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El Confesionario - Jack Higgins

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En Ucrania, en los años 50, la KGB ha construido una réplica perfecta de una

ciudad irlandesa con el único objetivo de entrenar en ella a los futuros


agentes terroristas y de espionaje. Y allí inicia su aprendizaje Mikhail Kelly,
huérfano de un militante irlandés del IRA ahorcado por los ingleses.
Años después, en 1982, M. Kelly llega a Irlanda. Su misión: sembrar el caos,
desestabilizar el país, impedir cualquier acuerdo entre católicos y
protestantes. Para lograrlo, ningún obstáculo le arredra, ni siquiera sus
hábitos y su condición de sacerdote.
Sus acciones provocan el desconcierto no sólo entre los servicios secretos
ingleses sino entre los propios dirigentes del IRA. M. Kelly, sin embargo,
consciente de que poderosas manos desconocidas manejan su vida,
acorralado por el IRA y el Scotland Yard, abandonado y condenado a muerte
por la KGB, decide vengarse de todo y de todos llevando a cabo en solitario
su última acción: el asesinato del papa Juan Pablo II durante su visita a
Inglaterra.
Y como telón de fondo de esta vibrante novela de acción y suspense, el
oscuro mundo del espionaje y los servicios secretos, las ocultas peripecias
de esa guerra sorda entre las grandes potencias, la situación en el Ulster y la
guerra de las Malvinas.

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Jack Higgins

El confesionario
Saga: Liam Devlin - 03

ePub r1.0
JeSsE 09.05.14

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Título original: Confessional
Jack Higgins, 1985
Traducción: Jorge Luis Mustieles
Retoque de cubierta: JeSsE

Editor digital: JeSsE


ePub base r1.1

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Para mis hijos
Sarah, Ruth, Seán y Hannah

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PRÓLOGO

1959

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Cuando el Land Rover dobló la esquina al final de la calle, Kelly pasaba ante la
iglesia del Santo Nombre. Se metió con rapidez en el pórtico, abrió la pesada puerta y
pasó al interior, manteniéndola ligeramente abierta para ver qué ocurría fuera.
El Land Rover había sido despojado de todo cuanto no resultaba estrictamente
necesario, de modo que el conductor y los dos policías que se agazapaban en la parte
posterior quedaban al descubierto. Vestían los característicos uniformes verde oscuro
del Royal Ulster Constabulary y llevaban los subfusiles automáticos Sterling
preparados para usarlos de inmediato. Desaparecieron por la angosta calle que
conducía al centro de Drumore, y Kelly permaneció unos instantes en el refugio de la
penumbra, percibiendo un aroma familiar.
—Incienso, cirios y agua bendita —dijo en voz baja, extendiendo sus dedos para
sumergirlos en la pila de granito situada junto a la puerta.
—¿Puedo hacer algo por usted, hijo mío?
La voz fue poco más que un susurro y, mientras Kelly se volvía, un sacerdote
emergió de la oscuridad; un anciano de sotana raída y cabellos muy blancos que
relucían a la luz de los cirios. Llevaba un paraguas en la mano.
—Sólo he entrado para guarecerme de la lluvia, padre —le explicó Kelly.
Continuó inmóvil, con los hombros levemente encorvados y las manos hundidas
en los bolsillos del viejo impermeable color tostado. Era bajo, de un metro sesenta y
cinco como máximo, y parecía un adolescente, pero su blanco rostro de diablo, bajo
el ala del viejo sombrero de fieltro, y sus melancólicos ojos oscuros de penetrante
mirada, sugerían algo distinto.
El anciano sacerdote advirtió todo esto y comprendió. Sonrió suavemente.
—No vive usted en Drumore, ¿verdad?
—No, padre, sólo estoy de paso. Tengo que ver a un amigo mío en un pub
llamado Murphy.
Su voz carecía del típico acento de los naturales del Ulster. El sacerdote le
preguntó:
—¿Es usted de la República?
—De Dublín, padre. ¿Sabe usted dónde queda ese pub de Murphy? Es
importante. Mi amigo me prometió que me llevaría a Belfast. Allí me han ofrecido
trabajo.
El sacerdote asintió.
—Le mostraré el camino. Me viene de paso.
Kelly abrió la puerta y el anciano salió. La lluvia había arreciado, y abrió su
paraguas. Kelly se cobijó a su lado y echaron a andar por la acera. Se oyó una banda
tocando un viejo himno, Abide With Me, y se alzó un coro de voces. Melancolía en la
lluvia. El anciano sacerdote y Kelly se detuvieron y se volvieron a mirar hacia la
plaza. Allí se levantaba un monumento de granito dedicado a los caídos, con coronas

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de flores en su base. A su alrededor se había reunido una pequeña multitud, con la
banda a un lado. Un ministro de la Iglesia de Irlanda oficiaba la ceremonia. Cuatro
hombres de avanzada edad sostenían orgullosamente sendas banderas bajo la lluvia,
si bien la Union Jack fue la única que le resultó conocida a Kelly.
—¿Qué es esto? —quiso saber.
—El Día del Armisticio, para honrar a los muertos de las dos guerras mundiales.
Ésos que ve usted ahí son los miembros de la sección local de la Legión Británica. A
nuestros amigos protestantes les gusta aferrarse a lo que denominan su herencia.
—Ah, ¿sí?
Siguieron calle abajo. En la esquina, una niña que no podía tener más de siete u
ocho años se cubría con una vieja boina demasiado grande para ella, al menos un par
de tallas, al igual que su chaquetón. Sus calcetines estaban agujereados y los zapatos
se hallaban en mal estado. Tenía la cara pálida, de piel muy tensa sobre los
prominentes pómulos, pero sus ojos castaños eran despiertos e inteligentes, y se las
componía para sonreír a pesar de que sus manos, que sostenían una bandeja de cartón
ante ella, estaban moradas por el frío.
—Hola, padre —le saludó—. ¿Me compra una amapola?
—¡Pero, hija, tendrías que estar a cubierto con un tiempo como éste! —Buscó una
moneda en el bolsillo y la dejó caer en la lata para el dinero, tomando él mismo una
amapola escarlata—. A la memoria de nuestros gloriosos muertos —le dijo a Kelly.
—¿Lo dice en serio?
Kelly se volvió hacia la pequeña, que le tendía tímidamente una amapola.
—Cómpreme una amapola, señor.
—¿Por qué no?
La niña le prendió la amapola en su impermeable. Kelly contempló por un
instante la tensa carita de ojos oscuros y profirió un juramento para sí. Extrajo una
cartera de piel de su bolsillo interior, la abrió y tomó dos billetes de una libra. Ella los
miró, atónita, mientras él los doblaba y los metía en su lata. Luego, le quitó
delicadamente de las manos la bandeja de amapolas.
—Vete a casa —le ordenó con amabilidad—. Caliéntate. Ya descubrirás
demasiado pronto lo frío que es el mundo, pequeña.
Había desconcierto en los ojos de la niña. No comprendía y, volviéndose, echó a
correr.
El anciano sacerdote observó:
—Yo también estuve en el Somme, pero ésos de ahí —y señaló con un gesto a la
muchedumbre congregada ante el cenotafio— preferirían olvidarlo. —Meneó la
cabeza mientras reanudaban su marcha por la acera—. Demasiados muertos. Nunca
tuve tiempo de preguntar si un hombre era católico o protestante.
Se detuvo y miró al otro lado de la calle. Un cartel descolorido rezaba: «Bar

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selecto de Murphy».
—Bien, ya hemos llegado. ¿Qué piensa hacer con las flores?
Kelly bajó la vista hacia la bandeja de amapolas.
—Dios sabe.
—He descubierto que, por lo general, sí lo sabe. —El anciano sacó de su bolsillo
una pitillera de plata y eligió un cigarrillo sin ofrecerle otro a Kelly. Aspiró el humo y
empezó a toser—. Cuando era un sacerdote joven visité una antigua iglesia católica
en Norfolk, en un lugar llamado Studley Constable. Había allí un magnífico fresco
medieval, obra de algún genio desconocido. La muerte, encapuchada y con un manto
negro, venía a reclamar su cosecha. Hoy he vuelto a verla en mi propia iglesia. La
única diferencia es que llevaba un sombrero de fieltro y un impermeable viejo.
Se estremeció repentinamente.
—Váyase a casa, padre —le aconsejó Kelly—. Aquí afuera hace demasiado frío
para usted.
—Sí —admitió el anciano—. Demasiado frío.
Se alejó apresuradamente mientras la banda daba comienzo a otro himno, y Kelly
se volvió, subió los escalones del pub y empujó la puerta. Se encontró en una sala
larga y estrecha, con una chimenea en un extremo, donde ardía un fuego de carbones.
Había varias sillas y mesas de hierro y un banco a lo largo de la pared. La barra era
de caoba, con mármol en la parte superior y un reposapiés. La habitual colección de
botellas se alineaba ante un gran espejo dorado, con desconchados que dejaban ver la
escayola barata. No había nadie, salvo el barman apoyado contra un surtidor de
cerveza. Era un hombre de complexión robusta, casi calvo, con pliegues de grasa en
la cara y una sucia camisa sin cuello.
Alzó la mirada hacia Kelly y vio la bandeja de amapolas.
—Ya tengo una.
—¿Y quién no? —Kelly depositó la bandeja en una mesa y se inclinó sobre la
barra—. ¿Dónde están todos?
—En la plaza, en la ceremonia. Estamos en una población protestante, hijo.
—¿Y cómo sabe que yo no lo soy?
—¿Después de veinticinco años de tabernero? ¡Vamos, hombre! ¿Qué le apetece?
—Bushmills.
El gordo asintió con aire de aprobación y asió una botella.
—Un hombre de buen gusto.
—¿Es usted Murphy?
—Así me llaman. —Encendió un cigarrillo—. No es usted de por aquí.
—No. He venido en busca de un amigo. Quizá lo conozca usted.
—¿Cómo se llama?
—Cuchulain.

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La sonrisa se borró del rostro de Murphy.
—Cuchulain —susurró.
—El último de los héroes anónimos.
—¡Dios mío! —exclamó Murphy—. ¡Cómo os gusta el melodrama, muchachos!
Es como una mala película de televisión el sábado por la noche. Te advirtieron que no
fueras armado.
—¿Y qué? —preguntó Kelly.
—La policía está muy activa. Hay cacheos. Te detendrían con toda seguridad.
—No voy armado.
—Bien. —Murphy sacó una gran bolsa marrón de debajo de la barra—. Al otro
lado de la plaza está el cuartel de la policía. Un camión de una empresa local de
suministros tiene paso libre cada día a las doce en punto. Echa la bolsa detrás, con la
carga. Lleva lo suficiente como para hacer saltar medio cuartel. —Metió una mano en
la bolsa. Sonó un clic bien audible—. Toma. Tienes cinco minutos.
Kelly tomó la bolsa y se dirigió hacia la puerta. Cuando llegaba a ella, Murphy le
llamó:
—Oye, Cuchulain, héroe anónimo. —Kelly se dio la vuelta, y el gordo alzó un
vaso en un brindis de despedida—. Ya sabes lo que dicen. ¡Que tengas la suerte de
morir en Irlanda!
En sus ojos hubo algo, un destello burlón que indujo a Kelly a afinar sus sentidos
como el filo de una navaja cuando salió al exterior y empezó a cruzar la plaza. La
banda estaba tocando otro himno y la multitud cantaba, sin dar muestras de
dispersarse a pesar de la lluvia. Se volvió a mirar por encima del hombro y vio a
Murphy de pie ante la puerta. Muy extraño. Entonces, Murphy agitó repetidamente la
mano, como si estuviera haciéndole una señal a alguien, y con un brusco rugido el
Land Rover de la policía apareció por una bocacalle lateral y derrapó hacia él.
Kelly echó a correr, resbaló sobre los guijarros mojados y cayó sobre una rodilla.
La culata de un Sterling cayó dolorosamente sobre sus riñones. Lanzó un grito. El
conductor, que según vio entonces era un sargento, pisó con fuerza la mano extendida
de Kelly y le quitó la bolsa. La volvió del revés y de su interior cayó un reloj de
cocina barato. Le dio un puntapié, como si fuera un balón, y lo mandó al otro lado de
la plaza, hacia la multitud que comenzaba a desperdigarse.
—No es necesario que se vayan —gritó el sargento—. ¡Es falso! —Se agachó y
cogió a Kelly por los largos cabellos de la nuca—. Nunca aprenderéis, ¿verdad,
cerdo? No se puede uno fiar de nadie. Habrían tenido que advertírtelo.
Kelly miró más allá del policía, hacia Murphy, que seguía ante la puerta del bar.
¡De modo que era un confidente! Seguían siendo la maldición de Irlanda, pero Kelly
no se sentía furioso. Sólo notaba el frío helado, y respiraba muy lentamente.
El sargento lo sujetó por el cuello y lo mantuvo de rodillas, agazapado como un

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animal. Se inclinó sobre él y le pasó las manos por las axilas y por el cuerpo,
buscando un arma. Luego, todavía de rodillas, lo empujó hacia el Land Rover.
—Muy bien. Las manos a la espalda. Habrías debido quedarte en tu tierra, en los
pantanos.
Kelly empezó a incorporarse, con ambas manos sobre la culata de la pistola
Browning que había ocultado cuidadosamente en la parte interior de su pierna
izquierda, sujeta con cinta adhesiva un poco por encima del tobillo. Arrancó la pistola
y metió un balazo en el corazón del sargento. El impulso de la bala hizo salir
despedida a la víctima y la arrojó sobre el policía más próximo. El agente giró en
redondo, tratando de conservar el equilibrio, y Kelly le pegó un tiro en la espalda,
desviando instantáneamente la Browning hacia el tercer policía, que corría asustado
hacia el otro lado del Land Rover, mientras trataba de apuntarle con su Sterling.
Demasiado tarde. El tercer disparo de Kelly le dio en la garganta y lo lanzó contra la
pared.
La gente había empezado a correr. Las mujeres gritaban, y algunos de los músicos
habían dejado caer sus instrumentos. Kelly se mantuvo perfectamente inmóvil, muy
tranquilo en el centro de la matanza, y volvió la cabeza hacia Murphy, que
permanecía como paralizado frente a la puerta del bar.
La Browning se alzó y Kelly empezaba a apuntar cuando una voz gritó en ruso
por un altavoz, resonante bajo la lluvia.
—¡Basta, Kelly! ¡Basta ya!
Kelly se volvió y bajó el arma. El hombre que avanzaba calle abajo, con un
megáfono, vestía el uniforme de coronel del KGB y se protegía de la lluvia con un
capote militar que le colgaba de los hombros. El hombre que caminaba a su lado
tendría treinta y pocos años y era alto y delgado, cargado de espaldas y con el cabello
rubio. Llevaba una trinchera de cuero y gafas con montura de acero. Por detrás de
ellos, varios pelotones de soldados rusos con los fusiles a punto aparecieron por las
calles laterales y avanzaron hacia la plaza. Vestían uniformes de combate con las
insignias de la brigada Martillo de Hierro, de las fuerzas especiales de élite.
—¡Obedezca! ¡Guarde la pistola! —gritó el coronel.
Kelly se volvió, alzó el brazo y disparó una sola vez. Un tiro asombroso, teniendo
en cuenta la distancia. La mayor parte de la oreja izquierda de Murphy se desintegró.
El gordo aulló y se llevó una mano a la cabeza. Entre sus dedos brotaron hilos de
sangre.
—¡No, Mikhail! ¡Basta ya! —exclamó el hombre del chaquetón de cuero.
Kelly se giró hacia él y le respondió en ruso:
—Claro, profesor. Lo que usted diga.
Depositó cuidadosamente la Browning sobre la capota del Land Rover.
—Creí haberle entendido que estaba entrenado para obedecer órdenes —protestó

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el coronel.
Un teniente del ejército se detuvo ante él y saludó.
—Uno de ellos sigue vivo y los otros dos están muertos, coronel Maslovsky.
¿Cuáles son sus órdenes?
Maslovsky ignoró la pregunta y se dirigió a Kelly.
—Se suponía que no iba usted armado.
—Ya lo sé —replicó Kelly—. Por otra parte, según las reglas del juego, Murphy
no era un confidente. Me habían dicho que pertenecía al IRA.
—¿Y siempre cree usted lo que le dicen?
—Eso es lo que me pide el Partido, camarada coronel. ¿Acaso tiene usted un
reglamento distinto para mí?
A Maslovsky se le notaba la irritación, pues no estaba acostumbrado a recibir
semejantes respuestas. Abrió la boca para decir algo, pero de pronto se oyó un
chillido. La niña que había vendido las amapolas a Kelly se abrió paso por entre la
gente y cayó de rodillas junto al cadáver del sargento de policía.
—¡Papá! —se lamentó en ruso—. ¡Papá! —Alzó la vista hacia Kelly. Parecía aún
más pálida—. ¡Lo has matado! ¡Has asesinado a mi padre!
Se lanzó sobre él como un cachorro de tigre, buscando la cara con sus uñas,
sollozando histéricamente. Kelly la sujetó por las muñecas y, de pronto, su fuerza la
abandonó y se desplomó sobre él. Sus brazos la rodearon y la sostuvo así,
acariciándole el cabello, susurrándole al oído.
El anciano sacerdote salió de entre la multitud.
—Yo cuidaré de ella —anunció, tomándola suavemente de los hombros.
Ambos se alejaron hacia el gentío, que se apartó para dejarles paso. Maslovsky
llamó al teniente.
—Despeje la plaza. —Luego se volvió hacia el hombre del chaquetón de cuero—.
Estoy harto de esta eterna lluvia ucraniana. Volvamos a cubierto. Y traiga a su
protegido; tenemos que hablar.

El KGB es el mayor y más complejo servicio de inteligencia del mundo, controla


totalmente las vidas de millones de personas en la propia Unión Soviética, y extiende
sus tentáculos por todas las naciones. Su corazón, su núcleo más secreto, es el trabajo
del Departamento 13, la sección responsable de los asesinatos, homicidios y sabotajes
en países extranjeros.
El coronel Ivan Maslovsky había dirigido el Departamento 13 durante cinco años.
Era un hombre fornido y de apariencia un tanto brutal, cuyo historial parecía reñido
con su aspecto. Nacido en Leningrado en 1919, hijo de médico, asistió a la facultad
de Derecho de esa ciudad y completó sus estudios pocos meses antes de la invasión
de Rusia por los alemanes. Al principio de la guerra había formado parte de un grupo

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de partisanos que luchaba tras las líneas enemigas. Su educación y su talento para los
idiomas le habían valido el traslado a la unidad de contraespionaje en tiempo de
guerra, conocida como SMERSH. Allí, su éxito había sido tal que, terminada la
guerra, continuó en el servicio de inteligencia y no volvió a dedicarse a la práctica del
Derecho.
Su trabajo consistió principalmente en organizar escuelas para espías, muy
originales, en lugares como Gaczyna, donde los agentes que iban a operar en países
de habla inglesa recibían su entrenamiento en la copia idéntica de una población
británica o estadounidense, donde llevaban la misma vida que llevarían en Occidente.
La extraordinaria penetración del KGB en el servicio francés de inteligencia, a todos
los niveles, se debió básicamente a la escuela instalada por él en Grosnia, donde
todos los esfuerzos se centraban en reproducir con la máxima fidelidad el ambiente,
la cultura, la cocina y hasta la forma de vestir de Francia.
Sus superiores confiaban plenamente en Maslovsky, y le habían concedido carta
blanca para que ampliara el sistema, lo cual explicaba la existencia de una pequeña
ciudad del Ulster llamada Drumore en el mismo corazón de Ucrania.

La sala que utilizaba como oficina cuando acudía de visita desde Moscú era del todo
convencional, con un escritorio, archivadores y un gran plano de Drumore en la
pared. En una chimenea ardía un fuego de troncos, y se detuvo ante ella para disfrutar
del calor mientras consumía lentamente una taza de café negro, bien cargado y
perfumado con vodka. La puerta se abrió a sus espaldas y el hombre de la trinchera
de cuero entró en la habitación y se aproximó al fuego, temblando de frío.
—¡Dios mío! Pero ¡qué frío hace afuera!
Se sirvió él mismo café y vodka de la bandeja que reposaba sobre el escritorio y
regresó junto al fuego. Paul Cherny tenía treinta y cuatro años. Era un hombre
apuesto y de buen humor, que ya se había ganado una reputación internacional en el
campo de la psicología experimental, logro considerable para el hijo del herrero de
una aldea ucraniana. A la edad de dieciséis años había participado en la guerra como
resistente. El jefe de su grupo, antiguo profesor de inglés en la Universidad de
Moscú, era capaz de reconocer a un joven de talento cuando lo veía.
Cherny se matriculó en la universidad en 1945. Se licenció en psicología y, a
continuación, pasó dos años en un departamento de psiquiatría experimental en la
Universidad de Dresde, donde se doctoró en 1951. Su interés por la psicología
conductista le llevó después a la Universidad de Pekín, para trabajar con el célebre
psicólogo chino Pin Chow, especializado en la aplicación de técnicas conductistas en
el interrogatorio y condicionamiento de los militares británicos y estadounidenses
hechos prisioneros en la guerra de Corea.
Cuando Cherny estuvo listo para volver a Moscú, su trabajo en el

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condicionamiento de la conducta humana a través de técnicas pavlovianas había
llamado ya la atención del KGB y, en particular, de Maslovsky, que utilizó su
influencia para conseguirle el nombramiento de profesor de Psicología Experimental
en la Universidad de Moscú.

—Es una res sin domar —observó Maslovsky—. No respeta la autoridad. No sabe
cumplir órdenes. Le dijeron que fuera desarmado, ¿no es cierto?
—Sí, camarada coronel.
—De modo que ha desobedecido sus órdenes, convirtiendo un ejercicio rutinario
en un baño de sangre. Y no es que lo sienta por estos malditos disidentes a los cuales
utilizamos para que sirvan a su país. ¿Quiénes eran los policías, ahora que hablamos
de ello?
—No estoy seguro. Permítame que lo consulte. —Cherny asió el teléfono—.
Levin, venga aquí.
—¿Quién es Levin? —inquirió Maslovsky.
—Lleva unos tres meses con nosotros. Un disidente judío, condenado a cinco
años por mantener correspondencia clandestina con sus parientes de Israel. Dirige la
oficina con gran eficacia.
—¿Cuál era su profesión?
—Físico; ingeniero de estructuras. Me parece que su trabajo guardaba relación
con el diseño de aviones. Tengo razones para creer que ya ha comprendido lo erróneo
de sus antiguas ideas.
—Eso dicen todos —replicó Maslovsky.
Sonó un golpe en la puerta y entró el individuo cuya presencia reclamara Cherny.
Viktor Levin era un hombre pequeño, a quien la chaqueta y los pantalones acolchados
que vestía le hacían parecer más corpulento. Contaba cuarenta y cinco años, tenía una
cabellera gris hierro y llevaba gafas de acero reparadas con cinta adhesiva. Parecía un
ser acosado, como si temiera que el KGB pudiera irrumpir en cualquier momento, lo
cual, en su situación, no dejaba de ser una suposición razonable.
—¿Quiénes eran los tres policías? —le preguntó Cherny.
—El sargento era un hombre llamado Voronin, camarada —contestó Levin—. Un
exactor del Teatro de las Artes de Moscú. El año pasado trató de huir a Occidente,
tras la muerte de su esposa. Condenado a diez años.
—¿Y la niña?
—Tanya Voroninova, su hija. Tendría que comprobar los nombres de los otros
dos.
—No se preocupe. Puede retirarse.
Levin se marchó y Maslovsky prosiguió:
—Hablando de Kelly, no puedo hacerme a la idea de que disparase contra el

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hombre del bar a despecho de mis órdenes explícitas. Desde luego —admitió a
regañadientes—, ha sido un tiro asombroso.
—Sí, es bueno.
—Vuelva a contarme su historial.
Maslovsky se sirvió más café y vodka y tomó asiento junto al fuego, mientras
Cherny recogía un carpeta del escritorio.
—Mikhail Kelly, nacido en 1938 en una aldea llamada Ballygar, en Kerry. Eso
está en la República de Irlanda. Padre, Sean Kelly, activista del IRA. Tomó parte en
la guerra civil española, y en Madrid conoció a la madre del chico: Martha Vronsky,
de nacionalidad soviética.
—Si no me equivoco, el padre fue ahorcado por los británicos.
—Así es. Participó en una campaña de atentados del IRA en la región de Londres
durante los primeros meses de la Segunda Guerra Mundial. Fue arrestado, juzgado y
ejecutado.
—Otro mártir irlandés. Esa gente parece alimentarse de ellos.
—Martha Vronsky había adquirido la nacionalidad irlandesa y siguió viviendo en
Dublín, trabajando como periodista. El muchacho asistía a una escuela de jesuitas.
—¿Educado en el catolicismo?
—Naturalmente. Estas circunstancias, un tanto peculiares, llamaron la atención de
nuestro hombre en Dublín, quien mandó un informe a Moscú. El potencial del
muchacho era evidente. Lograron persuadir a la madre, que regresó con él a Rusia en
1953. Falleció dos años más tarde de un cáncer de estómago.
—De modo que, si le he entendido bien, ahora tiene veinte años. Y es inteligente.
—En alto grado. Tiene un talento especial para las lenguas. Parece que las
absorba. —Cherny consultó de nuevo la carpeta—. Sin embargo, su principal talento
es el de actor. Me atrevería a afirmar que como actor es un genio.
—Muy conveniente, sobre todo si tenemos en cuenta las circunstancias.
—Si las cosas hubieran ido de otro modo, habría podido alcanzar la celebridad en
ese terreno.
—Sí, bueno, eso ya puede olvidarlo —comentó ácidamente Maslovsky—. Su
instinto asesino parece bien desarrollado.
—En esta clase de asuntos, eso no es problema —respondió Cherny—. El
camarada coronel sabe muy bien que a todo el mundo puede enseñársele a matar. Por
eso, a la hora de reclutar nos fijamos sobre todo en el talento. Desde luego —admitió
—, Kelly posee una habilidad excepcional en el manejo de la pistola. Única, diría yo.
—Ya lo he visto —asintió Maslovsky—. Pero matar así, tan implacablemente…
Ha de tener algo de psicópata.
—En este caso, no, camarada coronel. Tal vez resulta un poco difícil de explicar,
pero, como le he dicho, Kelly es un brillante actor. Hoy representaba el papel de un

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activista del IRA, y lo ha llevado hasta sus últimas consecuencias, como si hubiera
estado actuando en una película.
—Salvo que no había ningún director para decir «corten» —observó Maslovsky
— y que los muertos no han vuelto a levantarse al terminar la escena.
—Ya lo sé —reconoció Cherny—. Pero eso explica psicológicamente por qué
debía matar a los tres hombres y por qué disparó contra Murphy a pesar de las
órdenes. Murphy era un confidente. Debía ser castigado. El papel que representaba
Kelly no le permitía actuar de ninguna otra forma. Éste es el propósito del
entrenamiento.
—De acuerdo; entiendo qué quiere decir. ¿Le parece que está ya preparado para
que lo mandemos al frío?
—Eso creo, camarada coronel.
—Muy bien. Hágalo pasar.

Sin el sombrero y el impermeable, Mikhail Kelly parecía más joven que antes.
Llevaba un suéter oscuro de cuello de cisne, una chaqueta de tweed de Donegal y
pantalones de pana. Parecía completamente sosegado, casi introvertido, y Maslovsky
sintió de nuevo aquella vaga sensación de irritación.
—Supongo que estará muy satisfecho de sí mismo por lo que ha ocurrido ahí
fuera, ¿no? Le dije que no le disparara a ese Murphy. ¿Por qué ha desobedecido mis
órdenes?
—Era un confidente, camarada coronel. Esa gente ha de recibir una buena lección
para que los hombres como yo podamos sobrevivir. —Se encogió de hombros—. El
propósito del terrorismo es aterrorizar. Lo dijo Lenin. En los tiempos de la revolución
irlandesa era la cita favorita de Michael Collins.
—¡Sólo era un juego, maldita sea! —estalló el coronel—. No era auténtico.
—Si jugamos a este juego el tiempo suficiente, camarada coronel, a la larga
podemos terminar siendo nosotros los juguetes —le explicó Kelly tranquilamente.
—¡Dios mío! —exclamó Maslovsky, y hacía muchos años que no utilizaba estas
palabras—. De acuerdo, vayamos al asunto. —Tomó asiento detrás del escritorio, de
cara a Kelly—. El profesor Cherny considera que ya está usted listo para empezar a
trabajar. ¿Está de acuerdo?
—Sí, camarada coronel.
—Su tarea puede resumirse en pocas palabras. Nuestros principales enemigos son
Estados Unidos y Gran Bretaña. Los británicos son los más débiles y su edificio
capitalista está desmoronándose. La mayor espina que tienen clavada es el IRA.
Usted ha de convertirse en otra espina. —El coronel se inclinó hacia adelante y miró
a Kelly a los ojos—. A partir de ahora, se convertirá usted en un creador de
problemas.

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—¿En Irlanda?
—A la larga, pero antes de recibir una mayor preparación en el mundo exterior.
Déjeme que le explique su tarea más a fondo. —Se levantó y se dirigió hacia el fuego
—. En 1956, el consejo militar del IRA votó el comienzo de una nueva campaña en el
Ulster. De eso hace ya tres años, y no han tenido ningún éxito. No cabe duda de que
esta campaña será suspendida, y más bien temprano que tarde. No les ha servido de
nada.
—¿Entonces? —preguntó Kelly.
Maslovsky regresó al escritorio.
—Sin embargo, nuestras propias fuentes indican que en Irlanda terminará
estallando un conflicto de una naturaleza mucho más grave que todo lo ocurrido hasta
ahora. Cuando ese día llegue, usted debe estar preparado para actuar, a cubierto y
esperando.
—Entiendo, camarada coronel.
—Espero que lo entienda. De momento, ya es suficiente. El profesor Cherny le
informará de sus proyectos más inmediatos en cuanto yo me vaya. Puede retirarse.
Kelly se marchó sin decir palabra.
—Puede hacerlo —afirmó Cherny—. Estoy seguro.
—Eso espero. Podría ser tan bueno como cualquiera de los topos nativos, y bebe
mucho menos.
Maslovsky se aproximó a la ventana y contempló la furiosa lluvia,
repentinamente cansado, sin pensar para nada en Kelly, recordando, sin ningún
motivo en especial, la mirada de la niña cuando se había lanzado sobre el irlandés,
allí, en la plaza.
—¿Cómo se llama la niña? —quiso saber.
—Tanya; Tanya Voroninova.
—Y ahora ¿es huérfana? ¿No tiene a nadie que la cuide?
—No, que yo sepa.
—Una niña muy atractiva e inteligente, ¿no cree?
—Lo parece, desde luego. Personalmente, no he tenido ninguna relación con ella.
¿Está el camarada coronel interesado por alguna razón en especial?
—Podría ser. Nuestra única hija, de seis años, murió durante la epidemia de gripe
del año pasado. Mi esposa no puede tener más niños. Ha tomado un empleo en un
departamento de asistencia social, pero está consumiéndose de inquietud, Cherny. No
es la misma que antes. Esa niña de la plaza me ha hecho pensar. Tal vez podría llenar
el hueco.
—Excelente idea, coronel, que beneficiaría a todas las partes. Si me permite que
lo diga.
—Bien —dijo Maslovsky, animándose de pronto—. Me la llevaré conmigo a

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Moscú y le daré una sorpresa a mi Susha. —Se dirigió al escritorio, arrancó el tapón
de la botella de vodka sujetándolo con los dientes, llenó dos vasos y propuso—: Un
brindis por el proyecto irlandés y por… —Se interrumpió y frunció el ceño—. ¿Cuál
era su nombre en clave?
—Cuchulain —contestó Cherny.
—Eso es —asintió Maslovsky—. Por Cuchulain.
Engulló la vodka de un sorbo y arrojó su vaso al fuego.

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1982

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CAPÍTULO 1

Cuando el comandante Tony Villiers entró en el comedor de oficiales de los


Grenadier Guards, en los cuarteles de Chelsea, no había nadie más allí. Reinaba la
penumbra, pues la única iluminación procedía de las velas que parpadeaban en los
candelabros de la larga y pulimentada mesa, reflejándose en la plata del comedor.
Sólo había preparado un cubierto al extremo de la mesa, cosa que le sorprendió,
pero en un cubo de plata lleno de hielo esperaba una botella de champaña Krug 1972,
su preferido. Se detuvo, contemplándola, y acto seguido la tomó, la descorchó y llenó
lenta y cuidadosamente una de las altas copas de cristal dispuestas sobre la mesa. Se
acercó al fuego y permaneció de pie ante él, mirando cómo se reflejaba en el espejo
que colgaba sobre el hogar.
La guerrera escarlata le sentaba perfectamente, y las medallas constituían una
imponente exhibición, sobre todo las rayas moradas y blancas de su Cruz Militar con
la roseta de plata que indicaba una segunda concesión. Era de talla mediana y ancho
de espaldas, con el pelo negro algo más largo de lo que sería de esperar en un militar.
A pesar de que en algún momento de su vida se le había roto la nariz, era un hombre
bastante apuesto, pero había algo en él que resultaba inquietante.
En el comedor reinaba un profundo silencio, y los grandes hombres del pasado le
miraban solemnemente desde los cuadros, confundidos entre las sombras. Todo
contribuía a crear una atmósfera de irrealidad, y por alguna razón su imagen parecía
reflejarse una y otra vez en el espejo, retrocediendo hacia el infinito. Tenía una sed de
mil demonios. Alzó la copa y su voz sonó ronca, como si perteneciera a otra persona:
—A tu salud, viejo Tony —exclamó—. ¡Feliz Año Nuevo!
Se llevó la copa de cristal a los labios y el champaña le pareció lo más frío que
jamás hubiera probado. Lo bebió con avidez, y dentro de su boca se transformó en un
fuego líquido que ardía en su interior. Lanzó un grito de agonía, el espejo se hizo
añicos, el suelo pareció abrirse bajo sus pies y cayó desplomado.

Un sueño, por supuesto, en el que la sed no existía. Despertó y se encontró


exactamente en el mismo lugar en el que había permanecido la última semana,
recostado contra la pared en un rincón del cuartito, incapaz de tenderse a causa del
cepo de madera que le atenazaba el cuello y mantenía sus muñecas a la altura de los
hombros.
Su cabeza estaba cubierta por un turbante verde como los que utilizaban las tribus
balushi que había capitaneado en las tierras altas de Dhofar hasta el momento de su
captura, diez días antes. Sus pantalones y su camisa de combate, de color caqui,

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estaban mugrientos y desgarrados por muchas partes, y sus pies estaban descalzos
porque uno de los rashid le había robado las botas de gamuza para el desierto. Y
además estaba la barba, punzante e incómoda, que le resultaba muy desagradable.
Nunca había podido desprenderse del viejo hábito de la Guardia de darse un afeitado
bien apurado todos los días, en cualesquiera circunstancias. Ni siquiera el SAS había
logrado quitarle ésta manía personal.
Sonó el ruido de un cerrojo, la puerta se abrió con un chirrido y se alzó una nube
de moscas. Entraron dos rashid, hombres bajos y delgados, pero fuertes, con sucias
túnicas blancas y cartucheras cruzadas en bandolera. Le alzaron entre los dos, sin
decir palabra, lo sacaron al exterior, lo empujaron rudamente contra la pared y se
alejaron.
Pasó algún tiempo antes de que sus ojos se adaptaran al brillante resplandor del
sol matutino. Bir el Gafani era una aldea pobre, apenas una docena de casas de tejado
plano rodeadas por las palmeras del oasis. Un muchacho conducía media docena de
camellos hacia el abrevadero donde unas mujeres, con túnicas oscuras y velos negros,
estaban lavando ropa.
A su derecha, a lo lejos, las montañas de Dhofar, la provincia más meridional de
Omán, se alzaban hacia el firmamento azul. Poco más de una semana antes, Villiers
había estado dirigiendo a los miembros de las tribus balushi en una caza de
guerrilleros marxistas. Bir el Gafani, por el contrario, se encontraba en territorio
enemigo, en una franja de la República Democrática Popular de Yemen, que se
extendía hacia la Región Vacía del Norte.
A su izquierda había una gran vasija de arcilla llena de agua y provista de un
cazo, pero sabía qué ocurriría si trataba de beber, y esperó pacientemente. A cierta
distancia, sobre una elevación del terreno, apareció un camello avanzando
rápidamente hacia el oasis. La visión, que rielaba a causa del calor, le pareció
vagamente irreal.
Cerró los ojos por un instante e inclinó la cabeza hacia el pecho para aliviar la
presión del cuello, y entonces oyó los pasos que se acercaban. Alzó la cabeza y vio a
Salim bin al Kaman dirigiéndose hacia él. Llevaba un turbante negro, túnica negra,
una Browning automática enfundada sobre su cadera derecha, daga curva al cinto y
un fusil de asalto AK de manufactura china, el orgullo de su vida. Se detuvo ante
Villiers. Era un hombre de aspecto amistoso, con una recortada barba canosa y tez del
color del cuero español.
—Salaam alaikum, Salim bin al Kaman —le saludó formalmente Villiers, en
árabe.
—Alaikum salaam. Buenos días, Villiers Sahib.
Fue la única frase que pronunció en inglés. El resto de la conversación se
desarrolló en árabe. Salim dejó el AK apoyado en la pared, llenó el cazo de agua y lo

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sostuvo con cuidado ante los labios de Villiers. El inglés bebió golosamente. Era un
ritual matutino entre ambos. Salim volvió a llenar el cazo y Villiers alzó la cara para
recibir el refrescante baño.
—¿Mejor así? —inquirió Salim.
—Mucho mejor.
El camello estaba mucho más cerca, a no más de un centenar de metros de
distancia. Su jinete había anudado una cuerda al pomo de la silla de montar. En el
otro extremo de la cuerda se tambaleaba un hombre.
—¿Quién viene ahí? —preguntó Villiers.
—Hamid —respondió Salim.
—¿Con un amigo?
Salim sonrió.
—Ésta es nuestra tierra, comandante Villiers. El país de los rashid. La gente sólo
debería venir cuando se la invita.
—Pero en Hauf los comisarios de la República Popular no reconocen los
derechos de los rashid. Ni siquiera creen en Alá; tan sólo en Marx.
—Mientras permanezcan allí, pueden hablar tan alto como les plazca. Pero en la
tierra de los rashid… —Salim se encogió de hombros y extrajo una cajita metálica—.
No hablemos más de ello. ¿Fumará un cigarrillo, amigo mío?
El árabe arrancó hábilmente el tubo de cartulina del extremo del cigarrillo, lo
colocó en la boca de Villiers y le dio fuego.
—¿Es ruso? —se extrañó Villiers.
—A ochenta kilómetros de aquí, en Fasari, hay una base aérea en el desierto.
Muchos aviones rusos, camiones, soldados rusos… ¡De todo!
—Sí, ya sé.
—¿Y, aún sabiéndolo, su célebre SAS no hace nada al respecto?
—Mi país no está en guerra con Yemen —explicó Villiers—. A mí me ha enviado
el ejército británico para que ayude a organizar las tropas del sultán de Omán contra
las guerrillas marxistas del DLF.
—Nosotros no somos marxistas, Villiers Sahib. Nosotros, los rashid, vamos a
donde nos place, y un comandante británico del SAS es un premio muy valioso. Vale
muchos camellos, muchas armas.
—¿Para quién? —quiso saber Villiers.
Salim agitó el cigarrillo en su dirección.
—He hecho llegar la noticia a Fasari. Los rusos vendrán hoy y me pagarán mucho
por usted. Han aceptado mis demandas.
—Ofrezcan lo que ofrezcan, los míos le darán más —le aseguró Villiers—.
Lléveme a Dhofar sano y salvo y podrá pedir lo que quiera. Soberanos de oro
ingleses. Táleros de plata de María Teresa.

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—Pero Villiers Sahib, ya he dado mi palabra.
Salim le sonrió sardónicamente.
—Ya sé —añadió Villiers—. No me lo diga. Para los rashid, su palabra lo es todo.
—¡Exactamente!
Salim se incorporó cuando el camello llegaba a su lado. El animal se arrodilló, y
Hamid, un joven guerrero rashid con túnica ocre y un fusil colgando del hombro,
avanzó hacia Salim. Tiró con fuerza de la cuerda, y el hombre del otro extremo
trastabilló y cayó al suelo.
—¿Qué tenemos aquí? —preguntó Salim.
—Lo he encontrado esta noche, caminando por el desierto. —Hamid volvió hacia
el camello y regresó con una cantimplora militar y un macuto—. Llevaba esto.
En el macuto había algo de pan y raciones del ejército. Las etiquetas estaban en
ruso. Salim le mostró una a Villiers, para que la viera, y acto seguido se dirigió al
prisionero en árabe.
—¿Es usted ruso?
El hombre era anciano, de cabellos blancos, y obviamente estaba agotado por la
caminata. Su camisa caqui estaba empapada de sudor. Meneó la cabeza, con los
labios hinchados hasta el doble de su tamaño. Salim le tendió el cazo lleno de agua.
El hombre bebió. Villiers hablaba un ruso pasable.
—Quiere saber quién es usted. ¿Viene de Fasari?
—Y usted ¿quién es? —graznó el anciano.
—Soy un oficial británico. Trabajaba para las fuerzas del sultán, en Dhofar. Los
hombres de Salim nos tendieron una emboscada, mataron a los míos y me cogieron
prisionero.
—¿Habla inglés?
—Unas tres palabras. Imagino que no habla usted árabe.
—No, pero creo que mi inglés es mejor que su ruso. Me llamo Viktor Levin.
Vengo de Fasari y estaba tratando de pasarme a Dhofar.
—¿Huyendo de los rusos?
—Algo así.
Intervino Salim, en árabe:
—De modo que habla inglés. ¿No es ruso, entonces?
Villiers se dirigió tranquilamente a Levin.
—No vale la pena que le mienta acerca de usted. Su gente ha de venir hoy a
buscarme a mí. —Se volvió hacia Salim—. Sí, es ruso. De Fasari.
—¿Y qué hacía en la tierra de los rashid?
—Quería llegar a Dhofar.
Salim lo contempló con ojos entornados.
—¿Escapando de su propia gente? —Lanzó una carcajada y se palmeó la pierna

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—. ¡Excelente! Me pagarán por él también. Un premio extraordinario. ¡Alá es bueno
conmigo! —Llamó a Hamid con un ademán—. Llévalos adentro y cuídate de que les
den de comer. Luego, ven a verme.
Luego, se dio la vuelta rápidamente y se alejó.

Levin fue colocado en un cepo de madera semejante al de Villiers. Ambos estaban


sentados el uno junto al otro, apoyados contra la pared de la celda. Al cabo de cierto
tiempo, entró una mujer cubierta con un velo negro, se acuclilló y empezó a
alimentarlos por turno de una gran escudilla de madera que contenía un guisado de
carne de cabra. Resultaba imposible saber si era joven o vieja. Cuando terminó, les
enjugó cuidadosamente los labios y se marchó, cerrando la puerta.
—¿Por qué esos velos? —preguntó Levin—. No lo comprendo.
—Simbolizan la pertenencia a sus maridos. Ningún otro hombre puede mirarlas.
—Extraño país. —Levin cerró los ojos—. Demasiado caluroso.
—¿Qué edad tiene? —quiso saber Villiers.
—Sesenta y ocho años.
—¿No es ya un poco mayor para pensar en cambiar de bando? Yo diría que se ha
decidido muy tarde.
Levin abrió los ojos y sonrió suavemente.
—Es muy sencillo. Mi esposa falleció la semana pasada en Leningrado. No tengo
hijos, de modo que no pueden utilizar a nadie para coaccionarme en cuanto llegue a
la libertad.
—¿A qué se dedica?
—Soy profesor de ingeniería estructural en la Universidad de Leningrado,
especializado en el diseño de aviones. Las fuerzas aéreas soviéticas tiene cinco MIG
23 en Fasari. Se trata de la versión de entrenamiento, ya que oficialmente están aquí
con fines de instrucción.
—¿Una versión de entrenamiento con modificaciones?
—Exactamente, de modo que los aparatos puedan ser utilizados para misiones de
ataque a tierra en zonas montañosas. Los cambios se realizaron en Rusia, pero una
vez aquí surgieron problemas y me trajeron a mí para resolverlos.
—Y se ha hartado. ¿Adónde pensaba dirigirse? ¿A Israel?
—En realidad, no. El sionismo no me convence. Inglaterra me resulta mucho más
atractiva. Estuve una vez allí con una delegación comercial en 1939, inmediatamente
antes del comienzo de la guerra. Fueron los dos mejores meses de mi vida.
—Comprendo.
—Esperaba poder salir en 1959. Me escribía en secreto con unos parientes de
Israel que iban a ayudarme, pero alguien a quien consideraba un verdadero amigo me
traicionó. Una vieja historia. Fui condenado a cinco años.

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—En el Gulag.
—No, en un lugar mucho más interesante. ¿Me creería si le dijera que cumplí la
condena en una pequeña ciudad del Ulster llamada Drumore?
Villiers se volvió hacia él con la sorpresa en el rostro.
—¿Cómo ha dicho?
—Una pequeña ciudad del Ulster llamada Drumore, en el corazón de Ucrania. —
El anciano sonrió al ver la expresión de desconcierto que mostraba Villiers—. Será
mejor que se lo explique.

Cuando terminó, Villiers comenzó a reflexionar sobre lo que había oído. Hacía años
que su trabajo se relacionaba con las técnicas de subversión y contraterrorismo,
particularmente en Irlanda, de modo que la narración de Levin le resultó fascinante.
—Conocía la existencia de Gaczyna, donde el KGB entrena a sus agentes para
operar en países de habla inglesa, pero lo que me ha contado es nuevo para mí.
—Y también lo será para sus servicios de inteligencia.
—En Roma, antiguamente —observó Villiers—, los esclavos y los prisioneros de
guerra eran convertidos en gladiadores, para luchar en el circo.
—Hasta la muerte —añadió Levin.
—Pero con una posibilidad de supervivencia para los mejores. Como los
disidentes de Drumore que hacían de policías.
—No tuvieron ninguna posibilidad ante Kelly —dijo Levin.
—No, por lo que dice usted parece un sujeto muy especial.
El anciano cerró los ojos. Su respiración era ronca y pesada, y se durmió a los
pocos minutos. Villiers se apoyó en el rincón, sumamente incómodo. Siguió
pensando en la extraña narración de Levin. Él mismo había estado en muchas
ciudades de mercado en el Ulster. Crossmaglen, por ejemplo. Un sitio bastante malo;
tan peligroso que las tropas debían ser transportadas hasta allí y retiradas en
helicóptero. Pero Drumore, en Ucrania… Eso era otra cosa. Al cabo de un rato, su
barbilla se hundió en el pecho y también él se sumió en el sueño.

Le despertaron las vigorosas sacudidas de uno de los rashid. Otro estaba despertando
a Levin. El hombre alzó a Villiers de un tirón y lo empujó hacia la puerta. Por la
posición del sol advirtió que estaba entrada la tarde, pero le interesó más el transporte
blindado semioruga. Un BTR modificado que los rusos denominaban Sandcruiser,
pintado en tonos de camuflaje para el desierto. A su alrededor esperaba media docena
de soldados con uniforme de campaña, de color caqui, todos ellos provistos de fusiles
de asalto AK preparados para abrir fuego. En el interior del Sandcruiser había otros
dos a cargo de una ametralladora pesada de 12,7 mm con la que cubrían a los rashid,

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unos doce, que contemplaban la escena sin desprenderse de sus fusiles.
Levin salió detrás de Villiers, y Salim se volvió hacia ellos.
—Ya ve, Villiers Sahib, que ha llegado el momento de la separación. Lástima. He
disfrutado con nuestras conversaciones.
El oficial ruso que se acercó, con un sargento al lado, vestía un uniforme de
campaña como el de sus hombres y llevaba una gorra con visera y gafas para el
desierto, que le hacían parecerse notablemente a uno de los oficiales del Afrika Corps
de Rommel. Permaneció un rato observándolos y luego se alzó las gafas. Era más
joven de lo que Villiers había supuesto, con un rostro liso y sin arrugas y ojos muy
azules.
—Profesor Levin —comenzó, en ruso—, me gustaría pensar que salió a dar un
paseo y se extravió, pero temo que nuestros amigos del KGB lo verán de una forma
muy distinta.
—Es su costumbre —respondió Levin.
El oficial se volvió hacia Villiers y se presentó:
—Capitán Yuri Kirov, de la 21.a Brigada Especial de Paracaidistas. —Su inglés
era excelente—. Usted es el comandante Anthony Villiers, de los Grenadier Guards,
y, lo que es más importante, del 22.º regimiento del Special Air Service.
—Está usted muy bien informado —dijo Villiers—. Permítame que le felicite por
su inglés.
—Gracias —respondió Kirov—. Utilizamos exactamente las mismas técnicas de
laboratorio para el aprendizaje de idiomas que fueron desarrolladas por el SAS en los
cuarteles de Bradbury Line, en Hereford. El KGB también se interesará mucho por
usted.
—Estoy seguro de ello —asintió Villiers amablemente.
—Y ahora, los negocios.
Kirov se volvió hacia Salim. Su árabe no era tan bueno como su inglés, pero
bastaba para entenderse. Chasqueó los dedos y el sargento se adelantó y le entregó al
árabe una bolsa de lona. Salim la abrió, extrajo un puñado de monedas y el oro
destelló bajo el sol. Sonrió y le tendió la bolsa a Hamid, de pie a su espalda.
—Si tiene la bondad de hacer que suelten a estos dos, podremos irnos —apremió
Kirov.
—¡Ah! Veo que Kirov Sahib se olvida de algo. —Salim sonrió—. También me
prometió una ametralladora y veinte mil cartuchos.
—Sí; bueno, mis superiores consideran que eso sería tentar demasiado a los
rashid —explicó.
Salim dejó de sonreír.
—Fue una promesa en firme.
La mayor parte de sus hombres, presintiendo problemas, alzaron sus fusiles.

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Kirov chasqueó los dedos de su mano derecha y la ametralladora pesada disparó una
súbita ráfaga que arrancó esquirlas de la pared sobre la cabeza de Salim. Cuando se
apagaron los últimos ecos, Kirov habló con voz paciente:
—Quédese con el oro. Se lo aconsejo sinceramente.
Salim sonrió y abrió los brazos.
—Pues claro. La amistad lo es todo. No vale la pena perderla por culpa de un
malentendido trivial.
Sacó una llave de la bolsa que pendía de su cinturón y abrió el candado del cepo
de madera que sujetaba a Levin. Acto seguido, se aproximó a Villiers.
—A veces, Alá mira a través de las nubes y castiga al embustero —murmuró.
—¿Eso es del Corán? —preguntó Villiers, extendiendo sus doloridos brazos en
cuanto Hamid lo liberó del cepo.
Salim se encogió de hombros. Había algo extraño en sus ojos.
—Si no lo es, tendría que serlo.
A una señal del sargento, dos soldados se adelantaron y se situaron uno a cada
lado de Levin y Villiers. Echaron a andar hacia el Sandcruiser. Villiers y Levin
treparon al vehículo. Los soldados les siguieron, con Kirov en último lugar. Villiers y
Levin tomaron asiento, flanqueados por guardias armados, y Kirov se volvió y saludó
mientras el motor arrancaba.
—Es grato hacer negocios con usted —le gritó a Salim.
—¡Lo mismo digo, Kirov Sahib!
El Sandcruiser se puso en movimiento, alzando una nube de polvo. Cuando
llegaron al borde de la primera duna, Villiers volvió la vista atrás y vio que el viejo
rashid seguía de pie en el mismo lugar, contemplando su partida. Sus hombres se
habían agrupado detrás de él. Se mantenían extrañamente inmóviles, como una
especie de amenaza, pero entonces el Sandcruiser cruzó la cresta de la duna y Bir al
Gafani se perdió de vista.

La celda de hormigón, situada al extremo del edificio de administración en Fasari,


representaba una notable mejora con respecto a su anterior alojamiento. De paredes
encaladas, tenía un retrete químico y dos estrechos camastros de hierro provistos de
colchoneta y mantas. En total había media docena de celdas como aquélla, según
Villiers había visto cuando era conducido hasta allí, y todas estaban dotadas de
pesadas puertas de acero con la correspondiente mirilla. Además, parecía haber tres
soldados armados constantemente de guardia.
Villiers contempló la base a través de los barrotes de su ventana. No era tan
grande como había supuesto: tres hangares prefabricados y una sola pista de asfalto.
Los cinco MIG 23 se alineaban ante los hangares ala con ala y, a la luz del
crepúsculo, inmediatamente antes de anochecer, parecían extrañas criaturas

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primitivas, inmóviles y melancólicas. Más allá de los aviones había dos helicópteros
Mi-8 para el transporte de tropas, así como camiones y vehículos motorizados de
varias clases.
—La seguridad parece prácticamente nula —murmuró.
A su lado, Levin asintió.
—No hace mucha falta. Después de todo, están en territorio amigo y alrededor
sólo hay desierto. Supongo que hasta los hombres del SAS tendrían dificultades con
un blanco como éste.
A sus espaldas, sonaron los cerrojos de la puerta. Se abrió y entró un cabo joven,
seguido por un árabe que llevaba un cubo y dos tazones de loza.
—El café —anunció el cabo.
—Aquí ¿cuándo se come? —inquirió Villiers.
—A las nueve.
Esperó a que saliera el árabe y volvió a cerrar la puerta. El café resultó
sorprendentemente bueno, y estaba muy caliente.
—De modo que utilizan personal árabe, por lo que veo —observó Villiers.
—En las cocinas, para servicios sanitarios y cosas así. Pero no son de las tribus
del desierto. Creo que los traen de Hauf.
—¿Qué le parece que ocurrirá ahora?
—Mañana es martes y ha de venir un avión de suministros desde Adén.
Probablemente nos llevarán en él cuando regrese.
—Y la siguiente parada, Moscú. ¿No es así?
No hubo respuesta a eso, naturalmente, como no había respuesta a las paredes de
hormigón, las puertas de acero y los barrotes. Villiers se tendió en un camastro y
Levin en el otro.
El anciano ruso comentó:
—Para mí, la vida ha sido una constante desilusión. Cuando visité Inglaterra me
llevaron a Oxford. ¡Cuánta belleza! —Suspiró—. Tenía la esperanza de volver algún
día.
—Chapiteles de ensueño —dijo Villiers—. Sí, es precioso.
—¿Lo conoce, entonces?
—Mi esposa estudió allí, en St. Hugh’s College. Antes estuvo en la Sorbona. Es
medio francesa.
Levin se incorporó sobre un codo.
—Me sorprende usted. Si me permite que lo diga, no tiene aspecto de hombre
casado.
—No lo soy —respondió Villiers—. Nos divorciamos.
—Lo siento.
—No lo sienta. Como ha dicho, la vida es una constante desilusión. El problema

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de los seres humanos es que todos queremos algo distinto, sobre todo los hombres y
las mujeres. Digan lo que digan las feministas, somos diferentes.
—Diría que sigue usted amándola.
—¡Oh, sí! —admitió Villiers—. Amar es fácil. Es la vida en común lo que resulta
difícil.
—Entonces, ¿cuál era el problema?
—Dicho en pocas palabras, mi trabajo. Borneo, Omán, Irlanda. Incluso estuve en
Vietnam, cuando se suponía que no estábamos allí en absoluto. Ella me dijo una vez
que sólo sé hacer bien una cosa, matar gente, y llegó un momento en que no pudo
soportarlo más.
Levin volvió a tenderse sin decir palabra, y Tony Villiers contempló el cielorraso,
con los brazos cruzados tras la nuca, sumido en pensamientos que no podía desechar
mientras en el exterior caía la noche.

Despertó con un sobresalto, consciente de los pasos que resonaban en el corredor y


del murmullo de voces. La bombilla del techo debía de haberse encendido mientras
dormía. No le habían quitado su Rolex y lo consultó de una ojeada, mientras Levin se
agitaba en la otra cama.
—¿Qué pasa? —preguntó el ruso.
—Las nueve y cuarto. Debe de ser la cena.
Villiers se puso en pie y anduvo hacia la ventana. Había media luna en un
firmamento salpicado de estrellas y el desierto resplandecía, severamente hermoso,
tras las negras siluetas de los MIG 23. «¡Dios mío! —pensó—. Tiene que haber una
salida». Se volvió, sintiendo un nudo en el estómago.
—¿Qué pasa? —susurró otra vez Levin, al tiempo que se abría el primer cerrojo.
—Estaba pensando —respondió Villiers— que un intento de huida, aunque
termine con un balazo en la espalda, sería infinitamente preferible a Moscú y la
Lubianka.
La puerta se abrió y entró el cabo, seguido por un árabe con una gran bandeja de
madera que contenía dos tazones de estofado, pan moreno y café. Tenía la cabeza
agachada, pero había algo familiar en su apariencia.
—¡Vamos, deprisa! —exclamó el cabo en mal árabe.
El árabe depositó la bandeja sobre la mesita de madera al pie de la cama de Levin
y levantó la cabeza. En el mismo instante en que Villiers y Levin advirtieron que era
Salim bin al Kaman, el cabo se volvió hacia la puerta. Salim sacó un puñal de su
manga izquierda, posó una mano sobre la boca del cabo, alzó una rodilla para
desequilibrarlo y le hundió el puñal entre las costillas. Luego tendió el cuerpo sobre
la cama y limpió la hoja en su uniforme.
—He estado pensando en lo que dijo antes, Villiers Sahib. —Sonrió—. Que su

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gente de Dhofar me pagaría muy bien si lo llevara con ella.
—Así cobrará dos veces, una de cada bando. Un buen sentido comercial —
respondió Villiers.
—Desde luego. Pero, de todas formas, los rusos no han sido sinceros conmigo.
Debo pensar en mi honor.
—¿Y los otros guardias?
—Se han ido a cenar. En las cocinas tengo amigos que me lo han contado todo.
Uno de ellos ha sufrido un grave golpe en la cabeza mientras venía hacia aquí; con su
consentimiento, por supuesto. Pero vamos ya. Hamid nos espera fuera de la base con
los camellos.
Salieron, volviendo a cerrar la puerta, y recorrieron rápidamente el pasillo hasta la
salida. En la base de Fasari reinaba un silencio absoluto, y todo estaba inmóvil bajo la
claridad de la luna.
—Fíjese —comentó Salim—. Nadie se preocupa. Hasta los centinelas están
cenando. Campesinos de uniforme. —Hurgó detrás de un bidón metálico situado
junto a la pared y extrajo un bulto—. Pónganse esto y vengan conmigo.
Había dos túnicas de lana de las que utilizan de noche los beduinos para
protegerse del intenso frío del desierto, ambas provistas de capucha. Se las
enfundaron y siguieron a Salim por entre los hangares.
—No hay muros ni rejas de ninguna clase —se extrañó Villiers.
—El desierto es el único muro que necesitan —respondió Levin.
Por detrás de los hangares, las dunas de arena se elevaban a ambos lados de lo
que parecía el comienzo de una garganta.
—El vadi de Hara —anunció Salim—. Llega hasta la llanura donde nos espera
Hamid, a menos de medio kilómetro de aquí.
—¿Se le ha ocurrido pensar que Kirov podría sumar dos y dos y el resultado sería
Salim bin al Kaman? —preguntó Villiers.
—Pues claro. A estas horas, mi gente ya está a mitad de camino de la frontera de
Dhofar.
—Bien —aprobó Villiers—. Eso es todo lo que quería saber. Voy a mostrarle algo
muy interesante.
Se volvió hacia el Sandcruiser, aparcado cerca de ellos, y se encaramó por un
costado mientras Salim protestaba en un ronco susurro.
—Villiers Sahib, esto es locura.
Mientras Villiers se instalaba al volante, el rashid trepó al vehículo seguido por
Levin.
—Tengo la desagradable sensación de que todo esto es en cierto modo por culpa
mía —comentó el anciano ruso—. Supongo que ahora vamos a ver al SAS en acción.
—Durante la Segunda Guerra Mundial, el SAS, bajo el mando de David Stirling,

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destruyó más aparatos de la Luftwaffe en el norte de África, en tierra, que la RAF y
los yanquis en todos los combates aéreos. Les enseñaré la técnica.
—Posiblemente, otra versión de aquella bala en la espalda de que hablaba antes.
Villiers conectó el encendido y, mientras el motor empezaba a ronronear, se
dirigió a Salim en árabe:
—¿Quieres hacerse cargo de la ametralladora?
Salim aferró las palancas de la Degtyarev.
—Alá tenga piedad. Hay fuego en su cerebro. No es igual que los demás
hombres.
—¿Eso también es del Corán? —quiso saber Villiers.
La respuesta del árabe quedó ahogada por el rugido del motor de 110 caballos
cuando pisó a fondo el acelerador.
El Sandcruiser se lanzó atronadoramente por el asfalto. Villiers lo hizo girar
bruscamente sobre sus orugas traseras y destrozó el alerón de cola del primer MIG.
Siguió con los restantes a velocidad cada vez mayor. Los alerones de los helicópteros
quedaban a demasiada altura, de modo que se dirigió contra las carlingas, de frente.
Las ocho toneladas de acero del Sandcruiser aplastaron fácilmente el plástico
transparente.
Giró en un amplio círculo y le gritó a Salim:
—¡Los helicópteros! ¡Apunte al depósito de gasolina!
En el edificio de administración sonó una sirena de alarma. Empezaron a oírse
gritos y disparos. Salim barrió los dos helicópteros en una ráfaga ininterrumpida e
hizo estallar el depósito de combustible de uno de ellos. Un hongo de fuego apareció
en la noche y llovieron escombros por todas partes. Un instante después, el segundo
helicóptero explotó junto al último MIG de la fila, que también se incendió.
—¡Eso es! —exclamó Villiers—. Ahora arderán todos. Salgamos de aquí cuanto
antes.
Mientras movía el volante, Salim hizo girar la ametralladora y mantuvo a raya a
los soldados que corrían hacia ellos. Villiers divisó a Kirov en pie mientras sus
hombres se echaban cuerpo a tierra al otro lado de la pista asfaltada, disparando
deliberadamente con su pistola en un gesto gallardo, pero inútil. En seguida
comenzaron a remontar la pendiente de la duna, aplastando la arena bajo las orugas, y
enfilaron la boca del vadi. El cauce seco de la antigua corriente estaba sembrado de
rocas aquí y allí, pero la luna les proporcionaba una buena visibilidad. Villiers siguió
apretando el acelerador, conduciendo tan rápido como podía.
Se volvió hacia Levin.
—¿Está usted bien?
—Creo que sí —respondió el anciano—. Voy a comprobarlo.
Salim dio unas palmaditas sobre la ametralladora Degtyarev.

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—¡Qué preciosidad! Mejor que cualquier mujer. Esto es para mí, Villiers Sahib.
—Se la ha ganado —contestó Villiers—. Ahora, todo lo que hemos de hacer es
recoger a Hamid y correr como locos hacia la frontera.
—¡Ya no tienen helicópteros para perseguirnos! —gritó Levin.
—Exactamente.
—Merecería usted ser un rashid, Villiers Sahib —dijo Salim—. La verdad es que
hacía muchos años que no me divertía tanto. —Alzó un brazo—. Los he tenido en la
palma de mi mano y son como polvo.
—¿Otra vez el Corán? —preguntó Villiers.
—No, amigo mío —respondió Salim bin al Kaman—. Esta vez es de su Biblia. El
Antiguo Testamento.
Se echó a reír alborozado, mientras salían del vadi y se dirigían al llano donde
Hamid les esperaba.

