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La Ballena Varada

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= Jlustración de cubi 1erta e interiores:

Daniel Rabanal
TITULO ORIGINAL: Capítulo primero
LA BALLENA VARADA

O
Del texto: 1994, Oscar Collazos
1994, Editorial Santillana, S.A.

nu
De esta edición:

1994, Editorial Santillana S.A


Calle 80 No 10-23
Teléfono 6 35 12 00
Santafé de Bogotá - Colombia
» Santillana de Ediciones, S.A.
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Eloy Alfaro 2277 y 6 de diciembre, Quito
+ Santillana S.A.
Avda San Felipe 731, Lima
» Editorial Santillana S.A
Avda. Rómulo Gallegos, Sector Montecristo
Ed Zulia piso 1, Caracas
ISBN: 958-24-0160-5
Impreso en Colombia
Primera edición, noviembre de 1994
Tercera resmpresión, noviembre de 1997
Una editonal del grupo Santillana que edita en
España + Argentina + Bolivia + Colombia » Costa Rica + Chale
México * EE UU + Perú + Portugal + Puerto Rico » Venezuela
Uruguay * Guatemala + Ecuador + República Dominicana + El Salvador
Honduras * Panamá + Paraguay
Diseño de la colección
José CRESPO, Rosa MARÍN, JESUS SANZ
Iiustración de cubierta e interiores
JAIME CORTES
Todos los derechos reservados
Esta publicación no puede ses reproducida, nu en todo
men parte m registrada en o transmitida
por un sistema de recuperación de información, ,
en ninguna forma m por ningun medio, sea mecánico : e
fotoquímico, electrónico, magnénco, elecuoóptico. V>E LO AID PPCEPC
AAA LATA
por fotocopia o cualquier Otro, sin el permiso t Z ,
previo por esento de la editorial
Sebastián se levantó ese día con una extraña
sensación en el cuerpo. El recuerdo del sueño tenido
aquella madrugada era aún más extraño. Se veía na-
dando con dificultad en un estrecho río pantanoso, bra-
ceando desesperadamente hacia la orilla. Trataba de
aferrarse a las raíces de un árbol, pero cuando creía
tenerlas al alcance de sus manos, las raíces se alejaban
como en un espejismo.
Miró el viejo reloj que reposaba en la mesita
de noche y vio que faltaban cinco minutos para las
sers. Ya no podría dormur, como era su costumbre, hasta
las siete de la mañana. Con el temor de verse nueva-
mente en el sueño, nadando sobre una superficie gela-
tinosa, decidió levantarse de la cama. Y aunque tenía
la impresión de haberse despertado con el cuerpo wm-
pregnado de fango, no se dedicó al acostumbrado aseo
personal. La inquietud aumentaba a medida que cami-
naba por el cuarto y se restregaba los ojos. como si
quisiera deshacerse de una molesta cortina de legañas.
Algo desconocido le estaba sucediendo. En
días normales, Sebastián se bañaba y. mientras lo ha-
cía, recordaba viejas canciones. A medida que las re-
cordaba empezaba a tararearlas, hasta que conseguía
que la melodía lo llevara a la exactitud de las palabras.
Entonces cantaba con la voz infantil más hermosa de
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Bahía. Cantaba, primero en voz baja, como si susurra-


ra. Poco a poco, cuando creía que no haría el ridículo, Il
levantaba el tono. Todo ser vivo que lo escuchara
—pensaba— interrumpiría en aquellos momentos sus
quehaceres para dedicarse a escuchar al niño que can-
taba canciones que sólo los viejos recordaban.
Aquella mañana, sin embargo, no le vino a la
memoria ninguna canción ni el retazo de melodía al-
guna. Tal era su inquietud, que ni siquiera deseó esca-
parse para tomar un baño debajo de las chorreras de
agua cristalina que bajaban desde las montañas hacia
la orilla del mar. Nada le hacía sentirse más limpio y
libre que el baño debajo de una chorrera o bajo la t1- Se vistió apresuradamente con un pantalón
bieza de los aguaceros. El estruendo de la lluvia sobre caquí y una camisa floreada, pero siguió sintiendo la
los techos de cinc le parecía otra clase de música, muy inquietud, metida en su cuerpo y su conciencia. Algo
distinta a la que creía oír cuando el mar se embravecía distinto al sueño debía de ser la causa de su estado,
y él se dormía con la impresión de estar acompañado algo que nunca antes había sentido en sus pocos años
por la fuerza indomable de las marejadas. de vida.
Salió al corredor delantero de la casa y detu-
vo la mirada en el horizonte, pero sentía ante sus ojos
una espesa telaraña que le impedía identificar a las
embarcaciones que navegaban en la bahía. Sólo alcanzó
a entrever el bote de su padre por los colores vivos que
lo adornaban. "Se que ese es el bote por los colores
—se repitió—. Si no lo conociera, no podría distin-
guirlo”.
La barca, pintada la semana anterior, navega-
ba por el costado 1zquierdo de la bahía. Sebastián sa-
bía que aquel era el lugar preferido por sn padre porque
las aguas eran allí más profundas y la pesca más abun-
dante. Para un pescador aficionado como don Carlos,
la pesca se había convertido en una diversión produc-
tiva, en una disciplina diaria, diferente al trabajo que
lo ocupaba durante ocho horas en el aserradero de su
propiedad.
Sebastián seguía inmóvil y pensativo en el
corredor, tratando de limpiar la vista. "Hoy almorza-
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remos pargo frito —pensó—. Arroz con coco,
patacones y pargo frito”. El placer que le producía —Me despertó un mal sueño —explicó el
comer algo pescado o cazado por su padre, condujo al niño—Por eso no pude recordar ninguna canción.
muchacho a sentir un gran orgullo de hijo, a admirar
silenciosamente a aquel hombre de cuarenta y cinco
años, recto en sus costumbres y siempre generoso con
familiares y amigos. Y el orgullo del hijo empezó a
hacerse más grande cuando todos aceptaron que, sin
tratarse de un profesional de la mar, era el más hábil
pescador de pargos y róbalos de Bahía Solano Cuan-
do la pesca era abundante, don Carlos era objeto de
admiración y en ocasiones de agasajos. Para celebrar
su éxito, invitaba a los amigos a una ronda de cerveza
y les hablaba del esfuerzo que había representado una
pesca como aquella.
—No me feliciten —les decía—. En la pesca
hay un poquito de esfuerzo y mucho de suerte.
—Es cierto, don Carlos —le replicaba algún
amigo—. Pero sucede que la suerte siempre decide po-
nerse de su parte.
El padre de Sebastián callaba Lo hacía por
humildad, Creía que su deber era pescar y no envane-
cerse por haber cumplido con su deber Bebía su cer-
veza a sorbos lentos y regresaba a casa después de haber
vendido parte del pescado, de haberlo vendido o fiado
sin importarle si mañana o algún día le pagarían.
—-Usted es muy bobo, don Carlos —le decía
algún amigo—. Sólo debería fiar a los que le pagan.
—Prefiero fiar a regalar —respondía—. Así
no se sienten humillados.
—Hoy almorzaremos... —¡ba a decir Sebas-
tán en voz baja cuando sintió la presencia de su ma-
dre en el corredor
—;Qué raro! —dijo ella a sus espaldas.
—¿Raro qué, mamá?
—Se levantó más temprano y no lo oí cantar.
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¿No sería ésta la causa de su inquietud, añadi-


Mm da a las impresiones todavía vivas de la pesadilla? En
la noche anterior. al no poder conciliar el sueño, había
encontrado el primer verso y lo había grabado en su
memoria.
Ahogaré mis penas en el mar —me dijo
era la primera frase concebida. Creía que era un buen
comienzo. Veía a la mujer de cabellera rubia y con
expresión triste fijando la vista en la luminosidad
agónica de un atardecer mario Sólo él podía decir
cuánto había lidiado para encontrar aquellas 1máge-
nes y las pocas palabras que empezaban a expresarlas.
Sebastián mclinó el cuerpo sobre la veranda cuántas hojas de papel había emborronado Las guar-
de] corredor, Se restregó los ojos con los nudillos de daba con tachaduras y enmiendas para saber cuánto
los dedos y volvió a sentirse sucio, como si el lodo del esfuerzo significaba escribir algo tan sencillo Y allí.
sueño lo hubiera bañado por completo. Si lloviera de pie en el corredor de su casa. volvió a recordar la
—se dijo—. correría bajo la lluvia para quitarse de frase Sentía que la vista se despejaba y que la inquie-
encima las pesadas consecuencias de la pesadilla. Pero tud se apoderaba nuevamente de sus sentidos No era
al mirar el cielo, supo que no llovería. Haría un día de por la canción. Tal vez mi siquiera fuera por el mal
sol, ta] vez loviznara por la tarde. sueño de la madrugada. Prefirió segur mirando hacia
A sus ocho años cumplidos, ya sabía leer y el horizonte mientras trataba de separarse de la
escribir. Conocía las operaciones aritméticas y se creía estruendosa música emitida por el radio de un vecino
buen alumno de geografía e historia; escribía con co- Y fue entonces. en ese instante. cuando el niño distin-
rrección y se dedicaba a redactar cartas de compromi- guró una gigantesca mole oscura que se levantaba en
so a cuanto extraño se lo solicitara. Lo hacía con la playa.
elegante caligrafía, adornada en las primeras letras por — Qué cosa más rara' —se dijo.
arabescos que daban un sello personal a su escritura. Sin esperar más. saltó del corredor hacia la
Lo que nadie sabía era que Sebastián copiaba en un calle
cuaderno de tapas azules las canciones aprendidas y La carrera emprendida lo dejó sin aliento. Y
que destinaba el de tapas rojas. todavía limpro, para menos respiración tuvo cuando se encontró frente al
escribir allí las canciones que algún día compondría. Cuerpo descomunal, húmedo y brillante del animal. No
Por eso lidiaba desde hacía dos semanas con los pri- pudo evitar un profundo suspiro de admiración
meros versos de la que sería su primera canción. de la —¡Una ballena! —exclamó al recuperar el
que apenas imagmaba su sentido: una joven hermosa. aliento
Megada en un navío de handera desconocida. ahogab” Recordó al instante lo que los 1 ayores decían
sus penas de amor en el mar. y repetían en Bahía. En distintas époci». recalaban en
Sería una cer ción digna de cantar y recordar
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el lugar ballenas de todos los tamaños y especies. Se
trataba de cetáceos extraviados en su peregrinar por el los pescadores no hubieran notado su llegada a la ori-
océano Pacífico. Se decía que. al separarse de la ma- lla.
nada, perdían el instinto que las guiaba, como si el La ballena se removió con una fuerza capaz
radar que las comunicaba entre sí no emitiera más que de destrozar lo que encontrara a su lado. Y al terrible
señales confusas. Se lo había escuchado referir a su aletazo le siguió de nuevo la inmovilidad, como si así
padre en un viaje de regreso de la ensenada de Utría, a repustera fuerzas para sacudirse después con mayor
donde las ballenas se dirigían a parir sus crías y don- brío. Pero a medida que trataba de arrastrarse con la
de, durante algunos días, enseñaban a los ballenatos a bamga aplastada en la arena, lo único que conseguía
ser independientes y libres. era encallarse más y más. El suave oleaje de la marea
—¿¿Un radar? —había preguntado Sebastián baja apenas alcanzaba a cubrirle la mitad posterior del
asombrado. cuerpo. La inmensa cola flotante daba la impresión de
—Sí, como señales de radio —había explica- no pertenecer al resto de la bestia.
do don Carlos—, Cuando se les daña el aparato, se
extravían.
Esto recordaba el niño, sin salir de la emo-
ción y el asombro. Jamás había imaginado la presen-
cia de semejante bestia marina. Y allí la tenía ante sus
ojos, varada en la playa, con casi la mitad del cuerpo
sumergida en el agua. Era como un barco de gran ca-
lado, incapaz de moverse porque la profundidad de
las aguas era insuficiente para hacerlo flotar.
—;¡Dios mío! —volvió a exclamar Sebastián.
Estaba a escasos metros de la ballena, encima
del terraplén de cemento, y la bestia aleteaba con des-
esperación. Como si tratara de ahorrar fuerzas después
de tan inútiles movimientos, se quedaba quieta por un
rato. Y era en esas largas pausas cuando el niño pensa-
ba en la magnitud del dolor que experimentaría el ani-
mal, quizá más grande que la grandiosa pesadez de su
Cuerpo.
Le parecía extraño que ninguno de los pesca-
dores la hubiera visto llegar:a la playa. Quizá se ha-
bían hecho a la mar antes del amanecer, era probable
que la ballena hubiera encallado cuando ya se encon-
traban faenando. Era posible que, todavía adormilados,
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IV
Eudosia había envejecido haciendo toda clase
de servicios a la gente. Más de uno de aquellos niños,
los mismos que la provocaban a su paso, había sido
curado por ella. Los había sanado de mal de ojo, de
fiebres palúdicas, de vómitos y de diarreas; los había
sacado con sus propias manos del vientre materno,
cortándoles el ombligo con los dientes, y había hecho
de un insignificante montón de carne y huesos una cria-
tura dispuesta a vivir en el mundo por sus propios
medios. Y los había curado con sus secretos de yerbas
E, sol empezó a salir detrás de las montañas. y oraciones incomprensibles, musitadas con el acento
La llovizna, inesperada, humedeció el rostro del niño musical de unas erres salidas de la garganta. Después
y la luz, que aparecía normalmente en su plenitud de haberles cortado el ombligo o haberlos curado de
quemante, parecía pasar a través de débiles capas de enfermedades que el médico desconocía, los olvida-
lJuvia, como si lo hiciera por un fino cristal de niebla. ba, como olvidaba recibir las recompensas que sus
Dentro de poco —calculó el niño—, todo el padres le ofrecían.
pueblo estaría despierto y en pie. Nativos y forasteros Pese a la seriedad evidente de las curaciones,
de paso se acercarían a la playa a ver la presencia fas- muchos seguían tomándola en broma.
cinante de la ballena varada. —Parece que llegó hace muy poco —dijo
—-Otro animal de Dios que se despistó —dijo Sebastián con pesar—, Nadie la vio llegar.
una voz de mujer a espaldas de Sebastián. —Ni modo de hacer nada por ella —dijo la
Sin volver la vista atrás, el niño reconoció la negra.
voz cantarma de Eudosia. A Sebastián no le gustó tanto pesimismo en
Era una mujer de edad incalculable. La madre boca de Eudosia. .
de Sebastián la había recibido en casa como un miem- —No se moleste, niño Sebas —explicó
bro más de Ja familia y ella pagaba esta hospitalidad ella— Se lo digo porque, según dicen, las ballenas
haciendo toda clase de oficios. Imponía su presencia y sufren mucho más estando en estas condiciones que
autoridad con la dulzura de una abuela. Se murmura- muriéndose.
ba que estaba loca, pero su locura era de todas mane- Estaba acostumbrada a ver la llegada de ba-
ras ofensiva Nadie se atrevía a molestarla, excepto llenas despistadas a esas costas. Pocas veces se conse-
algunos niños que le lanzaban palabras de provoca- guía salvarlas. O nadie se interesaba en hacerlo. Por el
ción para verla rabiar Sólo querían escuchar las ame- contrario. desde el día en que se supo que los japone-
nazas que ella devolvía y que los condenaba a asarse ses pagaban a precio de oro la carne de los cetáceos, a
como jureles en las parlas ardientes de los profundos «Jgunos nativos se les metió en el alma la codicia y
infiernos, esperaron la llegada providencial de las ballenas para
atacarlas a arponazos y descuartizarlas mientras cal-
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culaban el peso de una carne poco apetecida en el pue- madre ya muerta, una anciana que nunca pudo hablar
blo. la lengua de los demás mortales y que murió, según
No era ésta una costumbre antigua. Empezó a cuentas bien hechas, soñando con regresar a la isla de
imponerse cuando los pesqueros japoneses decidieron donde había llegado siendo joven, después de haber
arrimarse con mayor frecuencia a esas costas. A nadie trabajado como mula en los pantanos donde se cons-
cabía en la cabeza que pudiera disfrutarse comiendo truía el canal de Panamá.
aquella carne con dureza de suela de zapato, carne que —¿Adivina la suerte? —le preguntó el niño,
sólo sabía a algo si era secada al sol o ahumada duran- todavía perplejo.
te horas y días. —No, la suerte no —dijo—. Adivino a veces
Eudosia lo recordaba con indiferencia Y mien- el destino de los cristianos, aunque no me gusta hacer-
tras veía el rostro desconcertado del niño, pensaba que lo.
salvar a un anima] de tamaño sobrenatural, en caso de —Si es verdad que la ballena y yo la ponemos
que se deseara salvarlo, no sería nada fácil. Arrastrar- enferma —cambió de tema—, deberíamos hacer algo
lo hacia aguas más profundas exigía el concurso de para salvarla.
muchos hombres, acaso de fuerzas distintas a la de los La idea se le había ocurrido de repente.
hombres. En ocasiones había presenciado la agonía —¿Salvarla? ¿Qué puede hacer una pobre loca
lenta y desesperada de Ja bestia, por la que nadie mos- como yo?
traba una sola mirada de compasión. Lo dijo con el acento más melancólico que el
Y fue precisamente compasión lo que leyó en niño le hubiera escuchado jamás.
el rostro del niño. —¿Qué se puede hacer?
— Vamos, muchachón, que ver a esa ballena Sebastián no lo sabía. Por ello su pregunta
me pone enferma —dijo la negra—. No por ella sino provocó nuevas preguntas en su mente.
por usted. De pie, bajo la llovizna, el niño y la mujer
Nunca lo había visto tan desconcertado. Trató parecían hablarse en silencio. Miraban.al cielo, donde
de consolarlo y sorprenderlo gratamente el sol se asomaba con timidez, pronosticando una ma-
—Le voy a decir una cosa; ese primer verso ñana incierta.
de su canción es precioso. Eudosia, callada, miraba el balanceo de las
Sebastián la miró abriendo los ojos de sorpre- aguas. Estaba a punto de decir que no valía la pena
sa. seguir mojándose pero la posibilidad de una lluvia más
—¿De qué verso me habla? ¿De cuál canción? intensa le hizo decir algo esperanzador:
—-Del verso que compuso anoche —dijo ella —Ojalá no salga el sol, ojalá caiga un agua-
—¿Y usted cómo lo sabe? cero de verdad.
—Sé muchas cosas que los demás ignoran No pretendía ilusionar a su niño. Si no salía el
—d1jo a manera de sentencia. sol —pensaba—, si llovía como llovía en aquellas cos-
Medio bruja, medio loca. Sebastián recordó tas, la ballena tendría al menos la posibilidad de no
lo que todos decían de Eudosia, lo que se decía de la asfixiarse en pocas horas.
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—No se haga ilusiones, niño Sebas —aña- la tierra donde habían vivido desde siempre nativos y
dió—. Usted sabe que los japoneses que vienen a sa- colonos, y en poco tiempo los antiguos dueños se con-
quear nuestras aguas con sus barcos del demonio están vertían en sirvientes de los recién llegados. No, no
pagando muy bien por la carne de ballena. podía hacer nada.
Tomó al niño de una mano y le informó lo Sebastián había acompañado con la vista el
más terrible que él podía escuchar en esos instantes. regreso de Eudosra, Se alejaba lentamente. Sabía que
—-/Í decir que hoy llegaba un barco japonés. ella informaría a todo el pueblo y a quien deseara es-
—¿Un barco japonés? cucharla sobre la presencia de la ballena en la playa.
—Sí, niño Sebas: un pesquero del diablo. El niño desvió los ojos hacia la bahía. La bar-
—Yo me quedo —dijo el niño al ver que ca de su padre regresaba por el costado izquierdo.
Eudosia giraba el cuerpo dispuesta a regresar al pue-
blo.
Caminaba de regreso a casa con el bamboleo
parsimonioso de sus caderas. Iba vestida con una lar-
ga falda floreada, heredada de la madre del niño. Te-
nía, por lo visto, cosas más importantes que hacer"
preparar el almuerzo, barrer la casa, tender las camas,
encerrarse a musitar sus extrañas oraciones.
—_Le diré a su mamá que venga a ver la balle-
na —gritó la negra sin mirar atrás.
Nada podía hacer ella. Conocía muy bien la
conducta de los hombres, siempre dispuestos a acabar
con lo que encontraran a su paso, mucho más dispues-
tos a destruir que a salvar aquello que podía salvarse
No veían más allá de sus narices ni pensaban en otra
cosa que no fuera la cavidad de sus estómagos.
No lo pensaba por la suerte que correría la
ballena. Se lo decía por los bosques talados a hachazos,
por los ríos que recibían cuanta porquería sobraba. Esos
mismos ríos, antes caudalosos y limpios, tenían ahora
un caudal de lágrima. La selva era penetrada por los
buldózeres, sometida a la voracidad humana. Algunos
hombres pescaban con dinamita y a la playa eran arro-
jados miles de peces diminutos. El acerte de los moto-
res flotaba en la superficie de las aguas como un horr1-
ble arcorris tóxico Los forasteros compraban por nada
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bía aprendido a querer porque le servía para creerse


