El Confesionario - Jack Higgins
El Confesionario - Jack Higgins
El Confesionario - Jack Higgins
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Jack Higgins
El confesionario
Saga: Liam Devlin - 03
ePub r1.0
JeSsE 09.05.14
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Título original: Confessional
Jack Higgins, 1985
Traducción: Jorge Luis Mustieles
Retoque de cubierta: JeSsE
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Para mis hijos
Sarah, Ruth, Seán y Hannah
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PRÓLOGO
1959
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Cuando el Land Rover dobló la esquina al final de la calle, Kelly pasaba ante la
iglesia del Santo Nombre. Se metió con rapidez en el pórtico, abrió la pesada puerta y
pasó al interior, manteniéndola ligeramente abierta para ver qué ocurría fuera.
El Land Rover había sido despojado de todo cuanto no resultaba estrictamente
necesario, de modo que el conductor y los dos policías que se agazapaban en la parte
posterior quedaban al descubierto. Vestían los característicos uniformes verde oscuro
del Royal Ulster Constabulary y llevaban los subfusiles automáticos Sterling
preparados para usarlos de inmediato. Desaparecieron por la angosta calle que
conducía al centro de Drumore, y Kelly permaneció unos instantes en el refugio de la
penumbra, percibiendo un aroma familiar.
—Incienso, cirios y agua bendita —dijo en voz baja, extendiendo sus dedos para
sumergirlos en la pila de granito situada junto a la puerta.
—¿Puedo hacer algo por usted, hijo mío?
La voz fue poco más que un susurro y, mientras Kelly se volvía, un sacerdote
emergió de la oscuridad; un anciano de sotana raída y cabellos muy blancos que
relucían a la luz de los cirios. Llevaba un paraguas en la mano.
—Sólo he entrado para guarecerme de la lluvia, padre —le explicó Kelly.
Continuó inmóvil, con los hombros levemente encorvados y las manos hundidas
en los bolsillos del viejo impermeable color tostado. Era bajo, de un metro sesenta y
cinco como máximo, y parecía un adolescente, pero su blanco rostro de diablo, bajo
el ala del viejo sombrero de fieltro, y sus melancólicos ojos oscuros de penetrante
mirada, sugerían algo distinto.
El anciano sacerdote advirtió todo esto y comprendió. Sonrió suavemente.
—No vive usted en Drumore, ¿verdad?
—No, padre, sólo estoy de paso. Tengo que ver a un amigo mío en un pub
llamado Murphy.
Su voz carecía del típico acento de los naturales del Ulster. El sacerdote le
preguntó:
—¿Es usted de la República?
—De Dublín, padre. ¿Sabe usted dónde queda ese pub de Murphy? Es
importante. Mi amigo me prometió que me llevaría a Belfast. Allí me han ofrecido
trabajo.
El sacerdote asintió.
—Le mostraré el camino. Me viene de paso.
Kelly abrió la puerta y el anciano salió. La lluvia había arreciado, y abrió su
paraguas. Kelly se cobijó a su lado y echaron a andar por la acera. Se oyó una banda
tocando un viejo himno, Abide With Me, y se alzó un coro de voces. Melancolía en la
lluvia. El anciano sacerdote y Kelly se detuvieron y se volvieron a mirar hacia la
plaza. Allí se levantaba un monumento de granito dedicado a los caídos, con coronas
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de flores en su base. A su alrededor se había reunido una pequeña multitud, con la
banda a un lado. Un ministro de la Iglesia de Irlanda oficiaba la ceremonia. Cuatro
hombres de avanzada edad sostenían orgullosamente sendas banderas bajo la lluvia,
si bien la Union Jack fue la única que le resultó conocida a Kelly.
—¿Qué es esto? —quiso saber.
—El Día del Armisticio, para honrar a los muertos de las dos guerras mundiales.
Ésos que ve usted ahí son los miembros de la sección local de la Legión Británica. A
nuestros amigos protestantes les gusta aferrarse a lo que denominan su herencia.
—Ah, ¿sí?
Siguieron calle abajo. En la esquina, una niña que no podía tener más de siete u
ocho años se cubría con una vieja boina demasiado grande para ella, al menos un par
de tallas, al igual que su chaquetón. Sus calcetines estaban agujereados y los zapatos
se hallaban en mal estado. Tenía la cara pálida, de piel muy tensa sobre los
prominentes pómulos, pero sus ojos castaños eran despiertos e inteligentes, y se las
componía para sonreír a pesar de que sus manos, que sostenían una bandeja de cartón
ante ella, estaban moradas por el frío.
—Hola, padre —le saludó—. ¿Me compra una amapola?
—¡Pero, hija, tendrías que estar a cubierto con un tiempo como éste! —Buscó una
moneda en el bolsillo y la dejó caer en la lata para el dinero, tomando él mismo una
amapola escarlata—. A la memoria de nuestros gloriosos muertos —le dijo a Kelly.
—¿Lo dice en serio?
Kelly se volvió hacia la pequeña, que le tendía tímidamente una amapola.
—Cómpreme una amapola, señor.
—¿Por qué no?
La niña le prendió la amapola en su impermeable. Kelly contempló por un
instante la tensa carita de ojos oscuros y profirió un juramento para sí. Extrajo una
cartera de piel de su bolsillo interior, la abrió y tomó dos billetes de una libra. Ella los
miró, atónita, mientras él los doblaba y los metía en su lata. Luego, le quitó
delicadamente de las manos la bandeja de amapolas.
—Vete a casa —le ordenó con amabilidad—. Caliéntate. Ya descubrirás
demasiado pronto lo frío que es el mundo, pequeña.
Había desconcierto en los ojos de la niña. No comprendía y, volviéndose, echó a
correr.
El anciano sacerdote observó:
—Yo también estuve en el Somme, pero ésos de ahí —y señaló con un gesto a la
muchedumbre congregada ante el cenotafio— preferirían olvidarlo. —Meneó la
cabeza mientras reanudaban su marcha por la acera—. Demasiados muertos. Nunca
tuve tiempo de preguntar si un hombre era católico o protestante.
Se detuvo y miró al otro lado de la calle. Un cartel descolorido rezaba: «Bar
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selecto de Murphy».
—Bien, ya hemos llegado. ¿Qué piensa hacer con las flores?
Kelly bajó la vista hacia la bandeja de amapolas.
—Dios sabe.
—He descubierto que, por lo general, sí lo sabe. —El anciano sacó de su bolsillo
una pitillera de plata y eligió un cigarrillo sin ofrecerle otro a Kelly. Aspiró el humo y
empezó a toser—. Cuando era un sacerdote joven visité una antigua iglesia católica
en Norfolk, en un lugar llamado Studley Constable. Había allí un magnífico fresco
medieval, obra de algún genio desconocido. La muerte, encapuchada y con un manto
negro, venía a reclamar su cosecha. Hoy he vuelto a verla en mi propia iglesia. La
única diferencia es que llevaba un sombrero de fieltro y un impermeable viejo.
Se estremeció repentinamente.
—Váyase a casa, padre —le aconsejó Kelly—. Aquí afuera hace demasiado frío
para usted.
—Sí —admitió el anciano—. Demasiado frío.
Se alejó apresuradamente mientras la banda daba comienzo a otro himno, y Kelly
se volvió, subió los escalones del pub y empujó la puerta. Se encontró en una sala
larga y estrecha, con una chimenea en un extremo, donde ardía un fuego de carbones.
Había varias sillas y mesas de hierro y un banco a lo largo de la pared. La barra era
de caoba, con mármol en la parte superior y un reposapiés. La habitual colección de
botellas se alineaba ante un gran espejo dorado, con desconchados que dejaban ver la
escayola barata. No había nadie, salvo el barman apoyado contra un surtidor de
cerveza. Era un hombre de complexión robusta, casi calvo, con pliegues de grasa en
la cara y una sucia camisa sin cuello.
Alzó la mirada hacia Kelly y vio la bandeja de amapolas.
—Ya tengo una.
—¿Y quién no? —Kelly depositó la bandeja en una mesa y se inclinó sobre la
barra—. ¿Dónde están todos?
—En la plaza, en la ceremonia. Estamos en una población protestante, hijo.
—¿Y cómo sabe que yo no lo soy?
—¿Después de veinticinco años de tabernero? ¡Vamos, hombre! ¿Qué le apetece?
—Bushmills.
El gordo asintió con aire de aprobación y asió una botella.
—Un hombre de buen gusto.
—¿Es usted Murphy?
—Así me llaman. —Encendió un cigarrillo—. No es usted de por aquí.
—No. He venido en busca de un amigo. Quizá lo conozca usted.
—¿Cómo se llama?
—Cuchulain.
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La sonrisa se borró del rostro de Murphy.
—Cuchulain —susurró.
—El último de los héroes anónimos.
—¡Dios mío! —exclamó Murphy—. ¡Cómo os gusta el melodrama, muchachos!
Es como una mala película de televisión el sábado por la noche. Te advirtieron que no
fueras armado.
—¿Y qué? —preguntó Kelly.
—La policía está muy activa. Hay cacheos. Te detendrían con toda seguridad.
—No voy armado.
—Bien. —Murphy sacó una gran bolsa marrón de debajo de la barra—. Al otro
lado de la plaza está el cuartel de la policía. Un camión de una empresa local de
suministros tiene paso libre cada día a las doce en punto. Echa la bolsa detrás, con la
carga. Lleva lo suficiente como para hacer saltar medio cuartel. —Metió una mano en
la bolsa. Sonó un clic bien audible—. Toma. Tienes cinco minutos.
Kelly tomó la bolsa y se dirigió hacia la puerta. Cuando llegaba a ella, Murphy le
llamó:
—Oye, Cuchulain, héroe anónimo. —Kelly se dio la vuelta, y el gordo alzó un
vaso en un brindis de despedida—. Ya sabes lo que dicen. ¡Que tengas la suerte de
morir en Irlanda!
En sus ojos hubo algo, un destello burlón que indujo a Kelly a afinar sus sentidos
como el filo de una navaja cuando salió al exterior y empezó a cruzar la plaza. La
banda estaba tocando otro himno y la multitud cantaba, sin dar muestras de
dispersarse a pesar de la lluvia. Se volvió a mirar por encima del hombro y vio a
Murphy de pie ante la puerta. Muy extraño. Entonces, Murphy agitó repetidamente la
mano, como si estuviera haciéndole una señal a alguien, y con un brusco rugido el
Land Rover de la policía apareció por una bocacalle lateral y derrapó hacia él.
Kelly echó a correr, resbaló sobre los guijarros mojados y cayó sobre una rodilla.
La culata de un Sterling cayó dolorosamente sobre sus riñones. Lanzó un grito. El
conductor, que según vio entonces era un sargento, pisó con fuerza la mano extendida
de Kelly y le quitó la bolsa. La volvió del revés y de su interior cayó un reloj de
cocina barato. Le dio un puntapié, como si fuera un balón, y lo mandó al otro lado de
la plaza, hacia la multitud que comenzaba a desperdigarse.
—No es necesario que se vayan —gritó el sargento—. ¡Es falso! —Se agachó y
cogió a Kelly por los largos cabellos de la nuca—. Nunca aprenderéis, ¿verdad,
cerdo? No se puede uno fiar de nadie. Habrían tenido que advertírtelo.
Kelly miró más allá del policía, hacia Murphy, que seguía ante la puerta del bar.
¡De modo que era un confidente! Seguían siendo la maldición de Irlanda, pero Kelly
no se sentía furioso. Sólo notaba el frío helado, y respiraba muy lentamente.
El sargento lo sujetó por el cuello y lo mantuvo de rodillas, agazapado como un
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animal. Se inclinó sobre él y le pasó las manos por las axilas y por el cuerpo,
buscando un arma. Luego, todavía de rodillas, lo empujó hacia el Land Rover.
—Muy bien. Las manos a la espalda. Habrías debido quedarte en tu tierra, en los
pantanos.
Kelly empezó a incorporarse, con ambas manos sobre la culata de la pistola
Browning que había ocultado cuidadosamente en la parte interior de su pierna
izquierda, sujeta con cinta adhesiva un poco por encima del tobillo. Arrancó la pistola
y metió un balazo en el corazón del sargento. El impulso de la bala hizo salir
despedida a la víctima y la arrojó sobre el policía más próximo. El agente giró en
redondo, tratando de conservar el equilibrio, y Kelly le pegó un tiro en la espalda,
desviando instantáneamente la Browning hacia el tercer policía, que corría asustado
hacia el otro lado del Land Rover, mientras trataba de apuntarle con su Sterling.
Demasiado tarde. El tercer disparo de Kelly le dio en la garganta y lo lanzó contra la
pared.
La gente había empezado a correr. Las mujeres gritaban, y algunos de los músicos
habían dejado caer sus instrumentos. Kelly se mantuvo perfectamente inmóvil, muy
tranquilo en el centro de la matanza, y volvió la cabeza hacia Murphy, que
permanecía como paralizado frente a la puerta del bar.
La Browning se alzó y Kelly empezaba a apuntar cuando una voz gritó en ruso
por un altavoz, resonante bajo la lluvia.
—¡Basta, Kelly! ¡Basta ya!
Kelly se volvió y bajó el arma. El hombre que avanzaba calle abajo, con un
megáfono, vestía el uniforme de coronel del KGB y se protegía de la lluvia con un
capote militar que le colgaba de los hombros. El hombre que caminaba a su lado
tendría treinta y pocos años y era alto y delgado, cargado de espaldas y con el cabello
rubio. Llevaba una trinchera de cuero y gafas con montura de acero. Por detrás de
ellos, varios pelotones de soldados rusos con los fusiles a punto aparecieron por las
calles laterales y avanzaron hacia la plaza. Vestían uniformes de combate con las
insignias de la brigada Martillo de Hierro, de las fuerzas especiales de élite.
—¡Obedezca! ¡Guarde la pistola! —gritó el coronel.
Kelly se volvió, alzó el brazo y disparó una sola vez. Un tiro asombroso, teniendo
en cuenta la distancia. La mayor parte de la oreja izquierda de Murphy se desintegró.
El gordo aulló y se llevó una mano a la cabeza. Entre sus dedos brotaron hilos de
sangre.
—¡No, Mikhail! ¡Basta ya! —exclamó el hombre del chaquetón de cuero.
Kelly se giró hacia él y le respondió en ruso:
—Claro, profesor. Lo que usted diga.
Depositó cuidadosamente la Browning sobre la capota del Land Rover.
—Creí haberle entendido que estaba entrenado para obedecer órdenes —protestó
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el coronel.
Un teniente del ejército se detuvo ante él y saludó.
—Uno de ellos sigue vivo y los otros dos están muertos, coronel Maslovsky.
¿Cuáles son sus órdenes?
Maslovsky ignoró la pregunta y se dirigió a Kelly.
—Se suponía que no iba usted armado.
—Ya lo sé —replicó Kelly—. Por otra parte, según las reglas del juego, Murphy
no era un confidente. Me habían dicho que pertenecía al IRA.
—¿Y siempre cree usted lo que le dicen?
—Eso es lo que me pide el Partido, camarada coronel. ¿Acaso tiene usted un
reglamento distinto para mí?
A Maslovsky se le notaba la irritación, pues no estaba acostumbrado a recibir
semejantes respuestas. Abrió la boca para decir algo, pero de pronto se oyó un
chillido. La niña que había vendido las amapolas a Kelly se abrió paso por entre la
gente y cayó de rodillas junto al cadáver del sargento de policía.
—¡Papá! —se lamentó en ruso—. ¡Papá! —Alzó la vista hacia Kelly. Parecía aún
más pálida—. ¡Lo has matado! ¡Has asesinado a mi padre!
Se lanzó sobre él como un cachorro de tigre, buscando la cara con sus uñas,
sollozando histéricamente. Kelly la sujetó por las muñecas y, de pronto, su fuerza la
abandonó y se desplomó sobre él. Sus brazos la rodearon y la sostuvo así,
acariciándole el cabello, susurrándole al oído.
El anciano sacerdote salió de entre la multitud.
—Yo cuidaré de ella —anunció, tomándola suavemente de los hombros.
Ambos se alejaron hacia el gentío, que se apartó para dejarles paso. Maslovsky
llamó al teniente.
—Despeje la plaza. —Luego se volvió hacia el hombre del chaquetón de cuero—.
Estoy harto de esta eterna lluvia ucraniana. Volvamos a cubierto. Y traiga a su
protegido; tenemos que hablar.
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de partisanos que luchaba tras las líneas enemigas. Su educación y su talento para los
idiomas le habían valido el traslado a la unidad de contraespionaje en tiempo de
guerra, conocida como SMERSH. Allí, su éxito había sido tal que, terminada la
guerra, continuó en el servicio de inteligencia y no volvió a dedicarse a la práctica del
Derecho.
Su trabajo consistió principalmente en organizar escuelas para espías, muy
originales, en lugares como Gaczyna, donde los agentes que iban a operar en países
de habla inglesa recibían su entrenamiento en la copia idéntica de una población
británica o estadounidense, donde llevaban la misma vida que llevarían en Occidente.
La extraordinaria penetración del KGB en el servicio francés de inteligencia, a todos
los niveles, se debió básicamente a la escuela instalada por él en Grosnia, donde
todos los esfuerzos se centraban en reproducir con la máxima fidelidad el ambiente,
la cultura, la cocina y hasta la forma de vestir de Francia.
Sus superiores confiaban plenamente en Maslovsky, y le habían concedido carta
blanca para que ampliara el sistema, lo cual explicaba la existencia de una pequeña
ciudad del Ulster llamada Drumore en el mismo corazón de Ucrania.
La sala que utilizaba como oficina cuando acudía de visita desde Moscú era del todo
convencional, con un escritorio, archivadores y un gran plano de Drumore en la
pared. En una chimenea ardía un fuego de troncos, y se detuvo ante ella para disfrutar
del calor mientras consumía lentamente una taza de café negro, bien cargado y
perfumado con vodka. La puerta se abrió a sus espaldas y el hombre de la trinchera
de cuero entró en la habitación y se aproximó al fuego, temblando de frío.
—¡Dios mío! Pero ¡qué frío hace afuera!
Se sirvió él mismo café y vodka de la bandeja que reposaba sobre el escritorio y
regresó junto al fuego. Paul Cherny tenía treinta y cuatro años. Era un hombre
apuesto y de buen humor, que ya se había ganado una reputación internacional en el
campo de la psicología experimental, logro considerable para el hijo del herrero de
una aldea ucraniana. A la edad de dieciséis años había participado en la guerra como
resistente. El jefe de su grupo, antiguo profesor de inglés en la Universidad de
Moscú, era capaz de reconocer a un joven de talento cuando lo veía.
Cherny se matriculó en la universidad en 1945. Se licenció en psicología y, a
continuación, pasó dos años en un departamento de psiquiatría experimental en la
Universidad de Dresde, donde se doctoró en 1951. Su interés por la psicología
conductista le llevó después a la Universidad de Pekín, para trabajar con el célebre
psicólogo chino Pin Chow, especializado en la aplicación de técnicas conductistas en
el interrogatorio y condicionamiento de los militares británicos y estadounidenses
hechos prisioneros en la guerra de Corea.
Cuando Cherny estuvo listo para volver a Moscú, su trabajo en el
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condicionamiento de la conducta humana a través de técnicas pavlovianas había
llamado ya la atención del KGB y, en particular, de Maslovsky, que utilizó su
influencia para conseguirle el nombramiento de profesor de Psicología Experimental
en la Universidad de Moscú.
—Es una res sin domar —observó Maslovsky—. No respeta la autoridad. No sabe
cumplir órdenes. Le dijeron que fuera desarmado, ¿no es cierto?
—Sí, camarada coronel.
—De modo que ha desobedecido sus órdenes, convirtiendo un ejercicio rutinario
en un baño de sangre. Y no es que lo sienta por estos malditos disidentes a los cuales
utilizamos para que sirvan a su país. ¿Quiénes eran los policías, ahora que hablamos
de ello?
—No estoy seguro. Permítame que lo consulte. —Cherny asió el teléfono—.
Levin, venga aquí.
—¿Quién es Levin? —inquirió Maslovsky.
—Lleva unos tres meses con nosotros. Un disidente judío, condenado a cinco
años por mantener correspondencia clandestina con sus parientes de Israel. Dirige la
oficina con gran eficacia.
—¿Cuál era su profesión?
—Físico; ingeniero de estructuras. Me parece que su trabajo guardaba relación
con el diseño de aviones. Tengo razones para creer que ya ha comprendido lo erróneo
de sus antiguas ideas.
—Eso dicen todos —replicó Maslovsky.
Sonó un golpe en la puerta y entró el individuo cuya presencia reclamara Cherny.
Viktor Levin era un hombre pequeño, a quien la chaqueta y los pantalones acolchados
que vestía le hacían parecer más corpulento. Contaba cuarenta y cinco años, tenía una
cabellera gris hierro y llevaba gafas de acero reparadas con cinta adhesiva. Parecía un
ser acosado, como si temiera que el KGB pudiera irrumpir en cualquier momento, lo
cual, en su situación, no dejaba de ser una suposición razonable.
—¿Quiénes eran los tres policías? —le preguntó Cherny.
—El sargento era un hombre llamado Voronin, camarada —contestó Levin—. Un
exactor del Teatro de las Artes de Moscú. El año pasado trató de huir a Occidente,
tras la muerte de su esposa. Condenado a diez años.
—¿Y la niña?
—Tanya Voroninova, su hija. Tendría que comprobar los nombres de los otros
dos.
—No se preocupe. Puede retirarse.
Levin se marchó y Maslovsky prosiguió:
—Hablando de Kelly, no puedo hacerme a la idea de que disparase contra el
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hombre del bar a despecho de mis órdenes explícitas. Desde luego —admitió a
regañadientes—, ha sido un tiro asombroso.
—Sí, es bueno.
—Vuelva a contarme su historial.
Maslovsky se sirvió más café y vodka y tomó asiento junto al fuego, mientras
Cherny recogía un carpeta del escritorio.
—Mikhail Kelly, nacido en 1938 en una aldea llamada Ballygar, en Kerry. Eso
está en la República de Irlanda. Padre, Sean Kelly, activista del IRA. Tomó parte en
la guerra civil española, y en Madrid conoció a la madre del chico: Martha Vronsky,
de nacionalidad soviética.
—Si no me equivoco, el padre fue ahorcado por los británicos.
—Así es. Participó en una campaña de atentados del IRA en la región de Londres
durante los primeros meses de la Segunda Guerra Mundial. Fue arrestado, juzgado y
ejecutado.
—Otro mártir irlandés. Esa gente parece alimentarse de ellos.
—Martha Vronsky había adquirido la nacionalidad irlandesa y siguió viviendo en
Dublín, trabajando como periodista. El muchacho asistía a una escuela de jesuitas.
—¿Educado en el catolicismo?
—Naturalmente. Estas circunstancias, un tanto peculiares, llamaron la atención de
nuestro hombre en Dublín, quien mandó un informe a Moscú. El potencial del
muchacho era evidente. Lograron persuadir a la madre, que regresó con él a Rusia en
1953. Falleció dos años más tarde de un cáncer de estómago.
—De modo que, si le he entendido bien, ahora tiene veinte años. Y es inteligente.
—En alto grado. Tiene un talento especial para las lenguas. Parece que las
absorba. —Cherny consultó de nuevo la carpeta—. Sin embargo, su principal talento
es el de actor. Me atrevería a afirmar que como actor es un genio.
—Muy conveniente, sobre todo si tenemos en cuenta las circunstancias.
—Si las cosas hubieran ido de otro modo, habría podido alcanzar la celebridad en
ese terreno.
—Sí, bueno, eso ya puede olvidarlo —comentó ácidamente Maslovsky—. Su
instinto asesino parece bien desarrollado.
—En esta clase de asuntos, eso no es problema —respondió Cherny—. El
camarada coronel sabe muy bien que a todo el mundo puede enseñársele a matar. Por
eso, a la hora de reclutar nos fijamos sobre todo en el talento. Desde luego —admitió
—, Kelly posee una habilidad excepcional en el manejo de la pistola. Única, diría yo.
—Ya lo he visto —asintió Maslovsky—. Pero matar así, tan implacablemente…
Ha de tener algo de psicópata.
—En este caso, no, camarada coronel. Tal vez resulta un poco difícil de explicar,
pero, como le he dicho, Kelly es un brillante actor. Hoy representaba el papel de un
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activista del IRA, y lo ha llevado hasta sus últimas consecuencias, como si hubiera
estado actuando en una película.
—Salvo que no había ningún director para decir «corten» —observó Maslovsky
— y que los muertos no han vuelto a levantarse al terminar la escena.
—Ya lo sé —reconoció Cherny—. Pero eso explica psicológicamente por qué
debía matar a los tres hombres y por qué disparó contra Murphy a pesar de las
órdenes. Murphy era un confidente. Debía ser castigado. El papel que representaba
Kelly no le permitía actuar de ninguna otra forma. Éste es el propósito del
entrenamiento.
—De acuerdo; entiendo qué quiere decir. ¿Le parece que está ya preparado para
que lo mandemos al frío?
—Eso creo, camarada coronel.
—Muy bien. Hágalo pasar.
Sin el sombrero y el impermeable, Mikhail Kelly parecía más joven que antes.
Llevaba un suéter oscuro de cuello de cisne, una chaqueta de tweed de Donegal y
pantalones de pana. Parecía completamente sosegado, casi introvertido, y Maslovsky
sintió de nuevo aquella vaga sensación de irritación.
—Supongo que estará muy satisfecho de sí mismo por lo que ha ocurrido ahí
fuera, ¿no? Le dije que no le disparara a ese Murphy. ¿Por qué ha desobedecido mis
órdenes?
—Era un confidente, camarada coronel. Esa gente ha de recibir una buena lección
para que los hombres como yo podamos sobrevivir. —Se encogió de hombros—. El
propósito del terrorismo es aterrorizar. Lo dijo Lenin. En los tiempos de la revolución
irlandesa era la cita favorita de Michael Collins.
—¡Sólo era un juego, maldita sea! —estalló el coronel—. No era auténtico.
—Si jugamos a este juego el tiempo suficiente, camarada coronel, a la larga
podemos terminar siendo nosotros los juguetes —le explicó Kelly tranquilamente.
—¡Dios mío! —exclamó Maslovsky, y hacía muchos años que no utilizaba estas
palabras—. De acuerdo, vayamos al asunto. —Tomó asiento detrás del escritorio, de
cara a Kelly—. El profesor Cherny considera que ya está usted listo para empezar a
trabajar. ¿Está de acuerdo?
—Sí, camarada coronel.
—Su tarea puede resumirse en pocas palabras. Nuestros principales enemigos son
Estados Unidos y Gran Bretaña. Los británicos son los más débiles y su edificio
capitalista está desmoronándose. La mayor espina que tienen clavada es el IRA.
Usted ha de convertirse en otra espina. —El coronel se inclinó hacia adelante y miró
a Kelly a los ojos—. A partir de ahora, se convertirá usted en un creador de
problemas.
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—¿En Irlanda?
—A la larga, pero antes de recibir una mayor preparación en el mundo exterior.
Déjeme que le explique su tarea más a fondo. —Se levantó y se dirigió hacia el fuego
—. En 1956, el consejo militar del IRA votó el comienzo de una nueva campaña en el
Ulster. De eso hace ya tres años, y no han tenido ningún éxito. No cabe duda de que
esta campaña será suspendida, y más bien temprano que tarde. No les ha servido de
nada.
—¿Entonces? —preguntó Kelly.
Maslovsky regresó al escritorio.
—Sin embargo, nuestras propias fuentes indican que en Irlanda terminará
estallando un conflicto de una naturaleza mucho más grave que todo lo ocurrido hasta
ahora. Cuando ese día llegue, usted debe estar preparado para actuar, a cubierto y
esperando.
—Entiendo, camarada coronel.
—Espero que lo entienda. De momento, ya es suficiente. El profesor Cherny le
informará de sus proyectos más inmediatos en cuanto yo me vaya. Puede retirarse.
Kelly se marchó sin decir palabra.
—Puede hacerlo —afirmó Cherny—. Estoy seguro.
—Eso espero. Podría ser tan bueno como cualquiera de los topos nativos, y bebe
mucho menos.
Maslovsky se aproximó a la ventana y contempló la furiosa lluvia,
repentinamente cansado, sin pensar para nada en Kelly, recordando, sin ningún
motivo en especial, la mirada de la niña cuando se había lanzado sobre el irlandés,
allí, en la plaza.
—¿Cómo se llama la niña? —quiso saber.
—Tanya; Tanya Voroninova.
—Y ahora ¿es huérfana? ¿No tiene a nadie que la cuide?
—No, que yo sepa.
—Una niña muy atractiva e inteligente, ¿no cree?
—Lo parece, desde luego. Personalmente, no he tenido ninguna relación con ella.
¿Está el camarada coronel interesado por alguna razón en especial?
—Podría ser. Nuestra única hija, de seis años, murió durante la epidemia de gripe
del año pasado. Mi esposa no puede tener más niños. Ha tomado un empleo en un
departamento de asistencia social, pero está consumiéndose de inquietud, Cherny. No
es la misma que antes. Esa niña de la plaza me ha hecho pensar. Tal vez podría llenar
el hueco.
—Excelente idea, coronel, que beneficiaría a todas las partes. Si me permite que
lo diga.
—Bien —dijo Maslovsky, animándose de pronto—. Me la llevaré conmigo a
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Moscú y le daré una sorpresa a mi Susha. —Se dirigió al escritorio, arrancó el tapón
de la botella de vodka sujetándolo con los dientes, llenó dos vasos y propuso—: Un
brindis por el proyecto irlandés y por… —Se interrumpió y frunció el ceño—. ¿Cuál
era su nombre en clave?
—Cuchulain —contestó Cherny.
—Eso es —asintió Maslovsky—. Por Cuchulain.
Engulló la vodka de un sorbo y arrojó su vaso al fuego.
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CAPÍTULO 1
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estaban mugrientos y desgarrados por muchas partes, y sus pies estaban descalzos
porque uno de los rashid le había robado las botas de gamuza para el desierto. Y
además estaba la barba, punzante e incómoda, que le resultaba muy desagradable.
Nunca había podido desprenderse del viejo hábito de la Guardia de darse un afeitado
bien apurado todos los días, en cualesquiera circunstancias. Ni siquiera el SAS había
logrado quitarle ésta manía personal.
Sonó el ruido de un cerrojo, la puerta se abrió con un chirrido y se alzó una nube
de moscas. Entraron dos rashid, hombres bajos y delgados, pero fuertes, con sucias
túnicas blancas y cartucheras cruzadas en bandolera. Le alzaron entre los dos, sin
decir palabra, lo sacaron al exterior, lo empujaron rudamente contra la pared y se
alejaron.
Pasó algún tiempo antes de que sus ojos se adaptaran al brillante resplandor del
sol matutino. Bir el Gafani era una aldea pobre, apenas una docena de casas de tejado
plano rodeadas por las palmeras del oasis. Un muchacho conducía media docena de
camellos hacia el abrevadero donde unas mujeres, con túnicas oscuras y velos negros,
estaban lavando ropa.
A su derecha, a lo lejos, las montañas de Dhofar, la provincia más meridional de
Omán, se alzaban hacia el firmamento azul. Poco más de una semana antes, Villiers
había estado dirigiendo a los miembros de las tribus balushi en una caza de
guerrilleros marxistas. Bir el Gafani, por el contrario, se encontraba en territorio
enemigo, en una franja de la República Democrática Popular de Yemen, que se
extendía hacia la Región Vacía del Norte.
A su izquierda había una gran vasija de arcilla llena de agua y provista de un
cazo, pero sabía qué ocurriría si trataba de beber, y esperó pacientemente. A cierta
distancia, sobre una elevación del terreno, apareció un camello avanzando
rápidamente hacia el oasis. La visión, que rielaba a causa del calor, le pareció
vagamente irreal.
