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Cuentos. (Julio Carreras) PDF

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Julio Carreras

Cuentos

Quipu Editorial
Santiago del Estero
Editado en 2023
Cuentos

Crítica

Del libro El Malamor, publicado por Quipu Editorial en


1992, escribió Jorge Covarrubias, Licenciado en Letras por la
Universidad de Nueva York, lo siguiente:

Nueva York, 2 de marzo de 1998

Estimado Julio:
Fue un placer leer tus cuentos y no quise escribirte hasta
haber completado la lectura. Como bien anticipa la contratapa,
tu colección incluye trabajos de la más diversa factura y género,
y creo que con justicia te han mencionado entre los “escritores
argentinos del 2.000”. Enhorabuena.
“El Malamor” me pareció tremendo. Me hizo recordar
la película “Cat people”, con esa mezcla de sensualidad y fiereza
dentro de un marco fantástico. “Negro mano chusa” es el clásico
descenso a los infiernos, con el sometimiento a las pruebas exi-
gentes, que rematas con suma sencillez para redondear la anéc-
dota telúrica: muy bueno.
“Hijo de poeta” está en una de las vertientes literarias que
más me interesan y a la que he apelado más de una vez en mis
propios cuentos: los relatos de inserción histórico-cultural, para
dar un nuevo giro a los acontecimientos de la historia de la cultu-
ra. Otro acierto.
“La idiota me recuerda un cuento de Borges en que la ino-
cencia personificada destruye a su benefactor.
“Hombre de un sólo tiempo” es uno de los más logrados.
Magnífico tu sentido y desarrollo del misterio, simbolizado y con-
gelado en una expresión en una fotografía.

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Julio Carreras

“El Manchachicoj” es paralelo a “Negro mano chusa”, y


quizás debieron ir juntos. Otro cuento sólido y bien redondeado.
Del mismo modo, creo que “La piel de Renata” y “La idiota” perte-
necen a la misma onda.
Dejo para el final “Niebla en los árboles” porque –obvia-
mente en mi opinión– es el mejor de todos. Me encantó su clima
de envolvente misterio sugestivo. Me hizo recordar a Howard Lo-
vecraft. Y aún tiene algo de Henry James.
Mis calurosas felicitaciones.

Jorge Covarrubias
Director Periodístico para
América Latina de
Associated Press International

Ilógica precisión
“El Malamor reúne historias que se mueven con soltura
del relato fantástico al realismo testimonial. Algunos de esos 28
cuentos (entre los que se incluye “El casamiento”) recrean un
presente indefinido cuya ilógica precisión nos introduce en el
inquietante vértigo de los sueños”.

Enrique Butti
Escritor
Diario El Litoral - Santa Fe, Sección Cultura

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Cuentos

Los grillos atrevidos...


“A partir del gesto cotidiano, del hecho que no parece
normal y que sin embargo nos alcanza, o de cualquier historia
sin principio, que no parece dicha por el autor sino brotada de
un monte de ánimas o de un pedregal humanizado por la fábu-
la, todos los grillos atrevidos de una tierra sin tiempo”.

José Luis Menéndez


Aleph - Revista literaria. Mendoza, mayo de 1994

Universalidad del Uta


“Uno de los cuentos que más asombro despierta es el
de “Negro Mano Chusa”: ironía, exhibicionismo, excentricidad
y fanfarronería ornan a este personaje de la mano seca, el Uta,
quien había estado en La Salamanca y debe afrontar una serie
de sucesos irreales y situaciones increíbles. Impacta la univer-
salidad de este cuento”.

Patricia Iezzi
Tesis de doctorado en Lengua Extranjera:
Poética y poesía en la obra de Julio Carreras - Facolta´ di Lingue e
Letterature Straniere – Universidad de Pescara – Italia.

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Julio Carreras

Dominio de la lengua
“He leído El Malamor. Gracias por haberme proporcio-
nado momentos de gran satisfacción y placer intelectual. Es us-
ted un profesional de la pluma. ¡Y qué pluma!
“Lo más extraordinario es cómo usted consigue llegar
hasta las últimas líneas sin que uno se de cuenta de lo que va a
suceder. Escribo emocionado con tan perfectos relatos.
“Otra cosa que me llamó la atención es su ajustadísimo
dominio de la lengua, en una época en que la gran mayoría no
da el debido valor a la forma y, así, sacrifican el estilo.
“Estoy muy feliz por haber leído cuentos tan buenos y
que al final estallan como una bomba ante los ojos del lector. Es
usted un verdadero valor de nuestra literatura”.

Sergio de Agostino
Doutorando e Mestre em Literatura Espanhola e
Hispano Americana Universidad de Sao Paulo – Brasil.

Sobre el cuento “Negro mano chusa”


“...subyugante el relato sobre La Salamanca de un cuento
de Julio Carreras. Su lectura aparece como una invitación tenta-
dora.
(...) La supervivencia de la leyenda de La Salamanca,
como las de otras antiguas creencias en tiempos actuales, es un
hecho que, si bien no generalizado en todas las capas sociales,
se manifiesta con frecuencia en sectores campesinos y gente
humilde y sencilla, quienes mantienen más sólidamente su vin-
culación con los núcleos esenciales del mundo mítico. En San-
tiago, como en la mayoría de las poblaciones latinoamericanas
con presencia del aporte indígena, sólo se admite la adhesión a

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Cuentos

estas creencias después de haber penetrado –y si se logra ha-


cerlo– en la intimidad del paisano.
(...) Tomar la leyenda de La Salamanca como motivo de
un cuento le da a éste la oportunidad de describir y sugerir de
forma inigualable la temática diabólica, misteriosa y mítica.
(...) Respecto de nuestra cultura regional y del carácter
del santiagueño, el mismo Carreras ha dicho: “En el origen de
las costumbres de los pueblos se encuentran los mitos. Estos
son en muchos casos una percepción religiosa de la naturale-
za: entendiendo por el término su sentido etimológico, re-ligar,
esto es, restablecer el lazo unitivo de los humanos con la Crea-
ción”.

Ricardo Sgoifo
Revista Santiagomanta

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Cuentos
Cuentos

Hombre de un solo tiempo

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“El mundo es, entonces, inmutable”.
Asencio Ybarra se quedó meditando ante la frase. Entre
sus manos tenía el antiguo infolio que le había dejado su padre
como herencia, con la mención de que debía ser leído sólo al
llegar a cierta edad.
En la vieja casa no había muchos libros: apenas cuatro
o cinco, soterrados en un aparador polvoriento. Como la lectu-
ra no era su mayor debilidad, Asencio no se había inquietado
por conocer el contenido del misterioso volumen antes de lle-
gar a la edad fijada. En el testamento, empero, su padre había
mencionado esa lectura como una etapa necesaria para su edu-
cación, cumplida por los Ybarras desde muchas generaciones
atrás. Luego del lacónico párrafo que expresaba aquel mandato,
seguía otro no menos breve, en el cual se especificaba la pro-
hibición de hacerlo antes de cumplir los 54 años. Ni antes ni
después, debía ser, precisamente, a esa edad. El día de su cum-
pleaños, Asencio, viudo, empleado de correo a punto de jubi-
larse, ascendió perezosamente al entrepiso donde se hallaba el
aparador que guardaba el libro. Era un domingo de enero.
Los Ybarras habían sido una antigua familia santiague-
ña, de origen español. Emparentados con Núñez del Prado, sus
primeros miembros poseyeron mercedes amplias en Guasayán,
en sociedad con don Joseph de Aguirre. Posteriormente fueron
de los primeros en adherir a la Revolución de Mayo; dos de ellos
dejaron la vida en combate con el enemigo imperialista, acom-
pañando al General Güemes.
El languidecimiento de Santiago fue también el de los
Ybarras, y el siglo XX los halló convertidos ya en una familia
escasa, cuyos hombres eran grises burócratas y sus mujeres

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Julio Carreras

devotas de la Legión de María. Refugiado en un barrio de tra-


bajadores, Asencio era el último descendiente varón de aque-
lla linajuda estirpe. Su esposa provino de un hogar igualmente
antiguo, un poco menos empobrecido que el suyo. Hacían dos
años que había muerto.
Asencio tomó el libro con las dos manos, sopesándo-
lo. Lo limpió con una franela, recorrió con los dedos las letras
repujadas en su cubierta de cuero. No tenía muchas ganas de
leerlo. Pese a que era breve –unas cincuenta páginas escritas a
mano sobre pergamino de piel caprina–, su lectura le producía
rechazo. Veinticinco años obligado a descifrar cotidianamente
memorandos, tarifas postales o insulsos formularios, habían
formado en su mente la categorización de cualquier lectura que
no fuesen los sociales del diario, como un ingente contratiem-
po.
Sin embargo, Asencio era hombre respetuoso de las tra-
diciones, con ese dejo reverencial que caracteriza a los hombres
del Norte. Lo último que se le hubiera ocurrido era contrariar
post-mortem un designio de sus mayores.
Bajó, entonces, con el libro, y se instaló junto a la venta-
na del patio. En letras góticas, con un lenguaje arcaico, el proe-
mio anunciaba que el volumen contenía dos cosas; una revela-
ción filosófica y una fórmula de magia. Asencio se sorprendió al
comprobar que enseguida fue atrapado por la prosa que leyó.
Cada individuo posee una conformación física que no
cambia, manteniéndose permanentemente con iguales caracte-
rísticas y facultades. Pero pertenece a un solo tiempo. Esto es:
el cuerpo humano que conocemos, no es uno, sino la repetición
innumerable de diferentes cuerpos parecidos, por los que atra-
viesa nuestra conciencia. Por ejemplo: la muchacha que obser-
vamos transitar por la vereda, pertenece corporalmente a ese
momento y quedará allí por toda la eternidad, repitiendo hasta
el infinito ese solo acto. Pero su espíritu –o psiquismo, como se
gusta llamarlo en el siglo XX– atravesará por ese cuerpo, provi-
niendo de otro cuerpo casi igual pero sutilmente distinto, cum-
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Cuentos

plirá la constatación y sensación de ese único acto y continuará


luego a un tercer cuerpo similar, que realizará el acto siguiente.
Asencio se detuvo un momento a reflexionar y se levan-
tó para prepararse unos mates. Un sentimiento extraño, similar
al que sobreviene cuando nos sorprende la comprobación de
nuestra existencia individual, se instaló en él de súbito. Mien-
tras manipulaba la gabeta, el repasador y la pava, comprendió
que se hallaba ante una circunstancia extraordinaria, única por
su valor científico. De repente, su vida gris había tomado el co-
lor de la más intensa aventura.
Se explicó la parsimonia y desprecio crecientes de sus
antepasados por las actividades de la vida social. ¿En qué mo-
mento habían accedido ellos a esta revelación? Extrajo el ama-
rillo testamento de su carpeta y allí leyó: “... que fue cedido en
pago de mil doscientas hectáreas de tierra apta para pastura,
además de doscientos cincuenta doblones limeños por don
Joseph de Aguirre en el año del Señor 1735, siendo estudiado
recién al año 1836 por el docto presbítero don Nepomuceno
Ybarra”. Nada más. Pero era suficiente. Había sido por esa época
precisamente –alrededor de 1840–que se iniciara el paulatino
descenso patrimonial de los Ybarras.

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Asencio continuó con la lectura. En sus sensaciones el
sentimiento de creciente irrealidad que notaba en sí se mezcló
con el regusto dulzón del mate con poleo.
Todos los millones de cuerpos humanos que habitan
eternamente la tierra, están situados en miles de mundos, simi-
lares hasta un punto infinitesimal, pero ubicados en diferentes
dimensiones y yuxtapuestos. Para la percepción, un solo mun-
do, pero desde una óptica objetiva, muchos.

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Julio Carreras

El espíritu –o la conciencia–, originado en un universo


superior, transita temporariamente por una cantidad escalona-
da de somas, para regresar finalmente a su ámbito original. Sólo
unos pocos quedan amarrados al existir material, sin excepción
debido a su propia voluntad. La gran mayoría de las conciencias,
minerales, vegetales, animales y humanas, cumplen la parábola
para instalarse al fin, de nuevo, en el Reino espiritual. Este Rei-
no es del cual hablaba Jesús: el único perfecto y en armonía sin
límites.
El mundo de la materia, es imperfecto y limitado. Al aban-
donar el Paraíso, el alma ingresa a un peregrinaje por aquesta
prolongada prisión, cuyas celdas son los sucesivos cuerpos que
va atravesando. Algunas de las consecuencias de la travesía son
inherentes a la materia, como la opresiva finitud del organismo
humano y su absoluta imposibilidad de comunicación genuina.
Otras, provienen de la combinación de esas limitaciones con
la existencia colectiva. En ese contexto pueden comprenderse
las palabras del Cristo, cuando dijo: “No pertenecen al mundo,
como yo tampoco pertenezco al mundo” (Juan, 17,16); y luego:
“Conságratelos con la verdad”.
Pues la verdad es el Reino final, alfa y omega, al que se
llega sólo al escapar del cuerpo: el mundo conocido por la ex-
periencia humana es una falacia, aparentando integración uni-
taria, pero en realidad miríadas de seres y objetos separados,
distintos y condenados a repetirse por siempre en el mismo
gesto, ligados únicamente por la percepción que de ellos hace
la conciencia. La unidad verdadera es sólo posible en aquel uni-
verso, donde se contempla eternamente a Dios, contemplándo-
se simultáneamente uno mismo.
Había arribado cautelosamente la oración. El mate es-
taba frío. Asencio se levantó para poner la pava en el fuego y
encender la luz.

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Cuentos

3
Asencio era un hombre más bien positivista. De imagi-
nación limitada y ninguna inclinación filosófica, había adopta-
do como suyas la ideas que le inculcara en su adolescencia la
escuela secundaria; un extracto del pensamiento sarmientino,
mitrista y alberdiano – extracto a su vez de otros más complejos
y originales–, por lo cual su mente se había visto sometida a un
doble reduccionismo. Se hallaba así, con estas ideas pedestres,
expuesto a la tentación del escepticismo, dada la poco sugestiva
existencia que le había deparado el destino.
A los dieciocho años había terminado el bachillerato,
obteniendo su graduación sin lustre ni dolor. A los veinte – era
el año 1929– un diputado autonomista amigo de la familia, lo
había hecho “calzar” en un puesto de control del correo de San-
tiago. Y allí estaba. Ascendiendo un punto regularmente cada
cinco a seis años, pero haciendo el mismo trabajo.
A los treintaidós años se había casado con Adelaida
Gancedo, diez años menor que él. Era una linda muchacha, mo-
dosita y profesora de piano. Pero resultó dueña de un carác-
ter de fierro. A poco de casados desnudó las uñas. Reorganizó
totalmente el orden de la casa Ybarra, incluyendo los hábitos
de Asencio. El era hombre de conciliación más que de lucha,
por lo que paulatinamente y sin roces terminó aceptando el
liderazgo de Adelaida. Mas su temperamento sufrió una fuer-
te conmoción negativa, que se prolongó con matices durante
todo el período de convivencia con su esposa. Ella engordó rá-
pidamente y a los tres años se vio obligada a modificar la to-
talidad de su guardarropa. Algo debía haber sospechado antes
de su casamiento la niña, pues la mayoría de sus vestidos tenía
tela de sobra para ensanchar. Por último, no era tan refinada
como el largo noviazgo hubiera autorizado a afirmar. Roncaba
horriblemente y los productos gaseosos de su digestión lenta,
enturbiados aun más por el exceso de alimentos que la mujer
ingería, hacían casi insoportable su compañia en la habitación;
en especial durante las noches húmedas del invierno, en que

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Julio Carreras

se deben cerrar puertas y ventanas. En fin. Fueron veinte años


de callados padecimientos, que lejos de ofrendárselos al Señor,
Asencio, de tendencia agnóstica como ya hemos visto, interpre-
tó como prueba cabal de la pertenencia humana al previsible
reino de lo zoológico.
Hasta que Adelaida murió. Amaneció dura al lado de
Asencio, que por rara coincidencia ese día se había dormido sin
escuchar el despertador. Durante la noche le había sobrevenido
un paro cardíaco, hecho que el médico declaró era casi de espe-
rar, pues la mujer pesaba ya cerca de ciento setenta y ocho kilos.
La vida de Asencio recobró luego de tan larga modifica-
ción, el moderado desorden de sus épocas de soltero. Ni se le
ocurrió pensar otra vez en mujer. A los cincuenta y dos años...
pero pesó en verdad decisivamente sobre su determinación de
finalizar solitario sus días, la frustración de aquel prolongado
calvario en que se había convertido, a poco de consumarse, su
matrimonio.

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“Todos los humanos cumplen el ciclo”.
Siguió leyendo Asencio bajo la luz amarillenta del foco
de 25 watts. Otro resabio de Adelaida, que odiaba pagar un cen-
tavo más de corriente, pensó él y se prometió cambiarlo pronto
por uno de 150.
El espíritu, alma, logos, conciencia, psichè, nefeŠ, o como
el hombre haya querido llamarlo, atravesaba entonces una exis-
tencia compuesta por la sucesión de millones de actos de seres
distintos, que adquirían sentido únicamente por su conocimien-
to y memoria. Al final de ese camino, existían dos posibilidades
previstas por Dios: el ingreso al Reino eternal, o la repetición
del ciclo (que los orientales llamaban reencarnación).
Y una tercera no deseada, pero permitida por el Supre-
16
Cuentos

mo Hacedor: la perduración eterna de la conciencia en el limi-


tado reino de este mundo.
Era lo que los exégetas hebreos llamaron gehena, ben
hinom, seol o “el fuego”. Pues se decía que quienes quedaban
allí padecían como si su alma se estuviera consumiendo entre
las llamas.
Ahora bien, el Creador había hecho al hombre libre y no
podía impedirle el conocimiento de ninguna posibilidad. Así es
que, quienes por su natural inclinación psíquica –hombres o
familias– tendían al aprecio extremo del reino de este mundo,
arribaban al mecanismo para perpetuarse en él, si lo deseaban.
Habían múltiples maneras de acceder a ese conocimiento. A los
Ybarras les había correspondido el de la posesión del libro.
Si él quería quedar en este mundo, si el lector prefería la
tierra al Reino de los cielos, debía pasar al segundo capítulo del
volumen, donde hallaría la fórmula. Más debía tener en cuen-
ta que ésta lo facultaba únicamente para detener a su alma en
un solo momento, una sola situación de su vida entera, donde
quedaría eternizada para no salir de allí. La voluntad del lector
lo facultaba a elegir esta alternativa y seguir adelante con el es-
tudio del texto. Pero no debía alegar luego que no se le había
advertido sobre las consecuencias de esta acción.

5
El último de los Ybarra reflexionó un rato sobre estas
palabras. Se detuvo y decidió postergar por una hora la lectura,
para tomar una cena liviana. Marcó la página con el pendón de
seda roja que poseía cosido en el interior del lomo y cerrando
el libro lo dejó depositado en el alféizar de la ventana. Era una
noche caliente y estrellada. Desplegó sobre la mesa el mantel de
plástico que había adquirido hacía poco, ubicó geométricamen-
te la botella de vino, el sifón, el vaso que había sido de dulce de
leche y el plato floreado y se sirvió pata de chancho, ensalada
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Julio Carreras

rusa y quesillo, acompañados de buen pan casero. Masticó len-


tamente los manjares, mientras pensaba. Llegó a la conclusión
de que le daba igual existir en este mundo o el otro. Con la dife-
rencia de que al primero por lo menos lo conocía. Asencio era,
por principio, renuente a lo desconocido.
¿Quién le garantizaba, después de todo, que el famoso
Reino de los Cielos fuera como se decía? Era mayoritario el con-
senso, es cierto, sobre su armonía sin límites y había mucho
escrito sobre ello. Pero eso tampoco probaba nada. ¿Acaso no
se había publicado en el diario la muerte del Pichi Revainera,
en un accidente de biplano? A tres columnas se cantaban loas
póstumas al joven y destacado aviador desaparecido y la página
entera de avisos fúnebres se cubrió de adhesiones a su inhu-
mación –simbólica, ya que el aparato había quedado reducido
a cenizas–. Y el Pichi había sido visto después en Nueva York,
disfrutando sin duda de los depósitos bancarios de su mujer,
que se habían esfumado junto con él.
¡Bah! Todo es vanidad, como decía Qohelet. Esta era la
única frase religiosa que le había gustado alguna vez. No se sen-
tía inclinado, si debía decirlo, a optar por el Reino Espiritual,
en caso de poder hacerlo. Asencio era de los que adherían al
famoso refrán “prefiero malo conocido a bueno por conocer”.
Con esta semideterminación en sus ideas regresó al si-
llón junto a la ventana, luego de cenar.
Pero, ¿qué momento de su yerma historia iba a elegir?
Si a él le hubieran tocado las peripecias de un Schliemann, o las
posesiones y el fasto de un Rheza Phalevi o un Faruk... Mas, ¡ay!
su vida gris había sido un transcurrir sin matices, donde desde
la infancia de pueblo grande había pasado a una adolescencia
rutinaria y de allí a la oscura existencia de burócrata que había
llevado hasta hoy día. Si el único momento excitante de su vida,
casi podía decir que había sido cuando descubrió, a través del
libro, que podría decidir sobre el final de su alma...
Pero no... ahora se acordaba... había tenido un momen-

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Cuentos

to, un solo momento, en el cual la felicidad extrema, una voraz


expectativa, propia de la más intensa aventura y el sentimiento
de autovaloración se habían aunado. Había sido en el día de su
casamiento.

6
En ese día. No antes, ni después. Antes, por el asordina-
miento de las relaciones sentimentales que imponía a los no-
viazgos la rigidez moral de la sociedad santiagueña. Después, a
causa de las decepciones ya narradas.
Únicamente ese día, o más precisamente, en un determi-
nado momento de él... sí, se acordaba... fue al cortar la torta, con
la mano de Adelaida envuelta en sus dedos... eran una hermosa
pareja, decían las comadres, él buen mozo, de porte señorial,
ella rellenita y fina, en la flor de su juventud... Adelaida tenía
las mejillas encendidas, era una noche de invierno y habían
activado la calefacción, el local estaba atestado; él sentía en la
epidermis de su palma la vibración de la piel de la muchacha,
transmitiendo la ansiedad gozosa del prometedor momento
que se avecinaba... tantos años esperando... en unos instantes
llegaría la hora de la intimidad; ella y él, solos, en una exclusiva
habitación de hotel, ella semidescubierta bajo el camisón trans-
parente, él extasiado con la belleza de su cuerpo... Estallaron
los aplausos... eran el centro de la reunión... ¡Qué importante se
sintió!
La luna de miel había sido un fiasco, pues Adelaida se
había negado con obstinación a desvestirse. En toda su vida de
casados, Asencio no llegó a conocer su cuerpo. Nunca supo si
se debía a problemas de índole psíquica, moral, o algún oculto
defecto.

