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Apreciación Literaria 13

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APRECIACIÓN LITERARIA 13 Literatura indigenista

Prof. María Lourdes Rodríguez Manrique

 Obra : Los perros hambrientos


 Autor : Ciro Alegría

 Movimiento literario: Indigenista

 Origen: Perú , siglo XX

 Género: Narrativo Especie: Novela.

 Estructura: XIX capítulos

“La novela relata los trágicos efectos de una sequía en la sierra peruana y subraya el
desquiciamiento del mundo andino al detenerse el ritmo de la producción agrícola.
Aunque el proceso narrado deja ver la radical inhumanidad del sistema social serrano y
pone de relieve el sufrimiento al que están sometidos los indios, lo cierto es que la
novela diluye la energía de su denuncia y oscurece la casualidad real de los sucesos al
remitirlos excluyentemente a una razón sólo natural (la sequía) y al ordenar su
secuencia argumental mediante la formulación de una suerte de círculo que afirma la
permanente reiteración de la historia, su carácter inevitablemente cíclico, su
dependencia del ritmo de la naturaleza. Queda en pie, sin embargo, una imagen
globalmente positiva del hombre, la sociedad y la cultura indígenas. Al contrario de lo
que sucede en otras novelas indigenistas, aquí la miseria no conduce al aniquilamiento
de la condición humana del indio, sino, al contrario, pone de manifiesto su honda e
imperturbable dignidad”
Antonio Cornejo Polar

II
Historia de perros

Zambo y Wanka vinieron de lejos. Para hablar más precisamente: los trajo el Simón
Robles. Eran muy tiernos aún y tenían los ojos cerrados. Viajaban en el fondo de una
concavidad que hizo su conductor doblando la falda delantera de su poncho. Acaso
sintieron un continuo e irregular movimiento. Lo producía el trote de un caballo por un
largo camino lleno de altibajos. Los perrillos provenían de Gansul, de la afamada cria de
don Roberto _Robles..
- Juana, traigo perrooooos….- gritó el Simón Robles, mientras llegaba a su casa. Ella
corrió a recibirlos y luego los condujo al redil.
En medio de las sombras infantes, lactaron allí de unos pezones tiesos y pequeños
durante muchos días. El hombre niega al perro pastor la teta maternal y le asigna la
ovejuna. El perro crece entonces identificado con el rebaño. Es así como nuestros
amigos abrieron al fin los ojos y se encontraron con un universo de formas redondas y
blancas. Y entendieron que las ovejas pertenecían a su vida. Después, la perrita hizo la
experiencia de andar. Y se topó contra las patas y resbaló sobre el guano. Un balido le
hirió los sesos. Quiso imitarlo y no consiguió sino ladrar.
Sin embargo, su pequeña voz estremeció a un corderito y apartó a una oveja. Entonces
sintió la diferencia. Mas, de todos modos, la ubre era buena y podía seguir mamando.
La vida es primero, y las ovejas le daban la vida. Su hermano, a poco, entendió lo
mismo.
Entretanto, la apertura de ojos fue entusiastamente celebrada por Vicenta, que en este
tiempo era la pastora, y por la Antuca. Llevaron los perros a la casa.
- ¿Qué nombre les ponemos?
El Simón Robles dijo:
- A la perra hay que ponerle Wanka.
Y el Timoteo opinó:
- El perrito, que más oscuro, que se llame Zambo.
Fue así como quedaron bautizados. El nombre del perro se entendía, pues era más gris
que Wanka, ¿pero el de ésta? Sin embargo, nadie preguntó al Simón la razón de este
apelativo. Él mismo, tal vez, la ignoraba. Wanka fue una aguerrida tribu del tiempo
incaico. La palabra, acaso, le brotó del pecho como brota una estrella de la sombra.
El caso que Wanka y Zambo fueron creciendo encariñados con las ovejas y con los
Robles. Sus ojos vieron más claramente y más lejos. Sus amos tenían la piel cetrina. El
Simón y la Juana andaban algo encorvados. El Timoteo hinchaba el poncho con un
ancho tórax abombado. La Vicenta, erguida y ágil, era quien les enseñaba las tareas
pastoriles. Pero intimaban con la Antuca, la pequeña y lozana Antuca. Los esperaba
cuando volvían de las alturas y se iba a la choza que los guardianes ocupaban en un
ángulo del redil. Jugaban a pelearse. Ella gruñía manoteando y ellos hacían como que le
propinaban terribles tarascadas. Era una feroz e incruenta lucha que las ovejas veían con
aire asombrado.
También se familiarizaron con la región. La casa de sus amos se recostaba en la falda de
un cerro, rodeaba de plantíos. Más allá, en medio de lomas y laderas, asomaban otras
casas también circundadas de chacras. Al frente, muy lejos, levantábanse unos inmensos
cerros azules. Wanka y Zambo jamás pensaron ir por ahí. Eran largos
los caminos, altas las rocas y no se podía abandonar el ganado.
La vida era buena. Iban creciendo. Pronto estuvieron grandes. Las delgadas y lacias
orejas, siempre alertas, se erguían ante la menor novedad. ¿Raza? No hablemos de ella.
Tan mezclada como la del hombre peruano. Estos perros esforzados que son huéspedes
de la cordillera andina no se uniforman sino en la pequeña estatura el abundante
pelambre y la voz aguda. Ancestros hispánicos y nativos se mezclaban en Wanka y
Zambo, tal como en el Simón Robles y toda la gente atravesada por esos lados.
Y llegó el tiempo en que el ganado del Simón Robles aumentó y necesitaba mayor
número de cuidadores, y también llegó el tiempo llegó el tiempo en que la Antuca debió
hacerse cargo del rebaño, pues ya había crecido lo suficiente. Entonces, el Simón
Robles dijo:
- De la parición que viene, separaremos otros dos perros pa nosotrus.
Y ellos fueron Gueso y Pellejo. El mismo Simón les puso nombre, pues amaba poner
nombres y contar historias. Designaba a sus animales y a las gentes de la vecindad los
más curiosos apelativos: a una china adicionada a los lances galantes le puso “Pastora
sin manda”, y a un cholo de ronca voz y feble talante, “Truento en ayunas” a un magro
caballo, “Cortaviento”, y a una gallina estéril, “Poniaire”. Al bautizar a los perros, dijo
en la merienda:
- Que se llamen así, pues hay una historia, yesta es quiuna viejita tenía dos perros: el
uno se llamaba Gueso y el otro Pellejo. Y jué quiun día la vieja e su casa con los perros,
yentón llegó un ladrón y se metió bajo e la cama. Golvió la señora po la noche y se puso
a acostarse. El ladrón taba calladito ay, esperando quella se durmiera pa augala silencito
sin que lo sintieran los perros y pescar la
bacenica, le vio las patas al ladrón.
Y como toda vieja es sabida, esa también
era. Yentón se puso a lamentarse, como
quien no quiere la cosa: “Yastoy muy
vieja; ay, yastoy muy vieja y muy flaca;
gueso y pellejo no más estoy”. Y repetía
cada vez más juerte: ¡gueso y pellejo!,
¡gueso y pellejo! Yeneso, pue, oyeron los
perros y vinieron corriendo. Ella les hizo
una señita y los perros se jueron contrel
ladrón haciéndolo leña… Pueso ta gueno questos se llamen también Gueso y Pellejo.
La historia fue celebrada y los nombres, desde luego, aceptados. Pero la vivaz Antuca
hubo de apuntar:
- ¿Pero como pa que adivine la vieja lo quiba a pasar y les ponga así?
El Simón Robles replicó:
- Se los puso y después dio la casualidá que valieran esos nombres… Asiés en todo.
Y el Timoteo, arriesgando evidentemente el respeto debido al padre, argumentó:
- Lo ques yo, digo que la vieja era muy diotra laya poque no trancaba su puerta. Dinó,
no hubieran podido dentrar los perros cuando llamaba. Y sies que los perros taban
dentro y no vían dondel ladrón, eran unos perros po demás zonzos…
El encanto de la historia había quedado roto. Hasta en torno del fogón la lógica se
entromete para enrevesar y desencantar al hombre. Pero el Simón Robles respondió
como lo hubiera hecho cualquier relatista de más cancha:
- Cuento es cuento.
Y esto equivalía a decir que hay que aceptar las historias con todos los tumbos que, al
recorrerlas, pudiera darles el buen sentido; más si la vida misma tiene a veces acentos de
fábula.