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CAPÍTULO 2

El D15, la sección del servicio de inteligencia británico que se ocupa del


contraespionaje, las actividades de los agentes secretos y la subversión en el interior
del Reino Unido, oficialmente no existe, pero sus oficinas pueden hallarse en un
espacioso edificio de ladrillo rojo y blanco no lejos del hotel Hilton de Londres. El
D15 se encarga de las investigaciones, pero carece de poderes para efectuar
detenciones. De ellas se encargan los funcionarios de la Sección Especial de Scotland
Yard.
Sin embargo, el auge del terrorismo internacional y sus efectos en Gran Bretaña,
especialmente a causa del problema irlandés, llegó a exceder la capacidad de
Scotland Yard, y en 1972 el director general del D15, con el respaldo del número 10
de Downing Street, creó una sección denominada Grupo Cuatro, cuyos poderes
emanaban directamente del primer ministro. Dicha sección debía cuidarse de
coordinar el tratamiento de todos los casos de terrorismo y subversión.
Diez años después, el general de brigada Charles Ferguson aún seguía al frente.
Hombre corpulento y de aspecto engañosamente amable, su corbata regimental era el
único indicio que revelaba un pasado militar. Los arrugados trajes grises que solía
utilizar y sus gafas para leer se combinaban con su despeinada cabellera gris para
darle el aspecto de un profesor de segunda fila en una universidad de provincias.
Aunque disponía de una oficina en la Dirección General, prefería trabajar en su
piso de Cavendish Square. La decoración había corrido a cargo de su segunda hija,
Ellie, dedicada al diseño de interiores. La chimenea Adam era auténtica, al igual que
el fuego. Ferguson era un hombre «de fuego». En el resto de la habitación, también
de estilo georgiano, todo armonizaba a la perfección, incluyendo los pesados
cortinajes.
Se abrió la puerta y su asistente, un naik exgurja llamado Kim, entró con una
bandeja de plata que depositó junto al hogar.
—¡Ah, el té! —exclamó Ferguson—. Dígale al capitán Fox que se reúna
conmigo.
Llenó de té una de las tazas de porcelana y tomó el Times. Las noticias de las
Malvinas no eran malas. Las fuerzas británicas habían desembarcado en Pebble
Island y destruido once aviones argentinos, además de un depósito de municiones.
Dos Sea Harrier habían bombardeado buques mercantes en el Falkland Sound.
Se abrió la puerta forrada de paño verde que comunicaba con el estudio, y Fox
entró en la habitación. Era un hombre elegante, con un traje de franela azul cortado
por Huntsman, de Savile Row. También lucía una corbata regimental, pues en otro

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tiempo había sido capitán de los Blues and Royal, hasta que un desdichado incidente
con una bomba durante su tercer período de servicio en Belfast le había privado de su
mano izquierda. Posteriormente le instalaron una prótesis muy avanzada que, gracias
a los milagrosos microchips, le servía casi tan bien como la mano perdida. El
ajustado guante de cuero hacía difícil notar la diferencia.
—¿Té, Harry?
—Gracias, señor. Veo que ya han publicado la historia de Pebble Island.
—Sí, todo muy pintoresco —respondió Ferguson, mientras le servía una taza—.
Pero, francamente, usted sabe mejor que nadie que ya tenemos bastantes problemas
sin esta guerra de las Malvinas. Después de todo, Irlanda no va a desaparecer del
mapa, y luego está la visita del Papa. Su llegada está prevista para el veintiocho, de
modo que sólo nos quedan once días. Y se expone demasiado. Después del atentado
de Roma, cualquiera habría supuesto que tomaría mayores precauciones.
—A un hombre como él no le preocupa un atentado, ¿cierto, señor? —Fox tomó
un sorbo de té—. Por otra parte, tal y como están las cosas, es muy posible que
suspenda su visita. Las relaciones con Sudamérica son de gran importancia para la
Iglesia católica, y allí nos consideran los malos en este asunto de las Malvinas. No
quieren que venga, y el discurso que pronunció ayer en Roma parecía dar a entender
que no lo haría.
—Eso no me incomodaría en lo más mínimo —respondió Ferguson—. Me
aliviaría de la responsabilidad de garantizar que ningún loco trate de pegarle un tiro
mientras permanezca en suelo inglés. Aunque, por otra parte, varios millones de
católicos británicos se sentirían sumamente decepcionados.
—Tengo entendido que los arzobispos de Liverpool y Glasgow han viajado hoy al
Vaticano para intentar disuadirle —observó Fox.
—Sí, bueno, esperemos que fracasen miserablemente.
Sonó el timbre del teléfono rojo sobre el escritorio de Ferguson, un aparato
reservado exclusivamente para comunicaciones clasificadas como de alta seguridad.
—Vea de qué se trata, Harry, por favor.
Fox alzó el auricular.
—Fox al habla. —Permaneció unos instantes a la escucha y en seguida se volvió
con rostro grave y le tendió el aparato—. Es del Ulster, señor, de los cuarteles del
ejército en Lisburn. Y no nos dan buenas noticias.

Había comenzado aquella misma mañana poco antes de la siete, en las afueras de la
aldea de Kilgannon, a unos quince kilómetros de Londonderry. Patrick Leary llevaba
quince años repartiendo el correo por la zona, y su furgoneta del servicio postal era
de todos conocida.
Su programa era siempre el mismo. Se presentaba en la central de Londonderry a

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las cinco y media en punto, recogía el correo, ya clasificado para el primer reparto
por el personal del turno de noche, llenaba el depósito de gasolina y partía hacia
Kilgannon. Y diariamente, a las seis y media, paraba en un sendero arbolado junto al
puente de Kilgannon para leer el periódico de la mañana, comer los emparedados del
desayuno y tomar una taza de café de su termo. Era una rutina que, lamentablemente
para Leary, no había pasado inadvertida.
Cuchulain estuvo observándole durante diez minutos, esperando pacientemente a
que diera fin a su desayuno. Luego, Leary salió de la furgoneta, como hacía siempre,
y se internó un poco en el bosque. A sus espaldas sonó el leve crujido de una rama al
quebrarse. No había terminado de volverse, alarmado, cuando Cuchulain emergió de
entre los árboles.
Su aspecto era impresionante, y Leary se sintió instantáneamente aterrorizado.
Cuchulain llevaba un anorak oscuro y un pasamontañas negro que únicamente dejaba
al descubierto sus ojos, nariz y boca. En la mano izquierda sostenía una pistola PPK
semiautomática con un silenciador Carswell enroscado al extremo del cañón.
—Haz lo que te diga y vivirás —dijo Cuchulain.
Su voz era suave, con un acento del sur de Irlanda.
—Lo que sea —gimió Leary—. Por favor…, tengo familia.
—Quítate la gorra y el impermeable y déjalos en el suelo.
Leary siguió sus instrucciones y Cuchulain alzó la mano derecha para que viera
claramente la gran cápsula blanca que albergaba en la enguantada palma.
—Ahora, trágate esto como un buen chico.
—¿Quiere envenenarme?
Leary estaba sudando.
—Estarás inconsciente unas cuatro horas, no más —le tranquilizó Cuchulain—.
Es mejor así. —Alzó la pistola—. Mejor que esto.
Leary tomó la cápsula con mano temblorosa y la engulló. Sus piernas parecieron
convertirse en goma, todo cobró un aura de irrealidad y, de pronto, una mano se posó
en su hombro y lo empujó hacia abajo. Sintió el frescor de la hierba contra su rostro y
luego sólo hubo oscuridad.

El doctor Hans Wolfgang Baum era un hombre notable. Nacido en Berlín en 1950,
hijo de un destacado industrial, a la muerte de su padre, en 1970, había heredado una
fortuna equivalente a diez millones de dólares, además de amplios intereses
comerciales. En su lugar, mucha gente se habría dedicado a una vida de placer. Y eso
hizo también Baum, con la importante salvedad de que él obtenía su placer del
trabajo.
Se había doctorado en ingeniería por la Universidad de Berlín, tenía un título de
derecho de la London School of Economics y era master de Harvard en

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administración de empresas. Todos estos conocimientos, bien aplicados, le
permitieron expandir y multiplicar sus diversas factorías en Alemania Occidental,
Francia y Estados Unidos, de modo que su fortuna personal llegó a superar los cien
millones de dólares.
Con todo, el proyecto que más le atraía personalmente era el desarrollo de una
fábrica de tractores y maquinaria agrícola en las afueras de Londonderry, cerca de
Kilgannon. Baum Industries habría podido instalarse en cualquier otro lugar, y así lo
recomendaba el consejo de administración. Lamentablemente para el consejo y para
las exigencias de la lógica comercial. Baum era un verdadero hombre de bien, de los
que no abundan en este mundo, así como un ferviente cristiano. Miembro de la
Iglesia Luterana de Alemania, había hecho todo lo posible para convertir la fábrica en
una actividad conjunta de católicos y protestantes. Tanto él como su esposa estaban
totalmente dedicados a la comunidad, y sus tres hijos asistían a escuelas locales.
Era un secreto a voces que había tenido tratos con el IRA Provisional: algunos
decían, incluso, que con el legendario Martin McGuiness en persona. Cierto o no, el
IRA Provisional no actuó contra su fábrica, y ésta prosperó hasta proporcionar trabajo
a más de un millar de obreros católicos y protestantes que anteriormente se
encontraban en paro.

A Baum le gustaba mantenerse en forma. Cada mañana se levantaba a la misma hora


—las seis en punto— sin molestar a su esposa, y se enfundaba en un chándal y se
calzaba unas zapatillas deportivas. Eileen Docherty, la joven doncella, ya estaba en la
cocina preparando el té, aunque todavía en bata.
—Desayuno a las siete, Eileen —le anunció—. Lo de costumbre. Esta mañana he
de comenzar temprano. A las ocho y media tengo una reunión en Derry con el comité
de obras.
Salió por la puerta de la cocina, cruzó el parque corriendo, saltó por encima de
una verja de poca altura y giró hacia el bosque. Corría, más que trotar, a un paso
rápido y casi profesional, siguiendo una red de senderos mientras su mente se
ocupaba en el trabajo previsto para aquel día.
A las siete menos cuarto, tras completar su recorrido, abandonó la zona boscosa y
corrió hacia su casa sobre la hierba que bordeaba la carretera. Como siempre, vio la
furgoneta postal de Pat Leary que avanzaba por la carretera en sentido contrario. La
furgoneta se detuvo a esperarle y, a través del parabrisas, distinguió la figura de Leary
con su gorra de uniforme inclinada sobre un fajo de cartas.
Baum se inclinó hacia la abierta ventanilla.
—¿Qué hay para mí esta mañana, Patrick?
El rostro era el de un extraño, con tranquilos ojos oscuros y una fuerte estructura
ósea. No había en él nada temible, y sin embargo era la Muerte que había venido a

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llevárselo.
—Lo lamento sinceramente —dijo Cuchulain—. Es usted un hombre bueno.
Y la Walther de su mano izquierda se acercó hasta tocar a Baum entre ambos
ojos. Tosió una vez y el alemán salió despedido hacia la cuneta, salpicando la hierba
de sangre y trozos de cerebro.
Cuchulain puso en marcha la furgoneta y se alejó inmediatamente. Al cabo de
cinco minutos llegaba al sendero junto al puente donde había dejado a Leary. Se quitó
la gorra y el impermeable, los arrojó al lado del cartero inconsciente y echó a correr
por entre los árboles. Pocos minutos después, saltó sobre una verja de madera junto a
un angosto camino rural invadido por la hierba. Allí le esperaba una motocicleta, una
vieja BSA 350 cc preparada para todo terreno, con neumáticos de tacos. Era una
máquina muy utilizada por los granjeros de ambos lados de la frontera para pastorear
sus ovejas. Se puso un viejo casco de seguridad con el visor rayado, subió a la moto e
hizo arrancar el motor de un golpe de pedal. Con un rugido, empezó a alejarse de
aquellos lugares. Por el camino sólo se cruzó con un vehículo, la camioneta de la
leche, en las afueras del pueblo.
En la carretera principal comenzó a llover, y seguía lloviendo sobre el rostro
vuelto hacia el cielo de Hans Wolfgang Baum cuando, treinta minutos después, la
camioneta de la leche se detuvo a su lado. En aquel preciso instante, Cuchulain
dirigía la BSA por un camino rural al sur de Clady y cruzaba la frontera hacia la
seguridad de la República de Irlanda.
Diez minutos más tarde paró ante una cabina telefónica, marcó el número del
Belfast Telegraph, preguntó por la redacción y se atribuyó la responsabilidad de la
muerte de Hans Wolfgang Baum en nombre del IRA Provisional.

—Según eso —dijo Ferguson—, parece que nuestro hombre sería el motorista que
vio el repartidor de la leche.
—Sin descripción, naturalmente —le indicó Fox—. Llevaba un casco integral.
—No tiene sentido —observó Ferguson—. Baum era apreciado por todos y la
comunidad católica local le respaldaba por completo. Para instalar la fábrica en
Kilgannon tuvo que enfrentarse con todo su consejo. Ahora probablemente la
trasladarán, dejando más de un millar de parados reavivando el odio entre católicos y
protestantes.
—Pero ¿no es eso exactamente lo que quieren los provisionales, señor?
—Yo diría que no, Harry. No en este caso. Ha sido una jugada sucia; el cruel
asesinato de un hombre bondadoso y respetado por los católicos. Lo único que
ganarán los provisionales es la malevolencia de su propia gente. Eso es lo que no
entiendo. Ha sido un acto muy estúpido. —Dio unos golpecitos sobre el expediente
de Baum que Fox le había presentado—. Baum se reunió con Martin McGuiness en

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secreto, y McGuiness le garantizó la buena voluntad de los provisionales. De
McGuiness se pueden decir muchas cosas, pero hay que reconocer su inteligencia.
Demasiado inteligente, en realidad, pero ésa es otra cuestión. —Sacudió la cabeza—.
No; esto no encaja.
Sonó el teléfono rojo. Atendió la llamada.
—Ferguson al habla. —Escuchó durante unos instantes—. Muy bien, señor
ministro. —Colgó el auricular y se puso en pie—. Era el secretario de Estado para
Irlanda del Norte, Harry. Quiere verme de inmediato. Siga con lo de Lisburn. Hable
con la sección de inteligencia del ejército… Lo que a usted se le ocurra. Averigüe
todo cuanto pueda.

Regresó poco más de una hora después. Estaba quitándose el abrigo cuando entró
Fox.
—No ha tardado mucho, señor.
—Breve y agradable. No está satisfecho, Harry, y tampoco la primera ministra.
Está enfurecida, y ya sabe lo que eso significa.
—¿Quiere resultados, señor?
—Pero los quiere para ayer, Harry. Las cosas se han puesto calientes en el Ulster.
Los políticos protestantes andan de gira. Paisley dice que ya lo había advertido, como
de costumbre. Ah, y el canciller de Alemania Occidental ha visitado Downing Street.
Con franqueza, la cosa no podría andar peor.
—Yo no estaría muy seguro de ello, señor. Según la inteligencia militar de
Lisburn, los del IRA Provisional están furiosos por este asunto. Aseguran que no han
tenido nada que ver.
—Pero se atribuyeron la responsabilidad.
—Como usted sabe, señor, desde que reformaron su estructura de mando se han
convertido en una organización muy disciplinada. McGuiness, entre otras cosas,
sigue siendo jefe del Comando del Norte, y desde Dublín insisten en que él niega
categóricamente la participación de sus hombres. De hecho, está tan disgustado como
el que más. Parece que tenía un alto concepto de Baum.
—¿Le parece que podría ser cosa del INLA?
En el pasado, el Frente de Liberación Nacional de Irlanda se había mostrado
dispuesto a actuar más implacablemente que los provisionales, cuando consideraba
que la situación lo exigía.
—Inteligencia dice que no, señor. En lo que respecta al INLA, tiene una buena
fuente muy próxima a la cumbre.
Ferguson se calentó ante el fuego.
—¿Sugiere entonces que la responsabilidad hay que buscarla en el otro bando?
¿La UVF o la Mano Roja del Ulster?

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—Los de Lisburn también tienen buenas fuentes en estas dos organizaciones,
señor, y la respuesta es decididamente negativa. Ninguna organización protestante ha
tenido nada que ver.
—Oficialmente.
—Oficialmente, señor, nadie sabe nada. Por supuesto, siempre quedan los
cowboys. Dementes que han visto demasiadas películas por la televisión y terminan
queriendo matar a quien sea.
Ferguson encendió un cigarro y tomó asiento tras su escritorio.
—¿Es ésa su opinión, Harry?
—No, señor —respondió Fox con calma—. Solamente estaba considerando las
preguntas obvias que nos plantearán los lunáticos de la prensa.
Ferguson se lo quedó mirando, con el ceño fruncido.
—Usted sabe algo, ¿verdad?
—No exactamente, señor. Pero podría haber una explicación a todo esto, una
respuesta fantástica que no va a gustarle en absoluto.
—Dígame.
—Muy bien, señor. El hecho de que el Belfast Telegraph recibiera una llamada
atribuyendo el atentado a los provisionales sin duda va a hacer quedar a los provos en
muy mal lugar.
—Concedido.
—Supongamos que precisamente fuera éste el propósito de la acción.
—En tal caso, eso significaría que lo había hecho una organización protestante.
—No necesariamente. Si permite que me explique, creo que estará de acuerdo
conmigo. En cuanto usted salió, señor, recibí el informe completo desde Lisburn. El
asesino es un profesional, de eso no hay duda. Frío, implacable y sumamente
organizado, pero no mata indiscriminadamente.
—Sí, yo también había pensado en eso. Al cartero, Leary, le dio una cápsula. Una
especie de somnífero.
—Eso me pareció curioso, de modo que acudí al ordenador. —Fox abrió una
carpeta que sujetaba bajo el brazo—. En los cinco primeros asesinatos de esta lista
hubo un testigo al que se obligó a punta de pistola a que tomara una cápsula. La
primera vez que ocurrió fue en Omagh, en 1975.
Ferguson examinó la lista y volvió a alzar la mirada.
—Pero veo que en dos ocasiones las víctimas fueron católicas. Acepto que el
asesino debe de ser el mismo, pero eso invalida su teoría de que el propósito de la
muerte de Baum consistía en desprestigiar al IRA Provisional.
—Espere un poco más, señor, por favor. La descripción del asesino es idéntica en
todos los casos. Pasamontañas negro y anorak oscuro. Armado siempre con una
Walther PPK. En tres ocasiones se le vio escapar en moto de la escena del crimen.

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—¿Entonces?
—He introducido todos estos datos en el ordenador separadamente, señor.
Asesinatos en que ha intervenido una moto, uso de una Walther, aunque no
necesariamente la misma arma, por supuesto, y descripción del individuo.
—¿Y ha obtenido algún resultado?
—Ciertamente, señor. —Fox extrajo dos hojas—. Al menos treinta probables
asesinatos desde 1975, todos relacionados con los factores citados. Hay otros diez
posibles.
Ferguson leyó rápidamente la lista.
—¡Dios mío! —exclamó—. Católicos y protestantes por igual. No lo comprendo.
—Tal vez lo comprenda si toma en consideración a las víctimas, señor. En todos
los casos en que los provisionales se atribuyeron la responsabilidad, la acción fue
contraproducente y les hizo quedar muy mal.
—¿Y lo mismo cuando fueron organizaciones extremistas protestantes las
implicadas?
—Lo mismo, señor, aunque el IRA Provisional está más implicado que nadie. Y
otra cosa: si se fija en las fechas en que fueron cometidos los asesinatos, verá que, por
lo general, corresponden a momentos en que las cosas estaban en calma o tendían a
mejorar, o bien cuando tenía lugar alguna iniciativa política. Uno de los posibles
casos en que nuestro hombre pudo estar implicado se remonta a julio de 1972,
cuando, como sabe, una delegación del IRA se reunió secretamente con William
Whitelaw, aquí en Londres.
—Es cierto —asintió Ferguson—. Se llegó a un alto el fuego. Una auténtica
oportunidad para cimentar la paz.
—Oportunidad que se perdió porque alguien comenzó un tiroteo en la finca de
Lenadoon, en Belfast. No hizo falta más para que la olla comenzara a hervir de
nuevo.
Ferguson continuó sentado, repasando con rostro inexpresivo las listas. Al cabo
de un rato, dijo:
—Así pues, usted sugiere que nos enfrentamos a un loco dispuesto a todo con tal
de agravar el maldito problema.
—Precisamente, señor, pero no creo que se trate de un loco. Yo diría que se limita
a aplicar las teorías del marxismo-leninismo sobre la guerrilla urbana: caos, terror,
desorden… Son los factores indispensables para la destrucción de cualquier tipo de
gobierno organizado.
—¿Convirtiendo al IRA en el principal objetivo de la campaña de desprestigio?
—De tal modo que resulte cada vez más improbable que los protestantes lleguen
a un acuerdo político con esa organización, al igual que nuestro propio gobierno.
—Con lo cual se logra que la lucha se prolongue año tras año, sin llegar jamás a

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una solución. —Ferguson asintió lentamente—. Una teoría interesante, Harry. ¿Cree
usted en ella?
Le dirigió una mirada inquisitiva. Fox se encogió de hombros.
—Todos los datos estaban en el ordenador. Nunca habíamos planteado las
preguntas correctas, eso es todo. De haberlo hecho, la explicación habría emergido
antes. Hace mucho que dura este asunto, señor.
—Sí, creo que muy bien puede estar usted en lo cierto.
Ferguson siguió reflexionando un rato más, y luego Fox observó suavemente:
—Ese hombre existe, señor. Es real, estoy seguro de ello. Y hay otra cosa. Algo
que podría aclarar mucho las cosas.
—Adelante, dígame ya lo peor.
Fox sacó otra hoja de su carpeta.
—Mientras se hallaba usted en Washington, la semana pasada, Tony Villiers
regresó de Omán.
—Sí, he oído comentar sus aventuras.
—En su informe, Tony narra una historia muy interesante acerca de un judío ruso
disidente llamado Viktor Levin, al que trajo consigo. Un cuadro fascinante acerca de
un extraordinario centro de entrenamiento del KGB en Ucrania.
Se aproximó al fuego y encendió un cigarrillo, esperando a que Ferguson
terminara de leer el informe. Al cabo, Ferguson le preguntó:
—¿Sabía que Tony Villiers está ahora en las Malvinas?
—Sí, señor, en una misión del SAS tras las líneas enemigas.
—¿Y ese Levin?
—Un ingeniero muy notable. Nos hemos encargado de buscarle ocupación en una
de las facultades de Oxford. En estos momentos se encuentra en una casa segura en
Hampstead. Me he tomado la libertad de mandarlo llamar, señor.
—¿Eso ha hecho, Harry? No sé cómo me las arreglaría sin usted.
—Yo diría que muy bien, señor. Ah, todavía hay otra cosa. El psicólogo que se
cita en el informe, Paul Cherny, huyó de Rusia en 1975.
—¿Cómo? ¿A Inglaterra? —quiso saber Ferguson.
—No, señor. A Irlanda. Fue allí en julio de ese año, para asistir a una conferencia
internacional, y solicitó asilo político. Actualmente es profesor de Psicología
Experimental en el Trinity College de Dublín.

Viktor Levin parecía sano y en forma, muy bronceado aún por su estancia en Yemen.
Vestía un traje gris de tweed, camisa blanca y corbata azul, y usaba unas gafas de
bibliotecario, de montura negra, que alteraban radicalmente su aspecto. Estuvo
hablando durante un buen rato, respondiendo pacientemente a las preguntas de
Ferguson.

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Durante una breve pausa, inquirió:
—¿Debo suponer, caballeros, que ustedes creen que ese Kelly, o Cuchulain, para
darle su nombre en clave, está actualmente activo en Irlanda? Quiero decir que,
después de todo, han pasado veintitrés años.
—Pero ésa era la idea, ¿no? —replicó Fox—. Un topo bajo cobertura profunda.
Preparado para entrar en acción cuando Irlanda estallara. Tal vez incluso contribuyó a
que ocurriera.
—Y, al parecer, es usted la única persona, aparte de los suyos, que conoce su
rostro. Tendremos que pedirle que eche un vistazo a algunas fotografías. Muchas
fotografías —añadió Ferguson.
—Como ya he dicho, ha pasado mucho tiempo —objetó Levin.
—Pero tenía un rostro muy característico —dijo Fox.
—Eso es cierto, bien lo sabe Dios. Un rostro como el del mismo diablo, cuando
mataba. Por otra parte, no es exacto que yo sea el único que lo conoce. Está también
Tanya, Tanya Voroninova.
—La niña cuyo padre murió a manos de Kelly mientras hacía de policía, señor —
explicó Fox.
—No tan niña ya. Ahora ha de tener treinta años. Es una mujer encantadora, y
¡habrían de oírla tocar el piano! —intervino Levin.
—¿La ha visto desde entonces? —preguntó Ferguson.
—Muchas veces. Me explicaré. Conseguí convencerles de que me había
arrepentido de mis errores pasados, de modo que me rehabilitaron y me dieron
trabajo en la Universidad de Moscú. Tanya fue adoptada por el coronel Maslovsky,
del KGB, cuya esposa tomó un gran cariño a la niña.
—Actualmente, Maslovsky es general, señor —precisó Fox.
—Resultó que la niña tenía un gran talento para el piano. A los veinte años ganó
el premio Chaikovsky en Moscú.
—Un momento —le interrumpió Ferguson, pues la música clásica constituía su
mayor disfrute—. Tanya Voroninova, la pianista de concierto. Estuvo particularmente
bien en el festival de Leeds de hace dos años.
—Exacto. La señora Maslovsky murió el mes pasado. Tanya dedica la mayor
parte de su tiempo a hacer giras por el extranjero. Como es hija adoptiva de un
general del KGB, se la considera de bajo riesgo.
—¿La ha visto recientemente?
—Hace seis meses.
—¿Le habló de los acontecimientos que, según usted nos ha dicho, tuvieron lugar
en Drumore?
—Oh, sí. Me explicaré. Es una mujer muy inteligente y equilibrada, pero ha
conservado la memoria de lo ocurrido. Es como si constantemente tuviera que

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revivirlo. En una ocasión le pregunté por qué.
—¿Y qué respondió ella?
—Que jamás olvidaría a Kelly porque se había mostrado muy amable con ella.
Pero no lograba comprenderlo, por lo que sucedió luego. Dijo que a menudo soñaba
con él.
—Sí, pero no creo que pueda sernos de gran ayuda, dado que se halla en Rusia.
Ferguson se puso en pie.
—¿Le importaría esperar un momento en la habitación de al lado, señor Levin?
Fox abrió la puerta forrada de tela verde y el ruso cruzó el umbral.
—Una persona agradable —comentó Ferguson—. Me gusta. —Anduvo hacia la
ventana y miró a la plaza. Al cabo de un tiempo, prosiguió—: Hemos de acabar con
él. Harry. No creo que hayamos tratado nunca un asunto más importante.
—De acuerdo.
—Es curioso. El IRA precisa tanto como nosotros que Cuchulain sea
desenmascarado.
—Sí, señor, ya había pensado en ello.
—¿Le parece que ellos podrían verlo de la misma forma?
—Es posible, señor.
El estómago de Fox se tensó por la excitación, como si supiera qué vendría a
continuación.
—Muy bien —dijo Ferguson—. Dios sabe que ya ha sacrificado usted bastante
por Irlanda, Harry. ¿Estaría dispuesto a arriesgar la otra mano?
—Si usted lo cree necesario, señor…
—Bien. Vamos a ver si, por una vez, muestran algo de buen sentido. Quiero que
vaya usted a Dublín a entrevistarse con el consejo militar del IRA Provisional, o con
quienquiera en quien la organización delegue para hablar con usted. Yo me cuidaré de
hacer las llamadas necesarias para concertar la entrevista. Alójese en el Westbourne,
como de costumbre. Y quiero decir hoy mismo. Yo me ocuparé de Levin.
—Entendido, señor —respondió Fox tranquilamente—. En tal caso, si me
disculpa, saldré ahora mismo.
Se dirigió hacia la puerta. Ferguson regresó ante la ventana y contempló la lluvia.
Desde luego, la idea de una colaboración entre el IRA y la inteligencia británica era
ridícula, pero en esta ocasión parecía justificada. La cuestión era si lo verían así
aquellos salvajes de Dublín.
A sus espaldas se abrió la puerta del estudio y apareció Levin. Se aclaró la
garganta, como disculpándose.
—General, ¿me necesita todavía?
—Pues claro, mi querido amigo —contestó Charles Ferguson—. Ahora mismo le
acompañaré a mi oficina. Fotos, temo que muchas fotos. —Tomó su sombrero y su

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gabán y abrió la puerta para dejar pasar a Levin—. Pero ¿quién sabe? Puede que
identifique a nuestro hombre.
Él mismo no lo creía posible, ni por un instante, pero se guardó de confesárselo a
Levin mientras descendían en el ascensor.

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CAPÍTULO 3

En Dublín estaba lloviendo. Una cortina gris caía sobre el Liffey mientras el
taxi que había tomado en el aeropuerto se detenía en una calle lateral que
desembocaba en George’s Quay y dejaba a Fox ante su hotel.
El Westbourne era un establecimiento pequeño y pasado de moda, con sólo un bar
restaurante. Ocupaba un edificio georgiano y, por consiguiente, su exterior no podía
ser retocado. El interior, no obstante, había sido remozado con una tranquila
elegancia muy apropiada. La clientela, en términos generales, era de clase media y
edad más bien avanzada; gente que llevaba años alojándose allí cada vez que acudía a
la ciudad por algunos días. Fox había estado en el Westbourne en numerosas
ocasiones, siempre bajo el nombre de Charles Hunt, mayorista de vinos, tema que
dominaba lo suficiente como para que resultara una cobertura muy aceptable.
La recepcionista, una joven vestida de negro, le acogió calurosamente.
—Es un placer verle de nuevo, señor Hunt. Le he reservado la número tres en la
primera planta. Ya se ha alojado otras veces en esa misma habitación.
—Excelente. ¿Algún mensaje?
—Ninguno, señor. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse?
—Una noche, quizá dos. Ya se lo indicaré.
El botones era un anciano canoso, con el rostro triste y arrugado de una persona a
la que ya no le quedan ilusiones. Su uniforme verde le venía un poco grande y Fox,
como siempre, se sintió un tanto incómodo cuando le vio alzar sus maletas.
—¿Cómo está usted, señor Ryan? —le preguntó mientras subían en el minúsculo
ascensor.
—Muy bien, señor. Mejor que nunca. El mes que viene me retiro. Me sacarán a
pastar.
Abrió la marcha por el estrecho pasillo.
—Es una pena —respondió Fox—. Echará de menos el Westbourne.
—Mucho, señor. Han sido treinta y ocho años. —Abrió la puerta de la habitación
y pasó al interior—. Pero a todos nos llega la hora.
Era una habitación muy agradable, con paredes de damasco verde, camas
gemelas, una chimenea Adam de imitación y muebles georgianos de caoba. Ryan
dejó el equipaje sobre la cama y descorrió las cortinas.
—El cuarto de baño ha sido renovado después de su última visita, señor. Está
muy bien. ¿Le apetece un poco de té?
—Ahora no, señor Ryan. —Fox extrajo de su cartera un billete de cinco libras y
se lo tendió—. Si llega algún mensaje, hágamelo saber inmediatamente. Estaré aquí o

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abajo, en el bar.
Por un instante hubo un brillo extraño en los ojos del anciano; en seguida, sonrió
levemente.
—Le encontraré, señor. No tema.
Así era Dublín en aquellos tiempos, se dijo Fox mientras dejaba el abrigo sobre la
cama y se aproximaba a la ventana. No se podía estar seguro de nadie, y se hallaban
simpatizantes por todas partes. No necesariamente miembros del IRA, desde luego,
sino miles de personas normales y corrientes que detestaban la violencia y los
atentados, pero que aprobaban las ideas políticas en que estaban fundados.
Sonó el teléfono y al contestar oyó la voz de Ferguson.
—Todo está arreglado. McGuiness acepta verle.
—¿Cuándo?
—Ellos mismos se lo dirán.
La comunicación se cortó, y Fox colgó el auricular. Martin McGuiness, jefe del
Comando del Norte del IRA Provisional, entre otras cosas. Por lo menos, se
entrevistaría con uno de los miembros más inteligentes del consejo militar.
Al final de la calle se divisaba el Liffey, y la lluvia batía contra los cristales. Se
sintió inexplicablemente deprimido. Irlanda, por supuesto. Por un instante, volvió a
sentir un penetrante dolor en la mano izquierda, la mano que ya no existía. Todo
mental, se dijo, y bajó al bar del hotel.
No había nadie, salvo el joven barman italiano. Fox pidió un whisky escocés con
agua y tomó asiento en un rincón, junto a la ventana. Sobre la mesa había diversos
periódicos, y estaba hojeando el Times cuando Ryan se materializó como una sombra
a sus espaldas.
—Está aquí su taxi, señor.
Fox alzó la mirada.
—¿Mi taxi? Ah, sí, claro. —Frunció el ceño al advertir el impermeable azul que
colgaba del brazo de Ryan—. ¿No es el mío?
—Me he tomado la libertad de subir a buscarlo a su habitación, señor. Le hará
falta. Me parece que aún tenemos lluvia para rato.
Nuevamente vio algo en sus ojos, algo casi burlón. Fox dejó que le ayudara a
enfundarse en el impermeable y le siguió al exterior, donde había un taxi esperando.
Ryan le abrió la portezuela y, mientras Fox subía al vehículo, le despidió.
—Le deseo una tarde muy agradable, señor.
El taxi se puso en marcha inmediatamente. El conductor era un joven de cabello
oscuro y rizado. Llevaba una chaqueta de cuero marrón y una bufanda blanca. No
dijo ni una palabra. Se limitó a introducirse en la corriente del tráfico, al final de la
calle, y a seguir por el George’s Quay. Junto a una cabina telefónica de color verde
esperaba un hombre con una gorra de paño y un chaquetón. El taxi se detuvo junto a

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la acera; el hombre del chaquetón abrió la portezuela posterior y se instaló
rápidamente al lado de Fox.
—En marcha, Billy —le dijo al conductor. Luego se volvió hacia Fox, con aire
jovial—. ¡Jesús y María! Creí que iba a ahogarme ahí afuera. Levante los brazos, por
favor, capitán. No demasiado. Sólo lo justo. —Cacheó a Fox con habilidad
profesional y no encontró nada. Se recostó en el asiento y encendió un cigarrillo.
Luego, sacó una pistola del bolsillo y la apoyó en su rodilla—. ¿Sabe lo que es esto,
capitán?
—Por su aspecto, diría que una Ceska —contestó Fox—. La versión silenciosa
que fabricaron los checos hace unos años.
—Sobresaliente. Acuérdese de ella cuando esté hablando con McGuiness. Como
dicen en las películas, un falso movimiento y es usted hombre muerto.
Siguieron bordeando el río entre un denso tráfico, hasta detenerse junto al
bordillo, hacia la mitad del Victoria Quay.
—¡Afuera! —ordenó el hombre del chaquetón. Fox obedeció. La lluvia seguía
azotando el río, y Fox alzó las solapas de su impermeable para protegerse de ella. El
hombre del chaquetón pasó bajo un árbol y movió la cabeza hacia un refugio público
junto al muro del muelle—. No le gusta esperar —explicó—. Es un hombre muy
ocupado.
Encendió otro cigarrillo y se apoyó contra el árbol, mientras Fox cruzaba la acera
y ascendía los peldaños del refugio. En el banco del rincón había un hombre leyendo
un periódico. Iba bien vestido, con un impermeable de color ante, sin abrochar, que
dejaba ver un bien cortado traje azul oscuro, camisa blanca y una corbata a rayas
rojas y azules. Era bastante bien parecido, con una boca móvil e inteligente y
penetrantes ojos azules. Resultaba difícil creer que aquel individuo de apariencia más
bien agradable hubiera figurado durante casi trece años en la lista de personas más
buscadas por el ejército británico.
—¡Ah, capitán Fox! —le saludó McGuiness afablemente—. Es un placer verle de
nuevo.
—¿No es la primera vez que nos vemos? —se extrañó Fox.
—Derry, 1972 —le explicó McGuiness—. Usted era corneta. ¿No es así como
llaman a los subtenientes en los Blues and Royáis? Había una bomba en un pub de
Prior Street. Por entonces, estaba usted destacado en la Policía Militar.
—¡Dios mío! —exclamó Fox—. Ya me acuerdo.
—Toda la calle estaba en llamas. Usted corrió a una casa, al lado de la verdulería,
y sacó a una mujer y dos chiquillos. Yo estaba en el terrado de enfrente, en compañía
de un hombre con un fusil Armalite, que estaba empeñado en agujerearle la cabeza.
No se lo consentí. En aquellas circunstancias, no me pareció justo.
Por un instante, Fox sintió un estremecimiento de frío.

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—En aquella época, usted era el responsable del IRA en Derry.
McGuiness sonrió.
—La vida es curiosa, ¿no cree? En realidad, no debería usted estar aquí. Y ahora,
¿qué quiere de mí Ferguson, esa vieja serpiente?
Fox se lo explicó.

Cuando terminó, McGuiness permaneció inmóvil, reflexionando, con las manos en


los bolsillos de su impermeable y la mirada perdida más allá del Liffey. Al cabo de un
tiempo, observó:
—Ése de ahí es el Wolfe Tone Quay, ¿lo sabía?
—¿No era protestante? —preguntó Fox.
—Lo era. Y también uno de los mayores patriotas irlandeses que jamás hayan
existido.
Silbó entre dientes, sin melodía.
—¿Me cree usted? —quiso saber Fox.
—Oh, sí —contestó suavemente McGuiness—. Los ingleses son unos malditos
liantes, pero esta vez creo que me ha dicho la verdad, y por una razón muy sencilla.
Todo encaja, mi querido capitán. Todas estas acciones, y los problemas que nos han
creado, a veces internacionalmente… Yo sé cuántas de ellas no han sido cosa nuestra,
y también lo sabe el consejo militar. Pero siempre había creído que eran responsables
los idiotas, los cowboys, los incontrolados. —Sonrió torcidamente—. O la
inteligencia británica, por supuesto. Nunca se nos había ocurrido pensar que pudieran
ser obra de un solo hombre, que respondieran a un plan deliberado.
—En su organización hay unos cuantos marxistas, ¿no es así? —sugirió Fox—.
Gente capaz de considerar a los soviéticos como la salvación.
—Olvídelo. —Los ojos azules de McGuiness emitieron un destello de cólera—.
Irlanda libre e Irlanda para los irlandeses. Aquí no queremos zarandajas marxistas.
—Entonces, ¿qué va a ocurrir ahora? ¿Hablará con el consejo militar?
—No, creo que no. Hablaré con el jefe del Estado Mayor, a ver qué opina.
Después de todo, él me ha enviado aquí. Francamente, cuanto menos gente lo sepa,
mejor.
—Es cierto. —Fox se puso en pie—. Cuchulain podría ser cualquiera. Incluso
alguien muy cercano al propio consejo militar.
—Ya había pensado en ello. —McGuiness agitó la mano y el hombre del
chaquetón salió de detrás del árbol—. Murphy le llevará de vuelta al Westbourne. No
se mueva de allí. Tendrá noticias mías.
Fox se alejó unos pasos, se detuvo y volvió la cabeza.
—Lleva usted una corbata de los Guards.
Martin McGuiness sonrió beatíficamente.

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—¿Cree que no lo sabía? Sólo trataba de hacerle sentir como en casa, capitán
Fox.

Fox llamó a Ferguson desde una cabina pública en el vestíbulo del Westbourne, para
que su llamada no pasara por la centralita del hotel. El general de brigada no estaba
en su apartamento, de modo que marcó el número privado de su oficina en la
Dirección General y le respondió de inmediato.
—Acabo de regresar de la entrevista preliminar, señor.
—Ha sido rápido. ¿Enviaron a McGuiness?
—Sí, señor.
—¿Se lo ha creído?
—Decididamente, señor. Establecerá un nuevo contacto conmigo, quizá esta
misma noche.
—Bien. Dentro de una hora estaré en mi apartamento. No pienso salir. Llámeme
en cuanto sepa algo nuevo.
Fox se duchó, se cambió y bajó otra vez al bar. Pidió medio escocés con agua y
tomó asiento, pensando en varias cosas y particularmente en McGuiness. No cabía
duda de que se trataba de un hombre listo y peligroso. No era sólo un pistolero,
aunque había matado a bastantes personas, sino también uno de los más importantes
líderes que los disturbios habían sacado a la luz. Lo más preocupante era que Fox se
daba cuenta, no sin cierta irritación, de que el hombre le agradaba. Eso no era nada
conveniente, conque se trasladó al restaurante y tomó una cena temprana, sentado
ante un ejemplar del Irish Press.
Cuando terminó tuvo que cruzar de nuevo el bar para regresar al vestíbulo. A
aquella hora había dos docenas de personas, todas huéspedes, a juzgar por su
apariencia, salvo el conductor del taxi que le había llevado a su cita con McGuiness.
Estaba sentado en un taburete al extremo de la barra, con un vaso de cerveza ante él.
La única diferencia era que iba vestido con un traje gris bastante elegante. No dio
muestras de reconocerle, y Fox siguió su camino hacia el vestíbulo, donde fue
abordado por Ryan.
—Si no recuerdo mal, señor, después de cenar prefiere el té al café.
Fox, que acababa de sentarse, respondió:
—Así es.
—Me he tomado la libertad de subir una bandeja a su habitación, señor. He
supuesto que preferiría tener un poco de tranquilidad.
Sin más, se volvió y echó a andar hacia el ascensor. Fox le siguió la corriente,
esperando quizá otro mensaje, pero el anciano no volvió a abrir la boca, y cuando
llegaron al primer piso le acompañó por el pasillo y abrió la puerta de su cuarto.
Martin McGuiness estaba siguiendo las noticias por televisión. Murphy

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permanecía de pie junto a la ventana. Al igual que el hombre del bar, vestía un traje
bastante conservador, esta vez de estambre azul marino.
McGuiness apagó el televisor.
—Ah, veo que ya ha llegado. ¿Ha probado el pato a la naranja? Aquí suelen
prepararlo bastante bien.
Sobre la mesa había un servicio de té con dos tazas.
—¿Quiere que lo sirva, señor McGuiness? —preguntó amablemente Ryan.
—No hace falta. Ya nos arreglaremos.
McGuiness tomó la tetera, y mientras Ryan se retiraba de la habitación comentó:
—El viejo Patrick, como habrá comprendido, es uno de los nuestros. Puedes
esperar fuera, Michael —añadió.
Murphy salió sin pronunciar palabra.
—Dicen que ningún caballero echaría la leche antes que el té, pero supongo que,
en realidad, ningún auténtico caballero se preocuparía por semejante estupidez. ¿No
es eso lo que les enseñan en Eton?
—Algo por el estilo. —Fox tomó la taza que le ofrecía—. No esperaba volver a
verle tan pronto.
—Queda mucho por hacer y disponemos de muy poco tiempo. —McGuiness
bebió un sorbo de té y emitió un suspiro de satisfacción—. Está bien. He hablado con
el jefe del Estado Mayor y se muestra de acuerdo conmigo en que usted y su
ordenador han dado con algo que merece ser investigado.
—¿Conjuntamente?
—Eso depende. En primer lugar, está decidido a no discutirlo con el consejo
militar; al menos por ahora. Ha de quedar entre él y yo.
—Lo encuentro razonable.
—Además, no queremos que intervenga la policía de Dublín, o sea que deberán
mantener a la Sección Especial fuera del asunto, y también a la inteligencia militar.
—Estoy seguro de que el general Ferguson aceptará esta condición.
—Tendrá que aceptarla, como tendrá que aceptar el hecho de que no pensamos
transmitirle ninguna información general acerca de miembros del IRA, antiguos o
actuales. Ningún material que pueda ser utilizado con otros fines.
—Muy bien —dijo Fox—. Lo comprendo, pero eso plantea un grave problema.
¿Cómo vamos a cooperar si no intercambiamos nuestros recursos?
—Hay un modo. —McGuiness se sirvió una segunda taza de té—. Lo he
discutido con el jefe del Estado Mayor y, si ustedes aceptan, él está dispuesto a
aceptar. Podemos utilizar un mediador.
—¿Un mediador? —Fox frunció el ceño—. Temo no entender.
—Alguien que resulte aceptable para los dos bandos. De quien ambos podamos
fiarnos.

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Fox se echó a reír.
—Ese animal no existe.
—¡Oh, sí! Existe. Liam Devlin. Y no me diga que no sabe quién es.
—Conozco muy bien a Liam Devlin —respondió Harry Fox lentamente.
—Naturalmente. Faulkner y usted hicieron que el SAS lo raptara en el año 79,
para que les ayudara a sacar a Martin Brosnan de aquella prisión francesa y así dar
caza al perro rabioso de Frank Barry.
—Está usted muy bien informado.
—Sí. Bueno, ahora Liam está aquí, en Dublín. Es profesor en el Trinity College y
tiene una casa en un pueblo llamado Kilrea, a una hora en coche de la ciudad. Vaya a
verle. Si está dispuesto a ayudar, hablaremos de nuevo.
—¿Cuándo?
—Ya se lo haré saber, o quizá aparezca de improviso como hoy. Así es como me
he mantenido siempre un paso por delante del ejército británico durante todos los
años pasados en el Norte. —Se puso en pie—. Abajo, en el bar, tenemos un hombre.
Puede que lo haya visto.
—El conductor del taxi.
—Billy White. Con cualquiera de las dos manos es capaz de matar una mosca de
un disparo. Mientras permanezca usted aquí, es suyo.
—No hace falta.
—¡Oh, sí! —McGuiness tomó su abrigo—. En primer lugar, no me gustaría que
le ocurriera nada, y en segundo lugar es útil saber dónde está usted. —Abrió la puerta
y, más allá, Fox vio a Murphy esperándole—. Me mantendré en contacto, capitán.
McGuiness le saludó burlonamente y la puerta se cerró a sus espaldas.

Ferguson observó:
—Supongo que es razonable, pero no sé si Devlin querrá volver a trabajar para
nosotros después de aquel asunto de Frank Barry. Se llevó la impresión de que
Brosnan y él habían sido utilizados del modo más abusivo.
—Y recuerdo que lo fueron, señor —respondió Fox—. Del modo más abusivo.
—De acuerdo, Harry, no hace falta que me lo explique. Llame por teléfono, a ver
si está en casa. Si está, vaya a verlo.
—¿Ahora, señor?
—¿Por qué no? Sólo son las nueve y media. Si está en casa, dígamelo y ya
hablaré yo con él. Voy a darle su número. Anótelo.

Fox bajó al bar y cambió un billete de cinco libras en monedas de cincuenta peniques.
Billy White permanecía sentado en el mismo lugar, leyendo un periódico de la tarde.

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El vaso de cerveza parecía intacto.
—¿Puedo invitarle a una copa, señor White? —preguntó Fox.
—Nunca toco el alcohol, capitán. —White sonrió jovialmente y vació el vaso de
un largo sorbo—. Después de la cerveza, un Bushmills sienta estupendamente.
Fox pidió que le sirvieran un Bushmills.
—Es posible que quiera desplazarme a un pueblo llamado Kilrea. ¿Lo conoce?
—No hay problema —respondió White—. Lo conozco bien.
Fox se metió en la cabina telefónica y cerró la puerta. Permaneció un rato
sentado, pensando en lo que iba a decir, y en seguida marcó el número que Ferguson
le había dado. La voz que respondió le resultó conocida de inmediato. Era la voz del
hombre quizá más notable que había conocido.
—Devlin al habla.
—¿Liam? Soy Harry Fox.
—¡Madre de Dios! —exclamó Liam Devlin—. ¿Desde dónde llama?
—Desde Dublín. Me alojo en el hotel Westbourne. Me gustaría hacerle una visita.
—¿Ahora mismo?
—Si a usted no le molesta.
Devlin se rió.
—De hecho, en estos momentos estaba perdiendo una partida de ajedrez, hijo, y
eso es algo que no me gusta nada. Su intervención podría considerarse muy oportuna.
Supongo que se trata de lo que podríamos denominar una visita de negocios, ¿no es
así?
—Sí. Ahora debo llamar a Ferguson para decirle que está usted en casa. Quiere
hablarle personalmente.
—De modo que el viejo bastardo sigue funcionando, ¿eh? Bien, bien. ¿Ya sabe
dónde vivo?
—Sí.
—Entonces, le espero dentro de una hora en Kilrea. No tiene pérdida. La casa está
al lado del convento.
Cuando Fox salió de la cabina, tras llamar a Ferguson, White estaba esperándole.
—¿Vamos a salir, capitán?
—Sí —respondió Fox—. Vamos a una casa llamada Kilrea Cottage, en Kilrea. Al
parecer, está junto a un convento. Voy a buscar mi impermeable.
White esperó a que se metiera en el ascensor y entonces pasó a la cabina y marcó
un número. Al otro extremo de la línea, la respuesta fue instantánea.
—Salimos hacia Kilrea inmediatamente —anunció—. Parece que va a
entrevistarse con Devlin esta misma noche.

Mientras dirigía el automóvil a través de las calles barridas por la lluvia, White

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comentó, como sin darle importancia:
—Sólo para que ambos sepamos dónde nos encontramos, capitán, debo decirle
que estuve sirviendo como teniente en la Brigada North Tyrone del IRA Provisional
el año en que perdió usted su mano.
—Debía de ser muy joven.
—Yo ya nací viejo, gracias a los de la Sección Especial y a los cabrones del
Royal Ulster Constabulary. —Encendió un cigarrillo con una sola mano—. Usted
conoce bien a Liam Devlin, ¿verdad?
—¿Por qué lo pregunta? —inquirió Fox cansadamente.
—¿Acaso no vamos a verle? ¡Jesús, capitán! ¡Todo el mundo conoce la dirección
de Liam Devlin!
—Supongo que es como una leyenda para ustedes.
—¿Una leyenda, dice? Ese hombre escribió el libro. Ahora bien; no crea que
actualmente tiene mucho peso en el movimiento. Es lo que podría denominarse un
moralista. No soporta las bombas y demás.
—¿Usted sí?
—¿Acaso no estamos en guerra? Ustedes bombardearon el Tercer Reich hasta que
entro en razón. Nosotros les bombardearemos a ustedes hasta que entren en razón, si
no hay otro remedio.
Lógico, pero deprimente, pensó Fox. ¿Cuál podía ser el final? Solamente un
osario lleno de cadáveres. Su expresión era cruda. Se estremeció.
—A propósito de Devlin —empezó White, cuando salían de la ciudad—, en cierta
ocasión me contaron una historia sobre él. Me pregunto si usted podría decirme qué
hay de cierto en ella.
—Cuéntemela.
—Dicen que durante los años treinta se fue a España, luchó contra Franco y cayo
prisionero. Luego fue entregado a los alemanes y éstos le utilizaron como agente
suyo en la gran guerra.
—Es verdad.
—También me dijeron que luego fue enviado a Inglaterra, para algo relacionado
con un intento alemán de secuestrar a Churchill en 1943. ¿Hay algo de verdad en
eso?
—Más bien me parece el argumento de una novela —contestó Fox.
White suspiró.
—Eso pensaba yo. —Su voz era pesarosa—. Aun así, no deja de ser un hombre
excepcional.
Se recostó en el asiento y devolvió su atención al automóvil.

Hablando de Devlin, pensó Fox sentado en la penumbra, decir excepcional era

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quedarse corto. A los dieciséis años ingresó en el Trinity College de Dublín, donde se
distinguió como estudiante, y se graduó a los diecinueve con las máximas
calificaciones. Era un erudito, escritor, poeta y uno de los más peligrosos pistoleros
del IRA durante los años treinta, cuando aún no había terminado sus estudios.
Casi todo lo que White había dicho era cierto. Fue a España para luchar contra los
fascistas y trabajó para el Abwehr en Irlanda. ¿Y el asunto de Churchill? Se había
comentado en susurros, pero ¿era cierto? Bueno, habrían de pasar años antes de que
aquellos archivos confidenciales se abrieran al público.
Durante el período de posguerra, Devlin ejerció como profesor en un seminario
católico llamado Todos los Santos, en las afueras de Boston. Había participado en la
abortada campaña del IRA a finales de los años cincuenta y regresó al Ulster en 1969,
cuando empezaban a estallar los actuales conflictos. Aunque había sido uno de los
fundadores del IRA Provisional, la campaña de atentados con explosivos le
disgustaban cada vez más, hasta el punto de que acabó retirando su apoyo activo al
movimiento. Desde 1976, ocupaba un cargo en la Facultad de Inglés del Trinity
College.
Fox no le había visto desde 1979, cuando Ferguson le coaccionó —
chantajeándole, incluso— para que cooperase activamente en la búsqueda de Frank
Barry, un antiguo activista del IRA convertido en terrorista internacional a sueldo.
Devlin accedió por diversos motivos, principalmente porque había creído las mentiras
de Ferguson. ¿Cómo iba a reaccionar a su propuesta?
Habían penetrado en un larga calle de pueblo. Fox volvió al presente con un
sobresalto cuando White le anunció:
—Ya hemos llegado. Estamos en Kilrea. Aquello es el convento y ahí está la casa
de Devlin, tras el muro que da a la carretera.
Hizo girar el coche por un camino de grava y paró el motor.
—Esperaré aquí, capitán. ¿De acuerdo?
Fox descendió del vehículo y recorrió un sendero enlosado que discurría entre
rosales hasta un porche pintado de verde. La casa era agradable, de estilo Victoriano,
y conservaba casi todo el maderamen original y los aleros del tejado. Se veía una luz
tras las cerradas cortinas de una ventana en arco. Hizo sonar el timbre. En el interior
sonaron voces, ruido de pisadas y, en seguida, la puerta se abrió y Liam Devlin se
detuvo bajo el dintel, observándole.

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CAPÍTULO 4

Devlin llevaba una camisa de franela azul oscuro, con el cuello abierto,
pantalones grises y unos zapatos italianos de piel marrón que tenían aspecto de ser
muy caros. Era un hombre bajo, de alrededor de un metro sesenta y cinco de estatura,
y a los sesenta y cuatro años su oscura cabellera ondulada apenas si mostraba un leve
reflejo de plata. En la parte derecha de su frente se advertía una antigua cicatriz, una
herida de bala, y en su pálido rostro destacaban unos ojos de un azul
extraordinariamente vivido. Una ligera sonrisa irónica parecía alzar en todo momento
la comisura de sus labios, como si hubiera descubierto que la vida era una broma
pesada y que sólo merecía que se rieran de ella.
Su sonrisa de bienvenida fue encantadora y absolutamente sincera.
—Me alegro de verte, Harry.
Rodeó a Fox con un ligero abrazo.
—Y yo a ti, Liam.
Devlin contempló el automóvil y vio a Billy White sentado al volante.
—¿Ha venido alguien contigo?
—Solamente mi chófer.
Devlin pasó junto a él, recorrió el sendero y se inclinó a mirar por la ventanilla.
—Señor Devlin —saludó Billy, con un movimiento de cabeza.
—¿Tú chófer dices, Harry? El único lugar al que ese hombre te conducirá es al
infierno y directamente.
—¿Has hablado con Ferguson?
—Sí, pero dejémoslo por ahora. Ven conmigo.
El interior de la vivienda era como retroceder a la época victoriana: un vestíbulo
con paneles de caoba y empapelado de William Morris, con diversas escenas
nocturnas de Atkinson Grimshaw, el pintor Victoriano, decorando las paredes. Fox
las examinó con admiración mientras se quitaba el impermeable y se lo tendía a
Devlin.
—Es extraño ver aquí estos cuadros, Liam. Grimshaw era un típico inglés de
Yorkshire.
—No por culpa suya, Harry. Y pintaba como un ángel.
—Deben de costar uno o dos chelines —observó Fox, sabiendo perfectamente
que incluso un Grimshaw de pequeño tamaño podía muy bien cotizarse en diez mil
libras esterlinas en cualquier subasta.
—¿Tú crees? —respondió Devlin en son de broma.
Abrió uno de los batientes de una puerta de caoba de doble hoja y pasó a la sala

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de estar. Al igual que el vestíbulo, era de estilo Victoriano: papel verde estampado en
oro, más Grimshaws en las paredes, muebles de caoba y un fuego que ardía
alegremente en una chimenea que parecía una auténtica William Langley.
El hombre parado ante ella era un sacerdote con sotana, y se volvió para
saludarlos. Tenía aproximadamente la misma estatura que Devlin y cabello de color
gris metálico peinado hacia atrás sobre sus orejas. Era un hombre apuesto, sobre todo
cuando sonreía, como en aquellos momentos; poseía un aire de entusiasmo, una
energía que conquistó a Fox de inmediato. No era usual simpatizar con otro ser
humano tan completa e instintivamente.
—Capitán Harry Fox, el padre Harry Cussane —les presentó Devlin.
Cussane le estrechó vigorosamente la mano.
—Es un gran placer conocerle, capitán Fox. Liam ha estado hablándome de usted
después de recibir su llamada.
Devlin señaló el tablero de ajedrez dispuesto junto al sofá.
—Cualquier excusa era válida con tal de evadirme de eso. Estaba dándome una
buena paliza.
—Una enorme exageración, como es habitual en Liam —respondió Cussane—.
Pero ahora debo irme. Les dejo a los dos con sus asuntos.
Su voz era agradable y bastante profunda. Irlandesa, pero con un acento
norteamericano bastante marcado.
—¿Oyes lo que está diciendo? —Devlin había sacado tres vasos y una botella de
Bushmills del armarito del rincón—. Siéntate, Harry. Otro traguito antes de ir a la
cama no te hará daño. —Se volvió hacia Fox—. Nunca he conocido a alguien tan
inquieto como este Harry. Siempre está yéndose de los sitios.
—De acuerdo, Liam, me rindo. Pero sólo quince minutos; luego he de irme. Ya
sabes que por las noches me gusta hacer una última visita al hospicio, y además está
Danny Malone. No le queda ya mucha vida.
—Brindo por él —dijo Devlin—. A todos nos llega el momento.
—¿Ha dicho hospicio? —inquirió Fox.
—Aquí al lado hay un convento, el del Sagrado Corazón, dirigido por las
Hermanitas de la Caridad. Hace unos años, fundaron un hospicio para pacientes
terminales.
—¿Trabaja usted ahí?
—Sí, como una especie de administrador además de sacerdote. Se supone que las
monjas no son lo bastante mundanas como para llevar las cuentas. Un absurdo total.
La hermana Anne-Marie, que está al frente, controla hasta el último penique.
Además, como la parroquia de aquí es pequeña, el párroco no tiene a nadie que le
ayude. Yo suelo echarle una mano.
—Aparte de eso dedica tres días por semana a dirigir la oficina de prensa del

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Secretariado Católico de Dublín —añadió Devlin—, y organiza en el club juvenil
cinco representaciones de South Pacific de nivel más que aceptable, con un reparto
compuesto por noventa y tres escolares de la localidad.
Cussane sonrió.
—¿Adivina quién era el director de escena? La próxima vez probaremos con West
Side Story. Liam opina que es demasiado ambicioso, pero yo creo que más vale
crecerse ante los desafíos que optar por la solución fácil.
Bebió un sorbo de Bushmills.
—Perdone la curiosidad, padre —comenzó Fox—, pero ¿es usted irlandés o
norteamericano? No sabría decirlo.
—La mayor parte del tiempo, tampoco él lo sabe —comentó Devlin riéndose.
—Mi madre era una norteamericana de origen irlandés que regresó a Connacht en
1938, tras la muerte de sus padres, para buscar sus raíces. Pero sólo me encontró a
mí.
—¿Y su padre?
—No llegué a conocerlo. Cussane es el apellido de mi madre. Era protestante, por
cierto. Aún quedan unos cuantos en Connacht, descendientes de los verdugos de
Cromwell. En esa parte del país, los Cussane suelen llamarse Patterson, por una
seudotraducción de cassan, que en irlandés significa path, sendero.
—Todo lo cual significa que no está muy seguro de quién es —intervino Devlin.
—Únicamente en ocasiones. —Cussane sonrió—. Mi madre volvió a Estados
Unidos en 1946, después de la guerra. Al año siguiente murió de gripe, y yo fui
adoptado por su único pariente, un anciano tío abuelo que poseía una granja en la
región triguera de Ontario. Era un buen hombre y un buen católico. Fue su influencia
lo que me decidió a entrar en la Iglesia.
—Entra el diablo por la izquierda del escenario.
Devlin alzó su vaso. Fox quedó perplejo y Cussane le dio una explicación.
—El seminario que me aceptó fue el de Todos los Santos, en Vine Landing, cerca
de Boston. Liam era profesor de inglés allí.
—Harry era mi cruz —prosiguió Devlin—. Una mente como una trampa de
acero. Me ponía en evidencia ante la clase por mis citas erróneas de Eliot.
—Estuve en un par de parroquias de Boston y en otra de Nueva York —añadió
Cussane—, pero siempre mantuve la esperanza de regresar a Irlanda. Finalmente,
conseguí ser trasladado a Belfast en 1968, a una iglesia en Falls Road.
—Que no tardó en ser quemada por una turba protestante.
—Trataba de mantener la parroquia unida por medio de la escuela —explicó
Cussane.
Fox miró a Devlin de soslayo.
—Mientras tanto, tú corrías por Belfast echando leña al fuego, ¿no?

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—Dios te perdone lo que acabas de decir —replicó beatamente Devlin—, porque
yo no puedo perdonártelo.
Cussane apuró su vaso.
—Bueno, ya es hora de que me vaya. He tenido mucho gusto en conocerle, Harry
Fox.
Le tendió la mano. Fox la estrechó y, a continuación, Cussane se dirigió hacia la
puerta-ventana y la abrió. Fox distinguió el convento que se recortaba sobre el cielo
al otro lado del muro del jardín. Cussane cruzó el césped, abrió la verja y salió.
—Un hombre notable —observó Fox, mientras Devlin cerraba el ventanal.
—Notable es poco. —Devlin se volvió, sin lucir ya su habitual sonrisa—. Muy
bien, Harry. Ferguson ha estado tan misterioso como de costumbre, de modo que vas
a tener que explicarme tú de qué se trata esta vez.

En el hospicio reinaba el silencio. Era lo más distinto posible de la idea que suele
tenerse de un hospital, y el arquitecto había diseñado la sala para enfermos de modo
que cada ocupante de una cama pudiera elegir la intimidad o la compañía de otros
pacientes. La hermana que se cuidaba del turno de noche estaba sentada ante su
escritorio, sin otra luz que una lámpara de sobremesa. La hermana no oyó llegar a
Cussane, pero de pronto lo vio ante ella, surgiendo de la oscuridad.
—¿Cómo está Malone?
—Igual, padre. Muy poco dolor. La administración de analgésicos es muy
equilibrada.
—¿Está lúcido?
—A ratos.
—Iré a verle.
La cama de Danny Malone, separada de las restantes por medio de armarios y
estanterías para libros, se orientaba hacia una ventana que permitía ver el jardín y el
firmamento nocturno. La lucecita que brillaba junto a la cama daba relieve a su
rostro. No era viejo, pues no tenía más de cuarenta años, pero su cabello había
encanecido prematuramente y su rostro era como una calavera cubierta de tensa piel.
Estaba contorsionado por el dolor causado por un cáncer que lenta e inexorablemente
lo arrastraba de esta vida a la otra.
Cuando Cussane tomó asiento, Malone abrió los ojos y le miró con expresión
vacua, pero pronto lo reconoció.
—Padre, ya creía que no iba a venir hoy.
—Te lo había prometido, ¿verdad? He estado tomando una copa con Liam
Devlin, eso es todo.
—¡Jesús, padre! Ha tenido suerte si la cosa sólo ha quedado en eso. Pero
reconozco que Liam ha sido un gran hombre para la causa. No hay otra persona viva

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que haya hecho más que él por Irlanda.
—¿Y qué me dices de ti? —Cussane aproximó su silla a la cama—. Has sido el
mayor luchador del movimiento, Danny.
—Pero ¿a cuántos he matado, padre? Eso es lo que me duele. ¿Y para qué? —le
preguntó Malone—. Daniel O’Connell dijo una vez en un discurso que, aunque el
ideal de libertad para Irlanda era justo, no valía ni una sola vida humana. Cuando era
joven yo no estaba de acuerdo con él, pero ahora que me estoy muriendo creo que
empiezo a comprenderle. —Su expresión se contrajo a causa del dolor, y se volvió
hacia Cussane—. ¿Podemos hablar un poco más, padre? Me ayuda a aclarar mis
ideas.
—Pero sólo un rato. Luego tienes que dormir. —Cussane sonrió—. Los
sacerdotes son buenos oyentes, Danny.
Malone sonrió también, satisfecho.
—Cierto. ¿Por dónde íbamos? Estaba contándole cómo preparamos la campaña
de explosiones en Londres y en los Midlands, en el 72.
—Me dijiste que los periódicos te apodaban el Zorro —dijo Cussane— porque
parecías moverte entre Irlanda e Inglaterra con plena libertad. Todos tus amigos
fueron detenidos, Danny, pero tú no. ¿Cómo fue eso?
—Fácil, padre. La mayor maldición de este país nuestro son los confidentes, y la
segunda maldición es la ineficacia del IRA. La mayoría de la gente con ideales
revolucionarios tiende a hablar demasiado y carece de sentido común. Por eso yo
prefería acudir a los profesionales.
—¿Los profesionales?
—Los que usted llamaría delincuentes. Por ejemplo, durante los años setenta, el
IRA no tuvo en Inglaterra una casa segura que no pasara tarde o temprano a figurar
en las listas de la Sección Especial de Scotland Yard. Por eso atraparon a tantos.
—¿Y tú?
—Los delincuentes fugitivos o que necesitan un reposo cuando las cosas se ponen
mal cuentan con sitios a los que ir, padre. Sitios caros, lo reconozco, pero seguros. Y
a ellos acudía yo. Había uno en Escocia, al sur de Glasgow y cerca de Galloway, que
era propiedad de los hermanos Mungo. Lo que podría denominarse un retiro rural.
Aunque eran unos perfectos hijos de perra, comprenda.
De pronto, el dolor se hizo tan intenso que tuvo que esforzarse por respirar.
—Llamaré a la hermana —le dijo Cussane, alarmado.
Malone le sujetó por el borde de la sotana.
—No, no quiero que la llame. Basta de analgésicos, padre. Las hermanas tienen
muy buena intención, pero ya basta. Sigamos hablando.
—Muy bien —respondió Cussane.
Malone volvió a apoyar la cabeza en la almohada, cerró los ojos por un instante y

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los abrió de nuevo.
—Como le decía, padre, aquellos hermanos Mungo, Hector y Angus, eran los
mayores bastardos que he conocido.

