Kaz, El Minotauro - Richard A. Knaak
Kaz, El Minotauro - Richard A. Knaak
Kaz, El Minotauro - Richard A. Knaak
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Richard A. Knaak
Kaz, el minotauro
Héroes de la Dragonlance - 4
ePUB v1.1
OZN 30.05.12
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Título original: Kaz, the Minotaur
Richard A. Knaak, enero de 1990.
Traducción: Herminia Dauer
Ilustraciones: Duane O. Myer
Diseño/retoque portada: OZN
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1
Todos se hallaban apiñados alrededor del pequeño fuego del campamento; los doce y
uno. La distinción era importante, ya que, aunque los doce seguían al que era su jefe,
lo despreciaban tanto como él a ellos. Sólo la necesidad y una cuestión de honor los
había unido y, de algún modo, los mantenía aún juntos. Ese uno era un ogro, un ser
basto y brutal, que medía bastante más de un metro ochenta y tenía una gran anchura.
A su cara, chata y fea, asomaban unos largos y horribles dientes, sin duda capaces de
desgarrar la carne que comiera o, incluso, de arrancar la de un enemigo. Tenía la piel
paliducha y manchada, y el pelo pegado a la cabeza. No llevaba más que un sucio
faldellín y el cinturón. En una vaina sujeta a la espalda iba lo que, para un hombre,
hubiese sido una espada para asirla con las dos manos, pero que el ogro manejaba con
una sola: un trofeo de guerra.
Metidos en el cinturón, e insignificantes en comparación con la enorme hoja,
había dos cuchillos. El ogro se llamaba Molok, y, mientras se servía de sus tremendas
y sangrientas garras para arrancar trozos de carne de su porción de la pieza cazada,
echó una subrepticia mirada a los demás.
Cuando estaban de pie, casi todos le llevaban una cabeza al ogro, pero a éste poco
le importaba. Arrancó otro pedazo de carne casi cruda del hueso que tenía en la mano
y se lo introdujo en la boca a la vez que vigilaba cómo la docena de minotauros daban
cuenta de su propio alimento. Al contrario que el ogro, los minotauros comían más
despacio y con cuidado, aunque había en ellos cierta ferocidad que habría acobardado
a los humanos o a los elfos. Eran nueve machos y tres hembras, y todos iban
armados. Un par de ellos llevaban lanzas, y otros tres poseían espadas como la de su
indeseable compañero, pero el resto disponía de grandes hachas de doble filo. Los
machos tenían cuernos de más de treinta centímetros de largo, mientras que los de las
hembras eran un poco más cortos.
Molok se dijo que los minotauros estaban demasiado relajados, y eso no le hacía
ninguna gracia. Quería verlos más agitados y ansiosos por haber terminado su
cometido, aunque sólo fuese para no tener que seguir viajando con un ogro.
—Hace casi una semana desde que encontraste una pista, Cara Cortada —gruñó
Molok al mismo tiempo que cogía un trozo de carne enganchado entre dos
amarillentos colmillos—. ¿Será que el cobarde es más astuto que tú... o mejor?
El sonido de la grave voz hizo alzar la vista a los doce minotauros, y el resplandor
del fuego dio una expresión abrasadora a sus ojos. Un minotauro, cuyas desfiguradas
facciones hablaban de numerosos y fieros combates, arrojó su carne al suelo y
lentamente empezó a enderezarse. Otro de menor tamaño, una hembra, lo agarró por
el brazo.
—¡No, Scurn! —dijo sin alterarse.
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Tenía la voz profunda, pero para ser la de un minotauro podía considerarse
agradable.
—Suéltame, Helati —contestó el que llevaba el nombre de Scurn, cuyo vozarrón
recordaba el trueno anunciador de una gran tormenta.
El hacha de combate utilizada por él, y que estaba a su lado, era grande incluso
para uno de su raza. Molok lo había visto blandiría con extraordinaria eficacia, pero
eso no lo preocupaba. Sabía cómo manipular a su banda. ¿Acaso no hacía más de
cuatro años que mantenía la persecución?
—¡Calma, Scurn! —murmuró otro minotauro situado cerca de Helati y que se
parecía mucho a ella.
Hecar era hermano de Helati, y ambos constituían el punto flaco respecto del
ogro. En el transcurso de los cuatro años habían pasado de ser afanosos perseguidores
del renegado a quien la banda buscaba, a convertirse en abyectos admiradores del
renegado sin el cual los minotauros nunca podrían regresar a casa...
El minotauro lleno de cicatrices se tranquilizó, pero Molok se dio cuenta de que
había conseguido su propósito. El grupo estaba excitado. Como de costumbre, todos
se pusieron a hablar del último revés sufrido.
—No se puede negar que Kaz es astuto.
—También los cobardes tienen inteligencia.
—¿Cobarde, Kaz? ¡Sobrevivió a las tierras de los Silvanestis!
—Scurn dijo que era sólo un rumor. ¿No es así, Scurn?
La malparada cabeza hizo un breve gesto afirmativo. Sus cuernos, incluso a la luz
de una sola luna, Lunitari, se veían muy gastados de tanta lucha. Scurn era un
luchador, un minotauro que, de haber poseído una mente tan enérgica como el
cuerpo, ya habría sido el jefe de su pueblo. Dada su testarudez, resultaba perfecto
para los propósitos de Molok.
—Kaz nunca penetró en las tierras de los Silvanestis —declaró Scurn en tono de
mofa—. Es cobarde y vil. Simplemente se trata de un nuevo truco para despistarnos.
—Cosa que, por cierto, hace demasiado bien —añadió Molok de paso.
Scurn lo miró con ojos enrojecidos. Hubiese querido agarrar al ogro por el cuello
y apretárselo hasta que no quedara en él ni el menor asomo de vida. Pero no podía
hacerlo. Al menos, no hasta que su misión estuviera cumplida y Kaz se hallara
prisionero o muerto.
—De poco nos has servido tú, Molok. Sólo vales para reprocharnos lo malos que
somos. ¿Qué has hecho para ayudar en esta maldita busca? ¡Estamos tan asqueados
de ver tu dichosa cara de perro durante cuatro años como tú de ver las nuestras!
Con un gesto de indiferencia, el ogro mordió otro pedazo de carne.
—Me dijeron que erais grandes rastreadores y estupendos cazadores. Pero por
ahora no lo habéis demostrado. Creo que estáis perdiendo vuestra ventaja. ¿Es que
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tan poco significa para vosotros el honor? ¿Qué me decís de Tremoc? ¿Os conformáis
con ser menos que él?
Al ogro le gustaba sacar a relucir a Tremoc, en momentos como ése. Era uno de
los relatos favoritos entre los minotauros. En nombre del honor, Tremoc había
cruzado cuatro veces el continente de Ansalon en su afán por entregar a la justicia al
asesino de su pareja, empleando en esa persecución más de veinte años. La historia
resultaba útil por dos motivos. En primer lugar, recordaría a sus obstinados
subordinados la necesaria dedicación así como lo que era más importante en sus
vidas, y, en segundo, los incitaría a renovar sus esfuerzos. Porque ninguno de ellos
quería prolongar la búsqueda durante veinte años.
Consideró entonces que ya los había espoleado bastante. Era hora de que
volvieran a pensar en la caza.
—Si no está con los elfos, Scurn, ¿dónde lo supones?
Fue Hecar quien respondió.
—Tanto si Kaz se dirigió a las tierras de los elfos Silvanestis como si no, cosa que
bien pudo ser, probablemente tomó el camino del oeste.
—¿Del oeste? —exclamó Scurn, de cara al otro minotauro—. Allí están los
Qualinestis, e ir allí sería una locura tan grande como entrar en tierras de los
Silvanestis.
Ahora fue Hecar quien lanzó un resoplido de desdén.
—Me refería a Thorbardin. Lo más probable es que los enanos lo dejen solo.
Desde allí puede ir al país llamado Ergoth.
El ogro los observaba a ambos, pero no dijo nada. Le interesaba oír qué
contestaría el minotauro de las cicatrices.
Scurn se levantó, arrancó un trozo de grasa y cartílago de la pieza cazada y lo
arrojó a las llamas, ahora reducidas. El fuego se avivó y produjo un gran chisporroteo
en el punto en que la grasa se derretía. El desfigurado minotauro soltó una risa fea.
—O bien te vuelves estúpido, o has llegado a admirar tanto a Kaz por su
habilidad para correr y esconderse, que ahora quieres desviarnos.
Hecar se enderezó, y parecía que las dos criaturas fueran a pegarse. Eran muchos
los minotauros excitados, que emitían fuertes sonidos. Helati, dispuesta de nuevo a
actuar de pacificadora, se colocó frente a su hermano.
—¡No, Hecar! —dijo con voz sibilante, aunque sin perder la serenidad.
—¡Apártate de mí, hembra! —murmuró el hermano entre dientes.
—Scurn te matará —susurró. ¡Lo sabes!
—Mi honor...
—Tu honor puede soportar un poco de castigo. Recuerda que el minotauro listo
sabe elegir el momento de sus luchas. Quizá tengas otra ocasión.
—No olvidaré esto. Los demás...
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A pesar de la diferencia de estatura, ella consiguió mirarlo directamente a los
ojos.
—Los demás saben muy bien que puedes derrotar a cualquiera de ellos en
cualquier momento.
Hecar vaciló. Echó una breve mirada al ogro, que parecía muy ocupado
examinando el hueso en el que inútilmente esperaba descubrir algún resto de carne, y
soltó un quedo gruñido, de incierto significado. Finalmente movió la cabeza en
sentido afirmativo y se sentó. Helati se acomodó junto a él. Scurn le dedicó una
sonrisa tan triunfante como permitían las bovinas facciones de un minotauro. Más
que nada, su expresión consistió en mostrar sus afilados dientes. A Hecar le costó
contener su furia.
—Kaz no se dirigirá al oeste ni al este. Permanecerá en el sur, confiando en
escapar de nosotros.
Scurn se volvió hacia Molok en espera de un gesto de acuerdo.
Molok recorrió con la mirada a los minotauros que lo rodeaban, como si sólo
ahora recordase que era el instigador de tan encendido argumento. Y decidió que
había llegado la hora de dejar las cosas claras. Se limpió las peludas manos en el
faldellín, agarró una bolsa que tenía entre los pies y extrajo de ella un arrugado
pergamino. Con un rápido movimiento se lo tiró a Scurn. El sorprendido minotauro
pudo atraparlo antes que una súbita llamarada chamuscara el papel y también su
mano.
—¿Qué es esto?
Molok partió el hueso que había estado repasando y se puso a chupar el tuétano.
El minotauro desplegó la hoja, frustrado, e intentó descifrar los signos a la débil y
vacilante luz del fuego. Abrió mucho los ojos y miró con enojo al ogro.
—¡Es una proclamación firmada por el mismísimo Gran Maestre de los
Caballeros de Solamnia!
Hubo un murmullo entre el grupo allí reunido. Después de cuatro años de
perseguir al enemigo por tierras de los humanos, sabían más sobre los Caballeros de
Solamnia que cualquier otro de su raza, con excepción de Kaz.
—¿Qué dice, Scurn? —preguntó con impaciencia uno de los minotauros.
—El Gran Maestre ofrece una recompensa a cambio de varios seres de diversas
razas. ¡Y uno de ellos es Kaz! —fue la incrédula respuesta— Se lo busca, según este
documento, por conspirar contra la Caballería, y en especial por planear el asesinato
del propio Gran Maestre. También se hace mención de otro homicidio, aunque sin
especificar el nombre de la víctima ni el momento.
El tono empleado por Scurn indicó que se hallaba un poco desconcertado por lo
que acababa de leer.
—Lo buscan tanto los caballeros como nosotros mismos —intervino alguien.
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—¿Dónde conseguiste esta proclamación? —inquirió Hecar, volviéndose hacia el
ogro.
Molok se encogió de hombros.
—La encontré ayer. Había... caído... del árbol al que alguien lo habría
enganchado, supongo...
—¿Y por qué reclamarán los caballeros a Kaz? ¡Si era su camarada! —se oyó a
una de las hembras del grupo.
—¡Tanto como lo son algunos de ésos! —rugió Scurn, a la vez que arrojaba el
pergamino a otro minotauro, que comenzó a leerlo despacio.
Los minotauros se enorgullecían del hecho de ser los más instruidos entre todas
las razas, salvo quizá los elfos. Aunque la fuerza física constituía el arbitro final de su
sociedad, los conocimientos eran el instrumento que afilaban esa fuerza.
—¡Los caballeros están locos! —gruñó Hecar—. ¿Dan algún motivo para su
actitud?
—¿Acaso dieron algún motivo para todo lo que vimos mientras perseguíamos a
Kaz? —replicó Scurn, con una mirada a su alrededor—. Puede que tengan un motivo,
o quizá no. En la proclamación aparecen nombres de sus más fieles aliados... en aquel
tiempo.
«Aquel tiempo» era una guerra que los minotauros procuraban olvidar por todos
los medios. Más de uno clavó en Molok sus ojos, llenos de un odio bestial. Los
minotauros habían sido soldados esclavos de los ogros y los humanos que siguieran a
Takhisis, diosa de la Oscuridad, en su lucha contra la parte contraria, Paladine, Señor
de la Luz. Los caballeros habían representado a ese dios, y al fin fue uno de los
suyos, un Caballero de la Corona llamado Huma, quien literalmente hizo capitular a
la diosa. Sólo otro de los testigos de tan cara victoria había sobrevivido: Kaz.
En realidad eran muy pocos los que conocían el papel hecho por él en la última
batalla. Los humanos no se molestaban en glorificar a quien tendían a considerar un
monstruo. Los demás minotauros habían recompuesto la historia a través de los años,
si bien algunos, como Scurn, negaban su verosimilitud.
—Si los Caballeros de Solamnia quieren su cabeza —comenzó Scurn—, Kaz
permanecerá sin duda en el sur, donde la presencia de los humanos es más débil.
Muchos hicieron gestos de afirmación. Molok observó a cada uno de ellos y
luego meneó la cabeza.
—Después de cuatro años, seguís sin saber nada. Incluso quienes conocisteis a
Kaz.
En respuesta a sus palabras recibió una docena de fijas miradas, de las que hizo
caso omiso como de costumbre.
—Los caballeros actúan de manera extraña. Los amigos de Kaz son ahora sus
enemigos, incluso el Señor de los Caballeros, quien, si lo que nos dijeron es cierto, en
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la guerra llegó a llamarlo camarada.
Hubo una pausa. De pronto, todos lo escuchaban con gran atención.
—Kaz irá hacia el norte. A Vingaard, me figuro.
Fue una suerte que las tierras por las que ahora rondaban carecieran de poblados,
ya que los gritos que el grupo emitió habrían sido oídos a varios kilómetros de
distancia. Por último fue Scurn quien calmó a los demás. Mejor dicho, fueron Scurn y
Hecar.
—Puede que los Caballeros de Solamnia actúen de forma retorcida, Molok —
objetó Hecar—. Eso ya lo vimos en otras ocasiones, pero no significa que Kaz
comparta su locura. Al fin y al cabo, todavía es un minotauro.
Scurn estuvo de acuerdo. Ni siquiera él consideraba tan tonto a su perseguido
como para tomar el camino del norte.
Molok recogió la proclamación y le echó una última ojeada antes de arrojarla al
fuego con una sonrisa dentuda y depredadora. Después de contemplar cómo quedaba
reducida a cenizas en cosa de segundos, volvió a mirar a sus compañeros. A los
odiados compañeros...
—Kaz no es tonto. Nunca dije que lo fuera.
Molok se agachó, reunió sus escasas pertenencias y se puso de pie, no sin delatar,
con su expresión, el tremendo desprecio que sentía hacia ellos. Incluso ahora, cuando
ya no eran soldados esclavos, necesitaban que un ogro los llevara agarrados por sus
feas narices.
—Sin embargo, es Kaz, y sólo por eso se dirigirá al norte. No necesita otra razón
—concluyó el ogro, alejándose a grandes zancadas con una preocupante mirada en
sus ojos, que los minotauros no vieron.
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«Debería encaminarme al oeste —pensó Kaz, ceñudo—. Al oeste, sí, o bien
quedarme en el sur.»
Lanzó un resoplido al contemplar el sendero que había seguido. El sol estaba muy
alto en el cielo y permitía ver hasta una considerable distancia.
«¿Por qué continuaré hacia el norte, pues, si cada día me acerca más al alcázar
de Vingaard y a cual sea la locura de que son presa los Caballeros de Solamnia?»
Su montura, el gigantesco caballo que el propio lord Oswal le había regalado en
prueba de su aprecio, se puso a piafar impaciente. Al cabo de cinco años con Kaz, el
animal mostraba unas tendencias a la rebeldía que habrían alarmado al más
imperturbable caballero. En muchos aspectos, el corcel era un reflejo de su amo.
Kaz tranquilizó al animal y de nuevo fijó la vista en la proclama. Era la quinta
copia que de ella descubría, y no le encontraba más sentido que la primera vez que la
había leído. Oswal era un amigo, un camarada. El anciano Caballero de la Rosa,
elegido Gran Maestre a la muerte de su hermano, incluso le había dado un sello que
le permitiría pasar sin ningún problema por cualquier país que respetara el poder de la
Orden Solámnica. ¡Ahora, en cambio, ese mismo compañero lo acusaba sin
fundamento alguno de unos delitos que supuestamente había cometido él, Kaz!
Hacía poco que tales noticias habían alcanzado las tierras del sur. Kaz soltó un
nuevo resoplido y echó una ojeada a los nombres que, junto al suyo, figuraban en la
lista de proscritos. Reconoció algunos, como el de lord Guy Avondale, el jefe
ergothiano que había colaborado en la batalla final contra el renegado mago Galan
Dracos y su malvada amante, la diosa Takhisis. Huma siempre había hablado bien de
ese hombre, llegando a afirmar en cierta ocasión que Avondale merecía lucir las
prendas de un caballero solámnico, de tan admirable como era su hoja de servicios.
El minotauro arrancó con un rugido la hoja enganchada al árbol. «¿Conspiración
y asesinato?» Kaz hizo una bola con el papel y lo tiró a la maleza que cubría el suelo.
Seguidamente condujo a su montura hacia un lugar más resguardado, a la
izquierda del camino, y se apoyó en uno de los árboles en espera de alguien. La
paciencia no era precisamente un hábito que hubiese cultivado con éxito durante su
vida, y la poca que tenía estaba ya casi agotada de tanto aguardar.
—¡Delbin, por la espada de Paladine! —musitó entre dientes—. Si no vuelves
dentro de una hora, yo seguiré adelante.
Se imaginaba que su compañero se habría metido en algún lío en Xak Tsaroth, la
ciudad situada pocos kilómetros hacia el oeste. Xak Tsaroth lindaba con el sudoeste
de Solamnia y el este de Qualinesti, la tierra de los elfos, y era un centro comercial
que unía norte y sur. Kaz había confiado en que Delbin podría comprar algunas de las
cosas que necesitaban. Asimismo esperaba que tuviese ocasión de escuchar los
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rumores que penetraban desde las regiones que rodeaban la sede de la Caballería, en
Vingaard, rumores que no podían, no podían, ser ciertos.
No obstante, enviar a Delbin Sauce Nudoso había constituido un riesgo. Kaz se
estremecía cada vez que su camarada durante cuatro meses se ofrecía lleno de ánimos
para cumplir cualquier tarea. Era justamente esa alegría la que ponía nervioso al
enorme y poderoso minotauro.
Delbin Sauce Nudoso era un kender, y como tal había nacido para causar líos.
Como si obedeciera a una señal, Kaz percibió el galope de un caballo. Delbin
había partido tres días antes, con la promesa de regresar a la hora acordada. Si se lo
motivaba debidamente, el menudo kender era un espía excelente. Nadie prestaba
atención a un kender, excepto para comprobar que no había desaparecido ningún
objeto personal de valor. Los kenders reunían gran cantidad de información, que
después pasaban con sumo gusto a cualquier conocido. Para Delbin, todo eso
constituía una gran aventura, algo de lo que podría alardear delante de sus congéneres
o de quienes quisieran escucharlo. Al fin y al cabo, ¿cuántos kenders tenían ocasión
de viajar con un minotauro?
Kaz ya estaba dispuesto a llamar a su diminuto compañero, cuando oyó acercarse
un segundo caballo. En el acto se enderezó y agarró a su montura por el hocico. El
animal, entrenado para todas las situaciones que pudiesen producirse en un combate,
reconoció el gesto y quedó inmóvil.
Los árboles obstaculizaban la vista al minotauro, quien sin embargo creyó
distinguir algo negro. Resultaba imposible decir si lo que veía formaba parte de uno
de los jinetes o de uno de los caballos. En cualquier caso, Kaz supo que quienes
llegaban no eran su compañero.
Los jinetes aminoraron la marcha hasta detenerse. Kaz oyó el ruido metálico de
sus armaduras y el quedo murmullo de su conversación. Sus voces resultaban
ininteligibles, pero era evidente que uno estaba disgustado con el otro. El minotauro
resolló con suavidad. Era el momento y el lugar justo para una disputa. Si Delbin
aparecía ahora...
Al notar que se aproximaba un tercer caballo, Kaz estuvo a punto de elevar la
vista al cielo y maldecir a todos los dioses. ¿Otro jinete? Pero entonces se dio cuenta
de que este último procedía del sur. Si la cosa continuaba así, podría abrir una posada.
Con tanto tráfico, el sitio era desde luego excelente.
Los otros jinetes callaron. Kaz asió su hacha, consciente de que al menos uno de
los que llegaban había iniciado un movimiento hacia él. Una de sus manos, de
tremendas y corvas uñas, agarró el extremo inferior del mango del hacha. Sólo unos
centenares de metros más de espeso follaje, y tendría encima al jinete...
Kaz vio un resplandor de armadura negra cuando, de repente, el caballero hizo
volver a la carretera a su corcel.
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El minotauro abrió desmesuradamente los ojos. ¡Había visto una armadura
semejante durante la guerra contra la diosa de la Oscuridad! El mismo había servido a
las órdenes de hombres y ogros que llevaban una armadura semejante, antes de pasar
a pelear junto a Huma contra algunos de los peores de ellos.
Sin duda se trataba de uno de los destacados y fanáticos soldados del fallecido
Crynus, Señor de la Guerra y jefe de los ejércitos de Takhisis, que largo tiempo atrás
había sido enviado por Huma de la Lanza y el Dragón Plateado a los tenebrosos
dominios que merecían los de su ralea. Kaz lo recordaba todo de la manera más viva.
Crynus se negaba a morir, y había sido necesario el fuego del dragón para destruirlo.
Pese al peligro que corría, el minotauro no podía permitir que uno —mejor dicho,
¡dos!— de los guardias del Señor de la Guerra rondasen por aquellos parajes. No era
la primera vez que había tropezado con semejantes merodeadores en los últimos
cinco años. Aún eran numerosos los sirvientes de la Reina de la Oscuridad que se
negaban a reconocer que su señora había sido totalmente derrotada. Sin tener dónde
esconderse, por regla general se convertían en ambulantes bandas de ladrones y
asesinos, todo ello en nombre de Takhisis, desde luego. Los guardias eran los peores,
ya que estaban convencidos de que su reina volvería algún día.
Kaz dio una palmada en un lado de la cabeza a su montura, señal aprendida de los
caballeros. Así, el animal permanecería donde estaba hasta que él lo llamara. Nada
excepto un dragón lo haría moverse, y, dado que esos seres ya no existían, el
minotauro no tenía por qué preocuparse.
Despacio y con todo cuidado, Kaz situó su hacha delante de él. Mover al caballo
en medio de aquella espesura le hubiese descubierto. Si tenía suerte, conseguiría
derribar sin lucha a su oponente, pero...
De repente, la negra figura que tenía a pocos pasos de él se puso rígida, y el
minotauro comprendió que el guerrero había notado su presencia. Una larga y
escalofriante hoja, escondida hasta entonces por el follaje, describió un violento arco
en el aire cuando el adversario se volvió a medias en su silla. Kaz alzó su hacha para
desviar el golpe, pero el guardia había calculado mal la distancia entre ambos, y la
espada quedó fuertemente enganchada a un lado de un poderoso roble que se
encontraba a medio camino del minotauro.
Con un reniego, el jinete intentó soltar la espada, al mismo tiempo que hacía girar
a su montura. Kaz cambió la postura de su mano y blandió el hacha. La espada del
enemigo se alzó para atajar el golpe, con lo que fue el caballo quien lo recibió.
Ensangrentado y nervioso, el animal se resistió al control de su amo. Kaz tuvo que
retroceder cuando el enorme bruto se encabritó y empezó a cocear sin ton ni son,
tambaleándose.
El minotauro parpadeó. La silla de montar ya no estaba ocupada por nadie. Ahora
fue él quien lanzó una imprecación. Había olvidado lo rápidos y también lo
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desconcertantes que podían resultar los guerreros negros.
Una figura surgió de pronto entre el follaje, a su lado mismo. Kaz paró la
embestida, pero al hacerlo perdió terreno. Por primera vez pudo ver de cerca a su
adversario. El hombre —demasiado bajo para ser un ogro, aunque posiblemente fuera
un elfo— llevaba un yelmo que le ocultaba el rostro. Sin embargo, sus ojos parecían
atravesar al minotauro para contemplar algún punto lejano. Aquel soldado se estaba
enfureciendo por momentos.
Kaz percibió brevemente un ruido de lucha procedente del camino, pero el
soldado que tenía enfrente continuaba acosándolo. Y el hacha, sobre todo un hacha de
combate concebida para que los humanos la utilizasen con ambas manos, no era el
arma adecuada para una pelea tan de cerca. Cada vez que el minotauro procuraba
recular, su oponente se movía con igual ligereza para arremeter de nuevo.
Fueron los bosques los que lo salvaron. Casi inconsciente del mundo que lo
rodeaba, el frenético guardia tropezó con una raíz de árbol que sobresalía. El retraso
que eso le produjo no fue grande, ya que el soldado recobró el equilibrio a los pocos
instantes, pero la corta vacilación proporcionó a Kaz la oportunidad que tanto
necesitaba.
Con tremendo impulso blandió el arma en un movimiento limpio y enérgico. Era
innegable la fuerza de ese impulso, porque sólo muy pocos humanos podían igualarse
en vigor con un minotauro en la plenitud de sus energías. Con el instrumento
adecuado, un hombre-toro podía cortar de un solo golpe un árbol de considerables
dimensiones.
Y, en comparación con eso, una armadura no era prácticamente nada.
La pala del hacha golpeó al guardia encima mismo del codo del brazo que
sostenía la espada y, sin detenerse, penetró en el costado del infeliz luchador hasta
terminar de describir el arco. Cuando Kaz se echó hacia atrás, su enemigo —que
tenía el brazo y el tronco cubiertos de rojo— cayó hacia adelante, y en sus ojos ya no
había odio ni vida.
Kaz respiró profundamente. Camino arriba, el ruido de la lucha había cesado,
pero ahora lo reemplazaba el creciente chacoloteo de varios jinetes más, que
provenían del sur. El minotauro no pudo saber si quienes se acercaban eran amigos o
enemigos del soldado muerto.
Nadie gritó ninguna orden, aunque era evidente que en el bosque entraban
numerosos hombres. Y éstos no tardarían en descubrirlo. Una vez limpia la hoja de su
hacha, Kaz colgó el arma de la parte posterior de su arnés, especialmente ideado para
que pudiera llevar siempre consigo un hacha, e incluso dos. Su práctica le permitía
desenganchar el arma en unos segundos, y el arnés sólo servía para quien tuviera las
posaderas tan anchas como un minotauro.
Kaz montó en su caballo en el mismo momento en que el primer buscador lo veía.
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—Quédate donde estás! ¡Te lo ordeno en nombre del Gran Maestre!
Kaz se volvió y enseguida reconoció la familiar y otrora respetada armadura de
un Caballero de Solamnia... De un Caballero de la Espada, si interpretaba bien la
cimera. El caballero iba a pie. Por lo visto, había tenido que conducir a su montura a
través de la intrincada maleza. El minotauro espoleó al caballo para alejarse cuando
el guerrero les gritaba algo a sus compañeros.
Tiempo atrás, Kaz hubiese permanecido donde estaba, dispuesto a pelear y a
llevarse por delante a media docena de esos obstinados caballeros, antes de morir él a
causa de las heridas recibidas. Pero Huma le había enseñado la manera de evitar
conflictos —y una muerte cierta— en determinadas situaciones. Ahora, el minotauro
comprendía la inutilidad de plantar siempre cara. Muchos de los de su raza lo
hubiesen considerado un cobarde... En realidad ya lo hacían.
Bajo la guía de Kaz, el caballo eligió un sendero que se introducía más y más en
la espesura. Era la única esperanza de retirada para el minotauro. Sabía que ese
camino lo aproximaría a Xak Tsaroth, pero no directamente a la parte este de la
ciudad, sino al norte. El minotauro también se daba cuenta de que, probablemente, no
vería más a su compañero kender. Desde luego cabía la posibilidad de que Delbin ya
lo hubiese olvidado. O de que el joven kender hubiera caído en la trampa tendida por
los caballeros, ya que seguramente se trataba de eso. Enterados de la actividad de los
merodeadores por aquella zona, habrían puesto una trampa para cazar a la banda por
sorpresa. Sin duda, la pieza conseguida los decepcionaría: sólo dos guardias
renegados, y uno —por lo menos— muerto. Si Delbin había sido hecho prisionero,
no tendría por qué preocuparse. Nadie podía ver una peligrosa amenaza en un
miembro de la raza kender.
Los caballeros perseguían ahora en masa a Kaz, quien no necesitó volverse para
comprobar lo cerca que los tenía. Calculó que al menos eran seis, si no más.
—Comprobemos hasta qué punto conocéis estas tierras —murmuró.
Él y Delbin habían explorado toda la zona durante casi una semana. En realidad
habían cruzado ese territorio del sur por espacio de unos nueve meses, y siempre con
alguien pisándoles los talones. Por regla general se trataba de gente de su propia raza.
—¡Qué suerte la mía, si ahora diera con ellos! —agregó.
Faltaba demasiado para el anochecer. A Kaz le tocaría seguir cabalgando con la
esperanza de escapar de sus perseguidores antes de que el animal se agotara o la
espesura dejase de ofrecerles protección. En los mapas, el país no estaba señalado
como muy boscoso, y el minotauro sabía que, en muchos puntos, la fronda
desembocaba bruscamente en el campo abierto. Y un campo abierto significaría su
muerte. Los caballeros podían entregarlo a lord Oswal, pero igualmente eran capaces
de llevarle sólo su cuerpo. La proclamación del Gran Maestre dejaba claro que Kaz
era un enemigo, y los Caballeros de Solamnia no malgastarían sus energías
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intentando capturar vivo a un minotauro cuando tanto daba presentar su cadáver.
Por fin, Kaz ganó algo de terreno. Era evidente que las voces de sus
perseguidores quedaban más y más atrás. No obstante, era demasiado pronto para
abrigar esperanzas, porque la Orden tenía fama de no darse por vencida así como así.
Los caballeros eran capaces de perseguirlo durante días enteros, como si él necesitara
que lo hostigasen todavía más.
El caballo tropezaba con ramas caídas y tenía sus problemas con las depresiones
del terreno. Ahora, el suelo resultaba más traicionero, y un paso en falso podía
provocar la caída del animal y del jinete. Con una fuerza que no admitía protestas del
caballo, Kaz hizo girar a éste hacia la derecha. El noble bruto se soltó con un
nervioso gruñido, pero siguió la iniciativa del amo. El minotauro lo condujo
alrededor de una escarpada pendiente, sabedor de que cada segundo de retraso
significaba un precioso tiempo perdido. De nuevo en terreno llano, picó a su
cabalgadura con las espuelas.