III
PERIPECIA DE MAÑU

El Mateo Tampu, indio prieto, de recia musculatura y trotón andar, llegó un día a casa
de su suegro. En pies y manos tenía aún la tierra de las chacras.
—Taita, quierun perrito.
El Simón Robles, sentado a la puerta de su bohío, estuvo un momento chasqueando la
lengua al regalarse con la dulzura de su coca y luego respondió lo que era de esperarse:
—Empúñalo, pue.
El Mateo fue al redil y cogió un perrillo de los que dormían en un montón de paja
esperando la vuelta de sus madres adoptivas. Ya hemos dicho que entre ellos estaban
Güeso y Pellejo. Eran muy pequeños aún para seguir a la manada.
Después, la Juana inquirió:
—¿Y la Martina?
—Ya güena.
El cachorro se puso a mañosear y gemir. Entonces el Mateo lo aprisionó en un lado
de su alforja al coserla en torno del cuerpecillo cálido y palpitante, pero dejando la
cabeza libre.
—Me voy, pue —dijo cuando concluyó su tarea, a la vez que se echaba al hombro su
prisionero. Él miraba desde lo alto con ojos medrosos y sorprendidos.
—Quédate tuavía —invitó el Simón.
—Quédate, comerás alguito —reiteró la Juana.
—No, si la yerba me gana —dijo el Mateo.
Él era quien ganaba a la yerba. Tenía fama de trabajador. En sus limpias chacras
prosperaban las siembras.
—Adiosito, pue —terminó.
Y, a trote rápido, cogió su camino.
El prisionero estaba realmente asombrado de la grandeza del mundo y miraba
tratando de comprender. Antes había visto, además de la Antuca, Zambo y sus pequeños
hermanos —y ya sabemos que Wanka les era negada—, solamente ovejas. Su horizonte
fue la pared negruzca del redil, hecha de chamiza aprisionada entre largas varas que a su
vez estaban sujetas a fuertes estacas. Ahora tenía ante sí toda la vastedad accidentada y
multicolor de los campos. Teñíanse de morado y azul las lejanías y parecía que ellas
avanzaban a perderse en abismales barrancos. El pequeño hubiera querido gemir, pues
le acongojaba aquella marcha hacia lo ignoto, mas su perplejidad era mayor ante las
insospechadas revelaciones y callaba en medio de una recogida atención. Un río que
bajaba de las alturas le golpeó los oídos con su estruendo y luego mostrole el tumulto
azul y blanco de sus aguas claras. El hombre entró resueltamente en él y lo vadeó
teniendo la corriente sobre la cintura. El perrillo, una vez en la otra orilla, sintió que el
hombre era fuerte y tuvo confianza. Su inquietud se amenguó y hasta llegó a reclinar la
cabeza sobre su atalaya, es decir, el hombro del Mateo. Cerró los ojos, y, medio
dormido, escuchaba el chasquido de las ojotas en los guijarros del sendero. De pronto,
un potente rumor les hizo levantar la cabeza. Enorme pájaro negro cruzaba por los aires.
—Guapi, cóndor, guapi —gritó el Mateo.
El perrito hubiera querido ladrar, pues ya lo hacía y le gustaba añadir su pequeña voz
a la de los otros perros cuando gritaba el hombre. Pero ahora sentíase oprimido, con la
barriga y el cuello ajustados y en una postura impropia, y muy a su pesar tuvo que
seguir en silencio.
Por último, llegaron hasta lo que el vigía consideró una postrera eminencia. No
encontraron abismales barrancos allí. Seguía la tierra desenvolviéndose por
inconmensurables distancias hasta nuevos horizontes lejanos. ¡Ancho y largo era el
mundo!
En cierto momento su conductor se detuvo y lo puso en el suelo, sentándose luego
junto a él. Del otro lado de la alforja extrajo un envoltorio. Desató un mantel, levantó un
mate, y en otro apareció un montón de papas olorosas, amarillas de ají. Arrojó la bola de
coca y se puso a comer a grandes bocados. Hizo participar de su merienda al
compañero, limpiando en el mantel el ají de una papa y embutiéndola en el pequeño y
húmedo hocico.
—¿Tas cansao? Come, perrito. Ya vamos a llegar ya… Come, come…
Se puso a bromear:
—Hoy es papa, pero ya tendrás tu buena carne, la rica chicha… Te vas a regalar…
Ya verás, perrito…
El aludido no le entendió, y era mejor. De no ser así, tal vez le hubiera creído,
sufriendo luego una decepción. Porque lo que comió siempre —cuando comió—,
durante el resto de su vida, fue maíz molido o también shinte, comida típica que es un
aguado revoltijo de trigo, arvejas y habas, donde las papas juegan el papel de islas
solitarias. Verdad que también pudo, cuando los hados eran muy propicios, roer un
hueso. Mas era frugal como todos los de su raza y sus mismos dueños, conformándose
alegremente con lo que había.
Llegaron al bohío con las sombras de la noche. El perrillo escuchó voces y
balidos. Luego sintió que lo descosían y dejaban por fin al lado de algo blando y cuyo
olor le era familiar. Estaba de nuevo en medio de un rebaño. Rendido, acurrucó su breve
cuerpo junto a la propicia suavidad del vellón y se durmió.
El Damián, un pequeño que iba todos los días al redil, era su mejor amigo.
—Si parece su hermano —dijo un día la Martina.
—Mañu, mañu —repitió el Damián en su media lengua.
Entonces le pusieron ese nombre.
Puede decirse que crecieron juntos. Y juntos, también, salieron un día a pastar el
ganado, relevando de ese trajín a la Martina. Verdad que no se alejaban mucho de la
casa.
Pasó el tiempo. El rebaño, al principio de contadas cabezas, fue aumentando. El
Damián crecía vigorosamente. Mañu viose fuerte y hermoso. El vientre de la Martina
dio otro hijo. El Mateo trazaba fecundos surcos. Todo prosperaba sobre la tierra.
Una tarde, el cielo de lapislázuli bajó a los ojos de la Martina en dos cuajarones
azulencos. Es lo que podía pensarse, pero lo cierto es que la Martina había llorado
mucho. Lloró hasta el momento en que se oyó llorar, y entonces dijo:
—Ya no lloraré más…
Y se quedó sentada a la puerta de su choza, hilando lenta y doloridamente, mientras