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Julio Carreras

7
Pero esa noche... ¡ah, esa noche! Los amigos haciendo
bromas y levantando las copas en su honor... El rostro de su pa-
dre, con aquel brillar en los ojos que desmentía la severidad
de su gesto... su madre y su hermana, llorando desbordantes
de alegría... En la familia ya creían que Asencio se iba a quedar
solterón.
Sí, elegiría ese momento.
Abrió el libro en la segunda parte. Sobre la primera pá-
gina en blanco se leía con letras góticas: “Fórmula para acceder
a la eternización terrenal del alma”.
El secreto consistía en memorizar cierta oración. Era
una especie de salmo, de unos cuarenta y cinco versículos, lleno
de invocaciones, alabanzas a la materia y exclamaciones breves.
Una vez memorizado, el salmo debía ser repetido con
lentitud; se debía fijar en la mente, con imágenes, el momento
deseado y las letras debían aparecer sobreimpresas a las figu-
ras imaginadas. Cuando se lograra esta situación y la concentra-
ción perfecta, insensiblemente la vida del individuo habría de
quedar fijada por siempre a ese momento.
Asencio se abocó a la tarea. Poseía buena memoria, ejer-
citada a diario en la retención de los incrementos en las tarifas
postales. A la medianoche ya tenía totalmente aprendido el sal-
mo.
Dejó el libro cerrado sobre la mesa, con una nota encima
que ordenaba incinerarlo en caso de desaparición de su propie-
tario. Colocó la pava en el fuego y dispuso todo para tomarse
unos buenos mates. Acercó su sillón preferido a la cocina a gas
de querosene y se dispuso a iniciar la ceremonia.
Empezó a imaginar el momento. El rostro encendido de
Adelaida, los ojos de su padre. Las manos de los amigos, el vino
espirituoso. Los flashes de magnesio, el abrazo de su hermana...
Como una brillante vista en colores, todo apareció en su mente;

20
Cuentos

maravillas del recuerdo... Empezó a recitar el salmo; las letras,


con extraordinaria nitidez, se modelaron, en blanco, sobre las
figuras que iban y venían... Dulcemente, como si se adormecie-
ra, fue dejando de sentir el posabrazo del sillón, los pies... para
internarse paso a paso en la figuración de su noche de casa-
miento.

Epílogo

Recorriendo el atestado desván de mi madre, me he de-


tenido muchas veces ante una vieja fotografía. Se ve en ella a mi
desaparecido tíoabuelo, Asencio Ybarra, la noche de su casa-
miento.
En una primera visión, semeja un daguerrotipo cual-
quiera, como los que conservan tantas familias de Santiago.
Sonrisas, el novio tomando de la mano a la novia –una hermo-
sa muchacha– para cortar la torta. Pero mirando con atención
se descubre algo extraño, en las facciones... o en la expresión
del hombre. Algo patético, un brillo angustioso en la mirada,
un rictus desesperado en la sonrisa, desmintiendo la aparen-
te euforia del momento. Transmite la sensación de que quien
allí posa para la fotografía, estuviera encarcelado, preso de una
desesperada situación, condenado a no sé qué padecimientos
sin límites y pidiera auxilio con los ojos desde el frío marco me-
tálico en que está encerrado.
Puede ser una antojadiza ocurrencia mía. Pero juraría
que allí pasó algo, tenebroso y extraordinario. No sé. Creo que
jamás podré develar el misterio de esta fotografía.

Sierra Chica, agosto de 1977 y Fernández, abril de 1987.

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Cuentos

Hijo de poeta

Una humedad de siglos. Paredes que se adivinan pesa-


das y cubiertas de limo. La inmensa catacumba está dividida
por rejas de barrotes gruesos, más gruesos aún por la capa de
óxido áspero que se ha formado encima. Rejas, que se abren
sólo para entrar... o para salir hacia la muerte.
Ahora un resplandor rojizo ha comenzado a filtrarse te-
nuemente, se oyen, apagados, alaridos lejanos y de vez en cuan-
do se pueden adivinar por un rápido entrecruzarse de sombras
en el ventanuco, los pies de alguien que pasa corriendo por la
calle. Hay un retorcerse de figuras difusas, un movimiento como
de gusanos gigantescos que se arrastraran quejándose; se oyen
murmullos breves, apenas humanos, alguna voz lejanamente
femenina o masculina que pronuncia una frase como empar-
chada en la oscuridad, como si quien la pronunciara estuviera
convencido de que es tarea inútil y se apurara a terminar. Des-
pués, de nuevo el silencio.
–Pero, lo que no puedo entender aún, es cómo llegaste a cono-
cerla– urgió el viejo.
–Tienes razón. He comenzado mal mi historia. Para que la en-
tiendas, tendría que haberte contado primero quien soy yo–
dijo Lucrecio, con la voz pausada de uno que ha perdido para
siempre los apuros.
–Mi padre –continuó, mi padre solía decir, al ver mi cuerpo abri-
llantado por el sudor en los ejercicios gimnásticos, que yo había
nacido para la guerra y no para el laúd.
Pero la tradición –y el escaso poderío económico de mi
familia–, determinaba que yo debía ser poeta. Un poeta muy
especial, es cierto. Pero un poeta, al fin. Todo mi ingenio y mi
gallardía física, debían servir sólo para granjearme los aplausos
de los poderosos durante sus banquetes.

23
Julio Carreras

“No estoy desconforme con la vida que he llevado como


aedo. Al fin y al cabo resulta una profesión no tan riesgosa como
la de un capitán y muchas veces mejor recompensada. Te ase-
guro que puedo hablar, con mayor propiedad que muchos gene-
rales del imperio, de sus propias viñas, del fruto de sus huertos
y hasta de sus mujeres. Pocos han sido los lechos ennobleci-
dos por el poder de la sangre o el dinero que no hayan acogido,
aunque subrepticiamente, a este cuerpo y pocos los secretos de
estado que no se hayan deslizado en mis oídos, susurrados por
algún amoroso labio femenino. Mas, como dijo alguno de esos
sabios hebreos cuyo nombre no me acuerdo, cierto es también
que “en creciendo el saber crece el dolor”. Las cosas conocidas
en mi tan agitada existencia, a la par que pesadas para mi espí-
ritu, han servido finalmente sólo para precipitarme en el dolor
y la miseria.
“Ella era la esposa de un cónsul plebeyo; de los llama-
dos `tribunos del pueblo’, que por esos tiempos había conse-
guido amasar una fortuna inmensa. Era bella… sobre su frente
pequeña caían delicadamente descuidados algunos mechones
del cabello fino, castaño como la miel. Sus labios, entreabiertos
permanentemente, eran como una herida en una fruta roja, hú-
meda, incitante. Todo su rostro, con un óvalo imperfecto y una
nariz pequeña aunque no bella, producía una sensación entre
sensual y adolescente que perturbaba los sentidos. Su cuerpo
era el de una sirena nacarada. Sólo sus ojos, sus ojos verdes,
transparentes, tenían algo, un no sé qué de discordante. En ins-
tantes en que ella parecía descuidar su vigilancia despedían un
brillo que hería como un puñal y rápido como él, desaparecía.
“Fue durante un banquete, en palacio del cónsul Licio
Escipión, que la conocí. Había asistido el Emperador y la orgía
fue tan memorable que aun hoy hay quienes la recuerdan con
nostalgia. En esos tiempos era nota de excelente tono contar
con mis servicios de aedo en toda casa que se preciara de ex-
quisita. Ella no había sacado sus ojos de mí durante toda la ac-
tuación y la vi inclinarse al oído de su viejo esposo antes de que
me invitaran a compartir su mesa. De allí a convertirme en un
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Cuentos

asiduo de las veladas en su palacio, hubo un paso. No transcu-


rrió mucho tiempo tampoco antes de que conociera su delicado
lecho. El cónsul era un hombre intensamente ocupado en sus
ambiciones políticas y las obligaciones lo llevaban con frecuen-
cia a ausentarse de su hogar por largos meses. Además –según
ella me confió–, no era potente.
“Yo no era su único amante, lo sé. No podría haberlo sido
nunca. Como si adivinara que su vida no iba a ser muy larga, la
dominaba una especie de fiebre posesiva, que hacía desfilar por
sus recintos perfumados a casi cuanto varón hermoso se cruza-
ra en su camino. Pero, quizá influida por mi condición de artis-
ta, parecía yo ser el único que gozaba realmente de sus favores.
Me colmaba de regalos, gemía entre mis brazos transportada
en largos éxtasis y me confiaba sus más íntimos secretos. Debo
reconocer que no había conocido hasta entonces placeres tan
sostenidos a intensos. Creo que la amé.
“Pero la fatalidad es para los hombres como la sombra a
los objetos. ¿Y puede acaso alguno librarse de su sombra?
“Un día tembloroso y gris ella me dijo que había queda-
do embarazada. El cónsul no quería reconocerlo y estaba en su
derecho: todo el mundo sabía que él no era capaz de dar un hijo
a nadie. La vergüenza iba a caer sobre la casa.
“Anduvo como poseída algunos días; comía poco y casi
no dormía. Hasta que de pronto pareció haberse liberado de
sus preocupaciones; una serenidad semejante a la indiferencia
despejó su rostro. Yo creo que en aquel momento decidió mos-
trarse definitivamente como lo que siempre había sido en el
fondo de su corazón: una mujer ambiciosa, dura como el peder-
nal y decidida a conseguir sus objetivos personales por encima
de todo.
“Desapareció por quince días (después supe que había
ido a Delfos a consultar al oráculo).
–Todo ese asunto de los oráculos es una patraña que sirve sola-
mente para enriquecer a los sacerdotes– interrumpió el viejo.

25
Julio Carreras

–No sé. Lo cierto es que a causa de ese oráculo cambió la histo-


ria del imperio.
–Bueno, ¿qué fue lo que le dijo? –preguntó el viejo, ya picado.
–Espera, ¿te conté que ella estuvo una vez a punto de envenenar
a su propio padre?
–¡Eso no me interesa! ¡Cuéntame lo que le dijo el oráculo!
–Bien. Si así lo quieres...
“Cuando habló por primera vez, el oráculo dijo que haría
falta un sacrificio; el del padre del niño. Si esto se cumplía, au-
guraba un futuro de gloria para el que estaba por nacer. Pero en
vez de una solución, esto fue un mayor problema. ¿Cómo iba a
saber ella quién era el padre? La habían amado tantos...
“El oráculo habló por segunda vez y dijo:
‘Aquél que, invitado a cenar a tu palacio, en tomando el
licor, cuya fórmula te será entregada por mis monjes, se forma-
re sobre su cabeza una aureola, es el padre de la criatura’. Y en-
mudeció. Los monjes, que habían estado oyendo, la proveyeron
del brebaje, no sin apelar a la generosidad de la dama y recibir
una abundante contribución para el santuario.
“Uno a uno fueron desfilando por la mesa de la bella sus
amantes. Ninguno recibía sobre sí la aureola. La mujer ya des-
esperaba.
“Hasta que una noche –según me enteré después–, es-
tando yo divirtiéndome y jugando a los dados con su marido el
cónsul, nos ofreció el licor, que recuerdo sólo por su extraordi-
naria exquisitez. Parece que la aureola se formó inmediatamen-
te. Sólo que de tal manera, que fue a abarcar mi cabeza y la del
cónsul...
“¿Qué significaba eso? ¿Que debíamos ser sacrificados
los dos? Ella anduvo algunos días meditando sobre este enigma.
“El cónsul, amaneció un día dormido para siempre sobre
su lecho. Se lo enterró con los honores que correspondían y su

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Cuentos

viuda se convirtió en una de las mujeres más ricas del imperio.


“Yo imaginé la causa de la muerte del cónsul, pero ig-
norando que mi vida peligraba igualmente, me hice aún más
íntimo de la rica viuda.
“Nació un varón. Sus ojos y su pelo eran iguales a los
míos. Pero sus labios tenían, ya desde la cuna, ese rictus extra-
ño que lo hacía tan parecido a su madre. (Ahora que conozco la
historia entera, me estremezco al pensar en esos tiempos). Por
causas que no tengo bien establecidas, ella decidió en su fuero
interno postergar mi ejecución por algún tiempo.
“Cuando se casó con el emperador –un casamiento que
escandalizó a muchos– yo fui el encargado de educar e iniciar
en las artes musicales al pequeño. Creyéndome un agraciado
por la fortuna, sin imaginar ni lejanamente el designio nefasto
que sobre mí pesaba, dediqué todos esos años a perfeccionar
mi manejo de los instrumentos y a gozar serenamente los delei-
tes que la corte ofrece.
“Hasta que un día –¡ay, de memoria execrable!– fui apre-
sado y echado aquí donde me ves. Mi alumno era ya un joven
educado; no se precisaba más de mis servicios. Se me dijo,
como única respuesta a mis sollozos, que iba a ser echado a los
leones.
“Pero estaba en los códices de los dioses que no se cum-
pliría esa sentencia. La muerte del emperador postergó toda
otra cosa que no fueran sus fastuosos funerales. Y al poco tiem-
po, ella misma le siguió los pasos... ¡asesinada por su propio
bastardo!
“Como podrás imaginarte, ya encumbrado, él se olvidó
de mí. Y aquí me tienes, medrando junto a ustedes en este in-
fierno tenebroso y frío. Más me valdría que me hubieran devo-
rado los leones!”.
Los hombres callan. Afuera el resplandor ha crecido,
hasta convertirse en una potente luz rojiza que llena con una
claridad fantasmal la catacumba. Ya casi no se oyen las corridas,
27
Julio Carreras

y sólo de cuando en cuando algún alarido lejano interrumpe ese


ruido incesante, como un crepitar de madera bajo el fuego, que
no ha dejado de escucharse ni un momento. El viejo recorre con
la mirada los rostros flacos, sucios de horror más que de fan-
go, que miran fijamente la ventanita desde donde se difunde
el resplandor y de pronto se vuelve hacia Lucrecio, como si se
hubiera hecho la luz también en su cerebro:
–Pero... no me dirás que él... que él es...
–Has acertado. El es:
El que tañe la lira, mientras arde Roma.

Sierra Chica, Olavarría, provincia de Buenos Aires, invierno de


1978.

28
Cuentos

La Negra

Agosto de 1973. Yo 23 años. El lugar: un local muy gran-


de en la calle Maipú, provincia de Córdoba. Mucha gente, casi
todos jóvenes, las diez de la mañana. Se debate desde temprano
pues hay una asamblea del FAS (Frente Antiimperialista por el
Socialismo). Casi todos están en el ancho patio, es un día semi-
nublado, yo justo debajo de unas columnas y una galería.
Desde allí la veo. Es tan hermosa que casi parece im-
posible. Tiene traza de colegial, con su falda escocesa, zapatos
abotinados de gamuza, camisa blanca a cuadritos azules, pelo
con trenzas y moños a los costados. Un poco alta – 1.68 calculo
– , perfectamente proporcionada. Da Vinci podría hacerse una
fiesta con ella. El orador habla de un modo durísimo criticando
no sé qué desviaciones burguesas de uno de los partidos que
integra el Frente. Pero yo solamente la miro a ella. Inútilmen-
te, creo, puesto que a muchacha tan hermosa es absolutamente
imposible encontrarla sola. Alguien debe de habérseme anti-
cipado ya; aunque allí está sola, parece. Parece. Su cabello es
castaño, perfecto: se nota aún desde la distancia que sus bucles
son extraordinariamente naturales, que deben de ser suaves
como los pétalos de una rosa. El orador – del PRT – dice que es
inadmisible seguir tolerando las absurdas vacilaciones peque-
ñoburguesas del Partido Obrero Trotskista y solicita a la Mesa
Directiva del FAS la expulsión lisa y llana de los trotskistas – en-
tre quienes no hay ningún obrero, son todos universitarios, dice
– de persistir en su tesitura “contrarrevolucionaria”. Me subleva
interiormente tanta dureza dialéctica entre compañeros, tanta
soberbia en un supuesto dirigente revolucionario y pienso que
ella debe de ser trotskista. Es que los trotskistas tienen un tipo,
así como los PRT, los “chinos”, los PC, los Montos... cada uno de

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Julio Carreras

estos grupos tiene un tipo fisonómico propio. Los trotskistas


son todos pequeños burgueses muy refinados, y lindos, en se-
rio, sean hombres o mujeres, todos lindos, pertenecen a esa
raza de hijos de inmigrantes, a veces mezcla con criollos, que
da especimenes tan perfectos como la que estoy mirando hoy.
Absolutamente perfecta, miren, de la cabeza a los pies. Y basta.
Porque no me miró, ni siquiera se dio cuenta que yo estaba allí,
pese a mi arrobada actitud en ningún momento percibió ni si-
quiera por un instante mi presencia.
Después de que algo extraordinario sucede uno se
acuerda de cosas. Que al parecer no tienen nada que ver. Como
que por aquél tiempo yo había terminado de leer Cien años de
soledad, y me había impresionado profundamente. Andaba mu-
cho tiempo pensando en los mundos que imaginara con Cien
años de soledad y busqué otra experiencia semejante. Entonces
empecé a leer El coronel no tiene quien le escriba, de la misma
saga. Era un libro chiquito, recuerdo, lo llevaba a todas partes.
Aquella mañana en que vi por primera vez al ángel lo tenía en-
tre mis manos, o en uno de los bolsillos de mi campera. Pero
no me gustó, desde las primeras páginas sentí que no recrearía
en mí las emociones de Cien años de soledad. Lo deseché para
siempre, pues.
Pasó el tiempo y me olvidé. Hasta que la vi aparecer
ante mí de una manera tan sorpresiva que casi me voy de nuca.
Apareció, nada más, ahí a cuatro metros de distancia y encima
avanzando hacia mí. Yo estaba sentado ante el escritorio de en-
trada en la revista Posición, hablando por teléfono. Había una
puerta cancel, con vidrios, como es habitual, y poco más allá
una puerta principal que casi todo el tiempo permanecía abier-
ta. Entró un grupo de cuatro o cinco compañeros, todos “pesa-
dos” del Partido, y junto a uno de ellos, como de cuarenta años
o más, venía ella. “No puede ser su compañera”, me acuerdo que
pensé “el tipo es un viejo”. Pasaron junto a mí saludándome con
la mano y yo me quedé tan azorado que en todo el tiempo que
duró la reunión, pese a que la hicieron en la ancha sala de Re-
dacción donde también estaba mi mesa de dibujo no me atreví
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Cuentos

a entrar ni una sola vez. Cuando se fueron yo aún estaba ahí. Me


alcanzó esa fugaz aparición para notar que ella estaba cambia-
da. Su rostro y su cuerpo seguían siendo los de una adolescente,
pero ya no vestía como antes. Iba ahora desaliñada, con ropas
raídas y una pollera azul muy larga, por lo cual concluí que por
fin había terminado incorporándose al PRT. Se cultivaba ese
agresivo abandono indumentario en las filas del “partido de
cuadros” que también yo integraba. Luego de irse el grupo al-
guien hizo respetuosos comentarios sobre “Bigote” Desantis, de
quien pese a los tabicamientos imprescindibles se conocía que
había sido oficial subalterno del ejército, luego hippie, ahora un
importante cuadro revolucionario. Alguien hizo un comentario
admirativo acerca de la joven compañera que venía con ellos, a
quien mencionaron como “la Negra”.
En ese tiempo había muchas “Negras”. Era un orgullo de-
cirse “Negra” o “Negro”, era ser proletario. Hasta las rubias se
hacían llamar “Negras”, pues representaba una reivindicación
de aquellos a quienes la burguesía aplicaba el nombre con des-
precio. Aunque también había negras en serio, es decir, moro-
chonas fuertes o refinadas; para el PRT eran como el arquetipo.
La Negra de que ahora hablamos no era ni uno ni otro extremo.
De tez blanca, su raza pertenecía a ese intermedio exquisito del
mediodía europeo, tan agradable a los clásicos renacentistas, y
quizá por ello para mí (estudiante de pintura desde la infancia)
tan extraordinariamente motivadora.

II

Éramos duros. Éramos implacables, especialmente con


nosotros mismos. Éramos los militantes más estrictos. Cual-
quier preocupación por algo que no fuese la lucha revolucio-
naria se consideraba “una desviación pequeño burguesa”. Re-
cuerdo particularmente una reunión para fijar los salarios de

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Julio Carreras

los periodistas de la revista Posición, quienes éramos a la vez


militantes. Cada uno debía decir cuánto necesitábamos para
sostenernos. Luego de una arenga del compañero responsable
– quien hablaba con tono quedo y deliberadamente vacilan-
te, pues era además obligatorio ser humilde, como se suponía
a todo proletario de verdad – , una arenga donde se tocaron
las virtudes de los revolucionarios, la escasez de recursos del
Partido y sus grandes erogaciones por las titánicas tareas em-
prendidas debido al auge de masas, finalizando con un pedido
de ajustar a un mínimo posible la valoración de lo solicitado.
Todos habían dejado esa valoración librada a lo que el Partido
quisiera darles. Cuando me llegó el turno dije sin vacilar: “120
pesos”. Y todos se miraron. Hubo un silencio incómodo. El com-
pañero responsable me preguntó con esa suavidad de monje
benedictino que practicaba si no me parecía mucho, teniendo
en cuenta que estaba solo y básicamente tenía mis necesida-
des resueltas, ya que no debía pagar alquiler, impuestos, elec-
tricidad, gas, etcétera, dado que vivía en una casa del Partido
(la Redacción de la revista). Dije que no pues yo tenía algunos
gastos extra que me obligaban a un presupuesto mayor al de
un cordobés común. “¿Como cuáles?”, me dijeron. Mencioné la
necesidad de viajar a Santiago de vez en cuando, para visitar mi
familia... y los libros... Por el modo en que se miraron comprendí
que lo de los libros no cayó muy bien. Con la paciencia de quien
trata de inducir hacia el camino correcto a un niño, Ragnero me
preguntó otra vez:
“¿Los libros te parecen una necesidad vital?”
Decidido a ignorar por completo el desdén que se perci-
bía mantuve mi posición con firmeza:
– Sí – dije.
César – un compañero destinado a morir durante el co-
pamiento del cuartel militar de Villa María – , preguntó:
– ¿Y qué libros te interesan tanto? – Bueno, dije, acabo de com-
prar el Tomo I de la Historia de la Revolución Rusa, de Trotsky;

32
Cuentos

me interesa por cierto comprar el tomo II y III cuando salgan.


