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ANDRES BELLO Modo de Estudiar La Historia

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Modo de estudiar la historia

Andrés Bello

Exportado de Wikisource el 9 de junio de 2022

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Es fuerza decir que aunque el señor Chacón, al principio de
su artículo primero, se ha propuesto fijar la cuestión (que, a
nuestro juicio, bien clara estaba), nos parece más bien
haberla sacado de sus quicios. La comisión, después de
haber dado los debidos elogios al Bosquejo Histórico, dice
que carece de suficientes datos para aceptar el juicio del
autor sobre el carácter y tendencias de los partidos que
figuraron en la revolución chilena. Juzga con sobrada razón
que sin tener a la vista un cuadro en donde aparezcan de
bulto los sucesos, las personas y todo el tren material de la
historia, el trazar lineamientos generales tiene el
inconveniente de dar mucha cabida a teorías y desfigurar en
parte la verdad; inconveniente, añade, de todas las obras
que no suministran todos los antecedentes de que el autor se
ha servido para formar sus juicios. Y se siente inclinado a
desear que se emprendan antes de todo los trabajos
destinados a poner en claro los hechos: "la teoría que ilustra
esos hechos vendrá en seguida, andando con paso firme
sobre un terreno conocido.

No se trata pues de saber si el método ad probandum, como


lo llama el señor Chacón, es bueno o malo en sí mismo; ni
sobre si el método ad narrandum, absolutamente hablando,
es preferible al otro: se trata sólo de saber si el método ad
probandum, o más claro, el método que investiga el íntimo
espíritu de los hechos de un pueblo, la idea que expresan, el

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porvenir a que caminan, es oportuno relativamente al estado
actual de la historia de Chile independiente, que está por
escribir, porque de ella no han salido a luz todavía más que
unos pocos ensayos, que distan mucho de formar un todo
completo; y ni aun agotan los objetos parciales a que se
contraen. ¿Por cuál de los dos métodos deberá principiarse
para escribir nuestra historia? ¿Por el que suministra los
antecedentes o por el que deduce las consecuencias? ¿Por el
que aclara los hechos, o por el que los comenta y resume?
La comisión ha creído que por el primero. ¿Ha tenido o no
fundamento para pensar así? Esta y no otra es la cuestión
que ha debido fijarse.

Cada uno de los métodos tiene su lugar; cada uno es bueno


a su tiempo; y también hay tiempos en que, según el juicio
o talento del escritor, puede emplearse el uno o el otro. La
cuestión es puramente de orden, de conveniencia relativa.

Sentado esto, es fácil ver que la cita de Barante, en que se


apoya como decisiva el señor Chacón, no toca el punto que
se discute. Barante, a presencia de los grandes trabajos
históricos de sus contemporáneos, dice que ninguna
dirección es exclusiva, ningún método obligatorio. Lo
mismo decimos nosotros poniéndonos en el punto de vista
en que se coloca Barante. Cuando el público está en
posesión de una masa inmensa de documentos y de
historias, puede muy bien el historiador que emprende un

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nuevo trabajo sobre esos documentos e historias adoptar o
el método del encadenamiento filosófico, según lo ha hecho
Guizot en su Historia de la Civilización, o el método de la
narrativa pintoresca, como el de Agustín Thierry con su
Historia de la Conquista de Inglaterra por los Normandos.
Pero cuando la historia de un país no existe, sino en
documentos incompletos, esparcidos, en tradiciones vagas,
que es preciso compulsar y juzgar, el método narrativo es
obligado. Cite el que lo niegue una sola historia general o
especial que no haya principiado así. Pero hay más: Barante
mismo en el punto de vista en que se coloca no disimula su
preferencia de la filosofía que resalta como
espontáneamente de los sucesos, referidos en su integridad
y con sus colores nativos, a la que se presenta con el
carácter de teoría o sistema exprofeso; que siempre induce
cierto temor de que involuntariamente se violente la historia
para ajustarla a un tipo preconstituido, que, según la
expresión de Cousin, la adultere. Véase la prefación de
Barante a su Historia de los Duques de Borgoña, y véase
sobre todo esa historia misma, que es un tejido admirable de
testimonios originales, sin la menor pretensión filosófica.

No es nuestro ánimo decir que entre los dos métodos que


podemos llamar narrativo y filosófico haya o deba haber
una separación absoluta. Lo que hay es que la filosofía que
en el primero va envuelta en la narrativa y rara vez se
presenta de frente, en el segundo es la parte principal a que
están subordinados los hechos, que no se tocan ni se
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explayan, sino en cuanto conviene para manifestar el
encadenamiento de causas y efectos, su espíritu y
tendencias. Cabe entre ambos una infinidad de matices y de
medias tintas, de que no sería difícil dar ejemplos en los
historiadores modernos.