Kaz contó casi hasta treinta, antes de verse recompensado por el eco de unos
desorientados y furiosos gritos. Al menos dos caballos relinchaban como locos, y un
hombre lanzó un chillido. El ruido de la persecución disminuyó, aunque sin cesar del
todo. El minotauro se atrevió a echar una mirada hacia atrás. Aún lo seguía un
caballero a cierta distancia. Llevaba el rostro cubierto, y a Kaz le pareció bastante
joven. Posiblemente llevara barba, pero resultaba imposible decir si en efecto era así,
o si lo que veía el hombre-toro era el cabello del desconocido, azotado por el viento.
Kaz se dijo que, al fin y al cabo, no tenía por qué interesarle la cara del hombre, salvo
el hecho de que casi había esperado que se tratara de Huma.
Una flecha pasó silbando junto a su cabeza para clavarse en un árbol situado a sus
espaldas. Pero esa flecha procedía de delante de él; no de detrás.
«Paladine... ¿también tú tienes algo contra mí?», pensó. ¿En qué nuevo lío se
vería ahora Kaz?
La respuesta consistió en la aparición de varias figuras, unas de las cuales iban
vestidas de verde, mientras que otras lucían armadura negra, pero todas ellas estaban
dispuestas a interceptarle el paso. Eran sin duda los mismos merodeadores que los
caballeros habían intentado eliminar. De manera involuntaria, Kaz había completado
aquella parte de su misión. Ahora, lo que necesitaba era salir con vida del asunto.
Bruscamente hizo girar a su montura, y un infortunado atacante salió disparado
contra un árbol al ser golpeado por el anca izquierda del caballo. El minotauro
recordó al único caballero que aún lo perseguía. Abrió la boca para gritarle una
advertencia, pero su cabalgadura estaba ya vacía. Otra flecha había puesto fin a la
vida del decidido y joven guerrero. Kaz emitió un furibundo resoplido. ¡Otra muerte
innecesaria, y de la que también lo harían responsable!
El minotauro ya esperaba una flecha en su espalda, pero los merodeadores tenían
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otros problemas. Los restantes caballeros les daban alcance, y la sorpresa ya no
estaba de parte de los maleantes. Kaz abrió unos sorprendidos ojos al darse cuenta del
número de caballeros que lo habían seguido. Iba a verse en medio de un tremendo
combate si no lograba ponerse a salvo de alguna forma. Un feo tipo, de rasgadas
ropas marrones y verdes, trató de derribarlo de su poderosa montura, pero fue esta
misma la que le soltó una coz que le destrozó el cráneo. Unos cuantos merodeadores
y caballeros ya se habían enzarzado en dura pelea. Un hombre que se defendía con
una espada fue derribado por un Caballero de la Rosa y literalmente pisoteado hasta
que estuvo muerto. Otro jinete fue arrancado de su cabalgadura por dos guardias
vestidos de negro. Para ambas partes llegaban refuerzos dispuestos a unirse a la
refriega.
—Paladine... —susurró Kaz—, si en estos últimos años hice algo digno de ti, te
suplico que me ayudes a encontrar la manera de escapar...
El minotauro no esperaba contestación. Después de todo, los dioses sólo hablaban
con los clérigos y los héroes. De repente, un súbito resplandor blanco llamó su
atención. De pareció un animal, aunque no supo distinguir si se trataba de un ciervo,
un oso o un lobo. ¿Sería que Paladine lo había escuchado?
Salvo que Kaz se alejara en el acto, el impulso de la sangre lo dominaría y, sin
duda, él perdería los últimos y preciosos segundos de su vida dando hachazos a sus
adversarios, como tantos de sus antecesores —muy respetados pero de corta vida—
habían hecho. Aunque el minotauro reverenciaba a sus ascendientes, por ahora no
tenía la menor intención de unirse a ellos en el mundo de los muertos. En
consecuencia, hizo dar media vuelta a su montura y salió disparado en dirección
hacia aquella blanca visión.
Cabalgó a toda prisa durante un buen cuarto de hora antes de reducir la marcha.
El fragor de la lucha había quedado muy atrás, y él se hallaba ya justamente al
nordeste de Xak Tsaroth.
—No soy un cobarde —se dijo de pronto en un susurro, aunque también dedicó
esas palabras a cualesquiera fuerzas misteriosas que pudieran acecharlo.
No obstante, tenía sus dudas. ¿No debería haberse quedado para ayudar en todo lo
posible a la Orden Solámnica? ¿Acaso no había defraudado a Huma, hombre a quien
admiraba tanto como al más insigne de sus propios mayores?
—Mi honor es mi vida...
La frase sonó extraña, cuando Kaz la pronunció. Formaba parte del Código y la
Medida que los de la Orden de Huma habían jurado seguir. En opinión del minotauro,
existía una razón para que los Caballeros de Solamnia fuesen tenidos en más alta
estima que cualquier otra organización humana.
«Quizás hubieses podido explicarme eso del honor, Huma...», pensó al mismo
tiempo que lanzaba un suspiro, cosa muy poco propia de uno de su raza, y estudiaba
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los alrededores.
Estaba al borde de un campo de alta hierba, que ojalá no encerrara otra horrible
amenaza. Si continuaba en la misma dirección, sabía que primero tendría que cruzar
una estribación de la cadena de montañas que, más o menos, se extendía a lo largo de
Qualinesti. De seguir adelante, se encontraría en los espesos bosques del país de los
elfos. Y eso, como se dijo con amarga satisfacción, era una alternativa que no
necesitaba considerar. Después de lo pasado en tierras de los Silvanestis, no le habían
quedado ganas de volver a ver a ningún elfo. ¡Que esa gente permaneciese feliz en su
aislamiento del mundo exterior! Kaz conocía un atajo. Delbin le había hablado de un
río que fluía en dirección norte, hacia el alcázar de Vingaard. Significaba eso que, si
se guiaba por él, tendría que atravesar varias montañas y parte de la extensa selva de
Qualinesti, pero el río lo conduciría a su meta, que era el alcázar de Vingaard, donde
lo aguardaba una confrontación con el mismísimo Gran Maestre.
El minotauro descubrió, de repente, que habría preferido la compañía del kender,
aunque sólo fuera como guía. Delbin conocía a fondo aquella región, pero ahora no
podía permitirse aguardar al siempre alegre kender. Por suerte, él llevaba el mapa del
menudo individuo.
La verdad era que, aunque no le gustara admitirlo, Kaz le había tomado afecto al
kender. Pero sólo un tonto se habría atrevido a reconocer tal cosa, porque los
minotauros solían ser quisquillosos en la elección de compañeros, y admitir una cierta
amistad con una criatura infantil como Delbin, que metía en una bolsa todo cuanto
encontraba, equivalía a ser blanducho.
Kaz espoleó a su montura con un gruñido. Si continuaba allí, contemplando todo
cuanto había bajo los cielos, no llegaría a ninguna parte.
***
Cuando el minotauro arrancó hacia el oeste, algo se movió entre la alta hierba.
Era de un pálido color blanco y no tenía pelo. Sus globos oculares eran de un
reluciente color escarlata. El ser permaneció entre la alta hierba todo el rato posible,
ya que la luz que brillaba en el cielo le despertaba casi odio. Sus ojos no se apartaban
del jinete y su montura. En el momento en que las figuras estuvieron bastante
alejadas, la bestia se alzó y empezó a seguirlas. Una vez de pie, parecía un lobo,
aunque quizás un lobo muerto largo tiempo atrás.
Pese al dolor que la luz diurna le causaba en la vista, la singular criatura avanzó
detrás del minotauro.
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En ocasiones, Kaz tenía la impresión de que su vida no era más que una terrible
confusión. Después del sacrificio de Huma y del fin de la guerra, el minotauro había
esperado que las cosas cambiaran. Era posible que sus compañeros minotauros lo
hubiesen llamado blandengue y despreciable, pero a él ya no le importaba. Cuanto
más pensaba en la forma de vivir de los hombres-toro, menos le gustaba, lo que por
otra parte no significaba que el modo de actuar de los humanos, enanos, elfos e
incluso de los kenders le pareciese mejor.
El camino hasta el río transcurrió —cosa sorprendente— sin incidentes. Si
aquella corriente tenía un nombre, el cartógrafo había olvidado incluirlo. Delbin no
había dicho nunca exactamente de dónde procedía su mapa, y Kaz, que conocía al
kender, no insistía en ello. Le resultaba de gran utilidad y, al menos, señalaba bien
todas las fronteras.
El sol estaba ya muy bajo en el cielo. El minotauro dedujo que tardaría una hora
escasa en desaparecer del todo. Lunitari ya era visible en el horizonte. Solinari, la
pálida luna blanca, saldría más tarde. Sería una noche muy clara.
Un río de tal anchura significaba que, a lo largo de su curso, habría poblados y
también navegación. Y, asimismo, más gente de la que Kaz deseaba encontrar, pero
en cualquier caso se trataba de la ruta más rápida. De momento, lo mejor que podía
hacer era rodear la pequeña cadena de montañas que se extendía al este del río y
justamente al norte de donde él se hallaba ahora. A partir del punto en que la
cordillera se apartaba de la dirección que Kaz necesitaba tomar, empezarían los
bosques que durante casi media jornada le proporcionarían amparo. El hombre-toro
procuró no pensar en la Solamnia del Norte, de la cual había oído decir que aún era
una tierra desértica. Y, si la mitad de los rumores eran ciertos, los caballeros se
comportaban realmente de manera extraña.
Kaz siguió adelante. Las montañas empezaban a alzarse ante el.
***
Cuando los últimos resplandores del sol cedieron ante la oscuridad, el minotauro
se preguntó si había estado acertado en su elección.
Era sólo una pequeña cordillera, y cada montaña en sí no podía equipararse a
ninguno de los colosos atravesados antes. Más bien se trataba de vulgares picos, pero,
aun así, lo inquietaban de un modo que no llegaba a entender.
—¿Qué? ¿Acaso escondéis por ahí armas mágicas? —preguntó, dirigiéndose a
ellas en un tono algo burlón.
Kaz abrió desmesuradamente los ojos al descubrir qué era lo que le producía
desazón: ¡el recuerdo de Huma y de aquella conflagración final! El minotauro era
incapaz de contemplar una montaña sin vivir de nuevo, en el subconsciente, cómo
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había comenzado todo: la busca de las legendarias Dragonlances, únicas armas
capaces de derrotar a las hordas de dragones de Takhisis, la Reina Oscura. Al
principio sólo habían hallado un par de docenas de esas lanzas, y Kaz —que
cabalgaba junto a Huma— había sido el primero en esgrimir tales armas en una
batalla. Era también uno de los pocos supervivientes de aquella banda, y el único que
había visto cómo Huma derrotaba, en los últimos instantes de su vida, a la infame
diosa, obligándola a jurar que abandonaría Krynn para no volver jamás. En los cinco
años transcurridos desde entonces, Kaz se había desviado con frecuencia de su
camino para no aproximarse demasiado a las montañas. Por supuesto, en algunas
ocasiones no le había sido posible, pero siempre procuraba dejarlas pronto atrás.
«¡Miedo de las montañas!»
Kaz emitió un resoplido de disgusto consigo mismo, y espoleó a su caballo.
Aquella noche dormiría con la cabeza apoyada en una de esas gigantescas moles.
Cuanto más pensaba Kaz en ello, más decidido estaba. Por lo menos, correría menos
peligro de ser descubierto por algún otro viajero. El minotauro echó una mirada a los
amenazadores picachos y trató de calcular lo que tardaría en alcanzar el más cercano.
No sería antes de la caída de la noche, como se dijo malhumorado.
Habría preferido llegar con luz diurna.
***
Kaz acampó al pie de un alto pico desgastado por la erosión. En algún momento,
quizás en un pasado lejano o tal vez durante la guerra, buena parte de un lado de la
montaña se había desprendido, dando al resto el aspecto de un diente roto. Aquello
hizo pensar al minotauro en su antepasado, un hombre-toro muy fiero en su juventud
y que, pese a sufrir buen número de heridas mal curadas, había llegado a edad muy
avanzada. En memoria de ese predecesor le puso a la montaña el nombre de Kefo,
cosa que lo ayudaría mucho a conciliar el sueño en aquel lugar.
Después de meses enteros del incesante parloteo del kender, resultaba raro
descansar con la única compañía de los sonidos de la noche. Kaz gruñó. Si empezaba
a echar de menos a Delbin, quizá le valiera más entregarse a los enemigos.
—¡Que Paladine me conserve el entendimiento! —musitó el minotauro, ceñudo.
Delbin había cruzado su camino en el sur, cuando Kaz regresaba de un largo y
agotador viaje a las heladas tierras del extremo sur. Las proclamaciones de Vingaard
comenzaban a aparecer en las regiones meridionales, pero el poco ortodoxo capitán
que guiaba la expedición le había tomado afecto al minotauro y le concedió el
beneficio de la duda pese a las duras acusaciones de asesinato y traición que los
edictos divulgaban sin ninguna evidencia que las respaldase. El sello entregado a Kaz
por el Gran Maestre Oswal reforzaba suficientemente la verdad afirmada por el
hombre-toro. Además, la presencia de un minotauro resultaba conveniente, ya que
aquellos gélidos dominios demostraban ser traidores en más de un sentido. El
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humano podía ser un audaz explorador, pero después del penoso viaje, cuando por fin
hubo pisado de nuevo el suelo de Kharolis, su patria, le confesó a Kaz que deseaba
pasar el resto de sus días —aunque todavía era joven— en alguna pacífica aldea en
cuyo mercado pudiera regatear con los compradores sobre el precio de las manzanas
o de cualquier otra cosa.
Una voz aguda y llena de curiosidad había preguntado entonces:
—De veras regresas de las tierras heladas? ¿Es cierto que, allí, el aliento se
hiela de tal forma que hay que derretirlo sobre un fuego para oír lo que uno dice?
Me lo explicaron en alguna parte. ¿Eres tú un minotauro? ¡Nunca había visto
ninguno! ¿Muerdes?
Primero, Kaz creyó que aquel insistente preguntador era simplemente un
adolescente humano que llevaba los cabellos recogidos en una gruesa cola de caballo.
Sólo cuando el capitán lanzó un reniego y agarró su bolsa del dinero, se dio cuenta
Kaz de lo que tenían delante.
«Probablemente, Delbin Sauce Nudoso resulta incluso pesado para cualquier
otro kender», pensó Kaz retrospectivamente.
En efecto, los individuos de esa raza no parecían cruzarse nunca por los caminos.
Al menos, no permanecían juntos durante mucho rato. Delbin, que no se había
apartado del minotauro desde entonces, importunándolo constantemente con toda
clase de tontas preguntas sobre minotauros y cualquier otra cosa, era un joven de sexo
masculino y bastante apuesto para tratarse de un kender. Algo más alto que la
mayoría de los de su raza, no llegaba sin embargo al metro veinte de estatura y
pesaría unos cuarenta y cinco kilos. Se consideraba un estudioso y se había propuesto
escribir una historia del Krynn actual. Un respetable propósito, sin duda, excepto
que... con frecuencia, cuando introducía la mano en su bolsa para sacar el libro, lo
que aparecía era cualquier objeto que, al parecer, había dejado caer algún torpe
humano. Su excitación al encontrar algo era tal, que Delbin olvidaba por completo lo
que había querido registrar.
Ahora, el kender debía de andar por Xak Tsaroth, o quizá buscase a Kaz al este de
la ciudad, salvo que cualquier otra cosa hubiera llamado su atención. Al minotauro
tampoco le extrañaría que Delbin estuviese en lo más profundo de Qualinesti en
busca de un caballo de los elfos, cosa que siempre había querido ver.
De cara a las dos lunas visibles, Kaz empezó a preguntarse si pasaría toda la
noche pensando en el kender, en vez de conseguir el descanso que tanto necesitaba.
Confiaba en penetrar lo suficiente en el bosque antes de la tarde del día siguiente.
Finalmente, el agotamiento comenzó a confundir los sentidos del minotauro, y la
visión de centenares de curiosos y excitados kenders se desvaneció en la suave
oscuridad del sueño. Podría decirse que Kaz casi suspiró de alivio cuando, por
último, quedó tranquilamente dormido.
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***
Se hallaba ante una enorme fortaleza que parecía precariamente colgada de un
lado del erosionado picacho. Criaturas de todas las razas yacían allí, muertas o
moribundas, y resultaba difícil decir quién había combatido a quién.
—Todo ha terminado —suspiró Huma.
Kaz se volvió para mirar a su amigo y camarada. A pesar de que Huma era aún
relativamente joven, su hermoso rostro estaba marcado por las arrugas, y sus
cabellos y bigotes eran ya plateados. La cara del guerrero presentaba una palidez
casi mortal.
A su lado había una mujer de belleza sobrenatural y centelleantes trenzas de
plata. Los brazos de ambos estaban enlazados. Kaz parpadeó. De vez en cuando, el
rostro de la mujer parecía convertirse en el de un dragón.
—Ganamos —dijo ella con dulzura.
—¡No ganasteis más que muerte! —exclamó una voz.
Reventó entonces el suelo delante de la inmensa ciudadela, y ante ellos surgió
una espantosa criatura de numerosas cabezas. Huma sacó de la vaina una
Dragonlance, pero el monstruo se limitó a reír. La mujer que había junto a Huma se
fundió a la vez que crecía y de su delicada espalda nacían alas. Los brazos y las
piernas, de gran esbeltez momentos antes, se transformaron en contrahechos
miembros que sólo podían pertenecer a un dragón. Cual símbolo de majestad, el ser
se elevó por los aires y desafió al monstruo que, según Kaz creyó, tenía que ser
Takhisis, la Reina de la Oscuridad.
Esa señora de las tinieblas rió con mofa y quemó en pleno vuelo al Dragón
Plateado. Todo cuanto quedó de la amada de Huma fue una lluvia de ceniza,
diseminada por la brisa que habían producido las macizas y coriáceas alas de la
diosa.
La risa de Takhisis se hizo todavía más dura. Kaz dirigió un voto a Paladine, el
dios adoptado. Las cabezas de Takhisis no eran cabezas de dragones, como el
minotauro había creído en un principio, sino, en su mayoría, humanas. Una de ellas
resultaba increíblemente bella, hasta el extremo de que incluso Gwyneth, el Dragón
Plateado, parecía feo en comparación. ¡Takhisis, la seductora! De poco servía
apartar la vista de aquel rostro para mirar otro. La cabeza siguiente pertenecía a
Crynus, el fiero Señor de la Guerra, que lucía su negro yelmo. Por su mentón
resbalaba la saliva. Otra era la del brujo Magius, amigo de la infancia de Huma, que
había muerto prisionero de los servidores de la Señora de la Oscuridad.
Y otra cabeza más, la cadavérica y demacrada de un Caballero de Solamnia, hizo
estremecer a Kaz y a Huma. Era Rennard, que había apadrinado a Huma en su
nombramiento de Caballero y que finalmente resultó ser no sólo tío del joven, sino
además un traidor idólatra de Morgion, dios de la enfermedad y la podredumbre.
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Rennard había tenido una muerte horrible después de fracasar en su misión de
asesinar a Oswal y a Huma. Morgion no era un dios que perdonara.
Pero la última cabeza era la peor. Sobresalía por encima de las demás, incluso de
la de La Tentadora, y, aunque Kaz no la había visto nunca, supo sin lugar a dudas a
quién pertenecía. Con una sonrisa propia de una calavera, el largo y delgado rostro
se hinchó hasta ser casi tan grande como el resto del espantoso conjunto.
Difícilmente podía aplicarse a ese monstruo la definición de humano, dado que su
piel tenía un tono verdoso y, como pudo comprobar Kaz, la cubría una complicada
red de escamas, semejantes a las de una serpiente. El escaso pelo parecía pegado al
cráneo. Los dientes, largos y afilados, eran propios de un animal depredador.
—Dracos —murmuró Huma—. De nuevo goza del favor de su reina.
De pronto agarró la Dragonlance, única arma capaz de derrotar a la diosa de la
Oscuridad y, para horror de Kaz, se la ofreció a él.
—¿Qué..., qué es eso?
Huma le sonrió con tristeza. Su cara, joven y vieja a la vez, consumida y cerúlea,
resultaba tan fantasmal como la de Rennard.
—Yo ya no puedo más. Estoy muerto, ¿recuerdas?
Y Kaz tuvo que presenciar, horrorizado, cómo su compañero era apresado por el
viento y dispersado como si fuera ceniza. En cosa de segundos no quedó ni rastro de
su persona.
—¡Minotaurooo! ¡Obstinada criatura! ¡Ya es hora de que vuelvas al rebaño...!
Kaz alzó la vista hacia aquellos lascivos rostros y se sintió dominado por un
miedo indescriptible. Aunque una parte de él protestaba ante semejante cobardía, el
hombre-toro dio media vuelta en un intento de huir, sólo para tener que comprobar
que, por mucho que corriese, parecía hallarse cada vez más cerca de la bestia de
cinco cabezas.
Allí estaban los Caballeros de Solamnia, pero, en vez de ayudarlo, se burlaban de
él. Lord Oswal y su sobrino Bennett, cuyas facciones de halcón eran de una extraña
semejanza, observaban su lucha con tanto interés como si estudiaran los
movimientos de una hormiga en el suelo.
—Nunca había visto un dragón de cinco cabezas —comentó alegremente una voz
familiar, cerca de él—. ¿Va a darte un mordisco cada una? ¿Tiene cinco estómagos
ese monstruo? ¿Ocurre algo, Kaz? ¡Kaz...!
Las cabezas, de exagerado tamaño y fauces muy abiertas, se inclinaron hacia él.
Lo último que el minotauro oyó, fue una voz que le preguntaba:
—¿Quieres que te deje solo, Kaz?
***
El hombre-toro se incorporó con un grito, los ojos llenos de espanto. Algo
pequeño y delgado cayó hacia atrás y aterrizó en el rocoso suelo con una sonora
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exclamación de dolor.
—Diantre! ¿Todos los minotauros sois tan irritables cuando despertáis? ¡Quizá
sea por eso que nadie traga a los minotauros, caramba! A mí no me disgustan, pero...
tú ya sabes lo que dicen de nosotros, los kenders..., ¡sí! Por cierto: creí que no te
encontraría nunca.
Kaz se frotó los ojos. ¿Formaba parte de su pesadilla aquella voz, o pertenecía al
mundo de la realidad? El hombre-toro empezó a acostumbrarse a la luz de las lunas y,
entre parpadeos, se aventuró a preguntar en tono vacilante:
—¿Delbin...?
No obstante la relativa oscuridad, Kaz reconoció la descarada sonrisa del kender.
—Qué haces aquí, Kaz? ¿Habías visto alguna vez tantos humanos peleando entre
ellos? ¿Sucedía eso durante la guerra? Yo no conseguí ver nada... Mi abuelo decía
que era demasiado joven, y que debía dejar asuntos tan serios en manos de los
adultos.
—Haz una pausa, Delbin —contestó Kaz de manera automática.
Tras semanas enteras de esfuerzos, por fin había hecho comprender al kender que,
en ciertos momentos, era absolutamente necesario que mantuviese cerrada la boca, si
no quería conocer de cerca el duro puño de un minotauro enfurecido.
Delbin calló, a pesar de lo que le costaba.
—¿Cómo diste conmigo, kender?
El menudo ser le dirigió una mirada de triunfo.
—Mi abuelo era capaz de seguir las huellas de un ratón a través de medio Hylo.
Bueno, quizá exagere un poco... Pero a mí me enseñó muchas cosas, de modo que, al
ver pelear a todos aquellos hombres, me figuré que, o bien tratabas de desafiarlos, o
te habrías largado. Entonces, al no encontrarte, recordé el río señalado en el mapa,
pero... como tú no quieres dejarte ver más de lo imprescindible, se me ocurrió
buscarte en las montañas, y no fuiste nada difícil de hallar. ¡Menudo rastro, el de tus
pies! Claro que sólo un kender como yo podía descubrirlo...
Kaz soltó un bufido. Había olvidado cómo eran las explicaciones de Delbin,
aunque ésta resultaba muy clara para proceder de él.
—Tuviste que avanzar sin descanso.
Por primera vez, la divertida expresión desapareció de los ojos del menudo
compañero.
—Estaba preocupado por ti.
Kaz, poco acostumbrado a despertar tal sentimiento en nadie, y menos en alguien
tan despreocupado como Delbin, respiró profundamente, como si quisiera parecer lo
más imponente posible.
—Soy un minotauro, Delbin! —gruñó—. ¡Nadie necesita preocuparse por mí!
—Bien, pero... Tú fuiste muy bueno conmigo, y permitiste que te acompañara
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pese a ser aún muy joven y, quizá, no tan sabio y experto como otro kender adulto...
Eso me recuerda que debo anotar lo ocurrido hoy, porque añadirá algo muy
importante a mi libro y demostrará que soy listo, y no un chiquillo inútil, y...
¡Caramba! Este no es mi cuaderno de apuntes, pero sin duda resultará interesante. Me
pregunto cómo iría a parar a mi bolsa...
Delbin se puso a examinar un delgado librillo que, como Kaz sospechó, su
anterior dueño habría estado buscando inútilmente como loco.
El minotauro se recostó en la roca con un mugido. Las cosas volvían a la
normalidad o, al menos, a la normalidad que podía haber junto a un kender. Y, pese a
lo molesto que Delbin se hacía en ocasiones, Kaz tuvo que reconocer que, cuando
tenía cerca al pequeño kender, la situación nunca parecía tan negra.
Delbin podía desconcertarlo y causarle enfado, pero nunca le producía
pesimismo.
De repente, el hombre-toro se dio cuenta de que Delbin estaba mucho más callado
de lo que era costumbre en él. Kaz se levantó y miró al compañero. Del siempre
despabilado y enérgico kender sólo quedaba un cuerpecillo exhausto y... dormido. La
busca durante todo el día lo había agotado.
«Mañana —pensó Kaz con un bostezo— intentaré decirle algo agradable a
Delbin...»
Se le cerraron los ojos y, a los pocos instantes, el minotauro estaba hecho un
tronco. El horrible sueño no era ya más que el lejano fragmento de un recuerdo.
***
Al despertar, Kaz se halló a la sombra de las montañas. La mañana era gélida. Un
extraño y fuerte viento lo sacudía todo. El minotauro estiró sus entumecidos
miembros y se puso de pie. Delbin aún dormía como un lirón.
No haría mucho que había amanecido. De no ser por el azul del cielo, habría
podido creer que todavía era de noche, de tan oscuras como se veían las sombras de
la cordillera. Kaz tomó su fardo en busca de algo comestible.
Como siempre, faltaba la mitad del contenido. El minotauro supo de sobra que la
mayor parte de sus cosas estaría ahora en la bolsa del kender, donde la habría metido
éste para «ponerla a salvo». Aunque sentía hambre, Kaz decidió no despertar todavía
al chico, y se contentó con algunas reservas escondidas bajo el forro de su zurrón
como una precaución especial. Esas raciones de reserva estaban duras y no sabían
prácticamente a nada, pero el minotauro ya estaba acostumbrado a tales
inconvenientes. Luego se preguntó si el kender habría conseguido algunas de las
cosas que le había encargado adquirir en el mercado. La tentación de registrar la
bolsa del compañero era poderosa...
—Compré algo de fruta y unas pastas dulces, Kaz —anunció inesperadamente
Delbin.
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En ocasiones, la habilidad del kender para moverse de forma tan furtiva ponía
nervioso al minotauro.
Delbin comenzó a hurgar en su bolsa.
—Si por casualidad sale algo de lo que yo perdí últimamente, te lo quitaré —
indicó Kaz con toda inocencia.
—Debieras ser más cuidadoso, Kaz —replicó el kender—. De no ser por mí, ya
no tendrías nada.
El sarcasmo contenido en las palabras del minotauro había sido desperdiciado en
Delbin, que empezó a arrojarle cosas. El montón resultó sorprendentemente grande e
incluía objetos que jamás le habían pertenecido a él. Medio enterradas entre lo demás
aparecieron dos maduras piezas de fruta y una pasta bastante deshecha. Kaz retiró lo
comestible y lo engulló mientras esperaba a que el kender acabase de hacer
inventario. Lo asombraba comprobar cuánto había echado de menos el gusto de las
dulces pastas elaboradas por los humanos. En general, los minotauros se burlaban de
tales exquisiteces, que consideraban propias de niños o de seres débiles.
—¡Mi cuaderno! —exclamó Delbin, alzando el maltrecho librillo para que lo
viera Kaz.
El minotauro se preguntó si, realmente, el kender habría escrito algo en él. Nunca
lo había visto garabatear nada. Delbin volvió a introducir su mayor tesoro en la bolsa,
que parecía demasiado pequeña para haber podido contener tanta cosa.
Dado que un minotauro de más de dos metros de estatura necesitaba mucho más
alimento que un kender que no llegaba al metro veinte, Kaz devoró el resto de las
raciones secas que le correspondían. Durante el día tendría que dedicar algún rato a la
caza, no obstante. La fatiga de la noche anterior le había impedido colocar trampas.
En cualquier caso, aún podría encontrar algo. Los conejos y otros animales pequeños
parecían abundar en esa región, más que en la zona norte. Kaz sospechó que la
guerra, con sus devastadoras décadas de duración, había ahuyentado la fauna hacia el
sur o bien hacia el extremo norte donde, si bien no intactas, las tierras habían sufrido
mucho menos.
El minotauro trató de apartar los recuerdos de las tremendas hostilidades y le dijo
a Delbin:
—Voy a procurar cazar algo, si opinas que ya no nos persiguen.
El kender frunció los labios, pensativo. Era evidente que intentaba resultar lo más
útil posible.
—Creo..., creo que no. En Xak Tsaroth, unos hombres comentaban que las plazas
de armas del sur estaban preocupadas por lo que sucedía en Solamnia, y que
convendría enviar a algunos delegados para que hablaran con el Gran Maestre o, por
lo menos, con su sobrino, que, según tengo entendido, pinta mucho y pronto podría
ser Gran Maestre, porque entre los caballeros se dice que el actual está enfermo, y
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que...
Toda ilusión de cazar se desvaneció ante las palabras del kender.
—¿Que el Gran Maestre Oswal está enfermo?
—Es lo que se rumorea. Puede que no sea más que un bulo hecho correr por un
viejo, pero otro más joven pensó que era cierto, y el sobrino... Ahora no recuerdo
como se llama...
—Bennett.
El rostro de Kaz adquirió una expresión de disgusto, y Delbin, que ya había visto
enfadado al minotauro en alguna otra ocasión, calló enseguida. La primera vez que
Kaz había visto a Bennett, hijo del Gran Maestre Trake, el joven y aristocrático
caballero le había parecido sólo un arrogante tirano. Era posible, sin embargo, que los
últimos días de la guerra lo hubiesen hecho cambiar, porque el sacrificio de Huma
había demostrado cómo debía ser un auténtico caballero.
El día en que, finalmente, Kaz se había separado de los guerreros, Bennett le
había dado las gracias de manera muy solemne, junto a otros, por su ayuda en el
conflicto.
Según un antiguo dicho de los minotauros, había que tener cuidado con los
enemigos que, de pronto, te daban la mano como amigos. Antes de aceptarla, había
que comprobar que no tuviese las uñas demasiado afiladas... Cabía la posibilidad de
que Bennett hubiera vuelto a sus costumbres de antes.
