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Los Prisioneros de Colditz

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En un imponente castillo gótico situado en la cima de una colina, en el corazón de la

Alemania nazi, un variopinto grupo de oficiales aliados pasó la Segunda guerra


mundial intentando escapar de sus captores nazis. Durante cuatro años estos
prisioneros pusieron a prueba los muros de Colditz con ingeniosos intentos de fuga
que se convertirían en leyenda. Pero, como demuestra Macintyre, la verdadera
historia fue aún más sorprendente.
Los reclusos representaban una sociedad en miniatura, llena de héroes y traidores,
con conflictos de clases y alianzas secretas, y toda la gama de la alegría y la
desesperación humanas. Los nombres más famosos de Colditz comparten espacio con
personajes menos conocidos, desde los elitistas miembros del Club Bullingdon hasta
el paracaidista estadounidense reconocido como el agente secreto menos exitoso de
su país.
Combinando la intriga de la época y agudos retratos psicológicos de sus exitosos
relatos de espías de la vida real, Macintyre ha insuflado nueva vida a uno de los
mejores episodios de guerra jamás contados. Profundamente investigado, lleno de
increíbles historias humanas, y con la maestría narrativa de Macintyre, este es el libro
definitivo sobre el castillo de Colditz.

Página 2
Ben Macintyre

Los prisioneros de Colditz


Supervivencia y fuga de la más inexpugnable fortaleza nazi

ePub r1.0
Titivillus 07.11.2023

Página 3
Título original: Colditz: Prisioners of de Castle
Ben Macintyre, 2022
Traducción: Efrén del Valle

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

Página 4
Índice de contenido

Cubierta

Los prisioneros de Colditz

Mapas

Prefacio

Prólogo

1940
1 Los originales

1941
2 La huida de Le Ray
3 El campo de los chicos malos
4 Burlas
5 Ballet absurdo

1942
6 Le Métro
7 Clutty, del MI9
9 Buscando un camino
9 Dogsbody

1943
10 El club de los Prominente
11 Shabash

1944
12 Los dentistas espías
13 Locura
14 Los Gorriones
15 El Zorro Rojo

1945
16 La Doncella del Rin
17 Sitiados
18 Final

Consecuencias

Apéndice

Página 5
Nota sobre las fuentes

Agradecimientos

Lista de ilustraciones y créditos de las fotografías

Láminas

Sobre el autor

Notas

Página 6
En las letales garras de las circunstancias
Tras los golpes del azar,
no me he retorcido ni he gritado.
llevo la cabeza ensangrentada, pero erguida.

WILLIAM ERNEST HENLEY


(1849-1903), Invictus

Página 7
Mapas

Página 8
Página 9
Página 10
Página 11
Prefacio

E L MITO de Colditz ha permanecido inalterado e incuestionable durante más de


setenta años: prisioneros de guerra bigotudos y estoicos desafiando a los nazis al
cavar un túnel para escapar de un sombrío castillo gótico situado en lo alto de una
montaña alemana y librando la guerra por otros medios. Pero, como todas las
leyendas, esa historia solo contiene parte de la verdad.
Los soldados prisioneros de Colditz fueron valientes, resistentes y
asombrosamente imaginativos al intentar salir del campo de máxima seguridad que
retenía a los cautivos más problemáticos del Tercer Reich. Hubo más intentos de fuga
en Colditz que en ningún otro campo. Pero la vida allí era algo más que escapar, igual
que los reclusos eran más complejos y mucho más interesantes que los santos de
cartón que retrata la cultura popular.
Colditz era una réplica en miniatura de la sociedad de preguerra, pero más
extraña. Era una pequeña sociedad intensamente dividida por cuestiones de clase,
política, sexualidad y raza. Además de guerreros valerosos, los participantes del
drama de Colditz incluían a comunistas, científicos, homosexuales, mujeres, estetas e
ignorantes, aristócratas, espías, obreros, poetas y traidores. Hasta el momento,
muchos han sido excluidos de la historia porque no encajaban en el molde tradicional
del oficial aliado blanco y varón empeñado en huir. Asimismo, alrededor de la mitad
de la población de Colditz era alemana. Los guardias y sus superiores normalmente
han sido descritos de manera uniforme, pero ese grupo también contenía una rica
variedad de personajes, incluyendo a algunos hombres con una cultura y una
humanidad que distaban mucho del brutal estereotipo nazi.
La historia interna de Colditz es un relato sobre el espíritu humano indómito y
mucho más: acoso, espionaje, aburrimiento, locura, tragedia y farsa. El castillo de
Colditz era una prisión aterradora, pero también frecuentemente absurda, un lugar de
sufrimiento y también de alta comedia, un crisol idiosincrásico y excéntrico que
desarrollaba su propia cultura, cocina, deporte, teatro e incluso un lenguaje interno
característico. Pero aquella jaula fuertemente vigilada, rodeada de alambre de espino
y aislada del resto del mundo cambió a todos los que entraron en ella a medida que se
desarrollaba la vida dentro del castillo y la guerra seguía adelante. Algunos
prisioneros eran heroicos, pero también humanos: duros y vulnerables, valientes pero
aterrados, a veces alegres y otras decididos o desesperados.
Esta es la esencia de la verdadera historia de Colditz: cómo respondieron
personas corrientes de ambos bandos a unas circunstancias dramáticas y exigentes
que no eran responsabilidad suya. Ello plantea un sencillo interrogante: ¿qué habrías
hecho tú?

Página 12
Prólogo

C ADA noche, el sargento primero Gustav Rothenberger inspeccionaba el perímetro


del castillo, comprobando que los centinelas estuvieran en sus puestos y esperando
descubrir a alguno echando una cabezada. Rothenberger era un obseso de la rutina y
la última parada de sus rondas siempre era el flanco este del edificio, donde una
estrecha pasarela con una pronunciada pendiente a un lado y la imponente muralla del
castillo al otro conducía a una valla con alambre de espino. Al otro lado se
encontraban el parque y el bosque. En la terraza había guardias con ametralladoras
apostados a intervalos de diez metros. Otros dos centinelas custodiaban la puerta y
uno patrullaba una pasarela metálica elevada desde la cual tenía una clara línea de
disparo hacia la terraza.
Una cálida noche de septiembre de 1943, poco antes de las doce, el
Stabsfeldwebel (sargento primero) apareció como de costumbre en la terraza,
acompañado de dos soldados con rifles al hombro. Los prisioneros habían sido
encerrados en sus estancias dos horas antes y Colditz estaba en silencio. Unos
potentes focos proyectaban las siluetas distorsionadas de los guardias sobre la
fachada de granito del castillo.
Rothenberger era una figura inconfundible. Nacido en Sajonia, había recibido la
Cruz de Hierro en la primera guerra mundial y se rumoreaba que dormía con las
medallas puestas. Era temido y admirado por sus hombres del pelotón número 3 de la
compañía de guardias. Los prisioneros aprovechaban cualquier oportunidad para
burlarse de sus captores, pero trataban a aquel feroz sargento con respeto, como a un
soldado de otra época con heridas de guerra, disciplinado y extravagantemente
peludo. Lo más llamativo de Rothenberger era su plumaje facial, una espectacular
combinación de bigote y patillas pobladas. El viejo soldado estaba inmensamente
orgulloso de su enorme bigote rojizo, que cepillaba, recortaba y enceraba para dejarlo
puntiagudo, como si estuviera acicalando a una mascota exótica. Los prisioneros
británicos lo llamaban «Franz Josef» [sic] por el emperador austrohúngaro con el
bigote francés, pero nunca se lo decían a la cara.
Rothenberger se acercó a paso ligero al primer guardia de la terraza y le dijo: «Se
está produciendo un intento de fuga en el flanco oeste. Informe a la caseta de los
centinelas inmediatamente». Sorprendido, el guardia saludó, hizo chocar los tacones
y dio media vuelta. El sargento ordenó a los otros dos que se fueran. Los dos
centinelas que vigilaban la puerta se extrañaron al ver a Rothenberger doblando la
esquina seguido de dos hombres de reemplazo. Todavía les quedaban dos horas de
turno. «Os van a relevar antes de hora», anunció el sargento bigotudo. «Dadme la
llave». Aquella noche, Rothenberger estaba especialmente irritable, pero las
apariencias engañan.

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Una inspección atenta al vello facial de Rothenberger habría desvelado que estaba
hecho con pelos de brocha de afeitar teñidos de rojo y gris con acuarelas del
economato de la cárcel y unidos con pegamento. Su uniforme, igual que el de sus
escoltas, había sido cosido utilizando sábanas de la prisión y teñido del tono correcto
de gris de campaña alemán. La Cruz de Hierro que llevaba en el pecho estaba hecha
con zinc del tejado del castillo y moldeada con un cuchillo de cocina caliente. El
tocado lo habían hecho a partir de una gorra con visera de la RAF utilizando fieltro y
cuerda. La funda de la pistola era de cartón, bruñida con abrillantador para botas, y de
ella asomaba un trozo de madera pintado que parecía la culata de una Walther P38 de
9 mm. Los dos soldados con abrigo llevaban rifles falsos con un cañón de madera
pulido con minas de lápiz, unos rayos hechos con trozos de somier y gatillos de latón
que en realidad eran cubiertos metálicos.
El sargento primero era una réplica de Rothenberger, un Franz Josef falso. Se
llamaba Michael Sinclair, un teniente británico de veinticinco años que ya había
escapado dos veces de Colditz, pero había sido apresado de nuevo. Sinclair hablaba
alemán con fluidez y era un talentoso actor amateur y una persona obsesiva. Solo
pensaba en huir y no hablaba de otra cosa. «Voy a salir de aquí», decía siempre. No
estaba manifestando una esperanza, sino una creencia. Para otros prisioneros, aquella
obsesión era un incordio. La determinación de Sinclair tenía algo de desesperación.
Durante cuatro meses había estudiado los andares, las posturas, el acento, la rutina y
las particularidades de Rothenberger, y también los insultos que profería cuando
estaba enojado, cosa que ocurría a menudo.
Por encima de la terraza esperaban otros treinta y cinco altos mandos británicos
envueltos en la oscuridad. Ya habían serrado los barrotes de las ventanas del sexto
piso y todos llevaban ropa civil hecha a mano. Además, disponían de salvoconductos
falsificados con una máquina de escribir de madera y alambre y una fotografía
tomada con una cámara hecha con una caja de puros y unas gafas, todo ello
autorizado con el sello oficial del águila, tallado con una cuchilla en el tacón de un
zapato. «Funcionará», susurró alguien mientras se alejaba el primer guardia. «Esto va
a funcionar».
El plan era sencillo: cuando los centinelas se hubieran ido, un primer grupo de
veinte hombres descendería por el lateral del edificio utilizando sábanas anudadas,
Sinclair abriría la puerta del parque y bajarían la pendiente en dirección al bosque. Si
lo conseguían, el resto los seguirían minutos después. Cuando llegaran a los árboles,
se dividirían por parejas y se dispersarían por el campo para luego dirigirse a las
fronteras alemanas siguiendo una serie de rutas previamente acordadas. El «plan
Franz Josef» dependía de los arraigados hábitos alemanes de obediencia militar, de la
preparación, de la elección del momento oportuno, de la suerte y de la credibilidad
del bigote postizo de Sinclair. Los fugitivos calculaban que los guardias tardarían
cuatro minutos y medio en llegar a la caseta y encontrar al auténtico Rothenberger.
En ese momento se desataría el caos. Muchos de los prisioneros agazapados en la

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oscuridad llevaban casi tres años cautivos. En ese tiempo habían intentado huir en
numerosas ocasiones, pero pocas con éxito. En la guerra interna cada vez más
enconada entre vigilados y vigilantes se palpaba una gran victoria. Si salía bien, sería
la primera fuga masiva en la historia de Colditz.
Recientemente, el Kommandant (comandante) de Colditz había ordenado que, sin
excepciones, todo aquel que entrara o saliera del castillo debía mostrar un pase cuyo
color cambiaba cada día. El centinela que vigilaba la puerta estaba cumpliendo las
normas. Más tarde afirmaría que el bigote que tenía delante «no se curvaba
adecuadamente»; en realidad se limitaba a obedecer órdenes, aunque era
Rothenberger quien había dictado esas órdenes y, al parecer, ahora le estaba pidiendo
que las incumpliera. La voz del centinela se oía desde las ventanas de los pisos
superiores: «Nein, Herr Stabsfeldwebel. Nein!». Sinclair lo reprendió por su
insolencia: «¿Tú eres tonto? ¿No conoces a tu sargento?». Pero finalmente se metió la
mano en el bolsillo y sacó un pase de salida, o Ausweis, fechado, firmado y sellado.
Era una copia de un pase auténtico proporcionado por un guardia alemán al que
habían sobornado, un duplicado perfecto en todos los sentidos, excepto el color. El
pase era gris cuando supuestamente debía ser amarillo.
El guardia lo examinó unos instantes y miró de nuevo a «Franz Josef»
Rothenberger. Entonces alzó lentamente el rifle.

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1940

Página 16
1
Los originales

L A TARDE del 10 de noviembre de 1940, el capitán Pat Reid contempló el castillo


situado en lo alto de la colina y sintió la mezcla de admiración y ansiedad que sus
constructores tenían en mente. «Más arriba vimos alzarse imponente nuestra futura
prisión», escribía después. «Hermosa, serena, majestuosa y, sin embargo, lo bastante
amenazadora como para que nos sintiéramos desolados […] una imagen que
acobardaba a los más valerosos».
Acobardarse no era algo innato en Pat Reid. De hecho, veía cualquier muestra de
cobardía como un fracaso moral y se negaba a consentirla en él mismo o en
cualquiera. Como oficial del Cuerpo de Servicio del Ejército Real, había sido
capturado en mayo junto a miles de soldados que no habían podido escapar tras la
caída de Francia. Al principio fue encerrado en el castillo de Laufen, en Bavaria, y
supervisó inmediatamente la construcción de un túnel desde el sótano hasta una
pequeña caseta situada fuera de los muros de la cárcel. Después se dirigió a la
frontera yugoslava con otros cinco oficiales. Estuvieron fugados cinco días antes de
ser apresados y enviados a Colditz, un nuevo campo para prisioneros incorregibles y,
por tanto, un lugar para el que Reid estaba sobradamente cualificado.
Nacido en la India, de padre irlandés, a sus veintinueve años Reid era un rebelde
y un exhibicionista nato, un aliado sumamente fiable y, como oponente, obstinado e
insufrible. En una ocasión había trepado por los postes de una portería de rugby
durante un partido entre Inglaterra e Irlanda disputado en Twickenham para dejar
unos tréboles en lo alto. Descrito por otro preso como un «hombre rechoncho con el
pelo ondulado y una mirada pícara», Reid hablaba y escribía utilizando
exclusivamente el argot de Boy’s Own Paper, la revista británica para niños dedicada
a hazañas heroicas en las escuelas públicas. En todo momento hacía gala de un
optimismo inagotable y alegre. Con una idea clara del lugar que ocupaba en el drama,
Reid se convertiría en el primer y más prolífico cronista de Colditz. Odió aquel lugar
nada más verlo y se pasó el resto de su vida pensando y escribiendo sobre él.
Los oficiales británicos, más tarde conocidos como los «Seis de Laufen»,
cruzaron el foso y recorrieron un segundo pasaje abovedado de piedra «cuyas puertas
de roble se cerraron ominosamente con un estrépito de pesados barrotes de hierro al
más puro estilo medieval». En tiempos de paz, Reid había sido ingeniero civil y
escrutó las almenas con mirada profesional. Por debajo de unas terrazas con alambre
de espino, el terreno formaba un precipicio escarpado por tres lados. Cuando
anochecía, el resplandor de los focos iluminaba los muros del castillo. La ciudad más
próxima era Leipzig, situada treinta y siete kilómetros al noroeste. La frontera más
cercana con un país que no estuviera bajo control nazi se encontraba a seiscientos

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cincuenta kilómetros. «Huir sería una empresa formidable», reflexionó Reid. El
pequeño grupo pasó por debajo de otro arco y llegó al patio interior, donde solo
rompía el silencio el repiqueteo de sus botas sobre los adoquines. Era, según escribió
Reid, «un lugar absolutamente espeluznante».

El castillo de Colditz se encuentra en la cima de una colina, cuarenta y cinco metros


por encima del río Mulde, un afluente del Elba que fluye por el este de la Alemania
actual. Antes de convertirse en una provincia alemana en el siglo X, los eslavos
serbios que habitaban la zona la bautizaron Koldyese, que significa «bosque oscuro».
La primera piedra de la que sería una imponente fortaleza se colocó hacia 1043, y
durante el milenio posterior fue ampliada, modificada, destruida y reconstruida
repetidamente por las grandes dinastías que pugnaban por el poder y el protagonismo
en la región. El fuego, la guerra y la peste alteraron la forma del castillo a lo largo de
los siglos, pero sus propósitos fueron siempre los mismos: impresionar y oprimir a
los súbditos del gobernador, demostrar su poder, amedrentar a sus enemigos y
encarcelar a sus cautivos.
Los gobernantes hereditarios de la región, el electorado de Sajonia, lo
transformaron en un pabellón de caza con capilla y sala de banquetes y, en 1523, la
zona verde colindante se convirtió en un coto de caza rodeado de altos muros de
piedra. En un recinto especial del parque, o Tiergarten, criaban ciervos blancos que
luego ponían en libertad y cazaban. Los electores retenían a sus viudas, a sus
parientes turbulentos y a sus hijas solteras dentro de los muros del castillo. A
principios del siglo XVIII, bajo el mandato de Augusto II, elector de Sajonia, rey de
Polonia y gran duque de Lituania, el Schloss fue ampliado con más fortificaciones,
zonas de esparcimiento y un teatro. «Augusto el Fuerte» era un hombre con una
energía física inmensa al que se le daba bien el deporte del lanzamiento de zorro (que
era exactamente tan cruel como suena) y un mujeriego prodigioso que, según decían,
tenía entre trescientos sesenta y cinco y trescientos ochenta y dos hijos. El castillo fue
ampliado a setecientas habitaciones para darles cabida.
En el siglo XIX, los príncipes sajones habían puesto la mirada en otros lugares y el
castillo de la colina se convirtió en un hospicio, en un centro de menores y más tarde
en un hospital para «locos incurables». Colditz, el manicomio más caro de Alemania,
era un vertedero para miembros mentalmente trastornados de familias ricas y
notables, entre ellos Ludwig, el hijo del compositor Robert Schumann, que llegó
perturbado cuando tenía veinte años y nunca salió. En el siglo XX se había convertido
en un lugar de muerte, un gran mausoleo de gélidos suelos de piedra, pasillos
ventosos y miseria oculta. Durante la primera guerra mundial albergaba a enfermos
de tuberculosis y pacientes psiquiátricos, de los cuales novecientos doce murieron de
desnutrición. Antes de la guerra, los nazis lo utilizaban como campo de concentración
para comunistas, socialdemócratas y otros oponentes políticos de Hitler. Más de dos

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mil de esos «indeseables» fueron encarcelados allí en un solo año. Algunos fueron
torturados en sus húmedas celdas. Tras un breve período como campo para
trabajadores de las Juventudes Hitlerianas, en 1938 volvió a convertirse en
manicomio, pero esta vez letal: dejaron morir de hambre a ochenta y cuatro personas
con discapacidad física y mental, un campo de pruebas para el gran programa de
eutanasia de Hitler.
Pero en 1939 devino aquello por lo que siempre será recordado: un campo de
prisioneros de guerra. El Oberkommando der Wehrmacht (OKW), o alto mando del
ejército alemán, transformó Colditz en un campo especial (Sonderlager) para una
variedad particular de oficiales enemigos: prisioneros que habían intentado escapar
de otros campos o mostrado una actitud marcadamente negativa hacia Alemania.
Eran calificados de deutschfeindlich, u «hostiles hacia Alemania», un término que no
tiene paralelismos en ningún otro idioma y es prácticamente intraducible. En la
Alemania nazi, no ser lo bastante amigable era delito. Ser deutschfeindlich merecía
una etiqueta roja en el historial de un prisionero, lo cual constituía una marca de
demérito para los alemanes, pero una distinción para los prisioneros de guerra. A
partir de entonces, el castillo fue un campo para oficiales capturados, un
Offizierslager con el nombre de Oflag IV-C.
A lo largo de los siglos, los habitantes del castillo de Colditz han sido muchos y
variados, pero casi todos tenían algo en común: no estaban allí por decisión propia.
Las viudas, los lunáticos, los judíos, las vírgenes, los pacientes de tuberculosis, los
prisioneros de guerra y los ciervos blancos del parque habían sido encerrados en el
castillo por otras personas y no podían salir. Incluso la progenie bastarda de Augusto
el Fuerte estaba atrapada en aquel enorme complejo de la colina. Supuestamente, el
extenso castillo había sido construido para proteger a la gente, pero siempre fue un
símbolo de poder, un gran gigante almenado que dominaba el horizonte, erigido para
asombrar a quienes vivían debajo y mantener encerrados a sus ocupantes.
Dependiendo del lado del muro en el que te encontraras, era magnífico o monstruoso.
El edificio consistía en dos patios adyacentes. El espacio interior y más antiguo,
no más grande que una pista de tenis, tenía suelo de adoquines y estaba rodeado por
cuatro muros de veintisiete metros de altura. En la cara norte estaban la capilla y la
torre del reloj; en la oeste, la Saalhaus, o gran sala, con el teatro, la oficina de correos
y las dependencias de los altos mandos arriba; en el ala sur se encontraba la cocina de
los prisioneros, contigua al cuartel alemán; la cara este era la Fürstenhaus, o casa del
príncipe, que alojaría a los prisioneros británicos. El sol penetraba en el patio interior
solo unas horas hacia el mediodía. Una única puerta conducía al patio exterior, este
más amplio, que solo contaba con dos salidas, una por encima del foso seco que
llevaba al pueblo de Colditz, situado en el valle, y otra al final de un túnel bajo los
barracones, descendiendo hacia el parque y los bosques que antaño habían sido los
jardines y terrenos de caza de los poderosos electores. Los prisioneros ocupaban el

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patio interior y los guardias alemanes, pertenecientes al 395.º Batallón de Defensa, el
exterior, el cuartel general de la guarnición conocido como Kommandantur.
El castillo de Colditz parecía tan resistente y firme como la roca sobre la cual
descansaba, pero en realidad estaba salpicado de agujeros. El colosal laberinto de
piedra se había construido en capas superpuestas. Hombres que llevaban siglos
muertos habían ampliado habitaciones, abierto o tapiado ventanas, bloqueado
pasadizos y desviado desagües y cavado otros nuevos. El lugar estaba lleno de
compartimentos ocultos, buhardillas abandonadas, puertas cerradas con candados
medievales y fisuras olvidadas hacía largo tiempo. En los cuatro años posteriores,
Reid y los otros habitantes del patio interior trataron de aprovechar esas aberturas
mientras los ocupantes del patio exterior ponían el mismo empeño en intentar
taparlas.
Un oficial alemán alto y de rasgos marcados saludó fugazmente cuando los
prisioneros entraron en el patio. «Buenas noches, mis amigos británicos», dijo en un
inglés impecable. «Deben de estar cansados después de un día tan largo».
El teniente Reinhold Eggers era la antítesis de Pat Reid en todos los sentidos
imaginables. Eggers era formal, disciplinado, carente de sentido del humor y tan
patriota como Reid era deutschfeindlich. Ambos se detestaron desde el primer
momento y su encuentro supuso el comienzo de una prolongada y amarga
competición.
Hijo de un herrero de Brunswick, Eggers había combatido en Ypres y el Somme
y, después de «cincuenta y un meses espantosos», acabó la guerra con una Cruz de
Hierro y una herida de bala en la pierna. Eggers se describía a sí mismo como un
«patriota alemán» devoto de su país. Pero no era nazi, y antes de la guerra había
tenido problemas con el partido por no demostrar suficiente entusiasmo por el
nacionalsocialismo. Cuando estalló la segunda guerra mundial tenía ya cuarenta y
nueve años, pero fue llamado a filas y, como muchos otros soldados, destinado al
sistema de prisiones militares como lugarteniente del oficial superior de Oflag IV-C.
Más tarde se convertiría en jefe supremo de seguridad en Colditz.
Formado como profesor, Eggers conservaba todos los atributos de un anticuado
maestro prusiano, un hombre organizado, quisquilloso y autoritario, frágil y recto
como un trozo de tiza, pero salomónico, impávido y persistente en cuanto a los
buenos modales. Creía que su experiencia como educador de niños desobedientes era
idónea para controlar a los prisioneros de guerra más alborotadores de Alemania, y
aplicaba sus normas de enseñanza a la gestión del campo: «Nunca muestres tus
emociones; sonríe pase lo que pase; castiga enérgicamente la desobediencia». Era un
hombre de principios que desaprobaba el uso de la violencia contra los prisioneros si
no era en defensa propia. Su diario y otros escritos ofrecen una extraordinaria
panorámica de Colditz desde la perspectiva alemana.
Eggers también era un ardiente anglófilo, un entusiasmo peligroso en la Alemania
nazi. No ocultaba su admiración por el paisaje, la cortesía, el idioma, la comida y la

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deportividad británicos. La disertación para su diplomatura de magisterio se titulaba
Teoría y práctica de la reforma escolar en Inglaterra desde la época victoriana hasta
la actualidad. En 1932 había organizado un intercambio entre el Johann-Gottfried-
Herder-Gymnasium de Halle y el Instituto Cheltenham. Mientras el nazismo cobraba
impulso en Alemania, había pasado unos espléndidos meses en la ciudad balneario de
Gloucestershire, donde se empapó de cultura británica y cerveza inglesa. Pero la
experiencia le dejó una percepción sesgada de Inglaterra y creía que todos los
británicos eran como los que había conocido en Cheltenham: educados, interesados
en Alemania e incapaces de jugar sucio. Estaba a punto de llevarse una desagradable
sorpresa.
Incluso antes de que llegaran los primeros reclusos, Eggers había detectado dos
importantes defectos en el plan de la Wehrmacht para crear una supercárcel para
prisioneros problemáticos de la cual fuera imposible escapar. El primero era el propio
edificio: era imponente, desde luego, pero la enorme complejidad de su trazado
medieval dificultaba sobremanera las labores de seguridad. «Era inexpugnable»,
escribió Eggers, «pero probablemente no se volverá a elegir nunca un lugar tan
inadecuado para retener a prisioneros». El segundo era la naturaleza de los reclusos:
deutschfeindlich, «los tipos malos», en palabras de Eggers, «indeseables [con] fama
de alterar la paz». Eliminar a los problemáticos tal vez facilitaba la gestión de los
otros campos, pero el profesor Eggers era muy consciente de que si juntas a los niños
más traviesos bajo un mismo techo, acaban compartiendo resistencia, se animan unos
a otros y tu aula pronto está en llamas.
Todas las escuelas y cárceles necesitan un reglamento y, para Eggers, este era la
Convención de Ginebra para los prisioneros de guerra, firmada por Alemania y otras
treinta y seis naciones en 1929. En ella se estipulaban las regulaciones que atañían a
la alimentación, el alojamiento y el castigo de los prisioneros de guerra. El bienestar
de estos últimos era supervisado por un «poder protector» neutral, al principio
Estados Unidos y más tarde Suiza. De acuerdo con la Convención, los altos mandos
capturados gozaban de ciertos privilegios, entre ellos ser «tratados con el debido
respeto a su rango». A diferencia de los prisioneros de «otros rangos», que eran
retenidos en un campo de trabajo conocido como Stammlager, o Stalag, a los
oficiales encarcelados durante la segunda guerra mundial no podían obligarlos a
trabajar para el Reich. El militar de más alto rango era reconocido como el
intermediario oficial entre las autoridades del campo y los prisioneros. Puede que los
reclusos de Colditz hubieran perdido la libertad, pero conocían sus derechos legales,
y los alemanes también. Las SS, el grupo paramilitar, dirigían los campos de
concentración con un desprecio inhumano hacia la ley internacional, pero, en los
campos de prisioneros de guerra controlados por el ejército, la mayoría de los
oficiales alemanes veían el respeto a la Convención como una cuestión de orgullo
militar y se ofendían ante cualquier insinuación de que no estuvieran cumpliéndola.
En medio de una guerra cada vez más brutal, los guardias militares alemanes seguían

Página 21
acatando las normas, al menos por el momento. «No hacen gala de una tiranía
mezquina», escribía un preso británico, «sino que, una vez que han adoptado todas
las precauciones para impedir fugas, nos tratan como caballeros que conocen el
significado del honor y poseen dignidad».
Al observar el patio por primera vez, Pat Reid tuvo la sensación de haber entrado
en unas «ruinas fantasmagóricas» y, cuando sus ojos se habituaron a la oscuridad,
aparecieron unos rostros inquietantemente pálidos en las ventanas superiores. Una
semana antes había llegado un contingente de ciento cuarenta oficiales polacos, que
dieron la bienvenida a los nuevos prisioneros con un cántico que fue elevándose poco
a poco: «Anglicy, Anglicy…». Los ingleses, los ingleses…
Como prisioneros de guerra, los polacos ocupaban una posición anómala. Unos
420 000 soldados polacos fueron capturados por los alemanes en 1939 y Alemania y
la Unión Soviética se repartieron su país. Para sus captores, no estaban protegidos por
la Convención. «Polonia ya no existe», les dijeron a los oficiales polacos a su llegada
a Colditz. «Solo gracias a la magnanimidad del Führer os beneficiaréis
temporalmente de los privilegios otorgados a los prisioneros de guerra de las otras
potencias beligerantes. Deberíais estar agradecidos». Pero los polacos no se sentían
así. La mayoría solo abrigaban un desprecio visceral hacia los alemanes que apenas
se molestaban en disimular. El contingente de los oficiales polacos estaba liderado
por el general Tadeusz Piskor, que había sido enviado a Colditz por negarse a
estrecharle la mano a un Kommandant de campo. «Los polacos nos odiaban
profundamente», escribió Eggers.
Reid y sus cinco compañeros fueron conducidos por una angosta escalera y
encerrados en una buhardilla, donde encontraron a tres presos más, oficiales
canadienses de la RAF que fueron abatidos el mes de abril anterior cuando
sobrevolaban Alemania. Habían huido de otro campo, pero fueron capturados al poco
tiempo, golpeados brutalmente y trasladados a Colditz.
Los británicos estaban instalándose en sus nuevos aposentos cuando oyeron ruido
en la puerta, y al abrirse asomaron cuatro polacos sonrientes con varias botellas
grandes de cerveza. Los oficiales polacos habían tardado menos de una semana en
descubrir que los viejos candados de las puertas internas del castillo podían abrirse
fácilmente utilizando «un par de instrumentos que parecían abotonadores». A
continuación celebraron una pequeña fiesta en la que se comunicaron en un inglés
rudimentario mezclado con francés y alemán, la ceremonia fundacional de una
duradera alianza anglopolaca en Colditz. Antes de quedarse dormido en un colchón
relleno de paja colocado sobre una estrecha litera de madera, Reid cayó en la cuenta
de que los polacos tuvieron que abrir al menos cinco candados para llegar allí desde
sus habitaciones, situadas al otro lado del patio: «Si ellos pueden ir de un lado a otro
aunque haya puertas cerradas, nosotros también».

Página 22
Las primeras semanas en Colditz parecieron otra falsa guerra, similar al período de
calma tensa justo después de que se declarara oficialmente el conflicto, mientras las
diferentes nacionalidades, los guardias y los prisioneros se escrutaban unos a otros y
su nuevo hogar compartido. En comparación con algunos de los campos anteriores, el
castillo casi parecía cómodo a pesar de las paredes descascarilladas y el penetrante
olor a moho. Uno de los recién llegados tuvo la sensación de haber ingresado en «una
especie de club». El contingente británico y canadiense fue trasladado a unas
dependencias permanentes en el ala este que contaban con inodoros, duchas, agua
caliente de manera intermitente, luz eléctrica, un hornillo y un gran salón utilizado
para las comidas y el entretenimiento. Durante el día podían pasear por el patio, pero
el acceso al resto del enorme castillo estaba estrictamente prohibido. Lo que salía de
la cocina alemana del patio era poco apetitoso —sucedáneo de café de bellota, sopas
aguadas y pan negro—, pero comestible. Como oficiales, los prisioneros teóricamente
tenían derecho a pagar con «dinero del campo» que podían gastar en la tienda o la
cantina en tabaco, cuchillas de afeitar, mantas y, al menos al principio, cerveza de
baja graduación. Debían personarse tres veces al día en el patio para un recuento, o
Appell. Tras formar filas por naciones, eran contabilizados dos veces y, si había algo
que mereciera la pena decir, los alemanes se dirigían a ellos y luego les ordenaban
que rompieran filas. El primer recuento era a las ocho de la mañana y el último a las
nueve de la noche, poco antes de que se interrumpiera el suministro eléctrico y se
cerraran las escaleras y el patio. La guardia alemana, formada por más de doscientos
hombres, superaba numéricamente a los prisioneros, pero, en las primeras semanas,
los números de estos últimos no dejaron de aumentar: más oficiales británicos y
polacos, unos cuantos belgas y un grupo cada vez mayor de franceses. A cada nación
le asignaron alojamientos independientes.
Al principio, los reclusos de distintas naciones permanecían separados a la fuerza,
pero los alemanes no tardaron en darse cuenta de que sería imposible, así que se
mezclaban en el patio durante el día y a escondidas por la noche. Para muchos, era su
primera exposición prolongada a personas de otras nacionalidades y culturas. Las
rivalidades nacionales persistían, pero algunos se sorprendieron bastante al descubrir
lo mucho que tenían en común. «Los polacos y los franceses son excelentes
compañeros», observaba un prisionero británico. «Todos son difíciles, pero los
prisioneros difíciles son compañeros de cárcel interesantes».
Las invasiones Blitzkrieg de Polonia y Europa Occidental fueron tan rápidas y
triunfales que ocasionaron un problema imprevisto a la maquinaria de guerra
alemana: un numeroso ejército de prisioneros a los que dar alojamiento y comida y,
en el caso de los «otros rangos», a los que poner a trabajar al servicio del Reich de
Hitler. Más de 1,8 millones de franceses fueron capturados durante la batalla de
Francia entre mayo y junio de 1940, alrededor de un diez por ciento de toda la
población masculina adulta. La operación de rescate de Dunkerque había trasladado a
300 000 soldados de la arrinconada Fuerza Expedicionaria Británica al otro lado del

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Canal, pero por cada siete hombres que huyeron, uno fue hecho prisionero. Miles más
serían capturados en junio después de que el contingente anglofrancés se rindiera en
Saint-Valery. A finales de 1940, unos dos mil oficiales británicos y al menos 39 000
soldados de otros rangos habían sido apresados, entre ellos muchos provenientes de
dominios británicos: Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica. A medida que
avanzara la guerra, se sumarían a ellos otros prisioneros derribados o capturados en
combate.
Los primeros cautivos de Colditz eran la flor y nata de las fuerzas armadas
profesionales de sus respectivas naciones, recién licenciados de Sandhurst y la École
Militaire de Saint-Cyr, así como veteranos de la primera guerra mundial. Al irse a la
guerra en 1939 les dijeron que la victoria sería rápida. Ninguno de ellos había
barajado seriamente la posibilidad de ser capturado y menos aún trasladado a
Alemania y encerrado indefinidamente en una lúgubre fortaleza. Una cosa era dar la
vida por su rey y su país y otra bien distinta arriesgar y perder su libertad, y la
mayoría no estaban preparados para el cautiverio.
La Navidad de 1940 fue un período extraño e inusualmente calmado. Aislados del
mundo exterior, los prisioneros desconocían los progresos de la guerra. No llegaban
cartas de casa ni órdenes del alto mando y no podían hacerse una idea de cuál sería su
futuro. Encerrados entre paredes medievales, se dieron cuenta de que su percepción
del tiempo empezaba a dilatarse. La guerra podía acabar al día siguiente o nunca.
Podían vivir allí durante años. Podían envejecer o morir en aquel lugar. Después de la
adrenalina del combate, el trauma de la captura y la incertidumbre de ser transferidos
allí desde otros campos, Colditz parecía un lugar diferente y casi surrealista, «un
castillo de cuento de hadas que flota por encima del pueblo». Los optimistas
pronosticaban su pronta liberación, los más inquietos se negaban a esperar una puesta
en libertad que tal vez no llegaría nunca y los realistas sabían que pasarían mucho
tiempo allí. Los húmedos pasillos rezumaban un «olor a deterioro mohoso». Por la
noche oían a las ratas corretear por los tablones de madera de las buhardillas. Gran
parte del castillo estaba vacía y cerrada a cal y canto, ocupada únicamente por
fantasmas de antiguos prisioneros. «Parecía que las paredes tuvieran viruela». Pero en
las noches despejadas, cuando los campos nevados se extendían hacia la lejanía y el
repiqueteo de las campanas de la iglesia se elevaba desde el pueblo, el lugar era
tranquilo y casi hermoso.
Los polacos prepararon una especie de cena de Navidad y una representación de
Blancanieves y los siete enanitos con marionetas que, a diferencia de la versión
tradicional del cuento, terminaba con la gloriosa restauración de la nación polaca y
una emotiva versión del himno del país. Los alemanes repartieron vino y cerveza
entre los prisioneros y Eggers se alegró al descubrir que sus raciones navideñas
incluían medio kilo de café en grano, el último que vería en años, según escribió.
Mientras saboreaba el café navideño, el Leutnant (teniente) Eggers redactó sus
informes como si estuviera evaluando a la última hornada de alumnos al principio de

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un nuevo curso: «Aunque llevaban más de quince meses en nuestras manos, a finales
de 1940 los oficiales polacos tenían la moral muy alta. Los franceses conservaban la
solemnidad tras la derrota y los británicos estaban haciéndose al lugar».
También estaban investigando cómo salir de él.

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1941

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La huida de Le Ray

P AT REID consideraba que fugarse de un campo de prisioneros de guerra era un


«deber declarado de todos los oficiales». Lo creía con apasionada intensidad y
despreciaba a quienes no compartían esa convicción. Pero se equivocaba.
En realidad, dicha obligación no correspondía a quienes eran capturados. La
mayoría de los presos de Colditz estaban allí porque ya habían intentado escapar de
otros lugares y, como cabría esperar, muchos llegaban decididos a probarlo de nuevo.
Para algunos, huir se convirtió en una obsesión y en el tema dominante de
conversación. Pero no todo el mundo tenía tantas ganas de escapar. Algunos estaban
dispuestos a esperar a que acabara la guerra y llevar, como expresaba un fugitivo con
desdén, «una existencia vegetativa» en cautividad. En determinadas circunstancias,
los oficiales daban su palabra de honor de que no intentarían escapar. Por ejemplo,
podían tomar prestadas herramientas para construir un escenario bajo la solemne
promesa de que no las utilizarían para fugarse. En ocasiones, a los oficiales no
combatientes, entre ellos médicos y clérigos, les permitían dar paseos vigilados por
los campos que rodeaban el castillo, siempre bajo la estricta premisa de que no
abusarían de ese privilegio escapando. Ningún prisionero ofreció jamás esa garantía
para luego incumplir su palabra.
Escapar no solo era difícil, sino también peligroso. Conforme a la Convención de
Ginebra, un prisionero de guerra apresado tras darse a la fuga podía recibir un castigo
máximo de un mes en régimen de aislamiento. Pero no todos los oficiales alemanes
eran tan puntillosos con la normativa como Eggers. Los centinelas llevaban armas y
estaban dispuestos a utilizarlas, y la decisión de cuándo emplear la fuerza a menudo
quedaba en manos de cada oficial o guardia. Todo aquel que fuera descubierto fuera
del campo con ropa civil o, peor aún, enfundado en un uniforme alemán, corría el
riesgo de ser ejecutado por espionaje. Si un fugado era entregado a las autoridades
militares de la Wehrmacht, normalmente era enviado de vuelta a Colditz y encerrado
en las celdas de aislamiento. Pero si caía en las garras de la Gestapo o las SS, su
destino era mucho más incierto: podía ser torturado, enviado a un campo de
concentración o incluso ejecutado allí mismo. A medida que se intensificaban los
bombardeos sobre ciudades alemanas, los enfurecidos civiles eran cada vez más
proclives a administrar un castigo sumario a los prisioneros apresados cuando se
disponían a huir.
E igual que fugarse no era un deber, tampoco era un derecho. Había un tipo de
prisionero que nunca escapaba de Colditz y al que no se animaba a hacerlo: la clase
baja.

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El corazón de Colditz estaba surcado por una amplia y casi insalvable división
social. Era un campo para oficiales capturados, pero también contenía a una
población fluctuante de ordenanzas, prisioneros soldado rasos de los «otros rangos»
que los alemanes utilizaban para tareas menores y como sirvientes para sus altos
mandos: cocinar, ordenar, limpiar, pulir botas y otras labores. En la Navidad de 1940,
en Colditz había diecisiete oficiales y ocho ordenanzas británicos, una proporción que
en general se mantendría constante durante toda la guerra. Cada alto mando tenía un
sirviente personal o asistente, mientras que los oficiales de menor rango compartían
un ordenanza, normalmente uno por grupo. Algunos llegaban desde otros campos y
eran trasladados a otro lugar al cabo de seis meses, pero también los hubo que
permanecieron en Colditz durante toda la guerra. Recibían las mismas raciones que
los oficiales, incluyendo provisiones de la Cruz Roja, pero ocupaban alojamientos
diferentes.
Los ordenanzas no eran invitados a participar en los intentos de fuga y tampoco
se esperaba que ayudaran en ellos (aunque algunos lo hacían). Una vez por semana
los llevaban a pasear, siempre supervisados, por los campos que rodeaban el castillo.
Ninguno intentó escapar, y por buenos motivos. Un oficial al que capturaran
normalmente regresaba al castillo ileso, mientras que los soldados rasos podían sufrir
el castigo más draconiano. «Si un ordenanza era apresado tras escapar, no recibía el
mismo trato que un oficial», explicaba uno de ellos. «Probablemente le dispararían».
Como soldados rasos, el escalafón más bajo de la jerarquía militar, les exigían
obedecer las órdenes de los alemanes y las de sus propios mandos sin cuestionarlas.
Comían, dormían y vivían totalmente separados. Con menos educación formal que
los oficiales, los ordenanzas no escribieron memorias después de la guerra y, por
tanto, sus experiencias prácticamente han sido omitidas de la historia de Colditz.
Hoy se antoja extraño e injusto que un prisionero tuviera que servir a otro, que a
un hombre le permitieran buscar la libertad y a otro se lo prohibieran por una cuestión
de rango y clase. Pero, según la Convención de Ginebra, todos los oficiales
capturados tenían derecho a recibir la ayuda de un ordenanza igual que si fueran
libres. En la estricta jerarquía militar de la época, un oficial era más valioso que un
soldado raso y, por ende, más útil para la campaña bélica si lograba escapar y volver
a Gran Bretaña. A un oficial no le estaba permitido trabajar, pero a un soldado raso le
obligaban a hacerlo. Así pues, uno servía al otro.
Al principio, la mayoría de los ordenanzas se sentían razonablemente satisfechos
de estar en Colditz, donde el trabajo no era demasiado oneroso y la comida era mejor
que en otros campos. Pulir la hebilla de un oficial era infinitamente preferible al
trabajo forzado. «Después de las minas de cobre, Colditz era un campamento de
verano», observaba un ordenanza.
Sidney Goldman era el ayudante de Guy German, el primer oficial superior
británico de Colditz. El teniente coronel German había sido capturado durante la
campaña noruega y enviado a Colditz por quemar en público ejemplares de un

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periódico propagandístico nazi; su sirviente lo acompañó. Solly Goldman era un
cockney judío del East End londinense con un «humor ágil», en palabras de Reid.
Eggers lo llamaba «el as de los ordenanzas», porque, aunque Goldman era insolente y
divertido, también era obediente. «A menudo veías a Solly Goldman cruzando el
patio adoquinado a primera hora de la mañana con una jarra humeante de sucedáneo
de café en dirección a las estancias de los altos mandos». En su vida civil, el coronel
German era agricultor y tenía unos modales toscos y un vocabulario sencillo. Cuando
al nuevo oficial superior británico lo informaron de que los prisioneros de su país
debían ponerse más elegantes para los recuentos, German respondió con una grosería
que podría traducirse como: «Los alemanes van a tener que joderse». Según decían,
era «fiel» a Goldman, su sirviente, pero nunca hubo ninguna duda de sus respectivas
posiciones en el orden jerárquico de la prisión.
Según el mito de Colditz, todos sus prisioneros intentaban escapar por principios
y con un espíritu de cooperación mientras los sádicos y estúpidos guardias alemanes
intentaban impedírselo. La realidad era más complicada. En efecto, muchos
prisioneros intentaron escapar, pero muchos otros no lo hicieron, ya fuera porque se
suponía que no debían hacerlo, como los ordenanzas, o porque no querían. Con
algunas excepciones, la mayoría de los guardias alemanes no eran brutos, y algunos,
como Eggers, ni siquiera eran nazis. Había honor en ambos bandos.
El pensamiento militar alemán tendía hacia las ideas absolutas: guerra total,
victoria total y, en este caso, un campo de prisioneros totalmente a prueba de fugas.
De acuerdo con la Convención de Ginebra, las autoridades podían adoptar medidas
especiales para retener a prisioneros especialmente difíciles. Pat Reid las enumeraba:
«Más recuentos, más registros, más centinelas, menos espacio para practicar
ejercicio, menos privacidad, menos privilegios…». Desde el principio, los prisioneros
de Colditz no solo fueron custodiados exhaustivamente, sino sometidos a vigilancia
las veinticuatro horas del día. Un prisionero que se diera a la fuga primero tenía que
salir del patio interior, una enorme caja de piedra con unos muros de dos metros de
grosor y veintisiete de altura y barrotes en todas las ventanas. Para salir por donde
había venido, es decir, por la puerta principal, un prisionero tenía que cruzar el patio
de la guarnición alemana. Al oeste del valle estaba el pueblo de Colditz, con una
estación de trenes tentadoramente visible; al este se encontraba el parque, con unos
atractivos bosques al fondo. Pero, para salir, el fugitivo tendría que recorrer terrazas
plagadas de alambre de espino o descender las pronunciadas colinas que había en tres
lados de la fortaleza. Una vez superado el perímetro del castillo, el fugado se
encontraba con obstáculos aún más grandes: Colditz era una ciudad cuartel y sus seis
mil habitantes civiles ya estaban alerta con respecto a posibles prisioneros huidos. En
cuanto un fugitivo era descubierto, el Kommandant del castillo lanzaba una alerta con
la palabra clave «trampa para ratones» a estaciones ferroviarias y comisarías de
policía en un radio de cuarenta kilómetros. En pocas horas, todos los trabajadores
ferroviarios, propietarios de cafeterías, guardas forestales y policías lo estarían

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buscando. Incluso las Juventudes Hitlerianas, la organización para jóvenes del
Partido Nazi, eran movilizadas para dar caza a los fugitivos. Equipos de búsqueda
recorrían los bosques y los campos a pie y montados en bicicletas y había centinelas
en cada intersección. Si el fugitivo llegaba a una frontera, debía superar controles más
estrictos que en cualquier otro momento de la odisea. Salir de Alemania era mucho
más difícil que salir de Colditz.
Es difícil escapar cuando te mueres de hambre. El estómago vacío inunda la
mente de pensamientos sobre el origen de la próxima comida, a veces hasta el punto
de la obsesión. Los prisioneros de Colditz todavía no estaban hambrientos, pero el
contenido calórico de la bazofia que servía la cocina era muy inferior al necesario
para mantenerlos sanos y activos.
El primer gran empujón a la moral de los prisioneros no fue una fuga exitosa, sino
quince cajas de cartón rectangulares que pesaban cinco kilos cada una. El día de San
Esteban de 1940 llegó a Colditz un envío de paquetes de comida, el goteo inicial de
una gran oleada de suministros que complementarían la exigua alimentación de la
cárcel y sustentarían a los prisioneros, tanto corporal como mentalmente, durante casi
toda la guerra. Tras las privaciones de los meses anteriores, los paquetes eran como
maná del cielo o, más concretamente, de la Cruz Roja Internacional, una organización
benéfica con sede en Suiza. El contenido incluía té, cacao, carne enlatada,
mantequilla, huevos encurtidos, sirope y tabaco. Durante meses, los prisioneros,
desconectados del mundo exterior, habían sobrevivido con las escasas raciones de las
cocinas alemanas; aquella era una prueba tangible y comestible de que no se habían
olvidado de ellos. En campos de prisioneros de toda Alemania, la llegada de esos
primeros paquetes de la Cruz Roja fue un momento de emoción que los prisioneros
saborearon para siempre, «a medida que aparecía un tesoro tras otro y babeaban,
toqueteaban y cataban». Al principio, las entregas eran impredecibles y había que
prolongar las existencias durante meses. Pero, en la primavera de 1941, los
prisioneros recibían entregas periódicas, a veces hasta un paquete a la semana. Había
tabaco inglés en lugar de las variedades alemanas o polacas, que les destrozaban los
pulmones. «Encendí un cigarrillo y di una honda calada», recordaba un fumador.
«Casi me desmayo de placer». Con el tiempo, la Cruz Roja suministraría además
medicamentos limitados y ropa esencial. Los prisioneros también habían empezado a
recibir cartas y paquetes personales de amigos y familiares. Los envíos eran
sometidos a concienzudos registros para evitar el contrabando y después entregados
al destinatario en la oficina de correos. Les estaba permitido escribir hasta cuatro
postales y dos cartas al mes, y entre el envío y la entrega solo transcurrían seis
semanas.
Aquella era una guerra bárbara, pero la provisión de comida, cartas, libros,
material deportivo, medicamentos y ropa para los prisioneros de ambos bandos era un
símbolo de comportamiento civilizado en medio de la carnicería, un hecho poco
reconocido y de un valor incalculable. En Alemania habrían perecido muchos más

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prisioneros sin los paquetes de la Cruz Roja, y su impacto fue inmediato: «La actitud
abatida de los andrajosos y los hambrientos desapareció […]. Tenían la cara más
rellena».
La llegada de suministros limitados del exterior también brindaba oportunidades
para almacenar, acaparar y comerciar. Así, la asignación de leche condensada podía
intercambiarse por el excedente de té de otro recluso. Los cigarrillos se convirtieron
en una divisa que se podía cambiar por dinero real con los guardias, lo cual era básico
para cualquier intento de fuga en Alemania. Los vigilantes de la prisión se
enfrentaban a graves castigos si eran descubiertos comerciando o aceptando
sobornos, pero incluso el centinela más escrupuloso se mostraba cooperador ante
quinientos gramos de chocolate y cien cigarrillos.
En la primavera hubo llegadas constantes: más oficiales y ordenanzas británicos
(entre ellos el coronel German y su ayudante, Solly Goldman), varias docenas de
polacos, dos aviadores yugoslavos que se habían incorporado a la RAF como
voluntarios y habían sido abatidos cuando sobrevolaban Francia, unos cuantos belgas
y más de doscientos franceses. Algunos habían tratado de escapar de otros campos,
pero veinte oficiales franceses no tenían ni idea de por qué los habían trasladado a
Colditz y, por tanto, se hacían llamar «Les Innocents». Dos de los belgas fueron
clasificados como deutschfeindlich porque habían cocinado un gato en su anterior
campo, una comida que describieron como «deliciosa, igual que el conejo». El
contingente francés incluía a unos sesenta altos mandos judíos.
«Era una Europa en miniatura», decía un preso, y, al igual que Europa, la
población de Colditz supuestamente estaba unida; sin embargo, había claras
divisiones internas y tensiones raciales. A los franceses les molestaba que los polacos
se llevaran mejor con los británicos; los polacos creían que los franceses no habían
opuesto suficiente resistencia a la invasión nazi; a los belgas no les gustaba que los
consideraran más o menos franceses; y los británicos admiraban y desconfiaban a la
vez de los franceses, pues sabían que muchos seguían siendo leales al régimen
marioneta de Vichy en la Francia no ocupada. Un prisionero veía la tensión entre
ingleses y franceses como «el choque inevitable entre la curiosidad francesa y la
flema indolente de los británicos». A todo el mundo le caían bien los yugoslavos.
Había fuertes amistades entre nacionalidades —y muchos formaban pareja para
aprender idiomas—, pero existía una tendencia ineludible a caer en los estereotipos.
Entonces, como ahora, las diferentes nacionalidades europeas vivían y trabajaban en
armonía, excepto cuando no lo hacían.
Los británicos recién llegados incluían a tres capellanes, entre ellos el ministro
metodista Joseph Ellison Platt, que había sido capturado cerca de Dunkerque. El
padre «Jock» Platt llevó un diario durante toda su estancia en Colditz, una crónica
detallada de la vida cotidiana en la prisión, pero también un extenso sermón, ya que
era un cristiano de férrea convencionalidad que observaba el mundo severamente a
través de unas gruesas gafas de pasta y encontraba instrucción moral allá donde

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mirara. Poseía una «certeza y esperanza radiantes que nada podía destruir», según el
Directorio de Ministros Metodistas Primitivos. Era una manera cristiana y educada de
decir que mostraba una fe absoluta en su propia rectitud y nunca dudaba en corregir a
quien discrepara de él. No debería haber estado en Colditz. En su anterior campo
habían encontrado en su taquilla un misterioso instrumento metálico que
supuestamente pretendía utilizar para fugarse y fue trasladado al castillo. En realidad
era un alambre para apoyar la tapa de su vieja maleta. El pastor ni se planteaba
escapar. Tenía un rebaño cautivo y quería cerciorarse de que, fueran cuales fuesen los
escollos que deparara el futuro, no se apartaban del camino de la virtud. En la
jerarquía escolar que estaba aflorando en Colditz, el coronel German era el
representante de los alumnos, Reid el capitán del 1.er Regimiento y Platt el capellán.
El contingente francés, cada vez más numeroso, incluía a algunas personalidades
incontrolables, hombres considerados demasiado desafiantes como para permanecer
recluidos en un campo normal, de los cuales el más indómito, así como el más
enigmático, era Alain Le Ray, un teniente de los Chasseurs Alpins, el cuerpo de
infantería alpina. Le Ray había sido herido y capturado durante la batalla de Francia y
más tarde internado en un campo del estuario del Óder. El teniente, un montañero
experimentado con grandes aptitudes para la supervivencia, había huido en pleno
invierno báltico y había puesto rumbo a Francia, escondiéndose en una «tumba de
nieve» durante el día y viajando en trenes de mercancías por la noche. Se encontraba
a menos de cien kilómetros de la frontera francesa cuando fue apresado y enviado a
Colditz.
Desde la llegada de Le Ray, Pat Reid detectó algo singular en aquel «joven
atractivo y caballeroso de pelo negro», una intensidad que lo distinguía del resto de
los franceses. Le Ray formó equipo con un oficial británico para mejorar su inglés y
relataba con agrado sus aventuras, pero rara vez participaba en las conversaciones
sobre fugas a pesar de su manifiesta voluntad de salir de allí. «Algunos aspirantes a
fugitivos eran solitarios», escribió Reid, que consideraba al francés una persona
secretista y esquiva a la vez que interesante y perturbadora. Reid era un cooperador
nato, un entusiasta que insistía en que los demás participaran en cualquier plan que
estuviera pergeñando. Le Ray era todo lo contrario. Flexible y ágil como un gato,
hacía gala de un desapego y una independencia felinos. Le Ray tenía un plan y no
pensaba contárselo a nadie, en especial al parlanchín Pat Reid.
Dado que el exterior de Colditz estaba tan fuertemente vigilado, la manera más
lógica de intentar salir sin ser visto era bajo tierra. Cavar un túnel requeriría
paciencia, planificación y mano de obra, lo cual abundaba en aquel lugar. En la
primavera de 1941, los británicos, los polacos y los franceses estaban trabajando en
túneles independientes en distintas zonas del campo sin informarse unos a otros.
Debajo de Colditz estaba librándose una competición secreta y no declarada.
Un equipo de excavadores franceses que incluía a Le Ray llegó a la torre del
reloj, situada en la esquina noroeste del patio; a principios de febrero habían cavado

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un hueco que penetraba tres metros en el sótano y desde allí empezaron a abrir un
túnel horizontal hacia el exterior, turnándose para trabajar de noche, utilizando
fragmentos de un somier metálico y esparciendo los escombros en las buhardillas.
Entre tanto, los polacos estaban trabajando en un túnel situado al otro lado del patio
para conectar con el alcantarillado del castillo.
A Pat Reid se le ocurrió algo parecido. «Me sentía atraído por las alcantarillas»,
escribió. En la cantina de la planta baja, donde los prisioneros formaban cola para
comprar los pocos productos que ofrecía, había una gran tapa de alcantarilla. Una
tarde, aprovechando una distracción del sargento alemán, Reid y otro oficial
levantaron la tapa e hicieron un reconocimiento rápido: en una dirección, la
alcantarilla conducía al patio y conectaba con otra poza, pero hacia el oeste describía
una curva de algo más de cinco metros en dirección al muro exterior, donde quedaba
bloqueada por una pared de piedra. Detrás había un triángulo de césped con una
balaustrada a un lado y una caída de nueve metros hasta la carretera que salía del
parque. Siguiendo el ejemplo polaco, los británicos ya habían fabricado una llave que
abría el anticuado cierre de palanca de la puerta que llevaba de sus alojamientos al
patio, situada a los pies de la escalera. Si podían entrar en la cantina sin ser vistos,
pensó Reid, tal vez podrían hacer un agujero en la pared situada al final de la cloaca,
construir un túnel horizontal debajo del pequeño césped y luego otro vertical hasta
atravesar la hierba. Después, los fugitivos podrían descolgarse por el parapeto
utilizando sábanas, pasar junto a las dependencias de los alemanes, trepar el muro de
cuatro metros que había en el parque y dirigirse al bosque. Si ocultaban la abertura
del túnel con una trampilla de madera desmontable cubierta de hierba, los alemanes
quizá no encontrarían la salida tras la primera fuga y podría utilizarse de nuevo. Si un
equipo de excavadores lograba entrar de noche y cerrar la puerta de la cantina,
podrían trabajar hasta el amanecer sin interrupciones. La pereza es la madre de todos
los vicios, y el padre Platt llegó a la conclusión de que el túnel de Reid era una
actividad saludable que merecía su bendición: «Les llevará un par de meses
trabajando dos o tres horas cuando se hayan apagado las luces».
Aprovechando un descuido del guardia de la cantina, «tomaron prestada» su llave
del cajón de la mesa, la hundieron en una pastilla de jabón y volvieron a dejarla en su
sitio. Solo tardaron unos días en hacer un duplicado con un trozo de somier metálico.
Unos compinches estaban observando desde las plantas superiores poco después de la
medianoche cuando de la escalera británica salieron cuatro hombres, atravesaron los
diez metros de patio sin ser vistos y entraron en la cantina. Fue necesaria una semana
de excavación nocturna para perforar el muro de algo más de un metro situado al
final de la alcantarilla. Al otro lado, el terreno consistía en una arcilla pegajosa de
color amarillo.
Entonces estuvo a punto de sobrevenir una calamidad, la prueba de que un intento
de fuga podía dar fácilmente al traste con otro. A mediados de marzo, dos polacos
entraron en la cantina sin conocimiento del túnel que estaban construyendo los

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británicos bajo sus pies y empezaron a serrar los barrotes de las ventanas que daban al
tramo de hierba. El ruido atrajo a un centinela y fueron descubiertos. Más tarde, los
alemanes instalaron un gran foco orientado hacia el césped. En adelante, aquel rincón
oscuro del castillo se iluminaría cada noche como el escenario de un teatro.
Cavar un túnel manualmente es una tarea ardua y agotadora que requiere enormes
reservas de perseverancia, una cualidad que, como muchas otras, estaba repartida de
forma desigual entre los prisioneros. «Cavar túneles no estaba hecho para mí»,
reconocía Alain Le Ray, el francés inconformista. «Me impacientaba demasiado. Yo
quería algo rápido que pudiera ejecutar solo».

El patio donde paseaban los prisioneros durante el día estaba demasiado abarrotado
para hacer ejercicio. Sin embargo, la Convención de Ginebra estipulaba que los
reclusos debían disponer de «instalaciones para practicar ejercicio físico y estar al
aire libre», así que los alemanes erigieron dos recintos en el parque rodeados por
vallas de dos metros: uno grande para correr y caminar y una jaula más pequeña para
jugar al fútbol o rugby. Dos o tres veces por semana se autorizaba el «paseo por el
parque», cuando los prisioneros que querían ejercitarse (y no todos lo hacían) se
reunían en el patio y eran contabilizados concienzudamente antes de pasar por
delante de la Kommandantur, enfilar un camino zigzagueante, cruzar el riachuelo y
entrar en los recintos del parque. El paseo por el parque era «un acto formal con un
toque de amenaza», pero «marcha» es una palabra demasiado ordenada para una
situación que a menudo era caótica, lo cual empeoró a medida que crecía la población
de Colditz. El recuento de prisioneros se efectuaba dentro y fuera del patio, a su
llegada y a su salida del parque, un procedimiento laborioso que los prisioneros más
indisciplinados hacían todo lo posible por alterar. Los presos nunca llevaban la misma
ropa, no formaban filas ordenadas y se negaban a caminar en línea recta,
«dispersándose en las esquinas, dándose empujones en la entrada, señalando,
gritándose unos a otros y tirando cosas al suelo». El proceso era una ofensa para el
sentido del orden de Eggers y brindó a Alain Le Ray su oportunidad.
Al final del camino que conducía al parque había un edificio ruinoso conocido
como la caseta de la terraza, que se utilizaba para guardar material. Poco antes de
Semana Santa, durante el paseo por el parque, Le Ray se percató de que la puerta
había quedado entreabierta. Tras confiárselo únicamente a otros dos oficiales, reunió
material para la fuga: ropa civil, un mapa del sistema ferroviario alemán y unos
cuantos Reichsmarks que obtuvo intercambiando tabaco con un guardia.
El día de Viernes Santo, Le Ray se puso un abrigo por encima de unas prendas
civiles hechas a mano y se unió a la multitud que se dirigía al parque para ver un
partido de fútbol. A su regreso, cuando doblaron la esquina situada junto a la caseta
de la terraza, el hombre que llevaba detrás le quitó el abrigo a Le Ray mientras este
trepaba la ladera y salía por la puerta. Después se tumbó en el suelo, jadeando e

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intentando oír si lo estaban siguiendo, pero solo había silencio: «Ni gritos, ni
persecuciones ni perros». En el castillo, dos cómplices simularon una pelea. Debido a
la confusión, los alemanes erraron el recuento y la ausencia de Le Ray pasó
desapercibida. Al caer la noche, el francés echó a correr en dirección al muro exterior.
Al aire libre se sentía peligrosamente desprotegido: «El parque era como un gran ojo
que me observaba». Le Ray trepó el muro y se adentró en la arboleda.
Después de caminar ocho kilómetros llegó a la ciudad de Rochlitz, donde subió a
un tren rumbo a la cercana Penig y gastó el dinero que le quedaba en un billete a
Zwickau, situada ochenta kilómetros más al sur. Allí se escondió en la furgoneta del
guardia del siguiente tren que partiría de la estación. Veinticuatro horas después de
escapar de Colditz se encontraba en Núremberg, donde el Partido Nazi había
organizado mítines multitudinarios para celebrar el ascenso de Hitler al poder. Le Ray
no tenía un centavo y estaba congelado, hambriento y en el mismísimo corazón del
Reich. Aquella noche esperó en un callejón. Al ver a un hombre solitario, salió de
entre las sombras, le asestó dos puñetazos que lo dejaron inconsciente, le quitó el
abrigo y la cartera y volvió a desvanecerse en la oscuridad. Según reconocía, fue «un
robo brutal contra un civil», que justificó como «autodefensa en una situación de
guerra». El robo también aumentó la presión: si era apresado, se enfrentaría a la pena
de muerte.
El dinero robado le sirvió para comprar un billete de tren a Stuttgart y luego otro
hasta la frontera suiza, situada más al sur. Como alpinista, Le Ray tenía intención de
entrar en Suiza escalando la parte oriental de los Alpes, pero, tras cinco días huyendo,
empezaba a flaquear. En lugar de eso, se dirigió a Singen, donde la frontera era
extensa y llana. Al salir de la estación y poner rumbo a la frontera atravesando un
bosque denso fue visto por una patrulla alemana. Tras una persecución frenética, Le
Ray logró darles esquinazo subiéndose a un árbol. Consciente de que los guardias
fronterizos estarían en alerta máxima, volvió a la estación de Gottmadingen, la última
parada alemana antes de que el tren pisara territorio suizo. Comprar otro billete era
inviable, así que Le Ray se escondió entre la maleza que había al final del andén. El
tren de las 23:30 procedente de Singen se detuvo a solo tres metros de donde
permanecía oculto. El guardia miró a un lado y otro del andén desierto, hizo sonar el
silbato y se dio la vuelta. En ese instante, Le Ray cruzó las vías por delante de la
locomotora, subió a la parte delantera, se hizo un ovillo entre los faros y se agarró
con fuerza.
«El maquinista aceleró y el tren inició la marcha en medio del aire fresco de
aquella noche de primavera», escribió Le Ray, que se sentó en el enganche de los
parachoques con los pies colgando a solo unos centímetros de los raíles. Ahora que
había olvidado el miedo y el agotamiento, el francés sintió una intensa oleada de
«esperanza y orgullo» mientras el tren ganaba velocidad. «Dejamos atrás las luces
rojas del puesto de guardia enemigo, pasamos por debajo del puente y entramos en
Suiza». Le Ray solo había estado cuarenta y seis días en Colditz.

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La fuga de Le Ray provocó una gran alegría entre los prisioneros y la correspondiente
avalancha de recriminaciones e investigaciones por parte de las autoridades alemanas.
Aquello era una prueba de que huir, hasta el momento una posibilidad teórica, era un
objetivo real y factible. Los alemanes habían construido una prisión a prueba de fugas
y un francés había escapado a las siete semanas de su llegada. El Kommandant
impartió a sus oficiales una feroz reprimenda: «Un solo prisionero nos ha dejado en
evidencia». Berlín quería respuestas y, como todas las tiranías, alguien a quien culpar.
«¿Quién era el responsable? ¿Había recibido su castigo?». Llevaron perros
rastreadores, pero no sirvió de nada. Eggers llegó a la errónea conclusión de que el
alpinista francés había trepado por los tejados y bajado por un pararrayos de treinta
metros. Los alemanes colocaron más alambre de espino alrededor de las chimeneas,
apostaron guardias en el patio interior las veinticuatro horas del día e instalaron focos
más potentes. Le Ray, ya a salvo en Suiza, describió su huida al cónsul francés. Este
informó a los británicos, que dieron parte a Londres. El Directorado de Prisioneros de
Guerra, perteneciente al Departamento de Guerra, empezó a interesarse más por el
campo de máxima seguridad de Oflag IV-C.
La huida de Le Ray había sido una iniciativa en solitario que sus superiores
ignoraban por completo y solo conocían otros dos presos. No solo había individuos
planificando fugas, sino que las distintas nacionalidades estaban trazando planes que
se solapaban, entraban en conflicto y podían ser mutuamente contraproducentes. Los
diferentes planes para cavar túneles se debilitaban unos a otros. Una noche, mientras
los británicos trabajaban en su túnel, los alemanes organizaron un recuento sorpresa,
una de las nuevas medidas de seguridad impuestas por el Kommandant, y
descubrieron que faltaban cuatro hombres. Para el Appell matinal, los excavadores de
la cantina habían reaparecido, lo cual desconcertó y enfureció a los alemanes, que
iniciaron un registro intensivo del castillo y descubrieron el túnel que estaban
construyendo los franceses en la base de la torre del reloj. El intento de fuga de los
polacos en la cantina ya corría peligro por culpa del túnel británico, que a finales de
marzo se estaba aproximando al centro del césped. Entonces llegó un nuevo revés.
Otros dos oficiales, franceses en esta ocasión, fueron descubiertos cuando intentaban
salir por la ventana de la cantina. Ahora Eggers estaba al acecho: «No nos fiábamos
de esa cantina». Los alemanes levantaron la tapa de la alcantarilla, pero no
encontraron nada sospechoso, ya que los excavadores habían construido un falso
muro con escombros argamasados con barro que parecían reales. Eggers ordenó
asegurar la tapa con cierres nuevos (que los prisioneros aflojaron antes de que se
afianzaran), cambió el candado de la puerta de la cantina y, lo peor de todo, puso
vigilancia permanente en el césped que había frente a la ventana, precisamente donde
debían abrir la salida del túnel. Las excavaciones quedaron suspendidas.

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Los intentos de huida solapados y la competencia por los túneles demostraron la
clara necesidad de un grado mínimo de coordinación y colaboración. Se creó un
comité internacional de fugas con una serie de principios fundamentales: los
individuos tendrían que obtener permiso de su superior antes de intentar escapar y,
posteriormente, los altos mandos de cada nacionalidad se informarían entre sí. Como
muchas iniciativas de enlace internacional, sobre el papel era buena idea, pero en la
práctica resultaba problemática. El secretismo era el pilar esencial de cualquier huida.
Obviamente, había que impedir que los alemanes tuvieran conocimiento de ello, pero
también los competidores, que podían intentar robar una idea, y posibles espías y
soplones que podían acechar entre la población de la cárcel. «La mayoría de los
fugitivos no querían compartir su idea hasta el último momento», escribió Reid. En
cualquier caso, la psicología francesa se rebeló contra esa conformidad. «Éramos
demasiado individualistas para aceptar ese sistema», recordaba un oficial francés.
«Lo hacíamos entre nosotros y no nos gustaba contarle nada a nadie». Siempre que
surgía un nuevo plan, los polacos, que llevaban más tiempo en el castillo que ningún
otro grupo, insistían en que se les había ocurrido a ellos primero. Pero, con el tiempo,
los lazos de confianza y familiaridad se fortalecieron entre los distintos grupos
nacionales y dentro de ellos, lo cual generó una mayor disposición a ayudar en los
planes de fuga de los demás siempre que ello no obstaculizara los propios. Igual que
los aliados en la guerra, los prisioneros estaban unidos aun siendo rivales y competían
entre ellos al tiempo que libraban una batalla contra un enemigo común.
En los confines íntimos de Colditz, ese enemigo resultaba cada vez más familiar.
En un campo de batalla, el oponente es anónimo. En una prisión tiene rostro, nombre
y personalidad. En lo más alto de la cadena de mando alemana se encontraba el
Kommandant, el Oberstleutnant (teniente coronel) Max Schmidt, un veterano del
ejército que respetaba las normas y raras veces se inmiscuía en la vida de los
prisioneros. Schmidt dejaba la gestión diaria del castillo a sus subalternos. Llevaba
una existencia doméstica con su esposa en un apartamento privado situado dentro de
la Kommandantur y solo salía para hacer declaraciones formales o imponer castigos.
Eggers lo describía como una «figura imponente» con «unos ojos grises y fríos» y
una «forma austera de ejercer su autoridad, un estilo incómodo pero efectivo».
El jefe inmediato de Eggers, el oficial superior del campo, era el Hauptmann
(capitán) Paul Priem, también exprofesor, aunque muy distinto. Priem era un
borracho considerado por los prisioneros «el único alemán con sentido del humor»,
aunque de una variedad punzantemente sutil. Eggers veía a su superior como una
persona «demasiado relajada», pero aun así le agradaba: «Un compañero simpático y
un personaje animado con querencia por la batalla, por la vida y por la botella…».
Como muchos alcohólicos, Priem podía pasar en un instante de la jovialidad a la furia
desbocada.
Priem era un «seguidor beligerante de Hitler», mientras que Eggers y otros
oficiales alemanes no sentían el menor interés por el fascismo, incluido el

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Kommandant Schmidt, que disuadía el debate político y nunca hacía el saludo nazi.
Esas diferencias de opinión política se reflejaban en las distintas actitudes hacia los
prisioneros: los más intransigentes mantenían que los intentos de fuga debían
castigarse con la fuerza, letal si era necesario; otros querían cultivar buenas relaciones
con los presos porque eran soldados igual que ellos. La brecha ideológica en la
guarnición alemana entre nazis y no fascistas, entre quienes se ceñían a las normas y
quienes se decantaban por la indulgencia, persistiría durante toda la vida del campo.
«No éramos un equipo armonioso», señalaba Eggers.
Los suboficiales alemanes, que habían ascendido en las filas de los reclutas, eran
los principales contactos entre prisioneros y guardias y recibían motes que con el
tiempo serían permanentes y conocidos por sus propietarios. Los dos brigadas eran
«Franz Josef» Rothenberger y «Mussolini», quien, como Il Duce, era gordo y
fascista. El Unteroffizier (sargento) Martin Schädlich, un detective infatigable, era
conocido como «La Fouine» (la comadreja) entre los franceses y como «Dixon
Hawke» entre los británicos, una referencia al popular sabueso de ficción de la época.
Los sagaces diarios de Schädlich ofrecen otra perspectiva a menudo ignorada sobre
Colditz, el punto de vista de los suboficiales alemanes.
Los apodos eran un indicativo de familiaridad que podía ser cruel, afectuoso,
jocoso, descriptivo o totalmente arbitrario. Adjudicar sobrenombres a los carceleros
disminuía su poder y los convertía en seres humanos a menudo ridículos. Los apodos
para los guardias de Colditz, conocidos colectivamente como «fisgones», incluían
Culogordo, Flojo, Bobo, Carapastel, Tigre, Queso, Cotilla, Hiawatha, Huevos, Tía y
Cabrón.
Eggers era con diferencia el oficial alemán más formidable. Mucho antes de que
los prisioneros empezaran a intentar salir del castillo, él estaba buscando maneras de
mantenerlos encerrados con un planteamiento sistemático, científico y
extremadamente eficaz. Los británicos le temían y desconfiaban de él, en especial Pat
Reid, que lo consideraba «astuto, competente y demasiado afable». Por la noche, a
Eggers le gustaba entrar en las estancias británicas para hablar inglés y recordar sus
tiempos en Cheltenham; pero detrás de aquella sonrisa estaba buscando pistas. La
animosidad hacia Eggers se alternaba con un fastidioso respeto. «Para nosotros
suponía un incordio porque era muy bueno en su trabajo», decía Kenneth Lockwood,
uno de los «Seis de Laufen». «Creía entender cómo funcionaba la mentalidad
británica y era bastante obsequioso en ese sentido». Los franceses lo llamaban
«Tartufo» por el personaje de la obra de Molière, el hipócrita más famoso de la
literatura francesa. Eggers creía que el nombre obedecía a su «costumbre de reprimir
cualquier reacción hostil o desagradable con una sonrisa un poco forzada y
vacilante». Se tomaba el apodo como un cumplido.
Además de su inteligencia y disciplina, Eggers había desarrollado un
temperamento sereno tras años de provocaciones por parte de sus alumnos. Poco
después de la llegada de los británicos hizo una observación a Guy German, el oficial

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superior británico, que parecía un desafío: «Caballeros, jamás les concederé el honor
de ponerme nervioso». Esa resolución se vio sacudida a diario durante los cuatro años
posteriores, y el oficial alemán era objeto de burlas despiadadas. Si huir era el
principal motivo de rivalidad en el campo, intentar que Eggers perdiera los estribos lo
seguía de cerca.
Cuando empezó a hacer más calor a finales de la primavera, Eggers notó que la
expectación iba en aumento, una inquietud que presagiaba más fugas. Pero sentía
cierto orgullo justificado: hasta el momento solo había huido un prisionero y los
alemanes habían logrado frustrar varios intentos de fuga. La seguridad mejoraba
continuamente. Entre los prisioneros había fugitivos experimentados, y cada semana
llegaban más desde otros campos, pero Eggers rezumaba confianza: «Los expertos
tenían que crear obras maestras absolutas para vencernos».

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El campo de los chicos malos

E L PRIMER recluso británico que rebasó los muros del castillo no lo consiguió por su
destreza, sino porque era excepcionalmente pequeño. El 10 de mayo llegó del pueblo
un grupo de prisioneros franceses de otros rangos para sacar viejos colchones de la
buhardilla y cargarlos en la parte trasera de un camión estacionado en el patio. Tras
una negociación apresurada, los británicos convencieron a los trabajadores de que
sumaran al teniente Peter Allan al cargamento.
Allan era uno de los «Seis de Laufen» y había llegado a Colditz en noviembre de
1940 con Pat Reid. Era un escocés alegre al que raras veces se veía sin su falda de
cuadros y, con su metro sesenta y tres, era uno de los prisioneros más bajos de
Colditz y, por tanto, uno de los más portátiles. Lo metieron en un colchón lleno de
paja putrefacta que luego cosieron y cargaron en el camión con otros dos jergones
encima. Su material para la huida consistía en un billete de cincuenta Reichsmarks,
un par de calcetines blancos y unos pantalones cortos con los que recordaba a un
miembro de las Juventudes Hitlerianas.
Cuando el vehículo franqueó la puerta, Allan tuvo que contener un fuerte
estornudo en su polvoriento escondite. Los jergones y el pequeño escocés fueron
descargados con poco esmero en un establo del pueblo. Allan bajó del camión, se
desempolvó y puso rumbo a la estación intentando parecer un joven nazi que había
salido a dar un paseo. Todavía faltaba una hora para el recuento nocturno. Allan, que
hablaba un alemán pasable, compró un billete a Viena, donde sabía que había un
consulado estadounidense. «No tenía documentación ni mapas, pero pensé que, si iba
a ver a los estadounidenses, que no participaban en la guerra, podrían ayudarme».
Aquella noche, mientras se acomodaba para dormir en los baños de la estación de
Ratisbona, los alemanes iniciaron una búsqueda a gran escala. En el establo
encontraron la funda del jergón y una ventana abierta.
Eggers admitió la derrota en su mejor inglés idiomático: «El pájaro ha volado».
A medida que pasaban los días sin noticias de la captura de Allan, la euforia en la
sección británica se tiñó de orgullo nacional por haber igualado el marcador con los
franceses. Allan había consumado una fuga improvisada sin preparación alguna.
¿Qué podría conseguirse con una planificación adecuada?
Dos semanas después, los británicos seguían celebrándolo discretamente cuando
llegó un nuevo prisionero que se convertiría en uno de los más famosos de Colditz,
un joven oficial con un agujero de bala en el costado y la furia de la ambición
frustrada en su corazón.
Airey Neave era ferozmente competitivo y, como ocurre a menudo con esa clase
de personas, bastante inseguro. A la postre, su ambición lo llevaría a la cumbre de la

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política británica y a una muerte prematura en un atentado terrorista. Aunque parecía
más joven, Neave tenía veinticinco años, unos ojos azules penetrantes y una risa
contagiosa, pero estaba más enfadado de lo que parecía. La guerra no estaba yendo
como él esperaba y eso le molestaba mucho. Tras su paso por Eton y Oxford, se había
alistado con la expectativa del honor militar, o al menos una muerte heroica y
temprana, pero acabó en un batallón poco glamuroso en el que iluminaba con focos el
cielo nocturno de Londres, un efecto que los oficiales de los regimientos de combate
tachaban de «bastante navideño». Meses después, durante la batalla de Calais, en
Francia, una bala perdida (probablemente británica) rebotó en el asfalto y le alcanzó
en el pecho: «Noté sangre cayéndome por la barriga debajo de la ropa». Lo que sintió
en aquel momento fue una irritación extrema. La bala no le había atravesado el
corazón por un centímetro. Después de arrastrarse unos metros perdió el
conocimiento. Al cabo de una hora, «un hombre corpulento con uniforme alemán y
un brazalete de la Cruz Roja» lo depositó cuidadosamente en una camilla. Neave fue
hecho prisionero tras haber disparado una sola bala a un avión de observación y errar
el blanco.
Después de intentar escapar del campo de prisioneros de Thorn, en Polonia, fue
trasladado a Colditz. «El gran dominio de los principitos estaba fuertemente
custodiado», escribió. «Los parapetos estaban llenos de alambre de espino y
ametralladoras […]. Sentía como si las almenas me rodearan y engulleran».
Aquel campo distaba bastante de los que Neave había conocido hasta el
momento. Para empezar, el oficial que lo recibió llevaba un polo naranja, unos
pantalones cortos harapientos y unos zuecos de madera. «Tuve la sensación de haber
entrado en un colegio para niños abandonados y descarriados», escribió, habitado por
«hombres excéntricos e inusuales». Sentado en el largo comedor degustando un
«banquete Tudor» a base de pan negro y estofado servido en cuencos de hojalata, su
estado de ánimo mejoró al ver que las conversaciones giraban en torno a la huida.
Estimulado por «un sentido de la injusticia [que] cicatriza el espíritu» y lo que él
describía como su «impaciencia histérica», Neave oscilaba entre el entusiasmo y el
mal humor. Escribió con honda emoción sobre la tristeza que a veces amenazaba con
devorarlo. «Para sí mismo, el prisionero de guerra es digno de compasión»,
aseguraba. «Cree haber sido olvidado, medita sobre las causas de su captura y no
tarda en convertirse en un aburrimiento para él mismo y para sus amigos, relatando
incansablemente la historia de su última resistencia». Allí se encontraba entre almas
gemelas inquietas y sabía que planificar una fuga sería el antídoto para la depresión
que acechaba bajo sus fanfarronadas.
Neave llegó justo cuando revivía el túnel de la cantina gracias a una nueva arma
en el arsenal de los reclusos: los sobornos. Algunos guardias de la prisión estaban
dispuestos a intercambiar huevos y café por chocolate y tabaco de los prisioneros, y
uno en particular había demostrado ser un comerciante entusiasta con voluntad de ir
un paso más allá. Algunas noches, el centinela ocupaba el pequeño césped situado

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frente a la ventana de la cantina, donde supuestamente debía estar la salida del túnel,
así que llegaron a un acuerdo: a cambio de setecientos Reichsmarks, después del
recuento nocturno, a las 21:50 en punto, «miraría hacia otro lado» durante diez
minutos.
Ya de por sí una suma considerable, en Colditz, donde el dinero real era
infrecuente, representaba una pequeña fortuna. Pero si el gasto permitía sacar a una
docena de hombres de una tacada, estaría justificado. El plan sería comunal: un
equipo de falsificadores y sastres empezó a fabricar ropa civil, pases falsos y mapas
para los doce fugitivos designados (diez británicos y dos polacos, que hablaban mejor
alemán). El equipo estaría liderado por el coronel Guy German, pero Reid era el
principal impulsor y financiero y recaudó dinero de donde podía: traído por los recién
llegados, oculto en paquetes enviados desde casa u obtenido mediante trueques. La
mitad del soborno se le abonaría al centinela corrupto por adelantado y el resto se
lanzaría por una ventana tras la huida.
Neave aceptó vigilar desde una ventana de los pisos superiores, y el 29 de mayo a
las 21:30 estaba en su puesto observando al centinela corrupto recorrer el césped bajo
la luz de los focos. El guardia parecía extrañamente relajado, pensó Neave,
«indiferente a la tensión de aquella noche silenciosa». No podía decirse lo mismo de
los fugitivos, doce hombres sudorosos e intranquilos preparándose para una huida
masiva en el túnel.
Eggers y su cuadrilla de guardias armados también estaban nerviosos, acechando
justo detrás de un contrafuerte y «tan agitados como los prisioneros». Otros diez
vigilantes estaban preparados en la caseta. El centinela aparentemente corruptible
tenía todos los motivos para estar tranquilo, ya que había informado a Eggers de la
propuesta británica en cuanto se la hicieron. El Kommandant Schmidt ordenó que, en
lugar de cerrar el túnel, se atrapara a los fugitivos in fraganti. Era una emboscada.
«La tensión entre nosotros era increíble», escribió Eggers, a quien le preocupaba
que un guardia de gatillo fácil abriera fuego. Aun así, estaba disfrutando y describía
los hechos posteriores con el deleite de un profesor que va un paso por delante de sus
revoltosos alumnos: «El escenario estaba preparado y esperamos a los actores entre
bastidores. Pestañeábamos ante cualquier sonido. Se nos humedecían los ojos a causa
de la tensión. De repente hubo un movimiento en la hierba y distinguimos una línea,
una grieta, y se levantó un trozo de tierra […]. Luego aparecieron unas manos que
empujaban el césped y la estructura y vimos al capitán Reid». Eggers apuntó con la
linterna a los ojos de Reid y le ordenó que levantara las manos. El británico gritó a
los hombres que tenía detrás que dieran media vuelta, pero los guardias ya habían
irrumpido en la cantina armas en ristre.
«Al salir empezamos a reírnos a carcajadas», afirmaba Reid más tarde. Neave,
que estaba observando desde la ventana, no recordaba así el desenlace: «Los alicaídos
fugitivos fueron llevados a las celdas de aislamiento». Cuatro meses de cuidadosa
planificación, duras excavaciones y crecientes esperanzas no habían servido de nada,

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por no hablar de la pérdida de trescientos cincuenta Reichsmarks. El engañoso
guardia alemán fue recompensado con una medalla, un ascenso y una semana de
permiso. También le permitieron quedarse con el dinero que ya le habían pagado.
«Fue nuestro primer gran triunfo», alardeaba Eggers, «debido únicamente a la lealtad
de uno de nuestros hombres». Eggers fue ascendido a Hauptmann (capitán).
Al cabo de dos días y después de tres semanas a la fuga, Peter Allan entró
renqueante en Colditz, luciendo todavía los pantalones con los que había escapado,
ahora de un tono gris mugriento. Apenas podía hablar a causa del agotamiento.
Al llegar a Viena, el pequeño escocés se había presentado, andrajoso y muerto de
hambre, en el consulado estadounidense. «Soy un oficial británico huido», anunció al
asombrado funcionario. «He escapado de Colditz. Tengo los pies maltrechos y estoy
hambriento. No quiero un pasaporte. Solo quiero un billete de veinte marcos para
comprar comida, cerveza y un billete de tren hasta la frontera húngara. Ayúdeme, por
favor».
Estados Unidos aún no había entrado en guerra, pero muchos estadounidenses ya
apoyaban a los Aliados y, a pesar de los riesgos, algunos diplomáticos estaban
dispuestos a prestar ayuda. Aquel no era uno de ellos.
«No, ha cometido usted un error. Salga de aquí y olvide que ha venido. Este
consulado existe gracias a privilegios diplomáticos del gobierno alemán». Luego
añadió en un tono desagradable: «Al final le darán caza. Siempre lo hacen». Allan
salió del consulado, durmió una hora en un banco del parque y fue tambaleándose a
una comisaría de policía para entregarse.
Teniendo en cuenta que se había ido sin documentos, compañeros, material o un
plan realista, fue todo un logro que Allan anduviera libre veintitrés días y llegara
hasta Viena. En Colditz, pudriéndose durante el confinamiento en solitario, se sentía
avergonzado: «Al no conseguirlo decepcioné a otros fugitivos». Un objetivo común
podía ser una carga adicional, pero también un consuelo. Peter Allan tardaría otros
cuatro años en poner un pie fuera del castillo.
Aquel año hubo una ola de calor impropia de la temporada. Como dicta la
tradición, los británicos salieron corriendo a disfrutar del sol y se arrepintieron al
instante. «A diario, el patio estaba lleno de cuerpos relucientes y sudorosos en varias
fases de rojez, irritación y bronceado». Las quemaduras contribuyeron al mal humor.
Estar encarcelado era difícil en invierno, pero aún más en verano, cuando el sol
centelleaba en el Mulde y el calor azotaba el frondoso bosque que tenían debajo. Dos
días después del ignominioso regreso de Allan se produjo la desaparición de un
segundo oficial francés, que se había escondido durante el paseo por el parque y
había trepado el muro. Los polacos, en cambio, estaban teniendo tan poca suerte
como los británicos. Durante los primeros seis meses de 1941, una docena de
oficiales polacos emprendieron al menos siete intentos de huida, entre ellos uno desde
las celdas de aislamiento. Todo quedó en nada, aunque un alto mando consiguió
llegar a la Polonia ocupada por los nazis para ser capturado nuevamente.

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El 25 de junio, al volver del parque, una hilera de oficiales británicos se cruzó con
una mujer que llevaba una blusa a cuadros. No solía haber mujeres en Colditz, pero,
en ocasiones, las esposas de los altos mandos alemanes salían de los alojamientos
para matrimonios (un edificio aparte situado fuera de la Kommandantur) para
visitarlos. Además, algunas mujeres de la zona trabajaban en la lavandería y las
cocinas. Aquella mujer era de mediana edad, baja y fornida y llevaba un sombrero de
ala ancha y unos zapatos recatados. Pero al menos era una mujer y, por tanto, fue
recibida con silbidos de admiración, que ella ignoró sin inmutarse. Al dejar atrás al
grupo, se le cayó un reloj de pulsera y un oficial de la RAF lo recogió: «Señorita, se
le ha caído esto». La mujer no pareció oírlo y siguió caminando hasta doblar la
esquina. A continuación, el oficial se lo entregó a un guardia, que salió corriendo tras
ella, le dio el reloj y la miró fijamente. Al observarla más de cerca vio que la Fräulein
era el teniente Émile Boulé, un oficial francés calvo de cuarenta y cinco años con
peluca y falda. A los británicos les pareció un ejemplo de valentía desafortunada y el
episodio les resultó divertido. A los franceses no.