Son bastante caros.
Estaba embarrándola peor. El Partido acababa de salir
de una relación traumática y tempestuosa con la IVª Internacio-
nal, estaba en plena y acelerada stalinización (aunque yo aún
no lo sabía) así que venir a citar un Trotsky como necesidad
vital era por entonces medio parecido a agitar una ristra de ajo
en la casa de Drácula. Pero no me importó. En aquellos tiempos
yo creía en la sinceridad absoluta. Y en la libertad individual.
Por ello me dirían después “liberal”. Mas volvamos al momento.
Finalmente negocié una rebaja de sólo 20 pesos, quedándome
con 100, pese a que César abogó entre fastidiado e irónico para
que me valiera de la biblioteca que teníamos en la revista o le
dijera a él los libros que quisiera para conseguírmelos en prés-
tamo. “No es lo mismo”, dije. “Algunos títulos son elementos de
consulta permanente para mí”. Eso me trajo aún más miradas
reprobatorias y cuchicheos, pero no me importó. Como dije, te-
nía 23 años y aún creía en la absoluta honestidad.
¿Quieren saber algo más de la Negra? Bueno.
El verdadero encuentro sucedió durante una fría noche
a finales de mayo de 1974. Yo llevaba un pesado saco negro de
corderoy, hecho a medida durante mis épocas de prosperidad,
pero lo arruinaba con un viejo vaquero y borceguíes. Me había
puesto el poncho azul oscuro que me dejara mi abuelo, al morir
pocos días atrás. Esa tarde había ido al cine, a ver una película
sobre la vida de Luis de Baviera y Wagner que me había impre-
sionado muy hondo. Lleno de imágenes y emociones había sali-
do abismado. Tenía hambre y me puse a buscar un kiosco para
comer un sándwich. Hacía frío y pensaba en un gran choripán
con chimichurri y al menos un cuarto de buen vino tinto. De re-
pente recordé la peña del FAS, organizada esa noche de sábado
para recaudar fondos. Tuve pereza de caminar hasta allí – había
al menos unas diez cuadras – mas pronto salió el duendecillo
autocrítico a reprenderme: “¿Vas a dejar tu dinero a cualquier
comerciante, en vez de ir a apoyar a los compañeros?”. Caminé

33
Julio Carreras

bajo el frío sin sentirlo pues iba bien abrigado y mi cabeza llena
aún con las imágenes de la película. El lugar era una cancha de
básquet, en la puerta algunos militantes cobraban la entrada;
pagué, saludé con la mano a una muchacha y otros compañeros
que reconocí entre la gente, y fui a sentarme solo cerca del es-
cenario. Era temprano aún – tal vez las diez de la noche – y no
estaba lleno, pese a los esfuerzos de los militantes, que habían
acarreado a muchas personas de los barrios pobres en colecti-
vo. Es que el local era demasiado grande. Por suerte todo estaba
cubierto por un tinglado, así que no hacía frío. Me puse cómodo
quitándome los abrigos y esperé, observando a un tipo joven,
más entusiasta que afinado, cantar acompañándose con guita-
rra chacareras y zambas sobre el desnudo escenario. Vino una
de las chicas del FAS y preguntó que me servía. Un choripán
bien grande, le dije. Y medio litro de vino tinto. La compañera
me trajo todo enseguida. Luego del primer choripán y dos vasos
de vino las cosas empezaron a parecerme más lindas. Ahora po-
nían música de cumbias y algunos bailaban.
Ocurrió un incidente. Un borracho perseguía a una
muchacha, tratando de tomarla del brazo, pero ella, con cier-
ta familiaridad aunque firmemente reclamaba respeto de él.
Reconocí en el acto a la muchacha. Era la chica del FAS, aque-
lla con quien no me había atrevido a soñar. Impensadamen-
te se sentó a mi lado y tomándome del brazo me dijo al oído:
“¡Salvame!¡Salvame!”. Me paré como si tuviera un resorte y
plantándome frente al tipo – pelo lacio, rudo, fuerte, jediente de
vino, bigotito fino – le dije:
– ¡Qué te pasa macho... la señorita no quiere ser molestada! ¿No
has oído?
Yo no las tenía todas conmigo. Pero el tipo se achicó.
– ¡Eh!, ¡ahhh!, ¡bueno! – hipó – ¡Yo no quería molestar! ¡Yo sola-
mente le pedía bailar una pieza!
– No, ella no baila con nadie porque está conmigo. Así que reti-
rate ¡ya! – le espeté duramente. El tipo se fue pidiendo discul-

34
Cuentos

pas.
Ella volvió a tomarme del brazo y me dijo riéndose:
– ¡Lo has corrido! ¡no lo puedo creer! ¡Es un tipo pesado, camo-
rrero, y peligroso! ¡Vive en el barrio que nosotros trabajamos!
El que no lo podía creer era yo. Estaba allí, a mi lado y to-
mándome del brazo, la muchacha más hermosa que viera en mi
vida, de la cual me había negado la menor esperanza por con-
siderar a priori imposible su amor. Me trataba con familiaridad
y afecto – pero seguramente porque la libré del borracho, en el
acto pensé. ¿He dicho ya que tengo una mente horriblemente
racionalista y formal? Una vez que me hago una idea resulta
difícil apartarme de ella y en este caso la idea que me había
hecho de esta chica es que no era para mí. Actué absolutamente
en consecuencia, con total frialdad exterior. La miraba con sim-
patía, con cariño, estaba feliz y estimulado por el vino, la música
vivaz, el humo de las parrilladas, los cigarrillos, el girar de las
parejas sobre la pista de baile, pero principalmente porque ella
estaba a mi lado, y me miraban sus ojos marrones, tan grandes
y expresivos como nunca conociera, los bucles maravillosos de-
rramándose en guedejas lucientes sobre sus finos hombros, sus
labios entreabiertos y húmedos sonrientes, aceptando mi vino
y hablando como si nos conociéramos desde hace años, yo me
consideré sobradamente pago con eso y no dije una sola pala-
bra fuera de la más estricta cortesía hacia una dama que había
pedido mi ayuda y a la cual se la ofreciera con el mayor desinte-
rés.
Había algo más que me impedía ensayar galanterías: mi
compromiso con Fiama. Fiama había viajado a San Francisco
para conversar con su familia sobre la posibilidad de casarse
conmigo... Y una mordiente conciencia culposa por mis ante-
riores fallas, por mis anteriores caídas (hablo de cuando aún
ni siquiera conocía a Fiama) me inmovilizaba totalmente. La
muerte de Clara, desde que sucedió – poco más de un año atrás
– actuaba en mí como una horrenda llaga que comenzaba a san-
grar apenas la posibilidad de actuar en contra de lo correcto se
35
Julio Carreras

me presentaba. Entonces a pesar de la hermosura, a pesar de


lo amable de esta situación, mi corazón estaba inmóvil, yerto,
como el de Amfortas ante el cofrecillo del Grial.
Pronto me dejó solo con mis cavilaciones, y fue a pro-
seguir sus tareas, ya que era una de las militantes afectadas a
la organización de la peña. Pedí otro choripán y otra jarrita de
vino; me dieron ganas de compartirlos, por lo cual me fui con
un grupo de militantes que conocía, agrupados ante una mesa
larga. Entonces ella vino de nuevo a pedirme que la acompaña-
ra un rato pues la habían puesto en la puerta, para controlar las
entradas. Nos sentamos junto a la mesita dispuesta para ello,
pero no estuvimos ni un minuto solos, ya que la gente entraba y
salía todo el tiempo, y muchos compañeros acercaban una silla
y se quedaban allí a conversar.
Así, entre idas y venidas llegó la hora de terminar la
peña. Eran como las dos de la madrugada, el límite que se ha-
bían puesto los militantes pues había muchas familias con niños
a quienes debían acarrear a los barrios pobres – bastante lejos.
Como no tenía parte en tal asunto, discretamente me deslicé a
la calle con la idea de buscar un taxi o tomar un colectivo. Había
caminado algunos metros hacia la oscuridad cuando escuché su
voz que me llamaba:
– ¡No creo que consigas colectivo! – me dijo, desde el ancho por-
tón del club.
Qué hermosa estaba, con su poncho de vicuña que la
cubría hasta los muslos y sus pantorrillas sólidas emergiendo
bajo la falda de lana para introducirse otra vez en los pequeños
borceguíes guerrilleros, que le quedaban tan bien.
– Creo que tomaré un taxi... – balbuceé sin mucha convicción.
– No conseguirás taxi. Están de paro – dijo, sonriente – . Si quie-
res, te llevaremos con nosotros, en nuestro colectivo. Debemos
dejar a la gente en la villa antes, pero volveremos hasta plaza
España... ¿te queda cerca, no?
Dije que sí. Todo aquello me superaba. Como a una bola
36
Cuentos

de nieve que empieza a ser llevada por el alud, primero serena-


mente, luego a mayor velocidad. Caminé hacia la Negra con los
brazos colgados. Ella se fue presurosa a ordenar el transporte
de la gente, y al salir con un grupo de villeros me indicó uno de
los antiguos colectivos que se estacionaban frente al local. Subí
en medio de la multitud mientras ella volvía para buscar más
gente. En la semioscuridad me ubiqué en el primer asiento, jun-
to a una anciana. Pero ella subió con otro grupo y tomándome
del brazo me llevó hacia atrás:
– Los asientos de adelante se los dejamos para los más viejos
e inválidos... – me dijo con suavidad. – Sentate aquí – ordenó.
Obedecí. ¿Qué iba a pasar? No lo sabía aún. Por primera vez en
mi vida, me veía totalmente inducido a una conducta pasiva, ex-
pectante. Lo aceptaba de buen grado, pero me sentía extraño,
irreal.
Ella pidió al colectivero que apagara las luces de atrás.
Vino y se sentó a mi lado. Viajamos unos minutos en silencio.
Luego, ella susurró como en suave queja:
– Ay... Tengo que decirte algo...
Y no dijo más. Tomó una de mis manos y la apretó, tibia-
mente... en la penumbra vi que sus inmensos ojos marrones se
habían humedecido, como si fuese a llorar... entonces me acercó
sus labios... No pensé más... entré en una felicidad suave que
borró de mis sentidos cualquier otra sensación... hasta que sen-
tí una corriente de alerta en la cervical... abrí los ojos... y me
encontré con la mirada horrorizada de Silvia, una muchacha
que me conocía. Me separé bruscamente y nuestra intimidad
quedó arruinada. A la vez me invadían en oleadas sensaciones
de culpabilidad. Mi novia en San Francisco pidiendo autoriza-
ción para casarse conmigo y yo con esta muchacha. El Grial. Y la
sagrada lanza extraviada por mi exclusiva culpa. La herida co-
mienza otra vez a sangrar. Con estas turbulencias en mi corazón
llegamos a la villa, la gente baja, un poco aquí, otro poco allá,
hasta los penúltimos. Al final, quedamos tres o cuatro regre-
sando al centro en la oscuridad. Silvia aún está allí, aunque ya
37
Julio Carreras

no me mira. Mi amiga se acurruca en mí. “¿Adónde vas a bajar


vos?”, pregunto, con repentino miedo de que me deje solo, cul-
pable y solo. “No sé”, me dice.”No tengo adónde ir”. De repente
siento mucha ternura, mucha compasión por ella. Siento una
tristeza profunda en su ser, una tristeza como la mía, y se estre-
mece mi alma. “Venite a casa conmigo”, susurro. “Tomaremos
matecocido caliente”. Ella se acurruca un poco más y llegamos.
La ancha rotonda de Plaza España está aún desierta y la
sensación de caminar sobre un planeta deshabitado se acen-
túa por el transcurrir veloz de algún auto que apenas ilumina
la calzada. El frío levanta copos de niebla sobre los ligustros de
las empalizadas. Abrazándonos como podemos bajo nuestros
ponchos y tiritando caminamos las diez o quince cuadras que
nos separan de casa.
Qué levedad el amor. Todo parece cerca, el minutero no
existe, no nos hace de cierto al fin y al cabo ni frío ni calor, más
que como otro dato risueño de nuestra extendida felicidad. Si
cae una hoja como de oro antiguo a nuestro paso rozando las
sombras de nuestros ponchos levemente inflados por la nebli-
na es un acontecimiento arrobador.
Qué felicidad más inmensa la de esa noche. Momentos
que representan milenios. Alegría interior que justifica varias
vidas.

III

Llegamos a casa y luego de indicarle el sofá para que


descargara su poncho, su tapado y la mochila hice matecocido
abundante, en un gran jarro de enlozado indiscernible. Esa mis-
ma tarde había comprado dos grandes tortillas santiagueñas,
de las cuales quedaban una y media – era otro de mis “gastos
reservados” – . Pocas combinaciones son tan exquisitas. Mate-

38
Cuentos

cocido caliente; tortilla al rescoldo. El rostro de la Negra se puso


colorado y satisfecho; una gotita de vapor temblaba graciosa-
mente justo en la cova de su pequeña nariz; sus labios, hacía
poco amoratados y secos por el frío, lucían ahora rojos y carno-
sos como la pulpa de una ciruela madura.
Qué felices éramos. El vapor del matecocido entre no-
sotros, humedeciendo cálidamente los rostros, el olor denso
de viejas comidas acogiéndonos como un amable útero virtual.
Cierto es que se debe llevar una vida dura para valorar las pe-
queñas ventajas del confort como se debe.
Pasamos a la habitación. Mi humilde cama de una plaza
nos acogió. Tenía tres viejas frazadas que fueran de mi abuela,
queridas prendas cargadas de tantas imágenes hermosas de mi
lejano hogar. Ella se desnudó con naturalidad. La oscuridad era
tan absoluta que encender el velador hubiera resultado brutal.
Prendí pues mi radiograbador, que estaba sobre la mesita de
luz; un resplandor suave emergió desde su farito plástico. Dulce
resplandor, deslizándose sobre los hombros tersos, los pechos
como granadas a punto de madurar, el vientre combo, las pier-
nas largas, adorablemente sólidas, onduladas. Los pies peque-
ños y perfectos. El calor de la habitación emanaba de nuestros
cuerpos y nos sentíamos tan bien, pegados de la cabeza a los
pies el uno al otro. Éramos del mismo largo. O casi. Un tiempo
incalculable fue el que duró nuestra unión, delicada, respetuosa
y perfecta como jamás conociera antes ni conocería después.
Navegación de livianos esquifes sobre la mar infinita en
calma. Buceo espiritual por las profundidades avanzando entre
un ancho panorama de formas azules y armoniosos seres con
un majestuoso acorde sin disonancias que nos envuelve junto
a la dulcísima sensación de volar, a un ritmo lento, en un itine-
rario apenas inducido por una corriente invisible que a la vez
infunde serenidad y paz.
Nos quedamos allí escuchando el latir acompasado de
nuestros corazones, durante largo rato. La radio, apenas con un
poquito de volumen, difundía música suave.
39
Julio Carreras

Te diré rápidamente cómo es ser feliz: es como no haber


nacido pero estar consciente de todas las sensaciones hermo-
sas que suscita el universo.
Pero en este mundo también cuando eres de verdad feliz
todos los escorpiones, las arañas, las víboras, los ciempiés salen
de los rincones. El mundo imperfecto que habitamos abomina
de la armonía. Si llegas a un momento de equilibrio ideal siem-
pre aparecerá algún plomo a molestar.
Habíamos descolgado el teléfono con la vana ilusión de
escapar a la conocida fatalidad. Pero empezaron a sonar unos
golpes fenomenales en la puerta. Se me heló el corazón. Pocos
meses atrás habíamos sufrido un allanamiento policial. Golpea-
ban con la misma brutalidad. O me pareció.
– No es la cana – dije, por intuición o deseos. La Negra se había
puesto tensa junto a mí. Volvieron a golpear.
– No le demos pelota. Ya se van a ir.
– No se van a ir – dijo la Negra, que intuyó a compañeros y co-
nocía el paño.
Siguieron golpeando. A la cuarta vez, como amenazaban
derribar la puerta, le dije:
– Voy a tener que atender.
Luego de ponerme el vaquero me acerqué al hall y sin
abrir la puerta grité:
– ¡¡Quién es!!
– ¡El Vasco! – me dijo – Abrí.
Se me congeló la sangre. El Vasco era el Responsable Ge-
neral del Partido en la Regional Córdoba. La autoridad máxima.
– No está ninguno de los compañeros – alegué, con la esperanza
de alejarlo.
– No importa, abrime – ordenó.
– Esperá un poco, voy a buscar la llave – contesté para ganar
40
Cuentos

tiempo.
Regresé atribulado a mi habitación, y le dije a la Negra:
– ¡El Vasco! ¡Qué hijo de mil putas! ¡Siempre aparece en los mo-
mentos menos esperados! Vamos a tener que vestirnos.
Sin ningún comentario ella comenzó a hacerlo. Salí ya
con algo puesto y al abrir la puerta casi lo atajé diciéndole:
– Mirá, disculpame, vas a tener que tabicarte un rato hasta que
salgamos... no estoy solo, y es mejor que no veas con quien es-
toy...
El Vasco se sorprendió un poco pero no puso reparos,
era uno de esos tipos para los cuales la disciplina estricta y los
códigos se vuelven mecánicos. Grandote, rubio, desaliñado –
como corresponde – era famoso por comer cualquier cosa y en
cualquier lugar y porque aparentemente no dormía. Los mili-
tantes podían verlo participando de reuniones o tareas duran-
te días enteros, mañana, tarde o noche, con ese mismo talante
cansino y bonachón. Era además rígido como el basalto en el
cumplimiento de las pautas establecidas. Lo hice pasar a una
oficina donde funcionaba la Dirección de la revista y sentarse
de espaldas a la puerta. No sé por qué sentí una fugaz y profun-
da tristeza al verlo allí inmóvil, con la cabeza baja y los brazotes
colgando a los costados, como un niño en penitencia, cuando
pasamos presurosos y en punta de pies con la Negra.
Salimos a las calles desiertas de la gigantesca ciudad
como un par de gaviotas lanzándose a sobrevolar el océano. Vi-
vía yo en la zona más alta de una calle con pronunciado declive;
llevados por la gravedad y de la mano comenzamos a bajar, los
ponchos y su tapado flotando en la oscuridad.
Hacía muchísimo frío – 5 grados bajo cero, había dicho
la radio – pero no lo sentíamos. Sentíamos únicamente esa ti-
bia luminosidad interior que provee la felicidad. Conversába-
mos de temas personales mientras bajábamos por Primera
Junta pues yo quería mostrarle el edificio que había comprado
el Partido para instalar allí la imprenta. Empezábamos a rozar
41
Julio Carreras

ya cuestiones que debían ser secretas, pero hacía rato que ha-
bía dejado las prevenciones para entregarme completamente a
esta muchacha con quien todo era tan armonioso y fácil como si
nos hubiéramos conocido durante siglos.
De allí seguimos bajando, por Boulevard Junín... hacia la
Terminal. Queríamos tomar algo caliente y el primer lugar que
se me había ocurrido era el bar de la gigantesca Terminal, que
para mí, como foráneo, era una referencia confiable.
El bar estaba muy concurrido, pero era tan inmenso que
uno podía encontrar mesas apartadas sin dificultad. Era uno de
los bares, en realidad, pues había varios. Estaba en el último
piso, y desde sus anchas vidrieras se podía ver el ir y venir de
los colectivos – que aquel tiempo comenzaban a ser espectacu-
larmente grandes – , una linda plaza que había o parte la ciudad.
Elegimos sentarnos junto a una vidriera desde donde se podía
ver otro bar, con algunos pocos pasajeros esperando allí, y un
pasillo ornamentado con gigantescas macetas y plantas.
Tomamos café con leche y comimos medialunas. Enton-
ces fue que ella me dijo que no estaba sola. Vivía, desde unos
meses atrás, con un hombre... un compañero del Partido.
Lo sospechaba: difícilmente una mujer como esta podía
estar sola. Además aquella visita a la Redacción, con “Bigote”...
Sólo que yo había preferido no mirar, negar interiormente esa
posibilidad.
Ella continuó: era pareja, efectivamente, de “Bigote”
Desantis... ¡Gran problema! “Bigote” – de quien conocíamos el
nombre por ser un representante “legal” del partido – , era otro
de los responsables generales del partido en Córdoba, miembro
del Comité Central.... – aunque se suponía que yo, oficialmente
no lo sabía aún.
Más por si hiciera falta: estaba embarazada como de un
mes y medio (todavía no se notaba, pero la prueba había dado
positiva).
Me puse grave y serio cuando dije:
42
Cuentos

– ¿Te quieres venir conmigo? Me haré cargo de tu hijo.


Ella dijo que sí. Quería venirse conmigo.
– Pediré que nos cambien de Regional – continué. – Iremos al
campo, en Santiago. Allí militaremos entre los hacheros, vivire-
mos en una casita entre el monte y criaremos al niño...
Me parecía todo fácil; noté que ambos lo imaginábamos
al expresarlo... Estuvimos allí un larguísimo rato, acurrucándo-
nos el uno con el otro, como dos náufragos sobre una pequeña
balsa entre los témpanos y la oscuridad. Acabábamos de enten-
der las grandes dificultades que se abrían por delante.
Empezó a clarear. Ella no sabía si quedarse conmigo o
volver a casa. Le dije que llamara por teléfono, avisando que
iría enseguida, que fuera a descansar y nos encontráramos más
tarde. Vivían junto a otros compañeros – tres parejas más – en
una casa operativa. En ese momento “Bigote” no estaba; había
viajado a Rosario, pues se preparaba un gran congreso del FAS.
– Debemos hacer las cosas bien – le dije – . No escapar como
ladrones. No estamos haciendo nada malo. Tenemos derecho a
amarnos, ¿no?
Volvió de la cabina telefónica con expresión triste, luego
de haber hablado con el encargado de la casa.
– Me retó. Me dijo que soy una irresponsable. Estaban todos
preocupados pues no sabían dónde andaba.
La acompañé hasta que subió a un taxi y le puse en el
bolsillo dinero para que lo pagara. Volví a mi cueva.
Estaba tan cansado que no pensaba en nada. Al llegar
encontré la puerta infranqueable. El Vasco se había llevado la
llave. Era de esperar. Ellos, los capos, poco se preocupaban por
un pinche como yo. Durante un momento traté de levantar la
liviana cortina de madera pues a veces dejábamos alguna hoja
de las ventanas abierta; así había entrado la cana aquella vez
que nos llevaron a Ragnero, a Matarollo y a mí. Desistí ense-
guida; era un trabajo engorroso, la ventana demasiado alta y si
43
Julio Carreras

levantaba de un lado la cortina bajaba del otro. Decidí meterme


por el pasillo de una casa chorizo, de departamentos, que había
al lado. Una vecina asombrada me miró escalar la tapia: “perdí
la llave”, le expliqué y lo creyó, pues me conocía. Por suerte la
ventana de atrás, que daba a mi pieza, estaba semiabierta. Así
que entré y en el acto me acosté a dormir.
Cuando desperté estaba cayendo la oración. Me levanté
en el acto. A las 8 iba a venir otra vez la Negra; debía bañarme y
ponerme listo para esperarla.
Fue puntual. Olorosa a madreselvas con el pelo mojado.
No quise someterla al esfuerzo de escalar la ventana ni a que los
vecinos cuchichearan viéndola subir a las tapias, así que le pedí
sostener la persiana para salir. Ya fuera, la invité a cenar.
Había pasado el momento de la mutua apetencia sexual,
ansiábamos conocernos, conversar, estar juntos, en esa comu-
nión dichosa que se vive al encontrar a alguien con quien armo-
nizamos desde lo más íntimo. Fuimos al Rincón Salteño.
Era un lugar mágico donde preparaban comidas del
Norte y muchas veces actuaban folkloristas, espontáneamen-
te. La Negra no lo conocía. Pronto la noté fascinada. Pedimos
empanadas, locro, chanfaina. Vino tinto. El mesero – un hom-
bre elegante de rasgos incaicos – se ubicó en el centro del salón
haciendo unos bellos pasos de zamba y revoleando con gracia
la servilleta blanca para comenzar a recitar un poema de Jaime
Dávalos. Lo hizo con tanta sensibilidad que todos callaron para
escucharlo y se notaron algunos ojos brillosos.
Enseguida anunció que entre los concurrentes estaban
dos de Los Cantores del Alba e iban a actuar. La Negra abrió
grandes los ojos (ya los tenía bastante grandes, les recuerdo).
Ellos estaban vestidos como gauchos, de blanco y algunos to-
ques negros. Con guitarra y bombo atacaron temas conocidos.
La Negra estaba fascinada. Y yo doblemente feliz. Amo
mucho a mi tierra, a mi cultura, a mi raza. No olvido cómo me
lastimaba el alma cuando , a los 13 años, estando por prime-

44
Cuentos

ra vez a Buenos Aires, los adolescentes porteños se referían a


nuestras costumbres como “cosas de negros” y me llamaban
“santiagueño” con un tonito de desprecio burlón en la voz. Por
obstinación decidí entonces no renegar jamás de mi querida
Patria, Santiago del Estero y todo el Norte argentino, pues com-
partimos un bagaje similar. Así que cuando alguien disfrutaba
de mi música, mis comidas y mis paisanos como lo hacía la Ne-
gra esa noche – se le notaba en el rostro – yo me sentía en el
colmo de la felicidad.
Esa noche estuvimos como hasta la una de la madruga-
da allí, escuchando folklore y poemas, tomando algo de vino y
mirándonos a los ojos tomados de la mano durante largos ratos,
sin necesitar nada más.
Otra vez debí darle dinero para el taxi, y eso también me
gratificó.
Sin embargo, cuando iba llegando a mi barrio luego de
caminar deliberadamente para pensar un poco sobre la situa-
ción no me sentía muy bien. Intuía – o temía – que la felicidad
se iba a terminar. Comenzarían otra vez las pesadumbres y el
dolor. La pequeña parada en esa isla paradisíaca se aproximaba
a su final. Pronto seríamos llevados de regreso al mar de lágri-
mas.

