KUBIN LA O TRA PARTE 169
Cierto es que no tenía apetito, pero a algún lugar había noches enteras exaltándome en términos delirantes al­
que ir. Además, debo confesar que me agradaba �a gún nuevo ídolo. Era severo consigo mismo, criticaba,
_
compañía de Brendel: era un hombre ameno e increi­ mejoraba y cambiaba sus propios métodos, pero nunca
blemente atento, cuya única debilidad consistía en per­ logró acceder al estado que él mismo denominaba la
tenecer al grupo de los donjuanes sentimentales... Pero madurez. La causa principal de este fracaso era su falsa
hay cosas muchísimo p�ores ... Lej ?s de s_er un vulgar perspectiva psicológica, aunque también hay que re­
tenorio como de Nemi, al que solo le interesaba el conocer que tenía mala suerte. Algunas lo engañaban,
comercio sexual mecánico y falto de imaginación, otras le resultaban aburridas al cabo de un tiempo.
Hektor von Brendel andaba realmente enamorado, Estaba, pues, condenado a ser eternamente voluble.
aunque siempre de una mujer dif� rent� . P�ro e_l 9ue Aquel día guardó un respetuoso silencio, aunque yo
creyera estar ante una persona aún ¡uveml e indefim1a, hubiera preferido que hablase. Las aventuras, no exen­
_
cuya excesiva ternura con las muJeres revelara su in­ tas de comicidad, que solía contarme, me divertían a
madurez, se equivocaba por completo. Co ':1 una_ en­ veces muchísimo. Cuando terminaba con alguien daba
trega absoluta andaba siempre en pos de �n id�al i�a­ siempre una cena de despedida muy bien organizada, en
ginario que, lamentablemente, nunca veia _cns�ahza­ el curso de la cual su dolor pasaba a convertirse ya en
do ... o, mejor dicho, veía continuamente cnstalizado. una nueva esperanza. Decente y caballeroso, no le guar­
Cada una de sus amantes, sus materias primas como daba rencor a ninguna de sus amigas por las faltas que
él solía llamarlas, tenía que ser sometida antes que nada hubiese cometido. Sabía cómo consolarse, pues la ma­
a un proceso de adaptación. A este nivel no escatimaba teria era inagotable y demasiado interesante para él. ..
esfuerzo ni dinero alguno y procedía de acuerdo con Un opresivo sentimiento de angustia se fue apode­
un sistema de experimentación propio y bastante en­ rando de mí. Partiendo del estómago, me hacía un
revesado, avanzando paso a paso y con suma pacie �cia nudo en torno al corazón y presionaba sobre mis
y regularidad. Una vez resuelta la cu e�tión d el vestido intestinos. Empecé a fumar y a beber, pero no hallaba
_ _
-que siempre le resultaba muy facil _ debido _ a sus ningún alivio. La impresión que aquella estatua vivien­
considerables ingresos- salían a relucir las diversas te me había causado en el Palacio y la conciencia del
categorías espirituales : comportamiento, expre�iones peligro que acechaba a mi esposa se habían fusionado
favoritas, etc., etc. La mayoría de las pretendientas en mi espíritu. Estaba sumido en una pesadilla de la
tropezaban aquí con serios obstáculos y quedaban ex­ que no podía despertar.
cluidas de la partida. Inagotable, Brendel seguía pro­ El molinero entró, se dirigió al mostrador y, de pie,
bando nuevas materias primas. Mas al llegar a las prue­ se bebió un par de copas de ron, marchándose luego
bas siguientes (verdadera confiam:a y refinamiento en sin despedirse. Como de costumbre, los dos ajedrecis­
_
el trato), casi ninguna lograba satisfacer las pretens10- tas estaban allí sentados y sus siluetas evocaban dos
nes del exigente galán. Muchas veces, éste se pasaba idolillos chinos tallados en madera.
LA OTRA PAR TE 1 71
1 70 ALFRED KUBIN
rechi� ar de dientes ... como una pequeña máquina ... un
Brendel me llevó a El Ganso Azul, posada en la que _
castaneteo mce�ante ... seco, duro y distinto. En aquel
solía comer y, una vez satisfecho el apetito, nos diri­
momento sentt el dolor más grande de mi vida· el
gimos a su apartamento. Allí me sirvió un café y me
h?rror me impedía comprender lo que estaba s�ce­
mostró su hermosa colección de acuarelas con motivos
diendo... Su arrugada tez había adquirido un color
del País de los sueños. Por la tarde, a eso de las cinco,
verdoso, el sudor brotaba por todos los poros y, cuan­
ya no pude resistir más y, tras pedirle excusas por el _
mal día que le había hecho pasar, le di las gracias y �º me dispuse a secarle la cara con un paño, el casta­
net�o ceso en forma repentina. Su boca y sus ojos se
me fui a casa. Hacía demasiado tiempo que estaba
fuera y yo mismo no acertaba a comprender cómo �bneron desmesuradamente ... el rostro adquirió la pa­
lidez de la cera... había muerto.
podía ser tan desamoroso.
Como si todo sucediese a una gran distancia escu­
Mi angustia se convirtió en una auténtica tortura,
ché que la monja rezaba y el doctor se marchaba. Me
acelerando mi paso como un motor. Me precipité es­
arrodillé al borde del lecho y empecé a hablar con la
caleras arriba, pero luego no me atreví a entrar... Pegué
mue�ta en el to?o más tierno que pude ... Ante mí
la oreja a la puerta... ¡ nada !. .. su cama quedaba en la
volvieron a surgir los años que habíamos pasado jun­
segunda habitación. Volví a respirar profundamente,
tos. No le hablé d�l País de los sueños, sino de la época
y abrí...
en que nos conocimo� . Le agradecí todas las alegrías
Lo primero que vi fue el abrigo de piel de Lampen­ ,
que me habia proporc10nado. Mantuve mis labios jun­
bogen. Temblando de pies a cabeza, penetré en la to � �u oído, pues nadie tenía por qué oírme. En voz
habitación. El médico contestó evasivamente a mi sa­ -
ba¡1S1ma, para que sólo ella pudiera escucharme, le
ludo : se había quitado los puños postizos. En la cama susurré que había intercedido por ella ante Patera y
yacía mi esposa. Su rostro se veía viejo y demacrado. que el Amo nos ayudaría. Aún sentía en mí cierta
Al verla en ese estado, fui presa de un temor indes­ confianza infantil. Mientras pronunciaba estas últimas
criptible y le imploré al médico : palabras, mi cab�za topó con la suya, que se ladeó
-¡ Ayúdela! ... Ayúdela! pesadamente hacia donde caía la luz amarillenta de la
El gigantesco señor me dio un par de palmaditas en lámpara. Sólo entonces pude apreciar el cambio: ante
la espalda y dijo: mí Y:acía una forma extraña, de labios exangües y nariz
-¡ Cálmese, es usted joven ! -yo empecé a llori­ pe�ilada, q�e nada tenía 9ue ver con la mujer que yo
quear ... La enfermera quiso alcanzarme un vaso de
habia conocido. Dos pupilas dilatadas y sin brillo mi­
agua, pero me incorporé como movido por un latigazo
raron a través de mí; entonces, presa de violentos
y la empujé a un lado.
espasmos e hilvanando sin parar propósitos incohe­
Inclinado sobre la revuelta cama contemplé, descon­
rentes eché a correr, perdiéndome pronto en las des­
solado, a mi esposa moribunda. Ésta mantenía un si­ '. _
conocidas calle¡uelas. Sin preocuparme de nada ni de
lencio total, interrumpido sólo por un escalofriante
1 72 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 1 73

nadie, anduve buscando los lugares más oscuros y Sin replicar una palabra subí al coche de Lampen­
recónditos, pero en ninguno me detuve mucho tiem­ bogen, aposentando mi magra figura junto al ancho y
po. Pasé la noche entera deambulando como un fan­ voluminoso señor. La gente nos miraba desde el Café;
tasma locuaz que hubiera perdido el miedo. Me puse Anton hizo una reverencia detrás de la ventana; los
a murmurar las oraciones que recordaba de mis tiem­ ajedrecistas seguían ensimismados.
pos infantiles. Me sentía solo ... no había nadie más Al cabo de unos minutos llegamos al cementerio.
solitario que yo. Ya a cierta distancia divisé un grupo de personas en
También permanecí oculto el día siguiente, esperan­ la pequeña antesala de la cámara mortuoria. Poco a
do que la muerte viniera a recogerme. Aquella noche poco fui distinguiendo caras conocidas : Hektor von
escuché toda clase de ruidos y silbidos extraños a mi Brendel, el propietario del Café, un clérigo y unos
alrededor, creyendo ver constantemente la imagen de cuantos desconocidos. Todos se hallaban de pie, sólo
Patera que, como una aparición gris y misteriosa, flo­ una cosa yacía: un simple ataúd cubierto con un paño
taba delante de mis ojos. Ya estaba amaneciendo cuan­ negro. Empezó a llover y la humedad fue infiltrándose
do, agotado y con una sensación de vacío en la cabeza, a través de la ropa, cosa que mi piel reseca y tensa
empecé a subir penosamente la escalera de nuestra recibió casi como un regalo del cielo.
casa. Aún revoloteaba en mí la vaga esperanza de que El religioso musitó unas cuantas plegarias y el ataúd
quizá todo no hubiera sido sino una quimera. fue llevado luego a la fosa. Yo encabezaba el cortejo.
La habitación en que mi esposa había muerto se «Allí está encerrada mi esposa » , pensé. Me la imagi­
hallaba en completo desorden. Un olor dulzón e insí­ naba como si aún estuviese viva. «Seguramente sabe
pido llenaba la atmósfera... La cama estaba vacía; man­ todo lo que está pasando ahora, que yo voy aquí,
tas y sábanas revueltas. En la mesita de noche se veían detrás del féretro y me limito a dejar que las cosas
frascos con medicinas desparramadas y varios terrones
sigan su curso. » Entretanto avanzaba ya, con paso
de azúcar. Un aura de misterio y desconsuelo lo im­
inseguro, sobre el césped húmedo y cobrizo. Me es­
pregnaba todo. Volví a bajar ... en la calle estaba Lam­
forcé por mantener mi compostura. «No deben notar
penbogen junto a su coche.
Me cogió por el brazo ... yo me estremecí: ¿otra nada en mi persona. Dejaré las manifestaciones de
desgracia? dolor para más tarde, cuando esté solo » . En mi cabeza
-Sólo dos palabras : le he estado buscando. No leía constantemente una palabra impresa en letras ma­
puede usted seguir así. Le llevaré conmigo, dentro de yúsculas : «¡ Ánimo, ánimo, ánimo, ánimo ! » ... , que se
media hora enterrarán a su esposa. Ahora necesita repetía formando una línea infinita. Entonces me mor­
usted un hogar, una familia. Ojalá no rechace mi in­ dí por dentro las mejillas y, no sin cierta curiosidad
vitación y se venga a vivir un tiempo a mi casa; mi pese a todo, observé el lugar donde estaban cavando
esposa también se alegrará muchísimo. Uno acaba por la fosa, en medio de tantísimas otras tumbas ... Cuando
sobreponerse a este tipo de golpes... ya se calmará. llegamos, quitaron el paño negro que cubría la caja.
1 74 ALFRED KUBIN LA OTRA PAR TE 1 75
Tuve la impresión de estar en una especie de semisom­ indiferente que mi mujer haya muerto » , pensé cuando
nolencia. Con gran destreza, los sepultureros bajaron la criada me abrió la puerta del comedor. Eran las seis
el ataúd a la fosa. Una sola vez, y por un brevísimo de la tarde. La esposa del doctor ya me había saludado.
instante, miré hacia abajo : la imagen se me grabó en Cuando llegamos, expresó su deseo de que me sintiese
la mente con insólita precisión. «Ésta es la última muy a gusto en su casa y lograse olvidar pronto el
mirada, tu saludo de despedida para la que en vida fue terrible suceso.
tu compañera. » Me alejé con pasos vacilantes, Lam­ -Claro que sí, el terrible suceso -respondí mecá­
penbogen me cogió por el brazo. . . todos los presentes nicamente.
se acercaron a darme el pésame. -La vida está llena de aflicciones --observó Lam­
En ese momento alguien llegaba a grandes pasos penbogen mientras ponía una caja de puros sobre la
desde la puerta del cementerio, limpiando su sombrero mesa de mi habitación. En cuanto me repuse de mi
de copa con una de sus mangas. Era el peluquero. Me asombro por tener que vivir desde entonces en un
cogió la mano y en tono solemne dijo: cuarto diferente, me arreglé un poco y bajé al salón.
-Al morir, el Sujeto se transforma en una diagonal Si afuera el tiempo estaba frío y lluvioso,- allí reinaba
que une el Espacio y el Tiempo, ¡ ojalá que esto pueda una atmósfera cálida y lujosa. Mi anfitriona parecía
consolarle! preocupada por mí, y eso me reconfortó. Mi impre­
Junto al muro de la izquierda vi el gran mausoleo sión de aquella vez debía de haber sido una simple
de la familia de Alfred Blumenstich: sobre un cubo de ilusión óptica. Volví a mirar tranquilamente sus ojos,
mármol blanco, una esfinge de hierro con yelmo me­ de un tono grisverde y forma de almendra, que, aun­
dieval y visera cerrada. Me alegró pensar que todo que _pensativos, parecían escudriñar constantemente.
había terminado tan apaciblemente. «Esta es la mujer de quien tanto se habla», pensé
Luego volví a subir al coche de Lampenbogen y nos para mis adentros, «no son más que chismes ridícu­
pusimos en marcha hacia su residencia. los. »
Nos sentamos a la mesa, uno de cuyos lados anchos
fue íntegramente ocupado por el vientre elefantino de
IX Lampenbogen. Era un gourmand. Cuando comía, la
cara se le hinchaba como un fuelle y se podía ver y
Sin duda alguna, los Lampenbogen habían tenido oír que la comida era de su agrado. Pese a que yo no
un gesto de suma gentileza al acoger en su casa a tenía nada en el estómago, mi apetito era prácticamen­
alguien tan desamparado como yo. De todos modos, te nulo. Lampenbogen, en cambio, se transformaba
también me hubiera ido con cualquier otra persona; delante del mantel en una persona distinta, en una
me daba exactamente lo mismo ir a un sitio que a otro. especie de mariscal-eclesiástico, si me permiten la ex­
Los Lampenbogen no «se privan de nada; les es presión. Vigilaba las bandejas con �a mezcla de re-
1 76 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 1 77

cogimiento y avidez, y cuando no se las alcanzaban


de inmediato hacía chasquear los dedos con impacien­
cia. A veces reclamaba, con énfasis categórico, platos
que ya habían sido llevados a la cocina.
-¡ Cuántas veces se lo he dicho ya, pero la beste­
zuela nunca entiende ! -exclamó enrojeciendo de ra­
bia. En ese momento se parecía a Fukuroku, el dios
japonés de la felicidad. Él mismo preparó la ensalada
en una mesita adyacente, manejando con gran habili­
dad dos tenedores. Sus manos pequeñas y regordetas
se movían con una agilidad tan sorprendente que me
hizo pensar: debe ser muy buen cirujano. Sin embar­
go, al final no pareció muy contento con su obra.
-Aquí ya no se consigue nada puro -gruñó mi­
rando con gesto desaprobatorio toda una batería de
frasquitos y latas de colores. Lampenbogen en corte
transversal, buen tema para Castringius.
-¡ Pero usted no come nada! -exclamó cuando
llegamos al queso. Su esposa lo recriminó--: ¡ Odoa­
cro, ya sabes !. .. --de paso, observé que su nariz era
fina y perfilada como la mía, aunque debo añadir que
ésta era la única similitud existente entre los dos.
Después de cenar saqué mis cigarrillos. Entre sus­
piros y lamentaciones, la montaña de grasa se levantó :
-Desgraciadamente hoy tengo que ir al Club, aun­
que me hubiera encantado quedarme conversando con
usted -yo también le expresé mi pesar.
-¿Dónde queda el Club? -pregunté. Entonces,
claro está, quiso llevarme allí de inmediato : en la parte
posterior de El Ganso Azul había una pista de bolos.
Yo se lo agradecí, diciéndole que, por hoy, ya había
tenido bastante.
-Pues entonces, que Dios le bendiga --dijo al es-
LA OTRA PARTE 1 79

trecharme vivamente la mano. Su esposa recibió un


golpecito en la mejilla. En contraste con su enorme
peso, sus movimientos tenían cierta gracia y elasticidad
bastante insólitas. Nos quedamos solos . . .
-Su esposo tiene una salud de roble --observé por
decir algo.
-Así es -replicó ella.
La atmósfera se tornó ligeramente opresiva. La lle­
gada de la noche me aterraba y quería quedarme allí
el mayor tiempo posible. Sólo entonces pude observar
más de cerca a la hermosa señora. Llevaba un amplio
vestido de rayas azules y blancas, y su espesa cabellera
estaba sujeta por una redecilla, según la moda vigente
en el Reino de los sueños. Su rostro me pareció ex­
traordinariamente pequeño, la frente estrecha y las
cejas bastante arqueadas y altas a los costados. La nariz
era más bien corta y respingona, la boca muy ancha y
carnosa, de labios levemente negroides. Lo más her­
moso de todo era la tez alabastrina y la cabellera. Para
ser mujer era bastante alta.
Me asombré al ver que, pese a la situación en que
me hallaba, aún podía observar las cosas con tal dete­
nimiento. Melitta rebuscó su labor en una canastilla y
se sentó junto a la chimenea, en la que crepitaban
largos leños de haya. El lujoso comedor, íntegramente
revestido de madera oscura, se hallaba más o menos
caldeado; afuera, la tempestad hacía crujir los árboles
y, de vez en cuando, algún chubasco azotaba los cris­
tales de las ventanas.
Yo esperaba que la dama iniciara la conversación,
pues aquel día me consideraba compañía poco grata.
Sin embargo, al ver que guardaba silencio no tuve más
remedio que empezar yo mismo.
1 80 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 181

-Señora, tiene usted un cabello muy hermoso de ideas diáfanas como el cristal. Quería pasar a la
-dije sin pensar. acción ... pero antes se imponía un sondeo.
-No me ha crecido mucho, antes tenía más ... ¡Suel- -Su cabellera suelta debe de ser algo realmente
to es más bonito ! -un repentino sentimiento de pá­ maravilloso -dije ocultándome tras una bocanada de
nico se apoderó de mí entonces. Sentí que iba empali humo.
deciendo. -¡ Pues me temo que se llevaría una desilusión! -y
Nunca lograré explicarme del todo lo que ocurrió al decir esto volvió a inclinarse rápidamente sobre su
en aquel momento. Cierto es que, en esos últimos días, trabajo, esbozando una leve sonrisa.
había tenido que pasar por las experiencias más terri­ « ¡ Ajá!», pensé, este tipo de juegos es realmente lo
bles y demoledoras que un ser humano es capaz de que menos me interesa, nunca han sido de mi predi­
soportar. Me sentía desfallecido, deshecho y desespe­ lección. Me levanté con aire indiferente y observé en
rado. un tono de fría galantería:
¿Estará sometida nuestra naturaleza a una especie -Lástima que su esposo no sea un artista ... -(esto
de ley pendular? ¿ Cómo, si no, podría explicarse que fue dicho como un simple pasatiempo, para que mi
en aquel preciso instante surgiera en mí, de forma oponente avanzase unos pasos y se diese a conocer.)
discreta aunque repentina, la idea de permanecer fría­ Y, tal como me lo esperaba:
mente al acecho? Casi al mismo tiempo sentí que, en -¡ Dios mío, el pobre no entiende nada de esas
mi fuero interno, empezaban a agitarse fuerzas oscuras cosas ! -dijo esto encogiéndose de hombros en forma
e inconmensurables. Todo esto debía de ocurrir en los ligera y despreciativa, exactamente como yo había es­
planos más profundos de mi conciencia, pues en la perado. Ahora ya me pertenecía. Y sin embargo, aún
superficie estaba indignado conmigo mismo. Sin em­ no había sucedido nada, la situación no pasaba de ser
bargo, aquellos impulsos se convirtieron, con la rapi­ anodina.
dez de un rayo, en una presión volitiva firme y uni­ En ese momento entró la criada:
taria, controlada desde algún punto por una instancia -¿ Desean algo más los señores?
superior. El hecho es que había recuperado mi sangre -¡ No, puede retirarse!
fría y me sentía tan calculador como una serpiente. -¿Qué diría usted si, abusando de su confianza, le
Visto desde fuera, sólo era un hombre que estaba rogara que se soltase la cabellera?
fumando. (Necesitaba hacer esta pregunta antes de dejar caer
Melitta dejó un momento su costura y dijo con voz la trampa, pues un rechazo hubiera sido demasiado
tranquila: ridículo.)
-Como pintor que es, algo tendrá que saber de la -¿Hoy, el día del entierro de su esposa?
belleza. (Una falsa estocada.)
Yo disponía en aquel instante de toda una secuencia -Además de la muerte, también existe la vida
1 82 ALFRED KUBIN
LA OTRA PARTE 1 83
-añadí continuando con la comedia. Cierto es que
experimentaba la ligera presión de una onda contraria,
mas ¿qué podía ésta ante la fuerza que ya se había
posesionado de mí?
-Pues, si usted lo desea ... si con eso puedo conso­
larle.
(¡Ajá! El aguijón oculto contra el viudo, su último
quite.)
«Qué estúpida es esta mujer ... todas son iguales ... »
Esta idea cruzó inopinadamente por mi espíritu. Me­
litta se levantó y empezó a desatarse la cabellera.
-¿No regresará la criada? -pregunté en voz muy
baja y tranquila.
(Dije esto como quien corre un cerrojo y, a la vez,
para evitar que la escaramuza se prolongase mucho
rato. Además, sentí que el desorden empezaba a cundir
en mi mente.) Ella respondió casi en un susurro :
-Estamos seguros -(¿qué más se podía pedir?)
Dos soberbias trenzas color castaño se deslizaron por
su espalda. Luego, de pie tras el alto biombo que
ocultaba la chimenea, acabó de soltarse el cabello.
Aunque estaba realmente sorprendido, no pude por
menos de exagerar un poco la nota. Empecé a halagarla
con toda clase de observaciones eruditas sobre el par­
ticular, sazonando poco a poco mi discurso con pala­
bras apasionadas. Al fin y al cabo, su cabellera no era
lo que más me interesaba en ella.
De pronto, un vago sentimiento de angustia me
oprimió la garganta. Pensé que si seguía hablando
tanto acabaría por decir idioteces.
-Su cabellera es única -pero ¿ no podría el artista
ver algo más ? Venga, venga -le dije lisonjeramente,
observando su creciente confusión.
LA OTRA PARTE 1 85
-¿No cree que pide usted demasiado? -replicó en
un tono de coqueta indignación. El rubor de sus me­
jillas me indicó que la resistencia empezaba a ceder.
Entonces, mis trémulos dedos pudieron sustituir los
de la criada...
En el boudoir contiguo, dos pequeños candelabros
de pared arrojaban una luz macilenta. Quise sacar a
Melitta de su lánguida apatía, pero al mismo tiempo
me complacía verla en ese estado. Sentí aquel aroma
embriagador, tan conocido en el Reino de los sueños...
en ese momento, mi mujer nunca había existido...

En la calle reinaba una calma absoluta. La tempestad


nocturna había pasado, dejando un aire frío y muy
húmedo. Se oyó un juramento y vi acercarse a dos
transeúntes.
«La propina del diablo»: era el conocidísimo balido
de Castringius. Eché a correr y correr para alejarme
lo más posible de la villa. Nada ni nadie podría hacer­
me regresar a ella.
En el Café bebí un ponche y me dije, con un humor
patibulario: «¡Al fin solo!» A la tercera copa empecé
a hacer un balance de aquello que había deseado en la
vida y aquello que realmente había logrado: una ojeada
al vacío. En todo me ocurría lo mismo que a Brendel
con sus amoríos. Perseguía las vanas promesas de una
felicidad que se burlaba constantemente de mí. No
quería saber nada más de esta absurda farsa. Al llegar
a la cuarta copa ya estaba chapoteando en el lodazal
del suicidio. Prefería dejar de existir a seguir siendo
un loco más entre tantos.
Entonces, el remordimiento por lo que acababa de
1 86 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 187
hacer empezó a torturarme. Le pedí disculpas a la quianos que aparecieron fueron Castringius y de
difunta. Hacía pocas horas que estaba bajo tierra, re­ Nemi. El dibujante me vio de inmediato, pero yo cogí
cluida y abandonada en su prisión de madera, mientras rápidamente La Voz y me embebí en su lectura. Los
yo tenía que seguir arrastrando el lastre de la carne dos comprendieron el significado de mi gesto. Mi
viva. Incluso en aquel momento fui importunado por nombre, impreso en caracteres espaciados, me llamó
pensamientos lascivos que, como pompas de jabón, se inmediatamente la atención: una breve nota necroló­
alzaban y estallaban dentro de mí. gica a la memoria de mi esposa. Por encima del diario
Con la quinta copa llegó la decisión: «Emborrachar­ seguía viendo las manos de Castringius, una de las
me bien aquí y después, al agua. » Sentía un resquemor _
cuales, la derecha, pendía sobre el respaldo de la silla
en la lengua, y los oídos me zumbaban de tanto fumar. como un horrible instrumento. Tenía que tratarse de
En la mesa de al lado estaban hablando del molino. alguna evolución regresiva, o acaso de una forma in­
Jacobo, el molinero desaparecido, aún había sido visto termedia. Sin embargo, Castringius daba a entender
a fines de la semana pasada cuando, en uno de los que deseaba ser contado entre los integrantes del gé­
pontones de servicio, atravesaba el Negro en un lugar nero humano. Una hélice propulsora es el nombre que
situado río abajo. Un camino conducía a dicho lugar yo daba a aquellos dedos cortos y carnosos, termina­
a través de una enorme espesura, una zona selvática y dos en uñas anchas, corvas y agrietadas, de tinte ama­
todavía inexplorada del País de los sueños. Por la rillento. Como sabía que en el fondo no le inspiraba
noche, los pobladores de la otra orilla, escuchaban mucha simpatía, fui excesivamente cortés con mi co­
verdaderas sinfonías infernales. «Quizás el molinero lega.
se extravió y pereció en las fauces de alguna bestia El posadero se acercó a mi mesa y, semidormido,
salvaje » , era la opinión que allí prevalecía, aunque me preguntó si pensaba seguir viviendo en el mismo
mucho se hablaba también del otro hermano, sobre el apartamento. «¡ Santo cielo, claro que no !» Le expliqué
que recaían las más serias sospechas. entonces que de momento me hallaba sin techo, por
Cuando hube bebido un café, me di cuenta de que si sabía de algo ...
no era capaz de suicidarme ni de seguir viviendo. -Por supuesto, en mi casa.
«Llevaré una especie de semiexistencia vegetativa entre Tenía un cuartito largo y estrecho como un pasadi­
ambas posibilidades, esperando el golpe mortal como zo. Allí pasé el resto de la noche y allí me quedé luego.
un buey destinado al matadero. De todos modos, no Separada por una cortina, la cama se hallaba en un
puede tardar mucho tiempo. » Al mirar1;11e en el espejo, oscuro gabinete lateral. El sitio se me antojaba tan
éste me devolvió una cara enferma e hinchada. familiar que era como si nunca hubiese vivido en otro.
Eran las tres de la madrugada cuando me comí tres Sus deterioradas colgaduras de cuero amarillento, sus
porciones de jamón y una tarta de pasas. Un hambre viejísimos relojes de péndulo y su abovedada estufa de
feroz se había apoderado de mí. Los últimos parro- azulejos evocaban perfectamente mi antigua casa.
188 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 1 89
Muerto de cansancio, me quedé dormido y no des­ miento, sobre el que luego quise escribir algunas glo­
perté hasta el otro día, en que me trajeron mi mesa de sas. En este nuevo campo de la creatividad hallé la
dibujo. descarga espiritual que tanta falta me hacía. Sin em­
Me invadió entonces un deseo febril de trabajar, y bargo, lejos de haberme reconciliado con el destino,
durante el semestre siguiente produje, bajo la presión seguía llevando una existencia en el fondo híbrida.
del dolor, mis mejores obras. Vivía drogado por el Pasé muchas noches tratando de encontrar alguna
trabajo. Mis dibujos, surgidos en la atmósfera sombría explicación plausible de la muerte de mi esposa, y
y crepuscular del Reino de los sueños, expresaban en confieso que me sentía en parte culpable de lo sucedi­
forma oculta mi pesar. Con gran detenimiento fui do. Era la suya una naturaleza sana y realista que
estudiando la poesía de los patios húmedos y moho­ nunca hubiera podido echar raíces en aquel Reino
sos, de las buhardillas recónditas, de las trastiendas fantasmagórico. Debí haberme dicho esto desde el
sombrías, de las polvorientas escaleras de caracol, de principio y renunciar a toda la aventura.
los jardines abandonados y cubiertos de ortigas, así Cuando empecé a frecuentar de nuevo a los seres
como los pálidos colores de los pisos de ladrillo y de humanos, me enteré de que habían ocurrido una serie
madera, los negros fogones y el extraño mundo de las de cambios. Las cosas iban empeorando en el Reino
chimeneas. Me entretenía haciendo toda suerte de va­ de los sueños.
riaciones sobre un tema único y melancólico: el mise­ Un buen día sacaron muerta a la señora Goldschla­
rable abandono en que vivía y mi lucha contra lo ger, nuestra ex sirvienta: el tercer cadáver en menos
de medio año. Empezó entonces una azacanada vida
Incomprensible. Aparte de estos dibujos, que solía
para las nueve pobres criaturas.
distribuir entre varias personas o bien entregaba al
Se rumoreaba que Hektor von Brendel había enta­
Espejo de los sueños, hice también algunas series cortas
blado una relación con la Lampenbogen, ¿llegaría ésta
de grabados destinadas a un público muy reducido.
a alcanzar la madurez? De Nemi también visitaba a
Desde esta perspectiva, intenté crear directamente for­ Lampenbogen, no tanto por Melitta como debido a
mas nuevas a partir de los misteriosos ritmos que iba una grave dolencia provocada por su innata galantería.
sintiendo en mi interior y que, tras enroscarse y en­ De Giovanni Battista sólo me llegaban informes agra­
tremezclarse, acababan separándose bruscamente. Fui dables: era un auténtico maestro en su profesión y el
incluso más lejos y renuncié a todo, salvo a la línea, peluquero le había asignado una renta vitalicia.
desarrollando en aquellos meses un extraño sistema de No se notaba ningún aumento fuerte de la pobla­
trazos. Un estilo fragmentario -más afín a la escritura ción y casi nadie hacía caso de los poquísimos recién
que al dibujo- fue el encargado de transmitir, a la llegados. Aunque éstos contasen muchas cosas sobre
manera de un instrumento meteorológico de alta pre­ el mundo exterior y sus progresos e inventos extraor­
cisión, las más ligeras variaciones de mi espíritu. Psi­ dinarios, sus relatos no interesaban en lo más mínimo
cografía es el nombre con que bauticé aquel procedi- a los habitantes del Reino, que se limitaban a decir:
190 ALFRED KUBIN LA OTRA PAR TE 191

-¡Sí, sí, muy bien! -y cambiaban de tema. El se había enterrado allí y estaba acechando al molinero.
Reino de los sueños nos parecía grandioso e incon­ Me sentí aliviado.
mensurable y no tomábamos en consideración al resto Cuando hube concluido mi trabajo, regresé a casa.
del mundo, relegado al olvido. Ninguno de los que se Me detuve un momento en el puente, hasta el que
hubiera ambientado allí quería volver a salir; fuera llegaba un canto arrastrado y monocorde. En esa di­
todo era falso, no había nada. rección quedaba el Suburbio con sus casuchas bajas ;
Una tarde bajé hasta la orilla del río con la intención un lugar que nunca había visitado, pues el País de los
de tender unos cuantos reteles anguileros : la pesca sueños me había ofrecido siempre atractivos suficien­
hab ía sido, desde mi juventud, una de mis grandes tes. La solemne monotonía de aquel canto me llegó al
_ corazón; me puse a escucharlo en silencio. Una mis­
pas10nes.
La extraña sustancia gaseosa seguía crepitando y teriosa calma reinaba sobre el agua. «Quisiera ir pron­
flotando en torno al molino, sobre cuyas paredes vi to allí», decidí en mi interior, y una vez más volví a
deslizarse rayas verdosas y fosforescentes. Al acercar­ pensar en los grandes enigmas que rodeaban a Patera
me, observé una serie de fenómenos desagradables y y en lo que yo sabía de ellos. Sobre todo esto hablaré
claramente perceptibles que empezaron a inquietarme. en el próximo capítulo.
Bajo la puerta, en la que una cabeza de búho, un Luego fui un momento al Café. No pude lograr que
murciélago crucificado, y todavía vivo, y una pata de Anton me atendiera. Se hallaba charlando animada­
reno hacían las veces de amuletos de la buena suerte, m:nte con un_ grupo de parroquianos, ante los que
bajo aquella puerta, digo, se hallaba el molinero, lan­ agitaba la págma de anuncios del último número de
zando destellos intermitentes con su pipa. Siempre La Voz.
había sentido miedo ante aquel individuo tan reticente, -Ya está aquí, ayer llegó -escuché que decía.
mas esta vez pasé a su lado con toda intención y sin Finalmente se acercó a atenderme con gran soli­
ningún temor. Ya tenía pensado el sitio donde iba a citud.
lanzar las redes : inmediatamente detrás de la gran -Hoy ha llegado el Americano -manifestó en
compuerta. En el instante en que me disponía a tirar­ tono importante.
las, oí que una voz queda pero nítida me decía desde -¿Quién?
muy cerca: -Pues el Americano, un hombre con mucho di-
-¡Pst, pst, cuidado ! ¡ Póngase más a la izquierda, nero.
por favor! -no vi a nadie hasta que, de pronto, noté
horrorizado una cara gruesa y redonda que se movía
a mis pies, sobre la arena. Al comienzo temí que se
tratara de alguna nueva ilusión diabólica, pero el mis­
terio halló pronto una explicación natural: un policía
CAPÍTULO V