Colditz reflejaba, y en algunos aspectos exacerbaba, las características de la sociedad


británica. Muchos prisioneros seguían respetando las arraigadas distinciones de
estatus, rango y clase que imperaban en su país. Algunos altos mandos, como Airey
Neave, el exalumno de Eton, habían estudiado en colegios privados importantes y
miraban por encima del hombro a sus homólogos de escuelas menores, mientras que
otros no habían asistido a colegios privados y, por tanto, eran tratados con
condescendencia por quienes sí lo habían hecho. La mayoría de las veces, la
solidaridad nacional ocultaba pequeñas gradaciones de nacimiento y educación, pero
a medida que fueron llegando más oficiales británicos, los clubes informales se
volvieron más exclusivos y el esnobismo y los resentimientos más marcados. Francis
Flinn, inevitablemente apodado «Errol», por el actor de Hollywood, era un oficial de
la RAF que había ascendido en la jerarquía y observaba esas divisiones de clase con
una mirada irónica: «Había cierto lenguaje típico de la escuela privada: “Ese es
wykehamista, ese es un hombre de rugby”». El padre Platt afirmaba que en Colditz no
había nadie que se considerara «de una pasta diferente al resto», pero cuando la
prisión fue llenándose, empezaron a aflorar los diferentes estratos de la clase británica
de manera cada vez más clara.
La mayor división social en la prisión —y la única de una importancia real— era
entre altos mandos y ordenanzas: los hombres de rango forzados a la ociosidad por
las normas de confinamiento en tiempos de guerra y quienes trabajaban para ellos. El
cuerpo de oficiales de Colditz era predominantemente de clase media alta o alta; casi
todos los ordenanzas eran hombres de clase obrera con poco aprendizaje formal. En
las circunstancias normales de la vida militar, el contacto entre soldados rasos y altos
mandos estaba estrictamente regulado por la tradición, el rango y la obediencia. Los

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oficiales dictaban órdenes, que eran transmitidas a las tropas por los suboficiales y
luego obedecidas. Un ordenanza podía servir a un oficial durante años sin que ambos
llegaran a conocerse. Pero en un campo de prisioneros, la distancia entre los oficiales
y otros rangos era menos estructurada; ahora vivían todos juntos, aunque en
dependencias separadas, una experiencia desconocida e inquietante para ambos. La
informalidad de Colditz contribuyó a la erosión de la deferencia tradicional. Saludar
se antojaba extraño cuando alguien llevaba bata y zuecos. Para complicar aún más las
cosas, los ordenanzas oficialmente trabajaban para los alemanes, no para los
británicos, y tenían que obedecer a ambas partes. Pero, como en el resto de la
sociedad, los viejos hábitos de obediencia empezaban a erosionarse: a algunos
ordenanzas no les gustaba trabajar para otros prisioneros, con independencia de su
superioridad de rango y estatus. La guerra de clases británica estaba enconándose y,
en verano de 1941, degeneró en un conflicto abierto.
Las quejas empezaron con un irlandés llamado Doherty, «un rebelde que intentó
agitar a los demás ordenanzas», según John Wilkins, un tripulante de submarino que
se negó a participar en la campaña. Liderados por Doherty, los ordenanzas
protestaron por tener que limpiar lo que dejaban unos oficiales desordenados y
exigentes. Por su parte, los oficiales consideraban que no estaban tratándolos con el
debido respeto. Al padre Platt lo indignó especialmente aquella amenaza al orden
establecido y se quejó de que los ordenanzas monopolizaban los lavamanos e
inodoros. A Reid también le molestaba la sedición entre los otros rangos: «Las
habitaciones estaban sucias, las insolencias eran frecuentes y, a menudo, dos de ellos
hablaban en voz alta de “revolución” y “parásitos”». Cuando arreció el calor, la
rebelión empezó a cocerse a fuego lento y acabó hirviendo. A mediados de junio, los
ordenanzas se declararon en huelga, con la excepción de Solly Goldman, que estaba
en la enfermería y jamás habría participado en semejante rebelión, Wilkins y dos
más. Guy German seguía en aislamiento tras la huida frustrada en el túnel de la
cantina, así que la tarea de reprimir el «motín» recayó en el siguiente oficial de mayor
rango, un pomposo comandante naval que reunió de inmediato a los ordenanzas
alborotadores y se dirigió a ellos «como si hablara desde el puente con el almirante
detrás de él». Los ordenanzas declararon que «solo aceptarían órdenes de los
alemanes» y se fueron. A Doherty le prohibieron entrar en los aposentos de los
oficiales, cosa que se negaba a hacer de todos modos. Fue un enfrentamiento extraño,
un desafío directo a la relación tradicional entre señores y sirvientes, entre oficiales y
otros rangos, que obligó a los contrariados altos mandos a turnarse para «poner y
quitar mesas, barrer suelos y demás». Doherty, el líder rebelde, se enfrentó al fiel
Wilkins. «Tenía a un par que lo apoyaban», recordaba Wilkins más tarde, «y decían
que por qué tenían que trabajar para los oficiales cuando eran prisioneros igual que
ellos. Estuvimos a punto de llegar a las manos». A la postre, el motín se apagó.
Algunos ordenanzas volvieron al trabajo y otros, incluido el cabecilla, fueron
enviados a Stalags y llegaron sustitutos, pero quedó un residuo de desconfianza. Para

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Eggers, el incidente brindó una nueva perspectiva sobre el sistema de clases británico
y una oportunidad que podía aprovechar.
Los franceses eran casi igual de conscientes de las distinciones de clase, pero con
divisiones añadidas en relación con la política y la raza. A finales de junio, el
continente judeofrancés consistía en unos ochenta oficiales, que incluían a Robert
Blum, un pianista de música clásica e hijo del ex y futuro primer ministro francés
Léon Blum, y a Elie de Rothschild, un oficial de caballería y descendiente de la
dinastía bancaria. Algunos judíos franceses estaban confinados en Colditz porque
eran de buena cuna, pero, como señalaba Pat Reid, «la mayoría de los judíos estaban
allí por el mero hecho de ser judíos», lo cual convertía lo acaecido después en algo
aún más repugnante. Algunos altos mandos franceses exigieron que sus compatriotas
judíos fueran segregados de los gentiles y retenidos en otra zona del castillo.
Intuyendo un posible golpe propagandístico, los alemanes aceptaron de buen grado y
los judíos franceses fueron trasladados a una buhardilla abarrotada que
inmediatamente fue bautizada como «el gueto». Muchos británicos se mostraron
consternados al descubrir que algunos franceses compartían el antisemitismo de los
alemanes. Igual que su país, los franceses ya estaban divididos entre quienes ansiaban
unirse a Charles de Gaulle y luchar contra los nazis y los oficiales que apoyaban al
régimen colaboracionista de Vichy. En julio, las relaciones anglofrancesas se agriaron
aún más por la noticia del ataque británico a la flota de Vichy en Mers-el-Kébir, en la
costa de Argelia. Los partidarios de Vichy colgaron un gran cartel de Pétain en sus
habitaciones.
A Airey Neave lo enfureció especialmente el destierro de los judíos franceses. «El
comportamiento de los demás oficiales en un campo de prisioneros fascista me
pareció indignante», escribió. «Entre los que fueron señalados por los oficiales
franceses de origen ario para someterlos a una persecución especial estaba el hijo de
Léon Blum». Para demostrar solidaridad con los judíos, los británicos los invitaron a
cenar en su comedor. Allí, Neave pronunció el primer discurso político de su vida
ante los prisioneros judíos del gueto y denunció la discriminación racial. El discurso
del futuro político fue «recibido con aplausos» y, a partir de entonces, cada semana
asistía a «cenas espléndidas preparadas por un cocinero judío experimentado». Había
sido un episodio desagradable. Incluso a Eggers lo avergonzaba el trato a los judíos,
pero afirmaba, de manera poco convincente, que «preferían estar todos juntos».
La gran discusión por los judíos seguía latente cuando se añadió un ingrediente
importante a la mezcla internacional con la llegada de sesenta y ocho neerlandeses,
en su mayoría oficiales de las fuerzas coloniales de las Indias Orientales
Neerlandesas que entraron en Colditz en perfecto orden regimental. Unos quince mil
soldados neerlandeses fueron capturados durante la invasión alemana de los Países
Bajos, pero casi todos habían sido puestos en libertad tras firmar la promesa de no
participar más en la guerra. Los recién llegados se habían negado a hacerlo.

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Los neerlandeses eran el tipo de reclusos favoritos de Eggers. «Eran prisioneros
modélicos. No tenían ordenanzas, pero limpiaban sus habitaciones ellos mismos. Su
disciplina era impecable y su comportamiento en los recuentos ejemplar. Siempre
iban vestidos elegantemente». En resumen, los neerlandeses se comportaban como
deberían hacerlo los británicos. Pero, como no tardó en descubrir Eggers, eran igual
de deutschfeindlich y deseaban fugarse tanto como los otros prisioneros. Asimismo,
eran muy organizados y especialmente hábiles abriendo cerraduras. Muchos hablaban
alemán. Sus uniformes eran casi idénticos en forma y diseño a los de la Wehrmacht,
una similitud que resultaría excepcionalmente útil. La cortesía era una tapadera. «Los
alemanes nunca sabían si ocurría algo con los neerlandeses», escribía Pat Reid con
admiración. «Su comportamiento siempre era él mismo». Al cabo de unos días, el
contingente neerlandés estaba planificando su primera fuga bajo el liderazgo del
capitán Machiel van den Heuvel, un hombre de aspecto imperturbable con un talento
especial para parecer aburrido e inocuo a la vez que planificaba espectaculares
argucias. Reid veía en «Vandy» a un alma gemela.
Una noche de finales de junio, el jefe de estación de la cercana Grossbothen llamó
a la centralita de Colditz para preguntar si faltaba un prisionero. Una hora antes había
llegado un hombre y había intentado comprar un billete para Leipzig con un billete de
cincuenta Reichsmarks obsoleto. Llevaba un elegante traje civil y monóculo. «No
puede ser alemán», dijo el jefe de estación.
Pierre Marie Jean-Baptiste Mairesse-Lebrun, oficial de la caballería francesa,
aristócrata, jinete olímpico, campeón de polo y poseedor de la Légion d’honneur y la
Croix de Guerre, era con diferencia el prisionero más elegante de Colditz. El francés,
una figura exquisita con unos ojos penetrantes, el cabello peinado hacia atrás y un
uniforme siempre impecable, «daba la impresión de sentirse especialmente cómodo
en el Bois de Boulogne y los Champs Elysées», escribió Platt. El atractivo Mairesse-
Lebrun también se sentía fuera de lugar en Colditz y no tenía intención de quedarse
allí ni un momento más de lo que fuera necesario. Se había hecho el traje civil con un
caro pijama de franela enviado desde París. El pañuelo de cuello era Givenchy. En un
gesto de arrogancia, el francés se negaba a explicar cómo había escapado del castillo
(se había escondido en las vigas de otro edificio del parque que estaba vacío) y fue
condenado a veintiún días en aislamiento.
Dos semanas después, Mairesse-Lebrun y otros oficiales que se encontraban en
las celdas de aislamiento fueron conducidos al recinto del parque para realizar su
ejercicio diario escoltados por tres centinelas alemanes, un alto mando y un
suboficial. El oficial de caballería deslumbraba incluso con ropa de deporte:
pantalones de correr, camiseta de manga corta con unos pliegues perfectos, una
coqueta cazadora de cuero sin mangas, guantes y zapatillas con gruesas suelas de
goma. Debajo de la camiseta llevaba envueltos en un pañuelo treinta Reichsmarks, un
paquete de azúcar, chocolate, jabón y una cuchilla. El teniente Mairesse-Lebrun no
pensaba darse a la fuga sin afeitarse antes.

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Durante una hora, Mairesse-Lebrun y sus compatriotas jugaron a la pídola, o
saute-mouton (el salto de la oveja). Luego, el teniente Pierre Odry fue hacia la zanja
situada junto a la valla para orinar, se dio la vuelta, apoyó la espalda y ahuecó las
manos. Mairesse-Lebrun fue corriendo hacia él y puso el pie en el estribo, Odry lo
impulsó y el francés saltó elegantemente, como un purasangre enfrentándose al
último obstáculo en la Gran Carrera de París. Agachado y avanzando en zigzag, fue
corriendo hacia el muro del parque mientras los centinelas abrían fuego. Mairesse-
Lebrun calculaba que los guardias solo tenían tres balas cada uno, así que eran nueve
en total. Cuando llegó al muro, se puso a correr de un lado para otro «como un
conejo» mientras los guardias disparaban a una distancia de setenta metros y las balas
rebotaban en la mampostería. Cuando los guardias pararon para recargar, Mairesse-
Lebrun trepó el muro de piedra y echó a correr hacia el bosque. Caminando tres días
bajo la lluvia llegó a la ciudad de Zwickau, situada a ciento diez kilómetros. Allí robó
una bicicleta y recorrió la amplia Autobahn en dirección a la frontera suiza, «con el
torso desnudo bajo el sol, como un alemán de vacaciones». Por el otro lado de la
autopista, las tropas se dirigían al frente oriental. Operación Barbarroja, la invasión
alemana de la Unión Soviética, había comenzado. Después de cinco días pedaleando,
los últimos ochenta kilómetros solo con las llantas, ya que los neumáticos se habían
derretido, Mairesse-Lebrun llegó a Singer, cerca del lugar en el que, tres meses antes,
Le Ray había entrado en Suiza a bordo de un tren. Un policía alemán le dio el alto y
entabló conversación, que Mairesse-Lebrun zanjó dejándolo inconsciente con el
bombín de la bicicleta y corriendo hacia el bosque. Totalmente desorientado,
deambuló entre los árboles hasta que en un claro vio a una chica que se dirigía a una
casa con un cubo de leche en la mano.
—No temas —le dijo—. Soy oficial francés. ¿Estoy en Suiza o en Alemania?
La lechera sonrió.
—Pero monsieur, soy suiza. Está usted en Suiza.
En la celda de Mairesse-Lebrun en Colditz, los alemanes encontraron su equipaje
preparado y una etiqueta: «Si lo consigo, les agradecería que me hicieran llegar mis
posesiones personales a la siguiente dirección […]. ¡Que Dios me asista!». En un
gesto extraordinario de cortesía en tiempos de guerra, los alemanes satisficieron su
petición: el elegante ropero de Mairesse-Lebrun llegó a Orange poco después que él.
Eggers estaba impresionado: «Por su absoluta locura y su osadía calculada, creo
que la huida triunfal del teniente de caballería francés Pierre Mairesse-Lebrun nunca
se verá superada». Los alemanes añadieron un metro más de alambre de espino a la
parte superior de la valla que rodeaba la jaula de ejercicio.
La noticia de la exitosa fuga de Mairesse-Lebrun fue motivo de alegría en la
sección francesa. Ya habían escapado tres franceses en solitario, cada uno de ellos
siguiendo un plan propio cuya existencia no conocía casi nadie. Ese patrón no se le
pasó por alto a Airey Neave.

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Su conclusión fue que la principal debilidad del castillo no era arquitectónica,
sino humana. Cada uno a su manera, los franceses que lograron escapar habían
engañado a sus carceleros. No habían intentado perforar una roca sólida. «Los
fugitivos», afirmaba, «deben aunar su ingenio contra un elemento más frágil: los
propios alemanes».
Todos los que entraban en el patio interior de Colditz, tanto soldados como
trabajadores alemanes, recibían un disco numerado de latón que devolvían al salir.
Neave pensó que, si obtenía ese rudimentario pase y fabricaba un uniforme alemán
suficientemente creíble, podría salir por la puerta sin problemas. Una vez superado el
patio interior había tres centinelas más: en la entrada del patio exterior, debajo de la
torre del reloj y en una última puerta que daba acceso al puente del foso. Después
tendría que llegar a la frontera suiza, situada a seiscientos cincuenta kilómetros.
Neave empezó a crear su equipo de fuga.
A finales de julio, la población de la cárcel superaba los quinientos oficiales, de
los cuales en torno a la mitad eran franceses, además de ciento cincuenta polacos,
sesenta y ocho neerlandeses y más o menos el mismo número de británicos. Más de
la mitad del campo estaba ocupada y exudaba energía contenida. Aquel verano, los
intentos de fuga alcanzaron su clímax. «Apenas pasaba un día sin algún incidente»,
escribió Reid. El oficial de fugas británico comparaba su papel con el de un
entrenador deportivo que organizaba a sus jugadores en una competición que requería
un entrenamiento riguroso, el material adecuado y una dedicación absoluta. Disputar
ese partido estaba muy bien y Reid nunca permitía que decayeran los ánimos, pero
también sabía que, a menos que los británicos cosecharan una victoria, y pronto, la
moral del equipo podía desmoronarse por completo.

Los alemanes descubrieron un túnel polaco en la capilla y otro de dos metros de


profundidad que salía de las celdas de los franceses. Según Eggers, en los cuatro años
posteriores encontrarían al menos veinte túneles en construcción. Dos oficiales, uno
francés y otro polaco, fueron descubiertos intentando esconderse en un refugio
antiaéreo situado en el sótano de la caseta de la terraza al volver del parque. Dos
franceses estaban a punto de llegar a la estación de Leisnig cuando fueron
interceptados: se habían colado por la rejilla de un conducto de aire, habían
descendido cuatro pisos utilizando sábanas atadas, se habían puesto brazaletes
amarillos como los que llevaban los trabajadores y habían salido por la puerta del
parque. Un capitán polaco serró los barrotes de su celda de aislamiento, situada junto
a los arcos del patio, se descolgó con una sábana, cayó seis metros y se rompió el
tobillo. Después fue cojeando hasta la frontera suiza, donde fue apresado. Dos
oficiales británicos intentaron salir del parque poniéndose los chalecos con esvásticas
que solían lucir los miembros de las Juventudes Hitlerianas, pero fueron descubiertos
al no pronunciar «Heil Hitler» de manera convincente.

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Los británicos centraron sus esfuerzos en lo que vendría en llamarse el túnel del
retrete. La Sala Larga, donde comían muchos oficiales británicos, daba a los lavabos
del segundo piso de la guarnición alemana. Por la noche, el único soldado de servicio
en aquella zona de la Kommandantur era un telefonista que llevaba auriculares. Si los
excavadores perforaban la pared de cuarenta y cinco centímetros, podrían entrar en
las dependencias alemanas vestidos de peones y luego salir. Aunque lo consideraba
inútil, Neave participó en la construcción del túnel «para evitar un tedio que podía
llevarte a la locura». El 31 de julio a la hora del almuerzo, doce fugitivos se reunieron
en la Sala Larga con monos de trabajo hechos con mantas y se introdujeron en la
abertura.
Una vez más, los alemanes estaban esperando. El plan estuvo condenado desde el
principio, ya que el telefonista fue al lavabo y oyó ruidos. «Dejadlos que caven»,
ordenó el Hauptmann Priem. «Eso los mantendrá ocupados y felices». Los alemanes
hicieron un agujero en la puerta situada frente al lavabo y apostaron a un centinela
(que llevaba unas silenciosas pantuflas).
Frank «Errol» Flinn fue el primero en salir del túnel. Se encaramó a la cisterna,
abrió la puerta del lavabo y dobló la esquina. «Cuando quise darme cuenta tenía una
pistola en la espalda.» «Hände hoch!», le ordenó un sonriente Priem. «Por aquí,
caballeros». Los doce fueron llevados a las celdas de aislamiento y les confiscaron
abundante material para la fuga: documentación falsa, mapas, brújulas, comida,
dinero y ropa civil. Los prisioneros aunaban sus aptitudes especializadas dentro de los
grupos nacionales y, en menor medida, entre ellos: cómo abrir candados, falsificar
documentos y tejer ropa civil y uniformes militares creíbles. Pat Reid diseñó
«equipos de fuga» individuales para los oficiales británicos que incluían mapas
trazados a partir de originales y un poco de dinero alemán. «Los oficiales tenían sus
especialidades y proporcionaban gran cantidad de artículos», escribió Reid. Pero los
alemanes también compartían todo cuanto averiguaban.
Reinhold Eggers, un obseso de la pedagogía que siempre daba instrucciones con
una pizarra metafórica, trataba la prevención de fugas como una rama de la lógica:
por cada huida, exitosa o no, había una contramedida; cada brecha en la seguridad del
castillo podía corregirse a posteriori hasta que el lugar fuera inexpugnable; cada
material de fuga que descubrían, ya fuera fabricado dentro del castillo o introducido
clandestinamente, ofrecía otra pista sobre los métodos de la prisión. Con pedante
precisión, Eggers reunió todos los artículos confiscados en una habitación cerrada e
hizo llamar a Johannes Lange, el fotógrafo del pueblo, para que creara un archivo
visual de las distintas técnicas de fuga. Algunos prisioneros incluso aceptaron ser
fotografiados reinterpretando sus tentativas. Eggers creó mapas de las rutas de los
túneles y recopiló un álbum de recortes con anotaciones. Era el «Museo de Colditz»,
el centro educativo de lo que Eggers denominaba la «Academia de Fugas». También
era una herramienta de propaganda utilizada para impresionar a los dignatarios

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alemanes que visitaban el campo con los éxitos de la guarnición a la hora de
mantener confinados a los prisioneros más difíciles.
Volvieron a extremarse las medidas de seguridad con más centinelas en la zona de
ejercicio, que los alemanes llamaban «el redil», y un escuadrón de perros guardianes
alsacianos alojados en casetas en la parte sur del foso. Los prisioneros que salían a
pasear por el parque debían hacerlo con los abrigos desabrochados para que no
pudieran ocultar material para fugas. En el muro del parque se instaló una puerta que
permitía a los guardias salir rápido si alguien intentaba escapar en aquella dirección.
Se efectuaban más registros y de manera más irregular. Había un equipo de
despliegue rápido, o «comando antidisturbios», que podía actuar inmediatamente en
cualquier parte del campo en caso de problemas.
Eggers leía con avidez las páginas de Das Abwehrblatt (Noticias de seguridad),
una revista interna para los guardias alemanes que describía los intentos de fuga y las
últimas medidas para impedirlos. «Era una lectura fascinante», escribió Eggers, que
se convirtió en uno de los colaboradores habituales de la revista. Estudiando la
psicología de las fugas, llegó a la conclusión de que los prisioneros también estaban
formulando una metodología. Por ejemplo, al elegir los disfraces, intentaban «ser
visibles de una manera normal en lugar de intentar pasar desapercibidos mostrándose
nerviosos». Obviamente, apresar a alguien que pareciera «normalmente visible» sería
complicado. Pero ¿adónde era más probable que se dirigieran los prisioneros huidos?
Leipzig era la ciudad grande más próxima y tenía enlaces ferroviarios en todas
direcciones. La comisaría de policía de la ciudad recibió una lista completa de
prisioneros con números de identificación y fotografías. Las celdas de aislamiento del
castillo estaban llenas de fugitivos capturados, así que requisaron más espacio en la
cárcel del pueblo. La frecuencia de las fugas iba en aumento, pero no así su éxito.
«Éramos los mandamases», alardeaba Eggers en el verano de 1941.

En la guerra, el arma más valiosa es el conocimiento, y en la batalla cada vez más


intensa entre prisioneros y guardias, los neerlandeses introdujeron el equivalente a un
arma secreta: cómo cruzar la frontera alemana hasta Suiza.
El teniente Hans Larive había sido capturado en Amsterdam y encarcelado por
rehusar someterse al mandato alemán. A finales de 1940 escapó de un campo
provisional y fue apresado de nuevo en un tren cerca de Singen, en la frontera suiza.
Larive, sospechoso de espionaje, fue trasladado al cuartel local de la Gestapo e
interrogado por un furioso oficial de las SS que parecía un «toro enorme» y amenazó
con pegarle un tiro. Larive insistió en que no era espía, sino un oficial de la armada
neerlandesa protegido por la Convención de Ginebra. En ese momento, la actitud del
«toro» cambió abruptamente. En su día había trabajado de cocinero en un hotel de
Amsterdam. Le caían bien los neerlandeses y empezó a darle conversación. ¿Por qué
Larive había intentado cruzar la frontera en tren en lugar de a pie?

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—No sabía cómo cruzar la línea defensiva —repuso Larive, que no era espía,
pero se le daba bien arrancar información a los incautos.
—¿Línea defensiva? —dijo el «toro» con desdén—. Vaya tontería. Podría haber
pasado sin problemas.
El oficial de las SS, que se había soltado de la lengua, desplegó un mapa. De
todos modos, Alemania habría ganado la guerra en Navidad y aquel neerlandés no
intentaría fugarse más. ¿Qué daño podía hacer demostrar la superioridad de sus
conocimientos geográficos?
Con un dedo grueso, el oficial señaló un punto en el que Suiza se adentraba
trescientos metros en territorio alemán, el denominado saliente de Ramsen. El lugar
era fácil de encontrar, explicó, porque había una casa cerca del final del bosque y una
curva cerrada más allá. En la carretera, cuatrocientos metros más adelante, había un
camino a la izquierda que llevaba directamente a Suiza. «No hay ninguna defensa».
Larive transmitió tan inestimable información al oficial de fugas neerlandés, el
capitán Machiel van den Heuvel. Con espíritu de solidaridad, «Vandy» compartió el
secreto con el comité internacional de fugas. El descubrimiento accidental que había
hecho Larive gracias a un oficial estúpidamente parlanchín de las SS sería el material
de fuga más valioso en Colditz, una puerta trasera desprotegida en Suiza.
En gran medida, huir dependía del engaño. Si podían ocultar a los alemanes una
fuga exitosa, aunque fuera solo unas horas, los fugitivos tendrían más posibilidades
de salir. Si, por otro lado, los prisioneros podían esconderse dentro del castillo, los
alemanes acabarían dando por hecho que esos individuos habían escapado, lo cual les
daría tiempo para huir más tarde sin causar alarmas. Se dedicaba un enorme ingenio a
convencer a los alemanes de que unos prisioneros no habían escapado cuando sí lo
habían hecho y a hacerles creer que se había producido una fuga cuando no era así. El
recuento podía distorsionarse de varias maneras: un oficial que había sido
contabilizado en un extremo de la fila podía pasar por detrás de sus compañeros y
aparecer al otro lado; por el contrario, un oficial pequeño podía esconderse sobre los
hombros de otro tapado con un abrigo, con lo cual faltaría una persona en el recuento.
Los polacos habían instalado un panel deslizante entre dos habitaciones de sus
dependencias; si informaban de que tenían a cuatro hombres enfermos en cama y no
podían asistir al recuento, se enviaba a un guardia alemán a comprobarlo. El guardia
vería a dos hombres en una habitación y a otros dos en la contigua, sin darse cuenta
de que eran los mismos, que se habían colado por la medianera «como conejos» y se
habían echado las sábanas por encima de la cabeza mientras el alemán iba de una
habitación a la otra. Esas artimañas no siempre funcionaban, pero a menudo servían
para confundir a los alemanes, lo cual prolongaba el recuento y brindaba un tiempo
muy preciado a los fugitivos. Los neerlandeses incluso crearon dos réplicas de
prisioneros con cabeza de arcilla, capas largas y botas colgantes que podían
mantenerse erguidas entre dos oficiales durante los recuentos. Los maniquíes fueron
bautizados «Max» y «Moritz» por los chicos desobedientes de la historia alemana en

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verso escrita por Wilhelm Busch. Un oficial británico comentó que los neerlandeses
se alineaban como «músicos en una caja de juguetes», y el propio Eggers señalaba
que «en los recuentos estaban quietos como maniquíes». A veces, ello obedecía a
que, en efecto, dos de los neerlandeses lo eran.
La tarde del 16 de agosto, un oficial neerlandés llamado Gerrit Dames estaba
apoyado en la valla de la jaula de ejercicio viendo a sus compatriotas jugar a una
versión del rugby en la que se formaban muchas melés. Tranquilamente, hizo un
agujero en el alambre, pasó al otro lado y echó a andar hacia los árboles. Cuando
había recorrido la mitad de la pendiente, los centinelas lo vieron, hicieron sonar los
silbatos y se descolgaron los rifles del hombro. «¡Corred, corred!», gritó Dames en
dirección al bosque y levantó las manos. Los alemanes les ordenaron que formaran
una fila y los llevaron de vuelta al castillo, donde un recuento desveló que faltaban
dos: probablemente habían escapado antes que Dames y habían llegado al bosque sin
ser vistos.
En aquel momento, los dos desaparecidos estaban temblando semidesnudos,
hundidos hasta el cuello en el agua estancada de una alcantarilla situada en medio de
la jaula de ejercicio. Eran Hans Larive, que había descubierto la ruta de Singen para
entrar en Suiza, y Francis Steinmetz, otro oficial de la armada neerlandesa.
Durante las sesiones de ejercicio, Van den Heuvel, el oficial de fugas neerlandés,
había visto en medio de la jaula una gran tapa de madera cerrada con dos pernos. El
neerlandés organizó una lectura de la Biblia alrededor de la alcantarilla, quitó los
pernos y la abrió. El agujero no llevaba a ninguna parte y el olor era repulsivo, pero
tenía tres metros de profundidad y espacio para dos hombres. Las tuercas y los
tornillos fueron medidos cuidadosamente y reproducidos con cristal pintado. El 16 de
agosto, los jugadores de rugby neerlandeses formaron una melé encima de la
alcantarilla, quitaron la tapa, bajaron a Larive y Steinmetz y volvieron a cerrarla con
las tuercas y los tornillos falsos. En la húmeda oscuridad, ambos oyeron los silbatos y
los gritos ahogados mientras Dames llevaba a cabo la maniobra de distracción. Siete
horas después, cuando ya había oscurecido, salieron. «Levantamos la tapa de madera
y rompimos el falso perno de cristal, recogimos los fragmentos e insertamos el de
verdad. Dejamos la tapa preparada para volver a utilizarla». Al amanecer llegaron a la
estación de Leisnig y compraron billetes para Dresde.
En el castillo, el pánico invadió a la guarnición alemana. Larive y Steinmetz se
habían esfumado junto a otros cinco oficiales neerlandeses. Dos ya se habían
escondido en la alcantarilla cuarenta y ocho horas antes de la fuga sin que nadie
hubiera reparado en su ausencia y otros tres permanecían ocultos dentro del castillo.
Los alemanes emprendieron otra cacería.
Desde Dresde, Larive y Steinmetz viajaron a Núremberg haciéndose pasar por
trabajadores inmigrantes. El momento más complicado llegó cuando se escondieron
en un cementerio y descubrieron que era popular entre los jóvenes para mantener
encuentros amorosos, así que decidieron unirse, «emitiendo fuertes ruidos para imitar

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besos apasionados». Dos días después cruzaron la frontera suiza por el punto que el
«toro» de las SS había revelado a Larive. Al cabo de cuatro meses fueron
interrogados por el espionaje británico en Londres y, para su asombro, les presentaron
a la reina exiliada Guillermina de los Países Bajos, una «mujer de sesenta y un años
menuda, rechoncha y mal vestida», pero la viva imagen de la resistencia neerlandesa
al dominio nazi. «Le transmitimos un mensaje de lealtad de los oficiales que estaban
en Colditz», escribió Steinmetz. «Después de la audiencia, nos metimos en el bar de
al lado y pedimos una bebida fuerte».
Los dos neerlandeses que habían utilizado la misma ruta de salida dos días antes
fueron descubiertos, al igual que los tres que seguían escondidos en el castillo, pero
otros dos lograron escapar por la alcantarilla un mes después. «Nos enfrentábamos a
una brecha desconocida en nuestras defensas», escribió Eggers, cuya confianza se vio
gravemente dañada. Tardaron cuatro meses en descubrir el agujero. «Uno de nuestros
centinelas más observadores vio a una multitud de prisioneros concentrada sin motivo
aparente alrededor de una tapa de alcantarilla del redil». Dentro había un polaco y un
oficial británico, ya que los neerlandeses habían compartido generosamente la ruta
con las otras naciones. El agujero fue cerrado permanentemente con cemento, pero
los neerlandeses lideraban el marcador de fugas. «Habían escapado cuatro oficiales
neerlandeses en seis semanas», escribió Eggers, decepcionado por que el contingente
neerlandés, en apariencia tan pulcro y cortés, estuviera tan decidido a escapar como el
resto de sus cautivos. Siguiendo el tradicional mantra del profesor, lo habían
decepcionado, habían decepcionado a la escuela, pero, sobre todo, se habían
decepcionado a sí mismos.

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Burlas

A IREY NEAVE, un joven con muchísima prisa, dio los últimos retoques a su disfraz. A
cambio de una ración mensual de chocolate de la Cruz Roja, había conseguido una
guerrera polaca de color caqui, bastante parecida a un uniforme alemán y pintada con
pintura para decorados originalmente destinada al fondo de árboles de una
producción teatral. Un servicial sastre polaco le cosió unas charreteras de tela verde
oscuro y una insignia de estaño plateada para el bolsillo delantero. Neave añadió unos
pantalones de la RAF, una gorra checa teñida de verde, ribetes blancos y un águila y
una esvástica de cartón. Completó el conjunto con unas botas militares compradas a
un ordenanza polaco y una vaina de bayoneta hecha de madera y prendida a un
cinturón de cartón.
Neave se estaba precipitando. No parecía un soldado alemán, sino un extra del
coro de una ópera cómica de Gilbert y Sullivan.
El uniforme casero era más verde guisante que gris de campaña, y bajo la luz
emitía un brillo un tanto excesivo. A Pat Reid, el oficial de fugas, no le impresionó el
atuendo, pero dio permiso para que la huida siguiera adelante. Un trabajador alemán
fue sobornado con tabaco para que entregara su disco identificativo de latón. Neave
consiguió un mapa de la frontera suiza hecho de seda, una tarjeta de identificación
falsa, un poco de dinero y una pequeña brújula que guardó en un objeto que no sabía
especificar pero que describió como «un misterioso envase con forma de caja de
puros de unos seis centímetros de longitud» que cabía justo en el recto del futuro
parlamentario conservador de Abingdon. El artilugio se convertiría en un elemento
indispensable de los equipos de fuga, una manera de esconder objetos valiosos en los
cacheos, salvo los más intrusivos, y una fuente inagotable de humor escatológico.
El 23 de agosto, Neave asistió al caluroso recuento nocturno llevando un abrigo
británico por encima del disfraz y una considerable cantidad de material de fuga en el
trasero. En cuanto terminó, un compañero le quitó el abrigo y Neave se caló la gorra,
se situó detrás de los guardias alemanes y fue hacia la puerta de manera tan briosa y
militar como permitía la situación.
«Tengo un mensaje del Hauptmann Priem para el Kommandant», dijo antes de
mostrar el disco identificativo de latón. El guardia le permitió salir del patio interior.
Neave siguió caminando, pero cuando hubo dado apenas veinte pasos, alguien gritó:
«Halt!». Neave se dio la vuelta. A la luz de los arcos voltaicos, la gorra «brillaba
como una esmeralda» y segundos después estaba rodeado de guardias. El oficial al
mando se puso furioso: «Esto es un insulto al ejército alemán. Será ejecutado». Los
alemanes no parecían tan ofendidos por el intento de fuga como por el disfraz
absurdo que había utilizado y que «al parecer consideraban una afrenta al uniforme».

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Momentos después llegó el Kommandant Schmidt, observó a aquella figura de
«pantomima navideña» enfundada en un «uniforme alemán de cabaré» y resopló.
«Qué impertinencia. Lleváoslo a las celdas», ordenó.
Seguramente por primera vez en su vida, Neave fue objeto de escarnio. Llamaron
a Lange para que fuera desde el pueblo a fotografiar a aquel extraño elfo militar con
su uniforme verde. Los guardias iban a reírse y mirarlo «como si fuera un animal
recién capturado». El uniforme fue incluido en el museo. En el recuento nocturno, un
Hauptmann Priem de lo más divertido hizo una broma que fue traducida al francés, el
polaco y el neerlandés: «El Gefreiter [cabo] Neave será enviado al frente ruso».
Neave pudo oír las carcajadas desde su celda.
El episodio avergonzó a Neave. La batalla de Colditz en parte era una cuestión de
estatus y dignidad, y él había regalado una victoria fácil a los alemanes, que con tanta
frecuencia eran objeto de mofas. «Reduje la fuga a una farsa ridícula, a una escena de
vodevil», reflexionaba. Y, sin embargo, durante los veinte segundos transcurridos
desde que salió del patio hasta el grito del centinela, había experimentado un
«exquisito alivio del alma», una oleada de «intenso placer» y un momento transitorio
de libertad pura y sincera. «Era como una droga, y muy adictivo», escribió más tarde.
Neave estaba enganchado.

Al recordar después de la guerra, los prisioneros de Colditz sentían la obligación


colectiva de hacer que la experiencia del encarcelamiento pareciera emocionante e
incluso divertida. Sin duda hubo episodios de gran euforia y momentos de humor,
como la fuga absurdamente fallida de Neave. Pero, en gran parte, la vida de un
prisionero de Colditz era espectacular, desmoralizadora y casi insoportablemente
aburrida. A diferencia de los prisioneros de otros rangos, los oficiales ni siquiera
podían trabajar para olvidarse de la cautividad. No había nada que hacer, lo cual
significaba que la mayoría hacían muy poco. Algunos leían libros o intentaban
mejorar o entretenerse de otras maneras, por ejemplo, con producciones teatrales y
conciertos. Algunos, como Reid y Neave, se pasaban las veinticuatro horas del día
formulando y perfeccionando planes mientras otros jugaban a las cartas, escribían a
sus seres queridos, soñaban con su hogar, se masturbaban a escondidas y cocinaban
nuevas recetas utilizando las provisiones de la Cruz Roja.
Un porcentaje desproporcionado del tiempo lo pasaban pensando en comida, uno
de los pocos aspectos de su vida susceptibles a la adaptación y la invención. Las
cocinas alemanas de Colditz ofrecían el grueso de la nutrición de la cárcel, muy
variable en cuanto a cantidad y calidad: una quinta parte de una barra de pan negro
(Roggenbrot) al día, o cinco rebanadas finas, pequeñas cantidades de azúcar,
margarina y grasa, que algunos creían que provenía de los caballos, sopa aguada a
mediodía y una ración estrictamente limitada de patatas. Todo ello se complementaba
con paquetes de alimentos que brindaban posibilidades culinarias más imaginativas.

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La mayoría comían juntos en «comedores» seleccionados por ellos. Planificar y
preparar la cena se convirtió en una gran preocupación y en una distracción
importante. Los ordenanzas cocinaban para los altos mandos, pero los de menor
rango se turnaban para cocinarse unos a otros. Al final, los paquetes de la Cruz Roja
incluían exquisiteces como mantequilla de cacahuete, pudín de arroz, chocolate,
salchichas, carne uruguaya en conserva de la marca inglesa Fray Bentos, leche en lata
y queso. Pero casi todas las provisiones eran básicas. Una cena típica podía consistir
en una loncha de jamón u otra carne enlatada con puré de patatas, aderezada con un
cubo Marmite y galletas trituradas, y preparada en una cacerola de latón. «Las
raciones alemanas eran bastante inadecuadas por sí solas y las provisiones de la Cruz
Roja cubrían las carencias nutricionales. Desde luego, nos salvaron de la
desnutrición», decía un exprisionero. En fases posteriores de la guerra, los presos de
Colditz estarían mucho mejor alimentados que sus captores.
La frustración del encarcelamiento hallaba expresión de varias maneras, de las
cuales la más obvia era llevar a los captores alemanes al borde de la histeria. El
objetivo de aquellas tomaduras de pelo era que los guardias se sintieran incómodos y
desconcertados y, por tanto, que parecieran tontos. Si un alemán perdía los estribos o
el honor, los prisioneros se anotaban una pequeña pero valiosa victoria moral. Eggers
sabía que los prisioneros intentaban molestarlos de todas las formas posibles. No
obstante, si lo llevaban demasiado lejos, un guardia podía recurrir a la violencia.
Cada nación tenía métodos diferentes para irritar a los guardias. Los polacos
simplemente fingían que los alemanes no estaban allí y, si los tocaba sin querer un
vigilante, iniciaban un elaborado proceso de limpieza, como si los hubiera rozado un
leproso. Los franceses desarrollaron una manera de cantar durante los recuentos, a
contrapunto y sin mover los labios:

Où sont les Allemands?


Dans la merde!
Qu’on les y enfonce?
Jusqu’aux oreilles!

¿Dónde están los alemanes?


¡En la mierda!
¿Los hundimos?
¡Hasta las orejas!

Pero los británicos elevaron las burlas a la categoría de arte. Muchos oficiales habían
asistido a escuelas privadas y estaban muy versados en una competición de
superioridad psicológica que era a un tiempo sumamente sofisticada y absolutamente
pueril. Las mofas competitivas a menudo se producían durante los recuentos y podían

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consistir en abucheos, silbidos, pedos, hablar en un inglés que los alemanes no
pudieran entender e interrumpir el recuento deliberadamente para que tuviera que
repetirse. Algunas técnicas más extremas incluían tejer mientras desfilaban, hacerse
cortes de pelo raros y quedarse mirando los botones de la bragueta de un oficial
alemán hasta que este se incomodaba y se sentía obligado a comprobar que estuvieran
abrochados. Las ventanas altas que daban al patio ofrecían oportunidades para lanzar
cosas a los guardias y esconderse sin ser visto: bombas de agua, bolas de nieve,
periódicos en llamas y, en ocasiones, paquetes de excrementos. Los enfrentamientos
normalmente eran jocosos, pero a veces deliberadamente amenazadores. La
insubordinación podía degenerar en sabotajes. La comida que les sobraba a los
prisioneros se utilizaba para alimentar a los cerdos del pueblo. En una ocasión,
descubrieron que contenía cuchillas.
Otra técnica era adoptar comportamientos extraños, por ejemplo, jugar al billar
inglés imaginario o pasear a un perro inexistente. En una broma célebre, los
prisioneros empujaron pequeños guijarros con la nariz por el patio de la cárcel. El
juego no tenía otro objeto que desestabilizar a los guardias y lograr que prohibieran
una actividad totalmente absurda y benigna, cosa que hicieron.
La ropa era otra manera de expresar resistencia. Eggers se indignaba por el
atuendo de los oficiales británicos para el Appell matinal: «En pijama, sin afeitar, con
zuecos y pantuflas, fumando, leyendo libros o poniéndose lo primero que
encontraban cuando salían de la cama». Muchos aún llevaban los restos de los
uniformes con los que habían sido capturados. Los escoceses llevaban falda. Por el
contrario, en fechas señaladas como el cumpleaños del rey, los prisioneros
procuraban lucir uniformes «irreconociblemente elegantes» con botones y hebillas
relucientes.
«La indisciplina estaba a la orden del día y a menudo se traducía en insolencia
personal o, cuando menos, en estudiada tosquedad», escribió Eggers, que nunca
superó el contraste entre la educación de los ciudadanos de Cheltenham y la extrema
grosería de sus compatriotas en Colditz. «No creo que esa actitud hacia nosotros
tuviera otro propósito que permitir a los prisioneros dar rienda suelta a sus
represiones».
La mayoría de los altos mandos británicos toleraban las tomaduras de pelo porque
las consideraban travesuras y una manera de desahogarse, pero algunos, incluido el
padre Platt, las veían como un comportamiento degradante e infantil que reforzaba la
sensación de superioridad de los alemanes y daba a las autoridades una excusa fácil
para imponer castigos colectivos, como suspender los privilegios deportivos. Las
burlas a los guardias eran tremendamente absurdas, pero también un apoyo
psicológico que permitía a unos hombres indefensos humillar y provocar a sus
captores. Los guardias solían ser más mayores y, gracias a ello, los jóvenes
prisioneros imaginaban que estaban mofándose de los profesores del internado. Esas
mofas aliviaban la tensión, ya que la ansiedad aumentaba por momentos en los

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confines de Colditz y estaban apareciendo grietas en ámbitos como la nacionalidad, la
raza y la clase social.
Los prisioneros reaccionaban al trauma mental y físico de la cautividad de
maneras muy diferentes: ira, resistencia y valentía, pero también abatimiento,
culpabilidad y conformidad. Algunos encontraban formas de divertirse y educarse,
otros mantenían la calma, seguían adelante y descubrían una especie de paz bajo
custodia enemiga y otros se ponían histéricos o perdían la cabeza.
Uno de los numerosos mecanismos de defensa era comportarse como si estar
encerrado en un sombrío castillo medieval con cientos de hombres aburridos, casi
todos de clase media, no tuviera nada de raro. Por supuesto, en realidad no había nada
ni remotamente normal en Colditz, un lugar aislado sin mujeres, trabajo, niños,
noticias, dinero, libertad o un futuro predecible. Tras menos de un año de existencia,
Oflag IV-C ya era uno de los lugares más extraños del mundo, impregnado de una
tristeza singular que los hombres trataban de ignorar. Algunas noches se oía un
escalofriante aullido de lobo desde las habitaciones de los franceses, un lamento sin
palabras que repetía una voz tras otra, proyectando su eco por las ventanas y
reverberando en los muros del castillo. «Después de aquellos exabruptos, los
franceses decían sentirse mucho mejor». El siempre positivo Pat Reid afirmaba que la
máxima del campo debía ser: «Ni un solo instante de aburrimiento». Pero eso decía
más de él que de Colditz. Un lema más acertado habría sido: «Extremadamente
tedioso, pero puntuado por momentos de emoción extrema y miedo paralizador».
En agosto de 1941, los polacos organizaron los primeros «Juegos Olímpicos de
Colditz». Los hombres podían sobrevivir sin mujeres, pubs o libertad, al menos por
un tiempo, pero no sin deporte, un elemento fundamental de la identidad masculina
entonces y ahora, una manera de mantenerse en forma, pero también de competir,
exteriorizar sentimientos y establecer lazos. Había partidos de rugby, hockey, críquet,
una forma viril de netball y combates de boxeo. El fútbol era el deporte más popular,
y la competición era feroz. Según escribió un prisionero, el deporte «era un bálsamo
contra el aburrimiento absoluto»: disputado con dureza, observado con avidez y
comentado hasta la saciedad. Con independencia de si los prisioneros eran
participantes o espectadores, el deporte ayudaba a que el tiempo pasara más rápido.
La Asociación Cristiana de Jóvenes envió material a través de la Cruz Roja,
incluyendo bates y pelotas. En los Juegos Olímpicos, las diferentes naciones
organizaban competiciones de fútbol, boxeo e incluso ajedrez, y ofrecían otro reflejo
del carácter nacional: «Los polacos eran muy serios, los franceses entusiastas y los
neerlandeses solemnes. Los belgas seguían el ejemplo de los franceses y los
británicos se lo tomaban a risa». Normalmente, los británicos animaban más a los
peores participantes y quedaban los últimos en todas las competiciones.
El patio interior de Colditz, oscuro, estrecho y adoquinado, no era apto para
ningún tipo de deporte existente, así que inventaron uno nuevo. Eton creó el «wall
game», el rugby se inventó en Rugby y, en el extraño ambiente de colegio privado

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que reinaba en el campo, los prisioneros idearon el «stoolball», un deporte
extremadamente violento dictado por la arquitectura y la atmósfera de Colditz y
practicado allí y en ningún otro lugar. El stoolball, un cruce de rugby y artes
marciales mixtas, consistía en lo siguiente: un hombre de cada equipo se sentaba en
un taburete en un extremo del patio y los equipos, con hasta treinta jugadores cada
uno, competían por derribarlo mientras llevaban la pelota utilizando todos los medios
posibles. No estaba permitido morder ni propinar patadas, pero casi todo lo demás sí.
Las protecciones eran opcionales. «Había una media parte cuando todos estaban
demasiado cansados para continuar». Aquello no era tanto un deporte como un
ejercicio de liberación de testosterona: «Si querías pegarle a alguien, jugabas contra
él a stoolball». Los dos equipos peleaban por todo el patio bajo la perpleja mirada de
los guardias, resbalando y golpeándose contra las irregulares piedras, a menudo con
el resultado de lesiones bastante graves. «Los alemanes estaban convencidos de que
los jugadores eran unos locos».

En septiembre llegó al campo una nueva remesa de prisioneros, entre ellos dos que no
se parecían en nada a los demás y serían tratados de maneras diferentes por razones
totalmente distintas: uno era el sobrino comunista de Winston Churchill y el otro era
indio.
Birendranath Mazumdar era médico, y muy bueno. Hijo de un distinguido
cirujano de la ciudad de Gaya, en el noreste de la India, era un brahmán nacido en el
apogeo del Raj británico, muy culto, con unos modales elegantes y unos gustos
exigentes. Con la cara redonda y una voz suave, Mazumdar hablaba un refinado
inglés, además de bengalí, hindi, urdu, francés y alemán. Nunca fumaba sin ponerse
guantes. Escribía con tinta verde en un grueso papel de carta azul celeste. Su familia
era propietaria de una extensa granja en Ranchi y una farmacia. De niño, su devota
madre insistió en que se sometiera a la Upanayana, la ceremonia hindú del «cordón
sagrado», un rito de iniciación que exigía ayuno y aislamiento. Su padre, más
anglicanizado y cuyos pacientes incluían a oficiales de la Compañía Británica de las
Indias Orientales, animaba al joven Biren a leer en voz alta The Times cada noche. El
chico se educó en escuelas de élite que imitaban el sistema educativo inglés y se crio
respetando un código de honor con un tono victoriano. «Deber, lealtad, moralidad y
sinceridad: cíñete a esos principios y no errarás», le había dicho su padre. Los
Mazumdar habían prosperado con el Raj, pero Biren acabaría convirtiéndose en un
fervoroso nacionalista indio que se oponía al gobierno británico en la India: «En mi
país había visto la superioridad de los británicos, la opresión». Era seguidor de
Mahatma Gandhi, el líder del movimiento de independencia india, y del nacionalista
radical Subhas Chandra Bose.
Mazumdar sonaba y se comportaba como un inglés, pero a muchos ingleses no se
lo parecía. Entre los indios era una figura digna de respeto, e incluso de grandeza, un

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hindú culto de casta alta perteneciente a una familia rica. Pero para la mayoría de los
hombres blancos era un indio más. En 1931 abandonó Gaya y puso rumbo a Londres
con la intención de ingresar en el Real Colegio de Cirujanos. «Para triunfar tendrás
que ser un diez por ciento mejor que el resto», le dijo Gordon Gordon-Taylor, el
pionero de la cirugía. El joven doctor indio era orgulloso, divertido, ambicioso, a
veces alborotador, solemne y ambivalente, producto de dos culturas distintas,
entrelazadas, solapadas y cada vez más incompatibles.
A pesar de su oposición al Imperio británico, cuando se declaró la guerra,
Birendranath Mazumdar salió en su defensa. Unos dos millones y medio de indios
sirvieron en el bando aliado durante el conflicto, en su mayoría como soldados
uniformados del ejército indio británico. Sin embargo, Mazumdar, que vivía en
Londres y recibió su instrucción en Gran Bretaña, se unió al ejército británico, que en
aquel momento aún era casi totalmente blanco. En septiembre de 1939 se presentó
voluntario al Cuerpo Médico, hizo un juramento de fidelidad al rey Jorge VI y fue
enviado a Francia con el rango de capitán, el único oficial no blanco del cuerpo y el
único alto mando indio del ejército británico. Fue destinado al 17.º Hospital de
Étaples como oficial médico general. En mayo de 1940, con las fuerzas alemanas
aproximándose, Mazumdar lideró un convoy de cuarenta ambulancias que
trasladaban a quinientos soldados heridos a Boulogne para intentar unirse a la
evacuación. A las afueras del pueblo de Neufchâtel, el camino estaba bloqueado por
veinte Panzers que abrieron fuego y alcanzaron a dos ambulancias. Mazumdar ayudó
a sacar a los supervivientes de los vehículos en llamas, ató un pañuelo caqui a su
bastón, lo sostuvo por encima de la cabeza y fue hacia los tanques alemanes. El
comandante era de lo más educado y hablaba inglés a la perfección: «Lo siento, pero
me temo que no podrán llegar a Boulogne. Y, por favor, no intenten escapar». Eran
unas palabras que Mazumdar oiría repetidamente en años posteriores.
Los prisioneros recorrieron ciento cincuenta kilómetros hasta Nijmegen, en la
frontera neerlandesa con Alemania, y luego fueron hacinados en una flotilla de
mugrientas barcazas de carbón con centenares de cautivos más. Durante dos días
surcaron lentamente los canales hasta llegar a Alemania mientras los excrementos
humanos se acumulaban a sus pies. Muchos de los cautivos estaban infestados de
piojos y sufrían disentería. Otra marcha de dos días los llevó hasta el campo de
prisioneros de Kassel, donde a Mazumdar le confiscaron sus pertenencias, entre ellas
una pitillera y un encendedor de oro, una pluma Parker, un lápiz, una bolsa médica y
una máquina de escribir. Un oficial alemán le ordenó que se afeitara la cabeza antes
del despioje, pero Mazumdar se negó, aduciendo que en la cultura hindú «solo te
afeitas la cabeza cuando fallece tu padre o tu madre. No me afeitaré la cabeza bajo
ninguna circunstancia». Ambos intercambiaron gritos y Mazumdar acabó siendo
arrastrado al barbero y más tarde a las celdas de aislamiento.
A Mazumdar no lo acobardó en absoluto aquella experiencia y durante el año
siguiente mantuvo conflictos permanentes con sus captores alemanes: se quejaba de

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unos suministros médicos inadecuados y de insuficiente comida, exigía leche fresca y
verduras para sus pacientes y denunció que los prisioneros llevaban ropa inapropiada,
con «pantalones rotos y botas sin suelas». La tuberculosis estaba por todas partes.
«Eres indio», le dijeron los alemanes. «¿Qué más te da que mueran unos cuantos
británicos?». Pero Mazumdar persistió y «las relaciones con las autoridades alemanas
fueron de mal en peor». Fue trasladado de un campo a otro, más de una docena en
total. Era una persona difícil y una anomalía. La minuciosa atención médica de
Mazumdar y su voluntad de enfrentarse a los alemanes deberían haberle granjeado el
aprecio de los otros prisioneros, pero siempre fue una criatura aparte, tratada con
desconfianza y a veces con absoluta discriminación. «Era el único indio en todos los
campos a los que iba», escribió. «El resto de los prisioneros eran ingleses o
neerlandeses. Había leído muchos libros sobre la primera guerra mundial y la
camaradería, que allí era del todo inexistente». Cuando llegaban los paquetes de la
Cruz Roja, Mazumdar no se beneficiaba de ellos. «Tenían comida, pero no la
compartían. Supuestamente eran gente que había recibido una educación. No podía
creerme lo que estaba viendo». Los otros prisioneros lo llamaban «Jumbo», un apodo
que detestaba, pero que no pudo cambiar. Probablemente era una referencia a Jumbo,
el elefante de circo victoriano que antaño había sido la atracción estrella del zoo de
Londres. Es posible que los prisioneros dieran por hecho que Jumbo era un elefante
indio y, por tanto, le pusieron su nombre al único prisionero de ese país. En realidad,
Jumbo era africano, pero para ciertas personas blancas, los elefantes, como los indios,
eran todos iguales.
En la ideología nazi, quienes no eran de raza blanca eran Untermenschen,
infrahumanos, pero, por razones políticas, los indios ocupaban una posición anómala
en la jerarquía racial fascista: había que tolerarlos, e incluso cortejarlos, si ayudaban a
la causa nazi. El pujante movimiento nacionalista de la India representaba una
amenaza directa para el poder británico. Desde el punto de vista alemán, Mazumdar
no solo era una rareza, sino una oportunidad. Varios miles de soldados del ejército
indio británico fueron capturados durante los combates en el norte de África. Si se
podía convencer a esos prisioneros y otros indios residentes en Alemania de que
colaboraran con los nazis, ello debilitaría al gobierno británico en la India, daría un
empujón a las fuerzas militares alemanas y supondría una importante victoria
propagandística. Mazumdar no ocultaba sus simpatías nacionalistas, así que los
alemanes se propusieron convencer al único oficial indio del ejército británico de que
cambiara de bando.
Poco después de su llegada al campo de Kassel, Mazumdar fue citado en la
oficina del Kommandant, donde lo esperaban un alto mando alemán «totalmente
calvo» y un joven indio. El alemán fue directo al grano y pidió a Mazumdar que
realizara una emisión radiofónica animando a otros indios a alistarse a una nueva
unidad militar para combatir a los británicos y acelerar el final del Raj: «Puede llevar
una buena vida si se une a nosotros y a sus compatriotas». El fascista William Joyce,

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conocido como «lord Haw-Haw», ya estaba emitiendo periódicamente desde Berlín,
prediciendo la victoria nazi y llamando a los británicos a rendirse. Aquel indio
bienhablado podía desempeñar un papel similar en la India alentando a sus
compatriotas a alzarse contra los británicos. Mazumdar se negó en redondo: «No
puedo hacerlo».
Entonces intervino el joven indio, que extendió sobre la mesa unas fotos de
Londres destruida por las bombas. «La guerra casi ha terminado», dijo. «Alemania ha
ganado y es una estupidez que sufra las penurias de un campo de prisioneros cuando
podría estar viviendo cómodamente y en libertad. Solo debe emitir para los
alemanes». Mazumdar se negó nuevamente y se lo llevaron de la oficina del
Kommandant.
En verano de 1941 fue entrevistado en el campo de Marienberg por un joven
oficial alemán. «¿Ha cambiado de parecer?», le preguntó. «¿Hablará por radio?».
Mazumdar volvió a negarse. «¿Al menos irá a Berlín?». Mazumdar negó con la
cabeza. «Pues irá de todos modos». Mazumdar repuso astutamente que, si se veía
obligado a viajar, como oficial debía disponer de un ordenanza que cargara con su
maleta. Forzado a llevar su propio equipaje «a punta de pistola», lo subieron a un tren
y lo escoltaron a un edificio de oficinas en Berlín, donde lo esperaba el oficial con
otro militar de mayor rango:
—¿Ha cambiado de idea sobre la retransmisión?
—No, y es más, me están atribuyendo una importancia que no poseo y ni siquiera
reclamo.
El oficial cambió de táctica:
—¿Cuándo fue la última vez que estuvo con una mujer?
Aquello indignó a Mazumdar:
—Si cree que puede comprar mi honor con una mujer, está muy equivocado.
Entonces intervino el otro oficial:
—Este hombre es deutschfeindlich.
—Son ustedes quienes mejor pueden juzgar eso —le espetó Mazumdar.
De vuelta en el campo, un furioso oficial alemán le dijo: «Nos ha causado
problemas y molestias allá donde ha ido. Es usted un traidor a su país». Cuando
Mazumdar se disponía a protestar, el oficial le asestó un puñetazo en la cara. En su
expediente añadieron la etiqueta roja que denotaba una actitud antialemana y
Mazumdar fue enviado a Colditz.
La noche del 26 de septiembre, el médico indio llegó al castillo, bañado en la luz
de los focos reflectores, una visión que «encajaría a la perfección en las páginas de
una novela de Bram Stoker». Mazumdar se volvió hacia el centinela y le preguntó en
alemán: «¿Dónde estoy?». El hombre se limitó a llevarse un dedo a los labios.
Birendranath Mazumdar fue conducido a una habitación vacía y lo encerraron
allí. «No sabía dónde estaba. Solo oí el ruido de la llave cuando se cerró la puerta. Me
sentía cuando menos abatido y perdido».

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Unos días antes, otro prisionero singular, un hombre de corta estatura y cabello
oscuro de unos veinticinco años, había llegado en coche a Colditz escoltado por dos
oficiales alemanes.
Giles Romilly era un civil, periodista y comunista que había sido capturado
mientras cubría la desastrosa campaña noruega para el Daily Express. Romilly fue
encerrado en Colditz por una sola razón: su madre era la hermana menor de
Clementine Churchill, la mujer de Winston Churchill. Para los alemanes, ese vínculo
familiar lo convertía en un prisionero de especial relevancia y en un activo
potencialmente valioso. Si no hubiera sido sobrino de Churchill, Romilly
probablemente habría sido repatriado a Gran Bretaña. En cambio, fue retenido como
una prenda útil, no tanto un prisionero como un rehén que podía ser intercambiado,
entregado por un rescate o utilizado para obtener concesiones del primer ministro
británico.
Ese cálculo se basaba en una premisa falsa. Churchill apenas conocía a Romilly, a
quien se refería vagamente como «el chico de Nelly», y lo que sabía de él
difícilmente le despertaría afecto. Giles y su hermano Esmond, igual de rebelde que
él, habían repartido panfletos comunistas cuando estudiaban en Wellington y
fundaron un periódico radical «para defender a las fuerzas del progreso ante las
fuerzas reaccionarias en todos los frentes». Giles se declaró pacifista y se negó a
ingresar en el Cuerpo de Instrucción de Oficiales. En 1934, el Daily Mail publicó un
artículo sobre los hermanos comunistas con el titular: «¡Amenaza roja en los colegios
privados! Moscú intenta corromper a los chicos». Giles informó desde España
durante la guerra civil mientras su hermano luchaba en las Brigadas Internacionales
contra los nacionalistas de Franco. En 1937, Válter Krivitski, un oficial de espionaje
soviético, desertó a Gran Bretaña y desveló al MI5 que los soviéticos habían
reclutado como espía a un joven aristócrata británico. Krivitski no recordaba su
nombre, pero sabía que había sido enviado a España por sus jefes rusos haciéndose
pasar por periodista y con órdenes de asesinar al general Franco. El servicio de
seguridad británico estaba convencido de que aquel comunista educado en colegios
privados y aspirante a asesino era Giles Romilly y lo sometió a vigilancia. La
corazonada del MI5 era errónea: el hombre reclutado por el espionaje soviético era
Kim Philby, que acabaría convirtiéndose en el espía más impopular de la historia
británica.
Romilly era un comunista acérrimo, sospechoso de ser agente soviético y una
vergüenza para su aristocrática familia. Pero, aunque no hubiera sido ninguna de esas
cosas, Winston Churchill jamás habría otorgado un valor especial a un prisionero por
el mero hecho de ser familia política. El primer ministro era demasiado astuto para
esos favoritismos. Los alemanes ignoraban eso y seguían convencidos de que ciertos
prisioneros de alta cuna o bien conectados poseían más valor que otros y, por tanto,
debían ser vigilados más de cerca.

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Romilly fue el primer miembro de un grupo al que los alemanes denominaban
Prominente —importantes—, individuos que, ya fuera por nacimiento o por posición
social, fueron reunidos en Colditz y sometidos a las medidas de seguridad más
estrictas. Los nazis veían a esos prisioneros VIP igual que un secuestrador a un
cautivo: objetos valiosos que pedían ser intercambiados o por los que se podía pedir
un rescate, a los que había que salvaguardar y, si ya no resultaban útiles, despachar.
Eran la mejor baza entre los prisioneros y no podían escapar bajo ningún concepto.
Los otros reclusos presenciaron la llegada de Romilly, un hombre «con cara de
niño y ojos azul claro que era lo menos parecido a su ilustre tío que cupiera
imaginar». Fue confinado en una celda al fondo de un largo pasillo de piedra en el
lado opuesto al patio con respecto a los británicos. «La sensación de encierro era
abrumadora», escribió. En el patio, «un grupo heterogéneo paseaba sobre los
adoquines como figuras en un dibujo de un psiquiátrico creado por Van Gogh». La
ventana tenía barrotes y el marco exterior estaba pintado de blanco para que los
guardias pudieran identificar de inmediato cuál contenía al prisionero más preciado
de Colditz. Era sometido a vigilancia las veinticuatro horas del día. Aunque a
Romilly le permitían mezclarse con otros prisioneros durante el día, su paradero era
verificado y anotado cada hora y por las noches permanecía encerrado con centinelas
apostados permanentemente en el pasillo en turnos de dos horas. Los guardias lo
vigilaban por una mirilla de la puerta y no le permitían salir del patio interior para dar
el paseo por el parque. «Desde el principio, esas precauciones me parecieron mala
señal», escribió.
Aquellas medidas de seguridad extremas estaban motivadas por el miedo. Las
órdenes del alto mando de la Wehrmacht eran explícitas: «El Kommandant y el
oficial de seguridad» responderían «del bienestar de Romilly con su cabeza» y debían
adoptar «cualquier medida excepcional» para garantizar que no escapara. Eggers
creía que la orden provenía del mismísimo Hitler. Romilly era otro «dolor de cabeza»
y suponía una amenaza directa para los propios carceleros. Colgaron una foto suya en
la sala de guardias y todos los centinelas debían conocer su aspecto. Los guardias
vivían con el miedo a que escapara cuando ellos estaban de servicio, así que, cada
noche, el vigilante entraba en su celda dos o tres veces para apartar la manta y
comprobar que no se había esfumado por arte de magia. Romilly, un preciado
espécimen en una jaula personalizada, era el único prisionero de Colditz que merecía
un nombre en clave propio: «Emil». El centinela que custodiaba su puerta era
conocido como Emil-Beobachter, o vigilante de Emil.
Al principio, Romilly reaccionaba con furia a aquella singular forma de
encarcelamiento, arrojaba sus botas contra la puerta y tapaba la mirilla con papel.
Pero poco a poco fue adaptándose. Recibía mejor comida que el resto de los
prisioneros y le permitían tener un gramófono. De noche podía oírse la sinfonía
Haffner de Mozart desde su celda mientras una figura menuda y solitaria con una
vieja bata observaba desde detrás de los barrotes. El padre Platt percibió un cambio

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de actitud en Romilly con el paso de los meses: «Tiene una mirada inquieta y una
mueca de descontento en la comisura de los labios». Romilly disfrutaba de una
existencia más cómoda que los otros prisioneros, pero para él también era una
«pesadilla privilegiada». A aquel miembro fundador de un club de élite acabarían
uniéndose otros Prominente, a los que se concedió una forma exclusiva de
encarcelamiento porque, en palabras de Romilly, habían sido «señalados como
“especialmente especiales”». También eran singularmente vulnerables y recibirían
protección solo mientras fueran valiosos. Esos hombres eran moneda de cambio y en
algún momento serían utilizados.

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5
Ballet absurdo

Q UIEN no haya experimentado un encarcelamiento podría suponer que la


inactividad y la falta de responsabilidades, a diferencia de la guerra, son relajantes,
pero lo opuesto se acerca más a la verdad. Las cárceles siempre son lugares de agudo
nerviosismo y en Colditz, con su peculiar mezcla de hombres de acción consignados
a una vida de inacción, la presión interna era más acusada que en cualquier otro
campo. Romilly sentía esa «poderosa tensión irresoluta del espíritu agresivo y
extrovertido cuando saltaba hacia fuera, no hallaba espacio y volvía a saltar hacia
dentro […]. A veces, la tensión era tan poderosa que parecía que fuera a agrietar los
muros del castillo».
Cada noticia llegada del mundo exterior era devorada con avidez y diseccionada
minuciosamente. Los prisioneros anhelaban diversión, estímulo intelectual y, sobre
todo, entretenimiento, así que se lo fabricaban ellos mismos. Uno de los subproductos
más extravagantes de los campos de prisioneros de guerra fue el florecimiento del
talento teatral y un sentido del humor singularmente oscuro y grosero: Denholm
Elliott (Indiana Jones y la última cruzada y Defence of the Realm), Clive Dunn (
Dad’s Army) y Donald Pleasence (Blofeld en la película de James Bond Solo se vive
dos veces) fueron prisioneros de guerra. Talbot Rothwell, un alto mando de la RAF
derribado en 1941 y encerrado en el Stalag Luft III, escribiría veinte películas de la
franquicia Carry On.
En Colditz, el teatro era el epicentro del entretenimiento, un marco para
actuaciones de toda índole, entre ellas conciertos, obras y pantomimas. Proliferaban
los grupos musicales, que tocaban instrumentos proporcionados por las autoridades
alemanas, además de un coro polaco, una banda hawaiana neerlandesa, un combo de
jazz británico, un grupo de cámara francés y una orquesta internacional. El teatro, una
sala amplia y ornamentada situada en la tercera planta de la Saalhaus, junto a la
entrada principal, era un lugar majestuoso venido a menos y con pretensiones
artísticas incongruentes. Construido en 1876, contaba con un suelo acolchado, un
escenario en un extremo y un piano de cola. Las paredes manchadas de humo estaban
decoradas con los nombres de grandes escritores alemanes, además de Shakespeare y
Rossini, rodeados de esponjosas nubes para representar a unos genios elevados a los
cielos. Los alemanes consideraban que el uso del teatro por parte de los prisioneros
era un privilegio, no un derecho, y podían retirárselo a modo de castigo. Aun así, no
solo toleraban los entretenimientos teatrales y musicales, sino que los alentaban y con
frecuencia asistían a ellos. A los productores les permitían encargar maquillaje y
pintura a Berlín y tomar prestadas herramientas para construir los decorados, ya que
habían dado su palabra «solemne» de que no las utilizarían para escapar. Dicha

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promesa nunca fue incumplida a pesar de que los prisioneros robaban todo aquello
que tuvieran a su alcance.
Durante sus años de existencia, Colditz presenció una amplia gama de
espectáculos: Shakespeare, teatro de variedades, obras de Noël Coward y George
Bernard Shaw y piezas escritas por los propios prisioneros. Se invertían enormes
esfuerzos en producciones que solo duraban unos días. Algunas eran verdaderamente
terribles y casi todas enormemente populares. «Es posible que los prisioneros de
guerra sean más fáciles de complacer que otros públicos teatrales», observaba Giles
Romilly tras ver una representación de La importancia de llamarse Ernesto, de Oscar
Wilde. «Con la ayuda de una más que convincente lady Bracknell, la obra se
representó dos días, lo cual era mucho, y tuvo casi ciento cincuenta asistentes».
A finales de 1941, la comunidad teatral británica de Colditz decidió organizar un
espectáculo navideño, una obra de variedades titulada Ballet absurdo consistente en
una serie de escenas cómicas, sátiras y números musicales acompañados por la banda
de Colditz, liderada por Jimmy Yule, un experimentado músico de jazz. El
espectáculo era una síntesis perfecta del humor británico amateur, un popurrí de
chistes obscenos, juegos de palabras, comedia escatológica, astracanadas, sátiras y
farsas. Una escena estaba ambientada en el pub Rose and Crown y otra en una
escuela. El plato fuerte era una coreografía del corps de ballet, liderado por la
primera bailarina Pat Reid, en la que «los oficiales más bigotudos, duros y
corpulentos obraban milagros de enérgica gracilidad y elegancia poco sofisticada
envueltos en ornamentado papel crepé, tutús y corpiños». Según observaba una de las
«señoritas protagonistas», «el único problema de los personajes femeninos era que
los vestidos estaban hechos de papel y en invierno hacía un frío terrible». Mientras
pisoteaban y hacían piruetas sobre los tablones del teatro de Colditz, la troupe
cantaba enérgicamente:

Ballet absurdo, ballet absurdo.


Hoy todo es una locura.
Ballet absurdo, ballet absurdo.
Todo saldrá bien…

Airey Neave, un hombre que hasta el momento no destacaba por su interés en el


teatro, decidió participar en los preparativos de Ballet absurdo y aportó un número
titulado «El misterio de Wombat College», protagonizado por un desagradable
director llamado doctor Calomel (el calomel, o calomelano, es una forma de cloruro
mercuroso que se utilizaba para aliviar el estreñimiento). Neave eligió el papel de
Calomel, con birrete, un bigote pintado al estilo de Groucho Marx y unas bromas que
solo tenían sentido si habías estudiado en Eton. Incluso Neave reconoció que era una
«piececita penosa». De hecho, consideraba que las iniciativas teatrales eran

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«patéticas», un ejercicio para distraer a los prisioneros de su triste realidad. «El
ingenio no es capaz de ocultar su futilidad», escribió. Pero lo cierto es que no veía el
espectáculo navideño como algo inútil y ensayó su papel con entusiasmo. Jimmy
Yule describió Ballet absurdo como «escapismo». Y escapar era precisamente lo que
Neave tenía en mente.
De camino a las celdas de aislamiento del pueblo tras su humillante huida
frustrada, Neave había visto una pequeña puerta en el puente que llevaba al foso y los
bosques del otro lado del parque. Ese descubrimiento coincidió con otro: observando
la pared de la Saalhaus, junto a la entrada principal, Pat Reid vio una ventana justo
por debajo del nivel del suelo del teatro para la que no parecía haber una sala
correspondiente. La ventana, pensó, debía de conectar con el denominado paseo de
las brujas, un pasillo que recorría la parte superior de la puerta principal y conectaba
con la buhardilla de la caseta de los centinelas alemanes. Como cabía esperar, al
levantar los tablones del escenario y atravesar el techo que había debajo, Reid
accedió a un angosto pasadizo con una puerta cerrada al fondo. Cuando forzó la
cerradura, encontró la pasarela, desde la cual descendía una escalera de caracol hasta
la caseta de los guardias. Reid y Neave elaboraron un sencillo plan de fuga: dos
prisioneros vestidos de oficiales alemanes cruzarían tranquilamente la caseta, saldrían
por la puerta y se adentrarían en el bosque. En su último intento, a Neave le habían
dado el alto al salir del patio de prisioneros; en esta ocasión saldría de la caseta de los
guardias vestido de oficial alemán.
Aquella sería una operación angloneerlandesa: los fugitivos se irían de dos en dos
en noches sucesivas, un inglés emparejado con un neerlandés. El primer intento
tendría lugar la última noche de Ballet absurdo, inmediatamente después de que
bajara el telón. Neave estaba entusiasmado: «La idea de desaparecer debajo del
escenario vestido de doctor Calomel y reaparecer con uniforme alemán delante de la
caseta de los guardias me encantaba». Su compañero sería Tony Luteyn, un teniente
del Real Ejército de las Indias Orientales Neerlandesas que hablaba alemán a la
perfección.
Neave no pensaba cometer dos veces el mismo error. En esta ocasión, el disfraz
sería el mejor que pudiera fabricar Colditz. Modificaron dos abrigos neerlandeses,
que se parecían mucho en forma y color a los de la Wehrmacht, con cuellos verdes
hechos con tapetes, insignias, botones pintados de gris, hebillas hechas con tuberías
de plomo fundidas, charreteras de linóleo cortado del suelo del baño y cinturones y
fundas de pistola de cartón pulido. Dos gorras británicas fueron remodeladas al estilo
alemán, con viseras relucientes hechas de papel negro barnizado. Una vez fuera, se
harían pasar por trabajadores inmigrantes neerlandeses; debajo del disfraz llevarían
monos de obrero. Luteyn tenía pasaporte neerlandés, pero Neave necesitaba papeles
falsos. Una noche entró en la sala de interrogatorios, donde se almacenaba la
documentación de la prisión. Allí, utilizando la máquina de escribir alemana, redactó
un Ausweis (permiso de viaje) que autorizaba al electricista neerlandés «De Never» a

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ir de Leipzig a Ulm para instalar un sistema eléctrico en una fábrica. También rellenó
un pasaporte utilizando como modelo el de Luteyn, con una foto que cogió de los
archivos alemanes.
La noche del estreno, los elaborados preparativos seguían incompletos y hubo que
posponer la fuga.
En la primera representación de Ballet absurdo el teatro estaba abarrotado.
Reinhold Eggers asistió con oficiales del Estado Mayor alemán y declaró: «La
pantomima fue un gran éxito […]. La guinda fue el discurso de un profesor alemán a
sus alumnos sobre el tema del nazismo». Eggers nunca llegó a entender el sentido del
humor británico: no tenía ni idea de que el ridículo maestro interpretado por Neave
era una parodia del propio Eggers como un Hitler caricaturizado. El Hauptmann
Priem permitió que se alargara la obra una noche más y asistió a la última
representación.
La única voz discrepante entre tantos elogios fue la de Jock Platt. Siempre atento
al pecado, el padre metodista había detectado el pálpito ilícito de la sexualidad en el
escenario, entre bambalinas y en el público. Los hombres vestidos de mujer solo
podían incitar pensamientos sexuales, que a su vez alentarían la masturbación o, peor
aún, la homosexualidad. Ballet absurdo era teatro amanerado. «Era básicamente una
producción de unos jóvenes viriles hambrientos de sexo cuya mente se inclinaba
hacia el insulto como antídoto», escribió Platt en su diario. El padre temía que el
número de Calomel interpretado por Neave «evocara el perverso interés de un
maestro por los niños pequeños». Por gruesos que fueran sus bigotes, el espectáculo
de unos hombres con tutú solo podía incitar deseos impuros entre unos prisioneros
«pervertidos de anhelo en una batalla que ningún joven debería tener que librar».
Aunque algunos de los que ocupaban el escenario eran hombres vestidos de mujer de
manera poco plausible, otros habían hecho esfuerzos considerables por lograr un
simulacro de feminidad. «Las protagonistas eran increíblemente convincentes» e
inevitablemente se convirtieron en objetos de deseo imaginario, a veces confuso y en
ocasiones ingenuo. «Era muy difícil no tocarlas», comentó Luteyn, que tocaba el
ukelele con la banda.
Las actitudes británicas hacia el sexo nunca han estado claras, pero en Colditz
alcanzaron una complejidad singularmente tortuosa.
Los prisioneros se enfrentaban a los deseos sexuales reprimidos de maneras
obvias y también imaginativas. Un inventor frustrado ideó el «lascivoscopio», un
telescopio casero que podía utilizarse para observar a las jóvenes de la ciudad,
algunas de las cuales, servicialmente y tal vez a sabiendas, se desnudaban delante de
la ventana o tomaban el sol al aire libre. Un médico de Colditz incluso recetó un
tratamiento para las ansias heterosexuales: «Si alguien acusaba la ausencia de
compañía femenina, siempre había dos o tres franceses que estaban dispuestos a
ofrecer un relato gráfico sobre los placeres de un burdel de lujo en París». Otra fuente
de estimulación afloró accidentalmente cuando un oficial, en un momento de ocio,

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escribió a la estrella de cine estadounidense Ginger Rogers. Su carta fue reproducida
en la portada del Observer de Los Ángeles, lo cual propició una avalancha de
respuestas de aspirantes a actrices de Hollywood para los prisioneros de Colditz. El
padre Platt se percató de que las misivas de las estrellas en ciernes siempre incluían
«una bonita fotografía en la que aparecían con un traje de baño devastadoramente
atractivo». Aquellas fotos cubrían las paredes de las habitaciones británicas.
Los prisioneros intentaban restar importancia a sus frustraciones sexuales
burlándose de ellas o fingiendo que no existían. Sin embargo, el celibato forzado era
una crueldad añadida, más oneroso aún por ser un tema tabú. Peter Storie-Pugh, que
antes de la guerra estudiaba medicina, trabajaba en la enfermería y vio que muchos
hombres sufrían los efectos prolongados de la represión sexual. Pero, con el tiempo,
los anhelos sexuales tendían a disminuir, sobre todo en épocas de hambre. «Si podías
elegir entre la mujer más hermosa del mundo y un bollo con queso, te quedabas con
el bollo con queso», afirmaba un ordenanza. El dolor de pensar qué estarían haciendo
sus mujeres y novias se veía exacerbado por una ansiedad más profunda: en secreto,
algunos se preguntaban si el encarcelamiento los volvería impotentes, si serían
castrados por Colditz.
Como en otros campos, se celebraban bailes formales en los que los hombres,
inevitable y exclusivamente, bailaban con otros hombres. El teniente Jimmy
Atkinson, un soldado escocés del campo de Laufen, incluso inventó un reel de las
Tierras Altas con contacto corporal mínimo en el que los hombres bailaban
cogiéndose de la mano a una distancia apropiadamente casta. Una carta enviada por
Atkinson a su madre en la que describía el «reel de la 51.ª División de las Tierras
Altas» fue interceptada por la Abwehr, el servicio de espionaje militar alemán, que se
pasó el resto de la guerra intentando descifrar lo que suponía que era un mensaje
secreto oculto en sus complejas instrucciones.
El 7 de octubre de 1941 se celebró la primera y única boda en la prisión de
Colditz. Poco después de ser capturado, Elie de Rothschild, descendiente de la
dinastía de banqueros franceses, le escribió a su amor de infancia, Liliane Fould-
Springer, cuya respuesta fue alentadora. Él le pidió matrimonio por carta, ella aceptó
(a pesar de las dudas de su madre sobre adoptar el apellido Rothschild en la Francia
ocupada por los nazis) y se casaron a distancia. Él hizo sus votos en la buhardilla
judía de Colditz. Ella hizo los suyos el mes de abril siguiente, en Cannes, a 1900
kilómetros de distancia, con una fotografía del novio en una mesa situada frente a ella
y una silla vacía a su lado. El matrimonio no se consumó hasta 1945.
Dado que no había mujeres disponibles como parejas sexuales, solo quedaban los
hombres.
La atracción sexual entre hombres era un tema inmencionable en Colditz que los
británicos afrontaron con el viejo método de no hablar de ella. La proporción de
hombres que pueden participar en actividades homosexuales aumenta de manera
considerable cuando no hay alternativas. Durante el día, el castillo estaba tan

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abarrotado de prisioneros que, como observaba uno de ellos, «sería más fácil
mantener una relación homosexual en un vagón de metro». Pero la noche, cuando se
podía acceder a los rincones ocultos de Colditz, era distinta. Algunos oficiales
franceses no ocultaban sus inclinaciones. «Quels sont les garçons?», preguntaban
algunos al llegar. ¿Cuáles son los chicos? Los guardianes morales del contingente
británico no compartían esa actitud relajada.
Para el padre Platt, la desviación sexual no solo era un problema disciplinario,
sino una condena eterna. La primera vez que se alarmó fue en la primavera de 1941.
«Desde principios de marzo, la homosexualidad ocupa un lugar cada vez más
destacado en el humor contemporáneo de la prisión», comentaba con ansiedad. Los
prisioneros se pasaban a escondidas libros de Oscar Wilde y Frank Harris,
proveedores de «sexualidad perversa». Siempre atento a tendencias onanistas entre su
rebaño cautivo, el padre afirmaba que «las referencias jocosas a la masturbación»
eran «más libres de lo habitual entre adultos mentalmente sanos». Dos oficiales
fueron descubiertos hablando del gusto de la antigua Grecia por el sexo con chicos
jóvenes. «Se veían a sí mismos como los fundadores de una secta platónica». Platt
sabía que Platón era el callejón sin salida clásico hacia el vicio poco natural.
Empezaron a aparecer pintadas coquetas en las paredes: «Don Donaldson besará a
Hugh Bruce si está aquí por su próximo cumpleaños». Poco después de Navidad, el
padre oyó rumores de que «un pequeño grupo de masturbación mutua celebra las que
esperan que sean sesiones secretas». En abril documentó la llegada de un joven
oficial que podía despertar el interés de los presos «susceptibles a inclinaciones
homosexuales». Platt no explicó cómo sabía que aquel hombre anónimo podía tener
ese efecto, lo cual plantea la posibilidad de que el padre no fuera inmune a dichas
inclinaciones. Quienes se preguntaban si el interés del padre por el tema podía ser
algo más que pastoral señalaban que era uno de los pocos que habría podido disfrutar
de una «relación sin interrupciones», ya que solo compartía su habitación, conocida
como el Agujero de los Sacerdotes, con otro capellán. Fueran cuales fuesen sus
inclinaciones, Platt llegó a la conclusión de que su deber religioso era intervenir.
Según reconocía, decirles a hombres adultos que no se tocaran a sí mismos o entre
ellos era la tarea más difícil con la que se había encontrado. Creía que el grupo le
diría: «¡Métete en tus asuntos! ¡Pero es que este es mi asunto!». Es un misterio si el
padre Platt se inmiscuyó alguna vez en tan delicada cuestión. En su diario no volvió a
mencionar directamente al grupo de masturbación mutua, lo cual llevó a algunos a
pensar que había cesado milagrosamente tras la intervención del representante de
Dios.
Simplemente era más fácil fingir que las relaciones entre personas del mismo
sexo no existían, o a lo sumo reconocer, como hacía un alto mando, que
«probablemente había algún sentimiento homosexual pero no llegaba a
materializarse». Por supuesto, eso es absurdo. Los hombres de Colditz probablemente
practicaban tanto o más de lo que cabría esperar, pero, igual que en el mundo exterior,

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donde la homosexualidad seguía siendo ilegal, lo hacían en secreto, en armarios y con
el miedo perpetuo a ser descubiertos.

Cuando el otoño dio paso al invierno y empezó a caer la nieve sobre Colditz,
Reinhold Eggers vio que algo se estaba gestando de nuevo. En octubre se
confirmaron sus sospechas cuando una viga agrietada en los aposentos franceses
llevó a un descubrimiento alarmante: el suelo de la buhardilla se estaba combando
bajo el peso de los escombros recién excavados, incluyendo «ladrillos, sillares,
argamasa e incluso fragmentos de pórfido virgen». No cabía duda de que los
franceses estaban cavando, y en el tejido mismo de los cimientos del castillo, «no
solo un largo túnel, sino un túnel que llevaban mucho tiempo construyendo». Apostar
a un guardia permanente en las dependencias de los franceses iba contra las normas
de la prisión y habría alertado inmediatamente a los fugitivos de sus sospechas. Como
todo buen cazador, Eggers esperó y observó, cruzando los dedos para que el techo no
cediera antes de descubrir el origen de los escombros.
La guerra estaba en la balanza. La invasión de Rusia, iniciada por Hitler en junio
de 1941, había incorporado a la Unión Soviética al bando aliado. En diciembre llegó
la noticia del ataque japonés en Pearl Harbor y la guerra entre Estados Unidos y las
potencias del Eje. Pero las fuerzas de Rommel seguían avanzando en el norte de
África y las escuadras de submarinos atacaban salvajemente a los barcos aliados.
Eggers estaba convencido de la victoria, pero observó que, por primera vez, las
raciones alemanas se habían visto reducidas mientras seguían llegando paquetes de la
Cruz Roja: «En algunos aspectos, los suministros de los prisioneros eran mejores que
los nuestros». Los polacos habían destilado una potente variedad de vodka a partir de
uvas y ciruelas pasas. «¿De dónde sacaron la levadura?», se preguntaba Eggers. «De
nuestros centinelas, obviamente». En Nochevieja, como concesión especial,
permitieron a los reclusos quedarse despiertos hasta la una y media de la madrugada.
Cantaron Auld Lang Syne en el patio, lanzaron bolas de nieve y luego interpretaron
himnos nacionales hasta que muchos derramaron lágrimas patrióticas, en especial los
polacos. Después, doscientos prisioneros organizaron una gran conga y desfilaron por
la nieve, subiendo y bajando las escaleras «en un recorrido por todas las
dependencias del Schloss». Las festividades, de una alegría frenética, amenazaban
con descontrolarse, pero, en lugar de llamar al comando antidisturbios, Eggers
observó sonriente desde un umbral y dijo pausadamente: «Ahora que han cantado sus
canciones, ha llegado el momento de volver a las habitaciones». Los prisioneros
subieron obedientemente las escaleras, cansados y un tanto decepcionados, como nos
ocurre a casi todos en Año Nuevo. Incluso Pat Reid, que despreciaba a Eggers, se vio
obligado a reconocer que había manejado una situación potencialmente desagradable
con un «tacto admirable».

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Aquella Navidad, Eggers tenía muchas cosas en la cabeza, entre ellas un túnel por
descubrir, menguantes raciones alemanas, centinelas corruptibles y una guerra
todavía por ganar. Pero el oficial alemán hizo un recuento de fugas con cierta
satisfacción. Un total de ciento cuatro prisioneros habían tratado de huir en cuarenta y
nueve intentos, pero solo lo habían logrado quince. Los franceses iban en cabeza con
diez triunfos, seguidos de los neerlandeses con cuatro y los polacos con uno. Los
británicos y los belgas eran los últimos, ya que no habían logrado una sola fuga. Unos
treinta y cinco prisioneros británicos habían intentado escapar, pero solo dos habían
rebasado los muros del castillo y ninguno había conseguido salir.
El 5 de enero de 1942, la orquesta de Colditz tocó la Sinfonía n.º 1 de Beethoven
ante un público integrado por prisioneros y guardias, una producción en general más
relajante y digna que Ballet absurdo. Tony Luteyn tocó el contrabajo y Airey Neave
esperó entre bastidores. Cuando la multitud desapareció en la fría noche, en el
escenario se reunió un grupo mucho más reducido y levantó los tablones del suelo.
Después, dos miembros de la compañía disfrazados, uno británico y otro neerlandés,
obraron un doble truco de desaparición sin público.

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1942

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Le Métro

L A CHICA rubia lo miró largo rato, coqueta pero desconfiada. Era media mañana en
el parque nevado de Leipzig, y la joven se había sentado junto a él en el banco. Desde
donde se encontraba podía tocarla; era la primera mujer a la que veía de cerca en más
de un año. Airey Neave intentó devolverle una mirada neutral y hundió la barbilla en
el cuello de la chaqueta de obrero, una prenda de un oficial francés adaptada y sin la
insignia. Era evidente que la chica era pobre, tenía unos dieciocho años y llevaba un
abrigo harapiento y una falda corta ajustada que apenas le tapaba las rodillas. Seguía
mirándolo intensamente. «Había cierta crueldad en sus llamativos ojos azules». A
Neave le latía el corazón con fuerza. A su lado, notó que Tony Luteyn estaba cada
vez más tenso.
—Guten Morgen —dijo la chica con aire inquisitivo.
Neave no respondió. Su alemán era demasiado rudimentario como para
arriesgarse a entablar conversación. El silencio se congeló entre ambos y la chica
puso cara de irritación. Luteyn se levantó y echó a andar con estudiada indiferencia.
Neave se puso en pie.
—Qué poco sociable, amigo —dijo la chica con brusquedad.
De nuevo, la dejó con la palabra en la boca y se dio la vuelta. «Notaba sus ojos
azules clavados en mí, llenos de desconfianza e ira».
Neave contuvo el impulso de salir corriendo y notó la habitual punzada de
«desaliento y vergüenza». En las doce horas anteriores había habido muchos
momentos que rozaron el desastre y ahora estaban a punto de cazarlo y enviarlo de
vuelta a Colditz porque una joven hermosa había intentado coquetear con él en un
parque.
La primera fase de la huida desde el teatro había sido extrañamente sencilla. Con
sus uniformes falsos, Neave y Luteyn bajaron por la escalera de caracol, pasaron
frente al comedor de oficiales y entraron en el pasillo de la sala de guardias. Por una
puerta entreabierta, Neave vio uniformes alemanes y oyó una radio en la que sonaba
música de órgano. Cuando salieron de la caseta del guardia, la blancura de la nieve
los cegó momentáneamente. Al pasar por debajo del arco que daba al patio exterior,
el centinela saludó con aire ausente. Ambos siguieron caminando hasta rebasar el
segundo arco. De la Kommandantur salieron dos sargentos alemanes y se situaron
detrás de ellos. Tratando de parecer relajado, Neave entrecruzó los dedos a la espalda,
una postura que adoptaban los oficiales británicos, pero nunca los alemanes. «Camina
con las manos a los lados, idiota», le susurró Luteyn.
En el puente, Luteyn le abrió la portezuela al oficial superior. Los sargentos
pasaron junto a ellos y siguieron caminando por el puente. Al otro lado del foso seco,

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el camino llevaba a las estancias para matrimonios y después al valle. En dirección
opuesta vieron a un cabo, que pareció lanzarles una mirada de perplejidad al cruzarse
con ellos. «¿Por qué no saluda a su superior?», le espetó Luteyn con un impoluto
alemán de plaza de armas. Sorprendido, el soldado levantó la mano y balbuceó una
disculpa. Nevaba mucho cuando llegaron al muro del parque, de cuatro metros de
altura y cubierto de un manto blanco. «Tardamos treinta y cinco minutos en
escalarlo», recordaba Neave. El sonido de unos ladridos flotaba por encima de la
nieve. «En el parque había una patrulla canina». Finalmente, Luteyn consiguió
encaramarse al muro y tiró de Neave. Ambos cayeron con fuerza al otro lado.
«Estaba amoratado, nervioso y asustado», escribió Neave. Pero había salido de
Colditz.
Después de una larga y fría caminata en la oscuridad, llegaron a Leisnig antes de
que amaneciera, compraron dos billetes de peón para Leipzig y se montaron en el tren
de las 5.45 con una multitud de trabajadores. Sus disfraces de civiles consistían en
pantalones de la RAF, viejas chaquetas francesas y gorros de esquí hechos con
mantas. Para alimentarse tenían chocolate, pasas, comprimidos de vitaminas y cubos
de carne. Cada uno llevaba sesenta Reichsmarks. Neave dormitó en el aire viciado del
compartimento de tercera clase hasta que lo despertó Luteyn con una brusca patada
en la espinilla. Estaba murmurando en inglés mientras dormía. Luteyn era un
«personaje fuerte y optimista» y excepcionalmente disciplinado. Al neerlandés, el
estilo chapucero de Neave le resultaba bastante difícil.
En Leipzig entraron en el vestíbulo. El tren a Ulm no salía hasta las diez y media.
Neave estudió discretamente a los otros viajeros. Parecían «harapientos y cansados»,
e intuyó los duros estragos de la guerra en sus caras arrugadas. De repente, a Neave le
entró el hambre, abrió una tableta de chocolate y le dio un bocado. «Una mujer con
unos ojos feroces e histéricos se quedó mirando el chocolate como si hubiera visto un
fantasma». Enojada, le dio un codazo al hombre que tenía a su lado y se puso a
señalar. Semejante exquisitez era prácticamente desconocida en la Alemania de las
raciones de guerra, y más aún las gruesas tabletas que ofrecía la Cruz Roja. Luteyn
también estaba observando a Neave con consternación. «Había cometido un terrible
error». Neave se guardó demasiado rápido la tableta en el bolsillo. Luego se
levantaron y salieron con nerviosismo del vestíbulo, perseguidos por las miradas de
los demás pasajeros.
Durante horas deambularon por las viejas calles de Leipzig, antaño un gran centro
de comercio y cultura que albergaba a una próspera comunidad judía antes del
ascenso de Hitler. Los judíos habían sido expulsados y muchas tiendas estaban
tapiadas con tablones de madera. En un pequeño parque, unas cuantas personas
caminaban entre costrosos lechos de flores. Hacía un frío espantoso. Neave se
desplomó en un banco y se rodeó el torso con los brazos mientras lo invadía la
ansiedad de la noche. «Era un espectador distante». Al principio no se percató de que
a su lado había una niña observándolo con unos ojos azules penetrantes.