Devlin recorría la habitación de un extremo a otro, sumamente inquieto.


—¿Puedes creerme? —quiso saber Fox.
—Tiene lógica y explica muchas cosas —admitió Devlin—. Digamos que, en
principio, te creo.
—Entonces, ¿qué podemos hacer nosotros?
—¿Qué podemos hacer nosotros? —Devlin le miró, encolerizado—. ¡Qué
cinismo! Permite que te recuerde, Harry, que la última vez que trabajé para Ferguson
el hijo de perra me engañó. Mintió descaradamente. Me utilizó.
—Eso fue entonces, y ahora es ahora.
—¿Y qué pretendes decirme con esa perla de sabiduría?
Sonó un ligero golpeteo en el ventanal. Devlin abrió un cajón de su escritorio,
extrajo una anticuada pistola Mauser con un bulboso silenciador de las SS en el
cañón y la montó. Tras un gesto de cabeza dirigido a Fox, Devlin descorrió las
cortinas. Martin McGuiness les contempló desde el exterior, con Murphy a su lado.
—¡Dios mío! —gruñó Devlin.
Abrió el ventanal y McGuiness entró en la sala, esbozando una sonrisa.
—¡Dios bendiga a todos los presentes! —exclamó, burlón. Luego se dirigió a
Murphy—: Vigila la ventana, Michael. —La cerró y se aproximó al fuego,
extendiendo sus manos hacia el calor—. Cada vez hace más frío.
—¿Qué quieres ahora? —preguntó Devlin.
—¿Te ha explicado el capitán cómo están las cosas?
—Sí.
—¿Y qué piensas?
—Yo no pienso —replicó Devlin—, y menos cuando vosotros andáis de por
medio.
—El propósito del terrorismo es aterrorizar, eso es lo que decía siempre Mick
Collins —prosiguió McGuiness—. Lucho por mi país, Liam, con las armas que tengo
a mano. Estamos en guerra. —Poco a poco, había ido montando en cólera—. ¡Y no
tengo por qué disculparme de nada!
—Si me permite decir algo… —intervino Fox—. Aceptamos que Cuchulain
existe. Entonces, ya no se trata de elegir bando. Equivale a aceptar que lo que él está
haciendo ha prolongado innecesariamente los trágicos acontecimientos de los últimos
trece años.
McGuiness se sirvió un vaso de whisky.
—No deja de tener razón. Cuando yo era O. C. Derry, en 1972, volé a Londres en

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compañía de Daithi O’Connell, Seamus Twomey, Ivor Bell y otros para negociar la
paz con Willie Whitelaw.
—Y el tiroteo de Lenadoon puso fin a la tregua —añadió Fox. Se volvió hacia
Devlin—. No creo que pueda considerarse una cuestión de elegir bando. Cuchulain
ha trabajado deliberadamente para mantener los conflictos en auge. Yo diría que
cualquier cosa que pudiera contribuir a detenerlos vale la pena.
—¿Lecciones de moralidad ahora?
Devlin alzó una mano y sonrió irónicamente.
—Muy bien, pues vayamos a lo concreto. A ese individuo, Levin, que vio
personalmente a Cuchulain, o Kelly, o como diablos se llame, hace ya tantos años.
Supongo que Ferguson estará mostrándole las fotos de todos los agentes conocidos
del KGB.
—Y de todos los miembros conocidos del IRA, la UDA y el UVF. Todo lo
imaginable —añadió Fox—, incluyendo los archivos de Dublín de la Sección
Especial, porque intercambiamos información.
—Muy propio de esos bastardos —observó amargamente McGuiness—. Aun así,
creo que nos quedan unos cuantos hombres que no son conocidos ni por la policía de
Dublín ni por sus amigos de Londres.
—¿Y cómo podemos resolver eso? —quiso saber Fox.
—Traiga a Levin aquí. Devlin y él podrán ver lo que tenemos, pero nadie más.
¿De acuerdo?
Fox contempló a Devlin, que asintió en silencio.
—De acuerdo —dijo Fox—. Llamaré al general esta misma noche.
—Muy bien. —McGuiness se volvió hacia Devlin—. ¿Estás seguro de que no
tienes el teléfono intervenido ni nada por el estilo? Pienso, sobre todo, en los
bastardos de la Sección Especial.
Devlin abrió un cajón de su escritorio y extrajo una pequeña caja metálica de
color negro. Al accionar su interruptor, se encendió una luz roja. Devlin se acercó al
teléfono y sostuvo la caja sobre él. No se produjo ninguna reacción.
—¡Oh, las maravillas de la era electrónica! —exclamó, volviendo a guardar la
caja.
—Muy bien —repitió McGuiness—. Los únicos que están al corriente de este
asunto son Ferguson, usted, capitán, Liam, el jefe del Estado Mayor y yo mismo.
—Y el profesor Cherny —añadió Fox.
McGuiness asintió.
—Es cierto. Tendremos que hacer algo respecto a él. —Se volvió hacia Devlin—.
¿Lo conoces?
—Lo he visto en alguna fiesta de la universidad. Hemos intercambiado frases de
cortesía, nada más. Es un hombre bastante apreciado. Viudo. Su esposa falleció antes

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de que él se pasara a Occidente. Como es natural, cabe la posibilidad de que no tenga
nada que ver con todo esto.
—Y los cerdos pueden volar —replicó McGuiness secamente—. El hecho de que
eligiera Irlanda para desertar es demasiada casualidad para mí. Apostaría una libra
contra un penique a que conoce a nuestro hombre; así pues, ¿por qué no le echamos
el guante y le hacemos cantar?
—Hay hombres que no cantan —objetó Fox.
—Tiene razón —le apoyo Devlin—. Vale más que actuemos con cautela, por lo
menos al principio.
—De acuerdo —asintió McGuiness—. Pero me ocuparé de que lo tengan vigilado
las veinticuatro horas del día. Lo pondré en manos de Michael Murphy. No podrá ir al
cuarto de baño sin que nosotros lo sepamos.
Devlin volvió la vista hacia Fox.
—¿Estás de acuerdo?
—Sí —respondió Fox.
—Bien. —McGuiness empezó a abrocharse el impermeable—. En ese caso,
puedo irme. Le dejo a Billy para que lo cuide, capitán. —Abrió la puerta-ventana—.
Cúbrete las espaldas, Liam.
Y desapareció en la noche.

Cuando Fox le telefoneó, Ferguson estaba en la cama, recostado sobre las almohadas
y cubierto por una masa de documentos, preparándose para una reunión del Comité
de Defensa que iba a celebrarse al día siguiente. Escuchó con paciencia todo lo que
Fox tenía que decirle.
—Hasta aquí, nada que objetar, Harry. Al menos, según lo veo yo. Levin se ha
pasado el día entero repasando todo lo que tenemos en los archivos de la Dirección.
No ha encontrado nada.
—Ha pasado mucho tiempo, señor. Cuchulain puede haber cambiado, y no sólo
por la edad. Quizá se haya dejado crecer la barba, por ejemplo.
—Ésa es una idea negativa, Harry. Mandaré a Levin a Dublín en el primer vuelo
de mañana, pero Devlin tendrá que cuidar de él. Usted me hace falta aquí.
—¿Algún motivo en particular, señor?
—Principalmente, a causa del Vaticano. Cada vez parece más probable que el
Papa cancele su visita. Sin embargo, ha invitado a los cardenales de Argentina y Gran
Bretaña a conferenciar con él.
—O sea que, después de todo, es posible que venga.
—Tal vez. No obstante, desde nuestro punto de vista, lo más importante es que la
guerra sigue, y se dice que los argentinos están tratando de adquirir ese condenado
misil Exocet en el mercado negro europeo. Le necesito, Harry. Regrese en el primer

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vuelo. Por cierto, ha ocurrido algo interesante. ¿Se acuerda de Tanya Voroninova?
—Desde luego, señor.
—Acaba de llegar a París para dar una serie de conciertos. Resulta fascinante que
haya aparecido en este preciso momento.
—¿No es lo que Jung denominaría sincronicidad, señor?
—¿Cómo dice? ¿De qué diablos está hablando?
—De Cari Jung, señor. Un célebre psicólogo. Propuso el término de
«sincronicidad» para designar series de acontecimientos relacionados en el tiempo,
que parecen sugerir la existencia de causas más profundas.
—El hecho de que esté usted en Irlanda no es excusa para que se comporte como
si se le hubiera reblandecido el cerebro, Harry —replicó Ferguson con enojo.
Colgó el teléfono, permaneció un tiempo reflexionando y, en seguida, se levantó,
se puso la bata y salió. Llamó a la puerta de la habitación de los invitados y pasó a su
interior. Levin estaba sentado en la cama, vestido con uno de los pijamas de
Ferguson, y leía un libro.
Ferguson se sentó en el borde de la cama.
—Imaginaba que estaría usted cansado, después de revisar tantas fotografías.
Levin sonrió.
—Cuando llegue a mi edad, general, verá que el sueño huye y los recuerdos se
agolpan. Uno se pregunta qué ha ocurrido realmente en todo ese tiempo.
Ferguson trató de animarlo.
—¿Acaso no nos ocurre a todos, querido amigo? Sea como fuere, ¿qué le
parecería un viajecito a Dublín en el avión de la mañana?
—¿Para ver al capitán Fox?
—No; él regresará aquí. Un amigo mío, el profesor Liam Devlin, del Trinity
College, se ocupará de usted. Seguramente le enseñará algunas fotografías más,
cortesía de nuestros amigos del IRA. A mí jamás me permitirían verlas, por razones
evidentes.
El anciano ruso meneó la cabeza.
—Dígame, general, ¿la guerra para terminar con todas las guerras acabó en 1945
o estoy muy equivocado?
—Usted y mucha otra gente, amigo mío. —Ferguson se puso en pie y se dirigió
hacia la puerta—. Yo en su lugar trataría de dormir un poco. Tendrá que levantarse a
las seis para viajar en el vuelo matinal desde Heathrow. Le diré a Kim que le sirva el
desayuno en la cama.
Cerró la puerta. Levin permaneció un tiempo inmóvil, con expresión
apesadumbrada. Luego suspiró, cerró el libro, apagó la luz y se dispuso a dormir.

En Kilrea Cottage, Fox colgó el auricular y luego se volvió hacia Devlin.

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—Todo arreglado. Vendrá en el primer avión de la mañana. Lamentablemente, mi
vuelo sale un poco antes. Se presentará en el mostrador de información de la sala
principal. Puede esperarlo allí.
—No hará falta —contestó Devlin—. Ese cuidador suyo, el joven White, le
llevará a usted al aeropuerto, de modo que puede recoger a Levin y traerlo aquí
directamente. Vale más que lo hagamos así. Puede que llame McGuiness para
indicarme adónde debo llevarlo.
—De acuerdo —aceptó Fox—. Será mejor que me ponga en marcha.
—Buen muchacho.
Devlin le entregó su impermeable y lo acompañó hasta el coche, donde Billy
White esperaba pacientemente.
—De vuelta al Westbourne, Billy —le indicó Fox.
Devlin se inclinó hacia la ventanilla.
—Inscríbete en el hotel para pasar la noche, hijo, y por la mañana haz
exactamente lo que te diga el capitán. Si le fallas en lo más mínimo, te cortaré las
pelotas, y seguramente Martin McGuiness pisoteará lo que quede de ti.
Billy White sonrió plácidamente.
—Dicen que en un día bueno puedo disparar casi tan bien como usted, señor
Devlin.
—Vamos, no te quedes aquí parado.
El coche se puso en movimiento. Devlin contempló su marcha y luego regresó al
interior de la casa. Los arbustos se agitaron ligeramente y sonó una pisada, apenas un
levísimo rumor, cuando alguien oculto se alejó.

El material de escucha electrónica que el KGB había proporcionado a Cuchulain era


el más avanzado que existía, desarrollado originalmente por una firma japonesa
cuyos diseños, a consecuencia de un acto de espionaje industrial, habían llegado a
Moscú cuatro años antes. El micrófono direccional enfocado sobre Kilrea Cottage
podía captar cualquier palabra pronunciada en la casa desde una distancia de varios
centenares de metros. Su dispositivo secundario de ultrafrecuencias era capaz de
captar aún la más débil conversación telefónica. Y a todo ello se unía un aparato
grabador sumamente perfeccionado.
Este equipo estaba situado en un pequeño ático, oculto tras los depósitos de agua
que quedaban inmediatamente debajo del tejado de la casa. Cuchulain había espiado
así a Liam Devlin durante largo tiempo, aunque hacía mucho que no averiguaba nada
de interés. Se quedó sentado en el ático fumando un cigarrillo y haciendo pasar
deprisa la cinta por los espacios en blanco y los fragmentos sin importancia,
escuchando atentamente la conversación telefónica con Ferguson.
A continuación, siguió sentado, meditando acerca de lo que acababa de oír.

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Luego, volvió a dejar la cinta preparada, bajó las escaleras y salió. Se dirigió a la
cabina telefónica situada al final de la calle del pueblo, cerca del pub, y marcó un
número de Dublín. La llamada fue atendida casi inmediatamente. Se oían voces, una
repentina carcajada, suave música de Mozart.
—Cherny al aparato.
—Soy yo. ¿No estás solo?
Cherny se rió ligeramente.
—Una cena con algunos amigos de la facultad.
—Debemos vemos.
—De acuerdo —asintió Cherny—. En el sitio y la hora de costumbre, mañana por
la tarde.
Cuchulain colgó el auricular, salió de la cabina y regresó por la calle del pueblo,
silbando suavemente una vieja canción popular de Connemara que encerraba toda la
desesperación y toda la tristeza de la vida.

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CAPÍTULO 5

Fox pasó muy mala noche y durmió muy poco, de modo que se sentía
desasosegado y de mal humor mientras Billy White conducía hábilmente el
automóvil hacia el aeropuerto por entre el tráfico matutino. El joven irlandés estaba
lo bastante animado como para seguir el ritmo de la música que sonaba por la radio,
tamborileando con los dedos sobre el volante.
—¿Volverá otra vez, capitán?
—No lo sé. Es posible.
—Ah, bueno, ya supongo que no debe de sentir demasiado cariño por el viejo
país. —White hizo un ademán, señalando la mano enguantada de Fox—. ¡Después de
lo que le ha costado!
—¿Eso cree? —contestó Fox.
Billy encendió un cigarrillo.
—El problema de ustedes, los ingleses, es que nunca son capaces de reconocer
que Irlanda es un país extranjero. Sólo porque hablamos inglés…
—Por si le interesa, le diré que mi madre se apellidaba Fitzgerald y procedía del
condado de Mayo —le interrumpió Fox—. Trabajó para la Liga Gaélica, fue amiga
de Valera toda su vida y hablaba el irlandés a la perfección. Un idioma bastante
difícil, según descubrí cuando ella trató de enseñármelo en mi niñez. ¿Habla usted
irlandés, Billy?
—Que Dios me perdone, pero no lo hablo, capitán —reconoció Billy, atónito.
—Bien, entonces le aconsejo que tenga la amabilidad de no seguir divagando
sobre la incapacidad de los ingleses para entender a los irlandeses.
Contempló detenidamente el tráfico. Un motorista de la policía se situó a su
izquierda, una figura siniestra con casco, gafas de conducción y un amplio
impermeable para protegerse del chubasco matutino. Miró de soslayo a Fox una sola
vez, anónimo tras sus gafas oscuras, y luego se quedó atrás mientras ellos tomaban el
desvío que conducía al aeropuerto.
Billy dejó el coche en la zona de estacionamiento por tiempo limitado. Cuando
penetraron en la sala principal ya estaban anunciando el vuelo de Fox. Cuchulain, que
no les había perdido de vista en todo el recorrido desde el hotel, permaneció junto a la
puerta por la que habían entrado, y contempló a Fox mientras adquiría su billete.
Fox y Billy se encaminaron a la puerta de embarque.
—Todavía falta una hora para que aterrice el avión de British Airways —comentó
Fox.
—Tiempo suficiente para un buen desayuno —respondió Billy, sonriendo—.

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Aquí nos separamos, capitán.
—Ya nos veremos otra vez, Billy.
Fox le tendió la mano y Billy White se la estrechó, no sin cierta renuencia.
—Procure que no sea en el lado malo de alguna calle de Belfast. No me gustaría
tenerle en mi punto de mira, capitán.
Fox cruzó la puerta y Billy regresó a través de la sala principal hacia las escaleras
que conducían a la terraza de la cafetería. Cuchulain lo siguió con la mirada y luego
salió al exterior, cruzando de nuevo la calzada hacia el aparcamiento, donde se
dispuso a esperar.
Una hora más tarde volvía a encontrarse en el aeropuerto, consultando el panel de
llegadas más cercano. El avión de British Airways procedente de Londres estaba
aterrizando, y vio a White dirigirse al mostrador de información y cambiar algunas
palabras con uno de los empleados. Al poco rato, se oyó un aviso por los altavoces:
—Se ruega el señor Viktor Levin, procedente de Londres, que se persone en la
oficina de información.
La achaparrada figura del ruso se destacó de entre la multitud casi
inmediatamente. Llevaba una maleta pequeña y se cubría con un sombrero flexible de
color negro y un impermeable marrón que le quedaba bastante grande. Cuchulain
sintió que era su presa aun antes de verlo hablar con uno de los empleados, que le
señaló a White. Los dos hombres se estrecharon la mano. Cuchulain siguió
observándolos un poco más, mientras White comenzaba a decir algo, y después se dio
la vuelta y salió del aeropuerto.

—De modo que esto es Irlanda, ¿eh? —comentó Levin mientras emprendían el
regreso a la ciudad.
—¿Su primera visita? —quiso saber White.
—Oh, sí. Soy ruso. No he viajado mucho por el extranjero.
—¿De Rusia? —dijo Billy—. ¡Jesús! Estoy seguro de que esto le parecerá muy
distinto.
—¿Y esto es Dublín? —inquirió Levin cuando entraron en la ciudad mezclados
con el tráfico.
—Sí. Kilrea, adónde nosotros vamos, queda al otro lado.
—Una ciudad con mucha historia, tengo entendido —observó Levin.
—¡Eso es poco decir! —respondió White—. Le llevaré por Parnell Square; nos
viene de camino. Parnell fue un gran patriota, a pesar de ser protestante. Y luego la
calle O’Connell, y la Oficina General de Correos, donde los muchachos resistieron
contra todo el maldito ejército británico, en 1916.
—Magnífico. Todo esto me parece muy interesante.
Levin se recostó en su asiento y contempló la cambiante escena con gran

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atención.

En Kilrea, Liam Devlin cruzó el jardín detrás de su casa, franqueó la verja y corrió
hacia la entrada posterior del hospicio, mientras la llovizna arreciaba hasta
convertirse en un repentino aguacero. La hermana Anne-Marie estaba atravesando el
vestíbulo en compañía de dos jóvenes internos de bata blanca, prestados por el
University College de Dublín.
—Era una mujer fina y menuda, en muy buena forma para sus setenta años, y
llevaba una bata corta de color blanco sobre su hábito de monja. Se había doctorado
en medicina por la Universidad de Londres y era miembro del Real Colegio de
Médicos. Una dama notable. Devlin y ella eran viejos adversarios. Anteriormente
había sido francesa, pero, como a él le gustaba recordarle, de eso hacía mucho
tiempo.
—¿Y qué podemos hacer por usted, profesor? —preguntó.
—Lo dice como si fuera el diablo el que hubiera entrado por esa puerta —
respondió Devlin.
—Una observación notablemente perspicaz.
Empezaron a subir las escaleras.
—¿Cómo esta Danny Malone? —quiso saber Devlin.
—Muriéndose. Pacíficamente, espero. Responde bien al tratamiento de
analgésicos, lo cual significa que los dolores son sólo intermitentes.
Llegaron a la primera de las salas abiertas. Devlin preguntó:
—¿Cuándo?
—Esta tarde, mañana…, tal vez la semana que viene. —La monja se encogió de
hombros—. Es un gran luchador.
—Eso es cierto —asintió Devlin—. Danny ha dedicado toda su vida a la causa.
—El padre Cussane viene todas las noches. Le hace compañía y le escucha hablar
de su violento pasado. Creo que, ahora que se acerca a su fin, todo eso le preocupa: el
IRA, las muertes…
—¿Podría hablar un rato con él?
—Media hora —respondió la hermana con firmeza, y se alejó seguida por los
internos.
Malone parecía dormido, con los ojos cerrados y la piel tirante sobre los huesos
del rostro, amarilla como el pergamino. Sus dedos aferraban fuertemente el extremo
de la sábana.
Devlin se sentó a su lado.
—¿Estás ahí, Danny?
—Ah, padre… —Malone abrió los ojos, enfocó su mirada con esfuerzo y frunció
el ceño—. ¿Eres tú, Liam?

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—En persona.
—Pensaba que eras el padre Cussane. Estábamos hablando…
—Eso fue anoche, Danny. Debes haberte dormido. Ya sabes que durante el día
está en Dublín, trabajando en el Secretariado.
Malone se pasó la lengua sobre los labios resecos.
—¡Dios mío! ¡Lo que daría por una taza de té!
—Voy a ver si puedo conseguir una.
Devlin se puso en pie. Mientras lo hacía, se produjo una repentina conmoción en
la planta baja, con gritos y ruidos de carreras. Devlin frunció el ceño y se dirigió
deprisa hacia las escaleras.

Billy White se desvió de la carretera principal por el angosto camino bordeado de


abetos que conducía a Kilrea.
—Ya no falta mucho.
Volvió un poco la cabeza para dirigirse a Levin, en el asiento posterior, y por la
ventanilla trasera divisó un motorista de la Gardai que abandonaba la carretera
principal en pos del automóvil. Comenzó a reducir la velocidad.
—¿Qué ocurre? —preguntó Levin.
—Gardai —le explicó Billy—. La policía. Un kilómetro por encima del límite y
esos cerdos te ponen una multa.
El motorista de la policía se situó a su altura y les hizo gestos para que se
detuvieran. Con sus gafas oscuras y el casco, White no podía distinguir su rostro en
absoluto. Se detuvo a un lado de la carretera, furioso.
—¿Y qué diablos puede querer ahora este tipo? No iba ni un centímetro por
encima de los cincuenta kilómetros por hora.
En cuanto salió del coche, el instinto animal que había protegido su vida durante
muchos años de violencia, le hizo desconfiar lo suficiente como para posar su mano
sobre la culata del revólver que guardaba en el bolsillo izquierdo del impermeable. El
policía dejó la moto, sosteniéndose sobre su caballete, se quitó los guantes y se
volvió. Su impermeable estaba muy mojado.
—¿En qué podemos serle útiles, agente, esta espléndida mañana? —preguntó
Billy con insolencia.
La mano del policía salió del bolsillo derecho de su impermeable sujetando una
Walther con un silenciador Carswell enroscado al extremo del cañón. White vio todo
esto en el último instante de su vida de violencia, mientras trataba desesperadamente
de sacar su revólver. La bala le perforó el corazón y lo arrojó contra el automóvil.
Luego, su cuerpo rebotó y cayó de bruces sobre la carretera.
En el asiento posterior, Levin había quedado paralizado por el horror. Sin
embargo, no estaba asustado, pues veía una inevitabilidad en lo que estaba ocurriendo

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que, de algún modo, hacía que pareciera algo predeterminado. El policía abrió la
portezuela y atisbo en el interior. Tras una breve pausa, se subió las gafas.
Levin se lo quedó mirando con incredulidad.
—¡Santo Dios! —susurró en ruso—. ¡Eres tú!
—Sí —respondió Cuchulain en el mismo idioma—. Me temo que sí.
Y le pegó un tiro en la cabeza, sin que su Walther produjera más ruido que una
especie de tos furiosa. Volvió a guardar el arma en su bolsillo, regresó a la moto,
plegó el caballete, montó y se alejó. No habían transcurrido más de cinco minutos
cuando un camión cargado de pan para repartir en el pueblo pasó por el escenario de
la matanza. El conductor y su ayudante se apearon y se acercaron al automóvil muy
agitados. El conductor se agachó para mirar a White. Oyó un leve gruñido en el
interior del coche, y rápidamente se abalanzó hacia la portezuela.
—¡Dios mío! —exclamó—. Aquí dentro hay otro, y todavía vive. Coge el camión
y vete al pueblo tan deprisa como puedas. Avisa al hospicio para que venga la
ambulancia.

Cuando Devlin llegó al vestíbulo, estaban introduciendo a Viktor Levin tendido en


una camilla.
—La hermana Anne-Marie está ahora en la sala tres. Bajará en seguida —oyó que
le decía uno de los camilleros a la hermana de guardia.
El chófer del camión del pan estaba parado, con aire de impotencia. Había
manchas de sangre en una manga de su mono de trabajo, y temblaba de pies a cabeza.
Devlin encendió un cigarrillo y se lo entregó.
—¿Qué ha pasado?
—¡Dios sabe! Encontramos un coche en la carretera, a unos tres kilómetros de
aquí. Había un muerto junto al coche, y este hombre en el asiento de atrás. Ahora
traen al otro.
Mientras Devlin, embargado por una horrible premonición, se abalanzaba hacia la
puerta, los camilleros entraron el cadáver de Billy White con la cara descubierta. La
joven hermana de guardia salió de la sala de ingresos y corrió a comprobar el estado
de White. Devlin entró rápidamente en la sala y se acercó a la camilla en la que Levin
seguía tendido, quejándose débilmente, con la sangre coagulándose sobre la terrible
herida de la cabeza.
Devlin se inclinó sobre él.
—Profesor Levin, ¿puede oírme? —Levin abrió los ojos—. Soy Liam Devlin.
¿Qué ha pasado?
Levin trató de hablar, extendió una mano y sujetó la solapa de la chaqueta de
Devlin.
—Lo he reconocido. Está aquí.

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Puso los ojos en blanco. Hubo un ronquido en su garganta y, mientras soltaba la
chaqueta, entró la hermana Anne-Marie apresuradamente. La hermana echó a Devlin
a un lado y se inclinó sobre Levin para tomarle el pulso. Al poco rato, se irguió de
nuevo.
—¿Conoce a este hombre?
—No —respondió Devlin, diciendo en cierto modo la verdad.
—Aunque lo conociera, daría lo mismo —prosiguió la hermana—. Está muerto.
Es un milagro que no muriera instantáneamente, con una herida como ésta.
Pasó rozando a Devlin y se metió en la sala contigua, adónde habían llevado a
White. Devlin se quedó contemplando a Levin, pensando en lo que Fox le había
contado del anciano, de todos los años de espera para poder huir. Y así era como
había terminado. Sintió un arrebato de cólera contra el brutal humor negro de la vida,
que permitía que ocurrieran tales cosas.

Harry Fox acababa de llegar a Cavendish Square y apenas si terminaba de quitarse el


abrigo cuando sonó el teléfono. Ferguson escuchó, con rostro grave, y en seguida
colocó una mano sobre el micrófono.
—Es Liam Devlin. Parece que el coche de su amigo, Billy White, sufrió una
emboscada en las afueras de Kilrea mientras transportaba a Levin. White murió en el
acto y Levin un poco más tarde, en el hospicio de Kilrea.
—¿Pudo Liam hablar con él? —preguntó Fox.
—Sí. Levin le dijo que había sido Cuchulain. Lo reconoció.
Fox arrojó el abrigo sobre la silla más próxima.
—No lo comprendo, señor.
—Tampoco yo, Harry. —Ferguson habló por el aparato—. Volveré a llamarle,
Devlin.
Colgó el auricular y se volvió, extendiendo ambas manos hacia el fuego.
—No tiene sentido —observó Fox—. ¿Cómo ha podido enterarse?
—Ha de haber alguna filtración entre los del IRA. Nunca son capaces de
mantener cerrada la boca.
—La cuestión es, señor, ¿qué vamos a hacer ahora al respecto?
—Lo más importante es qué vamos a hacer con Cuchulain —replicó Ferguson—.
Ese caballero está comenzando a irritarme.
—Pero, ahora que Levin ha muerto, no veo que podamos hacer gran cosa.
Después de todo, él era el único que conocía la cara de ese bastardo.
—En realidad, eso no es del todo exacto —dijo Ferguson—. Olvida usted a Tanya
Voroninova, que en este preciso momento se halla en París. Diez días, cuatro
conciertos, y eso abre unas posibilidades muy interesantes.

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Aproximadamente al mismo tiempo, Harry Cussane estaba sentado ante su escritorio,
en la oficina de prensa del Secretariado Católico de Dublín, hablando con monseñor
Halloran, el responsable de las relaciones públicas.
Desde su confortable butaca, Halloran observó:
—Es horrible que un acontecimiento histórico de tanta magnitud como la visita
del Santo Padre a Inglaterra se vea amenazado de este modo. Piénselo, Harry: Su
Santidad en la catedral de Canterbury. El primer Papa que la visita. Y ahora…
—¿Cree usted que se suspenderá el viaje? —inquirió Cussane.
—Bueno, en Roma aún prosiguen las conversaciones, pero ésa es la impresión
que yo tengo. ¡Vaya! ¿Acaso sabe usted algo que yo ignoro?
—No —respondió Cussane. Tomó una hoja mecanografiada—. He recibido esto
de Londres. Es el itinerario previsto, conque todavía siguen actuando como si fuera a
venir. —Recorrió el papel con la vista—. Llega al aeropuerto de Gatwick el día 28 de
mayo por la mañana. Misa en la catedral de Westminster, en Londres. La Reina lo
recibe en el palacio de Buckingham por la tarde.
—¿Y Canterbury?
—Al día siguiente, el sábado. El programa comienza temprano, con una audiencia
para religiosos en una facultad de Londres. Principalmente, sacerdotes y monjas de
órdenes de clausura. Luego el viaje a Canterbury en helicóptero, con una parada
intermedia en Stokely Hall. Esta visita no es oficial.
—¿Por qué motivo?
—Los Stokely fueron una de las grandes familias católicas que lograron
sobrevivir a Enrique VIII y se mantuvieron fieles a su fe a lo largo de los siglos.
Actualmente, la casa forma parte del patrimonio nacional, pero posee una
característica única: la capilla privada de la familia. Es la iglesia católica más antigua
de toda Inglaterra. Su Santidad desea orar en ella. A continuación, Canterbury.
—Por el momento, todo esto sólo es sobre el papel —objetó Halloran.
Sonó el teléfono y Cussane lo atendió.
—Oficina de prensa. Al habla Cussane. —Su rostro se ensombreció—. ¿Puedo
hacer yo algo? —Una pausa—. Nos veremos luego, entonces.
—¿Problemas? —quiso saber Halloran.
Cussane colgó el aparato.
—Un amigo de Kilrea. Liam Devlin, del Trinity College. Parece que ha habido un
tiroteo en las afueras del pueblo. Han llevado dos hombres al hospicio. Los dos
muertos.
Halloran se persignó.
—¿Cuestión política?
—Uno de ellos era un conocido miembro del IRA.
—¿Es necesaria su presencia allí? Vaya, si considera que debe hacerlo.

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—No hace falta. —Cussane sonrió amargamente—. Lo que ahora necesitan es un
forense, monseñor, no un sacerdote. Y aquí hay mucho por hacer.
—Sí, desde luego. Bien, lo dejo en sus manos.
Halloran salió y Cussane encendió un cigarrillo, se puso en pie y se detuvo ante la
ventana, contemplando la calle. Finalmente, se volvió, regresó a su escritorio y se
enfrascó en su trabajo.

Paul Cherny tenía su alojamiento en el Trinity College, que, al estar en el centro de


Dublín, servía perfectamente a sus propósitos. Aunque, bien mirado, todo le favorecía
en aquella ciudad extraordinaria.
Su deserción se había producido siguiendo órdenes estrictas de Maslovsky. No se
discutía con un general del KGB. Tenía que huir a Irlanda, ése era el plan. Una de las
universidades le admitiría en su claustro; su reputación internacional lo garantizaba.
Y entonces se encontraría en la situación más idónea para actuar como control de
Cuchulain. Al principio había sido más difícil, pues los soviéticos no tenían embajada
en Dublín, y era preciso trabajar siempre por mediación de Londres, pero este
problema ya se había resuelto, y sus contactos del KGB en la embajada de Dublín le
proporcionaban un enlace directo con Moscú.
Sí, habían sido unos buenos años, y Dublín era el tipo de paraíso con el que
siempre había soñado. Libertad intelectual, compañía interesante y la ciudad, que
había llegado a amar. Iba pensando en estas cosas cuando salió aquella tarde del
Trinity, cruzó College Green y se encaminó hacia el río.
Michael Murphy le seguía a una discreta distancia, y Cherny, sin advertir que era
vigilado, anduvo a buen paso por la ribera del Liffey hasta llegar al Usher’s Quay.
Allí había una iglesia victoriana bastante fea, con fachada de ladrillo rojo, y Cherny
escaló los peldaños y se metió en ella. Murphy se detuvo a examinar el tablón, del
que ya se desprendía la pintura dorada, y que decía: «Nuestra Señora, Reina del
Universo». Más abajo estaba el horario de misas. Confesión a la una y a las cinco los
días laborables. Murphy empujó la puerta y entró.
Era la clase de lugar sobre el que se había derramado el dinero de los
comerciantes en la época próspera de los muelles, en el siglo XIX. Había grandes
vidrieras de colores y falsas gárgolas, y la atmósfera estaba impregnada con el
habitual olor a cirios e incienso. Media docena de personas esperaban junto a un par
de confesionarios, y Paul Cherny se unió a ellas, tomando asiento en el extremo de un
banco.
—¡Jesús! —musitó Murphy, sorprendido—. Este bicho ha debido de ver la luz.
Se situó detrás de una columna y esperó. Pasaron quince o veinte minutos antes
de que le tocara el turno a Cherny. Se introdujo en el confesionario de roble, cerró la

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puerta y aproximó su cabeza a la rejilla.
—Bendígame, padre, porque he pecado —comenzó, en ruso.
—Muy divertido, Paul —llegó la respuesta del otro lado de la rejilla, en el mismo
idioma—. Ahora veremos si te quedan ganas de sonreír cuando hayas oído lo que voy
a decirte.
Cuando Cuchulain terminó, Cherny quiso saber:
—¿Qué vamos a hacer?
—No te dejes dominar por el pánico. No saben quién soy, y no es fácil que lo
averigüen ahora que he eliminado a Levin.
—Pero ¿y yo? —insistió Cherny—. Si Levin les ha hablado de Drumore, debe de
haberles contado el papel que yo desempeñé en todo aquello.
—Por supuesto. Te vigila el IRA, no la inteligencia británica, conque yo, en tu
lugar, de momento no me preocuparía. Ponte en contacto con Moscú. Maslovsky
debe saber lo que está ocurriendo. Quizá decida retirarnos. Volveré a llamarte esta
noche. Y no empieces a preocuparte por el que te sigue. Yo me encargaré de él.
Cherny se retiró del confesionario, y Cuchulain atisbo por una rendija mientras
Michael Murphy abandonaba su refugio tras la columna y reanudaba la persecución.
La puerta de la sacristía se cerró con estrépito y una mujer de la limpieza, de bastante
edad, avanzó por el pasillo al tiempo que el sacerdote salía del confesionario, con el
alba y una estola violeta sobre su sotana negra.
—¿Ya ha terminado, padre?
—Sí, Ellie.
Harry Cussane se volvió, dirigiéndole una sonrisa llena de encanto, se quitó la
estola de los hombros y comenzó a plegarla.

Pensando que Cherny se limitaría a regresar al Trinity College, Murphy se mantuvo a


cierta distancia por detrás de él. Cherny se detuvo en una cabina telefónica. No
permaneció mucho tiempo en ella, y Murphy, que se había parado bajo un árbol como
para resguardarse de la lluvia, reemprendió la marcha.
Un automóvil subió al bordillo por delante de él y su conductor, un sacerdote,
salió y se quedó mirando el neumático delantero. En seguida, se volvió y, viendo a
Murphy, le interpeló:
—¿Tiene un minuto, por favor?
Murphy, reduciendo el paso, protestó:
—Lo siento, padre, tengo una cita.
De pronto, la mano del sacerdote sujetó su brazo y Murphy sintió que el cañón de
la Walther se clavaba dolorosamente en su costado.
—Tranquilo, chico. Sigue andando.
Cussane lo condujo hacia el arranque de una escalera de piedra que descendía a

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un desvencijado embarcadero de madera. Avanzaron sobre los estropeados tablones,
oyendo resonar sus pisadas. Había un cobertizo para botes, con el techo roto y
agujereado en el suelo. Murphy no tenía miedo; antes bien, estaba dispuesto a actuar,
esperando su oportunidad.
—Aquí está bien —anunció Cussane.
Murphy se detuvo de espaldas a él, con una mano en la empuñadura de la
automática que guardaba en el bolsillo de su impermeable.
—¿Es usted un sacerdote de verdad? —quiso saber.
—¡Oh, sí! —respondió Cussane—. No muy bueno, me temo, pero completamente
auténtico.
Murphy se volvió lentamente. Su mano salió del bolsillo, pero ya era demasiado
tarde. La Walther escupió dos veces. La primera bala dio a Murphy en el hombro y lo
volteó. La segunda le hizo caer de cabeza por un irregular agujero en el suelo, y se
sumergió en las oscuras aguas del río.

Dimitri Lubov, teóricamente agregado comercial de la embajada soviética, era en


realidad un capitán del KGB. Al recibir el mensaje de Cherny, cuidadosamente
redactado, abandonó su oficina y se metió en un cine del centro. Además de la
oscuridad, el lugar ofrecía la ventaja de una relativa intimidad, pues poca gente
acudía al cine por la tarde. Tomó asiento en la última fila y se dispuso a esperar.
Cherny llegó veinte minutos más tarde.
—¿Es muy urgente, Paul? —inquirió Lubov—. No solemos vernos fuera de los
días fijos.
—Lo bastante urgente —respondió Cherny—. Han descubierto a Cuchulain.
Maslovsky debe ser informado lo antes posible. Tal vez quiera retirarnos.
—Naturalmente —asintió Lubov, alarmado—. Transmitiré la información en
cuanto vuelva, pero ¿no sería mejor que me dieras todos los detalles?

Devlin estaba trabajando en el estudio de su vivienda, corrigiendo una tesis sobre


T. S. Eliot presentada por uno de sus alumnos, cuando sonó el teléfono.
—Es un maldito enredo —dijo Ferguson—. Alguien ha tenido que irse de la
lengua, ahí en Irlanda. Sus amigos del IRA no son muy de fiar, que digamos.
—Las recriminaciones no le servirán de nada —replicó Devlin—. ¿Qué quiere?
—Tanya Voroninova —contestó Ferguson—. ¿Le habló Harry de ella?
—La niña de Drumore que luego fue adoptada por ese tipo, Maslovsky. ¿Qué hay
con ella?
—Actualmente se encuentra en París, donde va a dar unos recitales de piano.
Como hija adoptiva de un general del KGB, goza de bastante libertad. Quiero decir

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que está considerada como una persona de mínimo riesgo. Había pensado que tal vez
usted quisiera ir a verla. Esta tarde hay un vuelo de Air France directo de Dublín a
París. Sólo son dos horas y media.
—¿Y qué diablos quiere que haga yo? ¿Que la convenza para que se pase a
Occidente?
—Nunca se sabe. Quizá quiera hacerlo en cuanto conozca toda la historia. Pero
véala de todos modo, Liam. Eso no hará ningún daño.
—De acuerdo —aceptó Devlin—. Es posible que el aire de Francia me siente
bien.
—Sabía que lo comprendería —dijo Ferguson—. Preséntese en el mostrador de
Air France en el aeropuerto de Dublín. Tienen una reserva a su nombre. Cuando
llegue a Charles de Gaulle, le recibirá uno de mis muchachos de París. Un individuo
llamado Hunter, Tony Hunter. Él se cuidará de todo.
—No lo dudo —respondió Devlin, y colgó.
Preparó a toda prisa una bolsa de viaje con sus cosas, sintiéndose
inexplicablemente alegre, y estaba poniéndose el abrigo cuando el teléfono sonó de
nuevo. Era Martin McGuiness.
—Un feo asunto, Liam. ¿Qué ocurrió exactamente?
Devlin se lo dijo, y cuando terminó McGuiness estalló:
—¡Así que es cierto que ese bastardo existe!
—Eso parece, pero, desde tu punto de vista, lo más inquietante es cómo pudo
saber que venía Levin. Precisamente el único hombre capaz de identificarle.
—¿Por qué me lo preguntas a mí?
—Porque Ferguson está seguro de que la filtración es culpa vuestra.
—¡A la mierda Ferguson!
—Yo no me lo tomaría así, Martin. Escucha, tengo que irme. He de alcanzar el
avión de París.
—¿París? ¡Por el amor de Dios! ¿Qué vas a hacer allí?
—Hay una chica llamada Tanya Voroninova que quizá pueda identificar a
Cuchulain. Me mantendré en contacto.
Colgó el teléfono. Estaba recogiendo la bolsa cuando oyó un suave golpecito en
el ventanal. Abrió para dejar entrar a Harry Cussane.
—Lo siento, Harry —se excusó Devlin—. He de salir corriendo si no quiero
perder el avión.
—¿Adónde vas? —quiso saber Cussane.
—A París. —Devlin sonrió y abrió la puerta de la calle—. Champaña, mujeres
fáciles, comida de primera. ¿No crees, Harry, que quizá elegiste mal tu carrera?
Cerró la puerta de golpe. Cussane oyó el motor del coche, se dio la vuelta y salió
de nuevo por la puerta-ventana, dirigiéndose a su casita al lado del hospicio. Subió a

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toda prisa las escaleras hasta el cuartito secreto, tras los depósitos de agua, donde
tenía el material de escucha. Sin entretenerse, rebobinó la cinta y escuchó las diversas
conversaciones que Devlin había sostenido aquel día, hasta llegar a la importante.
Para entonces, naturalmente, ya era demasiado tarde. Maldijo en voz baja, se
dirigió al teléfono y marcó el número de Paul Cherny.

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CAPÍTULO 6

En la sacristía de la iglesia del pueblo, mientras se revestía para la misa


vespertina, Cussane se examinó en el espejo. Igual que un actor preparándose para
una representación. Sólo le faltaba empezar a aplicarse maquillaje. «¿Quién soy? —
pensó—. ¿Quién soy yo en realidad? ¿Cuchulain, el asesino, o Harry Cussane, el
sacerdote?». Mikhail Kelly ya no parecía tener ningún papel. Apenas un eco remoto
de su personalidad, semejante a un sueño medio olvidado.
Durante más de veinte años había vivido vidas diversas, pero los distintos
personajes jamás habían habitado su cuerpo. Eran papeles que había que representar
según dictaba el guión, para ser luego olvidados.
Se colocó la estola sobre los hombros y susurró a su alter ego del espejo:
—En la casa de Dios, soy el sacerdote de Dios.
En seguida, se volvió y salió de la sacristía.
Más tarde, de pie ante el altar, con los cirios parpadeantes y la música del órgano,
su voz adquirió una auténtica pasión al gritar:
—Confieso ante Dios Todopoderoso y ante vosotros, hermanos y hermanas, que
he pecado por mi propia culpa.
Y cuando se golpeó el pecho, implorando a la bendita Virgen María que
intercediera por él ante Dios Nuestro Señor, sus ojos se anegaron repentinamente en
lágrimas.

En el aeropuerto Charles de Gaulle, Tony Hunter esperaba junto a la salida de los


controles de aduanas e inmigración. Era un hombre alto y cargado de espaldas, de
treinta y tantos años de edad. Sus suaves cabellos castaños eran demasiado largos, su
traje de lino marrón estaba arrugado y fumaba un cigarrillo Gitane sin quitárselo ni
una sola vez de la boca, mientras leía el Paris Soir y mantenía un ojo fijo en la puerta
de salida. Devlin apareció al cabo de un rato. Llevaba una trinchera Burberry de color
negro y un viejo sombrero de fieltro, también negro, ladeado sobre una oreja.
Cargaba con una bolsa de viaje.
Hunter, que había recibido una fotografía y una descripción actual de Devlin, se
adelantó a recibirlo.
—¿Profesor Devlin? Soy Tony Hunter. Tengo un coche afuera. —Se dirigieron a
la salida—. ¿Ha disfrutado de un vuelo agradable?
—Yo no puedo disfrutar de los vuelos —respondió Devlin—. Hace como un
millar de años, volé de Alemania a Irlanda en un bombardero Dornier para cumplir
una misión en favor de los enemigos de Inglaterra, y salté en paracaídas desde una

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altura de casi dos mil metros. Nunca he podido olvidarlo.
Llegaron al aparcamiento, donde aguardaba un Peugeot, y mientras se ponían en
marcha, Hunter le anunció:
—Puede pasar la noche en mi casa. Tengo un apartamento en la avenida Foch.
—No le van mal las cosas, hijo, si puede vivir allí. No sabía que Ferguson
anduviera repartiendo bolsas de oro.
—¿Conoce París?
—Yo diría que sí.
—El apartamento es mío, particular, no de Ferguson. Mi padre murió el año
pasado y me dejó bastante bien acomodado.
—¿Qué sabe de la chica? ¿Se aloja en la embajada soviética?
—¡Dios mío, no! La tienen en el Ritz. Es una especie de estrella, comprenda.
Toca muy bien. La otra noche la oí interpretar un concierto de Mozart. No recuerdo
cuál, pero estuvo excelente.
—Me han dicho que tiene libertad para moverse a su antojo.
—Oh, sí, por completo. El hecho de ser hija adoptiva del general Maslovsky pesa
mucho. Esta mañana he estado siguiéndola por todo París: los jardines de
Luxemburgo, un almuerzo en uno de esos barcos que recorren el Sena… Según he
oído, su único compromiso para mañana es un ensayo general en el conservatorio,
por la tarde.
—Lo cual significa que el momento más indicado para establecer contacto es por
la mañana.
—Eso parece. —Para entonces, ya se habían adentrado bastante en París. Estaban
pasando ante la Gare du Nord. Hunter añadió—: Ha de llegar un correo de Londres
en el primer vuelo de mañana, con los documentos que Ferguson ha preparado.
Pasaporte falso y todo lo demás.
Devlin se echó a reír.
—¿Acaso cree que sólo he de invitarla para que decida desertar? —Meneó la
cabeza—. Ese hombre está loco.
—Quizá dependa de cómo se le plantee la cosa.
—Cierto —admitió Devlin—. Por otra parte, creo que sería mucho más fácil
echarle alguna cosa en el té.
Esta vez fue Hunter quien se echó a reír.
—Me gusta usted, profesor. Y eso que al principio le tenía ojeriza.
—¿Y por qué? —quiso saber Devlin, intrigado.
—Serví como capitán en la Rifle Brigade. Belfast, Derry, South Armagh.
—Ah, ya entiendo a qué se refiere.
—Cuatro períodos de servicio entre 1972 y 1978.
—Y usted hubiera preferido no cumplirlos.

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—Exactamente. Con franqueza, por lo que a mí respecta, pueden devolver el
Ulster a los indios, si quieren.
—La mejor idea que he oído esta noche —respondió jovialmente Devlin, antes de
encender un cigarrillo y repantigarse en el asiento, con el sombrero de fieltro
inclinado sobre los ojos.

En aquel momento, en su despacho del cuartel general del KGB en la plaza


Dzerhinsky, el teniente general Ivan Maslovsky estaba sentado tras su escritorio,
pensando en el asunto Cuchulain. El mensaje de Cherny, transmitido por Lubov,
había llegado a Moscú apenas un par de horas antes. Por alguna razón, le hizo
retroceder a los tiempos de Drumore, en Ucrania, y a la imagen de Kelly bajo la
lluvia con una pistola en la mano. Kelly, el hombre que rehusaba hacer lo que se le
decía.
La puerta se abrió y entró su asistente, el capitán Igor Kurbsky, portando una taza
de café. Maslovsky lo bebió a lentos sorbos.
—Bien, Igor, ¿qué le parece?
—Creo que Cuchulain ha hecho un magnífico trabajo, camarada general, a lo
largo de muchos años. Pero ahora…
—Ya sé qué quiere decir. Ahora que la inteligencia británica conoce su existencia,
sólo es cuestión de tiempo hasta que logre dar con él.
—Y a Cherny podrían detenerlo en cualquier momento.
Sonó un golpe en la puerta y se presentó un ordenanza con un mensaje. Kurbsky
lo recogió y despidió al ordenanza.
—Es para usted, camarada. De Lubov, desde Dublín.
—¡Léamelo! —le ordenó Maslovsky.
Básicamente, el mensaje anunciaba que Devlin se había trasladado a París con la
intención de establecer contacto con Tanya Voroninova. Al oír el nombre de su hija
adoptiva, Maslovsky se puso en pie y arrancó el papel de las manos a Kurbsky. No
era ningún secreto el gran afecto que sentía el general por su hija adoptiva, sobre todo
tras la muerte de su esposa. En algunos ambientes se le consideraba un verdugo, pero
a Tanya Voroninova la amaba sinceramente.
—Bien —resolvió, dirigiéndose a Kurbsky—. ¿Quién es nuestro mejor hombre
en la embajada de París? Belov, ¿no es cierto?
—Sí, camarada.
—Mándele un mensaje en seguida. La gira de Tanya queda cancelada. Sin
discusión. Estrictas medidas de seguridad en torno a su persona hasta que pueda ser
devuelta a Moscú.
—¿Y Cuchulain?
—Ya ha cumplido su propósito. Es una lástima.

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—¿Lo retiramos?
—No, no hay tiempo. La acción debe ser inmediata. Advierta a Lubov sin
demora. Quiero que elimine a Cuchulain. También a Cherny, y cuanto antes mejor.
—Si me permite que lo mencione, no creo que Lubov tenga mucha experiencia en
esa clase de trabajos.
—Ha recibido la preparación habitual, ¿no? En cualquier caso, ellos no se lo
esperan, de modo que debería resultarle fácil.

En París, la máquina cifradora de la sección de inteligencia de la embajada soviética


comenzó a funcionar. La operadora esperó hasta que todo el mensaje hubo pasado
línea a línea por la pantalla. En seguida, retiró cuidadosamente la cinta magnética que
había registrado el mensaje y la llevó al supervisor nocturno.
—Es un mensaje personal del KGB de Moscú para el coronel Belov.
—No está en la ciudad —respondió el supervisor—. Creo que ha ido a Lyon.
Debe regresar mañana por la tarde. Tendrá que guardárselo hasta que vuelva, de todos
modos. Para descifrarlo es precisa su clave personal.
La operadora registró la cinta, la guardó en su archivo y regresó al trabajo.

En Dublín, Dimitri Lubov había estado disfrutando de una velada en el Abbey


Theatre, donde asistió a una excelente representación de The Hostage, de Brendan
Behan. La subsiguiente cena en un conocido restaurante de los muelles, especializado
en pescados, hizo que llegara a la embajada y descubriera el mensaje de Moscú
cuando ya era más de medianoche.
Aun después de leerlo por tercera vez, el mensaje seguía pareciéndole increíble.
No sólo debía eliminar a Cherny, sino también a Cussane, y en el plazo de
veinticuatro horas. Sus manos estaban sudorosas y le temblaban ligeramente, lo cual
no era de extrañar, ya que, a pesar de sus años de servicio en el KGB y de la
preparación recibida, la sencilla verdad era que Dimitri Lubov no había matado a
nadie en toda su vida.

Tanya Voroninova acababa de salir del cuarto de baño de su suite en el Ritz cuando el
camarero le presentó la bandeja del desayuno: té, tostadas y miel, que era
exactamente lo que ella había pedido. Iba vestida con un mono verde caqui y botas de
suave piel marrón, combinación que le confería un aspecto vagamente militar. Era
una joven morena, baja, de cuya personalidad emanaba fuerza. Llevaba una
desordenada cabellera negra que constantemente apartaba de sus ojos. Se contempló
con desagrado en el espejo situado sobre la chimenea y recogió sus cabellos

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formando un moño en la nuca. Luego, se sentó y empezó a desayunar.
Sonó una llamada en la puerta y entró Natasha Rubenova, la secretaria de la gira.
Era una mujer agradable, de más de cuarenta años, con los cabellos grises.
—¿Cómo te encuentras esta mañana?
—Perfectamente. He dormido muy bien.
—Me alegro. Has de estar en el conservatorio a las dos y media. Repaso
completo.
—No es problema —respondió Tanya.
—¿Vas a salir esta mañana?
—Sí, me gustaría pasar un rato en el Louvre. Esta gira es tan apretada que quizá
no tenga otra oportunidad.
—¿Quieres que te acompañe?
—No, gracias. No será necesario. Volveré a la una, para el almuerzo.

Hacía una agradable mañana cuando salió del hotel y descendió los escalones de la
entrada principal. Devlin y Hunter esperaban en el Peugeot, al otro lado del bulevar.
—Parece que piensa ir andando —observó Hunter.
Devlin asintió.
—Sígala un poco y lo comprobaremos.
Tanya llevaba una bolsa de lona colgada de su hombro izquierdo y caminaba a
paso bastante rápido, disfrutando del ejercicio. Aquella noche tenía que interpretar el
concierto de piano n.º 4, de Rachmaninov. La pieza en cuestión era una de sus
composiciones preferidas, de modo que no sentía la tensión nerviosa que en otras
ocasiones había experimentado, como la mayor parte de los artistas, antes de un
concierto importante.
También era cierto que ella ya podía considerarse una veterana en ese juego. Tras
los éxitos alcanzados en Leeds y en el festival Chaikovsky, había ido forjándose una
amplia reputación internacional, pero no le quedó mucho tiempo para otras cosas. La
única vez que se enamoró fue lo bastante imprudente como para elegir a un joven
médico militar destinado en una brigada aerotransportada. El médico murió en
combate, en Afganistán, hacía ahora un año.
La experiencia, aunque angustiosa, no la había destrozado. La noche en que le
llegó la noticia ofreció una de sus mejores interpretaciones, pero no cabía duda de
que, a partir de entonces, se había apartado de los hombres. El dolor era demasiado
intenso, y no habría hecho falta un psiquiatra particularmente perspicaz para
averiguar la razón. A pesar del éxito, la fama y la privilegiada vida que su posición le
permitía disfrutar; a pesar de tener constantemente a su lado la influyente presencia
de Maslovsky, ella seguía siendo, en muchos sentidos, la niñita arrodillada bajo la
lluvia junto al padre que le había sido arrebatado con tanta crueldad.

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Siguió avanzando a buen paso por los Campos Elíseos, hasta llegar a la plaza de la
Concordia.
—Se nota que le gusta el ejercicio —comentó Devlin.
Luego, la joven se sumergió en la fresca quietud del jardín de las Tullerías, y
Hunter asintió.
—Imaginaba que lo haría. Tengo la sensación de que se dirige al Louvre. Sígala
usted a pie desde aquí. Entretanto, yo daré la vuelta en el coche y lo dejaré aparcado.
Le esperaré ante la entrada principal.
En el jardín de las Tullerías había una exposición de Henry Moore. Ella se
entretuvo un rato contemplándola y Devlin permaneció apartado, pero pronto resultó
evidente que nada de lo que allí se veía tenía mucho atractivo para ella, y terminó de
cruzar los jardines hasta el palacio del Louvre.
Tanya Voroninova era selectiva, sin lugar a dudas. Pasaba de galería en galería,
interesándose únicamente por las obras de reconocido genio, mientras Devlin la
seguía a una discreta distancia. De la Victoria de Samotracia, en la parte superior de
la escalinata Daru, junto a la entrada principal, se dirigió a la Venus de Milo. Dedicó
algún tiempo a la galería Rembrandt, en la primera planta, y luego se detuvo a
contemplar la que posiblemente sea la pintura más famosa del mundo: la Mona Lisa
de Leonardo da Vinci.
Devlin la abordó allí.
—¿Le parece a usted que está sonriendo? —comenzó en inglés.
—¿Qué quiere decir? —replicó ella en el mismo idioma.
—Oh, hay una vieja leyenda en el Louvre acerca de que algunas mañanas no
sonríe.
Ella se volvió a mirarlo.
—Eso es absurdo.
—Pero veo que usted tampoco sonríe —observó Devlin—. ¡Dulce Jesús! ¿Acaso
tiene miedo de romper la cámara?
—Todo esto no tiene pies ni cabeza —dijo ella, pero esbozó una sonrisa.
—Cuando trata de mostrarse digna, las comisuras de los labios se le tuercen hacia
abajo. No le sienta muy bien.
—¿Se refiere a mi aspecto? Me es indiferente.
Devlin permaneció inmóvil, las manos en los bolsillos de su trinchera Burberry
negra, el sombrero negro de fieltro ladeado sobre una oreja y los ojos del azul más
vivido que ella jamás hubiera visto. Tenía un aire de insolente buen humor y, al
mismo tiempo, parecía burlarse de sí mismo de un modo que resultaba bastante
atractivo, a pesar de que por lo menos debía de doblarle la edad. La joven sintió una
repentina excitación difícil de controlar, y respiró hondo para sosegarse.

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—Discúlpeme —dijo, y se alejó.
Devlin le concedió cierto margen y volvió a seguirla. Una chica encantadora y,
por algún motivo, asustada. Sería interesante averiguar la causa.
Tanya se dirigió a la gran galería y, finalmente, se detuvo ante el Descendimiento
del Greco. Allí pasó algún tiempo admirando la enflaquecida y mística figura, sin dar
muestras de advertir la presencia de Devlin cuando éste se situó a su lado.
—¿Qué le dice a usted este cuadro? —preguntó él suavemente. ¿Ve amor en él?
—No —respondió ella—. Una especie de rabia contra el hecho de morir, diría yo.
¿Por qué anda siguiéndome?
—¿La sigo?
—Desde el jardín de las Tullerías.
—¿De veras? Bueno, si es cierto, no debo de ser muy hábil.
—No necesariamente. Es usted una persona de las que llaman la atención.
Resultaba curioso, pero de pronto le entraron ganas de llorar. Quería refugiarse en
la increíble calidez de aquella voz. Él la tomó del brazo y le dijo con suavidad:
—Tenemos todo el tiempo del mundo, niña. Todavía no me ha dicho qué le
sugiere el Greco.
—No he sido educada en el cristianismo —explicó ella—. No veo al Salvador en
la cruz, sino a un gran ser humano atormentado por hombrecillos. ¿Y usted?
—Me encanta su acento —comentó Devlin—. Me recuerda las películas de Greta
Garbo que vi de chiquillo, pero eso fue como un siglo antes de su época.
—Greta Garbo no me es desconocida —respondió ella—, y me siento
debidamente halagada. Sin embargo, todavía no me ha dicho lo que le sugiere a
usted.
—Una profunda cuestión, teniendo en cuenta qué día es hoy. A las siete de la
mañana se ha celebrado una misa bastante especial en la basílica de San Pedro, en
Roma. El Papa junto con los cardenales de Gran Bretaña y Argentina.
—¿Servirá de algo?
—No ha impedido que el ejército británico siga alegremente su rumbo ni que los
Skyhaks argentinos ataquen.
—Lo cual ¿qué significa?
—Que el Todopoderoso, si es que en verdad existe, nos está jugando una broma
pesada. Tanya frunció el ceño.
—Su acento me tiene intrigada. No es usted inglés, ¿verdad?
—Irlandés, encanto.
—Tenía entendido que los irlandeses eran sumamente religiosos.
—Y así es. Mi anciana tía Hannah tenía callos en las rodillas de tanto rezar. Solía
llevarme a misa tres veces por semana, cuando era un chiquillo en Drumore.
Tanya Voroninova se quedó muy quieta.

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—¿Dónde ha dicho?
—Drumore. Es una pequeña ciudad de mercado en el Ulster. La iglesia se llamaba
del Santo Nombre. Recuerdo muy bien a mi tío y a sus amigotes, que nada más salir
de misa se iban directamente al bar selecto de Murphy.
Ella se volvió. Estaba muy pálida.
—¿Quién es usted?
—Bueno, querida, una cosa es segura. —Pasó cariñosamente los dedos sobre la
oscura cabellera de la joven—. No soy Cuchulain, el último de los héroes anónimos.
Los ojos de ella se abrieron todavía más y tironeó con furia de su trinchera negra.
—¿Quién es usted?
—En cierto sentido, Viktor Levin.
—¿Viktor? —Parecía desconcertada—. Pero Viktor está muerto. Murió en algún
lugar de Arabia hace cosa de un mes. Mi padre me lo dijo.
—¿El general Maslovsky? Es lógico que le dijera eso. En realidad, Viktor escapó.
Desertó, diría usted. Fue a Londres y luego a Dublín.
—¿Se encuentra bien?
—Ha muerto —respondió Devlin brutalmente—. Asesinado por Mikhail Kelly, o
Cuchulain, o el maldito héroe anónimo o como quiera usted llamarle. El mismo
hombre que mató de un tiro a su padre hace ya veintitrés años, en Ucrania.
La joven estuvo a punto de desplomarse. Devlin la sostuvo, rodeándola con un
brazo fuerte y confiado.
—Apóyese en mí. Vaya poniendo un pie delante del otro y yo la sostendré hasta
el exterior, para que le dé el aire.

Tomaron asiento en un banco del jardín de las Tullerías. Devlin extrajo su vieja
pitillera de plata y le ofreció un cigarrillo.
—¿Fuma?
—No.
—Bien hecho. Es malo para el crecimiento, y aún tiene la primavera de la vida
por delante.
En algún lugar, mucho, mucho tiempo antes, había pronunciado aquellas mismas
palabras. Se las dijo a otra chica, muy parecida a la que se sentaba a su lado. No era
hermosa, al menos en un sentido convencional, pero siempre despertaba el impulso
de volverse a mirarla por segunda vez. El recuerdo era doloroso a pesar de los años
transcurridos.
—Es usted extraño —observó ella—, tratándose de un agente secreto. Supongo
que ésa es su profesión, ¿no?
Él se rió abiertamente, tan alto que Tony Hunter, sentado en un banco al otro lado
de la exposición de Henry Moore, con un periódico ante los ojos, alzó bruscamente la

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cabeza.
—¡Dios nos guarde! —Devlin sacó su cartera y le tendió un pedacito de cartulina
—. Mi tarjeta. Estrictamente para ocasiones formales, se lo aseguro.
Ella la leyó en voz alta.
—Profesor Liam Devlin, Trinity College, Dublín. —Alzó la mirada—. Profesor
¿de qué?
—De literatura inglesa. Utilizo el término con bastante amplitud, como suelen
hacer los académicos, para que incluya a Oscar Wilde, Shaw, O’Casey, Brendan
Behan, James Joyce, Yeats. Un cajón de sastre. Católicos y protestantes, pero todos
irlandeses. ¿Puede devolverme la tarjeta, de paso? No me quedan muchas…
Volvió a guardarla en su cartera.
—Entonces, ¿cómo es que un profesor de una antigua y célebre universidad se ha
visto mezclado en un asunto como éste?
—¿Ha oído hablar del IRA? ¿El Ejército Republicano Irlandés?
—Por supuesto.
—He sido miembro de esta organización desde que tenía dieciséis años, aunque
ya no estoy en activo, como decimos. Tengo grandes reservas acerca del modo en que
los provisionales han estado llevando la campaña actual.
—No me lo diga, deje que lo adivine. —La chica sonrió—. Creo que en el fondo
es usted un romántico, profesor Devlin.
—¿Eso cree?
—Solamente un romántico podría usar algo tan maravillosamente absurdo como
ese sombrero negro. Pero hay más, desde luego. Nada de bombas en los restaurantes
llenos de mujeres y niños. En cambio, podría dispararle a un hombre sin vacilar. Y
aceptaría enfrentarse cara a cara con soldados bien entrenados, aun sabiendo que sus
posibilidades de sobrevivir serían prácticamente nulas.
Devlin comenzaba a sentirse claramente inquieto.
—¿Está hablando en serio?
—Oh, sí, profesor Devlin. Vea usted, creo que ahora empiezo a conocerlo. El
auténtico revolucionario, el romántico fracasado que en realidad no quiere que
termine.
—¿Qué es exactamente lo que no quiero que termine?
—El juego, naturalmente. El loco, peligroso y apasionante juego que es lo único
capaz de dar sentido a la vida de un hombre como usted. Oh, es posible que le guste
la vida tranquila de las aulas, o que usted se haya convencido de que le gusta, pero a
la primera ocasión de oler la pólvora…
—¿Me concede una tregua para recobrar el aliento?
—Y lo peor de todo —prosiguió ella implacablemente— es su necesidad de
reconciliar los opuestos. Quiere toda la diversión, pero también una revolución limpia

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y bonita en la que no resulte herido ningún espectador inocente.
Hizo una pausa, con los brazos cruzados ante ella en un gesto inimitable, como si
estuviera conteniéndose, y Devlin preguntó:
—¿Eso es todo? ¿No ha olvidado nada?
Ella sonrió con los labios apretados.
—A veces me pongo muy tensa, como un muelle de reloj, y me contengo hasta
que el muelle salta.
—Y entonces estalla y da comienzo a su imitación de Freud —añadió él—.
Apuesto a que eso encaja a la perfección con la vodka y las fresas después de cenar,
en la dacha veraniega del viejo Maslovsky.
Sus facciones se contrajeron.
—No le consiento que haga bromas sobre él. Se ha portado muy bien conmigo.
Es el único padre que he conocido.
—Quizá —admitió Devlin—. Pero no siempre ha sido así.
Ella lo miró con ira.
—Muy bien, profesor Devlin. Basta ya de esgrima. Creo que es hora de que me
explique por qué está aquí.