«En cualquier caso, debo concederle el beneficio de la duda —pensó Kaz—.
Huma lo haría. Pero si me equivoco...»
Las manos del minotauro se encogieron como si empuñasen un hacha imaginaría.
La idea de cazar se había apartado por completo de su mente.
—¿Dijeron algo referente a mí, Delbin?
El kender sacudió la cabeza.
—Tienen problemas con los invasores, Kaz. Gran parte del ejército del Señor de
la Guerra se desplazó hacia el sur, creo que por suponer que esta zona era buena, pero
en realidad no lo sé. Yo siempre pensé que Hylo resultaba mucho más agradable,
aunque a mí no me hace gracia que los invasores vayan a ninguna parte. Al fin y al
cabo no son nada bien educados, ¿verdad?
—Considero extraño que vinieran hacia aquí. ¿Por qué no se dirigirían a Istar, en
el nordeste, o a las montañas de Thoradin?
Kaz se encogió de hombros. Los merodeadores no tenían un jefe evidente, ni
tampoco lo que pudiera llamarse un hogar. Y acabarían siendo exterminados.
»Si no se fijan para nada en mí, nos atreveremos a acercarnos más al río. Cuando
entonces lleguemos a algún poblado, tú vas y compras..., he dicho compras,
¿entendido, Delbin?..., algo de comida. Una vez en los bosques del norte, cazaremos
de nuevo. Tendríamos que poder reunir lo suficiente para llegar a Vingaard.
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Delbin lo miró sonriente y con ojos llenos de expectación.
—¿De veras piensas llegar al alcázar de Vingaard? Nunca lo he visto, pero dicen
que está lleno de criptas y mazmorras y rincones secretos y...
—Respira, Delbin! ¡A fondo!
Así que el kender hubo cerrado la boca, la mente de Kaz se perdió en el camino
que les esperaba. Lo tenía todo planeado, y no había indicios de que sus implacables
enemigos lo siguieran. Si no sucedía nada inesperado, el viaje sería tranquilo.
El minotauro hizo una mueca. Si realmente creía que la jornada iba a ser fácil,
¿para qué llevar la pesada hacha sujeta a través de su espalda? Iría más cómodo si la
dejaba. No en vano disponía de otras armas más adecuadas para la caza.
Sin embargo, cuando los dos arrancaron pocos minutos después, el hacha seguía
firme en su sitio. Un simple movimiento, y Kaz la tendría a mano.
Por si acaso.
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—Un día —dijo su instructor con orgullo—, un día serán los minotauros quienes
gobiernen el mundo de Krynn. Nuestra fuerza aplastará a los enemigos. Al fin y al
cabo son bárbaros, ¿o no? ¡Es nuestra raza la que debe mandar! Sólo nosotros
sabremos traer la civilización a estas atrasadas tierras. Otros lo intentaron, pero
carecían de nuestra determinación, de nuestra disciplina. Nosotros, los minotauros,
tenemos un destino...
Los jóvenes minotauros estaban acurrucados delante de su instructor, muy
abiertos los ojos. Zebak no era el mejor de los oradores, pero poseía el ímpetu
necesario para tratar con la juventud. Era su misión la de transmitir el mensaje a los
pequeños, para que empezasen a comprenderlo.
Otro minotauro, todavía no adulto, se asomó a la entrada y le hizo una señal a
Zebak. El instructor respondió con un gesto afirmativo de la cabeza y le dio permiso
para retirarse. Los niños conocían la señal, porque la habían visto hacer por lo menos
media docena de veces. Significaba que uno de sus amos pasaba por allí cerca.
Zebak se puso a hablar del arte de la guerra y del porqué tenía que constituir el
objetivo de la vida de un minotauro. Mientras seguía la clase, entró en la pieza otro
ser. Era un horrible monstruo dentudo, en opinión de los pequeños, pero eso debía de
importarle muy poco al ogro. Y, cuando éste los miró con detención, Kaz —que
estaba sentado al fondo— no fue el único incapaz de esconder del todo su creciente
odio.
—Una buena lección, maestro —comentó el ogro con voz atronadora. Su
expresión era la de alguien frente a un potencial banquete.
—Hago lo que puedo.
El ogro le dedicó una extraña mirada, que Kaz, dada su corta edad, no pudo
interpretar.
—Eso es lo que oído decir.
El visitante se fue sin más palabras, y la clase prosiguió.
Al día siguiente, Zebak había desaparecido. Un ogro les enseñó durante el resto
del curso. Los chicos tenían que estar preparados para su primer combate, en
primavera.
`
—Kaz...
—Hum?
—¿Ocurre algo especial? No apartas la vista del cielo. Ya sé que es bonito, pero
tu mirada resulta extraña, y yo pensé que...
—Estoy bien, Delbin. Simplemente, recuerdo cosas.
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La verdad era que se había puesto melancólico. ¿Sería que se hacia viejo?
—Más adelante hay unas casas. Quizás una especie de poblado. Allí puede haber
pescadores. ¿Quieres que compre un poco de pescado? ¡Prometo ser bueno! Ya lo
verás.
Kaz escudriñó el lugar. Cerca del río se alzaban unas cinco casas, aunque en
realidad era un cumplido dar el nombre de «casas» a tan desvencijadas
construcciones. Más allá, al otro lado del agua, divisó el borde del bosque que tanto
deseaba alcanzar. Unos gritos muy agudos le hicieron apartar sus pensamientos de
aquella espesura. Un par de niños humanos correteaban como locos alrededor de las
casuchas. Kaz trató de imaginarse unos pequeños minotauros en un juego semejante,
pero no pudo. Desde que empezaba a caminar, el retoño del hombre-toro tenía que
entrenarse. Nunca era demasiado pronto para comenzar a aprender.
Unos hombres subían a la orilla una barca de reducidas dimensiones. Kaz echó
una rápida mirada al bote. Ningún minotauro que se enorgulleciera de ser tal se
hubiese esforzado en recuperar semejante porquería. ¡Qué barbaridad! Entonces los
vio alguien. Hubo un grito, y Kaz mandó a su montura que se detuviera.
—Párate, Delbin.
El kender lo observó con curiosidad y, cosa rara, no dijo nada.
El minotauro aguardó a que se hubiese reunido más gente. En el poblado parecía
haber tres familias y, además, algunos individuos sueltos. A juzgar por la temerosa
expresión de sus caras y por las andrajosas ropas que llevaban casi todos, Kaz
sospechó que eran personas recién llegadas del norte con la esperanza de poder
iniciar allí una nueva vida. Eso hizo crecer su importancia a los ojos del minotauro.
Eran muchas las víctimas de la guerra que se habían dado por vencidas y sólo
esperaban sobrevivir de alguna manera.
Cuando nadie más se hubo agregado al grupo, Kaz mandó avanzar despacio a su
caballo. Delbin lo seguía. El minotauro supuso que, al menos, uno o dos hombres
más permanecían escondidos en las cercanías, vigilando sus movimientos.
Un valeroso tipo de barba gris se colocó delante de los suyos y exclamó:
—No sigas, bestia, si no quieres exponerte a morir.
Kaz se paró. Salvo que aquella gente contara con unos arqueros excelentes, sabía
que le resultaría fácil arremeter contra el pequeño grupo y dispersarlo. Un golpe o dos
de su hacha, y liberaría a los asustados humanos de sus estúpidas almas. No le faltaba
el impulso para llevar a cabo tal acción, ya que tanto se lo habían inculcado, pero Kaz
supo dominarse. Huma nunca le habría perdonado que atacara a esos pobres
desdichados.
—Soy Kaz —se presentó—, y éste es Delbin. Venimos en son de paz, humanos.
Quizás, eso sí, os compremos algo de comida, si podéis prescindir de ella.
El minotauro procuraba expresarse de la forma más suave posible, pero aun así,
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su rugiente voz acobardó a los más débiles.
El de la barba gris se frotó el oculto mentón.
—Viajas acompañado de un kender.
No era una pregunta, sino una comprobación. Empero, Kaz contestó.
—Acepta mis disculpas, Drew.
—No hagas eso —dijo el de la barba gris, con una sonrisa—. Con tu actitud me
haces sentir como si hubiese ofendido a la propia Mishakal... Si ella cree que tú debes
conservar tu hacha —añadió, de cara a Kaz—, por mí no hay inconveniente, aunque
soy incapaz de entender para qué puedes necesitarla.
Kaz dio las gracias. Lo sorprendía que una sacerdotisa de Mishakal se pusiera de
su parte y, además, aprobara que él se quedase con el arma. Después de todo, no
dejaba de ser un arma, y para una sanadora como Tesela representaba todo aquello
contra lo que ella luchaba.
Delbin se retorcía en su silla.
—¿No puedo apearme, Kaz? ¡Prometo no acercarme a nadie! Podría bajar con los
caballos a la orilla en busca de agua. No sé si ellos tienen sed, pero lo que es yo... La
cabalgada fue dura, el sol caía a plomo sobre nosotros, y de veras quisiera...
El minotauro miró a Tesela y al viejo, y éste asintió.
—De acuerdo, siempre que el kender conduzca los caballos río abajo y se
mantenga alejado de nuestras cosas. Ya es bien poco lo que poseemos, y sólo nos
faltaría que un individuo como ése pusiera sus pringosas manos en lo que no le
pertenece.
Delbin contempló ceñudo sus pequeñas manos.
—No las tengo pegajosas —gruñó—. Ya me las lavo, de vez en cuando, y no
tocaría nada porque Kaz no quiere, y...
—No tientes a tu suerte, Delbin. Sé bueno, calla y vete a abrevar los caballos.
—Yo iré con él —se ofreció Tesela.
Era evidente que Drew habría preferido que la sacerdotisa se hiciese cargo del
minotauro, pero aun así dio el consentimiento con un gesto y, no sin cierta vacilación,
tendió la mano a Kaz.
—B... bienvenido.
La manaza del minotauro engulló la del anciano Drew. Después de un apretón,
Kaz la soltó. El barbicano necesitó unos instantes para comprobar que aún tenía la
mano enganchada al brazo, y luego preguntó:
—¿Qué necesitarás?
Kaz enumeró de carretilla todos los víveres que les hacían falta, añadiendo
aquellas otras cosas básicas que, probablemente, los humanos podrían
proporcionarles.
—Tengo oro con que pagar —dijo.
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Drew lo condujo hacia la ribera.
—Eso será muy estimado. Creo que habrá manera de comprarles algo a los
comerciantes del río e, incluso, enviar alguien a Xak Tsaroth. ¡Es tanto lo que
perdimos durante el viaje, y también antes!
—¿Venís del norte de Solamnia?
—De un lugar llamado Teal, al oeste de Kyre.
—¿Kyre? —exclamó Kaz— Yo luché cerca de allí. Desde luego, del lado de
Paladine.
El anciano bajó la voz.
—No conviene mencionar para nada la guerra, lucharas de una parte o de otra.
Surgieron... problemas.
—Oí decir cosas alarmantes acerca de Solamnia, sobre todo referentes a los
habitantes de Vingaard. Confiaba, sin embargo, en que la situación hubiera mejorado
entre tanto —contestó Kaz.
Drew adoptó un tono amargo.
—Eso era de esperar, si todo hubiese continuado bien... Al principio, los
caballeros dirigían al pueblo en la reconstrucción de sus hogares y también en la
recuperación de los campos. Emplearon su dinero en la adquisición de víveres de
aquellas regiones que habían sufrido menos atrocidades a manos de los secuaces de la
Señora de la Oscuridad, y acorralaron a las dispersas bandas que se negaban a
rendirse. Todo parecía ir bien...
—Pero...
Los ojos del viejo adquirieron una expresión vaga, como si mirasen al pasado.
—No fue sólo la Caballería, sino también aquella gente que vivía cerca de
Vingaard. Todos nos hacemos cargo de la amargura y del hecho de que algunas
personas no puedan volver a una forma de vida que los jóvenes ni siquiera recuerdan.
¿Te he dicho que, en otros tiempos, yo fui comerciante? ¡Pfff! Pero eso no fue aquí ni
allá... Ya no sé lo que me digo. Lo que tú quieres saber, es en qué consisten los
problemas. Espera un momento.
Un tipo fornido se acercó al llamarlo Drew.
»Este, Gil, nos habría protegido en caso de que tú hubieses resultado peligroso.
Era maestro arquero en Kyre, pero ya sabes lo que le sucedió a aquella ciudad.
Ahora, Gil es el encargado de procurarnos carne. No encontrarás en ninguna parte un
cazador más hábil.
A pesar de su aspecto salvaje, el arquero parecía ser un hombre agradable y que
aceptaba al minotauro con tranquilidad.
—Drew, nuestro mayor, exagera mi destreza. Al estar asolados casi todos los
bosques del norte, los animales huyeron hacia estas regiones. Puede afirmarse que, a
cada paso que doy, tropiezo con alguno.
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El anciano meneó la cabeza en desacuerdo.
—Nuestro arquero quita importancia a su mérito. Creo que Chislev, que controla
la naturaleza, o Habbakuk, el señor de los animales, guía su mano. Tanto uno como
otro saben que Gil sólo se toma lo preciso para el alimento, y que nunca caza por
mero deporte.
—Así debe ser —comentó Kaz, convencido de que el arquero era hombre
honrado y justo.
Drew explicó lo que el minotauro necesitaba y, tras prometer que haría lo posible
para proporcionárselo, Gil partió con un breve saludo a cada uno.
Drew lo siguió con la vista.
—Hallarás pocos hombres como él cuando te aproximes a Vingaard, amigo
minotauro. Como decía antes, la ayuda cesó. No de repente, pero sí tan deprisa que
muchos quedaron sin nada. Los campos producían poco, y muchos bosques de poco
servían, salvo como leña para encender fuego. Luego, Vingaard empezó a encargar
distintas misiones a sus caballeros, y éstos se pusieron a arrebañar con gran habilidad
todas las materias primas que podían. Exigieron trabajos a cambio del dinero gastado,
y quienes no podían pagar, que eran la mayoría, fueron convertidos en siervos.
—¿En siervos?
Kaz no podía creer eso de Oswal, ni tampoco de Bennett. Al fin y al cabo, los dos
eran partidarios del Código y la Medida, y, por lo que el minotauro había aprendido
en el tiempo pasado junto a ellos, la esclavitud estaba prohibida. Era una ley creada
por el propio Vinas Solamnus, fundador de la Orden.
—Por la expresión de tus ojos veo que no acaba de convencerte lo que digo, Kaz.
Pero por desgracia es verdad.
El tono empleado por Drew sugería que le había tocado experimentarlo muy
directamente.
—No niego que tengas razón, humano. Lo que ocurre es que yo luché al lado del
Gran Maestre y de su sobrino. Y, cualesquiera que sean sus faltas, me cuesta creer
que llegasen a tanto. Pero, a juzgar por tus palabras, apenas son mejores que los
merodeadores que rondan por ahí...
—Más bien son como los codiciosos señores de Ergoth, en mi opinión. Yo fui
comerciante durante algún tiempo, en aquel país... Temo, sin embargo, que los
Caballeros de Solamnia no se contenten con eso. Tú mismo te lo puedes figurar. Vi la
proclamación del Gran Maestre, Kaz, y otros también debieron de verla. ¡Estoy
seguro!
Kaz sintió un nudo en la garganta.
—¿Qué más?
Drew sonrió, lo que no calmó la ansiedad del minotauro.
—Un comerciante aprende a oler lo que es una mala inversión, si quiere continuar
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con vida. Yo, por mi parte, no tengo la menor intención de arrastrarte de nuevo al
alcázar de Vingaard, y dudo mucho de que me diesen una, recompensa.
—Muy confortante —replicó Kaz.
Le agradaba la franqueza del ex comerciante, pero aun así había algo en el
humano que lo desconcertaba. No obstante, y según indicaba su aspecto, aquel
hombre no se servía de la magia. Kaz se preguntó si su paranoia surgía otra vez.
—En ocasiones me pregunto si no fue el propio Paladine el derrotado, y si las
historias de Huma de la Lanza no son más que eso: ¡historias!
El minotauro no estuvo de acuerdo.
—Son ciertas, Drew. Al menos en su mayor parte.
Le costaba hablar. El anciano estudió su toruno rostro por espacio de unos
segundos, y luego dijo sin alterarse:
—Sí... Tú estabas allí, ¿no? Oí un par de historias referentes a Huma, en las que te
mencionaban a ti. Pero tengo la impresión de que, en general, a los narradores les
molesta que un minotauro comparta la gloria con uno de su especie.
—Muchos de ellos no se preocupaban en absoluto de Huma, cuando éste vivía.
Kaz se puso ceñudo cuando pasaron por su mente los recuerdos. Mientras tanto,
Drew caminaba lentamente a su lado, y su mirada delataba ansia.
Alcanzado el río, el viejo vaciló. Parecía que dudara entre seguir adelante y
volver atrás para reunirse con los demás.
—Quería enseñarte algo y oír tu opinión —dijo entonces—. Gil cree que se trata
de algún animal, pero yo..., yo vi demasiadas cosas en la guerra.
Lleno de intriga, Kaz permitió que el humano lo condujese a un lugar distante,
quizás a mil pasos del poblado, en dirección al norte. Ahora, las dos orillas del río
aparecían salpicadas de árboles.
—¿Qué nombre tiene este río? Mi mapa no lo indica.
El viejo encogió los hombros.
—No lo sé, en realidad. Nosotros lo llamamos Don de Chislev, pero es un invento
nuestro. ¡Fue tanta nuestra alegría de descubrir un lugar tan maravilloso! Confío en
que, si resistimos aquí, esto llegará a ser un día un emplazamiento muy conveniente.
Representará algún sacrificio, claro, pero haremos lo necesario.
—Hablas como un verdadero comerciante.
—Lo llevo en la sangre... Ya hemos llegado, por cierto. Fue Gil quien se fijó en
ello, y quiso mostrármelo para mayor seguridad.
«Ello» era una huella incompleta en la húmeda ribera. Kaz se apoyó en una
rodilla para examinarla mejor. Si la marca procedía de un animal, éste tenía que pesar
tanto como él, a juzgar por la fuerza de la impresión. Más bien una pata que una
garra, la huella dejada databa de un par de días atrás y, al estar tan cerca del agua, los
elementos la habían desfigurado de manera constante. Kaz comprendió la
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preocupación de Drew. Los goblins y los trolls se movían de vez en cuando por
aquella zona, aunque menos que durante la guerra. La parte delantera de la huella
revelaba unas uñas afiladas, casi semejantes a las de una zarpa, como las tenía el
propio Kaz, y parecía que el ser que la había producido se alejara del río.
—Lo cruzó aquí.
—¿Que lo cruzó? ¿Era un animal, pues?
—Lo dudo. Tú sospechas que pudo ser un goblin o algo semejante, ¿no?
—Sí —admitió Drew, nervioso—. Gil, sin embargo...
—Tu cazador quizá no haya visto nunca huellas de goblins o de trolls. Pero no
creo que ésta sea de un troll, aunque está demasiado húmeda para decirlo con certeza.
El minotauro echó un vistazo al bosque del otro lado del río, y agregó:
—¿Hay modo de vadear la corriente?
—No sé, pero disponemos de un par de barcas y de una balsa.
El minotauro recordó las barcas y se decidió por la balsa. Había más posibilidades
de que ésta sostuviera su peso. Aquel río no era formidable, pero siempre convenía
respetar las fuerzas de la naturaleza.
—Mientras tu pueblo reúne lo que yo pedí, voy a echar una mirada por ahí. Puede
que no sea nada, pero prefiero cerciorarme.
—Gil no pudo encontrar nada.
—Con todos mis respetos a los humanos —replicó Kaz—, yo soy un minotauro y
guerrero de nacimiento. Quizá sea capaz de hallar algo que a él... le pasó inadvertido.
Drew suspiró.
—Me parece bien. Por lo menos me servirá para dormir un poco más tranquilo.
Kaz le dedicó una dentuda sonrisa.
—Tal vez sí... o tal vez no.
***
El río —al que Kaz no se avenía a darle el nombre de Don de Chislev— resultó
mucho más peligroso de lo que el minotauro había imaginado. Conocedor de sus
propias fuerzas en comparación con las de los humanos, sintió aún mucha más
admiración por Gil. Eso no significaba que Kaz hubiese cambiado de opinión
respecto de la huella. No pertenecía a ningún animal, pese a que, sin querer ofender a
la fauna, los goblins y los trolls eran confundidos frecuentemente con los seres de esa
categoría.
Subió a la balsa y la apartó con cuidado de la orilla. La pértiga era resistente, cosa
que Kaz agradeció, y de esta forma pudo avanzar de manera constante, aunque
despacio. Era posible que en aquellos lugares hubiese goblins, que a él le producían
especial aversión. Cuando lo habían perseguido los soldados de la Reina de los
Dragones, por haber matado a su sádico capitán de los ogros, había huido a los
yermos, sólo para ser capturado allí por una banda de goblins que lo cogieron
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desprevenido y lo drogaron.
Pensando en el pasado, Kaz se olvidó de prestar la debida atención a la situación
actual y por poco pierde la pértiga. La balsa empezó a deslizarse río abajo, y él soltó
un reniego mientras se hacía de nuevo con el control. Cuando, finalmente, el
minotauro alcanzó la orilla opuesta, tiró de la balsa hacia arriba y, después, descansó
unos momentos para recobrar el aliento. La corriente lo había arrastrado un poco más
de lo que él quería, y ahora tendría que retroceder a pie.
Kaz se preguntó cómo la sacerdotisa se entendería con Delbin, pero acabó por
decidir que ya se preocuparía por eso a su regreso. Quizá no encontrase nada, aunque
también era posible que viera algo.
Registró a fondo la parte de orilla donde había aparecido la huella. Si no
descubría nada más, seguiría en dirección norte. A poco menos de un kilómetro de
distancia vio, por fin, una segunda huella. Quedaba de ella lo suficiente para
compararla con la anterior. Desde allí, el minotauro inició el lento retroceso. Al
principio no fue difícil. El goblin —porque Kaz no tenía motivo para creer que fuese
otra cosa— no se había esforzado en ocultar su presencia. El minotauro siguió una
pista de ramas rotas y aplastadas plantas que conducía a las profundidades del
bosque, pero que luego se dividió en varios brazos.
Kaz emitió un quedo gruñido. No se trataba de un solo goblin. Quizá la banda
hubiese abandonado el área en busca de mejores cazaderos, o seguía escondida entre
los árboles. El minotauro estaba seguro de que eran más de seis goblins. Y, si aún se
hallaban cerca, la gente de Drew corría peligro de muerte.
Fue entonces cuando Kaz se dio cuenta de su propio riesgo. Percibió un
movimiento a su derecha, apenas más que el temblor de una rama, pero algo en su
interior..., algo desarrollado a lo largo de su vida, le hizo comprender que la causa de
ese insignificante ruido no era el viento, ni tampoco un pequeño animal. Con toda
cautela, para que quien lo vigilaba no pudiese notarlo, condujo su mano lentamente
hacia el mango del hacha, a la vez que se maldecía por no haberla desenganchado
antes. La paz establecida con los del pueblo lo había hecho descuidarse. El otro dio
un paso hacia él.
Kaz soltó su hacha y, en silencio, dio media vuelta. El hacha de armas estaba a
punto de atacar.
—¡Delbin!
La mirada que le echó al kender tendría que haber bastado para reducir a la nada
al compañero.
—¡Diantre! Lo siento, pero no quise gritar. ¡Te vi tan ocupado! ¿Qué buscas?
Tesela tuvo que marcharse, y yo me dije que, como me había portado tan bien, no te
importaría que ahora explorase un poco los alrededores, y cuando vi que alguien
había dejado una barca y que tú te habías ido en la balsa...
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El minotauro soltó un bufido.
—¡Calla de una vez, Del...!
En aquel mismo instante, tres enormes formas surgieron detrás de Kaz y lo
derribaron antes de que éste pudiera volverse.
Una profunda y rugiente voz gritó:
—¡El kender! ¡Atrapad al kender!
Hubo algo semejante a una respuesta, que se perdió entre el fragor de la lucha.
Kaz, enterrada la cara en el suelo, logró apartar de un empujón a uno de sus
apresadores. Otro le rodeó la cara con el brazo, obstaculizándole la visión. Fuera lo
que fuese aquello con lo que peleaba, era tan voluminoso como él y casi tan fuerte.
Además disponía de ayudantes, ya que el tercero del grupo tenía agarrado a Kaz por
las piernas, y el minotauro no conseguía soltarse a pesar de todos sus esfuerzos.
Pero de ningún modo moriría sin oponer resistencia. Con su mano libre arañó una
cara, pero entonces vaciló sorprendido. Su descubrimiento resultó caro, no obstante,
porque el atacante aprovechó el momentáneo desconcierto de Kaz para sujetarlo
contra el suelo.
—Se te ofrece una rendición honrosa. ¿Te entregas de manera voluntaria?
Primero, Kaz no pudo contestar, ya que tenía el hocico apretado contra la tierra.
Alguien se dio cuenta de ello y le levantó la cabeza. Aunque a disgusto, respondió
entonces maquinalmente:
—Me avengo a una rendición honrosa. ¿Aceptado?
—Aceptado.
Unas poderosas garras lo pusieron de pie.
Kaz estaba equivocado. Había supuesto que las huellas pertenecían a goblins,
olvidando cuántas otras razas dejaban marcas similares. Le estaba bien empleado, por
jactarse tanto de su superioridad. No había actuado mejor que el arquero y, para
acabarlo de arreglar, había sido capturado.
Por minotauros.
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Desde luego, Kaz sabía quiénes eran aquellos minotauros. Se trataba del testarudo
pelotón que lo había perseguido durante meses a lo largo de muchos kilómetros.
Ningún miembro de la banda le era familiar, aunque uno de ellos lo miraba como
si se hubiesen visto antes. Kaz estudió su fisonomía, pero no logró recordarla. El que
había exigido su rendición, muy ancho y un poco más bajo que los demás, rió con
aspereza.
—¡Tenía razón! Predijo que iría hacia el norte, y que éste era un punto apropiado.
—Una semana esperando por aquí! —añadió con voz ronca el que le ataba los
brazos—. ¡Y al final capturamos al cobarde!
—No luchó como un cobarde —replicó el primer minotauro, aquel al que creía
reconocer Kaz.
—Poco importa eso, Hecar —intervino el de menos estatura—. Conocemos sus
crímenes, y le daremos oportunidad de exponer los hechos.
—¡Eso! ¡Tal como sucedieron! —exclamó el que estaba detrás de Kaz. Hecar
emitió un resoplido.
—Si yo entendí bien al ogro, Greel, Kaz no tendrá ocasión de defenderse.
«¿Ogro?» Kaz dio un súbito tirón.
—¿Un ogro? ¿Y vosotros creéis en la palabra de un ogro?
—No sólo de un ogro, criminal —dijo Greel, a la vez que metía la mano en una
bolsa que llevaba colgada del lado, pero de pronto interrumpió el gesto—. Ahora no
tenemos tiempo para eso. Necesitaremos una buena semana para reunimos con los
demás, y hemos de estar lejos de aquí antes de que uno de los humanos descubra la
doblez del viejo y del arquero.
—¿Lo sabían? —Kaz pareció escupir las palabras.
«¡Claro que lo sabían! ¡Y qué tonto fui yo!»
—Una trampa muy fácil, cobarde. La guerra hizo dócil a la gente. El oro sigue
teniendo valor, al fin y al cabo.
Greel dio un paso adelante y le arrancó la bolsa a Kaz. Examinó su contenido y
sacó de ella varios objetos, tales como el sello solámnico. Luego arrojó la bolsa al
suelo.
—Nosotros también tenemos una proclama propia, como la que promulgó el Gran
Maestre, que te condena por asesinato y cobardía. Pero... ¿a cuántos humanos les
interesa la justicia de los minotauros, en realidad? Para ellos, únicamente el oro
cuenta.
—La huella... —musitó Kaz.
«¡Una trampa!»
—A otros poblados y otros comerciantes les hicimos ofrecimientos semejantes.
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Tú viniste demasiado lejos.
Kaz tiró de las ligaduras.
—Son fuertes —dijo el minotauro que estaba detrás de él.
Unas manos, enormes incluso para uno de su raza, le pusieron un nudo corredizo
alrededor del cuello, y lo estrecharon.
—Si te mueves en exceso, tú mismo te estrangularás.
Kaz resopló con los ojos enrojecidos.
—Escuchad! Vosotros hacéis tratos con los humanos y creéis en lo que dicen los
ogros... ¡Sois cazadores de gratificaciones, y no servidores de la justicia!
Vio llegar el puño del minotauro menos alto, pero no se apartó. Le dio debajo de
la mandíbula y le hizo rodar la cabeza. Kaz notó sabor a sangre en la boca. Greel lo
miraba con frialdad.
—Si los de otras razas carecen hasta tal punto de honor que están dispuestos a
negociar a cambio de unas cuantas piezas de oro, eso demuestra que son inferiores a
nosotros.
—¿Aunque seáis vosotros quienes ofrecéis suficiente oro para que al fin
traicionen su honor?
En vez de contestar, Greel se volvió hacia Hecar.
—¿Dónde está tu hermana Helati? ¿Acaso un kender es demasiado para ella?
—No un kender —intervino con desdén una nueva voz, que a Kaz le pareció
firme y agradable—, pero sí una sacerdotisa de Mishakal.
—¿La sacerdotisa? Esa..., esa...
—¿Ibas a decir «humana» o «hembra», Greel?
El minotauro que se situó en el área visual de Kaz era algo más bajo que Greel y
tenía los cuernos la mitad de grandes que cualquiera de los machos. De una
musculatura superior a lo normal en la mayoría de razas, para ser un minotauro estaba
bien formada. Kaz se dio cuenta del tiempo que hacía que no veía una hembra de su
especie. En el ejército a cuyo lado había luchado, no había habido ninguna. Los ogros
eran partidarios de separar los sexos al máximo posible.
—Como no soy humano, Helati, a mí no me preocupa el hecho de que tú seas
hembra. Estoy acostumbrado a pelear junto a guerreros muy valientes de ambos
sexos.
Helati echó una mirada a Kaz y esbozó una breve y amarga sonrisa.
—En tal caso no menospreciarás a las hembras de otras razas. La sacerdotisa
puede ser menuda, pero está bien dotada. Yo seguí al kender hasta el río, pero no
pude hallarlo. A duras penas logré evitar que ella me descubriese. Nota que algo
sucede.
—¡Sacerdotisas! —bramó el jefe—. ¡Esas criaturas débiles, incapaces, de sonrisa
boba...!
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—Pues podrás comprobar lo incapaces que son, si no iniciamos enseguida la
retirada. ¡Cuanto más lejos estemos de aquí, mejor!
Greel señaló a Hecar.
—Ayuda a Tinos a sujetar al prisionero. Tú, Helati, cubrirás la retaguardia. Yo iré
a la cabeza.
En este orden emprendieron la marcha hacia el norte, siguiendo el curso del río.
Cada vez que Kaz intentaba mirar por encima del hombro, Tinos le daba un golpe
en la cabeza. Hecar, por su parte, le lanzaba extrañas miradas de cuando en cuando.
Kaz se preguntó dónde habrían acampado los demás minotauros. Sus
aprehensores habían hablado de al menos otro pequeño grupo, que probablemente
esperaría más allá de la cordillera. En cierto aspecto, Kaz admiraba a sus congéneres
por su determinación y perfección en todo, pero también al humano Drew por la
fingida reluctancia a dejarlo entrar en su poblado.