en tierras desconocidas y remotas. Y recordó de pron-
to la explicación que le había dado un día su padre.
Las palabras o sonidos con que las ballenas se comu-
nicaban, trazaban rutas oceánicas y se registraban en
mapas imaginarios.
De pronto, sintió la humedad de sus propias
lágrimas en los pómulos. Lloró en silencio :maginándo-
se a una ballena solitaria, tomando un rumbo distinto
al del seguido por el grupo. La imaginó alejándose aún
más. Ya el cetáceo había trazado su ruta, la trágica ruta
Sebastián se había entregado a los más si- que lo condenaría.
niestros pensamientos. La tristeza que lo embargaba Así debía de ser la soledad. Así también, como
tenía sobre su cuerpo el efecto de un ancla pesadísi- una separación de los demás, debería de ser lo que los
ma, adherida al suelo así como las rocas se adhieren a mayores llamaban soledad.
otras rocas. Eran tantas las preguntas que se hacía y Con las manos en los bolsillos del pantalón
tan pocas las respuestas que podía darles, que la in- escuchó voces próximas. Eran muchas y de tonos di-
quietud regresó con más fuerza a sus sentidos. Por mo- versos. No quiso por ello volverse a mirar. Las voces
mentos, volvían trozos del mal sueño pero no creía le parecían amenazantes. No importaba que fueran
que el origen de su malestar estuviera en aquel recuer- voces conocidas. Al escucharlas, había empezado a
do. temer lo peor.
No sabía cuántas horas podía vivir una balle-
na antes de asfixiarse en tierra firme. ¿En cuántas ho-
ras más sería un montón de carne expuesta a la venta?
¿Vendrían los japoneses en sus modernos barcos
pesqueros? ¿Podría la ballena sacar fuerzas y sacudirse
de tal forma que le fuera posible regresar a aguas más
profundas” Sebastián le daba vueltas y vueltas a sus
preguntas. Y devolvía la mirada pradosa al cuerpo del
cetáceo. ¡Qué portentoso cuerpo! ¡Qué áspera debería
ser su piel! Se le ocurrió imaginar que la ballena era
una visitante venida de lejanías que nunca jamás el
hombre alcanzaría: se Je ocurrió pensar que el animal
traía en su piel las huellas de profundidades marinas y
superficies insoportablemente tempestuosas. Ningu-
no de esos lugares pertenecía a la geografía que él ha-
Don Carlos llegó a casa respirando con la
dificultad del cansancio. Depositó en la cocina los pes-
cados y le sorprendió no encontrar a nadie a quien mos-
trar el mejor trofeo del día, un pargo que debía pesar
más de cinco kilos.
—Ya veo que usted no se ha dado cuenta de
nada —dijo Eudosia a espaldas de don Carlos.
Había llegado a la cocina sigilosamente, como
de puntillas, sin hacerse sentir. A menudo, esta mane-
ra de caminar por la casa, de aparecer donde menos se
le esperaba, provocaba más de un susto. Semejaba una
aparición Surgía en cualquier lugar, en la sala, en el
corredor, en los cuartos, como si saliera de la nada.
Cuando la hacían perdida en el pueblo, resultaba que
no se había movido de la casa,
—¿De qué tengo que darme cuenta, Eudosta?
—Hace como una hora hay una ballena des-
pistada en la playa —dijo—. Usted debe estar ciego.
— Así que todo ese bochinche de la calle es
por una bendita ballena varada.
—Bochinche el que va a armar su hijo —dijo.
Cada vez que Eudosia quería hablar con do-
ble intención, torcía los labios.
Don Carlos supo así que Sebastián se resistía
¡abandonar la playa. La negra no podía precisarle las
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intenciones del niño, pero. por su actitud. podía dedu- —Doña Francisca salió a buscar al niño Sebas
cir que trataba de salvar a la ballena — informó Eudosia.
Ignoraba. sin embargo, que antes de acercar- Como había llegado, sin que don Carlos sin-
se a la orilla y al escuchar que una ballena reposaba tiera Sus pasos, así se iba ella, dejándolo con las pala-
encallada en el costado derecho. cerca a la desembo- bras en la boca. Iba a pedirle en ese instante que le
cadura del río, eran ya muchos los que hablaban de sacara una camisa limpia del ropero. Pero al darse cuen-
ta de la desaparición de la negra, se dijo que lo mejor
preparar el sacrificio. Se disputaban la dirección de
sería no ponerle misterio a un asunto tan corriente.
las operaciones, como si se tratara de una guerra en la
Estaba por creer que había algo indescifrable
cual su general encabezaría el avance hacia el objen- en la conducta de Eudosia, incomprensible para los
vO. Empezaba a estar claro que la dirección de las ope- demás pero perfectamente explicable en la vida de la
raciones debería asignarse a don Jacinto. Era un mujer. Posiblemente fuera cierto lo que se decía en
hombre rico y con capacidad de mando, capaz de con- Bahía Solano: que Eudosia tenía poderes sobrenatura-
vertir en plata todo lo que tocara. Eudosia ignoraba lo les, que los tenía como los había tenido su madre, a
que sucedía en la casa de ese viejo avaro, pero su pen- quien los viejos de su mismo tiempo llamaron siem-
samiento se dirigió hacia la casona de aquel hombre pre Tante Luise: tía Luisa. Para todos, la curandera me-
sin escrúpulos dio loca había heredado las malas costumbres de la
—Para colmo —dijo la negra a don Carlos—, vieja No quería creer en esta clase de habladurías, pero
se empezó a regar la bola de que esta tarde llega un eran tantas las personas que lo decían y tantos los mo-
pesquero japonés. tivos que ella daba para seguir creyéndolo, que don
— ¿Y qué tiene que ver ese pesquero Con la Carlos aceptaba como un hecho las murmuraciones.
ballena? Recordaba un episodio que había llenado de
asombro a todo el pueblo. Eudosia había dicho con
Eudosia se rió de la pregunta, que encontró
gran naturalidad que uno de los muertos enterrados el
ingenua.
mes pasado había sido sepultado vivo. Lo había dicho
—¿No sabe usted acaso que €s0s chimtos com-
una hora después del cepelio y todos se habían reído
pran la carne de ballena a precios de pavo? de ella Sólo la hija del difunto le hizo caso. Sin que
Inclinado frente a una mesa sobre la cual des- nadie la viera, regresó al cementerio, buscó la ayuda
cansaba un platón lleno de agua, don Carlos se lavaba de un ocioso y, a la luz de una espléndida luna llena,
los brazos y el torso con jabón. Encima del fogón de ordenó que abrieran la fosa. Y cuánta no sería su sor-
leña apagado, el pargo de a] menos cinco kilos no de- presa al encontrar que, en efecto, el difunto no estaba
jaba de llamar la atención de la negra. Si de ella de- muerto sino asfixiándose dentro de la caja mortuoria.
pendiera, si no fuera una decisión exclusiva de doña Con todas las fuerzas que le infundía la desesperación,
Francisca, la madre de Sebastián, aquel gran pescado la mujer sacó al padre del rústico ataud de madera.
hubiera empezado ya a asarse sobre las brasas. Ante el asombro y el espanto de quienes la vieron re-
—lré a ver qué pasa —dijo don Carlos al ter- gresar acompañada por el difunto, se dirigió a darle
minar de asearse las gracias a la negra, quien le dijo que ese sinvergúenza
34

no merecía estar vivo. Si había dicho lo que dijo para rl


salvarlo. lo decía para verlo sufrir un poco más en
este mundo No olvidaba los insultos que le había di-
rigido alguna vez, llamándola bruja, loca, engendro
del demonio, aborto de la naturaleza.
—Vaya, don Carlos. vaya a consolar a su
muchacho —dijo la negra. Pero la voz que el padre de
Sebastián estaba escuchando no era una voz cercana
sino las palabras de alguien que ya no estaba ante sus
ojos.

La multitud de curiosos crecía en la playa.