Cerró los ojos por un instante e inclinó la cabeza hacia el pecho para aliviar la
presión del cuello, y entonces oyó los pasos que se acercaban. Alzó la cabeza y vio a
Salim bin al Kaman dirigiéndose hacia él. Llevaba un turbante negro, túnica negra,
una Browning automática enfundada sobre su cadera derecha, daga curva al cinto y
un fusil de asalto AK de manufactura china, el orgullo de su vida. Se detuvo ante
Villiers. Era un hombre de aspecto amistoso, con una recortada barba canosa y tez del
color del cuero español.
—Salaam alaikum, Salim bin al Kaman —le saludó formalmente Villiers, en
árabe.
—Alaikum salaam. Buenos días, Villiers Sahib.
Fue la única frase que pronunció en inglés. El resto de la conversación se
desarrolló en árabe. Salim dejó el AK apoyado en la pared, llenó el cazo de agua y lo
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sostuvo con cuidado ante los labios de Villiers. El inglés bebió golosamente. Era un
ritual matutino entre ambos. Salim volvió a llenar el cazo y Villiers alzó la cara para
recibir el refrescante baño.
—¿Mejor así? —inquirió Salim.
—Mucho mejor.
El camello estaba mucho más cerca, a no más de un centenar de metros de
distancia. Su jinete había anudado una cuerda al pomo de la silla de montar. En el
otro extremo de la cuerda se tambaleaba un hombre.
—¿Quién viene ahí? —preguntó Villiers.
—Hamid —respondió Salim.
—¿Con un amigo?
Salim sonrió.
—Ésta es nuestra tierra, comandante Villiers. El país de los rashid. La gente sólo
debería venir cuando se la invita.
—Pero en Hauf los comisarios de la República Popular no reconocen los
derechos de los rashid. Ni siquiera creen en Alá; tan sólo en Marx.
—Mientras permanezcan allí, pueden hablar tan alto como les plazca. Pero en la
tierra de los rashid… —Salim se encogió de hombros y extrajo una cajita metálica—.
No hablemos más de ello. ¿Fumará un cigarrillo, amigo mío?
El árabe arrancó hábilmente el tubo de cartulina del extremo del cigarrillo, lo
colocó en la boca de Villiers y le dio fuego.
—¿Es ruso? —se extrañó Villiers.
—A ochenta kilómetros de aquí, en Fasari, hay una base aérea en el desierto.
Muchos aviones rusos, camiones, soldados rusos… ¡De todo!
—Sí, ya sé.
—¿Y, aún sabiéndolo, su célebre SAS no hace nada al respecto?
—Mi país no está en guerra con Yemen —explicó Villiers—. A mí me ha enviado
el ejército británico para que ayude a organizar las tropas del sultán de Omán contra
las guerrillas marxistas del DLF.
—Nosotros no somos marxistas, Villiers Sahib. Nosotros, los rashid, vamos a
donde nos place, y un comandante británico del SAS es un premio muy valioso. Vale
muchos camellos, muchas armas.
—¿Para quién? —quiso saber Villiers.
Salim agitó el cigarrillo en su dirección.
—He hecho llegar la noticia a Fasari. Los rusos vendrán hoy y me pagarán mucho
por usted. Han aceptado mis demandas.
—Ofrezcan lo que ofrezcan, los míos le darán más —le aseguró Villiers—.
Lléveme a Dhofar sano y salvo y podrá pedir lo que quiera. Soberanos de oro
ingleses. Táleros de plata de María Teresa.
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—Pero Villiers Sahib, ya he dado mi palabra.
Salim le sonrió sardónicamente.
—Ya sé —añadió Villiers—. No me lo diga. Para los rashid, su palabra lo es todo.
—¡Exactamente!
Salim se incorporó cuando el camello llegaba a su lado. El animal se arrodilló, y
Hamid, un joven guerrero rashid con túnica ocre y un fusil colgando del hombro,
avanzó hacia Salim. Tiró con fuerza de la cuerda, y el hombre del otro extremo
trastabilló y cayó al suelo.
—¿Qué tenemos aquí? —preguntó Salim.
—Lo he encontrado esta noche, caminando por el desierto. —Hamid volvió hacia
el camello y regresó con una cantimplora militar y un macuto—. Llevaba esto.
En el macuto había algo de pan y raciones del ejército. Las etiquetas estaban en
ruso. Salim le mostró una a Villiers, para que la viera, y acto seguido se dirigió al
prisionero en árabe.
—¿Es usted ruso?
El hombre era anciano, de cabellos blancos, y obviamente estaba agotado por la
caminata. Su camisa caqui estaba empapada de sudor. Meneó la cabeza, con los
labios hinchados hasta el doble de su tamaño. Salim le tendió el cazo lleno de agua.
El hombre bebió. Villiers hablaba un ruso pasable.
—Quiere saber quién es usted. ¿Viene de Fasari?
—Y usted ¿quién es? —graznó el anciano.
—Soy un oficial británico. Trabajaba para las fuerzas del sultán, en Dhofar. Los
hombres de Salim nos tendieron una emboscada, mataron a los míos y me cogieron
prisionero.
—¿Habla inglés?
—Unas tres palabras. Imagino que no habla usted árabe.
—No, pero creo que mi inglés es mejor que su ruso. Me llamo Viktor Levin.
Vengo de Fasari y estaba tratando de pasarme a Dhofar.
—¿Huyendo de los rusos?
—Algo así.
Intervino Salim, en árabe:
—De modo que habla inglés. ¿No es ruso, entonces?
Villiers se dirigió tranquilamente a Levin.
—No vale la pena que le mienta acerca de usted. Su gente ha de venir hoy a
buscarme a mí. —Se volvió hacia Salim—. Sí, es ruso. De Fasari.
—¿Y qué hacía en la tierra de los rashid?
—Quería llegar a Dhofar.
Salim lo contempló con ojos entornados.
—¿Escapando de su propia gente? —Lanzó una carcajada y se palmeó la pierna
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—. ¡Excelente! Me pagarán por él también. Un premio extraordinario. ¡Alá es bueno
conmigo! —Llamó a Hamid con un ademán—. Llévalos adentro y cuídate de que les
den de comer. Luego, ven a verme.
Luego, se dio la vuelta rápidamente y se alejó.
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—En el Gulag.
—No, en un lugar mucho más interesante. ¿Me creería si le dijera que cumplí la
condena en una pequeña ciudad del Ulster llamada Drumore?
Villiers se volvió hacia él con la sorpresa en el rostro.
—¿Cómo ha dicho?
—Una pequeña ciudad del Ulster llamada Drumore, en el corazón de Ucrania. —
El anciano sonrió al ver la expresión de desconcierto que mostraba Villiers—. Será
mejor que se lo explique.
Cuando terminó, Villiers comenzó a reflexionar sobre lo que había oído. Hacía años
que su trabajo se relacionaba con las técnicas de subversión y contraterrorismo,
particularmente en Irlanda, de modo que la narración de Levin le resultó fascinante.
—Conocía la existencia de Gaczyna, donde el KGB entrena a sus agentes para
operar en países de habla inglesa, pero lo que me ha contado es nuevo para mí.
—Y también lo será para sus servicios de inteligencia.
—En Roma, antiguamente —observó Villiers—, los esclavos y los prisioneros de
guerra eran convertidos en gladiadores, para luchar en el circo.
—Hasta la muerte —añadió Levin.
—Pero con una posibilidad de supervivencia para los mejores. Como los
disidentes de Drumore que hacían de policías.
—No tuvieron ninguna posibilidad ante Kelly —dijo Levin.
—No, por lo que dice usted parece un sujeto muy especial.
El anciano cerró los ojos. Su respiración era ronca y pesada, y se durmió a los
pocos minutos. Villiers se apoyó en el rincón, sumamente incómodo. Siguió
pensando en la extraña narración de Levin. Él mismo había estado en muchas
ciudades de mercado en el Ulster. Crossmaglen, por ejemplo. Un sitio bastante malo;
tan peligroso que las tropas debían ser transportadas hasta allí y retiradas en
helicóptero. Pero Drumore, en Ucrania… Eso era otra cosa. Al cabo de un rato, su
barbilla se hundió en el pecho y también él se sumió en el sueño.
Le despertaron las vigorosas sacudidas de uno de los rashid. Otro estaba despertando
a Levin. El hombre alzó a Villiers de un tirón y lo empujó hacia la puerta. Por la
posición del sol advirtió que estaba entrada la tarde, pero le interesó más el transporte
blindado semioruga. Un BTR modificado que los rusos denominaban Sandcruiser,
pintado en tonos de camuflaje para el desierto. A su alrededor esperaba media docena
de soldados con uniforme de campaña, de color caqui, todos ellos provistos de fusiles
de asalto AK preparados para abrir fuego. En el interior del Sandcruiser había otros
dos a cargo de una ametralladora pesada de 12,7 mm con la que cubrían a los rashid,
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unos doce, que contemplaban la escena sin desprenderse de sus fusiles.
Levin salió detrás de Villiers, y Salim se volvió hacia ellos.
—Ya ve, Villiers Sahib, que ha llegado el momento de la separación. Lástima. He
disfrutado con nuestras conversaciones.
El oficial ruso que se acercó, con un sargento al lado, vestía un uniforme de
campaña como el de sus hombres y llevaba una gorra con visera y gafas para el
desierto, que le hacían parecerse notablemente a uno de los oficiales del Afrika Corps
de Rommel. Permaneció un rato observándolos y luego se alzó las gafas. Era más
joven de lo que Villiers había supuesto, con un rostro liso y sin arrugas y ojos muy
azules.
—Profesor Levin —comenzó, en ruso—, me gustaría pensar que salió a dar un
paseo y se extravió, pero temo que nuestros amigos del KGB lo verán de una forma
muy distinta.
—Es su costumbre —respondió Levin.
El oficial se volvió hacia Villiers y se presentó:
—Capitán Yuri Kirov, de la 21.a Brigada Especial de Paracaidistas. —Su inglés
era excelente—. Usted es el comandante Anthony Villiers, de los Grenadier Guards,
y, lo que es más importante, del 22.º regimiento del Special Air Service.
—Está usted muy bien informado —dijo Villiers—. Permítame que le felicite por
su inglés.
—Gracias —respondió Kirov—. Utilizamos exactamente las mismas técnicas de
laboratorio para el aprendizaje de idiomas que fueron desarrolladas por el SAS en los
cuarteles de Bradbury Line, en Hereford. El KGB también se interesará mucho por
usted.
—Estoy seguro de ello —asintió Villiers amablemente.
—Y ahora, los negocios.
Kirov se volvió hacia Salim. Su árabe no era tan bueno como su inglés, pero
bastaba para entenderse. Chasqueó los dedos y el sargento se adelantó y le entregó al
árabe una bolsa de lona. Salim la abrió, extrajo un puñado de monedas y el oro
destelló bajo el sol. Sonrió y le tendió la bolsa a Hamid, de pie a su espalda.
—Si tiene la bondad de hacer que suelten a estos dos, podremos irnos —apremió
Kirov.
—¡Ah! Veo que Kirov Sahib se olvida de algo. —Salim sonrió—. También me
prometió una ametralladora y veinte mil cartuchos.
—Sí; bueno, mis superiores consideran que eso sería tentar demasiado a los
rashid —explicó.
Salim dejó de sonreír.
—Fue una promesa en firme.
La mayor parte de sus hombres, presintiendo problemas, alzaron sus fusiles.
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Kirov chasqueó los dedos de su mano derecha y la ametralladora pesada disparó una
súbita ráfaga que arrancó esquirlas de la pared sobre la cabeza de Salim. Cuando se
apagaron los últimos ecos, Kirov habló con voz paciente:
—Quédese con el oro. Se lo aconsejo sinceramente.
Salim sonrió y abrió los brazos.
—Pues claro. La amistad lo es todo. No vale la pena perderla por culpa de un
malentendido trivial.
Sacó una llave de la bolsa que pendía de su cinturón y abrió el candado del cepo
de madera que sujetaba a Levin. Acto seguido, se aproximó a Villiers.
—A veces, Alá mira a través de las nubes y castiga al embustero —murmuró.
—¿Eso es del Corán? —preguntó Villiers, extendiendo sus doloridos brazos en
cuanto Hamid lo liberó del cepo.
Salim se encogió de hombros. Había algo extraño en sus ojos.
—Si no lo es, tendría que serlo.
A una señal del sargento, dos soldados se adelantaron y se situaron uno a cada
lado de Levin y Villiers. Echaron a andar hacia el Sandcruiser. Villiers y Levin
treparon al vehículo. Los soldados les siguieron, con Kirov en último lugar. Villiers y
Levin tomaron asiento, flanqueados por guardias armados, y Kirov se volvió y saludó
mientras el motor arrancaba.
—Es grato hacer negocios con usted —le gritó a Salim.
—¡Lo mismo digo, Kirov Sahib!
El Sandcruiser se puso en movimiento, alzando una nube de polvo. Cuando
llegaron al borde de la primera duna, Villiers volvió la vista atrás y vio que el viejo
rashid seguía de pie en el mismo lugar, contemplando su partida. Sus hombres se
habían agrupado detrás de él. Se mantenían extrañamente inmóviles, como una
especie de amenaza, pero entonces el Sandcruiser cruzó la cresta de la duna y Bir al
Gafani se perdió de vista.
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primitivas, inmóviles y melancólicas. Más allá de los aviones había dos helicópteros
Mi-8 para el transporte de tropas, así como camiones y vehículos motorizados de
varias clases.
—La seguridad parece prácticamente nula —murmuró.
A su lado, Levin asintió.
—No hace mucha falta. Después de todo, están en territorio amigo y alrededor
sólo hay desierto. Supongo que hasta los hombres del SAS tendrían dificultades con
un blanco como éste.
A sus espaldas, sonaron los cerrojos de la puerta. Se abrió y entró un cabo joven,
seguido por un árabe que llevaba un cubo y dos tazones de loza.
—El café —anunció el cabo.
—Aquí ¿cuándo se come? —inquirió Villiers.
—A las nueve.
Esperó a que saliera el árabe y volvió a cerrar la puerta. El café resultó
sorprendentemente bueno, y estaba muy caliente.
—De modo que utilizan personal árabe, por lo que veo —observó Villiers.
—En las cocinas, para servicios sanitarios y cosas así. Pero no son de las tribus
del desierto. Creo que los traen de Hauf.
—¿Qué le parece que ocurrirá ahora?
—Mañana es martes y ha de venir un avión de suministros desde Adén.
Probablemente nos llevarán en él cuando regrese.
—Y la siguiente parada, Moscú. ¿No es así?
No hubo respuesta a eso, naturalmente, como no había respuesta a las paredes de
hormigón, las puertas de acero y los barrotes. Villiers se tendió en un camastro y
Levin en el otro.
El anciano ruso comentó:
—Para mí, la vida ha sido una constante desilusión. Cuando visité Inglaterra me
llevaron a Oxford. ¡Cuánta belleza! —Suspiró—. Tenía la esperanza de volver algún
día.
—Chapiteles de ensueño —dijo Villiers—. Sí, es precioso.
—¿Lo conoce, entonces?
—Mi esposa estudió allí, en St. Hugh’s College. Antes estuvo en la Sorbona. Es
medio francesa.
Levin se incorporó sobre un codo.
—Me sorprende usted. Si me permite que lo diga, no tiene aspecto de hombre
casado.
—No lo soy —respondió Villiers—. Nos divorciamos.
—Lo siento.
—No lo sienta. Como ha dicho, la vida es una constante desilusión. El problema
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de los seres humanos es que todos queremos algo distinto, sobre todo los hombres y
las mujeres. Digan lo que digan las feministas, somos diferentes.
—Diría que sigue usted amándola.
—¡Oh, sí! —admitió Villiers—. Amar es fácil. Es la vida en común lo que resulta
difícil.
—Entonces, ¿cuál era el problema?
—Dicho en pocas palabras, mi trabajo. Borneo, Omán, Irlanda. Incluso estuve en
Vietnam, cuando se suponía que no estábamos allí en absoluto. Ella me dijo una vez
que sólo sé hacer bien una cosa, matar gente, y llegó un momento en que no pudo
soportarlo más.
Levin volvió a tenderse sin decir palabra, y Tony Villiers contempló el cielorraso,
con los brazos cruzados tras la nuca, sumido en pensamientos que no podía desechar
mientras en el exterior caía la noche.
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gente de Dhofar me pagaría muy bien si lo llevara con ella.
—Así cobrará dos veces, una de cada bando. Un buen sentido comercial —
respondió Villiers.
—Desde luego. Pero, de todas formas, los rusos no han sido sinceros conmigo.
Debo pensar en mi honor.
—¿Y los otros guardias?
—Se han ido a cenar. En las cocinas tengo amigos que me lo han contado todo.
Uno de ellos ha sufrido un grave golpe en la cabeza mientras venía hacia aquí; con su
consentimiento, por supuesto. Pero vamos ya. Hamid nos espera fuera de la base con
los camellos.
Salieron, volviendo a cerrar la puerta, y recorrieron rápidamente el pasillo hasta la
salida. En la base de Fasari reinaba un silencio absoluto, y todo estaba inmóvil bajo la
claridad de la luna.
—Fíjese —comentó Salim—. Nadie se preocupa. Hasta los centinelas están
cenando. Campesinos de uniforme. —Hurgó detrás de un bidón metálico situado
junto a la pared y extrajo un bulto—. Pónganse esto y vengan conmigo.
Había dos túnicas de lana de las que utilizan de noche los beduinos para
protegerse del intenso frío del desierto, ambas provistas de capucha. Se las
enfundaron y siguieron a Salim por entre los hangares.
—No hay muros ni rejas de ninguna clase —se extrañó Villiers.
—El desierto es el único muro que necesitan —respondió Levin.
Por detrás de los hangares, las dunas de arena se elevaban a ambos lados de lo
que parecía el comienzo de una garganta.
—El vadi de Hara —anunció Salim—. Llega hasta la llanura donde nos espera
Hamid, a menos de medio kilómetro de aquí.
—¿Se le ha ocurrido pensar que Kirov podría sumar dos y dos y el resultado sería
Salim bin al Kaman? —preguntó Villiers.
—Pues claro. A estas horas, mi gente ya está a mitad de camino de la frontera de
Dhofar.
—Bien —aprobó Villiers—. Eso es todo lo que quería saber. Voy a mostrarle algo
muy interesante.
Se volvió hacia el Sandcruiser, aparcado cerca de ellos, y se encaramó por un
costado mientras Salim protestaba en un ronco susurro.
—Villiers Sahib, esto es locura.
Mientras Villiers se instalaba al volante, el rashid trepó al vehículo seguido por
Levin.
—Tengo la desagradable sensación de que todo esto es en cierto modo por culpa
mía —comentó el anciano ruso—. Supongo que ahora vamos a ver al SAS en acción.
—Durante la Segunda Guerra Mundial, el SAS, bajo el mando de David Stirling,
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destruyó más aparatos de la Luftwaffe en el norte de África, en tierra, que la RAF y
los yanquis en todos los combates aéreos. Les enseñaré la técnica.
—Posiblemente, otra versión de aquella bala en la espalda de que hablaba antes.
Villiers conectó el encendido y, mientras el motor empezaba a ronronear, se
dirigió a Salim en árabe:
—¿Quieres hacerse cargo de la ametralladora?
Salim aferró las palancas de la Degtyarev.
—Alá tenga piedad. Hay fuego en su cerebro. No es igual que los demás
hombres.
—¿Eso también es del Corán? —quiso saber Villiers.
La respuesta del árabe quedó ahogada por el rugido del motor de 110 caballos
cuando pisó a fondo el acelerador.
El Sandcruiser se lanzó atronadoramente por el asfalto. Villiers lo hizo girar
bruscamente sobre sus orugas traseras y destrozó el alerón de cola del primer MIG.
Siguió con los restantes a velocidad cada vez mayor. Los alerones de los helicópteros
quedaban a demasiada altura, de modo que se dirigió contra las carlingas, de frente.
Las ocho toneladas de acero del Sandcruiser aplastaron fácilmente el plástico
transparente.
Giró en un amplio círculo y le gritó a Salim:
—¡Los helicópteros! ¡Apunte al depósito de gasolina!
En el edificio de administración sonó una sirena de alarma. Empezaron a oírse
gritos y disparos. Salim barrió los dos helicópteros en una ráfaga ininterrumpida e
hizo estallar el depósito de combustible de uno de ellos. Un hongo de fuego apareció
en la noche y llovieron escombros por todas partes. Un instante después, el segundo
helicóptero explotó junto al último MIG de la fila, que también se incendió.
—¡Eso es! —exclamó Villiers—. Ahora arderán todos. Salgamos de aquí cuanto
antes.
Mientras movía el volante, Salim hizo girar la ametralladora y mantuvo a raya a
los soldados que corrían hacia ellos. Villiers divisó a Kirov en pie mientras sus
hombres se echaban cuerpo a tierra al otro lado de la pista asfaltada, disparando
deliberadamente con su pistola en un gesto gallardo, pero inútil. En seguida
comenzaron a remontar la pendiente de la duna, aplastando la arena bajo las orugas, y
enfilaron la boca del vadi. El cauce seco de la antigua corriente estaba sembrado de
rocas aquí y allí, pero la luna les proporcionaba una buena visibilidad. Villiers siguió
apretando el acelerador, conduciendo tan rápido como podía.
Se volvió hacia Levin.
—¿Está usted bien?
—Creo que sí —respondió el anciano—. Voy a comprobarlo.
Salim dio unas palmaditas sobre la ametralladora Degtyarev.
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—¡Qué preciosidad! Mejor que cualquier mujer. Esto es para mí, Villiers Sahib.
—Se la ha ganado —contestó Villiers—. Ahora, todo lo que hemos de hacer es
recoger a Hamid y correr como locos hacia la frontera.
—¡Ya no tienen helicópteros para perseguirnos! —gritó Levin.
—Exactamente.
—Merecería usted ser un rashid, Villiers Sahib —dijo Salim—. La verdad es que
hacía muchos años que no me divertía tanto. —Alzó un brazo—. Los he tenido en la
palma de mi mano y son como polvo.
—¿Otra vez el Corán? —preguntó Villiers.
—No, amigo mío —respondió Salim bin al Kaman—. Esta vez es de su Biblia. El
Antiguo Testamento.
Se echó a reír alborozado, mientras salían del vadi y se dirigían al llano donde
Hamid les esperaba.
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CAPÍTULO 2
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tiempo había sido capitán de los Blues and Royal, hasta que un desdichado incidente
con una bomba durante su tercer período de servicio en Belfast le había privado de su
mano izquierda. Posteriormente le instalaron una prótesis muy avanzada que, gracias
a los milagrosos microchips, le servía casi tan bien como la mano perdida. El
ajustado guante de cuero hacía difícil notar la diferencia.
—¿Té, Harry?
—Gracias, señor. Veo que ya han publicado la historia de Pebble Island.
—Sí, todo muy pintoresco —respondió Ferguson, mientras le servía una taza—.
Pero, francamente, usted sabe mejor que nadie que ya tenemos bastantes problemas
sin esta guerra de las Malvinas. Después de todo, Irlanda no va a desaparecer del
mapa, y luego está la visita del Papa. Su llegada está prevista para el veintiocho, de
modo que sólo nos quedan once días. Y se expone demasiado. Después del atentado
de Roma, cualquiera habría supuesto que tomaría mayores precauciones.
—A un hombre como él no le preocupa un atentado, ¿cierto, señor? —Fox tomó
un sorbo de té—. Por otra parte, tal y como están las cosas, es muy posible que
suspenda su visita. Las relaciones con Sudamérica son de gran importancia para la
Iglesia católica, y allí nos consideran los malos en este asunto de las Malvinas. No
quieren que venga, y el discurso que pronunció ayer en Roma parecía dar a entender
que no lo haría.
—Eso no me incomodaría en lo más mínimo —respondió Ferguson—. Me
aliviaría de la responsabilidad de garantizar que ningún loco trate de pegarle un tiro
mientras permanezca en suelo inglés. Aunque, por otra parte, varios millones de
católicos británicos se sentirían sumamente decepcionados.
—Tengo entendido que los arzobispos de Liverpool y Glasgow han viajado hoy al
Vaticano para intentar disuadirle —observó Fox.
—Sí, bueno, esperemos que fracasen miserablemente.
Sonó el timbre del teléfono rojo sobre el escritorio de Ferguson, un aparato
reservado exclusivamente para comunicaciones clasificadas como de alta seguridad.
—Vea de qué se trata, Harry, por favor.
Fox alzó el auricular.
—Fox al habla. —Permaneció unos instantes a la escucha y en seguida se volvió
con rostro grave y le tendió el aparato—. Es del Ulster, señor, de los cuarteles del
ejército en Lisburn. Y no nos dan buenas noticias.
Había comenzado aquella misma mañana poco antes de la siete, en las afueras de la
aldea de Kilgannon, a unos quince kilómetros de Londonderry. Patrick Leary llevaba
quince años repartiendo el correo por la zona, y su furgoneta del servicio postal era
de todos conocida.
Su programa era siempre el mismo. Se presentaba en la central de Londonderry a
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las cinco y media en punto, recogía el correo, ya clasificado para el primer reparto
por el personal del turno de noche, llenaba el depósito de gasolina y partía hacia
Kilgannon. Y diariamente, a las seis y media, paraba en un sendero arbolado junto al
puente de Kilgannon para leer el periódico de la mañana, comer los emparedados del
desayuno y tomar una taza de café de su termo. Era una rutina que, lamentablemente
para Leary, no había pasado inadvertida.
Cuchulain estuvo observándole durante diez minutos, esperando pacientemente a
que diera fin a su desayuno. Luego, Leary salió de la furgoneta, como hacía siempre,
y se internó un poco en el bosque. A sus espaldas sonó el leve crujido de una rama al
quebrarse. No había terminado de volverse, alarmado, cuando Cuchulain emergió de
entre los árboles.
Su aspecto era impresionante, y Leary se sintió instantáneamente aterrorizado.
Cuchulain llevaba un anorak oscuro y un pasamontañas negro que únicamente dejaba
al descubierto sus ojos, nariz y boca. En la mano izquierda sostenía una pistola PPK
semiautomática con un silenciador Carswell enroscado al extremo del cañón.
—Haz lo que te diga y vivirás —dijo Cuchulain.
Su voz era suave, con un acento del sur de Irlanda.
—Lo que sea —gimió Leary—. Por favor…, tengo familia.
—Quítate la gorra y el impermeable y déjalos en el suelo.
Leary siguió sus instrucciones y Cuchulain alzó la mano derecha para que viera
claramente la gran cápsula blanca que albergaba en la enguantada palma.
—Ahora, trágate esto como un buen chico.
—¿Quiere envenenarme?
Leary estaba sudando.
—Estarás inconsciente unas cuatro horas, no más —le tranquilizó Cuchulain—.
Es mejor así. —Alzó la pistola—. Mejor que esto.
Leary tomó la cápsula con mano temblorosa y la engulló. Sus piernas parecieron
convertirse en goma, todo cobró un aura de irrealidad y, de pronto, una mano se posó
en su hombro y lo empujó hacia abajo. Sintió el frescor de la hierba contra su rostro y
luego sólo hubo oscuridad.
El doctor Hans Wolfgang Baum era un hombre notable. Nacido en Berlín en 1950,
hijo de un destacado industrial, a la muerte de su padre, en 1970, había heredado una
fortuna equivalente a diez millones de dólares, además de amplios intereses
comerciales. En su lugar, mucha gente se habría dedicado a una vida de placer. Y eso
hizo también Baum, con la importante salvedad de que él obtenía su placer del
trabajo.
Se había doctorado en ingeniería por la Universidad de Berlín, tenía un título de
derecho de la London School of Economics y era master de Harvard en
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administración de empresas. Todos estos conocimientos, bien aplicados, le
permitieron expandir y multiplicar sus diversas factorías en Alemania Occidental,
Francia y Estados Unidos, de modo que su fortuna personal llegó a superar los cien
millones de dólares.
Con todo, el proyecto que más le atraía personalmente era el desarrollo de una
fábrica de tractores y maquinaria agrícola en las afueras de Londonderry, cerca de
Kilgannon. Baum Industries habría podido instalarse en cualquier otro lugar, y así lo
recomendaba el consejo de administración. Lamentablemente para el consejo y para
las exigencias de la lógica comercial. Baum era un verdadero hombre de bien, de los
que no abundan en este mundo, así como un ferviente cristiano. Miembro de la
Iglesia Luterana de Alemania, había hecho todo lo posible para convertir la fábrica en
una actividad conjunta de católicos y protestantes. Tanto él como su esposa estaban
totalmente dedicados a la comunidad, y sus tres hijos asistían a escuelas locales.
Era un secreto a voces que había tenido tratos con el IRA Provisional: algunos
decían, incluso, que con el legendario Martin McGuiness en persona. Cierto o no, el
IRA Provisional no actuó contra su fábrica, y ésta prosperó hasta proporcionar trabajo
a más de un millar de obreros católicos y protestantes que anteriormente se
encontraban en paro.
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llevárselo.
—Lo lamento sinceramente —dijo Cuchulain—. Es usted un hombre bueno.
Y la Walther de su mano izquierda se acercó hasta tocar a Baum entre ambos
ojos. Tosió una vez y el alemán salió despedido hacia la cuneta, salpicando la hierba
de sangre y trozos de cerebro.
Cuchulain puso en marcha la furgoneta y se alejó inmediatamente. Al cabo de
cinco minutos llegaba al sendero junto al puente donde había dejado a Leary. Se quitó
la gorra y el impermeable, los arrojó al lado del cartero inconsciente y echó a correr
por entre los árboles. Pocos minutos después, saltó sobre una verja de madera junto a
un angosto camino rural invadido por la hierba. Allí le esperaba una motocicleta, una
vieja BSA 350 cc preparada para todo terreno, con neumáticos de tacos. Era una
máquina muy utilizada por los granjeros de ambos lados de la frontera para pastorear
sus ovejas. Se puso un viejo casco de seguridad con el visor rayado, subió a la moto e
hizo arrancar el motor de un golpe de pedal. Con un rugido, empezó a alejarse de
aquellos lugares. Por el camino sólo se cruzó con un vehículo, la camioneta de la
leche, en las afueras del pueblo.
En la carretera principal comenzó a llover, y seguía lloviendo sobre el rostro
vuelto hacia el cielo de Hans Wolfgang Baum cuando, treinta minutos después, la
camioneta de la leche se detuvo a su lado. En aquel preciso instante, Cuchulain
dirigía la BSA por un camino rural al sur de Clady y cruzaba la frontera hacia la
seguridad de la República de Irlanda.
Diez minutos más tarde paró ante una cabina telefónica, marcó el número del
Belfast Telegraph, preguntó por la redacción y se atribuyó la responsabilidad de la
muerte de Hans Wolfgang Baum en nombre del IRA Provisional.
—Según eso —dijo Ferguson—, parece que nuestro hombre sería el motorista que
vio el repartidor de la leche.
—Sin descripción, naturalmente —le indicó Fox—. Llevaba un casco integral.
—No tiene sentido —observó Ferguson—. Baum era apreciado por todos y la
comunidad católica local le respaldaba por completo. Para instalar la fábrica en
Kilgannon tuvo que enfrentarse con todo su consejo. Ahora probablemente la
trasladarán, dejando más de un millar de parados reavivando el odio entre católicos y
protestantes.
—Pero ¿no es eso exactamente lo que quieren los provisionales, señor?