sentía la suave respiración del hijo que dormía sobre sus espaldas y el ronrón gatuno del
huso, al que hacía girar con dedos laxos y cansados.
De repente creyó ver en el copo de lana la faz del Mateo Tampu, pero fijándose bien
sólo distinguió los innumerables hilillos formando un montón blanco. Restregose los
ojos.
Se habían llevado al Mateo, tan diestro para guiar los bueyes pintojos y hacer muelle
la tierra. ¡Había roturado tantas chacras! La casa siempre estaba rodeada de ellas, Con
sus siembras logradas, cumplidas, en vivos colores de bayeta nueva, tal si fueran retazos
de pollerones: la quinua morada, el maíz verde, el trigo amarillo, las habas oscuras. Los
papales macollaban arriba, en las alturas más frías.
Todo seguiría siendo bueno de estar él presente. ¡Virgen del Carmen, quién sabe ya
no regresaría más!
Al fin llegó el Damián arreando las ovejas. El Mañu saltaba ladrando, pero no como
todos los días. Presentía algo y también estaba triste.
El Damián tenía la boca lila de moras silvestres. Ella lo llamó y se quedó mirándole
los ojos.
—¡Mi consuelo!
Le fajó pausadamente la cintura sieteañera, donde ya se pronunciaba el precoz
abdomen indio, y luego le puso el poncho nuevo, el que le tejió para estrenarlo en la
fiesta.
—¡Lindo, mamá! —dice él ante la gritería de color.
Pero ella no advierte el júbilo del hijo. Se lo ha dado porque ya no irán a la fiesta. No
está el Mateo, y la casa, los terrenos y el ganado necesitan más atención. Además, en la
fiesta podrían sacarla a bailar y entonces la gente hablaría, y quién sabe retorne. Ha de
volver. Unos han vuelto y otros no, pero el Mateo será de los que vuelven. Sí…
La Martina siente el corazón dilatado de esperanza. Sueña acaso mirando un
horizonte que se esfuma. Pero las mismas sombras crecientes la sacan de su retraimiento
y va hacia el fogón.
Palpita en medio de la noche el fuego crepitante y comienzan a arder otras luces
lejanas. Se inicia la conversación de luces a través de la densa oscuridad puneña tendida
ceñidamente sobre las retorcidas faldas de los cerros.
La Martina y el Damián comen oyendo balar a las ovejas y dan a Mañu lo que sobra,
que es mucho ahora, pues la partida calabaza del Mateo se ha quedado vacía. La china
siente aún más la ausencia del hombre en esos detalles: en el mate sin alimento; en la
lampa que ella misma recogió, tirada junto a la puerta; en el lujoso y blanco sombrero
colgado de la pared, que ya nadie se pondrá; en el arado que descansa bajo el alero y
cuya mancera estará abandonada; en la barbacoa que será muy tristemente grande para
ella sola…
Piensa que es necesario explicarle al hijo lo que pasó, pero no sabe cómo hacerlo y se
queda silenciosa. El silencio es tenso, pues el Damián la mira con ojos llenos de
preguntas. Súbitamente ambos rompen a llorar. Es un llanto ronco y entrecortado,
sombrío y mudo, pero que los liga, que los junta.
—Tu taita…, ¡tu taita lo llevaron! —estalla al fin.
No ha podido decir otra cosa, y se queda estática, negada a todo movimiento. Él
entiende apenas y calla también. «¡Lo llevaron!». Apagan el fogón y entran en el bohío,
subiendo entre la sombra a la barbacoa crujiente. Lloró un poco el pequeño. Balaron las
ovejas. Luego cayó sobre la cordillera un silencio inconmensurable, lleno de una
quietud angustiosa y una mudez tremante. Pero más hondo es el silencio humano. Ese
pequeño silencio de una madre y un hijo que vale lo que otro igual de cuatrocientos
años.
El Mañu, que ha rastreado infructuosamente al amo senda abajo, aúlla al fin. Echa a
rodar su queja por el caminejo que zigzaguea descendiendo hacia el río, los valles y más
allá… ¿Hacia dónde?… ¡Hacia quién sabe dónde!
Lo que pasó es que al Mateo lo llevaron enrolado para el servicio militar. Ni el
Damián ni Mañu comprenden eso. La Martina misma no sabe cabalmente de lo que se
trata.
Ese día los gendarmes le cayeron de sorpresa, mientras se encontraba aporcando
amorosamente el maizal lozano. Curvado sobre los surcos, lampa en mano, no los vio
sino cuando ya estaban muy cerca. De otro modo se habría escondido, porque para nada
bueno se presentan por los campos: llevan presos a los hombres o requisan caballos,
vacas, ovejas y hasta gallinas. El Mateo, pues, no pudo hacer otra cosa que dejar la
lampa a un lado y saludar con el sombrero en la mano.
—Ave María Purísima, güenas tardes…
Los gendarmes espolearon sus jamelgos, que avanzaron pisoteando el maizal.
Llevaban enormes fusiles y estaban uniformados de azul a franjas verdes. Sin más, le
preguntaron casi a gritos:
—¿Ónde está tu libreta?
El Mateo no respondió. El que llevaba galones gruñó:
—Tu libreta e conscrición melitar. Te estás haciendo el perro rengo…
El Mateo no entendió bien, pero recordaba que a otro indio de la ladera del frente lo
llevaron hacía años por lo mismo. A él lo dejaron por ser muy joven, pero ahora la cosa
iba evidentemente con su persona. Atinó a responder:
—Ay en la chocita, puestará…
Y echó a andar seguido de los cachacos, que gozaban espoleando a los caballos para
que hicieran cabriolas sobre las tiernas plantas. El Mateo miraba de reojo el destrozo y
escupía su rabia en una saliva espesa y verde de coca. Él pensó llegar a la loma y echar
a correr para refugiarse en el montal de la quebrada, pero sintió a sus espaldas que
alistaban los máuseres haciendo traquetear el cerrojo, de modo que tuvo que seguir
hacia el bohío y entrar.
Salió acompañado de la Martina. Él, torvo y silencioso. Ella, con las manos juntas, en
alto, llorando e implorando:
—Nuay libreta, taititos, ¿diónde la va sacar? No lo lleven, taititos, ¿qué será e
nosotrus? Taititos, por las santas llagas e Nustro Señor, dejenló…
Uno de los gendarmes bajó del caballo y le dio una bofetada, tirándola al suelo,
