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Kaz, El Minotauro - Richard A. Knaak

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Después de la derrota de la Reina de la Oscuridad y de la muerte de Huma,

primer Lancero, paladín de la Orden de la Corona y el más famoso de los


Caballeros de Solamnia, el renegado minotauro Kaz recorre todo Krynn
explicando la verdadera historia de Huma, el héroe más legendario del país,
acechado por sus enemigos.
Kaz es un alma perseguida, un proscrito y también un valiente. Pero, cuando
oye rumores de nefastos sucesos, regresa para advertir del peligro a los
Caballeros de Solamnia… y se ve inmerso en una angustiosa pesadilla de
magia, riesgos y viejas situaciones que se repiten.

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Richard A. Knaak

Kaz, el minotauro
Héroes de la Dragonlance - 4

ePUB v1.1
OZN 30.05.12

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Título original: Kaz, the Minotaur
Richard A. Knaak, enero de 1990.
Traducción: Herminia Dauer
Ilustraciones: Duane O. Myer
Diseño/retoque portada: OZN

Editor original: OZN (v1.0)


ePub base v2.0

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Todos se hallaban apiñados alrededor del pequeño fuego del campamento; los doce y
uno. La distinción era importante, ya que, aunque los doce seguían al que era su jefe,
lo despreciaban tanto como él a ellos. Sólo la necesidad y una cuestión de honor los
había unido y, de algún modo, los mantenía aún juntos. Ese uno era un ogro, un ser
basto y brutal, que medía bastante más de un metro ochenta y tenía una gran anchura.
A su cara, chata y fea, asomaban unos largos y horribles dientes, sin duda capaces de
desgarrar la carne que comiera o, incluso, de arrancar la de un enemigo. Tenía la piel
paliducha y manchada, y el pelo pegado a la cabeza. No llevaba más que un sucio
faldellín y el cinturón. En una vaina sujeta a la espalda iba lo que, para un hombre,
hubiese sido una espada para asirla con las dos manos, pero que el ogro manejaba con
una sola: un trofeo de guerra.
Metidos en el cinturón, e insignificantes en comparación con la enorme hoja,
había dos cuchillos. El ogro se llamaba Molok, y, mientras se servía de sus tremendas
y sangrientas garras para arrancar trozos de carne de su porción de la pieza cazada,
echó una subrepticia mirada a los demás.
Cuando estaban de pie, casi todos le llevaban una cabeza al ogro, pero a éste poco
le importaba. Arrancó otro pedazo de carne casi cruda del hueso que tenía en la mano
y se lo introdujo en la boca a la vez que vigilaba cómo la docena de minotauros daban
cuenta de su propio alimento. Al contrario que el ogro, los minotauros comían más
despacio y con cuidado, aunque había en ellos cierta ferocidad que habría acobardado
a los humanos o a los elfos. Eran nueve machos y tres hembras, y todos iban
armados. Un par de ellos llevaban lanzas, y otros tres poseían espadas como la de su
indeseable compañero, pero el resto disponía de grandes hachas de doble filo. Los
machos tenían cuernos de más de treinta centímetros de largo, mientras que los de las
hembras eran un poco más cortos.
Molok se dijo que los minotauros estaban demasiado relajados, y eso no le hacía
ninguna gracia. Quería verlos más agitados y ansiosos por haber terminado su
cometido, aunque sólo fuese para no tener que seguir viajando con un ogro.
—Hace casi una semana desde que encontraste una pista, Cara Cortada —gruñó
Molok al mismo tiempo que cogía un trozo de carne enganchado entre dos
amarillentos colmillos—. ¿Será que el cobarde es más astuto que tú... o mejor?
El sonido de la grave voz hizo alzar la vista a los doce minotauros, y el resplandor
del fuego dio una expresión abrasadora a sus ojos. Un minotauro, cuyas desfiguradas
facciones hablaban de numerosos y fieros combates, arrojó su carne al suelo y
lentamente empezó a enderezarse. Otro de menor tamaño, una hembra, lo agarró por
el brazo.
—¡No, Scurn! —dijo sin alterarse.

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Tenía la voz profunda, pero para ser la de un minotauro podía considerarse
agradable.
—Suéltame, Helati —contestó el que llevaba el nombre de Scurn, cuyo vozarrón
recordaba el trueno anunciador de una gran tormenta.
El hacha de combate utilizada por él, y que estaba a su lado, era grande incluso
para uno de su raza. Molok lo había visto blandiría con extraordinaria eficacia, pero
eso no lo preocupaba. Sabía cómo manipular a su banda. ¿Acaso no hacía más de
cuatro años que mantenía la persecución?
—¡Calma, Scurn! —murmuró otro minotauro situado cerca de Helati y que se
parecía mucho a ella.
Hecar era hermano de Helati, y ambos constituían el punto flaco respecto del
ogro. En el transcurso de los cuatro años habían pasado de ser afanosos perseguidores
del renegado a quien la banda buscaba, a convertirse en abyectos admiradores del
renegado sin el cual los minotauros nunca podrían regresar a casa...
El minotauro lleno de cicatrices se tranquilizó, pero Molok se dio cuenta de que
había conseguido su propósito. El grupo estaba excitado. Como de costumbre, todos
se pusieron a hablar del último revés sufrido.
—No se puede negar que Kaz es astuto.
—También los cobardes tienen inteligencia.
—¿Cobarde, Kaz? ¡Sobrevivió a las tierras de los Silvanestis!
—Scurn dijo que era sólo un rumor. ¿No es así, Scurn?
La malparada cabeza hizo un breve gesto afirmativo. Sus cuernos, incluso a la luz
de una sola luna, Lunitari, se veían muy gastados de tanta lucha. Scurn era un
luchador, un minotauro que, de haber poseído una mente tan enérgica como el
cuerpo, ya habría sido el jefe de su pueblo. Dada su testarudez, resultaba perfecto
para los propósitos de Molok.
—Kaz nunca penetró en las tierras de los Silvanestis —declaró Scurn en tono de
mofa—. Es cobarde y vil. Simplemente se trata de un nuevo truco para despistarnos.
—Cosa que, por cierto, hace demasiado bien —añadió Molok de paso.
Scurn lo miró con ojos enrojecidos. Hubiese querido agarrar al ogro por el cuello
y apretárselo hasta que no quedara en él ni el menor asomo de vida. Pero no podía
hacerlo. Al menos, no hasta que su misión estuviera cumplida y Kaz se hallara
prisionero o muerto.
—De poco nos has servido tú, Molok. Sólo vales para reprocharnos lo malos que
somos. ¿Qué has hecho para ayudar en esta maldita busca? ¡Estamos tan asqueados
de ver tu dichosa cara de perro durante cuatro años como tú de ver las nuestras!
Con un gesto de indiferencia, el ogro mordió otro pedazo de carne.
—Me dijeron que erais grandes rastreadores y estupendos cazadores. Pero por
ahora no lo habéis demostrado. Creo que estáis perdiendo vuestra ventaja. ¿Es que

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tan poco significa para vosotros el honor? ¿Qué me decís de Tremoc? ¿Os conformáis
con ser menos que él?
Al ogro le gustaba sacar a relucir a Tremoc, en momentos como ése. Era uno de
los relatos favoritos entre los minotauros. En nombre del honor, Tremoc había
cruzado cuatro veces el continente de Ansalon en su afán por entregar a la justicia al
asesino de su pareja, empleando en esa persecución más de veinte años. La historia
resultaba útil por dos motivos. En primer lugar, recordaría a sus obstinados
subordinados la necesaria dedicación así como lo que era más importante en sus
vidas, y, en segundo, los incitaría a renovar sus esfuerzos. Porque ninguno de ellos
quería prolongar la búsqueda durante veinte años.
Consideró entonces que ya los había espoleado bastante. Era hora de que
volvieran a pensar en la caza.
—Si no está con los elfos, Scurn, ¿dónde lo supones?
Fue Hecar quien respondió.
—Tanto si Kaz se dirigió a las tierras de los elfos Silvanestis como si no, cosa que
bien pudo ser, probablemente tomó el camino del oeste.
—¿Del oeste? —exclamó Scurn, de cara al otro minotauro—. Allí están los
Qualinestis, e ir allí sería una locura tan grande como entrar en tierras de los
Silvanestis.
Ahora fue Hecar quien lanzó un resoplido de desdén.
—Me refería a Thorbardin. Lo más probable es que los enanos lo dejen solo.
Desde allí puede ir al país llamado Ergoth.
El ogro los observaba a ambos, pero no dijo nada. Le interesaba oír qué
contestaría el minotauro de las cicatrices.
Scurn se levantó, arrancó un trozo de grasa y cartílago de la pieza cazada y lo
arrojó a las llamas, ahora reducidas. El fuego se avivó y produjo un gran chisporroteo
en el punto en que la grasa se derretía. El desfigurado minotauro soltó una risa fea.
—O bien te vuelves estúpido, o has llegado a admirar tanto a Kaz por su
habilidad para correr y esconderse, que ahora quieres desviarnos.
Hecar se enderezó, y parecía que las dos criaturas fueran a pegarse. Eran muchos
los minotauros excitados, que emitían fuertes sonidos. Helati, dispuesta de nuevo a
actuar de pacificadora, se colocó frente a su hermano.
—¡No, Hecar! —dijo con voz sibilante, aunque sin perder la serenidad.
—¡Apártate de mí, hembra! —murmuró el hermano entre dientes.
—Scurn te matará —susurró. ¡Lo sabes!
—Mi honor...
—Tu honor puede soportar un poco de castigo. Recuerda que el minotauro listo
sabe elegir el momento de sus luchas. Quizá tengas otra ocasión.
—No olvidaré esto. Los demás...

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A pesar de la diferencia de estatura, ella consiguió mirarlo directamente a los
ojos.
—Los demás saben muy bien que puedes derrotar a cualquiera de ellos en
cualquier momento.
Hecar vaciló. Echó una breve mirada al ogro, que parecía muy ocupado
examinando el hueso en el que inútilmente esperaba descubrir algún resto de carne, y
soltó un quedo gruñido, de incierto significado. Finalmente movió la cabeza en
sentido afirmativo y se sentó. Helati se acomodó junto a él. Scurn le dedicó una
sonrisa tan triunfante como permitían las bovinas facciones de un minotauro. Más
que nada, su expresión consistió en mostrar sus afilados dientes. A Hecar le costó
contener su furia.
—Kaz no se dirigirá al oeste ni al este. Permanecerá en el sur, confiando en
escapar de nosotros.
Scurn se volvió hacia Molok en espera de un gesto de acuerdo.
Molok recorrió con la mirada a los minotauros que lo rodeaban, como si sólo
ahora recordase que era el instigador de tan encendido argumento. Y decidió que
había llegado la hora de dejar las cosas claras. Se limpió las peludas manos en el
faldellín, agarró una bolsa que tenía entre los pies y extrajo de ella un arrugado
pergamino. Con un rápido movimiento se lo tiró a Scurn. El sorprendido minotauro
pudo atraparlo antes que una súbita llamarada chamuscara el papel y también su
mano.
—¿Qué es esto?
Molok partió el hueso que había estado repasando y se puso a chupar el tuétano.
El minotauro desplegó la hoja, frustrado, e intentó descifrar los signos a la débil y
vacilante luz del fuego. Abrió mucho los ojos y miró con enojo al ogro.
—¡Es una proclamación firmada por el mismísimo Gran Maestre de los
Caballeros de Solamnia!
Hubo un murmullo entre el grupo allí reunido. Después de cuatro años de
perseguir al enemigo por tierras de los humanos, sabían más sobre los Caballeros de
Solamnia que cualquier otro de su raza, con excepción de Kaz.
—¿Qué dice, Scurn? —preguntó con impaciencia uno de los minotauros.
—El Gran Maestre ofrece una recompensa a cambio de varios seres de diversas
razas. ¡Y uno de ellos es Kaz! —fue la incrédula respuesta— Se lo busca, según este
documento, por conspirar contra la Caballería, y en especial por planear el asesinato
del propio Gran Maestre. También se hace mención de otro homicidio, aunque sin
especificar el nombre de la víctima ni el momento.
El tono empleado por Scurn indicó que se hallaba un poco desconcertado por lo
que acababa de leer.
—Lo buscan tanto los caballeros como nosotros mismos —intervino alguien.

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—¿Dónde conseguiste esta proclamación? —inquirió Hecar, volviéndose hacia el
ogro.
Molok se encogió de hombros.
—La encontré ayer. Había... caído... del árbol al que alguien lo habría
enganchado, supongo...
—¿Y por qué reclamarán los caballeros a Kaz? ¡Si era su camarada! —se oyó a
una de las hembras del grupo.
—¡Tanto como lo son algunos de ésos! —rugió Scurn, a la vez que arrojaba el
pergamino a otro minotauro, que comenzó a leerlo despacio.
Los minotauros se enorgullecían del hecho de ser los más instruidos entre todas
las razas, salvo quizá los elfos. Aunque la fuerza física constituía el arbitro final de su
sociedad, los conocimientos eran el instrumento que afilaban esa fuerza.
—¡Los caballeros están locos! —gruñó Hecar—. ¿Dan algún motivo para su
actitud?
—¿Acaso dieron algún motivo para todo lo que vimos mientras perseguíamos a
Kaz? —replicó Scurn, con una mirada a su alrededor—. Puede que tengan un motivo,
o quizá no. En la proclamación aparecen nombres de sus más fieles aliados... en aquel
tiempo.
«Aquel tiempo» era una guerra que los minotauros procuraban olvidar por todos
los medios. Más de uno clavó en Molok sus ojos, llenos de un odio bestial. Los
minotauros habían sido soldados esclavos de los ogros y los humanos que siguieran a
Takhisis, diosa de la Oscuridad, en su lucha contra la parte contraria, Paladine, Señor
de la Luz. Los caballeros habían representado a ese dios, y al fin fue uno de los
suyos, un Caballero de la Corona llamado Huma, quien literalmente hizo capitular a
la diosa. Sólo otro de los testigos de tan cara victoria había sobrevivido: Kaz.
En realidad eran muy pocos los que conocían el papel hecho por él en la última
batalla. Los humanos no se molestaban en glorificar a quien tendían a considerar un
monstruo. Los demás minotauros habían recompuesto la historia a través de los años,
si bien algunos, como Scurn, negaban su verosimilitud.
—Si los Caballeros de Solamnia quieren su cabeza —comenzó Scurn—, Kaz
permanecerá sin duda en el sur, donde la presencia de los humanos es más débil.
Muchos hicieron gestos de afirmación. Molok observó a cada uno de ellos y
luego meneó la cabeza.
—Después de cuatro años, seguís sin saber nada. Incluso quienes conocisteis a
Kaz.
En respuesta a sus palabras recibió una docena de fijas miradas, de las que hizo
caso omiso como de costumbre.
—Los caballeros actúan de manera extraña. Los amigos de Kaz son ahora sus
enemigos, incluso el Señor de los Caballeros, quien, si lo que nos dijeron es cierto, en

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la guerra llegó a llamarlo camarada.
Hubo una pausa. De pronto, todos lo escuchaban con gran atención.
—Kaz irá hacia el norte. A Vingaard, me figuro.
Fue una suerte que las tierras por las que ahora rondaban carecieran de poblados,
ya que los gritos que el grupo emitió habrían sido oídos a varios kilómetros de
distancia. Por último fue Scurn quien calmó a los demás. Mejor dicho, fueron Scurn y
Hecar.
—Puede que los Caballeros de Solamnia actúen de forma retorcida, Molok —
objetó Hecar—. Eso ya lo vimos en otras ocasiones, pero no significa que Kaz
comparta su locura. Al fin y al cabo, todavía es un minotauro.
Scurn estuvo de acuerdo. Ni siquiera él consideraba tan tonto a su perseguido
como para tomar el camino del norte.
Molok recogió la proclamación y le echó una última ojeada antes de arrojarla al
fuego con una sonrisa dentuda y depredadora. Después de contemplar cómo quedaba
reducida a cenizas en cosa de segundos, volvió a mirar a sus compañeros. A los
odiados compañeros...
—Kaz no es tonto. Nunca dije que lo fuera.
Molok se agachó, reunió sus escasas pertenencias y se puso de pie, no sin delatar,
con su expresión, el tremendo desprecio que sentía hacia ellos. Incluso ahora, cuando
ya no eran soldados esclavos, necesitaban que un ogro los llevara agarrados por sus
feas narices.
—Sin embargo, es Kaz, y sólo por eso se dirigirá al norte. No necesita otra razón
—concluyó el ogro, alejándose a grandes zancadas con una preocupante mirada en
sus ojos, que los minotauros no vieron.

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«Debería encaminarme al oeste —pensó Kaz, ceñudo—. Al oeste, sí, o bien
quedarme en el sur.»
Lanzó un resoplido al contemplar el sendero que había seguido. El sol estaba muy
alto en el cielo y permitía ver hasta una considerable distancia.
«¿Por qué continuaré hacia el norte, pues, si cada día me acerca más al alcázar
de Vingaard y a cual sea la locura de que son presa los Caballeros de Solamnia?»
Su montura, el gigantesco caballo que el propio lord Oswal le había regalado en
prueba de su aprecio, se puso a piafar impaciente. Al cabo de cinco años con Kaz, el
animal mostraba unas tendencias a la rebeldía que habrían alarmado al más
imperturbable caballero. En muchos aspectos, el corcel era un reflejo de su amo.
Kaz tranquilizó al animal y de nuevo fijó la vista en la proclama. Era la quinta
copia que de ella descubría, y no le encontraba más sentido que la primera vez que la
había leído. Oswal era un amigo, un camarada. El anciano Caballero de la Rosa,
elegido Gran Maestre a la muerte de su hermano, incluso le había dado un sello que
le permitiría pasar sin ningún problema por cualquier país que respetara el poder de la
Orden Solámnica. ¡Ahora, en cambio, ese mismo compañero lo acusaba sin
fundamento alguno de unos delitos que supuestamente había cometido él, Kaz!
Hacía poco que tales noticias habían alcanzado las tierras del sur. Kaz soltó un
nuevo resoplido y echó una ojeada a los nombres que, junto al suyo, figuraban en la
lista de proscritos. Reconoció algunos, como el de lord Guy Avondale, el jefe
ergothiano que había colaborado en la batalla final contra el renegado mago Galan
Dracos y su malvada amante, la diosa Takhisis. Huma siempre había hablado bien de
ese hombre, llegando a afirmar en cierta ocasión que Avondale merecía lucir las
prendas de un caballero solámnico, de tan admirable como era su hoja de servicios.
El minotauro arrancó con un rugido la hoja enganchada al árbol. «¿Conspiración
y asesinato?» Kaz hizo una bola con el papel y lo tiró a la maleza que cubría el suelo.
Seguidamente condujo a su montura hacia un lugar más resguardado, a la
izquierda del camino, y se apoyó en uno de los árboles en espera de alguien. La
paciencia no era precisamente un hábito que hubiese cultivado con éxito durante su
vida, y la poca que tenía estaba ya casi agotada de tanto aguardar.
—¡Delbin, por la espada de Paladine! —musitó entre dientes—. Si no vuelves
dentro de una hora, yo seguiré adelante.
Se imaginaba que su compañero se habría metido en algún lío en Xak Tsaroth, la
ciudad situada pocos kilómetros hacia el oeste. Xak Tsaroth lindaba con el sudoeste
de Solamnia y el este de Qualinesti, la tierra de los elfos, y era un centro comercial
que unía norte y sur. Kaz había confiado en que Delbin podría comprar algunas de las
cosas que necesitaban. Asimismo esperaba que tuviese ocasión de escuchar los

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rumores que penetraban desde las regiones que rodeaban la sede de la Caballería, en
Vingaard, rumores que no podían, no podían, ser ciertos.
No obstante, enviar a Delbin Sauce Nudoso había constituido un riesgo. Kaz se
estremecía cada vez que su camarada durante cuatro meses se ofrecía lleno de ánimos
para cumplir cualquier tarea. Era justamente esa alegría la que ponía nervioso al
enorme y poderoso minotauro.
Delbin Sauce Nudoso era un kender, y como tal había nacido para causar líos.
Como si obedeciera a una señal, Kaz percibió el galope de un caballo. Delbin
había partido tres días antes, con la promesa de regresar a la hora acordada. Si se lo
motivaba debidamente, el menudo kender era un espía excelente. Nadie prestaba
atención a un kender, excepto para comprobar que no había desaparecido ningún
objeto personal de valor. Los kenders reunían gran cantidad de información, que
después pasaban con sumo gusto a cualquier conocido. Para Delbin, todo eso
constituía una gran aventura, algo de lo que podría alardear delante de sus congéneres
o de quienes quisieran escucharlo. Al fin y al cabo, ¿cuántos kenders tenían ocasión
de viajar con un minotauro?
Kaz ya estaba dispuesto a llamar a su diminuto compañero, cuando oyó acercarse
un segundo caballo. En el acto se enderezó y agarró a su montura por el hocico. El
animal, entrenado para todas las situaciones que pudiesen producirse en un combate,
reconoció el gesto y quedó inmóvil.
Los árboles obstaculizaban la vista al minotauro, quien sin embargo creyó
distinguir algo negro. Resultaba imposible decir si lo que veía formaba parte de uno
de los jinetes o de uno de los caballos. En cualquier caso, Kaz supo que quienes
llegaban no eran su compañero.
Los jinetes aminoraron la marcha hasta detenerse. Kaz oyó el ruido metálico de
sus armaduras y el quedo murmullo de su conversación. Sus voces resultaban
ininteligibles, pero era evidente que uno estaba disgustado con el otro. El minotauro
resolló con suavidad. Era el momento y el lugar justo para una disputa. Si Delbin
aparecía ahora...
Al notar que se aproximaba un tercer caballo, Kaz estuvo a punto de elevar la
vista al cielo y maldecir a todos los dioses. ¿Otro jinete? Pero entonces se dio cuenta
de que este último procedía del sur. Si la cosa continuaba así, podría abrir una posada.
Con tanto tráfico, el sitio era desde luego excelente.
Los otros jinetes callaron. Kaz asió su hacha, consciente de que al menos uno de
los que llegaban había iniciado un movimiento hacia él. Una de sus manos, de
tremendas y corvas uñas, agarró el extremo inferior del mango del hacha. Sólo unos
centenares de metros más de espeso follaje, y tendría encima al jinete...
Kaz vio un resplandor de armadura negra cuando, de repente, el caballero hizo
volver a la carretera a su corcel.

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El minotauro abrió desmesuradamente los ojos. ¡Había visto una armadura
semejante durante la guerra contra la diosa de la Oscuridad! El mismo había servido a
las órdenes de hombres y ogros que llevaban una armadura semejante, antes de pasar
a pelear junto a Huma contra algunos de los peores de ellos.
Sin duda se trataba de uno de los destacados y fanáticos soldados del fallecido
Crynus, Señor de la Guerra y jefe de los ejércitos de Takhisis, que largo tiempo atrás
había sido enviado por Huma de la Lanza y el Dragón Plateado a los tenebrosos
dominios que merecían los de su ralea. Kaz lo recordaba todo de la manera más viva.
Crynus se negaba a morir, y había sido necesario el fuego del dragón para destruirlo.
Pese al peligro que corría, el minotauro no podía permitir que uno —mejor dicho,
¡dos!— de los guardias del Señor de la Guerra rondasen por aquellos parajes. No era
la primera vez que había tropezado con semejantes merodeadores en los últimos
cinco años. Aún eran numerosos los sirvientes de la Reina de la Oscuridad que se
negaban a reconocer que su señora había sido totalmente derrotada. Sin tener dónde
esconderse, por regla general se convertían en ambulantes bandas de ladrones y
asesinos, todo ello en nombre de Takhisis, desde luego. Los guardias eran los peores,
ya que estaban convencidos de que su reina volvería algún día.
Kaz dio una palmada en un lado de la cabeza a su montura, señal aprendida de los
caballeros. Así, el animal permanecería donde estaba hasta que él lo llamara. Nada
excepto un dragón lo haría moverse, y, dado que esos seres ya no existían, el
minotauro no tenía por qué preocuparse.
Despacio y con todo cuidado, Kaz situó su hacha delante de él. Mover al caballo
en medio de aquella espesura le hubiese descubierto. Si tenía suerte, conseguiría
derribar sin lucha a su oponente, pero...
De repente, la negra figura que tenía a pocos pasos de él se puso rígida, y el
minotauro comprendió que el guerrero había notado su presencia. Una larga y
escalofriante hoja, escondida hasta entonces por el follaje, describió un violento arco
en el aire cuando el adversario se volvió a medias en su silla. Kaz alzó su hacha para
desviar el golpe, pero el guardia había calculado mal la distancia entre ambos, y la
espada quedó fuertemente enganchada a un lado de un poderoso roble que se
encontraba a medio camino del minotauro.
Con un reniego, el jinete intentó soltar la espada, al mismo tiempo que hacía girar
a su montura. Kaz cambió la postura de su mano y blandió el hacha. La espada del
enemigo se alzó para atajar el golpe, con lo que fue el caballo quien lo recibió.
Ensangrentado y nervioso, el animal se resistió al control de su amo. Kaz tuvo que
retroceder cuando el enorme bruto se encabritó y empezó a cocear sin ton ni son,
tambaleándose.
El minotauro parpadeó. La silla de montar ya no estaba ocupada por nadie. Ahora
fue él quien lanzó una imprecación. Había olvidado lo rápidos y también lo

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desconcertantes que podían resultar los guerreros negros.
Una figura surgió de pronto entre el follaje, a su lado mismo. Kaz paró la
embestida, pero al hacerlo perdió terreno. Por primera vez pudo ver de cerca a su
adversario. El hombre —demasiado bajo para ser un ogro, aunque posiblemente fuera
un elfo— llevaba un yelmo que le ocultaba el rostro. Sin embargo, sus ojos parecían
atravesar al minotauro para contemplar algún punto lejano. Aquel soldado se estaba
enfureciendo por momentos.
Kaz percibió brevemente un ruido de lucha procedente del camino, pero el
soldado que tenía enfrente continuaba acosándolo. Y el hacha, sobre todo un hacha de
combate concebida para que los humanos la utilizasen con ambas manos, no era el
arma adecuada para una pelea tan de cerca. Cada vez que el minotauro procuraba
recular, su oponente se movía con igual ligereza para arremeter de nuevo.
Fueron los bosques los que lo salvaron. Casi inconsciente del mundo que lo
rodeaba, el frenético guardia tropezó con una raíz de árbol que sobresalía. El retraso
que eso le produjo no fue grande, ya que el soldado recobró el equilibrio a los pocos
instantes, pero la corta vacilación proporcionó a Kaz la oportunidad que tanto
necesitaba.
Con tremendo impulso blandió el arma en un movimiento limpio y enérgico. Era
innegable la fuerza de ese impulso, porque sólo muy pocos humanos podían igualarse
en vigor con un minotauro en la plenitud de sus energías. Con el instrumento
adecuado, un hombre-toro podía cortar de un solo golpe un árbol de considerables
dimensiones.
Y, en comparación con eso, una armadura no era prácticamente nada.
La pala del hacha golpeó al guardia encima mismo del codo del brazo que
sostenía la espada y, sin detenerse, penetró en el costado del infeliz luchador hasta
terminar de describir el arco. Cuando Kaz se echó hacia atrás, su enemigo —que
tenía el brazo y el tronco cubiertos de rojo— cayó hacia adelante, y en sus ojos ya no
había odio ni vida.
Kaz respiró profundamente. Camino arriba, el ruido de la lucha había cesado,
pero ahora lo reemplazaba el creciente chacoloteo de varios jinetes más, que
provenían del sur. El minotauro no pudo saber si quienes se acercaban eran amigos o
enemigos del soldado muerto.
Nadie gritó ninguna orden, aunque era evidente que en el bosque entraban
numerosos hombres. Y éstos no tardarían en descubrirlo. Una vez limpia la hoja de su
hacha, Kaz colgó el arma de la parte posterior de su arnés, especialmente ideado para
que pudiera llevar siempre consigo un hacha, e incluso dos. Su práctica le permitía
desenganchar el arma en unos segundos, y el arnés sólo servía para quien tuviera las
posaderas tan anchas como un minotauro.
Kaz montó en su caballo en el mismo momento en que el primer buscador lo veía.

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—Quédate donde estás! ¡Te lo ordeno en nombre del Gran Maestre!
Kaz se volvió y enseguida reconoció la familiar y otrora respetada armadura de
un Caballero de Solamnia... De un Caballero de la Espada, si interpretaba bien la
cimera. El caballero iba a pie. Por lo visto, había tenido que conducir a su montura a
través de la intrincada maleza. El minotauro espoleó al caballo para alejarse cuando
el guerrero les gritaba algo a sus compañeros.
Tiempo atrás, Kaz hubiese permanecido donde estaba, dispuesto a pelear y a
llevarse por delante a media docena de esos obstinados caballeros, antes de morir él a
causa de las heridas recibidas. Pero Huma le había enseñado la manera de evitar
conflictos —y una muerte cierta— en determinadas situaciones. Ahora, el minotauro
comprendía la inutilidad de plantar siempre cara. Muchos de los de su raza lo
hubiesen considerado un cobarde... En realidad ya lo hacían.
Bajo la guía de Kaz, el caballo eligió un sendero que se introducía más y más en
la espesura. Era la única esperanza de retirada para el minotauro. Sabía que ese
camino lo aproximaría a Xak Tsaroth, pero no directamente a la parte este de la
ciudad, sino al norte. El minotauro también se daba cuenta de que, probablemente, no
vería más a su compañero kender. Desde luego cabía la posibilidad de que Delbin ya
lo hubiese olvidado. O de que el joven kender hubiera caído en la trampa tendida por
los caballeros, ya que seguramente se trataba de eso. Enterados de la actividad de los
merodeadores por aquella zona, habrían puesto una trampa para cazar a la banda por
sorpresa. Sin duda, la pieza conseguida los decepcionaría: sólo dos guardias
renegados, y uno —por lo menos— muerto. Si Delbin había sido hecho prisionero,
no tendría por qué preocuparse. Nadie podía ver una peligrosa amenaza en un
miembro de la raza kender.
Los caballeros perseguían ahora en masa a Kaz, quien no necesitó volverse para
comprobar lo cerca que los tenía. Calculó que al menos eran seis, si no más.
—Comprobemos hasta qué punto conocéis estas tierras —murmuró.
Él y Delbin habían explorado toda la zona durante casi una semana. En realidad
habían cruzado ese territorio del sur por espacio de unos nueve meses, y siempre con
alguien pisándoles los talones. Por regla general se trataba de gente de su propia raza.
—¡Qué suerte la mía, si ahora diera con ellos! —agregó.
Faltaba demasiado para el anochecer. A Kaz le tocaría seguir cabalgando con la
esperanza de escapar de sus perseguidores antes de que el animal se agotara o la
espesura dejase de ofrecerles protección. En los mapas, el país no estaba señalado
como muy boscoso, y el minotauro sabía que, en muchos puntos, la fronda
desembocaba bruscamente en el campo abierto. Y un campo abierto significaría su
muerte. Los caballeros podían entregarlo a lord Oswal, pero igualmente eran capaces
de llevarle sólo su cuerpo. La proclamación del Gran Maestre dejaba claro que Kaz
era un enemigo, y los Caballeros de Solamnia no malgastarían sus energías

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intentando capturar vivo a un minotauro cuando tanto daba presentar su cadáver.
Por fin, Kaz ganó algo de terreno. Era evidente que las voces de sus
perseguidores quedaban más y más atrás. No obstante, era demasiado pronto para
abrigar esperanzas, porque la Orden tenía fama de no darse por vencida así como así.
Los caballeros eran capaces de perseguirlo durante días enteros, como si él necesitara
que lo hostigasen todavía más.
El caballo tropezaba con ramas caídas y tenía sus problemas con las depresiones
del terreno. Ahora, el suelo resultaba más traicionero, y un paso en falso podía
provocar la caída del animal y del jinete. Con una fuerza que no admitía protestas del
caballo, Kaz hizo girar a éste hacia la derecha. El noble bruto se soltó con un
nervioso gruñido, pero siguió la iniciativa del amo. El minotauro lo condujo
alrededor de una escarpada pendiente, sabedor de que cada segundo de retraso
significaba un precioso tiempo perdido. De nuevo en terreno llano, picó a su
cabalgadura con las espuelas.
Kaz contó casi hasta treinta, antes de verse recompensado por el eco de unos
desorientados y furiosos gritos. Al menos dos caballos relinchaban como locos, y un
hombre lanzó un chillido. El ruido de la persecución disminuyó, aunque sin cesar del
todo. El minotauro se atrevió a echar una mirada hacia atrás. Aún lo seguía un
caballero a cierta distancia. Llevaba el rostro cubierto, y a Kaz le pareció bastante
joven. Posiblemente llevara barba, pero resultaba imposible decir si en efecto era así,
o si lo que veía el hombre-toro era el cabello del desconocido, azotado por el viento.
Kaz se dijo que, al fin y al cabo, no tenía por qué interesarle la cara del hombre, salvo
el hecho de que casi había esperado que se tratara de Huma.
Una flecha pasó silbando junto a su cabeza para clavarse en un árbol situado a sus
espaldas. Pero esa flecha procedía de delante de él; no de detrás.
«Paladine... ¿también tú tienes algo contra mí?», pensó. ¿En qué nuevo lío se
vería ahora Kaz?
La respuesta consistió en la aparición de varias figuras, unas de las cuales iban
vestidas de verde, mientras que otras lucían armadura negra, pero todas ellas estaban
dispuestas a interceptarle el paso. Eran sin duda los mismos merodeadores que los
caballeros habían intentado eliminar. De manera involuntaria, Kaz había completado
aquella parte de su misión. Ahora, lo que necesitaba era salir con vida del asunto.
Bruscamente hizo girar a su montura, y un infortunado atacante salió disparado
contra un árbol al ser golpeado por el anca izquierda del caballo. El minotauro
recordó al único caballero que aún lo perseguía. Abrió la boca para gritarle una
advertencia, pero su cabalgadura estaba ya vacía. Otra flecha había puesto fin a la
vida del decidido y joven guerrero. Kaz emitió un furibundo resoplido. ¡Otra muerte
innecesaria, y de la que también lo harían responsable!
El minotauro ya esperaba una flecha en su espalda, pero los merodeadores tenían

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otros problemas. Los restantes caballeros les daban alcance, y la sorpresa ya no
estaba de parte de los maleantes. Kaz abrió unos sorprendidos ojos al darse cuenta del
número de caballeros que lo habían seguido. Iba a verse en medio de un tremendo
combate si no lograba ponerse a salvo de alguna forma. Un feo tipo, de rasgadas
ropas marrones y verdes, trató de derribarlo de su poderosa montura, pero fue esta
misma la que le soltó una coz que le destrozó el cráneo. Unos cuantos merodeadores
y caballeros ya se habían enzarzado en dura pelea. Un hombre que se defendía con
una espada fue derribado por un Caballero de la Rosa y literalmente pisoteado hasta
que estuvo muerto. Otro jinete fue arrancado de su cabalgadura por dos guardias
vestidos de negro. Para ambas partes llegaban refuerzos dispuestos a unirse a la
refriega.
—Paladine... —susurró Kaz—, si en estos últimos años hice algo digno de ti, te
suplico que me ayudes a encontrar la manera de escapar...
El minotauro no esperaba contestación. Después de todo, los dioses sólo hablaban
con los clérigos y los héroes. De repente, un súbito resplandor blanco llamó su
atención. De pareció un animal, aunque no supo distinguir si se trataba de un ciervo,
un oso o un lobo. ¿Sería que Paladine lo había escuchado?
Salvo que Kaz se alejara en el acto, el impulso de la sangre lo dominaría y, sin
duda, él perdería los últimos y preciosos segundos de su vida dando hachazos a sus
adversarios, como tantos de sus antecesores —muy respetados pero de corta vida—
habían hecho. Aunque el minotauro reverenciaba a sus ascendientes, por ahora no
tenía la menor intención de unirse a ellos en el mundo de los muertos. En
consecuencia, hizo dar media vuelta a su montura y salió disparado en dirección
hacia aquella blanca visión.
Cabalgó a toda prisa durante un buen cuarto de hora antes de reducir la marcha.
El fragor de la lucha había quedado muy atrás, y él se hallaba ya justamente al
nordeste de Xak Tsaroth.
—No soy un cobarde —se dijo de pronto en un susurro, aunque también dedicó
esas palabras a cualesquiera fuerzas misteriosas que pudieran acecharlo.
No obstante, tenía sus dudas. ¿No debería haberse quedado para ayudar en todo lo
posible a la Orden Solámnica? ¿Acaso no había defraudado a Huma, hombre a quien
admiraba tanto como al más insigne de sus propios mayores?
—Mi honor es mi vida...
La frase sonó extraña, cuando Kaz la pronunció. Formaba parte del Código y la
Medida que los de la Orden de Huma habían jurado seguir. En opinión del minotauro,
existía una razón para que los Caballeros de Solamnia fuesen tenidos en más alta
estima que cualquier otra organización humana.
«Quizás hubieses podido explicarme eso del honor, Huma...», pensó al mismo
tiempo que lanzaba un suspiro, cosa muy poco propia de uno de su raza, y estudiaba

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los alrededores.
Estaba al borde de un campo de alta hierba, que ojalá no encerrara otra horrible
amenaza. Si continuaba en la misma dirección, sabía que primero tendría que cruzar
una estribación de la cadena de montañas que, más o menos, se extendía a lo largo de
Qualinesti. De seguir adelante, se encontraría en los espesos bosques del país de los
elfos. Y eso, como se dijo con amarga satisfacción, era una alternativa que no
necesitaba considerar. Después de lo pasado en tierras de los Silvanestis, no le habían
quedado ganas de volver a ver a ningún elfo. ¡Que esa gente permaneciese feliz en su
aislamiento del mundo exterior! Kaz conocía un atajo. Delbin le había hablado de un
río que fluía en dirección norte, hacia el alcázar de Vingaard. Significaba eso que, si
se guiaba por él, tendría que atravesar varias montañas y parte de la extensa selva de
Qualinesti, pero el río lo conduciría a su meta, que era el alcázar de Vingaard, donde
lo aguardaba una confrontación con el mismísimo Gran Maestre.
El minotauro descubrió, de repente, que habría preferido la compañía del kender,
aunque sólo fuera como guía. Delbin conocía a fondo aquella región, pero ahora no
podía permitirse aguardar al siempre alegre kender. Por suerte, él llevaba el mapa del
menudo individuo.
La verdad era que, aunque no le gustara admitirlo, Kaz le había tomado afecto al
kender. Pero sólo un tonto se habría atrevido a reconocer tal cosa, porque los
minotauros solían ser quisquillosos en la elección de compañeros, y admitir una cierta
amistad con una criatura infantil como Delbin, que metía en una bolsa todo cuanto
encontraba, equivalía a ser blanducho.
Kaz espoleó a su montura con un gruñido. Si continuaba allí, contemplando todo
cuanto había bajo los cielos, no llegaría a ninguna parte.
***
Cuando el minotauro arrancó hacia el oeste, algo se movió entre la alta hierba.
Era de un pálido color blanco y no tenía pelo. Sus globos oculares eran de un
reluciente color escarlata. El ser permaneció entre la alta hierba todo el rato posible,
ya que la luz que brillaba en el cielo le despertaba casi odio. Sus ojos no se apartaban
del jinete y su montura. En el momento en que las figuras estuvieron bastante
alejadas, la bestia se alzó y empezó a seguirlas. Una vez de pie, parecía un lobo,
aunque quizás un lobo muerto largo tiempo atrás.
Pese al dolor que la luz diurna le causaba en la vista, la singular criatura avanzó
detrás del minotauro.

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En ocasiones, Kaz tenía la impresión de que su vida no era más que una terrible
confusión. Después del sacrificio de Huma y del fin de la guerra, el minotauro había
esperado que las cosas cambiaran. Era posible que sus compañeros minotauros lo
hubiesen llamado blandengue y despreciable, pero a él ya no le importaba. Cuanto
más pensaba en la forma de vivir de los hombres-toro, menos le gustaba, lo que por
otra parte no significaba que el modo de actuar de los humanos, enanos, elfos e
incluso de los kenders le pareciese mejor.
El camino hasta el río transcurrió —cosa sorprendente— sin incidentes. Si
aquella corriente tenía un nombre, el cartógrafo había olvidado incluirlo. Delbin no
había dicho nunca exactamente de dónde procedía su mapa, y Kaz, que conocía al
kender, no insistía en ello. Le resultaba de gran utilidad y, al menos, señalaba bien
todas las fronteras.
El sol estaba ya muy bajo en el cielo. El minotauro dedujo que tardaría una hora
escasa en desaparecer del todo. Lunitari ya era visible en el horizonte. Solinari, la
pálida luna blanca, saldría más tarde. Sería una noche muy clara.
Un río de tal anchura significaba que, a lo largo de su curso, habría poblados y
también navegación. Y, asimismo, más gente de la que Kaz deseaba encontrar, pero
en cualquier caso se trataba de la ruta más rápida. De momento, lo mejor que podía
hacer era rodear la pequeña cadena de montañas que se extendía al este del río y
justamente al norte de donde él se hallaba ahora. A partir del punto en que la
cordillera se apartaba de la dirección que Kaz necesitaba tomar, empezarían los
bosques que durante casi media jornada le proporcionarían amparo. El hombre-toro
procuró no pensar en la Solamnia del Norte, de la cual había oído decir que aún era
una tierra desértica. Y, si la mitad de los rumores eran ciertos, los caballeros se
comportaban realmente de manera extraña.
Kaz siguió adelante. Las montañas empezaban a alzarse ante el.
***
Cuando los últimos resplandores del sol cedieron ante la oscuridad, el minotauro
se preguntó si había estado acertado en su elección.
Era sólo una pequeña cordillera, y cada montaña en sí no podía equipararse a
ninguno de los colosos atravesados antes. Más bien se trataba de vulgares picos, pero,
aun así, lo inquietaban de un modo que no llegaba a entender.
—¿Qué? ¿Acaso escondéis por ahí armas mágicas? —preguntó, dirigiéndose a
ellas en un tono algo burlón.
Kaz abrió desmesuradamente los ojos al descubrir qué era lo que le producía
desazón: ¡el recuerdo de Huma y de aquella conflagración final! El minotauro era
incapaz de contemplar una montaña sin vivir de nuevo, en el subconsciente, cómo

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había comenzado todo: la busca de las legendarias Dragonlances, únicas armas
capaces de derrotar a las hordas de dragones de Takhisis, la Reina Oscura. Al
principio sólo habían hallado un par de docenas de esas lanzas, y Kaz —que
cabalgaba junto a Huma— había sido el primero en esgrimir tales armas en una
batalla. Era también uno de los pocos supervivientes de aquella banda, y el único que
había visto cómo Huma derrotaba, en los últimos instantes de su vida, a la infame
diosa, obligándola a jurar que abandonaría Krynn para no volver jamás. En los cinco
años transcurridos desde entonces, Kaz se había desviado con frecuencia de su
camino para no aproximarse demasiado a las montañas. Por supuesto, en algunas
ocasiones no le había sido posible, pero siempre procuraba dejarlas pronto atrás.
«¡Miedo de las montañas!»
Kaz emitió un resoplido de disgusto consigo mismo, y espoleó a su caballo.
Aquella noche dormiría con la cabeza apoyada en una de esas gigantescas moles.
Cuanto más pensaba Kaz en ello, más decidido estaba. Por lo menos, correría menos
peligro de ser descubierto por algún otro viajero. El minotauro echó una mirada a los
amenazadores picachos y trató de calcular lo que tardaría en alcanzar el más cercano.
No sería antes de la caída de la noche, como se dijo malhumorado.
Habría preferido llegar con luz diurna.
***
Kaz acampó al pie de un alto pico desgastado por la erosión. En algún momento,
quizás en un pasado lejano o tal vez durante la guerra, buena parte de un lado de la
montaña se había desprendido, dando al resto el aspecto de un diente roto. Aquello
hizo pensar al minotauro en su antepasado, un hombre-toro muy fiero en su juventud
y que, pese a sufrir buen número de heridas mal curadas, había llegado a edad muy
avanzada. En memoria de ese predecesor le puso a la montaña el nombre de Kefo,
cosa que lo ayudaría mucho a conciliar el sueño en aquel lugar.
Después de meses enteros del incesante parloteo del kender, resultaba raro
descansar con la única compañía de los sonidos de la noche. Kaz gruñó. Si empezaba
a echar de menos a Delbin, quizá le valiera más entregarse a los enemigos.
—¡Que Paladine me conserve el entendimiento! —musitó el minotauro, ceñudo.
Delbin había cruzado su camino en el sur, cuando Kaz regresaba de un largo y
agotador viaje a las heladas tierras del extremo sur. Las proclamaciones de Vingaard
comenzaban a aparecer en las regiones meridionales, pero el poco ortodoxo capitán
que guiaba la expedición le había tomado afecto al minotauro y le concedió el
beneficio de la duda pese a las duras acusaciones de asesinato y traición que los
edictos divulgaban sin ninguna evidencia que las respaldase. El sello entregado a Kaz
por el Gran Maestre Oswal reforzaba suficientemente la verdad afirmada por el
hombre-toro. Además, la presencia de un minotauro resultaba conveniente, ya que
aquellos gélidos dominios demostraban ser traidores en más de un sentido. El

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humano podía ser un audaz explorador, pero después del penoso viaje, cuando por fin
hubo pisado de nuevo el suelo de Kharolis, su patria, le confesó a Kaz que deseaba
pasar el resto de sus días —aunque todavía era joven— en alguna pacífica aldea en
cuyo mercado pudiera regatear con los compradores sobre el precio de las manzanas
o de cualquier otra cosa.
Una voz aguda y llena de curiosidad había preguntado entonces:
—De veras regresas de las tierras heladas? ¿Es cierto que, allí, el aliento se
hiela de tal forma que hay que derretirlo sobre un fuego para oír lo que uno dice?
Me lo explicaron en alguna parte. ¿Eres tú un minotauro? ¡Nunca había visto
ninguno! ¿Muerdes?
Primero, Kaz creyó que aquel insistente preguntador era simplemente un
adolescente humano que llevaba los cabellos recogidos en una gruesa cola de caballo.
Sólo cuando el capitán lanzó un reniego y agarró su bolsa del dinero, se dio cuenta
Kaz de lo que tenían delante.
«Probablemente, Delbin Sauce Nudoso resulta incluso pesado para cualquier
otro kender», pensó Kaz retrospectivamente.
En efecto, los individuos de esa raza no parecían cruzarse nunca por los caminos.
Al menos, no permanecían juntos durante mucho rato. Delbin, que no se había
apartado del minotauro desde entonces, importunándolo constantemente con toda
clase de tontas preguntas sobre minotauros y cualquier otra cosa, era un joven de sexo
masculino y bastante apuesto para tratarse de un kender. Algo más alto que la
mayoría de los de su raza, no llegaba sin embargo al metro veinte de estatura y
pesaría unos cuarenta y cinco kilos. Se consideraba un estudioso y se había propuesto
escribir una historia del Krynn actual. Un respetable propósito, sin duda, excepto
que... con frecuencia, cuando introducía la mano en su bolsa para sacar el libro, lo
que aparecía era cualquier objeto que, al parecer, había dejado caer algún torpe
humano. Su excitación al encontrar algo era tal, que Delbin olvidaba por completo lo
que había querido registrar.
Ahora, el kender debía de andar por Xak Tsaroth, o quizá buscase a Kaz al este de
la ciudad, salvo que cualquier otra cosa hubiera llamado su atención. Al minotauro
tampoco le extrañaría que Delbin estuviese en lo más profundo de Qualinesti en
busca de un caballo de los elfos, cosa que siempre había querido ver.
De cara a las dos lunas visibles, Kaz empezó a preguntarse si pasaría toda la
noche pensando en el kender, en vez de conseguir el descanso que tanto necesitaba.
Confiaba en penetrar lo suficiente en el bosque antes de la tarde del día siguiente.
Finalmente, el agotamiento comenzó a confundir los sentidos del minotauro, y la
visión de centenares de curiosos y excitados kenders se desvaneció en la suave
oscuridad del sueño. Podría decirse que Kaz casi suspiró de alivio cuando, por
último, quedó tranquilamente dormido.

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***
Se hallaba ante una enorme fortaleza que parecía precariamente colgada de un
lado del erosionado picacho. Criaturas de todas las razas yacían allí, muertas o
moribundas, y resultaba difícil decir quién había combatido a quién.
—Todo ha terminado —suspiró Huma.
Kaz se volvió para mirar a su amigo y camarada. A pesar de que Huma era aún
relativamente joven, su hermoso rostro estaba marcado por las arrugas, y sus
cabellos y bigotes eran ya plateados. La cara del guerrero presentaba una palidez
casi mortal.
A su lado había una mujer de belleza sobrenatural y centelleantes trenzas de
plata. Los brazos de ambos estaban enlazados. Kaz parpadeó. De vez en cuando, el
rostro de la mujer parecía convertirse en el de un dragón.
—Ganamos —dijo ella con dulzura.
—¡No ganasteis más que muerte! —exclamó una voz.
Reventó entonces el suelo delante de la inmensa ciudadela, y ante ellos surgió
una espantosa criatura de numerosas cabezas. Huma sacó de la vaina una
Dragonlance, pero el monstruo se limitó a reír. La mujer que había junto a Huma se
fundió a la vez que crecía y de su delicada espalda nacían alas. Los brazos y las
piernas, de gran esbeltez momentos antes, se transformaron en contrahechos
miembros que sólo podían pertenecer a un dragón. Cual símbolo de majestad, el ser
se elevó por los aires y desafió al monstruo que, según Kaz creyó, tenía que ser
Takhisis, la Reina de la Oscuridad.
Esa señora de las tinieblas rió con mofa y quemó en pleno vuelo al Dragón
Plateado. Todo cuanto quedó de la amada de Huma fue una lluvia de ceniza,
diseminada por la brisa que habían producido las macizas y coriáceas alas de la
diosa.
La risa de Takhisis se hizo todavía más dura. Kaz dirigió un voto a Paladine, el
dios adoptado. Las cabezas de Takhisis no eran cabezas de dragones, como el
minotauro había creído en un principio, sino, en su mayoría, humanas. Una de ellas
resultaba increíblemente bella, hasta el extremo de que incluso Gwyneth, el Dragón
Plateado, parecía feo en comparación. ¡Takhisis, la seductora! De poco servía
apartar la vista de aquel rostro para mirar otro. La cabeza siguiente pertenecía a
Crynus, el fiero Señor de la Guerra, que lucía su negro yelmo. Por su mentón
resbalaba la saliva. Otra era la del brujo Magius, amigo de la infancia de Huma, que
había muerto prisionero de los servidores de la Señora de la Oscuridad.
Y otra cabeza más, la cadavérica y demacrada de un Caballero de Solamnia, hizo
estremecer a Kaz y a Huma. Era Rennard, que había apadrinado a Huma en su
nombramiento de Caballero y que finalmente resultó ser no sólo tío del joven, sino
además un traidor idólatra de Morgion, dios de la enfermedad y la podredumbre.

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Rennard había tenido una muerte horrible después de fracasar en su misión de
asesinar a Oswal y a Huma. Morgion no era un dios que perdonara.
Pero la última cabeza era la peor. Sobresalía por encima de las demás, incluso de
la de La Tentadora, y, aunque Kaz no la había visto nunca, supo sin lugar a dudas a
quién pertenecía. Con una sonrisa propia de una calavera, el largo y delgado rostro
se hinchó hasta ser casi tan grande como el resto del espantoso conjunto.
Difícilmente podía aplicarse a ese monstruo la definición de humano, dado que su
piel tenía un tono verdoso y, como pudo comprobar Kaz, la cubría una complicada
red de escamas, semejantes a las de una serpiente. El escaso pelo parecía pegado al
cráneo. Los dientes, largos y afilados, eran propios de un animal depredador.
—Dracos —murmuró Huma—. De nuevo goza del favor de su reina.
De pronto agarró la Dragonlance, única arma capaz de derrotar a la diosa de la
Oscuridad y, para horror de Kaz, se la ofreció a él.
—¿Qué..., qué es eso?
Huma le sonrió con tristeza. Su cara, joven y vieja a la vez, consumida y cerúlea,
resultaba tan fantasmal como la de Rennard.
—Yo ya no puedo más. Estoy muerto, ¿recuerdas?
Y Kaz tuvo que presenciar, horrorizado, cómo su compañero era apresado por el
viento y dispersado como si fuera ceniza. En cosa de segundos no quedó ni rastro de
su persona.
—¡Minotaurooo! ¡Obstinada criatura! ¡Ya es hora de que vuelvas al rebaño...!
Kaz alzó la vista hacia aquellos lascivos rostros y se sintió dominado por un
miedo indescriptible. Aunque una parte de él protestaba ante semejante cobardía, el
hombre-toro dio media vuelta en un intento de huir, sólo para tener que comprobar
que, por mucho que corriese, parecía hallarse cada vez más cerca de la bestia de
cinco cabezas.
Allí estaban los Caballeros de Solamnia, pero, en vez de ayudarlo, se burlaban de
él. Lord Oswal y su sobrino Bennett, cuyas facciones de halcón eran de una extraña
semejanza, observaban su lucha con tanto interés como si estudiaran los
movimientos de una hormiga en el suelo.
—Nunca había visto un dragón de cinco cabezas —comentó alegremente una voz
familiar, cerca de él—. ¿Va a darte un mordisco cada una? ¿Tiene cinco estómagos
ese monstruo? ¿Ocurre algo, Kaz? ¡Kaz...!
Las cabezas, de exagerado tamaño y fauces muy abiertas, se inclinaron hacia él.
Lo último que el minotauro oyó, fue una voz que le preguntaba:
—¿Quieres que te deje solo, Kaz?
***
El hombre-toro se incorporó con un grito, los ojos llenos de espanto. Algo
pequeño y delgado cayó hacia atrás y aterrizó en el rocoso suelo con una sonora

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exclamación de dolor.
—Diantre! ¿Todos los minotauros sois tan irritables cuando despertáis? ¡Quizá
sea por eso que nadie traga a los minotauros, caramba! A mí no me disgustan, pero...
tú ya sabes lo que dicen de nosotros, los kenders..., ¡sí! Por cierto: creí que no te
encontraría nunca.
Kaz se frotó los ojos. ¿Formaba parte de su pesadilla aquella voz, o pertenecía al
mundo de la realidad? El hombre-toro empezó a acostumbrarse a la luz de las lunas y,
entre parpadeos, se aventuró a preguntar en tono vacilante:
—¿Delbin...?
No obstante la relativa oscuridad, Kaz reconoció la descarada sonrisa del kender.
—Qué haces aquí, Kaz? ¿Habías visto alguna vez tantos humanos peleando entre
ellos? ¿Sucedía eso durante la guerra? Yo no conseguí ver nada... Mi abuelo decía
que era demasiado joven, y que debía dejar asuntos tan serios en manos de los
adultos.
—Haz una pausa, Delbin —contestó Kaz de manera automática.
Tras semanas enteras de esfuerzos, por fin había hecho comprender al kender que,
en ciertos momentos, era absolutamente necesario que mantuviese cerrada la boca, si
no quería conocer de cerca el duro puño de un minotauro enfurecido.
Delbin calló, a pesar de lo que le costaba.
—¿Cómo diste conmigo, kender?
El menudo ser le dirigió una mirada de triunfo.
—Mi abuelo era capaz de seguir las huellas de un ratón a través de medio Hylo.
Bueno, quizá exagere un poco... Pero a mí me enseñó muchas cosas, de modo que, al
ver pelear a todos aquellos hombres, me figuré que, o bien tratabas de desafiarlos, o
te habrías largado. Entonces, al no encontrarte, recordé el río señalado en el mapa,
pero... como tú no quieres dejarte ver más de lo imprescindible, se me ocurrió
buscarte en las montañas, y no fuiste nada difícil de hallar. ¡Menudo rastro, el de tus
pies! Claro que sólo un kender como yo podía descubrirlo...
Kaz soltó un bufido. Había olvidado cómo eran las explicaciones de Delbin,
aunque ésta resultaba muy clara para proceder de él.
—Tuviste que avanzar sin descanso.
Por primera vez, la divertida expresión desapareció de los ojos del menudo
compañero.
—Estaba preocupado por ti.
Kaz, poco acostumbrado a despertar tal sentimiento en nadie, y menos en alguien
tan despreocupado como Delbin, respiró profundamente, como si quisiera parecer lo
más imponente posible.
—Soy un minotauro, Delbin! —gruñó—. ¡Nadie necesita preocuparse por mí!
—Bien, pero... Tú fuiste muy bueno conmigo, y permitiste que te acompañara

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pese a ser aún muy joven y, quizá, no tan sabio y experto como otro kender adulto...
Eso me recuerda que debo anotar lo ocurrido hoy, porque añadirá algo muy
importante a mi libro y demostrará que soy listo, y no un chiquillo inútil, y...
¡Caramba! Este no es mi cuaderno de apuntes, pero sin duda resultará interesante. Me
pregunto cómo iría a parar a mi bolsa...
Delbin se puso a examinar un delgado librillo que, como Kaz sospechó, su
anterior dueño habría estado buscando inútilmente como loco.
El minotauro se recostó en la roca con un mugido. Las cosas volvían a la
normalidad o, al menos, a la normalidad que podía haber junto a un kender. Y, pese a
lo molesto que Delbin se hacía en ocasiones, Kaz tuvo que reconocer que, cuando
tenía cerca al pequeño kender, la situación nunca parecía tan negra.
Delbin podía desconcertarlo y causarle enfado, pero nunca le producía
pesimismo.
De repente, el hombre-toro se dio cuenta de que Delbin estaba mucho más callado
de lo que era costumbre en él. Kaz se levantó y miró al compañero. Del siempre
despabilado y enérgico kender sólo quedaba un cuerpecillo exhausto y... dormido. La
busca durante todo el día lo había agotado.
«Mañana —pensó Kaz con un bostezo— intentaré decirle algo agradable a
Delbin...»
Se le cerraron los ojos y, a los pocos instantes, el minotauro estaba hecho un
tronco. El horrible sueño no era ya más que el lejano fragmento de un recuerdo.
***
Al despertar, Kaz se halló a la sombra de las montañas. La mañana era gélida. Un
extraño y fuerte viento lo sacudía todo. El minotauro estiró sus entumecidos
miembros y se puso de pie. Delbin aún dormía como un lirón.
No haría mucho que había amanecido. De no ser por el azul del cielo, habría
podido creer que todavía era de noche, de tan oscuras como se veían las sombras de
la cordillera. Kaz tomó su fardo en busca de algo comestible.
Como siempre, faltaba la mitad del contenido. El minotauro supo de sobra que la
mayor parte de sus cosas estaría ahora en la bolsa del kender, donde la habría metido
éste para «ponerla a salvo». Aunque sentía hambre, Kaz decidió no despertar todavía
al chico, y se contentó con algunas reservas escondidas bajo el forro de su zurrón
como una precaución especial. Esas raciones de reserva estaban duras y no sabían
prácticamente a nada, pero el minotauro ya estaba acostumbrado a tales
inconvenientes. Luego se preguntó si el kender habría conseguido algunas de las
cosas que le había encargado adquirir en el mercado. La tentación de registrar la
bolsa del compañero era poderosa...
—Compré algo de fruta y unas pastas dulces, Kaz —anunció inesperadamente
Delbin.

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En ocasiones, la habilidad del kender para moverse de forma tan furtiva ponía
nervioso al minotauro.
Delbin comenzó a hurgar en su bolsa.
—Si por casualidad sale algo de lo que yo perdí últimamente, te lo quitaré —
indicó Kaz con toda inocencia.
—Debieras ser más cuidadoso, Kaz —replicó el kender—. De no ser por mí, ya
no tendrías nada.
El sarcasmo contenido en las palabras del minotauro había sido desperdiciado en
Delbin, que empezó a arrojarle cosas. El montón resultó sorprendentemente grande e
incluía objetos que jamás le habían pertenecido a él. Medio enterradas entre lo demás
aparecieron dos maduras piezas de fruta y una pasta bastante deshecha. Kaz retiró lo
comestible y lo engulló mientras esperaba a que el kender acabase de hacer
inventario. Lo asombraba comprobar cuánto había echado de menos el gusto de las
dulces pastas elaboradas por los humanos. En general, los minotauros se burlaban de
tales exquisiteces, que consideraban propias de niños o de seres débiles.
—¡Mi cuaderno! —exclamó Delbin, alzando el maltrecho librillo para que lo
viera Kaz.
El minotauro se preguntó si, realmente, el kender habría escrito algo en él. Nunca
lo había visto garabatear nada. Delbin volvió a introducir su mayor tesoro en la bolsa,
que parecía demasiado pequeña para haber podido contener tanta cosa.
Dado que un minotauro de más de dos metros de estatura necesitaba mucho más
alimento que un kender que no llegaba al metro veinte, Kaz devoró el resto de las
raciones secas que le correspondían. Durante el día tendría que dedicar algún rato a la
caza, no obstante. La fatiga de la noche anterior le había impedido colocar trampas.
En cualquier caso, aún podría encontrar algo. Los conejos y otros animales pequeños
parecían abundar en esa región, más que en la zona norte. Kaz sospechó que la
guerra, con sus devastadoras décadas de duración, había ahuyentado la fauna hacia el
sur o bien hacia el extremo norte donde, si bien no intactas, las tierras habían sufrido
mucho menos.
El minotauro trató de apartar los recuerdos de las tremendas hostilidades y le dijo
a Delbin:
—Voy a procurar cazar algo, si opinas que ya no nos persiguen.
El kender frunció los labios, pensativo. Era evidente que intentaba resultar lo más
útil posible.
—Creo..., creo que no. En Xak Tsaroth, unos hombres comentaban que las plazas
de armas del sur estaban preocupadas por lo que sucedía en Solamnia, y que
convendría enviar a algunos delegados para que hablaran con el Gran Maestre o, por
lo menos, con su sobrino, que, según tengo entendido, pinta mucho y pronto podría
ser Gran Maestre, porque entre los caballeros se dice que el actual está enfermo, y

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que...
Toda ilusión de cazar se desvaneció ante las palabras del kender.
—¿Que el Gran Maestre Oswal está enfermo?
—Es lo que se rumorea. Puede que no sea más que un bulo hecho correr por un
viejo, pero otro más joven pensó que era cierto, y el sobrino... Ahora no recuerdo
como se llama...
—Bennett.
El rostro de Kaz adquirió una expresión de disgusto, y Delbin, que ya había visto
enfadado al minotauro en alguna otra ocasión, calló enseguida. La primera vez que
Kaz había visto a Bennett, hijo del Gran Maestre Trake, el joven y aristocrático
caballero le había parecido sólo un arrogante tirano. Era posible, sin embargo, que los
últimos días de la guerra lo hubiesen hecho cambiar, porque el sacrificio de Huma
había demostrado cómo debía ser un auténtico caballero.
El día en que, finalmente, Kaz se había separado de los guerreros, Bennett le
había dado las gracias de manera muy solemne, junto a otros, por su ayuda en el
conflicto.
Según un antiguo dicho de los minotauros, había que tener cuidado con los
enemigos que, de pronto, te daban la mano como amigos. Antes de aceptarla, había
que comprobar que no tuviese las uñas demasiado afiladas... Cabía la posibilidad de
que Bennett hubiera vuelto a sus costumbres de antes.
«En cualquier caso, debo concederle el beneficio de la duda —pensó Kaz—.
Huma lo haría. Pero si me equivoco...»
Las manos del minotauro se encogieron como si empuñasen un hacha imaginaría.
La idea de cazar se había apartado por completo de su mente.
—¿Dijeron algo referente a mí, Delbin?
El kender sacudió la cabeza.
—Tienen problemas con los invasores, Kaz. Gran parte del ejército del Señor de
la Guerra se desplazó hacia el sur, creo que por suponer que esta zona era buena, pero
en realidad no lo sé. Yo siempre pensé que Hylo resultaba mucho más agradable,
aunque a mí no me hace gracia que los invasores vayan a ninguna parte. Al fin y al
cabo no son nada bien educados, ¿verdad?
—Considero extraño que vinieran hacia aquí. ¿Por qué no se dirigirían a Istar, en
el nordeste, o a las montañas de Thoradin?
Kaz se encogió de hombros. Los merodeadores no tenían un jefe evidente, ni
tampoco lo que pudiera llamarse un hogar. Y acabarían siendo exterminados.
»Si no se fijan para nada en mí, nos atreveremos a acercarnos más al río. Cuando
entonces lleguemos a algún poblado, tú vas y compras..., he dicho compras,
¿entendido, Delbin?..., algo de comida. Una vez en los bosques del norte, cazaremos
de nuevo. Tendríamos que poder reunir lo suficiente para llegar a Vingaard.

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Delbin lo miró sonriente y con ojos llenos de expectación.
—¿De veras piensas llegar al alcázar de Vingaard? Nunca lo he visto, pero dicen
que está lleno de criptas y mazmorras y rincones secretos y...
—Respira, Delbin! ¡A fondo!
Así que el kender hubo cerrado la boca, la mente de Kaz se perdió en el camino
que les esperaba. Lo tenía todo planeado, y no había indicios de que sus implacables
enemigos lo siguieran. Si no sucedía nada inesperado, el viaje sería tranquilo.
El minotauro hizo una mueca. Si realmente creía que la jornada iba a ser fácil,
¿para qué llevar la pesada hacha sujeta a través de su espalda? Iría más cómodo si la
dejaba. No en vano disponía de otras armas más adecuadas para la caza.
Sin embargo, cuando los dos arrancaron pocos minutos después, el hacha seguía
firme en su sitio. Un simple movimiento, y Kaz la tendría a mano.
Por si acaso.

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—Un día —dijo su instructor con orgullo—, un día serán los minotauros quienes
gobiernen el mundo de Krynn. Nuestra fuerza aplastará a los enemigos. Al fin y al
cabo son bárbaros, ¿o no? ¡Es nuestra raza la que debe mandar! Sólo nosotros
sabremos traer la civilización a estas atrasadas tierras. Otros lo intentaron, pero
carecían de nuestra determinación, de nuestra disciplina. Nosotros, los minotauros,
tenemos un destino...
Los jóvenes minotauros estaban acurrucados delante de su instructor, muy
abiertos los ojos. Zebak no era el mejor de los oradores, pero poseía el ímpetu
necesario para tratar con la juventud. Era su misión la de transmitir el mensaje a los
pequeños, para que empezasen a comprenderlo.
Otro minotauro, todavía no adulto, se asomó a la entrada y le hizo una señal a
Zebak. El instructor respondió con un gesto afirmativo de la cabeza y le dio permiso
para retirarse. Los niños conocían la señal, porque la habían visto hacer por lo menos
media docena de veces. Significaba que uno de sus amos pasaba por allí cerca.
Zebak se puso a hablar del arte de la guerra y del porqué tenía que constituir el
objetivo de la vida de un minotauro. Mientras seguía la clase, entró en la pieza otro
ser. Era un horrible monstruo dentudo, en opinión de los pequeños, pero eso debía de
importarle muy poco al ogro. Y, cuando éste los miró con detención, Kaz —que
estaba sentado al fondo— no fue el único incapaz de esconder del todo su creciente
odio.
—Una buena lección, maestro —comentó el ogro con voz atronadora. Su
expresión era la de alguien frente a un potencial banquete.
—Hago lo que puedo.
El ogro le dedicó una extraña mirada, que Kaz, dada su corta edad, no pudo
interpretar.
—Eso es lo que oído decir.
El visitante se fue sin más palabras, y la clase prosiguió.
Al día siguiente, Zebak había desaparecido. Un ogro les enseñó durante el resto
del curso. Los chicos tenían que estar preparados para su primer combate, en
primavera.

`
—Kaz...
—Hum?
—¿Ocurre algo especial? No apartas la vista del cielo. Ya sé que es bonito, pero
tu mirada resulta extraña, y yo pensé que...
—Estoy bien, Delbin. Simplemente, recuerdo cosas.

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La verdad era que se había puesto melancólico. ¿Sería que se hacia viejo?
—Más adelante hay unas casas. Quizás una especie de poblado. Allí puede haber
pescadores. ¿Quieres que compre un poco de pescado? ¡Prometo ser bueno! Ya lo
verás.
Kaz escudriñó el lugar. Cerca del río se alzaban unas cinco casas, aunque en
realidad era un cumplido dar el nombre de «casas» a tan desvencijadas
construcciones. Más allá, al otro lado del agua, divisó el borde del bosque que tanto
deseaba alcanzar. Unos gritos muy agudos le hicieron apartar sus pensamientos de
aquella espesura. Un par de niños humanos correteaban como locos alrededor de las
casuchas. Kaz trató de imaginarse unos pequeños minotauros en un juego semejante,
pero no pudo. Desde que empezaba a caminar, el retoño del hombre-toro tenía que
entrenarse. Nunca era demasiado pronto para comenzar a aprender.
Unos hombres subían a la orilla una barca de reducidas dimensiones. Kaz echó
una rápida mirada al bote. Ningún minotauro que se enorgulleciera de ser tal se
hubiese esforzado en recuperar semejante porquería. ¡Qué barbaridad! Entonces los
vio alguien. Hubo un grito, y Kaz mandó a su montura que se detuviera.
—Párate, Delbin.
El kender lo observó con curiosidad y, cosa rara, no dijo nada.
El minotauro aguardó a que se hubiese reunido más gente. En el poblado parecía
haber tres familias y, además, algunos individuos sueltos. A juzgar por la temerosa
expresión de sus caras y por las andrajosas ropas que llevaban casi todos, Kaz
sospechó que eran personas recién llegadas del norte con la esperanza de poder
iniciar allí una nueva vida. Eso hizo crecer su importancia a los ojos del minotauro.
Eran muchas las víctimas de la guerra que se habían dado por vencidas y sólo
esperaban sobrevivir de alguna manera.
Cuando nadie más se hubo agregado al grupo, Kaz mandó avanzar despacio a su
caballo. Delbin lo seguía. El minotauro supuso que, al menos, uno o dos hombres
más permanecían escondidos en las cercanías, vigilando sus movimientos.
Un valeroso tipo de barba gris se colocó delante de los suyos y exclamó:
—No sigas, bestia, si no quieres exponerte a morir.
Kaz se paró. Salvo que aquella gente contara con unos arqueros excelentes, sabía
que le resultaría fácil arremeter contra el pequeño grupo y dispersarlo. Un golpe o dos
de su hacha, y liberaría a los asustados humanos de sus estúpidas almas. No le faltaba
el impulso para llevar a cabo tal acción, ya que tanto se lo habían inculcado, pero Kaz
supo dominarse. Huma nunca le habría perdonado que atacara a esos pobres
desdichados.
—Soy Kaz —se presentó—, y éste es Delbin. Venimos en son de paz, humanos.
Quizás, eso sí, os compremos algo de comida, si podéis prescindir de ella.
El minotauro procuraba expresarse de la forma más suave posible, pero aun así,

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su rugiente voz acobardó a los más débiles.
El de la barba gris se frotó el oculto mentón.
—Viajas acompañado de un kender.
No era una pregunta, sino una comprobación. Empero, Kaz contestó.
—Acepta mis disculpas, Drew.
—No hagas eso —dijo el de la barba gris, con una sonrisa—. Con tu actitud me
haces sentir como si hubiese ofendido a la propia Mishakal... Si ella cree que tú debes
conservar tu hacha —añadió, de cara a Kaz—, por mí no hay inconveniente, aunque
soy incapaz de entender para qué puedes necesitarla.
Kaz dio las gracias. Lo sorprendía que una sacerdotisa de Mishakal se pusiera de
su parte y, además, aprobara que él se quedase con el arma. Después de todo, no
dejaba de ser un arma, y para una sanadora como Tesela representaba todo aquello
contra lo que ella luchaba.
Delbin se retorcía en su silla.
—¿No puedo apearme, Kaz? ¡Prometo no acercarme a nadie! Podría bajar con los
caballos a la orilla en busca de agua. No sé si ellos tienen sed, pero lo que es yo... La
cabalgada fue dura, el sol caía a plomo sobre nosotros, y de veras quisiera...
El minotauro miró a Tesela y al viejo, y éste asintió.
—De acuerdo, siempre que el kender conduzca los caballos río abajo y se
mantenga alejado de nuestras cosas. Ya es bien poco lo que poseemos, y sólo nos
faltaría que un individuo como ése pusiera sus pringosas manos en lo que no le
pertenece.
Delbin contempló ceñudo sus pequeñas manos.
—No las tengo pegajosas —gruñó—. Ya me las lavo, de vez en cuando, y no
tocaría nada porque Kaz no quiere, y...
—No tientes a tu suerte, Delbin. Sé bueno, calla y vete a abrevar los caballos.
—Yo iré con él —se ofreció Tesela.
Era evidente que Drew habría preferido que la sacerdotisa se hiciese cargo del
minotauro, pero aun así dio el consentimiento con un gesto y, no sin cierta vacilación,
tendió la mano a Kaz.
—B... bienvenido.
La manaza del minotauro engulló la del anciano Drew. Después de un apretón,
Kaz la soltó. El barbicano necesitó unos instantes para comprobar que aún tenía la
mano enganchada al brazo, y luego preguntó:
—¿Qué necesitarás?
Kaz enumeró de carretilla todos los víveres que les hacían falta, añadiendo
aquellas otras cosas básicas que, probablemente, los humanos podrían
proporcionarles.
—Tengo oro con que pagar —dijo.