Sin duda habría sido muy astuto y mañoso como mercader, en su día, capaz de
engañar con su cara hasta a los más perspicaces. Resultaba difícil admirar y
despreciar al mismo tiempo a alguien, pero el minotauro lo conseguía.
Tinos le propinó otro golpe.
—¡De nada te servirá arrastrar los pies, cobarde! Si hace falta, nosotros
arrastraremos tu esqueleto.
—Sólo pensaba en mi compañero. ¿Tan despreciables os habéis vuelto los
minotauros, que necesitáis matar sin necesidad? ¡No era más que un kender!
—¡Un kender! ¡Y pensar que un minotauro, aunque le falten el sentido del honor
y la valentía para afrontar un juicio, se rebaja hasta llamar compañero a algo
semejante! Te has vuelto muy débil, Kaz.
—Pues tuvisteis que ser tres para dominarme —replicó éste. Con eso se ganó un
nuevo coscorrón.
—Los amos te quieren vivo. Ya tendrás ocasión de comprobar que el honor y la
justicia son todavía lo más importante para los minotauros, aunque siempre haya
alguno que deba ser eliminado.
Cuando Hecar habló, lo hizo en un tono mucho más civilizado y tranquilo que el
fanático Tinos.
—Ya es bastante grave estar acusado de asesinato, Kaz, pero huir en vez de
enfrentarte al castigo, como hubiera sido tu deber...
La respuesta del prisionero fue interrumpida por la reaparición de Greel, que salió
de la espesura.
—No hay peligro a la vista, de momento. Empujadlo, si hace falta, ¡pero que se
mueva!
El minotauro de menos estatura sonrió.
—Ansío ver nuestra tierra. ¡Después de tanto tiempo...!
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También los demás minotauros sentían punzadas de añoranza. Hasta al propio
Kaz le ocurría. No había estado en su hogar desde el día en que fue considerado un
guerrero y enviado a luchar por la gloria de la Reina de la Oscuridad, cosa que no
había acabado de entender. Si bien los minotauros tenían a su consorte, el misterioso
Sargas, por su dios principal, no les agradaban en absoluto los sistemas de Takhisis.
De repente, Greel rugió:
—¿Qué demonios hacéis ahí parados? ¡Cuanto antes nos reunamos con los
demás, antes volveremos a casa!
Dicho esto, dio media vuelta y se internó nuevamente en el bosque. Tinos y Hecar
agarraron cada uno a Kaz por un brazo y empezaron a tirar de él, de modo que el
prisionero casi perdió el equilibrio.
***
Al caer la noche, Kaz fue apoyado en un árbol y atado a él. Tanto él como sus
apresadores estaban exhaustos, pero Kaz tuvo la satisfacción de comprobar que el
estado de Tinos y Hecar era aún peor. En el transcurso de las horas, la esperanza de
que Delbin hubiese alcanzado a la sacerdotisa humana y la hubiese convencido para
que ayudase a su amigo, se había reducido a nada. De todos modos, ¿qué podía hacer
una servidora de Mishakal, la gentil diosa de la curación, contra cuatro guerreros
minotauros armados hasta los dientes? Quizá ni le hiciera caso a Delbin.
Greel había cazado un animal, mediante una trampa, y los minotauros asaban la
carne sobre un pequeño fuego. Luego, cuando Greel se puso a repartirla, se produjo
una breve discusión entre los cuatro. Al prestar atención, Kaz descubrió que la causa
era él. No estaban de acuerdo en si el prisionero debía ser alimentado, o no. Por
último, Greel cedió y le pasó algo a Helati, que por lo visto se había nombrado a sí
misma guardiana de Kaz.
La hembra no era más que una gruñona sombra cuando se acercó a él.
—¡Así le arrancase Sargas la maldita piel a Greel, y también a Scurn, por
añadidura!
—¿A Scurn? —repitió Kaz.
—Sí, porque él y el ogro dirigen esta farsa que llamamos una misión de honor y
justicia.
Helati sacó lo que Greel le había dado e introdujo en la boca de Kaz unas tiras de
carne.
—Siento no poder soltarte. Hecar y yo hablamos en tu favor, y hasta Tinos
parecía conforme, pero Greel no quiere exponerse. Tú eres su premio. Me figuro que,
cuando alcancemos a Scurn, el minotauro achaparrado pretenderá hacernos creer que
te atrapó él solo, sin ayuda de nadie. ¡Así de honorables somos! Estos años de tu
persecución nos han cambiado, ¡y para mal, diría yo!
—¿Tú y Hecar sois hermanos?
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El rostro de Helati quedaba en la sombra. Kaz deseaba que se moviera un poco,
para verla mejor y poder analizar sus reacciones. Siempre convenía conocer al
enemigo.
—No te acuerdas de nosotros... Hecar estaba seguro de ello. Tú dabas clase a los
adolescentes...
Kaz hizo una mueca.
—¡Ah! El año antes de que me considerasen maduro para dar mi vida por los
ogros y los humanos. ¿Ibais vosotros a una de esas clases? Eran para los minotauros
cercanos a la edad adulta, y tú no puedes ser tan joven.
Helati rió en silencio.
—¡Pobre maestro! Olvidas que han pasado ocho años desde entonces. Mi
hermano y yo hemos cambiado. ¡Siempre te metías especialmente con nosotros! Pero
tú, por lo visto, ni te dabas cuenta.
—Tuve que salir corriendo, después de matar al jefe de los ogros. De quedarme,
me habrían atado a un palo para despellejarme vivo. Hace tiempo que estaría con las
víctimas de Braag.
Kaz no pudo distinguir la expresión de la hembra, pero oyó que contenía un
momento la respiración y que su mano, que sostenía un trozo de carne, se había
detenido a medio camino de su boca. Eso último fue lo que más sintió, porque llevaba
todo el día prácticamente sin comer.
La hembra bufó de manera queda y siguió dándole de comer, aunque de vez en
cuando se metía un pedacito de carne en la propia boca. Mientras alimentaba a Kaz,
murmuró:
—No me cuesta creer en ti... Desde luego, lo que oí contar demuestra que no eres
un cobarde y que te portaste de modo honrado con otros, aunque Molok tenga sus
pruebas, que los altos personajes encontraron convincentes.
Ahora fue Kaz quien soltó un bufido, furibundo.
—Si son los mismos que gobernaban cuando nosotros éramos soldados esclavos
de las demás razas, ¡vaya milagro! Son lacayos de los ogros y siguieron al favorito de
Takhisis, el renegado brujo Galan Dracos.
Greel, que había permanecido sentado junto al fuego, se levantó.
—¡Si Kaz no es capaz de estarse quieto, no le des de comer, Helati! Y si eso no
basta para calmarlo, ¡yo personalmente lo haré callar!
—Puedo con él, Greel —contestó la hembra, y de cara a Kaz agregó en voz baja
—: ¡Qué más quisiera él, que hacerte callar! Piensa que tu huida es prueba suficiente,
y que tú perdiste todo el derecho a defenderte. Sólo el miedo que le tiene a Scurn lo
mantiene un poco alejado de ti.
Kaz renegó en silencio.
—Tú y tu hermano parecéis sensatos. ¿Cómo podéis formar parte de semejante
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grupo?
—Nos ordenaron desempeñar una función y, como minotauros que somos, la
llevaremos a cabo.
¡Todo parecía tan inútil! Había temido que sucediera eso, si se dejaba capturar.
—Greel me encargó que te mostrase esto.
Helati dejó la carne para tomar el objeto que el jefe le había dado. A los ojos del
prisionero pareció ser una esfera oscura, quizá del tamaño de una manzana.
—¿Qué es?
—Míralo bien.
Cuando Kaz fijó la vista en la esfera, ésta empezó a relucir. El hombre-toro se
estremeció instintivamente.
—¿Es arte de magia? ¿Tanto nos hemos debilitado, que hemos de recurrir a la
magia?
Helati lo tranquilizó.
—Es algo que utilizaban los ogros. Se lo compran a los magos. Scurn tiene otra
cosa igual, así como una proclama del emperador, en la que declara las honorables
intenciones de nuestra misión: la captura de un minotauro acusado de asesinato. Pero
ahora fíjate.
Kaz obedeció, y sus ojos se abrieron de manera desmesurada al ver que la oscura
y opaca esfera se volvía transparente y en su interior surgía, de la nada, un paisaje.
Diminutas montañas formaban el fondo, y esqueléticos árboles brotaban como locos
del suelo, cual horripilantes seres. Asimismo aparecieron unas figuras borrosas, una a
la derecha y otra en el centro.
El minotauro sabía de qué país se trataba, aunque no conocía el nombre. Había
servido allí, todavía en ciega obediencia a los magos de oscuras togas y jefes
militares de armadura negra. No lo sorprendió ver que la figura de la derecha era él
mismo, y que la del centro era el ogro que mandaba el ejército. Pero en aquella
escena había algo equivocado, algo que de momento no se le revelaba.
Los humanos. Las víctimas. Los juguetes vivientes de su capitán, fiel servidor de
la Reina del Mal. ¿Dónde estaban el viejo y los niños con los que había jugado el
hacha de Braag? En cambio, el ogro parecía atento a algo distante, y ni siquiera
advertía la presencia del minotauro. Kaz pudo predecir lo que iba a ocurrir.
La figura que representaba a Kaz alzó una porra. Cuando el arma estaba a punto
de golpear al ogro, que no sospechaba nada, el verdadero Kaz sacudió la cabeza y
rechazó la falsificación de aquella escena. La clava cayó sobre el ogro con un ruido
horrible, y el monstruo se desplomó al suelo para quedar convertido en un montón sin
vida. El Kaz de la esfera miró rápidamente a su alrededor, y huyó. Otros seres —
ogros, minotauros y demás— se abalanzaron hacia adelante cuando la escena se
desvaneció.
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Eso constituía otra inexactitud. Sólo había hecho falta un golpe de su puño,
hallándose los dos cara a cara, para hundirle el cráneo al ogro y darle su merecido.
¡Jamás le hubiese preparado él tan indigna emboscada!
—Es una mentira! —exclamó Kaz, sin importarle que se lo oyera—. ¡Una
mentira! ¡Yo no soy un despreciable asesino! El ogro mataba cruelmente a los
indefensos y desamparados. ¡El sí que actuaba sin sentido del honor! Se conducía
como un carnicero, y no como un guerrero. Además, lo había hecho demasiadas
veces para perdonarle el castigo. ¡Y lo que yo hice, fue concederle la muerte de un
guerrero!
Las resistentes cuerdas, ideadas por los minotauros para sujetar nada menos que
un dragón, comenzaron a ponerse tirantes bajo la tensión de Kaz. Helati cayó hacia
atrás, y la esfera resbaló de su mano. Greel y los demás ya se habían puesto de pie.
Una de las sogas se rompió, y Kaz, todavía hecho una furia, soltó un rugido al notar
que sus ataduras se aflojaban. Por espacio de unos instantes, la conciencia de que
estaba un paso más cerca de la libertad lo animó, pero enseguida se arrojaron sobre él
Greel y Tinos.
Lo azotaron despiadadamente, y hubo un momento en que Greel emitió una
carcajada. El minotauro achaparrado saboreaba aquello de un modo bestial.
Cuando la cabeza empezó a darle vueltas, Kaz se preguntó si en Greel había
sangre de ogro.
La rabia de Greel se extinguió con los interminables golpes que le arreaba a su
víctima, y Kaz se hundió finalmente en una piadosa negrura.
***
Kaz se hallaba sometido a juicio, pero no eran minotauros quienes habían de
decidir su suerte. El negro y loco Crynus ocupaba un lado del Triunvirato, y su
cabeza, cortada en vida, pendía sobre su cuello en un extraño ángulo. Pero eso no
parecía molestarlo. Bennett, el orgulloso y arrogante Bennett, cuyas aguileñas
facciones relucían con el engreimiento de su propia magnificencia, estaba sentado en
el lado opuesto. Diríase que le interesaba menos el juicio que el dar órdenes a los
caballeros que, en incesante oleada, llegaban hasta él para volver a salir. Se
arrodillaban para recibir una orden murmurada, y cada cual se apresuraba a partir
para ser reemplazado de inmediato por otro caballero. La figura central, instalada a
mayor altura que los otros dos, parecía tener dificultad para decidir quién debía ser.
Por espacio de un segundo fue Greel, pero al instante se transformó en Rennard. Se
convirtió luego en uno de los goblins que habían capturado a Kaz después de que
éste matara al capitán de los ogros. Por último, esa figura central adoptó una forma
fija: era, en efecto, ese capitán de los ogros. Le faltaba parte de la cabeza, pero la
herida no sangraba.
—Un tribunal formado por tus iguales —dijo entonces una voz burlona.
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Kaz miró a su alrededor y se encontró con los ciegos ojos de un lobo espectral.
La blanquinosa bestia, que tenía todo el aspecto de un animal muerto y despellejado
un mes antes, le hizo un guiño. Permanecía sentado a unos dos kilómetros de
distancia, en un saliente de roca.
—Los muertos no tienen derecho a juzgara los vivos —gritó Kaz.
—Los muertos tienen todos los derechos —replicó el lobo espectral—. Pero tú
aún tienes una posibilidad de adelantarte al juicio.
—¿Cómo?
Parecía prepararse una tormenta. Por primera vez se dio cuenta el minotauro de
que, aparte de las figuras sentadas, el lobo y él, no había nadie más. Ni siquiera
existía un paisaje.
—¡Dime lo que sabes! —aulló el lobo espectral.
—¿Lo que yo sé?
El minotauro sentía martillazos en la cabeza.
—¿Sabes algo?
—¿Algo? ¿De qué?
—¡De la ciudadela! Cuando te uniste a los caballeros en la batalla contra Galan
Dracos...
Kaz estaba harto de verse empujado, azotado y juzgado por otros. Con un
bramido levantó una enorme hacha, arma que no recordaba haber tenido momentos
antes, y atacó al lobo espectral. Para su indescriptible placer, la bestia lanzó un grito
muy humano y huyó.
Las restantes figuras se esfumaron. Sólo la tempestad seguía con todo su furor,
pero —por algún extraño motivo— el minotauro no se sentía amenazado por ella.
Cuando un trueno lo estremeció, Kaz se dio cuenta de que pronunciaba su
nombre. Quiso responder, pero sólo consiguió producir un gruñido. Y entonces sintió
que desaparecía del mismo modo que los demás... No era susto lo que
experimentaba, sino únicamente alivio...
***
—¡Por todos los dioses! ¿Qué te han hecho? —susurró una voz femenina en el
confuso borde de sus sueños.
Era una voz más suave y aguda que la de Helati, y la única comparable era la de
Gwyneth, el amor de Huma. Había muerto, como él había soñado, defendiendo al
caballero de un horrible fin bajo las garras de la Reina de la Oscuridad. ¿Le habría
permitido Paladine el regreso? ¿Estaba Gwyneth allí para llevarlo junto a Huma para
que pudieran volver a luchar juntos?
—Minotauro... —musitó la voz—. ¡Es preciso que despiertes! Disponemos de
poco tiempo. Ignoro cuan fuerte es su resistencia.
Kaz trató de abrir los ojos. Enseguida se avivó en él el recuerdo de los golpes
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recibidos, y con ello se enfureció de nuevo. Ardíale la sangre, y su respiración se
agitó.
—¡No! —murmuró aquel ser al que no veía el minotauro.
Unas delicadas manos hicieron girar entonces su cabeza hasta que pudo distinguir
a la recién llegada. Dada la oscuridad reinante, a Kaz le costó situar al joven rostro
humano. Sólo al ver el medallón que pendía sobre sus ropas recordó su nombre.
—¡Tesela...!
La palabra del minotauro fue poco más que un graznido. La sacerdotisa lo mandó
callar en el acto.
—Lamento no haber podido llegar antes, Kaz. La gente del pueblo no constituyó
ninguna ayuda. Todos se pusieron de parte de Drew, cuando Delbin y yo lo forzamos
a decir la verdad.
Tesela tomó su medallón y se inclinó sobre las cuerdas. El minotauro notó que se
deshacían. Con un gruñido de indefensión cayó de lado y se golpeó el hombro ya
herido.
—¡Lo siento! —se apresuró a susurrar la sacerdotisa, sin la serenidad demostrada
durante su primer encuentro.
Ahora no era más que una joven asustada.
—No hay tiempo... —jadeó el minotauro— ¿Puedes curarme?
—Aquí nos llevaría demasiado tiempo. Con un encantamiento dejé dormidos a
los otros, pero no tengo experiencia con minotauros. Ignoro hasta dónde llega su
fuerza.
—¡Es muy grande! Quita las sogas de mis muñecas...
Tesela las tocó con su medallón, y en el acto se soltaron. Kaz musitó las gracias a
Paladine cuando la sangre volvió a circular por sus brazos. La mujer lo ayudó a
ponerse de pie.
—Nos esperan unos caballos.
—¿Caballos? —murmuró él.
La sacerdotisa señaló hacia el río.
—¡Vamos!
A pesar de su orgullo, Kaz tuvo que aceptar la ayuda de la hembra humana. Dio
varios traspiés, pero no se detuvo. Cada gruñido de dolor sonaba tan fuerte como el
trueno de sus sueños, y el minotauro temía que sus congéneres apareciesen en
cualquier momento para apresarlo otra vez.
Los caballos formaban una sombría masa delante de ellos. Tesela, que seguía
apoyándose, miraba al suelo para evitar los tropezones. Con los poderes que le habían
sido concedidos, podría haberse servido del medallón para facilitar el camino, pero la
sacerdotisa temía producir un resplandor. Y, ahora, la oscuridad no era sólo un
obstáculo sino también una aliada.
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Allí estaban los caballos, en efecto, pero además había otra cosa. Durante un
segundo, Kaz creyó ver una de las pesadillas de su sueño: el lobo espectral. La
misteriosa forma blanquinosa pareció hacer sólo la pausa necesaria para reconocerlo.
Cuando el minotauro parpadeó, el ser había desaparecido.
—¿Sucede algo? —inquirió Tesela, nerviosa.
—Creí..., creí ver algo junto a los caballos.
—Será Delbin. Fue quien me lo contó todo, si bien ni siquiera sabía cómo había
logrado escapar. El minotauro que lo perseguía le tenía atrapado, pero de repente dio
media vuelta y se alejó en otra dirección. Era una hembra, por cierto. Ese oportuno
cambio fue una inmensa suerte para vosotros dos.
En vez de contestar, Kaz preguntó:
—¿Cómo me encontraste?
—Delbin descubrió las huellas. Yo ya había oído decir que, en ocasiones, los
kenders son muy hábiles en eso. Es un chico muy sorprendente.
—Sí; es lo que voy comprobando.
Cuando la forma de los caballos se hizo más visible, Kaz se fijó en que, montado
en un poni escondido cerca de los dos grandes nobles brutos, aguardaba Delbin. El
kender supo dominarse para decir sólo «¡Kaz!» y saludarlo con la mano. Pero la
forma de moverse Delbin en la silla dio a entender al minotauro que el compañero
tenía muchas más cosas que explicarle. Para ser un kender, Delbin demostraba una
admirable paciencia.
—Creo que ya podemos considerarnos a salvo —profirió Tesela—. Con nuestras
monturas seremos más rápidos que ellos. Y, una vez que hayamos cruzado el río, me
tomaré el tiempo necesario para curar debidamente tus heridas.
Kaz notó que, de pronto, volvía a darle vueltas la cabeza.
—Será m... mejor... que... me ayudes... ahora... Y cayó de rodillas.
—¡Échame una mano, Delbin! —gritó Tesela.
El kender saltó de la silla y aterrizó de pie a cosa de un metro de ellos.
Inmediatamente ayudó a Tesela a levantar al minotauro.
Este respiraba con dificultad.
—Subidme... al... caballo... Entonces... ya podré... yo... solo...
La cosa no resultó fácil, pero, una vez montado, Kaz miró a la mujer con ojos
turbios.
—Te veo... insegura... —musitó—. Pensaba que..., que ya habías hecho esto
antes...
Pese a la oscuridad, al minotauro le pareció que la cara de Tesela se sonrojaba.
—Hace sólo poco tiempo que soy sacerdotisa... Dos meses, o quizá tres.
Recientemente pasó otro sanador, al que vi recomponer los huesos de un hombre
caído. Cuando mi padre oyó hablar del clérigo, se aseguró de que yo no pudiera
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hablar con él, ya que tenía intención de casarme con el hijo de uno de los altos
funcionarios de la ciudad.
Tesela montó antes de proseguir:
—Lloré amargamente. ¡Parecía tan maravilloso ayudar a la gente! Al final me
dormí, agotada, y desperté al notar un peso en mi pecho.
—¿El medallón? —preguntó Delbin, ansioso.
—Aquella misma noche comprobé su eficacia. Puede desatar cuerdas y abrir
cerraduras. Sanar a alguien ya requiere más rato, porque es más delicado.
—Será mejor ponernos en marcha, pues —dijo Kaz, para añadir enseguida:
»Nos conviene cruzar el río ahora, mientras ellos todavía duermen.
—Podría resultar peligroso.
Kaz replicó sin mirarla siquiera:
—También lo es quedarnos.
Y espoleó a su caballo. En comparación con el bosque, en la orilla del río reinaba
la claridad, y el minotauro echó una mirada a las dos lunas. La verdad era que,
aquella noche, habría preferido que no brillara ninguna. Ya iba a apartar la vista de
los astros, cuando observó que algo le sucedía a Solinari, la luminosa luna que
representaba el aumento de la magia blanca. Faltaba un pequeño trozo próximo a su
parte baja, como si le hubiesen dado un mordisco.
—¿Qué pasa? —inquirió Tesela.
Kaz pestañeó, y la luna volvió a estar como antes. Entonces, el minotauro dirigió
su atención al río que tenían delante.
—Nada. Calculaba cuál sería el mejor punto para atravesar la corriente.
Las aguas bajaban con un ímpetu nunca visto. Kaz empezó a preguntarse si sería
prudente atravesarlas inmediatamente, y se volvió hacia sus compañeros.
—¿Cómo estaba el río donde vosotros lo cruzasteis?
Tesela miró al kender, y éste se encogió de hombros.
—No mejor, ni peor. En cualquier caso no es hondo, Kaz, ya que yo pude
atravesarlo, y aunque sea a oscuras, Pies Seguros no tendrá problema. Es un buen
poni y, si él lo consigue, menos dificultades encontrará un animal tan grande como el
tuyo.
—Eso significa que podemos cruzar... Tú, Delbin, eres quien corre más peligro.
Por consiguiente, quiero que vayas en segundo lugar, para que tengas alguien delante
y detrás. Y tú, Tesela, será mejor que vayas la primera.
Cuando ella quiso protestar, Kaz clavó en la sacerdotisa una mirada como sólo un
minotauro de más de dos metros de estatura podía hacerlo.
—Se trata de elementos de mi raza, mujer humana. Por herido que yo esté, cuento
con más posibilidades que tú para combatirlos. Dudo que te dejaran pescarlos
desprevenidos una segunda vez. Además —añadió Kaz, inclinándose para dar unas
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amistosas palmadas a su montura— tengo un formidable compañero.
—¿Por qué no cruzamos el río los tres juntos?
—Prefiero que siempre vigile alguien, por si acaso.
Tesela cedió. Sin perder más tiempo, condujo su caballo hacia el agua. Al
principio, el noble bruto se mostraba reacio, pero ella le habló con afecto mientras
una de sus manos tocaba el medallón. Bajo su guía, y pese a la rapidez de la
corriente, el animal no tuvo problemas para atravesarla. Cuando Tesela ya estaba a
medio camino de la otra orilla, Kaz mandó avanzar a Delbin sin dejar de vigilarlo,
temeroso de que el pequeño poni fuera arrastrado río abajo. El minotauro confiaba en
que eso no ocurriera, ya que él tenía la mente y el cuerpo exhaustos. El orgullo propio
de su raza le había hecho dar lo mejor de sí mismo, y ahora se negaba a admitir una
debilidad ante sus compañeros.
La sacerdotisa estaba salva en la orilla opuesta, y Delbin también parecía tener
asegurado el éxito de la empresa a pesar de que su poni se veía obligado a nadar en
vez de andar. Kaz hizo penetrar a su montura en el río.
Las encrespadas aguas le azotaron las piernas, y pronto se vio empapado de la
cabeza a los pies. El minotauro agradeció la baja temperatura del río, ya que lo hacía
permanecer alerta. Cuando el caballo estuvo metido del todo en la corriente, Kaz
comprobó que el nivel del agua sólo le llegaba hasta el tobillo. El animal tiraba
adelante, despacio pero sin detenerse. El poni de Delbin pisaba ya la orilla salvadora.
Toda la preocupación por sus compañeros desapareció cuando el minotauro
prestó la máxima atención al río. Aún existía el riesgo de que su caballo cayera en
una depresión del fondo, que hubiese pasado inadvertida por los demás, o de que la
corriente cambiase de súbito por alguna extraña razón. Más de un jinete demasiado
confiado había perdido la vida de ese modo.
De improviso, y no obstante el rugido de las aguas, Kaz oyó que Tesela y Delbin
lo llamaban. El minotauro alzó la vista en el preciso momento en que el caballo se
estremecía violentamente bajo su cuerpo. Luchó con todas sus fuerzas para recobrar
el control sobre el animal, que parecía enloquecido. En realidad se tambaleaba, y Kaz
corría peligro de perder el equilibrio. En cualquier otro momento, probablemente no
hubiese tenido problemas para dominar a la montura. Ahora, sin embargo, la fatiga lo
debilitaba.
Su pierna resbaló hacia atrás, y fue entonces cuando Kaz notó algo duro y largo.
El minotauro se atrevió a volverse y tuvo que comprobar, con horror, que el animal
tenía clavada una lanza en la ijada. Ningún humano ni elfo podría haber arrojado un
arma tan grande con semejante puntería. Kaz comprendió en el acto que tenía que
haber sido la mano de Greel la que había tirado la lanza.
El dolor y la pérdida de sangre, todo ello combinado con la lucha contra la fuerte
corriente, fue demasiado para el gran caballo de batalla, que comenzó a dar vueltas en
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redondo, dominado por las aguas. Kaz creyó distinguir en la orilla a tres minotauros,
por lo menos, y se preguntó si se equivocaba al parecerle que uno de ellos derribaba a
otro. Nunca llego a echar una segunda mirada, empero, dado que el caballo dio un
último y desafiante grito y se hundió indefenso bajo el frío abrazo del río.
Kaz fue lanzado hacia atrás, y su cabeza quedó sumergida antes de que él pudiera
pensar en contener la respiración. Sus pulmones parecieron chillar al llenarse de
agua. El minotauro peleó por salir a la superficie, pero solo consiguió ser arrastrado
de nuevo al fondo.
Incapaz de hacer frente a la terrible situación, Kaz dejó que la corriente lo llevara
consigo adonde quisiera. Y una vez más, como ya tantas otras, se preguntó qué tenían
los dioses contra él.
Si hubo una respuesta, él no permaneció consciente el rato necesario para oírla.
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Una solitaria gota de agua cayó sobre el lado de su hocico. Kaz, ya medio despierto,
tembló de manera incontrolable con el recuerdo de los horribles momentos pasados
en el río. Además había tenido otro sueño, tan angustioso como los que lo
martirizaban últimamente, pero todo lo que lograba rememorar de éste guardaba
también relación con el agua.
Cuando tuvo la certeza de que no estaba dormido ni ahogado, el minotauro
entreabrió con cuidado los ojos... Sólo lo estrictamente necesario para tener una idea
de dónde se hallaba. Luego, en el momento en que su mente saturada de agua pudo
registrar lo que tenía alrededor, Kaz los abrió del todo.
—¿Y ahora qué? —pudo murmurar por fin, aunque cualquiera hubiese tenido que
arrimar la oreja a su boca para entenderle.
Se encontraba solo en una habitación y tenía la vista fija en la copa de un árbol
que crecía fuera... Pero el minotauro comprendió casi enseguida que, si veía tan cerca
la cima e incluso podía mirar fronda abajo, era porque él estaba en ese árbol. Era un
árbol de enorme altura, ya que desde la estera sobre la que yacía, podía ver
incontables árboles, todos más bajos que el suyo.
Lo que lo rodeaba era tan sencillo como asombroso. Esa casa, esa única
habitación, ni siquiera había sido abierta en la madera del tronco. El árbol parecía
haberse abierto en su horcadura para obligar a subir con él a quien hubiese decidido
instalar allí su morada. Kaz descubrió en el suelo unas depresiones naturales, en las
que el ocupante de la extraña casa guardaba unos cuantos objetos no identificables. El
piso estaba cubierto de esteras, sin duda tejidas con plantas, y no había ni un solo
mueble.
El minotauro se levantó despacio. A cada movimiento que realizaba esperaba
volver a sentir dolor, y, cuando éste no apareció, Kaz, asombrado, empezó a palparse
la cabeza y los brazos. ¡Todas las heridas, que no eran pocas, estaban curadas!
El hombre-toro bufó. Como la mayoría de minotauros, era muy escéptico respecto
de los trucos de magia. En otras circunstancias, incluso habría huido de los poderes
curativos de la diosa a la que servía Tesela. Los minotauros creían que, cuanto más
sucumbía uno a la sencillez de las soluciones mágicas, mayor se hacía su debilidad.
Pero tanto si era cierto como si no, era demasiado tarde para cambiar lo ya sucedido.
Alguien lo había hecho sanar, y Kaz debía a esa persona una profunda gratitud.
Poco a poco, avanzó hacia la entrada. Miró a su alrededor en busca de un arma y
se fijó en una pequeña olla de barro situada sobre un estante natural, cerca de la
puerta. El minotauro vaciló. Era una bella pieza, de aspecto sumamente antiguo. Toda
ella estaba cubierta de intrincados signos y dibujos, en su mayoría referentes a la
naturaleza, aunque uno representaba un grupo de seres danzando en círculo. Kaz
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examinó la obra con más atención. Los danzarines eran elfos.
«¿Quién si no un elfo —pensó— viviría en lo alto de un árbol?»
—La olla no muerde, amigo. Nunca lo hizo.
Kaz se volvió bruscamente y quiso agarrar un arma que de sobra sabía que no
estaba allí. Detrás de él, sentado en un punto que de ningún modo había podido pasar
por alto, se encontraba un espigado y apuesto elfo de largos cabellos plateados.
Juzgado según el criterio humano, aquel elfo habría parecido joven. Pero había que
mirarlo a los ojos de color de esmeralda. A Kaz le constaba que el habitante del árbol
habría visto pasar más años que varias generaciones de minotauros.
Llevaba el elfo un conjunto marrón y verde que le daba el aspecto de un príncipe
de los bosques. Incluso lucía una larga capa. A Kaz le molestó comprobar que el elfo
soportaba sonriente su inspección.
—¿Quién eres? —bramó.
—Soy Sardal Espina de Cristal, amigo. Creo que es la duodécima vez que te lo
digo.
El elfo parecía divertido por algo.
—¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí?
El enojo empezaba a dar paso a la sorpresa.
—Poco más de dos semanas. Estabas casi muerto cuando te hallé. Créeme que no
salgo de mi asombro. Resulta cierto todo cuanto había oído decir sobre la resistencia
de los minotauros, y todavía es poco.
—¿Dos semanas?
Kaz experimentó un súbito y tremendo deseo de verse lejos de aquel lugar, de
cualquier otra parte. Dio media vuelta y quiso dirigirse a la puerta, pero una mano,
increíblemente enérgica para pertenecer a un ser tan delgado y pálido, se lo impidió.