Devlin no omitió nada, comenzando con Viktor Levin y Tony Villiers en el Yemen y
terminando con el asesinato de Billy White y Levin en las afueras de Kilrea. Cuando
hubo acabado, ella permaneció largo rato inmóvil, sin decir nada.
—Levin dijo que usted recordaba Drumore y los acontecimientos que condujeron
a la muerte de su padre —añadió suavemente Devlin.
—Es como una pesadilla que de vez en cuando sale a la superficie de la
conciencia. Es extraño, pero parece como si estuviera ocurriéndole a otra persona, y
yo viera desde lo alto a la niñita arrodillada bajo la lluvia junto al cuerpo de su padre.
—¿Y recuerda a Mikhail Kelly, o Cuchulain?
—Le recordaré mientras viva —respondió, con voz desprovista de emoción—.
Era un rostro muy extraño, el rostro de un joven santo estragado. Además, se mostró
tan amable conmigo, tan cariñoso… Eso fue lo más extraño de todo.
Devlin la tomó del brazo.
—Vamos a dar un paseo. —Echaron a andar por el sendero—. ¿Le ha hablado en
alguna ocasión Maslovsky de estos acontecimientos?
—No.
El brazo que sujetaba con su mano empezó a ponerse rígido.
—Calma, niña —le dijo amablemente—. Lo más importante: ¿ha tratado usted
alguna vez de discutirlos con él?
—¡No, maldito sea!
Desasió su brazo y se dio la vuelta, con el rostro lleno de furia.

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—No, claro. Es comprensible. Sería como abrir una lata de gusanos con ansias de
venganza.
Ella volvió la cara hacia él, nuevamente contenida.
—¿Qué pretende de mí, profesor Devlin? ¿Quiere que deserte como Viktor? ¿Que
examine millares de fotografías con la leve esperanza de reconocerlo entre ellas?
—Ha expresado usted muy razonablemente el absurdo propósito que me ha traído
hasta aquí. La gente del IRA, de Dublín, no está dispuesta a permitir que el material
de que dispone caiga en otras manos, ya comprende.
—¿Por qué habría de hacerlo? —Se sentó en un banco cercano y tiró de Devlin
hacia el asiento—. Deje que le diga una cosa. Ustedes, los occidentales, cometen un
grave error al dar por supuesto que todos los rusos llevan un collar al cuello y lo
único que anhelan es una oportunidad para fugarse. Yo amo a mi país. Me gusta. Me
siento bien en él. Soy una artista respetada. Puedo moverme a mi gusto, incluso aquí,
en París. No hay agentes del KGB ni hombres de gabardina vigilando todos mis
pasos. Voy a donde quiero.
—Con un padre adoptivo que es teniente general del KGB y responsable, entre
otras cosas, del Departamento V, me sorprendería que no fuera así. Antes se llamaba
Departamento 13, por cierto. Muy desafortunado para según qué personas. Luego
Maslovsky lo reorganizó en 1968. Podría muy bien definirse como una oficina de
asesinatos, pero es verdad que ninguna organización eficiente puede pasarse sin un
departamento así.
—¿Como su IRA, por ejemplo? —Se inclinó hacia adelante—. ¿Cuántos hombres
ha matado usted, profesor, por la causa en que creía?
Él sonrió dulcemente y le tocó la mejilla en un extraño gesto de intimidad.
—Touché. Veo que estoy haciéndole perder su tiempo. Pero antes de irme voy a
darle una cosa.
Extrajo de su bolsillo un sobre marrón bastante abultado, el que le había
entregado aquella misma mañana el correo de Ferguson, y lo depositó sobre el regazo
de la joven.
—¿Qué es? —quiso saber.
—La gente de Londres, que no pierde nunca las esperanzas, le regala un
pasaporte británico con una nueva identidad. La foto es asombrosa. También hay
dinero en efectivo, francos franceses e información sobre rutas alternativas para
llegar a Londres.
—No lo necesito.
—Bien, ahora es suyo. Y esto. —Volvió a sacar su tarjeta de la cartera y se la
entregó—. Volveré a Dublín esta misma tarde. No hay motivo para que siga en París.
Esto no era del todo cierto, pues el correo de Londres le había entregado algo más
que el paquete con el falso pasaporte. También había un mensaje personal de

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Ferguson para Devlin. McGuiness y el jefe del Estado Mayor estaban locos de cólera.
Por lo que ellos sabían, la filtración no era cosa suya. Querían abandonar el asunto, y
Devlin tendría que restañar las heridas.
No de muy buena gana, la chica guardó el sobre y la tarjeta en su bolsa.
—Lo siento. Ha hecho un largo viaje para nada.
—Tiene mi teléfono —respondió él—. Llame cuando quiera. —Se puso en pie—.
¡Quién sabe! Es posible que comience a hacerse preguntas.
—No lo creo, profesor Devlin. —Le tendió la mano—. Adiós.
Devlin la sostuvo unos instantes y en seguida se alejó por el jardín hacia el banco
en que Tony Hunter le esperaba.
—¡Vamos! ¡En marcha!
Hunter se incorporó y echó a andar detrás de él.
—¿Qué ha pasado?
—Nada —respondió Devlin cuando llegaron al coche—. Nada en absoluto. No ha
querido escuchar. Lléveme a su apartamento, para que pueda recoger mi equipaje, y
luego déjeme en el aeropuerto Charles de Gaulle. Con un poco de suerte, todavía
podré alcanzar el vuelo de la tarde.
—¿Vuelve a Dublín?
—Sí, vuelvo a Dublín —contestó Liam Devlin, hundiéndose en el asiento y
echándose el ala del sombrero sobre los ojos.
Tras ellos, Tanya Voroninova los vio partir y mezclarse con el tráfico de la rué de
Rivoli. Los siguió con la vista, pensando unos instantes, y luego abandonó los
jardines y echó a andar por la acera, reflexionando sobre los extraordinarios
acontecimientos de aquella mañana. Liam Devlin era un hombre peligrosamente
atractivo, no cabía duda de ello, pero, más importante todavía, sus palabras la habían
alterado profundamente y los sucesos del pasado, que tal vez fuera mejor olvidar, no
cesaban de llamarla como desde una gran distancia.
Se fijó en un coche que subía al bordillo por delante de ella, un Mercedes negro.
Cuando llegó a su altura, se abrió la portezuela de atrás y Natasha Rubenova la miró
desde el interior. Parecía agitada. No; más que eso: asustada.
—¡Tanya!
Tanya se volvió hacia ella.
—¡Natasha! ¿Qué diablos estás haciendo aquí? ¿Qué ha pasado?
—Por favor, Tanya. Sube.
Había un hombre sentado junto a ella, joven y con un rostro duro e implacable.
Vestía un traje azul, camisa blanca y corbata azul oscuro. También llevaba guantes de
piel negra. El hombre que ocupaba el asiento al lado del conductor hubiera podido ser
su hermano gemelo. Parecían empleados de una firma de pompas fúnebres de alta
categoría, y Tanya se sintió un tanto inquieta.

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—Pero ¿qué diablos está ocurriendo?
En menos de un segundo, el joven sentado junto a Natasha había salido del coche
y sujetaba a Tanya por encima del codo izquierdo, suavemente pero con firmeza.
—Me llamo Turkin; Peter Turkin, camarada. Mi colega es el teniente Ivan
Shepilov. Somos oficiales del GRU y tiene usted que acompañarnos.
¡La inteligencia militar soviética! Tanya se sentía algo más que inquieta. Tenía
miedo, y trató de desasirse.
—Por favor, camarada. —Su apretón se hizo más firme—. Así sólo conseguirá
hacerse daño, y ha de dar un concierto esta noche. No queremos decepcionar a sus
admiradores.
Había algo en sus ojos, un matiz de crueldad o perversidad, que resultaba muy
perturbador.
—¡Déjeme en paz! —Intentó pegarle, pero el hombre bloqueó el golpe con
facilidad—. Tendrá que responder de esto. ¿No sabe quién es mi padre?
—El teniente general Ivan Maslovsky, del KGB, cuyas órdenes directas estoy
cumpliendo ahora, de modo que pórtese como una buena chica y haga lo que le dicen.
El sobresalto fue tan intenso que le quitó toda voluntad de resistirse. Sin saber
cómo, se encontró sentada al lado de Natasha, que parecía al borde de las lágrimas.
Turkin subió por el lado opuesto.
—¡A la embajada! —le ordenó al chófer.
Cuando el Mercedes arrancó, Tanya sujetó con fuerza la mano de Natasha. Por
vez primera desde que era niña, se sintió verdaderamente asustada.

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CAPÍTULO 7

Nikolai Belov era un hombre bastante bien parecido, de algo más de cincuenta
años de edad, con el rostro ligeramente carnoso de una persona que se dedica a las
cosas buenas de la vida con más intensidad de la conveniente para su salud; un buen
marxista que vestía un abrigo y un traje oscuro cortados en Savile Row, en Londres.
Su cabello plateado y su postura decadente le daban el aspecto de un actor maduro y
distinguido, más que el de un coronel del KGB.
Su viaje a Lyon no habría podido considerarse en modo alguno como un negocio
importante, pero aun así le fue posible llevar con él a su secretaria, Irana Vronsky.
Dado que desde hacía varios años era también su amante, ello significaba que
disfrutó de un par de días sumamente placenteros, aunque el placer se desvaneció
rápidamente cuando regresó a la embajada soviética y descubrió la situación que le
aguardaba.
Apenas había entrado en su despacho cuando apareció Irana.
—Ha llegado un comunicado urgente y personal del KGB de Moscú.
—¿Quién lo envía?
—El general Maslovsky.
La simple mención del nombre bastó para que se pusiera en pie al momento. Salió
de su despacho, y la mujer le siguió hasta la oficina de cifra, donde la operadora
localizó rápidamente la cinta en cuestión. Belov tecleó su código personal, la
máquina se puso en funcionamiento, la operadora arrancó la hoja de la impresora y se
la entregó. Belov la leyó y profirió un juramento en voz baja. En seguida, sujetó a
Irana por el codo y la condujo hacia la puerta.
—Llama al teniente Shepilov y al capitán Turkin. Que dejen inmediatamente lo
que estén haciendo.

Belov estaba sentado ante su escritorio, lleno de papeles, cuando se abrió la puerta e
Irana Vronsky hizo pasar a Tanya, Natasha Rubenova, Shepilov y Turkin. Belov
conocía bien a Tanya. Hacía ya varios años que su destino oficial en la embajada era
el de agregado cultural. A causa de esta cobertura, había tenido que acompañarla a
fiestas en más de una ocasión.
Se puso en pie.
—Me alegro de verla.
—Exijo saber qué está pasando aquí —comenzó ella apasionadamente—. Estos
matones me han secuestrado en plena calle y…
—Estoy seguro de que el capitán Turkin se ha limitado a cumplir sus órdenes del

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modo que ha considerado conveniente. —Belov se volvió hacia Irana—. Ya puede
hacer esa llamada a Moscú. —Luego, dirigiéndose otra vez a Tanya, prosiguió—:
Cálmese, por favor, y tome asiento. —Ella permaneció de pie, en un gesto de
rebeldía, y miró de soslayo a Shepilov y Turkin, que esperaban junto a la pared con
sus manos enguantadas cruzadas sobre el pecho—. Por favor —repitió Belov.
Tanya se sentó y él le ofreció un cigarrillo. Su agitación era tal que lo aceptó, y
Turkin se adelantó silenciosamente para darle fuego. Su encendedor no sólo era de
Cartier, sino también de oro macizo. Aspiró una bocanada, y el humo se le pegó a la
garganta haciéndola toser.
—Ahora, dígame que ha hecho esta mañana —le pidió Belov.
—He dado un paseo hasta el jardín de las Tullerías.
El cigarrillo era una ayuda que contribuía a calmarla. Había recobrado el
dominio, y eso significaba que podía luchar.
—¿Y luego?
—He estado en el Louvre.
—¿Con quién ha hablado?
Era una pregunta directa, calculada para provocar una respuesta automática. Para
su propia sorpresa, Tanya se encontró contestando tranquilamente:
—Iba sola. No me acompañaba nadie. ¿Acaso no ha quedado claro?
—Sí, ya lo sé —respondió él, pacientemente—. Pero ¿no ha hablado con nadie en
el museo? ¿Nadie le ha dirigido la palabra?
Tanya esbozó una sonrisa.
—¿Quiere decir si alguien ha tratado de ligar conmigo? No he tenido esa suerte.
Considerando la fama que tiene, París puede resultar muy decepcionante. —Aplastó
el cigarrillo—. Oiga, Nikolai, ¿qué ocurre? ¿No puede decírmelo?
Belov no tenía ningún motivo para no creerla. La noche anterior, en efecto, se
ausentó sin justificación. De haber permanecido en París, habría recibido las órdenes
de Maslovsky inmediatamente y no habría permitido que Tanya abandonara su suite
del Ritz en toda la mañana. Desde luego, no sin ir acompañada.
Se abrió la puerta y volvió a entrar Irana.
—El general Maslovsky en la línea uno.
Belov descolgó el teléfono y Tanya trató de arrebatárselo.
—Déjeme hablar con él.
Belov lo apartó de su alcance.
—Belov al habla, general.
—¡Ah, Nikolai! ¿La tiene ahí con usted?
—Sí, general.
El hecho de que Belov prescindiera del «camarada» daba la medida de su
amistad.

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—¿Está protegida? ¿No ha hablado con nadie?
—Así es, general.
—¿Ese tal Devlin no ha tratado de establecer contacto con ella?
—Parece que no. Hemos buscado su ficha en el ordenador. Fotografías, todo. Si
intenta acercarse, lo sabremos.
—Excelente. Páseme a Tanya.
Belov le tendió el teléfono y ella casi lo arrancó de sus manos.
—¿Papá?
Hacía muchos años que lo llamaba así, y la voz que respondió era tan cálida y
amable como siempre:
—¿Estás bien?
—Intrigada —contestó ella—. Nadie quiere decirme qué está pasando.
—Basta con que sepas que, por razones que ahora no vienen al caso, te has visto
implicada en un asunto que afecta a la seguridad del Estado. Un asunto muy grave.
Debes volver a Moscú lo antes posible.
—¿Y mi gira?
De pronto, la voz del otro extremo de la línea se volvió fría, inexorable y distante.
—Cancelada. Esta noche actuarás en el conservatorio según lo previsto. De todos
modos, el primer vuelo directo a Moscú sale mañana por la mañana. La prensa
recibirá una explicación adecuada. La vieja lesión de la muñeca vuelve a darte
problemas. Necesitas seguir en tratamiento. Creo que bastará con eso.
Durante toda su vida, o así se lo parecía, Tanya había seguido sus indicaciones y
le había permitido que dirigiera su carrera, consciente de que a Maslovsky le movía
un verdadero cariño, pero aquello era nuevo para ella.
Volvió a intentarlo.
—¡Pero papá…!
—Ya hemos hablado bastante. Harás lo que te digan y obedecerás en todo al
coronel Belov. Dile que se ponga.
Ella entregó el teléfono a Belov sin decir nada, con mano temblorosa. Nunca le
había hablado así. ¿Acaso ya no era su hija? ¿No era, entonces, más que otro
ciudadano soviético al que podía dar las órdenes que le pluguiera?
—Aquí Belov, general. —Escuchó durante unos instantes y luego asintió—. No
hay problema. Puede confiar en mí.
Colgó el teléfono y abrió una carpeta que tenía sobre el escritorio. La foto que
sacó de ella para enseñársela era de Liam Devlin, quizá unos años más joven, pero
inconfundible.
—Este hombre es irlandés. Se llama Liam Devlin, un profesor universitario de
Dublín con la reputación de poseer cierto encanto irlandés. Sería un error tomarlo a la
ligera. Ha formado parte del Ejército Republicano Irlandés durante toda su vida de

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adulto. En otra época, ocupó un importante cargo dirigente. También es un pistolero
experto e implacable que ha matado muchas veces. De joven, actuaba como el
verdugo oficial de su grupo.
Tanya respiró hondo.
—¿Y qué tiene que ver conmigo?
—Eso no debe preocuparla. Basta con que sepa que le gustaría mucho hablar con
usted, y que nosotros no podemos en modo alguno permitirlo. ¿No es así, capitán?
Turkin no mostró ninguna expresión.
—En efecto, coronel.
—Por tanto —prosiguió Belov—, la camarada Rubenova y usted regresarán
inmediatamente al Ritz, acompañadas por el teniente Shepilov y el capitán Turkin.
No volverá a salir del hotel hasta el concierto de esta noche, y ellos la acompañarán
también al conservatorio. Yo asistiré al concierto y a la recepción que ofreceremos
luego. Acudirán el embajador y el propio presidente de la República, monsieur
Mitterrand. Su presencia es el único motivo por el que no cancelamos el concierto.
¿Hay algo que no comprenda?
—No —replicó ella fríamente, con rostro pálido y contraído—. Lo entiendo todo
demasiado bien.
—Perfectamente —asintió—. Ahora, vuelva al hotel y procure descansar.
Tanya se puso en pie y Turkin le abrió la puerta, con una leve sonrisa torcida en
los labios. Ella pasó rozándole, seguida de la muy asustada Natasha Rubenova, y
Shepilov y Turkin salieron detrás de ellas.

En Kilrea, hacía poco rato que Devlin había llegado a su casa. No tenía una criada
fija; solamente una anciana señora que acudía un par de veces por semana para poner
un poco de orden y lavar la ropa, pero él lo prefería así. Puso agua para el té sobre el
fogón, regresó a la sala y preparó rápidamente el fuego. Estaba sosteniendo la cerilla
cuando sonó un golpecito en el ventanal y se volvió para descubrir a McGuiness
esperando fuera.
Devlin se apresuró a abrirle.
—Has sido rápido. Acabo de llegar.
—Eso me dijeron cuando aún no hacía cinco minutos que habías aterrizado. —
McGuiness estaba colérico—. ¿Qué pasa, Liam? ¿Qué está ocurriendo?
—¿Qué quieres decir?
—Primero, Levin y Billy, y ahora han encontrado a Mike Murphy en el Liffey
con dos balas en el cuerpo. Tiene que haber sido Cuchulain. Tú y yo lo sabemos, pero
¿cómo puede haberlo sabido él?
—No puedo contestar a esa pregunta. —Devlin sacó un par de vasos y la botella
de Bushmills, y los llenó—. Bebe esto y tranquilízate.

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McGuiness tomó un sorbo.
—Tiene que haber una filtración en Londres. Todo el mundo sabe que el servicio
de inteligencia británico está plagado de espías soviéticos desde hace años.
—Estás exagerando, pero algo hay de verdad en lo que dices —admitió Devlin—.
Como ya te he explicado, Ferguson cree que la filtración es cosa vuestra.
—Al diablo con Ferguson. Propongo que vayamos a por Cherny y lo hagamos
cantar.
—Es posible —respondió Devlin—, pero antes querría ver qué dice Ferguson al
respecto. Concédeme un día más.
—De acuerdo —aceptó McGuiness, no de muy buen grado—. Mantendré el
contacto, Liam. Un estrecho contacto.
Y salió por donde había entrado.
Devlin se sirvió otro whisky y permaneció sentado, saboreándolo y pensando. Al
cabo de un rato, cogió el teléfono. Iba a marcar un número, pero cambió de idea.
Colgó el auricular, sacó de su escritorio la caja de plástico negro y la conectó. No
observó respuesta positiva en el teléfono ni en ningún otro lugar de la habitación.
—O sea —murmuró en voz baja—, que se trata de Ferguson o de McGuiness. La
cosa está entre ellos dos.
Marcó el número de Cavendish Square y contestaron inmediatamente.
—Fox al habla.
—Hola, Harry. ¿Está ahí Ferguson?
—Ahora no. ¿Cómo te fue en París?
—La chica es simpática. Me gustó. Bastante confusa. Solamente pude exponerle
los hechos. Le entregué el material que trajo vuestro correo. Se lo quedó, pero yo no
me sentiría demasiado optimista.
—Yo nunca he tenido muchas esperanzas —respondió Fox—. ¿Crees que podrás
suavizar las cosas en Dublín?
—McGuiness ya ha venido a verme. Quiere secuestrar a Cherny y presionarle un
poco al viejo estilo.
—Puede que sea la mejor solución.
—¡Dios mío, Harry! Belfast te dejó marcado. Pero quizá tengas razón. Le he
pedido que esperase un día. Si quieres algo de mí, me encontrarás aquí. Otra cosa:
también le di mi tarjeta a la chica. Me dijo que era un romántico fracasado, Harry.
¿Has oído alguna vez cosa igual?
—Haces una imitación convincente, pero a mí no me has engañado nunca.
Fox se echó a reír y colgó el auricular. Devlin siguió un rato sentado, con el ceño
fruncido. De pronto, volvió a sonar una llamada en el ventanal. Lo abrió y entró
Cussane.
—Harry —dijo Devlin—, el cielo te envía. Como te he dicho con frecuencia, tú

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preparas los mejores huevos revueltos del mundo.
—Los halagos no te servirán de nada. —Cussane se sirvió un vaso de whisky—.
¿Cómo te ha ido en París?
—¿París? —contestó Devlin—. Sólo estaba bromeando, Harry. He estado en
Cork. Asuntos de la universidad relacionados con el festival cinematográfico. Tuve
que quedarme a pasar la noche, y acabo de llegar. Estoy muerto de hambre.
—Muy bien —replicó Harry Cussane—. Prepara la mesa y yo me encargaré de
los huevos.
—Eres un buen amigo, Harry —observó Devlin.
Cussane se detuvo ante la puerta.
—¿Y por qué no, Liam? Hace ya mucho que nos conocemos.
Le dirigió una sonrisa y entró en la cocina.

Tanya se había sumergido en un baño caliente, con la esperanza de que la ayudaría a


relajarse. Sonó un golpecito en la puerta y entró Natasha.
—¿Café?
—Gracias.
Tanya se recostó en la bañera llena de agua cálida y espumosa y empezó a beber
lentamente su café. Natasha acercó un pequeño taburete y tomó asiento.
—Has de ser muy cuidadosa, pequeña. ¿Me comprendes?
—Es curioso —comentó Tanya—. Nadie me había dicho nunca que me mostrara
cuidadosa.
Entonces se le ocurrió pensar que siempre había vivido resguardada del frío;
siempre, al menos, desde aquella pesadilla de Drumore que sólo recordaba en sueños.
Maslovsky y su esposa habían sido unos buenos padres. Nunca le había faltado nada.
En una sociedad marxista que, en los grandes días de Lenin y la Revolución, había
tenido como objetivo entregar todo el poder al pueblo, el poder se había convertido
rápidamente en prerrogativa de unos pocos.
La Rusia soviética se había transformado en una sociedad elitista donde toda la
importancia radicaba en «quién» era uno, no en «qué» era. Y ella, para todos los fines
prácticos, era la hija de Ivan Maslovsky. Por eso habitaba la mejor vivienda, asistió a
las escuelas más selectas y su talento fue cuidadosamente cultivado. Cuando cruzaba
Moscú hacia su casa de campo, iba en una limusina con chófer, que circulaba por el
carril reservado a las más altas personalidades de la jerarquía. Las exquisiteces que
adornaban su mesa y la ropa con que se vestía únicamente podían adquirirse en el
GUM por medio de una tarjeta especial.
En realidad, nunca prestó atención a todo eso, como tampoco a los juicios de
disidentes condenados al Gulag. Lo había ignorado todo, al igual que ignoró la
realidad aún más cruda de Drumore, con su padre muerto en la calle y Maslovsky al

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frente de todo.
—¿Te encuentras bien? —inquirió Natasha.
—Naturalmente. Acércame la toalla. —Tanya la envolvió en tomo a su cuerpo—.
¿Te has fijado en el encendedor que ha usado Turkin para darme fuego?
—¿El encendedor? No, no me he fijado.
—Un Cartier de oro macizo. ¿Qué dijo Orwell en aquel libro suyo? Todos los
animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros.
—Por favor, querida. —Natasha estaba visiblemente agitada—. No debes decir
cosas así.
—Tienes razón. —Tanya sonrió—. Estoy enfadada, eso es todo. Creo que
intentaré dormir un rato. Debo estar descansada para el concierto de esta noche. —
Pasaron a la habitación contigua y Tanya se metió en la cama, todavía envuelta en la
toalla—. ¿Siguen ahí?
—Sí.
—Voy a dormir.
Natasha cerró las cortinas y salió del cuarto. Tanya se quedó inmóvil en la
oscuridad, pensando en muchas cosas. Los sucesos de las últimas horas habían sido
inquietantes por sí mismos, pero, curiosamente, lo más significativo era el modo en
que la habían tratado. Tanya Voroninova, artista de renombre internacional, que había
recibido la Medalla de la Cultura de manos del propio Brezhnev, sintió sobre ella
todo el peso de la mano del Estado. Lo cierto era que durante toda su vida ella había
sido alguien gracias a Maslovsky. Y aquel día se le había hecho entender que, en
último término, sólo era otra cifra.
Ya era suficiente. Encendió la lámpara de cabecera, abrió su bolsa y sacó el
paquete que Devlin le había entregado. El pasaporte británico era excelente;
expedido, según indicaba la fecha, tres años antes. Había un visado para Estados
Unidos, donde estuvo en dos ocasiones. También había entrado en Alemania, Italia,
España y, una semana antes, en Francia. Un buen detalle. Su nombre era Joanna
Frank, nacida en Londres, de profesión periodista. La foto, como Devlin le había
dicho, mostraba un excelente parecido. No faltaban una o dos cartas personales con
su dirección de Chelsea, en Londres, una tarjeta de crédito American Express ni un
permiso de conducir británico. Habían pensado en todo.
Las rutas alternativas estaban claramente explicadas. El vuelo directo de París a
Londres no era aceptable. Resultaba asombroso lo fría y calculadora que se había
vuelto. Sólo tendría una mínima posibilidad de escabullirse, suponiendo que se le
presentara la oportunidad, y sin duda la echarían de menos al momento. Lo primero
que harían sería cubrir los aeropuertos.
Parecía obvio que lo mismo ocurriría en las terminales del ferry de Calais y
Boulogne. Pero la gente de Londres había preparado una ruta que tal vez fuera pasada

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por alto. Un tren salía de París a Rennes, donde enlazaba con otro que llegaba hasta
St. Malo, en la costa de Bretaña. Una vez allí, un servicio de hidroplano le permitiría
llegar hasta Jersey, en las islas del Canal de la Mancha. Y desde Jersey partían varios
aviones diarios con destino a Londres.
Se levantó silenciosamente, anduvo de puntillas hasta el cuarto de baño y cerró la
puerta. Luego, descolgó el auricular del teléfono de pared y llamó a recepción, cuyo
personal era sumamente eficaz. Sí, había un tren nocturno a Rennes, que salía de la
Gare du Nord a las once. En Rennes tendría que esperar, pero podría llegar a St. Malo
a la hora del desayuno, con tiempo de sobra para tomar el hidroplano.
Hizo correr el agua del retrete y regresó al dormitorio, bastante satisfecha consigo
misma por no haber mencionado su nombre ni el número de su habitación. La
consulta podía haber sido de cualquiera de los varios centenares de huéspedes.
—Están convirtiéndote en un animal de la selva, Tanya —se dijo en voz baja.
Sacó del armario la bolsa que solía utilizar para llevar sus cosas a los conciertos.
No era mucho lo que podía ocultar en ella. Se notaría. Reflexionó un rato sobre esta
cuestión y, finalmente, se decidió por un bar de botas de gamuza suave. Bien
dobladas, encajaban perfectamente en el fondo de la bolsa. Después, descolgó de su
percha un mono de algodón negro, lo plegó y lo puso encima de las botas.
Finalmente, colocó la partitura del concierto y las partes orquestales que había estado
estudiando.
Ya estaba todo preparado. Se acercó a la ventana y contempló el exterior. Había
empezado a llover de nuevo y se estremeció, sintiéndose repentinamente muy sola.
Recordó a Devlin y la fuerza que emanaba de él. Por un instante pensó telefonearle,
pero rechazó la idea. No podía llamar desde allí. En cuanto empezaran a hacer
comprobaciones, localizarían la llamada en cuestión de minutos. Volvió a la cama y
apagó la luz. ¡Si al menos consiguiera dormir una o dos horas! El rostro apareció en
su conciencia: la pálida tez de Cuchulain y sus ojos oscuros le impedían dormir.

Para el concierto se puso un vestido largo de terciopelo negro. Era de Balmain, con
una chaqueta a juego, muy llamativo. Las perlas en torno a su cuello y los pendientes
eran una especie de talismán de la suerte; un regalo de los Maslovsky antes de la final
del premio Chaikovsky, su mayor triunfo.
Natasha entró en el cuarto y se detuvo a su lado, ante el tocador.
—¿Preparada? No queda mucho tiempo. —Posó sus manos sobre los hombros de
Tanya—. Estás encantadora.
—Gracias. Ya he preparado mis cosas.
Natasha tomó la bolsa.
—¿Llevas una toalla? Siempre te la olvidas.
Abrió la cremallera antes de que Tanya pudiera impedírselo, y se quedó

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paralizada. Miró a la joven con ojos muy abiertos.
—Por favor —dijo Tanya suavemente—. Si es que alguna vez he significado algo
para ti.
La mujer de más edad respiró hondo, pasó al cuarto de baño y regresó con una
toalla. La dobló, la metió en la bolsa y cerró la cremallera.
—Ya está —anunció—. Todo dispuesto.
—¿Todavía llueve?
—Sí.
—Entonces, no llevaré la capa de terciopelo. Creo que me pondré la trinchera.
Natasha fue a buscarla al armario y la colocó sobre sus hombros. Tanya sintió que
sus manos se ponían rígidas por un instante.
—Es hora de irnos.
Tanya cogió la bolsa, abrió la puerta y pasó a la habitación contigua, donde
esperaban Shepilov y Turkin. Ambos vestían de esmoquin, como requería la
recepción que iba a celebrarse tras el concierto.
—Si me permite la observación, está usted espléndida, camarada —dijo Turkin
—. Un orgullo para nuestro país.
—Ahórreme sus cumplidos, capitán —respondió ella fríamente—. Si quiere ser
de utilidad, lléveme la bolsa.
Se la entregó y emprendió la marcha.

La sala de conciertos del conservatorio estaba llena a rebosar. Cuando Tanya salió al
escenario, la orquesta se puso en pie para recibirla y sonó una ovación atronadora. El
público, siguiendo el ejemplo del presidente Mitterrand, también se había levantado.
La joven tomó asiento y se apagaron todos los ruidos. Reinaba un absoluto
silencio cuando el director alzó la batuta, y entonces la batuta descendió y, mientras
la orquesta empezaba a tocar, las manos de Tanya Voroninova se movieron sobre el
teclado.
Tanya estaba llena de alegría, casi en éxtasis, y tocó como nunca antes había
tocado, con una nueva y vibrante energía, como si por fin estuviera liberando algo
que había permanecido encerrado en su interior durante años. La orquesta respondió
tratando de emularla, de modo que al final, en la espectacular conclusión del
excepcional concierto de Rachmaninov, orquesta y piano se fusionaron en una unidad
que dio lugar a una experiencia que los presentes no olvidarían jamás.
La reacción del público fue distinta de todo lo que ella había conocido hasta
entonces. Se levantó para saludar, con la orquesta a su espalda, mientras todo el
mundo aplaudía. Alguien lanzó una flor al escenario, y pronto siguieron otras cuando
las mujeres deshicieron sus ramilletes.
Tanya abandonó el escenario, y Natasha, que la esperaba con lágrimas corriéndole

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por las mejillas, la rodeó con sus brazos.
—¡Has estado maravillosa, babushka!. ¡Mejor que nunca!
Tanya le estrechó con fuerza.
—Ya lo sé. Es mi noche, Natasha. Si fuera necesario, esta noche podría
enfrentarme al mundo entero y salir vencedora.
En seguida, se volvió y regresó al escenario para saludar a un público que se
negaba a dejar de aplaudir.

François Mitterrand, presidente de la República de Francia, asió sus dos manos y las
besó con fervor.
—Mis respetos, mademoiselle. Una interpretación extraordinaria.
—Es usted demasiado amable, monsieur le Président —respondió ella en su
propio idioma.
Los camareros comenzaron a servir el champaña y la multitud se congregó, entre
destellos de flashes, mientras el presidente ofrecía un brindis por la artista y la
presentaba luego al ministro de Cultura y a otras personalidades. Tanya advirtió la
presencia de Shepilov y Turkin junto a la puerta, hablando con Nikolai Belov. Éste,
sumamente elegante con su esmoquin de terciopelo y su camisa con pechera de
volantes, alzó su copa hacia ella y se aproximó. Tanya consultó su reloj. Pasaban
unos minutos de las diez. Si quería marcharse, tenía que ser de inmediato.
Belov tomó su mano derecha y la besó.
—Ha estado genial. Debería enfadarse más a menudo.
—Es una forma de verlo. —Tomó otra copa de champaña de la bandeja que
portaba un camarero—. Parece que han venido todas las personalidades del cuerpo
diplomático. Debe de sentirse satisfecho. Es todo un triunfo.
—Sí, desde luego, pero lo cierto es que los rusos siempre hemos tenido un
sentimiento musical del que otros pueblos carecen.
Ella miró a su alrededor.
—¿Dónde está Natasha?
—Allí, con la prensa. ¿Quiere que vaya a buscarla?
—No hace falta. Tengo que ir un momento al tocador, pero puedo arreglarme
perfectamente yo sola.
—Naturalmente. —Hizo un ademán de cabeza dirigido a Turkin, que se acercó a
ellos—. Acompañe a la camarada Voroninova al tocador, Turkin. Espere a que salga y
acompáñela de nuevo hasta aquí. —Se volvió hacia Tanya, sonriente—. No queremos
que sufra ningún daño entre todo este gentío.
La multitud le abrió paso, sonriéndole y alzando sus copas hacia ella, y Turkin la
siguió por el angosto corredor hasta que llegaron a la puerta del tocador.
Ella la abrió.

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—Supongo que podré entrar yo sola. ¿O no?
Turkin sonrió burlonamente.
—Si insiste, camarada.
Sacó un cigarrillo y estaba encendiéndolo cuando Tanya cerró la puerta. No corrió
el pestillo; sencillamente, se desprendió de los zapatos, se quitó la chaqueta y
desabrochó la cremallera de su precioso traje, dejándolo caer al suelo. Sacó el mono
de la bolsa en un instante, se lo puso en cuestión de segundos y se calzó las botas de
gamuza. A continuación, recogió el bolso y la trinchera, se introdujo en el retrete y
cerró la puerta a sus espaldas.
Ya había examinado antes la ventana. Era lo bastante grande como para salir por
ella, y daba a un patio en la planta baja del conservatorio. Se encaramó sobre el
asiento y saltó por la ventana. Estaba lloviendo con fuerza. Se enfundó en la
trinchera, recogió la bolsa y corrió hacia la verja. Estaba asegurada con un cerrojo por
el interior, y pudo abrirla fácilmente. Al cabo de un instante, avanzaba a paso vivo
por la rué de Madrid en busca de un taxi.

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CAPÍTULO 8

Cuando sonó el teléfono, Devlin estaba mirando una película en la sesión


nocturna de la televisión. La voz le llegó con sorprendente claridad, tanto, que al
principio creyó que se trataba de una llamada local.
—¿Profesor Devlin?
—Sí.
—Soy Tanya, Tanya Voroninova.
—¿Dónde está usted? —inquirió Devlin.
—En la Gare du Nord, en París. Sólo dispongo de un par de minutos. Voy a tomar
el tren de Rennes.
—¿Rennes? —Devlin estaba desconcertado—. ¿Y qué diablos va a hacer allí?
—Cambiar de tren para ir a St. Malo. Llegaré a la hora del desayuno. De allí sale
un hidroplano hacia Jersey, que es como decir Inglaterra. Una vez allí, estaré a salvo.
Tomaré un avión hacia Londres. He tenido unos pocos minutos para darles esquinazo,
y supongo que las demás rutas que me indicó su gente de Londres estarán vigiladas.
—De modo que ha cambiado de idea. ¿Por qué?
—Digamos que me he dado cuenta de que usted me gusta y ellos no. Eso no
significa que odie mi país. Sólo a ciertas personas. Ahora debo irme.
—Me comunicaré con Londres —dijo Devlin—. Llámeme desde Rennes y
¡buena suerte!
Se cortó la comunicación. Devlin permaneció inmóvil, con el teléfono en la mano
y una leve sonrisa irónica en sus labios, como maravillado.
—Vaya, vaya. ¿Qué te parece? —musitó suavemente—. He aquí una chica que
cualquiera querría presentar a su madre.
Marcó el número de Cavendish Square y le contestaron casi al instante.
—Ferguson al habla.
Parecía irritado.
—¿No estaría por casualidad sentado en la cama, viendo una vieja película de
Bogart por televisión? —quiso saber Devlin.
—¡Dios mío! ¿Es que ahora se dedica a la clarividencia?
—Pues ya puede saltar de la cama y apagar el televisor. El juego está en marcha
otra vez.
La voz de Ferguson cambió.
—¿Qué está diciendo?
—Que Tanya Voroninova se ha fugado. Acaba de llamarme desde la Gare du
Nord. Toma el tren de Rennes. Luego, St. Malo y, por la mañana, Jersey. Temía que

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las otras rutas estuvieran vigiladas.
—Chica lista —gruñó Ferguson—. Harán lo que sea para dar con ella.
—Volverá a llamarme en cuanto llegue a Rennes. Supongo que será hacia las tres
y media o las cuatro.
—No se aleje del teléfono —respondió Ferguson—. Volveré a llamarle.
En su apartamento, Harry Fox iba a darse una ducha antes de acostarse cuando
sonó el teléfono. Fue a descolgarlo, maldiciendo para sí. Había sido un día muy duro.
Necesitaba dormir.
—¿Harry?
El tono de voz de Ferguson le hizo ponerse alerta de inmediato.
—¿Sí, señor?
—Venga aquí rápidamente. Tenemos trabajo.

Cussane estaba en su estudio, preparando la homilía del domingo, cuando se activó el


avisador conectado a los aparatos del altillo. Para cuando llegó arriba, Devlin ya
había colgado el teléfono. Rebobinó la cinta y la escuchó con gran atención. Al
terminar, siguió sentado un rato, reflexionando sobre las implicaciones de cuanto
acababa de oír. Todas eran malas.
Bajó otra vez al estudio y telefoneó a Cherny.
—Soy yo —anunció en cuanto el profesor atendió la llamada—. ¿Estás solo?
—Sí. Iba a acostarme. ¿Desde dónde llamas?
—Desde mi casa. Tenemos un grave problema. Escúchame bien.
Cuando terminó, Cherny observó:
—Cada vez peor. ¿Qué quieres que haga?
—Comunícate inmediatamente con Lubov. Dile que se ponga en contacto con
Belov, en París, sin pérdida de tiempo. Quizá aún puedan detenerla.
—¿Y si no pueden?
—Entonces, tendré que encargarme yo en cuanto llegue aquí. Volveré a llamar,
conque no te alejes del teléfono.
Se sirvió un vaso de whisky y se detuvo ante el fuego. Era extraño, pero, aun
después de tantos años, seguía viendo a Tanya como una niña demacrada de pie bajo
la lluvia.
Alzó su vaso y brindó en voz baja.
—A tu salud, Tanya Voroninova. A ver si eres capaz de echarles una buena
carrera a esos bastardos.

Al cabo de cinco minutos, Turkin empezó a sospechar que algo andaba muy mal,
entró en el tocador de señoras y descubrió la puerta del retrete cerrada. El silencio

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que respondió a su imperiosa llamada le indujo a derribar la puerta. El retrete vacío y
la ventana abierta se lo dijeron todo. Saltó por la ventana, fue a dar al patio y salió a
la rue de Madrid. No se veía ni rastro de ella, conque rodeó el conservatorio y volvió
a entrar por la puerta principal, hirviendo de negra furia. Por culpa de aquella maldita
mujer su carrera estaba arruinada y hasta su misma vida peligraba.
Belov estaba tomando otra copa de champaña, enfrascado en una conversación
con el ministro de Cultura, cuando Turkin le tocó suavemente un hombro.
—Lamento interrumpirle, coronel. ¿Me permite unas palabras?
Se lo llevó hacia el rincón más cercano y allí le comunicó la mala noticia.

Nikolai Belov había comprobado siempre que las adversidades eran su mejor acicate.
Nunca fue de los que lloran por la leche derramada. En su despacho de la embajada,
sentado tras el escritorio, contemplaba a Natasha Rubenova. Shepilov y Turkin
permanecían de pie junto a la puerta.
—Vuelvo a preguntárselo, camarada. —Se dirigía a Natasha—. ¿Le dijo algo?
Seguramente usted, entre todas las personas, debía de tener alguna idea acerca de sus
intenciones.
Natasha estaba llorosa y asustada sin necesidad de fingirlo, y esto la ayudó a
mentir con convicción.
—Estoy tan a oscuras como usted, camarada coronel.
Belov suspiró y le hizo una señal a Turkin, que avanzó hacia ella y la obligó a
sentarse en una silla. Luego, se quitó el guante derecho y le apretó el cuello,
pellizcándole un nervio que mandó una oleada de penetrante dolor por todo su
cuerpo.
—Vuelvo a preguntárselo —dijo Belov amablemente—. Por favor, sea razonable.
Detesto esta clase de cosas.
Natasha, llena de dolor, rabia y humillación, tuvo el gesto más valeroso de su
vida.
—¡Por favor! ¡Camarada, le juro que no me dijo nada! ¡Nada!
Volvió a gritar cuando el dedo de Turkin presionó de nuevo el nervio. Belov agitó
la mano.
—Basta. Creo que dice la verdad. ¿Por qué habría de mentirnos?
Ella se acurrucó en la silla, sollozando, y Turkin preguntó:
—¿Y ahora qué, camarada?
—Hemos cubierto los aeropuertos. No ha tenido tiempo de tomar ningún avión.
—¿Y Calais y Boulogne?
—Nuestros hombres se dirigen allí por carretera. Llegarán mucho antes de que
salga el primer transbordador de la mañana.
Shepilov, que rara vez hablaba, preguntó en tono comedido:

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—Discúlpeme, camarada coronel, pero ¿ha tomado en cuenta la posibilidad de
que haya ido a refugiarse en la embajada británica?
—Naturalmente —contestó Belov—. Desde junio pasado, y por razones
evidentes, tenemos un equipo de vigilancia que controla la entrada durante las horas
de la noche. No ha acudido allí, por el momento, y si lo hace…
Se encogió de hombros.
Se abrió la puerta y entró apresuradamente Irana Vronsky.
—Un mensaje para usted, camarada. Es de Lubov, en Dublín, y muy urgente. Los
de la sala de radio lo han conectado a su teléfono. Línea uno.
Belov tomó el auricular y escuchó atentamente. Cuando volvió a colgarlo, estaba
sonriendo.
—Buenas noticias. Está viajando en el tren de Rennes. Vamos a ver el mapa. —
Señaló a Natasha con la cabeza—. Llévatela de aquí, Irana.
—¿Por qué a Rennes? —se extrañó Turkin.
Belov localizó la población en el mapa mural.
—Para cambiar de tren rumbo a St. Malo. Una vez allí, podrá tomar el hidroplano
hasta Jersey, en las islas del Canal.
—¿Territorio británico?
—Exacto. Jersey, mi querido Turkin, es un lugar pequeño, pero posiblemente se
trate de una de las bases financieras más importantes del mundo. Tiene un aeropuerto
de primera, con varios vuelos diarios a Londres y a muchos otros sitios.
—De acuerdo —asintió Turkin—. Entonces, tendremos que llegar a St. Malo
antes que ella. Iré a buscar el coche.
—Un momento. Consultemos la guía Michelin. —Belov encontró la guía de tapas
rojas en el cajón superior izquierdo de su escritorio y comenzó a hojearla—. Ah, aquí
está, St. Malo. A seiscientos kilómetros de París, y buena parte de ellos a través de la
campiña bretona. Imposible llegar a tiempo en coche. Vaya a la Oficina Cinco,
Turkin, y vea si tienen a alguien en St. Malo que pueda encargarse del trabajo. Y
usted, Shepilov, dígale a Irana que necesito toda la información que tenga acerca de
Jersey. El aeropuerto, el puerto, horarios de barcos y de aviones, todo. Y deprisa.

En Cavendish Square, Kim estaba preparando el fuego en el salón mientras Ferguson,


envuelto en un viejo albornoz, trataba de abrirse camino entre la masa de papeles que
atestaba su escritorio.
El gurja se puso en pie.
—¿Café, sahib?
—¡Dios mío, no, Kim! Té recién hecho y en abundancia, y también algunos
emparedados. Lo dejo en tus manos.
Kim se retiró y entró Harry Fox desde el estudio.

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—Bueno, señor, aquí está el programa. Tendrá que esperar en Rennes durante casi
dos horas. De ahí a St. Malo hay ciento doce kilómetros. Llegará a las siete y media.
—¿Y el hidroplano?
—Sale a las ocho y cuarto. La travesía dura aproximadamente una hora y cuarto.
Hay un cambio de horario, por supuesto, de modo que llegará a Jersey hacia las ocho
y media, hora local. Hay un vuelo a Londres, aeropuerto de Heathrow, que sale de
Jersey a las diez y diez. Tendrá tiempo de sobra para tomarlo. Se trata de una isla
pequeña, señor. Apenas si hay quince minutos en taxi desde el muelle del
transbordador al aeropuerto.
—No podemos dejarla sola, Harry. Quiero que haya alguien esperándola. Tendrá
que irse usted allí. Debe de haber algún vuelo a primera hora.
—Lamentablemente, no llega a Jersey hasta las nueve y veinte.
—¡Maldición! —exclamó Ferguson, descargando un puñetazo sobre su escritorio,
en el mismo momento en que Kim hacía su aparición con una bandeja ocupada por el
servicio del té y un plato de emparedados recién preparados, que desprendían el
inconfundible aroma del bacon a la parrilla.
—Queda una posibilidad, señor.
—¿Cuál?
—Mi primo Alex, señor. Alexander Martin. En realidad, es un primo segundo.
Vive en Jersey. Trabaja en algo relacionado con el mundo de las finanzas y está
casado con una chica de allí.
—¿Martin? —Ferguson frunció el entrecejo—. Ese nombre me resulta conocido.
—Sí, señor. Ya le hemos utilizado antes. Cuando trabajaba en un banco comercial
de la city, viajó mucho para nosotros: Ginebra, Zurich, Berlín, Roma…
—¿No está en la lista activa?
—No, señor. Lo utilizamos principalmente como correo, aunque hubo un
incidente en Berlín oriental hace cosa de tres años. La situación se complicó un tanto,
y el hombre se comportó bastante bien.
—Sí, ya lo recuerdo —asintió Ferguson—. Estaba citado con una mujer para
recoger unos documentos y, cuando supo que la habían descubierto, la sacó por
Checkpoint Charlie en el maletero de su coche.
—Exactamente, señor. Ése es Alex. Una breve comisión de servicio en los Welsh
Guards y tres períodos de servicio en Irlanda. Es un gran aficionado a la música, y
toca el piano notablemente bien. Está como una cabra. Típicamente gales.
—¡Hable con él! —exclamó Ferguson—. ¡Ahora mismo! —Tenía un
presentimiento acerca de Martin, y eso le animó considerablemente. Tomó uno de los
emparedados de bacon—. Diría que esto tiene muy buen aspecto.

Alexander Martin tenía treinta y siete años y era un hombre alto y bastante apuesto,

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con una apariencia engañosamente perezosa. Era muy propenso a sonreír con
tolerancia, cosa que le resultaba muy conveniente en la profesión de agente de
inversiones, que había adoptado al trasladarse a Jersey dieciocho meses antes. Como
le había comentado a su esposa, Joan, en más de una ocasión, el problema del
negocio de inversiones era que le obligaba a frecuentar la compañía de los ricos, los
cuales, considerándolos en conjunto, le disgustaban profundamente.
Aun así, la vida tenía sus compensaciones. Era un pianista notable, ya que no
genial. De haberlo sido, la vida habría podido ser muy distinta. En aquellos
momentos estaba sentado al piano en la sala de estar de su agradable vivienda en St.
Aubin, con vistas al mar, tocando una pieza de Bach, una composición fría y brillante
que exigía una total concentración. Vestía de esmoquin, con el lazo de la corbata
negra deshecho en torno al cuello. El teléfono estuvo sonando un buen rato antes de
que él se diera cuenta. Frunció el ceño, pensando en lo avanzado de la hora, y lo
descolgó.
—¿Diga?
—¿Alex? Soy Harry, Harry Fox.
—¡Dios mío! —exclamó Alex Martin.
—¿Cómo están Joan y los pequeños?
—Han ido a pasar una semana en Alemania, en casa de su hermana. Está casada
con un comandante de vuestras fuerzas. Detmold.
—¿De manera que estás solo? Supuse que ya te habrías ido a la cama.
—Acabo de llegar de un concierto. —Martin se sentía del todo despierto, pues su
experiencia anterior le advertía que no se trataba de una simple llamada amistosa—.
Muy bien, Harry. ¿De qué se trata?
—Te necesitamos, Alex, y mucho. Pero no como las otras veces. Ahí mismo, en
Jersey.
Alex Martin se echó a reír, asombrado.
—¿En Jersey? ¿Estás de broma?
—Se trata de una chica llamada Tanya Voroninova. ¿Has oído hablar de ella?
—Pues claro que he oído hablar de ella —respondió Martin—. Una de las
mejores pianistas de concierto que ha aparecido en los últimos años. La vi tocar en el
Albert Hall durante la pasada temporada. Mi oficina recibe los periódicos de París
todos los días. Ahora está allí, dando una serie de conciertos.
—No, ya no está en París —le contradijo Fox—. En estos momentos debe de
estar a mitad de camino de Rennes, en el tren de la noche. Se pasa a nuestro bando,
Alex.
—¿Qué has dicho?
—Con un poco de suerte, estará en el hidroplano de St. Malo que llega a Jersey a
las ocho y media. Viaja con un pasaporte británico a nombre de Joanna Frank.

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Martin empezó a comprenderlo todo.
—Y tú quieres que vaya a esperarla.
—Exactamente. La llevas directamente al aeropuerto y la metes en el avión de
Heathrow de las diez y diez. Eso es todo. Nosotros nos cuidaremos de recibirla aquí.
¿Algún problema?
—En absoluto. Conozco su cara. De hecho, todavía conservo el programa de su
concierto en el Albert Hall, y viene su fotografía.
—Muy bien —respondió Fox—. Cuando llegue a Rennes, ha de telefonear a un
contacto nuestro. Le diremos que estarás esperándola.
Se oyó la voz de Ferguson.
—Déme el aparato. Al habla Ferguson.
—Hola, señor —dijo Martin.
—Le estamos muy agradecidos.
—No vale la pena, señor. Sólo hay una cosa. ¿Qué me dice de la oposición?
—No esperamos que haya ninguna. El KGB controlará los puntos de salida más
evidentes, como el aeropuerto Charles de Gaulle, Calais o Boulogne, pero es muy
improbable que se le ocurra esta ruta. Lo dejo otra vez con Harry.
—Nos mantendremos en contacto, Alex —prosiguió Fox—. Si se presenta algún
problema, llama a este número.
Martin no anotó.
—Parece cosa hecha. Me distraerá de la rutina del negocio de las inversiones. Ya
te llamaré.
Para entonces, se sentía completamente despierto y muy animado. Era inútil que
pensara en dormir. Le esperaba una mañana interesante. Se preparó un vaso de vodka
con tónica y volvió con su Bach, ante el piano.

La Oficina Cinco era la sección de la embajada soviética en París que se ocupaba de


las relaciones con el Partido Comunista francés, la infiltración en los sindicatos y
cosas por el estilo. Turkin se pasó media hora estudiando su fichero de la región de
St. Malo, pero no encontró nada.
—El problema, camarada —le dijo a Belov cuando regresó a su despacho—, es
que el Partido Comunista francés resulta muy poco fiable. A la hora de la verdad, los
franceses suelen anteponer la nación al partido.
—Ya sé —admitió Belov—. Se debe a una creencia innata en su propia
superioridad. —Señaló los papeles esparcidos sobre su escritorio—. He estudiado
Jersey bastante a fondo. La solución es muy sencilla. ¿Recuerda ese pequeño
aeropuerto en las afueras de París que hemos utilizado en otras ocasiones?
—¿Croix? —preguntó Turkin—. ¿El servicio de taxis aéreos de Lebel?
—Eso mismo. El aeropuerto de Jersey abre temprano. Podrían aterrizar allí a las

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siete, con tiempo suficiente para esperarla en el muelle. Disponen del habitual surtido
de pasaportes. Podrían viajar como hombres de negocios franceses.
—¿Y cómo la traemos de vuelta? —quiso saber Turkin—. Si tomamos un avión
en el aeropuerto de Jersey, tendremos que pasar controles de aduanas e inmigración.
Le resultaría demasiado fácil crear un escándalo.
—Discúlpeme, camarada coronel —intervino Shepilov—, pero ¿es absolutamente
necesario que la traigamos con nosotros? Tengo la impresión de que en este asunto lo
único que hace falta es asegurarnos su silencio, ¿o acaso me equivoco?
—Se equivoca por completo —respondió Belov fríamente—. No importan las
circunstancias ni las dificultades: el general Maslovsky la quiere de vuelta. No me
gustaría hallarme en su lugar, Shepilov, si tuviera que informar que se vio obligado a
matarla. Pero creo que hay una solución fácil. Según estos folletos, en el puerto de St.
Helier hay un club náutico donde alquilan embarcaciones. ¿No era la navegación a
vela uno de sus pasatiempos favoritos, Turkin?
—Sí, camarada.
—Bien. En tal caso, estoy seguro de que será capaz de hacer en un bote de motor
la travesía de Jersey a St. Malo. Una vez allí, puede alquilar un coche y traerla por
carretera.
—Muy bien, coronel.
Irana se presentó con el café en una bandeja.
—Excelente —aprobó Belov—. Ahora, lo único que nos queda es sacar a Lebel
de la cama. Tenemos el tiempo justo.

Para su propia sorpresa, Tanya logró dormir durante la mayor parte del trayecto, y
tuvo que ser despertada por dos jóvenes estudiantes que habían viajado junto a ella
desde la salida de París. Eran las tres y media y, aunque había dejado de llover, en el
andén de la estación de Rennes hacía mucho frío. Los estudiantes conocían un café
cerca de la estación, en el bulevar Beaumont, que no cerraba en toda la noche, y la
acompañaron hasta allí. Era un lugar cálido y acogedor, no muy lleno de gente. Pidió
café y una tortilla, y se dirigió al teléfono público para llamar a Devlin. Devlin, que
había estado esperando nerviosamente su llamada, preguntó:
—¿Está bien?
—Muy bien. Incluso he dormido en el tren. No se preocupe. Es imposible que
sepan dónde estoy. ¿Cuándo volveremos a vernos?
—Pronto —le aseguró Devlin—. Pero antes hemos de conseguir que llegue a
Londres sin problemas. Ahora, escúcheme. Cuando llegue a Jersey, habrá un hombre
llamado Martin esperándola en el muelle. Alexander Martin. Al parecer se trata de un
admirador suyo, de modo que la reconocerá fácilmente.
—Entiendo. ¿Algo más?

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—De momento, no.
Cortó la comunicación y Devlin colgó. Una chica de valía, se dijo mientras iba
hacia la cocina. En su vivienda, Harry Cussane ya estaba llamando a Paul Cherny.

Croix, un minúsculo aeropuerto con una torre de control, dos hangares y tres
barracones, era la sede de un aeroclub, pero también lo utilizaba Pierre Lebel como
base para su servicio de taxis aéreos. Lebel era un hombre moreno y taciturno que
jamás hacía preguntas si el precio le parecía correcto. Ya había trabajado
anteriormente para Belov y conocía bien a Turkin y Shepilov, aunque ni siquiera
imaginaba que fueran rusos. Siempre había supuesto que andaban en algo ilegal, pero
mientras no hubiera drogas de por medio y el precio fuese adecuado, él no tenía nada
que objetar. Cuando llegaron ambos pasajeros, él ya estaba esperándolos y abrió la
puerta del hangar principal para que pudieran meter el coche dentro.
—¿Qué avión vamos a usar? —inquirió Turkin.
—El Chieftain. Es más rápido que el Cessna y vamos a tener el viento de cara
durante todo el vuelo hasta el golfo de St. Malo.
—¿Cuándo salimos?
—Cuando ustedes quieran.
—Creía que el aeropuerto de Jersey estaba cerrado al tráfico hasta las siete.
—Quien se lo dijo no estaba bien informado. Oficialmente, es hasta las siete y
media para los aerotaxis. Sin embargo, se abre a las cinco y media para el avión del
papel.
—¿El avión del papel?
—Los periódicos de Inglaterra, el correo y cosas por el estilo. Normalmente no
suelen denegar una solicitud de aterrizaje antes de la hora, sobre todo si es de alguien
a quien conocen. Cuando llamaron, me dio la impresión de que esta vez tenían un
poco de urgencia, ¿no es así?
—La tenemos —le aseguró Turkin.
—Bien. Entonces, será mejor que subamos al despacho y dejemos arreglado el
aspecto comercial del asunto.
El despacho estaba al final de un desvencijado tramo de escalera. Era un cuarto
pequeño y atestado, con un escritorio desordenado y una sola bombilla que pendía del
techo. Turkin le entregó un sobre a Lebel.
—Cuéntelo.
—Lo haré, no se preocupe —respondió el francés.
En aquel momento sonó el teléfono. Contestó y, en seguida, le tendió el auricular
a Turkin.
—Es para usted.
La llamada era de Belov.

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—Ha llamado a Devlin desde Rennes. Hay otra complicación. En Jersey la espera
un hombre llamado Alexander Martin.
—¿Un profesional? —quiso saber Turkin.
—No tenemos ninguna información sobre él. Nunca habría supuesto que tuvieran
agentes en un lugar como Jersey, pero…
—No se preocupe —le tranquilizó Turkin—. Nos encargaremos de él.
—Buena suerte.
Turkin colgó el aparato y se volvió hacia Lebel.
—Muy bien, amigo. Cuando usted quiera.

Cuando aterrizaron en el aeropuerto de Jersey eran las seis en punto de una despejada
y ventosa mañana, y el firmamento comenzaba a iluminarse hacia el este con un
resplandor anaranjado sobre el horizonte. El funcionario a cargo de los trámites de
aduana e inmigración era un hombre agradable y cortés. No había motivo para que no
lo fuera, pues sus papeles estaban en orden y en Jersey estaban acostumbrados a
recibir miles de visitantes franceses todos los años.
—¿Se queda usted aquí? —le preguntó a Lebel.
—No, vuelvo inmediatamente a París —contestó el francés.
—¿Y ustedes, caballeros?
—Tres o cuatro días. Negocios y placer —respondió Turkin.
—¿Llevan algo que declarar? ¿Han leído el cartel?
—Nada en absoluto.
Turkin le tendió su bolsa de viaje, pero el funcionario la rechazó con un ademán.
—Nada más, caballeros. Les deseo una estancia agradable.
Se despidieron de Lebel con un apretón de manos y pasaron a la sala de llegadas,
que a tan temprana hora se encontraba desierta. En el exterior había uno o dos coches
aparcados, pero la parada de taxis estaba vacía. Había un teléfono público adosado a
la pared, pero cuando Turkin iba a utilizarlo, Shepilov le dio un golpecito en el codo
y señaló con el dedo un taxi que llegaba al aeropuerto. Se detuvo ante la puerta y
descendieron dos azafatas. Los rusos esperaron y el taxi avanzó hacia ellos.
—Empiezan temprano el día, señores —observó el taxista.
—Sí, es cierto —asintió Turkin—. Acabamos de llegar de París en un vuelo
privado.
—Oh, ya veo. ¿Adónde quieren que los lleve?
Turkin, que había pasado la mayor parte del viaje examinando la guía de Jersey
que Irana le había entregado, y en particular el mapa de St. Helier, respondió:
—Al Weighbridge. ¿No se llama así? Junto a los muelles.
El taxi se puso en movimiento.
—¿No necesitan un hotel, entonces?

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—Estamos citados con unos amigos para más tarde. Ellos se cuidarán de todo eso.
Ahora queríamos desayunar algo.
—Allí estarán bien. Cerca del Weighbridge hay un café que abre temprano. Yo les
llevaré.
A aquella hora, el tráfico era más bien escaso y el recorrido hasta Bel Royal y a lo
largo de Victoria Avenue les llevó poco más de diez minutos. Estaba saliendo el sol y
el panorama de la bahía de St. Aubin era espectacular, con la marea alta rodeando por
completo de agua la roca sobre la que se alzaba el Elizabeth Castle. Ante ellos se
extendían la ciudad y el rompeolas del puerto, con sus grúas que se alzaban hacia el
cielo.
El conductor se metió en el aparcamiento de automóviles al final del paseo
marítimo.
—Ya hemos llegado, señores. El Weighbridge. Allí está la oficina de turismo. Si
necesitan alguna información, abrirá dentro de un rato. El café queda al otro lado de
la calle, detrás de aquella esquina. Digamos que son tres libras.
Turkin, que había recibido de Irana varios centenares de libras en moneda inglesa,
sacó de su cartera un billete de cinco.
—Quédese con el cambio. Ha sido usted muy amable. ¿Cómo se llega al club
náutico?
El taxista se lo señaló.
—Al otro extremo del muelle. Pueden ir andando.
Turkin volvió la cabeza hacia el rompeolas que se introducía en la bahía.
—¿Y los barcos atracan ahí?
—Exacto. En el Albert Quay. Desde aquí se ve la rampa para los automóviles del
transbordador. Los hidroplanos atracan un poco más lejos.
—Bien —respondió Turkin—. Muchas gracias.
Salieron del taxi, que volvió a ponerse en marcha. Había unos lavabos públicos a
escasos metros de distancia; sin decir palabra, Turkin echó a andar hacia ellos y
Shepilov le siguió. Turkin abrió su bolsa de mano y, hurgando bajo la ropa que
contenía, abrió el doble fondo que ocultaba un par de pistolas. Una la metió en su
bolsillo, y la otra se la dio a Shepilov. Ambas eran automáticas, provistas de
silenciador.
Turkin cerró la cremallera de la bolsa.
—De momento, todo va bien. Vamos a echarle un vistazo al club náutico.

