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Cuentos. (Julio Carreras) PDF
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Cuentos. (Julio Carreras) PDF
Cuentos
Quipu Editorial
Santiago del Estero
Editado en 2023
Cuentos
Crítica
Estimado Julio:
Fue un placer leer tus cuentos y no quise escribirte hasta
haber completado la lectura. Como bien anticipa la contratapa,
tu colección incluye trabajos de la más diversa factura y género,
y creo que con justicia te han mencionado entre los “escritores
argentinos del 2.000”. Enhorabuena.
“El Malamor” me pareció tremendo. Me hizo recordar
la película “Cat people”, con esa mezcla de sensualidad y fiereza
dentro de un marco fantástico. “Negro mano chusa” es el clásico
descenso a los infiernos, con el sometimiento a las pruebas exi-
gentes, que rematas con suma sencillez para redondear la anéc-
dota telúrica: muy bueno.
“Hijo de poeta” está en una de las vertientes literarias que
más me interesan y a la que he apelado más de una vez en mis
propios cuentos: los relatos de inserción histórico-cultural, para
dar un nuevo giro a los acontecimientos de la historia de la cultu-
ra. Otro acierto.
“La idiota me recuerda un cuento de Borges en que la ino-
cencia personificada destruye a su benefactor.
“Hombre de un sólo tiempo” es uno de los más logrados.
Magnífico tu sentido y desarrollo del misterio, simbolizado y con-
gelado en una expresión en una fotografía.
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Julio Carreras
Jorge Covarrubias
Director Periodístico para
América Latina de
Associated Press International
Ilógica precisión
“El Malamor reúne historias que se mueven con soltura
del relato fantástico al realismo testimonial. Algunos de esos 28
cuentos (entre los que se incluye “El casamiento”) recrean un
presente indefinido cuya ilógica precisión nos introduce en el
inquietante vértigo de los sueños”.
Enrique Butti
Escritor
Diario El Litoral - Santa Fe, Sección Cultura
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Cuentos
Patricia Iezzi
Tesis de doctorado en Lengua Extranjera:
Poética y poesía en la obra de Julio Carreras - Facolta´ di Lingue e
Letterature Straniere – Universidad de Pescara – Italia.
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Julio Carreras
Dominio de la lengua
“He leído El Malamor. Gracias por haberme proporcio-
nado momentos de gran satisfacción y placer intelectual. Es us-
ted un profesional de la pluma. ¡Y qué pluma!
“Lo más extraordinario es cómo usted consigue llegar
hasta las últimas líneas sin que uno se de cuenta de lo que va a
suceder. Escribo emocionado con tan perfectos relatos.
“Otra cosa que me llamó la atención es su ajustadísimo
dominio de la lengua, en una época en que la gran mayoría no
da el debido valor a la forma y, así, sacrifican el estilo.
“Estoy muy feliz por haber leído cuentos tan buenos y
que al final estallan como una bomba ante los ojos del lector. Es
usted un verdadero valor de nuestra literatura”.
Sergio de Agostino
Doutorando e Mestre em Literatura Espanhola e
Hispano Americana Universidad de Sao Paulo – Brasil.
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Cuentos
Ricardo Sgoifo
Revista Santiagomanta
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Cuentos
Cuentos
1
“El mundo es, entonces, inmutable”.
Asencio Ybarra se quedó meditando ante la frase. Entre
sus manos tenía el antiguo infolio que le había dejado su padre
como herencia, con la mención de que debía ser leído sólo al
llegar a cierta edad.
En la vieja casa no había muchos libros: apenas cuatro
o cinco, soterrados en un aparador polvoriento. Como la lectu-
ra no era su mayor debilidad, Asencio no se había inquietado
por conocer el contenido del misterioso volumen antes de lle-
gar a la edad fijada. En el testamento, empero, su padre había
mencionado esa lectura como una etapa necesaria para su edu-
cación, cumplida por los Ybarras desde muchas generaciones
atrás. Luego del lacónico párrafo que expresaba aquel mandato,
seguía otro no menos breve, en el cual se especificaba la pro-
hibición de hacerlo antes de cumplir los 54 años. Ni antes ni
después, debía ser, precisamente, a esa edad. El día de su cum-
pleaños, Asencio, viudo, empleado de correo a punto de jubi-
larse, ascendió perezosamente al entrepiso donde se hallaba el
aparador que guardaba el libro. Era un domingo de enero.