Kaz tragó saliva al mirar aquel mar de copas de árboles. Había supuesto la existencia
de una escalera o unos peldaños, pero no vio nada. Era evidente que los elfos no
necesitaban esas cosas.
—¡Vuelve a entrar antes de cometer un disparate!
—¡Dos semanas...! —balbuceó de nuevo el minotauro.
—Estabas más gravemente herido en tu espíritu que en el cuerpo —explicó el elfo
con delicadeza, apartando a Kaz de la salida.
—¿Cómo diste conmigo?
El rostro de Sardal carecía de toda emoción.
—No fui yo. Te descubrieron otros. En realidad no les interesabas, pero conocen
mi curiosidad por todo. Es por eso que vivo aquí, y no con ellos. También fue una
excusa para meter disimuladamente la nariz en mi casa.
Kaz se puso a dar zancadas. No sabía qué lo molestaba más, si las dos semanas
perdidas o la idea de hallarse a tanta altura en compañía de un elfo.
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—¿Estoy en Qualinesti, pues? ¿Hasta tan al sur me arrastró el río?
Sardal esbozó una media sonrisa.
—Difícilmente... No deja de asombrarme que otras razas tengan tan en cuenta las
fronteras. ¿Crees tú que nosotros nos detenemos y volvemos atrás cuando divisamos
el confín «aceptado»? Sólo seres como los minotauros y los humanos son capaces de
semejantes conceptos. Cuando nosotros los elfos, y los de Silvanesti, creamos unas
fronteras, sólo fue para la tranquilidad de espíritu de otros. Nosotros no creemos en
tales cosas, aunque tenemos territorios generales y algunos lugares por los que no
pasa ningún individuo de distinta raza. Pero no existen unas fronteras propiamente
dichas.
Kaz se dijo que Sardal era tan retorcido como Delbin cuando se trataba de dar
explicaciones.
—¿Dónde estoy, pues?
—Casi directamente al norte de la ciudad humana de Xak Tsaroth. De mirar en
otra dirección, habrías visto las montañas que limitan esta parte del bosque por ambos
lados.
—Ya...
El minotauro recordó vagamente el mapa, y calculó dónde había ido a parar. Si no
se equivocaba, el poblado gobernado por Drew quedaba casi exactamente al este.
—Si me permites una pregunta —continuó el elfo, a la vez que asía una jarra que
contenía cierto líquido—, ¿cómo se te ocurrió intentar tragarte el río entero?
Después de la ayuda que le había proporcionado Sardal, Kaz le contó gustoso
toda la historia. Empezó por el asesinato que se le imputaba, y dijo que en realidad
había sido un limpio combate contra un capitán de ogros aficionado a torturar a
prisioneros viejos y jóvenes. Pero eso no preocupaba a los minotauros... Asimismo
había roto varios juramentos de sangre al atacar al ogro y huir en vez de enfrentarse a
la así llamada «justicia» de sus jefes. Terminó el relato con estas palabras:
—Supongo que es un asunto que concierne más a mi pueblo. Entre nosotros es
común el matar o ejecutar a alguien para mantener el honor.
Luego, y de forma inconsciente, Kaz pasó a otros temas, como si necesitara rehuir
los problemas de su situación. Las noticias procedentes del norte interesaban
especialmente al elfo, y, cuanto más explicaba Kaz, mayor era el número de
preguntas que formulaba. Cuando el minotauro acabó por fin, el elfo le había extraído
casi toda la información posible.
—Tienes que ser muy hábil para escapar durante tanto tiempo de los demás
minotauros —comentó Sardal.
—Yo sobreviví el doble de tiempo que la mayoría, durante la guerra. Mas no fue
sólo eso. Traté mucho a los humanos y sé mejor que mis perseguidores lo que hay
que esperar de este territorio. Excluyendo los últimos días, desde luego. Además,
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mientras que un solo minotauro puede escabullirse por unas tierras, un grupo de doce
o más resulta tan poco discreto como lo sería todo un ejército. Siempre hay quien te
informa de algo, y yo suelo enterarme pronto de las cosas.
—Sin embargo, esta vez por poco te pescaron.
Kaz gruñó.
—Van aprendiendo. O tal vez sea que yo estoy ya muy cansado. Aun así, creo que
conseguí una ventaja. Ahora sé que hay discordia entre sus filas. Siempre me lo
figuré, pero al fin lo sé con certeza. Algunos de ellos no desean más que regresar a
casa. Lo único que los retiene son sus juramentos, prestados ante unos jefes sin
honor, simples lacayos procedentes de una época en que ogros y humanos
gobernaban de verdad. Creo, incluso, que unos cuantos podrían..., aunque quizá sea
una ilusión mía..., retrasar expresamente al grupo, porque tienen fe en mí.
El minotauro apoyó la cara en las manos y suspiró.
—Llevas encima una oscura sombra, amigo Kaz. Pienso que, quizá, los dioses
tienen un plan para ti... Aunque también es posible que tú atraigas los problemas, del
mismo modo que una flor atrae las abejas —añadió el elfo.
Kaz estuvo a punto de reírse de Sardal, pero el recuerdo de sus sueños y visiones
lo contuvo. Podía tratarse sólo de eso, de visiones y sueños, mas siempre cabía la
eventualidad de que no fuera así, y de que realmente fuesen presagios. En tal caso,
¿quién se atrevería a hacer caso omiso de ellos?
El elfo, cuyos ojos nunca se apartaban del minotauro, continuó:
—No tengo nada que decir con respecto a tus compañeros o a tu pueblo. Casi
todos los elfos rehuyen los asuntos de otras razas. Hace tiempo que yo me doy cuenta
de la insensatez de ese modo de actuar. Durante la guerra contra la Reina de los
Dragones sucedieron cosas que debieran avergonzar a cualquier elfo, pero, aun así, la
mayoría prefiere seguir sin hacer caso del mundo exterior.
—Delbin sabe que yo me proponía dirigirme al alcázar de Vingaard y
enfrentarme a Oswal, el Gran Maestre. Es posible que vaya él, y quizá lo acompañe
Tesela, la sacerdotisa humana. De no ser así, tendré que ir yo mismo. Necesito
descubrir por qué mis antiguos camaradas se volvieron contra mí.
—No sólo contra ti. De tus palabras y de lo explicado por otros, deduzco que los
Caballeros de Solamnia le han vuelto la espalda a E'li, a quien tú llamas Paladine. Si
eso es cierto, sufriremos de nuevo la maldad de la Reina de los Dragones.
—Esa no puede volver. Tengo entendido que Huma se lo hizo jurar por algo a lo
que dio el nombre de Sumo Dios.
Sardal arqueó las cejas.
—¿De veras? Es una lástima, amigo, que no recuerdes las palabras del juramento.
Sospecho que hay en ello huecos suficientes para dejar pasar volando un dragón. Eso,
en el supuesto de que los dragones todavía existan, claro.
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Kaz recordó algunas de las imágenes de sus sueños.
—La Reina de los Dragones necesitaría la ayuda de otro demonio como Galan
Dracos.
—Hay otros modos. No tenemos ni idea de las precauciones que esa diosa puede
haber tomado. ¿Y qué piensas hacer tú con los paisanos que te persiguen? —preguntó
Sardal.
—Al igual que Delbin, creerán que estoy muerto.
—No obstante, puedes tropezar con ellos.
El minotauro lanzó un bufido de rabia.
—Me enfrentaré a ellos, si es preciso. Para mi, Vingaard es lo que importa. Para
honrar la memoria de Huma de la Lanza, me entenderé de una forma u otra con los
caballeros. ¡Y basta de charla! —dijo Kaz, levantándose— Enséñame la manera de
bajar del árbol, y me pondré en camino.
Sardal se puso de pie con notable habilidad.
—Se me ocurre que todavía puedo ser de sustancial ayuda para ti, minotauro, si
no tienes inconveniente.
—¿Qué te propones?
El tono de Kaz indicó que vacilaba en aceptar aún más apoyo.
—No se trata de nada complicado.
El elfo comenzó a reunir unos cuantos objetos que podían resultar útiles para su
huésped. Brevemente pensó en lo que dirían sus congéneres cuando se enteraran de
que no sólo había curado al hombre-toro, sino que además le había facilitado
provisiones y hasta le hablaba como a un igual. Con una sonrisa abandonó tales
reflexiones y siguió con la discusión.
—Cuando llegues a Vingaard, y no dudo de que lo conseguirás, pregunta por un
elfo llamado Argaen Sombra de Cuervo. Es como yo y ha trabajado entre los
humanos durante generaciones. Los viejos lo consideran un inconformista, pero,
como pasa conmigo, siempre recurren a él cuando necesitan tratar con forasteros. Haz
saber, a todos los que encuentres allí, que Sardal Espina de Cristal desea que te haga
objeto de su protección.
Al ver la expresión de Kaz, el elfo agregó:
»¡No seas tonto, minotauro! La Caballería lo respeta mucho, además, pero eso
carece de importancia. De paso me harás un favor. Entrega esto a Argaen —y le dio
un pequeño rollo de pergamino—. Le hará falta. Me habría reunido con él dentro de
un mes, pero de esta forma puedo dedicar la mente a otros intereses.
Kaz se hizo cargo del rollo y de las demás cosas preparadas para él por el elfo.
Pero echó de menos algo fundamental.
—¿Dónde está mi hacha?
—Perdida en alguna parte del fondo del río, supongo. No te preocupes. Yo
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encontraré algo que te la suplirá. Ven.
Sardal se encaminó a la entrada de su casa, y se volvió extrañado al comprobar
que Kaz no lo seguía.
—Creía que querías irte
El minotauro dio un paso adelante y se detuvo, vacilante.
—¿Cómo? No tienes escalera, ni cuerda...
Sardal rió.
—No hay nada que puedas ver, en efecto. Se trata, simplemente, de aceptar otros
conceptos.
Kaz meneó la cabeza.
—No te entiendo.
El elfo suspiró y le tendió la mano derecha.
—Cógete a mí. Yo te conduciré. Tú ya trataste antes con elfos, pero nunca
estuviste en Qualinesti. Sé cómo, en tu calidad de esbirro de los ogros, te
despreciarían los arrogantes moradores de Silvanesti. Mi pueblo no es mucho mejor,
pero sí algo.
Kaz dudó. Ya era suficientemente desagradable tener que ser guiado a ciegas por
el elfo, pero peor resultaba permanecer allí, desconfiando de quien le había salvado la
vida. Desde luego, Sardal Espina de Cristal se diferenciaba mucho de los
despreocupados y altaneros elfos de Silvanesti, a los que Kaz había tenido la mala
suerte de encontrar en uno de sus vagabundeos.
Tomó la mano que le ofrecía Sardal y cerró con fuerza los ojos.
—Tú sigue andando. Cuando yo me pare, tú te paras también.
La sensación que experimentó Kaz era equivalente a descender por una escalera
de caracol. Tuvo que realizar un gran esfuerzo para no abrir los ojos y ver por dónde
pisaba de verdad. El minotauro no era cobarde, pero la brujería siempre lo hacía
sentirse indefenso. ¿Qué sucedería si de pronto comprobaba que sólo tenía el vacío
debajo?
—Dijiste que utilizabas un hacha de armas, ¿no?
La voz de Sardal interrumpió sus pensamientos. Kaz tenía la sensación de haber
andado kilómetros. Estaba sudoroso y... parado.
—¿Por qué nos hemos detenido?
—Porque estamos abajo, claro.
El minotauro abrió los ojos. En efecto, se hallaban al pie del árbol. Kaz se volvió
para contemplar el coloso, y con la vista siguió su tronco hacia arriba. Fue entonces
cuando se dio cuenta de la enorme altura del árbol, y el estómago le dio vueltas.
—¿Cómo...? ¡No! Prefiero no saberlo. Guárdate el secreto de vuestros trucos.
Cuando se acordó de la pregunta hecha por Sardal, dijo:
»Sí; utilizo un hacha.
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—Fue lo que pensé cuando te vi por vez primera.
De repente, el elfo sostuvo en sus manos una maciza y reluciente hacha de doble
filo. Los bordes de las cuchillas del arma presentaban un asombroso acabado,
semejante a un espejo, y, pese a su extraordinario tamaño, Sardal no tenía problemas
para manejarla.
Kaz estudió el arma con profunda admiración. El hacha era perfecta, desde la
cabeza hasta el mango. Aquellas hojas serían capaces de cortar la piedra. El
minotauro descubrió unas runas en el astil.
—¿Qué significa esto?
—Una obra hecha por enanos. Es un regalo de un viejo amigo, que por desgracia
murió en la guerra. Era su obra más perfecta, y prefirió confiármela a mí en vez de
dejársela a sus aprendices, que peleaban sin cesar entre sí. Las runas forman su
nombre. Toda buena arma debiera llevar nombre. Esto, traducido a la lengua común,
significa Rostro del Honor.
—¿Rostro del Honor? Es un nombre extraño para un hacha de armas.
—Nunca intentes comprender la mentalidad de los enanos —contestó Sardal, al
mismo tiempo que le entregaba el arma—. Opino, sin embargo, que tú tienes la
fuerza y el espíritu necesarios para blandir un hacha que lleve ese nombre.
—¿Es mágica?
Kaz necesitaba equiparse, pero un arma mágica...
—Creo que la magia radica más en la habilidad del artesano que le da forma, que
en el guerrero que la empuña, si bien no puedo prometerte que no tenga ciertos
poderes mágicos. Yo no he notado nada, pero estoy convencido de que el hacha no te
decepcionará.
El minotauro la probó, blandiéndola de un lado a otro con una serie de maniobras
que habrían dejado a cualquier otro guerrero sin una pierna, por lo menos, y con unos
cuantos dedos cortados. Finalizado el breve ejercicio, colgó el hacha del arnés con un
grácil movimiento. En sus ojos brillaba el placer, aunque Kaz procuraba esconder su
entusiasmo.
—¡Excelente equilibrio!
Sardal, impresionado contra su voluntad ante la habilidad del minotauro, hizo un
gesto de afirmación.
—Ojalá la necesites lo menos posible. Lamento no tener un caballo que prestarte,
pero en cambio puedo conducirte por un sendero que te hará recuperar parte del
tiempo perdido.
—¿Conducirme? ¿Vas a venir conmigo?
—Sólo hasta el lindero del bosque —respondió Sardal, a la vez que señalaba
hacia el norte—. Más allá te encontrarás en la aridez de la Solamnia septentrional.
Dado que tú has sido tan amable de hacerte cargo del pergamino para entregárselo a
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Argaen, no veo ya motivo alguno para internarme en esas inhóspitas tierras.
—¿Tan malo es aquello?
El elfo lo miró con curiosidad.
—¿Cuánto tiempo hace que estuviste allí por última vez?
—Después de las ceremonias fúnebres en honor de mi compañero Huma,
cabalgué hacia el sur y no he vuelto más. Visité las regiones que quedan al este, al
oeste y al sur de Solamnia, con excepción de aquella parte de Istar que mi pueblo
considera su hogar, pero nunca volví a acercarme a aquellos lugares en un radio de
más de cien kilómetros.
—Respetabas profundamente a Huma.
—Conoces la frase solámnica de Est Sularis Oth Mithas!
—«Mi honor es mi vida». Sí; la había oído antes. Generalmente precede al
Código y la Medida de los caballeros.
Una sombra cruzó el toruno rostro de Kaz.
—Huma de la Lanza personificaba esa frase. ¡Era esa frase! He procurado vivir
según sus conceptos desde que él murió, pero no sé si lo he conseguido en nada.
—Sólo por eso no estabas dispuesto a regresar a Vingaard —dijo Sardal, aunque
en su voz no había burla.
Kaz recogió sus cosas.
—Es verdad —contestó—. Si tú hubieses conocido a Huma, lo comprenderías.
Nos encontramos cuando él me salvó de una banda de goblins que me había atrapado
por sorpresa. No exagero si afirmo que quedó sorprendido al comprobar qué había
rescatado, pero eso no lo asustó. Tanto si se trataba de un minotauro, un humano o
incluso un goblin, Huma siempre procuraba descubrir lo mejor de un ser. Creo que,
en su interior, lloraba a casi todo enemigo muerto. Cabalgué junto a él el tiempo
suficiente para darme cuenta. Desde nuestro primer encuentro con el Dragón Plateado
hasta la confrontación final con Takhisis, fue un humano que personificaba la bondad
del mundo. Se atrevía a lo más increíble, además, aunque eso significara defender a
un minotauro contra sus compañeros caballeros o buscar las Dragonlances, que
constituían nuestra única esperanza.
Espina de Cristal permaneció silencioso mientras Kaz hacía otra pausa para
ordenar sus pensamientos, pero sus ojos centelleaban de interés.
»Una y otra vez nos separamos, pero siempre volví a encontrar a un Huma que,
pese a las adversidades que la suerte le deparaba, se negaba a rendirse. Fue el primero
en hacer uso de las Dragonlances, y dirigió el ataque cuando el par de docenas que
quedábamos de nosotros, montados en nuestros propios dragones, nos enfrentamos a
las hordas de la diosa de la Oscuridad. Y digo nosotros, elfo, porque Huma me
permitió ser uno de los elegidos, honor que nunca más volveré a tener. Los jinetes y
sus compañeros dragones murieron en su mayoría, antes de terminar la lucha. No
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puede existir un grupo más valeroso, pero el más grande de todos era Huma, que
plantó cara a Takhisis sin más ayuda que la de su Dragón Plateado, cuya forma
humana amaba profundamente, y, aunque perdió la vida en la empresa, derrotó a
Takhisis... Yo llegué cuando completaba el pacto con la Reina de los Dragones... —
continuó Kaz con un estremecimiento:— su libertad a cambio de la de Krynn. Pero
entonces, Huma estaba ya medio muerto. Me pidió que arrancara la Dragonlance del
renuente cuerpo de la diosa, que había adoptado la forma del dragón de cinco cabezas
y, a pesar del agobiante miedo que yo sentía, miedo que hasta el día de hoy no he
logrado olvidar, realicé el espantoso encargo por habérmelo pedido Huma. Creo que
no lo habría hecho por nadie más.
Sardal aguardó, pero, al ver que Kaz dejaba pasar unos segundos sin hablar,
inquirió:
—¿Y luego...?
El minotauro miró a Sardal con los ojos enrojecidos.
—Huma murió. Murió antes de que yo pudiera encontrar ayuda y regresar junto a
él... ¡Yo había jurado por mi vida protegerlo, y le fallé!
Kaz buscó entretenimiento en arreglar de nuevo su equipo. Espina de Cristal
vaciló y, por último, comentó de modo tranquilo:
—Creo que te cuesta más enfrentarte al espíritu de tu compañero que a tu propio
pueblo.
El minotauro ya caminaba en la dirección indicada por el elfo con sus cosas en las
manos. Su respuesta fue queda, casi ahogada, pero el agudo oído de Sardal percibió la
única palabra mientras avanzaba para darle alcance a Kaz.
—Sí.
Habían llegado a una destruida parte del bosque. Algunos de los árboles que
tenían delante estaban muertos, lo que hizo pensar a Kaz en la guerra.
—Cuando yo iba con Huma —dijo—, los dos creíamos que todo Ansalon sería
como esto: bosques arrasados o moribundos, con escasa fauna, si es que la había,
aparte de buharros y otros carroñeros. Realmente nos asombró ver que, en la guerra,
tantas áreas no habían sufrido ni la mitad de daño que nosotros dábamos por seguro.
Sardal asintió ceñudo.
—Fue la zona norte del continente la que más padeció, pero en cada rincón de
Ansalon quedan puntos que tardarán años en rehacerse, incluso en Qualinesti o
Silvanesti. Nuestra tan cantada soledad no nos dio nada. Los hombres ganaron la
guerra para nosotros, aunque hay quien sólo recuerda que los humanos también
lucharon de parte de las fuerzas del Mal.
Aquella noche acamparon en el bosque. Kaz había sospechado que Sardal lo
conduciría por algún sendero mágico, pero la única magia consistía en el hecho de
que sólo un elfo era capaz de encontrar tan oscuro camino.
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La noche transcurrió sin incidentes, cosa que Kaz apenas podía creer, y al
amanecer continuaron. Habían llegado más allá del lugar en que el minotauro había
sido arrojado al río, pero, aun así, Kaz hizo una pausa para contemplar las agitadas
aguas.
—Aquí también perdí a un buen compañero.
—No veo motivo para que no vuelvas a reunirte con el kender.
Kaz rió.
—No era en Delbin en quien ahora pensaba, aunque es cierto que, por mucho que
cueste entenderlo, me había acostumbrado a él. No, elfo amigo... Me refería al leal y
robusto caballo que había montado durante cinco años, si bien nunca le puse nombre.
El minotauro tocó el astil del hacha y agregó:
—Si algunos dan nombres a sus armas, ¡bien que lo merece un buen corcel!
—Pónselo ahora —dijo Sardal, sonriente.
Nunca había conocido a un minotauro semejante.
—Buena idea —contestó Kaz—. Lo haré cuando se me ocurra uno digno de él.
Reanudaron el camino, y a hora muy temprana del día siguiente alcanzaron por
fin el último árbol. Más allá comenzaba el bosque fantasma.
—¡Por el arpa de Astra! —exclamó Sardal. Era evidente que el elfo temblaba.
Kaz, en cambio, se sintió preso en el pasado. Delante de él se extendía una tierra
prácticamente muerta, que nadie parecía haber hollado desde la guerra, y le hacía
recordar los goblins y los dragones, los montones de cadáveres y las maldiciones de
los ogros y de los jefes humanos mientras hostigaban a los minotauros. La evocación
de las batallas le produjo un orgullo momentáneo, pero entonces se dijo que, durante
gran parte del tiempo, había combatido a los camaradas de Huma. También acudieron
a su memoria otras batallas, empero, en las que había luchado al lado de los
Caballeros de Solamnia, y eso le hizo sentirse mejor.
Cinco años... Después de tanto tiempo, había esperado ver al menos un par de
tiernos brotes, una o dos briznas de hierba..., ¡y no un páramo tan desconsolador!
De pronto oyó lo que le pareció un trueno y elevó la vista al cielo para
comprobar, con retraso, qué era lo que en realidad producía aquel ruido.
—¡Jinetes!
Kaz tiró de Sardal hacia atrás.
A cierta distancia, y cabalgando como si los persiguiera la mismísima Reina de
los Dragones, pasaban unos veinte caballeros. El minotauro y el elfo observaron
cómo el grupo atravesaba sin vacilar el destrozado bosque. Kaz supo enseguida que
no podían tener más que un destino: el alcázar de Vingaard.
—Esos guerreros proceden de distintas avanzadas y fortalezas —señaló Sardal.
El minotauro se preguntó cómo lo sabría, pero entonces recordó los relatos
referentes a la extraordinaria vista de los elfos.
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—¿Vienen de sitios distintos?
—Sí. Pude divisar algunas cosas. Cada caballero lleva una insignia que indica el
puesto fronterizo o el alcázar a que pertenece. En ese grupo están representadas casi
todas las fortalezas del sur. Es curioso... Si no tuviera otros importantes asuntos a los
que atender, creo que iría contigo...
Sardal calló de súbito, como si hubiese hablado en exceso. Kaz fingió estar
totalmente atento a los jinetes, que ahora ya se alejaban.
—Llegarán días antes que yo —comentó—. Cabe la posibilidad de que los
Caballeros de Solamnia se preparen para una nueva guerra.
—¿Contra quien?
—No lo sé —murmuró Kaz—. Pero eso explicaría, en parte, que parezcan haberle
vuelto la espalda a su pueblo. A lo mejor, los restos de los ejércitos de Takhisis se
reúnen. Quizá yo los juzgara mal.
—¿De veras lo crees?
—No lo sabré hasta que llegue allí.
Incluso al propio Kaz le parecieron sin sentido aquellas palabras. Sardal se
enderezó.
—En tal caso, te dejo —anunció a la vez que alzaba una mano con la palma hacia
el minotauro—. Que E'li y Astra te guíen, y también Kiri-Jolith, que creo que se
ocupará especialmente de ti.
Kiri-Jolith era el dios de la batalla honorable y tenía aspecto humano, pero con
cabeza de bisonte. Cosa típica de ciertas contradicciones existentes entre los
minotauros, ese Kiri-Jolith era considerado por algunos como Sargas, el esposo de
Takhisis, pese al hecho de que, si ambos se encontraban, entablarían grandiosa
batalla. Kiri-Jolith era hijo de E'li o, dicho con otro nombre, de Paladine.
El minotauro contestó a Sardal con el mismo gesto de la mano y enfocó
brevemente con la vista el fantasmal bosque en el que iba a penetrar.
—Supongo que lo más fácil será seguir a los caballeros. Han dejado una pista
bien clara. ¿Qué opinas tú, Sardal Espina de Cristal?
Al no recibir respuesta de Sardal, Kaz se volvió hacia él. Pero de su benefactor no
quedaba ni rastro. El minotauro se agachó para estudiar el suelo. Distinguía
perfectamente sus propias huellas, pero no había ni una del elfo. Era como si nunca
hubiese estado allí.
Kaz se levantó con un gruñido.
—¡Elfos!
Volvió a las desoladas tierras del norte de Solamnia y, echándose al hombro su
fardo para que no lo molestara si necesitaba utilizar el Rostro del Honor, echó a
andar. No había dado ni cien pasos hacia el erial, cuando notó la repentina ausencia
de todos los ruidos normales de un bosque, menos uno... Uno que le resultaba
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familiar desde los días de la guerra.
En alguna parte, una corneja llamaba a sus congéneres. A Kaz le constaba que
esas aves sólo emitían esas voces cuando un banquete era inminente. De una forma u
otra, los pajarracos se las arreglaban para estar allí cuando había guerreros
moribundos. Posados en las ramas de los árboles, esperaban la hora del festín.
El minotauro confió en que aquellas cornejas no lo aguardasen a él.
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Aunque en el cielo había pocas nubes, el sol no acababa de lucir en todo su esplendor
en aquella árida región. Kaz no encontraba explicación aceptable para ello. Era
posible que todo el país padeciera alguna aflicción, o tal vez tendrían que transcurrir
años enteros para que se desvaneciese la maldición de la Reina de los Dragones. Lo
único que el minotauro sabía era que deseaba abandonar cuanto antes aquellas tierras.
En ocasiones notaba alguna señal de vida. El descubrimiento de una verde planta
silvestre proporcionó una indescriptible alegría a Kaz. No; la Solamnia del Norte no
era como un cadáver, pues. Allí había una lucha por la existencia.
La noche llegó y trajo consigo un alivio. En la oscuridad, casi todas las tierras
resultaban iguales. Los pelados árboles, que parecían muertos, podrían estar
esperando simplemente la primavera, aunque Kaz sabía que no era así. Lo único que
faltaba en la noche eran los sonidos de la espesura. Una vez, el minotauro oyó cómo
un ave carroñera le gritaba a las lunas. Esas criaturas siempre se las apañaban para
sobrevivir en zonas desoladas. Algunos insectos hicieron notar su presencia, pero en
comparación con el usual bullicio de la noche, el bosque parecía desierto.
Casi desierto, mejor dicho. Cuando Kaz se disponía a acostarse, algo grande e
increíblemente rápido le pasó volando por encima, pero se desvaneció antes de que
pudiera levantar la vista. Kaz tuvo la impresión de que se trataba de una criatura
pesada, de largas y anchas alas. Lo primero que pensó fue que había sido un dragón,
pero entonces recordó, no sin irritación, que los dragones, todos los dragones, habían
desaparecido al término de la guerra. Los Dragones de las Tinieblas habían sido
expulsados por Huma, mientras que los Dragones de la Luz —según afirmaban
algunos— habían partido por su voluntad, con objeto de mantener el equilibrio.
Nadie lo sabía con exactitud.
El ser volador no volvió. Kaz consumió su modesta cena, desconcertado, y se
echó a descansar.
Aquella primera noche durmió intranquilo. No era una sensación concreta lo que
lo molestaba, mas no podía dejar de dar vueltas. Cuando se hizo de día, el minotauro
había despertado al menos siete veces, siempre temiendo que algún goblin anduviera
por allí cerca dispuesto a cortarle el cuello, o que de la reseca tierra surgiese un
monstruo necrófago... En uno de sus breves sueños, Kaz vio al lobo espectral, cuyos
ardientes ojos muertos lo miraban con fijeza, exigiendo respuesta a preguntas que él
no lograba recordar y que constituían una burla de sus ideales.
El minotauro siguió, como se había propuesto, las huellas dejadas por el grupo de
caballeros. No cabía duda de que el alcázar de Vingaard era su destino. A juzgar por
las marcas de los caballos, avanzaban todo lo aprisa posible. Alcanzarían Vingaard
varios días antes que él, y eso le convenía al minotauro, que no deseaba tener nuevas
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confrontaciones antes de llegar al alcázar.
El segundo día dio paso al tercero, y así se encontró Kaz en su quinto día de
marcha. Ahora ya iba más despacio. La pista de los caballeros evitaba todas las
aldeas, cosa que podía indicar que los jinetes procuraban no cruzarse con otra gente.
Sin embargo, Kaz aún no se atrevía a sacar conclusiones.
Poco después del mediodía volvió a ver pájaros. ¡Cornejas!
Calculó que serían varias docenas. Primero sólo distinguió a las que volaban, pero
al continuar su camino descubrió muchas otras posadas en los árboles. Las cornejas
eran aves carroñeras, y seguramente se alimentaban de los restos dejados por los
caballeros.
No obstante, Kaz tuvo el presentimiento de que no era así. Aceleró el paso. Un
olor de sobra familiar llegó hasta las ensanchadas ventanas de su nariz, y el
minotauro bufó con franco disgusto.
Pronto, el número de pajarracos fue tan grande que Kaz se preguntó si no
prepararían el ataque contra un ser vivo, quizá contra él mismo. Pero, al ver la
matanza que allí había tenido efecto, tuvo la certeza de que él no era la víctima
elegida.
Por lo que pudo comprobar, nadie había quedado con vida. Los cuerpos se
hallaban esparcidos en un radio bastante grande, como si el causante o los causantes
de sus muertes los hubiesen arrojado por los aires en todas direcciones. Algunos de
los jinetes habían sido destrozados, otros aparecían totalmente aplastados. Por
doquier había sangre, tanta, que hasta Kaz, participante en incontables y cruentas
batallas, sintió náuseas. Era como una de las peores visiones de angustiosos recuerdos
o de sus más terribles pesadillas. La carnicería producida allí no podía compararse
con nada que él hubiese presenciado antes, ni con cualesquiera de los relatos oídos.
El grupo no había tenido la menor posibilidad de defensa ante las fuerzas atacantes,
fuesen éstas unas u otras. Por el aspecto del campo, los caballeros habían sido
atacados por sorpresa después de tenderse para pasar la noche. Una de las víctimas
había sido pisoteada envuelta en su manta.
Eso era cuanto quedaba de aquellos caballeros que, sólo días atrás, Kaz y Sardal
habían visto pasar. Veinte hombres o más, todos muertos. No caídos en batalla, sino
destrozados como sólo podía hacerlo una monstruosa bestia, pero... ¿cómo podía
haber sucedido tal cosa? ¿Qué existía aún en esa región, o en cualquier otra parte,
capaz de despedazar con tan poca dificultad a tal número de bien entrenados
guerreros?
Kaz desenganchó su hacha de armas. Con cautela se aproximó al cuerpo más
cercano, que había sido aplastado por un caballo caído sobre él. Era un caballero
joven, un Caballero de la Corona, como Huma. Su espada yacía debajo de su
retorcida mano. El minotauro echó un breve vistazo al arma y, luego, volvió a mirarla
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por notar en ella extrañas señales y abrasiones. Se agachó y la agarró con su mano
libre.