En el club náutico había amarradas varios centenares de embarcaciones de todas las


formas y tamaños: yates, balandros, cruceros de motor. No les costó mucho encontrar
las oficinas de una firma de alquiler de embarcaciones, pero aún no estaba abierta.
—Es demasiado temprano —observó Turkin—. Vamos abajo, a observar los

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botes amarrados.
Echaron a andar por uno de los oscilantes pontones, con embarcaciones atracadas
a ambos lados, y, tras una pausa, continuaron hacia otro. A Turkin siempre le habían
salido bien las cosas. Tenía una gran fe en su destino. La tontería de Tanya
Voroninova le había supuesto un lamentable revés en su carrera, pero estaba seguro
de que pronto quedaría arreglado. Y entonces, el destino intervino en el juego.
Al extremo del pontón había amarrada una embarcación de motor, de una
deslumbradora blancura, con una franja azul sobre la línea de flotación. El nombre
pintado en la popa era L’Alouette, matrícula de Granville, una población costera
cercana a St. Malo. Una pareja salió a cubierta hablando en francés. El hombre era
alto y barbudo, y usaba gafas. Llevaba un chaquetón oscuro. La mujer vestía tejanos
y un chaquetón similar, y un pañuelo le envolvía la cabeza.
Mientras el hombre la ayudaba a cruzar la pasarela, Turkin le oyó decir:
—Iremos andando hacia la terminal de autobuses. Allí podremos encontrar un
taxi que nos lleve al aeropuerto. El avión de Guernsey sale a las ocho.
—¿A qué hora volveremos? —preguntó ella.
—En el vuelo de las cuatro. Nos dará tiempo a desayunar en el aeropuerto.
Se alejaron por el embarcadero. Shepilov quiso saber:
—¿Qué es Guernsey?
—La isla de al lado —respondió Turkin—. Lo he leído en la guía. Hay varios
vuelos diarios entre isla e isla. Un trayecto de quince minutos. Muchos turistas los
usan para hacer excursiones de un día.
—¿Estás pensando lo mismo que yo? —inquirió Shepilov.
—Es una buena embarcación —contestó Turkin—. Podríamos estar en Francia,
de camino a París, horas antes de que regresen esos dos. —Sacó un paquete de
cigarrillos franceses y le ofreció uno a su compañero—. Démosles tiempo para que se
alejen y echaremos un vistazo.
Siguieron paseando por los embarcaderos y, al cabo de unos diez minutos,
regresaron y subieron a bordo. La puerta de la escalera de cámara que conducía bajo
cubierta estaba cerrada con llave. Shepilov extrajo una fina navaja automática y forzó
con habilidad la cerradura. Abajo había dos camarotes pulcramente amueblados, un
salón y una cocina. Subieron de nuevo a cubierta y probaron la timonera. Tenía la
puerta abierta.
—Falta la llave del encendido —observó Shepilov.
—No importa. Dame tu cuchillo. —Turkin se agachó bajo el cuadro de mandos y
arrancó diversos cables. Sólo tardó un momento en establecer el contacto correcto, y
cuando pulsó el botón de arranque, el motor se puso en marcha al primer intento.
Verificó el indicador de combustible—. Tres cuartos de depósito. —Desconectó los
cables—. ¿Sabes, Ivan? Creo que hoy es nuestro día —le dijo a Shepilov.

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Regresaron pausadamente al otro extremo de los muelles y giraron por la parte
superior del Albert Quay, deteniéndose a contemplar el amarradero del hidroplano.
—Excelente. —Turkin consultó su reloj—. Ahora ya sólo hemos de esperar.
Vamos a esa cafetería a desayunar algo.

En St. Malo, el hidroplano Condor pasó ante la Mole des Noires, a la salida del
puerto. Iba casi lleno, principalmente de turistas franceses con intención de pasar el
día en Jersey, a juzgar por los fragmentos de conversación que Tanya pudo oír. Una
vez fuera del puerto, el hidroplano comenzó a elevarse, ganando velocidad, y ella se
dedicó a contemplar la mañana, sintiéndose eufórica. Lo había conseguido. Había
vencido. Una vez en Jersey, estaría tan segura como en Londres. Se recostó sobre el
respaldo de la cómoda butaca y cerró los ojos.

Alex Martin condujo su amplio Peugeot hacia el Albert Quay y siguió avanzando
hasta que encontró un lugar apropiado para aparcar, cosa que no le resultó fácil,
porque acababa de llegar el transbordador para automóviles procedente de Weymouth
y había bastante movimiento. No había dormido en absoluto y comenzaba a notar los
efectos de la falta de sueño, a pesar de un buen desayuno y una ducha fría. Vestía
pantalones azul marino, un polo del mismo color y una chaqueta deportiva de tweed
azul celeste diseñada por Yves St. Laurent. En parte, éste atuendo se debía a su deseo
de causar buena impresión a Tanya Voroninova. Su arte significaba mucho para él, y
la oportunidad de conocer a la pianista que tanto admiraba era más importante para él
de lo que Ferguson o Fox hubieran podido imaginar.
Sus cabellos aún estaban algo húmedos y se los peinó con los dedos, súbitamente
inquieto. Abrió la guantera del Peugeot y sacó la pistola que guardaba allí. Era una
Smith & Wesson Special calibre 38, el modelo Airweight con cañón de cinco
centímetros, un arma muy utilizada por la CIA. Seis años antes, en Belfast, se la
había quitado al cadáver de un terrorista protestante, miembro de la ilegal UVF. El
hombre había intentado matar a Martin y casi lo había conseguido, pero finalmente
Martin lo había matado a él. Lo más extraño era que eso jamás le preocupó: nada de
remordimientos, nada de pesadillas.
—Vamos, Alex —se reprendió suavemente—. Esto es Jersey.
Pero la sensación no se desvanecía: un toque de inquietud como si volviera a estar
en Belfast. Recordando un viejo truco de sus días en la clandestinidad, deslizó la
pistola bajo su cinturón, a la altura de los riñones. Muchas veces, incluso un cacheo
personal pasaba por alto esa zona del cuerpo.
Esperó, fumando un cigarrillo y escuchando Radio Jersey en el aparato del
automóvil, hasta que vio el hidroplano embocar el puerto. Aun entonces, no se

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movió. Faltaban las formalidades de rigor: aduana y demás. Siguió esperando hasta
que aparecieron los primeros pasajeros en la salida de la terminal, y entonces salió del
coche y se aproximó a la puerta. Reconoció a Tanya de inmediato, con su mono negro
y la trinchera sobre los hombros como si fuera una capa.
Se adelantó a recibirla.
—¿Señorita Voroninova? —Tanya lo examinó precavidamente—. ¿O tal vez
debería decir señorita Frank?
—¿Quién es usted?
—Alexander Martin. He venido para acompañarla hasta que suba usted a su
avión. Tiene una reserva en el vuelo de las diez y diez con destino a Londres. Nos
queda tiempo de sobra.
Ella apoyó una mano en su brazo, completamente tranquilizada, sin advertir a
Turkin y Shepilov al otro lado de la calzada, situados junto a una pared y
parcialmente vueltos de espaldas.
—No se imagina usted lo agradable que resulta ver una cara amiga.
—Por aquí. —La condujo hacia el Peugeot—. El año pasado la vi tocar en el
Albert Hall. Fue algo extraordinario.
La acomodó en el asiento al lado del conductor, rodeó el coche y se instaló ante el
volante.
—¿Usted también toca? —le preguntó intuitivamente.
—Oh, sí. —Accionó la llave de contacto—. Pero no como usted.
A sus espaldas, se abrieron las portezuelas traseras de ambos lados y los dos rusos
subieron al interior, Turkin detrás de Tanya.
—No discuta. Tenemos pistolas con silenciador apuntando a su espalda y a la de
ella. Estos asientos no son precisamente a prueba de balas. Podemos matarlos a los
dos sin hacer el menor mido.
Tanya se puso rígida. Alex Martin le preguntó calmadamente.
—¿Conoce a estos hombres?
—GRU. Inteligencia militar.
—Entiendo. Y ahora ¿qué? —inquirió, dirigiéndose a Turkin.
—Ella vuelve con nosotros, si podemos llevárnosla. Si no, la matamos. Lo único
que nos importa es que no hable con ciertas personas. Cualquier estupidez por su
parte y ella será la primera en morir. Conocemos nuestro trabajo.
—No lo dudo.
—Porque nosotros somos fuertes y los suyos son débiles, niño bonito —añadió
Turkin—. Por eso acabaremos ganando nosotros. Entraremos en el palacio de
Buckingham.
—No es buen momento, viejo —replicó Alex—. Ahora la reina está en
Sandringham.

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Turkin torció el gesto.
—Muy divertido. Y ahora, ponga este cacharro en marcha. Nos vamos al club
náutico.

Recorrieron el pontón andando hacia L’Alouette. Martin sujetaba el codo de la chica y


los dos rusos caminaban tras ellos. Martin ayudó a Tanya a cruzar la pasarela. La
chica estaba temblando.
Turkin abrió la puerta de la escalera de cámara.
—¡Abajo los dos! —Les siguió de cerca, con la pistola en la mano—. ¡Alto! —les
ordenó cuando llegaron al salón—. Usted, apóyese en la mesa con las piernas bien
separadas. Y usted siéntese —le dijo a Tanya.
Shepilov permaneció a un lado, pistola en mano. Tanya estaba al borde del llanto.
Alex le aconsejó con suavidad:
—Sonría; siempre es bueno.
—Ustedes los ingleses son el colmo —observó Turkin mientras lo registraba
concienzudamente—. Inglaterra ya no pinta nada. Espere a que los argentinos les
hundan la flota en el Atlántico Sur. —Alzó el faldón de la chaqueta de Martin y
descubrió el Airweight oculto en la espalda—. ¿Has visto esto? —le preguntó a
Shepilov—. Un aficionado. En la cocina hay un rollo de cuerda. Tráela.
Shepilov no tardó en regresar.
—Y, una vez en alta mar, viaje a las profundidades, ¿no? —inquirió Martin.
—Algo por el estilo. —Turkin se volvió hacia Shepilov—. Átalo bien. Quiero
zarpar lo antes posible. Voy a poner el motor en marcha.
Subió por la escalera. Tanya había dejado de temblar, tenía el rostro pálido, y su
mirada reflejaba rabia y desesperación. Martin movió ligeramente la cabeza, y
Shepilov le aplicó un doloroso rodillazo en la espalda.
—¡Manos a la espalda, rápido! —Martin sentía la boca del silenciador sobre su
columna vertebral. El ruso se dirigió a Tanya—: Átele las muñecas.
—¿Es que no les han enseñado nada? —preguntó Martin—. Es muy peligroso
acercarse tanto.
Giró bruscamente, desplazándose hacia la izquierda, fuera de la línea de tiro. La
pistola escupió una vez, abriendo un agujero en el mamparo. Su mano derecha atrapó
la muñeca del ruso y la retorció hacia arriba, rígida como una barra de acero.
Shepilov gruñó y soltó su arma. El puño izquierdo de Martin cayó sobre su brazo
como un martillo y se lo quebró.
Shepilov lanzó un grito y cayó sobre una rodilla. Martin se agachó y recogió la
pistola mientras el ruso, inesperadamente, le atacaba con la otra mano, en la que
destellaba la hoja de la navaja automática. Martin bloqueó el golpe, sintiendo un
repentino dolor cuando la hoja desgarró la manga de su chaqueta, haciendo brotar la

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sangre, y le pegó a Shepilov un potente puñetazo en la mandíbula. Acto seguido,
mandó la navaja bajo el asiento de un puntapié.
Tanya se había levantado, pero ya sonaban pasos apresurados en la cubierta.
—¿Ivan? —gritó Turkin.
Martin se llevó un dedo a los labios, pasó rozando a la chica y se metió en la
cocina. Una escala conducía desde allí a la escotilla de proa. La abrió y salió a
cubierta mientras oía descender a Turkin por la escalera de cámara.
Había empezado a caer una fina llovizna que venía del mar. Cruzó
silenciosamente la cubierta hasta la puerta de la escalera. Turkin había llegado abajo
y permanecía de pie, con la pistola preparada, atisbando con cautela hacia el interior
del salón. Martin no hizo el menor ruido, no le concedió la menor oportunidad. Se
limitó a alzar su arma, y al primer tiro le atravesó limpiamente el brazo derecho.
Turkin lanzó un quejido, dejó caer su pistola y entró tambaleándose en el salón
mientras Martin bajaba por la escalera.
Tanya se colocó a su lado. Martin se agachó para recoger la pistola de Turkin y se
la guardó en el bolsillo. Turkin se apoyó sobre la mesa, sujetándose el brazo herido y
mirándole con furia. Shepilov comenzaba a incorporarse y se dejó caer en el banco
con un gemido. Martin hizo girar a Turkin y le registró los bolsillos hasta encontrar
su propio revólver.
—He apuntado con mucho cuidado —le dijo—. No morirá de ésta. No sé quién
es el dueño de la embarcación, pero es evidente que pensaban irse en ella, usted y su
colega. Yo en su lugar seguiría adelante con la idea. Para nosotros sólo serían un
estorbo, y estoy seguro de que en Moscú se alegrarán de volver a verlos. Creo que
podrán manejarla bien entre los dos.
—¡Bastardo! —gritó Peter Turkin con desesperación.
—No hable así. Hay una dama presente —le reconvino Alex Martin. Señaló la
escalera Tanya Voroninova y se volvió de nuevo hacia el ruso—: Por si le interesa, le
diré que ninguno de ustedes dos sobreviviría a una mala noche de sábado en Belfast.
Acto seguido, subió hacia cubierta detrás de la joven. Cuando llegaron al Peugeot,
Martin se quitó la chaqueta con mucho cuidado. La manga de la camisa estaba
manchada de sangre. Le tendió su pañuelo a Tanya.
—¿Le importa ver qué puede hacer con esto?
Ella lo anudó firmemente por encima del corte.
—¿Qué clase de hombre es usted?
—Bueno, mis preferencias se inclinan hacia Mozart —contestó Alex Martin
mientras volvía a ponerse la chaqueta—. Mire allí. ¿Lo ve usted?
A lo lejos, en la embocadura del club náutico, L’Alouette estaba saliendo del
puerto.
—Se van —observó Tanya.

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—¡Pobres diablos! —exclamó Martin—. Probablemente, su próximo destino será
en el Gulag. —La ayudó a acomodarse en el asiento y sonrió alegremente mientras se
ponía al volante—. Y ahora, al aeropuerto. ¿Le parece?

En la terminal uno del aeropuerto de Heathrow, Harry Fox estaba sentado en la


oficina de seguridad, bebiendo una taza de té y fumando un cigarrillo en compañía
del sargento de guardia. Sonó el teléfono, y el sargento, después de responder, se lo
pasó.
—¿Harry? —dijo Ferguson.
—Señor.
—Lo ha logrado. Está en el avión. Acaba de despegar de Jersey.
—¿Algún problema, señor?
—No, salvo que un par de gorilas del GRU la raptaron, junto a Martin, en el
Albert Quay.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber Fox.
—Ha pasado que nuestro hombre se los ha quitado de encima. Tendremos que
utilizarlo otras veces. ¿Dijo usted que era de los Welsh Guards?
—Sí, señor. Gales.
—Lo suponía. Siempre se nota —respondió jovialmente Ferguson, antes de
colgar.

—No, madame, no hay que pagar nada —le dijo el camarero a Tanya mientras el
vuelo uno once se remontaba hacia el firmamento, alejándose de Jersey—. Las
bebidas son gratuitas. ¿Qué desea tomar? ¿Vodka con tónica, naranjada con
ginebra…? También tenemos champaña.
Champaña gratis. Tanya asintió y tomó la copa helada que le ofrecía. «Por la
nueva vida», pensó, y a continuación dijo en voz baja:
—Por ti, Alexander Martin.
Y vació la copa de un largo sorbo.

Por fortuna, la asistenta tenía el día libre. Alex Martin se deshizo de la camisa
arrojándola al cubo de la basura y ocultándola debajo de todos los desperdicios.
Luego pasó al cuarto de baño para lavarse la herida. En realidad, habrían tenido que
aplicarle algunos puntos, pero acudir al hospital significaba preguntas, y no quería
preguntas. Unió los bordes del tajo con cruces de esparadrapo, un viejo truco de
soldado, y se puso una venda por encima. A continuación, se enfundó en un albornoz,
se sirvió una generosa medida de whisky y se fue a la sala de estar. Acababa de

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sentarse cuando sonó el teléfono.
—Cariño —comenzó su esposa—, he llamado a la oficina y me han dicho que
hoy te habías tomado el día libre. ¿Ocurre algo? No volviste a quedarte trabajando
por la noche, ¿verdad?
Su mujer no sabía nada de los trabajos que había realizado para Ferguson en el
pasado, y no deseaba inquietarla entonces. Sonrió con tristeza, contemplando el
desgarrón en la manga de la chaqueta de Yves St. Laurent sobre una silla próxima.
—Claro que no —protestó—. ¿No me conoces? Lo mío es la vida reposada. Hoy
tengo trabajo para hacer en casa, eso es todo. Ahora dime: ¿cómo están los niños?

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CAPÍTULO 9

En Cavendish Square, Ferguson estaba sentado ante su escritorio, sosteniendo el


teléfono, con rostro preocupado, cuando Harry Fox salió del estudio con un télex en
la mano. Ferguson hizo un rápido ademán con la mano.
—Gracias, señor ministro —terminó, y colgó el auricular.
—¿Problemas, señor? —quiso saber Fox.
—Por lo que a mí respecta, sí. El Foreign Office acaba de informarme de que la
visita del Papa, a fin de cuentas, sigue en pie. El Vaticano la anunciará oficialmente
dentro de unas horas. ¿Qué tiene usted ahí?
—Un télex, señor. Información del frente. La mala noticia es que el HMS
Antelope finalmente se ha hundido. Fue atacado ayer por Skyhawks. La buena noticia
es que han derribado siete reactores argentinos.
—Me alegraría más si pudiera ver los restos, Harry. Lo más probable es que, en
realidad, sólo hayan derribado la mitad de ese número. Igual que en la batalla de
Inglaterra.
—Es posible, señor. Con la excitación del momento, todo el mundo cree haber
acertado. Resulta difícil saberlo.
Ferguson se puso en pie y encendió uno de sus cigarros.
—No sé; a veces es como si el maldito techo se viniera abajo. El Papa viene a
visitarnos, cosa que no me complace en absoluto. Cuchulain sigue moviéndose a sus
anchas, y ahora tenemos esta ridícula historia de que los argentinos están tratando de
comprar misiles Exocet en el mercado negro de París. ¿Se han dado ya las órdenes
para que Tony Villiers sea retirado de su misión tras las líneas enemigas en las
Malvinas?
—Efectivamente, señor. Tenía que ser transportado en un submarino hasta
Uruguay. Luego, un vuelo directo de Air France desde Montevideo a París. Llegará
allí mañana.
—Bien. Tendrá que ir usted a recibirlo. Déle las instrucciones pertinentes y
regrese aquí de inmediato.
—¿Bastará con eso, señor?
—¡Dios mío! Ya sabe cómo es Tony una vez se pone en marcha. El infierno sobre
ruedas. No se preocupe; él se cuidará de la oposición allí. Usted me hace falta aquí,
Harry. ¿Qué hay de la joven Voroninova?
—Como le he dicho, señor, viniendo de Heathrow nos detuvimos en Harrods para
que comprara algunas cosas. Sólo tenía lo que llevaba puesto.
—Supongo que no tendrá dinero, naturalmente —comentó Ferguson—. Habrá

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que recurrir al fondo de emergencia.
—De hecho, creo que eso no será necesario, señor. Al parecer, dispone aquí de
una cuenta corriente bastante saneada. Derechos de autor por los discos y cosas por el
estilo. Desde luego, no tendrá dificultades para ganarse la vida. Cuando sepan que
está disponible, todos los empresarios se pelearán por ella.
—Eso tendrá que esperar. Su llegada quedará en absoluto secreto hasta que yo lo
diga. ¿Qué aspecto tiene?
—Muy bonita, señor. La he instalado en la habitación libre y la he dejado
tomándose un baño.
—Sí, bien; procure que no se instale demasiado, Harry. Hemos de seguir con este
asunto. He hablado con Devlin y parece ser que otro de los pistoleros de McGuiness,
el que se encargaba de vigilar a Paul Cherny, ha aparecido muerto en el Liffey.
Nuestro amigo no pierde el tiempo.
—Ya veo, señor —respondió Fox—. Entonces, ¿qué sugiere usted?
—La enviaremos a Dublín hoy mismo, esta tarde. Usted la acompañará, Harry. Se
la entrega a Devlin en el aeropuerto y luego vuelve aquí inmediatamente. Puede ir a
París en el avión de la mañana.
—Quizá ella tenga ganas de descansar un poco —objetó Fox débilmente—.
Respirar con calma y todo eso.
—A todos nos gustaría, Harry, y si eso es una forma sutil de indicarme cómo se
siente usted, entonces lo único que puedo responder es que habría debido aceptar el
empleo que le ofrecieron en el banco comercial de su tío. Un horario fijo, desde las
diez hasta las cuatro.
—Y muy, muy aburrido, señor.
En aquel momento, Kim abrió la puerta e introdujo a Tanya Voroninova. Estaba
algo ojerosa, pero, por lo demás, presentaba un aspecto asombrosamente bueno,
efecto al que contribuía en notable medida el suéter de cachemir azul y la pulcra falda
de tweed que había comprado en Harrods. Fox se encargó de las presentaciones.
—Señorita Voroninova, es un gran placer —dijo Ferguson—. Parece que
últimamente ha estado usted muy activa. Siéntese, por favor.
Tanya se acomodó en el sofá próximo al hogar.
—¿Tiene noticias de lo que está ocurriendo en París? —preguntó.
—Aún no —respondió Fox—. A la larga, nos enteraremos, pero si quiere conocer
mi opinión, le diré que el KGB, en el mejor de los casos, acepta muy mal los
fracasos. Si además consideramos el especial interés de su padre adoptivo por este
asunto… —Se encogió de hombros—. No me gustaría hallarme en el pellejo de
Turkin o de Shepilov.
—Incluso un viejo zorro como Nikolai Belov tendrá dificultades para sobrevivir,
tras lo ocurrido —intervino Ferguson.

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—Entonces, ¿qué pasará ahora? —volvió a preguntar—. ¿Veré otra vez al
profesor Devlin?
—Sí, pero eso significa que deberá ir a Dublín. Ya sé que apenas acaba de poner
los pies en el suelo, pero el tiempo es un factor crucial. Me gustaría que fuese esta
misma tarde, si no tiene objeción que hacer. El capitán Fox la acompañará hasta
Dublín, y avisaremos a Devlin para que la espere en el aeropuerto.
La joven aún se sentía en las nubes, y en cierto modo el viaje a Dublín le parecía
que formaba parte de lo que acababa de ocurrirle.
—¿A qué hora salimos?

—El vuelo de media tarde —dijo Devlin—. Claro que iré. No hay problema.
—¿Concertará usted mismo la cita con McGuiness para que la chica pueda ver las
fotografías u otros documentos que ellos quieran enseñarle?
—Yo cuidaré de eso —asintió Devlin.
—Cuanto antes, mejor —le advirtió Ferguson con firmeza.
—Oigo y obedezco, oh genio de la lámpara —respondió Devlin—. Ahora,
déjeme hablar con ella.
Ferguson le tendió el teléfono a Tanya.
—¿Profesor Devlin? ¿Qué hay?
—Acabo de recibir noticias de París. Mona Lisa está sonriendo de oreja a oreja.
Hasta pronto.

Mientras tanto, aquella mañana ocurrían en Moscú cosas de suma importancia,


acontecimientos que llegarían a afectar a toda Rusia y a la política mundial en
general, pues Yuri Andropov, director del KGB desde 1967, era nombrado secretario
del Comité Central del Partido Comunista. Por el momento, seguía ocupando su
antiguo despacho en la sede central del KGB, en la plaza Dzerhinsky, y fue allí donde
convocó a Maslovsky poco después del mediodía. El general esperaba de pie ante el
escritorio, totalmente lleno de aprensión, pues Andropov era quizá el único hombre
que había conocido capaz de infundirle temor. Andropov escribía, arañando el papel
con su pluma. Durante un buen rato ignoró a Maslovsky y, cuando finalmente habló,
lo hizo sin levantar la vista.
—Supongo que no vale la pena mencionar la crasa incompetencia de que ha dado
pruebas su departamento en el asunto Cuchulain.
—Camarada…
Maslovsky ni siquiera intentó defenderse.
—¿Ha ordenado ya su eliminación y la de Cherny?
—Sí, camarada.

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—Cuanto antes, mejor. —Andropov hizo una pausa, se quitó las gafas y se pasó
una mano por la frente—. Luego está la cuestión de su hija adoptiva. En estos
momentos se encuentra en Londres, gracias a la torpeza de sus hombres.
—Sí, camarada.
—Y el general de brigada Ferguson la trasladará de dicha ciudad a Dublín, donde
el IRA está dispuesto a proporcionarle la ayuda necesaria para que identifique a
Cuchulain.
—Eso parece —admitió débilmente Maslovsky.
—Por lo que a mí respecta, el IRA Provisional es una organización fascista,
irremediablemente contaminada por sus relaciones con la Iglesia católica, y Tanya
Voroninova es una traidora a su nación, su partido y su clase. Enviará usted de
inmediato un mensaje a Lubov, en Dublín. Debe eliminarla también a ella, además de
acabar con Cherny y Cuchulain.
Se puso nuevamente las gafas, tomó la pluma y reanudó la escritura. Maslovsky,
con voz ronca, trató de objetar:
—Por favor, camarada, tal vez…
Andropov levantó la cabeza, sorprendido.
—¿Es que mi orden le causa algún problema, camarada general?
Maslovsky, encogiéndose bajo la fría mirada, se apresuró a negar con la cabeza.
—No, claro que no, camarada.
Se volvió para salir, sintiendo apenas un ligerísimo temblor en sus extremidades.

En la embajada soviética de Dublín, Lubov ya había recibido un mensaje


informándole de que Tanya Voroninova había escapado de la red. Lubov seguía aún
en la sala de radio, digiriendo esta asombrosa noticia, cuando le llegó el segundo
mensaje, el de Maslovsky desde Moscú. El operador lo grabó, colocó la cinta en la
máquina y Lubov marcó su código personal. Cuando leyó el mensaje, se sintió
físicamente enfermo. Regresó a su despacho, se encerró con llave y sacó una botella
de escocés del armario. Bebió un vaso, y después otro. Finalmente, telefoneó a
Cherny.
—Costello al habla. —Era el nombre clave que utilizaba en tales ocasiones—.
¿Está ocupado?
—No especialmente —respondió Cherny.
—Tenemos que vernos.
—¿En el sitio de costumbre?
—Sí; debo hablar con usted antes. Es muy importante. Pero también ha de
concertar una cita con nuestro común amigo para esta misma tarde. En Dun Street
estará bien. ¿Puede hacerlo?
—Es muy desacostumbrado.

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—Ya le he dicho que se trata de algo muy importante. Vuelva a llamarme para
confirmar la cita.
Cherny se quedó sumamente preocupado. Dun Street era el nombre clave de un
almacén desocupado en el City Quay que él mismo había alquilado años antes bajo el
nombre de una empresa comercial, pero eso no venía al caso. Lo verdaderamente
importante era el hecho de que él, Cussane y Lubov no se habían reunido jamás en el
mismo lugar. Llamó a casa de Cussane, pero no le contestó nadie, de modo que probó
el número del Secretariado Católico, en Dublín. Cussane respondió de inmediato.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Cherny—. He estado llamando a tu casa.
—Es que acabo de llegar —dijo Cussane—. ¿Problemas?
—No estoy seguro. Me siento preocupado. ¿Puedo hablar libremente?
—Siempre lo haces, en esta línea.
—Me ha telefoneado nuestro amigo Costello. Quiere que nos veamos a las tres y
media.
—¿En el sitio de siempre?
—Sí, pero también quiere que nos reunamos los tres hoy mismo en Dun Street.
—Eso sí que es extraño.
—Ya lo sé. No me gusta.
—Tal vez haya recibido instrucciones de retirarnos —observó Cussane—. ¿Ha
dicho algo de la chica?
—No. ¿Tenía que decirme algo?
—Solamente quería saber qué estaba ocurriendo allí. Dile que acudiré a Dun
Street a las seis y media. No te preocupes, Paul. Yo cuidaré de todo.
Cortó la comunicación, y Cherny llamó inmediatamente a Lubov.
—A las seis y media. ¿Le parece bien?
—Muy bien —respondió Lubov.
—Me ha preguntado si sabía algo sobre la chica de París.
—No, nada —mintió Lubov—. Nos veremos a las tres y media.
Colgó, se sirvió un whisky y, a continuación, abrió con un llavín el cajón superior
de su escritorio, del que sacó un estuche. Lo abrió. Contenía una pistola automática
Stechkin y un silenciador. Comenzó a montar el silenciador, con mucho tiento.

En su oficina del Secretariado, Harry Cussane estaba de pie ante la ventana,


contemplando la calle. Había escuchado la conversación de Devlin con Ferguson
antes de salir de su casa y sabía que Tanya Voroninova iba a llegar aquella tarde. Era
inconcebible que Lubov no se hubiera enterado, por París o por Moscú. Entonces,
¿por qué no había dicho nada?
La reunión en Dun Street ya era bastante desacostumbrada de por sí, pero, si iba a
celebrarse, ¿por qué citar previamente a Cherny en la última fila del cine? ¿Qué

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necesidad había? No encajaba de ninguna manera, y el instinto de Cussane, afinado
por los años de clandestinidad, se lo decía a gritos. Una cosa podía tener por cierta:
fueran los que fuesen los motivos de Lubov para organizar la reunión, no era para
hablar con ellos.

Paul Cherny iba a ponerse el impermeable cuando sonó un golpe en la puerta de sus
habitaciones. Al abrirla vio a Harry Cussane esperando en el umbral. Llevaba un
oscuro sombrero flexible y un impermeable de los que solían utilizar los sacerdotes, y
parecía agitado.
—¡Gracias a Dios que te encuentro, Paul!
—¿Por qué? ¿Qué ocurre? —preguntó Cherny.
—¿Recuerdas al hombre del IRA que iba siguiéndote, el que eliminé yo el otro
día? Ahora hay otro. Ven conmigo.
Los aposentos de Cherny estaban en el primer piso del antiguo edificio
universitario de piedra gris. Cussane trepó ágilmente por las escaleras hasta el piso de
arriba y se dirigió sin detenerse hacia el siguiente tramo.
—¿Adónde vamos? —gritó Cherny.
—Ahora verás.
En el último rellano, la alta ventana gregoriana del extremo tenía abierta su parte
inferior. Cussane se asomó.
—Allí —dijo—. Al otro lado del patio.
Cherny estudió las losas de piedra y el verde césped del patio.
—¿Dónde? —inquirió.
Notó la mano que se posaba sobre sus riñones y el súbito empujón. Logró proferir
un grito, pero sus piernas tropezaron con el bajo alféizar y cayó de cabeza hacia las
losas situadas veinticinco metros más abajo.
Cussane corrió por el pasillo y bajó a toda prisa la escalera posterior. En cierto
sentido, no le había engañado: era cierto que McGuiness había sustituido a Murphy
por un nuevo guardián —o, mejor dicho, por dos—, que en aquellos momentos
esperaban sentados dentro de un Ford Escort verde, aparcado ante la entrada
principal. Aunque ya no iba a servirles de mucho su vigilancia.

Lubov tenía la última fila del cine para él solo. De hecho, sólo había cinco o seis
personas en la sala, según alcanzaba a distinguir en la penumbra. Había llegado
deliberadamente temprano, y palpaba con la mano húmeda de sudor la Stechkin con
silenciador que guardaba en su bolsillo. Llevaba un frasco de petaca, y en aquel
momento lo sacó para beber un largo sorbo. Más whisky para obtener el coraje que le
hacía falta. Primero Cherny, y luego Cussane. Suponía que el segundo le resultaría

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más fácil, si llegaba antes al almacén y le tendía una emboscada. Volvió a beber del
frasco y acababa de guardarlo en su bolsillo cuando advirtió un movimiento en la
oscuridad y alguien se sentó junto a él.
—¿Paul?
Volvió la cabeza. Un brazo se deslizó en torno a su cuello y una mano le cerró la
boca. En el instante que tardó en reconocer el pálido rostro de Cussane bajo el ala del
sombrero negro, la aguzada punta del estilete que el otro sujetaba en su mano derecha
se introdujo por debajo de sus costillas, y le llegó al corazón. Ni siquiera tuvo tiempo
de resistirse. Una especie de luz cegadora, ningún dolor, y luego solamente oscuridad.
Cussane limpió cuidadosamente la hoja en la chaqueta de Lubov y apoyó su
cuerpo en el respaldo como si estuviera dormido. Encontró la Stechkin en el bolsillo
del muerto y la guardó en el suyo. Había tenido razón, como siempre. La prueba era
incontrovertible. Su impermeable negro le hacía parecer una sombra cuando se puso
en pie, recorrió el pasillo y salió del local.

Al cabo de media hora volvía a hallarse en la oficina del Secretariado, y acababa de


sentarse cuando llegó monseñor Halloran, muy alegre y visiblemente emocionado.
—¿Se ha enterado? El Vaticano acaba de confirmarlo: el Papa nos visita.
—Conque por fin se han decidido. ¿Irá usted a Inglaterra?
—Desde luego. Tengo un asiento reservado en la catedral de Canterbury. Es una
ocasión histórica, Harry. Algo que la gente podrá contar a sus nietos.
—Aquéllos que los tengan —respondió Cussane, con una sonrisa.
Halloran se echó a reír.
—Exactamente: ése no es nuestro caso. Ahora debo irme. Tengo que organizar
una docena de cosas.
Cussane permaneció sentado, reflexionando sobre su situación. Luego recogió el
impermeable de la silla en que lo había dejado y extrajo el puñal de su vaina de
cuero, para guardarlo en un cajón del escritorio. A continuación, sacó la Stechkin.
Había sido una estúpida falta de profesionalidad por parte de Lubov utilizar un arma
de fabricación rusa. Pero constituía la prueba que necesitaba. Significaba que para sus
superiores no sólo era prescindible, sino que se había convertido en un peligro.
—¿Y ahora qué, Harry Cussane? —se preguntó en voz baja—. ¿Qué vas a hacer
ahora?
Tenía la extraña costumbre, cuando hablaba consigo mismo, de dirigirse a
Cussane por su nombre completo. Era como si le hablara a otra persona, lo cual, en
cierto modo, era cierto. Sonó el teléfono, y al descolgarlo oyó la voz de Devlin.
—Por fin te encuentro.
—¿Dónde estás?
—En el aeropuerto de Dublín. He venido a esperar a una invitada, una chica muy

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atractiva. Creo que te gustará. Había pensado que podríamos cenar los tres juntos.
—Eso suena muy bien —contestó Cussane con calma—. Pero hoy me he
comprometido a decir la misa vespertina en la iglesia del pueblo. Terminaré hacia las
ocho. ¿Te va bien así?
—Excelente. Te esperaremos.
Cussane colgó. Podía huir, por supuesto, pero ¿adónde? ¿Y con qué fin? En todo
caso, su instinto de actor le decía que aún quedaba un acto para que terminara la obra.
—No tienes ningún refugio, Harry Cussane —se dijo suavemente.

Cuando Harry Fox y Tanya cruzaron la puerta de la sala de llegada, Devlin estaba
esperándoles apoyado en una columna, fumando un cigarrillo. Vestía la trinchera
negra y el sombrero de fieltro, y se adelantó hacia ellos sonriendo.
—Cead mile failte —exclamó, estrechando las manos de la joven—. En irlandés,
eso significa cien mil bienvenidas.
—Go raibh maith agat —respondió Fox siguiendo el ritual.
—Deja de pavonearte. —Devlin recogió la bolsa de la chica—. Su madre era una
respetable irlandesa, gracias a Dios.
El rostro de Tanya estaba resplandeciente.
—Me siento muy emocionada. Todo esto es tan… tan increíble.
—Bien —dijo Fox—, ahora queda en buenas manos. Yo me voy. El vuelo de
regreso sale dentro de una hora y aún he de confirmar la reserva. Nos mantendremos
en contacto, Liam.
Se perdió entre la multitud, mientras Devlin tomaba a Tanya del brazo y la
conducía hacia la salida.
—Una buena persona —comentó ella—. ¿Qué pasó con su mano?
—Una noche, en Belfast, cogió una bolsa con una bomba y no la arrojó lo
bastante deprisa. Pero se arregla muy bien con la maravilla electrónica que le han
colocado.
—Lo dice muy tranquilamente —observó Tanya mientras cruzaba la calzada
hacia el aparcamiento.
—A él no le gusta que le compadezcan. Eso se debe a su formación en Eton y en
los Guards. Les enseñan a aceptarlo todo sin llorar. —La ayudó a instalarse en su
viejo deportivo Alfa Romeo—. Harry pertenece a un tipo especial, como el viejo
bastardo de Ferguson. Lo que suelen llamar un caballero.
—¿Cosa que usted no es?
—¡Dios nos libre! Mi anciana madre se revolvería en su tumba si la oyera —
respondió, poniendo el coche en movimiento—. Conque al final cambió de idea,
después de irme yo de París… ¿Qué ocurrió?
Se lo contó todo: Belov, la conversación telefónica con Maslovsky, Shepilov y

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Turkin y, para terminar, la actuación de Alex Martin en Jersey.
Cuando hubo concluido, Devlin tenía el ceño fruncido reflexivamente.
—¿Ha dicho que la perseguían? ¿Que la esperaban en Jersey? ¿Y cómo diablos
pudieron enterarse?
—Pregunté los horarios de los trenes en la recepción del hotel —contestó ella—.
No di mi nombre ni el número de mi habitación, de modo que me pareció seguro
hacerlo. Tal vez Belov y los suyos pudieron averiguarlo de alguna forma.
—Tal vez. Sea como fuere, ahora está aquí. Se alojará en mi casa, en Kilrea. No
queda lejos. Debo hacer una llamada cuando lleguemos. Con suerte, quizá pueda
concertar una cita para mañana. Tendrá que examinar montones de fotos.
—Espero que sirva de algo.
—Todos lo esperamos. Por lo demás, hoy tendrá una noche tranquila. Yo
prepararé la cena, y nos acompañará un viejo amigo.
—¿Una persona interesante?
—Un tipo de persona que no abunda mucho allá, en su tierra. Un sacerdote
católico. El padre Harry Cussane. Creo que le gustará.

Telefoneó a McGuiness desde su estudio.


—La chica está aquí. Se alojará en mi casa. ¿Para cuándo puedes preparar el
encuentro?
—Olvídate de eso —respondió McGuiness—. ¿Sabes lo de Cherny?
Devlin se puso en tensión.
—No.
—Esta tarde ha sufrido una caída desde una ventana muy elevada, en el Trinity
College. La cuestión es si cayó o fue empujado.
—Supongo que podríamos decir que su fin fue fortuito —aventuró Devlin.
—Para una persona únicamente —replicó McGuiness—. ¡Dios mío! ¡Me gustaría
ponerle las manos encima a ese cerdo!
—En ese caso, organiza la cita con la chica —dijo Devlin—. Tal vez logre
reconocerlo.
—Volvería otra vez a confesarme si creyera que eso iba a servir de algo. De
acuerdo; déjalo en mis manos. Ya te llamaré.

En la sacristía, Cussane se revistió para la misa, muy tranquilo, muy frío. Ya no


representaba una obra teatral. Más bien estaba realizando una improvisación en la que
los mismos actores creaban el argumento. No tenía la menor idea de lo que iba a
suceder.
Los cuatro acólitos que le esperaban eran muchachos del pueblo, sencillos,

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limpios y angelicales, con sus sotanas escarlata y sus albas. Se puso la estola en torno
al cuello, cogió su misal y se volvió hacia ellos.
—Hoy haremos que sea una misa especial, ¿de acuerdo?
Pulsó un timbre situado junto a la puerta. Al momento, comenzó a sonar el
órgano. Uno de los muchachos abrió la puerta y salieron todos en procesión hacia la
minúscula iglesia.

Devlin se afanaba en la cocina, preparando la carne. Tanya abrió la puerta-ventana e


instantáneamente percibió la música de órgano que llegaba hasta el jardín desde el
otro lado del muro. Regresó a la cocina y se dirigió a Devlin:
—¿Qué es eso?
—Al otro lado del jardín hay un hospicio y un convento. Su capilla es la iglesia
del pueblo. Harry Cussane debe de estar celebrando la misa. Ya no tardará en llegar.
Volvió a la sala de estar y se detuvo junto al ventanal, escuchando la música. Era
agradable, y comunicaba una sensación de serenidad. El organista tocaba bastante
bien. Cruzó el césped y abrió la verja. La capilla, a un lado del convento, parecía
pintoresca y acogedora, con la luz suave que salía por sus ventanales. Recorrió el
sendero y abrió la puerta de roble.

Únicamente había un puñado de aldeanos, dos enfermos en sillas de ruedas que no


podían ser más que pacientes del hospicio, y varias monjas. La hermana Anne-Marie
tocaba el órgano. No era un instrumento excepcional, y la humedad de la atmósfera
resultaba perjudicial para las lengüetas, pero la hermana sabía tocar. Antes de sentir la
llamada del Señor y consagrarse a la vida religiosa, había pasado un año estudiando
en el conservatorio de París.
La iluminación era muy tenue, pues casi toda procedía de los cirios, y la iglesia
era un lugar de sombras y paz en el que resonaban dulcemente las voces de las
monjas cantando el ofertorio: Domine Jesu Christ, Rex Floriae… Frente al altar,
Harry Cussane oraba por todos los pecadores del mundo, cuyos actos eran lo único
que los separaba del infinito amor y de la misericordia de Dios. Tanya, conmovida
por aquella atmósfera, tomó asiento a un lado, ella sola. Lo cierto era que jamás había
asistido a una ceremonia religiosa como aquélla en toda su vida. No distinguía bien el
rostro de Cussane. Para ella no era más que el personaje principal que oficiaba ante la
penumbra del altar, tan fascinante con sus ropajes como todo cuanto le rodeaba.
La misa siguió su curso y la mayoría de los presentes se acercaron al presbiterio
para recibir el cuerpo y la sangre de Cristo. Tanya contempló al sacerdote, que pasaba
de una a otra persona inclinando la cabeza para musitar la fórmula ritual, y sintió
nacer en ella una extraña inquietud. Era como si hubiese visto antes a aquel hombre,

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como si algo en sus ademanes le resultara conocido.
Cuando terminó la misa, después de la bendición final, el sacerdote se detuvo en
las gradas para dirigirse a los fieles:
—En vuestras plegarias de los próximos días, me gustaría que tuvierais un
recuerdo especial para el Santo Padre, que pronto visitará Inglaterra en estos difíciles
momentos. —Se adelantó un poco y la luz de los cirios bañó su rostro—. Rogad por
él para que vuestras oraciones, unidas a las suyas, le concedan la fuerza suficiente
para cumplir su misión.
Recorrió con la vista a todos los congregados y por un instante fue como si
estuviera mirándola directamente. Tanya quedó paralizada de horror, sometida a la
más terrible conmoción que hubiera sufrido en su vida. Cuando el sacerdote
pronunció las palabras de la bendición, fue como si sus labios se movieran sin sonido.
¡El rostro, el rostro que la había asediado en sus sueños durante muchos años! Con
más edad, naturalmente, e incluso más amable; pero no cabía ninguna duda de que
era el rostro de Mikhail Kelly, el hombre al que llamaban Cuchulain.

Lo que sucedió a continuación fue extraño, aunque quizá no tanto, considerando las
circunstancias. La conmoción había sido tan intensa que pareció consumir todas sus
fuerzas, y Tanya permaneció sentada en la semipenumbra de la iglesia mientras los
fieles salían y Cussane y los monaguillos desaparecían hacia la sacristía. En la iglesia
reinaba un profundo silencio y ella siguió sentada en el banco, tratando de hallar un
sentido a lo que había visto. Cuchulain era el padre Harry Cussane, el amigo de
Devlin, y eso explicaba muchas cosas. «¡Dios mío! —pensó—. ¿Qué voy a hacer?».
Y entonces se abrió la puerta de la sacristía y salió Cussane.

En la cocina, casi todo estaba preparado. Devlin echó una ojeada al horno, silbando
suavemente para sí, y preguntó:
—¿Ha puesto ya la mesa?
No hubo contestación. Salió a la sala de estar. No sólo la mesa estaba sin poner,
sino que no había rastro de Tanya. Entonces se fijó en la puerta-ventana, abierta de
par en par, y se quitó el delantal para salir al jardín.
—¿Tanya? —llamó, y en el mismo momento vio que la verja en el muro del
jardín estaba abierta.

Cussane vestía un traje negro con alzacuello. Se detuvo un instante, consciente de la


presencia de la chica. La había visto durante la misa, nada más entrar. Su condición
de extranjera la hubiera hecho destacar de todos modos, pero, en aquellas

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circunstancias, su identidad resultaba evidente. Y eso evocaba el fantasma de la niña,
la niña que aquel día en Drumore, tantos años antes, se debatía mientras la estrechaba
en sus brazos. Los ojos no cambiaban nunca, y él siempre había recordado aquellos
ojos.
Se volvió ante el presbiterio para hacer la genuflexión y Tanya, muy asustada, se
puso en pie y echó a andar por el pasillo, movida por el pánico. La puerta de uno de
los confesionarios estaba parcialmente abierta, y se ocultó en su interior. Cuando la
cerró, sonó un leve chirrido. Tanya le oyó avanzar por el pasillo, con pasos lentos que
resonaban claramente sobre las losas. Los pasos se aproximaron. Se detuvieron.
Cussane le habló suavemente, en ruso:
—Sé que estás ahí, Tanya Voroninova. Ya puedes salir.

Salió y se quedó de pie, estremeciéndose por el intenso frío que sentía. Él se mostraba
muy tranquilo y su expresión era grave.
—Ha pasado mucho tiempo —añadió, también en ruso.
—Entonces, ¿me matarás como mataste a mi padre? ¿Cómo has matado a muchos
otros?
—Tenía la esperanza de que no fuera necesario. —La recorrió con la mirada, las
manos embutidas en los bolsillos de la chaqueta, y de pronto sonrió dulcemente y con
una especie de tristeza—. He oído tus discos. Tienes un gran talento.
Ella empezaba a sentirse más fuerte.
—También tú lo tienes, para la muerte y la destrucción. Te eligieron bien. Mi
padre adoptivo sabía qué estaba haciendo.
—Eso no es del todo cierto —protestó él—. Las cosas no resultan nunca tan
sencillas. Yo estaba disponible: la herramienta adecuada en el momento adecuado.
Tanya respiró hondo.
—¿Qué va a suceder ahora?
—Creía que íbamos a cenar los tres juntos: tú, Liam y yo —contestó.
La puerta de la iglesia se abrió sonoramente y Devlin entró en el templo.
—¿Tanya? —preguntó y, en seguida, hizo una pausa—. ¡Oh, estás ahí! Veo que
ya os conocéis.
—Sí, Liam, desde hace mucho, mucho tiempo —respondió Harry Cussane,
mientras su mano derecha salía del bolsillo de la chaqueta sosteniendo la Stechkin
que le había quitado a Lubov.

En un cajón de la cocina encontró un rollo de cuerda.


—La carne huele muy bien, Liam. Será mejor que apaguemos ya el horno.
—¿Se da usted cuenta? —le preguntó Devlin a la joven—. Este hombre piensa en

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todo.
—Es la única razón por la que he podido llegar tan lejos —observó Cussane
tranquilamente.
Pasaron a la sala. No los ató, sino que les indicó con un gesto que se sentaran en
el sofá, junto al fuego. Se aproximó al hogar, tanteó con la mano en el interior de la
chimenea y encontró la Walther suspendida de un clavo que Devlin conservaba
siempre allí, en previsión de una emergencia.
—Para que no caigas en la tentación, Liam.
—Conoce todos mis pequeños secretos —dijo Devlin—. Pero es lógico. Quiero
decir, hace ya veinte años que somos amigos.
Había amargura en su voz y un temblor de cólera. Abrió la caja situada encima de
la mesa y cogió un cigarrillo sin pedir permiso. Cussane se sentó ante la mesa de la
cena, un tanto apartado de ellos, y alzó la Stechkin.
—Estas cosas hacen muy poco ruido, viejo amigo. Nadie lo sabe mejor que tú.
Nada de trucos, y olvida tu quijotesca galantería. Detestaría tener que matarte.
Depositó la Stechkin sobre la mesa y encendió un cigarrillo.
—¿Amigo, dices? —respondió Devlin—. Tienes tanto de amigo como de
sacerdote.
—Amigo —insistió Cussane—. Y he sido un buen sacerdote. Pregúntale a
cualquiera de los que me conocieron en Falls Road, en Belfast, el año 69.
—Espléndido —dijo Devlin—. Sólo que, a veces, hasta un idiota como yo puede
sumar dos y dos y obtener cuatro. Tus años te pusieron en cobertura profunda, y esta
cobertura fue estudiar para sacerdote. ¿Tendría razón si digo que elegiste aquel
seminario en las afueras de Boston porque yo estaba allí como profesor de inglés?
—Por supuesto. Entonces tú eras un importante miembro del IRA, Liam. Las
ventajas que tal relación ofrecía de cara al futuro eran obvias, pero nos hicimos
amigos y amigos hemos sido. No puedes cambiar este hecho.
—¡Dios mío! —Devlin meneó la cabeza—. ¿Quién eres, Harry? ¿Quién eres en
realidad?
—Mi padre era Sean Kelly.
Devlin lo miró, atónito.
—Pero yo conocí bien a Sean… Estuvimos juntos en la Brigada Lincoln, en la
guerra civil española. Un momento… Recuerdo que se casó con una chica rusa a la
que conoció en Madrid.
—Mi madre. Mis padres regresaron a Irlanda, donde yo nací. Luego, en 1940, mi
padre fue ahorcado en Inglaterra por su participación en la campaña de atentados con
explosivos que el IRA llevó a cabo en aquella época. Mi madre y yo vivimos en
Dublín hasta 1953, en que me llevó a Rusia.
—Los del KGB debieron caer sobre ti como sanguijuelas —comentó Devlin.

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—Algo parecido.
—Descubrieron sus grandes aptitudes —intervino Tanya—. Para el asesinato, por
ejemplo.
—No —respondió Cussane sin enfadarse—. La primera vez que fui examinado
por los psicólogos, Paul Cherny aseguró que mi mayor talento era para el escenario.
—Conque un actor, ¿eh? —dijo Devlin—. Bien, parece que conseguiste un
empleo adecuado.
—No del todo. Me falta el público, ya lo ves. —Cussane se volvió hacia Tanya—.
No creo que haya matado a más personas que Liam. ¿Qué nos hace diferentes?
—Él luchaba por una causa.
—Exactamente. Yo soy un soldado, Tanya. Lucho por mi país… nuestro país. Y,
ya que hablamos de ellos, no soy agente del KGB. Soy teniente coronel de la
inteligencia militar. —Le dirigió una sonrisa a Devlin, como disculpándose—. Han
ido ascendiéndome todo el tiempo.
—Pero todo lo que has hecho… Las matanzas… —señaló Tanya—. Era gente
inocente.
—No puede haber inocencia en este mundo, mientras el hombre viva en él. Eso
nos dice la Iglesia. Siempre habrá iniquidad en esta vida; la vida es injusta. Hemos de
enfrentarnos al mundo tal y como es, no como podría haber sido.
—¡Dios mío! —exclamó de nuevo Devlin—. En un instante eres Cuchulain y al
siguiente vuelves a ser un sacerdote. ¿Sabes tú mismo quién eres en realidad?
—Cuando soy sacerdote, lo soy —contestó Cussane—. Es un hecho inamovible.
La Iglesia sería la primera en reconocerlo, a pesar de todo lo que yo pueda haber
hecho. Pero mi otro yo lucha por su patria. No tengo por qué disculparme de nada.
Estamos en guerra.
—Muy cómodo —opinó Devlin—. Entonces, tu justificación ¿te la da la Iglesia o
el KGB? ¿O acaso no hay diferencia?
—¿Importa algo?
—¡Maldito seas, Harry! Dime una cosa. ¿Cómo has sabido que íbamos a por ti?
¿Cómo supiste lo de Tanya? ¡Ha sido por culpa mía! —estalló—. Pero ¿cómo?
—Quieres decir que comprobaste tu línea telefónica, como de costumbre, ¿no es
eso? —Cussane se dirigió el armario de las bebidas, la Stechkin en su mano. Llenó
tres vasos de Bushmills, los llevó en una bandeja hasta la mesita próxima al sofá,
cogió él uno y se apartó—. En el desván de mi casa tengo un montón de aparatos
especiales. Un micrófono direccional y cosas así. No me he perdido mucho de todo lo
que haya podido decirse aquí.
Devlin respiró hondo, pero, cuando levantó el vaso, su mano no temblaba.
—En eso queda la amistad. —Tomó un sorbo de whisky—. ¿Qué piensas hacer
ahora?

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—¿Contigo?
—No, estúpido, contigo mismo. ¿Adónde irás, Harry? ¿De regreso a la vieja
Madre Rusia? —Meneó la cabeza y se volvió hacia Tanya—. Pensándolo bien, Rusia
no es su hogar.
Cussane no sentía cólera ni estaba desesperado. Durante toda su vida representó
el papel que correspondía en cada momento, cultivando aquella frialdad profesional
que resultaba indispensable para lograr una actuación bien equilibrada. No había
quedado mucho espacio en su vida para la auténtica emoción. Todos sus actos, hasta
los buenos, habían sido meras reacciones ante una situación determinada, una parte
esencial de la representación. O así se lo decía él mismo. Y, sin embargo, apreciaba
verdaderamente a Devlin; siempre lo había apreciado. ¿Y la chica? Contempló a
Tanya. No quería hacerle daño a la chica.
Devlin, como si percibiera todo esto, le preguntó con mucha suavidad:
—¿Adónde piensas ir, Harry? ¿Queda algún lugar al que puedas ir?
—No —respondió Harry Cussane sin alterarse—. No tengo adónde ir. Tus amigos
del IRA me matarían sin vacilar por lo que les he hecho. Ferguson, desde luego, no
querrá verme vivo. No puede ganar nada con eso; solamente sería un peligro.
—¿Y los tuyos? Si regresas a Moscú, es indudable que te mandarán al Gulag. A
fin de cuentas, has fracasado, y eso a ellos no les gusta.
—Cierto —asintió Cussane—, salvo en un detalle. Ni siquiera desean que
regrese, Liam. También quieren que muera. Ya han intentado eliminarme. Para ellos,
me he convertido en un estorbo.
Hubo un silencio después de estas palabras. Finalmente, Tanya inquirió:
—Pero ¿qué va a ocurrir? ¿Qué harás?
—¡Dios sabe! —contestó él—. Soy un muerto ambulante, querida. Liam lo
comprende bien. Tiene razón: no puedo ir a ninguna parte. Hoy, mañana, la semana
que viene… Si me quedo en Irlanda, McGuiness y sus hombres acabarán conmigo.
¿No estás de acuerdo, Liam?
—Desde luego.
Cussane se puso en pie y comenzó a pasear por la sala, sujetando la Stechkin
junto a su rodilla. Se volvió hacia Tanya.
—¿Tú crees que la vida fue cruel con una niña allá en Drumore, bajo la lluvia?
¿Sabes cuántos años tenía yo? Veinte. La vida fue cruel cuando colgaron a mi padre.
Cuando mi madre aceptó volver a Rusia conmigo. Cuando Paul Cherny me
seleccionó, a los quince años, como un ejemplar con interesantes posibilidades para
el KGB. —Se sentó de nuevo—. Si mi madre y yo nos hubiéramos quedado en
Dublín, quién sabe qué habría podido hacer con el único gran talento que tenía. ¿El
Abbey Theatre, Londres, el Old Vic, Stratford? —Se encogió de hombros—. En
cambio…

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Devlin advirtió su gran tristeza, y por unos instantes lo olvidó todo, todo salvo
que durante muchos años había apreciado a aquel hombre más que a la mayoría.
—Así es la vida —comentó con simpatía—. Siempre hay algún entrometido
diciéndote qué has de hacer.
—¿Viviendo nuestra vida por nosotros, quieres decir? —preguntó Cussane—.
¿Como los maestros de escuela, los policías, los dirigentes sindicales, los políticos,
los padres?
—Y hasta los sacerdotes —añadió Devlin.
—Sí, creo que empiezo a comprender a qué se refieren los anarquistas cuando
dicen «Mata hoy una figura autoritaria». —El periódico de la tarde estaba sobre una
silla, con grandes titulares que anunciaban la visita del Papa a Inglaterra. Cussane lo
recogió—. Como el Papa, por ejemplo.
—Una broma sin gracia —dijo Devlin.
—¿Y por qué habría de estar bromeando? —replicó Cussane—. ¿Sabes qué
instrucciones me dieron al principio, Liam? ¿Sabes cuál me dijo Maslovsky que era
mi tarea? Crear caos, desorden, miedo e inseguridad en Occidente. He contribuido a
agravar el conflicto irlandés atacando blancos contraproducentes, que han
perjudicado por igual a la causa protestante y a la católica; he golpeado al IRA y a la
UVF. Pero esto… —Alzó el periódico con la fotografía del Papa Juan Pablo en
primera plana—. ¿No crees que resultaría el blanco más contraproducente de la
historia? ¿Cómo sentaría eso en Moscú? —Volvió la cabeza hacia Tanya—. Supongo
que habrás llegado a conocer bien a Maslovsky. ¿Te parece que le gustaría?
—Estás loco —susurró ella.
—Es posible. —Lanzó un pedazo de cuerda en su dirección—. Átale las muñecas
por la espalda, Tanya. Y nada de trucos, Liam.
Se mantuvo a una distancia segura, cubriéndolos a ambos con la Stechkin. Devlin
no tenía más remedio que obedecer. La chica le ató las manos torpemente. Cussane
hizo que se tendiera boca abajo, junto al fuego.
—Échate a su lado —le ordenó a Tanya.
Le sujetó ambas manos y se las ató firmemente, y luego los tobillos. A
continuación, comprobó las ataduras de Devlin y le ató también los tobillos.
—¿No piensas matarnos, pues? —quiso saber Devlin.
—¿Por qué habría de hacerlo?
Cussane se enderezó, cruzó la sala y, con un tirón brusco, arrancó de la pared el
cable del teléfono.
—¿Adónde piensas ir?
—A Canterbury —contestó Cussane—. Aunque no directamente, por supuesto.
—¿A Canterbury?
—El Papa ha de estar allí el sábado. Todo el mundo estará allí: los cardenales, el

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arzobispo de Canterbury, el príncipe Carlos… Estoy bien enterado, Liam. Recuerda
que dirijo la oficina de prensa del Secretariado.
—Por favor, sé razonable —le rogó Devlin—. Nunca conseguirás acercarte a él.
Lo último que desean los ingleses es el Papa muerto en sus manos. Establecerán unas
medidas de seguridad en Canterbury de las que incluso el Kremlin podría aprender
algo.
—Un auténtico desafío —respondió Cussane con calma.
—¡Por el amor de Dios, Harry! ¡Matar al Papa! ¿Con qué fin?
—¿Y por qué no? —Cussane se encogió de hombros—. Porque está ahí. Porque
no puedo ir a ninguna parte. Si tengo que morir, que sea haciendo algo espectacular.
—Le dirigió una sonrisa—. Y siempre puedes tratar de impedírmelo, Liam. Tú y
McGuiness y Ferguson y sus agentes de Londres. Hasta el KGB removería cielo y
tierra para detenerme, si pudiera. Sin duda tendrá que dar un montón de
explicaciones.
Devlin estalló.
—¿Así es como tú lo ves, Harry? ¿Solamente como un juego?
—El único juego interesante —admitió Cussane—. Durante años he sido
manipulado por otras personas. Una verdadera marioneta. Esta vez mando yo. Será
un cambio agradable.
Se alejó, y Devlin oyó el ruido de la puerta-ventana al abrirse y volverse a cerrar.
Hubo un silencio.
—Se ha ido —dijo Tanya por fin.
Devlin asintió y se retorció hasta quedar sentado. Forzó las muñecas contra la
cuerda, pero era perder el tiempo y él lo sabía.
—Liam —preguntó Tanya—, ¿cree que estaba hablando en serio cuando decía
que iba a matar al Papa?
—Sí —respondió hoscamente Devlin—. Creo que sí.

Una vez en su vivienda, Cussane trabajo rápida y meticulosamente. De una pequeña


caja fuerte oculta tras los libros de su estudio, extrajo un pasaporte irlandés con su
identidad habitual. También había dos pasaportes británicos con distintos nombres.
En uno de ellos seguía siendo sacerdote; en el otro figuraba como periodista. Había
además dos mil libras en billetes de diversos valores. Billetes ingleses, no irlandeses.
En su armario ropero encontró una bolsa de lona de un tipo muy utilizado por los
oficiales del ejército, y la abrió. La bolsa tenía un doble fondo. Allí guardó casi todo
el dinero, los pasaportes falsos, una Walther PPK con un silenciador Carswell y
varios cargadores, un bloque de plástico explosivo y dos detonadores de tiempo.
Como idea de último momento, añadió un par de paquetes de vendas del ejército y
varias ampollas de morfina, que fue a buscar al botiquín del cuarto de baño. Como el

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soldado que él creía ser, debía estar preparado para todo. Cerró el doble fondo, plegó
una de sus sotanas negras y la colocó encima. Luego, un par de camisas y lo que él
consideraba corbatas de paisano, calcetines y artículos de aseo. El libro de oraciones
lo puso automáticamente, al igual que la hostia en su copón de plata y los santos
óleos. Como sacerdote, hacía muchos años que los llevaba en todos sus viajes.
Bajó al salón y se enfundó en su impermeable negro. A continuación, sacó del
armario uno de sus dos sombreros de fieltro negro y se dirigió al estudio. En el
interior del sombrero había fijado dos pinzas de plástico. Abrió un cajón de su
escritorio y extrajo un revólver Smith & Wesson calibre 38 con cañón de cinco
centímetros. El arma encajaba perfectamente en las pinzas. Guardó el sombrero en la
bolsa y se metió la Stechkin en el bolsillo del impermeable.
Conque ya estaba preparado. Paseó la mirada por el estudio de la casita que
durante tanto tiempo había sido su hogar y, en seguida, se dio la vuelta y se fue.
Cruzó el patio en dirección al garaje, abrió la puerta y encendió la luz. Su moto, una
antigua BSA de 350 cc, en magnífico estado, se hallaba dispuesta junto al coche.
Aseguró la bolsa detrás del sillín, tomó el casco que pendía de un gancho en la pared,
y se lo ajustó.
Cuando accionó el pedal, el motor arrancó inmediatamente con un poderoso
rugido. Permaneció unos instantes sentado, haciendo los últimos arreglos y, por fin,
se santiguó y se puso en marcha. El ruido del motor se desvaneció a lo lejos y, al cabo
de un rato, sólo quedó el silencio.

En aquel momento, en Dublín, Martin McGuiness estaba contemplando a uno de sus


hombres que acababa de colgar el teléfono.
—No hay línea, eso es seguro.
—Eso es muy extraño, hijo —respondió McGuiness—. Vamos a hacerle una
visita a Liam, y rápido.

McGuiness, con un par de hombres, tardó unos cuarenta minutos en llegar allí.
Mientras sus hombres liberaban a Devlin y a la chica, permaneció de pie mirando y
meneando la cabeza.
—¡Dios mío, Liam! Sería divertido ver al gran Liam Devlin liado como un pollito
si no fuera tan malditamente trágico. ¿Qué ha pasado? Dime que ha ocurrido aquí.
Devlin y él pasaron a la cocina, y Devlin le explicó lo sucedido. Cuando terminó,
McGuiness estalló:
—¡El astuto hijo de perra! En Falls Road de Belfast City lo recuerdan como un
santo, y resulta que era un condenado agente ruso que se fingía sacerdote.
—No creo que el Vaticano se sienta muy satisfecho —replicó Devlin.

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—¿Y sabes lo peor de todo? ¿Lo que más se me atraganta? Que no es ningún
jodido ruso, a fin de cuentas. ¡Dios mío, Liam! Su padre murió por la causa en una
horca inglesa. —McGuiness había comenzado a temblar de rabia—. Voy a arrancarle
las pelotas.
—¿Y cómo piensas conseguirlo?
—Déjalo en mis manos. Conque el Papa en Canterbury, ¿eh? Rodearé toda
Irlanda con una red tan estrecha que ni siquiera una rata podría atravesarla.
Se lanzó hacia la puerta, llamando a sus hombres, y se marchó. Tanya entró en la
cocina, pálida y agotada.
—¿Qué va a pasar ahora?
—Ponga la tetera al fuego y nos tomaremos una buena taza de té. Ya sabe lo que
dicen: que antiguamente solían ejecutar al mensajero portador de malas noticias.
Gracias a Dios que existe el teléfono. Si me disculpa unos minutos, iré a llamar a
Ferguson desde una cabina.