—Yo diría que no, Harry. No en este caso. Ha sido una jugada sucia; el cruel
asesinato de un hombre bondadoso y respetado por los católicos. Lo único que
ganarán los provisionales es la malevolencia de su propia gente. Eso es lo que no
entiendo. Ha sido un acto muy estúpido. —Dio unos golpecitos sobre el expediente
de Baum que Fox le había presentado—. Baum se reunió con Martin McGuiness en
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secreto, y McGuiness le garantizó la buena voluntad de los provisionales. De
McGuiness se pueden decir muchas cosas, pero hay que reconocer su inteligencia.
Demasiado inteligente, en realidad, pero ésa es otra cuestión. —Sacudió la cabeza—.
No; esto no encaja.
Sonó el teléfono rojo. Atendió la llamada.
—Ferguson al habla. —Escuchó durante unos instantes—. Muy bien, señor
ministro. —Colgó el auricular y se puso en pie—. Era el secretario de Estado para
Irlanda del Norte, Harry. Quiere verme de inmediato. Siga con lo de Lisburn. Hable
con la sección de inteligencia del ejército… Lo que a usted se le ocurra. Averigüe
todo cuanto pueda.
Regresó poco más de una hora después. Estaba quitándose el abrigo cuando entró
Fox.
—No ha tardado mucho, señor.
—Breve y agradable. No está satisfecho, Harry, y tampoco la primera ministra.
Está enfurecida, y ya sabe lo que eso significa.
—¿Quiere resultados, señor?
—Pero los quiere para ayer, Harry. Las cosas se han puesto calientes en el Ulster.
Los políticos protestantes andan de gira. Paisley dice que ya lo había advertido, como
de costumbre. Ah, y el canciller de Alemania Occidental ha visitado Downing Street.
Con franqueza, la cosa no podría andar peor.
—Yo no estaría muy seguro de ello, señor. Según la inteligencia militar de
Lisburn, los del IRA Provisional están furiosos por este asunto. Aseguran que no han
tenido nada que ver.
—Pero se atribuyeron la responsabilidad.
—Como usted sabe, señor, desde que reformaron su estructura de mando se han
convertido en una organización muy disciplinada. McGuiness, entre otras cosas,
sigue siendo jefe del Comando del Norte, y desde Dublín insisten en que él niega
categóricamente la participación de sus hombres. De hecho, está tan disgustado como
el que más. Parece que tenía un alto concepto de Baum.
—¿Le parece que podría ser cosa del INLA?
En el pasado, el Frente de Liberación Nacional de Irlanda se había mostrado
dispuesto a actuar más implacablemente que los provisionales, cuando consideraba
que la situación lo exigía.
—Inteligencia dice que no, señor. En lo que respecta al INLA, tiene una buena
fuente muy próxima a la cumbre.
Ferguson se calentó ante el fuego.
—¿Sugiere entonces que la responsabilidad hay que buscarla en el otro bando?
¿La UVF o la Mano Roja del Ulster?
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—Los de Lisburn también tienen buenas fuentes en estas dos organizaciones,
señor, y la respuesta es decididamente negativa. Ninguna organización protestante ha
tenido nada que ver.
—Oficialmente.
—Oficialmente, señor, nadie sabe nada. Por supuesto, siempre quedan los
cowboys. Dementes que han visto demasiadas películas por la televisión y terminan
queriendo matar a quien sea.
Ferguson encendió un cigarro y tomó asiento tras su escritorio.
—¿Es ésa su opinión, Harry?
—No, señor —respondió Fox con calma—. Solamente estaba considerando las
preguntas obvias que nos plantearán los lunáticos de la prensa.
Ferguson se lo quedó mirando, con el ceño fruncido.
—Usted sabe algo, ¿verdad?
—No exactamente, señor. Pero podría haber una explicación a todo esto, una
respuesta fantástica que no va a gustarle en absoluto.
—Dígame.
—Muy bien, señor. El hecho de que el Belfast Telegraph recibiera una llamada
atribuyendo el atentado a los provisionales sin duda va a hacer quedar a los provos en
muy mal lugar.
—Concedido.
—Supongamos que precisamente fuera éste el propósito de la acción.
—En tal caso, eso significaría que lo había hecho una organización protestante.
—No necesariamente. Si permite que me explique, creo que estará de acuerdo
conmigo. En cuanto usted salió, señor, recibí el informe completo desde Lisburn. El
asesino es un profesional, de eso no hay duda. Frío, implacable y sumamente
organizado, pero no mata indiscriminadamente.
—Sí, yo también había pensado en eso. Al cartero, Leary, le dio una cápsula. Una
especie de somnífero.
—Eso me pareció curioso, de modo que acudí al ordenador. —Fox abrió una
carpeta que sujetaba bajo el brazo—. En los cinco primeros asesinatos de esta lista
hubo un testigo al que se obligó a punta de pistola a que tomara una cápsula. La
primera vez que ocurrió fue en Omagh, en 1975.
Ferguson examinó la lista y volvió a alzar la mirada.
—Pero veo que en dos ocasiones las víctimas fueron católicas. Acepto que el
asesino debe de ser el mismo, pero eso invalida su teoría de que el propósito de la
muerte de Baum consistía en desprestigiar al IRA Provisional.
—Espere un poco más, señor, por favor. La descripción del asesino es idéntica en
todos los casos. Pasamontañas negro y anorak oscuro. Armado siempre con una
Walther PPK. En tres ocasiones se le vio escapar en moto de la escena del crimen.
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—¿Entonces?
—He introducido todos estos datos en el ordenador separadamente, señor.
Asesinatos en que ha intervenido una moto, uso de una Walther, aunque no
necesariamente la misma arma, por supuesto, y descripción del individuo.
—¿Y ha obtenido algún resultado?
—Ciertamente, señor. —Fox extrajo dos hojas—. Al menos treinta probables
asesinatos desde 1975, todos relacionados con los factores citados. Hay otros diez
posibles.
Ferguson leyó rápidamente la lista.
—¡Dios mío! —exclamó—. Católicos y protestantes por igual. No lo comprendo.
—Tal vez lo comprenda si toma en consideración a las víctimas, señor. En todos
los casos en que los provisionales se atribuyeron la responsabilidad, la acción fue
contraproducente y les hizo quedar muy mal.
—¿Y lo mismo cuando fueron organizaciones extremistas protestantes las
implicadas?
—Lo mismo, señor, aunque el IRA Provisional está más implicado que nadie. Y
otra cosa: si se fija en las fechas en que fueron cometidos los asesinatos, verá que, por
lo general, corresponden a momentos en que las cosas estaban en calma o tendían a
mejorar, o bien cuando tenía lugar alguna iniciativa política. Uno de los posibles
casos en que nuestro hombre pudo estar implicado se remonta a julio de 1972,
cuando, como sabe, una delegación del IRA se reunió secretamente con William
Whitelaw, aquí en Londres.
—Es cierto —asintió Ferguson—. Se llegó a un alto el fuego. Una auténtica
oportunidad para cimentar la paz.
—Oportunidad que se perdió porque alguien comenzó un tiroteo en la finca de
Lenadoon, en Belfast. No hizo falta más para que la olla comenzara a hervir de
nuevo.
Ferguson continuó sentado, repasando con rostro inexpresivo las listas. Al cabo
de un rato, dijo:
—Así pues, usted sugiere que nos enfrentamos a un loco dispuesto a todo con tal
de agravar el maldito problema.
—Precisamente, señor, pero no creo que se trate de un loco. Yo diría que se limita
a aplicar las teorías del marxismo-leninismo sobre la guerrilla urbana: caos, terror,
desorden… Son los factores indispensables para la destrucción de cualquier tipo de
gobierno organizado.
—¿Convirtiendo al IRA en el principal objetivo de la campaña de desprestigio?
—De tal modo que resulte cada vez más improbable que los protestantes lleguen
a un acuerdo político con esa organización, al igual que nuestro propio gobierno.
—Con lo cual se logra que la lucha se prolongue año tras año, sin llegar jamás a
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una solución. —Ferguson asintió lentamente—. Una teoría interesante, Harry. ¿Cree
usted en ella?
Le dirigió una mirada inquisitiva. Fox se encogió de hombros.
—Todos los datos estaban en el ordenador. Nunca habíamos planteado las
preguntas correctas, eso es todo. De haberlo hecho, la explicación habría emergido
antes. Hace mucho que dura este asunto, señor.
—Sí, creo que muy bien puede estar usted en lo cierto.
Ferguson siguió reflexionando un rato más, y luego Fox observó suavemente:
—Ese hombre existe, señor. Es real, estoy seguro de ello. Y hay otra cosa. Algo
que podría aclarar mucho las cosas.
—Adelante, dígame ya lo peor.
Fox sacó otra hoja de su carpeta.
—Mientras se hallaba usted en Washington, la semana pasada, Tony Villiers
regresó de Omán.
—Sí, he oído comentar sus aventuras.
—En su informe, Tony narra una historia muy interesante acerca de un judío ruso
disidente llamado Viktor Levin, al que trajo consigo. Un cuadro fascinante acerca de
un extraordinario centro de entrenamiento del KGB en Ucrania.
Se aproximó al fuego y encendió un cigarrillo, esperando a que Ferguson
terminara de leer el informe. Al cabo, Ferguson le preguntó:
—¿Sabía que Tony Villiers está ahora en las Malvinas?
—Sí, señor, en una misión del SAS tras las líneas enemigas.
—¿Y ese Levin?
—Un ingeniero muy notable. Nos hemos encargado de buscarle ocupación en una
de las facultades de Oxford. En estos momentos se encuentra en una casa segura en
Hampstead. Me he tomado la libertad de mandarlo llamar, señor.
—¿Eso ha hecho, Harry? No sé cómo me las arreglaría sin usted.
—Yo diría que muy bien, señor. Ah, todavía hay otra cosa. El psicólogo que se
cita en el informe, Paul Cherny, huyó de Rusia en 1975.
—¿Cómo? ¿A Inglaterra? —quiso saber Ferguson.
—No, señor. A Irlanda. Fue allí en julio de ese año, para asistir a una conferencia
internacional, y solicitó asilo político. Actualmente es profesor de Psicología
Experimental en el Trinity College de Dublín.
Viktor Levin parecía sano y en forma, muy bronceado aún por su estancia en Yemen.
Vestía un traje gris de tweed, camisa blanca y corbata azul, y usaba unas gafas de
bibliotecario, de montura negra, que alteraban radicalmente su aspecto. Estuvo
hablando durante un buen rato, respondiendo pacientemente a las preguntas de
Ferguson.
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Durante una breve pausa, inquirió:
—¿Debo suponer, caballeros, que ustedes creen que ese Kelly, o Cuchulain, para
darle su nombre en clave, está actualmente activo en Irlanda? Quiero decir que,
después de todo, han pasado veintitrés años.
—Pero ésa era la idea, ¿no? —replicó Fox—. Un topo bajo cobertura profunda.
Preparado para entrar en acción cuando Irlanda estallara. Tal vez incluso contribuyó a
que ocurriera.
—Y, al parecer, es usted la única persona, aparte de los suyos, que conoce su
rostro. Tendremos que pedirle que eche un vistazo a algunas fotografías. Muchas
fotografías —añadió Ferguson.
—Como ya he dicho, ha pasado mucho tiempo —objetó Levin.
—Pero tenía un rostro muy característico —dijo Fox.
—Eso es cierto, bien lo sabe Dios. Un rostro como el del mismo diablo, cuando
mataba. Por otra parte, no es exacto que yo sea el único que lo conoce. Está también
Tanya, Tanya Voroninova.
—La niña cuyo padre murió a manos de Kelly mientras hacía de policía, señor —
explicó Fox.
—No tan niña ya. Ahora ha de tener treinta años. Es una mujer encantadora, y
¡habrían de oírla tocar el piano! —intervino Levin.
—¿La ha visto desde entonces? —preguntó Ferguson.
—Muchas veces. Me explicaré. Conseguí convencerles de que me había
arrepentido de mis errores pasados, de modo que me rehabilitaron y me dieron
trabajo en la Universidad de Moscú. Tanya fue adoptada por el coronel Maslovsky,
del KGB, cuya esposa tomó un gran cariño a la niña.
—Actualmente, Maslovsky es general, señor —precisó Fox.
—Resultó que la niña tenía un gran talento para el piano. A los veinte años ganó
el premio Chaikovsky en Moscú.
—Un momento —le interrumpió Ferguson, pues la música clásica constituía su
mayor disfrute—. Tanya Voroninova, la pianista de concierto. Estuvo particularmente
bien en el festival de Leeds de hace dos años.
—Exacto. La señora Maslovsky murió el mes pasado. Tanya dedica la mayor
parte de su tiempo a hacer giras por el extranjero. Como es hija adoptiva de un
general del KGB, se la considera de bajo riesgo.
—¿La ha visto recientemente?
—Hace seis meses.
—¿Le habló de los acontecimientos que, según usted nos ha dicho, tuvieron lugar
en Drumore?
—Oh, sí. Me explicaré. Es una mujer muy inteligente y equilibrada, pero ha
conservado la memoria de lo ocurrido. Es como si constantemente tuviera que
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revivirlo. En una ocasión le pregunté por qué.
—¿Y qué respondió ella?
—Que jamás olvidaría a Kelly porque se había mostrado muy amable con ella.
Pero no lograba comprenderlo, por lo que sucedió luego. Dijo que a menudo soñaba
con él.
—Sí, pero no creo que pueda sernos de gran ayuda, dado que se halla en Rusia.
Ferguson se puso en pie.
—¿Le importaría esperar un momento en la habitación de al lado, señor Levin?
Fox abrió la puerta forrada de tela verde y el ruso cruzó el umbral.
—Una persona agradable —comentó Ferguson—. Me gusta. —Anduvo hacia la
ventana y miró a la plaza. Al cabo de un tiempo, prosiguió—: Hemos de acabar con
él. Harry. No creo que hayamos tratado nunca un asunto más importante.
—De acuerdo.
—Es curioso. El IRA precisa tanto como nosotros que Cuchulain sea
desenmascarado.
—Sí, señor, ya había pensado en ello.
—¿Le parece que ellos podrían verlo de la misma forma?
—Es posible, señor.
El estómago de Fox se tensó por la excitación, como si supiera qué vendría a
continuación.
—Muy bien —dijo Ferguson—. Dios sabe que ya ha sacrificado usted bastante
por Irlanda, Harry. ¿Estaría dispuesto a arriesgar la otra mano?
—Si usted lo cree necesario, señor…
—Bien. Vamos a ver si, por una vez, muestran algo de buen sentido. Quiero que
vaya usted a Dublín a entrevistarse con el consejo militar del IRA Provisional, o con
quienquiera en quien la organización delegue para hablar con usted. Yo me cuidaré de
hacer las llamadas necesarias para concertar la entrevista. Alójese en el Westbourne,
como de costumbre. Y quiero decir hoy mismo. Yo me ocuparé de Levin.
—Entendido, señor —respondió Fox tranquilamente—. En tal caso, si me
disculpa, saldré ahora mismo.
Se dirigió hacia la puerta. Ferguson regresó ante la ventana y contempló la lluvia.
Desde luego, la idea de una colaboración entre el IRA y la inteligencia británica era
ridícula, pero en esta ocasión parecía justificada. La cuestión era si lo verían así
aquellos salvajes de Dublín.
A sus espaldas se abrió la puerta del estudio y apareció Levin. Se aclaró la
garganta, como disculpándose.
—General, ¿me necesita todavía?
—Pues claro, mi querido amigo —contestó Charles Ferguson—. Ahora mismo le
acompañaré a mi oficina. Fotos, temo que muchas fotos. —Tomó su sombrero y su
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gabán y abrió la puerta para dejar pasar a Levin—. Pero ¿quién sabe? Puede que
identifique a nuestro hombre.
Él mismo no lo creía posible, ni por un instante, pero se guardó de confesárselo a
Levin mientras descendían en el ascensor.
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CAPÍTULO 3
En Dublín estaba lloviendo. Una cortina gris caía sobre el Liffey mientras el
taxi que había tomado en el aeropuerto se detenía en una calle lateral que
desembocaba en George’s Quay y dejaba a Fox ante su hotel.
El Westbourne era un establecimiento pequeño y pasado de moda, con sólo un bar
restaurante. Ocupaba un edificio georgiano y, por consiguiente, su exterior no podía
ser retocado. El interior, no obstante, había sido remozado con una tranquila
elegancia muy apropiada. La clientela, en términos generales, era de clase media y
edad más bien avanzada; gente que llevaba años alojándose allí cada vez que acudía a
la ciudad por algunos días. Fox había estado en el Westbourne en numerosas
ocasiones, siempre bajo el nombre de Charles Hunt, mayorista de vinos, tema que
dominaba lo suficiente como para que resultara una cobertura muy aceptable.
La recepcionista, una joven vestida de negro, le acogió calurosamente.
—Es un placer verle de nuevo, señor Hunt. Le he reservado la número tres en la
primera planta. Ya se ha alojado otras veces en esa misma habitación.
—Excelente. ¿Algún mensaje?
—Ninguno, señor. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse?
—Una noche, quizá dos. Ya se lo indicaré.
El botones era un anciano canoso, con el rostro triste y arrugado de una persona a
la que ya no le quedan ilusiones. Su uniforme verde le venía un poco grande y Fox,
como siempre, se sintió un tanto incómodo cuando le vio alzar sus maletas.
—¿Cómo está usted, señor Ryan? —le preguntó mientras subían en el minúsculo
ascensor.
—Muy bien, señor. Mejor que nunca. El mes que viene me retiro. Me sacarán a
pastar.
Abrió la marcha por el estrecho pasillo.
—Es una pena —respondió Fox—. Echará de menos el Westbourne.
—Mucho, señor. Han sido treinta y ocho años. —Abrió la puerta de la habitación
y pasó al interior—. Pero a todos nos llega la hora.
Era una habitación muy agradable, con paredes de damasco verde, camas
gemelas, una chimenea Adam de imitación y muebles georgianos de caoba. Ryan
dejó el equipaje sobre la cama y descorrió las cortinas.
—El cuarto de baño ha sido renovado después de su última visita, señor. Está
muy bien. ¿Le apetece un poco de té?
—Ahora no, señor Ryan. —Fox extrajo de su cartera un billete de cinco libras y
se lo tendió—. Si llega algún mensaje, hágamelo saber inmediatamente. Estaré aquí o
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abajo, en el bar.
Por un instante hubo un brillo extraño en los ojos del anciano; en seguida, sonrió
levemente.
—Le encontraré, señor. No tema.
Así era Dublín en aquellos tiempos, se dijo Fox mientras dejaba el abrigo sobre la
cama y se aproximaba a la ventana. No se podía estar seguro de nadie, y se hallaban
simpatizantes por todas partes. No necesariamente miembros del IRA, desde luego,
sino miles de personas normales y corrientes que detestaban la violencia y los
atentados, pero que aprobaban las ideas políticas en que estaban fundados.
Sonó el teléfono y al contestar oyó la voz de Ferguson.
—Todo está arreglado. McGuiness acepta verle.
—¿Cuándo?
—Ellos mismos se lo dirán.
La comunicación se cortó, y Fox colgó el auricular. Martin McGuiness, jefe del
Comando del Norte del IRA Provisional, entre otras cosas. Por lo menos, se
entrevistaría con uno de los miembros más inteligentes del consejo militar.
Al final de la calle se divisaba el Liffey, y la lluvia batía contra los cristales. Se
sintió inexplicablemente deprimido. Irlanda, por supuesto. Por un instante, volvió a
sentir un penetrante dolor en la mano izquierda, la mano que ya no existía. Todo
mental, se dijo, y bajó al bar del hotel.
No había nadie, salvo el joven barman italiano. Fox pidió un whisky escocés con
agua y tomó asiento en un rincón, junto a la ventana. Sobre la mesa había diversos
periódicos, y estaba hojeando el Times cuando Ryan se materializó como una sombra
a sus espaldas.
—Está aquí su taxi, señor.
Fox alzó la mirada.
—¿Mi taxi? Ah, sí, claro. —Frunció el ceño al advertir el impermeable azul que
colgaba del brazo de Ryan—. ¿No es el mío?
—Me he tomado la libertad de subir a buscarlo a su habitación, señor. Le hará
falta. Me parece que aún tenemos lluvia para rato.
Nuevamente vio algo en sus ojos, algo casi burlón. Fox dejó que le ayudara a
enfundarse en el impermeable y le siguió al exterior, donde había un taxi esperando.
Ryan le abrió la portezuela y, mientras Fox subía al vehículo, le despidió.
—Le deseo una tarde muy agradable, señor.
El taxi se puso en marcha inmediatamente. El conductor era un joven de cabello
oscuro y rizado. Llevaba una chaqueta de cuero marrón y una bufanda blanca. No
dijo ni una palabra. Se limitó a introducirse en la corriente del tráfico, al final de la
calle, y a seguir por el George’s Quay. Junto a una cabina telefónica de color verde
esperaba un hombre con una gorra de paño y un chaquetón. El taxi se detuvo junto a
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la acera; el hombre del chaquetón abrió la portezuela posterior y se instaló
rápidamente al lado de Fox.
—En marcha, Billy —le dijo al conductor. Luego se volvió hacia Fox, con aire
jovial—. ¡Jesús y María! Creí que iba a ahogarme ahí afuera. Levante los brazos, por
favor, capitán. No demasiado. Sólo lo justo. —Cacheó a Fox con habilidad
profesional y no encontró nada. Se recostó en el asiento y encendió un cigarrillo.
Luego, sacó una pistola del bolsillo y la apoyó en su rodilla—. ¿Sabe lo que es esto,
capitán?
—Por su aspecto, diría que una Ceska —contestó Fox—. La versión silenciosa
que fabricaron los checos hace unos años.
—Sobresaliente. Acuérdese de ella cuando esté hablando con McGuiness. Como
dicen en las películas, un falso movimiento y es usted hombre muerto.
Siguieron bordeando el río entre un denso tráfico, hasta detenerse junto al
bordillo, hacia la mitad del Victoria Quay.
—¡Afuera! —ordenó el hombre del chaquetón. Fox obedeció. La lluvia seguía
azotando el río, y Fox alzó las solapas de su impermeable para protegerse de ella. El
hombre del chaquetón pasó bajo un árbol y movió la cabeza hacia un refugio público
junto al muro del muelle—. No le gusta esperar —explicó—. Es un hombre muy
ocupado.
Encendió otro cigarrillo y se apoyó contra el árbol, mientras Fox cruzaba la acera
y ascendía los peldaños del refugio. En el banco del rincón había un hombre leyendo
un periódico. Iba bien vestido, con un impermeable de color ante, sin abrochar, que
dejaba ver un bien cortado traje azul oscuro, camisa blanca y una corbata a rayas
rojas y azules. Era bastante bien parecido, con una boca móvil e inteligente y
penetrantes ojos azules. Resultaba difícil creer que aquel individuo de apariencia más
bien agradable hubiera figurado durante casi trece años en la lista de personas más
buscadas por el ejército británico.
—¡Ah, capitán Fox! —le saludó McGuiness afablemente—. Es un placer verle de
nuevo.
—¿No es la primera vez que nos vemos? —se extrañó Fox.
—Derry, 1972 —le explicó McGuiness—. Usted era corneta. ¿No es así como
llaman a los subtenientes en los Blues and Royáis? Había una bomba en un pub de
Prior Street. Por entonces, estaba usted destacado en la Policía Militar.
—¡Dios mío! —exclamó Fox—. Ya me acuerdo.
—Toda la calle estaba en llamas. Usted corrió a una casa, al lado de la verdulería,
y sacó a una mujer y dos chiquillos. Yo estaba en el terrado de enfrente, en compañía
de un hombre con un fusil Armalite, que estaba empeñado en agujerearle la cabeza.
No se lo consentí. En aquellas circunstancias, no me pareció justo.
Por un instante, Fox sintió un estremecimiento de frío.
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—En aquella época, usted era el responsable del IRA en Derry.
McGuiness sonrió.
—La vida es curiosa, ¿no cree? En realidad, no debería usted estar aquí. Y ahora,
¿qué quiere de mí Ferguson, esa vieja serpiente?
Fox se lo explicó.
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—¿Cree que no lo sabía? Sólo trataba de hacerle sentir como en casa, capitán
Fox.
Fox llamó a Ferguson desde una cabina pública en el vestíbulo del Westbourne, para
que su llamada no pasara por la centralita del hotel. El general de brigada no estaba
en su apartamento, de modo que marcó el número privado de su oficina en la
Dirección General y le respondió de inmediato.
—Acabo de regresar de la entrevista preliminar, señor.
—Ha sido rápido. ¿Enviaron a McGuiness?
—Sí, señor.
—¿Se lo ha creído?
—Decididamente, señor. Establecerá un nuevo contacto conmigo, quizá esta
misma noche.
—Bien. Dentro de una hora estaré en mi apartamento. No pienso salir. Llámeme
en cuanto sepa algo nuevo.
Fox se duchó, se cambió y bajó otra vez al bar. Pidió medio escocés con agua y
tomó asiento, pensando en varias cosas y particularmente en McGuiness. No cabía
duda de que se trataba de un hombre listo y peligroso. No era sólo un pistolero,
aunque había matado a bastantes personas, sino también uno de los más importantes
líderes que los disturbios habían sacado a la luz. Lo más preocupante era que Fox se
daba cuenta, no sin cierta irritación, de que el hombre le agradaba. Eso no era nada
conveniente, conque se trasladó al restaurante y tomó una cena temprana, sentado
ante un ejemplar del Irish Press.
Cuando terminó tuvo que cruzar de nuevo el bar para regresar al vestíbulo. A
aquella hora había dos docenas de personas, todas huéspedes, a juzgar por su
apariencia, salvo el conductor del taxi que le había llevado a su cita con McGuiness.
Estaba sentado en un taburete al extremo de la barra, con un vaso de cerveza ante él.
La única diferencia era que iba vestido con un traje gris bastante elegante. No dio
muestras de reconocerle, y Fox siguió su camino hacia el vestíbulo, donde fue
abordado por Ryan.
—Si no recuerdo mal, señor, después de cenar prefiere el té al café.
Fox, que acababa de sentarse, respondió:
—Así es.
—Me he tomado la libertad de subir una bandeja a su habitación, señor. He
supuesto que preferiría tener un poco de tranquilidad.
Sin más, se volvió y echó a andar hacia el ascensor. Fox le siguió la corriente,
esperando quizá otro mensaje, pero el anciano no volvió a abrir la boca, y cuando
llegaron al primer piso le acompañó por el pasillo y abrió la puerta de su cuarto.
Martin McGuiness estaba siguiendo las noticias por televisión. Murphy
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permanecía de pie junto a la ventana. Al igual que el hombre del bar, vestía un traje
bastante conservador, esta vez de estambre azul marino.
McGuiness apagó el televisor.
—Ah, veo que ya ha llegado. ¿Ha probado el pato a la naranja? Aquí suelen
prepararlo bastante bien.
Sobre la mesa había un servicio de té con dos tazas.
—¿Quiere que lo sirva, señor McGuiness? —preguntó amablemente Ryan.
—No hace falta. Ya nos arreglaremos.
McGuiness tomó la tetera, y mientras Ryan se retiraba de la habitación comentó:
—El viejo Patrick, como habrá comprendido, es uno de los nuestros. Puedes
esperar fuera, Michael —añadió.
Murphy salió sin pronunciar palabra.
—Dicen que ningún caballero echaría la leche antes que el té, pero supongo que,
en realidad, ningún auténtico caballero se preocuparía por semejante estupidez. ¿No
es eso lo que les enseñan en Eton?
—Algo por el estilo. —Fox tomó la taza que le ofrecía—. No esperaba volver a
verle tan pronto.
—Queda mucho por hacer y disponemos de muy poco tiempo. —McGuiness
bebió un sorbo de té y emitió un suspiro de satisfacción—. Está bien. He hablado con
el jefe del Estado Mayor y se muestra de acuerdo conmigo en que usted y su
ordenador han dado con algo que merece ser investigado.
—¿Conjuntamente?
—Eso depende. En primer lugar, está decidido a no discutirlo con el consejo
militar; al menos por ahora. Ha de quedar entre él y yo.
—Lo encuentro razonable.
—Además, no queremos que intervenga la policía de Dublín, o sea que deberán
mantener a la Sección Especial fuera del asunto, y también a la inteligencia militar.
—Estoy seguro de que el general Ferguson aceptará esta condición.
—Tendrá que aceptarla, como tendrá que aceptar el hecho de que no pensamos
transmitirle ninguna información general acerca de miembros del IRA, antiguos o
actuales. Ningún material que pueda ser utilizado con otros fines.
—Muy bien —dijo Fox—. Lo comprendo, pero eso plantea un grave problema.
¿Cómo vamos a cooperar si no intercambiamos nuestros recursos?
—Hay un modo. —McGuiness se sirvió una segunda taza de té—. Lo he
discutido con el jefe del Estado Mayor y, si ustedes aceptan, él está dispuesto a
aceptar. Podemos utilizar un mediador.
—¿Un mediador? —Fox frunció el ceño—. Temo no entender.
—Alguien que resulte aceptable para los dos bandos. De quien ambos podamos
fiarnos.
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Fox se echó a reír.
—Ese animal no existe.
—¡Oh, sí! Existe. Liam Devlin. Y no me diga que no sabe quién es.
—Conozco muy bien a Liam Devlin —respondió Harry Fox lentamente.
—Naturalmente. Faulkner y usted hicieron que el SAS lo raptara en el año 79,
para que les ayudara a sacar a Martin Brosnan de aquella prisión francesa y así dar
caza al perro rabioso de Frank Barry.
—Está usted muy bien informado.
—Sí. Bueno, ahora Liam está aquí, en Dublín. Es profesor en el Trinity College y
tiene una casa en un pueblo llamado Kilrea, a una hora en coche de la ciudad. Vaya a
verle. Si está dispuesto a ayudar, hablaremos de nuevo.
—¿Cuándo?
—Ya se lo haré saber, o quizá aparezca de improviso como hoy. Así es como me
he mantenido siempre un paso por delante del ejército británico durante todos los
años pasados en el Norte. —Se puso en pie—. Abajo, en el bar, tenemos un hombre.
Puede que lo haya visto.
—El conductor del taxi.
—Billy White. Con cualquiera de las dos manos es capaz de matar una mosca de
un disparo. Mientras permanezca usted aquí, es suyo.
—No hace falta.
—¡Oh, sí! —McGuiness tomó su abrigo—. En primer lugar, no me gustaría que
le ocurriera nada, y en segundo lugar es útil saber dónde está usted. —Abrió la puerta
y, más allá, Fox vio a Murphy esperándole—. Me mantendré en contacto, capitán.
McGuiness le saludó burlonamente y la puerta se cerró a sus espaldas.
Ferguson observó:
—Supongo que es razonable, pero no sé si Devlin querrá volver a trabajar para
nosotros después de aquel asunto de Frank Barry. Se llevó la impresión de que
Brosnan y él habían sido utilizados del modo más abusivo.
—Y recuerdo que lo fueron, señor —respondió Fox—. Del modo más abusivo.
—De acuerdo, Harry, no hace falta que me lo explique. Llame por teléfono, a ver
si está en casa. Si está, vaya a verlo.
—¿Ahora, señor?
—¿Por qué no? Sólo son las nueve y media. Si está en casa, dígamelo y ya
hablaré yo con él. Voy a darle su número. Anótelo.
Fox bajó al bar y cambió un billete de cinco libras en monedas de cincuenta peniques.
Billy White permanecía sentado en el mismo lugar, leyendo un periódico de la tarde.
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El vaso de cerveza parecía intacto.
—¿Puedo invitarle a una copa, señor White? —preguntó Fox.
—Nunca toco el alcohol, capitán. —White sonrió jovialmente y vació el vaso de
un largo sorbo—. Después de la cerveza, un Bushmills sienta estupendamente.
Fox pidió que le sirvieran un Bushmills.
—Es posible que quiera desplazarme a un pueblo llamado Kilrea. ¿Lo conoce?
—No hay problema —respondió White—. Lo conozco bien.