La espada estaba mellada, abollada y cubierta de arañazos hasta un punto
increíble. Kaz nunca había conocido a un caballero que no cuidara al máximo su
equipo. Todos los soldados en general aprendían muy pronto a prestar la debida
atención a sus pertenencias, en especial a sus armas. Aquella espada, en cambio,
parecía haber servido para golpear una pared de piedra, la cual había resultado
vencedora.
El minotauro devolvió el arma a su dueño y continuó la inspección. El siguiente
guerrero no había corrido mejor suerte. La mitad de su cuerpo estaba en otra parte.
Kaz aceleró el paso con un bufido. Contó los restos de dieciséis hombres y dieciocho
caballos. Parecía ser que un par de caballos habían conseguido escapar, pero resultaba
imposible saber si también algún guerrero seguía con vida. Kaz descubrió otros dos
cuerpos más allá del campamento, uno con la cabeza y el yelmo formando una sola y
sangrienta masa, y el otro casi enrollado a un árbol. Todos llevaban muertos un día
entero, si no más.
En otras circunstancias, el minotauro habría intentado dar sepultura a los restos de
los caballeros. Pero eso requería demasiado tiempo, y sólo le faltaba que pasara otro
grupo de caballeros mientras andaba ocupado en eso. Kaz se juró que, en el peor de
los casos, le explicaría el descubrimiento a lord Oswal. Y la Caballería bien sabría
vengar la muerte de los suyos, ¿o no?
A bastante distancia halló otro caballo y dos guerreros más, así como una serie de
huellas muy recientes en el seco y polvoriento suelo. Kaz no pudo reconocerlas. No
pertenecían a un ser humano ni a un noble bruto, pero desde luego no había manera
de identificar su procedencia.
Las huellas se repetían, y al minotauro le pareció que los agresores habían
arrastrado dos pesados objetos. Kaz tuvo una primera sospecha de lo que podía
encontrar y se dio todavía más prisa. Esperaba que no fuera ya demasiado tarde.
En aquella zona, sólo los árboles podían proporcionarle una cierta protección, y el
minotauro, dada su corpulencia, tuvo considerables dificultades para esconderse. Se
imaginaba que, por allí cerca, había una falange de guardias al acecho. Tuvo que
arrastrarse entre la podrida maleza, hacha en mano... A juzgar por las huellas, se
trataba de un grupo de siete u ocho miembros.
Una brisa llevó hasta la nariz de Kaz un olor a carne asada, y éste hizo una mueca
de asco. Se trataba sin duda de carne de caballo, y el olor le repugnaba tanto como la
carne de esos animales. Durante la guerra, él había tenido que subsistir alguna vez a
base de ella, pero nunca, había logrado acostumbrarse a su sabor.
Con el tufo llegaron hasta el minotauro los primeros jirones de una conversación.
El grupo parecía divertido y cauteloso al mismo tiempo. Eran goblins.
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—¡Pínchalo otra vez, Krynge!
—¿No tienes nada que decir, cabezota?
—¡Arrójalo a las llamas, Krynge, para que podamos escuchar sus gritos!
—¡Nooo! Al menos, no hasta que sepamos que no vienen más —contestó el
individuo llamado Krynge.
Kaz quedó momentáneamente helado, con una extraña sensación de
desplazamiento. Eso empezaba a recordarle demasiado su propia vida, sólo que el
prisionero de los goblins había sido él. En aquella ocasión, Huma había expuesto su
propia vida para salvar la suya, y el minotauro se dijo que ahora no podía hacer
menos.
El recuerdo se esfumó cuando Kaz percibió las pisadas que, sin duda, procedían
de un centinela.
La horrible y achaparrada criatura verde arrastraba una lanza larga y ligeramente
curva. Incluso para un goblin resultaba grueso, y era de suponer que lo habían
mandado hacer guardia por pertenecer a la más baja categoría. Ahora parecía
dispuesto a echar una siesta. Kaz se incorporó despacio, más que contento de poder
ayudarlo en ello.
Confiado, el goblin tomó asiento en una roca y, con una ceñuda mirada al
campamento, se puso a masticar un trozo de carne, probablemente del caballo
sacrificado. Con tanta indiferencia montaba guardia la perezosa criatura, que Kaz
pudo acercársele por detrás y derribarlo con un solo golpe de la parte plana de su
hacha. Un ruido sordo, y la cabeza del goblin cayó hacia adelante y enterró sus seis o
más sotabarbas en el abultado pecho. El minotauro se inclinó con cuidado para
examinar la inmóvil forma y emitió un quedo gruñido de sorpresa al comprobar que
el individuo había muerto al instante, desnucado. Kaz no tuvo ningún remordimiento.
En caso contrario, el goblin no hubiese vacilado ni un instante en liquidarlo a él.
Los demás seguían divertidos con la serie de preguntas a que sometía el jefe a su
prisionero. Hasta el momento, Kaz no había oído ni una sola palabra de éste. Era
posible que el cabecilla de los goblins hubiera maltratado ya más de lo debido a su
presa. La mano del minotauro se cerró con tanta fuerza alrededor del astil, que sus
nudillos se pusieron blancos.
Con toda precaución, Kaz dio una vuelta alrededor del campamento, esperando
no caer en los roñosos brazos de otro guardia, quizás excesivamente celoso.
Conocedor, sin embargo, de los seres de aquella raza, se figuró que sólo habría un
centinela o, como mucho, dos.
La preocupación resultó innecesaria, ya que el segundo no era más diligente que
el anterior. Éste dormía. Kaz estuvo a punto de usar el hacha, pero al fin decidió
soltarle un puñetazo en la mandíbula. El goblin se desplomó con una ahogada
exclamación de sorpresa y quedó tendido de cara al reseco suelo. El minotauro
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experimentó una rara satisfacción. Era como pagar a sus aprehensores con la misma
moneda.
Pero faltaba la parte difícil. Guiándose por aquellas burlonas voces, Kaz llegó a la
conclusión de que había otros cinco. Tal vez encontrase el modo de separarlos, pero...
¿no significaría eso un riesgo excesivo?
Súbitamente se vio librado de tomar la decisión.
—¡Te dije que no hicieras eso, Cascacráneos! Tú que eres tan asustadizo, sal y
releva a Testarudo en la guardia.
—Pero... ¡Krynge!
—¡Anda!
Kaz maldijo en silencio a varios dioses. Acababa de distinguir una salvaje figura
que, poco a poco, se abría paso hacia el lugar donde él había matado al primer
centinela. Dado que el goblin avanzaba con la lentitud de una tortuga, dispondría de
un par de minutos, pero no más. Los goblins estaban relajados, desprevenidos...
¿Desprevenidos?
Podría haber maneras mejores y, de ser diferente la situación, se habría detenido a
preparar un plan más perfecto... No obstante, Kaz opinaba que, por regla general, el
plan más sencillo resultaba el más eficaz.
El minotauro prosiguió en la misma dirección. El sendero le haría dar una vuelta
más amplia alrededor del campamento, hasta conducirlo casi al punto opuesto a aquel
donde él había liquidado al primer guardia. En una cosa estaba acertado Kaz: los
goblins, que no esperaban sorpresas, habían apostado sólo dos centinelas. De ser tres,
el problema habría sido mayor.
Ahora, el minotauro estaba ya muy, muy cerca de los goblins. Incluso logró
vislumbrar al prisionero.
En efecto era un Caballero de Solamnia. Estaba sujeto al suelo mediante estacas,
y parte de su armadura le había sido arrancada para arrojarla a un lado. Aun así, no
cabía la menor duda de que se trataba de un caballero. Su situación era, desde luego,
crítica. Kaz asió el hacha con nueva fuerza y se acurrucó.
—¡Krynge! —bramó Cascacráneos desde el otro extremo del campamento.
Los cinco goblins se volvieron como uno solo. Su jefe, Krynge, un voluminoso
goblin que sostenía una lanza con lengüetas, dio un par de pasos en la dirección
tomada por el otro. Y el resto lo siguió.
Kaz saltó de su escondrijo. No dio ningún grito de guerra y se limitó a rugir
«¡Goblins!» cuando alcanzó al primero de ellos.
Su oponente sólo tuvo tiempo de mirarlo con ojos saltones, antes de que el hacha
del minotauro le seccionara el brazo. La diabólica criatura chilló y cayó de rodillas en
un absurdo intento de atrapar el miembro que caía. Kaz se olvidó de él para dedicarse
al próximo. Éste estaba un poco mejor preparado y quiso atacarlo con una pesada
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clava. Pero, por desgracia para el goblin, su afán resultó un tremendo error, porque
Kaz tuvo ocasión de hundirle el hacha en el pecho y rajárselo de arriba abajo. Su
adversario cayó hacia atrás, muerto antes de tocar el suelo.
Ahora, el minotauro se halló frente a tres goblins, uno de los cuales blandía una
lanza.
Krynge amenazó a Kaz con su pica. Los otros dos goblins llevaban diferentes
armas. La ventaja estaba de parte del minotauro, sin embargo.
El cabecilla de los diabólicos seres pareció darse cuenta, porque indicó a sus
compañeros, con un gesto, que procurasen rodear al atacante.
A lo lejos asomó entonces el individuo a quien llamaban Cascacráneos, y Kaz
comprendió que él solo no podría contra cuatro, sobre todo dado que Cascacráneos
tenía un hacha casi tan grande como la suya. El minotauro miró rápidamente a su
alrededor. El punto débil de los tres que tenía delante era el goblin que empuñaba la
clava. Se lo veía más vacilante.
Kaz hizo una finta en dirección a Krynge, que retrocedió unos pasos dando
tumbos. Los otros dos intervinieron, convencidos de que su proximidad resultaría
provechosa, pero el minotauro escapó del alcance de la espada y convirtió el
movimiento de los enemigos en un ataque al costado izquierdo de uno de ellos.
Totalmente cogido por sorpresa, el goblin apenas pudo defenderse y fue derribado de
un golpe que casi lo partió en dos.
Aun así, Kaz había menospreciado a Krynge, el jefe. Porque, después de
tambalearse hacia atrás, este goblin volvió a avanzar y, antes de que el minotauro
pudiera hurtar el cuerpo, la punta de la lanza con lengüetas le dio en el hombro. Las
lengüetas superiores le desgarraron la carne y, por espacio de unos momentos, Kaz
creyó que iban a arrancarle el brazo entero. Bien poco faltó para que, además, el
hacha de armas se le cayera al suelo, cosa que hubiese significado su muerte.
Haciendo caso omiso del terrible dolor, rodó hacia el lado.
Krynge retiró la lanza y, con ella, se llevó buena parte del hombro del minotauro.
Entre tanto, Cascacráneos estaba ya lo suficientemente cerca para constituir también
una amenaza, y Kaz se dio cuenta de que su situación era ahora muy desventajosa. El
sufrimiento producido por la herida le sacudía todo el cuerpo, pero él apretó los
dientes y supo mantener a raya a los goblins con una loca media vuelta que por poco
arranca el hacha de las manos de Cascacráneos. Fue la lanza lo que constituyó el
escollo. Kaz había conseguido ventaja sobre los otros dos, pero la lanza de Krynge
era, por lo menos, tan larga como él, y el goblin sabía cómo manejarla. Y, aunque el
jefe no lo atacase directamente, las lengüetas del arma seguirían destrozándole el
cuerpo...
Los goblins lo forzaban a retroceder despacio, y el dolor del hombro le impedía
concentrarse. El goblin estuvo a punto de romper su guardia, pero un oportuno golpe
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del hacha de armas lo envió hacia atrás. Sin embargo, Kaz perdía terreno, y se dijo
que, al final, lo empujarían contra un árbol para mantenerlo allí sujeto hasta que se
rindiera. Al menos, eso era lo que el minotauro haría en el caso de ellos.
Consciente de que el tiempo se agotaba, Kaz alzó de súbito la centelleante hacha
de combate por encima de su cabeza y, con un poderoso grito de guerra solámnico
que asustó a sus enemigos, cargó contra sus cuerpos.
Instintivamente, los goblins armados con el hacha y la espada retrocedieron, ya
que comprendían que no podían competir con el minotauro en fuerza ni en habilidad.
Krynge, en cambio, prosiguió la lucha, convencido de que su lanza le permitiría
acabar con aquel loco asalto. Y hubiese acertado en el caso de que, como él suponía,
Kaz intentara golpearlo a él.
Pero el hacha descendió describiendo un largo arco. Un filo se enganchó en las
lengüetas de su lanza. Cuando Krynge advirtió lo que ocurría, era tarde. Haciendo
acopio de unas energías que ningún goblin poseía, el minotauro se valió de su arma
para arrancar la lanza de las torpes garras del goblin, y la pica fue a caer con estrépito
detrás de Kaz.
Al verse desarmado, Krynge hizo lo único inteligente que podía hacer y se retiró
también, aunque buscando con desespero otra arma. El goblin que llevaba la espada,
sabedor de cómo acabaría un duelo con un minotauro —una espada contra un hacha
tan bien manejada—, dio media vuelta y huyó. Krynge le gritó algo venenoso al
fugitivo, pero luego decidió seguirlo. Cascacráneos, en cambio, ya fuese por mera
tozudez o por locura, arremetió contra Kaz. La extensión de su brazo era menor que
la del minotauro, y por eso lo agitaba como loco. Kaz aprovechó la ceguera del
ataque del goblin para arrojarse sobre su desnudo torso.
Cascacráneos dio una vuelta sobre sí mismo y se desplomó al suelo con un
profundo agujero en el pecho, por el que escapaban sus fluidos vitales.
Kaz limpió las hojas de su hacha y, en la confianza de que ninguno de los dos
supervivientes volverían a molestarlo, dedicó su atención al prisionero.
Era Huma quien lo miraba.
El minotauro parpadeó y, al momento, se encontró frente a un cansado rostro que
no guardaba ninguna semejanza con el de su lengendario camarada. Éste era algo
mayor en años, si no en experiencia; tenía la nariz ligeramente redondeada y uno de
aquellos grandes bigotes tan frecuentes entre los caballeros. Sus cabellos parecían
claros, aunque no precisamente rubios, pero el color podría cambiar cuando
estuviesen limpios de sangre y mugre.
Los labios del hombre se veían agrietados, de lo que Kaz dedujo que el
desdichado no había bebido ni una gota de agua desde hacía días. Inmediatamente
tomó su odre y lo acercó a la boca del caballero. Pese a que, primero, una sombra de
recelo cruzó las facciones del humano, éste bebió ansioso.
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Kaz se sacó un cuchillo del cinto y desató las manos y los pies del desconocido.
—No... ¡no p... pienso decir nada, monstruo! —jadeó el hombre. Kaz resopló.
—No tienes nada que temer de mí, Caballero de Solamnia. No soy amigo de los
goblins, como has podido comprobar. Soy seguidor de Paladine y Kiri-Jolith, ¡y no de
Sargas o su Señora de la Oscuridad!
Los ojos del guerrero delataron que no estaba convencido del todo, pero esperaba
que, al menos, el minotauro lo trataría mejor.
El caballero era casi incapaz de moverse. Arrodillado junto a él, Kaz hizo lo
posible para ponerlo más cómodo. Un rápido reconocimiento demostró que el
hombre tenía el cuerpo lleno de magulladuras, y la parte de la armadura que cubría la
pierna derecha estaba doblada y retorcida, lo que indicaba que había una fractura. El
minotauro pensó en lo útil que le hubiera sido la sanadora Tesela en esos momentos.
En cualquier caso hizo cuanto pudo para calmarle el dolor de las heridas y
vendárselas, al mismo tiempo que pro curaba convencer al caballero de que con él
estaba seguro.
—Me llamo Kaz. Veo que eres un Caballero de la Corona... —dijo, señalando los
abollados restos del casco y del peto, este último con unas marcas terribles que
parecían producidas por gigantescas garras—. Procedes de un puesto avanzado
próximo al sur de Ergoth, ¿no? Yo tuve una breve ocasión de conocer a un miembro
de otro puesto situado en el mismo Ergoth. Buoron...
El caballero movió la cabeza con cuidado. Kaz se estremeció. Buoron era un buen
guerrero, parecido en algunas cosas a Huma, y había muerto en la primera batalla en
que se utilizaron las Dragonlances. El minotauro apenas había podido tratar a
Buoron, pero lo consideraba valiente y digno de confianza.
Kaz cambió de postura al oír que su nuevo compañero hablaba. La voz del
hombre era sólo un ronco susurro.
—Darius... Mi nombre es Darius... Y tú... ¿eres Kaz, dices?
—Sí.
Darius señaló al minotauro con un tembloroso dedo.
—Eres... el buscado por... el Gran Maestre.
El minotauro rió con amargura.
—¿Y tú te propones capturarme en su nombre?
El caballero meneó débilmente la cabeza en sentido negativo.
—No... después de lo... que oí... Todas las órdenes son... sospechosas.
—¿Sospechosas?
—Veníamos a... presentar nuestras quejas... Nuestro primer mensajero... no
regresó. Su nombre apareció en una... proclama. Igual que el tuyo.
—En efecto. Y ahora, tus compañeros han sido asesinados por goblins. He
aprendido a no creer en las coincidencias.
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Darius palideció todavía más, si era posible.
—¿Todos... muertos?
—Sí, humano. Eso creo, al menos. En tiempos pasados figuraban entre mis
amigos varios buenos caballeros...
—Todos muertos...
El guerrero herido intentó alzarse entre balbuceos.
Kaz procuró que no lo hiciera.
—¡Te matarás, si no reposas! Yo no soy un sanador, caballero, y tus heridas
tardarán algún tiempo en curarse, de modo que... ¡a descansar!
Aunque se hallara en buenas condiciones, Darius no habría podido con Kaz. Se
acostó de nuevo, pues, y el minotauro volvió a examinarlo rápidamente. Era difícil
asegurar que el estado del herido no era grave. Podía tener lesiones internas...
—Los mató a todos... —musitó el caballero, medio inconsciente después del
esfuerzo realizado.
—¿Qué? —inquirió Kaz, helado, mirando fijamente a Darius, pero éste estaba
casi dormido—. ¿Qué quieres decir? ¿No fueron los goblins?
El herido entreabrió los ojos, cuya mirada se perdió más allá del minotauro.
—No..., no fueron los goblins... A mí me encontraron después que..., después que
eso me arrojara... Tuve suerte... Parecía tener mucha prisa por marcharse... ¡Paladine!
Tenía la piel dura como la piedra, y las alas...
—¿Alas?
Kaz tembló al recordar al ser que una noche había volado por encima de su
cabeza. ¡Qué cerca lo había tenido!
—¿Qué clase de bestia era?
Darius logró enfocar a su benefactor.
—No era exactamente una bestia... Los señores de la tierra... Los hijos de la luz y
la oscuridad...
Kaz conocía aquella letanía. La había oído incontables veces a lo largo de su vida.
Era como algún antiguo bardo había descrito... ¡No!
—¿No te referirás a un..., a un dragón? —preguntó Kaz no sin esfuerzo. Darius
hizo una mueca de dolor.
—Era un dragón, minotauro, o algo semejante... Tenía unas garras tremendas,
unas alas que parecían cubrir el cielo, y... una boca capaz de engullir a un hombre
entero... —murmuró el hombre con el rostro ensombrecido— No obstante, abandonó
sus cuerpos... Lo que no había destrozado... No lo entiendo. Era un dragón y, al
mismo tiempo, no lo era...
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A pesar del dolor que sentía en su hombro, Kaz levantó la horrible carga y, con el
máximo cuidado, depositó el cuerpo del último de los compañeros muertos de Darius
en la improvisada pira funeraria. El caballero herido lo observaba desde cierta
distancia, apoyado en un nudoso árbol. No disponía él de las fuerzas necesarias para
realizar aquella tarea que consideraba indispensable. No cabía abandonar los cuerpos
de tantos valientes a merced de depredadores como las cornejas o, peor aún, los
goblins. Kaz había empleado un día entero en ese trabajo, porque le constaba que
Darius se hubiese negado a abandonar el lugar sin dar a sus compañeros la debida
sepultura.
Los goblins no habían vuelto a dar señales de vida. Kaz dudaba que regresaran,
pero aun así vigilaba constantemente.
El caballero, de mente más clara que el día anterior, insistía en que su grupo había
sido atacado por un dragón o algo similar, y Kaz no podía alejar tal pensamiento de
su cabeza. ¡Si todo el mundo sabía que los dragones habían desaparecido!
—Es preciso renovar el vendaje de tu herida, Kaz —indicó Darius—. No querrás
que penetre el polvo en ella.
Aunque con un gruñido, el minotauro se acurrucó al lado de su compañero y
permitió que éste le hiciera la cura. Era lo único que el caballero podía hacer en sus
actuales condiciones, y a Kaz le constaba que su máximo deseo era el de resultar útil.
—Gracias por todo.
El minotauro gruñó.
—Dudo mucho que yo mismo hubiese abandonado los cuerpos de tus camaradas.
Nunca me lo habría perdonado.
A juzgar por el encapotado cielo, era ya pasado el mediodía. Sin embargo,
soplaba un aire frío que no encajaba con la época del año. El fuego iba a resultar
doblemente provechoso. El caballero necesitaba calor, y a Kaz le hacía falta algo con
que encender la pira.
El minotauro se levantó para agarrar la seca rama que había apartado con ese
objeto.
—¿Deseas pronunciar algunas palabras? —le preguntó a Darius mientras la
encendía.
—No. Ya dije lo conveniente cuando tú reuniste los cuerpos.
Kaz avanzó ceñudo hacia la pira.
Empezó a llover en el momento en que, evidentemente, el fuego había cumplido
su cometido. Kaz calculaba que las llamas se consumirían por sí mismas, pero la
lluvia le permitió dejar de vigilar la hoguera. Cuando el último rescoldo estuvo
apagado, cesó el aguacero.
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—¡Alabado sea Paladine! —murmuró Darius, un poco mojado, tendiéndole una
mano a Kaz, lo que significaba que quería ponerse de pie. El minotauro lo ayudó—.
Ahora deberíamos reanudar la marcha.
—¿No crees que sería mejor esperar a mañana? —contestó Kaz—. Un poco más
de descanso sólo puede hacerte bien.
La pálida cara del caballero expreso dolor.
—Temo que algunas de mis heridas sólo puedan ser curadas por un sacerdote de
Paladine o de Mishakal. No sé si los hay de este último, pero los señores del alcázar
de Vingaard siempre tuvieron allí algunos servidores del primero.
A Kaz le disgustaba la idea de depender de la gente de Vingaard para tal cosa,
pero tampoco se le ocurría nada mejor. Quizá se cruzaran con un sacerdote de
Mishakal en su camino hacia la gran fortaleza de la caballería. Sin duda tenía que
haber quien necesitara clérigos en tan desolada región. Alguien había de atender a los
aldeanos, si los del alcázar no lo hacían.
—No sabemos qué ocurre ahora en Vingaard...
—Pronto lo averiguaremos —respondió Darius en el tono imperioso que, como
Kaz recordaba, era típico de muchos caballeros.
El propio Huma lo empleaba de vez en cuando. Era la expresión de alguien que
considera justa su causa y, por consiguiente, cree que es la que debe prevalecer.
Con el tosco bastón hecho por Kaz en una mano, el caballero se apoyó en el
minotauro, que le rodeó los hombros con el brazo, y así emprendieron los dos su
camino. No era fácil, pero poco a poco avanzaban.
La primera aldea que Kaz veía desde hacía algún tiempo asomó en el horizonte al
anochecer. Ni el minotauro ni el caballero conocían bien la región, pero a ambos les
constaba que Vingaard sólo podía hallarse a unas dos o tres jornadas de distancia.
Que debieran continuar hasta llegar a la aldea aquella misma noche o no, ya era otra
cuestión.
Darius deseaba evitar el pueblo a toda costa. Le recordó a Kaz que ahora se
encontraban dentro del radio de alcance de las patrullas de Vingaard, y que aún se
ofrecía una recompensa a cambio de la captura del minotauro.
—Un golpe de espada, y no vivirás para defender tus razones.
—No creo necesario recordarte, Darius de la Corona, que estás gravemente
herido. Podemos considerarnos afortunados de que no te hayas desplomado al suelo.
—Ni lo haré.
Kaz soltó un bufido de ironía.
—También los nobles caballeros solámnicos tienen sus límites físicos. En la aldea
puede haber un sanador, y por ahora yo no he visto ni señal de una patrulla
solámnica.
Eso preocupaba al minotauro. Cuando él estaba en aquellas zonas, la Caballería
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las controlaba de manera constante en un radio de largos kilómetros, hasta mucho
más allá del lugar donde Darius y sus compañeros del sur habían sido atacados por el
presunto dragón. Y no sólo había pasado inadvertida aquella espantosa carnicería,
sino que, además, los goblins parecían moverse a sus anchas en considerables bandas.
¿Qué ocurría en el alcázar? ¿Qué les sucedía al Gran Maestre Oswal y a su
ambicioso sobrino Bennett?
—La decisión es tuya, minotauro —dijo Darius—. Yo no tengo la mente clara, en
estos momentos.
Kaz estudió el demacrado rostro del aún joven caballero, y vio que éste se daba
cuenta de sus condiciones, lo que decididamente facilitaba la decisión a tomar por él.
—Unos minutos de descanso, Darius, y seguiremos adelante. Si en esa aldea hay
un sanador o alguien más hábil que yo para limpiar y volver a vendar tus heridas,
inmediatamente se hará cargo de ti. En el caso contrario, van a comprobar cómo
puede enfadarse un minotauro.
Al observar la expresión de susto del caballero, Kaz enseñó todos sus dientes en
una amplia sonrisa.
—Descansa tranquilo, Darius. Sólo los amedrentaría.
Aunque no del todo calmado, el humano se dejó conducir hacia el pueblo cuando
emprendieron de nuevo el camino. La aldea resultó estar más próxima de lo que
habían pensado. Llegaron allí apenas oscurecido. La mayoría de las casas necesitaban
una urgente reparación, y los desechos se pudrían por las calles. El lugar apestaba a
cuerpos sucios, pero —cosa rara— no vieron a nadie. Kaz habría creído que el pueblo
estaba abandonado de no divisar al fondo del callejón una débil luz. Su camino, que
pasaba por el centro del villorrio, conducía directamente a ella.
—Veo una posada —murmuró Kaz, y Darius hizo un débil gesto afirmativo.
A medida que avanzaban, el minotauro notó que, aunque el lugar parecía desierto,
escondidos ojos los vigilaban desde casi cada casa. Con su mano libre empezó a
acariciar el mango de su hacha de combate. También el caballero se puso tenso. Por
herido y agotado que estuviera, no dejaba de presentir el peligro.
Cualquiera que hubiese sido el nombre de la posada, estaba ahora tan descolorido
que resultaba ilegible a la luz de la antorcha. Kaz vaciló sólo el momento necesario
para asegurarse de que sujetaba lo suficiente a su compañero, y luego abrió la puerta
de un empujón. Sin esperar la reacción de quienes pudieran estar dentro, el minotauro
se introdujo en la casa arrastrando al herido.
—Vengo en son de paz —anunció con voz estentórea, y en el acto parpadeó al
comprobar que en la pieza había únicamente tres personas, una de ellas tendida sobre
una mesa cercana y, a juzgar por su postura, muerta. Las otras dos le eran conocidas,
cosa que provocó en Kaz una expresión de enorme sorpresa.
—¡Kaz!
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Una figura menuda salió disparada hacia adelante y abrazó al minotauro.
—Yo estoy bien vivo, Delbin, pero tú no lo estarás durante mucho rato si no me
sueltas —rió Kaz.
El kender retrocedió de un salto, su eterna sonrisa fija en el voluminoso amigo al
que ya consideraba perdido y muerto.
—¡Qué alegría, volver a verte...! —exclamó Delbin— ¿Cómo lograste
sobrevivir? Los minotauros nos abandonaron al ver que la corriente te arrastraba
consigo, y supongo que irían en busca de tu cuerpo, aunque Tesela opinó que no lo
encontrarían, ya que, un poco más al sur, el río es muy profundo y de aguas muy
revueltas. Te aseguro que, si alguna vez vamos allá, yo...
—¡Haz una pausa, Delbin! —intervino la voz de la persona que estaba en la
posada con el kender.
Tesela, con una beatífica sonrisa en el rostro, se apartó de la inmóvil figura
tendida y saludó al minotauro.
—Te buscamos durante un par de días —explicó, pero el kender dijo que
necesitaba ir a Vingaard para defender tu causa, dado que, si tú habías muerto, nunca
podrías completar tu averiguación.
Kaz, fruncido el entrecejo ante tamaña sorpresa, miró a Delbin, quien,
súbitamente tímido y sin saber qué decir, musitó al fin:
—Tú... eres mi amigo, Kaz.
Contra su propia voluntad, el minotauro dedicó a su pequeño compañero una
breve y alentadora sonrisa. A Delbin se le iluminó la cara.
—Como yo viajaba en esta dirección de todos modos, seguí junto a él —añadió
Tesela, con una mirada de reojo al kender—, y, aparte de que, en alguna ocasión,
cosas pertenecientes a otras personas fueron a parar misteriosamente a su bolsa,
gracias a Mishakal no tuvimos mayores contratiempos.
Fue entonces cuando, por vez primera, sus ojos se posaron directamente en
Darius, que en vano trató de hacer una inclinación. La cara de Tesela expresó gran
inquietud.
—Traedlo aquí —dijo, señalando otra mesa—. Perdonad, caballero, que no me
fijara en la importancia de vuestras heridas.
—Eso no me ofende, sacerdotisa, pero... ¿qué hay de ese otro hombre?
Darius contuvo un gemido cuando lo ayudaron a acostarse encima de la mesa.
—Continuad con él, señora... ¡Por favor! Yo puedo esperar...
Tesela contempló con tristeza el cuerpo yacente, un viejo y flaco mendigo que
tenía las manos cruzadas sobre el pecho.
—A él ya no puedo ayudarlo, Caballero de Solamnia. Poca cosa cabía hacer por
él, cuando el pobre llegó a mí tan horrorizado...
—¿Horrorizado? —preguntó Kaz con la vista fija en el cadáver.
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—Horrorizado, sí —repitió Tesela mientras comenzaba a desmontar los abollados
restos de la armadura de Darius—. ¿Cómo pudisteis caminar dentro de este montón
de chatarra?
El caballero pareció sentirse confundido e insultado.
—Esta armadura es casi lo único que poseo en el mundo y, además, el único
recuerdo de mi familia. Nuestras propiedades están ahora tan asoladas como estas
tierras, y sólo yo sobreviví a la guerra —jadeó, después de tragar saliva—. Antes de
que mis compañeros y yo fuésemos atacados, ¡bien útil que me eran mis pertrechos!
La sanadora examinó varias de sus heridas. Tocó al paciente cerca de las costillas
inferiores de su lado izquierdo, y Darius gritó.
—¡Por el Árbol, mujer! ¿Queréis que pase a hacer compañía a ese desdichado
mendigo?
—Necesito saber algo acerca de vuestras lesiones, antes de rezarle a Mishakal —
replicó ella, molesta—. Mishakal confía en que sus sanadores sepan lo que hacen, de
manera que será mejor que me dejéis continuar. Según cómo estéis, tendré que rezar
por vos un día entero, aunque dudo que vuestras condiciones sean tan graves.
Además, Mishakal pide algo a cambio de su ayuda. No hay que dar por sentado que
ella va actuar porque sí, caballero.