EL SUBURBIO

¡ FACHADAS profusamente adornadas de volutas y


dentículos ! ¡Techos de paja! Estaba entrando en una
auténtica aldehuela. Casuchas de madera bajas y de
forma extravagante, minúsculas construcciones above­
dadas, tiendas cónicas. Cada vivienda estaba rodeada
por un cuidado jardincillo. Vista de lejos, aquella co­
lonia daba la impresión de una feria de muestras et­
nográficas. Por todas partes se divisaban postes de
señalización cubiertos de pendones y discos de cristal,
así como un gran número de figuras grotescas, grandes
y pequeñas, hechas de gres, madera o metal: un ver­
dadero caos recubierto de musgo. Algunos árboles
venerables ocultaban buena parte de la escena con sus
ramas largas e inclinadas.
Allí vivían los primitivos habitantes del País de los
sueños. Una extraña calma lo invadía todo. Aquellas
figuras originales e incomprensibles, apostadas en sus
curiosos altares de madera, estaban corroídas por la
acción de la intemperie y, pese a las combinaciones
eróticas y a menudo monstruosas que evocaban, se
fundían armoniosamente con el pacífico entorno. An­
duve vagando un buen rato antes de toparme con los
primeros seres humanos. Tres figuras altísimas y ner­
vudas bajaban por una colina.
194 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 195
A un saludo mío inclinaron con dignidad sus cabe­ Al fin y al cabo, hacía ya seis meses que empezaba
zas rapadas y siguieron su camino en silencio. Eran a familiarizarme con el gran enigma de Patera. El
ancianos de tipo visiblemente mongólico, envueltos en anciano profesor tenía razón en muchos aspectos.
mantos de color anaranjado opaco. Pronto vi a otros. Todo el País de los sueños vivía bajo los efectos de un
Inmóviles como estatuas, estaban sentados ante sus hechizo, y en nuestras vidas los planos terroríficos
cabañas sin hacer nada. Uno tenía enfrente tiestos con alternaban con otros de innegable estirpe humorística.
flores, otro miraba un perro dormido, y un tercero se El Amo se ocultaba en realidad detrás de todo y, de
hallaba absorto en la contemplación de unas piedras. manera misteriosa, solía manifestarse con una frecuen­
«Esta gente está totalmente marginada en Perla», pensé cia superior a la deseable. La idea de que él manejaba
en un momento. Nadie venía a verlos nunca, eran a casi sesenta y cinco mil soñadores no podía dese­
prácticamente despreciados. Y, sin embargo, tratábase charse tan fácilmente, por monstruosa que pareciera.
de una tribu muy altiva, que descendía en línea directa Me era imposible precisar dónde quedaban los límites
del gran Genghis-Khan. Claro que nada en ella recor­ de su poder, pues llegué a tener pruebas suficientes de
daba ya al tirano asiático, y los que allí vivían eran, que sus impulsos alcanzaban también a todo el mundo
sin excepción, gente anciana. Las poquísimas mujeres animal y vegetal. En el fondo, todos conjeturábamos
casi no se distinguían de los hombres, ya que la con­ esto y lo aceptábamos como una carga impuesta por
ducta, el vestido y la expresión facial eran muy seme­
el destino. El problema era tan confuso que ni siquiera
jantes. Lo más hermoso de aquellos hombres eran sus
el espíritu más sutil y lúcido conseguía adivinar su
ojos ligeramente rasgados y de un azul brillantísimo.
esencia. La naturaleza de Patera era tan insondable e
¡ Qué distinta parecía aquí la forma de vida en com­
inconcebible como la fuerza que, en el País de los
paración con la del resto del País ! Lo que allí era
agitación, aquí era calma. No obstante, estos ancianos sueños, nos tenía convertidos en marionetas. Sin em­
también debieron de haber peleado mucho : las pro­ bargo, ésta se manifestaba en cualquier nimiedad. El
fundas arrugas que surcaban sus rostros daban testi­ Amo manipulaba nuestra voluntad y turbaba nuestra
monio de ello. razón, sirviéndose de nosotros como de súbditos gui­
Tras esta primera visita, decidí cruzar el puente con ñolescos. Pero ¿ con qué fin ? No teníamos que pagar
cierta frecuencia y observar de cerca a los ojizarcos. Si ningún impuesto ni creábamos nada para él. Cuanto
bien ninguno me invitaba, tampoco era rechazado. más pensaba en el problema, más oscuro se me hacía.
Cada vez me llamaba más la atención el marcadísimo Teníamos la seguridad de que el misterioso personaje
contraste. Allí solía descansar y contemplarlo todo en padecía de epilepsia y todos compartíamos sus ata­
perfecta calma. La serena lucidez de aquella gente me ques : ése era el Arrebato. Envejecería y moriría, ¿qué
impresionó profundamente. Me puse a reflexionar y sería entonces de nosotros? ¿ Se extinguirían con él
traté de conciliar el resultado de mis meditaciones con todas las chispas de nuestra propia vitalidad ? En rea­
mis otras experiencias. lidad, lo necesitábamos simplemente para no sucum-
1 96 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 197
bir. ¿ De dónde le vendrían sus inmensas energías? ¡ Y su magia hasta que llegue mi última hora. No me
pensar que aquí vivía el remanente de una tribu antigua atrevía a decir nada concluyente sobre su edad. Pese a
y distinguida, cuyas costumbres eran diametralmente la expresión senil de sus rostros, aparentemente inac­
opuestas a las nuestras ! ¿ Qué relación tenía esta gente cesibles a cualquier sentimiento, no podía sacar nada
con el Señor? Los ancianos se pasaban horas enteras en claro de sus miradas que, en cierto modo, parecían
con la mirada fija en la lejanía, o se inclinaban durante iluminadas por un fuego interior. Sus dentaduras tam­
días sobre cualquier pequeñez : piedras, huesos, plu­ bién se hallaban en perfecto estado, sólo el resto de
mas. sus cuerpos era enjuto y casi tan descarnado como un
Como no se reían nunca y casi no hablaban entre esqueleto. Su número apenas debía sobrepasar la cin­
sí, los ojizarcos eran la encarnación del más perfecto cuentena. En tres oportunidades pude observar cómo
equilibrio. De ello daban testimonio la extrema mesura enterraban a sus muertos, constatando entonces las
de sus gestos y sus mismos rostros arrugados, que profundas diferencias que los separaban de los anaco­
llevaban el sello de una gran fuerza espiritual. Su in­ retas tanto cristianos como budistas. Los cadáveres
diferencia, rayana casi en lo inhumano, les daba cierto eran envueltos en mortajas, colocados en la tierra y
aire de agotamiento y nulidad. « Interés desinteresado» cubiertos de musgo y hojas; a continuación llenaban
son las antitéticas palabras que acuden a mi mente cada la fosa con tierra. Cada cual era sepultado junto a la
vez que pienso en ellos, y yo mismo seguiré sintiendo choza en que había vivido; no se colocaba señal alguna
sobre la tumba y el suelo era nuevamente allanado. No
había lamentos ni oraciones de ningún tipo. La simple
observación de estas curiosas prácticas me resultó muy
provechosa.
Interrumpo aquí el hilo de mi narración y descrip­
ción para decirle al lector algo sobre la filosofía de los
ojizarcos, tal y como yo logré comprenderla.

II

El esclarecimiento de las ideas

Lo primero que aprendí de ellos fue el modo de


apreciar el valor de la indolencia. Para un hombre
enérgico, lanzarse a conquistarla supone el trabajo de
198 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 1 99
toda una vida. Mas una vez que se han probado sus en realidades intercambiables para mí. Y entonces me
delicias, uno se aferra firmemente y para siempre a di cuenta de que el mundo no es sino el poder de la
ellas, aun cuando haya que librar una lucha constante. imaginación: imaginación - poder. Dondequiera que
Yo también traté de contemplar durante horas todo fuese e hiciese lo que hiciese, me esforzaba por inten­
tipo de piedras, flores, animales y hasta seres humanos. sificar mis penas y alegrías, y secretamente me burlaba
Al hacerlo, mi vista fue adquiriendo una agudeza ex­ de ambas. No obstante, tenía entonces la plena segu­
cepcional, similar a la que ya tenían mi oído y mi ridad de que el movimiento pendular constituye de
olfato. Entonces llegaron días magnos, en los que des­ por sí un equilibrio, y que precisamente cuando las
cubrí una faceta insospechada del País de los sueños. oscilaciones son más amplias y violentas es cuando
El perfeccionamiento gradual de los sentidos iba in­ mejor puede percibirse dicho equilibrio.
fluyendo a su vez sobre el conjunto de las facultades En cierta ocasión contemplé el mundo como si fuera
mentales, dándole una nueva conformación. Fui capaz una tapicería de maravillosos colores, en la que los
de acceder a un tipo de admiración insólita y sorpren­ contrastes más insólitos acababan fundiéndose en un
dente. Liberado de su vinculación contextual con las todo armónico. Otras veces me entretenía descubrien­
otras cosas, cada objeto adquiría una significación to­ do una infinita filigrana de formas. Por la oscuridad
talmente nueva. El hecho de que un cuerpo pudiera se filtraba de pronto una embriagadora sinfonía sonora
llegar a mí desde toda la eternidad me hacía estremecer en la que, como en un órgano, los sonidos tiernos y
de espanto. Me maravillaba el simple hecho del Ser, patéticos de la naturaleza iban superponiéndose hasta
de que las cosas fueran así y no de otro modo. Un día, formar acordes perfectamente definidos. Sí, un poco a
cuando examinaba atentamente una almeja, caí en la la manera de un sonámbulo pude ir captando sensa­
cuenta de que su existencia no sólo presentaba un ciones totalmente inéditas. Recuerdo aquella mañana
aspecto material, como yo había creído hasta entonces. en que me vi a mí mismo convertido en el centro de
Pronto me ocurrió lo mismo con todas las otras cosas. un sistema numérico elemental. Me sentía un ser abs­
Al principio, las sensaciones más intensas me venían tracto, algo así como un inestable punto de equilibrio
poco antes de quedarme dormido o inmediatamente entre diversas fuerzas ... una asociación de ideas que
después de despertarme, es decir, cuando el cuerpo nunca se me ha vuelto a ocurrir. Entonces comprendí
estaba cansado y la vida en mí se hallaba sumida en a Patera, al Amo, al prodigioso Maestro. Sólo enton­
un estado crepuscular. Poco a poco tenía que ir crean­ ces, en medio de aquel gran universo de farsa, me
do un mundo no siempre vivo y, lo que es más, tenía convertí en uno de los que más se reían sin olvidarme
que hacerlo en un plano de constante renovación. de temblar junto con los torturados. En mi interior se
Cada vez iba percibiendo con mayor claridad la había instalado un tribunal que lo observaba todo y
secreta alianza que existía entre todos los seres. Los por fin supe que, en el fondo, no estaba sucediendo
colores, perfumes, sonidos y sabores se convirtieron nada. Patera se hallaba en todas partes, lo veía en los
200 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 201

ojos de mis amigos tanto como de mis enemigos, en qué las cosas encajaban tan bien unas con otras, ha­
diversos animales, plantas y piedras. Su fuerza imagi­ ciendo posible el surgimiento de un cosmos. Todo este
nativa latía en todo lo existente : era el latido del País proceso implicaba, empero, una serie de sufrimientos
de los sueños. Y, sin embargo, también encontré en horrorosos, pues cuanto más alto se crecía, más pro­
mi interior elementos extraños. Descubrí con horror fundas tenían que ser las raíces. Si pido alegrías, estoy
que mi Yo estaba compuesto por una serie infinita de pidiendo al mismo tiempo penas. Nada ... o todo. La
Yoes que se mantenían al acecho uno detrás del otro. causa final debía residir en la imaginación y en la nada,
Dentro de esta vastísima cadena, el que venía luego y quizás éstas no eran sino una sola cosa. Quienquiera
me parecía más grande y hermético que el anterior, y que haya captado su ritmo podrá calcular aproxima­
los últimos escapaban ya a mi comprensión, diluyén­ damente el tiempo que la miseria o la aflicción habrán
dose en un plano crepuscular. Cada uno de estos Yoes de pesar sobre él. La locura y la contradicción tienen
tenía sus propios puntos de vista. Así por ejemplo, la que ser vividas junto con el resto. El incendio de mi
concepción de la muerte como final era correcta desde casa es a la vez desgracia y llamas. Que la víctima se
la perspectiva de la vida orgánica. No obstante, a un consuele pensando que ambas cosas son imaginarias.
nivel de conocimiento más elevado el ser humano no Patera, que salía ganando en ambas partes, también
existía en absoluto, y por lo tanto nada podía llegar a tenía que hacerlo.
ningún fin. Omnipresente era el rítmico pulso de Pa­ Gracias a la afinidad de las pulsaciones empecé a
comprender también a los seres inferiores. Podía decir
tera, cuya insaciable fuerza imaginativa propendía a la
exactamente : este gato ha dormido mal o aquel jilgue­
simultaneidad en todo orden de cosas : el objeto y su
ro tiene ideas ruines. El reflejo de todas estas cosas en
contrario, el mundo ... y la nada. Tal era el motivo por
mi interior regulaba mi conducta. La agitación del
el que sus criaturas vivían en perpetua oscilación. Te­
mundo exterior había excitado y sensibilizado mis ner­
nían que rescatar su mundo imaginario del dominio vios durante tanto tiempo que ya se hallaban maduros
de la nada y, al mismo tiempo, reconquistar la nada a para las experiencias del Mundo de los sueños.
partir de este mundo imaginario. Pero la Nada era Al término de estos procesos evolutivos el ser hu­
rígida y no quería ceder; entonces, la fuerza imagina­ mano cesa de existir como individuo y tampoco se le
tiva empezaba a zumbar y a vibrar intensamente, a necesita. Este camino conduce a las estrellas.
todos los niveles iban surgiendo formas, sonidos, olo­
res y colores : ¡y ya estaba ahí el mundo ! Después, la
Nada volvía a devorar todo lo creado y el mundo se III
convertía en algo pálido y opaco, la vida se enmohecía, En la maraña del sueño
enmudecía y acababa desintegrándose y muriendo de
nuevo... Nada, hasta que el proceso se iniciaba una vez Aquella noche me dormí pensando en grandes co­
más desde el principio. Ésta era la explicación de por sas. Menos grandioso fue mi sueño que, debido a lo
202 ALFRED KUBIN LA OTRA PAR TE 203

insólito de sus características, quisiera consignar aquí.


Me vi parado junto al río, lanzando nostálgicas mira­
das hacia el Suburbio que parecía más amplio y pin­
toresco de lo que en realidad era. Hasta donde lograba
ver, una maraña de puentes, torres, molinos de viento
y picos de montañas, todo profusamente entremezcla­
do y superpuesto como en un espejismo. Grupos de
figuras grandes y pequeñas, gruesas y delgadas se mo­
vían en medio de aquella confusión. Cuando miré
hacia la otra orilla, sentí que el molinero se hallaba a
mis espaldas :
- Yo lo asesiné -dijo en un susurro intentando
empujarme al agua. Mas entonces, con gran sorpresa
por mi parte, mi pierna izquierda empezó a crecer y
crecer hasta alcanzar una longitud tal que, sin esfuerzo
alguno, pude llegar hasta la abigarrada muchedumbre
que se agitaba en la otra orilla. Entonces oí a mi
alrededor un tictac múltiple y variado y divisé una
gran cantidad de relojes chatos y de todos los tamaños,
que iban desde relojes de campanario y de cocina hasta
los más pequeños ejemplares de bolsillo. Todos tenían
patitas cortas y gruesas y, como si fuesen tortugas, se
arrastraban por la pradera al son de un tictac frenético
y descompasado. Un individuo enfundado en un traje
de piel verde y con un gorro que parecía una salchicha
blanca, estaba sentado en un árbol sin hojas y atrapaba
peces en el aire. Luego los colgaba en las ramas cir­
cundantes, donde se secaban al instante. Un hombre
ya viejo, con un cuerpo monstruosamente grande para
sus cortas piernas, se me acercó: no llevaba más ves­
timenta que unos grasientos pantalones de dril. Tenía
dos largas líneas verticales de tetillas ... yo conté hasta
dieciocho. De pronto se llenó los pulmones de aire, e
LA OTRA PARTE 205
inflando alternativamente ora el pecho izquierdo, ora
el derecho, se puso a tocar, pulsando con sus dedos
aquellas dieciocho tetillas, unas bellísimas piezas de
armónica. Al hacer esto se balanceaba rítmicamente
siguiendo la melodía como un oso bailarín, mientras
iba expeliendo poco a poco el aire. Luego se detuvo,
se sonó con ambas manos y las arrojó lejos de sí. Por
último le creció una barba monstruosa en cuya espe­
sura desapareció. Junto a él, entre unos arbustos, se
revolcaban unos cuantos cerdos cebones que al verme
se escabulleron a paso de ganso, volviéndose cada vez
más pequeños y diminutos hasta desaparecer, gruñen­
do ásperamente, en una ratonera del camino.
Un poco más abajo, junto a la orilla, el molinero
examinaba con atención una enorme hoja de periódi­
co; empecé a sentirme incómodo. En cuanto la hubo
leído y devorado comenzó a salirle humo por las orejas
y adquirió un tinte cobrizo. Entonces se levantó y,
sosteniendo su enorme vientre con las dos manos, se
puso a recorrer la orilla de arriba abajo a la vez que
lanzaba miradas salvajes a su alrededor y emitía agudos
silbidos. Por último cayó al suelo como fulminado por
un ataque y palideció. Su cuerpo se tornó luminoso
y transparente, y por sus intestinos vi circular dos
pequeños trenes que parecían perseguirse mutuamen­
te. Con la rapidez de un rayo fueron recorriendo uno
tras otro los tortuosos conductos intestinales. Algo
desconcertado y meneando la cabeza me disponía a
prestarle ayuda al molinero, cuando mis palabras fue­
ron interrumpidas por la súbita aparición de un chim­
pancé que, con increíble rapidez, se puso a plantar en
torno mío un jardín circular de cuyo húmedo suelo
iban surgiendo gruesos troncos verde manzana que,
206 ALFRED KUBIN

dispuestos en hileras compactas, semejaban espárragos


gigantes. Temí quedarme prisionero en aquel cerco
viviente como en una jaula, pero antes de que pudiera
pensar en lo que había que hacer, recobré la libertad.
El molinero muerto, cuyo cuerpo ya no era transpa­
rente, había puesto, en medio de grandes convulsiones,
un rosario de miles de huevecillos blancos y lechosos
de los que a su vez surgían legiones de caracoles que,
al instante, se lanzaban a devorar a su creador. Un
penetrante olor a carne ahumada comenzó a difundirse
por la atmósfera, provocando la descomposición y
posterior caída de los carnosos tallos. A lo lejos, el LA CAÍDA DEL
Suburbio fue desapareciendo en un conglomerado de
rutilantes hilos violáceos.
Entonces divisé un mejillón de dimensiones colosa­ REINO DE LOS
les que, como un arrecife rocoso, yacía a orillas del
río. Salté sobre su dura valva y ... ¡una nueva desgracia! SUEÑOS
El molusco se fue abriendo pesadamente, en su inte­
rior vi masas gelatinosas que se agitaban... y me des­
perté.
CAPÍTULO I

EL ADVERSARIO

HÉRCULES Bell, de Filadelfia, suscitaba continuos


comentarios sobre su persona. No podía decirse que
este multimillonario fuera avaro con sus riquezas, ya
que el País de los sueños quedó literalmente inundado
por su oro. Nuestra corrupta economía debió pare­
cerle algo siniestro, pues llegó a un acuerdo con Alfred
Blumenstich y pronto nos dimos cuenta de que las
finanzas del país habían tomado un curso totalmente
nuevo. Nadie quería aceptar ya papel moneda y tam­
poco estaba permitido pagar con las antiguas piezas
verdosas, que fueron retiradas de la circulación. Como
consecuencia de esta nueva administración, una ola de
opulencia se hizo sentir durante cierto tiempo. Un
absurdo delirio se apoderó de Perla: día tras día, la
gente rica organizaba fiestas lujosísimas y el pueblo
acudía en masa a las tabernas, bebía y apestaba. Por
todas partes se oían vivas al americano -que así le
llamaban todos-, y la gente brindaba por su genero­
sidad y munificencia.
El otoño se iba acercando. Contento por haber es­
clarecido mis dudas, decidí tomarme un pequeño des­
canso.
El americano había establecido su cuartel general en
El Ganso Azul, cuyo primer piso alquiló por una
210 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 211

cuantiosa suma. A fin de verle me dirigí una tarde al «que podía esperarlo en algún lugar cercano». A su
restaurante del hotel, vestido de etiqueta. vez, él utilizaba de vez en cuando al dibujante como
Allí me encontré con Castringius y el señor von postillon d'amour, aunque entonces también solía
Brendel, y tuve oportunidad de descubrir una faceta cumplir los encargos de un modo por demás extraño.
que aún desconocía de la personalidad de mi colega. -¡ No logro liberarme de él! -añadió con resigna­
Durante el largo período en que dejé de verle, Cas­ ción-. Además, es de una cordialidad realmente in­
tringius había trabado amistad con el barón von Bren­ creíble. ¡ Ya veo que así es como se aprende !
del. El artista, que me reconoció al momento, adoptó -En efecto, un auténtico temperamento de artista
una actitud extraña y en extremo displicente. Como si -le repliqué, riéndome, al barón.
sólo me conociese a la ligera, contestó en forma es­ Por lo demás, aquella velada transcurrió en medio
cueta y algo evasiva a mi saludo, volviéndome la es­ de gran animación. Brendel ordenó que trajeran cham­
palda inmediatamente. Su comportamiento no pudo paña y Castringius, con aire de mecenas, me daba
por menos de llamarme la atención. «¿Qué tendrá?», golpecitos en el muslo mientras decía:
pensé, «yo nunca le he ofendido, y en cuanto a él, más -¿Eh? ¿ Qué le parece ? -ignoraba que el alcohol
bien solía ser casi inoportuno. Hace prácticamente me era totalmente indiferente en cualquiera de sus
cuatro meses que no nos hemos visto ... Qué raro». Me formas.
alegró sobremanera que Brendel estuviera presente. En la gran sala de al lado había ruido. Se oían
Estaba examinando la carta con suma atención y no discursos y aplausos ... el americano había convocado
advirtió al instante mi llegada, pero en cuanto me vio, una pequeña asamblea. Había jurado que volvería a
se levantó de un salto y me invitó cordialmente a su implantar el orden en el Reino de los sueños, me
mesa. Al comienzo, el dibujante frunció las cejas con dijeron. Más tarde le vi personalmente cuando atrave­
gesto de extrañeza, mas pronto se dio cuenta de la saba el local. Nunca olvidaré esa primera aparición.
situación y su arrogancia se desvaneció por completo. Por la puerta de la sala entró un hombre que frisaba
Entonces me extendió sus hélices propulsoras. en los cuarenta, de aspecto bajo, aunque macizo, y
En resumen la situación era la siguiente: Castringius anchas y hercúleas espaldas. Su cara ofrecía una extra­
no tenía la menor idea de que Brendel y yo éramos ña combinación de buitre y toro. Todas sus formas
íntimos amigos hacía tiempo y quería monopolizar la desafiaban ligeramente las leyes de la simetría: la nariz
amistad del barón. Como esto era ya del todo impo­ ganchuda se desviaba hacia uno de los lados, y la
sible, se adaptó a las nuevas circunstancias ... un genio acentuada barbilla, así como la frente, alta, despejada
de la adaptación. Cuando se ausentó un momento de y muy angulosa, daban un aire de equívoca intrepidez
la mesa, Brendel empezó a quejarse de su nuevo ami­ a toda la cabeza. Su negro cabello raleaba a la altura
go, que vigilaba celosamente todos sus pasos. Me dijo de la coronilla. Llevaba puesto un frac. Con pasos
que le acompañaba a cada una de sus citas alegando cortos y elásticos pasó junto a nuestra mesa; Castrin-
212 ALFRED KUBIN LA O TRA PARTE 213

gius se apresuró a saludarle y recibió una breve venia -Sólo un instante -dije, y me senté-. ¿ Qué nue-
como respuesta. El americano atrajo la atención de vas cosas buenas le han sucedido ?
todo el restaurante. -¡ Oh, algo que usted ni se imagina, mi querido
-¡ Qué tipo !, ¡ quién pudiera acercarse a él, allí hay señor! Por fin la tengo, ahora es toda mía, ¡ hoy es un
dinero como heno ! --observó Castringius siguiéndole día grande ! -y sus ojos bondadosos se iluminaron en
atentamente con la mirada-. El enemigo jurado de un repentino éxtasis-. He pasado diez largos años
Patera, me lo ha dicho nuestro redactor jefe ... -y al buscándola y al fin la encuentro. ¡No se imagina lo
decir esto llenó su copa hasta el borde. Esgrimiendo que esto puede significar para un hombre ya viejo!
una sonrisa escéptica, Brendel hizo un brindis con él ¡ Son cosas que rejuvenecen ! ¡ Se siente un nuevo soplo
y dijo: de vida que anima los achacosos miembros ! Nunca
-¡ Pues que le aproveche, tanto a él como a usted ! más me separaré de Acarina Felicitas.
-entonces, la benevolencia de Nik empezó a aumen- Le felicité. « ¿ Un segundo renuevo? » pensé, «jamás
tar con cada copa. Cuando llegó la orquestina de zín­ hubiera supuesto algo así en un caballero tan venera­
garos con un tañedor de címbalo, se puso a cascar ble. ¿ Será acaso alguna cantante de variedades? Por
nueces con los dientes y, mientras se golpeaba el crá­ qué no, puede haber algunas muy simpáticas. »
neo cubierto de un pelamen lanoso y ensortijado, le -¿Y por qué no la ha traído con usted? -le pre­
gritó al director: gunté, compadeciendo al anciano en mis adentros.
-Aquí tiene al hombre de la dentadura de león -al («Seguro que lo estará arruinando » , pensé.)
notar las miradas de asombro de Brendel añadió: -Pero si aquí la tengo -exclamó con gran entu­
-Es un buen amigo mío, ¿puedo invitarle a nuestra siasmo a la vez que sacaba del bolsillo de su levita una
mesa? -Brendel propuso que, puesto que me hallaba cajita envuelta en papel platinado.
presente, era yo quien debía decidir. Pero el director -¿Una fotografía? ¿Algún medallón? Por favor,
de la orquestina me pareció un individuo abominable. permítame mirar -le rogué.
Luego volvimos a escuchar el griterío de la multitud, -No, es mi adorada Acarina Felicitas en persona,
dominado por la estentórea voz del americano. ¡ allí la tiene, en el rincón !
Al mirar a mi alrededor divisé a un viejo conoci­ Y efectivamente, en la cajita pude ver un insecto
do, el profesor Korntheur. Elegantemente vestido pequeño y de color grisáceo: el condenado piojo del
con un chaleco de seda clara y una corbata que le polvo. Entonces comprendí. (En casa de mi padre hay
llegaba hasta la barbilla, el anciano señor estaba muchas habitaciones.)
sentado en una especie de nicho lateral, y tenía en la Cuando nos marchábamos pregunté al hotelero qué
mesa una botella de borgoña. Me levanté y fui a salu­ habían decidido en la pieza contigua entre tanta alga­
darle. Él hizo un gesto alegre y festivo y me ofreció zara.
una silla. -Sí, se lo puedo decir ahora mismo -replicó en
214 ALFRED KUBIN LA O TRA PARTE 215

tono misterioso-, hoy se ha fundado la Asociación refugiaban en las esquinas y bajo las puertas cocheras
Lucifer. a fin de esquivar al desconsiderado jinete. Al llegar a
Castringius, que había bebido varias copas más de los baños públicos sujetaba firmemente las riendas de
la cuenta, quería llevarnos a toda costa a casa de ma­ su cabalgadura y, después de desvestirse, se lanzaba al
dame Adrienne. Nosotros nos negamos. agua montado. Con gran facilidad domeñaba aquel
-Entonces el artista irá solo -dijo y, volteando atleta al encabritado animal. En cierta ocasión llegó a
hacia fuera el forro de su levita color café, se alejó con nuestro Café tras haber tomado uno de esos baños.
un aire entre grave y satisfecho. Sus últimas palabras Pidió una serie de bebidas que allí sencillamente no
fueron-: ¡ Buenas noches, pequeños ! había y, al punto, se puso a despotricar furiosamente,
calmándose un poco cuando le trajeron un grog. En­
tonces tuve oportunidad de observarle muy de cerca,
pues su perfil diabólico se hallaba exactamente enfren­
II
te de mí. «Sin duda un individuo peligrosísimo», re­
conocí para mis adentros. Casi podía decirse que su
La persona del magnate americano seguía dando corta pipa formaba parte de su cara, aunque también
muchísimo que hablar. Cada tarde solía recorrer la llevara siempre dos grandes cajas de gruesos puros.
Calle Larga galopando en un potro negro. Desde el «Puros de propaganda», como él mismo los llamaba.
Café podíamos ver perfectamente su sonrisa de des­ A todos les ofrecía uno y el que aceptaba pasaba a ser,
precio, mientras los pálidos habitantes del Reino se al menos en un cincuenta por ciento, propiedad suya.
Otras veces venía a hablar de sus teorías y partidos, e
incluso en el Café trataba de conseguir adeptos. Luci­
fer, la liga sociopolítica que él mismo fundara, fue
calurosamente saludada por La Voz, mientras que el
diario oficial guardó absoluto silencio. Bell contaba
muchas cosas sobre el mundo exterior, y al hablar
paseaba constantemente la mirada por toda la asam­
blea, como queriendo calcular el efecto que en noso­
tros producían sus palabras. Aún recuerdo muchas de
las cosas que dijo:
-¡ Habéis perdido el sol, desdichados ! Bien mere­
cido lo tendréis si llegáis a perder vuestras vidas, ¿por
qué no os rebeláis? Miradme a mí. .. ved cómo escupo
sobre vuestro Patera !
216 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 217