donde la Martina se quedó hecha un ovillo, gimiendo y lamentándose. Amarró
seguidamente al Mateo por las muñecas, los brazos a la espalda. La soga era de cerda y
el Mateo pujaba sintiendo la carne corroída. El de galones acercó su caballo y le dio dos
foetazos en la cara.
—Así, mi cabo —rió el otro mientras montaba—, pa que aprienda a cumplir con su
deber este cholo animal…
Y luego ambos:
—Anda…
—Camina, so jijuna…
La Martina se incorporó y alcanzó a ponerle su poncho, pues, como es natural,
lampeaba en mangas de camisa. El Mateo echó a caminar con paso cansino, pero tuvo
que aligerarlo amenazado por los gendarmes que le hacían zumbar el látigo de la rienda
por las orejas. Se devoraban el camino. Hacia abajo, hacia abajo. Una loma y otra. La
Martina subió a una eminencia para verlo desaparecer tras el último recodo. Él iba
adelante, con su poncho morado y su grande sombrero de junco, seguido al trote por los
caballejos en los que se aupaban los captores con los fusiles, que ya no tenían objeto
inmediato, terciados sobre las espaldas encorvadas. La soga iba desde las muñecas hasta
el arzón de la montura, colgando en una dolorosa curva humillante.
A la Martina se le quedó el cuadro en los ojos. Desde entonces veía siempre al Mateo
yéndose, amarrado y sin poder volver, con su poncho morado, seguido de los
gendarmes de uniformes azules. Los veía voltear el recodo y desaparecer. Morado-
azul…, morado-azul…, hasta quedar en nada. Hasta perderse en la incertidumbre como
en la misma noche.
Es así como el hogar quedó sin amparo. No hubo ya marido, ni padre ni amo ni
labrador. La Martina hacía sus tareas en medio de un dolido silencio; el Damián lloraba
cada vez que le venía el recuerdo; el Mañu, contagiado de la tristeza de sus amos y
apenado él mismo, aullaba hacia las lejanías, y las tierras se llenaban de mala yerba.
Llegó el tiempo de las cosechas y el Mateo no volvía.
—Tardan, pues —dijo el Simón, que fue con su mujer a ayudar en las cosechas—;
cuando los llevan los cachacos, tardan… Yastoy viejo, dinó quizás me llevaran tamién.
Y la Juana consolaba a su hija:
—Si hay golver, si hay golver…
Pero la Martina sentía en su corazón que el Mateo estaba muy distante.
Para la trilla del trigo fueron otros campesinos de los alrededores, siguiendo la
costumbre de la minga. Luego los cuatro cosecharon lo demás, violentando el esfuerzo.
Afanosamente desgranaron el maíz, apalearon las habas y espulgaron la quinua.
Estas faenas habían sido alegres en otros tiempos, pero ahora no tenían,
especialmente para la Martina, ningún encanto. Hablaban poco, nada más que lo
necesario. El Simón trató de contar historias, pero no insistió al sentirse sin auditorio.
La Martina le escuchaba a medias, la Juana era un poco sorda, el Damián no entendía
todas las cosas. Sólo Mañu lo miraba con ojos muy atentos.
Los taitas hablaban entre dientes por las noches, y esto hacía pensar a la Martina que
trataban de algo irremediable. Se exaltaba:
—Taitas, ¿quiay? Diganmeló, taititos…
Entonces los viejos se hacían los dormidos. Un bravo viento se colaba por la quincha
del bohío llevando toda la desolación de la jalca. Levantaba las mantas y gemía
largamente. La Martina abrazaba al menor de sus hijos, al que encontraba aún más
inerme y pobre en su desconocimiento de la desgracia.
Después de unos cuantos días se fueron los padres.
El Simón le dijo:
—Cuando llegue el tiempo, mandaré ondel Timoteyo pa que siembre…
La Martina los vio caminar a paso lento por el caminejo saltarín, ladera allá, hasta
que llegaron a la última loma. Se detuvieron ahí, agitaron los sombreros volviéndose
hacia ella y luego se fueron hundiendo tras la línea del horizonte.
Hubiera querido correr y alcanzarlos y marcharse con ellos, pero en torno suyo
estaban su casa y su ganado y todo lo que al Mateo le gustaría encontrar a su regreso, y
se quedó, pisando fuerte la tierra, como enraizándose en ella. Sintió que el Damián se le
había prendido de la cintura… ¡Sus hijos! Y la casa y el ganado y la tierra. Era
necesario quedarse. Esperarlo.
Esa tarde oscureció de una manera más triste. La sombra borró prontamente las
siluetas de los distantes cerros en los cuales la Martina prendía su esperanza: por ellos
iban los quebrados caminos que había de ascender el Mateo a su vuelta.
La noche sorbió y ganó para sí toda la vida. Aun teniendo a sus hijos, la Martina
sintió, opresora, la soledad.
Todo lo acaecido nos explica el ascenso de Mañu.
En casa donde no hay hombre, el perro guarda. Y Mañu tomó, por esto, una especial
importancia. Él mismo se daba cuenta, aunque en forma imprecisa, de que ya no jugaba
el mismo papel de antes. No era solamente el vigilante de la noche, el husmeador de
sombras. Durante el día estaba dando vueltas en compañía del Damián y las ovejas, por
allí cerca. La Martina amparaba en él su abandono. Llamábalo cuando veía gente a la
distancia: el bohío estaba ubicado junto al camino real y por él trajinaban hombres
blancos. Ella era todavía buena moza. Su cara lucía una frescura juvenil que el dolor no
marchitaba aún. Las curvas de sus senos y sus caderas mal se escondían bajo una blusa
holgada y la gruesa bayeta. Si el viento le alzaba el pollerón, dejaba ver sus piernas
suaves y ocres, como hechas de morena arcilla pulimentada.
Mañu, sintiéndose guardador de la casa y sus moradores, cobró un gran orgullo.
Gruñía y mostraba los afilados colmillos a la menor ocasión y tenía siempre la mirada y
los oídos alertos. Erguido sobre una loma o un pedrón, era un incansable vigía de la
zona. Pero, de todos modos, extrañaba también al Mateo, y las noches, de cuando en
vez, escuchaban su aullido quejumbroso.