Los Ybarras habían sido una antigua familia santiague-
ña, de origen español. Emparentados con Núñez del Prado, sus
primeros miembros poseyeron mercedes amplias en Guasayán,
en sociedad con don Joseph de Aguirre. Posteriormente fueron
de los primeros en adherir a la Revolución de Mayo; dos de ellos
dejaron la vida en combate con el enemigo imperialista, acom-
pañando al General Güemes.
El languidecimiento de Santiago fue también el de los
Ybarras, y el siglo XX los halló convertidos ya en una familia
escasa, cuyos hombres eran grises burócratas y sus mujeres
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Julio Carreras
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Asencio continuó con la lectura. En sus sensaciones el
sentimiento de creciente irrealidad que notaba en sí se mezcló
con el regusto dulzón del mate con poleo.
Todos los millones de cuerpos humanos que habitan
eternamente la tierra, están situados en miles de mundos, simi-
lares hasta un punto infinitesimal, pero ubicados en diferentes
dimensiones y yuxtapuestos. Para la percepción, un solo mun-
do, pero desde una óptica objetiva, muchos.
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Julio Carreras
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Cuentos
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Asencio era un hombre más bien positivista. De imagi-
nación limitada y ninguna inclinación filosófica, había adopta-
do como suyas la ideas que le inculcara en su adolescencia la
escuela secundaria; un extracto del pensamiento sarmientino,
mitrista y alberdiano – extracto a su vez de otros más complejos
y originales–, por lo cual su mente se había visto sometida a un
doble reduccionismo. Se hallaba así, con estas ideas pedestres,
expuesto a la tentación del escepticismo, dada la poco sugestiva
existencia que le había deparado el destino.
A los dieciocho años había terminado el bachillerato,
obteniendo su graduación sin lustre ni dolor. A los veinte – era
el año 1929– un diputado autonomista amigo de la familia, lo
había hecho “calzar” en un puesto de control del correo de San-
tiago. Y allí estaba. Ascendiendo un punto regularmente cada
cinco a seis años, pero haciendo el mismo trabajo.
A los treintaidós años se había casado con Adelaida
Gancedo, diez años menor que él. Era una linda muchacha, mo-
dosita y profesora de piano. Pero resultó dueña de un carác-
ter de fierro. A poco de casados desnudó las uñas. Reorganizó
totalmente el orden de la casa Ybarra, incluyendo los hábitos
de Asencio. El era hombre de conciliación más que de lucha,
por lo que paulatinamente y sin roces terminó aceptando el
liderazgo de Adelaida. Mas su temperamento sufrió una fuer-
te conmoción negativa, que se prolongó con matices durante
todo el período de convivencia con su esposa. Ella engordó rá-
pidamente y a los tres años se vio obligada a modificar la to-
talidad de su guardarropa. Algo debía haber sospechado antes
de su casamiento la niña, pues la mayoría de sus vestidos tenía
tela de sobra para ensanchar. Por último, no era tan refinada
como el largo noviazgo hubiera autorizado a afirmar. Roncaba
horriblemente y los productos gaseosos de su digestión lenta,
enturbiados aun más por el exceso de alimentos que la mujer
ingería, hacían casi insoportable su compañia en la habitación;
en especial durante las noches húmedas del invierno, en que
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Julio Carreras
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“Todos los humanos cumplen el ciclo”.
Siguió leyendo Asencio bajo la luz amarillenta del foco
de 25 watts. Otro resabio de Adelaida, que odiaba pagar un cen-
tavo más de corriente, pensó él y se prometió cambiarlo pronto
por uno de 150.
El espíritu, alma, logos, conciencia, psichè, nefeŠ, o como
el hombre haya querido llamarlo, atravesaba entonces una exis-
tencia compuesta por la sucesión de millones de actos de seres
distintos, que adquirían sentido únicamente por su conocimien-
to y memoria. Al final de ese camino, existían dos posibilidades
previstas por Dios: el ingreso al Reino eternal, o la repetición
del ciclo (que los orientales llamaban reencarnación).