Y lanzando una carcajada sarcástica golpeaba la Esto era algo que el americano no había esperado:
mesa con el puño. Los auditores se acurrucaban aterra­ no era su intención soliviantar a aquella gente.
dos, temiendo que algún rayo inesperado viniese a -¡ Oh sombras irracionales que ya no servís para
castigar al autor de semejante blasfemia. Todos baja­ nada: el diablo os tiene enteramente entre sus garras
ban tímidamente los ojos ; nuestro posadero se persig­ y el resto de inteligencia que aún os quedaba ha su­
naba varias veces seguidas y se daba golpes de pecho, cumbido al embuste universal! --en esos términos se
murmurando diversas jaculatorias. Anton se ponía de expresaba por doquier.
hinojos junto a la estufa y murmuraba dos veces : La gran afluencia de extranjeros que se hizo sentir
-¡ Diablo santo, protégenos ! ¡ Diablo santo, proté­ por aquella época dio lugar a una serie de confusiones
genos ! y malentendidos bastante extraños. Los recién llegados
Los jugadores de ajedrez eran los únicos que per­ encontraban allí a sus dobles, hecho que motivó todo
manecían imperturbables. tipo de contrariedades y sorpresas desagradables pues
El americano observaba atentamente el efecto pro­ muchos de ellos no sólo presentaban similitudes físicas
ducido por sus palabras, luego escupía al suelo, arro­ y de comportamiento con los antiguos residentes, sino
jaba una moneda de oro sobre la mesa y salía echando que incluso en la ropa parecía haber prevalecido un
miradas llenas de desprecio. criterio rigurosamente imitativo con respecto al origi­
Si bien no lograba poner a todos de su parte, es nal. Aunque parezca absurdo, diré que era fácil toparse
indudable que fue despertando la conciencia política con dos Alfred Blumenstichs en la calle, o con dos
de los habitantes del Reino, con lo cual, sin embargo, Brendels o varios Lampenbogens. Uno se precipitaba
hizo mucho más daño que el que quizá se había pro­ al Café para saludar a algún conocido al que no había
puesto. Empezaron a surgir toda suerte de grupos y visto hacía tiempo y ... ¡ menuda sorpresa! : resultaba
asociaciones que reclamaban cosas diferentes : libertad que era otra persona ... Lampenbogen iba caminando
de elección, comunismo, implantación de la esclavitud por la calle, yo me sacaba el sombrero ¡ y en la próxima
o del amor libre, comercio directo con el extranjero, esquina volvía a ver a Lampenbogen! Un día vi al
mayores restricciones aduaneras o la abolición del dueño del Café cuatro veces seguidas, y, sin embargo,
control fronterizo: en fin, salieron a relucir una serie habría jurado que él seguía trabaj.ando en su estable­
de aspiraciones diametralmente opuestas entre sí. Se cimiento. Por lo demás, yo mismo debía de tener algún
formaron clubs religiosos que agrupaban a católicos, otro Yo, pues más de una vez recibía una amable
judíos, musulmanes y librepensadores. Según los pun­ palmada en el hombro y, al volverme, veía a un des­
tos de vista más diversos, tanto políticos y comerciales conocido que con aire desconcertado me pedía dis­
como del orden espiritual más elevado, los habitantes culpas.
de Perla fueron escindiéndose en grupos que a menudo En cierta ocasión fui presa de una agitación sin
no contaban con más de tres miembros. límites. Caminando por la Calle de los Tenderos -un
218 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 219

oscuro pasaje que conducía del Barrio francés al mer­ máscara, n o había quien n o l a reconociera de inme­
cado de verduras- tropecé con una dama que era el diato. Este escándalo motivó un acercamiento aún ma­
vivo retrato de mi difunta esposa. Dolorosos recuer­ yor entre Brendel y Lampenbogen. Ambos se sentían
dos acudieron a mi mente y me puse a seguirla hasta ofendidos en su honor, y todo sufrimiento compartido
que desapareció en una casa de alta fachada gótica. resulta más llevadero. Brendel había sucumbido por
Antes de cruzar el umbral se volvió un instante hacia entero a los encantos de la frívola señora y ya no podía
su perseguidor: el asombroso parecido, que se exten­ cambiar de amante. Con los ojos hundidos y un aire
día hasta los menores movimientos, me causó una de gran preocupación, se pasaba los días deambulando
honda consternación. Empecé a verla más a menudo por calles y plazas e incluso evitaba encontrarse con­
y hasta confieso que la espiaba en secreto. En lo más migo : vivía avergonzado. En cambio, la insaciable Me­
íntimo de mi corazón, y sin decírmelo del todo a mí litta no sentía reparo alguno en mostrar su desvergüen­
mismo, comencé a pensar en la eventual posibilidad za. Ella se contaba también entre las fervientes admi­
de una segunda dicha... hasta que, un buen día, la vi radoras del americano, cuyas anchas espaldas, com­
del brazo de un individuo rechoncho y de larga cabe­ plexión robusta y extraña coloración cutánea la atraían
llera que llevaba un sombrero calañés. Cuando pre­ irremisiblemente. Todos la habían visto contonearse
gunté en su casa me dijeron que era la esposa de un ante él y levantarse la falda hasta más arriba de la
constructor de órganos de la Corte. Tuve la impresión rodilla, mientras dejaba caer el pañuelo, los imperti­
de haber sido engañado. Precisamente por aquella épo­ nentes y el monedero. Poco galante, el hombre del
ca, en que la más ligera lluvia otoñal disolvía todas las Oeste no reaccionaba en absoluto ante aquellos escar­
formas en su indeciso resplandor, había que poner la ceos, y cuando la bella dama se inclinaba y acercaba
máxima atención para evitar confusiones. Valiéndose provocativamente sus caderas hacia el domador de
de un nombre falso, un tal Castringius II había con­ hombres, éste le decía en tono frío: «¡ Vamos, niña,
traído tal cantidad de deudas en todas las tabernas que deja paso !», y la empujaba a un lado. Despechadísima,
nadie más quiso fiarle un céntimo al verdadero Cas­ Melitta utilizaba entonces los buenos oficios del pobre
tringius. Brendel, a quien sin éxito alguno enviaba contra el
En el que fuera Teatro municipal, unos cuantos testarudo rival. El americano mandó decir que estaba
plutócratas fundaron, en el curso de una gran fiesta, acostumbrado a batirse exclusivamente con un látigo
La Liga de la Alegría. Melitta desempeñó en ella un para perros, poniendo así punto final a aquel escán­
papel preponderante, sacando amplio provecho de su dalo.
triste reputación. En cierta ocasión se fugó de su casa La Asociación L ucifer reclutaba la mayoría de sus
y, por espacio de una semana consecutiva, apareció miembros entre los recién llegados, que, por lo gene­
desnuda en una escena del espectáculo llamado La ral, se mostraban reacios ante la idea de enfundarse en
nueva Eva. Si bien llevaba la cara oculta por una los anticuados y ridículos trajes. Además, aquellos
220 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 221
objetos pasados de moda y el ya histórico mobiliario creían en el Amo, y el de quienes prestaban oído a las
tampoco les hacían la más mínima gracia. Este tipo de palabras del Americano. Cierto es que estos últimos
gente se afilió al partido del americano. no eran del todo dignos de confianza, y él lo sabía: de
Más de una vez me puse a pensar, bastante perplejo, ahí que no cejara un instante en su propaganda.
en la absoluta pasividad con que el auténtico Amo Como sin duda recordarán mis lectores, en Perla
observaba todas estas maquinaciones, que tan abierta­ había dos diarios y un semanario ilustrado. Lógica­
mente violaban las normas de vida tradicionales del mente, el nuevo potentado no tenía acceso al diario
Reino de los sueños. El propietario de nuestro Café, oficial, que permanecía fiel al Gobierno desde la pri­
que mantenía una postura neutral, solía comentar no mera a la última línea. En cambio, Bell ejerció pronto
sin astucia: «¡No se preocupe, que el Otro se las sabe un gran influjo en La Voz, consiguiendo que la redac­
todas!» ción del periódico declinara toda responsabilidad en
El control fronterizo seguía funcionando con la una nota al final de sus subversivos artículos. Nuestro
misma eficacia que antes, y, sin embargo, en el interior redactor tuvo que adaptarse a este doble juego que,
de las murallas todo se hallaba como bajo el conjuro por lo demás, no parecía resultarle muy difícil. Des­
de una calamidad inminente. El aire se tornó más pués de todo, él siempre había dirigido en secreto los
bochornoso y opresivo que nunca; una luminosidad tres periódicos que tenían, cada uno, orientaciones
pálida y diáfana inundaba nuestra ciudad e incluso, en diferentes.
contadas ocasiones, unos cuantos rayos solares caye­ Los dos ilustradores tuvimos que seguir entregando
ron oblicuamente sobre ella, atravesando el siempre nuestros trabajos tal y como solíamos hacerlo hasta
inmóvil cerco de nubes. Aquella luz desagradable y entonces en el Espejo de los Sueños. Castringius, por
ofuscadora no dejaba de ser inquietante; como hacía su parte, intentó varias veces rendirle homenajes se­
tiempo que no estábamos acostumbrados a ver el sol, cretos al americano. Lo representaba como un gigante
todos hubiéramos preferido, en el fondo, alguna lluvia protegido por una armadura de oro, que llenaba su
refrescante. pipa con documentos y obligaciones estatales; hasta
El tiempo parecía haber adoptado un ritmo diferen­ que un día recibió una postal de Hércules Bell en la
te. Por todas las calles se agitaban ahora grupos de que sólo figuraba la palabra: «¡Burro !»
gente angustiada y temerosa que daban a Perla -nor­ De pronto empezaron a oírse rumores de que el
malmente tan tranquila- el aspecto de una ciudad americano quería comprar La Voz y El Espejo de los
comercial y bulliciosa. Los miembros de un mismo Sueños por una suma elevadísima y editarlos él mismo.
partido intercambiaban contraseñas en forma rápida. Sin embargo, antes dio su golpe maestro: la proclama.
En líneas generales, y pese a las divergencias que pu­ Para ello hubo de violentar primero a nuestro pobre
dieran existir a nivel individual, toda la ciudad estaba redactor jefe y propietario de la imprenta.
dividida en dos grandes grupos : el de aquellos que aún -¡No la imprimiré ! -le aseguró al comienzo, tem-
222 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 223
blando de miedo. Pero el energúmeno se limitó a reír,
lanzando una densa bocanada de humo a la cara del PROCLAMA
aterrorizado cumplidor de su deber.
-¡ Usted me imprimirá esto de inmediato y en papel « ¡ Ciudadanos de Perla!
carmesí ! -rugió. El otro pobre cay_ó de rodillas y
gimió: »¡ Cuando llegué aquí, pensaba encontrar un país de
-¡ Piedad! ¡ Piedad!, pero no puedo imprimirlo : un lujo y esplendor asiáticos ! Sin duda a vosotros os
¡ significaría mi muerte! pasó lo mismo. Por espacio de siete años dirigí innu­
merables súplicas a Patera para que me abriese las
Entonces, el inexorable americano sacó un revólver
puertas del Reino de los sueños. Finalmente accedió a
de su bolsillo y, aplicándolo a la oreja del pobre hom­ mi deseo, aunque más me hubiese valido que persis­
bre, exclamó : tiera en su negativa. ¡ He encontrado un Reino en el
-¡Si no me obedece de inmediato, disparo! -pá­ que impera el Absurdo ! Sólo la gran lástima que me
lido y temblando de pies a cabeza, el redactor cogió inspiráis me mueve a intentar abriros los ojos. ¿Están
la hoja: acaso vuestras vidas condenadas de antemano? ¡No!
-Soy padre de familia -gimió mientras gruesas ¡ Una y mil veces no ! Y, sin embargo, vivís sumidos
lágrimas rodaban por sus mejillas. en una angustia e infelicidad constantes. ¡ Esto es algo
El americano vigiló personalmente la impresión. que tenéis que admitir, todos y cada uno de vosotros !
Cuando le parecía que el trabajo avanzaba demasiado ¡ Habéis caído en las redes de un charlatán, de un
lento, el monstruo lanzaba varios disparos al aire. Al farsante, de un hipnotizador! ¡Y ello os ha costado
caer la tarde había ya seis mil proclamas listas; el papel vuestra salud, vuestros bienes y vuestro sano juicio!
rojo no había alcanzado para más. ¡ Infelices ! ¡ Sois todos víctimas de una hipnosis colec­
-Y ahora, estúpido, ¿qué ha pasado, eh? -le pre­ tiva! Nadie sigue ya los dictados de su propia razón.
guntó al editor, que aún seguía preocupadísimo. No ¡No, todos consideran las ideas que les son sugeridas
obstante, obsequió a cada empleado de la imprenta con por una fuerza extraña como el producto de su propia
cien florines de oro. mente ! ¡ De este modo dejáis que os importune hasta
la muerte, y aquel demonio se regocija perversamente
en este juego !
»¡ Pero todavía estáis a tiempo de salvaros! Invito a
III
todo el que aún tenga una chispa de energía a que me
secunde en mis proyectos.
El ejemplar de la proclama que reproduzco a con­ »Poned la máxima atención en lo que tengo que
tinuación me lo cedió gentilmente un oficial ruso que deciros. ¡Hay que liberarse de las cadenas del hechizo !
presenció la conquista del Reino de los sueños y que ¡ Sólo tenéis que desearlo seriamente y seréis libres!
además me autorizó a publicarlo. ¡ Agrupaos en torno a mí, formad batallones y tomad
224 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 225
por asalto el tres veces maldito Palacio ! Ofrezco la »¡ Ciudadanos ! ¡Ahora que os he abierto los ojos no
suma de volváis a cerrarlos ! Os exhorto una vez más a que
aceleréis la caída de esta bestia. ¡ Permitidme que os dé
un millón de florines 'un consejo! ¡Protegeos contra el sueño! ¡Es en él
cuando el Amo os esclaviza! En la impotencia del
por la cabeza de aquel hijo de Satanás. ¿Sabéis acaso sueño quedáis enteramente a su merced, y es entonces
en qué casas os veis obligados a vivir? Yo os lo puedo cuando os infiltra sus malignas ideas, cuando renueva
decir: no hay casi ninguna que no haya sido mancillada y consolida día tras día su hechizo infernal, destro­
por toda clase de crímenes, hechos sangrientos e infa­ zando vuestras voluntades. ¡ Tengo el pleno convenci­
mias antes de ser trasladada al lugar que ahora ocupa. miento de que un buen día volveré a veros a todos
El mismo Palacio está construido con restos de edifi­ felices y contentos !
cios que han sido escenario de sangrientas conjuras y »¡El gran mundo exterior ha dado un paso gigan­
revoluciones. Al efectuar la selección, Patera se re­ tesco hacia la luz del futuro ! Vosotros, en cambio,
montó hasta las épocas más lejanas. Fragmentos de El habéis retrocedido y estáis sumidos en un profundo
Escorial, de la Bastilla y de las antiguas arenas romanas marasmo. No tenéis participación alguna en los gran­
fueron utilizados en su construcción. Por instigación diosos inventos de nuestra época; ¡ esos innumerables
de vuestro Amo y Señor, bloques de piedras de la inventos, que van sembrando el orden y la felicidad
Tower, del Hradschin, del Vaticano y del Kremlin fue­ por todo el mundo, siguen siendo un enigma para
ron robados, partidos en pedazos y enviados hasta aquí. vosotros, habitantes del Reino de los sueños! ¡ Ciuda­
»Dondequiera que imperase la desdicha humana ex­ danos, vuestro asombro no tendrá límites cuando sal­
tendía vuestro Amo sus tentáculos. El Café de la Calle gáis de aquí! El azul del cielo y el verdor de las pra­
Larga era, hasta hace unos cincuenta años, un cafetín deras os sonreirán nuevamente; el sol volverá a teñir
de mala fama situado en las afueras de Viena, y la de rosa vuestras pálidas mejillas, sentiréis una vez más
lechería era una cueva de bandidos en la Alta Baviera. la dicha inefable en compañía de vuestros hijos y ya
¡ Sobre el molino, que fue comprado en Suabia, pesa sólo recordaréis con horror esa estéril inmundicia que
desde hace dos siglos la maldición de un fratricidio ! se llamó el Reino de los sueños. ¡ Protegeos contra
Éstos no son sino unos cuantos ejemplos; no quisiera todas las artimañas de este actor criminal !
comunicaros aquí los resultados de todas mis investi­ »¡ Abajo Patera! ¡ Tal deberá ser vuestro grito de
gaciones. En todo caso, tened la plena seguridad de guerra!
que Patera efectuó la mayor parte de sus misteriosas »¡ Uníos todos a los hijos de Lucifer!
compras en los barrios más sórdidos e inmundós de
las grandes ciudades. París, Estambul y otras más le »Dixit
dieron lo peor que tenían. »Hércules Bell. »
226 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 227
Castringius dibujó una gran viñeta para encabezar con una de las sirvientas del americano, igu almente de
la proclama: una diosa de la libertad coronada con una color. Bell se había ganado la simpatía de aquel hom­
diadema y sosteniendo unas tablas, en cuyo dorso bre con un valioso regalo de bodas, y ambos se ale­
figuraban las palabras : Libertad, I gualdad, Fraterni­ graron muchísimo cuando volvieron a encontrarse en
dad, Sociedad, Ciencia y Derecho. De la diadema par­ el Reino de los sueños. Flattich era fuerte como un
tía la bandera estadounidense, que recorría, en un con­ roble y, además, bondadoso. Lo único que había que
tinuo movimiento ondulatorio, todo el margen de la evitar era sacarlo de su apatía, pues entonces se con­
proclama. Para fijar y repartir los rojos carteles se vertía en un ser realmente temible. En el ínterin había
contrataron los servicios de Jacques y su banda. Era enviudado y se dedicaba a adiestrar pájaros. Bell quiso
éste un adolescente aún imberbe y esmirriado que sólo ganarlo en seguida para su causa, pero sus propuestas
tenía madre: el padre era desconocido. La madre, ma­ no hallaron eco alguno. Flattich era un ferviente ad­
dame Adrienne, era una conocida alcahueta y propie­ mirador de Patera y nada en el mundo podía alejarle
taria del mejor de los dos establecimientos sitos en el de éste. Tampoco tomó parte en la revolución, sino
Barrio francés, del que además nunca salía. Jacques, que siguió ocupándose de sus pájar� s. Vivía en el
una auténtica fisonomía patibularia, rondaba siempre Barrio francés, donde era muy quendo por todos.
por todos los antros de corrupción, donde tenía el Volveremos a hablar de él en el curso de nuestra his-
rango de un general del hampa. Sus hazañas, de una toria.
osadía muchas veces extraordinaria, gozaban de reco­ A consecuencia de las orgías y el libertinaje impe-
nocido prestigio entre los sujetos de su calaña. El rantes el sistema nervioso de los habitantes del Reino
americano conoció a este individuo en una fonda y lo empe;ó a flaquear a un ritmo i quietante. Con� cidas
?"
contrató de inmediato, ofreciéndole un cuantioso an­ enfermedades psíquicas y nerviosas como el baile ?e
ticipo. Para Jacques, que se ganaba la vida con todo San Vito, la epilepsia y la histeria, se f�eron co�v1r­
tipo de prácticas infames, las riquezas del político te­ tiendo poco a poco en fenómenos colectivos. Casi to­
nían un atractivo especialísimo. Ya al primer encuen­ dos tenían algún tic nervioso o eran torturados por
tro se le vendió en cuerpo y alma, comprometiéndose una obsesión. La agorafobia, alucinaciones, melancolía
a formar, junto con un enjambre de siniestros perso­ y espasmos convulsivos empezaron a aume�t�r en
najes del Barrio francés, la guardia personal del nuevo proporciones alarmantes y, sin embargo, el delino ge­
Creso. neral seguía ganando adeptos, de suerte que cuanto
Sin embargo, no todos eran venales. El negro Gott­ más se incrementaban los espantosos suicidios, mayor
helf Flattich, por ejemplo, un ex cargador oriundo del era el desenfreno al que se abandonaban los supervi­
Camerún al que la casualidad había hecho recalar en vientes. En los mesones se producían sangrientas riñas
el Reino de los sueños, resistió a la tentación. Bell le con navaja. Yo no podía dormir tranquilo po� las
conocía ya de antemano, pues el negro se había casado noches, pues la algarabía del Café subía hasta m1 ha-
228 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 229

bitación. El desorden general seguía en aumento y, fueron alternando los nervios de manera especial. El
finalmente, nadie reconocía ya límite alguno a sus acelerado ritmo en que se sucedían los acontecimiento s
deseos. confirió a la vida un carácter sombrío y auténticamente
Cierta noche, una cupletista hizo su debut en el onírico.
Café. Al comienzo las cosas se desarrollaron más bien Si se piensa además en el aire caliente y opresivo y
pacíficamente, exceptuando, claro está, los aplausos y en aquella luminosidad espectral y procelosa -de :ez
los acordes desafinados del piano. A eso de las tres, en cuando algún resplandor fugaz cruzaba el cielo
sin embargo, el volumen de chillidos y risotadas em­ azufrado--, es posible hacerse una idea aproximada de
pezó a elevarse gradualmente. Me levanté y, desde la los sentimientos de terror que me embargaron por
ventana, vi cómo la soubrette, completamente desnuda aquellos días. ..
y con una guirnalda de botellas de champaña en torno Por último llegó l a proclama: fue fi¡ada e n todas las
al cuello, era paseada por las calles de la ciudad en un calles y repartida en todas las casas. L� s a� tagonismos
carretón de mano. Al frente del extraño cortejo -for­ que se habían suscitado entre los part1da nos del ame­
mado por una multitud totalmente ebria- marchaba ricano y los antiguos ciudadanos fieles a Patera, se
el lugarteniente de Nemi, con la espada desenvainada. vieron agudizados por ella. Eran tiempos difíciles.
Los nueve huérfanos de madre que vivían en mi
antigua casa recibían por entonces frecuentes visitas de
Alfred Blumenstich, el conocido filántropo. Según de­
cían, el objetivo principal de estas visitas eran las dos
hijitas mayores. El buen hombre llegaba cargado de
grandes cajas de bombones y desaparecía luego tras la
puerta, que el propio padre de las criaturas se encar­
gaba de vigilar para que el señor Blumenstich no fuese
molestado.
El éter y el opio pasaron a sustituir al alcohol. La
gente se inyectaba públicamente, a fin de calmar o
excitar sus nervios agotados.
Hasta los elementos menos perspicaces se dieron
perfecta cuenta de que aquel estado de cosas conduci­
ría inevitablemente a una catástrofe. Con gran horror,
hube de constatar el creciente desasosiego que domi­
naba a aquellos desaforados. Los alaridos penetrantes
y misteriosos que por la noche salían de las casas, me
CAP ÍTULO II

EL MUNDO EXTERIOR

LA existencia del Reino de los sueños permaneció


ignorada por el mundo civilizado durante casi doce
años. Se daban, claro está, casos de personas que de­
saparecían de modo repentino e inexplicable, y aunque
muchas de ellas hubiesen sido vistas en trenes o en
barcos, las ulteriores investigaciones sobre su eventual
paradero solían revelarse totalmente infructuosas.
Cuando se trataba de gente que de algún modo había
caído en desgracia ante el sistema sociocultural impe­
rante y tenía, por tanto, razones para ocultarse, se le
daba muy poca importancia al asunto. El mundo ha
mostrado siempre escaso interés por los fracasados de
toda especie.
En cambio, la sociedad se sentía vivamente afectada
cuando las listas de los misteriosos fugitivos se veían
engrosadas por ilustres miembros de sus círculos cul­
turales, artísticos y financieros. Por regla general, los
parientes del desaparecido recibían algún signo de vida
dos o tres semanas después de su partida, al menos
una carta con unas cuantas líneas. Pero, ¿qué podía
sacarse en limpio cuando el mensaje se limitaba a fór­
mulas como «No indaguéis mi actual paradero, estoy
muy bien instalado», o «Circunstancias imprevistas
me obligan a pedirte que renuncies a la idea de casarte
232 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 233

conmigo», o bien: «Os pido perdón a todos, no puedo el excéntrico individuo, acompañado de su médico y
actuar de otro modo» ? de dos criados, anduvo recorriendo todos los mares y
Todos se habrían reído si alguien hubiera dicho que continentes del mundo en busca del Reino de los sue­
aquellas desapariciones tenían una causa común. La ños. Tan pronto se le veía revisar palmo a palmo
policía había agotado todos sus recursos sin ningún Nueva Zelanda y las islas adyacentes, como aparecía
resultado. en el archipiélago índico. Su médico interrumpió el
Una de las desapariciones más notorias fue la de la viaje en Hong-Kong, arguyendo que no aguantaba un
princesa de X. Aunque en aquella época la gente es­ minuto más la compañía de Hércules Bell. Añadió que
tuviera acostumbrada a la súbita partida de muchas se veía obligado a enmendar su diagnóstico inicial,
damas prominentes, éstas eran, por lo general, mujeres favorable al paciente, y a declararle enfermo y víctima
bastante jóvenes. Y, de pronto, le toca el turno a una de una serie de obsesiones. El médico regresó a su país
dama anciana, que además parecía muy contenta en su y el millonario siguió en pos de sus quiméricos obje­
país de origen. Se pudieron seguir sus huellas hasta el tivos.
mar Negro, donde había llamado la atención de algu­ Entonces ocurrió algo sensacional: el americano ha­
nos faquines turcos por su increíble tacañería con las bía enviado un mensajero que, un buen día, se presen­
propinas. Este detalle permitió reconocerla. Los úni­ tó con una gruesa carta y una proclama en el despacho
cos seriamente afectados por su desaparición fueron del primer ministro británico. El excelentísimo lord
algunos sobrinos y sobrinas que esperaban recibir la era invitado a creer en la existencia de una comunidad
herencia: lamentablemente, la anciana señora había en la cual, para escarnio y deshonra de todas las leyes
cargado con todos sus bienes. Nadie supo más de la existentes, un déspota cuyas inconmensurables rique­
princesa de X. zas sólo eran comparables a su desfachatez, perpetraba
Poco después se produjo el caso del multimillonario toda clase de abusos e injusticias. Varios miles de
americano Bell, quien reveló al mundo exterior la exis­ honrados ciudadanos europeos se hallaban allí ilegal­
tencia del País de los sueños, y por último decidió mente detenidos. El americano escribió que apelaba a
pasar a la acción. Aquel magnate de la charcutería los ingleses como a los enemigos declarados de cual­
había oído hablar -ignoro por qué conducto- del quier tipo de esclavitud denigrante, añadiendo que
extraordinario país, y al punto se le ocurrió la idea de esperaba su pronta y eficacísima ayuda.
convertirse en ciudadano de dicho Reino. A la súbita Pese a que tanto la carta como la proclama estaban
inculpación general de que había perdido la razón, Bell escritas en un tono grosero y burdo, resultaba impo­
replicó sometiéndose a la constante observación de un sible negarse a prestar la ayuda solicitada, habida cuen­
reputado neurólogo. Al final, este facultativo pudo ta de la misteriosa desaparición de tantas personas. Se
certificar que el americano se hallaba en plena posesión decía que hasta la princesa de X languidecía en una de
de sus facultades mentales. Por espacio de varios años, aquellas prisiones. También pudo explicarse entonces
234 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 235

la extraña compra de casas, que tantos comentarios sin embargo, este hombre fue hallado muerto en el
había suscitado en la prensa europea y que todos atri­ cuarto de su hotel. Tenía un puñal clavado en el vientre
buían a los caprichos de algún príncipe asiático. La y, para gran asombro de los presentes se descubrió
consecuencia de todo ello fue un violento intercambio que en la hoja de acero habían grabado estas cuatro
telegráfico entre los gobiernos de las grandes potencias palabras: ¡ El silencio es oro!
europeas: lo más indicado parecía ser una acción rá­ Rudinoff tuvo que seguir buscando solo.
pida y silenciosa.
En su calidad de Estado limítrofe, Rusia recibió el
encargo de iniciar el ataque. Las mezquinas rivalidades
que suelen presentarse en estos casos no hallaron eco
alguno y los Parlamentos no fueron notificados de
inmediato.
En el curso de un mes se había movilizado ya una
división rusa bajo las órdenes del hábil general Rudi­
noff. En sus banderas escribieron las palabras : En
defensa de la moral cristiana y del amor al prójimo,
mientras pensaban en las barras de oro que habrían de
conquistar. El zar esperaba adquirir una nueva pro­
vincia de gran capacidad tributaria, ya que, al fin y al
cabo, el legendario país se hallaba muy cerca de la
frontera rusa.
Una serie de reporteros, fotógrafos, especuladores
y negociantes experimentados fueron invitados secre­
tamente a participar en la expedición. Como era de
esperar, los diplomáticos chinos acreditados ante las
grandes potencias protestaron contra aquella flagrante
violación de las fronteras del Celeste Imperio. Pero ya
era demasiado tarde, y los ilustres mandarines no tu­
vieron más remedio que retirarse.
Aunque la ubicación del Reino de los sueños pu­
diera determinarse exactamente sobre el mapa, deci­
dieron --como medida de precaución- que el men­
sajero del americano dirigiera las tropas. Un buen día,
CAPÍTULO III

EL INFIERNO

Es una mañana gris y nubosa. El americano Hér­


cules Bell aún está en cama, sentado a medias y con
los brazos cruzados: parece absorto en hondas medi­
taciones. «¡Venceré !» murmura, y un destello de so­
berbia ilumina su rostro, poco agraciado y excesiva­
mente enérgico. «¡ Venceré!», repite en voz alta mien­
tras se incorpora.
«¡ Estoy sano !», piensa con aire de triunfo y avanza
desnudo hacia el gran espejo de pared. Con desafiante
mirada examina su cuerpo de arriba abajo, poniendo
en acción sus músculos mediante unos cuantos ejerci­
cios gimnásticos. «¡ Sólido como una roca!» . . . y se
golpea el velludo pecho. Imaginando ser un boxeador
exclama luego, con jubilosa exaltación : « ¡ El primer
premio para Hércules Bell!»
Piensa entonces en los habitantes del Reino y no
puede menos que escupir hacia el rincón. ¡ Pronto,
muy pronto, acabaría con aquel rebaño de pusilá­
nimes !
De repente frunce el ceño. Por su mente pasa la
imagen del Suburbio, adonde sólo había ido una vez
para ver a los habitantes. «¡ Patrañas !», es la palabra
que resumía su opinión sobre la antigua tribu. Nunca
más volvió a poner los pies en esa aldea, que le resul­
taba poco simpática.
238 ALFRED KUBIN LA OTRA PAR TE 239

En cuanto se hubo convencido de la evasiva frialdad sitos. Llevaba la importantísima carta colgada al cuello
de los asiáticos ojizarcos, llegó a la conclusión de que en una bolsa de caucho ; por lo demás, su robusto
el Suburbio era un terreno poco propicio para la lucha organismo no tenía nada que temer del baño nocturno.
partidista. No obstante, cierto oscuro presentimiento ¡ Ya nada podía fallar! Connor había probado su inte­
le hacía temer una mala jugada por parte de los mis­ ligencia y tenacidad en aventuras de todo tipo.
teriosos ancianos. Mas éstos permanecieron totalmen­ La ayuda exterior llegaría, a lo sumo, dentro de
te al margen del incipiente proceso revolucionario, cuatro a seis semanas.
limitándose a continuar su pacífica existencia cotidia­ «¡ Dos meses más y seré el dueño absoluto del Reino
na. ¡ Al diablo con todos ellos !. .. ¡ si hasta prefería a los de los sueños ! » dice Bell mientras llena su pitillera de
ciudadanos más desalmados!. .. cigarrillos. « ¡ Pronto tendré a Patera a mis pies !» Un
Luego se viste y se afeita cuidadosamente, hacién­ destello maligno ilumina sus ojos. ¿Por qué enton­
dose un adecuado masaje facial que le devolverá los ces siente una admiración ardiente y secreta por el
ánimos perdidos. Aún no ha mostrado su jugada maes­ Amo, un ser al que sin embargo tanto odia? Este
tra; ¡nadie se imagina aquel triunfo! Recuerda la noche paradójico interrogante resume toda la tragedia de
en que tuvo que separarse de su fiel sirviente. Arries­ aquel hombre.
gando su propia vida, aquel hombre, que por espacio Cuando tras repetidas instancias obtuvo el permiso
de veinte años había desempeñado el cargo de ayuda para ingresar en el Reino y pudo observar con sus
de cámara de Hércules Bell, partió un día del Reino propios ojos el efecto de los ilimitados poderes de
de los sueños dispuesto a llevar informes sobre el Patera, el americano pensó, desde su perspectiva vital
nuevo Estado al resto del mundo. Connor se encon­ eminentemente práctica, que dichos poderes eran uti­
traba ya fuera de las murallas. Aquel genio en todo lizados pueril y ridículamente. Con su espíritu de em­
tipo de asuntos de orden técnico y práctico había presa, él habría hecho cosas muy distintas. Al comien­
descubierto, tras dar una rápida ojeada, que sólo el río zo pensó asociarse con el poderoso Amo y fundar una
ofrecía una posibilidad segura de evasión. En el punto especie de gran consorcio, en el que iría invirtiendo
en que éste desaparecía bajo el baluarte formado por sus millones sin temor alguno. ¡ Podría conquistar el
las murallas, el secretario se sumergió en sus aguas mundo entero !, sin duda algo más importante que
topándose con una verja de hierro. Protegido por la aquel país de locos .
oscuridad nocturna logró, sin embargo, limar uno de . Sin embargo, a este auténtico magnate, al que en
los barrotes y escurrir su ágil y esbelto cuerpo a través Europa y América todos reverenciaban a causa de su
de la abertura practicada. Como era de noche, en dinero, el Amo lo trató como un solicitante vulgar e
cuanto estuvo fuera disparó un cohete que, elevándose inoportuno. Sus visitas habían sido groseramente re­
muy por encima de la muralla, indicó al americano chazadas, de suerte que ni una sola vez pudo acceder
que su intrépido secretario había logrado sus propó- ante la instancia suprema y exponerle sus valiosos
240 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 241

proyectos. Los contratiempos más insólitos se habían entre las piernas un ejemplar del Espejo de los sueños.
interpuesto siempre en su camino. A consecuencia de Bell le da un empujón y el chiquillo se desploma sin
ello, un odio terrible contra Patera había ido germi­ que la pacífica expresión de su rostro sufra la menor
nando en el corazón de aquel hombre que, de una vez alteración.
por todas, deseaba hacer sentir sus poderes : ¡ No ne­ El americano se precipita entonces escaleras arriba
cesitaba limosnas de nadie! ¡Simplemente quería que y por poco tropieza con la lavandera, oculta tras una
reconocieran su importancia! Y entonces se lanzó de pila de ropa. Una idea horrible le pasa por la mente.
lleno a la política, ya sabemos con cuánto éxito ... Asoma medio cuerpo por la ventana. En la esquina
Pasaba noches enteras dando vueltas en la cama y revolotea un objeto rojo: trozos de papel, una procla­
estudiando la mejor manera de vengarse de su invisible ma mal pegada. En un sucio recoveco de la calle divisa
adversario. Además, si su nombre había llegado a ser dos hombres tendidos en el suelo ; de las profundi­
tan temido en el Reino de los sueños era, sobre todo, dades de un zaguán surgen las piernas y la falda de
debido a su dinero y a su continua e infatigable acti­ una mujer. Aparte de estos durmientes no se ve un
vidad. El objetivo final, que no era otro que humillar alma por las calles ; tan sólo a lo lejos evolucionan
a Patera, parecía estar muy cerca. «Pero ha llegado el dos animales de hocico puntiagudo : una pareja de
momento de actuar; ¡ basta de elucubraciones !» zorros.
Bell coge su reloj ... ¡se había parado !. .. «Qué raro, Bell se aparta de la ventana, dejándose caer en un
¿cuánto tiempo habré dormido?» Llama a su criado, sillón. Su rostro, pálido y exangüe, va adquiriendo una
pero nadie responde. Entonces abre la puerta que da expresión de indecible desprecio. Deja caer la cabeza;
a la recámara y ve a su camarero J ohn durmiendo con sobre su frente pueden verse tres profundos surcos
la boca abierta. Bell se le acerca y le sacude . . . en vano ... horizontales, un ligero temblor agita las ventanas de
Por último, John abre lentamente los ojos, le lanza su nariz ... Entonces, con voz doliente y relajada dice:
una mirada soñolienta y, al poco rato, vuelve a que­ « ¡ Soy un auténtico desastre!... ¡ He perdido la jugada!»
darse dormido; esta vez fue imposible despertarle. Sus ojos están a punto de cerrarse y, sin embargo, su
Hecho una furia por no haber logrado sus propó­ cuerpo tiembla y se rebela contra el agotamiento. Lue­
sitos, el americano pulsa todos los timbres y baja luego go se arrastra hasta la bañera y sumerge la cabeza en
al restaurante, donde lo primero que ve es al hotelero el agua fría. . . ¡qué refrescante !, bebe un trago de aguar­
roncando detrás del mostrador. Hay también algunos diente y se fricciona el cuero cabelludo con lo que aún
clientes que utilizando la servilleta como almohada, queda en el fondo de la botella ... la flaqueza ha sido
duermen con la cabeza apoyada sobre la mesa. Ante superada. Por último llena su pipa, se pone el som­
ellos pueden verse vasos a medio apurar y platos con brero y sale.
restos de comida. Apoyado contra la percha está el Hércules Bell no se rinde.
ayudante del camarero que, aunque dormido, sostiene
242 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 243
operaba en cuestión de segundos. Se dio el caso, por
11 ejemplo, de un orador que se hallaba perorando aca­
loradamente sobre temas de política, cuando de pronto
Un sopor irresistible se había apoderado de Perla. se inclinó sobre la mesa, dejó caer la cabeza y empezó
Partiendo del Archivo, se había extendido por la ciu­ a roncar a ritmo acompasado.
dad y la campiña sin que nadie pudiera oponerle re­ En cambio Anton, aunque casi no podía mantener
sistencia. El que aún se jactaba de estar despejado no los ojos abiertos, seguía atendiendo en el Café. ¡ Pero
tardaba mucho en pescar, en cualquier lugar y cuando cómo había que animarlo ! ¡Dios mío! Le arrojaban
menos se lo esperaba, el germen de la terrible epide­ terrones de azúcar y cucharillas de café, pues era in­
rma. creíblemente olvidadizo, y cuando al fin, tras un su­
Aunque pronto se dieron cuenta de que era conta­ premo esfuerzo, lograba traer el servicio, se encontra­
giosa, no hubo médico que lograra descubrir algún ba con que el impaciente parroquiano estaba ya pro­
antídoto. Las proclamas no surtieron ningún efecto, fundamente dormido. Había que ir apagando todo el
pues la gente empezaba a bostezar mientras las leía. tiempo los cigarrillos de los que se dormían.
Todo el que podía se quedaba en casa, para que el mal En el campo de instrucción la tropa se ejercitaba
no le sorprendiera en la calle. Los que tenían un refu­ activamente para hacer frente a una eventual rebelión.
gio seguro se abandonaban tranquilamente a su nuevo Sin embargo, y pese a que los suboficiales se desgañi­
destino: después de todo no se sentía dolor alguno. El taban impartiendo órdenes, llegó un momento en que,
primer síntoma era, por lo general, una intensa sensa­ uno tras otro, los hombres se fueron echando al suelo.
ción de agotamiento ; luego, el paciente era acometido También se dieron casos extraordinarios y muy diver­
por una especie de bostezo espasmódico, creía tener tidos. Por ejemplo, el de unos ladrones que se queda­
arena en los ojos, los párpados se le volvían pesados ron dormidos ante la caja fuerte. Melitta permaneció
y, cuando todo vestigio de actividad mental había de­ cuatro días en el apartamento de Brendel, mientras su
saparecido, se dejaba caer, rendido, dondequiera que esposo soñaba recostado sobre la mesa, con la nariz
se hallase. El enfermo podía ser arrancado esporádi­ metida en un pote de mayonesa.
camente de su letargo mediante la aplicación de vapo­ Castringius fue sorprendido cuando jugaba a las
res penetrantes, como emanaciones de amoníaco; sin cartas en una taberna de mala fama. Allí se había
embargo, una vez despierto sólo atinaba a proferir quedado, cómodamente arrellanado en su silla, con la
algunas palabras ininteligibles y retornaba a su estado sota de oros en una de sus manazas. A mí me sorpren­
anterior. En el caso de personas robustas era posible dió en casa, donde me había retirado muy temprano.
prolongar la vigilia por espacio de algunas horas ha­ Acababa de hacer mi cama y me disponía a correr las
ciéndoles masajes, aunque luego las cosas retomaban cortinas. Aún alcancé a ver cómo una serie de billetes
irremisiblemente el mismo curso. Muchas veces el mal de banco salían volando, uno tras otro, de la habita-
244 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 245