IV

El lunes por la mañana el mundo volvió a la normalidad.


La Redacción recuperó su ritmo alocado, con gente que iba y
venía a cada rato, reuniones en todas las salas, humo de ciga-
rrillos, restos de comida y café aquí o allá, el teléfono que no
cesaba de sonar.
Fiama regresó esa tarde y llamó. Por el tono de mi voz
percibió claramente que iba a decirle algo grave, cuando fuera a
45
Julio Carreras

encontrarme con ella “unos minutos”, como le prometí.


Aproveché que debía retirar varias resmas de papel de
un depósito para correrme en la camioneta hasta su departa-
mento. Le pedí disculpas diciéndole que disponía de muy poco
tiempo, pues necesitaban la camioneta para viajar a Oncativo
– lo cual era cierto pero ayudaba a justificar mi deseo de pasar
por ese trago muy rápido – ; así, me quedé frente al volante lue-
go de invitarla a sentarse a mi lado.
Tuvo que ayudarme para que le confesara todo, con
cuentagotas, pues sólo quería por mi parte romper el compro-
miso. Me sentía incómodo y culposo, aunque decidido a llegar
hasta el final. Finalmente comprendió la situación y se fue, ha-
ciendo temblar la pequeña camioneta con su portazo.
Me di cuenta que pese a haber tratado de limitar al mí-
nimo mi diálogo con Fiama habíamos ocupado con ello más de
media hora. Tendría que haber regresado con las resmas a la
Redacción antes de las 9 de la noche; eran las 9:26. Sudoroso y
atribulado, casi choco a un camión por meterme de contramano
en una cortada para llegar a tiempo. Cuando frené sonoramente
frente a la revista todos estaban en la puerta. El Viejo Cortigian-
ni, Ragnero, Kico, Alicia, César, la Graciela, me miraban como si
emergiera de entre los muertos.
Entregué las llaves a Ragnero y pasé hacia mi habitación,
soportando sus regaños sin detenerme.
Todo como debía ser. Estábamos reingresando al mar de
lágrimas. Esto ya no iba a detenerse, ¡qué esperanza!
El martes por la tarde nos encontramos con la Negra
para ir a ver una habitación que planeaba alquilar. Había anun-
ciado al posadero – un gordito de apariencia amariconada – la
posibilidad de ocupar el sitio “con mi esposa”. Por ello requería
un espacio reservado y baño independiente. Presenté a la Ne-
gra como mi esposa, pues. El gordo le dio la mano fugazmente
y sin mirarla. Luego nos llevó a ver una habitación grande, pero
espantosamente húmeda y fría – como comprobaría después –

46
Cuentos

en el altillo.
De allí fuimos con la Negra caminando hasta cerca de
casa. Dubitábamos penosamente acerca de si debíamos sepa-
rarnos o irnos a vivir juntos en ese mismo momento, sin buscar
siquiera nuestros equipajes. Ella me dijo:
– Tengo miedo de que cuando llegue Eduardo nos separen...
Estaba afectada por severos presentimientos...
– Quedate tranquila – dije yo, “hombre maduro”. – Haremos las
cosas bien, podremos irnos en paz, y continuar militando...
Con frecuencia me arrepentiría después de aquél con-
servadurismo excesivo. Mas, ¿cómo saber lo que nos depara el
Destino?
Tuvimos hambre y nos sentamos a comer panchos en un
carrito que había justo donde doblaba La Cañada, al finalizar la
declinación de Brasil. La regañé suavemente por haber permi-
tido que sus manos se pusieran ásperas, siendo ellas original-
mente tan delicadas y hermosas. Por andar con aquellas ropas
raídas, ni siquiera de su talle... sólo porque el Partido imponía
ese aspecto desastrado a sus militantes. Me dolía ver su hermo-
sura disminuida por aquel ropaje inadecuado, ajada en partes
por una vida deliberadamente llena de privaciones.
Cómo iba a saber que esa era la última vez que estaría-
mos juntos con relativa tranquilidad.

Cómo saber hacia dónde nos lleva el destino o cuáles


acciones debemos elegir. Somos en los momentos más impor-
tantes de nuestras vidas semejantes a los difusos prehumanos
sin ojos que se dice vagaban entre la niebla durante el período
Lemúrico.
47
Julio Carreras

Cayó sobre nosotros el peso de las leyes proletarias des-


cargado a través de su partido revolucionario. Fuimos por al-
gunos días el escándalo de toda la “buena sociedad” (la que se
creaba en las catacumbas, por cierto, para sustituir a aquella
otra y decadente sociedad burguesa). Sabía que el martes llega-
ba nuestro Responsable General del Frente Legal desde Rosa-
rio. Sabía que apenas llegase, su compañera le diría que se ha-
bía enamorado de otro hombre, mucho más joven y de menor
jerarquía que él. Considerando que ambos éramos revoluciona-
rios, locamente nos había parecido que las cosas se resolverían
fácilmente. No fue así.
Esa misma tarde se citó a reunión ampliada con las tres
células que actuaban en el área prensa (dependiente a su vez de
la sección Legal del Partido). Formando círculo a mi alrededor,
había veinte compañeras y compañeros que me observaban
con expresión sombría. Sentado sobre la misma cama que aco-
giera aquellos instantes maravillosos con la Negra tres días an-
tes, esperaba ahora lo que intuía iba a ser una dura embestida
como resultado de nuestro amor. Me fastidiaba soberanamente
que se entrometieran en mi vida personal – y la de la Negra. Por
ello había decidido negarme a tratar el tema en caso de que eso
fuera el motivo de la convocatoria.
Ragnero, el responsable de mi equipo, comenzó con
cierto embarazo la reunión, anunciando que se iba a tratar un
tema que incluía a dos compañeros y que se estaba analizando
simultáneamente en otros lugares de la ciudad, debido a que
afectaba seriamente a nuestra organización.
Por fin me nombró, anunciándome que el Partido me da-
ría la oportunidad de exponer mis razones, pero por cuestiones
operativas ya se había tomado una resolución.
Pregunté cuál había sido esa resolución; se me dijo que oportu-
namente se la iba a comunicar a todos los miembros del Partido
de un modo oficial.
Entonces dije que no iba a hablar absolutamente nada

48
Cuentos

del tema ante semejante asamblea. Que me parecía una gran


falta de respeto a la persona de quien se solicitaba informes.
Consideraba que esto era un asunto personal que afectaba a
tres: la Negra, su marido y yo. Dije que me negaba a discutir
absolutamente nada sobre esta cuestión, y que si era un hom-
bre de verdad, Desantis debía venir a tratar este asunto directa-
mente conmigo, en vez de apelar a tan aparatosa movilización
de compañeros por un asunto que le competía arreglar única-
mente a él.
Esto cayó como una bomba. Estaba sugiriendo que el
Responsable General no tenía la suficiente dignidad y hombría
para defender por sí mismo algo tan caro y personal como su
propio matrimonio.
Nadie contestó una palabra, el enfurruñamiento y la in-
comodidad se acentuaron en los rostros.
La reunión fue a las tres; naturalmente, todos habían
sido puntuales; se levantó a las 3,30, luego de mi negativa a tra-
tar el tema para el cual fuera llamada.
Poco después de las siete, con cierta contenida indigna-
ción repetí eso ante el propio Desantis. Le dije que si él tenía
un poco de dignidad, debía respetar la voluntad de quien había
sido su mujer, aceptar su libre deseo de venirse a vivir conmigo
y aguantarse el dolor de la separación como un hombre. Noso-
tros no éramos débiles, por eso habíamos decidido hacer la re-
volución. No podíamos andar gimoteando como ahora lo hacía
él, suplicando conmiseración a una mujer que no nos quería o
utilizando artimañas moralistas para obligarla a quedarse.
Desantis era un tipo grandote; se me ocurría que un solo
puñetazo de sus tremendas y peludas manos hubiese bastado
para tirarme a dos metros de distancia. Sin embargo estaba
completamente derrumbado. Me había tratado constantemen-
te de “hermano”. Sentado en la cama a mi lado – la misma cama
que hace tres días acogiera nuestros cuerpos – , había soltado
las lágrimas al contarme que apenas al llegar La Negra lo había

49
Julio Carreras

sorprendido con la novedad de que se había enamorado de mí.


Y lo quería abandonar, para venirse a vivir conmigo. (La Negra
había cumplido fielmente con lo pactado.)
Desantis me dijo que el mundo se le había venido abajo.
Me contó de un anterior matrimonio, un fracaso y de sus gra-
ves depresiones, que en algún tiempo lo llevaran incluso hasta
a apelar a la droga – dependencia que había superado “gracias
a los compañeros del Partido”. Yo no conocía nada de eso, ni me
interesaba. Sólo quería que se fuera y nos dejara en paz. Pero él
siguió su monólogo.
Hoy había únicamente dos cosas que le daban sentido
a su vida: el Partido... y La Negra. Si yo le quitaba a su amor, no
sabía lo que iba a pasar con él.
Me pidió que reflexionara. Yo era joven... a diferencia de
él, que ya tenía 45 años, según su criterio yo tenía mucha vida
por delante y la oportunidad de construir algo sólido. Incluso
sabía que ya había estado haciéndolo con Fiama, “una excelente
compañera”, hasta el momento de este sorpresivo romance con
La Negra, que seguramente iba a ser pasajero y del que luego
seguramente nos íbamos a arrepentir. Me pidió por favor, en
honor al afecto que nos teníamos y a mi lealtad al Partido, que
renunciara indefectiblemente a la Negra. De cualquier modo,
no tendríamos otra alternativa. El Comité Central del Partido
había decidido respaldarlo plenamente y había “ordenado” a la
Negra que continuara con él, luego se me ordenaría alejarme, a
través de mi responsable.
Me indigné. Lo traté duramente. Le dije que solamente
un pusilánime podía recurrir a esos métodos extorsivos para
secuestrar prácticamente a quien ya no lo amaba. Di la conver-
sación por terminada, e incorporándome le pedí con firmeza
que se retirara de mi dormitorio. Él levantó su corpachón – bien
proporcionado y seguramente atractivo para las mujeres, pero
muy deslucido por el abatimiento – para salir, arrastrando sus
grandes zapatos desagradablemente cubiertos por gruesas cos-
tras de barro seco.
50
Cuentos

Me quedé solo y conmovido. Ahora el mundo se me esta-


ba derrumbando a mí. Ponerme al Partido en contra significaba
también perder todo lo que tenía. No era mucho, en verdad: una
habitación – en un lugar muy cómodo, había que reconocerlo
– , un puesto de periodista con sueldo bajo pero suficiente, la
pertenencia a un movimiento que también le daba un sentido
claro – aunque bastante peligroso – a mi vida.
Podía vivir solo, sin embargo. A diferencia de muchos
compañeros – entre los cuales se enlistaba Desantis – para mí
el Partido no lo era “todo”. Por ello decidí enseguida que si para
llevar adelante mi pareja con La Negra me obligaban a desobe-
decer al Partido... pues a la mierda el Partido.

VI

Muchos años después aprendería que los actos de los


humanos dejan huellas indelebles. Semejante a una filmación,
este registro puede consultarse incluso hasta miles de años
luego, cuando se posee la sensibilidad necesaria. Pero aún sin
percibir estos niveles, donde se presentan en sucesión perfecta
nuestras imágenes, ellas impregnan y modifican de tal mane-
ra la atmósfera de los sitios donde han existido, que se puede
sentir suavemente su presencia si uno está en silencio y solo.
Durante esas horas de soledad en que meditaba acerca de aque-
llos acontecimientos de los últimos días por los cuales todos
nos condenaban, me acompañaban las imágenes de ese amor
divino, repetidas una y otra vez en la semipenumbra de mi dor-
mitorio por lo que yo creía una imaginaria emanación de mis
recuerdos, mas luego – muchos años después – comprendería
no eran otra cosa que las verdaderas, preciosas estampas de
nuestros dulcísimos actos y emociones de aquella madrugada
incomparable.
Los acontecimientos externos siguieron el orden que
51
Julio Carreras

un detestable sentido común podía suponer. El Partido decretó


que no debíamos intentar siquiera la loca aventura de nuestra
unión. Todo debía seguir como hasta entonces. La Negra con
“Bigote” y yo... debería arreglarme como pudiese, pues se me
prohibía estrictamente cualquier acercamiento a la muchacha.
Me sobrevino una depresión extrema y un sentimiento
de culpabilidad torturante. Quienes me tenían afecto y estaban
más cerca de mí – Silvia, César y su compañera, otra “Negra”
– , me aconsejaban constantemente, instándome a renunciar a
una pasión considerada pasajera, a un romance que tanto per-
juicio traería a nuestras vidas pero particularmente al Partido,
por el golpe tremendo sobre nuestro Responsable General que
esto significaba. También me aconsejaban volver con Fiama.
Una noche, luego de largas pláticas, decidimos entre todos que
intentaría obtener el perdón de Fiama: ese debía ser el camino
de mi “recuperación”. Consideraban que continuar el noviazgo
interrumpido iba a “curar” mis muy evidentes desconcierto y
dolor.
Para animarme más me llevaron con su auto hasta la
mismísima puerta de la casa de Fiama. Se fueron, dejándome
allí con el talante exacto del penitente, que luego de una dolo-
rosa confesión y el rezo de innumerables pésames se adelanta
para comulgar, todavía con la duda de si el sacerdote no quita-
rá la mano, con la anhelada hostia del perdón, en el momento
justo en que uno abra la boca, pues ha advertido un resto de
infamante pecado en nuestra mirada.
Fiama me atendió con expresión circunspecta. Estaba
estudiando, lo cual dotaba de una opacidad más hosca al oscu-
ro tono de sus ojos pardos tras los pequeños cristales. Fiama
no perdonaba ninguna ofensa. Luego lo sabría yo con reiterada
confirmación... ¡ay! ¡cómo lo sabría!
Escuchó con escepticismo mis autoincriminaciones, mi
dolida solicitud de perdón y mis mentiras acerca de que todo
se había limitado a unos paseos juntos, algunas charlas en la
confitería y un encandilamiento mutuo ya superado.
52
Cuentos

No sé por qué me aceptó. Me di cuenta que no creía en


absoluto mis explicaciones. Por naturaleza era extremadamen-
te desconfiada. Y en lo referido a mí, se proponía aplicar una
actitud precavida en todo lo que hiciéramos juntos. Me lo dijo.
Ahora bien, ¿por qué lo acepté yo? ¿Por qué decidí so-
meterme a un compromiso que íntimamente temía, con alguien
que amenazaba ser para mí semejante a un fiscal permanente
en mi vida?
Venía demasiado golpeado por la muerte de Clara – ha-
cía entonces poco más de un año – , la culpa era una llaga terri-
ble, un dolor espantoso que ansiaba por todos los medios cal-
mar; buscaba, como un sonámbulo en el infierno, algún camino
para quitarme un poco de aquella lava abrasadora que recubría
mi corazón, martirizándolo como si lo tuviera en las manos, ex-
puesto a la arenosa ventisca del desierto. Cualquier felicidad
posible me estaba negada. Debía aceptar este sino para enfren-
tar el calvario de mi redención.
Dije que sí. Estaba dispuesto a aceptar cualquier cláu-
sula. Para sellar esta absoluta rendición invité a Fiama a mo-
nitorear mi última cita con la Negra, fijada para ese viernes. El
Partido había decidido otorgar este último encuentro a su pedi-
do, pues ella manifestó necesitar comunicarme sus sentimien-
tos por última vez. Nos encontraríamos de día, en un bar. Para
no dar oportunidad a ninguna tentación, se nos había otorgado
solamente cinco minutos... con la recomendación de que fuese,
en verdad, la última despedida.

VII

Andábamos atareados y ansiosos. Desde las nueve, en


que pasara a buscar por su casa a Fiama, ella iba a mi lado ob-
servando las tareas. Entregábamos paquetes con volantes, im-

53
Julio Carreras

presos el día anterior, por diferentes lugares de la ciudad. El


trabajo debía hacerlo yo, manejando la camioneta hasta los vi-
llorrios más remotos, donde el FAS tenía comités. De la parte
trasera de la camioneta bajaba los atados de acuerdo a las nece-
sidades de los compañeros. Fiama colaboraba anotando en un
cuaderno la cantidad entregada en cada barrio.
Continuaba su hostilidad. No había cesado de recordar-
me que estaba en observación, y lamentarse por haber vuelto
a creer algunas de mis afirmaciones. Dudaba si esto terminaría
bien. Yo trataba de convencerla.
Rápidamente llegó el mediodía. Nos dirigimos al bar
donde tendría lugar la cita; por suerte pude estacionar en una
playa muy ancha que tenía en su frente. Fiama debía esperarme
allí mientras me despedía de la Negra para siempre. Me reiteró
que se lo dijera con claridad.
El bar era un infecto refugio de camioneros. Amplio y os-
curo, su atmósfera, ahíta de olor a fritura y humo de cigarrillos
me repugnó. Esa impresión se convirtió en súbita pena cuando
vi a la Negra, que solita al lado de una mesa me esperaba. Lleva-
ba una pollera larga, como de gitana, plena de flores rojas y ne-
gras, y los cabellos colgando a sus costados en anchas trenzas.
Casi no hablamos. Me preguntó cómo estaba. Le dije que des-
concertado y abatido. Pregunté a mi vez si le habían aplicado
alguna sanción. Contestó que sí. De militante la habían rebajado
a contacto, el nivel más bajo del Partido. Y le habían dado tareas
hasta atosigarla.
Con los ojos llenos de lágrimas, me tomó de las manos;
luego, sacando con extremo cuidado un paquetito de papel de
un monedero artesanal que llevaba al cuello, me lo dio. Percibió
mi nerviosismo y me susurró:
– Andá, por favor, si te esperan...
Mi corazón se sintió agradecido de la extrema compren-
sión que manifestaba hasta en los momentos más difíciles. Secó
sus lágrimas con un pañuelito blanco apuntillado y se incorpo-

54
Cuentos

ró un poquito para besarme. Nuestros labios apenas rozaron


las mejillas; me levanté y salí sin darme vuelta.
Fiama me dijo que había demorado mucho. Cuando íba-
mos en camino, me preguntó por lo sucedido. “Escribió una car-
ta...”, le dije. Me la pidió. Y en un gesto de cobardía que muchos
años después iba repetirse, se la entregué casi como en un acto
reflejo.
– ¿La leíste? – inquirió.
– No – contesté. Entonces abrió con rudeza el delicado paque-
tito, que había sido armado al estilo escolar, y con un gesto de
furia lo observó.
– ¿Serías tan amable de leerlo en voz alta? – supliqué.
Lo hizo con voz metalizada por la ira. Las frases “te amo”
o “nunca te olvidaré” motivaban comentarios sarcásticos o
crueles cada vez que aparecían en el texto, que había sido re-
dactado con letra prolija y tinta verde sobre un fondo de tenues
florecillas.
En una carta que ocupaba ambas caras, la Negra me de-
cía que se sentía culpable por haber precipitado esta situación,
aunque por suerte los compañeros del Partido la habían obli-
gado a reaccionar luego de largas sesiones. Por otra parte, los
sentimientos suscitados en su corazón por nuestro encuentro
le resultaban indescriptibles y seguramente no volvería a amar
a nadie así. Le desgarraba el alma separarnos; entonces habla-
ba de las responsabilidades de los militantes y de la resolución
del Partido, correcta por estar tomada con la mayor objetividad
y comprensión de las circunstancias políticas en la cual nuestra
actitud no encajaba. También se refería al juramento excepcio-
nal por el cual nos habíamos comprometido como revoluciona-
rios a no tener otro objetivo mayor que los intereses de nuestro
pueblo y la revolución. Por disciplina, por humildad, por amor
a la Revolución y a nuestro Pueblo, debíamos aceptar entonces
sin protestar la decisión partidaria... Pero ello no impediría que
jamás me olvidara. “Si muero en combate, como es posible que

55
Julio Carreras

suceda, tu nombre será la última palabra que pronunciaré”, de-


cía, antes de finalizar.
Al llegar a este párrafo Fiama se negó a seguir leyendo.
– Está bien... – le dije – . Está bien...
– Bueno, ¿qué hago con esto? – replicó, agitando la cartita de la
Negra...
– No sé... dámela... – vacilé.
– ¿Cómo? ¿Piensas guardar el recuerdo de esta puta?... – se in-
dignó.
– ¿Y vos qué quieres hacer? – pregunté.
– ¡Romperla! – espetó como si se tratara de algo obvio.
– Está bien... está bien... rompela... – concedí.
Y en el acto me sentí el peor hijo de puta que hubiera pisado
esta podrida Tierra durante los últimos mil novecientos setenta
y cuatro años.

56
Cuentos

Epílogo

Habíamos llegado a Rosario en grandes colectivos, con


cerca de dos mil compañeros cordobeses, para participar del Vº
Congreso del FAS. El estadio, inmenso, se veía muy concurrido,
pero quedaban algunos espacios sin gente aún en las tribunas.
Estaba nublado y hacía mucho frío. Yo me había inclinado, re-
fregándome los doloridos ojos, con Fiama a mi lado y los carte-
les, muchas figuras del Ché y grandes banderas desplegándose
alrededor.
– ¿Quieren comprar la Estrella Roja? – escuché ofrecer a una
voz conocida.
Frente a nosotros, parada en la grada de abajo, La Negra
me extendía su mano derecha con la revista. Bajo el otro brazo
llevaba una pequeña pila.
Vestía su tapado marrón cubriendo un descolorido pu-
lóver; un par de botas sin lustrar sobre medias de lana emer-
gía bajo una pollera cuadriculada (la misma de la primera vez,
pensé, sólo que ahora con algunas manchas). Envolvía su cuello
una vieja bufanda, sobre la cual se derramaban aquellos bucles
como de bronce, con desordenada exuberancia.
Se quedó allí mirándome un largo rato, como lo haría una niña
abandonada.
– No, gracias – dijo con acento gélido al cabo de unos segundos,
Fiama.
Entonces ella hizo una mueca triste, dijo “está bien”, y se
fue.
Guardo estas imágenes con unción en mi memoria. Pues
ya jamás la volví a ver.