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Con el corazón en un puño, Neave siguió a Luteyn hasta la salida del parque y
luego echaron a correr.
Las veinticuatro horas posteriores fueron una sucesión de escenas incongruentes.
Refugiados en un cine sofocante en el que vieron noticiarios de las victorias de
Rommel en África y después cantaron Estamos marchando sobre Inglaterra con el
público; el oficial de las SS con uniforme impoluto en el tren nocturno, que los hizo ir
a su vagón y les preguntó: «¿Sois judíos?». «Desde luego que no», respondió Luteyn.
«Somos neerlandeses»; el cambio de trenes en Ratisbona, donde en el vestíbulo en el
que vendían los billetes tenían cerca a «un hombre y una niña que olían a salchichas
especiadas y ajo y se fundieron en un abrazo»; y los campos bávaros cubiertos de
nieve que veían por la ventana empañada al dirigirse hacia el sur.
Cuando Luteyn pidió dos billetes de ida a Singen, la mujer de la taquilla de Ulm
llamó a un policía ferroviario, vestido de uniforme azul, que inspeccionó su
documentación, se encogió de hombros y los envió a registrarse en la Oficina de
Trabajo local. Los acompañó otro policía con un revólver y los hizo entrar en el
edificio. «Segunda planta», dijo. «Sala veintidós». Él estaría esperando. Era
imposible saber si el policía sospechaba algo o simplemente estaba pasando el rato.
Intentando aparentar serenidad, subieron a la planta superior, bajaron corriendo hasta
el sótano, atravesaron el almacén de carbón, salieron al jardín trasero y saltaron una
pequeña valla. Neave y Luteyn corrieron hacia la frontera suiza, que aún se
encontraba ciento cincuenta kilómetros más al sur.
En Colditz habían descubierto la ausencia de cuatro oficiales. Otros dos
escaparon por el teatro la noche siguiente. En público, Eggers se mostraba calmado,
pero en privado estaba furioso. Los petulantes británicos y los herméticos
neerlandeses ni siquiera intentaron ocultar la identidad de los fugitivos. «Estaban
condenadamente seguros de sí mismos y de su misterioso escondite», protestó
Eggers. La policía ferroviaria de Ulm informó de que habían aparecido dos
electricistas neerlandeses en tren y luego se habían esfumado. Cuando llegaron otros
dos siguiendo la misma ruta, la segunda pareja angloneerlandesa, fueron arrestados
de inmediato. «Recuperamos un punto», escribió Eggers. Pero Neave y Luteyn no
habían sido encontrados y, lo que era más importante, tenían su ruta de huida. Los
alemanes empezaron a desmantelar sistemáticamente el castillo.

La noche del 8 de enero, tres días después de su huida, Neave y Luteyn se


encontraban en la carretera de Singen, a solo cinco kilómetros de la frontera suiza,
armados con palas. Les impedían el paso dos adolescentes de las Juventudes
Hitlerianas empuñando sus porras. «¿Cómo os llamáis y dónde vais?», les dijeron.
Más tarde, Neave preguntó a Luteyn qué se le pasó por la cabeza en ese
momento.

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—Matar yo a uno con la pala y tú al otro —respondió el neerlandés—. ¿Qué
pretendías hacer tú?
—Exactamente lo mismo.
Aquel día habían encontrado en el bosque la cabaña de un apicultor. «Las
condiciones climatológicas eran terribles y estábamos a diecisiete grados bajo cero»,
escribió Neave. Agotado y hambriento, Neave empezaba a alucinar y a sufrir
episodios de ceguera de la nieve. Una hora antes les había dado el alto un grupo de
leñadores suspicaces, pero salieron corriendo y lograron dejarlos atrás. Luego se
desplomaron. Neave empezaba a flaquear: «Me costaba respirar y la cabeza me daba
vueltas. No podía mirar a la blancura que me rodeaba sin sentir dolor». El sonido de
unos ladridos lejanos confirmó que los leñadores habían alertado a las autoridades
fronterizas. «Nos perseguían perros», escribió Neave. Durmieron hasta que oscureció,
se comieron las pocas pasas que les quedaban y reanudaron la marcha tras coger las
palas del apicultor y unas chaquetas blancas a modo de disfraz rudimentario.
Pero ahora, los dos miembros uniformados de las Juventudes Hitlerianas se
interponían amenazadoramente entre ellos y la libertad:
—Nos han dicho que busquemos a dos prisioneros británicos que han escapado y
se cree que intentarán cruzar la frontera esta noche.
—No llegarán lejos —repuso Luteyn—. Hace demasiado frío para los prisioneros
de guerra.
Por suerte para los jóvenes, aquella observación totalmente ilógica pareció aliviar
sus sospechas. Ambos se fueron en bicicleta tras estar a punto de ser golpeados en la
cabeza con una pala por dos hombres desesperados.
Hacia las tres de la madrugada, Neave y Luteyn cruzaron las vías del tren y se
adentraron en el bosque rumbo al sudoeste con la esperanza de estar dirigiéndose al
saliente de Ramsen. Oyeron voces al este y, a través de un claro, vieron las casetas de
la frontera. A lo largo de cincuenta metros, la carretera discurría en paralelo a la
frontera y había un puesto de guardia a cada lado. Agachados en la cuneta,
contuvieron la respiración cuando pasó un centinela alemán. Al oeste de la carretera
se extendía un campo totalmente cubierto de nieve. La temperatura estaba
descendiendo con rapidez y dejaron de oír los pasos del centinela.
—¿Estás de acuerdo en cruzar ahora? —susurró Luteyn.
—Este es el momento.
Cruzaron la carretera y se hundieron en el campo nevado. «Seguimos reptando
con las manos y las rodillas hundidas en la nieve. Los abrigos blancos nos servían de
camuflaje. Después de lo que pareció una eternidad, nos pusimos de pie y salimos
corriendo hacia Suiza». O eso esperaban. Tras doscientos metros vadeando bancos de
nieve ambos estaban totalmente desorientados y al borde del desmayo. Incluso el
impasible Luteyn empezó a murmurar para sus adentros en neerlandés. Al este
brillaba una sola luz y Neave también empezó a «decaer, indefenso y afligido». La
nieve blanca que pisaban sus botas congeladas dio paso a la superficie dura de una

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carretera asfaltada. El reloj de una iglesia marcó las cinco y vieron una hilera de
pequeñas granjas y luego la silueta de una torre del reloj se elevó en medio de la
oscuridad. «Solo nos torturaba una pregunta: ¿Estábamos en Suiza?». La calle estaba
vacía. El lugar parecía desierto. Pero entonces apareció una figura solitaria con una
escopeta al hombro. «Me latía tan rápido el corazón que casi no podía respirar»,
escribió Neave. El guardia nocturno los vio y se descolgó el rifle. Llevaba un abrigo
verde, una gorra con visera y, según pudo comprobar Neave con profundo alivio, una
amplia sonrisa. «Con gritos de alegría, nos abalanzamos sobre él».
Los tres se agarraron y bailaron en la nieve, «haciendo piruetas primero hacia un
lado y después hacia el otro. El guardia gritó de alegría, como si fuera el hombre más
feliz del mundo». En el gélido amanecer de una calle vacía de Suiza, dos presos
fugados, hambrientos, agotados y medio ciegos y un guardia autóctono al que habían
encontrado treinta segundos antes interpretaron una extraña danza de la libertad.

En las dependencias británicas, la moral se elevó «como un globo de hidrógeno», en


palabras del padre Platt. A medida que pasaban los días y quedaba claro que Neave y
Luteyn habían conseguido escapar, una oleada de optimismo casi espiritual se
apoderó del resto de los prisioneros británicos, «como la paloma liberada del arca que
ha encontrado tierra», una rama de olivo llena de esperanza.
Eggers tardó menos de una semana en descubrir cómo habían escapado las
palomas. Desde hacía tiempo sospechaba que el teatro podía ser un «punto débil» y
que allí estaba ocurriendo algo que nada tenía que ver con el entretenimiento. Un
tablón de las escaleras que conducían al escenario estaba levantado. Un pequeño
soldado alemán se metió debajo y encontró las sábanas atadas que habían utilizado
para descender. Los alemanes suspendieron el acceso al teatro, llenaron el agujero de
cemento, pusieron un doble cerrojo en la puerta que daba a la escalera de caracol y el
Kommandant regaló a Eggers una botella de champán a modo de felicitación.
Pero Eggers estaba demasiado ansioso para disfrutar de su recompensa. La ruta
utilizada por Neave y Luteyn era ingeniosa, pero era una subtrama menor en
comparación con lo que estaban fraguando los franceses. Al inspeccionar los
escombros que combaban las vigas de la buhardilla encontraron barro fresco, lo cual
indicaba que los excavadores habían perforado la tierra fuera o debajo del castillo. De
noche se oían claramente los sonidos de una excavación en la cara noroeste del patio,
pero reiteradas búsquedas no lograron identificar de dónde provenían. Asimismo,
estaban desapareciendo materiales claramente destinados a la construcción de un gran
túnel: somieres metálicos, cables eléctricos y trescientos tablones de camas
almacenadas en una buhardilla. «Algo se está cociendo», escribió el Unteroffizier
Schädlich en su diario después de que alguien arrancara un gran soporte de hierro de
la pared de la Saalhaus. «Están desapareciendo muchas cosas». El túnel no
descubierto era el tema de conversación en la sala de guardias alemana y a Eggers le

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tomaban el pelo los demás oficiales. «No encuentra el agujero, ¿eh?», bromeaban.
«¿Es el túnel del canal de la Mancha?». Para empeorar las cosas, se había dado parte
a Berlín, y las autoridades estaban cada vez más nerviosas por que aquel túnel
pudiera ser utilizado para sacar al prisionero más importante del campo. Empezaron a
llamar en mitad de la noche: «¿Está Romilly ahí?». Asimismo, llegaron varios
expertos en seguridad de la Gestapo para ofrecer consejos sobre la búsqueda, una
intrusión que molestó a Eggers. «Aquel era nuestro mundo», escribió. «Lo
conocíamos mejor que nadie. Había que hacer algo al respecto». Bajo sus pies
estaban cavando un agujero gigantesco. A menos que lo encontraran, y rápido,
docenas o incluso cientos de prisioneros podían escapar, y eso, como bien sabían
Eggers y su Kommandant, significaría un billete al frente oriental, muy
probablemente solo de ida.
El gran túnel francés, o Le Métro, como se dio a conocer, era el proyecto de
construcción más ambicioso que habían emprendido los reclusos de Colditz hasta la
fecha. Empezó en marzo de 1941 en lo alto de la torre del reloj, veinticinco metros
por encima del patio. Diez meses y quince metros de excavación subterránea más
tarde, el túnel se encontraba a solo unos pasos del pronunciado barranco que había en
la cara norte del castillo. Los mecanismos del reloj, que no daba la hora hacía mucho
tiempo, se guardaban en una pequeña sala de la parte superior de la torre. Desde allí,
dos huecos de tan solo cuarenta centímetros de ancho que originalmente albergaban
las pesas y las cuerdas que hacían funcionar el mecanismo descendían hasta el nivel
del suelo. Primero, un grupo de nueve oficiales franceses que se hacían llamar La
Société Anonyme du Tunnel (La Sociedad Anónima del Túnel) entró en la buhardilla
situada encima del reloj y descendió por los huecos, piso por piso, utilizando unas
escaleras improvisadas. Desde abajo, perforaron un techo arqueado de ladrillo hasta
llegar a la Kellerhaus del sótano, utilizando los ejes de acero del mecanismo del reloj
como taladro después de templar y endurecer los extremos en una forja casera. El
excavador principal era un musculoso miembro de la Legión Extranjera llamado
Bernard Cazaumayou y apodado «La Taupe», o topo. Después de penetrar en la
bodega en agosto de 1941, empezaron a cavar a través de los cimientos de la
medianera de la capilla, donde esperaban encontrar una cripta con una salida al
exterior. El agujero fue tapado cuidadosamente con las piedras originales y cubierto
de polvo, ya que los alemanes seguían utilizando la bodega, un hecho que no impedía
a los excavadores refrescarse en ocasiones con su contenido para luego rellenar las
botellas con agua y volver a ponerles el tapón. «No quedaba el menor rastro de que
hubiéramos bebido», recordaba Cazaumayou. «Incluso el número de botellas seguía
siendo él mismo». Algunas piedras eran tan grandes que había que romperlas,
calentándolas con grandes lámparas y luego vertiendo agua fría encima. Frank
«Errol» Flinn consiguió robarle una voluminosa palanca a un trabajador alemán, que
luego ofreció a los excavadores franceses, lo cual les facilitó considerablemente el
trabajo y a él le garantizó una plaza en el equipo de fuga. El suelo de debajo de la

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capilla era de roca sólida y los tablones se sostenían sobre vigas medievales de roble,
cada una de ellas con más de treinta centímetros de grosor. Las cortaron una a una
utilizando sierras en miniatura hechas con cuchillos de cocina. «Era un trabajo
oscuro, agobiante e infernal», aseguraba Cazaumayou. «Si hubiera sabido lo difícil
que sería, no habría empezado». Más arriba, el coro francés cantaba a pleno pulmón
para amortiguar el ruido. Un elaborado sistema de vigías alertaba de la presencia de
un guardia. El capellán francés fingió confesar a tres oficiales mientras pasaban una
instalación eléctrica hasta el túnel desviando cables de la caja de fusibles de la
sacristía. Los franceses habían exigido que la capilla permaneciera abierta porque
«necesitaban el consuelo espiritual de la práctica coral y la instrucción religiosa». El
sentido del juego limpio de Eggers se vio traicionado cuando más tarde descubrió que
era una artimaña para trabajar en el túnel. Fue «el mayor abuso a nuestras
concesiones a la cultura y la devoción religiosa», dijo.
Los escombros eran subidos laboriosamente por los huecos en sacos hechos con
fundas de colchón atadas con cable eléctrico, unos mil doscientos metros cúbicos de
tierra, piedras y trozos de madera repartidos por las buhardillas. En septiembre habían
serrado doce vigas. No sabían si los techos se derrumbarían bajo el peso de los
escombros antes de que cediera el suelo de la capilla. Finalmente, Cazaumayou y sus
excavadores llegaron al muro exterior del castillo, con dos metros de grosor e
impenetrable sin un taladro eléctrico o explosivos. No había más opción que pasar
por debajo de los cimientos, una tarea que requeriría mucha más mano de obra. La
sociedad limitada se amplió para incluir a treinta y un oficiales franceses y un solo
inglés que trabajaban en tres turnos y cavaron un túnel de cinco metros por debajo del
muro antes de retomar su trayectoria horizontal. A mediados de enero de 1942, el
túnel, recubierto con tablones de madera arrancados del castillo, pasaba por debajo de
la pasarela de la terraza, al otro lado de la valla, y solo lo separaban de la ladera unos
metros de tierra blanda.
Entonces, la sociedad limitada optó por salir a la superficie. Acordaron que
escaparían todos los prisioneros, primero los excavadores en un orden de preferencia
que se echaría a suertes, seguidos media hora después por el resto, formando parejas
y equipados con ropa civil, dinero, mapas y documentación falsa. Uno a uno, el
pequeño ejército de fugitivos descendería por el precipicio utilizando sábanas
anudadas, cruzaría el riachuelo y se dispersaría. La fuga masiva estaba prevista para
el 17 de enero.
Eggers estaba frenético y buscó el túnel oculto como si le fuera la vida en ello,
cosa que probablemente era cierta. Como buen burócrata, creó el «Comité Privado de
Búsqueda» para analizar el problema desde todos los ángulos. Los otros miembros de
su comité secreto eran dos suboficiales de confianza, el Unteroffizier y diarista
Martin «Dixon Hawke» Schädlich y el Stabsfeldwebel Ernst «Mussolini» Gephard,
los mejores sabuesos de la guarnición. Eggers no notificó a sus superiores lo que se
traía entre manos. «El Kommandant y el oficial de seguridad estaban aterrados» y no

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tenía sentido alimentar su paranoia, concluyó. De hecho, Eggers sospechaba que
algunos de sus compañeros querían que el túnel fuera un éxito y pedir así un régimen
más draconiano. Igual que los prisioneros contaban con un comité de fugas, los
alemanes ahora tenían una junta secreta antifugas.
El comité privado de Eggers trazó un plan: centrarse en zonas desocupadas del
castillo, recopilar cualquier comentario relevante de los prisioneros, «por informal
que fuese», y explorar «todos los lugares en los que pudieran haber construido una
salida».
Los cazadores alemanes nunca habían estado más ocupados. A mediados de enero
habían registrado meticulosamente los sótanos, las buhardillas, la capilla y el teatro.
«El túnel no aparecía», comentaba un aterrado Eggers. «Nuestra mente divagaba por
las habitaciones, los suelos, los descansillos, los pasillos, los contrafuertes y las
entradas que tan bien conocíamos. De repente, pensé en la torre del reloj». La mañana
del 15 de enero, el Stabsfeldwebel Gephard, acompañado de Willi Pönert, el
electricista del campo, enfocó los estrechos huecos con su linterna. Luego dejó caer
una piedra, que emitió un ruido sordo peculiar. Gephard cogió una de las antiguas
pesas metálicas del reloj, de dieciocho kilos, y la soltó. Cuando la pieza atravesó los
tablones que habían colocado los franceses para ocultar la entrada del túnel provocó
un gran estruendo. «Habíamos descubierto algo», recordaba Gephard. Demasiado
corpulento para meterse en el hueco, llamó al aprendiz del electricista, un adolescente
delgaducho, le ató una manguera a la cintura y lo bajó lentamente. Cuando había
descendido unos doce metros, el aprendiz apareció sobre las cabezas de tres
sorprendidos oficiales franceses que estaban cosiendo sacos de escombros cuando
impactó la pesa del reloj. «¡Aquí hay alguien!», gritó el chico, a quien subieron
rápidamente. «Parecía bastante alterado», escribió Gephard. Después hicieron llamar
a Eggers y los antidisturbios, y los tres franceses arrinconados tomaron medidas
evasivas: utilizando como ariete una viga de madera del suelo de la capilla, hicieron
un agujero en una pared que daba a un lavabo del segundo piso.
El conde Philippe de Liedekerke, aristócrata y comandante del ejército
descendiente de los reyes de Bélgica, estaba leyendo tranquilamente en el baño
cuando un ladrillo de la pared salió disparado y le cayó en la barriga. «Hicieron el
agujero con barras de hierro». El conde apenas tuvo tiempo de levantarse y coger la
toalla antes de que tres cuerpos atravesaran el hueco. Liedekerke era un hombre
extremadamente valeroso, un miembro de la resistencia belga que acabaría
escapando, uniéndose a la Dirección de Operaciones Especiales británica y saltando
tres veces en paracaídas sobre la Bélgica ocupada por los nazis. Pero, como efecto
sorpresa, nada era comparable a que tres franceses sudorosos, cubiertos de polvo y
semidesnudos interrumpieran su baño matinal.
Eggers estaba asombrado y sumamente impresionado por el hito de ingeniería que
acababa de descubrir: un túnel que se extendía cuarenta y cuatro metros desde lo alto
del castillo hasta solo unos pasos de la quebrada e incluía un sistema eléctrico de

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alerta temprana con luces parpadeantes, ventilación utilizando latas unidas como si
fueran conductos y una vía y un carro para retirar escombros. «Repté hasta la
superficie de trabajo y más arriba podía oír a los centinelas desfilando de un lado a
otro. Llegamos justo a tiempo». Los miembros del Comité Privado de Búsqueda
fueron recompensados con un permiso adicional y Eggers lo celebró: «Estábamos
todos contentísimos». Al día siguiente, el Gauleiter Martin Mutschmann, el potentado
nazi de Sajonia, visitó el castillo y un triunfal Kommandant Schmidt le enseñó el
túnel. Hubo que sacar de las buhardillas unos mil doscientos metros cúbicos de
escombros, piedras y tierra.
«Logramos construir un túnel de cuarenta y cuatro metros de longitud en
doscientos cincuenta días», dijo Cazaumayou. «Un esfuerzo sobrehumano frustrado
en el último momento». Los franceses, sumidos en la tristeza, sospechaban que
habían sido traicionados. ¿Cómo sabían los alemanes dónde buscar solo dos días
antes de la fuga? Más tarde, Eggers insistiría en que el descubrimiento del túnel
obedeció a un trabajo metódico, a la intuición y a la buena fortuna, «uno de esos
golpes de suerte que se producen a veces si uno sigue unos principios firmes el
tiempo suficiente». Negaba haber recibido un chivatazo. Pero el momento del
descubrimiento parecía demasiado oportuno. La «repentina» decisión de mirar en el
lugar adecuado olía a traición.
Todos los profesores necesitan un chivato. Desde el principio, Eggers anduvo en
busca de esa variedad de espía especialmente despreciable que acepta facilitar
información mientras se hace pasar por un miembro leal de su comunidad. En la
cúspide del enfrentamiento entre los oficiales británicos y sus ordenanzas, Eggers
descubrió que, en las cartas que enviaba a casa, un soldado raso se quejaba
amargamente de que estaba «harto de ser un sirviente de los oficiales». Un día que no
había nadie alrededor, Eggers se acercó a él.
—Podría sacarte de aquí —dijo—, pero a cambio querría cierta información.
La respuesta fue tajante:
—Capitán Eggers, puede que no me guste estar aquí, pero sigo siendo británico.
Ese sistema fracasó, pero otros tuvieron más éxito. A Eggers le gustaba
considerarse un hombre de honor, y en sus memorias restaba importancia a la tarea
moralmente dudosa de reclutar topos. «Solo hubo dos traidores», insistía, «y se
ofrecieron ellos. Proporcionaron información voluntariamente». No identificó a los
traidores por su nombre y aseguraba que «los intentos por obtener información de los
prisioneros rara vez funcionaban». Eggers escribió después de la guerra, en un
momento en el que desvelar la identidad de sus espías le habría servido de poco y a
ellos les habría ocasionado un gran perjuicio. Las traiciones internas no encajaban en
la mitología de posguerra sobre Colditz y, por tanto, fueron pasadas por alto, pero aun
así las hubo, y en todas las naciones: prisioneros dispuestos a facilitar información a
cambio de ganancias materiales, para obtener la libertad o por motivos ideológicos, u
oportunistas que querían un seguro de vida por si la guerra acababa con victoria

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alemana. Las familias de los prisioneros polacos vivían bajo una ocupación nazi
brutal y la cooperación podía garantizar su seguridad. Algunos polacos eran
Volksdeutsche, alemanes étnicos de origen, y, por ende, considerados más
proalemanes que el resto. El contingente francés, profundamente dividido entre los
partidarios del gobierno proalemán de Vichy y los de De Gaulle, era perfecto para
infiltraciones. Según Airey Neave, «fueron introducidos varios franceses con
conocimientos sobre propaganda alemana, pero tuvieron que apartarlos, ya que los
amenazaron con linchamientos y en algunos casos incluso sufrieron lesiones. Se
sospechaba que algunos fugitivos fueron delatados por informantes franceses».
Incluso el ejército británico incluía a algunos simpatizantes nazis. Encontrar a esa
gente y sobornarla o chantajearla para que traicionara a sus compañeros era el aspecto
del trabajo que menos le gustaba a Eggers, pero se le daba extremadamente bien.
Los polacos empezaron a sospechar que había un traidor en abril de 1941, un
momento en el que sus intentos de fuga estaban fracasando uno tras otro. Cuatro
oficiales polacos habían pergeñado un plan para escapar por la cantina, pero al final
solo tres lo habían intentado, ya que uno cayó enfermo en el último momento. «¿Solo
tres?», dijo uno de los guardias, que descubrió a los fugitivos incluso antes de que
salieran del patio interior. «¿Dónde está el cuarto?». Los franceses ya habían
condenado al ostracismo a un oficial al que consideraban un topo, y fue trasladado
con discreción por los alemanes. En el grupo francés, algunos estaban convencidos de
que el secreto de Le Métro había llegado a Eggers como un acto de traición
deliberada o inadvertidamente a causa de «comentarios incautos». Las sospechas se
centraban en un grupo de oficiales que había llegado recientemente a Colditz desde
otro campo. La desconfianza es contagiosa. Los británicos no podían señalar ningún
incidente concreto que denotara una traición, aunque varios de sus túneles también
habían sido descubiertos con notable facilidad. Las sospechas empezaron a girar
como un fino miasma venenoso en torno a un recluso con visiones políticas poco
convencionales, mal carácter y una piel que no era blanca.

Birendranath Mazumdar nunca se adaptó porque nunca se lo permitieron. Dos días


después de su llegada, Guy German, el oficial superior británico, hizo llamar al
médico indio.
—Usted sigue perteneciendo al ejército del rey —le espetó el coronel.
Presa de la confusión, Mazumdar había olvidado saludar. La actitud de German
era poco amigable.
—¿Dónde ha estado y qué ha hecho desde su captura?
Mazumdar estaba consternado.
—¿Que qué he hecho? Querrá decir qué me han hecho a mí.
El oficial superior pronunció un discurso, o una advertencia, para indicar a
Mazumdar que bajo ningún concepto confraternizara con los alemanes. El mensaje

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obvio era que, como nacionalista indio, sentiría la tentación de hacer causa común
con sus captores. Mazumdar tuvo que esforzarse para controlar la ira. «No me
impresionó. Me cayó mal desde el primer momento».
A Mazumdar le asignaron la litera superior de la parte trasera de la buhardilla más
alta de las dependencias británicas, lo cual significaba que, si tenía que orinar de
noche, solía despertar a sus compañeros haciendo ruido con los zuecos en el suelo de
madera y tenía que soportar una retahíla de insultos. «¿Qué coño te pasa,
Mazumdar?». Como indio, se daba por hecho que «Jumbo» sabría cocinar curri,
aunque apenas había preparado una comida en toda su vida. Una vez añadió por error
una lata con la etiqueta «Mincemeat» pensando que era carne picada en lugar del
relleno dulce de fruta que se utiliza en pastelería. El mejunje resultante era
incomestible y fue recibido con sonoras carcajadas. A Mazumdar nunca le
permitieron olvidar su «tarta de carne picada al curri». Pronto se corrió la voz de que,
si bien el médico indio «podía ser antialemán», como lo eran todos en aquel
momento, «se oponía al Raj británico». Por naturaleza, se sintió atraído por la única
persona de color que había en el castillo, un oficial medio indonesio del ejército de
las Indias Orientales Neerlandesas llamado Eduard Engles. Esa alianza de
marginados solo hizo que acrecentar su impopularidad entre algunos oficiales
británicos.
Mazumdar fue excluido del principal tema de conversación del campo. «Supe que
había planes de fuga por los franceses y los neerlandeses, pero no por los británicos»,
recordaba. Cuando el médico indio le dijo al coronel German que le gustaría ser
tomado en cuenta para futuros intentos de huida, la propuesta fue recibida «con
escarnio». «¿Tú? ¿Escapar de aquí con esa piel marrón?». Si ya era difícil evitar ser
capturado en Alemania teniendo la tez blanca, dijo el oficial superior británico, sería
aún peor con una llamativa piel marrón. Probablemente era cierto, pero también muy
discriminatorio, otro indicativo de su alienación. Aunque era mejor profesional que el
médico alemán del campo, como oficial no le estaba permitido trabajar. Al impedirle
ejercer la medicina, sin nadie que respondiera por él y sin apenas amigos, Mazumdar
se aisló, lo cual le hacía parecer más raro y sospechoso para quienes estaban
decididos a ver indicios de traición. «Me sentía perdido y era reservado», recordaba.
«Colditz parecía un lugar inconexo. Todo el mundo miraba por su propio bien». Un
día, un oficial francés lo llevó aparte: «¿Sabes que los oficiales británicos dicen que
eres espía? Nos han pedido que no nos acerquemos a ti». Mazumdar estaba desolado.
El indio de casta alta se había convertido en un paria.

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Clutty, del MI9

A FINALES de 1940, Dodo Barry recibió una carta sumamente extraña de su marido
Rupert, uno de los primeros oficiales británicos enviados a Colditz. La primera frase
decía: «Me alegra mucho saber que vas a comprar un cachorrito. El primer perro de
cada una de las tres camadas será el mejor». Dodo no pensaba comprar un perrito, y
menos tres de camadas distintas. Al principio imaginó que su marido había
enloquecido en cautividad. ¿De qué estaba hablando? Ni siquiera le gustaban los
perros. En cambio, sí le gustaban los crucigramas y, al leer con más atención,
comprendió que Rupert estaba utilizando un sencillo lenguaje en clave: «Lee una de
cada tres palabras». Aquella carta no tenía nada que ver con perros.
Porque, además de chivatos, reales e imaginarios, el castillo albergaba a otro tipo
de espías más loables, de los que recaban información secreta y la envían a Gran
Bretaña. Puede que los prisioneros estuvieran aislados del mundo, pero, como
cautivos en territorio enemigo, tenían acceso a información importante (o al menos
interesante) y, con la llegada continua de nuevos reclusos, oficiales recién capturados
u hombres trasladados desde otros campos, la reserva de conocimientos útiles no
dejaba de crecer: observaciones sobre movimientos de tropas alemanas, capacidades
defensivas, daños ocasionados por las bombas, ubicación de posibles objetivos,
estado de ánimo de los civiles y los prisioneros, provisión de alimentos y demás. Para
pasar esa información, los prisioneros necesitaban una manera de comunicarse con
Londres sin que los alemanes lo supieran. Las cartas que entraban y salían del castillo
eran escrutadas en busca de mensajes secretos y fuertemente censuradas. Las
referencias a nombres y lugares se borraban de forma sistemática. Las cartas debían
estar escritas a lápiz y en papel brillante para evitar el uso de tinta invisible. La única
manera de enviar secretos a Londres era mediante lenguaje en clave y, si podía
pactarse dicho lenguaje cifrado, Londres podría responder.
Una vez que hubo detectado el código, Dodo solo tuvo que leer unas pocas veces
el mensaje de Rupert Barry: «Consigue de Oficina de Guerra pasaporte
estadounidense visado Suecia». Dodo fue rápidamente a Londres y explicó a un
funcionario que su marido planeaba escapar por Escandinavia y quería un pasaporte
estadounidense falso con un visado para Suecia. No lo consiguió. Pero, semanas
después, Barry recibió dos cartas de Christine Silverman, una tía soltera que vivía en
Leeds y de la que no sabía nada desde hacía años. Utilizando el mismo código de la
tercera palabra, las misivas indicaban que en breve llegarían a Colditz dos paquetes
del Fondo de Bienestar de los Presos que contenían un juego de pañuelos y una bolsa
de almendras azucaradas de diferentes colores. Siguiendo las instrucciones de su
«tía», Barry disolvió las almendras amarillas en agua y luego sumergió el pañuelo

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con ribete verde: ante sus ojos aparecieron, como si fuera una fotografía revelándose,
los detalles del «HK» o «código 5-6-O», las claves para las comunicaciones de los
presos británicos. El código era a la vez simple y difícil de descifrar (véase el
Apéndice), y nadie lo consiguió durante la guerra. Parte de la información
proporcionada por los prisioneros de guerra ya estaba caduca cuando llegaba, pero el
valor psicológico de ese vínculo entre la Oficina de Guerra y los campos era inmenso.
Por medio de cartas en clave, los prisioneros podían enviar información, hacer
peticiones y recibir órdenes de maneras que los alemanes sospechaban, pero nunca
descubrieron. Con una forma de comunicación fiable, la distancia entre Colditz y
Londres ya no parecía tan grande y la impotencia del encarcelamiento resultaba
menos opresiva. Puede que los hombres estuvieran presos y desarmados, pero
seguían librando la guerra. En Londres, la Oficina de Guerra había empezado a ver de
otra manera a la población de prisioneros: ya no eran combatientes irrelevantes para
el conflicto, sino posibles activos militares.
La tía Christine de Leeds formaba parte en realidad de una nueva rama del
espionaje británico dedicada a ayudar a los prisioneros de guerra y a los militares
derribados o perdidos en territorio enemigo. Actuaba con varios nombres tapadera,
por ejemplo: Fondo de Libros de Lisboa, Asociación Providente Galesa, Asociación
Deportiva de Proveedores de Alimentos, Asociación de Comodidades de las Damas
Británicas y Club del Crucigrama. Pero su nombre oficial era MI9, la más reciente
incorporación a la familia del espionaje militar, que ya incluía al MI5 y el MI6.
Alojada originalmente en una habitación del hotel Metropole de Londres, la nueva
unidad secreta creció con rapidez, y a principios de 1942 reclutó a la única persona de
Gran Bretaña que sabía lo que era fugarse de Colditz.
Airey Neave fue iniciado en los estrambóticos rituales del mundo secreto en
cuanto llegó a Suiza. En el consulado británico de Berna le dijeron que el MI9 había
preguntado por él (era la primera vez que oía ese nombre) y le pidieron que viajara a
Ginebra, donde un hombre estaría esperándolo en el puesto de libros de la estación
leyendo el Journal de Genève. En efecto, un «inglés esbelto con traje de raya
diplomática» se presentó como «Robert». Era Nicholas Elliott, del MI6, un veterano
del espionaje y aficionado al absurdo que gestionaba rutas para salir de Suiza. Elliott
llevó a Neave a un hotel prostíbulo donde se celebraba una fiesta y allí le entregó
documentación falsa que lo identificaba como un refugiado checo, una elección
extraña, ya que Neave ni siquiera sabía pronunciar el nombre de su tarjeta de
identificación. Después de cruzar la frontera francesa, él y otro fugitivo británico
fueron recibidos por un anciano que llevaba mono de trabajo y estaba fumando una
pipa de arcilla. «Buenos días, caballeros», dijo el francés. «Soy Louis Simon. Antes
trabajaba en el hotel Ritz de Londres». El excamarero les presentó a una «joven
francesa de cara triste» que los llevó con un contrabandista de Marsella. Este los
entregó a la «Línea Pat», una ruta de huida que cruzaba los Pirineos y era gestionada
por Pat O’Leary, un médico que, a pesar de su nombre, era belga. Desde la España

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neutral, Neave viajó a Gibraltar con otros veinticinco soldados fugitivos de todas las
naciones aliadas. Allí embarcaron en un buque de transporte de tropas rumbo a Gran
Bretaña.
Dos semanas después estaba comiendo en el restaurante Rules de Covent Garden
con un hombre de mediana edad que llevaba unos pantalones de tartán. Se trataba del
comandante Norman Crockatt, exdirectivo de la bolsa de valores de Londres y a la
sazón jefe del MI9, que tenía una filosofía sencilla: entrenando al personal militar
para que evitara ser capturado y ayudar en las fugas de los campos, el MI9
consumiría recursos enemigos, levantaría el ánimo de prisioneros y civiles y daría un
empujón a la campaña bélica. Los soldados, los marineros y los aviadores debían
cultivar una «mentalidad de fugitivos» y considerar una obligación patriota el evitar
ser apresados o escapar si ocurría. Cada prisionero en libertad era otro hombre que
volvía a vestir de uniforme. Crockatt fue directo al grano: ¿Neave se uniría a su
equipo del MI9? «Es usted uno de los pocos que posee esa experiencia». Neave
aceptó sin titubeos: «Me he acostumbrado a la atmósfera de las fugas y haría
cualquier cosa por ayudar a esa gente».
El MI9 era uno de los rincones más pequeños y secretistas del espionaje británico,
y también uno de los más extraños. Su director era Crockatt, pero el auténtico genio
era Christopher Clayton Hutton, el inventor de material de fugas más prodigioso de la
historia. La guerra siempre consigue encontrar empleos útiles a personas que en
tiempos de paz serían tachadas de raras e inadaptadas. «Clutty» era una de ellas.
Calvo, con gafas y violentamente alérgico a la disciplina militar, ayudó más a la
campaña bélica que la mayoría de los generales y trabajaba en un gran búnker
subterráneo en mitad del campo para evitar molestias. Su fascinación con las fugas
empezó en 1913, cuando, a la edad de diecinueve años y empleado en el aserradero
de su tío en Birmingham, conoció a Harry Houdini. Hutton se apostó con el
ilusionista estadounidense que no era capaz de escapar de una caja de madera
cerrada. Houdini ganó la apuesta, pero solo porque había sobornado a los
trabajadores del aserradero para que cerraran la caja con clavos falsos. Aquel fue un
momento revelador para el joven Clutty, pero le llevaría otros veintisiete años, dos
guerras mundiales y varios fracasos como periodista, publicista cinematográfico y
soldado descubrir su vocación: inventar dispositivos de fuga y evasión para el MI9,
una labor que desempeñaba con una energía e ingenio bastante asombrosos.
Clutty empezó creando equipos de fuga para aviadores que habían sido abatidos y
más tarde emprendió la tarea, aún más compleja, de introducir artilugios en campos
de prisioneros aprovechando cada rincón de su cerebro excepcionalmente fértil.
Los mapas del territorio enemigo eran la máxima prioridad de Clutty, que fue
responsable de auténticas innovaciones: mapas impresos en seda con tinta
permanente que podían doblarse e introducirse en una pieza de ajedrez o en el tacón
de una bota; mapas en papel tisú comestible hechos con hojas de morera que no
crujían cuando un prisionero era cacheado, que podían mojarse sin desintegrarse y

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con los cuales se podía formar una bola y volver a aplanarlos sin que perdieran su
forma; mapas cosidos en forros de uniformes y ocultos en libros, discos de
gramófono, latas de tabaco y naipes. Inventó una brújula fabricada con una cuchilla
magnetizada; al colgarla de un hilo, la G de Gilette señalaba el norte. Escondía
brújulas en miniatura dentro de la comida, en latas, pastillas de jabón, gemelos,
puntas de lápiz y botones que se desenroscaban al revés (basándose en la impecable
teoría de que la mente lógica alemana nunca imaginaría que algo podía desenroscarse
en el sentido contrario a las agujas del reloj). Ideó métodos para ocultar dinero en
juegos de mesa, cuchillas de sierra en cordeles de embalaje, un taladro en el mango
de un bate de críquet y peines con compartimentos secretos para esconder dinero y
otros materiales de contrabando. La parte superior e inferior de las latas de comida
era perforada por los alemanes, que inspeccionaban su contenido antes de entregarlas.
Clutty inventó una lata de doble piel, un delgado compartimento entre las capas
interior y exterior para ocultar mapas, dinero e incluso planos de aviones enemigos
por si un piloto fugado lograba robar uno. Sus inventos para aviadores derribados
incluían zapatos con tacones falsos que contenían provisiones de emergencia, entre
ellas comida y pastillas de bencedrina (un tipo de anfetamina para combatir la fatiga),
botas que se convertían en zapatos de civil y una cálida chaqueta de cuero cuando se
desprendían las medias. Algunos prisioneros ya llegaban a Colditz pertrechados con
material para salir de nuevo.
Los disfraces eran esenciales, así que Clutty utilizó su peculiar mente para crear
algunos. Los prisioneros de guerra tenían derecho a recibir uniformes nuevos, así que
diseñó uno reversible con forro oscuro. Al darle la vuelta, parecía una americana civil
corriente. Tras consultar a la Asociación de Productores de Lana para encontrar el
material adecuado, dibujó marcas de corte con tinta invisible en lo que parecían
mantas normales. Al recibirlas, un sastre de la comunidad de presidiarios revelaba la
tinta, realizaba los cortes y tejía una réplica del uniforme de la Wehrmacht o la
Luftwaffe. Aplicando tintes enviados por separado, eran prácticamente
indistinguibles de los auténticos.
Crockatt daba a Clutty libertad para experimentar, lo cual estaba bien porque el
inventor era bastante incapaz de hacer lo que le decían. «Este oficial es excéntrico»,
observaba Crockatt con orgullo. «No podemos esperar que cumpla con la disciplina
militar habitual». Eso solía causarle problemas. Una cerbatana para que los
combatientes de la resistencia francesa dispararan agujas de gramófono envenenadas
a la cara de los oficiales de las SS fue rechazada por ser extremadamente
antideportiva. Fue detenido en Ilkley Moor mientras probaba una radio en miniatura
oculta en una cajetilla de tabaco. Su manera de conducir era tan errática que le
asignaron un chófer, a quien antes de aceptar el trabajo le advirtieron que su pasajero
estaba loco.
El actor Desmond Llewelyn estaba preso en el campo de oficiales de Laufen y,
sin duda, hizo entrega de algunos de esos artilugios extraordinarios. Llewelyn

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acabaría interpretando a Q, el irascible inventor del MI6, en diecisiete películas de
James Bond, una versión dramatizada del propio Clutty.
Nunca se utilizaban paquetes de la Cruz Roja para introducir material de fugas, ya
que ello habría incumplido la neutralidad del sistema y habría puesto en peligro una
fuente de raciones vital para el bienestar de los presos. Por el contrario, el MI9
ocultaba esos materiales en paquetes enviados por familiares u organizaciones
benéficas inexistentes con direcciones falsas. Esos paquetes eran conocidos como
«impostores», «explosivos» o «traviesos». Los alemanes incluso autorizaban el envío
de recibos firmados por esos paquetes, lo cual permitía al MI9 averiguar qué material
ilícito estaba llegando. Las cartas en clave se utilizaban para alertar a los prisioneros
de qué llegaría, cuándo y cómo, aunque el sistema era imperfecto: tras descubrir un
mapa oculto en un disco de gramófono, los británicos destruyeron gran parte de su
colección musical antes de enterarse de que los discos que contenían material de
contrabando tenían un punto en un lugar concreto de la etiqueta.
Clutty presionaba incansablemente a empresas británicas para que lo ayudaran.
John Waddington, de Leeds, permitió que se incluyeran billetes reales con el dinero
de los juegos de Monopoly que se enviaban a los prisioneros; Wills, la tabacalera de
Bristol, aceptó producir latas personalizadas a fin de esconder material para fugas;
John Bartholomew and Sons, los fabricantes de mapas con sede en Edimburgo,
imprimieron cartas microscópicas sobre varias superficies. La productividad del MI9
era prodigiosa. En un momento dado, Blunt Brothers, una pequeña fábrica de
instrumental sita en Old Kent Road, Londres, estaba produciendo cinco mil
minibrújulas por semana. De los 35 000 soldados aliados que lograron escapar tras
permanecer cautivos o haber sido derribados, alrededor de la mitad llevaban un mapa
de Hutton.
Los estrambóticos logros de Christopher Clayton Hutton demuestran que la
guerra no se reduce a bombas, balas y valentía en el campo de batalla; también sirven
para descubrir cómo se esconde una brújula dentro de una nuez.
El mapa más importante no fue obra de una empresa británica, sino alemana. El
comité de fugas dedujo que, en sus siglos de existencia, los constructores de Colditz
debían de haber trazado un mapa del castillo habitación por habitación y piso por
piso. Enviaron una carta codificada a Londres solicitando la búsqueda de dicho mapa,
ya que podía desvelar «viejos alcantarillados y posibles cavidades tapiadas con
ladrillos en los enormes muros». El MI9 recorrió las bibliotecas de la nación y
finalmente encontró en las tripas del British Museum la descripción que hizo del
castillo Cornelius Gurlitt en el siglo XIX, incluyendo una planta detallada basada en
un inventario de 1696 y creada durante el reinado de Augusto el Fuerte. En ella
aparecían todas las habitaciones, escaleras, ventanas, armarios y palomares del siglo
XVII, muchos de los cuales habían sido cerrados desde entonces. El mapa fue copiado
y enviado a Colditz en un paquete que no solo era «travieso», sino de un valor
incalculable.

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Los paquetes enviados desde Gran Bretaña a veces incluían lujos inesperados. Pat
Reid se emocionó al recibir dos cajas de puros Upmann Havana de unos amigos de la
universidad. Cada uno de los cincuenta puros se mantenía fresco gracias a un tubo de
aluminio con un tapón de rosca. El tubo era perfecto para introducírselo por el recto,
mucho más duradero que las fundas de cartón para cepillos de dientes que utilizaban
hasta el momento y lo bastante espacioso para alojar, en palabras de Reid, «una
brújula de botón, cien Reichsmarks en varias denominaciones, un mapa de la ruta
entre Colditz y Singen, un pase de trabajador y un permiso en papel folio». Había
justicia poética en la marca elegida: Hermann y Albert Upmann habían utilizado
H. Upmann Cigars Ltd.[1] como tapadera para dirigir una red de espionaje alemana en
Cuba durante la última guerra.
Es imposible cuantificar el material de contrabando que logró entrar en Colditz y
a cuántos fugitivos ayudó la imaginación de Clutty, pero al principio de la guerra se
filtraba dinero, mapas y artilugios prácticamente sin ser detectados. Antes de ser
entregados a sus destinatarios en la oficina de correos del patio interior, los paquetes
enviados desde el extranjero eran inspeccionados, pero no rigurosamente, y en los
campos dirigidos por el ejército rara vez se cacheaba a los nuevos prisioneros.
Pero, a principios de 1942, el infatigable Eggers empezó a sospechar. Teniendo en
cuenta la escasez mundial de papel, algunos libros de tapa dura enviados a los
reclusos parecían extrañamente gruesos. Los provenientes del Fondo de Ocio para
Prisioneros, con sede en Lisboa, eran especialmente abultados. Al rajar las cubiertas,
los alemanes encontraron billetes de cien marcos y mapas de las fronteras suiza,
neerlandesa, belga y yugoslava y, en un libro especialmente voluminoso, una sierra.
«Descubrimos un poco tarde lo que estaba sucediendo delante de nuestras narices»,
escribió Eggers, que no tardó en recuperar el tiempo perdido. Los libros de tapa dura
fueron prohibidos. Abrían los paquetes de comida antes de entregarlos y vaciaban el
contenido de las latas en cuencos para poder escudriñar el interior. Los objetos que
llegaban eran examinados minuciosamente, cosa que propició hallazgos
sorprendentes. «Un billete de veinte marcos alemanes dentro de una ciruela pasa»
maravilló al Unteroffizier Schädlich. A su llegada, todos los prisioneros eran
desnudados y registrados y su ropa y sus posesiones despiezadas. Un nuevo
prisionero llevaba un juego de ajedrez, que, según descubrió Eggers, contenía «mil
Reichsmarks, tres brújulas y siete mapas». Todos los paquetes que no procedían de la
Cruz Roja eran registrados exhaustivamente antes de su entrega. A la postre
instalaron en la oficina de correos una máquina de rayos X procedente de Leipzig.
«Sometíamos todos los objetos a su mirada penetrante», escribió Eggers, lo cual dio
resultados inmediatos: un juego de raquetas de bádminton con empuñaduras vacías
que contenían hojas de sierra, mapas y dinero. Los métodos de ocultación de Clutty
eran cada vez más ingeniosos.

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Ese segundo invierno en Colditz fue frío, con temperaturas que llegaron a treinta
grados bajo cero. A finales de enero, la escasez de carbón interrumpió el suministro
de agua caliente durante dos semanas. Congelados y sucios, los prisioneros sufrían
cambios de humor, a veces abruptos, que oscilaban entre el desafío y la resignación.
La alegría por la exitosa fuga británica pronto se vio eclipsada por el descubrimiento
del túnel francés: «Todo el campo sintió la pérdida e interiormente estábamos
furiosos». La ira se recrudeció cuando el Kommandant Schmidt anunció que el coste
de las reparaciones del suelo de la capilla saldría de los salarios de los oficiales. El
Hauptmann Priem, cada vez más alcoholizado y errático, fue «ascendido» al papel
insignificante de subcomandante y Eggers ocupó su puesto como oficial superior.
«Desde aquel momento tuve que responsabilizarme de gran parte de los contactos
con los “chicos malos”», escribió. Siempre que Eggers entraba en el patio interior, era
recibido con «abucheos y pitadas» y cosas peores. Para ser un representante de la raza
superior, Eggers tenía la piel muy fina. «Naturalmente, me molestaba despertar tanto
odio, pero como era producto de mi trabajo, me lo tomaba como una medida de mi
éxito». Eggers hizo instalar micrófonos a intervalos de diez metros por todas las
dependencias de la prisión. A los guardias les facilitaron zapatos con suela de goma
para que pudieran deambular silenciosamente por las noches. El uso de la capilla
quedó suspendido y el paseo por el parque limitado. A finales de enero, Guy German
fue trasladado a otro campo, acusado de estar «totalmente consagrado a la fuga de
oficiales y a las conspiraciones con prácticas disruptivas y no cooperadoras entre los
prisioneros de guerra». German fue reemplazado como oficial superior por el coronel
David Stayner, una figura más diplomática y seria de cabello gris. Para los
prisioneros, esas medidas de seguridad más estrictas eran castigos insignificantes,
regulaciones humillantes impuestas por rencor, de las cuales ninguna era más irritante
que la norma del saludo.
Según la Convención de Ginebra, los prisioneros estaban obligados a saludar a los
altos mandos alemanes. El médico bávaro del campo insistía especialmente en esa
formalidad y las celdas de aislamiento estaban atestadas de prisioneros que se habían
negado a saludarlo o lo habían hecho de manera insolente. Una noche de finales de
enero, durante el recuento, el teniente Verkest, un oficial belga de veintidós años,
pasó con las manos metidas en los bolsillos. Eggers le ordenó que saludara y Verkest
se negó. En el consejo de guerra resultante, el belga fue hallado culpable de
desobedecer una orden directa, pero cuando en su testimonio trascendió que había
organizado al contingente belga, que entonces contaba con treinta y tres miembros,
para que se negara masivamente a saludar, la acusación fue elevada a motín, lo cual
conllevaba la pena de muerte. Un acto espontáneo de insolencia se había convertido
en un enfrentamiento letal. Toda la comunidad de prisioneros se unió para protestar.
Cuando el médico apareció en el patio poco después fue recibido con un coro de
abucheos insultantes y gritos de «Tierarzt!» (veterinario). Entonces llegaron los
antidisturbios con las bayonetas calzadas y despejaron el patio. Más tarde, la pena de

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muerte fue conmutada por el propio Hitler con una nota lacónica en el expediente de
Verkest —«Sentencia suficiente»—, pero la denominada «guerra de los saludos» era
un indicador de lo mucho que estaba enconándose la situación en ambos bandos.
Las revueltas eran esporádicas y, como las fugas, parcialmente estacionales, más
feroces en verano que en invierno. En ocasiones, la planificación de fugas y las burlas
a los guardias se evaporaban, sustituidas por una amarga conformidad.
El espectro de la depresión asolaba Colditz. Casi nunca se hablaba de ella, pero
siempre estaba presente. El estado de ánimo fluctuaba dependiendo de las noticias
sobre la guerra, de un intento de fuga, del último entretenimiento teatral o
simplemente de una victoria de stoolball. Los prisioneros podían animarse con la
llegada de un paquete de la Cruz Roja y volver a hundirse cuando faltaba agua
caliente o fracasaba una fuga; eran tan volubles como el clima. Los que tenían esposa
o novia anhelaban el contacto, pero temían la llegada de una carta en la que se
rompiera la relación. Los prisioneros de guerra se preguntaban e imaginaban qué
estaría sucediendo en casa. Pero, a diferencia de los prisioneros civiles, su condena
no tenía un final visible y, por más que marcaran cada día que pasaba, la liberación
no estaría más cerca. Los civiles, reflexionaba un prisionero, «no podían imaginar lo
que es levantarse por la mañana para enfrentarse a un día largo y vacío sin nada que
hacer excepto lo que te hagas a ti mismo». Hacinados en un laberinto de pequeñas
habitaciones, los prisioneros casi nunca estaban a más de unos metros de los demás.
Olía a humedad y las conversaciones eran viciadas. Pequeñas discrepancias podían
degenerar rápidamente en airados enfrentamientos. Los prisioneros tenían poca
paciencia y aún menos capacidad de atención. Sin duda, algunos padecían lo que hoy
se diagnosticaría como síndrome de estrés postraumático. Algunos de los afectados se
pasaban horas delante de los armarios, organizando y reorganizando las pocas
posesiones que contenían. Con el paso del tiempo, los síntomas de daños psicológicos
se volvieron más dramáticos. «Mantener la cordura era una batalla mental», afirmaba
Jimmy Yule, el líder de la banda de jazz.
Los prisioneros no eran los únicos que sufrían la carga psicológica de la vida en
Colditz. Los carceleros también estaban aburridos, hacinados, añorados e inseguros.
El 8 de febrero hallaron en el parque el cuerpo de un joven soldado alemán. Se había
disparado en la cabeza con un revólver, pero nadie supo por qué.
Los cautivos, incluidos los médicos y los sacerdotes, solían ver la depresión igual
que se veía la nostalgia en los internados para chicos: como un símbolo de debilidad
que era mejor ignorar, ya que se creía que la sobreprotección no haría sino empeorar
la infelicidad. «El estoicismo es una máscara fantástica tras la que esconderse»,
observaba un recluso. Pero todos los prisioneros de guerra se vigilaban unos a otros
por si detectaban problemas mentales serios. Eggers también estaba alerta. «No
queríamos que se volvieran locos», escribió.
A pesar de su pedantería y astucia, Eggers era humano, y había reparado en que
Frank «Errol» Flinn empezaba a comportarse de manera bastante extraña. El oficial

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de la RAF intentó escapar en repetidas ocasiones, pero siempre sin éxito. «Quería
volar de nuevo», se limitaba a decir. «Aún no me había cansado de la guerra». Lo
habían enviado a Colditz después de escapar del campo de Thorn e intentar robar un
bombardero Heinkel. En julio lo descubrieron saliendo del «túnel del retrete». Aportó
la «palanca de Frank» al túnel francés, pero todo quedó en nada. Había intentado
esconderse en un saco de correo, pero fue descubierto antes de salir de la oficina.
Cuando lo llevaron a las celdas de aislamiento del pueblo, trató de zafarse de los
guardias una vez más. El 3 de abril, Eggers ordenó un registro en las habitaciones
británicas que cogió a todos por sorpresa y descubrió a Flinn trabajando con ahínco
en un nuevo túnel. Acababa de finalizar un aislamiento y tenía tres días de descanso
entre sentencias de veintiocho días por sus intentos anteriores de fuga. Añadieron una
más. «Eran un total de ciento setenta días», señalaba Reid, el período más largo para
cualquier prisionero hasta la fecha. «Si confinas cada vez más a un animal, lucha por
escapar», decía. Flinn estaba perdiendo peso (los paquetes de la Cruz Roja no estaban
permitidos en las celdas de aislamiento) y sufría asma aguda. Desarrolló sus propias
estrategias de supervivencia: «Haz siempre la cama por la mañana, piensa en lo
siguiente que puedes hacer, mantén vivo el cerebro». En un esfuerzo por estar en
forma, hacía ejercicios de yoga, una disciplina espiritual prácticamente desconocida
en la Gran Bretaña de la época.
Al no haber asistido a un colegio privado y haber sido sargento hasta su ascenso a
oficial en 1939, Flinn siempre fue una figura aparte. Al principio, la soledad forzada
le parecía un inconveniente, luego un hecho que le provocaba indiferencia y, al final,
un hábito poco saludable. «El aislamiento te hacía mucho bien», escribió. «En ciertos
aspectos era como unas vacaciones del ruido continuo, de la gente escapando y de los
disparos ocasionales». Llegó a la conclusión de que el aislamiento ofrecía «hilos de
pensamiento en los que podías trabajar». Pero esos hilos llevaban en direcciones
inesperadas. «Yo era católico romano. En solitario te vienen a la mente la teología y
cosas parecidas. Puedes adoptar una nueva perspectiva sobre la religión. Yo cambié la
mía y creé una filosofía propia. Concluí que Dios es una inteligencia autorregulada
que trabaja por el bien de todos». Cada vez que salía de las celdas, demacrado y serio,
Flinn parecía un poco más excéntrico y paranoico. Estaba convencido de que lo
habían traicionado.
En los cinco meses posteriores a la exitosa huida de Neave hubo veintidós
intentos de fuga en Colditz, algunos con cooperación internacional. Solo uno llegó a
buen puerto: un oficial belga escapó después de ser trasladado a un hospital militar y
consiguió llegar nadando hasta un barco británico anclado en Algeciras, España, y
viajar de polizón en la bodega. Dos neerlandeses fueron descubiertos cuando trataban
de salir disfrazados de trabajadores. Un oficial francés fue hallado medio ahogado en
un carro que transportaba escombros de un túnel excavado en las buhardillas. Debajo
de una cama de la enfermería descubrieron un túnel internacional en construcción. Un
neerlandés fue encontrado debajo de un montón de hojas en el parque. Buscando

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agujeros en el tejido del castillo, los neerlandeses encontraron en un contrafuerte
adyacente a sus habitaciones el hueco de una vieja letrina, en su día utilizada por el
elector Federico el Sabio, que penetraba dos metros en el suelo. A un túnel que
discurría en horizontal desde la parte baja hasta el barranco solo le faltaban quince
metros cuando lo descubrió Eggers, que sacó a dos excavadores y gran cantidad de
material de fuga. «El tesoro era inmenso», alardeaba, e incluía a los dos muñecos
neerlandeses, Max y Moritz, utilizados para sustituir a los prisioneros fugados
durante los recuentos. Eggers nunca desveló cómo había sabido de la existencia del
túnel.
Una noche, mientras contemplaba una ventisca, Pat Reid vio que se había
acumulado un metro de nieve sobre el techo que mediaba entre el segundo piso de las
dependencias británicas y un contrafuerte del muro de la Kommandantur. Reid cortó
los barrotes de una ventana utilizando una sierra hecha con cuchillas dentadas, bajó al
tejado e hizo un túnel en la nieve «con forma de arco y sesenta centímetros de
altura», lo bastante amplio como para atravesarlo sin ser visto por el guardia apostado
abajo. Cuando terminó de perforar el muro que daba a las habitaciones alemanas,
apareció de repente el Unterofizzier Schädlich revólver en mano. Reid medio saltó y
medio cayó sobre la nieve del patio y huyó, pero se había frustrado otra fuga.
Los prisioneros más tranquilos achacaban la sucesión de fracasos a la mala suerte.
Eggers la atribuía a su propio ingenio. Otros detectaron algo más siniestro.
Una noche, el coronel Bronisław Kowalczewski, el oficial superior polaco,
ordenó a sus compatriotas que asistieran a una reunión de emergencia vestidos de
uniforme. Los cuarenta y ocho oficiales se citaron en la Sala Larga, incluido Ryszard
Bednarski, un joven teniente del ejército.
Bednarski, guardabosques de profesión, era una especie de celebridad entre sus
compatriotas. En abril de 1941 simuló estar enfermo y escapó durante el traslado de
Colditz a un hospital militar. El oficial que lo acompañaba fue capturado
rápidamente, pero Bednarski consiguió llegar a Cracovia y estuvo libre unas semanas
hasta ser apresado por la Gestapo. Después de «muchas palizas» lo enviaron de
vuelta a Colditz, donde fue recibido como un héroe.
El edecán polaco indicó a los hombres que guardaran silencio y el coronel
Kowalczewski ordenó al teniente que diera un paso al frente. «Teniente Bednarski, es
usted un espía y un traidor que no merece llevar el uniforme y la insignia de
Polonia».
Entonces empezó un breve consejo de guerra en el que Bednarski fue imputado
por conspirar con los alemanes. Se dijo que le habían permitido escapar para
infiltrarse en la resistencia polaca en Cracovia y que luego fue devuelto al castillo
para que traicionara a sus compañeros desvelando sus planes de fuga. Otro oficial
polaco afirmaba que, mientras estuvo en el hospital militar, había visto un documento
que demostraba que Bednarski estaba conchabado con la Abwehr, el espionaje militar
alemán.

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Nunca hubo dudas sobre el veredicto de aquel tribunal improvisado. Algunos eran
partidarios de un castigo sumario y aducían que Bednarski debía ser conducido a la
última planta de las dependencias polacas y arrojado por una ventana: una ejecución
disfrazada de suicidio. Sin embargo, el edecán le arrancó las charreteras con solemne
furia y le ordenó que saliera. Después de una noche en vela a causa del terror, pues
suponía que sería linchado en cualquier momento, el tembloroso teniente fue llevado
al patio para el recuento matinal. «Cuarenta y siete oficiales presentes», gritó el
coronel Kowalczewski. «Y un traidor». Los guardias escoltaron a Bednarski y salió
de la prisión el mismo día.
Este episodio es un misterio. Eggers insistía en que solo una de las recientes fugas
infructuosas se había impedido gracias a un informante. Confirmó que Bednarski
había caído en manos de la Gestapo en Polonia, pero, lejos de traicionar a sus
camaradas, el joven había regresado con «información valiosa» sobre las redes
polacas de fugitivos «de la cual podían beneficiarse sus compañeros». Su salida de
Colditz no era una constatación de su colaboracionismo, decía Eggers, sino una
medida para protegerlo de quienes lo acusaban erróneamente. Días después de que
Bednarski fuera expulsado del ejército polaco y casi asesinado por sus compatriotas,
los alemanes tomaron la inédita medida de anunciar durante el recuento que aquel
hombre no había «desvelado secretos de los prisioneros al personal de Colditz». En
su diario, Schädlich escribió que Bednarski simplemente pretendía «congraciarse»
con los alemanes «para poder escapar más fácilmente». Frank Flinn estaba
convencido de que Bednarski había revelado sus planes de fuga a Eggers, pero
algunos miembros de la comunidad polaca manifestaron su simpatía por un hombre
que, en caso de haber colaborado con los alemanes, debió de hacerlo bajo presión.
«Los alemanes tenían controlada a su familia», explicaba Anthony Karpf, un cadete
polaco internado en Colditz. «Es difícil juzgar los actos de un hombre en esa
situación».
Puede que Ryszard Bednarski fuera un traidor despiadado que vendió a
innumerables compañeros en Colditz, pero también es posible que fuera totalmente
inocente.
Años después de la guerra, un exprisionero de Colditz reconoció a Bednarski en
una calle de Varsovia, lo denunció públicamente e informó a las autoridades polacas
de que aquel conocido criminal de guerra andaba suelto por la ciudad. Cuando la
policía llegó al apartamento de Bednarski, se había quitado la vida.

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Buscando un camino

B IRENDRANATH MAZUMDAR fue llamado a la oficina del Kommandant Schmidt,


donde encontró a un joven indio sonriente, de piel oscura y altura mediana. Si otro
indio en Colditz no era ya lo bastante sorprendente, su indumentaria hizo aquel
encuentro aún más extraño: llevaba el uniforme gris de la Wehrmacht alemana. La
única variación era la insignia, un tigre saltando sobre un fondo con la bandera
naranja, blanca y verde del Congreso Nacional Indio, la organización que lideraba la
batalla por independizarse de Gran Bretaña.
El joven le habló en inglés: «Traigo un mensaje de Subhas Chandra Bose. Quiere
que venga a Berlín».
Subhas Chandra Bose, nacionalista indio, colaborador nazi, soldado y político,
era y sigue siendo una de las figuras más controvertidas de la historia del siglo XX.
Para muchos indios era un patriota que luchaba por la libertad; para la mayoría de los
británicos era un traidor y un colaboracionista.
Los primeros años de la vida de Bose eran un reflejo de los de Mazumdar,
diecisiete años más joven que él. Hijo de una familia bengalí adinerada y educado en
Gran Bretaña, era intelectual, culto, carismático y un férreo oponente del gobierno
británico en la India. Había sido elegido presidente del Congreso Nacional Indio,
pero, a diferencia de Mahatma Gandhi, Bose estaba dispuesto a emplear la violencia
para acelerar la independencia. Sus seguidores lo llamaban «Netaji», o «líder
reverenciado». Los británicos lo consideraban un subversivo peligroso, y en 1940 fue
sometido a arresto domiciliario en Calcuta. Un año después, con ayuda de la Abwehr,
huyó disfrazado de vendedor de seguros afgano. Los agentes alemanes lo llevaron a
Peshawar y luego recorrió Afganistán y la Unión Soviética, donde asumió una nueva
identidad como noble italiano, el conde Orlando Mazzotta. Desde allí, los alemanes le
facilitaron un avión secreto para viajar a Berlín.
Una vez dentro del Tercer Reich y con apoyo alemán, Bose se dispuso a reclutar
indios para luchar contra Gran Bretaña. Fundó el Centro India Libre, creó una
emisora de radio que emitía propaganda antibritánica y favorable al Eje en la India y
formó la Legión India Libre, también conocida como la Legión del Tigre, un cuerpo
de infantería exclusivamente indio constituido por expatriados y prisioneros de guerra
reclutados en los campos. Sus soldados hacían un juramento de lealtad a Adolf Hitler
y Subhas Chandra Bose. En 1942, la Legión del Tigre contaba con más de mil
miembros.
En Colditz no tardó en correr la noticia de que Mazumdar se reuniría con el
traidor indio que estaba creando un ejército para luchar contra los británicos en el
Lejano Oriente. Los otros prisioneros se mostraron desdeñosos: «Adiós, Jumbo. Que

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vaya bien la guerra en Birmania». La mayoría dieron por hecho que el médico indio
ya había cambiado de bando, lo cual confirmaba sus sospechas de deslealtad. «No
esperábamos volver a verlo nunca más», dijo uno. La mañana de su partida,
Mazumdar estaba cepillándose los dientes en los lavabos cuando alguien comentó en
voz alta: «El puto Mazumdar es espía. Se va a Berlín».
Era la voz del capitán Harry Elliott, uno de los primeros oficiales británicos que
fueron enviados a Colditz. Mazumdar se dio la vuelta, furioso: «Harry, ¿acabas de
decir que soy un espía? Te doy cinco minutos para retirar esa acusación».
Ambos se prepararon para pelear. Elliott era miembro de la Guardia Real y medía
un metro noventa. Se quedó mirando al médico inglés, que medía un metro setenta e
iba en calcetines, y se puso a reír. «Sentí un hormigueo de la cabeza a los pies»,
escribió Mazumdar más tarde. «Le propiné un buen gancho directo a la mandíbula y
cayó redondo». A horcajadas sobre el pecho de Elliott y dándole puñetazos,
Mazumdar gritó: «¡Te voy a matar! ¡No sabes por lo que he pasado!». Los otros
oficiales lo sacaron a rastras, jadeando y pálido de ira, y lo llevaron ante el coronel
Stayner por atacar a un alto mando. «Le expuse mis motivos», dijo Mazumdar, «pero
no me creyó».
El 23 de junio, Mazumdar fue trasladado en tren a Berlín en un compartimento de
primera clase. En la estación lo recogió un Mercedes con chófer y lo llevó al Centro
India Libre de Liechtenstein Allee, en la zona de Tiergarten. Una docena de indios
bien vestidos estaban fumando y hablando en el vestíbulo. Para su sorpresa, lo
saludaron por su nombre. Un minuto después lo acompañaron a una espaciosa sala.
Una figura calva con gafas que llevaba traje civil se levantó y le tendió la mano.
Mazumdar, que había admirado a Bose desde su infancia, de repente se quedó
deslumbrado.
Con una voz suave y autoritaria, Bose expuso su propuesta:
—Únete a mi legión —dijo—. Ven a luchar por la libertad de la India, nuestra
madre patria.
Al ver que Mazumdar no mediaba palabra, continuó:
—Yo soy un ejemplo de una persona que siempre ha luchado por la libertad de su
país. Únete a mí.
Mazumdar señaló que había hecho un juramento de fidelidad al rey:
—He dado mi palabra de honor y no puedo romperla.
Bose sonrió:
—Vamos a comer.
Durante un tranquilo almuerzo en los aposentos de Bose servido por un camarero
con guantes blancos, el nacionalista indio aumentó la presión. Hablaron en bengalí y
a ratos en inglés. Bose le contó que había conocido a Hitler en la Cancillería del
Reich semanas antes. El Führer le había ofrecido un submarino alemán para que lo
llevara a Bangkok, «desde donde podría dirigir la revolución india».

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—No comparto del todo la filosofía nazi —dijo Bose a Mazumdar—, y así se lo
hice saber. Pero espero conseguir la independencia de la India con la ayuda de los
nazis.
Afirmó que había reclutado a cientos de soldados del ejército indio británico, pero
hasta el momento ni un solo oficial del ejército británico. Mazumdar podía ser el
primero.
—He luchado contra los británicos durante los últimos quince años —dijo Bose
con seriedad—. Sé lo que es ser un prisionero como tú, así que comprendo tus
circunstancias.
Hablaron toda la tarde y hasta bien entrada la noche. Mazumdar se sentía
halagado por que aquel gran hombre intentara reclutarlo, pero insistió:
—Me opongo al dominio británico en la India, he visto sus consecuencias, pero
he hecho un juramento de lealtad a Gran Bretaña.
A las dos de la madrugada terminó por fin la reunión.
—Piénsatelo —dijo Bose cuando se despidieron—. Volveremos a vernos por la
mañana.
A pesar de las sábanas limpias y de la cama más cómoda que había visto en dos
años, Mazumdar durmió poco, dividido por la decisión a la que se enfrentaba: la
oportunidad de luchar por la independencia india a las órdenes de un líder magnético
y obtener su libertad, no solo de los confines de Colditz, sino de los prejuicios
raciales que redoblaban la tristeza del encarcelamiento y, por otro lado, su juramento
de lealtad a Gran Bretaña, su arraigado sentido del deber y la advertencia de su padre,
según el cual la palabra de un caballero es su garantía.
A la mañana siguiente, Mazumdar vio que Bose estaba perdiendo la paciencia.
—¿Qué has decidido?
Mazumdar respondió que, aunque simpatizaba firmemente con la postura de Bose
y se oponía a los británicos, no estaba preparado para unirse a la Legión del Tigre.
—La respuesta es no.
Bose pulsó un botón que había sobre la mesa y se puso en pie.
—Yo he elegido mi camino y tú el tuyo. Adiós y buena suerte.
Cuando Mazumdar se disponía a salir, Bose añadió:
—Cuando cambies de opinión, estaremos aquí…
A diferencia de su viaje de ida en primera clase, Mazumdar volvió en un
mugriento vagón de tercera. «Para mí no había ninguna duda de que había hecho lo
correcto», pensó. Ahora, los otros oficiales británicos tendrían que aceptarlo.
Pero, cuando llegó a Colditz, se enfrentó a nuevas mofas.
—¿Al final no te han querido? —le preguntaron.
—Sí, claro que me querían, y me habría gustado mucho aceptar su oferta. Es un
hombre maravilloso. Pero no podía hacerlo, ¿verdad?
—¿Y por qué no?

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—Porque ostento un cargo británico y, por tanto, le debo lealtad al rey sean cuales
sean mis opiniones políticas y mis sentimientos privados.
Le explicó lo sucedido al coronel Stayner:
—Me pidieron que me uniera y cooperara con los alemanes, pero les dije que no
podía hacerlo.
El oficial superior británico no parecía impresionado.
—Mire, coronel. Algún día escaparé —añadió Mazumdar.
—No espere que le demos nada, ni mapas ni dinero.
—Ya lo imaginaba, señor —dijo Mazumdar pausadamente—. Tendrá noticias
mías.
La decisión de Mazumdar de rechazar la oferta de Bose no cambió el modo en
que lo veían los otros oficiales. Por el contrario, agrandó la brecha. Había rehusado
una oportunidad para escapar, cosa que ellos pasaban día y noche planeando e
imaginando. Simplemente tenía que pronunciar una palabra y podría salir libre en
cualquier momento por ser de una raza diferente. Mazumdar estaba más solo que
nunca. Nadie compartía su dilema; ningún otro prisionero había tomado la decisión
de seguir encerrado en Colditz. La mayoría de los prisioneros eran distantes y a veces
activamente hostiles. «Yo era el único indio. Era imposible incluso conversar en mi
lengua materna. En épocas normales eso no supone ningún problema, pero la vida en
la cárcel, con sus restricciones y todo lo demás, lo hace doblemente difícil».
Mazumdar sonaba extrañamente inglés en su sutileza. Solo un inglés se referiría a las
desalentadoras privaciones de Colditz con un «y todo lo demás». Por la noche,
tumbado en un colchón áspero en una litera incómoda, escribía poemas en bengalí
buscando la manera de resolver aquel dilema:

En la luz oscura del alma despierta


buscando un camino,
qué dirección tomar,
inquieto, empieza a pensar
qué hacer.
Entonces se da cuenta de que necesita un compañero.
La cuestión es dónde encontrarlo.
Son muy preciados.
Finalmente suplica a los dioses que le busquen uno.

Colditz estaba lleno de recovecos en los que se podía esconder material y dinero
hasta que fuera necesario: en cavidades de los muros, debajo de los tablones del suelo
o en los techos. Los guardias llevaban a cabo registros en busca de material de

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contrabando, a menudo con éxito, y recuperaron gran cantidad de comida, mapas,
dinero, archivos, brújulas, pinzas, baterías, taladros, llaves, destornilladores, cuerda,
uniformes y documentos falsos. A veces, la labor de la ocultación se mezclaba con las
mofas. El Unteroffizier Schädlich, el infatigable fisgón, descubrió que los tablones de
una esquina de las estancias británicas habían sido «cortados esmeradamente». Al
levantarlos encontró un trozo de papel con la frase «Leck mich im Arsch», «lámeme
el culo» (el título original del canon en si bemol mayor de Mozart). Cada registro
fructífero ampliaba la colección de objetos confiscados del museo de Colditz, pero
Eggers estaba preocupado: ¿de dónde salían? La máquina de rayos X funcionaba
eficazmente y cada paquete que llegaba era sometido a un registro minucioso; la
cantidad de envíos «traviesos» parecía haber disminuido, pero, por alguna razón,
seguían entrando algunos objetos, entre ellos herramientas de un tamaño
considerable, como martillos y una soldadora. Eggers culpaba a los guardias
corruptos dispuestos a intercambiar cigarrillos y lujos de la Cruz Roja por artículos
prohibidos. Un inspector de policía se infiltró en el castillo disfrazado de cabo alemán
para intentar dar con los responsables, pero «la charada fue inútil». El contingente de
guardias fue sustituido, pero el contrabando continuó.
Años después, Eggers descubrió el motivo: un oficial francés medio egipcio y
nacido en Argelia que tenía una cicatriz en la mejilla por un corte hecho con una
espada, un pañuelo de seda roja alrededor del cuello y un talento increíble para los
robos. A pesar de su apariencia de villano, el teniente Frédéric «Scarface» Guigues
era un hombre culto que había estudiado ingeniería en la École des Arts et Métiers,
una institución parisina de élite. Era el mejor forzador de cerraduras de Colditz.
El sistema para recibir, custodiar y repartir los paquetes entrantes seguía un
patrón establecido. La puerta de la oficina de correos que daba al patio estaba
vigilada por un centinela y había otras dos puertas interiores, ambas cerradas con
llave. Cuando llegaban los paquetes, eran registrados y guardados en la oficina toda
la noche, inspeccionados y pasados por la máquina de rayos X al día siguiente y
después entregados al destinatario en persona. La única manera de garantizar la
llegada de material de contrabando era hacerse con un paquete antes de su entrega,
sacar el objeto oculto y reemplazarlo por una réplica inocua. A su vez, ello requería
acceso a la oficina de correos sin ser detectado, una tarea que resultaba aún más
compleja porque la puerta exterior contaba con una cerradura cruciforme, el último
avance en la tecnología alemana. Fabricada por Zeiss Ikon, la llave tenía forma de
cruz y cada muesca de los cuatro bordes era milimétrica y se correspondía con una
serie de dientes, que a su vez hacían girar un tambor circular para abrir el pasador.
Los alemanes creían que era imposible forzarla, lo cual suponía una ventaja enorme,
porque no era así.
Tras meses de experimentación, Guigues fabricó una llave maestra cruciforme
utilizando un eje del mecanismo de la torre del reloj. Después, aprovechando la
distracción provocada por la visita de un general alemán, su equipo consiguió

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desmontar la cerradura, medir con precisión las muescas y volver a instalarla.
Utilizando una sierra diminuta fabricada con una cuchilla, Guigues talló las muescas
en su llave casera, que escondió dentro de un poste de cama vacío y tapó con un trozo
de corcho. Llegar hasta los paquetes requería un equipo de diecisiete señuelos,
vigilantes y ayudantes para distraer al centinela mientras Guigues entraba y cerraba la
puerta. En comparación, forzar los viejos cierres de palanca de las puertas interiores
era fácil. Ahora, los franceses podían pedir determinados productos en cartas
codificadas a sus amigos y familiares y recogerlos por la noche antes de que los
abrieran: dos paquetes de herramientas con un peso de cinco kilos cada uno, dinero,
alcohol en latas de dos litros, pintura, documentos y, por último, componentes para
fabricar dos radios alimentadas por un pequeño generador con una palanca metida en
una lata de jamón. Cada vez que llegaba un nuevo paquete «explosivo», que a
menudo contenía latas etiquetadas como «sanglier en sauce», o jabalí en salsa, Frédo
Guigues entraba en la oficina, se llevaba el material de contrabando y «desactivaba»
el paquete.
Eggers nunca averiguó cómo entraban los reclusos en el almacén, pero sus
sospechas se acrecentaron cuando una mañana encontraron a la gata de la prisión a un
lado de las puertas interiores y sus cachorros al otro. Instalaron un segundo cerrojo
cruciforme en dicha puerta y una alarma eléctrica conectada a la exterior.
Asombrosamente, durante una de sus visitas nocturnas, Guigues consiguió interceptar
el cableado e instalar otro circuito con un interruptor en el piso de arriba. Ahora la
alarma podía activarse y desactivarse cuando fuera necesario. Los franceses también
sospechaban que alguien más estaba entrando e inspeccionando en secreto los
paquetes. Un guardia alemán de Alsacia y Lorena, la zona disputada de Francia que
Alemania se había anexionado en 1940, había sido visto deambulando por las
inmediaciones de la oficina a altas horas de la noche. Para los franceses, al tratarse de
un alsaciano alemán ya era un colaborador. Guigues apostó a uno de sus hombres en
la oficina de correos, un duro y joven oficial llamado Yves Desmarchelier. Tal como
imaginaban, el guardia sospechoso entró y empezó a hurgar en los paquetes. Al notar
movimiento detrás de él, se dio la vuelta y vio al prisionero observándolo detrás de
un montón de sacos y se desató una pelea desesperada. Mientras las manos de
Desmarchelier se aferraban a su garganta, el soldado jadeó en francés: «¡No seas
tonto!». Fueron sus últimas palabras. «Era un traidor», dijo Desmarchelier. El cuerpo
del alemán fue hallado a la mañana siguiente con una soga al cuello atada a las vigas.
Eggers no entendía nada. ¿Por qué decidió quitarse la vida en la oficina de correos?
«No tuvimos más opción que considerarlo un suicidio», escribió.
Los franceses estaban dispuestos a pedir y sacar objetos para las otras naciones, y
finalmente desvelaron a los neerlandeses y los británicos el secreto y el arcano arte
necesario para forzar cerraduras cruciformes. Entre los británicos, los robos estaban
en manos de un vivaz piloto australiano de veinticuatro años oriundo de Townsville,
Queensland. Se llamaba «Bush» Parker y era un tramposo aficionado a la magia cuyo

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truco favorito era guardarse una cerilla en la manga que, «al soltarla, se elevaba más
de medio metro». Nadie llegó a saber cómo lo hacía. Parker aseguraba ser capaz de
forzar cualquier cerradura del castillo utilizando una serie de ganzúas caseras y un
tubo de pasta dentífrica para mantenerla abierta cuando se levantaban los seguros.
«El libre acceso a la oficina de correos», escribió Pat Reid, fue «una bendición
inestimable», pero, en mayo de 1942, un oficial británico estuvo a punto de destruir el
sistema. Frank «Errol» Flinn había salido recientemente de las celdas de aislamiento.
Una mañana, sin previo aviso y claramente visible desde el patio, fue corriendo hacia
la puerta exterior de la oficina de correos e intentó forzarla con considerable violencia
utilizando un gancho. Los centinelas alemanes no lo vieron inmediatamente, pero
Guigues sí, y estaba horrorizado. Si los alemanes creían que la cerradura era
vulnerable o había sufrido desperfectos, la cambiarían, y el arduo proceso de fabricar
otra tendría que empezar de cero. El inglés era «fuerte como el demonio, pero estaba
sufriendo una crisis psicológica», escribió Guigues, que indicó a un cómplice situado
en la primera planta de las dependencias francesas que activara la alarma. «Segundos
después», escribía Reid, «un grupo de matones llegó corriendo al patio y se llevó a
Flinn» a pasar otra temporada en las celdas. Al principio, algunos alemanes creían
que el comportamiento errático de Flinn era fingido. «Se hacía pasar por loco»,
escribió Schädlich en su diario. «El coronel Stayner está haciendo todo lo posible por
convencernos de que su “enfermedad” es real». Pero Reid estaba seguro de que
aquello no era una pantomima. «Por desgracia, esta vez Flinn estaba perdiendo la
cabeza». El hombre más solitario de Colditz se estaba convirtiendo en un lastre.

Michael Sinclair entró en Colditz en marzo de 1942 con un plan ya formulado que se
convertiría en una obsesión: llegar a Polonia, reunirse con la formidable combatiente
británica de la resistencia a la que veía como su madre adoptiva y escapar con su
ayuda.
Un año antes, tres soldados británicos harapientos y exhaustos llamaron a la
puerta de un anodino piso de dos habitaciones situado en la calle Chmielna de
Varsovia. Habían escapado del campo de prisioneros de Poznań, en el centro de
Polonia, escondidos en un carro lleno de basura. Planeaban cruzar la frontera rusa,
pero la declaración de guerra entre Alemania y la Unión Soviética lo impidió, así que
volvieron a pie a Varsovia y pasaron de una célula de la resistencia a otra hasta que,
como muchos fugitivos británicos, acabaron en el piso de la calle Chmielna.
El líder del grupo era Sinclair, un teniente pelirrojo de veintitrés años
perteneciente al 60.º Regimiento de Rifles del Rey. Hasta la retirada de Dunkerque, la
vida de Sinclair había seguido el patrón que él y todos los demás esperaban. Era hijo
de un alto mando del ejército, había jugado al críquet para Winchester at Lord’s,
actuaba en todas las obras teatrales de la escuela, estudió idiomas en Cambridge con
distinciones, ganó un trofeo de golf, todos los domingos rezaba con fervor en la

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iglesia y se incorporó al regimiento de su padre. Pero entonces fue capturado, y la
visión que tenía de su propio destino se desmoronó repentinamente. Sin su uniforme
ni la estructura de la familia, el regimiento y la religión, Sinclair no tenía ni idea de
quién era. Su necesidad de escapar no solo era apremiante y devoradora, sino
patológica. «Para Mike Sinclair existían Dios, el 60.º Regimiento y nada más. Su
único objetivo en la vida era volver con su unidad».
Abrió la puerta la señora Janina Markowska, que los hizo pasar a su habitación,
donde había servido un «almuerzo magnífico», la primera comida decente que
disfrutaban en un mes.
La señora Markowska vivía con su marido, un funcionario polaco jubilado y
veinte años mayor que ella al que, «con un desprecio mal disimulado», llamaba
«papi». Como muchos habitantes de Varsovia, se pasaba el día buscando la poca
comida que podía encontrarse en las tiendas o el mercado negro. En una de las
redadas impredecibles que eran un elemento de la vida cotidiana bajo la ocupación
nazi, se la llevaron para interrogarla y luego fue puesta en libertad «como una anciana
inofensiva». La señora Markowska podía parecer una ama de casa polaca de lo más
normal, pero hablaba inglés con un marcado acento escocés.
En realidad, Markowska era Jane Walker, una espía británica, una figura
destacada del ejército clandestino polaco y coordinadora de la «sociedad
anglopolaca», una red secreta que daba cobijo a prisioneros de guerra británicos
huidos y los trasladaba a un lugar seguro.
Jane Walker nació en Dalmeny, al oeste de Edimburgo, en 1874. Cuando era
adolescente se mudó con su familia a Berlín, donde su padre era agregado militar de
la embajada británica. Inteligente e incansable, entró en el mundo del espionaje y se
convirtió en «mensajera del rey», un correo del Ministerio de Asuntos Exteriores que
enviaba comunicaciones secretas. Antes de la primera guerra mundial entregó en
Alemania y Suiza docenas de mensajes en nombre del gobierno británico. Como
hablaba alemán, francés y polaco con fluidez, trabajó una temporada en Viena como
institutriz de una rama de la familia real Habsburgo. En 1920 se casó, se instaló en
Varsovia y, a ojos de todos, se volvió totalmente polaca. Pero, como dijo un
prisionero de guerra fugado, seguía siendo «británica hasta la médula, una gran
patriota a la antigua usanza, soltando en cada exhalación fuego, matanza y desafío a
los enemigos de Gran Bretaña. Era tiránica, obstinada e intolerante. También era
capaz de mostrar un gran afecto, comprensión y solidaridad». Su casa era un refugio
para soldados británicos fugitivos, a los que después llevaba a pisos francos
repartidos por la ciudad y trasladaba cada pocos días. Ese hito de la logística lo
consiguió en colaboración con el Estado Secreto Polaco, la organización política y
militar de la resistencia nacional. A diferencia de otros países ocupados, Polonia no
llegó a rendirse formalmente. Mientras el gobierno en el exilio se instalaba en
Londres, se formó un Estado clandestino paralelo en la propia Polonia, con un

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parlamento, un ejecutivo, un poder judicial y un ejército secretos, e incluso un
departamento de educación, un ala propagandística y servicios sociales.
Entre septiembre de 1940 y mayo de 1942, la red de fugas de la sociedad
anglopolaca acogió a sesenta y cinco soldados británicos huidos y consiguió llevar a
cincuenta y dos de ellos a un lugar seguro: en barcos hasta la Suecia neutral,
cruzando los Balcanes hasta Turquía, un país que tampoco participaba en la guerra, a
través de Hungría, Rumanía o Yugoslavia, o entrando en Alemania y saliendo de
nuevo por Suiza. «Intensa y autoritaria», la señora Markowska trataba a los soldados
británicos con rígido afecto, como si fueran los hijos que nunca había tenido, y les
proporcionaba comida, cobijo, arengas patrióticas e incluso la atención de un médico
que estaba dispuesto a correr el riesgo de tratar a fugitivos. Le gustaba preparar
«cenas más o menos formales» para sus invitados con numerosos brindis por la
familia real británica. Los prisioneros de guerra la temían, reverenciaban y adoraban.
«En unos días oscuros y peligrosos», escribió un fugitivo, «la amábamos». La
llamaban «señora M».
La red de fugas de Jane Walker se financiaba vendiendo medias para mujeres en
el mercado negro de Varsovia mientras la resistencia polaca facilitaba documentación
falsa, más dinero y guías. Dicha labor era extremadamente peligrosa. La Gestapo
sabía de la existencia de una red clandestina para soldados aliados y dedicaba
considerables esfuerzos a destruirla. La esperanza de vida media de un correo del
Estado Secreto era de solo unos meses. La señora M sabía que, si la apresaba la
Gestapo, sería torturada y ejecutada, y trataba dicho conocimiento con sublime
despreocupación. Siempre que le preguntaban por qué seguía en Polonia en lugar de
volver a un lugar seguro como era su tierra natal, dedicaba a su interlocutor una
mirada penetrante y una declaración que, para la señora M, era sumamente obvia: «A
las mujeres británicas no les gusta huir».
Ahora, Michael Sinclair y sus dos compañeros estaban al cuidado de aquella
mamá gallina especialmente feroz. «Así empezó nuestra extraña estancia en la capital
de Polonia, como invitados temporales de mucha gente valiente y generosa que
aceptaba voluntariamente todos los riesgos que conllevaba ayudarnos en nuestro
camino […]. La señora M se convertiría en una madre para nosotros».
La señora M les advirtió que llevarlos a casa sería difícil, pero prometió encontrar
la manera. «Tenemos contactos con organizaciones clandestinas, tanto oficiales como
no oficiales», dijo. Los fugitivos fueron separados y alojados con los miembros de la
red de la señora M. Sinclair congenió inmediatamente con la familia polaca que lo
acogió, conmovido por su amistad, hospitalidad y asombrosa valentía. Un piso franco
se encontraba cerca del gueto judío y de noche se oía el «tableteo de las
ametralladoras» mientras las SS cumplían su labor genocida. Una noche, Sinclair
escuchó la BBC en la radio ilegal de la señora M y oyó «un mensaje de ánimo y
esperanza». Cada día que pasaba en Varsovia, el desprecio de Sinclair hacia los

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alemanes iba a más, igual que su admiración por la resistencia polaca y aquella
escocesa decidida a luchar contra ellos.
A finales de verano, la señora M tenía un plan: «Irás en tren a Cracovia, donde te
recibirá un guía y te llevará por las montañas hasta Eslovaquia. Luego irás en coche
hacia el sur, en dirección a la frontera húngara. Viajarás en tren a Budapest, donde te
reunirás con unos amigos». Estos organizarían un traslado seguro a la Turquía neutral
pasando por Yugoslavia y Bulgaria. Cuando llegara a su destino, podría contactar con
la embajada británica. A finales de agosto de 1941, después de una afectuosa
despedida con la señora M, Sinclair partió acompañado de Ronnie Littledale, con
quien había escapado de Poznań. La predicción de la señora M, según la cual sería un
«viaje largo y complejo», se quedó corta. Tras un periplo agotador en tren y a pie,
finalmente llegaron a Budapest en octubre. Un mes después, pertrechados con
documentación falsa proporcionada por la resistencia antinazi, Sinclair y Littledale
subieron a un tren rumbo a Belgrado y el 16 de noviembre llegaron a la frontera
búlgara. Entonces sobrevino el desastre. Un funcionario observador detectó un error
en sus documentos yugoslavos falsificados. Fueron arrestados, entregados a la policía
alemana en Sofía, enviados a Viena y brutalmente interrogados por la Gestapo. Tras
pasar dos meses en una prisión militar, los subieron a un tren con destino a Dresde
bajo vigilancia armada. A las afueras de Praga, Sinclair se coló por la ventana del
lavabo y saltó del tren en marcha. Solo había recorrido unos centenares de metros con
el tobillo desguinzado cuando fue capturado de nuevo y enviado a Colditz.
La llegada de Sinclair infundió energías renovadas a la comunidad de fugitivos.
Su obcecada búsqueda de la libertad estaba teñida de sed de sangre. La libertad
ofrecía una posibilidad de venganza, la oportunidad de seguir luchando no solo por el
rey y por el país, sino por la señora M y su red polaca. «Parecía librar una cruzada
personal contra toda la Europa ocupada por Hitler», dijo Pat Reid, a quien
impresionaba y sobrecogía un poco la inquebrantable determinación de Sinclair.
Incluso Frank Flinn, que ostentaba el récord de tiempo en aislamiento, parecía dócil
en comparación con su voluntad de salir de Colditz. Sinclair pasaba horas
contemplando con furia las murallas del castillo, fumando en pipa, soñando con
escapar, controlando y memorizando los movimientos de los guardias, ensayando
detalles y buscando huecos en los muros que lo rodeaban. Transcurridas solo unas
semanas desde su llegada, se presentó una oportunidad. En junio lo enviaron a
Leipzig para una operación de senos nasales. Saltó por una ventana del hospital y
llegó a Colonia, donde, por pura mala suerte, estaban buscando a la tripulación de un
bombardero de la RAF que había saltado en paracaídas en los bosques de la zona
cuando su avión fue abatido. Sinclair fue capturado y trasladado a un campo cercano
del que no tardó en escapar, pero fue apresado con igual rapidez y encerrado de
nuevo en Colditz para retomar su vigilancia junto a la ventana. «El pobre Mike
odiaba cada minuto de su vida y no tenía otro interés que tratar de huir», escribió otro
prisionero. «Jamás aceptaría una derrota».