El juicio de la comisión no es exclusivo, ni su preferencia


absoluta. No hay más que leer su informe, para
convencernos de que los argumentos aducidos por el autor
del Prólogo son inconducentes: impugnan lo que nadie ha
dicho ni pensado. La comisión no ha emitido fallo alguno
sobre cuestión alguna que tenga divididas las opiniones del
mundo literario, como se supone. Ha deseado. . . ni aun
tanto. . . se ha sentido inclinada a desear que se nos ponga
en posesión de las premisas antes de sacar las
consecuencias; del texto, antes que de los comentarios; de
los pormenores antes de condensarlos en generalidades. Es
imposible enunciar con más modestia un juicio más
conforme a la experiencia del mundo científico y a la
doctrina de los autores célebres que han escrito de propósito
sobre la ciencia histórica. Y más diremos: dado que el punto
fuese cuestionable, la comisión, declarándose por una de las
opiniones controvertidas, no hubiera hecho más que poner
en ejercicio un derecho que los fueros de la república
literaria franquean a todos. ¿Por ventura no es lícito a todo
el que quiera hacer uso de su entendimiento elegir entre dos
opiniones contrarias la que le parezca más razonable y
fundada? ¿Y es el campeón de la libertad literaria el que nos
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impone la obligación de suspender nuestro juicio sobre toda
cuestión debatida, y de no emitir otras ideas que las que
llevan el imprimátur de la aprobación universal?

El señor Chacón nos da una reseña del origen y progresos


de la historia en Europa desde las cruzadas; reseña gratuita
para el asunto de que se trata, y no del todo exacta. En ella
se principia por Froissart; y se le hace encabezar la serie de
cronistas "que en los siglos XII y XIII mezclaron la historia
y la fábula, los romances de Carlomagno y de Arturo con
los hechos de la caballería". El señor Chacón olvida que
Froissart floreció en el siglo XIV, y parece ignorar que los
romances de Carlomagno y de Arturo habían empezado a
contaminar la historia algún tiempo antes de la primera
cruzada. A juzgar por esta reseña, pudiera creerse que en el
primer período de la lengua francesa (que propiamente no
es la lengua de los trovadores) faltaron historiadores
verídicos, testigos de vista de los sucesos mismos de las
cruzada, como Villehardouin y Joinville. Como quiera que
sea, se hace desfilar a nuestra vista una procesión de
cronistas, historiadores y filósofos de la historia, que
principia en Froissart y acaba en Hallam. "¿Y se quiere" (se
nos pregunta) "que nosotros retrogrademos; se quiere que
cerremos los ojos a la luz que nos viene de Europa; que no
nos aprovechemos de los progresos que en la ciencia
histórica ha hecho la civilización europea, como lo hacemos
en las demás artes y ciencias que se nos transmiten, sino

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que debemos andar el mismo camino desde la crónica hasta
la filosofía de la historia?"

No es difícil responder a este interrogatorio. Mal puede


retroceder el que no ha hecho más que poner los pies en el
camino. No pedimos que se escriban otra vez las crónicas
de Francia: ¿qué retroceso cabe en hacer la historia de
Chile, que no está hecha; para que ejecutado este trabajo
venga la filosofía a darnos la idea de cada personaje y de
cada hecho histórico (de los nuestros se entiende), andando
con paso firme sobre un terreno conocido? ¿Hemos de ir a
buscar nuestra historia en Froissart, o en Comines, o en
Mizeray, o en Sismondi? El verdadero movimiento
retrógrado consistiría en principiar por donde los europeos
han acabado.

Suponer que se quiere que cerremos los ojos a la luz que


nos viene de Europa, es pura declamación. Nadie ha
pensado en eso. Lo que se quiere es que abramos bien los
ojos a ella, y que no imaginemos encontrar en ella lo que no
hay, ni puede haber. Leamos, estudiemos las historias
europeas; contemplemos de hito en hito el espectáculo
particular que cada una de ellas desenvuelve y resume;
aceptemos los ejemplos, las lecciones que contienen, que es
tal vez en lo que menos se piensa: sírvannos también de
modelo y de guía para nuestros trabajos históricos.
¿Podemos hallar en ellas a Chile, con sus accidentes, su

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fisonomía característica? Pues esos accidentes, esa
fisonomía es lo que debe retratar el historiador de Chile,
cualquiera de los dos métodos que adopte. Ábranse las
obras célebres dictadas por la filosofía de la historia. ¿Nos
dan ellas la filosofía de la historia de la humanidad? La
nación chilena no es la ] humanidad en abstracto; es la
humanidad bajo ciertas formas especiales; tan especiales
como los montes, valles y ríos de Chile; como sus plantas y
animales; como las razas de sus habitantes; como las
circunstancias morales y políticas en que nuestra sociedad
ha nacido y se desarrolla ¿Nos dan esas obras la filosofía de
la historia de un pueblo, de una época? ¿De la Inglaterra
bajo la conquista de los normandos, de la España bajo la
dominación sarracena, de la Francia bajo su memorable
revolución? Nada más interesante, ni más instructivo. Pero
no olvidemos que el hombre chileno de la Independencia, el
hombre que sirve de asunto a nuestra historia y nuestra
filosofía peculiar, no es el hombre francés, ni el anglo-
sajón, ni el normando, ni el godo, ni el árabe. Tiene su
espíritu propio, sus facciones propias, sus instintos
peculiares.