—Disculpadme, señora.
Kaz se inclinó hacia Tesela.
—¿Hay algo que pueda hacer yo?
—Sí. Búscate algo de beber, y luego descansa. No dudo que, hoy, toda la carga la
has llevado tú.
El minotauro miró a su alrededor.
—¿Dónde está el posadero?
—Se fue. Hace al menos una semana, y me imagino que no volverá. Me dijeron
que es lo que aquí hacen todos. Se marchan abandonándolo todo. Supongo que
también esta gente llega a un punto que no puede superar.
—¿Qué significa eso?
La mujer tomó entre sus manos el medallón.
—Te lo explicaré más tarde. Si a ti y a Delbin no os importa pasar a otra
habitación, yo podré realizar mejor mi tarea.
Kaz asintió con un gruñido y se dirigió a donde estaba el mostrador, seguido por
Delbin. El kender llevaba demasiado rato silencioso, y ahora brotaron de él
incesantes preguntas.
—¿Qué le pasó al caballero, Kaz? ¿Tropezaste con más personas? Parece que
todo el mundo teme a los extranjeros, sobre todo si son caballeros. Dicen que nadie se
ha acercado al alcázar desde hace semanas. ¿Por qué supones que debe de ser?
El kender calló en el acto cuando Kaz le ofreció una jarra llena de algo extraído
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de un barril situado debajo del mostrador. Ambos tomaron grandes sorbos, aunque
después hicieron sendas muecas al notar el agrio sabor.
—¡Uf, qué malo! —gruñó Kaz, y dejó la jarra.
Prefirió sacar su propio odre y beber de él. El agua, procedente de un arroyo que
él y Darius habían cruzado aquel día, era fangosa, pero aun así sabía mejor que el
líquido del barril, imposible de identificar.
—La gente del pueblo, Delbin... Yo noto su presencia. Nos miraba cuando
nosotros pasábamos. Me di cuenta. Todos temen algo.
—Eso afirma Tesela, y ella debe de saberlo, porque seguramente también inspira
miedo a los habitantes del pueblo. Ese viejo muerto fue sólo el tercero que acudió a
ella desde que llegamos aquí, cinco días atrás. El pobre estaba ya en las garras de la
muerte, como comprobó Tesela. Temía que ella le exigiera un pago por adelantado, o
algún trabajo duro a cambio de curarlo. Incluso tenía miedo de que lo echara con
cajas destempladas o le pegara como...
Delbin vaciló y miró hacia la pieza donde yacía Darius.
—...como uno de los caballeros ya había hecho —concluyó la frase en un susurro.
—¿Qué? —exclamó Kaz, y renegó en silencio—. Entra aquí conmigo —añadió,
indicando una puerta que probablemente conducía a un almacén.
Así era, en efecto. Kaz encontró una caja que olía a roble medio podrido y tomó
asiento en ella. La madera crujió, pero aguantó el peso. Delbin descubrió un pequeño
escabel y se instaló en él, ansioso de hablar.
—Sigue —dijo el minotauro, muy serio.
La historia de Delbin confirmó los rumores oídos últimamente. En aquel
territorio, las acciones cometidas por los caballeros habían llegado a parecerse a las
crueldades que habían llevado a su fundador, Vinas Solamnus, a ponerse en contra de
su amo, el emperador de Ergoth. Ahora, Solamnia se enfrentaba a la ruina y al
pánico. Los caballeros del alcázar de Vingaard, corazón de las Ordenes, ya no
pretendían controlar el país, y los goblins y otros seres rapaces se introducían en la
región para atacar por sorpresa a los demasiado débiles o demasiado apáticos para
defenderse.
—¡Esto es la locura! —susurró Kaz, furioso— ¡El infierno!
Delbin ladeó la cabeza.
—¿Y todavía piensas ir al alcázar de Vingaard? Puede resultar muy peligroso,
Kaz, pero si tú vas iré yo también, porque me tenías muy preocupado, y la idea de
que hubieses muerto era espantosa. ¡Prométeme que, al menos por ahora, no vas a
morir! Oye, que tengo que escribir toda tu historia...
El kender metió la mano en su bolsa y sacó algo que en nada se parecía a su
amado libro, aunque también era de papel. Para ser más exactos, se trataba de un
rollo de pergamino.
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—Hum, ¡mira esto! Dice cosas muy curiosas, Kaz, ¡y te menciona a ti!
—¿A ver?
El minotauro le arrebató el rollo y leyó su contenido.
—Sí, aquí aparece mi nombre... «Kaz es considerado culpable del deshonroso y
nefando delito de asesinato, y así, por orden del Consejo del emperador, este perjuro
es proclamado un criminal en todas nuestras tierras. Quienes llevan este documento
son servidores del emperador de los minotauros y cuentan con los poderes necesarios
para conseguir la captura o la ejecución, si fuese necesaria, del asesino. Se ruega la
cooperación con los portadores de esta proclama.» Todo muy correcto y solemne...
El minotauro arrugó el pergamino en un súbito acceso de furia y se lo tiró a su
compañero.
—Emperador? —jadeó. ¡Un asqueroso ogro, todavía en el poder! ¿Cómo
obtuviste esto, Delbin?
El kender abrió mucho los ojos.
—Es lo que quería contarte. Aquel minotauro bajo, el jefe... ¿Recuerdas cómo
arrojó la lanza?
—Difícilmente podría olvidarlo, Delbin. Pero yo recuerdo algo más. Parecían
luchar entre ellos...
Delbin lo interrumpió, muy excitado:
—¡Es cierto, sí, Kaz! Otro surgió detrás de él y, cuando vio lo que había hecho el
tipo bajo, le dio un fuerte golpe. Se enzarzaron en una pelea, y otro miembro de tu
pueblo, creo que era una hembra, los miraba desde cerca. El achaparrado tenía un
cuchillo, con el que intentó cortarle el cuello a su contrario, pero éste, que era el alto,
le pasó un brazo alrededor del cuello al más bajo y le retorció la cabeza. Creo que lo
desnucó. Entonces, la hembra se aproximó y, entre los dos, arrojaron el cuerpo al río.
Luego huyeron juntos al bosque. Poco después, yo descubrí en la orilla un envoltorio
de aspecto importante. Pensé que era algo tuyo, pero dentro no había más que un
poco de comida y ese pergamino. Luego... creo que lo olvidé todo hasta ahora...
¿Una lucha entre sus implacables perseguidores? ¿Una lucha en la que había
resultado muerto Greel? ¡Qué curioso!
Un gran estrépito procedente de la fachada delantera de la posada hizo levantar de
un salto a Kaz. Corrió a la sala común y vio que Tesela se encaminaba a la puerta.
Una de las ventanas, antes con los postigos cerrados, había sido abierta de una fuerte
pedrada.
—¿Qué ha ocurrido? —quiso saber el minotauro.
—Me figuro que la gente del pueblo quiere que le entreguemos a tu compañero
—contestó con calma la sacerdotisa, señalando al inconsciente Darius—. Aquí
detestan a los caballeros.
—Pues es preciso que pernoctemos aquí, sanadora.
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—Lo sé.
Tesela se asomó, pero fuera no había nadie. Después de cerrar la puerta, se dirigió
a la ventana y aseguró los postigos.
—Necesito dedicar más tiempo al herido —explicó. ¿Por qué no procuráis dormir
un poco, vosotros dos? No creo que estos asustados aldeanos nos puedan causar
muchos problemas, aparte de arrojar piedras y luego escapar. De todos modos, opino
que debemos marcharnos antes de la salida del sol.
—De acuerdo.
Kaz la vio volver a sus meditaciones. Entonces agarró al curioso Delbin por el
cuello de la camisa y se retiró con él al otro extremo de la habitación. Hizo echar al
kender sobre un banco y, después de descolgar el hacha de su arnés, se acostó en otro
que había cerca. El minotauro cerró los ojos en el momento justo en que el kender
había decidido que no podía permanecer callado por más rato.
—De dónde sacaste semejante hacha? —susurró. ¿Es obra de enanos? ¿Cómo es
que brilla tanto? ¡Apuesto algo a que es mágica! ¿Quién te la dio? ¿O la ganaste en
una lucha?
El parloteo continuó hasta que el kender miró más detenidamente a su amigo y
llegó a la conclusión de que estaba dormido. Delbin se moría de ganas de ver qué
hacía Tesela, o de explorar el pueblo, pero había prometido a la humana que se
portaría bien y, además, ahora estaba Kaz con él, y éste esperaría lo mismo de él... El
propio kender cayó en un profundo sueño segundos después, como delataron sus
quedos ronquidos.
Kaz entreabrió los ojos. En ocasiones, Delbin era de reacciones previsibles, y al
minotauro le constaba que tenía que estar rendido. Con todo cuidado, los dedos del
hombre-toro acariciaron el astil de su hacha de armas. Aunque Tesela creyera que las
gentes del lugar no constituían un gran peligro, él sabía de sobra que hasta el grupo
más apático podía transformarse de súbito en una furiosa turba si hallaba una excusa
para descargar sus frustraciones.
Volviendo a cerrar los ojos, Kaz se permitió sumirse en un duermevela. Se daba
cuenta de que por allí cerca ocurría algo, pero no sabía exactamente qué era.
Descansaba a su manera, pero sin poder entregarse a un sueño reparador. Ya tendría
tiempo para ello cuando los asuntos de Solamnia y Vingaard y su propio problema
estuvieran solucionados.
Kaz despertó cuando percibió el ruido de unos pies que se movían ligeros por el
interior de la posada. Inmediatamente agarró el hacha y se puso alerta. La sanadora
estaba junto a la puerta del edificio y parecía mirar algo o a alguien situado fuera. El
minotauro se levantó despacio y, con toda precaución para no despabilar a Delbin, se
unió a ella. Con mano crispada sujetaba su arma.
—¿Oíste algo? —murmuró.
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—No lo sé... Puede que fuera sólo el viento, pero...
Tesela se había desprendido de su máscara de seguridad y confianza, y de nuevo
resultaba una persona normal y asustada. Probablemente se trataba sólo de uno de los
aldeanos, que se había atrevido a espiarlos...
De pronto, algo pesado saltó del tejado de la posada, y ésta se estremeció hasta
los fundamentos. Delbin se alzó entre parpadeos. En el exterior, un violento vendaval
arrancaba todo lo que podía. Hubo otro estruendo, pero los aullidos del huracán lo
ahogaron.
—¿Qué sucede ahí fuera? —bramó Kaz.
—¿Qué es, Kaz? ¿Una especie de tornado? ¿Crees que derribará la posada? Y si
lo hace, ¿no deberíamos salir antes de que...?
—¡Calla, Delbin! —le ordenó el minotauro.
Apartó con el codo a Tesela y escudriñó la oscuridad. Aún no amanecía. Sin
embargo, tampoco se veían las lunas.
En algún punto cercano, Kaz oyó un crujido de maderas y un grito muy humano.
Empuñó con fuerza el hacha, salió de la casa y avanzó en dirección al ruido ya
menguante. Las voces de los aldeanos delataron que todos corrían a refugiarse en sus
hogares.
—Imbéciles! ¡Cobardes! ¡Uno de los vuestros se muere! —voceó.
Pero sus palabras no tuvieron efecto. Aquella gente era débil, de poco espíritu.
Kaz vaciló. De improviso se encontró frente a un edificio que había sufrido un
misterioso desastre... y frente a otra cosa distinta: algo muy grande y poderoso,
horrible...
El ser que reducía a astillas la construcción se alzó en toda su estatura, que
doblaba la del minotauro. Al retroceder éste precipitadamente, percibió un fragor
idéntico al estremecedor aleteo que había pasado días atrás por encima de él... A Kaz
no le cupo la menor duda de que era la bestia que había matado a todo el grupo de
caballeros, menos a uno.
El ruido de aquellas alas retumbaba en sus oídos. La extraña criatura se hallaba
prácticamente encima de él. Si tenía que morir víctima de un dragón..., si en efecto
aquello era un dragón..., no se rendiría sin antes haberle dado un gran golpe.
Cuando Kaz dio una vuelta sobre sí mismo blandiendo el hacha, unas enormes
garras pasaron justamente por encima de su cabeza, errándole por escasos
centímetros. La extraordinaria arma percutió duramente el costado del monstruo y
rebotó con un fuerte sonido. El minotauro se tambaleó en espera del próximo ataque,
mas éste nunca llegó. La criatura se alejaba por los aires como si Kaz no hubiese sido
más que un momentáneo obstáculo.
El minotauro palpó el filo de su hacha. Estaba mellado.
—¡Vuelve atrás, dragón, o cualquier engendro del infierno que seas...! ¡Atrévete
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conmigo!
Poco le importaba lo que pudieran pensar los habitantes del villorrio. Kaz sólo
sabía que ansiaba luchar contra aquello.
El monstruo no regresó, pero el minotauro calculó que había llegado procedente
del norte y que ahora retornaba al mismo lugar. Si mantenía el mismo rumbo, volaría
por encima del alcázar de Vingaard...
Kaz profirió una maldición y guardó en el arnés la estropeada hacha. Sin hacer
caso de los murmullos y lloriqueos que salían de las diversas casas y chozas, corrió a
toda prisa hacia la posada. Solo o no, necesitaba alcanzar Vingaard lo antes posible.
El alcázar era la clave de todo. Allí obtendría las respuestas que tanto buscaba...
Y, posiblemente, también se encontraría con un dragón.
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Kaz entró por la puerta de la posada como un demonio surgido del abismo. Delbin
chilló al verlo, y las manos de Tesela se cerraron alrededor del medallón que siempre
llevaba encima. Darius aún dormía, aunque pareció contraerse cuando el minotauro
dio unos pasos hacia la sacerdotisa humana.
—Tú tienes un caballo, Tesela. ¿Puede llevarme?
—Llevarte a ti? ¿Por qué?
De haberse podido ver a sí mismo, quizás habría cambiado de actitud, porque
Tesela y el kender miraban con espanto sus ojos de loco. La expresión de Kaz decía
que sólo aceptaría una respuesta, sin tener en cuenta las posibles consecuencias.
—¿Crees que puede... soportar... mi peso? —insistió el minotauro entre dientes.
—Supongo que sí... —contestó la mujer, muy pálida—. Pero...
—¿Dónde está?
—Detrás de la casa. Oye, Kaz...
Pero el minotauro ya había atravesado la posada y salido por la puerta trasera en
cosa de segundos. El caballo de Tesela estaba atado junto al poni de Delbin. Ambos
animales parecían nerviosos, y Kaz necesitó un rato para que el noble bruto estuviera
quieto y pudiese él montarlo. Por fin subió a la silla y... resultó bruscamente
derribado cuando el caballo se sentó.
—¡Que Sargas te lleve, maldita bestia! ¡Levántate!
El bruto se negaba a obedecer. Kaz quiso obligarlo a ponerse de pie, pero los
cascos delanteros del animal se hundieron en el suelo, y lo único que consiguió el
minotauro fue perder el equilibrio y caer apoyado en una rodilla.
—¡Kaz! —gritó Tesela, a la vez que salía a toda prisa—. ¡No hagas eso!
—¿Tiene algo de mula, este caballo? —gruñó el minotauro, convencido de que el
bruto le tomaba el pelo.
Tesela rió nerviosa.
—Intenté decírtelo, pero no quisiste escucharme. ¡Esta yegua sólo permite que la
monte yo!
Kaz murmuró algo y se levantó.
—¿Hay una cuadra por aquí? ¿Dónde puedo encontrar otro caballo?
—No lo encontrarás. Esta gente no tiene caballos.
—Por los cuernos de Kiri-Jolith! ¡Necesito ir sin retraso a Vingaard, mujer!
Con los brazos cruzados, Tesela replicó de manera autoritaria:
—Tendrás que esperar a que todos estemos en condiciones de dejar la aldea. No
puedes ir solo, Kaz, ni nosotros te dejaríamos. Dame una oportunidad de comprobar
si el caballero está curado de sus heridas, y entonces nos prepararemos para
emprender la marcha juntos. Eso significará que avanzaremos más despacio, y lo
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siento, pero de este modo podrás emplear el tiempo en reflexionar sobre lo que te
conviene hacer cuando lleguemos. Debes pensarlo a fondo.
El minotauro respiró ruidosamente.
—Me confundes, sacerdotisa. A veces eres muy contradictoria.
Esbozó ella una lenta sonrisa y tomó las riendas de la yegua.
—Tendrás que aprender a tratar con un minotauro —le dijo al animal.
Kaz recapacitó. Era posible que Tesela tuviera razón.
***
Darius estaba despierto y se sentía mucho, mucho mejor. Se miró las manos,
movió los brazos y piernas y se puso de pie.
—¡Loado sea Paladine!
—¡Y Mishakal! —le recordó Tesela.
—¡Y Mishakal, desde luego! Gracias a vos también, sacerdotisa.
El caballero se inclinó torpemente ante ella, y Tesela enrojeció.
—¿Representa esto que ya podemos partir? —preguntó Kaz, impaciente.
Se alegraba de la recuperación de Darius, ya que sabía que a ningún guerrero le
gustaba verse indefenso, pero cada segundo de retraso lo inquietaba, en especial
desde que había visto que sólo contaban con dos monturas para cuatro jinetes.
Además, el viaje sería lento.
El caballero se forzó a apartar la vista de Tesela.
—¿Partir? ¿Hacia dónde?
—Hacia el alcázar de Vingaard, naturalmente. Tu dragón estuvo aquí hace bien
poco, y creo que ahora vuela en dirección a la fortaleza.
—¿El dragón? —exclamó Darius—. ¿Y va a atacar Vingaard? ¡Hemos de salir
enseguida!
—¿Qué vais a hacer vosotros que no consiguieran todos los caballeros de
Vingaard juntos? —intervino Tesela.
—No se trata de eso, señora. Yo soy caballero y...
—Tendríais que comprender que no estáis en condiciones de pelear —señaló la
mujer, al mismo tiempo que miraba a Kaz— como un minotauro. Primero debéis
procurar poneros lo que queda de vuestra armadura. Y la espada os vendrá bien.
Al grupo le costó poco prepararse. Sólo Darius tuvo alguna dificultad, y eso fue
debido a las mellas y deformaciones de su armadura. Kaz le prestó su ayuda,
empleando su asombrosa fuerza para enderezar lo mejor posible varias piezas. El
caballero, que nunca había podido comprobar el vigor de un minotauro, dirigió un
voto a Paladine. Tesela, por su parte, meneó la cabeza sorprendida. Delbin, en
cambio, que ya había visto hacer cosas semejantes a Kaz, intentó explicar todo cuanto
recordaba al respecto. De común acuerdo, los demás lo mandaron callar y dedicarse a
poner a punto los caballos.
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Abandonaron el pueblo, cuyo nombre nadie había podido averiguar, antes de que
la primera luz del sol se extendiera por el horizonte. Kaz no confiaba en que el día
fuera luminoso. Mediada la mañana, el mundo quedaría escondido bajo una espesa
capa de nubes. Aquel tiempo no era normal, como bien sabía Kaz. Le recordaba
demasiado la guerra y las tierras a punto de caer en manos de los servidores de
Takhisis. Donde reinaba el Mal, raras veces lucía el sol, según se decía, pero el Mal
no podía prevalecer en Solamnia. ¡No en la patria de los defensores terrenales de
Paladine! ¿No podía?
Tal pensamiento penetró muy profundamente en Kaz, mientras viajaban. El
alcázar de Vingaard sería visible antes de declinar la tarde. Pronto tendría las
respuestas que tanto anhelaba.
El recorrido resultó especialmente duro para Darius, mas no a causa de sus
heridas, que el poder de Mishakal había curado por completo. Antes bien era la tierra
en sí lo que lo afectaba. Como tantos otros, el caballero había esperado que Solamnia
se hallara ya en vías de recuperación, pero lo que veía no era más que un yermo.
—¿Cómo sobrevive aquí tanta gente? —le preguntó a Kaz, horrorizado.
—Porque esta tierra no está del todo muerta, humano, pero reconozco que tiene
que ser casi imposible.
No los acosaron los goblins, ni tampoco se arrojó sobre ellos ningún dragón ni
bestia alguna para tratarlos como juguetes. El día habría resultado incluso agradable,
de no ser por el aspecto desolador de la región. Kaz observó que Tesela tocaba
constantemente su medallón, y Delbin, que cabalgaba a su lado en el poni, se iba
poniendo taciturno, cosa muy extraña en uno de su raza. Los kenders solían estar
siempre contentos. El minotauro estuvo a punto de preguntarle qué le sucedía, pero lo
complicada y larga que sería la explicación del estado de ánimo de un kender lo hizo
vacilar y, al final, el asunto se le olvidó.
***
La primera hora del anochecer trajo consigo una lejana sorpresa envuelta en
nieblas.
Darius fue quien lo observó antes. Aquello no era sólo una confusa mancha en el
horizonte, y únicamente él supo establecer una relación entre el lugar donde ellos se
encontraban y las relativas dimensiones del objeto.
La palabra que pronunció fue poco más que un susurro:
—¡Vingaard!
Kaz estrechó los ojos y trató de distinguir mejor lo que aparecía a lo lejos.
—¿Estás seguro?
—¿Qué otra cosa podría ser?
—¡Tienes razón!
Pero, aunque durante la jornada habían avanzado bastante más de lo que Kaz
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había creído posible, la ciudadela de los Caballeros de Solamnia era aún una meta
que no alcanzarían hasta el día siguiente. Al minotauro le disgustaba la idea de
detenerse cuando ya estaban tan cerca, pero se recordó a sí mismo que por aquellas
tierras corrían los goblins y, además, una terrible e innominada bestia. ¡Que el
enemigo les saliera al encuentro! Más valía eso que caer en una emboscada. Y,
aunque por ahora no habían visto ninguna patrulla solámnica, ¿quién decía que no
tenían una bien cerca?
Era un grupo intranquilo el que acampó aquella noche. Kaz y Darius no cesaban
de examinar el cielo. Delbin, tan taciturno como últimamente, se durmió apenas
terminada la cena. Tesela, que casi no había descansado la noche anterior, también se
acostó pronto.
Darius se ofreció para hacer la primera guardia. Kaz discutió un poco con él, pero
al final cedió. De todas formas, no le sirvió de mucho echarse. Ninguno de los dos
logró conciliar bien el sueño, y cada cual pasó las horas de guardia del otro en
impaciente espera del amanecer.
La noche fue tan sin incidentes, que Kaz se preguntó si no debería llevar también
un libro en blanco, semejante al de Delbin, para tomar nota de ocasiones tan raras. No
obstante la calma de aquella pausa nocturna, el minotauro se levantó de madrugada
con tal ansiedad que las manos le temblaban de expectación... ¿De qué? No hubiese
sabido decirlo. Era la misma sensación que crecía en su interior desde hacía días.
Ambos necesitaban y, a la vez, odiaban el inminente enfrentamiento con Oswal.
***
Dejaron atrás unos cuantos villorrios más, donde una gente andrajosa llevaba una
mísera existencia. Hubo quien, con atrevimiento, les lanzó maldiciones, pero nadie
intentó hacerles daño. Kaz no sabía qué les molestaba más, si su propia presencia o la
del caballero Darius. También éste parecía darse cuenta de que los lugareños se
fijaban en él, y dirigió una dolorida mirada al minotauro. Para quien había dedicado
su vida a la gloria de Paladine, eso representaba una bofetada. Los Caballeros de
Solamnia eran considerados los benefactores del pueblo, y no unos odiados
enemigos.
El alcázar de Vingaard aumentaba de tamaño en el horizonte, e incluso parecía
cambiar ligeramente de forma, a medida que se aproximaban a él. En su aspecto
había algo de ominoso, por no mencionar ya el extraño hecho de que no les hubiese
interceptado el camino ni una sola patrulla. Nunca se había oído nada semejante. Kaz
comenzó a juguetear con su hacha y, finalmente, la extrajo del todo. Observó que,
asimismo, Darius empuñaba la espada. Hasta el pequeño Delbin acariciaba una de sus
dagas. Tesela, que no iba armada, murmuraba oraciones.
—No veo las banderas —señaló Darius.
—Quizá pendan lacias por la falta de viento.
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Era cierto. No soplaba la menor brisa, ni se oía nada. Incluso el cotorreo de las
cornejas habría resultado preferible al opresivo silencio que pesaba sobre el país.
Encontraron varias casas a su paso, algunas de las cuales necesitaban urgente
reparación, pero todas estaban vacías. Diríase que, simplemente, sus habitantes las
habían abandonado.
—Por lo visto, nadie tiene ganas de vivir cerca del alcázar de Vingaard —gruñó
Kaz.
En algunos puntos descubrieron intentos de cultivo. Tristes tallos de maíz, no más
altos que Delbin, y manchas de avena loca salpicaban el paisaje. Debido a hallarse
tan cerca de la sede de la Caballería, esa zona era la más adelantada en cuanto a la
recuperación. De no haber ocurrido algo que interrumpiera esa revivificación, los
campos se hallarían ahora en plena exuberancia.
—¿Tropezaremos con alguna dificultad en las puertas? —preguntó Tesela a
Darius.
Kaz, que pensaba lo mismo, no apartó la vista de los accesos. Había llegado a
creer que los ojos le jugaban una mala pasada, y parpadeó, pero la visión no cambió.
El minotauro emitió un bufido, desconcertado.
—Me parece que no es de temer que nos impidan la entrada.
—¿Por qué?
Se habían aproximado lo suficiente a Vingaard para examinar mejor el alcázar.
Kaz señaló las puertas.
—Si no me equivoco, ya están parcialmente abiertas.
Darius se detuvo y estrechó los ojos. Era cierto. Incluso desde allí se veía que las
puertas no estaban cerradas.
—¡Imposible! —susurró el caballero—. ¡Eso representa un imperdonable
descuido del deber!
—Puede representar más que eso —refunfuño Kaz—. ¡Mucho más!
Hasta ese momento habían avanzado lo más rápidamente posible, considerando
que dos miembros del grupo tenían que andar. Ahora, en cambio, el grupo redujo el
paso, intranquilo ante tan sorprendente hecho. Tesela hizo otra observación, algo que
todos habían visto ya, pero que nadie se atrevía a mencionar.
—¿Y dónde están los centinelas, Darius? ¿Dónde veis a los caballeros? ¿No
tendría que hervir de actividad, este lugar?
—Pues sí... —asintió el caballero, nervioso—. En efecto, debería haber gente,
pero... quizá se haya producido una guerra en alguna parte, o también cabe que sea la
hora de la oración...
Pero ninguna de sus indicaciones satisfizo a nadie. Vingaard resultaba cada vez
más amenazador. Los muros se veían increíblemente altos y largos. Destacaban dos
aspilleras para los arqueros, y poca cosa más se distinguía en las paredes. Las dos
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macizas puertas, que sobrepasaban la estatura de Kaz en más del doble, constituían
las únicas partes decoradas visibles. Cada una estaba blasonada con el símbolo de la
Caballería, el mayestático martín pescador con las alas extendidas y una espada en
sus garras. En el centro de la espada había una rosa, y una gran corona parecía flotar
sobre la cabeza del ave.
—¡Veo a alguien! —chilló de pronto Delbin, que se removía inquieto en su silla,
al mismo tiempo que señalaba las almenas del alcázar.
El fatigado poni empezó a cansarse de tanta agitación.
Los otros tres miraron hacia el castillo, pero no distinguieron a nadie. Kaz se
volvió de cara al kender, con aire de reproche, y Delbin protestó enseguida.
—¡Te aseguro que vi a alguien, Kaz! Supongo que se trata de un caballero,
porque llevaba armadura, y ¿quién si no un caballero iba a estar en el alcázar de
Vingaard?
El minotauro le mandó callar con un gesto.
—No hace falta que te extiendas. Si dices que viste a alguien, es que lo viste.
—En tal caso, la fortaleza no está abandonada —intervino Darius con cierto
alivio.
—Lo que no significa que sea la Caballería la que controle ahora Vingaard —
agregó Kaz, ceñudo.
—Eso también es verdad.
A medida que se acercaban, el enorme y silencioso alcázar crecía... Parecía una
fiera en paciente acecho. Pese al interés con que los componentes del grupo
vigilaban, no lograron descubrir a ningún otro habitante. Delbin, sin embargo, insistía
en haber visto a un hombre.
Desde su montura, Darius estudiaba las huellas dejadas por los numerosos
animales que habían subido a la fortaleza y bajado de ella. En aquellas huellas había
algo extraño, y el caballero se las mostró al minotauro, que las observó y en el acto
comprendió lo que preocupaba a Darius.
Kaz golpeó con el pie un par de señales, con lo que levantó polvo y cubrió varias
otras huellas. Seguidamente colocó su propio pie de manera que los dedos tocaran la
parte delantera de una de las marcas de los cascos no deformadas.
—Este caballo..., mejor dicho, todos estos caballos... —explicó— venían de
Vingaard. Con este polvo, las huellas no se habrían mantenido, si luego hubieran
regresado. Tendríamos que ver marcas de los caballos que llegaban, y yo sólo
distingo un par.
—En cambio, hay muchas que se alejan del castillo...
Darius no dijo nada más, pero sus ojos recorrieron la llanura que tenían delante.
Aparecía ésta cubierta de huellas que, casi en su totalidad, abandonaban el alcázar.
Kaz se dio cuenta de que el caballero procuraba convencerse a sí mismo de que sus
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compañeros habían llegado de alguna otra dirección, o de que, en realidad, aquellas
huellas no significaban nada. Eso siempre era posible. Cuando por fin se hallaron
ante la puerta, no sabían qué hacer. Nadie los había saludado, y todo estaba abierto.
El espacio era suficiente para que los caballos pasaran por él sin problemas.
—Anunciaremos nuestra presencia —dijo Darius. Se situó delante de los demás y
alzó la vista.
—Darius de Trebbel, Caballero de la Corona, con destino en la fortaleza de la
Baja Wystia, solicita permiso para entrar en el alcázar de Vingaard, la más noble
mansión del brazo derecho de Paladine y residencia del Gran Maestre...
Kaz lanzó un bufido de disgusto, apoyó el hacha en su hombro y cruzó la puerta a
grandes pasos. Después de un momento de duda, Delbin condujo a su poni detrás del
minotauro. Detrás de ellos, Darius se paró al ver lo que los dos hacían.
Sintiéndose algo así como una ofrenda a un silencioso y frío dios, Kaz penetró el
primero en el alcázar.
***
Al sur de Vingaard, cerca de donde Kaz había rescatado a Darius, un grupo de
jinetes descansó mientras uno de ellos se apeaba de su montura para examinar algo
visto en el suelo. Después de unos instantes, miró hacia donde estaban los demás.
—Dos series de huellas... ¡Por aquí, milord!
Una figura que llevaba la armadura de un Caballero de la Rosa, con la visera baja,
se unió al soldado. Éste, un hombre que prefería las regiones boscosas a las tierras del
sudoeste, se estremeció. Como tantos otros, había llegado a desconfiar de cualquiera
que perteneciese a la Orden Solámnica, en especial allí, en el norte destrozado por la
guerra. Pero aún, el caballero arrodillado junto a él era un miembro de la Orden de la
Rosa, a cuyo servicio estaban casi otros doscientos caballeros: doscientos caballeros
y un nervioso soldado.
—Un superviviente de la matanza y su salvador —comprobó el jefe, y el yelmo
proporcionó un extraño eco en su voz—. Al menos, eso es lo que parece,
considerando que alguien se tomó la molestia de destruir esa inmundicia.