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El caleidoscopio de la población de Colditz mutaba continuamente con nuevas
llegadas y salidas. La administración de los prisioneros de guerra era impredecible en
sus decisiones. Los reclusos nunca sabían cuándo podían ser trasladados a otros
campos o por qué, lo cual añadía otro estrato de incertidumbre. Dos tercios del
contingente polaco se fueron en mayo y quedaron atrás unos cuarenta oficiales, «en
su mayoría fugitivos reincidentes», según los cálculos de Reid. Treinta y un oficiales
franceses, incluyendo a muchos judíos, fueron trasladados a un campo de Lübeck y
otros ocuparon su lugar. La población británica se amplió paulatinamente con la
incorporación de oficiales que habían tratado de fugarse de otros campos. A su
llegada, eran recibidos con sonoros vítores desde las ventanas y a veces con una
lluvia de bombas de agua. Una de las tradiciones más crueles de la escuela privada
británica era la humillación ritual de los novatos por parte de los mayores. Ello
también tenía su homólogo en Colditz. Pat Reid describía la recepción que brindaron
a dieciséis oficiales navales de Lamsdorf. En su primer día en Colditz, los recién
llegados fueron citados para una presunta revisión médica en las estancias británicas,
donde un oficial vestido con un falso uniforme alemán que se hizo pasar por el
médico del campo, estetoscopio incluido, les ordenó que se bajaran los pantalones y
declaró a voz en cuello que estaban todos infestados de ladillas. Luego, un «asistente
médico» con bata blanca que apenas podía contener la risa les recubrió los testículos
con una sustancia de color añil preparada con pintura para escenarios que desprendía
«un fuerte olor a desinfectante para inodoros». Reid calificó aquel incidente de
«diversión a costa de los nuevos», pero era acoso puro y duro, una declaración de
poder brutal como las que siempre se han infligido a los alumnos de los colegios
privados ingleses.
En julio, el Oberstleutnant Schmidt se jubiló a sus setenta años y fue reemplazado
por un Kommandant muy diferente. El Oberst (coronel) Edgar Glaesche era «bastante
novato», escribió Eggers. Glaesche, un hombre puntilloso con el cumplimiento de la
Convención de Ginebra pero autoritario, acababa de llegar del frente oriental y estaba
decidido a hacer borrón y cuenta nueva. Exigía y esperaba respeto, pero no lo recibía.
El nuevo Kommandant padecía estrabismo e, inevitablemente, los prisioneros más
alborotadores se ponían bizcos siempre que aparecía. «Ignoraban por completo su
halo de autoridad», señalaba Eggers. «No tenía ni idea de dónde se estaba metiendo».
Los intentos de fuga continuaron a un ritmo de casi dos por semana durante julio
y agosto, algunos prometedores, otros extravagantes y casi todos estériles, los signos
de puntuación de la vida en cautividad. Siempre que desaparecía alguien crecía
lentamente la esperanza a medida que pasaban las horas y los días, pero esa esperanza
se evaporaba cuando el fugitivo era traído de vuelta. Un inglés saltó por encima del
muro del patio de ejercicios situado junto a las celdas del pueblo y llegó a Chemnitz
en una bicicleta robada antes de ser apresado. Animados por el relato de Mike

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Sinclair sobre la red anglopolaca de la señora M, algunos decidieron intentar llegar a
Polonia en lugar de cruzar la frontera suiza. Los neerlandeses y los británicos trataron
de colarse en la alcantarilla principal, pero fueron descubiertos in fraganti. Los
alemanes encontraron un túnel polaco a medio construir que contenía herramientas y
una máquina de escribir casera. Un francés intentó salir del parque disfrazado de
pintor. Entre las nuevas regulaciones impuestas por el Kommandant Glaesche estaba
el límite a las propiedades personales. Llegaron guardias con cajas para llevarse los
excedentes a un almacén. Dominic Bruce, oficial de la RAF y uno de los prisioneros
más menudos de Colditz, se metió en una caja de té enviada por la Cruz Roja
canadiense con la etiqueta de «excedentes», equipado con una cuerda de doce metros
hecha con sábanas y un cuchillo. Después lo cargaron en un camión con el resto del
equipaje sobrante y lo dejaron en una habitación de la tercera planta de la
Kommandantur. Aquella noche salió por una ventana y bajó hasta el foso, no sin
antes dejar una nota en alemán dentro de la caja vacía: «El aire de Colditz ya no me
sienta bien. Adiós». Robó una bicicleta y llegó hasta el puerto de Danzig, donde fue
interceptado antes de poder viajar de polizón en un barco.
Aquel verano, los británicos solo se anotaron una victoria. En junio, Brian
Paddon, un oficial de la RAF, fue trasladado de Colditz a un campo de Thorn, donde
debía enfrentarse a un consejo de guerra por insultar a un guardia. Se unió a un
equipo de trabajo que se dirigía al campo, se escondió detrás de un pajar y después
fue hacia la costa báltica y se refugió en la bodega de carbón de un barco mercante
sueco. Cuando el barco zarpó, convenció al capitán de que lo llevara a Gävle, ciento
sesenta kilómetros al norte de Estocolmo, donde el cónsul británico le consiguió un
vuelo de regreso al Reino Unido. La huida de Paddon fue excepcional, una inyección
de moral importante cuando la noticia llegó a Colditz, pero había empezado cuando
ya estaba muy lejos de los muros de la prisión.
Las nuevas medidas de seguridad del Kommandant Glaesche incluían recuentos
en plena noche, cacheos, un nuevo sistema de contraseñas y registros repentinos e
inesperados para buscar material de contrabando: «Se escudriñaban libros, papeles,
artículos de baño, armarios, mesas, sillas y taburetes, se movían camas, se quitaban
sábanas y se levantaban tablones del suelo». El nuevo Kommandant redujo la ingesta
de alcohol en el comedor alemán, instaló en el parque un nuevo sistema de alarma
con cuerdas trampa y ordenó la construcción de pasarelas enrejadas y una torre de
vigilancia de madera con doce metros de altura desde la cual los centinelas podían
observar las terrazas. Por encima del patio interior se instaló un puesto de
ametralladora y se apostó a un fotógrafo para controlar y documentar lo que sucedía
abajo. «Casi cada hora, varios grupos de guardias patrullan el castillo o efectúan
registros», comentaba Schädlich. Los prisioneros eran vigilados constantemente a la
vez que ellos vigilaban en todo momento a sus captores. El sistema de alerta nunca
cesaba: los hombres se situaban junto a las ventanas, fingiendo que leían o fumaban
despreocupadamente, mientras observaban con discreción lo que sucedía abajo y

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hacían una señal si aparecían los alemanes, quitándose el sombrero o cerrando un
libro. «En el momento en que nuestros grupos de búsqueda se acercaban, sus
excelentes sistemas de aviso entraban en acción y lo único que encontrábamos era
una desagradable sonrisa en la cara de los prisioneros», escribía Gephard. La
constante vigilancia mutua, los registros y las fluctuaciones de esperanza y desaliento
creaban un ambiente único, una tensión que, cada vez más, estaba a punto de
degenerar en revueltas, un jugueteo que se descontroló con rapidez.
En junio hubo un incendio deliberado en la parte baja de las escaleras británicas.
Fue apagado de inmediato, pero el olor acre permaneció en el hueco de la escalera y
los pasillos durante días. «Qué ausente de distracciones debía de estar la vida como
para que unos hombres adultos interpretaran un incendio como diversión»,
reflexionaba el padre Platt. Una batalla de agua en el caluroso patio alcanzó tales
cotas de ferocidad que tuvieron que llamar a los antidisturbios. El oficial alemán al
mando fue recibido con un coro de abucheos desde las ventanas. Un soldado apretó el
gatillo y la bala rebotó en el cuello de un teniente francés que estaba observando
desde una ventana. Se recuperó, pero con una mano paralizada. Semanas después,
Glaesche castigó a los franceses con más recuentos, uno a la una de la madrugada y
otro media hora después. Las otras naciones se asomaron a las ventanas y
demostraron su falta de respeto: «Adoptó la forma de fuertes ruidos de animales y
pájaros, un gallo aquí y una vaca allá, mezclados con sirenas ululantes». El alboroto
era cada vez mayor. Los guardias formaron filas con los rifles apuntando a los pisos
superiores. De repente abrieron fuego y una lluvia de balas tachonó los cristales. Más
tarde, Eggers aseguraba que la orden de disparar había sido accidental. Nadie resultó
herido, pero la fricción iba a más. «Se percibía por todas partes una indisciplina
rayana en el motín», escribió Eggers. Pero, de vez en cuando, y de manera igual de
repentina, la ira parecía disiparse. «En ocasiones, la resistencia desaparecía»,
observaba Giles Romilly, el prisionero sometido a un «trato especial». «Había
períodos en que los viejos parecían viejos, los jóvenes no parecían estar en forma y
los ardores del desafío no afloraban. Los alemanes descubrían que los recuentos eran
tranquilos y se paseaban seguros entre nuestras filas, casi como niñeras».
Detrás de la hilaridad de los enfrentamientos había desesperación. A veces, la
presión mental era visible y dramática, como en el caso de Frank Flinn; con más
frecuencia, permanecía oculta. Un aviador canadiense, uno de los primeros presos
que entraron en Colditz, se obsesionó con liberar a su mujer de su matrimonio e
intentó cortarse las venas. Durante los recuentos «perdía los papeles», recordaba un
amigo suyo, «llorando y suplicando a los guardias que le dispararan». Finalmente se
degolló con una botella rota y fue trasladado a un hospital psiquiátrico. En una
muestra de lo profunda que era la frustración sexual, otro oficial intentó castrarse. La
mayoría llevaban su tristeza en secreto o la reprimían con vigor. «De repente me di
cuenta de que estaba perdiendo la cabeza», escribía un oficial. «Me llevé a mí mismo,
metafóricamente, a una esquina de la habitación y me di un rapapolvo». Pero incluso

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los más optimistas empezaban a sentirse decaídos con el paso de los meses. Pat Reid
dimitió como oficial de fugas. Necesitaba volver a imaginar la posibilidad de la
libertad.

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Dogsbody

A MEDIADOS de agosto, un nuevo prisionero con unos andares torpes y un marcado


aire de autoridad entró en el castillo y desencadenó una oleada de excitación en todo
el campo.
El comandante de aviación Douglas Bader se convertiría en el prisionero más
famoso de Colditz. Ya era el combatiente más célebre de toda la guerra para ambos
bandos. La fama le había llegado de repente debido a un espantoso accidente que le
provocó un dolor agudo permanente. Más tarde recaudaría millones en nombre de
organizaciones benéficas para discapacitados. Era extremadamente valiente y capaz
de inspirar a otros con hitos que nunca creyeron posibles, pero también era arrogante,
dominante, egoísta y espectacularmente grosero, sobre todo con los que consideraba
de menor estatus. Muchos de sus camaradas más cercanos lo adoraban. La guerra lo
había convertido en un héroe, cosa que también lo hacía insufrible.
Bader era hijo de una madre distante y un padre que había fallecido por heridas
sufridas en las trincheras cuando él tenía doce años. De pequeño era irritable y fue
víctima de acoso. En la escuela privada recibió una paliza de Laurence Olivier tras
vencer al futuro actor en un partido de críquet. Enmascaraba su soledad con
fanfarronería, agresividad y exhibicionismo.
En 1928 entró en la RAF y dos años después era oficial. Desafiando la normativa,
se aficionó a realizar trucos acrobáticos con su biplano Bristol Bulldog. Por una
apuesta, en diciembre de 1931 intentó una pasada a baja altura sobre el aeródromo de
Woodley, cerca de Reading, pero se excedió, el ala rozó el suelo y el avión dio una
vuelta de campana. Cuando lo sacaron de entre los restos del aparato, Bader habría
muerto allí mismo si un civil no le hubiera presionado un corte en la arteria femoral
de la pierna derecha. Gracias a otro golpe de suerte, llegó al hospital justo a tiempo
para que lo atendiera el pionero de la cirugía Leonard Joyce antes de que terminara su
jornada. Escribiendo sobre el incidente en su diario, Bader empleaba un tono
lacónico: «Me estrellé volando a ras de suelo. Mal espectáculo». No mencionó que
Joyce le había amputado las dos piernas, una por encima de la rodilla y la otra por
debajo.
Utilizando dos piernas artificiales (un poco más largas que las originales para
parecer más alto), Bader podía conducir un coche modificado, jugar al golf y críquet,
nadar e incluso bailar. Pero la RAF no le permitía pilotar, cosa que lo enfurecía, así
que aceptó un puesto administrativo en una empresa petrolera.
Bader nunca dejó de presionar a la RAF para que le permitiera volver a una
cabina, insistiendo en que podía pilotar un avión igual de bien con sus piernas
ortopédicas. «Juro por Dios que me sentaré en la puerta de sus casas hasta que lo

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consiga», dijo. Con la llegada de la guerra, las autoridades cedieron y volvió a volar.
Durante las batallas de Francia y Gran Bretaña, se distinguió como un piloto con unas
habilidades temerarias y un coraje supremo. Estaba a favor de desplegar grandes
formaciones de cazas y desarrolló técnicas para tender emboscadas a aviones
enemigos aprovechando el sol y la altitud. En el transcurso de dos años, utilizando el
identificador «Dogsbody» (por sus iniciales, DB) derribó veinte aviones enemigos y
compartió cuatro victorias aéreas más y seis «probables». Le concedieron la Orden
del Servicio Distinguido con una barra y más tarde la Cruz de Vuelo Distinguido.
En la guerra aérea, muchos estaban en deuda con muy pocos, y a pocos se les
debía tanto como a Douglas Bader. Pero podría haber sido un piloto de cazas más si
la Oficina de Guerra no hubiera detectado una oportunidad propagandística de oro.
La trayectoria del doble amputado británico era la clase de historia que podía animar
a la ciudadanía en los días más oscuros de la guerra, así que, en una campaña
meticulosamente ejecutada, el Ministerio del Aire se propuso convertir a Bader en
una leyenda publicando una serie de artículos en los periódicos. El Daily Mail
entrevistó a la madre del piloto, que declaró: «Ojalá pudiera contarles adecuadamente
cómo tuvo que afrontar la vida sin dos piernas […]. Fue increíble presenciar el
retorno gradual de su alegre disposición». (Esa descripción del temperamento de
Bader dista tanto de la realidad que corrobora lo poco que lo conocía). El Daily
Mirror lo describió como «el héroe más grande de todos […]. El piloto de cazas más
increíble de la RAF británica». A principios de 1941 se había convertido en el primer
símbolo oficial del país, fotografiado junto a su Spitfire, un guerrero pugnaz de
mandíbula cuadrada con una pipa en la mano, la viva imagen de la determinación
para superar obstáculos tanto en la tierra como en el aire. Los periódicos competían
por describir sus temerarias escapadas. A Bader le encantaban aquellas atenciones.
Contaba con la adoración incondicional de los ciudadanos y con el resentimiento de
los compañeros que conocían al hombre que se escondía detrás de aquel mito
elaborado apresuradamente. Otro piloto observaba: «Era altivo, la persona más
pomposa que he conocido nunca». Pocos veían «al otro Bader, callado y solitario».
Trataba a los tripulantes de tierra con devastadora superioridad y ellos lo detestaban.
Algunos achacaban su temeridad a una ausencia total de imaginación. Bader era una
prueba viviente de que es posible ser valiente, famoso, discapacitado y bastante
desagradable al mismo tiempo.
El 9 de agosto de 1941, el Escuadrón 616 de Bader había realizado una salida
ofensiva en la costa de Francia cuando divisó a una docena de Messerschmitt 109 en
formación. «Dogsbody al ataque», informó por radio. «Hay muchos para todos.
Atacad tal como vengan».
Bader inició el descenso, abatió a un avión alemán y estaba disparando a un
segundo cuando notó un tremendo impacto y, al darse la vuelta, vio que el fuselaje
trasero, la cola y la aleta de su Spitfire habían desaparecido. Bader creía que había
colisionado en el aire con un caza alemán, pero lo más probable es que fuera víctima

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del «fuego amigo» de otro aparato, aunque jamás lo reconoció. Hizo saltar la cúpula
de la cabina y se desabrochó el cinturón, pero cuando el aire empezó a tirar de él, su
pierna derecha artificial quedó atrapada debajo de la palanca. Precipitándose hacia el
suelo a seiscientos cincuenta kilómetros por hora y a punto de perder el
conocimiento, tiró del cordón de apertura del paracaídas. La violenta sacudida rompió
la correa de cuero que le sostenía la pierna y Bader flotó libremente.
Una patrulla alemana recogió al paracaidista con dos costillas rotas minutos
después de que tocara tierra y lo llevó a un hospital de Saint-Omer. La maltrecha
pierna ortopédica fue hallada en un campo cercano.
El famoso piloto fue tratado con gran cortesía por sus captores alemanes. En un
acto de extraña caballerosidad, informaron a los británicos de que la pierna artificial
de Bader había quedado inservible e invitaron a la RAF a enviarle otra. Con la
aprobación oficial del Reichsmarschall (mariscal del Reich) Hermann Goering, la
Operación Pierna, un nombre poco imaginativo, dio comienzo el 19 de agosto cuando
un bombardero de la RAF recibió un salvoconducto para sobrevolar Saint-Omer y
lanzó una nueva prótesis en paracaídas sobre una base cercana de la Luftwaffe en la
Francia ocupada, además de calcetines para muñones, talco, tabaco y chocolate.
Cuando tuvo dos piernas operativas, Bader trató de escapar inmediatamente. Salió
por la ventana del hospital, se descolgó con unas sábanas anudadas y se fue
renqueando. Horas después fue hallado en un huerto y trasladado a un campo de
Lübeck, pero volvió a escapar y fue apresado de nuevo. Otro intento de fuga, esta vez
en el campo Stalag VIII-B de Lamsdorf, también acabó en fracaso. Las piernas
ortopédicas de Bader, pero también su fama, frustraban sus intentos de huida. Todos
los Kommandant del campo se veían «inundados de peces gordos de la zona que
querían verlo». Se imprimió un cartel que describía su característica cojera por si
volvía a escapar. Era cautivo de su propia notoriedad. Bader no podía ser más un
deutschfeindlich, un prisionero incorregible y un valioso premio propagandístico. El
campo de prisioneros de guerra más seguro de Alemania era el lugar más obvio para
encerrarlo.
Ese era, por tanto, el célebre guerrero al que recibieron con admiración los
centinelas alemanes cuando entró en Colditz el 18 de agosto de 1942, un hombre con
piernas de hojalata, corazón de roble y pies de barro.
La cuesta adoquinada que subía desde el foso era demasiado pronunciada para las
rígidas piernas de Bader, así que cargó con él su ordenanza Alex Ross, un camillero
escocés diminuto y con gafas originario de Renfrewshire, que también llevaba el
equipaje de Bader y sus piernas de repuesto. Ambos habían estado presos en
Lamsdorf. «Me preguntó si iría con él a Colditz, pero me advirtió que era un campo
para “chicos malos”», recordaba Ross. En comparación con otras prisiones que había
conocido, Colditz le pareció «un lugar fantástico». «Lo que no sabía era que ser el
ordenanza de Bader significaba trabajar veinticuatro horas diarias. Pronto me di
cuenta de por qué nadie quería trabajar para él. Tenías que estar a su entera

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disposición en todo momento. Sé que era un hombre muy valiente, pero también
podía ser un monstruo».
Las labores de Ross incluían servirle el desayuno en la cama cada mañana. Luego
llevaba al oficial a cuestas por dos tramos de escaleras para que se diera un baño y
volvía a subirlo. «No era un peso pluma», decía Ross. «Me rodeaba el cuello con los
brazos, a peso muerto, y me clavaba los muñones de las piernas para aferrarse. Y yo
hacía eso todos los días de la semana». A Bader le gustaba llamar a su ordenanza
corcel Das Ross, una vieja palabra alemana para designar a los caballos que
montaban los caballeros en las batallas.
En Colditz, Bader se arrogó varios cargos destacados: director de orquesta,
portero en los partidos de stoolball y bromista al mando. Inició una exitosa campaña
para que le permitieran dar largos paseos fuera de los muros del castillo, insistiendo
en que en el patio no había espacio suficiente para ejercitar los músculos con las
piernas que le quedaban. Dos veces por semana, Bader daba sus paseos bajo
vigilancia y aprovechaba la oportunidad para intercambiar chocolate de la Cruz Roja
por huevos frescos y otros lujos con los agricultores de la zona. Sus piernas
artificiales eran reparadas periódicamente por el herrero del pueblo de Colditz. A
pesar de esas señales de respeto, Bader trataba a sus captores con un desprecio
cargado de blasfemias, «mofándose despiadadamente de los alemanes siempre que
tenía la oportunidad». A los centinelas les tiraba el humo de la pipa en la cara, se
negaba a saludar a alemanes de menor rango que él, dirigía el coro de cánticos
antialemanes y organizó un sistema de silbidos desentonados para que los guardias
perdieran el paso cuando desfilaban. En una ocasión, cuando Ross lo llevaba
escaleras arriba después del baño, se cruzaron con un general alemán y dos coroneles.
«¡No te pares por esos cabrones!», gritó Bader, que le clavó los muñones a su
ordenanza. «Parecían bastante sorprendidos, pero retrocedieron para dejarnos pasar y
él se los quedó mirando fijamente».
Como siempre, Bader despertaba sentimientos encontrados. Para muchos
oficiales jóvenes, sus incansables desafíos eran motivo de inspiración y
entretenimiento: «Douglas aportaba diversión». Cuanto más maleducado era con los
alemanes, más respeto le profesaban. «Era un personaje extraño e impredecible. La
suya era la personalidad más magnética de la prisión», afirmaba otro oficial. Incluso
Eggers se sentía un tanto amedrentado por el célebre recluso. Otros lo encontraban
sumamente irritante y mencionaban que sus provocaciones a los alemanes se
traducían en castigos colectivos que afectaban a todos los presos del campo. Su
grosería era legendaria. «Creo que en el tiempo que lo conocí no lo oí decir nunca
“por favor” o “gracias”», recordaba Ross. Bader nunca ofrecía a su ordenanza los
huevos que conseguía en sus paseos por el campo. «Creo que, si me hubiera dado
uno, me habría desmayado».
Obviamente, con sus piernas de hojalata, Bader no podía participar en fugas que
requirieran agilidad física, como cavar túneles o trepar por los tejados. No obstante,

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exigió una plaza en todos los planes. Al conocer la negativa del comité de fugas,
montó en cólera: «¿Sois conscientes de que el gobierno preferiría que volviera yo a
casa a que lo hicierais todos vosotros juntos?». A pesar de su arrogancia, tal
afirmación probablemente era cierta. En una ocasión, el comité envió un mensaje
secreto a Londres en el que decía que «hacer aterrizar una avioneta cerca de Colditz
para rescatar a Douglas Bader sería un espléndido golpe propagandístico». El MI9 no
descartó inmediatamente aquella idea extravagante. El gobierno quería a Bader de
vuelta en Gran Bretaña y en Colditz muchos se habrían alegrado de que se fuera.

El recuento matinal del 10 de septiembre desveló que faltaban como mínimo diez
prisioneros y se desató el caos. Dos oficiales británicos fueron encontrados en las
filas neerlandesas. Eggers cotejó al contingente neerlandés con sus fotografías y
descubrió que habían desaparecido tres. Para empeorar la confusión, un oficial
británico tiró un cubo de agua por la ventana mientras se llevaba a cabo el recuento.
Uno de los británicos fue identificado formalmente con un nombre que no era el suyo
y encontraron a cuatro «fantasmas» escondidos en las buhardillas. Cuando volvió la
calma, trascendió que seis prisioneros —tres neerlandeses, un británico, un
canadiense y un australiano— habían escapado. Eggers no tardó en descubrir cómo.
Habían forzado la cerradura cruciforme de la única oficina alemana que daba al patio
de los prisioneros, habían perforado el suelo debajo de la mesa del almacén y, tras el
cambio de guardia, habían reaparecido como un equipo de camilleros polacos al
mando de un suboficial alemán. Por pura suerte, un centinela apostado en la puerta
del parque se creyó su disfraz y les abrió. Cuatro fugitivos fueron apresados
rápidamente, pero otros dos, un neerlandés que se hacía pasar por estudiante de
arquitectura y un aviador australiano que fingía ser un peón belga, eludieron a los
grupos de búsqueda. Ochenta y siete horas después de abandonar Colditz cruzaron la
frontera suiza en el saliente de Singen vestidos con ropa civil.
Los alemanes taparon el agujero de la oficina e impusieron más medidas de
seguridad: una torre de ametralladora en la esquina noroeste de la terraza con una
línea clara de fuego en las caras norte y oeste, una pasarela custodiada por un
centinela por encima de la valla del lado este y focos más potentes en el patio interior.
En la «costura» en la que las estancias de los prisioneros colindaban con las de los
alemanes, que era el punto de seguridad más débil, instalaron cables de alarma debajo
del yeso. Cada intento de fuga, exitoso o no, dificultaba un poco más el siguiente.
Para el Hauptmann Reinhold Eggers, hasta el momento la guerra no había sido
exactamente divertida, pero sí tolerable. Echaba de menos a su mujer, que vivía en
Halle. Le preocupaba la seguridad de sus dos hijos, uno de los cuales combatía en el
norte de África y el otro en la Noruega ocupada por los nazis. Los prisioneros podían
ser extremadamente irritantes y su insolencia seguía resultándole molesta, pero le
gustaba el desafío de enfrentar su ingenio a los fugitivos en lo que denominaba un

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«juego permanente de la rana: primero llevábamos la delantera con nuestras barreras
de seguridad y luego nos aventajaban ellos, trazando planes en torno a ellas». Eggers
estaba labrándose una buena reputación en el servicio de prisiones militares alemán.
Cuando el general Henri Giraud escapó del castillo de Königstein, un campo para
altos mandos franceses y polacos en Sajonia, Eggers fue enviado a investigar. «Por
supuesto, mis métodos de Colditz dieron el resultado deseado». Su conclusión fue
que el general francés había escapado descendiendo por el exterior de la fortaleza
utilizando un cable telefónico que su mujer había escondido dentro de un jamón de
grandes dimensiones. Cuando las autoridades carcelarias inauguraron un museo
central de fugas en Viena, Eggers se sintió halagado por que le pidieran ejemplos de
sus mejores materiales, extraídos de su «colección de fotografías de túneles, objetos
de contrabando, pases falsos, llaves, disfraces, etc.». Ofreció a varios dignatarios
visitas guiadas en la prisión más segura de Alemania y, en octubre, para su inmensa
satisfacción, fue invitado a una conferencia sobre políticas de prisioneros en Dresde.
«¡La fama por fin!», escribió sin ironía. «La Academia de Fugas de Colditz estaba
obteniendo cierto reconocimiento». Su «museo» se estaba convirtiendo en una
obsesión. Ordenó a seis centinelas alemanes que se disfrazaran de ordenanzas polacos
para fotografiar una representación de la fuga de septiembre. Cuando un oficial
francés fue descubierto intentando salir vestido como Willi Pönert, el electricista civil
del campo, Eggers lo hizo posar para una instantánea con su doble y añadió otra
imagen extraordinaria a su creciente colección.
Eggers tenía cincuenta y dos años y había encontrado su vocación. Estaba
convirtiéndose rápidamente en el máximo experto alemán en escapología, en el
Sherlock Holmes del Sonderlager. Le esperaba un futuro brillante, siempre que
Alemania ganara la guerra.
Pero en el otoño de 1942 la victoria, en su día una certeza inminente, empezaba a
parecer más lejana. Los soldados alemanes estaban siendo enviados a los mortíferos
campos del frente oriental a un ritmo aterrador. El signo de la guerra estaba
cambiando en el norte de África, donde Rommel se había retirado tras la segunda
batalla de El Alamein. Con la creciente demanda de tropas en la línea del frente, la
guarnición de Colditz se vio reducida. Las raciones de carbón se recortaron en un
tercio. A pesar de la enemistad entre custodiados y custodios, en Colditz seguía
librándose una guerra caballerosa entre soldados que se adherían a códigos de honor
parecidos. Y, como observaba Eggers, «la guerra fuera del campo estaba dando un
giro desagradable», cosa que empezaba a dejarse notar en el campo.
El alto mando alemán estaba cada vez más furioso por las incursiones de los
comandos aliados contra objetivos en la Europa ocupada por los nazis: el ataque de
Dieppe, la captura de prisioneros en Sark, perteneciente a las Islas del Canal, o el
asesinato del brutal tirano de las SS Reinhard Heydrich en Checoslovaquia. Los
artífices de esos ataques, según los nazis, eran criminales que ataban a los prisioneros
y ejecutaban a cautivos desarmados. En julio llegó la orden de que los paracaidistas

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capturados fuesen entregados a la Gestapo. Las tripulaciones de bombarderos
derribados corrían cada vez más peligro de ser linchados por patrullas urbanas
embravecidas. «Esos pilotos solo estaban a salvo, y con eso me refiero a
comparativamente a salvo, cuando caían en manos de la Wehrmacht», escribió
Eggers. Escapar era cada vez más peligroso. Los prisioneros encontrados fuera de los
muros con ropa civil o disfrazados de soldados alemanes tenían más posibilidades de
ser acusados de espionaje y entregados a la Gestapo o las SS, fanáticos brutales sin
interés alguno en cumplir las normas más básicas de la campaña bélica. Cuando
empezaron a cambiar las tornas de la guerra, el Partido Nazi intensificó la presión. En
el pueblo de Colditz, sus líderes se interesaban más por lo que sucedía en el castillo.
Las visitas de la Gestapo para evaluar las medidas de seguridad eran más frecuentes.
En la cúpula alemana se estaba acrecentando la brecha entre aquellos que, como
Eggers, creían que los prisioneros debían ser tratados conforme a las regulaciones y
los halcones partidarios de medidas más despiadadas para mantenerlos a raya.
El 7 de octubre llegaron a Colditz siete prisioneros nuevos, a quienes
fotografiaron y luego trasladaron rápidamente a las celdas del pueblo, lejos de los
otros reclusos. Nadie sabía quiénes eran ni de dónde habían salido.
Dominic Bruce aún estaba en las celdas de aislamiento tras su huida fallida en
una caja, y durante una sesión de ejercicio pudo intercambiar unas palabras con el
líder del grupo:
—¿Quién eres? —susurró Bruce.
—¿Y tú? —respondió el hombre.
—Soy oficial de la RAF.
—¿De dónde?
—Soy de Tyneside, pero no llevo mucho tiempo aquí —dijo Bruce—. ¿Tú de
dónde vienes?
El soldado tardó un momento en contestar:
—De Noruega.
—Si quieres que enviemos mensajes a Inglaterra, nosotros podemos hacerlo por ti
—dijo Bruce.
—Diles que todo fue bien en Noruega.
Aquel hombre era el capitán Graeme Black, un canadiense de Ontario de treinta y
un años y líder de la Operación Musketoon, una de las misiones de sabotaje más
osadas de la guerra.
Dos semanas antes, Black había encabezado un equipo de nueve comandos
británicos y dos noruegos en un ataque nocturno a la planta de Glomfjord, en la
Noruega ocupada por los nazis, una gran central hidroeléctrica que suministraba a
una fábrica de aluminio que producía importante material de guerra para los
alemanes. Transportados hasta la costa noruega en submarino, los saboteadores
remaron en botes hinchables armados con rifles, metralletas Sten, pistolas y cuchillos
de combate. El equipo también llevaba carne seca, cizallas, aceite de halibut, gafas

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tintadas para la ceguera de la nieve, leche malteada, prismáticos y comprimidos de
bencedrina. Después de escalar una empinada montaña hasta la central, se llevaron al
personal noruego del turno de noche a un lugar seguro, adosaron explosivos plásticos
de acción retardada a la maquinaria, las tuberías y los generadores y corrieron hacia
el interior de la isla. Estaban a un kilómetro y medio cuando estalló «con una
explosión colosal que retumbó en todas las montañas de alrededor». Una hora
después fueron interceptados por un equipo de búsqueda: dos alemanes y uno de los
comandos murieron en el tiroteo resultante. Entonces, los atacantes se dividieron en
dos grupos. Cuatro llegaron sanos y salvos a la Suecia neutral y los otros siete fueron
capturados y enviados a Colditz.
Tres días después de su llegada, Eggers fue visto acompañando a cuatro oficiales
de la Gestapo a la cárcel del pueblo. Se llevaron a Black y su segundo al mando. Al
cabo de tres días, una inspección rutinaria en su celda vacía desveló que habían
serrado los barrotes de la ventana por tres sitios. «Rellenaron los cortes con pan
masticado y lo hicieron con tanta pulcritud que casi no se veían», escribió un
impresionado Schädlich. «Esa unidad está muy bien entrenada». Dentro de una funda
de peine perteneciente a uno de los comandos, los alemanes encontraron una cuchilla
serrada de acero. El soldado Eric Curtis, de veintiún años, llevaba un diario:
«Estamos muy contentos, como si estuviéramos de vacaciones. Paquetes de la Cruz
Roja con comida, chocolate, té, leche y azúcar ingleses. Hoy nos sentimos
increíblemente bien […]. La mermelada de la Cruz Roja hace que el pan sepa a
nuestro hogar». Fue la última entrada, ya que Schädlich encontró el diario en su
celda. Al día siguiente, Curtis y sus cuatro compañeros fueron acompañados bajo
fuerte vigilancia hasta un autobús. Tres tenían solo veinte años. El mayor tenía
veintiocho. Sus nombres y rangos, obtenidos por el ordenanza Solly Goldman
mientras les servía el desayuno en las celdas de aislamiento, fueron comunicados al
MI9 en una carta codificada que más tarde se utilizaría como prueba en los juicios de
Núremberg. Cuando el oficial superior británico de Colditz exigió saber qué había
sido de aquellos hombres, Glaesche respondió con evasivas: «Solo estaban de paso en
el campo. No sabía de dónde habían venido y tampoco cuál era su destino».
El 18 de octubre, Hitler dictó su Kommandobefehl, u «Orden de los comandos»,
una flagrante violación de la Convención de Ginebra que estipulaba que todos los
comandos aliados capturados con o sin uniforme fueran ejecutados sumariamente sin
juicio, aunque se hubieran rendido. «Todos los hombres que actúan contra soldados
alemanes en ataques de comandos deben ser aniquilados […]. No deben ser
perdonados bajo ninguna circunstancia». La orden advertía que cualquier oficial
alemán que no cumpliera esa orden de ejecución recibiría un castigo. El último
vestigio de respeto nazi por la ley internacional se estaba evaporando.
Los supervivientes de la Operación Musketoon fueron encerrados en las celdas
subterráneas del cuartel general de Seguridad del Reich en Berlín. Allí fueron
interrogados personalmente por Heinrich Müller, jefe de la Gestapo y uno de los

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funcionarios más brutales de Hitler (y también uno de los pocos cuyo destino después
de la guerra nunca se ha dilucidado). El 22 de octubre, los siete comandos fueron
encadenados juntos, subidos a un camión y trasladados al campo de concentración de
Sachsenhausen, situado una hora al norte de la ciudad. Al día siguiente al amanecer,
los guardias de las SS los sacaron de sus celdas y los asesinaron uno a uno de un solo
disparo en la nuca.
Las autoridades alemanas dijeron a la Cruz Roja y al «poder protector» suizo que
los comandos habían escapado. Las cartas dirigidas a los siete que permanecían
encerrados en Colditz eran devueltas sin abrir y con el sello geflohen (fugado). El
Kommandant Glaesche debía de saber que era mentira, y Eggers probablemente
también. En su crónica, por lo demás exhaustiva, de la vida en Colditz no menciona
ese episodio. Es el silencio incómodo de la culpabilidad.
Semanas después llegaron a Colditz más indicios de la depravación nazi. Kit
Silverwood-Cope era otro de los «chicos» de la señora M. Durante catorce meses
había vivido en Varsovia bajo la protección de la red anglopolaca de Jane Walker,
moviéndose de un piso franco a otro. El primer invierno contrajo tifus, pero le salvó
la vida un médico judío. Sin embargo, poco después de la fuga abortada de Michael
Sinclair hacia la frontera búlgara, unos infiltrados destruyeron la red. Durante un
interrogatorio, dos prisioneros interceptados revelaron varias direcciones clave. Un
polaco que trabajaba para los alemanes se ganó la confianza de la señora M
ofreciéndose a llevar fugitivos hasta Suiza. Entonces intervino la Gestapo.
Silverwood-Cope y una docena de fugitivos fueron arrestados. El médico judío y su
familia fueron enviados a Auschwitz. La señora M recibió un chivatazo justo a
tiempo y se escondió en la Polonia rural disfrazada de campesina. La solitaria
campaña de Jane Walker había tocado a su fin, pero la señora M dejó un legado
extraordinario: había dado fuerza a innumerables soldados fugitivos, había ayudado a
docenas a escapar y había infundido a Michael Sinclair un deseo de huir que cada día
se volvía más urgente.
La Gestapo acusó a Silverwood-Cope de espionaje y lo encerró en la prisión civil
de Pawiak. Hambriento, interrogado reiteradamente y confinado en una celda
diminuta y gélida, perdió una cuarta parte de su peso en tres meses. En aquella
prisión imperaba una crueldad indecible. «De día, los gritos de agonía de los
prisioneros que recibían azotes eran incesantes». La Wehrmacht seguía respetando las
normas siempre que fuera posible; el ejército intercedió y muy probablemente le
salvó la vida a Silverwood-Cope llevándoselo a Colditz. Cuando llegó parecía un
fantasma macilento y traumatizado. Al principio, Eggers se negaba a creer su
descripción de las condiciones en Pawiak: «Las cosas más terribles: judíos empujados
a alcantarillas llenas de agua sucia para que se ahogaran, perros lanzados contra los
prisioneros […]. Reclusos golpeados y colgados de las muñecas». Como muchos
alemanes, hasta el momento Eggers había tachado las historias sobre el barbarismo y
los asesinatos nazis de propaganda aliada y estaba profundamente conmocionado:

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«Era la primera información que recibía de fuentes de primera mano sobre lo que,
hasta entonces, para mí eran solo rumores». Eggers era pedante, pero no despiadado o
estúpido. Un pequeño atisbo de duda le impregnó el alma: Alemania no solo podía
perder la guerra, sino que tal vez lo merecía.

Pat Reid había planificado, asistido, aprobado o participado en casi todos los intentos
de fuga organizados por los británicos. Pero, de todos los planes que autorizó durante
dos años en cautividad, ninguno era tan temerario y proclive al fracaso como uno en
el que lo invitaron a participar en noviembre de 1942. Cuatro reclusos propusieron
saltar por una ventana de la cocina de prisioneros de guerra, arrastrarse por el tejado
plano de la cocina alemana, que se divisaba desde las ventanas de la Kommandantur,
pasar por detrás de un centinela cuando estuviera de espaldas y meterse en un agujero
poco profundo que había en la cara sur del patio alemán. En la esquina había una
puerta y al otro lado una escalera que podía conducir a las plantas superiores de las
estancias alemanas, que estaban vacías y desde las cuales planeaban bajar por los
muros exteriores con sábanas, pasando por delante de habitaciones llenas de soldados
alemanes dormidos hasta llegar al foso. Entonces subirían a un tren rumbo a la
frontera francesa disfrazados de trabajadores flamencos. No tenían ni idea de qué
había al otro lado de la puerta o de si podrían abrirla. «El plan era una locura»,
declaró Reid, pero aceptó la invitación sin dudarlo. Aquel sería su sexto intento de
fuga y sabía que también el último: «Decidí que no volvería si algún día escapaba de
nuevo».
El 14 de octubre, Reid y otros tres oficiales británicos, vestidos de civiles y con
maletines como complemento para su disfraz, treparon al tejado alemán, «un
escenario iluminado que se veía desde varios centenares de ventanas». En aquel
momento, Douglas Bader estaba dirigiendo a la orquesta de Colditz en un ensayo del
concierto para oboe de Mozart y la música era claramente audible en el patio alemán.
Unos compinches estaban observando y haciendo señas al director: cuando el
centinela no mirara, Bader bajaría la batuta y, cuando se diera la vuelta, seguiría
dirigiendo y la orquesta tocaría de nuevo. Reid tenía dificultades para captar las
señales musicales. La música paraba y arrancaba de nuevo de forma despareja,
probablemente porque gran parte de la orquesta, ajena a lo que estaba sucediendo, era
incapaz de seguir la extraña técnica de dirección de Bader. Reid decidió arriesgarse:
uno a uno, los hombres saltaron sobre los adoquines, se escondieron en un lecho de
flores y reptaron hasta el agujero. Cualquiera que mirara por las ventanas habría
podido verlos. La vieja cerradura de palanca resistió todos los intentos por forzarla,
tal vez porque nadie la había abierto en años. Al cabo de una hora, Reid se rindió. La
orquesta se había dispersado y el patio estaba en silencio. A pocos metros de allí, el
centinela desfilaba de un lado a otro. Ya eran las once de la noche. Desde el agujero,
Reid vio un pasaje abovedado con unas escaleras de piedra que llevaban a un sótano.

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Aquella puerta estaba abierta y los hombres entraron. Al fondo del sótano, un delgado
rayo de luz proveniente del foco exterior iluminaba un conducto de ventilación o una
chimenea en desuso. Reid miró hacia arriba: «Vi que llevaba a una abertura con
barrotes al otro lado del edificio, donde se encontraba el foso». Reid se quitó la ropa
y subió por el estrecho conducto de ladrillo. Uno de los barrotes estaba suelto, así que
lo empujó y consiguió doblarlo. Luego se arrastró centímetro a centímetro y
finalmente cayó en la terraza. El siguiente hombre, Hank Wardle, era más robusto.
Reid le tendió la mano y los otros empujaron desde abajo. «Veinte minutos después,
con un último tirón, conseguí sacarlo. Iba cubierto de moratones y sudor». Eran las
tres de la madrugada. Los cuatro se vistieron rápidamente, bajaron las tres terrazas de
cuatro metros de altura, cruzaron el foso y echaron a correr hacia el parque. En los
arbustos situados al otro extremo del muro se dieron la mano, se despidieron en la
oscuridad, se dividieron por parejas y se fueron.
Tres semanas después, Rupert Barry, el creador de códigos, recibió una postal
desde Suiza que decía: «Estamos aquí de vacaciones y es una lástima que no estés
con nosotros. Con todo nuestro cariño para nuestro amigo Dick». Dick Howe había
sustituido a Reid como oficial de fugas británico. La postal iba firmada por «Harriet y
Phyllis Murgatroyd». La H y la P estaban resaltadas. Hank Wardle y Pat Reid se
encontraban en Suiza y sus otros dos compañeros llegaron al día siguiente. Fue la
fuga más exitosa hasta la fecha.
El resto de la guerra, Reid permaneció en Suiza, donde trabajó para el MI6
recabando información entre otros fugitivos. Cuando regresó a Gran Bretaña, se labró
una carrera asombrosamente exitosa como principal historiador de Colditz, si bien,
como señalaban molestos algunos de sus compañeros, pasó allí menos de la mitad de
su vida como prisionero de guerra.
A la sazón, los británicos dominaban la liga no oficial de fugitivos, ya que habían
conseguido siete huidas en un año. Michael Sinclair estaba decidido a ser el siguiente.
Con la aprobación del comité internacional de fugas, formó pareja con un oficial
francés llamado Charles Klein, y el 25 de noviembre, a plena luz del día, salieron por
la claraboya del teatro después del almuerzo, cruzaron las cocinas alemanas, entraron
en el patio de la Kommandantur y franquearon la puerta principal, una salida tan
descarada que funcionó. Después se separaron. Klein fue capturado en Plauen. Ahora
que la red polaca de la señora M había desaparecido, Sinclair se dirigió a Singen, más
al sur. Fue atrapado a solo unos kilómetros de la frontera suiza. Eggers fue a
recogerlo a la comisaría de Weinsberg y encontró al oficial de un humor pésimo,
monosilábico y poco cooperador. Más tarde, Sinclair presentó una queja formal
porque Eggers se había comportado de manera «poco caballerosa» al pedir comida en
el restaurante de la comisaría sin invitar al prisionero a acompañarlo. «Esto lo supera
todo», escribió Eggers. «¡Menuda arrogancia!». (Siempre puntilloso, Eggers anotó
que le había dado a Sinclair «una botella de limonada y sopa»). Más que arrogante,
Sinclair se sentía enormemente frustrado. Era el fugitivo ideal: joven, energético,

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imaginativo y valiente. Tan solo le faltaba el recurso esencial para todos los intentos
de fuga exitosos: la suerte. Sinclair anhelaba reincorporarse al combate, pero, con
cada fracaso, la posibilidad de desempeñar un papel útil en la guerra parecía alejarse
un poco más.
Supuestamente, los prisioneros de Colditz no debían saber cómo estaba
desarrollándose el conflicto. Las cartas que llegaban eran rigurosamente censuradas y
los periódicos alemanes que se permitían dentro del campo ofrecían una versión
siempre optimista y engañosa de los acontecimientos. Pero, por supuesto, los
prisioneros tenían acceso a otras fuentes. De vez en cuando deslizaban comentarios
desmoralizadores a los guardias, señalando que la guerra no estaba progresando como
afirmaba la propaganda nazi: los Aliados estaban avanzando en el norte de África y el
ejército alemán estaba empantanado en el invierno ruso. Los franceses parecían estar
particularmente bien informados. «Ni las habladurías ni los prisioneros que llegaban
podían explicar todo lo que a veces reconocían saber», señalaba Eggers. Los
franceses sabían más que él sobre la guerra y, a principios de diciembre, un traidor
del campo francés reveló por qué: escuchaban la BBC. Frédo Guigues, el ingenioso
forzador de cerraduras, había pasado una radio de tres válvulas por la oficina de
correos, escondida en un paquete de comida enviado por su mujer. La radio, conocida
por el nombre en clave de «Arthur», estaba oculta en una pared del piso superior de
las dependencias francesas, concretamente en una habitación ocupada por el
coadjutor, disimulada por un dibujo de un gran mapa de África. «En realidad, los
puntos negros que señalaban ciudades del mapa eran tomas para los auriculares y la
rueda para sintonizarla estaba debajo de Dakar». Por la noche, el Servicio Francés de
la BBC recababa noticias y se las facilitaba a las otras naciones sin desvelar el
paradero de la radio.
Eggers la «encontró» el 15 de diciembre («Marca francesa, sintonizada con
Londres») después de llevar a cabo una elaborada investigación en la Kellerhaus para
que pareciera que el descubrimiento era el resultado de un registro rutinario. Sus
subalternos sabían que no era así. Schädlich escribió en su diario: «Una instalación de
radio tan inteligentemente escondida y disimulada no habría sido descubierta sin que
alguien se fuera de la lengua». Años después, Eggers reconoció que se lo había dicho
un informante francés y, aunque después de la guerra facilitó el nombre del espía a
Guigues, insistió en que no saliera a la luz hasta 2000. Ese año se identificó al espía
como Julien Kérignard, un oficial y coadjutor originario de Marsella. Kérignard salió
en libertad a cambio de que desvelara el escondite de la radio. «Para no levantar
sospechas, lo trasladamos con más prisioneros a otro campo». Eggers hizo correr la
voz de que el francés había sido liberado «por motivos de salud». Kérignard
abandonó el sacerdocio después de la guerra y falleció sin que se conociera su
traición.
«No hay más radios en el campo», aseguró Eggers a Berlín enfática y
erróneamente. A modo de «póliza de seguros», Guigues ya había fabricado otra con

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componentes enviados en distintos paquetes por la ingeniosa y servicial madame
Guigues. Arthur II, oculta en las buhardillas debajo de un montón de baldosas rotas,
entró en funcionamiento la misma noche que Arthur I fue confiscada. «No hubo
interrupciones en nuestro servicio radiofónico», escribía Guigues.
La sucesión de fugas triunfales y las alentadoras noticias sobre la guerra dieron un
sabor prematuramente optimista a aquella Navidad, la creencia de que la cautividad
podía terminar pronto. Los hombres hacían apuestas sobre cuándo ganarían la guerra.
Pactaron una tregua navideña con el Kommandant, en la cual «los prisioneros
prometieron no escapar y los alemanes dejaron las luces encendidas hasta la una de la
madrugada». El tiempo empezaba a encogerse como un acordeón y un año se fundía
con el siguiente. «En la celebración de esta noche no ha habido novedades»,
comentaba el padre Platt. «Ha sido una repetición de la del año pasado y el anterior,
pero con más esperanza». Aquella Navidad en Colditz fue distinta de sus
predecesoras en otro aspecto: el consumo de alcohol fue prodigioso.
La producción ilícita de alcohol había avanzado mucho desde la bebida
rudimentaria y temible que prepararon los primeros destiladores polacos. El alcohol
destilado en la prisión se hacía mezclando azúcar y levadura con sucedáneo de
mermelada, fruta triturada o verduras. La mezcla resultante se dejaba fermentando en
un armario caliente durante seis semanas y después era destilada con un rústico
condensador Liebig fabricado con tuberías de lavabo robadas para producir un
alcohol transparente de ciento veinte grados. Para que aquel licor fuera más apetitoso
lo condimentaban con lo que tuvieran a mano: más fruta, azúcar moreno o, en un
caso, loción de afeitado Chanel Número 5 enviada en una caja de provisiones. El
«alcohol de mermelada» era nefasto. Provocaba ebriedad, claro está, pero también
visión borrosa, vómitos, pesadillas, ennegrecimiento de los dientes, hinchazón en la
lengua y, cuando se disipaban sus efectos, dolores de cabeza de una virulencia
increíble. Un destilador de Colditz bautizó a su whisky con el nombre de Glenbucket.
Si se dejaba toda una noche en una taza esmaltada, podía perforar el fondo.
Al principio, los alemanes intentaron impedir la producción de alcohol, pero
acabaron tolerándola como una agradable distracción: los prisioneros borrachos a
menudo eran menos problemáticos que los sobrios. Aunque uno desarrolló cirrosis y
algunos se quedaron ciegos temporalmente, nadie murió de intoxicación etílica y,
como observaba el exestudiante de medicina Peter Storie-Pugh, el consumo
moderado de alcohol tenía «un efecto enormemente positivo» en el estado de ánimo.
La calidad del licor casero mejoraba continuamente. Michael Farr, un viticultor y
enófilo cuya familia era propietaria de Hawker’s Gin, se convirtió en el principal
proveedor de vinos y licores de Colditz con el beneplácito de Eggers, que no solo les
permitía seguir elaborándolo, sino que les facilitó «ásperas jarras de arcilla para el
vino». Durante su encarcelamiento, Farr desarrolló un schnapps blanco puro y una
ginebra de endrina, además de «vinos rosados y blancos» sorprendentemente buenos
con una variedad de frutas secas que incluía albaricoques, pasas sultanas, ciruelas y

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uvas pasas. El grand cru de Farr era el Chateau Colditz, un vino espumoso semiseco
creado mediante el méthode champenoise, ideado en 1863 por Veuve Clicquot, la
gran dama del champán. Dicho vino se fermentaba en las jarras de Eggers con pasas,
agua y azúcar, se aclaraba y filtraba con carbón, se embotellaba y se dejaba reposar
con el corcho hacia abajo durante quince días hasta que todos los sedimentos se
habían concentrado en el cuello. Después se colocaba boca abajo en un alféizar sobre
una bandeja con nieve, hielo y sal hasta que el corcho y el primer centímetro de vino
se congelaban. Entonces retiraban el corcho y el sedimento congelado, lo cual dejaba
un «vino luminoso y transparente sin la levadura». Farr añadía un poco más de azúcar
a cada botella antes de volver a poner el tapón: «De ello resultó un excelente vino
espumoso que se servía frío».
La cena de Navidad consistió en sopa de tomate, bistecs con cebolla, tostadas con
sardinas y pudín navideño con mostaza, todo ello acompañado de ingentes cantidades
de prosecco y digestivos de varias clases producidos por los prisioneros. En lugar de
cenar cada uno en sus comedores, los oficiales británicos se agolparon en la Sala
Larga. Los ordenanzas cenaron aparte, pero no menos generosamente. «Le vin de
Chateau Colditz corría libremente por todos los comedores», escribió Platt. Los
comensales hicieron apuestas sobre cuándo caería Trípoli en manos aliadas. En el
patio entonaron himnos nacionales. El alcohol, observó Farr, causó «mucha alegría y
por unos momentos nos olvidamos de dónde estábamos».
El año 1943 comenzó con una resaca punzante. Una vez que pasaron los efectos
del alcohol de mermelada, volvió a imponerse la triste idea de que la guerra tal vez no
habría terminado la siguiente Navidad, o la siguiente a esa. A diferencia de los
reclusos corrientes, para los prisioneros de guerra, el día de su libertad no lo
dictamina un juez o un jurado, sino los acontecimientos en un escenario de conflicto
lejano. La libertad es una cita incognoscible con el destino que podría llegar pronto,
al final o nunca. Alan Campbell, uno de los varios poetas de Colditz, escribió:
«Nuestra cruz es la maldición de la espera». La frustración era cada vez mayor.
Aparte del posible asesinato en la oficina de correos, ningún prisionero había
atacado nunca a un guardia de Colditz. Pero, días después de Año Nuevo, Eggers se
encontraba en el patio de prisioneros hablando con otro oficial alemán cuando un
gran trozo de nieve pasó junto a su cabeza y golpeó la puerta de la cantina con un
ruido sordo. Aquella no era una bola de nieve corriente. «La lanzaron con tanta
fuerza», escribió Eggers, «que en la masa que quedó en la puerta encontré un gran
trozo de botella de cristal clavado en la madera». El lanzador pretendía causar
lesiones graves. La guerra, dentro y fuera de Colditz, era cada vez más cruel.

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1943

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10
El club de los Prominente

L AS HISTORIAS bélicas normalmente tratan sobre los hechos acaecidos. La de


Colditz, en cambio, es en buena medida una crónica de inactividad, una larga
procesión de días duplicados en los que ocurrían pocas cosas destacables, puntuados
por momentos de intensa emoción. El hastío no se limitaba a los prisioneros. «El
campo es aburrido», escribió Schädlich en su diario. «Los franceses han cazado un
ratón y lo están tirando en paracaídas desde el cuarto piso». La existencia de los
prisioneros seguía un patrón establecido: recuento matinal, desayuno en sus
habitaciones, lavar los platos y ordenar, en algunos casos estudio (la enseñanza mutua
de idiomas seguía progresando) y almuerzo cuando sonaba la campana y los
ordenanzas recogían las raciones de la cocina alemana. Luego se tumbaban en la
cama a leer o jugar a las cartas hasta el recuento vespertino, un partido de stoolball u
otro deporte, más cartas, planificación o fabricación de materiales para fugas, té a las
cuatro y paseos incesantes por el parque «en el círculo eterno». Las horas que
mediaban entre las comidas y los recuentos las pasaban en un ciclo que consistía en
«fumar, dormir y abusar de sí mismos».
Colditz era un lugar muy culto, con frecuentes debates literarios, charlas y un
amplio abanico de libros disponibles, incluyendo numerosas obras en alemán, desde
la filosofía de Nietzsche hasta traducciones de los discursos de Hitler. El material de
lectura llegaba a través de la Cruz Roja, y Penguin Books creó un sistema en el que, a
cambio de una suscripción anual de tres guineas, los prisioneros cada mes recibían un
paquete que contenía una selección de diez libros. Estos debían superar la censura en
Gran Bretaña (para garantizar que no se transmitía información vital al enemigo) y en
Alemania (por si las páginas encerraban información secreta para ayudar en las
fugas). Algunos realizaron cursos por correspondencia para obtener cualificaciones
que podían serles útiles cuando volvieran a casa, si es que eso ocurría. Eggers
inauguró con orgullo una biblioteca para los prisioneros. El padre Platt era el
bibliotecario y árbitro moral de los hábitos de lectura de los reclusos. «Una minoría
lee buena literatura», concluyó, «pero un porcentaje demasiado alto del campo solo
lee ficción».
Algunos mataban el tiempo inventando tomaduras de pelo cada vez más
ingeniosas. Cuando descubrieron un gran nido de avispas en una pared cubierta de
hiedra, los británicos idearon una nueva manera de irritar a sus captores: atrapaban
avispas y, cuidadosamente, les ataban a una pata un papel de fumar con las palabras
«Deutschland Kaput!». Luego soltaban al enojado insecto con la esperanza de que
picara a un ciudadano alemán y transmitiera el mensaje. Durante un recuento, en un
acto único de propaganda entomológica, liberaron simultáneamente a docenas de

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avispas con sus respectivos mensajes. «Fue como una tormenta de nieve a la inversa
en la que las avispas furiosas volaban hacia arriba», rememoraba un testigo.
Esas distracciones duraban poco. Apenas había nada de que hablar, así que los
prisioneros solían contar las mismas cosas a la misma gente una y otra vez. Incluso
los individuos más interesantes se volvían tremendamente aburridos en la cárcel. El
apagón de las 21:30 era «un alivio, ya que suponía el final de otro día perdido e
inútil». Era una existencia para la que muchos reclusos estaban preparados gracias a
«la vertiente más dura de la vida en la escuela privada», escribió un prisionero, y las
peores privaciones eran «la falta de ejercicio y sexo».
Ningún prisionero de Colditz mantuvo nunca relaciones sexuales con una mujer.
Con una posible excepción.
El piloto checo Čeněk Chaloupka, inevitablemente apodado «Checko» por los
británicos, era una figura caballerosa con unos modales creíbles y un elegante bigote.
El teniente de vuelo Chaloupka había servido en las fuerzas aéreas checoslovacas y
luego con los franceses tras la invasión alemana de su país. Después viajó a Gran
Bretaña para unirse a la RAF. Le gustaba enumerar las medallas recibidas en tres
fuerzas aéreas distintas como si se las hubieran concedido por conquistas amorosas:
«Esta es por amar a una rubia, esta es por amar a una morena y esta es por amar a una
pelirroja». Asignado al Escuadrón 615, el 6 de octubre de 1941 fue derribado con su
Hawker Hurricane frente a la costa belga y posteriormente capturado. «Travieso,
dinámico, divertido y explosivo», Chaloupka era un prisionero de lo más
indisciplinado, y en enero de 1943 fue enviado a Colditz.
En el tren al Oflag IV-C, Chaloupka y sus guardias viajaron en un compartimento
con una joven extremadamente atractiva. Irmgard Wernicke tenía diecinueve años,
cuatro menos que el aviador checo, que hablaba un alemán fluido. «Fue un viaje
bastante largo», recordaba Chaloupka más tarde, «y tuvimos tiempo de conocernos».
Irma le explicó que era la ayudante del doctor Ernst Michael, el dentista del pueblo
de Colditz. Su padre, el doctor Richard Karl Wernicke, era director de una escuela de
agricultura y una figura destacada del Partido Nazi local. La parte trasera de su casa
daba a los terrenos del castillo. Por su parte, Checko le contó sus vuelos desde
Checoslovaquia, sus aventuras como piloto y su captura. Igual que Checko, Irma era
romántica y rebelde. Cuando el tren llegó a Colditz, estaba enamorada.
En la estación, Irma le susurró a Checko que fingiera una emergencia dental para
poder volver a verse. Semanas después, Chaloupka se rompió deliberadamente una
pieza dental. La cita odontológica resultante fue más placentera que la mayoría.
Checko se dejó la bufanda en la consulta e Irma corrió montaña arriba para
devolvérsela y ambos se besaron en la carretera de Colditz bajo la curiosa mirada del
guardia alemán. Era el inverosímil comienzo de un romance apasionado entre un
piloto de cazas checo encarcelado y una auxiliar de dentista alemana.
En los primeros días de Colditz, el doctor Michael y su bella ayudante visitaban el
castillo una vez por semana para atender a los prisioneros, pero aquello terminó a

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principios de 1942, cuando al dentista le robaron el abrigo de un armario cerrado,
además de su escalpelo, sus perforadores e incluso su bata de médico. A partir de
entonces, insistió en que los prisioneros que necesitaran tratamiento fueran llevados a
su consulta en el centro del pueblo. Según otro prisionero, «Checko consiguió ir al
dentista cinco veces rompiéndose tanto los dientes con piedras que necesitó varios
tratamientos». Pronto empezó a correr el rumor de que el checo era «el único
prisionero del castillo que había besado a una chica». Chaloupka insinuó que había
hecho mucho más que besar a Irma en esas ocasiones. Si mantuvieron relaciones
sexuales, solo pudo ocurrir con la connivencia del doctor Michael, lo cual pudo haber
conseguido mediante sobornos, el otro talento principal de Checko.
A las pocas semanas de su llegada, Chaloupka se había convertido en el máximo
coordinador y controlador del sistema de trueque ilegal del campo. Utilizando el
tabaco como incentivo, trabó amistad con varios guardias. A través de los
denominados «guardianes blandos», Checko parecía conseguir casi cualquier cosa:
horarios de trenes, huevos, herramientas, cebollas frescas e información. A partir de
ahí había un pequeño paso al chantaje; amenazar con delatar a un guardia que había
aceptado un soborno era una manera sumamente eficaz de obligarlo a aceptar otro.
Checko era un maestro de los negocios. Si el precio por disfrutar de las relaciones
sexuales con Irma eran unos cuantos dientes maltrechos y muchos cigarrillos para el
dentista del pueblo, él lo consideraba una ganga.
Checko, un hombre «con un encanto y una presencia considerables y poseedor de
una exuberancia irresistible», también era un espléndido fanfarrón que se regodeaba
en su fama de negociante del mercado negro y donjuán. Más tarde, Chaloupka
describía un día típico: le gustaba levantarse tarde, disfrutar de un desayuno tranquilo
preparado por su cocinero personal y subir al segundo piso del ala este a observar con
un lascivoscopio a su «chica favorita en bragas mientras se vestía»; después, un
almuerzo ligero, algún negocio provechoso con los guardias, una partida de cartas y
una visita al piso de arriba para ver a Irmgard quitarse la bata en su dormitorio, una
«cena excelente», una conversación sobre los progresos de la guerra y a la cama.
Nunca se sabrá hasta qué punto era cierto, pero ese era exactamente el tipo de relatos
que despertaban la envidia y la admiración de sus compañeros hambrientos de sexo.
Los oportunistas como Chaloupka se crecen con la agitación, y su llegada
coincidió con otro cambio de régimen en el campo. En febrero, el Kommandant fue
enviado a Ucrania para ocuparse de la administración de los campos. Glaesche nunca
se adaptó a la cultura combativa de Colditz, y en los últimos meses apenas había
salido de sus aposentos. Su sustituto, el Oberstleutnant Gerhard Prawitt, el tercer y
último Kommandant de Colditz, era el «típico rigorista prusiano» enviado desde el
frente oriental. A sus cuarenta y cuatro años, era más joven y activo que la mayoría
de los hombres que tenía a su mando. Una de sus primeras medidas fue destituir al
Hauptmann Priem, el relajado alcohólico, que se jubiló anticipadamente y murió
poco después a causa de la bebida. Se instalaron nuevos puestos de ametralladora y

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más vallas con alambre de espino en las pendientes del castillo. Para imponer más
disciplina, el número de recuentos se incrementó a cuatro diarios. Ahora, los
prisioneros tenían que formar a las siete y las once de la mañana, a las cuatro de la
tarde y a las diez de la noche. «Si eso no funciona, entre seis y ocho recuentos al día»,
advirtió Prawitt a los oficiales. Desde el principio se negó a tolerar la rebeldía que se
había afianzado con Glaesche. «Si un prisionero no obedece una orden», les dijo a los
guardias, «repetidla y hundidle el rifle en la espalda. Si sigue desobedeciendo,
disparadle allí mismo». Eggers era partidario de un estilo más sutil y confesó en su
diario: «Prawitt es el Kommandant más ignorante que he tenido nunca». Estaba a
punto de enfrentarse a un desafío a su autoridad con un origen de lo más inverosímil.
Birendranath Mazumdar seguía batallando en secreto con la decisión más difícil
de su vida. Tras una discreta conversación con Eggers, volvió a ocupar el
compartimento de primera clase de un tren con destino a Berlín. Poco después, podía
ser el oficial médico de un ejército que luchaba por la libertad india bajo el liderazgo
del gran Subhas Chandra Bose. Era una idea dolorosamente tentadora. Pero, para dar
ese paso, tendría que trocar integridad por libertad, cosa que Mazumdar no podía
hacer. «El honor y la fidelidad no tienen doble filo», reflexionaba. «Uno puede ser
honorable cuando no corren tiempos difíciles, pero cuando las intenciones honorables
cambian durante una crisis, por ejemplo en cautividad, esa persona ya no puede ser
calificada de honorable. Lo mismo ocurre con la fidelidad. Cumplir las promesas es
el deber imperioso de todo individuo. Que sea lo que tenga que ser. Aquel que se
desvía de ese camino sagrado, sin importar la razón, es menospreciado. Una persona
sin honor no es un ser humano; debería ser clasificada con los cuadrúpedos».
El médico indio alimentaba sus principios en soledad. Cuando un segundo
médico, un irlandés llamado Ion Ferguson, llegó a finales de 1942, Mazumdar lo
recibió con un mensaje de tristeza: «Lamentarás el día que llegaste a este manicomio.
Aquí la mayoría estamos destrozados, y tú no tardarás en estar como los demás».
La vida en Colditz se había vuelto «insoportable», pensaba Mazumdar. Tenía que
salir de allí. «Estaba harto. Tenía que demostrar que podía fugarme».
De acuerdo con la insistencia nazi en la estratificación racial, los alemanes habían
creado una serie de campos en Alemania y la Francia ocupada en los que solo había
prisioneros indios, en su mayoría soldados del ejército indio británico capturados en
el norte de África. La seguridad en aquellos lugares era mucho menos estricta que en
Colditz. Mazumdar creía que, si lo trasladaban a un campo para indios, tendría más
opciones de escapar. Si no, al menos podría alejarse de los rumores de deslealtad que
lo perseguían en Colditz, encontrar a alguien con quien hablar bengalí y volver a
ejercer la medicina. Solicitó el traslado al nuevo Kommandant, insistiendo en que
tenía derecho a ser encarcelado con sus compatriotas. Fingió ser vegetariano y
aseguraba que la comida del campo era un incumplimiento de su religión. Siempre
que los suizos, como poder protector, iban a realizar inspecciones, los presionaba
para que pidieran a las autoridades de Colditz que lo trasladaran. Nada funcionó.

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«Intenté obligar a los alemanes a que me pusieran a trabajar en un Stalag», le dijo al
doctor Ferguson. «Pero no me hacen caso». Los alemanes aducían que Mazumdar era
oficialmente deutschfeindlich y que, por tanto, se hallaba en el lugar adecuado.
Una mañana de febrero, mientras conversaba con el médico irlandés, Mazumdar
anunció:
—Ferguson, he decidido no seguir aquí. Como indio, intentar escapar en
Alemania sería absurdo, así que tendré que arreglármelas para salir por la puerta
principal. Me apuesto lo que quieras contigo a que en quince días ya no estoy aquí.
Ferguson se quedó boquiabierto.
—Crees que estoy de broma, ¿verdad, Fergy? Te demostraré que te equivocas.
El médico indio había decidido utilizar la única arma que según él tenía a su
alcance: una huelga de hambre.
En los años treinta, Mahatma Gandhi, el ídolo político de Mazumdar, había
protagonizado una serie de huelgas de hambre muy publicitadas para exigir el final
del dominio británico en la India. El 10 de febrero de 1943, detenido sin cargos por
los británicos, Gandhi inició la decimoquinta de esas protestas e insistió en que no
comería hasta que fuera puesto en libertad. Dos días después, Mazumdar también
comenzó una huelga de hambre. «A los alemanes no les parecerá muy buena
propaganda en el Lejano Oriente si corre la noticia de que han permitido que un indio
muera de hambre». Luego se fue a la cama y declaró que solo consumiría agua y un
poco de sal hasta que el Kommandant accediera a trasladarlo a otro campo.
La comida era el segundo tema de conversación más habitual en Colditz por
detrás de las fugas, y la idea de que un prisionero pudiera privarse voluntariamente de
nutrición extrañó a los demás. Los oficiales británicos se mofaban de él —«Jumbo
está haciendo un Gandhi»—, pero el menudo doctor sonrió y dijo: «Sé lo que me
hago. Veremos lo que veremos».
Al principio, la protesta individual de Mazumdar sorprendió a los alemanes, que
luego se reían y a la postre se mostraron profundamente alarmados. Después de una
semana de hambruna, Mazumdar había perdido tres kilos y Ferguson lo alentó a
dejarlo, pero él se negó educadamente. El médico alemán lo examinó e informó al
Kommandant Prawitt de que Mazumdar estaba hundiéndose con rapidez: «No podía
disimular la ansiedad de su voz». Eggers estaba cada vez más preocupado. El oficial
superior británico pidió al nuevo Kommandant que «rescatara al pequeño médico
indio de su destino autoimpuesto». Colditz y Berlín intercambiaban mensajes. Al
final de la segunda semana, Mazumdar estaba demasiado frágil para levantarse de la
cama, pero seguía decidido. «Nunca he visto a un hombre más seguro de nada»,
escribió el doctor Ferguson, que emitía comunicados sobre la salud de Mazumdar
cada cuatro horas. El Unteroffizier Schädlich escribió en su diario: «El médico
angloindio no come desde hace catorce días. Solo bebe té y fuma». Empezó a perder
visión y su ritmo cardíaco estaba disminuyendo, pero «mantenía la sonrisa y
reiteraba: “Veremos lo que veremos”». Delirando a causa del hambre, Mazumdar

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intentaba concentrarse en el Upanayana, el ritual de ayuno hindú al que se había
sometido de niño, la ceremonia del hilo sagrado, y obligaba a su cuerpo a continuar.
«Me sentía cada vez más débil», recordaba, y le venían a la mente las palabras de su
padre: «Nunca olvides lo que eres, cómo te criaron y la suerte que tuviste».
Al decimosexto día, el ejército alemán se llevó una sorpresa. Había llegado un
mensaje del cuartel general del ejército en Berlín: «El doctor Mazumdar debe cesar
su huelga de hambre y prepararse para abandonar el campo en cuanto haya recobrado
fuerzas».
La huelga de hambre de Mazumdar había dado sus frutos. (La de Gandhi no. Los
británicos la ignoraron y volvió a comer al cabo de veintiún días).
Los otros reclusos olvidaron al instante lo mal que habían tratado a Mazumdar en
el pasado: «El médico indio era el héroe del momento». Las sospechas y los
prejuicios que siempre lo habían perseguido se evaporaron de la noche a la mañana y,
cuando salió al patio, débil y demacrado pero con una sonrisa de oreja a oreja, fue
recibido con fuertes vítores. Gente que antes lo esquivaba ahora aseguraba que
siempre le había caído bien: «Sentimos mucho perder a una personalidad tan
resoluta». Lo atiborraron a comida para fortalecerlo: «Los oficiales británicos me
alimentaron suntuosamente». Harry Elliott, el oficial que lo había acusado de
espionaje y acabó aporreado en el suelo del lavabo, pidió disculpas. «Lo siento
mucho», le dijo. «Te invito a venir a casa conmigo y con mi familia después de la
guerra».
A Mazumdar le habían impedido escapar por su color de piel, pero ahora que se
iba, el comité de fugas le regaló un nuevo receptáculo para el recto lleno de billetes
alemanes, un gesto de solidaridad racial sincero, aunque un tanto inusual.
El 26 de febrero de 1943, tal como había predicho, Mazumdar salió por la puerta
principal de Colditz.
Tras una semana en un fétido campo indio que ocupaba un antiguo recinto de
polo en Bayona, en el sudoeste de Francia, él y un grupo de prisioneros subieron a
otro tren con destino al norte. «Estás loco», le dijo un oficial indio cuando Mazumdar
le confesó que tenía intención de saltar del tren. Cerca de Angulema, consiguió abrir
la ventana del vagón con la ayuda de dos zapadores indios y saltó. El tren seguía
avanzando «bastante rápido». Con un dedo de la mano roto, se dirigió hacia el sur a
pie con la intención de cruzar los Pirineos y llegar a la España neutral. Unos
campesinos franceses le proporcionaron comida, ropa e indicaciones, pero en un
pequeño pueblo situado cerca de Toulouse se le acabó la suerte: «Cometí la estupidez
de preguntarle a un anciano francés por la ubicación de un puente». El hombre lo
acompañó hasta un edificio que resultó ser la comisaría de policía. Mazumdar fue
arrestado y entregado a los alemanes. «Mi primer contacto con la Gestapo fue
cualquier cosa menos agradable», recordaba, desdramatizando la situación. «Pasé un
mal rato con ellos». Fue interrogado y golpeado con dureza, primero en las celdas de
Agen y más tarde en el cuartel general de la Gestapo en Toulouse. Después de una

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paliza especialmente salvaje le sangró la nariz durante una hora, pero se negó «a dar
los nombres de los civiles franceses» que lo habían ayudado. La Gestapo parecía
estar al corriente de su reunión con Subhas Chandra Bose.
—Te daremos otra oportunidad de unirte a nosotros —le dijeron.
—No pienso hacer eso —repuso, así que volvieron a pegarle.
Mazumdar dio por hecho que a la Gestapo se le agotaría la paciencia y lo mataría.
En el mejor de los casos, lo mandarían de vuelta a Colditz. Por el contrario, el 17 de
abril fue trasladado al Frontstalag 153, en Chartres, un campo de la Francia central
para «prisioneros coloniales» en el que quinientos cautivos indios eran custodiados
por una guarnición de soldados argelinofranceses a las órdenes de los alemanes.
Como el único oficial con cargo británico, Mazumdar era el militar de mayor rango
en aquel lugar. «Me había unido a mis compatriotas», escribió. «Tenía motivos para
estar satisfecho». Empezó a planear su siguiente intento de fuga: «Estaba decidido a
marcharme ocurriera lo que ocurriese».

En aquel momento, otro prisionero solitario también encontró compañía en Colditz.


Giles Romilly, el sobrino de Churchill, se pasaba las noches solo en su celda y los
días sometido a vigilancia constante. Pero en febrero se unió a él un segundo
prisionero VIP, un comando capturado que había evitado la ejecución gracias a un
heroico hito de falso parentesco. Los alemanes creían que era sobrino del general sir
Harold Alexander, el comandante británico de las fuerzas aliadas en Oriente Próximo,
pero no era cierto.
El teniente Michael Alexander era un oficial de veintidós años perteneciente al
Servicio Especial de Embarcaciones (SBS), el equivalente marítimo al Servicio
Aéreo Especial (SAS), fundado por David Stirling en 1941. Mientras que el
incipiente SAS había sido pionero de una nueva forma de guerra en el norte de África
al cruzar el desierto de Libia para atacar aeródromos del Eje por toda la costa, el SBS
desempeñaba una labor igual de destructiva y secreta, pero por mar. En verano de
1942, Alexander estaba jugando al tenis en Alejandría cuando recibió un mensaje
para que participara en una misión que pretendía sabotear un almacén de municiones
tras las líneas enemigas. No tuvo tiempo de cambiarse de ropa. El equipo de veinte
comandos del SBS recorrió sesenta kilómetros de costa en un buque torpedero de alta
velocidad y, envuelto en la oscuridad, llegó a la costa en barcas hinchables, pero
descubrió que estaban en el lugar equivocado: un campamento de la 90.ª División de
Infantería Ligera alemana, una unidad de élite perteneciente al Afrika Korps. La
misión fue abortada, pero, mientras los demás regresaban a Alejandría, Alexander y
otro hombre, el cabo Peter Gurney, insistieron en continuar solos, lo cual fue un error.
Ambos atravesaron el campamento alemán y colocaron bombas de relojería en
dos vehículos portatanques, un coche blindado y un almacén de munición. Después
fueron a pie hacia las líneas británicas, situadas unos cuarenta kilómetros al este.

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Cuando amaneció tenían hambre y sed y se hallaban en medio de otro campamento.
Entraron en una tienda, capturaron a seis soldados alemanes a punta de pistola, los
ataron, les robaron las Luger y se comieron los espaguetis boloñesa y el café que se
disponían a desayunar. Ambos fueron capturados poco después. Alexander no iba
vestido adecuadamente para su papel de comando: todavía llevaba los pantalones de
tela de gabardina y la camisa de seda que lucía en la pista de tenis, complementados
con una gorra que había robado a los Afrika Korps. Un joven oficial alemán que
«hablaba inglés a la perfección y dijo que había visitado Oxford en 1938» los
informó educadamente de que iban a morir. Habían asesinado a dos alemanes que
estaban durmiendo en el vehículo portatanques. Además, iban vestidos (al menos
parcialmente) con uniforme alemán y, por tanto, eran sospechosos de espionaje.
Según la Orden de los comandos de Hitler, el dictamen podía ser la ejecución
sumaria.
A Alexander se le ocurrió una idea brillante y oportuna. «Con el propósito de
aprovechar el esnobismo de casta que formaba parte de la tradición militar alemana»,
le pidió a Gurney que mencionara que él no era «un vulgar saboteador», sino sobrino
del general Alexander, quien ya gozaba de reputación entre los alemanes. En
realidad, el nuevo comandante de las fuerzas aliadas en El Cairo era primo segundo
suyo, pero Alexander creía saber lo suficiente acerca de la familia para salir airoso de
un interrogatorio sobre el tema. El mismísimo Rommel ordenó que se suspendiera la
ejecución. Cuando un edecán mencionó que Hitler había ordenado matar a todos los
comandos capturados, el mariscal de campo respondió: «¿Qué? ¿Ejecutar al sobrino
del general Alexander? Menudo idiota». El otro cautivo británico no podía esgrimir
parentescos ilustres. «El cabo Gurney fue llevado en otra dirección», escribió
Alexander, que pasó el resto de su vida preguntándose por el terrible destino que
debió de sufrir su compañero. Gurney no fue visto nunca más.
Alexander fue trasladado de una prisión a otra hasta llegar a Colditz en febrero de
1943, donde recorrió el patio y fue conducido a una pequeña habitación. «Al lado de
una ventana con barrotes había una figura baja y fornida que llevaba una vieja bata
marrón y estaba intentando matar una mosca».
«Herr Romilly», anunció el guardia, «tenemos compañía para usted».
Los dos hombres formarían el núcleo de los Prominente, el grupo de prisioneros
importantes sometidos a «una supervisión bastante especial», en palabras de
Alexander. Ambos tenían mucho en común, incluyendo «tíos» a los que casi no
conocían y cuya fama los había llevado a Colditz.
Con el tiempo los acompañarían otros prisioneros británicos «de élite»
seleccionados en campos de todo el país: hijos de aristócratas, políticos, figuras
militares de renombre y miembros de la familia real. Los alemanes seguían criterios
eclécticos para determinar quién era suficientemente relevante como para formar
parte de aquel pequeño grupo. El recluso de Colditz John Arundell, decimosexto
barón de Arundell de Wardour, era un auténtico aristócrata de sangre azul, pero

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carecía de influencia política o monárquica para ser considerado esencial. Max de
Hamel, un comandante de carros de combate que a finales de 1944 se convirtió en el
séptimo miembro del grupo de los Prominente, no tenía ni idea de por qué le habían
concedido tan dudoso privilegio hasta que recordó una carta reciente de su abuela que
contenía la siguiente frase: «He conocido a varios nietos del señor Churchill, que son
primos tuyos». Aquello era nuevo para De Hamel, y de un interés considerable para
los censores alemanes, que alertaron a las autoridades. De Hamel creía que a lo sumo
era primo tercero del primer ministro. Todo el mundo tiene una media de ochocientos
cincuenta primos terceros, pero aquel tenue vínculo de sangre con el primer ministro
británico bastó para los inexpertos genealogistas del Tercer Reich. Max de Hamel fue
enviado a Colditz por un «cotilleo familiar» incluido en una carta de su abuela.
Por revertir la máxima de Groucho Marx, los Prominente formaban un club en el
que sus miembros nunca habían querido ingresar. Pero dicha membresía conllevaba
ciertos privilegios: más privacidad y espacio, un gramófono y mejor comida. Puesto
que a los personajes VIP no les estaba permitido ejercitarse en el parque, el
Kommandant accedió a que dieran paseos vigilados, como hacía Douglas Bader,
acompañados de cuatro guardias armados con pistolas automáticas. «El campo es
bonito», dijo Eggers. «Se parece bastante a vuestros montes Cotswolds». Cuando
paseaban por los senderos que rodeaban Colditz, Michael Alexander recogía tomillo
de los arbustos y se lo cambiaba a los franceses por carne enlatada. No es que los
Prominente miraran por encima del hombro a los otros prisioneros, pero, como en la
vida civil, aquellos hombres gozaban de otro estatus. Un miembro del grupo describía
la vida en Colditz como «un entorno para caballeros de campo» y se sorprendió al
descubrir a tanta gente de su misma condición social. La excepción era Max de
Hamel, que no pertenecía a su misma clase. «Parecía un chambelán en busca de
emperador», comentaba Michael Alexander con altanería. Giles Romilly era
comunista y, lo que era aún más importante, tenía contactos en las altas esferas. Las
clases más bajas y más altas de Colditz estaban sometidas a mayores medidas de
seguridad que los prisioneros de clase media. Nadie creía que los ordenanzas fueran a
escapar y la aristocracia de la sociedad de Colditz estaba tan vigilada que salir era
imposible. Cuando Romilly intentó hacerlo disfrazado de basurero, fue interceptado y
enviado a su celda con la burlona reprimenda de que el sobrino del señor Churchill no
debía «ensuciarse las manos» de aquella manera. Pero, aunque disfrutaban de unos
privilegios peculiares, los Prominente sabían que aquel trato excepcional no era una
deferencia, sino un cálculo cínico: eran monedas de cambio que Hitler podía utilizar
cuando fuera necesario.
Los clubes eran y siguen siendo una extraña obsesión británica. Siempre que se
reúnen tres o más ingleses, como mínimo dos intentan formar un club del que los
otros quedan excluidos. La fidelidad a una tribu determinada, ya sea un equipo de
fútbol o un club de caballeros de Pall Mall, corre por la cultura (masculina) británica
como las vetas por el mármol. Esos grupúsculos definitorios, a menudo absurdos en

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sus rituales, rígidamente jerárquicos y rigurosamente exclusivos, pueden ser muy
importantes para sus miembros y para nadie más. Cierto tipo de inglés se siente
especialmente feliz cuando admite en su club a una persona que tiene ideas afines o
vota en contra de alguien que no las tiene. En Colditz, las distintas guarniciones se
convirtieron en pequeños clubes: la «Cámara de los Lores», la «Guardería» y una
escuela de póquer «al estilo del White’s Club». La mentalidad de colegio privado no
solo persistía, sino que se veía exacerbada en cautividad, ya que los reclusos
intentaban crear una réplica de la vida que habían conocido antes de la guerra. Los
exalumnos de Eton, señalaba Platt, eran especialmente proclives a formar clanes,
hasta el punto de coordinar sus funciones corporales: «Comían juntos, recorrían el
campo de ejercicios en parejas o en grupos de tres o cuatro personas, asistían a las
mismas charlas e iban juntos al lavabo».
Colditz incluso tenía un Club Bullingdon propio, creado a imagen y semejanza
del club gastronómico para varones de la Universidad de Oxford, que desde entonces
se ha convertido en sinónimo de filisteísmo elitista. Solo en el siglo XXI, los alumnos
de Bullingdon han incluido a dos ministros conservadores y un secretario de
Hacienda. El Bullingdon de Colditz consistía «eminentemente en antiguos alumnos
de Eton con las características necesarias de la vieja escuela y la hípica», recordaba
un miembro. «Nos llevábamos a las mil maravillas». El Club Bullingdon es famoso
porque sus miembros destrozan restaurantes cuando están ebrios y por un rito de
iniciación que supuestamente incluye la quema de un billete de cincuenta libras
delante de un indigente. En Colditz no había restaurantes, dinero de verdad ni
caballos, pero la mera existencia de un Club Bullingdon era una prueba más de la
voluntad de traducir las normas sociales de preguerra al mundo artificial de la prisión.
Colditz, un campo para oficiales, era el «Club de los Chicos Malos». Los Prominente
representaban una sociedad aún más selecta dentro de él («Allí éramos bastante
exclusivistas», afirmaba Michael Alexander) y el Bullingdon de Colditz era el
subgrupo más exclusivo de todos, un club dentro de un club dentro de un club.
Después de la guerra, los antiguos reclusos solían decir que en Colditz no había
clases, que eran un grupo cohesionado de hermanos cuyo deseo común de escapar
allanaba las distinciones y disonancias que dividían al mundo exterior, pero ocurría
justamente lo contrario. «En Colditz, la estructura de clases era igual que la estructura
de clases de la época», dijo un recién llegado. «Había una clase obrera, que eran los
soldados, los ordenanzas que tenían que trabajar. Luego estaba la clase media,
oficiales de escuelas privadas más o menos importantes, y por último la clase alta,
con los Prominente y los señores del reino…». Alex Ross, el burro de carga de Bader,
llamaba a los prisioneros especiales «los grandes oligarcas» y afirmaba que «no
hablaban con los ordenanzas». La división social entre los oficiales y sus sirvientes se
respetaba de manera estricta. Ross tocaba el clarinete en la banda, pero, por lo demás,
él y los otros ordenanzas estaban al margen y llevaban una vida muy distinta de los
oficiales a los cuales servían, con sus propias habitaciones y ni una sola oportunidad

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de escapar. «Ni siquiera teníamos conocimiento de que estaba habiendo fugas», decía
Ross. «Nunca nos hacían partícipes». Los ordenanzas jugaban al fútbol, pero no
podían participar en el stoolball, un deporte para oficiales. «Era demasiado duro»,
afirmaba Ross, a quien le permitían jugar en los partidos de críquet, pero solo cuando
estaba Bader. «Odiaba el críquet. Él golpeaba la pelota y yo tenía que correr».
Al margen de las clases sociales, también había diferencias de rango militar,
servicio, nacionalidad y veteranía, y en las diferentes maneras en que una persona
podía matar el tiempo. Un veterano relataba que los prisioneros «se dividían más o
menos en cinco categorías principales: fugitivos, creadores, administradores,
estudiantes y durmientes. Muchos individuos combinaban dos o más de esas
vertientes a la hora de afrontar la cautividad». Como en el colegio, los recién llegados
eran objeto de burlas y menosprecios hasta que demostraban su valía.
A principios de verano, setenta y seis oficiales británicos fueron trasladados a
Colditz tras protagonizar una fuga masiva a través de un túnel en el campo bávaro de
Eichstätt. Los prisioneros residentes los llamaban despectivamente la «muchedumbre
de Eichstätt». Los nuevos no dispensaban a los veteranos el respeto que estos últimos
creían merecer. «Nos parecieron todos unos locos», decía uno de los recién llegados.
«Llevaban demasiado tiempo encerrados en el mismo sitio y eran unos fanfarrones
terribles». Algunos de los nuevos consideraban que la tradición de las burlas hacia los
guardianes era infantil y contraproducente, y a otros no les gustaba el requisito de que
todos los intentos de fuga tuvieran que ser aprobados por un comité. Incluso las
huidas se regían por una jerarquía interna, y los fugitivos veteranos estaban en lo más
alto.
Uno de los más destacados era Michael Sinclair, el más obsesivo entre los
obsesivos. En mayo pergeñó otro plan con Gris Davies-Scourfield, uno de los
oficiales que habían escapado de Poznań con él. Durante los ejercicios en el parque,
se sentaban en una esquina del recinto apoyados en la verja e iban cortando el
alambre «a escondidas» con una sierra fabricada con una cuchilla. Cuando cortaran
un panel, sus compañeros causarían alguna distracción y los dos hombres saldrían,
«treparían por una ladera cubierta de zarzas y saltarían rápidamente por encima del
muro». Davies-Scourfield sabía que el plan tenía pocas posibilidades de éxito, «pero
el entusiasmo de Mike» lo hizo seguir adelante. Los alemanes no tardaron en
descubrir los alambres cortados, repararon la valla y a partir de entonces prohibieron
que los prisioneros se apoyaran en ella. Era el quinto intento de fuga de Sinclair. «Su
anhelo de huir, que no se veía nublado por una sola distracción, lo convirtió en la
figura dominante de las fugas británicas en 1943», escribió Romilly. Pero, aunque
Sinclair participaba en todos los planes, seguía siendo una figura solitaria. «Mike
Sinclair era callado y paseaba solo». Incluso los alemanes estaban impresionados.
«Su cabello rojo y su amargo coraje le valieron el respetuoso apodo de Rote Fuchs»,
el Zorro Rojo. Con gran ironía, Eggers lo llamaba el «Gran Fugitivo», pero admiraba
la persistencia de Sinclair: «El número de fugas, su variedad e ingenio, la

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exhaustividad de la preparación y la exactitud de su ejecución constituían un logro sin
parangón». Y también un récord único de fracasos.
La llegada de la muchedumbre de Eichstätt transformó el carácter esencial de
Colditz. Después de dos años y medio, la Wehrmacht había llegado a la tardía
conclusión de que era un error concentrar en un mismo lugar a los prisioneros más
recalcitrantes de las naciones aliadas. En lugar de atenuar la rebelión, la química de la
competencia y la colaboración internacional había hecho que el lugar fuera aún más
difícil de controlar. En adelante, Oflag IV-C solo albergaría a prisioneros británicos, a
ciudadanos de la Commonwealth y, con el tiempo, a estadounidenses. El contingente
neerlandés se fue en junio y todos los reclusos salieron a despedirlos. Los franceses y
los belgas fueron trasladados al campo de Lübeck semanas después. En el andén de la
estación de Colditz, Giles Romilly fue encontrado con la cara amoratada en una caja
de embalaje francesa que también incluía un paquete de galletas y una sierra; habían
dejado la caja boca abajo y estaba a punto de desmayarse. «Se habría ahogado antes
de que saliera el tren, porque habían apilado mucho equipaje encima y el agujero que
habían hecho estaba medio tapado», escribió Schädlich.
El Kommandant Prawitt, que se jugaba el cuello si «Emil» escapaba, montó en
cólera y destituyó al jefe de seguridad. Los últimos miembros de la compañía polaca
partieron hacia un campo de Silesia en agosto y dejaron atrás a doscientos veintiocho
oficiales británicos, una cifra que no dejaría de aumentar en los meses posteriores. La
mezcla de prisioneros británicos, franceses, polacos, belgas y neerlandeses había
impreso al lugar una atmósfera peculiarmente cosmopolita. «Lamento bastante tener
que irme», dijo Van den Heuvel, el oficial de fugas neerlandés, cuyo contingente de
sesenta y ocho altos mandos se había anotado al menos trece triunfos.
Los franceses dejaron un legado de un valor incalculable. La radio, Arthur II, fue
entregada «en su totalidad». Los británicos conocían la existencia de la radio
francesa, pero no dónde se encontraba. Antes de marcharse a Lübeck, Frédo Guigues,
el genial forzador de cerraduras y técnico de radio, acompañó a Dick Howe, el oficial
de fugas británico, al escondite, un compartimento situado entre el suelo de las
buhardillas de la Kellarhaus y el techo que incluía una mesa, sillas tapizadas, mantas
para el frío, paredes forradas de lana, electricidad desviada del sistema principal y
mapas para permitir que los oyentes secretos siguieran los progresos de la guerra. «A
los franceses les gustan las comodidades», dijo Howe, impresionado por la
acondicionada madriguera secreta que había debajo de los tablones. A partir de
entonces, un equipo de radio británico que consistía en un operador y un «escriba»
subiría cada tarde a la buhardilla para escuchar las noticias de la BBC a las siete
mientras un elaborado sistema de vigías montaba guardia. En los alojamientos de los
prisioneros, el escriba transcribiría las noticias a partir de las notas que había tomado.
El boletín era repartido a cada contingente y leído en voz alta durante la cena. Los
alemanes sabían que había una radio en funcionamiento: «Buscaron hasta la saciedad,
pero no la encontraron». El Club Bullingdon instaló su comedor en la habitación de

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abajo, partiendo de la lógica de que los alemanes serían menos proclives a registrar
un lugar que contenía a la élite de Colditz. Solo unos pocos oficiales conocían el
paradero exacto de la radio. Arthur II siguió funcionando hasta el final de la guerra
sin ser descubierta y ofreció una dosis continua de información fiable, un ritual diario
para levantar la moral que recordaba a los prisioneros que todavía tenían un hogar al
cual tal vez regresarían algún día.
En aquel momento, la batalla en los confines de Colditz era un conflicto entre los
británicos y los alemanes. Ya no existía el peligro de que un plan de fuga trazado en
secreto por una nación pudiera interferir en el de otra. Colditz se convirtió en una
prisión británica. La jerarquía de rango era más clara, el control ejercido por el
comité de fugas se volvió más pronunciado y las oportunidades para las huidas
individuales se vieron reducidas. El grupo hawaiano neerlandés, la cocina francesa y
el coro polaco ya no estaban. La osmosis cultural entre nacionalidades había
desaparecido, igual que la fructífera asociación angloneerlandesa y el balbuceo
cotidiano de diversas lenguas en el patio interior. El padre Platt se percató de que,
como prisión totalmente británica, el lugar parecía más exclusivista, con «pequeños
grupos de amigos que se bastaban por sí solos». A partir de entonces, las obras
representadas en el teatro eran estrictamente británicas: La importancia de llamarse
Ernesto, Luz de gas y Pigmalión.
Reinhold Eggers, un hombre de gustos cosmopolitas, lamentó «el final de Colditz
como campo internacional», pero predijo que, a consecuencia de ello, sería un lugar
más tranquilo. Más tarde reconocería que aquello era una «vana ilusión». Eggers
deseaba que terminara la guerra, aunque nunca lo dijo abiertamente. Él y otros
oficiales tenían la orden de «guardar las apariencias» fuera cual fuese la moral de sus
hombres o llegaran las noticias que llegasen. Pero eso era cada vez más difícil. En
secreto, él también escuchaba la BBC. En mayo de 1943, su hijo de veintitrés años
murió tras ser derribado mientras pilotaba un avión de la Luftwaffe. Eggers no se lo
dijo a nadie. Como profesor y guardia de prisión, su consigna era «no mostrar
emociones». Exteriormente mantenía un aire de confianza inamovible y un
estoicismo tan rígido como cualquiera de sus cautivos británicos.