ción que la princesa ocupaba en la casa de enfrente. dos, aunque con cierta expresión de felicidad en las
Un ligero viento otoñal se los fue llevando, como hojas caras pese a lo insólito de su situación.
marchitas, por la calle que conducía hasta el río. En­ Cuando la población empezó a despabilarse poco a
tonces sentí la imperiosa necesidad de meterme en poco, muchos pudieron reanudar directamente sus ac­
cama. tividades. Esto resultó muy agradable no sólo para
Durante los dos días que siguieron al estallido de la Brendel, sino también para un pobre jamelgo que,
epidemia, los trenes llegaron con increíbles retrasos, herido de muerte, tuvo que esperar varios días en el
ya que en cada estación había que renovar el personal. matadero a que le llegara el golpe liberador ... hasta
Más tarde se suspendió el tráfico. que al fin le llegó. Además, lo asombroso del caso era
El último número de La Voz sólo se imprimió por que los animales permanecieron inmunes a la perni­
una de las caras y, aun así, salió lleno de frases incon­ ciosa somnolencia.
clusas y auténticas legiones de erratas. La última pá­ Para la mayoría de la gente nada había cambiado, al
gina, que normalmente contenía una miscelánea de menos a primera vista. Cuando salí de mi sopor y,
notas a cual más ridícula, faltaba por completo. De acuciado por la debilidad, me dirigí al Café, pude
nada servía rebelarse: Perla era presa del sueño. Aquel constatar que el peluquero ya estaba allí, con un ham­
estado de total inconsciencia bien pudo haber durado bre feroz y un humor desapacible. Resultó que había
unos seis días ; tal era, al menos, el tiempo que el perdido una moneda de cuatro kreutzers, descubri­
peluquero había calculado basándose en la longitud de miento que dio lugar a una serie de altercados entre
la barba de sus clientes. el amo y su ayudante, que, como todos los animales,
Durante aquellos días -decían- no hubo en toda había permanecido despierto.
la ciudad sino un hombre que permaneció despierto Cuando fue saliendo d� su prolongado letargo, la
o, a lo sumo, durmió sólo algunas horas : el americano. ciudad de los sueños se encontró convertida en una
Esto era al menos lo que él mismo afirmaba. Un día especie de ... paraíso zoológico. Mientras dormíamos,
en que deambulaba por la Calle Larga como un nuevo un mundo totalmente distinto nos había invadido has­
príncipe de La bella durmiente, pudo ver, por la ven­ ta que, muy pronto, nos vimos ante la grave amenaza
tana del Café, cómo uno de los ajedrecistas hacía una de ser desalojados por él: el mundo de los animales.
jugada. De ello dedujo que estos dos, al igual que él, Cierto es que la extraordinaria proliferación de ratas
habían sido respetados por la enfermedad. Por lo de­ y ratones registrada aquel año había llamado ya nues­
más, sólo se tropezaba con gente dormida. No sólo tra atención en los últimos tiempos. La gente empezó
en los bancos de los parques y alamedas, sino también a quejarse asimismo de la irrupción de diversas aves
en las escaleras de las casas y en los portones se veían de rapiña y ladrones de gallinas más bien cuadrúpedos.
grupos de damas y caballeros muy bien vestidos que, En el huerto de Alfred Blumenstich, el jardinero afir­
apiñados unos sobre otros, dormían como vagabun- mó haber visto incluso huellas de lobos. Al comienzo
246 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 247
todos se burlaron de él, pero cuando al día siguiente
descubrieron que lo único que quedaba de una blan­
quísima cabra de Angora -el animal favorito de la
esposa del consejero comercial- eran los cuernos,
nadie volvió a reírse.
¿ Quién podría describir el asombro de todos aque­
llos que, habiendo pasado la noche solos y en la calma
más absoluta, se despertaban en compañía tan poco
e hijos, así como los enseres domésticos de más valor.
grata? Descubrían, por ejemplo, un papagayo verde _
Estaban terriblemente enojados y organizaron diversas
posado en el alféizar de su ventana, o bien grupos de
manifestaciones ante el Palacio y el Archivo queján­
ardillas y comadrejas que, curiosas, asomaban la cabe­
dose de no haber recibido ninguna ayuda militar. Afir­
za por debajo de la cama. La población se fue perca­
maban que grandes manadas de búf�los habían d:s­
tando poco a poco de los alcances de esta invasión.
trozado sus cultivos y que ellos mismos se habian
Un buen día, al despertarse, los carniceros tuvieron
salvado a duras penas ante la invasión de enormes
que arrojar del matadero a una gran manada de cha­
simios que acudían en masa y no resp etaban a niños
cales. Los ataques de lobos, gatos monteses y linces
ni mujeres. Poco después se d� scub:ieron huellas de
fueron adquiriendo proporciones alarmantes. Lo peor
animales bisulcos de colosales dimensiones en los cam­
del caso es que incluso los animales domésticos se
pos de Tomassevic, situados en las afuer�s de la ciu­
volvieron ariscos y malignos, y casi todos los perros
dad. La situación empezaba a ponerse sena.
y gatos abandonaron a sus amos para lanzarse a cazar La plaga de insectos fl!e horrorosa. De las �ontañas
por cuenta propia. Los periódicos, que iban reapare­ bajaron nubes de voraces langostas qu� no de¡aban _ un
ciendo lentamente, informaron sobre un caso espeluz­ solo tallo a su paso. El jardín del Palac10 fue destruido
nante: un oso había penetrado en el piso bajo de doña en una sola noche por uno de esos enja�b :es. Ade�ás,
Apollonia Six, viuda . de un salchichero, y devorado la invasión de chinches, cortapicos y p10¡os nos hizo
por entero a la infortunada mujer mientras dormía. La la vida insoportable. Lo terrible era que t?das . e�as
bestia fue muerta luego a tiros. Los pescadores y ca­ sabandijas, desde las más grandes hasta las mas_ mi�us­
zadores que llegaban a la ciudad contaban historias culas se hallaban dominadas por un elemental mstmto
fabulosas sobre toda suerte de animales gigantescos y de r;producción. Pese a �ue también _ se . devoraban
monstruosos que decían haber visto. Sin embargo, entre sí estos inmundos bichos se multiplicaban a un
nadie dio crédito a sus palabras hasta que un día lle­ ritmo v�rtiginoso. De nada servía que las autoridades
garon a la ciudad cientos de campesinos y habitantes repartieran armas e insecticidas y obligaran a todos los
de la zona rural del Reino, galopando en tropel sobre pobladores a cerrar hermética1?ente puertas y vent�­
sus pesados percherones. Traían consigo a sus mujeres nas: la proliferación era demasiado grande. Se orgam-
248 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 249

zaron grupos de cazadores voluntarios que prestaban públicos porque las cabinas se llenaron de anguilas
su ayuda al ejército y a la policía. En muchas casas se eléctricas, cuya descarga es mortal.
habían abierto troneras. Entre los escasos momentos felices que iluminaron
La esposa del propietario del Café se despertó una aquellos aciagos días se contaban las invitaciones, re­
mañana con catorce conejos en su cama. Como su lativamente frecuentes, a saborear algún delicioso asa­
alcoba sólo estaba separada de mi habitación por una do o una serie de platos exóticos. Por aquel tiempo,
pared muy delgada, pude oír los chillidos de los pe­ el anciano profesor amigo mío adquirió muchísimo
queñuelos. prestigio pronunciando conferencias y enseñando a la
Pero lo más terrible eran las serpientes. Ninguna población a distinguir los animales peligrosos de los
casa estaba suficientemente protegida contra sus incur­ inofensivos. Armado con una escopeta de tres caño­
siones : las temibles alimañas se escondían en los cajo­ nes, deambulaba desde tempranas horas de la mañana
nes, armarios, faltriqueras y cántaros de agua. Además, por entre las manadas de gacelas, jabalíes y marmotas,
aquellas pérfidas bestezuelas se distinguían por su consagrado en cuerpo y alma a la caza. Por su parte,
aterradora fecundidad. Al andar a tientas por cualquier los animales se acostumbraron pronto a aquel extraño
habitación oscura uno aplastaba siempre sus hueveci­ cazador de gruesas gafas, y le cogieron cariño. Su
llos que, desparramados por todas partes, estallaban escopeta causó tal cantidad de estragos en las ventanas
con un chasquido seco. Castringius no tardó en in­ que al final tuvieron que quitársela.
ventar una Danza de los huevos, en la que se reveló Por las noches sólo se podía salir adoptando el
un consumado maestro. máximo de precauciones, armado y con una linterna.
En el Barrio francés, las sabandijas se convirtieron Toda clase de trampas, pozos de lobo, cepos y armas
pronto en una auténtica pesadilla para los vecinos, automáticas aumentabah la ya apreciable inseguridad
muchos de los cuales, sin embargo, mantuvieron la de nuestra ciudad. Sin embargo, a ningún ciudadano
cabeza erguida durante la invasión animal. No faltaba se le ocurrió negarse uno solo de los placeres a que
quienes abatían algún ciervo desde la ventana de sus estaba acostumbrado.
casas e invitaban a sus amigos a la cena venatoria.
Desde el tragaluz de mi antigua vivienda se gozaba de
una amplia vista sobre las praderas y terrenos cultiva­ III
dos. Ahora, toda aquella zona se había transformado
en un monstruoso jardín zoológico. Incluso el río El nivel de moralidad, que había descendido muy
había acogido nuevos inquilinos : un gran número de por debajo de lo normal, redundó especialmente en
cocodrilos que los habitantes habían logrado ahuyen­ beneficio de Castringius. Sus grabados pornográficos
tar tras largos años de esfuerzos, hicieron su reapari­ eran muy solicitados y le habían convertido en el
ción en forma repentina. Hubo que cerrar los baños artista de moda. Dibujos como Orquídea voluptuosa
250 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 251
fecundando un embrión, hallaron un sinnúmero de -¿Cómo han venido a parar a tus manos? -le
admiradores. En cierta ocasión, Hektor von Brendel conté lo de la tómbola.
le compró una serie completa de trabajos porque su ·-Son muy buenos trabajos; el Látigo con rayas
Melitta los encontraba divertidísimos. Y en efecto, al blancas es mi obra más madura: constituye una síntesis
comienzo ésta se sintió muy entusiasmada con aque­ de la moral del futuro. Hoy no hay una sola mujer
llos dibujos, que colgó, cuidadosamente enmarcados, que pueda sacar conclusiones válidas de ella. Realmen­
en su tocador privado. Sin embargo, todo no había te tiene bouquet.
sido más que un capricho pasajero, pues a los pocos Yo le di toda la razón, ya que al fin y al cabo era
días hizo desaparecer la serie entera. Uno de sus más el único ser humano en el Reino de los sueños que
fervientes admiradores, oficial del cuerpo de Drago­ apreciaba el valor artístico de sus trabajos. A decir
nes, obtuvo autorización para llevárselos y decidió
verdad, el excéntrico individuo me resultaba en general
obsequiarla, a cambio, con un par de antiquísimos
bastante simpático, ¿por qué no? El que esté libre de
pendientes de esmeraldas. Esa misma noche se presen­
pecado, que le arroje la primera piedra...
tó con los dibujos en el Café, donde estaban realizando
De pronto oímos ruido en la calle y nos asomamos
una tómbola a beneficio de aquellos a quienes la vida
disoluta había postrado para siempre en el lecho. a la ventana. Abajo, un grupo de gente se reía, la
Nuestro hospital carecía -preciso es decirlo- de una situación no era para menos. ¡Imaginaos: el mono se
sección destinada a este tipo de pacientes. Se jugó había declarado en huelga! Ya el día anterior, Giovanni
muchísimo dinero y Blumenstich -no el comercian­ había dejado a un señor a medio afeitar cuando vio
te-- puso lo que faltaba. Fue así como al poco tiempo pasar una manada de macacos que corrían a toda ve­
pudo instalarse aquel pabellón en el claustro, junto a locidad. Una bella cercopiteca le había hecho un guiño
la clínica infantil. y nuestro ayudante de barbero no pudo resistir seme­
Lo más cómico del caso es que yo gané esos dibujos jante tentación. No obstante, el filósofo había logrado
y acabé colgándolos en las paredes de mi casa. Un retenerlo con su bastón de caña de Indias y el argu­
buen día me encontré con Castringius en la calle; mento de que el tiempo es divisible en pequeñas eter­
andaba en busca de una nueva vivienda pues la ventana nidades. ¡Pero esta vez no hubo argumento que valie­
de su taller se había derrumbado, dejando una abertura ra! El simio trepó graciosamente hasta la gotera del
en el techo. A partir de entonces, un gran número de techo, cogió con su cola prensil una botella que con­
murciélagos se le había instalado allí, colgándose de tenía las reservas de café de la princesa, se sentó có­
las varillas del cortinaje como piltrafas de carne ahu­ modamente en la ventana de mi antigua habitación -a
mada. Mientras me contaba su historia, tuvo que parar la sazón deshabitada por su estado ruinoso- y empe­
con el bastón las importunas embestidas de una cabra zó a tocar una armónica que llevaba oculta en su
montés. Le pedí que subiera a mi habitación, donde abazón. La vieja, aterrada, se puso a chillar tratando
estaban colgados los dibujos. ¡Menuda sorpresa! de asestarle un escobazo al desvergonzado ladrón,
252 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 253

pero Giovanni arrojó la botella y se apoderó de la El lugar de origen de aquella profusa avalancha de
alcoba. ¡Había que ver entonces a la buena señora! animales seguía siendo un misterio. Se habían conver­
Desapareció enojadísima para reaparecer en el segundo tido en los auténticos dueños de la ciudad, y aparen­
piso. A todo esto, Giovanni Battista parecía gozar con temente eran conscientes de ello. Estando ya en mi
alegría salvaje. Desde mi ventana podíamos seguir paso cama, solía escuchar ruidos de cascos que pasaban al
a paso la batalla. Como primera medida arrebató a la galope, similares a los que se oían en una gran ciudad.
vieja su arma principal, un par de tenazas, y le dejó la Eran camellos y asnos salvajes que recorrían las calles
y a los que era peligroso hostigar.
escoba a cambio. El mono se había convertido en una
En contraste con esta proliferación zoológica, la
especie de animal volador. Usando como proyectiles
vida vegetal fue tornándose cada vez más escasa. Todas
una serie de frasquitos de tinta china que yo había
dejado, empezó a disparar con admirable puntería.
Abajo, el público prorrumpió en clamorosos ¡hurras !,
mientras la princesa maldecía como un carretero.
Al cabo de un rato, Giovanni reapareció en el fron­
tón de la casa con la cabeza cubierta por la mugrienta
cofia de la vieja y, después de columpiarse un rato en
la ventana, se deslizó por el tubo de desagüe haciendo
toda clase de muecas bufonescas. Arriba, la princesa
se puso a llamar a gritos a la policía, mientras que abajo
el peluquero lo esperaba ya con el bastón.
-¡ Deberías estar avergonzado ! -le gritó al mono.
En aquel preciso instante, el consejero comcercial
Blumenstich abandonaba la casa de sus nueve prote­ las plantas se hallaban mordisqueadas o pisoteadas,
gidos con una sonrisita de satisfacción. A su manera, cuando no habían desaparecido del todo. Las alamedas
había vuelto a representar el papel de benefactor: su de tilos que bordeaban la ruta principal y el camino
coche le esperaba ya en la puerta. Entonces, dando un que conducía al cementerio quedaron pronto reduci­
violento salto mortal, el mono se dejó caer sobre la das a unos cuantos troncos pelados. La tierra exhalaba
cabeza del caballo, que salió disparado. La gente, en­ vapores, como si quisiera escupir nuevas criaturas. Un
tusiasmadísima, siguió vitoreando hasta que el carruaje vaho caliente y acre surgía de los minúsculos agujeritos
y su grotesco conductor se perdieron de vista. que se iban abriendo en el suelo. Las noches se halla­
Ésta es sólo una escena de las muchas que, por ban como envueltas en una extraña luminosidad cre­
entonces, solían producirse. puscular, que difuminaba todas las formas.
254 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 255

anteriores, convertían la madera en serrín. Sin embar­


IV go, las peores eran las rojas, que elegían como morada
el cuerpo humano. Al comienzo, rascarse era conside­
Sin embargo, lo peor fue sin duda un misterioso rado signo de mala educación y todos evitaban hacerlo
proceso que empezó con la invasión de los animales en público. Pero ¿qué se puede hacer cuando pica el
y fue aumentando a un ritmo irresistible y cada vez cuerpo? En el Barrio francés la gente se rascaba pú­
mayor, hasta causar la extinción total del Reino de los blicamente hacía ya tiempo. Nosotros, que nos había­
sueños: la desintegración. Lo atacaba todo. Los edifi­ mos reído de ellos, empezamos pronto a hacer lo
cios construidos con diversos tipos de materiales, los mismo. La esposa del Excelentísimo Señor Presidente
miles de objetos acumulados durante años, en suma, del Gobierno fue la primera que, en una velada, dio
todo aquello en lo que el Amo había gastado su for­ valientemente ejemplo.
tuna, estaba condenado a desaparecer. Enormes grietas Pronto resultó imposible limpiar las inmundicias que
aparecieron al mismo tiempo en todas las paredes, la los animales dejaban en las calles y el polvo que, en
madera empezó a pudrirse y el hierro a oxidarse, el cantidades cada vez mayores, se iba acumulando en las
vidrio se empañaba y las telas se deshacían. Muchas casas. Por más que la gente luchaba desesperadamente
valiosas obras de arte sucumbieron irremisiblemente a contra la suciedad, no lograba dominarla. La ropa se
ese proceso de destrucción interna, que nadie lograba deshacía al ser cepillada o sacudida. Lo único que aún
explicar de manera concluyente. me asombraba era el invariable buen humor de los
Una eniermedad de la materia inanimada. El moho habitantes del Reino, cuyo origen no lograba expli­
y la herrumbre invadieron las casas mejor cuidadas; carme.
en el aire debía de haber alguna sustancia corrosiva y La Lampenbogen, pol' ejemplo, era indestructible.
desconocida, pues incluso los alimentos frescos como Por su casa desfiló todo el cuerpo de oficiales del
la leche, la carne y más tarde también los huevos, se ejército, incluido el más joven de los lugartenientes.
descomponían o agriaban en cuestión de pocas horas. Quizás éste murmurara aún «distinguida señora», aun­
Muchas casas empezaron a derrumbarse y tuvieron que ella no estuviese ya para ceremonias. Por último
que ser rápidamente evacuadas por sus habitantes. empezó a frecuentar individuos de clase baja. Muchas
¡ Y por añadidura llegaron las hormigas! Aparecían veces pude observar en la calle su acostumbrada ma­
en cualquier grieta o pliegue, en la ropa, en los bolsos niobra: levantarse la falda. Los curiosos se detenían.
y hasta en la cama. Se distinguían tres especies: negras, Los perros la seguían y, sin embargo, los tiempos ya
blancas y rojas. Las negras, que eran a su vez las más no eran muy propicios para bromear con ellos. Una
grandes, vivían en todas las hendiduras de las paredes vez vi cómo un mastín le desgarraba el vestido. Aterra­
y en el campo, donde uno se tropezaba a cada paso da, la mujer echó a correr, perdiendo en su huida una
con ellas. Las blancas, mucho más peligrosas que las carta arrugada que yo recogí y leí más tarde.
256 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 257

« ¡ Mi reina de las hormigas ! »P.S.-Aún sigo recibiendo cartas anónimas sobre


»Aún me siento totalmente embargado por la dicha, tu persona ... ¡ Qué mal conoce el mundo a mi Melitta!»
y en mi espíritu sigo besando todas tus delicias. Siem­
pre serás la reina de mis sueños. ¿ Qué tal dormiste? Pronto tuvieron todos su bote de insecticida en casa.
¿ Muy poco, como siempre? Imagínate que he encon­ Si días antes los habitantes del Reino habían sucum­
trado un medio para poder descansar con tranquilidad. bido al letargo, ahora ya casi nunca dormían. Excita­
Hay que vaciar el armario y desparramar en su interior dos y con las mejillas coloreadas por un rubor héctico,
una pulgada de polvo insecticida... luego una manta. . . vagaban por toda la ciudad hasta bien pasada la me­
otra capa de polvo . . . y otra manta. (Las camisas de dianoche. En las calles había más seguridad que en las
dormir que se están usando ahora no sirven para nada, ruinosas casas. Durante los últimos días, el apetito
pese a que uno puede abotonarlas hasta abajo.) Luego, reproductor de los animales había alcanzado su punto
en cuanto estés dentro cierras el armario, en el que
máximo. Las criaturas más diversas copulaban en to­
previamente habrás abierto un pequeño orificio (¡ en
dos los rincones oscuros, en el agua y en el aire. De
forma de corazón!) que, provisto de una fina redecilla,
permita la entrada del aire. los establos salían relinchos, balidos y gruñidos. Un
»Por favor, ya no me envíes las cartas al hotel ; toro, enardecido al ver un grupo de vacas destinadas
detesto a esa banda del americano, sobre todo a J ac­ al matadero, había aplastado al carnicero contra la
ques, ese pícaro insoportable. Además, la comida que pared.
dan allí últimamente es pésima; a partir de ahora to­ El americano seguía atizando odios y sembrando la
maré mi colación del mediodía en el Café de la Calle discordia, a la vez que se burlaba de todos. Eran muy
Larga. Envía allí las cartas a H. v. B., pero ya no se pocos los que aún cr.eían en el Amo. El hechizo del
las entregues a N. C . ; no es muy digno de confianza reloj había sido olvidado y sólo en contadas ocasiones
y, desde que anda con aquel condenado americano, se entraba alguien en la celda, donde ni siquiera perma­
ha vuelto incluso atrevido. necía los treinta segundos prescritos, sino que reapa­
»¿Qué cuenta el gordinflón de tu marido? ¿ Está recía al punto. Entonces me di cuenta de que el final
siempre molesto porque se le fue su último inquilino? del Reino de los sueños se aproximaba irremisible­
El peluquero también quiere cerrar y la princesa no mente.
paga mucho. Hoy vi a tu esposo en su coche, pero él Una noche oí en el tejado una mezcla de bufidos y
estaba ocupadísimo con sus importunos parásitos y no gruñidos sordos. Aterrorizado, vi un leopardo gigan­
advirtió mi presencia. tesco que devoraba una liebre. Un escalofrío recorrió
»Bueno, te espero hoy a las nueve detrás de la mi espalda cuando escuché el crujir de los huesos. Mi
rosaleda. ¡ Qué desnuda se ve ahora! cuartito había perdido todo su encanto : en la pared se
»Tuyo, mil veces tuyo : veían dos gruesas hendiduras por las que, cada noche,
»Hektor. emergían a intervalos regulares las colas y las patas
258 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 259
traseras de enormes cucarachas, formando una especie
de friso. Una pareja de petirrojos anidó en mi cenicero
durante varios días: dos avecillas inofensivas que pre­
miaron mi paciencia con sus gorjeos. Lamentablemen­
te, este placer no duró mucho tiempo, pues un inso­
lente halcón irrumpió un día violentamente y dio
muerte al macho.
Una de las últimas noches, cuando ya me disponía
a acostarme, encontré dos escorpiones debajo de la
manta. Decidido a liquidar también las otras alimañas
cogí mi arma, el sacabotas, que se me quebró en la
mano. Entonces agarré las tijeras y vi que se hallaban
corroídas por el óxido... , más tarde descubrí que mis
papeles estaban húmedos y que mi regla, lo que que­
daba de la mesa de dibujo y la cómoda de tres patas
-en una palabra, todo el mobiliario de madera- ha­
bía sido carcomido por la polilla.
¿Cuál sería entonces mi propio aspecto? ¡Sin duda
bastante extraño! Al menos me consolaba viendo a
muchos más que, atildados y pulcramente vestidos en
otros tiempos, andaban ahora casi harapientos. Todos
teníamos moho en la ropa y el calzado. De nada servía
lavar y cepillar las cosas, pues volvían a enmohecerse
en un santiamén. La tela de nuestra ropa se pudría, podían seguir donde estaban; lo que exigía un valor
empezaba a deshilacharse y acababa cayéndose a pe­ sobrehumano era subir escaleras.
dazos. Los hombres soportábamos estas cosas con Un día en que el camarero me puso delante un
dignidad ... ¡pero las pobres mujeres!... ¡Será mejor que huevo podrido, una botella de cerveza rota que con­
lo silencie! tenía un üquido turbio y un trapo mugriento y asque­
roso que, sin duda, pretendía ser una servilleta, mi
V paciencia llegó a su límite y llamé al posadero. Éste se
hallaba ocupadísimo tratando de apuntalar el techo
Un gran cambio se produjo cuando las casas dejaron con los restos de la mesa de billar.
de ser habitables. Los que vivían en la planta baja aún -¿Qué significa esto? -le grité.
260 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 261
-El servicio de mesa está cubierto por una capa de residuos de su anterior belleza. En vano intentaba
cardenillo. ¡ Llévese esta porquería, incluido ese trapo disimular los inequívocos signos de su transformación
inmundo ! -el pobre hombre hizo una reverencia y con todo tipo de polvos y cosméticos.
gimió : Muchísimo sufrieron también los dos ajedrecistas.
-¿Qué quiere que haga, señor? ¡ Es el personal! A los dos ancianos caballeros, que vivían totalmente
-Muy bien -repliqué, despidiéndole con un gesto sojuzgados por su pasión lúdica, les parecía tan com­
irritado. Entonces me levanté, cogí mi destartalada plicado efectuar cualquier movimiento corporal que se
chistera y salí del Café. En el lugar donde acaba� a de pasaban horas haciendo cálculos para poder mover
estar se formó de inmediato una minúscula coloma de alguno de sus miembros. Era evidente que, dada la
hormigas. proliferación de sabandijas, aquella torpeza les ponía
Ya sólo iba al Café impulsado por la costumbre. La en una situación bastante crítica. Por ello nos pareció
comida era demasiado mala para arriesgarse a pedir muy loable la actitud de una señorita que, habiendo
algo más que un simple café. Anton tambi� n había observado un día el sufrimiento de ambos jugadores
cambiado, y no precisamente en el buen sentido. Lle­ mientras tomaba el té, se acercó a ellos y, sin ningún
vaba siempre las manos sucias y apestaba a leguas de temor, empezó a sacudir los chinches y hormigas de
distancia. Sin embargo, no hacía ninguna falta andar sus trajes. Y claro está, nadie quiso quedarse atrás. Si
en la facha de Anton, cuyas costras de mugre eran hasta entonces nos habíamos reído del espectáculo que
designadas por el peluquero con el apelativo de mate­ ofrecían aquellas dos caras contorsionadas, a partir de
ria. ¡ Era francamente un asco ! Mi asombro fue tanto ese día todos los clientes adquirieron la costumbre de
mayor, cuando una noche, al regresar a casa, oí una rascar a los dos señores cada vez que entraban o salían.
ligera risita en el corredor y, al alumbrar el rincón Como puede verse, incluso en tiempos tan adversos
creyendo que se trataba de algún animal, descubrí �ras no desapareció del todo el sentimiento de solidaridad
la puerta del depósito al señor Anton y a Mehtta para con los que sufrían.
unidos en amoroso abrazo. Esta última habría de mo­ El americano volvió a atraer la atención general
rir poco después : fue hallada en su habitación con el sobre su persona. Profetizó la pronta disminución de
cuerpo destrozado. Hubo que forzar la puerta atran­ las invasiones de animales y tuvo razón en la medida
cada. Una inmensa perra alana se había quedado en­ en que las especies más grandes empezaron a retirarse
cerrada con su víctima y, cuando abrieron la puerta, paulatinamente. Sin embargo, los reptiles y mamíferos
el rabioso animal se precipitó con el pelaje erizado menores se quedaron un tiempo más, mientras que las
sobre los intrusos, mordiendo a dos policías antes de aves desaparecieron en su totalidad, salvo una enorme
ser muerta a tiros. Los dos agentes fallecieron poco bandada de cuervos y buitres de cuello blanco. Aque­
después de hidrofobia. A decir verdad, en s� s últimos llos buitres, pesados y macizos, estaban encaramados
días de vida sólo le habían quedado a Mehtta vagos como estatuas de bronce en los troncos de las alamedas
262 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 263

y miraban, imperturbables, en dirección a la ciudad, re ?» Absorto en melancólicas cavilaciones seguí ca­