El destacado caballero indicó lo que quedaba del goblin cuyo brazo había segado
Kaz por completo. El goblin se había arrastrado un trecho, y al fin había muerto.
Una vez enderezado el caballero, el soldado lo imitó enseguida. Unas manos
cubiertas con guanteletes alzaron el yelmo, y debajo apareció un apuesto caballero
algo arrogante, de finas facciones aguileñas. Como era costumbre entre los de su
clase, lucía un enorme bigote. Ahora que el casco ya no los escondía, los oscuros
cabellos del hombre flotaron sueltos en el viento. A pesar de ciertos aires de mando y
experiencia, era joven para ocupar tan alto cargo.
«Joven, pero envejeciendo a cada segundo», habría dicho Bennett, destacado
caballero de la Orden de la Rosa.
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El guerrero observó que las huellas avanzaban hacia el norte, en la misma
dirección que su grupo había tomado. Era el camino que debían seguir para llegar a
Vingaard, cuna de la Caballería y lugar donde él había crecido como hijo de un Gran
Maestre y sobrino de otro.
Temblaba ante la idea de volver a aquel alcázar, ahora que la maldición se había
disipado de su mente.
—Dos días —murmuró, y el soldado lo miró sin comprenderle. Bennett le explicó
—: Quiero que, dentro de dos días, veamos ya el alcázar. No que estemos allí, pero sí
que lo tengamos a la vista.
«¿Cuál es el alcance de... de lo que sea? —se preguntó—. ¿Caeremos enseguida
en sus manos? ¿O nos atacará por turnos, a uno y otro, hasta que enloquezcamos de
nuevo?»
El recuerdo de un caballero, un buen caballero, que había perdido la razón de
manera repentina y se había atravesado con su propia espada, hizo volver a
considerar el problema a Bennett. Sin embargo, no podían retroceder. No mientras
Vingaard estuviese convertido en algo perverso y hosco, una verdadera burla de su
auténtica tradición.
No mientras su tío, el Gran Maestre, víctima del aberrante encantamiento que
parecía pesar sobre Vingaard, permaneciera en sus aposentos, guerreando contra unos
enemigos que probablemente existían sólo en su mente...
«¿Es una prueba de nuestra fe, gran Paladine? ¿De la mía?»
De súbito le llamó la atención un resplandor blanco que vio a lo lejos. El
caballero se limpió los ojos del polvo de un largo viaje y miró hacia allá con más
detención. ¿Tan pronto había vuelto la locura?
—Qué es, señor? ¿Veis algo?
—No —contestó Bennett, a quien disgustaba la mentira, pero la verdad aún
resultaba peor. ¿Se trataría de un lobo albino? ¿O veía visiones?
El caballero se puso nuevamente el yelmo para esconder mejor su inseguridad, y
se volvió hacia quienes habían puesto la vida en sus manos. No todos pertenecían a la
Orden de la Rosa, pero era él quien, como caballero principal, los tenía bajo su
mando en tan crítica situación. Seis años atrás habría aceptado tal hecho sin mayores
preocupaciones y tal vez los habría conducido a todos a la muerte, si en efecto tenían
esa suerte. Pero los tiempos cambiaban, y las perspectivas también.
«¡Ojalá tenga tu energía, Huma de la Lanza!»
A una señal de Bennett, todos montaron. Raro era el que no había pasado por la
misma sensación de locura que él. En cuanto al elfo, Bennett se preguntó qué habría
sido de él.
Una vez a caballo, se dirigió al soldado, que miraba desconcertado a su alrededor.
—¿Qué te sucede?
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—No fueron los goblins quienes atacaron al grupo procedente de las fortalezas
del sur, señor. Tuvo que ser algo enorme.
—Los tiempos de los dragones quedaron muy atrás, hombre, y no tengo noticia
de ninguna criatura tan descomunal y asesina en esta parte del país. Tranquilízate.
Nuestro peligro reside en el alcázar de Vingaard; no en los cielos ni en la desolación
que nos rodea.
Bennett estaba realmente convencido de ello. Goblins e invasores eran de
importancia secundaria en comparación con lo existente en el alcázar de Vingaard...
¿o debajo de él?
Cuando la columna se puso en marcha, sus pensamientos se desviaron hacia los
dos que se habían tomado el tiempo necesario para proporcionar a los caballeros
muertos una pira decorosa. Uno de ellos era un caballero. De eso estaba seguro.
Respecto del otro... Las huellas no tenían aspecto humano y podían proceder de un
ogro o un goblin, pero ningún individuo de esas razas tendría ninguna consideración
con unos restos humanos. Tampoco podía tratarse de un elfo. ¿Acaso había sido...?
No; difícilmente. Sólo un loco se atrevería a penetrar en el corazón de un país que lo
había tachado de canalla. Ni siquiera un minotauro era tan tonto.
En cualquier caso, Bennett confiaba en que esos dos tuvieran el suficiente sentido
común para esquivar el alcázar de Vingaard.
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Poner el pie en el alcázar de Vingaard le produjo a Kaz la sensación de penetrar en
una de sus propias pesadillas. El lugar parecía envuelto en algo irreal, efecto
aumentado por las alargadas sombras del lento anochecer. A cada instante, el
minotauro esperaba que una fantasmal figura saltase sobre ellos desde cualquier
oscuro rincón.
—¿Dónde están todos? —musitó Tesela, aunque en realidad no era necesario
hablar en voz baja, ya que las voces de Darius habrían alertado de sobra a quienes se
hallaran dentro de esos muros.
Aun así, el ambiente invitaba a expresarse en un murmullo.
—¡Que Paladine nos proteja! —susurró el caballero.
Lo asombraba ver la basura esparcida por el patio del castillo. Varios grandes
montones de desechos, más altos que Kaz, llenaban las zonas abiertas de la fortaleza.
Parecían alineados para formar un dibujo, pero nadie podía imaginarse con qué fin.
Allí había de todo: sillas, armaduras, herramientas y muchas otras cosas.
Kaz entrecerró los ojos para escudriñar el interior del castillo. El abandono se
había cobrado su tributo en los edificios. Por doquier crecían el musgo y la hiedra. No
había nada que no estuviera cubierto por una delgada capa de suciedad.
Darius tomó las riendas de la montura de Tesela y asimismo las del poni de
Delbin, aunque esto último se le ocurrió después, y condujo los animales a la cuadra.
Pero, así que hubo echado una mirada al interior, los ató a un poste en vez de
introducirlos en la caballeriza propiamente dicha. Al regresar junto a los demás,
comentó:
—Por lo que veo, nadie ha limpiado esto durante meses. En la cuadra no hay
caballos, y yo no me perdonaría meter nuestras monturas en esa pocilga. Es un
criadero de enfermedades.
—Eso indica, por otro lado, que el establo fue utilizado recientemente —señaló
Kaz.
—Sí, quizás uno o dos meses atrás. Pero habían dejado de limpiarlo mucho antes.
El minotauro se apoyó en su hacha de armas.
—Delbin vio algo, o a alguien, mientras subíamos hacia la entrada. Cabe la
posibilidad de que fuera un caballero. Creo que debemos continuar la inspección.
—Si no te importa, preferiría que no nos separásemos —dijo Tesela, serena, con
la mano derecha siempre cerrada alrededor del medallón.
No obstante los poderes que le habían sido concedidos por su condición de
sacerdotisa de Mishakal, a Kaz le constaba que Tesela no estaba preparada para la
lucha, y el coraje dependía de lo que pudiesen encontrar acechándolos en el alcázar.
—Permaneceremos juntos.
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—La busca será larga —indicó Darius.
—Si uno de nosotros se viese en algún problema, resultaría muy difícil dar con él.
Es más prudente no separarnos. El alcázar de Vingaard ya no es lo que yo llamaría un
puerto seguro. Es muy posible que los goblins se hayan instalado en alguna parte de
la fortaleza.
—A lo mejor, tú preferirías que nos fuésemos.
Kaz meneó la cabeza.
—He venido hasta aquí para enfrentarme al Gran Maestre, y no abandonaré esto
hasta que sepa con certeza si está aquí o no. Si lo encuentro, tengo asuntos que
arreglar con él. Vosotros dos —añadió, de cara a Delbin y Tesela— esperadnos fuera.
Será mejor.
El minotauro conocía de antemano la respuesta de Delbin, y no lo sorprendió que
también la sacerdotisa rechazase la idea.
—Tú mismo dijiste que debíamos permanecer todos juntos.
«Una necesidad para tan distintos compañeros...», pensó Kaz con ironía. Parecía
lógico que, si lord Oswal gobernaba todavía el alcázar, se hallara en sus aposentos,
situados en la parte central del conjunto. Sin embargo, Vingaard podía constituir un
complicado laberinto para los no iniciados. Darius, que no había estado en Vingaard
desde hacía más de dos años, sólo lo recordaba todo vagamente, mientras que Kaz,
que llevaba cinco sin pisar el alcázar, conservaba en su memoria más detalles de
algunas cosas. Finalmente fue él quien guió al pequeño grupo, al adentrarse éste en la
misteriosa fortaleza. Aun así, había momentos en que el propio minotauro tenía la
mente en blanco, y esto lo alarmó, porque estaba convencido de que tales fallos no
eran sólo culpa suya. En aquel lugar había algo que le consumía los nervios.
Las sombras se alargaron y crecieron, envolviendo partes enteras de la tétrica
fortaleza. El único que parecía divertirse con la exploración era el kender. Su anterior
tristeza había dado paso a una gran curiosidad. Resultaba difícil impedir que escapara
hacia uno u otro lado para examinar los rincones que se le antojaban interesantes. Kaz
tuvo que recordarle que lo último que deseaba tener que hacer, era correr detrás de él
en un castillo tan inmenso. Pese a todo, Delbin continuó haciendo de las suyas.
Kaz percibió el parpadeo de una antorcha cuando el poco sol que quedaba
desapareció por encima de una de las murallas.
—¡Mirad!
Pero la luz se desvaneció al cabo de un momento, no como si alguien hubiese
querido esconderla, sino simplemente porque quien la llevaba se había alejado. El
minotauro tuvo entonces la vaga sensación de que no estaban tan solos como para
que su presencia pasara inadvertida a quien todavía habitaba Vingaard.
—Esa antorcha te aparta de donde tú quieres ir, Kaz —indicó Darius.
—No importa. Si en este lugar hay alguien, necesito saber quién es.
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Sin más palabras zigzaguearon por callejones y senderos, siempre en espera de
volver a ver al portador de la antorcha o a otro habitante, aunque les constaba que
corrían peligro de caer en una trampa.
Pasado un cuarto de hora, Kaz mandó hacer un alto. Tesela y Darius, que no
poseían la increíble resistencia de un minotauro, sintieron gran alivio. También el
hombre-toro respiró profundamente, aunque por la decepción que le causaba el hecho
de que el desconocido se hubiese ido, sólo Paladine sabía adonde.
Con un quedo reniego, Kaz se disponía a informar a los demás de la conveniencia
de retroceder, cuando se encontró con un nuevo problema. Delbin había
desaparecido. La verdad era que no recordaba cuándo había visto al kender por
última vez. Tampoco supieron decirlo los dos humanos.
—¡Que Sargas se lleve a ese mequetrefe! —rugió Kaz.
El minotauro empezaba a imaginarse lo terrible que sería que todos se separaran y
tuviesen que pasar el resto de la eternidad dando vueltas por el laberinto que era aquel
dichoso alcázar.
—¡Cuidado que se lo advertí! —agregó.
De repente, una enorme forma voló por encima de sus cabezas, pero se alejó antes
de que cualquiera de ellos pudiera alzar la vista.
—¿Y si el kender no se alejó por su propia voluntad? —sugirió Darius,
meditabundo, antes de dar una vuelta en redondo, como si temiera ver enemigos por
todas partes.
—Creo que, en el caso de haberse abalanzado ese dragón o lo que sea sobre el
kender para llevárselo, nos habríamos dado cuenta. ¡Volvamos atrás!
—¿Lo consideras una buena idea? —inquirió Tesela.
Kaz se encogió de hombros.
—No lo sé. Lo que desde luego no me gusta es permanecer aquí.
Pero no habían dado ni un solo paso cuando empezó a sonar una campana. Kaz y
Tesela miraron a Darius a través de la oscuridad. El caballero escuchaba con la
máxima atención.
Entonces cesaron las campanadas.
—¡Qué raro! Si no estoy equivocado por completo, es la llamada a la oración de
vísperas... Parece ser la hora adecuada, además.
—Hace un rato dejamos atrás el campanario —recordó Kaz—. Podría haber sido
una idea de Delbin...
—Delbin no es tan tonto como todo eso —declaró Tesela con voz enérgica.
El minotauro no la contradijo. Los kenders podían ser aventureros, pero no eran
estúpidos.
Ahora resultaba difícil moverse, pues la oscuridad dominaba casi por completo el
alcázar. Los tres dieron unos pasos indecisos en busca del campanario. Darius, que
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ahora iba a la cabeza, estuvo a punto de chocar con un voluminoso objeto que de
repente les cerraba el camino. Necesitaron varios segundos para comprender que
aquello era nada menos que un Caballero de Solamnia, totalmente vestido de malla y
con un poderoso espadón en las manos. El yelmo le cubría la cara. Pese al accidente
que había estado a punto de producirse, el guerrero no había retrocedido ni un paso.
—¿Acaso no oísteis la campana? —retumbó la voz del desconocido dentro del
casco— El Gran Maestre ordena que todo el mundo, con excepción de la guardia,
asista a la oración.
—Acabamos de llegar a Vingaard, amigo, y... —comenzó Darius, a la vez que
envainaba la espada.
El otro caballero se inclinó hacia adelante, como si ahora descubriera a los
compañeros de su colega.
—¡Engendros del infierno!
Sin más explicación, descargó un golpe de espada destinado a cortarle la cabeza a
Darius, quien reculó precipitadamente. Kaz se dio cuenta de que el camarada no
tendría tiempo de volver a desenfundar su arma y cargó contra el enemigo, hacha en
mano. La hoja del espadón rebotó con un tintineante sonido en uno de los filos del
hacha de combate, y el caballero la perdió mientras Kaz volvía a arrojarse sobre el
adversario antes de que éste tuviera tiempo de reponerse. Cuando los dos cuerpos
chocaron, el minotauro quedó casi mareado por el horrible hedor que despedía el
caballero. Los dos cayeron al suelo, Kaz encima del otro.
El minotauro siempre había creído ser mucho más fuerte que la gran mayoría de
los humanos. Incluso entre los de su raza, su resistencia le había dado renombre en
los anfiteatros donde había competido con sus congéneres. Ahora, en cambio, tenía
que luchar para mantener su ventaja, porque aquel hombre no sólo era tan vigoroso
como él, sino que empezaba a vencerlo.
—¡Darius! —logró gruñir.
El compañero vaciló unos instantes, atrapado entre la obligada lealtad a la Orden
y la creciente amistad con el minotauro. Al fin se decidió por Kaz.
—¡Quítale... el... yelmo!
El desconocido caballero luchó en vano cuando Darius le desmontó el casco, y
este último casi lo dejó caer cuando vio la cara del individuo.
—¡Pégale!
Darius apretó los dientes y, a la vez que pedía perdón a Paladine, golpeó
duramente al otro caballero en la mandíbula y, al ver que éste no se acobardaba,
volvió a darle. Esta vez, el hombre quedó atontado, aunque seguía peleando a ciegas,
y Kaz tuvo que propinarle un último puñetazo.
—La primera alma con la que tropezamos en Vingaard, y resulta ser un loco —
murmuró Kaz, frotándose el cuello.
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Había sangrado un poco, y sin duda llevaría las señales de la lucha durante un par
de días.
El minotauro pensó entonces en la sacerdotisa y se volvió, casi seguro de que
habría desaparecido como Delbin. Pero no: la encontró observándolos con cierta
expresión de alivio.
—Lo siento, Kaz, Darius... Hice lo que pude, pero él no respondió.
—¿Que no respondió?
—Intenté dejarlo dormido, pero su resistencia era increíble.
—No me sorprende... —contestó Darius en voz baja, arrodillado junto al guerrero
para examinar su cara y su armadura— Es un Caballero de la Rosa, y los de su Orden
tienen algún poder sobre sí mismos, en materia de fe.
Kaz se levantó y olfateó con asco.
—Es evidente que este tipo no tiene mucho sentido de la limpieza.
El minotauro se había enfrentado a numerosos caballeros, en su tiempo, y, al
contrario que los de otras Órdenes, los Caballeros de Solamnia creían en la virtud de
la escrupulosidad. Este, en cambio, parecía ser diferente. Su armadura estaba vieja,
mellada y sucia. Llevaba el bigote descuidado, y sus cabellos eran una maraña que no
había visto el cepillo ni otros cuidados en bastante tiempo. Asimismo apestaba como
alguien que no se hubiera bañado durante más de un mes.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó Tesela.
—Es un Caballero de Solamnia —les recordó innecesariamente Darius—. Como
tal debe ser tratado con respeto. Si está enfermo, vos quizá podáis ayudarlo, Tesela.
—Lo intentaré.
Nuevamente sonó la campana. Darius se alzó, y los tres miraron hacia la torre.
—¡Mishakal!
Kaz y Darius se volvieron hacia la sanadora, que señalaba el lugar donde yacía el
otro caballero o..., mejor dicho, había yacido. Porque ahora no quedaba ni rastro de
él. Ni siquiera se veía ya el yelmo que Darius le había quitado. Kaz olfateó el aire. Se
notaba un olor fuerte, pero más bien parecía proceder del ambiente en general, y en
nada recordaba el que había despedido el caballero caído.
—Esto no me gusta.
El silencio había vuelto a reinar después de una sola campanada, pero de pronto
se produjo otro sonido: el de unas grandes alas que se movían lentamente.
—¡Lástima que no tengamos una antorcha! —susurró Darius.
—Yo puedo crear un resplandor, si creéis que puede ser útil —se ofreció Tesela.
El minotauro no estuvo de acuerdo.
—La luz nos convertiría en un blanco todavía mejor para quien sea que nos
persigue.
El ruido fue en aumento. Sobre ellos cayeron trozos de techo y grandes nubes de
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polvo.
—¡Lo tenemos encima! —musitó Darius, que desenvainó su espada sin hacer
ruido.
—De nada nos servirá tu arma —señaló Kaz—. Yo estropeé mi hacha al golpear
al monstruo en el pueblo.
—¿Qué sugieres, pues?
Fue Tesela quien habló.
—¡Mirad!!
Los otros dos se volvieron, mas no lograron ver nada. Al fin, Kaz creyó distinguir
un familiar rostro aniñado que asomaba por un rincón. No se le ocurrió lo extraño que
resultaba poder ver tan claramente a Delbin en la oscuridad. El kender se había
llevado un dedo a los labios y mostraba una amplia sonrisa. Luego los llamó con un
gesto.
—Debe de haber encontrado algo —opinó Tesela.
—Ojalá sea un lugar seguro.
Con Darius a la cabeza y Kaz en la retaguardia, por si aparecía aquella
monstruosa criatura, pese a saber que su hacha no podía con ella, siguieron la pared
hasta donde habían visto a Delbin. Entonces empezaron a percibir ruidos. No los
movimientos de la desconocida bestia, sino lo que era lógico oír en el alcázar de
Vingaard: pisadas de caballeros que iban y venían, relinchos de caballos a los que sus
amos ponían las riendas, el choque de una espada contra otra...
Lo alarmante era que en aquel desierto alcázar no se veía a nadie.
—¡Vingaard está embrujado! —murmuró Darius con horror—. ¡Aparecen los
espectros de los muertos!
—Mientras sólo sepan hacer ruido, podemos estar tranquilos. En cambio, si
adquieren un cuerpo sólido, como el caballero de antes, sí que tendremos problemas.
Kaz hubiese querido que su voz resultara más convincente.
—¿Dónde se ha metido Delbin? —preguntó Tesela de súbito.
—¡Por Sargas...! ¡No...! Si hemos seguido a otro fantasma...
El minotauro se interrumpió al ver reaparecer al kender.
—¡Dice que tenéis que daros prisa! —susurró Delbin en voz tan fuerte como le
pareció prudente.
Al pequeño ya no parecía interesarle explorar la ciudadela.
—¿Quién lo dice? —quiso saber Kaz, cuando alcanzaron al kender.
—Ahora no queda tiempo para explicaciones, porque hay caballeros por aquí. Y
no hablemos ya de otras cosas con las que, según él, no nos conviene tropezar, ya que
todo Vingaard se ha vuelto loco y, si no vamos a la biblioteca...
«Al menos, algo sigue igual que antes», pensó el minotauro con ironía.
—¡Haz una pausa para respirar, Delbin! —pidió. Una vez más sonó la campana.
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Un solo tañido. Darius se inclinó hacia el kender.
—Dime, Delbin... ¿De veras hay caballeros en el campanario? ¿Sabes dónde está
el Gran Maestre? ¿Acaso...?
—¡Nos espera! —contestó Delbin y se apartó unos pasos—. Dijo que sería
terrible vernos atrapados aquí fuera. Los caballeros andan dispuestos a matar todo
aquello que se mueva. Según él, no pueden evitarlo.
—Yo soy partidario de ir a su encuentro —gruñó Kaz.
—Pudiera ser una trampa —objetó Darius.
—En tal caso, tendríamos que salir de ella —replicó el minotauro y empuñó su
maciza hacha de combate.
Más adelante, Kaz se daría cuenta de que Vingaard no era tan laberíntico como
parecía. Ni siquiera había muchos edificios independientes. Aquella noche, sin
embargo, tenía la impresión de que el castillo constituía un mundo lleno de
confusión. De momento comprobó que Delbin los hacía avanzar en círculos, aunque
no tardó en explicarse que ese camino había sido elegido para esquivar «otras cosas»
que merodeaban por la fortaleza.
De vez en cuando distinguieron fantasmales armaduras que se movían por la parte
central de Vingaard, donde se hallaban los aposentos del Gran Maestre. Todos
llevaban antorchas y caminaban despacio, pero ninguno de ellos, probablemente
Caballeros de Solamnia, se fijó en el reducido grupo. De cualquier modo, el kender
no los acercaba nunca demasiado a esas oscuras formas.
Finalmente, Delbin se detuvo.
—Es aquí —murmuró. Él está en la biblioteca. ¡Seguidme!
La biblioteca destacaba del resto del alcázar por ser el único edificio de esa zona
que estaba iluminado con antorchas. Una sólida escalera conducía a una maciza
puerta de madera. A cada lado de los peldaños había un pedestal coronado por un
enorme pájaro. Kaz reconoció en cada uno de ellos al martín pescador, cosa que
resultaba lógica. Un examen más detenido revelaría sin duda que las aves no sólo
llevaban corona, sino que además sostenían con sus garras una espada y una rosa.
«Demórate un poco, minotauro... Ven a hablar conmigo... ¡Hace ya tanto
tiempo...!»
A Kaz se le pusieron de punta los pelos del cogote. Notó que se le enfriaba la
sangre, y sus nudillos se pusieron blancos cuando apretó aún más el astil del hacha de
armas. ¿Qué era aquello que oía?
«¿Qué sabes tú, minotauro? ¿Qué secretos conoces?»
Tesela fue la primera en notar su extraño comportamiento. Le tocó ligeramente el
brazo.
—Ves algo, Kaz? —inquirió. ¿Qué sucede?
Era como si pesara sobre él una enorme compulsión y la única manera de librarse
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de ella consistiera en seguirla hasta el final. Poco a poco, el minotauro volvió la
cabeza y sus ojos buscaron algo —¿qué?— en las tinieblas.
«¿Debemos permitir que la persecución dure un poco más?»
Una borrosa mancha blanca empezó a formar una todavía vaga forma que tenía
cuatro patas y un largo y delgado hocico. Kaz supo que, si pudiera ver de cerca a
aquel ser, descubriría unos ojos de un rojo asesino, y que no habría en todo su frío
cuerpo ni un palmo de pelo.
—¡El lobo espectral! —exclamó Kaz con voz sorda.
—¿Qué?
—Ahí...
El minotauro parpadeó al advertir que estaba señalando la nada. La misteriosa
forma había desaparecido. Quizá nunca hubiese estado allí...
Otra vez sonó la campana. Un solo toque.
—¡Que Paladine nos proteja! ¿Por qué no callará?
La campana tenía un sonido fúnebre y, al carecer de todo sentido para ellos, su
forma de tañer los ponía de un nerviosismo creciente.
Llegó un momento en que Delbin pareció haber perdido la paciencia, cosa muy
rara en un kender, aunque Delbin resultaba muy especial en todo. Ahora agarró la
mano de Tesela y tiró de ella hacia el exterior. Darius quiso impedirlo, pero la
sacerdotisa meneó la cabeza y echó a correr con el kender. El caballero, que no quería
que Tesela saliera sin protección alguna, se lanzó tras ella.
Sólo Kaz vaciló, y no por temor, sino porque aún percibía la voz del lobo
espectral.
«¡Yo estaré donde tú vayas, minotauro!»
—¡Estás muerto! —gruñó Kaz, de manera poco convincente—. ¡Estás muerto!
Al momento, el minotauro se halló solo. Lo que aquello fuera —un fantasma, una
ilusión o una fantasía de su propia mente— se había ido. Kaz se encaminó a la
biblioteca. Los demás lo esperaban junto a la puerta, ansiosos. El minotauro cruzó
rápidamente el espacio abierto, apretados los dientes y con el hacha a punto.
No cayó sobre él una lluvia de flechas, ni tampoco lo atacó una horda de
enloquecidos caballeros. A pesar de la luz de las antorchas y del relativo silencio que
hacía sonar como un trueno cada uno de sus pasos, nadie le puso trabas. Tanta era su
prisa por alcanzar la escalera, que estuvo a punto de resbalar. Darius le cubrió la
espalda en los últimos metros de su carrera.
Kaz jadeaba cuando llegó.
—¿Y bien...? ¿Dónde está ese omnisciente benefactor al que tú pretendes
conducirnos? ¿O vamos a tener que aguardar aquí fuera toda la noche?
—Estoy en la puerta, minotauro, y sugiero que tú y tus compañeros entréis de
inmediato. La noche es joven, y sólo habéis visto los primeros síntomas de locura.
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La voz era muy reposada, casi monótona. Nadie sabía explicarse cómo había
acudido a abrir la puerta y aparecer allí. Bajo el resplandor de las antorchas, del
benefactor se veía poco más que unas ropas ondulantes y oscuras y una larga
cabellera. En su voz había algo que Kaz creyó reconocer, aunque no recordaba qué.
Delbin aceptó al instante la sugerencia. Para no quedarse atrás, Darius lo siguió,
rodeando con su protector brazo los hombros de Tesela. Kaz sólo se avino a entrar
con reluctancia, e hizo una pausa cuando le pareció oír unas risas procedentes de la
oscuridad que había más allá de la biblioteca. Luego, al no repetirse, el minotauro
trató de convencerse a sí mismo de que sólo era el viento.
La puerta fue cerrada con un pestillo, detrás de ellos, y entonces vieron por vez
primera al amigo de Delbin y su rescatador. Era muy alto, casi tanto como Kaz, e iba
vestido de plata y gris. Cosa extraña, también eran plateados sus cabellos, que le
llegaban más abajo de los hombros, y en medio tenía unos mechones grises, como si
el pelo hiciese juego con la ropa. El rostro de aquel ser era hermoso, de facciones
muy delicadas. Parecía un rostro joven mientras uno no mirase los ojos, de un intenso
color verde y que revelaban una edad casi incalculable. Era entonces cuando uno se
daba cuenta de que no era humano, sino un elfo.
Este elfo juntó las manos como haría un clérigo. Su cara no permitía descubrir
prácticamente ninguna emoción, y sólo los labios se curvaron un poco, lo que Kaz
interpretó como un indicio de sonrisa.
—¡Bienvenidos, amigos, a un refugio en medio de la insania! Mi nombre es...
—¡Argaen Sombra de Cuervo! —agregó bruscamente Kaz. El elfo pareció
divertido y dijo:
—Creo que, de haber conocido antes a un minotauro, lo recordaría. No nos
habíamos visto nunca, ¿verdad?
—No, pero tuve la suerte de encontrar a uno de tu raza, con el que mantienes
cierta relación. Se llama Sardal Espina de Cristal.
Entonces sí que una corriente de emociones surcó la cara del elfo.
—¡Sardal! ¡Qué sorpresa, oír su nombre..., oír cualquier nombre..., después de los
tres años que llevo aquí!
—¿Qué ocurre en Vingaard? —preguntó Kaz, casi a gritos—. ¿Qué ha sido del
alcázar y de los Caballeros de Solamnia?
El rostro de Argaen se transformó de nuevo en una fría máscara, pero su tono de
voz permitía adivinar tremendos arcanos.
—No te imaginas, minotauro, dónde os habéis metido tú y tus compañeros, y es
muy difícil que podáis volver a salir de aquí... en vuestro sano juicio.
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La pieza daba la impresión de haber sido el lugar donde los caballeros podían
reunirse para hablar y repasar sus hojas de servicio. Aún había una pared cubierta de
estantes donde se guardaban unos pergaminos especiales. El resto de la habitación, en
cambio, había sido adecuado por el elfo para sus tareas.
—¡Mira! ¿Lo ves?
Kaz siguió la indicación de Argaen Sombra de Cuervo. Se hallaban junto a una
ventana del piso superior de la biblioteca, que daba a la parte central de Vingaard.
—Ya lo veo, sí. Es donde el Gran Maestre vive y da sus órdenes, ¿no?
Podían haber transcurrido cinco años, pero no por eso se había debilitado tanto la
memoria de Kaz.
—Sí; ahí es donde se halla envuelto en un mundo de retorcidas visiones,
mandando a un grupo cada vez más decreciente de hombres, todos tan locos como él.
Y, de manera inconsciente, protege a lo que, en mi opinión, es responsable de la
insania y la brujería de que ya habéis sido testigos.
El elfo se apartó súbitamente de la ventana. Kaz continuó allí un momento, fija la
vista en el círculo de antorchas que ahora rodeaba el sanctasanctórum del Gran
Maestre. Darius, que junto con Tesela se había asomado a otra ventana, siguió al elfo.
—¿Qué ocurre? —inquirió—. ¿Qué es lo que tiene el suficiente poder para
apartar al Gran Maestre de la senda de Paladine?
Argaen se dirigió a la única mesa de la estancia, sobre la que había una serie de
insólitos y sospechosos objetos. El elfo tomó el que parecía más vulgar, un bastón
curvado hacia adentro en su extremo, y lo miró distraído. Diríase que había olvidado
la pregunta del caballero.
—¿Dijo Sardal por qué estaba yo aquí, minotauro?
—Con todo lo sucedido entre tanto, no sabría contestar... Pero creo que no.
Además, no estoy seguro de que me interese saberlo —agregó Kaz, con la mirada
puesta en los raros objetos.
—Puede que no te interese, en realidad, pero necesitas darte cuenta de que, ahora,
tú también estás aquí. ¿Qué, te parece inofensivo? —interpeló el elfo a Kaz, al mismo
tiempo que alzaba el báculo sin dejar de examinarlo.
—Dado que tú me lo preguntas, lo dudo.
—Aciertas. No voy a entrar en detalles, pero sí te diré que, durante la guerra, esto
tan pequeño fue utilizado por algunos para perturbar el tiempo.
—¿Eso?
El minotauro recordó entonces el imprevisible tiempo que había hecho durante
sus primeros días en la guerra y los terribles problemas causados por las fuerzas de la
Oscuridad en los últimos meses. Asimismo hizo memoria de la espantosa tempestad