______________________________________________________________________
 Obra : Yawar fiesta

 Autor : José María Arguedas

 Movimiento literario: Indigenista

 Origen: Perú , siglo XX

 Género: Narrativo Especie: Novela.

 Estructura: XI capítulos

Yawar Fiesta o Fiesta de sangre


Primera novela de José María Arguedas, publicada en 1941, muestra del nuevo
indigenismo peruano.
Ambientada en el pueblo de Puquio (Ayacucho, sierra sur del Perú), la novela relata la
realización de una corrida de toros al estilo andino (turupukllay) en el marco de una
celebración denominada yawar punchay que se realizaba el 28 de julio, aniversario de la
independencia del Perú.
Arguedas realiza un gran trabajo literario en esta obra además de “ofrecer una versión lo
más auténtica posible de la vida andina sin recurrir a los convencionalismos y al
paternalismo de la anterior literatura indigenista de denuncia.”

Pongo a su disposición, de esta obra, el capítulo 2

Cap. II
El despojo

En otros tiempos, todos los cerros y todas las pampas de la puna fueron de los comuneros.
Entonces no había mucho ganado en Lucanas; los mistis no ambicionaban tanto los
echaderos [campo de pastos naturales que se extiende al borde de una ciénaga o que es
constantemente inundado o recibe filtraciones de manantiales; suele ser una pradera
comunal con vegetación permanente, lo que permite que allí el ganado medre sin
obstáculo]. La puna grande era para todos. No había potreros con cercos de piedra, ni de
alambre. La puna grande no tenía dueño. Los indios vivían libremente en cualquier parte:
en las cuevas de los rocales, en las chozas que hacían en las hondonadas, al pie de los
cerros, cerca de los manantiales. Los mistis subían a la puna de vez en vez, a cazar vicuñas,
o a comprar carne en las estancias de los indios. De vez en vez, también se llevaban, de
puro hombres, diez, quince ovejas, cuatro o cinco vacas chuscas; pero llegaban a la puna
como las granizadas locas, un ratito, hacían su daño, y se iban. De verdad la puna era de los
indios; la puna, con sus animales, con sus pastos, con sus vientos fríos y sus aguaceros. Los
mistis le tenían miedo a la puna, y dejaban vivir allí a los indios.
—Para esos salvajes está bien la puna —decían.
Cada ayllu de Puquio tenía sus echaderos. Ésa era la única división que había en las
punas: un riachuelo, la ceja de una montaña, señalaba las pertenencias de cada ayllu; y
nunca hubo pleitos entre los barrios por causa de las tierras. Pero los pichk’achuris fueron
siempre los verdaderos punarunas [gente de puna], punacumunkuna; ellos tienen hasta
pueblitos en las alturas: K’oñek, Puñuy, Tak’ra, veinte o treinta chozas en lo hondo de una
quebrada, tras un cerro, junto a los montes negruzcos de los k’eñwales. En la puna alta,
bajo el cielo nublado, en el silencio grande; ya sea cuando el aguacero empieza y los truenos
y las nubes negras asustan y hacen temblar el corazón; ya sea cuando en el cielo alto y
limpio vuelan cantando las k’ellwas y los ojos del viajero miran la lejanía, pensativos ante lo
grande del silencio; en cualquier tiempo, esas chukllas [choza] con su humo azul, con el
ladrido de sus chaschas [perro pequeño], con el canto de sus gallos, son un consuelo para
los que andan de paso en la puna brava. En esos pueblos mandan los varayok’s; allí no hay
teniente, no hay gobernador, no hay juez, el varayok’ es suficiente como autoridad. En esos
pueblos no hay alborotos. Sólo cuando los mistis subían a las punas en busca de carne, y
juntaban a las ovejas a golpe de zurriago y bala, para escoger a los mejores padrillos;
entonces no más había alboroto. Porque a veces los punarunas se molestaban y se reunían,
llamándose de casa en casa, de estancia a estancia, con silbidos y wakawak’ras; se juntaban
rabiando, rodeaban a los principales y a los chalos abusivos; entonces, corrían los mistis, o
eran apedreados ahí mismo, junto a la tropa de ovejas. Después venía el escarmiento;
cachacos uniformados en la puna, matando a indios viejos, a mujeres
y mak’tillos [muchachos]; y el saqueo. Un tiempo quedaban en silencio las estancias y los
pueblitos. Pero enseguida volvían los punarunas a sus hondonadas; prendían fuego en el
interior de las chukllas y el humo azul revoloteaba sobre los techos: ladraban los perros, al
anochecer, en las puertas de las casas; y por las mañanitas, las ovejas balaban, alegres,
levantando sus hocicos al cielo, bajo el sol que reverberaba sobre los nevados. Años
después, los indios viejos hacían temblar a los niños contando la historia del escarmiento.
Los pichk’achuris fueron siempre verdaderos punarunas. Los otros ayllus también
tenían estancias y comuneros en la puna, pero lo más de su gente vivía en el pueblo; tenían
buenas tierras de sembrío junto a Puquio, y no querían las punas, casi les temían, como los
mistis. Pichk’achuri era, y ahora sigue siendo, ayllu compartido entre puquianos y
punarunas.
Casi de repente solicitaron ganado en cantidad de la costa, especialmente de Lima;
entonces los mistis empezaron a quitar a los indios sus chacras de trigo para sembrar
alfalfa. Pero no fue suficiente; de la costa pedían más y más ganado. Los mistis que llevaban
reses a la costa regresaban platudos. Y casi se desesperaron los principales; se quitaban a
los indios para arrancarles sus terrenos; e hicieron sudar otra vez a los jueces, a los