Fox se metió en la cabina telefónica y cerró la puerta. Permaneció un rato
sentado, pensando en lo que iba a decir, y en seguida marcó el número que Ferguson
le había dado. La voz que respondió le resultó conocida de inmediato. Era la voz del
hombre quizá más notable que había conocido.
—Devlin al habla.
—¿Liam? Soy Harry Fox.
—¡Madre de Dios! —exclamó Liam Devlin—. ¿Desde dónde llama?
—Desde Dublín. Me alojo en el hotel Westbourne. Me gustaría hacerle una visita.
—¿Ahora mismo?
—Si a usted no le molesta.
Devlin se rió.
—De hecho, en estos momentos estaba perdiendo una partida de ajedrez, hijo, y
eso es algo que no me gusta nada. Su intervención podría considerarse muy oportuna.
Supongo que se trata de lo que podríamos denominar una visita de negocios, ¿no es
así?
—Sí. Ahora debo llamar a Ferguson para decirle que está usted en casa. Quiere
hablarle personalmente.
—De modo que el viejo bastardo sigue funcionando, ¿eh? Bien, bien. ¿Ya sabe
dónde vivo?
—Sí.
—Entonces, le espero dentro de una hora en Kilrea. No tiene pérdida. La casa está
al lado del convento.
Cuando Fox salió de la cabina, tras llamar a Ferguson, White estaba esperándole.
—¿Vamos a salir, capitán?
—Sí —respondió Fox—. Vamos a una casa llamada Kilrea Cottage, en Kilrea. Al
parecer, está junto a un convento. Voy a buscar mi impermeable.
White esperó a que se metiera en el ascensor y entonces pasó a la cabina y marcó
un número. Al otro extremo de la línea, la respuesta fue instantánea.
—Salimos hacia Kilrea inmediatamente —anunció—. Parece que va a
entrevistarse con Devlin esta misma noche.
Mientras dirigía el automóvil a través de las calles barridas por la lluvia, White
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comentó, como sin darle importancia:
—Sólo para que ambos sepamos dónde nos encontramos, capitán, debo decirle
que estuve sirviendo como teniente en la Brigada North Tyrone del IRA Provisional
el año en que perdió usted su mano.
—Debía de ser muy joven.
—Yo ya nací viejo, gracias a los de la Sección Especial y a los cabrones del
Royal Ulster Constabulary. —Encendió un cigarrillo con una sola mano—. Usted
conoce bien a Liam Devlin, ¿verdad?
—¿Por qué lo pregunta? —inquirió Fox cansadamente.
—¿Acaso no vamos a verle? ¡Jesús, capitán! ¡Todo el mundo conoce la dirección
de Liam Devlin!
—Supongo que es como una leyenda para ustedes.
—¿Una leyenda, dice? Ese hombre escribió el libro. Ahora bien; no crea que
actualmente tiene mucho peso en el movimiento. Es lo que podría denominarse un
moralista. No soporta las bombas y demás.
—¿Usted sí?
—¿Acaso no estamos en guerra? Ustedes bombardearon el Tercer Reich hasta que
entro en razón. Nosotros les bombardearemos a ustedes hasta que entren en razón, si
no hay otro remedio.
Lógico, pero deprimente, pensó Fox. ¿Cuál podía ser el final? Solamente un
osario lleno de cadáveres. Su expresión era cruda. Se estremeció.
—A propósito de Devlin —empezó White, cuando salían de la ciudad—, en cierta
ocasión me contaron una historia sobre él. Me pregunto si usted podría decirme qué
hay de cierto en ella.
—Cuéntemela.
—Dicen que durante los años treinta se fue a España, luchó contra Franco y cayo
prisionero. Luego fue entregado a los alemanes y éstos le utilizaron como agente
suyo en la gran guerra.
—Es verdad.
—También me dijeron que luego fue enviado a Inglaterra, para algo relacionado
con un intento alemán de secuestrar a Churchill en 1943. ¿Hay algo de verdad en
eso?
—Más bien me parece el argumento de una novela —contestó Fox.
White suspiró.
—Eso pensaba yo. —Su voz era pesarosa—. Aun así, no deja de ser un hombre
excepcional.
Se recostó en el asiento y devolvió su atención al automóvil.
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quedarse corto. A los dieciséis años ingresó en el Trinity College de Dublín, donde se
distinguió como estudiante, y se graduó a los diecinueve con las máximas
calificaciones. Era un erudito, escritor, poeta y uno de los más peligrosos pistoleros
del IRA durante los años treinta, cuando aún no había terminado sus estudios.
Casi todo lo que White había dicho era cierto. Fue a España para luchar contra los
fascistas y trabajó para el Abwehr en Irlanda. ¿Y el asunto de Churchill? Se había
comentado en susurros, pero ¿era cierto? Bueno, habrían de pasar años antes de que
aquellos archivos confidenciales se abrieran al público.
Durante el período de posguerra, Devlin ejerció como profesor en un seminario
católico llamado Todos los Santos, en las afueras de Boston. Había participado en la
abortada campaña del IRA a finales de los años cincuenta y regresó al Ulster en 1969,
cuando empezaban a estallar los actuales conflictos. Aunque había sido uno de los
fundadores del IRA Provisional, la campaña de atentados con explosivos le
disgustaban cada vez más, hasta el punto de que acabó retirando su apoyo activo al
movimiento. Desde 1976, ocupaba un cargo en la Facultad de Inglés del Trinity
College.
Fox no le había visto desde 1979, cuando Ferguson le coaccionó —
chantajeándole, incluso— para que cooperase activamente en la búsqueda de Frank
Barry, un antiguo activista del IRA convertido en terrorista internacional a sueldo.
Devlin accedió por diversos motivos, principalmente porque había creído las mentiras
de Ferguson. ¿Cómo iba a reaccionar a su propuesta?
Habían penetrado en un larga calle de pueblo. Fox volvió al presente con un
sobresalto cuando White le anunció:
—Ya hemos llegado. Estamos en Kilrea. Aquello es el convento y ahí está la casa
de Devlin, tras el muro que da a la carretera.
Hizo girar el coche por un camino de grava y paró el motor.
—Esperaré aquí, capitán. ¿De acuerdo?
Fox descendió del vehículo y recorrió un sendero enlosado que discurría entre
rosales hasta un porche pintado de verde. La casa era agradable, de estilo Victoriano,
y conservaba casi todo el maderamen original y los aleros del tejado. Se veía una luz
tras las cerradas cortinas de una ventana en arco. Hizo sonar el timbre. En el interior
sonaron voces, ruido de pisadas y, en seguida, la puerta se abrió y Liam Devlin se
detuvo bajo el dintel, observándole.
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CAPÍTULO 4
Devlin llevaba una camisa de franela azul oscuro, con el cuello abierto,
pantalones grises y unos zapatos italianos de piel marrón que tenían aspecto de ser
muy caros. Era un hombre bajo, de alrededor de un metro sesenta y cinco de estatura,
y a los sesenta y cuatro años su oscura cabellera ondulada apenas si mostraba un leve
reflejo de plata. En la parte derecha de su frente se advertía una antigua cicatriz, una
herida de bala, y en su pálido rostro destacaban unos ojos de un azul
extraordinariamente vivido. Una ligera sonrisa irónica parecía alzar en todo momento
la comisura de sus labios, como si hubiera descubierto que la vida era una broma
pesada y que sólo merecía que se rieran de ella.
Su sonrisa de bienvenida fue encantadora y absolutamente sincera.
—Me alegro de verte, Harry.
Rodeó a Fox con un ligero abrazo.
—Y yo a ti, Liam.
Devlin contempló el automóvil y vio a Billy White sentado al volante.
—¿Ha venido alguien contigo?
—Solamente mi chófer.
Devlin pasó junto a él, recorrió el sendero y se inclinó a mirar por la ventanilla.
—Señor Devlin —saludó Billy, con un movimiento de cabeza.
—¿Tú chófer dices, Harry? El único lugar al que ese hombre te conducirá es al
infierno y directamente.
—¿Has hablado con Ferguson?
—Sí, pero dejémoslo por ahora. Ven conmigo.
El interior de la vivienda era como retroceder a la época victoriana: un vestíbulo
con paneles de caoba y empapelado de William Morris, con diversas escenas
nocturnas de Atkinson Grimshaw, el pintor Victoriano, decorando las paredes. Fox
las examinó con admiración mientras se quitaba el impermeable y se lo tendía a
Devlin.
—Es extraño ver aquí estos cuadros, Liam. Grimshaw era un típico inglés de
Yorkshire.
—No por culpa suya, Harry. Y pintaba como un ángel.
—Deben de costar uno o dos chelines —observó Fox, sabiendo perfectamente
que incluso un Grimshaw de pequeño tamaño podía muy bien cotizarse en diez mil
libras esterlinas en cualquier subasta.
—¿Tú crees? —respondió Devlin en son de broma.
Abrió uno de los batientes de una puerta de caoba de doble hoja y pasó a la sala
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de estar. Al igual que el vestíbulo, era de estilo Victoriano: papel verde estampado en
oro, más Grimshaws en las paredes, muebles de caoba y un fuego que ardía
alegremente en una chimenea que parecía una auténtica William Langley.
El hombre parado ante ella era un sacerdote con sotana, y se volvió para
saludarlos. Tenía aproximadamente la misma estatura que Devlin y cabello de color
gris metálico peinado hacia atrás sobre sus orejas. Era un hombre apuesto, sobre todo
cuando sonreía, como en aquellos momentos; poseía un aire de entusiasmo, una
energía que conquistó a Fox de inmediato. No era usual simpatizar con otro ser
humano tan completa e instintivamente.
—Capitán Harry Fox, el padre Harry Cussane —les presentó Devlin.
Cussane le estrechó vigorosamente la mano.
—Es un gran placer conocerle, capitán Fox. Liam ha estado hablándome de usted
después de recibir su llamada.
Devlin señaló el tablero de ajedrez dispuesto junto al sofá.
—Cualquier excusa era válida con tal de evadirme de eso. Estaba dándome una
buena paliza.
—Una enorme exageración, como es habitual en Liam —respondió Cussane—.
Pero ahora debo irme. Les dejo a los dos con sus asuntos.
Su voz era agradable y bastante profunda. Irlandesa, pero con un acento
norteamericano bastante marcado.
—¿Oyes lo que está diciendo? —Devlin había sacado tres vasos y una botella de
Bushmills del armarito del rincón—. Siéntate, Harry. Otro traguito antes de ir a la
cama no te hará daño. —Se volvió hacia Fox—. Nunca he conocido a alguien tan
inquieto como este Harry. Siempre está yéndose de los sitios.
—De acuerdo, Liam, me rindo. Pero sólo quince minutos; luego he de irme. Ya
sabes que por las noches me gusta hacer una última visita al hospicio, y además está
Danny Malone. No le queda ya mucha vida.
—Brindo por él —dijo Devlin—. A todos nos llega el momento.
—¿Ha dicho hospicio? —inquirió Fox.
—Aquí al lado hay un convento, el del Sagrado Corazón, dirigido por las
Hermanitas de la Caridad. Hace unos años, fundaron un hospicio para pacientes
terminales.
—¿Trabaja usted ahí?
—Sí, como una especie de administrador además de sacerdote. Se supone que las
monjas no son lo bastante mundanas como para llevar las cuentas. Un absurdo total.
La hermana Anne-Marie, que está al frente, controla hasta el último penique.
Además, como la parroquia de aquí es pequeña, el párroco no tiene a nadie que le
ayude. Yo suelo echarle una mano.
—Aparte de eso dedica tres días por semana a dirigir la oficina de prensa del
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Secretariado Católico de Dublín —añadió Devlin—, y organiza en el club juvenil
cinco representaciones de South Pacific de nivel más que aceptable, con un reparto
compuesto por noventa y tres escolares de la localidad.
Cussane sonrió.
—¿Adivina quién era el director de escena? La próxima vez probaremos con West
Side Story. Liam opina que es demasiado ambicioso, pero yo creo que más vale
crecerse ante los desafíos que optar por la solución fácil.
Bebió un sorbo de Bushmills.
—Perdone la curiosidad, padre —comenzó Fox—, pero ¿es usted irlandés o
norteamericano? No sabría decirlo.
—La mayor parte del tiempo, tampoco él lo sabe —comentó Devlin riéndose.
—Mi madre era una norteamericana de origen irlandés que regresó a Connacht en
1938, tras la muerte de sus padres, para buscar sus raíces. Pero sólo me encontró a
mí.
—¿Y su padre?
—No llegué a conocerlo. Cussane es el apellido de mi madre. Era protestante, por
cierto. Aún quedan unos cuantos en Connacht, descendientes de los verdugos de
Cromwell. En esa parte del país, los Cussane suelen llamarse Patterson, por una
seudotraducción de cassan, que en irlandés significa path, sendero.
—Todo lo cual significa que no está muy seguro de quién es —intervino Devlin.
—Únicamente en ocasiones. —Cussane sonrió—. Mi madre volvió a Estados
Unidos en 1946, después de la guerra. Al año siguiente murió de gripe, y yo fui
adoptado por su único pariente, un anciano tío abuelo que poseía una granja en la
región triguera de Ontario. Era un buen hombre y un buen católico. Fue su influencia
lo que me decidió a entrar en la Iglesia.
—Entra el diablo por la izquierda del escenario.
Devlin alzó su vaso. Fox quedó perplejo y Cussane le dio una explicación.
—El seminario que me aceptó fue el de Todos los Santos, en Vine Landing, cerca
de Boston. Liam era profesor de inglés allí.
—Harry era mi cruz —prosiguió Devlin—. Una mente como una trampa de
acero. Me ponía en evidencia ante la clase por mis citas erróneas de Eliot.
—Estuve en un par de parroquias de Boston y en otra de Nueva York —añadió
Cussane—, pero siempre mantuve la esperanza de regresar a Irlanda. Finalmente,
conseguí ser trasladado a Belfast en 1968, a una iglesia en Falls Road.
—Que no tardó en ser quemada por una turba protestante.
—Trataba de mantener la parroquia unida por medio de la escuela —explicó
Cussane.
Fox miró a Devlin de soslayo.
—Mientras tanto, tú corrías por Belfast echando leña al fuego, ¿no?
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—Dios te perdone lo que acabas de decir —replicó beatamente Devlin—, porque
yo no puedo perdonártelo.
Cussane apuró su vaso.
—Bueno, ya es hora de que me vaya. He tenido mucho gusto en conocerle, Harry
Fox.
Le tendió la mano. Fox la estrechó y, a continuación, Cussane se dirigió hacia la
puerta-ventana y la abrió. Fox distinguió el convento que se recortaba sobre el cielo
al otro lado del muro del jardín. Cussane cruzó el césped, abrió la verja y salió.
—Un hombre notable —observó Fox, mientras Devlin cerraba el ventanal.
—Notable es poco. —Devlin se volvió, sin lucir ya su habitual sonrisa—. Muy
bien, Harry. Ferguson ha estado tan misterioso como de costumbre, de modo que vas
a tener que explicarme tú de qué se trata esta vez.
En el hospicio reinaba el silencio. Era lo más distinto posible de la idea que suele
tenerse de un hospital, y el arquitecto había diseñado la sala para enfermos de modo
que cada ocupante de una cama pudiera elegir la intimidad o la compañía de otros
pacientes. La hermana que se cuidaba del turno de noche estaba sentada ante su
escritorio, sin otra luz que una lámpara de sobremesa. La hermana no oyó llegar a
Cussane, pero de pronto lo vio ante ella, surgiendo de la oscuridad.
—¿Cómo está Malone?
—Igual, padre. Muy poco dolor. La administración de analgésicos es muy
equilibrada.
—¿Está lúcido?
—A ratos.
—Iré a verle.
La cama de Danny Malone, separada de las restantes por medio de armarios y
estanterías para libros, se orientaba hacia una ventana que permitía ver el jardín y el
firmamento nocturno. La lucecita que brillaba junto a la cama daba relieve a su
rostro. No era viejo, pues no tenía más de cuarenta años, pero su cabello había
encanecido prematuramente y su rostro era como una calavera cubierta de tensa piel.
Estaba contorsionado por el dolor causado por un cáncer que lenta e inexorablemente
lo arrastraba de esta vida a la otra.
Cuando Cussane tomó asiento, Malone abrió los ojos y le miró con expresión
vacua, pero pronto lo reconoció.
—Padre, ya creía que no iba a venir hoy.
—Te lo había prometido, ¿verdad? He estado tomando una copa con Liam
Devlin, eso es todo.
—¡Jesús, padre! Ha tenido suerte si la cosa sólo ha quedado en eso. Pero
reconozco que Liam ha sido un gran hombre para la causa. No hay otra persona viva
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que haya hecho más que él por Irlanda.
—¿Y qué me dices de ti? —Cussane aproximó su silla a la cama—. Has sido el
mayor luchador del movimiento, Danny.
—Pero ¿a cuántos he matado, padre? Eso es lo que me duele. ¿Y para qué? —le
preguntó Malone—. Daniel O’Connell dijo una vez en un discurso que, aunque el
ideal de libertad para Irlanda era justo, no valía ni una sola vida humana. Cuando era
joven yo no estaba de acuerdo con él, pero ahora que me estoy muriendo creo que
empiezo a comprenderle. —Su expresión se contrajo a causa del dolor, y se volvió
hacia Cussane—. ¿Podemos hablar un poco más, padre? Me ayuda a aclarar mis
ideas.
—Pero sólo un rato. Luego tienes que dormir. —Cussane sonrió—. Los
sacerdotes son buenos oyentes, Danny.
Malone sonrió también, satisfecho.
—Cierto. ¿Por dónde íbamos? Estaba contándole cómo preparamos la campaña
de explosiones en Londres y en los Midlands, en el 72.
—Me dijiste que los periódicos te apodaban el Zorro —dijo Cussane— porque
parecías moverte entre Irlanda e Inglaterra con plena libertad. Todos tus amigos
fueron detenidos, Danny, pero tú no. ¿Cómo fue eso?
—Fácil, padre. La mayor maldición de este país nuestro son los confidentes, y la
segunda maldición es la ineficacia del IRA. La mayoría de la gente con ideales
revolucionarios tiende a hablar demasiado y carece de sentido común. Por eso yo
prefería acudir a los profesionales.
—¿Los profesionales?
—Los que usted llamaría delincuentes. Por ejemplo, durante los años setenta, el
IRA no tuvo en Inglaterra una casa segura que no pasara tarde o temprano a figurar
en las listas de la Sección Especial de Scotland Yard. Por eso atraparon a tantos.
—¿Y tú?
—Los delincuentes fugitivos o que necesitan un reposo cuando las cosas se ponen
mal cuentan con sitios a los que ir, padre. Sitios caros, lo reconozco, pero seguros. Y
a ellos acudía yo. Había uno en Escocia, al sur de Glasgow y cerca de Galloway, que
era propiedad de los hermanos Mungo. Lo que podría denominarse un retiro rural.
Aunque eran unos perfectos hijos de perra, comprenda.
De pronto, el dolor se hizo tan intenso que tuvo que esforzarse por respirar.
—Llamaré a la hermana —le dijo Cussane, alarmado.
Malone le sujetó por el borde de la sotana.
—No, no quiero que la llame. Basta de analgésicos, padre. Las hermanas tienen
muy buena intención, pero ya basta. Sigamos hablando.
—Muy bien —respondió Cussane.
Malone volvió a apoyar la cabeza en la almohada, cerró los ojos por un instante y
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los abrió de nuevo.
—Como le decía, padre, aquellos hermanos Mungo, Hector y Angus, eran los
mayores bastardos que he conocido.
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compañía de Daithi O’Connell, Seamus Twomey, Ivor Bell y otros para negociar la
paz con Willie Whitelaw.
—Y el tiroteo de Lenadoon puso fin a la tregua —añadió Fox. Se volvió hacia
Devlin—. No creo que pueda considerarse una cuestión de elegir bando. Cuchulain
ha trabajado deliberadamente para mantener los conflictos en auge. Yo diría que
cualquier cosa que pudiera contribuir a detenerlos vale la pena.
—¿Lecciones de moralidad ahora?
Devlin alzó una mano y sonrió irónicamente.
—Muy bien, pues vayamos a lo concreto. A ese individuo, Levin, que vio
personalmente a Cuchulain, o Kelly, o como diablos se llame, hace ya tantos años.
Supongo que Ferguson estará mostrándole las fotos de todos los agentes conocidos
del KGB.
—Y de todos los miembros conocidos del IRA, la UDA y el UVF. Todo lo
imaginable —añadió Fox—, incluyendo los archivos de Dublín de la Sección
Especial, porque intercambiamos información.
—Muy propio de esos bastardos —observó amargamente McGuiness—. Aun así,
creo que nos quedan unos cuantos hombres que no son conocidos ni por la policía de
Dublín ni por sus amigos de Londres.
—¿Y cómo podemos resolver eso? —quiso saber Fox.
—Traiga a Levin aquí. Devlin y él podrán ver lo que tenemos, pero nadie más.
¿De acuerdo?
Fox contempló a Devlin, que asintió en silencio.
—De acuerdo —dijo Fox—. Llamaré al general esta misma noche.
—Muy bien. —McGuiness se volvió hacia Devlin—. ¿Estás seguro de que no
tienes el teléfono intervenido ni nada por el estilo? Pienso, sobre todo, en los
bastardos de la Sección Especial.
Devlin abrió un cajón de su escritorio y extrajo una pequeña caja metálica de
color negro. Al accionar su interruptor, se encendió una luz roja. Devlin se acercó al
teléfono y sostuvo la caja sobre él. No se produjo ninguna reacción.
—¡Oh, las maravillas de la era electrónica! —exclamó, volviendo a guardar la
caja.
—Muy bien —repitió McGuiness—. Los únicos que están al corriente de este
asunto son Ferguson, usted, capitán, Liam, el jefe del Estado Mayor y yo mismo.
—Y el profesor Cherny —añadió Fox.
McGuiness asintió.
—Es cierto. Tendremos que hacer algo respecto a él. —Se volvió hacia Devlin—.
¿Lo conoces?
—Lo he visto en alguna fiesta de la universidad. Hemos intercambiado frases de
cortesía, nada más. Es un hombre bastante apreciado. Viudo. Su esposa falleció antes
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de que él se pasara a Occidente. Como es natural, cabe la posibilidad de que no tenga
nada que ver con todo esto.
—Y los cerdos pueden volar —replicó McGuiness secamente—. El hecho de que
eligiera Irlanda para desertar es demasiada casualidad para mí. Apostaría una libra
contra un penique a que conoce a nuestro hombre; así pues, ¿por qué no le echamos
el guante y le hacemos cantar?
—Hay hombres que no cantan —objetó Fox.
—Tiene razón —le apoyo Devlin—. Vale más que actuemos con cautela, por lo
menos al principio.
—De acuerdo —asintió McGuiness—. Pero me ocuparé de que lo tengan vigilado
las veinticuatro horas del día. Lo pondré en manos de Michael Murphy. No podrá ir al
cuarto de baño sin que nosotros lo sepamos.
Devlin volvió la vista hacia Fox.
—¿Estás de acuerdo?
—Sí —respondió Fox.
—Bien. —McGuiness empezó a abrocharse el impermeable—. En ese caso,
puedo irme. Le dejo a Billy para que lo cuide, capitán. —Abrió la puerta-ventana—.
Cúbrete las espaldas, Liam.
Y desapareció en la noche.
Cuando Fox le telefoneó, Ferguson estaba en la cama, recostado sobre las almohadas
y cubierto por una masa de documentos, preparándose para una reunión del Comité
de Defensa que iba a celebrarse al día siguiente. Escuchó con paciencia todo lo que
Fox tenía que decirle.
—Hasta aquí, nada que objetar, Harry. Al menos, según lo veo yo. Levin se ha
pasado el día entero repasando todo lo que tenemos en los archivos de la Dirección.
No ha encontrado nada.
—Ha pasado mucho tiempo, señor. Cuchulain puede haber cambiado, y no sólo
por la edad. Quizá se haya dejado crecer la barba, por ejemplo.
—Ésa es una idea negativa, Harry. Mandaré a Levin a Dublín en el primer vuelo
de mañana, pero Devlin tendrá que cuidar de él. Usted me hace falta aquí.
—¿Algún motivo en particular, señor?
—Principalmente, a causa del Vaticano. Cada vez parece más probable que el
Papa cancele su visita. Sin embargo, ha invitado a los cardenales de Argentina y Gran
Bretaña a conferenciar con él.
—O sea que, después de todo, es posible que venga.
—Tal vez. No obstante, desde nuestro punto de vista, lo más importante es que la
guerra sigue, y se dice que los argentinos están tratando de adquirir ese condenado
misil Exocet en el mercado negro europeo. Le necesito, Harry. Regrese en el primer
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vuelo. Por cierto, ha ocurrido algo interesante. ¿Se acuerda de Tanya Voroninova?
—Desde luego, señor.
—Acaba de llegar a París para dar una serie de conciertos. Resulta fascinante que
haya aparecido en este preciso momento.
—¿No es lo que Jung denominaría sincronicidad, señor?
—¿Cómo dice? ¿De qué diablos está hablando?
—De Cari Jung, señor. Un célebre psicólogo. Propuso el término de
«sincronicidad» para designar series de acontecimientos relacionados en el tiempo,
que parecen sugerir la existencia de causas más profundas.
—El hecho de que esté usted en Irlanda no es excusa para que se comporte como
si se le hubiera reblandecido el cerebro, Harry —replicó Ferguson con enojo.
Colgó el teléfono, permaneció un tiempo reflexionando y, en seguida, se levantó,
se puso la bata y salió. Llamó a la puerta de la habitación de los invitados y pasó a su
interior. Levin estaba sentado en la cama, vestido con uno de los pijamas de
Ferguson, y leía un libro.
Ferguson se sentó en el borde de la cama.
—Imaginaba que estaría usted cansado, después de revisar tantas fotografías.
Levin sonrió.
—Cuando llegue a mi edad, general, verá que el sueño huye y los recuerdos se
agolpan. Uno se pregunta qué ha ocurrido realmente en todo ese tiempo.
Ferguson trató de animarlo.
—¿Acaso no nos ocurre a todos, querido amigo? Sea como fuere, ¿qué le
parecería un viajecito a Dublín en el avión de la mañana?
—¿Para ver al capitán Fox?
—No; él regresará aquí. Un amigo mío, el profesor Liam Devlin, del Trinity
College, se ocupará de usted. Seguramente le enseñará algunas fotografías más,
cortesía de nuestros amigos del IRA. A mí jamás me permitirían verlas, por razones
evidentes.
El anciano ruso meneó la cabeza.
—Dígame, general, ¿la guerra para terminar con todas las guerras acabó en 1945
o estoy muy equivocado?
—Usted y mucha otra gente, amigo mío. —Ferguson se puso en pie y se dirigió
hacia la puerta—. Yo en su lugar trataría de dormir un poco. Tendrá que levantarse a
las seis para viajar en el vuelo matinal desde Heathrow. Le diré a Kim que le sirva el
desayuno en la cama.
Cerró la puerta. Levin permaneció un tiempo inmóvil, con expresión
apesadumbrada. Luego suspiró, cerró el libro, apagó la luz y se dispuso a dormir.
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—Todo arreglado. Vendrá en el primer avión de la mañana. Lamentablemente, mi
vuelo sale un poco antes. Se presentará en el mostrador de información de la sala
principal. Puede esperarlo allí.
—No hará falta —contestó Devlin—. Ese cuidador suyo, el joven White, le
llevará a usted al aeropuerto, de modo que puede recoger a Levin y traerlo aquí
directamente. Vale más que lo hagamos así. Puede que llame McGuiness para
indicarme adónde debo llevarlo.
—De acuerdo —aceptó Fox—. Será mejor que me ponga en marcha.
—Buen muchacho.
Devlin le entregó su impermeable y lo acompañó hasta el coche, donde Billy
White esperaba pacientemente.
—De vuelta al Westbourne, Billy —le indicó Fox.
Devlin se inclinó hacia la ventanilla.
—Inscríbete en el hotel para pasar la noche, hijo, y por la mañana haz
exactamente lo que te diga el capitán. Si le fallas en lo más mínimo, te cortaré las
pelotas, y seguramente Martin McGuiness pisoteará lo que quede de ti.
Billy White sonrió plácidamente.
—Dicen que en un día bueno puedo disparar casi tan bien como usted, señor
Devlin.
—Vamos, no te quedes aquí parado.
El coche se puso en movimiento. Devlin contempló su marcha y luego regresó al
interior de la casa. Los arbustos se agitaron ligeramente y sonó una pisada, apenas un
levísimo rumor, cuando alguien oculto se alejó.
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Luego, volvió a dejar la cinta preparada, bajó las escaleras y salió. Se dirigió a la
cabina telefónica situada al final de la calle del pueblo, cerca del pub, y marcó un
número de Dublín. La llamada fue atendida casi inmediatamente. Se oían voces, una
repentina carcajada, suave música de Mozart.
—Cherny al aparato.
—Soy yo. ¿No estás solo?
Cherny se rió ligeramente.
—Una cena con algunos amigos de la facultad.
—Debemos vemos.
—De acuerdo —asintió Cherny—. En el sitio y la hora de costumbre, mañana por
la tarde.
Cuchulain colgó el auricular, salió de la cabina y regresó por la calle del pueblo,
silbando suavemente una vieja canción popular de Connemara que encerraba toda la
desesperación y toda la tristeza de la vida.
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CAPÍTULO 5
Fox pasó muy mala noche y durmió muy poco, de modo que se sentía
desasosegado y de mal humor mientras Billy White conducía hábilmente el
automóvil hacia el aeropuerto por entre el tráfico matutino. El joven irlandés estaba
lo bastante animado como para seguir el ritmo de la música que sonaba por la radio,
tamborileando con los dedos sobre el volante.
—¿Volverá otra vez, capitán?
—No lo sé. Es posible.
—Ah, bueno, ya supongo que no debe de sentir demasiado cariño por el viejo
país. —White hizo un ademán, señalando la mano enguantada de Fox—. ¡Después de
lo que le ha costado!
—¿Eso cree? —contestó Fox.
Billy encendió un cigarrillo.
—El problema de ustedes, los ingleses, es que nunca son capaces de reconocer
que Irlanda es un país extranjero. Sólo porque hablamos inglés…
—Por si le interesa, le diré que mi madre se apellidaba Fitzgerald y procedía del
condado de Mayo —le interrumpió Fox—. Trabajó para la Liga Gaélica, fue amiga
de Valera toda su vida y hablaba el irlandés a la perfección. Un idioma bastante
difícil, según descubrí cuando ella trató de enseñármelo en mi niñez. ¿Habla usted
irlandés, Billy?
—Que Dios me perdone, pero no lo hablo, capitán —reconoció Billy, atónito.
—Bien, entonces le aconsejo que tenga la amabilidad de no seguir divagando
sobre la incapacidad de los ingleses para entender a los irlandeses.
Contempló detenidamente el tráfico. Un motorista de la policía se situó a su
izquierda, una figura siniestra con casco, gafas de conducción y un amplio
impermeable para protegerse del chubasco matutino. Miró de soslayo a Fox una sola
vez, anónimo tras sus gafas oscuras, y luego se quedó atrás mientras ellos tomaban el
desvío que conducía al aeropuerto.
Billy dejó el coche en la zona de estacionamiento por tiempo limitado. Cuando
penetraron en la sala principal ya estaban anunciando el vuelo de Fox. Cuchulain, que
no les había perdido de vista en todo el recorrido desde el hotel, permaneció junto a la
puerta por la que habían entrado, y contempló a Fox mientras adquiría su billete.
Fox y Billy se encaminaron a la puerta de embarque.
—Todavía falta una hora para que aterrice el avión de British Airways —comentó
Fox.
—Tiempo suficiente para un buen desayuno —respondió Billy, sonriendo—.