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11
Shabash

L AS SÁBANAS anudadas, los túneles secretos y los disfraces elaborados no eran la


única manera de salir de Colditz. A medida que avanzaba la guerra, ambos bandos
eran cada vez más dados a enviar a sus prisioneros a casa a través de un país neutral.
Después de la captura de gran cantidad de soldados alemanes en el norte de África, se
entablaron negociaciones serias sobre el intercambio de prisioneros y, en 1943,
algunos soldados rasos británicos, incluyendo a camilleros, fueron seleccionados para
su repatriación.
En agosto, uno de los oficiales alemanes más amigables se acercó a Alex Ross, el
sobrecargado ordenanza de Douglas Bader. «Buenas noticias, Ross», dijo. «Te vas a
casa». El ordenanza escocés estaba encantado. «Me emocionaba mucho esa
posibilidad. También significaba que podría alejarme lo máximo posible de Bader».
Ross fue corriendo a buscar al famoso as de la aviación, que se encontraba en el
patio, y, sin aliento, anunció que pronto volvería a Gran Bretaña.
«Ni de broma», le espetó Bader. «Mira, Ross, viniste aquí como mi lacayo y te
quedarás conmigo hasta que nos liberen. Y punto». Y con eso, se fue y dejó a Ross
sin palabras.
«No podía creer que no me dejara irme a casa. Solo pensaba en sí mismo, y para
él yo no era más que un sirviente».
Los otros ordenanzas aconsejaron a Ross que apelara al oficial superior británico,
pero el hábito de la obediencia estaba tan arraigado que simplemente aceptó la
injusticia. «Bien mirado, debería haber presentado una queja, pero no lo hice. En
aquella época no se podía contradecir lo que ordenara un oficial».
Ross pasaría otros dos años cargando por las escaleras con el oficial tullido de la
RAF para que se diese su baño.
Semanas después, Frank «Errol» Flinn perdió la cabeza e intentó suicidarse. Al
menos, esa era la impresión que causaba tanto a los alemanes como a los demás
prisioneros. Más tarde, Flinn insistiría en que tan solo fingió haber enloquecido para
que lo trasladaran a una prisión de la que fuera más fácil escapar. Pero nunca quedó
claro, ni siquiera para el propio Flinn, dónde acababa su locura fingida y empezaba la
real. Al imitar una psicosis, es posible que fuera justamente en esa dirección. En
Colditz, como en el resto de la sociedad, las enfermedades mentales eran percibidas
como una debilidad. Es posible que, tras ciento setenta días en régimen de
aislamiento, Flinn sintiera que estaba perdiendo la cordura e intentara fingir que
estaba actuando. Desde que había tratado de forzar la cerradura de la oficina de
correos a plena luz del día, su comportamiento era cada vez más excéntrico. Pasaba
muchas horas meditando, cantando en sánscrito y poniéndose boca abajo: «En ese

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momento, la gente veía el yoga como una extravagancia». (El stoolball, en el que los
jugadores se propinaban auténticas palizas, era considerado una forma mucho más
sana de ejercicio). A veces, Flinn era locuaz y hablaba largo y tendido sobre la nueva
religión que había inventado, pero casi siempre se mostraba retraído y callado. «Si
estás sentado a una mesa con la misma gente un año tras otro, las cosas de interés que
puedas decir son limitadas», observaba. «Todo está dicho. Simplemente estás allí.
Sabes exactamente qué dirá y hará alguien dentro de un minuto. Es muy fácil caer en
un estado en el que no te importa demasiado». En ocasiones, Flinn sufría brotes
violentos. «El teniente Flinn ha sido encerrado porque vuelve a tener problemas
mentales y pone en peligro la vida de sus camaradas», escribió el Unteroffizier
Schädlich, que fue testigo de una escena especialmente curiosa. «Estaba sentado a
una mesa con otros reclusos cuando de repente se excusó, se acercó a la mesa de al
lado, donde estaban jugando al ajedrez, se excusó de nuevo, cogió el tablero y golpeó
a uno de los jugadores, cuya cabeza atravesó la madera. Sin parpadear, volvió a su
mesa y se sentó tras excusarse nuevamente con mucha educación».
Una noche, Flinn fue hallado colgando de una soga en el lavabo. «Tenía una
cuerda alrededor del cuello. La pasé por encima de la cisterna y apoyé un pie en el
suelo y otro en el inodoro para poder reducir la presión en la garganta si así lo
deseaba. Me cercioré de que quedara una buena marca en el cuello». Cuando
descubrieron a Flinn, dieron la voz de alarma. «Los guardias subieron corriendo las
escaleras, vieron la marca roja y creyeron que había intentado suicidarme». Más tarde
aseguraba que aquel episodio también había sido una pantomima, pero los demás
reclusos creían que había intentado quitarse la vida, y el Kommandant Prawitt
también. Una semana después, Flinn no fue trasladado a otra prisión, sino a un campo
de concentración. Desde su celda fue testigo de escenas de espantosa crueldad: «Veía
alambre de espino y gente hambrienta deambulando con uniformes a rayas,
esqueléticos, extendiendo los brazos, pidiendo ayuda. Su mirada era como la de unos
animales atrapados y listos para ser sacrificados. Algunos estaban moribundos. Yo
pensaba: “¿Qué es este lugar? ¿Quién es esta gente?”». Semanas después estaba de
nuevo en Colditz. En los meses posteriores, la locura de Flinn, real o fingida (o una
combinación de ambas), sería cada vez más extrema.

En el Frontstalag 153 para reclusos indios, situado en Chartres, Biren Mazumdar


hacía todo lo posible por distraer a las autoridades alemanas quejándose
constantemente de las condiciones y, siempre que se presentaba la oportunidad,
intentaba huir. «Discutía casi a diario con el comandante de campo alemán». Serró
los barrotes de una ventana y escaló el muro exterior de seis metros, coronado por
cristales rotos, pero fue iluminado por un foco y tuvo que entregarse. Después de seis
semanas en aislamiento, a Mazumdar le fue concedida la peculiar distinción de un
guardia personal durante el día. «Hacía mi vida insoportable y me seguía a todas

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partes, incluso al lavabo». Por la noche lo encerraban con otros alborotadores en una
mitad de un bloque de tres plantas custodiado por cinco guardias argelinos con
ametralladoras. Allí, Mazumdar hizo su primer amigo de verdad desde que fue
capturado: el sowar [soldado] Dariao Singh, del 2.º Regimiento de Lanceros Reales.
Singh, un jat sij de Punjab, era un soldado gigantesco de casi dos metros de altura con
una poblada barba y unas manos del tamaño de un plato de sopa. Ambos formaron un
vínculo inmediato.
El 3 de junio de 1943, los dos indios escaparon del Frontstalag 153. Primero,
Singh hizo un agujero en una pared de un metro de grosor en la parte vacía del
edificio. «Es increíble que lo consiguiera solo con herramientas caseras», escribió
Mazumdar. Después forzaron una ventana que estaba cerrada con clavos y dos
láminas gruesas de hojalata. La puerta del campo se encontraba a quinientos metros
de distancia, al otro lado de un terreno puntuado por vallas con alambre de espino e
iluminado con focos. «Parecía pleno día». Reptaron hasta la primera valla, siete
tramos «con alambres sueltos entre ellos». Singh cortó silenciosamente los dos
alambres inferiores con una cizalla hecha con un trozo de poste de cama metálico y
pasaron por debajo. Diez metros más adelante había otra valla. Y luego otra. Siempre
que los focos hacían un barrido, se pegaban al suelo, que se convirtió en lodo cuando
la llovizna cobró fuerza. A Mazumdar lo invadió la esperanza. La lluvia sería un
impedimento para los centinelas que ocupaban los puestos de ametralladora situados
a ambos extremos del complejo. Al otro lado de un camino que llevaba a la
guarnición alemana había otras cuatro hileras de alambre. Singh cortó las vallas
metódica y silenciosamente. Al final llegaron a una puerta de hierro de cinco metros
de altura con más rollos de alambre de espino en la parte superior. Cuando se hubo
alejado el haz de luz, Singh trepó hasta arriba, cortó el alambre y ayudó a Mazumdar
a subir. «Shabash, doctor Sahib», susurró, una palabra india que significa «bravo».
Cayeron con fuerza al otro lado y se dirigieron a las sombras. Habían tardado tres
horas en reptar de un lado del complejo al otro. Bajo la luz de la luna, Mazumdar vio
el destello de la sonrisa de su compañero. «Shabash», dijo de nuevo Singh, que le
cogió la mano al médico y emprendió el camino. Estuvieron una hora corriendo sin
parar, un robusto médico bengalí y un enorme soldado de caballería sij huyendo en
una noche lluviosa. «Era absolutamente espléndido», dijo Mazumdar. «Mis palabras
no pueden expresar adecuadamente su osadía y perseverancia». Singh lanzó sus
herramientas caseras a una charca. Cuando amaneció se escondieron entre unos
arbustos a esperar que oscureciera y trazaron un plan: irían hacia la frontera suiza,
evitarían hablar con nadie el máximo tiempo posible y solo caminarían de noche.
«Íbamos vestidos con uniforme de campaña y solo teníamos unos cuantos cigarrillos
y zapatos. No llevábamos mapa ni brújula».
Pusieron rumbo al sur, evitando ciudades y pueblos y durmiendo de día en
bosques y debajo de setos. Finalmente les venció el hambre y se armaron de valor
para acercarse a una granja aislada en la que les dieron comida y ropa y les indicaron

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dónde había otro lugar seguro. Mazumdar estaba asombrado y conmovido por la
disposición de los lugareños a arriesgar su vida por ellos. «Nos alimentaron como
nunca durante nuestra cautividad, y allá donde fuéramos teníamos suficiente para
comer. Siempre buscábamos granjas alejadas de la carretera principal e incluso
evitábamos vías secundarias». El francés de Mazumdar era pasable y descubrió que
«el ochenta por ciento de la población» odiaba «a los alemanes y al régimen de
Pétain. En el país hay un gran descontento. El francés medio está esperando con ansia
la invasión de los aliados. Los civiles franceses nos ofrecieron toda la ayuda posible».
Los campesinos los acogían, les daban ánimo y sustento y sintonizaban la BBC para
que pudieran escuchar las noticias de un mundo libre de la ocupación nazi. Pero no
todos los franceses eran tan hospitalarios. «Nos dijeron que esquiváramos a la gente
rica, y tenían razón». Cuando aparecieron en su castillo dos extranjeros de piel oscura
pidiendo ayuda, la comtesse d’Impley «amenazó con informar a la gendarmería» y
cerró la puerta bruscamente.
La caminata que realizaron Biren Mazumdar y Dariao Singh por toda Francia es
una de las grandes historias desconocidas de la segunda guerra mundial. Dos
soldados inconfundiblemente indios recorrieron novecientos kilómetros en seis
semanas por territorio dominado por los nazis. Más tarde, Mazumdar enumeraría las
regiones que habían cruzado como si estuviera recitando uno de sus poemas: «Loiret,
Nièvre, Cher, Saona y Loira, Jura, Ain». Vadearon tres ríos, estuvieron a punto de ser
capturados por unos civiles que custodiaban un puente del Saona y finalmente
llegaron a los pies del Jura, la cadena montañosa que separa Francia y Suiza. Su
último anfitrión les había advertido que la frontera estaba fuertemente vigilada por
guardias alemanes. «Era la parte más difícil», escribió Mazumdar, que estaba al borde
del colapso. Incluso la granítica constitución de Singh empezaba a desmoronarse.
Siguieron avanzando bajo un aguacero y recorrieron los últimos cien kilómetros en
tres días. En Dole, cerca de la frontera, llamaron a la puerta de una granja y abrió una
anciana, que invitó a entrar a aquellos hombres famélicos y les sirvió pan, queso y
vino. «Llevábamos tres días sin comer y notábamos la tensión. Debimos de parecerle
extremadamente agotados y nos suplicó que nos quedáramos al menos un día». La
mujer les explicó que la frontera suiza estaba unos pocos kilómetros más al este y se
ofreció a buscar a un guía de confianza que los llevara hasta un puesto fronterizo no
vigilado en las montañas. Mazumdar vaciló, «pues conocía el castigo por ayudar a un
prisionero de guerra», pero ella insistió. El día siguiente al anochecer apareció un
joven del pueblo y la «encantadora anciana» salió a despedirlos. Mazumdar nunca
averiguó su nombre.
El 13 de julio de 1943, a las nueve de la noche, la pareja cruzó la frontera cerca
de Malcombe. Tres horas después, hacia las doce, llegaron al pueblo suizo de La
Rippe y entraron dando tumbos en la comisaría.
Después de tres años en cautividad, el médico indio era libre, su salvación un
tributo a la tenacidad, la suerte y la bondad de los desconocidos. La odisea de la fuga

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de Mazumdar había terminado, pero sus tribulaciones no.

El 3 de septiembre de 1943, Michael Sinclair, que llevaba un bigote postizo y un


falso uniforme de brigada de la Wehrmacht, estaba lanzando improperios en alemán a
un nervioso centinela mientras ondeaba un pase de seguridad interno del color
equivocado. En las habitaciones situadas más arriba, los oficiales británicos podían
oír a Sinclair elevando el tono de voz al imitar una reprimenda del Stabsfeldwebel
Gustav Rothenberger.
El plan de fuga de Franz Josef era el más elaborado desde el túnel Le Métro de
los franceses. En los preparativos habían intervenido más de cincuenta oficiales que
fabricaron material de fuga para un pequeño ejército: tres uniformes perfectos y
réplicas de armas para los participantes principales, así como treinta y cinco
documentos falsos y ropa civil para los fugitivos, que bajarían por las paredes y
saldrían cuando Sinclair abriera la puerta. En el lado este, los barrotes de las ventanas
del sexto piso, que antes ocupaban los británicos y ahora estaba desierto, habían sido
serrados cuidadosamente a lo largo de varios meses y los cortes en el metal
disimulados con pulimento negro para botas. Durante meses, Sinclair había estudiado
los manierismos, el porte y el marcado acento sajón del Stabsfeldwebel Rothenberger,
ensayando su papel bajo la dirección de Teddy Barton, uno de los productores
teatrales de Colditz. Fueron necesarios quince intentos para reproducir el bigote
pelirrojo de Rothenberger hasta que el resultado fue lo bastante convincente como
para que lo aprobara el comité de fugas. Checko Chaloupka sobornó a uno de sus
«guardianes blandos» para que les prestara durante una hora su pase numerado, que
copiaron a toda prisa y le devolvieron.
La fuga se había programado para un momento en el que un centinela «con pinta
de tonto» estuviera de servicio en la puerta. Después del recuento nocturno, los vigías
informaron de que Rothenberger se encontraba en la caseta de los guardias. Los
fugitivos forzaron las cerraduras de los antiguos alojamientos británicos y subieron al
sexto piso. Minutos antes de la medianoche, Sinclair y sus dos «guardias» salieron a
la terraza por la ventana de la enfermería. Los fugitivos escucharon atentamente el
crujido de sus botas sobre la gravilla y a Sinclair dar órdenes a gritos. En la última
puerta, el primer guardia entregó las llaves y fue hacia la caseta, pero el segundo
titubeó, negándose a abandonar su puesto tal como le habían indicado. El guardia no
era tan tonto como parecía, o quizá lo era tanto que no entendía por qué el
Stabsfeldwebel Rothenberger le estaba exigiendo que hiciera algo que antes le había
ordenado que no hiciera. «No se va», susurró alguien en la oscuridad del sexto piso.
«¿Por qué no se va?». El centinela examinó el pase y miró de nuevo a la figura con
bigote y la tez colorada que lo estaba reprendiendo. Entonces levantó el rifle, activó
la alarma y ordenó a los tres que pusieran las manos en alto. Lo que sucedió a
continuación es motivo de disputa.

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Sinclair seguía dando voces cuando el oficial de servicio, el Gefreiter
«Culogordo» Pilz, dobló la esquina de la terraza acompañado de dos guardias tras oír
la alarma desde la caseta. Todo el mundo estaba gritando. «Pilz sacó la pistola de
manera temeraria y alegre», según la posterior descripción del oficial superior
británico. En realidad, estaba aterrado a causa del ruido y la confusión. Más tarde, los
británicos aseguraban que Sinclair ya había levantado las manos para rendirse. Los
alemanes insistían en que Sinclair intentó sacar su pistola (falsa).
Pilz apuntó, abrió fuego a un metro de distancia y una bala de 9 mm le atravesó el
pecho a Michael Sinclair, que quedó arrodillado y luego se desplomó hacia un lado.
«Dios mío», dijo un guardia alemán que estaba teniendo dificultades para seguir el
curso de los acontecimientos. «Le ha disparado a nuestro brigada». En aquel
momento, el verdadero Rothenberger dobló la esquina jadeando con fuerza y
presenció una escena surrealista bañada en la luz artificial de los focos: seis guardias
alemanes, dos de ellos con las manos en alto, un cabo con una pistola humeante y
alguien que se parecía a él muerto en la terraza. Desde el piso superior se oyeron
gritos de furia: «¡Alemanes asesinos! ¡Putos asesinos!».
Las repercusiones del caso Franz Josef se dejaron sentir en Colditz durante meses.
Según Eggers, Prawitt estaba «fuera de sí». El oficial superior británico exigió que
Pilz fuera sometido a un consejo de guerra por disparar a un hombre desarmado.
Prawitt se negó, aduciendo que su guardia había actuado en defensa propia, pero se
abrió una investigación interna y «Culogordo» Pilz fue enviado al frente oriental. En
privado, Eggers estaba satisfecho de que, por una vez, uno de sus centinelas hubiera
hecho lo que le indicaban. Después de los sucesos, afirmaba con la típica sabiduría de
un profesor que «el punto débil era el bigote» falso de Franz Josef. Más tarde incluyó
en su museo el uniforme alemán de Sinclair con las manchas de sangre y el agujero
de bala.
Michael Sinclair sobrevivió. Nadie estaba tan sorprendido de ello como él mismo.
La bala había rebotado en una costilla, le había atravesado el pulmón y había salido, a
solo siete centímetros del corazón, por el omoplato izquierdo. Tras una semana de
convalecencia en el hospital de Bad Lausick, el Zorro Rojo estaba de nuevo en
Colditz, planeando su siguiente fuga con el brazo en cabestrillo.

La guerra al otro lado de los muros del castillo estaba cada vez más cerca y los
prisioneros podían oírla por radio y en el cielo nocturno, mientras los aviones aliados
machacaban las grandes ciudades alemanas en una campaña de bombardeos
estratégicos cada vez más intensa. En la Operación Gomorra del mes de julio se
lanzaron nueve mil bombas sobre Hamburgo que acabaron con la vida de treinta y
siete mil personas en el bombardeo aéreo más feroz que el mundo había presenciado.
En octubre le llegó el turno a Halle, la ciudad natal de Reinhold Eggers, situada a tan
solo ochenta kilómetros de distancia. El suministro eléctrico de Colditz quedó

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interrumpido durante veinticuatro horas. «Era la prueba más clara de un bombardeo
que habíamos tenido», escribió Eggers. A principios de diciembre, los bombarderos
británicos mataron en una sola noche a mil ochocientos habitantes de Leipzig,
cincuenta kilómetros al norte, y arrasaron gran parte del casco antiguo. El padre Platt
describía el «brillo cada vez más intenso» que se divisaba a lo lejos. Mientras ardía el
horizonte, los prisioneros escuchaban la carnicería con una mezcla de euforia,
asombro y miedo. El parte radiofónico nocturno trajo noticias sobre la invasión de
Sicilia, los desembarcos aliados en la Italia continental y, por último, la capitulación
de la propia Italia y la huida de Mussolini. Los prisioneros empezaron a apostar desde
dónde se lanzaría el «segundo frente contra Alemania».
El progreso del conflicto podía medirse de maneras menos obvias. A finales de
agosto llegaron unos dos mil paquetes de la Cruz Roja, el envío más voluminoso
hasta la fecha, que incluía cuarenta y cinco cajas de tabaco, café de Venezuela y
azúcar de Argentina. Los prisioneros calculaban que tenían comida suficiente para
cinco meses, pero era difícil evitar la conclusión de que la Cruz Roja estaba
animando a los prisioneros a acumular productos esenciales para un momento en que
los suministros ya no llegaran. Como poder protector oficial, Suiza enviaba
delegaciones periódicamente para que inspeccionaran el campo y garantizaran que se
respetaba la Convención de Ginebra. Dichas delegaciones aseguraban que, aunque
los prisioneros no pasaban hambre, las condiciones de vida estaban deteriorándose
paulatinamente, con luz y agua caliente inadecuadas, ausencia de verduras frescas y
escasez de papel higiénico. «Las paredes son tan gruesas que en invierno no se
pueden calentar suficientemente las habitaciones», señalaba un informe suizo en
octubre de 1943. Sin embargo, la moral de los prisioneros seguía siendo alta. «Son
personas testarudas, resentidas por el largo encarcelamiento y las humillaciones, pero
su estado de ánimo se mantiene inquebrantable. Recibieron al delegado con
hospitalidad cordial. Es un placer conocer a esos hombres». Pero el mismo
funcionario suizo comentaba que el teniente de vuelo Flinn se hallaba «en un estado
mental muy malo» y recomendaba que fuera trasladado a otro campo «con urgencia».
Dicha recomendación fue ignorada.
Por el contrario, los ánimos en la guarnición alemana eran cada vez peores.
Algunos soldados habían perdido su hogar o a sus familiares en los bombardeos.
Empezaron a desaparecer paquetes de la Cruz Roja antes de que fueran entregados.
Los hambrientos guardias cada vez estaban más dispuestos a arriesgarse a comerciar
con los prisioneros. Eggers percibía «mucha fricción» entre los oficiales alemanes.
Los que eran partidarios de medidas más duras para controlar a los prisioneros
seguían el ejemplo del Kommandant. Siempre que informaban a Prawitt de nuevos
actos de desobediencia, su respuesta era draconiana: «¿Por qué no utilizáis la
pistola?». El general Keitel, jefe del alto mando alemán, envió una carta personal de
felicitación a Prawitt junto con una «confirmación oficial de su derecho a imponer
disciplina por los medios que sean necesarios». Según Eggers, el segundo de Prawitt,

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un pomposo hombrecillo conocido como «el Pavo Real», también era «un hombre
violento» y deseoso de enseñarles a los prisioneros quién mandaba allí. Los alemanes
aún ejercían el poder de la vida y la muerte sobre sus cautivos y, a medida que se
acrecentaba la posibilidad de una derrota, algunos estaban dispuestos a hacer uso de
él.
Hasta ese momento, Colditz había sido territorio exclusivo de la Wehrmacht, pero
los servicios de seguridad nazis y las SS empezaron a intervenir más en el campo y
sus ocupantes. Una mañana apareció un escuadrón de las SS a las órdenes del
comisionado criminal de Dresde y llevó a cabo un «registro masivo» en el castillo,
aunque descubrió poca cosa. En la cercana Bad Lausick se instaló una nueva unidad
de «respuesta rápida» por temor a que los británicos pudieran enviar una unidad de
rescate para intentar llevarse a los «prisioneros especiales» de Colditz, entre ellos
Giles Romilly y Douglas Bader. Los británicos no tenían esos planes, pero el siniestro
despliegue era un indicio de la creciente paranoia nazi: los Prominente no pensaban
rendirse sin presentar batalla.

En octubre de 1943, la población de la prisión ascendía a doscientos cinco oficiales


británicos, catorce australianos, quince canadienses, treinta y tres «franceses
combatientes» y dos fantasmas. Cuando Jack Best, un piloto de la RAF, y el teniente
de la armada Mike Harvey desaparecieron en abril, los alemanes pensaron que habían
escapado. En realidad estaban escondidos en un compartimento secreto bajo el
púlpito de la capilla que en su día formaba parte del gran túnel francés. Por la noche
salían y eran sustituidos por otros dos prisioneros mientras Harvey y Best dormían en
las camas vacías. A veces, los alemanes hacían recuentos mientras los reclusos
dormían. Ambos adoptaban los nombres de otros oficiales por si eran interceptados
por los guardias y circulaban como prisioneros normales hasta el siguiente recuento.
Harvey era «D. E. Bartlett» y Best se convertía en «Bob Barnes». Tras una fuga, uno
de los fantasmas ocupaba el lugar de un fugitivo para ganar tiempo y luego
desaparecía de nuevo en el agujero. Aquella vida de trogloditas les pasó factura. Best
era un exagricultor y fumador empedernido de la Kenia colonial. Una fotografía de la
época muestra a un hombre con la mirada de alguien que ha pasado demasiado
tiempo bajo tierra, leyendo a la tenue luz de una vela hecha con grasa para cocinar.
En reconocimiento a sus sacrificios, los fantasmas fueron incluidos al principio de la
lista de fugas.
Cuando el otoño dio paso al invierno, en los apagados confines de Colditz
aleteaba una criatura de unos colores y una extravagancia deslumbrantes: Micky Burn
era periodista, novelista y poeta, un exsimpatizante nazi que después se había
convertido al marxismo, un hombre malcriado, libertino, divertido, atractivo e inútil
que había demostrado una asombrosa valentía durante uno de los ataques de

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comandos más osados de la guerra. También era abierta y activamente bisexual. El
resto de Colditz nunca supo qué pensar de Micky Burn.
El adinerado padre de Burn era el abogado de la familia real. La familia de su
madre había creado la sala de juegos de Le Touquet, en Francia. Burn se crio en una
casa distinguida y privilegiada situada delante del palacio de Buckingham, un mundo
de fiestas, fines de semana elegantes, coches rápidos y una admiración inmerecida.
«Solo tenía que levantar un dedo y lo tenía todo a su disposición». Fue a Oxford,
donde no hizo nada y fue expulsado al cabo de un año. Luego consiguió trabajo en
The Times, el periódico del gobierno. Mantuvo un romance apasionado con Guy
Burgess, el funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores y comunista que, según
se descubrió más tarde, era espía del KGB. Cuando Burn le confesó a su padre que se
sentía sexualmente atraído por los hombres, fue enviado al médico de Jorge V, quien
le administró unas inyecciones de bencedrina que lo volvieron hiperactivo, pero no
heterosexual. Su afición a la música de Wagner lo llevó a Alemania en 1933, donde
cayó bajo el hechizo nazi. «Mi mezcla de ignorancia, ceguera y benevolencia
semidelictiva, desatada en un mundo de falsedad sumamente organizada, me
convirtió en un papanatas», escribió más tarde. Unity Mitford, el desequilibrado
fascista británico, le presentó a Hitler, que firmó un ejemplar de Mein Kampf para el
embelesado joven inglés. Burn estaba encantado con el regalo, y lo perdió
inmediatamente. Asistió a un mitin en Núremberg y describía con entusiasmo las
«grandes luces en el cielo, la música conmovedora, la retórica, la presentación, los
tempos, la interpretación, la banda sonora, el júbilo y el clímax. Casi iba dirigido a las
partes sexuales de tu conciencia». A su lado tenía sentada a la baronesa Ella van
Heemstra, una aristócrata neerlandesa con la que inició un romance. Después del
mitin de Núremberg, Burn visitó el campo de concentración de Dachau con Mitford y
su hermana Diana, que pronto se casaría con el líder fascista británico Oswald
Mosley. Burn no reconoció (tal vez deliberadamente) el horror que estaba
presenciando. «Intentaba convencerme a mí mismo de que no era tan malo como
parecía». Pero, al regresar a Gran Bretaña, pasó una semana como huésped de un
minero de Barnsley y por primera vez vio la pobreza de cerca. Se le cayó la venda de
los ojos de golpe: «Lo que me ofrecía Hitler como la salvación del alma era una
mierda». Burn abandonó sus ideas derechistas de la noche a la mañana y emprendió
un precipitado viaje hacia la izquierda, adoptando el socialismo y más tarde el
comunismo tan fervientemente como antaño había apoyado el nacionalsocialismo de
Hitler.
Cuando estalló la guerra entró en la Brigada del Servicio Especial, una unidad de
voluntarios creada para operaciones de comandos, decidido a compensar sus
coqueteos con el fascismo participando en las misiones más arriesgadas armado solo
con «una Jane Austen y un poco de munición». Recibió instrucción en Escocia hasta
que estuvo «insoportablemente en forma» y después tuvo un papel protagonista en la
Operación Chariot, un ataque anfibio contra el dique seco de Saint-Nazaire, en la

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costa atlántica de Francia, donde se llevaban a reparar grandes barcos alemanes. El 28
de marzo de 1942, el capitán Burn lideró a su unidad de veintiocho comandos en una
misión para acabar con la maquinaria del puerto y los puestos de ametralladora
mientras el destructor HMS Campbeltown, disfrazado de buque alemán y cargado
con potentes explosivos de acción retardada, embestía el dique. La mitad de los
soldados de Burn murieron cuando su lancha motora recibió el impacto directo de un
cohete alemán. Burn consiguió llegar a la costa, alcanzó él solo el objetivo y
finalmente fue capturado con heridas de bala en el brazo y el muslo y un fragmento
de metralla en la espalda. «No había dirigido ni protegido a nadie, y tampoco había
destruido nada», escribió, restando importancia a un episodio por el cual recibiría la
Cruz Militar. Los alemanes publicaron una imagen propagandística de Burn siendo
custodiado con las manos en alto. El fotógrafo no se percató de que Burn estaba
haciendo el signo de la victoria con la mano izquierda, un acto de valentía y estupidez
muy típico de él. Conscientes de su antigua simpatía por la causa, los nazis intentaron
reclutarlo como topo, pero no accedió y fue enviado a Colditz.
«Ahora vivo en un castillo, como hacen casi todos los mejores en esta época del
año», escribió Burn a sus padres.
Algunos reclusos de Colditz sospechaban que Burn era un espía alemán. Otros
desconfiaban de sus opiniones izquierdistas, que expresaba vehementemente. Pero,
como exalumno de la escuela privada Winchester, no tardó en adaptarse al extraño
tejido social del lugar. «Cuando llegué a Colditz, me pidieron que me uniera a un club
muy elegante apodado Bullingdon y formado por gente cercana a la familia real y
unos cuantos lores y terratenientes. Nadie sabía que me habían negado la entrada al
auténtico Bullingdon cuando estaba en Oxford». En 1930 no fue considerado
adecuado para el exclusivo club por su bisexualidad.
Micky Burn se convirtió en el filósofo y poeta radical del castillo, «un optimista
nato y uno de los pocos hombres de Colditz que nunca se deprimían». Escribió la
única novela buena que salió del campo. Titulada Yes, Farewell, es un estudio sobre
la psicología de la vida en prisión que evoca la sombría decrepitud del lugar, el «olor
a putrefacción mohosa» y el ambiente generalizado de «tensa inactividad». El título
de la novela es un adiós a las certezas liberales del mundo de preguerra. Burn escribía
poemas y se los mandaba a su madre, que se los hizo llegar a varias estrellas de la
literatura. Para J. B. Priestley, los versos de Burn eran «muy prometedores», pero
T. S. Eliot consideraba su poesía «inmadura y a menudo torpe». Su padre fue aún más
contundente: «Detesto la poesía a menos que rime». En cuanto al sexo, Burn
aseguraba más tarde que era un desafío, ya que «costaba mucho encontrar suficiente
privacidad para que fuera disfrutable […]. El hacinamiento y la censura generalizada
hacían que la satisfacción fuera casi imposible». Casi, pero no del todo. Burn salió de
Colditz convencido (erróneamente, por lo que se vio después) de que era
exclusivamente homosexual. A sus treinta años, temía estar perdiendo su atractivo.
«Ahora mismo peso poco más de sesenta kilos. Tengo las mejillas flácidas […] el

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pelo a la altura de las orejas se ha vuelto gris, como el de un corredor de bolsa
distinguido, y ha abandonado por completo las sienes».
Con su habilidad para la mecanografía y su experiencia periodística, Burn era el
«escriba» natural para el servicio de noticias nocturno. Cada noche, mientras el
músico de jazz Jimmy Yule manejaba la radio, Burn anotaba lo más destacado de la
BBC, lo editaba para que fuese legible y repartía el resultado entre los diversos
grupos de oficiales. Para compensar su fracaso académico en el exterior, obtuvo una
diplomatura en ciencias sociales en Oxford. Leyó al economista John Maynard
Keynes, el Informe Beveridge de 1942, que constituiría la piedra angular del Estado
de bienestar británico, y obras sobre teoría del trabajo. Burn estaba decidido a intentar
comprender cómo sería el mundo después de la guerra. Sus ideas se habían
desplazado más a la izquierda y llegó a una conclusión: la clase gobernante, de la
cual él era un producto muy afortunado, estaba maldita y condenada. Aprendió ruso y
a finales de 1943 se declaró «en la senda del marxismo».
En el Club Bullingdon se respiraba cierto descontento por tener a un
revolucionario rojo entre sus miembros. Pero uno de los Prominente encontró en
Burn a un alma gemela ideológica. Hasta ese momento, Giles Romilly había
mantenido su comunismo si no escondido, sí velado. Ambos hicieron causa común y
empezaron a ofrecer charlas conjuntas sobre teoría marxista que gozaban de buena
asistencia, sobre todo entre los ordenanzas. Algunos de los reclusos más
conservadores se sentían profundamente alarmados por lo que consideraban
propaganda comunista. Uno advirtió a Burn con fingida jovialidad que, aunque era un
buen hombre, acabaría «colgado de una farola». Otro exigió que fuera «juzgado por
traición». Douglas Bader describió a Burn como «una amenaza peligrosa», prohibió a
los oficiales de la RAF que asistieran a las charlas de Romilly y ofreció conferencias
rivales con temas como «El objetivo militar de Stalin: la ocupación total de
Alemania» y «Abrir un segundo frente para garantizar que Rusia no gane la guerra
sola». Pero los denominados «rojos de Colditz» siguieron predicando el evangelio de
Marx y explorando ese inverosímil «bastión de la libertad de expresión» dentro de
una prisión nazi. La brecha ideológica reflejaba y presagiaba los acontecimientos que
se desarrollarían en el resto del mundo: una batalla entre las fuerzas del comunismo y
la democracia capitalista, entre los defensores del Imperio británico y quienes lo
consideraban un crimen, entre los guerreros de clase y la clase gobernante tradicional.
Cuando llegó el invierno a Colditz, en su interior se sintió el escalofrío de la
inminente guerra fría.
Micky Burn no sentía el menor deseo de huir, y en eso también representaba una
manera distinta de pensar. «No me interesaba», escribió. «Ayudaba en lo que podía,
pero creía que alguien debía plantearse por qué estábamos allí, por qué había
empezado el conflicto, por qué debían existir las guerras. Me ofrecía una especie de
escapada sin tener que salir de allí». A diferencia de los primeros soldados
prisioneros de Colditz, furiosos y humillados por haber sido capturados sin apenas

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entrar en combate, muchos de los recién llegados habían resultado heridos antes de su
cautividad y consideraban que ya habían «puesto su grano de arena». «Había
participado en muchos combates», afirmaba Michael Alexander, el comando que
saboteó el almacén de munición alemán vestido de tenista. «Yo no quería escapar. Se
las arreglarían bastante bien sin mí». Otros se estremecían ante la envergadura del
desafío. «Me habría resultado demasiado difícil escapar de Colditz», decía John
Watton, un artista consumado. «No me consideraba competente para alcanzar el nivel
de esfuerzo y habilidad necesarios». La mayoría aprovechaban la oportunidad de
escapar si se presentaba, y casi todos los prisioneros estaban dispuestos a colaborar
en los intentos de fuga, pero cada vez más se contentaban con dejar ese difícil y
peligroso asunto a los más duros. Y así afloró una nueva y sutil distinción en la
comunidad de prisioneros, entre los que estaban decididos a escapar y otros para los
que esa posibilidad había menguado hasta rayar en la indiferencia. «Los jóvenes han
envejecido a causa del cansancio y la esperanza diferida», escribió el padre Platt en
su diario. «Las conversaciones prácticamente se han estancado, excepto cuando se
habla de noticias sobre la guerra, de cartas y de perversión sexual». Todas las cartas
llegadas desde casa eran devoradas con avidez. Ella van Heemstra, la examante de
Micky Burn, vio su captura en las noticias y le envió una foto suya para recordarle los
viejos tiempos. Ahora vivía bajo la ocupación alemana en los Países Bajos, y sus
coqueteos con el nazismo, como los de Burn, eran cosa del pasado. Audrey, su hija
adolescente, estaba estudiando danza. «Te enviaremos entradas para un palco en su
primera noche en Londres», le prometió.
La cuarta Navidad en Colditz se fue tal como había llegado y Reinhold Eggers
realizó un cómputo del número de fugas, como hacía cada año desde 1940. En 1943
solo se habían producido veintiséis, menos de la mitad que el año anterior. Solo un
francés había llegado a casa, y ocurrió después de ser trasladado a un hospital fuera
del campo. Ni un solo prisionero había conseguido escapar del castillo. Los cautivos
y los carceleros acordaron una «tregua navideña»: no habría intentos de fuga entre
Navidad y Año Nuevo a cambio de la promesa de no organizar recuentos o registros a
medianoche. La intensidad de la lucha entre los carceleros y los encarcelados se
estaba disipando; Colditz nunca sería una prisión «a prueba de fugas» como se
pretendía originalmente, pero era mucho más segura que al principio. Como en la
guerra, se estaban instaurando el agotamiento y la leve esperanza del final.
Antes de Navidad, los aviones aliados lanzaron otro bombardeo masivo en la
cercana Leipzig. Aquel año, las luces festivas adoptaron la forma de potentes
explosivos que dejaron la ciudad en llamas e iluminaron el cielo nocturno.
Desaparecieron los teatros, gran parte de la universidad, más de mil edificios
comerciales, cuatrocientas setenta y dos fábricas, cincuenta y seis escuelas, nueve
iglesias y el Café Zimmermann, frecuentado por J. S. Bach y telón de fondo de su
primera interpretación de la Cantata del café.

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Aunque los nazis fanáticos insistían en que la victoria estaba a la vuelta de la
esquina, Eggers sabía que «el final era solo cuestión de tiempo». Entre los demás
oficiales detectó «una ausencia total de confianza» hacia sus líderes militares y
políticos. Eggers no era derrotista. Como muchos patriotas alemanes, lucharía hasta
el final con independencia de sus sentimientos personales sobre la cúpula nazi. Pero
había percibido lo que otros no podían expresar con palabras: un cambio gradual y
casi imperceptible en el equilibrio de poder dentro del campo.
«¿Cómo acabaría todo?», escribió. «La catástrofe para Alemania era inevitable».

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1944

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Los dentistas espías

L A TREGUA de las fugas llegó a un espectacular final el 19 de enero, cuando dos


fornidos oficiales levantaron un extremo de una mesa larga y reluciente y el hombre
tumbado encima, que llevaba un pasamontañas y una cuerda de veintisiete metros
atada a la cintura, se deslizó a gran velocidad por la plataforma de lanzamiento
improvisada y salió por una ventana del segundo piso con los pies por delante.
Michael Sinclair estaba intentando su séptima huida.
Plenamente recuperado de la herida de bala en el pecho, Sinclair se había pasado
meses estudiando la cara oeste del castillo, donde ahora se alojaban los británicos,
con la pipa entre los dientes, envuelto en humo y sumido en sus pensamientos.
Finalmente vio una grieta en el cordón de seguridad alemán. Debajo de las ventanas
estaba la terraza superior, que tenía balaustrada. Treinta metros más abajo se
encontraba la terraza del jardín, protegida por una alambrada perimetral. Al otro lado,
el terreno descendía abruptamente unos treinta metros y llegaba a los jardines traseros
del pueblo. De noche, ese lado del castillo estaba iluminado por potentes focos. Poco
antes de que los encendieran al anochecer, los guardias cambiaban sus posiciones
diurnas por las nocturnas, lo cual significaba que, durante aproximadamente un
minuto y al abrigo de una semioscuridad, la terraza superior y el lateral del edificio
no estaban vigilados.
El compañero de Sinclair en aquella huida sería el teniente de la RAF Jack Best,
uno de los «fantasmas» que ascendieron en la lista de fugas por haber pasado nueve
meses escondido sin ser detectado.
A las cinco de la tarde, «una noche triste y oscura con un poco de lluvia», los
hombres ocuparon sus posiciones. Los vigilantes les dieron luz verde y Sinclair se
deslizó por la mesa y salió por la ventana vestido totalmente de negro, con calcetines
por encima de los zapatos y una cizalla atada a la pierna izquierda. La cuerda, cosida
laboriosamente con sábanas, se desenroscó y, justo antes de que Sinclair tocara el
suelo, dos oficiales sujetaron con fuerza el otro extremo y cayó sin apenas hacer
ruido. Dando un par de pasos había rebasado la balaustrada y lo bajaron a la segunda
terraza. Best inició el descenso después de él. Sinclair cortó las tres capas de alambre,
pasaron por el hueco y descendieron la ladera. «Era un terreno de lutita con un
desnivel de cuarenta y cinco grados y otros tantos centímetros de alambre de espino
que nos dejaron la ropa hecha jirones», recordaba Best. Una vez abajo, subieron al
tejado de una caseta de jardín y llegaron a la parte trasera de una casa de campo
mientras una mujer los observaba boquiabierta desde una ventana. Después echaron a
andar por la calle principal de Colditz. Los focos se encendieron justo a tiempo para
que el guardia viera cómo alguien recogía una cuerda de veintisiete metros desde una

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ventana del segundo piso. El episodio se dio a conocer inmediatamente como la
«fuga de sesenta segundos», un hecho «bastante increíble», dijo Eggers con
admiración.
En los bosques de Colditz, los fugitivos zurcieron los agujeros más grandes que
llevaban en sus prendas civiles y se dirigieron a la estación de Grossbothen, donde
montaron en un tren rumbo a Dessau y luego tomaron otro hacia Minden y un tercero
a Osnabrück. En Rheine, cerca de la frontera neerlandesa, les dio el alto un policía.
La tez pálida de Best después de tanto tiempo bajo tierra los delató: «Nos dijo que mi
cara y el sombrero le habían hecho sospechar, porque no parecían teutónicos». La
Gestapo los acusó de espionaje. Los «encerraron toda la noche en una celda con las
paredes manchadas de sangre», pero finalmente fueron entregados a las autoridades
militares.
Una vez más, Michael Sinclair cruzó las puertas de Colditz camino de las celdas
de aislamiento. Pero, en el caso de «Bob Barnes», era la primera vez que volvían a
capturarlo. Esa era la identidad falsa con la que había vivido Best desde su
desaparición en las entrañas de Colditz y volvió a retomarla mientras el auténtico
Barnes se escondía en el agujero situado detrás de la capilla. Dos meses después,
Eggers descubrió finalmente el misterio de los fantasmas. En marzo encontraron a
dos oficiales en un refugio antiaéreo donde creían erróneamente que había una salida
subterránea secreta. Uno era «Bush» Parker, el forzador de cerraduras australiano; el
otro dijo llamarse Bartlett, pero, gracias a una vieja fotografía, Eggers averiguó que el
hombre que tenía delante era Mike Harvey, que supuestamente había huido un año
antes. Y si Harvey seguía dentro del campo, ¿dónde estaba Best, el hombre que había
desaparecido con él? Eggers entregó una fotografía de Best a sus guardias y les pidió
que memorizaran su cara. «Buscad a este oficial», dijo. «Entrad cuando todos estén
tomando el té. Es entonces cuando lo encontraréis». En efecto, Best, alias Barnes, fue
hallado bebiendo té apoyado en una pared. Los dos fantasmas habían logrado pasar
desapercibidos durante un año y evitado 1326 recuentos. Eggers estaba impresionado.
«Fue una historia increíble» que el mando militar de Berlín se negaba a creer. En
lugar de reconocer que habían sido víctimas de un engaño, las autoridades llegaron a
la hilarante conclusión de que los dos oficiales habían escapado en abril de 1943 pero
les había resultado imposible salir de Alemania y habían vuelto en secreto al castillo.
El Kommandant Prawitt estalló: «¿Este sitio es un puto hotel en el que la gente entra
y sale cuando le plazca? ¡Entrar es casi tan difícil como salir!».

Después de más de tres años encerrados, algunos prisioneros empezaban a decaer


mentalmente. Y también dentalmente.
Julius Green era un dentista judío de Glasgow que inyectaba ironía en todos los
aspectos de su vida, una especie de anestésico contra las miserias de Colditz. Green,
capitán del Cuerpo de Dentistas del Ejército, medía la guerra en muelas del juicio

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rotas, caries, extracciones, dentaduras postizas reparadas y coronas improvisadas. Su
equipo quirúrgico consistía en un torno dental, unas cuantas sondas, espejos,
instrumental para empastes, unas pinzas y una jeringuilla que había cogido de un
camión militar durante la retirada a Dunkirk. Casi siempre utilizaba tenazas. «Una
visita para una extracción duraba más o menos un minuto», escribió Green, cuya
técnica para sacar dientes podridos era «un movimiento muy rápido y decidido» antes
de que la víctima supiera qué estaba ocurriendo. Sus pacientes a veces se iban
«jurando gratitud y a veces simplemente jurando». Green convertía todo lo que
encontraba en instrumental médico. Hacía empastes de cemento con yeso para
paredes y dientes falsos con resina acrílica que obtenía de los guardias a cambio de
suministros de la Cruz Roja. A falta de gas, creía que la mejor manera de preparar a
los reclusos para un tratamiento era hacerlos reír. Cuando no estaba arreglando,
fabricando o arrancando dientes, Julius Green pensaba en comida, a la cual era muy
aficionado. Por las noches se tumbaba a recordar platos que había comido en el
pasado y a pensar en los que tal vez comería en el futuro. A mediados de 1943,
después de tres años encerrado en varios campos, se le habían hinchado las piernas a
causa de un edema y había perdido quince kilos por una disentería amebiana, pero
resistía creando menús imaginarios para cuando fuera un hombre libre. Los demás
prisioneros lo adoraban. Lo llamaban «Quitamuelas» o, tras una sesión especialmente
dolorosa, «Puto Quitamuelas».
Green insistía en que era «un cobarde devoto y practicante, un dentista corto de
vista con los pies planos y tendencia al sobrepeso», pero era un simple camuflaje: el
judío escocés de risa contagiosa no solo era un gran dentista y un hombre
excepcionalmente valeroso, sino un agente secreto del espionaje británico.
Cuando estalló la guerra, dos años después de licenciarse en la Escuela
Odontológica del Real Colegio de Cirujanos de Edimburgo, Green dejó su casa de
Fife, se presentó en la 152.ª Unidad de Ambulancias de Campaña, perteneciente a la
51.ª División de las Tierras Altas en Dundee, y se fue a Francia con su falda escocesa.
El dentista de veintisiete años imaginaba que el conflicto sería muy parecido al
anterior: «Una guerra posicional sencilla con trincheras avanzadas y fines de semana
en París». Mientras las fuerzas alemanas avanzaban rápidamente y los franceses y los
británicos se veían obligados a replegarse, Green tenía mucho que hacer y que comer.
Un día de junio de 1940 estaba en un banquete organizado por un alcalde, consistente
en «potage aux légumes, filet de veau Normande y fraises des bois au champagne»;
cuando quiso darse cuenta estaba intentando curar a soldados con espantosas heridas
faciales, «extrayendo fragmentos de metralla, dientes prácticamente arrancados y
otros restos y fijándoles la mandíbula con alambre y vendándolos». Muchos hombres
le debían su cara a Green y sus rústicas cirugías en el campo de batalla. Dos días
después, durante una caótica retirada del ejército británico, el dentista estaba
buscando bajas por las calles de Saint-Valery cuando dobló una esquina y se topó con

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un Panzer alemán, del cual salió un oficial que apuntó a la entonces voluminosa
barriga de Green: «Es usted prisionero», le dijo.
«No le vi el sentido a discutir», escribió Green.
De camino a la cautividad, recordaba, «uno de los superhombres de Hitler me
golpeó en la base de la columna con la culata del rifle». El dentista sufriría dolores de
espalda el resto de su vida. «Empecé a ser consciente de que aquella guerra sería
bastante espantosa».
Durante tres años, el capitán Green recorrió varios campos realizando trabajo
odontológico con prisioneros y guardias, así como otros procesos quirúrgicos,
incluyendo amputaciones por gangrena. «No me importa ver sangre siempre y
cuando no sea mía», precisaba. Sus servicios estaban muy demandados. La gente
suele hacer confidencias a los dentistas, en parte para demorar el momento en el que
tendrán que abrir la boca. En 1941, a Green se le acercó un subalterno, que le dijo
que «había una manera de enviar mensajes a casa» y le preguntó si estaría dispuesto a
recabar información entre sus pacientes, incluidos los alemanes, que pudiera ser de
interés para Londres. Green fue iniciado en el secreto del «código 5-6-O» (véase el
Apéndice) y no tardó en convertirse en uno de los escritores de cartas codificadas
más prolíficos de la guerra. Las misivas eran enviadas a familiares de Dunfermline,
después a la Oficina de Guerra y por último al MI9. Airey Neave no había conocido a
Green, pero gracias a la magia del lenguaje en clave ahora eran amigos secretos por
correspondencia.
Green recogía información sobre movimientos de tropas alemanas, horarios de
trenes y barcos, las últimas noticias sobre los submarinos y la Luftwaffe, pistas sobre
la producción industrial alemana, el estado de ánimo de los civiles y mucho más.
Sentados en el sillón del dentista, los fugitivos frustrados le contaban lo que habían
averiguado en el exterior. En Londres, los espías británicos recopilaban listas de
peticiones para el peripatético dentista, que después le enviaba su familia en cartas
codificadas que escribía el MI9. «Recibía respuestas a mis señales y peticiones
concretas». Las cartas que mandaba Green a casa no tenían mucho sentido, pero la
Oficina de Guerra tranquilizó a la familia: «Verán que su hijo hace referencia a
ciertas cuestiones sin ningún significado para ustedes. Esos comentarios van dirigidos
a nosotros, así que, por favor, no se preocupen ni los mencionen de ningún modo
cuando respondan a su hijo. Nos complace mucho decirles que su hijo está realizando
un trabajo de lo más valioso». Utilizando tinta secreta casera, dibujó un mapa en un
modelo de carta de la Oficina de Guerra donde indicaba la ubicación exacta de
algunos objetivos de bombardeos, entre ellos apartaderos ferroviarios, cuarteles
militares y fábricas. El MI9 estaba encantado con su productividad: «Felicidades por
un trabajo verdaderamente excelente. Siga así». Green sabía el riesgo que corría. Si
los alemanes descubrían lo que estaba haciendo, «el enemigo se enfadaría bastante y
a lo máximo que podría aspirar sería a una desaparición relativamente rápida».

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Durante el día, el dentista espía extraía dientes e información, y por la noche soñaba
con natillas.
En enero de 1944, Julius Green fue trasladado súbitamente a Colditz y Reinhold
Eggers salió a recibirlo al patio, como hacía con todos los oficiales que llegaban:
—¿Qué es este lugar? —preguntó Green.
—El Oflag IV-C, Colditz —respondió Eggers—. Es un Sonderlager, un campo
especial.
Green había oído hablar de Colditz, el campo para prisioneros indisciplinados, y
aquel nombre le provocó toda una serie de emociones enfrentadas: «Era una photo
finish entre el pánico y el orgullo, con la curiosidad un poco a la zaga».
El dentista nunca supo por qué lo habían enviado allí. Tal vez habían descubierto
sus actividades secretas. Por otro lado, sospechaba que los censores habían
interceptado una carta en hebreo que recibió de un prisionero judío de otro campo y
habían llegado a la conclusión obvia. Green se describía como «un judío más o
menos practicante», pero hasta el momento las autoridades de la Wehrmacht lo
habían ignorado. El verdadero motivo de su traslado probablemente no tuvo nada que
ver con su judaísmo o sus actividades como espía. Semanas antes, Green le dijo a un
oficial de seguridad alemán que el servicio secreto británico había descubierto una
manera revolucionaria de pasar mensajes «cruzando palomas mensajeras con loros y
dándoles mensajes verbales, de manera que si les disparan no puedan hablar». El
alemán informó a su Kommandant de aquella novedad en las comunicaciones aviares,
y no le vio la gracia cuando le dijeron que era la típica broma británica. El
«desafortunado sentido del humor» de Green había «bastado para que entrara en
Colditz».
«Quitamuelas» Green instaló su consulta dental en la enfermería y no tardó en
convertirse en una figura popular en Colditz, aunque «la falta de material y
anestésicos» hacían que sus «ayudas no fueran nada agradables». A pesar de no estar
casado y de que probablemente era virgen, combinaba su labor odontológica con el
papel de asesor amoroso, aconsejando a sus pacientes sobre sus ansiedades
románticas y maritales: «Supongo que desde fuera el partido se ve mejor, aunque tú
no juegues». Hacía pasteles con mijo triturado y descubrió que añadir una pastilla
para la indigestión al agua en la que se hervían los guisantes secos los volvía más
blandos y sabrosos. «Esa fue mi mayor aportación a una vida refinada en Colditz»,
escribía.
La llegada de Green supuso que Checko Chaloupka ya no pudiera visitar al
médico del pueblo y tener un encuentro carnal con su «chica favorita» rompiéndose
los dientes con una piedra. Sin embargo, aquella relación siguió adelante gracias a
una embriagadora combinación de atracción sexual, romance epistolar y espionaje: en
una de esas extrañas coincidencias que en ocasiones produce la historia, Julius Green
no era el único dentista espía de Colditz.

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Irmgard Wernicke era mucho más que una auxiliar de dentista enamorada. El
Partido Nazi seguía dominando el municipio de Colditz y los campos de alrededor. El
padre de Irma era un alto cargo del partido y la mayoría de sus vecinos estaban
afiliados. Cada mes de noviembre, coincidiendo con el aniversario del ascenso al
poder del Partido Nacionalsocialista, el pueblo organizaba una celebración con una
banda de música y muchos vítores. «A algunos nos enviaban al pueblo para asistir al
espectáculo del partido», comentaba Eggers con disgusto. Cuando empeoraron las
noticias sobre la guerra, «esas celebraciones se cancelaron en muchos pueblos, pero
en Colditz no». Sin embargo, algunos habitantes no eran nazis. Existía una creciente
resistencia al régimen, sobre todo entre los más jóvenes, una alianza secreta de gente
profundamente opuesta a Hitler que ansiaba su caída y estaba preparándose para ella.
Una de esas personas era Irmgard Wernicke.
Irma tenía acceso a abundante información de utilidad. Había vivido en Colditz
toda su vida y conocía a todos sus habitantes. Los amigos y compañeros nazis de
Richard Wernicke a menudo se citaban en la casa familiar y la atractiva hija de su
anfitrión les servía cerveza y schnapps y escuchaba. La sala de espera del dentista era
un hervidero de cotilleos locales. Irma empezó a recabar información útil que
facilitaba a su amante encarcelado en el castillo: el trazado del pueblo, los horarios de
los trenes o escondites en el bosque. El guardia que permitió su primer beso estaba
dispuesto a actuar de intermediario, llevando lo que aparentaban ser cartas de amor
de un lado a otro. (La panadera del pueblo también estaba abierta a sobornos. «En el
invierno de 1943, esa chica suministraba hasta veinte barras de pan al día, que llevaba
al campo el soldado alemán», escribió Chaloupka). En junio de 1944, el coronel Tod,
el nuevo oficial superior británico, indicó a Checko que utilizara su «fiable contacto
antinazi en el pueblo», así como a los guardias más blandos, para «averiguar todo lo
que estaba sucediendo en el campo». Como ocurre con muchos espías, los
sentimientos de Irma se mezclaban con sus inclinaciones ideológicas. «Conseguí
mucha información de Fräulein Wernicke», escribió Chaloupka más tarde, «y se la
pasaba al comité de fugas». Irma se arriesgaba mucho más que el propio Checko. Él
contaba con la protección de la Convención de Ginebra. Ella no. Sus vecinos, y
probablemente su familia, la habrían entregado sin dudarlo a la Gestapo en caso de
haber descubierto qué se traía entre manos la recatada auxiliar de dentista. Si
mantener una relación con un prisionero era arriesgado, trabajar como agente secreto
para los británicos era tan peligroso que solo lo habría hecho una persona enamorada,
intrépida y fanáticamente antinazi, e Irma era las tres cosas.
Julius Green examinaba la información recabada por Checko y extraía lo que
pudiera ser de interés para el MI9. En unas cartas codificadas, esa información pasaba
por delante de las narices de los censores alemanes y llegaba a un pequeño pueblo de
Fife. Ahora, los prisioneros contaban con una red de espionaje a pleno rendimiento
que tenía sus raíces en la odontología.

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Pero a Reinhold Eggers no se le pasaron por alto las «reiteradas citas de Checko
con el dentista». El «contacto excesivo» entre la «atractiva ayudante» del dentista y el
oficial checo «alto, oscuro y atractivo» al principio parecía inofensivo, un coqueteo
imposible a larga distancia, pero, con el paso del tiempo, Eggers «sospechaba que la
bondad de la joven debía de ofrecer algo más que cartas románticas a su afectuoso
aviador», así que decidió vigilar a la joven Irmgard Wernicke.
En febrero de 1944, Eggers fue ascendido a jefe de seguridad y respondía
directamente ante el Kommandant. En realidad, ya desempeñaba el papel de jefe de
carceleros. «Era la única persona que podía hacer ese trabajo adecuadamente»,
escribió. «Llevaba más de tres años en Colditz y conocía de vista a casi todos los
habitantes y los detalles de prácticamente todas las fugas que se habían producido».
No podía resistir un atisbo de orgullo, ya que Eggers se había convertido en el oficial
más veterano de Colditz, el último de la vieja guardia. El Stabsfeldwebel «Mussolini»
Gephard fue enviado al frente oriental y no regresó y el Unteroffizier «Dixon Hawke»
Schädlich fue destinado a Italia, donde también pereció. Aquella responsabilidad
adicional significaba más trabajo, pero Eggers estaba ansioso por dejar huella en su
nuevo cargo como jefe de seguridad. «Era un alivio estar ocupado en aquel pequeño
frente de batalla», escribió. «Me permitió ignorar momentáneamente la catástrofe que
se estaba desarrollando fuera».

En primavera siguieron llegando nuevos prisioneros, a veces en grupos y con más


frecuencia solos o de dos en dos. El 8 de marzo de 1944, Eggers recibió a un joven
oficial de la armada con una cara ancha, atractiva y bastante inexpresiva y aire
distraído. Se llamaba Walter Purdy, un subteniente de veintidós años originario de
Barking, Essex, que había trabajado de ingeniero en buques mercantes antes de ser
destinado al Van Dyck, un crucero de la Armada Real. Fue capturado en 1940, cuando
el barco se hundió frente a la costa de Narvik durante la desastrosa campaña de
Noruega. Julius «Quitamuelas» Green reconoció a Purdy del campo de Marlag,
donde ambos habían estado encerrados en 1941, y se ofreció a enseñarle Colditz.
Hablador como de costumbre, Green le preguntó a Purdy por qué lo habían enviado a
un lugar para «fugitivos y gente que en general no les gustaba a los alemanes». Purdy
respondió que había intentado escapar y vivió «con un pájaro» en Berlín hasta que
fue capturado de nuevo. Él le hizo la misma pregunta a Green. «Creo que sospechan
que soy judío», repuso el médico escocés, «y es posible que hayan descubierto que
estaba implicado en el asunto de las cartas codificadas». Purdy aguzó el oído y Green
procedió a explicarle cómo se ocultaban mensajes secretos en cartas corrientes o se
pasaban a un guardia alemán amigo que luego los enviaba a una dirección de Suiza.
«Como era un oficial británico al que ya conocía de antes creí que no habría nada de
malo en hablar con él», dijo Green. Ambos estaban cruzando las estancias británicas
del primer piso de la Kellarhaus cuando de repente apareció un oficial cubierto de

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polvo de debajo de un asiento. Era la boca de un túnel conocido como «Corona
Profunda» que empezaba debajo de una ventana y se adentraba seis metros en la
pared hasta el fondo de la escalera circular. «Habíamos trabajado en él durante meses
y habíamos avanzado bastante», recordaba el excavador Ian Maclean. «Purdy me vio
saliendo por la trampilla al acabar mi turno […]. Parecía muy interesado en las
actividades y mencionó que era una trampilla muy buena». Green continuó con la
visita guiada. En la última planta de las dependencias británicas y debajo de una
mesita de noche integrada estaba el «banco de Colditz», el mejor escondite del
castillo, que contenía 2250 Reichsmarks, 4500 francos franceses, pases falsificados,
dos sacos de ropa, herramientas y una radio en miniatura fabricada por Clayton
Hutton del MI9, que había llegado recientemente a través de la oficina de correos.
Eggers se enteró de que los fugitivos tenían un «tesoro» y se había pasado los últimos
tres años buscándolo. Más tarde, uno de los ocupantes recordaba que «alguien estaba
sacando algo cuando Purdy pasó por la habitación».
Aquella noche, Green y Purdy se sentaron uno junto al otro mientras Micky Burn
leía el boletín de noticias nocturno de la BBC. El recién llegado quedó enormemente
impresionado por que los prisioneros hubieran logrado fabricar una radio secreta.
Green empezaba a desconfiar de Purdy. Le parecía «extraño y nervioso», y la
historia de su fuga «sonaba un poco endeble». Cuantos más detalles le pedía Green,
más inquieto parecía Purdy. El dentista compartió sus recelos con sus superiores, y a
la mañana siguiente Purdy fue interrogado, primero por el comité de seguridad
interna del campo y luego por Willie Tod, el adusto oficial superior británico. Purdy
intentó engañarlos desarrollando lo que le había contado a Green. Afirmaba que, tras
escapar, se había refugiado con una amiga de su hermana, una sombrerera de Berlín,
hasta que bombardearon su casa y, después de que lo sacaran de entre los escombros,
fue arrestado por la Gestapo. Con cada adorno, la historia sonaba menos creíble.
Green se llevó a Purdy aparte y le aconsejó que lo contara todo.
Momentos después confesó: «Me comporté como una rata y un traidor».
El viaje de Purdy hacia la traición empezó en 1937 durante una reunión de la
Unión Británica de Fascistas en Ilford. El marino mercante encajaba en el perfil que
estaba reclutando el partido fascista de Oswald Mosley, pues era joven, racista,
iracundo y muy crédulo. Purdy se contagió del mensaje antisemita del orador de
aquel día, un matón fanático de origen estadounidense llamado William Joyce que era
el director de propaganda de Mosley. Las inclinaciones fascistas de Purdy
sobrevivieron a su captura y, a principios de 1941, el jefe de seguridad del campo de
Marlag vio al joven oficial naval leyendo Twilight Over England, un libro en el que
Joyce ensalzaba las virtudes de la Alemania nazi y pronosticaba la derrota de Gran
Bretaña. En aquel momento, Joyce se había trasladado a Berlín, había obtenido la
ciudadanía alemana y había alcanzado notoriedad como la voz radiofónica de «lord
Haw-Haw», retransmitiendo propaganda violenta que culpaba de la guerra a los
judíos y alentaba a Gran Bretaña a rendirse, el papel que los alemanes habían

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intentado que representara Mazumdar y al cual no accedió. El jefe de seguridad
alemán le ofreció a Purdy un autógrafo del autor. En mayo de 1943, Purdy fue
llevado a Berlín para conocer a Joyce, que ofreció un pacto a su compatriota fascista:
si Purdy hacía diez retransmisiones en un período de cinco semanas, «se le permitiría
escapar a un país neutral». Purdy aceptó al instante. A Margaret, la mujer de Joyce,
no le gustó el nuevo recluta, a quien consideraba «excéntrico y sin mucho cerebro, y
el que tenía estaba alborotado». Pero los nazis necesitaban a todos los fascistas
británicos que pudieran conseguir, y Purdy se convirtió en un empleado «voluntarioso
y entusiasta» de Büro Concordia, la emisora de radio alemana que difundía
propaganda negra en Gran Bretaña. Utilizando el pseudónimo de «Robert Wallace»,
Purdy leía lo que le pusieran delante, que solía ser lúgubre: «Esto es Radio Nacional
Británica, la única emisora sin censura dirigida por ingleses […]. Los reyes del
armamento judíos están enviando a los jóvenes del mundo a su muerte. Están
prolongando la guerra para obtener rédito. Con los alemanes no tenemos disputa […].
Los judíos son el poder que está detrás del gobierno, los verdaderos culpables e
instigadores de esta fútil guerra sin fin». A los británicos se les aconsejaba
oficialmente que no lo escucharan, pero unos seis millones sintonizaban la emisora
para oír y burlarse de las rabiosas diatribas de «lord Haw-Haw» y «Robert Wallace»:
«Alemania al habla. Alemania al habla. Alemania al habla…».
Durante casi un año, Purdy llevó una vida de lo más agradable en Berlín, donde le
pagaban cuatrocientos marcos a la semana. Inició una relación con una pastelera
llamada Margaret Weitemeier, conocida como Gretel, y se instaló en su piso. «Una
Navidad excepcional con Gretel», escribió en su diario. «Mucha bebida». Llevaba el
emblema de las SS tatuado en un brazo y Gretel le enseñó alemán. Al cabo de un
tiempo la dejó embarazada. Las autoridades alemanas elogiaban a Purdy, a quien
describían como «el hombre de la voz de oro», y, con frecuencia, una pizca de
celebridad se le subía a la cabeza. «Era una persona sumamente engreída y bocazas»,
afirmaba otro prisionero de guerra que trabajó un tiempo en Büro Concordia. «Me
dijo que era un locutor de primera muy solicitado por otras emisoras alemanas».
En marzo de 1944, a Purdy le comunicaron que iría a Colditz. No está claro si la
Wehrmacht le ordenó que trabajara como topo o si se ofreció voluntario para la tarea,
pero, sea como fuere, Eggers estaba encantado: «Esta vez tenía una oportunidad real
de que un agente propio me pasara tanta información sobre fugas y cuestiones de
seguridad como pudiera recabar en el campo». Con un espía entre los prisioneros
británicos, Eggers se cercioraría de que nadie volviera a escapar.
El jefe de seguridad viajó a Berlín para informar a Purdy antes de su llegada y la
conversación fue extraña:
—¿Quién ganará esta guerra? —preguntó Eggers.
—Inglaterra, por supuesto —respondió Purdy.
—Entonces, ¿qué pasará con usted?
—Ah, volveré a casa y difundiré el nacionalsocialismo en Inglaterra.

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Purdy no parecía entender la gravedad de lo que ya había hecho y de la traición
que estaba a punto de cometer. No está claro si al joven oficial lo motivaba la
avaricia, el deseo, el miedo o la ideología fascista, pero sobre un aspecto de su
carácter no hay debate: Walter Purdy era increíblemente estúpido.
Menos de veinticuatro horas después de iniciar su labor, el topo había sido
descubierto y estaba haciendo una confesión completa en la que cometió otro error
espectacular:
—Si se le permite continuar en el campo, ¿se compromete a no causar ningún
perjuicio a los intereses británicos? —le dijo el coronel Tod.
Purdy meditó la pregunta unos instantes y respondió:
—No puedo hacer eso. Si los alemanes me piden que les dé información a cambio
de mi libertad, no podré resistirme. Quiero volver a Berlín con mi mujer.
Purdy no solo había reconocido que espiaba a los demás oficiales, sino que era
demasiado torpe para ocultar que pretendía seguir haciéndolo, lo cual dejaba a Tod
pocas opciones en cuanto a lo que sobrevendría. Le ordenó al capitán David Walker
que se pusiera su uniforme, que sometiera a Purdy a arresto vigilado y que lo llevara
ante el consejo de guerra. Walker describió a Purdy como «una criatura turbada y
acabada. Era tonto pero peligroso». Todo el mundo sabía cuál sería el veredicto del
juicio, a excepción del propio Purdy.
Entre tanto, se estaba preparando un tipo de justicia más severo. En las
dependencias británicas, las emociones eran intensas y se estaba propagando un
ambiente desagradable. Dick Howe, el oficial de fugas, fue a hablar con Gris Davies-
Scourfield:
—¿Qué opina de ese tal Purdy?
—Poca cosa —respondió.
—Algunos pensamos que es un traidor y debería ir a la horca. Tengo a unos
cuantos voluntarios en una sala de la buhardilla y vamos a atarlo.
Davies-Scourfield describió una escena macabra. «En aquella pequeña habitación
del piso superior había gente sentada y pasaron una horca por encima de una viga.
Dos oficiales robustos tenían agarrado al desdichado Purdy».
Howe se dirigió al grupo:
—Estamos todos aquí porque coincidimos en que es nuestro doloroso deber
ahorcar al traidor Purdy. Vino aquí como topo y, a menos que lo aniquilemos para
siempre, los alemanes se lo llevarán a otro campo para que descubra más secretos.
Por tanto, nuestro deber es hacerlo. ¿No es así?
El discurso fue recibido con murmullos de aprobación. Howe no era el único
partidario de la justicia sumaria. Davies-Scourfield y Michael Sinclair opinaban lo
mismo.
—De acuerdo —dijo Howe—. Solo necesitamos un par de voluntarios para
llevarlo a cabo.

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La petición no obtuvo respuesta. Puede que hubiera consenso general en que
Purdy merecía ser ahorcado, pero nadie estaba dispuesto a hacerlo, ni siquiera el
propio Howe. Como decía Davies-Scourfield, fue una «situación muy británica», un
acuerdo teórico que nadie quería poner en práctica.
El ambiente de turba enardecida se disipó y Purdy fue acompañado a su
habitación.
Mientras tanto, el coronel Tod solicitó una reunión urgente con el Kommandant:
—Purdy debe ser alejado de los oficiales británicos. Es un topo —dijo Tod.
—No pediré su traslado —repuso Prawitt.
Entonces intervino el ayudante del Kommandant:
—Pero Purdy estará a salvo, ¿verdad?
Tod dijo que no podía garantizarlo:
—Al haber trabajado para los alemanes ya no es oficial británico. Les he
advertido de lo que ocurriría. Ahora es asunto suyo.
Al cabo de una hora, Purdy fue trasladado a una celda de aislamiento de la
Kommandantur, donde exigió chocolate de la Cruz Roja y mucho tabaco.
Aún estaba allí cuando Eggers descubrió el alijo que había debajo del armario.
«Encontramos sus reservas», fanfarroneó Eggers. «Siempre pensé que encontraría ese
dinero». También desenterró un alambique para destilar alcohol, componentes para
fabricar una máquina de escribir y la radio en miniatura, «la primera que se descubrió
en un campo de prisioneros de guerra». (Eggers seguía desconociendo la existencia
de Arthur II, la radio heredada de los franceses que permanecía oculta en la
buhardilla). Horas después, un escuadrón de soldados alemanes armados con mazos
abrieron la pared en la parte baja de la escalera y dejaron a la vista el túnel Corona
Profunda y el hueco que conducía hasta el asiento situado bajo la ventana. Más tarde,
Eggers afirmó que había «seguido una corazonada» y que la única información útil
proporcionada por Purdy guardaba relación con el guardia no identificado que estaba
dispuesto a enviar cartas fuera del campo. Pero los prisioneros no tenían ninguna
duda de que Purdy había dado parte de todo cuanto había visto y oído desde su
llegada. Cuando Eggers pasaba por el patio, Douglas Bader gritó desde una ventana
de los pisos superiores: «¡Páguele al que informó del túnel con sus paquetes de
comida y no con los nuestros!». Si el topo hubiera estado aún en manos de los
prisioneros, lo habrían linchado. Alertar al Kommandant de que Purdy había sido
desenmascarado probablemente le salvó la vida.
Semanas después, los alemanes sacaron a Purdy de su celda y lo acompañaron a
Berlín, donde retomó su cómoda existencia como colaborador, retransmitiendo para
Gran Bretaña y viviendo con Gretel, la pastelera embarazada.
Algunos creían que Purdy merecía morir ahorcado en las vigas del ático. «No
cumplimos con nuestro deber», escribía Davies-Scourfield. Pero otros se sintieron
aliviados cuando se llevaron al traidor «para impedir que alguien se lo cargara», en
palabras de Green. El afable dentista no estaba dispuesto a perdonar a Purdy, sobre

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todo teniendo en cuenta los secretos que le había desvelado inconscientemente, pero
intentaba entenderlo. Purdy «era un pobre tonto desequilibrado, un personaje débil
que, por conseguir comida, comodidades y una mujer, había ayudado a la propaganda
enemiga y traicionado a sus camaradas». David Walker, el oficial que lo arrestó,
también se alegraba de que Purdy hubiera salido vivo de Colditz: «Nunca me gustó la
idea de ejecutar a la gente por sus creencias, con independencia de lo erradas que
fueran». Los tribunales británicos adoptarían una postura menos indulgente.
«Quitamuelas» Green tenía otro motivo para preocuparse por los secretos que
Purdy les hubiera contado a los alemanes. Durante su incauta conversación con el
espía, Green había mencionado que era judío, lo cual era potencialmente una condena
a muerte. Green había visto a grupos de esclavos judíos durante sus visitas dentales
en varios campos y en el apartadero de una estación ferroviaria oyó «los gemidos de
judíos encerrados en vagones de ganado» con destino a Auschwitz. Ya había
destruido el disco que lo identificaba como judío, pues pensaba: «Cuanto menos se
preocupaban los alemanes por mí, más le gustaba al hijo de la señora Green». O bien
Eggers ignoraba que Green fuera judío o más probablemente no le importaba. Pero
recientemente había llegado una carta de una tía suya de Escocia en la que le contaba
cotilleos de la sinagoga. Green fue conducido ante el médico alemán, que le ordenó
que se bajara los pantalones para «una inspección». Green apenas pudo disimular que
había sido circuncidado, pero dijo que la operación se había producido «más
adelante» por motivos médicos. Aseguró que pertenecía a la Iglesia Presbiteriana
escocesa y se hizo el ofendido por la insinuación de que era judío. El médico alemán
se mostró claramente escéptico. «No es fácil fechar una circuncisión», escribió
Green, «y, ante ese problema, el médico alemán lo dejó correr». Como siempre,
Green le restó importancia, pero fue un encuentro desagradable que no auguraba nada
bueno.
Hasta el momento, los campos de prisioneros controlados por el ejército alemán
eran un lugar comparativamente seguro para los judíos, y el antisemitismo en Colditz
no había ido más allá del confinamiento de los oficiales judíos franceses en el
«gueto» de la buhardilla. Pero esa aparente indiferencia difícilmente continuaría. El
Holocausto estaba alcanzando nuevas cotas de salvajismo y, en algún momento, la
atención de los carniceros antisemitas podía desviarse hacia los prisioneros.
«Quitamuelas» Green no deseaba estar allí cuando eso ocurriera, así que en marzo de
1944 decidió volverse loco.

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Locura

L OS PRISIONEROS que habían sido declarados tullidos, incapacitados o gravemente


enfermos ahora eran aptos para su repatriación. La Comisión Médica de la Cruz Roja
suiza evaluaba cuáles estaban lo bastante enfermos, heridos o desequilibrados para
volver a casa y exponían sus recomendaciones a las autoridades de las prisiones.
Distinguir los casos auténticos de los falsos era una tarea compleja, ya que los
prisioneros estaban dispuestos a tomar medidas extremas para aparentar gravedad:
ingerir jabón o papel de plata, imitar los síntomas de una tuberculosis o tragarse
cigarrillos para que la piel se volviera amarilla y pareciera que sufrían insuficiencia
hepática. En un campo, un hombre se inyectó leche condensada en el pene utilizando
una pluma estilográfica para simular gonorrea. El MI9 colaboró con el subterfugio
médico enviando a Colditz un juego de damas con una pieza que ocultaba una pastilla
«que causaba síntomas de ictericia». Los indicios de enfermedad mental grave
también eran considerados un motivo para ser enviado a casa.
Aquello era una oportunidad para Green: «Repasé los síntomas de la paranoia e
inicié una campaña que había consultado previamente con el oficial superior
médico». Dijo estar muriendo de indigestión y mostraba una neurosis extrema
siempre que había alemanes mirando. Leyó La feria de las vanidades una docena de
veces hasta que podía recitar largos pasajes de memoria, cosa que hacía hasta la
saciedad. Introducir mensajes secretos en sus cartas resultaba más fácil, ya que cada
vez tenían menos sentido. Se paseaba por el patio insistiendo en que todos los
prisioneros de Colditz estaban chiflados y él era el único cuerdo. Se personó ante el
médico de la prisión vestido solo con «botas, calcetines y gafas», y declaró a pleno
pulmón que estaba siendo retenido contra su voluntad con un grupo de lunáticos que
padecían «fiebre del alambre de espino». El doctor «intentó tranquilizarme y, después
de examinarme el pecho y asegurarse de que no era homosexual, me dejó marchar».
Dos semanas después, a Green le comunicaron que él y Frank Flinn viajarían a
Leipzig para ser examinados por el profesor Wagner, un célebre psiquiatra de la
universidad. Un peculiar cuarteto se montó en un tren en la estación de Colditz: un
dentista que se hacía pasar por loco, un oficial de la RAF al borde de la demencia real
y dos guardias armados «extremadamente aprensivos» a quienes les dijeron que los
harían responsables si los dos enajenados intentaban suicidarse o matarse entre ellos.
En cuanto arrancó el tren, Green exclamó:
—¡Yo soy el único hombre normal de Colditz!
—Cállate —le dijo Flinn—. Estás enfermo.
—¿Quién está enfermo, puto tarado? —gritó Green, que se puso de pie.

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Flinn se levantó y ambos se enzarzaron en una pelea a puñetazos. «Los guardias
se abalanzaron sobre nosotros y nos hicieron volver a nuestros asientos». Green y
Flinn iban tan separados como permitía el pequeño compartimento y los centinelas
formaron una barrera humana entre ellos. «Pasamos el resto del viaje matándonos con
la mirada».
Las bombas aliadas habían reducido Leipzig a un páramo de ruinas y escombros.
«¡Mirad lo que le ha hecho Churchill, vuestro judío comunista, a nuestra ciudad!»,
gritó un anciano cuando los prisioneros británicos recorrían aquel lugar desolado a
punta de pistola. Al pasar junto a los restos del Deutsche Credit-Anstalt, la sede
central de uno de los bancos más antiguos de Alemania, Flinn soltó un grito triunfal:
«¡Ha sido un bombardeo fantástico! ¡Esos cabrones lo estaban pidiendo!». Los civiles
que recogían escombros los miraron con ira.
—Cállate, Flinn —le dijo Green—. ¿Quieres que nos linchen?
Green ya no tenía ninguna duda: Flinn estaba totalmente desquiciado.
El profesor Wagner hizo pasar a Green a su consulta con una educada reverencia.
El psiquiatra era «un hombre alto, delgado y distinguido» con una actitud distante.
—¿Llora? ¿Está deprimido? —le preguntó a Green nada más sentarse.
—No lloro —respondió Green—, pero ¿cómo no me voy a deprimir si estoy
encerrado con una panda de locos a los que no les caigo bien porque yo estoy cuerdo?
El profesor tomó abundantes notas mientras Green repasaba su repertorio de
falsas locuras.
Finalmente, el médico alemán se levantó y anunció con solemnidad:
—Recomendaré que se presente ante la comisión.
El psiquiatra y el dentista se miraron y entonces Wagner hizo algo que a punto
estuvo de arrancarle una carcajada a Green: «Juro que me guiñó un ojo».
El 6 de mayo de 1944 llegó a Colditz la Comisión Médica de la Cruz Roja,
consistente en cuatro oficiales médicos, dos suizos y dos alemanes, acompañados de
Rudolf E. Denzler, el representante del gobierno suizo responsable de supervisar las
relaciones entre los prisioneros de guerra y las autoridades de los campos.
Denzler se había convertido en un visitante habitual de Colditz, un «hombre
divertido, alto y desaliñado», medio calvo y encorvado que solía llevar «manchas de
sangre en el cuello de la camisa por los cortes que se hacía al afeitarse» y unos
quevedos en la punta de la nariz. A pesar de su aspecto descuidado, el diplomático
suizo era un hombre minucioso en lo tocante a la normativa. Según la costumbre
legal internacional, cuando los países están en guerra, defender los intereses de esos
países en territorio enemigo normalmente corresponde a una tercera nación, o «poder
protector». En 1944, la Suiza neutral estaba actuando en el Tercer Reich en nombre
de treinta y cinco naciones, entre ellas Gran Bretaña y Estados Unidos. Las oficinas
de la sección suiza se encontraban en la antigua embajada estadounidense en Berlín.
Denzler era responsable de los prisioneros de guerra británicos y estadounidenses y
de los reclusos civiles, e insistía en hacerlo todo ciñéndose a la normativa. En este

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caso, dicha normativa era la Convención de Ginebra de 1929, que Denzler había
memorizado y respetaba con una reverencia casi bíblica. Consideraba que su papel
era el de árbitro que informaba a los alemanes de incumplimientos de la convención y
se aseguraba de que los prisioneros conocieran sus derechos y estos fueran
respetados. «En muchos casos podían solucionarse las diferencias de opinión, ya
fuera por concesiones de la Wehrmacht o por explicaciones adecuadas sobre los
derechos y obligaciones de los prisioneros de guerra». Siempre que había una disputa
grave, llamaban a Denzler para que mediara. «Gracias a la paciencia y a la tolerancia
casi insuperable del capitán Eggers, esos enfrentamientos a menudo acababan con
refrescante humor», escribía.
Durante la guerra, Denzler visitó cuarenta y dos campos de prisioneros y de
trabajo y redactó trescientos cincuenta informes. Dominaba la jerga burocrática en
tres idiomas y era puntilloso y ferozmente preciso. En la mayoría de la gente, la
pedantería burocrática resulta molesta, pero la escrupulosidad de Rudolf Denzler
podría calificarse de heroica.
Un total de veintinueve oficiales fueron seleccionados para personarse ante la
comisión médica. Algunos estaban realmente incapacitados o gravemente enfermos.
Otros fingían para conseguir un billete a casa y unos pocos, como Frank Flinn,
habitaban una tierra de nadie psicológica. Douglas Bader, cuyas piernas de hojalata lo
convertían en el soldado discapacitado más célebre de la guerra, figuraba en la lista
junto a Kit Silverwood-Cope, a quien el trato brutal que recibió en la prisión de
Pawiak le había causado una trombosis. El día antes de que llegara la comisión, las
autoridades militares alemanas tacharon seis nombres de la lista sin explicación
alguna. Ello provocó un fuerte enfrentamiento y en el siguiente recuento estuvo a
punto de producirse un motín. Rudolf Denzler exigió saber por qué se habían
eliminado aquellos nombres y el Kommandant Prawitt llamó a Berlín. La Wehrmacht
se hizo atrás y volvió a incluir los nombres, cosa que Eggers consideró una
«capitulación absoluta».
El resultado de la entrevista a Frank Flinn era predecible. En Colditz, tanto
británicos como alemanes creían que había perdido la cabeza. Durante meses,
Denzler y los demás inspectores suizos habían insistido en su traslado por razones
médicas. Su comportamiento, que al principio tan solo era excéntrico, se había vuelto
cada vez más errático y violento. «Errol» Flinn ya no estaba actuando, si es que lo
había hecho alguna vez. A lo largo de cuatro años de encarcelamiento había pasado
seis meses en régimen de aislamiento. Sabía que aquel sería su último intento de
fuga. Flinn había decidido que, si le denegaban la repatriación, «saldría corriendo
hacia la valla» durante la hora de ejercicio e intentaría trepar delante de los
centinelas. Sabía exactamente cómo acabaría aquello: «Me habrían disparado». La
comisión tardó cinco minutos en dictaminar una recomendación para su repatriación
inmediata.

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La comparecencia de Green ante la comisión también fue superficial. El grupo de
expertos le formuló exactamente las mismas preguntas que Wagner y el dentista
ofreció respuestas idénticas. «Ha superado el examen», le dijo el coronel suizo que
presidió la sesión. «Puede volver a Inglaterra». Green estuvo a punto de soltar un
grito de alegría, pero se contuvo justo a tiempo y mantuvo su expresión taciturna.
—Eso no me sirve. Yo vivo en Escocia —dijo.
—Bueno, puede irse a casa —añadió el coronel amablemente.
Pero Green no regresó a Dunfermline. Aunque se recomendó la repatriación de
los veintinueve oficiales (incluidos como mínimo cuatro que estaban falseando o
exagerando su estado), varios siguieron presos. Los alemanes adujeron que Douglas
Bader había perdido las piernas en 1931 y, por tanto, no debía ser considerado
víctima de la guerra. Asimismo, era un prisionero demasiado valioso como para
renunciar a él. Según Denzler, Silverwood-Cope había «sufrido un maltrato
considerable tras ser capturado de nuevo por la Gestapo» y los alemanes no querían
que volviera a Gran Bretaña como una prueba viviente de la brutalidad nazi. Igual
que nunca conoció los verdaderos motivos de su encierro en Colditz, Julius Green
jamás descubrió por qué los alemanes se negaron a dejarlo marchar. Más tarde,
Prawitt le dijo a Denzler que el dentista había sido retenido por «no ser ario». Green
creía que haber ayudado a desenmascarar a Walter Purdy era el motivo de esa
decisión: «Había dado al traste con su plan para introducir un traidor en el campo».
Con el paso de los meses quedó claro que no saldría en libertad, así que dejó de
comportarse como un loco y, por el contrario, fingía que no le importaba quedarse en
Colditz. Decidió afrontarlo con valentía. No sabía hacerlo de otra manera.
El día de la liberación de Flinn pasó como una ensoñación. «Recuerdo que me
llevaron a las puertas del castillo y me dejaron allí fuera y pensé: “Se acabó. Me
voy”. Ver más allá de los muros fue una sensación abrumadora». Había pasado tres
años en Colditz y más tiempo en régimen de aislamiento que cualquier otro
prisionero. Solo Mike Sinclair había intentado escapar más veces. Flinn fue
descubierto haciendo un túnel en la pared, intentando entrar en la oficina de correos y
colgado de una soga en los lavabos. Le había roto un tablero de ajedrez en la cabeza a
otro prisionero y se había peleado en un vagón de tren con el plácido dentista.
Predicaba su propia religión y se pasaba gran parte del tiempo boca abajo. Más tarde,
Flinn aseguraba que estaba actuando, pero nadie le creyó, y en sus momentos más
lúcidos sabía que eso no era cierto. Nunca se recuperó del todo. Aquel último día
frente a Colditz se vino abajo: «Noté que me caía agua de los ojos, pero no estaba
llorando. Era solo agua cayéndome por la cara. Ese es el recuerdo que tengo de la
libertad. Eso es lo que puede significar la libertad». Las lágrimas no le parecían
reales. No sabía si estaba llorando realmente o no. Desde entonces, y para siempre, la
realidad estaría fuera de su alcance. Al fin había conseguido la libertad, pero también
perdió algo que nunca pudo recuperar. Eso significó la libertad para Frank Flinn.