57
Cuentos

La idiota

Joselina merodea en los alrededores de Córdoba. Por el


centro no: la corre la policía. Tiene veinte años y es retrasada
mental. Es muy linda –piernas largas, pechos turgentes–pero
tiene un olor a orines y a mugre que se siente a tres metros. Los
pelos llenos de piojos, con nudos enterronados de tanto no pei-
narlos. Pese a ello, los muchachos se aprovechan –es sabido–y
después le dan diez pesos para pan. La Providencia se apiadó
de ella, pues la hizo estéril.
Marcelo, es un hombre ordenado. Agente de Propagan-
da Médica, no se casó por miedo a quebrar ese orden, que ha
logrado al independizarse de su madre, hace ya quince años.
Tiene cuarenta y es buen mozo, condición acentuada por su fa-
cilidad de palabra.
En los merodeos de Joselina –huérfana desde siem-
pre–Marcelo la ha visto muchas veces. Y ha elaborado un plan.
Hombre metódico, no ha querido llevarlo a cabo sin un estudio
previo. Por eso es que todas las tardes, desde hace unos meses,
busca a la deficiente hasta hallarla y la observa. A veces se acer-
ca, le da unas monedas, habla con ella.
Se ha decidido ya: es dócil a toda prueba (ha visto a chi-
cos apedrearla y a ella quedarse impávida, atinando apenas a
atajarse). La va a hacer su compañera.
La habla una vez más y le propone llevarla a su casa. La
idiota, quizá sin comprender, sólo atina a repetir varias veces:
–¿A tu casa? ¿Me vas a dar comidita?
Tal vez intuye también que el hombre ha de requerir la
parte aquella de su cuerpo, que ella asocia con la obtención de
comida.
No se equivoca. Pero esta vez van a suceder cantidad de
cosas nuevas. Marcelo ha contratado a un mujer que la baña,
59
Julio Carreras

le corta las uñas y le hace un servicio de peluquería. La mujer


piensa que debe tratarse de un loco, pero hace el trabajo: él ha
pagado por anticipado y sin regatear.
Cuando vuelve con el pollo para la cena, Marcelo se sien-
te satisfecho. Ha acertado plenamente: Joselina es una bellísima
mujer.
Restablecida por la experta en belleza, impresiona. Tie-
ne ojos verdes, que en contraste con sus bucles rojizos, produ-
cen asociaciones gratas en las ideas. Los labios, finos y elegan-
tes, lucen pintados. Bajo el vestido juvenil – hombreras frisadas,
cintura angosta, faldita acampanada–las piernas hermosas es-
capan, ahora limpias de vello, enfundadas en suaves medias con
dibujos de abejitas. Joselina huele a esencias de jazmín.
Después de la cena, se van a la cama. Y Marcelo no se
decepciona. Joselina es tal como él la quería: dócil, tierna e in-
fantil.
Se adecua rápido a esa forma de vida, la muchacha. Aho-
ra tiene todo: comida, ropa limpia y juguetes. Dos veces por
semana, viene la fámula, que deja brillando la casa y lava. Ella
no tiene que hacer nada. Sólo recibir la vianda, servirla en los
platos y atender al hombre en la cama.
Fuera de eso, todo el día juega y ve televisión.
Marcelo está contento. No le gusta salir y se queda con
ella los fines de semana. Ha aprendido muchas cosas Joselina,
de lo que él le enseña y de la televisión. Ella aprende por imi-
tación. Además tiene habilidad manual: copiando de lo que ve,
ha armado casitas de cajones y un molino con hierros viejos.
Marcelo le compra herramientas, meccannos y juguetes. No le
gustan las muñecas. A él no le importa. En lo esencial ella hace
lo que le agrada. Le ha enseñado varias cosas, en lo sexual –in-
cluso algunas prohibidas por la moral común– y Joselina lo ha
complacido.
En lo demás, es una ideal compañera. Habla poco, no
contradice y está siempre dispuesta a lo que se le pida. Exacta-
60
Cuentos

mente –piensa Marcelo– al revés de mi mamá (que por suerte


está lejos).
Joselina ve televisión y aprende. Le agrada reproducir,
cuando está sola, los gestos de las actrices. A veces, con Marce-
lo, practica escenas de besos.
El tiempo pasa lánguido y dulce. Llega un nuevo otoño y
ya hace un año que están juntos. Son una pareja feliz. Un domin-
go a la tarde se quedan junto al fuego viendo televisión. Ella en
el suelo, como una gatita, Marcelo en el sillón. Es raro, porque
a Marcelo no le gusta la tele. Pero esta vez pasan un programa
especial: “Robespierre y Dantón”.
Joselina se interesa poco por el asunto. Hay unos diálo-
gos muy largos y multitudes que gritan. Está por adormecerse,
cuando una escena le llama vivamente la atención. Un hombre
bocaabajo y una hoja alucinante que cae. Después, la sangre
roja y el hombre sin cabeza. Joselina queda encantada.
Sigue mirando toda la película, por si se repite la escena.
Se repite casi al final, otra vez alguien se acuesta allí, nueva-
mente se ve el brillo fugaz del acero, brota el líquido rojo, el
hombrecito se queda sin su cabeza. Se le dilatan los ojos verdes
a Joselina y se dibuja en sus labios una sonrisa.
En los días siguientes, un solo afán lo ocupa: fabricarse
un artefacto igual. Marcelo la observa, distraído, cuando regre-
sa del trabajo y se siente tranquilizado pues ella siempre en-
cuentra ocupaciones. La ve armando una especie de marco, con
tres maderas clavadas sobre una butaca. Después se ha puesto
a manipular con arandelas y unos cables. Se olvida de ella, pen-
sando en unos documentos que debe levantar.
Le falta la hoja nomás para terminar el juguete, a Jose-
lina. En el tallercito que le ha construido Marcelo, revuelve los
cajones, pero no encuentra el objeto apropiado. Por cuidarla, él
ha evitado proveerla de instrumentos filosos.
Una noche, mientras acomoda los platos luego de la co-
mida, lo encuentra. Es un cuchillo fiambrero, de hoja anchísima,
61
Julio Carreras

pareja, que cuelga de un gancho en un costado.


Esa noche, Joselina se queda hasta muy tarde tratando
de acondicionar el aparato. Le ha puesto un almohadón mullido
sobre la banqueta, para apoyar la cabeza. Ha adosado al gran
cuchillo un hierro atado con alambre a los dos mangos, sobre
el lomo, para hacerlo más pesado. El problema es que caiga sin
desviarse, por los rieles. Por fin, lo consigue. El juguete está ter-
minado. Falta, solamente, probarlo.
Marcelo duerme, profundamente, en su lecho blando.
Entre sopores, siente que Joselina le pide, con voz melosa, que
se corra un poquito hacia atrás. Con pensamiento brumoso
supone que ha bajado la cabeza de la almohada y ella desea
ubicarlo bien. “Me cuida...”, se le ocurre, sin abrir los ojos y se
corre hacia atrás. Siente las manos tibias y perfumadas que le
acomodan suavemente la nuca, sobre una blandura de plumas.
Después, siente que ella lo besa en la frente. Se duerme.
La hoja cae con precisión. Joselina observa, feliz, el líquido rojo
que brota, y después, el hombrecito sin cabeza. El juguete ha
resultado perfecto. Igualito al de la televisión.

Fernández, febrero de 1987.

62
Cuentos

El otro yo de Mr. Hyde

Lord Snowdon esperaba, en la humilde salita de Mr.


Hyde. Había venido a encargarle un trabajo sucio. De repente
vio salir de su habitación a un desconocido alto y buenmozo,
quien lo saludó con una suave inclinación antes de retirarse.
Lord Snowdon lo observó con curiosidad, pues había creído
hallar algo extraño en él (aparte de haber emergido impensa-
damente de la pieza de Hyde). En efecto, tras una fugaz ojeada,
comprobó que pese al refinamiento de su porte, la ropa del ca-
ballero le quedaba chica.
Esperó infructuosamente a Mr. Hyde, durante una hora.
Al cabo, decidió entrar. Encontró en la habitación el desorden
previsible, mas algo le llamó la atención. No sabía que Hyde tu-
viera veleidades de alquimista. Sobre una mesa reposaban re-
domas, probetas y alambiques, junto a instrumentos varios de
medición; tras de ella un armario-vitrina ostentaba innumera-
bles frascos y cajitas, etiquetados cuidadosamente y ordenados
con escrúpulo. Un libro de anotaciones, abierto, mostraba fór-
mulas complejas asentadas a pluma, con letra regular y preci-
sa. A su lado, un vaso de experimentación humeaba aún, vacío.
Lord Snowdon se fue intrigado y decepcionado. Era evidente
que Hyde se había escabullido por alguna salida secreta.
Algunos días después‚ Lord Snowdon concurrió a una
velada, en compañía de su joven y adolescente esposa, la bella
Lady Christinne. Allí les presentaron al distinguido caballero
que había visto salir de la pocilga de Mr. Hyde. Les dijeron que
era el Dr. Jekill, descendiente de una familia de científicos, emi-
grados a Norteamérica‚ en tiempos de la colonia. Según declaró,
muertos su padre y su madre, no le quedaba razón para per-
manecer en el cada vez menos soportable “nuevo mundo”. Lord
Snowdon se alejó un poco del grupo, para contemplar a Jekill
a su gusto y reflexionar. Sí, seguía hallando algo de extraño en

63
Julio Carreras

aquel individuo. Decidió investigarlo.


No le fue difícil dar con su dirección. Por esas cosas del
snobismo burgués‚ -rasgo característico de la época- se había
convertido, a poco de llegar, en el médico de moda. Luego de un
paciente control, que le insumió varios anocheceres y madru-
gadas, llegó a establecer que el médico practicaba una inusual
rutina. Era ésta: llegaba a su consultorio muy temprano en la
mañana. Desde ese momento permanecía en el edificio, hasta
la hora del crepúsculo, o a veces hasta altas horas de la noche.
A esas horas, iba al reducto de Mr. Hyde, donde aparentemente
pernoctaba. Algunas veces le perdía de vista, en las intrincadas
callejuelas de Londres, pero una cosa era cierta: dormía inde-
fectiblemente con Hyde.
Lo extravagante del asunto consistía en que este Dr. Je-
kill -o como se llamase- había comprado una amplia casa en la
zona residencial, amoblándola por completo. Allí, había insta-
lado su consultorio, e incluso había contratado a un valet, un
ama de llaves y numerosa servidumbre. ¿Por qué, entonces, iría
a dormir con Hyde, en un incómodo departamento de ocho por
cuatro en los barrios bajos?
Lord Snowdon no era demasiado inteligente pero poseía
mucho tiempo. Le llevó muchas noches completas de paciente
control la investigación que obtuvo, como premio, establecer
las raras costumbres de estos dos individuos. En esos períodos
de estática vigilancia, ora frente a la vivienda de Hyde, ora fren-
te a la de Jekill, meditaba. Se le ocurrió una explicación bastan-
te absurda, pero luego de mucha vacilaciones la aceptó. ¿Acaso
el famoso chevalier Dupin no había llegado por este método a
la resolución de varios crímenes? Por una serie de indicios en-
cadenados, Lord Snowdon arribó a la convicción, decíamos, de
que Mr. Hyde y el Dr. Jekill... ¡eran la misma persona!
La aserción adquirió solidez poco a poco en su mente.
Hyde era un delincuente, un marginal de la sociedad, que, har-
to de tal degradación había encontrado el modo de huir de su
condena existencial. A través de quién sabe cuan largas y mis-
64
Cuentos

teriosas experimentaciones -quizás guiado por algún científico


loco- había logrado una fórmula para cambiar de personalidad.
Logrado este propósito, convertido en un ser que era precisa-
mente su contrario -y justamente por eso agraciado y amable-
no le resultó difícil encandilar a la frívola sociedad londinense.
Sin duda contaba con abundantes fondos -producto segura-
mente de toda una vida de pillerías-; de otro modo le hubiera
sido imposible dotar a su creación del nivel de vida que osten-
taba. Era evidente, sin embargo, que no había logrado la receta
para permanecer definitivamente en su aspecto de “Jekill”. Sin
tal supuesto no se explicaría que se viese obligado a regresar,
noche tras noche, a la infame madriguera de Mr. Hyde. Todo
esto meditaba el Lord, mientras vigilaba.
Pese a las quejas de su joven esposa, Lord Snowdon per-
sistió en sus agotadoras investigaciones nocturnales. Se le ha-
bía fijado en la mente un empeño: iba a develar este caso. Noche
a noche, semana tras semana se mantuvo como un soldado, al-
ternativamente ante las moradas de Jekill y de Hyde. Así espe-
raba acumular al serie de evidencias que, llegado el momento,
le permitirían entregar el caso resuelto a las autoridades.
Una noche esperó en vano. Ni el Dr. Jekill ni Hyde se
mostraron. ¿Qué sucedía? Tal vez había llegado el momento
de actuar. Presuroso, Lord Snowdon acudió a Scotland Yard.
Cuando regresó con los agentes, halló la vivienda del abomi-
nable Hyde vacía. Corrieron a la casa de Jekill. Tampoco había
nadie. El pájaro había volado. Los criados no estaban, el con-
sultorio no daba muestras de haber sido usado en varios días,
y los guardarropas desocupados indicaban que su propietario
había emprendido un largo viaje. ¿Bajo qué personalidad lo ha-
bía hecho? Tal vez nunca lo sabría. Desalentado, Lord Snowdon
regresó caminando a su residencia.
Allí, le esperaba una sorpresa: no encontró a su esposa
por ningún lado. Atacado de repentina suspicacia, corrió a la
caja fuerte. La halló despojada de caudales.
Desconsolado en extremo, tuvo que acudir nuevamen-
65
Julio Carreras

te a Scotland Yard. Luego se retiró a descansar, en su casa de


campo. Creía merecerlo. El largo período de investigación y los
últimos acontecimientos le habían agotado.
En aquel lugar, varios días después, los detectives tuvie-
ron que narrarle el conjetural destino del “otro yo” de Mr. Hyde.
Al parecer había partido, cargado de equipaje y dinero -dejaba
abundantes propinas por donde pasaba- hacia un paradisíaco
lugar de Suramérica, donde proyectaba radicarse definitiva-
mente. Quienes los vieron, juraban que la joven dama que le
acompañaba, con el muy presumible propósito de endulzar sus
horas, era la mismísima, adolescente y bella, Lady Christinne.

Fernández, junio de 1987.

66
Cuentos

Carmina

A María del Carmen Petraglia la conocí una noche de


carnaval del año 1966. Habíamos tocado en varios lugares esa
noche y yo andaba bastante cansado. Ya pulsaba mi guitarra
eléctrica automáticamente, prestando más atención a lo que su-
cedía en la pista de baile que a lo que estábamos haciendo. Nos
tocó subir al escenario del Club Huaico Hondo y por enésima
vez repetir el ciclo: “temas furiosos - decrecer - uno o dos lentos
en el medio - rocanrrol al final”; y en eso estaba, mientras me
distraía paseando la mirada por sobre los que bailaban. Desde
el escenario la vi. Ella bailaba suelto; su cabellera larga y rubia
se destacaba en la multitud. Noté que sobrepasaba en estatura
a su acompañante. Como aún nos faltaba una actuación más, no
pude sacarla a bailar.
Después de tocar en otro club cuyo nombre no recuerdo,
regresé, solo, al Huaico Hondo BBC, para ver si la encontraba.
La hallé y la invité a bailar. Pero no habíamos bailado tres temas
aún, cuando el baile se terminó.
Salimos con la multitud a la calle, además de ella y yo, su
amiga y el hermano. Amanecía ya. Por cierto, al despedirnos, le
di un beso (muy casto). De tal modo comenzó una de esas rela-
ciones que elegiría sin vacilar si tuviese que ejemplificar lo que
me sugiere la palabra “adolescencia”.
Yo tenía quince años, Carmina dieciséis. Mi tío Lautaro
la llamaba “Vikinga” y tío Jaime, que debía ver naturalmente el
lado cómico de las cosas, dijo que tenía la nariz como una za-
nahoria. Me llevaba como una cabeza de altura (pero tuvo el
buen tino de no usar taco alto ninguna de las veces que salió
conmigo, en esa primera etapa). Sólo llegaba a nivelarme con
ella cuando calzaba sandalias o zapatillas. Fue ese primer obs-
táculo el que casi me aparta de Carmina. Como buen machista,
me daba vergüenza que una mujer pudiera ser más alta que yo.

67
Julio Carreras

Me acuerdo la desazón que sentí al invitarla a bailar y empezó


a “desenrollarse”. Esa noche andaba de taco alto y casi me doy
vuelta y la dejo sola en la pista cuando me acerqué para tomarla
de la cintura y comprobé lo grandota que era. Pero ya mis sen-
timientos se habían puesto en aquella actividad interior que se
suscita cuando el instinto avisa de la posibilidad de una aventu-
ra exitosa (con una pieza, además, muy codiciable).
La noche siguiente nos encontramos, como a las nueve,
en la placita San Roque. Yo fui con Pecho –para su amiga Leticia
–que era más delgada y alta como ella, sólo que marcadamen-
te morena. Leticia tenía, ahora que lo pienso, cierto parecido
con la cantante norteamericana Joan Báez. Estuvimos allí, en
un banco umbrío de la plaza largo rato, hablando de tonterías
probablemente, pues cuando alguien nos agrada el interés de la
conversación no reside en lo que se dice sino en los interlocu-
tores. Pecho hacía la payasada de tratar de embocar el cigarri-
llo en los labios tirándolo desde la cintura (como en la película
de Godard). Cuando regresamos, se había nublado, y por ese
fenómeno tan frecuente en esas noches el cielo había adquiri-
do aquel irreal resplandor violáceo que al mismo tiempo me
agradaba y me inquietaba. Se nos dio en caminar por dentro del
canal San Martín, que estaba sin agua. Como uno va calculando,
cuando anda en plan de seducción, paralelamente a lo que se
dice o se hace, cuáles son las condiciones más propicias para el
éxito de su conquista, creo que la idea fue mía, ya que la hondu-
ra del canal –sus bordes llegaban hasta más arriba de nuestras
cabezas– brindaba una buena protección contra miradas de
transeúntes ocasionales. Nos detuvimos exactamente a la altu-
ra de la casa de Leticia –donde ambas vivían–. Aquél era uno
de los barrios más extensos de la ciudad y también uno de los
más humildes –pues aunque en algunos lugares se podían ver
casas de dos pisos, bastante grandes y bien arregladas, también
uno hallaba familias que habitaban en ranchos pequeñísimos,
de lonas, horcones y adobe, sin puertas ni ventanas. Estos eran
los dos extremos, ya que la mayoría de los vecinos pertenecían
a la llamada “clase trabajadora”, denominación que en Santiago

68
Cuentos

engloba tanto al albañil como al dependiente de una tienda o al


empleado estatal subalterno–, así que ninguna calle estaba pa-
vimentada y muy pocas tenían faroles. Aquello no era algo que
me rechazara por cierto y no sólo porque favoreciera el propó-
sito que en aquel momento llevaba; yo sentía un íntimo placer,
que ahora puedo llamar artístico, en vagabundear por esos lu-
gares de la ciudad en donde la tierra se manifestaba con sus
accidentes naturales, con sus colores y en donde podían hallar-
se las plantas regionales y los olores secos del monte como si
el demoledor achatamiento de la urbanización, de algún modo,
hubiese sido conjurado. Existe en esos caseríos humildes una
delicadísima afinidad entre el paisaje natural y las formas crea-
das por los hombres. Como en un conmovedor coloquio las on-
dulaciones de la tierra se seguían, por ejemplo, con una verja de
troncos rústicos que parecía parida por la tierra misma, pero
que nuestros sentidos reconocían como hechas por los dedos
humanos; un árbol majestuoso cobijaba, como acariciándolo, el
techo de barro y ramas de un rancho. Caminamos, pues, por el
canal seco, como si nos abrazara la tierra.
Me pareció que –como suele suceder en algunas mucha-
chas que se inician en la práctica del amor– Carmina debía de
haber reflexionado sobre el paso dado la noche anterior acep-
tando mi beso y estaría sopesando los pro y los contra de esa
concesión, que como yo pensé, había sido muy rápida. Lo cierto
es que esa noche estaba muy nerviosa; apenas aceptó que la
besara dos o tres veces y no permitió a mi mano derecha des-
cender más abajo de las vértebras lumbares, por su linda es-
palda, ni a la izquierda, ascender por su cintura más allá de las
primeras costillas. Me dejó, lo reconozco, decepcionado. Unos
días después me enteré de que un poco antes que a mí Carmina
había conocido a un muchacho del barrio y le había hecho pare-
cidas concesiones. Su vacilación oscilaba, entonces, solamente
sobre la duda de con cuál de los dos quedarse finalmente.

69
Julio Carreras

Aquella noche no había sido feliz para Pecho.


En su caso, Leticia debía determinar con su aceptación
el futuro de esta pareja, que nosotros queríamos armar desde
afuera. Leticia, al parecer, gustó muy poco de Pecho. “Es una ne-
gra boluda”, me dijo Pecho al volver esa noche; palabras que me
bastaron para comprender que la muchacha lo había rechazado.
A menudo me he sorprendido de mi incapacidad para prever
hacia quién puede volcarse el gusto femenino. Como en el gusto
interviene tal multitud de elementos psíquicos particulares, va-
riaciones sutiles de la conciencia y de lo inconsciente, además
del procesamiento personal de las pautas sociales, sabido es que
en cuanto a lo referido a las personas que nos agradan, termi-
namos enamorándonos siempre de nosotros mismos, pues nos
enamoramos de aquellas que permiten, por su coincidencia con
nuestros más deleitables factores íntimos, la proyección –aun
en grado parcial, a veces– de dichos factores en ellas, proyec-
ción que, en la continuidad del proceso sentimental de mutua
aceptación, se va haciendo cada vez más profundo, razón por la
cual terminan los amantes, en una relación fructífera –como la
de algunos matrimonios de varios años– pareciéndose asom-
brosamente el uno al otro. En aquellos tiempos yo ignoraba es-
tas cuestiones, por lo que muy frecuentemente fracasaba en la
elección de pareja para las amigas de las muchachas que salían
conmigo. Pecho era rubio, alto ,con un físico de gimnasta y “de
buena familia”, razones que según el criterio en boga tenían for-
zosamente que seducir a Leticia, quien era una muchacha de
origen bastante humilde. No se me hubiera ocurrido jamás por
iniciativa propia llevarlo, por ejemplo a Boy, que era la antítesis
de lo que entonces se consideraba el tipo interesante. Sin em-
bargo, fue Boy finalmente quien triunfó en esta lidia.
De un modo casual, al día siguiente Boy se coló en esta
historia. Acabábamos de ensayar, en La Banda, cuando como
generalmente sucedía luego de los ensayos felices, llegó el mo-
mento de cruzarnos chistes y cargadas mientras desarmába-
mos los equipos. Estábamos de excelente humor. Fue entonces
que Boy me dijo: “gato, sos un flor de hijo de puta, te levantas
70
Cuentos

las mejores minas y no sos capaz de compartir la otra gamba


con un compañero del conjunto, siquiera” (esto era una broma
con fondo serio, pues ellos sabían que Carmina salía siempre
con su amiga y también del rebote de Pecho y ahora Boy –que
se iba de boca cuando se trataba de mujeres– se estaba pos-
tulando en primer término para ocupar la vacante). Antes de
salir insistió sobre el mismo tema. Yo pensé más en su moto-
cicleta cuando le dije que viniera conmigo esa tarde. Después
quise convencerme de que Leticia había actuado por lo mismo,
pero ahora me doy cuenta de mi equivocación. Para mi sorpre-
sa, pues lo consideraba bastante pavo, Boy fue la estrella de la
jornada. Llevó a Leticia a pasear en su hermosa motocicleta co-
lorada y la morena volvió encantada con el muchacho. No había
manera de convencerlo para que me prestara la moto (el negro
era muy mezquino y tenía presente además la tarde en que en
un descuido se la había robado para irme hasta Clodomira, de
donde volví a las tres horas, con el motor recalentado y el tan-
que vacío); el maldito estaba tan ensorbebecido por su triunfo
inicial, que pretendía paseármela también a Carmina, quien es-
taba impaciente por subir. Fue preciso llevarlo aparte y amena-
zarlo con decir a Leticia que él era marcha atrás; solamente así
me dejó salir al fin, no sin antes darme mil recomendaciones,
a pasear en su motocicleta, llevando a Carmina atrás, aferrada
a mi cintura. Había un sol increíble. Hasta las seis anduvimos
como a ciento cuarenta, con Carmina, por la costanera. En ese
lapso conquistó a Leticia.
A partir de allí, cada uno hizo sus propias citas y Leticia,
en quien su interés por Boy superaba la misión que al parecer
se había impuesto de cuidar la virginidad de su amiga –misión
que sólo un año después, al saber quién era Leticia, iría yo a
comprender– nos dejaba salir solos (cosa posible también gra-
cias a que Carmina se había decidido por mí en su debate inte-
rior. Claro que todavía no sabía nada yo de tal debate. Lo supe
abruptamente a causa del incidente que narraré a continua-
ción).
Era una hermosa tarde del verano, fragante y fresco.
71
Julio Carreras