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Aquí nos separamos, capitán.
—Ya nos veremos otra vez, Billy.
Fox le tendió la mano y Billy White se la estrechó, no sin cierta renuencia.
—Procure que no sea en el lado malo de alguna calle de Belfast. No me gustaría
tenerle en mi punto de mira, capitán.
Fox cruzó la puerta y Billy regresó a través de la sala principal hacia las escaleras
que conducían a la terraza de la cafetería. Cuchulain lo siguió con la mirada y luego
salió al exterior, cruzando de nuevo la calzada hacia el aparcamiento, donde se
dispuso a esperar.
Una hora más tarde volvía a encontrarse en el aeropuerto, consultando el panel de
llegadas más cercano. El avión de British Airways procedente de Londres estaba
aterrizando, y vio a White dirigirse al mostrador de información y cambiar algunas
palabras con uno de los empleados. Al poco rato, se oyó un aviso por los altavoces:
—Se ruega el señor Viktor Levin, procedente de Londres, que se persone en la
oficina de información.
La achaparrada figura del ruso se destacó de entre la multitud casi
inmediatamente. Llevaba una maleta pequeña y se cubría con un sombrero flexible de
color negro y un impermeable marrón que le quedaba bastante grande. Cuchulain
sintió que era su presa aun antes de verlo hablar con uno de los empleados, que le
señaló a White. Los dos hombres se estrecharon la mano. Cuchulain siguió
observándolos un poco más, mientras White comenzaba a decir algo, y después se dio
la vuelta y salió del aeropuerto.
—De modo que esto es Irlanda, ¿eh? —comentó Levin mientras emprendían el
regreso a la ciudad.
—¿Su primera visita? —quiso saber White.
—Oh, sí. Soy ruso. No he viajado mucho por el extranjero.
—¿De Rusia? —dijo Billy—. ¡Jesús! Estoy seguro de que esto le parecerá muy
distinto.
—¿Y esto es Dublín? —inquirió Levin cuando entraron en la ciudad mezclados
con el tráfico.
—Sí. Kilrea, adónde nosotros vamos, queda al otro lado.
—Una ciudad con mucha historia, tengo entendido —observó Levin.
—¡Eso es poco decir! —respondió White—. Le llevaré por Parnell Square; nos
viene de camino. Parnell fue un gran patriota, a pesar de ser protestante. Y luego la
calle O’Connell, y la Oficina General de Correos, donde los muchachos resistieron
contra todo el maldito ejército británico, en 1916.
—Magnífico. Todo esto me parece muy interesante.
Levin se recostó en su asiento y contempló la cambiante escena con gran
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atención.
En Kilrea, Liam Devlin cruzó el jardín detrás de su casa, franqueó la verja y corrió
hacia la entrada posterior del hospicio, mientras la llovizna arreciaba hasta
convertirse en un repentino aguacero. La hermana Anne-Marie estaba atravesando el
vestíbulo en compañía de dos jóvenes internos de bata blanca, prestados por el
University College de Dublín.
—Era una mujer fina y menuda, en muy buena forma para sus setenta años, y
llevaba una bata corta de color blanco sobre su hábito de monja. Se había doctorado
en medicina por la Universidad de Londres y era miembro del Real Colegio de
Médicos. Una dama notable. Devlin y ella eran viejos adversarios. Anteriormente
había sido francesa, pero, como a él le gustaba recordarle, de eso hacía mucho
tiempo.
—¿Y qué podemos hacer por usted, profesor? —preguntó.
—Lo dice como si fuera el diablo el que hubiera entrado por esa puerta —
respondió Devlin.
—Una observación notablemente perspicaz.
Empezaron a subir las escaleras.
—¿Cómo esta Danny Malone? —quiso saber Devlin.
—Muriéndose. Pacíficamente, espero. Responde bien al tratamiento de
analgésicos, lo cual significa que los dolores son sólo intermitentes.
Llegaron a la primera de las salas abiertas. Devlin preguntó:
—¿Cuándo?
—Esta tarde, mañana…, tal vez la semana que viene. —La monja se encogió de
hombros—. Es un gran luchador.
—Eso es cierto —asintió Devlin—. Danny ha dedicado toda su vida a la causa.
—El padre Cussane viene todas las noches. Le hace compañía y le escucha hablar
de su violento pasado. Creo que, ahora que se acerca a su fin, todo eso le preocupa: el
IRA, las muertes…
—¿Podría hablar un rato con él?
—Media hora —respondió la hermana con firmeza, y se alejó seguida por los
internos.
Malone parecía dormido, con los ojos cerrados y la piel tirante sobre los huesos
del rostro, amarilla como el pergamino. Sus dedos aferraban fuertemente el extremo
de la sábana.
Devlin se sentó a su lado.
—¿Estás ahí, Danny?
—Ah, padre… —Malone abrió los ojos, enfocó su mirada con esfuerzo y frunció
el ceño—. ¿Eres tú, Liam?
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—En persona.
—Pensaba que eras el padre Cussane. Estábamos hablando…
—Eso fue anoche, Danny. Debes haberte dormido. Ya sabes que durante el día
está en Dublín, trabajando en el Secretariado.
Malone se pasó la lengua sobre los labios resecos.
—¡Dios mío! ¡Lo que daría por una taza de té!
—Voy a ver si puedo conseguir una.
Devlin se puso en pie. Mientras lo hacía, se produjo una repentina conmoción en
la planta baja, con gritos y ruidos de carreras. Devlin frunció el ceño y se dirigió
deprisa hacia las escaleras.
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que, de algún modo, hacía que pareciera algo predeterminado. El policía abrió la
portezuela y atisbo en el interior. Tras una breve pausa, se subió las gafas.
Levin se lo quedó mirando con incredulidad.
—¡Santo Dios! —susurró en ruso—. ¡Eres tú!
—Sí —respondió Cuchulain en el mismo idioma—. Me temo que sí.
Y le pegó un tiro en la cabeza, sin que su Walther produjera más ruido que una
especie de tos furiosa. Volvió a guardar el arma en su bolsillo, regresó a la moto,
plegó el caballete, montó y se alejó. No habían transcurrido más de cinco minutos
cuando un camión cargado de pan para repartir en el pueblo pasó por el escenario de
la matanza. El conductor y su ayudante se apearon y se acercaron al automóvil muy
agitados. El conductor se agachó para mirar a White. Oyó un leve gruñido en el
interior del coche, y rápidamente se abalanzó hacia la portezuela.
—¡Dios mío! —exclamó—. Aquí dentro hay otro, y todavía vive. Coge el camión
y vete al pueblo tan deprisa como puedas. Avisa al hospicio para que venga la
ambulancia.
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Puso los ojos en blanco. Hubo un ronquido en su garganta y, mientras soltaba la
chaqueta, entró la hermana Anne-Marie apresuradamente. La hermana echó a Devlin
a un lado y se inclinó sobre Levin para tomarle el pulso. Al poco rato, se irguió de
nuevo.
—¿Conoce a este hombre?
—No —respondió Devlin, diciendo en cierto modo la verdad.
—Aunque lo conociera, daría lo mismo —prosiguió la hermana—. Está muerto.
Es un milagro que no muriera instantáneamente, con una herida como ésta.
Pasó rozando a Devlin y se metió en la sala contigua, adónde habían llevado a
White. Devlin se quedó contemplando a Levin, pensando en lo que Fox le había
contado del anciano, de todos los años de espera para poder huir. Y así era como
había terminado. Sintió un arrebato de cólera contra el brutal humor negro de la vida,
que permitía que ocurrieran tales cosas.
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Aproximadamente al mismo tiempo, Harry Cussane estaba sentado ante su escritorio,
en la oficina de prensa del Secretariado Católico de Dublín, hablando con monseñor
Halloran, el responsable de las relaciones públicas.
Desde su confortable butaca, Halloran observó:
—Es horrible que un acontecimiento histórico de tanta magnitud como la visita
del Santo Padre a Inglaterra se vea amenazado de este modo. Piénselo, Harry: Su
Santidad en la catedral de Canterbury. El primer Papa que la visita. Y ahora…
—¿Cree usted que se suspenderá el viaje? —inquirió Cussane.
—Bueno, en Roma aún prosiguen las conversaciones, pero ésa es la impresión
que yo tengo. ¡Vaya! ¿Acaso sabe usted algo que yo ignoro?
—No —respondió Cussane. Tomó una hoja mecanografiada—. He recibido esto
de Londres. Es el itinerario previsto, conque todavía siguen actuando como si fuera a
venir. —Recorrió el papel con la vista—. Llega al aeropuerto de Gatwick el día 28 de
mayo por la mañana. Misa en la catedral de Westminster, en Londres. La Reina lo
recibe en el palacio de Buckingham por la tarde.
—¿Y Canterbury?
—Al día siguiente, el sábado. El programa comienza temprano, con una audiencia
para religiosos en una facultad de Londres. Principalmente, sacerdotes y monjas de
órdenes de clausura. Luego el viaje a Canterbury en helicóptero, con una parada
intermedia en Stokely Hall. Esta visita no es oficial.
—¿Por qué motivo?
—Los Stokely fueron una de las grandes familias católicas que lograron
sobrevivir a Enrique VIII y se mantuvieron fieles a su fe a lo largo de los siglos.
Actualmente, la casa forma parte del patrimonio nacional, pero posee una
característica única: la capilla privada de la familia. Es la iglesia católica más antigua
de toda Inglaterra. Su Santidad desea orar en ella. A continuación, Canterbury.
—Por el momento, todo esto sólo es sobre el papel —objetó Halloran.
Sonó el teléfono y Cussane lo atendió.
—Oficina de prensa. Al habla Cussane. —Su rostro se ensombreció—. ¿Puedo
hacer yo algo? —Una pausa—. Nos veremos luego, entonces.
—¿Problemas? —quiso saber Halloran.
Cussane colgó el aparato.
—Un amigo de Kilrea. Liam Devlin, del Trinity College. Parece que ha habido un
tiroteo en las afueras del pueblo. Han llevado dos hombres al hospicio. Los dos
muertos.
Halloran se persignó.
—¿Cuestión política?
—Uno de ellos era un conocido miembro del IRA.
—¿Es necesaria su presencia allí? Vaya, si considera que debe hacerlo.
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—No hace falta. —Cussane sonrió amargamente—. Lo que ahora necesitan es un
forense, monseñor, no un sacerdote. Y aquí hay mucho por hacer.
—Sí, desde luego. Bien, lo dejo en sus manos.
Halloran salió y Cussane encendió un cigarrillo, se puso en pie y se detuvo ante la
ventana, contemplando la calle. Finalmente, se volvió, regresó a su escritorio y se
enfrascó en su trabajo.
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puerta y aproximó su cabeza a la rejilla.
—Bendígame, padre, porque he pecado —comenzó, en ruso.
—Muy divertido, Paul —llegó la respuesta del otro lado de la rejilla, en el mismo
idioma—. Ahora veremos si te quedan ganas de sonreír cuando hayas oído lo que voy
a decirte.
Cuando Cuchulain terminó, Cherny quiso saber:
—¿Qué vamos a hacer?
—No te dejes dominar por el pánico. No saben quién soy, y no es fácil que lo
averigüen ahora que he eliminado a Levin.
—Pero ¿y yo? —insistió Cherny—. Si Levin les ha hablado de Drumore, debe de
haberles contado el papel que yo desempeñé en todo aquello.
—Por supuesto. Te vigila el IRA, no la inteligencia británica, conque yo, en tu
lugar, de momento no me preocuparía. Ponte en contacto con Moscú. Maslovsky
debe saber lo que está ocurriendo. Quizá decida retirarnos. Volveré a llamarte esta
noche. Y no empieces a preocuparte por el que te sigue. Yo me encargaré de él.
Cherny se retiró del confesionario, y Cuchulain atisbo por una rendija mientras
Michael Murphy abandonaba su refugio tras la columna y reanudaba la persecución.
La puerta de la sacristía se cerró con estrépito y una mujer de la limpieza, de bastante
edad, avanzó por el pasillo al tiempo que el sacerdote salía del confesionario, con el
alba y una estola violeta sobre su sotana negra.
—¿Ya ha terminado, padre?
—Sí, Ellie.
Harry Cussane se volvió, dirigiéndole una sonrisa llena de encanto, se quitó la
estola de los hombros y comenzó a plegarla.
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un desvencijado embarcadero de madera. Avanzaron sobre los estropeados tablones,
oyendo resonar sus pisadas. Había un cobertizo para botes, con el techo roto y
agujereado en el suelo. Murphy no tenía miedo; antes bien, estaba dispuesto a actuar,
esperando su oportunidad.
—Aquí está bien —anunció Cussane.
Murphy se detuvo de espaldas a él, con una mano en la empuñadura de la
automática que guardaba en el bolsillo de su impermeable.
—¿Es usted un sacerdote de verdad? —quiso saber.
—¡Oh, sí! —respondió Cussane—. No muy bueno, me temo, pero completamente
auténtico.
Murphy se volvió lentamente. Su mano salió del bolsillo, pero ya era demasiado
tarde. La Walther escupió dos veces. La primera bala dio a Murphy en el hombro y lo
volteó. La segunda le hizo caer de cabeza por un irregular agujero en el suelo, y se
sumergió en las oscuras aguas del río.
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que está considerada como una persona de mínimo riesgo. Había pensado que tal vez
usted quisiera ir a verla. Esta tarde hay un vuelo de Air France directo de Dublín a
París. Sólo son dos horas y media.
—¿Y qué diablos quiere que haga yo? ¿Que la convenza para que se pase a
Occidente?
—Nunca se sabe. Quizá quiera hacerlo en cuanto conozca toda la historia. Pero
véala de todos modo, Liam. Eso no hará ningún daño.
—De acuerdo —aceptó Devlin—. Es posible que el aire de Francia me siente
bien.
—Sabía que lo comprendería —dijo Ferguson—. Preséntese en el mostrador de
Air France en el aeropuerto de Dublín. Tienen una reserva a su nombre. Cuando
llegue a Charles de Gaulle, le recibirá uno de mis muchachos de París. Un individuo
llamado Hunter, Tony Hunter. Él se cuidará de todo.
—No lo dudo —respondió Devlin, y colgó.
Preparó a toda prisa una bolsa de viaje con sus cosas, sintiéndose
inexplicablemente alegre, y estaba poniéndose el abrigo cuando el teléfono sonó de
nuevo. Era Martin McGuiness.
—Un feo asunto, Liam. ¿Qué ocurrió exactamente?
Devlin se lo dijo, y cuando terminó McGuiness estalló:
—¡Así que es cierto que ese bastardo existe!
—Eso parece, pero, desde tu punto de vista, lo más inquietante es cómo pudo
saber que venía Levin. Precisamente el único hombre capaz de identificarle.
—¿Por qué me lo preguntas a mí?
—Porque Ferguson está seguro de que la filtración es culpa vuestra.
—¡A la mierda Ferguson!
—Yo no me lo tomaría así, Martin. Escucha, tengo que irme. He de alcanzar el
avión de París.
—¿París? ¡Por el amor de Dios! ¿Qué vas a hacer allí?
—Hay una chica llamada Tanya Voroninova que quizá pueda identificar a
Cuchulain. Me mantendré en contacto.
Colgó el teléfono. Estaba recogiendo la bolsa cuando oyó un suave golpecito en
el ventanal. Abrió para dejar entrar a Harry Cussane.
—Lo siento, Harry —se excusó Devlin—. He de salir corriendo si no quiero
perder el avión.
—¿Adónde vas? —quiso saber Cussane.
—A París. —Devlin sonrió y abrió la puerta de la calle—. Champaña, mujeres
fáciles, comida de primera. ¿No crees, Harry, que quizá elegiste mal tu carrera?
Cerró la puerta de golpe. Cussane oyó el motor del coche, se dio la vuelta y salió
de nuevo por la puerta-ventana, dirigiéndose a su casita al lado del hospicio. Subió a
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toda prisa las escaleras hasta el cuartito secreto, tras los depósitos de agua, donde
tenía el material de escucha. Sin entretenerse, rebobinó la cinta y escuchó las diversas
conversaciones que Devlin había sostenido aquel día, hasta llegar a la importante.
Para entonces, naturalmente, ya era demasiado tarde. Maldijo en voz baja, se
dirigió al teléfono y marcó el número de Paul Cherny.
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CAPÍTULO 6
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altura de casi dos mil metros. Nunca he podido olvidarlo.
Llegaron al aparcamiento, donde aguardaba un Peugeot, y mientras se ponían en
marcha, Hunter le anunció:
—Puede pasar la noche en mi casa. Tengo un apartamento en la avenida Foch.
—No le van mal las cosas, hijo, si puede vivir allí. No sabía que Ferguson
anduviera repartiendo bolsas de oro.
—¿Conoce París?
—Yo diría que sí.
—El apartamento es mío, particular, no de Ferguson. Mi padre murió el año
pasado y me dejó bastante bien acomodado.
—¿Qué sabe de la chica? ¿Se aloja en la embajada soviética?
—¡Dios mío, no! La tienen en el Ritz. Es una especie de estrella, comprenda.
Toca muy bien. La otra noche la oí interpretar un concierto de Mozart. No recuerdo
cuál, pero estuvo excelente.
—Me han dicho que tiene libertad para moverse a su antojo.
—Oh, sí, por completo. El hecho de ser hija adoptiva del general Maslovsky pesa
mucho. Esta mañana he estado siguiéndola por todo París: los jardines de
Luxemburgo, un almuerzo en uno de esos barcos que recorren el Sena… Según he
oído, su único compromiso para mañana es un ensayo general en el conservatorio,
por la tarde.
—Lo cual significa que el momento más indicado para establecer contacto es por
la mañana.
—Eso parece. —Para entonces, ya se habían adentrado bastante en París. Estaban
pasando ante la Gare du Nord. Hunter añadió—: Ha de llegar un correo de Londres
en el primer vuelo de mañana, con los documentos que Ferguson ha preparado.
Pasaporte falso y todo lo demás.
Devlin se echó a reír.
—¿Acaso cree que sólo he de invitarla para que decida desertar? —Meneó la
cabeza—. Ese hombre está loco.
—Quizá dependa de cómo se le plantee la cosa.
—Cierto —admitió Devlin—. Por otra parte, creo que sería mucho más fácil
echarle alguna cosa en el té.
Esta vez fue Hunter quien se echó a reír.
—Me gusta usted, profesor. Y eso que al principio le tenía ojeriza.
—¿Y por qué? —quiso saber Devlin, intrigado.
—Serví como capitán en la Rifle Brigade. Belfast, Derry, South Armagh.
—Ah, ya entiendo a qué se refiere.
—Cuatro períodos de servicio entre 1972 y 1978.
—Y usted hubiera preferido no cumplirlos.
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—Exactamente. Con franqueza, por lo que a mí respecta, pueden devolver el
Ulster a los indios, si quieren.
—La mejor idea que he oído esta noche —respondió jovialmente Devlin, antes de
encender un cigarrillo y repantigarse en el asiento, con el sombrero de fieltro
inclinado sobre los ojos.
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—¿Lo retiramos?
—No, no hay tiempo. La acción debe ser inmediata. Advierta a Lubov sin
demora. Quiero que elimine a Cuchulain. También a Cherny, y cuanto antes mejor.
—Si me permite que lo mencione, no creo que Lubov tenga mucha experiencia en
esa clase de trabajos.
—Ha recibido la preparación habitual, ¿no? En cualquier caso, ellos no se lo
esperan, de modo que debería resultarle fácil.
Tanya Voroninova acababa de salir del cuarto de baño de su suite en el Ritz cuando el
camarero le presentó la bandeja del desayuno: té, tostadas y miel, que era
exactamente lo que ella había pedido. Iba vestida con un mono verde caqui y botas de
suave piel marrón, combinación que le confería un aspecto vagamente militar. Era
una joven morena, baja, de cuya personalidad emanaba fuerza. Llevaba una
desordenada cabellera negra que constantemente apartaba de sus ojos. Se contempló
con desagrado en el espejo situado sobre la chimenea y recogió sus cabellos
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formando un moño en la nuca. Luego, se sentó y empezó a desayunar.
Sonó una llamada en la puerta y entró Natasha Rubenova, la secretaria de la gira.
Era una mujer agradable, de más de cuarenta años, con los cabellos grises.
—¿Cómo te encuentras esta mañana?
—Perfectamente. He dormido muy bien.
—Me alegro. Has de estar en el conservatorio a las dos y media. Repaso
completo.
—No es problema —respondió Tanya.
—¿Vas a salir esta mañana?
—Sí, me gustaría pasar un rato en el Louvre. Esta gira es tan apretada que quizá
no tenga otra oportunidad.
—¿Quieres que te acompañe?
—No, gracias. No será necesario. Volveré a la una, para el almuerzo.
Hacía una agradable mañana cuando salió del hotel y descendió los escalones de la
entrada principal. Devlin y Hunter esperaban en el Peugeot, al otro lado del bulevar.
—Parece que piensa ir andando —observó Hunter.
Devlin asintió.
—Sígala un poco y lo comprobaremos.
Tanya llevaba una bolsa de lona colgada de su hombro izquierdo y caminaba a
paso bastante rápido, disfrutando del ejercicio. Aquella noche tenía que interpretar el
concierto de piano n.º 4, de Rachmaninov. La pieza en cuestión era una de sus
composiciones preferidas, de modo que no sentía la tensión nerviosa que en otras
ocasiones había experimentado, como la mayor parte de los artistas, antes de un
concierto importante.
También era cierto que ella ya podía considerarse una veterana en ese juego. Tras
los éxitos alcanzados en Leeds y en el festival Chaikovsky, había ido forjándose una
amplia reputación internacional, pero no le quedó mucho tiempo para otras cosas. La
única vez que se enamoró fue lo bastante imprudente como para elegir a un joven
médico militar destinado en una brigada aerotransportada. El médico murió en
combate, en Afganistán, hacía ahora un año.
La experiencia, aunque angustiosa, no la había destrozado. La noche en que le
llegó la noticia ofreció una de sus mejores interpretaciones, pero no cabía duda de
que, a partir de entonces, se había apartado de los hombres. El dolor era demasiado
intenso, y no habría hecho falta un psiquiatra particularmente perspicaz para
averiguar la razón. A pesar del éxito, la fama y la privilegiada vida que su posición le
permitía disfrutar; a pesar de tener constantemente a su lado la influyente presencia
de Maslovsky, ella seguía siendo, en muchos sentidos, la niñita arrodillada bajo la
lluvia junto al padre que le había sido arrebatado con tanta crueldad.
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Siguió avanzando a buen paso por los Campos Elíseos, hasta llegar a la plaza de la
Concordia.
—Se nota que le gusta el ejercicio —comentó Devlin.
Luego, la joven se sumergió en la fresca quietud del jardín de las Tullerías, y
Hunter asintió.
—Imaginaba que lo haría. Tengo la sensación de que se dirige al Louvre. Sígala
usted a pie desde aquí. Entretanto, yo daré la vuelta en el coche y lo dejaré aparcado.
Le esperaré ante la entrada principal.
En el jardín de las Tullerías había una exposición de Henry Moore. Ella se
entretuvo un rato contemplándola y Devlin permaneció apartado, pero pronto resultó
evidente que nada de lo que allí se veía tenía mucho atractivo para ella, y terminó de
cruzar los jardines hasta el palacio del Louvre.
Tanya Voroninova era selectiva, sin lugar a dudas. Pasaba de galería en galería,
interesándose únicamente por las obras de reconocido genio, mientras Devlin la
seguía a una discreta distancia. De la Victoria de Samotracia, en la parte superior de
la escalinata Daru, junto a la entrada principal, se dirigió a la Venus de Milo. Dedicó
algún tiempo a la galería Rembrandt, en la primera planta, y luego se detuvo a
contemplar la que posiblemente sea la pintura más famosa del mundo: la Mona Lisa
de Leonardo da Vinci.
Devlin la abordó allí.
—¿Le parece a usted que está sonriendo? —comenzó en inglés.
—¿Qué quiere decir? —replicó ella en el mismo idioma.
—Oh, hay una vieja leyenda en el Louvre acerca de que algunas mañanas no
sonríe.
Ella se volvió a mirarlo.
—Eso es absurdo.
—Pero veo que usted tampoco sonríe —observó Devlin—. ¡Dulce Jesús! ¿Acaso
tiene miedo de romper la cámara?
—Todo esto no tiene pies ni cabeza —dijo ella, pero esbozó una sonrisa.
—Cuando trata de mostrarse digna, las comisuras de los labios se le tuercen hacia
abajo. No le sienta muy bien.
—¿Se refiere a mi aspecto? Me es indiferente.
Devlin permaneció inmóvil, las manos en los bolsillos de su trinchera Burberry
negra, el sombrero negro de fieltro ladeado sobre una oreja y los ojos del azul más
vivido que ella jamás hubiera visto. Tenía un aire de insolente buen humor y, al
mismo tiempo, parecía burlarse de sí mismo de un modo que resultaba bastante
atractivo, a pesar de que por lo menos debía de doblarle la edad. La joven sintió una
repentina excitación difícil de controlar, y respiró hondo para sosegarse.
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—Discúlpeme —dijo, y se alejó.
Devlin le concedió cierto margen y volvió a seguirla. Una chica encantadora y,
por algún motivo, asustada. Sería interesante averiguar la causa.
Tanya se dirigió a la gran galería y, finalmente, se detuvo ante el Descendimiento
del Greco. Allí pasó algún tiempo admirando la enflaquecida y mística figura, sin dar
muestras de advertir la presencia de Devlin cuando éste se situó a su lado.
—¿Qué le dice a usted este cuadro? —preguntó él suavemente. ¿Ve amor en él?
—No —respondió ella—. Una especie de rabia contra el hecho de morir, diría yo.
¿Por qué anda siguiéndome?
—¿La sigo?
—Desde el jardín de las Tullerías.
—¿De veras? Bueno, si es cierto, no debo de ser muy hábil.
—No necesariamente. Es usted una persona de las que llaman la atención.
Resultaba curioso, pero de pronto le entraron ganas de llorar. Quería refugiarse en
la increíble calidez de aquella voz. Él la tomó del brazo y le dijo con suavidad:
—Tenemos todo el tiempo del mundo, niña. Todavía no me ha dicho qué le
sugiere el Greco.
—No he sido educada en el cristianismo —explicó ella—. No veo al Salvador en
la cruz, sino a un gran ser humano atormentado por hombrecillos. ¿Y usted?
—Me encanta su acento —comentó Devlin—. Me recuerda las películas de Greta
Garbo que vi de chiquillo, pero eso fue como un siglo antes de su época.
—Greta Garbo no me es desconocida —respondió ella—, y me siento
debidamente halagada. Sin embargo, todavía no me ha dicho lo que le sugiere a
usted.
—Una profunda cuestión, teniendo en cuenta qué día es hoy. A las siete de la
mañana se ha celebrado una misa bastante especial en la basílica de San Pedro, en
Roma. El Papa junto con los cardenales de Gran Bretaña y Argentina.
—¿Servirá de algo?
—No ha impedido que el ejército británico siga alegremente su rumbo ni que los
Skyhaks argentinos ataquen.
—Lo cual ¿qué significa?
—Que el Todopoderoso, si es que en verdad existe, nos está jugando una broma
pesada. Tanya frunció el ceño.
—Su acento me tiene intrigada. No es usted inglés, ¿verdad?
—Irlandés, encanto.
—Tenía entendido que los irlandeses eran sumamente religiosos.
—Y así es. Mi anciana tía Hannah tenía callos en las rodillas de tanto rezar. Solía
llevarme a misa tres veces por semana, cuando era un chiquillo en Drumore.
Tanya Voroninova se quedó muy quieta.
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—¿Dónde ha dicho?
—Drumore. Es una pequeña ciudad de mercado en el Ulster. La iglesia se llamaba
del Santo Nombre. Recuerdo muy bien a mi tío y a sus amigotes, que nada más salir
de misa se iban directamente al bar selecto de Murphy.
Ella se volvió. Estaba muy pálida.
—¿Quién es usted?
—Bueno, querida, una cosa es segura. —Pasó cariñosamente los dedos sobre la
oscura cabellera de la joven—. No soy Cuchulain, el último de los héroes anónimos.
Los ojos de ella se abrieron todavía más y tironeó con furia de su trinchera negra.
—¿Quién es usted?
—En cierto sentido, Viktor Levin.
—¿Viktor? —Parecía desconcertada—. Pero Viktor está muerto. Murió en algún
lugar de Arabia hace cosa de un mes. Mi padre me lo dijo.
—¿El general Maslovsky? Es lógico que le dijera eso. En realidad, Viktor escapó.
Desertó, diría usted. Fue a Londres y luego a Dublín.
—¿Se encuentra bien?
—Ha muerto —respondió Devlin brutalmente—. Asesinado por Mikhail Kelly, o
Cuchulain, o el maldito héroe anónimo o como quiera usted llamarle. El mismo
hombre que mató de un tiro a su padre hace ya veintitrés años, en Ucrania.
La joven estuvo a punto de desplomarse. Devlin la sostuvo, rodeándola con un
brazo fuerte y confiado.
—Apóyese en mí. Vaya poniendo un pie delante del otro y yo la sostendré hasta
el exterior, para que le dé el aire.
Tomaron asiento en un banco del jardín de las Tullerías. Devlin extrajo su vieja
pitillera de plata y le ofreció un cigarrillo.
—¿Fuma?
—No.
—Bien hecho. Es malo para el crecimiento, y aún tiene la primavera de la vida
por delante.
En algún lugar, mucho, mucho tiempo antes, había pronunciado aquellas mismas
palabras. Se las dijo a otra chica, muy parecida a la que se sentaba a su lado. No era
hermosa, al menos en un sentido convencional, pero siempre despertaba el impulso
de volverse a mirarla por segunda vez. El recuerdo era doloroso a pesar de los años
transcurridos.
—Es usted extraño —observó ella—, tratándose de un agente secreto. Supongo
que ésa es su profesión, ¿no?
Él se rió abiertamente, tan alto que Tony Hunter, sentado en un banco al otro lado
de la exposición de Henry Moore, con un periódico ante los ojos, alzó bruscamente la
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cabeza.
—¡Dios nos guarde! —Devlin sacó su cartera y le tendió un pedacito de cartulina
—. Mi tarjeta. Estrictamente para ocasiones formales, se lo aseguro.
Ella la leyó en voz alta.
—Profesor Liam Devlin, Trinity College, Dublín. —Alzó la mirada—. Profesor
¿de qué?
—De literatura inglesa. Utilizo el término con bastante amplitud, como suelen
hacer los académicos, para que incluya a Oscar Wilde, Shaw, O’Casey, Brendan
Behan, James Joyce, Yeats. Un cajón de sastre. Católicos y protestantes, pero todos
irlandeses. ¿Puede devolverme la tarjeta, de paso? No me quedan muchas…
Volvió a guardarla en su cartera.
—Entonces, ¿cómo es que un profesor de una antigua y célebre universidad se ha
visto mezclado en un asunto como éste?
—¿Ha oído hablar del IRA? ¿El Ejército Republicano Irlandés?
—Por supuesto.
—He sido miembro de esta organización desde que tenía dieciséis años, aunque
ya no estoy en activo, como decimos. Tengo grandes reservas acerca del modo en que
los provisionales han estado llevando la campaña actual.
—No me lo diga, deje que lo adivine. —La chica sonrió—. Creo que en el fondo
es usted un romántico, profesor Devlin.
—¿Eso cree?
—Solamente un romántico podría usar algo tan maravillosamente absurdo como
ese sombrero negro. Pero hay más, desde luego. Nada de bombas en los restaurantes
llenos de mujeres y niños. En cambio, podría dispararle a un hombre sin vacilar. Y
aceptaría enfrentarse cara a cara con soldados bien entrenados, aun sabiendo que sus
posibilidades de sobrevivir serían prácticamente nulas.