Habían llegado sin que Sebastián tuviera tiempo de pre-
guntarles a qué venían o si lo hacían porque una pobre
ballena se moría de asfixia en un rincón del mundo
que ella no había deseado.
Acompañado por doña Francisca, el niño te-
nía otra clase de inquietud. Era como si la sensación
de la mañana se hubiese borrado para dar paso a una
inquietud que él mismo no alcanzaba a descifrar. Em-
pezaba a preguntarse por la suerte del animal y no era
la mejor de las suertes lo que le deseaba el grupo de
curiosos que se agrupaba en la playa. Aunque conocía
sus caras y los veía a diario en el poblado, muy pocos
de aquellos hombres le inspiraba confianza.
—¿Qué dicen? —preguntó el niño a la ma-
dre.
Doña Francisca, que había escuchado retazos
de conversación, se guardó la respuesta. Si le decía a
su hijo lo que había escuchado camino de la playa,
añadiría más desazón a la evidente preocupación de su
hijo. Prefirió decirle que esa ballena era el más grande
y conmovedor ejemplar que ella había conocido en su
vida.
Sebastián aceptó las palabras de la madre como
un consuelo, Pero aquellos que hablaban a gritos so-
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La marea había llegado a su punto más bajo.


bre la llegada del pesquero japonés, no lo hacían en El agua que cubría la parte posterior del cetáceo había
términos consoladores. Hablaban y gesticulaban, dan- descendido, aunque seguía bañándole la cola y una
do a atender sus intenciones. Por fortuna. oyó que un pequeña parte del cuerpo.
grupo de mujeres manifestaba su preocupación por la Menos mal que la lluvia aumentaba. Y a nadie
suerte de la ballena. Discutían sobre lo que pasaría a le molestaba mojarse bajo el aguacero. Estaban frente
la bestia si seguía allí dando aletazos desesperados, a un espectáculo insólito, emocionante para unos,
sumergida apenas en el agua. Una de aquellas mujeres entristecedor para otros. Estaban también los indife-
dijo en voz alta una frase que Sebastián recibió con rentes, los que esperaban que se decidiera la suerte del
interés. cetáceo, atentos al comportamiento de uno de los dos
—Puede que pida auxilio y vengan a soco-
- grupos, pues se veía que eran dos las intenciones en-
rrerla. contradas a medida que el tumulto crecía.
Otra de las mujeres habló para el míño y doña
Eudosra vino a sumarse al corro de la familia.
Francisca: Llegó silenciosa, con los ojos entrecerrados, cubrién-
—Matjlde dice que vendrán otras ballenas a
dose con una raída capa de hule, Se acercó a Sebastián
socorrer a la que se quedó encallada
y éste sintió la cercanía reconfortante de su calor. Se
—Eso es cierto —dijo don Carlos, que acaba-
A instaló tan cerca de él, que el niño percibió la energía
ba de llegar al lado de su familia alentadora de aquella presencia. No era el simple calor
Y explicó que las señales emitidas por los
de una mujer robusta y cariñosa que lo quería como a
cetáceos podían ser escuchadas a millas y millas de su propio hijo. Sebastián experimentaba algo más pro-
distancia. Era posible que se acercaran. Tal vez no fundo, más allá de la piel, una corriente de calor que
pudieran hacer nada. darían vueltas por la bahía, se iba más allá de cualquier energía conocida. No podía
acercarían hasta donde les fuera posible y en el gesto explicárselo,
de desesperación y solidaridad podía suceder que otra
—Va a seguir lloviendo —dijo la negra ensi-
de las ballenas del grupo se acercara demasiado y en-
. o mismada—. Pero el aguacero no impedirá que el bar-
callara. co de los chinitos llegue dentro de cinco o seis horas.
—¿Dónde anda Eudosia? —preguntó Sebastián
Automáticamente, don Carlos miró su reloj de
a don Carlos.
pulsera: eran las nueve y quince minutos de la maña-
—Se perdió —dyo—. Usted la conoce apa- na. GUY E
rece y desaparece como un fantasma. .
—Hay que decirle a la gente que ese pesquero
Lo preguntaba porque sentía su cercania ala
cambió de ruta —se le ocurrió decir a Sebastián.
negra, porque también él creía que Eudosia estaba más —No lo van a creer —dijo don Carlos.
cerca del bien que del mal, pese a lo que se decía de
—Hay que decirles que cambió de ruta —in-
ella. El calor que le transmitía le inspiraba una con- sistió el niño.
fianza que mi siquiera sus padres le comunicaban. No Pensaba que así los partidarios de atacar y
era fácil de explicar, pero minutos antes, cuando la despiezar a la ballena, que ya eran reconocibles, no
mujer estuvo a su lado en la playa, sintió que, SIM de- tendrían un argumento más evidente para hacerlo.
cirlo, había en ella un asomo de esperanza.
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Sebastián no solamente los estaba escuchando. Veía el
entusiasmo que mostraban a medida que pasaba el Eudosia lo vio venur y le molestó una vez más
tiempo. Hablaban de don Jacinto, el viejo avaro, y de- la insolencia de Su caminado, ese aire regañón y
jaban en sus manos la iniciativa de empezar el ataque. prepotente que el hombre imprimía a cada uno de sus
Les había ofrecido dinero, los había reunido en su ca- actos No era un colono antiguo. Llevaba apenas cin-
sona de contrabandista y usurero y allíles había abier- co años en Bahía y se había apoderado de tantos terre-
to las agallas, uno a uno, precisando el peso de la nos, mal adquiridos o arrebatados a quienes habían
ballena, el precio de la arroba y el interés de los japo- estado allí desde siempre Imponía la autoridad de la
neses por hacerse a una carne tan preciada. riqueza y con ésta compraba a los hombres que co-
—A esos desgraciados sólo les interesa ganarse rrían a servirle en sus empresas.
unos cochinos pesos —dijo Eudosia. Todas las miradas se dirigieron a él. Pero la
No hablaba para los demás. Lo hacía para ella mirada más atenta fue la de Eudosia. "Ya te veré"
misma, de allí el susurro de su voz. —pensaba la negra. Si alguien se hubiera detenido en
— Allá viene don Jacinto —dijo doña Francis- la concentrada expresión de su rostro, hubiera descu-
ca—. ¡No tiene ni vergilenza! bierto una fugaz transformación en los ojos, concen-
Se acercaba con el pecho inflamado, orgullo- trados en la figura del viejo. "Ya te veré” —repetía
so como un pavo real. Venía acompañado por hom- con fuerza.
bres de su confianza. Al verlo llegar, los que estaban Nadie la vio mover los labios, nadie escuchó
en la playa, también hombres a su servicio, corrieron las palabras que ella musitó. Todos vieron, en cambio,
hacia él. Aunque ninguno de aquellos ociosos tenía a don Jacinto: se detuvo, se llevó una mano al estóma-
trabajo fijo ni les interesaba tenerlo, siempre estaban go y emitió un suspiro de dolor
listos a obedecer las órdenes del viejo, a adularlo y a A pocos metros del hombre, muchos creye-
servirle en cuanta maldad se le ocurriera. Eran pobres, ron que se trataba de un malestar pasajero. “Ya te veré"
pero nada hacían para salir de la pobreza. Eran em- +—repitió la negra. Y fue cuando lo empezó a ver, tal
busteros y preferían pasar el día en el billar a aceptar como se lo había imaginado.
una faena decente. El último servicio que habían pres- Don Jacinto dobló el cuerpo haciendo mue-
tado a don Jacinto, les había granjeado la antipatía de cas de dolor, sin retirar las manos del estómago. De
muchas personas honorables del pueblo. Por una paga pronto, se inclinó penosamente hacia el suelo.
miserable. habían trabajado para el viejo. obstinado
en talar y rastrillar toda la falda de la montaña, uno de
los escasos terrenos que servía para que pastaran unas
pocas vacas y abrevaran en la quebrada que de la no-
che a la mañana habían sepultado con tierra. Don Car-
los se negó a aserrar la madera resultante del botín y el
viejo se las arregló amontonándola en la vía, impidien-
do el paso a los vehículos que trataban de apisonar la
carretera que conducía a El Valle.
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llegaban, por increíbles que parecieran. ¿No era acaso
11 increíble lo sucedido repentinamente a don Jacinto?
Guardó silencio
Interesado por un rato en la conducta de los
curiosos, Sebastián había descuidado a la ballena. La
tenía tan cerca, a escasos doce o quince metros. que
sentía su presencia sin necesidad de dinigar la vista hacia
ella. La lluvia que caía sobre su cuerpo era más abun-
dante, pero no lo era el agua del mar que la cubría
apenas en la cola y en una cuarta parte de su anatomía
mitológica
El niño creyó estar escuchando sonidos miste-
Quienes estaban en la playa, movidos por la niosos. Eran como el pitido agudo de algún instrumen-
curiosidad o el interés, siguieron de cerca a don Jacin- to o como las emisiones defectuosas de una estación
to. Para que se apoyara y pudiera caminar, tuvieron de radio que alguien maniobra antes de encontrar la
que hacerse a sus costados dos hombre. Pedía que lo frecuencia deseada. Se concentró en aquellos sonidos,
llevaran de inmediato a la enfermería. No podía con el que parecían venur desde muy lejos.
dolor. No era un simple dolor de estómago, el males- —Yo también los oigo —le dijo Eudosia—.
tar le rodeaba las costillas y se asentaba en la espalda. Debe ser que se están comunicando entre ellas.
Segundos después, era un dolor que subía del pecho —¿Y eso es grave? —preguntó con el sem-
hacia el cuello. "Te veré y te estoy viendo" —pensaba blante preocupado
Eudosia al ver como arrastraban a don Jacinto hacia el —Nada es grave mientras haya posibilidad de
pueblo. remedio —sentenció la negra.
—Nadie lo ha visto nunca enfermo —comen- Don Carlos y doña Franciscase habían apar-
tó don Carlos. tado un poco y hablaban. él con tono severo, ella con
—La gente se enferma cuando menos pien- actitud de súplica. a un grupo de mujeres y hombres
sa —dijo la negra, torciendo la boca con satisfacción. que comentaban la llegada del pesquero. Los había que
Sebastián se había familrarizado con el calor daban por segura su entrada a la bahía dentro de seis o
despedido por Eudos1a. Ya no sentía extraña la energía siete horas: algunos insistían en afirmar que los japo-
que ella le transmitía. Era una energía propia, como si neses habían cambiado de ruta y se dirigían hacia el
saliera de su mismo cuerpo. Miró a la mujer a Jos ojos norte huyéndole a las patrullas de guardacostas. Para
y experimentó lo que siente alguien que al salir de la los primeros. era inminente la llegada: livianas y rápi-
oscuridad se enfrenta a la luminosidad del sol. Eudosra das lanchas de plástico con motores fuera de borda
le guiñaba un ojo Y comprendió que lo sucedido a acercarían a los chinitos a la orilla y entonces sabrían
don Jacinto era obra de ella. Nunca había dudado de que la codiciada ballena ya tenía dueños, era cuestión
los poderes de la vieja negra ni pretendía explicárse- de ofrecerles un precio.
los Si las cosas sucedían, había que aceptarlas como
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Un repentino aletazo del cetáceo maravilló a
todos los presentes. Sebastián sintió el movimiento decir don Carlos y el amigo prefirió dar media vuelta.
como un gesto de impotencia de la bestia. Imaginó su Decirle que las ballenas, aquí y en todas partes, eran
sufrimiento. Y fue en esos instantes cuando el tema atacadas y sacrificadas en número cada vez más alar-
olvidado de su canción sufrió un cambio inesperado mante; que existían especies en vía de extinción, como
en los rincones de su memoria. lo había escuchado en la radio, le hubiera valido una
Ahogaré tu pena de moribunda en el mar respuesta tajante. Muy pocos creían que la vida de las
corrigió. Y de esta forma, la historia de la hermosa ballenas afectara la vida de los hombres. Una sensa-
mujer que llegaba en un barco a depositar sus penas ción de derrota pasó por su conciencia.
en el mar, fue remplazada por la historia de la ballena. —¿Oye lo que estoy oyendo? —le preguntó
de la cual no tenía más imágenes que las recientes. las Eudosia a Sebastián.
acumuladas desde hacía pocas horas en su mente Po- Le formuló la pregunta con la intensidad inte-
dría pasar de esos primeros versos y cuando todo hu- rior del pensamiento. Y el niño la escuchó como si
biera concluido escribir una canción conmovedora? estuviera acostumbrado a recibir esta clase de mensa-
—Así está mejor —dijo maliciosamente jes.
Eudosia. "Lee mis pensamientos” —pensó Sebastián. —Sí —respondió él. Y miró a lo lejos, allá
"No se asuste, niño Sebas, que eso lo hace mucha gen- donde la bahía se abre a la grandeza del océano. Cre-
te” —Je comunicó Eudosia, imprimiéndole confianza yó ver varias, gigantescas siluetas atravesando la su-
con otro guiño de ojo. perficie de las aguas. Se acercaban veloces. Los chorros
Don Carlos le pidió a su esposa que regresara de agua que lanzaban hacia el cielo se cruzaban y caían
a casa y se ocupara de los pescados. Si había alguna trazando una perfecta elipsis. ¿Respondían al llamado
novedad, el primero en hacérselo saber sería Sebastián de la ballena varada? Lo estaba pensando, pero deci-
No sabía cómo ponerse de parte de su hijo. Tratar de dió preguntarle a Eudos1a qué había hecho con el vie-
ablandar el ánimo de los belicosos. es decir. de aque- jo Jacinto.
llos que pese a la "enfermedad" de don Jacinto veían Ni ella misma sabía lo que le había hecho a
la posibilidad de atacar a la ballena por su cuenta, era aquel hombre avariento. Se lo imaginaba postrado en
casi imposible. No podía ofrecerles dinero a cambio un catre, auxiliado por sus sirvientes. Nada podía ha-
No tenía tampoco argumentos convincentes. $1 alguien cer la enfermera por sus dolores porque ni siquiera los
cree que puede acabar con la vida de un animal por- médicos, de haber existido alguno en Bahía Solano.
que así gana para el sustento, no será esa la persona podían diagnosticar esa clase de dolencias. Se queja-
que pueda cambiar de idea por una razón ajena a su ba del estómago; no podía mover el cuello; sentía en
interés o a los vulgares intereses de su estómago. "Há- las espaldas la presión de una apretada faja de acero,
ganlo por mi hijo" —le había dicho a uno de sus ami- porque sólo la presión de una faja de acero en la parte
gos, en tono confidencial, pero éste se había encogido superior del cuerpo podía producir tal sensación de
de hombros. como diciendo que no podía satisfacer el ahogo. Tenía. sin embargo, los ojos bien abiertos, tan
capricho de un niño. "No es un capricho” —alcanzó a abiertos como los tenía cuando la codicia se expresa-
ba en su mirada de ternero hambriento,
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—No están tan cerca como usted cree —pre- IV