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Drew lo condujo hacia la ribera.
—Eso será muy estimado. Creo que habrá manera de comprarles algo a los
comerciantes del río e, incluso, enviar alguien a Xak Tsaroth. ¡Es tanto lo que
perdimos durante el viaje, y también antes!
—¿Venís del norte de Solamnia?
—De un lugar llamado Teal, al oeste de Kyre.
—¿Kyre? —exclamó Kaz— Yo luché cerca de allí. Desde luego, del lado de
Paladine.
El anciano bajó la voz.
—No conviene mencionar para nada la guerra, lucharas de una parte o de otra.
Surgieron... problemas.
—Oí decir cosas alarmantes acerca de Solamnia, sobre todo referentes a los
habitantes de Vingaard. Confiaba, sin embargo, en que la situación hubiera mejorado
entre tanto —contestó Kaz.
Drew adoptó un tono amargo.
—Eso era de esperar, si todo hubiese continuado bien... Al principio, los
caballeros dirigían al pueblo en la reconstrucción de sus hogares y también en la
recuperación de los campos. Emplearon su dinero en la adquisición de víveres de
aquellas regiones que habían sufrido menos atrocidades a manos de los secuaces de la
Señora de la Oscuridad, y acorralaron a las dispersas bandas que se negaban a
rendirse. Todo parecía ir bien...
—Pero...
Los ojos del viejo adquirieron una expresión vaga, como si mirasen al pasado.
—No fue sólo la Caballería, sino también aquella gente que vivía cerca de
Vingaard. Todos nos hacemos cargo de la amargura y del hecho de que algunas
personas no puedan volver a una forma de vida que los jóvenes ni siquiera recuerdan.
¿Te he dicho que, en otros tiempos, yo fui comerciante? ¡Pfff! Pero eso no fue aquí ni
allá... Ya no sé lo que me digo. Lo que tú quieres saber, es en qué consisten los
problemas. Espera un momento.
Un tipo fornido se acercó al llamarlo Drew.
»Este, Gil, nos habría protegido en caso de que tú hubieses resultado peligroso.
Era maestro arquero en Kyre, pero ya sabes lo que le sucedió a aquella ciudad.
Ahora, Gil es el encargado de procurarnos carne. No encontrarás en ninguna parte un
cazador más hábil.
A pesar de su aspecto salvaje, el arquero parecía ser un hombre agradable y que
aceptaba al minotauro con tranquilidad.
—Drew, nuestro mayor, exagera mi destreza. Al estar asolados casi todos los
bosques del norte, los animales huyeron hacia estas regiones. Puede afirmarse que, a
cada paso que doy, tropiezo con alguno.

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El anciano meneó la cabeza en desacuerdo.
—Nuestro arquero quita importancia a su mérito. Creo que Chislev, que controla
la naturaleza, o Habbakuk, el señor de los animales, guía su mano. Tanto uno como
otro saben que Gil sólo se toma lo preciso para el alimento, y que nunca caza por
mero deporte.
—Así debe ser —comentó Kaz, convencido de que el arquero era hombre
honrado y justo.
Drew explicó lo que el minotauro necesitaba y, tras prometer que haría lo posible
para proporcionárselo, Gil partió con un breve saludo a cada uno.
Drew lo siguió con la vista.
—Hallarás pocos hombres como él cuando te aproximes a Vingaard, amigo
minotauro. Como decía antes, la ayuda cesó. No de repente, pero sí tan deprisa que
muchos quedaron sin nada. Los campos producían poco, y muchos bosques de poco
servían, salvo como leña para encender fuego. Luego, Vingaard empezó a encargar
distintas misiones a sus caballeros, y éstos se pusieron a arrebañar con gran habilidad
todas las materias primas que podían. Exigieron trabajos a cambio del dinero gastado,
y quienes no podían pagar, que eran la mayoría, fueron convertidos en siervos.
—¿En siervos?
Kaz no podía creer eso de Oswal, ni tampoco de Bennett. Al fin y al cabo, los dos
eran partidarios del Código y la Medida, y, por lo que el minotauro había aprendido
en el tiempo pasado junto a ellos, la esclavitud estaba prohibida. Era una ley creada
por el propio Vinas Solamnus, fundador de la Orden.
—Por la expresión de tus ojos veo que no acaba de convencerte lo que digo, Kaz.
Pero por desgracia es verdad.
El tono empleado por Drew sugería que le había tocado experimentarlo muy
directamente.
—No niego que tengas razón, humano. Lo que ocurre es que yo luché al lado del
Gran Maestre y de su sobrino. Y, cualesquiera que sean sus faltas, me cuesta creer
que llegasen a tanto. Pero, a juzgar por tus palabras, apenas son mejores que los
merodeadores que rondan por ahí...
—Más bien son como los codiciosos señores de Ergoth, en mi opinión. Yo fui
comerciante durante algún tiempo, en aquel país... Temo, sin embargo, que los
Caballeros de Solamnia no se contenten con eso. Tú mismo te lo puedes figurar. Vi la
proclamación del Gran Maestre, Kaz, y otros también debieron de verla. ¡Estoy
seguro!
Kaz sintió un nudo en la garganta.
—¿Qué más?
Drew sonrió, lo que no calmó la ansiedad del minotauro.
—Un comerciante aprende a oler lo que es una mala inversión, si quiere continuar

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con vida. Yo, por mi parte, no tengo la menor intención de arrastrarte de nuevo al
alcázar de Vingaard, y dudo mucho de que me diesen una, recompensa.
—Muy confortante —replicó Kaz.
Le agradaba la franqueza del ex comerciante, pero aun así había algo en el
humano que lo desconcertaba. No obstante, y según indicaba su aspecto, aquel
hombre no se servía de la magia. Kaz se preguntó si su paranoia surgía otra vez.
—En ocasiones me pregunto si no fue el propio Paladine el derrotado, y si las
historias de Huma de la Lanza no son más que eso: ¡historias!
El minotauro no estuvo de acuerdo.
—Son ciertas, Drew. Al menos en su mayor parte.
Le costaba hablar. El anciano estudió su toruno rostro por espacio de unos
segundos, y luego dijo sin alterarse:
—Sí... Tú estabas allí, ¿no? Oí un par de historias referentes a Huma, en las que te
mencionaban a ti. Pero tengo la impresión de que, en general, a los narradores les
molesta que un minotauro comparta la gloria con uno de su especie.
—Muchos de ellos no se preocupaban en absoluto de Huma, cuando éste vivía.
Kaz se puso ceñudo cuando pasaron por su mente los recuerdos. Mientras tanto,
Drew caminaba lentamente a su lado, y su mirada delataba ansia.
Alcanzado el río, el viejo vaciló. Parecía que dudara entre seguir adelante y
volver atrás para reunirse con los demás.
—Quería enseñarte algo y oír tu opinión —dijo entonces—. Gil cree que se trata
de algún animal, pero yo..., yo vi demasiadas cosas en la guerra.
Lleno de intriga, Kaz permitió que el humano lo condujese a un lugar distante,
quizás a mil pasos del poblado, en dirección al norte. Ahora, las dos orillas del río
aparecían salpicadas de árboles.
—¿Qué nombre tiene este río? Mi mapa no lo indica.
El viejo encogió los hombros.
—No lo sé, en realidad. Nosotros lo llamamos Don de Chislev, pero es un invento
nuestro. ¡Fue tanta nuestra alegría de descubrir un lugar tan maravilloso! Confío en
que, si resistimos aquí, esto llegará a ser un día un emplazamiento muy conveniente.
Representará algún sacrificio, claro, pero haremos lo necesario.
—Hablas como un verdadero comerciante.
—Lo llevo en la sangre... Ya hemos llegado, por cierto. Fue Gil quien se fijó en
ello, y quiso mostrármelo para mayor seguridad.
«Ello» era una huella incompleta en la húmeda ribera. Kaz se apoyó en una
rodilla para examinarla mejor. Si la marca procedía de un animal, éste tenía que pesar
tanto como él, a juzgar por la fuerza de la impresión. Más bien una pata que una
garra, la huella dejada databa de un par de días atrás y, al estar tan cerca del agua, los
elementos la habían desfigurado de manera constante. Kaz comprendió la

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preocupación de Drew. Los goblins y los trolls se movían de vez en cuando por
aquella zona, aunque menos que durante la guerra. La parte delantera de la huella
revelaba unas uñas afiladas, casi semejantes a las de una zarpa, como las tenía el
propio Kaz, y parecía que el ser que la había producido se alejara del río.
—Lo cruzó aquí.
—¿Que lo cruzó? ¿Era un animal, pues?
—Lo dudo. Tú sospechas que pudo ser un goblin o algo semejante, ¿no?
—Sí —admitió Drew, nervioso—. Gil, sin embargo...
—Tu cazador quizá no haya visto nunca huellas de goblins o de trolls. Pero no
creo que ésta sea de un troll, aunque está demasiado húmeda para decirlo con certeza.
El minotauro echó un vistazo al bosque del otro lado del río, y agregó:
—¿Hay modo de vadear la corriente?
—No sé, pero disponemos de un par de barcas y de una balsa.
El minotauro recordó las barcas y se decidió por la balsa. Había más posibilidades
de que ésta sostuviera su peso. Aquel río no era formidable, pero siempre convenía
respetar las fuerzas de la naturaleza.
—Mientras tu pueblo reúne lo que yo pedí, voy a echar una mirada por ahí. Puede
que no sea nada, pero prefiero cerciorarme.
—Gil no pudo encontrar nada.
—Con todos mis respetos a los humanos —replicó Kaz—, yo soy un minotauro y
guerrero de nacimiento. Quizá sea capaz de hallar algo que a él... le pasó inadvertido.
Drew suspiró.
—Me parece bien. Por lo menos me servirá para dormir un poco más tranquilo.
Kaz le dedicó una dentuda sonrisa.
—Tal vez sí... o tal vez no.
***
El río —al que Kaz no se avenía a darle el nombre de Don de Chislev— resultó
mucho más peligroso de lo que el minotauro había imaginado. Conocedor de sus
propias fuerzas en comparación con las de los humanos, sintió aún mucha más
admiración por Gil. Eso no significaba que Kaz hubiese cambiado de opinión
respecto de la huella. No pertenecía a ningún animal, pese a que, sin querer ofender a
la fauna, los goblins y los trolls eran confundidos frecuentemente con los seres de esa
categoría.
Subió a la balsa y la apartó con cuidado de la orilla. La pértiga era resistente, cosa
que Kaz agradeció, y de esta forma pudo avanzar de manera constante, aunque
despacio. Era posible que en aquellos lugares hubiese goblins, que a él le producían
especial aversión. Cuando lo habían perseguido los soldados de la Reina de los
Dragones, por haber matado a su sádico capitán de los ogros, había huido a los
yermos, sólo para ser capturado allí por una banda de goblins que lo cogieron

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desprevenido y lo drogaron.
Pensando en el pasado, Kaz se olvidó de prestar la debida atención a la situación
actual y por poco pierde la pértiga. La balsa empezó a deslizarse río abajo, y él soltó
un reniego mientras se hacía de nuevo con el control. Cuando, finalmente, el
minotauro alcanzó la orilla opuesta, tiró de la balsa hacia arriba y, después, descansó
unos momentos para recobrar el aliento. La corriente lo había arrastrado un poco más
de lo que él quería, y ahora tendría que retroceder a pie.
Kaz se preguntó cómo la sacerdotisa se entendería con Delbin, pero acabó por
decidir que ya se preocuparía por eso a su regreso. Quizá no encontrase nada, aunque
también era posible que viera algo.
Registró a fondo la parte de orilla donde había aparecido la huella. Si no
descubría nada más, seguiría en dirección norte. A poco menos de un kilómetro de
distancia vio, por fin, una segunda huella. Quedaba de ella lo suficiente para
compararla con la anterior. Desde allí, el minotauro inició el lento retroceso. Al
principio no fue difícil. El goblin —porque Kaz no tenía motivo para creer que fuese
otra cosa— no se había esforzado en ocultar su presencia. El minotauro siguió una
pista de ramas rotas y aplastadas plantas que conducía a las profundidades del
bosque, pero que luego se dividió en varios brazos.
Kaz emitió un quedo gruñido. No se trataba de un solo goblin. Quizá la banda
hubiese abandonado el área en busca de mejores cazaderos, o seguía escondida entre
los árboles. El minotauro estaba seguro de que eran más de seis goblins. Y, si aún se
hallaban cerca, la gente de Drew corría peligro de muerte.
Fue entonces cuando Kaz se dio cuenta de su propio riesgo. Percibió un
movimiento a su derecha, apenas más que el temblor de una rama, pero algo en su
interior..., algo desarrollado a lo largo de su vida, le hizo comprender que la causa de
ese insignificante ruido no era el viento, ni tampoco un pequeño animal. Con toda
cautela, para que quien lo vigilaba no pudiese notarlo, condujo su mano lentamente
hacia el mango del hacha, a la vez que se maldecía por no haberla desenganchado
antes. La paz establecida con los del pueblo lo había hecho descuidarse. El otro dio
un paso hacia él.
Kaz soltó su hacha y, en silencio, dio media vuelta. El hacha de armas estaba a
punto de atacar.
—¡Delbin!
La mirada que le echó al kender tendría que haber bastado para reducir a la nada
al compañero.
—¡Diantre! Lo siento, pero no quise gritar. ¡Te vi tan ocupado! ¿Qué buscas?
Tesela tuvo que marcharse, y yo me dije que, como me había portado tan bien, no te
importaría que ahora explorase un poco los alrededores, y cuando vi que alguien
había dejado una barca y que tú te habías ido en la balsa...

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El minotauro soltó un bufido.
—¡Calla de una vez, Del...!
En aquel mismo instante, tres enormes formas surgieron detrás de Kaz y lo
derribaron antes de que éste pudiera volverse.
Una profunda y rugiente voz gritó:
—¡El kender! ¡Atrapad al kender!
Hubo algo semejante a una respuesta, que se perdió entre el fragor de la lucha.
Kaz, enterrada la cara en el suelo, logró apartar de un empujón a uno de sus
apresadores. Otro le rodeó la cara con el brazo, obstaculizándole la visión. Fuera lo
que fuese aquello con lo que peleaba, era tan voluminoso como él y casi tan fuerte.
Además disponía de ayudantes, ya que el tercero del grupo tenía agarrado a Kaz por
las piernas, y el minotauro no conseguía soltarse a pesar de todos sus esfuerzos.
Pero de ningún modo moriría sin oponer resistencia. Con su mano libre arañó una
cara, pero entonces vaciló sorprendido. Su descubrimiento resultó caro, no obstante,
porque el atacante aprovechó el momentáneo desconcierto de Kaz para sujetarlo
contra el suelo.
—Se te ofrece una rendición honrosa. ¿Te entregas de manera voluntaria?
Primero, Kaz no pudo contestar, ya que tenía el hocico apretado contra la tierra.
Alguien se dio cuenta de ello y le levantó la cabeza. Aunque a disgusto, respondió
entonces maquinalmente:
—Me avengo a una rendición honrosa. ¿Aceptado?
—Aceptado.
Unas poderosas garras lo pusieron de pie.
Kaz estaba equivocado. Había supuesto que las huellas pertenecían a goblins,
olvidando cuántas otras razas dejaban marcas similares. Le estaba bien empleado, por
jactarse tanto de su superioridad. No había actuado mejor que el arquero y, para
acabarlo de arreglar, había sido capturado.
Por minotauros.

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Desde luego, Kaz sabía quiénes eran aquellos minotauros. Se trataba del testarudo
pelotón que lo había perseguido durante meses a lo largo de muchos kilómetros.
Ningún miembro de la banda le era familiar, aunque uno de ellos lo miraba como
si se hubiesen visto antes. Kaz estudió su fisonomía, pero no logró recordarla. El que
había exigido su rendición, muy ancho y un poco más bajo que los demás, rió con
aspereza.
—¡Tenía razón! Predijo que iría hacia el norte, y que éste era un punto apropiado.
—Una semana esperando por aquí! —añadió con voz ronca el que le ataba los
brazos—. ¡Y al final capturamos al cobarde!
—No luchó como un cobarde —replicó el primer minotauro, aquel al que creía
reconocer Kaz.
—Poco importa eso, Hecar —intervino el de menos estatura—. Conocemos sus
crímenes, y le daremos oportunidad de exponer los hechos.
—¡Eso! ¡Tal como sucedieron! —exclamó el que estaba detrás de Kaz. Hecar
emitió un resoplido.
—Si yo entendí bien al ogro, Greel, Kaz no tendrá ocasión de defenderse.
«¿Ogro?» Kaz dio un súbito tirón.
—¿Un ogro? ¿Y vosotros creéis en la palabra de un ogro?
—No sólo de un ogro, criminal —dijo Greel, a la vez que metía la mano en una
bolsa que llevaba colgada del lado, pero de pronto interrumpió el gesto—. Ahora no
tenemos tiempo para eso. Necesitaremos una buena semana para reunimos con los
demás, y hemos de estar lejos de aquí antes de que uno de los humanos descubra la
doblez del viejo y del arquero.
—¿Lo sabían? —Kaz pareció escupir las palabras.
«¡Claro que lo sabían! ¡Y qué tonto fui yo!»
—Una trampa muy fácil, cobarde. La guerra hizo dócil a la gente. El oro sigue
teniendo valor, al fin y al cabo.
Greel dio un paso adelante y le arrancó la bolsa a Kaz. Examinó su contenido y
sacó de ella varios objetos, tales como el sello solámnico. Luego arrojó la bolsa al
suelo.
—Nosotros también tenemos una proclama propia, como la que promulgó el Gran
Maestre, que te condena por asesinato y cobardía. Pero... ¿a cuántos humanos les
interesa la justicia de los minotauros, en realidad? Para ellos, únicamente el oro
cuenta.
—La huella... —musitó Kaz.
«¡Una trampa!»
—A otros poblados y otros comerciantes les hicimos ofrecimientos semejantes.

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Tú viniste demasiado lejos.
Kaz tiró de las ligaduras.
—Son fuertes —dijo el minotauro que estaba detrás de él.
Unas manos, enormes incluso para uno de su raza, le pusieron un nudo corredizo
alrededor del cuello, y lo estrecharon.
—Si te mueves en exceso, tú mismo te estrangularás.
Kaz resopló con los ojos enrojecidos.
—Escuchad! Vosotros hacéis tratos con los humanos y creéis en lo que dicen los
ogros... ¡Sois cazadores de gratificaciones, y no servidores de la justicia!
Vio llegar el puño del minotauro menos alto, pero no se apartó. Le dio debajo de
la mandíbula y le hizo rodar la cabeza. Kaz notó sabor a sangre en la boca. Greel lo
miraba con frialdad.
—Si los de otras razas carecen hasta tal punto de honor que están dispuestos a
negociar a cambio de unas cuantas piezas de oro, eso demuestra que son inferiores a
nosotros.
—¿Aunque seáis vosotros quienes ofrecéis suficiente oro para que al fin
traicionen su honor?
En vez de contestar, Greel se volvió hacia Hecar.
—¿Dónde está tu hermana Helati? ¿Acaso un kender es demasiado para ella?
—No un kender —intervino con desdén una nueva voz, que a Kaz le pareció
firme y agradable—, pero sí una sacerdotisa de Mishakal.
—¿La sacerdotisa? Esa..., esa...
—¿Ibas a decir «humana» o «hembra», Greel?
El minotauro que se situó en el área visual de Kaz era algo más bajo que Greel y
tenía los cuernos la mitad de grandes que cualquiera de los machos. De una
musculatura superior a lo normal en la mayoría de razas, para ser un minotauro estaba
bien formada. Kaz se dio cuenta del tiempo que hacía que no veía una hembra de su
especie. En el ejército a cuyo lado había luchado, no había habido ninguna. Los ogros
eran partidarios de separar los sexos al máximo posible.
—Como no soy humano, Helati, a mí no me preocupa el hecho de que tú seas
hembra. Estoy acostumbrado a pelear junto a guerreros muy valientes de ambos
sexos.
Helati echó una mirada a Kaz y esbozó una breve y amarga sonrisa.
—En tal caso no menospreciarás a las hembras de otras razas. La sacerdotisa
puede ser menuda, pero está bien dotada. Yo seguí al kender hasta el río, pero no
pude hallarlo. A duras penas logré evitar que ella me descubriese. Nota que algo
sucede.
—¡Sacerdotisas! —bramó el jefe—. ¡Esas criaturas débiles, incapaces, de sonrisa
boba...!

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—Pues podrás comprobar lo incapaces que son, si no iniciamos enseguida la
retirada. ¡Cuanto más lejos estemos de aquí, mejor!
Greel señaló a Hecar.
—Ayuda a Tinos a sujetar al prisionero. Tú, Helati, cubrirás la retaguardia. Yo iré
a la cabeza.
En este orden emprendieron la marcha hacia el norte, siguiendo el curso del río.
Cada vez que Kaz intentaba mirar por encima del hombro, Tinos le daba un golpe
en la cabeza. Hecar, por su parte, le lanzaba extrañas miradas de cuando en cuando.
Kaz se preguntó dónde habrían acampado los demás minotauros. Sus
aprehensores habían hablado de al menos otro pequeño grupo, que probablemente
esperaría más allá de la cordillera. En cierto aspecto, Kaz admiraba a sus congéneres
por su determinación y perfección en todo, pero también al humano Drew por la
fingida reluctancia a dejarlo entrar en su poblado.
Sin duda habría sido muy astuto y mañoso como mercader, en su día, capaz de
engañar con su cara hasta a los más perspicaces. Resultaba difícil admirar y
despreciar al mismo tiempo a alguien, pero el minotauro lo conseguía.
Tinos le propinó otro golpe.
—¡De nada te servirá arrastrar los pies, cobarde! Si hace falta, nosotros
arrastraremos tu esqueleto.
—Sólo pensaba en mi compañero. ¿Tan despreciables os habéis vuelto los
minotauros, que necesitáis matar sin necesidad? ¡No era más que un kender!
—¡Un kender! ¡Y pensar que un minotauro, aunque le falten el sentido del honor
y la valentía para afrontar un juicio, se rebaja hasta llamar compañero a algo
semejante! Te has vuelto muy débil, Kaz.
—Pues tuvisteis que ser tres para dominarme —replicó éste. Con eso se ganó un
nuevo coscorrón.
—Los amos te quieren vivo. Ya tendrás ocasión de comprobar que el honor y la
justicia son todavía lo más importante para los minotauros, aunque siempre haya
alguno que deba ser eliminado.
Cuando Hecar habló, lo hizo en un tono mucho más civilizado y tranquilo que el
fanático Tinos.
—Ya es bastante grave estar acusado de asesinato, Kaz, pero huir en vez de
enfrentarte al castigo, como hubiera sido tu deber...
La respuesta del prisionero fue interrumpida por la reaparición de Greel, que salió
de la espesura.
—No hay peligro a la vista, de momento. Empujadlo, si hace falta, ¡pero que se
mueva!
El minotauro de menos estatura sonrió.
—Ansío ver nuestra tierra. ¡Después de tanto tiempo...!

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También los demás minotauros sentían punzadas de añoranza. Hasta al propio
Kaz le ocurría. No había estado en su hogar desde el día en que fue considerado un
guerrero y enviado a luchar por la gloria de la Reina de la Oscuridad, cosa que no
había acabado de entender. Si bien los minotauros tenían a su consorte, el misterioso
Sargas, por su dios principal, no les agradaban en absoluto los sistemas de Takhisis.
De repente, Greel rugió:
—¿Qué demonios hacéis ahí parados? ¡Cuanto antes nos reunamos con los
demás, antes volveremos a casa!
Dicho esto, dio media vuelta y se internó nuevamente en el bosque. Tinos y Hecar
agarraron cada uno a Kaz por un brazo y empezaron a tirar de él, de modo que el
prisionero casi perdió el equilibrio.
***
Al caer la noche, Kaz fue apoyado en un árbol y atado a él. Tanto él como sus
apresadores estaban exhaustos, pero Kaz tuvo la satisfacción de comprobar que el
estado de Tinos y Hecar era aún peor. En el transcurso de las horas, la esperanza de
que Delbin hubiese alcanzado a la sacerdotisa humana y la hubiese convencido para
que ayudase a su amigo, se había reducido a nada. De todos modos, ¿qué podía hacer
una servidora de Mishakal, la gentil diosa de la curación, contra cuatro guerreros
minotauros armados hasta los dientes? Quizá ni le hiciera caso a Delbin.
Greel había cazado un animal, mediante una trampa, y los minotauros asaban la
carne sobre un pequeño fuego. Luego, cuando Greel se puso a repartirla, se produjo
una breve discusión entre los cuatro. Al prestar atención, Kaz descubrió que la causa
era él. No estaban de acuerdo en si el prisionero debía ser alimentado, o no. Por
último, Greel cedió y le pasó algo a Helati, que por lo visto se había nombrado a sí
misma guardiana de Kaz.
La hembra no era más que una gruñona sombra cuando se acercó a él.
—¡Así le arrancase Sargas la maldita piel a Greel, y también a Scurn, por
añadidura!
—¿A Scurn? —repitió Kaz.
—Sí, porque él y el ogro dirigen esta farsa que llamamos una misión de honor y
justicia.
Helati sacó lo que Greel le había dado e introdujo en la boca de Kaz unas tiras de
carne.
—Siento no poder soltarte. Hecar y yo hablamos en tu favor, y hasta Tinos
parecía conforme, pero Greel no quiere exponerse. Tú eres su premio. Me figuro que,
cuando alcancemos a Scurn, el minotauro achaparrado pretenderá hacernos creer que
te atrapó él solo, sin ayuda de nadie. ¡Así de honorables somos! Estos años de tu
persecución nos han cambiado, ¡y para mal, diría yo!
—¿Tú y Hecar sois hermanos?

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El rostro de Helati quedaba en la sombra. Kaz deseaba que se moviera un poco,
para verla mejor y poder analizar sus reacciones. Siempre convenía conocer al
enemigo.
—No te acuerdas de nosotros... Hecar estaba seguro de ello. Tú dabas clase a los
adolescentes...
Kaz hizo una mueca.
—¡Ah! El año antes de que me considerasen maduro para dar mi vida por los
ogros y los humanos. ¿Ibais vosotros a una de esas clases? Eran para los minotauros
cercanos a la edad adulta, y tú no puedes ser tan joven.
Helati rió en silencio.
—¡Pobre maestro! Olvidas que han pasado ocho años desde entonces. Mi
hermano y yo hemos cambiado. ¡Siempre te metías especialmente con nosotros! Pero
tú, por lo visto, ni te dabas cuenta.
—Tuve que salir corriendo, después de matar al jefe de los ogros. De quedarme,
me habrían atado a un palo para despellejarme vivo. Hace tiempo que estaría con las
víctimas de Braag.
Kaz no pudo distinguir la expresión de la hembra, pero oyó que contenía un
momento la respiración y que su mano, que sostenía un trozo de carne, se había
detenido a medio camino de su boca. Eso último fue lo que más sintió, porque llevaba
todo el día prácticamente sin comer.
La hembra bufó de manera queda y siguió dándole de comer, aunque de vez en
cuando se metía un pedacito de carne en la propia boca. Mientras alimentaba a Kaz,
murmuró:
—No me cuesta creer en ti... Desde luego, lo que oí contar demuestra que no eres
un cobarde y que te portaste de modo honrado con otros, aunque Molok tenga sus
pruebas, que los altos personajes encontraron convincentes.
Ahora fue Kaz quien soltó un bufido, furibundo.
—Si son los mismos que gobernaban cuando nosotros éramos soldados esclavos
de las demás razas, ¡vaya milagro! Son lacayos de los ogros y siguieron al favorito de
Takhisis, el renegado brujo Galan Dracos.
Greel, que había permanecido sentado junto al fuego, se levantó.
—¡Si Kaz no es capaz de estarse quieto, no le des de comer, Helati! Y si eso no
basta para calmarlo, ¡yo personalmente lo haré callar!
—Puedo con él, Greel —contestó la hembra, y de cara a Kaz agregó en voz baja
—: ¡Qué más quisiera él, que hacerte callar! Piensa que tu huida es prueba suficiente,
y que tú perdiste todo el derecho a defenderte. Sólo el miedo que le tiene a Scurn lo
mantiene un poco alejado de ti.
Kaz renegó en silencio.
—Tú y tu hermano parecéis sensatos. ¿Cómo podéis formar parte de semejante

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grupo?
—Nos ordenaron desempeñar una función y, como minotauros que somos, la
llevaremos a cabo.
¡Todo parecía tan inútil! Había temido que sucediera eso, si se dejaba capturar.
—Greel me encargó que te mostrase esto.
Helati dejó la carne para tomar el objeto que el jefe le había dado. A los ojos del
prisionero pareció ser una esfera oscura, quizá del tamaño de una manzana.
—¿Qué es?
—Míralo bien.
Cuando Kaz fijó la vista en la esfera, ésta empezó a relucir. El hombre-toro se
estremeció instintivamente.
—¿Es arte de magia? ¿Tanto nos hemos debilitado, que hemos de recurrir a la
magia?
Helati lo tranquilizó.
—Es algo que utilizaban los ogros. Se lo compran a los magos. Scurn tiene otra
cosa igual, así como una proclama del emperador, en la que declara las honorables
intenciones de nuestra misión: la captura de un minotauro acusado de asesinato. Pero
ahora fíjate.
Kaz obedeció, y sus ojos se abrieron de manera desmesurada al ver que la oscura
y opaca esfera se volvía transparente y en su interior surgía, de la nada, un paisaje.
Diminutas montañas formaban el fondo, y esqueléticos árboles brotaban como locos
del suelo, cual horripilantes seres. Asimismo aparecieron unas figuras borrosas, una a
la derecha y otra en el centro.
El minotauro sabía de qué país se trataba, aunque no conocía el nombre. Había
servido allí, todavía en ciega obediencia a los magos de oscuras togas y jefes
militares de armadura negra. No lo sorprendió ver que la figura de la derecha era él
mismo, y que la del centro era el ogro que mandaba el ejército. Pero en aquella
escena había algo equivocado, algo que de momento no se le revelaba.
Los humanos. Las víctimas. Los juguetes vivientes de su capitán, fiel servidor de
la Reina del Mal. ¿Dónde estaban el viejo y los niños con los que había jugado el
hacha de Braag? En cambio, el ogro parecía atento a algo distante, y ni siquiera
advertía la presencia del minotauro. Kaz pudo predecir lo que iba a ocurrir.
La figura que representaba a Kaz alzó una porra. Cuando el arma estaba a punto
de golpear al ogro, que no sospechaba nada, el verdadero Kaz sacudió la cabeza y
rechazó la falsificación de aquella escena. La clava cayó sobre el ogro con un ruido
horrible, y el monstruo se desplomó al suelo para quedar convertido en un montón sin
vida. El Kaz de la esfera miró rápidamente a su alrededor, y huyó. Otros seres —
ogros, minotauros y demás— se abalanzaron hacia adelante cuando la escena se
desvaneció.

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Eso constituía otra inexactitud. Sólo había hecho falta un golpe de su puño,
hallándose los dos cara a cara, para hundirle el cráneo al ogro y darle su merecido.
¡Jamás le hubiese preparado él tan indigna emboscada!
—Es una mentira! —exclamó Kaz, sin importarle que se lo oyera—. ¡Una
mentira! ¡Yo no soy un despreciable asesino! El ogro mataba cruelmente a los
indefensos y desamparados. ¡El sí que actuaba sin sentido del honor! Se conducía
como un carnicero, y no como un guerrero. Además, lo había hecho demasiadas
veces para perdonarle el castigo. ¡Y lo que yo hice, fue concederle la muerte de un
guerrero!
Las resistentes cuerdas, ideadas por los minotauros para sujetar nada menos que
un dragón, comenzaron a ponerse tirantes bajo la tensión de Kaz. Helati cayó hacia
atrás, y la esfera resbaló de su mano. Greel y los demás ya se habían puesto de pie.
Una de las sogas se rompió, y Kaz, todavía hecho una furia, soltó un rugido al notar
que sus ataduras se aflojaban. Por espacio de unos instantes, la conciencia de que
estaba un paso más cerca de la libertad lo animó, pero enseguida se arrojaron sobre él
Greel y Tinos.
Lo azotaron despiadadamente, y hubo un momento en que Greel emitió una
carcajada. El minotauro achaparrado saboreaba aquello de un modo bestial.
Cuando la cabeza empezó a darle vueltas, Kaz se preguntó si en Greel había
sangre de ogro.
La rabia de Greel se extinguió con los interminables golpes que le arreaba a su
víctima, y Kaz se hundió finalmente en una piadosa negrura.
***
Kaz se hallaba sometido a juicio, pero no eran minotauros quienes habían de
decidir su suerte. El negro y loco Crynus ocupaba un lado del Triunvirato, y su
cabeza, cortada en vida, pendía sobre su cuello en un extraño ángulo. Pero eso no
parecía molestarlo. Bennett, el orgulloso y arrogante Bennett, cuyas aguileñas
facciones relucían con el engreimiento de su propia magnificencia, estaba sentado en
el lado opuesto. Diríase que le interesaba menos el juicio que el dar órdenes a los
caballeros que, en incesante oleada, llegaban hasta él para volver a salir. Se
arrodillaban para recibir una orden murmurada, y cada cual se apresuraba a partir
para ser reemplazado de inmediato por otro caballero. La figura central, instalada a
mayor altura que los otros dos, parecía tener dificultad para decidir quién debía ser.
Por espacio de un segundo fue Greel, pero al instante se transformó en Rennard. Se
convirtió luego en uno de los goblins que habían capturado a Kaz después de que
éste matara al capitán de los ogros. Por último, esa figura central adoptó una forma
fija: era, en efecto, ese capitán de los ogros. Le faltaba parte de la cabeza, pero la
herida no sangraba.
—Un tribunal formado por tus iguales —dijo entonces una voz burlona.

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Kaz miró a su alrededor y se encontró con los ciegos ojos de un lobo espectral.
La blanquinosa bestia, que tenía todo el aspecto de un animal muerto y despellejado
un mes antes, le hizo un guiño. Permanecía sentado a unos dos kilómetros de
distancia, en un saliente de roca.
—Los muertos no tienen derecho a juzgara los vivos —gritó Kaz.
—Los muertos tienen todos los derechos —replicó el lobo espectral—. Pero tú
aún tienes una posibilidad de adelantarte al juicio.
—¿Cómo?
Parecía prepararse una tormenta. Por primera vez se dio cuenta el minotauro de
que, aparte de las figuras sentadas, el lobo y él, no había nadie más. Ni siquiera
existía un paisaje.
—¡Dime lo que sabes! —aulló el lobo espectral.
—¿Lo que yo sé?
El minotauro sentía martillazos en la cabeza.
—¿Sabes algo?
—¿Algo? ¿De qué?
—¡De la ciudadela! Cuando te uniste a los caballeros en la batalla contra Galan
Dracos...
Kaz estaba harto de verse empujado, azotado y juzgado por otros. Con un
bramido levantó una enorme hacha, arma que no recordaba haber tenido momentos
antes, y atacó al lobo espectral. Para su indescriptible placer, la bestia lanzó un grito
muy humano y huyó.
Las restantes figuras se esfumaron. Sólo la tempestad seguía con todo su furor,
pero —por algún extraño motivo— el minotauro no se sentía amenazado por ella.
Cuando un trueno lo estremeció, Kaz se dio cuenta de que pronunciaba su
nombre. Quiso responder, pero sólo consiguió producir un gruñido. Y entonces sintió
que desaparecía del mismo modo que los demás... No era susto lo que
experimentaba, sino únicamente alivio...
***
—¡Por todos los dioses! ¿Qué te han hecho? —susurró una voz femenina en el
confuso borde de sus sueños.
Era una voz más suave y aguda que la de Helati, y la única comparable era la de
Gwyneth, el amor de Huma. Había muerto, como él había soñado, defendiendo al
caballero de un horrible fin bajo las garras de la Reina de la Oscuridad. ¿Le habría
permitido Paladine el regreso? ¿Estaba Gwyneth allí para llevarlo junto a Huma para
que pudieran volver a luchar juntos?
—Minotauro... —musitó la voz—. ¡Es preciso que despiertes! Disponemos de
poco tiempo. Ignoro cuan fuerte es su resistencia.
Kaz trató de abrir los ojos. Enseguida se avivó en él el recuerdo de los golpes

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recibidos, y con ello se enfureció de nuevo. Ardíale la sangre, y su respiración se
agitó.
—¡No! —murmuró aquel ser al que no veía el minotauro.
Unas delicadas manos hicieron girar entonces su cabeza hasta que pudo distinguir
a la recién llegada. Dada la oscuridad reinante, a Kaz le costó situar al joven rostro
humano. Sólo al ver el medallón que pendía sobre sus ropas recordó su nombre.
—¡Tesela...!
La palabra del minotauro fue poco más que un graznido. La sacerdotisa lo mandó
callar en el acto.
—Lamento no haber podido llegar antes, Kaz. La gente del pueblo no constituyó
ninguna ayuda. Todos se pusieron de parte de Drew, cuando Delbin y yo lo forzamos
a decir la verdad.
Tesela tomó su medallón y se inclinó sobre las cuerdas. El minotauro notó que se
deshacían. Con un gruñido de indefensión cayó de lado y se golpeó el hombro ya
herido.
—¡Lo siento! —se apresuró a susurrar la sacerdotisa, sin la serenidad demostrada
durante su primer encuentro.
Ahora no era más que una joven asustada.
—No hay tiempo... —jadeó el minotauro— ¿Puedes curarme?
—Aquí nos llevaría demasiado tiempo. Con un encantamiento dejé dormidos a
los otros, pero no tengo experiencia con minotauros. Ignoro hasta dónde llega su
fuerza.
—¡Es muy grande! Quita las sogas de mis muñecas...
Tesela las tocó con su medallón, y en el acto se soltaron. Kaz musitó las gracias a
Paladine cuando la sangre volvió a circular por sus brazos. La mujer lo ayudó a
ponerse de pie.
—Nos esperan unos caballos.
—¿Caballos? —murmuró él.
La sacerdotisa señaló hacia el río.
—¡Vamos!
A pesar de su orgullo, Kaz tuvo que aceptar la ayuda de la hembra humana. Dio
varios traspiés, pero no se detuvo. Cada gruñido de dolor sonaba tan fuerte como el
trueno de sus sueños, y el minotauro temía que sus congéneres apareciesen en
cualquier momento para apresarlo otra vez.
Los caballos formaban una sombría masa delante de ellos. Tesela, que seguía
apoyándose, miraba al suelo para evitar los tropezones. Con los poderes que le habían
sido concedidos, podría haberse servido del medallón para facilitar el camino, pero la
sacerdotisa temía producir un resplandor. Y, ahora, la oscuridad no era sólo un
obstáculo sino también una aliada.

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Allí estaban los caballos, en efecto, pero además había otra cosa. Durante un
segundo, Kaz creyó ver una de las pesadillas de su sueño: el lobo espectral. La
misteriosa forma blanquinosa pareció hacer sólo la pausa necesaria para reconocerlo.
Cuando el minotauro parpadeó, el ser había desaparecido.
—¿Sucede algo? —inquirió Tesela, nerviosa.
—Creí..., creí ver algo junto a los caballos.
—Será Delbin. Fue quien me lo contó todo, si bien ni siquiera sabía cómo había
logrado escapar. El minotauro que lo perseguía le tenía atrapado, pero de repente dio
media vuelta y se alejó en otra dirección. Era una hembra, por cierto. Ese oportuno
cambio fue una inmensa suerte para vosotros dos.
En vez de contestar, Kaz preguntó:
—¿Cómo me encontraste?
—Delbin descubrió las huellas. Yo ya había oído decir que, en ocasiones, los
kenders son muy hábiles en eso. Es un chico muy sorprendente.
—Sí; es lo que voy comprobando.
Cuando la forma de los caballos se hizo más visible, Kaz se fijó en que, montado
en un poni escondido cerca de los dos grandes nobles brutos, aguardaba Delbin. El
kender supo dominarse para decir sólo «¡Kaz!» y saludarlo con la mano. Pero la
forma de moverse Delbin en la silla dio a entender al minotauro que el compañero
tenía muchas más cosas que explicarle. Para ser un kender, Delbin demostraba una
admirable paciencia.
—Creo que ya podemos considerarnos a salvo —profirió Tesela—. Con nuestras
monturas seremos más rápidos que ellos. Y, una vez que hayamos cruzado el río, me
tomaré el tiempo necesario para curar debidamente tus heridas.
Kaz notó que, de pronto, volvía a darle vueltas la cabeza.
—Será m... mejor... que... me ayudes... ahora... Y cayó de rodillas.
—¡Échame una mano, Delbin! —gritó Tesela.
El kender saltó de la silla y aterrizó de pie a cosa de un metro de ellos.
Inmediatamente ayudó a Tesela a levantar al minotauro.
Este respiraba con dificultad.
—Subidme... al... caballo... Entonces... ya podré... yo... solo...
La cosa no resultó fácil, pero, una vez montado, Kaz miró a la mujer con ojos
turbios.
—Te veo... insegura... —musitó—. Pensaba que..., que ya habías hecho esto
antes...
Pese a la oscuridad, al minotauro le pareció que la cara de Tesela se sonrojaba.
—Hace sólo poco tiempo que soy sacerdotisa... Dos meses, o quizá tres.
Recientemente pasó otro sanador, al que vi recomponer los huesos de un hombre
caído. Cuando mi padre oyó hablar del clérigo, se aseguró de que yo no pudiera

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hablar con él, ya que tenía intención de casarme con el hijo de uno de los altos
funcionarios de la ciudad.
Tesela montó antes de proseguir:
—Lloré amargamente. ¡Parecía tan maravilloso ayudar a la gente! Al final me
dormí, agotada, y desperté al notar un peso en mi pecho.
—¿El medallón? —preguntó Delbin, ansioso.
—Aquella misma noche comprobé su eficacia. Puede desatar cuerdas y abrir
cerraduras. Sanar a alguien ya requiere más rato, porque es más delicado.
—Será mejor ponernos en marcha, pues —dijo Kaz, para añadir enseguida:
»Nos conviene cruzar el río ahora, mientras ellos todavía duermen.
—Podría resultar peligroso.
Kaz replicó sin mirarla siquiera:
—También lo es quedarnos.
Y espoleó a su caballo. En comparación con el bosque, en la orilla del río reinaba
la claridad, y el minotauro echó una mirada a las dos lunas. La verdad era que,
aquella noche, habría preferido que no brillara ninguna. Ya iba a apartar la vista de
los astros, cuando observó que algo le sucedía a Solinari, la luminosa luna que
representaba el aumento de la magia blanca. Faltaba un pequeño trozo próximo a su
parte baja, como si le hubiesen dado un mordisco.
—¿Qué pasa? —inquirió Tesela.
Kaz pestañeó, y la luna volvió a estar como antes. Entonces, el minotauro dirigió
su atención al río que tenían delante.
—Nada. Calculaba cuál sería el mejor punto para atravesar la corriente.
Las aguas bajaban con un ímpetu nunca visto. Kaz empezó a preguntarse si sería
prudente atravesarlas inmediatamente, y se volvió hacia sus compañeros.
—¿Cómo estaba el río donde vosotros lo cruzasteis?
Tesela miró al kender, y éste se encogió de hombros.
—No mejor, ni peor. En cualquier caso no es hondo, Kaz, ya que yo pude
atravesarlo, y aunque sea a oscuras, Pies Seguros no tendrá problema. Es un buen
poni y, si él lo consigue, menos dificultades encontrará un animal tan grande como el
tuyo.
—Eso significa que podemos cruzar... Tú, Delbin, eres quien corre más peligro.
Por consiguiente, quiero que vayas en segundo lugar, para que tengas alguien delante
y detrás. Y tú, Tesela, será mejor que vayas la primera.
Cuando ella quiso protestar, Kaz clavó en la sacerdotisa una mirada como sólo un
minotauro de más de dos metros de estatura podía hacerlo.
—Se trata de elementos de mi raza, mujer humana. Por herido que yo esté, cuento
con más posibilidades que tú para combatirlos. Dudo que te dejaran pescarlos
desprevenidos una segunda vez. Además —añadió Kaz, inclinándose para dar unas

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amistosas palmadas a su montura— tengo un formidable compañero.
—¿Por qué no cruzamos el río los tres juntos?
—Prefiero que siempre vigile alguien, por si acaso.
Tesela cedió. Sin perder más tiempo, condujo su caballo hacia el agua. Al
principio, el noble bruto se mostraba reacio, pero ella le habló con afecto mientras
una de sus manos tocaba el medallón. Bajo su guía, y pese a la rapidez de la
corriente, el animal no tuvo problemas para atravesarla. Cuando Tesela ya estaba a
medio camino de la otra orilla, Kaz mandó avanzar a Delbin sin dejar de vigilarlo,
temeroso de que el pequeño poni fuera arrastrado río abajo. El minotauro confiaba en
que eso no ocurriera, ya que él tenía la mente y el cuerpo exhaustos. El orgullo propio
de su raza le había hecho dar lo mejor de sí mismo, y ahora se negaba a admitir una
debilidad ante sus compañeros.
La sacerdotisa estaba salva en la orilla opuesta, y Delbin también parecía tener
asegurado el éxito de la empresa a pesar de que su poni se veía obligado a nadar en
vez de andar. Kaz hizo penetrar a su montura en el río.
Las encrespadas aguas le azotaron las piernas, y pronto se vio empapado de la
cabeza a los pies. El minotauro agradeció la baja temperatura del río, ya que lo hacía
permanecer alerta. Cuando el caballo estuvo metido del todo en la corriente, Kaz
comprobó que el nivel del agua sólo le llegaba hasta el tobillo. El animal tiraba
adelante, despacio pero sin detenerse. El poni de Delbin pisaba ya la orilla salvadora.
Toda la preocupación por sus compañeros desapareció cuando el minotauro
prestó la máxima atención al río. Aún existía el riesgo de que su caballo cayera en
una depresión del fondo, que hubiese pasado inadvertida por los demás, o de que la
corriente cambiase de súbito por alguna extraña razón. Más de un jinete demasiado
confiado había perdido la vida de ese modo.
De improviso, y no obstante el rugido de las aguas, Kaz oyó que Tesela y Delbin
lo llamaban. El minotauro alzó la vista en el preciso momento en que el caballo se
estremecía violentamente bajo su cuerpo. Luchó con todas sus fuerzas para recobrar
el control sobre el animal, que parecía enloquecido. En realidad se tambaleaba, y Kaz
corría peligro de perder el equilibrio. En cualquier otro momento, probablemente no
hubiese tenido problemas para dominar a la montura. Ahora, sin embargo, la fatiga lo
debilitaba.
Su pierna resbaló hacia atrás, y fue entonces cuando Kaz notó algo duro y largo.
El minotauro se atrevió a volverse y tuvo que comprobar, con horror, que el animal
tenía clavada una lanza en la ijada. Ningún humano ni elfo podría haber arrojado un
arma tan grande con semejante puntería. Kaz comprendió en el acto que tenía que
haber sido la mano de Greel la que había tirado la lanza.
El dolor y la pérdida de sangre, todo ello combinado con la lucha contra la fuerte
corriente, fue demasiado para el gran caballo de batalla, que comenzó a dar vueltas en

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redondo, dominado por las aguas. Kaz creyó distinguir en la orilla a tres minotauros,
por lo menos, y se preguntó si se equivocaba al parecerle que uno de ellos derribaba a
otro. Nunca llego a echar una segunda mirada, empero, dado que el caballo dio un
último y desafiante grito y se hundió indefenso bajo el frío abrazo del río.
Kaz fue lanzado hacia atrás, y su cabeza quedó sumergida antes de que él pudiera
pensar en contener la respiración. Sus pulmones parecieron chillar al llenarse de
agua. El minotauro peleó por salir a la superficie, pero solo consiguió ser arrastrado
de nuevo al fondo.
Incapaz de hacer frente a la terrible situación, Kaz dejó que la corriente lo llevara
consigo adonde quisiera. Y una vez más, como ya tantas otras, se preguntó qué tenían
los dioses contra él.
Si hubo una respuesta, él no permaneció consciente el rato necesario para oírla.

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Una solitaria gota de agua cayó sobre el lado de su hocico. Kaz, ya medio despierto,
tembló de manera incontrolable con el recuerdo de los horribles momentos pasados
en el río. Además había tenido otro sueño, tan angustioso como los que lo
martirizaban últimamente, pero todo lo que lograba rememorar de éste guardaba
también relación con el agua.
Cuando tuvo la certeza de que no estaba dormido ni ahogado, el minotauro
entreabrió con cuidado los ojos... Sólo lo estrictamente necesario para tener una idea
de dónde se hallaba. Luego, en el momento en que su mente saturada de agua pudo
registrar lo que tenía alrededor, Kaz los abrió del todo.
—¿Y ahora qué? —pudo murmurar por fin, aunque cualquiera hubiese tenido que
arrimar la oreja a su boca para entenderle.
Se encontraba solo en una habitación y tenía la vista fija en la copa de un árbol
que crecía fuera... Pero el minotauro comprendió casi enseguida que, si veía tan cerca
la cima e incluso podía mirar fronda abajo, era porque él estaba en ese árbol. Era un
árbol de enorme altura, ya que desde la estera sobre la que yacía, podía ver
incontables árboles, todos más bajos que el suyo.
Lo que lo rodeaba era tan sencillo como asombroso. Esa casa, esa única
habitación, ni siquiera había sido abierta en la madera del tronco. El árbol parecía
haberse abierto en su horcadura para obligar a subir con él a quien hubiese decidido
instalar allí su morada. Kaz descubrió en el suelo unas depresiones naturales, en las
que el ocupante de la extraña casa guardaba unos cuantos objetos no identificables. El
piso estaba cubierto de esteras, sin duda tejidas con plantas, y no había ni un solo
mueble.
El minotauro se levantó despacio. A cada movimiento que realizaba esperaba
volver a sentir dolor, y, cuando éste no apareció, Kaz, asombrado, empezó a palparse
la cabeza y los brazos. ¡Todas las heridas, que no eran pocas, estaban curadas!
El hombre-toro bufó. Como la mayoría de minotauros, era muy escéptico respecto
de los trucos de magia. En otras circunstancias, incluso habría huido de los poderes
curativos de la diosa a la que servía Tesela. Los minotauros creían que, cuanto más
sucumbía uno a la sencillez de las soluciones mágicas, mayor se hacía su debilidad.
Pero tanto si era cierto como si no, era demasiado tarde para cambiar lo ya sucedido.
Alguien lo había hecho sanar, y Kaz debía a esa persona una profunda gratitud.
Poco a poco, avanzó hacia la entrada. Miró a su alrededor en busca de un arma y
se fijó en una pequeña olla de barro situada sobre un estante natural, cerca de la
puerta. El minotauro vaciló. Era una bella pieza, de aspecto sumamente antiguo. Toda
ella estaba cubierta de intrincados signos y dibujos, en su mayoría referentes a la
naturaleza, aunque uno representaba un grupo de seres danzando en círculo. Kaz

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examinó la obra con más atención. Los danzarines eran elfos.
«¿Quién si no un elfo —pensó— viviría en lo alto de un árbol?»
—La olla no muerde, amigo. Nunca lo hizo.
Kaz se volvió bruscamente y quiso agarrar un arma que de sobra sabía que no
estaba allí. Detrás de él, sentado en un punto que de ningún modo había podido pasar
por alto, se encontraba un espigado y apuesto elfo de largos cabellos plateados.
Juzgado según el criterio humano, aquel elfo habría parecido joven. Pero había que
mirarlo a los ojos de color de esmeralda. A Kaz le constaba que el habitante del árbol
habría visto pasar más años que varias generaciones de minotauros.
Llevaba el elfo un conjunto marrón y verde que le daba el aspecto de un príncipe
de los bosques. Incluso lucía una larga capa. A Kaz le molestó comprobar que el elfo
soportaba sonriente su inspección.
—¿Quién eres? —bramó.
—Soy Sardal Espina de Cristal, amigo. Creo que es la duodécima vez que te lo
digo.
El elfo parecía divertido por algo.
—¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí?
El enojo empezaba a dar paso a la sorpresa.
—Poco más de dos semanas. Estabas casi muerto cuando te hallé. Créeme que no
salgo de mi asombro. Resulta cierto todo cuanto había oído decir sobre la resistencia
de los minotauros, y todavía es poco.
—¿Dos semanas?
Kaz experimentó un súbito y tremendo deseo de verse lejos de aquel lugar, de
cualquier otra parte. Dio media vuelta y quiso dirigirse a la puerta, pero una mano,
increíblemente enérgica para pertenecer a un ser tan delgado y pálido, se lo impidió.
Kaz tragó saliva al mirar aquel mar de copas de árboles. Había supuesto la existencia
de una escalera o unos peldaños, pero no vio nada. Era evidente que los elfos no
necesitaban esas cosas.
—¡Vuelve a entrar antes de cometer un disparate!
—¡Dos semanas...! —balbuceó de nuevo el minotauro.
—Estabas más gravemente herido en tu espíritu que en el cuerpo —explicó el elfo
con delicadeza, apartando a Kaz de la salida.
—¿Cómo diste conmigo?
El rostro de Sardal carecía de toda emoción.
—No fui yo. Te descubrieron otros. En realidad no les interesabas, pero conocen
mi curiosidad por todo. Es por eso que vivo aquí, y no con ellos. También fue una
excusa para meter disimuladamente la nariz en mi casa.
Kaz se puso a dar zancadas. No sabía qué lo molestaba más, si las dos semanas
perdidas o la idea de hallarse a tanta altura en compañía de un elfo.

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—¿Estoy en Qualinesti, pues? ¿Hasta tan al sur me arrastró el río?
Sardal esbozó una media sonrisa.
—Difícilmente... No deja de asombrarme que otras razas tengan tan en cuenta las
fronteras. ¿Crees tú que nosotros nos detenemos y volvemos atrás cuando divisamos
el confín «aceptado»? Sólo seres como los minotauros y los humanos son capaces de
semejantes conceptos. Cuando nosotros los elfos, y los de Silvanesti, creamos unas
fronteras, sólo fue para la tranquilidad de espíritu de otros. Nosotros no creemos en
tales cosas, aunque tenemos territorios generales y algunos lugares por los que no
pasa ningún individuo de distinta raza. Pero no existen unas fronteras propiamente
dichas.
Kaz se dijo que Sardal era tan retorcido como Delbin cuando se trataba de dar
explicaciones.
—¿Dónde estoy, pues?
—Casi directamente al norte de la ciudad humana de Xak Tsaroth. De mirar en
otra dirección, habrías visto las montañas que limitan esta parte del bosque por ambos
lados.
—Ya...
El minotauro recordó vagamente el mapa, y calculó dónde había ido a parar. Si no
se equivocaba, el poblado gobernado por Drew quedaba casi exactamente al este.
—Si me permites una pregunta —continuó el elfo, a la vez que asía una jarra que
contenía cierto líquido—, ¿cómo se te ocurrió intentar tragarte el río entero?
Después de la ayuda que le había proporcionado Sardal, Kaz le contó gustoso
toda la historia. Empezó por el asesinato que se le imputaba, y dijo que en realidad
había sido un limpio combate contra un capitán de ogros aficionado a torturar a
prisioneros viejos y jóvenes. Pero eso no preocupaba a los minotauros... Asimismo
había roto varios juramentos de sangre al atacar al ogro y huir en vez de enfrentarse a
la así llamada «justicia» de sus jefes. Terminó el relato con estas palabras:
—Supongo que es un asunto que concierne más a mi pueblo. Entre nosotros es
común el matar o ejecutar a alguien para mantener el honor.
Luego, y de forma inconsciente, Kaz pasó a otros temas, como si necesitara rehuir
los problemas de su situación. Las noticias procedentes del norte interesaban
especialmente al elfo, y, cuanto más explicaba Kaz, mayor era el número de
preguntas que formulaba. Cuando el minotauro acabó por fin, el elfo le había extraído
casi toda la información posible.
—Tienes que ser muy hábil para escapar durante tanto tiempo de los demás
minotauros —comentó Sardal.
—Yo sobreviví el doble de tiempo que la mayoría, durante la guerra. Mas no fue
sólo eso. Traté mucho a los humanos y sé mejor que mis perseguidores lo que hay
que esperar de este territorio. Excluyendo los últimos días, desde luego. Además,

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mientras que un solo minotauro puede escabullirse por unas tierras, un grupo de doce
o más resulta tan poco discreto como lo sería todo un ejército. Siempre hay quien te
informa de algo, y yo suelo enterarme pronto de las cosas.
—Sin embargo, esta vez por poco te pescaron.
Kaz gruñó.
—Van aprendiendo. O tal vez sea que yo estoy ya muy cansado. Aun así, creo que
conseguí una ventaja. Ahora sé que hay discordia entre sus filas. Siempre me lo
figuré, pero al fin lo sé con certeza. Algunos de ellos no desean más que regresar a
casa. Lo único que los retiene son sus juramentos, prestados ante unos jefes sin
honor, simples lacayos procedentes de una época en que ogros y humanos
gobernaban de verdad. Creo, incluso, que unos cuantos podrían..., aunque quizá sea
una ilusión mía..., retrasar expresamente al grupo, porque tienen fe en mí.
El minotauro apoyó la cara en las manos y suspiró.
—Llevas encima una oscura sombra, amigo Kaz. Pienso que, quizá, los dioses
tienen un plan para ti... Aunque también es posible que tú atraigas los problemas, del
mismo modo que una flor atrae las abejas —añadió el elfo.
Kaz estuvo a punto de reírse de Sardal, pero el recuerdo de sus sueños y visiones
lo contuvo. Podía tratarse sólo de eso, de visiones y sueños, mas siempre cabía la
eventualidad de que no fuera así, y de que realmente fuesen presagios. En tal caso,
¿quién se atrevería a hacer caso omiso de ellos?
El elfo, cuyos ojos nunca se apartaban del minotauro, continuó:
—No tengo nada que decir con respecto a tus compañeros o a tu pueblo. Casi
todos los elfos rehuyen los asuntos de otras razas. Hace tiempo que yo me doy cuenta
de la insensatez de ese modo de actuar. Durante la guerra contra la Reina de los
Dragones sucedieron cosas que debieran avergonzar a cualquier elfo, pero, aun así, la
mayoría prefiere seguir sin hacer caso del mundo exterior.
—Delbin sabe que yo me proponía dirigirme al alcázar de Vingaard y
enfrentarme a Oswal, el Gran Maestre. Es posible que vaya él, y quizá lo acompañe
Tesela, la sacerdotisa humana. De no ser así, tendré que ir yo mismo. Necesito
descubrir por qué mis antiguos camaradas se volvieron contra mí.
—No sólo contra ti. De tus palabras y de lo explicado por otros, deduzco que los
Caballeros de Solamnia le han vuelto la espalda a E'li, a quien tú llamas Paladine. Si
eso es cierto, sufriremos de nuevo la maldad de la Reina de los Dragones.
—Esa no puede volver. Tengo entendido que Huma se lo hizo jurar por algo a lo
que dio el nombre de Sumo Dios.
Sardal arqueó las cejas.
—¿De veras? Es una lástima, amigo, que no recuerdes las palabras del juramento.
Sospecho que hay en ello huecos suficientes para dejar pasar volando un dragón. Eso,
en el supuesto de que los dragones todavía existan, claro.

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Kaz recordó algunas de las imágenes de sus sueños.
—La Reina de los Dragones necesitaría la ayuda de otro demonio como Galan
Dracos.
—Hay otros modos. No tenemos ni idea de las precauciones que esa diosa puede
haber tomado. ¿Y qué piensas hacer tú con los paisanos que te persiguen? —preguntó
Sardal.
—Al igual que Delbin, creerán que estoy muerto.
—No obstante, puedes tropezar con ellos.
El minotauro lanzó un bufido de rabia.
—Me enfrentaré a ellos, si es preciso. Para mi, Vingaard es lo que importa. Para
honrar la memoria de Huma de la Lanza, me entenderé de una forma u otra con los
caballeros. ¡Y basta de charla! —dijo Kaz, levantándose— Enséñame la manera de
bajar del árbol, y me pondré en camino.
Sardal se puso de pie con notable habilidad.
—Se me ocurre que todavía puedo ser de sustancial ayuda para ti, minotauro, si
no tienes inconveniente.
—¿Qué te propones?
El tono de Kaz indicó que vacilaba en aceptar aún más apoyo.
—No se trata de nada complicado.
El elfo comenzó a reunir unos cuantos objetos que podían resultar útiles para su
huésped. Brevemente pensó en lo que dirían sus congéneres cuando se enteraran de
que no sólo había curado al hombre-toro, sino que además le había facilitado
provisiones y hasta le hablaba como a un igual. Con una sonrisa abandonó tales
reflexiones y siguió con la discusión.
—Cuando llegues a Vingaard, y no dudo de que lo conseguirás, pregunta por un
elfo llamado Argaen Sombra de Cuervo. Es como yo y ha trabajado entre los
humanos durante generaciones. Los viejos lo consideran un inconformista, pero,
como pasa conmigo, siempre recurren a él cuando necesitan tratar con forasteros. Haz
saber, a todos los que encuentres allí, que Sardal Espina de Cristal desea que te haga
objeto de su protección.
Al ver la expresión de Kaz, el elfo agregó:
»¡No seas tonto, minotauro! La Caballería lo respeta mucho, además, pero eso
carece de importancia. De paso me harás un favor. Entrega esto a Argaen —y le dio
un pequeño rollo de pergamino—. Le hará falta. Me habría reunido con él dentro de
un mes, pero de esta forma puedo dedicar la mente a otros intereses.
Kaz se hizo cargo del rollo y de las demás cosas preparadas para él por el elfo.
Pero echó de menos algo fundamental.
—¿Dónde está mi hacha?
—Perdida en alguna parte del fondo del río, supongo. No te preocupes. Yo

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encontraré algo que te la suplirá. Ven.
Sardal se encaminó a la entrada de su casa, y se volvió extrañado al comprobar
que Kaz no lo seguía.
—Creía que querías irte
El minotauro dio un paso adelante y se detuvo, vacilante.
—¿Cómo? No tienes escalera, ni cuerda...
Sardal rió.
—No hay nada que puedas ver, en efecto. Se trata, simplemente, de aceptar otros
conceptos.
Kaz meneó la cabeza.
—No te entiendo.
El elfo suspiró y le tendió la mano derecha.
—Cógete a mí. Yo te conduciré. Tú ya trataste antes con elfos, pero nunca
estuviste en Qualinesti. Sé cómo, en tu calidad de esbirro de los ogros, te
despreciarían los arrogantes moradores de Silvanesti. Mi pueblo no es mucho mejor,
pero sí algo.
Kaz dudó. Ya era suficientemente desagradable tener que ser guiado a ciegas por
el elfo, pero peor resultaba permanecer allí, desconfiando de quien le había salvado la
vida. Desde luego, Sardal Espina de Cristal se diferenciaba mucho de los
despreocupados y altaneros elfos de Silvanesti, a los que Kaz había tenido la mala
suerte de encontrar en uno de sus vagabundeos.
Tomó la mano que le ofrecía Sardal y cerró con fuerza los ojos.
—Tú sigue andando. Cuando yo me pare, tú te paras también.
La sensación que experimentó Kaz era equivalente a descender por una escalera
de caracol. Tuvo que realizar un gran esfuerzo para no abrir los ojos y ver por dónde
pisaba de verdad. El minotauro no era cobarde, pero la brujería siempre lo hacía
sentirse indefenso. ¿Qué sucedería si de pronto comprobaba que sólo tenía el vacío
debajo?
—Dijiste que utilizabas un hacha de armas, ¿no?
La voz de Sardal interrumpió sus pensamientos. Kaz tenía la sensación de haber
andado kilómetros. Estaba sudoroso y... parado.
—¿Por qué nos hemos detenido?
—Porque estamos abajo, claro.
El minotauro abrió los ojos. En efecto, se hallaban al pie del árbol. Kaz se volvió
para contemplar el coloso, y con la vista siguió su tronco hacia arriba. Fue entonces
cuando se dio cuenta de la enorme altura del árbol, y el estómago le dio vueltas.
—¿Cómo...? ¡No! Prefiero no saberlo. Guárdate el secreto de vuestros trucos.
Cuando se acordó de la pregunta hecha por Sardal, dijo:
»Sí; utilizo un hacha.

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—Fue lo que pensé cuando te vi por vez primera.
De repente, el elfo sostuvo en sus manos una maciza y reluciente hacha de doble
filo. Los bordes de las cuchillas del arma presentaban un asombroso acabado,
semejante a un espejo, y, pese a su extraordinario tamaño, Sardal no tenía problemas
para manejarla.
Kaz estudió el arma con profunda admiración. El hacha era perfecta, desde la
cabeza hasta el mango. Aquellas hojas serían capaces de cortar la piedra. El
minotauro descubrió unas runas en el astil.
—¿Qué significa esto?
—Una obra hecha por enanos. Es un regalo de un viejo amigo, que por desgracia
murió en la guerra. Era su obra más perfecta, y prefirió confiármela a mí en vez de
dejársela a sus aprendices, que peleaban sin cesar entre sí. Las runas forman su
nombre. Toda buena arma debiera llevar nombre. Esto, traducido a la lengua común,
significa Rostro del Honor.
—¿Rostro del Honor? Es un nombre extraño para un hacha de armas.
—Nunca intentes comprender la mentalidad de los enanos —contestó Sardal, al
mismo tiempo que le entregaba el arma—. Opino, sin embargo, que tú tienes la
fuerza y el espíritu necesarios para blandir un hacha que lleve ese nombre.
—¿Es mágica?
Kaz necesitaba equiparse, pero un arma mágica...
—Creo que la magia radica más en la habilidad del artesano que le da forma, que
en el guerrero que la empuña, si bien no puedo prometerte que no tenga ciertos
poderes mágicos. Yo no he notado nada, pero estoy convencido de que el hacha no te
decepcionará.
El minotauro la probó, blandiéndola de un lado a otro con una serie de maniobras
que habrían dejado a cualquier otro guerrero sin una pierna, por lo menos, y con unos
cuantos dedos cortados. Finalizado el breve ejercicio, colgó el hacha del arnés con un
grácil movimiento. En sus ojos brillaba el placer, aunque Kaz procuraba esconder su
entusiasmo.
—¡Excelente equilibrio!
Sardal, impresionado contra su voluntad ante la habilidad del minotauro, hizo un
gesto de afirmación.
—Ojalá la necesites lo menos posible. Lamento no tener un caballo que prestarte,
pero en cambio puedo conducirte por un sendero que te hará recuperar parte del
tiempo perdido.
—¿Conducirme? ¿Vas a venir conmigo?
—Sólo hasta el lindero del bosque —respondió Sardal, a la vez que señalaba
hacia el norte—. Más allá te encontrarás en la aridez de la Solamnia septentrional.
Dado que tú has sido tan amable de hacerte cargo del pergamino para entregárselo a

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Argaen, no veo ya motivo alguno para internarme en esas inhóspitas tierras.
—¿Tan malo es aquello?
El elfo lo miró con curiosidad.
—¿Cuánto tiempo hace que estuviste allí por última vez?
—Después de las ceremonias fúnebres en honor de mi compañero Huma,
cabalgué hacia el sur y no he vuelto más. Visité las regiones que quedan al este, al
oeste y al sur de Solamnia, con excepción de aquella parte de Istar que mi pueblo
considera su hogar, pero nunca volví a acercarme a aquellos lugares en un radio de
más de cien kilómetros.
—Respetabas profundamente a Huma.
—Conoces la frase solámnica de Est Sularis Oth Mithas!
—«Mi honor es mi vida». Sí; la había oído antes. Generalmente precede al
Código y la Medida de los caballeros.
Una sombra cruzó el toruno rostro de Kaz.
—Huma de la Lanza personificaba esa frase. ¡Era esa frase! He procurado vivir
según sus conceptos desde que él murió, pero no sé si lo he conseguido en nada.
—Sólo por eso no estabas dispuesto a regresar a Vingaard —dijo Sardal, aunque
en su voz no había burla.
Kaz recogió sus cosas.
—Es verdad —contestó—. Si tú hubieses conocido a Huma, lo comprenderías.
Nos encontramos cuando él me salvó de una banda de goblins que me había atrapado
por sorpresa. No exagero si afirmo que quedó sorprendido al comprobar qué había
rescatado, pero eso no lo asustó. Tanto si se trataba de un minotauro, un humano o
incluso un goblin, Huma siempre procuraba descubrir lo mejor de un ser. Creo que,
en su interior, lloraba a casi todo enemigo muerto. Cabalgué junto a él el tiempo
suficiente para darme cuenta. Desde nuestro primer encuentro con el Dragón Plateado
hasta la confrontación final con Takhisis, fue un humano que personificaba la bondad
del mundo. Se atrevía a lo más increíble, además, aunque eso significara defender a
un minotauro contra sus compañeros caballeros o buscar las Dragonlances, que
constituían nuestra única esperanza.
Espina de Cristal permaneció silencioso mientras Kaz hacía otra pausa para
ordenar sus pensamientos, pero sus ojos centelleaban de interés.
»Una y otra vez nos separamos, pero siempre volví a encontrar a un Huma que,
pese a las adversidades que la suerte le deparaba, se negaba a rendirse. Fue el primero
en hacer uso de las Dragonlances, y dirigió el ataque cuando el par de docenas que
quedábamos de nosotros, montados en nuestros propios dragones, nos enfrentamos a
las hordas de la diosa de la Oscuridad. Y digo nosotros, elfo, porque Huma me
permitió ser uno de los elegidos, honor que nunca más volveré a tener. Los jinetes y
sus compañeros dragones murieron en su mayoría, antes de terminar la lucha. No

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puede existir un grupo más valeroso, pero el más grande de todos era Huma, que
plantó cara a Takhisis sin más ayuda que la de su Dragón Plateado, cuya forma
humana amaba profundamente, y, aunque perdió la vida en la empresa, derrotó a
Takhisis... Yo llegué cuando completaba el pacto con la Reina de los Dragones... —
continuó Kaz con un estremecimiento:— su libertad a cambio de la de Krynn. Pero
entonces, Huma estaba ya medio muerto. Me pidió que arrancara la Dragonlance del
renuente cuerpo de la diosa, que había adoptado la forma del dragón de cinco cabezas
y, a pesar del agobiante miedo que yo sentía, miedo que hasta el día de hoy no he
logrado olvidar, realicé el espantoso encargo por habérmelo pedido Huma. Creo que
no lo habría hecho por nadie más.
Sardal aguardó, pero, al ver que Kaz dejaba pasar unos segundos sin hablar,
inquirió:
—¿Y luego...?
El minotauro miró a Sardal con los ojos enrojecidos.
—Huma murió. Murió antes de que yo pudiera encontrar ayuda y regresar junto a
él... ¡Yo había jurado por mi vida protegerlo, y le fallé!
Kaz buscó entretenimiento en arreglar de nuevo su equipo. Espina de Cristal
vaciló y, por último, comentó de modo tranquilo:
—Creo que te cuesta más enfrentarte al espíritu de tu compañero que a tu propio
pueblo.
El minotauro ya caminaba en la dirección indicada por el elfo con sus cosas en las
manos. Su respuesta fue queda, casi ahogada, pero el agudo oído de Sardal percibió la
única palabra mientras avanzaba para darle alcance a Kaz.
—Sí.
Habían llegado a una destruida parte del bosque. Algunos de los árboles que
tenían delante estaban muertos, lo que hizo pensar a Kaz en la guerra.
—Cuando yo iba con Huma —dijo—, los dos creíamos que todo Ansalon sería
como esto: bosques arrasados o moribundos, con escasa fauna, si es que la había,
aparte de buharros y otros carroñeros. Realmente nos asombró ver que, en la guerra,
tantas áreas no habían sufrido ni la mitad de daño que nosotros dábamos por seguro.
Sardal asintió ceñudo.
—Fue la zona norte del continente la que más padeció, pero en cada rincón de
Ansalon quedan puntos que tardarán años en rehacerse, incluso en Qualinesti o
Silvanesti. Nuestra tan cantada soledad no nos dio nada. Los hombres ganaron la
guerra para nosotros, aunque hay quien sólo recuerda que los humanos también
lucharon de parte de las fuerzas del Mal.
Aquella noche acamparon en el bosque. Kaz había sospechado que Sardal lo
conduciría por algún sendero mágico, pero la única magia consistía en el hecho de
que sólo un elfo era capaz de encontrar tan oscuro camino.

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La noche transcurrió sin incidentes, cosa que Kaz apenas podía creer, y al
amanecer continuaron. Habían llegado más allá del lugar en que el minotauro había
sido arrojado al río, pero, aun así, Kaz hizo una pausa para contemplar las agitadas
aguas.
—Aquí también perdí a un buen compañero.
—No veo motivo para que no vuelvas a reunirte con el kender.
Kaz rió.
—No era en Delbin en quien ahora pensaba, aunque es cierto que, por mucho que
cueste entenderlo, me había acostumbrado a él. No, elfo amigo... Me refería al leal y
robusto caballo que había montado durante cinco años, si bien nunca le puse nombre.
El minotauro tocó el astil del hacha y agregó:
—Si algunos dan nombres a sus armas, ¡bien que lo merece un buen corcel!
—Pónselo ahora —dijo Sardal, sonriente.
Nunca había conocido a un minotauro semejante.
—Buena idea —contestó Kaz—. Lo haré cuando se me ocurra uno digno de él.
Reanudaron el camino, y a hora muy temprana del día siguiente alcanzaron por
fin el último árbol. Más allá comenzaba el bosque fantasma.
—¡Por el arpa de Astra! —exclamó Sardal. Era evidente que el elfo temblaba.
Kaz, en cambio, se sintió preso en el pasado. Delante de él se extendía una tierra
prácticamente muerta, que nadie parecía haber hollado desde la guerra, y le hacía
recordar los goblins y los dragones, los montones de cadáveres y las maldiciones de
los ogros y de los jefes humanos mientras hostigaban a los minotauros. La evocación
de las batallas le produjo un orgullo momentáneo, pero entonces se dijo que, durante
gran parte del tiempo, había combatido a los camaradas de Huma. También acudieron
a su memoria otras batallas, empero, en las que había luchado al lado de los
Caballeros de Solamnia, y eso le hizo sentirse mejor.
Cinco años... Después de tanto tiempo, había esperado ver al menos un par de
tiernos brotes, una o dos briznas de hierba..., ¡y no un páramo tan desconsolador!
De pronto oyó lo que le pareció un trueno y elevó la vista al cielo para
comprobar, con retraso, qué era lo que en realidad producía aquel ruido.
—¡Jinetes!
Kaz tiró de Sardal hacia atrás.
A cierta distancia, y cabalgando como si los persiguiera la mismísima Reina de
los Dragones, pasaban unos veinte caballeros. El minotauro y el elfo observaron
cómo el grupo atravesaba sin vacilar el destrozado bosque. Kaz supo enseguida que
no podían tener más que un destino: el alcázar de Vingaard.
—Esos guerreros proceden de distintas avanzadas y fortalezas —señaló Sardal.
El minotauro se preguntó cómo lo sabría, pero entonces recordó los relatos
referentes a la extraordinaria vista de los elfos.