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La noticia de los desembarcos del Día D se plasmó inicialmente en los rostros de los
guardias. El padre Platt notó «cierta agitación entre los soldados y oficiales
alemanes». Después llegó el rumor, difundido por la propaganda alemana, de que la
invasión había sido contenida. Pero la noche del 6 de junio de 1944, sentado frente a
la radio de la buhardilla, Micky Burn tomó nota de las palabras de John Snagge, el
locutor de la BBC, cuando anunció: «Ha llegado el Día D. A primera hora de esta
mañana, los Aliados han iniciado el asalto a la cara noroeste de la fortaleza europea
de Hitler…». Al otro lado de las paredes de su propia fortaleza, los prisioneros
lanzaron sonoros vítores al conocer la noticia. «Fue increíblemente emocionante»,
escribió Burn. Checko Chaloupka hizo una apuesta: si la guerra no había terminado
en Navidad, recorrería tres veces el patio interior desnudo. «Es probable que esta
noche haya fiestas desbocadas», comentaba el padre. Como decía Gris Davies-
Scourfield en su diario: «Estamos un poco aturdidos. Es una mezcla de alegría,
emoción y ansiedad». El licor casero corría a raudales. Solo un soldado británico se
mantuvo apartado de las celebraciones, «taciturno e introspectivo». Cada vez que
alguien pronosticaba que la guerra acabaría pronto, Mike Sinclair se estremecía:
«Temía que eso ocurriera mientras él seguía preso, un fracaso después de todos los
esfuerzos que había hecho». En el comedor de los oficiales alemanes, Eggers oyó las
celebraciones y reconoció el sonido de la derrota inminente. Los Aliados insistirían
en una rendición incondicional. «Solo sería aceptable una capitulación militar»,
escribió, y no había «más alternativa que seguir hasta el triste final».
La victoria aliada parecía cada vez más probable, pero no estaba claro que los
prisioneros de Colditz fueran a vivir para verla.
Solo dos días después de los desembarcos llegaron noticias mucho más siniestras.
Docenas de prisioneros habían escapado del Stalag Luft III, un campo de las fuerzas
aéreas situado cerca de Sagan, en la actual Polonia, pero casi todos habían sido
apresados y entregados a la Gestapo. Los habían «ejecutado al momento», relataba el
padre Platt. «La Gran Evasión» ha sido conmemorada en el cine y la literatura como
un episodio de valor épico, pero también fue una tragedia humana espantosa. Un año
antes, los prisioneros del Stalag Luft III se habían embarcado en un asombroso hito
de ingeniería: una red de túneles de más de cien metros de longitud y diez de
profundidad construidos con cuatro mil soportes de cama. El 25 de marzo, setenta y
seis hombres reptaron por el túnel y salieron al otro lado del alambre de espino. De
todos ellos, setenta y tres fueron apresados. Encolerizado, el Führer al principio
insistió en que todos fueran ejecutados, pero finalmente se contentó con que murieran
«más de la mitad». Las SS seleccionaron aleatoriamente a cincuenta fugitivos y los
mataron uno a uno o por parejas. Tal vez el aspecto más destacable de la Gran
Evasión no fue el ingenio de la fuga masiva, sino el barbarismo con que fue
castigada. La noticia sobre la matanza llegó rápidamente a Colditz. Willie Tod, el

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oficial superior británico, envió un mensaje al Kommandant exigiéndole que
confirmara los rumores. Prawitt respondió con estudiada vaguedad que el número de
reclusos «abatidos durante la huida» no se conocía aún. Pero Reinhold Eggers, que
más tarde fue enviado al Stalag Luft III para inspeccionar las medidas de seguridad,
sabía la verdad. La carnicería reflejaba un dramático cambio de poder en el seno del
Tercer Reich. «Himmler había ordenado que los prisioneros capturados no volvieran
a sus campos, sino que fueran entregados al SD», la organización de seguridad del
Partido Nazi. El ejército alemán estaba perdiendo la guerra y, con ella, la batalla por
el poder dentro del régimen. Himmler y sus matones de las SS llevaban ventaja y
querían asegurarse de que la historia nazi se escribiera en un amasijo de sangre y
furia.
Semanas después, Eggers estaba jugando a cartas mientras escuchaba la radio en
el comedor cuando la emisión fue interrumpida por un mensaje de emergencia: se
había producido un intento de asesinato contra Hitler, una bomba colocada en la
Guarida del Lobo, su cuartel general. Al principio, Eggers pensó que era un bulo, una
medida de propaganda de los Aliados, pero seguía escuchando con atención a la una
de la madrugada cuando el Führer, ronco pero muy vivo, habló para demostrar que el
intento de golpe de Estado había sido un fracaso. El atentado de julio, liderado por
Claus von Stauffenberg, se había gestado en las más altas esferas del ejército alemán,
la vieja guardia militar, a la que los fanáticos nazis miraban con desconfianza desde
hacía tiempo. Las represalias, encabezadas por la Gestapo, fueron de un salvajismo
impresionante: cinco mil sospechosos fueron ejecutados y «colgados como ganado»
siguiendo órdenes detalladas de Hitler; conforme a las nuevas leyes Sippenhaft
(culpabilidad de sangre), los familiares de los conspiradores también fueron
arrestados y condenados. Himmler, que ya era jefe de las SS, la Gestapo y el SD,
también tomó las riendas del ejército en la reserva, la sección de la Wehrmacht
responsable de los soldados de apoyo, las labores de vigilancia y las cárceles
militares. Los campos de prisioneros de guerra, hasta el momento dirigidos por
soldados que en buena medida respetaban las normas de trato a los reclusos, ahora
estaban bajo el control de fanáticos nazis y, para supervisar la burocracia, Himmler
eligió a uno de los peores: el Obergruppenführer (general) Gottlob Berger del alto
mando de las SS, una figura extraordinariamente desagradable incluso para los
criterios nazis. Desde 1940, Berger, un obediente compinche de Hitler y ardiente
antisemita, dirigía la oficina principal de las SS en Berlín. Había tenido un papel
crucial en la fundación de las Waffen-SS (el ala militar de las SS), creó una unidad de
delincuentes convictos conocida como «Cazadores Negros» que cometió numerosos
crímenes de guerra y trazó un plan para secuestrar a cincuenta mil niños polacos
como trabajadores esclavos. Descrito por un historiador como una persona «sin
escrúpulos, contundente y poco elegante en sus modales y expresión, pero también
llena de agradable locuacidad y humor subido de tono», Berger era apodado der

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Allmächtige Gottlob, el Todopoderoso Gottlob, un juego de palabras con su nombre,
ya que Gott significa Dios en alemán.
Así pues, ese era el hombre que tenía en sus manos el futuro de Colditz y sus
reclusos.
El creciente dominio de los nazis en Colditz se dejaba sentir de muchas maneras,
algunas simplemente simbólicas y otras muy significativas. A partir de aquel
momento, el rígido saludo del «Heil Hitler» era obligatorio, no solo para los
alemanes, sino también para los prisioneros y los guardias. El derramamiento de
sangre posterior al atentado de julio introdujo otro nivel de paranoia entre los
oficiales alemanes. Los nazis más comprometidos veían a algunos de sus compañeros
con desconfianza. «Nadie podía mirarse a los ojos», escribió Eggers. En el pueblo,
los jefes del Partido Nazi organizaron un desfile para dar las gracias por el bienestar
de su líder «a manos de la providencia». A la guarnición del castillo se le ordenó que
asistiera, y todos lo hicieron con un entusiasmo nacido del terror absoluto.
«La gente no quería parecer tibia en su lealtad», recordaba Eggers, que disimuló
su escasa fidelidad al régimen nazi. De vez en cuando aparecía en el castillo un
escuadrón de las SS sin previo aviso y llevaba a cabo un registro. De Dresde llegó
«un pequeño ejército» de vanidosos oficiales de las SS para investigar. «Aquella
gente trajo más problemas que beneficios», protestaba Eggers. Los organismos de
seguridad mostraban un siniestro interés en la gestión del campo. El orgullo
profesional de Eggers se sintió agraviado por aquella intrusión, pero era demasiado
astuto para demostrarlo.
La esperanza de vida de un soldado aliado capturado en territorio alemán se
redujo drásticamente. Al principio de la guerra, los cautivos normalmente eran
entregados a la Wehrmacht. Ahora era más probable que cayeran en manos de la
Gestapo, las SS o el SD. Como señalaba el funcionario suizo Rudolf Denzler con
pesimismo, «era extremadamente difícil proteger a los prisioneros de guerra
encarcelados por las organizaciones militares». En el pasado, los aviadores
derribados como Douglas Bader eran tratados con corrección militar, e incluso con
respeto, durante su cautiverio. En adelante, las tripulaciones de bombarderos que se
vieran obligadas a saltar en paracaídas quedarían «a merced de la furia de la
población». Hitler ya había ordenado la muerte de todos los comandos capturados en
territorios dominados por Alemania. Como demostró la carnicería del Stalag Luft III,
esa orden de ejecución ahora se hacía extensiva a los prisioneros fugados. En enero,
un oficial canadiense llamado Bill Miller escapó del patio exterior de Colditz
colgándose de los bajos de un camión. «Dopey» Miller hablaba un alemán excelente.
En los bosques cercanos encontraron una chaqueta, pero Eggers reconoció con
franqueza: «Nunca descubrimos cómo había escapado». Al principio, la desaparición
de Miller fue un motivo de celebración, más tarde de incógnita y finalmente de honda
tristeza. Pasaron meses sin recibir noticias y nunca volvió a saberse nada de Miller.
No se ha averiguado qué fue de él, pero la teoría más verosímil es que fue capturado

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vestido con ropa civil cerca de Lamsdorf, entregado a la Gestapo, trasladado al
campo de concentración de Mauthausen, al este de Viena, y asesinado allí el 15 de
julio de 1944.
Las SS estaban buscando y exterminando a sus enemigos. «Cuando empeoraron
las cosas», escribía Eggers, «Himmler empezó a desquitarse con los más indefensos:
los prisioneros de guerra y los reclusos de los campos de concentración». El 14 de
agosto, Čeněk Chaloupka y otro oficial de las fuerzas aéreas checas fueron apartados
de la fila durante un recuento, subidos a un tren rumbo a Praga y encerrados en una
celda de la cárcel. Según la ley militar, cualquier ciudadano alemán que cogiera las
armas contra su propio país era culpable de alta traición y podía ser ejecutado. Desde
la ocupación nazi de Checoslovaquia, para los alemanes Checko Chaloupka ya no era
checo, sino un alemán que llevaba uniforme de la RAF y, por tanto, un traidor que
podía ser sometido a un consejo de guerra. El coronel Tod planteó una furiosa
objeción, señalando que dicho procedimiento sería una violación de la ley
internacional. Desde el consulado suizo en Berlín, Rudolf Denzler llevó a cabo
«numerosas representaciones en su nombre». Mientras tanto, Checko estaba siendo
sometido a interrogatorio por la Gestapo y se resignó al destino que le aguardaba:
«Creía que jamás regresaría de Praga». Pero, sin más explicaciones y tras dos
semanas en la cárcel, ambos fueron acompañados al tren y devueltos a Colditz. Irma
Wernicke estaba en el andén. «He esperado todos los trenes que venían de Praga con
la esperanza de que volvieras», le dijo a Checko. «Gracias a Dios que lo has hecho».
Ahora, los prisioneros estaban más seguros dentro de los muros del castillo que
fuera, pero solo mientras el ejército alemán siguiera al mando. Con las SS en ascenso,
el futuro de Colditz era sumamente impredecible. Los prisioneros se definían por su
antipatía hacia el Reich. Los Prominente eran rehenes muy preciados, símbolos de
estatus cautivos. Si la derrota parecía inevitable, las SS podían sentir la tentación de
matarlos a todos en un acto simbólico final de barbarie. La masacre de la Gran
Evasión había demostrado que los nazis querían cobrarse una venganza colectiva con
los prisioneros. «Si el enemigo, desesperado en la derrota, buscaba un objetivo en los
campos de prisioneros, Colditz era la diana más obvia», escribió David Walker.
«Pensábamos en ello, pero no lo hablábamos».
Escapar siempre había entrañado sus riesgos: un guardia de gatillo fácil, una
multitud enfurecida, el derrumbamiento de un túnel o una sábana mal atada. Por el
contrario, en verano de 1944, el resultado más probable de una huida fallida era una
bala en la nuca y una tumba sin identificar. Como cabría esperar, eso influyó en la
actividad de las fugas. La mayoría de los prisioneros sabían que la mejor manera de
volver a casa era quedarse quietos y cruzar los dedos para que los Aliados llegaran
antes que las SS. No era cobardía, sino un cálculo sensato. David Walker, un hombre
de una valentía incuestionable, hablaba por boca de muchos cuando expuso la nueva
aritmética de las fugas: «Si las probabilidades eran de noventa y nueve a uno en
cuanto a salir de Alemania y si, a medida que el enemigo se desesperaba más, eran de

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noventa y nueve a uno en cuanto a recibir un disparo al ser capturado, era un poco
arriesgado. Tal vez fuera innoble, pero dejamos de intentarlo». Cuando Pat Reid era
oficial de fugas, escapar era un juego, aunque serio. Ahora era una cuestión de vida o
muerte, sobre todo de esto último.
Sin embargo, para un núcleo duro, huir seguía siendo una preocupación
fundamental. El creciente peligro, la amenaza de las SS y unas medidas de seguridad
cada vez más estrictas solo complicaban el desafío. Para hombres como Mike
Sinclair, la humillación de haber sido capturado en una fase tan temprana de la guerra
solo podía borrarse escapando fueran cuales fuesen las probabilidades. Tres oficiales
fueron descubiertos en una alcantarilla debajo del pasaje abovedado del castillo
cuando un guardia oyó ruidos. Otro consiguió esfumarse durante el paseo por el
parque, igual que había hecho el primer fugitivo, Alain Le Ray, en 1941. Se escondió
debajo de un montón de basura tapado con una manta camuflada con ramitas y trozos
de cartón, pero fue capturado a tres kilómetros del castillo. «El espíritu de las fugas
estaba muriendo», escribió Eggers. «En algunos casos no se disiparía en absoluto». El
8 de agosto, los alemanes colgaron un cartel blanco de madera en la puerta de la
Kellarhaus: «Orden del campo n.º 21: Se disparará contra los prisioneros que intenten
escapar». Un recluso ya sabía qué se sentía. Como señalaba el padre Platt en su
diario, «varios oficiales han disfrutado informando de la nueva orden a Mike Sinclair,
que recibió un disparo hace un año». La reacción de Sinclair a esa pequeña burla no
ha sido documentada. Sin duda, no sirvió para socavar su determinación, pero sus
amigos habían detectado un marcado cambio de actitud en él. Sinclair nunca había
sonreído mucho, pero ahora «fruncía el ceño casi permanentemente y aparentaba
mucha más edad de la que tenía».
La guerra podía terminar antes de que saliera de allí. Los estadounidenses ya
habían desembarcado en Normandía y pronto llegarían a Colditz, no como
liberadores, sino como presos.

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Los Gorriones

E N VERANO de 1944, Rudolf Denzler estaba efectuando una inspección rutinaria en


el campo de prisioneros de Kaisersteinbruch, a las afueras de Viena, cuando supo que
un grupo de reclusos con uniforme estadounidense había sido visto en las celdas de
castigo. El funcionario suizo exigió ver a los estadounidenses y descubrió que,
«aunque aquellos hombres habían sufrido adversidades, mala alimentación y
humillaciones continuas, poseían una moral inquebrantable». No había nada que le
gustara más a Denzler que enterrar a los nazis en burocracia. «Informé
automáticamente a nuestra embajada en Berlín», escribió, y luego envió un mensaje
al general Westhoff, jefe de la División de Prisioneros de Guerra del alto mando
alemán, con quien mantenía una relación «amistosa y cordial». Westhoff ordenó que
aquellos hombres fueran entregados de inmediato a la Wehrmacht.
Semanas después, los tres estadounidenses, junto con un escuadrón de siete
comandos británicos capturados tras un malogrado aterrizaje en paracaídas en
Albania, subieron a un tren rumbo a Colditz. «Para mí fue un gran placer saludarlos»,
escribió Denzler. «Hasta que entraran en el patio del castillo, agotados y descuidados,
no serían prisioneros de guerra de la Wehrmacht y, por tanto, reclusos protegidos por
la Convención de Ginebra».
Los recién llegados estaban liderados por una figura con bigote que cruzó las
puertas del castillo como si fuera un invitado de honor en una velada en Manhattan,
un «hombre alto, esbelto y atractivo con el pelo canoso que parecía un inglés
distinguido», según la descripción de Douglas Bader.
Florimond Joseph Du Sossoit Duke fue el primer prisionero estadounidense de
Colditz, el segundo paracaidista más veterano de las fuerzas aéreas de Estados
Unidos y uno de los agentes secretos menos exitosos de la segunda guerra mundial.
Tal como denota su ostentoso nombre, Duke descendía de la clase alta
estadounidense, un blanco anglosajón y protestante de la Costa Este proveniente de
un mundo privilegiado que había prosperado durante el auge de la era del jazz y más
tarde había esquivado las peores repercusiones de la crisis de Wall Street. Una rama
de su familia había fundado Pan American Airways y otra era dueña de algunas de las
propiedades inmobiliarias más valiosas de Connecticut. Duke se licenció en el
Dartmouth College, jugó profesionalmente al rugby con los New York Brickley
Giants durante una temporada y vivió el final de la primera guerra mundial como
conductor de ambulancia. En tiempos de paz, encontró trabajo como director de
publicidad de la revista Time, en Nueva York, un puesto que conllevaba mucha
socialización y muy poco esfuerzo. Florimond Duke era rico, feliz y atractivo, y se
moría de aburrimiento.

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El 2 de septiembre de 1939 estaba sentando bebiendo un cóctel en el jardín de su
casa de campo, escuchando la radio y contemplando el cuidado césped. Según
recordaba, era «una tarde dorada de finales de verano en Greens Farms,
Connecticut». Alemania acababa de invadir Polonia, pero a Florimond Duke le iba
bien la vida, con «un trabajo envidiable, una casa elegante y una hermosa familia».
Tenía cuarenta y siete años y ya había hecho su aportación a un conflicto mundial.
«Podría habérmelo ahorrado», pensaba, «pero todo estaba demasiado tranquilo para
mi gusto». Florimond Duke dejó el martini y se fue a la guerra.
Duke era demasiado mayor para la línea del frente, pero después de «mover todos
los hilos para volver al ejército» fue destinado a la Oficina de Servicios Estratégicos
(OSS), la incipiente organización creada para coordinar el espionaje, el sabotaje y la
subversión tras las líneas en la Europa dominada por los nazis. La OSS acabaría
convirtiéndose en la CIA. El teniente coronel Duke fue puesto al cargo del territorio
de los Balcanes, una zona del mundo que nunca había visto y de la cual no sabía
nada.
Hungría, un Estado sin salida al mar y acorralado por las fronteras de Alemania,
Checoslovaquia, Rumanía y Yugoslavia, estaba viviendo una guerra de lo más
incómoda. Fue el cuarto país que se unió a las potencias del Eje en junio de 1941,
junto a Alemania, Italia y Japón, y las tropas húngaras participaron en la invasión de
la Unión Soviética. El petróleo húngaro era vital para la campaña bélica alemana.
Pero, en 1944, el gobierno húngaro, liderado por el primer ministro Miklós Kállay,
había entablado conversaciones con Gran Bretaña y Estados Unidos. En Suiza se
celebraron varias reuniones altamente secretas, acompañadas de un torrente de
mensajes en clave que exploraban cómo podía zafarse el país de las férreas garras de
los nazis sin someterse al control de la Unión Soviética. Hitler sabía exactamente qué
estaba ocurriendo. Agentes de contraespionaje alemanes habían pinchado los
teléfonos de Berna y habían descifrado los códigos estadounidenses. Sin que los
húngaros y los aliados occidentales lo supieran, el Führer planeaba impedir la
deserción de su desleal aliado invadiendo y ocupando Hungría.
En febrero de 1944, la OSS, que ignoraba por completo esos planes de invasión,
organizó el despliegue de un escuadrón de agentes en Hungría para que contactaran
con los conspiradores antinazis, descubrieran sus credenciales y recabaran
información útil.
Inmediatamente, Florimond Duke se ofreció voluntario para liderar la misión, que
llevaba el nombre en clave de «Gorrión» y estaría integrada por tres hombres.
—Pero es una misión en paracaídas —señaló el jefe de Duke—, y usted nunca ha
saltado.
—Puedo aprender —respondió él.
Duke iría acompañado de un operador de radio, el comandante Alfred Suárez, un
duro hispano de Nueva York que había combatido en la guerra civil española, y el
capitán Guy Nunn, un escritor de novelas de aventuras californiano que hablaba

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alemán a la perfección y era «lo bastante corpulento y atractivo como para interpretar
al héroe de una de sus historias». Las órdenes eran un tanto difusas: los tres agentes
saltarían sin ser vistos sobre Hungría y después ayudarían a «acortar y ganar la
guerra» enlazando con «las máximas autoridades y ocupándose de las negociaciones
para que Hungría abandonara el bando alemán». A Duke le dijeron que no debía
cerrar un acuerdo bajo ningún concepto. La OSS informó al MI6: «El agente no está
autorizado a hacer o aceptar propuestas de paz». Los húngaros que querían
distanciarse de Hitler esperaban una intervención militar aliada a gran escala para
proteger su país de los nazis, pero lo que recibieron fue un directivo publicitario de
mediana edad armado con miles de cigarrillos estadounidenses, sedas de nilón y oro
para pagar sobornos.
La formación de Duke como paracaidista duró una hora y consistió en saltar por
la puerta lateral de un avión estacionado en una pista de Argel. El 16 de marzo a
primera hora, los tres oficiales estadounidenses saltaron de un Halifax británico cerca
de la frontera con Yugoslavia. Duke estuvo a punto de castrarse cuando el paracaídas
se abrió con una violenta sacudida y descubrió que las «tiras del arnés estaban
demasiado subidas en la entrepierna». Increíblemente, los tres aterrizaron sin más
percances, enterraron los paracaídas y salieron en busca de húngaros que pudieran
ponerlos en contacto con el gobierno. Al cuartel general de la OSS en Londres llegó
un mensaje: «El gorrión ha tomado tierra».
Ese mensaje también fue leído en Berlín, donde los preparativos para la
Operación Margarethe, la invasión de Hungría, estaban muy avanzados. Hitler se
puso furioso cuando le dijeron que los estadounidenses habían logrado aterrizar.
«Siempre os he dicho que, al final, los húngaros intentarían apuñalarnos por la
espalda», gritó. «Y es lo que está ocurriendo ahora mismo». Según Wilhelm Höttl,
jefe de espionaje y contraespionaje de las SS en el este y el sur de Europa, «la llegada
de Duke puso la maquinaria en marcha».
Los tres estadounidenses fueron recogidos por soldados húngaros y acompañados
a Budapest por un alegre oficial de las fuerzas aéreas llamado Kiraly que había
participado como piloto en vuelos de riesgo en el oeste de Canadá y hablaba inglés
norteamericano a la perfección. «Los esperábamos hacía tiempo», dijo, arrastrando
las palabras. Los alojaron en un sótano del Ministerio de Asuntos Exteriores, les
ofrecieron una suntuosa comida en un restaurante cercano y les pidieron
educadamente que entregaran sus Colt 45. A la mañana siguiente reapareció Kiraly
con aire abatido: «En este momento, Hitler está invadiendo Hungría. Los alemanes
entrarán en Budapest dentro de una hora». Parecía muy apesadumbrado: «Deben de
pensar que somos una panda de imbéciles. Les juro que ni imaginábamos que Hitler
fuera a llegar a estos extremos. Debemos entregarlos a los alemanes como prisioneros
de guerra». Kiraly les aconsejó que se deshicieran de cualquier prueba incriminatoria,
incluyendo sus libros de códigos. Sobrevivir dependería de si convencían a los
alemanes de que no eran espías, sino soldados inocentes que habían saltado sobre

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Hungría por error cuando se dirigían a Yugoslavia para unirse a los partisanos.
Finalmente entregaron sus riñoneras, que contenían seis mil dólares en monedas louis
d’or, convencidos de que no volverían a ver el dinero ni a Kiraly nunca más. La
Misión Gorrión no había conseguido ni uno solo de sus objetivos. Lejos de acortar la
guerra, había ayudado a poner en marcha la invasión nazi de Hungría. Kiraly intentó
animarlos: «Corre el rumor de que Hitler tenía que detenerlos antes de que empezaran
[…]. Dieciséis divisiones alemanas para contener a tres oficiales estadounidenses. No
es mala proporción».
Durante cinco meses terribles, los Gorriones, como se hacían llamar, fueron
trasladados de una prisión a otra en Belgrado, Berlín, Budapest y Viena. Fueron
interrogados repetidas veces por los «consumados matones» de la Gestapo. «Somos
soldados», insistió Duke, «no delincuentes. Tampoco somos prisioneros políticos. Les
exijo que nos saquen de aquí ahora mismo y nos envíen a un campo para prisioneros
de guerra». Al menos en tres ocasiones, a Duke le dijeron que serían ejecutados al día
siguiente. Trataron de mantener el buen ánimo compitiendo por quién mataba más
moscas y comparando sus recuentos nocturnos de picaduras de chinches. Duke pasó
su cincuenta cumpleaños en las celdas del sótano del cuartel general de la Gestapo en
Berlín. Perdió quince kilos y se dejó crecer un elaborado bigote típico de las fuerzas
aéreas con las puntas hacia arriba. Dormían con la chaqueta de piloto puesta. En
Washington fueron clasificados como desaparecidos en combate, «probablemente
muertos». Y seguramente así habría sido si Rudolf Denzler no los hubiera encontrado
languideciendo en el campo de prisioneros de guerra de Kaisersteinbruch.
Puede que Florimond Duke fuera nefasto como espía, pero era un líder nato, y la
llegada de los primeros estadounidenses alimentó las esperanzas de todos los reclusos
del castillo: «Aportaron frescura y una nueva perspectiva a nuestra vida». Los
prisioneros encerrados desde que empezó la guerra nunca habían visto un soldado
estadounidense de uniforme. Con su confianza aristocrática, Duke personificaba el
destino manifiesto de Estados Unidos, la garantía de que los Aliados acabarían
triunfando. Los británicos lo llamaban «Dookie». Era «inteligente, mayor y más
inteligente que nosotros», observaba Bader. «Una personalidad reconfortante». Duke
«se tomaba bien las bromas sobre su inverosímil nombre de pila» y los
estadounidenses no tardaron en integrarse en la sociedad de Colditz. Checko
Chaloupka empezó a enseñarle su idioma a Al Suárez y Florimond Duke ingresó en
el club de bridge. Tras las horrorosas experiencias de los cinco meses anteriores,
escribió, el castillo de Colditz «por un tiempo recordó a la libertad».
Y, sin embargo, para los prisioneros que despertaban cada mañana en la misma
jaula húmeda, la idea de la libertad seguía siendo un sueño lejano y cruel. En el
campo imperaba una atmósfera febril en la que «los ánimos subían o se desplomaban
a la mínima». Las formaciones de bombarderos aliados sobrevolaban el lugar para
machacar las ciudades alemanas y «brillaban bajo el sol como grandes y hermosos
objetos». El comunista Micky Burn declaró, solo medio en broma, que, si el ejército

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soviético llegaba al campo antes que los estadounidenses, se uniría a sus filas como
comisario político. Pero entonces, como observaba el padre Platt, «se propagaba un
aire de tristeza por el campo», a menudo sin motivo aparente. «A los optimistas
eternos les quedaba poco entusiasmo por una victoria que siempre llegaría “el mes
que viene” y estaba “a la vuelta de la esquina”. Estaban al borde del agotamiento».
Cansados de sus propios pensamientos, los prisioneros husmeaban en los de sus
compañeros: «La gente está tan aburrida que ocupa el tiempo metiéndose en los
asuntos de los demás […]. Si uno se pasa unos minutos mirando por la ventana, se le
acerca alguien a preguntarle qué está haciendo». Una serie de obras representadas en
el teatro del castillo ayudaban a los prisioneros a no pensar en un futuro incierto. El
teatro en Colditz había progresado mucho desde los tiempos en que los hombres se
vestían con tutús de papel y se paseaban por el escenario entonando canciones de
vodevil al son de un piano desafinado. «Las producciones de 1944 estaban a años luz
de los primeros días», escribió Platt, aunque no aprobaba el trasfondo homosexual de
la producción de Un espíritu burlón, de Noël Coward, que calificaba de
«absolutamente amoral». Siempre atento a los pecados de la carne, el padre detectó
una «disminución de la resistencia moral y un aumento de los intereses pervertidos».
Platt temía que la homosexualidad fuera a más y, aunque la mayoría estaban
«haciendo esfuerzos por resistirse a su desarrollo», otros no ponían trabas. Al mismo
tiempo, el entusiasmo religioso parecía estar disipándose. «Está en horas bajas»,
escribió, a diferencia de los primeros días de cautividad, en los que «el servicio
eclesiástico era una de las cosas más importantes de la vida en el campo».
A medida que se acortaban los días, los prisioneros «volvían a apretar los dientes
para soportar otro invierno detrás de los barrotes», en un caso de forma literal. Los
amigos de Mike Sinclair se percataron de que «las boquillas de sus pipas siempre
estaban mordisqueadas».
Una tensión parecida se apoderó de la guarnición alemana. En privado, algunos
oficiales de la Wehrmacht se resignaron a la derrota, mientras que otros se aferraban a
la esperanza de que las armas secretas de Hitler ganaran finalmente la guerra para
Alemania. «Mataré a mi familia y me pegaré un tiro», dijo un nazi fanático. «Pero
antes saldré al patio y acabaré con unos cuantos prisioneros». Eggers no tenía
intención de acabar con su vida ni con la de nadie. Pero, aun siendo extremadamente
realista, intentaba creerse la propaganda nazi, imaginando un desenlace en el que
Alemania salía indemne y con honor. «Vivíamos en dos mundos, el de los hechos y el
de la ilusión», escribió. Para Eggers no había duda de que, cuando llegara el final,
habría que rendir cuentas. En su día, el uniforme falso y manchado de sangre que
llevaba Sinclair durante la fuga de Franz Josef era un souvenir histórico. Ahora más
bien constituía una prueba incriminatoria que podía presentarse en un juicio después
de la guerra. Eggers retiró discretamente el espeluznante objeto del museo de Colditz
y lo quemó.

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La dinámica de poder en el campo estaba cambiando con rapidez durante el otoño
de 1944, y trajo consigo una extraña gentileza entre algunos guardias y los reclusos.
Eggers pidió prestada al maestro del pueblo una caja de películas producidas por la
Asociación Alemana de Cine Educativo y un sábado organizó una velada
cinematográfica en el teatro. La vida de la mariposa de la col no era precisamente
una obra cautivadora, pero era un poco mejor que nada. A los prisioneros que
prometieran no fugarse les permitían ir al pueblo a jugar al rugby y bañarse en el río
bajo custodia. A principios de septiembre, cuando encontraron a un oficial escondido
en un montón de hojas durante el paseo por el parque, los guardias se limitaron a
sacarlo y devolverlo al camino. «No se oían los habituales insultos ni amenazaban
con disparar». Las despiadadas burlas a los guardias fueron a menos y acabaron por
desaparecer casi por completo. Solo Douglas Bader continuó con el torrente de
insultos e impertinencias. Antes, las mofas eran una expresión de resistencia
desafiante; ahora que las bombas caían sobre Alemania y se acercaban los ejércitos
soviéticos y aliados, se consideraban acoso. Reinhold Eggers, que durante mucho
tiempo fue blanco de un cruel escarnio, vio que los prisioneros los trataban a él y a
los demás oficiales alemanes con algo rayano en la amabilidad: «Como es habitual en
los británicos, empezaron a mostrarse comprensivos con el desamparado». Durante
sus visitas al castillo, Rudolf Denzler se dio cuenta de que la agresividad mutua se
estaba desvaneciendo: «A medida que la guerra empeoraba para la Wehrmacht, había
menos incidentes y afloró un espíritu de consideración y camaradería». Los reclusos
y sus carceleros estaban más unidos.

En la guerra, los hombres que habían escapado de Colditz esperaban, reflexionaban o


seguían combatiendo mientras se abría el último capítulo, el final desconocido.
Airey Neave y el MI9 habían conseguido que cinco mil soldados y aviadores
británicos y estadounidenses cruzaran las líneas de huida en la Europa ocupada y
regresaran a Gran Bretaña. Inmediatamente después del Día D, Neave fue enviado a
Francia para organizar la Operación Maratón, destinada a reunir a cientos de
aviadores derribados en campos construidos en el bosque donde pudieran ser
rescatados por los ejércitos aliados. Alain Le Ray, el primer fugitivo, había tomado el
mando de las fuerzas de la resistencia francesa en el macizo de Vercors y lanzó
operaciones de sabotaje contra los ocupantes nazis. En 1944 era jefe de las Fuerzas
Francesas del Interior, capitaneadas por De Gaulle. Su compatriota Pierre Mairesse-
Lebrun, el exquisito jinete que había saltado la valla en 1941, participó en los
desembarcos aliados en la Provenza y ahora formaba parte del Ejército de Liberación
que combatía al norte del Rin. Hans Larive, descubridor de la ruta hacia Suiza que
permitió su propia fuga y la de muchos otros, lideraba los torpederos neerlandeses
que estaban ayudando a liberar los Países Bajos. Jane Walker se escondía en un
pequeño pueblo situado en la orilla este del Vístula, una escocesa imponente

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disfrazada de campesina que hablaba polaco perfectamente. El Ejército Rojo se
acercaba, y la señora M no estaba segura de querer ser liberada por los comunistas.
Frank «Errol» Flinn fue repatriado pasando por la Suecia neutral. Al llegar a Gran
Bretaña sufrió una crisis nerviosa y fue enviado a un hospital cerca de Blackpool:
«No era apto para combatir. Durante mucho tiempo, la vida no parecía tener sentido.
Cuatro años en la cárcel son muchos, los mejores años de tu vida. La recuperación
fue lenta».
Dos fugitivos notables de Colditz que habían llegado a Suiza quedaron atrapados
allí cuando se cerró la ruta meridional de Francia tras la ocupación de Vichy en
noviembre de 1942. Sus experiencias fueron muy diferentes.
Pat Reid estaba sirviendo como agregado militar adjunto en Berna, trabajando en
secreto para el MI6 y disfrutando de la vida como hombre libre. Allí conoció a una
joven estadounidense y se casó con ella al poco tiempo, una noticia que causó furor
en el castillo. «¡Pat Reid se ha casado en Suiza con una heredera estadounidense!»,
anunció el padre Platt. El mito del fugitivo irreprimible de Colditz ya estaba cobrando
forma.
Mientras tanto, Birendranath Mazumdar se encontraba alojado en un hotel de
Montreux, a orillas del lago Lemán. Al principio, Suiza era un paraíso. «Llevaba una
vida agradable. Buena comida y buen vino». Volvió a trabajar atendiendo a los
militares aliados que llegaban al país, entre ellos varios soldados indios. Los
británicos habían creado un club social en el que jugaba al billar y al bridge con un
suboficial de la armada llamado Hammond. Se matriculó en una clínica de Locarno
especializada en tuberculosis para obtener otra licenciatura en medicina. Entonces
inició un romance con una joven suiza llamada Elianne, cuyos adinerados padres
vivían en Basilea.
Pero las sospechas seguían planeando sobre el médico indio. Poco después de
llegar a Montreux lo citó el teniente coronel Henry Foote, un comandante de carros
de combate que había obtenido la Cruz Victoria en el norte de África. Más tarde
había sido capturado y encarcelado en Italia, pero escapó a Suiza. «No puedo decir
que me haya gustado Mazumdar», informó Foote a Londres después de entrevistar al
oficial indio, a quien describió como «innecesariamente ampuloso y un poco
cascarrabias». Las autoridades británicas desconfiaban sobremanera del contacto que
mantenía el médico con el líder nacionalista indio Subhas Chandra Bose. En 1943,
Hitler había proporcionado a Bose un submarino para viajar al sudeste de Asia y, en
aquel momento, la figura insigne de la independencia india se encontraba en el
Singapur ocupado por Japón reclutando a más soldados indios para su ejército de
liberación y fundando, con apoyo japonés, el gobierno provisional de la India Libre.
El MI5 creó la Sección Z, una unidad especial que investigaría la subversión india, y
abrió un expediente sobre el doctor Mazumdar. Durante lo que pareció un
interrogatorio, Mazumdar describió su visita a Berlín, recalcó que había rechazado
todas las invitaciones a colaborar e intentó cambiar de tema. Foote dijo que

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Mazumdar «no quería hablar» de Bose y «no mostró disposición a hacerlo». Aquello
no era de extrañar dadas las circunstancias, pero bastó para calificarlo de posible
traidor.
Los oficiales que, como Foote, habían servido en la India británica miraban a
Mazumdar con especial recelo. Algunos se referían a él como «babu bengalí», un
término peyorativo para un indio considerado excesivamente culto y arrogante. En el
club de Montreux le dijeron que era solo un suboficial y que la mesa de snooker
estaba reservada a oficiales. El mensaje estaba claro: no querían a Mazumdar allí.
Una tarde se le acercó un coronel británico.
—Hable con sus compatriotas —le indicó—. Dígales que no salgan con chicas
suizas.
Una vez más, Mazumdar sabía que la orden se refería a él y su relación con una
mujer blanca.
—No lo haré, coronel —repuso—. Mientras los oficiales británicos salgan con
chicas suizas, yo también lo haré.
—Es una orden.
—Me niego a acatar esa orden. Está perdiendo el tiempo. Se supone que soy libre,
así que no me encadene. No puede encadenarme.
El teniente coronel Sidney Lavender, del 16.º Regimiento de Punjab, era el oficial
superior británico en Suiza. Recibió una Orden del Servicio Distinguido en el norte
de África y escapó de un campo de prisioneros en Italia. Tras pasar gran parte de su
vida adulta en la India británica, Lavender estaba convencido de que entendía «la
mente india» y no le gustó lo que le pareció intuir en la de Mazumdar. A finales de
1944 vio una oportunidad para bajarle los humos al médico indio.
Muchos prisioneros fugados padecían afecciones oculares y, para conseguir un
diagnóstico más adecuado, Mazumdar llegó a la conclusión de que necesitaba un
oftalmoscopio, un costoso instrumento magnificador con una luz para ver el interior
del ojo. Pidió uno a Ginebra, consiguió un vale del oficial médico y lo compró con
dinero para gastos menores.
Al día siguiente lo hizo llamar Lavender.
—Es usted un puto mentiroso, Mazumdar —le espetó el coronel.
—Disculpe, coronel —dijo Mazumdar—, pero no estoy acostumbrado a ese tipo
de lenguaje.
Con un torrente de groserías, el oficial superior acusó a Mazumdar de robo,
aduciendo que había malversado el dinero destinado a la compra del oftalmoscopio
(más tarde, Mazumdar descubrió que habían agasajado con vino a la chica que le
vendió el instrumento y la habían convencido de que firmara una declaración en la
que afirmaba que la venta no se había producido).
—No lo compró.
Mazumdar dijo que podía aportar como prueba el instrumento sin estrenar, pero el
coronel Lavender ya se había arrancado con una furiosa diatriba sobre la corrupción

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india y las razones por las que el país nunca estaría preparado para la independencia.
«Discrepé con todo lo que dijo», recordaba Mazumdar.
Ahora, ambos estaban de pie gritando. Lavender se puso rosa y luego colorado.
Finalmente, Mazumdar estalló:
—Coronel, la diferencia entre usted y yo es la siguiente: usted ha vivido en mi
país veinticinco años y no es capaz de hablar uno solo de sus idiomas. Yo he vivido
en el suyo quince años y hablo cinco, incluido el inglés.
Mazumdar fue sometido a arresto domiciliario en un hotel de Locarno a la espera
de un consejo de guerra por robo. «No tenía quien me ayudara», escribió. Tras ser
prisionero durante cuatro años, el médico indio había escapado, pero volvía a estar
recluido una vez más, ahora bajo custodia británica.
Si Mazumdar finalmente regresaba a Gran Bretaña, el MI5 lo estaría esperando.

En otoño estaban llegando a Colditz prisioneros célebres en unas cifras que parecían
cada vez menos halagüeñas. En octubre apareció, fuertemente vigilado, un criador de
ovejas neozelandés pequeño y discreto llamado Charles Upham. Él era tan tímido y el
ambiente en el campo tan agitado que algunos dieron por hecho que era otro espía.
En realidad era el único soldado de combate que había recibido dos veces la Cruz
Victoria por su extraordinaria valentía, primero en Creta y después en Egipto.
Acribillado a balazos, fue capturado durante la primera batalla de El Alamein y se
negó a que le amputaran el brazo a pesar de que los médicos militares italianos así se
lo aconsejaron. Tras numerosos intentos de fuga lo trasladaron a Colditz, donde
rehusaba comentar sus heroicidades. Prefería hablar de ovejas.
Otro recién llegado, igual de valiente pero más hablador, era David Stirling, el
fundador del SAS. Bajo su quijotesco liderazgo, la incipiente unidad de las fuerzas
especiales había causado estragos durante la campaña del norte de África entrando de
noche en aeródromos del Eje, colocando bombas en los aviones alemanes e italianos
y desapareciendo en el desierto libio cuando explotaban. Apodado el «Comandante
Fantasma» por el mariscal de campo Rommel, que lo admiraba, Stirling fue
capturado en enero de 1943. Intentó fugarse cinco veces de campos italianos,
austríacos y checoslovacos y fue trasladado a Colditz, donde lo precedía su fama de
rebeldía extrema. «El personal de la prisión mira a David con la máxima
desconfianza», escribió otro prisionero. «No se atreven a dejarlo solo ni un minuto».
Las distinguidas filas de los Prominente también se engrosaron con la llegada de
una serie de prisioneros de sangre azul provenientes de otros campos. El primero en
unirse a Giles Romilly y Michael Alexander en el semiaislamiento de la élite fue el
conde de Hopetoun, hijo del marqués de Linlithgow, virrey de la India entre 1936 y
1943. El capitán Charlie Hopetoun, de la 51.ª División de las Tierras Altas, había sido
capturado en Dunkirk y ahora se encontraba en Colditz por la sola razón de ser «hijo
de su padre». Después llegaron dos sobrinos del rey Jorge VI: el teniente George

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Lascelles, vizconde, sexto en la línea de sucesión cuando nació y futuro séptimo
conde de Harewood; y el capitán John Elphinstone, más tarde decimoséptimo lord
Elphinstone. Los nazis siempre habían estado obsesionados con la familia real
británica e informaron a los cautivos de que estarían «protegidos». De igual valor
propagandístico era el capitán George Alexander Eugene Douglas Haig, segundo
conde Haig e hijo del difunto mariscal de campo Haig, el soldado británico más
célebre de la primera guerra mundial. «Dawyck» Haig era un artista pálido y
depresivo que «llevaba el silencio como un manto oscuro» y padecía disentería
amebiana. Según Michael Alexander, «la cautividad lo había afectado más
gravemente que a los otros Prominente» y casi nunca hablaba, ya que la pintura le
parecía «más expresiva que el discurso». Haig había presidido el Club Bullingdon de
Oxford, y Hopetoun había sido miembro. Los recién llegados fueron iniciados de
inmediato en el club más exclusivo del campo. Con la incorporación de Max de
Hamel, el primo lejano de Churchill, el contingente de los Prominente ascendía a
siete personas. Comían juntos, compartían habitaciones y a las siete y media de la
tarde los encerraban bajo llave. Ya no les estaba permitido pasear por el campo.
Las pruebas de que los alemanes estaban reuniendo a los prisioneros valiosos en
Colditz llegaron a Londres, un hecho inquietante que fue transmitido inmediatamente
a Downing Street y el palacio de Buckingham. «Al rey le ha parecido bastante
siniestro que los alemanes juntaran en un Oflag a todos esos jóvenes que son casi
parientes de la gente importante de este país», escribió sir Alan «Tommy» Lascelles,
secretario privado del rey y primo del nuevo recluso de Colditz, a Churchill. «Esos
traslados repentinos tienen una relevancia desagradable». Por un momento, el primer
ministro se planteó cambiar a los Prominente por prisioneros alemanes importantes
que estaban en manos británicas o lanzar una ofensiva para rescatarlos, pero concluyó
que «cualquier acción especial en nombre de ciertos prisioneros solo serviría para
corroborar a los alemanes» su «interés especial en ellos». En lugar de eso, se envió
una petición formal a Suiza, el poder protector, para que velase por el bienestar de los
«prisioneros especiales». Al mismo tiempo, el Departamento de Espionaje Político
del Ministerio de Asuntos Exteriores diseñó un panfleto para lanzarlo sobre los
campos de prisioneros. Dicho panfleto contendría la «solemne advertencia» de que la
Gestapo, los Kommandant y los oficiales y guardias de las prisiones serían
«considerados responsables a título individual de la seguridad y el bienestar de los
prisioneros de guerra aliados a su cargo». Con eso, los administradores de los campos
quizá se lo pensarían antes de recurrir a la violencia, pero difícilmente tendría mucho
efecto en Himmler y sus asesinos de las SS. Rudolf Denzler sabía que su poder para
intervenir en nombre de los Prominente era limitado. «Los prisioneros son rehenes en
manos de una nación en guerra y Colditz contenía reclusos especialmente valiosos»,
escribió. Sir James Grigg, el secretario de Estado para la Guerra, advirtió a Churchill:
«Los mandatarios alemanes retienen a los “prominenti” [sic] con la intención de
intercambiarlos por los suyos más adelante. Nuestra gente no corre peligro hasta que

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tengamos a algunos de los principales criminales de guerra en nuestras manos. Pero
en el futuro podría ser un terrible dilema para nosotros».
A la sazón, los Prominente eran huéspedes involuntarios de la que David Stirling
denominaba «la pensión mejor custodiada del Tercer Reich» y no sabían si los habían
reunido a todos para que estuvieran a salvo, para intercambiarlos o para aniquilarlos.
Los Románov también habían sido reunidos en 1917 antes de su ejecución. Cuando
Hopetoun preguntó por qué lo habían trasladado a Colditz, la respuesta fue
escalofriante: «No queremos que le ocurra lo mismo que a la familia real rusa».

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El Zorro Rojo

E L TENIENTE coronel Willie Tod nunca volvería a liderar a sus hombres en una
batalla, pero haría lo que fuera necesario para llevarlos a casa.
Tod era la personificación de Colditz: alto, maltrecho por las batallas y duro como
el granito. El oficial superior británico era un escocés canoso, con una cara larga y
equina y una nariz con una fractura extravagante. «Amante de la paz, cortés y
amable», tenía un carácter bastante diferente al de sus predecesores. Tod no aprobaba
las burlas al personal alemán, que consideraba una falta de deportividad. «Los
alemanes estaban sufriendo una derrota aplastante», escribió el padre Platt, «y él no
creía en patear a un hombre cuando estaba en el suelo». Tod no inhibía activamente
las fugas, pero a medida que aumentaban los riesgos y se acercaba el final de la
guerra, tampoco las alentaba. El comité seguía funcionando, «pero solo aprobaría
futuros intentos si ofrecían una verdadera posibilidad de éxito». Para la mayoría de
los prisioneros, esa semiprohibición fue un alivio. Adorado y reverenciado por los
más jóvenes, «Auld Wullie» llevaba su tristeza en silencio. En enero de 1944, meses
después de que Tod llegara a Colditz, su único hijo murió combatiendo en Italia. No
se lo contó a nadie y, cuando se corrió la voz y el resto de los prisioneros le
ofrecieron sus condolencias, Willie Tod se limitó a mirar a lo lejos y dijo: «Es algo
que les ocurre a los soldados». Pero estaba empeñado en que no les sucediera lo
mismo a los hombres que tenía a su cargo. Ese empeño lo compartía con Florimond
Duke, que convenció a los alemanes de que lo reconocieran formalmente como el
oficial superior estadounidense del campo. Como tal, intervendría en cualquier
enfrentamiento con el Kommandant. «Seremos dos contra uno», le dijo a Tod.
Así pues, esos dos hombres se ocuparían de dirigir Colditz durante el amenazador
desenlace. Para ellos, su papel era proteger a los prisioneros que tenían a sus órdenes
y garantizar que el máximo número posible sobreviviera a la guerra.
Una tarde de finales de agosto, los reclusos fueron al parque para una sesión de
ejercicio. Por primera vez en varios meses, Michael Sinclair estaba entre ellos,
enfundado en la voluminosa capa caqui que le había comprado a un oficial francés.
Los guardias sabían que debían vigilar de cerca al pelirrojo Sinclair, y una inspección
rutinaria desveló que debajo del uniforme llevaba ropa civil de fabricación casera. Sin
duda eran los preparativos para un intento de fuga y Sinclair fue condenado a catorce
días en aislamiento.
«Me dolió un poco que no me contara nada sobre el plan de fuga», escribió Gris
Davies-Scourfield. Ambos se habían hecho amigos íntimos desde los primeros días
de cautividad. Habían escapado de Poznań, se habían escondido en Polonia bajo la
protección de la señora M y planeaban cada fuga juntos. Pero, en los últimos meses,

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Sinclair parecía cada vez más inalcanzable. La muerte de su hermano pequeño en
Anzio había acentuado su distanciamiento. «Ni siquiera yo, su viejo amigo y
camarada, podía llegar a él y, para ser sincero, tras varios desplantes se me quitaron
las ganas de intentarlo». Cuando Davies-Scourfield le preguntó qué se traía entre
manos, Sinclair se encogió de hombros y repuso: «Nunca sabes cuándo puede surgir
una oportunidad». Aquello también parecía impropio de una persona tan meticulosa
en su planificación.
Sinclair salió de las celdas de aislamiento el 18 de septiembre. Cinco días
después, los alemanes colgaron en la pared del patio un nuevo aviso en una austera
caligrafía roja y negra con muchos signos de exclamación, cursivas y subrayados:

¡A todos los prisioneros de guerra!


¡Fugarse de los campos de prisioneros ya no es un deporte!

El cartel acusaba a Gran Bretaña de desplegar «comandos de gánsteres, bandidos


terroristas y tropas de sabotaje» y declaraba: «Alemania está decidida a salvaguardar
la patria». A continuación había una amenaza disfrazada de aviso: «Se ha hecho
necesaria la creación de zonas estrictamente prohibidas, denominadas zonas de
muerte, y quienes accedan a ellas sin autorización serán abatidos inmediatamente.
Los prisioneros de guerra fugitivos que entren en esas zonas de muerte perderán la
vida. ¡Se recomienda encarecidamente evitar futuras fugas! En inglés simple:
quédense en el campo, donde estarán seguros. Salir ahora mismo es muy peligroso».
Pero la mayoría de los prisioneros ya no estaban pensando en fugarse, sino en
comer.
El otoño trajo consigo las primeras punzadas de una gran hambruna que afectó a
todos los habitantes del castillo, tanto prisioneros como guardias, y corroía el cuerpo
y el alma. El suministro de paquetes de la Cruz Roja había disminuido
constantemente durante el verano y las reservas acumuladas el año anterior
empezaban a menguar. En el caos que rodeaba al Tercer Reich, con las redes
ferroviarias gravemente afectadas por los bombardeos, los suministros ya no
llegaban; los que entraban en el país desde Suiza eran saqueados o desaparecían antes
de llegar a los campos. Alemania empezaba a pasar hambre. Los paquetes personales
enviados desde Gran Bretaña se redujeron a un goteo y finalmente cesaron por
completo. Tampoco llegaban cartas.
Los alimentos suplementarios que contenían los paquetes de la Cruz Roja hacían
que las raciones alemanas fueran más sabrosas y nutritivas. A partir de entonces, los
prisioneros dependerían cada vez más (y pronto totalmente) de lo poco que ofreciera
el sistema de prisiones alemán: patatas mohosas, pan negro y mijo, todo ello
estrictamente racionado, además de una sopa aguada e indefinible. Las pocas
verduras que llegaban al castillo consistían en nabos y colirrábanos, aunque
escaseaban. Tod ordenó guardar los paquetes restantes de la Cruz Roja como

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suministros de emergencia. La comida siempre había sido un tema de conversación
habitual en el castillo, pero ahora lo consumía todo.
El 25 de septiembre, dos días después de que apareciera el aviso que prohibía los
intentos de fuga, Reinhold Eggers se encontraba en la muralla del lado este
contemplando el parque mientras los prisioneros formaban filas para el trayecto hasta
el recinto de ejercicio. Era primera hora de una hermosa tarde otoñal. El follaje de los
bosques estaba empezando a cambiar y ya caían las primeras hojas, bailando en el
parque mecidas por una brisa templada. Eran «las mejores vistas de Colditz», pensó
Eggers, «con carpes, hayas y sicómoros resplandeciendo en el Tiergarten». La guerra
parecía muy lejana.
Gris Davies-Scourfield vio a Mike Sinclair dirigiéndose al parque.
—Veo que vas a dar el paseo. ¿Quieres que te acompañe? —le preguntó.
—No. Prefiero estar solo, gracias —dijo Sinclair, que se dio la vuelta.
Su voz parecía «peculiarmente inexpresiva» y, molesto, Davies-Scourfield pensó:
«Que te den. Vete a pasear solo si es lo que quieres». Luego volvió a su habitación a
escribirle una carta a su familia. Davies-Scourfield no reparó en que su viejo amigo
llevaba ropa civil debajo de la capa francesa. La víspera, sin decírselo a nadie,
Sinclair había cogido dinero de lo que quedaba del fondo de los fugitivos.
En el parque, los guardias ocuparon sus posiciones alrededor de la valla, con tres
metros de altura y coronada por alambre de espino. Entonces empezó un partido de
fútbol. Algunos hombres estaban relajándose bajo el sol otoñal o charlando en grupos
mientras otros paseaban por el camino que discurría por dentro del perímetro.
Sinclair caminó media hora junto a la valla y entonces se detuvo a mirar el
partido. Uno de los jugadores levantó la cabeza y vio que tenía la cara «muy pálida».
Nadie lo vio sacar unos gruesos guantes negros del bolsillo y ponérselos.
Eran casi las tres de la tarde cuando Sinclair se quitó repentinamente la capa, saltó
el primer alambre trampa y empezó a escalar la valla perimetral. Por un momento
pareció «abrirse de brazos y piernas en el aire» hasta que agarró el alambre de espino
más alto y subió. Había llegado arriba, «balanceándose a horcajadas sobre los
alambres bamboleantes» cuando los guardias alemanes comprendieron lo que estaba
sucediendo.
«Halt!» («¡Detente!»), gritaron antes de descolgarse los rifles casi al unísono.
«Halt oder ich schiesse!» («¡Detente o disparo!»).
El suboficial alemán que estaba de servicio conocía a Sinclair y «lo admiraba
mucho». Abrió la puerta y corrió hacia el exterior desenfundando la pistola. El
partido se había detenido y los futbolistas estaban observando extasiados.
Sinclair cayó con fuerza al otro lado justo cuando llegaba el suboficial alemán
jadeando.
—No servirá de nada, Herr Sinclair —le dijo amablemente.
Sinclair le dio un manotazo a la pistola y echó a correr cuesta arriba, agachándose
y con «una expresión extraordinariamente pétrea» en su rostro.

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Ya estaba a medio camino del muro exterior cuando resonó el primer disparo en
todo el parque. Luego se oyeron dos más, seguidos de una andanada irregular de una
docena de guardias apostados en distintas posiciones del perímetro. En el castillo, los
prisioneros oyeron los disparos y los gritos y se acercaron a las ventanas. «Dios mío,
es Mike», pensó Gris Davies-Scourfield. «Tiene que ser él». Sinclair corrió agachado
hacia los árboles. «Nicht schiessen!» («¡No dispares!»), gritaron los futbolistas.
«Nicht schiessen!» («¡No dispares!»). La ametralladora empezó a disparar desde un
punto situado junto al camino del castillo, donde había una línea de fuego despejada
hacia el pequeño valle.
Sinclair se encontraba a más de tres metros del muro exterior cuando empezó a
tambalearse y cayó de rodillas. A los hombres que estaban detrás de la valla se les
cortó la respiración. «Entonces se desplomó lentamente entre las hojas de otoño».
Una bala le había rebotado en el codo derecho y le había atravesado el corazón.
Una hora después, los asombrados prisioneros fueron reunidos para un recuento
de emergencia en el patio interior, durante el cual reinó un silencio absoluto. El
oficial de la guardia alemana saludó e hizo salir solemnemente a sus hombres por la
puerta principal para dejar unos momentos de soledad a los prisioneros.
«¡Atención!», gritó Willie Tod, un hombre que había envejecido prematuramente y
que de repente parecía más longevo. «Caballeros, lamento comunicarles que el señor
Sinclair ha muerto».
Al día siguiente solo se permitió que diez prisioneros asistieran al funeral en el
cementerio del pueblo. El Kommandant Prawitt les proporcionó una bandera del
Reino Unido para cubrir el ataúd y una corona de flores que a decir de todos era
«preciosa».
Entre las posesiones de Sinclair, Gris Davies-Scourfield encontró una nota metida
dentro de una camisa doblada: «Me hago enteramente responsable. Feliz viaje a casa,
amigos».
El oficio celebrado en la capilla del castillo tuvo las habituales cadencias del luto
militar: Abide With Me, The Lord’s My Shepherd y el himno nacional. Un corneta
tocó Last Post desde la galería. Se enumeraron los logros de Sinclair: ningún
prisionero había escapado más veces o más ardientemente ni había estado tanto
tiempo en libertad en Alemania y los territorios ocupados por los nazis. Había pasado
meses escondido en Polonia, protegido por una formidable escocesa. Había llegado a
las fronteras de Suiza, Países Bajos y Bulgaria sin llegar a cruzarlas. Había recibido
un disparo en el pecho cuando intentaba escapar. Pero nunca se rindió. «Saben mejor
que cualquier otra congregación en el mundo lo que eso significa», les dijo el padre
Platt a los prisioneros. «No es solo una tragedia estéril», añadió, quizá verbalizando
sin querer lo que muchos pensaban.
Los otros prisioneros intentaron encontrar nobleza, relevancia y consuelo en la
muerte de Sinclair. «Esperar la libertad de manos de otros confirmaría su fracaso,
cicatrizaría su corazón y abrasaría su alma», dijo uno. Otro declaró que fue

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«asesinado por su coraje y voluntad de seguir intentándolo aunque otros hubieran
perdido la esperanza». Gris Davies-Scourfield se preguntaba si la amenaza alemana
de disparar a los fugitivos había sido «otro acicate» para Sinclair.
Aunque Tod y Duke presentaron una queja formal en la que alegaban que Sinclair
se había visto «acorralado», hubo pocas recriminaciones contra los alemanes. Los
guardias habían disparado a regañadientes después de varias advertencias y sin
intención de matar. Ello planteaba la triste posibilidad de que Sinclair quisiera
suicidarse, aunque nadie lo mencionó. Algunos atribuyeron sus actos a «una crisis
espontánea de la razón», pero Sinclair estaba totalmente cuerdo cuando murió. Sabía
cuál era el desenlace más probable de una «carrera hacia la valla».
Michael Sinclair tenía veinticuatro años cuando fue capturado y veintiocho
cuando murió. Había nacido en el seno de una familia militar de rígida conformidad
para la cual morir en combate, como ya le había ocurrido a su hermano, era una señal
definitiva de virilidad. La cautividad le había arrebatado las certezas con las que se
crio. Cada huida fallida agrandaba la distancia con lo que él consideraba su destino.
Es posible que, para Sinclair, la muerte por una bala alemana en una colina de
Sajonia se lo hubiera devuelto.
Un tributo a un enemigo significa más que todos los encomios de sus camaradas.
Reinhold Eggers se había pasado años intentando impedir que el Zorro Rojo
escapara. Estaba profundamente conmovido por la muerte de Sinclair y recurrió a la
mitología nórdica y a su propia erudición para expresar adecuadamente sus
sentimientos: «Si existe un Valhala para los héroes de cualquier nación, si quienes
van allí son hombres valientes, si su determinación se deriva de un solo motivo y ese
motivo es el amor por su país, en nuestra tradición germánica, el Valhala es el lugar
de reposo del teniente Mike Sinclair».

«Los nervios están a flor de piel», escribió el padre Platt. Los boletines diarios de la
BBC anunciaban la promesa de una victoria, pero el futuro de Colditz y sus
prisioneros no parecía garantizado. Era posible que se fueran pronto a casa, pero
también que murieran de hambre, que fueran tomados como rehenes por los
asediados nazis o que fueran asesinados en masa por las SS. En la guerra, la
preparación lo es todo, pero es difícil organizarse para lo desconocido. Los coroneles
Tod y Duke necesitaban información sobre lo que se avecinaba, cuándo y cómo.
Necesitaban a gente en el exterior que los avisara del probable destino de quienes
estaban dentro. Si cambiaban las tornas y los prisioneros se hacían con el control del
castillo, necesitaban saber en quién confiar y a quién temer. Necesitaban información
fiable. Necesitaban espías.
Durante meses, Irmgard Wernicke había proporcionado al comité de fugas gran
cantidad de información valiosa y, en otoño de 1944, el coronel Tod decidió ampliar
esas operaciones en el pueblo. El oficial encargado de crear lo que se bautizó con el

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grandilocuente nombre de «Unidad de Espionaje Británica en Colditz» era David
Stirling, fundador del SAS y experto en el uso de la intriga y el misterio. Con la
ayuda de Čeněk Chaloupka, Stirling elaboró una lista de secretos a incluir en las
«cartas de amor» enviadas a la auxiliar del dentista: «Después de los ineludibles
preludios de afecto, las cartas se convertían en cuestionarios». Las preguntas
versaban sobre temas de interés nacional: estado de ánimo y actitudes hacia los
Aliados y el Partido Nazi, pero, sobre todo, la situación en Colditz y alrededores. La
ubicación de la comisaría de policía, la oficina del alcalde, la central telefónica, la
planta depuradora, los barracones de los prisioneros de guerra rusos y las principales
granjas. ¿Quiénes eran los líderes nazis? ¿Había antinazis? A finales de octubre,
Stirling y Checko estaban enviando a Irma dos cuestionarios por semana: «Sus
respuestas eran muy meditadas y redactadas con inteligencia». El padre de Irma
conocía a todos los miembros del Partido Nazi local y ella «tenía acceso a
información, tanto habladurías como hechos, que podía ser de gran utilidad. Estaba
dispuesta a contarnos todo lo que pudiera». Stirling empezó a confeccionar informes
sobre los personajes insignes del pueblo: «Muy pronto teníamos un dosier con todos
los nazis importantes, no solo civiles del partido, sino miembros de la Gestapo y
personal administrativo del castillo». Stirling dibujó un mapa que mostraba dónde
vivían y trabajaban algunas personas clave, almacenes de combustible y munición,
depósitos de comida, graneros y reservas de medicamentos.
La red se amplió. El joven soldado que pasaba mensajes a Irma y Checko se
llamaba Heinz Schmidt. «Atento e inteligente», había sido estudiante de la Escuela de
Minas de Freiberg antes de ser reclutado. Su padre era un industrial de la zona y uno
de los hombres más ricos de Colditz. Pero, en secreto, padre e hijo eran antinazis.
Desde el principio, Heinz supo que estaba pasando algo más que cartas de amor. Irma
reclutó a Heinz, que a su vez reclutó a su padre. Este empezó a facilitar información,
no solo acerca de los peces gordos del Partido Nazi, sino nombres de otros que, como
él, estaban dispuestos a trabajar contra el régimen. En parte, el deseo de cooperación
de Schmidt padre estaba motivado por la venganza: su mujer, la madre de Heinz, era
la amante del padre de Irma, que era nazi. Las infidelidades no son infrecuentes en
los pueblos pequeños, pero raras veces se extienden al espionaje internacional.
Schmidt «les contó su secreto a otros elementos antinazis de la zona», recordaba Jack
Pringle, el principal colaborador de Stirling. Al poco tiempo, la Unidad de Espionaje
Británica en Colditz contaba con un mapa ideológico de la localidad y con un plan
para tomar el pueblo por la fuerza. Pringle escribió: «A partir de la información
proporcionada por los tres, empezamos a elegir un gobierno local alternativo para
sustituir al Partido Nazi y la Gestapo cuando llegara el final».
Si el Tercer Reich se derrumbaba y los alemanes entregaban Colditz a sus
prisioneros, sabrían en quién podían confiar y conocerían el nombre de todos los
nazis en un radio de cincuenta kilómetros y la ubicación de las armas.

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Cuando la comida escasea, unos acaparan, otros se benefician y otros comparten.
Solo una persona que nunca haya experimentado el hambre de verdad cree que nunca
escondería unas cuantas calorías o miraría el mendrugo de pan del vecino con
avaricia. Cuando los paquetes de la Cruz Roja llegaban en abundancia, los
prisioneros compartían los recursos con sus compañeros e intercambiaban el
excedente. Pero cuando arreció el hambre, la economía interna de Colditz se vio
alterada. Los guardias, aún más hambrientos que los prisioneros, estaban cada vez
más desesperados por los pocos lujos que quedaban en las menguantes reservas de la
Cruz Roja. El mercado negro se disparó, se sobrecalentó y finalmente se desmoronó,
víctima de una especie de hiperinflación a medida que disminuían los productos con
los que comerciar. A principios de diciembre, un prisionero aceptó cambiar dos kilos
de chocolate y diez libras por la promesa de un Renault Coupé de 1938 que estaba
aparcado en Inglaterra. Los guardias traían huevos frescos, queso y leche para
intercambiarlos por productos cada vez más escasos como café, azúcar y cigarrillos.
Los adictos a la nicotina sufrieron mucho con la creciente falta de tabaco. El
comercio con los guardias era tan evidente que, muy razonablemente, Eggers propuso
abrir una tienda en el patio. Prawitt se puso furioso: «¿Qué será lo siguiente? ¿Un
burdel?». El padre Platt se quejaba amargamente de los colirrábanos, que describía
como los hijos «bastardos» de un nabo y una col y como «lo peor de ambos». Una
cabeza de caballo, un alimento que en su día habría sido rechazado, fue hervida y
consumida con deleite. Los cazadores con iniciativa dejaban ganchos con cebos en
los alféizares de las ventanas para intentar atrapar a alguna paloma incauta. A
principios de diciembre, las raciones se vieron reducidas a tres patatas diarias. Platt
describía con pesar el menú diario: «El desayuno consiste en dos rebanadas muy finas
de pan de centeno con una taza de sucedáneo de café. La comida es una patata
pequeña y dos o tres cucharadas de verduras hervidas, seguidas de dos séptimas
partes de una rebanada de pan y una séptima parte de una lata de queso […]. La cena
podía intercambiarse sin dificultades por una lata de cien gramos de tabaco». Antes
de Navidad pesaron a los prisioneros. Todos habían perdido peso, algunos de forma
drástica. Antes de la guerra, Davies-Scourfield pesaba setenta y tres kilos; ahora
había bajado a cincuenta y cinco. Según los cálculos de Julius Green, una dieta de
solo mil doscientas calorías diarias «causaría pérdida de peso aunque uno se tumbara
en la cama todo el día». Los prisioneros empezaron a codiciar las menguantes
reservas de los demás. Douglas Bader se percató de que Green había estado
guardando un pequeño trozo de bacón grasiento y vio la oportunidad de jugar la carta
kosher:
—¿Qué vas a hacer con ese bacón, Julius?
—Comérmelo —respondió el dentista judío enfáticamente.
—Pero se supone que no debes.

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—Solo me verás tú.
—¿Dónde están tus principios?
—Al carajo los principios. Doy por hecho que el rabino me exonera mientras dure
la guerra.
La desnutrición vino acompañada de un nuevo letargo, además de dolor de
articulaciones, sarpullidos, edema y una terrible halitosis. El entusiasmo por el
deporte se desvaneció. Los partidos de stoolball prácticamente cesaron; con el
estómago vacío, pocos estaban preparados para soportar el ataque físico de ese juego
peculiarmente violento. Cuando se repartían las rebanadas de pan en fracciones, había
pocas oportunidades para acumular alimentos deseables y venderlos a precios
inflados. Un grupo de oficiales entró en el almacén de patatas alemán y empezó a
robar suministros, lo cual causó indignación y envidia. Para intentar regular el
trueque, el coronel Tod ordenó que, en adelante, solo David Stirling y Čeněk
Chaloupka podrían comerciar con los alemanes y les dio acceso exclusivo a las
reservas de emergencia de la Cruz Roja. Todo lo que consiguieran sería compartido
de manera justa con los prisioneros, incluidos los ordenanzas. Esa restricción
fortaleció de inmediato a la Unidad de Espionaje Británica, ya que Checko y Stirling
podían utilizar el trueque para sonsacar más información a los hambrientos guardias.
Según Jack Pringle, «sabían exactamente cuánta información pedir, cuánto ofrecer
para obtener más, cuándo cortar el suministro, cuándo ser amigables y cuándo ser
duros». Pero ese sistema también exacerbó una división política. Los de izquierdas,
como Micky Burn, veían la centralización de las reservas de comida y su reparto
comunitario como un indicio de socialismo igualitario en acción. Otros la
consideraban una supresión del mercado libre y el espíritu emprendedor: si un
hombre invertía tiempo y recursos en obtener seis huevos frescos, ¿no debía tener
libertad para gozar de los frutos de su inversión? «No puedes dividir seis huevos
entre doscientas personas», señalaba Michael Alexander, quien, como miembro del
Club Bullingdon y uno de los Prominente, tenía acceso a muchos más huevos que los
ordenanzas que le lustraban los zapatos.
Los ejércitos comunistas se aproximaban desde el este. Las fuerzas de la
democracia capitalista estaban convergiendo en Alemania desde el oeste. Como en
tantas otras cosas, la vida dentro de Colditz reflejaba la del mundo exterior, un
inminente choque ideológico plasmado en un feroz debate sobre la asignación de
patatas mohosas y sopa diluida.
Hacía un frío espantoso. El abastecimiento de carbón era insuficiente para
mantener las calderas en marcha y el castillo solía ser gélido. Los hombres dormían
con varias capas de ropa. La provisión de agua, que nunca había sido fiable, se volvió
aún más errática. Justo antes de la Navidad de 1944 llegó el último paquete de la
Cruz Roja. No habría más. Los suministros de comida «alcanzaron su nivel más
bajo», escribía Eggers.

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La tensión se manifestaba de varias maneras. Algunos prisioneros se
emborrachaban con el licor casero que quedaba. «Eso que beben es veneno»,
afirmaba el padre Platt, que aun así también lo bebía. A pesar de la perspectiva de la
liberación —o tal vez debido a ella—, algunos reclusos se sentían psicológicamente
abrumados por la presión de la espera. No fue la desesperación lo que llevó a algunos
al precipicio, sino la esperanza. «Más prisioneros que nunca sufren angustia mental»,
escribió Platt. El oficial de cocina fue descubierto paseando por el patio con un
espetón en una mano y una cuchara de madera en la otra mientras disertaba «de
manera ininteligible sobre egiptología, técnica militar o religión». Los alemanes lo
trasladaron discretamente a un psiquiátrico. Algunos prisioneros solo salían de la
cama para comer. Otros se enterraron en libros.
«Salir de este campo ya no es una aventura», dijo el coronel Tod a los prisioneros,
una advertencia innecesaria tras la muerte de Sinclair. Hambrientos, helados y
ansiosos, la mayoría de los doscientos cincuenta y cuatro reclusos ya se habían
resignado a no moverse de allí.

La mayoría, pero no todos. Porque, mientras la guerra tocaba a su fin, un pequeño


grupo de hombres estaba trabajando en un plan de fuga que, por ingenio y audacia,
era equiparable a cualquier intento anterior. Escapar de Colditz trepando o cavando
un túnel era prácticamente imposible, así que intentarían huir por el aire.
Un día, el teniente de vuelo Bill Goldfinch estaba observando los copos de nieve
que caían sobre el tejado del castillo cuando se le ocurrió una idea aerodinámica: las
mismas corrientes que elevaban los copos de nieve quizá bastarían para llevar un
planeador tripulado hasta la otra orilla del río Mulde, situada a doscientos metros,
donde un extenso prado sería una posible pista de aterrizaje.
Tendrían que construir el planeador en una de las buhardillas. Llegado el
momento, los fugitivos harían un agujero en una pared, montarían el aparato en el
tejado y colocarían una pista de lanzamiento de dieciocho metros en el borde del
tejado situado más abajo, que quedaba fuera del campo de visión de los centinelas.
Atarían sábanas al morro del planeador, que pasarían por una polea instalada al final
de la plataforma, cuyo extremo opuesto estaría atado a una bañera llena de cemento
con un peso aproximado de una tonelada. En teoría, cuando lanzaran ese peso desde
el tercer piso del bloque de la capilla, con una altura de veinte metros, lanzaría el
planeador y a sus ocupantes por la pista y el aparato se elevaría con impulso
suficiente para emprender el vuelo.
Sin embargo, había varios obstáculos: el planeador requeriría una envergadura de
diez metros. La cara oeste del castillo estaba fuertemente custodiada. Una vez
lanzado, los dos centinelas de las murallas y los habitantes del pueblo podrían ver el
planeador, cosa que lo convertiría en un blanco fácil. La física tampoco era fiable.
Para conseguir la elevación necesaria, el viento del oeste tendría que soplar en la

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dirección y con la fuerza adecuadas. El planeador tendría que despegar durante un
ataque aéreo, cuando se cortara el suministro eléctrico, cruzar el río y aterrizar en la
oscuridad. Si la cuerda no se separaba en el momento exacto, la pesada bañera
arrastraría el planeador hacia el borde y caería al suelo a una velocidad letal. Si llovía,
el pegamento que lo unía se disolvería y el aparato se desintegraría. El planeador fue
apodado el «Gallo de Colditz». Un gallo no puede volar, pero si se lanza desde cierta
altura puede planear una corta distancia.
El planeador de Colditz fue una hazaña de la imaginación, una extraordinaria
combinación de pensamiento lateral, creatividad técnica y esfuerzo colectivo.
También era extremadamente improbable que funcionara. El coronel Tod era muy
consciente de ello cuando aprobó el plan. Pero también sabía que aquel proyecto
tremendamente ambicioso daría a los hombres algo que hacer y en que pensar,
forjaría un renovado espíritu de cohesión y los distraería del hambre. Serían
necesarias más de seis mil piezas de madera, tornillos metálicos extraídos de
somieres, cables de teléfono robados para los controles, una cubierta tejida con
cubrecolchones azules y blancos y varios litros de pegamento. Llevaría mucho
tiempo construirlo y requeriría docenas de prisioneros como diseñadores, fabricantes
y vigilantes. La guerra probablemente habría terminado cuando estuviera listo para el
despegue. Y a lo mejor esa era la idea. El hecho de si el planeador de Colditz
emprendería el vuelo algún día era secundario. Podía ser la mayor fuga que jamás
llegara a intentarse.
Los otros miembros del equipo del planeador eran el antiguo «fantasma» Jack
Best y Tony Rolt, un ingeniero y campeón de carreras de coches que había ganado el
Trofeo del Imperio Británico en 1939. Según acordaron, momentos antes del
despegue echarían a suertes qué pareja embarcaba en el planeador para su primer y
único vuelo.
La biblioteca de la cárcel incluía un ejemplar de Aircraft Design, de Cecil Latimer
Needham, el pionero británico de los planeadores e ingeniero aeronáutico que
también inventó el faldón del Hovercraft. Con la ayuda de ese influyente texto,
Goldfinch y Best dibujaron planos para un planeador ligero de dos plazas y alas altas
con seis metros de longitud, timón y elevadores. Sus treinta cuadernas estarían hechas
de listones de cama y los cuatro largueros de las alas con tablones del suelo. Los
poros de la tela los taparían con mijo hervido para formar una piel externa
semirrígida. Los diseños y cálculos de estrés fueron evaluados y aprobados por Lorne
Welch, un ingeniero del Royal Aircraft Establishment que había pilotado planeadores
antes de la guerra. En el extremo oeste de la buhardilla más alta situada encima de la
capilla, el equipo levantó un falso tabique con madera y lona cubierta de polvo para
crear un taller secreto al que se podía acceder desde abajo por una trampilla oculta.
Los guardias no solían inspeccionar la buhardilla y no se dieron cuenta de que la sala
era dos metros más corta. Los constructores instalaron un banco de trabajo, luz
eléctrica y herramientas caseras que incluían cepillos de carpintero, un calibrador

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hecho con un tornillo de un armario y una pequeña sierra, fabricada a partir de un
resorte de gramófono, para realizar cortes de precisión. Checko Chaloupka consiguió
cola en el mercado negro.
La construcción había empezado en verano de 1944 y el despegue estaba previsto
para la primavera siguiente. Durante el invierno, doce ingenieros, que se hacían
llamar «los apóstoles», trabajaron en el planeador, clavando, pegando, martilleando
silenciosamente, taladrando, cortando y cosiendo la tela exterior y recubriéndola con
el mijo para tensar el material alrededor del armazón. Unos cuarenta vigías trabajaban
por turnos para alertar de la presencia de guardias. Al menos una cuarta parte de los
prisioneros de Colditz intervendrían en la fabricación del planeador secreto, el
proyecto de construcción colectivo más elaborado desde el gran túnel francés de
1942. A mediados de diciembre, los constructores habían montado el fuselaje, las
alas, el timón, las cuerdas, las poleas y buena parte de los tablones que se fijarían en
el vértice del tejado para formar una pista de despegue. El coronel Tod inspeccionó el
taller secreto y se sintió profundamente conmovido por la laboriosidad y la
determinación de los constructores. Era posible que el planeador no volara nunca,
pero algo mágico estaba alzando el vuelo bajo los aleros de Colditz.
La Navidad de aquel año fue la más extraña, frugal y sobria. Checko Chaloupka
cumplió la apuesta que había hecho después del Día D y corrió tres veces desnudo
por el patio cubierto de nieve, «aclamado por una bulliciosa galería de espectadores
bien abrigados». El espectáculo habría sido más divertido si no hubiera confirmado
que quienes pronosticaban el pronto final de la guerra habían sido tremendamente
optimistas. Se celebró un sorteo navideño con los pocos alimentos de la Cruz Roja
que quedaban, el más codiciado de ellos una lata de cerdo con alubias de un kilo. Los
ocho hombres de Platt consiguieron tres latas pequeñas de sardinas, otra de melaza y
un poco de avena. «Había poco alcohol», relataba el padre con aprobación, «y dudo
que fuera suficiente para emborracharse». En el gélido teatro representaron una
pantomima navideña, Hey Diddle Snow White, producida por el conde de Hopetoun,
que también interpretó a la reina de las hadas. En el cuartel alemán, la Navidad fue
aún más frugal, pero Eggers detectó una «felicidad momentánea» en la compañía de
guardias, ahora formada por hombres de mediana edad y chicos que prácticamente
eran adolescentes. «Todo acabaría pronto», pensó. «El discurso de Año Nuevo de
Hitler fue un simple llamamiento a seguir luchando». A pesar del hambre opresiva y
del frío intenso, Platt también percibió un ambiente peculiarmente festivo entre los
prisioneros. «Es increíble oírlos a todos describir esta Navidad como la mejor que
han vivido aquí».
Uno de los motivos era la máquina voladora de la buhardilla, que empezaba a
tener un aspecto magnífico, ya que era algo más que una elaborada herramienta de
fugas. Era un sueño, un vuelo casi de fantasía que elevaría la imaginación de los
prisioneros por encima de los muros del castillo. El planeador era un objeto de fe, un

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hermoso símbolo de esperanza a cuadros blanquiazules construido con soportes de
cama robados y recubierto con gachas rancias.

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1945

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La Doncella del Rin

L A CORRESPONSAL de guerra estadounidense Lee Carson era extremadamente


hermosa. Para muchos hombres, eso era lo primero y a veces lo único que veían en
ella. Incluso sus compañeros del periódico lanzaban apasionadas diatribas sobre su
apariencia. «Lee Carson tiene un cabello pelirrojo y ondulado que le cae sobre los
hombros, unos ojos verdes y fríos que se iluminan cuando habla, unos labios rojos
carnosos y una risa gutural […] y tiene pecas», escribía un periodista salivando.
«Cuando Lee cruza las piernas, es todo un acontecimiento. Es digno de admirar».
Como Lee Carson era tan atractiva, a algunos de sus compañeros varones les gustaba
insinuar que había triunfado en el periodismo con solo pestañear.
Por supuesto, eso era una estupidez. A pesar de su belleza, Carson fue una de las
mejores reporteras de guerra del siglo XX: ingeniosa, resistente e increíblemente
valiente. Había dejado la escuela a los dieciséis años para trabajar en el Chicago Sun-
Times. Después de trabajar en la oficina de Washington y de una temporada en Good
Housekeeping y Ladies’ Home Journal, a sus veintidós años fue enviada a Gran
Bretaña a cubrir los desembarcos del Día D como corresponsal de guerra de
International News Service. A las mujeres les estaba prohibido acceder a la línea del
frente. Pero, en junio de 1944, Carson convenció a un piloto estadounidense de que le
permitiera embarcar en un avión de observación y presenció el bombardeo de
Cherburgo. Fue la única mujer periodista que estuvo cerca de la invasión de
Normandía. Cuando volvió a Gran Bretaña, un oficial de la prensa militar le soltó una
reprimenda:
—¿No conoce un artículo de guerra que prohíbe a las mujeres acompañar a los
soldados de combate?
—Claro que lo conozco —repuso ella—, pero mi trabajo era conseguir la noticia.
Eso se antepuso a cualquier normativa bélica o modestia femenina.
Al mezclarse con las tropas que participaban en la invasión, se dirigían a ella con
el confuso apelativo de «señora señor». Allá donde fuera, Carson era recibida con
vítores y silbidos de los soldados estadounidenses. «Siempre les recordaba a sus
mujeres, hermanas o novias. Allí estaba yo, llena de mugre, con una chaqueta y unos
pantalones harapientos y cubiertos de barro, pero el mero hecho de ser una chica
estadounidense bastaba […]. Pensaban: “Si está aquí, la situación no puede ser tan
mala”». En agosto, Carson fue confinada en un hotel de Rennes con una docena de
mujeres corresponsales mientras las tropas Aliadas convergían en París, pero escapó,
se incorporó a una unidad del Cuarto Ejército y llegó a la capital francesa en un jeep
con Bob Reuben, el corresponsal de Reuters. Insistió en viajar en el asiento delantero,
cosa que la convirtió en el primer periodista que entraba en el París liberado. Más

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tarde, el escritor Ernest Hemingway sería elogiado por liberar el bar del Ritz parisino
con una factura de cincuenta y un martinis, pero llegó a la ciudad después que Lee
Carson, que prefería el whisky con soda.
Ninguna mujer recibió nunca autorización para acompañar a una unidad de
combate, pero Carson se incorporó al campo de periodistas del Primer Ejército de
Estados Unidos con la británica Iris Carpenter, la corresponsal del Boston Globe. Se
diseñaron sus propios «uniformes»: un mono vaquero de color caqui con cinturón.
Semanas después, cuando las tropas aliadas se abrían paso hacia el este persiguiendo
a los alemanes en retirada, Carson iba circulando por una carretera llena de baches
cuando su jeep viró bruscamente y volcó a cien kilómetros por hora. Sobrevivió, pero
se «abrió una vieja herida de una apendicectomía». Los médicos del ejército la
curaron, y volvieron a hacerlo cuando se rompió la mano al saltar a una trinchera para
guarecerse del fuego. Durante seis semanas, Carson mecanografió con una sola mano
utilizando una máquina portátil alemana que había encontrado en un búnker
abandonado. En Eschweiler, en la Línea Sigfrido, la línea defensiva que recorría la
frontera occidental de Alemania, sufrió un bombardeo continuado de morteros en una
casa en ruinas: «Pasamos dos horas allí tumbados mientras las paredes se
derrumbaban a nuestro alrededor. Entonces decidimos salir». Durante la batalla de las
Ardenas describió los aviones alemanes que «descendían en picado desde un cielo
invernal veteado de rosa para acribillar nuestra línea del frente con lluvias de plomo
caliente y hacer añicos el mundo con sus andanadas de artillería pesada». Algunos de
sus compañeros en la línea del frente seguían perplejos por su género. «Viajar con
Lee Carson por el campo de batalla es como hacerlo con un hombre», escribió uno de
ellos. «Hace un trabajo de hombres y con él se gana la admiración de sus
competitivos colegas. Siempre es objeto de silbidos, gritos y ocurrencias, pero se los
toma con filosofía». Lee Carson iba donde quería y nadie osaba detenerla, ya que,
además de su belleza y sus aptitudes periodísticas, tenía un temperamento formidable.
En diciembre de 1944 informó sobre la masacre de Malmedy, donde las Waffen-
SS ejecutaron a ochenta y cuatro prisioneros estadounidenses desarmados. Pasó el día
de Navidad en un cráter de bomba. Cuando el Primer Ejército se adentró en
Alemania, Carson fue con ellos. Describió a «los embarrados soldados de infantería
del Primer Ejército, con sus rifles colgados al hombro y su barba incipiente», y
observó a los ingenieros del ejército estadounidense instalar pontones en el Rin: «El
fuego de ametralladora llegaba al otro lado del río […]. Luchaban contra la corriente,
luchaban contra el enemigo, luchaban contra el frío, la humedad y la fatiga, y
luchaban contra el tiempo». Los soldados la llamaban «la Doncella del Rin». En
Berrendorf vio a setenta miembros de la Volkssturm, la milicia nacional de Hitler,
deponer obedientemente las armas. «No combatimos», le dijo su líder a Carson.
«¿Qué sentido tenía?». No lo tenía, pero algunos siguieron luchando. A mediados de
marzo, el Primer Ejército y Lee Carson estaban cerca del río Mulde. En la otra orilla
se encontraba la última resistencia nazi de relevancia. Puede que la Volkssturm

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estuviera integrada por ancianos y adolescentes pertrechados con armas antitanques
que apenas podían levantar, pero los bastiones también incluían a curtidas unidades
de las SS dispuestas a luchar hasta la muerte. En su última retransmisión, Hitler cargó
contra el «bolchevismo judeoasiático» e hizo un llamamiento a «todos los alemanes
capacitados» a resistirse a los invasores con «el máximo fanatismo». Y de todos los
lugares para escenificar una última defensa fútil y sangrienta, ninguno era más
apropiado o defendible que el gran castillo de la colina construido por antiguos
príncipes alemanes como un símbolo de poder arrogante.
A medida que avanzaban las fuerzas occidentales, Colditz fue llenándose de
generales aliados, aristócratas británicos y otros personajes destacados. Eggers
comentaba con siniestra ironía que, al parecer, la cúpula nazi estaba dando «un repaso
de última hora a Debrett’s», la biblia de la genealogía británica, en busca de más
prisioneros de sangre azul a los que tomar como rehenes. En Berlín, alguien parecía
estar creándose una grotesca póliza de seguros al agrupar a individuos valiosos a los
que intercambiar cuando llegara el final. Eggers se preguntaba cuáles serían los tipos
de interés. «¿Quién sería ofrecido a cambio de quién en el búnker de Berlín? ¿Quién,
o cuántos, serían propuestos a cambio del Führer? ¿Y en el caso de Himmler y
otros?».
El 19 de enero de 1945 llegaron en dos coches del ejército cuatro generales del
campo de oficiales franceses de Königstein. A Eggers lo informaron de que llegaría
un tercer coche con un quinto general francés, Gustave Mesny, comandante de la
Infantería del Norte de África, que había sido capturado en 1940. El coche no
apareció nunca. Al día siguiente conocieron la noticia de que Mesny había sido
«tiroteado en la Autobahn» cuando trataba de huir. «Ha sido enterrado en Dresde con
plenos honores militares por un destacamento de la Wehrmacht», anunció Prawitt.
La realidad era muy distinta. En octubre, el general alemán Fritz von Brodowski
había sido capturado por fuerzas de la resistencia en el este de Francia y ejecutado en
el castillo de Besançon, probablemente en represalia por el asesinato de seiscientos
cuarenta y tres civiles franceses en Oradour-sur-Glane, una atrocidad cometida por
tropas de las Waffen-SS, que en última instancia estaban al mando de Von
Brodowski. Furioso, Hitler exigió la ejecución de un general francés cautivo. Las SS
debatieron varias maneras de cumplir la orden del Führer, incluyendo un plan para
construir una partición hermética entre los asientos delanteros y traseros de un coche
y encerrar dentro a la víctima en cuestión. «Durante el trayecto se introducirá
monóxido de carbono inodoro en el compartimento mediante un aparato especial que
será controlado desde el asiento delantero. Unas cuantas inspiraciones bastarán para
garantizar su muerte. Como el gas es inodoro, no hay razón para que el general
sospeche en el momento decisivo y rompa las ventanillas para que entre aire fresco».
El Reich estaba desintegrándose, pero los verdugos de las SS seguían ideando
sistemas imaginativos y eficientes para gasear a sus enemigos. Mesny fue elegido al
azar entre los cinco generales franceses por el Oberst Friedrich Meurer, jefe del

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Estado Mayor del Obergruppenführer Gottlob Berger, perteneciente al alto mando de
las SS. A la postre, el asesinato fue bastante simple. El coche que llevaba a Mesny,
conducido por oficiales de las SS disfrazados con uniformes de la Wehrmacht, se
detuvo en un bosque situado junto a la carretera entre Königstein y Colditz. El
Hauptmann Schweinitzer, un oficial del Estado Mayor General de Himmler, se dio la
vuelta y disparó al militar francés en el corazón. Después dejaron el cadáver en el
hospital militar de Dresde. El asesinato ni siquiera fue un ejercicio propagandístico o
un aviso a la resistencia, ya que fue acallado inmediatamente. Planificada por Berger,
el nuevo Über-Kommandant de los campos de prisioneros, y llevada a cabo por sus
subalternos, aquella ejecución miserable, secreta y vengativa no tenía otro propósito
que saciar la desesperada sed de sangre de Hitler mientras las llamas devoraban su
Reich.
Semanas después de la llegada de los generales franceses, hizo aparición en
Colditz un contingente militar polaco igual de distinguido y liderado por el general
Tadeusz Bór-Komorowski, comandante en jefe del Ejército Nacional, que había
resistido la ocupación nazi durante cinco largos años. En agosto de 1944, mientras las
tropas soviéticas avanzaban en el centro de Polonia, Bór-Komorowski lideró el
levantamiento de Varsovia contra los alemanes y conquistó gran parte de la capital.
Sin embargo, el Ejército Rojo se detuvo al este de la ciudad sin cruzar el Vístula e
ignoró las peticiones de ayuda polacas, lo cual permitió a los alemanes reagruparse y
lanzar un feroz contraataque. Los combates en las calles se prolongaron sesenta y tres
días. Murieron más de dieciséis mil combatientes de la resistencia polaca, además de
miles de civiles asesinados por los nazis en ejecuciones masivas. Es posible que
Stalin permitiera el fracaso del levantamiento, lo cual garantizaría que sus tropas
entraran en Varsovia sin oposición una vez que la resistencia polaca hubiera quedado
destruida. Sin el apoyo soviético, rodeado y en inferioridad armamentística, Bór-
Komorowski acabó rindiéndose a cambio de la promesa de que los alemanes trataran
a sus soldados como prisioneros de guerra sujetos a la Convención de Ginebra. Él y
quince mil de sus hombres fueron trasladados a campos de Alemania. Bór-
Komorowski era un soldado de caballería menudo, calvo y enjuto que en 1936 había
recibido una medalla en nombre del equipo de hípica polaco de manos del propio
Hitler en los Juegos Olímpicos de Berlín. Despreciaba a comunistas y nazis por igual.
Cuando Eggers se atrevió a preguntarle si preferiría una ocupación alemana o rusa, le
espetó: «Aunque los dos ocupéis mi país durante veinte años, mi pueblo seguirá
siendo polaco». Julius Green tenía la impresión de que era fácil confundir al general
polaco con un «empleado de un bufete de abogados, hasta que mirabas atentamente y
veías la mirada penetrante y el aire de implacable determinación». Bór-Komorowski
y su comitiva, compuesta de cinco generales, otros nueve altos mandos y siete
ordenanzas, se instalaron con los Prominente. «Ha sido un placer volver a oír voces
polacas», escribió el padre Platt.