cisó Eudosia. No era un espejismo Pretendía decir que,
aunque lejanas, las ballenas podían ser vistas y senti-
das.
Sebastián iba a decírselo a su padre, pero
Eudosia adivinó sus intenciones. Le hizo una seña de
silencio. Para ella, don Carlos era un escéptico 1nco-
rregible y se hubiera burlado de los dos o únicamente
de ella. lo que era peor, pues recordaba muy bien ha-
berle oído decir; a manera de reproche. que eso de te-
ner visiones era cosa de locos.
—Ya vengo —dijo don Carlos al niño—. Se E, primero de los seis hombres buscó detrás
me ha ocurrido una cosa. de la puerta de la cocina el hacha que guardaba para
: Y no era una ocurrencia del momento: algo le derribar árboles. No la halló. No podía creerlo. Sólo
preocupaba desde hacía rato, de allí su actitud pensa- encontró una especie de guadaña de madera. Y rabió
tiva e inquieta. hasta dar puntapiés a la pared.
Sebastián constató que el equipo de hombres El segundo, que había llegado resoplando a
decidido a hacer por su cuenta lo que antes debería su casa, tampoco encontró el implacable serrucho con
haber sido comandado por don Jacinto, se reuraba de que acostumbraba hacer más ruido que trabajos en una
prisa de la playa. Se les notaba nerviosos. Los había vivienda que se le caía a pedazos. Llamó a su mujer y
contado: no pasaban de seis;'el número suficiente para ésta le dijo que debía de estar donde siempre había
llevar a cabo y sin ayuda sus perversas intenciones. estado, es decir, donde lo estaba buscando, "Alguien
A medida que el tiempo pasaba, más fuerte'se lo cambió de sitio" —protestó él. Pero nadie lo había
volvía la decisión del niño. Al principio había sentido cambiado de lugar. Allí, el hombre encontró un absur-
pena por la bestia. Pena y tristeza. Poco a poco se le do costal de hojas secas. Parecía una broma. ¿Qué ha-
había revelado en la conciencia la necesidad de hacer cía un costal de hojas secas, adornado con cucarachas,
algo, no sabía cómo, pero hacer algo. Cuando pudo donde siempre guardaba la herramienta?
imaginarse el espectáculo macabro ofrecido por quie- Uno a uno, los seis hombres asistieron a igual
nes vendrían á atacar a hachazos y arponazos al cetáceo decepción: las herramientas buscadas no estaban en el
indefenso, se hizo a la idea de poner todas sus fuerzas lugar acostumbrado. Hachas, serruchos, machetes, ar-
para evitarlo, todas sus débiles fuerzas. pones, habían desaparecido. El colmo de la burla lle-
—Déjelos —lo tranquilizó Eudosia al verlo gó cuando se halló una gran espina de pescado allí
impotente, siguiendo con la mirada a los seis hom- donde debía estar el arpón usado de vez en cuando
bres—. No podrán hacerlo para pescar tiburones. Era tan perfecta la espina y tan
absurda su presencia, que el hecho infundió miedo al
desafortunado individuo.
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Sin ponerse previamente de acuerdo, los seis ver en la playa. al lado de Sebastián. echando fuego
se encontraron visitando a don Jacinto en su lecho de por los ojos hacia quienes pretendían atacar a la balle-
enfermo. Pero el viejo no podía ni mover los labios. na. La vio de nuevo en la imaginación. Y sin decir
Tieso de la cintura para arriba, movía a duras penas un nada, cual una bestia doblegada repentinamente por el
músculo, dibujando en su boca una mueca de idiota miedo, salió del cuarto de don Jacinto, evitando a los
Se convirtió así en blanco de chanzas entre los visitan- amigos que lo llamaban.
tes y en curiosidad de aquellos que lo odiaban. para No regresaría a la playa. Deseaba con toda.el
quienes una oportunidad como ésta no se veía todos alma estar lejos de los acontecimientos. Se santiguó
los días. Al verlo postrado e inútil, Evaristo, el más repetidas veces y se alejó del pueblo. Era cuestión de
activo de los seis hombres, tuvo una revelación instan- perderse, de estar lejos de cualquier rumor o informa-
tánea. La suma de circunstancias absurdas e inexpli- ción sobre el destino de aquella maldita fiera. Si caían
cables era obra de la negra Eudosia. "Es ella" —dijo más desgracias, debían atribuirse a los malignos po-
en voz alta, frente al enfermo. Y temió en seguida lo deres de Eudosia.
peor. Con esta clase de mujeres, si en realidad eran Otra muy diferente fue la reacción de Luis
mujeres de este mundo, no podía jugarse. ¿No había Emiro, el hombre que en lugar de un serrucho había
sido Tante Luise, la madre, la causante de peores encontrado un costal de hojas secas. Indignado, se lan-
embrujos? Temía que Eudosia fuera más lejos, que lo zÓ a la calle, bajo el aguacero, convertido ya en tormen-
hecho a don Jacinto le fuera hecho a él. Y aunque le ta huracanada. El viento no podía ser más amenazante.
debía el favor de habe: sido curado de la mordedura Sentía que su cuerpo era una débil estructura sin peso.
mortal de dos culebras, le guardaba más temor que Y tuvo que agarrarse al tronco de un almendro para
agradecimiento. ¿Cómo había conseguido salvarlo? Ni evitar ser arrastrado por la furia del vendaval. Lo cu-
siquiera le aplicó "contras" en el sitio de la mordedura. rioso era que, al mirar hacia la playa, no encontraba
No había usado amasijos de yerbas ni se había tragado indicios del mismo fenómeno. ¿Sufrían ellos los efec-
la sangre envenenada para escupirla a sus pies. Había tos del huracán? ¿O todo no era sino abra de su imagi-
pasado las manos por encima de la herida, sin tocar la nación?
piel, y había musitado algo parecido a una misteriosa Cuando los hombres no pueden explicarse fe-
canción en una lengua que él desconocía. Aquellas nómenos de la naturaleza se encuentran a merced de
palabras se le habían grabado para siempre. So:gné. las supersticiones O acuden a creencias en las que no
soigne, bon Dieu. curado, curado, buen Dios —éstos entra la razón. De esta forma, Luis Emiro pensó que
fueron los sonidos emitidos por la negra Esta le ex1- tanto misterio y tan misteriosa cólera de los elementos
gió que descansara y cuando Evaristo despertó, moja- podía deberse a la indignación de Dios.
do por el frío de la fiebre, Eudosia no era n una sombra: Trató de pedir ayuda. Estaba agarrado al tron-
se había esfumado co de un almendro muy parecido al que había abatido
S1 un ser como ella era capaz de hacer el bien sin misericordia días antes. De nada habían valido las
de manera tan milagrosa, también podía poner sus súplicas de sus vecinos, que le explicaron que con su
poderes al servicio de causas malignas. La acababa de acción quitaba para siempre la sombra y el remanso a
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la parte delantera de su rancho. Se empecinó en creer
cia del animal en su imaginación, que sintió un llanto
que aquel almendro era el criadero de los zancudos
prolongado y desgarrador salido de la boca del ani-
que atormentaban sus noches y no el pozo de aguas
mal. Era superior a cualquier llanto escuchado antes,
estancadas que no había querido canalizar. Y allí se-
superior a cualquer grito de dolor y desesperación que
guía amarrado, protegiéndose, sintiendo todo el peso
pudiera recordar. Se sentó entonces al pie de un árbol,
de la impotenc:" “Nadie venía en su auxilio. No había
llevándose las manos a la cabeza El sonido era por
ni un alma a su alrededor.
instantes agudo y ensordecedor y penetraba en su ca-
Marcial, el ocioso muchacho que prefería dor-
beza como un instrumento punzante. Miró alrededor
mir hasta el mediodía y esperar que el alimento le Jle-
y sólo vio las ramas mojadas de los árboles, la grande-
gara a la boca sin hacer nada para conseguirlo o
za extraordinana de la naturaleza, ante la cual se sin-
merecerlo, se enfrentó a otra clase de imprevisto. Al
ió pequeño e insignificante. El rápido paso de los
igual que sus compinches, había pensado que la balle-
animales. el canto de los pájaros. la algarabía de los
na le daría los pesos suficientes para pagar una sema-
monos que danzaban de una rama a otra, el reptar de
na de parranda. Se había sumado a] grupo con más
una culebra. todo esto permitió que Evaristo olvidara
bulla que esfuerzos. Era lo que se dice un hablador, de
por un momento el llanto quejumbroso de la ballena
esos a quienes la facilidad de palabra sirve más que la
Sin reurar las manos de su cabeza, vio de pron-
realidad del trabajo. Y fue a él, Marcial, a quien suce-
to la claridad del sol asomándose por entre el follaje. En
dió lo que menos esperaba.
aquel recodo del monte, la lluvia había cesado.
No había regresado a su rancho en busca de
herramienta útil. Había vuelto para hacer ver que tam-
bién él trabajaba en la empresa de don Jacinto.
—¡Maldita sea! —protestó cuando se dispo-
nía a salir de su casa. La puerta de salida se había ce-
rrado y por mucho que trató de abrirla se encontró con
que la madera parecía haber sido sellada desde afuera.
Golpeó repetidas veces. Y sólo consiguió que la puer-
ta pareciera más firme y compacta. Aunque era de día,
los ojos se le nublaron y sintió que se sumergía en una
oscuridad superior a la de la noche más cerrada.
En otro lugar del pueblo, Evaristo vivía la con-
tinuación de su drama. Mientras huía a grandes zanca-
das de la vista de los humanos, se internaba más y más
en la montaña. Huía de nadie o de sí mismo, de su
miedo, del pánico que le producían las acciones de la
negra Eudosia. Vino a su mente la imagen de la balle-
na encallada en la playa. Y fue de tal nitidez la presen-
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—Nadie es del todo malo, nadie es del todo


bueno —sentenció ella.
Sebastián experimentó de nuevo la cercanía
de Eudosia. la misma energía, casi quemante, que in-
vadía desde la mañana sus sentidos.
Minutos después, Evaristo. con el semblante
risueño, saludaba a Sebastián dándole una palmadita
en la espalda.
—Vine a ayudarlos —dijo, sin quitarse del
todo el temor que le infundía la negra.
Endosia tenía en el rostro una expresión ra- —Tranquilo, Evaristo, que no le hago mal a
diante, muy distinta a la expresión cerrada y oscura de nadie.
los cielos. Le satisfacía saber lo ocurrido a cada uno —Usted, abuela, sí que es la Biblia —dijo el
de los seis hombres. Veía a Evaristo. sentado bajo un mulato.
árbol, sufriendo el acoso de su conciencia, presa ya de En el lenguaje del pueblo, en el habla de aque-
horribles remordimientos. Era un buen muchacho, llas costas, decir que alguien era "la Biblia" era una
Sentía cariño por él Verlo acosado por vistones ate- forma de señalar que se las sabía todas, las buenas y
rradoras, le hacía redoblar el cariño y la ternura que le las malas. Nadie sabía de dónde había empezado aque-
lla manera de calificar a los listos, a los sabios, a los
había temido desde niño. Por eso quería aliviar su pena
Y para conseguirlo, se concentró durante algunos se- astutos e incluso a los pícaros incorregibles.
gundos, para permitir que el muchacho se 1gurera del —¿Quieres entonces ayudarnos?
lecho de hojas secas sobre el cual había posado sus Evaristo asintió.
nalgas, "Te voy a hacer un favor —pensó la negra— El aguacero había mermado y se calculaba que
Te voy a quitar los remordimientos”. la marea no sería demasiado alta. Frente a esto,
Sebastián no llegaba a los pensamientos de Sebastián temió que el agua no alcanzara para hacer
Eudosra, que había logrado un poco de calma en la flotar al animal. Para colmo, la fatiga, los débiles cole-
conciencia de Evaristo. No obstante, la miraba. segu- tazos, la desesperación, tanta inútil pelea contra sus
ro de que la negra estaba ocupada en otro de sus ofi- propias fuerzas, le producían al niño una tristreza infi-
C1OS. mita.
—Evaristo viene a acompañarnos —le dijo al —¿En qué puedo ayudar?
niño. Nole dijo. en cambio, que ella misma lo guiaba —Ve a buscar lazos muy fuertes y largos, to-
hacia la playa. Y que él. como un autómata, obedecía dos los que puedas —pidió el niño.
la voz y la energía de Eudosia. No se atrevía a alejarse del cetáceo. Cuando
—¿Qué está usted haciendo? —se atrevió a lo hizo, no se separó más de cincuenta metros, cuidán-
preguntar Sebastián dose siempre de no estar más lejos que los curiosos,
algunos ya aburridos con el espectáculo. Si algo nuevo
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sucedía para satisfacer la curiosidad o las ganas de emo-
ción de aquellos espectadores, tenía que ser un vuelco pasos lentos hacia el muro. No bastaba servirse de tron-
inesperado en la situación y ese vuelco sólo lo propor- cos o de las canoas dejadas en la orilla para asomarse
cionaría el sacrificio del animal. y enfrentarse a la trompa del mamífero Se necesitaba
—¿Dónde anda mi papá? servirse de cajas u otros objetos voluminosos para su-
! —Anda tratando de hacer lo único que puede bir a la altura deseada y, desde allí, poder contemplar
hacer —fue la respuesta de la negra—. No demora en sin obstáculos la presencia de la bestia.
llegar. —Voy a ver qué pasa con el bote de Jacinto
La visión que acababa de pasar por la mente —vino don Carlos a decir a su hijo—. Y. de paso, a
de Eudosia fue la revelación definitiva de algo que po- ver qué hace Francisca.
dría ser confesado al niño de manera directa: el pesquero Se veía preocupado. Tal vez no había encon-
japonés no estaba lejos de las costas. La aparición de trado la mejor manera de ser útil. O la había encontra-
don Carlos, que llegaba sudoroso a la orilla, le evitó do y buscaba estar seguro para no crear expectativas
dar la mala noticia a) niño. inútiles.
—Confirmaron la llegada del pesquero —le-
gó diciendo el padre de Sebastián, sin medir el efecto
de su información. Había deseado que fuera de noche.
podría dirigirse hacia el faro y desviar la Juz hacia otra
dirección. El pesquero se confudiría y navegaría hacia
el sur, alejándose de Bahía Solano Pero...
—S1 fuera de noche, pero no es —le dijo
Eudosia a don Carlos sin que el niño escuchara.
—¡Mire, Eudosia! —gritó Sebastián, señalan-
do hacia la ballena—. Respira con más fuerza.
También su cola se había movido al ritmo del
oleaje. Pero lo que para el niño era evidente no lo era
para los demás espectadores, que sentían el desfalle-
cimiento del cetáceo en un pantano de lodo y arena.
—No se engañe, niño Sebas —habló Eudo-
sia—. Usted está viendo con el deseo, no con los ojos.
El viejo muro de contención, de unos tres me-
tros de alto, servía de mirador a algunos curiosos. Otros
preferían acercarse de perfil a la ballena y contemplarla
fugazmente por el costado. Desde esta perspectiva,
Sebastián había sentido el movimiento ilusorio de la
bestia. Ver con el deseo —se repitió. Y se dirigió a
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Ondina Ortiz, la niña de nueve años a quien
todos creían una superdotada, se enteró tarde de la pre-
sencia de la ballena en la playa. Su abuelo la tenía en-
tretenida, desde las siete de la mañana, examinando
mapas confusos en los que trazaba carreteras y cami-
nos fantásticos. Todos conducían a Bahía Solano. Las
líneas se cruzaban, rectas, curvas, elípticas, provenien-
tes de latitudes mucho más fantásticas. Así el abuelo
se curaba de la desazón que le producía haber trabaja-
do casi toda la vida en el trazado de una carretera y no
haber conseguido que le construyeran más que la mi-
tad de lo proyectado.
Se abrió paso, con su delgada figura, empu-
jando a los curiosos.
—¿Por qué no me llamaron antes? —excla-
mó.
Educada por el abuelo, a quien todos creían
tan loco como inteligente, la niña proclamaba que no
había ser viviente que no mereciera seguir viviendo.
Humano o animal, merecía un lugar en este mundo.
Se enorgullecía de haber salvado a un caballito de mar,
devolviéndolo al agua en lugar de haberlo añadido a
su colección de conchas marinas. Ahora, al ver a la
ballena desde el muro, a donde subró levantada en bra-
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No dejaba de estar pendie: ¿ niño. Pero
zos por un curioso ergantón con fama de bobe. pensó su niño, aunque continuara sintiéndola cerca, ahora
en el caballito de mar salvado hacía apenas tres días. sólo tenía ojos para Ondina. Y más cuando ella, avan-
Corrió de regreso a donde se encontraba zando por la orilla y siguiendo el perfil de la ballena,
Sebastián. a quien había saludado con un rápido ar- trató de acercarse decidida a uno de los declives o po-
queo de cejas. zos profundos de la orilla. Sebastián corrió a evitarle
—Dígame pues qué debo hacer —dijo con voz el peligro y ella, al tenerlo tan cerca, rachazó el brazo
segura y melindrosa. que se le ofrecía.
—Espere —le respondió él—. Voy a ver si me —Ya sé que aquí es profundo —dijo ella.
sirve para algo. Y saltó, descalza como había llegado, pasan-
Conocía el espíritu voluntarioso de Ondina y do al trozo de playa siguiente, desde donde podía ca-
supo de inmediato lo que le pediría, pero esperó decír- minar, con el agua en las rodillas y la falda levantada
selo para crear una pausa y no verse debilitado ante la hasta el muslo, al sitio donde la ballena podría ser ob-
niña. servada.
—Vaya y dígale a su abuelo que aliste la lan- —Respira —gritó Ondina al ver desde más
cha con el motor de 75 caballos —le pidió Sebastián cerca la trompa del cetáceo, sin poder avanzar debido
al cabo de unos instantes. a la existencia de otro declive— Está más viva que
—Mi abuelo vendió la lancha y el motor —in- NOSOtTOS.
formó la niña— Dijo que no quería envenenar más , —;¡Qué descubrimiento! —exclamó Sebastián
las aguas de la bahía con esas porquerías. para sí.
—Espere, entonces —dijo finalmente Sebastián. Le gustaba aquella niña alta y desgarbada pero
molesto porque Ondina estaba con las manos en jarra, le molestaban sus caprichos de sabelotodo.
buscándole la mirada con gesto desafiante—. Espere y —Voy a ver qué le ocurre a mi abuelo —dijo
estese quieta. al pasar cas1 rozando a Sebastián. Y se alejó de él con
Pero Ondina, que no recibía órdenes de na- caminar coqueto e insolente.
die, n's1quiera del abuelo, enemigo de dar órdenes a —Es una engreída —dijo Sebastián para que
menos que explicara el sentido de la orden, se separó Eudosia lo escuchara
de Sebastián con aire de no-puedo-contigo. —Así son las niñas cuando quieren gustar a
Eudosia caminaba de un lado a otro de la pla- los niños —se rió la negra
ya, deteniéndose aquí y allá, torciendo la boca cuando La lNegada de Evaristo interrumpió el hechizo
alguien no era de su agrado, averiguando lo que se que Ondima había dejado en Sebastián
decía en los corrillos, haciendo mala cara a los turistas ! —Le conseguí las sogas que me pidió —m-
que pretendían retratarla. En una playa que de un ex- formó Evaristo—, pero se las entregué a su papá.
tremo a otro no pasaba de los quinientos o serscientos —¿Dónde está él?
metros mal calculados; en aquella playa que había —Trabajando en la barca de don Jacinto —dijo
dejado de ser playa para convertirse en vertedero de de prisa y emprendió el regreso.
desechos, no era difícil ir y venir sin perderse de vista.
61
00
ría la llegada de los japoneses. Tampoco conocía el
Las miradas de indiferencia o burla que horas alcance de los "poderes" de la negra ni la fuerza inte-
antes se dinigían hacia Sebastián, parecían ver ahora rior de quienes los padecían. Podían salir del hechizo.
de simpatía. Mujeres y mños gue habían perdido el Por fortuna, la ballena no estaba ahora ame-
interés por la ballena después de haberla visto de fren- nazada por los hombres sino por la naturaleza. "El
te y de perfil. decían estar dispuestos a hacer algo para peligro de los hombres no ha desaparecido” —escu-
sacarla de su penoso lecho de agonía. Le sonreían al chó que le decía Eudosia desde lejos.
niño, se acercaban a preguntar por lo que estaba hacien- —Voy a buscar a mi papá —dijo Sebastián a
do. se mostraban interesados por el destino que final- dos mujeres que habían llegado a fortalecerle el áni-
mente había tomado el pesquero de los japoneses. mo—. No permitan que ninguno de esos malvados se
Se puede seguir adelante en una idea cuando acerque al animal
se está solo pero cuando son otros los que están dis- —No se preocupe —dijo una.
puestos a seguirla, la sensación de soledad cs menor —Váyase tranquilo —aseguró la otra.
Surge una energía nueva y la debilidad del principio Con esta seguridad, Sebastián se retiró de la
se convierte en Fuerza alentadora. Era esto lo que Sebas- playa. Lo hizo a la carrera, como si fuera perseguido.
tián deseaba comunicar a Eudosia, pero cuando la bus-
có no pudo hallarla en ninguno de los corrillos.
Si había desaparecido —se dijo el niño— era
porque algo importante debía estar pasando por su
mente, algo que no podía comunicar a nadie, n1 siguie-
ra a él, a quien transmitía desde la mañana todo cuan-
to podía darle aliento.
La marea subía. Más de la mitad del cuerpo
de la ballena era cubierto por las aguas. No era todavía
bastante para permitirle flotar. Por las amplias grietas
del muro de contención, se filtraban chorros de las
marejadas. Era cada vez más difícil asomarse al muro,
pero desde el costado, allí donde la playa se inclinaba
y la marea se deslizaba con suavidad, podía ser vista
la ballena. A este ángulo se acomodaban Sebastián y
las personas que venían a darle ánimos y a ofrecer su
concurso. No se movería del sitio. Primero, por el po-
der hipnótico que despedía la bestia; segundo, por el
temor de alejarse y no poder impedir que unos cuan-
tos hombres tomaran otra vez la iniciativa de atacar al
cetáceo. Aunque Eudosia los tenía por el momento bajo
control, no estaba seguro de los cambios que produci-
63