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—¿Vienen de sitios distintos?
—Sí. Pude divisar algunas cosas. Cada caballero lleva una insignia que indica el
puesto fronterizo o el alcázar a que pertenece. En ese grupo están representadas casi
todas las fortalezas del sur. Es curioso... Si no tuviera otros importantes asuntos a los
que atender, creo que iría contigo...
Sardal calló de súbito, como si hubiese hablado en exceso. Kaz fingió estar
totalmente atento a los jinetes, que ahora ya se alejaban.
—Llegarán días antes que yo —comentó—. Cabe la posibilidad de que los
Caballeros de Solamnia se preparen para una nueva guerra.
—¿Contra quien?
—No lo sé —murmuró Kaz—. Pero eso explicaría, en parte, que parezcan haberle
vuelto la espalda a su pueblo. A lo mejor, los restos de los ejércitos de Takhisis se
reúnen. Quizá yo los juzgara mal.
—¿De veras lo crees?
—No lo sabré hasta que llegue allí.
Incluso al propio Kaz le parecieron sin sentido aquellas palabras. Sardal se
enderezó.
—En tal caso, te dejo —anunció a la vez que alzaba una mano con la palma hacia
el minotauro—. Que E'li y Astra te guíen, y también Kiri-Jolith, que creo que se
ocupará especialmente de ti.
Kiri-Jolith era el dios de la batalla honorable y tenía aspecto humano, pero con
cabeza de bisonte. Cosa típica de ciertas contradicciones existentes entre los
minotauros, ese Kiri-Jolith era considerado por algunos como Sargas, el esposo de
Takhisis, pese al hecho de que, si ambos se encontraban, entablarían grandiosa
batalla. Kiri-Jolith era hijo de E'li o, dicho con otro nombre, de Paladine.
El minotauro contestó a Sardal con el mismo gesto de la mano y enfocó
brevemente con la vista el fantasmal bosque en el que iba a penetrar.
—Supongo que lo más fácil será seguir a los caballeros. Han dejado una pista
bien clara. ¿Qué opinas tú, Sardal Espina de Cristal?
Al no recibir respuesta de Sardal, Kaz se volvió hacia él. Pero de su benefactor no
quedaba ni rastro. El minotauro se agachó para estudiar el suelo. Distinguía
perfectamente sus propias huellas, pero no había ni una del elfo. Era como si nunca
hubiese estado allí.
Kaz se levantó con un gruñido.
—¡Elfos!
Volvió a las desoladas tierras del norte de Solamnia y, echándose al hombro su
fardo para que no lo molestara si necesitaba utilizar el Rostro del Honor, echó a
andar. No había dado ni cien pasos hacia el erial, cuando notó la repentina ausencia
de todos los ruidos normales de un bosque, menos uno... Uno que le resultaba

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familiar desde los días de la guerra.
En alguna parte, una corneja llamaba a sus congéneres. A Kaz le constaba que
esas aves sólo emitían esas voces cuando un banquete era inminente. De una forma u
otra, los pajarracos se las arreglaban para estar allí cuando había guerreros
moribundos. Posados en las ramas de los árboles, esperaban la hora del festín.
El minotauro confió en que aquellas cornejas no lo aguardasen a él.

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Aunque en el cielo había pocas nubes, el sol no acababa de lucir en todo su esplendor
en aquella árida región. Kaz no encontraba explicación aceptable para ello. Era
posible que todo el país padeciera alguna aflicción, o tal vez tendrían que transcurrir
años enteros para que se desvaneciese la maldición de la Reina de los Dragones. Lo
único que el minotauro sabía era que deseaba abandonar cuanto antes aquellas tierras.
En ocasiones notaba alguna señal de vida. El descubrimiento de una verde planta
silvestre proporcionó una indescriptible alegría a Kaz. No; la Solamnia del Norte no
era como un cadáver, pues. Allí había una lucha por la existencia.
La noche llegó y trajo consigo un alivio. En la oscuridad, casi todas las tierras
resultaban iguales. Los pelados árboles, que parecían muertos, podrían estar
esperando simplemente la primavera, aunque Kaz sabía que no era así. Lo único que
faltaba en la noche eran los sonidos de la espesura. Una vez, el minotauro oyó cómo
un ave carroñera le gritaba a las lunas. Esas criaturas siempre se las apañaban para
sobrevivir en zonas desoladas. Algunos insectos hicieron notar su presencia, pero en
comparación con el usual bullicio de la noche, el bosque parecía desierto.
Casi desierto, mejor dicho. Cuando Kaz se disponía a acostarse, algo grande e
increíblemente rápido le pasó volando por encima, pero se desvaneció antes de que
pudiera levantar la vista. Kaz tuvo la impresión de que se trataba de una criatura
pesada, de largas y anchas alas. Lo primero que pensó fue que había sido un dragón,
pero entonces recordó, no sin irritación, que los dragones, todos los dragones, habían
desaparecido al término de la guerra. Los Dragones de las Tinieblas habían sido
expulsados por Huma, mientras que los Dragones de la Luz —según afirmaban
algunos— habían partido por su voluntad, con objeto de mantener el equilibrio.
Nadie lo sabía con exactitud.
El ser volador no volvió. Kaz consumió su modesta cena, desconcertado, y se
echó a descansar.
Aquella primera noche durmió intranquilo. No era una sensación concreta lo que
lo molestaba, mas no podía dejar de dar vueltas. Cuando se hizo de día, el minotauro
había despertado al menos siete veces, siempre temiendo que algún goblin anduviera
por allí cerca dispuesto a cortarle el cuello, o que de la reseca tierra surgiese un
monstruo necrófago... En uno de sus breves sueños, Kaz vio al lobo espectral, cuyos
ardientes ojos muertos lo miraban con fijeza, exigiendo respuesta a preguntas que él
no lograba recordar y que constituían una burla de sus ideales.
El minotauro siguió, como se había propuesto, las huellas dejadas por el grupo de
caballeros. No cabía duda de que el alcázar de Vingaard era su destino. A juzgar por
las marcas de los caballos, avanzaban todo lo aprisa posible. Alcanzarían Vingaard
varios días antes que él, y eso le convenía al minotauro, que no deseaba tener nuevas

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confrontaciones antes de llegar al alcázar.
El segundo día dio paso al tercero, y así se encontró Kaz en su quinto día de
marcha. Ahora ya iba más despacio. La pista de los caballeros evitaba todas las
aldeas, cosa que podía indicar que los jinetes procuraban no cruzarse con otra gente.
Sin embargo, Kaz aún no se atrevía a sacar conclusiones.
Poco después del mediodía volvió a ver pájaros. ¡Cornejas!
Calculó que serían varias docenas. Primero sólo distinguió a las que volaban, pero
al continuar su camino descubrió muchas otras posadas en los árboles. Las cornejas
eran aves carroñeras, y seguramente se alimentaban de los restos dejados por los
caballeros.
No obstante, Kaz tuvo el presentimiento de que no era así. Aceleró el paso. Un
olor de sobra familiar llegó hasta las ensanchadas ventanas de su nariz, y el
minotauro bufó con franco disgusto.
Pronto, el número de pajarracos fue tan grande que Kaz se preguntó si no
prepararían el ataque contra un ser vivo, quizá contra él mismo. Pero, al ver la
matanza que allí había tenido efecto, tuvo la certeza de que él no era la víctima
elegida.
Por lo que pudo comprobar, nadie había quedado con vida. Los cuerpos se
hallaban esparcidos en un radio bastante grande, como si el causante o los causantes
de sus muertes los hubiesen arrojado por los aires en todas direcciones. Algunos de
los jinetes habían sido destrozados, otros aparecían totalmente aplastados. Por
doquier había sangre, tanta, que hasta Kaz, participante en incontables y cruentas
batallas, sintió náuseas. Era como una de las peores visiones de angustiosos recuerdos
o de sus más terribles pesadillas. La carnicería producida allí no podía compararse
con nada que él hubiese presenciado antes, ni con cualesquiera de los relatos oídos.
El grupo no había tenido la menor posibilidad de defensa ante las fuerzas atacantes,
fuesen éstas unas u otras. Por el aspecto del campo, los caballeros habían sido
atacados por sorpresa después de tenderse para pasar la noche. Una de las víctimas
había sido pisoteada envuelta en su manta.
Eso era cuanto quedaba de aquellos caballeros que, sólo días atrás, Kaz y Sardal
habían visto pasar. Veinte hombres o más, todos muertos. No caídos en batalla, sino
destrozados como sólo podía hacerlo una monstruosa bestia, pero... ¿cómo podía
haber sucedido tal cosa? ¿Qué existía aún en esa región, o en cualquier otra parte,
capaz de despedazar con tan poca dificultad a tal número de bien entrenados
guerreros?
Kaz desenganchó su hacha de armas. Con cautela se aproximó al cuerpo más
cercano, que había sido aplastado por un caballo caído sobre él. Era un caballero
joven, un Caballero de la Corona, como Huma. Su espada yacía debajo de su
retorcida mano. El minotauro echó un breve vistazo al arma y, luego, volvió a mirarla

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por notar en ella extrañas señales y abrasiones. Se agachó y la agarró con su mano
libre.
La espada estaba mellada, abollada y cubierta de arañazos hasta un punto
increíble. Kaz nunca había conocido a un caballero que no cuidara al máximo su
equipo. Todos los soldados en general aprendían muy pronto a prestar la debida
atención a sus pertenencias, en especial a sus armas. Aquella espada, en cambio,
parecía haber servido para golpear una pared de piedra, la cual había resultado
vencedora.
El minotauro devolvió el arma a su dueño y continuó la inspección. El siguiente
guerrero no había corrido mejor suerte. La mitad de su cuerpo estaba en otra parte.
Kaz aceleró el paso con un bufido. Contó los restos de dieciséis hombres y dieciocho
caballos. Parecía ser que un par de caballos habían conseguido escapar, pero resultaba
imposible saber si también algún guerrero seguía con vida. Kaz descubrió otros dos
cuerpos más allá del campamento, uno con la cabeza y el yelmo formando una sola y
sangrienta masa, y el otro casi enrollado a un árbol. Todos llevaban muertos un día
entero, si no más.
En otras circunstancias, el minotauro habría intentado dar sepultura a los restos de
los caballeros. Pero eso requería demasiado tiempo, y sólo le faltaba que pasara otro
grupo de caballeros mientras andaba ocupado en eso. Kaz se juró que, en el peor de
los casos, le explicaría el descubrimiento a lord Oswal. Y la Caballería bien sabría
vengar la muerte de los suyos, ¿o no?
A bastante distancia halló otro caballo y dos guerreros más, así como una serie de
huellas muy recientes en el seco y polvoriento suelo. Kaz no pudo reconocerlas. No
pertenecían a un ser humano ni a un noble bruto, pero desde luego no había manera
de identificar su procedencia.
Las huellas se repetían, y al minotauro le pareció que los agresores habían
arrastrado dos pesados objetos. Kaz tuvo una primera sospecha de lo que podía
encontrar y se dio todavía más prisa. Esperaba que no fuera ya demasiado tarde.
En aquella zona, sólo los árboles podían proporcionarle una cierta protección, y el
minotauro, dada su corpulencia, tuvo considerables dificultades para esconderse. Se
imaginaba que, por allí cerca, había una falange de guardias al acecho. Tuvo que
arrastrarse entre la podrida maleza, hacha en mano... A juzgar por las huellas, se
trataba de un grupo de siete u ocho miembros.
Una brisa llevó hasta la nariz de Kaz un olor a carne asada, y éste hizo una mueca
de asco. Se trataba sin duda de carne de caballo, y el olor le repugnaba tanto como la
carne de esos animales. Durante la guerra, él había tenido que subsistir alguna vez a
base de ella, pero nunca, había logrado acostumbrarse a su sabor.
Con el tufo llegaron hasta el minotauro los primeros jirones de una conversación.
El grupo parecía divertido y cauteloso al mismo tiempo. Eran goblins.

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—¡Pínchalo otra vez, Krynge!
—¿No tienes nada que decir, cabezota?
—¡Arrójalo a las llamas, Krynge, para que podamos escuchar sus gritos!
—¡Nooo! Al menos, no hasta que sepamos que no vienen más —contestó el
individuo llamado Krynge.
Kaz quedó momentáneamente helado, con una extraña sensación de
desplazamiento. Eso empezaba a recordarle demasiado su propia vida, sólo que el
prisionero de los goblins había sido él. En aquella ocasión, Huma había expuesto su
propia vida para salvar la suya, y el minotauro se dijo que ahora no podía hacer
menos.
El recuerdo se esfumó cuando Kaz percibió las pisadas que, sin duda, procedían
de un centinela.
La horrible y achaparrada criatura verde arrastraba una lanza larga y ligeramente
curva. Incluso para un goblin resultaba grueso, y era de suponer que lo habían
mandado hacer guardia por pertenecer a la más baja categoría. Ahora parecía
dispuesto a echar una siesta. Kaz se incorporó despacio, más que contento de poder
ayudarlo en ello.
Confiado, el goblin tomó asiento en una roca y, con una ceñuda mirada al
campamento, se puso a masticar un trozo de carne, probablemente del caballo
sacrificado. Con tanta indiferencia montaba guardia la perezosa criatura, que Kaz
pudo acercársele por detrás y derribarlo con un solo golpe de la parte plana de su
hacha. Un ruido sordo, y la cabeza del goblin cayó hacia adelante y enterró sus seis o
más sotabarbas en el abultado pecho. El minotauro se inclinó con cuidado para
examinar la inmóvil forma y emitió un quedo gruñido de sorpresa al comprobar que
el individuo había muerto al instante, desnucado. Kaz no tuvo ningún remordimiento.
En caso contrario, el goblin no hubiese vacilado ni un instante en liquidarlo a él.
Los demás seguían divertidos con la serie de preguntas a que sometía el jefe a su
prisionero. Hasta el momento, Kaz no había oído ni una sola palabra de éste. Era
posible que el cabecilla de los goblins hubiera maltratado ya más de lo debido a su
presa. La mano del minotauro se cerró con tanta fuerza alrededor del astil, que sus
nudillos se pusieron blancos.
Con toda precaución, Kaz dio una vuelta alrededor del campamento, esperando
no caer en los roñosos brazos de otro guardia, quizás excesivamente celoso.
Conocedor, sin embargo, de los seres de aquella raza, se figuró que sólo habría un
centinela o, como mucho, dos.
La preocupación resultó innecesaria, ya que el segundo no era más diligente que
el anterior. Éste dormía. Kaz estuvo a punto de usar el hacha, pero al fin decidió
soltarle un puñetazo en la mandíbula. El goblin se desplomó con una ahogada
exclamación de sorpresa y quedó tendido de cara al reseco suelo. El minotauro

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experimentó una rara satisfacción. Era como pagar a sus aprehensores con la misma
moneda.
Pero faltaba la parte difícil. Guiándose por aquellas burlonas voces, Kaz llegó a la
conclusión de que había otros cinco. Tal vez encontrase el modo de separarlos, pero...
¿no significaría eso un riesgo excesivo?
Súbitamente se vio librado de tomar la decisión.
—¡Te dije que no hicieras eso, Cascacráneos! Tú que eres tan asustadizo, sal y
releva a Testarudo en la guardia.
—Pero... ¡Krynge!
—¡Anda!
Kaz maldijo en silencio a varios dioses. Acababa de distinguir una salvaje figura
que, poco a poco, se abría paso hacia el lugar donde él había matado al primer
centinela. Dado que el goblin avanzaba con la lentitud de una tortuga, dispondría de
un par de minutos, pero no más. Los goblins estaban relajados, desprevenidos...
¿Desprevenidos?
Podría haber maneras mejores y, de ser diferente la situación, se habría detenido a
preparar un plan más perfecto... No obstante, Kaz opinaba que, por regla general, el
plan más sencillo resultaba el más eficaz.
El minotauro prosiguió en la misma dirección. El sendero le haría dar una vuelta
más amplia alrededor del campamento, hasta conducirlo casi al punto opuesto a aquel
donde él había liquidado al primer guardia. En una cosa estaba acertado Kaz: los
goblins, que no esperaban sorpresas, habían apostado sólo dos centinelas. De ser tres,
el problema habría sido mayor.
Ahora, el minotauro estaba ya muy, muy cerca de los goblins. Incluso logró
vislumbrar al prisionero.
En efecto era un Caballero de Solamnia. Estaba sujeto al suelo mediante estacas,
y parte de su armadura le había sido arrancada para arrojarla a un lado. Aun así, no
cabía la menor duda de que se trataba de un caballero. Su situación era, desde luego,
crítica. Kaz asió el hacha con nueva fuerza y se acurrucó.
—¡Krynge! —bramó Cascacráneos desde el otro extremo del campamento.
Los cinco goblins se volvieron como uno solo. Su jefe, Krynge, un voluminoso
goblin que sostenía una lanza con lengüetas, dio un par de pasos en la dirección
tomada por el otro. Y el resto lo siguió.
Kaz saltó de su escondrijo. No dio ningún grito de guerra y se limitó a rugir
«¡Goblins!» cuando alcanzó al primero de ellos.
Su oponente sólo tuvo tiempo de mirarlo con ojos saltones, antes de que el hacha
del minotauro le seccionara el brazo. La diabólica criatura chilló y cayó de rodillas en
un absurdo intento de atrapar el miembro que caía. Kaz se olvidó de él para dedicarse
al próximo. Éste estaba un poco mejor preparado y quiso atacarlo con una pesada

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clava. Pero, por desgracia para el goblin, su afán resultó un tremendo error, porque
Kaz tuvo ocasión de hundirle el hacha en el pecho y rajárselo de arriba abajo. Su
adversario cayó hacia atrás, muerto antes de tocar el suelo.
Ahora, el minotauro se halló frente a tres goblins, uno de los cuales blandía una
lanza.
Krynge amenazó a Kaz con su pica. Los otros dos goblins llevaban diferentes
armas. La ventaja estaba de parte del minotauro, sin embargo.
El cabecilla de los diabólicos seres pareció darse cuenta, porque indicó a sus
compañeros, con un gesto, que procurasen rodear al atacante.
A lo lejos asomó entonces el individuo a quien llamaban Cascacráneos, y Kaz
comprendió que él solo no podría contra cuatro, sobre todo dado que Cascacráneos
tenía un hacha casi tan grande como la suya. El minotauro miró rápidamente a su
alrededor. El punto débil de los tres que tenía delante era el goblin que empuñaba la
clava. Se lo veía más vacilante.
Kaz hizo una finta en dirección a Krynge, que retrocedió unos pasos dando
tumbos. Los otros dos intervinieron, convencidos de que su proximidad resultaría
provechosa, pero el minotauro escapó del alcance de la espada y convirtió el
movimiento de los enemigos en un ataque al costado izquierdo de uno de ellos.
Totalmente cogido por sorpresa, el goblin apenas pudo defenderse y fue derribado de
un golpe que casi lo partió en dos.
Aun así, Kaz había menospreciado a Krynge, el jefe. Porque, después de
tambalearse hacia atrás, este goblin volvió a avanzar y, antes de que el minotauro
pudiera hurtar el cuerpo, la punta de la lanza con lengüetas le dio en el hombro. Las
lengüetas superiores le desgarraron la carne y, por espacio de unos momentos, Kaz
creyó que iban a arrancarle el brazo entero. Bien poco faltó para que, además, el
hacha de armas se le cayera al suelo, cosa que hubiese significado su muerte.
Haciendo caso omiso del terrible dolor, rodó hacia el lado.
Krynge retiró la lanza y, con ella, se llevó buena parte del hombro del minotauro.
Entre tanto, Cascacráneos estaba ya lo suficientemente cerca para constituir también
una amenaza, y Kaz se dio cuenta de que su situación era ahora muy desventajosa. El
sufrimiento producido por la herida le sacudía todo el cuerpo, pero él apretó los
dientes y supo mantener a raya a los goblins con una loca media vuelta que por poco
arranca el hacha de las manos de Cascacráneos. Fue la lanza lo que constituyó el
escollo. Kaz había conseguido ventaja sobre los otros dos, pero la lanza de Krynge
era, por lo menos, tan larga como él, y el goblin sabía cómo manejarla. Y, aunque el
jefe no lo atacase directamente, las lengüetas del arma seguirían destrozándole el
cuerpo...
Los goblins lo forzaban a retroceder despacio, y el dolor del hombro le impedía
concentrarse. El goblin estuvo a punto de romper su guardia, pero un oportuno golpe

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del hacha de armas lo envió hacia atrás. Sin embargo, Kaz perdía terreno, y se dijo
que, al final, lo empujarían contra un árbol para mantenerlo allí sujeto hasta que se
rindiera. Al menos, eso era lo que el minotauro haría en el caso de ellos.
Consciente de que el tiempo se agotaba, Kaz alzó de súbito la centelleante hacha
de combate por encima de su cabeza y, con un poderoso grito de guerra solámnico
que asustó a sus enemigos, cargó contra sus cuerpos.
Instintivamente, los goblins armados con el hacha y la espada retrocedieron, ya
que comprendían que no podían competir con el minotauro en fuerza ni en habilidad.
Krynge, en cambio, prosiguió la lucha, convencido de que su lanza le permitiría
acabar con aquel loco asalto. Y hubiese acertado en el caso de que, como él suponía,
Kaz intentara golpearlo a él.
Pero el hacha descendió describiendo un largo arco. Un filo se enganchó en las
lengüetas de su lanza. Cuando Krynge advirtió lo que ocurría, era tarde. Haciendo
acopio de unas energías que ningún goblin poseía, el minotauro se valió de su arma
para arrancar la lanza de las torpes garras del goblin, y la pica fue a caer con estrépito
detrás de Kaz.
Al verse desarmado, Krynge hizo lo único inteligente que podía hacer y se retiró
también, aunque buscando con desespero otra arma. El goblin que llevaba la espada,
sabedor de cómo acabaría un duelo con un minotauro —una espada contra un hacha
tan bien manejada—, dio media vuelta y huyó. Krynge le gritó algo venenoso al
fugitivo, pero luego decidió seguirlo. Cascacráneos, en cambio, ya fuese por mera
tozudez o por locura, arremetió contra Kaz. La extensión de su brazo era menor que
la del minotauro, y por eso lo agitaba como loco. Kaz aprovechó la ceguera del
ataque del goblin para arrojarse sobre su desnudo torso.
Cascacráneos dio una vuelta sobre sí mismo y se desplomó al suelo con un
profundo agujero en el pecho, por el que escapaban sus fluidos vitales.
Kaz limpió las hojas de su hacha y, en la confianza de que ninguno de los dos
supervivientes volverían a molestarlo, dedicó su atención al prisionero.
Era Huma quien lo miraba.
El minotauro parpadeó y, al momento, se encontró frente a un cansado rostro que
no guardaba ninguna semejanza con el de su lengendario camarada. Éste era algo
mayor en años, si no en experiencia; tenía la nariz ligeramente redondeada y uno de
aquellos grandes bigotes tan frecuentes entre los caballeros. Sus cabellos parecían
claros, aunque no precisamente rubios, pero el color podría cambiar cuando
estuviesen limpios de sangre y mugre.
Los labios del hombre se veían agrietados, de lo que Kaz dedujo que el
desdichado no había bebido ni una gota de agua desde hacía días. Inmediatamente
tomó su odre y lo acercó a la boca del caballero. Pese a que, primero, una sombra de
recelo cruzó las facciones del humano, éste bebió ansioso.

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Kaz se sacó un cuchillo del cinto y desató las manos y los pies del desconocido.
—No... ¡no p... pienso decir nada, monstruo! —jadeó el hombre. Kaz resopló.
—No tienes nada que temer de mí, Caballero de Solamnia. No soy amigo de los
goblins, como has podido comprobar. Soy seguidor de Paladine y Kiri-Jolith, ¡y no de
Sargas o su Señora de la Oscuridad!
Los ojos del guerrero delataron que no estaba convencido del todo, pero esperaba
que, al menos, el minotauro lo trataría mejor.
El caballero era casi incapaz de moverse. Arrodillado junto a él, Kaz hizo lo
posible para ponerlo más cómodo. Un rápido reconocimiento demostró que el
hombre tenía el cuerpo lleno de magulladuras, y la parte de la armadura que cubría la
pierna derecha estaba doblada y retorcida, lo que indicaba que había una fractura. El
minotauro pensó en lo útil que le hubiera sido la sanadora Tesela en esos momentos.
En cualquier caso hizo cuanto pudo para calmarle el dolor de las heridas y
vendárselas, al mismo tiempo que pro curaba convencer al caballero de que con él
estaba seguro.
—Me llamo Kaz. Veo que eres un Caballero de la Corona... —dijo, señalando los
abollados restos del casco y del peto, este último con unas marcas terribles que
parecían producidas por gigantescas garras—. Procedes de un puesto avanzado
próximo al sur de Ergoth, ¿no? Yo tuve una breve ocasión de conocer a un miembro
de otro puesto situado en el mismo Ergoth. Buoron...
El caballero movió la cabeza con cuidado. Kaz se estremeció. Buoron era un buen
guerrero, parecido en algunas cosas a Huma, y había muerto en la primera batalla en
que se utilizaron las Dragonlances. El minotauro apenas había podido tratar a
Buoron, pero lo consideraba valiente y digno de confianza.
Kaz cambió de postura al oír que su nuevo compañero hablaba. La voz del
hombre era sólo un ronco susurro.
—Darius... Mi nombre es Darius... Y tú... ¿eres Kaz, dices?
—Sí.
Darius señaló al minotauro con un tembloroso dedo.
—Eres... el buscado por... el Gran Maestre.
El minotauro rió con amargura.
—¿Y tú te propones capturarme en su nombre?
El caballero meneó débilmente la cabeza en sentido negativo.
—No... después de lo... que oí... Todas las órdenes son... sospechosas.
—¿Sospechosas?
—Veníamos a... presentar nuestras quejas... Nuestro primer mensajero... no
regresó. Su nombre apareció en una... proclama. Igual que el tuyo.
—En efecto. Y ahora, tus compañeros han sido asesinados por goblins. He
aprendido a no creer en las coincidencias.

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Darius palideció todavía más, si era posible.
—¿Todos... muertos?
—Sí, humano. Eso creo, al menos. En tiempos pasados figuraban entre mis
amigos varios buenos caballeros...
—Todos muertos...
El guerrero herido intentó alzarse entre balbuceos.
Kaz procuró que no lo hiciera.
—¡Te matarás, si no reposas! Yo no soy un sanador, caballero, y tus heridas
tardarán algún tiempo en curarse, de modo que... ¡a descansar!
Aunque se hallara en buenas condiciones, Darius no habría podido con Kaz. Se
acostó de nuevo, pues, y el minotauro volvió a examinarlo rápidamente. Era difícil
asegurar que el estado del herido no era grave. Podía tener lesiones internas...
—Los mató a todos... —musitó el caballero, medio inconsciente después del
esfuerzo realizado.
—¿Qué? —inquirió Kaz, helado, mirando fijamente a Darius, pero éste estaba
casi dormido—. ¿Qué quieres decir? ¿No fueron los goblins?
El herido entreabrió los ojos, cuya mirada se perdió más allá del minotauro.
—No..., no fueron los goblins... A mí me encontraron después que..., después que
eso me arrojara... Tuve suerte... Parecía tener mucha prisa por marcharse... ¡Paladine!
Tenía la piel dura como la piedra, y las alas...
—¿Alas?
Kaz tembló al recordar al ser que una noche había volado por encima de su
cabeza. ¡Qué cerca lo había tenido!
—¿Qué clase de bestia era?
Darius logró enfocar a su benefactor.
—No era exactamente una bestia... Los señores de la tierra... Los hijos de la luz y
la oscuridad...
Kaz conocía aquella letanía. La había oído incontables veces a lo largo de su vida.
Era como algún antiguo bardo había descrito... ¡No!
—¿No te referirás a un..., a un dragón? —preguntó Kaz no sin esfuerzo. Darius
hizo una mueca de dolor.
—Era un dragón, minotauro, o algo semejante... Tenía unas garras tremendas,
unas alas que parecían cubrir el cielo, y... una boca capaz de engullir a un hombre
entero... —murmuró el hombre con el rostro ensombrecido— No obstante, abandonó
sus cuerpos... Lo que no había destrozado... No lo entiendo. Era un dragón y, al
mismo tiempo, no lo era...

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A pesar del dolor que sentía en su hombro, Kaz levantó la horrible carga y, con el
máximo cuidado, depositó el cuerpo del último de los compañeros muertos de Darius
en la improvisada pira funeraria. El caballero herido lo observaba desde cierta
distancia, apoyado en un nudoso árbol. No disponía él de las fuerzas necesarias para
realizar aquella tarea que consideraba indispensable. No cabía abandonar los cuerpos
de tantos valientes a merced de depredadores como las cornejas o, peor aún, los
goblins. Kaz había empleado un día entero en ese trabajo, porque le constaba que
Darius se hubiese negado a abandonar el lugar sin dar a sus compañeros la debida
sepultura.
Los goblins no habían vuelto a dar señales de vida. Kaz dudaba que regresaran,
pero aun así vigilaba constantemente.
El caballero, de mente más clara que el día anterior, insistía en que su grupo había
sido atacado por un dragón o algo similar, y Kaz no podía alejar tal pensamiento de
su cabeza. ¡Si todo el mundo sabía que los dragones habían desaparecido!
—Es preciso renovar el vendaje de tu herida, Kaz —indicó Darius—. No querrás
que penetre el polvo en ella.
Aunque con un gruñido, el minotauro se acurrucó al lado de su compañero y
permitió que éste le hiciera la cura. Era lo único que el caballero podía hacer en sus
actuales condiciones, y a Kaz le constaba que su máximo deseo era el de resultar útil.
—Gracias por todo.
El minotauro gruñó.
—Dudo mucho que yo mismo hubiese abandonado los cuerpos de tus camaradas.
Nunca me lo habría perdonado.
A juzgar por el encapotado cielo, era ya pasado el mediodía. Sin embargo,
soplaba un aire frío que no encajaba con la época del año. El fuego iba a resultar
doblemente provechoso. El caballero necesitaba calor, y a Kaz le hacía falta algo con
que encender la pira.
El minotauro se levantó para agarrar la seca rama que había apartado con ese
objeto.
—¿Deseas pronunciar algunas palabras? —le preguntó a Darius mientras la
encendía.
—No. Ya dije lo conveniente cuando tú reuniste los cuerpos.
Kaz avanzó ceñudo hacia la pira.
Empezó a llover en el momento en que, evidentemente, el fuego había cumplido
su cometido. Kaz calculaba que las llamas se consumirían por sí mismas, pero la
lluvia le permitió dejar de vigilar la hoguera. Cuando el último rescoldo estuvo
apagado, cesó el aguacero.

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—¡Alabado sea Paladine! —murmuró Darius, un poco mojado, tendiéndole una
mano a Kaz, lo que significaba que quería ponerse de pie. El minotauro lo ayudó—.
Ahora deberíamos reanudar la marcha.
—¿No crees que sería mejor esperar a mañana? —contestó Kaz—. Un poco más
de descanso sólo puede hacerte bien.
La pálida cara del caballero expreso dolor.
—Temo que algunas de mis heridas sólo puedan ser curadas por un sacerdote de
Paladine o de Mishakal. No sé si los hay de este último, pero los señores del alcázar
de Vingaard siempre tuvieron allí algunos servidores del primero.
A Kaz le disgustaba la idea de depender de la gente de Vingaard para tal cosa,
pero tampoco se le ocurría nada mejor. Quizá se cruzaran con un sacerdote de
Mishakal en su camino hacia la gran fortaleza de la caballería. Sin duda tenía que
haber quien necesitara clérigos en tan desolada región. Alguien había de atender a los
aldeanos, si los del alcázar no lo hacían.
—No sabemos qué ocurre ahora en Vingaard...
—Pronto lo averiguaremos —respondió Darius en el tono imperioso que, como
Kaz recordaba, era típico de muchos caballeros.
El propio Huma lo empleaba de vez en cuando. Era la expresión de alguien que
considera justa su causa y, por consiguiente, cree que es la que debe prevalecer.
Con el tosco bastón hecho por Kaz en una mano, el caballero se apoyó en el
minotauro, que le rodeó los hombros con el brazo, y así emprendieron los dos su
camino. No era fácil, pero poco a poco avanzaban.
La primera aldea que Kaz veía desde hacía algún tiempo asomó en el horizonte al
anochecer. Ni el minotauro ni el caballero conocían bien la región, pero a ambos les
constaba que Vingaard sólo podía hallarse a unas dos o tres jornadas de distancia.
Que debieran continuar hasta llegar a la aldea aquella misma noche o no, ya era otra
cuestión.
Darius deseaba evitar el pueblo a toda costa. Le recordó a Kaz que ahora se
encontraban dentro del radio de alcance de las patrullas de Vingaard, y que aún se
ofrecía una recompensa a cambio de la captura del minotauro.
—Un golpe de espada, y no vivirás para defender tus razones.
—No creo necesario recordarte, Darius de la Corona, que estás gravemente
herido. Podemos considerarnos afortunados de que no te hayas desplomado al suelo.
—Ni lo haré.
Kaz soltó un bufido de ironía.
—También los nobles caballeros solámnicos tienen sus límites físicos. En la aldea
puede haber un sanador, y por ahora yo no he visto ni señal de una patrulla
solámnica.
Eso preocupaba al minotauro. Cuando él estaba en aquellas zonas, la Caballería

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las controlaba de manera constante en un radio de largos kilómetros, hasta mucho
más allá del lugar donde Darius y sus compañeros del sur habían sido atacados por el
presunto dragón. Y no sólo había pasado inadvertida aquella espantosa carnicería,
sino que, además, los goblins parecían moverse a sus anchas en considerables bandas.
¿Qué ocurría en el alcázar? ¿Qué les sucedía al Gran Maestre Oswal y a su
ambicioso sobrino Bennett?
—La decisión es tuya, minotauro —dijo Darius—. Yo no tengo la mente clara, en
estos momentos.
Kaz estudió el demacrado rostro del aún joven caballero, y vio que éste se daba
cuenta de sus condiciones, lo que decididamente facilitaba la decisión a tomar por él.
—Unos minutos de descanso, Darius, y seguiremos adelante. Si en esa aldea hay
un sanador o alguien más hábil que yo para limpiar y volver a vendar tus heridas,
inmediatamente se hará cargo de ti. En el caso contrario, van a comprobar cómo
puede enfadarse un minotauro.
Al observar la expresión de susto del caballero, Kaz enseñó todos sus dientes en
una amplia sonrisa.
—Descansa tranquilo, Darius. Sólo los amedrentaría.
Aunque no del todo calmado, el humano se dejó conducir hacia el pueblo cuando
emprendieron de nuevo el camino. La aldea resultó estar más próxima de lo que
habían pensado. Llegaron allí apenas oscurecido. La mayoría de las casas necesitaban
una urgente reparación, y los desechos se pudrían por las calles. El lugar apestaba a
cuerpos sucios, pero —cosa rara— no vieron a nadie. Kaz habría creído que el pueblo
estaba abandonado de no divisar al fondo del callejón una débil luz. Su camino, que
pasaba por el centro del villorrio, conducía directamente a ella.
—Veo una posada —murmuró Kaz, y Darius hizo un débil gesto afirmativo.
A medida que avanzaban, el minotauro notó que, aunque el lugar parecía desierto,
escondidos ojos los vigilaban desde casi cada casa. Con su mano libre empezó a
acariciar el mango de su hacha de combate. También el caballero se puso tenso. Por
herido y agotado que estuviera, no dejaba de presentir el peligro.
Cualquiera que hubiese sido el nombre de la posada, estaba ahora tan descolorido
que resultaba ilegible a la luz de la antorcha. Kaz vaciló sólo el momento necesario
para asegurarse de que sujetaba lo suficiente a su compañero, y luego abrió la puerta
de un empujón. Sin esperar la reacción de quienes pudieran estar dentro, el minotauro
se introdujo en la casa arrastrando al herido.
—Vengo en son de paz —anunció con voz estentórea, y en el acto parpadeó al
comprobar que en la pieza había únicamente tres personas, una de ellas tendida sobre
una mesa cercana y, a juzgar por su postura, muerta. Las otras dos le eran conocidas,
cosa que provocó en Kaz una expresión de enorme sorpresa.
—¡Kaz!

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Una figura menuda salió disparada hacia adelante y abrazó al minotauro.
—Yo estoy bien vivo, Delbin, pero tú no lo estarás durante mucho rato si no me
sueltas —rió Kaz.
El kender retrocedió de un salto, su eterna sonrisa fija en el voluminoso amigo al
que ya consideraba perdido y muerto.
—¡Qué alegría, volver a verte...! —exclamó Delbin— ¿Cómo lograste
sobrevivir? Los minotauros nos abandonaron al ver que la corriente te arrastraba
consigo, y supongo que irían en busca de tu cuerpo, aunque Tesela opinó que no lo
encontrarían, ya que, un poco más al sur, el río es muy profundo y de aguas muy
revueltas. Te aseguro que, si alguna vez vamos allá, yo...
—¡Haz una pausa, Delbin! —intervino la voz de la persona que estaba en la
posada con el kender.
Tesela, con una beatífica sonrisa en el rostro, se apartó de la inmóvil figura
tendida y saludó al minotauro.
—Te buscamos durante un par de días —explicó, pero el kender dijo que
necesitaba ir a Vingaard para defender tu causa, dado que, si tú habías muerto, nunca
podrías completar tu averiguación.
Kaz, fruncido el entrecejo ante tamaña sorpresa, miró a Delbin, quien,
súbitamente tímido y sin saber qué decir, musitó al fin:
—Tú... eres mi amigo, Kaz.
Contra su propia voluntad, el minotauro dedicó a su pequeño compañero una
breve y alentadora sonrisa. A Delbin se le iluminó la cara.
—Como yo viajaba en esta dirección de todos modos, seguí junto a él —añadió
Tesela, con una mirada de reojo al kender—, y, aparte de que, en alguna ocasión,
cosas pertenecientes a otras personas fueron a parar misteriosamente a su bolsa,
gracias a Mishakal no tuvimos mayores contratiempos.
Fue entonces cuando, por vez primera, sus ojos se posaron directamente en
Darius, que en vano trató de hacer una inclinación. La cara de Tesela expresó gran
inquietud.
—Traedlo aquí —dijo, señalando otra mesa—. Perdonad, caballero, que no me
fijara en la importancia de vuestras heridas.
—Eso no me ofende, sacerdotisa, pero... ¿qué hay de ese otro hombre?
Darius contuvo un gemido cuando lo ayudaron a acostarse encima de la mesa.
—Continuad con él, señora... ¡Por favor! Yo puedo esperar...
Tesela contempló con tristeza el cuerpo yacente, un viejo y flaco mendigo que
tenía las manos cruzadas sobre el pecho.
—A él ya no puedo ayudarlo, Caballero de Solamnia. Poca cosa cabía hacer por
él, cuando el pobre llegó a mí tan horrorizado...
—¿Horrorizado? —preguntó Kaz con la vista fija en el cadáver.

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—Horrorizado, sí —repitió Tesela mientras comenzaba a desmontar los abollados
restos de la armadura de Darius—. ¿Cómo pudisteis caminar dentro de este montón
de chatarra?
El caballero pareció sentirse confundido e insultado.
—Esta armadura es casi lo único que poseo en el mundo y, además, el único
recuerdo de mi familia. Nuestras propiedades están ahora tan asoladas como estas
tierras, y sólo yo sobreviví a la guerra —jadeó, después de tragar saliva—. Antes de
que mis compañeros y yo fuésemos atacados, ¡bien útil que me eran mis pertrechos!
La sanadora examinó varias de sus heridas. Tocó al paciente cerca de las costillas
inferiores de su lado izquierdo, y Darius gritó.
—¡Por el Árbol, mujer! ¿Queréis que pase a hacer compañía a ese desdichado
mendigo?
—Necesito saber algo acerca de vuestras lesiones, antes de rezarle a Mishakal —
replicó ella, molesta—. Mishakal confía en que sus sanadores sepan lo que hacen, de
manera que será mejor que me dejéis continuar. Según cómo estéis, tendré que rezar
por vos un día entero, aunque dudo que vuestras condiciones sean tan graves.
Además, Mishakal pide algo a cambio de su ayuda. No hay que dar por sentado que
ella va actuar porque sí, caballero.
—Disculpadme, señora.
Kaz se inclinó hacia Tesela.
—¿Hay algo que pueda hacer yo?
—Sí. Búscate algo de beber, y luego descansa. No dudo que, hoy, toda la carga la
has llevado tú.
El minotauro miró a su alrededor.
—¿Dónde está el posadero?
—Se fue. Hace al menos una semana, y me imagino que no volverá. Me dijeron
que es lo que aquí hacen todos. Se marchan abandonándolo todo. Supongo que
también esta gente llega a un punto que no puede superar.
—¿Qué significa eso?
La mujer tomó entre sus manos el medallón.
—Te lo explicaré más tarde. Si a ti y a Delbin no os importa pasar a otra
habitación, yo podré realizar mejor mi tarea.
Kaz asintió con un gruñido y se dirigió a donde estaba el mostrador, seguido por
Delbin. El kender llevaba demasiado rato silencioso, y ahora brotaron de él
incesantes preguntas.
—¿Qué le pasó al caballero, Kaz? ¿Tropezaste con más personas? Parece que
todo el mundo teme a los extranjeros, sobre todo si son caballeros. Dicen que nadie se
ha acercado al alcázar desde hace semanas. ¿Por qué supones que debe de ser?
El kender calló en el acto cuando Kaz le ofreció una jarra llena de algo extraído

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de un barril situado debajo del mostrador. Ambos tomaron grandes sorbos, aunque
después hicieron sendas muecas al notar el agrio sabor.
—¡Uf, qué malo! —gruñó Kaz, y dejó la jarra.
Prefirió sacar su propio odre y beber de él. El agua, procedente de un arroyo que
él y Darius habían cruzado aquel día, era fangosa, pero aun así sabía mejor que el
líquido del barril, imposible de identificar.
—La gente del pueblo, Delbin... Yo noto su presencia. Nos miraba cuando
nosotros pasábamos. Me di cuenta. Todos temen algo.
—Eso afirma Tesela, y ella debe de saberlo, porque seguramente también inspira
miedo a los habitantes del pueblo. Ese viejo muerto fue sólo el tercero que acudió a
ella desde que llegamos aquí, cinco días atrás. El pobre estaba ya en las garras de la
muerte, como comprobó Tesela. Temía que ella le exigiera un pago por adelantado, o
algún trabajo duro a cambio de curarlo. Incluso tenía miedo de que lo echara con
cajas destempladas o le pegara como...
Delbin vaciló y miró hacia la pieza donde yacía Darius.
—...como uno de los caballeros ya había hecho —concluyó la frase en un susurro.
—¿Qué? —exclamó Kaz, y renegó en silencio—. Entra aquí conmigo —añadió,
indicando una puerta que probablemente conducía a un almacén.
Así era, en efecto. Kaz encontró una caja que olía a roble medio podrido y tomó
asiento en ella. La madera crujió, pero aguantó el peso. Delbin descubrió un pequeño
escabel y se instaló en él, ansioso de hablar.
—Sigue —dijo el minotauro, muy serio.
La historia de Delbin confirmó los rumores oídos últimamente. En aquel
territorio, las acciones cometidas por los caballeros habían llegado a parecerse a las
crueldades que habían llevado a su fundador, Vinas Solamnus, a ponerse en contra de
su amo, el emperador de Ergoth. Ahora, Solamnia se enfrentaba a la ruina y al
pánico. Los caballeros del alcázar de Vingaard, corazón de las Ordenes, ya no
pretendían controlar el país, y los goblins y otros seres rapaces se introducían en la
región para atacar por sorpresa a los demasiado débiles o demasiado apáticos para
defenderse.
—¡Esto es la locura! —susurró Kaz, furioso— ¡El infierno!
Delbin ladeó la cabeza.
—¿Y todavía piensas ir al alcázar de Vingaard? Puede resultar muy peligroso,
Kaz, pero si tú vas iré yo también, porque me tenías muy preocupado, y la idea de
que hubieses muerto era espantosa. ¡Prométeme que, al menos por ahora, no vas a
morir! Oye, que tengo que escribir toda tu historia...
El kender metió la mano en su bolsa y sacó algo que en nada se parecía a su
amado libro, aunque también era de papel. Para ser más exactos, se trataba de un
rollo de pergamino.

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—Hum, ¡mira esto! Dice cosas muy curiosas, Kaz, ¡y te menciona a ti!
—¿A ver?
El minotauro le arrebató el rollo y leyó su contenido.
—Sí, aquí aparece mi nombre... «Kaz es considerado culpable del deshonroso y
nefando delito de asesinato, y así, por orden del Consejo del emperador, este perjuro
es proclamado un criminal en todas nuestras tierras. Quienes llevan este documento
son servidores del emperador de los minotauros y cuentan con los poderes necesarios
para conseguir la captura o la ejecución, si fuese necesaria, del asesino. Se ruega la
cooperación con los portadores de esta proclama.» Todo muy correcto y solemne...
El minotauro arrugó el pergamino en un súbito acceso de furia y se lo tiró a su
compañero.
—Emperador? —jadeó. ¡Un asqueroso ogro, todavía en el poder! ¿Cómo
obtuviste esto, Delbin?
El kender abrió mucho los ojos.
—Es lo que quería contarte. Aquel minotauro bajo, el jefe... ¿Recuerdas cómo
arrojó la lanza?
—Difícilmente podría olvidarlo, Delbin. Pero yo recuerdo algo más. Parecían
luchar entre ellos...
Delbin lo interrumpió, muy excitado:
—¡Es cierto, sí, Kaz! Otro surgió detrás de él y, cuando vio lo que había hecho el
tipo bajo, le dio un fuerte golpe. Se enzarzaron en una pelea, y otro miembro de tu
pueblo, creo que era una hembra, los miraba desde cerca. El achaparrado tenía un
cuchillo, con el que intentó cortarle el cuello a su contrario, pero éste, que era el alto,
le pasó un brazo alrededor del cuello al más bajo y le retorció la cabeza. Creo que lo
desnucó. Entonces, la hembra se aproximó y, entre los dos, arrojaron el cuerpo al río.
Luego huyeron juntos al bosque. Poco después, yo descubrí en la orilla un envoltorio
de aspecto importante. Pensé que era algo tuyo, pero dentro no había más que un
poco de comida y ese pergamino. Luego... creo que lo olvidé todo hasta ahora...
¿Una lucha entre sus implacables perseguidores? ¿Una lucha en la que había
resultado muerto Greel? ¡Qué curioso!
Un gran estrépito procedente de la fachada delantera de la posada hizo levantar de
un salto a Kaz. Corrió a la sala común y vio que Tesela se encaminaba a la puerta.
Una de las ventanas, antes con los postigos cerrados, había sido abierta de una fuerte
pedrada.
—¿Qué ha ocurrido? —quiso saber el minotauro.
—Me figuro que la gente del pueblo quiere que le entreguemos a tu compañero
—contestó con calma la sacerdotisa, señalando al inconsciente Darius—. Aquí
detestan a los caballeros.
—Pues es preciso que pernoctemos aquí, sanadora.

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—Lo sé.
Tesela se asomó, pero fuera no había nadie. Después de cerrar la puerta, se dirigió
a la ventana y aseguró los postigos.
—Necesito dedicar más tiempo al herido —explicó. ¿Por qué no procuráis dormir
un poco, vosotros dos? No creo que estos asustados aldeanos nos puedan causar
muchos problemas, aparte de arrojar piedras y luego escapar. De todos modos, opino
que debemos marcharnos antes de la salida del sol.
—De acuerdo.
Kaz la vio volver a sus meditaciones. Entonces agarró al curioso Delbin por el
cuello de la camisa y se retiró con él al otro extremo de la habitación. Hizo echar al
kender sobre un banco y, después de descolgar el hacha de su arnés, se acostó en otro
que había cerca. El minotauro cerró los ojos en el momento justo en que el kender
había decidido que no podía permanecer callado por más rato.
—De dónde sacaste semejante hacha? —susurró. ¿Es obra de enanos? ¿Cómo es
que brilla tanto? ¡Apuesto algo a que es mágica! ¿Quién te la dio? ¿O la ganaste en
una lucha?
El parloteo continuó hasta que el kender miró más detenidamente a su amigo y
llegó a la conclusión de que estaba dormido. Delbin se moría de ganas de ver qué
hacía Tesela, o de explorar el pueblo, pero había prometido a la humana que se
portaría bien y, además, ahora estaba Kaz con él, y éste esperaría lo mismo de él... El
propio kender cayó en un profundo sueño segundos después, como delataron sus
quedos ronquidos.
Kaz entreabrió los ojos. En ocasiones, Delbin era de reacciones previsibles, y al
minotauro le constaba que tenía que estar rendido. Con todo cuidado, los dedos del
hombre-toro acariciaron el astil de su hacha de armas. Aunque Tesela creyera que las
gentes del lugar no constituían un gran peligro, él sabía de sobra que hasta el grupo
más apático podía transformarse de súbito en una furiosa turba si hallaba una excusa
para descargar sus frustraciones.
Volviendo a cerrar los ojos, Kaz se permitió sumirse en un duermevela. Se daba
cuenta de que por allí cerca ocurría algo, pero no sabía exactamente qué era.
Descansaba a su manera, pero sin poder entregarse a un sueño reparador. Ya tendría
tiempo para ello cuando los asuntos de Solamnia y Vingaard y su propio problema
estuvieran solucionados.
Kaz despertó cuando percibió el ruido de unos pies que se movían ligeros por el
interior de la posada. Inmediatamente agarró el hacha y se puso alerta. La sanadora
estaba junto a la puerta del edificio y parecía mirar algo o a alguien situado fuera. El
minotauro se levantó despacio y, con toda precaución para no despabilar a Delbin, se
unió a ella. Con mano crispada sujetaba su arma.
—¿Oíste algo? —murmuró.

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—No lo sé... Puede que fuera sólo el viento, pero...
Tesela se había desprendido de su máscara de seguridad y confianza, y de nuevo
resultaba una persona normal y asustada. Probablemente se trataba sólo de uno de los
aldeanos, que se había atrevido a espiarlos...
De pronto, algo pesado saltó del tejado de la posada, y ésta se estremeció hasta
los fundamentos. Delbin se alzó entre parpadeos. En el exterior, un violento vendaval
arrancaba todo lo que podía. Hubo otro estruendo, pero los aullidos del huracán lo
ahogaron.
—¿Qué sucede ahí fuera? —bramó Kaz.
—¿Qué es, Kaz? ¿Una especie de tornado? ¿Crees que derribará la posada? Y si
lo hace, ¿no deberíamos salir antes de que...?
—¡Calla, Delbin! —le ordenó el minotauro.
Apartó con el codo a Tesela y escudriñó la oscuridad. Aún no amanecía. Sin
embargo, tampoco se veían las lunas.
En algún punto cercano, Kaz oyó un crujido de maderas y un grito muy humano.
Empuñó con fuerza el hacha, salió de la casa y avanzó en dirección al ruido ya
menguante. Las voces de los aldeanos delataron que todos corrían a refugiarse en sus
hogares.
—Imbéciles! ¡Cobardes! ¡Uno de los vuestros se muere! —voceó.
Pero sus palabras no tuvieron efecto. Aquella gente era débil, de poco espíritu.
Kaz vaciló. De improviso se encontró frente a un edificio que había sufrido un
misterioso desastre... y frente a otra cosa distinta: algo muy grande y poderoso,
horrible...
El ser que reducía a astillas la construcción se alzó en toda su estatura, que
doblaba la del minotauro. Al retroceder éste precipitadamente, percibió un fragor
idéntico al estremecedor aleteo que había pasado días atrás por encima de él... A Kaz
no le cupo la menor duda de que era la bestia que había matado a todo el grupo de
caballeros, menos a uno.
El ruido de aquellas alas retumbaba en sus oídos. La extraña criatura se hallaba
prácticamente encima de él. Si tenía que morir víctima de un dragón..., si en efecto
aquello era un dragón..., no se rendiría sin antes haberle dado un gran golpe.
Cuando Kaz dio una vuelta sobre sí mismo blandiendo el hacha, unas enormes
garras pasaron justamente por encima de su cabeza, errándole por escasos
centímetros. La extraordinaria arma percutió duramente el costado del monstruo y
rebotó con un fuerte sonido. El minotauro se tambaleó en espera del próximo ataque,
mas éste nunca llegó. La criatura se alejaba por los aires como si Kaz no hubiese sido
más que un momentáneo obstáculo.
El minotauro palpó el filo de su hacha. Estaba mellado.
—¡Vuelve atrás, dragón, o cualquier engendro del infierno que seas...! ¡Atrévete

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conmigo!
Poco le importaba lo que pudieran pensar los habitantes del villorrio. Kaz sólo
sabía que ansiaba luchar contra aquello.
El monstruo no regresó, pero el minotauro calculó que había llegado procedente
del norte y que ahora retornaba al mismo lugar. Si mantenía el mismo rumbo, volaría
por encima del alcázar de Vingaard...
Kaz profirió una maldición y guardó en el arnés la estropeada hacha. Sin hacer
caso de los murmullos y lloriqueos que salían de las diversas casas y chozas, corrió a
toda prisa hacia la posada. Solo o no, necesitaba alcanzar Vingaard lo antes posible.
El alcázar era la clave de todo. Allí obtendría las respuestas que tanto buscaba...
Y, posiblemente, también se encontraría con un dragón.

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Kaz entró por la puerta de la posada como un demonio surgido del abismo. Delbin
chilló al verlo, y las manos de Tesela se cerraron alrededor del medallón que siempre
llevaba encima. Darius aún dormía, aunque pareció contraerse cuando el minotauro
dio unos pasos hacia la sacerdotisa humana.
—Tú tienes un caballo, Tesela. ¿Puede llevarme?
—Llevarte a ti? ¿Por qué?
De haberse podido ver a sí mismo, quizás habría cambiado de actitud, porque
Tesela y el kender miraban con espanto sus ojos de loco. La expresión de Kaz decía
que sólo aceptaría una respuesta, sin tener en cuenta las posibles consecuencias.
—¿Crees que puede... soportar... mi peso? —insistió el minotauro entre dientes.
—Supongo que sí... —contestó la mujer, muy pálida—. Pero...
—¿Dónde está?
—Detrás de la casa. Oye, Kaz...
Pero el minotauro ya había atravesado la posada y salido por la puerta trasera en
cosa de segundos. El caballo de Tesela estaba atado junto al poni de Delbin. Ambos
animales parecían nerviosos, y Kaz necesitó un rato para que el noble bruto estuviera
quieto y pudiese él montarlo. Por fin subió a la silla y... resultó bruscamente
derribado cuando el caballo se sentó.
—¡Que Sargas te lleve, maldita bestia! ¡Levántate!
El bruto se negaba a obedecer. Kaz quiso obligarlo a ponerse de pie, pero los
cascos delanteros del animal se hundieron en el suelo, y lo único que consiguió el
minotauro fue perder el equilibrio y caer apoyado en una rodilla.
—¡Kaz! —gritó Tesela, a la vez que salía a toda prisa—. ¡No hagas eso!
—¿Tiene algo de mula, este caballo? —gruñó el minotauro, convencido de que el
bruto le tomaba el pelo.
Tesela rió nerviosa.
—Intenté decírtelo, pero no quisiste escucharme. ¡Esta yegua sólo permite que la
monte yo!
Kaz murmuró algo y se levantó.
—¿Hay una cuadra por aquí? ¿Dónde puedo encontrar otro caballo?
—No lo encontrarás. Esta gente no tiene caballos.
—Por los cuernos de Kiri-Jolith! ¡Necesito ir sin retraso a Vingaard, mujer!
Con los brazos cruzados, Tesela replicó de manera autoritaria:
—Tendrás que esperar a que todos estemos en condiciones de dejar la aldea. No
puedes ir solo, Kaz, ni nosotros te dejaríamos. Dame una oportunidad de comprobar
si el caballero está curado de sus heridas, y entonces nos prepararemos para
emprender la marcha juntos. Eso significará que avanzaremos más despacio, y lo

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siento, pero de este modo podrás emplear el tiempo en reflexionar sobre lo que te
conviene hacer cuando lleguemos. Debes pensarlo a fondo.
El minotauro respiró ruidosamente.
—Me confundes, sacerdotisa. A veces eres muy contradictoria.
Esbozó ella una lenta sonrisa y tomó las riendas de la yegua.
—Tendrás que aprender a tratar con un minotauro —le dijo al animal.
Kaz recapacitó. Era posible que Tesela tuviera razón.
***
Darius estaba despierto y se sentía mucho, mucho mejor. Se miró las manos,
movió los brazos y piernas y se puso de pie.
—¡Loado sea Paladine!
—¡Y Mishakal! —le recordó Tesela.
—¡Y Mishakal, desde luego! Gracias a vos también, sacerdotisa.
El caballero se inclinó torpemente ante ella, y Tesela enrojeció.
—¿Representa esto que ya podemos partir? —preguntó Kaz, impaciente.
Se alegraba de la recuperación de Darius, ya que sabía que a ningún guerrero le
gustaba verse indefenso, pero cada segundo de retraso lo inquietaba, en especial
desde que había visto que sólo contaban con dos monturas para cuatro jinetes.
Además, el viaje sería lento.
El caballero se forzó a apartar la vista de Tesela.
—¿Partir? ¿Hacia dónde?
—Hacia el alcázar de Vingaard, naturalmente. Tu dragón estuvo aquí hace bien
poco, y creo que ahora vuela en dirección a la fortaleza.
—¿El dragón? —exclamó Darius—. ¿Y va a atacar Vingaard? ¡Hemos de salir
enseguida!
—¿Qué vais a hacer vosotros que no consiguieran todos los caballeros de
Vingaard juntos? —intervino Tesela.
—No se trata de eso, señora. Yo soy caballero y...
—Tendríais que comprender que no estáis en condiciones de pelear —señaló la
mujer, al mismo tiempo que miraba a Kaz— como un minotauro. Primero debéis
procurar poneros lo que queda de vuestra armadura. Y la espada os vendrá bien.
Al grupo le costó poco prepararse. Sólo Darius tuvo alguna dificultad, y eso fue
debido a las mellas y deformaciones de su armadura. Kaz le prestó su ayuda,
empleando su asombrosa fuerza para enderezar lo mejor posible varias piezas. El
caballero, que nunca había podido comprobar el vigor de un minotauro, dirigió un
voto a Paladine. Tesela, por su parte, meneó la cabeza sorprendida. Delbin, en
cambio, que ya había visto hacer cosas semejantes a Kaz, intentó explicar todo cuanto
recordaba al respecto. De común acuerdo, los demás lo mandaron callar y dedicarse a
poner a punto los caballos.

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Abandonaron el pueblo, cuyo nombre nadie había podido averiguar, antes de que
la primera luz del sol se extendiera por el horizonte. Kaz no confiaba en que el día
fuera luminoso. Mediada la mañana, el mundo quedaría escondido bajo una espesa
capa de nubes. Aquel tiempo no era normal, como bien sabía Kaz. Le recordaba
demasiado la guerra y las tierras a punto de caer en manos de los servidores de
Takhisis. Donde reinaba el Mal, raras veces lucía el sol, según se decía, pero el Mal
no podía prevalecer en Solamnia. ¡No en la patria de los defensores terrenales de
Paladine! ¿No podía?
Tal pensamiento penetró muy profundamente en Kaz, mientras viajaban. El
alcázar de Vingaard sería visible antes de declinar la tarde. Pronto tendría las
respuestas que tanto anhelaba.
El recorrido resultó especialmente duro para Darius, mas no a causa de sus
heridas, que el poder de Mishakal había curado por completo. Antes bien era la tierra
en sí lo que lo afectaba. Como tantos otros, el caballero había esperado que Solamnia
se hallara ya en vías de recuperación, pero lo que veía no era más que un yermo.
—¿Cómo sobrevive aquí tanta gente? —le preguntó a Kaz, horrorizado.
—Porque esta tierra no está del todo muerta, humano, pero reconozco que tiene
que ser casi imposible.
No los acosaron los goblins, ni tampoco se arrojó sobre ellos ningún dragón ni
bestia alguna para tratarlos como juguetes. El día habría resultado incluso agradable,
de no ser por el aspecto desolador de la región. Kaz observó que Tesela tocaba
constantemente su medallón, y Delbin, que cabalgaba a su lado en el poni, se iba
poniendo taciturno, cosa muy extraña en uno de su raza. Los kenders solían estar
siempre contentos. El minotauro estuvo a punto de preguntarle qué le sucedía, pero lo
complicada y larga que sería la explicación del estado de ánimo de un kender lo hizo
vacilar y, al final, el asunto se le olvidó.
***
La primera hora del anochecer trajo consigo una lejana sorpresa envuelta en
nieblas.
Darius fue quien lo observó antes. Aquello no era sólo una confusa mancha en el
horizonte, y únicamente él supo establecer una relación entre el lugar donde ellos se
encontraban y las relativas dimensiones del objeto.
La palabra que pronunció fue poco más que un susurro:
—¡Vingaard!
Kaz estrechó los ojos y trató de distinguir mejor lo que aparecía a lo lejos.
—¿Estás seguro?
—¿Qué otra cosa podría ser?
—¡Tienes razón!
Pero, aunque durante la jornada habían avanzado bastante más de lo que Kaz

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había creído posible, la ciudadela de los Caballeros de Solamnia era aún una meta
que no alcanzarían hasta el día siguiente. Al minotauro le disgustaba la idea de
detenerse cuando ya estaban tan cerca, pero se recordó a sí mismo que por aquellas
tierras corrían los goblins y, además, una terrible e innominada bestia. ¡Que el
enemigo les saliera al encuentro! Más valía eso que caer en una emboscada. Y,
aunque por ahora no habían visto ninguna patrulla solámnica, ¿quién decía que no
tenían una bien cerca?
Era un grupo intranquilo el que acampó aquella noche. Kaz y Darius no cesaban
de examinar el cielo. Delbin, tan taciturno como últimamente, se durmió apenas
terminada la cena. Tesela, que casi no había descansado la noche anterior, también se
acostó pronto.
Darius se ofreció para hacer la primera guardia. Kaz discutió un poco con él, pero
al final cedió. De todas formas, no le sirvió de mucho echarse. Ninguno de los dos
logró conciliar bien el sueño, y cada cual pasó las horas de guardia del otro en
impaciente espera del amanecer.
La noche fue tan sin incidentes, que Kaz se preguntó si no debería llevar también
un libro en blanco, semejante al de Delbin, para tomar nota de ocasiones tan raras. No
obstante la calma de aquella pausa nocturna, el minotauro se levantó de madrugada
con tal ansiedad que las manos le temblaban de expectación... ¿De qué? No hubiese
sabido decirlo. Era la misma sensación que crecía en su interior desde hacía días.
Ambos necesitaban y, a la vez, odiaban el inminente enfrentamiento con Oswal.
***
Dejaron atrás unos cuantos villorrios más, donde una gente andrajosa llevaba una
mísera existencia. Hubo quien, con atrevimiento, les lanzó maldiciones, pero nadie
intentó hacerles daño. Kaz no sabía qué les molestaba más, si su propia presencia o la
del caballero Darius. También éste parecía darse cuenta de que los lugareños se
fijaban en él, y dirigió una dolorida mirada al minotauro. Para quien había dedicado
su vida a la gloria de Paladine, eso representaba una bofetada. Los Caballeros de
Solamnia eran considerados los benefactores del pueblo, y no unos odiados
enemigos.
El alcázar de Vingaard aumentaba de tamaño en el horizonte, e incluso parecía
cambiar ligeramente de forma, a medida que se aproximaban a él. En su aspecto
había algo de ominoso, por no mencionar ya el extraño hecho de que no les hubiese
interceptado el camino ni una sola patrulla. Nunca se había oído nada semejante. Kaz
comenzó a juguetear con su hacha y, finalmente, la extrajo del todo. Observó que,
asimismo, Darius empuñaba la espada. Hasta el pequeño Delbin acariciaba una de sus
dagas. Tesela, que no iba armada, murmuraba oraciones.
—No veo las banderas —señaló Darius.
—Quizá pendan lacias por la falta de viento.

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Era cierto. No soplaba la menor brisa, ni se oía nada. Incluso el cotorreo de las
cornejas habría resultado preferible al opresivo silencio que pesaba sobre el país.
Encontraron varias casas a su paso, algunas de las cuales necesitaban urgente
reparación, pero todas estaban vacías. Diríase que, simplemente, sus habitantes las
habían abandonado.
—Por lo visto, nadie tiene ganas de vivir cerca del alcázar de Vingaard —gruñó
Kaz.
En algunos puntos descubrieron intentos de cultivo. Tristes tallos de maíz, no más
altos que Delbin, y manchas de avena loca salpicaban el paisaje. Debido a hallarse
tan cerca de la sede de la Caballería, esa zona era la más adelantada en cuanto a la
recuperación. De no haber ocurrido algo que interrumpiera esa revivificación, los
campos se hallarían ahora en plena exuberancia.
—¿Tropezaremos con alguna dificultad en las puertas? —preguntó Tesela a
Darius.
Kaz, que pensaba lo mismo, no apartó la vista de los accesos. Había llegado a
creer que los ojos le jugaban una mala pasada, y parpadeó, pero la visión no cambió.
El minotauro emitió un bufido, desconcertado.
—Me parece que no es de temer que nos impidan la entrada.
—¿Por qué?
Se habían aproximado lo suficiente a Vingaard para examinar mejor el alcázar.
Kaz señaló las puertas.
—Si no me equivoco, ya están parcialmente abiertas.
Darius se detuvo y estrechó los ojos. Era cierto. Incluso desde allí se veía que las
puertas no estaban cerradas.
—¡Imposible! —susurró el caballero—. ¡Eso representa un imperdonable
descuido del deber!
—Puede representar más que eso —refunfuño Kaz—. ¡Mucho más!
Hasta ese momento habían avanzado lo más rápidamente posible, considerando
que dos miembros del grupo tenían que andar. Ahora, en cambio, el grupo redujo el
paso, intranquilo ante tan sorprendente hecho. Tesela hizo otra observación, algo que
todos habían visto ya, pero que nadie se atrevía a mencionar.
—¿Y dónde están los centinelas, Darius? ¿Dónde veis a los caballeros? ¿No
tendría que hervir de actividad, este lugar?
—Pues sí... —asintió el caballero, nervioso—. En efecto, debería haber gente,
pero... quizá se haya producido una guerra en alguna parte, o también cabe que sea la
hora de la oración...
Pero ninguna de sus indicaciones satisfizo a nadie. Vingaard resultaba cada vez
más amenazador. Los muros se veían increíblemente altos y largos. Destacaban dos
aspilleras para los arqueros, y poca cosa más se distinguía en las paredes. Las dos

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macizas puertas, que sobrepasaban la estatura de Kaz en más del doble, constituían
las únicas partes decoradas visibles. Cada una estaba blasonada con el símbolo de la
Caballería, el mayestático martín pescador con las alas extendidas y una espada en
sus garras. En el centro de la espada había una rosa, y una gran corona parecía flotar
sobre la cabeza del ave.
—¡Veo a alguien! —chilló de pronto Delbin, que se removía inquieto en su silla,
al mismo tiempo que señalaba las almenas del alcázar.
El fatigado poni empezó a cansarse de tanta agitación.
Los otros tres miraron hacia el castillo, pero no distinguieron a nadie. Kaz se
volvió de cara al kender, con aire de reproche, y Delbin protestó enseguida.
—¡Te aseguro que vi a alguien, Kaz! Supongo que se trata de un caballero,
porque llevaba armadura, y ¿quién si no un caballero iba a estar en el alcázar de
Vingaard?
El minotauro le mandó callar con un gesto.
—No hace falta que te extiendas. Si dices que viste a alguien, es que lo viste.
—En tal caso, la fortaleza no está abandonada —intervino Darius con cierto
alivio.
—Lo que no significa que sea la Caballería la que controle ahora Vingaard —
agregó Kaz, ceñudo.
—Eso también es verdad.
A medida que se acercaban, el enorme y silencioso alcázar crecía... Parecía una
fiera en paciente acecho. Pese al interés con que los componentes del grupo
vigilaban, no lograron descubrir a ningún otro habitante. Delbin, sin embargo, insistía
en haber visto a un hombre.
Desde su montura, Darius estudiaba las huellas dejadas por los numerosos
animales que habían subido a la fortaleza y bajado de ella. En aquellas huellas había
algo extraño, y el caballero se las mostró al minotauro, que las observó y en el acto
comprendió lo que preocupaba a Darius.
Kaz golpeó con el pie un par de señales, con lo que levantó polvo y cubrió varias
otras huellas. Seguidamente colocó su propio pie de manera que los dedos tocaran la
parte delantera de una de las marcas de los cascos no deformadas.
—Este caballo..., mejor dicho, todos estos caballos... —explicó— venían de
Vingaard. Con este polvo, las huellas no se habrían mantenido, si luego hubieran
regresado. Tendríamos que ver marcas de los caballos que llegaban, y yo sólo
distingo un par.
—En cambio, hay muchas que se alejan del castillo...
Darius no dijo nada más, pero sus ojos recorrieron la llanura que tenían delante.
Aparecía ésta cubierta de huellas que, casi en su totalidad, abandonaban el alcázar.
Kaz se dio cuenta de que el caballero procuraba convencerse a sí mismo de que sus

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compañeros habían llegado de alguna otra dirección, o de que, en realidad, aquellas
huellas no significaban nada. Eso siempre era posible. Cuando por fin se hallaron
ante la puerta, no sabían qué hacer. Nadie los había saludado, y todo estaba abierto.
El espacio era suficiente para que los caballos pasaran por él sin problemas.
—Anunciaremos nuestra presencia —dijo Darius. Se situó delante de los demás y
alzó la vista.
—Darius de Trebbel, Caballero de la Corona, con destino en la fortaleza de la
Baja Wystia, solicita permiso para entrar en el alcázar de Vingaard, la más noble
mansión del brazo derecho de Paladine y residencia del Gran Maestre...
Kaz lanzó un bufido de disgusto, apoyó el hacha en su hombro y cruzó la puerta a
grandes pasos. Después de un momento de duda, Delbin condujo a su poni detrás del
minotauro. Detrás de ellos, Darius se paró al ver lo que los dos hacían.
Sintiéndose algo así como una ofrenda a un silencioso y frío dios, Kaz penetró el
primero en el alcázar.
***
Al sur de Vingaard, cerca de donde Kaz había rescatado a Darius, un grupo de
jinetes descansó mientras uno de ellos se apeaba de su montura para examinar algo
visto en el suelo. Después de unos instantes, miró hacia donde estaban los demás.
—Dos series de huellas... ¡Por aquí, milord!
Una figura que llevaba la armadura de un Caballero de la Rosa, con la visera baja,
se unió al soldado. Éste, un hombre que prefería las regiones boscosas a las tierras del
sudoeste, se estremeció. Como tantos otros, había llegado a desconfiar de cualquiera
que perteneciese a la Orden Solámnica, en especial allí, en el norte destrozado por la
guerra. Pero aún, el caballero arrodillado junto a él era un miembro de la Orden de la
Rosa, a cuyo servicio estaban casi otros doscientos caballeros: doscientos caballeros
y un nervioso soldado.
—Un superviviente de la matanza y su salvador —comprobó el jefe, y el yelmo
proporcionó un extraño eco en su voz—. Al menos, eso es lo que parece,
considerando que alguien se tomó la molestia de destruir esa inmundicia.
El destacado caballero indicó lo que quedaba del goblin cuyo brazo había segado
Kaz por completo. El goblin se había arrastrado un trecho, y al fin había muerto.
Una vez enderezado el caballero, el soldado lo imitó enseguida. Unas manos
cubiertas con guanteletes alzaron el yelmo, y debajo apareció un apuesto caballero
algo arrogante, de finas facciones aguileñas. Como era costumbre entre los de su
clase, lucía un enorme bigote. Ahora que el casco ya no los escondía, los oscuros
cabellos del hombre flotaron sueltos en el viento. A pesar de ciertos aires de mando y
experiencia, era joven para ocupar tan alto cargo.
«Joven, pero envejeciendo a cada segundo», habría dicho Bennett, destacado
caballero de la Orden de la Rosa.

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El guerrero observó que las huellas avanzaban hacia el norte, en la misma
dirección que su grupo había tomado. Era el camino que debían seguir para llegar a
Vingaard, cuna de la Caballería y lugar donde él había crecido como hijo de un Gran
Maestre y sobrino de otro.
Temblaba ante la idea de volver a aquel alcázar, ahora que la maldición se había
disipado de su mente.
—Dos días —murmuró, y el soldado lo miró sin comprenderle. Bennett le explicó
—: Quiero que, dentro de dos días, veamos ya el alcázar. No que estemos allí, pero sí
que lo tengamos a la vista.
«¿Cuál es el alcance de... de lo que sea? —se preguntó—. ¿Caeremos enseguida
en sus manos? ¿O nos atacará por turnos, a uno y otro, hasta que enloquezcamos de
nuevo?»
El recuerdo de un caballero, un buen caballero, que había perdido la razón de
manera repentina y se había atravesado con su propia espada, hizo volver a
considerar el problema a Bennett. Sin embargo, no podían retroceder. No mientras
Vingaard estuviese convertido en algo perverso y hosco, una verdadera burla de su
auténtica tradición.
No mientras su tío, el Gran Maestre, víctima del aberrante encantamiento que
parecía pesar sobre Vingaard, permaneciera en sus aposentos, guerreando contra unos
enemigos que probablemente existían sólo en su mente...
«¿Es una prueba de nuestra fe, gran Paladine? ¿De la mía?»
De súbito le llamó la atención un resplandor blanco que vio a lo lejos. El
caballero se limpió los ojos del polvo de un largo viaje y miró hacia allá con más
detención. ¿Tan pronto había vuelto la locura?
—Qué es, señor? ¿Veis algo?
—No —contestó Bennett, a quien disgustaba la mentira, pero la verdad aún
resultaba peor. ¿Se trataría de un lobo albino? ¿O veía visiones?
El caballero se puso nuevamente el yelmo para esconder mejor su inseguridad, y
se volvió hacia quienes habían puesto la vida en sus manos. No todos pertenecían a la
Orden de la Rosa, pero era él quien, como caballero principal, los tenía bajo su
mando en tan crítica situación. Seis años atrás habría aceptado tal hecho sin mayores
preocupaciones y tal vez los habría conducido a todos a la muerte, si en efecto tenían
esa suerte. Pero los tiempos cambiaban, y las perspectivas también.
«¡Ojalá tenga tu energía, Huma de la Lanza!»
A una señal de Bennett, todos montaron. Raro era el que no había pasado por la
misma sensación de locura que él. En cuanto al elfo, Bennett se preguntó qué habría
sido de él.
Una vez a caballo, se dirigió al soldado, que miraba desconcertado a su alrededor.
—¿Qué te sucede?