Devlin comenzaba a sentirse claramente inquieto.
—¿Está hablando en serio?
—Oh, sí, profesor Devlin. Vea usted, creo que ahora empiezo a conocerlo. El
auténtico revolucionario, el romántico fracasado que en realidad no quiere que
termine.
—¿Qué es exactamente lo que no quiero que termine?
—El juego, naturalmente. El loco, peligroso y apasionante juego que es lo único
capaz de dar sentido a la vida de un hombre como usted. Oh, es posible que le guste
la vida tranquila de las aulas, o que usted se haya convencido de que le gusta, pero a
la primera ocasión de oler la pólvora…
—¿Me concede una tregua para recobrar el aliento?
—Y lo peor de todo —prosiguió ella implacablemente— es su necesidad de
reconciliar los opuestos. Quiere toda la diversión, pero también una revolución limpia
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y bonita en la que no resulte herido ningún espectador inocente.
Hizo una pausa, con los brazos cruzados ante ella en un gesto inimitable, como si
estuviera conteniéndose, y Devlin preguntó:
—¿Eso es todo? ¿No ha olvidado nada?
Ella sonrió con los labios apretados.
—A veces me pongo muy tensa, como un muelle de reloj, y me contengo hasta
que el muelle salta.
—Y entonces estalla y da comienzo a su imitación de Freud —añadió él—.
Apuesto a que eso encaja a la perfección con la vodka y las fresas después de cenar,
en la dacha veraniega del viejo Maslovsky.
Sus facciones se contrajeron.
—No le consiento que haga bromas sobre él. Se ha portado muy bien conmigo.
Es el único padre que he conocido.
—Quizá —admitió Devlin—. Pero no siempre ha sido así.
Ella lo miró con ira.
—Muy bien, profesor Devlin. Basta ya de esgrima. Creo que es hora de que me
explique por qué está aquí.
Devlin no omitió nada, comenzando con Viktor Levin y Tony Villiers en el Yemen y
terminando con el asesinato de Billy White y Levin en las afueras de Kilrea. Cuando
hubo acabado, ella permaneció largo rato inmóvil, sin decir nada.
—Levin dijo que usted recordaba Drumore y los acontecimientos que condujeron
a la muerte de su padre —añadió suavemente Devlin.
—Es como una pesadilla que de vez en cuando sale a la superficie de la
conciencia. Es extraño, pero parece como si estuviera ocurriéndole a otra persona, y
yo viera desde lo alto a la niñita arrodillada bajo la lluvia junto al cuerpo de su padre.
—¿Y recuerda a Mikhail Kelly, o Cuchulain?
—Le recordaré mientras viva —respondió, con voz desprovista de emoción—.
Era un rostro muy extraño, el rostro de un joven santo estragado. Además, se mostró
tan amable conmigo, tan cariñoso… Eso fue lo más extraño de todo.
Devlin la tomó del brazo.
—Vamos a dar un paseo. —Echaron a andar por el sendero—. ¿Le ha hablado en
alguna ocasión Maslovsky de estos acontecimientos?
—No.
El brazo que sujetaba con su mano empezó a ponerse rígido.
—Calma, niña —le dijo amablemente—. Lo más importante: ¿ha tratado usted
alguna vez de discutirlos con él?
—¡No, maldito sea!
Desasió su brazo y se dio la vuelta, con el rostro lleno de furia.
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—No, claro. Es comprensible. Sería como abrir una lata de gusanos con ansias de
venganza.
Ella volvió la cara hacia él, nuevamente contenida.
—¿Qué pretende de mí, profesor Devlin? ¿Quiere que deserte como Viktor? ¿Que
examine millares de fotografías con la leve esperanza de reconocerlo entre ellas?
—Ha expresado usted muy razonablemente el absurdo propósito que me ha traído
hasta aquí. La gente del IRA, de Dublín, no está dispuesta a permitir que el material
de que dispone caiga en otras manos, ya comprende.
—¿Por qué habría de hacerlo? —Se sentó en un banco cercano y tiró de Devlin
hacia el asiento—. Deje que le diga una cosa. Ustedes, los occidentales, cometen un
grave error al dar por supuesto que todos los rusos llevan un collar al cuello y lo
único que anhelan es una oportunidad para fugarse. Yo amo a mi país. Me gusta. Me
siento bien en él. Soy una artista respetada. Puedo moverme a mi gusto, incluso aquí,
en París. No hay agentes del KGB ni hombres de gabardina vigilando todos mis
pasos. Voy a donde quiero.
—Con un padre adoptivo que es teniente general del KGB y responsable, entre
otras cosas, del Departamento V, me sorprendería que no fuera así. Antes se llamaba
Departamento 13, por cierto. Muy desafortunado para según qué personas. Luego
Maslovsky lo reorganizó en 1968. Podría muy bien definirse como una oficina de
asesinatos, pero es verdad que ninguna organización eficiente puede pasarse sin un
departamento así.
—¿Como su IRA, por ejemplo? —Se inclinó hacia adelante—. ¿Cuántos hombres
ha matado usted, profesor, por la causa en que creía?
Él sonrió dulcemente y le tocó la mejilla en un extraño gesto de intimidad.
—Touché. Veo que estoy haciéndole perder su tiempo. Pero antes de irme voy a
darle una cosa.
Extrajo de su bolsillo un sobre marrón bastante abultado, el que le había
entregado aquella misma mañana el correo de Ferguson, y lo depositó sobre el regazo
de la joven.
—¿Qué es? —quiso saber.
—La gente de Londres, que no pierde nunca las esperanzas, le regala un
pasaporte británico con una nueva identidad. La foto es asombrosa. También hay
dinero en efectivo, francos franceses e información sobre rutas alternativas para
llegar a Londres.
—No lo necesito.
—Bien, ahora es suyo. Y esto. —Volvió a sacar su tarjeta de la cartera y se la
entregó—. Volveré a Dublín esta misma tarde. No hay motivo para que siga en París.
Esto no era del todo cierto, pues el correo de Londres le había entregado algo más
que el paquete con el falso pasaporte. También había un mensaje personal de
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Ferguson para Devlin. McGuiness y el jefe del Estado Mayor estaban locos de cólera.
Por lo que ellos sabían, la filtración no era cosa suya. Querían abandonar el asunto, y
Devlin tendría que restañar las heridas.
No de muy buena gana, la chica guardó el sobre y la tarjeta en su bolsa.
—Lo siento. Ha hecho un largo viaje para nada.
—Tiene mi teléfono —respondió él—. Llame cuando quiera. —Se puso en pie—.
¡Quién sabe! Es posible que comience a hacerse preguntas.
—No lo creo, profesor Devlin. —Le tendió la mano—. Adiós.
Devlin la sostuvo unos instantes y en seguida se alejó por el jardín hacia el banco
en que Tony Hunter le esperaba.
—¡Vamos! ¡En marcha!
Hunter se incorporó y echó a andar detrás de él.
—¿Qué ha pasado?
—Nada —respondió Devlin cuando llegaron al coche—. Nada en absoluto. No ha
querido escuchar. Lléveme a su apartamento, para que pueda recoger mi equipaje, y
luego déjeme en el aeropuerto Charles de Gaulle. Con un poco de suerte, todavía
podré alcanzar el vuelo de la tarde.
—¿Vuelve a Dublín?
—Sí, vuelvo a Dublín —contestó Liam Devlin, hundiéndose en el asiento y
echándose el ala del sombrero sobre los ojos.
Tras ellos, Tanya Voroninova los vio partir y mezclarse con el tráfico de la rué de
Rivoli. Los siguió con la vista, pensando unos instantes, y luego abandonó los
jardines y echó a andar por la acera, reflexionando sobre los extraordinarios
acontecimientos de aquella mañana. Liam Devlin era un hombre peligrosamente
atractivo, no cabía duda de ello, pero, más importante todavía, sus palabras la habían
alterado profundamente y los sucesos del pasado, que tal vez fuera mejor olvidar, no
cesaban de llamarla como desde una gran distancia.
Se fijó en un coche que subía al bordillo por delante de ella, un Mercedes negro.
Cuando llegó a su altura, se abrió la portezuela de atrás y Natasha Rubenova la miró
desde el interior. Parecía agitada. No; más que eso: asustada.
—¡Tanya!
Tanya se volvió hacia ella.
—¡Natasha! ¿Qué diablos estás haciendo aquí? ¿Qué ha pasado?
—Por favor, Tanya. Sube.
Había un hombre sentado junto a ella, joven y con un rostro duro e implacable.
Vestía un traje azul, camisa blanca y corbata azul oscuro. También llevaba guantes de
piel negra. El hombre que ocupaba el asiento al lado del conductor hubiera podido ser
su hermano gemelo. Parecían empleados de una firma de pompas fúnebres de alta
categoría, y Tanya se sintió un tanto inquieta.
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—Pero ¿qué diablos está ocurriendo?
En menos de un segundo, el joven sentado junto a Natasha había salido del coche
y sujetaba a Tanya por encima del codo izquierdo, suavemente pero con firmeza.
—Me llamo Turkin; Peter Turkin, camarada. Mi colega es el teniente Ivan
Shepilov. Somos oficiales del GRU y tiene usted que acompañarnos.
¡La inteligencia militar soviética! Tanya se sentía algo más que inquieta. Tenía
miedo, y trató de desasirse.
—Por favor, camarada. —Su apretón se hizo más firme—. Así sólo conseguirá
hacerse daño, y ha de dar un concierto esta noche. No queremos decepcionar a sus
admiradores.
Había algo en sus ojos, un matiz de crueldad o perversidad, que resultaba muy
perturbador.
—¡Déjeme en paz! —Intentó pegarle, pero el hombre bloqueó el golpe con
facilidad—. Tendrá que responder de esto. ¿No sabe quién es mi padre?
—El teniente general Ivan Maslovsky, del KGB, cuyas órdenes directas estoy
cumpliendo ahora, de modo que pórtese como una buena chica y haga lo que le dicen.
El sobresalto fue tan intenso que le quitó toda voluntad de resistirse. Sin saber
cómo, se encontró sentada al lado de Natasha, que parecía al borde de las lágrimas.
Turkin subió por el lado opuesto.
—¡A la embajada! —le ordenó al chófer.
Cuando el Mercedes arrancó, Tanya sujetó con fuerza la mano de Natasha. Por
vez primera desde que era niña, se sintió verdaderamente asustada.
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CAPÍTULO 7
Nikolai Belov era un hombre bastante bien parecido, de algo más de cincuenta
años de edad, con el rostro ligeramente carnoso de una persona que se dedica a las
cosas buenas de la vida con más intensidad de la conveniente para su salud; un buen
marxista que vestía un abrigo y un traje oscuro cortados en Savile Row, en Londres.
Su cabello plateado y su postura decadente le daban el aspecto de un actor maduro y
distinguido, más que el de un coronel del KGB.
Su viaje a Lyon no habría podido considerarse en modo alguno como un negocio
importante, pero aun así le fue posible llevar con él a su secretaria, Irana Vronsky.
Dado que desde hacía varios años era también su amante, ello significaba que
disfrutó de un par de días sumamente placenteros, aunque el placer se desvaneció
rápidamente cuando regresó a la embajada soviética y descubrió la situación que le
aguardaba.
Apenas había entrado en su despacho cuando apareció Irana.
—Ha llegado un comunicado urgente y personal del KGB de Moscú.
—¿Quién lo envía?
—El general Maslovsky.
La simple mención del nombre bastó para que se pusiera en pie al momento. Salió
de su despacho, y la mujer le siguió hasta la oficina de cifra, donde la operadora
localizó rápidamente la cinta en cuestión. Belov tecleó su código personal, la
máquina se puso en funcionamiento, la operadora arrancó la hoja de la impresora y se
la entregó. Belov la leyó y profirió un juramento en voz baja. En seguida, sujetó a
Irana por el codo y la condujo hacia la puerta.
—Llama al teniente Shepilov y al capitán Turkin. Que dejen inmediatamente lo
que estén haciendo.
Belov estaba sentado ante su escritorio, lleno de papeles, cuando se abrió la puerta e
Irana Vronsky hizo pasar a Tanya, Natasha Rubenova, Shepilov y Turkin. Belov
conocía bien a Tanya. Hacía ya varios años que su destino oficial en la embajada era
el de agregado cultural. A causa de esta cobertura, había tenido que acompañarla a
fiestas en más de una ocasión.
Se puso en pie.
—Me alegro de verla.
—Exijo saber qué está pasando aquí —comenzó ella apasionadamente—. Estos
matones me han secuestrado en plena calle y…
—Estoy seguro de que el capitán Turkin se ha limitado a cumplir sus órdenes del
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modo que ha considerado conveniente. —Belov se volvió hacia Irana—. Ya puede
hacer esa llamada a Moscú. —Luego, dirigiéndose otra vez a Tanya, prosiguió—:
Cálmese, por favor, y tome asiento. —Ella permaneció de pie, en un gesto de
rebeldía, y miró de soslayo a Shepilov y Turkin, que esperaban junto a la pared con
sus manos enguantadas cruzadas sobre el pecho—. Por favor —repitió Belov.
Tanya se sentó y él le ofreció un cigarrillo. Su agitación era tal que lo aceptó, y
Turkin se adelantó silenciosamente para darle fuego. Su encendedor no sólo era de
Cartier, sino también de oro macizo. Aspiró una bocanada, y el humo se le pegó a la
garganta haciéndola toser.
—Ahora, dígame que ha hecho esta mañana —le pidió Belov.
—He dado un paseo hasta el jardín de las Tullerías.
El cigarrillo era una ayuda que contribuía a calmarla. Había recobrado el
dominio, y eso significaba que podía luchar.
—¿Y luego?
—He estado en el Louvre.
—¿Con quién ha hablado?
Era una pregunta directa, calculada para provocar una respuesta automática. Para
su propia sorpresa, Tanya se encontró contestando tranquilamente:
—Iba sola. No me acompañaba nadie. ¿Acaso no ha quedado claro?
—Sí, ya lo sé —respondió él, pacientemente—. Pero ¿no ha hablado con nadie en
el museo? ¿Nadie le ha dirigido la palabra?
Tanya esbozó una sonrisa.
—¿Quiere decir si alguien ha tratado de ligar conmigo? No he tenido esa suerte.
Considerando la fama que tiene, París puede resultar muy decepcionante. —Aplastó
el cigarrillo—. Oiga, Nikolai, ¿qué ocurre? ¿No puede decírmelo?
Belov no tenía ningún motivo para no creerla. La noche anterior, en efecto, se
ausentó sin justificación. De haber permanecido en París, habría recibido las órdenes
de Maslovsky inmediatamente y no habría permitido que Tanya abandonara su suite
del Ritz en toda la mañana. Desde luego, no sin ir acompañada.
Se abrió la puerta y volvió a entrar Irana.
—El general Maslovsky en la línea uno.
Belov descolgó el teléfono y Tanya trató de arrebatárselo.
—Déjeme hablar con él.
Belov lo apartó de su alcance.
—Belov al habla, general.
—¡Ah, Nikolai! ¿La tiene ahí con usted?
—Sí, general.
El hecho de que Belov prescindiera del «camarada» daba la medida de su
amistad.
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—¿Está protegida? ¿No ha hablado con nadie?
—Así es, general.
—¿Ese tal Devlin no ha tratado de establecer contacto con ella?
—Parece que no. Hemos buscado su ficha en el ordenador. Fotografías, todo. Si
intenta acercarse, lo sabremos.
—Excelente. Páseme a Tanya.
Belov le tendió el teléfono y ella casi lo arrancó de sus manos.
—¿Papá?
Hacía muchos años que lo llamaba así, y la voz que respondió era tan cálida y
amable como siempre:
—¿Estás bien?
—Intrigada —contestó ella—. Nadie quiere decirme qué está pasando.
—Basta con que sepas que, por razones que ahora no vienen al caso, te has visto
implicada en un asunto que afecta a la seguridad del Estado. Un asunto muy grave.
Debes volver a Moscú lo antes posible.
—¿Y mi gira?
De pronto, la voz del otro extremo de la línea se volvió fría, inexorable y distante.
—Cancelada. Esta noche actuarás en el conservatorio según lo previsto. De todos
modos, el primer vuelo directo a Moscú sale mañana por la mañana. La prensa
recibirá una explicación adecuada. La vieja lesión de la muñeca vuelve a darte
problemas. Necesitas seguir en tratamiento. Creo que bastará con eso.
Durante toda su vida, o así se lo parecía, Tanya había seguido sus indicaciones y
le había permitido que dirigiera su carrera, consciente de que a Maslovsky le movía
un verdadero cariño, pero aquello era nuevo para ella.
Volvió a intentarlo.
—¡Pero papá…!
—Ya hemos hablado bastante. Harás lo que te digan y obedecerás en todo al
coronel Belov. Dile que se ponga.
Ella entregó el teléfono a Belov sin decir nada, con mano temblorosa. Nunca le
había hablado así. ¿Acaso ya no era su hija? ¿No era, entonces, más que otro
ciudadano soviético al que podía dar las órdenes que le pluguiera?
—Aquí Belov, general. —Escuchó durante unos instantes y luego asintió—. No
hay problema. Puede confiar en mí.
Colgó el teléfono y abrió una carpeta que tenía sobre el escritorio. La foto que
sacó de ella para enseñársela era de Liam Devlin, quizá unos años más joven, pero
inconfundible.
—Este hombre es irlandés. Se llama Liam Devlin, un profesor universitario de
Dublín con la reputación de poseer cierto encanto irlandés. Sería un error tomarlo a la
ligera. Ha formado parte del Ejército Republicano Irlandés durante toda su vida de
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adulto. En otra época, ocupó un importante cargo dirigente. También es un pistolero
experto e implacable que ha matado muchas veces. De joven, actuaba como el
verdugo oficial de su grupo.
Tanya respiró hondo.
—¿Y qué tiene que ver conmigo?
—Eso no debe preocuparla. Basta con que sepa que le gustaría mucho hablar con
usted, y que nosotros no podemos en modo alguno permitirlo. ¿No es así, capitán?
Turkin no mostró ninguna expresión.
—En efecto, coronel.
—Por tanto —prosiguió Belov—, la camarada Rubenova y usted regresarán
inmediatamente al Ritz, acompañadas por el teniente Shepilov y el capitán Turkin.
No volverá a salir del hotel hasta el concierto de esta noche, y ellos la acompañarán
también al conservatorio. Yo asistiré al concierto y a la recepción que ofreceremos
luego. Acudirán el embajador y el propio presidente de la República, monsieur
Mitterrand. Su presencia es el único motivo por el que no cancelamos el concierto.
¿Hay algo que no comprenda?
—No —replicó ella fríamente, con rostro pálido y contraído—. Lo entiendo todo
demasiado bien.
—Perfectamente —asintió—. Ahora, vuelva al hotel y procure descansar.
Tanya se puso en pie y Turkin le abrió la puerta, con una leve sonrisa torcida en
los labios. Ella pasó rozándole, seguida de la muy asustada Natasha Rubenova, y
Shepilov y Turkin salieron detrás de ellas.
En Kilrea, hacía poco rato que Devlin había llegado a su casa. No tenía una criada
fija; solamente una anciana señora que acudía un par de veces por semana para poner
un poco de orden y lavar la ropa, pero él lo prefería así. Puso agua para el té sobre el
fogón, regresó a la sala y preparó rápidamente el fuego. Estaba sosteniendo la cerilla
cuando sonó un golpecito en el ventanal y se volvió para descubrir a McGuiness
esperando fuera.
Devlin se apresuró a abrirle.
—Has sido rápido. Acabo de llegar.
—Eso me dijeron cuando aún no hacía cinco minutos que habías aterrizado. —
McGuiness estaba colérico—. ¿Qué pasa, Liam? ¿Qué está ocurriendo?
—¿Qué quieres decir?
—Primero, Levin y Billy, y ahora han encontrado a Mike Murphy en el Liffey
con dos balas en el cuerpo. Tiene que haber sido Cuchulain. Tú y yo lo sabemos, pero
¿cómo puede haberlo sabido él?
—No puedo contestar a esa pregunta. —Devlin sacó un par de vasos y la botella
de Bushmills, y los llenó—. Bebe esto y tranquilízate.
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McGuiness tomó un sorbo.
—Tiene que haber una filtración en Londres. Todo el mundo sabe que el servicio
de inteligencia británico está plagado de espías soviéticos desde hace años.
—Estás exagerando, pero algo hay de verdad en lo que dices —admitió Devlin—.
Como ya te he explicado, Ferguson cree que la filtración es cosa vuestra.
—Al diablo con Ferguson. Propongo que vayamos a por Cherny y lo hagamos
cantar.
—Es posible —respondió Devlin—, pero antes querría ver qué dice Ferguson al
respecto. Concédeme un día más.
—De acuerdo —aceptó McGuiness, no de muy buen grado—. Mantendré el
contacto, Liam. Un estrecho contacto.
Y salió por donde había entrado.
Devlin se sirvió otro whisky y permaneció sentado, saboreándolo y pensando. Al
cabo de un rato, cogió el teléfono. Iba a marcar un número, pero cambió de idea.
Colgó el auricular, sacó de su escritorio la caja de plástico negro y la conectó. No
observó respuesta positiva en el teléfono ni en ningún otro lugar de la habitación.
—O sea —murmuró en voz baja—, que se trata de Ferguson o de McGuiness. La
cosa está entre ellos dos.
Marcó el número de Cavendish Square y contestaron inmediatamente.
—Fox al habla.
—Hola, Harry. ¿Está ahí Ferguson?
—Ahora no. ¿Cómo te fue en París?
—La chica es simpática. Me gustó. Bastante confusa. Solamente pude exponerle
los hechos. Le entregué el material que trajo vuestro correo. Se lo quedó, pero yo no
me sentiría demasiado optimista.
—Yo nunca he tenido muchas esperanzas —respondió Fox—. ¿Crees que podrás
suavizar las cosas en Dublín?
—McGuiness ya ha venido a verme. Quiere secuestrar a Cherny y presionarle un
poco al viejo estilo.
—Puede que sea la mejor solución.
—¡Dios mío, Harry! Belfast te dejó marcado. Pero quizá tengas razón. Le he
pedido que esperase un día. Si quieres algo de mí, me encontrarás aquí. Otra cosa:
también le di mi tarjeta a la chica. Me dijo que era un romántico fracasado, Harry.
¿Has oído alguna vez cosa igual?
—Haces una imitación convincente, pero a mí no me has engañado nunca.
Fox se echó a reír y colgó el auricular. Devlin siguió un rato sentado, con el ceño
fruncido. De pronto, volvió a sonar una llamada en el ventanal. Lo abrió y entró
Cussane.
—Harry —dijo Devlin—, el cielo te envía. Como te he dicho con frecuencia, tú
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preparas los mejores huevos revueltos del mundo.
—Los halagos no te servirán de nada. —Cussane se sirvió un vaso de whisky—.
¿Cómo te ha ido en París?
—¿París? —contestó Devlin—. Sólo estaba bromeando, Harry. He estado en
Cork. Asuntos de la universidad relacionados con el festival cinematográfico. Tuve
que quedarme a pasar la noche, y acabo de llegar. Estoy muerto de hambre.
—Muy bien —replicó Harry Cussane—. Prepara la mesa y yo me encargaré de
los huevos.
—Eres un buen amigo, Harry —observó Devlin.
Cussane se detuvo ante la puerta.
—¿Y por qué no, Liam? Hace ya mucho que nos conocemos.
Le dirigió una sonrisa y entró en la cocina.
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frente de todo.
—¿Te encuentras bien? —inquirió Natasha.
—Naturalmente. Acércame la toalla. —Tanya la envolvió en tomo a su cuerpo—.
¿Te has fijado en el encendedor que ha usado Turkin para darme fuego?
—¿El encendedor? No, no me he fijado.
—Un Cartier de oro macizo. ¿Qué dijo Orwell en aquel libro suyo? Todos los
animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros.
—Por favor, querida. —Natasha estaba visiblemente agitada—. No debes decir
cosas así.
—Tienes razón. —Tanya sonrió—. Estoy enfadada, eso es todo. Creo que
intentaré dormir un rato. Debo estar descansada para el concierto de esta noche. —
Pasaron a la habitación contigua y Tanya se metió en la cama, todavía envuelta en la
toalla—. ¿Siguen ahí?
—Sí.
—Voy a dormir.
Natasha cerró las cortinas y salió del cuarto. Tanya se quedó inmóvil en la
oscuridad, pensando en muchas cosas. Los sucesos de las últimas horas habían sido
inquietantes por sí mismos, pero, curiosamente, lo más significativo era el modo en
que la habían tratado. Tanya Voroninova, artista de renombre internacional, que había
recibido la Medalla de la Cultura de manos del propio Brezhnev, sintió sobre ella
todo el peso de la mano del Estado. Lo cierto era que durante toda su vida ella había
sido alguien gracias a Maslovsky. Y aquel día se le había hecho entender que, en
último término, sólo era otra cifra.
Ya era suficiente. Encendió la lámpara de cabecera, abrió su bolsa y sacó el
paquete que Devlin le había entregado. El pasaporte británico era excelente;
expedido, según indicaba la fecha, tres años antes. Había un visado para Estados
Unidos, donde estuvo en dos ocasiones. También había entrado en Alemania, Italia,
España y, una semana antes, en Francia. Un buen detalle. Su nombre era Joanna
Frank, nacida en Londres, de profesión periodista. La foto, como Devlin le había
dicho, mostraba un excelente parecido. No faltaban una o dos cartas personales con
su dirección de Chelsea, en Londres, una tarjeta de crédito American Express ni un
permiso de conducir británico. Habían pensado en todo.
Las rutas alternativas estaban claramente explicadas. El vuelo directo de París a
Londres no era aceptable. Resultaba asombroso lo fría y calculadora que se había
vuelto. Sólo tendría una mínima posibilidad de escabullirse, suponiendo que se le
presentara la oportunidad, y sin duda la echarían de menos al momento. Lo primero
que harían sería cubrir los aeropuertos.
Parecía obvio que lo mismo ocurriría en las terminales del ferry de Calais y
Boulogne. Pero la gente de Londres había preparado una ruta que tal vez fuera pasada
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por alto. Un tren salía de París a Rennes, donde enlazaba con otro que llegaba hasta
St. Malo, en la costa de Bretaña. Una vez allí, un servicio de hidroplano le permitiría
llegar hasta Jersey, en las islas del Canal de la Mancha. Y desde Jersey partían varios
aviones diarios con destino a Londres.
Se levantó silenciosamente, anduvo de puntillas hasta el cuarto de baño y cerró la
puerta. Luego, descolgó el auricular del teléfono de pared y llamó a recepción, cuyo
personal era sumamente eficaz. Sí, había un tren nocturno a Rennes, que salía de la
Gare du Nord a las once. En Rennes tendría que esperar, pero podría llegar a St. Malo
a la hora del desayuno, con tiempo de sobra para tomar el hidroplano.
Hizo correr el agua del retrete y regresó al dormitorio, bastante satisfecha consigo
misma por no haber mencionado su nombre ni el número de su habitación. La
consulta podía haber sido de cualquiera de los varios centenares de huéspedes.
—Están convirtiéndote en un animal de la selva, Tanya —se dijo en voz baja.
Sacó del armario la bolsa que solía utilizar para llevar sus cosas a los conciertos.
No era mucho lo que podía ocultar en ella. Se notaría. Reflexionó un rato sobre esta
cuestión y, finalmente, se decidió por un bar de botas de gamuza suave. Bien
dobladas, encajaban perfectamente en el fondo de la bolsa. Después, descolgó de su
percha un mono de algodón negro, lo plegó y lo puso encima de las botas.
Finalmente, colocó la partitura del concierto y las partes orquestales que había estado
estudiando.
Ya estaba todo preparado. Se acercó a la ventana y contempló el exterior. Había
empezado a llover de nuevo y se estremeció, sintiéndose repentinamente muy sola.
Recordó a Devlin y la fuerza que emanaba de él. Por un instante pensó telefonearle,
pero rechazó la idea. No podía llamar desde allí. En cuanto empezaran a hacer
comprobaciones, localizarían la llamada en cuestión de minutos. Volvió a la cama y
apagó la luz. ¡Si al menos consiguiera dormir una o dos horas! El rostro apareció en
su conciencia: la pálida tez de Cuchulain y sus ojos oscuros le impedían dormir.
Para el concierto se puso un vestido largo de terciopelo negro. Era de Balmain, con
una chaqueta a juego, muy llamativo. Las perlas en torno a su cuello y los pendientes
eran una especie de talismán de la suerte; un regalo de los Maslovsky antes de la final
del premio Chaikovsky, su mayor triunfo.
Natasha entró en el cuarto y se detuvo a su lado, ante el tocador.
—¿Preparada? No queda mucho tiempo. —Posó sus manos sobre los hombros de
Tanya—. Estás encantadora.
—Gracias. Ya he preparado mis cosas.
Natasha tomó la bolsa.
—¿Llevas una toalla? Siempre te la olvidas.
Abrió la cremallera antes de que Tanya pudiera impedírselo, y se quedó
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paralizada. Miró a la joven con ojos muy abiertos.
—Por favor —dijo Tanya suavemente—. Si es que alguna vez he significado algo
para ti.
La mujer de más edad respiró hondo, pasó al cuarto de baño y regresó con una
toalla. La dobló, la metió en la bolsa y cerró la cremallera.
—Ya está —anunció—. Todo dispuesto.
—¿Todavía llueve?
—Sí.
—Entonces, no llevaré la capa de terciopelo. Creo que me pondré la trinchera.
Natasha fue a buscarla al armario y la colocó sobre sus hombros. Tanya sintió que
sus manos se ponían rígidas por un instante.
—Es hora de irnos.
Tanya cogió la bolsa, abrió la puerta y pasó a la habitación contigua, donde
esperaban Shepilov y Turkin. Ambos vestían de esmoquin, como requería la
recepción que iba a celebrarse tras el concierto.
—Si me permite la observación, está usted espléndida, camarada —dijo Turkin
—. Un orgullo para nuestro país.
—Ahórreme sus cumplidos, capitán —respondió ella fríamente—. Si quiere ser
de utilidad, lléveme la bolsa.
Se la entregó y emprendió la marcha.
La sala de conciertos del conservatorio estaba llena a rebosar. Cuando Tanya salió al
escenario, la orquesta se puso en pie para recibirla y sonó una ovación atronadora. El
público, siguiendo el ejemplo del presidente Mitterrand, también se había levantado.
La joven tomó asiento y se apagaron todos los ruidos. Reinaba un absoluto
silencio cuando el director alzó la batuta, y entonces la batuta descendió y, mientras
la orquesta empezaba a tocar, las manos de Tanya Voroninova se movieron sobre el
teclado.
Tanya estaba llena de alegría, casi en éxtasis, y tocó como nunca antes había
tocado, con una nueva y vibrante energía, como si por fin estuviera liberando algo
que había permanecido encerrado en su interior durante años. La orquesta respondió
tratando de emularla, de modo que al final, en la espectacular conclusión del
excepcional concierto de Rachmaninov, orquesta y piano se fusionaron en una unidad
que dio lugar a una experiencia que los presentes no olvidarían jamás.
La reacción del público fue distinta de todo lo que ella había conocido hasta
entonces. Se levantó para saludar, con la orquesta a su espalda, mientras todo el
mundo aplaudía. Alguien lanzó una flor al escenario, y pronto siguieron otras cuando
las mujeres deshicieron sus ramilletes.
Tanya abandonó el escenario, y Natasha, que la esperaba con lágrimas corriéndole
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por las mejillas, la rodeó con sus brazos.
—¡Has estado maravillosa, babushka!. ¡Mejor que nunca!
Tanya le estrechó con fuerza.
—Ya lo sé. Es mi noche, Natasha. Si fuera necesario, esta noche podría
enfrentarme al mundo entero y salir vencedora.