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CAPÍTULO 10

Ballywalter, una aldea costera al sur de la bahía de Dundalk, junto a Clogher


Head, apenas si podía considerarse un puerto. Tenía un pub unas cuantas casas, media
docena de botes de pesca y un minúsculo embarcadero. Había transcurrido ya más de
una hora y media desde que Devlin telefoneara a Ferguson, cuando Cussane metió su
motocicleta en un bosque situado sobre una colina que dominaba la aldea. Dejó la
máquina parada sobre su caballete y se alejó unos pasos para contemplar Ballywalter.
Luego regresó a la moto y desató la bolsa para sacar el sombrero de fieltro, con el que
se cubrió la cabeza tras quitarse el casco de seguridad.
Echó a andar por el camino con la bolsa en la mano. Lo que pretendía hacer a
continuación era delicado, pero muy inteligente si le salía bien. De hecho, era como
una partida de ajedrez: no sólo había que pensar en la siguiente jugada, sino en tres
por adelantado. Ciertamente, había llegado el momento de averiguar si toda aquella
información conseguida del moribundo Danny Malone con tanta laboriosidad iba a
resultarle útil.

Sean Deegan llevaba once años de tabernero en Ballywalter. En una aldea habitada
por sólo cuarenta y un hombres en edad de beber legalmente, no era una ocupación
muy agobiante, y eso explicaba que también fuera el patrón de una barca de pesca de
doce metros de eslora llamada Mary Murphy. Además, y ésta era la faceta ilegal de su
vida, militaba muy activamente en el IRA. Por esto último, el anterior mes de febrero
había cumplido una condena de tres años en la prisión de Long Kesh, en el Ulster,
acusado de posesión ilegal de armas. El hecho de que Deegan hubiera matado a dos
soldados británicos en Derry jamás llegó a conocimiento de las autoridades.
Su mujer se había ido con los niños a visitar a su madre en Galway, y él cerró el
bar a las once con la intención de salir a pescar temprano. Aún seguía despierto
cuando Cussane llegó ante su casa. Lo había sacado de la cama la llamada telefónica
de uno de los hombres de McGuiness. Deegan ofrecía una salida ilegal del país hasta
la isla de Man, conveniente etapa intermedia en la ruta a Inglaterra. La descripción de
Cussane que había recibido era clara y concisa.
Apenas había colgado el teléfono cuando sonó una llamada en la puerta. La abrió
y encontró a Cussane de pie ante el umbral. Comprendió al instante quién era el
visitante nocturno, aunque el alzacuello, el impermeable y el sombrero negro habrían
bastado por sí solos.
—¿En qué puedo ayudarle, padre? —preguntó Deegan, retrocediendo para
permitir la entrada a Cussane.

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Pasaron al interior del pequeño bar y Deegan avivó las brasas del hogar.
—Me dio su nombre un miembro de mi parroquia, Danny Malone —explicó
Cussane—. Yo me llamo Daly.
—¿Ha dicho Danny? —inquirió Deegan—. He oído que está bastante mal.
—Está muriéndose, el pobre. Me dijo que usted podía llevar a un hombre hasta la
isla de Man por un precio razonable o por una buena causa.
Deegan pasó detrás de la barra y se sirvió un whisky.
—¿Me acompaña, padre?
—No, gracias.
—¿Tiene problemas? ¿Políticos o con la policía?
—Un poco de las dos cosas. —Cussane extrajo de su bolsillo diez billetes de
cincuenta libras esterlinas y los dejó sobre la barra—. ¿Habrá bastante con esto?
Deegan recogió los billetes y los sopesó pensativamente.
—¿Por qué no, padre? Mire, usted se sienta un rato junto al fuego y mientras yo
haré una llamada telefónica.
—¿Una llamada?
—No creerá que yo puedo manejar solo la barca, ¿verdad? Necesito al menos un
tripulante, y mejor dos.
Salió del salón, cerrando la puerta tras de sí. Cussane se acercó al teléfono situado
tras la barra y esperó. Cuando sonó un leve campanilleo, descolgó cuidadosamente el
auricular.
El tabernero hablaba con voz apremiante.
—Aquí Deegan, de Ballywalter. ¿Está ahí el señor McGuiness?
—Está en la cama.
—¡Vaya a buscarlo, por Dios! Está aquí, en mi casa. Ese tipo, Cussane, del que
me hablaron por teléfono.
—No cuelgue. —Hubo una pausa, interrumpida por la voz de otro hombre—. Soy
McGuiness. ¿Eres tú, Sean?
—Yo mismo. Cussane está aquí, en mi pub. Dice que se llama Daly. Acaba de
darme quinientas libras para que lo lleve a la isla de Man. ¿Qué hago? ¿Lo
entretengo?
—Nada me gustaría más que ocuparme yo mismo de él, pero eso sería infantil —
respondió McGuiness—. ¿Tienes algún hombre de confianza por ahí?
—Phil Egan y Tadgh McAteer.
—Entonces… Este hombre ha de morir, Sean. Si te dijera lo que ha hecho, todo el
daño que ha causado al movimiento, no me creerías. Llévatelo en tu barca,
tranquilamente y sin alborotos, y cuando estéis a unos kilómetros de la costa le pegas
un tiro en la nuca y lo echas por la borda.
—Eso está hecho —contestó Deegan.

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Colgó el teléfono, subió al piso de arriba y se vistió para salir. Luego regresó al
bar y recogió un viejo chaquetón de marino.
—Le dejo un rato a solas, padre, mientras voy a buscar a los muchachos. Sírvase
lo que le apetezca.
—Es usted muy amable —dijo Cussane.
Encendió un cigarrillo y, para hacer algo, comenzó a leer el periódico de la tarde.
Deegan volvió al cabo de media hora, en compañía de dos hombres.
—Phil Egan, Tadgh McAteer.
Hubo apretones de manos. Egan era bajo y delgado, pero fuerte, y parecía tener
unos veinticinco años. McAteer era un hombre corpulento, más viejo que Deegan,
con un prominente vientre de bebedor de cerveza, y llevaba un chaquetón. Cussane le
calculó cincuenta y cinco años, por lo menos.
—Ya podemos irnos, padre. —Cussane recogió su bolsa, pero Deegan le detuvo
—. No tan deprisa, padre. Me gusta saber qué llevo en mi barca.
Dejó la bolsa de Cussane sobre la barra, la abrió y dio un vistazo rápido a su
contenido. Volvió a cerrar la cremallera, se dio la vuelta e hizo un gesto afirmativo en
dirección a McAteer, que se adelantó para cachear al sacerdote y encontró la Stechkin
en el bolsillo. La sacó y la dejó sobre la barra sin decir palabra.
—Usted sabrá para qué necesita una pistola. Se la devolveré cuando lleguemos a
la isla de Man.
Se guardó el arma en el bolsillo.
—Entendido —asintió Cussane.
—Bien. En ese caso, podemos irnos.
Deegan abrió la marcha.

Cuando McGuiness le llamó, Devlin estaba en la cama.


—Le han localizado —anunció.
—¿Dónde?
—En Ballywalter. Uno de los nuestros, un hombre llamado Sean Deegan.
Cussane se presentó en su casa diciendo que era amigo de Danny Malone y que
necesitaba un transporte clandestino hasta la isla de Man. Es de suponer que Danny le
habló de cosas que no debía.
—Danny es un moribundo. La mayor parte del tiempo, ni siquiera sabría qué
estaba diciendo —señaló Devlin.
—Sea como fuere, Cussane —o el padre Daly, como se hace llamar ahora— se
encontrará con una sorpresa muy desagradable. A unos kilómetros de la costa,
Deegan y sus muchachos se lo cargarán y lo echarán por la borda. Te dije que no se
nos escaparía.
—Eso dijiste.

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—Ya te llamaré, Liam.
Devlin se quedó pensando en lo que acababa de oír. Demasiado bueno para ser
cierto. Estaba claro que Cussane se había enterado por Danny Malone de la clase de
servicios que ofrecía Deegan. Hasta ahí, de acuerdo. Pero presentarse como lo había
hecho, sin más disfraz que un mero cambio de nombre… Tal vez supuso que no
encontrarían a Devlin y Tanya hasta el día siguiente, pero aun así… no tenía sentido.
¿O sí lo tenía?

Cuando zarparon, se levantaba una ligera neblina del mar, pero el cielo estaba
despejado y la luna lo bañaba todo con una luminosidad vagamente irreal. McAteer
se afanaba en cubierta, Egan había abierto la escotilla que conducía a la pequeña sala
de máquinas y estaba en su interior, y Deegan manejaba el timón. Cussane estaba de
pie a su lado, mirando a través del cristal.
—Hermosa noche —observó Deegan.
—Es cierto. ¿Cuánto tardaremos en llegar?
—Cuatro horas, sin apresurarnos. De esta manera llegaremos a la isla de Man al
mismo tiempo que las barcas que han salido a pescar de noche. Le dejaremos en la
costa occidental, en un pueblecito que conozco cerca de Peel. Allí podrá tomar un
autobús hasta Douglas, la capital, donde hay un aeropuerto, Ronaldsway. Desde allí
podrá ir en avión hasta Londres o hasta Blackpool, en la costa inglesa.
—Sí, ya lo sé —respondió Cussane.
—Podría bajar al camarote y echarse un rato, padre —le sugirió Deegan.
La cabina tenía cuatro literas y una mesa fija en el centro, además de una cocinilla
en el extremo. Estaba muy desaseada, pero resultaba cálida y acogedora a pesar del
olor a gasóleo. Cussane se preparó una taza de té y se sentó ante la mesa para bebería
y fumarse un cigarrillo. Luego se tendió en una de las literas y cerró los ojos, con el
sombrero a su lado. Al cabo de un rato, McAteer y Egan bajaron por la escalera.
—¿Está bien aquí, padre? —preguntó McAteer—. ¿Le apetece una taza de té o
algo?
—Ya he tomado una, gracias —respondió Cussane—. Creo que intentaré dormir
un rato.
Permaneció echado, con los ojos casi cerrados y una mano despreocupadamente
oculta bajo el sombrero. McAteer sonrió y le guiñó un ojo a Egan, mientras éste
preparaba tres tazones con café instantáneo y les añadía agua hirviendo y leche
condensada. Salieron de la cabina. Cussane oyó sus pasos en cubierta, el murmullo de
una conversación, risotadas. Permaneció echado, esperando lo que tenía que ocurrir.

Había transcurrido quizá otra media hora cuando el motor se detuvo y comenzaron a

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derivar. Cussane se incorporó y puso los pies en el suelo.
Deegan le llamó desde la escalera de la cámara.
—¿Quiere subir a cubierta, padre?
Cussane se encasquetó el sombrero y trepó por la escalera. Egan estaba sentado
sobre la escotilla del motor, McAteer se asomaba por la abierta ventanilla de la
timonera, y Deegan se apoyaba en la barandilla de popa, fumando un cigarrillo y
contemplando la costa de Irlanda, a cuatro o cinco kilómetros de distancia.
—¿Qué pasa? —preguntó Cussane—. ¿Qué quiere?
—El juego ha terminado. —Deegan se volvió sosteniendo la Stechkin en su mano
derecha—. Ya lo ve: sabemos quién es usted. Lo sabemos todo.
—Y todo el mal que ha hecho —añadió McAteer.
Egan hacía oscilar una gruesa cadena. Cussane le miró de soslayo y en seguida se
volvió hacia Deegan, quitándose el sombrero y sosteniéndolo ante su pecho.
—Supongo que no habrá manera de llegar a un arreglo.
—Ni lo sueñe —respondió Deegan.
Cussane le metió un balazo en el pecho a través del sombrero, y Deegan salió
despedido hacia la barandilla. Dejó caer la Stechkin sobre cubierta, perdió el
equilibrio, trató en vano de aferrarse a la borda y cayó al mar. Cussane ya estaba en
movimiento. Disparó contra McAteer, en la timonera, y la bala le dio al hombretón
encima mismo de su ojo derecho. Egan se lanzó sobre él blandiendo la cadena, pero
Cussane esquivó fácilmente su desmañado ataque.
—¡Bastardo! —gritó Egan.
Cussane apuntó cuidadosamente y le pegó un tiro en el corazón.
Comenzó a actuar con rapidez. Tras recoger la Stechkin que Deegan había dejado
caer, echó al agua el bote hinchable con motor fuera borda arrimado en cubierta y lo
amarró a la batayola. Luego se dirigió a la timonera, donde había dejado su bolsa.
Tuvo que pasar sobre el cadáver de McAteer para recogerla. Abrió el doble fondo,
sacó el plástico explosivo y cortó un pedazo con ayuda de su navajita de bolsillo.
Insertó un detonador en el fragmento arrancado, lo graduó para que hiciera explosión
en quince minutos y lo arrojó por la escotilla del motor. Acto seguido, pasó al bote
hinchable, puso el motor en marcha y regresó a la costa a toda velocidad. Más atrás,
Sean Deegan, todavía con vida a pesar de la bala alojada en su pecho, le vio partir
mientras pataleaba lentamente para mantenerse a flote.
Cussane ya estaba bastante lejos cuando la explosión desgarró la noche, con
llamaradas amarillas y anaranjadas que florecieron como pétalos. Apenas si le dedicó
una mirada. Su idea no podía haber resultado mejor. Se había convertido en un
hombre muerto, y tanto McGuiness como Ferguson suspenderían la caza. Se preguntó
cómo se sentiría Devlin cuando descubriera por fin la verdad.
Desembarcó en una pequeña ensenada cerca de Ballywalter y arrastró el bote

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hinchable hasta ocultarlo bajo un macizo de aulagas. Luego regresó por el mismo
camino hacia el bosque en el que había dejado su moto. Aseguró bien su bolsa, se
puso el casco de seguridad y se alejó de allí.

La primera en llegar al escenario de la catástrofe fue otra barca de pesca de


Ballywalter, la Dublin Town, que había salido a pescar de noche. Su tripulación,
atareada en cubierta con las redes, a uno o dos kilómetros de distancia, había visto la
explosión en el momento de producirse. Cuando llegaron al lugar en que la Mary
Murphy se había ido a pique, ya había transcurrido casi media hora. Había
abundantes restos flotantes, y un chaleco salvavidas rotulado con el nombre de la
embarcación les dijo lo peor. El patrón avisó por radio al guardacostas y prosiguió su
búsqueda de supervivientes o, al menos, de los cuerpos de la tripulación; sin
embargo, no tuvo éxito, y la niebla cada vez más densa contribuyó a dificultar la
tarea. Hacia las cinco de la madrugada llegó un guardacostas de Dundalk, además de
varios pesqueros pequeños, y entre todos ampliaron el radio de la búsqueda mientras
comenzaba a amanecer.

La noticia de la tragedia le llegó a McGuiness hacia las cuatro de la madrugada, y él,


a su vez, se la transmitió a Devlin.
—Dios sabe lo que puede haber ocurrido —dijo McGuiness—. Estalló y se
hundió como una piedra.
—¿Y no han encontrado ningún cuerpo?
—Deben de estar en el fondo, dentro de la barca o de lo que quede de ella. Y
parece que es una zona de fuertes mareas, capaces de arrastrar un cuerpo a mucha
distancia. Me gustaría saber qué ha ocurrido. Sean Deegan era un hombre bueno.
—También a mí me gustaría saberlo.
—De todos modos, ahí se acabó Cussane. Ese cerdo ha llegado a su fin, por lo
menos. ¿Se lo dirás a Ferguson?
—Sí, ya se lo diré.
Devlin se enfundó en un batín, bajó al piso inferior y se preparó un poco de té.
Cussane había muerto, pero él no sentía ningún dolor por el hombre que, a pesar de
todo, había sido su amigo durante más de veinte años. Ninguna sensación de pesar.
En cambio, experimentaba una especie de inquietud, como un nudo en las tripas que
se negaba a deshacerse.
Marcó el número de Cavendish Square, en Londres. Pasó algún tiempo antes de
que atendieran la llamada, y le respondió la voz de un Ferguson aún medio dormido.
Devlin le comunicó la noticia y el general de brigada terminó de despertarse
rápidamente.

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—¿Está seguro de lo que dice?
—Así parece, al menos. Dios sabe qué pasó en aquel bote.
—Ah, bien —contestó Ferguson—. Al menos, Cussane ha desaparecido para
siempre. Lo último que me faltaba era tener a ese loco suelto. —Emitió un bufido—.
¡Matar al Papa!
—¿Qué hay con Tanya?
—Puede regresar mañana mismo. Métala en el avión y yo mismo iré a recibirla.
Harry estará en París para darle instrucciones a Tony Villiers en este asunto de los
Exocet.
—De acuerdo —asintió Devlin—. Eso es todo, pues.
—No parece muy satisfecho, Liam. ¿Qué le ocurre?
—Digámoslo de esta manera: tratándose de quien se trata, me gustaría ver su
cadáver —respondió Devlin.

A pesar de los controles de carreteras, de la considerable presencia policial y del


ejército británico, la frontera del Ulster con la República de Irlanda ha estado siempre
abierta para cualquiera que conozca el terreno. En muchos casos, granjas de ambos
lados tienen sus tierras divididas por la imaginaria línea fronteriza, y toda la zona está
atravesada por centenares de angostos senderos, caminos rurales y pistas sin asfaltar.
Cussane llegó sano y salvo al Ulster hacia las cuatro de la mañana. A esas horas,
los vehículos en movimiento eran tan infrecuentes como para hacer aconsejable que
se quitara de en medio por algún tiempo, cosa que hizo al otro lado de Newry,
ocultándose en un cobertizo abandonado, en un bosque que lindaba con la carretera
principal.
No durmió. Se sentó, cómodamente apoyado contra una pared, y pasó el tiempo
fumando, con la Stechkin al alcance de la mano por si acaso. Salió cerca de las seis,
una hora en la que transitaban los suficientes trabajadores por las carreteras como
para pasar inadvertido, y tomó la A1 hacia Lisburn, vía Banbridge.
Eran las siete y cuarto cuando entró en el aparcamiento del aeropuerto Aldergrove
y paró la moto. La Stechkin se reunió con la Walther en el doble fondo de la bolsa.
Acababa de comenzar la temporada de vacaciones y había un vuelo a la isla de Man
con salida a las ocho quince. Si no lograba encontrar plaza, quedaban otros vuelos a
Glasgow, Edimburgo y Newcastle que partían en el espacio de una hora. Sin
embargo, la isla de Man era el destino que prefería, ya que se trataba de una ruta
tranquila, utilizada principalmente por los turistas. Cuando acudió al mostrador,
descubrió que había varias plazas disponibles y pudo conseguir su billete sin
dificultad.
Todo el equipaje de mano tendría que pasar por los rayos X, como en la mayoría
de los aeropuertos internacionales. En Belfast también se examinaba por ese

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procedimiento la mayor parte del equipaje facturado, pero esta norma no solía
aplicarse a las rutas más tranquilas en la temporada de turismo. En todo caso, el doble
fondo de su bolsa, que sólo tenía siete centímetros de espesor, estaba forrado de
plomo. No podrían, por tanto, ver su contenido. Las dificultades, de haberlas, se
presentarían en la aduana de la isla de Man.

Eran aproximadamente las ocho y media, y Cussane llevaba ya unos diez minutos en
el aire, cuando el Dublin Town, que empezaba a andar escaso de combustible,
abandonó la infructuosa búsqueda de supervivientes del Mary Murphy y puso rumbo
a Ballywalter. El tripulante más joven, un muchacho de quince años que estaba
enrollando sogas en la proa, fue el primero que divisó los restos flotantes a estribor y
avisó al patrón, que cambió el rumbo de inmediato. Al cabo de unos minutos, paró las
máquinas y se dejó llevar por el impulso hasta una de las escotillas del Mary Murphy.
Sean Deegan estaba tendido de espaldas sobre la escotilla. Su cabeza giró
lentamente y compuso una sonrisa cadavérica.
—Os lo habéis tomado con calma, ¿eh?

En el aeropuerto de Ronaldsway, Cussane no tuvo ningún problema en la aduana.


Recogió su bolsa y se unió a los numerosos pasajeros que se dirigían a la salida.
Nadie hizo ademán de detenerle. Como en todos los lugares de veraneo, se trataba de
dar las mayores facilidades a los visitantes. De la isla partían varios vuelos diarios
que cubrían la breve distancia hasta Blackpool, ya en la costa inglesa, pero todos los
de la mañana estaban completos. En el vuelo de mediodía, empero, quedaba alguna
plaza libre, y Cussane, pensando que podría haber sido peor, compró un billete y se
dirigió a la cafetería a comer algo.

Cuando Ferguson descolgó el teléfono para oír la voz de Devlin, eran las once y
media. Escuchó atentamente, con expresión de espanto.
—¿Está seguro?
—Completamente. Ese hombre, Deegan, sobrevivió a la explosión únicamente
porque Cussane le pegó un tiro antes y lo hizo caer al agua. Fue el mismo Cussane
quien provocó la explosión, y luego volvió a la costa en el bote hinchable del
pesquero. Deegan dice que casi le embistió.
—Pero ¿por qué? —preguntó Ferguson.
—El hijo de perra lleva años ganándome al ajedrez. Conozco su estilo. Siempre
tres jugadas de adelanto sobre el contrario. Anoche lo organizó todo para hacernos
creer que había muerto, y de este modo consiguió que se interrumpiera la cacería.

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Nadie le buscaba. No hacía falta.
Ferguson sintió una horrible premonición.
—¿Está tratando de decir lo que imagino?
—¿Qué se imagina? Ahora está en su lado del agua, general, no en el nuestro.
Ferguson profirió una maldición en voz baja.
—Tiene razón. Voy a solicitar la colaboración oficial de la Sección Especial de
Dublín. Quiero que investiguen su casa a fondo, fotografías, huellas digitales, todo lo
que pueda sernos útil.
—Tendrá que informar al Secretariado Católico —observó Devlin—. En el
Vaticano se sentirán muy complacidos.
—Tampoco creo que la dama del número diez se ponga muy contenta. ¿Para qué
vuelo es la reserva de la Voroninova?
—Para el de las dos.
—Venga con ella. Le necesito.
—Hay un detalle de importancia secundaria, pero debo mencionárselo. En su lado
del agua, todavía hay pendiente una orden de busca y captura contra mí. Mi
pertenencia a una organización ilegal es el cargo más leve que se me imputa.
—¡Por el amor de Dios! Ya me ocuparé yo de eso —le aseguró Ferguson—.
Usted métase en el avión.
Y colgó.
Tanya Voroninova salió de la cocina con una taza de té.
—¿Qué pasará ahora?
—Iré con usted a Londres —le explicó—. Una vez allí, ya veremos.
—¿Y Cussane? ¿Dónde le parece que puede estar?
—En cualquier parte y en ninguna. —Tomó un sorbo de té—. Sea como fuere,
tiene un problema. Según el periódico de hoy, el Papa llegará el viernes y visitará
Canterbury al día siguiente.
—El sábado veintinueve.
—Exactamente. Por lo tanto, Cussane tiene que esperar. La cuestión es: ¿adónde
irá entretanto?
Sonó el teléfono. Era McGuiness.
—¿Has hablado con Ferguson?
—Sí.
—¿Qué piensa hacer?
—Dios sabe. Me ha pedido que vaya allí.
—¿Irás?
—Sí.
—¡Dios mío, Liam! ¿Has oído lo de ese ruso, Lubov, que apareció muerto en el
cine? Ese sacerdote tuyo predica unos sermones muy convincentes.

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—Creo que ha cambiado ligeramente de actitud respecto a su trabajo desde que
descubrió que los suyos trataban de eliminarlo —observó Devlin—. Será interesante
ver adónde le lleva eso.
—A Canterbury —replicó McGuiness—. Y no podemos hacer nada. El asunto
queda exclusivamente en manos de la inteligencia británica. El IRA ya no puede
ayudarles en nada. Mantente en la retaguardia, Liam.
Cortó la comunicación y Devlin permaneció sentado, frunciendo reflexivamente
el ceño.
Se puso en pie.
—Voy a salir un rato —le advirtió a Tanya—. No tardaré.
Y salió por la puerta del jardín.

En la aduana de Blackpool se mostraron tan amables como en la de Ronaldsway.


Cussane llegó incluso a detenerse, sonriendo, y ofreció su bolsa para que la
inspeccionaran mientras la corriente de pasajeros seguía su camino sin detenerse.
—¿Algo que declarar, padre? —inquirió el vista de aduana.
Cussane abrió la bolsa.
—Una botella de whisky y un cartón de cigarrillos.
El oficial sonrió amistosamente.
—Aún habría podido llevar una botella de vino. Hoy no es su día, padre.
—Parece que no.
Cussane cerró su bolsa y siguió adelante.
Se detuvo, indeciso, en el exterior del pequeño aeropuerto, ante la puerta de
entrada. Había varios taxis libres esperando, pero finalmente decidió caminar por la
carretera principal. Al fin y al cabo, tenía todo el tiempo del mundo. Al otro lado de
la carretera había un quiosco de prensa, y Cussane cruzó y compró un periódico.
Cuando salía, un autobús se detuvo en la parada, a pocos pasos de él. Su indicador
rezaba Morecambe, otra localidad turística a unos kilómetros de distancia. Siguiendo
un impulso repentino, echó a correr y se encaramó al autobús cuando ya se ponía en
marcha.
Pagó el billete y subió al piso de arriba. Le agradó estar allí; se sentía tranquilo y,
al mismo tiempo, lleno de energía. Abrió el periódico y vio que las noticias del
Atlántico Sur no eran buenas: el HMS Coventry había sido bombardeado, y un
carguero de la Cunard, el Atlantic Conveyor, había recibido el impacto de un misil
Exocet. Encendió un cigarrillo y se acomodó para leer los detalles.

Cuando Devlin entró en la sala del hospicio, la hermana Anne-Marie estaba junto al
lecho de Danny Malone. Devlin esperó, hasta que finalmente la hermana le susurró

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algo a la enfermera, se volvió y advirtió su presencia.
—¿A qué ha venido?
—A hablar con Danny.
—Hoy no está para conversaciones.
—Es muy importante.
La hermana puso cara de exasperación.
—Para usted siempre lo es. De acuerdo. Diez minutos. —Echó a andar pero se
detuvo a los pocos pasos y se volvió—. El padre Cussane no vino anoche. ¿Sabe por
qué?
—No —mintió Devlin—. No lo he visto.
La hermana se retiró, y Devlin acercó una silla a la cabecera del enfermo.
—¿Cómo estás, Danny?
Malone abrió los ojos y habló con voz ronca:
—¿Eres tú, Liam? El padre Cussane no ha venido.
—Dime, Danny: ¿verdad que le hablaste de Sean Deegan, de Ballywalter, el que
hace los viajes a la isla de Man?
Malone frunció el ceño.
—Sí, claro. Le he hablado de muchas cosas.
—Pero principalmente de asuntos del IRA.
—Claro. Tenía mucho interés en que le contara cómo me las arreglaba en los
viejos tiempos.
—¿Y cómo cruzabas a Inglaterra? —preguntó Devlin.
—Sí. Ya sabes cuánto tiempo duré sin que me detuvieran, Liam. Quería saber
cómo lo conseguí. —Frunció el ceño—. ¿Cuál es el problema?
—Tú siempre has sido fuerte, Danny. Sé fuerte ahora. El padre no era de los
nuestros.
Los ojos de Malone se abrieron completamente.
—¿Te burlas de mí, Liam?
—Sean Deegan está en el hospital con una bala en el pecho y dos hombres buenos
han muerto.
Danny permaneció en silencio, mirándole fijamente.
—Cuéntamelo todo.
Devlin lo hizo. Cuando terminó, Danny Malone exclamó con voz contenida:
—¡Bastardo!
—Dime lo que recuerdes, Danny. ¿Qué era lo que más le interesaba?
Malone se concentró, tratando de recordar.
—Sí, sobre todo la cuestión de cómo logré despistar durante tanto tiempo a los de
la Sección Especial y a los chicos de la inteligencia británica. Le dije que cuando
estaba en Inglaterra jamás recurrí a la infraestructura del IRA. No era de fiar en

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absoluto, Liam; tú bien lo sabes.
—Es cierto.
—Yo he utilizado siempre el mundo del hampa. Prefiero tratar con un honrado
delincuente, o con uno que no lo sea, si el precio es razonable. Conocía a mucha
gente así.
—Háblame de ellos —le rogó Devlin.

A Cussane le gustaban las poblaciones playeras, sobre todo las que acogían a las
masas de honrados trabajadores en busca de asueto, con muchos cafés, galerías de
atracciones, ferias y el tonificante aire del mar. A Morecambe no le faltaba nada de
eso. Las oscuras aguas de la bahía se alzaban en crestas de espuma y, al otro lado, a lo
lejos, se distinguían las cumbres de Lake District.
Cruzó la carretera. La temporada todavía no estaba en su apogeo, pero ya
abundaban los grupos de turistas. Caminando por angostas callejuelas, llegó a la
terminal de autobuses.
Desde allí se podía viajar a las principales capitales de provincia en autobuses de
gran velocidad, que hacían casi todo el recorrido por las autopistas. Consultó los
horarios y encontró lo que estaba buscando: un autobús con destino a Glasgow que
pasaba por Carlisle y Dumfries. Faltaba una hora para que saliera. Compró un billete
y salió en busca de un lugar donde comer algo.

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CAPÍTULO 11

Georgi Romanov era el agregado a cargo de las relaciones públicas de la


embajada soviética en Londres. Hombre de elevada estatura y maneras amables, de
unos cincuenta años de edad, se sentía secretamente orgulloso de su aristocrático
apellido. Llevaba once años trabajando para el KGB en Londres, y hacía uno que
había sido ascendido a teniente coronel. A Ferguson le agradaba y Ferguson le
agradaba a él. Cuando le llamó, inmediatamente después de su última conversación
telefónica con Devlin, y le propuso una reunión, Romanov aceptó inmediatamente.
Se encontraron en los jardines de Kensington, junto al estanque redondo, un lugar
tan próximo a la embajada, que Romanov acudió a la cita caminando. Ferguson
estaba sentado en un banco, leyendo el Times. Romanov se sentó a su lado.
—Hola, Georgi.
—Hola, Charles. ¿A qué debo el honor?
—Hablemos sin rodeos, Georgi. La cosa no podría estar peor. ¿Qué sabes acerca
de un agente del KGB conocido como Cuchulain, que fue implantado en Irlanda bajo
cobertura profunda hará cosa de veinte años?
—Por una vez, puedo responderte con total sinceridad. Nada en absoluto.
—Pues escucha y entérate.
Cuando terminó, Romanov mostraba una expresión sombría.
—Eso es verdaderamente preocupante.
—¡No me digas! La cuestión es ésta: ese loco anda suelto por el país con la
intención declarada de asesinar al Papa en Canterbury el sábado. Y, francamente, con
el historial que tiene, hemos de tomárnoslo en serio. No es un chiflado cualquiera.
—Entonces, ¿qué quieres que haga?
—Comunícate con Moscú, al máximo nivel. Imagino que no les hará ninguna
gracia que el Papa sea asesinado por alguien que, según puede demostrarse, pertenece
al KGB. Y menos después del atentado de Roma. Eso es exactamente lo que Cussane
pretende. Adviérteles que esta vez no toleraremos ninguna interferencia. Y si por un
improbable azar estableciera contacto contigo, Georgi, quiero que me lo digas.
Vamos a cazar a ese bastardo, ¿entiendes? Y no vamos a cazarlo vivo; nada de
tonterías de juicios ni cosas por el estilo. Esto, creo, es lo que tu gente de Moscú
encontrará preferible.
—No lo dudo. —Romanov se puso en pie—. Será mejor que vuelva y envíe un
mensaje.
—Acepta el consejo de un viejo amigo —añadió Ferguson—: procura dirigirte a
alguien que esté por encima de Maslovsky.

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En vista de la importancia del asunto, Ferguson tuvo que acudir al director general,
quien, a su vez, habló con el secretario del Interior. El resultado fue una convocatoria
a Downing Street cuando Ferguson iba por la mitad de su almuerzo. Llamó
inmediatamente a su coche y lo tuvo en la puerta al cabo de diez minutos. Al final de
la calle, tras las vallas, se agolpaba la pequeña multitud de siempre. El policía de la
puerta le saludó, y ésta se abrió en el instante en que Ferguson alzaba la mano para
llamar.
En el interior se notaba un zumbido de actividad, como era de esperar con el
asunto de las Malvinas en plena ebullición. Le sorprendía que la ministra quisiera
recibirle personalmente. Su guía le condujo hacia la escalinata principal, y Ferguson
lo siguió. En el piso de arriba, el joven llamó con los nudillos a una puerta y pasó
antes que él.
—El general de brigada Ferguson, primera ministra.
La dama alzó la vista de su escritorio y dejó a un lado la pluma. Iba tan elegante
como siempre, con un vestido de tweed gris y el cabello rubio pulcramente peinado.
—Mi tiempo es limitado, general Ferguson. Estoy segura de que lo comprende.
—Perfectamente, señora.
—El secretario del Interior ya me ha comunicado todos los detalles pertinentes.
Lo único que quiero es que me dé la seguridad de que detendrá a ese hombre.
—Puedo asegurárselo sin la menor duda, primera ministra.
—Si se produjera cualquier clase de atentado contra la vida del Papa durante su
estancia entre nosotros, incluso un intento fracasado, las consecuencias políticas
serían desastrosas.
—Entiendo.
—Como jefe del Grupo Cuatro, cuenta con poderes especiales emanados
directamente de mí. Utilícelos, general. Si necesita algo más, no vacile en pedirlo.
—Primera ministra…
La jefa del gobierno cogió su pluma y reanudó su trabajo, y Ferguson salió de la
estancia. Al otro lado de la puerta encontró esperándole al mismo joven de antes.
Mientras bajaban por la escalinata, a Ferguson se le ocurrió pensar, no por primera
vez en su carrera, que su propia cabeza estaba tan en juego como la de Cussane.

En Moscú, Ivan Maslovsky fue nuevamente llamado a la oficina del ministro para la
Seguridad del Estado, todavía ocupada por Yuri Andropov, al que halló ante su
escritorio, leyendo un informe mecanografiado.
Se lo tendió.
—Léalo, camarada.
Maslovsky obedeció, y su corazón pareció convertirse en una piedra. Cuando

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hubo terminado, se lo devolvió con mano temblorosa.
—Su agente, Maslovsky, se mueve libremente por Inglaterra con la intención de
asesinar al Papa, sin otro motivo, al parecer, que el de ponernos en un serio aprieto. Y
lo único que podemos hacer es quedarnos cruzados de brazos y esperar que la
inteligencia británica se muestre, al menos en este caso, eficaz al ciento por ciento.
—Camarada, ¿qué puedo decir?
—Nada, Maslovsky. Este lamentable asunto no sólo ha sido desacertado desde un
principio, sino que constituye un ejemplo de aventurerismo de la peor especie. —
Andropov pulsó un botón en su escritorio y la puerta se abrió a espaldas de
Maslovsky para dejar pasar a dos jóvenes capitanes del KGB vestidos de uniforme—.
Desalojará usted su oficina y entregará todas las llaves y archivos oficiales a la
persona que yo designe. A continuación, será conducido a la Lubianka hasta que sea
juzgado por crímenes contra el Estado.
La Lubianka. ¿A cuánta gente había mandado él allí? De pronto, Maslovsky tuvo
dificultades para respirar y sintió un agudo dolor en ambos brazos y en el pecho.
Cayó hacia adelante y trató de agarrarse al escritorio. Andropov saltó hacia atrás,
alarmado, y los dos oficiales del KGB se abalanzaron sobre Maslovsky y le sujetaron
los brazos. No trató de desasirse, pues no tenía fuerzas para ello, pero intentó hablar
mientras el dolor se intensificaba. Intentó decirle a Andropov que no habría para él
celdas en la Lubianka ni juicios. Curiosamente, su último pensamiento fue para
Tanya, su querida Tanya sentada al piano, interpretando su pieza favorita, La mer de
Debussy. Luego, la música se desvaneció y sólo hubo oscuridad.

Ferguson mantuvo una reunión con el secretario del Interior, el comandante del C13
—brigada antiterrorista de Scotland Yard— y el director general de los servicios de
seguridad. Estaba cansado cuando regresó al apartamento y encontró a Devlin
sentado junto al fuego, leyendo el Times.
—Parece que la visita del Papa está desplazando la guerra de las Malvinas —
comentó Devlin, doblando el periódico.
—Sí, bueno…, es posible —admitió Ferguson—. Por mí, cuanto antes se vaya…
Habría tenido que estar en la reunión de la que vengo, Liam. El secretario del Interior
en persona, Scotland Yard, el director… ¿Y sabe una cosa? —Volvió la espalda hacia
el fuego, para calentarse—. No se lo toman del todo en serio.
—¿Se refiere a Cussane?
—Oh, no me interprete mal. Aceptan su existencia, comprenda. Les he mostrado
su historial, y bien sabe Dios que sus actividades de estos últimos días, en Dublín,
son bastante notorias: Levin, Lubov, Cherny, dos pistoleros del IRA… Ese hombre es
un carnicero.
—¡No! —protestó Devlin—. No estoy de acuerdo. Para él, es sólo parte de su

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trabajo. Algo que hay que hacer, y lo hace limpia y eficazmente. A lo largo de los
años, ha respetado muchas vidas. Tanya y yo somos un ejemplo. Él se limita a ir a por
el blanco; eso es todo.
—¡No me lo recuerde!
Ferguson se estremeció. En aquel momento se abrió la puerta y apareció Harry
Fox.
—Hola, señor. Liam… Creo que ha habido novedades mientras yo estaba fuera.
—Es una forma de expresarlo —admitió Ferguson—. ¿Ha ido todo bien por
París?
—Sí, señor. He visto a Tony. Controla la situación.
—Ya me dará su informe más tarde. Ahora será mejor que le ponga al corriente
de los últimos acontecimientos.
Y eso hizo, tan rápidamente como pudo, con la intervención ocasional de Devlin
en algún punto. Cuando hubo terminado, Harry Fox comentó, meneando la cabeza:
—¡Vaya hombre! Es extraño…
—¿A qué se refiere?
—Cuando le conocí, el otro día, me pareció muy agradable.
—No es difícil —dijo Devlin.
Ferguson frunció el ceño.
—Basta ya de tonterías. —Se abrió la puerta y entró Kim con un servicio de té y
un plato de bollos tostados—. Excelente —aprobó Ferguson—. Estoy desfallecido.
—¿Qué hay de Tanya Voroninova? —quiso saber Fox.
—De momento, la he alojado en una casa segura.
—¿En cuál, señor?
—En el apartamento de Chelsea Place. La Dirección nos ha proporcionado una
agente para que permanezca con ella hasta que se aclare la situación.
Les ofreció una taza de té a cada uno.
—Entonces —preguntó Devlin—, ¿cuál será el próximo movimiento?
—Tanto el secretario del Interior como el director, y debo decir que yo opino
como ellos, consideran que por el momento no hay que darle excesiva publicidad al
asunto. Todo el propósito de la visita del Papa es fomentar la amistad y la
comprensión. Un intento sincero de contribuir a poner fin a la guerra en el Atlántico
Sur. Imaginen qué titulares saldrían en la prensa: la primera visita del Papa a
Inglaterra amenazada por un asesino rabioso.
—Que para colmo es sacerdote, señor.
—Sí, bueno, eso podemos olvidarlo, sobre todo ahora que sabemos lo que es en
realidad.
—Nada de olvidar —objetó Devlin—. En mi condición de católico no muy
ejemplar, permítame que le ilustre acerca de algunos aspectos. A los ojos de la

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Iglesia, Cussane fue ordenado sacerdote en Vine Landing, Connecticut, hace veintiún
años, y sigue siendo sacerdote. ¿No ha leído nada de Graham Greene últimamente?
—De acuerdo —admitió Ferguson con terquedad—. Sea como fuere, la primera
ministra no ve por qué habríamos de sacar a Cussane en la primera página de los
diarios. No nos haría ningún bien.
—Podría ayudarnos a detenerlo rápidamente, señor —opinó Fox.
—Sí, bueno, eso es lo que esperan que hagamos de todos modos. La Sección
Especial de Dublín ha recogido las huellas dactilares de Cussane en su vivienda y las
ha introducido en el ordenador, que, como sabrán, está conectado con el ordenador de
los servicios de seguridad, en Lisburn, que a su vez está conectado con nuestro
ordenador en los registros centrales de Scotland Yard.
—Ignoraba que dispusieran de este tipo de enlaces —observó Devlin.
—Los milagros del microchip —respondió Ferguson—. Tenemos registrados a
once millones de individuos: antecedentes penales, escolaridad, profesión,
preferencias sexuales, hábitos personales…Incluso dónde compran los muebles.
—Tiene usted que estar bromeando.
—No. El año pasado detuvimos a uno de los suyos, llegado desde el Ulster,
porque siempre compraba en el Co-Op. Tenía una excelente cobertura, pero no pudo
cambiar una costumbre de toda la vida. Ahora Cussane está en el ordenador, y no
sólo por sus huellas sino por todo lo que sabemos de él. Y dado que la mayoría de las
fuerzas policiales del país disponen de sistemas de representación gráfica en sus
ordenadores, pueden conectar con nuestro banco central de datos y obtener su
fotografía.
—¡Dios Todopoderoso!
—De hecho, podrían hacer lo mismo con usted. Por lo que a Cussane se refiere,
he dado órdenes de insertar un historial deliberadamente falseado. El KGB no se
menciona en absoluto. Falso sacerdote, relaciones comprobadas con el IRA.
Sumamente violento. Máximas precauciones… Ya comprende usted la idea.
—Oh, sí, la veo.
—Vamos a entregar su fotografía a la prensa, acompañada de una historia como la
que acabo de contarle. Seguramente aparecerá en algunos vespertinos, pero todos los
periódicos de circulación nacional la publicarán en sus ediciones de mañana.
—¿Y cree que bastará con eso, señor? —inquirió Fox.
—Es muy posible. Tendremos que esperar para saberlo, ¿no le parece? Una cosa
es segura. —Ferguson se acercó a la ventana y echó una mirada al exterior—: está ahí
afuera, en alguna parte.
—Y el problema —añadió Devlin— es que nadie puede hacer nada al respecto
hasta que salga a la superficie.
—Exactamente. —Ferguson volvió junto a la bandeja y cogió la tetera—. Este té

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es realmente exquisito. ¿Alguien quiere otra taza?

Ese mismo día, entrada la tarde, Su Santidad el Papa Juan Pablo II tomó asiento ante
su escritorio, en un pequeño despacho adyacente a su dormitorio, y examinó el
informe que acababa de llegarle. El hombre que esperaba de pie ante él vestía una
sencilla sotana negra y, a juzgar por su apariencia, podría haber sido un humilde
sacerdote. En realidad, era el general de la Compañía de Jesús, posiblemente la más
ilustre de las órdenes de la Iglesia católica. Los jesuitas se enorgullecían de ser
conocidos como los soldados de Cristo y, durante varios siglos, fueron los
responsables de la seguridad del Papa. Ello explicaba por qué el padre general se
había apresurado a abandonar su oficina del Collegio di San Roberto Bellarmino, en
la Via del Seminario, para solicitar una audiencia con Su Santidad.
El Papa Juan Pablo dejó el informe sobre la mesa y alzó la vista. Hablaba un
excelente italiano, con un leve rastro de su polaco natal.
—¿Cuándo ha recibido esto?
—El primer informe del Secretariado de Dublín nos llegó hace tres horas, y las
noticias de Londres, un poco más tarde. He hablado personalmente con el secretario
británico del Interior y me ha dado plenas garantías en cuanto a vuestra seguridad,
remitiéndome al general de brigada Ferguson, a quien se menciona en el informe
como responsable directo.
—¿Y está usted preocupado?
—Santidad, es casi imposible evitar que un asesino solitario acceda a su objetivo,
sobre todo si no le importa su propia seguridad, y este individuo, Cussane, ya ha
demostrado su habilidad en demasiadas ocasiones.
—Padre Cussane. —Su Santidad se puso en pie y anduvo hacia la ventana—.
Puede que haya sido un asesino y que todavía lo sea, pero sigue siendo un sacerdote,
y Dios no le permitirá que lo olvide.
El padre general contempló aquel rostro rudamente tallado, un rostro semejante al
de miles de obreros ordinarios pero, al mismo tiempo, dotado de una extraña
sencillez, y emanando certidumbre. Como ya había ocurrido en otras ocasiones, el
padre general, con toda su autoridad intelectual, se inclinó ante él.
—¿Irá a Inglaterra Vuestra Santidad?
—A Canterbury, amigo mío, allí donde el bienaventurado Tomás Beckett murió
por el Señor.
El padre general besó el anillo de la mano que se le ofrecía.
—En tal caso, Vuestra Santidad me disculpará. Hay mucho que hacer.
Se retiró. Juan Pablo permaneció un rato ante la ventana y luego cruzó la
habitación, abrió una puertecita y entró en su capilla particular. Se arrodilló ante el
altar con las manos unidas, sintiendo cierto temor en su corazón al recordar la bala

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que casi había puesto fin a su vida, los meses de dolor… Pero desechó tales
pensamientos y se concentró en lo que importaba: sus oraciones por el alma del padre
Harry Cussane y por todos los pecadores, cuyas acciones eran lo único que los
separaba de la infinita bendición del amor de Dios.

Ferguson colgó el teléfono y se volvió hacia Devlin y Fox.


—Era el director general. Su Santidad ha sido informado con todo detalle acerca
de Cussane y de la amenaza que representa. No cambia en nada sus planes.
—Bien; eso era de esperar, ¿no cree? —comentó Devlin—. Después de todo, está
hablando de un hombre que trabajó durante años en la resistencia polaca contra los
nazis.
—De acuerdo —admitió Ferguson—. Concedido. De todos modos, será mejor
que se prepare, Liam. Acompáñelo a la Dirección, Harry. Un pase de seguridad clase
A. No es una mera tarjeta de plástico con su foto pegada —le explicó a Devlin—.
Hay muy poca gente que disponga de ese pase. Le permitirá entrar en cualquier parte.
Mientras Ferguson volvía a su escritorio, Devlin preguntó:
—¿Me dará derecho a usar pistola? Una Walther me haría sentir mejor. Soy un
tanto pesimista, ya sabe.
—Nuestros hombres no suelen utilizarla, desde que aquel idiota intentó disparar
sobre la princesa Ana y la Walther de guardaespaldas se encasquilló. Los revólveres
son más seguros, hágame caso.
Recogió algunos papeles de su escritorio y pasaron al estudio a buscar sus
abrigos.
—Aun así, prefiero una Walther —insistió Devlin.
—Una cosa es segura —observó Fox—. Lleve lo que lleve, más le valdrá que no
se le encasquille si tiene que enfrentarse con Harry Cussane.
Abrió la puerta y salieron todos hacia el ascensor.

Harry Cussane había elaborado una especie de plan. Conocía su objetivo, el sábado
en Canterbury, pero eso significaba que durante tres días y tres noches debería
permanecer oculto. Danny Malone le había hablado de diversos personajes del
mundo del hampa que podían proporcionarle la ayuda necesaria si pagaba su precio.
Había muchos en Londres, por supuesto, o en Leeds o Manchester, pero los que más
interesantes le habían parecido eran los hermanos Mungo, propietarios de una granja
en Galloway. Le atraía el aislamiento de ese lugar. Escocia era el último sitio donde le
buscarían, aunque el vuelo de British Airways desde Glasgow a Londres sólo duraba
una hora y cuarto.
La cuestión era cómo pasar el tiempo. No necesitaba llegar a Canterbury hasta el

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último momento. No había que organizar nada. Le divertía pensar en eso, sentado en
el autobús que corría por la autopista rumbo a Carlisle. Podía imaginar los
preparativos en la catedral de Canterbury, con todos los accesos vigilados, tiradores
de élite por todas partes y, seguramente, hasta miembros del SAS vestidos de paisano
y mezclados con la muchedumbre. Y todo para nada. Sucedía como en el ajedrez,
como solía decirle a Devlin, el peor jugador del mundo. No era la jugada del
momento la que contaba, sino la última. También podía compararse con el trabajo de
un ilusionista: el público se fijaba en lo que hacía con la mano derecha, pero lo
importante lo hacía con la izquierda.
Durmió durante un rato y, cuando despertó, vio que a su izquierda resplandecía el
mar a la luz de la tarde. Se inclinó adelante y le habló a la anciana que ocupaba el
asiento frente al suyo.
—¿Dónde estamos?
—Acabamos de pasar por Annan. —Tenía un cerrado acento de Glasgow—. La
próxima es Dumfries. ¿Es usted católico?
—Temo que sí —respondió cautelosamente.
Las Lowlands de Escocia eran tradicionalmente protestantes.
—Eso es magnífico. Yo también soy católica. Irlandesa de Glasgow, padre. —La
mujer le cogió la mano y se la besó—. Bendígame, padre. Usted es del viejo país.
—Ciertamente, lo soy.
Pensó que la anciana iba a convertirse en una molestia, pero, extrañamente, se
limitó a volverse hacia adelante y se recostó en su asiento. En el exterior, el cielo
estaba encapotado. Comenzó a llover, con un ominoso retumbar de truenos, y pronto
la lluvia se convirtió en un aguacero casi monzónico que resonaba con fuerza en el
techo del autobús. Se detuvieron en Dumfries para que bajaran dos pasajeros, y en
seguida reanudaron la marcha a través de calles que la lluvia había vaciado de gente,
hasta que volvieron a salir al campo.
Ya no faltaba mucho; no más de veinticinco kilómetros hasta el fin de su trayecto,
en Dunhill. Desde allí, unos kilómetros más por una carretera rural hasta una aldea
llamada Larwick. La granja de los Mungo se encontraba en las colinas que rodeaban
Larwick, a dos o tres kilómetros del pueblo.
El chófer había estado hablando por la radio del autobús y en aquel momento
conectó los altavoces interiores.
—Atención, por favor, señoras y caballeros. Temo que hay dificultades a la
entrada de Dunhill. Se ha producido una inundación, y la carretera está cortada.
Muchos vehículos se han quedado atascados.
La anciana sentada delante de Cussane exclamó:
—¿Y qué vamos a hacer? ¿Pasar la noche en el autobús?
—Llegaremos a Corbridge en pocos minutos. No es una gran población, pero el

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ferrocarril tiene una parada para cargar la leche. Están haciendo los arreglos
necesarios para que se detenga el próximo tren de Glasgow.
—El tren nos costará el triple —protestó la anciana.
—Paga la empresa —respondió jovialmente el conductor—. No se preocupe,
hermosa.
—¿Y el tren parará también en Dunhill? —quiso saber Cussane.
—Es posible. No estoy seguro. Ya veremos.
Era lo que en ambientes carcelarios denominaban «la suerte del presidiario».
Danny Malone le había hablado de ello. Por bien calculados que estuvieran los
planes, siempre ocurría algo totalmente imprevisible que lo estropeaba todo. No valía
la pena desperdiciar energías lamentándose. Lo único que cabía hacer era examinar
las alternativas.
A la izquierda apareció un letrero blanco con la palabra «Corbridge» en letras
negras, y empezaron a verse las primeras casas entre la densa lluvia. Había una tienda
de comestibles, una papelería y, al otro lado, un minúsculo apeadero ferroviario. El
chófer metió el autobús en el patio.
—Será mejor que esperen aquí mientras yo voy a ver cómo están las cosas.
Saltó del autobús y corrió hacia el edificio de la estación.
La lluvia caía inexorablemente. Había un espacio vacío entre la tienda de
comestibles y el pub, cruzado por unas vigas que unían ambos establecimientos. Era
evidente que el edificio que se alzaba allí con anterioridad acababa de ser demolido.
Ante el solar se había congregado una pequeña muchedumbre. Cussane la contempló
ociosamente, buscó en su bolsillo el paquete de cigarrillos y lo encontró vacío. Tras
una breve vacilación, tomó su bolsa, bajó del autobús y cruzó la carretera hacia la
papelería. Se dirigió a la joven que aguardaba en la entrada, para pedirle un par de
paquetes de cigarrillos y un mapa de la región, si lo tenía. Lo tenía.
—¿Qué pasa ahí? —inquirió luego Cussane.
—Hace unos días comenzaron a derribar el viejo almacén de granos. Todo iba
bien hasta que comenzó esta lluvia. Tienen problemas en el sótano. Parece que se ha
hundido un techo o algo así.
Volvieron los dos juntos a la puerta para observar la escena. En aquel momento
llegó un coche de la policía desde el lado opuesto de la aldea y se detuvo ante el solar.
Sólo llevaba un ocupante, un hombre corpulento y de robusta complexión que vestía
un anorak azul marino con galones de sargento. Se abrió paso entre la multitud y se
perdió de vista.
—Ha llegado la caballería —comentó la joven.
—¿No es de por aquí? —preguntó Cussane.
—No hay comisaría en Corbridge. Es de Dunhill. El sargento Brodie; Lachlan
Brodie.

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El tono de su voz lo decía todo.
—¿Poco apreciado? —volvió a preguntar Cussane.
—Lachlan es de esos policías que disfrutan si la noche del sábado encuentra a tres
borrachos juntos y puede darles una paliza. Es fuerte como una roca, y le gusta
demostrarlo. ¿No será usted católico, por casualidad?
—Temo que sí.
—Para Lachlan, los católicos son el Anticristo. Es de esos baptistas que
consideran que la música es pecado. También hace de predicador laico.
La multitud dejó pasar a un obrero con casco y chaquetón de seguridad color
naranja. Su cara estaba mojada y sucia de fango. Se apoyó contra la pared.
—Ese sótano es un infierno.
—¿Tan mal está? —inquirió la mujer.
—Uno de mis hombres ha quedado atrapado. Se ha desplomado una pared.
Hacemos lo que podemos, pero no hay mucho espacio para trabajar y el agua no deja
de subir. —Frunció el ceño y se dirigió a Cussane—. ¿No será usted católico, por
casualidad?
—Sí.
El hombre asió su brazo.
—Me llamo Hardy. Soy el capataz. El hombre que ha quedado ahí abajo es tan de
Glasgow como yo, pero italiano. Gino Tisini. Cree que va a morir, y me ha pedido
que le busque un sacerdote. ¿Me acompañará, padre?
—Naturalmente —respondió Cussane sin dudarlo. En seguida, le tendió su bolsa
a la mujer—. ¿Querrá guardarme esto mientras tanto?
—Desde luego, padre.
Siguió a Hardy por entre el gentío y llegó a la entrada del sótano. Un tramo de
escalera descendía hacia la oscuridad. Brodie, el sargento de policía, mantenía
alejados a los curiosos. Hardy comenzó a bajar, y cuando Cussane iba a seguirle
Brodie lo cogió del brazo.
—¿Adónde va?
—Déjelo pasar —intervino Hardy—. Es un sacerdote.
La hostilidad brotó de inmediato en los ojos de Brodie, que no intentó disimular
su desagrado. Para Cussane era una vieja canción, como si de nuevo estuviera en
Belfast.
—No lo conozco —dijo Brodie.
—Me llamo Fallon. Iba en el autobús de Glasgow —respondió Cussane sin
perder la calma.
Después, asió la muñeca del policía y le forzó a soltar su presa. Brodie torció el
gesto al percibir la fuerza de Cussane, mientras éste lo apartaba a un lado y empezaba
a bajar por la escalera. No tardó en encontrarse con agua hasta las rodillas y

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agazapado para no chocar con un techo poco elevado, siguiendo a Hardy por lo que
debió de haber sido un angosto pasadizo. Una lámpara llevada por los obreros
arrojaba cierta claridad sobre un caos de mampostería derruida y tablones rotos. Se
dirigieron hacia una estrecha abertura y, cuando llegaban a ella, aparecieron dos
hombres completamente empapados y al borde del agotamiento.
—No hay nada que hacer —dijo uno de ellos—. El agua le cubrirá la cabeza en
cuestión de minutos.
Hardy se metió por la abertura sin decir nada, y Cussane le siguió. El blanco
rostro de Tisini se destacaba claramente en la penumbra. Cussane, avanzando medio
agachado, extendió una mano para apoyarse e hizo caer un tablón y varios ladrillos.
—¡Cuidado! —le advirtió Hardy—. Todo esto podría derrumbarse como un
castillo de naipes.
Se oía el constante gorgoteo del agua que no cesaba de fluir. Tisini logró
componer una lúgubre sonrisa.
—¿Ha venido a oír mi confesión, padre? Nos llevaría un año y un día.
—No tenemos tanto tiempo. Vamos a sacarte —respondió Cussane.
De pronto, pareció llegar un nuevo aluvión de agua que bañó la cara de Tisini. El
hombre sintió crecer su pánico. Cussane se situó por detrás de él y le sostuvo la
cabeza sobre el agua.
Hardy reconoció el fondo con las manos.
—Esto se ha movido mucho —anunció—. Por lo menos, la entrada de agua nos
favorece en algo. Ahora ya sólo está sujeto por una viga, pero la viga está unida a la
pared. Si hago fuerza, es posible que nos caiga todo encima.
—Si no lo intenta, se ahogará en dos minutos —observó Cussane.
—Es peligroso para usted, padre.
—Y también para usted —añadió Cussane—. Manos a la obra.
—¡Padre! —gritó Tisini—. ¡Absuélvame, por el amor de Dios!
Cussane habló con voz firme y clara.
—Que Nuestro Señor Jesucristo te absuelva. Yo, por Su autoridad, te absuelvo de
tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. —Se volvió hacia
Hardy—. ¡Ahora!
El capataz aspiró profundamente y se sumergió bajo el agua, aferrando los bordes
de la viga. Sus hombros parecieron hincharse y salió del agua con la viga aún sujeta.
Tisini lanzó un grito y flotó libremente en manos de Cussane. La pared comenzó a
abombarse. Hardy tiró de Tisini para que se incorporarse y lo arrastró hacia la salida,
mientras Cussane lo empujaba por detrás. Las paredes empezaron a desplomarse
sobre ellos. Alzó un brazo para protegerse la cabeza, consciente de que ya llegaban a
la escalera y de que había manos tendidas para ayudarles, y entonces un ladrillo le
golpeó de refilón en la cabeza. Trató de subir los peldaños, pero cayó de rodillas y

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sólo hubo oscuridad.

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CAPÍTULO 12

Despertó lentamente y vio a la joven de la papelería agazapada sobre él. Estaba


tendido sobre una alfombra, ante un fuego de carbones, y la mujer le enjugaba la
cara.
—Tranquilo —dijo ella—. Se pondrá bien. ¿Se acuerda de mí? Me llamo Moira
McGregor. Está usted en mi tienda.
—¿Cómo están el italiano y Hardy?
—Están en el piso de arriba. Hemos avisado al médico.
Cussane aún se sentía un tanto confuso, y le costaba pensar correctamente.
—Mi bolsa —preguntó—. ¿Dónde está?
El fornido policía, Brodie, se inclinó sobre ellos.
—Otra vez en el mundo de los vivos, ¿eh? —Su voz tenía un matiz desagradable
y hostil—. Supongo que eso bien vale una docena de cirios para la Virgen, ¿verdad?
Los dejó solos. Moira McGregor le dirigió una sonrisa a Cussane.
—No le haga caso. Usted y Hardy le han salvado la vida a ese hombre. Le traeré
una taza de té.
Pasó a la cocina y encontró a Brodie de pie junto a la mesa.
—Yo preferiría un vaso de algo más fuerte —dijo el policía.
La joven sacó del armarito una botella de whisky y un vaso, y dejó ambas cosas
sobre la mesa sin pronunciar una palabra. El policía cogió una silla y la acercó a la
mesa sin advertir la bolsa de Cussane, que cayó al suelo. La bolsa no estaba cerrada y
parte de su contenido se desparramó: un par de camisas, el copón y la estola violeta.
—¿Es de él esta bolsa? —quiso saber Brodie.
La joven, atareada ante el fogón, se volvió hacia él con la tetera en la mano.
—Exactamente.
Brodie se agachó para recoger los objetos caídos y meterlos de nuevo en la bolsa,
pero no terminó de hacerlo.
—¿Qué es esto? —preguntó, frunciendo el ceño.
A consecuencia del golpe, se había abierto el doble fondo de la bolsa. Lo primero
que Brodie descubrió fue un pasaporte británico, y lo examinó.
—Me dijo que se llamaba Fallon.
—¿Y qué? —replicó Moira.
—Entonces, ¿cómo es que tiene un pasaporte a nombre del padre Sean Daly? Y la
foto es suya, no cabe duda. —Volvió a hurgar en el interior de la bolsa y extrajo la
Stechkin—. ¡Dios Todopoderoso!
Moira McGregor se sintió enfermar.

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—¿Qué significa esto?
—Pronto lo sabremos.
Brodie pasó al cuarto contiguo y dejó la bolsa sobre una silla. Cussane
permanecía tendido, con los ojos cerrados. Brodie se arrodilló a su lado, sacó sus
esposas y, muy suavemente, cerró una en torno a la muñeca izquierda de Cussane.
Éste abrió los ojos y Brodie le sujetó la otra muñeca y la ciñó con la esposa de acero.
Luego, levantó al sacerdote a pulso y lo empujó hacia una silla.
—¿Qué significa todo esto? —Brodie había abierto del todo el doble fondo y
examinaba su contenido—. Tres pistolas, pasaportes variados y una buena cantidad
de dinero en efectivo. ¡Vaya sacerdote es usted! ¿Qué significa todo esto?
—Usted es el policía, no yo —contestó Cussane.
Brodie le dio una bofetada.
—Modales, hombrecito, modales. Ya veo que voy a tener que castigarle.
Moira McGregor, de pie en el umbral, le rogó:
—No lo haga, por favor.
Brodie sonrió despectivamente.
—¡Todas las mujeres son iguales! Le tiene simpatía porque se ha hecho el héroe,
¿verdad?
Salió de la habitación. Moira se dirigió a Cussane con voz cargada de
desesperación:
—¿Quién es usted?
Cussane esbozó una sonrisa.
—Yo en su lugar no me preocuparía por eso. Pero le agradecería un cigarrillo,
antes de que vuelva ese matón.

Brodie era policía desde hacía veinte años, después de otros cinco en la policía
militar. Veinte años sin nada digno de mención. Era un hombre cruel y amargado
cuya única autoridad se debía al uniforme, y su religión servía al mismo propósito
que el uniforme: conferirle una autoridad espúrea. Habría podido telefonear al cuartel
de Dumfries, pero sentía en sus huesos que aquel asunto era algo especial, de modo
que llamó al cuartel general de Glasgow.

Hacía apenas una hora que Glasgow había recibido la foto de Harry Cussane y toda la
información pertinente. El caso estaba clasificado como de máxima prioridad, con
advertencia inmediata al Grupo Cuatro de Londres. La llamada de Brodie se transfirió
de inmediato a la Sección Especial. En sólo un par de minutos, Brodie se halló
informando al inspector jefe Trent.
—Vuelva a contármelo todo, desde el principio —le dijo Trent. Brodie obedeció.

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Cuando hubo terminado, Trent añadió—: No sé cuánto tiempo lleva en el cuerpo,
pero acaba de hacer el mejor servicio de toda su carrera. Ese hombre se llama
Cussane, un auténtico duro del IRA. ¿Dice usted que los pasajeros del autobús en que
viajaba van a ser trasladados a un tren?
—Sí, señor. La carretera está cortada por la inundación. En este pueblo sólo hay
un apeadero para la leche, pero harán que se detenga el expreso de Glasgow.
—¿A qué hora llega?
—Dentro de unos diez minutos, señor.
—Suba a ese tren, Brodie, y tráigase a nuestro amigo. Le esperaremos en
Glasgow.
Brodie colgó el teléfono, temblando de excitación, y regresó a la sala.