Y una tercera no deseada, pero permitida por el Supre-
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Cuentos
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El último de los Ybarra reflexionó un rato sobre estas
palabras. Se detuvo y decidió postergar por una hora la lectura,
para tomar una cena liviana. Marcó la página con el pendón de
seda roja que poseía cosido en el interior del lomo y cerrando
el libro lo dejó depositado en el alféizar de la ventana. Era una
noche caliente y estrellada. Desplegó sobre la mesa el mantel de
plástico que había adquirido hacía poco, ubicó geométricamen-
te la botella de vino, el sifón, el vaso que había sido de dulce de
leche y el plato floreado y se sirvió pata de chancho, ensalada
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Julio Carreras
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Cuentos
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En ese día. No antes, ni después. Antes, por el asordina-
miento de las relaciones sentimentales que imponía a los no-
viazgos la rigidez moral de la sociedad santiagueña. Después, a
causa de las decepciones ya narradas.
Únicamente ese día, o más precisamente, en un determi-
nado momento de él... sí, se acordaba... fue al cortar la torta, con
la mano de Adelaida envuelta en sus dedos... eran una hermosa
pareja, decían las comadres, él buen mozo, de porte señorial,
ella rellenita y fina, en la flor de su juventud... Adelaida tenía
las mejillas encendidas, era una noche de invierno y habían
activado la calefacción, el local estaba atestado; él sentía en la
epidermis de su palma la vibración de la piel de la muchacha,
transmitiendo la ansiedad gozosa del prometedor momento
que se avecinaba... tantos años esperando... en unos instantes
llegaría la hora de la intimidad; ella y él, solos, en una exclusiva
habitación de hotel, ella semidescubierta bajo el camisón trans-
parente, él extasiado con la belleza de su cuerpo... Estallaron
los aplausos... eran el centro de la reunión... ¡Qué importante se
sintió!
La luna de miel había sido un fiasco, pues Adelaida se
había negado con obstinación a desvestirse. En toda su vida de
casados, Asencio no llegó a conocer su cuerpo. Nunca supo si
se debía a problemas de índole psíquica, moral, o algún oculto
defecto.
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Julio Carreras
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Pero esa noche... ¡ah, esa noche! Los amigos haciendo
bromas y levantando las copas en su honor... El rostro de su pa-
dre, con aquel brillar en los ojos que desmentía la severidad
de su gesto... su madre y su hermana, llorando desbordantes
de alegría... En la familia ya creían que Asencio se iba a quedar
solterón.
Sí, elegiría ese momento.
Abrió el libro en la segunda parte. Sobre la primera pá-
gina en blanco se leía con letras góticas: “Fórmula para acceder
a la eternización terrenal del alma”.
El secreto consistía en memorizar cierta oración. Era
una especie de salmo, de unos cuarenta y cinco versículos, lleno
de invocaciones, alabanzas a la materia y exclamaciones breves.
Una vez memorizado, el salmo debía ser repetido con
lentitud; se debía fijar en la mente, con imágenes, el momento
deseado y las letras debían aparecer sobreimpresas a las figu-
ras imaginadas. Cuando se lograra esta situación y la concentra-
ción perfecta, insensiblemente la vida del individuo habría de
quedar fijada por siempre a ese momento.
Asencio se abocó a la tarea. Poseía buena memoria, ejer-
citada a diario en la retención de los incrementos en las tarifas
postales. A la medianoche ya tenía totalmente aprendido el sal-
mo.
Dejó el libro cerrado sobre la mesa, con una nota encima
que ordenaba incinerarlo en caso de desaparición de su propie-
tario. Colocó la pava en el fuego y dispuso todo para tomarse
unos buenos mates. Acercó su sillón preferido a la cocina a gas
de querosene y se dispuso a iniciar la ceremonia.
Empezó a imaginar el momento. El rostro encendido de
Adelaida, los ojos de su padre. Las manos de los amigos, el vino
espirituoso. Los flashes de magnesio, el abrazo de su hermana...