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Los días transcurrían en una extraña sucesión de contrastes: euforia y tristeza,
laboriosidad y lasitud, miedo y absurdidad. Micky Burn se apresuró a terminar su
novela antes de que acabara la guerra. Yes, Farewell era un preciso relato ficticio de
Colditz, pero también un manifiesto comunista encubierto que daba por muerta y
enterrada a la vieja estructura de clases. Sus héroes eran los ordenanzas, hombres
firmes de una virtud sencilla. Con su compañero comunista Giles Romilly, Burn
siguió hablando de las virtudes de la Unión Soviética. Algunos convencieron al
general Bór-Komorowski de que ofreciera una charla igual de apasionada sobre los
peligros de la «duplicidad rusa», que tradujo simultáneamente su edecán. El
planeador tomaba forma en las buhardillas. Florimond Duke dio una conferencia
sobre las relaciones angloestadounidenses en la que señaló que «una de las
principales diferencias entre los británicos y los estadounidenses era el idioma».

El papel de Duke como oficial superior estadounidense había cobrado nueva


relevancia con la llegada de un compatriota que se enfrentaba a una ejecución
inminente. En el campo de Szubin, el coronel William Schaefer había impedido que
un suboficial alemán colgara el cartel que declaraba que escapar de los campos de
prisioneros ya no era un deporte, un grave incumplimiento de la disciplina de la
prisión. En Leipzig fue sometido a un consejo de guerra y condenado a muerte, un
veredicto ratificado personalmente por Hitler. El condenado fue enviado a Colditz a
esperar su ejecución, y ahora languidecía en una celda de aislamiento fumando sin
parar. «Sus nervios no lo soportaron», escribió Rudolf Denzler, el funcionario ruso.
«Había perdido el pelo y los dientes».
La ración de pan se redujo aún más y Platt se dio cuenta de que algunos oficiales
estaban reservando suministros: «Le temen tanto al lobo que no se atreven a comerse
lo que tienen en las manos». Las cenas imaginarias de Julius Green estaban
adoptando una cualidad alucinatoria, pero el dentista siguió imaginando posibles
banquetes mientras se agotaba la comida. Ahora creía haber perfeccionado el menú
imaginario ideal: «Salmón ahumado, minestrone, rosbif, piña y kirsch, seguidos de
café y un buen coñac».
Los habitantes de Colditz tenían hambre, pero ni mucho menos tanta como las
desesperadas filas de refugiados alemanes que atravesaban el pueblo, una oleada de
humanidad famélica expulsada de sus casas por el avance de los ejércitos aliados.
«Verlos caminar fatigosamente por el puente era desgarrador. Algunos llevaban
pequeños fardos, pero otros apenas podían cargar consigo mismos». El 10 de febrero,
un «público muy agradecido» abarrotó el teatro de Colditz para ver Llegaron a una
ciudad, la obra de J. B. Priestley sobre las esperanzas y los miedos de una gente que
se muda a una ciudad modélica. Tres días después, más de mil doscientos
bombarderos británicos y estadounidenses sobrevolaron Dresde, la última gran
ciudad alemana todavía incólume. En dos días murieron unas veinticinco mil

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personas y un referente cultural fue destruido en uno de los actos de guerra más
feroces jamás cometidos. «¡Es imposible describirlo!», decía un superviviente. «Una
explosión tras otra. Era increíble, peor que la pesadilla más negra». Los prisioneros
pudieron ver la conflagración que estaba produciéndose cincuenta kilómetros al este.
Los que no podían soportarlo notaron las vibraciones del bombardeo en las paredes
del castillo. «El viejo Schloss se tambaleaba y caía polvo y yeso», escribió Platt.
Muchos guardias alemanes eran originarios de Dresde. Eggers dio permiso a su
ordenanza para que fuera a la ciudad a buscar a su familia. «Cuando llegó a su casa,
vio que había ardido y todos sus parientes estaban muertos». Consternado por la
carnicería que estaba aconteciendo en el horizonte, el padre pidió permiso para dar un
paseo vigilado por el campo. Por primera vez en varios meses, Platt salió del castillo
y caminó a orillas del Mulde seguido de un guardia. «Un pinzón se puso a cantar. Los
carboneros garrapinos estaban entonando su nerviosa tonadilla mientras aleteaban
entre los manzanos». Era el inocente canto de los pájaros en un valle tranquilo
mientras a solo unos kilómetros los hombres se quemaban unos a otros en multitudes.
Por el castillo corría el rumor de que, en breve, todos los prisioneros serían
trasladados al «reducto bávaro» en el que se esperaba que los nazis organizaran su
última defensa. Los coroneles Tod y Duke solicitaron una reunión con el
Kommandant y le preguntaron qué medidas tomaría cuando las fuerzas aliadas
llegaran a Colditz. Prawitt respondió vagamente, pero también con sinceridad, que no
tenía «instrucciones en ese sentido». Rudolf Denzler regresó para la que esperaba que
fuera la última inspección. El funcionario suizo encontró el castillo inundado de
incertidumbre, pero su presencia pareció infundir valor a los prisioneros: «Sus
quevedos relucientes y su sociabilidad paternal aliviaban las dudas».
«¿Cuánto falta?», le preguntaron mientras sobrevolaba el lugar otra formación de
bombarderos aliados. «No mucho», respondió con un optimismo que en realidad no
sentía. Denzler sabía que los prisioneros nunca habían corrido tanto peligro. El
Estado de derecho estaba disolviéndose en Alemania y, con él, su capacidad para
protegerlos. «El castillo era como un barco amenazado por una tormenta justo antes
de llegar a puerto», escribió.
Los antiguos reclusos también observaban inquietos cómo el huracán se
aproximaba a Colditz. En Suiza, Pat Reid escribió al Ministerio de Asuntos
Exteriores para expresar su «seria preocupación por la seguridad y la vida de los
prisioneros de Colditz» y exigir que se hiciera algo para protegerlos o permitirles
defenderse. «Los oficiales y los Prominente de Colditz serán tomados como
rehenes», predijo Reid. «En algún momento elegido previamente, serán trasladados al
cuartel general nazi, esté donde esté». Su plan para liberar el castillo era radical:
«Hagan pedazos el patio de la guarnición y la caseta de los guardias con bombardeos
de precisión, lancen armas al patio interior y den a los oficiales una oportunidad de
luchar por su vida. Ellos harán el resto».

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Pierre Mairesse-Lebrun tenía en mente algo parecido, pero aún más extravagante.
Con el mismo garbo con el que había saltado la valla perimetral en 1941, pretendía
liberar Colditz en persona con un ejército propio. El elegante oficial de caballería
francés había cruzado el Rin al sur de Estrasburgo con el Ejército de Liberación y fue
a ver al general Jean de Lattre de Tassigny, comandante en jefe de las fuerzas
francesas en Alemania, para hacerle una propuesta. «Sabía de la existencia de los
Prominente y estaba convencido de que ellos, e incluso todos los prisioneros de
Colditz, calificados de deutschfeindlich, se convertirían en rehenes que en última
instancia serían retenidos o masacrados». Mairesse-Lebrun le pidió a De Lattre que le
facilitara «dos escuadrones de tanques con provisiones y munición para un ataque
relámpago a Colditz», situado unos quinientos kilómetros al noreste. «Alemania
empezaba a desmoronarse», escribió. «Hiciera lo que hiciese, tendría que ser rápido».
De Lattre aprobó la propuesta y Mairesse-Lebrun estaba preparándose para una
carrera gloriosa hacia Colditz cuando el plan se vio frustrado por los estadounidenses,
que temían, acertadamente, que ese contingente de salvamento independiente se
topara con el avance ruso y desencadenara un conflicto bochornoso.
Los miedos de Pat Reid y Pierre Mairesse-Lebrun también los compartían en
Londres, París, Washington y el cuartel general supremo del general Eisenhower.
¿Qué destino tenía Hitler en mente para la numerosa población de hombres que
seguían presos? Si los campos eran abandonados, muchos reclusos morirían de
hambre y enfermedades o se enfrentarían a las represalias de la población. Si se
adentraban más en Alemania por delante de los ejércitos aliados, unos hombres ya
debilitados por la desnutrición morirían por el camino. ¿Hitler encerraría a algunos, o
incluso a todos, en su último bastión como escudos humanos contra los bombardeos
aéreos? ¿O las SS simplemente los matarían a todos en un último y horrendo
Crepúsculo de los dioses?

En febrero, en el campo de golf de Sunningdale, al sudoeste de Londres, la recién


creada Fuerza Especial de Reconocimiento Aerotransportada Aliada empezó a
entrenar a ciento veinte equipos integrados por tres hombres para rescatar a miles de
prisioneros de guerra que estaban en peligro. Reclutados en unidades de operaciones
especiales británicas y estadounidenses, el SOE y la OSS, esos agentes fuertemente
armados saltarían en paracaídas sobre el maltrecho Reich con equipos de radio y se
infiltrarían en campos de prisioneros. Una vez dentro, «contactarían con el oficial
superior británico e iniciarían comunicaciones por radio con las tropas aliadas, [que]
lanzarían armas y provisiones y ofrecerían cobertura aérea mientras la guarnición
estuviera en inferioridad». El plan para hacerse con el control de los campos de
prisioneros desde dentro recibió el acertado nombre en clave de «Eclipse». A tres
equipos les fue asignado Colditz, incluyendo uno liderado por Patrick Leigh Fermor,
el erudito, escritor y soldado que ya había participado en exitosas misiones detrás de

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las líneas enemigas en Creta. Con Henry Coombe-Tennant, un prisionero de guerra
fugado que acabaría convirtiéndose en monje benedictino, Leigh Fermor empezó a
trazar planes para liberar Colditz antes de que llegaran las SS.
Pero ya era demasiado tarde.

A principios de marzo, Irmgard Wernicke y su mensajero, el joven guardia alemán


Heinz Schmidt, informaron de un preocupante rumor que circulaba por el pueblo:
habían llegado escuadrones de las SS con «órdenes de matar a los prisioneros cuando
así se lo indicaran». La Unidad de Espionaje de Colditz dirigida por David Stirling y
Checko Chaloupka estaba resultando de lo más efectiva. Asombrosamente, Schmidt
padre había sobornado al operador de radio de Colditz para que anotara todas las
llamadas recibidas por el Kommandant desde Berlín y Dresde: «Cada vez más, las
llamadas provenían de las SS y la Gestapo». Al mismo tiempo, otro espía de Schmidt
aquí dentro de la Kommandantur afirmaba haber visto en la mesa de Prawitt una carta
firmada por Hitler, según la cual no debían permitir bajo ninguna circunstancia que
los Prominente cayeran en manos aliadas. Se avecinaba algo desagradable.
Si llegaba la orden de trasladar a los rehenes VIP o cometer una masacre, sin duda
vendría de Dresde a través de la oficina de Martin Mutschmann, el Gauleiter de
Sajonia, que en 1942 había hecho una visita triunfal al castillo para inspeccionar el
túnel francés. Como correspondía al fundador del SAS, David Stirling lanzó un
ataque preventivo: una «carta con un lenguaje fuerte y amenazador» en alemán
idiomático, escrita en caligrafía gótica y dirigida a Mutschmann. «Tus días en el
poder se han acabado», empezaba. «Ahora te enfrentas a la muerte». Asimismo, la
carta advertía que «si los prisioneros de Colditz sufrían algún daño, los Aliados se
asegurarían de que fuera ahorcado». No iba firmada, pero por su tono parecía tener su
origen en la creciente resistencia alemana contra los nazis. Mutschmann era el
hombre más poderoso de Sajonia, pero también era un cobarde, y, ahora que se
acercaba el Armagedón, algunos altos cargos nazis estaban buscando maneras de
salvar el pellejo. «Esperábamos que inquietara al Gauleiter y que le hiciera pensar
dos veces en un momento de crisis», escribió Jack Pringle. Heinz Schmidt le entregó
la carta a Irma Wernicke, que subió a un tren rumbo a lo que quedaba de Dresde y la
envió.
Los prisioneros habían pasado más de cuatro años intentando salir del castillo; al
parecer, ahora quizá tendrían que enfrentarse a los alemanes para permanecer en él.
El coronel Tod empezó a elaborar planes de resistencia. Si intentaban trasladarlos,
bloquearían las escaleras con muebles. En la buhardilla fabricaron un ariete que en
caso de necesidad utilizarían para derribar la puerta del depósito de armas. Julius
Green preparó un botiquín de emergencia con medicamentos y vendas por si se
producía «un ataque o un desalojo forzado». El planeador estaba listo para volar; la
que en su día era una herramienta de fuga se había convertido en un medio para

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enviar a dos hombres a buscar ayuda si se acercaban las SS. «El planeador debe
permanecer en la reserva bajo un estricto secretismo», ordenó Tod. Si los alemanes
intentaban llevarse a los Prominente, evacuar a los prisioneros o matarlos a todos, la
medida llegaría sin previo aviso. «Lo que fuera a ocurrirnos, ocurriría pronto»,
escribió un oficial. Irma y su red estaban vigilando atentamente los movimientos de
tropas y otras señales amenazadoras, pero alertar a los prisioneros en caso de
emergencia llevaría tiempo. «No podíamos esperar a mantener reuniones con Heinz,
que solo podían celebrarse cada dos noches cuando estaba de guardia».
La Unidad de Espionaje y sus agentes del pueblo idearon un sistema de alerta
temprana. Noventa metros por debajo del castillo, en la calle situada a los pies de la
colina, había una farola claramente visible desde las ventanas de las dependencias
británicas. En colaboración con Irma, Heinz y su padre, acordaron un sencillo código
visual. Cada día a las nueve y las doce de la mañana y a las cuatro de la tarde, un
hombre de confianza acudiría al lugar. Si simplemente se apoyaba unos minutos en la
farola y después se iba, significaba que no había nada de que informar; si cruzaba la
calle, significaría que iban a trasladarlos y, si encendía un cigarrillo, que las tropas
alemanas estaban retirándose. La cuarta señal era la más compleja, y también la más
temida. Si el agente caminaba por la calzada, pasaba por delante del restaurante, se
detenía en el primer poste de telégrafo de la izquierda durante medio minuto y
después regresaba a la farola, estaba indicando: «Peligro extremo. Salid cueste lo que
cueste». Esa sería la señal para que los prisioneros iniciaran una fuga masiva,
pertrechados con todas las armas que pudieran encontrar. El mensaje solo se enviaría
«si pensaban hacer estallar el castillo» o si las SS estaban preparándose para un
ataque a gran escala. Tres veces diarias, un vigilante apuntaba un telescopio casero
hacia la farola. Pero, aun con avisos, los prisioneros no podrían resistir mucho
tiempo. Al final, su destino dependería de si la guarnición de Colditz optaba por
defender a los reclusos de las SS o por entregarlos.
Una mañana, después del recuento, Tod se dirigió a los prisioneros: «Caballeros,
llega un momento en que las cosas se ponen tan feas que lo único que puedes hacer es
reírte». Con semblante serio, añadió: «Los alemanes me han informado de que en los
próximos días llegarán más de mil oficiales franceses». El campo de prisioneros
franceses situado al este de Leipzig había sido evacuado ante el avance soviético y
sus presos estaban siendo trasladados al oeste. Cuando llegaron a Colditz llevaban
casi una semana viajando como ganado y «se encontraban en unas condiciones
terribles, sin afeitarse, sin lavarse y oliendo a rayos con su ropa mugrienta». Eggers
los vio entrar como «hordas bárbaras». Unos mil doscientos fueron hacinados en el
castillo y otros seiscientos encarcelados en un campo improvisado a las afueras del
pueblo. Los británicos fueron trasladados al sótano de la Kellarhaus para hacer sitio,
pero no había camas suficientes para todos. Los que no cabían dormían sobre paja
esparcida en el suelo de la capilla y las letrinas. «Con dos mil hombres al borde de la
hambruna en nuestras manos», escribió Eggers, la escasez de alimentos era

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desesperada. Las alcantarillas se obstruyeron rápidamente y no había agua caliente.
Los famélicos reclusos prepararon un caldo grumoso e insípido con pieles de patata y
nabo que encontraron en el suelo de la cocina. Cuando llegaron prisioneros aún más
hambrientos, Eggers les ofreció una rebanada de pan y mermelada a cada uno,
empuñando su revólver para impedir que se robaran unos a otros las exiguas raciones.
Las alarmas antiaéreas sonaban día y noche. «Todo son empujones, jaleo, disculpas y
olor», protestaba el padre. Cuando finalmente se agotó el combustible, permitieron a
unos cuantos prisioneros salir del castillo bajo custodia para recoger madera en el
Tiergarten. Uno de los recolectores escribió: «Cuando volvimos al patio, el olor de la
prisión nos golpeó en la cara». Colditz estaba convirtiéndose en una versión gélida,
hedionda y famélica del purgatorio.

El 6 de abril apareció en aquel antro una figura extrañamente angelical, «un joven de
cabello rubio, ojos azul metálico y carácter sensible», el último prisionero de Colditz
y la última incorporación al exclusivo grupo de los Prominente. El teniente John
Winant Jr. era un estudiante de veintiún años que abandonó Princeton en segundo
curso para alistarse en las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos. Había participado en
trece misiones en Alemania cuando su bombardero B-17 Flying Fortress fue abatido
cerca de Münster en 1943. Saltó en paracaídas y fue capturado inmediatamente.
Winant era un prisionero de guerra más, pero su padre era el embajador
estadounidense en Gran Bretaña. En 1941, John G. Winant Sr., exgobernador de New
Hampshire y considerado por algunos el futuro presidente, había sido nombrado por
Roosevelt embajador de Estados Unidos en la corte de St. James y ocuparía ese
puesto durante la guerra. El embajador Winant era una figura popular y un defensor
de la campaña bélica cuyo deseo de estrechas relaciones angloestadounidenses
incluyó un romance con Sarah, la hija de Churchill. Así pues, cuando en Gran
Bretaña se supo que el primogénito y tocayo de Winant había sido hecho prisionero,
«la embajada estadounidense en Londres se inundó de cartas y telegramas de
personas bienintencionadas de Estados Unidos, Gran Bretaña y otros países». El
joven piloto había pasado dieciocho meses en un campo de prisioneros cerca de
Múnich cuando fue trasladado súbitamente a Colditz. John Winant no entendía por
qué había sido elegido, pero pronto se esclarecieron los motivos: el hijo del
embajador estadounidense podía ser un activo valioso. «Por su cara, su figura y todo
lo demás, era la idea que tenían los ingleses de un universitario estadounidense»,
observaba Michael Alexander con una pizca de arrogancia inglesa cuando Winant
llegó a sus habitaciones. En aquel momento, los personajes VIP de Colditz incluían a
generales polacos y franceses, aristócratas británicos, parientes de políticos,
miembros de la familia real y un joven estadounidense famoso. Las cartas estaban
sobre la mesa y, en Berlín, alguien estaba acumulando la que podía ser una mano
ganadora. «Nunca descubrimos qué miembro de la comitiva de Hitler estaba

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buscando posibles intercambios de rehenes por sus intereses personales», escribió
Eggers. La respuesta más probable era Himmler, que seguía controlando
personalmente el departamento que supervisaba todo lo relacionado con los
prisioneros.
Cuatro días después de la llegada de Winant podían oírse claramente los combates
que estaban librándose hacia el este. Los estadounidenses habían llegado a Halle, a
cuarenta kilómetros de Leipzig, y avanzaban con rapidez hacia Colditz. Una hilera
irregular de tanques y vehículos blindados alemanes cruzó el pueblo con destino a
Chemnitz, en el sur, donde el mando regional de la Wehrmacht había instalado un
nuevo cuartel general, un ejército que afrontaba su final y no tenía dónde ir. «La
gente mira constantemente por las ventanas hacia el oeste», escribió Gris Davies-
Scourfield. «Otros están recogiendo sus cosas». Pero no todos los soldados alemanes
habían iniciado el repliegue. Un grupo de doscientos hombres del 101.º Batallón de
Rifles Motorizado, liderado por oficiales de las SS y apoyado por carros de combate,
llegó al pueblo y empezó a prepararse para una última defensa. Los prisioneros
vieron a los miembros de las Juventudes Hitlerianas cavar trincheras y hoyos de
protección en la pendiente situada frente al castillo. Las SS colocaron barricadas en la
calle principal y ocuparon posiciones defensivas en casas de las afueras. Se organizó
un batallón Volkssturm armado con unos cuantos rifles y un par de cabezas explosivas
antitanques Panzerfaust. Tendieron alambre de espino en el puente que cruzaba el
Mulde y luego se dedicaron a esperar con incertidumbre. Varios tanques y la artillería
motorizada tomaron posiciones en los bosques que dominaban el valle. El oficial al
mando de las SS apareció en la puerta del castillo y exigió ver al Kommandant. Sus
órdenes eran organizar una defensa en el río, según les comunicó a Prawitt y Eggers,
y «necesitaría todos los hombres y la munición que pudiera conseguir». Prawitt le
explicó que su guarnición había quedado reducida a doscientos hombres, todos
mayores de cincuenta años y armados con viejos rifles franceses y una docena de
balas cada uno, diez ametralladoras y unas cuantas granadas de mano. Unos
setecientos oficiales franceses habían sido trasladados a otros campos, pero el castillo
estaba lleno de prisioneros hambrientos, nerviosos y cada vez más incontrolables.
Necesitaría a todos los guardias para impedir una insurrección. El Hauptmann de las
SS aceptó a regañadientes, pero en la actitud del Kommandant había detectado un
atisbo de deslealtad. Antes de irse le lanzó una advertencia: «Si se ondean banderas
blancas en el castillo, abriré fuego».
Cada día a las nueve y las doce de la mañana y a las cuatro de la tarde, el agente
se apoyaba en la farola situada a los pies del castillo; nada que informar. Pero los
febriles preparativos confirmaron las advertencias de Irma Wernicke: «Colditz se
estaba convirtiendo en una zona de batalla». Una vez más, Willie Tod y Florimond
Duke pidieron ver a Prawitt. Las tropas estadounidenses llegarían a Colditz en
cuestión de días, si no horas. ¿Qué intenciones tenía? Nuevamente, Prawitt intentó
ganar tiempo y dijo que «esperaba órdenes». No desveló que esas órdenes ya habían

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sido elaboradas por el propio Himmler junto con un sistema de mensajes en clave
para llevarlas a cabo.
Si el cuartel general del mando regional llamaba al Kommandant y pronunciaba la
palabra Heidenröslein, sería la señal para evacuar a los Prominente. La elección de
dicho término era deliberada. Heidenröslein es el título de un famoso poema de
Goethe. Cuando un joven amante va a coger la «pequeña rosa del matorral», esta no
cede sin derramar sangre:

El muchacho dijo: «¡Te cogeré,


pequeña rosa del matorral!».
La rosita dijo: «Yo te pincharé
para que pienses en mí siempre.
¡Jamás me rendiré!».

Al recibir la señal, Prawitt debería reunir a los prisioneros VIP en la puerta principal.
Las SS enviarían un escuadrón de soldados de asalto y dos autocares para recogerlos.
Después, los Prominente serían trasladados a la fortaleza de Königstein, más al este y
por detrás de la disuelta línea del frente alemán.
La segunda señal en clave era aún más enrevesada. Si el cuartel general enviaba
las letras «ZR», ello significaría Zerstörung Raümung (Destrucción-Evacuación):
debían quemar todas las pruebas documentales almacenadas en Colditz, reunir la
comida y las armas que tuvieran, evacuar la prisión y sacar a los reclusos a punta de
pistola utilizando «los medios de transporte disponibles». Según Eggers, estos se
reducían a «un vehículo antiguo que apenas funcionaba y dos carruajes tirados por
caballos». Los prisioneros debían ser trasladados «al este». La orden no especificaba
dónde.
Como ministro metodista, el padre Platt consideraba que debía mantener una
actitud devota y digna en todo momento, pero su entrada de diario del 12 de abril,
escrita en la cama cuando los prisioneros habían sido encerrados en sus habitaciones,
es lo más parecido a la exaltación que demostró nunca:

Camiones militares, vehículos blindados y tanques llevan todo el


día cruzando el puente, un ejército en retirada. Es posible que el
personal militar, los blindados y los convoyes alemanes se dirijan a
Berchtesgaden [el refugio de Hitler en las montañas de Bavaria],
donde, según los rumores, se organizará la última defensa. A las diez
de la mañana se decía que el ejército estadounidense había llegado al
Elba; a mediodía supuestamente estaba a veinte kilómetros de
Leipzig. Se oía claramente la artillería desde las 13:30. En el campo
reinaba el entusiasmo y cada centímetro de las ventanas estaba

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ocupado por cuerpos arracimados. Esta noche llega el abrasador
rumor de una gran concentración de tanques seis kilómetros al oeste
de Colditz. Oímos por radio el anuncio de la muerte del presidente
Roosevelt. Los preparativos para la defensa continuaron en el pueblo
con más ferocidad. Se veían angostas trincheras en los campos de las
pendientes más altas y bordeando los bosques. Chicos y chicas de
todas las edades trabajaban con palas y picos junto a sus mayores
uniformados. Parece que los alemanes van a presentar una seria
defensa en los campos que rodean el castillo […]. El oficial superior
británico ha ido a entrevistar al Kommandant, pero desconocemos
sobre qué tema.

El tema eran los Prominente.


Aquella tarde había llegado un mensaje a la mesa de Gerhard Prawitt consistente
en una única palabra: Heidenröslein.

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Sitiados

Du RANTE dos años, el Oberstleutnant Prawitt había gobernado Colditz como si


fuera su feudo. Ahora se hallaba en grave peligro, amenazado por el avance
estadounidense, las SS acantonadas en el pueblo y más de un millar de prisioneros
cada vez más firmes. La palabra en clave que le ordenaba que trasladara a los
Prominente había llegado a las cinco de la tarde y convocó una reunión estratégica
con Eggers. Podían ignorar la orden, pero, entonces, las SS irrumpirían en el castillo,
probablemente los arrestarían a ambos y se llevarían a los prisioneros especiales por
la fuerza. Si los Prominente se percataban de lo que estaba sucediendo, algunos o
todos intentarían esconderse o desaparecer entre la multitud de reclusos. «En tales
circunstancias, no podríamos atraparlos a todos, incluso dentro del castillo, sin
derramar sangre», dijo Eggers. Los prisioneros podían amotinarse: «No se sabe qué
podrían hacer si sale a la luz la noticia. Podría haber una revuelta». Pero si Eggers y
Prawitt obedecían y entregaban a los Prominente a las SS, serían considerados
legalmente responsables de lo que les ocurriera. La guerra casi había terminado y, tras
la derrota, se depurarían responsabilidades. Ninguno de los dos era un asesino y
sabían que el futuro de aquellos hombres en manos de las SS sería incierto en el
mejor de los casos y extremadamente breve en el peor. Pero los hábitos de obediencia
estaban muy arraigados y la orden de Himmler era explícita: el Kommandant debía
entregar a los Prominente y «respondería con su vida si escapaba alguno». Prawitt y
Eggers acordaron postergar cualquier medida hasta que los prisioneros se hubieran
acostado. «A las diez, el patio se había vaciado y todos los prisioneros estaban
encerrados en sus habitaciones o en la capilla», escribió Eggers. Los coroneles Tod y
Duke fueron citados en el despacho del Kommandant.
«Alto y demacrado», Prawitt los saludó con rigidez y los invitó a sentarse. Por
medio de un intérprete, informó a los altos mandos de que los prisioneros especiales
abandonarían el castillo a medianoche. «Las fuerzas de las SS desplegadas en el
pueblo proporcionarán a los guardias que custodiarán a los Prominente». No tenía
permiso para especificar dónde irían.
La respuesta de Tod fue inmediata y enfática: «Exigimos que ignore las órdenes».
Prawitt negó con la cabeza. Las SS se encontraban a solo unos centenares de
metros. Si no acataba las órdenes de Himmler, lo harían ellos con la máxima fuerza.
«Si me niego a cumplir esa orden, las SS tomarán represalias, no solo contra mí, sino
contra todo el castillo. Habrá muchas muertes en todo el campo y, aun así, los
Prominente se irán».
Tod y Duke protestaron. Los aviones aliados estaban bombardeando las
carreteras. «Sería una locura enviar dos camiones llenos de prisioneros por un pasillo

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cada vez más estrecho entre las fuerzas estadounidenses y rusas […] condenarlos a un
indudable peligro y una posible muerte».
Duke intervino:
—Su deber como oficial responsable es actuar de manera independiente y aplicar
el mejor criterio.
Prawitt se mostró impasible:
—El traslado será esta noche y habrá concluido al alba.
Entonces, ambos apelaron a su sentido prusiano del orden legal y a su instinto de
supervivencia. La Convención de Ginebra exigía que se avisara a los prisioneros de
un traslado con veinticuatro horas de antelación y que se les indicara su destino:
—Será considerado personalmente responsable del secuestro de los Prominente
—dijo Tod.
Prawitt se encogió de hombros. Serían custodiados por las SS, de modo que la
responsabilidad era suya.
—¿Y quién los protegerá de las SS? —terció Duke.
La pregunta dio que pensar a Prawitt. Tod tenía razón. Si las SS ejecutaban a los
prisioneros cuando los entregara, los Aliados podían acusarlo de cómplice de
asesinato. La patata caliente podía quedarse en sus manos, así que, como han hecho
siempre los jefes, decidió pasarla.
Prawitt señaló a Reinhold Eggers. Su jefe de seguridad, el Hauptmann Eggers,
acompañaría a los VIP a su destino y volvería «a Colditz con una carta firmada por
los Prominente confirmando que habían llegado sanos y salvos dondequiera que
fuesen».
Eggers se quedó boquiabierto. De un plumazo, Prawitt había escapado de la línea
de fuego y había colocado a su subordinado en ella. «Mi cabeza era un blanco desde
ambos lados de aquel asunto, el mío y el de los Aliados», escribió Eggers. «Si los
Prominente huían, Hitler iría a por mí y a por mi familia. Si eran asesinados, los
Aliados acabarían conmigo por ser el responsable de su muerte».
Tod fue directo a los aposentos de los Prominente, donde habían tomado
posiciones más centinelas, y les dio la mala noticia: tenían una hora para recoger sus
cosas. Intentó lanzar un mensaje tranquilizador. «La situación cambia cada hora y a
nuestro favor», dijo Tod. «Se ha solicitado a Suiza, el poder protector, que siga el
traslado de cualquier prisionero. No los abandonarán». Charlie Hopetoun y Dawyck
Haig estaban indispuestos y hubo que sacarlos de la enfermería. Manteniendo su
estatus hasta el final, los oficiales del grupo de los Prominente insistieron en que
tenían «derecho a disponer de al menos dos ordenanzas» para que les hicieran las
maletas y cargaran con ellas. Los «otros rangos» estaban hacinados en una buhardilla.
El oficial de los ordenanzas pidió voluntarios, y dos soldados de Nueva Zelanda,
ambos maoríes, dieron un paso al frente. A Eggers lo asombró que alguien quisiera
«hacer ese viaje hacia lo desconocido con sus oficiales».

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El joven John Winant consiguió separarse de los demás Prominente y se escondió
en las buhardillas. Florimond Duke fue citado inmediatamente en el despacho de
Prawitt:
—Si no ha aparecido cuando los Prominente estén listos para irse —dijo el
Kommandant—, las SS se ocuparán de la búsqueda.
—¿Y si no lo encuentran? —preguntó Duke.
—Habrá disparos.
—Usted y sus hombres han jurado proteger a los prisioneros.
—¿Qué pueden hacer un puñado de ancianos contra ochocientos miembros de las
SS?
Además, las SS aprovecharían la oportunidad para ocupar la prisión si el hijo del
embajador estadounidense no aparecía.
—Eso satisfaría al comandante de las SS —dijo Prawitt—. Podría instalar a sus
hombres en el castillo y aplastar la revuelta. Una vez dentro, se quedarían…
Duke sabía que tenía razón: «El castillo sería un lugar espléndido para una última
defensa fanática».
Prawitt se puso en pie:
—En una hora llegará un destacamento de las SS para escoltar a los Prominente.
Si el teniente Winant no está preparado para irse con los demás, que Dios nos asista a
todos.
Negarse a entregar a un estadounidense pondría en peligro la vida de todos los
demás prisioneros. «He llegado a la conclusión de que el riesgo es demasiado
grande», le dijo Duke a Nunn, que fue a buscar a Winant en la buhardilla.
A la una y media de la madrugada, el capitán John Elphinstone, sobrino del rey y
el oficial británico de mayor rango en el grupo, lideró a veintiún hombres por el patio
y cruzaron la puerta para dirigirse a los autocares. En aquel momento, los Prominente
consistían en siete oficiales británicos de nobleza y notabilidad diversas, el
contingente polaco del general Bór-Komorowski, dos ordenanzas maoríes y un solo
estadounidense. El resto de los prisioneros se agolparon en las ventanas y profirieron
gritos de ánimo. Giles Romilly describía el momento en una serie de instantáneas:
«El general Bór desfilando impecable. El castillo intentando parecer un cuadro de
Van Gogh. Los muros teñidos de una luz amarilla verdosa. Prawitt cambiándose la
bota. Una gran luna asomando entre las nubes». Pasaron entre dos filas de soldados
de asalto. «No había afabilidad en sus rostros y tenían un alsaciano negro entre los
pies». Eggers, que llevaba un «uniforme impoluto» y una expresión de honda
ansiedad, fue el primero en subir. Flanqueado por dos motociclistas y seguido de un
coche blindado, el convoy partió «como si fuera una excursión infernal, colina abajo,
cruzando el puente y recorriendo las calles desiertas de Colditz».

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El viernes 13 de abril fue un día inquietantemente tranquilo. El aire parecía «inmóvil,
como en medio de un tifón». La artillería retumbaba a lo lejos en dirección a Leipzig,
pero las sirenas antiaéreas habían enmudecido. Los reclusos se pasaron la noche
pensando qué sería de los Prominente. Pocos durmieron. El padre Platt afirmaba
haber visto a dos oficiales de la escolta de las SS estudiando un mapa bajo la luz y
especulaba que «parecían señalar una carretera que viraba hacia el sur en dirección a
Berchtesgaden». Los rumores se arremolinaban por todo el castillo. Algunos decían
que los paracaidistas soviéticos ya estaban saltando sobre Berlín. Los optimistas
aseguraban que los estadounidenses se encontraban al otro lado de la colina. Otros
dudaban que la libertad estuviera cerca. «Creemos que hay un cincuenta por ciento de
posibilidades de que hoy nos trasladen a todos», escribió Platt. «Pero ¿adónde pueden
llevarnos?». La teoría más extendida era que irían al sur, destinados a convertirse en
monedas de cambio, igual que los Prominente, en una horrenda defensa final en los
Alpes bávaros. Reinhold Eggers volvió por la noche y trajo consigo una nota
manuscrita de Elphinstone que confirmaba que el grupo había llegado al castillo de
Königstein y por el momento estaba sano y salvo. A Eggers le gustaba rezumar un
aire permanente de omnisciencia, pero incluso él reconocía no tener ni idea de qué les
aguardaba a los rehenes.
Los prisioneros respondieron a la incertidumbre atiborrándose de comida.
Durante semanas habían dosificado las raciones que quedaban. Ahora se las comieron
todas. Si el día siguiente traía la liberación, una marcha forzada a un reducto nazi o la
muerte, estarían bien alimentados. «Parece absurdo no comérselo todo, porque quién
sabe cómo y cuándo volveremos a comer», escribió Gris Davies-Scourfield, que
detallaba cuidadosamente su consumo de aquel día: suflé de queso, pan con
mantequilla y mermelada, sopa, salmón frío, puré de patatas, carne enlatada, alubias y
nabo franceses, pastel, pudín de chocolate con ciruelas pasas y «una deliciosa taza de
café». Fue otra noche agitada, en parte debido a la emoción y la ansiedad por lo que
podía traer el día siguiente, pero también a una gran indigestión.
El día siguiente a las nueve, el vigía orientó su telescopio hacia el lugar de
señalización, pero, en lugar de apoyarse en la farola como era habitual, el colaborador
cruzó la calle con pasos lentos y deliberados y se volvió hacia el castillo: «Os van a
trasladar». En efecto, una hora antes, Prawitt había recibido un mensaje del cuartel
general del alto mando regional alemán: «ZR». Destrucción-Evacuación.

Los Prominente se habían puesto en marcha otra vez. Hopetoun y Haig estaban
demasiado enfermos para viajar y se quedaron en la enfermería de Königstein con
uno de los ordenanzas maoríes. Pero los otros se montaron en los autocares para
iniciar una odisea por varios campos, cada kilómetro alejándolos un poco más del
avance de los ejércitos aliados: hacia el sur, pasando por Checoslovaquia hasta
Kattau, después Laufen y por último Tittmoning, una fortaleza medieval situada en el

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sudeste de Bavaria, cerca de la frontera austríaca. Más al sur, pasado Salzburgo, se
encontraba Berchtesgaden, el «reducto nacional» de Hitler en los Alpes bávaros. La
Fortaleza Alpina (Alpenfestung), construida alrededor del Bergdorf, o Nido de
Águila, consistía en un sistema de poderosas estructuras defensivas que incluían un
centro de mando de dieciocho mil metros cuadrados esculpido en la montaña bajo el
chalet privado de Hitler. Si los fanáticos nazis se atrincheraban allí con sus rehenes,
sería imposible sacarlos sin provocar un baño de sangre.
Tittmoning era una prisión para altos mandos neerlandeses. Uno de los primeros
en dar la bienvenida a los recién llegados fue el capitán Machiel van den Heuvel, el
oficial que tantas fugas había ideado en Colditz. «Vandy» tenía una idea bastante
aproximada de adónde se dirigían los Prominente y, como de costumbre, tenía un
plan de fuga preparado.
La noche siguiente, Giles Romilly y un oficial neerlandés se escondieron en la
zanja que discurría en paralelo a la parte interior de las murallas. Poco después de la
medianoche, «bajo una luna de un poder y un tamaño deslumbrantes», descendieron
veintisiete metros hasta el foso. En el proceso, Romilly se arrancó la piel de los
nudillos cuando la sábana se retorció y lo hizo chocar contra la roca. «La luna, el
castillo y el espacio empezaron a dar vueltas». Cuando tocaron suelo, echaron a
correr ladera abajo hasta llegar a la carretera. Guiándose por «una brújula tan
diminuta y milagrosa como el ojo de un pájaro cucarachero», siguieron la que
esperaban que fuera la dirección de la estación. Con suerte, allí podrían tomar un tren
con destino a Múnich. «La paz de la noche nos dejó atónitos. Superaba cualquier
expectativa razonable».
Mientras Romilly se maravillaba ante el silencio alpino que los rodeaba, sus
compañeros descendían a las entrañas del castillo de Tittmoning. Van den Heuvel los
llevó hasta una profunda hornacina en la que la vieja pared tenía unos tres metros de
grosor. «El neerlandés se arrodilló e, iluminándose con una pequeña linterna, sacó la
hoja de un cuchillo de entre los grandes bloques que formaban la pared. Entonces se
desprendió una piedra y vimos un agujero por el que podíamos pasar uno a uno». Un
pequeño túnel conducía a una cámara de un metro de ancho por cuatro de alto.
Cuando los alemanes se percataran de su ausencia, predijo Vandy, darían por sentado
que todos los prisioneros británicos habían huido por la misma ruta que Romilly.
Podía proporcionarles comida y agua suficientes para permanecer escondidos una
semana. Para entonces, la guerra quizá habría terminado. Los cinco oficiales
británicos entraron, pero el ordenanza maorí no fue invitado. El contingente polaco
decidió no participar y, en cualquier caso, no había sitio para ellos. Había tan poco
espacio que dos tenían que tumbarse uno junto al otro en el túnel, otro debía quedarse
de pie, el cuarto encaramarse a una repisa y el quinto a un cubo que hacía las veces de
retrete. Para evitar las rampas, cambiarían de sitio cada dos horas. Michael Alexander
no pegó ojo aquella primera noche, pensando cuánto tiempo tendrían que pasar en
aquel agujero «intolerablemente mal designado».

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El funcionario suizo Rudolf Denzler estaba de vuelta en Berna esperando el final
de la guerra cuando llegó un mensaje del delegado británico de la sección de intereses
exteriores de Ginebra. Con el sello de «muy urgente», enumeraba los nombres de los
Prominente y explicaba que las SS los habían sacado de Colditz y trasladado a un
lugar desconocido. Concluía con una petición firme: «Averigüe inmediatamente el
paradero de esos prisioneros, haga todo lo posible por garantizar su seguridad y
bienestar y advierta solemnemente a las autoridades alemanas que cualquier
incumplimiento en esta cuestión tendrá las consecuencias más graves para los
responsables». Denzler tenía una corazonada sobre su posible destino. «Teníamos
todos los motivos para suponer que los líderes del Tercer Reich estaban
contemplando una última defensa en los Alpes». El funcionario se montó en su
pequeño coche suizo y regresó a la Alemania nazi.

Los prisioneros de Colditz recibieron la orden de presentarse a las diez de la mañana


en el patio interior con todas las posesiones que pudieran cargar. A las once no había
aparecido ninguno. Diez minutos después, los oficiales superiores fueron llevados al
despacho del Kommandant:
—¿Por qué no está listo el contingente? —dijo Prawitt.
—He cambiado de parecer —respondió Tod pausadamente—. Nos negamos a
abandonar el castillo.
El aviso de sus colaboradores del pueblo le había dado tiempo para formular un
plan con Florimond Duke y el oficial superior francés.
—Entonces, los prisioneros serán trasladados a la fuerza —zanjó Prawitt.
—¿A la fuerza? —replicó Tod—. ¿No sabe lo que está pasando ahí fuera? Los
estadounidenses están a solo treinta kilómetros y llegarán en pocas horas.
—No es esa la información de la que disponemos —dijo Prawitt con frialdad.
Tod lo ignoró:
—Si intentan emplear la fuerza, debo advertirle que resistiremos y habrá sangre.
¿Qué explicaciones dará cuando lleguen los estadounidenses?
—Llevamos mucho tiempo esperando este día —añadió Duke.
—Ahora que faltan solo unas horas, ni usted ni nadie sacará a esos hombres de
Colditz.
Teniendo en cuenta el tiempo que habían pasado intentando salir de Colditz, era
un comentario bastante divertido, aunque sin intención. Nadie sonrió.
Prawitt cogió el teléfono y pidió que le pasaran con el cuartel general del Mando
Regional en Glauchau. Desde el despacho solo podían oír una parte de la
conversación, pero su esencia estaba clara:
—Sí, general, ya he dado la orden. Sí, general, pero se niegan a obedecer. Sí,
general, les he advertido, pero no ha servido de nada. Sin duda habrá derramamiento
de sangre.

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El debate prosiguió mientras el Kommandant intentaba endilgar la
responsabilidad al general y viceversa.
Finalmente, Prawitt perdió la paciencia:
—General, ¿aceptará la responsabilidad por lo que suceda aquí?
Hubo una breve pausa.
—¡Pues entonces yo tampoco! —gritó Prawitt antes de colgar con furia.
Desprovisto de toda autoridad, el Kommandant se volvió lentamente hacia Tod:
—¿Qué quiere que haga?
El 14 de abril de 1945 a las once y media en punto, el control de Colditz pasó de
los guardias a los prisioneros.
Para Eggers fue un alivio: «Jamás habríamos sacado a los prisioneros de allí y,
aunque lo hubiéramos hecho, a nadie le gustaba la idea de intentar mantenerlos juntos
en una caminata en dirección al avance ruso». Después empezó a destruir pruebas.
Durante todo el día, cinco guardias tiraron documentos a la caldera. A medianoche, el
gran mar de papel que contaba la historia burocrática de la prisión se había
convertido en humo. Pero Eggers era historiador y los objetos del museo de Colditz
fueron metidos en cajas amontonadas en el sótano. Con quisquillosa corrección, todas
las posesiones confiscadas a los prisioneros les fueron devueltas, un total de mil
cuatrocientos objetos: plumas estilográficas, cuchillos y billetes británicos. Schaefer,
el coronel estadounidense condenado a muerte, fue liberado de las celdas de
aislamiento. En el teatro, los hombres que en su día hacían disfraces y uniformes
falsos empezaron a coser banderas —polacas, francesas y británicas— para ondearlas
desde las murallas cuando llegara el momento de la liberación. Los alemanes
empezaron a recoger sus pertenencias, una maleta pequeña cada uno. La rueda estaba
girando a una velocidad trepidante y el sonido de los disparos sonaba cada vez más
cerca. Desde el castillo se divisaba el estallido de la artillería estadounidense.
—Creemos que las SS podrían entrar en el castillo —le dijo Tod a Prawitt—.
Solicitamos que nos entregue las llaves del arsenal. Armaremos a los prisioneros para
que lo defiendan de las SS.
En ese momento volvió a intervenir Duke:
—Tiene mucho más que temer de las SS que de los estadounidenses.
Con extrema renuencia, Prawitt les tendió las llaves de los depósitos de munición
y armas a condición de que no fueran repartidas entre los prisioneros a menos que las
SS intentaran hacerse con el control del castillo. Mientras tanto, los centinelas
alemanes seguirían patrullando como de costumbre. Las SS no podían saber que
Prawitt ya se había rendido. «Si veían banderas blancas o aliadas, irrumpirían en el
castillo y precipitarían una batalla sangrienta». La farsa entrañaba un riesgo: si los
estadounidenses ignoraban que el castillo había cambiado de manos, podían atacarlo.
Todavía quedaba un documento por completar, así que Tod le entregó una hoja al
Kommandant. «En vista del correcto comportamiento del coronel Prawitt y sus
oficiales en la gestión del campo, no se tomarán represalias […]. Se les ofrecerán

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todas las medidas de protección a ellos y a sus familias, y los suboficiales y sus
hombres serán liberados lo antes posible». Los alemanes serían eximidos de
responsabilidades por cualquier hecho pasado, salvo en dos casos: la muerte de
Michael Sinclair y el destino de los Prominente. Prawitt firmó. Su derrota era
completa. El documento carecía de estatus legal y hacía promesas que no podían
garantizarse. A lo sumo era un pacto de honor, un último gesto de decencia militar en
una prisión que siempre se había preciado de ser dirigida por y para caballeros.
Colditz había visto muchas producciones teatrales inverosímiles a lo largo de los
años, pero nada tan extraño como el drama que estaba desarrollándose en aquel
momento: la guarnición alemana fingía estar custodiando una prisión que ya no tenía
bajo control; los reclusos actuaban como si aún fueran prisioneros a la vez que
protegían a sus carceleros de las SS y las tropas estadounidenses; Prawitt interpretaba
el papel de Kommandant, un papel que a efectos prácticos había adoptado el coronel
Tod; y los guardias se habían convertido en prisioneros y los prisioneros en sus
guardias.

El Tercer Batallón del 273.º Regimiento de Infantería, la vanguardia del Primer


Ejército, estaba avanzando con rapidez desde el sudoeste apoyado por carros de
combate de la 9.ª División Blindada. Aquellos soldados estadounidenses llevaban
menos de un mes en Europa, pero ya habían participado en duros combates en las
Ardenas y presenciado cosas horribles. En el Stalag Tekla, un campo de esclavos
situado cerca de Leipzig, encontraron docenas de cuerpos calcinados. Los reclusos
habían sido encerrados en un comedor al que los alemanes prendieron fuego. Los que
consiguieron escapar del edificio en llamas fueron tiroteados. Algunos parecían
haberse electrocutado con la valla exterior. El coronel Leo Shaughnessy, líder del
contingente, tenía la misión de «eliminar la resistencia en el campo y descubrir
grupos de refugiados y prisioneros aliados». Era una labor siniestra y sangrienta. «La
resistencia fue en aumento cuando nos aproximábamos a Leipzig», escribió. En
Altengroitzsch, Shaughnessy perdió a una docena de hombres, víctimas de
francotiradores apostados en los edificios. «Nos enfrentamos a muchos chicos de
quince y dieciséis años», escribía un soldado. La mayoría de los estadounidenses no
eran mucho mayores, pero estaban curtidos en la batalla, eran precavidos y, a medida
que se acercaban a Colditz, estaban más furiosos.
Lee Carson avanzaba justo por detrás de la vanguardia. Antaño era objeto de
curiosidad y lujuria, pero, ahora, los soldados apenas se fijaban en la mujer vestida de
caqui que viajaba en el asiento trasero de un jeep, normalmente a solo unos
centenares de metros de los combates. Carson escribía en primera persona, sus
gráficas crónicas aderezadas con lenguaje coloquial. «Leipzig es una auténtica
pesadilla», decía desde la ciudad en ruinas. «Tiendas, casas y oficinas están siendo
saqueadas por enjambres de civiles. Los soldados estadounidenses han tenido un

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recibimiento extraño que incluye vino, flores, vítores y besos, además de disparos de
pistolas automáticas y bazucas de los jóvenes gánsteres de Hitler dirigidos por los
oficiales de las SS. El fuego ilumina las esquinas. Los carros de combate traquetean
por calles secundarias. En esta ciudad se cometen violaciones y robos y no hay
seguridad para nadie».
El sábado 14 de abril, el cuerpo especial acampó al oeste del río Mulde.
Shaughnessy fue informado de que cerca de allí había un gran número de prisioneros
retenidos y las órdenes llegaron a última hora de la tarde: «Tomad Colditz».
La mañana siguiente llegó, escribía Eggers, con «el aliento de la primavera».
Observando desde las almenas podía ver lugareños protegiendo sus hogares contra la
tormenta que se avecinaba. «La naturaleza seguía su curso, pero hombres y mujeres
se refugiaban, preguntándose si morirían al caer la noche».
Poco después de las nueve de la mañana aparecieron los primeros tanques
Sherman en un campo de trigo situado al oeste. Checko Chaloupka los vio con su
lascivoscopio y «soltó un grito de alegría». El coronel Shaughnessy desplegó su
artillería en el bosque que dominaba Hohnbach y ordenó a los comandantes de batería
que apuntaran al «lugar más destacado de la otra orilla, las torres de un castillo
bastante grande e imponente». Seis cazas Thunderbolt sobrevolaron el pueblo y
acribillaron la estación ferroviaria mientras la artillería alemana se atrincheraba entre
los árboles situados por encima del parque. No hubo fuego de las baterías antiaéreas.
En la Kommandantur y las habitaciones de los prisioneros, los espectadores se
acercaron a las ventanas para presenciar la batalla de Colditz. Algunos se subieron a
las almenas. Justo después de mediodía, el primer proyectil estadounidense de 50 mm
impactó en la caseta de los guardias, ubicada junto a la puerta principal. Otro atravesó
la ventana de la habitación que ocupaba Douglas Bader en el tercer piso. El piloto sin
piernas estaba en el patio mofándose de los guardias y cantando: «¿Dónde está la
Luftwaffe?». Como observaba Duke, «se había salvado burlándose hasta el triste
final». Un tercer proyectil pasó por encima de las almenas de la cara noroeste y cayó
sobre los árboles. Los cañones alemanes de 88 mm contraatacaron desde el
Tiergarten apuntando hacia el bosque. En aquel momento, Colditz se hallaba en
medio de un duelo de artillería. Entonces empezaron a caer los obuses
estadounidenses de 150 mm. Uno impactó cerca del puente que cruzaba el foso seco
y acabó con la vida de un sargento alemán. Otros dos alcanzaron la Kommandantur.
Los artilleros estadounidenses estaban afinando la puntería. El coronel Tod ordenó a
todos que bajaran a los sótanos, no sin antes ondear las banderas artesanales desde las
ventanas y escribir «prisioneros de guerra» en sábanas tendidas sobre los adoquines
del patio interior para llamar la atención de los aviones de reconocimiento que
sobrevolaban el lugar. La andanada estadounidense perdió intensidad y acabó por
cesar. «Vimos tres banderas rojas, blancas y azules de los Aliados en las ventanas
superiores», escribió Shaughnessy. «Aquella emocionante imagen era la única señal
que necesitábamos para saber que el castillo era el lugar en el que retenían a los

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prisioneros de guerra». Como era habitual en él, David Stirling ignoró los
bombardeos y permaneció en el tejado, donde gozaba de unas vistas privilegiadas del
combate.
Los tanques y las ametralladoras pesadas estadounidenses tomaron posiciones en
las inmediaciones de Colditz mientras dos pelotones de rifles entraban en el pueblo
desde el oeste. Las SS estaban esperándolos. La infantería se hallaba desperdigada
por la pendiente que dominaba los huertos cuando abrieron fuego dos ametralladoras
camufladas. «Llegaban tantas balas que los árboles se quebraban como si estuvieran
en llamas», escribió el sargento Roy Verdugo, cuyos hombres empezaron a
desplomarse a izquierda y derecha. Aprovechando el fuego de cobertura, veintidós
soldados de infantería evitaron las ametralladoras y se adentraron en las callejuelas.
Mientras los estadounidenses avanzaban agachados, escondiéndose detrás de los
coches y arrojando granadas desde las esquinas, fueron detectados por francotiradores
que disparaban desde los pisos superiores. Un proyectil Panzerfaust impactó en un
edificio y «lanzó hermosas esquirlas rojas, amarillas y naranjas hacia el cielo». El
teniente Ryan, de veintitrés años y oficial al mando de los estadounidenses, fue
alcanzado por la metralla. Con el ojo izquierdo colgando de la cavidad, gritó:
«¡Agrupaos en las casas! ¡No nos vamos!». El contacto con el puesto de mando de
Shaughnessy quedó interrumpido cuando una bala atravesó la radio. Un escuadrón
formado por alemanes y miembros de las SS y las Juventudes Hitlerianas avanzó por
la calle principal hacia los estadounidenses y fue aniquilado por un proyectil de
bazuca. Había varias casas en llamas y una densa nube de humo inundó la ciudad.
Emil Miskovic, un sargento polaco-estadounidense de Chicago, iba por la calle que
llevaba al puente cuando «un chico joven, probablemente de catorce o quince años y
vestido con uniforme de soldado alemán, salió por la puerta de su casa y disparó al
sargento en la cabeza». Miskovic murió en el acto. El chico fue abatido y dejaron su
cuerpo tendido «en la calle delante de su casa».
Los prisioneros volvieron a las ventanas y observaron embelesados. Muchos no
habían entrado en combate desde 1940. Comandos como Micky Burn y Michael
Alexander habían participado en sangrientas operaciones especiales y Stirling lideró
al SAS en varios ataques a aeródromos del norte de África. Pero ninguno había
presenciado jamás un choque como aquel, un combate casa por casa, cara a cara,
salvaje e íntimo, que enfrentaba a un ejército profesional imparable con nazis
fanáticos y niños adoctrinados al final de una guerra espantosa. Fue el combate
cuerpo a cuerpo más despiadado que Lee Carson había visto hasta la fecha. «El
contingente yanqui, compuesto por tanques e infantería de la 9.ª División Blindada,
se encontró con una feroz resistencia de grupos bien organizados de miembros de las
Juventudes Hitlerianas al mando de oficiales de las SS».
Al verse en inferioridad numérica, los estadounidenses se replegaron, llevándose
a rastras a sus muertos y heridos. La Volkssturm intentó destruir el puente con
dinamita, pero solo consiguió hacer un agujero en la carretera. Media docena de

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soldados de asalto de las SS bajaron por la orilla del río y trataron de destruir los
soportes con una bazuca, pero, a pesar de su proximidad, el puente Adolf Hitler,
cubierto de musgo, se mantuvo firme. Desde lo alto del castillo, los espectadores se
unieron a un último coro de mofas. «Las SS podían oír claramente sus abucheos y
burlas», escribió Duke. Los obuses estadounidenses martillearon el pueblo, donde
Irma Wernicke y su familia se habían cobijado en un sótano. Desde el Tiergarten
llegaba «el agradable sonido de las armas ligeras de la infantería y el fuego de las
ametralladoras».
El Oberstleutnant Prawitt salió en busca del coronel Duke, una última inversión
de sus papeles.
—Los estadounidenses llegarán pronto —dijo.
—Mañana por la mañana a más tardar —respondió Duke.
—Necesitaré a alguien que los reciba, alguien que pueda explicarles que nuestros
guardias no opondrán resistencia.
Aquellas palabras oscilaban entre una orden, una petición y una súplica de
piedad.
Al anochecer, las tropas estadounidenses cruzaron el puente ferroviario del norte
del pueblo e iniciaron un cauteloso avance río abajo. «A las doce habíamos despejado
la orilla oeste del Mulde», escribió Shaughnessy. La cacofonía cesó y los incendios se
apagaron. El cuerpo especial había perdido a más de una docena de hombres,
incluidos dos sargentos de pelotón, y unos veinticinco soldados habían resultado
heridos. «El coronel Shaughnessy dictó órdenes para un ataque al amanecer». Los
estadounidenses pasaron la noche en casas abandonadas situadas cerca del puente,
donde los defensores habían tendido alambre de espino y viejas máquinas de hierro
en la calle. Los soldados apostaron a varios vigilantes e intentaron dormir, «pero el
viento que soplaba entre los escombros metálicos emitía un chirrido en el inquietante
vacío de la noche». Los disparos resonaban en la oscuridad. Ya no era el tableteo
discontinuo de los combates en la calle, sino descargas a intervalos regulares
provenientes de la vieja fábrica de cerámica al noreste de la ciudad.

Al parecer, nadie conocía la existencia del campo de esclavos para judíos húngaros
situado a las afueras de Colditz.
La Hugo Schneider Aktiengesellschaft Metallwarenfabrik, o HASAG, fue
fundada en 1889 como una fábrica de pequeños productos metálicos. La empresa
había prosperado con el gobierno nazi y, en 1944, era uno de los fabricantes de armas
más grandes del Reich, con ocho plantas en Alemania y tres en Polonia. Dirigida por
Paul Budin, miembro del Partido Nazi y Sturmbannführer (comandante) de las SS, la
HASAG producía munición, armas ligeras y lanzacohetes para el ejército alemán
utilizando mano de obra esclava. Más de veinte mil prisioneros de varias
nacionalidades trabajaban en los campos de la HASAG, donde Budin aplicaba

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despiadadamente la política del «Vernichtung durch Arbeit» (exterminio por medio
del trabajo). En todos los campos se llevaban a cabo selecciones periódicas y los que
ya no eran considerados «aptos para trabajar» eran asesinados. El Tercer Reich era el
único cliente de la HASAG. La empresa pagaba a las SS por cada trabajador y el
régimen nazi pagaba generosamente a la HASAG por sus productos. La HASAG era
considerada por los gobernantes nazis una «empresa nacionalsocialista ejemplar» y
Budin recibió una nota personal de agradecimiento del Führer. Desde el verano de
1944, la empresa armamentística creó siete unidades satélite, o Aussenkommandos, en
las que trabajaban esclavos del campo de concentración de Buchenwald. La más
pequeña, el Aussenkommando 24, se alojaba en el viejo edificio de la Steingutfabrik
en Colditz (en su día la fábrica de cerámica más grande de Alemania), con una
plantilla de unos setecientos judíos húngaros que producían armamento para la
campaña alemana.
Las condiciones en los campos de la HASAG eran atroces. Los prisioneros no
disponían de aseos ni agua corriente. El «sucedáneo de café» matinal era tan
repugnante que algunos preferían utilizarlo para lavarse antes de sus doce horas de
extenuante trabajo físico montando armas y explosivos. Las palizas eran frecuentes.
La cena consistía en un cuenco de sopa aguada y un trozo pequeño de pan. Dormían
en barracones de madera sin calefacción sobre colchones de paja o directamente
encima de la madera. Los muertos a menudo yacían durante días allá donde se
hubieran desplomado. Un superviviente, Charles Kotkowsky, describía un mundo de
absoluta degradación: «No había baños para combatir a millones de piojos, así que
teníamos que desvestirnos y esperar desnudos frente a una pared. Después de
congelarnos durante media hora, nos rociaban con mangueras y no todo el mundo era
capaz de soportarlo. Cada chorro de agua en aquel clima tan frío nos lanzaba contra
la pared». La esperanza de vida en un Aussenkommando de la HASAG era de tres
meses y medio.
Aparentemente, Irma Wernicke y sus espías desconocían la existencia del campo.
Incluso Reinhold Eggers afirmaba no saber nada de los trabajadores judíos de la vieja
fábrica, esclavos de la máquina de guerra nazi. «Estaban al cargo de una unidad de
las SS con la que los habitantes del castillo prácticamente no teníamos contacto»,
escribió Eggers. «Era un asunto de las SS.». Resulta poco creíble que un pequeño
ejército de esclavos pasara desapercibido en un pueblo de aquel tamaño, pero a la
gente se le da bien ver y recordar lo que quiere. A lo largo de los años se ha escrito
mucho sobre Colditz, pero muy poco sobre el otro campo, situado a unos cientos de
metros, donde los judíos morían a causa del trabajo y del hambre. La ocupación
alemana de Hungría, en la que la Misión Gorrión tuvo un papel tan poco heroico,
vino seguida de la deportación en masa de los judíos del país. Unas 434 000 personas,
más de la mitad de la población judía de Hungría, fueron trasladadas a los campos. La
mayoría acabaron en Auschwitz, donde un ochenta por ciento fueron gaseados nada
más llegar. Algunos fueron elegidos para trabajos forzados. Nadie conoce la cifra

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exacta de judíos húngaros del Aussenkommando 24 de la HASAG en Colditz, cuándo
llegaron y cuántos habían perecido ya de agotamiento, enfermedad o desnutrición.
Pero, mientras las fuerzas alemanas derrotadas se aprestaban para el repliegue, los
guardias de las SS se proponían asesinar sistemáticamente a los prisioneros judíos en
grupos de cinco.
Los disparos se apagaron justo antes del alba.

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18
Final

E L AMANECER fue frío y despejado y «reinaba un silencio sepulcral». En el castillo,


los primeros reclusos que despertaron subieron a las murallas y contemplaron el
pueblo bajo la pálida luz matinal. Banderas blancas, fundas de almohada y sábanas
aleteaban en las ventanas de las casas. Aprovechando la oscuridad, las fuerzas de las
SS se habían retirado hacia el este.
El soldado Bob Hoffman ocupaba un puesto de ametralladora con vistas a los
bosques que se extendían por encima del Tiergarten cuando apareció entre los árboles
un grupo de miembros de las Juventudes Hitlerianas, todavía uniformados pero sin
armas ni líder y «muy asustados». Horas antes, Hoffman los habría matado a todos.
Ahora volvían a ser niños. «Parecían un grupo de boy scouts», recordaba. «Les
dijimos que se fueran a casa».
A las cinco de la mañana, ocho kilómetros más al oeste, despertaron en su tienda
de campaña al soldado Alan Murphey, del equipo de Espionaje y Reconocimiento, y
le dijeron que se presentara al servicio con otros tres soldados. El coronel
Shaughnessy ordenó que se dirigieran a Colditz y montaran un puesto de
observación. «Una vez allí, ocupad un edificio con vistas al puente y esperad la
llegada de la unidad de comunicaciones del batallón, que os proporcionará un
teléfono de campaña». Shaughnessy no permitiría que a sus hombres les tendieran
una segunda emboscada. «No mencionaron que había un campo de prisioneros de
guerra en Colditz», escribió Murphey más tarde.
Los cuatro habían realizado la instrucción en Camp Shelby, Misisipí, como
miembros de la 69.ª División de Infantería, o «69.ª Combatiente», antes de zarpar
hacia Francia el 22 de enero de 1945 a bordo del Morowai. Habían entrado en
combate en Kamberg y el Rin y fueron destinados al Cuerpo Especial Shaughnessy.
Eran todos veinteañeros. Armados con rifles M-1, granadas de mano y bandoleras de
munición, los cuatro soldados partieron hacia el pueblo de Colditz al amanecer.
«Cuando llegamos al puente vimos a los primeros estadounidenses, media docena de
soldados de infantería agazapados detrás del parapeto que bordeaba la orilla oeste».
Al otro lado de la patética barricada de alambre y metal yacían los cuerpos de dos
soldados alemanes:
—Allí sigue habiendo francotiradores —dijo el sargento que estaba al mando—.
No pienso poner en peligro a mis hombres.
Murphey, un duro campesino del Medio Oeste, tenía ganas de aventuras. Se
volvió hacia sus compañeros y dijo:
—¿Queréis intentarlo?

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Tenían órdenes de quedarse junto al puente, pero era tentador continuar
avanzando: «Decidimos cruzar el río. Fue una de esas decisiones rápidas que a
menudo debes tomar en combate».
Calaron las bayonetas y, después de contar hasta tres, salieron a toda prisa.
«Corrimos por el puente [y] tuvimos que saltar por encima de un joven alemán
muerto que estaba tumbado boca arriba a la izquierda de un gran boquete en la
carretera». La plaza del mercado estaba desierta y de las ventanas colgaban sábanas
blancas. Los cuatro soldados avanzaron formando una fila de a uno y cobijándose en
los umbrales. Al final de la plaza había una calle de adoquines que describía una
cuesta pronunciada. «Habíamos llegado demasiado lejos como para dar media
vuelta», escribió Murphey. Corrieron por el estrecho callejón y entonces se
detuvieron: «Vimos el castillo elevándose sobre nosotros». Murphey estaba tan atento
a posibles francotiradores que no lo había visto antes.
Al otro lado de la puerta principal los esperaba un comité de recepción formado
por un británico y un estadounidense: el capitán californiano Guy Nunn, uno de los
«Gorriones» originales, y el capitán David Walker, que llevaba el uniforme del
regimiento Black Watch escocés. Ambos se convertirían en novelistas y plasmarían
vívidas descripciones de lo que sucedió a continuación.
Nunn vio a las figuras avanzando lentamente hacia el castillo y silbó. Murphey
levantó la mano, sospechando que era una trampa, y los tres soldados que iban detrás
de él se quedaron inmóviles:
—¡Soy yanqui! —gritó Nunn—. ¡Aquí arriba hay una prisión! ¡El Kommandant
quiere rendirse! ¡Es todo vuestro!
Murphey seguía dudando, así que a Nunn se le ocurrió lo que más tarde
consideraba una «genialidad»:
—¡Esto es kosher! —gritó.
Ningún guardia alemán habría utilizado una palabra yidis.
Los soldados continuaron su avance. «Resultaban amenazadores. Tenían la cara
manchada de humo negro y llevaban granadas de mano y munición».
Una figura con pantalones a cuadros y una boina con una escarapela roja de
plumas salió por la puerta con una mano extendida:
—Bienvenidos a Colditz —dijo Walker—. Llevábamos mucho tiempo esperando.
¿Os apetece un café?
La guarnición alemana había formado filas en el patio de la Kommandantur,
como si se tratara de un desfile. Eggers dio un paso al frente y sacó una hoja
pulcramente mecanografiada. «Oficial del campo especial IV -1500 oficiales y
soldados aliados, todos ilesos. Incluye recuento nominal». Murphey nunca había visto
a un soldado alemán vivo tan de cerca y tampoco había aceptado una rendición, pero,
con toda la autoridad que pudo, le dijo a Eggers que desarmara a sus hombres y
guardara las armas en una sala situada en la base de la torre de vigilancia. Prawitt se
mantuvo erguido e inexpresivo.

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Murphey dejó a dos estadounidenses como supervisores y, acompañado de Nunn
y Walker, se dirigió a la enorme puerta de roble del patio interior, que estaba
entreabierta.
Tod había ordenado a los reclusos que se quedaran en sus habitaciones, pero
algunos altos mandos ya estaban paseando por el patio y se dieron la vuelta cuando
apareció el recién llegado en el oscuro interior del castillo: «Un joven, poco más que
un adolescente, engalanado con sus armas». Se lo quedaron mirando. «Iba sucio de la
batalla, llevaba un casco de acero e iba armado hasta los dientes». Murphey también
estaba muy nervioso. De repente, los prisioneros fueron hacia él. Alarmado, Murphey
descolgó el M-1 y apuntó al harapiento grupo: «¡Atrás! ¡Atrás!». Por unos segundos,
todos se quedaron quietos, un extraño enfrentamiento entre aliados. «Somos amigos,
amigos», dijeron. Murphey bajó el arma. «Al momento se formó un gran alboroto».
Los hombres fueron hacia él y Murphey se vio rodeado de una multitud eufórica que
empezó a reír y lanzar vítores. Docenas de manos le dieron palmadas en la espalda
con tanta fuerza que se le doblaban las rodillas. Algunos prisioneros se contuvieron,
incrédulos y asombrados. Algunos rompieron a llorar. Varios centenares se habían
agolpado en las ventanas y gritaban de alegría. En aquel momento entró en el patio el
soldado Frank Giegnas Jr.: «Cuando aparecimos nos recibió un estruendo de
ovaciones desde las ventanas que daban al patio. Veía caras en todas las ventanas».
Giegnas, un joven de clase obrera originario de Nueva Jersey, llevaba un gran retrato
de Adolf Hitler. Lo había encontrado en la pared del comedor alemán y pretendía
quedárselo como recuerdo. Entre los soldados existía un dinámico sistema de
intercambio: el ejército recogía relojes, armas, hebillas, cuchillos y otros artículos
para comerciar o como souvenirs. El Führer enmarcado valía unos cuantos centenares
de cigarrillos, pero Giegnas tenía una veta teatral. De repente, «levantó la fotografía
de Hitler por encima de la cabeza y la giró lentamente para que pudieran verla todos.
Entonces la partió de un rodillazo y se desató el caos. Los gritos y vítores resonaban
en los estrechos confines del patio».
Los acontecimientos de las horas posteriores cobraron una cualidad irreal.
«Parecía que estuviéramos rodando una película», relataba Robert Miller,
perteneciente al cuarteto original de soldados estadounidenses. Al castillo estaban
llegando más todoterrenos con tropas. Cada soldado estadounidense que entraba en el
patio recibía abrazos, palmadas en la espalda e invitaciones a desayunar en el
comedor. Algunos exprisioneros se sentían un poco avergonzados por el contraste
físico entre aquellos soldados musculosos alimentados con maíz y sus cuerpos
pálidos y esqueléticos. El coronel William Schaefer, que recientemente había sido
condenado a muerte, fue llevado a conocer a sus compatriotas, temblando
incontrolablemente y con lágrimas surcándole las mejillas.
Prawitt y sus altos mandos fueron agrupados a punta de pistola y conducidos al
pueblo. Al cruzar el puente vieron «el cuerpo de un niño de unos catorce años abierto
de brazos y piernas, con un brazalete de las Juventudes Hitlerianas y un Panzerfaust

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aplastado junto a él. Tenía la cara de un color verde pálido», y Eggers se preguntó por
qué morían de aquella manera. En la otra orilla estaba la madre del niño muerto,
«abatida por la tristeza». Desesperada por recuperar el cuerpo de su hijo, le impedía
el paso un cabo estadounidense que había recibido órdenes de no dejar pasar a ningún
alemán. Ya había llegado el enterrador del pueblo en un carromato tirado por un
caballo, «como si fuera un elemento de atrezo en una película del salvaje oeste».
Los estadounidenses habían instalado un cuartel general improvisado en el hotel
del pueblo y la rendición formal del castillo de Colditz tuvo lugar en la cantina.
Prawitt dio un paso al frente, saludó y le tendió su sable y su pistola al coronel Leo
Shaughnessy del 273.º Regimiento de Infantería. Después, el Kommandant y sus
dieciséis oficiales fueron trasladados a la cárcel entre multitudes de soldados
estadounidenses que los abucheaban y les daban empujones. A Prawitt le habían
arrancado una charretera. Confinado en las celdas en las que tantos prisioneros habían
permanecido aislados, Eggers pensó que su mundo estaba patas arriba: «Tuve que
aprender qué se sentía estando al otro lado. Ahora el prisionero de guerra era yo». La
plaza del pueblo, desierta y hostil hacía unas horas, se convirtió en un escenario de
júbilo cuando los habitantes salieron a recibir a los estadounidenses con comida y
flores. Tan solo cinco meses antes, los habitantes se habían congregado para celebrar
el aniversario del ascenso nazi al poder. De la noche a la mañana se instaló una
amnesia colectiva. Las esvásticas y los ejemplares de Mein Kampf desaparecieron
discretamente. Los ciudadanos de Colditz olvidaron su historia reciente y luego la
reescribieron. «No parecía haber nazis en el pueblo», observaba Green. «Todo el
mundo los odiaba desde hacía años y había trabajado en secreto contra ellos». En una
imponente residencia situada al otro lado del pueblo estaba celebrándose una fiesta,
que simbolizaba la drástica transformación de la política del lugar. El soldado
Murphey acompañó a Čeněk Chaloupka a conocer en persona a Herr Schmidt, el eje
de la red de espías de Colditz y «el caballero que se convertiría en el burgomaestre
cuando los aliados tomaran las riendas del pueblo». A Murphey, Checko le recordaba
a «Clark Gable con su pelo negro, su atractivo, etc.». Schmidt les ofreció una cálida
bienvenida con champán. El piloto checo parecía como en casa en el elegante salón
de Schmidt, pero Murphey de repente se sintió avergonzado: «Iba tan sucio que
detestaba entrar en aquella bonita casa o sentarme en sus sofás a tomar una copa de
vino».
Lee Carson estaba de muy mal humor. «Llegó una mujer alta con un uniforme
caqui», recordaba un soldado estadounidense. «Estaba furiosa». Todos los periodistas
viven por una primicia y a ella se la habían negado. «Supuestamente debía estar allí
para la conquista de Colditz y tener la exclusiva», pero Carson había llegado media
hora tarde. La imagen del niño alemán muerto en el puente la había molestado aún
más. «Disparar a niños es un asesinato», le dijo al escolta militar que desempeñaba la
imposible labor de intentar controlarla. Carson pasó junto al guardia y entró en el
patio.

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La «llegada de una rubia muy atractiva que llevaba casco y una cámara»
consiguió que los niveles de excitación entre los prisioneros recién liberados
alcanzaran nuevas cotas. La mayoría no veían a una mujer desde hacía cinco años, y
menos aún una mujer que parecía salida de una revista erótica. La llegada de «aquella
deslumbrante corresponsal de guerra estadounidense enfundada en un mono»
amenazaba con provocar una revuelta. Al instante, Carson se vio rodeada por un
grupo de hombres, «la mayoría de los cuales», según comentaba Julius Green
irónicamente, «parecían ser Douglas Bader». El célebre as de la aviación y doble
amputado quedó «fascinado al ver a una chica en el patio, una chica de verdad con
ropa de combate». Se abalanzó sobre ella al instante. Carson llevaba menos de un
minuto en Colditz cuando Bader le ofreció una entrevista en exclusiva.
La crónica de la liberación de Bader era tan entusiasta que podría haberla escrito
él mismo: «El caballeroso comandante de aviación Douglas Bader sobre todo quiere
“darles otra paliza a los malditos hunos” ahora que ha sido liberado del
encarcelamiento alemán. “Dadme otra oportunidad con esos imbéciles”, rogaba el
piloto de treinta y cinco años, que se convirtió en uno de los grandes ases británicos
con dos piernas artificiales. El sonriente héroe de cabello oscuro fue uno de los
aproximadamente mil reclusos liberados de la gran prisión de Colditz».
A Carson le enseñaron los secretos mejor guardados de la prisión: el escondite de
la radio donde escucharon las noticias durante dos años y más tarde las buhardillas.
Aquella mañana, los constructores del planeador habían montado por primera vez el
«Gallo de Colditz». Los soldados estadounidenses hicieron cola para contemplar
aquel avión fabricado en el más absoluto secretismo con tablones del suelo, postes de
camas y fundas de colchón, un hito asombroso de la ingeniería aeronáutica. «Dios
mío, era increíble», recordaba un soldado estadounidense. «Pensé: “¿Cómo lo han
conseguido?”». Lee Carson hizo la primera, última y única fotografía del planeador:
la máquina está ubicada como si mirara por las ventanas de los pisos superiores de
Colditz, contemplando un vuelo que nunca emprendería.
Cuando Lee Carson se iba, Douglas Bader se montó con ella en la parte trasera
del jeep con una bolsa de viaje que había preparado su ordenanza, Alex Ross. Tod
había estipulado que ningún oficial abandonara el castillo sin permiso, pero las
normas no iban con Bader. Al día siguiente estaba en París y veinticuatro horas
después regresó a Gran Bretaña, donde lo recibieron como a un héroe. Era el primer
recluso que salía de Colditz tras su liberación, varios días antes que cualquier otro.
La crónica de Lee Carson llegó a todos los rincones del mundo. «El contingente
estadounidense llegó al campo a pesar de una resistencia bien organizada. Hubo que
luchar en cada pueblo, pero, en menos de veinticuatro horas, los carros de combate,
con soldados de infantería montados encima, se abrieron paso hacia el castillo
medieval. Fueron rescatados cinco oficiales estadounidenses, trescientos cincuenta
británicos, mil franceses y varios polacos», escribió.

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Pero el último capítulo de la historia de Colditz todavía estaba por escribir. El
artículo de Carson llevaba por título «Rehenes aliados escondidos en reducto nazi» y
afirmaba: «Veintiún prisioneros británicos y estadounidenses de renombre han sido
trasladados como rehenes al cuartel general de Adolf Hitler en la que se conoce como
fortaleza nacional. Los sacaron de sus celdas y los subieron a un camión para realizar
el viaje al último refugio de Hitler. El cuerpo especial estadounidense llegó con
cuarenta y ocho horas de retraso».

En el campo de Tittmoning, la desaparición de los Prominente —Giles Romilly y los


otros cinco reclusos escondidos en la pared— desató el pánico entre sus captores y
una búsqueda masiva. Tres mil soldados alemanes peinaron los campos colindantes.
Se registró el castillo desde el sótano hasta las almenas. Después de tres días de
búsqueda los encontraron a los cinco, probablemente gracias un chivatazo, en su
diminuto escondite. «Qué estupidez intentar escapar ahora», dijo el Kommandant,
consciente de que habría perdido la vida si lo hubieran conseguido. Romilly seguía
sin aparecer. El resto de los prisioneros especiales fueron trasladados junto a los
polacos al castillo de Laufen, cerca de Salzburgo, e instalados en un recinto rodeado
de alambre de espino y doble vigilancia. Las SS no querían perder por segunda vez a
aquellos valiosos cautivos.
Pero los Prominente también tenían una última línea de defensa, encarnada en un
funcionario suizo excepcionalmente obstinado. Rudolf Denzler se personó en el
campo por la mañana, tan competente y mal afeitado como siempre, y exigió ver a los
prisioneros. Explicó que se alojaba en el pueblo y estaría vigilando atentamente. Si se
los llevaban del castillo, informaría inmediatamente a su jefe, el ministro Peter
Feldscher, jefe del Departamento de Intereses Exteriores en la embajada suiza de
Berlín. Luego estudió benignamente a los prisioneros a través de sus quevedos.
«Parece que todo está en orden», dijo. Había algo ingenuo pero sumamente
tranquilizador en la creencia inquebrantable de Denzler en que las regulaciones
oficiales frustrarían cualquier cosa que intentaran los nazis. Esa fe estaba a punto de
ponerse a prueba, porque, cuando Denzler volvió a ver a los prisioneros al día
siguiente, lo llevaron al despacho del Kommandant. Sobre la mesa había una orden
firmada por el SS Obergruppenführer Gottlob Berger en la que se exponía que el
Oberst Fritz Meurer iría a recoger a los Prominente en veinticuatro horas. Meurer era
el oficial de las SS que había organizado el asesinato del general francés Gustave
Mesny tres meses antes.
Denzler se puso manos a la obra. Desde el teléfono que había en el vestíbulo del
hotel Österreichischer de Salzburgo «informó al ministro Feldscher de la nueva
situación». Después recorrió cincuenta kilómetros por carretera hasta Schloss Fuschl,
la residencia privada del ministro de Asuntos Exteriores alemán, Joachim von
Ribbentrop, para advertir «a las más altas esferas de lo que quedaba de la política

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exterior alemana» que estaba a punto de producirse un grave quebrantamiento de la
ley internacional. Después estableció contacto con todos los oficiales alemanes de
alto rango que pudo encontrar en la zona, incluido el general al mando del sector de
Salzburgo. En cada parada, la respuesta fue la misma: «Actuar contra las SS era
peligroso». Finalmente llegó al cuartel general del mariscal de campo Kesselring,
situado en un hotel a pocos kilómetros de Berchtesgaden. El general Wilhelm Seidel,
jefe del Estado Mayor de Kesselring, fue «cordial y agradable», pero poco útil.
Denzler escribió: «No paraba de encogerse de hombros, lo cual dejaba clara su
actitud. Si se comete una injusticia, es responsabilidad de otros. Yo me lavo las
manos. Obviamente, la Wehrmacht era impotente en un Reich que estaba a pocos días
del hundimiento total».
A la mañana siguiente, delante de las puertas de Laufen había dos autocares.
Cuando estaban llevando a los Prominente se acercó un Mercedes negro y se apeó
«una figura alta con una gabardina de cuero negro que le llegaba casi a los tobillos.
En la gorra llevaba la calavera de las SS». Meurer iba acompañado de su amante,
«una rubia de semblante serio que llevaba pantalones y fumaba un cigarrillo con una
boquilla larga».
«La escena tenía una atmósfera de gánsteres», escribió Elphinstone, el oficial
superior del grupo. «Mientras subíamos a los autocares, el coronel iba tocando su
revólver y nos observaba».
Cuando se encendieron los motores, Michael Alexander sintió una punzada de
miedo: «Nos encontrábamos en un mundo maligno de hostilidad puramente
arbitraria». La mano protectora de la Wehrmacht había desaparecido; ahora estaban a
merced de las SS. «Pero, cuando iniciamos la marcha, vimos detrás de un quiosco
una figura con un enorme sombrero de fieltro que le tapaba los ojos. Era el fiel señor
Denzler. Al pasar, nos dedicó un saludo de complicidad. Nuestra partida no había
sido ignorada. Todavía nos quedaba una cuerda salvavidas». Rudolf Denzler se situó
a la cola del convoy: un burócrata suizo alto que viajaba en un coche pequeño y
llevaba el cuello de la camisa manchado de sangre.

El Obergruppenführer Gottlob Berger fue llamado al Führerbunker de Berlín. El


Ejército Rojo estaba cerca. El último acto se desarrollaría entre las ruinas de la capital
de Hitler. Pero el Führer aún tenía una venganza en mente. Berger lo encontró
«enfermo y demente, rojo de ira, culpando a todo el mundo de haber perdido la
guerra, despotricando de tal traición y cual acto de deslealtad». Según Berger, el
encolerizado Führer le ordenó que viajara en avión a Bavaria, donde se hallaban
cautivos los Prominente. «Le temblaban las manos, la pierna y la cabeza y no dejaba
de decir: “¡Matadlos a todos!”, “¡Matadlos a todos!”». Berger requisó el avión
privado de Himmler y puso rumbo al sur.

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Múnich, la «capital del movimiento» en la geografía nazi, cayó ante las fuerzas de
Estados Unidos sin presentar batalla. Giles Romilly se encontraba en una esquina de
la parte noroeste de la ciudad cuando entró el primer tanque estadounidense: «Pasó
lentamente, sin ver nada y curiosamente amable, como un ciego cruzando la calle.
Estaba cubierto de flores».
La fuga de Romilly había sido larga, dura y aburrida. En tren y a pie, él y su
compañero neerlandés se habían dirigido al oeste desde Tittmoning, durmiendo en
edificios bombardeados y almacenes de heno y consiguiendo la comida justa para
sobrevivir. En los pueblos, la gente estaba demasiado exhausta y aterrada como para
prestar atención a otros dos refugiados que iban camino del oeste. Al cabo de una
semana llegaron completamente agotados a las afueras de Múnich y llamaron a la
puerta de una casa. «No la elegimos por ningún motivo en especial. Simplemente lo
hicimos». Abrió la puerta una mujer con una «cara agradable, ni guapa ni vulgar»,
que accedió a ofrecerles alojamiento. Les dio comida, colocó unas tumbonas debajo
de un manzano del jardín y les preparó camas limpias en la habitación de invitados.
Se llamaba Magda. «Nunca nos preguntó quiénes éramos ni qué hacíamos». Su
marido era miembro de las Waffen-SS y hacía tres años que no lo veía. Romilly se
preguntaba si detrás de aquella amabilidad habría motivos ocultos, y llegó a la
conclusión de que no, salvo el deseo de compañía. En medio de la destrucción y la
crueldad, había enfilado accidentalmente un pequeño e inesperado camino de
comprensión humana.
Romilly se presentó en el cuartel general del Sexto Ejército y sintió por primera
vez la ansiedad de su reciente liberación. Los estadounidenses metieron al sobrino de
Churchill en el primer avión a París, y aquella noche fue el invitado de honor en una
«bulliciosa fiesta» celebrada en el elegante hotel Scribe. «Aturdido, me hallaba
envuelto en una neblina de sonrisas, manos, bebidas, cigarrillos y luces
resplandecientes». De repente estaba en un «maravilloso cuento de hadas parisino».
Pero aquello no parecía real. La «opresión sorda y punzante del pasado» estaba
enraizada en su alma. «La historia no terminó». Giles Romilly nunca escapó
totalmente de Colditz. «Mis cinco años de ausencia eran como un hueco profundo
conmigo al fondo, pudiendo ver a la gente libre más arriba, incapaz de hacerme ver u
oír».