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—No fueron los goblins quienes atacaron al grupo procedente de las fortalezas
del sur, señor. Tuvo que ser algo enorme.
—Los tiempos de los dragones quedaron muy atrás, hombre, y no tengo noticia
de ninguna criatura tan descomunal y asesina en esta parte del país. Tranquilízate.
Nuestro peligro reside en el alcázar de Vingaard; no en los cielos ni en la desolación
que nos rodea.
Bennett estaba realmente convencido de ello. Goblins e invasores eran de
importancia secundaria en comparación con lo existente en el alcázar de Vingaard...
¿o debajo de él?
Cuando la columna se puso en marcha, sus pensamientos se desviaron hacia los
dos que se habían tomado el tiempo necesario para proporcionar a los caballeros
muertos una pira decorosa. Uno de ellos era un caballero. De eso estaba seguro.
Respecto del otro... Las huellas no tenían aspecto humano y podían proceder de un
ogro o un goblin, pero ningún individuo de esas razas tendría ninguna consideración
con unos restos humanos. Tampoco podía tratarse de un elfo. ¿Acaso había sido...?
No; difícilmente. Sólo un loco se atrevería a penetrar en el corazón de un país que lo
había tachado de canalla. Ni siquiera un minotauro era tan tonto.
En cualquier caso, Bennett confiaba en que esos dos tuvieran el suficiente sentido
común para esquivar el alcázar de Vingaard.

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Poner el pie en el alcázar de Vingaard le produjo a Kaz la sensación de penetrar en
una de sus propias pesadillas. El lugar parecía envuelto en algo irreal, efecto
aumentado por las alargadas sombras del lento anochecer. A cada instante, el
minotauro esperaba que una fantasmal figura saltase sobre ellos desde cualquier
oscuro rincón.
—¿Dónde están todos? —musitó Tesela, aunque en realidad no era necesario
hablar en voz baja, ya que las voces de Darius habrían alertado de sobra a quienes se
hallaran dentro de esos muros.
Aun así, el ambiente invitaba a expresarse en un murmullo.
—¡Que Paladine nos proteja! —susurró el caballero.
Lo asombraba ver la basura esparcida por el patio del castillo. Varios grandes
montones de desechos, más altos que Kaz, llenaban las zonas abiertas de la fortaleza.
Parecían alineados para formar un dibujo, pero nadie podía imaginarse con qué fin.
Allí había de todo: sillas, armaduras, herramientas y muchas otras cosas.
Kaz entrecerró los ojos para escudriñar el interior del castillo. El abandono se
había cobrado su tributo en los edificios. Por doquier crecían el musgo y la hiedra. No
había nada que no estuviera cubierto por una delgada capa de suciedad.
Darius tomó las riendas de la montura de Tesela y asimismo las del poni de
Delbin, aunque esto último se le ocurrió después, y condujo los animales a la cuadra.
Pero, así que hubo echado una mirada al interior, los ató a un poste en vez de
introducirlos en la caballeriza propiamente dicha. Al regresar junto a los demás,
comentó:
—Por lo que veo, nadie ha limpiado esto durante meses. En la cuadra no hay
caballos, y yo no me perdonaría meter nuestras monturas en esa pocilga. Es un
criadero de enfermedades.
—Eso indica, por otro lado, que el establo fue utilizado recientemente —señaló
Kaz.
—Sí, quizás uno o dos meses atrás. Pero habían dejado de limpiarlo mucho antes.
El minotauro se apoyó en su hacha de armas.
—Delbin vio algo, o a alguien, mientras subíamos hacia la entrada. Cabe la
posibilidad de que fuera un caballero. Creo que debemos continuar la inspección.
—Si no te importa, preferiría que no nos separásemos —dijo Tesela, serena, con
la mano derecha siempre cerrada alrededor del medallón.
No obstante los poderes que le habían sido concedidos por su condición de
sacerdotisa de Mishakal, a Kaz le constaba que Tesela no estaba preparada para la
lucha, y el coraje dependía de lo que pudiesen encontrar acechándolos en el alcázar.
—Permaneceremos juntos.

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—La busca será larga —indicó Darius.
—Si uno de nosotros se viese en algún problema, resultaría muy difícil dar con él.
Es más prudente no separarnos. El alcázar de Vingaard ya no es lo que yo llamaría un
puerto seguro. Es muy posible que los goblins se hayan instalado en alguna parte de
la fortaleza.
—A lo mejor, tú preferirías que nos fuésemos.
Kaz meneó la cabeza.
—He venido hasta aquí para enfrentarme al Gran Maestre, y no abandonaré esto
hasta que sepa con certeza si está aquí o no. Si lo encuentro, tengo asuntos que
arreglar con él. Vosotros dos —añadió, de cara a Delbin y Tesela— esperadnos fuera.
Será mejor.
El minotauro conocía de antemano la respuesta de Delbin, y no lo sorprendió que
también la sacerdotisa rechazase la idea.
—Tú mismo dijiste que debíamos permanecer todos juntos.
«Una necesidad para tan distintos compañeros...», pensó Kaz con ironía. Parecía
lógico que, si lord Oswal gobernaba todavía el alcázar, se hallara en sus aposentos,
situados en la parte central del conjunto. Sin embargo, Vingaard podía constituir un
complicado laberinto para los no iniciados. Darius, que no había estado en Vingaard
desde hacía más de dos años, sólo lo recordaba todo vagamente, mientras que Kaz,
que llevaba cinco sin pisar el alcázar, conservaba en su memoria más detalles de
algunas cosas. Finalmente fue él quien guió al pequeño grupo, al adentrarse éste en la
misteriosa fortaleza. Aun así, había momentos en que el propio minotauro tenía la
mente en blanco, y esto lo alarmó, porque estaba convencido de que tales fallos no
eran sólo culpa suya. En aquel lugar había algo que le consumía los nervios.
Las sombras se alargaron y crecieron, envolviendo partes enteras de la tétrica
fortaleza. El único que parecía divertirse con la exploración era el kender. Su anterior
tristeza había dado paso a una gran curiosidad. Resultaba difícil impedir que escapara
hacia uno u otro lado para examinar los rincones que se le antojaban interesantes. Kaz
tuvo que recordarle que lo último que deseaba tener que hacer, era correr detrás de él
en un castillo tan inmenso. Pese a todo, Delbin continuó haciendo de las suyas.
Kaz percibió el parpadeo de una antorcha cuando el poco sol que quedaba
desapareció por encima de una de las murallas.
—¡Mirad!
Pero la luz se desvaneció al cabo de un momento, no como si alguien hubiese
querido esconderla, sino simplemente porque quien la llevaba se había alejado. El
minotauro tuvo entonces la vaga sensación de que no estaban tan solos como para
que su presencia pasara inadvertida a quien todavía habitaba Vingaard.
—Esa antorcha te aparta de donde tú quieres ir, Kaz —indicó Darius.
—No importa. Si en este lugar hay alguien, necesito saber quién es.

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Sin más palabras zigzaguearon por callejones y senderos, siempre en espera de
volver a ver al portador de la antorcha o a otro habitante, aunque les constaba que
corrían peligro de caer en una trampa.
Pasado un cuarto de hora, Kaz mandó hacer un alto. Tesela y Darius, que no
poseían la increíble resistencia de un minotauro, sintieron gran alivio. También el
hombre-toro respiró profundamente, aunque por la decepción que le causaba el hecho
de que el desconocido se hubiese ido, sólo Paladine sabía adonde.
Con un quedo reniego, Kaz se disponía a informar a los demás de la conveniencia
de retroceder, cuando se encontró con un nuevo problema. Delbin había
desaparecido. La verdad era que no recordaba cuándo había visto al kender por
última vez. Tampoco supieron decirlo los dos humanos.
—¡Que Sargas se lleve a ese mequetrefe! —rugió Kaz.
El minotauro empezaba a imaginarse lo terrible que sería que todos se separaran y
tuviesen que pasar el resto de la eternidad dando vueltas por el laberinto que era aquel
dichoso alcázar.
—¡Cuidado que se lo advertí! —agregó.
De repente, una enorme forma voló por encima de sus cabezas, pero se alejó antes
de que cualquiera de ellos pudiera alzar la vista.
—¿Y si el kender no se alejó por su propia voluntad? —sugirió Darius,
meditabundo, antes de dar una vuelta en redondo, como si temiera ver enemigos por
todas partes.
—Creo que, en el caso de haberse abalanzado ese dragón o lo que sea sobre el
kender para llevárselo, nos habríamos dado cuenta. ¡Volvamos atrás!
—¿Lo consideras una buena idea? —inquirió Tesela.
Kaz se encogió de hombros.
—No lo sé. Lo que desde luego no me gusta es permanecer aquí.
Pero no habían dado ni un solo paso cuando empezó a sonar una campana. Kaz y
Tesela miraron a Darius a través de la oscuridad. El caballero escuchaba con la
máxima atención.
Entonces cesaron las campanadas.
—¡Qué raro! Si no estoy equivocado por completo, es la llamada a la oración de
vísperas... Parece ser la hora adecuada, además.
—Hace un rato dejamos atrás el campanario —recordó Kaz—. Podría haber sido
una idea de Delbin...
—Delbin no es tan tonto como todo eso —declaró Tesela con voz enérgica.
El minotauro no la contradijo. Los kenders podían ser aventureros, pero no eran
estúpidos.
Ahora resultaba difícil moverse, pues la oscuridad dominaba casi por completo el
alcázar. Los tres dieron unos pasos indecisos en busca del campanario. Darius, que

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ahora iba a la cabeza, estuvo a punto de chocar con un voluminoso objeto que de
repente les cerraba el camino. Necesitaron varios segundos para comprender que
aquello era nada menos que un Caballero de Solamnia, totalmente vestido de malla y
con un poderoso espadón en las manos. El yelmo le cubría la cara. Pese al accidente
que había estado a punto de producirse, el guerrero no había retrocedido ni un paso.
—¿Acaso no oísteis la campana? —retumbó la voz del desconocido dentro del
casco— El Gran Maestre ordena que todo el mundo, con excepción de la guardia,
asista a la oración.
—Acabamos de llegar a Vingaard, amigo, y... —comenzó Darius, a la vez que
envainaba la espada.
El otro caballero se inclinó hacia adelante, como si ahora descubriera a los
compañeros de su colega.
—¡Engendros del infierno!
Sin más explicación, descargó un golpe de espada destinado a cortarle la cabeza a
Darius, quien reculó precipitadamente. Kaz se dio cuenta de que el camarada no
tendría tiempo de volver a desenfundar su arma y cargó contra el enemigo, hacha en
mano. La hoja del espadón rebotó con un tintineante sonido en uno de los filos del
hacha de combate, y el caballero la perdió mientras Kaz volvía a arrojarse sobre el
adversario antes de que éste tuviera tiempo de reponerse. Cuando los dos cuerpos
chocaron, el minotauro quedó casi mareado por el horrible hedor que despedía el
caballero. Los dos cayeron al suelo, Kaz encima del otro.
El minotauro siempre había creído ser mucho más fuerte que la gran mayoría de
los humanos. Incluso entre los de su raza, su resistencia le había dado renombre en
los anfiteatros donde había competido con sus congéneres. Ahora, en cambio, tenía
que luchar para mantener su ventaja, porque aquel hombre no sólo era tan vigoroso
como él, sino que empezaba a vencerlo.
—¡Darius! —logró gruñir.
El compañero vaciló unos instantes, atrapado entre la obligada lealtad a la Orden
y la creciente amistad con el minotauro. Al fin se decidió por Kaz.
—¡Quítale... el... yelmo!
El desconocido caballero luchó en vano cuando Darius le desmontó el casco, y
este último casi lo dejó caer cuando vio la cara del individuo.
—¡Pégale!
Darius apretó los dientes y, a la vez que pedía perdón a Paladine, golpeó
duramente al otro caballero en la mandíbula y, al ver que éste no se acobardaba,
volvió a darle. Esta vez, el hombre quedó atontado, aunque seguía peleando a ciegas,
y Kaz tuvo que propinarle un último puñetazo.
—La primera alma con la que tropezamos en Vingaard, y resulta ser un loco —
murmuró Kaz, frotándose el cuello.

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Había sangrado un poco, y sin duda llevaría las señales de la lucha durante un par
de días.
El minotauro pensó entonces en la sacerdotisa y se volvió, casi seguro de que
habría desaparecido como Delbin. Pero no: la encontró observándolos con cierta
expresión de alivio.
—Lo siento, Kaz, Darius... Hice lo que pude, pero él no respondió.
—¿Que no respondió?
—Intenté dejarlo dormido, pero su resistencia era increíble.
—No me sorprende... —contestó Darius en voz baja, arrodillado junto al guerrero
para examinar su cara y su armadura— Es un Caballero de la Rosa, y los de su Orden
tienen algún poder sobre sí mismos, en materia de fe.
Kaz se levantó y olfateó con asco.
—Es evidente que este tipo no tiene mucho sentido de la limpieza.
El minotauro se había enfrentado a numerosos caballeros, en su tiempo, y, al
contrario que los de otras Órdenes, los Caballeros de Solamnia creían en la virtud de
la escrupulosidad. Este, en cambio, parecía ser diferente. Su armadura estaba vieja,
mellada y sucia. Llevaba el bigote descuidado, y sus cabellos eran una maraña que no
había visto el cepillo ni otros cuidados en bastante tiempo. Asimismo apestaba como
alguien que no se hubiera bañado durante más de un mes.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó Tesela.
—Es un Caballero de Solamnia —les recordó innecesariamente Darius—. Como
tal debe ser tratado con respeto. Si está enfermo, vos quizá podáis ayudarlo, Tesela.
—Lo intentaré.
Nuevamente sonó la campana. Darius se alzó, y los tres miraron hacia la torre.
—¡Mishakal!
Kaz y Darius se volvieron hacia la sanadora, que señalaba el lugar donde yacía el
otro caballero o..., mejor dicho, había yacido. Porque ahora no quedaba ni rastro de
él. Ni siquiera se veía ya el yelmo que Darius le había quitado. Kaz olfateó el aire. Se
notaba un olor fuerte, pero más bien parecía proceder del ambiente en general, y en
nada recordaba el que había despedido el caballero caído.
—Esto no me gusta.
El silencio había vuelto a reinar después de una sola campanada, pero de pronto
se produjo otro sonido: el de unas grandes alas que se movían lentamente.
—¡Lástima que no tengamos una antorcha! —susurró Darius.
—Yo puedo crear un resplandor, si creéis que puede ser útil —se ofreció Tesela.
El minotauro no estuvo de acuerdo.
—La luz nos convertiría en un blanco todavía mejor para quien sea que nos
persigue.
El ruido fue en aumento. Sobre ellos cayeron trozos de techo y grandes nubes de

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polvo.
—¡Lo tenemos encima! —musitó Darius, que desenvainó su espada sin hacer
ruido.
—De nada nos servirá tu arma —señaló Kaz—. Yo estropeé mi hacha al golpear
al monstruo en el pueblo.
—¿Qué sugieres, pues?
Fue Tesela quien habló.
—¡Mirad!!
Los otros dos se volvieron, mas no lograron ver nada. Al fin, Kaz creyó distinguir
un familiar rostro aniñado que asomaba por un rincón. No se le ocurrió lo extraño que
resultaba poder ver tan claramente a Delbin en la oscuridad. El kender se había
llevado un dedo a los labios y mostraba una amplia sonrisa. Luego los llamó con un
gesto.
—Debe de haber encontrado algo —opinó Tesela.
—Ojalá sea un lugar seguro.
Con Darius a la cabeza y Kaz en la retaguardia, por si aparecía aquella
monstruosa criatura, pese a saber que su hacha no podía con ella, siguieron la pared
hasta donde habían visto a Delbin. Entonces empezaron a percibir ruidos. No los
movimientos de la desconocida bestia, sino lo que era lógico oír en el alcázar de
Vingaard: pisadas de caballeros que iban y venían, relinchos de caballos a los que sus
amos ponían las riendas, el choque de una espada contra otra...
Lo alarmante era que en aquel desierto alcázar no se veía a nadie.
—¡Vingaard está embrujado! —murmuró Darius con horror—. ¡Aparecen los
espectros de los muertos!
—Mientras sólo sepan hacer ruido, podemos estar tranquilos. En cambio, si
adquieren un cuerpo sólido, como el caballero de antes, sí que tendremos problemas.
Kaz hubiese querido que su voz resultara más convincente.
—¿Dónde se ha metido Delbin? —preguntó Tesela de súbito.
—¡Por Sargas...! ¡No...! Si hemos seguido a otro fantasma...
El minotauro se interrumpió al ver reaparecer al kender.
—¡Dice que tenéis que daros prisa! —susurró Delbin en voz tan fuerte como le
pareció prudente.
Al pequeño ya no parecía interesarle explorar la ciudadela.
—¿Quién lo dice? —quiso saber Kaz, cuando alcanzaron al kender.
—Ahora no queda tiempo para explicaciones, porque hay caballeros por aquí. Y
no hablemos ya de otras cosas con las que, según él, no nos conviene tropezar, ya que
todo Vingaard se ha vuelto loco y, si no vamos a la biblioteca...
«Al menos, algo sigue igual que antes», pensó el minotauro con ironía.
—¡Haz una pausa para respirar, Delbin! —pidió. Una vez más sonó la campana.

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Un solo tañido. Darius se inclinó hacia el kender.
—Dime, Delbin... ¿De veras hay caballeros en el campanario? ¿Sabes dónde está
el Gran Maestre? ¿Acaso...?
—¡Nos espera! —contestó Delbin y se apartó unos pasos—. Dijo que sería
terrible vernos atrapados aquí fuera. Los caballeros andan dispuestos a matar todo
aquello que se mueva. Según él, no pueden evitarlo.
—Yo soy partidario de ir a su encuentro —gruñó Kaz.
—Pudiera ser una trampa —objetó Darius.
—En tal caso, tendríamos que salir de ella —replicó el minotauro y empuñó su
maciza hacha de combate.
Más adelante, Kaz se daría cuenta de que Vingaard no era tan laberíntico como
parecía. Ni siquiera había muchos edificios independientes. Aquella noche, sin
embargo, tenía la impresión de que el castillo constituía un mundo lleno de
confusión. De momento comprobó que Delbin los hacía avanzar en círculos, aunque
no tardó en explicarse que ese camino había sido elegido para esquivar «otras cosas»
que merodeaban por la fortaleza.
De vez en cuando distinguieron fantasmales armaduras que se movían por la parte
central de Vingaard, donde se hallaban los aposentos del Gran Maestre. Todos
llevaban antorchas y caminaban despacio, pero ninguno de ellos, probablemente
Caballeros de Solamnia, se fijó en el reducido grupo. De cualquier modo, el kender
no los acercaba nunca demasiado a esas oscuras formas.
Finalmente, Delbin se detuvo.
—Es aquí —murmuró. Él está en la biblioteca. ¡Seguidme!
La biblioteca destacaba del resto del alcázar por ser el único edificio de esa zona
que estaba iluminado con antorchas. Una sólida escalera conducía a una maciza
puerta de madera. A cada lado de los peldaños había un pedestal coronado por un
enorme pájaro. Kaz reconoció en cada uno de ellos al martín pescador, cosa que
resultaba lógica. Un examen más detenido revelaría sin duda que las aves no sólo
llevaban corona, sino que además sostenían con sus garras una espada y una rosa.
«Demórate un poco, minotauro... Ven a hablar conmigo... ¡Hace ya tanto
tiempo...!»
A Kaz se le pusieron de punta los pelos del cogote. Notó que se le enfriaba la
sangre, y sus nudillos se pusieron blancos cuando apretó aún más el astil del hacha de
armas. ¿Qué era aquello que oía?
«¿Qué sabes tú, minotauro? ¿Qué secretos conoces?»
Tesela fue la primera en notar su extraño comportamiento. Le tocó ligeramente el
brazo.
—Ves algo, Kaz? —inquirió. ¿Qué sucede?
Era como si pesara sobre él una enorme compulsión y la única manera de librarse

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de ella consistiera en seguirla hasta el final. Poco a poco, el minotauro volvió la
cabeza y sus ojos buscaron algo —¿qué?— en las tinieblas.
«¿Debemos permitir que la persecución dure un poco más?»
Una borrosa mancha blanca empezó a formar una todavía vaga forma que tenía
cuatro patas y un largo y delgado hocico. Kaz supo que, si pudiera ver de cerca a
aquel ser, descubriría unos ojos de un rojo asesino, y que no habría en todo su frío
cuerpo ni un palmo de pelo.
—¡El lobo espectral! —exclamó Kaz con voz sorda.
—¿Qué?
—Ahí...
El minotauro parpadeó al advertir que estaba señalando la nada. La misteriosa
forma había desaparecido. Quizá nunca hubiese estado allí...
Otra vez sonó la campana. Un solo toque.
—¡Que Paladine nos proteja! ¿Por qué no callará?
La campana tenía un sonido fúnebre y, al carecer de todo sentido para ellos, su
forma de tañer los ponía de un nerviosismo creciente.
Llegó un momento en que Delbin pareció haber perdido la paciencia, cosa muy
rara en un kender, aunque Delbin resultaba muy especial en todo. Ahora agarró la
mano de Tesela y tiró de ella hacia el exterior. Darius quiso impedirlo, pero la
sacerdotisa meneó la cabeza y echó a correr con el kender. El caballero, que no quería
que Tesela saliera sin protección alguna, se lanzó tras ella.
Sólo Kaz vaciló, y no por temor, sino porque aún percibía la voz del lobo
espectral.
«¡Yo estaré donde tú vayas, minotauro!»
—¡Estás muerto! —gruñó Kaz, de manera poco convincente—. ¡Estás muerto!
Al momento, el minotauro se halló solo. Lo que aquello fuera —un fantasma, una
ilusión o una fantasía de su propia mente— se había ido. Kaz se encaminó a la
biblioteca. Los demás lo esperaban junto a la puerta, ansiosos. El minotauro cruzó
rápidamente el espacio abierto, apretados los dientes y con el hacha a punto.
No cayó sobre él una lluvia de flechas, ni tampoco lo atacó una horda de
enloquecidos caballeros. A pesar de la luz de las antorchas y del relativo silencio que
hacía sonar como un trueno cada uno de sus pasos, nadie le puso trabas. Tanta era su
prisa por alcanzar la escalera, que estuvo a punto de resbalar. Darius le cubrió la
espalda en los últimos metros de su carrera.
Kaz jadeaba cuando llegó.
—¿Y bien...? ¿Dónde está ese omnisciente benefactor al que tú pretendes
conducirnos? ¿O vamos a tener que aguardar aquí fuera toda la noche?
—Estoy en la puerta, minotauro, y sugiero que tú y tus compañeros entréis de
inmediato. La noche es joven, y sólo habéis visto los primeros síntomas de locura.

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La voz era muy reposada, casi monótona. Nadie sabía explicarse cómo había
acudido a abrir la puerta y aparecer allí. Bajo el resplandor de las antorchas, del
benefactor se veía poco más que unas ropas ondulantes y oscuras y una larga
cabellera. En su voz había algo que Kaz creyó reconocer, aunque no recordaba qué.
Delbin aceptó al instante la sugerencia. Para no quedarse atrás, Darius lo siguió,
rodeando con su protector brazo los hombros de Tesela. Kaz sólo se avino a entrar
con reluctancia, e hizo una pausa cuando le pareció oír unas risas procedentes de la
oscuridad que había más allá de la biblioteca. Luego, al no repetirse, el minotauro
trató de convencerse a sí mismo de que sólo era el viento.
La puerta fue cerrada con un pestillo, detrás de ellos, y entonces vieron por vez
primera al amigo de Delbin y su rescatador. Era muy alto, casi tanto como Kaz, e iba
vestido de plata y gris. Cosa extraña, también eran plateados sus cabellos, que le
llegaban más abajo de los hombros, y en medio tenía unos mechones grises, como si
el pelo hiciese juego con la ropa. El rostro de aquel ser era hermoso, de facciones
muy delicadas. Parecía un rostro joven mientras uno no mirase los ojos, de un intenso
color verde y que revelaban una edad casi incalculable. Era entonces cuando uno se
daba cuenta de que no era humano, sino un elfo.
Este elfo juntó las manos como haría un clérigo. Su cara no permitía descubrir
prácticamente ninguna emoción, y sólo los labios se curvaron un poco, lo que Kaz
interpretó como un indicio de sonrisa.
—¡Bienvenidos, amigos, a un refugio en medio de la insania! Mi nombre es...
—¡Argaen Sombra de Cuervo! —agregó bruscamente Kaz. El elfo pareció
divertido y dijo:
—Creo que, de haber conocido antes a un minotauro, lo recordaría. No nos
habíamos visto nunca, ¿verdad?
—No, pero tuve la suerte de encontrar a uno de tu raza, con el que mantienes
cierta relación. Se llama Sardal Espina de Cristal.
Entonces sí que una corriente de emociones surcó la cara del elfo.
—¡Sardal! ¡Qué sorpresa, oír su nombre..., oír cualquier nombre..., después de los
tres años que llevo aquí!
—¿Qué ocurre en Vingaard? —preguntó Kaz, casi a gritos—. ¿Qué ha sido del
alcázar y de los Caballeros de Solamnia?
El rostro de Argaen se transformó de nuevo en una fría máscara, pero su tono de
voz permitía adivinar tremendos arcanos.
—No te imaginas, minotauro, dónde os habéis metido tú y tus compañeros, y es
muy difícil que podáis volver a salir de aquí... en vuestro sano juicio.

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La pieza daba la impresión de haber sido el lugar donde los caballeros podían
reunirse para hablar y repasar sus hojas de servicio. Aún había una pared cubierta de
estantes donde se guardaban unos pergaminos especiales. El resto de la habitación, en
cambio, había sido adecuado por el elfo para sus tareas.
—¡Mira! ¿Lo ves?
Kaz siguió la indicación de Argaen Sombra de Cuervo. Se hallaban junto a una
ventana del piso superior de la biblioteca, que daba a la parte central de Vingaard.
—Ya lo veo, sí. Es donde el Gran Maestre vive y da sus órdenes, ¿no?
Podían haber transcurrido cinco años, pero no por eso se había debilitado tanto la
memoria de Kaz.
—Sí; ahí es donde se halla envuelto en un mundo de retorcidas visiones,
mandando a un grupo cada vez más decreciente de hombres, todos tan locos como él.
Y, de manera inconsciente, protege a lo que, en mi opinión, es responsable de la
insania y la brujería de que ya habéis sido testigos.
El elfo se apartó súbitamente de la ventana. Kaz continuó allí un momento, fija la
vista en el círculo de antorchas que ahora rodeaba el sanctasanctórum del Gran
Maestre. Darius, que junto con Tesela se había asomado a otra ventana, siguió al elfo.
—¿Qué ocurre? —inquirió—. ¿Qué es lo que tiene el suficiente poder para
apartar al Gran Maestre de la senda de Paladine?
Argaen se dirigió a la única mesa de la estancia, sobre la que había una serie de
insólitos y sospechosos objetos. El elfo tomó el que parecía más vulgar, un bastón
curvado hacia adentro en su extremo, y lo miró distraído. Diríase que había olvidado
la pregunta del caballero.
—¿Dijo Sardal por qué estaba yo aquí, minotauro?
—Con todo lo sucedido entre tanto, no sabría contestar... Pero creo que no.
Además, no estoy seguro de que me interese saberlo —agregó Kaz, con la mirada
puesta en los raros objetos.
—Puede que no te interese, en realidad, pero necesitas darte cuenta de que, ahora,
tú también estás aquí. ¿Qué, te parece inofensivo? —interpeló el elfo a Kaz, al mismo
tiempo que alzaba el báculo sin dejar de examinarlo.
—Dado que tú me lo preguntas, lo dudo.
—Aciertas. No voy a entrar en detalles, pero sí te diré que, durante la guerra, esto
tan pequeño fue utilizado por algunos para perturbar el tiempo.
—¿Eso?
El minotauro recordó entonces el imprevisible tiempo que había hecho durante
sus primeros días en la guerra y los terribles problemas causados por las fuerzas de la
Oscuridad en los últimos meses. Asimismo hizo memoria de la espantosa tempestad

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que había precedido a las tinieblas, en las cuales los dragones de Takhisis y los
monstruos de Galan Dracos habían escamoteado los tristes restos de un vasto
campamento solámnico. Los propios caballeros se hallaban en plena retirada de lo
que alguien consideró el peor desastre en toda la historia de las Ordenes.
—Galan Dracos creó o robó el encantamiento necesario para formar este bastón,
que por cierto es más fuerte que cualquier otro del que yo tenga noticia. Por fortuna,
o quizá por desgracia, el único existente, éste que ves en mis manos, fue encerrado y
sellado en una de las tres cámaras subterráneas.
A Kaz le constaba que el elfo les hacía el juego. Era algo muy característico de
los de su raza.
—Háblanos de esas cámaras, Argaen Sombra de Cuervo, y de lo que tienen que
ver con Galan Dracos.
De nuevo sonó la campana, pero el elfo hizo caso omiso de ella.
—La ciudadela de Galan Dracos, el gran renegado que incluso maquinó la
transformación de aquellos brujos que seguían la oscura senda en esclavos de su
propia ambición, se alzaba antiguamente en la ladera de un picacho de la cordillera
que se extiende entre Hylo y Solamnia.
—¿De veras? —intervino de pronto Delbin, que había permanecido
sorprendentemente callado— ¿En Hylo existen las ruinas del castillo de un brujo?
¿Iremos alguna vez? Me pregunto si alguien de mi familia habrá estado allí... ¡Tengo
que apuntarlo!
El kender metió la mano en su bolsa, en busca del libro, pero en su lugar extrajo
una figura diminuta.
—De dónde suponéis que procede? ¿No es bonita?
—¡Dame eso!
Con una ferocidad que hizo enmudecer en el acto a Delbin y dejó atónitos a los
demás, Argaen avanzó hacia el kender y le arrebató la estatuilla. Mientras los
componentes del grupo seguían boquiabiertos, el elfo introdujo el pequeño objeto en
un bolsillo de su túnica y clavó la vista en Delbin.
—¡Nunca vuelvas a tocar nada de esta habitación! —rugió—. No tienes ni idea de
lo que podrías desatar. ¡Te prometo que hasta un kender se arrepentiría!
Delbin pareció encogerse bajo la furibunda mirada de Argaen. El elfo respiró
profundamente y, por vez primera, pareció darse cuenta del efecto que sus violentas
palabras habían hecho en los demás. Se llevó una mano a la cabeza y frunció el
entrecejo.
—Os... presento mis disculpas a todos. Durante más de tres años trabajé aquí, y,
aunque tres años no signifiquen mucho en la vida física de un elfo, pueden
representar una eternidad en otros aspectos. ¡Más de tres años luchando por conservar
el juicio, mientras los que me rodeaban, ya locos, caían cada vez más en la insania!

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Más de tres años sabiendo lo cerca que tenía la posible solución, pero sin hallar el
modo de hacer nada... Cada día que pasa, espero que la demencia se apodere también
de mí, pese a mis vanos esfuerzos por llegar a los sótanos y resolver el misterio de las
cerraduras. Cada día...
Sombra de Cuervo cerró los ojos.
»Había empezado a hablaros de la ciudadela de Galan Dracos —prosiguió de
repente, con los ojos muy abiertos, y el dolor que había deformado su rostro ya no se
veía en él. De nuevo adoptaba la acostumbrada máscara.
Tesela se aproximó a él y posó una mano en su hombro.
—No es preciso que nos lo expliques ahora. Tal vez haya ocasión más tarde, y
quizá yo pueda ayudarte en algo.
—Tú no puedes hacer nada. Se trata de un hechizo, y no de una herida. Confía en
mí. Sé lo que me digo.
—¿Estás seguro...?
—Desde luego —contestó, rechazándola con un gesto— Y ahora, si me dejáis
continuar...
El elfo se alejó expresamente de la sanadora para acercarse a Kaz.
»Como decía...
—Conozco la ciudadela —señaló el minotauro con calma, aunque los recuerdos
todavía lo abrumaban—. Estuve en ella. Montaba un dragón que era un luchador
como a mí me gustan. Se llamaba Bolt. Con una Dragonlance y en compañía de unos
cuantos más, seguimos a Huma de la Lanza a las almenas. Primero temíamos no
encontrar nunca el sitio, ya que lo escondía un hechizo de invisibilidad o algo
semejante... Pero Dracos fue traicionado por los brujos llamados Túnicas Negras, que
sabían que también ellos serían convertidos en esclavos si Galan Dracos triunfaba.
Refulgieron los ojos de Sombra de Cuervo, pero éste no dijo nada, sino que, con
un movimiento de la mano, se limitó a indicar al minotauro que continuara. Kaz hizo
una mueca cuando las remembranzas despertaron en él emociones no deseadas.
»Huma fue el único que consiguió penetrar en la guarida de Dracos, y fue
también él quien combatió personalmente al mago, y consiguió ganarle y romper sus
planes. Parece ser que Dracos intentaba traicionar incluso a su amante, Takhisis —
añadió el minotauro con amarga sonrisa—, y, cuando comprendió que había perdido,
prefirió destruirse a sí mismo que enfrentarse al odio de la diosa.
—¿Y la fortaleza? —preguntó Argaen.
—Sin el poder de Dracos para mantenerla —concluyó Kaz de cara a un elfo
sumamente atento—, la ciudadela no pudo sostenerse en la empinada ladera de la
montaña, y se derrumbó. Y así acabó la cosa.
—Ahora me toca seguir a mí, pese a que tu historia llena algunos huecos y resulta
entretenida.

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Argaen eligió otro objeto, que parecía una pulida piedra negra, y comenzó a
pasársela de una mano a otra.
—Como verás, minotauro, no acabó así la cosa —indicó el elfo—. Pese a la altura
desde la que cayó el castillo, gran parte de él quedó intacta. Otro tributo a los poderes
de Dracos...
—Dracos no merece tributos, sino únicamente maldiciones.
Argaen dirigió una rápida mirada a Kaz.
—Así es en efecto, minotauro. Pero... sea como fuere, la ciudadela no sólo
permaneció parcialmente intacta, sino que también sobrevivieron incontables cosas
que Dracos les había arrebatado a quienes tenía bajo su control o que él mismo había
inventado. Todo eso se ignoraba cuando los Caballeros de Solamnia procedieron a
aplastar sistemáticamente los ejércitos de la Reina de los Dragones, ahora sin jefe. El
Gran Maestre sólo se dio cuenta del peligro cuando a Vingaard llegaron noticias de
que cerca de las ruinas se producían sucesos misteriosos.
—En resumidas cuentas —lo interrumpió Darius—, hace cinco años que el Gran
Maestre pidió ayuda a las fortalezas del sur. Quería que lo apoyasen en el
mantenimiento de la paz mientras los caballeros de Vingaard y los de otros alcázares
del norte tenían un importante objetivo: ¡la fortaleza de Dracos!
—¡La fortaleza, sí! —asintió Sombra de Cuervo sin dejar de jugar con la negra
piedra—. Oswal mandó a sus hombres que registraran la zona. Más de ochenta
clérigos de Paladine colaboraron en la búsqueda, sirviéndose de los poderes de su
señor para descubrir pequeños pero sumamente peligrosos instrumentos que habían
quedado sepultados. Asimismo reunieron fragmentos de otras cosas más importantes
por allí esparcidas. No dudo que, con lo concienzudos que eran, pocas debieron de ser
las piezas que escaparon a su atención.
Kaz miró a Delbin, cuyos ojos brillaban. La idea de que el kender volviera junto a
los suyos y les hablase de posibles tesoros enterrados bajo las ruinas, hizo estremecer
al minotauro. ¿Magia negra en manos de los kenders...?
—Así que los clérigos consideraron que habían hecho todo lo posible, los restos
reunidos fueron trasladados al alcázar de Vingaard bajo la custodia de una guardia tan
numerosa y bien armada, que cualquiera hubiese creído que los caballeros iban a
tomar su propio castillo. La caravana llegó de noche, que era la hora más adecuada
para evitar la vigilancia de posibles espías, y los artefactos fueron bajados a los
sótanos y encerrados allí, expresamente olvidados por el Gran Maestre y el Consejo
de los Caballeros.
Lo que habían pasado por alto, según continuó el elfo, era que el Cónclave de los
Brujos tenía sus propias fuentes de información. Los magos quedaron horrorizados
ante la perspectiva de que tantos objetos potencialmente peligrosos estuvieran en
manos de una organización que tan poco sabía acerca de los difíciles equilibrios del

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ocultismo. En esto estaban de acuerdo las tres Ordenes de la Brujería. No obstante,
era razonable que los Caballeros de Solamnia tuvieran sus recelos en cuanto a
permitir que cualquier mago tocara los malditos juguetes del renegado. Un argumento
sucedió a otro hasta que, por fin, los once miembros del Cónclave propusieron que
uno de los suyos, una persona neutral que sólo viviera para la investigación, analizara
los hallazgos.
Argaen Sombra de Cuervo había aprovechado la oportunidad.
—¡Tonto de mí! —musitó el elfo—. Me fiaba yo más de mí mismo que de la
mayoría de mis obstinados colegas, que habrían enloquecido hacía tiempo.
Argaen explicó que, a su llegada, había sido recibido por el Gran Maestre, y que
lord Oswal era un hombre formidable, al que incluso un elfo podía admirar sin
reservas. Las primeras semanas habían transcurrido deprisa y, si los caballeros no le
daban acceso inmediato a las cámaras subterráneas, al menos se mostraban dispuestos
a entregarle los objetos, uno detrás de otro, para su inspección. A medida que el
tiempo pasaba, sin embargo, el elfo empezó a notar algunas cosas. Las piezas que le
daban, tendían a ser menos importantes de lo que él había esperado, y pronto resultó
obvio que alguien se encargaba de escoger lo que luego le pasaban para su estudio.
Además, por parte de la Caballería había una creciente actitud de desconfianza. Y no
sólo hacia Argaen, sino hacia todo el mundo. Los proyectos destinados a rehabilitar
las tierras del norte de Solamnia fueron abandonados cuando el Consejo de los
Caballeros empezó a ver renegados e invasores por doquier. La gente del pueblo era
presionada e incluso castigada por delitos imaginarios. La mayor parte de lo que
proporcionaba el país fue arramblado por Vingaard cuando la nobleza comenzó a
prepararse para otra guerra contra un nuevo y supuesto enemigo.
Mientras tanto, el elfo proseguía su trabajo, sospechando que algo no iba bien.
—Me negaron el acceso a la parte del sótano próxima a esas cámaras, y de nada
sirvieron mis intentos de pasar inadvertido a los centinelas y otros guardias. Pude
darme cuenta, entonces, de lo bien que los Caballeros de Solamnia custodiaban sus
tesoros...
Por fin, Argaen había dejado de pasarse de una mano a otra la negra piedra, pero
ahora la apretujaba con la izquierda. Kaz, que se fijó brevemente en lo que hacía
Sombra de Cuervo, observó lleno de asombro cómo la piedra se desmigajaba bajo la
increíble fuerza del elfo.
—No obstante —continuó Argaen—, averigüé algo en mis fallidos intentos... En
aquellas cámaras había algo vivo. No en el sentido de vuestra vida o la mía, sino en el
de una cierta actividad..., como si hubiera allí un hechizo permanente.
Darius había vuelto a la ventana mientras Sombra de Cuervo hablaba. Mantenía
los ojos fijos en el centro del alcázar, sobre todo en el edificio ocupado por el Gran
Maestre, pero se volvió al oír la última frase pronunciada por el elfo.

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—¿Por qué no se lo advertiste? A no dudarlo, el Gran Maestre hubiese hecho caso
de una advertencia referente a una amenaza situada bajo sus mismos pies.
—Tu Gran Maestre ya había perdido la razón, caballero. Poco faltó para que me
acusara de ser un espía de sus enemigos.
Argaen clavó una gélida mirada en Darius, y fue éste quien finalmente cedió. La
expresión del elfo se hizo más suave.
—Comprendo que para un humano es difícil de entender, pero así fue.
Kaz aprovechó ese momento para bostezar.
—Tengo una pregunta que hacerte, elfo, y después necesito comer algo y
descansar.
—¡Qué descuido, el mío! —exclamó Argaen Sombra de Cuervo, y también miró
a los demás—. ¡Todos necesitáis algo! Ahora mismo vuelvo.
Con una brusquedad que cogió desprevenidos a todos, el elfo se introdujo en el
bolsillo los restos de la piedra negra y salió de la estancia. Durante unos segundos, el
grupo permaneció con la vista fija en la puerta por la que había desaparecido Argaen.
—Tesela —dijo entonces Kaz, sin alzar la voz—, ¿que opinas de nuestro
benefactor? ¿No está él tan loco como afirma que lo están los otros?
—Creo que aún se mantiene bastante cuerdo, pero cuanto más tiempo siga aquí,
peor se pondrá.
—No parece dispuesto a aceptar tu ayuda.
—Soy una sacerdotisa de Mishakal, y ya en otras ocasiones curé alguna mente
enferma. A veces, la gente rechaza la ayuda porque no quiere reconocer sus propios
fallos. Por eso es preciso, según y cómo, actuar sin que el enfermo se dé cuenta —
explicó Tesela, posando los ojos en el medallón.
—También nosotros estamos en peligro, Kaz —indicó Darius—. Si tomamos en
serio lo que afirma Argaen, cada día que pase aumentará el riesgo de que perdamos la
razón.
—Lo sé —gruñó el minotauro, nervioso.
—¡Kaz! —lo llamó Darius desde la ventana.
—¿Qué pasa?
—Yo debo hacer lo posible para salvar a mis hermanos.
El minotauro torció el gesto. Conocía de sobra aquel tono, porque Huma lo había
empleado con frecuencia. Significaba peligro. Significaba el intento de conquistar el
alcázar de la Caballería y, posiblemente, morir atravesado por una espada solámnica.
—No cuentas más que con la palabra de Argaen para saber qué ocurre.
—También tengo ojos —replicó Darius—, y otros sentidos tan agudos como los
de cualquier elfo. Sólo has de volver a mirar por la ventana para sentir la amenaza.
Kaz no quiso moverse.
—No siento más que hambre y agotamiento.

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—Kaz... ¡En el nombre del Gran Maestre, que es tu compañero de armas...!
Darius le dirigió una mirada tan fulminante como en ocasiones lo era la del
minotauro. Kaz no habría rechazado a otro cierto caballero, y esa verdad lo hizo
sentirse culpable.
—Veamos lo que nos trae la luz del día. Sonó la campana... una sola vez.
***
Los minotauros se hallaban sentados alrededor de un fuego cuyos rescoldos se
apagaban. Habían emprendido el camino de regreso después de años enteros de
perseguir a quien algunos creían ya un fantasma. Un rastreo de la zona del río no
había devuelto el cuerpo de Greel ni el del fugitivo. Hecar y Helati describieron con
todo detalle la lucha entre los dos, que —según su versión— había terminado al morir
ambos ahogados en la arrolladora corriente.
Eso no satisfacía a Scurn, ni tampoco al ogro Molok. Aunque de diferente
manera, sus vidas habían girado totalmente alrededor de la captura y la muerte de
Kaz. Sus razones eran muy distintas, pero su obsesión era idéntica y, ahora, los dos se
sentían traicionados por la desaparición de su adversario de siempre. Molok se frotó
una cicatriz que tenía en la frente. La mente le ardía. Kaz tenía que haber sido para él,
sin hacer caso de la hoja de papel que los jefes de los minotauros habían entregado al
grupo. De depender de él, Kaz nunca habría hecho el viaje de regreso al este.
En cuanto a Scurn, poco le importaba que Kaz estuviera muerto o no, siempre que
la victoria sobre el cobarde hubiese sido suya. Por estigmatizado que Kaz estuviese,
todavía se lo conocía por su fuerza y habilidad en las arenas, y al desfigurado
minotauro lo mortificaba que un congénere como ese fugitivo aún fuera ensalzado.
Scurn ansiaba conseguir los elogios y la categoría que le proporcionaría haber
derrotado a uno de los anteriores campeones, a un luchador que podría haber llegado
muy alto de no creer que quienes tenían el mando eran simples títeres de los jefes
militares de Takhisis.
Estaban acampados al borde de lo que alguien había bautizado con el nombre de
Desiertos de Solamnia. Una gran unidad militar había pasado por allí cerca poco
antes. Las huellas de unos doscientos caballos marcaban un camino a través del
páramo. Según Helati, se trababa de Caballeros de Solamnia que volvían del alcázar
de Vingaard o se dirigían a él. En aquel lugar se tramaba algo que, en cierta época,
pudo haber atraído su interés. Ahora, sin embargo, lo único que todos deseaban era
retornar a casa.
Un chillido avisó al grupo de un posible ataque. Los minotauros se alzaron
blandiendo hachas, macizas espadas y otras armas. No obstante, aquella voz no podía
haber brotado de la garganta de uno de su raza. Ningún minotauro emitiría tal sonido,
propio de un cerdo. Pero al mismo tiempo era cierto que un centinela había partido en
aquella dirección.

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Cuando los primeros minotauros se pusieron en marcha, el centinela apareció en
el débil círculo de luz del campamento. Con una mano sostenía un hacha de la que
goteaba sangre fresca. En la otra llevaba un tembloroso y asustado goblin.
—Dos de éstos intentaron asaltarme.
Los minotauros lanzaron resoplidos de desprecio. El goblin procuraba hacerse lo
más pequeño posible. A nadie le interesaban esos seres. Hasta Molok tuvo
únicamente una mirada de repugnancia para el prisionero.
—¡Mátalo! —fue todo lo que dijo.
—Sólo en combate —replicó el centinela—. Ejecutar a semejante individuo sería
un deshonor.
Los demás minotauros estuvieron de acuerdo. No había gloria ninguna en dar
muerte a un enemigo desarmado. Y, como lo superaban en número, Molok fue lo
suficientemente listo para no discutir el código de honor de los hombres-toro.
—Además —añadió el centinela—, este mísero saco de huesos y grasa soltó algo
que parece de notable interés.
—¿Qué fue eso? —inquirió Scurn, lleno de impaciencia.
Por su gusto hubiese matado allí mismo al goblin, porque los de su raza no
merecían un combate de honor. Eran unos bichos equiparables a las ratas.
—¡Díselo! ¡Repite lo que me dijiste a mí, goblin!
—Mi... nombre es... Krynge, honorables y maravillosos amos...
Scurn propinó un puntapié en el costado al goblin.
—¡Deja de babear encima de nuestros pies y ve al grano! Podríamos dejarte con
vida...
El goblin pareció tomar en serio las palabras de Scurn y empezó a balbucir:
—Mi grupo, que entonces era mucho más numeroso, encontró a unos caballeros.
Todos muertos, menos uno... Nos divertíamos con él cuando, de pronto, nos atacó un
minotauro que..., que sólo dejó vivos a tres de nosotros. Tres goblins no pueden con
un hombre-toro —agregó, mirando sonriente a sus aprehensores, con lo que les
enseñó unos deteriorados y amarillentos colmillos—, sobre todo al quedar fuera de
combate uno de ellos. En consecuencia, nos retiramos.
El minotauro de guardia tomó la palabra:
—Yo encontré a los tres goblins escondiéndose como perros asustados. Dos de
esos locos me atacaron llevados por el pánico, y los maté. Murieron de un solo golpe
—explicó el centinela con el hacha levantada, a la vez que sonreía orgulloso, y los
demás expresaron su admiración con adecuados gestos—. Luego, este cobarde
tartajeó algo acerca de «otro minotauro», de modo que lo traje conmigo para que lo
escuchéis.
—¿Otro minotauro? —intervino Molok—. ¿Tan cerca?
El ogro se acercó al goblin y tomó entre sus manazas la fea cabeza de aquella

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criatura.
—¿De qué dirección procedía?
—¡Del sur! ¡Procedía del sur!
El otro se volvió hacia Hecar y Helati.
—¡Kaz! —exclamó—. ¡Tiene que ser Kaz!
Scurn dio unas zancadas en dirección a Helati. De cerca, su desfigurado rostro
resultaba aún más repelente.
—Y tú dijiste que Kaz había muerto! Lo mismo aseguró tu hermano... Sólo
vosotros dos los visteis pelear, y me pregunto qué sucedió en realidad... ¡Explicadlo!
Hecar se colocó entre su hermana y el otro.
—¿Pones en duda mi dignidad? ¿Me llamas mentiroso?
Los demás minotauros se prepararon para un combate de honor. Más de uno miró
a Hecar compasivamente, sabían lo que le aguardaba. Eran varios los que habían
puesto en duda su propia honra, en esa búsqueda. Hecar defendía mucho más que su
vida y la de su hermana.
Molok advirtió eso mismo al recorrer con la vista al grupo, tomando buena nota
de la reacción de cada uno. Al igual que Scurn, ya no creía en la historia contada por
Hecar, pero, en contraste con el desfigurado minotauro, se daba cuenta de que iba a
necesitar a todo el grupo, si Kaz de veras seguía con vida. El ogro no era tonto, y no
tenía la menor intención de luchar personalmente con él.
—Scurn no piensa eso de ti, Hecar —dijo, a la vez que apoyaba una mano en el
hombro del agresivo compañero, y, aunque éste lo miró con furia, no lo interrumpió
—. El cuerpo de Kaz no apareció nunca. ¿Por qué? Pues porque sobrevivió para
esconderse... ¡como un cobarde!
Entre los demás minotauros se elevó un nuevo murmullo. Habían reaccionado
como el ogro deseaba. Era suficiente que hablase de honor y cobardía para que
creyesen todas sus palabras.
Los dos minotauros seguían cara a cara. Scurn quería vérselas con Hecar, y este
último estaba decidido a proteger a su hermana. Helati se hallaba entre la espada y la
pared: o bien desprestigiaba a Hecar, si decía la verdad, o quedaba en lugar todavía
peor si callaba. Al final se decidió por esto último.
—¿Y qué hay de Greel? —preguntó Scurn.
Empezaba a comprender que no ganaría nada con matar ahora a Hecar. Los
restantes minotauros aún estaban de su parte, y Scurn, como el ogro, era consciente
de que solo no podría perseguir a Kaz. Sin embargo, no estaba dispuesto a dejar aquel
argumento. Perdería autoridad si ahora se volvía atrás.
—Greel no sabía nadar —señaló otro de los minotauros—. Su clan vive en las
montañas, donde sólo hay arroyuelos. Nunca tuvo ocasión de aprender.
De no ser por el rumor que este nuevo hecho trajo consigo, los minotauros que

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estaban alrededor habrían percibido cuatro simultáneos suspiros de alivio. Molok
recobró enseguida el control de la situación.
—¿Lo veis? Greel se ahogó. No sabía nadar. ¡Un tipo valeroso, ese Greel!
¡Realmente respetable!
Hecar y Helati intercambiaron rápidas miradas. Si Greel había acabado en el río,
era sólo por haber arrojado ellos su cuerpo al agua, después que Hecar lo matara. En
cuanto a honor, Greel nunca lo había conocido. Desde el primer momento, no había
buscado más que hundir su lanza en la espalda de Kaz. Únicamente un grito de Helati
había salvado al minotauro. Desconcertado, Greel sólo había logrado herir de muerte
a la montura de Kaz. Por lo que a Hecar y Helati se refería, los dos minotauros habían
perdido la vida allí. De Kaz no aparecía ni rastro: eso era bien cierto. Y, aunque sus
rostros no lo delataron, la noticia de que Kaz hubiera sobrevivido los tranquilizaba y
preocupaba al mismo tiempo.
—Kaz está vivo. Si se dirige al norte, irá al alcázar de Vingaard —decidió Scurn.
—Los caballeros lo harían prisionero —indicó Hecar—. No creo que vaya allí.
—Sí que irá —insistió Scurn, y sus ojos se fijaron en Molok después de mirar a
los demás—. Irá a Vingaard. Y, si Kaz está allí, reclamaremos nuestros derechos
sobre él.
Hubo algún minotauro que pareció algo incómodo ante la idea de tener que subir
a la fortaleza de la Caballería para exigir la entrega de un prisionero.
Scurn soltó un gruñido.
—¿Acaso hay cobardes entre nosotros? ¿Alguno de vosotros desea regresar al
hogar sin haber cumplido su promesa?
No obtuvo respuesta. Retroceder ahora significaría una terrible pérdida de honor
y, además, una franca cobardía. Antes morir que eso.
—Así pues, queda decidido.
—¿Qué hacemos con éste? —preguntó el centinela, y puso de pie al goblin
agarrándolo por el cogote. Scurn enseñó los dientes.
—Dale una espada. Le cabrá el honor de luchar valientemente por su vida. ¡Cosa
rara para un goblin, por cierto!

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12
Se hallaba en el centro de la arena, desarmado. La multitud de minotauros
demostraba su respeto y aprobación mediante un gran vocerío. Kaz se lo agradeció
alzando los puños y dando lentamente la vuelta.
Su valor era tal que nadie lo consideraba un loco por enfrentarse a su bien
armado enemigo, con las manos desnudas. El público lo veía más como una manera
de nivelar la desigualdad por parte del campeón. Si el desafiante lo vencía, no
habría falta de honor en la victoria. El hecho de haber retado al campeón, en vez de
ascender primero de categoría, indicaba que el desafiante era muy valiente, o muy
insensato. Pronto habría una contestación a esa pregunta.
Los grandes señores —los «forasteros», como eran llamados— presenciaban el
espectáculo desde sus asientos especiales situados en las paredes del norte. Eran
jefes ogros y humanos. Uno de estos últimos ostentaba el cargo de ayudante de
Crynus, el Señor de la Guerra y caudillo de los ejércitos de Takhisis. El anfiteatro
sólo constituía un pasatiempo para ellos. En realidad estaban allí para inspeccionar
las nuevas compañías de «voluntarios» o, mejor dicho, soldados esclavos. Más que
oficiales, ogros y humanos eran miembros de la guardia. Los juramentos ataban a
los minotauros a quienes los conducían a la batalla, sin tener en cuenta las
consecuencias. Un minotauro que hubiese prestado juramento moriría por su capitán
ogro, o al menos debería hacerlo si se consideraba un digno representante de su
raza.
Kaz y la muchedumbre se ponían nerviosos al ver que pasaba el rato. El campeón
ansiaba hacerse con otra victoria, una que aumentase su rango. ¿Cuánto tiempo
transcurriría antes de que la influencia de los «forasteros» lo convirtiera en uno de
los minotauros gobernantes? ¡No mucho, sin duda!
La puerta se abrió despacio, con un crujido. El minotauro se puso a punto.
¿Conocería ya a su contrincante? Quizá fuera uno de los jóvenes, recién salido de
las sesiones de entrenamiento que el propio Kaz dirigía. Mas no: ninguno sería tan
imprudente. Todos habían sido sometidos a pruebas y considerados deficientes.
Necesitaban aún bastante experiencia antes de poder medirse con su instructor.
Poco a poco entró en el redondel una figura. Un murmullo recorrió la multitud.
Los grandes jefes se inclinaron hacia delante, interesados.
Era un Caballero de Solamnia. Un ser humano contra un minotauro.
Ciertamente, el guerrero llevaba un espadón, pero iba sin armadura y, por
consiguiente, su protección contra los golpes de Kaz sería escasa. Sus largos bigotes,
tan característicos de los de su clase, y sus expertos movimientos revelaban una
preparación tan intensa, a su modo, como la del minotauro. No cabía duda, en
efecto, de que se trataba de un Caballero de Solamnia.

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El hombre avanzó hacia Kaz. Por fin quedó enfocado su rostro, que pareció
apretarse contra el del minotauro. Kaz sintió que un escalofrío le recorría todo el
cuerpo. ¡No ese humano...! ¡No ese caballero!
¡No Huma...!
—Tiene que ser de este modo, Kaz —explicó Huma con calma, al mismo tiempo
que alzaba la espada, pero, en vez de atacar al minotauro con ella, se la arrojó a los
pies—. Tú no vas armado. Pues yo... ¡tampoco!
Los entrecanos cabellos del guerrero, sorprendentes en un hombre tan joven, se
agitaron en el viento. Súbitamente, la cara que había delante de Kaz ya no fue la de
Huma, sino la de Galan Dracos. El alargado rostro con aspecto de reptil lo miró con
tremenda malicia.
—¡Cuéntame tus secretos, minotauro!¿Qué sabes tú de mi poder? ¿Qué sabes de
mi brujería?
—No!!
Sin detenerse a pensar, el minotauro golpeó el rostro del mago con su mano
izquierda y le retorció el cuello hasta dejarlo en un ángulo imposible.
El adversario de Kaz se desplomó al suelo.
—¡Que Sargas se te lleve! —bramó el minotauro, recordando al amenazador dios
de su juventud—. ¡Yo no sé nada! ¡Déjame en paz y embruja a otro!
Kaz vio, horrorizado, cómo la cabeza del cadáver se volvía despacio hacia él. La
cara de Galan Dracos se abrió en una pérfida sonrisa.
—Es verdad. Tú no sabes nada.
Momentos después, aquella horrible cara volvía a ser la de Huma, y en sus ojos
había una mirada amarga, como si el minotauro lo hubiese traicionado.
Nada podía atemorizar a Kaz tanto como aquello. El mundo empezó a girar a su
alrededor hasta que, al fin, el minotauro se dio cuenta de que era sólo un sueño. Una
pesadilla. Desvanecido el sueño, empezó a envolverlo la oscuridad. Kaz trató de
escapar de ella, pero le fue imposible. La negrura lo tenía sujeto, del mismo modo
que un capullo cubría una oruga. El minotauro rezó con desespero porque llegara el
día, temeroso de que, si tardaba, no viviría para verlo...
***
Pero la luz diurna no lo libró de la pesadilla. Si acaso, el tremendo vacío reinante
en el alcázar resultaba más sobrecogedor que las sombras o el mal sueño.
En la oscuridad había tenido, al menos, el consuelo de poder esconderse. En la
mortecina claridad de otro día gris, el minotauro comprendió que, fuera lo que fuese
lo que les esperaba, no temía la claridad, y realmente no resultaba más visible a la luz
del día que en la oscuridad. Era algo omnipresente, que no tenía cuerpo.
La campana había sonado dos veces, desde que había amanecido. No existía una
hora concreta. El campanero la tocaba cuando le venía en gana. O quizá, si lo que

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decía Argaen Sombra de Cuervo era verdad, también en eso imperaba el capricho del
Gran Maestre.
El elfo no aparecía por ninguna parte, cuando Kaz —aunque con apatía— se
levantó. Le dolían los músculos, por lo que sólo podía moverse con lentitud. El suelo
de la habitación había resultado sumamente incómodo para dormir, pero Argaen
afirmaba que era el menor de los males. La biblioteca no estaba preparada para servir
de dormitorio. El minotauro se preguntó dónde se habría metido el elfo, y cuáles
serían ahora sus planes.
Darius, ya despierto, realizaba algunos ejercicios rituales. Kaz le preguntó:
—¿Dónde está Delbin?
—No sé... —contestó el caballero, echando una ojeada a la abandonada manta del
kender—. Estaba aquí cuando lo miré hace un rato.
—Es muy furtivo en todo —gruñó el minotauro—. Ya me ha hecho esto
incontables veces. Tendría que estar acostumbrado, a estas alturas, pero creí que,
después de lo que anoche nos dijo Sombra de Cuervo, demostraría un poco más de
sentido común.
Tesela, interrumpido su sueño por la conversación, se incorporó.
—Quizá se encuentre con Argaen.
—Quizá, pero lo dudo mucho.
Darius parpadeó de cara a la ventana, como si esperase ver colgado de ella al
kender, o algo semejante.
—¿Piensas que pudo ser capaz de encaminarse a los aposentos del Gran Maestre?
Sería muy propio de un kender...
—¡Más probable me parece que bajara a las cámaras subterráneas! —rugió Kaz,
con tal furia que los dos humanos se asustaron—. De cualquier forma, vamos a
registrar rápidamente la biblioteca —añadió el minotauro, dominando su enojo.
—¿Para qué? —resonó entonces la voz de Argaen en el vestíbulo.
Instantes después, el elfo entró en la pieza con una cesta llena de pan, fruta y
bebidas. La depositó sobre la mesa y miró a Kaz.
—¿Qué problemas hay, amigo?
—Se trata de Delbin, el kender. ¿Lo viste en alguna parte? ¿Puede estar en la
biblioteca?
—No, que yo sepa. Ya sabes que los kenders son difíciles de vigilar... —
respondió Argaen con voz más apagada—. ¡Por Astra! Debí ser más prudente y no
hablar tanto en presencia del kender. Pero suponía que lo tenías controlado...
—Nadie controla por completo a un kender —replicó Kaz en tono agrio—. Ni
nadie tendría interés en ello. Ahora, el problema consiste en saber lo que conviene
hacer. Delbin puede haberse metido a fisgonear en las cámaras subterráneas del Gran
Maestre.

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—Vingaard tiene otros lugares que sin duda llaman la atención de un kender —
señaló Darius.
—Yo cabalgué con ese kender durante varios meses. ¡Que Paladine me perdone!
¡El muy endemoniado habrá bajado a los sótanos!
—Pues eso sería muy preocupante —murmuró Sombra de Cuervo, concentrado
en algún cálculo—. ¿De veras crees que puede haber penetrado en las cámaras
subterráneas?
—¡Que pueda o no, no es ésa la cuestión, elfo! Lo que importa aquí es que, si lo
que tú nos explicaste es cierto, el kender puede acabar fácilmente ensartado en la
punta de una espada. Cuerdos o locos, no creo que los Caballeros de Solamnia hayan
olvidado todo su entrenamiento.
—Tienes razón. Si acaso, se han vuelto todavía más fanáticos. Todo con el fin de
prepararse para combatir a su imaginario enemigo, desde luego.
—Argaen Sombra de Cuervo —lo interrumpió Tesela—, ¿cómo es que tú sigues
aquí? ¿A qué se debe que los caballeros no se metan contigo?
El elfo pareció molesto y contestó bruscamente:
—En su día fui un invitado de honor, y ellos parecen tenerlo todavía en cuenta,
aunque también hay que decir que yo siempre procuré actuar con la mayor
discreción. En cualquier caso, esto nada tiene que ver con el problema que ahora nos
ocupa. Recoged vuestras cosas y seguidme. ¡Hemos de salvar al kender!
El elfo demostraba tal impaciencia, que los demás apenas tuvieron tiempo de
reaccionar. Darius se vio obligado a dejar su armadura, llevándose sólo el escudo y la
espada. Kaz sacó del arnés su hacha, y todos juntos siguieron al ágil Argaen.
Para su gran sorpresa, el elfo no abandonó enseguida la biblioteca. Por el
contrario, permaneció en el vestíbulo delantero y extrajo de sus ropas un cristal azul.
Mientras los demás esperaban, lo estudió con intensidad.
Algo confuso se formó en el centro de la diminuta esfera, aunque nadie supo decir
qué era. Sombra de Cuervo le mostró el cristal a Kaz.
—Tú conoces mejor que nadie al kender —dijo—. Piensa en él y concéntrate en
su localización.
—A mí no me gustan las hechicerías —resopló Kaz con desdén—. Suelen resultar
una senda traicionera e imprevisible.
—No se trata de nada de eso. ¿Quieres encontrar a tu amigo, o prefieres que
busquemos a ciegas por todo el alcázar?
Con hosca expresión en su cara, Kaz tomó el cristal y se concentró lo más
profundamente que pudo en su pequeño compañero. Recordó la sempiterna sonrisa
del kender, que por cierto contrastaba con el extraño gesto adoptado últimamente por
éste. Kaz también rememoró el cuaderno o libro de Delbin, y se imaginó al travieso
muchacho escribiendo en él su última aventura, una aventura que en esos momentos

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tenía sujeto al kender...
—¡Aquí! ¿Lo ves? —exclamó Argaen.
En efecto, la borrosa imagen había sido sustituida por la viva imagen de Delbin.
Este se hallaba en un cuarto oscuro, iluminado por una vela. No parecía tratarse de las
cámaras subterráneas, ni tampoco de los aposentos personales del Gran Maestre. La
pieza era angosta y polvorienta, como si no hubiese sido utilizada durante años.
—¿Dónde está Delbin, pues?
Kaz no acertaba a identificar lo que veía.
De la boca de Argaen Sombra de Cuervo brotó una risotada muy poco propia de
un elfo. Había en ella una mezcla de sobresalto, alivio y algo más que el minotauro
no supo distinguir.
—¿Sabes dónde está? —preguntó finalmente Darius, ansioso.
—¡En la biblioteca! —respondió Argaen, y en su rostro apareció una animación
que nadie había visto en él hasta entonces. Era evidente que lo electrizaba el
descubrimiento—. ¡Seguidme!
Como parecía típico del elfo, éste salió de la habitación sin dar tiempo a los
demás para recoger sus cosas.
—¿Todos los elfos son tan veloces? —inquirió Tesela, malhumorada. Por lo visto,
para su carácter amable y clerical existían unos límites.
Kaz se abstuvo de contestar y prefirió seguir a su benefactor, que se alejaba a toda
prisa.
Hallaron al elfo en una sala de estudios de la gran biblioteca, inclinado sobre un
enorme y amarillento pergamino que, en opinión de Kaz, tenía al menos un siglo de
antigüedad. Argaen hacía gestos afirmativos y reía entre dientes, cosa que irritó al
minotauro, quien se preguntó de nuevo hasta qué punto estaba cuerdo el elfo.
—¡Venid a ver esto! —exclamó Argaen cuando ellos entraron en el estudio y, sin
alzar la vista, señaló la parte central del pergamino—. ¡Es una copia del plano
original de esta biblioteca! Vuestro fundador —dijo el elfo con una breve mirada a
Darius— concibió más de la mitad del edificio... ¡La mitad secreta!
—¿Cómo?
El caballero no lograba entender lo que Argaen quería decir.
—Yo ignoro cómo están proyectadas vuestras fortalezas del sur, de menores
dimensiones, pero Vinas Solamnus quiso que cada edificio de los que componen este
conjunto tuviera un uso aparte del que ya resultaba obvio. Sabía que Vingaard podía
verse asediado, y que incluso existía el riesgo de un asalto. En consecuencia, mandó
abrir pasadizos por el interior de los muros, suficientes para el paso de dos soldados a
la vez, si iban hombro contra hombro. Vuestro amigo Delbin ha descubierto algunos
de esos pasadizos.
—Pues yo nunca oí mencionar esos corredores —objetó Darius.

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—Parecen haber sido olvidados en su mayoría. Estos pergaminos fueron
localizados durante la guerra, probablemente después que uno de los caballeros
resultara ser un traidor.
Darius palideció ante tal sugerencia, e incluso habría desenvainado la espada de
no agarrarlo Kaz por el brazo.
—Tiene razón, Darius. Luego te pondré al corriente.
El caballero dejó caer el brazo, pero Kaz se fijó en la desesperación que volvía a
apoderarse de él. Y el minotauro no se lo reprochaba. De sobra conservaba en la
memoria el rostro de Huma cuando se le hablaba de Rennard. Éste siempre había
tratado bien a Huma, pese a su falta de humor y a la desagradable palidez de su cara,
y era uno de los que lo habían entrenado. Pero la carrera de Rennard había resultado
una burla, en realidad, ya que mucho antes de ingresar en la Orden se había sometido
al culto a Morgion, dios de la enfermedad y la podredumbre. Se demostró que el
demacrado caballero era responsable de la muerte del Gran Maestre Trake y de los
graves trastornos de Oswal. Peor todavía, Huma había descubierto que el enemigo era
su propio tío.
—Aquí, aquí o aquí —señaló tranquilamente Argaen en el mapa, como si no se
diera cuenta de la presencia de Darius—. El kender tiene que estar cerca de una de
estas entradas. Si cada uno de nosotros procura cortarle el camino y luego
convergemos, tenemos que atraparlo por fuerza.
—¡Ya puede rogar Delbin que no sea yo quien lo encuentre! —dijo Kaz con voz
cavernosa—. Porque lo colgaría del piso más alto por el cuello de su camisa...
***
Delbin lo estaba pasando en grande. Los pasadizos y las cerraduras secretas eran
cosas que fascinaban a un kender. El ya se imaginaba la envidia que sentirían algunos
de sus amigos cuando les contara la aventura vivida... «¡Les estará bien empleado!»,
decidió.
En ciertos aspectos, Delbin era un poco raro para un kender. En su gran mayoría,
a estos seres no les interesaba más que la forma de divertirse, aunque también había
alguno serio, que entonces era considerado un excéntrico por los jóvenes. A Delbin lo
entusiasmaban las aventuras, pero —si bien nunca se lo había confesado a nadie, y
menos aún a Kaz— también anhelaba alcanzar algún objetivo en su vida, la
realización de un gran proyecto. Las historias de héroes, ya fueran kenders o de otra
raza, hacían crecer su ambición. Por desgracia, él había sido demasiado joven para
participar en la guerra y, cuando alcanzó la edad suficiente para hacer de las suyas, en
Hylo ya corría la noticia de que La de las Mil Caras, como los kenders llamaban a
Takhisis, había sido desterrada al Más Allá.
Delbin volvió a lo que tenía entre manos. Una gran telaraña le obstruía el
ascendente pasadizo. Hasta ese momento, la aventura no le había proporcionado más

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que un par de monedas antiguas, un cuchillo herrumbroso y... una curiosa puerta
secreta. Aquella telaraña tenía algo de fascinante... En el acto, el kender se imaginó
una araña enorme, tan grande como él, y la idea se hizo tan fija, que Delbin casi pudo
ver sus ocho ojos colorados...
De improviso, aquellos ocho ojos colorados centellearon, y el kender se halló
frente a la descomunal araña de su imaginación. Lo que la oscuridad le permitía
distinguir del monstruo era increíblemente feo, y parecía no caber casi en el estrecho
túnel. Aun así, avanzaba. Figurarse una araña era una cosa, pero verse realmente
atacado por una resultaba... ¡horripilante! La pequeña vela que él llevaba producía un
resplandor demasiado débil para asustar a semejante engendro, y el cuchillo, útil para
abrir las cerraduras de secretas puertas, estaba embotado... Ni siquiera un espadón le
habría servido, en el caso de poder levantarlo, porque aquella araña era
espantosamente grande.
Sus ocho patas, cada una de ellas tan gruesa como el brazo del kender, rascaron
las paredes del pasadizo cuando la colosal criatura se abrió paso lentamente a través
de la' tela. Delbin se halló paralizado. No de miedo, sensación que sólo había
experimentado en alguna rara ocasión, sino por una misteriosa fascinación. Los
múltiples ojos de la araña parecían atraerlo hacia un acogedor y seguro lugar donde
podría dormir a gusto, envuelto en su manta...
El kender dejó caer la vela.
La araña retrocedió, y Delbin pudo pensar con más claridad. El monstruo estaba
sólo a unos pasos de él. El kender quiso volverse, pero notó, con asombro, que sus
pies habían sido atados. «¡Por la telaraña, claro!», pensó, mientras caía peldaños
abajo. Superado el susto, la gigantesca tarántula se aproximó de nuevo hacia su
indefensa víctima.
Un fiero rugido —un grito de guerra— resonó entonces en todo el mohoso
pasadizo, y una monumental figura bañada en luz surgió detrás del infernal arácnido.
Con una mano que casi llegaba al techo, el recién llegado blandió una magnífica
hacha de armas que ningún hombre habría podido manejar con tanta facilidad.
La araña vaciló, atrapada entre el deseo y la confusión.
Delbin presenció, boquiabierto, cómo el hacha descendía resplandeciente y
mordía la carne del monstruo. El venenoso cuerpo despidió un fétido icor que salpicó
al kender y mojó las paredes cuando la poderosa arma lo partió limpiamente en dos.
No obstante, la araña se negaba a morir. Su diminuto cerebro retrasaba el final hasta
un punto casi imposible. Por fortuna, la luz que había en los ocho ojos comenzó a
apagarse cuando el monstruo avanzó, tambaleante, en dirección a Delbin. El hacha
cayó una vez más sobre él.
Aquel ser horrendo se desplomó definitivamente junto a los envueltos pies del
kender.

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—¡Delbin!
Del hacha del minotauro goteaban los fluidos vitales de la araña cuando Kaz pasó
por encima de sus restos para arrodillarse al lado del compañero. Detrás de él,
antorcha en mano, llegó apresuradamente Tesela. En el pasadizo sonó entonces el
arrastrar de unos pies que sin duda pertenecían a Darius y Argaen.
—¡Delbin, pequeño botarate! —murmuró el minotauro— ¿Qué es eso? —agregó,
fijándose en lo que cubría los pies del kender.
—¡Son telarañas! —intervino Tesela—. ¿De qué otra cosa iba a servirse una
tarántula?
Puso la antorcha en manos de Kaz y tocó el tejido con su medallón. La pegajosa
sustancia, resistente como si se compusiera de cuerdas, se fundió en el acto.
—¡Qué cosa tan práctica!
—Sí, ¿verdad? —contestó la sanadora, quien seguidamente se dirigió al kender:
— ¿Sientes mareo, o tienes alguna magulladura? Porque te caíste.
—¿Cómo lo has hecho? —jadeó Delbin, palpando los restos de la telaraña—
¿Podría hacerlo yo también? ¿Sólo sirve para las arañas? Bueno, por lo menos creo
que no estoy herido. Tendrías que haberlo visto, Kaz, aunque me parece que ya lo
viste, sí..., pero esa bestia salió prácticamente de la nada, y yo me dije, primero, que
la tela tenía el aspecto de una araña gigantesca, y...
Kaz le tapó la boca a Delbin con una mano y miró a Tesela.
—Creo que el chico está bien, ¿no?
—¡Por la espada de Paladine! ¿Qué ha ocurrido aquí?
Darius, con la hoja en una mano y una vela en la otra, preguntó casi sin
respiración si se trataba de..., de...
—De una araña, sí.
Argaen Sombra de Cuervo se unió a ellos, procedente de unos peldaños más
elevados. Aunque era evidente que el elfo y Darius habían corrido, sólo el caballero
parecía estar falto de aliento.
—Nunca había visto nada semejante —prosiguió Argaen—. Al menos, no en un
lugar como Vingaard.
Kaz limpió su hacha en el mismo cuerpo del monstruo. Empezaba a notarse la
pestilencia de los humores del arácnido.
—¿Habías estado alguna vez en estos pasadizos? —le preguntó al elfo.
—Cuando descubrí esos pergaminos, y creedme que fue pura casualidad, porque
estaban extraordinariamente bien escondidos, decidí recorrer todas las redes de la
biblioteca. Me crucé con muchas arañas, desde luego, pero ninguna de tal tamaño.
—Dice Delbin que pareció surgir de la nada y que, al principio, sólo pensó que
esa tela parecía tejida por una araña gigante.
Argaen frunció el entrecejo.