Como una brillante vista en colores, todo apareció en su mente;
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Cuentos
Epílogo
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Cuentos
Hijo de poeta
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Julio Carreras
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Julio Carreras
26
Cuentos
28
Cuentos
La Negra
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Julio Carreras
II
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Cuentos
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Julio Carreras
bajo el frío sin sentirlo pues iba bien abrigado y mi cabeza llena
aún con las imágenes de la película. El lugar era una cancha de
básquet, en la puerta algunos militantes cobraban la entrada;
pagué, saludé con la mano a una muchacha y otros compañeros
que reconocí entre la gente, y fui a sentarme solo cerca del es-
cenario. Era temprano aún – tal vez las diez de la noche – y no
estaba lleno, pese a los esfuerzos de los militantes, que habían
acarreado a muchas personas de los barrios pobres en colecti-
vo. Es que el local era demasiado grande. Por suerte todo estaba
cubierto por un tinglado, así que no hacía frío. Me puse cómodo
quitándome los abrigos y esperé, observando a un tipo joven,
más entusiasta que afinado, cantar acompañándose con guita-
rra chacareras y zambas sobre el desnudo escenario. Vino una
de las chicas del FAS y preguntó que me servía. Un choripán
bien grande, le dije. Y medio litro de vino tinto. La compañera
me trajo todo enseguida. Luego del primer choripán y dos vasos
de vino las cosas empezaron a parecerme más lindas. Ahora po-
nían música de cumbias y algunos bailaban.
Ocurrió un incidente. Un borracho perseguía a una
muchacha, tratando de tomarla del brazo, pero ella, con cier-
ta familiaridad aunque firmemente reclamaba respeto de él.
Reconocí en el acto a la muchacha. Era la chica del FAS, aque-
lla con quien no me había atrevido a soñar. Impensadamen-
te se sentó a mi lado y tomándome del brazo me dijo al oído:
“¡Salvame!¡Salvame!”. Me paré como si tuviera un resorte y
plantándome frente al tipo – pelo lacio, rudo, fuerte, jediente de
vino, bigotito fino – le dije:
– ¡Qué te pasa macho... la señorita no quiere ser molestada! ¿No
has oído?
Yo no las tenía todas conmigo. Pero el tipo se achicó.
– ¡Eh!, ¡ahhh!, ¡bueno! – hipó – ¡Yo no quería molestar! ¡Yo sola-
mente le pedía bailar una pieza!
– No, ella no baila con nadie porque está conmigo. Así que reti-
rate ¡ya! – le espeté duramente. El tipo se fue pidiendo discul-
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Cuentos
pas.
Ella volvió a tomarme del brazo y me dijo riéndose:
– ¡Lo has corrido! ¡no lo puedo creer! ¡Es un tipo pesado, camo-
rrero, y peligroso! ¡Vive en el barrio que nosotros trabajamos!
El que no lo podía creer era yo. Estaba allí, a mi lado y to-
mándome del brazo, la muchacha más hermosa que viera en mi
vida, de la cual me había negado la menor esperanza por con-
siderar a priori imposible su amor. Me trataba con familiaridad
y afecto – pero seguramente porque la libré del borracho, en el
acto pensé. ¿He dicho ya que tengo una mente horriblemente
racionalista y formal? Una vez que me hago una idea resulta
difícil apartarme de ella y en este caso la idea que me había
hecho de esta chica es que no era para mí. Actué absolutamente
en consecuencia, con total frialdad exterior. La miraba con sim-
patía, con cariño, estaba feliz y estimulado por el vino, la música
vivaz, el humo de las parrilladas, los cigarrillos, el girar de las
parejas sobre la pista de baile, pero principalmente porque ella
estaba a mi lado, y me miraban sus ojos marrones, tan grandes
y expresivos como nunca conociera, los bucles maravillosos de-
rramándose en guedejas lucientes sobre sus finos hombros, sus
labios entreabiertos y húmedos sonrientes, aceptando mi vino
y hablando como si nos conociéramos desde hace años, yo me
consideré sobradamente pago con eso y no dije una sola pala-
bra fuera de la más estricta cortesía hacia una dama que había
pedido mi ayuda y a la cual se la ofreciera con el mayor desinte-
rés.
Había algo más que me impedía ensayar galanterías: mi
compromiso con Fiama. Fiama había viajado a San Francisco
para conversar con su familia sobre la posibilidad de casarse
conmigo... Y una mordiente conciencia culposa por mis ante-
riores fallas, por mis anteriores caídas (hablo de cuando aún
ni siquiera conocía a Fiama) me inmovilizaba totalmente. La
muerte de Clara, desde que sucedió – poco más de un año atrás
– actuaba en mí como una horrenda llaga que comenzaba a san-
grar apenas la posibilidad de actuar en contra de lo correcto se
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Julio Carreras
III
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Cuentos
tiempo.