notarios, a los escribanos… Entre ellos también se trompearon y abalearon muchas veces.
¡Fuera trigo! ¡Fuera cebada! ¡Fuera maíz! ¡Alfalfa! ¡Alfalfa! ¡Fuera indios! Como locos
corretearon por los pueblos lejanos y vecinos a Puquio, comprando, engañando, robando a
veces toros, torillos y becerros. ¡Eso era, pues, plata! ¡Billetes nuevecitos! Y andaban
desesperados, del juzgado al coso, a las escribanías, a los potreros. Y por las noches,
zurriago en mano, con revólver a la cintura y cinco o seis mayordomos por detrás. Entonces
se acordaron de las punas: ¡Pasto! ¡Ganado! Indios brutos, ennegrecidos por el frío. ¡Allá
vamos! Y entre todos corrieron, ganándose, ganándose a la puna. Empezaron a barrer para
siempre las chukllas, los pueblitos; empezaron a levantar cercos de espinos y de piedras en
la puna libre.
Año tras año, los principales fueron sacando papeles, documentos de toda clase,
diciendo que eran dueños de este manantial, de ese echadero, de las pampas más buenas de
pasto y más próximas al pueblo. De repente aparecían en la puna, por cualquier camino, en
gran cabalgata. Llegaban con arpa, violín y clarinete, entre mujeres y hombres, cantando,
tomando vino. Rápidamente mandaban hacer con sus lacayos y concertados una chuklla
grande, o se metían en alguna cueva, botando al indio que vivía allí para cuidar su ganado.
Con los mistis venían el juez de Primera Instancia, el subprefecto, el capitán jefe provincial
y algunos gendarmes. En la chuklla o en la cueva, entre hombres y mujeres, se
emborrachaban; bailaban gritando, y golpeando el suelo con furia. Hacían fiesta en la puna.
Los indios de los echaderos se avisaban, corriendo de estancia en estancia, se reunían
asustados; sabían que nunca llegaban para bien los mistis a la puna. E iban los comuneros
de la puna a saludar al “ductur” juez, al taita cura, al “gobiernos” de la provincia y a
los werak’ochas vecinos principales de Puquio.
Aprovechando la presencia de los indios, el juez ordenaba la ceremonia de la posesión:
el juez entraba al pajonal seguido de los vecinos y autoridades. Sobre el ischu [paja], ante el
silencio de indios y mistis, leía un papel. Cuando el juez terminaba de leer, uno de los
mistis, el nuevo dueño, echaba tierra al aire, botaba algunas piedras a cualquier parte, se
revolcaba sobre el ischu. Enseguida gritaban hombres y mujeres, tiraban piedras y reían.
Los comuneros miraban todo eso desde lejos.
Cuando terminaba la bulla, el juez llamaba a los indios y les decía en quechua:
—Punacumunkuna: señor Santos es dueño de estos pastos; todo, todo, quebradas,
laderas, puquiales, es de él. Si entran animales de otro aquí, de indio o vecino, es “daño”. Si
quiere, señor Santos dará en arriendo, o si no traerá aquí su ganado. Conque…
¡indios! Werak’ocha [nombre del Supremo Dios Inca; equivale ahora a “señor”] Santos es
dueño de estos pastos.
Los indios miraban al juez con miedo. “Pastos es ya de don Santos ¡indios!”. Ahí está
pues papel, ahí está pues werak’ocha juez, ahí está gendarmes, ahí está niñas; principales
con su arpista, con su clarinetero, con sus botellas de “sirwuisa”. ¡Ahí está pues taita cura!
“Don Santos es dueño”. Si hay animales de indios en estos pastos, es “daño” y… al coso, al
corral de don Santos, a morir de sed, o a aumentar la punta de ganado que llevará don
Santos, año tras año, a “extranguero”.
El cura se ponía en los brazos una faja ancha de seda, como para bautizos, miraba lejos,
en todas direcciones, y después, rezaba un rato. Enseguida, como el juez, se dirigía a los
indios:
—Cumunkuna: con la ley ha probado don Santos que estos echaderos son de su
pertenencia. Ahora don Santos va a ser respeto; va a ser patrón de indios que viven en estas
tierras. Dios del cielo también respeta ley; ley es para todos, igual. Cumunkuna ¡a ver!,
besen la mano de don Santos.
Y los comuneros iban, con el lok’o en la mano, y besaban uno a uno la mano del nuevo
dueño. Por respeto al taita cura, por respeto al Taitacha Dios.
“Con ley ha probado don Santos que es dueño de los echaderos”. “Taitacha del cielo
también respeta ley”.
¿Y ahora dónde? ¡Dónde pues! La cabalgata se perdía, de regreso, en el abra próxima,
tras del pasto amarillo que silbaba con el viento; se perdía entre cohetazos y griterío. Y
punacumunkuna parecían extraviados; parecían de repente huérfanos.
—¡Taitallay taita! ¡Mamallay mama!
Las indias lloraban agarrándose de las piernas de sus maridos. Ya sabían que poco
después de esa cabalgata llegarían tres o cuatro montados a reunir “daños” en esos
echaderos. A bala y zurriago, hasta el coso del pueblo. ¿Acaso? No había ya reclamo. El
“gobiernos” de la provincia era amigo de los principales y resondraba en su despacho a
todos los indios que iban a rescatar su ganado. A veces, más bien, como ladrón, el indio
reclamante pujaría de dolor en el cepo o en la barra. En el despacho del subprefecto, el
misti es principal, con el pecho salido, con la voz mandona; es dueño.
—Señor subprefecto; ese indio es ladrón —dice no más.
Y cuando el principal levanta el dedo y señala al indio, “ladrón” diciendo, ladrón es,
ladrón redomado, cuatrero conocido. Y para el cuatrero indio está la barra de la cárcel; para
el indio ladrón que viene a rescatar sus “daños” es el cepo.
Y mientras, el punacomunero sufre en la cárcel; mientras, canta entre lágrimas:

Sapay rikukuni
mana piynillayok’,
puna wayta hiña
llaki llantullayok’.

Tek’o pinkulluypas
chakañas rikukun
nunaypa kirinta
k’apark’achask’ampi.

Imatak kausayniy,
maytatak’ ripusak’
maytak’ tayta mamay
¡lliusi tukukapun!

Qué solo me veo,


sin nadie ni nadie
como flor de la puna
no tengo sino mi sombra triste.

Mi pinkullo, con nervios apretado,


ahora está ronco,
la herida de mi alma,
de tanto haber llorado.

¡Qué es pues esta vida!


¿Dónde voy a ir?
Sin padre, sin madre,
¡todo se ha acabado!

Mientras el “cuatrero” canta en la cárcel, don Pedro, don Jesús, don Federico, o
cualquier otro, aseguran su sentencia, de acuerdo con el tinterillo defensor de cholos; y
arrean en la punta las vacas de los punarunas hasta el “extranguero”, o las invernan en los
alfalfares de los k’ollanas para negociarlas después.
Los punarunas sabían esto muy bien. Año tras año, los principales iban empujando a
los comuneros pastores de K’ayau, Chaupi y K’ollana, más arriba, más arriba, junto
al K’arwarasu, a las cumbres y a las pampas altas, donde la paja es dura y chiquita, pegada
a la tierra como garrapata. Por eso, cuando la cabalgata de los mistis se perdía tras la
lomada que oculta la cueva o la chuklla, las indias se abrazaban a las piernas de sus
maridos, y lloraban a gritos; los hombres hablaban:
—¡Taitallaya! ¡Judidus! ¡Judidus!
La tropa de indios, punarunakuna, buscaría inmediatamente otra cueva, o haría otra
choza, más arriba, junto al nevado allí donde el pasto es duro y chiquito; allí llevarían su
ganado. Entonces empezaba la pelea: las llamas, las vacas, los caballos lanudos, los
carneros, escaparían siempre buscando su querencia de antes, buscando el pasto grande y
blando. Pero allí abajo estarían los concertados de don Santos, de don Federico… los
empleados del principal, chalos, mestizos hambrientos. Uno por uno, el ganado de los
indios iría cayendo de “daño”, para aumentar la punta de reses del patrón.
Así fueron acabándose, poco a poco, los pastores de los echaderos de Chaupi
y K’ollana. Los comuneros, que ya no tenían animales, ni chuklla, ni cueva, bajaron al
pueblo. Llegaron a su ayllu como forasteros, cargando sus ollas, sus pellejos y
sus mak’tillos. Ellos eran, pues, punarunas, pastores; iban al pueblo sólo para pasar las
grandes fiestas. Entonces solían llegar al ayllu con ropa nueva, con las caras alegres, con
“harto plata” para el “trago”, para los bizcochos, para comprar géneros de colores en el
jirón Bolívar. Entraban a su ayllu con orgullo, y eran festejados. Pero cuando llegaron
empobrecidos, corriendo de los mistis, vinieron con la barriga al aire negros de frío y de
hambre. Le decían a cualquiera:
—¡Aquí estamos, papacito! ¡Aquí, pues, hermanito!
El varayok’, alcalde del ayllu, los recibía en su casa.
Después llamaban a la faena [trabajos realizados de común acuerdo, para beneficio
general, por todos los miembros de una comunidad; generalmente no se refieren al cultivo
en sí sino al mantenimiento de caminos, limpieza de acequias, construcción de puentes,
iglesias, escuelas, etc.], y los comuneros del barrio levantaban una casa nueva en siete y
ocho días para el punaruna.
Y en Puquio había un jornalero más para las chacras de los principales, o para
“engancharse” [sistema tenebroso utilizado, más específicamente, desde fines del
siglo XIX para conseguir mano de obra para el duro trabajo minero y agrícola; consistía en
imponer con argucias un adelanto de dinero o especies al individuo necesitado que,
después de recibido, lo obligaba a trabajar explotado al máximo e imponiéndole “deudas”
interminables de modo que el trabajador se veía impedido de volver a su lugar de origen
junto a su familia] e ir a Nazca o Acarí, a trabajar en la costa. Allá servían de alimento a los
zancudos de la terciana. El hacendado los amarraba cinco o seis meses más fuera del
contrato y los metía a los algodonales, temblando de fiebre. A la vuelta, “cansaban” para
siempre en los arenales caldeados de sol, en las cuestas, en la puna; o si llegaban todavía al
ayllu, andaban por las calles, amarillos y enclenques, dando pena a todos los comuneros; y
sus hijos también eran como los tercianientos, sin alma. Pero muchos punarunas,
trabajando bien, protegidos por el ayllu, entrando, primero, a servir de “lacayos” y
“concertados” en las casas de los mistis, para juntar “poco plata”, y consiguiendo después
tierras de sembrío para trabajar al partir, lograban levantar cabeza. De punarunas se hacían
comuneros del pueblo. Y ya en Puquio, en el ayllu, seguían odiando con más fuerza al
principal que les había quitado sus tierras. En el ayllu había miles y miles de comuneros,
todos juntos, todos iguales; allí, ni don Santos, ni don Fermín, ni don Pedro, podían abusar
así no más. El punaruna que había llorado en las pampas de ischu, el punaruna que había