Brodie escoltó a Cussane por el andén, con una mano en su brazo y la otra sujetando
la bolsa de Cussane. La gente se volvía a mirarlo con curiosidad, extrañados de ver a
un sacerdote con las manos esposadas. Llegaron al vagón postal, al final del convoy.
El jefe de tren estaba de pie en el andén, junto a la portezuela abierta.
—¿Qué ocurre?
—Un detenido especial con destino a Glasgow.
Brodie empujó a Cussane hacia el vagón. En un rincón había varias sacas de
correos, y le hizo sentar sobre ellas.
—Y ahora quédese quietecito, como un buen chico.
Hubo un alboroto y Hardy apareció en la portezuela, con Moira McGregor a su
espalda.
—He venido tan deprisa como he podido —comenzó el capataz—. Acabo de
enterarme.
—No se puede entrar aquí —protestó Brodie.
Hardy no le hizo caso.
—Oiga, no sé qué significa esto, pero si puedo hacer algo por usted…
En el andén, el jefe de tren hizo sonar su silbato.
—Nadie puede hacer nada —respondió Cussane—. ¿Cómo está Tisini?
—Parece que se ha roto una pierna.
—Dígale que ha tenido suerte.
El tren arrancó con una sacudida.
—Estoy pensando que no se encontraría usted aquí si yo no le hubiera pedido su
ayuda —dijo Hardy.
Bajó al andén, junto a Moira, mientras el jefe de tren saltaba al vagón.
—¡Así es la suerte! —gritó Cussane—. No se preocupe por eso.
Hardy y la mujer se desvanecieron en el pasado cuando el jefe cerró la portezuela
corredera y el tren cobró velocidad.

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Trent no pudo resistirse a llamar a Ferguson, en Londres, y en la Dirección General le
pasaron la línea de Cavendish Square. Fox y Devlin habían salido, y fue el propio
Ferguson quien atendió la llamada.
—Le habla Trent, señor, inspector jefe de la Sección Especial en Glasgow. Creo
que hemos dado con su hombre, Cussane.
—¿Está usted seguro? —preguntó Ferguson—. ¡Por Dios…! ¿Cómo se
encuentra?
—Bueno, en realidad yo aún no lo he visto, señor. La detención se ha producido
en una aldea a unos kilómetros al sur de aquí. Llegará a Glasgow en tren dentro de
una hora. Iré yo a hacerme cargo de él personalmente.
—Lástima que no lo hayan encontrado muerto —comentó Ferguson—. Pero no
se puede tener todo. Quiero que me lo envíe en el primer avión de la mañana,
inspector jefe. Tráigalo usted mismo. Este caso es demasiado importante para
consentir errores.
—Así lo haré, señor —respondió Trent ansiosamente.
Ferguson colgó el auricular y extendió su mano hacia el teléfono rojo, pero cierta
cautela innata le detuvo. Sería mejor no llamar al secretario del Interior hasta que el
pájaro estuviera realmente en sus manos.

Brodie iba sentado en un taburete, apoyado en un rincón y vigilando a Cussane


mientras fumaba un cigarrillo. El jefe de tren estaba ocupado en su escritorio,
comprobando una lista. Finalmente, obtuvo el total y guardó su pluma.
—Voy a hacer mi ronda. Hasta luego.
Salió del vagón, y Brodie arrastró el taburete hacia donde estaba Cussane,
sentándose muy cerca de él.
—Nunca he logrado comprenderlo. Hombres con faldas… No lo entenderé
nunca. —Se inclinó hacia adelante—. Dígame la verdad. ¿Para qué se hacen
sacerdotes?
—¿Cómo que para qué? —dijo Cussane.
—Ya me entiende. ¿Es por los monaguillos? ¿Es por eso?
Había gotas de sudor en la frente del policía.
—Lleva usted un buen mostacho —observó Cussane—. ¿Es que tiene la lengua
demasiado larga?
Brodie se encolerizó.
—¡Maldito bastardo! ¡Ahora te enseñaré yo a ti!
Extendió el brazo y aplicó el extremo encendido de su cigarrillo sobre el dorso de
la mano de Cussane. Éste lanzó un grito y se echó hacia atrás, sobre las sacas del

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correo.
Brodie emitió una risotada y se inclinó sobre él.
—Ya sabía yo que esto te gustaría —exclamó, y se acercó para quemarle de
nuevo el dorso de la mano.
Cussane le asestó un puntapié en la entrepierna. Brodie se tambaleó hacia atrás,
llevándose ambas manos al bajo vientre, y Cussane se incorporó como movido por un
resorte. Le dio otro puntapié de experto, esta vez en la rótula derecha, y cuando
Brodie comenzó a caer hacia adelante le aplicó un rodillazo en la cara.
El sargento de policía quedó tendido de espaldas, gimiendo, y Cussane le registró
los bolsillos hasta encontrar la llave de las esposas. Una vez libre de ellas, recogió la
bolsa, comprobó que su contenido estuviera intacto y se metió la Stechkin en el
bolsillo. Luego abrió la portezuela, y la lluvia salpicó el interior del vagón.
El jefe de tren, que regresó al vagón un instante después, aún alcanzó a divisar
cómo aterrizaba sobre un brezal próximo a la vía y rodaba sobre sí mismo por la
pendiente. Y luego sólo hubo lluvia y neblina.

Cuando el tren hizo su entrada en la estación central de Glasgow, Trent y media


docena de agentes uniformados esperaban en el andén uno. Se abrió la portezuela del
vagón postal y apareció el jefe de tren.
—Por aquí —los llamó.
Trent se detuvo ante la puerta. En el vagón sólo estaba Lachlan Brodie, sentado
en el taburete del jefe y palpándose la cara hinchada y cubierta de sangre. Trent sintió
que se le caía el alma a los pies.
—Cuénteme qué ha pasado —le ordenó, con voz temerosa.
Brodie se lo explicó lo mejor que pudo. Cuando terminó, Trent preguntó
incrédulamente:
—¿Dice que iba esposado y, aun así, pudo vencerle?
—No fue tan sencillo como parece, señor —protestó Brodie débilmente.
—¡Estúpido y mil veces estúpido! —estalló Trent furioso—. Cuando termine con
usted, tendrá suerte si lo destinan a un urinario público.
Le dio la espalda, enfurecido, y se dirigió en busca de un teléfono para llamar a
Ferguson.

En aquel preciso instante, Cussane se hallaba refugiado entre las rocas que coronaban
una colina al norte de Dunhill. Estaba estudiando el mapa que había comprado en la
tienda de Moira McGregor. No le costó encontrar Larwick, y la granja de los Mungo
quedaba muy cerca de la aldea. En total, unos veinticinco kilómetros, casi todos
cruzando las colinas campo a través. A pesar de ello, se sentía con buen ánimo

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cuando emprendió la marcha.
La niebla que subía en lentas espirales por ambos lados y la torrencial lluvia le
producían una sensación de seguridad y aislamiento del mundo, una especie de
libertad. Avanzaba entre abedules y helechos que le empapaban las perneras de los
pantalones. De vez en cuando, una perdiz o un chorlito alzaban el vuelo desde el
brezal, alarmados por su presencia. Siguió caminando sin detenerse, pues para
entonces su impermeable ya estaba completamente mojado y Cussane tenía la
suficiente experiencia como para conocer los peligros de hallarse en una región
montañosa como aquélla sin disponer de la ropa adecuada.
Llegó al borde de una quebrada, más o menos al cabo de una hora de haber
saltado del tren, y descubrió el valle de un riachuelo por debajo de él. Comenzaba a
oscurecer, pero todavía quedaba bastante luz como para distinguir, a unos metros de
distancia, un sendero que terminaba en un cairn de piedras irregulares. Con eso le
bastaba. Reanudó la marcha con energía renovada y comenzó a descender por la falda
de la colina.

Ferguson estaba examinando un gran mapa de estado mayor correspondiente a la


región de las Lowlands, en Escocia.
—De modo que subió al autobús en Morecambe —observó—. Eso ha quedado
comprobado.
—Una buena manera de llegar a Glasgow, señor —dijo Fox.
—No —replicó Ferguson—. Sacó billete hasta un lugar llamado Dunhill. ¿Qué
diablos pensaba hacer allí?
—¿Conoce usted la región? —inquirió Devlin.
—Hace veinte años estuve una semana cazando en la finca de un conocido, en las
colinas de Galloway. Es un curioso lugar: bosques muy tupidos, cadenas montañosas
y pequeños lochs ocultos por todas partes.
—¿Ha dicho Galloway? —Devlin estudió atentamente el mapa—. O sea que esto
es Galloway.
Ferguson frunció el ceño.
—¿Y qué?
—Creo que es ahí donde se dirige —respondió Devlin—. Creo que desde un
principio tenía la intención de ir ahí.
—¿Por qué precisamente a Galloway? —quiso saber Fox.
Devlin les habló de Danny Malone, y cuando hubo terminado Ferguson admitió:
—Sí, eso parece muy posible.
Devlin asintió:
—Danny mencionó varias casas de refugio utilizadas por los delincuentes en
distintas partes del país, pero el hecho de que haya sido visto en la región de

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Galloway apunta claramente a la granja de los hermanos Mungo.
—¿Qué hacemos ahora, señor? —preguntó Fox—. ¿Avisamos a la Sección
Especial de Glasgow para que haga una redada en esa granja de los Mungo?
—No, ni mucho menos —contestó Ferguson—. Ya hemos visto un ejemplo
clásico de la eficacia de la policía local. Lo tenían en sus manos y lo han dejado
escapar. —Miró por la ventana hacia la oscuridad del exterior—. Hoy ya es
demasiado tarde para hacer algo. Pero también es demasiado tarde para él. Todavía
debe de ir andando por esas colinas.
—Por fuerza —asintió Devlin.
—Entonces… Usted y Harry irán a Glasgow en el primer avión de la mañana.
Quiero que visiten personalmente esa granja. Dispongo de poderes especiales; esta
vez, la Sección Especial hará lo que ustedes quieran.
Se retiró. Fox tendió un cigarrillo a Devlin.
—¿Qué te parece?
—Lo tenían esposado, Harry —contestó Devlin—, y escapó. Eso es lo que me
parece. Y ahora, dame fuego.

Cussane continuó descendiendo entre los abedules, siguiendo el curso de un


agradable arroyo que serpenteaba por entre un laberinto de rocas de granito.
Comenzaba a sentir cansancio, a pesar de que todo el camino era cuesta abajo.
El arroyo desaparecía sobre el borde de una roca y caía en cascada hacia un
profundo remanso, como otros que había pasado anteriormente. Bajo la menguante
claridad del crepúsculo, Cussane se deslizó entre los abedules bastante más deprisa de
lo que él pretendía, y acabó tendido en el suelo con la bolsa aún en la mano.
Sonó una exclamación de sorpresa y Cussane, incorporándose sobre una rodilla,
vio a dos niños agazapados junto al remanso. La chica, bien mirada, era mayor de lo
que le había parecido. Tendría unos dieciséis años y llevaba botas de agua, tejanos y
un viejo chaquetón que le quedaba demasiado grande. Tenía un rostro ovalado,
grandes ojos oscuros y una abundante cabellera negra que asomaba por debajo de una
gran boina de punto.
El chico era más joven; no podía tener más de diez años. Vestía un desastrado
jersey, pantalones de tweed con las perneras recortadas a su medida y unas zapatillas
deportivas de lona que conocieron tiempos mejores. Lo había sorprendido cuando
retiraba un arpón del agua, con un salmón ensartado en la punta.
Cussane sonrió.
—En el lugar de donde vengo, esta forma de pescar no se considera muy
deportiva.
—¡Corre, Morag! —gritó el chico, y se lanzó sobre Cussane blandiendo el arpón,
en cuyo extremo aún se retorcía el salmón.

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Un fragmento de la orilla se desmoronó bajo sus pies y el chiquillo cayó de
espaldas en el estanque. Salió a la superficie sin haber soltado el arpón, pero la rápida
corriente, incrementada por la intensa lluvia, lo dominó en un instante y lo arrastró.
—¡Donal! —gritó la chica, corriendo hacia el borde.
Cussane la sujetó por el hombro y la atrajo hacia sí a tiempo de sostenerla, pues
otro fragmento de la orilla comenzaba a derrumbarse.
—No seas loca. Caerás tú también.
Ella forcejeó para liberarse, y Cussane soltó su bolsa, empujó a la chica a un lado
y corrió a lo largo de la orilla, abriéndose paso entre los abedules. En aquel punto el
arroyo discurría por una estrecha abertura entre las rocas, arrastrando al muchacho
con gran violencia.
Cussane siguió corriendo, consciente de que la chica le seguía. Se quitó el
impermeable y lo echó a un lado. Saltó sobre las rocas, tratando de llegar al extremo
del estrecho antes que el muchacho, extendiendo su mano para asir el arpón que el
muchacho seguía aferrando, aunque ya había perdido el salmón.
Lo consiguió, advirtió la enorme fuerza de la corriente y se zambulló de cabeza
sin poder evitarlo. Salió a la superficie en el remanso siguiente, con el muchacho a un
metro de distancia, y rápidamente lo sujetó por el jersey. Al cabo de un momento, la
corriente los llevó hacia una playa de guijarros. Mientras la chica corría por la orilla,
el muchacho se puso en pie, se sacudió el agua como un terrier y se lanzó al
encuentro de ella.
Un repentino reflujo llevó el sombrero de Cussane flotando hacia él. Lo cogió, lo
examinó y se echó a reír.
—Ahora ya no me servirá de mucho —decidió, y lo lanzó de nuevo al agua.
Se volvió para subir arroyo arriba y se encontró ante la boca de una escopeta de
cañones recortados, sostenida por un anciano de más de setenta años que esperaba al
borde de los abedules con la chica, Morag, y el pequeño Donal a su lado. Vestía un
andrajoso traje de tweed, una boina de punto idéntica a la de la chica y necesitaba un
buen afeitado.
—¿Quién es, abuelo? —preguntó la chica—. No es un guardia forestal.
—Con un alzacuello de religioso, no me parece muy probable. —El habla del
anciano tenía el suave acento de los montañeses—. ¿Es usted un religioso?
—Me llamo Fallon —dijo Cussane—. Soy el padre Michael Fallon. —Recordó el
nombre de una aldea que había visto en el mapa—. Me dirigía a Whitechapel, pero
perdí el autobús y pensé que podría hallar un atajo por la colina.
La chica había ido en busca de su impermeable. Regresó, y se lo entregó al
abuelo.
—Ve a buscar la bolsa del señor, Donal.
De modo que lo había visto todo desde el principio. El chico salió corriendo y el

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anciano sopesó el impermeable que tenía en la mano. Hurgó en el bolsillo y sacó la
Stechkin.
—¿Qué te parece? No es un guardia forestal, Morag, eso está claro, y para tratarse
de un sacerdote resulta bastante extraño.
—¿Ha salvado a Donal, abuelo?
La chica tocó suavemente su brazo. El anciano le dirigió una sonrisa.
—¡Vaya que sí! Vuelve al campamento, chiquilla. Avisa que tenemos un invitado
y procura que la tetera esté en el fuego.
Volvió a guardar la Stechkin en el bolsillo del impermeable y se lo entregó a
Cussane. La chica se volvió y echó a correr entre los árboles, mientras el muchacho
regresaba con la bolsa.
—Me llamo Hamish Finlay y estoy en deuda con usted. —Revolvió la cabellera
del chico—. Le invito a compartir lo que tenemos. Ningún hombre puede ofrecer
más.
Avanzaron entre los abedules, cruzando la arboleda.
—Extraña región —observó Cussane.
El anciano extrajo una pipa y la llenó de una gastada bolsa, con la escopeta bajo
el brazo.
—Sí, Galloway es así. Aquí, un hombre podría perderse y nadie lo encontraría.
¿Me comprende usted?
—Oh, sí que comprendo —contestó Cussane—. A veces, a todos nos conviene
una cosa así.
Por delante de ellos sonó un grito de temor, la voz de la chica chillando a todo
pulmón. Finlay tuvo la escopeta preparada en una fracción de segundo y, cuando
avanzaron un poco más, vieron a la joven forcejeando en brazos de un hombre alto y
fornido. Al igual que Finlay, iba armado con una escopeta y vestía un viejo y
remendado traje de tweed. Su rostro era bestial, con barba de varios días, y por debajo
de su gorra brotaba un sucio cabello amarillo. Contemplaba a la chica como si
disfrutara con su miedo, exhibiendo media sonrisa. Cussane sintió auténtica cólera,
pero fue Finlay quien se hizo cargo de la situación.
—¡Suéltala, Murray!
El hombre hizo una mueca, aún sujetándola, y a continuación la dejó ir con una
sonrisa forzada.
—Sólo quería divertirme un poco. —La chica se volvió y echó a correr—. ¿Quién
es éste?
—Murray, eres el hijo de mi hermano muerto y estás a mi cuidado, pero ¿te he
dicho alguna vez que apestas como un pedazo de carne podrida en un día de verano?
La escopeta que sujetaba Murray se movió ligeramente y hubo un fulgor de rabia
en sus ojos. Cussane metió la mano en el bolsillo del impermeable y asió la culata de

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la Stechkin. Tranquila, casi despectivamente, el anciano encendió su pipa y algo
cambió en Murray. Giró sobre sí mismo y se alejó sin decir nada.
—¡Mi propio sobrino! —Finlay meneó la cabeza—. Ya sabe lo que dicen:
«Podemos escoger a nuestros amigos, pero nuestros parientes nos son impuestos».
—Cierto —asintió Cussane, mientras reanudaban la marcha.
—Sí, y ya puede soltar esa pistola. No le hará falta, padre…, o lo que sea usted.

El campamento, en la hondonada, era un lugar más bien miserable. Los tres


carromatos eran viejos, con toldos de lona remendada, y el único vehículo
motorizado que podía verse era un jeep de la Segunda Guerra Mundial pintado de
caqui. Un deprimente aire de pobreza lo envolvía todo, desde las andrajosas ropas de
las tres mujeres que cocinaban ante una fogata hasta los pies descalzos de los niños
que jugaban entre la media docena de caballos que pastaban junto a la corriente.
Cussane durmió bien, con un sueño profundo y reparador, y despertó para
encontrar a la chica, Morag, sentada en la litera de enfrente, observándole.
Cussane sonrió.
—Hola.
—Es curioso —observó ella—. Hace un instante estaba durmiendo, y de pronto
tiene los ojos abiertos y está completamente despierto. ¿Cómo ha aprendido a hacer
eso?
—Es la costumbre de toda una vida. —Consultó su reloj—. Sólo son las seis y
media.
—Nos levantamos temprano.
Señaló con la cabeza al exterior del carromato. Cussane oyó voces y olió a tocino
friéndose.
—He secado sus ropas. ¿Quiere un poco de té?
La chica tenía un aspecto anhelante, como si por encima de todo deseara
complacerle. Resultaba infinitamente conmovedor. Él extendió la mano y le
encasquetó más la boina sobre una oreja.
—Me gusta.
—Me la hizo mi madre.
Se la quitó y la miró con cara triste.
—Es bonita. ¿Tu madre vive aquí?
—No. —Morag volvió a cubrirse con la boina—. Se fugó el año pasado con un
hombre llamado McTavish. Se fueron a Australia.
—¿Y tu padre?
—Se fue cuando era muy pequeña. —Se encogió de hombros—. Pero no me
importa.
—¿Y Donal es tu hermano?

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—No. Su padre es Murray, mi primo. Ya lo ha visto antes.
—Ah sí. Me parece que no te gusta demasiado. La chica se estremeció.
—Me hace sentir muy extraña.
Cussane volvió a sentir la cólera, pero se dominó.
—Te agradecería ese té, y que me dieras la oportunidad de vestirme.
La respuesta de la chica, cínica y excesivamente adulta para su edad, le cogió de
sorpresa:
—¿Tiene miedo de que lo corrompa, padre? —Sonrió—. Iré a buscar el té.
Su traje estaba seco y había sido cepillado a conciencia. Se vistió rápidamente,
prescindiendo del chaleco y del alzacuello, y se puso en su lugar un fino jersey negro
de cuello de cisne. Se enfundó en el impermeable, porque seguía lloviendo, y salió.
Murray Finlay se hallaba apoyado contra un carromato, fumando en una pipa de
arcilla. Donal estaba agazapado a sus pies.
Cussane le saludó.
—Buenos días.
Pero Murray se limitó a hacerle una mueca despectiva.
Morag regresó de la hoguera con el té de Cussane en un desportillado tazón de
loza, y Murray le gritó:
—Y para mí ¿no hay?
Ella le ignoró por completo. Cussane le preguntó:
—¿Dónde está tu abuelo?
—Pescando en el loch. Le mostraré dónde. Tráigase la taza.
Había en ella algo sumamente atractivo, una calidad de gamine que de algún
modo resultaba realzada por la boina de punto. Era como si le sacara la lengua al
mundo entero, a pesar de sus ropas harapientas. No resultaba agradable pensar en una
chica como ella sometida a las vejaciones de individuos como Murray y a la miseria
de los años por venir.
Subieron hacia la cresta y llegaron a un pequeño loch, un lugar apacible en el que
los brezos llegaban hasta el borde del agua. El viejo Hamish Finlay estaba con el
agua hasta los muslos y la caña en la mano, lanzando una y otra vez el sedal con gran
pericia. Un soplo de viento agitó la superficie, se vieron unas pequeñas aletas negras
y, de pronto, en las aguas profundas, más allá del banco de arena, apareció una
trucha, dio un salto en el aire y volvió a desvanecerse.
El anciano miró de soslayo a Cussane y se rió entre dientes.
—¿Qué le parece? ¿Ha pensado alguna vez con cuánta frecuencia las cosas
buenas de la vida suelen presentarse en los lugares menos indicados?
—Muchas veces.
Finlay le entregó su caña a Morag.
—En la cesta encontrarás tres de las gordas. Anda a preparar el desayuno,

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deprisa.
La muchacha regresó hacia el campamento y Cussane ofreció un cigarrillo al
anciano.
—Una chica simpática.
—Sí, ya puede decirlo.
Cussane le dio fuego.
—Llevan ustedes una vida muy poco corriente, pero no me parece que sean
gitanos. ¿O sí lo son?
El anciano negó con la cabeza.
—Gente de las carreteras. Quincalleros. La gente nos llama de muchas maneras,
algunas no demasiado amables. Somos los últimos restos de un orgulloso clan
derrotado en Culloden. Pero también nos relacionamos de vez en cuando con otras
gentes de la carretera. La madre de Morag era una gitana inglesa.
—¿No tienen una base fija?
—Ninguna. Nadie nos quiere cerca durante demasiado tiempo. En Whitechapel
hay un agente de policía que no dejará de presentarse aquí mañana. Tres días, eso es
lo máximo que nos concede. Luego nos hace marchar. Pero ¿y usted?
—Me iré esta misma mañana, en cuanto haya comido algo.
El anciano asintió.
—No le preguntaré por el alzacuello que usaba anoche. Sus asuntos son sólo
suyos. ¿Puedo hacer algo por usted?
—Le agradecería más que no hiciera nada —respondió Cussane.
—Conque así están las cosas, ¿eh?
Finlay suspiró pesadamente y, a lo lejos, Morag lanzó un chillido.

Cussane cruzó la arboleda a toda velocidad y los halló en un claro entre los abedules.
La chica estaba tendida de espaldas y Murray se agazapaba sobre ella, sujetándola
contra el suelo. En su cara sólo había lujuria. Tanteó buscándole los pechos, y la
chica estaba gritando de horror cuando llegó Cussane. Cogió los largos y amarillos
cabellos de Murray y los retorció con fuerza, de modo que esta vez le tocó el turno al
hombretón de lanzar un grito de dolor. Se puso en pie y Cussane le obligó a darse la
vuelta, lo sostuvo unos instantes por los cabellos y, acto seguido, lo apartó de un
empujón.
—No vuelva a tocarla.
El viejo Hamish Finlay llegó en aquel momento, con la escopeta preparada.
—¡Murray, te avisé!
Pero Murray no le hizo caso y avanzó hacia Cussane, con los ojos encendidos de
rabia.
—¡Voy a destrozarte, gusano!

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Avanzaba rápidamente, con los brazos alzados para golpear. Cussane se echó a un
lado y descargó su puño izquierdo sobre los riñones de Murray cuando éste pasó por
su lado. Murray cayó sobre una rodilla, permaneció inmóvil un instante y de pronto
se levantó y lanzó un furioso puñetazo. Cussane lo esquivó, le aplicó un izquierdazo
bajo las costillas y luego un gancho de derecha a la mejilla que hizo brotar la sangre.
—Murray, mi Dios es un Dios de Ira cuando la ocasión lo exige. —Golpeó por
segunda vez el rostro del hombre—. Si tocas a esta chica, te mataré. ¿Entendido?
Para remachar sus palabras, le dio un potente puntapié bajo la rótula. El
hombretón cayó de rodillas y se quedó inmóvil.
El viejo Finlay se acercó.
—Estabas avisado, bastardo. —Le dio un empujón con el cañón de la escopeta—.
Vete hoy mismo de mi campamento y sigue tu propio camino.
Murray se incorporó penosamente, se volvió y fue tambaleándose hacia el
campamento.
—¡Por Dios, hombre! —dijo Finlay—. No es usted de los que dejan las cosas a
medias.
—Nunca le he visto la lógica —le contestó Cussane.
Morag había recogido la caña y el cesto del pescado. Se quedó mirándole con
ojos maravillados. Luego, empezó a retroceder.
—Voy a hacer el desayuno —anunció en voz baja.
En seguida, se volvió y echó a correr hacia el campamento.
Se oyó arrancar el motor del jeep, y luego el sonido se desvaneció en la distancia.
—No ha perdido el tiempo —observó Cussane.
—Mejor así. Y ahora, vamos a desayunar.

Murray Finlay aparcó el jeep ante la papelería de Whitechapel y se quedó sentado,


pensando. El pequeño Donal estaba sentado junto a él. Donal odiaba y temía a su
padre, y no había querido acompañarle, pero Murray no le dejó otra alternativa.
—Espérame aquí —dijo Murray—. Necesito tabaco.
Se dirigió a la puerta de la papelería, que permaneció obstinadamente cerrada a
pesar de sus esfuerzos por abrirla. El hombre maldijo y comenzó a volverse, pero se
detuvo. Los periódicos de la mañana estaban apilados en el umbral de la tienda, y en
la primera página había una foto que le llamó la atención. Sacó una navaja, cortó el
cordel que envolvía el montón de periódicos y cogió un ejemplar.
—¿Qué te parece? Ahora ya te tengo, bastardo.
Dio media vuelta, se apresuró a cruzar la calle hacia la casa del policía y abrió la
verja del jardín.
El joven Donal, intrigado, bajó del jeep, cogió otro periódico y descubrió una
fotografía razonablemente buena de Cussane. Al ver la foto del hombre que le había

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salvado la vida, se quedó paralizado por unos instantes. Luego se volvió y echó a
correr por la carretera tan deprisa como pudo.

Morag estaba apilando los platos de aluminio que habían utilizado para el desayuno,
cuando Donal llegó corriendo.
—¿Qué pasa? —le preguntó, pues su agitación era evidente.
—¿Dónde está el padre?
—Paseando por el bosque con el abuelo. ¿Qué pasa?
Se oyó el motor del jeep acercándose al campamento. Donal le mostró el
periódico, muy inquieto.
—Mira esto. Es él.
No cabía duda. La descripción, como Ferguson había indicado, presentaba a
Cussane como un falso sacerdote, miembro del IRA y sumamente peligroso.
El jeep entró rugiendo en el campamento y Murray saltó con la escopeta en la
mano, seguido por el policía del pueblo, que se había vestido de uniforme pero no
tuvo tiempo de afeitarse.
—¿Dónde está? —gritó Murray. Asiendo al chico por los cabellos, le dio una
sacudida—. ¡Dímelo, animalejo!
Donal gritó de dolor.
—¡En el bosque!
Murray se echó a un lado y le hizo un gesto al policía.
—Adelante, vamos a por él.
Dio media vuelta y se encaminó hacia la arboleda.
Morag no pensó; se limitó a actuar. Se metió en el carromato, recogió la bolsa de
Cussane y la arrojó dentro del jeep. Luego, se puso al volante y pulsó el botón de
arranque. Lo había conducido a menudo y sabía lo que estaba haciendo. Puso el
vehículo en movimiento sobre el desigual terreno y giró al lado de Murray y el
policía. Murray se volvió, y ella percibió la violencia de su expresión, la seca
detonación de la escopeta. Movió el volante, obligándole a saltar a un lado, y llevó el
jeep directamente hacia el bosque de abedules jóvenes. Cussane y Finlay, alertados
por el alboroto, iban corriendo hacia el campamento cuando el jeep surgió de entre
los árboles y se detuvo junto a ellos.
—¿Qué pasa, chiquilla? —inquirió Finlay.
—Murray ha traído a la policía. ¡Suba! ¡Suba! —le gritó a Cussane.
Cussane no discutió. Saltó a su lado, y la chica describió un círculo con el jeep,
aplastando los arbolillos jóvenes. Murray se acercaba cojeando, acompañado por el
policía, y ambos se echaron a los lados. El jeep pasó rugiendo, se bamboleó sobre el
áspero terreno que rodeaba el campamento y giró hacia la carretera.
Una vez allí, Morag apretó el freno.

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—No podemos ir a Whitechapel. ¿Bloquearán la carretera?
—Bloquearán todas las malditas carreteras —respondió él.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—¿Nosotros? —preguntó Cussane.
—No discuta, señor Cussane. Si me quedo, me detendrán por haberle ayudado a
escapar.
Le tendió el periódico que Donal había traído. Cussane contempló su propia
fotografía y leyó con rapidez los hechos más destacados. Sonrió ácidamente. Alguien
se había lanzado sobre él mucho más deprisa de lo que había supuesto.
—¿Entonces? —insistió la muchacha con impaciencia.
En aquel momento, tomó una decisión.
—Gira a la izquierda y sigue subiendo. Vamos a tratar de llegar a una granja que
hay en las afueras de un pueblo llamado Larwick, al otro lado de esas colinas. Me han
dicho que estos cacharros pueden ir por todas partes, conque ¿quién necesita
carreteras? ¿Podrás manejarlo?
—¡Fíjese bien! —respondió ella, y arrancó de nuevo.

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CAPÍTULO 13

La cañada era casi toda parque nacional. Dejaron la carretera y siguieron una
pista forestal entre pinares, sin parar de subir a lo largo de un arroyo alimentado por
la persistente lluvia. Luego, abandonaron la zona de bosque al comienzo de la cañada
y llegaron a una pequeña meseta.
Tocó a la chica en el brazo.
—¡Aquí está bien! —le gritó, sobre el rugido del motor.
La muchacha frenó y paró el motor. Por ambos lados se extendía un panorama de
ondulantes colinas que se desvanecían en la lluvia y la niebla. Cussane sacó el mapa
y se inclinó para estudiar el terreno. El mapa era muy preciso, como correspondía a
un mapa oficial. No le costó mucho localizar Larwick. Glendhu, donde Danny
Malone le había dicho que estaba la granja de los Mungo, quedaba a unos tres
kilómetros de la aldea. En gaélico, Glendhu significa «la cañada negra», y sólo había
indicada una granja. Tenía que ser allí. Se pasó unos minutos estudiando la
configuración del terreno, comparándola con el mapa, y finalmente regresó al jeep.
Morag alzó la vista del periódico.
—¿Es verdad lo que pone aquí acerca del IRA?
Cussane volvió a subir al jeep, mojado de lluvia.
—¿Tú qué crees?
—Dice que suele hacerse pasar por sacerdote. ¿Quiere eso decir que no lo es en
realidad?
La pregunta le hizo sonreír.
—Ya sabes lo que dicen. Si sale en los periódicos, tiene que ser cierto. ¿Acaso te
preocupa estar en compañía de un tipo tan violento?
Ella meneó la cabeza.
—Salvó la vida de Donal en el río, y no tenía por qué hacerlo. Luego me ayudó a
mí, me salvó de Murray. —Dobló el periódico y lo arrojó al asiento de atrás, con un
leve ceño de incomprensión en la cara—. Está el hombre del que habla el periódico y
está usted. Es como si fueran dos personas distintas.
—Casi todos somos tres personas, por lo menos. La persona que yo creo ser es
una, y otra es la persona que tú crees que soy.
—Lo cual sólo nos deja la persona que es en realidad.
—Cierto. Pero hay quien sólo puede sobrevivir por medio de un constante
adaptación. Se convierte en muchas personas, pero para que eso salga bien debe vivir
realmente su papel.
—¿Como un actor?

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—Exacto, salvo que, a diferencia de los buenos actores, han de creer de veras en
el papel que interpretan en cada situación.
La chica se recostó en el asiento, medio vuelta hacia él y con los brazos cruzados.
Escuchaba con gran atención, y Cussane se dio cuenta entonces de que, a pesar de la
vida que había llevado y de la carencia de una educación formal, era una muchacha
muy inteligente.
—Ya entiendo —dijo Morag—. Entonces, cuando hace de sacerdote, se convierte
realmente en un sacerdote.
Lo directo de la aseveración hizo que se turbara.
—Algo por el estilo —admitió. Permanecieron unos instantes en silencio, hasta
que Cussane habló con voz suave—: Allí, en el campamento, me salvaste la piel. De
no ser por tu ayuda, ahora estaría otra vez esposado.
—¿Otra vez?
—La policía me detuvo ayer. Me llevaban a Glasgow en tren, pero logré soltarme
y saltar. Eché a andar por las colinas y me encontré con vosotros.
—Por suerte para Donal —observó ella—. Y también para mí, bien mirado.
—¿Lo dices por Murray? ¿Hace mucho que te molesta?
—Desde que tenía unos trece años —respondió con calma—. Mientras mi madre
estuvo con nosotros, no era tan malo. Ella sabía mantenerlo a raya. Pero cuando se
fue… —Se encogió de hombros—. Nunca se ha salido con la suya, pero la situación
ha ido empeorando. He llegado a pensar en irme.
—¿Escaparte? Pero ¿adónde irías?
—Con mi abuela. La madre de mi madre. Es una auténtica gitana. Se llama
Brana, Brana Smith, pero se hace llamar Gypsy Rose.
—Creo haber oído antes un nombre como ése —comentó Cussane, sonriente.
—Tiene el don —dijo Morag con seriedad—. Es una gran vidente: lee la palma
de la mano, la bola de cristal y el tarot. Tiene una casa en Wapping, en Londres, cerca
del río, y vive allí cuando no va de feria en feria.
—¿Te gustaría vivir con ella?
—El abuelo siempre decía que podría ir cuando fuera mayor. —Se enderezó en el
asiento—. ¿Y usted? ¿Piensa dirigirse a Londres?
—Tal vez —respondió lentamente.
—Entonces, podríamos ir juntos.
Lo dijo tranquilamente y sin demostrar ninguna emoción, como si fuese la cosa
más natural del mundo.
—No —rechazó él resueltamente—. No estoy de acuerdo. Por una parte, sólo
serviría para agravar tus problemas. Por otra, debo viajar ligero de equipaje. Cuando
he de correr, he de correr muy deprisa. No tengo tiempo de pensar en nadie más que
en mí.

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Vio algo en los ojos de la chica, algo parecido al dolor, pero Morag no demostró
ninguna emoción. Se limitó a bajar del jeep y quedarse a un lado del camino con las
manos en los bolsillos.
—Entiendo. Siga usted solo. Yo volveré andando al campamento.
Cussane vio por un instante el miserable campamento, imaginó la lenta e
inevitable degradación de los años. Y la chica merecía algo más que eso. Mucho más.
—No seas estúpida —contestó—. ¡Sube!
—¿Para qué?
—¿Quién conducirá el jeep, si no, mientras yo miro el mapa? Hemos de seguir
por esa cañada de abajo y cruzar aquella colina del centro. Hay una granja en las
afueras de Larwick, en un lugar llamado Glendhu.
Morag subió rápidamente al vehículo, sonriendo.
—¿Tiene amigos en esa granja?
—No exactamente. —Cogió la bolsa, la abrió, tiró del doble fondo y sacó el fajo
de billetes—. Les gusta esto. Como a casi todo el mundo, bien mirado. —Separó
unos cuantos billetes, los dobló y los embutió en el bolsillo del viejo chaquetón—.
Calculo que con esto tendrás bastante para llegar a casa de tu abuela.
El asombro abrió los ojos de la muchacha.
—No puedo aceptarlo.
—Oh, sí. Sí que puedes. Y ahora, pon este cacharro en movimiento.
La chica metió una marcha corta y empezó a descender con cuidado.
—¿Qué pasará cuando lleguemos? Quiero decir, ¿qué pasará conmigo?
—Ya lo veremos. Tal vez puedas tomar un tren. Si vas sola, no creo que tengas
dificultades. Es a mí a quien buscan, conque sólo estarás en peligro si vas conmigo.
Morag no respondió, y él se dedicó a estudiar el mapa en silencio. Finalmente, la
chica habló de nuevo:
—Ese asunto de Murray y yo… ¿le resulta desagradable? Quiero decir, la maldad
del asunto.
—¿Maldad? —Se rió suavemente—. Querida niña, ni siquiera te imaginas cómo
es la auténtica maldad, aunque probablemente Murray es lo bastante bestial como
para acercarse a ella. Un sacerdote se entera de más pecados en una semana de los
que la mayoría de la gente experimenta en toda su vida.
Ella le miró de soslayo.
—Pero creí haberle entendido que sólo se hacía pasar por sacerdote.
—¿Eso he dicho?
Cussane encendió otro cigarrillo y se recostó en el asiento, cerrando los ojos.

Cuando el automóvil de la policía salió del aparcamiento del aeropuerto de Glasgow,


el inspector jefe Trent se dirigió al chófer:

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—Ya sabe adónde vamos. Sólo tenemos treinta y cinco minutos, conque
apresúrese. —Devlin y Fox ocupaban el asiento de atrás, y Trent se volvió hacia ellos
—. ¿Han tenido un buen viaje?
—Lo principal es que ha sido rápido —respondió Fox—. ¿Cuál es la situación
actual?
—Cussane ha sido visto de nuevo, esta vez en un campamento gitano en las
colinas de Galloway. Me lo han comunicado por la radio del coche inmediatamente
antes de que llegaran ustedes.
—Imagino que habrá vuelto a desaparecer —observó Devlin.
—Así es.
—Tiene esa mala costumbre.
—De todos modos, ustedes dijeron que querían ir a la zona de Dunhill. Ahora nos
dirigimos a la estación central de Glasgow. La carretera principal está inundada, pero
he tomado medidas para que podamos subir al expreso de Glasgow a Londres. Nos
dejará en Dunhill. También nos acompañará el idiota que detuvo a Cussane y lo dejó
escapar, el sargento Brodie. Por lo menos, conoce bien la región.
—Muy bien —aprobó Devlin—. Parece que ha pensado en todo. Supongo que irá
usted armado.
—Sí. ¿Puedo saber adónde vamos?
Le respondió Fox:
—Cerca de Dunhill hay una aldea llamada Larwick. Allí existe una granja que,
según nuestras informaciones, sirve de refugio a delincuentes fugitivos. Creemos que
nuestro hombre puede estar allí.
—Pero, en ese caso, deberían dejarme pedir refuerzos.
—No —rechazó Devlin—. Tenemos entendido que la granja en cuestión se halla
en una zona muy aislada. La presencia de un grupo numeroso sería detectada de
inmediato, y más si se trata de agentes de uniforme. Si nuestro hombre está allí,
volvería a escapar.
—Pero lo atraparíamos —opinó Trent.
Devlin se volvió hacia Fox, que hizo un gesto afirmativo con la cabeza. El
irlandés se dirigió de nuevo a Trent:
—Hace dos noches, tres hombres del IRA Provisional trataron de acabar con él, al
otro lado del agua. Los despachó a los tres.
—¡Dios mío!
—Puede estar seguro de que acabaría con unos cuantos de sus agentes antes de
que lo detuvieran. Vale más que lo hagamos a nuestra forma, inspector jefe —dijo
Harry Fox—. Créame.

Desde la cima de la colina que dominaba Glendhu, Cussane y Morag se agazaparon

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entre los helechos mojados y echaron una ojeada. La pista se había borrado, pero, de
todos modos, a Cussane le había parecido conveniente dejar el jeep fuera de la vista.
Si las cosas se ponían mal, siempre era bueno disponer de un as en la manga. Mejor
que los Mungo no conocieran la existencia del vehículo.
—No parece gran cosa —observó Morag.
Era una afirmación caritativa, porque en realidad la granja presentaba una imagen
deprimente. Un cobertizo carecía de techo, y faltaban tejas en el edificio principal. En
el patio, sembrado de agujeros y baches llenos de agua, había un camión sin ruedas y
un tractor en mal estado, rojo de óxido.
De pronto, la chica se estremeció.
—Tengo un mal presentimiento. No me gusta este lugar.
Cussane se incorporó, cogió su bolsa y sacó la Stechkin del bolsillo.
—Tengo esto. No te preocupes. Confía en mí.
—Sí —asintió ella, con voz extrañamente apasionada—. Confío en usted.
La chica se colgó de su brazo y comenzaron el descenso hacia la granja por entre
los helechos.

Hector Mungo había bajado a Larwick a primera hora de la mañana, principalmente


porque se le habían terminado los cigarrillos, aunque, bien mirado, se les había
terminado casi todo. Compró bacon, huevos, varias latas de conservas, un cartón de
cigarrillos y una botella de whisky, y le dijo a la anciana que atendía la tienda que lo
anotara en su cuenta. La anciana lo hizo, más que nada porque temía a Mungo y a su
hermano. Todo el mundo los temía. Al salir, como idea de último momento, Hector
cogió un ejemplar del periódico de la mañana. Luego se metió en la vieja camioneta y
se alejó.
Era un hombre de sesenta y dos años, de facciones angulosas, hosco y taciturno.
Llevaba una gastada cazadora de piloto y una gorra de tweed, y su barbilla estaba
cubierta por una grisácea barba de tres días. Detuvo la camioneta en el patio y bajó
cargado con la caja de cartón donde había metido la compra. Echó a correr bajo la
lluvia y abrió la puerta de un puntapié.
La cocina en la que entró estaba indescriptiblemente sucia, con el viejo fregadero
de piedra lleno a rebosar de cacharros mugrientos. Su hermano, Angus, permanecía
sentado ante la mesa con la cabeza entre las manos, mirando al vacío. Era más joven,
de unos cuarenta y cinco años, con el cabello muy corto y un rostro áspero y brutal
afeado por la antigua cicatriz que pasaba sobre su ojo derecho, de un color blanco
lechoso.
—Pensaba que no ibas a volver nunca.
Hurgó en la caja que su hermano había dejado en la mesa y encontró la botella de
whisky, que abrió inmediatamente para beber un largo sorbo. Luego sacó los

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cigarrillos.
—¡Cerdo perezoso! —le reprendió su hermano—. Al menos, habrías podido
encender el fuego.
Angus no le prestó la menor atención. Bebió otro sorbo de whisky, encendió un
cigarrillo y abrió el periódico. Hector se acercó al fregadero y encontró una caja de
cerillas para encender el fogoncito de gas Calor. Hizo una pausa y se volvió a
contemplar el patio mientras Cussane y Morag lo cruzaban hacia la casa.
—Tenemos visita —anunció.
Angus se levantó a mirar. Se puso rígido.
—Espera un momento. —Recogió el periódico—. Ese tipo me parece idéntico al
de la foto de la primera página.
Hector leyó rápidamente la información del diario.
—¡Dios mío, Angus! Es un pistolero del IRA. Un tipo duro.
—Otro pueblerino irlandés recién bajado de la higuera —replicó Angus
despectivamente—. Sobra sitio para él en el fondo del pozo, con los demás.
—Es verdad —asintió Hector solemnemente.
—Pero la chica no. —Angus se enjugó los labios con el dorso de la mano—. Me
gusta. La chica es para mí, no lo olvides. Ahora, déjalos entrar —añadió, al oír el
golpe en la puerta.

—Entonces, ¿conoce usted a los hermanos Mungo, sargento? —le preguntó Fox a
Brodie.
Iban los cuatro en el furgón del jefe de tren, en la cola del expreso. Devlin, Fox,
Trent y el fornido sargento.
—Son como bestias —respondió Brodie—. Por aquí, todo el mundo les teme. No
sé cómo se ganarán la vida allí arriba. Los dos han estado en la cárcel. Hector ha
ingresado tres veces, las tres por destilar whisky ilegalmente. Angus tiene una larga
serie de faltas de poca importancia, y hace algún tiempo mató a un hombre en una
pelea a puñetazos. Le condenaron a cinco años, pero salió en tres. Además, ha sido
acusado de violación en dos ocasiones; sin embargo, las mujeres afectadas retiraron
las denuncias. La información de que proporcionan refugio a delincuentes no me
sorprende, pero no sabía nada de ello y no se menciona en sus expedientes.
—¿Hasta qué distancia de la granja podemos llegar sin que nos vean? —quiso
saber Trent.
—A cosa de medio kilómetro. La carretera que sube a Glendhu sólo lleva hasta su
casa.
—¿No hay otra salida?
—Supongo que a pie, subiendo a la colina por la cañada.
Intervino Devlin.

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—Debemos tener en cuenta un aspecto importante. Si Cussane pensaba ocultarse
con los hermanos Mungo, sus planes se han visto muy alterados. El hecho de ser
detenido por el sargento Brodie, la fuga del tren, el campamento gitano… Todo esto
no entraba en su agenda. Quizá haya cambiado de idea.
—Cierto —admitió Fox—. Y también está la cuestión de la chica.
—Tal vez sigan todavía en las colinas —observó Trent—. Por otra parte, si aún
conservan el jeep, tienen que haber pasado por Larwick para llegar a la granja. En
una aldea de ese tamaño, alguien debe de haberlos visto.
—Esperemos que sí —dijo Devlin, mientras el tren comenzaba a frenar para
detenerse en Dunhill.

—Danny Malone. —Hector Mungo vertió té muy cargado en los sucios tazones y
añadió leche—. Ha pasado mucho tiempo desde que Danny estuvo aquí, ¿verdad,
Angus?
—Sí, es verdad.
Angus estaba sentado, con un vaso en la mano, sin prestar atención a los otros dos
hombres y contemplando fijamente a Morag, que hacía todo lo posible por evitar su
mirada.
Cussane ya había comprendido su grave error. El servicio que los hermanos
Mungo ofrecían a gente como Danny años antes debía de ser muy distinto del que
podían ofrecerle a él en aquellos momentos. Ignoró el té y permaneció sentado, con la
mano en la culata de su Stechkin. No estaba seguro de cuál sería su próximo
movimiento. El guión parecía estar escribiéndose solo, sobre la marcha.
—De hecho, estábamos leyendo un artículo sobre usted cuando ha llamado a la
puerta. —Hector Mungo le tendió el periódico por encima de la mesa—. Aunque no
dice nada de la chica, ya lo ve.
Cussane ignoró el periódico.
—No hay nada que decir.
—Entonces, ¿qué podemos hacer por usted? ¿Quiere esconderse aquí por algún
tiempo?
—Sólo hoy —respondió Cussane—. Esta noche, cuando haya oscurecido, uno de
ustedes puede llevarnos hacia el sur en esa camioneta que tienen. La llenan con cosas
de la granja y nos escondemos detrás.
Hector asintió gravemente.
—No veo por qué no. ¿Adónde quiere ir? ¿A Dumfries?
—¿Cuánto hay hasta Carlisle, donde empieza la autopista?
—Unos cien kilómetros. Pero le costará bastante.
—¿Cuánto?
Hector miró a Angus de soslayo y se pasó nerviosamente la lengua por los labios

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resecos.
—Mil. Es peligroso, amigo. Muy peligroso.
Cussane abrió la bolsa, sacó el fajo de billetes de banco y contó diez de cincuenta.
Los puso sobre la mesa.
—Quinientas.
—Bueno, no sé… —comenzó Hector.
—No seas estúpido —le recriminó Angus—. Hay más dinero ahí del que has
visto junto en los últimos seis meses. —Se volvió hacia Cussane—. Yo mismo le
llevaré a Carlisle.
—Entonces, estamos de acuerdo. —Cussane se levantó—. Supongo que tendrán
alguna habitación libre.
—No es problema. —Hector parecía ansioso por complacerle—. Y otra para la
señorita.
—Con una nos basta —respondió Cussane, mientras el viejo los conducía por el
corredor de losas de piedra hacia las desvencijadas escaleras.
Abrió la primera puerta del rellano, que daba a un espacioso dormitorio. Se
percibía un olor rancio y desagradable, y el papel floreado tenía manchas de
humedad. Había una vieja cama metálica de matrimonio con un colchón que había
conocido tiempos mejores. Sobre el colchón se amontonaban unas mantas del
ejército.
—El cuarto de baño está al lado —les informó Hector—. Acomódense a su gusto.
Se retiró, cerrando la puerta. Le oyeron descender por las escaleras. La puerta
estaba provista de un viejo cerrojo oxidado, y Cussane lo corrió. En el extremo
opuesto de la habitación había otra puerta con una llave en la cerradura. La abrió y
descubrió una escalera de piedra, adosada a la pared de la casa, que conducía al patio.
Cerró la puerta y dio vuelta a la llave.
Se volvió hacia la chica.
—¿Todo bien?
—El tuerto. —Se estremeció—. Es peor que Murray. —Vaciló un instante—.
¿Puedo llamarte Harry?
—¿Por qué no?
Desplegó las mantas y las tendió sobre el colchón.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —quiso saber Morag.
—Descansar —respondió él—. Dormir un rato. No pueden entrar, al menos por
ahora.
—¿Crees que nos llevarán a Carlisle?
—No, pero tampoco creo que intenten algo hasta que haya oscurecido y estemos
listos para marchar.
—¿Cómo sabes que intentarán algo?

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—Porque son de esa clase de hombres. Ahora échate y procura dormir un poco.
Se tendió en la cama sin quitarse el impermeable, manteniendo la Stechkin en su
mano derecha. La chica se tendió a su lado. Durante un rato permaneció inmóvil,
pero luego se desplazó y se acurrucó contra él.
—Tengo miedo.
—Calla. —La rodeó con su brazo—. No te muevas. Yo estoy aquí. Nadie te hará
daño.
La respiración de la muchacha se hizo rítmica y lenta. Cussane siguió sujetándola,
pensando en muchas cosas. Morag se había convertido ya en un riesgo adicional, y no
sabía durante cuánto tiempo podría permitírselo. Por otra parte, se lo debía. Sí, tenía
una deuda moral con ella. Contempló la pureza de su rostro juvenil, no tocado aún
por la vida. Algo bueno en un mundo malo. Cerró los ojos, pensando en ella, y
finalmente se durmió.

—¿Has visto qué fajo de billetes? —inquirió Hector.


—Sí —respondió Angus—. Lo he visto.
—Ha cerrado por dentro. Lo he oído.
—Pues claro que ha cerrado. No es tan idiota. Pero da igual. Tiene que salir tarde
o temprano, y entonces será nuestro.
—Bien —aprobó Hector.
Su hermano se sirvió otro whisky.
—Y no lo olvides: la chica es mía.

Devlin, Fox, Trent y Brodie subieron a Larwick desde Dunhill en una vieja camioneta
Ford de color azul que el sargento había pedido prestada en un garaje local. La
detuvo ante la tienda del pueblo y entró mientras los demás le esperaban fuera. Salió
al cabo de cinco minutos y se instaló al volante de la camioneta.
—Hector Mungo ha venido esta mañana a comprar algunas cosas. La vieja de la
tienda lleva también el pub local por las noches. Dice que los dos hermanos están en
la granja, pero no ha visto a ningún forastero. Y en un pueblo como éste las caras
nuevas no pasan inadvertidas.
Devlin atisbo por las ventanillas de la puerta trasera de la camioneta. De hecho,
sólo había una calle, una hilera de casas de granito con un pub, la tienda donde se
vendía toda clase de artículos y las empinadas colinas que rodeaban la aldea.
—Ya entiendo a qué se refiere.
Brodie puso el motor en marcha y se dirigió hacia una angosta carretera que se
abría entre muros de piedra gris.
—Es la única carretera que hay. Termina en la granja. —Al cabo de unos minutos,

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anunció—: Bueno, ya no podemos ir más lejos sin peligro de que nos vean.
Aparcó bajo unos árboles y salieron todos al exterior.
—¿A qué distancia está? —quiso saber Trent.
—A menos de medio kilómetro. Síganme.
Abrió la marcha por entre los árboles que rodeaban la carretera, por un terreno
cubierto de helechos, y se detuvo cautamente al llegar a la cresta de la colina.
—Ahí está.
La granja quedaba por debajo, en una hondonada a pocos centenares de metros de
distancia.
—Un lugar miserable —murmuró Devlin.
—Sí, eso parece —asintió Fox—. No hay señales de vida.
—Lo más importante es que tampoco está el jeep —dijo Devlin—. Tal vez me
haya equivocado, después de todo.
En aquel momento, los dos hermanos Mungo salieron por la puerta de la cocina y
cruzaron el patio.
—Seguramente son ellos. —Fox se sacó del bolsillo unos gemelos Zeiss y los
enfocó sobre la pareja—. ¡Vaya unos tipos! —añadió, mientras los hermanos entraban
en el cobertizo.
Un instante después, apareció Morag Finlay.
—¡Es la chica! —dijo Trent, excitado—. Ha de serlo. Chaquetón, boina de
punto… Coincide exactamente con la descripción.
—Jesús, María y José —musitó Devlin—. Entonces, tenía razón. Harry debe de
estar en la casa.
—¿Cómo vamos a manejar esto? —inquirió Trent.
—¿Llevan los dos sus radios portátiles? —preguntó Fox.
—Desde luego.
—Bien. Déme una. Devlin y yo rodearemos la granja y nos aproximaremos desde
atrás. Con un poco de suerte, los tomaremos por sorpresa. Ustedes vuelvan a la
camioneta. Cuando les dé la señal, suban por la carretera como un tren expreso.
—Entendido.
Trent y Brodie regresaron hacia la carretera. Devlin sacó de su bolsillo una
Walther PPK y metió una bala en la recámara. Fox hizo lo mismo.
El irlandés sonrió.
—Ten presente una cosa: Harry Cussane no es hombre al que pueda darse la
menor oportunidad.
—No te preocupes —dijo Fox en tono amenazador—. No pienso dársela.
Echó a andar cuesta abajo, por entre los helechos mojados, y Devlin le siguió.

Morag despertó y se quedó mirando el cielorraso sin comprender, hasta que recordó

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dónde estaba y se volvió para contemplar a Cussane. El hombre dormía
tranquilamente, respirando con suavidad, y su rostro estaba calmado y en reposo.
Seguía sujetando la Stechkin en su mano derecha. La chica se incorporó, procurando
no hacer ruido, y se desperezó. Luego, se acercó a la ventana. Hector y Angus Mungo
estaban cruzando el patio en dirección al cobertizo. Abrió la puerta y se detuvo en la
parte superior de la escalera de piedra, escuchando el ruido de un motor que acababa
de ponerse en marcha. Frunció el ceño, con gran atención, y en seguida bajó
rápidamente las escaleras y atravesó el patio.
En el dormitorio, Cussane se agitó, se desperezó y abrió los ojos, despertando
instantáneamente como era su costumbre. Advirtió de inmediato la ausencia de la
chica y se levantó en una fracción de segundo. Entonces vio la puerta abierta.

El cobertizo estaba impregnado de olor agridulce de la malta remojada, pues era allí
donde los Mungo tenían instalada su destilería clandestina. Hector conectó el viejo
motor de gasolina que les proporcionaba electricidad y echó un vistazo a la cuba.
—Hace falta más azúcar —decidió.
Angus asintió.
—Voy a buscarla.
Abrió una puerta que conducía a una choza construida contra la pared del
cobertizo. Allí guardaban los ingredientes imprescindibles para su trabajo ilegal, y
varios sacos de azúcar. Iba a coger uno de ellos cuando, por un resquicio entre los
tablones, vio a Morag Finlay atisbando por una ventana del cobertizo. Sonrió con
deleite, dejó el saco en el suelo y salió sigilosamente.
Morag no advirtió que se le acercaba. Una mano le tapó la boca, sofocando su
grito, y unos robustos brazos la alzaron y la transportaron, pataleando y forcejeando,
al interior del cobertizo.
Hector dejó de remover el contenido de la cuba.
—¿Qué ocurre?
—Una pequeña fisgona que necesita aprender buenos modales —respondió
Angus.
La dejó en el suelo, y ella le golpeó furiosamente. Angus le dio un bofetón con el
dorso de la mano y un segundo golpe con la fuerza suficiente como para hacerla caer
sobre un montón de sacos. Luego, dio unos pasos hacia ella y comenzó a
desabrocharse el cinturón.
—Modales —repitió—. Eso es lo que voy a enseñarte.
—¡Angus! —gritó Cussane desde el umbral—. ¿Eres un cerdo de nacimiento o
has de esforzarte para serlo?
Permaneció inmóvil ante la puerta, con las manos despreocupadamente metidas
en el bolsillo del impermeable, y Angus se volvió hacia él. En seguida, se agachó

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para recoger una pala.
—¡Estúpido de mierda! ¡Voy a romperte la cabeza!
—En el IRA aprendí una cosa —comentó Cussane—. Un castigo especial para los
cerdos especiales como tú.
Sacó la Stechkin del bolsillo. Sonó un ruido sordo y apagado y una bala destrozó
la rótula derecha de Angus Mungo. El hombre lanzó un aullido, se desplomó sobre el
motor de gasolina y rodó a un lado, sujetándose la rodilla con ambas manos. Por entre
sus dedos manaba un chorro de sangre. Hector Mungo emitió un horrible alarido de
pánico, se volvió y echó a correr hacia la puerta lateral, con los brazos alzados en un
inútil gesto de protección. Se lanzó sobre la puerta y desapareció.
Cussane ignoró a Angus y ayudó a Morag a ponerse en pie.
—¿Estás bien?
Ella desvió la mirada hacia Angus, llena de rabia y humillación.
—No gracias a él.
Cussane la tomó del brazo y salieron al patio para volver a la cocina. La chica
estaba abriendo la puerta de la cocina cuando Harry Fox gritó:
—¡Quieto ahí, Cussane!
Y salió de su escondite tras la camioneta de los Mungo.
Cussane reconoció su voz instantáneamente. En un solo movimiento, lanzó a la
muchacha al interior de la cocina, se volvió y disparó. Fox cayó sobre la camioneta,
soltando la pistola. En el mismo instante, Devlin dio la vuelta a la esquina y disparó
dos veces. La primera bala desgarró la manga izquierda de Cussane y la segunda le
dio en el hombro, haciéndolo girar sobre sí mismo. Cussane se lanzó de cabeza hacia
la puerta de la cocina, la cerró de un puntapié, se volvió y corrió el cerrojo.
—¡Te han dado! —exclamó Morag.
La obligó a moverse ante él.
—¡No te preocupes por eso! ¡Salgamos de aquí! —La empujó hacia la escalera
que conducía al dormitorio—. Coge la bolsa —le ordenó, mientras corría hacia la
puerta aún abierta y echaba una mirada al exterior.
La camioneta, con Fox y Devlin, estaba al otro lado del edificio. Se llevó un dedo
a los labios, le hizo a Morag una señal con la cabeza y comenzó a bajar en silencio
por los peldaños de piedra, con la chica detrás. Una vez abajo, abrió la marcha hacia
el huerto posterior, agazapado tras el muro, y echó a andar por el sendero entre
helechos que conducía al comienzo de la cañada.

Devlin abrió la camisa de Fox y examinó la herida, debajo mismo de la tetilla


izquierda. Fox respiraba dificultosamente, con ojos llenos de dolor.
—Tenías razón —susurró—. Es muy bueno.
—No te apures —dijo Devlin—. Ya he llamado a Trent y Brodie.

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Se oyó el motor de la camioneta Ford que se aproximaba.
—¿Sigue aún en la casa? —quiso saber Fox.
—Lo dudo.
Fox suspiró.
—La hemos hecho buena, Liam. Nos costará caro. Lo teníamos en nuestras
manos y se ha escapado.
—Tiene esa mala costumbre —observó Devlin una vez más, mientras la
camioneta llegaba al patio y se detenía cerca de ellos.

Cussane iba sentado de lado en el asiento del jeep, desnudo de cintura para arriba. La
herida no sangraba mucho, pero tenía un feo aspecto. Sabía que ésa era una mala
señal, pero no ganaba nada diciéndoselo a la chica. Morag le aplicó cuidadosamente
sulfamida en polvo de la que llevaba en el pequeño botiquín y, siguiendo sus
instrucciones, le vendó cuidadosamente la herida.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó con inquietud.
—Bien —mintió, pues una vez superado el shock inicial comenzaba a sentir un
intenso dolor.
Cogió una de las ampollas de morfina. Eran del tipo que se utiliza en los campos
de batalla. Se la inyectó y el dolor comenzó a remitir en seguida.
—Bien. Ahora, pásame una camisa limpia. Creo que aún ha de quedar una.
Ella le ayudó a ponérsela, y luego la chaqueta y el impermeable.
—Tendría que verte un médico.
—¡Oh, sí! —exclamó Cussane—. «Por favor, doctor. Tengo una bala en el
hombro». ¡Tiempo le iba a faltar para avisar a la policía!
—Entonces, ¿qué hacemos? Ahora empezará realmente la persecución.
Bloquearán todas las carreteras.
—Ya lo sé. Deja que le eche un vistazo al mapa. —Al cabo de un rato, añadió—:
Nos separa de Inglaterra el Solvay Firth. Sólo hay una carretera hasta Carlisle,
pasando por Dumfries y Annan. No necesitarán muchos controles.
—¿Quieres decir que estamos atrapados?
—No necesariamente. Queda el ferrocarril. Quizá ahí tengamos alguna
posibilidad. Vamos a averiguarlo.

—Es un desastre —observó Ferguson—. No podría haber ido peor. ¿Cómo está Harry
Fox?
—Dicen que vivirá. Al menos, ésa es la opinión del médico local. Lo han
internado en el hospital general de Dumfries.
—Me encargaré de que sea trasladado a Londres lo antes posible. Quiero que

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reciba los mejores cuidados. ¿Desde dónde me llama?
—Desde el cuartel general de la policía de Dumfries. Me acompaña Trent. Están
movilizando a tantos hombres como pueden. Controles de carreteras y todo lo demás.
El tiempo no nos ayuda mucho. Todavía sigue lloviendo a mares.
—¿A usted qué le parece, Liam?
—Me parece que se ha escapado.
—Entonces, ¿no cree que vuelvan a pescarlo antes de que salga de Escocia?
—No existe la más mínima posibilidad.
Ferguson suspiró.
—Sí, francamente, ésa es también la impresión que yo tengo. Quédese un poco
con Harry, sólo para asegurarse, y vuelva aquí en seguida.
—¿Hoy? ¿Esta tarde?
—Tome el tren nocturno de Londres. El Papa llegará al aeropuerto de Gatwick
mañana a las ocho de la mañana. Quiero que esté aquí conmigo.

Cussane y Morag dejaron el jeep en una pequeña cantera situada en un bosque cerca
de Dunhill, y anduvieron hasta la vía férrea. En aquel extremo de la pequeña
población, las calles estaban desiertas a causa de la intensa lluvia. Cruzaron la
carretera, pasaron ante un almacén abandonado, con las ventanas condenadas, y se
colaron por un resquicio en la verja que bordeaba las vías. Un tren de mercancías
esperaba en el apartadero. Cussane se agazapó y vio a un maquinista vestido con
mono que caminaba a lo largo de las vías y se encaramaba a la locomotora.
—Pero ¡si no sabemos adónde va! —protestó Morag.
Cussane sonrió.
—Está de cara al sur, ¿no? —La cogió del brazo—. ¡Vamos!
Bajaron por el talud en la semipenumbra del crepúsculo y cruzaron la vía cuando
el tren comenzaba a moverse. Cussane apretó el paso, extendió la mano y tiró de una
puerta corredera. Lanzó la bolsa al furgón, se izó, se volvió y tomó las manos de la
chica. Un instante después, ella estaba a su lado. El vagón iba casi lleno de cajas de
embalaje, algunas de ellas marcadas con la dirección de una fábrica de Penrith.
—¿Dónde está eso? —quiso saber Morag.
—Al sur de Carlisle. Aunque no nos lleve más lejos, ya nos conviene.
Se acomodó sintiéndose bastante aliviado, y encendió un cigarrillo. Podía utilizar
el brazo izquierdo, pero tenía la sensación de que no le pertenecía a él. De todos
modos, la morfina había eliminado el dolor. Morag se acurrucó a su lado y la rodeó
con el brazo. Hacía mucho tiempo que no se sentía el protector de nadie. Para ser aún
más franco, hacía mucho tiempo que no le importaba nadie.
La chica había cerrado los ojos y parecía dormida. Gracias a la morfina, no sentía
ningún dolor; ya se las arreglaría cuando volviera a sentirlo. En el botiquín había

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varias ampollas; las suficientes, sin duda, para seguir moviéndose. Con la bala en su
interior y sin los adecuados cuidados médicos, la infección era sólo cuestión de
tiempo, pero lo único que necesitaba eran treinta y seis horas. El Santo Padre llegaría
a Gatwick por la mañana. Y al otro día, Canterbury.
Mientras el tren se deslizaba sobre los raíles, se acomodó lo mejor que pudo,
rodeando a la chica con su brazo bueno, y se dejó llevar por el sueño.