Ir teó obstáculos, troncos de balsa, latas vacías, cajas de


madera arrastradas por las mareas, plásticos inservibles,
botellas astilladas, basuras que las aguas sepultaban bajo
la arena, desperdicios botados irresponsablemente en la
orilla,
Eudosia había regresado. La encontró enfa-
dada, enfrentándose con las manos en la cintura a dos
hombres que, con arpones y machetes en mano, trata-
ban de subirse al muro por una improvisada escalera
de guadua.
—S1 se mueven de donde están, ya verán lo
L, vieja barca que Pacho Loco, el abuelo de que les sucede —les decía con voz amenazante— Soy
Ondina, había vendido a don Jacinto, se hallaba en la vieja pero no estoy para chanzas.
orilla, sobre troncos de madera que servían para ha- Masticaba un pucho de tabaco que la obliga-
cerla rodar hasta el mar. Se mantenía en perfecto esta- ba a escupir la oscura saliva por la'comisura de los
do. Era una embarcación de casi diez metros, hecha labios
con la madera más fuerte y fina. La había adquirido a Al ver a Sebastián, le extendió el brazo y lo
precio de ganga don Jacinto y la mantenía fuera de llamó a su lado.
uso como mantenía otras cosas que compraba. —Veo —diyo, sacándose el pucho de la boca
Sebastián encontró a su padre y a Evaristo exa- y examinando las cenizas—. veo al pesquero de los
munando la barca. Estaba recién calafateada. chinitos acercándose a la costa.
—Voy a ver si consigo el motor de 75 caba- egún sus cálculos, el pesquero japonés en-
llos —dijo don Carlos. : traría a la bahía a eso de las tres y treinta de la tarde.
—;¡Pero si es de don Jacinto! —le recordó —Siento también las señales de las ballenas
Sebastián. como a cincuenta kilómetros de distancia
Don Carlos sonrió, acarició la cabeza de su Chupó el tabaco apagado y escupió por un lado
hijo y, antes de partir, dijo de una manera reposada: de la boca. "Ese bote puede sernos útil, niño Sebas"
—Nada es de nadie si sirve a una causa justa. —pensó. Y escupió de nuevo, guardándose el pucho
Al niño le llevó un buen rato comprender el en el bolsillo de su raído vestido de seda. "Su papá
sentido de la frase. . está haciendo lo que debe hacer" —dijo a su niño.
—¿Puedo servir aquí de algo? —preguntó a
Evaristo.
——Creo que sirve más estando allá. cerca de
esa bendita bestia —dijo—. Se lo comentaré a su papá.
Sebastián pegó una fuerte palmada en un cos-
tado del bote y emprendió la carrera por la playa. Sor-
65

HI literarias. Con narraciones y versos sacados de sus lec-


turas componía su obra. un montón de manuscritos que
leía en voz alta a quien tuviera la paciencia de escu-
charlo.
El libro exhibido por el viejo no era otro que
Moby Dick. la terrible y hermosa nov2la de Melville
—¡Maldición! ¿Os habéis vuehto locos?
Nadie supo cómo el enfermo que hacía unos
minutos deliraba de fiebre había conseguido levantar-
se de la cama. Con sus pantalones cortos y la camisa
desabrochada; los cabellos blancos alborotados y Jos
Nae lo esperaba en la orilla. Todo el pue- ojos más abiertos que una fiera acorralada. Pacho Loco
blo sabía que Pacho Loco sufría desde el día anterior continuaba vociferando. Y avanzaba hacia el pequeño
los dolores de cabeza de sus excesos. Fiebres y sudo- grupo formado por los partidarios de atacar al cetáceo
res volcánicos lo mantenían amarrado a su catre de Había adoptado el acento de un predicador encoleri-
madera, en cuya cabecera había escrito otra de sus lo- zado
curas NO DESCANSARE EN PAZ: MORIRE DAN- —¿Qué pretendéis, desalmados” Oid esto:
DO GUERRA. Una marea roja extendida alrededor del anumal como
Nadie lo esperaba y menos aún con esos arres riachuelos bajando de la colina ¿Sabérs a qué sabe
de profeta. esa marea roja? ¡A sangre!
—;¡Maldición, maldición! —exclamó a los Todos se preguntaban por el origen de aque-
cuatro vientos. las palabras, que sentían como una herida en el alma.
Las fiebres que no habían doblegado su recio —,lgnorantes! ¿No conocérs la espantosa his-
cuerpo de colono antiguo habían calentado su cerebro. Loria del desalmado mister Stubb? ¡Ordla, escuchadla!
Era la imaginación más atrevida y sorprendente de Su cuerpo torturado 1a no nadaba en el agua salada
Bahía Solano. sino en su sangre, sangre que durante muchas brazas
—;¡Maldición!¡Maldición!,Requetemaldición! hervia y borbolleaba en la estela de la ballenera
¡Carajo! Se había empezado a guardar silencio Hasta
Ondina, su nieta, lo seguía de cerca. aquellos que se mofaban del viejo: incluso aquellos
Cualquiera diría que Pacho Loco traía un l1- que lo tenían por loco pero admuraban su rapidez de
bro sagrado en la mano. No se trataba, sin embargo, de inteligencia y su verbo de culebrero: todos, incluso
la Biblia o de cualquier otra obra sobre el origen del Eudosta. que lo creía un ser parido por el demonio,
universo y las creencias de los hombres. Exhibía una todos guardaban silencio
novela que se había aprendido en sus cincuenta años Sebastián estaba perplejo Sin embargo. sen-
de lector de fábulas y cuentos que él enredaba mez- ia a Pacho Loco como a un alrado de último momen-
clando unas tramas con otras. Así hacía sus trampas to. St la negra no tuviera el humor de perro que
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— Virgen santa! —exclamó Ondina—. Hom-
demostraba cuando se metían con ella. hubiera pensa- bres sedientos de sangre inocente.
do lo mismo del viejo En secreto, lo tomaba por un alia- La voz del viejo salía con firmeza de trueno.
do. No por los poderes secretos, que Pacho Loco no tenía, —Stubb hundió en barrena su larga lanza bien
sino por la locura que les atribuían en el pueblo afilada en el cuerpo de la ballena v la mantuvo allí,
Pacho Loco estaba acercándose al muro de hurgando cuidadosamente, como si buscara algún re-
contención, justo al trente de la baltena Ondina le había lo, de oro que el animal se hubiese tragudo v temiera
colocado una caja de madera y. desde allí, el viejo aren- romperlo al sacar la lanza
gaba a los espectadores. Bendijo primero al desgra- La caja destartalada que Onda había facili-
ciado animal mitológico y después impartió la misma tado a su abuelo. empezaba a tambalear. Para evitarle
bendición a sus fieles”. el ridículo, uno de los espectadores arrimó un grueso
—Y sin cesar, chorro tras chorro, un vapor tronco de madera y Pacho Loco. con toda su dignidad
blanco surgía de los aventadores del animal agom- encima. lo hizo servir de púlpito.
zante, al mismo tiempo que, en incesantes y vehemen- Doña Francisca. alertada tal vez por alguien
tes bocanadas, se consumía la pipa del segundo oficial del pueblo, había regresado a la playa. Las interven-
excitado —leía el viejo Pacho. ciones públicas de Pacho Loco, últimamente tediosas.
Se diría que se sabía de memoria aquel libro se convertían en un verdadero espectáculo. Y éste lo
porque apartaba los ojos de la página para dirigirlos era, no con las características cómicas de siempre, sino
alternativamente hacia la ballena o hacia su público. con la solemnidad trágica de los textos que leía.
Aquella historia en la que el valor de los hombres con- —¿Queréis, hijos de fieras enloquecidas, que
sistía en conseguir la muerte de la ballena blanca, se os siga contando cómo se lega a los infiernos y al mal?
convertía en boca de Pacho Loco en una historia de Sus cabellos erizados, pese a la lluvia. pare-
espanto y miseria, en la fábula de unos asesinos sin cian moverse al son de sus uiradas palabras. La mayo-
misericordia. ría calló: unos pocos no evitaron la risa.
—Es el libro del Viejo Testamento. —;¡Escuchad, escuchad, desalmados! —gritó
—Es el del Apocalipsis. con todos sus pulmones—. Pero este relo] de oro era
—No, es de una película de terror. Yo vi una la vida secreta del animal. Fue alcanzada, pues salió
igualita en Balboa. de su letargo para entrar en aquel estado indescripti-
—Son ocurrencias enfermizas de ese viejo ble que se llama convulsión El horrible monstruo se
loco. revolcó en su propia sangre 1 cubrió sus postreros
Nadie acertaba a decir que se trataba de una estertores con una bruma impenetrable,
novela. del relato de un viejo marinero. Cerró el libro ruidosamente y se quedó inmó-
—Después de cada golpe. Stubb halaba a vil encima del tronco Ondina, que se había acercado
bordo su torcida lanza por el cabo a que estaba uni- al abuelo. lo tomó de la mano. El viejo. agotado, cerró
da. la enderezaba en algunos rápidos golpes contra la lo ojos
borda v volvia a clavarla inmediatamente en la balle- — Abuelo —dijo la niña—. tiene fiebre y está
sudando a mares.
na.
68