?
como si aún esperasen algo. 1mando; en la otra orilla, los árboles deshojados se
? _
Pese a que las profecías del americano sólo se cum­ mchnaban profundamente sobre el río, rozando las
plieron parcialmente, le valieron a la larga un buen negras aguas con sus ramas. Entre ellos se movían
número de partidarios. Desde entonces no perdió una sombras gigantescas. Podía oír claramente el ruido de
las ramas al quebrarse y, por momentos, logré ver
sola oportunidad para incitar los ánimos contra Patera,
cuellos o trompas larguísimos que irremisiblemente
su enemigo mortal.
evocaron en mí una serie de monstruos antediluvianos.
Yo reanudé mis paseos vespertinos a lo largo del
Cuanto más tarde se hacía, mayores eran los peligros
río, en cuyas orillas las olas habían depositado un
que acechaban a los paseantes solitarios. Una noche,
sinnúmero de almejas, corales, caracoles, esquenas y
que habría de ser sumamente importante para mí, re­
escamas de peces. Me sorprendió encontrar tal canti­
cuerdo que me volví, asustado, al ver que una especie
dad de restos pertenecientes más bien a la fauna ma­ de tablón emergía del agua y empezaba a resoplar: un
rina. La orilla parecía sembrada de signos místicos. caimán que me enseñó sus colmillos. Cuando regre­
Estaba convencido de que los ojizarcos podían com­ saba a casa me acordé de un percance ocurrido el día
prender aquel lenguaje simbólico. Sin duda había allí anterior y que, felizmente, había acabado bien. Hacía
muchísimos secretos; y hasta las alas de los insectos
ya tien:i po que circulaban rumores acerca de un gigan­
-entre los que figuraban espléndidos escarabajos y
tesco ttgre, una hembra preñada que se había instalado
mariposas nocturnas- presentaban dibujos que de­
en el Palacio. Muchos afirmaban haber visto su acha­
bían ser las letras de algún olvidado alfabeto. Me fal­
tado hocico y su larguísimo lomo por los ventanales
taba la clave para descifrarlo.
de la galería. Y efectivamente, una bestia de similares
«¡Qué grande has de ser, Patera!», pensé. «¿Por qué
proporciones había saltado el día anterior a la terraza
se ocultará tanto el Amo, incluso de los que le quie-
de Alfred Blumenstich. La dueña de la casa, rechoncha
y voluminosa, se desmayó sin proferir un solo grito
en cuanto vio al felino. Se hallaban sentados a la mesa
con el profesor Korntheur como invitado. El venera�
ble señor dio muestras de un notable heroísmo en
aquel terrible momento.
-No se mueva -le dijo al aterrado esposo al tiem­
po que se ponía en pie--, hasta las fieras más peligrosas
acaban sometiéndose al ser humano, tan superior a ellas
en t?dos los s�ntidos; sienten un profundo respeto ante
su figura erguida y temen, además, su mirada noble y
264 ALFRED KUBIN LA OTRA PAR TE 265
señorial -acto seguido se dirigió hacia el tigre, qui­ del americano de registrar íntegramente el Palacio. La
tándose las gafas. No podría decir si fue debido a la policía y el ejército negaron su ayuda sin pensarlo dos
insólita aparición del zanquivano erudito o a cualquier veces.
otra razón, mas lo cierto es que se oyó un estrépito ¡ El comportamiento del Amo era realmente extra­
de vidrios rotos y el tigre se alejó de un salto... lleván­ ño ! Si ya no quería seguir protegiendo la ciudad de
dose en las fauces a la esposa del Consejero comercial. Perla bajo ningún concepto, ¡por lo menos hubiera
Blumenstich juntó las manos en un gesto desesperado: podido exceptuar a los que le seguían siendo fieles! Sin
-¡ Dios santo, apiádate de mi Julia! -gimió. embargo, a juzgar por el curso que iban tomando los
Perseguida por un grupo de sirvientes armados de acontecimientos, esta distinción no parecía preocupar­
escopetas, la fiera arrastró hasta el Palacio a la incons­ le lo más mínimo. La ciudad volvió a vivir momentos
ciente dama. En la calle todos se hacían cortésmente a de gran tranquilidad pese a que casi toda la población
un lado. El cuerpo de bomberos, cuyos servicios fue­ del Reino se hubiese reunido en ella.
ron solicitados de inmediato, trató de arrebatarle su «¡ Entregadnos las residencias!», bramaba el popu­
botín a la listada bestia. Aún se la pudo oír cuando, lacho. Y los ricos lo hacían con un interés tanto mayor,
desde el primer piso, lanzaba rabiosos bufidos contra cuanto que era preciso desalojar prácticamente a la
sus perseguidores. Disparar era imposible, pues se fuerza a los animales que allí habían construido sus
corría el riesgo de herir a la señora Blumenstich. De guaridas. La casa de campo de los Lampenbogen se
pronto tuvieron la feliz idea de ahuyentar al animal había convertido en un antro de puercoespines; en el
con las mangas de agua ; el resultado fue sumamente tocador de la gloriosa difunta dormía, sobre el diván,
positivo, pues el tigre, perseguido por los implacables una gigantesca boa constrictor. Los nuevos inquilinos
chorros, decidió abandonar su escondite, aunque sin tuvieron que matar al monstruo antes de mudarse. A
olvidar en él a su presa. Luego, dando un enorme otros niveles, las cosas tampoco resultaron tan perfec­
brinco desapareció por la gran ventana ojival. La mul­ tas y agradables como aquella pobre gente había ima­
titud, aterrorizada, prorrumpió en estruendosos alari­ ginado : era obvio que los objetos más preciosos no
dos, pero Dios tuvo piedad del pobre esposo : la señora querían seguir viviendo. Los floreros más valiosos y
Blumenstich quedó colgada de una de las fallebas, a la las mejores vajillas de porcelana presentaban grietas
vista de todo el mundo, con la falda sobre la cabeza, que se ramificaban en finísimas nervaduras. A los cua­
pero sana y salva. El tigre se escabulló en medfo del dros de más valor les salían manchas negras que se
regocijo general. iban extendiendo por toda la superficie. Los grabados
El hecho de que el peligroso animal no hubiese sido adquirían una consistencia porosa y luego se desinte­
capturado creó una situación de gran desconcierto. Si graban. Resulta difícil imaginar la rapidez con que
bien todos se hallaban emancipados de la tutela del aquellos objetos tan bien restaurados y conservados se
Amo, no hubo quien se atreviera a seguir la propuesta convirtieron en un montón de basura.
266 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 267

Por todo ello, la mayoría de los campesinos que reservadas a mi cuerpo? ¿Ante qué refinados instru­
habían huido a la ciudad, se instalaron en las plazas mentos de tortura tendrán que doblegarse aún sus
públicas y huertas aledañas. miles de órganos? ¡Ah, cómo hubiera preferido no
«¡Señor, sólo por el terror revelas tu poderío!» pen­ pensar! Pero era un proceso que funcionaba indepen­
sé al enfilar la Calle Larga. Ya había oscurecido y por dientemente. ¡No había una certeza a la que no se
todos lados se oían crujidos y chasquidos. Aquí caía opusiera una incertidumbre! La confusión es infinita...
silbando una teja, más allá se deshacía el revoque de ¡estoy condenado! En mi vientre arrastro porquería y
una pared; una fina lluvia de arena fluía ininterrum­ repugnancia, y cuando alguna vez logro acceder a una
pidamente de las grietas, que aumentaban de tamaño gran pasión, veo venir detrás la cobardía. Sólo sé una
en forma notoria. Había que vadear todo el tiempo cosa: por más que quiera rebelarme, debo dejar que
los escombros e ir abriéndose paso por entre las vigas las cosas sigan su curso; la aproximación a lo inevita­
y pilares que sobresalían. El inconcebible tejido de la ble, a la muerte, minuto a minuto .. Ni siquiera tengo
muerte... valor para suicidarme, estoy predestÍnado a sufrir toda
Sobre el tejado del Café, a poca distancia de mi mi vida. Empecé a sollozar.
buhardilla, divisé claramente una silueta negra que se En el fondo dudaba ya de Patera. ¡No le entiendo,
juega con toda suerte de enigmas! Tal vez haya alguien
n_iovía: el leopardo. Sin duda había instalado su gua­ más poderoso que él, si no, ya habría eliminado hace
rida en uno de los graneros vecinos... quizá se le hu­
biera podido matar de un certero balazo, pero todos tiempo al americano. ¡Sin embargo, no puede hacerlo!
éramos demasiado cobardes para intentarlo. Al llegar ¡El americano, ése sí que es dueño y señor de la ver­
a mi estrecha habitación me invadió una honda depre­ dadera vida! Oh, si no fuera tan pusilánime iría a
sión; me puse a recorrerla de un extremo a otro; sentía verle, me arrodillaría a sus pies y él me ayudaría.
dolores en la región lumbar y en las articulaciones. Como desarticulado por el miedo a la muerte, no
«¿Para qué seguimos viviendo? Después de todo, sabía si salir o quedarme. Abajo había un revuelo:
¡estamos condenados! Si cayera enfermo ahora no ha­ escandalosos que eran expulsados del Café. Un per­
bría un alma que se ocupase de mí. » Un temor lento cance cotidiano. En su cuarto de la acera de enfrente,
y sutil fue invadiendo mi espíritu. ¡No quiero morir, el peluquero estaba inclinado sobre sus libros.
no quiero morir! Y, desesperado, hundí la cabeza entre
mis manos. «No hay ninguna autoridad suprema»,
dijo en mi interior la voz de la cobardía. « Dos piernas VI
y un montón de huesos... soportan todo mi mundo,
un mundo hecho de dolores y equivocaciones. Lo más De pronto sentí que algo me tiraba dentro, rápida
horrible de todo es el cuerpo:» El miedo a la muerte me y continuamente. Tuve que levantarme ... sí... , otra
hizo sobresaltarme. ¿Qué nuevas penurias le estarán vez, ¿qué podía ser? Un vago sentimiento de ansiedad
268 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 269

se fue apoder.-.ndo de mí. Volví a sentir los tirones y nombre pronunciado primero en voz alta, luego en un
latidos, esta vez con mayor intensidad. «¿Qué diablos tono más bajo y muy próximo a mí. Mas por nada del
podía ser?» Me concentré un instante, entregándome mundo hubiera vuelto la cabeza.
en cuerpo y alma a la difusa sensación. « ¡Patera!», En los salones desérticos y deshabitados se hacina­
escuché que decían desde mis adentros, «¡Patera... Pa­ ban toda clase de muebles rotos; la atmósfera ahogada
lacio ... ven!» La voz fue adquiriendo un tono cada vez e impregnada de olor a moho me impedía respirar.
más persuasivo y perentorio, de una nitidez y preci­ Seguí avanzando por espaciosos aposentos, iluminán­
sión realmente terribles. Bajé la escalera a tientas, sin dome con la macilenta luz de una vela. Camas en
ningún tropiezo y con la mente en blanco. Me sometí completo desorden, cortinajes rasgados, ventanas ta­
por entero a una extraña fuerza que impulsaba y guia­ piadas, lujosísimas estufas con el hogar apagado, go­
ba mis pasos. Nadie pareció observarme. Cuando salí belinos recubiertos. Como un sonámbulo subí peque­
de mi arrebato me hallaba a mitad del camino que ñas escaleras cubiertas de polvo y recorrí largos y
conducía al Palacio. «¡Dios mío!», pensé, «¿qué estoy silenciosos pasillos hasta que, por último, divisé la
haciendo, qué me veo obligado a hacer?» Quise dar conocida portezuela de roble. «Patera», iba pensando
media vuelta: «de la próxima esquina no paso» ... ¡Pero ininterrumpidamente, «Patera, Patera» ... Aquella
no podía hacer nada!, me veía obligado a seguir; quise puerta también estaba entornada. Del techo del apo­
gritar a la gente: «¡Ayudadme, por favor, ayudadme! sento pendía una lámpara de plata cuyas luces inter­
¡Detenedme!» ... pero mis mandíbulas estaban como mitentes iluminaban los colgantes restos de un balda­
atornilladas una a la otra... Y entonces vi la imponente quín. Casi nada se veía aparte de las figuras del piso
mole del Palacio con su portón gigantesco y sus ven­ de mosaicos, que se perfilaban vagamente en la semi­
tanas vacías como las cuencas de una calavera. Penetré penumbra. De pronto me detuve... ¡Sólo entonces pude
en sus tinieblas. detenerme! ¡Allí, allí!. .. ¡El rostro!... y un sudor frío
Un laberinto de columnas se extendía hacia todos empezó a humedecer mis sienes.
lados. Avaneé marchando en forma mecánica como un Allí estaba Patera, envuelto en una vaporosa túnica
muñeco de madera: uno, dos... uno, dos. Las largas color gris plata, tan pronto de pie, tan pronto echado,
galerías se hallaban escasamente iluminadas por lám­ durmiendo. Un pánico invencible se apoderó de mí al
paras colgantes. Entré en los salones. Las puertas sólo verle. En las profundas y verdosas sombras de sus ojos
estaban entornadas. Escuché un ruido -el melodioso se leía un sufrimiento sobrehumano. Entonces pude
mecanismo de un reloj-; las puertas se abrieron im­ observar que al pulgar de una de sus grandes y bien
pulsadas por el viento, un estrépito ... ¡Santo cielo, el formadas manos le faltaba la uña, y me acordé al punto
tigre! A partir de entonces empezó a torturarme esa de los niños nacidos en el Reino de los sueños. Volví
idea. Avanzando casi a la carrera, traté de hacer el a oír la voz susurrante, como en la primera visita.
menor ruido posible. Varias veces me pareció oír mi -Te he llamado -su voz parecía venir de muy
270 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 271
lejos. Esta vez no hubo ningún juego de mímica. Los impresión de que Patera no estaba vivo... si los muer-
músculos faciales se hincharon, temblaron y volvieron . tos pudieran ver, sus miradas serían como ésa. Sentí
a contraerse, aunque sin reproducir forma alguna. Los que me ordenaban que hablara, pero sólo atiné a
rasgos denotaban más bien cierto relajamiento; sólo balbucear palabras incoherentes, asombrándome yo
los labios vibraban y se agitaban de un modo horrible mismo al oír cómo sonaban. Aquella pregunta parecía
en aquel rostro, por lo demás sereno. Y luego oí nue­ emerger de la aurora de los tiempos, las palabras que
vamente la voz, muy suave y como amortiguada por la integraban debieron de haber sido pronunciadas
un velo. Primero no escuché sino un susurro confuso billones de años atrás y, sin embargo, yo acababa de
y entrecortado. Por último acerté a comprender lo reformularla. Allí volvieron a oírse entonces :
siguiente: -Patera, ¿por qué no nos has ayudado?
-¿ Oyes cantar a los muertos, a los verdosos muer­ Sus párpados se cerraron lenta y mecánicamer:it� ,
tos? Se están destrozando en sus tumbas, rápidamente con lo que volví a sentirme aliviado. Su rostro adqumó
y sin dolor. Si acercas la mano a sus cuerpos no tocarás luego una dulzura inefable y una expresión de lánguida
sino restos, y sus dientes se desprenderán con facili­ tristeza que me fascinaron. Una vez más se oyó el
dad. ¿Dónde está la vida que los movía, dónde el poder susurro:
que los animaba? ¿ Oyes cantar a los muertos, a los -¡ Claro que os he ayudado, y también te ayudaré
muertos verdosos? -el penetrante aliento de Patera a ti! -estas palabras sonaron como una melodía; me
llegó hasta mi nariz ... sentí que iba a desmayarme. Mas fue invadiendo una fatiga dulcísima... incliné la cabe­
al punto el Amo se sentó en su elevado lecho y se za ... los ojos se me cerraron ...
quitó la túnica: allí estaba ante mí con el torso desnudo De pronto, una carcajada infernal me hizo estreme�
y los largos rizos resbalándole hasta los hombros. cer hasta la médula, arrancándome bruscamente de m1
Hube de admirar la nobleza y perfección de su ancho letargo ... En el salón, inundado de pronto por u?a luz
tórax, blanco y brillante como el de una estatua y, deslumbradora, vi ante mí no ya a Patera, smo al
reuniendo mis últimas fuerzas, le hice esta sola pre­ amencano ...
gunta: Ignoro cómo logré salir del Palacio. lb� c� rriendo
-Patera, ¿por qué permites que ocurra todo esto? y gritando. La gente quiso detenerme en m1 hmda pero
-la respuesta se hizo esperar largo rato. De pronto sin duda debí eludirla, pues cuando volví a ser dueño
exclamó, con metálica voz de bajo: de mi persona me encontré agazapado en una cochera.
-¡Estoy cansado! En el interior de un carruaje volcado descubrí una
Tuve un súbito estremecimiento de terror y, al cabo camada de armadillos muertos.
de un momento, me puse a mirar fijamente sus ojos La sarcástica carcajada seguía repercutiendo en mis
sin brillo : estaba hechizado. Aquellos ojos parecían oídos, aunque ahora ya no me asustaba. La resi�tencia
dos espejos vacíos que contenían el infinito. Tuve la de mis nervios había alcanzado su punto límite. El
272 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 273
destino, adoptase la forma que adoptase, no lograría en los campos de Tomassevic, aquellos grandes solares
sacarme nunca más de mi eterna ataraxia. Incapaz de que rodeaban el cementerio. Allí habían levantado una
seguir mucho tiempo el hilo de mis ideas, me sentía, tienda gigantesca que se extendía hasta la orilla del río.
sin embargo, bastante fuerte dentro de mi propia im­ Claro que no era nada fácil pernoctar sobre el suelo
potencia. Además, ¿ para qué preocuparme por una húmedo, arcilloso y envuelto en una niebla asfixiante,
serie de paradojas que, al fin y al cabo, no podía pero la gente no perdía el humor y por las noches
entender ni resolver? El miedo desapareció totalmente reinaba gran animación en torno a las fogatas. Bailaban
de mi espíritu. La horrible visión que me permitió y aplaudían, y algunos hasta pescaban. Había que co­
comprobar la doble naturaleza de Patera había colma­ mer el pescado medio crudo, pues al poco tiempo de
do los abismos de mis dudas y temores. morir adquiría un extraño sabor a podrido. En la
ciudad no quedaba sino el hampa, que siempre andaba
en busca de nuevos botines. Durante el día sólo se
VII
podía circular con suma cautela por las calles, y aun
así muchos transeúntes resultaron heridos por paredes
que se desplomaban.
Sólo gracias a aquel encuentro se explica que pudie­ El doctor Lampenbogen había instalado un puesto
ra presenciar, sin caerme muerto, la retahíla de des­ de primeros auxilios en un parque abandonado; allí le
gracias que al final se abatieron sobre el Reino de los encontré un día en plena actividad, enfundado en un
sueños. Mi insensibilidad me sirvió de capa protectora. jubón gris. Me contó que se habían derrumbado dos
La agonía del País de los sueños fue desfilando ante pisos de El Ganso Azul, dejando un saldo de ochenta
mis ojos como una secuencia de fantasmagóricas es­ y seis muertos y diecisiete heridos. La catástrofe tuvo
cenas. lugar precisamente cuando se estaba celebrando una
No volví a mi habitación y empecé a evitar así asamblea. El americano había resultado milagrosamen­
mismo el Café. Aparte de la inmundicia, el mismo te ileso, pero su criado -y señaló a un hombre que
Anton me resultaba antipático; solía dar palmaditas en yacía envuelto en vendajes manchados de sangre­
el hombro a los clientes y decirles, por ejemplo : tenía muy pocas probabilidades de seguir con vida.
-¿Qué, cómo va ese amigo suyo? ¡ Valiente canalla! Añadió que la fortuna le había abandonado, pues la
-¿Quién? mayoría de sus pacientes se le habían muerto.
-El tipo aquel, Castringius.'� La barraca misma presentaba un aspecto siniestro ;
Los pobladores se fueron mudando paulatinamente suciedad acumulada, falta de ropa blanca, instrumental
a las áreas descampadas. La clase acomodada se instaló oxidado. En una vieja nevera, que siempre volvía a
cerrar cuidadosamente, guardaba el médico algunas
* En este diálogo Kubin emplea un lenguaje dialectal, (N. del T.) provisiones frías y las ventosas de vidrio. Me pareció
ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 275
274
fenómenos patológicos empezó a ser sumamente co­
mentada por entonces. La gente que se encontraba por
las calles era, muchas veces, víctima de un súbito e
inesperado impulso que la llevaba a realizar los mis­
?'� ·. mos movimientos involuntarios, tendiéndose la mano
. .'-: . . . en forma por demás rígida y absurda. Al cabo de unos
\

minutos cesaba repentinamente el curioso automatis­


mo, y la normalidad volvía a imponerse.
Mientras escuchaba un larguísimo discurso pronun­
cia�o al aire libre, cierto auditor se puso a repetir
vanas veces y con gran rapidez lo que había oído,
empezando ora por el comienzo, ora por el final, como
un gramófono estropeado. Casi todos presentaban al­
gún síntoma de disfasia. Algunos olvidaban palabras,
conceptos y letras, mientras que otros enmudecían
temporalmente.
Muchos se volvieron misántropos y acabaron reti­
rándose a la espesura de los bosques.
Había que tener mucho cuidado con las bebidas : el
alcohol solía actuar como un veneno sobre el organis­
mo; sin embargo, también había excepciones y no
oportuno presentarle brevemente mis condolencias.
faltaron casos de personas débiles, mujeres y niños que
Él, por su parte, esbozó una sonrisa lejana y me dijo:
a veces lograban soportar tranquilamente varios litros.
-Ya lo ve, yo soy un hombre muy distinto a usted
Una vez me encontré con el pequeño Giovanni en
-no parecía especialmente afligido por la muerte de
la Calle Larga. Iba con una manada de monos parlan­
su Melitta.
chines que se había instalado en la tienda de Blumens­
El diario oficial y El Espejo de los sueños dejaron
tich, el mercader. En su interior, un cúmulo de mue­
de aparecer ; La Voz pertenecía ahora al americano. Ya
bles, corroídos por la polilla, estaba expuesto al aire
sólo salían a la luz números especiales que informaban
libre ya que el entramado del techo había ido perdien­
sobre los sucesos del día en un estilo telegráfico. Jac­
do casi todas las tejas. Allí, en medio de los otros simios,
ques y su banda se encargaban de vocear por las tardes
lo reconocí por su correílla roja. Lo llamé pero él per­
dichos ejemplares, que hallaban gran aceptación debi­
maneció imperturbable: vivía entregado a un perpetuo
do a la cantidad cada vez mayor de notidas sensacio­
galanteo y había recuperado su prístino salvajismo.
nalistas que ofrecían. La aparición de una serie de
276 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE
277
Las tensiones se volvieron insoportables. Por las
noches se veían destellos plateados que serpenteaban
por el cielo, formando largos y delicados encajes lu­
minosos que evocaban los de una aurora boreal. De
los desiertos y montañas comenzaron a llegar toda
clase de ermitaños, derviches y fakires, que, en las
plazas públicas, anunciaban el inminente fin del mun­
do. Exhortaban a la penitencia, pero la gente se bur­
laba de sus predicciones.
Poco antes del final se produjo aún otra farsa: ¡ la
del pez negro!... Con este nombre designaban los nú­
meros extraordinarios del diario una ingente figura
que había sido vista en el lecho del Negro a una hora
de distancia río abajo. Una criatura monstruosa e in­
móvil se había instalado allí como un gigantesco barco
de guerra, firmemente anclado. La gente se preparaba
a ser acometida por aquel animal nuevo y desconoci­
do. Como primera medida, se evacuó la zona más
amenazada del campamento en la pradera de Tomas­
sevic. Pronto cundió el pánico y el ladrillar fue con­
vertido en puesto de observación. Los habitantes acu­
dían en masa a dicho punto y se quedaban mirando
en dirección al coloso. ¡ Oh, todos estaban dispuestos
a vender muy caras sus vidas! Yo también me encon­
traba entre la excitada multitud, observando el extraño
fenómeno a través de un viejo telescopio de cartón.
Lamentablemente, los lentes empañados y la luz cre­
puscular no permitían ver gran cosa.
-Es una ballena groenlandesa -me explicó el an­
ciano profesor, que se hallaba a mi lado--, una especie
que hasta ahora sólo había sido observada en las re­
giones árticas.
El extraordinario animal no se movía, y la ciudad,
LA OTRA PARTE 279

atónita y desconcertada, se hallaba a merced del inmi­


nente peligro. Algunos propusieron bombardearlo
desde lejos, pero ¿se sabía acaso cómo habría de reac­
cionar ante semejante ataque? Irritado, quizás escupie­
ra algún veneno y destruyera lo poco que todavía nos
quedaba. Preferible esperar... ¡también cabía la posi­
bilidad de que se retirase!
En medio del general desconcierto no faltaron al­
gunos intrépidos que, de pronto, dieron prueba de un
valor realmente hermoso y encomiable. Fue aquélla la
última manifestación instintiva sana que pude consta­
tar en ese pueblo, pues luego las cosas empezaron a ir
irremisiblemente de mal en peor. Dos mozalbetes de
origen campesino, un cazador y un soldado -todos
gente joven- quisieron ofrendar su vida por el bien
de la comunidad. Su plan consistía en dejarse arrastrar
río abajo en un bote, acercarse subrepticiamente al
animal y ahuyentarlo con granadas de mano. Tal vez
hasta lo pudieran matar. Era una empresa de gran valor
y osadía.
El noble ofrecimiento fue aceptado y todos acudie­
ron a presenciar la partida de los jóvenes salvadores.
Un sacerdote revestido impartió su bendición a los
cuatro expedicionarios, administrándoles así mismo la
extremaunción. Bajo una atmósfera de entusiasmo y
de recogimiento, el pueblo se fue aglomerando en el
espacio que mediaba entre el molino y el cementerio.
Los cuatro voluntarios se dirigieron luego a la es­
clusa. En cuanto lograron poner a flote la última barca
semipodrida que aún quedaba, se dejaron impulsar
lentamente por la corriente. Dos de los hombres tenían
que achicar todo el tiempo el agua que entraba. El
barquichuelo fue haciéndose cada vez más pequeño
280 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 281
para los que observaban desde la orilla, y pronto lo trados a los vencedores fue, sin embargo, rechazada.
vieron torcer por el recodo del río. Ya estarían muy Le explicaron que no se trataba de una facultad de
cerca del monstruo. Todos estiraron el cuello y retu­ estudios científicos, sino de un ritual.
vieron el aliento. La multitud guardó un silencio ab­ La desintegración de los tejidos dio el primer im­
soluto, interrumpido sólo por el suave rumor que pulso para la adopción de los vestidos escotados. In­
producían al rascarse. La pequeña expedición parecía cluso señoras respetables -y éstas más que nadie, en
haberse detenido, sana y salva, a escasos metros del realidad- llegaron a extremos inusitados en este sen­
peligro. Para asombro de todos, transcurrió un buen tido. A ellas se les atribuía la creación de los llamados
rato sin que sucediera nada; de pronto vieron un sú­ menús. Sólo quiero insinuar aquí lo que esto signifi­
bito resplandor en la lejanía, y el gigantesco animal caba, encomendando el resto a la discreta imaginación
empezó a desinflarse. de mis lectores.
¡ Un multitudinario alarido de júbilo premió a los Si me limitara a decir que se divertían y refocilaban
héroes ! con toda suerte de escarceos amorosos, no estaría ofre­
La sorpresa fue mayúscula cuando se descubrió que ciendo un cuadro completo ni mucho menos. Los
el monstruo no era sino un globo aerostático malo­ menús eran invitaciones impresas a fiestas de carácter
grado que había ido a parar al Reino de los sueños, íntimo. La sucesión -aparentemente inofensiva- de
quedando aprisionado por los sauces que bordeaban platos tales como sandwiches, asado de corzo y char­
la orilla del río. lotte-russe, designaba una serie de detalles técnicos
propios de la práctica amorosa que a ningún lector le
agradaría conocer más de cerca.
VIII También en mi antiguo Café se celebraban orgías
misteriosas. En cierta ocasión observé cómo traían
Ningún sector de la vida comunitaria reflejaba tan pilas de cuadros obscenos, espejos, bañeras y colcho­
gráficamente la decadencia del Reino como las extra­ nes. Cuando le pregunté al posadero qué significaba
ñas prácticas que tenían por escenario el concurrido todo aquello :
establecimiento de madame Adrienne, sito en el Barrio -Pues nada, un pequeño arrangement -me res­
francés. Si hasta entonces dicho antro sólo había pros­ pondió con una sonrisa dulzona. Cuando volví a pasar
perado en forma discreta y recatada, fomentado por por la tarde vi que las persianas estaban cerradas, cosa
los consejos ocasionales de unos cuantos ancianos ex­ que jamás había sucedido antes. En un cartel pegado
perimentados, ahora eran los miembros de las clases de través sobre la puerta se leía: «Hoy, ¡ reunión pri­
altas quienes se presentaban, en traje de etiqueta, a los vada! » De dentro llegaban toda clase de ruidos, pala­
interesantes y dificilísimos exámenes de admisión. La bras aisladas y alucinantes risotadas. Unos cuantos
brillante idea de Castringius de entregar diplomas ilus- sacerdotes que habían buscado refugio en la ciudad
282 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 283
revelaron los misterios del Templo. Ya podéis imagi­ enfermedad o la juventud. Ningún ser humano pudo
nar cómo los interpretaría el populacho. Los órganos sustraerse a los embates del instinto elemental, y cada
de la reproducción no eran concebidos como símbolos cual buscaba, con los ojos desorbitados por la avidez,
de fuerzas y placeres misteriosos, sino que fueron un cuerpo al que aferrarse.
groseramente divinizados, esperándose de ellos todo Yo me precipité al horno de ladrillos, donde me
tipo de ayuda. Incluso el mayor de todos los misterios, oculté. Por un pequeño agujero en la pared pude pre­
el secreto de la sangre, había sido divulgado, y de él senciar entonces una escena dantesca.
surgió el germen de la locura. Ésta pudo haber sido la De todas partes surgían quejidos y lamentos, in­
causa del inmenso y aniquilador desenfreno que se terrumpidos esporádicamente por agudos chillidos y
apoderó de todos los instintos. Frente a la invasión de hondos suspiros aislados. Un mar de carne desnuda se
tantos animales peligrosos era natural que la gente se arremolinaba y vibraba a un ritmo intermitente. Frío
agrupara para protegerse mutuamente. Con este pre­ y totalmente ajeno, me puse a observar la absurda y
texto empezaron a dormir en grupos pequeños bajo el elemental mecánica del proceso, descubriendo un as­
techo de una misma tienda. El hermoso nombre dado pecto insectil y grotesco en el convulsivo espectáculo.
a esta medida de seguridad era: sueño colectivo. Un vapor sanguinolento fue inundando todo el cam­
Hacía un calor infernal; en los charcos y sinuosida­ po; el resplandor de las fogatas oscilaba sobre el tor­
des que jalonaban la orilla del río flotaban débiles bellino de carne, destacando aquí y allá algunos gru­
llamitas de color azul. Una eterna luz crepuscular se pos. Recuerdo vivamente a un hombre barbudo y ya
cernía sobre el Reino de los sueños. mayor que, acuclillado en el suelo, miraba fijamente
Me puse a caminar por el campamento, cuya inusi­ el regazo de una mujer encinta. Lentamente fue mu­
tada calma me llamó al punto la atención. Los habi­ sitando una serie de palabras ininteligibles... era como
tantes del Reino yacían allí desparramados y se mira­ la plegaria de un loco.
ban entre sí con los párpados entornados. Todos pa­ De repente escuché una serie de alaridos, mezcla de
recían oprimidos por una angustia latente, como si dolor y de júbilo. Con indecible horror observé que
estuvieran a la espera de algo. De repente percibí una una prostituta pelirrubia había emasculado a un borra­
especie de murmullo que iba en aumento y una risa cho con los dientes. Vi los vidriosos ojos del hombre
contenida empezó a propagarse por todo el campo. que se revolcaba en su propia sangre; casi al mismo
¡Me embargó un repentino sentimiento de terror! tiempo un hacha descendió silbando: el mutilado había
Algo así como el súbito estallido de una enfermedad encontrado un vengador. Los onanistas se retiraron a
mental. Y entonces, al igual que una tormenta cuando los rincones oscuros de las tiendas: un poco más lejos
irrumpe bruscamente en el horizonte, los sexos se resonaban estruendosos ¡bravos!: allí copulaban nues­
precipitaron unos al encuentro de otros. tros animales domésticos, poseídos por el frenesí co­
Nada fue respetado, ni los lazos familiares, ni la lectivo.
284 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 285
Sin embargo, lo que más me impresionó fue la ex­ baños públicos, y detrás de ella algún bromista cerró
presión de aquellos rostros pálidos o acalorados, una las puertas. Durante varias horas se oyeron sus espe­
expresión de semiinconsciencia con ribetes de estupi­ luznantes gritos de auxilio, pero el resto del campa­
dez, que permitía adivinar que esos pobres diablos no mento, aletargado por el alcohol, hizo caso omiso de
actuaban bajo los impulsos de su libre albedrío. Eran ellos. Por último los gritos cesaron ... Una manada de
verdaderos autómatas, máquinas que, una vez puestas cocodrilos satisfechos se fue deslizando al agua.
en marcha, quedaban abandonadas a sí mismas ... ¡el Algunos violaron tumbas recién cavadas en el ce­
espíritu debía de hallarse en otro lugar!... menterio de la iglesia. Un perro sarnoso, atraído por
De Nemi apareció uniformado y con algunos miem­ el olor de la sangre, se precipitó sobre los restos de un
bros de la banda de Jacques : fue como echar leña al gato aplastado.
fuego. Poco después trajeron un piano y de Nemi De pronto percibí una figura acuclillada a mi lado:
empezó a aporrear las teclas, repitiendo varias veces Brendel, que me miraba con una sonrisa estúpida.
del principio al fin la misma melodía callejera. Impul­ -Brendel, ¿ qué hay ? -dije intentando sacudirle
sados por bestiales voces de mando, los más ebrios suavemente.
trataban de copular agrupados en columnas. Los niños -Melitta -dijo con voz lenta y volvió a reírse para
eran incitados unos contra otros. Pude observar de sus adentros. Entonces me di cuenta: el infeliz había
cerca aquel espectral infierno, sumido en la niebla perdido la razón tras la muerte de su amada.
rojiza que llegaba desde el río. ¡De pronto despertó la La mayoría de las fogatas se fueron apagando, y la
sed de sangre ! Un mugriento y gigantesco muchacho calma volvió a imponerse. Me aseguré bien de que
se incorporó de un salto y, mugiendo como un toro, podía abandonar sin peligro mi escondite. Sólo se oían
se lanzó contra otro esgrimiendo un largo cuchillo. los ronquidos de los borrachos. Aún brillaba una gran
¡Un crimen! ¡Luego otro ! El individuo actuaba bajo hoguera, alimentada por el piano. A su resplandor
los efectos de un ataque de rabia. Los demás interrum­ distinguí entonces una ancha figura: el americano.
pieron sus delirantes forcejeos. Varias mujeres, pálidas Vestía de frac, como si se hallase en una fiesta, y
como la cera, empezaron a revolcarse en el suelo, estaba fumando su inevitable pipa corta. Se iba abrien­
víctimas de convulsiones histéricas. do paso por entre los cuerpos dormidos. Una mujer
De todas partes fueron llegando entonces los rugi­ desnuda, que se había incorporado a medias, intentó
dos de los que sucumbían al delirio criminal. ¡Ni los cerrarle el camino, pero ¡plaf!, recibió un latigazo que
animales bramaban de aquel modo! Los más rabiosos dibujó una estría roja y candente sobre la blanca es­
se destrozaban en duelos criminales. La turba derribó palda. Bell surgió nuevamente de las tinieblas y se alejó
luego los portones de las bodegas y arrastró enormes en dirección a la ciudad, de la que ahora llegaba un
toneles hasta el campamento. ¡Todos se embriagaron ! fragor sordo.
Una bulliciosa multitud se trasladó seguidamente a los ¡ La hora del americano había llegado !
286 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 287
completo. Este hecho acarreó un gravísimo inconve­
IX niente que, sin embargo, la gente no había previsto.
¿Con qué podría calmar su hambre a partir de enton­
En la ciudad se repartían octavillas que anunciaban ces? Los rebaños y las plagas de insectos habían de­
una nueva catástrofe: el gran Templo se había hundido vastado campos y jardines. Todas las provisiones se
en el lago, según afirmaban varios monjes. Se suponía pudrían al instante, incluidos los huevos y la carne
que los cimientos habían sucumbido finalmente a los salada o ahumada. La amenaza de una plaga de hambre
efectos de una larga erosión, que culminó cuando ce­ era inminente. Entonces dos monjas noralemanas hi­
dieron los bancos de arena blanda. Algunos sacerdotes cieron una propuesta de orden práctico. Una de ellas
se ahogaron mientras cantaban sus himnos. La muerte había estudiado química y efectuado una serie de in­
debió haberles cogido totalmente de sorpresa, pues sus geniosos experimentos que, en su opinión, se habían
trompetas aún seguían sonando cuando el edificio se revelado positivos. Las dos se proponían purificar,
hallaba sumergido en el agua hasta la mitad. Todo mediante un procedimiento secreto, los montones de
había ocurrido con gran celeridad; las pesadas paredes peces muertos que el Negro arrojaba a sus orillas,
de mármol se hundieron sin desmoronarse. Los pocos convirtiéndolos así en comestibles. Pese a su buena
monjes que lograron escapar con vida sólo se perca­ voluntad, las dos monjas recibieron en pago la más
taron del peligro por el ruido que hacía el agua al negra de las ingratitudes: fueron linchadas por la plebe
infiltrarse a través de los vitrales. Su extraordinaria enardecida.
gordura les permitió flotar fácilmente, pudiendo sal­
varse a nado. Las luces, aún encendidas, siguieron
iluminando bajo el agua los ventanales del Templo, X
que centelleaban como los ojos de legendarios mons­
truos marinos. Lentamente se fueron apagando una Y a no era posible distinguir el día de la noche y
tras otra; ya sólo brillaban las cúpulas plateadas y apenas podía uno orientarse a través de la vaga pe­
doradas que, por ú.l timo, también fueron absorbidas numbra crepuscular, gris y monótona. Como todos
por el ávido remolino. Las olas sólo llevaron a la orilla los relojes se habían oxidado y detenido, no teníamos
el cadáver del venerable sumo sacerdote; los demás noción alguna del tiempo. Por ello, también me resulta
hallaron sepultura en el fondo del Lago de los sueños. imposible precisar cuánto duró el período de desinte­
Todos lamentaban la pérdida de los fabulosos teso­ gración. De vez en cuando se veía alguna esquelética
ros que se habían hundido para siempre. Yo fui uno fiera que, al sentir la proximidad del hombre, huía con
de los primeros en hacerlo, ya que nunca pude admirar el rabo oculto entre sus descamados flancos. En los
con mis propios ojos aquellas maravillas. rincones polvorientos aparecían serpientes secas.
Los animales grandes ya habían desaparecido por Para evitar que estallase una epidemia, los habitantes
288 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 289