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—No me gusta nada todo esto. Las cosas van de mal en peor. Temo que el propio
kender crease a ese monstruo... por arte de magia.
Delbin permanecía callado, pero en sus ojos hubo un brillo que no agradó en
absoluto a Kaz.
—¿Qué significa eso de que Delbin pudo «crear» a la araña? —quiso saber el
minotauro.
—Quizás haya empleado unas palabras inadecuadas. Lo que quise decir se refería
a todos nosotros. ¿Qué os sucedió a vosotros mismos cuando entrasteis en Vingaard?
¿Recordáis el caballero de que me hablasteis, y los ruidos producidos por hombres y
animales, pese a que en realidad no había nadie?
—¡El caballero era de verdad! —protestó Darius.
—Tal vez. Pero ese caballero desapareció, fuese real o no. En cambio, la araña
producto de la imaginación del kender no se esfumó...
Argaen observó detenidamente a Delbin a la luz de la antorcha, y Kaz vio cómo
temblaba su compañero.
—Que esto te sirva de lección, Delbin —dijo el minotauro en tono de amable
reprensión—. ¡No se te ocurra emprender más aventuras sin mí!
—Dime exactamente cómo hallaste la entrada por la que te metiste, kender —
inquirió el elfo con gran interés—. Yo mismo tendría dificultad para encontrarla, sin
ayuda, y para luego abrirla...
Delbin mostró una risita.
—Es fácil. Todo lo que hace falta, es saber dónde miras. Las cerraduras no están
tan escondidas, en realidad. Son un poco extrañas, eso sí, pero mi tío Kebble me
enseñó mil trucos. Muchos kenders lo consideran único en eso, y es verdad, pero...
—Delbin es un kender —se apresuró a interrumpirlo Kaz—. Creo que eso es
suficiente respuesta. Seguiría hablando durante horas enteras. Yo, por mi parte, soy
partidario de abandonar este lugar. El cuerpo de la araña apesta a más no poder, y ni
siquiera en un desierto hay tanto polvo.
El elfo asintió de manera algo ausente.
—Desde luego, sí. La salida más próxima es esa por la que vosotros llegasteis.
El minotauro volvió a pasar por encima de los restos del asqueroso monstruo.
Tesela ayudó a levantarse a Delbin, que aún parecía un poco inseguro sobre sus
piernas. La sacerdotisa quiso sostenerlo, pero Argaen se le adelantó y sujetó al kender
por uno de sus brazos.
—Permíteme, humana —dijo el elfo con una cortés sonrisa.
Tesela se apartó de manera automática. Argaen sostuvo a Delbin mientras éste
dejaba atrás el cuerpo de la araña muerta. La sanadora parpadeó y los siguió con toda
la rapidez posible, ya que no quería quedarse sola con los horripilantes despojos. Ya
de pequeña, las arañas le causaban terror.

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***
El día se acercaba a su fin, como todos los demás que había conocido a lo largo
de su existencia. Nada cambiaba nunca. Y no se veía el fin...
Lord Oswal se hallaba sentado en el aposento central, donde él y sus numerosos
predecesores, incluido su difunto hermano, habían concedido audiencias. El salón del
trono era un lugar de poder, destinado a acentuar la importancia del Gran Maestre
como jefe supremo y representante de Paladine. El sillón ocupado por el Gran
Maestre quedaba a un nivel más elevado que los demás asientos más próximos.
Cualquiera que hubiese solicitado ser recibido, se veía obligado a alzar la vista hacia
su ocupante. Detrás del trono, de alto respaldo, había un gran emblema solámnico
cuyo objeto era el de destacar aún más la categoría del Caballero Mayor. El martín
pescador superaba la estatura de un hombre. Otrora, a ambos lados del trono habrían
permanecido unos guardias muy erectos, mientras otros bordeaban el gran vestíbulo y
un grupo todavía más numeroso de ellos vigilaba las macizas puertas. Ahora, cuando
Oswal levantó despacio la mano, sólo vio un puñado de caballeros, apenas más de
una docena, según le pareció, y se preguntó hasta qué punto podría fiarse de ellos.
Eran hombres sucios, que no se habían bañado desde hacía días, cosa muy poco típica
de la Caballería que él tanto había cuidado en sus tiempos. Estaban locos, desde
luego, y era él quien les había causado esa locura. Oswal tenía suerte de no haber
caído víctima del tremendo poder de aquél, aunque cada día le costaba más la
resistencia que mantenía. Cada hora parecía más fácil dejar que su mente fuese
arrastrada... hacia...
Sonó la campana, y el tañido lo arrancó de sus sueños. Abrió mucho los ojos, y
sus agrietados labios esbozaron una sonrisa. Era posible que sus hombres
consideraran una prueba de su demencia que él, el Gran Maestre, dispusiera la
constante permanencia de al menos un soldado al pie de la campana. Indudablemente,
la orden de que la campana sonase a horas no fijas había provocado miradas de
compasión entre los hombres que antes tanto lo respetaban. Sin embargo, Oswal
sabía lo que hacía. El fuerte tañido despertaba su mente cuando estaba a punto de
sumirse demasiado en la insania. El tañido... y su propio poder como clérigo de
Paladine, cosa que la mayoría de sus caballeros ignoraba.
¿Qué sucedía en el exterior? ¿Dónde estaba Bennett? ¿Y dónde Arak Ojo de
Halcón, caudillo de la Orden de la Corona? ¿Dónde se hallaba Huma? ¿Y Rennard?
¿Dónde...?
Oswal maldijo al que vagaba por la oscuridad cuando, volviendo bruscamente a la
realidad, recordó que algunos de los hombres cuyo regreso esperaba habían muerto
hacía tiempo. No obstante, quedaban otros...
—¿Piensas en tu naturaleza mortal, Gran Maestre? —preguntó de pronto una
horripilante voz.

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El soberano ya no sentía temor cuando él se manifestaba.
—¡Sal de detrás de mí, cobarde!
Una oscura mancha se formó delante del trono del Gran Maestre sin que ninguno
de los guardias se diese cuenta.
«¿Acaso estáis ciegos? —hubiese querido gritarles Oswal—. ¡Tenéis aquí mismo
al enemigo!»
Los demás caballeros continuaron sin demostrar la menor reacción. Estaban
atrapados en una extraña forma de fanatismo que sólo les permitía realizar sus
deberes. Sin duda eran los mejores y más atentos centinelas que pudiera encontrar,
pero ni siquiera veían a aquella figura envuelta en sombras.
Oswal rechazó la posibilidad de que fuera él quien estuviera loco, y de que el ser
que tenía delante sólo existiese en su enferma mente.
—¿Quieres que te diga lo que este nuevo día traerá consigo? —preguntó la
sombra en tono burlón—. ¿Te gustaría saber qué nuevas atrocidades se llevan a cabo
en nombre de Paladine y de los Caballeros de Solamnia?
Era un juego que el fantasma no olvidaba ni un solo día, a una hora u otra. Oswal
tembló de rabia. Solamnia estaba en ruinas. Los caballeros atracaban a su propio
pueblo, cuando su obligación era protegerlo. Los antiguos aliados eran ahora
hostigados enemigos.
¡Y todo por orden del Gran Maestre!
—No puedes decirme nada nuevo, mago, y yo tampoco te contaré ninguna
novedad.
Oswal pronunció estas últimas palabras con cierta satisfacción. Ya no podía reunir
las fuerzas necesarias para utilizar plenamente los dones que Paladine le había
concedido, dada su condición de clérigo y Caballero Mayor... ¿Cómo había sucedido
eso? Aun así...
—Yo puedo salvar a tu pueblo de tu insssania... —habló la horrible sombra, y
Oswal se estremeció— Sólo necesitas decirme unas cuantas cosas. Cuanto más
tardes, peor será tu situación... ¿Sabes que tu alcázar está abierto, sin nadie que lo
defienda, y que, aparte de esos pocos hombres que tienes aquí, en todo Vingaard no
quedan más que dos o tres docenas? Pronto, los Caballeros de Solamnia habrán
dejado de existir, y total para nada —concluyó el ser con una fea risa entre dientes.
—¡Vete al infierno! —rugió el Gran Maestre, a la vez que se levantaba de su
trono.
Los caballeros de guardia se volvieron fugazmente hacia él, pero, al comprobar
que no ocurría nada especial, se dedicaron de nuevo a sus «obligaciones».
»Si pudieses coger lo que tanto deseas, ya lo habrías hecho de sobra. ¡Lo supe
gracias a una visión! Paladine me guió desde un principio. ¡Sólo es cuestión de
sobrevivirte, espectro! Tu tiempo tiene un límite. ¡Yo, en cambio, prevaleceré!

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—¿Tú? ¡Nada de eso! Eres débil, Gran Maestre. ¿Quieres que te revele un
secreto? Pronto, muy pronto, todo cuanto yo anhele ssserá mío...
—¡Así te arrebate Takhisis tu lóbrega guarida! —jadeó Oswal, antes de dejarse
caer de nuevo en el trono.
—¡Ya lo ha hecho, como puedes ver...!
La sombra empezó a desvanecerse, pero no se disipó del todo sin antes permitir
que el Gran Maestre viese un rostro. Era humano, aunque sólo en parte, porque tenía
el cabello casi pegado al cráneo, y la forma de la cara resultaba demasiado alargada,
semejante a la de un reptil. La piel contribuía a ese efecto, dado que estaba cubierta
de escamas o costras. Era difícil distinguir si se trataba de una cosa u otra.
Largo rato después que la sombra hubiese desaparecido, si en algún momento
había estado allí, Oswal fue capaz, por fin, de susurrar el nombre que acompañaba a
tan horrible e inhumano rostro.
—¡Dracos...!

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13
La luz del día disminuía rápidamente. Kaz y sus compañeros observaron que los
escasos caballeros que permanecían en el alcázar de Vingaard iniciaban lo que
parecían ser sus automáticos ritos del anochecer. Con lenta deliberación, un grupo
formado por tres o cuatro hombres se encargó de encender y distribuir antorchas entre
los demás. Sus pasos y sus movimientos nunca se alteraban ni cambiaban. Kaz se
acordó de aquellos relatos populares que hablaban de los no muertos que salían de
sus tumbas. Darius, que estaba a su lado, se agarró a la base de la ventana. Los
nudillos se le pusieron blancos. Así que todos los caballeros tuvieron sus antorchas
encendidas, formaron un escudo protector alrededor de la entrada, mirando hacia la
negrura que empezaba a rodearlos. Ni el minotauro ni Darius habían visto nada
amenazador. Parecía, casi, que los caballeros intentaran mantener alejadas las
crecientes tinieblas. La campana se dejó oír de nuevo, al menos por decimotercera
vez en aquel día, aunque Kaz había perdido ya la cuenta.
—¿Cuánto puede durar esto? —murmuró.
El minotauro se dijo que el alcázar de Vingaard era como una especie de limbo,
un lugar irreal donde todo parecía retrasarse poco a poco, dando la impresión de que
nada cambiaba nunca. No había tarea que se concluyera, sino únicamente un vacío
perpetuo. Los caballeros se turnaban en la guardia varias veces al día, pero no hacían
nada más. Algunos paseaban brevemente por las murallas, sin duda para cumplir con
su deber de vigilancia, aunque Kaz se dio sobrada cuenta de que unas hordas
enemigas podrían penetrar en la fortaleza sin ser vistas.
—¿A qué esperamos? —gruñó el minotauro, de cara a sus compañeros.
Darius le entendió enseguida. También él era partidario de hacer algo. Kaz le hizo
una pequeña mueca. Darius era un buen hombre, como solían serlo los humanos, pero
al igual que los demás caballeros parecía convencido de estar llamado a realizar un
glorioso ataque contra las mismas fauces del peligro. El propio minotauro sabía que,
en ocasiones, también él pecaba de un exceso de celo, si bien la experiencia lo había
hecho madurar un poco.
Tesela estaba callada. Seguía sentada en el suelo con las piernas cruzadas y los
ojos cerrados. Kaz no supo si realizaba algún rito o, sencillamente, sentía tanto
aburrimiento como él. El minotauro sospechó que la sacerdotisa no acababa de
comprender lo que convenía hacer.
Al notar que Kaz la miraba, Tesela abrió los ojos, y él intuyó que le sucedía algo.
—¿Qué tienes? —preguntó. Tesela meneó la cabeza.
—No te lo sabría decir. Intento aclarar mi mente, y durante todo el día no dejé de
pedirle a Mishakal que nos guíe, pero aún no sé lo que en realidad me trastorna, salvo
que es algo referente a Argaen.

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—¿Al elfo?
—Por mucho que rece, no entiendo nada cuando se trata del elfo. Es como si
hubiera una..., una obstrucción.
—¿Y tu diosa no es lo suficientemente poderosa para eliminar los obstáculos?
La mirada de la sanadora pareció quemar los ojos del minotauro, que se sonrojó.
—¡No creas que con sólo hacer chasquear los dedos tengo la solución para
cualquier cosa, Caballero de Solamnia! Mishakal, como todos los demás dioses, se
enfrenta a problemas que sobrepasan el alcance de los mortales. Aunque yo percibo
su amor, no constituyo su única preocupación. Pueden existir mil motivos diferentes
para que yo no vea lo que ansío ver. Por cierto, Kaz... ¿Dónde está tu Paladine? ¿Por
qué no ayuda él a su propio pueblo?
El minotauro, quizás el único miembro del grupo que había conocido a un ser
divino —por desgracia, Takhisis—, sonrió ligeramente. En su opinión, los dioses
tenían más limitaciones de lo que la gente creía.
Después de abandonar la silla en que había permanecido sentado limpiando el
hacha y obsesionado por el deseo de arreglar el mellado filo, Kaz caminó despacio
hacia la ventana. Con excepción de los aullidos del viento y de alguno que otro tañido
de la campana, todo se le antojaba demasiado silencioso. La oscura noche en que
habían llegado a Vingaard, habían notado cosas que parecían proceder de otro
mundo. Ahora, salvo la sensación de vacío y la constante cerrazón, todo resultaba
casi... normal.
A Kaz, eso no le hizo ninguna gracia. Por su experiencia, cuando predominaban
en algún lugar la calma y la normalidad, algo insólito se fraguaba.
—Es como si esperásemos una señal —se susurró a sí mismo.
—¿Qué es eso? —quiso saber Tesela.
—Nada. Un gran montón de nada, según parece.
—¡Ah! ¡Ahí estáis!
Argaen entró ansioso en la estancia, como si los hubiese buscado por toda la
biblioteca. El elfo siempre parecía mostrarse un tanto asombrado de que aún
continuaran allí, y eso inquietaba un poco al minotauro. Diríase que constituían una
pasajera distracción en su forma de vida, pero que cualquier día ya no estarían.
Entonces, lo más probable era que Argaen Sombra de Cuervo los olvidase por
completo.
—¡Os he traído comida! —anunció el elfo, que había cargado con una hogaza de
pan y una olla de espesa sopa de verduras, depositándolo todo encima de la mesa.
—¡Muy amable por vuestra parte, maestre Sombra de Cuervo! —dijo Darius,
cortés.
—¿De dónde obtienes tus provisiones? —preguntó Tesela, oliendo la sopa.
Delbin trataba desesperadamente de arrancarle la olla de las manos. Argaen se hizo

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nuevamente con la vasija y, con un movimiento de cabeza, indicó al kender que se
comportara bien. Delbin sonrió y mantuvo las manos pegadas a sus costados, aunque
los ojos se le iban detrás de la comida.
—En el alcázar hay manantiales, y uno de ellos, que está cerca, sirve de despensa.
Dado que su curso es subterráneo en parte, ayuda a conservar los víveres en buen
estado. Siento que la carne se estropeara hace ya tiempo, pero los vegetales continúan
en buen estado. En cuanto a la preparación de la comida, podéis dar gracias a mis
escasos conocimientos de magia. Les tomé el gusto a los manjares humanos. Hoy día,
lo que suelen tomar los elfos resulta demasiado... etéreo para mí —contestó Argaen,
risueño.
—Pues las provisiones de Vingaard podrían ser una gran ayuda para las aldeas
situadas al sur —señaló Tesela con cierta brusquedad.
—Intenta hacer algo tú, si quieres, sacerdotisa. Yo soy sólo uno y, si me permites
decirlo, no me ocupo más que de lo que para mí es imprescindible.
La expresión de Tesela reveló que ella no compartía el punto de vista del elfo. Ese
Argaen llevaba unos cuantos años en Vingaard, dedicado a una tarea inútil, mientras
otras personas apenas lograban sobrevivir. Pero ¿qué podía esperarse de un elfo?
—¿Y cómo van tus estudios, Argaen? —intervino el minotauro—. ¿Descubriste
algo?
El elfo hizo una mueca.
—Puedo haber hallado algo que haga cambiar toda la situación. No tardaréis en
saberlo, os lo prometo. ¡Comed, por favor!
El olorcillo de la sopa les hacía agua la boca. Kaz, acostumbrado a unas raciones
escasas y a vivir de lo que encontraba por el camino, olvidó todas sus preocupaciones
y tomó el recipiente de manos de Tesela, que empezaba a parecer temerosa de que
nunca le llegara el turno. Darius sacó un cuchillo y cortó el pan en varios trozos
iguales. Delbin daba ansiosos brincos.
Argaen le echó una mirada.
—Oye, Delbin... ¿Puedo pedirte un favor, antes de que comas?
El kender posó unos ojos anhelantes en el pan y la sopa, luego dirigió la vista al
elfo, y de nuevo miró los manjares.
»Se trata de una cerradura muy interesante.
Los ojos del kender brillaron.
—¿Dónde está?
—Por aquí.
Argaen y Delbin desaparecieron de la estancia. Kaz no pudo contener un
divertido rebufe. ¡Ya tenía que ser el elfo quien hablara de algo más importante para
un kender que la comida...!
Los demás compartieron debidamente la sopa y el pan. La hogaza estaba aún

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caliente y tenía el delicioso sabor que únicamente el pan recién hecho puede tener. El
minotauro se dijo que, en ocasiones, la hechicería podía resultar provechosa. Quizás
el elfo estuviera dispuesto a enseñarle el encantamiento necesario para hacer surgir un
guiso de la nada.
—Realmente está delicioso —comentó Darius entre bocados.
Tesela, en cambio, no se mostraba tan entusiasmada.
—Huele bien, pero tiene un sabor un poco raro.
—Yo lo encuentro rico —dijo Kaz, que había vaciado su cuenco y procuraba
calcular cuánto debían dejarle a Delbin.
—No niego que todo está delicioso —insistió la sacerdotisa—, pero noto un
cierto gustillo que...
—¿Me cambias tu sopa por un poco de pan? ¡Yo me la tomaré, si tú no la quieres!
Kaz confiaba en que Tesela aceptara su proposición.
La mujer esbozó una sonrisa, pero declinó el ofrecimiento.
—No, gracias. El pan es muy bueno, pero la sopa es más sana. Puede que sea sólo
una manía mía.
Desilusionado, el minotauro la vio tomar un par de buches más. Pero, así que la
sacerdotisa hubo tragado el segundo, observó algo.
—Oye, humana... Dime, Tesela... ¿Por qué brilla de repente tu medallón?
—¿Qué? —exclamó ella. Dejó su cuenco con un fuerte ruido y miró anonadada
aquella pieza que llevaba colgada de una cadena—. ¡Nunca había visto nada
semejante!
—¿Es natural que palpite, señora? —preguntó Darius, sudoroso—. ¡Eso hace que
la cabeza me dé vueltas!
—No sé de lo que es capaz, y desde luego ignoro por qué se mueve ahora.
—Tiene que significar... Tiene que significar que... —balbuceó Kaz, sin recordar
lo que iba a decir. También él, como Darius, sudaba ahora profusamente—. Yo...
Un gemido de Darius le hizo volver la cabeza, aunque al minotauro le pareció que
necesitaba una eternidad para realizar ese movimiento. Con total desvalimiento tuvo
que contemplar cómo el caballero se desplomaba al suelo. Tesela quiso acudir en su
ayuda, pero ni ella misma se sostenía de pie. Kaz sintió que su mente empezaba a
separarse del cuerpo. Con la poca energía que le restaba, apoyó una de las garras en
su muslo y hundió las uñas en él. El dolor que le recorrió el cuerpo lo hizo revivir un
poco.
Tesela había renunciado a alcanzar al desmayado Darius. Estaba de rodillas y
sostenía el medallón encima de su cabeza. El rostro de la sanadora expresaba
angustia.
Medio delirante, Kaz se alzó por fin en toda su estatura y avanzó entre tambaleos
hacia el vestíbulo.

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«¡Delbin! —repetía su mente—. ¡Delbin tiene que estar en peligro!»
No había dado muchos pasos, cuando las piernas se le doblaron y también él cayó
al suelo. Delbin debía de estar en peligro, pero... ¿y Argaen?
Kaz no podía moverse. Hasta respirar le costaba trabajo. Casi le parecía una
pérdida de tiempo... «Argaen...» Poco a poco, los pensamientos del minotauro
establecieron la conexión... «Tenía que ser eso, sí. ¡Tenía que ser!»
***
—Mishakal! Te lo suplico... ¡Esos dos nos hacen falta! Sé que no soy la mejor de
tus sacerdotisas, y que mis artes son pocas, pero... ¡concédeme los poderes precisos
para recuperarlos!
La áspera voz penetró a través de la dulce y templada oscuridad que envolvía a
Kaz como una piel. Habría deseado pedirle a aquella voz que lo dejara en la tranquila
soledad de su sueño. ¿Qué derecho tenía a molestarlo? Estaba fatigado y necesitaba
descanso, un largo descanso...
—¡Escúchame, Kaz...!
El minotauro sintió deseos de echar de allí al ser humano. Al ser humano llamado
Tesela... Al ser humano llamado Tesela, que era una sacerdotisa... Al ser humano
llamado Tesela, la sacerdotisa, que pretendía arrancarlo de su sueño.
«¡No duermas!», le decía al mismo tiempo parte de él.
La mente de Kaz, que parecía fragmentada, comenzó a unirse de nuevo. Tesela
era sacerdotisa de Mishakal. No lo molestaría sin un buen motivo. La humana quería
ayudarlo. La idea de que una débil hembra humana pudiese ayudar a un minotauro
adulto le hizo gracia, y Kaz se echó a reír de manera extraña. Parecía que hiciese
gárgaras.
Tesela tuvo que oírlo, porque su voz sonó excitada.
—¡Oh, gracias, Mishakal! ¡Gracias!
—Basta... —farfulló el minotauro, aunque le costaba mover la boca y la lengua
—. ¡Basta de gritarme... al oído!
—¡Kaz!
Notó él entonces el calor de otro cuerpo sobre el suyo. Además sintió otras cosas,
en especial una creciente sensación de náuseas en el estómago.
—¡Apártate!
La fuerza con que el hombre-toro gritó, hizo que su propia voz le resonara en los
oídos. Tesela obedeció en el acto, y Kaz tuvo el tiempo justo para volverse y evitar
que el violento vómito le cayera sobre el cuerpo. Parecía que devolviese todo lo
comido durante su vida. Mas también eso acabó, por fortuna. Molesto, el minotauro
se alejó de lo arrojado.
Kaz tardó un rato en estar en condiciones de presentarse ante los demás. Tesela le
dio agua y un trapo. Después de secarse la boca, el hombre-toro miró a los dos

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humanos. Ambos estaban pálidos, sobre todo Darius, que a juzgar por su aspecto se
encontraba tan malo como él.
—¿Qué..., qué ocurrió?
—Todos enfermamos —explicó Tesela, muy seria—. Creo que fuimos
envenenados.
—Tuve una confusa noción de eso, antes de... —jadeó Kaz, con los ojos muy
abiertos— Me faltó muy poco para morir, ¿verdad, Tesela?
—Tan poco como a Darius. Tú eres más resistente, pero en cambio habías
vaciado todo tu cuenco, mientras que él sólo tomó la mitad. Mishakal guió mi mano
—murmuró la sacerdotisa con el rostro resplandeciente de felicidad—. A través del
medallón pudo protegerme a mí, pero no a vosotros. En consecuencia, tuve que
actuar como su canal... Eso era lo que significaba el resplandor del medallón. Nos
advertía del peligro.
Kaz volvió a ponerse de pie, aunque todavía inseguro. La misteriosa cazuela de
sopa seguía encima de la mesa. El minotauro le dio un puntapié, con lo que todo su
contenido se derramó por la pieza.
—¡Que Sargas se lleve al elfo! —rugió— ¿Dónde se encuentra? Veo que ya está
oscuro —añadió después de mirar hacia la ventana—. ¿Cuánto ha durado nuestra
inconsciencia?
—Es casi medianoche —contestó Darius—. Estamos muy en deuda con esta
dama y con su diosa.
Tesela se mostró asombrada.
—No creí que fuese posible curar tan rápidamente a alguien. Al menos, no a
quienes estuvieran tan cerca de la muerte como vosotros. Pienso que, dada mi
práctica..., ¡no permita Mishakal que me envanezca...!, y con mucha voluntad, podría
hacerlo casi cada vez, e igual de deprisa... ¡Lástima no haberlo sabido! ¡La de vidas
que podría haber salvado!
Kaz sintió que la fuerza volvía a sus piernas. Sin embargo, aún no tenía la
suficiente para alzar debidamente su hacha de combate.
—Dónde está Argaen Sombra de Cuervo? Y por cierto... —exclamó de pronto el
minotauro—, ¿dónde está también Delbin?
—¡Que Mishakal me perdone! —dijo Tesela, poniéndose en pie de un salto—
¡Puede estar agonizando en este momento, envenenado como vosotros!
Los tres registraron la sala principal de la biblioteca con toda rapidez, pero resultó
evidente que ni Delbin ni el elfo se hallaban cerca. Kaz se desanimó al comprender
dónde debían buscarlos.
—¡Las cámaras subterráneas! —musitó.
Al minotauro no le cabía la menor duda de que Delbin era bien capaz de pasar los
tan cantados sistemas de seguridad de los Caballeros de Solamnia. El porqué del

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intento de envenenamiento por parte de Sombra de Cuervo, ya era otra cuestión.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Darius, todavía muy pálido.
Kaz sacudió la cabeza como si quisiera aclararse la mente. Levantó el hacha, pero
aún le faltaban las fuerzas precisas para manejarla con eficacia. En cualquier caso, no
deseaba pelear con caballeros chiflados. Además conocía de sobra las habilidades de
Argaen. En cierto aspecto, éste había inducido a Delbin a penetrar en los sótanos,
quizás utilizando como incentivo las vidas de los dos humanos y del minotauro.
—No tenemos otra opción —dijo Kaz, aunque reluctante—. Yo no puedo
abandonar a Delbin, pero no estoy en condiciones de luchar. Opino, por lo tanto, que
deberíamos solicitar una audiencia al Gran Maestre. Loco o no, creo que cualquier
advertencia mía despertará el interés de Oswal. De todos modos, y por si me
equivocara, será mejor que vosotros dos permanezcáis aquí.
—¿Acaso me consideras un cobarde, minotauro? —protestó Darius—. ¿Y tú eres
tonto? ¡Tienes muchas más probabilidades de éxito si te acompaña un miembro de la
Caballería!
—Ambos os exponéis a que os atraviesen con sus espadas sin detenerse a
pensarlo ni un instante —objetó Tesela—. Argaen dijo...
—¡Argaen dijo una serie de cosas que ahora me parecen muy sospechosas! —
bramó Kaz.
***
La columna redujo el paso. Bennett no tenía el menor deseo de mandar hacer un
alto, pero en su cabeza sonaba todavía la advertencia de su tío.
«Ganar tiempo durante el día no es motivo para avanzar a ciegas por la noche,
muchacho —había dicho más de una vez el ya añoso caballero—. Más de una
patrulla se metió directamente en una emboscada... Id despacio, pues. Sin pausas,
pero sin prisas.»
—Sin pausas, pero sin prisas —repitió Bennett en un murmullo.
—¿Qué decís, señor? —preguntó el soldado que cabalgaba junto a él.
—Quiero que te adelantes a explorar. Pero ten cuidado. Nosotros te seguiremos
más despacio.
El hombre lo miró extrañado.
—¿Intentáis continuar durante la noche?
—Es preciso. ¿No te das cuenta?
—Darme cuenta? ¿De qué, señor?
—De... —«¿Cómo podría expresarlo?», se dijo Bennett—. La..., la presencia se
ha retirado... Tendríamos que haberla notado ya..., tirando de nuestras mentes hasta
hacernos perder la razón...
El caballero bajó la voz hasta que fue sólo un hilo al recordar algunas de las cosas
hechas bajo el dominio de aquel poder, de aquel embrujo. Lanzó un reniego en

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silencio.
El soldado se alegró de que la oscuridad escondiera su cara. El nerviosismo se
apoderaba de él cada vez que Bennett hablaba de semejante forma. Siempre era de
temer que la locura hubiese dejado una marca permanente en quienes cabalgaban con
él. El joven suspiró.
Bennett volvió a insistir.
—¡Seguiremos adelante! ¡Y tú ya tienes tus órdenes, hombre!
—Sí, señor.
El soldado espoleó a su montura y partió.
Bennett trató de distinguir la silueta del alcázar de Vingaard en medio de las
sombras reinantes. Le constaba que, en un día soleado, habría sido visible cerca del
horizonte. En los últimos meses, empero, los días luminosos se habían convertido en
algo infrecuente. Diríase que de nuevo empezaba la guerra en todas partes.
El caballero tenía una sensación cada vez más desagradable: la de que pronto
sucedería algo, y de que él, Bennett, llegaría tarde para evitarlo. Una sensación
inquietante.
Con un gesto de la mano llamó a uno de sus ayudantes. El caballero saludó a su
jefe.
—¿Señor?
—¿Qué tal se mantienen los hombres, Grissom?
—¡Somos Caballeros de Solamnia, señor!
En otro tiempo, Bennett no habría necesitado más respuesta para lanzarse
atropelladamente a través de la negrura en dirección al alcázar de Vingaard. Pero
ahora era distinto. Otro caballero, muerto cinco años atrás, le había enseñado lo
contrario.
—¿Cómo los veis en realidad, Grissom?
El caballero, de cara ancha, se encogió de hombros.
—No les vendría mal un descanso, señor, pero eso no significa que sus
condiciones sean deficientes. Podríamos cabalgar tres días más, antes de que el
primero se desplomara. Creo que antes se cansarían los caballos.
El asomo de una sonrisa torció los labios de Bennett.
—Si seguimos adelante, podríamos alcanzar Vingaard antes del amanecer.
¿Habéis notado algo extraño, Grissom?
—Nada en absoluto, señor —respondió el ayudante con voz llena de confianza—.
¿Podría significar eso que la amenaza ha sido aplastada? ¿Que el hechizo fue roto por
nuestros hermanos que quedaron atrás?
—Eso es poco probable, sobre todo si recordáis nuestros propios pensamientos
cuando cabalgábamos hacia... ¿qué, en realidad? ¡íbamos dispuestos a aplastar a
nuestros inexistentes enemigos del sur, o algo semejante!

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—No..., no lo recuerdo, señor.
—Ya... Yo mismo necesito esforzarme para recordar algo. Maleficio o no,
tendremos que responder de muchas cosas.
—¿Qué sospecháis que ocurre en Vingaard, señor?
Las manos cubiertas por guanteletes sujetaron las riendas con más fuerza.
—No lo sé con certeza, Grissom, pero me figuro que nuestro destino final
representará una dura prueba, tanto para nuestras mentes como para nuestros cuerpos
—murmuró Bennett, con un quedo juramento a Paladine, y agregó. Es hora de que
arranquemos. Avisad a la columna, y no lo olvidéis: ¡sin prisas, pero sin pausas, sir
Grissom!
—¡Señor!
El caballero hizo dar media vuelta a su montura y se alejó.
Bennett siguió con la mirada fija en la dirección en que debía hallarse el alcázar
de Vingaard. Prefería no pensar demasiado en lo que haría cuando las tropas llegasen
allí, pero se preguntó una vez más si, como temía, sería demasiado tarde para hacer
algo.

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14
—¿Te das cuenta —susurró Darius— de que tu plan puede ser fruto de la misma
maldita brujería que afecta a Vingaard y a las tierras que rodean la fortaleza?
Kaz lo reconoció con un gesto casi imperceptible.
—¡Ya lo creo! Pero todos los que hemos encontrado padecen de lo mismo, o sea
que... lo que nosotros hacemos es prácticamente normal, ¿o no?
El silencio que imperaba en el vacío alcázar resultaba al menos tan escalofriante
como la primera noche, cuando los había acechado aquel ser alado antes de verse
atacados por el caballero demente. El tiempo parecía retener el aliento, expectante. Al
minotauro se le erizaron los pelos del cogote.
—¡Mirad! —susurró Tesela.
Kaz se unió parpadeante a Darius y a la sanadora, que presenciaban la escena que
se desarrollaba delante de ellos.
Las amontonadas figuras no se parecían a los caballeros fantasmas, si bien la
distancia y la vacilante luz de las antorchas hacía imposible decirlo con certeza. El
minotauro calculó que sumarían unas cuatro docenas. Hubo un momento en que se
dijo que podían ser fantasmas, desde luego, pero casi enseguida descartó tal idea. Lo
que tenía delante eran hombres de carne y hueso, Caballeros de Solamnia, y se los
veía dispuestos a defender a toda costa la fortaleza del Gran Maestre.
—Aún no nos han descubierto —susurró Darius rápidamente—. Vosotros dos
podríais permanecer en las sombras. Yo soy uno de ellos.
En vez de responder, Kaz se enderezó y avanzó hacia la parte iluminada.
Ni uno solo de los caballeros volvió la cabeza. Todos continuaron donde estaban,
protegiéndose muy resueltos de... ¿qué?
Darius y Tesela siguieron en el acto al minotauro. Entonces, uno de los caballeros
volvió lentamente su celada hacia ellos. Otro lo imitó. Y otro. Como si formasen
parte de una extraña función de marionetas, diez o doce figuras miraron de pronto a
los recién llegados. Tenían la vista clavada en ellos, pero no hacían nada más.
—Esto no me gusta —murmuró Darius.
—¿De veras?
A una susurrada sugerencia de Kaz, los tres caminaron hacia un caballero cuya
armadura indicaba que tenía cierta categoría en la Orden de la Corona. Actuando
como si él fuese el apresador del minotauro, Darius ordenó a Kaz que se parara.
Luego, y aunque con profunda intranquilidad, sacó fuerzas de flaqueza y se aproximó
al compañero de armas para hablar con él.
—Soy el caballero Darius, perteneciente al alcázar de la provincia de Westia.
Dado que el yelmo le cubría por completo el rostro al otro guerrero, no había
manera de saber si éste hacía el menor caso de Darius.

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—Traigo conmigo al minotauro llamado Kaz, y con ello obedezco las órdenes del
Gran Maestre.
Un lúgubre aullido llenó el aire de la fortaleza y fue contestado por otros
procedentes de toda la ciudadela.
—¡Vienen! —gritó de repente el caballero al que se había dirigido Darius.
Al instante empezaron a moverse las formas, y lo hicieron con una determinación
que asombró a los tres. Empezaron a preparar sus lanzas. Un par de caballeros
dejaron sujetas sus antorchas y dedicaron su atención a las flechas, que llevaban
atados pequeños trozos de tela húmeda. Kaz comprendió que aquellos hombres iban a
arrojar flechas de fuego.
En las sombras que los rodeaban percibieron pisadas, la dura respiración de varias
criaturas de gran tamaño y, de cuando en cuando, de nuevo aquellos lúgubres
lamentos.
Kaz miró a los caballeros.
—No nos hacen caso...
Ahora, los aullidos fueron sustituidos por amenazadores gruñidos.
—Extraña combinación —comentó Kaz con acritud.
—¿Qué quieres decir?
—Después de la quietud del día y de la traición de Argaen, creo que este ataque
está demasiado bien calculado.
—Una maniobra de diversión —señaló Darius bruscamente.
—¡Ahí vienen! —exclamó alguien.
De las sombras empezaron a surgir sombras blancas, unas sombras alargadas y
vigorosas que a Kaz le resultaban sobradamente familiares. Los tétricos ojos ciegos,
de un rojo ardiente, contrastaban enormemente con la muerta carne de aquellas
bestias sin pelo.
—¡Lobos espectrales!
Los demás fijaron la vista en él. El minotauro ya les había hablado de esos lobos
espectrales, pero verlos era algo muy distinto. Los repulsivos animales se lanzaron
contra la débil fila de valientes caballeros.
Darius no podía soportarlo.
—¿Cómo vamos a abandonar a mis hermanos, Kaz? ¡Locos o no, luchan por sus
vidas!
—Nuestra misión es igual de importante. ¡Planee Argaen una cosa u otra, yo
quiero asegurarme de que no acaba derribando Vingaard a nuestro alrededor!
Una llameante flecha hirió a un lobo espectral en pleno salto. La feroz criatura
cayó de lado, pero se levantó de nuevo. Cuando se dio cuenta de que se quemaba,
empezó a revolcarse por el suelo. La flecha se partió, y la punta penetró aún más en
su cuerpo, pero eso no preocupaba al lobo. En realidad no vivía, sino que era una

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parodia de la vida.
Kaz agarró a Darius por el cuello, frustrado.
—¡Escucha, humano! —bramó—. En tiempos pasados, los lobos espectrales eran
controlados por el brujo Dracos. Y ahora, aunque Galan Dracos esté muerto, alguien
o algo sigue controlando a esos monstruos. Me imagino que la clave está en las
cámaras subterráneas. Alguien tendría que bajar a investigarlo.
Otro lobo espectral resultó ensartado por una larga lanza. De algún modo, los
defensores habían logrado llegar a un punto muerto en la lucha.
Cuando Kaz soltó por fin a Darius, había comprendido la realidad de la situación.
—No tienes nada que temer, Darius... —se apresuró a decir— Son como el
caballero contra el que peleamos: ¡una visión!
Entonces vieron cómo otro lobo tendido en el suelo desaparecía. El caballero que
lo había atravesado con su arma se tomaba las cosas con calma y esperaba a la
próxima fiera.
—¡Venid! —gritó Kaz en ese momento—. ¡Dudo de que nos quede mucho
tiempo!
Pese a que ya lo habían esperado, no dejó de impresionarles el hecho de que la
fortaleza estuviera vacía. Sus pisadas resonaban fuertemente en los amplios salones.
Kaz, el único de los tres que había estado en el edificio del Gran Maestre, iba a la
cabeza.
El minotauro confiaba en que Oswal no tuviese intención de colgarlo de la punta
de una lanza. Eso estropearía la reunión, por no mencionar ya la posibilidad de
atrapar a Argaen antes de que fuera demasiado tarde. Kaz se preguntó cuál sería el
plan del elfo. ¿Qué se propondría hacer con el artefacto o misterioso poder escondido
en las cámaras subterráneas?
Descendieron por un corredor y se encontraron con una doble puerta
profusamente decorada que les impedía el paso. Kaz intentó abrirla y, cuando vio que
estaba cerrada, juntó las manos, las levantó y descargó un tremendo golpe allí donde
se unían las dos hojas.
La puerta se abrió con gran estrépito, y hacia todas partes volaron las astillas. En
medio de la estancia, sentado en un trono que se alzaba sobre un estrado y protegido
por una docena de severas figuras, descubrieron al todavía mayestático Gran Maestre
de los Caballeros de Solamnia. Incluso desde lejos, el minotauro se dio cuenta de la
tensión que martirizaba a lord Oswal. No obstante, éste irradiaba todavía grandeza.
Las aguileñas facciones, tan semejantes a las de su sobrino aunque templadas por
la edad, se hicieron visibles cuando el Gran Maestre miró a quienes se habían
atrevido a invadir su sanctasanctórum. Sus ojos parecieron perforar a los tres.
—¡Ah! —rugió Oswal de súbito, al mismo tiempo que se ponía de pie y los
señalaba con un dedo acusador—. ¿Todavía os proponéis retorcer más mi pobre

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mente con vuestros disfraces e inventos? ¡Noto vuestra debilidad! ¡La Caballería
triunfará al fin!
Los guardias situados en las gradas del trono empezaron a acercarse a los recién
llegados con extraños movimientos, como si fuesen sonámbulos. El Gran Maestre
lloró de contento.
—¡Os ven! ¡He sobrevivido a vuestro maldito hechizo, pues!
—¿Cómo es que todo va de mal en peor? —gruñó Kaz.
Se colocó delante de Darius y Tesela y puso ambas manos en alto, para que los
guardias viesen que no iba armado.
—¡Lord Oswal! —exclamó.
La figura que estaba de pie delante del trono, se puso rígida.
—¡Buen truco, pero no lo suficiente!
—¿Qué quiere decir? —murmuró Darius.
—¡Silencio! —susurró el minotauro en un tono sibilante, y de cara al Gran
Maestre agregó: Vos me conocéis, señor... ¡Soy Kaz, el minotauro amigo de Huma y
de la Caballería!
—¿Kaz? —repitió Oswal, y una peculiar expresión pasó por el rostro del anciano
—. ¡Kaz murió! Yo mismo ordené su captura y ejecución, acusándolo de delitos no
cometidos, antes de comprender que un maleficio de diabólica locura envolvía todo el
alcázar y nos había afectado a todos, tanto a mí como a mis hombres. Yo di orden de
ejecutar a Arak Ojo de Halcón, al caballero Guy Avondale, a Taggin... ¡Fueron tantos
los que murieron ante mis ojos!
Los guardias estaban ya casi encima de ellos. Darius dio un paso en dirección a
Kaz, para defenderlo con su espada.
—¡Señor! Yo soy Darius, de la Orden de la Corona, y procedo de una fortaleza
del sur. Ignoro el paradero del caballero Ojo de Halcón o del otro llamado Avondale,
pero no hace mucho tuvimos noticias de Taggin, que gobierna uno de los alcázares
situados más al sur, en Ergoth... Está vivo y bien, señor.
—¿Taggin, vivo?
Cuando el Gran Maestre titubeó, los guardias hicieron lo mismo. Era como si
fuesen una extensión de su voluntad.
Kaz los estudió entonces más de cerca. «¿Una extensión de la voluntad de
Oswal?»
—Señor... —comenzó el minotauro, sin apartar los ojos de los demás caballeros
—. Cuando..., cuando enterramos a Huma, nos dijisteis que el mundo necesitaba
héroes, y por eso mandasteis construirle tan artística tumba.
El Gran Maestre pareció hundirse un poco.
—Lo recuerdo...
—A mí me habría parecido más propio honrarlo a su modo, con un entierro

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sencillo y una estela que sólo llevara su nombre.
—Pero la Caballería necesitaba un monumento. También los guerreros
necesitaban su héroe —dijo Oswal, y los hombres quedaron como petrificados en
pleno movimiento, cuando el Gran Maestre habló de aquella época—. Huma era un
sacerdote de Paladine, al fin y al cabo, como bien sabes. Merecía ese homenaje, pues.
Lo merecía más que yo.
—Realmente vivió sólo para el Código y la Medida, señor.
—Kaz...
El Gran Maestre dio un paso hacia ellos.
Repentinamente, los fieles guardianes dejaron de existir. En efecto eran sólo
fantasmas, como el minotauro había sospechado. Asimismo, Kaz se preguntó si los
caballeros que combatían a los lobos espectrales eran también meras apariciones.
Unos fantasmas que luchaban con otros fantasmas.
Kaz inclinó la cabeza al aproximarse el Gran Maestre. Sus dos compañeros
habían hecho lo mismo.
—Mi señor Oswal...
El jefe de los caballeros llegó a donde estaba el minotauro y le dio unas palmadas
en los hombros.
—Eres tú, sí... ¡Estoy seguro! ¡Otra mentira! ¡Todo cuanto decía era mentira!
Kaz levantó una ceja.
—¿Argaen Sombra de Cuervo?
En la mirada del noble caballero vibró la extrañeza.
—¿El elfo? ¿Todavía sigue aquí? ¡Si mandé expulsarlo de la biblioteca al poco
tiempo de su llegada! No, amigo Kaz... Temo que aquel de quien hablo no sea otro
que el mortal consorte de la propia Takhisis, aquel renegado mago de cara escamosa,
¡Galan Dracos!
—¡Dracos!
Kaz pensó en los lobos espectrales vistos fuera.
—¡El mismísimo Dracos! ¿Y quiénes son tus compañeros, minotauro?
—Yo soy Tesela —dijo la sanadora.
—Una amiga muy valiente —agregó Kaz.
Darius apoyó una rodilla en tierra.
—Señor... Yo soy Darius, procedente de un alcázar de Westia.
—¿La provincia que Kharolis reclama, pero cuya defensa deja en manos de la
Caballería? ¿Dónde están vuestros camaradas? Me dijeron que vendrían emisarios de
casi todas las fortalezas del sur.
—Lamento tener que comunicaros, señor, que todos murieron. Tengo entendido
que los mató un dragón.
—¿Un dragón? —exclamó Oswal, mirándolos asombrado—. ¡Otra de las

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mentiras del renegado, sin duda! ¿Cómo iba a poder esclavizar él a un dragón, y
mucho menos arrastrarlo desde Paladine sabe dónde? ¡Todos los dragones se fueron!
—Ninguno de nosotros vio bien al dragón, Gran Maestre —se apresuró a aclarar
Kaz—. Quizá se tratara de otra cosa... De un extraño grifo, tal vez. En cualquier caso,
creo que os engañaron de nuevo, señor.
El minotauro hizo una pausa al observar el enojo que expresaba el rostro de
Oswal, y decidió elegir sus palabras con más cuidado.
»Argaen Sombra de Cuervo no abandonó Vingaard para nada. En realidad es el
único que queda en el alcázar, aparte de vos y de algunos de vuestros hombres más
fieles.
—Durante todo este tiempo creí mantener clara la cabeza —musitó el Gran
Maestre—, cuando, por lo visto, vivía en medio de alucinaciones... ¿Qué más?
—¿Por qué debía ser despedido Sombra de Cuervo?
—Su interés en los trabajos de Galan Dracos era excesivo. Vi en él a un individuo
a quien gustaba demasiado pisar la delgada línea que separa los Túnicas Rojas de los
Túnicas Negras... —explicó el Gran Maestre, y en sus ojos se encendió una chispa de
parcial comprensión—. Pero si Sombra de Cuervo permaneció aquí todo el tiempo...
¡Paladine! No me extraña que lo atrajesen tanto los secretos de las cámaras
subterráneas. El elfo no posee la necesaria habilidad mágica para descubrirlos, pero
eso es algo que no tenía que preocupar a Dracos.
Kaz suspiró aliviado.
—Ahora ya entendéis la situación. Bien, porque nosotros sospechamos que este
ataque, una ilusión como todo lo demás, no es más que una diversión creada por
Sombra de Cuervo. Puede que ahora mismo se halle en las cámaras subterráneas,
abriéndose camino a través de vuestros sistemas de defensa...
—¡Imposible! Argaen sería capaz, quizá, de soslayar los mágicos dispositivos de
seguridad, cosa que pongo en duda, pero nunca lograría salvar las complicadas redes
de trampas y falsas cerraduras. Sólo yo conozco tales secretos, ¡y en eso sí que no
fallo!
El minotauro hizo una mueca.
—Debo deciros, señor, que traje conmigo a un kender. Otro compañero de viaje,
si podéis dar crédito a mis palabras.
—¿Un kender? —preguntó Oswal con cara burlona— ¿Un kender? No lo
comprendo. ¿Cómo pudiste traer a un kender?
—Se llama Delbin, señor, y temo que, dada la habilidad de Argaen para
manipular el cerebro de los demás, ahora ayude al elfo a abrir las cámaras.
—¡Por el Triunvirato!
—¿Cómo podemos llegar a las cámaras subterráneas, señor? —lo apremió
Darius, ya que Oswal se limitaba a mirar al espacio, pasmado, sin duda imaginándose

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cómo el elfo robaba montones de tesoros mágicos y... funestos.
—¿Qué...? ¡Claro! ¡Venid!
El Gran Maestre los hizo subir al estrado, tocó uno de los brazos del trono, y tanto
éste como el suelo se corrieron hacia un lado. En el hueco formado apareció una
escalera que conducía a las profundidades.
—Trae una antorcha, Darius, por favor.
—¡Ahora mismo, Gran Maestre!
—Yo puedo iluminar el camino con esto —intervino Tesela con su medallón en la
mano.
—Yo aún no arriesgaría eso —objetó Oswal—. Argaen quizá notara nuestra
presencia, si hacemos uso de los dones que los dioses nos concedieron. Deseo
sorprender al elfo antes de que él se dé cuenta de que vamos.
Cuando Darius regresó con la antorcha, Kaz buscó algún arma con la vista. Ahora
sentía haber dejado atrás su hacha de combate. Tenerla en sus manos sería...
Tesela comentó entonces con sorpresa:
—Creí que no la llevabas.
Kaz se miró las manos. Su cara se reflejaba en la pulida superficie de Rostro del
Honor. El minotauro estuvo a punto de soltar el hacha, temiendo que fuera sólo otra
ilusión. Sin embargo, el tacto era real. Del modo más misterioso se había
materializado en sus manos cuando más la necesitaba. ¿Se trataba de un milagro
menor de Paladine, o le había dado Sardal Espina de Cristal un arma mágica?
—¿Me sigues, minotauro? —lo llamó Oswal desde la escalera.
Kaz sopesó el hacha y, al comprobar su solidez, se estremeció. Todo lo que ahora
importaba, era que poseía su arma.
—¡Ya vamos!
Todos descendieron al fresco interior de la tierra.
—Señor —murmuró Darius—, ¿las cámaras subterráneas tienen más de una
entrada?
—Sí. Una puerta conduce a la pieza donde el jefe de la Orden de la Rosa, que es
mi sobrino Bennett, habla a sus hombres.
—¿Y dónde está Bennett ahora? —inquirió Kaz con cierta acritud, porque todavía
no sabía qué pensar del antiguo rival de Huma.
El Gran Maestre se detuvo un momento para poner orden en sus pensamientos.
—Creo recordar..., creo recordar, sí, que lo envié a luchar... ¡a luchar contra
Paladine! Pero... ¡hice tantas cosas en los últimos años que ahora ya no recuerdo!
¿Qué le he hecho a la amada Solamnia...?
El minotauro apoyó una mano en el hombro del anciano.
—De todo eso es responsable el elfo... El elfo y algo que dejó atrás Dracos.
Tenéis muchas heridas que curar, Gran Maestre, pero ninguna se produjo por vuestra

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culpa.
—¿Y tú dices esto, cuando poco faltó para que yo te matara?
—¿Quién fue el autor de todo, en realidad?
Oswal meneó la cabeza, aturdido.
—No sé... Me parece que pregunté, o que me preguntaron, quién podía saber algo
acerca de Galan Dracos... ¡Ah, sí! Sombra de Cuervo me pidió que hiciera una lista
de los que habían estado allí.
Kaz soltó un bufido.
—Tal vez el elfo pensara eliminar a todos los que conociesen la magia del
renegado. Podemos preguntárselo, si tenemos ocasión.
Ahora avanzaban en silencio, no tanto por miedo a que los oyeran, sino porque
cada cual pensaba en lo que se podría encontrar de repente. La imaginación de todos
se mantuvo tremendamente viva durante el largo y tormentoso descenso.
Un sonido llegado desde abajo les llamó la atención. Oswal dio la orden de parar.
Percibieron entonces la voz del elfo, apenas reconocible. No era posible entender lo
que decía, pero resultaba evidente que Argaen estaba inquieto, excitado...
El Gran Maestre se volvió hacia Darius y le indicó que entregara la antorcha a
Tesela, que debía cerrar la marcha. La sacerdotisa quiso decir algo, porque le
molestaba verse relegada a un lugar «seguro», pero renunció. Al fin y al cabo se
hallaban en los dominios de Oswal.
Continuaron el descenso con lentitud. Una nueva voz, ésta más aguda, los hizo
detenerse de nuevo. Kaz no pudo contener una sonrisa, ya que aquella voz era la del
kender. Delbin no sólo seguía vivo, sino que era el de siempre. Probablemente, para
consternación de Argaen.
—¿Cómo lograste entrar? ¿Cuánto te costó aprender la manera? Está bien claro
que los caballeros no quieren que la gente se meta por aquí, porque nunca había visto
unas cerraduras tan complicadas. A mi tío le encantaría este sitio. Nadie lo supera,
¿sabes? Me enseñó mucho, y apuesto cualquier cosa a que hubiese conseguido entrar,
a su debido tiempo, aunque esta absurda y maldita cerradura también le daría
trabajo...
—¡Cállate, kender! —lo riñó Argaen Sombra de Cuervo—. Necesito
concentrarme, si no quiero olvidar algo. ¿No comprendes que, si me equivoco, los
dos acabaremos mal? ¿Y qué haría sin ti tu amigo el minotauro?
—¡Ojalá estuviera Kaz aquí! Es muy divertido. Por cierto..., ¿sabes que tengo
hambre? ¿No te queda un poco de pan? Me gusta el pan, sobre todo con mucha
miel...
—¿Cómo diantre puedes concentrarte en esa cerradura y charlar tanto?
Resultaba obvio que el elfo había llegado casi al límite de su paciencia. Sin
embargo, necesitaba a Delbin. En otras circunstancias, a Kaz le habría hecho gracia

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aquella conversación.
—¡Creo que lo he conseguido!
—¡Por fin! ¡La tensión se hacía insoportable!
El Gran Maestre se puso rígido. Luego introdujo la mano debajo de su peto y sacó
una cadena de la cual pendía un medallón familiar. Seguidamente, el anciano
caballero se volvió hacia Tesela y, con un gesto, indicó el medallón que ella poseía.
La sanadora hizo un movimiento afirmativo y se lo sujetó fuertemente con la mano
libre.
Bajaron con cuidado los últimos peldaños. Oswal y Kaz iban delante. Una
brillante luz surgía del fondo, donde los escalones desembocaban en una entrada que
debía de conducir a las cámaras subterráneas. El minotauro asomó la cabeza, con el
hacha a punto.
A primera vista, el sótano parecía sorprendentemente grande. Su altura triplicaba
la del propio Kaz, y en la enorme pieza había espacio suficiente para una compañía
de caballeros montados. Frente a los recién llegados se abría otra escalera. Las
señales que había en las paredes y diversos extraños artefactos dejados en el suelo o
que asomaban por los rincones permitieron a Kaz hacerse una idea de algunos de los
espantosos dispositivos de seguridad instalados por los Caballeros de Solamnia. ¡Y
eso eran sólo las trampas físicas! Sin duda, Argaen Sombra de Cuervo había sabido
manejar bien todas las trampas de la hechicería, al menos de momento.
En medio de la estancia, situado debajo del resplandeciente cristal que era la
fuente de luz, se hallaba de pie el elfo. Su túnica ya no podía ser más negra, cosa que
no dejaba duda respecto de para quién era su lealtad. Argaen tenía algo en sus manos,
alzadas como si intentara agarrar el luminoso cristal. Al mismo tiempo miraba
fijamente hacia delante, como si la Reina de los Dragones estuviese a punto de
penetrar en las cámaras. Kaz se dijo, pesimista, que no había que descartar esa
posibilidad. Los cabellos de Sombra de Cuervo flotaban hacia afuera.
Las puertas del sótano llegaban casi al techo. Había tres, cada una con un macizo
relieve que representaba uno de los tres símbolos de la Caballería. La vista de Argaen
permanecía fija en la que llevaba una gran rosa. Delbin se entretenía con algo que
estaba cerca del pomo, y apenas lo alcanzaba pese a estar de puntillas.
La mano del Gran Maestre tocó a Kaz. Los dos se miraron. Oswal sonrió con
amargura y susurró:
—Se acerca el momento. Prepárate para atacar cuando yo lo haga.
Con el símbolo de su fe en el poder de Paladine, estrechado con fuerza entre sus
dedos, el señor de Vingaard cerró los ojos y musitó algo.
El efecto que eso produjo en Argaen Sombra de Cuervo fue inmediato.
Encendiéronse sus ojos, y dio una brusca media vuelta hacia donde los cuatro estaban
escondidos.

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—¡No, no...! —chilló.
Kaz ya había cubierto la mitad de la distancia que lo separaba del endiablado
mago, y Darius lo seguía a un paso o dos de distancia. Con un fiero bramido, el
minotauro blandió el hacha por encima de su cabeza. Un solo golpe bastaría para
derribar al enemigo...
Pero fue como darle a una pared de piedra, salvo que el hachazo no encontró
nada. Por el contrario, Kaz se vio lanzado hacia atrás y cayó sobre el desconcertado
Darius para acabar chocando contra la pared próxima a la escalera. El minotauro se
desplomó como un saco de piedras, consciente pero demasiado atontado para hacer
nada.
Sorprendentemente impasible en medio de aquel caos, Delbin exclamó:
—¡Lo conseguí! Tendría que escribirlo enseguida, ¿sabes?, porque es mi mejor
aventura y...
—¡Calla, imbécil!
—¡Argaen Sombra de Cuervo!
El Gran Maestre salió de la oscuridad. El emblema de Paladine relucía en su
pecho.
—Tus trucos —anunció— han resultado insuficientes. ¡Mírame ahora a la cara, y
veamos si tu poder puede salvarte de ser juzgado!
Detrás de Oswal, Tesela escuchaba agachada, con su propio medallón en la mano.
La expresión del elfo se hizo todavía más desesperada. Se metió en un bolsillo de
la túnica el objeto que había sostenido y, al mismo tiempo, sacó de otro alguna cosa.
Con increíble rapidez le arrojó entonces al Caballero Mayor un puñado de diminutas
esferas.
Igual que Sombra de Cuervo había hecho con Kaz, hizo ahora el Gran Maestre
con esas pequeñas esferas. Los minúsculos proyectiles chocaron contra un escudo
invisible y luego rebotaron en varias partes de la cámara.
—¿Eso es todo cuanto sabes hacer? ¡No tienes nada de mago, elfo! Como ya
sospeché cuando te vi llegar, no eres más que un ladrón de artes mágicas, con muy
pocas facultades propias...
Las pequeñas esferas empezaron a estallar, llenando los subterráneos de violentas
ondas de sonido y cegadores fogonazos. Cogido de improviso por la estratagema de
Argaen, Oswal se tambaleó hacia atrás, cegado y con los sentidos en desorden. El
sufrimiento de los últimos tiempos lo había debilitado bastante.
Aunque los ojos le lagrimeaban, Kaz vio que el elfo corría hacia la puerta donde
se hallaba Delbin y apartaba a éste de un empujón. El minotauro se levantó con un
esfuerzo y avanzó bamboleante.
Argaen Sombra de Cuervo abrió la maciza puerta de un tirón. Pese a su débil
apariencia, tenía una fuerza considerable. La iluminación de la cámara se transformó

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de súbito en un infernal resplandor verde que hizo sentir escalofríos al minotauro.
Aquel resplandor no despedía calor, sino más bien algo malévolo que, según y cómo,
resultaba familiar.
—¡Aaaah!
El grito fue de Argaen, y ciertamente no sonaba a triunfo.
La intensidad del verdoso fulgor era como una fuerza física que mareaba a los
componentes del grupo. El Gran Maestre se desplomó, demasiado consumidos su
cuerpo y su mente para resistir aquello. A cualquiera le habría sucedido lo mismo.
Kaz tuvo que apoyar una rodilla en el suelo. Dos manos lo ayudaron a ponerse de
pie, y Tesela, fortalecida por la energía de Mishakal, le sonrió con el rostro
enrojecido. También ella estaba sometida a un tremendo esfuerzo.
—Yo no soy una luchadora, Kaz. Deja que Mishakal te proteja y dé fuerzas. Es lo
único en que puedo servirte.
Aunque no había ningún otro sonido en la misteriosa estancia, resultaba difícil oír
su voz, como si le hablara desde la distancia.
El minotauro asintió. Seguidamente quiso volverse para recoger el hacha de
armas, sólo para descubrir, como antes, que ya la tenía en sus manos. Una torva
sonrisa recorrió sus torunas facciones. Esa era la clase de magia que él desearía
aprender.
—¡Encárgate de Darius y de los demás! —le gritó a Tesela, y con paso desafiante
se encaminó a la cámara que se extendía detrás de la puerta abierta.
Ya antes de llegar al umbral, Kaz supo a qué se enfrentaba. Era el mismo horrible
poder que había experimentado desde lejos cuando los supervivientes que montaban a
los dragones se habían precipitado sobre la ciudadela del mago loco...
Una vez delante de la pieza, sus temores se vieron confirmados. Huma había
atacado a Galan Dracos con el prodigioso bastón de su amigo de la niñez, el
asesinado hechicero Magius. Según Huma, el poder de Dracos había sido destrozado,
y esa cosa que lo irradiaba tendría que estar convertida en mil fragmentos de cristal.
Sin embargo, el maldito objeto había vuelto a formarse, por lo visto, aunque de
manera incompleta a juzgar por las resquebrajaduras y oquedades, y ahora
descansaba sobre un montón de rotos artefactos encontrados entre las ruinas de la
ciudadela del malvado brujo.
Como un dragón en lo alto de su horda, la gran esfera de color esmeralda de
Galan Dracos, la misma esfera que por poco había dado la victoria al renegado mago,
lanzaba sus malévolos fulgores sobre el minotauro.

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Fragmentos. Según Huma, eso era todo lo que había quedado de la verde esfera. La
bola había constituido el canal para lograr el poder que Galan Dracos anhelaba..., un
poder extraído de más allá del Abismo y que habría permitido a su amante gozar de
una nefasta gloria en el mortal reino de Krynn. Sin la esfera, La Reina de la
Oscuridad se habría debilitado como todos los dioses que entraban en ese plano de la
existencia. Pero, mediante sus poco ortodoxas formas de experimentación, Dracos
había encontrado la manera de burlar esta ley básica. También proyectaba engañar a
Takhisis y añadir el poder de ésta al suyo propio. Sin embargo, Huma había arrojado
el Bastón de Magius como una certera lanza contra la verde esfera, en un momento
de desesperación, y así como ni el mejor acero habría podido arañar la superficie del
artefacto, el bastón mágico la había traspasado sin hallar prácticamente ninguna
resistencia, y había destruido así tanto la glauca esfera como el sueño de su creador.
Pasado algún tiempo, la esfera había tomado forma de nuevo. Era imperfecta, no
obstante, e incluso desde donde él estaba, medio cegado por el demoníaco atractivo,
Kaz distinguía todos sus defectos. En realidad, la bola no se había recompuesto del
todo. Sin duda, algunas partes seguirían enterradas o habrían ido a parar lejos de la
ciudadela. Ya era admirable que los caballeros hubiesen podido localizar tantos
trozos. Medio caído sobre el centelleante artefacto, manchado de sangre su lado
derecho, estaba Argaen Sombra de Cuervo. Cada vez resultaba más evidente que el
verdadero Argaen era un ladrón loco por las brujerías. El perverso elfo sonrió al alzar
la vista y descubrir al minotauro, como si no lo conociera.
—Nunca imaginé que pudiera ser tan... maravillosa —murmuró, envuelto en
aquel resplandor que le daba un aspecto decididamente macabro—. ¡Esto es lo que
sucede cuando algo se libera de las obtusas reglas del Cónclave. ¡Magia pura!
—Significa la muerte, elfo. Probablemente, la tuya.
Kaz empuñó el hacha. Argaen se apartó de la esfera. Cada uno de sus
movimientos delataba su tensión. La sangre manaba todavía de una gran herida
debajo de su hombro izquierdo. De tenerla un poco más hacia la derecha, el elfo sería
ahora un cadáver andante.
—La Caballería es... muy concienzuda... Yo no esperaba otra... medida de
seguridad en el interior de..., de esta cámara... Por poco se sale con la suya...
—Aún puede suceder. Tienes mal aspecto, ladrón.
La sonrisa del elfo se ensanchó.
—No es nada... Tengo acceso a más poder que ningún otro mago vivo. No sólo
puedo curarme yo mismo, sino que, a su debido tiempo, seré casi un dios.
Kaz soltó una risa burlona.
—Galan Dracos creía lo mismo.

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—Estaba en plena guerra.
—Y tú me tienes sólo a mí. Creo, sin embargo, que seré bastante.
El minotauro avanzó un paso hacia el elfo y su recompensa.
—¿De veras?
Esta vez no fue como si el minotauro se hubiese golpeado con una pared de
piedra. Más bien, Kaz tuvo la sensación de entrar en un queso blando. Siguió
adelante, pero cada paso le representaba un esfuerzo mayor.
La distancia que separaba a ambos se reducía lentamente, cuando Kaz vio que el
elfo sacaba de su bolsillo una diminuta estatuilla. Era la misma que Delbin había
cogido «por casualidad». Al darse cuenta de ello, el minotauro se vio súbitamente
libre del hechizo —fuera cual fuera que lo tenía esclavizado. Sin embargo su ventaja
fue breve, porque mientras corría observó que la pequeña figura aumentaba de
tamaño en la mano de Sombra de Cuervo y echaba a volar. La estatuilla aterrizó
delante de él, separándolo del elfo. Cada vez crecía más.
«¡El monstruo nocturno!»
Darius estaba algo equivocado al suponer que había sido atacado por un dragón,
ya que, aunque aquello de lo que ahora procuraba escapar desesperadamente Kaz
tenía las alas, el cuerpo y las quijadas de uno de esos seres, desde luego no era el
legendario animal. Ni siquiera podía considerarse vivo, al menos según el criterio
normal.
Se trataba de un dragón de piedra, perfecto en todos sus detalles: de una estatuilla
animada por arte de brujería. Pero continuaba creciendo. La cabeza rozaba ya casi el
techo de la cámara subterránea. Kaz quedó horrorizado al comprobar que las alas de
la bestia, al parecer inmóviles, se agitaban ligeramente, y se preguntó si ese
monstruo, mucho más pesado que un dragón verdadero, sería capaz de volar.
El pétreo engendro abrió las fauces y emitió una especie de silencioso desafío. Si
bien tenía una gran boca con enormes y afilados dientes y colmillos, su creador no le
había dado garganta. El fondo de las fauces era de sólida piedra y, en consecuencia, el
animal no podía producir ningún sonido.
El monstruo aumentó todavía más de tamaño, y Kaz temió que llegase a ocupar
toda la espaciosa cámara.
Entonces, el dragón azotó la pared más cercana con su larga y peligrosa cola. Por
fortuna, la pared no se derrumbó, pero sí aparecieron grietas en ella.
—Basta! —le gritó el elfo—. ¡Nos harás caer encima todo el edificio!
En respuesta, la extraña criatura miró a su amo y despidió lo que quería ser un
sonido sibilante. Luego empezó a moverse como si buscara el modo de escapar de
aquel sótano. Una de sus alas rozó la pared ya resentida, con lo que se acentuaron las
grietas y se soltaron partes del techo.
El dragón avanzó.

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—¡Párate!
Argaen vaciló a escasa distancia de la esfera, que brillaba con más intensidad que
nunca.
—¡Te lo ordeno...!
—Tu juguete no parece hacerte el menor caso —dijo Kaz, pero enseguida se
arrepintió, porque el dragón volvió la cabeza para estudiarlo detenidamente con sus
ciegos ojos.
Poco a poco, el monstruo empezó a cambiar de dirección. Su cola golpeó la base
de la pared. Arriba se produjo un amenazador retumbo.
El elfo había apoyado una rodilla en el suelo. Cualquier movimiento requería un
esfuerzo cada vez mayor por su parte.
—¡Minotauro...!
Primero, Kaz no le hacía caso, preocupado como estaba por salvar su propia piel.
Blandió el hacha con la mano izquierda, describiendo un mortal arco que,
seguramente, no impresionaría a una criatura que había demostrado ser insensible a
los ataques de tal arma. Pero, para gran sorpresa del minotauro, la bestia de piedra
retrocedió un paso o dos. Luego se inclinó hacia adelante, abrió la enorme boca y
permaneció en aquella extraña postura durante varios segundos. Kaz tardó unos
momentos en reconocer en aquella actitud la que adoptaban los dragones verdaderos
cuando arrojaban sus mortales torrentes de fuego. Por lo visto, el monstruo que había
cobrado cierta vida se consideraba tan real como el leviatán al que debía de parecerse.
—Minotauro! ¡Escúchame...!
—¿Qué pasa?
Kaz se alarmó al comprobar que el engendro trataba de elevarse del suelo. Pero,
apenas en el aire, su cabezota chocó contra el techo con la fuerza de un ariete. Sobre
el elfo y el minotauro cayó una lluvia de fragmentos de obra.
—¡Por el Código y la Medida!
Lo que Argaen hubiera querido decir se vio interrumpido de nuevo, esta vez por
la llegada del Gran Maestre y de Darius, que habían esperado encontrarse con una
batalla, pero no con lo que vieron. El monstruo de piedra se volvió para mirarlos.
—¡—Así se te trague el Abismo, repelente demonio! ¡Tienes que dar cuenta de
muchas vidas! —bramó Darius y avanzó hacia el engendro de una manera que Kaz
consideró típica de un Caballero de Solamnia: de cabeza contra un adversario veinte
veces mayor que él, y sin más arma que una espada.
El minotauro siempre se había preguntado si eso era valentía o mera estupidez.
Darius arremetió contra el dragón antes de que nadie pudiese impedirlo. Con un
sonoro grito de batalla, golpeó la pata que tenía más cerca, pero lo único que
consiguió fue que su espada rebotara y se le cayera de la mano. El dragón alzó su
zarpa delantera.