Regresé atribulado a mi habitación, y le dije a la Negra:
– ¡El Vasco! ¡Qué hijo de mil putas! ¡Siempre aparece en los mo-
mentos menos esperados! Vamos a tener que vestirnos.
Sin ningún comentario ella comenzó a hacerlo. Salí ya
con algo puesto y al abrir la puerta casi lo atajé diciéndole:
– Mirá, disculpame, vas a tener que tabicarte un rato hasta que
salgamos... no estoy solo, y es mejor que no veas con quien es-
toy...
El Vasco se sorprendió un poco pero no puso reparos,
era uno de esos tipos para los cuales la disciplina estricta y los
códigos se vuelven mecánicos. Grandote, rubio, desaliñado –
como corresponde – era famoso por comer cualquier cosa y en
cualquier lugar y porque aparentemente no dormía. Los mili-
tantes podían verlo participando de reuniones o tareas duran-
te días enteros, mañana, tarde o noche, con ese mismo talante
cansino y bonachón. Era además rígido como el basalto en el
cumplimiento de las pautas establecidas. Lo hice pasar a una
oficina donde funcionaba la Dirección de la revista y sentarse
de espaldas a la puerta. No sé por qué sentí una fugaz y profun-
da tristeza al verlo allí inmóvil, con la cabeza baja y los brazotes
colgando a los costados, como un niño en penitencia, cuando
pasamos presurosos y en punta de pies con la Negra.
Salimos a las calles desiertas de la gigantesca ciudad
como un par de gaviotas lanzándose a sobrevolar el océano. Vi-
vía yo en la zona más alta de una calle con pronunciado declive;
llevados por la gravedad y de la mano comenzamos a bajar, los
ponchos y su tapado flotando en la oscuridad.
Hacía muchísimo frío – 5 grados bajo cero, había dicho
la radio – pero no lo sentíamos. Sentíamos únicamente esa ti-
bia luminosidad interior que provee la felicidad. Conversába-
mos de temas personales mientras bajábamos por Primera
Junta pues yo quería mostrarle el edificio que había comprado
el Partido para instalar allí la imprenta. Empezábamos a rozar
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Julio Carreras
ya cuestiones que debían ser secretas, pero hacía rato que ha-
bía dejado las prevenciones para entregarme completamente a
esta muchacha con quien todo era tan armonioso y fácil como si
nos hubiéramos conocido durante siglos.
De allí seguimos bajando, por Boulevard Junín... hacia la
Terminal. Queríamos tomar algo caliente y el primer lugar que
se me había ocurrido era el bar de la gigantesca Terminal, que
para mí, como foráneo, era una referencia confiable.
El bar estaba muy concurrido, pero era tan inmenso que
uno podía encontrar mesas apartadas sin dificultad. Era uno de
los bares, en realidad, pues había varios. Estaba en el último
piso, y desde sus anchas vidrieras se podía ver el ir y venir de
los colectivos – que aquel tiempo comenzaban a ser espectacu-
larmente grandes – , una linda plaza que había o parte la ciudad.
Elegimos sentarnos junto a una vidriera desde donde se podía
ver otro bar, con algunos pocos pasajeros esperando allí, y un
pasillo ornamentado con gigantescas macetas y plantas.
Tomamos café con leche y comimos medialunas. Enton-
ces fue que ella me dijo que no estaba sola. Vivía, desde unos
meses atrás, con un hombre... un compañero del Partido.
Lo sospechaba: difícilmente una mujer como esta podía
estar sola. Además aquella visita a la Redacción, con “Bigote”...
Sólo que yo había preferido no mirar, negar interiormente esa
posibilidad.
Ella continuó: era pareja, efectivamente, de “Bigote”
Desantis... ¡Gran problema! “Bigote” – de quien conocíamos el
nombre por ser un representante “legal” del partido – , era otro
de los responsables generales del partido en Córdoba, miembro
del Comité Central.... – aunque se suponía que yo, oficialmente
no lo sabía aún.
Más por si hiciera falta: estaba embarazada como de un
mes y medio (todavía no se notaba, pero la prueba había dado
positiva).
Me puse grave y serio cuando dije:
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Cuentos
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Cuentos
IV
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Cuentos
en el altillo.