El convoy de los Prominente circulaba lentamente por las curvas cerradas de los
Alpes bávaros. Sin perderlo de vista, Rudolf Denzler se situó detrás del Mercedes
negro en el que viajaban el Oberst Meurer y la mujer rubia, que tenía «un aspecto
bastante siniestro». Las carreteras estaban abarrotadas de vehículos militares de todo
tipo. Se encontraban en las profundidades de la fortaleza alpina de Hitler. Los

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alemanes habían amontonado rocas en puntos estratégicos de las laderas. Cuando
llegara la orden, harían estallar unos explosivos colocados debajo para provocar
desprendimientos artificiales y bloquear así los pasos y las carreteras, lo cual dejaría
aislado el reducto. Los autocares pasaron junto a un cartel de Berchtesgaden y
siguieron adentrándose en las montañas rumbo al oeste. Era la última hora de la tarde
cuando llegaron al campo de Markt Pongau, Stalag XVIII C, donde los prisioneros
fueron encerrados en una «caseta deplorable».
Mientras tanto, los suizos estaban teniendo dificultades para encontrar al único
hombre con autoridad para intervenir. «No fue fácil localizar» al SS
Obergruppenführer Gottlob Berger, escribió Denzler. «Estaba prácticamente huido y
cualquier conversación sobre su paradero podía interpretarse como una traición».
Pero, tras unas cuantas llamadas telefónicas discretas (los suizos tenían informantes
dentro del alto mando alemán), dieron con el general, que se hallaba escondido en
una granja remota con su comitiva de las SS. El ministro suizo llamó por teléfono y
apeló, no a la naturaleza más noble de Berger, porque no la tenía, sino a su interés
propio, del cual iba sobrado. Denzler sabía que la única manera de salvar a los
Prominente era «convencer a Berger de que entregarlos lo beneficiaría
personalmente».
La tarde siguiente, otro Mercedes negro aparcó delante de la caseta de los
prisioneros. En la parte trasera viajaba «una figura corpulenta sentada sobre unas
almohadas». Era el todopoderoso Berger, que entró en la caseta, según escribía
Michael Alexander, «fumando un gran puro y balanceándose como si fuera un poco
borracho». Hizo una reverencia, como si estuviera en presencia de la realeza (lo cual
era así), indicó a los prisioneros que se sentaran, les entregó whisky y tabaco e inició
un discurso preparado. Cualquier crimen cometido por el régimen nazi, campos de
concentración y demás, había sido obra de la Gestapo y el SD, no de las Waffen-SS,
de las cuales él era general. De hecho, «desaprobaba esas actividades». Alemania
había entrado en guerra para contener el bolchevismo, «el virus rojo», y no tenía
problemas con Gran Bretaña y Estados Unidos, y menos aún con su distinguido
público. Describió su visita al Führerbunker y la demencial orden de Hitler de
matarlos a todos. Su negativa, afirmó, le había supuesto una sentencia de muerte por
«derrotista». Por tanto, ahora era perseguido, igual que ellos, por soldados de asalto a
las órdenes de Ernst Kaltenbrunner, general de las SS y un fanático nazi.
Fue una representación extraordinariamente cínica. Berger, un criminal de guerra,
asesino, esclavizador de niños y vil cobarde, estaba intentando salvar el pellejo,
disfrazando aquella situación de acto de principios, e incluso de sacrificio personal.
Ya no era el carcelero de los Prominente, insistió, sino su salvador. Las autoridades
suizas los llevarían a las líneas alemanas y él les proporcionaría una escolta de las SS
«con órdenes de defenderlos», además de un salvoconducto firmado por él mismo.
«Caballeros», declaró solemnemente el general Berger cuando se puso en pie,
«probablemente estas serán las últimas órdenes que dicte como alto mando del Tercer

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Reich».
También era la primera vez que el cobarde Berger desobedecía una orden nazi.
No lo movían la clemencia o el coraje, sino un cálculo artero. Entregar los
Prominente a los Aliados podía salvarlo de la soga cuando acabara la guerra.
Berger no era el único que estaba luchando por la supervivencia mientras el
Estado nazi se venía abajo. Los conductores habían huido con los autocares. El
Oberst Meurer y su amante rubia habían desaparecido con su Mercedes. Cuando los
prisioneros despertaron a la mañana siguiente, encontraron un Buick con matrícula
diplomática en el que viajaba el joven funcionario suizo Werner Buchmüller, «vestido
elegantemente y con la misma informalidad que si hubiera pasado a tomar una copa».
Lo había llamado Denzler para que acompañara al grupo como protección
diplomática adicional, y también consiguió dos camiones del ejército. Del maletero
del coche, Buchmüller sacó dos banderas suizas enormes que colocó encima de las
capotas. Ya había oscurecido cuando partieron, los oficiales británicos y el
estadounidense Winant en un camión y los polacos en el otro, acompañados del suizo
en el Buick y un escuadrón de soldados de asalto equipados con armas antitanques.
Varios jefes nazis, entre ellos Kaltenbrunner, acechaban «en algún lugar de las
montañas, cada uno con su grupo de siervos», y podían intentar darles caza. «Berger
tenía la escalera de color monárquica», en palabras de Michael Alexander, y no
pensaba renunciar a una mano ganadora.
Media hora después, el convoy se detuvo. «Iluminado por los tenues haces de los
faros vimos a un soldado de las SS empuñando un arma e indicándonos que
viráramos a la derecha». Tras subir un empinado camino sin asfaltar, entraron en el
patio de una espaciosa granja. «Se abrió una puerta de la cual emanaba luz» y los
prisioneros y sus protectores suizos presenciaron una escena surrealista. Ante ellos
había una mesa larga, iluminada con lámparas y velas y llena de comida y bebida,
«un banquete que los ojos de los cautivos no habían visto en mucho tiempo»: carne
fría, pescado ahumado, fruta cristalizada y botellas de vino francés y whisky
estadounidense. En la chimenea ardía una enorme hoguera. Alexander describió un
espectáculo de desenfreno propio de otra era: «En el suelo yacían veinte hombres de
las SS, casi niños, como siervos sobre una alfombra sajona. Iban medio desnudos y
parecían demasiado cansados o demasiado borrachos como para interesarse por
nuestra presencia».
Gottlob Berger había vuelto para un bis.
El rechoncho Obergruppenführer entró en la sala luciendo una americana corta de
color blanco con la que, según Alexander, «parecía un empresario estadounidense de
vacaciones en Palm Beach». El general iba borracho y se arrancó con otra homilía
política obsequiosa, idéntica a la que había pronunciado la víspera. «Inglaterra y
Alemania son hermanos de sangre con los mismos orígenes arios», dijo, arrastrando
las palabras. Berger no prestó atención a los funcionarios suizos e ignoró al general
Bór-Komorowski y su comitiva. Los polacos no estaban a punto de ganar la guerra y,

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por tanto, eran irrelevantes. Cuando hubo concluido su perorata, Berger dio una
palmada y apareció un sirviente con uniforme blanco y una caja de piel color
escarlata. Dentro, sobre un cojín de terciopelo rojo, había una gran pistola automática
con incrustaciones de marfil, cañón con hojas de roble doradas en bajorrelieve y
culata con la firma de Berger y la insignia de las SS grabadas. Según declaró el
general con orgullo, era un regalo personal del Führer que ahora les ofrecía a sus
amigos británicos «como prueba de sus buenas intenciones». Asimismo, entregaron a
todos los oficiales un puro. Por desgracia, la historia no ha documentado si los había
producido H. Upmann Ltd.
Finalmente, a las cinco de la madrugada Berger se fue a la cama dando tumbos y
los Prominente, atiborrados de comida y bebida nazis, volvieron a los camiones,
llevando consigo un siniestro recuerdo de las SS perteneciente a uno de los
personajes más despreciables de la historia.
Al amanecer, el convoy superó un último puesto de mando alemán, custodiado
por «soldados sudorosos y exhaustos», y entró en el valle del Eno. «Al pasar, nos
miraron con curiosidad e indiferencia, inmunes a nuestra bandera neutral, nosotros
camino de nuestra salvación y ellos esperando su probable destrucción». El convoy se
adentró en una tierra de nadie en la cual reinaba una calma extraña. «Una pequeña
iglesia blanca relucía bajo el sol matinal». Al cabo de veinte minutos divisaron tres
voluminosos carros de combate estadounidenses.
A la mañana siguiente, limpios y descansados, los Prominente estaban
desayunando en el cuartel general de la 53.ª División estadounidense en Innsbruck
cuando entró una llamada para Elphinstone. La reina estaba al teléfono.
«Dijo que hablaríamos con el rey», y la noche siguiente, los exprisioneros de
Colditz pertenecientes a la realeza estaban disfrutando de una «cena familiar» en el
palacio de Buckingham.

Para entonces, el castillo de Colditz estaba vacío.


Los estadounidenses les habían dicho a los prisioneros que se irían en dos días y
que solo debían llevarse una maleta cada uno. Micky Burn envolvió cuidadosamente
el manuscrito de su primera novela completa. Gris Davies-Scourfield fue al
cementerio a visitar la tumba de Michael Sinclair. Willie Tod alertó de que podía
haber escuadrones de las SS en el campo y aconsejó que los hombres permanecieran
cerca del castillo. Era una sugerencia, no una orden, que fue ignorada por casi todos.
Checko Chaloupka, David Stirling y Jack Pringle se instalaron en una gran casa
abandonada y organizaron una fiesta desenfrenada que duró cuarenta y ocho horas.
En la vieja fábrica de cerámica, los soldados estadounidenses encontraron a unos
pocos prisioneros judíos que habían sobrevivido a la masacre de las SS. Julius Green
quedó consternado cuando los llevaron a la enfermería del castillo: «En las camas
había esqueletos vivientes, apenas conscientes, con brazos y piernas delgados como

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cerillas y cuerpos cubiertos de llagas y moratones. Uno de ellos era un eminente
médico de Budapest». Ahora estaban recibiendo tratamiento de los doctores
estadounidenses, pero Green sabía que pocos sobrevivirían. «Se hallaban en un
estado de demacración extrema, algunos con heridas de bala y todos
desesperadamente enfermos. Los que vi habían sido dados por muertos o se habían
escondido». El dentista judío no era un hombre violento, pero ver a los húngaros
moribundos desencadenó algo salvaje en él. A los civiles alemanes les habían
ordenado que entregaran sus armas en la comisaría de policía. «Cogí una buena
automática y unos cuantos cargadores y salí con un jeep estadounidense para ver si
había miembros de las SS que requirieran nuestra atención». Como de costumbre, el
tono de Green era jocoso, pero sus intenciones eran homicidas. Si el afable dentista
hubiera encontrado a algún soldado de asalto, lo habría matado.
El 18 de abril, los hombres montaron en camiones del ejército estadounidense
conducidos por soldados negros, que pusieron en marcha los motores y salieron «a
toda velocidad». Dick Howe, el antiguo oficial de fugas, iba a lomos de una
motocicleta y encabezó la salida del castillo. Cada uno de los camiones estaba
equipado con una ametralladora montada en la cabina. Julius Green fue elegido para
sentarse detrás del arma y vigilar las cunetas por si les tendían una emboscada:
«Nunca había disparado una ametralladora y no sabía muy bien cómo funcionaba
aquella».
Después de un viaje de ciento cincuenta kilómetros, el convoy llegó a un
aeródromo situado cerca de Chemnitz. Aquella noche durmieron en un establo sobre
paja blanda y después embarcaron en aviones de transporte Dakota. La mayoría no
habían montado nunca en avión y Green estuvo mareado hasta llegar a Inglaterra:
«Habría agradecido que un caza alemán intentara derribarnos». En el aeródromo de
Westcott, cerca de Aylesbury, una chica «realmente deliciosa» del Servicio de
Mujeres Voluntarias pasó entre los prisioneros con un sujetapapeles preguntando:
«¿El capitán Green está aquí?».
«Le dije que, en efecto, allí estaba», escribió Green más tarde, «y que debía
rechazar a todos los impostores». La sonriente voluntaria le dijo que a la mañana
siguiente debía personarse en la Oficina de Guerra, donde informaría de sus
actividades como espía en Colditz, así que tomó el siguiente tren con destino a
Londres.
Como muchos prisioneros que regresaban, Green se sintió apabullado al caminar
de repente por las calles de la capital sin restricciones ni vigilancia. Rememoró la
cautividad, el aburrimiento, el miedo y la frustración, pero también las satisfacciones
ocasionales, el humor, la amistad y el espionaje. Igual que todos los reclusos de
Colditz, lo habían puesto a prueba y se preguntaba si la había superado. Nadie puede
predecir cómo se comportará durante una cautividad forzosa, inesperada y
prolongada. En Colditz había toda clase de personas y respondieron de todas las
maneras imaginables, con valentía o cobardía, con ira o ingenio, con bondad o

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crueldad, con resistencia o rebeldía. «Si hubiera sido más inteligente y valeroso, tal
vez habría resultado más útil», escribió Green. Era un comentario típicamente
modesto y bastante desacertado. Como dentista cualificado había sido más que útil. Y
como judío en manos nazis y como espía que enviaba mensajes codificados, nadie
había sido más valiente.
Londres le pareció extraña, amigable pero desconocida después de tanto tiempo
detrás del alambre de espino y los muros de piedra. Gran Bretaña aún estaba en
guerra. Las bombas alemanas habían dejado grandes cráteres en la ciudad. Muchas
tiendas y restaurantes seguían cerrados con tablones. Solo seis semanas antes, uno de
los cohetes V2 de Hitler había impactado en un bloque de viviendas de tres plantas
del East End y murieron ciento treinta y cuatro civiles. Fue la última bomba que cayó
en Londres. Las farolas volvían a dar luz tras cinco años de apagón, pero la gente aún
caminaba presurosa por las aceras y a veces miraba ansiosa hacia arriba. Nadie
prestaba atención al soldado solitario que deambulaba por Piccadilly como si se
hubiera perdido y estuviera buscando algo.
Green sabía que había cambiado. Pesaba quince kilos menos, era más serio que el
despreocupado médico militar que había salido de Inglaterra en enero de 1940 y
había envejecido más que la suma de los años perdidos. El uniforme raído le quedaba
como un saco. Siempre que se le acercaba un transeúnte se encogía instintivamente y
se metía en un portal. Todos parecían tener donde ir. Durante el cautiverio, Green
nunca había estado a más de unos metros de otro prisionero. Los humanos
necesitaban espacio y compañía a partes iguales, y ahora tenía que habituarse a la
libertad, a la envergadura súbitamente ilimitada de una vida que hacía poco se hallaba
confinada. En Colditz conocía el nombre de todos los reclusos, sus voces e historias,
sus temores, sus dientes y el olor de su aliento. Aquellos londinenses presurosos en
una ciudad que estaba despertando de una guerra ya no lo conocían y nunca lo harían.
Estaba solo y era libre.
También tenía mucha hambre: «Lo primero que me vino a la cabeza fue disfrutar
de la comida con la que llevaba soñando unos cuatro años».
Julius Green, dentista, sibarita, espía y héroe de guerra no reconocido, se sentó a
una mesa esquinera de un restaurante de Regent Street y degustó el sabor de la
libertad: salmón ahumado, minestrone, rosbif, piña y kirsch seguidos de café y un
buen coñac.

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Consecuencias

E L EJÉRCITO ROJO llegó a Colditz en mayo de 1945. En aquel momento, el pueblo


se encontraba en la zona rusa, que se convertiría en la RDA, o Alemania Oriental, en
1949. Colditz fue utilizado como campo de prisioneros para delincuentes de la zona y
otras personas consideradas indeseables por el Estado comunista, como hospital
psiquiátrico, como hogar de ancianos y como almacén para excedentes de la fábrica
de cerámica. El escondite de la radio, tapiado cuando se marcharon los prisioneros de
guerra, fue redescubierto en 1965 con el aparato intacto. El planeador de Colditz
desapareció después de la guerra. Nadie sabe qué fue de él. En una época de escasez
en Alemania del Este, es posible que lo trocearan para obtener leña. En 2012 se lanzó
una réplica exacta por control remoto desde el tejado de Colditz y aterrizó sin
contratiempos en el prado situado al otro lado del río.
La gran colección de objetos y fotografías acumulada por Reinhold Eggers se
dispersó y muchas piezas fueron vendidas como recuerdos para los visitantes. En
2006, el castillo fue remodelado y se descubrieron muchos más objetos de la época de
la guerra, además de material para fugas y escondites en las paredes y los tejados y
debajo del suelo. La capilla fue restaurada recientemente y en ella se ve parte del
túnel francés Le Métro a través de una puerta de cristal. Actualmente, Colditz alberga
un pequeño museo. En el patio interior, donde los prisioneros solían jugar a stoolball,
hay figuras troqueladas a tamaño natural de Airey Neave y Douglas Bader. El cuartel
alemán, o Kommandantur, es hoy un hostal para jóvenes.
La historia de Colditz durante la guerra es poco conocida en Alemania a pesar de
su estatus mítico en los países cuyos prisioneros fueron retenidos allí. El número
exacto de fugas exitosas sigue siendo objeto de debate, dependiendo de si el total
incluye huidas que se produjeron cuando los prisioneros estaban siendo trasladados o
a consecuencia de una repatriación por falsos pretextos. El cálculo más creíble es que
un total de treinta y dos hombres consiguieron fugarse y solo quince empezaron
dentro del castillo: once británicos, doce franceses, siete neerlandeses, un polaco y un
belga. El último recluso superviviente, Alan Campbell, que escribía poesía en Colditz
y ejercía de asesor legal de los prisioneros, falleció en 2013. Pero, aunque el recuerdo
vivo de Colditz ya no está, la historia sigue aflorando y evolucionando en archivos
desclasificados, memorias inéditas, diarios y cartas.
Después de la guerra, Pat Reid fue agente del MI6 con inmunidad diplomática en
la embajada británica en Ankara y más tarde volvió a Gran Bretaña y retomó su
carrera como ingeniero civil. Su primer libro, La fuga de Colditz, fue publicado en
1952 y se convirtió en un bestseller instantáneo. Después llegaron dos títulos más,
narraciones de aventuras escritas con un estilo apasionante y cautivador y repletas de
fugas valerosas, humor de colegiales y alegres hazañas: «Si estás de humor para

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sumergirte en las febriles actividades clandestinas de un campo lleno de rebeldes,
sigue leyendo». Los textos de Reid fueron los cimientos de la industria de Colditz.
Sus libros ofrecían una crónica de la vida en la prisión que era siempre alegre y
plagada de entusiasmo juvenil, interludios cómicos y optimismo valeroso. Reid, una
persona sencilla e irreprimible, personificaría aquel lugar como el prisionero
arquetípico de Colditz y causó la falsa impresión de que todo el mundo era como él.
Reid siempre había tratado las fugas como un juego y la popular imagen que forjó
de Colditz era potente y duradera. También era extremadamente subjetiva y, en parte,
inexacta. El libro de Reid fue adaptado en una película en la que lo interpretaba John
Mills. No todos los exprisioneros quedaron satisfechos con el resultado. Airey Neave
estaba furioso por que su fuga, la primera llevada a cabo por un oficial británico,
quedara eclipsada a favor de la del autor. Reid fue asesor técnico de Colditz, la serie
televisiva de la BBC emitida entre 1972 y 1974 y protagonizada por David
McCallum y Robert Wagner. Fue la serie más exitosa que había emitido nunca la
BBC, con una media de siete millones de espectadores, o más de un tercio de la gente
que veía la televisión. De nuevo, la serie no fue popular entre todos los exprisioneros,
pero la versión de Reid había quedado firmemente consolidada y lista para las
parodias.
Reid colaboró en una campaña publicitaria para las chocolatinas Galaxy Ripple
que incluía un mapa de fugas de Colditz, escribió un libro infantil titulado My
Favourite Escape Stories y realizó giras de conferencias en las que utilizaba una
maqueta del castillo y varios souvenirs como elementos de atrezo. Incluso autorizó un
disco de gramófono, Colditz, Breakpoint, un paisaje sonoro de canciones, música,
discursos y ruido de fondo militar. «Podría ser algo nuevo», prometía Reid en el texto
de la carátula. «Una experiencia muy personal que vivirás en tu imaginación y en la
que te acompañaré como prisionero de Colditz». En 1973, Gibsons Games lanzó un
juego de mesa, Escape From Colditz, que incluía la leyenda «Creado por el
comandante P. R. Reid, M. B. E. M. C.» y su firma. Por un tiempo fue más popular
que el Monopoly. Reid amasó una pequeña fortuna y una gran reputación gracias a su
encarcelamiento durante la guerra, se casó tres veces y murió en 1990 a los setenta y
nueve años. Reid puso para siempre a Colditz en el mapa y lo incorporó a la cultura
popular.
En los juicios de Núremberg, Airey Neave, abogado del Tribunal Militar
Internacional y héroe de guerra reverenciado, leyó las imputaciones contra los líderes
nazis. En 1953 fue elegido parlamentario conservador por Abingdon y se convirtió en
uno de los asesores de máxima confianza de Margaret Thatcher. Neave defendía la
derrota del republicanismo en Irlanda del Norte por medios militares, una postura
extremista que le valió el odio del IRA y otros grupos paramilitares que aspiraban al
final del dominio británico. La mayoría creía que, si Thatcher era elegida primera
ministra, lo nombraría secretario de Estado para Irlanda del Norte. El 30 de marzo de
1979, un mes antes de las elecciones generales que llevaron a Thatcher al poder,

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Neave murió cuando una bomba estalló debajo de su coche al salir del Parlamento. El
Ejército Irlandés de Liberación Nacional reivindicó el asesinato. Thatcher quedó
destrozada por la muerte de Neave. «Era un guerrero de la libertad», dijo. «Era firme,
valiente, sincero y fuerte, pero también muy bondadoso, amable y leal. Es una
combinación de cualidades poco frecuente».
Dos semanas después de volver de Alemania, Alex Ross se encontraba en su casa
familiar en Escocia cuando la oficina de correos de Tain se puso en contacto con él
para que atendiera una llamada de larga distancia de Douglas Bader. Durante su
cautividad compartida, Ross había cargado con Bader por las escaleras, le había
preparado las comidas y le había lavado los calcetines para los muñones. Por
insistencia de Bader, el ordenanza se había quedado en Colditz otros dos años. Al fin,
pensó, Bader llamaba para expresarle su gratitud.
—¿Tienes mis piernas? —preguntó el comandante de vuelo.
Ross le explicó que los liberadores estadounidenses de Colditz solo permitieron
que cada hombre se llevara una maleta y que las piernas de repuesto se habían
quedado allí.
—Eres un gilipollas —dijo Bader antes de colgar.
Ross trabajó como correo militar y más tarde en una fábrica de ladrillos, y
finalmente regentó una ferretería en High Brooms, Kent. No volvió a hablar nunca
más con Bader.
La fama de Douglas Bader siguió creciendo después de la guerra. En junio de
1945, el as de la aviación discapacitado lideró un vuelo de la victoria sobre Londres
en el que participaron cuatrocientos aviones. Una biografía de Paul Brickhill, Reach
for the Sky, glorificaba su persona y se convirtió en el libro de tapa dura más vendido
en la Gran Bretaña de posguerra. Más tarde fue adaptado al cine en una película
protagonizada por Kenneth More que edulcoraba la arisca personalidad de Bader.
Más tarde, Bader se negó a presentarse como parlamentario conservador, aduciendo
que el único puesto que le interesaba en política era el de primer ministro. Siempre
expresaba sus opiniones como si fueran verdades, cosa que lo convertía en una
persona franca o terrible, dependiendo del punto de vista. Elogiaba el apartheid de
Sudáfrica, apoyaba el régimen de minoría blanca de Rodesia, era favorable a
reinstaurar la pena de muerte y se oponía a la inmigración. Trabó amistad con viejos
enemigos, pero, en una reunión de veteranos de guerra angloalemanes celebrada en
Múnich, observó la cervecería llena de antiguos pilotos de la Luftwaffe y dijo: «Dios
mío, no tenía ni idea de que dejamos vivos a tantos cabrones». Pero tuvo momentos
de humildad y muchos más de generosidad. Reconocía que su fama no obedecía «a
que fuera mejor que los demás, sino a que era el tipo con las piernas de hojalata».
Aprovechó bien esa celebridad. La testaruda y valerosa negativa de Douglas Bader a
permitir que una discapacidad física coartara su libertad se convirtió en una
inspiración para discapacitados y personas sin extremidades de todo el mundo.
Recaudó millones para la beneficencia. «Estoy agradecido de que mi historia sea

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conocida, porque me ha permitido hacer algo realmente valioso en la vida, que es
ayudar a otros que han tenido el mismo problema que tuve yo en 1931». Murió en
1982. Fue un héroe total y, a veces, un auténtico cabrón.
En los últimos meses de la guerra, Walter Purdy trabajó para las SS como
traductor y escribió folletos propagandísticos para la Gestapo. Su solicitud de
ciudadanía alemana fue rechazada. Gretel dio a luz a su hijo en junio de 1945. En ese
momento, incluso aquel hombre tan corto de miras se había dado cuenta de que podía
estar en apuros. Cuando finalizaron las hostilidades, fue apresado por las fuerzas
estadounidenses y devuelto a Gran Bretaña, donde se instaló en un estudio de Putney,
viviendo de una pensión de incapacidad y matando el tiempo en pubs de mala muerte.
Una noche que iba bebido, Purdy alardeó delante de Betty Blaney, una telefonista de
treinta y un años, de las retransmisiones que realizó para los nazis durante la guerra.
Betty intentó chantajearlo. Informó a la policía y ambos fueron detenidos, ella por
extorsión y él por traición. Purdy no opuso resistencia. «Sé que he sido un poco
cabrón en Alemania», les dijo a los agentes que lo arrestaron.
El 18 de diciembre se sentó en el banquillo del Tribunal Penal Central por tres
delitos de alta traición. La defensa de Purdy fue en parte fantasía y en parte
invención: en todo momento había estado trabajando en secreto para los Aliados y
enviaba mensajes a Gran Bretaña utilizando una radio escondida, y había participado
en varias misiones de sabotaje contra objetivos alemanes. Incluso afirmó haber
conspirado para asesinar a William Joyce, «lord Haw-Haw», con una granada de
mano. Sir Hartley Shawcross, el fiscal general, tachó su testimonio de batiburrillo de
«inconsistencias, improbabilidades y contradicciones». Julius Green asistió al juicio y
comentó: «Sus lastimeras declaraciones de patriotismo y sus ridículos intentos por
explicar sus traiciones no engañaron a nadie». El jurado tardó diecisiete minutos en
hallarlo culpable y el juez describió al acusado como un «hombre débil y superficial
que decidió venderse al enemigo». Walter Purdy fue condenado a muerte.
Joyce fue ahorcado el 3 de enero de 1946. La ejecución de Purdy estaba
programada para el 8 de febrero. El verdugo, Albert Pierrepoint, fue citado en la
cárcel de Wandsworth. Pero, treinta y seis horas antes de la cita de Purdy con el
ejecutor, le conmutaron la sentencia a cadena perpetua. Los indicios de traición eran
abrumadores, pero el ministro de Interior decretó que no había pruebas suficientes
para condenarlo por haber traicionado a los prisioneros de Colditz. Por segunda vez,
Green se sintió aliviado de que Purdy hubiera eludido la soga. «Para mí, durante el
juicio quedó claro que no era un portento intelectual». Para Green, matar a un hombre
por ser muy tonto era injusto.
Purdy salió en libertad en noviembre de 1954 tras nueve años en la cárcel. Se
cambió el nombre por el de Robert Poynter, se casó dos veces, tuvo otro hijo y se
mudó a Essex, donde trabajó para una empresa de descalcificadoras de agua y más
tarde como inspector de vehículos en la fábrica Ford en Dagenham. Le contó a su
familia que durante la guerra había servido en submarinos. Falleció en 1982 y su

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secreto permaneció oculto otros veintiséis años. En 2008, el MI5 desclasificó los
expedientes de su caso, incluyendo un informe del Ministerio de Interior que
describía a Walter Purdy como «el mayor canalla al que no se ha ahorcado».
Reinhold Eggers fue interrogado por las autoridades estadounidenses y puesto en
libertad al cabo de cuatro meses tras demostrar que nunca había sido miembro del
Partido Nazi. Volvió a casa y retomó su trabajo de maestro. Halle, al igual que
Colditz, se encontraba en la zona de ocupación soviética que pronto se convertiría en
Alemania Oriental. El Oberstleutnant Gerhard Prawitt, el último Kommandant de
Colditz, escapó a Alemania Occidental con su familia antes de que cayera el telón de
acero y se instaló cerca de Hamburgo, donde falleció en 1969. Eggers se planteó algo
parecido, pero llegó a la conclusión de que no corría peligro. «Yo no había sido un
hombre de Hitler», escribió. «Los comunistas no tenían nada contra mí». En 1946 fue
detenido e interrogado por el NKVD, el despiadado servicio de seguridad de Stalin.
Los rusos estaban convencidos de que, como oficial de seguridad en Colditz, había
trabajado con la Gestapo e infiltrado espías entre los prisioneros. Cuando insistió en
que solo tres reclusos, en especial Walter Purdy, habían accedido a espiar para
Alemania, respondieron con desprecio: «Te mandaremos a Siberia y entonces te
vendrán a la memoria los nombres de tus agentes». Un tribunal militar soviético
condenó a Eggers a diez años de trabajos forzados por ayudar al régimen fascista. Fue
enviado a Sachsenhausen, el antiguo campo de concentración donde habían sido
asesinados los comandos de la Operación Musketoon. Allí, la brutalidad superaba
cualquier cosa que hubieran soportado los prisioneros en Colditz. Al menos doce mil
de los reclusos que se hacinaban en el «Campo Especial n.º 1 del NKVD» perecieron
de enfermedades y desnutrición en cinco años. Encadenado con delincuentes
comunes y nazis, hambriento y golpeado, el quisquilloso maestro no podía creerse lo
que le habían deparado el destino y la mala suerte: «En aquel infierno, la moral y los
modales degeneraban en violencia hostil». En 1951, Eggers era uno de los únicos mil
quinientos supervivientes, «esqueletos que no pesaban más de cincuenta kilos».
Finalmente salió en libertad en diciembre de 1955 con la orden de abandonar
Alemania Oriental después de pasar el doble de tiempo en prisión que cualquier
recluso de Colditz. Eggers se fue a vivir a orillas del lago de Constanza, donde
falleció en 1974 a los ochenta y cuatro años.
Durante el largo encarcelamiento de su marido, Margaret Eggers conservó sus
diarios, fotografías y notas. «Habría sido mucho más seguro para ella quemar todos
mis documentos, pero los guardó», escribió Reinhold. Tras el éxito editorial de Pat
Reid, Eggers escribió unas memorias, Colditz: La historia alemana, y más tarde una
colección de recuerdos de prisioneros aliados y guardias alemanes. Mantuvo contacto
con muchos reclusos a los que antaño había custodiado. «Encontré nuevos amigos
entre mis antiguos enemigos». En sus escritos, Eggers ofrecía un contrapunto a la
perspectiva británica dominante, tan sobrio y preciso como jovial e impresionista era
el de Reid. Eggers se había ceñido a las normas y había convertido Colditz en un

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lugar tolerable donde estar encerrado, pero también había hecho más que nadie por
impedir que los prisioneros se fugaran. Colditz era el campo de «los chicos malos», y
el profesor Eggers consideraba que su papel era mantenerlos a raya, cosa que lo
convertía en un adversario peligroso y bastante irritante. Entre los exprisioneros era
una figura divisiva, despreciado por algunos por su ingenio y eficiencia, pero
admirado por otros por conservar su humanidad en una guerra inhumana. «Aquel
hombre era nuestro oponente, pero aun así se ganó nuestro respeto con su actitud
correcta, su autocontrol y su ausencia absoluta de rencor a pesar de lo mucho que lo
acosábamos», escribió un antiguo recluso. Cuando Pat Reid apareció en el programa
This is Your Life de la televisión británica, el invitado sorpresa fue Reinhold Eggers.
El SS Obergruppenführer Gottlob Berger fue arrestado por las fuerzas francesas
una semana después de celebrar su grotesca fiesta para los Prominente en las
montañas de Bavaria. Cuando fue llevado a juicio en Núremberg, afirmó que había
resistido las presiones para infligir un trato más duro a los prisioneros de guerra y que
había desobedecido la orden directa de Hitler de «matarlos a todos». Su papel a la
hora de llevar a los Prominente a un lugar seguro fue uno de los ejes centrales de su
defensa, e insistió en que había arriesgado su vida al desafiar al Führer. En abril de
1949, el tribunal lo halló culpable de genocidio como «parte activa del programa de
persecución, esclavización y asesinato» de los judíos europeos. El tribunal consideró
que también tuvo «responsabilidad de mando» en el asesinato del general francés
Gustave Mesny. Berger fue condenado a veinticinco años de cárcel. Pero, cuando
apeló dos años después, la Junta Asesora de Clemencia dictaminó que no se había
otorgado peso suficiente a las acciones de Berger en los últimos días del régimen
nazi. «El acusado Berger fue el medio para salvar la vida de los oficiales y soldados
estadounidenses, británicos y aliados, cuya seguridad peligraba enormemente por las
órdenes de Hitler para que fueran liquidados o tomados como rehenes. Berger
desobedeció e intercedió en su nombre y, al hacerlo, se puso en una situación de
peligro». La sentencia quedó reducida a diez años y salió en libertad en 1951 después
de cumplir solo seis. Berger trabajó en una fábrica de cortinas, escribió varios
artículos para una revista de derechas y murió a los setenta y ocho años. El SS Oberst
Fritz Meurer, jefe del Estado Mayor de Berger, se dio a la fuga. En 1953, un tribunal
francés lo halló culpable in absentia del asesinato del general Mesny y dictó una
orden internacional de arresto. Pasó un tiempo encarcelado en Alemania, pero la
investigación se prolongó varios años y, en 1975, Meurer fue declarado no apto para
someterse a juicio.
Uno de los últimos artículos de Lee Carson desde Alemania narraba la suerte que
había corrido Paul Budin, el director general de la HASAG, la fábrica de armas de
Colditz en la que cientos de esclavos judíos habían trabajado hasta la muerte. «El
miércoles por la noche sucedió algo extraño y casi increíble», escribía desde Leipzig
cinco días después de la liberación de Colditz. Carson afirmaba que el fabricante de
armas y oficial de las SS había organizado una fiesta en su gran mansión de Leipzig.

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«Aterrado por el avance estadounidense, como les ocurre a casi todos los buenos
nazis, y consciente de que sus fábricas y su vida como el favorito de Hitler se habían
acabado, invitó a sus amigos a un elaborado banquete que incluyó champán, caviar y
todos sus atavíos. Lo pasaron todos muy bien». Había más de cien invitados, entre
ellos la mujer y los hijos de Budin. «Cuando los caballeros hubieron fumado sus
puros y tomado un buen coñac francés, Budin pulsó un botón que los llevó a él y a
sus amigos al Valhala. La sala donde se celebraba el banquete estaba llena de minas
preparadas para su detonación». La explosión también destruyó los archivos de la
HASAG, incluyendo el registro de cuántos esclavos habían muerto en el
Aussenkommando 24 de Colditz.
Cuando las fuerzas estadounidenses se unieron finalmente con los soviéticos en el
río Elba, Carson estaba allí para informar. Nunca olvidó la imagen del niño que yacía
muerto en el puente de Colditz. «En la alocada melé, los estadounidenses lucharon
contra hombres de barba gris y niños mientras miles de soldados nazis entrenados se
rendían», escribió. A su regreso a Estados Unidos en 1946 le fue concedida la
Medalla de Honor del Servicio Internacional de Noticias. Lee Carson se retiró del
periodismo en 1957, se casó con un agente de la CIA y murió de cáncer en 1973 a la
edad de cincuenta y un años. A su funeral, celebrado en Filadelfia, asistieron otros
reporteros de guerra, todavía embobados por su combinación de atractivo y talento.
«La señorita Carson era como una estrella de cine», escribió uno de ellos.
«Podríamos discutir si Lee fue la mejor reportera de la segunda guerra mundial, pero
no cabe duda de que fue la periodista que más gustaba y la que aventajaba a un
hombre a la hora de conseguir una noticia u ocupar el mejor asiento en el jeep».
En octubre de 1945, Micky Burn recibió una carta de su examante Ella van
Heemstra. Su familia había sufrido mucho durante la ocupación nazi y Audrey, la hija
de Ella, que soñaba con ser bailarina, padecía ictericia, anemia y una infección
provocada por la desnutrición. Ella le preguntó a Burn si podía ayudarla a obtener
penicilina, un medicamento milagroso que podía salvarle la vida a Audrey. Burn le
envió mil cigarrillos, que Van Heemstra vendió en el mercado negro para comprar el
medicamento. La niña se recuperó y acabaría siendo actriz, más conocida como
Audrey Hepburn. Burn siguió siendo un hombre de fugaces y erráticas pasiones,
tanto políticas como sexuales. Volvió de Colditz convencido de que solo se sentía
atraído por los hombres, pero al poco se enamoró de una mujer con la que estuvo
casado tres décadas a pesar de sus varias aventuras homosexuales. Se convirtió al
catolicismo, pero renunció a la fe por la postura de la Iglesia con respecto a la
homosexualidad. Hizo campaña por el Partido Comunista, pero también acabó
renegando del marxismo tras presenciar la realidad del gobierno comunista como
corresponsal de The Times en Budapest y Belgrado. Sus convicciones comunistas
sufrieron una fuerte sacudida con la deserción del KGB de su examante Guy Burgess.
Su novela sobre Colditz, Yes, Farewell, fue publicada en 1946, la primera de
numerosos libros, obras de teatro y poemas. Se mudó a Gales, donde en el puerto de

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Porthmadog fundó una cooperativa de producción de mejillones basada en principios
socialistas. Fue un desastre económico. En la reseña de Turned Towards the Sun, su
autobiografía de 2003, The Times observaba que la moraleja del libro es que «no hay
respuestas fáciles a las paradojas que la existencia plantea constantemente a los
inquilinos humanos de este planeta». Micky Burn, simpatizante nazi convertido en
comunista, periodista convertido en novelista, criador de mejillones, comando, poeta,
diletante y «escriba» de la radio secreta de Colditz, nunca se aburría y siguió
probándolo todo al menos una vez hasta su muerte a los noventa y siete años.
Čeněk Chaloupka, seductor, jefe de espías y contrabandista, no se casó con Irma
Wernicke después de la guerra, un desenlace que no sorprendió a nadie que lo
conociera, excepto tal vez a la propia Irma. Checko se hizo con un Spitfire y viajó
con él a Checoslovaquia. Allí volvió a incorporarse a las fuerzas aéreas y sirvió en la
1.ª División del Aire cerca de Praga. En febrero de 1946, diez meses después de
abandonar Colditz, realizó un vuelo de instrucción con un C-2 y se estrelló. Murió en
el acto. Años después trascendió que Chaloupka nunca había sido oficial. Irma
Wernicke se fue de Colditz justo antes de que llegaran los soviéticos. Estaban
saliendo a la luz sus actividades como espía para los prisioneros, en el pueblo
abundaban los resentimientos y, cuando quedó claro que no viviría bajo la protección
aliada, la auxiliar de dentista supo que ella también debía escapar. La noche que llegó
el Ejército Rojo «huyó aprovechando la oscuridad». Vivía en Alemania Occidental y
trabajaba como enfermera odontológica cuando conoció a Tony Koudelka, otro
apuesto aventurero checo, desertor del ejército y exsoldado de la Legión Extranjera
Francesa. Se casaron en 1953, emigraron a Estados Unidos y se instalaron en Castaic,
al norte de Los Ángeles, donde Koudelka se incorporó al LAPD y tuvo un
pluriempleo como guardia de seguridad del futuro presidente Ronald Reagan. Ella
trabajó de dentista para un sindicato. En 1993, un año antes de la muerte de Irma, un
grupo de exprisioneros le regaló un libro firmado de fotografías de Colditz «para
recordar su valor único ayudándonos en los días inciertos del pasado lejano y darle
las gracias con toda sinceridad en nombre de los oficiales aliados que estuvieron
confinados en el castillo de Colditz y por los cuales arriesgó su vida».
Julius Green regresó a Escocia, donde se casó con Anne Miller. Tuvieron dos
hijos y pasaron el resto de su vida en Glasgow. Se dedicó una breve temporada a los
negocios, pero retomó la odontología en 1950. En 1971 publicó From Colditz in
Code, unas memorias llenas de irónicas mofas hacia sí mismo y de serena fortaleza.
Green murió en 1990 a los setenta y siete años. Su historia es prácticamente
desconocida, eclipsada por los relatos de actores más ruidosos y obvios. Pero la
historia es como la odontología: nunca sabes lo que te encontrarás hasta que perforas.
Con unos cuantiosos ingresos privados y la voluntad de disfrutar, Michael
Alexander se convirtió en un pilar del grupo de escritores y artistas bohemios
conocidos como «Chelsea Set». Mujeriego empedernido, recordaba con alegría las
experiencias sexuales con hombres de las que había disfrutado en Colditz. Exploró en

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aerodeslizador la península de Yucatán, México, y la parte alta del Ganges, y la costa
de Escocia en una pequeña barca hinchable. Alexander trabajó para varias editoriales,
rescató a un viejo amigo de la Legión Extranjera Francesa en el norte de África,
fundó la Asociación Británica de Propietarios de Barcas Hinchables, localizó la zona
remota de Firozkoh, en el centro de Afganistán, y fue elegido miembro de la
Asociación Zoológica de Londres, pero nunca hizo nada que pudiera confundirse con
un trabajo. Su producción editorial fue vasta y ecléctica, incluyendo una antología
literaria de la India, un libro sobre los grabados de Hogarth y una biografía de Duleep
Singh, el protegido indio de la reina Victoria. Abrió un restaurante (por poco tiempo),
se casó (por poco tiempo) y vivió en un castillo escocés en ruinas (por menos tiempo
aún). Tras sufrir un tedioso y prolongado encarcelamiento, después de Colditz se pasó
la vida explorando tantos colores y sabores como encontró.
De vuelta a Londres, Florimond Duke «se personó en la OSS y disfrutó de una
lujosa cena en Claridge antes de embarcar en un avión rumbo a casa». Estaba en
Washington redactando su informe sobre la Misión Gorrión cuando llegaron noticias
inesperadas de Hungría, ahora bajo control soviético. Un oficial militar húngaro había
abordado a un diplomático estadounidense en la calle. «Tengo seis mil dólares en oro
que pertenecen a uno de sus oficiales», dijo con acento norteamericano. «Quiero
devolvérselos antes de que caigan en manos rusas». Al día siguiente, el comandante
Kiraly dejó el dinero en la misión militar estadounidense, «rechazó un recibo» y
desapareció. Duke se mudó a New Hampshire, donde trabajó en la legislatura, y más
tarde se retiró a Scottsdale, Arizona. Cada 15 de abril, él y el coronel Leo
Shaughnessy celebraban el aniversario de la liberación de Colditz. «Mi cuerpo
especial no conquistó Colditz», insistía Shaughnessy. «Ya lo habían hecho los
prisioneros». Duke nunca había sido dado a la introspección filosófica, pero con el
paso de los años empezó a preguntarse cómo había sobrevivido. En un libro
publicado en 1969, poco después de su muerte, escribió: «En parte fue pura suerte.
Pero parte de la respuesta radica en el verdadero poder protector de hombres de
buena voluntad y elevados propósitos morales como Denzler».
Rudolf E. Denzler nunca obtuvo reconocimiento por sus logros durante la
guerra, y tampoco lo buscó. En un conflicto que entrañó, en sus propias palabras,
«todo el poder, la crueldad y la inhumanidad inherentes a la guerra moderna», estaba
orgulloso de que dentro de Colditz hubiera conseguido respetar las normas que
veneraba: «En ese espacio limitado, el espíritu de caballerosidad de la Convención de
Ginebra de 1929 siguió vivo». Después de haber salvado tantas vidas con tan poca
ostentación, volvió sin hacer ruido al anonimato de la burocracia suiza.
A Michael Sinclair le fue concedida la Orden del Servicio Distinguido por su
«incansable devoción por escapar mientras era prisionero de guerra» y se convirtió en
el único teniente que recibió una medalla al valor estando en cautividad. En 1947, sus
restos fueron trasladados al cementerio de guerra de Berlín. Charles Hopetoun y
Dawyck Haig, demasiado enfermos para ser trasladados desde Königstein con los

Página 246
demás Prominente, se recuperaron y más tarde fueron liberados por las fuerzas
estadounidenses. Hopetoun se convirtió en director de una empresa de seguros y en
tercer marqués de Linlithgow. Haig sufrió una crisis nerviosa después de la guerra, un
excelente pintor moderno que nunca logró escapar de la sombra de su famoso padre.
Gris Davies-Scourfield continuó en el ejército, sirvió en Alemania, Malasia, Ghana
y Chipre y acabó su carrera como brigadier. Jack Best volvió a la agricultura,
primero en Kenia y más tarde en Hertfordshire. El ordenanza Solly Goldman emigró
a Estados Unidos, donde abandonó por completo su acento cockney. Tony Rolt
volvió a los circuitos de carreras y participó en tres mundiales de Fórmula 1. Peter
Allan, el diminuto escocés con falda que había protagonizado la primera fuga dentro
de un colchón, trabajó como viajante del whisky Bell’s. Machiel van den Heuvel fue
ascendido a comandante del ejército neerlandés y murió en combate en 1946 durante
la guerra de independencia indonesia. Tony Luteyn se instaló en Australia. Hans
Larive consiguió trabajo en Royal Dutch Shell. El general Tadeusz Bór-
Komorowski nunca regresó a la Polonia controlada por los comunistas. En Londres
fue primer ministro del gobierno polaco en el exilio entre 1947 y 1949 y tapicero. El
oficial de caballería francés Pierre Mairesse-Lebrun trabajó en el servicio de
espionaje de De Gaulle y pasó gran parte de su vida a lomos de un caballo. Como
comandante local de las Forces Françaises de l’Intérieur, Alain Le Ray liberó la
ciudad de Grenoble y expulsó a las últimas fuerzas alemanas de los fuertes alpinos. El
primer fugitivo de Colditz sirvió en Indochina y Argelia y se retiró en 1970 con el
rango de general. David Stirling fundó varias empresas fallidas, participó en
misiones militares secretas en Oriente Próximo y fue nombrado caballero en 1990, el
año de su muerte. El SAS se convirtió en un modelo para fuerzas especiales de todo
el mundo. El inventor Christopher Clayton Hutton intentó publicar unas memorias
en las que describía las herramientas para fugas que había creado para el MI9, pero,
según decía, se vio «atrapado en un laberinto de funcionarios menores» y amenazado
con ir a juicio por la Ley de Secretos Oficiales. Su autobiografía, Official Secret,
finalmente fue publicada en 1960. Clutty se retiró al este de Dartmoor, pasaba días
enteros inventando cosas en su cobertizo y murió en 1965. Sus materiales de fugas se
han convertido en codiciados objetos de coleccionista.
Frank Flinn nunca se recuperó por completo de la experiencia de Colditz y fue
uno de los pocos que lo admitían con honestidad. Hombre amable y tímido, había
escapado logrando que lo declararan loco y su salud mental siguió siendo frágil. «Sin
duda, los efectos a largo plazo estaban ahí», decía. «Cuando estás en la cárcel, los
horizontes se encogen y todo lo que te rodea tiene sentido, pero cuando sales al
mundo, el tráfico es demasiado ruidoso. Tu mente está habituada a cuatro paredes y
se amplía con excesiva rapidez». Fue declarado no apto para volar y abandonó la
RAF a finales de 1945, sufriendo una profunda culpabilidad del superviviente. «Tú
estás vivo, pero muchos otros han muerto», afirmaba. «Creo que no llegué a
aceptarlo». «Errol» Flinn fundó una empresa de siropes para el sector heladero en

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St. Helens y más tarde abrió una tienda de material de cocina en Southport. Falleció
en 2013 a la edad de noventa y siete años. Giles Romilly, el primer Prominente que
fue encarcelado y el único que escapó en solitario, también sufrió un daño irreparable
a causa del encarcelamiento. Padecía claustrofobia y «un miedo acusado a las
aglomeraciones». Los médicos le recetaron ácido barbitúrico y se volvió adicto. Junto
a Michael Alexander coescribió un libro sobre su experiencia en Colditz titulado
The Privileged Nightmare, pero su carrera periodística y literaria no consiguió
despegar. Su matrimonio tuvo un final amargo y en 1963 secuestró a sus dos hijos y
huyó a Estados Unidos. Un año después los mandó de vuelta. Su exmujer se adueñó
de sus propiedades y activos. El sobrino comunista de Churchill sobrevivió
vendiendo biblias y la Encyclopaedia Britannica por las casas. La adicción empeoró.
«Toda su vida giraba en torno al drinamil, el amital sódico y el Nembutal», afirmaba
su hijo. Murió en 1967, a los cincuenta años, por una sobredosis de tranquilizantes en
una solitaria habitación de hotel en Berkeley, California.
Aunque Colditz cambió a algunos para siempre, el padre Jock Platt, blindado por
sus creencias cristianas, salió prácticamente indemne. El cautiverio había sido una
prueba enviada por Dios y se había enfrentado a ella. Después de la guerra fue
ministro metodista en St. Leonard’s, Bromley y Somerset y se retiró en Dorchester,
donde murió en 1973 siendo «un hombre de una fe profunda que nunca se apartó de
sus convicciones».
La formidable Jane Walker seguía escondida en un pueblo de Polonia a orillas
del Vístula cuando pasó el Ejército Rojo camino de Berlín. La señora M no tenía
intención de vivir bajo el dominio soviético en la Polonia controlada por los
comunistas, así que la espía de setenta y un años decidió que había llegado el
momento de irse a casa. Fue a Lublin y se montó en un vagón con prisioneros de
guerra que se dirigía a Ucrania. Durante el trayecto consiguió un nuevo disfraz y, tal
como informaba The Times, se presentó en la Misión Militar Británica en Odesa
«vestida de suboficial de la RAF». Desde allí viajó en un barco británico hasta Puerto
Saíd, y el 22 de abril atracó en Gourock. Era la primera vez en cuatro décadas que
veía su tierra natal. Walker fue nombrada miembro de la Orden del Imperio Británico
por «ayudar a cientos de prisioneros aliados a escapar del territorio ocupado por
Alemania», recibió una invitación personal para la coronación de la reina Isabel II,
apareció en el programa This is Your Life de la BBC y se retiró a Bexhill-on-Sea, en
la costa de Sussex, donde falleció a los ochenta y cinco años. «Fue una gran
patriota», escribió Gris Davies-Scourfield, uno de los muchos que le debían su
supervivencia a la señora M. «Sigue viviendo en el recuerdo de todos los que la
conocieron y la amaron en días oscuros y peligrosos».
Birendranath Mazumdar fue sometido a cuatro meses de arresto domiciliario
en un hotel de Suiza a la espera de juicio por malversación. Finalmente fue a verlo el
coronel suizo que supervisaba el cuidado de los soldados británicos en Suiza.
«Quieren borrarme del registro médico y arruinarme la vida», le explicó Mazumdar.

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El oficial suizo organizó el traslado del médico indio a un asilo. «Ahora no pueden
someterte a un consejo de guerra», le dijo. En noviembre de 1944 fue trasladado a
Marsella y desde allí regresó a Inglaterra en barco. Entre tanto, el coronel Foote había
escrito a la sección Z del MI5 indicando que «el comportamiento del capitán
Mazumdar levantaba sospechas». Llevaba solo dos semanas en los cuarteles de
Woolwich cuando el sospechoso ahora identificado como «Z/240» en un informe
titulado «Subversión india» fue convocado en la Oficina de Guerra.
«Era muy difícil tratar con Z/240», escribió el agente del MI5 que llevó a cabo el
interrogatorio. «No le gustaba ser entrevistado y manifestó la opinión de que estaba
recibiendo un trato que ningún prisionero de guerra británico había tenido que
soportar». A regañadientes, Mazumdar volvió a describir los intentos fallidos por
reclutarlo en Berlín. El interrogador concluyó que no suponía ninguna amenaza para
la seguridad y que merecía «un reconocimiento a su lealtad», pero la sombra de la
sospecha continuó persiguiéndolo. «Parece imposible que Z/240 haya olvidado tanto
como finge».
—Está acabando con sus opciones de recibir una medalla —le advirtió el agente
del MI5.
Mazumdar explotó:
—¿Cree que escapé y pasé por todo esto para conseguir una puta medalla? —
gritó antes de irse.
Biren Mazumdar fue dado de baja en 1946. Para entonces, Subhas Chandra
Bose estaba muerto. Su Ejército Nacional Indio había luchado contra los británicos en
Birmania y después se rindió ante los japoneses. En unas circunstancias que nunca se
han esclarecido del todo, el avión en el que viajaba el líder nacionalista indio se
estrelló en 1945 en la actual Taiwán. Bose murió a causa de las quemaduras de tercer
grado.
En 1947, la India consiguió la independencia. Mazumdar podría haber regresado
a su país natal, que ya no estaba dominado por los británicos, pero decidió quedarse
en Inglaterra. Un día, en el banco, lo atendió una joven y atractiva cajera llamada
Joan, que recordaba su primer encuentro: «Estaba en el mostrador. Siempre iba muy
bien acicalado con traje de tres piezas y guantes. Nunca fumaba sin ellos puestos».
Después de casarse se mudaron a Gales, donde Mazumdar ejerció de médico de
familia, y más tarde a Essex. Tuvieron dos hijos. Cuando Biren se jubiló, los
Mazumdar se instalaron en el pequeño municipio de Galmpton, en Devon. Casi
nunca hablaba de Colditz, pero antes de su muerte, en 1996, Mazumdar grabó varias
cintas en las que describía sus experiencias durante la guerra. En una de ellas
rememoraba un incidente sumamente simbólico.
Poco antes de la independencia de la India y todavía con uniforme británico,
Mazumdar visitó Gaya, su lugar de nacimiento. La familia de su hermano también
estaba en casa, y el día que se iban, Biren compró billetes de primera clase en la
estación, los instaló en un compartimento del tren con destino a Calcuta y fue a

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buscar comida para el viaje. Cuando volvió al andén, vio que un brigada británico
estaba echando a sus parientes de sus asientos de primera para hacer sitio a un inglés
y su pareja.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Mazumdar.
—Me han dicho que saliera —respondió su hermano.
Mazumdar se acercó al soldado británico y aireó todas las frustraciones
acumuladas en tantos años de cautividad y prejuicios:
—¡Firme! ¡Salude a un oficial superior! —La invectiva se prolongó varios
minutos y el soldado se acobardó—. Puede retirarse.
Cuando Mazumdar se dio la vuelta, vio que el abarrotado andén se había quedado
en silencio. Los mozos habían soltado sus bultos y la multitud india estaba mirando
boquiabierta. Entonces empezaron los aplausos, que causaron un estruendo
ensordecedor mientras daban pisotones y lanzaban vítores:
—¡Shabash! —gritaban—. ¡Shabash!

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Apéndice

Una carta codificada se indicaba mediante una fecha numérica, por ejemplo 15/5/41,
y una firma subrayada.[2]
El número de palabras del mensaje secreto y la cuadrícula de descodificación se
indicaban multiplicando el número de letras de las dos primeras palabras de la
primera línea completa de la carta. «How are you?» (¿Cómo estás?) indicaba un
mensaje de nueve palabras en una cuadrícula de 3×3. «So pleased to hear…» (Me
alegra mucho saber) indicaría un mensaje de catorce palabras en una cuadrícula de
2×7. El mensaje se incluía en la quinta y sexta palabra de la carta empezando en la
segunda frase.
La primera palabra descodificada, la quinta de la segunda frase, se colocaba en la
esquina superior izquierda de la cuadrícula y la sexta palabra a continuación, la
quinta después de esa posterior… y se repetía la quinta, la sexta y así sucesivamente.
Cuando se había completado la cuadrícula, el mensaje se leía en diagonal y en zigzag
desde la esquina inferior derecha.
Ejemplo:
Esta carta fue enviada por Julius Green a su madre, residente en Fife, y entregada
al MI9. Contenía información sobre defensas submarinas alemanas recabada entre
oficiales navales capturados:

15/5/41

Dear Mum,

How are you all keeping?


I will not be home as soon as I thought.
Escorted by guards I got out of the train near here and was glad
after almost two-days train travelling to arrive and meet some English
fellows again. Submarine, destroyers, merchant ships, even merchant
raiders are represented. Seeing sailors disguised as soldiers is very
amusing but a bit grim when you think of how they lost their own togs.
They are a charming crew. I am in a hut with the RN & RM officers…

Best love to all, Julie

Página 251
[Querida mamá,

¿Cómo estáis todos?


No estaré en casa tan pronto como pensaba.
Escoltado por unos guardias bajé del tren cerca de aquí y,
después de casi dos días de viaje, me alegré de llegar y volver a ver a
ingleses. Están representados submarinos, destructores, buques
mercantes e incluso barcos de asalto. Ver marineros disfrazados de
soldados es muy divertido, pero un poco triste cuando piensas en
cómo perdieron su ropa. Son una tripulación agradable. Estoy en una
cabaña con oficiales de la Armada Real y los marines…

Con cariño para todos, Julie]

Solución:

DISGUISED RAIDERS MEET SUBMARINE TWO-DAYS OUT AND ESCORTED HOME [buques de
incursión disfrazados encuentran submarinos en dos días y escoltados a casa]

El código 5-6-O poseía una compleja sofisticación. La O del nombre era una
letra, no un número. Si el descodificador encontraba el artículo «el/la/los/las» en la
secuencia de palabras descifradas, ello indicaba que el código ya no eran palabras,
sino letras, y el resto de la frase debía ser ignorado.
El descodificador tenía que dibujar una cuadrícula de 3×9, empezando por la letra
O en la esquina superior izquierda, como sigue:

O 111 P 211 Q 311


R 112 S 212 T 312
U 113 V 213 W 313
X 121 Y 221 Z 321
. 122 A 222 B 322
C 123 D 223 E 323
F 131 G 231 H 331
I 132 J 232 K 332
L 133 M 233 N 333

Cada letra del alfabeto y, sobre todo, el punto, correspondía a un número de tres
dígitos en el que estaban representadas todas las combinaciones de 1, 2 y 3.

Página 252
Las primeras letras de las tres primeras palabras de la siguiente frase
correspondían a las columnas 1, 2 o 3 de la cuadrícula para producir un número de
tres dígitos que a su vez denotaba una letra concreta. Por ejemplo, «Mother rang up»
(Ha llamado mamá) genera M = 2, R = 1, U = 1. El número 211 = P.
Un punto (122) era el indicador para ignorar el resto de la frase y volver al código
de palabra, anotando cada quinta o sexta palabra como antes.
La palabra descodificada «pero» indicaba «fin del mensaje». Un guion contaba
como una palabra.

Ejemplo:
Esta carta le fue enviada a Julius Green por su «padre» en verano de 1943 en
referencia a un mapa de una fábrica de aceite sintético de Blechhammer North que él
había enviado antes y una factura impagada a la señora Hobbs:

8/7/43

Dear Julius,
So pleased to get your letter
Informing us you’d received the scripts for the plays, also the
iodine, which Mrs Simpson sent you. Mother rang up saying you’re
grateful for the gift, and also how really pleased you’d be, she told
Mother that she had sent you some music. Next week I will be sending
you more cigarettes. You will have plenty, if they remit them to you
promptly, as the last lot I sent you a fortnight ago should reach you
soon. Hope the other oddments followed on, because you should have
got your parcel containing your cheese-cap and slacks which I sent in
January addressed to ‘Marlag und Milag Nord’. You remember poor
old Mrs Smith – her painful illness is following its usual course. Like
others who suffer she’s heroic. I hope the ‘Legal and General’
received the cheque I sent them the other day, it was to pay the
interest and capital due to them and it will reduce it further, I’ve also
asked them to let me know when the premium is due on your policy.
They’re quite businesslike usually so you need not worry. Judith’s
birthday was on the 27th June, she was 4 and is getting quite a big
girl. We all simply love her, however we haven’t really spoiled her. We
fixed up a little party, and mother baked her a beautiful birthday cake
which had four candles on it. Judith was very excited, of course, and
so were all the little guests. You’ll be home again soon, Julie, at least
I only pray you will…
Mother Kathleen and Judith send you their love.

Página 253
Dad.

[Querido Julius,

Nos alegra mucho haber recibido tu carta informándonos de que


habías recibido los guiones para las obras y el yodo que te envió la
señora Simpson. Ha llamado mamá para decirle que le estás
agradecido por el regalo y también lo contento que te pondrías. Le
dijo a mamá que te había enviado música. La semana que viene te
mandaré más tabaco. Tendrás mucho si te lo hacen llegar pronto, ya
que la última remesa que te mandé hace quince días también debería
llegarte en breve. Espero que los otros artículos sueltos también
llegaran, porque deberías haber recibido un paquete que contenía
nata y unos pantalones que mandé en enero dirigidos a «Marlag und
Milag Nord». Recordarás a la pobre señora Smith. Su dolorosa
enfermedad está siguiendo el curso habitual. Como otros que la
padecen, es una heroína. Espero que «Legal and General» recibiera
el cheque que les envié el otro día. Era para pagar los intereses y el
capital que les debía y lo reducirá más. También les he pedido que me
informen de cuándo abonarán la prima de tu póliza. Normalmente
son bastante profesionales, así que no tienes de qué preocuparte. El
27 de junio fue el cumpleaños de Judith. Cumplió cuatro años y se
está haciendo muy mayor. Todos la queremos mucho, aunque no la
malcriamos. Organizamos una pequeña fiesta y mamá le hizo una
bonita tarta con cuatro velas. Judith estaba muy contenta, por
supuesto, y también los pequeños invitados. Volverás pronto a casa,
Julie. Al menos rezo para que así sea…
Tu madre Kathleen y Judith te mandan su amor.

Papá]

Solución:
Las dos primeras palabras, «So pleased» (Nos alegra mucho) indican un mensaje
de catorce palabras en una cuadrícula de 2×7.
La quinta palabra de la frase posterior es «los», así que el resto de la frase debía
ser ignorado y el código por letras empezaba en la siguiente frase.
Las letras iniciales de las tres primeras palabras («Mother rang up», «Ha llamado
mamá») corresponden a las columnas 2, 1 y 1, lo cual da 211, = P; las tres palabras

Página 254
siguientes («saying you’re grateful», «decirle que estás agradecido») dan 222, = A;
«for the gift», «por el regalo» = I; «and also how», «y también lo» = D. Por tanto, la
primera palabra es PAID (pagado) y debería colocarse en el espacio superior
izquierdo de la columna. Sin embargo, las tres palabras siguientes («really pleased
you’d», «contento de que») dan 122, el signo de interrogación que indicaba que el
descodificador debía volver al código por palabras 5, 6 a partir de la siguiente frase.
La quinta, sexta y quinta palabras son «be», «will» y «remit», que deben insertarse en
la cuadrícula. La sexta palabra posterior es «the», de modo que hay que volver al
código por letras como antes, y así sucesivamente.

La cuadrícula completa queda como se indica a continuación:

S O
P PAID be
L will remit
E HOBBS Mrs
A following others
S hope received
E N blhmr
D of MAP

MAP OF BLHMR N RECEIVED HOPE OTHERS FOLLOWING MRS HOBBS REMIT WILL BE PAID
[mapa de blhmr n recibido espero que lleguen más envío sra. hobbs será pagado]

Página 255
Página 256
Nota sobre las fuentes

EL MATERIAL de referencia para Colditz es vasto y ecléctico, pero de una calidad


variable. Además de los numerosos libros escritos por exprisioneros, guardias e
historiadores, la mayoría de los materiales clasificados, incluyendo los informes del
MI9, ahora forman parte de los Archivos Nacionales. Con diferencia, la mejor
crónica general sobre el campo sigue siendo Colditz: The Definitive History (2001)
de Henry Chancellor, un libro que tuvo su origen en la serie La fuga de Colditz, de
Channel 4. Ya no quedan prisioneros de Colditz vivos, pero se entrevistó a setenta y
seis personas para esa serie y las cintas recopiladas a lo largo de doce años
actualmente se conservan en el Imperial War Museum, un extraordinario depósito de
la memoria humana que he utilizado extensamente en las páginas anteriores. Muy
amablemente, John Duke me prestó un libro de recortes confeccionado por Reinhold
Eggers que le regalaron a su abuelo, Florimond Duke, poco antes de su muerte. El
libro contiene varios centenares de fotografías originales, esquemas y mapas, además
de anotaciones a mano del propio Eggers. El libro de recortes de Duke ha sido una
fuente muy valiosa para la redacción de este libro. Para mayor claridad, en ocasiones
he combinado o comprimido citas y estandarizado la ortografía.

FUENTES PRIMARIAS

Archivos Nacionales, Kew


WO208/3288: informe del MI9 sobre el Oflag IVC, Colditz.
WO208/3297: «The Escapers’ Story: A Compilation of Various Escape Reports».
WO208/3298-WO208/3327: «MI9 Prisoner of War Escape/Evasion Reports».
WO208/332-WO208/3340: «MI9 Prisoner of War Liberation Reports».
WO208/3341: «MI9 Miscellaneous Intelligence Reports».
WO208/3342: «MI9 Prisoner of War Interrogation Reports».
WO208/3343-WO208/3345: «Miscellaneous Intelligence Reports».
WO208/3346: informes sobre prisioneros de guerra sudafricanos.
WO208/3347: fuerzas repatriadas de Eire.
WO208/3348-WO208/3352: «Escape Reports».
WO361/1838: informes sobre Colditz de la Cruz Roja Internacional.
DEFE2/364: carpeta sobre la Operación Musketoon.
WO311/382: asesinato de prisioneros de guerra británicos en Alemania tras su
captura en Noruega durante la Operación Musketoon, destrucción de la central
eléctrica de Glomfjord.
WO208/4440: carpeta sobre Gottlob Berger.

Página 257
PREM3/364/12: carpeta sobre prisioneros británicos tomados como rehenes
políticos.

Archivos Nacionales, College Park, MD


Caso número 41-64, vol. I (OF), 40961789: documentos sobre el Oberst Prawitt.

Archivos de la Universidad de Halle


UAHW, informe 21, n.º 682: carpeta sobre Reinhold Eggers.
UAHW, informe 46, n.º 37 (1929-1931): carpeta sobre Reinhold Eggers.

Archivos del Imperial War Museum, Lambeth


Documentos.1805: documentos de Reinhold Eggers.
Documentos.1927: documentos del comandante Stephens.
Documentos.2715: certificados de Colditz.
Documentos.4275: documentos del teniente coronel M. Reid, miembro de la Orden
del Imperio británico.
Documentos.6295: documentos del comandante Bruce.
Documentos.8814: archivos del tribunal de guerra.
Documentos.11592: documentos del teniente de vuelo Fowler.
Documentos.19686: documentos del general de brigada del Ejército Irlandés de
Liberación Nacional L. de Laveaux.
Documentos.20390: documentos del barón de Crevoisier de Vomecourt.
Documentos.22101: documentos del reverendo JE Platt, miembro de la Orden del
Imperio británico.
Documentos.23729: documentos de la Sra. Allan.
4432: Entrevista con Howard Gee.
4816: Entrevista con James Moran.
5378: Entrevista con Edgar Hargreaves.
9893: Entrevista con Montagu Champion Jones.
12658: Entrevista con Reinhold Eggers.
15336: Entrevista con John Wilson.
16800: Entrevista con Birendra Nath [sic] Mazumdar.
16910: Entrevista con John Hoggard.
16974: Entrevista con Jerzy Stein.
17312: Entrevista con Joseph Tucki.
17585: Entrevista con John Pringle.
17597: Entrevista con Francis Michael Edwards.

Página 258
21742: Entrevista con Alex Ross.
21743: Entrevista con Francis Flinn.
21744: Entrevista con Michael Burn.
21747: Entrevista con Corran Purdon.
21748: Entrevista con John Chrisp.
21749: Entrevista con John «Pat» Fergusson.
21752: Entrevista con Kenneth Lockwood.
21768: Entrevista con Anthony Luteyn.
21775: Entrevista con Grismond Davies-Scourfield.
21777: Entrevista con Kenneth Lockwood.
21780: Entrevista con Ota Cerny.
22332: Entrevista con Dominic Bruce.
28416: Entrevista con Leslie Goldfinch.
29186, 21740, 16828: Entrevista con Franciscus Steinmetz.
29193: Entrevista con Peter Tunstall.
29195: Entrevista con George Drew.
29204: Entrevista con Jean-Claude Tine.
29209: Entrevista con Charles Michael Alexander.

Movimiento de Estudios de la Resistencia Polaca (1939-1945). Centro de estudios


PRM/163.

Base de las FF. AA. de Estados Unidos en Maxwell, AL


Cinta n.º 44 642.

BIBLIOGRAFÍA SELECTA

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Journal of Contemporary History, 42:3 (2007), pp. 535-544.
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Catlow, T. N., A Sailor’s Survival: Memoirs of a Naval Officer, Leicester, 1996.
Champ, Jack y Colin Burgess, The Diggers of Colditz, Londres, 1985.
Chancellor, Henry, Colditz: The Definitive History, Londres, 2001.
Chrisp, J., Escape, Londres, 1960.
Davies-Scourfield, Gris, In Presence of My Foes: From Calais to Colditz via the
Polish Underground, Barnsley, 2005.
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OTROS MEDIOS

Colditz: The Complete Collection, 2010.


Colditz, 2005.
Turned Towards the Sun, 2015.

Página 261
Agradecimientos

Una vez más, estoy enormemente endeudado con mucha gente en Gran Bretaña,
Estados Unidos, Alemania y Francia por su ayuda con este libro. Lucian Clinch obró
milagros de documentación a pesar de las limitaciones del confinamiento; Regina
Thiede, comisaria y archivista de Colditz, fue muy amable en mis extensas visitas al
castillo y excepcionalmente útil; Robert Hands leyó el texto mecanografiado original,
como ha hecho con ocho de mis libros anteriores, y me salvó de innumerables fallos
garrafales; le estoy especialmente agradecido a Joan Mazumdar por compartir sus
recuerdos de Birendranath Mazumdar y permitirme citarlos; de nuevo, Cecilia
Mackay ha hecho maravillas recopilando y organizando los pliegos de fotos; John
Green ha traducido amablemente algunos párrafos de alemán denso; los equipos
editoriales de Viking en el Reino Unido, Crown en Estados Unidos y Signal en
Canadá han realizado otro trabajo superlativo; Daniel Crewe, Kevin Doughten y
Doug Pepper son la mejor combinación de edición en el sector; Jonny Geller ha sido
un pilar de apoyo en todas las etapas del libro. También me gustaría dar las gracias a
las siguientes personas por ofrecer ánimo, sustento e inspiración durante la
documentación y redacción de este libro: Alexandra Anisimova, Jo Barrett, Paul
Barrett, Venetia Butterfield, Henry Chancellor, Derry Clinch, John Duke, Natasha
Fairweather, Antonia Fraser, Ian Katz, Kate Macintyre, Magnus Macintyre, Natascha
McElhone, Roland Philipps, Joanna Prior, Anne Robinson, Juliet Rosenfeld y
Michael Shipster. Una vez más, mis queridos hijos, Barney, Finn y Molly, me han
aguantado durante esta historia con una alegría inacabable y buen humor a pesar de
tener que pasar gran parte del confinamiento viéndose obligados a jugar al juego de
mesa de Colditz (consejo: lo mejor es ser el Kommandant). En ningún momento
preguntaron: «¿No hay manera de escapar de Colditz?».

Página 262
Lista de ilustraciones y créditos de las fotografías

Se ha hecho todo lo posible por contactar con todos los propietarios de los derechos.
Los editores corregirán en futuras ediciones cualquier error u omisión que les sea
notificado.
Todas las imágenes acreditadas a Johannes Lange, el fotógrafo oficial de Colditz,
se han reproducido a partir de un libro de recortes inédito perteneciente a una
colección privada.

1. Prisioneros de guerra británicos en Dieppe, 1942 (picture alliance / TopFoto)


2. Colditz, 1910 (SLUB Dresden / Deutsche Fotothek / Brück und Sohn
neg.df_bs_0011262)
3. Pat Reid (Imperial War Museum © IWM HU 49547)
4. Peter Allan y Hauptmann Paul Priem, 1941 (Johannes Lange)
5. Prisioneros siendo trasladados a Colditz (Australian War Memorial
P01608.001)
6. Hauptmann Reinhold Eggers (Johannes Lange)
7. Vista aérea de Colditz, 1932 (SLUB Dresden / Deutsche Fotothek / Junkers
Luftbild df_hauptkatalog_0020060)
8. Pierre Mairesse-Lebrun (Johannes Lange)
9. Alain Le Ray (Johannes Lange)
10. Frédéric Guigues, retrato de John Watton (© Estate of John Watton)
11. Airey Neave con uniforme alemán falso (Johannes Lange)
12. El patio interior (Imperial War Museum © IWM HU 20288)
13. Recuento (Australian War Memorial P01608.006)
14. Oficiales neerlandeses con el muñeco «Max» (Staatliche Schlösser, Burgen
und Gärten Sachsen gGmbH, Schloss Colditz)
15. Giles Romilly (Johannes Lange)
16. Doctor Birendranath Mazumdar (Staatliche Schlösser, Burgen und Gärten
Sachsen gGmbH, Schloss Colditz)
17. Douglas Bader (Mirrorpix / Alamy)
18. Michael Alexander (Johannes Lange)
19. Voleibol en el patio interior (Australian War Memorial P07203.022)
20. El paseo por el parque (Staatliche Schlösser, Burgen und Gärten Sachsen
gGmbH, Schloss Colditz)
21. «Stoolball», ilustración de John Watton (de Illustrated London News, 26 de
septiembre de 1942)
22. Altos mandos aliados viendo los «Juegos Olímpicos de Colditz» (Illustrated
London News Ltd / Mary Evans)
23. El patio en verano de 1942 (International Committee of the Red Cross
Archives)

Página 263
24. Eggers entre el público durante una representación teatral, 1943 (Johannes
Lange)
25. The Man Who Came to Dinner, 1944 (Australian War Memorial P07203.041)
26. Escenografía para Luz de gas, 1944, del teniente Roger Marchand (de J. E. R.
Wood (ed.), Detour: The Story of Oflag IVC, 1946)
27. Ballet absurdo, 1941 (Staatliche Schlösser, Burgen und Gärten Sachsen
gGmbH, Schloss Colditz)
28. The Man Who Came to Dinner, 1944 (Australian War Memorial P07203.040)
29. Kommandant Max Schmidt (Johannes Lange)
30. Cabo Martin Schädlich (Staatliche Schlösser, Burgen und Gärten Sachsen
gGmbH, Schloss Colditz)
31. Kommandant Edgar Glaesche (Johannes Lange)
32. Kommandant Gerhard Prawitt (Johannes Lange)
33. Fugitivos belgas devueltos al castillo a punta de pistola (Staatliche Schlösser,
Burgen und Gärten Sachsen gGmbH, Schloss Colditz)
34. «Otros rangos» (Staatliche Schlösser, Burgen und Gärten Sachsen gGmbH,
Schloss Colditz)
35. Douglas Bader y Alex Ross, 1942 (Australian War Memorial P07203.024)
36. Menú para una cena anglofrancesa, 1943 (Illustrated London News Ltd /
Mary Evans)
37. El castillo a la luz de la luna (Staatliche Schlösser, Burgen und Gärten
Sachsen gGmbH, Schloss Colditz)
38. Guardia durante servicio nocturno (Staatliche Schlösser, Burgen und Gärten
Sachsen gGmbH, Schloss Colditz)
39. Día de Navidad de 1943 (Australian War Memorial P07203.032)
40. Provisiones de Cruz Roja requisadas (Staatliche Schlösser, Burgen und
Gärten Sachsen gGmbH, Schloss Colditz)
41. Reconstrucción alemana de una fuga polaca, 1941 (Staatliche Schlösser,
Burgen und Gärten Sachsen gGmbH, Schloss Colditz)
42. Salida del «túnel de la cantina» (Staatliche Schlösser, Burgen und Gärten
Sachsen gGmbH, Schloss Colditz)
43. El Museo de Colditz (Staatliche Schlösser, Burgen und Gärten Sachsen
gGmbH, Schloss Colditz)
44. Christopher Clayton Hutton (de Clayton Hutton, Official Secret, 1960,
portada)
45. Tablero de ajedrez con tarjeta de identificación oculta (Johannes Lange)
46. Brújula escondida en una nuez (Staatliche Schlösser, Burgen und Gärten
Sachsen gGmbH, Schloss Colditz)
47. Sello nazi falsificado (Imperial War Museum © IWM EPH 608)
48. Pase falso de Michael Sinclair (Johannes Lange)
49. Dinero oculto en discos de gramófono (Staatliche Schlösser, Burgen und
Gärten Sachsen gGmbH, Schloss Colditz)
50. La radio francesa (Johannes Lange)
51. Raquetas de bádminton con mapas y dinero ocultos (Staatliche Schlösser,
Burgen und Gärten Sachsen gGmbH, Schloss Colditz)

Página 264
52. Armas falsas de cartón (Staatliche Schlösser, Burgen und Gärten Sachsen
gGmbH, Schloss Colditz)
53. Escombros y escalera en la torre del reloj (Johannes Lange)
54. «Tres zorros salen de su madriguera» (Staatliche Schlösser, Burgen und
Gärten Sachsen gGmbH, Schloss Colditz)
55. Peter Allan saliendo del «túnel del retrete» (Johannes Lange)
56. Túnel de las dependencias neerlandesas (Johannes Lange)
57. Émile Boulé vestido de mujer (Staatliche Schlösser, Burgen und Gärten
Sachsen gGmbH, Schloss Colditz)
58. André Perodeau y Willi Poehnert (Staatliche Schlösser, Burgen und Gärten
Sachsen gGmbH, Schloss Colditz)
59. Michael Sinclair (Staatliche Schlösser, Burgen und Gärten Sachsen gGmbH,
Schloss Colditz)
60. Gustav Rothenberger (Staatliche Schlösser, Burgen und Gärten Sachsen
gGmbH, Schloss Colditz)
61. Nochevieja de 1942, ilustración de John Watton (Illustrated London News Ltd
/ Mary Evans)
62. Micky Burn después del ataque a Saint-Nazaire, 1942 (The Times/News UK)
63. Walter Purdy (National Archives, Kew KV2/261)
64. Frank «Errol» Flinn con los «fugitivos del retrete» (Staatliche Schlösser,
Burgen und Gärten Sachsen gGmbH, Schloss Colditz)
65. Čeněk Chaloupka (Johannes Lange)
66. Irma Wernicke (Staatliche Schlösser, Burgen und Gärten Sachsen gGmbH,
Schloss Colditz)
67. Julius Green (de J. M. Green, From Colditz in Code, 1971)
68. Dentista trabajando en Colditz, ilustración de John Watton (de Illustrated
London News, 26 de septiembre de 1942)
69. General Tadeusz Bór-Komorowski (de J. M. Green, From Colditz in Code,
1971)
70. Soldados polacos abandonando Colditz (Staatliche Schlösser, Burgen und
Gärten Sachsen gGmbH, Schloss Colditz)
71. Dependencias polacas (Staatliche Schlösser, Burgen und Gärten Sachsen
gGmbH, Schloss Colditz)
72. David Stirling, 1942 (Imperial War Museum © IWM E21340)
73. Planos para el «Gallo de Colditz» (Staatliche Schlösser, Burgen und Gärten
Sachsen gGmbH, Schloss Colditz)
74. El planeador, fotografía de Lee Carson (Staatliche Schlösser, Burgen und
Gärten Sachsen gGmbH, Schloss Colditz)
75. Soldados estadounidenses en el puente de Colditz (Cortesía de los National
Archives, Still Pictures Division, Signal Corps Series, foto n.º 111-SC-
231481)
76. Lee Carson, 1944 (Getty Images)
77. Coronel Florimond Duke, 1945 (Cortesía de L. Tom Perry Special
Collections, Harold B. Lee Library, Brigham Young University, Provo, UT
84602)

Página 265
78. Obergruppenführer Gottlob Berger (Mary Evans / SZ Photo / Scherl)
79. Coronel Friedrich Meurer de las SS, fotografiado en Núremberg (Wikimedia
Commons)
80. Los Prominente llegan a las líneas estadounidenses (fotógrafo desconocido,
reproducida con permiso de Henry Chancellor)
81. Lista de traslado de prisioneros de Buchenwald al campo de trabajo de
Colditz (ITS Digital Archive, Arolsen Archives, 1.1.5.1/5316757)
82. Esclavos judíos húngaros liberados, mayo de 1945, fotografía de Joseph W.
Lapine (United States Holocaust Memorial Museum, cortesía de National
Archives and Records Administration, College Park)
83. Steingutfabrik Colditz, postal (SLUB Dresden / Deutsches Fotothek
df_bs_0017517)
84. Soldados estadounidenses tras la liberación de Colditz, abril de 1945 (R.
Miller)
85. Prisioneros liberados, abril de 1945 (Bill Allen / AP / Shutterstock)
86. Imagen aérea del castillo de Colditz (Google)

Página 266
Láminas

1. Prisioneros de guerra británicos conducidos a su cautiverio por soldados alemanes,


Dieppe, 1942.

2. Colditz en 1910: un imponente castillo gótico que domina un aletargado pueblo del este
de Alemania.

Página 267
3. Pat Reid, el irreprimible fugitivo que moldeó el mito de Colditz a su imagen y semejanza

Página 268
4. Peter Allan, el diminuto escocés que escapó oculto dentro de un colchón, con el
Hauptmann Paul Priem, el alto mando alcohólico del campo.

Página 269
5. Prisioneros neerlandeses cruzando el puente de Colditz a su llegada en julio de 1941.

Página 270
6. El Hauptmann Reinhold Eggers, el principal cronista alemán de Colditz: civilizado,
puntilloso y anglófilo.

Página 271
7. Una foto aérea tomada poco antes de la guerra muestra la tentadora proximidad del
castillo con el pueblo de Colditz. Los prisioneros eran retenidos en el patio interior situado
a la izquierda y el de la derecha era la Kommandatur, o cuartel alemán. Los prisioneros
entraban por la puerta principal después de cruzar el puente del foso, situado abajo a la
derecha.

Página 272
8. El oficial de caballería francés Pierre Mairesse-Lebrun, el atlético aristócrata que saltó la
valla perimetral en julio de 1941.

Página 273
9. El teniente francés Alain Le Ray, que en abril de 1941 se convirtió en el primer
prisionero de guerra que conseguía fugarse.

Página 274
10. Frédéric Guigues, el forzador de cerraduras francés con una cicatriz en la cara, dibujado
por el artista del campo John Watton.

Página 275
11. Airey Neave con su uniforme alemán falso, «un extraño elfo militar con su atuendo
verde».

Página 276
12. El patio interior de la prisión, donde los reclusos socializaban durante el día,
practicaban deporte, fumaban, cotilleaban y planificaban fugas.

Página 277
13. Recuento: los prisioneros se reunían al menos tres veces diarias para un laborioso
recuento en el patio.

14. Oficiales neerlandeses con «Max», cuarto por la derecha, uno de los dos muñecos
utilizados para alterar el recuento y ganar tiempo después de una fuga.

Página 278
15. Giles Romilly, el sobrino comunista de Winston Churchill y el primero de los
Prominente, o prisioneros especiales.

Página 279
16. El doctor Birendranath Mazumdar, el único prisionero indio de Colditz, apodado
«Jumbo» por los otros oficiales británicos.

Página 280
17. El célebre as de la aviación y doble amputado Douglas Bader mete sus piernas de
hojalata en la cabina de un Spitfire.

Página 281
18. Michael Alexander, el comando capturado que evitó ser ejecutado haciéndose pasar por
el sobrino de un general británico.

Página 282
19. Voleibol en el patio interior.

Página 283
20. Paseo por el parque: el trayecto diario hasta el recinto de ejercicios, «un acto formal
con un toque de amenaza».

Página 284
21. «Stoolball», un juego de una violencia extrema inventado en Colditz. Era un cruce
entre rugby y combates en jaula.

22. Oficiales aliados ven los primeros Juegos Olímpicos de Colditz. Guy German, el primer
oficial superior británico, sentado a la derecha del todo.

Página 285
23. El caluroso verano de 1942: «A diario, el patio estaba lleno de cuerpos relucientes y
sudorosos en varias fases de rojez, irritación y bronceado».

24. El oficial alemán Eggers (segundo por la izquierda) asiste a una obra teatral en 1943
flanqueado por oficiales británicos.

Página 286
25. The Man Who Came to Dinner, representada en 1944. En Colditz, el teatro era un
centro de entretenimientos de toda clase, incluidos conciertos, obras y pantomimas.

Página 287
26. Escenografía para la producción de Luz de gas, de Charlie Hopetoun, representada en el
teatro de la prisión en 1944. El dibujo es del teniente Roger Marchand, alias «Madame
Décor».

27. Ballet absurdo, Navidad de 1941. Neave con birrete y toga, última fila, cuarto por la
izquierda; Mazumdar con disfraz indio, última fila, quinto por la derecha; Jimmy Yule al
piano; Tony Luteyn, izquierda del todo, al contrabajo.

Página 288
28. «Las protagonistas eran increíblemente convincentes» e inevitablemente se convirtieron
en objetos de deseo.

Página 289
29. Max Schmidt, el primer Kommandant, una «figura imponente» con «fríos ojos grises».

Página 290
30. El cabo Martin Schädlich, un infatigable sabueso apodado «Dixon Hawke» por un
popular detective de ficción.

Página 291
31. Edgar Glaesche, el sucesor de Schmidt, que exigía respeto pero no lo recibía.

Página 292
32. El último Kommandant de Colditz, Gerhard Prawitt, el «típico rigorista prusiano».

Página 293
33. Dos fugitivos belgas devueltos al castillo a punta de pistola.

34. «Otros rangos», soldados que trabajaban como sirvientes de los oficiales presos. Solly
Goldman es el segundo por la derecha.

Página 294
35. Bader, el recluso más famoso y alborotador del castillo, con su sufrido ordenanza, Alex
Ross, debajo.

Página 295
36. Menú para una cena anglofrancesa en junio de 1943 que incluía exquisiteces de los
paquetes de la Cruz Roja como ciruelas pasas y queso.

Página 296
37. El castillo iluminado por los focos y la luna llena.

Página 297
38. Un centinela haciendo la guardia nocturna en invierno: buscando fugitivos y siendo
observado a su vez por los reclusos.

Página 298
39. Navidad de 1943 (Mazumdar, fila central, cuarto por la izquierda; Allan, abajo
izquierda). Se pactó una tregua durante las fiestas: no habría intentos de fuga a cambio de
que no se organizaran recuentos.

40. Reservas de provisiones de la Cruz Roja descubiertas y confiscadas en el túnel de la


cantina.

Página 299
41. En 1941, un soldado alemán recrea un intento de fuga desde una ventana de los pisos
superiores utilizando una cuerda hecha con sábanas.

Página 300
42. La salida del túnel de la cantina en la que Reid y otros once fugitivos fueron capturados
en mayo de 1941.

Página 301
43. El Museo de Colditz: una colección de uniformes falsos, cuerdas, insignias y otros
materiales de fuga acumulados y exhibidos por Eggers.

Página 302
44. Christopher Clayton Hutton: «Clutty», del MI9, el genio no reconocido de la
escapología en tiempos de guerra.

Página 303
45. Tablero de ajedrez con una tarjeta de identidad oculta.

46. Brújula escondida dentro de una nuez.

Página 304
47. Sello del águila nazi hecho de linóleo.

48. El pase falso que llevaba Michael Sinclair como el sargento «Franz Josef»
Rothenberger.

Página 305
49. Dinero alemán escondido en discos de gramófono.

50. La radio francesa, con el nombre en clave de «Arthur», que llegó al castillo en paquetes
de comida.

Página 306
51. Raquetas de bádminton con mapas y dinero escondidos.

52. Armas de cartón falsas confiscadas y exhibidas en el Museo de Colditz.

Página 307
53. Escombros y una escalera hallados en la torre del reloj tras la huida fallida del túnel
francés Le Métro.

Página 308
54. Foto etiquetada por Eggers: «Tres zorros abandonan su madriguera»; otra huida fallida
recreada para la cámara (Oficial de fugas neerlandés Machiel van den Heuvel, centro).

Página 309
55. Peter Allan en la salida del «túnel del retrete», descubierto en julio de 1941.

Página 310
56. Escalera de cuerda que conduce a un túnel de las dependencias neerlandesas,
descubierto en febrero de 1942.

Página 311
57. Emile Boulé, un oficial francés calvo de cuarenta y cinco años que intentó escapar
vestido de mujer alemana con peluca y falda.

Página 312
58. Doppelgängers: el oficial francés André Perodeau (izquierda) disfrazado de Willi
Pönert (derecha), el electricista del campo.

Página 313
59. Michael Sinclair, el «zorro rojo», el fugitivo más devoto de Colditz, y el más
desafortunado.

Página 314
60. Gustav Rothenberger, apodado «Franz Josef» por los prisioneros debido a sus
elaborados bigotes.

Página 315
61. Nochevieja de 1942: doscientos prisioneros ebrios formaron una larga conga y
caminaron por la nieve.

Página 316
62. El comando Micky Burn hace la V de victoria con la mano izquierda mientras se lo
llevan tras el ataque de Saint-Nazaire en marzo de 1942.

Página 317
63. Walter Purdy, fascista británico y locutor pronazi reclutado para espiar a los otros
prisioneros.

Página 318
64. Frank «Errol» Flinn (fila trasera, segundo por la derecha), una figura psicológicamente
frágil que pasó más tiempo en aislamiento que cualquier otro prisionero.

Página 319
65. Cenek «Checko» Chaloupka, el libertino y caballeroso oficial de aviación checo que
dirigía el mercado negro en Colditz.

Página 320
66. Irma Wernicke, auxiliar del dentista del pueblo de Colditz, se convirtió en la amante de
Chaloupka y más tarde en su espía.

Página 321
67. Julius Green: dentista, sibarita, experto en códigos y agente secreto.

Página 322
68. El dentista trabajando en Colditz con tornos y tenazas; ilustración de Watton.

Página 323
69. El general polaco Tadeusz Bór-Komorowski, comandante en jefe del ejército secreto
polaco, encarcelado en Colditz en otoño de 1944.

Página 324
70. Los últimos prisioneros polacos abandonan Colditz.

Página 325
71. Las dependencias polacas, donde los reclusos destilaban un potente alcohol y trataban a
sus guardias alemanes con enorme desdén.

72. David Stirling, fundador del SAS, llegó en agosto de 1944 y creó la Unidad de
Espionaje de Colditz.

Página 326
73. Planos para el «Gallo de Colditz», un planeador que sería catapultado desde el tejado y
se fabricó con 6000 trozos de madera, somieres metálicos, cables de teléfono robados y
fundas de colchón.

74. La única fotografía conocida del planeador, tomada por la periodista Lee Carson en
abril de 1945.

Página 327
75. Los soldados estadounidenses cruzan el puente de Colditz, donde se aprecian los daños
causados por los alemanes al intentar destruirlo.

Página 328
76. Lee Carson, corresponsal de guerra estadounidense para International News Service:
ingeniosa, valiente y «la periodista que más gustaba y la que aventajaba a un hombre a la
hora de conseguir una noticia».

Página 329
77. Florimond Duke fue el primer prisionero estadounidense en Colditz, el segundo
paracaidista más veterano de las fuerzas aéreas estadounidenses y uno de los espías menos
exitosos de la segunda guerra mundial.

Página 330
78. El Obergruppenführer Gottlob Berger, del Alto Mando de las SS, un compinche de
Hitler y ardiente antisemita elegido para supervisar los campos de prisioneros.

Página 331
79. El coronel de las SS Friedrich Meurer, edecán de Berger que acompañó a los rehenes
Prominente en su último viaje.

Página 332
80. Los Prominente llegan a las líneas estadounidenses. De izquierda a derecha: Max de
Hamel, George Lascelles, John Elphinstone, el diplomático suizo Werner Büchmuller y
Michael Alexander.

Página 333
81. Listas de prisioneros judíos trasladados del campo de concentración de Buchenwald al
campo de trabajo de Colditz.

Página 334
82. Esclavos judíos húngaros hambrientos y demacrados liberados por los soldados
estadounidenses.

Página 335
83. Campo de trabajo Steingutfabrik, la fábrica secreta de armamento situada cerca del
castillo de Colditz en la que trabajaron cientos de esclavos hasta morir.

84. Los soldados estadounidenses que liberaron Colditz fumando en pipa. De izquierda a
derecha: Walter Burrows, Alan Murphey, Frank Giegnas y Robert Miller.

Página 336
85. Colditz desencadenado: los prisioneros celebran su liberación el 16 de abril de 1945.

86. Fotografía aérea del estado actual del castillo.

Página 337
BEN MACINTYRE (nacido en 1963) es un autor británico, historiador y columnista
editor en The Times, diario para el cual también ha trabajado como corresponsal en
Nueva York, París y Washington. Sus columnas van desde temas de actualidad a las
controversias históricas. Entre sus libros podemos encontrar uno sobre el caballero
criminal Adam Worth, El Napoleón del Crimen: La vida y los tiempos de Adam
Worth, Master Thief, El hombre que pudo reinar: el primer americano en Afganistán,
Los hombres del SAS: Héroes y canallas en el cuerpo de operaciones especiales
británico, Un espía entre amigos: la gran traición de Kim Philby y El agente Zigzag:
La verdadera historia de Eddie Chapman
En 2008 MacIntyre escribió un relato informativo ilustrado de Ian Fleming, creador
de James Bond, para acompañar la exposición «For Your Eyes Only» del Museo
Imperial de Guerra de Londres, que fue parte de las celebraciones del centenario de
Fleming.
La BBC a realizado sendos documentales de tres de sus libros: Operación carne
picada (2010), Double Agent: La historia de Eddie Chapman (2011), y Double
Cross, La verdadera historia de los espías del Día D (2012).

Página 338
Notas

Página 339
[1]La verdadera pista estaba en el nombre, ya que «up man» era precisamente su
destino previsto. Este era el tipo de broma que le gustaba a Clutty. <<

Página 340
[2] Hemos considerado necesario mantener la versión original inglesa de las cartas
reproducidas en este apéndice para que se comprendiera el código de descodificación
utilizado. De todos modos, también hemos incluido la traducción de las cartas. <<

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