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—¡No!
Lord Oswal reaccionó en el acto, precipitándose hacia adelante para apartar de tan
horrendo peligro a un Darius aún desconcertado y lleno de ira, pero que no se daba
verdadera cuenta de su situación.
La descomunal pata golpeó el suelo, donde produjo un profundo agujero. Toda la
cámara se estremeció. Cayeron más trozos de techo, y la lluvia de polvorientos
fragmentos no cesó tan pronto como antes. La estructura no estaba preparada para
combatir a un ser tan horripilante que pretendiera escapar.
El Gran Maestre logró salvar a Darius, aunque no sin arriesgar la propia vida.
Grandes pedazos de piedra se desprendieron sobre él y lo derribaron. Kaz intentó
acudir en su ayuda, pero el incontrolable dragón de piedra de Sombra de Cuervo
obstruía por completo el paso. Estaba decidido a acabar con los dos caballeros. El
minotauro preparó su hacha, mentalmente dispuesto a realizar un ataque suicida.
—¡Ahí hay un camino..., minotauro...! ¡Hazme... caso...!
Argaen Sombra de Cuervo se había llevado una mano al feo agujero que tenía en
el pecho. La herida ya no sangraba, pero el elfo parecía un lobo espectral, de tan
pálido. Argaen se ayudaba con el otro brazo para permanecer sentado. Kaz se dio
cuenta de que no le costaría mucho desplazar un poco ese brazo para que el maléfico
elfo cayese de cara contra el suelo, de donde no podría levantarse por estar demasiado
débil. La tentación era grande, pero el minotauro se contuvo. Miró por encima del
hombro y vio que Darius intentaba poner a salvo a su señor. Aunque el joven
caballero no avanzaba mucho. Su pierna derecha parecía no pisar muy firme, como si
el tobillo se le hubiera torcido. Entonces entró otra persona en la misteriosa cámara.
Era Tesela, con el rostro desencajado. Sus ojos procuraron evitar al monstruo cuando
se precipitó hacia Darius con el fin de ayudarlo a arrastrar hacia la salida a lord
Oswal. El dragón de piedra inició la persecución. Del kender no había ni rastro, pero
Kaz confiaba en que ahora tuviese el suficiente sentido común para permanecer en
sitio seguro.
La renovada súplica de Argaen hizo que el minotauro se volviera hacia él.
—Necesito... tu..., tu apoyo... para... encadenar la esfera a..., a mi... voluntad...
—Ah, ¿sí? Estás aún más loco de lo que imaginaba. ¿Ayudarte yo?
El elfo escupió sangre.
—No..., no podré controlar al monstruo... durante... mucho rato... ¡Me muero,
minotauro...! Y, si yo falto, ese... engendro destrozará todo Vingaard hasta no dejar...
piedra sobre piedra..., y luego... se arrojará sobre... Solamnia...
—Ya habrá otro hechicero que lo detenga.
—Sí, claro... —jadeó el elfo con un intento de sonrisa— pero... entonces ya
estaremos todos muertos y... ¡y quién sabe cuántos más perderán la vida...!
Kaz miró hacia atrás y comprobó que Darius y Tesela se hallaban ya casi junto a

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la puerta. Pero el dragón, en su lucha por escapar del control de Argaen, golpeaba las
paredes con espantosa fuerza. Ahora, la red de grietas se extendía de un extremo al
otro de la cámara, y el minotauro temió que también la pieza exterior corriese peligro.
—¡Te queda muy poco tiempo, minotauro! ¡Y a mí también...! ¡Muy poco!
—¿Qué quieres de mí?
—En..., en una bolsa... que hay en mi cinturón...
—¡Por todos los dioses, Argaen! No me vengas con otra de tus baratijas.
—Se trata de algo muy..., muy antiguo, minotauro. Esta bolsa...
El elfo señaló con la cabeza la parte izquierda de su cuerpo.
Kaz vio la esfera esmeralda y no pudo evitar la sensación de que ella la miraba a
él... con regocijo. Aquella esporádica oleada de poder le pareció inquietante, como si
se tratara de algún juego. El minotauro se preguntó hasta qué punto se daba cuenta
Sombra de Cuervo de lo que intentaba aferrar a su mente. La muerte del elfo no
representaría una gran pérdida para Kaz, pero aún le quedaría el problema de la esfera
verde.
Aunque con reluctancia, el hombre-toro se acercó a Sombra de Cuervo y empezó
a buscar en el interior de la bolsa.
—¿Qué es lo que quieres? ¿Esta cosa plana y coriácea?
—¡No! ¡Deja eso enseguida! —jadeó Argaen, escupiendo más sangre—. Un
pequeño cubo..., una cajita.
Kaz halló lo que supuso que era el cubo. Lo sacó con cuidado y se lo mostró al
elfo.
—¿Es esto?
—Sí. Ahora... ayúdame a separarme un poco de..., de la esfera.
Detrás de ellos se produjo un terrible estruendo, y trozos de techo comenzaron a
derrumbarse. Kaz estuvo a punto de soltar a Sombra de Cuervo cuando se volvió para
ver qué sucedía.
—¡No te preocupes ahora de eso! —gritó el elfo, enloquecido—. ¡Esta cámara y...
probablemente todo el sótano... quedará sepultado! ¡Sálvame!
El minotauro renegó en el nombre de todos los dioses imaginables mientras
arrastraba a Argaen hacia un lugar más seguro. Cuando estaban ya a una buena
docena de pasos de la esfera, Kaz ayudó a sentarse al elfo.
Argaen respiraba con dificultad cuando dijo entre estertores:
—¡Y ahora... coloca... el cubo... encima de la esfera...!
—Sombra de...
—¡No discutas!
Argaen estuvo a punto de caerse. Las demás paredes amenazaban ya con
desmoronarse. Kaz oyó los tremendos retumbos producidos por los pasos del dragón,
que por lo visto se había propuesto salir de aquella cámara pese a que sus actuales

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dimensiones eran demasiado grandes para ello.
Con el hacha en una mano y el cubo en la otra, Kaz respiró profundamente y
retrocedió hacia el maléfico globo. Esta vez, sin embargo, no experimentó una oleada
de energía ni sintió sobre sí una mirada cegadora, sino más bien una irradiación de
impaciencia.
«Al fin y al cabo es sólo un objeto —se dijo—. Un maldito engendro del Abismo,
eso sí, pero sólo un objeto.»
Y, aunque el minotauro no estaba del todo convencido, alcanzó su meta. Haciendo
acopio de fuerza, colocó con cuidado el cubo en la parte superior de aquello que
constituía el orgullo y el deleite de Dracos, y después echó a correr. Argaen Sombra
de Cuervo se reía —o por lo menos lo intentaba— cuando Kaz se unió a él.
—¿Esperabas algo especial...?
El minotauro observó de reojo el cubo.
—¡La endemoniada pieza crece! Si has soltado a otra de tus criaturas...
—¡Fíjate bien!
El negro cubo siguió aumentando de tamaño, pero al mismo tiempo adquirió una
nueva cualidad. Cuanto mayor se hacía, menos sustancial se veía. Así que tuvo más o
menos la mitad de volumen de la esfera, pareció hundirse en el artefacto como si se le
fundiera el fondo.
En la deteriorada puerta de la cámara, el dragón de piedra interrumpió sus
estragos. Diríase que no sabia lo que ahora debía hacer. Los compañeros de Kaz no se
veían por ninguna parte, y el minotauro confió en que hubiesen abandonado sin más
contratiempos la otra cámara subterránea.
—El cubo se traga la esfera verde, Kaz... Una vez dentro, el poder de la bola se
consumirá para hacerse controlable y transportable.
Argaen se puso en pie, todavía inseguro pero, evidentemente, sin tanto dolor
como padecía momentos antes.
»¡Me constaba que funcionaría! —exclamó.
—¿Sabías que funcionaría? —repitió el minotauro con ojos estrechos.
—Tú presenciaste mi orgullo y mi deleite, Kaz. Yo inventé la caja de las sombras,
como la llamo, para este propósito..., ¡y funcionó! ¡Por fin es mía esa esfera
esmeralda, la senda del poder!
La manaza del minotauro levantó al elfo y lo sostuvo a la altura de sus ojos.
—Pareces estar mucho mejor, ¡ladrón de hechizos!
—¡Acuérdate de tus amigos! —chilló Argaen, con mirada demente, a la vez que
se desasía de la garra del minotauro y caía al suelo—. En especial del pequeño
parlanchín, el forzador de cerraduras.
Dicho esto, dedicó una amplia sonrisa a Kaz.
Instantes después se hundía gran parte del techo, y toneladas de polvo rodearon la

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extraña caja de las sombras aunque, cosa incomprensible, la dejaron intacta y... a
mano. El minotauro se encontró atrapado entre el odio que le inspiraba el elfo y su
prisa por abandonar aquel lugar antes de que el resto del techo y la tierra que había
encima lo dejaran sepultado.
—Debería permitir que el monstruo os matase a todos, aunque temo que mi
comedia no se alejaba mucho de la verdad, minotauro... Los elfos son un poco más
fuertes de lo que tú te figuras, pero también tienen sus límites.
Argaen miró al dragón de piedra por encima del hombro de Kaz. El monstruo
seguía junto a la entrada de la cámara. De repente, la infernal criatura extendió las
alas tanto como pudo, dada la escasez de espacio, y se volvió hacia ambos con un
mudo grito. Abrió su espantosa boca y empezó a avanzar en dirección a ellos. Cosa
curiosa, sus movimientos eran airosos, y Kaz se imaginó el serpenteo de sus pétreos
músculos. La cola dio un latigazo contra una de las paredes, y todo volvió a llenarse
de una nube de polvo.
Kaz dio un ágil paso atrás cuando el monstruo, que ignoraba la lluvia de piedras y
cascajo, se paró justamente delante de su amo. El elfo soltó una carcajada.
—¡No te recomiendo que continúes aquí, minotauro! ¡Sal de aquí antes de que
todo se derrumbe!
—No puedes hablar en serio.
El singular animal de piedra se agachó para que el elfo pudiese montar en él, pero
no apartaba la vista de Kaz.
—¡Y tan en serio como hablo!
Un Caballero de Solamnia habría permanecido allí, dispuesto a luchar. Lo mismo
habrían hecho, probablemente, casi todos los minotauros. Pero Kaz no estaba para
bromas, y salió disparado.
Un pequeño personaje eligió aquel mismo momento para aparecer gateando por
encima de los escombros de la entrada. Era Delbin. Detrás de él, el minotauro pudo
reconocer a Oswal. Darius y Tesela no estarían lejos, pues. Kaz lanzó un reniego.
Esperaba que hubiesen sido lo suficientemente inteligentes para huir a tiempo. El
Gran Maestre, pálido y ojeroso, distinguió al minotauro y quiso decirle algo.
Kaz les hizo una señal a los tres y gritó:
—¡Corred!
El Gran Maestre comprendió la situación en el acto y obedeció, aunque contra su
voluntad. Delbin, en cambio, curioso como todos los kenders, permaneció donde
estaba, deseoso de ver qué sucedía detrás del minotauro. Con un gruñido, Kaz se
introdujo el hacha de combate bajo un brazo y, con la mano libre, agarró al pequeño
individuo. Desde el fondo de la cámara, Argaen bramó algo incomprensible.
Lord Oswal y Tesela ya ayudaban a Darius a subir la escalera. Ninguno de ellos
se detuvo ni miró hacia atrás. Las paredes y los peldaños temblaron cuando el grupo

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progresó en su camino hacia arriba. Kaz, que iba en último lugar, notó que el peldaño
pisado empezaba a ceder, pero no dijo nada. Le constaba que los demás avanzaban lo
más deprisa posible. Tesela no había tenido tiempo de ocuparse del tobillo de Darius.
Cuando por fin terminaron los escalones, el alivio del grupo al verse en la
superficie duró poco. Resultaría difícil utilizar la salida, porque los daños eran
considerables.
—De un modo u otro, tenemos que escapar de aquí —decidió el Gran Maestre—.
Temo que sea necesario dejar del todo el alcázar hasta que el peligro haya pasado.
Oswal los condujo a través de desmoronadizas salas. Era evidente que Darius
sufría, pero no se quejaba. Kaz estaba tan nervioso que había olvidado soltar a
Delbin, lo que, en cualquier caso, quizá no fuese mala idea, ya que nunca se podía
saber si el kender seguiría junto a ellos o si, por el contrario, se metería en alguna otra
arriesgada aventura.
La oscuridad de la noche los acogió de nuevo, proporcionándoles alivio. Kaz se
dio cuenta, de pronto, de que sólo había transcurrido un breve espacio de tiempo
desde que él y los dos humanos habían partido en busca de Delbin y el elfo. Su
encuentro con Argaen Sombra de Cuervo parecía haber durado una eternidad.
Unas cuantas figuras surgieron de pronto de la oscuridad. Eran los caballeros que
montaban guardia alrededor de la fortaleza del Gran Maestre. Para el grupo fue una
enorme sorpresa descubrir que aquellos guerreros eran reales, y no una mera ilusión.
A Kaz ya no le extrañaba que Oswal hubiera permanecido solo todo ese tiempo.
El Gran Maestre se hizo cargo al instante de sus escasas fuerzas armadas. Pese a
lo mucho que Kaz admiraba al humano, le constaba que Oswal estaba débil y
desfalleciente. A cada segundo que pasaba, el minotauro veía más próximo el
momento en que el anciano se derrumbaría, esta vez definitivamente. Sin embargo,
todavía era el hombre al que había que obedecer, y para quienes le servían —y que
acababan de emerger de la insania en la que habían estado sumergidos durante los
últimos años— significaba todavía el faro salvador.
—¡Todos afuera enseguida! ¡Hemos de abandonar el alcázar!
La ciudadela del Gran Maestre empezaba a hundirse. Agrietáronse las columnas,
que cayeron escaleras abajo. Los muros exteriores del edificio se desplomaron
también, y el techo, sin tener nada que lo soportara, se hundió con estruendo sobre lo
demás. Aun así, unas cuantas partes de la estructura seguían moviéndose, y los que
habían estado en las cámaras subterráneas supieron que algo muy poderoso y macizo
se abría camino hacia fuera.
Lord Oswal miró a sus hombres y notó su consternación.
—De momento no podemos hacer nada —dijo—, ni tenemos nada por qué luchar.
Cuando hayamos recuperado fuerzas, acorralaremos a ese ser, pero no antes. Y
ahora... ¡nada de preguntas! ¡Emprendamos el camino hacia las puertas!

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El destrozado tejado de la devastada ciudadela del Gran Maestre se desplazó y,
resbalando con tremendo ímpetu contra el lado de otro edificio, derribó su pared.
—Kaz... —pió entonces una voz apagada—. Prometo no moverme de tu lado, si
me bajas al suelo. Aquí arriba resulta divertido, pero... también cansa, y tú debes de
estar muy fatigado.
—Conforme, Delbin, pero, si te escapas, juro que desearás haberte quedado en los
sótanos.
—En realidad podrían ser interesantes, de no haber...
—¡Ven!
De las ruinas del derrumbado edificio surgió de repente algo descomunal. Varios
guerreros miraron hacia atrás, y su expresión fue de horror. Incluso hubo quien,
extenuado por completo, se dejó caer de rodillas, resignado. El Gran Maestre
interrumpió su propia huida y volvió atrás.
—¿Qué diantre hacéis? —gritó en su tono más autoritario.
Su agotamiento tenía que ser intenso, pero un lord Oswal no se daba por vencido.
Amenazó a los hombres con el puño.
—¡Levantaos ahora mismo! —añadió—. Por mucha destrucción que cause ese
monstruo, no puede exterminar a la Caballería mientras uno de nosotros crea en ella.
¿Me entendéis?
Aunque disgustados, los indecisos se pusieron de nuevo en marcha. La luz de la
única luna visible se vio aumentada de súbito por un resplandor infernal. Ahora fue
Kaz quien se detuvo para echar una mirada al centro del alcázar y al dragón
iluminado por el horrible fulgor. La silueta del alado engendro se distinguía
perfectamente. Y debajo del monstruo, sujeta entre sus garras delanteras, estaba la
caja de sombras que contenía el diabólico poder de la esfera verde. Montado a lomos
de la espantosa criatura de piedra, Argaen reía de manera demencial. El siervo no
viviente del elfo extendió las alas. Kaz siguió adelante, pero con pesadez, fascinada
su atención por el extraño animal que alzaba el vuelo. Lo maravillaba que aquella
criatura, aunque fuera producto de la magia, pudiera elevar su corpachón de piedra.
Sin embargo el dragón se tambaleó al aletear, perdió altura y fue a estrellarse
contra el tejado de otro edificio. El peso era excesivo. El tejado se hundió, como era
lógico, y con él el piso que había debajo. La bestia no forcejeó. Más bien parecía
desconcertada. Kaz se preguntó si Argaen Sombra de Cuervo habría perdido el
control sobre su criatura.
—La biblioteca —musitó Oswal.
Kaz, que no se había dado cuenta de que el Gran Maestre iba detrás mismo de él,
estuvo a punto de tropezar.
—¡También ha destrozado la biblioteca! Tendremos mucho que reconstruir. Ven,
Kaz. Por muy absurdo que suene, hemos de abandonar el alcázar en bien de los

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eriales de Solamnia...
El Gran Maestre aún no había visto lo que le aguardaba fuera, y el minotauro
esperó que tuviese suficiente presencia de ánimo para aguantar el sobresalto. Lord
Oswal era un veterano de la guerra, que se había enfrentado a varias de las peores
amenazas arrojadas contra él por el principal esbirro de la Reina de los Dragones,
pero ahora había envejecido, y el paso de los últimos años se le notaba especialmente.
Detrás de ellos percibieron el aleteo del monstruo de piedra, que intentaba volver
a levantar el vuelo.
Una ráfaga de viento y un breve destello verde les revelaron que Sombra de
Cuervo y su espantosa criatura habían surcado los aires por encima de ellos. A poca
distancia los aguardaban las puertas, abiertas de par en par.
Cerca de ellas, Kaz y el Gran Maestre encontraron a un pequeño grupo del que
formaban parte los compañeros del minotauro. Allí reinaba la incertidumbre. El
dragón de piedra ya no era más que una mancha negra en los cielos, envuelta en la
pálida luz de Solinari. Debajo de esa mancha, la esfera continuaba brillando cual un
diminuto faro. Kaz atravesó el grupo y salió de la fortaleza sin apartar la vista de
aquel punto negro, que se alejó hasta ser engullido por la oscuridad de la noche
cuando dejó atrás el resplandeciente halo de la luna.
Sin saber cómo, el minotauro llevaba todavía en sus manos el hacha de armas.
Furibundo, la alzó con un breve pero inútil gesto contra el mago ladrón.
—No creas que la cosa ha terminado, Argaen Sombra de Cuervo! —murmuró
Kaz, ceñudo, mirando en dirección hacia donde había desaparecido el elfo—. De un
modo u otro, te capturaré... ¡Entre tú y yo hay todavía asuntos que arreglar!
«Palabras muy altisonantes», pensó con amargura, mientras guardaba su hacha.
«Pero... ¿por dónde piensas empezar, Kaz? ¡Sólo tienes que buscarlo por todo
Ansalon...!» Pero en voz alta gruñó:
—¡Ni todo Ansalon bastará para esconder a ese maldito elfo! Ahora ya se trata de
una cuestión personal.
Y el minotauro sonrió siniestramente de cara a la negrura.

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16
Kaz estaba sentado muy caviloso en el suelo, no lejos de las puertas centrales,
cerrados los ojos mientras pensaba en lo que haría cuando —y no por casualidad—
encontrase a Argaen Sombra de Cuervo.
El parpadeo de una antorcha le advirtió que se aproximaba alguien.
—¿Eres el minotauro llamado Kaz? —preguntó el caballero.
Se trataba de un hombre de mediana edad, cuyo rasgo más destacado eran las
profundas entradas.
—¿Cuántos otros minotauros hay aquí en Vingaard, humano?
El hombre hizo caso omiso de la mofa.
—Hallamos dos caballos que, por lo visto, pertenecen a tu grupo.
—¿De veras?
—Los tienen en el extremo este del alcázar hasta que las cuadras puedan ser
despejadas.
Kaz miró al desconocido.
—El Gran Maestre no te enviaría sólo para hablarme de los animales...
El silencio que siguió a estas palabras fue muy elocuente. Como muchos
humanos, a aquel caballero le costaba tratar con un minotauro. Al fin y al cabo, el
hombre-toro era un monstruo, un enemigo... No importaba lo sucedido aquella misma
noche, ni el papel desempeñado por Kaz en los últimos días de la guerra..., si de eso
todavía se acordaba alguien.
—El Gran Maestre desea hablar contigo —contestó el humano, no sin cierta
amenaza en la voz—. Está casi exhausto. No lo canses aún más.
Kaz se puso de pie y se permitió contemplar al hombre desde toda su estatura,
antes de responder:
—Lord Oswal es un camarada y un amigo, humano. Haré lo posible por aliviar
sus problemas. Y tú puedes contribuir a ello demostrando más respeto hacia quienes
la Caballería y tu Gran Maestre en particular consideraron sus aliados en los tiempos
pasados.
El minotauro emprendió la marcha hacia donde sabía que encontraría al jefe. Con
algo más de deferencia que antes, el caballero corría detrás de él con la antorcha. No
habían avanzado más de una docena de pasos, cuando uno de los centinelas de las
puertas rompió el silencio con un grito.
—¡Se acerca gente a caballo!
—¡Por Paladine! ¿Y ahora qué? —exclamó Kaz, volviéndose rápidamente hacia
el guerrero que lo acompañaba—. Dile a tu señor que estaré enseguida junto a él. Eso
espero, al menos...
—Iré contigo, minotauro. Si Vingaard corre peligro, la mejor manera de servir a

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mi señor es...
—¡Bien!
Kaz dejó al humano con la palabra en la boca y, sirviéndose de sus poderosas
piernas, se precipitó hacia la puerta principal y llegó allí tan deprisa que asustó a uno
de los soldados que montaban guardia. El caballero dio un salto y desenvainó la
espada, dispuesto a atacar al minotauro antes de que éste pudiese convencerlo de que
era realmente un amigo. El minotauro había olvidado por unos momentos que trataba
con hombres cuyas mentes llevaban largo tiempo de sufrimiento.
—¿Quién dio la alerta? —preguntó Kaz al centinela.
—Ferril. Fue él quien nos avisó.
El minotauro se dirigió al centinela indicado.
—¡Tú! ¿Cuántos son los jinetes?
Probablemente a consecuencia de la oscuridad, el hombre llamado Ferril no se dio
cuenta de que hablaba con un minotauro. En cualquier caso, contestó con un gran
respeto.
—Resulta difícil de decir desde aquí, señor, pero parece un pequeño ejército.
Creo que son más de cien.
«¡Más de cien! ¡Podría tratarse de un asalto en gran escala!», se dijo el
minotauro.
—¿Eres capaz de identificarlos?
—Todavía no.
El caballero que había seguido a Kaz, se unió nuevamente a él.
—¿Qué noticias hay?
—Parece ser que los jinetes sobrepasan el centenar. Será mejor que avises al Gran
Maestre.
—¡Lord Oswal no está en condiciones! ¿Cómo iba a poder tomar el mando?
Los ojos del minotauro se estrecharon, e incluso a la luz de la antorcha relucieron
enrojecidos.
—¿Quieres decir con eso que no piensas informar a tu señor del peligro de un
ataque?
El humano abrió la boca, pero volvió a cerrarla con fuerza y contestó muy tieso:
—¡Ahora mismo le informo!
—¡Muy bien! —murmuró Kaz entre dientes, mientras el hombre desaparecía de
su vista.
En alguna parte sonó entonces un cuerno. El minotauro miró hacia donde Ferril
montaba su guardia.
—¿Qué ha sido eso?
—Una señal —respondió el hombre, ansioso—. Creo... ¡El Triunvirato sea loado!
Creo que son... ¡hermanos nuestros!

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—¿Caballeros de Solamnia?
—¡Sí!
El otro centinela y un guerrero próximo a Kaz se pusieron a vitorear a las fuerzas
que se acercaban.
—Silencio! —ordenó Kaz—. ¡Pueden no ser lo que parecen! Quizá sean
servidores de la Reina de la Oscuridad o, aunque se trate de compañeros vuestros, tal
vez no estén en su sano juicio.
El hombre situado junto al minotauro lo miró con expresión de inquietud.
—¿Opinas que debiéramos mantener cerradas las puertas?
—Aunque sólo sea hasta que sepamos con certeza quiénes son. ¿No te parece de
sentido común? Si viene el Gran Maestre —agregó—, dile que estoy vigilando desde
las almenas.
Cosa sorprendente, el caballero lo saludó.
Cuando Kaz alcanzó la parte superior de la muralla, Ferril ya lo esperaba. A
juzgar por su semblante, el joven acababa de descubrir que había estado conversando
con un minotauro.
Kaz lo miró como si nada.
—¿Sucede algo?
—No..., señor.
Ferril, todo un Caballero de la Espada, no sabía cómo dirigirse a un individuo
como Kaz.
—Bien.
Apoyado en la pared, Kaz escudriñó las tierras de Solamnia que lo rodeaban.
Resultaba difícil reconocer a las fuerzas que se aproximaban. Parecían una negra
marea en una gran superficie gris. Pero, a la velocidad que avanzaban, no tardarían
más de una hora en llegar a las puertas de Vingaard. El minotauro sospechó que
sumarían bastante más de un centenar. Probablemente, su número ascendía casi a
doscientos. Como no se los distinguía bien, había que guiarse por la extensión del
grupo.
—¿Habrá manera de detenerlos, si no son compañeros vuestros? —preguntó Kaz
al caballero.
—Durante cierto tiempo, quizá... Hasta que encuentren la forma de escalar las
murallas.
—¿Qué ocurre, Kaz? —inquirió de pronto una vocecilla familiar.
Tanto el minotauro como el humano se sobresaltaron. Kaz dio una rápida media
vuelta y le soltó un bufido al pequeño individuo que, de un modo u otro, había
conseguido abrirse paso hasta ellos.
—¿Qué haces tú aquí, Delbin?
El kender sonrió con picardía.

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—Oí que la gente corría, y alguien dijo que..., que alguien se acercaba con
montones de caballos, de manera que, al sonar el cuerno, supe que quien fuera se
aproximaba, y yo...
—¡Calla y respira! —lo interrumpió Kaz en el preciso momento en que resonó de
nuevo el cuerno— ¿Por qué lo tocan? —agregó de cara al caballero.
—Esperan que contestemos —dijo Ferril, muy excitado— ¡Tiene que tratarse de
compañeros!
—Tal vez debieras hacerlo.
El hombre meneó la cabeza y replicó:
—No puedo. El cuerno que solía estar junto a las puertas ha desaparecido, y nadie
logra localizarlo.
Entre tanto, Delbin intentaba atisbar por encima del muro, cosa difícil teniendo en
cuenta su escasa estatura.
—¿Supones que nos atacarán? —inquirió lleno de afán—. Nunca he visto un
asedio de verdad, aunque quizá no fuese uno muy largo, dado que son tan pocos y...
—¿Eres tú, Kaz?
—¡El Gran Maestre! —susurró Ferril con evidente respeto.
—Sí, lord Oswal.
El minotauro mandó callar al kender, que ya intentaba volver a hablar.
—¿Ves a los que vienen?
—Estarán aquí dentro de poco.
—¿Cuántos son?
Kaz miró a Ferril.
—Entre cien y doscientos. Es imposible decirlo con exactitud.
Hubo una pausa en la que, obviamente, el Gran Maestre tuvo que digerir tal
información. Estaba decidido a seguir al mando.
—Tendréis que proteger las puertas vosotros cuatro solos. Lo siento —resolvió
Oswal.
—Yo también ayudaré —intervino de pronto Delbin.
En lugar de la indignación que el minotauro había esperado, el Gran Maestre se
echó a reír y, al cabo de un momento, dijo:
—Lo siento. No debiera reírme. ¡Tres caballeros, un minotauro y un kender
protegiendo las puertas del alcázar de Vingaard! ¡Un kender en defensa de Vingaard,
ante una posible invasión...! No quiero ofenderte, Delbin, pero nunca creí llegar a ver
tal cosa.
—¡Seré un buen luchador!
—Estoy convencido de ello —respondió el Gran Maestre y, volviéndose a todos
los defensores, agregó:
»Dadme una voz cuando sepáis si quienes se aproximan son amigos o enemigos.

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¡Que Paladine y sus hijos os protejan!
Oswal dio media vuelta y se alejó, sin duda para reunir a sus demás —aunque
escasos— incondicionales.
—¿Cómo se aguanta? —musitó Kaz.
—¿Cómo? ¡Es el Gran Maestre! —contestó Ferril simplemente, como si eso lo
explicase todo.
***
No transcurrió mucho rato antes de que, por fin, las fuerzas que se acercaban
pudieran ser vistas mejor. Sin duda, los hombres iban bien armados, pero a la débil
luz de la luna todavía resultaba imposible distinguir detalles. Kaz alzó la vista hacia
Solinari. Más de un tercio de la luna había desaparecido, como si algo la devorase.
Poco a poco, el minotauro comprendió que otro cuerpo celeste cubría a Solinari. Era
éste una luna que, para los hombres y los seres de otras razas, representaba la
oscuridad: Nuitari, la luna negra, cuya presencia eclipsaba a su brillante rival. Y eso
no podía ser de buen augurio.
—Son muchos, Kaz.
—Lo sé, Delbin.
—Llevan banderas y lanzas y demás.
—Recemos, pues, para que se trate de amigos.
Los jinetes aminoraron la marcha a unos cuantos centenares de metros de
Vingaard. Sólo un pequeño grupo, formado por cinco o seis, se adelantó.
—Son Caballeros de Solamnia, Kaz.
—Primero debemos hablar con ellos.
—¿Quién guarda las puertas de la fortaleza? ¡Veo a alguien! —gritó el que
parecía ser el jefe de las tropas.
Kaz se puso rígido. Que, en efecto, fuesen caballeros solámnicos y no
merodeadores disfrazados, constituía un alivio, pero esta sensación quedó un poco
reducida por los sentimientos personales del minotauro hacia el guerrero que había
hablado.
—¡Yo estoy al cuidado de las puertas, señor! —contestó Ferril.
—¿Por qué no respondisteis a nuestros avisos?
—No podemos encontrar el cuerno, señor, y la situación no nos permitía perder
tiempo buscándolo.
La voz del jefe se suavizó.
—¿Cómo está el Gran Maestre?
—Dadas las circunstancias, bien, señor —dijo Ferril, y agregó:
»Perdonadme, pero antes de abrir las puertas debo pediros que os identifiquéis.
—Es lógico. Yo soy Bennett, Caballero Mayor de la Orden de la Rosa, y sobrino
de Oswal, Gran Maestre de la Caballería. Llevo conmigo a unos doscientos

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compañeros. ¿Qué tal se mantiene Vingaard, hombre? ¿Aún quedan ahí enemigos que
deban ser exterminados?
Kaz decidió responder antes de que pudiera hacerlo el caballero de guardia.
—El alcázar de Vingaard lucha por volver a la normalidad, Bennett, lo que no
significa que todos sus enemigos fueran producto de la imaginación.
Bennett, de pie en los estribos, se esforzó en reconocer al que le había contestado.
Pero el minotauro estaba demasiado lejos de la antorcha más próxima para
distinguirlo.
—¿Quién eres? ¡Tu voz me suena familiar! ¿A qué orden perteneces?
—A la orden de la supervivencia, humano. No soy uno de vosotros. Sin embargo,
me conoces lo suficiente.
Y Kaz se situó de forma que pudiesen verlo.
—¡Un minotauro! —exclamó el hombre más cercano a Bennett, y más de un
guerrero desenvainó la espada—. ¡Vingaard está en manos del enemigo!
—¡Callad! —ordenó Bennett con dureza, y le gritó a Kaz:— No creo que tú
formes parte de un ejército enemigo. Lo que sí creo, es que eres un minotauro con
decididas tendencias suicidas, ya que, de no ser así, ¿para qué hubieses vuelto adonde
te reclaman por los crímenes cometidos? ¿Eh, Kaz?
El minotauro rió con aspereza.
—Considérame un optimista.
Esta vez fue Bennett quien soltó una carcajada.
—No tienes nada que temer, Kaz. Ni de mí, ni de ninguno de mis compañeros.
—¡Señor! —saludó Ferril y se inclinó hacia atrás para decirle al camarada que
montaba guardia abajo:— ¡Abridle las puertas al Caballero de la Orden de la Rosa!
Mientras las grandes puertas eran desatrancadas, el sobrino de Oswal hizo una
señal a sus hombres. La columna se puso lentamente en marcha, y en ella resonaron
aislados —y también cansados— vítores.
Kaz echó una mirada a Delbin, que contemplaba entusiasmado el desfile de
armados caballeros, y seguidamente bajó de las murallas para saludar a Bennett.
Algunos de los guerreros se arremolinaron sin apearse de sus monturas,
contemplando impresionados el descuidado interior del castillo.
—¡Unas palabras contigo, humano! —gritó Kaz.
Una expresión de enojo surcó brevemente el rostro de Bennett antes de que éste
lograra controlarse.
—Ya habrá tiempo para eso, Kaz. Primero quiero hablar con mi tío. Tenemos
muchos asuntos de que tratar.
—En tal caso, iré contigo. Puedo informarte de algunas cosas.
—Como quieras.
Bennett desmontó y entregó las riendas de su caballo a un compañero. Kaz

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comenzó casi de inmediato a explicar lo que sabía, desde la demencia y las visiones
que habían subyugado el alcázar hasta la huida del elfo, sin olvidar el encuentro con
Argaen Sombra de Cuervo y la posterior traición de éste, la lucha de Oswal y la
destrucción de las cámaras subterráneas y de gran parte de la fortaleza. Cuando hubo
terminado, Bennett sacudió la cabeza.
—¡Que Paladine nos proteja! No acabo de comprender todo cuanto me has dicho,
minotauro, y supongo que mi tío tendrá aún mucho más que contarme.
—Yo confiaba en que habrías divisado al dragón mientras venias, pues voló hacia
el sur.
—Deja eso en manos de la Caballería, minotauro. Argaen Sombra de Cuervo
tiene que pagarnos todos estos años de manipulación y engaño.
—También conmigo está en deuda. Me enredó, y bien poco faltó para que me
envenenase. Se valió de mí para conseguir acceso a su recompensa... ¡Quiero a ese
maldito elfo en mis manos!
Bennett se volvió hacia él.
—La Caballería se encargará de él, Kaz. Argaen pagará por las vidas perdidas y
por la desgracia que hizo caer sobre nosotros.
—Pues no veo razón por la que los dos no podáis conseguirlo juntos —intervino
una voz—. Opino que sería lo mejor para todos.
—¡Tío...! ¡Señor! —exclamó Bennett, arrodillándose en el acto ante el añoso
caballero—. ¡Cuánto me alegra verte tan bien!
—Sólo finjo la energía, sobrino. En realidad estoy a punto de desmoronarme,
pero no me dejan. ¡Alabado sea Paladine, que me hizo clérigo a la vez que caballero,
porque..., de no ser por la fuerza que me da, no me sostendría de pie!
—Eres la base de las Órdenes, tío.
—Y tú sigues siendo el impetuoso joven de siempre, sobrino.
Lord Oswal invitó a Bennett a que se alzara.
—Vosotros dos no debéis discutir —prosiguió—. Tú, Kaz, necesitarás el apoyo
de Solamnia. No dudo que el diabólico elfo aparecerá en alguna región espantosa. En
cuanto a ti, sobrino Bennett, es preciso que respetes la sabiduría y los honorables
conceptos de este minotauro. Huma lo llamó su amigo, y ahora soy yo quien lo
considera tal. Aprende de su experiencia. En muchos aspectos, Kaz sabe más que yo.
—Eso me parece imposible, señor, pero haré lo que tú dices.
—Bien. ¿Y qué hay de ti, Kaz?
—Tenéis mi palabra. Argaen Sombra de Cuervo es mi objetivo. Juré que le daría
caza aunque tuviera que atravesar los hielos del sur.
El Gran Maestre esbozó una sonrisa amarga.
—Esperemos no llegar a semejante extremo.
—Yo no le veo el sentido a todo eso —señaló Bennett, alterado, al mismo tiempo

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que sus ojos iban de su tío al minotauro—. Tengo entendido que el elfo ladrón voló
en dirección al sur, pero... ¿a qué parte del sur? ¡Sin duda, no a Silvanesti o a
Qualinesti! ¿A Ergoth, quizá? ¿O a Kharolis?
Kaz apretó los dientes. Respiró profundamente y ya estaba a punto de soltar otra
parrafada, cuando habló el Gran Maestre.
—Las discusiones no nos conducirán a ninguna parte —dijo éste con aire fatigado
—. Sugiero que procuremos descansar un poco. Tú, Bennett, da primero un pequeño
paseo conmigo. Deseo enterarme de lo que viste desde tu partida. Quiero saber qué
más debe reparar la Caballería.
—Como tú ordenes, señor —contestó Bennett con una mueca.
—Y tú, Kaz, trata de dormir.
—Buena idea, Gran Maestre.
El minotauro siguió con la vista a los dos, y de repente sintió que el agotamiento
se apoderaba de todo su cuerpo. El desacuerdo con el sobrino de Oswal, aunque
breve, había acabado con sus reservas. Kaz miró a su alrededor. Esa noche tendría el
cielo por techo, como tantas otras veces en su vida.
El lugar que por fin eligió resultó tener un inconveniente, que consistió en la
aparición de cierto kender, antes incluso de que el minotauro pudiera echarse.
—¿Dónde estuviste, Kaz? Te busqué por todas partes, desde que desapareciste
mientras yo contemplaba la llegada de los caballeros. ¿Cómo se te ocurre dormir
aquí, cuando hay tantos otros sitios? Me imagino, sin embargo, que ya no podemos
utilizar la biblioteca, porque el edificio no está en condiciones, ¿verdad?
—Mira, Delbin... Si no tienes nada más importante que decir, sugiero que
también tú eches un sueño.
A continuación, Kaz desmontó el hacha y sus demás arneses y se acostó. Con las
manos debajo de la cabeza, se puso a mirar al cielo. Hasta esa noche, lo único
realmente visible habían sido las lunas. Ahora, en cambio, parpadeaban las estrellas.
El minotauro comenzó a buscar las constelaciones conocidas.
—¿Permaneceremos aquí algún tiempo, Kaz?
—¿En Vingaard? ¡No, si puedo evitarlo! —gruñó el hombre-toro—. No se puede
abusar de los caballeros. Mañana partiré en busca de Argaen Sombra de Cuervo.
Cuanto más débil se haga su rastro, tanto más difícil será dar con él.
—Al menos no tendremos que ir muy lejos.
—¿Qué significa eso?
Delbin se encogió de hombros con un gesto inocente.
—Quiero decir que es probable que se encaminara a las montañas que hay al este
de Qualinesti, o bien a la parte sur, cerca de Thorbardin. ¿No viven allí los enanos?
Tú no quisiste seguir hacia esa región, cuando te lo propuse la última vez. Quizá
tuvieses problemas...

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El minotauro se incorporó.
—¿Sabes tú dónde está el elfo, Delbin?
—Ahora sí. Me disponía a anotar todo lo sucedido y explicar lo formidables que
resultaban los caballeros acabados de llegar, pero, al agacharme para coger el libro,
encontré este pequeño cristal que tuvo que pertenecer a Argaen y, cuando me esforcé
en pensar en él, lo vi aterrizar en alguna parte de las montañas, al norte mismo de
Qualinesti. Creo que, en parte, están en Ergoth y, en parte, en Solamnia, pero puedo
equivocarme.
—¿Cómo? Déjame ver lo que descubriste.
Delbin extrajo algo de su bolsillo.
—Pensé que te interesaría verlo, pero estabas muy ocupado. Es posible que
Argaen lo metiera en mi bolsillo mientras me hacía creer que os ayudaba a vosotros
abriendo las cámaras subterráneas.
El asombro se reflejó en el toruno rostro de Kaz al contemplar la pieza. Era la
misma que Sombra de Cuervo había utilizado en la biblioteca para encontrar al
kender después de su primera desaparición. Kaz arrebató el mágico objeto de las
diminutas manos de su compañero.
—¿Viste adonde iba el elfo con sólo pensar en él?
Ahora, la imagen de Sombra de Cuervo se había grabado intensamente en su
cabeza.
El artefacto que el minotauro sostenía en sus manos empezó a resplandecer un
poco, y algo oscuro apareció en él.
—Así fue como ocurrió la última vez —indicó Delbin.
—¡Calla!
Un dragón, aunque fuese de piedra, podía cubrir enormes distancias en un corto
período. Sin embargo, las montañas descritas por el kender quedaban muy próximas;
como mucho, a varias jornadas a caballo. A Kaz le extrañó que el siniestro elfo se
situara tan cerca de la tierra de sus congéneres.
La oscura imagen comenzó a oscilar. Argaen Sombra de Cuervo. Su hogar.
La verde esfera de Galan Dracos...
Con un aleteo, Kaz voló súbitamente a gran altura sobre una cordillera. De no
haber sabido lo que significaba volar a lomos de un dragón, aquel terrible ángulo le
habría producido vértigo. Ahora, en cambio, fue capaz de estudiar la zona.
También él conocía esas montañas. Las había visto alguna vez desde la lejanía. La
punta más septentrional de Qualinesti sólo quedaba a un día de distancia, en dirección
al sur. ¿Cómo podía esperar Argaen no ser visto por su gente? Poco a poco, la imagen
se centró en una montaña. El picacho comenzó a crecer y crecer..., o quizá fuera Kaz
quien, a través del cristal, descendía. En cosa de segundos se halló debajo de la
cumbre, y aún seguía bajando. Las ruinas surgieron de la nada.

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Momentos antes había tenido delante nuevas laderas, y al minuto siguiente se vio
precipitado hacia el tejado de un edificio abandonado largo tiempo atrás. Kaz se
permitió sonreír. No sólo había averiguado que su presa se encontraba en determinada
sierra, sino que, además, sabía exactamente dónde.
«¿Quién?»
La voz resonó en su mente, y el minotauro estuvo a punto de caer de espaldas. A
duras penas fue capaz de mantener sujeto el cristal.
—¡Kaz...!
«¿Quién?»
La voz se hacía exigente, pero había en ella algo etéreo.
El cristal empezó a calentarse. El hombre-toro ya no sentía el menor deseo de
tenerlo agarrado, pero ahora parecía ser el objeto el que no lo soltaba. La imagen de
su centro se había desvanecido, pero la voz permanecía en la cabeza de Kaz, cada vez
más poderosa y exigente.
«¿Dónde? ¿Quién?»
El minotauro apretó los dientes y luego gritó:
—Delbin...! Arranca el cristal de mi mano... ¡Date prisa!
El kender se introdujo la mano en el bolsillo y, nada menos, fue a sacar su famoso
librillo. Lo asió con ambas manos y golpeó con toda su fuerza la del minotauro. Del
papel salió humo cuando el minúsculo artefacto quemó uno de sus bordes, antes de
salir disparado al aire.
Apretándose la mano allí donde había sufrido una quemadura, Kaz observó cómo
el cristal chocaba contra el suelo y se rompía en varios trozos. En el mismo instante
cesó de relucir. También dejó de oírse aquella voz que exigía conocer la identidad del
hombre-toro.
Tanto Kaz como Delbin contemplaron durante unos segundos los dispersos restos,
antes de que el kender se atreviese a preguntar:
—¿Qué ocurría?
—Alguien trataba de localizarme a mí mientras yo buscaba al elfo.
—¿Alguien?
—Sí, Delbin —contestó el minotauro, a la vez que se miraba la mano herida.
Confiaba en que Tesela contara con el poder necesario para curársela. Tenía el
presentimiento de que necesitaría estar en plena forma. La voz no era la de Argaen
Sombra de Cuervo... De eso, al menos, estaba seguro.
¿A quién pertenecía, pues?

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17
El grupo seleccionado para dar caza a Argaen Sombra de Cuervo tenía que ser
forzosamente reducido. De los cerca de doscientos caballeros que ahora estaban a las
órdenes del Gran Maestre, la cuarta parte no se hallaría en condiciones de emprender
grandes cosas durante, por lo menos, un par de días. Unos cuantos más hacían falta
para proteger las murallas de Vingaard y comenzar a retirar los escombros dejados
por la violenta partida del dragón de piedra. Considerándolo todo, el Gran Maestre
restringió al máximo sus recursos al asignarle cincuenta hombres a su sobrino.
Como era de esperar, Darius, Tesela y Delbin insistieron en que se les permitiera
acompañar al grupo. Para el caballero era cuestión de honor. La sacerdotisa, por su
parte, hizo hincapié en que sus servicios como sanadora podrían resultar muy útiles.
Kaz sospechó que su verdadero motivo era el propio Darius. La adversidad los había
unido.
En cuanto a Delbin, un kender no necesitaba razón alguna para meterse en una
aventura, y Oswal se mostraba más que complaciente con respecto al menudo
personaje. Los caballeros, en cambio, temían que, sin un Kaz que lo vigilara, el
kender robase todo lo que estuviera a la vista, y también, sin duda, lo escondido.
Los componentes del grupo fueron elegidos por el Gran Maestre en persona, y la
expedición obtuvo todas aquellas provisiones de las que en el alcázar podían
prescindir.
Momentos antes del mediodía, la columna partió por la puerta principal. No hubo
aclamaciones, ya que quienes se iban podían encontrar la muerte, y casi todos los
caballeros que permanecían en Vingaard para su defensa se exponían a la misma
suerte. Cuando el minotauro miró hacia atrás, antes de que la fortaleza quedara
demasiado distante, observó que los hombres de las almenas estaban todavía allí,
siguiéndolos con la vista.
La breve jornada transcurrió sin incidentes. En algún momento hubo señales de
cierta actividad por parte de los goblins, pero ni una sola de esas criaturas se dejó ver.
La columna esquivó las aldeas y otros caseríos. Hasta que la gente hubiese
comprendido lo que sucedía, era preferible evitarle esas preocupaciones.
Lo más prometedor de aquel día fue la presencia de un sol esplendoroso, porque
levantaba el ánimo de los guerreros.
Cuando faltaba poco para el anochecer, un explorador descubrió señales de que,
aquella misma mañana, un grupo relativamente grande de hombres, unos a caballo y
otros a pie, había estado en la zona por la que ellos pasaban, y dedujo que se dirigía
también al sur. Aunque nada indicaba que ese grupo se encaminara al mismo lugar
que la columna procedente de Vingaard, tal idea intranquilizó a Kaz. ¿Quiénes podían
ser?

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Llegada por fin la oscuridad, hubo cierto desacuerdo respecto de si debían seguir
adelante o no, pero acabó por vencer el sentido común. Todos necesitaban descanso.
Fueron establecidos unos límites y también se acordaron unas guardias. Kaz tenía
la sensación de haber retrocedido en el tiempo y hallarse de nuevo en la gran guerra.
Al mismo tiempo se preguntaba qué harían si, al abrigo de la negrura reinante, el
monstruoso siervo de Argaen regresaba...
El minotauro comprobó lo bien afiladas que estaban las dos hojas de su hacha y
admiró una vez más la habilidad del artesano que la había formado. Su cara se
reflejaba perfectamente en la lustrosa superficie, pese a la débil luz del cielo
nocturno. Kaz estudió la imagen por espacio de un minuto, antes de darse cuenta de
algo. Observó la cabeza del arma, el astil, y por último los cortantes filos...
¡Eso era, sí! El punto donde el hacha había quedado mellada después de golpear
la pétrea piel del engendro de Argaen... ¡estaba entero y perfecto de nuevo! El
minotauro recordó asimismo un instante en la cámara subterránea, cuando aquella
bestia sin vida había retrocedido ante su —probablemente fútil— ataque con el hacha
de armas. ¿Era posible que un dragón de piedra tuviese miedo de un hacha? Desde
luego había en ella algo de magia, pero ¿por qué iba a temer una criatura de
semejante tamaño, también mágica, al arma que en su día le había regalado Sardal?
¿Cuánto poder encerraba el hacha? ¿Era capaz de otras maravillas, aparte de
arreglarse a sí misma? Kaz gruñó al recordar cómo, después de dejar atrás el arma, se
había encontrado con ella en las manos. ¿Volvería el hacha otra vez a él, si la
necesitaba, o había sido un prodigio que no se repetiría?
—Kaz...
El minotauro alzó la vista para encontrarse con Bennett, que parecía inquieto por
algo.
—¿Qué ocurre, humano?
—Tal vez tengamos problemas... Unos problemas a los que tú puedes estar
acostumbrado. ¿Quieres seguirme?
Kaz se levantó y fue con él.
Se encaminaron a la parte oriental del campamento. Uno o dos caballeros
montaban guardia allí. El resto, junto con los compañeros del minotauro, dormía. Los
otros únicos hombres que permanecían despiertos eran los encargados de vigilar los
bordes del vivaque.
El paisaje consistía en unas pequeñas colinas cubiertas de hierba y feos y
retorcidos árboles. No era una región por la que Kaz habría viajado de manera
voluntaria, pero las extremas circunstancias parecían deleitarse en forzarlo a ello una
y otra vez.
—¿Qué es lo que quieres mostrarme?
—Nada, quizá, pero el caballero que tenemos delante me informó de algo que, en

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mi opinión, te interesará.
El guerrero de guardia saludó a Bennett y dirigió una mirada de intranquilidad al
minotauro. El sobrino del Gran Maestre carraspeó y le dijo al hombre:
—Describid lo que creísteis ver.
—Señor... —comenzó éste, un Caballero de la Corona como Huma, pero mucho
mayor, un veterano que quizás hubiese preferido permanecer en esa Orden, en vez de
pasar a la de la Espada— Yo ni siquiera lo habría mencionado, señor, pero me
mandaron dar noticia de cualquier cosa extraña, aunque se tratase sólo de un engaño
de la vista.
—¿Qué era? —le animó Kaz.
—Fue algo instantáneo, en realidad, pero me pareció ver un animal. Apenas tuve
tiempo de fijarme en él, pero diría que era completamente blanco, aunque no como
algunos de nuestros caballos. Era..., era como..., como un cadáver.
—¿Blanco como un cadáver? —inquirió Kaz—. ¿Y qué clase de animal te
pareció ver, caballero?
—No lo sé con certeza, ya que pasó como un relámpago, pero era como un gato
grande, o..., o...
—¿Un lobo, quizá? —terminó el minotauro la frase.
—¡Sí, como un lobo, sí! Pudo tratarse de un lobo.
Bennett echó una mirada a Kaz.
—Eso no es posible. A ti te consta, minotauro.
—Viniste a buscarme, lo que significa que te preocupa. Argaen puede dominar
más trucos de lo que nosotros nos figuramos. A mí no deja de sorprenderme con su
maldito ingenio.
—¿Lobos espectrales? —exclamó Bennett— Esperaba no volver a oír hablar
nunca de ellos. ¡Creía que todo lo concerniente a Galan Dracos estaba enterrado y
olvidado para siempre!
—Para ser un muerto, el renegado mago parece muy capaz de aparecer de un
modo u otro, ¿no? —indicó Kaz—. Con tu permiso, Bennett, opino que debiéramos
poner sobre aviso a los demás hombres que están de guardia.
—Muy bien.
El primer hombre con el que hablaron, no supo decirles nada. Tampoco el
segundo fue fuente de información, y el caballero y el minotauro no perdieron más el
tiempo con él.
El sobrino de Oswal empezaba a pensar que todo aquello no valía la pena.
—Tal vez haya un lobo albino por aquí. En alguna ocasión vi ejemplares albinos
de otras especies, y esos animales tienden a ser nocturnos.
—Tal vez.
Aun así, Kaz siguió adelante.

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Tardaron unos momentos en localizar al centinela más próximo, dado que éste se
hallaba al otro lado de una pequeña loma. Estaba en un buen lugar para montar
guardia, porque al caballero no le daba la luz de la luna y, además, cualquiera que se
acercase no se daría cuenta de su presencia hasta tenerlo encima.
—¡Eh, vos...! —lo llamó Bennett con voz queda.
Mientras el jefe se dirigía al guerrero, Kaz echó una ojeada a su alrededor con el
hacha ligeramente apoyada en el hombro. Había algo que lo desasosegaba.
—¿Señor?
El hombre se volvió pero, como era debido, no abandonó su puesto.
—¿Visteis algo esta noche de lo que aún no nos hayáis informado? ¿Nada en
absoluto?
El caballero los observaba, tratando de distinguir quién estaba con el comandante.
En aquel lugar, cada cual era poco más que una vaga silueta.
—Nada en absoluto, señor, salvo un par de cornejas que no parecían ir a ninguna
parte en concreto.
—Confiemos en que no se detengan aquí —gruñó Kaz, casi de espaldas al
centinela.
La luz de Solinari se reflejaba en las espejeantes hojas del hacha y produjo
destellos en los ojos del minotauro.
Situado junto a él, Bennett suspiró.
—Soy de la opinión de que suspendamos esta exploración. Nada obtendremos
con ella. Y, si algo sucediera, los centinelas ya nos lo advertirían.
—Eso supongo.
Kaz apartó de su hombro la cabeza del hacha y, al hacerlo, se reflejaron en el
metal su propio rostro y el de Bennett.
—¿Era eso todo, señor? —preguntó el guardia.
El minotauro sintió un escalofrío antes de mirar cautelosamente hacia atrás,
donde estaba el caballero. Éste se hallaba detrás mismo de ellos.
—Todo, sí. Volved a vuestra guardia —contestó Bennett.
Kaz, por su parte, alzó nuevamente el hacha para que la hoja reflejara todo cuanto
hubiera a sus espaldas. Vio, como antes, su propio semblante, y también el hombro de
Bennett. Pero del otro caballero no se distinguía ni una borrosa silueta.
Sin embargo, al volverse otra vez pudo distinguir perfectamente la oscura forma
del hombre, que continuaba allí.
¡El centinela no quedaba reflejado en la resplandeciente superficie de la cabeza
del hacha! ¿Qué significaba eso?
Bennett, que había notado la extraña actitud del minotauro, se detuvo.
—¿Acaso hay algo?
—¡Pssst! Espera un momento —susurró Kaz. El hombre-toro, hacha en mano, dio

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un par de zancadas hacia el otro caballero.
—¡Tú!
El hombre se volvió despacio.
—¿Qué deseas, minotauro?
—Saber tu nombre.
—Soy Alec, Caballero de la Espada.
—Alec... —repitió Kaz, empuñando el arma con más fuerza—, ¿sabes lo que
quiere decir la frase de Est Sularis Oth Mithas?
Hubo una breve pausa.
—En este momento no lo recuerdo.
Todos los músculos del cuerpo del minotauro estaban tensos.
—¿Ah, no?
El hacha de armas describió un súbito arco que debiera haber acabado con un
golpe de su parte plana al desprevenido Alec. Pero surgió un problema. Alec no
estaba desprevenido, ni tampoco era caballero. El hachazo de Kaz pasó a treinta
centímetros de distancia de la cabeza del falso caballero cuando éste se agachó y sacó
su centelleante espadón.
—¿Qué haces, Kaz? —gritó Bennett.
El minotauro paró un fuerte golpe y rugió:
—¡Pueden atacarnos en cualquier momento, comandante!
El otro embate del hacha resultó tan inútil como el primero.
»Si..., si aún no te habías dado cuenta..., ¡este hombre no es un caballero! —jadeó
el minotauro.
—¡Por Paladine!
Bennett desenvainó en el acto la espada y quiso abalanzarse sobre el falso
guerrero, pero Kaz bramó:
—¡Olvídate de mí! ¡Corre a alertar al campamento!
Bennett vaciló una fracción de segundo, pero luego obedeció. Hubiese querido
gritar, pero se contuvo, ya que eso podría haber puesto sobre aviso a alguien que
aguardara fuera de la acampada. Ahora era de suma importancia la precaución.
Tan pronto como Bennett hubo desaparecido, Kaz se arrepintió de haberle
mandado marcharse. Porque el impostor resultaba un espadachín mortalmente
peligroso. Era alto y, entre su brazo y la gran espada, tenía un alcance muy
considerable.
Pelearon con dureza durante varios segundos, hasta que algo pareció debilitar la
determinación del oponente. El falso caballero empezó a mostrarse vacilante en sus
movimientos.
«¡Claro!»
—¡Tus amigos parecen haberte abandonado, humano!

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Kaz había dado en el clavo.
—Al contrario que tú, minotauro, nosotros somos fieles a nuestra señora... ¡Nadie
me abandonaría nunca a mí!
A cierta distancia, Kaz percibió las voces de los hombres en el campamento.
Entonces, su oponente prosiguió la lucha con renovado vigor. El minotauro empezó a
sospechar que el humano estaba en lo cierto: los Caballeros de Solamnia habían sido
atacados.
—Derrotaremos a tus aliados de Solamnia, bestia —agregó el hombre—. Pero no
te preocupes: ¡ya no vivirás para verlo!
—Creo recordar que, hace cinco o seis años, tú llevabas una armadura negra... —
gruñó Kaz— Te equivocas por completo en dos cosas, humano... En primer lugar, los
hombres que defienden el campo vencerán y, en segundo, ¡yo pienso seguir con vida!
—le soltó el minotauro al humano, con una dentuda sonrisa—. Sí... ¡Tienes todo el
aspecto de ser un miembro de la Guardia Negra! Por cierto que yo vi morir a Crynus,
tu Señor de la Guerra... Había perdido la razón.
La espada del hombre titubeó.
El hacha de armas lo golpeó en pleno pecho y, produciéndole un profundo corte
en el cuello, atravesó el peto de la armadura sin la menor dificultad. El hombre se
desplomó lentamente al suelo, con la cabeza apenas enganchada al cuerpo.
Kaz se incorporó con un reniego, en espera de un nuevo enemigo. Mas éste no se
presentó.
Momentos después, algunos caballeros acudieron a toda prisa en dirección a él.
Entre ellos Grissom, el ayudante de Bennett. El minotauro se volvió con alivio hacia
quienes acababan de llegar, sólo para encontrarse con media docena de espadas
apuntadas contra su corazón.
—¿Qué es esto? —bramó.
—¿Qué le has hecho al hombre que montaba guardia aquí, minotauro?
Resultaba evidente que ni Grissom ni los demás estaban enterados de lo ocurrido.
A Kaz le constaba que algunos caballeros desconfiaban de él, pero no hasta tal
extremo.
—¡Habla con tu comandante, humano! ¡Precisamente fui yo quien descubrió el
peligro!
Grissom dudó.
—¿Y por qué ibas a traicionarlos tú? ¡Al fin y al cabo luchaste un día de su parte!
Kaz lanzó un suspiro. ¿Cuántas veces tendría que explicar lo mismo?
—¡Bajad las armas, sir Grissom! ¡El minotauro es un aliado, y uno muy valioso!
Ante la voz de Bennett, los demás guerreros se apartaron, y Grissom saludó a su
superior.
—¡Mis disculpas, señor! ¡Nosotros sólo sabíamos que vos habíais entrado en el

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campamento para avisarnos de un peligro!
—No os disculpéis ante mí, Grissom. Presentadle vuestras excusas a Kaz, pues es
a él a quien ofendisteis.
—Señor...
Bennett clavó en su ayudante una mirada de censura.
—¿Tal difícil es de entender? ¿Debo disculparme yo en vuestro nombre? Estoy
dispuesto a hacerlo, porque Kaz se lo merece. Probablemente ha salvado las vidas de
todos nosotros.
Grissom expulsó el aire con brusquedad y se volvió hacia el hombre-toro.
—Dispensa mi precipitado juicio, Kaz. Supuse que sólo una persona podía ser
responsable de esto.
—Mataron al hombre que estaba de guardia aquí —explicó el minotauro—, y uno
de ellos ocupó su puesto para que nadie sospechara. Fue una suerte que
descubriésemos su trampa antes de que pudieran organizarse bien.
—Intentaron atacar el campo segundos después que yo pudiera dar la alarma —
intervino Bennett—. No se imaginaban que todo el mundo estuviese despierto y a
punto. Llegó una primera oleada. Matamos a seis o siete, y herimos a unos cuantos
más. Sufrimos sólo una baja, aparte del hombre asesinado aquí. Los enemigos
huyeron casi de inmediato. ¡Cobardes!
—Sí, pero no creo que se retiren de manera definitiva. Este individuo era
miembro de la Guardia Negra, Bennett.
—Parecía haber varios merodeando por el centro y la parte sur de Solamnia. Y
también por Kharolis. Las incursiones han aumentado de modo considerable. Vos,
Grissom —añadió Bennett de cara a su ayudante—, mirad de encontrar el cuerpo del
compañero que perdió la vida por aquí. Mañana, antes de emprender la marcha,
ofreceremos a los dos caídos las debidas honras fúnebres. Doblad la guardia durante
el resto de la noche.
—Como ordenéis, señor. ¿Y qué hacemos con éste? —preguntó Grissom, tocando
al muerto con la punta de su espada.
—Ocupaos de que alguien reúna los cuerpos de los enemigos. Prepararemos una
pira para ellos, ¡y que se vayan al infierno con su reina! Si los dejásemos aquí,
podrían ser origen de una epidemia, y sólo nos faltaría eso.
Dos caballeros quedaron de guardia mientras los demás, con excepción de
Grissom, partían en busca del camarada muerto. El ayudante saludó y regresó al
campamento para efectuar las restantes órdenes dadas por el jefe. El sobrino del Gran
Maestre permaneció al lado de Kaz.
—¿Cómo supiste que no era uno de los nuestros? —inquirió—. Yo no conozco ni
a la mitad de mis hombres. Son muchos los que no pertenecen a la Orden de la Rosa.
—Est Sularis Oth Mithas.

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—«Mi honor es mi vida.» Es el código según el cual vivimos. ¿Por qué lo
mencionas?
—Porque ese individuo no conocía la frase, e ignoraba que su vida dependía de
ella.
Kaz tenía su propia teoría referente al nombre del hacha fabricada por los enanos,
Rostro del Honor. ¿Cómo sería el que había forjado un arma tan extraordinaria? ¿Lo
habría ayudado algún mago en su tarea, o quizás había recibido incluso la visita del
dios Reorx? Ahora, Kaz estaba convencido de que la resplandeciente cara plana de la
cabeza del arma reflejaba únicamente las caras y las formas de los seres honorables y
merecedores de confianza. Los enemigos y quienes desconociesen el sentido del
honor no quedaban reflejados... Y eso era algo que el minotauro hubiese querido
saber antes. Kaz se preguntó si Sardal Espina de Cristal conocía la virtud del hacha.
Sardal Espina de Cristal... Casi había olvidado ya al otro elfo. ¿Estaba Sardal de
acuerdo con Argaen? Kaz se dijo que parecía poco probable, ya que, en tal caso,
aquel primer elfo nunca le hubiese dado el hacha de combate salida de manos de los
enanos. El hecho de hacerle semejante regalo, además de salvar su vida, no era propio
de un elfo malvado.
—¡Minotauro...!
Kaz parpadeó.
—¿Qué, Bennett?
—Te conviene descansar un poco. Pareces a punto de dormirte de pie.
Era cierto. Sumido en sus pensamientos, el minotauro se había apartado más y
más de su estado consciente. Los elfos y las hachas mágicas podían aguardar hasta
mañana. El sueño era un lujo que Kaz no había podido permitirse últimamente, y
necesitaba recuperarlo antes del enfrentamiento con Argaen Sombra de Cuervo.
***
Aquella noche no los molestó nadie más, aunque la guardia permaneció alerta sin
descanso. El amanecer no encontró muy reposados a Kaz y a los demás. En realidad
estaba previsto un día entero de tregua, pero nadie se mostró dispuesto a perder tanto
tiempo. Todos sentían urgencia respecto de la misión a cumplir.
A medida que se aproximaban a su punto de destino, Kaz empezó a preocuparse
por Darius. El joven caballero cabalgaba junto a Tesela y le hablaba con frecuencia,
pero Delbin se daba cuenta, también, de que Darius miraba constantemente al cielo
con una expresión extraña. Y el minotauro sabía por qué. Temía que apareciese de
nuevo el dragón de piedra que lo había dado por muerto.
Kaz conocía esa expresión desde los tiempos de la guerra. Darius esperaba que el
monstruo volviese para así poder cumplir su deber. Casi parecía que considerara
injusto seguir con vida cuando los demás habían perecido. Semejantes ideas
conducían a veces a actos de locura e incluso al suicidio. El minotauro pensó que los

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Caballeros de Solamnia tenían demasiadas ansias de morir. Y lo que aún lo
preocupaba más, era que también los de su propia raza se dejaban arrastrar por tales
impulsos.
Hasta él mismo se volvía demasiado pesimista. En un esfuerzo por calmar su
mente, introdujo la mano en uno de sus bolsillos en busca de una de las secas galletas
suministradas por la Caballería. La verdad era que no sabían a nada, pero llenaban.
Acostumbrado de sobra a ese tipo de comida, Kaz descubrió que se iba aficionando a
ellas..., otra señal, según él, de que empezaba a perder la chaveta.
Pero lo que tocó en el bolsillo no fue la galleta, sino un trozo de pergamino. Lo
agarró por un extremo y lo sacó. Era un pergamino enrollado, que alguien había
sellado con ámbar. El minotauro se preguntó dónde había... ¡Ah, claro! Con todo lo
ocurrido últimamente, había olvidado eso por completo. ¡Era el pergamino que Sardal
Espina de Cristal le había pedido que entregara a Argaen Sombra de Cuervo! Y
durante todo ese tiempo...
Kaz se preguntó qué mensaje habría querido enviar el elfo. Y de nuevo pensó en
la posibilidad de que Sardal estuviera conchabado con el mago ladrón...
Kaz decidió romper el sello y ver qué había escrito Sardal.
El ámbar resultó ser más problemático de lo que el hombre-toro había esperado.
Un golpecillo de su pulgar hubiese debido bastar para abrirlo, pero la uña le
resbalaba. Harto ya, sacó una daga y probó con ella, mas también el arma se escurría.
La solución de cortar el pergamino alrededor del sello fue igualmente una labor
difícil, sobre todo teniendo que sostener al mismo tiempo las riendas del caballo, que
no cesaba de moverse. Aun así consiguió trazar un círculo alrededor del ámbar, y el
sello cayó al suelo. Kaz se guardó la daga y comenzó a desenrollar el pergamino.
Un dorado vacío se abrió ante sus ojos.
—¡Kaz! —gritó alguien, probablemente Delbin.
—Pala...
El minotauro no tuvo ocasión de completar el voto antes de que su montura
emprendiese una feliz carrera hacia ese vacío... La patrulla y todo lo demás
desapareció.
Aquel vacío era hermoso, inspirador, pero Kaz no tenía tiempo para tales
contemplaciones. Todo lo que podía hacer era agarrarse mientras el caballo caía y
caía y caía... El animal y él parecían destinados a no cesar de caer hasta el día del fin
del mundo. En ningún momento dio el corcel señales de pánico. Por el contrario,
seguía intentando galopar, sin idea del apuro en que se hallaban.
Finalmente, el descenso se hizo un poco más lento. El minotauro notó que sus
propios movimientos perdían violencia. En cosa de segundos, apenas pudo hacer otra
cosa que respirar, y hacer eso resultaba dificultoso.
«Soy como una mosca atrapada en un tarro de miel», pensó Kaz, que

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experimentaba en su interior una creciente furia, la misma que, en combate, lo
convertía en un verdadero terror. Ahora, sin embargo, esa furia sólo servía para
frustrarlo más. Pese a toda su energía, era incapaz de moverse y defenderse.
Cuando el hombre-toro y su montura se pararon por completo, también cesó la
capacidad de Kaz para respirar. Creyó éste que iba a morir. Esperó que lo venciera la
asfixia, sin embargo no fue así. El minotauro casi lo hubiera preferido, porque ahora
temía quedar encerrado para siempre en el misterioso vacío, sin tener otra cosa que
mirar que aquella preciosa y áurea nada.
—¡Aaaah, minotauro! —tronó de repente una voz a su alrededor—. ¿Qué te has
hecho, desgraciado?
Kaz reconoció la voz. Era Sardal Espina de Cristal quien lo había atrapado.
***
—¡Kaz! —chilló Delbin.
Varios caballeros se vieron forzados a refrenar sus caballos. Bennett, enderezado
en su silla, buscó en vano al minotauro. Darius lanzó una maldición, y Tesela rezó a
su diosa para pedirle una pista respecto a lo que hubiera podido sucederle al
minotauro.
Bennett se sentó.
—¡Que el Abismo se trague al maldito elfo! ¡Esto tiene que ser cosa suya...! Sin
duda estuvo acechando sin cesar, en espera del momento oportuno.
—¿Creéis que..., que Kaz puede haber muerto? —se aventuró a preguntar Darius.
—No, pero me figuro que el ladrón lo ha apresado de alguna manera —contestó
Bennett, que seguidamente se volvió hacia los demás—. Hemos de continuar... La
única posibilidad de Kaz..., y también la nuestra..., reside en encontrar al elfo antes de
que adquiera más fuerza. Si hay suerte, podremos salvar al minotauro. Esté donde
esté, si se halla con vida, Argaen Sombra de Cuervo tiene que conocer su paradero.
Tesela apartó las manos de su medallón.
—No logro averiguar nada referente a Kaz, pero eso no significa mucho. En esta
zona no hay rastro de él. De esto podéis estar seguros.
Bennett hizo un gesto afirmativo, como si fuera ésa la confirmación que había
esperado. En su opinión, no había más tiempo que perder.
—Está decidido, pues. Seguimos adelante.
Cuando el caballero indicó a los otros su determinación con una señal, Tesela y
Darius intercambiaron miradas de incertidumbre. Si Kaz estaba prisionero y sus
enemigos lo habían hecho desaparecer, ¿qué posibilidades tenía un reducido grupo de
caballeros contra tan formidable poder?
Sin embargo, nadie mencionó siquiera la opción de volver atrás.

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18
Sucedió dos días después de partir la columna en busca de Argaen Sombra de
Cuervo. El Gran Maestre intentaba descubrir todo lo hecho en su nombre mientras él
no había estado en su sano juicio. Y lo que averiguaba lo llenaba de vergüenza. ¡Y él,
que había creído rechazar siempre la maldad y la locura! El repetido examen de las
proclamas que llevaban su nombre, proclamas que él sólo recordaba de forma muy
vaga y que habían sido hechas como si se tratara de cualquier otra cosa, le hizo
comprender por qué el pueblo se había vuelto contra los Caballeros de Solamnia.
Cuando, por fin, la gente se atrevía a confiar en un futuro mejor, se había visto
traicionada por quienes habían jurado defenderla. Parecía que de nuevo lo asolara
todo la gran guerra, cuando la Caballería luchaba sin cesar mientras eran los
ciudadanos quienes pagaban el precio de largas décadas de estancamiento.
Lord Oswal se vio distraído de su trabajo por la súbita entrada de uno de sus
centinelas.
—Señor... —insistió el hombre en un susurro.
—¿Qué ocurre?
—En las puertas hay un grupo de viajeros que pide justicia.
—¿Justicia? ¿Ya se sublevaba el pueblo?
—Será mejor que lo veáis con vuestros propios ojos, señor.
Oswal empujó su sillón hacia atrás y se puso de pie. En ese momento deseaba que
su hermano Trake no hubiese muerto envenenado por el traidor Rennard, ya que, en
tal caso, continuaría siendo el caudillo de la Caballería.
—Concédeme unos instantes. Diles que ya voy.
—Como queráis, señor.
El Gran Maestre buscó sus botas con la mirada. Cuando al fin las encontró —
cómo podían haber ido a parar debajo de la cama, era cosa que no acertaba a entender
—, Oswal se preparó y salió en dirección a las puertas. Los hombres de su guardia
real lo saludaron antes de colocarse en fila detrás de él. Con todo lo acaecido, los
caballeros que permanecían en el alcázar se habían vuelto paranoicos con respecto a
la seguridad de su jefe. Le gustase a él o no, los guerreros estaban bien decididos a
acompañarlo en todo aquello que pudiera encerrar un peligro.
El capitán de la guardia se cuadró ante Oswal cuando el grupo llegó a las puertas.
—¿Dónde está esa gente?
—Fuera, señor.
—Fuera? ¿Has olvidado las buenas formas? ¡No porque alguien tenga quejas hay
que mantenerlo alejado de Vingaard!
El capitán palideció.
—Con mis debidos respetos, Gran Maestre, opino que debéis ver antes a los que

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pretenden entrar.
Oswal tenía poca paciencia, aquellos días.
—¡Tonterías! ¡No quiero más reparos! ¿No han declarado venir en son de paz?
—Sí, pero...
—¿Cuántos son?
—Una docena, aproximadamente.
—¿Una docena? ¡Deja pasar a esa espantosa muchedumbre, capitán!
—Como mande el Gran Maestre.
Era obvio que el caballero tenía sus dudas, pero en cualquier caso obedecería a su
señor.
La orden de abrir las puertas fue dada y obedecida sin demora. El Gran Maestre y
sus hombres, que aguardaban preparados, contemplaron llenos de asombro a los
recién llegados. ¡Eran minotauros!
Aparte de Kaz, Oswal había visto a muy pocos hombres-toro tan de cerca. Y esos
pocos eran prisioneros, o bien habían muerto bajo su espada. Una banda de
minotauros era, probablemente, lo último que había esperado encontrar.
—¿Quién está a cargo de la fortaleza? —gruñó un desfigurado gigante de ingrato
aspecto.
El Gran Maestre se cruzó de brazos y, con aquella voz que más de una vez había
hecho callar a un rival a media frase, replicó:
—Yo mando aquí, minotauro. Soy Oswal, Gran Maestre de los Caballeros de
Solamnia. ¿Por qué motivo abandonáis vuestras tierras del este?
—Venimos en una misión de honor y justicia. Según oí decir, los Caballeros de
Solamnia tienen en gran estima estas cosas. En cuanto a mi nombre, soy Scurn —
añadió el minotauro con una ligera inclinación.
Desde el primer instante, su presencia disgustó a Oswal.
Al examinar a los demás, el Gran Maestre descubrió al ogro que permanecía al
fondo del grupo.
—¿Qué hace eso con vosotros? —inquirió—. ¿Lo lleváis prisionero?
—Molok es uno de nosotros. Fue quien primero nos trajo la noticia de la
desgracia que un miembro de nuestra propia raza había acarreado sobre nosotros.
—¿Un miembro de vuestra propia raza?
—Su nombre, noble señor, es Kaziganthi De-Orilg, como consta en las
acusaciones oficiales. Pertenece al clan de Orilg, del cual todos somos parientes
lejanos. Orilg fue el más poderoso de nuestros primeros paladines, y Kaz ha causado
tal deshonor al clan que nos han enviado para que nos lo llevemos y sea ajusticiado.
En cualquier otro momento, las estructuras familiares de los minotauros habrían
interesado al añoso caballero. Se sabía que la familia era lo primero, pero eso de dar
caza a un miembro del clan por haber mancillado el honor de éste... Quizá no

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existiera tanta diferencia entre los minotauros y los humanos. Oswal hubiese deseado
averiguar más cosas referentes a ese tema, pero el asunto de las acusaciones era más
urgente.
—Todavía no has dicho de qué consideráis culpable a vuestro pariente.
A juzgar por la expresión de los ojos de Scurn, el Gran Maestre pensó que
semejante individuo no necesitaba ninguna excusa para perseguir a Kaz. Esa misma
mirada de odio se reflejaba en la cara del ogro.
«¡Una pareja extraña!», se dijo. Scurn explicó con impaciencia:
—En la guerra, Kaz prestó juramento de fidelidad a uno de los ejércitos enviados
a Hylo.
—Un soldado esclavo.
A Oswal le llamó la atención que algunos de los minotauros —y entre ellos había
un par de hembras— se estremecieran ligeramente ante tales palabras.
—En cualquier caso —continuó el desfigurado cabecilla— fue destinado a prestar
servicio en ese ejército, y en especial junto a un capitán ogro. Kaz demostró ser un
elemento hábil —gruñó Scurn, aunque no sin reluctancia— hasta la toma de una
colonia humana. Entonces se mostró en desacuerdo con las decisiones de su capitán.
«No me extraña», pensó el Gran Maestre. Las tendencias sádicas de los ogros
eran sobradamente conocidas...
Y poco a poco afloró en él el recuerdo. Huma y Kaz le habían hablado de aquella
época. Sí... Le constaba que el capitán ogro se divertía en privado con el asesinato de
viejos y niños, algo espantoso y degradante para los conceptos de un minotauro.
¿Sabía eso el grupo que ahora exigía la entrega de Kaz? Fuera como fuese, Oswal
dudaba que se molestaran en escucharlo.
El Gran Maestre se encontró buscando con la mirada al ogro que aguardaba detrás
de todo. ¿Qué papel era el suyo? ¿Sería pariente consanguíneo del que había
resultado muerto en la pelea con Kaz? ¿O un camarada? Las experiencias vividas con
ogros por él, Oswal, siempre le habían demostrado que a los ogros les importaba
poco todo lo que no fuese la propia existencia. Que ese monstruo hubiese elegido a
los minotauros para castigar un crimen contra uno de su propia raza, aun cuando se
tratara de un asesinato, era insólito. Si los minotauros no estuvieran tan aferrados a
sus convicciones relativas al honor —como, cosa lamentable, les sucedía a muchos
caballeros—, habrían comprendido la incongruencia de la situación. No; ese ogro
debía de tener algún otro motivo, aparte de la justicia. La mayoría de los ogros se
habrían contentado con la venganza, si al cabo de unos meses recordaban todavía el
incidente.
—Como otra prueba de la culpabilidad de Kaz —dijo Scurn—, traemos esto...
Scurn tenía en sus manos un pequeño objeto esférico. El Gran Maestre reconoció
enseguida en él a un cristal de la verdad, un artefacto mágico menor que reconstituía

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una y otra vez alguna escena histórica. Oswal contempló la misteriosa imagen que
presentaba a Kaz golpeando traidoramente al ogro por la espalda. Pero eso no
impresionó al Gran Maestre. El problema de los cristales de la verdad era que no
hacían honor a su nombre. Cualquier mago experto podía producir una alteración.
Para los minotauros, no obstante, que eran poco partidarios de la brujería y, al mismo
tiempo, se dejaban impresionar demasiado por ella, resultaba peligrosamente real.
Por último, los mayores entre los minotauros habían redactado una proclama
escrita, según la cual, y ateniéndose a las leyes de los de su raza, el grupo cumplía un
deber de honor al buscar a quien constituía una desgracia, un ejemplo de cobardía y,
además, era un asesino. La proclama recalcaba la huida de Kaz, acto más deshonroso
todavía que la muerte del ogro. De acuerdo con el código de los minotauros, eso era
suficiente motivo para una ejecución o, por lo menos, para condenar a Kaz a una
imposible lucha contra fuerzas muy superiores.
Lord Oswal leyó con atención toda la proclama. Confiaba de veras en Kaz, pero
al mismo tiempo era un apasionado defensor de la justicia y la ley. Los minotauros
que acaudillaban a los de su raza eran jefes legítimos mientras los suyos no los
destituyesen, y su palabra era ley.
—¿Por qué habéis venido a Vingaard? ¿Por qué me enseñáis esto?
—Suponíamos que el minotauro estaría aquí. ¿No es éste el caso?
La mirada de Scurn hizo sentir deseos de mentir al Gran Maestre. Pero el noble
caballero no fue capaz de ello.
—Kaz estuvo aquí hace un par de días. Partió hacia el sur con un pequeño grupo
de mis hombres.
Cosa extraña, entre algunos minotauros se produjeron miradas y murmullos de
alivio. Un macho y una hembra que, en la medida en que un humano podía
distinguirlo, se parecían mucho, revelaron una gran satisfacción. Su cabecilla, en
cambio, no escondió su enojo.
—¿Hacia el sur? ¿Y por sólo dos días no lo encontramos? ¿Adónde se dirige el
cobarde?
—El cobarde, como tú lo llamas, está camino de las montañas que quedan
justamente al norte de Qualinesti. Él y mi sobrino cabalgan en busca de un mago
ladrón que no sólo amenaza a Solamnia, sino a todo Ansalon con sus actos.
—¿Y Kaz se enfrenta al peligro? —intervino la hembra.
Scurn soltó un bufido de desprecio.
—¡Con un cuerpo de caballeros a sus espaldas, puede permitirse la valentía!
Y de cara a Oswal agregó:
»¿Declaras tú que eso es cierto?
El Gran Maestre se irguió.
—¡Mi honor es mi vida, minotauro! ¡Tienes mi palabra!