De allí fuimos con la Negra caminando hasta cerca de
casa. Dubitábamos penosamente acerca de si debíamos sepa-
rarnos o irnos a vivir juntos en ese mismo momento, sin buscar
siquiera nuestros equipajes. Ella me dijo:
– Tengo miedo de que cuando llegue Eduardo nos separen...
Estaba afectada por severos presentimientos...
– Quedate tranquila – dije yo, “hombre maduro”. – Haremos las
cosas bien, podremos irnos en paz, y continuar militando...
Con frecuencia me arrepentiría después de aquél con-
servadurismo excesivo. Mas, ¿cómo saber lo que nos depara el
Destino?
Tuvimos hambre y nos sentamos a comer panchos en un
carrito que había justo donde doblaba La Cañada, al finalizar la
declinación de Brasil. La regañé suavemente por haber permi-
tido que sus manos se pusieran ásperas, siendo ellas original-
mente tan delicadas y hermosas. Por andar con aquellas ropas
raídas, ni siquiera de su talle... sólo porque el Partido imponía
ese aspecto desastrado a sus militantes. Me dolía ver su hermo-
sura disminuida por aquel ropaje inadecuado, ajada en partes
por una vida deliberadamente llena de privaciones.
Cómo iba a saber que esa era la última vez que estaría-
mos juntos con relativa tranquilidad.
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VII
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Epílogo
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La idiota
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Carmina
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casualidad.
La noche del entierro de carnaval debíamos tocar exclu-
sivamente en el Parque de Grandes Espectáculos. Teníamos que
hacer cuatro presentaciones, así que empezamos temprano.
Había muy poca gente –serían las diez de la noche–, desperdi-
gada entre las mesas que rodeaban la primera de las dos gran-
des pistas. Se acostumbraba que la orquesta comenzara a tocar
temprano para atraer a los que se amontonaban en la puerta
sin decidirse. Antes de ello, todos querían asegurarse de que el
baile “esté bueno” y como “estar bueno” significaba que hubie-
ra bastantes muchachas dispuestas a bailar, adentro, además
de suficientes muchachos con intención de invitarlas, pero todo
el mundo pretendía que hubiesen entrado previamente a ellos
una buena cantidad de ambos, por el temor a ser los primeros,
la gente se amontonaba en la confitería El Kacuy (donde con
una cerveza o una coca se podía permanecer largo rato), frente
a las boleterías, o en los senderos del Parque Aguirre, para ob-
servar el ingreso de los demás. Yo no comprendía muy bien esto
de empezar a tocar temprano (aunque lo aceptaba con gusto,
pues ganábamos tiempo) para que la gente se decidiera; me-
jor dicho, no comprendí la relación entre estos dos actos, pero,
siempre con sorpresa, comprobada indefectiblemente que bas-
taba con que se oyeran los primeros sonidos de la orquesta,
para que de afuera empezaran a brotar chicas y muchachos,
apresurándose por entrar, como si estos sonidos hicieran el
papel de precipitador químico en una solución. Los dueños de
locales “bailables” tenían bien contemplado este fenómeno, de
modo que nos indicaban habitualmente el momento de abrir la
actuación.
Habíamos comenzado pues, a tocar. Es entonces que la
veo, entrando, con su pelo rubio al aire y su pantalón blanco.
De lejos adivino sus ojos siempre húmedos, esa alegría de en-
contrarme, la sonrisa de Carmina, que se mezcla siempre con
un temblor de la boca, pues al parecer en su interior algo em-
parenta las alegrías con una especie de congoja vibrante, como
en quien luego de haber caminado mucho tiempo entre gentes
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Cuentos
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Cuentos
Córdoba. 1980.
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Ananova
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Cuentos
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Copla anónima
–Te has salvado porque no has tenido miedo –le dijo el Mancha-
chicoj–. Si te hubieras asustado, a esta hora estás destripado...
¡Ji, ji, ji!...
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Cuentos
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El Malamor
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Cuentos
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rro negro, que, según decían, mataba a las cabras y a las ovejas
arrancándoles el corazón. No les hice caso y continué con mi
empeño.
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Julio Carreras
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Cuentos
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Cuentos
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Julio Carreras
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Cuentos
Epílogo
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Quipu Editorial
Santiago del Estero
Argentina