Acababa de oscurecer, aunque en el cielo aun quedaban reta-


zos color índigo. Me había bañado y perfumado para la cita, me
había puesto la hermosa remera roja, de una tela que recorda-
ba a cierto tipo de papel rugoso y agradable, que hacía unos
días le había comprado al guitarrista tucumano de Los Kings
y mi “famoso” pantalón blanco. En aquel tiempo me peinaba
a la gomina. Mocasines rojos. La calle de tierra estaba desier-
ta cuando llegué y como aún faltaban unos diez minutos para
la hora, hice una visita de cortesía a mi tío Lautaro, que tenía
su almacén y vivía a media cuadra de la casa de Leticia. Tuve
que soportar las chanzas de mi tío Jaime, quien por casualidad
estaba allí y se burlaba de la dedicación con que yo cortejaba
a la “gringa narigona”. En mi familia se bromea siempre sobre
los enredos de sus miembros masculinos con las mujeres, así
que yo estaba acostumbrado a eso. Cuando golpeé las manos
en casa de Leticia salió su madre a atenderme, pero al parecer
todo estaba preparado para que me observara la familia entera;
me presentaron a dos hermanas más, una tía y dos hermanitos,
que me rodearon mientras esperábamos, en la puerta de un pa-
tio que precedía a la casa de adobe blanqueado, pues Carmina
–me dijeron– estaba terminando de bañarse. No me presenta-
ron al padre y yo por discreción no pregunté nada (luego supe
que no había padre allí). El grupo me rodeó sin decir palabra y
estuvimos en esa situación, para mí incómoda, hasta que apare-
ció Carmina. Salió con un pantalón muy ajustado y una remera
tenue. Luego de algunas recomendaciones de la madre de Leti-
cia, en el sentido de que vayamos mejor hacia el lado del centro
(más nos hubiera valido seguirlas) salimos. Yo quería caminar
nomás por los alrededores. Me llevaba a esta postura la especu-
lación con las sombras y la soledad del lugar, que sugería a mi
imaginación un sinfín de posibilidades excitantes.
En un barrio tan humilde como aquél una mujer como
Carmina debía llamar forzosamente la atención –digo mujer
pues Carmina, a los dieciséis años ya lo era–; tan alta, curvi-
línea y rubia, con esa cabellera suavísima y larga cubriéndola
como una lluvia de sol casi hasta la mitad de la espalda, era im-

72
Cuentos

posible que pasara desapercibida, en aquel medio. Caminamos


largo rato por la orilla del canal, que ahora producía un melódi-
co murmullo con su caudal reciente. Era noche de luna nueva,
así que la oscuridad predominaba. Apenas como un resplandor
flotaba en el ambiente un lejano reflejo de las luces débiles de
las casas. Nos sentamos junto a un puente de troncos; Carmi-
na empezó a tirar piedritas al agua. El momento era delicioso.
Ambos callábamos, gozando del olor a hojas que traía la brisa,
sin otro impulso que el estar allí, juntos, ella afirmada en mi
pecho, yo rozando con mis labios la levedad de su pelo. Casi ni
notamos a los tres tipos que se habían acercado, por el camino
de la barranca, quienes a nuestra percepción sin pensamientos
aparecieron como transeúntes fantasmales, hasta oír una voz
aguardentosa que se nos dirigía:
–Hola, mi gringuita...
Uno de ellos se había acercado, mientras sus compañe-
ros –dos sombras– aguardaban vigilantes a pocos pasos. Nos
levantamos, sorprendidos.
–¿Así que vos me quieres joder a mí, porteñita?–continuó el que
se había arrimado. El olor a vino de su aliento me llegó a tra-
vés de la atmósfera liviana. Carmina retrocedió, pero por atrás
corría el canal; de un salto el borrachín la tomó con su mano
grande de la muñeca.
–¡Dejala!–grité –¿Quién mierda sos vos?
Mientras decía esto me acerqué con los puños cerrados
(pero asustado por el tamaño del otro) al borracho, que había
retrocedido, arrastrando a Carmina con él. Vi un pequeño refu-
cilo y con un chasquido apareció la fina hoja de una sevillana en
la mano de uno de sus compañeros.
–¡Vete, Pepín! –pudo articular Carmina, dirigiéndose a mí–...
¡Por favor, andá a buscar a la policía!...
–Vení, caquita –me invitaba el muchachón, haciéndome señas
con su mano libre –¡Vení a quitármela vos!

73
Julio Carreras

–Estás borracho Gabriel... después te vas a arrepentir –le decía


Carmina. Y luego, volviéndose hacia mí: –te van a matar, Pepín,
andá a buscar la policía... ¡rápido, andá a la comisaría, que está
aquí cerca!...
Abochornado, con vergüenza de mi impotencia, me fui lo
más rápidamente que pude. Por el camino se me ocurrió pensar
que ella lo había llamado por su nombre... ¡Cómo! ¿Lo conocía?
Estábamos muy cerca de la casa de Leticia, así que avisé prime-
ro allí. La madre –se ve que era muy brava– agarró un rebenque
y saltó, acompañada por la tía. “No llame a la policía, joven”, me
dijo: “Yo me basto para estos trompetas”. Me quedé allí, cortado,
sin saber qué hacer. Decidí ir a pedirle ayuda a mi tío Lautaro,
que era un tipo grandote y forzudo. Le conté el asunto y mi tío
decía: “Debe ser el Gabrielucho, que andaba saliendo con ella,
antes que vos” y se reía: “¿Qué me voy a meter yo, si es culpa de
la chinita, que se ha hecho la pícara con los dos?” Mi tía tampo-
co quería que Lautaro se complicara: “Es un buen muchacho, el
Gabriel” –decía– “ahora andará un poco tomado, pero no le va
a ir a pegar Lautaro... después vamos a tener problemas con la
cuma Rosita, su madre...”. De nuevo salí a la noche, desolado.
Sin muchas ganas, empecé a caminar para el lado de la
policía. Apenas habré andado unos cincuenta metros cuando
me la encuentro a doña Ermenegilda –madre de Leticia–que la
traía del brazo a Carmina. A rebencazo limpio los había corrido
a los changos; “Ya le voy a contar a tu madre lo que andas ha-
ciendo, Gabriel”, le había gritado, “borracho y faltándole el res-
peto a mi huéspeda... ¡qué vergüenza! Y ustedes también... ¡va-
gos, sotretas, salgan de aquí!” Y ahí nomás empezó a revolear el
rebenque. “No pegue, doña Erme, bromita nomás era...” grita-
ban los changos, atajándose como podían. Finalmente, habían
huido. “No es nada –me dijo la vieja–, son muchachos buenos,
trabajadores... los conozco a los tres...”. Yo estaba tan avergonza-
do que no podía hablar. Carmina ni me miraba y ahora, pasado
el mal momento, noté que estaba temblando. Saludé a todos, un
poco torpemente y me fui.

74
Cuentos

Después de aquel incidente, no quise ver de nuevo a Car-


mina. Por otra parte, aquella noche al despedirnos no se había
dicho nada de un próximo encuentro. Ella no sabía mi domici-
lio, así que –en el caso hipotético de que deseara hacerlo –si me
buscaba, le iba a ser muy difícil hallarme. Como si en vez de ha-
ber sido yo quien huyera esa noche todo hubiera sido un com-
plot para ridiculizarme, estaba enojado. Me pasaba cada vez que
algún suceso me dejaba (ante mi apreciación personal) como
un débil, el no hallar paz por largo tiempo, razón por la cual
muchas veces me había lanzado a acciones sin ningún porvenir,
con el objeto de convencerme de mi valía, pues en el complejo
sistema de balanzas que constituía mi equilibrio interior, cau-
saba menos daño un fracaso que una huída. Cuando me sucedía,
odiaba después todo lo que me trajera alguna reminiscencia del
maldito suceso. Practicaba en mí mismo el aislamiento de las
ideas relacionadas con aquello y tras bloquear psíquicamente
la zona perturbadora, como si los hechos no hubieran existi-
do, me dedicaba de nuevo a vivir tranquilo con mi conciencia.
Como debía hallar una justificación no relacionada con mis ac-
tos, tomé al vuelo la cuestión de que sólo luego del molesto in-
cidente, Carmina me habló de la identidad de aquel borrachín
–quien por otra parte era un tipo como de veinte años, un vie-
jo, para mí, en aquella época-que había bailado con ella varias
veces, antes de conocernos y que como el lector imaginará a
esta altura del relato, había sido el competidor que provocara
tantas dudas en ella en un principio. Pasó una semana pues, sin
que yo hiciera el menor esfuerzo por verla –en aquel momento
creía que todo había acabado–, ni había modo al parecer de que
nos halláramos. No ensayamos con el conjunto esa semana, así
que tampoco vi a Boy. Sin embargo, supe después que ella me
había buscado. Fue a visitar –con Leticia–a mi tío Lautaro, con
la esperanza de que yo apareciera por allí. Leticia preguntó por
mi dirección, pero no se atrevieron a venir a casa. Una tarde –
me enteré después– habían pasado varias veces por frente de
donde yo vivía, sin avistarme. Si me encontraban afuera –me lo
dijo Carmina–iban a fingir que andaban paseando por allí, por

75
Julio Carreras

casualidad.
La noche del entierro de carnaval debíamos tocar exclu-
sivamente en el Parque de Grandes Espectáculos. Teníamos que
hacer cuatro presentaciones, así que empezamos temprano.
Había muy poca gente –serían las diez de la noche–, desperdi-
gada entre las mesas que rodeaban la primera de las dos gran-
des pistas. Se acostumbraba que la orquesta comenzara a tocar
temprano para atraer a los que se amontonaban en la puerta
sin decidirse. Antes de ello, todos querían asegurarse de que el
baile “esté bueno” y como “estar bueno” significaba que hubie-
ra bastantes muchachas dispuestas a bailar, adentro, además
de suficientes muchachos con intención de invitarlas, pero todo
el mundo pretendía que hubiesen entrado previamente a ellos
una buena cantidad de ambos, por el temor a ser los primeros,
la gente se amontonaba en la confitería El Kacuy (donde con
una cerveza o una coca se podía permanecer largo rato), frente
a las boleterías, o en los senderos del Parque Aguirre, para ob-
servar el ingreso de los demás. Yo no comprendía muy bien esto
de empezar a tocar temprano (aunque lo aceptaba con gusto,
pues ganábamos tiempo) para que la gente se decidiera; me-
jor dicho, no comprendí la relación entre estos dos actos, pero,
siempre con sorpresa, comprobada indefectiblemente que bas-
taba con que se oyeran los primeros sonidos de la orquesta,
para que de afuera empezaran a brotar chicas y muchachos,
apresurándose por entrar, como si estos sonidos hicieran el
papel de precipitador químico en una solución. Los dueños de
locales “bailables” tenían bien contemplado este fenómeno, de
modo que nos indicaban habitualmente el momento de abrir la
actuación.
Habíamos comenzado pues, a tocar. Es entonces que la
veo, entrando, con su pelo rubio al aire y su pantalón blanco.
De lejos adivino sus ojos siempre húmedos, esa alegría de en-
contrarme, la sonrisa de Carmina, que se mezcla siempre con
un temblor de la boca, pues al parecer en su interior algo em-
parenta las alegrías con una especie de congoja vibrante, como
en quien luego de haber caminado mucho tiempo entre gentes
76
Cuentos

extrañas se encuentra con su madre y advierte recién estando


en sus brazos la magnitud de su orfandad anterior y entre las
sonrisas, llora; así parecía vivir Carmina sus alegrías, cami-
nando por el delgado borde que separa la dicha de los dolo-
res pasados, comprendidos cabalmente sólo en el momento de
superarlos. Cacho Monges, tapando el micrófono con la mano,
se da vuelta y me dice: «Ahí viene tu gringa». «No soy ciego»,
le contesto, haciéndome el superduro y sigo tocando. Carmina
deja a sus amigas junto a la mesa y se acerca al escenario; «esta
hermosa mujer», me digo, «me ha sido dada a mí», asombrado
de mi propia suerte; desde un costado, me tironea la botaman-
ga del pantalón, me saluda, contenta como una chiquilla y me
pide que le dedique el tema «La juventud», de Los Iracundos.
Se queda, después, con los brazos cruzados sobre el borde del
escenario, la cabeza apoyada en los brazos, escuchando.
Caminemos apurados, con las manos en los hombros,
con la fuerza que nos da el amor; natural es que luchemos por
un mundo mejor, con la fuerza que nos da la juventud... canta
Cacho Monges y le guiña un ojo a Carmina. Ella hace fiestas. Me
encanta su desprejuicio de muchachita porteña, que actúa con
espontaneidad en un medio donde nadie la conoce.
Esa noche bailábamos tan juntos que las demás parejas
nos miraban sin disimulo. Ella tenía que doblar el cuello, como
una garza, para apoyarlo en mi hombro; eso me favorecía, pues
su boca quedaba siempre al alcance de mi aliento, y estábamos
casi todo el tiempo unidos; transpirábamos, nuestras humeda-
des se mezclaban; su cabello me caía suave por la espalda, sus
senos pequeños, durísimos, bajo su delgada camisa y sobre mi
delgada remera, parecían a punto de reventar contra mi pecho;
notaba claramente que no llevaba corpiño, los pezones endure-
cidos como bolitas de rulemanes se acurrucaban palpitando en
el hueco de mis pectorales; el tapacierres de su vaquero blanco
me hacía doler con su presión en la zona pelviana; apenas nos
movíamos cubiertos por la multitud que tapaba la pista, pero
nos movíamos lo suficiente como para demostrarnos nuestro
amor; en esa ronda agónica, de friegas, abrazos desmayados y
77
Julio Carreras

transferencia a los labios de la principal función sexual, estu-


vimos horas, sin prestar atención al moderado escándalo que
concitábamos. Iba a ser nuestra última noche. Carmina viajaría
al día siguiente.
Al finalizar el baile nos llevaron en la camioneta del con-
junto hasta la casa de Leticia. Nos dejaron, en medio de la sole-
dad del barrio, frente al portón y se fueron todos a dormir. A esa
hora ya no había colectivos: el primero pasaría a las cinco. Eran
las tres y media. La parada más cercana quedaba sobre la ruta
9, a dos cuadras de allí. “Vamos, te acompaño un rato”, me dijo
Carmina. Por el camino, se quejaba: “ay, Pepín, no nos vamos a
ver más”. Yo iba callado (como imaginaba que hubiera hecho
Delon en parecida circunstancia); además, había llegado ese
momento de la noche, tantas veces vivido en que, luego de acer-
carme al borde del exceso, suavemente mi cuerpo y mi mente
parecen entrar en una honda calma, una dulce armonía conmi-
go y con lo que sucede, me siento en paz y no preciso ya del
artificio de la palabra, me vuelvo pasivo, mi instinto percibe que
no hace falta mi participación ya para que los sucesos devengan
buenos, la noche se adueña de mí; de algún modo, la mujer que
está conmigo nota ésto y se vuelve más activa, es ella quien me
envuelve ahora, sus caricias me encubren por completo; como
un niño, duermo... Hace frío... Carmina quiere darme tibieza con
su cuerpo, pero ambos temblamos... Esto nos parece gracioso y
nos reímos a carcajadas. “Somos unos tontos”, me dice: “¿por
qué no volvemos a casa a buscar pulóveres?”. Lo hacemos. Me
da un pulóver suyo, un “gordo” que me va bien. Ella se pone un
chalequito mangas largas; reanimados volvemos al umbral que
habíamos encontrado, como a un nido; de nuevo en sus brazos,
duermo... entre somnolencias, siento sus labios suaves que van
y vuelven por mi frente; me acaricia el pelo, sus dedos se enre-
dan, ella los desata amorosamente, apartando cada hebra con
cuidado; me entrego, me quedo inmóvil, las piernas dobladas
entre las de ella, mis manos, juntas entre mis piernas; dormi-
to; me envuelve el rostro como un velo su cabello... comienza a
desparramarse un claror sobre el cielo, a verse el borde evanes-

78
Cuentos

cente de las casas, el gris del pavimento; los árboles, flacos, se


manifiestan adormilados, como antiguos amigos; a lo lejos, se
ven dos faros...
–¡No!–me dice Carmina –¡No te vayas todavía!...
Decidimos esperar el ómnibus siguiente. El colective-
ro, solo, nos observa sin interés; al pasar lentamente a nuestro
lado, me lo figuro un marciano en la panza de un monstruo lu-
minoso. Recién en el tercero me voy. Una claridad rosada en-
vuelve el caserío de Huaico Hondo.
–No ganamos nada con prolongarlo unos minutos más–le digo,
recordando otra vez a El Samurai. Intento sacarme el pulóver,
pero ella me detiene:
–Llevalo como recuerdo... de mí.
Me ha pedido que no vaya esa tarde a la estación de tren,
a despedirla. “Las despedidas son tristes”, acude al lugar común
y seguramente lo cree. Pero esa tarde me llama por teléfono
para decirme que vaya, que no puede soportar irse sin verme
por última vez. Me llevo a mi casa de recuerdo, como suele su-
ceder en estos casos, su rostro bañado en lágrimas, asomando
a la ventanilla del tren hasta desaparecer y sus dedos largos
agitándose en el aire.

Córdoba. 1980.

79
Julio Carreras

Ananova

Jaír creyó primero que él mismo había escrito esa frase:


“No hay garantías de que todo no esté ocurriendo, realmente,
en tu interior”.
Pero cayó en la cuenta que desde hacía más de media
hora estaba frente a la pantalla, con los brazos cruzados, viendo
pasar los mensajes del chat.
Banalidades. Luego de los primeros entusiasmos, quien
accede a internet comprueba su semejanza con el mundo ma-
terial: en cualquier parte del mundo, Asia o Europa, Burundi o
Canadá, prevalece la estupidez. “¿Cómo te llamas?” “¿Adónde
vives?” “¿De qué color son tus ojos?”, preguntas pitecantrópicas
que uno puede escuchar en cualquier pub para adolescentes,
se reproducen una y otra vez en los chats. Con la única... ¿ven-
taja?... de poder mentir con más facilidad. “Tengo ojos azules”
puede mentir una adolescente guatemalteca y adjuntar, para
probarlo, la foto de alguna modelito yanqui desconocida. “Soy
licenciado en Leyes”, afirma quien jamás pudo superar el tercer
año de la secundaria. Pero no más allá. Pues hasta esas frivoli-
dades deben ser luego sostenidas con cierta inteligencia. Y en la
red, si algo escasea es precisamente la inteligencia. Por eso Jaír
se sorprendió al ver de repente esa frase, al menos pretenciosa.
Se sorprendió más al ver que ahora se dirigían directamente a
él:
– ¿Y?... ¡Milagreiro! ¡Te escribo a ti! ¿Estás dormido, o qué?
– “Milagreiro” era el nick bajo el que se ocultaba. “Garota-blú”
la que le escribía. ¿Es realmente una mujer?, dudó Jaír. Sería
muy desagradable toparse nuevamente con algún trolo, como
le había ocurrido poco tiempo atrás, en cierto chat “intelectual”.
– Estoy aquí —contestó, cautelosamente—. ¿Tomaste esa frase
de algún libro?
80
Cuentos

– Tal vez. Tampoco estoy segura de no ser yo misma un libro,


escrito por alguien superior contestó en el acto “Garota-blú”. Lo
dejó asombrado. Decidió arriesgarse una vez más, aún bajo el
temor de obtener sólo el pasaje hacia otra frustración.
“Garota-blú” resultó ser (¿en realidad?) Ananova Rif-
kin. Hija de padre australiano y madre rusa, vivía en Inglaterra.
Allí trabajaba como periodista, para una cadena de televisión.
“Tuve la mala suerte de nacer bonita”, le había dicho en su se-
gundo encuentro, cuando intercambiaron fotos. “Por ello tratan
de usarme bajo ese aspecto, quitándome tiempo para la investi-
gación o trabajos más serios”.
Jaír disentía con este criterio. Era hermosa (si de verdad
le había mandado su foto). El trabajar gran parte de su jorna-
da en los noticieros, dando la cara al público, no dejaba de ser
algo de considerable nivel. Pero secretamente pensaba que su
opinión era interesada, pues si no fuese bonita difícilmente él
estaría ahora chateando con ella todos los días —a veces hasta
3 chateadas por día—. ¿En qué irá a terminar esto? —se pre-
guntó, y en el acto dibujó en su mente las palabras de censura:
“al final somos todos pequeño-burgueses, mezquinos, frívolos...
queremos asegurar el porvenir, extraer a los sucesos el máximo
placer, garantizar los beneficios...”
Ananova era realmente conductora de noticias, en la
British Highlander TV, habitaba realmente en un pequeño ba-
rrio exclusivo de Londres. Y era muy hermosa. Jaír —quien era
realmente un Físico Nuclear de la Universidad de Sâo Paulo—
viajó para conocerla, dos meses después de su primer encuen-
tro. Ananova se acercó a él exactamente a las dos de la tarde de
aquél sábado 14 de junio de 1997; Jaír sintió algo como cuando
el ascensor se lanza repentinamente hacia abajo. Era un día mi-
lagrosamente primaveral en Londres; pasaron las horas cami-
nando por los suburbios, hasta el crepúsculo.
En su casita —rodeada de jardines— pudo comprobar
que su cabello negrísimo era infinitamente más suave de lo que
sugería la webcam, y sus ojos verdes no podían compararse en
81
Julio Carreras

su belleza con nada conocido. Sabedora de esto, ella no los ce-


rraba para hacer el amor.
En algún momento tiene que llegar lo desagradable —
pensaba Jaír al vivir una situación placentera, cada vez. Durante
la noche transcurrida en vela —él debía estar en la Universi-
dad el lunes por la mañana, ella empezaba a trabajar esa mis-
ma tarde— Ananova descargó su problema. No era pequeño.
Accidentalmente había descubierto un complot para precipitar
al mundo hacia una nueva guerra. Según los miembros de una
poderosa Logia inglesa —con ramificaciones en todos los conti-
nentes—, este plan se desarrollaría en tres etapas: primera, im-
poner gobernantes adictos en las mayores potencias, especial-
mente en la presidencia de los Estados Unidos. Segunda, urdir
un gran atentado, un ataque extraordinario contra Occidente,
para justificar la ofensiva. Tercera: lanzarse, con el mayor arse-
nal conocido en la historia, contra los enemigos de la civiliza-
ción anglosajona. El resultado debía ser asegurarse el control
absoluto de las mayores reservas energéticas y los territorios
estratégicos de vital feracidad, para siempre. El riesgo de este
plan era que una reacción imprevisible de Corea, China —”o in-
cluso Rusia, de quien aún no debemos fiarnos”, habían dicho los
conjurados— podría hacer saltar en millones de pedacitos al
planeta entero. “Ninguna epopeya se cumplió sin graves ries-
gos”, sostuvo entonces cierto anciano muy flaco, que hasta el
momento permaneciera callado. Sólo agregó que se debía to-
mar como claro ejemplo de ello a los Templarios. Ananova ha-
bía captado esta reunión por un error de sintonía al manejar su
moviola, mientras procesaba las noticias del primer informa-
tivo. Asustada, corrió a preguntar al Editor Senior qué debían
hacer con ello. Este pareció sorprenderse mucho al principio,
pero terminó aconsejándole que se tomara un par de días para
relajarse: quizá el stress la estaba haciendo ver alucinaciones.
O, en caso contrario, podía tratarse de alguna serie que el ca-
nal probaba, en vez de la videoconferencia que ella creía haber
captado con su sintonizador de red. Pero a partir de allí, pese a
que nadie había vuelto a referirse al asunto, habían aparecido