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CAPÍTULO 14

Morag despertó con un sobresalto. El tren parecía a punto de detenerse.


Estaban pasando junto a una especie de muelle de carga, y algunas farolas arrojaban a
intervalos su luz al interior del vagón, destacando el rostro de Cussane de la
oscuridad circundante. Seguía dormido, con el rostro desprovisto de cualquier
expresión. Cuando la chica le tocó suavemente la frente, la halló perlada de sudor.
Cussane gruñó y se volvió de lado, cambiando el brazo de lugar. Morag vio que aún
aferraba la Stechkin.
Tenía frío. Se subió el cuello del chaquetón, metió las manos en los bolsillos y
siguió contemplándolo. Era una chica sencilla y sin complicaciones, a pesar de la
vida que había llevado, pero estaba dotada de una mente rápida y de una buena dosis
de sentido común.
Nunca había conocido a nadie como Cussane. Y no solamente por la pistola que
sostenía en la mano, ni por su fría y rápida violencia. No le tenía miedo. Fuera lo que
fuese, no se trataba de un hombre cruel. Y, lo más importante de todo, la había
ayudado, y eso era algo a lo que ella no estaba acostumbrada. Incluso su abuelo había
tenido dificultades para protegerla de la brutalidad de Murray. Cussane la salvó de
eso, y Morag era lo bastante mujer como para saber que también la había salvado de
algo mucho peor. El hecho de que ella también le había ayudado, ni siquiera se le
ocurrió. Por primera vez en su vida, se sentía embargada por una sensación de
libertad.
El vagón dio otra sacudida. Cussane abrió los ojos, se alzó rápidamente sobre una
rodilla y consultó su reloj.
—La una y media. Debo de haber dormido mucho tiempo.
—Sí.
Cussane atisbo por un resquicio de la puerta y asintió.
—Creo que estamos en los apartaderos de Penrith. ¿Dónde tengo la bolsa?
Morag la empujó hacia él. Cussane buscó en su interior, sacó el botiquín y se
inyectó otra ampolla de morfina.
—¿Cómo va la herida? —inquirió ella.
—Bien —respondió—. No me molesta. Solamente quería asegurarme.
Estaba mintiendo, pues el dolor, al despertar, había sido muy intenso. Abrió la
puerta, se asomó un poco, y de la oscuridad surgió un letrero con el nombre de
Penrith.
—Tenía razón.
—¿Nos bajamos aquí?

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—No sabemos si el tren irá más lejos, y la autopista queda bastante cerca.
—Y luego ¿qué?
—Habrá una estación de servicio, cafeterías, tiendas, coches aparcados,
camiones… ¿Quién sabe? —El dolor había desaparecido de nuevo y esbozó una
sonrisa—. Un mundo de infinitas posibilidades. Ahora, dame la mano, y cuando el
tren vaya a pararse saltaremos.

La autopista quedaba más lejos de lo que Cussane había supuesto, de modo que ya
eran las tres cuando llegaron a la primera estación de servicio de la M6 y se
aproximaron a la cafetería. Entraron un par de coches procedentes de la autopista y
luego un camión, un vehículo tan enorme que Cussane no pudo ver el automóvil de la
policía hasta el último momento. Se ocultó tras una camioneta, tirando de Morag
hacia sí, y el coche de policía se detuvo, con la luz del techo girando perezosamente.
—¿Qué hacemos ahora? —susurró la chica.
—Esperar y ver.
El conductor permaneció sentado al volante, y su compañero bajó y se metió en la
cafetería. Podían verlo perfectamente a través de los amplios ventanales. En el café
habría unas veinte o treinta personas, repartidas entre las diversas mesas. El policía se
paseó por el local, observándolo todo, y volvió a salir. Se metió en el coche y
comenzó a hablar por la radio mientras el chófer arrancaba.
—Nos buscaban a nosotros —observó Morag.
—¿A quién si no? —Le quitó la boina de la cabeza y la arrojó a una papelera
cercana—. Mejor así. Se veía demasiado. —Hurgó en su bolsillo y encontró un
billete de cinco libras, que le entregó a la chica—. En estos lugares sirven cosas para
llevar. Pide té caliente y bocadillos. Yo te esperaré aquí. Así es más seguro.
La muchacha subió por la rampa y entró en la cafetería. La vio vacilar al extremo
del mostrador y, finalmente, tomar una bandeja. En aquel momento descubrió un
banco adosado a un muro bajo y medio oculto por un camión grande. Tomó asiento,
encendió un cigarrillo y esperó, pensando en Morag Finlay.
Era curioso que le pareciera tan adecuado pensar en ella. Reflexionó acerbamente,
con la habitual costumbre sacerdotal de autoexaminarse, que no debería hacerlo. No
era más que una niña. Llevaba más de veinte años de celibato, sin que jamás hubiera
tenido el menor problema para vivir sin mujeres. ¡Qué absurdo resultaría, al final de
su carrera, enamorarse de una gitanilla de dieciséis años!
La chica regresó a su lado con una bandeja de plástico que depositó sobre el
banco.
—Té y bocadillos de jamón —anunció—. ¿Qué te parece esto? Salimos en el
periódico. Hay un puesto de revistas al lado de la puerta.
Sorbió con cuidado el té hirviente de una de las tazas de plástico y desplegó el

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periódico sobre sus rodillas, leyéndolo bajo la escasa iluminación que arrojaba la
cafetería sobre el aparcamiento. Era un periódico local, publicado en Carlisle la
noche anterior. Cussane aparecía en primera página, junto a una foto de Morag.
—Pareces más joven —comentó.
—Es una foto que me hizo mi madre el año pasado. La tenía el abuelo en la pared
de su carromato. Han debido de quitársela, porque él jamás se la habría dado.
—Si un periódico local las tenía ayer por la tarde, supongo que saldrán también
en la primera edición de la mañana de todos los diarios nacionales.
Se produjo un profundo silencio. Cussane encendió otro cigarrillo y permaneció
sentado, fumando sin decir nada.
—Vas a dejarme, ¿verdad? —preguntó Morag.
Él sonrió con dulzura.
—¡Dios mío, parece que tengas un millar de años! Sí, voy a dejarte. No nos queda
otra opción.
—No tienes por qué explicarme nada.
Pero él se lo explicó.
—Para la inmensa mayoría de la gente, las fotografías de los periódicos carecen
de significado. Sólo les llama la atención lo que se sale de lo corriente, como tú y yo
juntos. Si viajas sola, tienes muy buenas posibilidades de llegar a donde quieras.
¿Todavía tienes el dinero que te di?
—Sí.
—Entonces, vete a la cafetería. Estarás mejor allí. Espera a que llegue un autobús.
Sé que para aquí, porque el otro día tomé uno en dirección contraria. Si sacas billete a
Birmingham, desde allí podrás llegar a Londres sin problemas.
—¿Y tú?
—No te preocupes por mí. Si te cogen, les dices que te obligué a ayudarme.
Habrá bastantes que estén dispuestos a creérselo, así que aceptarán tu explicación. —
Tomó su bolsa y acarició el rostro de la chica—. Eres una persona muy especial. No
dejes nunca que nadie vuelva a abusar de ti. ¿Me lo prometes?
—Sí.
Ahogó un sollozo, se acercó para besarle la mejilla y echó a correr. Había
aprendido a no llorar en una dura escuela, pero cuando entró en la cafetería tenía una
sensación cálida y hormigueante en sus ojos. Pasó rozando una mesa. Una mano la
cogió de la manga y, al volverse, vio a dos jóvenes motoristas vestidos de cuero
negro, dos jóvenes de aspecto duro y malvado, con el cabello rapado. El que la
sujetaba de la manga llevaba una Cruz de Hierro nazi sobre su pecho.
—¿Qué te pasa, preciosa? Nada que no pueda arreglarse con un buen paseo en
moto, seguro.
Morag se desasió sin llegar siquiera a sentirse molesta, fue a pedir una taza de té y

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tomó asiento en una mesa. Cussane había entrado en su vida, había vuelto a salir de
ella y ya nada sería igual que antes. Comenzó a llorar con lentas y amargas lágrimas,
las primeras que vertía en muchos años.

A Cussane se le abrían dos posibilidades: arriesgarse a hacer autostop o robar un


coche. La segunda le permitía una mayor libertad y más control de sus movimientos,
pero únicamente le serviría si el robo no era denunciado hasta pasado algún tiempo.
Al otro lado de la autopista había un motel. Los automóviles aparcados allí
pertenecerían a gente que se había quedado a pasar la noche. En el peor de los casos,
eso le daba un margen de tres o cuatro horas hasta que se descubriera la ausencia del
vehículo, y para entonces él ya estaría lejos.
Subió las escaleras del paso elevado, pensando en Morag Finlay y en lo que podía
sucederle. Pero eso no era problema suyo. Lo que le había explicado era cierto.
Juntos, se hacían notar demasiado. Se detuvo en el puente, encendió otro cigarrillo y
contempló los camiones que pasaban siseando por la autopista, bajo sus pies. Todo
perfectamente razonable y lógico. ¿Por qué, pues, le hacía sentirse tan mal?
—¡Dios mío, Harry! —se dijo en voz baja—. Estás dejándote corromper por la
sinceridad, la decencia y la inocencia. No es posible pervertir a esa chica. Siempre
permanecerá inmune a la podredumbre de la vida.
Pero, aun así…

Alguien se detuvo a su lado y una voz amable preguntó:


—¿Estás bien, chiquilla? ¿Puedo ayudarte en algo?
Era un antillano —Morag lo vio en seguida— de cabello crespo y oscuro, con
toques de gris en los aladares. Debía de tener unos cuarenta y cinco años, vestía un
grueso chaquetón de chófer con cuello de piel, muy manchado de grasa, y llevaba una
fiambrera de plástico y un termo. El hombre sonrió, y su sonrisa convenció a Morag
de que no le causaría problemas. El hombre tomó asiento.
—¿Qué te preocupa?
—La vida.
—Oye, eso es muy profundo para una chica tan joven como tú. —Pero la sonrisa
seguía siendo amable—. ¿Puedo hacer algo por ti?
—Estoy esperando el autobús.
—¿Adónde quieres ir?
—A Londres.
Él meneó la cabeza.
—Todos los chicos queréis ir a Londres cuando os escapáis de casa.
—Mi abuela vive en Londres —le explicó cansadamente—. En Wapping.

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El hombre asintió y frunció el ceño, como si estuviera estudiando el asunto.
Finalmente, se puso en pie.
—Muy bien. Soy tu hombre.
—¿Qué quiere decir?
—Soy camionero y trabajo para una empresa de Londres. No voy directamente, te
lo advierto, porque cuando lleguemos a Manchester tendré que desviarme por la
autopista de Pennine hasta Leeds, para dejar una carga, pero aun así creo que
llegaremos a Londres a primera hora de la tarde.
—No sé… —vaciló.
—El autobús no pasará hasta dentro de cinco horas, de modo que no tienes nada
que perder. Por si te sirve de algo, de diré que tengo tres hijas, las tres mayores que
tú, y que me llamo Earl Jackson.
—De acuerdo —respondió, decidiéndose en un instante, y salió de la cafetería
junto a él.
Bajaron por la rampa y echaron a andar a través del aparcamiento. Su camión
también arrastraba un enorme remolque.
—Aquí estamos —anunció—. Todas las comodidades del hogar.
Oyeron ruido de pasos y, al volverse, el motorista rubio apareció por detrás de
otro camión. Se acercó a ellos y se detuvo, poniendo los brazos en jarras.
—Chica mala —comenzó—. Te invité a viajar en mi moto y ¿qué veo ahora?
Quieres desaparecer en compañía de ese moreno. Eso no puedo consentirlo de
ninguna manera.
—¡Cielos! —exclamó Earl Jackson—. ¡Si habla y todo! Seguramente también se
mea si le das agua.
Se agachó para dejar la fiambrera y el termo en el suelo y el segundo motorista
salió por debajo del camión y le pegó un puntapié que le hizo trastabillar y perder el
equilibrio. El rubio le dio un rodillazo en la cara. El que estaba a espaldas de Jackson
lo levantó en vilo y le rodeó el cuello con un brazo, mientras el otro abría y cerraba
los puños, ajustándose los guantes.
—Espera un poco, Sammy. Quiero darle una lección.
Sammy lanzó un chillido cuando sintió el puñetazo en sus riñones. Se retorció de
dolor, dejando libre a Jackson, y Cussane le golpeó de nuevo, haciéndole caer de
rodillas.
En seguida, pasó junto a Jackson para enfrentarse al otro motorista.
—Verdaderamente, no habrías debido salir de debajo de tu piedra.
El joven se llevó la mano al bolsillo y, mientras Morag lanzaba un grito de
advertencia, abrió con un chasquido la hoja de su navaja automática, que destelló
bajo la escasa iluminación. Cussane dejó caer la bolsa, se echó a un lado y le aferró la
muñeca con ambas manos, retorciendo hacia atrás el brazo del rubio y aplastándole la

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cara contra el camión. El joven se desplomó de rodillas, con el rostro ensangrentado.
Cussane lo alzó de un tirón y extendió una mano hacia el otro, que ya se había
incorporado. Los atrajo a ambos hacia sí.
—Podría obligaros a usar muletas durante un año, pero pienso que quizá prefiráis
marcharos ahora mismo.
Los jóvenes retrocedieron horrorizados, y se alejaron a toda prisa. Entonces
Cussane comenzó a sentir de nuevo el dolor, tan intenso que le hizo sentir náuseas. Se
dio la vuelta, sujetando la lona que cubría el remolque, y Morag corrió hacia él y lo
rodeó con su brazo.
—¿Estás bien, Harry?
—Pues claro; no te preocupes.
Earl Jackson se dirigió a él.
—Me ha salvado la piel, hombre. Estoy en deuda con usted. —Luego se volvió
hacia Morag—. Creo que no me lo habías contado todo.
—Estábamos juntos y nos separamos. —Miró de soslayo a Cussane—. Ahora
volvemos a estar juntos.
—¿También quiere ir a Londres? —inquirió Jackson.
Ella asintió.
—¿Sigue en pie su oferta?
—¿Por qué no? —Sonrió—. Sube a la cabina. Detrás del asiento, verás que hay
un panel deslizante. Es un invento mío. Dentro hay una litera, con mantas y todo. Lo
hice para poder dormir en los aparcamientos y ahorrarme las cuentas de hotel.
Morag trepó a la cabina. Cussane iba a seguirla cuando Jackson lo sujetó por la
manga.
—Oiga, no sé qué arreglo tienen, pero es una buena chica.
—No tiene por qué preocuparse —respondió Cussane—. Yo también opino lo
mismo.
Y subió al camión.

Acababan de dar las ocho de una hermosa y radiante mañana cuando el reactor de
Alitalia que había transportado al Papa Juan Pablo desde Roma aterrizó en el
aeropuerto de Gatwick. El Pontífice descendió por la escalerilla, saludando con la
mano a la entusiasmada muchedumbre. Su primer acto fue arrodillarse y besar el
suelo inglés.
Devlin y Ferguson estaban de pie ante la balaustrada, mirando hacia abajo.
—En momentos como éste lamento no estar ya retirado —dijo el general de
brigada.
—Enfréntese con la realidad —replicó Devlin—. Si un asesino dispuesto a todo,
incluso a perder la vida, toma como blanco al Papa, a la reina de Inglaterra o a quien

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sea, todas las probabilidades están a favor suyo.
Por debajo de ellos, el Papa era recibido por el cardenal Basil Hume y por el
duque de Norfolk, en nombre de la reina. El cardenal pronunció un discurso de
bienvenida, y el Papa le respondió. A continuación, se dirigieron hacia los coches que
les esperaban.
—¿Qué viene ahora? —quiso saber Devlin.
—Una misa en la catedral de Westminster. Después del almuerzo, una visita a Su
Majestad en el palacio de Buckingham. Luego, la catedral de San Jorge, en
Southwark, para ungir a los enfermos. Temo que vamos a tener mucho movimiento.
—Ferguson no estaba contento, y se le notaba—. ¡Maldita sea, Liam! ¿Dónde puede
estar? ¿Dónde estará ese cerdo de Cussane?
—Por ahí —contestó Devlin—. Seguramente, más cerca de lo que suponemos. Lo
único cierto es que saldrá a la superficie en las próximas veinticuatro horas.
—Y entonces lo atraparemos —añadió Ferguson, mientras comenzaban a
retirarse.
—Si usted lo dice… —respondió Devlin, por todo comentario.

El patio del almacén de Hunslet, en Leeds, bastante próximo a la autopista, estaba


lleno de camiones. Cussane abrió el panel deslizante y Jackson le advirtió:
—Procure que no le vean, hombre. Los pasajeros están estrictamente verboten.
Podría perder mi licencia.
Bajó del camión para supervisar el desenganche del remolque, y luego se dirigió a
la oficina de fletes para que le firmaran el recibo.
El empleado le saludó desde su escritorio.
—Hola, Earl. ¿Has tenido buen viaje?
—No ha sido malo.
—Me han dicho que había diversión en la M6. Uno de los chicos ha llamado
desde las afueras de Manchester, por una avería. Dijo que había un montón de
policías por las carreteras.
—No me he dado cuenta —contestó Jackson—. ¿Ha ocurrido algo?
—Andan buscando a un tipo relacionado con el IRA. Dicen que viaja con una
chica.
Jackson consiguió ocultar su sobresalto mientras firmaba las hojas.
—¿Algo más?
—No, eso es todo, Earl. Hasta la vista.
Jackson salió. Se detuvo junto al camión, vacilante, pero decidió seguir con su
idea original y, abandonando el patio, se dirigió a la cafetería, al otro lado de la
carretera. Le dio su termo a la camarera para que lo llenara, pidió unos bocadillos de
bacon y compró un periódico que fue leyendo lentamente mientras regresaba hacia el

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camión.
Trepó a la cabina y les pasó el termo y los bocadillos.
—El desayuno y algo para leer mientras comen.
Las fotos eran idénticas a las publicadas por el periódico de Carlisle, y el artículo
venía a decir lo mismo. No había mucha información sobre la chica. Solamente que
viajaba en su compañía.
Cuando tomaron el desvío de acceso a la autopista, Cussane preguntó:
—¿Y bien?
Jackson no apartó la vista de la carretera.
—Es un asunto serio, hombre. De acuerdo, estoy en deuda con usted, pero no
tanto. Si los encuentran…
—Tendría usted problemas.
—No puedo permitírmelo —explicó Jackson—. Tengo antecedentes. He estado
dos veces en la cárcel. Me dedicaba a los coches, hasta que senté la cabeza. No quiero
problemas, y puede estar seguro de que no deseo volver a ver Pentonville por dentro.
—En ese caso, lo mejor que puede hacer es seguir conduciendo —le aseguró
Cussane—. Una vez en Londres, nos bajamos y usted se va a sus cosas. Nadie se
enterará nunca.
Era la única solución, y Jackson lo sabía.
—De acuerdo. —Suspiró—. Supongo que será lo mejor.
—Lo siento, señor Jackson —le dijo Morag.
El conductor le dirigió una sonrisa a través del espejo.
—No te preocupes, chiquilla. Hubiera tenido que pensarlo mejor. Ahora, métete
dentro y cierra ese panel —añadió, mientras el camión se introducía en la autopista.

Devlin estaba telefoneando al hospital de Dumfries cuando Ferguson salió del


estudio.
Cuando hubo terminado, el general de brigada comentó:
—Me gustaría recibir una buena noticia. Acaban de informarme que una sección
de paracaidistas al mando del coronel H. Jones atacó un lugar llamado Goose Green,
en las Malvinas. Resultó que había el triple de soldados argentinos de los que ellos
creían.
—¿Y qué pasó?
—Oh, ganaron la batalla, pero me temo que Jones ha muerto.
—Los informes sobre Harry Fox son tranquilizadores —anunció Devlin—. Esta
tarde lo traerán en avión desde Glasgow. Dicen que está en buena forma.
—Gracias a Dios —dijo Ferguson.
—He hablado con Trent. No han podido sacar nada en claro de esos quincalleros.
Nada que nos sea útil, por lo menos. El abuelo dice que no tiene ni idea de adónde

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puede haber ido la chica. Su madre está en Australia.
—Esos quincalleros son peor que gitanos —observó Ferguson—. Los conozco
bien; recuerde que provengo de Angus. Son gente extraña. Aunque se odien entre sí,
aún odian más a la policía. No le dirían ni cómo llegar a unos lavabos públicos.
—¿Qué hacemos ahora?
—Iremos a la catedral de San Jorge a ver qué hace Su Santidad, y luego quizá
pueda usted llegarse hasta Canterbury. Le he adjudicado un coche de la policía con
chófer. Creo que contribuirá a darle un aspecto lo más oficial posible.

Morag estaba sentada en un extremo de la litera, con la espalda contra la pared.


—¿Por qué volviste, allá en Penrith? Todavía no me lo has dicho.
Cussane se encogió de hombros.
—Supongo que decidí que no estabas preparada para arreglártelas sola, o algo por
el estilo.
Ella meneó la cabeza.
—¿Por qué tienes tanto miedo de mostrar tu afecto?
—¿Eso crees?
Encendió un cigarrillo y la contempló mientras ella sacaba de su bolsillo un viejo
mazo de cartas y procedía a barajarlas. Era un tarot.
—¿Sabes interpretarlas?
—Mi abuelo me enseñó hace años, cuando era muy pequeña. No sé si
verdaderamente tengo el don. Es difícil saberlo.
Barajó otra vez las cartas.
—Es posible que la policía esté esperándote en casa de tu abuela —observó
Cussane.
Ella se interrumpió, con la sorpresa reflejada en su rostro.
—¿Por qué habrían de esperarme? Ni siquiera saben que ella existe.
—Pero sin duda han estado haciendo preguntas en el campamento, y alguien debe
de haberles dicho algo. Si no tu abuelo, Murray.
—Nunca —negó tajantemente—. Ni siquiera Murray haría una cosa así. En tu
caso era distinto, porque no eres uno de nosotros, pero yo… No; imposible.
Volvió la primera carta. Era la torre, un edificio sobre el que caía un rayo mientras
dos cuerpos se desplomaban desde lo alto.
—El individuo sufre a causa de la acción desarrollada por las fuerzas del destino
en el mundo —explicó Morag.
—Ese soy yo. Oh, sí, no cabe duda —respondió Harry Cussane, y se echó a reír
sin poder evitarlo.

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Susan Calder era una chica menuda, de veintitrés años, innegablemente atractiva con
su pulcro uniforme de policía de color azul marino, con la banda ajedrezada alrededor
de la gorra. Tenía estudios de magisterio, pero tres cursos le habían bastado. Se
presentó voluntaria a la Policía Metropolitana y fue aceptada. Llevaba poco más de
un año de servicio. De pie junto al coche de policía, ante la puerta del edificio de
Cavendish Square, ofrecía una imagen de lo más agradable, y el corazón de Devlin se
alegró. Estaba limpiando el polvo del parabrisas cuando él descendió los últimos
peldaños.
—Buenos días tenga usted, a colleen, y que Dios la proteja.
Ella contempló la gabardina Burberry negra, el sombrero de fieltro ladeado sobre
la oreja, e iba a dirigirle una respuesta equívoca cuando recapacitó.
—¿No será usted el profesor Devlin, por casualidad?
—Desde que era pequeño. ¿Y usted?
—Agente de policía Susan Calder, señor.
—¿Le han dicho que es usted mía hasta mañana?
—Sí, señor. Tenemos reservas de hotel en Canterbury.
—Habrá comentarios en la comisaría, no lo dude. Bueno, ¿nos vamos ya? —
Abrió la portezuela de atrás y subió al automóvil. Ella se instaló al volante y puso el
motor en marcha mientras Devlin, recostado en su asiento, seguía contemplándola—.
¿Le han dicho de qué se trata?
—Lo único que sé es que pertenece usted al Grupo Cuatro, señor.
—¿Sabe qué es el Grupo Cuatro?
—Inteligencia antiterrorista, una misión distinta de la que desempeña la brigada
antiterrorista de Scotland Yard.
—Sí. El Grupo Cuatro puede emplear a personas como yo sin que nadie haga
objeciones. —Frunció el ceño—. En las próximas dieciséis horas, este asunto se
resolverá de un modo u otro, y usted estará a mi lado en todo momento.
—Si usted lo dice, señor…
—Seguramente considera que tendría que estar mejor informada.
—¿No debería usted explicarme la situación, señor? —le preguntó con calma.
—No debería, pero voy a hacerlo.
Sería un modo de aclarar sus propias ideas. Comenzó a contárselo todo desde un
principio, sin omitir nada, haciendo especial hincapié en lo tocante a Harry Cussane.
Cuando terminó, la joven observó:
—Es toda una historia.
—Y eso es decir poco.
—Pero debo decirle una cosa, señor.
—¿De qué se trata?

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—A mi hermano mayor lo mataron en Belfast hace tres años, mientras servía allí
como teniente de los marines. Un francotirador le disparó desde un lugar llamado
apartamentos Dilvis.
—¿Significa eso que represento un problema para usted? —quiso saber Devlin.
—En absoluto, señor. Sólo quería que lo supiera —respondió ella fríamente,
dirigiendo el coche hacia la carretera principal que conducía hacia el río.

Cussane y Morag descendieron a la tranquila calle en las afueras de Wapping y


contemplaron el camión hasta que se perdió de vista tras una esquina.
—¡Pobre Earl Jackson! —comentó Cussane—. Estaba impaciente por librarse de
nosotros. ¿Cuál es la dirección de tu abuela?
—El muelle de Cork Street. Pero hace cinco o seis años que no vengo por aquí.
Temo no recordar el camino.
—Lo encontraremos.
Se encaminaron hacia el río, porque parecía lo más adecuado. Volvía a dolerle el
brazo y tenía jaqueca, pero no deseaba que la chica se diera cuenta. Cuando llegaron
ante una verdulería, en una esquina, la chica entró a preguntar.
Volvió a salir en seguida.
—No queda lejos. Sólo está a un par de calles.
Reanudaron la marcha hacia el muelle que bordeaba el río y, unos cien metros
más adelante, vieron un cartel que rezaba «Cork Street».
—Ve tú a la casa —dijo Cussane—. Yo me quedaré aquí por si acaso hay visitas.
—No tardaré.
Echó a correr calle abajo y Cussane cruzó una puerta rota que daba a un patio
medio cubierto de escombros, disponiéndose a esperarla allí. Le llegaba el olor del
río. Había pocas embarcaciones en el que, en otro tiempo, fuera el mayor puerto del
mundo. Ahora se había convertido en un cementerio de grúas oxidadas que se erguían
hacia el cielo como monstruos primitivos. Se encontraba muy mal y, cuando encendió
un cigarrillo, vio que le temblaban las manos. Oyó pasos apresurados y Morag llegó
ante él.
—No está en casa. He hablado con los vecinos de al lado.
—¿Dónde está?
—Se ha ido con una feria ambulante. Esta semana estará en Maidstone.
Y Maidstone sólo está a cincuenta kilómetros de Canterbury.
Las cosas parecían sucederse inevitablemente. Tras una breve pausa, Cussane
sugirió:
—Será mejor que nos pongamos en marcha, entonces.
—¿Me acompañarás?
—¿Por qué no?

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Se dio la vuelta y comenzó a caminar por la calle.

Al cabo de veinte minutos encontró lo que estaba buscando: un aparcamiento de


pago.
—¿Por qué te interesaba tanto? —inquirió ella.
—Porque los clientes pagan por adelantado las horas de aparcamiento que
necesitan y dejan el resguardo en un sitio visible a través del parabrisas. Es una gran
ayuda para los ladrones de coches. Así se puede saber cuánto tiempo va a pasar antes
de que echen de menos el coche.
Morag comenzó a explorar entre los automóviles.
—Aquí hay uno que dice seis horas.
—¿A qué hora ha llegado? —Lo comprobó y, acto seguido, sacó su navajita de
bolsillo—. Éste nos servirá. Todavía quedan cuatro horas. Y para entonces ya habrá
oscurecido.
Introdujo la navaja por el borde de la luneta, la forzó y metió la mano para abrir la
portezuela desde el interior. Luego, buscó los cables por debajo del tablero y los
arrancó.
—No es la primera vez que lo haces —observó ella.
—Tienes razón. —El motor arrancó con un rugido—. Muy bien. Vámonos de
aquí.
Apenas Morag se acomodó en el asiento de al lado, salió del aparcamiento.

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CAPÍTULO 15

Susan Calder dijo:


—Desde luego, no es extraño que el Papa quiera venir aquí, señor. Este lugar
representa el nacimiento del cristianismo en Inglaterra. El propio san Agustín fundó
la catedral.
—¿Es cierto?
Se encontraban en la magnífica nave de la catedral, de estilo gótico, con sus
pilares que se elevaban hasta la bóveda. El lugar parecía una colmena, con obreros
afanándose por todas partes.
—Es muy espectacular, no cabe duda —reconoció Devlin.
—La catedral fue bombardeada en 1942, durante un ataque a Canterbury. La
biblioteca quedó destruida, pero han vuelto a edificarla. Allí, en el crucero del
noroeste, es donde Tomás Beckett fue asesinado por tres caballeros hace ochocientos
años.
—Creo que el Papa siente una especial afinidad con él —observó Devlin—.
Vamos a echar un vistazo.
Avanzaron por la nave hasta el lugar en que Tomás Beckett se convirtió en mártir,
tantos años atrás. El punto preciso en el que tradicionalmente se creía que cayó estaba
señalado con una pequeña piedra cuadrada. Reinaba una extraña atmósfera. Devlin se
estremeció, sintiendo frío de pronto.
—La Punta de la Espada —anunció llanamente la chica—. Así es como la llaman.
—Sí, bueno, parece adecuado, ¿no? Venga, salgamos de aquí. Me apetece un
cigarrillo y ya he visto bastante.
Salieron por el pórtico del sur, pasando ante los policías de guardia. También en
el exterior había una considerable actividad, con obreros trabajando en las gradas y
una abundante presencia policial. Devlin encendió un cigarrillo y, seguido por Susan
Calder, bajó a la calzada.
—¿Qué le parece? —le interrogó la joven—. Quiero decir, ni siquiera Cussane
podrá entrar aquí mañana. Ya ha visto las medidas de seguridad.
Devlin sacó su cartera y le mostró el pase de seguridad que Ferguson le había
proporcionado.
—¿Había visto antes una tarjeta como ésta?
—Creo que no.
—Es muy especial. Me han asegurado que abre todas las puertas.
—¿Y qué?
—Que nadie me la ha pedido todavía. Nos hemos acercado y nos han dejado

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pasar. ¿Por qué? Porque viste usted uniforme de policía. Y no me diga que es una
policía de verdad, porque eso no hace al caso.
—Ya veo a qué se refiere.
Parecía preocupada, y se le notaba.
—El mejor lugar para esconder un árbol es en medio del bosque —prosiguió
Devlin—. Mañana, esto estará lleno de policías y dignatarios de la Iglesia. ¿Quién se
fijará en un policía o en un sacerdote de más?
En aquel momento, alguien le llamó por su nombre y se volvieron, para descubrir
a Ferguson avanzando hacia ellos en compañía de un hombre con abrigo oscuro.
Ferguson vestía un gabán de los que solían utilizar los oficiales de la guardia, y
portaba un paraguas impecablemente enrollado.
Devlin se apresuró a presentárselo a la muchacha.
—El general de brigada Ferguson.
—En persona —confirmó el general—. ¿Es su chófer?
—Agente de policía Calder, señor —dijo cuadrándose.
—Les presento al superintendente Foster, de la brigada antiterrorista de Scotland
Yard —prosiguió Ferguson—. Hemos estado comprobándolo todo. Me parece que la
situación está perfectamente controlada.
—Aunque su hombre sea capaz de llegar a Canterbury mañana, le resultará
imposible entrar en la catedral —intervino Foster—. Me jugaría mi reputación.
—Esperemos que no sea necesario —respondió Devlin.
Ferguson tiró con impaciencia de la manga de Foster.
—Bien, será mejor que pasemos al interior mientras todavía hay luz. Esta noche
me quedaré aquí, Devlin. Ya le llamaré luego a su hotel.
Los dos hombres se dirigieron a la puerta principal, que un policía se apresuró a
abrir ante ellos, y entraron en la catedral.
—¿Cree usted que ese policía los conoce? —preguntó amablemente Devlin.
—¡Dios mío, no lo sé! Me hace usted dudar, señor. —Le abrió la portezuela del
coche. Devlin montó y ella se sentó al volante y puso el motor en marcha—. Una
cosa.
—Dígame.
—Aunque lograra entrar y hacer algo, jamás volvería a salir.
—Pero en eso radica precisamente el problema —le explicó Devlin—. A él no le
importa lo que pueda sucederle luego.
—Entonces, ¡que Dios nos ayude!
—Yo no confiaría mucho en su ayuda. Pero no podemos hacer nada, muchacha.
Ya no controlamos el juego; es el juego el que nos controla a nosotros. Conque vale
más que vayamos tranquilamente a ese hotel y una vez allí la invitaré a la mejor cena
que pueda conseguirse. ¿Le había dicho ya que siento una terrible debilidad por las

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mujeres de uniforme?
Mientras introducía el automóvil en la corriente del tráfico, la joven se echó a reír.

La caravana, grande y espaciosa, estaba muy bien arreglada. La zona destinada a


dormitorio era un pequeño compartimiento aislado, con literas gemelas. Cuando
Cussane abrió la puerta y miró al interior, le pareció que Morag seguía durmiendo.
Comenzaba a cerrar la puerta cuando ella le llamó.
—¡Harry!
—¿Sí? —Volvió a entrar—. ¿Qué quieres?
—¿Todavía sigue trabajando la abuela?
—Sí.
Se sentó en el borde de la litera. Sentía un intenso dolor. Incluso respirar era
doloroso. Algo iba muy mal, y él lo sabía. Morag se incorporó para tocarle el rostro y
él se echó un poco hacia atrás.
—¿Te acuerdas del primer día, en el carromato del abuelo? Te pregunté si tenías
miedo de que fuera a corromperte.
—Para ser precisos —la corrigió él—, tus palabras exactas fueron: «¿Tiene miedo
de que lo corrompa, padre?».
La chica se quedó muy quieta.
—¿Significa eso que eres sacerdote? ¿Un auténtico sacerdote? Creo que siempre
lo he sabido.
—Vuelve a dormir.
Ella le sujetó la mano.
—No te irás sin decírmelo, ¿verdad?
Había una verdadera preocupación en su voz. Él respondió suavemente:
—¿Crees que te haría una cosa así? —Se puso en pie y abrió la puerta—. Ahora,
duérmete. Nos veremos por la mañana.
Encendió un cigarrillo, abrió la puerta y salió al exterior. La feria de Maidstone
era relativamente pequeña: unas cuantas atracciones, diversos puestos, tómbolas y
varios tiovivos. Aún había bastante público, ruidoso y animado a pesar de la hora
tardía, y la música sonaba con fuerza en el aire de la noche. En un extremo de la
caravana estaba el Land Rover que la remolcaba, y en el otro, la tienda roja con el
letrero luminoso que rezaba «Gypsy Rose». Mientras la contemplaba, salió una pareja
joven, riéndose de buena gana. Cussane vaciló y, por fin, se metió en la tienda.
Brana Smith tendría al menos setenta años, y un pañuelo de vivos colores recogía
sus cabellos, apartándolos del moreno rostro apergaminado. Se cubría los hombros
con un chal, y un collar de monedas de oro le rodeaba el cuello. La mesa ante la que
estaba sentada sostenía una bola de cristal.
—Desde luego, da la imagen —observó Cussane.

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—Ésa es la idea. Al público le gusta que una gitana tenga aspecto de gitana.
Ponga el cartel de cerrado y déme un cigarrillo. —Él obedeció, volvió junto a la mesa
y se sentó ante la mujer como si fuera un cliente, con la bola de cristal entre ambos—.
¿Y Morag? ¿Está dormida?
—Sí. —Respiró profundamente para dominar su dolor—. No debe permitir que
regrese nunca a aquel campamento, ¿me entiende?
—No se preocupe. —Su voz era seca y muy tranquila—. Los gitanos nos
mantenemos unidos y pagamos nuestras deudas. Haré correr la voz y Murray no
tardará en pagar por lo que ha hecho, créame.
Cussane asintió.
—Ha debido de sentirse preocupada al ver que salía su foto en los periódicos.
¿Por qué no ha avisado a la policía?
—¿La policía? Usted bromea. —Se encogió de hombros—. De todos modos,
sabía que venía a mí y que se encontraba bien.
—¿Lo sabía? —se extrañó Cussane.
La mujer posó una mano sobre la bola.
—Esto no es más que el decorado, amigo mío. Pero tengo el don, como mi madre
antes que yo y la suya antes que ella.
Él asintió.
—Morag me lo dijo. Me leyó el tarot, pero no está segura de sus poderes.
—Oh, también ella tiene el don. —La anciana asintió vigorosamente—. Pero aún
no está del todo formado. —Empujó una baraja hacia él—. Corte y devuélvamela con
la mano izquierda.
Cussane hizo lo que le decía, y ella volvió a cortar.
—Las cartas no significan nada si no se posee el don. ¿Lo comprende?
Se sentía extrañamente exaltado.
—Sí.
—Tres cartas nos lo dirán todo. —Descubrió la primera. Era la Torre—. Ha
sufrido por la fuerzas del destino —anunció—. Otros han controlado su vida.
—Morag sacó esta misma carta. Me digo algo muy parecido.
Descubrió la segunda carta. Mostraba a un joven cabeza abajo, suspendido de una
horca por el tobillo izquierdo.
—El Ahorcado. Cuando más duramente lucha, es con su propia sombra. Es dos
personas. Él mismo y, sin embargo, no es el mismo. Imposible regresar ahora a la
unidad de la infancia.
—Demasiado tarde —confirmó él—. Demasiado tarde.
La tercera carta representaba la Muerte en su imagen tradicional, segando con su
guadaña una cosecha de cuerpos humanos.
—Pero ¿de quién? —Cussane se rió demasiado fuerte—. Quiero decir, la muerte.

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¿Es la mía o quizá la de otra persona?
—Esta carta tiene un significado mucho más profundo del que refleja su imagen
superficial. Es una carta de redención. En la muerte de este hombre está su
oportunidad de renacer.
—Sí, pero ¿a quién se refiere? —quiso saber Cussane, inclinándose hacia
adelante.
La luz reflejada en la bola de cristal parecía muy brillante. La anciana le tocó la
frente, llena de sudor.
—Está usted enfermo.
—Me pondré bien. Necesito descansar, eso es todo. —Se puso en pie—. Dormiré
un rato, si no le molesta, y me iré antes de que Morag despierte. Esto es importante,
¿comprende?
—Oh, sí —asintió la gitana—. Le comprendo muy bien.
Salió al frescor de la noche. Para entonces, ya casi todo el público se había
retirado, y las atracciones y los diversos puestos estaban cerrando. Le ardía la frente.
Subió los escalones de la caravana y se tendió en un banco. Sería mejor tomar la
morfina en seguida que aguardar a la mañana. Se levantó, hurgó en la bolsa y sacó
una ampolla. La inyección hizo efecto con bastante rapidez y, al poco rato, estaba
durmiendo.

Despertó con un sobresalto y con la mente lúcida. Ya era de mañana. Por las ventanas
se filtraba la claridad del día, y la anciana estaba sentada ante la mesa, fumando un
cigarrillo y contemplándole. Cuando se incorporó, el dolor le pareció tener vida
propia. Por un instante creyó que iba a dejar de respirar.
La mujer empujó una taza hacia él.
—Té caliente. Bébalo.
Sabía bien; mejor que cualquier cosa que jamás hubiera probado. Cussane sonrió
y, con mano temblorosa, cogió un cigarrillo del paquete de ella.
—¿Qué hora es?
—Las siete.
—¿Morag sigue durmiendo?
—Sí.
—Bien. Me pondré en camino.
—Está usted enfermo, padre Harry Cussane —dijo ella con voz grave—. Muy
enfermo.
Cussane sonrió amistosamente.
—Tiene usted el don, de modo que debe de saberlo. —Respiró hondo—. Antes de
que me vaya, hay que arreglar unas cuantas cosas. El papel de Morag en todo esto.
¿Tiene un lápiz?

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—Sí.
—Bien. Anote este número. —Ella obedeció—. El hombre que contestará se
llama Ferguson, general de brigada Ferguson.
—¿Es de la policía?
—En cierto modo. Le encantaría ponerme las manos encima. Si no estuviera, le
dirán cómo comunicarse con él dondequiera que se halle, que probablemente será en
Canterbury.
—¿Por qué allí?
—Porque yo voy a ir a Canterbury a matar al Papa. —Sacó la Stechkin de su
bolsillo—. Con esto.
La anciana pareció encogerse, retirarse a su interior. Le creía, naturalmente, y se
le notaba.
—Pero ¿por qué? —susurró—. Es un buen hombre.
—¿Acaso no lo somos todos? O, al menos, lo hemos sido en algún momento de
nuestras vidas. Lo importante es esto: cuando me haya ido, llame a Ferguson. Dígale
que pienso ir a la catedral de Canterbury. Dígale también que obligué a Morag a que
me ayudara y que usted temía por su vida. Cualquier cosa. —Se echó a reír—. En
conjunto, creo que bastará con eso.
Recogió su bolsa y se dirigió a la puerta.
—Está usted muriéndose —observó ella—. ¿No lo sabe?
—Claro que lo sé. —Logró sonreír—. Ha dicho usted que la Muerte, en el tarot,
significa redención. En mi muerte me aguarda la oportunidad de renacer. El niño está
allí. Eso es lo único que importa. —Abrió la bolsa, sacó el fajo de billetes de
cincuenta libras y lo arrojó sobre la mesa—. Déselo a ella. A mí ya no me hará falta.
Salió, cerrando la puerta de golpe. La gitana permaneció sentada, escuchando el
ruido del coche al arrancar y luego al perderse en la distancia. Permaneció así largo
tiempo, pensando en el propio Harry Cussane. Le gustaba más que la mayoría de los
hombres que había conocido, pero llevaba la Muerte en sus ojos. Así lo comprendió
desde el primer momento. Y tenía que pensar en Morag.
Oyó un sonido tras la puerta, donde dormía la chica; una leve agitación. La vieja
Brana consultó su reloj. Eran las ocho y media. Tomando una decisión, se levantó y
salió silenciosamente de la caravana. Luego, cruzó apresuradamente los terrenos de la
feria en busca de un teléfono público y marcó el número de Ferguson.

Devlin estaba desayunando con Susan Calder en su hotel de Canterbury cuando le


llamaron al teléfono. Regresó al poco tiempo.
—Era Ferguson. Cussane ha aparecido. O, mejor dicho, su amiga. ¿Conoce
Maidstone?
—Sí, señor. Está a unos veinticinco kilómetros de aquí; treinta, como máximo.

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—Entonces, vamos allá. Verdaderamente, ya no nos queda mucho tiempo a
ninguno de nosotros.

En Londres, el Papa había salido muy temprano de la nunciatura para visitar a más de
cuatro mil religiosos —monjas, monjes y sacerdotes; católicos y anglicanos— en la
escuela normal Digby Stuart. Casi todos pertenecían a órdenes de clausura, y era la
primera vez en muchos años que salían. Fue un momento sumamente emotivo para
todos cuando renovaron sus votos en presencia del Santo Padre. Después de la
ceremonia, el Papa salió hacia Canterbury en el helicóptero puesto a su disposición
por British Caledonian Airways.

La mansión llamada Stokely Hall estaba circundada por un elevado muro de ladrillo
rojo, un añadido de la época victoriana, cuando la familia aún tenía dinero. La casa
del guarda, junto a las grandes verjas de hierro, también era victoriana, aunque el
arquitecto había hecho todo lo posible para que armonizara con el estilo Tudor del
edificio principal. Cuando Cussane pasó por la carretera, había dos coches de la
policía detenidos ante la puerta, y el motorista que había ido tras él durante los dos
últimos kilómetros giró para entrar en la finca.
Cussane siguió por la carretera sin detenerse, con el muro bordeado de árboles a
su izquierda. Cuando la verja se perdió de vista, comenzó a examinar el lado opuesto
de la carretera y, finalmente, descubrió una cancela y una pista sin asfaltar que se
internaba en el bosque. Cruzó la carretera, salió del coche, abrió la cancela y disimuló
el vehículo entre los árboles. Luego, regresó a la cancela, la cerró y volvió a montar
en el automóvil.
Se quitó el impermeable, la chaqueta y la camisa, dificultosamente a causa del
brazo lesionado. Al desnudarse, notó inmediatamente el mal olor, el hedor enfermizo
de la corrupción. Se rió tontamente y se dijo en voz baja:
—¡Dios mío, Harry! Estás cayéndote a pedazos.
Sacó de la bolsa el chaleco negro y el alzacuello y se los puso. Finalmente, la
sotana. Le parecía que había transcurrido un montón de años desde que la dobló para
guardarla en el fondo de la bolsa, allá en Kilrea. Insertó un cargador lleno en la
Stechkin, se la metió en el bolsillo y cogió otro cargador de repuesto. Acto seguido,
se metió en el coche mientras empezaba a lloviznar. Nada de morfina. El dolor le
mantendría alerta. Cerró los ojos y se juró que no perdería el control.

Brana Smith estaba sentada ante la mesa de su caravana, rodeando con su brazo a
Morag, que no dejaba de sollozar.

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—Dígame exactamente cuáles fueron sus palabras —le pidió Liam Devlin.
—Abuela… —comenzó la chica.
La anciana meneó la cabeza.
—Calla, pequeña. —Se volvió hacia Devlin—. Me dijo que pensaba matar al
Papa. Me enseñó la pistola. Después, me dio un número de teléfono de Londres y me
dijo que llamara a un tal Ferguson.
—¿Y qué tenía que decirle?
—Que estaría en la catedral de Canterbury.
—¿Eso es todo?
—¿No es bastante?
Devlin se volvió hacia Susan Calder, de pie junto a la puerta.
—Bien; será mejor que volvamos.
La agente de policía abrió la puerta. Brana Smith preguntó:
—¿Qué me dice de Morag?
—Eso es cosa de Ferguson. —Devlin se encogió de hombros—. Ya veré qué
puedo hacer.
Se disponía a salir cuando la anciana le llamó:
—Señor Devlin. —El irlandés se volvió—. Está muriéndose.
—¿Muriéndose? —repitió Devlin.
—Sí, por una herida de bala.
Salió, ignorando la curiosa multitud de trabajadores de la feria, y se instaló en el
asiento delantero junto a Susan. Mientras se alejaban, llamó por radio a la central de
policía de Canterbury y solicitó que lo conectaran con Ferguson.
—Aquí no hay nada nuevo —informó al general de brigada—. El mensaje es para
usted, y muy sencillo. Piensa acudir a la catedral de Canterbury.
—¡Cerdo desvergonzado! —exclamó Ferguson.
—Otra cosa. Está muriéndose. Supongo que se le habrá comenzado a gangrenar
la herida que recibió en la granja de los Mungo.
—¿La que usted le produjo?
—Exactamente.
Ferguson aspiró hondo.
—De acuerdo. Vuelva aquí inmediatamente. El Papa no tardará en llegar.

Stokely Hall era una de las mejores mansiones Tudor de Inglaterra, y los Stokely
habían sido una de las contadas familias aristocráticas inglesas que mantuvieron su
catolicismo después de Enrique VIII y la Reforma. El detalle más característico de
Stokely Hall era la capilla familiar situada en el bosque, a la que se accedía desde la
mansión a través de un túnel. Numerosos especialistas la consideraban, en efecto,
como la iglesia católica más antigua de Inglaterra. El Papa había expresado su deseo

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de orar en ella.
Cussane se recostó en el asiento del coche, reflexionando. El dolor era casi
insoportable. Su cara estaba fría como el hielo, y aun así chorreaba sudor. Logró
encontrar un cigarrillo e iba a encenderlo cuando, a lo lejos, oyó ruido de motores en
el firmamento. Se apeó y escuchó atentamente. Al cabo de unos instantes, el
helicóptero azul y blanco pasó sobre su cabeza.

—No parece contento, señor —observó Susan Calder.


—Anoche era Liam a secas. Y no estoy contento. La conducta de Cussane carece
de sentido.
—Anoche era anoche, y ahora es ahora. ¿Qué le preocupa?
—Harry Cussane, mi mejor amigo durante más de veinte años. El mejor jugador
de ajedrez que jamás he conocido.
—¿Y qué era lo más notable de él?
—Que siempre iba con tres jugadas de adelanto. Que tenía el talento de hacer que
uno se concentrara en su mano derecha cuando lo verdaderamente importante lo
estaba haciendo con la izquierda. En las actuales circunstancias, ¿qué le sugiere todo
esto?
—Que no tiene ninguna intención de presentarse en la catedral de Canterbury.
Ahí es donde se concentra toda la atención, donde todo el mundo está esperándole.
—De modo que atacará en otro lugar. Pero ¿cómo? ¿Dónde está el programa para
hoy?
—En el asiento de atrás, señor.
Lo cogió y leyó en voz alta.
—Comienza en la escuela normal Digby Stuart. De ahí, en helicóptero a
Canterbury. —Frunció el ceño—. Un momento. Se detendrá en un lugar llamado
Stokely Hall para visitar una capilla católica.
—Hemos pasado por delante cuando íbamos a Maidstone —le informó ella—.
Está a unos cinco kilómetros de aquí. Pero esa visita no figura en el programa.
Ninguno de los periódicos la ha mencionado. ¿Cómo podría haberse enterado
Cussane?
—Antes estaba a cargo de la oficina de prensa del Secretariado Católico de
Dublín. —Devlin se descargó un puñetazo en el muslo—. Eso es. Tiene que serlo.
Apriete el gas a fondo y no se detenga por nada.
—¿Y Ferguson?
Devlin asió el micrófono de la radio.
—Trataré de localizarlo, pero es demasiado tarde para que pueda hacer algo.
Llegaremos en cuestión de minutos. Todo depende de nosotros.
Sacó la Walther del bolsillo, la amartilló y puso el seguro mientras el automóvil

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ganaba rápidamente velocidad.

La carretera estaba despejada cuando Cussane la atravesó. Buscó el refugio de los


árboles y avanzó a lo largo del muro. Llegó ante una vieja puerta de hierro, estrecha y
oxidada, firmemente fijada en el muro, y mientras la comprobaba oyó rumor de voces
al otro lado. Se ocultó detrás de un árbol y esperó. Entre los barrotes distinguía un
sendero y arbustos de rododendros. Casi inmediatamente, aparecieron dos monjas.
Les dio tiempo para que se alejaran y después se dirigió a un punto bajo los
árboles donde el terreno se elevaba considerablemente, dejándole casi a la misma
altura que el muro. Se colgó de una rama que salía del interior. De no haber sido por
la herida, la entrada le habría resultado ridículamente fácil. El dolor era muy intenso,
pero se arremangó la sotana para tener mayor libertad de movimientos y se encaramó
sobre el muro, deteniéndose apenas un instante antes de saltar al suelo.
Se quedó unos momentos apoyado sobre una rodilla, tratando de recobrar el
aliento, y luego se puso en pie y se pasó una mano por los cabellos. A continuación,
echó a andar por el sendero, oyendo las voces de las monjas por delante, hasta que
giró en torno a una antigua fuente de piedra y les dio alcance. Las religiosas se
volvieron hacia él, sorprendidas. Una de ellas era muy anciana, y la otra, más joven.
—Buenos días, hermanas —las saludó con energía—. ¿Verdad que esto es muy
hermoso? No he podido resistir la tentación de dar un paseíto.
—Tampoco nosotras, padre —respondió la de más edad.
Siguieron caminando juntos hasta donde terminaban los arbustos, y salieron a una
amplia extensión de césped. El helicóptero estaba parado a unos cien metros de ellos,
con los tripulantes esperando a su lado. Delante de la casa había varias limusinas y
dos coches de la policía. Una pareja de agentes cruzó el césped sujetando la correa de
un alsaciano. Pasaron ante Cussane y las monjas sin decir palabra, y siguieron su
camino hacia los arbustos.
—¿Es usted de Canterbury, padre? —preguntó la monja de más edad.
—No, hermana…
Hizo una pausa.
—Agatha. Y mi compañera es la hermana Anne.
—Yo pertenezco al Secretariado de Dublín. Es maravilloso haber recibido esta
invitación para ver a Su Santidad. Durante su viaje a Irlanda no tuve ocasión de verle.

Susan Calder salió de la carretera y se detuvo ante la puerta principal. Cuando se les
acercaron dos policías, Devlin les mostró su pase de seguridad.
—¿Ha pasado alguien por aquí en los últimos minutos?
—No, señor —respondió uno de los agentes—. Pero han venido muchísimos

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invitados antes de que llegara el helicóptero.
—¡En marcha! —ordenó Devlin.
Susan recorrió el camino de acceso a bastante velocidad.
—¿Qué le parece?
—¡Está aquí! —contestó Devlin—. Me jugaría la vida.

—¿Ha visto ya a Su Santidad, padre? —inquirió la hermana Anne.


—Todavía no. Acabo de llegar de Canterbury con un mensaje para él.
Cruzaron el camino de grava, pasando ante los policías de pie junto a los
automóviles, subieron los escalones y entraron por la enorme puerta de roble bajo la
mirada de los dos guardias de seguridad uniformados. El vestíbulo era espacioso y
una escalinata central subía hasta un rellano. A la derecha, una puerta de dos hojas
abierta de par en par dejaba ver una amplia sala de recepción llena de invitados,
muchos de ellos dignatarios de la Iglesia.
Cussane y las dos monjas se dirigieron hacia allí.
—¿Dónde está la célebre capilla de Stokely? —quiso saber—. No he tenido
ocasión de verla.
—Oh, es hermosísima —respondió la hermana Agatha—. ¡Tantos años de
oración! La entrada está abajo, en el vestíbulo. ¿Ve donde está el monseñor?
Se detuvieron a la entrada de la sala de recepción y Cussane dijo:
—Si me disculpan unos instantes, tal vez pueda darle mi mensaje a Su Santidad
antes de que se una a la recepción.
—Le esperaremos aquí, padre —decidió la hermana Agatha—. Creo que
preferiríamos entrar en su compañía.
—Naturalmente. No tardaré.
Cussane pasó ante el arranque de la escalinata y se dirigió al rincón del vestíbulo
donde estaba el monseñor, resplandeciente de negro y escarlata. Era un anciano de
cabellos plateados, y hablaba con acento italiano.
—¿Qué desea, padre?
—Quiero ver a Su Santidad.
—Imposible. Está orando.
Cussane tapó la boca del anciano, abrió la puerta y lo empujó al interior. Una vez
dentro, cerró de nuevo la puerta con un pie.
—Lo siento muchísimo, padre.
Golpeó el cuello del viejo sacerdote con el canto de su mano y lo depositó
suavemente en el suelo.
Ante él se abría un túnel largo y angosto, escasamente iluminado. Al otro
extremo, unos cuantos peldaños conducían a una puerta de roble. El dolor era terrible,
insoportable. Pero eso ya no tenía importancia. Se detuvo unos instantes,

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esforzándose por recobrar el aliento, y luego sacó la Stechkin del bolsillo y se
adelantó por el corredor.

Susan Calder frenó al pie de los escalones y salió en pos de Devlin, que había saltado
del coche antes de que se hubiera detenido por completo. Cuando un sargento se
dirigió hacia él ya tenía el pase de seguridad en la mano.
—¿Ha ocurrido algo anormal? ¿Algún visitante inesperado?
—No, señor. Muchos invitados antes de que llegara el Papa. Acaban de pasar dos
monjas y un sacerdote.
Devlin entró corriendo en el vestíbulo, con Susan Calder pisándole los talones. Se
detuvo para mirar en torno: la recepción a la derecha, las dos monjas junto a la
puerta. «Y un sacerdote», había dicho el sargento.
Se dirigió a las hermanas Agatha y Anne:
—¿Han llegado ustedes hace poco, hermanas?
Por detrás de ellas, los invitados conversaban animadamente, mientras los
camareros circulaban entre ellos.
—Así es —asintió la hermana Agatha.
—¿No iba un sacerdote con ustedes?
—Oh, sí, el buen padre de Dublín.
A Devlin se le hizo un nudo en el estómago.
—¿Y dónde está?
—Traía un mensaje de Canterbury para Su Santidad, pero le dije que el Santo
Padre se hallaba en la capilla y fue a hablar con el monseñor, allí en la puerta. —La
hermana Agatha le condujo hasta la entrada de la capilla y se detuvo, sorprendida—.
Vaya, parece que monseñor ya no está.
Devlin echó a correr, con la Walther en la mano mientras abría la puerta de un
empujón y tropezaba con el monseñor tendido en el suelo. Advirtió que Susan Calder
le seguía, y distinguió aún con mayor claridad al sacerdote de sotana negra que subía
los peldaños del extremo del túnel y asía la manija de la puerta.
—¡Harry! —gritó Devlin.
Cussane se volvió y disparó sin la menor vacilación. La bala se hundió en el
antebrazo de Devlin, arrojándolo contra la pared. La Walther de Devlin se deslizó de
entre sus dedos, y Susan lanzó un grito y se pegó al muro.
Cussane permaneció inmóvil con la Stechkin en su mano derecha, pero no volvió
a disparar. En vez de ello, esbozó una sonrisa cadavérica.
—No te metas en esto, Liam —le advirtió—. ¡Último acto!
A continuación, se dio la vuelta y abrió la puerta del oratorio.
Devlin se sentía mareado y presa de las náuseas, a causa del shock. Buscó a
tientas la Walther con su mano izquierda, la empuñó y volvió a dejarla caer mientras

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trataba de incorporarse. En seguida, lanzó una furiosa mirada a la chica.
—¡Recoja el arma! ¡Deténgalo! ¡Todo depende de usted!
Susan Calder no sabía nada de armas, más allá de lo aprendido durante un par de
horas de prácticas en el transcurso de su preparación. Había disparado algunos
cartuchos con un revólver en la sala de tiro, y eso era todo. Pero recogió la Walther
sin dudarlo y corrió por el pasadizo. Devlin se levantó dificultosamente y fue tras
ella.

La capilla era un lugar de sombras sacrilizadas por los siglos, sin más iluminación
que la lamparilla del sagrario. Su Santidad el Papa Juan Pablo II, con sus albas
vestiduras, estaba arrodillado ante el sencillo altar. La detonación de la Stechkin
silenciada, amortiguada por la puerta, no le había alertado, pero los gritos, sí. Estaba
levantándose, mirando hacia la puerta, cuando ésta se abrió violentamente y Cussane
hizo su aparición.
Se detuvo en el umbral, con el rostro perlado de sudor. Con su sotana negra, la
Stechkin sujeta contra el muslo, parecía una figura extrañamente medieval.
—Usted es el padre Harry Cussane —afirmó con seguridad Juan Pablo.
—Se equivoca. Soy Mikhail Kelly. —Cussane se echó a reír salvajemente—. Una
especie de actor ambulante.
—Usted es el padre Harry Cussane —insistió Juan Pablo, inexorablemente—.
Sacerdote una vez, sacerdote para siempre. Dios no le abandona.
—¡No! —gritó Cussane, en una especie de agonía—. ¡Me niego!
Alzó la Stechkin y Susan Calder se precipitó a través de la puerta cayendo de
rodillas, con la falda alzada hasta los muslos y la Walther sujeta entre ambas manos.
Le disparó dos veces a la espalda, destrozándole la columna vertebral. Cussane lanzó
un grito de dolor y cayó de rodillas ante el Papa. Por un instante permaneció inmóvil,
y a continuación se desplomó sobre un costado sin soltar la Stechkin.
Susan se quedó arrodillada, bajando la Walther hacia el suelo y contemplando
cómo el Pontífice cogía con suavidad la Stechkin de la mano de Cussane.
Oyó que el Papa le decía, en inglés:
—Quiero que haga un acto de contrición. Repita conmigo: «Oh, Dios mío,
infinitamente bondadoso…».
—Oh, Dios mío… —balbuceó Harry Cussane, y entonces murió.
El Papa, de rodillas, empezó a rezar con las manos unidas.
Por detrás de Susan, Devlin entró en la capilla y se sentó en el suelo con la
espalda apoyada en la pared, sujetando el brazo herido con sus dedos ensangrentados.
Susan dejó caer la pistola y se acurrucó a su lado, como para darle calor.
—¿Se siente siempre lo mismo? —le preguntó ásperamente—. ¿La misma
vergüenza y suciedad?

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—Bienvenida al club, chiquilla —respondió Liam Devlin, rodeándola con el
brazo bueno.

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EPÍLOGO

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Eran las seis de una mañana gris, con el cielo preñado de nubes de lluvia,
cuando Susan Calder cruzó en su pequeño automóvil la verja del cementerio católico
de St. Joseph, en Highgate. Era un lugar de aspecto pobre, con numerosos
monumentos góticos de una época obviamente más próspera, pero todo invadido por
las hierbas y sumido en la mayor decadencia.
No vestía de uniforme. Llevaba botas de piel y un impermeable ceñido por un
cinturón azul, y se cubría la cabeza con un pañuelo oscuro. Se detuvo ante la oficina
del guarda y vio a Devlin bajar de un taxi. Se cubría con su acostumbrada Burberry
negra, se tocaba con su sombrero de fieltro también negro, y llevaba el brazo derecho
en un cabestrillo asimismo negro. La joven salió del coche y Devlin se aproximó a
ella.
—Lamento el retraso —se disculpó—. El tráfico. ¿Han empezado ya?
—Sí. —Devlin sonrió irónicamente—. Creo que Harry habría apreciado la
situación. Como un mal decorado para una película de la serie B. Hasta la lluvia
contribuye al tópico —añadió, mientras comenzaban a caer gruesos goterones.
Le pidió al taxista que esperase y se internó por el sendero entre las lápidas, en
compañía de Susan.
—No es un lugar muy distinguido —observó ella.
—En alguna parte tenían que meterlo. —Cogió un cigarrillo con la mano buena y
lo encendió—. Ferguson y los del Ministerio del Interior pensaban que se merece
usted una condecoración por su valentía.
—¿Una medalla? —Su rostro reflejó un auténtico disgusto—. Pueden quedársela.
Había que detenerlo, desde luego, pero eso no significa que me gustara hacerlo.
—De todas formas, han decidido no concedérsela, para evitar la publicidad.
Habría que dar alguna explicación, y eso es imposible. En eso queda la intención de
Harry de cargarle las culpas al KGB.
Llegaron a la tumba y se detuvieron a cierta distancia, debajo de un árbol. Había
dos sepultureros, un sacerdote, una mujer con un abrigo negro y una chica.
—¿Tanya Voroninova? —inquirió Susan.
—Sí, y la chica es Morag Finlay —añadió Devlin—. Las tres mujeres más
importantes en la vida de Harry Cussane se han reunido para despedirlo. En primer
lugar, aquélla a la que tan grave daño causó cuando era niña, y luego la niña que
salvó aún a costa de exponerse a un riesgo cierto. Resulta irónico. Harry el redentor.
—Y, por último yo: su verdugo, aunque jamás le había visto siquiera.
—Sólo una vez —precisó Devlin—, y bastó. Es extraño: las personas más
importantes de su vida fueron mujeres, y al final le causaron la muerte.
El sacerdote roció con agua bendita la tumba y el ataúd, y agitó el inciensario.
Morag se echó a llorar y Tanya Voroninova la rodeó con su brazo mientras el
sacerdote alzaba su voz en una plegaria.

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—Jesucristo, Nuestro Señor, Salvador del mundo, te encomendamos el alma de tu
siervo y rogamos por él.
—¡Pobre Harry! —exclamó Devlin—. Finalmente ha caído el telón y le ha
faltado el público.
Cogió a la chica del brazo y juntos se volvieron y se alejaron bajo la lluvia.

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JACK HIGGINS. Leeds, Inglaterra 27 de julio de 1929. Ha escrito con varios
seudónimos, y su nombre original es Harry Patterson. Tras tres años en el ejército, se
licenció en la London School of Economics and Political Science. Trabajó como
profesor en la Universidad de Londres y desde 1959 se dedicó por completo a la
escritura.
Escritor muy prolífico y muy comercial, escribe novelas de espionaje ambientadas
normalmente en la Segunda Guerra Mundial, con grandes dosis de intriga y acción.
Algunas de sus novelas han sido llevadas al cine, destacando Ha llegado el águila,
que tuvo gran éxito. Ha sido traducido a numerosos idiomas, con ventas
extraordinarias.

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