pujado en el cepo, que había golpeado su cabeza sobre las paredes de la cárcel, ese “endio”
que llegó con los ojos asustados, ahora, de comunero chaupi, k’ollana o k’ayau, tenía más
valor para mirar frente a frente, con rabia, a los vecinos que entraban a los ayllus a pedir
favor.
Así bajaron hace tiempo los comuneros de las punas de K’ayau, K’ollana y Chaupi.
Pocos quedaron. Unos cerca del K’arwarasu, en las cumbres, juntando su ganado y
defendiéndolo de los principales; bajo la lluvia, bajo las tempestades con rayos y truenos,
bajo las nubes negras de enero y febrero. Y allá, en la puna brava, cuidándose desde el alba
hasta el anochecer, recorriendo y contando a cada hora sus ovejas, haciendo ladrar a los
perros alrededor de la tropa, se iban poniendo sordos. Y ni para las fiestas ya bajaban al
pueblo. En lo alto, junto a las granizadas, envueltos por las nubes oscuras que tapan la
cumbre de los cerros, el encanto de la puna los agarraba poco a poco. Y se volvían cerriles.
Otros, por quedarse en su querencia, junto a sus animales, vendían su ganado al nuevo
dueño de los pastales; recibían diez, quince soles por cada vaca; tres, cuatro reales por cada
oveja; enterraban el dinero al pie de alguna piedra grande que tenía encanto, o en las cimas
de las montañas. Y ya pobres, sin una ovejita que les sirviera de consuelo, se quedaban de
vaqueros del patrón; se declaraban hijos huérfanos del principal que había tomado
posesión de los echaderos; y lloraban, cada vez que el señor llegaba a visitar sus tierras:
—¡Aquí estamos, papituy! ¡Taitituy!
Como chaschas enfermos se arrastraban en la puerta de la chuklla.
—¡Papituy! ¡Patroncito!
Se estrujaban las manos y daban vueltas alrededor del patrón; lloriqueando. Mostraban
la tropa de ovejas, de vacas y de caballos chuscos y decían:
—Ahí está tus ovejitas, ahí está tus vacas. Todo, todo, completo, taitay.
En el crepúsculo, cuando el patrón se alejaba de la estancia, seguido de sus
mayordomos; todos los punarunas los miraban irse, todos juntos, reunidos en la puerta de
la chuklla. El sol caía sobre sus caras, el sol amarillo. Y temblaban todavía los punarunas;
como en una herida, la sangre dolía en sus corazones.
—¡Ya, señor! ¡Patrón! —decían, cuando el sombrero blanco del ganadero se perdía en el
filo de la lomada o tras de los k’eñwales.
Pero eso no era nada. De vez en vez, el patrón mandaba comisionados a recolectar
ganado en las estancias. Los comisionados escogían al toro allk’a, al callejón, o al pillko.
Entonces los punarunas, con sus familias, hacían una despedida a los toros que iban a la
quebrada, para aumentar la punta de ganado que el patrón llevaría al “extranguero”.
Entonces sí, sufrían. Ni con la muerte, ni con la helada, sufrían más los indios de las
alturas.
—¡Allk’a, callejón, pillko, para la punta! —mandaban, al amanecer, los comisionados.
Los mak’tillos y las mujeres se alborotaban. Los mak’tillos corrían junto a los padrillos,
que ese rato dormían en el corral. Con sus brazos les hacían cariño en el hocico lanudo.
—¡Pillkuchallaya! ¡Dónde te van a llevar, papacito!
El pillko sacaba su lengua áspera y se hurgaba las narices; se dejaba querer, mirando a
los muchachos con sus ojos grandes. Y después lloraban los mak’tillos, lloraban delgadito,
con su voz de jilguero.
—¡Pillkuchallaya! ¡Pillkucha!
Y en eso no más, llegaban los arreadores; hacían reventar su zurriago sobre las cabezas
de los mak’tillos:
—¡Ya, ya, carago!
Atropellaban los arreadores; y a golpe de tronadores [látigo de cuero trenzado; al ser
restallado produce un fuerte chasquido], separaban de la tropa a los designados.
Entonces venía la pena grande. La familia se juntaba en la puerta de la chuklla, para
cantarles la despedida a los padrillos que se iban. El más viejo tocaba el pinkullo, sus hijos
los wakawak’ras [corneta hecha de cuernos de toro] y una de las mujeres la tinya:

Vacallay vaca
turullay turu
vacachallaya
turuchallaya.

Cantaban a gritos los punarunas; mientras los arreadores rodeaban, a zurriago limpio,
al allk’a, al pillko… e iban alejándose de la estancia.

Vacallay vaca
turullay turu…

El pinkullo silbaba con fuerza en la puna, la cuerda de la tinya roncaba sobre el cuero; y
en las hondonadas, en los rocales, sobre las lagunas de la puna, la voz de los comuneros, del
pinkullo y de la tinya, lamía el ischu, iba al cielo, regaba su amargo en toda la puna. Los
indios de las otras estancias se santiguaban.
Pero los mak’tillos sufrían más; lloraban como en las noches oscuras, cuando se
despertaban solos en la chuklla; como para morirse lloraban; y desde entonces, el odio a los
principales crecía en sus corazones, como aumenta la sangre, como crecen los huesos.
Así fue el despojo de los indios de la puna de K’ayau, Chaupi y K’ollana.

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