—Sí. ha —acepte el viejo y. cogido de la


mano de su nieta, atravesó el estrecho camino que le IV
abrieron los espectadores Sólo una vez volvió la vista
atrás con la intención de echar una últuma mirada a la
ballena. pero el muro de contención se lo impedía
Cuando estuvo frente a Sebastián. le pasó la mano
atiebrada por los cabellos
—Ahora sí voy a seguir durmiendo mi fie-
bre —dijo Y se alejó hacia el pueblo. hacia su dispa-
ratada casa de madera y remiendos de hojalata. O hacia
su santuario. porque el viejo había decorado las pare-
des de su vivienda con toda clase de dibujos y frases.
La había pintado con sus "locuras" y ocurrencias so- Seguido por un pequeño grupo de volunta-
bre el origen del universo y de la vida. Oxidados res- rios, Sebastián se dirigía hacia el costado izquierdo
tos de motores, pinturas de una belleza inocente y del pueblo. Evaristo había venido a decirle que don
eraciosa, se exhibían en la casa donde vivía con hijas Carlos lo esperaba, que trajera cuatro o cinco hom-
y nietas. La certidumbre de haber engendrado sola- bres fuertes y de buen corazón Doña Francisca y
mente mujeres v que estas mujeres a su vez hubieran
Eudosia se quedarían montando guardia con el argu-
parido hembras. lo llenaba de orgullo. No confiaba en mento de que la amenaza de una mujer es más temible
los hombres ni en el espíritu que los hombres cultiva-
que la bravuconería de un hombre Paradas frente al
ban.
muro de contención, vigilantes y severas, serían capa-
El aguacero, que hahía mermado por momen-
ces de plantar cara a los pocos que se mantenían en la
tos. se vino con más furia. Unos pocos espectadores.
conmovido» por las palabras del viejo. decidieron re- idea de sacrificar a la ballena
tirarse a sus casas. Ya la ballena no era promesa de El agua de la marea subía lentamente y baña-
espectáculo alguno: agonzaría entre curiosos porque ba de manera esperanzadora el cuerpo de la bestra
también se estaba acabando la pasión de quienes pre- Don Carlos se veía radiante. Había conse-
tendían sacrificarla Pero aquellos que se retiraron lo guido el motor fuera de borda de 75 caballos de fuer-
hicieron con la visión obsesiva de un inmenso animal za. Contaba con suficientes sogas, capaces de arrastrar
varado en la playa a una docena de bestias terrestres. Lo único que le
—No sabía que ese viejo sinvergienza, ave faltaba ya lo estaba haciendo: atornillar a ambos lados
de mal aguero, tuviera esa clase de poderes —aceptó del bote las anillas por donde sujetaría los cables. Es-
Eudosia cuando se agotaron los últimos comentarios taba dedicado a este trabajo cuando constató que eran
sobre la arenga de Pacho Loco numerosas las personas que ofrecían su concurso de-
—E» el poder de las palabras justas —añadió sinteresado en la operación que estaba a punto de
doña Francisca Desde que llegó. no dejaba de pre- empezar Y agradecía tales muestras de generosi-
suntarse por el paradero de su marido dad. Bastaba tomar una firme iniciativa y mostrarse
70 71

capaz de actuar con resolución, para que la inditeren- —Pare el motor cuando estemos a unos vein-
te metros de la aleta caudal de ese monstruo —dijo en
cia desapareciera en quienes antes no tenían motivos
tono docto y algo chicanero Evaristo.
para intervenir.
—¿ Aleta caudal? ¿Qué es eso? —preguntó
—Tú. Evaristo, pruébanos lo que sabes ha-
Sebastián
cer —lo acicateó Sebastián.
—Así se llama la cola de las ballenas —com-
¿Qué era lo que el fornido mulato sabía hacer
pletó don Carlos. gritando desde popa.
como nadie en el pueblo? Enlazar a un toro bravo en
Evaristo sostenía en sus manos una soga Ensa-
plena carrera: hacer girar la soga y lanzaría con tanta
yaba, como experto que era, haciéndola girar en cír-
precisión que no había cuello de bestia que se le esca-
culos por encrma de su cabeza, como cuando alguien
para.
se dispone a enlazar a un toro en plena carrera. Los
—Vamos a ver. niño Sebas, si tengo el pulso
músculos del mulato, mnchados como una garganta
como antes —dijo riéndose.
que grita, llamaban la atención de Sebastián.
Ya el bote era bajado hasta la orilla, montado
sobre tres redondos troncos. Brazos voluntariosos no El bote navegaba ahora lentamente. Cincuen-
ta, cuarenta, treinta, veinte metros. Desde allí, vista
faltaron y cuando la embarcación estuvo en el agua,
por su parte posterior, la ballena tenía otra dimensión
en su punto de flotación, don Carlos eligió a los seis
El lomo se arqueaba y aquella superficie, quieta y bri-
hombres que lo acompañarían. Ducho en motores fuera
de borda, hizo dos intentos antes de conseguir que la llante, se parecía al lomo de una montaña pétrea y
grisácea
potente máquina prendiera.
—Acérquese un poquito más. don Carlos
Había que trazar un semicírculo una vez se
—pidió Evaristo.
hubiera salido a aguas profundas, virar hacia la dere-
El lazo lanzado al aire por Evaristo trazó una
cha y entilar la proa hacia el lugar donde se encontra-
figura que paralizó la respiración de los presentes En
ba la ballena. Y aunque la marea alta estaba facilitando
su trayectorta, que duró apenas unos segundos, pare-
nuevos movimientos de la fiera, débiles coletazos cfí-
cía agotarse todo el tempo del mundo Los ojos que
meros, no bastaba para permitirle flotar por encima
miraban desde el bote y Jos que miraban desde la ori-
del lecho que había abierto su cuerpo. Á esta conclu-
lla, se habían olvidado del cetáceo Miraban hacia el
sión había llegado don Carlos y se lo había explicado
cielo, seguían la trayectoria de la soga
a Sebastián.
Como una amplia argolla que penetra en una
Como un pequeño capitán. orgulloso de su
figura cilíndrica, así fue el movimiento del lazo al pe-
nave, así se sentía el niño en la proa del bote. La lluvra
netrar en la cola del monstruo.
lo empapaba, pero se trataba de la tibia y gratificante
—,Lo hiciste. Evaristo! —exclamó lleno de
lluvia del trópico. júbilo el mño.
—Gure ahora a la derecha, don Carlos —gritó
Suavemente. casi que con ternura. Evaristo
uno de los hombres—. La corriente nos llevará fácil-
empezó a halar la soga todavía floja que aprisionaba
mente, la cola del mamítero. Temía que una esperada sacu-
72
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dida echara a perder todo su estuezo. Consiguió 1jus-
tarla como deseaba. Si movía la cola. sólo lograría alar- en las esperanzas de su hijo. Si algo necesitaba el niño
se más y más. era la viva esperanza de lo posible.
— Ahora sí, don Carlos, haga girar el bote en La soga se tensó y la barca quedó inmóvil.
redondo —pidió uno de los tripulantes. como si una fuerza salida de las profundidades tratara
Era Arcadio. el gigantón con fama de bobo de llevarla al fondo del océano
que había levantado a Ondina para que se asomara al * Don Carlos aceleró el motor y la embarcación
muro de contención. se inclinó en la popa, provocando borbotones de agua.
Evansto soltó cuerda suficiente para que laem- Sintió esta vez que la ballena cedía. En verdad, se tra-
barcación girara en redondo. taba de una ilusión de sus sentidos.
—Dele despacio, don Carlos —pidió Evaristo. Bajo el tenaz aguacero, la tripulación, de la
La soga, firmemente amarrada a las argollas que Sebastián no era una presencia pasiva sino el áni-
laterales del bote, era sostenida por la manos de seis mo vivo de la voluntad, veía agotada toda esperanza.
hombres. El niño, sin embargo, no desfallecía. Estaba viendo a
El motor aceleró. En el primer arranque. el otros hombres en la orilla, hombres que sufrían al ver
bote se mantuvo inmóvil en medio de borbotones de el esfuerzo titánico de quienes luchaban en la barca.
agua. Con fuertes sogas en los brazos, montados en tres frá-
—Acelere, papá —gritó Sebastián con deses- giles canoas, se adentraban un poco en el mar. Des-
peración. pués de varios intentos fallidos, conseguían enlazar la
Don Carlos sintió que la cuerda se tensaba. El cola del cetáceo. Bajaban en la orilla y se movían con
cetáceo, sin embargo, no se movía del lecho de arena las sogas en diagonal, buscando fortalecer el arrastre
revuelta. de la bestia.
Un oscuro pensamiento, a manera de presa- —No estamos solos —d1Jo para sí el niño, pero
gio. pasó por la mente de don Carlos. Calculaba que don Carlos escuchó a su hijo y le produjo una gran
una ballena, por pequeña que fuera, no podía soportar tristeza pensar que podía estar equivocado.
su propio peso. Sus órganos internos podían aplastar- Bote y hombres, brazos y motor se encontra-
se. Pero creía que debajo del animal había suficiente ron en un solo esfuerzo Esta vez, el cuerpo de la ba-
agua para impedir que esto sucediera. Pensó, también, llena cedió. El agua la cubría un poco, dejando a la
que por mucha potencia que sacara el motor, sólo con- vista su hermoso lomo desnudo, Don Carlos alcanzó a
seguiría que el animal se moviera unos centímetros divisar por primera vez el gran orificio de la ventana
del nido formado por su peso. nasal del monstruo, expuesta en la parte superior de la
De pronto, una sacudida inesperada de la bes- cabeza.
tia tensó la soga. Tres hombres fueron arrojados al agua. Sebastián, por su parte, recordaba con horror
—Necesitaríamos tres botes y tres motores las palabras leídas por Pacho Loco. Se imaginó la
implacable caída del arpón y la sangre manando de un
como éste —dijo don Carlos. Lo dijo con más realis-
cuerpo que se resistía a morir en un mar enlutado por
mo que desaliento. Cualquier desaliento haría efecto
la agonía. Se llevó las manos al rostro y cerró los ojos.
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Los segundos que siguieron, el recuerdo de otra esce- pierda las esperanzas" —escuchó
Sebastián que le de-
na, alivió el pesar que sentía. cía una voz. Podía reconocer la voz
de Eudosia pero
En efecto, había vivido la escena que se no podía saber desde qué lugar llegaba. Parecí
a una
entrometía en sus recuerdos. La había vivido el año voz filtrada por el viento, la lluvia y
el rumor monóto-
anterior, de regreso de la ensenada de Utría. En aquel no del oleaje.
atardecer de fuego, navegando sobre una superficie de Recoger la soga, llevar el bote hacia
la orilla
calmadas aguas, se había regocijado viendo el desfile Murarse unos a otros fue tan indescriptib
le que elniño
de una manada de delfines. Acompañaban a la lancha. prefirió guardar silencio.
Saltaban y jugueteaban. Podían ser más de doce. Se No bastaba la voluntad —pensaba
don Car-
sumergían y salían a la superficie como si danzaran los. Y contemplaba a su hijo con el
rostro tragado por
para sus espectadores. Un muchacho que los acompa- un remolino de confusión. Tal vez fuera
éste el co-
ñaba, sacó del bolsillo de su pantalón una dulzaina y mienzo de una lección: se podía perder una
esperanza
empezó a tocar la más melancólica de las melodías. y era cruel que así fuera en la corta
vida de un niño,
Los delfines siguieron el ritmo de la melodía con sus pero era necesario aprender a alimentar
las esperanzas
movimientos. De un momento a otro, no fueron doce siguientes.
sino incontables ejemplares los que, tomando el rum- Al bajar apesadumbrado del bote,
Sebast ián
bo de la lancha, acompañaron el viaje de regreso. Aquel se extrañó al ver un desfile de niños Iban en
fila india
espectáculo de sueño regresaba ahora a la memoria con grandes trapos mojados en las manos
. Sedirigían
del niño para aliviar el terror que le causaba evocar el hacia el lugar donde seguía Ja ballena. Tal
vez nadie
relato leído por Pacho Loco. les había pedido que lo hicieran, pero
los niños, al ver
En la realidad, no obstante, todo sucedía de que la lluvia disminuía y que el sol
se asomaba en el
otra manera. Lo constató Sebastián al abrir los ojos, al cielo, habían tomado la iniciativa de hacer
lo.
regresar brutalmente a la realidad,
La soga había arrancado las argollas. Los bra-
zos de la tripulación no bastaban para aguantar la ten-
sión que se producía entre el arranque del motor y la
resistencia pasiva de la ballena. Los hombres que des-
de la orilla hacían esfuerzos con la soga atada a la cola
de la bestia, veían como ésta se desprendía tras un
movimiento incomprensible, debido a la flotación de
aquella mole sobre las aguas.
Y fue en ese instante cuando una insostenible
carga de desaliento cayó sobre el niño. "El hombre
puede actuar con toda la fuerza de la voluntad pero le
falta el poder para conseguir lo que desea” —pensó
don Carlos. Lo acongojaba pensar de esa manera "No
71