En seguida, se volvió y regresó al escenario para saludar a un público que se
negaba a dejar de aplaudir.
François Mitterrand, presidente de la República de Francia, asió sus dos manos y las
besó con fervor.
—Mis respetos, mademoiselle. Una interpretación extraordinaria.
—Es usted demasiado amable, monsieur le Président —respondió ella en su
propio idioma.
Los camareros comenzaron a servir el champaña y la multitud se congregó, entre
destellos de flashes, mientras el presidente ofrecía un brindis por la artista y la
presentaba luego al ministro de Cultura y a otras personalidades. Tanya advirtió la
presencia de Shepilov y Turkin junto a la puerta, hablando con Nikolai Belov. Éste,
sumamente elegante con su esmoquin de terciopelo y su camisa con pechera de
volantes, alzó su copa hacia ella y se aproximó. Tanya consultó su reloj. Pasaban
unos minutos de las diez. Si quería marcharse, tenía que ser de inmediato.
Belov tomó su mano derecha y la besó.
—Ha estado genial. Debería enfadarse más a menudo.
—Es una forma de verlo. —Tomó otra copa de champaña de la bandeja que
portaba un camarero—. Parece que han venido todas las personalidades del cuerpo
diplomático. Debe de sentirse satisfecho. Es todo un triunfo.
—Sí, desde luego, pero lo cierto es que los rusos siempre hemos tenido un
sentimiento musical del que otros pueblos carecen.
Ella miró a su alrededor.
—¿Dónde está Natasha?
—Allí, con la prensa. ¿Quiere que vaya a buscarla?
—No hace falta. Tengo que ir un momento al tocador, pero puedo arreglarme
perfectamente yo sola.
—Naturalmente. —Hizo un ademán de cabeza dirigido a Turkin, que se acercó a
ellos—. Acompañe a la camarada Voroninova al tocador, Turkin. Espere a que salga y
acompáñela de nuevo hasta aquí. —Se volvió hacia Tanya, sonriente—. No queremos
que sufra ningún daño entre todo este gentío.
La multitud le abrió paso, sonriéndole y alzando sus copas hacia ella, y Turkin la
siguió por el angosto corredor hasta que llegaron a la puerta del tocador.
Ella la abrió.
Al cabo de cinco minutos, Turkin empezó a sospechar que algo andaba muy mal,
entró en el tocador de señoras y descubrió la puerta del retrete cerrada. El silencio
Nikolai Belov había comprobado siempre que las adversidades eran su mejor acicate.
Nunca fue de los que lloran por la leche derramada. En su despacho de la embajada,
sentado tras el escritorio, contemplaba a Natasha Rubenova. Shepilov y Turkin
permanecían de pie junto a la puerta.
—Vuelvo a preguntárselo, camarada. —Se dirigía a Natasha—. ¿Le dijo algo?
Seguramente usted, entre todas las personas, debía de tener alguna idea acerca de sus
intenciones.
Natasha estaba llorosa y asustada sin necesidad de fingirlo, y esto la ayudó a
mentir con convicción.
—Estoy tan a oscuras como usted, camarada coronel.
Belov suspiró y le hizo una señal a Turkin, que avanzó hacia ella y la obligó a
sentarse en una silla. Luego, se quitó el guante derecho y le apretó el cuello,
pellizcándole un nervio que mandó una oleada de penetrante dolor por todo su
cuerpo.
—Vuelvo a preguntárselo —dijo Belov amablemente—. Por favor, sea razonable.
Detesto esta clase de cosas.
Natasha, llena de dolor, rabia y humillación, tuvo el gesto más valeroso de su
vida.
—¡Por favor! ¡Camarada, le juro que no me dijo nada! ¡Nada!
Volvió a gritar cuando el dedo de Turkin presionó de nuevo el nervio. Belov agitó
la mano.
—Basta. Creo que dice la verdad. ¿Por qué habría de mentirnos?
Ella se acurrucó en la silla, sollozando, y Turkin preguntó:
—¿Y ahora qué, camarada?
—Hemos cubierto los aeropuertos. No ha tenido tiempo de tomar ningún avión.
—¿Y Calais y Boulogne?
—Nuestros hombres se dirigen allí por carretera. Llegarán mucho antes de que
salga el primer transbordador de la mañana.
Shepilov, que rara vez hablaba, preguntó en tono comedido:
Alexander Martin tenía treinta y siete años y era un hombre alto y bastante apuesto,
Para su propia sorpresa, Tanya logró dormir durante la mayor parte del trayecto, y
tuvo que ser despertada por dos jóvenes estudiantes que habían viajado junto a ella
desde la salida de París. Eran las tres y media y, aunque había dejado de llover, en el
andén de la estación de Rennes hacía mucho frío. Los estudiantes conocían un café
cerca de la estación, en el bulevar Beaumont, que no cerraba en toda la noche, y la
acompañaron hasta allí. Era un lugar cálido y acogedor, no muy lleno de gente. Pidió
café y una tortilla, y se dirigió al teléfono público para llamar a Devlin. Devlin, que
había estado esperando nerviosamente su llamada, preguntó:
—¿Está bien?
—Muy bien. Incluso he dormido en el tren. No se preocupe. Es imposible que
sepan dónde estoy. ¿Cuándo volveremos a vernos?
—Pronto —le aseguró Devlin—. Pero antes hemos de conseguir que llegue a
Londres sin problemas. Ahora, escúcheme. Cuando llegue a Jersey, habrá un hombre
llamado Martin esperándola en el muelle. Alexander Martin. Al parecer se trata de un
admirador suyo, de modo que la reconocerá fácilmente.
—Entiendo. ¿Algo más?
Croix, un minúsculo aeropuerto con una torre de control, dos hangares y tres
barracones, era la sede de un aeroclub, pero también lo utilizaba Pierre Lebel como
base para su servicio de taxis aéreos. Lebel era un hombre moreno y taciturno que
jamás hacía preguntas si el precio le parecía correcto. Ya había trabajado
anteriormente para Belov y conocía bien a Turkin y Shepilov, aunque ni siquiera
imaginaba que fueran rusos. Siempre había supuesto que andaban en algo ilegal, pero
mientras no hubiera drogas de por medio y el precio fuese adecuado, él no tenía nada
que objetar. Cuando llegaron ambos pasajeros, él ya estaba esperándolos y abrió la
puerta del hangar principal para que pudieran meter el coche dentro.
—¿Qué avión vamos a usar? —inquirió Turkin.
—El Chieftain. Es más rápido que el Cessna y vamos a tener el viento de cara
durante todo el vuelo hasta el golfo de St. Malo.
—¿Cuándo salimos?
—Cuando ustedes quieran.
—Creía que el aeropuerto de Jersey estaba cerrado al tráfico hasta las siete.
—Quien se lo dijo no estaba bien informado. Oficialmente, es hasta las siete y
media para los aerotaxis. Sin embargo, se abre a las cinco y media para el avión del
papel.
—¿El avión del papel?
—Los periódicos de Inglaterra, el correo y cosas por el estilo. Normalmente no
suelen denegar una solicitud de aterrizaje antes de la hora, sobre todo si es de alguien
a quien conocen. Cuando llamaron, me dio la impresión de que esta vez tenían un
poco de urgencia, ¿no es así?
—La tenemos —le aseguró Turkin.
—Bien. Entonces, será mejor que subamos al despacho y dejemos arreglado el
aspecto comercial del asunto.
El despacho estaba al final de un desvencijado tramo de escalera. Era un cuarto
pequeño y atestado, con un escritorio desordenado y una sola bombilla que pendía del
techo. Turkin le entregó un sobre a Lebel.
—Cuéntelo.
—Lo haré, no se preocupe —respondió el francés.
En aquel momento sonó el teléfono. Contestó y, en seguida, le tendió el auricular
a Turkin.
—Es para usted.
La llamada era de Belov.
Cuando aterrizaron en el aeropuerto de Jersey eran las seis en punto de una despejada
y ventosa mañana, y el firmamento comenzaba a iluminarse hacia el este con un
resplandor anaranjado sobre el horizonte. El funcionario a cargo de los trámites de
aduana e inmigración era un hombre agradable y cortés. No había motivo para que no
lo fuera, pues sus papeles estaban en orden y en Jersey estaban acostumbrados a
recibir miles de visitantes franceses todos los años.
—¿Se queda usted aquí? —le preguntó a Lebel.
—No, vuelvo inmediatamente a París —contestó el francés.
—¿Y ustedes, caballeros?
—Tres o cuatro días. Negocios y placer —respondió Turkin.
—¿Llevan algo que declarar? ¿Han leído el cartel?
—Nada en absoluto.
Turkin le tendió su bolsa de viaje, pero el funcionario la rechazó con un ademán.
—Nada más, caballeros. Les deseo una estancia agradable.
Se despidieron de Lebel con un apretón de manos y pasaron a la sala de llegadas,
que a tan temprana hora se encontraba desierta. En el exterior había uno o dos coches
aparcados, pero la parada de taxis estaba vacía. Había un teléfono público adosado a
la pared, pero cuando Turkin iba a utilizarlo, Shepilov le dio un golpecito en el codo
y señaló con el dedo un taxi que llegaba al aeropuerto. Se detuvo ante la puerta y
descendieron dos azafatas. Los rusos esperaron y el taxi avanzó hacia ellos.
—Empiezan temprano el día, señores —observó el taxista.
—Sí, es cierto —asintió Turkin—. Acabamos de llegar de París en un vuelo
privado.
—Oh, ya veo. ¿Adónde quieren que los lleve?
Turkin, que había pasado la mayor parte del viaje examinando la guía de Jersey
que Irana le había entregado, y en particular el mapa de St. Helier, respondió:
—Al Weighbridge. ¿No se llama así? Junto a los muelles.
El taxi se puso en movimiento.
—¿No necesitan un hotel, entonces?
En St. Malo, el hidroplano Condor pasó ante la Mole des Noires, a la salida del
puerto. Iba casi lleno, principalmente de turistas franceses con intención de pasar el
día en Jersey, a juzgar por los fragmentos de conversación que Tanya pudo oír. Una
vez fuera del puerto, el hidroplano comenzó a elevarse, ganando velocidad, y ella se
dedicó a contemplar la mañana, sintiéndose eufórica. Lo había conseguido. Había
vencido. Una vez en Jersey, estaría tan segura como en Londres. Se recostó sobre el
respaldo de la cómoda butaca y cerró los ojos.
Alex Martin condujo su amplio Peugeot hacia el Albert Quay y siguió avanzando
hasta que encontró un lugar apropiado para aparcar, cosa que no le resultó fácil,
porque acababa de llegar el transbordador para automóviles procedente de Weymouth
y había bastante movimiento. No había dormido en absoluto y comenzaba a notar los
efectos de la falta de sueño, a pesar de un buen desayuno y una ducha fría. Vestía
pantalones azul marino, un polo del mismo color y una chaqueta deportiva de tweed
azul celeste diseñada por Yves St. Laurent. En parte, éste atuendo se debía a su deseo
de causar buena impresión a Tanya Voroninova. Su arte significaba mucho para él, y
la oportunidad de conocer a la pianista que tanto admiraba era más importante para él
de lo que Ferguson o Fox hubieran podido imaginar.
Sus cabellos aún estaban algo húmedos y se los peinó con los dedos, súbitamente
inquieto. Abrió la guantera del Peugeot y sacó la pistola que guardaba allí. Era una
Smith & Wesson Special calibre 38, el modelo Airweight con cañón de cinco
centímetros, un arma muy utilizada por la CIA. Seis años antes, en Belfast, se la
había quitado al cadáver de un terrorista protestante, miembro de la ilegal UVF. El
hombre había intentado matar a Martin y casi lo había conseguido, pero finalmente
Martin lo había matado a él. Lo más extraño era que eso jamás le preocupó: nada de
remordimientos, nada de pesadillas.
—Vamos, Alex —se reprendió suavemente—. Esto es Jersey.
Pero la sensación no se desvanecía: un toque de inquietud como si volviera a estar
en Belfast. Recordando un viejo truco de sus días en la clandestinidad, deslizó la
pistola bajo su cinturón, a la altura de los riñones. Muchas veces, incluso un cacheo
personal pasaba por alto esa zona del cuerpo.
Esperó, fumando un cigarrillo y escuchando Radio Jersey en el aparato del
automóvil, hasta que vio el hidroplano embocar el puerto. Aun entonces, no se
—No, madame, no hay que pagar nada —le dijo el camarero a Tanya mientras el
vuelo uno once se remontaba hacia el firmamento, alejándose de Jersey—. Las
bebidas son gratuitas. ¿Qué desea tomar? ¿Vodka con tónica, naranjada con
ginebra…? También tenemos champaña.
Champaña gratis. Tanya asintió y tomó la copa helada que le ofrecía. «Por la
nueva vida», pensó, y a continuación dijo en voz baja:
—Por ti, Alexander Martin.
Y vació la copa de un largo sorbo.
Por fortuna, la asistenta tenía el día libre. Alex Martin se deshizo de la camisa
arrojándola al cubo de la basura y ocultándola debajo de todos los desperdicios.
Luego pasó al cuarto de baño para lavarse la herida. En realidad, habrían tenido que
aplicarle algunos puntos, pero acudir al hospital significaba preguntas, y no quería
preguntas. Unió los bordes del tajo con cruces de esparadrapo, un viejo truco de
soldado, y se puso una venda por encima. A continuación, se enfundó en un albornoz,
se sirvió una generosa medida de whisky y se fue a la sala de estar. Acababa de
—El vuelo de media tarde —dijo Devlin—. Claro que iré. No hay problema.
—¿Concertará usted mismo la cita con McGuiness para que la chica pueda ver las
fotografías u otros documentos que ellos quieran enseñarle?
—Yo cuidaré de eso —asintió Devlin.
—Cuanto antes, mejor —le advirtió Ferguson con firmeza.
—Oigo y obedezco, oh genio de la lámpara —respondió Devlin—. Ahora,
déjeme hablar con ella.
Ferguson le tendió el teléfono a Tanya.
—¿Profesor Devlin? ¿Qué hay?
—Acabo de recibir noticias de París. Mona Lisa está sonriendo de oreja a oreja.
Hasta pronto.
Paul Cherny iba a ponerse el impermeable cuando sonó un golpe en la puerta de sus
habitaciones. Al abrirla vio a Harry Cussane esperando en el umbral. Llevaba un
oscuro sombrero flexible y un impermeable de los que solían utilizar los sacerdotes, y
parecía agitado.
—¡Gracias a Dios que te encuentro, Paul!
—¿Por qué? ¿Qué ocurre? —preguntó Cherny.
—¿Recuerdas al hombre del IRA que iba siguiéndote, el que eliminé yo el otro
día? Ahora hay otro. Ven conmigo.
Los aposentos de Cherny estaban en el primer piso del antiguo edificio
universitario de piedra gris. Cussane trepó ágilmente por las escaleras hasta el piso de
arriba y se dirigió sin detenerse hacia el siguiente tramo.
—¿Adónde vamos? —gritó Cherny.
—Ahora verás.
En el último rellano, la alta ventana gregoriana del extremo tenía abierta su parte
inferior. Cussane se asomó.
—Allí —dijo—. Al otro lado del patio.
Cherny estudió las losas de piedra y el verde césped del patio.
—¿Dónde? —inquirió.
Notó la mano que se posaba sobre sus riñones y el súbito empujón. Logró proferir
un grito, pero sus piernas tropezaron con el bajo alféizar y cayó de cabeza hacia las
losas situadas veinticinco metros más abajo.
Cussane corrió por el pasillo y bajó a toda prisa la escalera posterior. En cierto
sentido, no le había engañado: era cierto que McGuiness había sustituido a Murphy
por un nuevo guardián —o, mejor dicho, por dos—, que en aquellos momentos
esperaban sentados dentro de un Ford Escort verde, aparcado ante la entrada
principal. Aunque ya no iba a servirles de mucho su vigilancia.
Lubov tenía la última fila del cine para él solo. De hecho, sólo había cinco o seis
personas en la sala, según alcanzaba a distinguir en la penumbra. Había llegado
deliberadamente temprano, y palpaba con la mano húmeda de sudor la Stechkin con
silenciador que guardaba en su bolsillo. Llevaba un frasco de petaca, y en aquel
momento lo sacó para beber un largo sorbo. Más whisky para obtener el coraje que le
hacía falta. Primero Cherny, y luego Cussane. Suponía que el segundo le resultaría
Cuando Harry Fox y Tanya cruzaron la puerta de la sala de llegada, Devlin estaba
esperándoles apoyado en una columna, fumando un cigarrillo. Vestía la trinchera
negra y el sombrero de fieltro, y se adelantó hacia ellos sonriendo.
—Cead mile failte —exclamó, estrechando las manos de la joven—. En irlandés,
eso significa cien mil bienvenidas.
—Go raibh maith agat —respondió Fox siguiendo el ritual.
—Deja de pavonearte. —Devlin recogió la bolsa de la chica—. Su madre era una
respetable irlandesa, gracias a Dios.
El rostro de Tanya estaba resplandeciente.
—Me siento muy emocionada. Todo esto es tan… tan increíble.
—Bien —dijo Fox—, ahora queda en buenas manos. Yo me voy. El vuelo de
regreso sale dentro de una hora y aún he de confirmar la reserva. Nos mantendremos
en contacto, Liam.
Se perdió entre la multitud, mientras Devlin tomaba a Tanya del brazo y la
conducía hacia la salida.
—Una buena persona —comentó ella—. ¿Qué pasó con su mano?
—Una noche, en Belfast, cogió una bolsa con una bomba y no la arrojó lo
bastante deprisa. Pero se arregla muy bien con la maravilla electrónica que le han
colocado.
—Lo dice muy tranquilamente —observó Tanya mientras cruzaba la calzada
hacia el aparcamiento.
—A él no le gusta que le compadezcan. Eso se debe a su formación en Eton y en
los Guards. Les enseñan a aceptarlo todo sin llorar. —La ayudó a instalarse en su
viejo deportivo Alfa Romeo—. Harry pertenece a un tipo especial, como el viejo
bastardo de Ferguson. Lo que suelen llamar un caballero.
—¿Cosa que usted no es?
—¡Dios nos libre! Mi anciana madre se revolvería en su tumba si la oyera —
respondió, poniendo el coche en movimiento—. Conque al final cambió de idea,
después de irme yo de París… ¿Qué ocurrió?
Se lo contó todo: Belov, la conversación telefónica con Maslovsky, Shepilov y
Lo que sucedió a continuación fue extraño, aunque quizá no tanto, considerando las
circunstancias. La conmoción había sido tan intensa que pareció consumir todas sus
fuerzas, y Tanya permaneció sentada en la semipenumbra de la iglesia mientras los
fieles salían y Cussane y los monaguillos desaparecían hacia la sacristía. En la iglesia
reinaba un profundo silencio y ella siguió sentada en el banco, tratando de hallar un
sentido a lo que había visto. Cuchulain era el padre Harry Cussane, el amigo de
Devlin, y eso explicaba muchas cosas. «¡Dios mío! —pensó—. ¿Qué voy a hacer?».
Y entonces se abrió la puerta de la sacristía y salió Cussane.
En la cocina, casi todo estaba preparado. Devlin echó una ojeada al horno, silbando
suavemente para sí, y preguntó:
—¿Ha puesto ya la mesa?
No hubo contestación. Salió a la sala de estar. No sólo la mesa estaba sin poner,
sino que no había rastro de Tanya. Entonces se fijó en la puerta-ventana, abierta de
par en par, y se quitó el delantal para salir al jardín.
—¿Tanya? —llamó, y en el mismo momento vio que la verja en el muro del
jardín estaba abierta.
Salió y se quedó de pie, estremeciéndose por el intenso frío que sentía. Él se mostraba
muy tranquilo y su expresión era grave.
—Ha pasado mucho tiempo —añadió, también en ruso.
—Entonces, ¿me matarás como mataste a mi padre? ¿Cómo has matado a muchos
otros?
—Tenía la esperanza de que no fuera necesario. —La recorrió con la mirada, las
manos embutidas en los bolsillos de la chaqueta, y de pronto sonrió dulcemente y con
una especie de tristeza—. He oído tus discos. Tienes un gran talento.
Ella empezaba a sentirse más fuerte.
—También tú lo tienes, para la muerte y la destrucción. Te eligieron bien. Mi
padre adoptivo sabía qué estaba haciendo.
—Eso no es del todo cierto —protestó él—. Las cosas no resultan nunca tan
sencillas. Yo estaba disponible: la herramienta adecuada en el momento adecuado.
Tanya respiró hondo.
—¿Qué va a suceder ahora?
—Creía que íbamos a cenar los tres juntos: tú, Liam y yo —contestó.
La puerta de la iglesia se abrió sonoramente y Devlin entró en el templo.
—¿Tanya? —preguntó y, en seguida, hizo una pausa—. ¡Oh, estás ahí! Veo que
ya os conocéis.
—Sí, Liam, desde hace mucho, mucho tiempo —respondió Harry Cussane,
mientras su mano derecha salía del bolsillo de la chaqueta sosteniendo la Stechkin
que le había quitado a Lubov.
McGuiness, con un par de hombres, tardó unos cuarenta minutos en llegar allí.
Mientras sus hombres liberaban a Devlin y a la chica, permaneció de pie mirando y
meneando la cabeza.
—¡Dios mío, Liam! Sería divertido ver al gran Liam Devlin liado como un pollito
si no fuera tan malditamente trágico. ¿Qué ha pasado? Dime que ha ocurrido aquí.
Devlin y él pasaron a la cocina, y Devlin le explicó lo sucedido. Cuando terminó,
McGuiness estalló:
—¡El astuto hijo de perra! En Falls Road de Belfast City lo recuerdan como un
santo, y resulta que era un condenado agente ruso que se fingía sacerdote.
—No creo que el Vaticano se sienta muy satisfecho —replicó Devlin.
Sean Deegan llevaba once años de tabernero en Ballywalter. En una aldea habitada
por sólo cuarenta y un hombres en edad de beber legalmente, no era una ocupación
muy agobiante, y eso explicaba que también fuera el patrón de una barca de pesca de
doce metros de eslora llamada Mary Murphy. Además, y ésta era la faceta ilegal de su
vida, militaba muy activamente en el IRA. Por esto último, el anterior mes de febrero
había cumplido una condena de tres años en la prisión de Long Kesh, en el Ulster,
acusado de posesión ilegal de armas. El hecho de que Deegan hubiera matado a dos
soldados británicos en Derry jamás llegó a conocimiento de las autoridades.
Su mujer se había ido con los niños a visitar a su madre en Galway, y él cerró el
bar a las once con la intención de salir a pescar temprano. Aún seguía despierto
cuando Cussane llegó ante su casa. Lo había sacado de la cama la llamada telefónica
de uno de los hombres de McGuiness. Deegan ofrecía una salida ilegal del país hasta
la isla de Man, conveniente etapa intermedia en la ruta a Inglaterra. La descripción de
Cussane que había recibido era clara y concisa.
Apenas había colgado el teléfono cuando sonó una llamada en la puerta. La abrió
y encontró a Cussane de pie ante el umbral. Comprendió al instante quién era el
visitante nocturno, aunque el alzacuello, el impermeable y el sombrero negro habrían
bastado por sí solos.
—¿En qué puedo ayudarle, padre? —preguntó Deegan, retrocediendo para
permitir la entrada a Cussane.
Cuando zarparon, se levantaba una ligera neblina del mar, pero el cielo estaba
despejado y la luna lo bañaba todo con una luminosidad vagamente irreal. McAteer
se afanaba en cubierta, Egan había abierto la escotilla que conducía a la pequeña sala
de máquinas y estaba en su interior, y Deegan manejaba el timón. Cussane estaba de
pie a su lado, mirando a través del cristal.
—Hermosa noche —observó Deegan.
—Es cierto. ¿Cuánto tardaremos en llegar?
—Cuatro horas, sin apresurarnos. De esta manera llegaremos a la isla de Man al
mismo tiempo que las barcas que han salido a pescar de noche. Le dejaremos en la
costa occidental, en un pueblecito que conozco cerca de Peel. Allí podrá tomar un
autobús hasta Douglas, la capital, donde hay un aeropuerto, Ronaldsway. Desde allí
podrá ir en avión hasta Londres o hasta Blackpool, en la costa inglesa.
—Sí, ya lo sé —respondió Cussane.
—Podría bajar al camarote y echarse un rato, padre —le sugirió Deegan.
La cabina tenía cuatro literas y una mesa fija en el centro, además de una cocinilla
en el extremo. Estaba muy desaseada, pero resultaba cálida y acogedora a pesar del
olor a gasóleo. Cussane se preparó una taza de té y se sentó ante la mesa para bebería
y fumarse un cigarrillo. Luego se tendió en una de las literas y cerró los ojos, con el
sombrero a su lado. Al cabo de un rato, McAteer y Egan bajaron por la escalera.
—¿Está bien aquí, padre? —preguntó McAteer—. ¿Le apetece una taza de té o
algo?
—Ya he tomado una, gracias —respondió Cussane—. Creo que intentaré dormir
un rato.
Permaneció echado, con los ojos casi cerrados y una mano despreocupadamente
oculta bajo el sombrero. McAteer sonrió y le guiñó un ojo a Egan, mientras éste
preparaba tres tazones con café instantáneo y les añadía agua hirviendo y leche
condensada. Salieron de la cabina. Cussane oyó sus pasos en cubierta, el murmullo de
una conversación, risotadas. Permaneció echado, esperando lo que tenía que ocurrir.
Había transcurrido quizá otra media hora cuando el motor se detuvo y comenzaron a
Eran aproximadamente las ocho y media, y Cussane llevaba ya unos diez minutos en
el aire, cuando el Dublin Town, que empezaba a andar escaso de combustible,
abandonó la infructuosa búsqueda de supervivientes del Mary Murphy y puso rumbo
a Ballywalter. El tripulante más joven, un muchacho de quince años que estaba
enrollando sogas en la proa, fue el primero que divisó los restos flotantes a estribor y
avisó al patrón, que cambió el rumbo de inmediato. Al cabo de unos minutos, paró las
máquinas y se dejó llevar por el impulso hasta una de las escotillas del Mary Murphy.
Sean Deegan estaba tendido de espaldas sobre la escotilla. Su cabeza giró
lentamente y compuso una sonrisa cadavérica.
—Os lo habéis tomado con calma, ¿eh?
Cuando Ferguson descolgó el teléfono para oír la voz de Devlin, eran las once y
media. Escuchó atentamente, con expresión de espanto.
—¿Está seguro?
—Completamente. Ese hombre, Deegan, sobrevivió a la explosión únicamente
porque Cussane le pegó un tiro antes y lo hizo caer al agua. Fue el mismo Cussane
quien provocó la explosión, y luego volvió a la costa en el bote hinchable del
pesquero. Deegan dice que casi le embistió.
—Pero ¿por qué? —preguntó Ferguson.
—El hijo de perra lleva años ganándome al ajedrez. Conozco su estilo. Siempre
tres jugadas de adelanto sobre el contrario. Anoche lo organizó todo para hacernos
creer que había muerto, y de este modo consiguió que se interrumpiera la cacería.
Cuando Devlin entró en la sala del hospicio, la hermana Anne-Marie estaba junto al
lecho de Danny Malone. Devlin esperó, hasta que finalmente la hermana le susurró
A Cussane le gustaban las poblaciones playeras, sobre todo las que acogían a las
masas de honrados trabajadores en busca de asueto, con muchos cafés, galerías de
atracciones, ferias y el tonificante aire del mar. A Morecambe no le faltaba nada de
eso. Las oscuras aguas de la bahía se alzaban en crestas de espuma y, al otro lado, a lo
lejos, se distinguían las cumbres de Lake District.
Cruzó la carretera. La temporada todavía no estaba en su apogeo, pero ya
abundaban los grupos de turistas. Caminando por angostas callejuelas, llegó a la
terminal de autobuses.
Desde allí se podía viajar a las principales capitales de provincia en autobuses de
gran velocidad, que hacían casi todo el recorrido por las autopistas. Consultó los
horarios y encontró lo que estaba buscando: un autobús con destino a Glasgow que
pasaba por Carlisle y Dumfries. Faltaba una hora para que saliera. Compró un billete
y salió en busca de un lugar donde comer algo.
En Moscú, Ivan Maslovsky fue nuevamente llamado a la oficina del ministro para la
Seguridad del Estado, todavía ocupada por Yuri Andropov, al que halló ante su
escritorio, leyendo un informe mecanografiado.
Se lo tendió.
—Léalo, camarada.
Maslovsky obedeció, y su corazón pareció convertirse en una piedra. Cuando
Ferguson mantuvo una reunión con el secretario del Interior, el comandante del C13
—brigada antiterrorista de Scotland Yard— y el director general de los servicios de
seguridad. Estaba cansado cuando regresó al apartamento y encontró a Devlin
sentado junto al fuego, leyendo el Times.
—Parece que la visita del Papa está desplazando la guerra de las Malvinas —
comentó Devlin, doblando el periódico.
—Sí, bueno…, es posible —admitió Ferguson—. Por mí, cuanto antes se vaya…
Habría tenido que estar en la reunión de la que vengo, Liam. El secretario del Interior
en persona, Scotland Yard, el director… ¿Y sabe una cosa? —Volvió la espalda hacia
el fuego, para calentarse—. No se lo toman del todo en serio.
—¿Se refiere a Cussane?
—Oh, no me interprete mal. Aceptan su existencia, comprenda. Les he mostrado
su historial, y bien sabe Dios que sus actividades de estos últimos días, en Dublín,
son bastante notorias: Levin, Lubov, Cherny, dos pistoleros del IRA… Ese hombre es
un carnicero.
—¡No! —protestó Devlin—. No estoy de acuerdo. Para él, es sólo parte de su
Ese mismo día, entrada la tarde, Su Santidad el Papa Juan Pablo II tomó asiento ante
su escritorio, en un pequeño despacho adyacente a su dormitorio, y examinó el
informe que acababa de llegarle. El hombre que esperaba de pie ante él vestía una
sencilla sotana negra y, a juzgar por su apariencia, podría haber sido un humilde
sacerdote. En realidad, era el general de la Compañía de Jesús, posiblemente la más
ilustre de las órdenes de la Iglesia católica. Los jesuitas se enorgullecían de ser
conocidos como los soldados de Cristo y, durante varios siglos, fueron los
responsables de la seguridad del Papa. Ello explicaba por qué el padre general se
había apresurado a abandonar su oficina del Collegio di San Roberto Bellarmino, en
la Via del Seminario, para solicitar una audiencia con Su Santidad.
El Papa Juan Pablo dejó el informe sobre la mesa y alzó la vista. Hablaba un
excelente italiano, con un leve rastro de su polaco natal.
—¿Cuándo ha recibido esto?
—El primer informe del Secretariado de Dublín nos llegó hace tres horas, y las
noticias de Londres, un poco más tarde. He hablado personalmente con el secretario
británico del Interior y me ha dado plenas garantías en cuanto a vuestra seguridad,
remitiéndome al general de brigada Ferguson, a quien se menciona en el informe
como responsable directo.
—¿Y está usted preocupado?
—Santidad, es casi imposible evitar que un asesino solitario acceda a su objetivo,
sobre todo si no le importa su propia seguridad, y este individuo, Cussane, ya ha
demostrado su habilidad en demasiadas ocasiones.
—Padre Cussane. —Su Santidad se puso en pie y anduvo hacia la ventana—.
Puede que haya sido un asesino y que todavía lo sea, pero sigue siendo un sacerdote,
y Dios no le permitirá que lo olvide.
El padre general contempló aquel rostro rudamente tallado, un rostro semejante al
de miles de obreros ordinarios pero, al mismo tiempo, dotado de una extraña
sencillez, y emanando certidumbre. Como ya había ocurrido en otras ocasiones, el
padre general, con toda su autoridad intelectual, se inclinó ante él.