82
Cuentos

aquellos hombres y mujeres extraños que ahora la seguían por


todas partes.
Jaír regresó a Brazil con agudo sentimiento de culpa. Por
tranquilizar a Ananova, había terminado poniéndose al lado
de quienes ella ahora odiaba. La desgastante discusión había
terminado cuando ella, junto a la escalerilla del avión, le había
dicho que no estaba segura de si deseaba otro encuentro. Iba
a tomarse un tiempo para pensarlo. Pese a la saudade Jaír acep-
taba las cosas con cierto fatalismo:
– Yo he sido programado para ser un científico, no un revolu-
cionario... —se justificó. En el acto sintió que algún lugar de su
conciencia se llenaba de indignación. —¿Cómo puedo pensar
así? —se recriminó—. ¿Quién podría haberme “programado” a
mí? ¡Soy un ser humano, libre! ¡Puedo hacer lo que a mí me pa-
rezca mejor!
Dos días después, luego de innumerables cuitas, que no
le dejaban trabajar en sus investigaciones, tomó una arriesgada
decisión. Escribió con el mayor detalle lo que Ananova le había
confiado, y lo distribuyó, metódicamente, por e-mail, en cuatro
idiomas, a los miles de contactos en todo el mundo que guar-
daba en sus bases de datos la Universidad. Cuando terminó la
tarea, sintió un reconfortante alivio. Quiso conectarse con Ana-
nova por el Messenger, pero ella no contestó: debía estar en la
calle, sin su laptop. Vio el resplandor del amanecer filtrando por
los ventiletes de la oficina, y apagó el ordenador. Fue lo último
que hizo, antes de caer en la oscuridad, de la cual en apariencia
ya nunca más volvió.
El doctor Flavio Mendonza, nanotecnólogo de la Univer-
sidad de Sâo Paulo, se comunicó por teléfono con Jaron Lanier.
Era temprano aún en Sudamérica; hora de un frugal almuerzo,
en Londres.
– Te dije que no debíamos dotarlos de sentimientos, ni de la
capacidad de autotransportarse — masculló Mendonza, repri-
miendo con gran esfuerzo su cólera. Luego de un expresivo si-

83
Julio Carreras

lencio, Lanier le contestó en mal portugués:


– Bueno, Flavio... tienes razón. Pero no dejó de ser una experien-
cia interesante... ¿en qué se hubiesen diferenciado de nuestras
computadoras, si no les hubiésemos inducido los sentimientos?
– ¡¿Interesante?! ¡Tuve que eliminarlo! ¡Borrarlo de todos los
sistemas! Decenas de años, el esfuerzo más grande efectuado
jamás por mis neuronas, el resultado de casi toda una vida de
investigación... ¡borrado con un solo click! ¡Y todo por tu Ana-
nova!
– No estés tan apocalíptico, Flavio... haremos otros... Después
de todo, la cosa no fue tan grave...
– ¿Que no fue tan grave? Ahora todo el mundo sabe lo que suce-
derá. ¡El tuvo tiempo de avisar a miles de personas por e-mail!
– ¡Por ventura, Flavio Mendonza! —protestó Lanier, desde Lon-
dres—. ¿Acaso crees que alguien va a tomar en serio esa fabu-
lación, cuando difundamos que fue creada por dos prototipos
virtuales de inteligencia artificial?

Barrio Autonomía, 23 de marzo de 2005.

84
Cuentos

Negro mano chusa

Este mozo que baila


de pie tan fino,
cómo será de churo
pa’ coliar vino.

Copla anónima

Cómo habrán sido de baqueanos los dos, que estuvieron


toda la noche, hasta el amanecer y ninguno se pudo ganar. La
gente que se había dormido mirándolos se despertó, los paisa-
nos pusieron las pavas para tomar mate y ellos seguían zapa-
teando. Siempre con mudanzas nuevas.
Así estuvieron tres días. Hasta que se hizo un hoyo en
el lugar y tuvieron que parar, porque estaba brotando agua del
suelo.
Al negro que te cuento le decían Uta y nadie le había po-
dido ganar jamás. Sin el menor esfuerzo y sin mover el cuerpo
de la cintura para arriba hacía mudanzas que te dejaban cru-
zando los ojos. Era capaz de pasar días zapateando. Bastaba con
que le dieran vino y una tirita de costilla de vez en cuanto.
Era negro en serio. Motoso. Para mejor usaba ropa ne-
gra. Ah, pero eso sí, muy pituco, muy arreglado. Tenía rastra
de plata sujetando la bombacha negra, de seda, que terminaba
metida cuidadosamente bajo las botas charoladas, con espuelas
85
Julio Carreras

haciendo juego. Usaba camisa blanca y encima chaleco negro


manga larga. El facón también era de plata y el sombrero negro.
El único toque de color en su cuerpo era un pañuelo colorado
que llevaba anudado al cuello. Ah, y los dientes de oro. Tenía un
montón de dientes de oro, que le brillaban cuando sonreía. O
sea casi siempre, porque casi siempre andaba con la risita bur-
lona en la boca. Se ponía serio solamente cuando peleaba. Y era
veloz para el tajo, te lo aseguro.
Era zurdo, no sé si de nacimiento o por necesidad, pues
la mano derecha la tenía seca. Muy pocas veces la había mostra-
do y menos si había mujeres; la llevaba siempre envuelta en un
pañuelo negro. Pero yo se la vi una vez. Era algo muy feo de ver.
Como una rama seca, del codo para abajo era como una rama
seca y podrida, terminada en tres dedos pequeñitos, sarmen-
tosos. No sé por qué uno no podía mirar ese muñón sin que le
dieran ganas de vomitar.
–Con esta manito l’hei pegao a la Virgen –decía el negro y lar-
gaba la risita. Es que el negro Uta había estado en la salamanca.

Dice que en la puerta de la salamanca hay un diablo


vestido de paisano, montando guardia. Está sentado sobre una
piedra, haciéndose el que trenza un lazo para rebenque, pero
siempre espiando para ver quién viene.
–Buenas, paisano –saludó el Uta.
–Buenas–contestó el otro.
Y se quedaron mirándose, Uta sin saber qué decir, por-
que él ya maliciaba que el otro era un diablo (a quien iba a joder
que iba a estar ahí, trenzando un rebenque, solo en medio del
desierto, si no era un diablo). Pero no sabía qué decir. Se bajó
del caballo y se acercó.
86
Cuentos

–Qué lo trae por estos pagos, amigazo –dijo el otro.


–Ando buscando la salamanca –contestó el Uta, decidido. Y el
otro se rió:
–¡Y quién le ha dicho que la salamanca está por aquí!...
–Me lo han dicho de buena fuente –dijo el Uta sin reírse. Y agre-
gó: –Y me corto un güevo si usted no es un diablo.
El otro se quedó mirándolo con sus ojitos de lagartija y
masculló entre dientes:
–Me parece que le hecho mal el sol al mocito.
Pero algo debe haber visto en el Uta, porque enseguida
le preguntó:
–¿Y se puede saber, si no es indiscreción, para qué quiere en-
contrar la salamanca?
–Quiero hacer un pacto con Mandinga –contestó el Uta.
–¿Y qué clase de pacto, si se puede saber?...
–Menos pregunta Dios y perdona –dijo el Uta, pero se arrepin-
tió enseguida, porque la cara del otro se puso verde, se le arru-
gó y el tipo rodó por el suelo atacado por convulsiones como de
epiléptico.
–¡Epa, qué le pasa amigo! –decía el Uta mientras le ayudaba a
chuñar golpeándole la espalda.
–¡No menciones más ese nombre aquí! –jadeaba el otro–, ¡ese
nombre es prohibido! Cuando volvió completamente en sí, el
diablo le explicó que para poder entrar a la salamanca tendría
que insultar y escupirle en la cara a un muñeco y abofetear a
una muñeca que iba a encontrar en la puerta de la cueva.
El muñeco era Jesucristo y la muñeca la Virgen María.
Estaban tan bien hechos, que parecían vivos. Uta le escupió en
la cara a Jesús y le dio una tremenda cachetada a la Virgen Ma-
ría.
Y entró.
87
Julio Carreras

Era un hueco en el suelo, escondido detrás de unos ju-


meales. Se bajaba por una escalera de piedra, hasta una especie
de descanso, donde comenzaba el túnel.
Al pie de la escalera lo estaba esperando el Manchachi-
coj. Era un enano cabezón, vestido de frac y galera.
–¿Así que vos sos el que quiere hablar con Mandinga?–le dijo.
–Ahá–contestó el Uta.
–Vamos a ver si llegas.
Y le explicó que para poder hablar con Mandinga prime-
ro tenía que pasar cinco pruebas. Uta dijo que estaba dispuesto
y el Manchachicoj lo llevó por un túnel lleno de enredaderas
negras, hasta un pozo.
–Tienes que saltar este pocito –le dijo. El pozo tenía unos dos
metros y medio de ancho.
–¡Guah! ¿Esito nomás es? –dijo el Uta y se dispuso a saltar.
Pegó el brinco seguro de que llegaría al otro lado. Pero cuando
estaba en el aire una garra se aferró a su pie y lo zambulló en el
pozo.
En el acto una horda de bichos que parecían humanos
pero tenían colas y garras de animales se le echó encima chi-
llando, tratando de hundirlo en el líquido negro, como petróleo,
donde chapoteaban. Menos mal que el Uta se acordó de sacar
el facón y empezó a revolear hachazos a diestra y siniestra por-
que los bicharracos ya lo tenían mal. Le cortó la cabeza a uno,
le abrió la barriga a otro y ya no les gustó nada. Comenzaron
a recular, y de pronto se zambulleron en el aceite y desapare-
cieron. El Uta se quedó solo, con el facón en la mano y la ropa
enchastrada, metido hasta la cintura en aquel líquido oscuro.
El Manchachicoj se desternillaba de risa en la orilla del
pozo. Le tiró una escalera de soga y el Uta subió. 4
88
Cuentos

Tuvieron que atravesar un largo pasillo bordeado de ár-


boles. Estaba oscuro y en las ramas de los árboles, en las pare-
des y por donde uno posara la vista podían verse millones de
serpientes, boas y pitones, cobras, yararás y de la cruz, grandes
y pequeñas, que se retorcían, reptaban, subían y bajaban sil-
bando y enseñando los dientes, en un espectáculo alucinante.
Uta se quedó duro en la puerta, sin poder hablar ni mo-
ver los pies.
–No tengas miedo–le dijo el Manchachicoj –, lo peor que hay es
tenerles miedo. Vení, vamos a pasar. Pero que no se den cuenta
de que les tienes miedo, porque ahí sí que vas a sonar. Hagan lo
que hagan, vos quedate tranquilo.
Las víboras se apartaban amenazantes al paso de los in-
trusos y había que poner el pie con un cuidado bárbaro para
no pisarlas. Se le subían al Uta por la pierna, se le metían por la
bragueta y le salían por un agujero que tenía en el bolsillo. Se le
enrollaban en el cuello, le metían la cola en la nariz y en la ore-
ja, pero el Uta ni se mosqueaba. Así llegaron al final del pasillo,
donde les esperaba la segunda prueba.
Tenía que subir hasta la punta de un eucalipto como de
seis metros y largarse de allá en las aguas de un estanque.
Se sacó la ropa y subió.
De arriba se veía chiquitito el estanque, pero no lo pen-
só mucho, porque si uno piensa mucho las cosas, al final no las
hace, y se largó. Cuando venía en el aire se dio cuenta de que el
estanque ya no estaba más; en su lugar se alzaban unas piedras
puntiagudas como cuchillos.
“Bueno, alguna vez hay que morir”, pensó el Uta; “lo úni-
co que siento es no haberla podido voltear nunca a la Jacinta”. Y
cerró los ojos.
No sintió nada.
Cuando abrió los ojos, se encontró sentado en el suelo,
con el Manchachicoj que se encorvaba de risa a su lado.
89
Julio Carreras

–Te has salvado porque no has tenido miedo –le dijo el Mancha-
chicoj–. Si te hubieras asustado, a esta hora estás destripado...
¡Ji, ji, ji!...

Pasaron por un túnel tapizado de arañas pollito. Al final


del túnel, había una mujer hermosa, rubia, vestida sólo con una
túnica transparente a través de la cual se percibían como en un
sueño sus formas perfectas. Estaba sentada en un gran sillón de
vidrio, rodeada de perros negros, inmensos. Un perro peludo
metía la cabeza por debajo del vestido en medio de sus piernas,
y le lamía las partes y ella se reía.
–Es la Reina de las Almamulas –explicó el enano. Entonces el
Uta se dio cuenta de que los dientes de la mujer brillaban como
el fuego.
–¿Ves esas mujeres? –preguntó el Manchachicoj–. Tienes que
besarles la cola una por una. ¿Te animas?
–Cómo no –dijo el Uta. Eran viejas, gordas y roñosas, pero no
era cuestión de volverse atrás a esta altura del partido.
Cuando oyeron eso, las viejas se pusieron muy sumisas,
en fila, se agacharon y se alzaron las polleras hasta la cintura.
Se levantó un olor a pescado muerto.
El Uta contempló horrorizado esas nalgas grasosas, los
rollos en las piernas que temblaban como un flan y las matas
oscuras de pelos cochambrosos que asomaban por entre los
glúteos.
–Bien en el medio –oyó que le decía el enano y comenzó.
Eran como cuarenta. Cuando besó a la primera, sintió
que le lanzaba un chorro de orina como ácido en la cara. Cons-

90
Cuentos

ternado, lo miró al Manchachicoj.


–Seguí–le dijo éste. Se reía a carcajadas.
Chorreándole la orina por la cara, con la camisa húmeda
y hedionda, llegó a la última, por fin. Esta prueba fue muy dura
para el Uta.

Cuarta prueba. Un diablo peludo, con patas de toro y as-


tas de carnero viejo tenía que violarlo. Protestó el Uta:
–¡Eso sí que no lo acecto!
–Bueno, como quieras –replicó el Manchachicoj–. Pero vas a
perder todo lo que has ganado hasta el momento. Una lástima.
Porque te vas a convertir en un desgraciado. Con los de arriba
ya has quedado mal hace rato. Y ahora que estabas a un pasito
de ganarte a los de abajo, te arrepientes. No te van a querer ni
los perros cuando vuelvas.
Se quejaba el Uta:
–¡Pero es mucho lo que me pides!
–¡Bah!–decía con voz melosa el Manchachicoj –¡algunos lo ha-
cen gratis en tu tierra! ¡A vos, después de estas pruebas te es-
peran el poder y la gloria! ¡Solamente un tonto puede hacerse
problema por una cosa tan pequeña! Además, aparte de vos y
yo, ¿quién se va a enterar?
El Uta lo pensó detenidamente. Luego preguntó:
–¿Seguro que no me va a doler mucho?
–¡Nooo!–contestó el enano. Pero dice que le dolió bastante.

91
Julio Carreras

A lo lejos destellaba deslumbrante el trono de Mandin-


ga. Sobre la cima del monte, se levantaba el pedestal amplísi-
mo. El trono se destacaba, en el centro, alucinante de oropeles
y pedrería. A su alrededor, trajinaban como hormigas los ser-
vidores, jóvenes de movimientos tan armoniosos que parecían
bailarines. Doncellas bellísimas, cuyos cuerpos turbadores se
insinuaban bajo los vestidos transparentes, servían, en bande-
jas chispeantes, manjares y bebidas variadísimas al Rey de los
Infiernos.
Sobre las laderas de la colina se habían tallado largas
escalinatas y unos seres, que a la primera mirada desde la dis-
tancia parecían algún extraño tipo de reptiles, ascendían difi-
cultosamente, parándose de tanto en tanto a descansar de sus
desfallecimientos. Eran hombres. Hombres y mujeres, viejos,
desnudos, con la piel arrugada y los rollos de grasa colgando de
sus vientres, sus muslos y sus nalgas, babeándose y jadeando,
mirando con ojos vacíos algún lugar fijo e inexistente.
A la derecha del monte, se elevaba una ciudad como el
Uta nunca volvió a ver. Las alturas de sus edificios se esfumaban
entre las nubes. Se advertían titilando en la semioscuridad del
atardecer millones de luces, de carteles de colores, que pren-
dían y apagaban, prendían y apagaban. Flotaba en el aire de la
ciudad un humo negro, de millones de cigarros, que estarían
siendo fumados por millones de bocas; de millones de máqui-
nas complejas que funcionaban al unísono; y el rumor de mi-
llones de hombres y mujeres que trajinarían, día y noche, en la
ciudad, en la gran ciudad, en la ciudad feliz, adonde era posible
encontrar cualquier objeto que uno pudiera imaginar, y aun al-
guno inimaginable. Y cualquier pecado. Pero el pecado es dulce,
ya se sabe.
Sobre el lado izquierdo, una gran pista de baile. Mozos y
chinitas jóvenes, vestidos a la criolla pero con un despliegue de

92
Cuentos

perlas y sedas enceguecedor, bailaban un gran Pericón. Inme-


diatamente seguía otra pista, y otro grupo, más numeroso aun,
de jóvenes no menos bellos, practicaban la Chacarera. Relum-
braban las espuelas reflejando la luz como un espejo y en las
mediavueltas las polleras de las chinitas dejaban, por un segun-
do, el espejismo de sus formas parpadeando en el cerebro. Sobre
un terraplén, elevado unos cincuenta centímetros por encima
del nivel de los demás, estaban lo zapateadores. Vestidos todos
de negro, danzaban la monotonía de su danza con movimientos
medidos, con gravedad de rito, el rostro serio, majestuoso, la
mirada ensimismada, bajo el rítmico golpetear del bombo. Cada
sector tenía su orquesta. Los del Pericón, piano, violín, arpa y
contrabajo y los músicos de frac. Los de la Chacarera, guitarra,
bombo, violín y acordeón, los músicos con hermosos trajes de
paisanos. Un viejecito, del que si no hubiera sido por el movi-
miento activísimo de sus manos se hubiese pensado que era
una estatua, se encorvaba sobre el bombo, marcando el ritmo
del malambo. Un negro alto y delgado lo acompañaba con gui-
tarra.
Alrededor de los escenarios, por caminos preciosamen-
te dibujados entre jardines y arboledas hormigueaba el público:
un público selecto, entre el que podía hallarse al mismo tiempo
el refinamiento más exquisito en los modales y los vestidos más
ricos y variados que mente humana pudiera imaginar.
En los claros del parque, mesas anchas y maravillosa-
mente provistas sostenían los manjares más exóticos. Una hi-
lera de ciervos dorados al vino, con racimos de uvas rojas bajo
las orejas, estaban siendo prolijamente trozados por caballeros
de blanco y consumidos por rozagantes comensales que refle-
jaban en sus rostros colorados todo el placer y la tranquilidad
posibles... Hermosas mujeres nórdicas con los pechos desnudos
los servían, recibiendo de vez en cuando y entre risitas una ca-
ricia o un mordisco.
A lo lejos, un extraño cortejo compuesto por hieráticos
personajes de pelucas empolvadas y trajes de púrpura barroca-

93
Julio Carreras

mente bordados en oro, sentados sobre literas transportadas


por rubios esclavos de librea, ascendía con lentitud exasperan-
te una pequeña colina. Cuando llegaban a la cima, volvían a ba-
jar de la misma forma, para después subir de nuevo; así hasta el
infinito.
Entre las hojarascas del vergel parejas de amantes copu-
laban febrilmente al ritmo de las músicas. Nubes de colores ca-
lidoscópicos iluminaban con reflejos fantasmales la gigantesca
escena.
Un raro lago de aguas ocres separaba al Uta y Mancha-
chicoj de la Ciudad y sus placeres.
–Esta es la última prueba –dijo el Manchachicoj–: cruzar al otro
lado.
Ya no sonreía. Se quedó mirándolo, anhelante, como si
esperara que el Uta protestara o dijera algo. Del lago se levanta-
ba un hedor de mil cadáveres.
Despaciosamente el Uta se sacó la ropa.
–¿Qué es eso? –preguntó señalando el lago.
–Mierda.
En la otra orilla apareció una banda de música compues-
ta por muchachas desnudas con flores en sus cabellos. Podía
advertirse el temblor de las hermosas nalgas de la directora a
cada movimiento de batuta; ella, como si hubiese adivinado que
el Uta la estaba mirando, se dio vuelta y le sonrió.
La música que tocaban era tan sensual que erizaba la
piel.
El Uta se largó. El excremento, espeso, lo tragó como una
ciénaga, pero él comenzó a nadar. El olor era casi insoportable.
Una sensación de asco incontenible lo acometió y comenzó a
vomitar. Pero se recuperó y siguió nadando. El horrible ele-
mento se pegaba a su piel y le hacía dificilísimo el braceo. Cada
vez que disminuía el ritmo amenazaba hundirse y la mierda le
manchaba el cuello, los cabellos... Convencido de que ya había
94
Cuentos

hecho la mayor parte del trayecto, levantó la cabeza para to-


mar resuello. Casi gritó al comprobar que apenas había avan-
zado unos tres metros. Desde arriba de su trono de brillantes
Mandinga contemplaba divertido esta escena. Las muchachas
de la orquesta acompañaban el ritmo de la música con suaves
movimientos, que descubrían en rápidas visiones por entre los
instrumentos las partecitas más adorables de sus cuerpos. El
Uta siguió nadando, enardecido. De pronto sintió un dolor y un
tirón en los testículos y se hundió. Algo, algún bicho se le había
colgado de allí y lo arrastraba hacia el fondo. Luchó, desespera-
do, pero el monstruo era demasiado fuerte. Comenzó a faltarle
el aire y el asqueroso elemento se le metió por la nariz y por la
boca cuando trató de respirar. Estaba ciego. Las venas de las
sienes le latían como un bombo bagualero. Iba a morir. Iba a
morir. Estallidos rojos en su cabeza le anunciaron que los pul-
mones estaban a punto de reventar. Iba a pedirle ayuda a Tata
Dios, pero se acordó que no podía. Hizo un esfuerzo desespe-
rado; con la cabeza ya por explotar se sacudió la garra que lo
atenazaba.
Y sorpresivamente se sintió libre. Casi desvanecido,
sintió que emergía. Levantó los brazos y se sacó a manotazos
la mierda de la boca y los ojos. Respiró. Chapaleando para no
hundirse, respiró. En la orilla la muchacha rubia que dirigía la
orquesta volvió a sonreírle. Los movimientos de las que toca-
ban los instrumentos se habían vueltos eróticos en un grado
exacerbante.
Pero el Uta se rindió. No quiso seguir más y emprendió
el regreso.
Maltrecho, arañado y lleno de sangre, con los testículos
ardiéndole y el cuerpo desnudo embarrado de arriba a abajo en
mierda, cayo, agotado, a los pies del Manchachicoj.
El enano estaba sombrío. La música se había apagado.
El Uta volvió la cabeza a tiempo para ver las espaldas de
las mujeres que se retiraban con paso aburrido hacia la Ciudad.