aplaudido la imciativa cuando el mío fue a buscarlo


para pedirle trapos viejos e inservibles.
El viejo navegaba en su propia fiebre. Delira-
ba. Y en sus delirios, maldecía a aquellos que se
atre-
vían a enfrentar con sus arpones a un animal que había
vivido miles y miles de años en las profundidades
marinas. Sudaba y dehraba envuelto en sábanas y co-
bijas que le daban un aire espectral. Esto contaba
Ondina a Sebastián. quien no se atrevía a sostenerle la
mirada
Una ballena era un espectáculo extraordinario
—¿Que hacen? —preguntó Sebastián al pero nadie se había 1maginado que una ballena vestida
acercarse corriendo a los niños. con trapos húmedos fuera un espectáculo extraordina-
—Llevamos trapos mojados para enfriar el riamente divertido.
cuerpo de la ballena —dijo una de las niñas. El sol empezó a asomarse tímidamente en el
También Ondina se había sumado al grupo. cielo Podría ocultarse de un momento a otro o salir
Al verla, Sebastián pensó que era idea de ella. Otra vez con la quemante plenitud de un horno encen-
—No fue idea mía —respondió ella al ver que dido.
Sebastián la miraba con extrañeza. Portaba un trapo —¿Dónde está Eudosia? —preguntó Sebastián
húmedo, restos de una sábana remendada. al unirse a la fila de mños. No la había vuelto a ver en
Los niños entregaban en la orilla su carga en la playa.
manos de una cadena de brazos que la depositaba en —No se preocupe por mí niño Sebas —escu-
dos canoas. Los tripulantes de las pequeñas embarca- chó Sebastián que le decía desde lejos la voz de la
ciones se encargaban de cubrir el cuerpo de la ballena, negra
No temían a una repentina sacudida del monstruo. Lo La comunicación se había restablecido. "Está
cubrían, desde la cola hasta los costados. Zo bien lo que hacen esos niños pero no será suficiente"
—Si sale el sol —dijo Ondina a Sebastián—, —le dijo la voz de la mujer a la conciencia de Sebastián
.
va a necesitar mucha humedad y mucho frío, —¿Saldrá el sol? —preguntó él.
La niña miró a Sebastián de manera casi —No saldrá más de lo que debe salir —res-
desafiante. Lo miró con la altanera coquetería que ya pondió la voz.
él conocía en otras ocasiones. o —¿Qué va a pasar? —insistió con desespera-
—Fue muy buena idea —dijo Sebastián. ción—. S1 usted lo sabe, dígamelo.
—_Las ideas de los niños nunca son malas ideas —No sé lo que va a pasar —oyó decir. Y
—dijo con el tono repelente con que expresaba su co- Sebastián sintió que la comunicación se interrumpía
quetería. Con el mismo retintín le dijo que la idea era nuevamente en una especie de ronroneo mecánico, Era
de un desconocido, que el abuelo, Pacho Loco, había como si algo o alguien se interpusiera entre la mujer y
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imaginaba, era cierto, pero tenía la transparencia de
el niño Miró por toda la playa y no encontró a Eudosta, algo que estaba ocurriendo. Las aguas de la bahía, an-
Tal vez estuviera en casa, en su cuarto de loca y bruja. tes calmadas, empezaron a revolverse. Era tan rápida
La imaginó rodeada de yerbas a imágenes de santos la agitación del mar, que Sebastián creyó estar vivien-
OSCUTOS. do un terrible espejismo. La marea se enroscaba desde
Separado del grupo, Sebastián sintió la cerca- afuera, desde la entrada a la bahía, y en oleajes más
nía de Ondina. altos, se aproximaba a la orilla.
—¿Con quién hablaba usted? —le preguntó Se quedó inmóvil, como sembrado en la are-
la niña. na. Pero al mirar a su alrededor, listo ya para huir y
Lo miraba a los ojos, de manera desafiante. expresar el pánico que lo embargaba, vio que la con-
—Sé que hablaba con alguien pero no le voy ducta de los demás era perfectamente normal. Todo
a repetir la pregunta —añadió—. Cada cual habla con cuanto imaginaba de manera tan fugaz sólo era senti-
quien le escucha. do por él mismo; nadie podía percibirlo como él lo
Sebastián fingió no prestar atención a la percibía.
intromisión de Ondina. Y ella entendió que él fingía
indiferencia.
—¿Ha oído hablar del bendito pesquero japo-
nés? —cambió él de tema.
—El bendito pesquero japonés —lo imitó
ella— está llegando a la bahía. Y eso es lo que nos
preocupa.
—¿A quiénes?
—A mi abuelo y a mí —dijo ella con marca-
do desdén.
—Les preocupa a ustedes, a mí y atodos —aña-
dió Sebastián sin ocultar su molestia.
Estaban un poco separados de los demás, muy
cerca uno del otro.
—Cuando se sequen esos trapos habrá que
cambiarlos por otros mojados —dijo Ondina con si-
mulada antipatía. No se atrevía a decirle lo que hacía
rato pensaba. "¡Qué tonta soy! —quería decirle—
Siempre me estoy peleando con usted".
—En vez de estar ahí parado, piense en hacer
algo —Jdijo al fin, contradiciendo sus pensamientos Y
Sebastián aceptó la frase como un reto.
En cosa de imstantes, pasó por la cabeza del
niño algo parecido a un relámpago enceguecedor. Lo
Capítulo cuarto
e
4

La, aguas no estaban revueltas. Lo habían


estado en un rapidísimo ejercicio de su imaginación,
Sebastián sintió la presencia de Eudosia a sus
espaldas. Y no se dio la vuelta. El calor que ella le
transmitía le bastaba para sentirse acompañado.
—Mire hacta allá —le dijo Eúdosia en voz
baja
Señaló con el índice hacia la entrada a la ba-
hía.
—-Veo un barco —dijo el niño. :
—Claro que es un barco —bromeó la negra—.
Pero no es un barco cualquiera.
—Es el pesquero de los japoneses —acertó a
decir Sebastián. + +
La marea alta estaba a punto de alcanzar su
mayor altura. Y Sebastián, que ya había conocido el
espejismo del mar agitado. creyó que lo que estaba
mirando era la continuación de una fantasía.
—¿Ve usted lo que estoy viendo? —preguntó
Eudosza, señalando hacia la ballena.
Quienes estaban más cerca del cetáceo, prote-
gidos por el muro de contención y el carcomido terra-
plén de cemento que seguía en línea irregular los
contornos de la playa, huyeron despavoridos Fueron
salpicados de agua y arena. La ballena, sorpresivamente,
84 85

había dado un coletazo Trataba de flotar pero era sólo bres que pretendían desde la mañana despiezar a la
el esfuerzo de unos breves instantes. ballena, ya esos poderes no servían. Le sucedía a me-
Sebastián recordó algo que le habia contado nudo. Por ello no se sentía orgullosa de poder alguno.
su padre: antes de morir. víctimas de los arpones ase- Unos poderes secretos que se agotan son pobres pode-
sinos, las ballenas luchaban con todas sus fuerzas, se res terrenales. Conocía su debilidad como conocía su
despedían de la vida con la admirable dignidad de su fuerza. Y ahora sentía la llegada de la debilidad. Al-
poder
guien o algo le impedía hacer lo que ella deseaba ha-
Y aunque no se tratara de arponazos morta- cer con toda el alma.
les, el niño veía en aquel esfuerzo la lucha de la bestia —Haga algo —le había pedido Sebastián en
por su vida.
tono de súplica.
—No le alcanza el agua —dijo Eudosia con —No puedo hacer nada, niño Sebas —le ha-
voz desconsolada. bía respondido Eudosia con voz de pesadumbre.
Unos pocos hombres sintieron otra vez la co- Sebastián estaba seguro que los hombres que
mezón de la codicia. Habían permanecido indiferen- corrían iban a regresar con las mismas siniestras inten-
tes; admiraban incluso el esfuerzo que se hacía para
ciones
sacar de su lecho arenoso a la ballena; se habían reído ¡S1 volviera a moverse con más furia! ¡Si sa-
al vera los niños con trapos mojados destinados a ali- cara fuerzas de su propio peso y flotara!
viar el calor del animal; se habían carcajeado al ver a Sebastián se imaginó a la bestia luchando so-
la ballena cubierta, como si se tratara de un enfermo bre el agua, arrastrándose, despidiendo chorros de agua
con fiebres palúdicas. Parecía un espanto, una apari- hacia el cielo que empezaba a despejarse.
ción, una grandiosa mole divertida. Pero ahora, remo-
vía en ellos la ambición y la avaricia. porque también
ellos se habían enterado de la entrada del pesquero y
hacían los mismos cálculos que otros habían hecho en
la mañana, cuando descubrieron al animal varado en
la playa.
Hablaban entre sí. Se les notaba la inquietud.
Los ojos les brillaban como si despidieran llamas in-
fernales. Por esto lo habían decidido: correrían hacia
sus ranchos y regresarían con las armas necesarias.
Darle el golpe mortal a aquella bestia no sería fácil
pero lo harían.
Eudosta adivinó sus pensamientos. Se concen-
tró todo lo que pudo, pero creyó que ya no sería capaz
de intervenir. Los poderes que habían enfermado al
viejo don Jacinto; que habían trastornado a los hom-
87

bidos salían del sitio donde se encontraba el indefenso


In monstruo marino.
—Siento una esperanza en el centro de mi co-
razón —dijo Eudosia.
Al escucharla, Sebastián admiró la belleza de
la frase. Podía ser uno de los versos de la canción que
tanto deseaba escribir. "Siento una esperanza en el cen-
tro de mi corazón" —repitió.
Al volver la vista hacia la ballena se sintió hip-
notizado Una fuerza, un magnetismo desconocido, se
apoderó de él. Primero de su vista, después de todo su
cuerpo. Deseó dirigirse, a pasos de sonámbulo, hacia
La gente que se concentraba en la playa. de-
la ballena: estar a escasos centímetros de su cabeza; de-
trás del muro de contención y encima del terraplén,
seaba concentrar la mirada en aquella lisa superficie br-
fijó su atención en la entrada del pesquero. Era un ver-
llante. Y mientras se dejaba llevar por la fantasía del
dadero barco de pesca. Todo cuanto se consiguiera en
deseo, creía que el animal abría las fauces; creía ver
las aguas podía ser procesado por máquinas sin que se
grandes barbas oscuras en lugar de dientes. "No está
perdiera absolutamente nada. Hasta el esqueleto de los
viendo iJusiones sino las barbas de la ballena" —escu-
peces era convertido en materia vendible. Grandes o
chó que le decía Eudosia. Pese a las interferencias,
pequeños, no importaba el tamaño ni la especie de los
peces. La captura era lo importante. Y cuando en las aquella voz era todavía comprensible. "Algunas tie-
redes se enredaban especies que a nadie interesaba nen dientes, otras tienen barbas en lugar de dientes”
consumir o comprar, tales como delfines o focas, éstas —continuó informándole la negra.
no eran jamás devueltas a las aguas, eran sacrificadas —Estamos haciendo todo lo posible para sal-
allí mismo. varte —dijo para sí Sebastián, como si la ballena pu-
El pesquero no tardaría en fondear muy cerca diera escucharlo.
de la orilla izquierda de la bahía. AJlá la profundidad Lo tenía sin cuidado saber que lo estaban escu-
permitía que un barco de gran calado anclara sin difi- chando o viendo; no le importaba hacer el ridículo al
cultad a sólo diez metros de la playa. hablar de lejos a una bestia que no le respondería.
—Volvió a moverse —dijo Eudosia. —Estamos tratando de devolverte al lugar de
Escuchó sus agudos silbidos, sólo ella los es- donde vienes —continuó diciendo.
cuchó. Parecían venir de las profundidades marinas, Otra fantasía cruzó por su mente. La ballena
de un paisaje rocoso habitado por peces de fábula y movía la boca, las barbas que adornaban su mandíbu-
algas de colores inclasificables. Parecían venir de le- la superior se movían en una especie de plácida sonri-
janías incalculables. Pensó que eran estos silbidos los sa Eran esas las barbas con que el animal engullía el
que producían interferencias en su poder de comunt- plancton, su alimento.
carse con el pensamiento. Para su conciencia, los sil-
89
88
tida e impresionante de oponerse a la llegada de los
Una sonitoa. Lsio fue lo que percibió Sebastián japoneses.
en la boca de la ballena. Nu le preocupaba saber que Quienes corrían por la playa hacia el costado
era mirado por los curiosos. La sonrisa de la bestua le izquierdo, se detuvieron bruscamente.
hacía olvidar todo lo espantoso que podía estar pasan- —Francamente, no sé.
do por la mente de unus pocos hombres sin escrúpu- También ella se mostraba impresionada por
los, la rotación endemoniada del barco. Segundos después,
—Venga, niño Sebas —le pidió Eudosia. como si aquello no bastara para añadir sorpresa a las
No deseaba hacerle caso, al menos ahora, a la sorpresas, presenciaron algo más asombroso, algo para
mujer que había empezado a respetar como a su pro- detener la respiración al más frío de los mortales.
pia madre, pero la voz de la negra fue tan severa que
todo, de un momento a otro, se desvaneció en la men-
te del niño.
Algo grave podía suceder. Algo que ni él ni
nadie se esperaba debía estar a punto de ocurrir para
que Eudosia cambiara la habitual dulzura de sus pala-
bras por la severidad de una orden.
Algo, en efecto, empezaba a suceder. Y quie-
nes seguían en la playa, se quedaron inmóviles y con
la expresión del rostro atravesada por el pánico.
—No tenga miedo —pidió Eudosia a Sebastián.
Lo había agarrado de una mano. Con la ener-
gía que le transmitía, esperaba tranquilizarlo.
El gran barco pesquero estaba a punto de an-
clar muy cerca de la orilla. Los marinos se alistaban a
bajar el bote de plástico al agua. De pronto, todos vie-
ron el grandioso remolino que se formaba a su alrede-
dor. El barco empezó entonces a girar en redondo.
Primero, lentamente; después, en círculos más rápi-
dos. Y como la rotación del pesquero hacía aumentar
el oleaje, todos creyeron que se hundiría dentro de unos
pocos instantes.
—¿Qué sucede? —preguntó Sebastián a
Eudosia.
Pensó que ella debía saberlo. Tal vez fuera
obra de eila, de sus "milagros", de sus poderes se-
cretos. Si era así, se había ideado la forma más diver-
91