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El deforme hombre-toro sonrió de manera cruel y, guardándose la proclama y la
esfera mágica, sacó lo que parecía ser un tosco mapa.
—En tal caso, señor, te pido que me indiques exactamente por dónde avanza el
grupo..., todo ello en interés del honor y de la justicia, valores también muy
importantes para nosotros.
***
«¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Acaso llegó y pasó el Día Final mientras yo
permanecía helado e indefenso?»
Kaz no había sabido nada más de Sardal Espina de Cristal. Cabía la posibilidad de
que el elfo, satisfecho con el resultado de su trampa, ya no necesitara hablar con él. Y
ahora le tocaría permanecer donde estaba, sin ver ya nunca nada más que el dorado
vacío.
Apenas superados los melancólicos pensamientos, el minotauro descubrió que,
precisamente, ocurría lo contrario. De nuevo empezaba a poder moverse. Respiraba,
volvía la cabeza, doblaba los brazos y parpadeaba como antes. Era asombroso pensar
lo maravilloso que resultaba pestañear... También el caballo, situado detrás de él, se
movía, relinchando mientras sacudía la cabeza al darse cuenta de que otra vez era
capaz de correr... o de caerse.
Porque, con la recuperación del movimiento, volvían asimismo las caídas. Kaz se
agarró lo mejor posible, diciéndose no sin cierto egoísmo que el caballo amortiguaría
su propio batacazo.
Entonces, y de modo tan brusco como había aparecido, el dorado vacío dio paso a
un espacio lleno de verde hierba y de árboles... A un bosque, de hecho. En el
momento en que los cascos de su montura tocaron suelo firme, el minotauro tuvo la
tentación de cabalgar como si lo persiguieran todos los diablos. Sin embargo, algo
muy importante se lo impidió. Delante de él se alzaba la figura de Sardal, que
empuñaba su mágico bastón.
El elfo sonreía, y su túnica era del blanco más puro. Kaz no se fiaba en absoluto
de él.
—Llegué a creer que no te sacaría nunca de esa trampa —habló Sardal— Pensaba
que los minotauros eran lo suficientemente listos para seguir unas instrucciones tan
simples como la entrega de un pergamino a desprevenidos y engañosos elfos...
Kaz miró a su alrededor. Los árboles no le decían nada. Podía hallarse en
cualquier bosque, aunque empezaba a sospechar que conocía aquella floresta.
—¿Dónde estoy? ¿Cuánto..., cuánto tiempo permanecí atrapado en..., en lo que
fuera?
—Te encuentras bien cerca de tu destino. Un poco al sur, en Qualinesti, si de
veras quieres saberlo. Hace tres días que abandonaste el alcázar de Vingaard.
—¿Sólo estuve atrapado cosa de un día? ¿No fue una eternidad?

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—Me figuro que debió de parecerte mucho más, considerando que no necesitabas
comer, beber ni dormir... Fue un castigo.
—¿Un castigo?
Los ojos del minotauro se enrojecieron de furia, y su mano buscó el hacha de
armas, la misma hacha que precisamente Sardal Espina de Cristal le había dado.
—No un castigo para ti, sino para Argaen.
—¿Para Argaen?
—Sabía que había sobrepasado todos los límites. Dada su falta de inteligencia,
siempre buscó inspiración en razas más jóvenes. Pasó una serie de años estudiando
las características de cada especie, sobre todo de la humana. Incluso vivió entre los
hombres, y, si bien los humanos poseen muchos rasgos sumamente estimables, fue su
peor defecto lo que atrajo a Argaen. Sombra de Cuervo es un individuo que, a falta de
la menor habilidad para la magia, siempre se consideró privado de algo que le
correspondía por derecho de nacimiento. Por eso empezó a robar magia en secreto.
Quiero decir que se apoderaba de objetos de poder pertenecientes a quienes lo
rodeaban.
—¿Y por qué no se lo impedisteis?
—La triste verdad no fue descubierta hasta hace muy poco, cuando Argaen me
envió lo que, obviamente, creía que era una inocente nota en la que pedía
información referente a aquel loco mago humano, Galan Dracos. Resultaba evidente
que deseaba los tesoros de Dracos que los caballeros habían reunido. Hasta hace poco
no había encontrado la manera de penetrar en las cámaras subterráneas secretas. ¿Qué
sucedió, Kaz? ¿Cómo logró introducirse en esos sótanos, pese a tanta protección?
Argaen nunca fue un gran ladrón cuando tropezaba con trampas físicas.
Kaz explicó al elfo todo lo acaecido, empezando por la primera vislumbre de
Vingaard para continuar hasta el momento en que él habla abierto el pergamino.
Sardal meneó la cabeza, asombrado.
—¡Tanto trabajo para nada! ¿Sabes, minotauro, que invertí mucho poder en esa
prisión de la que luego tuve que sacarte? No es algo que pueda volver a hacer así
como así, como te puedes imaginar. ¿Qué es lo que Argaen robó de Vingaard?
Kaz describió la esfera verde y su caótica fuerza, haciendo memoria de cosas que
Huma le había explicado y también la información obtenida más recientemente.
Cuando hubo terminado, preguntó:
—Sardal, ¿qué ha sido de los caballeros y de mis amigos?
—Siguieron adelante. Bennett te dio por muerto o te creyó prisionero de Argaen.
En cualquier caso consideró que lo mejor era proseguir su camino pese a haberte
perdido. ¡Vaya compañero leal!
—Bennett es un Caballeros de Solamnia. Yo hubiese hecho lo mismo.
—Temo, sin embargo, que se metan en alguna dificultad. Lo que queda de los

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ejércitos de la Reina de los Dragones se ha ido reuniendo por aquí cerca. En secreto,
según ellos creen, pero no pueden esconderse de los ojos de los elfos. Tus amigos
corren hacia un grave peligro, minotauro.
—En tal caso, pierdo el tiempo aquí —gruñó Kaz, al mismo tiempo que hacía dar
media vuelta a su caballo—. ¿Qué camino debo seguir?
—El tiempo nunca se pierde, si uno lo calcula bien —contestó el elfo en tono
filosófico.
—¿Qué significa eso? —inquirió el hombre-toro, deteniéndose en seco, a la vez
que torcía la cabeza para mirar a Sardal.
—Significa que yo podré conducirnos más deprisa a nuestro punto de destino...,
que no está lejos.
De repente, la montura de Kaz se espantó al olfatear algo procedente del bosque.
El minotauro puso a punto su hacha. Lo que había olido el animal parecía avanzar
despacio, a su paso.
De la espesura situada detrás de Sardal Espina de Cristal salió una enorme bestia,
al menos tan grande como el caballo montado por Kaz. Sus descomunales y
silenciosas patas apenas tocaban el suelo. De las tremendas fauces, capaces de
engullir el brazo de Kaz, pendía una roja lengua. La piel del monstruo era lustrosa y
plateada.
Era el lobo más voluminoso que el minotauro hubiera visto jamás. Y, dadas las
experiencias vividas con esas imitaciones de tan magnífica criatura, como eran los
lobos espectrales, Kaz había aprendido a desconfiar de cualquier cosa que se les
pareciera.
—Adivino la causa de tu prevención, guerrero, y lamento el hecho de que tantos
cachorros se convirtieran en juguetes de seres tan retorcidos como Galan Dracos y
Argaen Sombra de Cuervo. No obstante, puedes confiar en mí, ya que tu causa es
tanto la de Habbakuk como la de Paladine, y la causa de mi señor Habbakuk será
siempre la mía.
—¿Qué es esto, Sardal?
El elfo no se dignó responder, dado que el objeto de la pregunta de Kaz era más
que capaz de hablar por sí solo.
—Soy Greymir, que acompaña a Habbakuk, señor de los animales y le sirve en el
mundo de los mortales. Mi amo ha ordenado, a petición de este elfo, que os
transporte sanos y salvos a aquel lugar de la Oscuridad donde el carroñero de Sombra
de Cuervo no cesa de acercarse a su mayor locura y a una resurrección de la peor
amenaza para Krynn.
Todo lo pálido que un minotauro podía ponerse, Kaz continuaba con la vista fija
en el magnífico animal. Con el destierro de Takhisis, Kaz había esperado que su vida
transcurriría ya siempre entre asuntos más mundanos. Hacía en todo momento lo

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posible para rehuir a los hechiceros y sus artes mágicas, pero sin mucho éxito. Diríase
que el tiempo retrocedía. Una vez más se veía envuelto en un juego concerniente a
los dioses. La presencia de Greymir era todo cuanto Kaz necesitaba para convencerse
de que eso iba más allá de las mezquinas ambiciones de un elfo, pero... ¿hasta dónde?
—¿Qué...? —empezó a decir, pero Sardal lo interrumpió.
—Como dijiste hace poco, perdemos el tiempo. Desmonta y llévate sólo lo
imprescindible.
—¿Vamos a..., a montar en eso?
—Tú que has cabalgado en dragones, no tendrás miedo de mí, ¿verdad? —
observó Greymir con suavidad.
Después de su temor inicial, el caballo del minotauro comenzó a frotar su nariz
contra la del lobo. Kaz, sin embargo, no se fiaba del todo de los instintos de los
animales y alzó el Rostro del Honor de forma que la imagen de Greymir pudiera
reflejarse claramente en la hoja.
—Una noble arma —señaló el emisario de Habbakuk—. Y tú estás bastante
acertado en lo de comprobar el reflejo... o su ausencia.
La cara de Greymir se veía perfectamente en el hacha de combate. Bien. Aquella
pieza hecha por los enanos no le había fallado, por ahora. Podía confiar en ella.
—Creo que estás satisfecho, ¿no? —dijo Sardal con cierta impaciencia.
—Lo estoy.
Kaz desmontó y se guardó el hacha en el arnés mientras, aunque de manera algo
reluctante, caminaba hacia el enorme lobo. Greymir se agachó para que el minotauro
pudiera montar en él. Tan grande era el animal, que aún quedaba sitio en su lomo
para el elfo, quien al punto se unió a Kaz. El peso de los dos adultos no pareció
importar a Greymir, que se levantó sin ninguna dificultad. El lobo echó una mirada al
corcel de Kaz, y éste se puso en marcha como si hubiera recibido una orden. Greymir
golpeó el suelo con las patas.
—¡Sujetaos bien! —indicó.
Y salió disparado a una velocidad que sólo un dragón podría alcanzar. Los árboles
pasaban raudos hacia atrás. Los pájaros parecían quietos en el aire. El minotauro se
daba cuenta de que las patas de Greymir ni siquiera tocaban la tierra. Aquello era
propio de una leyenda o de un milagro. Y era algo, también, que el jadeante
minotauro habría preferido no experimentar nunca.
La luz diurna perdía su batalla contra la noche. Kaz supuso que sus compañeros
habrían llegado ya casi a las montañas. Cincuenta contra... ¿cuántos?
—Recibirán ayuda —le informó entonces una voz que el minotauro reconoció
como la del lobo.
¡De modo que aquella magnífica criatura podía escuchar sus pensamientos!
—Eres el minotauro más ansioso que conozco —comentó Greymir con una sorda

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risita.
Kaz estaba concentrado en mantenerse bien sujeto. Las montañas los engulleron.
Entrar en aquella escabrosa cordillera era como verse en un mundo nuevo y
espantoso, que recordaba demasiado la maldición que durante tanto tiempo había
pesado sobre Vingaard. Era como la renovada presencia de la verde esfera de Galan
Dracos.
—Ya no falta mucho —anunció Greymir.
De súbito, un aullido de mofa resonó a través de las montañas. El minotauro
reconoció el sonido y no pudo contener un refunfuño. Ningún animal viviente aullaba
de aquella forma.
—Lobos espectrales —comentó Greymir con tristeza—. ¡Mis desfigurados
cachorros! —prosiguió el lobo, cada vez más furibundo—. ¡Y pensar que no puedo
hacer nada por ellos! Sólo son envolturas llenas de recuerdos vagos y torturantes.
El eco de los aullidos se oía en todas partes. Argaen sabía que ellos se
aproximaban, e intentaba reducir su marcha con las alucinaciones. Esta vez, empero,
no engañaría a nadie.
—El elfo ignora nuestra presencia, y no se trata de ilusiones —gruñó entonces
Greymir, parándose de golpe ante la horripilante escena que se desarrollaba a pocos
metros de ellos.
—¡Habbakuk y Branchala! —exclamó Sardal.
De repente aparecieron lobos espectrales por todas partes. Kaz se cansó de contar
después de llegar a los cincuenta, más o menos. La visión resultaba escalofriante,
como si el cementerio de todos los lobos hubiera sido revuelto súbitamente por el
malvado Chemosh, señor de los no muertos. Incontables órbitas rojas los miraban sin
ver. Lenguas en descomposición colgaban de bocas llenas de amarillentos dientes.
Los huesos de las bestias se transparentaban...
—Sujetaos bien! ¡Preparaos para la defensa!
Un lobo espectral situado en un saliente de roca emitió una horrible risa. Fue una
risa muy humana, demente. Pero Kaz no tuvo tiempo de pensar en ello, ya que
Greymir se había puesto en movimiento de nuevo.
Los lobos espectrales atacaron todos a la vez.
Obstaculizado, el minotauro sólo pudo defenderse a medias cuando docenas de
monstruos rodearon a Greymir, que avanzaba a toda la velocidad posible. Aunque sus
golpes lograron desmembrar a varios lobos espectrales, los infernales engendros se
recuperaban en el acto y las diversas partes de sus cuerpos volvían a unirse. Era
difícil matar a unos seres ya muertos que eran capaces de recobrar la forma de antes.
Aun así, los fugitivos ganaban tiempo.
Greymir no reducía la velocidad, pero de algún modo conseguía tener siempre un
lobo espectral entre los dientes o pisoteado bajo sus patas. Un monstruo tras otro salía

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despedido hacia los lados. Kaz y Sardal tenían las piernas y los costados llenos de
cortes. Greymir había recibido arañazos de poca importancia. De prolongarse aquella
situación, los lobos espectrales quizá los habrían vencido.
Pero por fin, con un par de grandes saltos, el gigantesco Greymir se libró de los
atacantes sin vida, derribando a un último enemigo con las patas traseras. Los
restantes lobos espectrales intentaron seguirlos, pero pronto quedaron atrás.
—Menos mal que eso ha pasado —jadeó Sardal.
Pero Kaz, que miraba al cielo, descubrió algo que había confiado en no volver a
ver nunca.
—Todavía no estamos a salvo, Sardal —dijo—. ¡Levanta la vista!
Describiendo amenazadores círculos por encima de una montaña que se alzaba a
poca distancia, en dirección norte, estaba el dragón de piedra...
Greymir aminoró el paso.
—Os he traído lo más lejos posible. Ahora tendréis que hacer a pie el resto del
camino, pero ya no queda lejos. Quizá sea incluso demasiado cerca.
—¿Adonde vas tú?
—Pedí un favor cuando mi señor Habbakuk me envió, y me fue concedido —
respondió el gran lobo mientras se detenía—. Os ruego que desmontéis.
Los dos obedecieron. El animal dio media vuelta hacia donde aún rondaban los
lobos espectrales.
—Agradecemos sinceramente tu ayuda, emisario de Habbakuk.
—Vuestra petición me dio una gran oportunidad. Yo no podía venir a estas tierras
sin una razón. Si alguien merece las gracias, sois tú y el minotauro por permitirme
completar una tarea que debiera haber realizado hace tiempo. Se trata de una
maldición echada sobre los de mi raza.
A lo lejos percibieron los aullidos de uno o dos lobos espectrales.
Los ardientes ojos de Greymir se estrecharon al advertir el lúgubre sonido.
—Con vosotros dos montados en mí, no podía hacer nada, pero ahora me las veré
con ellos debidamente. ¡Que tengáis suerte en vuestra empresa, amigos!
Y, con estas palabras, el enorme lobo salió disparado hacia la espesura.
—Greymir lleva años sufriendo por la existencia de esos seres —explicó Sardal
—. Ahora va a destruir esas demoníacas formas para que las almas de los miembros
de la manada que un día los criaron puedan descansar en paz.
—Yo creía que todos habían muerto con su primer amo, Galan Dracos. ¿Dónde
aprendió Argaen tan sucia hechicería? No lo hubiese creído capaz de eso —dijo Kaz.
Sardal lo miró ceñudo.
—Argaen Sombra de Cuervo no es capaz de eso, en efecto, pero puede haber
llegado a creer que es responsable. Como bien puedes ver, Argaen no constituye más
que un instrumento. No, minotauro... Los lobos espectrales obedecen sólo a su

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primero y único amo.
—La esfera verde! ¡Lo presentí!
—Si, amigo mío. ¡Calan Dracos vive!

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19
—Creo que son esas montañas situadas en medio de la cordillera —comentó Bennett
con calma, dirigiéndose a sir Grissom.
El otro caballero hizo un obediente gesto afirmativo. Detrás de ellos, Darius,
Tesela y Delbin escuchaban con una mezcla de impaciencia, ansiedad y enojo. Kaz ya
no estaba con ellos. Alguna trampa enemiga lo había engullido. No era la lentitud con
que avanzaba la columna lo que los tenía preocupados, sino la conformidad con que
Bennett parecía aceptar la desaparición de Kaz.
—Es la guerra —había contestado a las angustiadas preguntas de Tesela—. Una
guerra como la que se produjo hace más de cinco años. Si el minotauro vive, lo
entenderá de sobra.
Por los caminos había huellas de una reciente actividad, hombres a caballo y a
pie. Los rastros iban hacia las montañas, alejándose de ellos, mientras que otros
discurrían paralelos al suyo... Los había en todos sentidos. En un par de ocasiones, los
hombres creyeron haber visto un dragón de piedra.
—¡Armas a punto! —ordenó Bennett.
Los caballeros que cabalgaban delante empuñaban sus lanzas, por si el enemigo
les cerraba de repente las sendas de la montaña. Los guerreros que formaban las filas
iban divididos en dos grupos: los que tenían el arco a punto, por si el adversario se
escondía entre las rocas y las escarpaduras, y los que llevaban espadas, por si eran
atacados desde el llano. El tácito deber de Darius consistía en proteger a la
sacerdotisa y al kender, y el joven caballero estaba más que dispuesto a probar su
espada en defensa de ambos. Tesela, por su parte, había logrado calmarse un poco.
Llegado el momento, pondría todas sus facultades al servicio de la columna.
Hasta Delbin estaba preparado para la lucha. Había logrado encontrar una honda
y municiones. La honda constituía un buen hallazgo. En realidad, lo que había
buscado era su dichoso libro, con objeto de tomar nota de todo lo que sucediera. Pero,
como la honda prometía ser útil, la mantenía preparada.
La columna se adentró en las montañas.
Encaramado en un picacho, el dragón de piedra los observaba sin que, de
momento, lo hubiesen visto a él. No había recibido orden de ataque. Todavía no.
Eso era una suerte, porque pronto resultó evidente que los caballeros tenían otras
preocupaciones, tales como el posible deterioro de sus armaduras y el repaso de sus
variadas y horribles armas.
El primer error del enemigo fue creer que los caballeros admitirían la posibilidad
de retirarse. El segundo consistió en pensar que cincuenta hombres eran simplemente
cincuenta hombres, olvidando que se trataba de los luchadores mejor entrenados de
todo Ansalon. La primera ola de asaltantes, que apareció tanto en suelo llano como en

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las laderas, quedó reducida casi a un único hombre cuando cada guerrero puso el
máximo afán por su parte. En cambio, sólo un caballero perdió la vida. Una flecha le
había atravesado el cuello, y únicamente otros dos fueron heridos. El enemigo, por el
contrario, había perdido veinte o treinta hombres. La furiosa batalla terminó al cabo
de unos minutos.
Cuando los desorganizados asaltantes corrieron a buscar refugio en las montañas,
Bennett ordenó permanecer en sus sitios a aquellos que habrían preferido perseguir a
sus atacantes. La columna se movería en su totalidad, o se quedaría donde estaba.
El siguiente choque se produjo cinco minutos después.
***
—¿Cuánto tiempo podemos permitirnos seguir aquí, minotauro?
Kaz miró hacia abajo, donde otra patrulla registraba el área cercana. Era
sobradamente obvio lo que aquella patrulla buscaba... o a quién.
—Todo el tiempo que nuestros amigos de allí abajo necesiten para quedar
agotados.
Poco a poco avanzaban hacia el alcázar que Argaen Sombra de Cuervo había
hecho suyo. Encontrarlo había sido fácil: sencillamente, manteniéndose los dos en la
dirección del picacho ocupado ahora por el dragón de piedra.
En efecto, y tal como habían supuesto, la fortaleza se hallaba al pie de esa
montaña.
Ahora bien... ¡Llegar hasta allí sí que era un serio problema!
La región era un hormiguero de actividad. Por doquier corrían las patrullas. Kaz
estaba realmente asombrado ante el gran número de endurecidos luchadores. ¡Conque
ahí estaba el grueso de lo que quedaba de las otrora terribles fuerzas de la Reina de
los Dragones! Y el maldito elfo formaba allí su propio ejército... ¿Cuánto tiempo
hacía que planeaba eso? ¿Cuándo había establecido el primer contacto con los
diversos comandantes invasores? ¿Qué les habría ofrecido?
La fortaleza de Sombra de Cuervo había sido construida mucho tiempo atrás,
probablemente por alguien que soñaba con una nueva vida. Era antigua pero sólida.
La rodeaba una alta y práctica muralla salvo en la parte trasera, donde una montaña
formaba una barrera natural para cualquier intruso. En el extremo posterior del
alcázar había varios edificios importantes, uno de ellos en forma de achatada torre, y
que seguramente servía de residencia al dueño. Kaz sospechó enseguida que allí
encontraría a Argaen Sombra de Cuervo. A pesar del deterioro que los elementos
habían causado en aquella fortaleza, el malvado elfo no parecía considerar necesario
restaurarla. Ni Sardal ni Kaz podían imaginarse lo que había sido de los primeros
ocupantes del lugar, aunque el minotauro calculó que, en su día, la ciudadela habría
albergado por lo menos a cuatrocientas almas. Desde luego, eso parecía indicar la
grandiosidad del alcázar.

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Sus dimensiones también daban a entender que el ejército de Argaen era muy
considerable, porque aquello estaba repleto de hombres y caballos. También había
grupos de ogros y de seres de otras razas que habían establecido alianzas con
Takhisis.
El tiempo se agotaba rápidamente. Tan intensa actividad sólo podía tener una
explicación para Kaz: sus amigos eran objeto de un ataque. Cada momento perdido
los acercaba más a la muerte..., si no era ya demasiado tarde.
Y ellos dos no podían ir más deprisa.
Tenían que esquivar el encuentro con patrullas y jinetes. Hubo un momento en
que se vieron forzados a esperar y dar muerte, de manera silenciosa, a unos
exploradores que estaban peligrosamente cerca. Y la ciudadela quedaba aún lejos.
—Avanzan —susurró Sardal.
La patrulla había decidido seguir camino abajo, delante de ellos. Nadie
descubriría los cuerpos de los tres hombres que Kaz se había visto obligado a
liquidar, pero, si el grupo llegaba lo suficientemente lejos, podría hallar huellas de un
lobo muy grande.
Kaz se preguntó cómo le iría a Greymir, el emisario de Habbakuk. Los lobos
espectrales eran, sobre todo, persistentes y molestos hasta la exasperación, y
resultaban prácticamente imposibles de matar. El minotauro estaba preocupado por la
suerte corrida por Greymir, pero asimismo temía que los otros los rodearan al elfo y a
él.
—Estamos perdiendo un tiempo precioso —le recordó Sardal.
La respuesta de Kaz dejó bien claro lo que éste pensaba del comentario del elfo.
Mientras Sardal contenía una sonrisa, el minotauro examinaba a toda prisa el área y,
una vez decidido que no había riesgo, salió al descampado.
—Tenemos suerte —señaló el compañero de Kaz— de que Argaen no se atreva a
confiar en otro mago.
—¿Por qué?
—Es muy simple: ¿qué Túnica Negra no se sentiría tentado por el poder que
proporciona la esfera verde? Y Argaen no dispone de fuerza suficiente para
enfrentarse a un verdadero experto en magia.
—Eso lo hace perfecto para Galan Dracos.
—Exactamente —asintió Sardal con cierto aire de pena—. ¡Pobre Argaen! Me
pregunto si tiene idea del papel que puede hacer...
Kaz emitió un gruñido.
A sus espaldas sonó entonces un grito de advertencia. Ambos se volvieron. Por
algún motivo, dos miembros de la última patrulla habían vuelto atrás, llegando a
tiempo para ver cómo el minotauro salía de la espesura. A Kaz y Sardal sólo les
quedaba una opción, y el minotauro la puso en práctica con esta única palabra:

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—¡Corre!
En el acto sonaron unos cuernos. El hombre-toro oyó más voces, lo que
significaba que el resto de la patrulla se hallaba a poca distancia. La alarma no
tardaría en alertar a los demás.
—¡No..., no podemos correr a ciegas! —jadeó Sardal.
—No gastes tu aliento en balde.
De súbito, Kaz notó que no pisaba suelo firme. Al instante se dio cuenta de que
no era él sólo quien tenía ese problema. Sardal estaba a punto de caer hacia adelante,
y unos gritos de susto le indicaron que también sus perseguidores se tambaleaban.
¿Sería un terremoto?
—¡M... minotauro! —chilló el elfo, que resbalaba ladera abajo sin poderlo
remediar.
Kaz hubiese querido ayudarlo, pero bastante trabajo tenía para no resbalar detrás
del compañero. Los temblores hacían volar todo lo que no estaba sujeto. Cuando ya
apenas se sostenía de pie, Kaz vio, boquiabierto, cómo el declive de un pico parecía
caer derretido. El minotauro parpadeó, pero no por eso cambió el increíble suceso. La
causa de todo ello tenía que ser la esfera de color de esmeralda. Argaen Sombra de
Cuervo debía de aprovechar sus facultades. Y no tenía éxito.
El caos... Huma había dicho que Galan Dracos tenía en esa esfera su canal hacia
el poder del caos, o algo semejante...
Entonces, Kaz recibió un golpe por la espalda. En el acto hizo un brusco
movimiento con el brazo, sólo para encontrarlo sujeto con fuerza por un humano casi
tan alto y ancho como él mismo. Aquel hombre tenía que ser medio ogro. El
minotauro necesitaba sacarse de encima al enemigo antes de perder pie por completo.
El humano intentaba arrebatarle el hacha de armas. Kaz se defendió como pudo,
pero resbaló. Y, aunque hombre y minotauro estaban en igualdad de condiciones, Kaz
no tardó en hallarse en desventaja. Su adversario peleaba desde un punto más elevado
del suelo. El hombre-toro perdía terreno y, para complicar más la cosa, el soldado
desenvainó ahora una daga. Después de conseguir apoyar los pies unos momentos,
Kaz cayó sentado, pero también el otro se desplomó de bruces contra la tierra. Soltó
al minotauro, y los dos contrincantes se separaron. El soldado rodaba montaña abajo
sin poderlo remediar, y, cuando Kaz pudo detenerse en un punto menos empinado, el
otro ya no se movía.
Por fin cesaron los temblores, pero no los problemas. El suelo antes sólido, si bien
ya no presentaba desigualdades, era ahora fangoso. Kaz se levantó, pero al momento
se hundió hasta las rodillas. Detrás de él, Sardal trataba de abrirse paso hacia el
minotauro. Aquella especie de ciénaga le cubría los tobillos, y a cada paso era
engullido más y más.
Un horrible sonido succionante llamó la atención del minotauro, que se volvió a

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tiempo de ver cómo las botas de su enemigo, la única parte visible de él, desaparecían
en la pantanosa tierra. Kaz miró entonces el barro que rodeaba sus propias piernas, y
sintió que la angustia lo helaba.
Se hundía con creciente rapidez.
—¡No estés quieto! —gritó Sardal—. ¡Mueve el cuerpo! Eso hará que la
absorción sea más lenta...
Aquel razonamiento parecía discutible, pero los resultados fueron evidentes. El
hombre-toro consiguió alzarse un poco. Sin embargo, existía aún una dificultad.
—¿Cómo saldremos de aquí?
Una sombra se dibujó entonces encima de ellos. Kaz no necesitó mirar hacia
arriba para saber qué era. El pétreo dragón de Argaen.
La infernal criatura describía círculos en el aire, como si considerase lo que debía
hacer. El minotauro alistó su hacha de armas pese a tener la certeza de que, aunque al
dragón le produjese cierto respeto, bastaría con que la terrible bestia se dejara caer
encima de él para acabar muy mal. Pero al menos intentaría golpear al monstruo.
Toneladas de sólida piedra cayeron con gran estrépito, ocultando incluso el sol.
Kaz cerró los ojos en espera del momento final, pero ese momento nunca llegó. En
cambio oyó un golpe sordo y pesado, como si algo tan macizo como un dragón de
piedra hubiese chocado contra una superficie dura, para rebotar luego.
—¡Loado sea Branchala! —susurró Sardal, muy cerca.
Kaz se atrevió a abrir los ojos. Por lo visto, el dragón había salido despedido de
algún sitio, y ahora aleteaba desesperado para recobrar el equilibrio. El elfo sonrió
cansado. El minotauro miraba del compañero al dragón, y de nuevo al compañero.
—¿Qué has hecho?
—Inventé un hechizo que me pareció lo bastante poderoso para rechazar al
animal creado por Argaen. Dio resultado, y eso me complace —dijo el elfo con
patente alivio.
—¿Sólo te lo pareció? ¿No estabas seguro?
Pero el dragón todavía no se había rendido. Una vez más intentó recobrar el
control de sí mismo, mas el resultado fue similar al anterior. No obstante, los tenía
prácticamente inmovilizados. Y, peor aún, los supervivientes de la patrulla que antes
los había perseguido se abrían paso hacia ellos, aunque despacio. Kaz contó unos
siete hombres, cinco con espadas, el sexto con un hacha, y el último con una pica.
Tenían enemigos detrás, un monstruo encima, y ellos sin poder moverse. Incluso
durante la guerra, las cosas se habían presentado mejor.
«Paladine sabe que yo procuré vivir siempre para honrar tu memoria, Huma —
pensó el minotauro, apenado—, pero los dioses parecen desaprobar mi actitud, y
creo que mi suerte se acaba definitivamente...»
El ruido de los caballos montados por hombres de armadura lo arrancó de sus

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sombrías ideas. Su primer pensamiento fue el de esperar lo peor: que la patrulla
hubiese recibido refuerzos. Kaz y Sardal miraron hacia atrás.
Un grupo de caballeros se abría paso entre la escasa resistencia. El minotauro
creyó distinguir a dos o tres magos, todos ellos elfos, que cabalgaban en la
retaguardia.
Sardal soltó una risa de alivio.
—¡Había abandonado ya toda esperanza de que llegaran a tiempo!
Kaz se volvió hacia él con los ojos muy abiertos.
—¿Sabías que venían?
—Mientras tú estabas atrapado en la trampa, hablé brevemente con los míos y,
además, envié un mensaje a las fuerzas solámnicas más cercanas. Las ciudadelas del
sur han estado persiguiendo a los restos del ejército de la Reina de los Dragones
desde el término de la guerra.
El minotauro no salía de su asombro.
—En cuanto a mi pueblo... —iba a continuar Sardal, pero se interrumpió.
Kaz levantó entonces la vista, pero no pudo ver nada más que unas enormes
garras de piedra y, cuando era arrancado del cenagoso suelo con un sonoro ¡blupp!,
se dio cuenta de que el encantamiento de Sardal había sido superado. El dragón de
piedra se elevó por los aires con su presa fuertemente sujeta. Kaz se sorprendió de ver
que todavía podía respirar. En efecto, no estaba muerto, y el dragón no parecía tener
la intención de matarlo. Aquel horror animado voló más alto y huyó del peligro de los
elfos magos, directamente hacia la fortaleza de su amo.
Las pétreas garras apretaban los brazos de Kaz contra su cuerpo, y la tremenda
presión le hizo perder fuerza para mantener asido el Rostro del Honor. Antes de que
el minotauro pudiese reaccionar, el hacha de combate resbaló de su mano y fue a
parar al fango, para desaparecer bajo la superficie de la licuada tierra. Kaz trató de
imaginarse el segur creado por los enanos, para ver si lograba atraerlo de nuevo hacia
sí, pero no ocurrió nada. Cómo lo había conseguido antes, era cosa que ya no sabía.
Ahora se encontraba desarmado y solo.
Las garras se estrecharon aún más alrededor de sus brazos. Kaz apenas podía
respirar. Cuando todo se oscureció a su alrededor, pensó que, quizás, el dragón se
proponía estrellarlo.
Momentos después ya no le importaba. Incapaz de tomar aire, perdió el sentido
por completo. Sólo maldijo, en los últimos segundos, que no pudiera morir luchando.
***
Parte de él se daba cuenta de que era otro sueño, mezclado con sus recuerdos,
pero esa percepción se hallaba enterrada en el fondo de su mente.
A Kaz sólo le preocupaba que era el día de prestar juramentó, un día de orgullo y
vergüenza a la vez, de honor e indignidad.

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Kaz ocupó su sitio con el resto, delante de aquellos a los que el ogro y los jefes
humanos habían nombrado mayores de la raza de los minotauros. Uno de ellos
ostentaba el título de emperador, porque nunca había sido derrotado en el anfiteatro,
si bien algunos afirmaban que eso era fruto de sus trucos. Allí se hallaban asimismo
los mayores, supuestamente los más fuertes y listos entre los minotauros. Varios de
ellos eran verdaderos campeones, como Kaz. Casi todos eran sospechosos de la
misma traición que el emperador. Pero al fin y al cabo no importaba, puesto que
eran tan esclavos de los grandes señores como el resto del pueblo.
Largo tiempo atrás, al ser dominados por vez primera, los minotauros habían
jurado absoluta obediencia con tal de salvar su raza. Atados por su propio y estricto
código de honor, se veían atrapados ahora en un interminable ciclo de esclavitud.
Los pocos descontentos habían sido rápida y calladamente silenciados por los jefes.
De cualquier modo, los perjuros eran muy escasos.
Ahora, en la interminable guerra entre Paladine y Takhisis, los minotauros
constituían una parte importante en los esfuerzos de Crynus, el Señor de la Guerra.
Un minotauro valía por dos luchadores de cualquier otra raza. Generalmente, por
más de dos. Los hombres-toro ganaban batallas que otros hubiesen dado por
perdidas. Divididos de manera que la tentación de rebelarse nunca fuera sentida por
demasiados a la vez —porque el Señor de la Guerra no estaba dispuesto a correr
riesgos—, los minotauros fortalecían extraordinariamente todo ejército. Todo lo que
hacía falta era asegurarse su lealtad mediante el juramento.
El propio Crynus estaba presente, y parecía mirar de manera particular a Kaz. El
minotauro se sentía orgulloso y desconcertado al mismo tiempo. Alguien hizo la
señal para que comenzara la ceremonia del juramento. Sonó un cuerno, mas no era
un cuerno de batalla solámnico, y el hombre que había sido el Señor de la Guerra se
transformó en el Gran Maestre Oswal. Las demás figuras sentadas delante de la
muchedumbre allí reunida se convirtieron en caballeros. Bennett se hallaba a la
derecha de su tío, y Rennard, muy sonriente —como no lo había visto Kaz en el breve
espacio de tiempo en que ambos se habían conocido— ocupaba el asiento de la
izquierda.
«¡Esto es un sueño! —protestó una parte de la mente del hombre-toro—. ¡No
puede ser así!»
—Un juramento sólo vale tanto como el hombre que lo hace —murmuró alguien
situado a su derecha— y un minotauro no es un hombre.
Kaz se volvió con brusquedad y se vio entre una legión de jóvenes caballeros que
esperaban prestar su juramento solámnico. El que había hablado era Huma, que
contemplaba al minotauro con desprecio.
—Cuánto durará este juramento? —preguntó Huma con una mueca—. El que
hiciste a tus amos sólo duró hasta que te cansaste de él. ¿Cuánto tardarás en volverte

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contra mí? Me has decepcionado, Kaz. No tienes sentido del honor. Ni el más
mínimo. Trataste de ser como yo, ¡pero sólo para convencerte a ti mismo de que no
eres un indigno cobarde y un asesino!
Los ojos del minotauro se enrojecieron, y sus manos ya se disponían a empuñar
el hacha de armas para demostrarle la verdad con ella al humano. El hecho de
formular tal pensamiento bastó para que el hacha se situara a punto para el ataque.
Con la misma fingida sonrisa que Huma, Kaz levantó el arma... para encontrarse
mirando la hoja, donde su propia imagen empezaba a debilitarse.
—¿Cómo es posible? —musitó Huma, pero ya no era su voz, sino la de Argaen
Sombra de Cuervo, o quizá la de Galan Dracos.
Resultaba imposible decirlo.
Con la súbita manifestación de aquella voz —o de aquellas voces—, Kaz recobró
parte de control sobre su sueño. Alzó el hacha, mas en el mismo instante supo que la
figura hacia la que se dirigía no podía ser Huma. Tenía que ser Sombra de Cuervo,
el elfo al que con toda su alma deseaba enviar al Abismo.
—¡Despiértalo de una vez, diantre! ¡Basta ya de juegos! —ordenó entonces una
voz que parecía proceder de todas partes.
***
Kaz se vio sacudido hasta volver a la realidad. Era la única forma de describirlo.
El minotauro pasó sin transición del sueño a la vigilia, lo que fue suficiente para que
sintiese mareo. Empezó a dejarse caer, pero algo lo sujetaba por las muñecas.
—¡Abre los ojos, viejo amigo!
El minotauro lo hizo.
Argaen Sombra de Cuervo se hallaba sentado delante de la malévola esfera verde,
en el centro de lo que parecía un improvisado laboratorio de brujería en el alcázar. Su
aspecto era de buena salud y no se le veía ninguna herida, aunque se inclinaba hacia
un lado de manera rara. Y diríase que estaba molesto por algo que no era
precisamente la presencia de Kaz. Aparte del dragón de piedra había allí, en lo que
podía considerarse el hogar de Argaen, otra figura importante. Era él, sin duda, quien
había dado la bienvenida al minotauro. Era él quien ahora flotaba encima de la esfera
de color de esmeralda, formando tanta parte de ella como la esfera lo era de él.
Desde luego era Galan Dracos.

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20
Los invasores atacaron de nuevo. Esta segunda vez, el enemigo no cometió la tontería
de cargar contra los caballeros. En cambio se mantuvo en las cumbres y laderas,
desde donde arrojó una lluvia de muerte sobre el grupo. Pese a llevar alzados sus
escudos, dos caballeros fueron derribados en la primera descarga. Eran demasiados
los arqueros que los rodeaban. Uno o dos caballeros contestaron con duros flechazos,
y, aunque cada intento constituía un serio riesgo, los guerreros no rehuían su deber.
Uno de los hombres cayó atravesado sobre la montura de Tesela, y la sacerdotisa
no pudo contener un jadeo de horror. Darius la ayudó a bajar al suelo al infortunado
caballero. No tenían tiempo de detenerse. Una interrupción de su marcha hubiera
significado una muerte segura.
Por la izquierda cayeron de pronto sobre la columna montones de piedras, como
si alguien quisiera provocar una avalancha. Un arquero solámnico eliminó a un
hombre, pero otros permanecieron escondidos. El corcel de un caballero fue abatido
cuando varias piedras de considerable tamaño le aplastaron una pata trasera. Con
tremenda rapidez, el guerrero atravesó el cuello del animal con su espada, aliviándolo
así al instante de su terrible sufrimiento. Bajo la protección de sus compañeros, el
hombre montó en el caballo de un camarada caído.
Mientras los caballeros no demostraban la menor intención de retirarse, Darius
temía por sus dos compañeros, especialmente por Tesela. Miró una vez más hacia la
retaguardia de la columna, confiando en que pudieran abrirse paso de algún modo,
pero los atacantes ya hormigueaban por todas las rocas. Hacer retroceder a Tesela y
Delbin equivaldría a condenarlos a muerte, aunque también era dudosa la suerte que
podrían correr si permanecían donde estaban.
Fue entonces cuando Darius se dio cuenta de que el kender había desaparecido.
Al girarse para buscarlo a su alrededor, la momentánea vacilación estuvo a punto
de conseguir que una flecha le diera en pleno pecho. A Delbin no se lo veía por
ninguna parte. Sin embargo, Darius tenía la certeza de que, en caso de haber resultado
muerto, él lo recordaría. Además le constaba que el kender era bien capaz de
escabullirse en medio de un combate.
—¡Maldito seas, Delbin! —murmuró Darius cuando siguió adelante con el resto
de la columna.
De haber sabido dónde se hallaba realmente el kender, el caballero habría retirado
enseguida su reniego. Porque Delbin no había escapado en busca de su propia
seguridad, como él suponía, sino que corría por la maraña de senderos que surcaban
la cordillera, penetrando cada vez más en las fragosidades. Los enemigos, atentos
sólo a los caballeros que tenían debajo, no descubrieron al menudo personaje que se
escurría sin perder tiempo por entre las fuerzas que engrosaban sin cesar. La verdad

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era que el kender iba más deprisa que la columna. Delbin tenía un cierto sentimiento
de culpa —muy poco característico de un kender— por haber abandonado a los otros,
pero podía más su determinación de alcanzar la ciudadela del mago ladrón, Argaen
Sombra de Cuervo. Un rasgo de los kenders que los miembros de muchas otras razas
pasaban por alto era su gran fidelidad a los amigos. Y el mejor amigo de Delbin,
alguien de quien se sentía más cerca que de su propia familia, probablemente se
hallaba prisionero del diabólico elfo. Nada haría retroceder al joven kender.
Ni por un momento creyó Delbin que Kaz pudiera estar muerto.
Súbitamente se movió alguien entre las rocas que tenía delante. Con la honda a
punto, el kender avanzó con la cautela de que sólo era capaz alguien de su raza. La
figura resultó ser un arquero situado de espaldas. Llevaba éste buena provisión de
flechas y parecía dispuesto a dispararlas todas. Delbin observó que por allí había
diseminados otros emboscados, pero sólo aquél le obstruía el camino. El kender
eligió un proyectil apropiado para su honda, cargó el arma y, sin titubear, hizo girar la
honda en el aire por encima de su cabeza, una y otra vez. Le parecía un poco injusto
golpear al hombre sin darle ocasión de defenderse, pero se dijo que el humano
tampoco tenía escrúpulos para atacar a los caballeros que, por encontrarse más abajo,
estaban en desventaja.
En el siguiente volteo soltó el proyectil, que como una exhalación le dio al
arquero en la parte posterior de la cabeza. Un rojo chorro cubrió la espalda del
soldado antes de que éste se inclinara hacia adelante y cayera al vacío desde el
saliente de roca donde había estado arrodillado. Delbin deseó que no aplastara a nadie
que estuviera justamente debajo.
Poco más allá del apostadero del hombre ya muerto, Delbin divisó la fortaleza.
No parecía quedar muy lejos.
De repente, Delbin sintió que el suelo se encrespaba y movía con violencia. Oyó
los gritos de algunos atacantes que perdían la vida, y maldiciones proferidas más
arriba y más abajo de donde se encontraba él. La verdad es que Delbin disfrutó con
aquel inesperado movimiento del suelo, que le pareció una de las cosas más
cautivantes que había experimentado en su vida, pero pronto empezó a molestarle la
licuación de la tierra alrededor de sus pies. A los kenders les gustaba moverse, y el
barro era únicamente para los enanos del barranco. Resultaba difícil hallar suelo
sólido, ya que, pese a sus nuevas características, la tierra sobre la que Delbin andaba
apenas se diferenciaba de otras partes no afectadas. El único modo de comprobar la
desigualdad consistía en pisar la superficie y confiar en no hundirse.
Pero aquella preocupación se acabó cuando Delbin vio elevarse al dragón de
piedra por detrás de unos picachos algo menos altos. Los penetrantes ojos del kender
distinguieron en el acto el cuerpo fuertemente sujeto por las tremendas garras. Delbin
había visto de cerca a la infernal criatura y sabía lo poderosas que las tenía, y no tuvo

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duda de quién era aquella voluminosa —aunque ahora indefensa— presa, por lejos
que estuviera. ¡Kaz! Y Kaz, su amigo, necesitaba ser rescatado... Y el único capaz de
conseguirlo era él.
Delbin reanudó la marcha con cara de firme resolución o, al menos, con toda la
energía que un kender podía llegar a expresar. No abandonaría a Kaz.
***
Después de la conmoción inicial, el minotauro volvió a caer en el oscuro reino de
la inconsciencia y tardó bastante tiempo en recobrar el sentido. Cuando despertó, fue
para encontrarse encadenado en una mazmorra. No era ésa la forma en que hubiese
querido entrar en la ciudadela. Kaz escudriñó lo que lo rodeaba. Poco había que ver,
en cualquier caso. Distinguió una sola puerta, que por cierto estaba tentadoramente
abierta, ya fuera por un grave descuido o por un exceso de confianza. Las paredes de
la pieza estaban agrietadas por el paso de los años, pero todavía parecían resistentes.
Espesas telarañas decoraban el techo. Las cadenas que sujetaban a Kaz eran
formidables, y quien las hubiera enganchado a la pared conocía bien su oficio.
El minotauro se preguntó qué sucedería fuera. Sospechaba que la batalla estaba en
todo su apogeo, y eso era algo que no había esperado. Allí se hallarían Delbin y los
demás, probablemente heridos o... algo peor. Todo salía mal. Ya desde el principio,
nada había ido bien. Kaz sintió lástima de sí mismo y emitió un bufido. ¿Acaso los
dioses no tenían nada mejor que hacer que meterse con un solitario hombre-toro cuyo
único deseo era el de pasar tranquilo el resto de su vida, sin más distracción que
alguna lucha de vez en cuando para evitar un excesivo aburrimiento?
Seguía sumido en sus pensamientos de reproche por todo lo que el mundo había
descargado sobre él cuando, de improviso, apareció un guardián. Que no venía solo,
además. Lo acompañaba una figura muy familiar.
Entró Argaen Sombra de Cuervo, y Kaz se dio cuenta en el acto de que su previo
y breve encuentro con el malvado elfo no había sido producto de su imaginación. En
efecto, Argaen se inclinaba hacia un lado al caminar. Era obvio que no se encontraba
del todo bien para enderezarse. Eso no parecía preocupar mucho al elfo, pero en
cambio proporcionó gran satisfacción al minotauro.
Los poderes de la esfera verde habían decrecido.
El endiablado elfo se detuvo delante de Kaz y lo miró durante unos instantes.
Argaen fue a decir algo, pero por lo visto cambió de idea y se volvió hacia el
guardián.
—De momento puedes irte. Si te necesito, ya te llamaré.
Cosa extraña, el hombre vaciló. A Kaz lo sorprendió tan abierto desafío, pero
Sombra de Cuervo ya parecía haberlo esperado. Clavó sus severos ojos en el
acompañante, quien terminó por comprender que no le convenía mostrarse
insubordinado y obedeció, aunque no sin alguna reluctancia, cerrando la puerta detrás

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de él. El elfo no habló hasta estar seguro de que estaban solos.
—Tú lo viste, ¿no, minotauro?
Kaz se estremeció de manera involuntaria, pero sin perder su aspecto tranquilo.
—Lo vi, sí. Pero incluso esperando algo semejante, me sorprendió.
Sombra de Cuervo sonrió con un gesto raro, como si se burlara de sí mismo.
—Una gran recompensa, ¿eh? No sólo tengo bajo mi control al más poderoso
artefacto de Galan Dracos, sino que logré establecer contacto con el mismísimo
maestro de brujos.
—¿Cómo pudo sobrevivir, Argaen? Sardal cree que...
—¿Sardal? —lo interrumpió el elfo— ¿Es con él con quien estás? Debería haber
reconocido antes su presencia, y sin duda lo habría podido hacer, pero estoy tan
ocupado y dispongo de tan poco tiempo, como dicen... En cualquier caso opino que
tú eres la persona con la que me conviene hablar durante un rato, aunque sólo sea por
el papel que estás destinado a interpretar...
Kaz se puso tenso.
Sombra de Cuervo desechó cualquier comentario con un movimiento de la mano.
»¿Te preguntas cómo sobrevivió Dracos? Pues no lo consiguió. Tu camarada,
Huma de la Lanza, fue testimonio de lo que realmente sucedió. Dracos sabía que
había fallado en su intento de ser un dios, y le constaba que todo lo que le cabía
esperar en premio a su demencia, era la más ingeniosa de las torturas ideadas por la
Reina de los Dragones. Le convenía más, en consecuencia, destruir su cuerpo y su
espíritu... Dejar de existir.
—Todo eso ya lo sé.
—¿Sabes, pues, que la cosa no salió como había planeado Dracos?
Evidentemente, ni siquiera él es infalible. En vez de morir, se halló en una especie de
no vida, o sea... convertido en un espectro que flota indefenso en el caos de su propia
y desordenada creación.
La sonrisa de Argaen cambió. La idea de un Galan Dracos condenado a un eterno
vacío lo complacía.
Kaz se preguntó qué habría dicho el elfo de haber sabido que Sardal le había
preparado un destino similar. «Otro fallo por mi parte», recordó el minotauro con
amargura. ¿Habría fallado Huma con tanta frecuencia y de tal manera? No lo creía
probable.
—Fue todo cuanto pudo hacer para volver a montar poco a poco la esfera verde.
Pensaba que esto le permitiría liberarse, pero estaba equivocado, por lo que esperó
con paciencia en busca de uno que poseyera la habilidad y la astucia que necesitaba.
»Ahora sé con certeza que algunas de las cosas de las que yo creía ser
responsable, eran obra suya. Por algún motivo, él no logró extraer suficiente poder
del cristal, pero sí supo sacarlo de aquellos otros objetos que los caballeros habían

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apilado tan insensatamente con los fragmentos de la esfera. En mi opinión, también
hoy considerarían sin valor la mayor parte de esos objetos, si los examinaran otra vez.
De cualquier forma, Dracos vive de prestado. Y tuvo suerte, porque, de no ser por mi
intervención y tu llegada y la de Delbin, habría fallado del todo. El alcázar de
Vingaard habría vuelto a la normalidad. ¡Gracias, pues, por nuestro éxito, minotauro!
Kaz prestó poca atención a las sarcásticas palabras del elfo. En cambio, la
mención del kender lo hizo pensar fugazmente en el pequeño compañero y en el resto
de sus amigos. ¿Estarían vivos?
—Te veo muy tranquilo para tener tu alcázar bajo el ataque de un numeroso
ejército de caballeros solámnicos. ¿O todavía no lo sabías? ¿Se molestó alguien en
comunicártelo, o sólo informaron a su verdadero amo, Galan Dracos?
Argaen retrocedió ligeramente, señal segura de que la observación de Kaz había
dado en el blanco.
—El ataque continúa, si es eso lo que intentas averiguar —replicó Sombra de
Cuervo, que procuraba mantener la máscara de afabilidad que el minotauro había
confundido al principio con la típica postura de los elfos cuando trataban con
extraños.
Ahora, sin embargo, Argaen no conseguía conservar aquella máscara. Era
evidente que el elfo tenía buenos motivos para estar preocupado por el cariz que
tomaba la lucha.
—Sea como fuere, aquí no nos molestará nadie —agregó.
—No pareces absolutamente seguro de ello —le espetó el hombre-toro.
Con una rapidez imposible para cualquier humano o minotauro, Argaen golpeó a
Kaz en la mandíbula. Claro que la mandíbula de un minotauro es más dura que la de
un humano o la de un elfo, y Kaz tuvo la pequeña satisfacción —pequeña porque la
boca le daba fuertes punzadas— de ver la cara que ponía Sombra de Cuervo.
—Si no me hicieras falta, minotauro...
Kaz lo miró con dureza.
—Para qué? ¿Para qué puedo hacerte falta?
Argaen pareció un poco desconcertado. Finalmente contestó:
—Para calmarlo.
Esto fue dicho de modo tan vacilante, que Kaz necesitó unos segundos para
comprender realmente las palabras del elfo. Pero, cuando las hubo entendido, se
enfureció.
—Quiere..., quiere que procure sacarlo del fantasmal estado que se ve obligado a
soportar. Sólo la venganza contra la Caballería puede rivalizar con su ansia de volver
a ser como antes. Fue él quien exigió que te hiciera perseguir por el dragón de piedra.
Yo, desde luego, te habría preferido muerto.
—No lo dudo.

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—No te burles de mí, bestia. Estás en una situación desagradable. Si Galan
Dracos logra enseñarme cómo darle la forma debida y si, por fin, vuelve a ser dueño
de Krynn, se vengará a fondo de los caballeros. Y la primera víctima serás tú. Luego
seguirán los demás.
Kaz no tuvo la respuesta a punto, pero se imaginaba la suerte que le aguardaría si
caía en manos de Dracos. Galan Dracos había escapado de la muerte e incluso
engañado a Takhisis. Si de nuevo constituía una amenaza, ¿qué sería de Krynn? Esta
vez no existía un Huma, y el minotauro conocía bien sus propios límites.
Miró al elfo, que a su vez examinaba con interés su rostro.
—Ahora que te he pintado tu propio futuro o, mejor dicho, la falta de tal, quiero
que consideres esto: cuando Galan Dracos sea de nuevo una criatura viva, de carne y
hueso, habrá también, aunque remota, la posibilidad de que muera. ¡Y muy deprisa, si
es necesario! —dijo Argaen y echó una significativa mirada al prisionero.
¡De modo que era eso! Sombra de Cuervo buscaba un asesino que llevara a cabo
lo que él no se atrevía a hacer. El elfo ofrecía a Kaz la oportunidad de matar al
maestro de magos antes de que éste hubiese recuperado un completo control de sus
facultades y de la esfera de color de esmeralda. ¿Creía Argaen que él era idiota?
¡Pues sí que estaba desesperado!
—No cometas un error, minotauro. Si no controlo yo la esfera verde, será Dracos
quien lo haga. Puedes elegir. La decisión es tuya, pero ten en cuenta que, si tardas
demasiado, a lo mejor resulta que ya no me haces falta. En consecuencia, te
recomiendo prisa.
Argaen esbozó una de sus falsas sonrisas y dio media vuelta para marcharse. Kaz
aguardó a que estuviera ya casi en la puerta para gritarle:
—Oye, Argaen, ¿dónde aprendiste a crear y controlar a los lobos espectrales?
¡Creía que sólo Galan Dracos era capaz de eso!
El elfo quedó petrificado por espacio de unos instantes, de cara al minotauro.
Entonces, y con una prisa que dio a Kaz la respuesta que esperaba, Sombra de Cuervo
abrió la puerta de golpe y salió disparado de la mazmorra. Su veloz retirada fue
subrayada por fuertes pisadas. Al cabo de un momento entró el guardián, que dedicó
al minotauro una mirada de singular indiferencia y luego lo dejó encerrado sin más
compañía que sus pensamientos.
De manera que era efectivamente Galan Dracos quien controlaba a los lobos
espectrales. A pesar de hallarse encerrado y carente de su verdadera forma, Dracos
había conseguido realizar sus viles encantamientos.
Transcurrieron varios preciosos minutos más, y a Kaz no le llegaba ningún ruido
desde fuera. Volvió a comprobar el estado de las cadenas. Eran terriblemente
resistentes. No obstante la fuerza de un minotauro, escapar resultaba casi imposible,
pero Kaz no se resignaría a esperar quieto la hora de su ejecución.

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Una vez más trató, en vano, de deshacerse de los hierros. Recordaba a sus
compañeros —Delbin, Tesela, Darius y Sardal— y a otros conocidos, como Bennett,
el Gran Maestre Oswal y Guy Avondale, que quizá muriesen. El minotauro pensó
asimismo en Huma y en cómo, antes de empezar todo eso, había intentado vivir
según el ideal que para él significaba su compañero solámnico. Pero era un
minotauro, no un caballero... Un minotauro y, además, un rebelde para los de su
propia raza.
Las cadenas se tensaron, pero sin ceder.
Kaz se dejó caer pesadamente contra la pared y respiró a fondo. No estaba
dispuesto a aflojar en sus esfuerzos. Aunque todo su cuerpo protestaba a causa de ese
primer intento, no vaciló en probar suerte de nuevo. ¿Qué otra opción le quedaba?
Probó una segunda vez y se preparó para la tercera. Tenía ya en carne viva las
muñecas y los tobillos. Su única esperanza consistía en que, quien hubiese instalado
las cadenas, pensara sólo en términos humanos. Incluso para un minotauro, Kaz era
robusto.
En la siguiente tentativa, le pareció que los hierros empezaban a ceder. La cadena
que sujetaba su muñeca derecha se había aflojado un poco. Animado, Kaz dedicó
todos sus esfuerzos a esa parte y notó que estaba un poco más suelta. Apretando los
dientes mientras respiraba hondo, dio un nuevo tirón.
La cadena se soltó con un sonoro chacoloteo.
El estrépito producido por el metal al soltarse de la pared de piedra resonó en toda
la pieza. Más de medio metro de sólida cadena tintineaba colgada de su muñeca.
La puerta se abrió en el momento en que Kaz devolvía su brazo a la postura
normal. El hombre lo miró asombrado.
—¿Qué es ese escándalo? ¿Qué demonio haces, vaca?
Desde el umbral, el humano no podía distinguir que Kaz tenía ya un brazo libre.
Al ver que el minotauro no se dignaba responder e incluso se alejaba de él, el
guardián dio unos pasos adelante. Llevaba desenvainada la espada, cuya punta estaba
a la altura de la garganta de Kaz.
El hombre repitió la pregunta.
—Oí un ruido, vaca. ¿Lo hiciste tú?
En respuesta, Kaz alzó de súbito el brazo derecho y, con el trozo de cadena,
golpeó la pierna del guardián. Él humano sólo dispuso de unos segundos para
comprender que la extensión del brazo de un minotauro era mucho mayor que el de
un hombre, sobre todo si tenía además en la mano un trozo de dura cadena. El
guardia cayó hacia atrás, perdió la espada y dio en el suelo de piedra con un feo
crujido. Kaz se acercó todo lo posible a él con el hierro a punto, al mismo tiempo que
sus ojos vigilaban una y otra vez la abierta puerta, ya que la aparición de otro
carcelero haría fracasar su intento de huida.

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Pero la esperanza se convirtió en frustración al descubrir que el hombre derribado
no tenía la llave. Probablemente, ésta se hallaba en poder de Argaen Sombra de
Cuervo, que sólo se fiaba de sí mismo. Kaz lanzó unos cuantos epítetos muy
expresivos y propios de un minotauro. No sólo carecía él de llaves, sino que, además,
la espada del guardián quedaba fuera de su alcance, lo que significaba que no podría
utilizarla para defenderse si alguien entraba antes de que hubiese logrado soltar su
otro brazo y las piernas.
¡Lástima que no tuviera su arma! El hacha de doble filo había acudido a él de
manera mágica, en otras ocasiones... ¿Por qué no podía hacerlo ahora? ¿Qué era lo
que decidía que acudiese o no? ¿Hasta qué punto había de ser desesperada la
situación del minotauro, para que lo ayudara? ¿O tal vez se había hundido para
siempre en la ciénaga de donde lo había arrancado el dragón de piedra?
Pero, apenas acababa de formularse la última pregunta, cuando se dio cuenta de
que, con la mano izquierda, empuñaba el astil de Rostro del Honor.
¡Ahora sí que contaba con un arma, y bien poderosa! Kaz ignoraba si le serviría
para enfrentarse a un gran brujo como Galan Dracos o, simplemente, a un astuto
ladrón como Argaen, pero estaba convencido de que el artesano creador de la pieza la
habría forjado con el fin de que pudiera romper algo tan sencillo como unas cadenas.
Rostro del Honor cortó el hierro como si de aire se tratara. En cambio, los
grilletes eran imposibles de retirar sin llaves. Pero no importaba: los dejaría. Al
menos no le dificultaban los movimientos.
A la mazmorra no había llegado nadie más, cosa que extrañaba tanto al minotauro
como el silencio que reinaba fuera de su encierro. Al avanzar con sigilo hacia la
puerta, observó que el pasillo carecía de ventanas. Únicamente lo iluminaban, y de
manera escasa, unas cuantas antorchas. Kaz sospechó que uno de los motivos del
silencio era la profundidad a que se encontraba la mazmorra. Lo más probable era
que estuviese debajo mismo de la torre, cosa que explicaba la ausencia de ventanas.
La sombra de alguien que se aproximaba con cautela por un lado del corredor
obligó a Kaz a apretarse contra la pared. No había otro lugar que la celda para
esconderse, pero él no tenía la menor intención de volver a ella.
Como no le cabía otra opción, alzó el hacha de armas. Fuesen uno o más los
adversarios, lo mejor sería atacar en el momento en que la sombra se hiciera más
visible. Pero la sorpresa iba a ser suya.
La sombra era sólo una. ¿Algún carcelero que había oído el ruido? De ser así,
¿por qué no había pedido ayuda?
En el pasillo resonaron unas suaves pisadas. Kaz se puso rígido, expectante...
Entonces asomó una cabeza.
—Sardal...!!
Kaz exhaló tal suspiro de alivio, que por poco se le cae al suelo el hacha de

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armas. El elfo miró sorprendido al minotauro, vio las impresionantes hojas de la
segur y palideció.
Fue el minotauro quien primero reaccionó.
—¿Cómo descubriste mi paradero? ¿De dónde vienes?
—¡Baja la voz o, mejor aún, no hables, amigo! ¡Loado sea Branchala por haber
permitido este encuentro! ¡Ojalá hallemos ahora la forma de hacer retroceder a esa
monstruosidad antes de que sea demasiado tarde!
—¿Demasiado tarde? —exclamó Kaz, clavando sus ojos en el elfo— ¿Qué ha
ocurrido, Sardal? Yo permanecí encadenado hasta hace unos momentos. ¿Qué pasa?
—¿Acaso lo ignoras? —contestó Sardal con asombro, y necesitó unos segundos
para serenarse—. No, claro. No puedes saberlo, encerrado como estabas en una
mazmorra de este alcázar.
—¿Les ha sucedido algo a los demás? ¿A Delbin? ¿A los humanos?
Sardal se puso todo lo ceñudo que podía estar un elfo, que no era poco.
—Sólo sucede que... una barrera rodea esta fortaleza, una barrera de increíble
magnitud, que difícilmente puede ser obra de un Argaen. Yo me encontraba
escasamente dentro de sus límites cuando fue levantada. Un par de segundos más, y
me habría visto atrapado.
—¿Y los demás?
—Los Caballeros de Solamnia y aquellos elementos de mi pueblo que los ayudan
constituyen las fuerzas más eficaces, pero los antiguos servidores de la Reina de los
Dragones mantienen las posiciones más ventajosas. Aunque no existiese la barrera,
tus camaradas y los caballeros no podrían alcanzar la muralla exterior del alcázar
antes del oscurecer, y de noche aumenta nuestra inferioridad.
—¿Por qué?
—Ahora es Nuitari la luna que manda, mi amigo. Esta noche, la luna negra
devorará a Solinari casi por completo. Temo que los hechiceros no sean capaces de
romper el encantamiento de esa misteriosa protección, así que nos tocará hacerlo a ti
y a mí, Kaz. Y, dado que mis posibilidades son tan reducidas como las de mis
hermanos, sospecho que mi ayuda sólo será relativa.
—O sea que tendré que hacerlo solo —gruñó Kaz, a la vez que pensaba: «Hay
momentos en que preferiría haber nacido un simple y pánfilo enano. Al menos, nadie
espera de ellos que salven al mundo... o que mueran en el intento».

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21
Argaen Sombra de Cuervo ansiaba poseer el objeto de sus deseos: la centelleante
esfera elaborada por Galan Dracos.
—Basta de trucos! ¡Conozco tu poder! ¡Sé lo que eres capaz de hacer! El
minotauro no mintió, ¿verdad? ¿Por qué, si no, fallé cada vez que intentaba someter
la esfera a mis órdenes? ¿Acaso es porque todavía obedece los mandatos de otro
amo?
Encima del cristalino artefacto, una forma confusa oscilaba de modo casi
altanero. De momento no parecía humana. Era una simple silueta borrosa, una
especie de sudario casi diáfano. En otras ocasiones había adquirido una forma más
concreta, por ejemplo, cuando él, Sombra de Cuervo, se encontraba con la vista fija
en los inquietantes ojos del renegado mago Galan Dracos. Argaen se dijo que estaba
más que contento de tratar con ese fantasma en su forma menos alarmante.
Pero no obtuvo respuesta. Unas veces la conseguía; otras no. El mago ladrón no
podía estar nunca seguro de recibir una respuesta, y a veces llegaba a preguntarse si
sólo había imaginado las demás, ya que, cuando hablaba Dracos, su voz era poco más
que un aliento.
Cuando resultó evidente que ahora malgastaba sus energías, el elfo abandonó por
fin al silencioso espectro y fijó su interés en otras cosas. Primero le había parecido
que todo iba a salirle bien, para variar. Las bandas mayormente humanas que
merodeaban por el sur habían respondido a su llamada con sorprendente prontitud,
como si la hubiesen estado esperando. En el norte, las tribus de ogros volvían a
amontonarse después de permanecer quietas durante casi todos los cinco últimos
años. El elfo les había prometido un instrumento de gran poder para su lucha, que
parecía destinada al fracaso, dado que, sin los dragones de la Oscuridad, los
servidores de Takhisis no tenían salida. Ahora, en cambio, contaban con él, Argaen
Sombra de Cuervo.
Un extraordinario golpe de suerte le había proporcionado el artefacto que
necesitaba para convertirse en el más destacado de los siervos de la Reina de la
Oscuridad, sólo para descubrir que aquella esfera de color de esmeralda encerraba
mucho más de lo que él había supuesto.
Sombra de Cuervo se acercó a una ventana para contemplar el misterioso cuadro
que se extendía delante de él, ese resplandor que representaba la barrera que mantenía
alejados a sus enemigos y a los amigos de éstos.
Había una pregunta que el elfo se había formulado más de una vez el día anterior,
incluso antes de que el minotauro hiciera sus desconcertantes comentarios. Los lobos
espectrales eran otro testimonio de que Dracos lo necesitaba, pero... ¿para qué? El
fantasma tenía más poder de lo que quería admitir, mas aun así precisaba de él. ¿Por

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qué? ¿Y cómo podía el elfo convertir tal necesidad en una ventaja?
Una amarga sonrisa asomó a sus labios cuando observó cómo las diminutas
figuras vacilaban en la distancia cual inestables bocanadas de humo. Hasta el
momento, Sombra de Cuervo sólo tenía dominio sobre las facultades menores del
objeto, que ya le había dado una prueba de su increíble poder. Si él pudiese unirse a
su esencia, a su núcleo, y controlar de verdad el fluido de mágico poder para el que la
esfera era sólo un conducto, se transformaría en una especie de dios...
O moriría.
Un peón del creador del pasmoso instrumento...
El elfo necesitaba saber más. Sí: necesitaba saber cuál era su sitio en los planes de
la vaga figura que flotaba sobre lo que por derecho le pertenecía. Entonces...,
¡entonces sí que Sombra de Cuervo se enfrentaría a ese loco! Galan Dracos estaba
muerto, ¿no? ¡Ya había tenido su oportunidad! El futuro pertenecía ahora a Argaen
Sombra de Cuervo.
Apartándose de la ventana, Argaen echó una mirada al reloj de arena situado en
una de las mesas que utilizaba para sus estudios. Olvidados los libros y manuscritos
robados a través de los años, los apiló en un lado. Ahora tenía preferencia el reloj.
Contenía el equivalente a tres horas de arena, más o menos, y la mitad ya había caído
a la ampolleta inferior. Tres horas de seguridad. Eso era el límite de la barrera. Luego
dejaría de existir. El elfo se dijo que la arena del reloj caía demasiado deprisa. Al
anochecer, la protección habría terminado. En consecuencia, era preciso que
dominara antes la esfera. No tenía más cajas de sombras. La empleada para el
transporte de la esfera había quedado casi quemada al llegar allí.
Argaen quiso enderezarse sin pensar. Pero tuvo que recordar su dolor con un
reniego. Todo lo conseguido resultaba poco eficaz. Lógicamente, la esfera verde
tendría que haberle proporcionado el poder suficiente para curarse a sí mismo. Sin
embargo, ni siquiera era capaz de mantenerse erecto sin sentir terribles dolores...
El elfo se introdujo las manos en los bolsillos de la túnica y volvió a contemplar
la esfera y lo que flotaba vagamente encima de ella. Las puntas de los dedos de su
mano derecha no tardaron en hallar lo que buscaban. Argaen no sonrió, pese a las
ganas que tenía de hacerlo. En cambio le dijo a su «socio» circunstancial:
—Empecemos de nuevo...
El endiablado genio avanzó hacia el reluciente artificio sin desviar los ojos del
espectro.
Tan absorto estaba en sus nuevas maquinaciones, que no advirtió la presencia de
un pequeño personaje que lo vigilaba desde uno de los huecos de la pared.
Como Sardal, Delbin había logrado penetrar en el recinto momentos antes de que
se formara la barrera mágica. El kender sólo se dio cuenta de lo que ocurría al dar
media vuelta y ver cómo un desventurado individuo —enemigo, por cierto—

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quedaba atrapado en la sustancia de la barrera, paralizado como una estatua. Aunque
la idea de semejante hechizo despertó extraordinariamente su imaginación, Delbin
supo también, en el acto, que aquello representaría un grave problema para Kaz y los
demás. Enseguida aceleró el paso.
Penetrar allí había resultado sorprendentemente fácil. Delbin se sentía muy
orgulloso de sí mismo. Que él supiera, durante su busca a través de los pisos
superiores del edificio principal no había cometido nada de lo que, por alguna razón,
irritaba a su compañero minotauro. Su único problema consistía, ahora, en que ya no
sabía dónde mirar. Kaz tenía que estar en algún lugar de la fortaleza, y el kender
presentía que muy pronto iba a ocurrir algo... Y que el único capaz de evitarlo era él.
Al observar al elfo y al impreciso fantasma al que Argaen se empeñaba en llamar
Galan Dracos, nombre que Delbin había aprendido de Kaz, el kender experimentó en
su interior una extraña emoción. Un miembro de cualquier otra raza la hubiese
reconocido de inmediato, pero no un kender. Era algo muy raro entre los de su
especie, pero Delbin llevaba ya bastante tiempo entre seres de otras razas y, por
último, supo darle nombre.
Tenía miedo.
***
Sardal hubiese querido decir más cosas, y el minotauro ansiaba sin duda oírlas,
pero eso no pudo ser, porque algo eligió aquel preciso instante para merodear por los
corredores.
No se trataba de un lobo espectral. Ni Kaz ni su compañero tenían idea de lo que
podía ser, salvo que fuese un guardián, una especie de cancerbero... Lo primero que
descubrieron era que ese ser se movía sobre dos piernas. Kaz percibió las pisadas.
Quienquiera que fuese, respiraba de manera ruidosa, por lo que se lo oía bien.
Sardal indicó, con un gesto de la cabeza, que el desconocido aún no había notado su
presencia. Eso era buena señal. Un lobo espectral ya les hubiera seguido la pista.
Pero, en cualquier caso, lo que fuese se acercaba a ellos.
El peligro que se les venía encima no les dejó más solución que la de retroceder
hacia una antecámara. Si precisa era la rapidez, también lo era la cautela.
Para Sardal no constituía problema moverse en silencio. En cambio, para un ser
de la estatura de Kaz, nacido para demostrar su fuerza y no para la sutileza, la cosa ya
resultaba más complicada. Sus pies parecían tropezar con cualquier desigualdad del
suelo, y varias veces se tambaleó. Por consiguiente, el hacha de combate chocó en
más de una ocasión contra la pared, y el minotauro se estremecía siempre, creyendo
ver que del pétreo muro surgían extrañas criaturas.
El perseguidor estaba ya cerca, pero no parecía haberse dado cuenta de su
presencia. Kaz empezó a preguntarse si sería sordo. ¿Cómo no notaba que allí había
unos intrusos?

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Sardal se detuvo para mirar en la dirección de que procedían. Las pisadas del
misterioso ser se habían desvanecido en la nada. El minotauro creyó ver que el elfo
había palidecido.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Apenas puedo creerlo, pero me parece que he hecho que anduviéramos en
círculo.
Un súbito chillido los cogió a los dos por sorpresa. Algo enorme, peludo y bípedo
se arrojó sobre Sardal, que cayó al suelo con un grito ahogado. Kaz estaba dispuesto a
golpear al violento atacante, pero el riesgo de herir al elfo era demasiado grande.
Abandonando su hacha, el minotauro agarró a aquella criatura por la espalda y trató
de separarla del amigo.
La pelea estuvo en un punto muerto durante varios segundos. Luego, la cabeza
del desconocido se dobló lentamente hacia atrás al tirar Kaz de ella. Además, el
hombre-toro le pasó un brazo alrededor del cuello y estrechó la llave. La cabeza del
individuo se volvió como pudo para mirar a Kaz, y éste quedó horrorizado al
comprobar que nunca había visto una cara en comparación con la cual fuesen guapos
un ogro o un goblin, por no hablar ya de la más monstruosa rata que pudiera
imaginar.
El engendro soltó a Sardal y se volvió furiosamente en un intento de clavar sus
afilados dientes y las garras en la desnuda piel del minotauro. Pero Kaz no estaba
dispuesto a dejarse morder, y, fuerte como era, el repelente ser se halló de pronto en
un ángulo desventajoso. El minotauro le apretó entonces la laringe, poco a poco. La
mandíbula se cerró a pocos centímetros de su cara, y las garras le arañaron de mala
manera el pecho y los brazos, pero Kaz no cedía.
De repente, la criatura emitió un gorgoteo y se desmadejó entre convulsiones en
los brazos del hombre-toro. Este descubrió, sorprendido, que la bestia sangraba por la
espalda. Sardal lo había apuñalado.
—Te recomiendo prisa, minotauro. Dudo mucho que este fenómeno esté solo.
Kaz se puso a examinar a fondo cada rincón, como si en todas partes tuviese que
haber ahora monstruos semejantes.
—De acuerdo. Pero primero deja que recupere mi...
Después de esperar durante unos segundos a que el minotauro terminara la frase,
Sardal preguntó:
—¿Tu qué?
Kaz no respondió enseguida, entregado como estaba a la busca de algo. Al fin, su
frustración lo hizo propinar un puntapié al engendro muerto.
Sardal lo miraba con impaciencia.
—¿Qué te falta?
—¡Rostro del Honor! ¡No logro encontrar el hacha de armas que tú me regalaste!