del Reino recibieron la orden de arrojar todos los


cadáveres al río. No obstante, esta orden sólo era
cumplida por unos pocos ya que casi nadie se atrevía
a penetrar en las ruinosas casas. Las crías de conejos
y serpientes infestaban la ciudad desde sus ocultas
madrigueras. Por los portones salía un fuerte hedor a
cadáver. La mitad superior de la casa de alquiler de
Lampenbogen se había derrumbado; la larga chimenea
de piedra y la pared del fondo se elevaban hacia el
cielo. Podían verse las habitaciones en corte transver­
sal : aún colgaban un par de cuadros sobre el florido
empapelado de nuestro antiguo dormitorio. A través
de un enorme agujero triangular pude apreciar el in­
mundo artesonado de la alcoba de la princesa.
La lechería había caído víctima de la excrecencia
fungosa que cubría puertas y ventanas, deformando
todo el edificio. Los hongos colgaban de los tragalu­
ces, formando grandes tiras blanquecinas.
La casucha de madera del inspector del río se hun­
dió bajo el peso de su tejado, íntegramente revestido
de musgo.
El Café murió como una cocotte que se esfuerza por
guardar las apariencias hasta el final. Por fuera daba la
impresión de estar bien conservado, pero por dentro
estaba lleno de escombros provenientes del piso supe­
rior y del desván. El cristal de una de las ventanas
había permanecido milagrosamente intacto, y a través
de él se podían ver dos altos montoncillos de hormi­
gas. Se advertían también unos cuantos huesecitos
blancos, y entre ambas cosas había una mesa de ajedrez
sobre la que se hallaba dispuesto un hermoso jaque
mate.
Por las desiertas calles me dirigí hacia mi rincón
LA OTRA PARTE 291

favorito : el sendero que bordeaba el río. Mas allí tam­


bién reinaba el mismo aspecto desconsolador. Del ma­
tadero salía un hedor tan insoportable que tuve que
taparme nariz y boca con el estropajo que me servía
de pañuelo. El muro que cercaba el patio se había
desplomado hacia el Negro y tras los escombros ya­
cían, apilados en completo desorden, innumerables
cadáveres de animales. Un intenso zumbido era per­
ceptible en varios metros a la redonda, y a cada paso
echaban a volar millones de moscardas. Seguí avan­
zando hacia el río para tomar un poco de aire, pues
allí era donde mejor podía tolerarse. Casi nada que­
daba ya de los baños públicos. Unas cuantas vigas y
pilastras, recubiertas de limo verde y caracoles, emer­
gían aún del agua. De pronto, la atmósfera se iluminó
y, al volverme aterrorizado, vi que el molino estaba
en llamas. Por las ventanas se filtraba el ofuscante
resplandor del fuego. El podrido maderamen crujía y
chisporroteaba. Por el puntiagudo tejado salía humo,
una enorme llamarada se elevó hacia el cielo y la pared
anterior se desplomó con gran estrépito. El mecanismo
del molino, iluminado desde adentro, estaba en pleno
movimiento, simulando el cuerpo abierto de un ser
humano. Aún chirriaban las ruedas, las piedras giraban
y los embudos vibraban, mientras el polvo de la harina
esparcía su tenue niebla por la atmósfera incandescen­
te. Las llamas devoraban con avidez peldaños y esca­
leras hasta que, lentamente y casi con cierta obstina­
ción, las piezas se fueron inmovilizando una tras otra
como los órganos vitales de un moribundo.
Lo último en ser absorbido por las llamas fue el gran
depósito de harina. En el lugar que había ocupado vi
entonces un par de viejas botas de montar de las que
292 ALFRED KVBIN LA OTRA PARTE 293
aún salían dos piernas semipodridas . . . varias vigas cal­ monjas se sometieron dócilmente a su inescrutable
cinadas ocultaban el resto. Detrás de mí escuché una destino : la única que no pasó la prueba fue la octoge­
voz cavernosa: naria superiora, sin duda a causa de sus ardientes ple­
-¡ Yo lo hice! ¡ Ya es la cuarta vez que lo hago y lo garias.
seguiré haciendo siemp re!
Era el molinero. Aspiró una pulgarada de rapé, sacó
una navaja de afeitar de su bolsillo, probó el filo y se XI
degolló. Al instante cayó a tierra, y la sangre, que
manaba a borbotones de su herida, fue resbalando por El americano aparecía en todas partes como el ver­
el pecho. Tenía el rostro contraído en una mueca dia­ dadero dueño de la ciudad y, sin embargo, estuvo a
bólica... punto de sufrir un grave descalabro. Un día se pre­
Un grupo de ladrones penetraron en la iglesia con­ sentó con sus secuaces frente al banco. Había prome­
ventual, forzaron el tabernáculo con sus manos sacrí­ tido que los más fieles de entre ellos serían recompen­
legas y se llevaron las reliquias tachonadas con toda sados. Todos se sorprendieron al ver que el macizo
clase de piedras preciosas. Las monjas no pudieron portón del enorme, aunque algo ruinoso edificio, es­
impedir el atraco, pues ellas mismas se hallaban en una tuviese abierto de par en par. Al efectuar el registro
situación difícil : una turba de inválidos y tullidos, encontraron ochenta y tres kreutzers en la cámara
familiarizados ya con todos los rincones del convento acorazada y ni un solo depósito en custodia. J acques,
a fuerza de recibir allí sus refecciones, invadió un día de Nemi y los demás jefes de la banda lanzaron du­
el hospital. Como las religiosas -que ya nada po­ bitativas miradas al americano.
seían- rechazaran sus amenazadores reclamos de ali­ -¡Ya me lo suponía! --exclamó éste indignado :
mentos, exigieron entonces, entre groseras carcajadas, -¡ Vayamos a ver a Blumenstich !
otro tipo de compensación. Como en un infernal
aquelarre, la repulsiva multitud se fue acercando a
rastras a las infelices víctimas. Una de éstas, aún muy
joven y hermosa, se lanzó a la ofensiva, sacándole un
ojo a uno de los asaltantes con un certero golpe. En
castigo fue atada a una cama de hierro y por su cuerpo
desfiló una monstruosa caterva de criaturas cubiertas
de sabandijas, con narices carcomidas, ojos purulen­
tos, postemas grandes como puños y costras de sarna.
En el curso de la violación, la desdichada religiosa
perdió la razón primero y luego murió. Las otras
294 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 295

Hallaron al banquero Blumenstich en el pabellón de


su jardín, entre un macizo de flores marchitas. Recibió
a los visitantes tranquilamente y con el rostro de un
tono azul ciruela: estaba muerto. Se había refugiado
allí huyendo de un enjambre de avispas que lo perse­
guía; sin embargo, uno de los insectos lo picó en la
lengua mientras gritaba como un desaforado, causán­
dole la muerte por asfixia. Una vez más, todos diri­
gieron sus miradas hacia el americano, quien se limitó
a decir:
-¡Maldita sea!
--¡Tú nos prometiste dinero, danos algo del tuyo !
-le gritaba la turba enfurecida
-¡ Buscadlo vosotros mismos bajo los escombros
del hotel ! -exclamó el americano en tono rencoroso
y desilusionado.
Jacques intercambió con los otros unas cuantas mi­
radas maliciosas y, ocultando un cuchillo, avanzó lue­
go hacia Bell; éste siguió cuidadosamente cada uno de
sus movimientos hasta que, asestándole un golpe con
su porra, derribó por tierra al alevoso asesino. Con
singular sangre fría, Hércules Bell se plantó entonces
contra la pared del pabellón y, esgrimiendo una Brow­
ning en cada mano, preguntó con voz de trueno :
-¿Quién de vosotros quiere encontrarse entre los
dieciséis primeros?
Los miembros de la banda que no habían contado
con una situación tan difícil, agacharon la cabeza y
empezaron a retroceder, pero fueron nuevamente em­
pujados por los que vociferaban desde atrás. Los dis­
paros se sucedieron nítidos, rápidos y precisos; en
torno al americano se levantó un muro de cadáveres :
más de dieciséis, pues los proyectiles atravesaron va-
LA OTRA PARTE 297
ríos cuerpos al mismo tiempo. Y él seguía allí, muy
erguida la ancha silueta, vestido de frac, con la cabeza
descubierta y la pequeña pipa entre los dientes. Su
amplia frente, dividida en dos grandes sectores above­
dados, daba al rostro cierta expresión diabólica; su
mirada, fija e inmóvil, tuvo un efecto dominante y
represivo sobre la enfurecida turba. Nadie se atrevió
a atacarlo o dispararle. Pero los de atrás seguían em­
pujando, de modo que, cediendo a la presión, los que
estaban en las primeras filas tropezaban con los cuer­
pos de los caídos y aquel ovillo humano acabó por
quitarle a Bell toda libertad de movimiento. A dos
palmos de su rostro vio aquel montón de pálidas más­
caras, verdaderas parodias de rostros humanos, que le
llegaban hasta la altura del pecho. Los pulmones del
americano trabajaban a presión y su respiración recor­
daba los jadeos entrecortados de una máquina de va­
por. «¡ Que muera, acabemos con él !», eran los funes­
tos gritos que afligían sus oídos. De pronto le llegó
una ayuda totalmente imprevista. Una serie de grose­
ros juramentos se fueron haciendo cada vez más claros
y perceptibles.
-¿ Quién es ? -gritaron-. ¿ Quién?
-¡ Gotthelf Flattich, Gotthelf el fuerte !. .. ¡Aten-
ción ! j Cuidado !
Una figura colosal y semidesnuda se iba abriendo
paso por entre la apiñada multitud. A regañadientes,
la gente se hacía a un lado para dejar paso al corpulento
negro, que les llevaba a todos una buena cabeza y
media. Atraído por el griterío, se dio cuenta al instante
de la peligrosa situación en que se hallaba el ameri­
cano.
-¡ No le toquéis ! -gritó con voz estentórea blan-
298 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 299

diendo amenazadoramente una vara de hierro en sus La algarabía general no dejó oír ni una sola de las
gigantescas manos. Así, derribando a los que se halla­ palabras del discurso; el distinguido orador seguía
ban en primera fila, logró salvarle la vida a su antiguo abriendo y cerrando la boca, hasta que al fin se con­
benefactor. venció de la inutilidad de sus intentos de pacificación
y, haciendo una pequeña venia, quiso abandonar el
estrado. Mas al volverse sintió que una inmensa car­
XII cajada estallaba entre la multitud: ¡los pantalones de
Ante el Archivo se había congregado una gran mul­ Su Excelencia, ornados de listas doradas, habían per­
titud. De pronto se abrieron los batientes del gran dido sus fondillos ! « Vaya manera de divertirse la que
portón y apareció Su Excelencia, seguido por un pe­ tiene el pueblo», pensó.
queño cortejo. El distinguido señor iba vestido de gala De pronto se oyó una detonación ... polvo... humo ...
y lucía todas sus condecoraciones, así como un gran Muchas personas se desmayaron o fueron aplastadas.
sombrero de plumas. De lejos ofrecía el aspecto de un Alguien había lanzado una bomba ... ¿desde dónde?,
ave del paraíso. De este modo, bien enfundado en su no se sabía.
elegantísimo uniforme, subió a un estrado pequeño e Los muertos y heridos graves tuvieron que ser eva­
improvisado. En torno a él, los congregados guarda­ cuados en camillas. Los ciudadanos observaban, tem­
ron un repentino silencio. blando, las sangrientas cargas que pasaban a su lado
-Señoras y señores : tal vez hayáis notado que es­ hasta formar larguísimas columnas.
tamos atravesando tiempos especialmente difíciles. A Su Excelencia le habían arrancado los dos pies ;
Pues bien, ya es hora de poner fin a todo esto y de una esquirla de acero que se le incrustó en el cuerpo
que vuelva a imperar el antiguo orden. Los altos cír­ le había causado la muerte.
culos oficiales sólo desean ver felices y contentos a
todos los ciudadanos. ¡ Por ello, nuestro eminentísimo
Señor ha decidido decretar la amnistía para todos los XIII
crímenes y delitos, y yo he dado orden de que abran
hoy mismo las puertas de nuestra prisión estatal, el Yo no me enteré de ninguno de estos incidentes,
Wasserburg ! pues mis pasos me llevaron hacia el cementerio. Alar­
-Hace ya tiempo que las abrimos -exclamaron mado por la noticia de las frecuentes profanaciones de
algunas voces irónicas-, ¡ nosotros mismos los libera­ tumbas, quise inspeccionar el sepulcro de mi esposa.
mos ! -bramó la plebe sarcásticamente. El túmulo estaba intacto, sólo la pequeña cruz se ha­
La prisión se encontraba en un arrecife rocoso que llaba corroída por el óxido.
emergía en medio del Negro, a un día de viaje río abajo Desde lejos pude ver las fosas comunes recién ca­
y no lejos de la aldea de Bellamonte. vadas, donde los muertos eran sepultados precipitada-
300 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 301

mente : bastaban cuatro pies de tierra. Como era de


esperar, los olores que se filtraban desde el fondo
atraían gran cantidad de lobos, perros y chacales que
revolvían la tierra aún fresca y con frecuencia podían
ser abatidos mientras se regalaban. A no ser que me
equivoque por completo, juraría que la criatura oscura
y de lomo arqueado que divisé tras los bloques de
mármol del destruido mausoleo de los Blumenstich
-y que al verme lanzó una chillona carcajada- era
una hiena. Un cielo plomizo se cernía sobre el cam­
posanto. Ramilletes de siemprevivas pisoteadas, así
como ramas y coronas marchitas acrecentaban la opre­
siva melancolía del lugar.
Sentí escalofríos; hacía mucho tiempo que no des­
cansaba en una cama.
De pronto recordé que, días antes, había leído un
anuncio referente a unas mantas que en las comisarías
estaban repartiendo a los damnificados. Junto al de­
pósito de cadáveres había una de esas comisarías, que
además comunicaba con él. Triste y con la cabeza
gacha empecé a buscarla. Fui presa de un ligero vér­
tigo; tenía la sensación de estar caminando sobre ma­
terias acolchadas : musgo, heno o estopa. Me pareció
que los cipreses se apartaban a un lado, y por entre
las relucientes lápidas distinguí una pequeña construc­
ción de ladrillos. Sin mirar con demasiado detenimien­
to, leí la palabra Comisaría sobre la puerta de cristal
abierta.
Penetré en un recinto escasamente amueblado. A la
altura de la cabeza se abrían unas cuantas ventanas
grandes y cuadradas, por cuyos opalinos cristales se
filtraba una luz mortecina.
De los desconchados muros colgaban, encuadrados
LA OTRA PARTE 303
en finos marcos negros, una serie de decretos y esta­
tutos. En la pared del fondo, y sobre una puerta cerra­
da, vi el retrato del rey Luis II de Baviera. Del techo
enjalbegado pendían algunas lámparas de gas, primiti­
vas y rectangulares. En el aposento había, además, una
mesa larga e inmunda sobre la que yacía un objeto
espeluznante : un cuerpo pequeño e hinchado, envuel­
to en un uniforme recamado en oro y con manchas de
sangre. Totalmente rígido, sólo las piernas presentaban
una ligera curvatura. Le faltaban los pies y los panta­
lones estaban anudados a la altura de las rodillas.
«Éste es el rey de Baviera», cruzó por mi mente, y
al punto quedé convencido de esta idea. Su perilla rala
y negruzca se elevaba, enhiesta, en el aire, pero no me
atreví a mirar de cerca la sebosa cara, pues sabía que
sus ojillos maliciosos estaban vivos y me seguían ... no
podía ya soportar ese tipo de miradas.
Por una puerta de vidrio situada a mi derecha pe­
netró un oblicuo rayo de luz.
«Tal vez estén aquí los empleados», pensé mientras
miraba por el panel de cristal. Retrocedí aterrado: mis
ojos habían visto un recinto largo y estrecho en el que
yacían hacinados cientos de cadáveres. Envueltos en
sacos de cereales anudados en tomo al cuello, sólo
dejaban ver las cabezas : rostros verduzcos en su ma­
yoría, que reían enseñando los dientes. Muchos pare­
cían resecos y cubiertos de polvo, con las órbitas ocu­
lares hundidas; otros estaban totalmente empacados en
sus sacos, sobre los que se leían las direcciones respec­
tivas. Las rodillas y codos que sobresalían, así como
la casi imperceptible redondez de los cráneos, permi­
tían hacerse una idea de las dislocadas posturas. En la
pared posterior de este almacén de cadáveres colgaba
304 ALFRED KUBIN LA OTRA PA RTE 305

una pizarra en la que habían escrito con grandes letras:


Sala para personas fallecidas repentinamente
Describiendo un amplio círculo en torno a Luis II
quise salir al aire libre; entonces me di cuenta de que
el cuerpo pequeño y recubierto de oro que yacía sobre
la mesa no era el rey de Baviera, sino nuestro presi­
dente del Gobierno.
«Ahora sé un secreto», me dije, «un secreto que no
pienso divulgar. Quizá sea el rey de Baviera, después
de todo ... »

XIV

El melancólico graznido de los cuervos cautivó in­


mediatamente mi atención : las negras aves se habían
encaramado en el horno de ladrillos, formando largas
y compactas hileras. A veces echaban a volar en ban­
dadas que describían figuras de increíble precisión en
el aire. En dirección al río, el cielo seguía enrojecido
por el molino en llamas.
De pronto fui casi derribado por un hombre des­
nudo que huía como una exhalación a campo traviesa.
¡ Una jauría de perros iba pisándole los talones ! El arrastraba tras de sí un objeto. Éste se enredaba cons­
individuo, que venía disparado hacia mí con la preci­ tantemente en las ramas pequeñas y su dueño volvía a
sión de una flecha, hizo un débil quiebro en el último desprenderlo con un gesto de ridícula solemnidad. Los
momento y trepó a un árbol pelado como un palo de perros que lo seguían se agruparon en torno al árbol
escoba. Un par de botines de charol y un turbante de y empezaron a !adrarle como si fuese un gato.
papel de periódico constituían toda su indumentaria. Del cementerio se acercaba un destacamento de po­
Con una fuerza y destreza extraordinarias, que nadie licías con cascos.
habría imaginado en el escuálido cuerpo, fue subiendo Al hombre del árbol se le escurrió su tesoro. Dando
cada vez más alto por entre las ramas del tilo, aferrán­ un agudo chillido, el extraño individuo saltó a tierra,
dose a ellas como un experimentado simio pese a que recogió precipitadamente su presa y echó a correr,
306 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 307

seguido nuevamente por los perros. Un enorme terra­ órdenes de de Nerni -el único oficial que desertara
nova negro iba pisándole los talones. Uno de los po­ de las huestes de Patera-, habían irrumpido horas
licías apuntó al primero de los perseguidores. El perro antes en un arsenal, adueñándose de cuantas armas
cayó muerto, pero el acosado también resultó herido necesitaban.
y se desplomó. Entonces me di cuenta de que era Los revolucionarios eran diez veces superiores en
Brendel. Nos agolpamos a su alrededor, mientras él número, y en ello basaban todo su valor. Enfrente, los
hacía esfuerzos desesperados por ponerse en pie. Fre­ corceles piafaban con impaciencia. El hecho de que la
n�ticos espumarajos manaban de su boca: estaba gi­ canalla tuviese escopetas inquietaba muchísimo al an­
miendo. La pequeña herida bajo el omoplato derecho ciano y valeroso coronel Duschnitzky. Además, los
c�i ni sangraba. Poco a poco se fue calmando y en­ caballos tampoco eran ya de su agrado : estaban ner­
fnando, su cuerpo fue sacudido por un último espas­ viosos, mal alimentados y presentaban evidentes sín­
mo ... y murió. tomas de abandono. Inicialmente pensó diferir el ata­
Acuciados por la curiosidad, los policías levantaron que hasta que llegasen los refuerzos prometidos, pero
el inerte cuerpo para descubrir lo que tan cuidadosa­ tal maniobra se reveló pronto insostenible. Los rebel­
mente ocultaba: una cabeza putrefacta, de la que to­ des podían tomar el Archivo antes de que llegara la
davía colgaba una larga y espesa cabellera color casta­ ayuda y de nada serviría entonces lanzar la caballería
ño. Aún parecía estar viva : en las vacías cuencas y en al asalto. Por lo demás, las murallas de adoquines
torno a los labios, que estaban como pegados, hormi­ crecían de minuto en minuto.
gueaba un enjambre de . . . larvas. Algunos lugartenientes se rieron y encendieron ci­
garrillos. Querían barrer como es debido a todos los
amotinados y se regocijaban ante la idea de efectuar
XV batidas callejeras : cosas como éstas divierten siempre
a los oficiales jóvenes. Las tropas esperaban en rigu­
La rebelión había estallado en la ciudad. Varios rosa formación; una ligera expresión de estupidez se
escuadrones de coraceros y tropas de infantería aban­ leía en todos los rostros.
donaron el jardín del castillo y formaron delante del De pronto sonó un disparo y uno de los jinetes cayó
Palacio. Todos eran elementos seleccionados, en los a tierra. El coronel hizo una señal y avanzó hasta la
que no era fácil advertir las miserias y calamidades de primera fila. Su genuino y voluntarioso rostro de sol­
las últimas semanas. Las lorigas y los yelmos presen­ dado lucía realmente hermoso en aquel momento, la
taban, claro está, señales de óxido, pero su estado piel bronceada y curtida. Saludó al pasar frente al
general era más bien aceptable. silencioso Palacio -una especie de Ave Caesar-, lue­
Los -insurrectos se habían parapetado tras una serie go se oyeron dos toques de corneta y, profiriendo
de barricadas construidas precipitadamente. Bajo las estentóreos ¡ hurras !, la compacta masa de caballeros
308 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 309

se precipitó contra las barricadas. Con los sables en tamente por el torbellino. Sus podridos arreos y cin­
ristre y dejando ondear las fantasmales crines de sus chas fueron estallando, y los jinetes, privados de sus
caballos, los jinetes avanzaban inclinados sobre los asideros, rodaban por tierra antes de que pudieran
cuellos de sus cabalgaduras. El poderoso estampido de divisar siquiera al enemigo. Liberada de todas sus car­
una descarga saludó su llegada, y unos cinco coraceros gas, la salvaje horda arremetió contra el cuartel, levan­
resbalaron de sus sillas. Sin embargo, lo peor fue que tando a su paso una nube de chispas.
los caballos se negaron a seguir avanzando. Encabri­ Yo me hallaba en la Calle Larga, cuando sentí un
tados, se irguieron sobre sus patas posteriores y arro­ estruendo que se iba acercando; obedeciendo a un
jaron al suelo a sus dueños. Luego, en medio de pe­ impulso instintivo, subí a un pequeño muro junto al
netrantes relinchos y describiendo un amplio semicír- Café : ya se oía el retumbar de los cascos sobre el
pavimento. Por un instante pude ver los ojos saltones
y enloquecidos, la siniestra desmesura de los ollares y
hocicos distorsionados, aspiré el acre olor a sudor y
un minuto después ya habían desaparecido envueltos
en el remolino de polvo, en dirección al campo.
Gordos e indolentes, los enormes buitres miraron pa­
sar con indiferencia a la enfurecida horda, permane­
ciendo inmóviles en sus pedestales, los troncos pelados
de la alameda. Lo único que pareció atraer ligeramente
su atención fue un jamelgo bayo que, rezagado y co­
jeando, daba vueltas sobre un mismo punto.
La frenética manada contorneó toda la ciudad. Algu­
nos prosiguieron su loca carrera por las callejas angu­
culo en torno a la gran plaza, se lanzaron contra las losas, destrozándose la cabeza contra los salidizos de
barricadas, saltando sobre ellas, cayendo con terrible los muros. La gran mayoría se atascó repetidas veces
furia sobre soldados y cabecillas y derribando cuanto en estrechos pasajes y callejones sin salida, hasta que,
se oponía a su desenfrenada carrera. Las bestias pare­ por último, desembocó en la escombrera. ¡ Y allí no
cían dotadas de una fuerza sobrenatural y estar obe­ hubo escapatoria! Los más débiles fueron aplastados
deciendo a algún conjuro diabólico. por los más fuertes ; de todas partes llovían coces y
En este momento llegaron los esperados refuerzos, volaban fragmentos de vísceras. Un vaho maloliente
que no hicieron sino empeorar la situación. Los caba­ empezó a propagarse por aquella zona.
llos que llegaban husmearon el violento y masivo des­ El anciano coronel se habría alegrado muchísimo si
plazamiento de los otros, dejándose arrastrar inmedia- hubiera podido ver el rotundo éxito de su acometida :
310 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 311
un sinnúmero de rebeldes habían muerto triturados En vano busca una salida, el brazo roto empieza a
por los cascos. Sin embargo, del buen señor no que­ hincharse y a producirle dolores intensísimos. Agota­
daba sino un puño envuelto en un blanco guante de do, escucha unos chirridos suaves, acompañados de
manopla... el resto se había diseminado por completo saltitos y deslizamientos ; primero en forma aislada,
entre un amasijo de miembros, corazas, esquirlas, yel­ luego cada vez más numerosos ... cien ... mil veces más.
mos, sillas y arreos. Sólo entonces se da cuenta de la trampa en que ha
caído; intenta correr y, al dar golpes a su alrededor
tropieza todo el tiempo con cientos de patitas ... pesa­
XVI das masas cuelgan de él como racimos. El brazo con
que intenta quitárselas recibe pequeños y agudos mor­
Antes de desplomarse del todo, el Café ofrecía por discos. Cuatro ... cinco ... seis veces logra sacudirse de
dentro un aspecto tan ruinoso que ningún cliente que­ encima aquellos enemigos. ¡ Por último se arroja al
ría poner los pies en él. El propietario le echó la culpa suelo para librarse de los hambrientos asaltantes ! Un
al camarero principal. centenar de ratas son heridas o despanzurradas, pero
-¡Parece usted un cerdo! -le dijo éste un día con en su lugar surgen varios miles que agradecen al Crea­
voz bondadosa y tranquilizadora. Dada la dulzura del dor la inmensa dicha que se ha dignado deparar a su
tono, sólo podía ser el contenido de esta frase el que pueblo ...
inspirase al hipócrita camarero su nefando proyecto. Varias personas me aseguraron haber oído gritos
Una noche empujó alevosamente a su ingenuo jefe por extraños, maldiciones horrorosas, plegarias lastimeras
la escalerilla del sótano, cerrando tras él la trampa. El y sordos bufidos que surgían por distin_tas alcantarillas
posadero se rompió un brazo al caer, pese a que su y albañales. Los lugares por ellas mencionados queda­
gordura lo hizo rebotar como una pelota de goma. ban, es verdad, bastante alejados entre sí, pero la acús­
Aunque estaba indignado con Anton, en ningún ins­ tica era sumamente especial en el Reino de los sueños.
tante se imaginó la magnitud del peligro en que se Tras la misteriosa desaparición de su patrón, el se­
hallaba. El camarero contaba con una serie de cómpli­ ñor Anton siguió atendiendo aún por espacio de dos
ces para consumar su crimen y, como experimentado horas. Luego cerró y abandonó el local: imposible
calculador que era, no se equivocó al hacer sus cálcu­ esperar nuevos ingresos. Los ajedrecistas se quedaron
los. Los terribles cómplices no eran otros que los dentro.
millones de ratas que poblaban las bóvedas y catacum­ Por una extraña y casual coincidencia, Anton llegó
bas subterráneas de Perla. El posadero, que se extravió a asociarse con Castringius, formando una especie de
al avanzar a tientas por la oscuridad, fue a parar al alianza con el ex dibujante. Pues Nik había cambiado
mismo pasillo en el que, tiempo atrás, también yo de profesión. Ahora se ganaba la vida con los ahorros
había padecido tanto. de los demás; dicho de otro modo: robaba cuanto le
312 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 313

llegaba a las manos. Había dedicado su última obra,


El albino leproso matando al cerebro primigenio, al
americano, a quien también dio a entender que el
dibujo era un símbolo alegórico y poseía un valor de
cien mil marcos. Sin embargo, añadió que se lo dejaba
sólo por cinco mil. Bell se rió y puso al artista en la
puerta, cosa que en los últimos tiempos solía hacer
fácilmente con cualquiera. Sediento de venganza, Cas­
tringius se pasó al bando de Patera y no dejó de atacar
en lo sucesivo a los satélites de aquel condenado yan­
qui. Un día en que, después de haber recaudado un
buen botín se disponía a poner pies en polvorosa,
sintió una mano extraña en el bolsillo posterior de su
chaqueta. ¡Al asirla, constató que pertenecía al cama­
rero Anton! Toda suerte de excusas... explicaciones.
El asunto terminó cuando los dos compinches deci­
dieron hacer en adelante causa común. Su especialidad
era el robo con allanamiento praticado en casas de
campo abandonadas. En el jardín del Palacio tenían un
escondrijo donde almacenaban y enterraban los teso­
ros robados. Cierto día se les presentó un lance espe­
cialmente prometedor. La mansión del ex jefe de re­
dacción del Espejo de los sueños, muerto a consecuen­
cia de una mordedura de víbora, se hallaba vacía. Los
dos se deslizaron cautelosamente por la Ciudad jardín,
tratando de mantenerse en lo posible al amparo de la
oscuridad. Fueron avanzando en completo silencio,
absortos en sus propios pensamientos. Anton andaba
siempre a la espera de una oportunidad para deshacer­
se de su amigo. Él y nadie más que él sería entonces
el heredero. Por su parte, Castringius contaba y re­
contaba mentalmente los bienes ya obtenidos. Estaba
satisfecho. Unas cuantas maniobras más y tendría lo
LA OTRA PARTE 315
suficiente para iniciar, en algún lugar de Europa, una
sana y holgada vida de artista.
No se veía casi nada.
-¿Falta mucho todavía? -preguntó el camarero
con un gruñido.
-¡Vaya pregunta para alguien que se ha pasado la
vida corriendo! Aquí la tienes, la última casa. Hemos
llegado.
Semioculto entre los árboles se distinguía un tejado.
Al llegar a la verja del jardín, Castringius lanzó una
escrutadora mirada a su alrededor.
-Hasta aquí todo en orden. ¡Ahora, sube! -le
ordenó a su compañero.
Mas a éste le molestó verse apremiado: aún temía
una mala jugada por parte del dibujante. Tras largas
discusiones, Castringius pasó primero y el otro le si­
guió. El faldón del frac del camarero quedó engancha­
do en los alambres de púas.
-¡Una víctima de su profesión! --constató sarcás-
ticamente su colega.
Los dos registraron la casa de arriba abajo, pero ni
en el gabinete de trabajo del periodista ni en ninguno
de los cuartos encontraron algo que valiera la pena
llevarse. Desilusionado, Castringius dio rienda suelta
a sus sentimientos contra el redactor.
-¡Ahora no lo entiendo! ¿Cómo he podido sentir
el menor respeto por este infeliz? Aquí tienes, te de­
dico esta colección del Espejo de los sueños: trece años
de publicación -le dijo maliciosamente a Anton, que
examinaba con aire descontento el ruinoso mobiliario,
y señaló una hilera de libros.
-¡Acaba de una vez con tus bromas estúpidas!
¡Quédate tú con esa basura, si quieres!
316 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 317