95
Julio Carreras

A lo lejos, titilaba la Ciudad. Ruidos de motores, atenua-


dos, llegaban hasta el lago. Carteles, que prendían y apagaban
formaban dibujos multicolores en el cielo ceniciento. En lo alto
de su trono, Mandinga estaba ya entretenido en quién sabe qué
cosa que sucedía en otra parte. Hermoso, como esos actores de
los gringos, presidía aquel reino de estructuras infalibles y pla-
ceres inagotables.
–Has fracasado –dijo el enano.
–¡Dame otra oportunidar! –gimió el Uta.
Sonrió el Manchachicoj. Pero ya no con la sonrisa de an-
tes. Esta era apenas una mueca triste.
–Vas a recibir el don del baile. Es lo único que te puedo dar para
que te defiendas en la Ciudad.
¿La Ciudad? ¿Me van a dejar entrar en la Ciudad? –jadeó el Uta.
No contestó el enano y un fogonazo que pareció estallar
en su cerebro lo dejó ciego al Uta por un rato. Cuando abrió
los ojos, se encontró de nuevo en el desierto. El caballo mordis-
queaba unos yuyos secos, atado por las riendas en las ramas de
un vinal.
No había nadie alrededor.
Por un momento Uta creyó que había soñado. Pero se
miró la mano y vio que la tenía como si se le hubiera achicha-
rrado.
–¡Con esta manito l’hei pegao a la Virgen! –sabía decir el Uta,
cuando le preguntaban.

Córdoba, 3 de abril de 1980.

96
Cuentos

El Malamor

Perdí esta mano como resultado de una pasión otoñal.


Era el año 53. Había decidido darme un tiempo de des-
canso, para lo cual viajé a Belén, un hermoso pueblo en las sie-
rras de Catamarca. Contaba ya con 45 años y mi vida había sido
una especie de torbellino en el que los acontecimientos no me
habían dado tiempo para meditarlos, pero, ¡ay!, si para irlos
cargando como renovados pesos en la memoria. Yo era uno de
esos individuos que padecen la “meticulosidad en la observa-
ción”, razón por la cual ningún suceso era lo suficientemente
lento como para que llegara a percibirlo en su totalidad y, por
ende, me satisficiera. Es decir que, cuando yo estaba captando
la esencia de dichos sucesos, éstos ya habían pasado.
Me encontraba, entonces, con un extenso cargamento de
recuerdos incompletos en mi memoria; después de haber teni-
do mujer y familia, solo, sin saber muy bien cómo había llegado
a ser todo esto. Bien, pero no empecé a escribir para hablar de
mí mismo, sino para dejar consignados los increíbles hechos
que me acontecieron en aquellas vacaciones.
El pueblo de Belén es un pequeño conglomerado de ca-
sas antiguas, sencillas y bien cuidadas, entre las sierras. De al-
gún modo aquello debía ser para mí como un retiro espiritual:
con ese criterio había elegido el lugar.
Me hallaba, dos o tres días después de llegar, meditando
serenamente en la hermosa placita de Belén, mientras avanza-
ba suavemente sobre los árboles el crepúsculo primaveral. Aca-
baban de regar las calles de tierra y flotaba en el aire un olor a
humedad, que mezclado al de las flores y hojas reverdecientes
de los centenarios árboles, producía en el espíritu como una
97
Julio Carreras

sensación edénica de tranquilidad. En el momento en que co-


mienzan a desdibujarse los contornos y las casas parecen flotar
en el aire tenue, fue que vi la aparición de esa mujer.
Era delgada y alta. Traté de salir, dificultosamente, de la
bruma de mis meditaciones, para incorporar a la rubia mujer,
que parecía manifestarse por una acumulación de repeticiones
transparentes surgiendo de la distancia... La vi rodear la plaza,
por la vereda de enfrente y, de pronto, perderse tras una esqui-
na.
Como de costumbre, todo había sucedido demasiado
rápido para mi capacidad de reacción. Me había quedado allí
inmóvil y un poco apesadumbrado, sin atinar a otra cosa que a
mirarla. Estaba meditando aún sobre las posibilidades de vol-
ver a encontrarla, cuando la vi reaparecer. En su mano derecha
llevaba una bolsa de soga tejida.
La vi entrar ahora en una puerta grande, que tenía en-
cima un rústico letrero con la palabra “Almacén”. Me decidí a
entablar relación con ella. En el momento en que me levantaba
con este propósito la vi salir. Entonces comencé a seguirla.
Tomó por una calle ancha que bajaba hacia los cerros.
Caminaba delante de mí, como a unos veinte pasos y durante
largo rato pude admirarla. Aquella calle abría además ante mis
ojos tan hermosa perspectiva que de pronto me pareció ser el
invitado feliz a la presentación de una obra magistral, en la cual
cada elemento de la composición tenía su función, a la vez fugaz
e infinita y por ello mismo, perfecta. En ese paisaje de cerros
grises que se difuminaban como inmensos monstruos del alma,
caminábamos por la calle, que parecía correr a unirse con el
horizonte, solamente ella y yo: ella adelante, leve, yo siguiéndo-
la, sin que mi voluntad participara más que para no detenerme
extasiado.
“Buenas tardes”, le dije, quitándome el sombrero que
dejó al descubierto mi calva por un segundo. Ella me miró y con-
testó al saludo, pero de un modo un tanto distante. Me asombró

98
Cuentos

al decirme, cuando intenté presentarme, que ya sabía quién era.


Lo dijo naturalmente, casi con indiferencia. Le hice una pregun-
ta cualquiera y me detuve a regodearme con sus maneras y sus
rasgos. Parecía que la placidez de la tarde y aquél misterioso
paisaje se sintetizaran en ella, expresándose por un milagro a
través de su lenguaje lento y los dulces matices de su tonada
catamarqueña. Me dijo que no podía permanecer allí por más
tiempo, pero que si deseaba conversar con ella “normalmente”,
la podría hallar esa noche en el baile del Club Social. No recuer-
do si la saludé, tan impresionado estaba por lo que había desen-
cadenado en mí con su persona. La vi esfumarse en el horizon-
te, despaciosa, y regresé con paso tranquilo a mi hotel.
Esa noche sufrí la primera decepción. Isidora –pues tal
era su nombre– estaba en el baile. A su lado había una mujer
anciana que después supe era su madre. No tuvo inconvenien-
tes en concederme los primeros bailes. Pero noté que, mientras
danzaba conmigo, su mirada se dirigía con apenas disimulado
interés hacia uno de los ángulos del salón. En una de esas oca-
siones, un hombre muy elegante, unos veinte años menor que
yo, levantó apenas perceptiblemente su copa hacia ella y le son-
rió. La miré y noté que se había sonrojado. Herido en mi amor
propio, no pude dejar de asumir en el resto de lo que duró la
ronda de temas una actitud de ofendida indiferencia. Aquello
no pareció, sin embargo, preocuparla demasiado.
Con dolor asistí a lo que me temía: apenas terminada la
pausa, fue a invitarla el joven que le había sonreído. No sólo eso,
sino que consiguió, después, que mi pretendida y su madre le
permitieran sentarse junto a ellas. Así es que me pasé, el resto
de aquella noche, contemplándolos danzar y reírse desde mi
mesa, mientras rumiaba entre copa y copa pensamientos más
bien oscuros. Aquella noche volví acongojado y borracho al ho-
tel.

99
Julio Carreras

No soy hombre de afectos turbulentos ni carácter des-


controlado. Por el contrario, mi mujer solía reprocharme entre
otras cosas, cierta pasividad en mis actitudes sexuales. Siempre
he creído que dicha “pasividad” era en realidad mi inclinación a
contemplar más que a poseer, tendencia de la que ya hice men-
ción. Sin embargo, algún atavismo muy oculto debía de haber
sido tocado en mí por esta Isidora apenas conocida, pues por
primera vez – y debo recordar que ya no era un chico – sentía...
lo que suele llamarse un “enamoramiento”. Disipándose las úl-
timas telarañas del alcohol en mi cerebro meditaba aquellas co-
sas a la mañana siguiente, en el patio con macetas del hotel. En-
tonces decidí que todo aquello era muy bueno. Era muy bueno
enamorarse, pensé. Aunque fuera a los 45 años. Y me propuse
conquistar a aquella mujer, de cualquier modo. Tendría un rival
muy peligroso, que además ya había sacado una cierta ventaja
sobre mí. Pero esto no me desanimó. Lleno de ánimos juveniles,
me afeité cantando y comencé a vestirme para el almuerzo.
En los días siguientes me dediqué –cautelosamente, pues
no es bien visto en aquellas regiones el averiguar demasiado –a
recabar datos sobre Isidora. Tenía por cierto que a la juventud
y atractivo de mi rival, debía oponer mi mesura y racionalidad,
en un plan de acercamiento paulatino que me permitiría –así
lo creía yo– hacer prevalecer al fin mis valores interiores por
sobre los estridentes y manifiestos del joven. Para ello debía
conocer todo lo que pudiera acerca de nuestra pretendida.
Pero a poco de iniciada esta tarea, comencé a notar que
aquellos con quienes hablaba de la muchacha, cuando no elu-
dían directamente el tema, se referían a ella y su familia con
una especie de reticencia, en la que parecía mezclarse un cierto
temor. Era como si el tema aquél estuviera impregnado de no sé
qué carga de tenebrosidad, que –cosa extraña– parecía además
despertar un supersticioso respeto.

100
Cuentos

Logré reconstruir aproximadamente una historia:


Isidora y su madre eran las últimas sobrevivientes de un
antigua familia de origen español. Un incendio había matado a
casi todos los habitantes de su hogar, cuando ella era muy niña.
De ese incendio habían quedado las ruinas en el valle, que aho-
ra habitaba con su madre (quien se había vuelto medio loca).
Y de su familia, aparte de su madre, había sobrevivido sólo un
hermano, pequeño en aquel tiempo. Era justamente en la rela-
ción con este hermano, una relación al parecer atípica que se
había desarrollado a partir de la tragedia, donde se detenían y
se volvían más cautelosas todas las versiones.
Parece que Isidora y su hermano –un año menor que
ella– tuvieron que hacerse cargo del mantenimiento del hogar
pues la madre había perdido el interés por esos afanes. Esto
motivó que los niños crecieran intensificando cada vez más una
adhesión mutua –que, según se decía–, ya había sido fuerte an-
taño. Llegó el tiempo en que la muchacha se convirtió en una
mujer alta, bellísima, naturalmente codiciada por todo hombre
joven del lugar. Pero aquel momento pareció ser la cúspide tam-
bién de los afectos entre los dos hermanos pues no podía ha-
llárselos en ningún lado sin que estuvieran juntos. Entonces fue
que el joven comenzó a protagonizar muchos incidentes, pues
parece que era acerbamente celoso. Hasta el punto de no tole-
rar que nadie saludara con cierta galantería a la muchacha, sin
exigir explicaciones. Aquellos celos debían llevarlo fatalmente
a mal puerto; al fin chocó con un mozo de otro pueblo, que re-
sultó ser muy veloz con el cuchillo. Esa noche perdió su vida. A
partir de allí, a Isidora se le conocieron únicamente “filitos” (así
se llama allá a lo que la moda metropolitana denomina “flirt”),
pero ningún noviazgo serio.
Ahora bien, noté que de un modo u otro se buscaba rela-
cionar en los testimonios esta historia con unos cuentos, esbo-
zados a regañadientes y escondiendo los ojos, sobre los cadá-
veres descarnados de algunos forasteros, que habían aparecido
de tanto en tanto tirados entre los cerros... y sobre un raro pe-

101
Julio Carreras

rro negro, que, según decían, mataba a las cabras y a las ovejas
arrancándoles el corazón. No les hice caso y continué con mi
empeño.

Luego de la preferencia de Isidora por el otro la noche


del baile, tenía por descontado que había perdido el primer
round. Maquinaba entonces una buena estrategia para asegu-
rarme el segundo.
Los pensamientos, al ser intensos, generan según parece
una energía poderosa y particular, pues de otro modo no me
explicaría lo que sucedió.
Era una tarde muy calurosa. Me disponía a retirarme a
dormir la siesta, luego de un almuerzo liviano, cuando vino a
buscarme la sigilosa sirvienta del hotel.
–Una niña lo busca a usted– me dijo.
Casi me caigo de espaldas al reconocer, en la parpa-
deante penumbra del salón, la tenue y alta figura. Me esperaba,
sentada en un hondo sillón, como la imagen de un sueño, en el
último costado de la habitación. Llevaba un vestido blancoama-
rillento que la cubría hasta los pies, graciosos, que emergían de
bajo el ruedo calzados con sandalias tacoalto del mismo color.
En la cabeza, sobre sus trenzas trigueñas, un pañuelo de hilo
tejido a mano, haciendo juego con el chalequito entallado que
cubría su torso.
No podría describir con demasiada precisión lo que me
sucedió esa tarde. Sólo estoy seguro de que no he de olvidarla
hasta que muera.
En sus ojos, al saludarla ya percibí esa serena resolución
que un hombre de mi edad sabe reconocer en las mujeres. To-

102
Cuentos

mamos mi camioneta y me pidió que fuéramos a un lugar aleja-


do, junto al río.
El sol suspendía en el aire las facetas de los cerros. Como
una bendición sonora el agua azul corría a nuestros pies, sobre
las piedras.
Isidora se quitó los zapatos.
Hasta ese instante yo había estado como idiotizado,
mudo, sorbiendo cada suceso con una confusión de anhelos
turbulentos que no conociera antes, siguiendo dócilmente las
indicaciones breves que ella me hacía, expectante a cada uno de
mis movimientos.
Me tomó de la mano.
Deshice una por una las espigas de sus trenzas. Fuimos
quitándonos las ropas tiernamente, sin apuro...
Y en la orilla pétrea del río, bajo la fresca sombra de un
arbolillo, conocí en unos instantes extensos la dicha más plena
que hubiera podido captar mi conciencia... recibí sobre la piel la
sensación más total que conociera; me introduje con el corazón
abierto en un mar de calma, en un remanso envolvente y limpio,
en la confianza original. Y tuve paz.
La vi levantarse y caminar desnuda hacia el agua y mis
ojos agradecidos registraron el descenso de su cuerpo y el as-
censo del agua transparente, que pareció descomponerla en
dos personas, la superior, de dorado volumen, y la inferior, una
ondulante sucesión de formas azuladas que se movían buscán-
dola en su centro.
Sólo atiné a quedarme allí, en la orilla, un poco más arri-
ba, en el suave barranco, tendido, mi cuerpo apoyado en un codo
y recibiendo de la cintura para abajo el fuerte sol que ya se ha-
bía corrido, sin moverme, no sé por cuánto tiempo. Reaccioné
cuando, perlada de gotas, me tendió la mano para que la ayuda-
ra a remontar el barranco. Ahora recuerdo un pensamiento que
cruzó por mi mente aquel instante. Al verla tan limpiamente,

103
Julio Carreras

plena bajo el sol, percibí la analogía de sus formas perfectas con


las sublimes carnaduras del quattrocento itálico. Pero en ese
mismo instante, mis ojos habituados a mirar hallaron una ema-
nación monstruosa, una efracción enfermiza en aquel cuerpo.
Por un momento encontré los rasgos –para dar una semejanza–
de algo parecido a las deformes figuras de Bacon; como si sus
facciones se descompusieran en otras excéntricas, dejando al
descubierto, por partes, su dentadura y sus huesos: tal visión
tuve de ella, por un instante.
Luego volvimos, sin hablar, en mi camioneta. Se despidió
de mí con un suavísimo beso.
Sólo al volver a mi habitación, ya más dueño de mí, bajo
la ducha, mientras rememoraba momentos de esa tarde ex-
traordinaria, acusé recibo de algo que ella había dicho antes
de que todo comenzara. Algo que no me favorecía, ciertamen-
te. Junto al río, en el momento de tomarme la mano ella había
murmurado claramente estas palabras:
“Vivamos hoy pues no nos veremos más”.
Sobrepasado por los sentimientos, había seguido con
más interés la modulación de las palabras y el timbre húmedo
de su voz, que su contenido conceptual. De modo que, al deve-
lárseme su significación, ya muy luego, se produjo en mí esa
sensación de vacío en el pecho que suele causarnos la súbita
percepción de un hecho grave. Sin embargo, terminé conven-
ciéndome de que era solamente una fórmula, con la cual una
mujer bien educada pretendía salvar lo desdoroso que podría
resultar, visto a la distancia, un acto prematuro de entrega total.
A medias conforme con este pensamiento, me retiré a cenar en
la mesa más alejada de la terraza del hotel.

104
Cuentos

Comenzó un período negro para mí.


Como temía, sus palabras resultaron verdaderas. No po-
día encontrarla por ninguna parte. Sabía que estaba, pero se me
negaba. La buscaba en su casa, algunos días hasta dos o tres ve-
ces, pero sólo me hallaba con la patética máscara de su madre,
quien, como un fantasma desde las penumbras me contestaba
invariablemente:
–Isidora ha salido, señor.
Los parroquianos comenzaron a mirarme socarrona-
mente pues –pueblo chico– se sabía ya de mi pasión. Y lo que
sustentaba esta burlona suspicacia era que, según me enteré,
Isidora había sido vista salir por las tardes en coche con el inge-
niero, mi rival.
Una ingobernable desesperación comenzó a adueñarse
de mi espíritu. Yo, que había sido un hombre mesurado hasta
el punto de pasar por frío, por primera vez en mi vida no podía
dormir. Una confusa masa de sentimientos en los que se mixtu-
raban deseos, angustia, despecho y soledad, estaban haciendo
de mí paulatinamente un ser crispado.
Al levantarme una mañana, vi mi rostro en la luna del ro-
pero; y decidí que aquello no podía seguir más. Me estaba con-
virtiendo en un guiñapo. Entonces me resolví a montar guardia,
por las tardes, frente a su casa, hasta verla salir. Le iba a exigir
que se casara conmigo. Y si no aceptaba, la mataría... y me ma-
taría yo después (hasta tal punto había llegado mi locura)...
Aquel día fue interminable para mí. Me afeité y acicalé
temprano, sin poder evitar hacerme algunos cortes en el rostro
con la navaja. Almorcé en mi pieza. Después caminé, en mi en-
cierro, hasta perder la cuenta de mis pasos. Por fin llegaron las
primeras sombras de la tarde.
Inesperadamente una intensa calma embargó todo mi
105
Julio Carreras

cuerpo. Como si no fuera yo quien actuara, con una conciencia


exacerbada de mis movimientos tomé lentamente del armario
el revólver Smith & Wesson calibre 38 corto y lo ajusté con fun-
da y sobaquera sobre mi pecho izquierdo. Después, me coloqué
la chaqueta y salí. Me puse de guardia tras una pared rocosa,
muy cerca de su casa. Como ya mencioné, Isidora vivía en una
antigua construcción, grande y solitaria, en un vallecito aislado
entre las sierras... Esto hacía sumamente sencillo mi trabajo.
Ya había anochecido cuando llegó el reluciente automó-
vil, modelo del año y se paró frente a la verja. Con el corazón
palpitando en la garganta, vi al joven bajar, golpear apenas, y
perderse tras la sombra de la puerta. Después, salieron los dos.
El la llevaba del brazo.
¿Por qué no los maté en aquel instante? ¿Acaso, por una
extrema degradación de mi autoestima, me proponía compla-
cerme con mi sufrimiento y contemplar hasta el final mi propio
escarnio? Lo cierto es que los dejé partir. Tomé mi camioneta y,
a prudente distancia, los seguí.
Se internaron en las sinuosidades de los cerros. Con el
dolor que atravesaba el corazón de ese hombre que era yo, pero
por un enajenamiento de tipo nervioso a la vez me resultaba ex-
traño, los seguí por el camino que ya había conocido muy bien.
Vi apagarse los focos traseros del auto a la distancia y
me detuve. Por unos largos momentos me quedé cavilando, in-
móvil frente al volante de mi vehículo sin saber qué hacer. Des-
pués, bajé, y continué el camino a pie.
Tras unas nubes espesas y negras, de pronto, apareció la
luna.
¿Qué haría? ¿Los mataría a los dos? ¿Me mataría yo?...
Con estos febriles pensamientos llegué a la roca que, algunos
días atrás cobijara nuestro amor junto a las aguas. Bruscamente
la salté.
Y allí me encontré ante una escena inenarrable.

106
Cuentos

En el suelo, alumbrado por la luna, yacía el joven inge-


niero. Su espalda había quedado sobre una roca, a la altura del
cinto, por lo cual su cabeza colgaba hacia atrás y parecía mirar-
me. Estaba semidesnudo, con el cuerpo horriblemente bañado
en sangre... y encima de él... aquél extraño ser... oscuro... mezcla
de perro y oso... inclinándose a la altura de su pecho... ¡le comía
las carnes!
Me quedé mudo. Por unos segundos, la bestia no reparó
en mí, y siguió con su horrible tarea. Saqué el revólver. Debo
de haber hecho algún ruido, porque me vio. Levantó su cabeza
hacia mí y pareció asustarse. Cuando la apunté se me abalanzó
y pude ver que sus agudos dientes brillaban como si fueran de
fuego... Cerré los ojos y disparé. Disparé, hasta agotar el tambor.
Sentí que la bestia me dejaba. Al abrir los ojos la vi ale-
jarse renqueando, dejando tras de sí un reguero de sangre.
Cuando miré mi mano casi me desmayé. En vez de ella, había
quedado un muñón sanguinolento.
No pude manejar mi camioneta, así que regresé cami-
nando al pueblo. Llegué al amanecer.
El médico de Belén, por precaución, me hizo trasladar a
la ciudad de Catamarca, luego de darme los primeros auxilios
y escuchar con paciencia mi increíble relato. No puedo narrar
nada del viaje pues, bajo los efectos de un tranquilizante, me
dormí.
Desperté en una blanca habitación del Hospital Regional
de Catamarca. Allí me dieron una atención tan afectuosa, que
a los dos días me sentí recuperado. Por lo extraño de mi caso,
sin embargo, el director no quiso dejarme ir sin que pasaran al
menos dos semanas. Al día siguiente de internado llegó mi hija,
que avisada por mis hospederos había venido de Rosario. Como
me habían trasladado con lo puesto, partió enseguida hacia Be-
lén para buscar el resto de mi equipaje. Por ella me enteré del
resto de esta historia.
El joven ingeniero fue hallado muerto en el lugar que denuncié,

107
Julio Carreras

con medio cuerpo descarnado. Para no comprometer a Isido-


ra me había propuesto callar la razón por la que andaba yo en
aquellos parajes (aun a riesgo de convertirme en el principal
sospechoso). Pero me enteré con horror que mi hija había pre-
senciado un velorio y le habían dicho que era el de Isidora. Mu-
cho se murmuraba –según narró mi hija– sobre el modo en que
se había realizado aquel entierro. Nadie sabía decir cómo murió
ni en qué momento la habían introducido en el basto cajón. Por
una luneta calada en la tapa podía verse su cara, pálida, cubier-
ta de un velo blanco. Algunos llegaban a decir que el camino de
su casa había amanecido aquel día regado con sangre humana.
Pero ante extraños, todos callaban.
Transido por estos sucesos, sólo fui a Belén, al salir del
hospital, para prestar declaración. Mi hija me convenció de que
debía descansar bajo el cuidado de ella y su marido durante una
buena temporada. Algún tiempo después recibí, en Rosario, el
sobreseimiento de la causa.

108
Cuentos

Epílogo

Muchos años después, ya con los cabellos blancos, volví


a caminar por aquel valle. La anciana ya no existe. Pero sobre la
ancha laja de entrada ha quedado... (¿o es mi perturbada imagi-
nación que necesita hallar pruebas?) una mancha, nítida, enne-
grecida por el tiempo, que, estoy seguro, es de su sangre.

La Plata, octubre de 1981.

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Quipu Editorial
Santiago del Estero
Argentina

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