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—Quizá la perdieras durante la lucha.
—La dejé aquí —dijo Kaz, señalando un punto situado sólo a un par de metros—.
Precisamente, yo tenía miedo de partirte a ti la cabeza, en lugar de cortar la suya...
—Si ha desaparecido, lo mejor que podemos hacer es largarnos antes de que
aparezca alguno de sus congéneres —insistió el elfo, al mismo tiempo que indicaba el
cadáver sin poder contener un estremecimiento.
Aquel ser resultaba repelente. Sardal se preguntó si habría nacido así. Lo más
probable era que se tratase de algo robado por Argaen a un Túnica Negra. El elfo
confiaba en que nunca hubiera sido humano.
—Primero déjame probar algo.
Kaz, ahora sonriente, cerró los ojos. Quien hubiese robado su hacha tenía que
estar allí, dispuesto a dar una sorpresa. ¿Cómo podía saber nadie que era capaz de
causar el retorno del arma? El minotauro se imaginó su segur, de hojas brillantes
como espejos, y la llamó como ya antes había hecho.
—¿Qué es eso que haces? —inquirió Sardal con cierto enojo. Kaz abrió los ojos y
se miró las manos. Estaban vacías.
—¡No ha vuelto!
El elfo hizo un gesto de extrañeza.
»¡Me refiero al hacha! ¡Vuelve a mí si la llamo, cuando no la llevo encima!
—¿De veras?
Inclinado hacia Sardal, el minotauro lo observó fijamente.
—¿No lo sabías?
—No, pero eso explica ciertas cosas. Siempre sospeché que el hacha encerraba
algún secreto. El enano no me dijo nada. Sólo que la mantuviese a punto. Él quería
alejarla de quienes pudieran hacer mal uso de ella, pero comprendía que sería de gran
utilidad para quien la necesitara. Supongo que estaba tan desconcertado como yo
ahora. Es muy posible que Reorx actuara a través de sus manos. Con frecuencia me lo
había preguntado. Sí, el hacha de armas parece ser producto de su maliciosa mente.
Un ser capaz de forjar algo semejante a la Roca Gris de Gargath...
Kaz no hacía el menor caso del elfo. Permanecía absorto, sin apartar la vista de
sus manos vacías... Con el hacha habría tenido alguna probabilidad, aunque pequeña,
contra Argaen y Dracos. Incluso había llegado a creer que la doble arma constituiría
la clave para destruir la esfera verde... ¿No la había hecho añicos el Bastón de
Magius, la última vez?
—Tenemos que irnos —concluyó Sardal—. Con o sin el hacha.
El minotauro asintió.
—Sí, pero con cuidado. ¡Siempre en guardia para no caer en una trampa!
—¡Unas palabras muy apropiadas para estos momentos, minotauro! Formarían un
adecuado epitafio para ti.

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De repente, Argaen Sombra de Cuervo se alzó delante de ellos, con la mano
derecha hacia atrás como si se dispusiera a arrojar algo contra el hombre-toro y el
elfo.
***
Sólo unos momentos antes, Delbin había presenciado, con los ojos muy abiertos,
cómo el malvado Argaen, encendido el rostro a causa de la obsesión, parecía estar a
punto de conseguir aquello en que había fracasado antes. Sombra de Cuervo tenía un
brazo muy levantado, y con el otro señalaba la esfera de color de esmeralda. Su
estirada mano casi rozaba la superficie del artefacto. El cuerpo del elfo tembló.
Encima de la esfera, la borrosa forma de Galan Dracos parecía adquirir
intensidad. Delbin tuvo la impresión de que el espectro esperaba algo..., algo que
todavía no se había manifestado. Aquella aparición se movía y retorcía de un modo
que el kender interpretó como una creciente impaciencia.
Súbitamente, el fantasma se enderezó para solidificarse hasta el punto de que sus
facciones quedaron bien visibles. La cara, propia de un reptil, hizo una mueca que
revelaba una salvaje demencia. Sus ojos, muertos, miraban al espacio, y de los labios
partió un mudo grito. Al mismo tiempo, Argaen Sombra de Cuervo se apartó de la
cristalina esfera y cayó hacia atrás con un alarido de terror y asombro a la vez.
—¡Libre...! ¡El minotauro, libre! ¡Y Sardal también aquí... —exclamó el
endemoniado elfo.
Sus palabras sólo tuvieron un sentido parcial para el curioso kender. Sombra de
Cuervo intercambió una mirada con el fantasmal Dracos.
—¡Dime dónde están!
El espectro palideció hasta resultar casi inexistente. Alguna misteriosa
comunicación pasó entre el mago y el elfo. Sombra de Cuervo hizo un gesto
afirmativo, y luego desapareció de repente. Tan pronto estaba allí, con las manos en
los bolsillos, como al cabo de un segundo se había esfumado... Y nada de fumaradas,
como en la magia de los ilusionistas. Simplemente, Argaen Sombra de Cuervo había
dejado de estar allí.
El kender permaneció maravillado durante un buen rato, antes de comprender que
aquélla era su oportunidad de hacer algo, pero... ¿qué? Galan Dracos ya no flotaba
medio visible encima de la esfera esmeralda. Habría decidido seguir al elfo, o bien
regresar a algún remoto dominio. En cualquier caso, Delbin se hallaba totalmente
solo, y su única excusa para no intentar algo era su propio desconcierto. Quizá si
bajara de su rincón para ver mejor lo que allí sucedía, tuviese alguna idea.
El kender respiró tres o cuatro docenas de veces antes de convencerse de que no
corría peligro aunque saliera de su escondrijo. Ningún humano habría cabido en el
sitio desde donde él lo había vigilado todo. Sin la menor dificultad estiró el cuerpo, se
agarró a un saliente de la pared de roca y descendió como una araña. Cuando sólo

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faltaba un metro para llegar al suelo, dio un salto. Un ser humano habría hecho ruido,
pero él aterrizó tan silenciosamente como una hoja caída de un árbol en otoño. Una
vez abajo, Delbin miró a su alrededor. Había allí toda clase de cosas interesantes, que
él no se habría dejado perder en otra ocasión. Ahora, sin embargo, su preocupación
por Kaz era lo más importante.
Sus ojos se posaron en la agrietada superficie de la esfera. ¿Acaso lo miraba
también a él? Delbin esperó, pero el fantasma de Galan Dracos no se alzó para
aplastarlo. Se trataba sólo de un truco de su propia mente. Durante los meses pasados
juntos, Kaz había reñido más de una vez al kender por permitir que lo dominara su
exagerada imaginación, pero Delbin nunca había logrado hacerle entender que esa
actividad imaginativa constituía uno de los rasgos normales de un kender.
El pequeño individuo se fijó de nuevo en la esfera verde. ¡Eso era la causa de
todo! Argaen se había valido de ella para volver locos a los caballeros, o... ¿era la
esfera la que lo había utilizado a él? Delbin meneó la cabeza. Eso poco importaba, al
fin y al cabo. Lo único cierto era que Argaen se proponía usarla otra vez y que, en
opinión de Kaz, eso provocaría daños a muchas más personas.
Eso era lo que Delbin debía impedir. Si pudiera destruir la esfera —demasiado
grande para meterla en su bolsillo, de modo que no se la podía llevar—, todo se
solucionaría maravillosamente bien. La gente volvería a ser feliz, que era lo lógico en
la vida.
Pero... ¿cómo hacer añicos el globo? El kender examinó lo que lo rodeaba.
Abundaban allí los estantes y las mesas, todo ello lleno de objetos muy atrayentes.
Estaban también los libros de magia que Sombra de Cuervo había arrinconado sobre
una mesa, macizos volúmenes que sin duda serían centenarios. Tenían aspecto de
pesar mucho. Pero tal vez uno de ellos contuviera la solución. Delbin descubrió
asimismo el reloj de arena.
Mientras el kender se preguntaba qué resultaría más eficaz, de la esfera esmeralda
se alzó lentamente un velo de niebla.
—¿Por... qué... no... probar... con... el... hacha de combate? —le susurró al oído
una voz burlona, semejante a un aliento.
Delbin se dio cuenta, de pronto, de que el hacha de Kaz se encontraba cerca de la
mesa. Pero sólo le echó una ojeada fugaz, porque lo que lo intrigaba era el origen de
aquella misteriosa voz.
El espectro de Galan Dracos lo miró con unos ojos que hicieron estremecer y dar
media vuelta al kender.
—Aquí... no... tienes... adonde ir..., y yo... ¡te... necesito!
Una mano invisible sujetó a Delbin y empezó a tirar de él hacia la esfera verde.
Fue inútil que el kender se resistiera.
—No... —continuó Dracos— Creo... que... te necesito... un poco más... dócil...

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Un terrible susto recorrió el cuerpo de Delbin, que se desplomó. Pero aquella
fuerza lo arrastraba cada vez más hacia la esfera y su creador.
—Pronto... volveré... a... estar vivo —le dijo el fantasma al desmadejado kender
—, y mi amante..., mi benévola amante... ¡reinará por fin en Krynn!

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22
Varias docenas de diminutos objetos negros volaron hacia Kaz y Sardal. Antes de que
el minotauro acabara de decirse que él recibiría lo más recio del ataque del mago
ladrón, los proyectiles se desvanecieron sin dañarlo, a menos de medio metro de su
cara.
—Te has convertido en lo que siempre pensabas de los de tu raza, Argaen! Era
previsible de sobra. ¿Es éste el único hechizo que sabes llevar a cabo? ¡Formar esos
juguetes es un truco propio de niños que empiezan a andar!
Mientras hablaba Sardal, Kaz observó que en el rostro de Sombra de Cuervo se
dibujaba una sonrisa.
Súbitamente se derrumbó el techo encima del minotauro y del elfo Sardal. Este
último levantó las manos en actitud de defensa, pero lo hizo con demasiada lentitud
para protegerlos a ambos. Kaz comprobó horrorizado que el precipitado
encantamiento del elfo había logrado estabilizar la parte del techo bajo la cual se
hallaba él, pero no la que cubría al amigo. Grandes trozos de piedra tallada llovieron
sobre el elfo, y, aunque algunos fueron a caer donde no podían herirlo, otros muchos
golpearon al compañero que ya le había salvado la vida al menos dos veces.
Entre tanto, Argaen Sombra de Cuervo reía como loco. Sardal había
menospreciado siempre al malvado congénere, que no era más que un ladrón con
pocos poderes propios. Pero eso parecía haber cambiado, y Kaz temió que su amigo
fuese la primera víctima de Argaen.
Con un rugido de rabia, el minotauro se volvió hacia Sombra de Cuervo,
dispuesto a atacarlo. Pero nunca pudo llegar a hacerlo, porque Argaen dejó de reír y
miró al suelo, delante de los pies de Kaz. Una traidora grieta empezó a abrirse allí.
Kaz la salvó de un salto, intentando caer sobre su adversario.
Unas pétreas garras que surgieron entonces de ambas paredes le aprisionaron por
las dos piernas y un brazo. La repentina interrupción del movimiento por poco le
desencaja un fémur. El minotauro contuvo un grito de furia y dolor.
Argaen Sombra de Cuervo lo había engañado.
Y ahora, el endiablado elfo experimentaba con sus recién adquiridos poderes
como un chiquillo con un juguete nuevo. Hizo girar una mano delante del minotauro,
a la distancia justa para que Kaz no pudiera alcanzarla. Del círculo descrito en el aire
salieron unas diminutas serpientes aladas que comenzaron a revolotear alrededor de
la cara del hombre-toro. Con su mano libre, éste procuró ahuyentarlas, pero fue
mordido varias veces y sólo consiguió dar muerte a una. Esos reptiles eran tan
asombrosamente ágiles como colibríes.
Después de un minuto o dos, Sombra de Cuervo se cansó del juego y retiró la
mano. Las serpientes aladas desaparecieron.

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—Tiempo atrás, apenas me hubiese atrevido a soñar con realizar algo tan
extraordinario. Mis jefes decían que carecía de aptitudes. Dedujeron que existía una
cierta debilidad en mi sangre, consecuencia de tener quizás un antepasado humano.
Kaz, que sabía cómo eran los elfos, se imaginó enseguida la vida que le habría
tocado llevar a Argaen. Para ellos, la pureza de sangre era todavía más importante
que para los Caballeros de Solamnia.
—Ser humano en parte, no significa necesariamente tener la sangre más débil. Yo
conocí a muchos brujos humanos bien poderosos.
Esas palabras produjeron en el elfo una sonrisa gélida, pero sonrisa al fin y al
cabo.
—Sí; yo también lo creo. El rumor nunca halló confirmación, pero yo decidí
estudiar a los humanos, en cualquier caso, y descubrí en ellos una vitalidad que la
raza de los elfos no posee.
—Tú te dedicaste a admirar... los aspectos malos de la humanidad, Argaen —
intervino entonces una voz, detrás de Kaz.
—¿Aún estás vivo, Sardal? —exclamó el mago ladrón sin alterarse, a la vez que
daba un paso en dirección a Kaz, aunque con la mirada fija en el elfo.
El minotauro calculó la distancia que lo separaba del siniestro individuo. Dos
pasos más, y Sombra de Cuervo estaría a su alcance.
—Aún sigues vivo, Sardal... —repitió Argaen en el tono de antes—. Pero no será
por mucho tiempo.
—Más de lo que tú supones, amigo...
Argaen iba a dar otro paso, pero se detuvo en pleno movimiento y clavó los ojos
en el minotauro. Éste se vio lanzado de pronto contra una de las paredes. Una fuerza
capaz de romperle los huesos lo había golpeado. Mientras Kaz luchaba para recobrar
el equilibrio, Sombra de Cuervo avanzó hacia el otro elfo.
—Te estás muriendo, ¿no? —dijo por fin, con voz extraña.
Kaz tuvo la impresión de percibir un indicio de culpabilidad en el tono empleado
por Argaen.
Sombra de Cuervo estaba ahora encima de Sardal, prisionero en el suelo bajo
varios y grandes fragmentos del techo, en el que un enorme agujero indicaba la
cantidad de piedra caída, suficiente para machacar al pobre elfo. Sólo una rápida
reacción de Sardal había impedido lo peor, pero un trozo de piedra especialmente
grande le oprimía la caja torácica, y era un verdadero milagro que el elfo pudiese
hablar, e incluso respirar.
—No, Argaen... Todavía no es... demasiado tarde... Nadie está... a salvo... de las
fuerzas que Dracos... quiere aprovechar... ¡Hasta la propia Reina de los Dragones...
vaciló...!
—¿Y tú crees que yo no puedo controlar semejantes poderes?

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Todo posible sentimiento de culpabilidad había desaparecido de la voz del
renegado, que escupió sobre el moribundo que tenía a sus pies.
»¡Tú mismo...! —agregó—. ¡Esos imbéciles de nuestros mayores! Yo sé más
sobre los efectos de la magia que todos ellos juntos, ¡tú inclusive! Mientras ellos se
contentaban con juguetear con sus facultades, yo estudiaba y aprendía..., ¡y ahora
tengo acceso a más poder de lo que cualquiera de vosotros es capaz de imaginar!
—Pero todo ese poder... requiere habilidad... —jadeó Sardal que, evidentemente,
luchaba por mantenerse vivo—. Tú, en cambio...
No pudo terminar la frase.
—¡Tonterías! Estudié todo aquello que logré tener a mi alcance. Sé muy bien lo
que tengo que hacer. Sólo es cuestión de la medida...
—Argaen... —musitó Sardal con fatiga, fija la mirada.
El siniestro elfo y Kaz tardaron un rato en comprender que Sardal Espina de
Cristal estaba muerto. Sus ojos seguían clavados en la nada. Sombra de Cuervo
murmuró algo entre dientes y se inclinó junto al cadáver, con lo que impidió que el
minotauro viese lo que hacía. Cuando luego se levantó para marcharse, Kaz
descubrió que el cuerpo del amigo ya no estaba allí.
El minotauro luchó furiosamente contra las mágicas manos que lo tenían
aferrado.
—¿Qué has hecho con el cuerpo de Sardal? —gritó ¿Lo guardas para otro de tus
encantamientos?
El malvado elfo dio media vuelta y lo miró con pétrea frialdad.
—Sardal Espina de Cristal tendrá el debido entierro. Puede que al final fuésemos
adversarios, pero no por eso dejará de ser objeto de unas honras fúnebres.
Kaz estuvo a punto de replicar algo referente al retorcido código del honor de su
captor, pero renunció a ello al observar con mayor detenimiento el rostro de Argaen.
Por lo visto, el asesinato de Sardal lo había afectado más de lo que el demoníaco elfo
quería admitir.
—Hubo un tiempo —dijo Argaen con voz queda, apenas consciente de la
presencia del minotauro— en que tuve la intención de compartir con Sardal todo
cuanto hallara. Él era el único dispuesto a ayudarme de verdad, y al principio creí que
me entendía.
Sombra de Cuervo miró de repente a su cautivo, y su cara volvió a adquirir una
expresión más suave.
»Pero ahora no podemos permitirnos hablar de ello.
El tiempo es sumamente precioso. Además, no estoy en condiciones de tratar
contigo en la forma debida. Menosprecié tu asombrosa energía, Kaz. Debo reconocer
que mi experiencia con los de tu raza es muy limitada. Tal como están las cosas, he
de pedirte que me acompañes. Un viejo amigo se muere de ganas de verte.

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Ese intento de sarcástico humor fue un fracaso, incluso para el malvado elfo, que
se volvió una vez más para contemplar el montón de escombros que había matado a
Sardal y luego miró el agujero producido en el techo.
Sin otra palabra —y casi ningún pensamiento más—, Argaen Sombra de Cuervo
señaló súbitamente a Kaz.
El minotauro se sintió levantado con tremenda rapidez hacia el techo, pero, antes
de que las puntas de sus cuernos chocaran contra él, el techo se abrió. La brecha no
parecía una trampa, sino más bien una boca. Por ella pasó Kaz hasta el piso de
encima, y no pudo evitar la sensación de que iba a ser devorado. A esa impresión
contribuía la total oscuridad a la que se veía disparado. Algo lo agarró por la cintura y
las piernas. ¿Serían unos horribles dientes? La boca se cerró, pero sólo para que se
abriera otra, situada más arriba. Entonces, el minotauro notó que lo que le sujetaba
eran aún más manos de piedra, que lo trasladaban a través de los diversos niveles del
alcázar como un trasto inútil. Kaz tuvo que pasar por otros cuatro pisos, cada vez con
la misma angustiosa violencia.
Por fin, el misterioso ascenso terminó. Pero el alivio del minotauro al pensar que
no lo aguardaban más techos se desvaneció al comprender dónde estaba: ¡nada menos
que en la cámara de la esfera verde!
—¡Aquí lo tienes, fantasma! —anunció Argaen Sombra de Cuervo, a quien Kaz
no había visto materializarse.
Simplemente se hallaba allí, junto a él, y preguntó al inventor del artefacto:
—¿Le concedo una muerte rápida? ¡Sé lo mucho que eso te exasperaría!
La esfera esmeralda resplandeció de manera intensa. Sombra de Cuervo rió
burlón.
—No puedes hacerme daño, aunque me consta cuánto te gustaría. Tengo una
parte de ti, o sea que... ¡habla de una vez!
El minotauro presenció, perplejo, cómo el elfo introducía la mano en uno de sus
bolsillos y sacaba de él un objeto curvo. A la extraña luz de la cámara, éste relució en
un tono verde brillante... Kaz supo en el acto de qué se trataba.
Argaen poseía un fragmento de la esfera esmeralda.
El hombre-toro dudó mucho que el elfo le hubiese arrebatado directamente aquel
trozo a Galan Dracos, y eso sólo podía significar que el mago ladrón había registrado
las ruinas de la fortaleza del renegado, allá en las montañas situadas entre Hylo y
Solamnia. Kaz sabía que, pese a contar con la ayuda de hechiceros y clérigos, los
caballeros no habían logrado encontrar todas las partículas de la esfera. Tal cosa era
imposible. Argaen había sido muy afortunado de localizar aquel trozo.
—Y pensar —dijo Sombra de Cuervo de cara a su prisionero, con una breve
sonrisa— que yo había llevado esto encima, como una especie de talismán! Poco
podía figurarme lo importante que iba a resultar. ¡Mientras yo sostenga esto,

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minotauro, Galan Dracos nada puede hacerme!
Guardándose de nuevo el fragmento de cristal, el diabólico elfo se acercó a la
verde esfera. A medida que se aproximaba, del globo comenzó a salir una niebla que,
poco a poco, adquirió la forma de Dracos. El espectro miraba de Argaen a Kaz, sin
abrir la boca.
Fue Sombra de Cuervo quien al fin habló.
—¡Es tuyo! ¡El compañero y amigo de tu odiado enemigo! ¡Lo que más te
ayudará a vengarte del Caballero de Solamnia! Puedes hacer con él lo que te plazca,
pero nuestro trato sigue en pie. ¡Antes, tú me enseñarás la manera de obligar a la
esfera a que me obedezca!
—Ven, pues...
Aquella voz puso los pelos de punta al minotauro. ¡Era la que le había aparecido
en sueños! No podía ser una criatura exactamente humana. Cuando Galan Dracos
hablaba, su voz sonaba como el viento y parecía flotar hacia todos los que lo
escucharan desde donde fuera.
El elfo dio un paso más hacia su presa.
—¡No! ¡No te lo dejaré hacer!
Alguien saltó desde uno de los rincones que quedaban en la sombra y cayó sobre
Argaen.
Kaz forcejeó, y no tardó en notar que las misteriosas manos de piedra lo soltaban
en el momento en que la concentración de Argaen se rompía al verse asaltado por
sorpresa. Primero quedaron libres los brazos del minotauro, y luego sus piernas. Kaz
avanzó sin demora sobre quienes peleaban. El recién llegado era Delbin, y al
minotauro le constaba que el kender tenía pocas probabilidades en su lucha contra
Sombra de Cuervo.
Apenas pensado esto, Kaz vio cómo el malvado elfo apartaba de sí a Delbin como
si fuera un muñeco de trapo. Delbin consiguió aterrizar de pie, pero eso fue la única
suerte que tuvo, porque Sombra de Cuervo se volvió al instante hacia ellos dos.
Toda la fuerza desapareció del robusto minotauro, que se desplomó al suelo sin
poder dar ni un solo paso más. Por muy desesperadamente que procurara levantarse,
era incapaz de tal esfuerzo. Sin embargo, sentíase tan atento como antes. Únicamente
a su cuerpo le faltaban los bríos. También Delbin estaba impedido.
Argaen los miró con frialdad antes de dedicar de nuevo su interés a la esfera.
—¿Cómo entró aquí ese dichoso kender?
—Yo... no... esperaba a... un kender. Ni... tú tampoco, por lo que veo.
Dracos parecía enojado, tanto con Sombra de Cuervo como consigo mismo.
Al echar una ojeada al reloj de arena que había encima de la mesa, el elfo gruñó:
—¡Se nos acaba el tiempo! Dime qué debo hacer. ¡Esta vez, nada puede salir mal!
—No..., no quedarás... decepcionado.

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El minotauro parpadeó. Era el único acto físico que todavía podía realizar. Galan
Dracos parecía ansioso, muy ansioso.
Argaen alzó mucho las manos y fijó la vista en la esfera de color de esmeralda,
que empezó a latir. Despacio primero, y luego cada vez más aprisa, a medida que
transcurrían los segundos. El elfo estaba extasiado con su trabajo. Poco a poco,
Dracos comenzó a disolverse.
Kaz había fallado. No podía negarlo. Tuvo que presenciar, impotente, cómo la
verde esfera aumentaba su resplandor hasta el punto de obligarlo a cerrar los ojos. Por
eso no vio con precisión lo que ocurrió después.
En los últimos segundos, Argaen Sombra de Cuervo titubeó. El cegador brillo del
artefacto no lo molestaba, pero algo lo hizo pestañear de manera incontrolable.
Fuera, la luna negra llamada Nuitari acababa de eclipsar a Solinari.
Una risa fantasmal resonó en toda la pieza. La nebulosa forma de Dracos ya no
flotaba encima de la esfera.
Con un estertor agónico, el elfo cayó contra el cristalino artefacto. Se apagó el
fulgor y, aunque con desesperante lentitud, Kaz sintió que la vida volvía a sus
miembros. En alguna parte, Delbin gemía.
Sombra de Cuervo se apartó de su presa y miró al cielo con el rostro contraído
por diversas y encontradas emociones. Soltó después una carcajada, pero aquella risa
encerraba tanto placer como pesar. Y, además, insania.
Tenía los ojos rojos como la sangre.
—¡Ya te dije, elfo, que sólo a través de ti podría volver a vivir!
La voz era la de Sombra de Cuervo, pero Kaz sabía que los ojos y la mente
pertenecían a Galan Dracos.
Eso era lo que había esperado el espectro. ¡Para eso necesitaba Dracos al elfo! El
renegado mago había sido capaz de crear algo más que una insustancial forma de sí
mismo, una forma siempre ligada a la esfera esmeralda.
Argaen, en cambio, había alardeado de hallarse protegido contra el poder del
espectro gracias al fragmento de cristal que llevaba encima. Kaz lo creía, porque
dudaba mucho que Dracos hubiese tolerado al elfo ladrón en el caso de haber tenido
el poder para ocupar nuevamente su cuerpo. ¿Qué había sucedido para cambiar las
cosas? Sombra de Cuervo llevaba antes el pequeño trozo de esfera en el bolsillo de su
túnica... ¿Se le habría caído cuando peleaba con Delbin?
¡Claro que era eso! Galan Dracos había conseguido manipular a Argaen hasta
llegar a ese momento, para que el kender cumpliera entonces la orden.
Kaz descubrió que ya era capaz de sentarse. Dracos, encantado con el resultado
de su maquinación, reía a más no poder mientras se sujetaba el recién recuperado
cuerpo.
—¡Ah, mi señora, mi amada...! ¡Gracias por tu benevolencia y por esta segunda

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oportunidad! —bramó Galan Dracos.
El minotauro se estremeció. No cabía la menor duda acerca de quién era la
amante del brujo. Kaz estaba casi de pie cuando Dracos se acordó de él y dio media
vuelta.
—¡Minotauro! ¡Kaz! Espero que no creyeras que te había olvidado...
—Pues lo había pensado, sí. No tengas reparos, humano...
Dracos se echó a reír de nuevo, y su risa crispó los nervios de Kaz.
—Supongo que aprecias lo preciosos que son estos últimos momentos de tu vida.
Por propia experiencia puedo asegurarte que la muerte no constituye siempre un
alivio.
El minotauro se enderezó. Si el renacido mago iba a matarlo, él moriría con honor
y dignidad.
—Eso deduje. Así pues, no escapaste de la Reina de los Dragones...
—No del todo. Me vi atrapado en mi propia creación, pero las garras de mi amada
tienen largo alcance. Aunque ella no podía liberarme de la prisión que me había
causado yo mismo, me hablaba. Y yo pude ayudarla en la conquista de Krynn,
incluso después de su derrota y del exilio temporal impuesto por tu remiso camarada.
—¿Temporal?
—Temporal, sí —contestó Galan Dracos con una sonrisa, a través del rostro de
Sombra de Cuervo.
El cuerpo del elfo parecía cada vez más demacrado, y diríase que su piel —
aunque eso podía ser sólo imaginación del minotauro— empezaba a ser escamosa.
—Esta noche, Kaz, presenciarás cómo el mundo celebra el retorno de Takhisis a
Krynn. ¡Esta noche!
Y Dracos volvió a reír en el mismo tono burlón de antes.
Pero sus carcajadas se interrumpieron de repente al ocurrir simultáneamente dos
cosas. La primera fue que el reloj de arena estalló sin más, con lo que salieron
disparados por la habitación mil fragmentos de cristal y granos de arena. La otra
consistió en lo que parecía una súbita enfermedad, tan virulenta que Dracos se inclinó
hacia adelante y quedó apoyado en una rodilla entre gritos de dolor.
—¡Cesa ya... en tu... lucha! ¡Esto es ahora... mi cuerpo...!
Kaz recorrió rápidamente el cuarto con la vista, en busca de algo que pudiese
utilizar contra Dracos o Sombra de Cuervo o lo que controlaba aquel cuerpo.
—¡Kaz!
Delbin corrió junto a él.
—¡Sal de aquí, hender! ¡Procura encontrar a los demás! ¡Tengo que poner fin a
esto, si puedo!
—Se apoderó de tu hacha de armas, Kaz. ¡Yo lo vi! La tiene ese Galan Dracos,
pero ahora es invisible, de modo que...

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—¿Dónde está? ¡Basta con que me la señales!
—No lo sé. ¡La escondió!
Sin perder de vista al agonizante elfo, Kaz contuvo el aliento y se concentró en el
hacha. Cabía la posibilidad de que, con la pelea entre Dracos y Sombra de Cuervo por
el control del cuerpo, el hechizo a que estaba sometida el hacha se debilitara. De ser
así...
Delbin emitió un silbido.
—¿Cómo lo conseguiste? ¿Puedes repetirlo? ¡Vaya truco!
Cuando el minotauro contempló su hacha creada por enanos, unos sonidos nuevos
llegaron a sus oídos. ¡El ruido de una batalla! La barrera formada por Sombra de
Cuervo bajo la guía de Dracos, ya no existía...
***
Después de atravesar con su espada a un enemigo demasiado impaciente, Darius
alzó la vista y comprobó que una extraña neblina gris rodeaba el alcázar. Primero
pensó que se trataría de algo relacionado con el encantamiento llevado a cabo por
Argaen, pero luego distinguió unas figuras a lo lejos. Al menos tres de ellas tenían los
brazos levantados y miraban fijamente la fortaleza.
Otro individuo se le acercó de pronto con un hacha, y Darius alzó su espada para
parar el golpe lo mejor posible. En los ojos de su adversario se produjo entonces un
súbito brillo, y el hombre vaciló.
—¡Haz algo! —gritó Tesela detrás del caballero.
Darius comprendió que la mujer le había salvado la vida. Mientras su oponente
trataba de retroceder para quedar fuera de su alcance hasta que los ojos se le hubiesen
aclarado, el caballero espoleó su montura en dirección a él y, aprovechando sus
tambaleos, le traspasó el cuello.
—¡Fíjate en el alcázar, Darius!
Así lo hizo el guerrero y... se tapó los ojos cuando el hechizo de los otros magos
produjo una reacción en la barrera producto del encantamiento y, de repente, toda la
región se iluminó.
En el momento en que Darius se atrevió a mirar de nuevo en dirección al castillo,
la barrera había desaparecido. Nada impedía ya un ataque contra él.
—¡No te alejes de mí! —le gritó a Tesela—. ¡Esta es nuestra oportunidad de
rescatar a Kaz!
Con renovada moral, los caballeros se lanzaron hacia adelante.
***
—¡Vuelves a tener... tu... maldita hacha! Pero no importa. ¡No te servirá de nada!
Dracos se había recuperado en parte, y ahora señaló a su enemigo con un dedo.
Kaz se vio lanzado hacia atrás, pero no por eso soltó el arma. Chocó contra una mesa,
aplastó varios libros y partió el mueble en dos. El minotauro sólo sufrió un ligero

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aturdimiento. Había recibido golpes mucho peores en reyertas de taberna con algunos
humanos ebrios y llenos de odio.
Dracos soltó un amargo reniego y se apartó en dirección a la esfera esmeralda.
Kaz contempló su hacha de armas. No sabía si arrojarla, o no. Quizá lograse darle
a la esfera, pero tampoco tenía ninguna garantía de hacerla añicos.
Galan Dracos se detuvo indeciso delante del artefacto. Parecía luchar consigo
mismo, y el minotauro se dijo con acritud que eso era precisamente lo que sucedía.
Lo que a Argaen Sombra de Cuervo le faltaba en cuanto a habilidad para la
hechicería, lo suplía de sobra con su fuerza de voluntad, y no estaba dispuesto a
rendirse a Dracos. Era un elfo y contaba con siglos de preparación, algo que,
evidentemente, el mago humano no había tenido en cuenta.
Kaz echó una mirada a la esfera y luego al brujo en lucha. Su hacha estaba a
punto. Tal vez consiguiera dos objetivos de un solo golpe.
De pronto, las puertas estuvieron llenas a rebosar de soldados.
Kaz se dispuso a enfrentarse a ellos con una maldición. Debería haber
comprendido que la aparición de los hombres para averiguar lo que significaba toda
aquella conmoción era sólo cuestión de tiempo.
El primer soldado arremetió contra él con una lanza que por muy poco no hirió en
el hombro al minotauro, pero el atacante no había calculado la capacidad de alcance
de Kaz, que hizo girar el hacha y le abrió una tremenda herida en pleno pecho. El
soldado se desplomó en el momento en que entraban otros dos hombres, armados
éstos con espadones. Detrás de ellos llegó un tercero que lucía la oscura armadura de
la Guardia Negra; al ver al enloquecido mago, gritó el nombre de Dracos.
Otro guardia fue derribado por el minotauro, pero dos más lo sustituyeron. Y,
contra cuatro, la lucha de Kaz resultaba difícil. No se trataba de goblins, sino de
guerreros veteranos.
Kaz no podía ver lo que ocurría, pero el hombre que había pronunciado el nombre
del mago dio un alarido y corrió hacia su amo con la espada desenvainada.
Esto libró al minotauro de un adversario, pero los tres restantes seguían
acorralándolo.
—¡Dame eso, sabandija! —chilló una voz desde el otro extremo de la pieza.
Kaz no tenía tiempo de mirar atrás, pero el guardia sólo podía haberse dirigido a
una persona. Dado el peligro al que se enfrentaba, había olvidado que Delbin
continuaba allí. El kender era ágil e iba armado con un cuchillo y una honda, pero,
aun así, el minotauro consideraba que las posibilidades de Delbin eran menores que
las suyas.
—¡Paradlo! —bramó Sombra de Cuervo, o Dracos, como se corrigió el propio
Kaz.
Pero el minotauro no tenía tiempo de preguntarse qué hacía su compañero, porque

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instantes más tarde cayó algo enorme a través del tejado, con lo que grandes trozos de
piedra llovieron sobre todos los que allí se encontraban. Un guardia que había
permanecido en el pasillo fue aplastado por uno de los pedruscos. Kaz y sus
adversarios se separaron de un salto cuando un fragmento especialmente pesado fue a
caer entre ellos y, hundiendo el suelo, se detuvo en el piso inferior.
Encima de Kaz, el dragón de piedra abrió las fauces en un silencioso rugido. Uno
de los hombres intentó sacar partido del momento y salvó el agujero de un salto. Kaz
dio una rápida media vuelta y lo atrapó cuando tocaba suelo de nuevo. Antes de que
el soldado pudiese apoyar bien los pies, el minotauro lo empujó hacia atrás con la
cabeza de su hacha de armas, y el hombre se precipitó hueco abajo.
Momentáneamente libre, Kaz localizó a Delbin. El kender estaba arrinconado por
el guerrero de la armadura negra, y en sus manos tenía un objeto apenas visible: el
fragmento de cristal de Sombra de Cuervo. Las dos mentes que existían dentro del
malvado elfo, descentradas y todavía próximas a la esfera esmeralda, proseguían su
lucha, borbotando de vez en cuando alguna palabra.
El dragón de piedra penetró por fin en la habitación, dejando un impresionante
hueco detrás, y comenzó a dar rienda suelta a su fiereza. El único enemigo que le
quedaba al minotauro lanzó un grito de horror cuando una pata descomunal lo
despachurró contra el suelo. La cola de la bestia latigueaba de un lado a otro.
Cualquiera que fuese el mago que había llamado al monstruo, ahora apenas podía
controlarlo. Era posible que ya nunca lo consiguiera nadie.
Eso significaba que Kaz... y Delbin tendrían que vérselas a solas con él.
El kender chilló. Kaz vio que el guardia derribaba de un golpe a su pequeño
compañero, pero el dragón eligió ese justo momento para darle a él con una de sus
formidables patas. El minotauro perdió el equilibrio y quedó apoyado en una de sus
rodillas. Poco faltó para que el hacha de combate se le escapara de la mano.
Una oleada de rabia recorrió el cuerpo de Kaz al ver que la negra figura se
inclinaba sobre el inerte kender, le arrebataba el fragmento de cristal y, a toda prisa,
se lo entregaba a Dracos-Sombra de Cuervo. El minotauro vio cómo, luego, el cuerpo
del elfo se enderezaba, y supo que, con aquel trozo de la esfera, uno de los dos había
triunfado al fin.
El pétreo dragón quiso atacarlo de nuevo, pero Kaz, todavía arrodillado, se
defendió con su hacha mágica.
Rostro del Honor atravesó media pata de la bestia sin perder ímpetu.
Kaz jadeó, momentáneamente perplejo. El monstruo retrocedió y soltó un mudo
rugido de angustia. No podía morir, al menos no en el sentido de una criatura viva,
pero incluso él tenía un instinto de conservación.
No era de extrañar, pues, que la fiera sintiese miedo del hacha. De utilizar
debidamente su arma, Kaz podría combatir al animal de piedra. El minotauro tendría

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que haberse dado cuenta antes, sobre todo después de su primer intento de cortar las
cadenas. Recordaba ahora con qué facilidad había penetrado el hacha en la pared.
La maciza criatura se tambaleó hacia atrás y, al hacerlo, produjo aún más
destrucción. Lo que quedaba del techo, se debilitó de manera peligrosa. El dragón
aleteó con desespero al intentar salir de la pieza, y al moverse golpeó al guardia que
había hecho caer a Delbin. El desventurado guerrero fue a parar contra la pared de
enfrente, en la que casi se incrustó, y Kaz comprendió que estaba muerto.
—¡Mátalo! ¡Te lo ordeno! —le gritaba al dragón de piedra Dracos-Sombra de
Cuervo, inclinado sobre la esfera esmeralda como una madre protectora.
Kaz observó que, con ayuda del mágico artefacto, su enemigo acumulaba fuerzas
poco a poco.
De mala gana, pero incapaz de desobedecer, el falso dragón intentó morder al
valiente minotauro, que se mantenía firme y volvía a defenderse, esta vez
describiendo un arco hacia abajo con su poderosa hacha. La bestia quiso impedir el
descenso de la maciza cabeza de doble hoja, pero con su impulso logró lo contrario.
Kaz lo golpeó en pleno morro, y su arma partió en dos las quijadas del monstruo. Una
grieta que comenzaba en el corte se abría ahora a través de gran parte de su cabeza.
El dragón se bamboleó como si estuviera bebido. Sus movimientos se hicieron torpes,
y el minotauro comprobó que la magia se debilitaba.
Animado, Kaz avanzó hacia el personaje de la túnica, su verdadero adversario,
independientemente de que la envoltura mortal se hallase ahora habitada por el
humano o por el mago ladrón.
Al moverse el minotauro, toda una parte del suelo cedió. Uno de los guardias
muertos, varias toneladas de piedra, una mesa y los artefactos extendidos sobre ella
cayeron al piso de abajo. Pero también Rostro del Honor. A duras penas pudo
sostenerse el minotauro en lo que quedaba del suelo. Le costó un esfuerzo ímprobo
ponerse de pie.
—Quisiera tener el tiempo necesario para matarte bien despacio —jadeó en tono
demencial alguien cuya voz era la de Sombra de Cuervo—, pero temo que, ahora, el
tiempo resulte más precioso que nunca.
El suelo continuaba deshaciéndose. Kaz ya no sabía cómo sostenerse. El dragón
de piedra se alzaba amenazador sobre él.
Agarrándose con una mano, el minotauro contempló el montón de escombros que
tenía debajo. Si caía, probablemente moriría. Sus ojos buscaron entonces a la bestia y,
seguidamente, vigilaron al individuo de oscura túnica que daba vueltas alrededor de
la esfera esmeralda. En la mirada de éste había un centelleo verde.
—Ahora poseo la fuerza para crear otra protección. Cuando rompan ésa, yo
tendré la energía suficiente para enfrentarme a ellos de manera constante. Puedes
morir con la certeza de que has fracasado. Lo único que siento, es no poder ser testigo

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de tu fin.
De cara al dragón de piedra, Dracos-Sombra de Cuervo agregó:
»Por última vez te lo digo: ¡mátalo y acaba de una vez!
Las rotas pero aun así mortales fauces del monstruo se abrieron, y éste embistió al
minotauro. Cuando tenía casi encima la cabeza de la bestia, Kaz utilizó toda su fuerza
de voluntad para invocar a Rostro del Honor.
Al instante, el hacha estuvo en su mano. El minotauro alzó la vista hacia la
muerte que se acercaba y murmuró:
—¡Guía mi mano, Paladine, o los dos estamos listos!
Quizá Paladine guiase su mano, aunque también es posible que sólo fuera la
desesperada fuerza del minotauro, consciente de que todo terminaba para él. O tal vez
interviniese la suerte...
El hachazo fue un acierto, porque golpeó al monstruo directamente en la cabeza,
junto a la grieta. El hacha de armas se hundió en la dura roca, y Kaz casi salió
disparado al otro lado de la estancia cuando la bestia se sacudió furiosa. El minotauro
aterrizó con dureza en el suelo cubierto de cascotes, sin poder contener un grito al
quedar grotescamente torcidos debajo de su cuerpo un brazo y una pierna.
El hacha formaba una cuña en la pétrea cabeza del dragón, casi partida en dos. El
monstruo hizo un débil intento de arrancarse el arma, pero sus movimientos eran ya
espasmódicos. El hechizo no se mantenía. Kaz presenció, con ojos velados, cómo
aquella bestia de piedra quedaba paralizada, perdía el equilibrio y se desplomaba.
De haber una justicia divina, se dijo Kaz, Dracos-Sombra de Cuervo se habría
vuelto en aquel momento para ver la consumación de su destino. Con los ojos muy
abiertos, sólo habría tenido tiempo de emitir un grito.
Pero lo que sucedió fue que el dragón cayó encima del mago y de la esfera. El
personaje de la túnica no llegó a ver venir la muerte.
Al final, Kaz no sabía contra quién había luchado: si contra Dracos, contra
Sombra de Cuervo o... contra una extraña e infernal combinación de ambos. Lo
importante era que la horrible amenaza ya no existía. El minotauro parpadeó un par
de veces y miró de nuevo. Un único brazo, retorcido, era todo cuanto se veía del
enemigo. Kaz sonrió.
Un océano entero de alivio lo invadió, y poco después se hundía en la feliz nada
de la inconsciencia.

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23
Había momentos en que su vida era poco más que un constante hundirse en un pozo
sin fondo y volver a despertar.
Kaz tuvo visiones de elegantes y sombríos elfos alrededor de su cuerpo. Soñó que
era transportado a través de las montañas por una enorme criatura peluda que bien
podría ser Greymir. Bennett y Darius permanecían a su lado mientras Tesela rezaba
por su recuperación. Él, por su parte, insistía en buscar a Delbin, que en su opinión
debía de estar muerto. Cada visión era interrumpida por inacabables intervalos de
oscuridad en los que el minotauro percibía voces, reales unas e imaginarias otras.
Incluso vio brevemente en sueños a la agobiante Reina de los Dragones.
Pero el oscuro personaje desapareció cuando otra voz pudo más que el. La
desconcertada mente de Kaz comprendió que sólo podía tratarse de Paladine. Sin
embargo, la voz se parecía mucho a la de Huma. Después de ese sueño, el minotauro
pudo descansar mejor.
Fueron finalmente unas voces, voces verdaderas, las que lo devolvieron al mundo
de los vivos. Kaz abrió los ojos y se halló tendido sobre una estera en una extensa
tienda, rodeado de personas que discutían.
—¡No tienen ningún derecho sobre él, señor! —gritaba Darius.
—Significaría una mancha para nuestro honor no permitirles exponer sus motivos
—replicó Bennett—. Además debe ser Kaz quien lo decida.
También Tesela estaba presente, pero de momento no decía nada. Y un elfo
observaba a los demás con discreto regocijo. Kaz tuvo que esforzar la vista, porque
ese elfo le recordaba extraordinariamente a Sardal Espina de Cristal. El recién llegado
notó que el minotauro estaba despierto e inclinó la cabeza con un gesto de saludo. Era
uno de los elfos que Kaz tenía en su memoria.
La sacerdotisa se volvió de repente, y sus ojos se abrieron desmesuradamente al
comprobar que el herido a su cargo había despertado. Corrió junto a él y lo rodeó con
sus brazos.
—Kaz! —exclamó— ¡Gracias a Mishakal te pondrás bien!
—¡Humm! ¡Volveré a necesitar los servicios de tu diosa si no me sueltas de una
vez!
Los dos caballeros interrumpieron su discusión para saludarlo con entusiasmo.
Todos actuaban como si él hubiese estado a punto de morir. Kaz iba a preguntárselo
cuando una quinta persona entró en la tienda.
El rostro de Delbin se iluminó. Instantes después, el kender se había puesto al
lado de su amigo de un par de saltos.
—¡Estás vivo, Kaz! Decían que podías morir, a causa de tanta pérdida de sangre,
pero yo sé que eres fuerte, y... ¿viste, por cierto, lo que hicieron con esa cosa grande y

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verde que había en la cámara? ¿Cómo no se rompió en mil pedazos? Porque Argaen
quedó destrozado al caerle encima el dragón, pero la esfera estaba intacta...
—¡No me digas que ese maldito artefacto aún sigue entero!
Habló entonces el elfo. De pie y con los brazos cruzados, parecía apoyarse en
algo aunque no había nada que lo sostuviera. Vestía una túnica blanca.
—El ingenio creado por el renegado Galan Dracos fue retirado de la fortaleza de
Argaen Sombra de Cuervo. No podemos permitir que sea devuelto a Vingaard,
después de lo ocurrido la primera vez.
—En nombre de mi tío, el Gran Maestre —dijo Bennett— me he declarado
conforme con entregar la esfera a los elfos, que piensan enterrarla en un lugar secreto,
a gran profundidad bajo la superficie de Krynn. Más abajo de lo que hasta los enanos
se atreven a penetrar.
—¿Y por qué enterrar la esfera? ¡Habría que destruirla!
—Ya lo intentamos —contestó el elfo, que por primera vez parecía enojado—.
Reconozco que fracasamos, aunque no sé qué mantiene entero el artefacto ahora que
Galan Dracos está definitivamente muerto. Si en el futuro encontramos la forma de
destruirlo, lo haremos. La esfera esmeralda en sí no es peligrosa. Lo que sucede,
como ya sabes, es que constituye un medio para extraer poder de otras fuentes, en
especial del caos.
—¡Nadie volverá a utilizarlo! —añadió Bennett.
Kaz hizo un gesto afirmativo pese a no sentirse del todo satisfecho. Con toda su
alma deseaba que la esfera permaneciese donde los elfos la iban a enterrar, al menos
hasta que él se hubiese unido ya a sus antepasados.
—La moral del enemigo se hundió cuando éste vio que nadie defendía ya el
interior del alcázar —intervino Darius—. Muchos de los asaltantes están muertos o
prisioneros, y el resto está diseminado por la cordillera. Nunca volverán a formar una
fuerza coherente, y esto deja sin aliados a los ogros del norte.
—Cuando Solamnia se haya fortalecido, nos dedicaremos a ellos —declaró
Bennett.
Aliviado por fin, Kaz se volvió hacia Delbin.
—¿Y qué hay de ti? ¡Temía que hubieses perdido la vida! ¡Vi cómo te derribaba
el guardia!
Tesela, que dio un paso adelante para colocarse junto a Darius, explicó:
—Delbin sólo tenía un chichón. Sin duda recibió un golpe con la parte plana de la
espada. Yo diría que, dada la importancia de lo que sucedía, el hombre no tuvo
tiempo de entretenerse en matar a un kender.
—¡Qué suerte! —exclamó el minotauro, a la vez que daba una palmada en el
hombro a su menudo compañero—. Quiero darte las gracias por haberme seguido,
pero no debieras haberlo hecho. ¡Tu actitud fue muy valerosa y muy heroica!

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—El kender describió del mejor modo posible lo ocurrido a Galan Dracos y
Argaen Sombra de Cuervo —intervino el elfo desconocido—. Un asombroso y
horrible desenlace. ¡Loado sea Branchala por permitir que provocases su muerte, sus
muertes, antes de que fuera demasiado tarde! Tengo muchas cosas de que hablar con
mi pueblo cuando regrese a él. Y dime, minotauro... —añadió el elfo con una súbita
expresión de sufrimiento en sus facciones, antes suaves:— Sardal Espina de Cristal...
¿murió bien?
—¡Desde luego!
—Recogimos su cuerpo... Ahora debo dejarte. Sé que tienes cosas muy urgentes
de que ocuparte.
El elfo saludó a cada uno con la cabeza y se retiró sin más palabras. El minotauro
se levantó un poco vacilante.
—¿Qué significa eso que dijo?
Los humanos titubearon, pero Delbin respondió preocupado, en un súbito cambio
de humor:
—¡Están ahí fuera, Kaz! ¡Todos! Hay uno horroroso, que parece el jefe... ¡Incluso
hay un ogro con ellos! Tendrás que marcharte antes de que...
Desde el exterior llegó entonces una voz profunda.
—¡Sal, cobarde! ¡Sal y enfréntate a tu pueblo! ¡Enfréntate a la justicia y al honor!
Kaz preguntó desconcertado:
—¿Cuándo vinieron?
—Hará cosa de una hora —gruñó Bennett—. Ya estuvieron en Vingaard, Kaz, y
mi tío consideró su búsqueda lo suficientemente honorable para decirles adonde nos
dirigíamos...
—Nunca debió... —quiso protestar Tesela, pero Kaz la hizo callar con un gesto de
la mano.
—El Gran Maestre actuó como lo habría hecho yo, humana. Huí de ellos durante
demasiado tiempo. No puedo seguir haciéndolo siempre. Por una sola vez quisiera
tener un poco de paz y saber que nadie pretende acorralarme.
—Si necesitas que alguien te apoye, Kaz —dijo Darius, empuñando su espada—,
yo te debo la vida y, además, te considero un amigo.
—No. Esto es algo que debo hacer solo. Es cuestión de honor.
El minotauro buscó con la vista su hacha de combate para comprobar, casi
arrepentido, que la sostenía con la mano izquierda. Los demás la miraron la con
sorpresa. Nadie la había visto antes.
Bennett la contempló con un interés profesional.
—¿Dónde conseguiste semejante hacha?
—Un amigo me la dio.
Kaz levantó el arma y respiró a fondo.

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—Antes de que salgas —dijo Bennett—, creo que debes saber que tus congéneres
pasaron largo rato discutiendo sobre ti. Parece haber diferencias de opiniones.
—Lo tendré en cuenta.
Y Kaz abandonó la tienda.
Cuando el minotauro salió afuera, reinó el silencio. Varios caballeros hicieron una
pausa en sus quehaceres para presenciar el enfrentamiento.
Unos doce minotauros se hallaban delante de Kaz, formando un semicírculo. Dos
de ellos eran inconfundibles: los hermanos Hecar y Helati. Kaz se permitió admirar
durante unos momentos a Helati, que sin duda alguna era la más atractiva entre las
hembras del grupo, y después se volvió hacia el amenazador rostro surcado de
cicatrices que, evidentemente, pertenecía al jefe.
—Yo soy Scurn, el caudillo —anunció éste.
Un movimiento hecho por Hecar reveló una diferencia de opinión, pero Scurn no
se dignó tomar nota de ello. Kaz se concentró en el desfigurado individuo que tenía
delante, sabedor de que, si era el jefe, se debía sin duda a que era también el
combatiente más forzudo.
Scurn parecía esperar una respuesta.
—Ya sabes quién soy —dijo Kaz.
A Scurn le echaron chispas los ojos. Kaz comprendió enseguida, ceñudo, que con
aquel tipo no se podría tratar de manera razonable. ¡Si apenas sabía contener su odio!
Detrás de la fila de minotauros se movió algo. Era el ogro. Kaz intentó descubrir
su fea cara, pero el gigantón se mantenía medio escondido.
Scurn bramó entonces, barriendo con la mirada a Kaz:
—Se te acusa de asesinato..., del asesinato del capitán ogro al que servías. ¡Lo
golpeaste por la espalda, aprovechando la confusión de la batalla, y él no tuvo
ocasión de defenderse! No es un secreto la aversión que despiertan en nosotros los de
su raza, pero semejante acto fue un deshonor para tu clan y tu pueblo, y se considera
un crimen en cualquier parte del mundo civilizado. Ese homicidio representó
asimismo el quebranto de un juramento de lealtad prestado ante los mayores y el
emperador de tu pueblo, hecho que no tiene precedente —continuó Scurn con una
repulsiva sonrisa—, agravado además por tu cobardía ya que, en vez de enfrentarte a
tu merecido castigo, preferiste huir. Cuando tus delitos llegaron a conocimiento de los
mayores y del emperador, fue difundida una proclama para tu captura y castigo, y
nosotros fuimos los encargados de conducirte ante la justicia. ¿Estás dispuesto a
reconocer tu culpa? ¿Quieres salvar el poco honor que te queda?
—El capitán merecía morir —respondió Kaz sin rodeos, recordando lo pomposos
que eran sus congéneres cuando hablaban de asuntos de honor.
—Tú quebrantaste tu juramento y causaste el deshonor a tu clan..., ¡a nuestro
clan! Tal deshonor fue todavía más grave por ser tú quien eras, un gran campeón de la

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arena, uno que podría haber devuelto a nuestro clan la corona de emperador. Pero tú,
en cambio, echaste a correr, avergonzando con ello a todos nuestros antepasados que
sacrificaron sus vidas en combate. Ni siquiera te enfrentaste a tu víctima en una lucha
limpia, sino que... ¡lo mataste por la espalda!
—Eso no es verdad —replicó Kaz fríamente.
—¡No conoces el honor! —entonó Scurn de pronto.
—La vida sin honor no merece ser vivida —cantaron automáticamente al unísono
los demás minotauros.
No obstante, Kaz tuvo la impresión de que algunos seguían la cantilena con
escasa convicción.
—¡Está demostrado que eres un cobarde!
—Un cobarde debilita la raza.
Ahora, más de un minotauro vaciló antes de tomar parte en el recital. Hecar arrojó
su hacha al suelo.
—¡Esto es una burla! ¡Yo no quiero colaborar en semejante parodia! ¡Lo
considero una mácula para nuestro honor!
Scurn pasó su asesina mirada de Kaz al otro minotauro.
—¡Tú permanece en tu sitio, Hecar!
—Sé que puedes derrotarme con facilidad, Scurn, pero me consideraría un
indigno cobarde si no dijera la verdad. ¡Tú sabes perfectamente lo que ha hecho Kaz
en los últimos tiempos!
—Eso no cambia nada.
Helati dio un paso y se situó junto al hermano.
—¡Eso lo cambia todo! Me parece muy difícil condenar a quien ha demostrado su
valentía y su fuerza como lo ha hecho ahora Kaz. El propio sobrino del Gran Maestre
lo considera uno de los más honorables camaradas con los que ha luchado. Yo pongo
más en duda los innumerables enredos de nuestro código de honor, que nos convierte
en soldados esclavos de los de su clase.
El ogro se puso rígido, consciente de que Helati se refería a él. Sin embargo, se
quedó donde estaba. Kaz pensó que incluso era sorprendente que su acusador se
encontrara allí.
—Las hazañas presentes no borran delitos de tiempos pasados, Helati. ¡También
tú harás bien en recordar el sitio que te corresponde!
Scurn agitó una terrible zarpa como si, con ello, apartara la conversación.
—¡Ya hemos perdido bastante tiempo! —bramó— O aceptas tu suerte, Kaz, y
vuelves con nosotros, o arreglamos aquí el asunto.
—¡Arreglémoslo aquí! —contestó Kaz, y arrojó su hacha al suelo— Como no
puedo forjar un arma con mis propias manos, como dicta la costumbre, prescindiré de
ella.

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El minotauro oyó pisadas detrás de él y comprendió que sus compañeros habían
salido de la tienda. Los humanos no entenderían lo que aquello significaba. Kaz había
elegido enfrentarse a su suerte, y eso consistía en un combate con una gran
desigualdad en contra de él. En otras circunstancias habría dispuesto de unos días
para prepararse y forjar un arma propia de las tierras en que se hallaba. Los
condenados sólo tenían derecho a utilizar armas hechas por ellos. Aunque, en teoría
Kaz no estaba condenado a muerte, la desventaja era tal que pocos sobrevivirían a un
combate de ese estilo. Esa era la intención, además. Morir luchando en unas
condiciones de evidente inferioridad era uno de los pocos modos que un minotauro
tenía de recuperar el honor a los ojos de su pueblo.
Era ahora, después de cinco años, cuando Kaz se daba cuenta del grado de locura
e hipocresía de los de su raza.
—¿Va a pelear contra todos ellos? —le preguntó Tesela a alguien, horrorizada—
¡Acabará destrozado!
—Es la ley de los minotauros, sacerdotisa —contestó Bennett, aunque resultaba
indudable que la situación lo repelía tanto como a ella—. No puedo intervenir. El
honor de Kaz está en juego.
—¡Es su vida lo que está en juego! —murmuró Tesela, pero luego calló.
Kaz se tranquilizó. Había temido que alguno de sus amigos tratara de
interponerse. Dada la amplia desventaja numérica, los minotauros harían una
sangrienta carnicería si sus compañeros se veían forzados a defenderse. Y él no
quería que ninguno de ellos cayese herido, y menos todavía muerto. Era su batalla.
Por derecho, los minotauros podrían haber rodeado a Kaz para atacarlo uno detrás
de otro o en grupos hasta que sucumbiera o saliese victorioso del encuentro.
Scurn miró a los demás con patente frustración.
—¡Ocupad vuestros puestos!
Hecar, que aún no había recogido su arma, dio un paso atrás.
—Yo me retiro —declaró—. A pesar de la evidencia, considero muy discutible el
asesinato de que se acusa a Kaz. Vine porque el honor estaba en juego, pero ahora no
veo que Kaz haya perjudicado en nada a nuestro clan ni a nuestra raza. No es un
cobarde, y, después de las pruebas a las que se enfrentó..., y cuyo resultado influye
sin duda alguna sobre el futuro de nuestro pueblo y también en el de otras razas
menos importantes, creo que Kaz ha expiado de sobra sus faltas, si es que alguna vez
las cometió.
Helati se unió a su hermano.
—Tampoco yo quiero tomar parte en esta farsa. Es cierto que Kaz quebrantó el
sagrado juramento de lealtad, pero me pregunto si aquellos ante quienes prestó ese
juramento eran dignos de tal. El honor tiene muchas caras, pero yo nunca vi ninguna
que guardara semejanza con la de un ogro.

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Cada vez más furibundo, Scurn miró hacia la derecha y la izquierda cuando otros
de sus compañeros lo abandonaron. De todo el grupo, sólo dos minotauros
permanecieron junto al desfigurado jefe. Este clavó en ellos unos llameantes ojos y
rugió:
—¡Retiraos con los demás! ¡Yo lucharé solo contra Kaz! ¿Entendido?
Los dos minotauros obedecieron indecisos. Scurn avanzó hacia su adversario con
una diabólica sonrisa, y se detuvo a un paso de distancia de él. Era unos centímetros
más alto que Kaz y llevaba una monstruosa hacha de combate, mucho más poderosa
que Rostro del Honor. Una verdadera hacha de minotauro. Sin apartar la vista de Kaz,
arrojó el arma lejos de sí.
—¡No necesito armas para vencerte!
Kaz lanzó un bufido de áspera burla.
—Es lo que esperas, ¿no?
—¡Rézales a tus antepasados mientras todavía tienes tiempo!
—Les daré las gracias porque la sangre que en su día compartieron nuestras
diversas familias queda ya tan lejos, que no tengo por qué considerarte un pariente.
Scurn enseñó los dientes.
—Cuando estés listo...
No hubo señal para el comienzo. Los dos combatientes se pusieron tensos,
simplemente, y de tácito acuerdo se arrojaron uno sobre el otro. Scurn agarró con su
mano derecha el brazo izquierdo de Kaz y trató de llevar la otra hasta detrás de la caja
torácica del enemigo. Pero Kaz la sujetó a tiempo y la torció hacia un lado, y con su
mano libre empujó hacia atrás a su oponente.
Los dos minotauros se separaron para reanudar poco después la pelea. Kaz intentó
rodear con el pie una de las piernas de Scurn, pero éste no se lo dejó hacer, y, en lugar
de aferrar la pierna del desfigurado individuo y provocar su caída hacia atrás, fue Kaz
quien se encontró balanceándose sobre un solo pie cuando Scurn le cogió el otro para
levantárselo. Sólo un hábil movimiento de Kaz evitó su desplome, pero el minotauro
de las cicatrices tenía ahora una ventaja en cuanto a equilibrio y la aprovechó,
atacando de cabeza el costado de Kaz, con lo que éste lanzó un gruñido de dolor
cuando uno de los cuernos de Scurn le dio en la mitad del cuerpo. Aun así, Kaz
consiguió apartar con su mano el testuz del enemigo y mantenerlo a cierta distancia.
La sangre le resbalaba por las piernas.
Mientras Scurn buscaba la manera de ensartarlo, Kaz levantó la otra mano y
golpeó al adversario con toda la violencia posible. El primer puñetazo le dio a Scurn
en la cabeza, un punto muy duro en un minotauro, pero el segundo tocó la parte más
blanda del cuello.
Scurn blasfemó y, con una fuerza pasmosa, dio un tirón hacia atrás, pero Kaz no
lo soltó y volvió al ataque. Pudo sujetar uno de los cuernos del enemigo mientras éste

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trataba de retirarse más, y de pronto cambió de postura, con lo que Scurn fue a parar
de morros al suelo.
Kaz se inclinó, pero el otro ya se alejaba rodando, y todo lo que el primero
consiguió con su esfuerzo fue ensuciarse la cara y sentir una terrible sacudida en
todos los huesos. Ambos minotauros se pusieron rápidamente de pie. Scurn respiraba
de forma ruidosa, pero no a causa del agotamiento, sino por la febril excitación que
producía en él la lucha. Era uno de aquellos seres que sólo vivían para pelear. Kaz,
más veterano, lo observaba con disgusto y cierta vergüenza. También él había sido,
en otros tiempos, como el desfigurado Scurn.
El combate prosiguió sin que ninguno consiguiera una gran ventaja. Después de
diez minutos de constante pugna, los dos sangraban rendidos, pero dispuestos para el
próximo asalto. Los demás minotauros y algunos caballeros los animaban.
Quien no compartía el interés de quienes estaban con él, era Molok, el ogro. Al
principio había seguido la lucha con gran curiosidad, deseando una rápida
humillación y muerte de Kaz. Pero eso ya no parecía posible. Cabía incluso que
Scurn fuera derrotado. En tal caso, Kaz tendría que pelear con él, y entonces sabría
quién era.
El ogro se frotó un lado de la cabeza, recordando el lugar en que Kaz había
golpeado a su hermano, años atrás. Los de otras razas solían creer que los ogros se
tenían tan poco afecto entre sí como el que sentían hacia los extraños, mas eso no
correspondía a la verdad. Como los minotauros, también los ogros creían en su clan,
y aquel hermano había sido su único consanguíneo. Desaparecidos los dragones y
exiliada Takhisis de Krynn, eso era todo lo que los ogros podían hacer para no verse
dominados por sus enemigos y antiguos esclavos. No tenían tiempo para vengarse de
ningún ogro. Sin embargo, la venganza era algo muy característico de los ogros, y
Molok, que incluso para uno de su raza era tortuoso y decidido, ideó un plan que no
sólo terminaría con la muerte de Kaz, sino que, además, demostraría a los minotauros
la absoluta carencia de sentido del honor de su congénere. No era que el honor
significase mucho para Molok, pero le constaba que el pueblo de Kaz vivía y moría
por él. Matar y avergonzar al asesino de su hermano era la mejor venganza que podía
desear. El mago a quien había pagado para que crease un falso cristal de la verdad,
había cumplido bien su cometido. Los minotauros, altivos e ignorantes en todo lo
referente a la magia, habían tragado el anzuelo.
Todo aquel esfuerzo podía resultar inútil, empero, si Kaz vivía.
Desde luego, los minotauros habían desposeído de sus armas al ogro, pero
existían otras posibilidades, ya que algunos de los hombres-toro habían abandonado
sus propias armas en el momento de su rebelión contra Scurn. Molok sólo necesitaría
apoderarse de la más adecuada...
Por muy fuerte y astuto que fuese Scurn, no se había enfrentado en su vida a

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tantos desafíos como Kaz, cuya experiencia se hizo evidente cuando éste empezó a
propinar más y peores golpes a su oponente, que retrocedía sacudiendo la cabeza.
Pero Kaz no estaba dispuesto a ceder. Agarró el brazo que Scurn había alzado en su
propia defensa y se lo torció hacia adentro, con lo que forzó al adversario a doblarse
también, si no quería que Kaz se lo rompiera. Y, cuando Scurn dio media vuelta, se
encontró con la rodilla del contrario.
Kaz dobló la pierna y levantó la rodilla. No golpeó a Scurn en la cara, como otros
quizás hubiesen hecho, sino en el indefenso cuello. Su rótula dio directamente en la
garganta de Scurn, y éste sintió una angustiosa asfixia. Cuando cayó de rodillas,
luchando desesperadamente por respirar, Kaz juntó las dos manos y le pegó
bestialmente en la mandíbula. El feroz golpe, unido a sus demás heridas, dejó
atontado a Scurn, que cayó sentado y, jadeante, trató de fijarse en Kaz.
Todo el mundo esperaba el golpe final. Era todo cuanto Kaz necesitaba para
justificarse ante sus compañeros. Alzó una vez más sus apretadas manos y... volvió a
bajarlas, separándolas.
Al mismo tiempo, Kaz miró a los demás minotauros.
—¡No sigo! —dijo— Continuar sería deshonroso. No puedo acabar de derribar a
un enemigo indefenso.
—¡Eso no! —graznó Scurn, pero todo cuanto pudo hacer fue agitar el puño.
El golpe que Kaz le había dado en la garganta había sido decisivo. Scurn apenas
podía respirar.
—¡Mátame...! —jadeó. ¡No puedo soportar esta vergüenza!
Kaz resopló asqueado.
—Eso es asunto tuyo —contestó, y de cara a sus congéneres agregó:— ¿Alguno
de vosotros quiere desafiarme? ¿He demostrado lo suficiente, o no? De ser así, yo...
A su derecha se produjo una conmoción, y Kaz dio media vuelta para encontrarse
con Helati, en cuyo rostro había severidad pero también satisfacción. La hembra asía
un cuchillo en la mano, del que sólo asomaba el mango, ya que toda la hoja —y los
minotauros las utilizaban muy largas— estaba enterrada en el pecho del ogro, que
miraba boquiabierto a Kaz con sus ojos de moribundo, todavía llenos de odio. Una
corta espada, escondida entre el robusto brazo del ogro y su tórax, resbaló al suelo.
El ogro se desplomó entre estertores.
Tanto los minotauros como los humanos se volvieron, estupefactos y
preocupados. Bennett soltó unos reniegos como Kaz jamás se los había escuchado.
Con la excitación del combate ritual, nadie había prestado atención al ogro.
¿Quién iba a pensar que un solo ogro era capaz de semejante cosa, rodeado como
estaba de incontables humanos armados y unos cuantos minotauros? Helati limpió su
cuchillo en el mismo cadáver del gigantón.
—Primero pensé que, simplemente, buscaba un sitio desde donde ver mejor el

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combate. Nunca me imaginé que un ogro pudiera ser tan suicida. ¡Estaba decidido a
darte muerte, Kaz!
—¡Yo no tendría que haberlo considerado capaz de ningún honor! —intervino
Bennett—. Los de su ralea no saben más que matar.
—Menos de seis años atrás, tú habrías dicho lo mismo de mí, Bennett —dijo Kaz
mientras contemplaba la cara del ogro, aún contraída por el odio pese a pertenecer a
un muerto, y en sus ojos se reflejó una triste sorpresa—. En el caso de éste, sin
embargo, creo que tenías razón. Todos sus feos rostros se parecen, pero sospecho que
este ogro y el otro, al que afirman que asesiné, eran parientes muy próximos. Cada
clan tiene unas marcas que, a pesar del tiempo transcurrido, me resultan familiares...
No me figuraba que los ogros fuesen capaces de tanta lealtad entre sí —concluyó con
un pesaroso gruñido.
—El cristal de la verdad... —musitó entonces uno de los minotauros.
Kaz meneó la cabeza ante la ingenuidad de una raza que tanto se enorgullecía de
su supuesta superioridad.
—Si los demás hubieseis visto tanta brujería como yo, sabríais hace tiempo que
cualquier buen mago puede crear uno con una falsa imagen.
Nadie respondió, pero Hecar hizo un gesto afirmativo. Kaz se alegró de
comprobar que, por lo menos, había una mente razonable entre ellos. Luego miró a
Scurn, que seguía arrodillado en medio del polvo. Ahora que había peleado contra
Kaz y resultado perdedor, su vida ya no parecía tener objeto.
—Me imagino que estoy libre, ¿no? —preguntó Kaz finalmente. Nadie lo
contradijo. Kaz echó una última mirada a Scurn.
—Que alguien lo cure. Hizo un buen combate. Su muerte habría sido una lástima.
Sin más palabras emprendió el regreso hacia la tienda, deteniéndose sólo para
recoger su hacha de armas.
Al ver la expresión de su cara, los amigos no hicieron comentario alguno. Hasta
Delbin permaneció callado.
Kaz no se relajó hasta que se halló solo en la amplia tienda. Exhaló el aire con
fuerza, arrojó su arma sobre la estera que le había servido de lecho y, con una triste
sonrisa, se murmuró a sí mismo:
—¡Por fin!

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Bennett se hallaba en el sur, dedicado a coordinar asuntos con los alcázares de
aquella región y, además, a eliminar la escasa resistencia que pudiera quedar. Otra de
sus tareas consistía en proporcionar hombres y nuevo material a Vingaard. Como
enlace había elegido a Darius. También Tesela seguía con los caballeros. Según le
explicó a Kaz, había heridas que curar, pero el minotauro sabía de sobra que a ella y a
Darius los unía un mutuo interés.
Bennett quería proveer a Kaz de una escolta para su regreso a Vingaard, donde,
sin duda alguna, su tío concedería al minotauro las más altas condecoraciones que un
forastero pudiese recibir. Kaz le dio las gracias, pero declinó ese ofrecimiento y otros,
con excepción del de unos buenos y resistentes caballos para todos los minotauros.
En cuanto a sus semejantes, Kaz les dijo adiós a la mañana siguiente. Scurn no
estaba en condiciones de conducir al grupo. Era uno de esos que había vivido siempre
convencido de su invulnerabilidad y, rota esa ilusión, parecía no quedarle nada. Los
demás se sorprendieron al ver que Kaz rehusaba regresar con ellos. Se habían
acostumbrado a creer que la única razón por la que vagaba por Ansalon, era la de
escapar a su vergüenza. Sólo dos de ellos comprendían su deseo de viajar y vivir
entre los seres de razas «inferiores».
También Hecar y su hermana Helati quedaron atrás. Eso constituyó una
satisfacción para Kaz, especialmente la presencia de Helati, que lo atraía. Las
sonrisas que ella le devolvía significaban una esperanza para el futuro.
De momento, sin embargo, Kaz caminó junto a Bennett en dirección a los otros
dos minotauros que preparaban sus monturas. Kaz y Bennett habían conversado
mucho durante aquella mañana. Existía entre ellos un respeto mucho más profundo,
una amistad mucho mayor que antes.
—¿Adonde piensas ir? —preguntó Bennett.
—No lo sé con exactitud. Creo que dejaré que sean ellos quienes lo decidan —
respondió Kaz, señalando a los otros dos—. Sólo pido que sea un lugar tranquilo.
Bennett esbozó una sonrisa.
—Tardarías pocos días en aburrirte. Tú necesitas el desafío.
Kaz emitió un gruñido.
—Tal vez, pero no tanto como hasta ahora. Lo vivido últimamente me bastará por
un tiempo.
Helati alzó la vista y sonrió. Kaz no pudo menos que devolverle la sonrisa.
—¿Es... bonita? —susurró el caballero, que apenas se atrevía a tocar un tema tan
personal.
—Una de las hembras más hermosas que yo haya visto jamás.
—La belleza depende del que la contempla...

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—Estamos listos —les anunció Helati.
—Montad. Estaré ahí dentro de un momento.
Kaz y Bennett se estrecharon fuertemente la mano, y el minotauro dijo con una de
sus dentudas sonrisas:
—¡Que Paladine proteja tus espaldas, amigo!
—Eh, tú! ¡Espera, Kaz! Creo que lo tengo todo dispuesto, pero la gente sigue
pidiéndome que devuelva cosas que no me pertenecen, aunque yo no sé, de veras,
cómo llegaron a mis bolsillos, ni dónde...
—¡Haz una pausa, Delbin!
El kender, que conducía por las riendas a su poni, corrió a reunirse con los demás.
—¿Vas a llevarlo contigo?
La expresión de Bennett reveló alivio ante la perspectiva de que el kender
abandonara su campamento, pero también asombro de que alguien estuviese
dispuesto a viajar con un individuo de la raza a la que pertenecía Delbin.
—Alguien tiene que cuidar de él —contestó Kaz, en cuyos ojos descubrió Bennett
un sincero afecto hacia el kender.
—¿Supones que tres minotauros son suficientes para vigilarlo? —preguntó el
caballero.
Kaz, por su parte, meneó la cabeza con un gesto de fingida e irónica
preocupación.
—Pues... ¡lo dudo!
El minotauro montó en su caballo, y Bennett tuvo ocasión de admirar el hacha de
combate, obra de los enanos, que Kaz llevaba firmemente sujeta a la parte posterior
de su arnés. La doble hoja parecía lanzar destellos.
Después de cerciorarse de que su grupo —y Delbin en especial— estaba
preparado, Kaz miró una vez más al humano y se puso muy serio.
—¡Mantén alerta a la Caballería, Bennett! Takhisis se halla muy lejos de Krynn,
pero no aparta los ojos de nuestra tierra y, algún día, podría encontrar la manera de
volver a ella sin demonios como Galan Dracos o imbéciles semejantes a Argaen
Sombra de Cuervo. Es a Takhisis a quien combatimos; no a un brujo loco o a un
mago ladrón.
—Hemos aprendido, Kaz. En adelante seremos más cautos.
—Eso espero.
Con un súbito cambio de expresión, el minotauro se dirigió sonriente a Helati y
preguntó:
—Bien... ¿Adónde prefieres ir primero?
Helati miró a su hermano y luego se volvió de nuevo hacia Kaz.
—Tú mencionaste un día las glaciales regiones del sur...
—¡Al sur, pues! —exclamó Kaz, a la vez que saludaba a Bennett con la mano—.

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En esta época del año se estará muy tranquilo allí.
El humano rió entre dientes y siguió con la vista al grupo que se alejaba. Kaz se
volvió una vez más para saludarlo. Bennett, en silencio, le deseó suerte. Con un
kender cabalgando a su lado, y con su propia tendencia a meterse en líos, Kaz la
necesitaría sin duda. El caballero estaba convencido de ello.
Por un momento, Bennett casi deseó poder acompañarlo.

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