-¡ Silencio, lacayo ! ¿ Qué sabes tú de cosas subli­ a compartir nada con un palurdo como tú. Si no estás
mes? Aquellos tomos contienen casi toda la produc­ de acuerdo, acércate y verás-. Y le enseñó los dientes.
ción de un artista que será siempre un extraño para ti. Era consciente de su fuerza y podía confiar en ella.
Tu estrecho horizonte mental apenas puede abarcar los El taimado Anton se hallaba preparado para una
trabajos de mi estimado colega!-. Y castigó a Anton escena de este tipo desde que iniciara su turbia asocia­
con una mirada de desdeñosa compasión. ción y, por lo que pudiera suceder, llevaba siempre en
un bolso sus armas defensivas. Fue así como, inopi­
Hurgaron luego el guardarropa del dormitorio, bus­
nadamente, el colaborador número uno del Esp ejo de
cando algo que aún pudiera utilizarse. De pronto : ¡ Un
los sueños recibió un puñado de pimienta molida en
sollozo sofocado ! plena cara.
-¿Has oído?» -preguntó temblando el supersti­ Ofuscado, éste empezó a repartir manotazos a dies­
cioso camarero, que casi deja caer su linterna. Sobre tra y siniestra, cogiendo a su contrincante por el pecho
la cama distinguieron, envuelta en una manta, la figura y acercándolo hasta donde él estaba. Las poderosas
acurrucada de una niña aún muy tierna que, con el hélices propulsoras se cerraron sobre la espalda de
terror reflejado en sus ojazos abiertos, miraba fijamen­ Anton, que cayó de rodillas. Ambos, el larguirucho y
te a los intrusos : el enano, rodaron abrazados por el suelo, recorriendo
-¡ Luischen, la hijita de mi redactor j efe ! ¡ Por su­ primero toda la alcoba y deslizándose luego por la
puesto que es toda mía! -exclamó alegremente Cas­ puerta abierta hasta el balcón. Ninguno de los dos,
tringius mientras se acercaba, deshaciéndose en reve­ confundidos en su furioso abrazo, se dio cuenta de
rencias, a la atemorizada criatura. que la baranda estaba rota. Del balcón se precipitaron
-¡ En todo caso iremos a medias !, como habíamos sobre el tejado del lavadero, y de allí fueron a dar a la
quedado!-. Los celos agitaron repentinamente el letrina, que se hallaba abierta.
alma del camarero, ya repuesto de la primera impre­ Se escuchó un sordo chasquido ¡plaf!. .. unas cuantas
sión. Castringius se volvió, con la frente inclinada burbujas subieron luego a la superficie ...
como un toro -no, parecido más bien a una rana­
buey en estado de embriaguez-, y clavó sus ojos en
el enjuto camarero, demacrado por la mala alimenta­ XVII
ción. Las piernas cortas y nervudas del primero no se
movieron cuando refunfuñó en sordina, agitando va­ «El amor carnal no es sino la voluntad de la Cosa­
rias veces sus brazos largos y rematados por las horri­ en-sí de acceder a la temporalidad. ¿ Cómo tenéis la
bles manazas : osadía de querer violentar la Cosa-en-sí? No distinguís
-Mi estimado señor, me asisten aquí derechos más la Cosa-en-sí de todas las otras cosas. Desde un punto
antiguos que los vuestros. Además, no estoy dispuesto de vista estrictamente filosófico me veo obligado a
LA OTRA PARTE 319
318 ALFRED KUBIN

condenar vuestras acciones. » En estos términos se re­


firió el peluquero a las saturnales que tenían lugar en
los campos de Tomassevic.
Como no parecía dispuesto a poner término a sus
alocuciones, totalmente discordes con la festividad del
momento, los asistentes le pasaron una soga en torno
al cuello y le colgaron del cartel de su barbería. Allí
quedó, balanceándose bajo una bacía de latón. Al verle
en ese estado, un bromista cogió una de las placas de
cartón que revestían la pared de la casa y la ató a las
piernas del explorador del tiempo y del espacio, escri­
biendo previamente en ella: ¡Se alquila!
Lampenbogen vivió sin tropiezos hasta el último
día, mientras que la dieta de sus pacientes se vio re­
ducida primero a la mitad y luego a la cuarta parte de
lo normal. Los habitantes del Reino tomaron a mal
tales medidas y organizaron una pequeña rebelión en
las barracas; contaban con el decidido apoyo del guar­
dián, que hubiera preferido participar libremente en
los sucesos de fuera a seguir desempeñando allí su
desagradable oficio. La nevera ocultaba aún tres pollos
asados, un paquete de chocolate y una loncha de que­
so. Los enfermos reclamaron una parte de aquellas
provisiones privadas cuyo estado no era precisamente
atractivo. Lampenbogen no quiso darles nada. Enton­
ces tendría que morir, le replicaron, cosa que tampoco
quería.
Los encolerizados pacientes llegaron pronto a un
acuerdo y un buen día atacaron a su médico. Los más
graves pudieron ver desde sus camas cómo entre el
guardián y los otros lo reducían rápidamente. Una
pobre mujer, que tenía la mandíbula destrozada, vertió
con cuidado unas gotas de cloroformo en la cara del
LA OTRA PARTE 321

doctor, que se debatía lastimeramente bajo sus capas


de grasa. Los enfermos suelen ser muy poco compa­
sivos : han sufrido demasiado para ello. En cuanto
hubieron anestesiado al obeso señor, destrozaron la
nevera y se regalaron con las golosinas que en ella
había. Por último, Lampenbogen fue empalado en un
tubo de gas, operación que resultó larga y penosa para
los débiles pacientes. El guardián encendió una fogata
a fin de borrar las huellas del criminal atentado. Así
terminó Lampenbogen su existencia terrenal: espetado
en un asador y, lo que es todavía peor, como un asado
malo, pues si bien la parte superior se hallaba en gran
parte cruda o apenas dorada, la región ventral se había
carbonizado por completo. Sólo las zonas laterales
quedaron convenientemente tostadas.

XVIII

Un hombre de edad, sin sombrero, avanza por la


Calle Larga con pasitos rápidos y medrosos, dirigién-
322 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 323

dose al río. Los faldones de su bata casera se agitan


tras él como dos alas, y su chaleco sólo está abotonado XIX
hasta la mitad. El anciano menea vivamente la cabeza
y se halla enfrascado en un largo soliloquio. Al llegar El pantano devoraba la estación. El edificio se había
a la orilla permanece unos segundos indeciso ... Luego, inclinado y el andén se hallaba cubierto de lodo y
con la grave solemnidad de un airón empieza a re­ juncos. El fango avanzaba hacia las salas de espera a
correr la arenosa vera de arriba abajo, sin dejar de través de las podridas puertas; desde los bancos y
hablar consigo mismo. El Negro murmura... tan pron­ poltronas, las ranas entonaban melancólicas endechas.
to parece que tuviera hambre y sus olas lamen rítmi­ Sobre los mostradores evolucionaban salamandras y
camente la arena de la orilla, tan pronto funde sus larvas de escarabajos. Las innumerables sabandijas que
quejas en un himno místico y polifónico. En el pilar habían invadido Perla, devastando los jardines y
del puente brilla la mortecina luz de una linterna; aterrorizando a la población, procedían todas de este
extrañas formas luminosas danzan, huidizas, sobre la pantano, que se extendía a lo largo de varias millas en
superficie del agua. De pronto, el anciano se lanza dirección a la espesura gris.
resueltamente hacia el centro. Al comienzo las olas Pero no sólo produda vida, sino que también la
sólo le llegan a las rodillas ; con gesto ceremonioso saca segaba. Numerosos súbdit�s del Rei�o, ca�pesinos !
un estuche y, tras ponerse las gafas, vuelve a deslizarlo pescadores dormían para siempre ba� o el h�medo l�­
en su bolsillo. Avanza unos cuantos pasos, el agua le ,
gamo. ¡ Y qué engañoso era! ¡ Cuan mofensivo podia
llega ahora hasta las magras caderas. Ya se ve obligado parecer por fuera, aunque bajo su c�pa de musgo ace­
a luchar para no ser arrastrado por la corriente. Lle­ _
charan, ovilladas, todo tipo de serpientes ! De su mte­
vándose las manos al c razón, empieza a musitar ex­ rior surgían a veces fantásticas llamaradas que, sin
trañas y fervorosas fórmulas de amor. De pronto saca hacer el menor ruido, se elevaban hasta alcanzar la
del bolsillo un objeto pequeño e irreconocible y lo altura de una casa, ahuyentando a las aves acuáticas
sostiene a escasa distancia de sus miopes ojillos. Se­ que allí empollaban. Se podía alimentar perfectamente
guidamente inclina la cabeza hacia el agua, como que­ con su propia fauna: sus tigres devoraban a sus cerdos
riendo examinarla; ésta le llega ya al cuello... a la y sus zorros cazaban a sus ciervos.
nariz ... pronto no se divisa sino una islita de cabe­ Era aquel un paraje sagrado para los �a�i �antes �el
llos canos ... la corriente arrastra entonces un objeto Reino. En diversos lugares se veían anuqmsrmas pie­
minúsculo y brillante, haciéndolo girar y meciéndolo dras cubiertas de musgo, cuya superficie presentaba
en sus ondas como si fuera un barquichuelo ... es una signos indescifrables y casi borrados por la a�ción de
cajita forrada en papel platinado ... ¡ Acarina Felici­ _
la intemperie. Los cazadores solían llevar allí los m­
tas!... testinos de las piezas cobradas, los pescadores ofren­
daban sobre ellas el hígado de los lucios y siluros y
324 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 325

durante la época de la cosecha, los campesinos del


Reino acarreaban allí cargamentos enteros de heno y
flores. La fresca y aromática carga era vaciada luego
en el suelo hasta alcanzar un metro de altura; se en­
cendía una fogata, el espumante mosto manaba por las
espitas y los celebrantes, festivamente ataviados, se
entregaban a su alegría.
Después de contarse historias divertidas, jugar, dan­
zar y disfrutar de una opípara cena, las parejas se
los campesinos traían gavillas de trigo o hacinaban instalaban hasta la mañana si guiente en sus respectivos
manzanas y racimos de uvas hasta formar pequeñas nidos. Por lo general, un viento cálido y cargado de
pirámides. El pantano aceptaba graciosamente estas olor a frutas apagaba la fogata.
ofrendas, que luego devoraba. En años anteriores, el La enorme y desvencijada sala de máquinas cercana
mismo Patera solía ir allí con frecuencia, osando a la estación seguía apestando a cueva de fieras. Los
aproximarse, solo y de noche, hasta aquellos santos nauseabundos desperdicios dejados por los animales
lugares. Según me enteré luego, hacía sacrificios a la que allí establecieran sus guaridas se mezclaban con el
Madre ciénaga en nombre del pueblo de los sueños, agua negruzca del pantano, formando grandes charcas.
uniéndose continuamente a ella mediante ritos de ini­ Aquella tarde, una figura envuelta en un abrigo con
ciación en los que la sangre y el sexo desempeñaban capucha se movía por entre la sala húmeda y cubierta
un papel importantísimo. de arena. El solitario fogonero se afanaba en torno a
Pero hacía ya tiempo que no iba por allí; ahora una vieja y oxidada locomotora, cuyas piezas golpeaba
todos conocían los misterios y maldecían y juraban y sacudía vivamente para luego examinarlas y echarles
por la sangre de Patera. Las consecuencias de ello abundante grasa. Al cabo de un rato, como abriera la
estaban a la vista. Se había cumplido una antigua sen­ portezuela del fogón para volver a hurgonear, su ros­
tencia del Templo que rezaba: ¡La sangre trae la lo­ tro sudoroso y enérgico fue iluminado por el resplan­
cura! Quisiera añadir asimismo que la raza de ojizar­ dor de las brasas : Hércules Bell.
cos que vivía al otro lado del río jamás participó en Semanas antes había inspeccionado ya la vía férrea,
ninguno de esos ritos. poniendo en orden todas las agujas. Aunque perezosa
Bastante lejos de aquel paraje, entre arbustos mar­ al comienzo, la máquina empezó a resoplar poco a
chitos y pequeñas coníferas, una serie de postes polí­ poco y Bell pudo sacarla del destartalado edificio. Una
cromos se alzaban sobre el blando suelo. Éstos tam­ pareja de lechuzas espantadas le hacían compañía. Con
bién eran lugares sagrados, aunque de otro tipo. En ayuda de una plataforma giratoria previamente inspec­
ellos se celebraban las noches alegres. Ciertas tardes, cionada, logró encarrilarla por último sobre la vía
326 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 327

principal. Su provisión de carbón era suficiente; en el de marcha divisó una ventana débilmente iluminada;
peor de los casos, podría cargar el depósito en alguna detrás de ésta, un negro muro parecía alzarse hasta la
estación intermedia. inmensidad del cielo. El americano abrió con mano
El esfuerzo le había hecho entrar en calor, de modo firme la portezuela de un jardín, se acercó a la ventana
que se quitó el abrigo. Alimentó una vez más el fogón, y miró al interior.
echó una mirada al manómetro y tiró de la palanca. Una lamparilla de petróleo, cubierta por una pan­
El vetusto vehículo se puso en movimiento. Era un talla verde, brillaba sobre una mesa con manchas de
viaje peligroso, pues el terraplén bajo se hallaba semi­ tinta. En torno a ella yacían, desparramados, legajos
destruido y el agua pantanosa cubría largos trechos de de papeles escritos, formularios, lacre para sellar y
vía férrea. Salpicando profusamente por delante, las precintos de plomo. Sobre una pequeña barandilla se
ruedas avanzaban segando masas de juncos y dejando veían diversas herramientas, clavos y un rollo de cor­
tras de sí una larga estela. del. Un pésimo retrato de medio cuerpo de Patera,
El maquinista iba aspirando los vapores sulfurosos impreso en tamaño natural y distribuido por una ins­
que la ciénaga dejaba escapar al ser agitada. A lo lejos titución oficial de Perla, constituía el único ornamento
distinguió las ruinas, blancuzcas e indefinibles, de lo del estrecho recinto.
que siglos atrás había sido una ciudadela persa. Era el despacho del guardián fronterizo del Reino
Siguió alimentando el fuego hasta que la caldera de los sueños. El anciano funcionario estaba durmien­
amenazó con explotar y el horno y las piezas de acero do en un sillón forrado de hule. Su barbuda cabeza
adjuntas se pusieron al rojo vivo; la locomotora avan­
zaba a trompicones sobre los rieles torcidos y corroí­
dos por el óxido. Echando abundante humo, pasó
frente a alquerías abandonadas, haciendas arruinadas
y bosques deshojados. Una sola vez tuvo Bell que
detenerse para arrancar de la vía el cadáver semidevo­
rado de un caballo. Luego, el armatoste empezó a
jadear y rechinar de nuevo, y se paró en pleno campo
al cabo de dos horas. El americano añadió carbón al
fuego, escupió en la caldera, escuchó cómo siseaba y
saltó a tierra. Caminó un buen rato siguiendo los rieles
y desapareció por último en un valle pequeño y flan­
queado de árboles gigantescos. Las lianas secas y raíces
adventicias que colgaban de las ramas trataban de im­
pedir el paso al presuroso caminante. Tras media hora
328 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 329
descansaba lánguidamente en una de sus manos, pro­ ligero y pausado agitó todo el cuerpo que, sin embar­
duciendo cierta impresión de debilidad. En cumpli­ go, permaneció en la misma posición.
miento de las instrucciones pertinentes, llevaba atada Afectando una ridícula modestia, el americano hizo
al cinto, mediante un gancho de mosquetón, la llave una venia ante el retrato de Patera. «¡Por una vez he
de la llamada puerta pe queña, una abertura en la gran ganado!» Seguidamente cogió la llave que colgaba del
muralla que sólo permitía el paso de una persona a la cinturón del muerto ; sus movimientos eran rápidos y
vez. La gigantesca llave principal estaba guardada en seguros. En el piso, junto al sillón, había una linterna
una caja fuerte. El viejo guardián ejercía sus difíciles sorda. Cuando se agachó a recogerla, sintió que algo
funciones en compañía de sus dos hijos. Su casa par­ se iba cerrando firmemente en torno a su muñeca. Era
ticular, ubicada al lado de la garita, comunicaba con el cadáver, o, mejor dicho, sus amarillentos dedos que,
la del vigilante y los aduaneros. Los dos edificios co­ sin duda, él había rozado al inclinarse. Aunque el
lindaban, por la parte de atrás, con la colosal muralla cuerpo seguía allí, inmóvil e indefenso, sus terribles
de circunvalación. dedos se hallaban animados por una fuerza tan desco­
El espía conocía al dedillo todos estos detalles - El munal que hubieran podido estrujar un trozo de acero
_
cielo empezó a oscurecerse pronto y con tal rapidez como si fuese un simple amasijo. Bell gritó: «¡Esto es
que Bell, acostumbrado a la monótona luz crepuscu­ obra de Patera! » Se dio cuenta de que si la presión de
lar, miró a su alrededor y apenas pudo distinguir, tras los dedos seguía aumentando, su muñeca sería tritu­
el velo de bajísimas nubes que casi rozaban el suelo, rada en pocos minutos. Ya había perdido la sensibili­
los techos metálicos de los almacenes contiguos a la dad en el oprimido miembro ... empezó a desgarrar con
estación de partida. Sigiloso como un gato se deslizó los dientes la muñeca de su adversario, pero era de­
en el caldeado aposento, echando hacia atrás su capu­ masiado tarde: su propia mano se hallaba irremisible­
cha. En la mano derecha sostenía la pesada manivela mente perdida. En ese horrible momento, vio, �obre
de hierro de la locomotora. « ¡ A estas alturas qué im­ la barandilla, unas tijeras de jardinero abiertas. D10 un
porta ya uno más o uno meno� !», p� nsó mientr�s salto para llegar a ellas y el cadáver voló junto con él
_
miraba fijamente al durrruente. Este hizo un movi­ como un monstruoso apéndice. Con certeros tajos
miento involuntario con la cabeza, dejándola caer con­ desgajó del brazo del muerto la terrible mano que,
tra el respaldo del sillón. ¡Entonces el otro le propinó aflojando la presión, cayó inmediatamente al suelo.
un certero golpe con la manivela ! Sonó como cuando Bell lanzó un suspiro de resonancias casi místicas. Con
se golpea el agua con la palma de la mano. El contun­ los brillantes rizos resbalándole en simétrica distribu­
dente porrazo fue a dar en el hueso frontal, destro­ ción sobre la frente, el retrato de Patera lo miraba
zándolo y haciendo saltar los dos ojos fuera de sus desde la pared, esbozando una sonrisa de estereotipada
órbitas, de suerte que el barbudo rostro de la víctima amabilidad. El americano cogió la linterna sorda y
esbozó una mueca horrible y grotesca. Un temblor echó a correr.
330 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 33 1

Al llegar al muro enfiló por el gigantesco túnel. Era páramo avanzaba con rapidez la larga estela de fuego
presa de una fuerte excitación: ¡por fin sabría si su de la chimenea. ¡El intrépido espíritu de empresa nor­
plan había tenido éxito o no! Según sus propios cál­ teamericano había, finalmente, triunfado! Rebosante
culos, la ayuda europea debía de estar ya muy cerca. de felicidad, Bell puso en acción la sirena de vapor;
La necesitaba, tenía que llegarle; él solo no podía los agudos pitidos resonaron como quejas en medio
enfrentarse al populacho del Reino de los sueños, cuya de las profundas tinieblas. «Y ahora, ¡a poner este país
agresividad aumentaba de hora en hora. en orden!», se prometió a sí mismo. Entretanto, la
Abrió la puerta pequeña y salió al aire puro y frío mano se le había hinchado y le causaba dolores agu­
de la noche. Luego disparó un cohete que había lle­ dísimos, que en vano intentaba calmar friccionándola
vado consigo: un surtidor de oro derretido partió ha­ con aceite de máquina. Pero su victorioso júbilo no se
cia el cielo nocturno y, al llegar a cierta altura, descri­ vio turbado por ello.
bió varias curvas prodigiosas y estalló en un diluvio En dirección a Perla el cielo empezó a incendiarse
de estrellas. Con febril impaciencia esperaba el ameri­ un deslumbrante resplandor, que fue adquiriendo cada
cano alguna señal de respuesta... ¡nada!. .. todo seguía vez mayor intensidad, se deshizo contra el banco de
inmerso en la misma oscuridad silenciosa. ¡Había cal­ nubes y pronto iluminó todo el horizonte. El ameri­
culado mal! Furioso y decepcionado, contempló a la cano observaba aquella nueva conflagración con cre­
luz de su linterna la monumental puerta de hierro con ciente angustia. El herrumbroso bólido se deslizaba
sus pesadas abrazaderas. ¿Debía regresar acaso? Es­ ahora, sin disminuir su velocidad, por las aguas del
crutó nuevamente en la lejanía. De pronto, una lumi­ pantano, levantando una ola negruzca que salpicaba
nosidad fantasmal se deslizó vertiginosamente por el de barro al maquinista. Las dos mitades de una ser­
firmamento para desaparecer con la misma rapidez con piente de agua, partida por las ruedas, fueron a caer
que había surgido. A los pocos segundos, otro haz de en la cabina y se enroscaron a sus pies. Sumergido casi
luz azulada volvió a brillar como un cometa. Eran los hasta la mitad, el depósito de carbón siseaba al avanzar
reflectores de los rusos. Una mezcla de alegría salvaje por entre la masa acuosa; el manómetro marcaba 99:
y orgullosa satisfacción se apoderó del voluntarioso la caldera podía estallar en cualquier momento. Va­
Bell. ¡Había ganado la partida! Dejando la puerta liéndose de unas pesadas tenazas, el americano cerró
abierta a las tropas, dio media vuelta y echó a correr. la válvula de escape para contener el resto de vapor.
El punto luminoso de su linterna desapareció tras las Cuando divisó la estación central, detuvo la máqui­
colinas y, casi sin aliento, llegó adonde estaba la loco­ na, se apeó precipitadamente y, abandonándola a su
motora. Los guardias fronterizos, auténticos hijos del destino, echó a correr en dirección a la ciudad.
Archivo, no habían notado ninguna de sus maniobras. Todo se hallaba bañado en una intensa luz rojiza;
El americano dio marcha atrás a su vieja máquina, el Archivo estaba en llamas. Constantemente se oían
atizando las brasas repetidas veces. Por el caliginoso pequeñas explosiones de polvo y las llamaradas arro-
332 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 333

jaban a lo alto masas de papel ardiendo que, como aves


incandescentes, se cernían sobre la ciudad. Una con­
fusa muchedumbre se arremolinaba por las caldeadas
calles, aullando y riendo estrepitosamente.
Un escalofrío estremeció al americano, que se sentó
sobre un montón de piedras. Agotado y sin fuerzas,
sólo acertó a murmurar:
«Patera sólo deja a su sucesor los excrementos. »

XX

Cuando el Archivo comenzó a incendiarse con to­


dos sus tesoros, yo estaba en mi lugar preferido a
orillas del río, cuyas aguas reflejaban la incandescencia
del cielo. Los inauditos sucesos que había venido ob­
servando aquellos días me obligaron a salir de mi
apatía. Sentí que mi entumecido corazón se deshelaba;
los inhumanos sufrimientos de aquel pueblo amena­
zaban agobiarme a mí también. Sólo deseaba la muer­
te, sin importarme en qué forma decidiera presentár­
seme. Era demasiado evidente que todo terminaría con
aquella noche de horror. Pero entonces, ¿por qué el
destino suele esperar tanto, superándose a sí mismo al
acumular toda suerte de horrorosos suplicios?
Los habitantes empezaron a sufrir trastornos de
orden visual. Al comienzo, los objetos les parecían
irisados con los colores del espectro. Más tarde, sus
ojos fueron perdiendo la noción de las proporciones
naturales y empezaron a tomar casas pequeñas por
torres de varios pisos. Estas falsas perspectivas los
engañaban y sumían en un estado de constante ansie­
dad; se creían encerrados donde en realidad no lo
LA OTRA PARTE 335

estaban. Tenían la impresión de que los edificios se


inclinaban sobre las calles o se balanceaban sobre sus
estrechos fundamentos. ¡ Las personas que venían a su
encuentro solían duplicarse o multiplicarse hasta for­
mar auténticas multitudes ! Levantaban los pies para
no tropezar con obstáculos imaginarios o avanzaban
a gatas por el suelo, creyendo que ante ellos se abriría
algún abismo.
Mucha gente sucumbió al suicidio colectivo. Perse­
guidos y acosados hasta extremos inimaginables, aca­
baban siendo víctimas, totalmente indefensas, de sue­
ños en los que les ordenaban autodestruirse. Los que
sobrevivían a esta prueba quedaban tan trastornados
que no eran conscientes de la amargura que empañaba
sus últimas horas.
De pronto corrió el rumor de que el propio Patera
había hecho su aparición en público. Cuatro sirvientes
lo habían llevado en una litera hasta el mercado, don­
de, envuelto en una capa de terciopelo verde, recamada
de finísimas perlas y tocado con una puntiaguda tiara,
había impartido su bendición a la multitud como un
auténtico pontífice. Añadían que, al verle, el america­
no cogió un adoquín y se abalanzó como un loco
furioso sobre el Amo, cuya corona rodó destrozada
por el suelo. La cabeza --que pertenecía a un muñeco
de cera- estalló como una cáscara de huevo ; los ojos
eran bolas de cristal llenas de mercurio y las valiosí­
simas galas se hallaban empajadas por dentro. ¡ Un
nuevo truco del Maestro ... y nada más !
Los militares habían consumido hacía tiempo sus
municiones. Cubiertos a duras penas por sus grasien­
tos pantalones rojos, marchaban a paso de ataque y
con las bayonetas caladas, cargando a veces contra los
336 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 337

harapientos y furiosos habitantes. Excitados por el


aguardiente, se mostraban entonces inmisericordes. El XXI
americano tomó partido por los soldados que, tras la
historia del muñeco de cera, saludaban con gritos de Los ojizarcos no se vieron afectados por nada de lo
júbilo las apariciones del carismático Bell. El Archivo, que estaba sucediendo, limitándose a observar tran­
el Correo y el Banco ardían, iluminando las calles quilamente desde la otra orilla. De todos modos, algo
como si fuera de día. extraño tenía que haberles pasado también a ellos, pues
Por las laderas de la colina que albergaba el Barrio habían colgado enormes calderas delante de sus curio­
francés descendía lentamente, como un torrente de sas viviendas. Pasaban día y noche evolucionando en
lava, una masa de desperdicios, basura, sangre coagu­ torno a ellas, y era evidente que estaban cocinando
lada, intestinos y restos humanos y animales. En me­ algo. El viento traía un humo acre y maloliente, que
dio de aquella amalgama, que brillaba con todos los provocaba accesos de tos. El vaho se transformó pron­
colores de la descomposición, los últimos habitantes to en un hedor insoportable. Los ojizarcos, normal­
del Reino erraban alucinados. Sólo balbuceaban soni­ mente serios y circunspectos, bailaban alrededor de las
dos incoherentes sin poder entenderse unos a otro s : calderas, entonando lánguidas y monótonas corales.
habían perdido l a capacidad del habla. Casi todos iban Nuestras hordas querían pasar al otro lado, pues sa­
desnudos y los hombres más robustos empujaban a las bían que el Suburbio estaba libre de sabandijas y des­
mujeres, mucho más débiles que ellos, hacia la avalan­ perdicios hacía tiempo. Pero el puente se había des­
cha de carroña, donde las infelices perecían envenena­ plomado y sus restos fueron arrastrados por la
das por las emanaciones. La Plaza Mayor se asemejaba corriente. No quedaba ni un bote, y pasar a nado por
a una cloaca gigantesca en la que los sobrevivientes, entre los reptiles del río equivalía a suicidarse.
agotando sus últimas fuerzas, se estrangulaban y mor­ Yo estaba precisamente en la orilla, sentado en uno
dían unos a otros antes de expirar definitivamente. de los pilares del puente. Incapaz de soportar más
Por los alféizares asomaban los cuerpos rígidos de tiempo aquellas escenas que superaban mi capacidad
espectadores ya sin vida, cuyos ojos vidriosos refleja­ de comprensión, estaba dispuesto a poner un violento
ban aquel Reino de la Muerte. fin a mi vida. Fascinado, miré con fijeza las turbias
Brazos y piernas dislocados, dedos enhiestos y pu­ ondas que había elegido como tumba. Dentro de unos
ños cerrados, abultados vientres de animales, cráneos instantes habrían de acogerme en su seno. Tenía la
de caballos por cuyos amarillentos incisivos aún so­ firme impresión de que algo de excepcional magnitud
bresalía la hinchada lengua azulina: tal era la falange iba a serme revelado. Y empecé a deslizarme lenta y
de la destrucción que imperturbable seguía su curso. pausadamente ... ¡parecía un sueño!
Una brillante luminosidad vibraba en forma intermi­ En medio de estruendosos gorgoteos se fue forman­
tente, animando aquella apoteosis de Patera. do en el centro del río un inmenso embudo, cuya negra
338 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 339

oquedad empezó a absorber la corriente. Los restos


del molino, aún incandescentes, se sumergieron sisean­
do y despidiendo vapores blanquecinos.
La Calle Larga se derrumbó sobre sí misma y en­
tonces pude ver el Palacio que, normalmente, no era
visible desde donde yo estaba. Iluminada por un res­
plandor rojizo, su compacta masa se alzaba, majestuo­
sa, sobre las ruinas. Pensé que pronto sonarían las
trompetas del Juicio Final. Formando furiosas catara­
tas, el Negro empezó a precipitarse en las ávidas y
caliginosas fauces del remolino que se había abierto en
su lecho. Los peces y crustáceos chapoteaban deses­
peradamente en el fango o quedaban colgados de las
plantas acuáticas.
Entonces divisé un reducido grupo de hombres que
avanzaban desde la otra orilla, cruzando el arenoso
cauce del río: los ojizarcos. Con la cabeza baja pasaron
delante de mí; iban guiados por un ser encorvado,
cuyo rostro ajado y arrugadísimo parecía tener más de
mil años. De su desmesurado cráneo pendían largas y
finas hebras de cabello plateado. Por un instante me
dio la impresión de ser mujer. ¡ Luego los otros ! Todos
figuras altas y descarnadas. El último, un poco más
grande y erguido, se volvió a mirarme. Y entonces
pude admirar el rostro más hermoso que jamás he
visto en mi vida, exceptuando el de Patera. La exqui­
sita redondez oval de la cabeza parecía modelada en
porcelana. Sus finas y casi transparentes alas nasales,
así como su estrecha y ligeramente hundida barbilla le
daban cierto aire de refinado príncipe manchú o de
ángel de alguna leyenda budista. Sus miembros, largos
y delgados, testimoniaban el alto grado de evolución
alcanzado por su raza. El cráneo rasurado dejaba al
LA OTRA PARTE 341

descubierto un cuero cabelludo liso y perfectamente


terso. Sus ojos azules me lanzaron una mirada intensa
e incomparable que no podía simular ningún rechazo.
Decidí seguirle.
El suelo empezó a extenderse y dilatarse como cau­
cho; un estruendo ensordecedor, como salido de la
boca de mil cañones, estremeció el aire. La fachada del
Palacio se fue inclinando lentamente, plegándose como
un estandarte al viento y sepultando la Plaza Mayor
bajo sus escombros.
Las campanas empezaron a doblar en todas las
torres de Perla, tañendo con voz solemne y melodiosa
el canto del cisne de la moribunda ciudad. Me sentí
conmovido hasta las lágrimas : era como acompañar el
cortejo fúnebre en el entierro del Reino de los sueños.
Seguí a los ojizarcos a través de un estrecho pasaje
excavado en la pared de roca. A la imprecisa luz de
unas cuantas antorchas pude ver una larga escalera de
peldaños irregulares que llevaba hacia arriba. Mis guías
desaparecieron por una abertura practicada en una de