—¿Irá a Inglaterra Vuestra Santidad?
—A Canterbury, amigo mío, allí donde el bienaventurado Tomás Beckett murió
por el Señor.
El padre general besó el anillo de la mano que se le ofrecía.
—En tal caso, Vuestra Santidad me disculpará. Hay mucho que hacer.
Se retiró. Juan Pablo permaneció un rato ante la ventana y luego cruzó la
habitación, abrió una puertecita y entró en su capilla particular. Se arrodilló ante el
altar con las manos unidas, sintiendo cierto temor en su corazón al recordar la bala
Harry Cussane había elaborado una especie de plan. Conocía su objetivo, el sábado
en Canterbury, pero eso significaba que durante tres días y tres noches debería
permanecer oculto. Danny Malone le había hablado de diversos personajes del
mundo del hampa que podían proporcionarle la ayuda necesaria si pagaba su precio.
Había muchos en Londres, por supuesto, o en Leeds o Manchester, pero los que más
interesantes le habían parecido eran los hermanos Mungo, propietarios de una granja
en Galloway. Le atraía el aislamiento de ese lugar. Escocia era el último sitio donde le
buscarían, aunque el vuelo de British Airways desde Glasgow a Londres sólo duraba
una hora y cuarto.
La cuestión era cómo pasar el tiempo. No necesitaba llegar a Canterbury hasta el
Brodie era policía desde hacía veinte años, después de otros cinco en la policía
militar. Veinte años sin nada digno de mención. Era un hombre cruel y amargado
cuya única autoridad se debía al uniforme, y su religión servía al mismo propósito
que el uniforme: conferirle una autoridad espúrea. Habría podido telefonear al cuartel
de Dumfries, pero sentía en sus huesos que aquel asunto era algo especial, de modo
que llamó al cuartel general de Glasgow.
Hacía apenas una hora que Glasgow había recibido la foto de Harry Cussane y toda la
información pertinente. El caso estaba clasificado como de máxima prioridad, con
advertencia inmediata al Grupo Cuatro de Londres. La llamada de Brodie se transfirió
de inmediato a la Sección Especial. En sólo un par de minutos, Brodie se halló
informando al inspector jefe Trent.
—Vuelva a contármelo todo, desde el principio —le dijo Trent. Brodie obedeció.
Brodie escoltó a Cussane por el andén, con una mano en su brazo y la otra sujetando
la bolsa de Cussane. La gente se volvía a mirarlo con curiosidad, extrañados de ver a
un sacerdote con las manos esposadas. Llegaron al vagón postal, al final del convoy.
El jefe de tren estaba de pie en el andén, junto a la portezuela abierta.
—¿Qué ocurre?
—Un detenido especial con destino a Glasgow.
Brodie empujó a Cussane hacia el vagón. En un rincón había varias sacas de
correos, y le hizo sentar sobre ellas.
—Y ahora quédese quietecito, como un buen chico.
Hubo un alboroto y Hardy apareció en la portezuela, con Moira McGregor a su
espalda.
—He venido tan deprisa como he podido —comenzó el capataz—. Acabo de
enterarme.
—No se puede entrar aquí —protestó Brodie.
Hardy no le hizo caso.
—Oiga, no sé qué significa esto, pero si puedo hacer algo por usted…
En el andén, el jefe de tren hizo sonar su silbato.
—Nadie puede hacer nada —respondió Cussane—. ¿Cómo está Tisini?
—Parece que se ha roto una pierna.
—Dígale que ha tenido suerte.
El tren arrancó con una sacudida.
—Estoy pensando que no se encontraría usted aquí si yo no le hubiera pedido su
ayuda —dijo Hardy.
Bajó al andén, junto a Moira, mientras el jefe de tren saltaba al vagón.
—¡Así es la suerte! —gritó Cussane—. No se preocupe por eso.
Hardy y la mujer se desvanecieron en el pasado cuando el jefe cerró la portezuela
corredera y el tren cobró velocidad.
En aquel preciso instante, Cussane se hallaba refugiado entre las rocas que coronaban
una colina al norte de Dunhill. Estaba estudiando el mapa que había comprado en la
tienda de Moira McGregor. No le costó encontrar Larwick, y la granja de los Mungo
quedaba muy cerca de la aldea. En total, unos veinticinco kilómetros, casi todos
cruzando las colinas campo a través. A pesar de ello, se sentía con buen ánimo
Cussane cruzó la arboleda a toda velocidad y los halló en un claro entre los abedules.
La chica estaba tendida de espaldas y Murray se agazapaba sobre ella, sujetándola
contra el suelo. En su cara sólo había lujuria. Tanteó buscándole los pechos, y la
chica estaba gritando de horror cuando llegó Cussane. Cogió los largos y amarillos
cabellos de Murray y los retorció con fuerza, de modo que esta vez le tocó el turno al
hombretón de lanzar un grito de dolor. Se puso en pie y Cussane le obligó a darse la
vuelta, lo sostuvo unos instantes por los cabellos y, acto seguido, lo apartó de un
empujón.
—No vuelva a tocarla.
El viejo Hamish Finlay llegó en aquel momento, con la escopeta preparada.
—¡Murray, te avisé!
Pero Murray no le hizo caso y avanzó hacia Cussane, con los ojos encendidos de
rabia.
—¡Voy a destrozarte, gusano!
Morag estaba apilando los platos de aluminio que habían utilizado para el desayuno,
cuando Donal llegó corriendo.
—¿Qué pasa? —le preguntó, pues su agitación era evidente.
—¿Dónde está el padre?
—Paseando por el bosque con el abuelo. ¿Qué pasa?
Se oyó el motor del jeep acercándose al campamento. Donal le mostró el
periódico, muy inquieto.
—Mira esto. Es él.
No cabía duda. La descripción, como Ferguson había indicado, presentaba a
Cussane como un falso sacerdote, miembro del IRA y sumamente peligroso.
El jeep entró rugiendo en el campamento y Murray saltó con la escopeta en la
mano, seguido por el policía del pueblo, que se había vestido de uniforme pero no
tuvo tiempo de afeitarse.
—¿Dónde está? —gritó Murray. Asiendo al chico por los cabellos, le dio una
sacudida—. ¡Dímelo, animalejo!
Donal gritó de dolor.
—¡En el bosque!
Murray se echó a un lado y le hizo un gesto al policía.
—Adelante, vamos a por él.
Dio media vuelta y se encaminó hacia la arboleda.
Morag no pensó; se limitó a actuar. Se metió en el carromato, recogió la bolsa de
Cussane y la arrojó dentro del jeep. Luego, se puso al volante y pulsó el botón de
arranque. Lo había conducido a menudo y sabía lo que estaba haciendo. Puso el
vehículo en movimiento sobre el desigual terreno y giró al lado de Murray y el
policía. Murray se volvió, y ella percibió la violencia de su expresión, la seca
detonación de la escopeta. Movió el volante, obligándole a saltar a un lado, y llevó el
jeep directamente hacia el bosque de abedules jóvenes. Cussane y Finlay, alertados
por el alboroto, iban corriendo hacia el campamento cuando el jeep surgió de entre
los árboles y se detuvo junto a ellos.
—¿Qué pasa, chiquilla? —inquirió Finlay.
—Murray ha traído a la policía. ¡Suba! ¡Suba! —le gritó a Cussane.
Cussane no discutió. Saltó a su lado, y la chica describió un círculo con el jeep,
aplastando los arbolillos jóvenes. Murray se acercaba cojeando, acompañado por el
policía, y ambos se echaron a los lados. El jeep pasó rugiendo, se bamboleó sobre el
áspero terreno que rodeaba el campamento y giró hacia la carretera.
Una vez allí, Morag apretó el freno.
La cañada era casi toda parque nacional. Dejaron la carretera y siguieron una
pista forestal entre pinares, sin parar de subir a lo largo de un arroyo alimentado por
la persistente lluvia. Luego, abandonaron la zona de bosque al comienzo de la cañada
y llegaron a una pequeña meseta.
Tocó a la chica en el brazo.
—¡Aquí está bien! —le gritó, sobre el rugido del motor.
La muchacha frenó y paró el motor. Por ambos lados se extendía un panorama de
ondulantes colinas que se desvanecían en la lluvia y la niebla. Cussane sacó el mapa
y se inclinó para estudiar el terreno. El mapa era muy preciso, como correspondía a
un mapa oficial. No le costó mucho localizar Larwick. Glendhu, donde Danny
Malone le había dicho que estaba la granja de los Mungo, quedaba a unos tres
kilómetros de la aldea. En gaélico, Glendhu significa «la cañada negra», y sólo había
indicada una granja. Tenía que ser allí. Se pasó unos minutos estudiando la
configuración del terreno, comparándola con el mapa, y finalmente regresó al jeep.
Morag alzó la vista del periódico.
—¿Es verdad lo que pone aquí acerca del IRA?
Cussane volvió a subir al jeep, mojado de lluvia.
—¿Tú qué crees?
—Dice que suele hacerse pasar por sacerdote. ¿Quiere eso decir que no lo es en
realidad?
La pregunta le hizo sonreír.
—Ya sabes lo que dicen. Si sale en los periódicos, tiene que ser cierto. ¿Acaso te
preocupa estar en compañía de un tipo tan violento?
Ella meneó la cabeza.
—Salvó la vida de Donal en el río, y no tenía por qué hacerlo. Luego me ayudó a
mí, me salvó de Murray. —Dobló el periódico y lo arrojó al asiento de atrás, con un
leve ceño de incomprensión en la cara—. Está el hombre del que habla el periódico y
está usted. Es como si fueran dos personas distintas.
—Casi todos somos tres personas, por lo menos. La persona que yo creo ser es
una, y otra es la persona que tú crees que soy.
—Lo cual sólo nos deja la persona que es en realidad.
—Cierto. Pero hay quien sólo puede sobrevivir por medio de un constante
adaptación. Se convierte en muchas personas, pero para que eso salga bien debe vivir
realmente su papel.
—¿Como un actor?
—Entonces, ¿conoce usted a los hermanos Mungo, sargento? —le preguntó Fox a
Brodie.
Iban los cuatro en el furgón del jefe de tren, en la cola del expreso. Devlin, Fox,
Trent y el fornido sargento.
—Son como bestias —respondió Brodie—. Por aquí, todo el mundo les teme. No
sé cómo se ganarán la vida allí arriba. Los dos han estado en la cárcel. Hector ha
ingresado tres veces, las tres por destilar whisky ilegalmente. Angus tiene una larga
serie de faltas de poca importancia, y hace algún tiempo mató a un hombre en una
pelea a puñetazos. Le condenaron a cinco años, pero salió en tres. Además, ha sido
acusado de violación en dos ocasiones; sin embargo, las mujeres afectadas retiraron
las denuncias. La información de que proporcionan refugio a delincuentes no me
sorprende, pero no sabía nada de ello y no se menciona en sus expedientes.
—¿Hasta qué distancia de la granja podemos llegar sin que nos vean? —quiso
saber Trent.
—A cosa de medio kilómetro. La carretera que sube a Glendhu sólo lleva hasta su
casa.
—¿No hay otra salida?
—Supongo que a pie, subiendo a la colina por la cañada.
Intervino Devlin.
—Danny Malone. —Hector Mungo vertió té muy cargado en los sucios tazones y
añadió leche—. Ha pasado mucho tiempo desde que Danny estuvo aquí, ¿verdad,
Angus?
—Sí, es verdad.
Angus estaba sentado, con un vaso en la mano, sin prestar atención a los otros dos
hombres y contemplando fijamente a Morag, que hacía todo lo posible por evitar su
mirada.
Cussane ya había comprendido su grave error. El servicio que los hermanos
Mungo ofrecían a gente como Danny años antes debía de ser muy distinto del que
podían ofrecerle a él en aquellos momentos. Ignoró el té y permaneció sentado, con la
mano en la culata de su Stechkin. No estaba seguro de cuál sería su próximo
movimiento. El guión parecía estar escribiéndose solo, sobre la marcha.
—De hecho, estábamos leyendo un artículo sobre usted cuando ha llamado a la
puerta. —Hector Mungo le tendió el periódico por encima de la mesa—. Aunque no
dice nada de la chica, ya lo ve.
Cussane ignoró el periódico.
—No hay nada que decir.
—Entonces, ¿qué podemos hacer por usted? ¿Quiere esconderse aquí por algún
tiempo?
—Sólo hoy —respondió Cussane—. Esta noche, cuando haya oscurecido, uno de
ustedes puede llevarnos hacia el sur en esa camioneta que tienen. La llenan con cosas
de la granja y nos escondemos detrás.
Hector asintió gravemente.
—No veo por qué no. ¿Adónde quiere ir? ¿A Dumfries?
—¿Cuánto hay hasta Carlisle, donde empieza la autopista?
—Unos cien kilómetros. Pero le costará bastante.
—¿Cuánto?
Hector miró a Angus de soslayo y se pasó nerviosamente la lengua por los labios
Devlin, Fox, Trent y Brodie subieron a Larwick desde Dunhill en una vieja camioneta
Ford de color azul que el sargento había pedido prestada en un garaje local. La
detuvo ante la tienda del pueblo y entró mientras los demás le esperaban fuera. Salió
al cabo de cinco minutos y se instaló al volante de la camioneta.
—Hector Mungo ha venido esta mañana a comprar algunas cosas. La vieja de la
tienda lleva también el pub local por las noches. Dice que los dos hermanos están en
la granja, pero no ha visto a ningún forastero. Y en un pueblo como éste las caras
nuevas no pasan inadvertidas.
Devlin atisbo por las ventanillas de la puerta trasera de la camioneta. De hecho,
sólo había una calle, una hilera de casas de granito con un pub, la tienda donde se
vendía toda clase de artículos y las empinadas colinas que rodeaban la aldea.
—Ya entiendo a qué se refiere.
Brodie puso el motor en marcha y se dirigió hacia una angosta carretera que se
abría entre muros de piedra gris.
—Es la única carretera que hay. Termina en la granja. —Al cabo de unos minutos,
Morag despertó y se quedó mirando el cielorraso sin comprender, hasta que recordó
El cobertizo estaba impregnado de olor agridulce de la malta remojada, pues era allí
donde los Mungo tenían instalada su destilería clandestina. Hector conectó el viejo
motor de gasolina que les proporcionaba electricidad y echó un vistazo a la cuba.
—Hace falta más azúcar —decidió.
Angus asintió.
—Voy a buscarla.
Abrió una puerta que conducía a una choza construida contra la pared del
cobertizo. Allí guardaban los ingredientes imprescindibles para su trabajo ilegal, y
varios sacos de azúcar. Iba a coger uno de ellos cuando, por un resquicio entre los
tablones, vio a Morag Finlay atisbando por una ventana del cobertizo. Sonrió con
deleite, dejó el saco en el suelo y salió sigilosamente.
Morag no advirtió que se le acercaba. Una mano le tapó la boca, sofocando su
grito, y unos robustos brazos la alzaron y la transportaron, pataleando y forcejeando,
al interior del cobertizo.
Hector dejó de remover el contenido de la cuba.
—¿Qué ocurre?
—Una pequeña fisgona que necesita aprender buenos modales —respondió
Angus.
La dejó en el suelo, y ella le golpeó furiosamente. Angus le dio un bofetón con el
dorso de la mano y un segundo golpe con la fuerza suficiente como para hacerla caer
sobre un montón de sacos. Luego, dio unos pasos hacia ella y comenzó a
desabrocharse el cinturón.
—Modales —repitió—. Eso es lo que voy a enseñarte.
—¡Angus! —gritó Cussane desde el umbral—. ¿Eres un cerdo de nacimiento o
has de esforzarte para serlo?
Permaneció inmóvil ante la puerta, con las manos despreocupadamente metidas
en el bolsillo del impermeable, y Angus se volvió hacia él. En seguida, se agachó
Cussane iba sentado de lado en el asiento del jeep, desnudo de cintura para arriba. La
herida no sangraba mucho, pero tenía un feo aspecto. Sabía que ésa era una mala
señal, pero no ganaba nada diciéndoselo a la chica. Morag le aplicó cuidadosamente
sulfamida en polvo de la que llevaba en el pequeño botiquín y, siguiendo sus
instrucciones, le vendó cuidadosamente la herida.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó con inquietud.
—Bien —mintió, pues una vez superado el shock inicial comenzaba a sentir un
intenso dolor.
Cogió una de las ampollas de morfina. Eran del tipo que se utiliza en los campos
de batalla. Se la inyectó y el dolor comenzó a remitir en seguida.
—Bien. Ahora, pásame una camisa limpia. Creo que aún ha de quedar una.
Ella le ayudó a ponérsela, y luego la chaqueta y el impermeable.
—Tendría que verte un médico.
—¡Oh, sí! —exclamó Cussane—. «Por favor, doctor. Tengo una bala en el
hombro». ¡Tiempo le iba a faltar para avisar a la policía!
—Entonces, ¿qué hacemos? Ahora empezará realmente la persecución.
Bloquearán todas las carreteras.
—Ya lo sé. Deja que le eche un vistazo al mapa. —Al cabo de un rato, añadió—:
Nos separa de Inglaterra el Solvay Firth. Sólo hay una carretera hasta Carlisle,
pasando por Dumfries y Annan. No necesitarán muchos controles.
—¿Quieres decir que estamos atrapados?
—No necesariamente. Queda el ferrocarril. Quizá ahí tengamos alguna
posibilidad. Vamos a averiguarlo.
—Es un desastre —observó Ferguson—. No podría haber ido peor. ¿Cómo está Harry
Fox?
—Dicen que vivirá. Al menos, ésa es la opinión del médico local. Lo han
internado en el hospital general de Dumfries.
—Me encargaré de que sea trasladado a Londres lo antes posible. Quiero que
Cussane y Morag dejaron el jeep en una pequeña cantera situada en un bosque cerca
de Dunhill, y anduvieron hasta la vía férrea. En aquel extremo de la pequeña
población, las calles estaban desiertas a causa de la intensa lluvia. Cruzaron la
carretera, pasaron ante un almacén abandonado, con las ventanas condenadas, y se
colaron por un resquicio en la verja que bordeaba las vías. Un tren de mercancías
esperaba en el apartadero. Cussane se agazapó y vio a un maquinista vestido con
mono que caminaba a lo largo de las vías y se encaramaba a la locomotora.
—Pero ¡si no sabemos adónde va! —protestó Morag.
Cussane sonrió.
—Está de cara al sur, ¿no? —La cogió del brazo—. ¡Vamos!
Bajaron por el talud en la semipenumbra del crepúsculo y cruzaron la vía cuando
el tren comenzaba a moverse. Cussane apretó el paso, extendió la mano y tiró de una
puerta corredera. Lanzó la bolsa al furgón, se izó, se volvió y tomó las manos de la
chica. Un instante después, ella estaba a su lado. El vagón iba casi lleno de cajas de
embalaje, algunas de ellas marcadas con la dirección de una fábrica de Penrith.
—¿Dónde está eso? —quiso saber Morag.
—Al sur de Carlisle. Aunque no nos lleve más lejos, ya nos conviene.
Se acomodó sintiéndose bastante aliviado, y encendió un cigarrillo. Podía utilizar
el brazo izquierdo, pero tenía la sensación de que no le pertenecía a él. De todos
modos, la morfina había eliminado el dolor. Morag se acurrucó a su lado y la rodeó
con el brazo. Hacía mucho tiempo que no se sentía el protector de nadie. Para ser aún
más franco, hacía mucho tiempo que no le importaba nadie.
La chica había cerrado los ojos y parecía dormida. Gracias a la morfina, no sentía
ningún dolor; ya se las arreglaría cuando volviera a sentirlo. En el botiquín había
La autopista quedaba más lejos de lo que Cussane había supuesto, de modo que ya
eran las tres cuando llegaron a la primera estación de servicio de la M6 y se
aproximaron a la cafetería. Entraron un par de coches procedentes de la autopista y
luego un camión, un vehículo tan enorme que Cussane no pudo ver el automóvil de la
policía hasta el último momento. Se ocultó tras una camioneta, tirando de Morag
hacia sí, y el coche de policía se detuvo, con la luz del techo girando perezosamente.
—¿Qué hacemos ahora? —susurró la chica.
—Esperar y ver.
El conductor permaneció sentado al volante, y su compañero bajó y se metió en la
cafetería. Podían verlo perfectamente a través de los amplios ventanales. En el café
habría unas veinte o treinta personas, repartidas entre las diversas mesas. El policía se
paseó por el local, observándolo todo, y volvió a salir. Se metió en el coche y
comenzó a hablar por la radio mientras el chófer arrancaba.
—Nos buscaban a nosotros —observó Morag.
—¿A quién si no? —Le quitó la boina de la cabeza y la arrojó a una papelera
cercana—. Mejor así. Se veía demasiado. —Hurgó en su bolsillo y encontró un
billete de cinco libras, que le entregó a la chica—. En estos lugares sirven cosas para
llevar. Pide té caliente y bocadillos. Yo te esperaré aquí. Así es más seguro.
La muchacha subió por la rampa y entró en la cafetería. La vio vacilar al extremo
del mostrador y, finalmente, tomar una bandeja. En aquel momento descubrió un
banco adosado a un muro bajo y medio oculto por un camión grande. Tomó asiento,
encendió un cigarrillo y esperó, pensando en Morag Finlay.
Era curioso que le pareciera tan adecuado pensar en ella. Reflexionó acerbamente,
con la habitual costumbre sacerdotal de autoexaminarse, que no debería hacerlo. No
era más que una niña. Llevaba más de veinte años de celibato, sin que jamás hubiera
tenido el menor problema para vivir sin mujeres. ¡Qué absurdo resultaría, al final de
su carrera, enamorarse de una gitanilla de dieciséis años!
La chica regresó a su lado con una bandeja de plástico que depositó sobre el
banco.
—Té y bocadillos de jamón —anunció—. ¿Qué te parece esto? Salimos en el
periódico. Hay un puesto de revistas al lado de la puerta.
Sorbió con cuidado el té hirviente de una de las tazas de plástico y desplegó el
Acababan de dar las ocho de una hermosa y radiante mañana cuando el reactor de
Alitalia que había transportado al Papa Juan Pablo desde Roma aterrizó en el
aeropuerto de Gatwick. El Pontífice descendió por la escalerilla, saludando con la
mano a la entusiasmada muchedumbre. Su primer acto fue arrodillarse y besar el
suelo inglés.
Devlin y Ferguson estaban de pie ante la balaustrada, mirando hacia abajo.
—En momentos como éste lamento no estar ya retirado —dijo el general de
brigada.
—Enfréntese con la realidad —replicó Devlin—. Si un asesino dispuesto a todo,
incluso a perder la vida, toma como blanco al Papa, a la reina de Inglaterra o a quien
Despertó con un sobresalto y con la mente lúcida. Ya era de mañana. Por las ventanas
se filtraba la claridad del día, y la anciana estaba sentada ante la mesa, fumando un
cigarrillo y contemplándole. Cuando se incorporó, el dolor le pareció tener vida
propia. Por un instante creyó que iba a dejar de respirar.
La mujer empujó una taza hacia él.
—Té caliente. Bébalo.
Sabía bien; mejor que cualquier cosa que jamás hubiera probado. Cussane sonrió
y, con mano temblorosa, cogió un cigarrillo del paquete de ella.
—¿Qué hora es?
—Las siete.
—¿Morag sigue durmiendo?
—Sí.
—Bien. Me pondré en camino.
—Está usted enfermo, padre Harry Cussane —dijo ella con voz grave—. Muy
enfermo.
Cussane sonrió amistosamente.
—Tiene usted el don, de modo que debe de saberlo. —Respiró hondo—. Antes de
que me vaya, hay que arreglar unas cuantas cosas. El papel de Morag en todo esto.
¿Tiene un lápiz?
En Londres, el Papa había salido muy temprano de la nunciatura para visitar a más de
cuatro mil religiosos —monjas, monjes y sacerdotes; católicos y anglicanos— en la
escuela normal Digby Stuart. Casi todos pertenecían a órdenes de clausura, y era la
primera vez en muchos años que salían. Fue un momento sumamente emotivo para
todos cuando renovaron sus votos en presencia del Santo Padre. Después de la
ceremonia, el Papa salió hacia Canterbury en el helicóptero puesto a su disposición
por British Caledonian Airways.
La mansión llamada Stokely Hall estaba circundada por un elevado muro de ladrillo
rojo, un añadido de la época victoriana, cuando la familia aún tenía dinero. La casa
del guarda, junto a las grandes verjas de hierro, también era victoriana, aunque el
arquitecto había hecho todo lo posible para que armonizara con el estilo Tudor del
edificio principal. Cuando Cussane pasó por la carretera, había dos coches de la
policía detenidos ante la puerta, y el motorista que había ido tras él durante los dos
últimos kilómetros giró para entrar en la finca.
Cussane siguió por la carretera sin detenerse, con el muro bordeado de árboles a
su izquierda. Cuando la verja se perdió de vista, comenzó a examinar el lado opuesto
de la carretera y, finalmente, descubrió una cancela y una pista sin asfaltar que se
internaba en el bosque. Cruzó la carretera, salió del coche, abrió la cancela y disimuló
el vehículo entre los árboles. Luego, regresó a la cancela, la cerró y volvió a montar
en el automóvil.
Se quitó el impermeable, la chaqueta y la camisa, dificultosamente a causa del
brazo lesionado. Al desnudarse, notó inmediatamente el mal olor, el hedor enfermizo
de la corrupción. Se rió tontamente y se dijo en voz baja:
—¡Dios mío, Harry! Estás cayéndote a pedazos.
Sacó de la bolsa el chaleco negro y el alzacuello y se los puso. Finalmente, la
sotana. Le parecía que había transcurrido un montón de años desde que la dobló para
guardarla en el fondo de la bolsa, allá en Kilrea. Insertó un cargador lleno en la
Stechkin, se la metió en el bolsillo y cogió otro cargador de repuesto. Acto seguido,
se metió en el coche mientras empezaba a lloviznar. Nada de morfina. El dolor le
mantendría alerta. Cerró los ojos y se juró que no perdería el control.
Brana Smith estaba sentada ante la mesa de su caravana, rodeando con su brazo a
Morag, que no dejaba de sollozar.
Stokely Hall era una de las mejores mansiones Tudor de Inglaterra, y los Stokely
habían sido una de las contadas familias aristocráticas inglesas que mantuvieron su
catolicismo después de Enrique VIII y la Reforma. El detalle más característico de
Stokely Hall era la capilla familiar situada en el bosque, a la que se accedía desde la
mansión a través de un túnel. Numerosos especialistas la consideraban, en efecto,
como la iglesia católica más antigua de Inglaterra. El Papa había expresado su deseo
Susan Calder salió de la carretera y se detuvo ante la puerta principal. Cuando se les
acercaron dos policías, Devlin les mostró su pase de seguridad.
—¿Ha pasado alguien por aquí en los últimos minutos?
—No, señor —respondió uno de los agentes—. Pero han venido muchísimos
Susan Calder frenó al pie de los escalones y salió en pos de Devlin, que había saltado
del coche antes de que se hubiera detenido por completo. Cuando un sargento se
dirigió hacia él ya tenía el pase de seguridad en la mano.
—¿Ha ocurrido algo anormal? ¿Algún visitante inesperado?
—No, señor. Muchos invitados antes de que llegara el Papa. Acaban de pasar dos
monjas y un sacerdote.
Devlin entró corriendo en el vestíbulo, con Susan Calder pisándole los talones. Se
detuvo para mirar en torno: la recepción a la derecha, las dos monjas junto a la
puerta. «Y un sacerdote», había dicho el sargento.
Se dirigió a las hermanas Agatha y Anne:
—¿Han llegado ustedes hace poco, hermanas?
Por detrás de ellas, los invitados conversaban animadamente, mientras los
camareros circulaban entre ellos.
—Así es —asintió la hermana Agatha.
—¿No iba un sacerdote con ustedes?
—Oh, sí, el buen padre de Dublín.
A Devlin se le hizo un nudo en el estómago.
—¿Y dónde está?
—Traía un mensaje de Canterbury para Su Santidad, pero le dije que el Santo
Padre se hallaba en la capilla y fue a hablar con el monseñor, allí en la puerta. —La
hermana Agatha le condujo hasta la entrada de la capilla y se detuvo, sorprendida—.
Vaya, parece que monseñor ya no está.
Devlin echó a correr, con la Walther en la mano mientras abría la puerta de un
empujón y tropezaba con el monseñor tendido en el suelo. Advirtió que Susan Calder
le seguía, y distinguió aún con mayor claridad al sacerdote de sotana negra que subía
los peldaños del extremo del túnel y asía la manija de la puerta.
—¡Harry! —gritó Devlin.
Cussane se volvió y disparó sin la menor vacilación. La bala se hundió en el
antebrazo de Devlin, arrojándolo contra la pared. La Walther de Devlin se deslizó de
entre sus dedos, y Susan lanzó un grito y se pegó al muro.
Cussane permaneció inmóvil con la Stechkin en su mano derecha, pero no volvió
a disparar. En vez de ello, esbozó una sonrisa cadavérica.
—No te metas en esto, Liam —le advirtió—. ¡Último acto!
A continuación, se dio la vuelta y abrió la puerta del oratorio.
Devlin se sentía mareado y presa de las náuseas, a causa del shock. Buscó a
tientas la Walther con su mano izquierda, la empuñó y volvió a dejarla caer mientras
La capilla era un lugar de sombras sacrilizadas por los siglos, sin más iluminación
que la lamparilla del sagrario. Su Santidad el Papa Juan Pablo II, con sus albas
vestiduras, estaba arrodillado ante el sencillo altar. La detonación de la Stechkin
silenciada, amortiguada por la puerta, no le había alertado, pero los gritos, sí. Estaba
levantándose, mirando hacia la puerta, cuando ésta se abrió violentamente y Cussane
hizo su aparición.
Se detuvo en el umbral, con el rostro perlado de sudor. Con su sotana negra, la
Stechkin sujeta contra el muslo, parecía una figura extrañamente medieval.
—Usted es el padre Harry Cussane —afirmó con seguridad Juan Pablo.
—Se equivoca. Soy Mikhail Kelly. —Cussane se echó a reír salvajemente—. Una
especie de actor ambulante.
—Usted es el padre Harry Cussane —insistió Juan Pablo, inexorablemente—.
Sacerdote una vez, sacerdote para siempre. Dios no le abandona.
—¡No! —gritó Cussane, en una especie de agonía—. ¡Me niego!
Alzó la Stechkin y Susan Calder se precipitó a través de la puerta cayendo de
rodillas, con la falda alzada hasta los muslos y la Walther sujeta entre ambas manos.
Le disparó dos veces a la espalda, destrozándole la columna vertebral. Cussane lanzó
un grito de dolor y cayó de rodillas ante el Papa. Por un instante permaneció inmóvil,
y a continuación se desplomó sobre un costado sin soltar la Stechkin.
Susan se quedó arrodillada, bajando la Walther hacia el suelo y contemplando
cómo el Pontífice cogía con suavidad la Stechkin de la mano de Cussane.
Oyó que el Papa le decía, en inglés:
—Quiero que haga un acto de contrición. Repita conmigo: «Oh, Dios mío,
infinitamente bondadoso…».
—Oh, Dios mío… —balbuceó Harry Cussane, y entonces murió.
El Papa, de rodillas, empezó a rezar con las manos unidas.
Por detrás de Susan, Devlin entró en la capilla y se sentó en el suelo con la
espalda apoyada en la pared, sujetando el brazo herido con sus dedos ensangrentados.
Susan dejó caer la pistola y se acurrucó a su lado, como para darle calor.
—¿Se siente siempre lo mismo? —le preguntó ásperamente—. ¿La misma
vergüenza y suciedad?