Sea en hora buena culpa nuestra haber encontrado


inconsecuencia u oscuridad en ciertos pasajes del Prólogo.
A la verdad, no dejó de ocurrirnos la clave con que en el
artículo primero del señor Chacón se ha tratado de
conciliarlos. Pero la idea nos pareció demasiado repugnante
al sentido común para atribuírsela. Ello es que ni aun ahora
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nos atrevemos a imputársela, y preferimos creer que (por
culpa nuestra seguramente) no hemos acabado de
entenderle.

Pedimos perdón a nuestros lectores. Hemos prolongado


fastidiosamente la defensa de una verdad, de un principio
evidente, y para muchos trivial. Pero deseábamos hablar a
los jóvenes. Nuestra juventud ha tomado con ansia el
estudio de la historia; acabamos de ver pruebas brillantes de
sus adelantamientos en ella; y quisiéramos que se penetrase
bien de la verdadera misión de la historia para estudiarla
con fruto.

Quisiéramos sobre todo precaverla de una servilidad


excesiva a la ciencia de la civilizada Europa.

Es una especie de fatalidad la que subyuga las naciones que


empiezan a las que las han precedido. Grecia avasalló a
Roma; Grecia y Roma a los pueblos modernos de Europa,
cuando en ésta se restauraron las letras; y nosotros somos
ahora arrastrados más allá de lo justo por la influencia de la
Europa, a quien, al mismo tiempo que nos aprovechamos de
sus luces, debiéramos imitar en la independencia del
pensamiento. Muy poco tiempo hace que los poetas de
Europa recurrían a la historia pagana en busca de imágenes,
e invocaban a las musas en quienes ellos ni nadie creía; un

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amante desdeñado dirigía devotas plegarias a Venus para
que ablandase el corazón de su querida. Esta era una
especie de solidaridad poética semejante a la que el señor
Chacón parece desear en la historia.

Es preciso además no dar demasiado valor a nomenclaturas


filosóficas; generalizaciones que dicen poco o nada por sí
mismas al que no ha contemplado la naturaleza viviente en
las pinturas de la historia, y, si ser puede, en los
historiadores primitivos y originales. No hablamos aquí de
nuestra historia solamente, sino de todas. !Jóvenes chilenos!
aprended a juzgar por vosotros mismos; aspirad a la
independencia del pensamiento. Bebed en las fuentes; a lo
menos en los raudales más cercanos a ellas. El lenguaje
mismo de los historiadores originales, sus ideas, hasta sus
preocupaciones y sus leyendas fabulosas, son una parte de
la historia, y no la menos instructiva y verídica. ¿Queréis,
por ejemplo, saber qué cosa fue el descubrimiento y
conquista de América? Leed el diario de Colón, las cartas
de Pedro de Valdivia, las de Hernán Cortés. Bernal Díaz os
dirá mucho más que Solís y que Robertson. Interrogad a
cada civilización en sus obras; pedid a cada historiador sus
garantías. Esa es la primera filosofía que debemos aprender
de la Europa.

Nuestra civilización será también juzgada por sus obras; y


si se la ve copiar servilmente a la europea aun en lo que ésta

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no tiene de aplicable, ¿cuál será el juicio que formará de
nosotros, un Michelet, un Guizot? Dirán: la América no ha
sacudido aún sus cadenas; se arrastra sobre nuestras huellas
con los ojos vendados; no respira en sus obras un
pensamiento propio, nada original, nada característico;
remeda las formas de nuestra filosofía, y no se apropia su
espíritu. Su civilización es una planta exótica que no ha
chupado todavía sus jugos a la tierra que la sostiene.

Una observación más y concluimos. Lo que se llama


filosofía de la historia, es una ciencia que está en mantillas.
Si hemos de juzgarla por el programa de Cousin, apenas ha
dado los primeros pasos en su vasta carrera. Ella es todavía
una ciencia fluctuante; la fe de un siglo es el anatema del
siguiente; los especuladores del siglo XIX han desmentido a
los del siglo XVIII; las ideas del más elevado de todos
éstos, Montesquieu, no se aceptan ya sino con muchas
restricciones. ¿Se ha llegado al último término? La
posteridad lo dirá. Ella es todavía una palestra en que
luchan los partidos: ¿a cuál de ellos quedará
definitivamente el triunfo? La ciencia, como la naturaleza,
se alimenta de ruinas, y mientras los sistemas nacen y
crecen y se marchitan y mueren, ella se levanta lozana y
florida sobre sus despojos, y mantiene una juventud eterna.

11
Publicado en el periódico "El Araucano", Santiago de
Chile, 1848

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