J
342 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 343
las paredes ; yo seguí subiendo cada vez más alto en De un inmenso agujero abierto en la tierra emergió,
busca de algún lugar donde guarecerme, y fui a salir de pronto, una columna de aire helado que llegó hasta
nuevamente al aire libre, bajo un cielo enteramente donde yo estaba e hizo rodar por tierra a los fugitiv�s.
rojizo. Me hallaba en la antigua fortaleza de la mon­ La monstruosa cavidad volvió a aspirar luego el aire
taña. Algunos cañones apuntaban aún en dirección a expelido, devorando conjuntamente tablas, vigas y
la ciudad, aunque sus cureñas estaban rotas y los tubos hombres como un furioso ciclón. Sólo unos cuantos
de bronce yacían diseminados contra los parapetos. En lograron salvarse y buscaron refugio en las casuchas
aquel lugar, la pared montañosa caía a pico sobre un del Suburbio. Poco después cesaron las violentas rá­
abismo de varios centenares de metros. A mis pies fagas y por el oscuro agujero asomó cautelosamente
divisé un laberinto de pasadizos ; apenas pude dar cré­ la cabeza de un camello. Colocada en el extremo de
dito a mis ojos : la ciudad había estado enteramente un cuello infinito, lanzó unas cuantas miradas inteli­
socavada como la madriguera de un topo. Un ancho gentes a su alrededor y se alzó hasta llegar a la altura
túnel unía el Palacio con el Suburbio y varios más se de mi refugio. Allí se rió en silencio y retornó luego
extendían hasta el campo. Ahora, las oscuras aguas del a su lugar de origen.
Negro iban llenando aquella red de galerías sacadas ya Las cabañas empezaron a moverse, los molinos de
a la luz, y todo lo que aún estaba en pie acababa viento golpeaban a los intrusos con sus asp �s, los
hundiéndose gradualmente en ellas. Por el otro lado, techos de paja erizaron su hirsuta cabellera, las tiendas
el pantano seguía acercándose cada vez más. se hincharon como si en su interior albergasen vientos,
El repique cesó; las torres se habían derrumbado, a los árboles cogían a los hombres con sus ramas, los
excepción de la Gran torre del reloj, cuya poderosa postes se doblaban como cañas y, finalmente, los tem­
campana continuaba emitiendo graves y profundos pletes y las azoteas de las casas se amontonaron y
tañidos. Casi no vi señales de vida. Tan sólo un redu­ empezaron a decirse cosas extrañas :n un tono gruñó�,
cido grupo de personas parecía haberse salvado : fortísimo y perfectamente perceptible: j Un lenguaje
corrían en todas las direcciones y volvían a convergir casero oscuro e incomprensible !. ..
luego en algún punto, como marionetas accionadas En los canales flotaban aún algu nos cadáveres, que
por un solo hilo; vistas desde arriba daban esta impre­ eran lentamente absorbidos hacia el fondo de la tierra.
sión. Luego, todo fue desapareciendo de mi vista y sólo
Aquellos individuos parecían evolucionar sin rum­ recuerdo haber observado cómo las pirámides de casas
bo determinado. Por último se precipitaron, como del Suburbio se derrumbaban con gran estrépito.
siguiendo una orden invisible, por encima de los es­ Era como si una capa de agu a se hubiese interpuesto
combros y, esquivándolos con sorprendente agilidad, entre todas aquellas cosas y yo. Del cielo descendió
enfilaron hacia el río, cuyo cauce vacío atravesaron en una densa neblina y los últimos fulgores del incendio
dirección al Suburbio. se fueron extinguiendo entre la bruma. Todavía escu-
344 ALFRED KUBIN

ché varias veces un alarido masivo, un prolongado


CAPÍTULO IV
¡ ohoooo .. ohoooo ! y luego no distinguí nada más;
todo quedó envuelto en una niebla tan espesa que
VISIONES
apenas p�día ver mi mano ante mis ojos. Sin embargo,
a� �oco tiempo la atmósfera se despejó nuevamente y
d1v1sé un gran disco brillante e innumerables puntos
LA MUERTE DE PATERA
esparcidos por el firmamento azul oscuro ... Eran la
luna y las estrellas. Hacía tres años que no las veía y
casi había olvidado que sobre nosotros se extendía
aquel magno universo. Por un momento me abismé
en la c�ntemplació? del espacio sin límites, perdiendo
,
la noc10n de rru rrusmo. Un frío intenso me caló en­
tonces hasta los huesos y, tiritando, miré hacia abajo.
U NA sensación de ligereza totalmente nueva se fue
infiltrando en mi espíritu, del que a la vez emanaba
El enorme banco de nubes, o sea, el antiguo cielo del
_ un aroma suave e indefinido. Mis sentimientos se ha­
Remo de los sueños, había descendido por completo.
bían transformado por completo y mi vida no era sino
Desde la compacta masa de nubes llegó entonces un
una llamita vacilante. ¿ Estaría dormido? ¿ Estaría des­
estruendo sordo que, evocando el galope de invisibles
pierto ? ¿ No estaría acaso muerto? ... A lo lejos escuché
y apocalípticos jinetes, fue aumentando sin cesar· re­
unas cuantas exclamaciones que, como acordes des­
tumbó contra las escarpadas montañas, regresó d�pli­
templados, fueron cayendo en el vacío. Un gallo cantó
cado y cuadruplicado, disminuyó y volvió a dilatarse
y, poco después, percibí el suave sonido de un órgano :
T?onstruosamente, inundando todos los valles y des­ una simple coral. Bajé la mirada y, a mis pies, vi un
filaderos como si no quisiese terminar nunca, prolon­
paisaje invernal que me recordó a Alemania: una mi­
gándose aún largo tiempo antes de extinguirse poco a
núscula aldea en las montañas. La hora parecía ser la
poco en la lejanía.
del crepúsculo; los sonidos del órgano se iban filtran­
Tal fue el final del Reino de los sueños.
do por el portal abierto de una pequeña iglesia. Un
Una capa gris cubría la superficie de la tierra· en el
grupo de chiquillos hacían deslizar sus trineos sobre
hori �onte se alzaban, iluminados por la luz de l; luna,
la nieve blanda de las calles, y varias mujeres, envueltas
los picos nevados del Tien-Shan.
en grandes y multicolores mantillas, salían de la casa
de Dios. Bajo los amplios aleros de los tejados que,
afianzados con piedras, cubrían las casas de los cam­
pesinos, se divisaban siluetas inclinadas. De pronto lo
reconocí todo : era el lugar donde había transcurrido
346 ALFRED KUBIN LA OTRA PA R TE 347

mi infancia. Todas aquellas caras me resultaban cono­


cidas y, con una mezcla de temor y alegría, distinguí
a mis padres entre las diversas parejas. Mi padre lle­
vaba, como siempre, su gorra de piel marrón. El que
la mayoría de esas personas hubiesen muerto hacía
tiempo no me llamaba la atención; por el contrario,
quise dirigirme hacia aquel pasado trasmutado en pre­
sente, pero no logré mover ni uno solo de mis miem­
bros. Vi volar unos cuantos cuervos hacia el lago he­
lado, sobre el que evolucionaban seres embozados. De
repente, las formas empezaron a diluirse cada vez más
en una luminosidad diáfana hasta desaparecer por
completo.
No pude distinguir ya nada en las tinieblas. La
música del órgano fue invadiendo todo mi ser en for­
ma tan prodigiosa que por un momento creí seguir
viviendo a través de sus sonidos. Nuevas series de
acordes, cada vez más perfectos, vinieron a asociarse
a los anteriores hasta que, por último, la cadencia
armónica se interrumpió súbitamente.
La ciudad de Perla ocupaba su antiguo emplaza­
miento. Patera salió del Palacio y se puso a respirar
con tal estrépito que pude oírle desde arriba. Luego
empezó a crecer y a crecer tan vertiginosamente que
su cabeza llegó muy pronto a la altura en que yo me
hallaba: perfectamente hubiera podido utilizar el Pa­
lacio como un escabel. Sus ropas habían estallado en
mil pedazos, desprendiéndose del cuerpo, y sus lar­
guísimos rizos le cubrían el rostro. Con sus monstruo­
sos pies empezó a juguetear con las calles, separándo­
las entre sí; luego se inclinó sobre la estación, cogió
una locomotora y se entretuvo soplándola como si
fuese una armónica. Mas como seguía creciendo y
LA OTRA PAR TE 349
dilatándose hacia todos lados, aquel juguete le resultó
muy pequeño al poco tiempo. Entonces derribó la
gran torre y lanzó, soplando en ella, horrísonos trom­
petazos hacia el cielo. Terrible era el aspecto de su
cuerpo desnudo, que iba adquiriendo dimensiones in­
finitas. De pronto arrancó de cuajo un volcán, del que
aún pendía un filamento granítico y vermiforme de las
entrañas de la tierra, y se llevó a los labios aquel
gigantesco instrumento, que retumbó hasta estremecer
el universo entero. Hacía ya rato que la ciudad había
desaparecido bajo sus pies y él seguía allí, erguido; sus
miembros superiores se perdían entre las nubes y su
carne parecía componerse de colinas. ¡ Estaba como
henchido de ira! Le vi arrodillarse a lo lejos, mientras
bandadas enteras de aves se enredaban en sus larguí­
simos cabellos. Empezó a chapotear en un mar que,
si bien apenas le llegaba a las caderas, se salió de su
lecho e inundó toda la tierra. Agitaba las aguas con
sus titánicos brazos, pescando al azar barcos y palpi­
tantes monstruos marinos que luego estrujaba y tiraba
lejos de sí. A su paso iba aplastando montañas enteras,
que salpicaban como si fueran de barro; grandes
torrentes llenaban al punto las huellas dejadas por sus
pies. Quería destruirlo todo. Las gotas de su bullente
orina llegaron hasta las cabañas más remotas, cuyos
moradores, ignorantes de lo que estaba sucediendo,
morían escaldados por el vaho. Luego empezó a pa­
talear en medio del grisáceo y amarillento diluvio, y
su enardecido cuerpo fue cubierto por nubes de humo.
Desde una altura de varias millas se puso a arrojar
puñados de hombres que, al precipitarse a tierra, se
convertían en una lluvia de cadáveres.
De pronto, una imponente cordillera que se exten-
350 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 351

día de oeste a este empezó a ponerse en movimiento: La selva virgen de su cabellera se desprendió del crá­
vi que era el americano dormido. Patera se abalanzó neo, dejando aflorar la lisa estructura ósea. De pronto,
cuan largo era sobre su enemigo y, mientras luchaban, la cabeza entera se redujo a polvo y pude contemplar
el mar no cesaba de hervir levantando olas descomu­ una oquedad deslumbrante e indiferenciada ...
nales. Yo, sin embargo, sabía que estaba en manos de Entonces distinguí, a bastante distancia, la figura del
mi Destino y permanecí imperturbable. americano, que había adquirido la monstruosa estatura
Hasta donde lograba ver, era un océano de sangre de Patera. Los ojos de su augusta cabeza despedían
destellos adamantinos mientras luchaba consigo mis­
el que se agitaba allá abajo. Las calientes y purpurinas
mo, presa de un paroxismo demoníaco. Las enormes
olas siguieron subiendo cada vez más alto, hasta que
concavidades que originaban sus venas al distenderse
la rosácea espuma de la resaca bañó mis pies. Un hedor
se entrecruzaban formando una red violácea en torno
nauseabundo llegó entonces hasta mi nariz. El enro­
al cuello : ¡ estaba tratando de estrangularse ... en vano !
jecido mar se fue retirando y empezó a descomponerse Se golpeó entonces el pecho con todas sus fuerzas,
bajo mis ojos. La sangre se fue tornando cada vez más dejando escapar un ruido como de címbalos de acero,
negra y espesa, refulgiendo por momentos con todos cuya resonancia me ensordeció casi por completo.
los colores del arco iris. Al cuajar, el espeso líquido se Luego, aquel monstruo empezó a derretirse rápida­
separó varias veces dejando a la vista el fondo de aquel mente; sólo su sexo se negaba a disminuir de tamaño
mar que, cubierto de una muelle capa de excrementos, hasta que, al final, quedó adherido como un parásito
exhalaba toda suerte de vapores mefíticos. insignificante a un falo de dimensiones colosales. Por
Patera y el americano acabaron fundiéndose en una último, el parásito se desprendió como una verruga
sola masa amorfa ; el último se introdujo y desarrolló seca y el terrible miembro empezó a reptar por el suelo
totalmente en el cuerpo del primero, formando un ser evocando una gigantesca serpiente, hasta que, retor­
de dimensiones colosales que empezó a revolcarse ha­ ciéndose como un gusano, desapareció en uno de los
cia todos lados. Aquella criatura monstruosa y des­ pasadizos subterráneos del Reino de los sueños.
provista de forma poseía una naturaleza proteica: en Mis miradas atravesaron la tierra: aquellas galerías
su superficie surgían millones de caras pequeñas y estaban habitadas por un pólipo de mil tentáculos que,
versátiles que cantaban, gritaban confusamente y vol­ estirándose como si fueran de goma, llegaban a todas
vían a desaparecer. Una súbita calma descendió por las casas, se deslizaban en todas las habitaciones y bajo
último sobre el monstruo, que se retorció hasta con­ todas las camas, molestando a los durmientes con sus
vertirse en una bola gigantesca : la cabeza de Patera. pelillos y ventosas, extendiéndose sin parar durante
Sus ojos, inmensos como dos hemisferios terráqueos, millas y millas y enroscándose hasta formar masas
tenían la clarividente mirada de un águila. Al poco compactas que lanzaban destellos oliváceos, bien ad­
tiempo el rostro adquirió los rasgos de una de las quiriendo un brillo pálido y encarnado, bien ennegre­
Parcas, envejeciendo millones de años ante mis ojos. ciendo por completo.
352 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 353

La luminosidad volvió a ofuscar mi vista. Dos me­ miento fue seguido por la necesidad intensa de acceder
teoros que despedían una luz violácea surgieron de dos al punto medio, cosa que ocurrió en un instante. Una
puntos diametralmente opuestos, se fueron acercando languidez suave y dichosa iluminó el mundo. De un
el uno al otro y, finalmente, se estrellaron. La atmós­ conocimiento extenuado surgió una fuerza, un anhelo.
fera se tomó incandescente. Rayos multicolores zig­ Era un poder monstruoso y autoconsciente... todo
zaguearon por el firmamento, cruzándose en distintas oscureció de pronto. En medio de oscilaciones precisas
direcciones. Era como si, por espacio de unos cuantos y regulares, el Universo se redujo a un punto.
segundos, emergieran universos soleados y de esplén­ Y ya no supe nada más.
didos colores, poblados de flores y criaturas que nunca
había visto sobre la tierra. Extrañas formas centellean­ II
tes y movedizas se agitaban confusamente en torno a
mi alma. Ya no veía todo aquello con mis ojos, no . . . Tuve la suerte de ser despertado por un dolor pun­
¡ no ! : m e había olvidado a mí mismo al diluirme en zante; el frío había aumentado a un grado tal que poco
esos microcosmos, compartiendo el dolor y la alegría faltó para que muriese congelado.
de una gama infinita de seres. Una serie de extraños e Ante mí se abría un ancho valle, cubierto aún par­
indescriptibles enigmas me fue entonces revelada. cialmente por las violáceas neblinas de la noche: cor­
Algo estalló de pronto en mil pedazos; oí cuerpos dilleras grandiosas y escarpadas, empinadas praderas
que caían. De algún punto empezaron a surgir masas alpinas. Sobre este paisaje se alzaba un cielo matinal,
blandas y desprovistas de huesos, de apariencia feme­ bañado en una tenue luz verdosa, y los picos más altos,
nina, que se agitaban impulsadas por un intenso deseo coronados de nieve, brillaban ya con fulgores rosá­
de cobrar forma. Miles de puntitos luminosos se en­ ceos. La niebla empezaba a disiparse, depositándose
cendieron súbitamente y un sinnúmero de armonías en copos aislados sobre los oscuros bosques. Me froté
recorrieron los espacios que, a su vez, volvieron a los ojos. ¿ En qué país estaba? Una aromática fragancia
fusionarse en una masa acuosa, indivisible y rutilante. acabó de reanimarme; el cielo había enrojecido en un
Allí donde un mar se había agitado poco antes, se veía momento y tras las cumbres nevadas surgió un radian­
ahora una capa de hielo que, al resquebrajarse, despi­ te cuerpo luminoso : ¡ era el sol, el inmenso sol! Pero
dió figuras geométricas en distintas direcciones. mis ojos estaban demasiado débiles para soportar la
Yo era parte integrante de aquellos fenómenos y, luz del día, y busqué de inmediato la calígine de la
haciendo un descomunal despliegue de fuerzas, pude montaña. Desde la remota llanura llegó un estruendo
abarcarlos a todos. Después de sucesos que eran eter­ de cornetas ; ¡ varias columnas oscuras avanzaban por
nos y atemporales, tras las tensiones propias de un el horizonte ! A mis pies divisé una vastísima escom­
proceso transformador cada vez más eruptivo, todo brera jalonada de innumerables fosos llenos de piedras.
acabó adoptando la forma de su contrario. El nací- Temblando, descendí por la galería de la montaña.
354 ALFRED KUBIN LA OTRA PAR TE 355
Penetré en la sala de piedra: su doble hilera de
gruesas columnas cubiertas de figuras evocaban un
templo rupestre. En un ancho flamero de bronce ardía,
como una lengua inquieta y anaranjada, una llama de
nafta. Era la única luz allí existente y su resplandor
iluminaba apenas la parte posterior, donde los ojizar­
cos se habían acuclillado. Presa del miedo, yo hubiera
preferido retirarme, pero antes quería agradecerles el
haberme salvado; aún no había pensado un solo ins­
tante en el futuro.
Sin embargo, no lograba decidirme a comparecer,
desaliñado como estaba, ante aquella asamblea solem­
ne y silenciosa, por lo que decidí esperar oculto a la
sombra de una columna. De pronto fui sobresaltado
por un gemido ronco. Algo oscuro se movía en la
entrada, un fardo de telas negras, hasta donde pude
apreciar en la incierta penumbra. Un ser se acercaba
arrastrando penosamente los pies. ¿Un ser humano? ...
Mantenía baja su velada cabeza y vestía una túnica de
larguísima cola. Al llegar ante el flamero se detuvo y
levantó el velo que lo cubría. ¿Patera? ... ¡ Sí y no !. . .
¡ Pues claro que sí ! ¡ Qué extraños cambios s e habían
operado en su persona! Gimiendo como si llevara una
carga superior a sus fuerzas, avanzó unos pasos más.
Su prodigiosa capacidad de transformarse a voluntad
parecía haberle abandonado; en su rostro sólo se leían
un agotamiento y un cansancio infinitos. Tenía los
párpados entornados. La expresión de su cara había
recuperado cierto calor humano y esta vez su presencia
no me amedrentó. El color céreo y transparente había
desaparecido y, una vez más, me recordó al muchacho
que yo había conocido en la escuela. Así pasó a mi
lado, tambaleándose como si arrastrara alguna fatali-
LA OTRA PARTE 357

dad ineluctable, y se dirigió hacia donde estaban los


ojizarcos. Estos se habían levantado y le esperaban,
como cariátides, formando un semicírculo en torno al
flamero. Uno de los más ancianos se le acercó y le
entregó un recipiente pequeño, una jarra, hasta donde
pude distinguir. Seguidamente, el anciano se prosternó
ante el Amo; los otros también habían caído de rodi­
llas, ocultando el rostro. Una profunda emoción reli­
giosa me fue embargando a un grado tal que, de ma­
nera involuntaria, doblé las rodillas y crucé las manos.
Patera avanzó luego pesadamente, describió un cír­
culo en torno a la flamígera fuente y descendió varios
peldaños hasta llegar a un portillo pequeño y semicir­
cular. De éste salió un resplandor tan intenso que tuve
que protegerme los ojos con ambas manos. La llama
de nafta humeaba débil y macilenta a su lado. El Amo
se volvió entonces hacia nosotros que, inmóviles, ape­
nas osábamos mirarle debido a la refulgencia. Los ojos
de Patera habían perdido hasta el último destello de
su terrible y misteriosa luminosidad... Aquellos gran­
des ojazos despedían ahora una luz azulina mate y
acuosa, que nos envolvió a todos en una mirada de
infinita bondad. Volví a ver aquel perfil radiante y de
inconcebible pureza destacarse en forma nítida contra
el fondo. Con un brevísimo movimiento de cabeza
echó atrás sus enormes y espesos rizos y desapareció,
arrastrando pausadamente la larga y negra cola de su
túnica. La puerta de hierro se cerró de golpe.
Entonces, todos se levantaron y avanzaron hacia el
portillo; yo también salí de mi escondite. Algo real­
mente extraordinario debía de estar ocurriendo en la
alcoba contigua. Se escuchó un traqueteo como de filas
de hombres en movimiento. De pronto, la llama em-
358 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 35 9
pezó a flamear intensamente, adquirió un tono verdo­ La distorsionada mueca desapareció del rostro y le
so y se extinguió. Quedarnos sumidos en una oscuri­ pudieron cerrar los párpados. El rictus que retorcía su
dad total. boca cedió el paso a una expresión de suprema placi­
Una serie de largos y persistentes alaridos retumba­ dez. ¡Los rizos castaño claro de Patera habían encane­
ron desde dentro, produciéndome una conmoción tal cido en el trance de la muerte!
que, temblando, me tapé los oídos con las manos para Estirado en el suelo, el cadáver se me antojó bas­
no perder el sentido. tante más largo, aunque hube de constatar con horror
Eran ruidos penetrantes e incisivos, semejantes a los que seguía creciendo esporádicamente y crujiendo,
de una sierra gigantesca que estuviese royendo la roca corno impulsado por algún secreto excedente de ener­
con sus dientes. Por último se fundieron todos en el gía. Sólo dejó de crecer al cabo de un buen rato. En
estertor ronco y profundo de una fiera herida que, a relación con la longitud del cuerpo, la imponente ca­
su vez, fue disminuyendo poco a poco hasta cesar con beza lucía casi corno un ornamento : circundada por
un horroroso traqueteo. su alba melena, marmórea y fría, parecía el busto de
Cuando abrirnos, descubrirnos que la alcoba, cla­ alguna divinidad del mundo antiguo.
reada por un resplandor difuso y azulado, estaba to­ El cuerpo era de una belleza indescriptible. Con­
talmente destrozada: metales fundidos, piedras roídas templé la gracia y pureza de sus formas sin compren­
y rocalla diseminada. Y en medio de aquel revoltijo ... der cómo algo tan perfecto podía existir en nuestro
¡ el Señor! planeta. Envuelto en mis harapos permanecí ante Él,
Ovillado y vuelto de espaldas hacia la pared, yacía el Amo, y contemplé por vez primera y última la
boca abajo en un rincón, corno si una fuerza extraña verdadera majestad. Ninguno de los ojizarcos se atre­
lo hubiera arrojado allí. vió a violar, mediante un movimiento cualquiera, el
Su encogido cuerpo me pareció notablemente pe­ silencioso hermetismo. Luego fueron saliendo uno tras
queño y endeble. Entre el Amo y aquel objeto en­ otro. Yo volví a ser el último; conteniendo la respira­
gurruñado no podía existir relación alguna. ¡No acer­ ción y avanzando de puntillas me deslicé finalrnenie
taba a comprender cómo ese ser decrépito y horrible, fuera. Los ojizarcos abandonaron la montaña y desde
que sólo inspiraba conmiseración, podía ser el mismo entonces no he vuelto a ver a ninguno.
que minutos antes había penetrado en aquel recinto ! Me senté en el peldaño más bajo de la escalinata.
Una agonía inimaginable había deformado el cuerpo Una crisis de llanto convulsivo se apoderó al punto
de la poderosísima criatura. Aunque sucia y cubierta de mí.
de hollín, su poderosa y despejada frente era la misma
que tan bien conocíamos.
Los ancianos lo levantaron. Cuando hubieron lava­
do el cadáver, la rigidez se fue aflojando lentamente.
CAPÍTULO V

CONCLUSIÓN

U NA vastísima escombrera : montones de basura,


lodo, trozos de ladrillos, una ciudad entera convertida
en un gigantesco muladar. Todo está aún bañado en
las opalinas brumas del alba. Sólo las montañas rocosas
empiezan, al fondo, a dorarse con los destellos del sol
naciente. Aunque la oscuridad es aún grande, el cielo
está despejado. Un hombre con la cabeza descubierta
y un pesado morral al hombro se va abriendo camino
por entre los escombros, avanzando a pasos firmes y
elásticos. Lleva un frac de cola estrecha y anchas so­
lapas de terciopelo, así como un par de pantalones
angostos y ajustados a sus musculosas piernas, según
la moda vienesa de los años sesenta. Pero este vestuario
de guardarropía está cubierto de manchas de sangre y
tizne, y presenta agujeros en muchas partes. El cami­
nante se asemeja a un ladrón que quisiera poner su
botín a buen recaudo. De pronto deposita su carga
sobre una gran piedra, que parece ofrecerle sus servi­
cios como una mesa. Desata y deja caer la mugrienta
funda, descubriendo un flamante cofrecillo de cuero
guarnecido de cantoneras de latón. De él saca Hércules
Bell un elegante traje y una muda de ropa interior muy
moderna, y empieza a cambiarse. Luego se afeita cui­
dadosamente, examina su cara en un espejo de mano,
362 ALFRED KUBIN LA OTRA PARTE 363

saca un panamá nuevo y de anchas alas, y enciende su fango. Las ruinas se iban deslizando lentamente hacia
corta pipa; un fino bastón de caña con puño dorado el abismo.
pone el toque final a su indumentaria. No había nadie a quien poder entregarle el ultimá­
Al ver su porte fresco y enérgico y su tez bronceada, tum.
nadie habría imaginado las increíbles y molestas aven­ El general quedó muy descontento con esta nueva.
turas por las que acaba de pasar. Tan sólo las retintas De algún modo, aquella gente había tomado demasia­
patillas mostraban ligeras señales de encanecimiento. do en serio la perspectiva de toparse con cámaras
De este modo salió el americano al encuentro de los repletas de valiosísimos tesoros.
europeos. Decidieron avanzar hasta la falda de la montaña
El general de división Rudinoff envió al frente de observando al máximo, claro está, las medidas de pre­
su ejército a un destacamento de tiradores que, si bien caución pertinentes, ya que algunos miembros de la
se deslizaron con la máxima cautela hasta los humean­ oficialidad insistían tenazmente en la idea de una po­
tes restos de la muralla, no lograron descubrir un solo sible emboscada, baterías camufladas, etc.
enemigo. Al recibir el parte respectivo, el general de­ Fue así como llegaron hasta la portezuela abierta en
cidió avanzar con el resto de sus tropas. Con ayuda la pared de roca y me encontraron, totalmente incons­
de un catalejo divisó entonces una fortaleza, construi­ ciente, en el peldaño inicial de la escalinata. A esta feliz
da en la cumbre de un peñón que emergía de la mon­ circunstancia debo el haber escapado con vida.
taña. Rudinoff ordenó desenganchar el avantrén de Me acogieron con muestras de gran cordialidad y
algunas de las piezas de artillería y visar la elevada simpatía. Los periodistas, que ya conocían mi nombre
fortificación. Acto seguido envió a un parlamentario, de antemano, intentaron entrevistarme repetidas veces.
dos cosacos con banderas blancas y un corneta, con la Varios periódicos quisieron publicar mi foto junto con
misión de presentar un ultimátum a los enemigos, las del lugar en que se había levantado el Reino de los
exigiéndoles que se rindiesen inmediatamente y se sueños. Yo me sentía demasiado débil para responder
considerasen prisioneros de guerra. Deberían entregar a la avalancha de cuestionarios que me eran presenta­
a los rusos todas sus armas y propiedades y poner en dos, y solía remitirlos a mister Bell que, entretanto, ya
inmediata libertad a cuantos súbditos de estados eu­ había: tomado contacto con los europeos.
ropeos se hallasen bajo su custodia. Pero el parlamen­ No se encontró rastro alguno del templo excavado
tario no encontró más que un terreno abandonado, en la montaña, pues un deslizamiento de las capas de
cubierto en gran parte de piedras desmenuzadas y roca había bloqueado todas las entradas. Cuando for­
arenisca. Aquí y allá, ascuas de madera carbonizada mulé esta hipótesis, los geólogos que habían llegado
emergían aún de entre los escombros; sin embargo, no con la expedición menearon la cabeza en son de burla.
les pareció prudente detenerse mucho tiempo en aquel Vi, pues, que la gente no prestaba crédito alguno a mis
sitio, pues el suelo empezó a hundirse y a cubrirse de palabras, menos aún desde que el americano, pavo-
LA OTRA PARTE 365
364 ALFRED KUBIN
Después de enviar un telegrama: «Zona del Estado
neándose orgullosamente, afirmó haber puesto fin a de los sueños totalmente ocupada», los integrantes de
todo el embuste de Patera cuando destrozó el muñeco la expedición guardaron absoluto silencio, como cabía
de cera. esperar de europeos desacreditados :
Además, nosotros dos no éramos los únicos super­ _
El fenómeno Patera contlilÚa siendo un emgma.
vivientes de la catástrofe. Las patrullas de soldados que Acaso fueran los ojizarcos los auténticos amos que,
recorrían los bosques aledaños descubrieron un grupo utilizando poderes mágicos, galvanizaron un muñeco
de seres semidesnudos que, encaramados en los árbo­ inanimado con los rasgos de Patera para crear y des­
les, hablaban y gesticulaban apasionadamente. Resul­ truir a su antojo el Reino de los sueños.
taron ser también ciudadanos del Reino : seis judíos El americano vive todavía, y todo el mundo le co­
propietarios de una cadena de droguerías. Más tarde noce.
me enteré de que se recuperaron con una rapidez
increíble y han llegado a amasar grandes fortunas en
algunas capitales del norte y oeste de Europa.
Poco después, cuando efectuaban excavaciones en
un pozo de cenizas todavía calientes, los soldados
encontraron una figura seca y, tras quitarle el polvo
que la cubría, la tomaron por una momiá. Sin embar­
go, un médico del regimiento encontró en ella algunos
signos de vida, por lo que trabajó afanosamente para
encender de nuevo la pequeña chispa. Todos corrieron
a ver al rescatado que, según comprobaron pronto, era
de sexo femenino. Un alto oficial ruso, que llevaba un
apellido muy antiguo, reconoció en ella a su tía, la
princesa de X. Ordenó que la vistieran y emperifolla­
ran y se la llevó consigo a Europa.
Yo, personalmente, hice el viaje de regreso vía Tash­
kent en compañía de un médico y, al llegar a Alemania,
tuve que pasar un tiempo en un sanatorio para repo­
nerme y acostumbrarme nuevamente a mis antiguos
modos de vida, y en especial a la luz del sol. Tardé
varios años en recuperar cierta confianza en mi entor­
no humano y en poder reanudar normalmente mis
actividades profesionales.
EPÍLOGO

El hombre no es sino una nada


autoconsciente.
JULIOS BAHNSEN

EN el sanatorio no pude por menos de pensar y


repensar en los mágicos y formidables sucesos que me
había tocado vivir. Aparentemente, mi capacidad de
soñar había adquirido proporciones enfermizas y ya
los sueños amenazaban con invadir por completo mi
espíritu.
En ellos llegué a perder mi identidad y, con fre­
cuencia, me remontaba a otros períodos de la historia.
Casi todas las noches me hacían revivir hechos y aven­
turas ocurridos tiempo atrás, lo que me lleva a pensar
que dichas imágenes oníricas se hallaban íntimamente
ligadas a ciertas vivencias de mis antepasados, cuyas
convulsiones psíquicas lograron tal vez plasmarse or­
gánicamente, tornándose hereditarias. Ante mí se
abrieron planos oníricos mucho más profundos, que
me permitieron diluirme en existencias animales o ve­
getar, en un estado de letárgica semiconsciencia, entre
los elementos primarios. Estos sueños eran como abis­
mos a los que me veía irremediablemente arrastrado,
y sólo cesaban cuando el tiempo mejoraba y las noches
se volvían límpidas y serenas.
Los días transcurrían a un ritmo monótono. La
inactividad y el aburrimiento empezaron a torturarme.
Aunque deseaba a toda costa recuperarme y volver a
368 ALFRED KUBIN
LA OTRA PARTE 369
trabajar, me di cuenta de que ya no servía para nada.
La realidad se me antojaba una repulsiva caricatura del la cubría y rodeada de un halo diamantino, en sus
Reino de los sueños. Lo único que lograba aliviarme miles de facetas relampagueantes.
era la idea del aniquilamiento, de la muerte. A ella me Sin embargo, cuando volví a aventurarme por los
senderos de la vida, descubrí que el poder de mi Dios
aferré con toda la unción de que era capaz.
sólo era parcial y limitado. Tanto en los asuntos de
La amé con una especie de delirio extático, como si
rr.iayor envergadura como en los de ínfima importan­
yo mismo hubiera sido una mujer: estaba embelesado. cia, compartía su soberanía con un adversario que
En las noches de luna llena que siguieron me entregué optaba por la vida. Las fuerzas de atracción y repul­
a ella por entero, la contemplé, sentí sus caricias y sión, los polos de la tierra con sus corrientes, el ritmo
disfruté instantes de dicha sobrenatural. Me convertí de las estaciones, el día y la noche, lo negro y lo
en el confidente de aquella prodigiosa Señora, de aque­ blanco... todo es una lucha.
lla espléndida Princesa del Universo, cuya belleza re­ El verdadero infierno radica en que esta contradic­
sulta indescriptible a todos los que la han contempla­ toria polaridad se perpetúa en nosotros. El mismo
do. Era mi felicidad última y más grande. Sentía su amor posee un centro de gravedad que oscila entre
presencia en cada una de las hojas caídas en el césped cloacas y letrinas. Las situaciones más sublimes pueden
húmedo y hasta en las glebas. ¡La idea de sucumbir a ser víctimas del ridículo, el escarnio o la ironía.
sus requiebros o de sentir sus estragos como abrazos
amorosos, me colmaba de felicidad! Muy significativa El Demiurgo es hermafrodita.
era, en aquella época, mi predilección por las flores
semimarchitas.
Pensaba en mi propia muerte como en una de las
grandes bienaventuranzas celestiales, que marcaría el
inicio de la eterna noche de bodas.
¡Cómo se rebelan todos contra ella, y, sin embargo,
qué llena está de buenas intenciones! Empecé a rastrear
sus huellas en todos los rostros, descubriendo sus be­
sos en los surcos y arrugas de la vejez. ¡Se me aparecía
eternamente renovada! ¡Qué colores tan exquisitos
eran los suyos! Sus miradas fulguraban con tal poder
de seducción que hasta el más fuerte acababa rindién­
dose ante ellas. Entonces se despojaba de sus máscaras
y el moribundo podía contemplarla, sin la túnica que
370 PLANO DE LA CIUDAD DE PERLA 371
PLANO DE LA CIUDAD DE PERLA

1 Palacio. 2 Barrio francés. 3 Plaza Mayor. 4 Archivo. 5 Correo.


6 Gran Torre del Reloj. 7 Banco. 8 Ganso azul. 9 Ciudad Jardín.
10 Residencia de Lampenbogen. 11 Depósito de cadáveres. Comi­
saría. 12 Cementerio. 13 Campos de Tomassevic. 14 Horno de
ladrillos. 15 Establo municipal. 16 Matadero. 17 Calle Larga.
18 Café. 19 Tienda de M. Blumenstich. 20 Casa de alquiler de
Lampenbogen. 21 Lechería. 22 Casa del Inspector del río. 23 Mo­
lino. 24 Puente. 25 Baños Públicos. 26 Criadero de patos.
27 Carretera-Alameda. 28 Suburbio. 29 Escombrera. 30 Caserna. ESTE LIBRO SE ACABÓ DE IMPRIMIR
31 Puerta de la montaña. 32 Fortaleza. 33 Jardín del Palacio. EN EL MES DE FEBRERO DE 1989
34 Calle de los Tenderos. 35 Mercado de Verduras. 36 Hospital.
EN MADRID
Iglesia. 37 Estación. 38 Sala de máquinas. 39 Distrito de la esta­
ción. 40 Casa solariega del Redactor jefe. 41 Ruinas. 42 Posada del
camino. 43 Residencia de Alfred Blumenstich.

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