cían autómatas paralizados, figuras de carne y hueso


convertidas en momias vivientes.
Sebastián trató de desprenderse de la mano
de Eudosia. No sentía miedo. Sentía una emoción tan
nueva que deseaba correr, nadar, bracear hasta estar
cerca de aquel espectáculo.
— Milagro de Dios u obra del Maligno! —dijo
a su lado doña Francisca, su madre. El hijo se había
olvidado de ella.
Los niños que volvían con una nueva remesa
de sábanas y trapos mojados destinados a cubrir el
cuerpo de la ballena varada, no quisieron avanzar más.
Derrás del barco, cuatro, seis ballenas salta- Por otra parte, los hombres encargados de las canoas y
ban sobre la superficie y se sumergían en las aguas. aquellos que antes habían hecho una cadena humana,
Ocupaban un inmenso espacio, como s1 buscaran lle- ya no estaban en su sitio.
nar la anchura de la bahía. Y no eran seis: se sumaron Con las telas protectoras sobre los brazos, los
cuatro, ocho más, formando un semicírculo perfecto. niños daban la impresión de estar a la espera, pero,
Y a medida que se sumergían y saltaban, expulsaban por la actitud, se veía que en cualquier momento em-
chorros de agua que se elevaban armoniosamente ha- prenderían la carrera hacia el lugar donde se encontra-
cia el cielo. ba el pesquero. No sentían pánico. Lo que estaban
El oleaje aumentaba. No se trataba del movi- presenciando era la diversión más grande e inolvida-
miento de las olas cuando avanzan a reventar en la ble de sus vidas. Jamás habían pensado que el mar
orilla sino de un oleaje limitado al área que rodeaba al pudiera producir esa clase de olas. Tenía que pasar algo
pesquero. sobrenatural o desencadenarse un fenómeno descono-
—Nunca vi ni imaginé nada parecido —ex- cido, para que ocurriera lo que estaban presenciando.
clamó Eudosta. Jamás habían pensado que un grupo de ballenas pu-
En la orilla, no lejos del muro de contención y diera moverse con tanta elegancia y armonía. Ni ja-
el terraplén. unos corrían hacia sus ranchos: otros, más más pensaron que la inteligencia de aquellos animales
noveleros. salían alertados por los intensos silbidos que pudiera servir para rodear e inmovilizar a un barco.
llenaban el espacio. Muchos pensaron en la proximt- Porque, pese a la rotación del pesquero, no podía de-
dad de un maremoto. Otra vez, Bahía Solano sería un cirse que avanzara, Era un navío inmovilizado por los
pueblo azotado por la catástrofe. movimientos caprichosos del oleaje, que se limitaba a
Aquellos que habían regresado a la playa con cubrir un diámetro superior al ocupado por la gmbar-
la intención de atacar a arponazos a la bestia indefen- cación. ¿Por qué no se producía un oleaje parecido
sa, se quedaron paralizados. Tantos inconvenientes, más allá del espacio ocupado por el pesquero? Era lo
tanta inexplicable resistencia debía ser obra de fuer- que se preguntaban algunos niños, sin salir de su des-
zas superiores. Con las herramientas en mano, pare-
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93
concierto. Conocían ciertos fenómenos de la naturale-
za, sobre todo del mar, a cuyas orillas habían nacido. do de enfermedad, porque un miedo así era peor que
Podían saber si llovería o si las mareas serían tan altas todas las enfermedades.
como para obligar a sus padres a tomar precauciones A medida que las olas atacaban los costados
para evitar ser imundados. La cautela con que se intro- del pesquero, se temió que sería tragado por un voraz
ducían en la selva cercana, la habían aprendido desde remolino de agua salada. El mar era dominado por las
muy chicos. como habían aprendido a no temer a los ballenas. Eran tantas y tan sincronizados sus silbidos,
tiburones que se acercaban a la bahía. Pero el fenóme- que el ruido empezó a ser ensordecedor. No lo escu-
no que estaban viendo no tenía cabida en sus cabezas. chaba solamente Eudosia. Todo el pueblo lo sentía
Sebastián desvío la vista hacia la ballena. Poco penetrar y extenderse en el aire. Casi no se podía re-
a poco. el oleaje aumentaba alrededor de su cuerpo. sistir aquel canto misterioso.
Aunque no diera señales de vida. mejor dicho. aunque —Esto nunca lo volverán a ver mis ojos —dijo
aún no se moviera, pensó que las ballenas de la bahia a Sebastián la mujer.
y la pobre bestia encallada, habían empezado a comu- Doña Francisca lo había atraído hacia su cin-
nicarse por medio de señales acústicas. tura y la cabeza del niño reposaba debajo del seno.
—Tiene razón —le dijo la negra en uno de Mantenía. sin embargo. los ojos muy abiertos.
sus mensajes telepáticos. Algo nuevo estaba sucediendo en la bahía. El
—¿¿En qué tengo razón? pesquero había dejado de dar vueltas sobre sí mismo
—Se comunican entre ellas —explicó—. Sien- Con la proa dirigida hacra alta mar, permanecía quie-
to los silbidos en el oído y el estómago. to.
No se esperaba que don Jacinto apareciera en No era solamente la situación del pesquero lo
la playa. Nadie. excepto Eudosa. reparó en su presen- que había cambiado, Decenas de ballenas, sin dejar de
cia. sumergirse y levantarse. habían formado dos perfec-
El hombre que en la mañana había sentido toda tas hileras. Sebastián se imaginó un camino de honor
clase de dolores. estaba también en la playa, presen- Por el amplio espacio abierto por las ballenas, el barco
ciando aquel espectáculo sin par. No era posible —se podía salir de la bahía y navegar hacia la mar abierta,
dijo la negra— que hubiera adelgazado tanto y en tan Única rute que le trazaban los mamíferos.
pocas horas. El hombre gordo y avaricioso que todos —-¡Mire, niño Sebas! —exclamó Eudosia. Y
conocían, parecía ahora un fantasma. Flaco. con la piel Sebastián se liberó del abrazo protector de la madre.
pegada a los huesos. no podía ocultar la verdosa pals-
dez de la cara.
—¿De dónde salió usted? —le preguntó con
burla la negra.
Don Jacinto no respondió, Vivía presa de un
temor superior a cualquier temor sentido alguna vez
en su vida. Y Eudosia disfrutaba al saberlo en tal esta-
95

la superficie del terraplén y salpicó copiosamente a


rv, los curiosos Retrocedieron,
Si la llegada de don Jacinto no había causado
sorpresa, tampoco la causó el arribo de Pacho Loco.
No sorprendió pero si produjo risa.
Montado en una vieja bicicleta, llegó arropa-
do por una manta blanca. Todavía sudaba; todavía eran
visibles los tormentos de sus fiebres. Pedaleaba con
dificultad sobre la arena.
—;¡Maravilla, maravilla de las maravillas! —ex-
clamaba, girando en redondo, a punto de caerse.
Gritaba con su mejor voz de predicador. Peda-
—¡No puede ser! —exclamó Sebastián leaba de un lugar a otro. Levantaba los brazos. Hacía
maravillado. — exagerados gestos de emoción. Y a medida que levan-
Su rostro tenía la expresión iluminada de quien taba los brazos, la cobija o túnica parecía el aleteo de
acaba de nacer a la belleza del mundo. Porque el mun- un pajarraco tratando de convertir una oxidada bici-
do, visto con los ojos de la inocencia, tenía esa belleza cleta en un aeroplano extraterrestre,
—Dibujé en mis mapas la ruta de las ballenas
salida del asombro. :
extraviadas —decía—. Tracé en líneas muy claras el
La luz del sol, el arcorris que se formaba en el
camino de regreso a la vida, que es el camino inverso
horizonte, la niebla que arropaba las montañas veci-
de la muerte.
nas, el azul profundo del mar, el altooleaje, todo aque-
Muy pocos se mostraban interesados en las
llo tenía la belleza que el mundo ocultaba cuando era
sentencias de aquel viejo. Las repetía a diario, aJterán-
ensombrecido por la acción de los hombres
dolas, añadiendo nuevos significados.
Las olas seguían su cuyso de siempre ondula-
Una nueva embestida de las olas tapó el antes
ban progresivameñte y se acercabau a revomiar en la
visible lomo de la ballena. A) reventar contra el muro
orilla. E de contención, arroparon el cuerpo fantasmal de Pacho
Sebastián calculó que la línea de flotación de
Loco. Cayó enredado en la manta, atrapado de pies y
la ballena varada también había cambiado. El porten- manos debajo de su bicicleta prehistórica.
toso monstruo de las aguas empezaba a moverse sua- S1 le hubiera sido posible, habría montado
vemente. De súbito, hizo una violenta sacudida de la sobre el terraplén y pedaleado hacia el mar.
cola. Raro que aquella cola fuera una aleta horizontal; El disparate de película cómica hizo reír a los
raro que no tuviera la forma vertical de la cola de los niños, aunque jamás hubiesen visto una película có-
peces Aquel mamífero, que alguna vez había vivido mica, ni siquiera en la televisión, cuyas señales Jlega-
en la superficie de la tierra, luchaba sobre la terra para ban a ratos en forma defectuosa.
devolverse al mar. — ¡Que me muera si lo que estoy viendo no es
El siguiente oleaje cubrió el cuerpo de la bes- cierto! —dijo Eudosia a doña Francisca.
tia, reventó contra el muro de contención, sobrepasó
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96
Los niños que antes habían arropado con tra-
La negra conocía el límite de sus poderes. Mu- pos húmedos al cetáceo, estaban asomados al terra-
chas veces tenía miedo de lo que podía hacer a los plén, agarrados de los brazos en una cadena. Mantenían
demás con la sola voluntad de hacerlo. No creía, sin la distancia necesaria para no ser sorprendidos por las
embargo, que esos poderes fueran sobrenaturales. Ha- olas. Pensaban que el sol. pleno y quemante. seguía
bía fracasado muchas veces. En Haití, la isla del mar siendo una amenaza para la bestia,
Caribe de donde había llegado Tante Luise, su madre, —Se está moviendo —susurró Sebastián.
sí sabían lo que era poseer poderes sobrenaturales, Se estaba moviendo. Y para Sebastián, Ja son-
buenos y malignos. Le habían contado que los hom- risa persistía, pese a no poder verla desde el sitio don-
bres se convertían en animales y recuperaban la forma de se hallaba Nunca sabría que esa especie de ballena
de hombres cuando lo deseaban. Tenían poderes para era una rareza en estos mares
sacar el demonio del cuerpo y para introducirlo. Apa- Eudosia sintió que los silbidos, antes ensorde-
recían y desaparecían, como lo hacía ella, sin saberlo cedores, eran ahora silbidos de una alegría sin límite,
Pero de todo aquello era bastante poco lo que más bajos y melodiosos. Nadie más que ella podía dis-
le quedaba. De su madre había aprendido unas raras tinguirlos.
palabras en su lengua nativa y las usaba en sus cere- Pasarían veinte minutos antes que el pesquero
monias secretas. Hoy, pues, no todo lo que deseaba japonés se perdiera de vista en el horizonte. La aten-
hacer podía hacerlo. Y aunque nadie conocía el secre- ción fijada en su salida, se había desviado nuevamente
to de sus acciones milagrosas, ella se sentía aliviada hacia el cetáceo.
con la pérdida de esos poderes. Esperaba con toda su
alma ser la más mortal y común de las mujeres.
—Que me muera si lo que estoy viendo no es
cierto —repitió.
El pesquero de los japoneses se dirigía lenta-
mente hacia afuera. Lo hacía por el corredor que le
abrían las ballenas. La U trazada por sus elásticos cuer-
pos podía ser algo más que una U. Era una inmensa
herradura. Y quien deseara dibujar aquella herradura,
tendría que hacerlo con las líneas que formaban dece-
nas de cetáceos que se sumergían y saltaban en una
bahía iluminada por un sol resplandeciente.
Dos espectáculos se ofrecían a los ojos de los
curiosos: en la bahía, la lenta navegación del pesquero
hacia alta mar; la herradura que se formaba para abrir
el camino de honor. En la playa, el cada vez más gran-
dioso reventar de las olas; la silueta por momentos vi-
sible de la ballena varada, incapaz todavía de flotar.
99

Continuaba enredado en sábana y bicicleta.


Profeta antiguo o fantasma, tal era la apariencia del
viejo. Hasta su nieta, Ondina, había dejado de prestar-
le atención. Lo que presenciaba en la bahía era más
emocionante que las palabras del viejo. Algunos cu-
riosos, al ver el encadenamiento del oleaje y su avance
armonioso hacia la orilla, corrieron a protegerse en tie-
rra firme, es decir, en la primera línea de casas del po-
blado. Si la amenaza continuaba, se refugiarían en las
montañas cercanas.
—;¡No huyan, cobardes! —les gritaba Eudosia,
Y, el pesquero se había perdido de vista. La mientras Sebastián, absorbido por la fascinación, no
herradura Formada por las ballenas se había disuelto sabía si protegerse o seguir allí, de pie, detrás del te-
como se deshace la figura dibujada por un cuerpo de rraplén y el muro de contención.
barlarmas. Pero a medida que la herradura desapare- Por fin pudo distinguirse el movimiento de la
ballena varada. Era como el despertar de una fiera o
cía, las ballenas emprendían el regreso hacia el inte-
como el aleteo de un monstruo legendario que se des-
rior de la bahía. En tres hileras, regresaban a velocidad
pereza después de años y años de sueño.
increíble. Pero no eran tres hileras corrientes. La ma-
Olas sucesivas cubrían su cuerpo y reventa-
nera como se distribuían podía hacer pensar en un jue-
ban contra el muro de cemento. La marea ganaba así
eo. Y el juego pensar en el efecto que las ballenas
un extenso trozo de playa, amenazando con subir más
buscaban producir sobre la superficie de las aguas allá del límite alcanzado en las "pujas”, más allá del
Si tres lanchas cruzan el mar a una velocidad que alcanzara, hacía quince años, con ocasión del ma-
incalculable: sí esas tres lanchas navegan a prudente remoto. O temblor de tierra que había provocado el
distancia una de la otra, el oleaje producido por una se maremoto. Entonces, las aguas llegaron al pie de las
encuentra con el oleaje de la siguiente En la continui- viviendas, algunas se vinieron abajo y Ja topografía de
dad del oleaje se produce una cadena formidable y sin Bahía Solano cambió en pocos minutos lo que no ha-
fin Y éste era el efecto buscado por aquel grupo de bía cambiado en toda su historia. Desde entonces, se
cetáceos. temía otro cataclismo natural. como se temía ahora a
A lo lejos, no podía ser más hermoso el espec- la acción enfurecida de las aguas.
táculo. Más hermoso y temible. Si la dimensión de las El siguiente movimiento del cetáceo fue un
olas aumentara, al reventar en la orilla todo podía que- golpe de su cola contra la superficie del mar. Era como
dar cubierto por las aguas: playas, seres humanos, pe- si así midiera la profundidad de la marea que lo baña-
queñas embarcaciones. ba.
—Se avecina el castigo esperado —gritaba Las ballenas que nadaban en la bahía trazan-
Pacho Loco. do liguras zigzagueantes, se encontraron acompaña-
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101
das por una manada de delfines Sus saltos se umaron
nir el ancho y alto chorro de agua y habían retrocedido
a la danza. También ellos. cetáceos al fin y al cabo. se sin pánico.
sumergían y saltaban con armonía igual a la de las
—Está flotando —dijo Sebastián en el colmo
ballenas. Pero a diferencia de éstas, no despedían un
de la dicha. Deseaba acercarse al terraplén y arrojarse
chorro de agua por la parte superior de sus cabezas.
al mar.
—;¡Delfines! —exclamaron los niños en coro.
El giro de la ballena fue suave y lento. La ca-
Seguían unidos, como en una cadena, protegiéndose
beza flotó, todo el cuerpo flotó sobre las aguas, de un
entre ellos a unos treinta metros de distancia del límite instante a otro apaciguadas y mansas,
alcanzado por las mareas altas.
—Es increíble —exclamó.
Uno de los pequeños sacó del bolsillo de su
Y era ciertamente increíble presenciar el des-
remendado pantalón de dril una oxidada dulzaina.
plazamiento de aquel cuerpo, de al menos veinte tonela-
Los marinos de aquellas costas acostumbran
das de peso, el parsimonioso desplazamiento de aquella
silbar cuando se ven acompañados por los delfines. bestia por la superficie del mar.
De esta lorma, no sólo cuentan con su compañía, sino
La profundidad de las aguas era al fin la espe-
que disfrutan de sus juegos y malavares. Tal vez por
rada por el monstruo.
ello el niño que había sacado la dulzaina empezó a
Primero se deslizó por la superficie, dejando
tocar una melodía parecida al silbido de un márino.
su lomo visible. Muy cerca, a la espera, delfines y ba-
Los demás niños. que ya habían abandonado los tra-
llenas que podían sumar veinte o treinta cuerpos, em-
pos húmedos destinados a cubrir el cuerpo de la balle-
prendían su rítmico movimiento.
na. lo rodearon en silencio. Con la vista perdida en
De pronto, nuestra ballena, aquella que había
algún lugar del horizonte, el niño interpretaba las no-
permanecido diez horas en la orilla, empezó a sumer-
tas de una canción desconocida.
girse, acción que le ocupó pocos segundos.
—Bailan —dijo Ondina—. Los delfines pa-
Don Carlos estaba al lado de su mujer y su
rece que burlan al son de la dulzaina.
hijo. Si no había regresado a la playa —le dijo— era
Una última, aJtísima marejada, se alzó sobre
porque le dolía no haber podido hacer nada para sal-
las anteriores. Y fue este el momento en que la balle-
var a la bestia. La pena que esto le producía lo había
na, al sentirse plenamente cubierta, hizo un desco-
obligado a ocuparse de otras cosas, del innecésaria
munal esfuerzo para Hotar por encima de su lecho
cuidado del aserradero, por ejemplo, donde había con-
de arena.
tado una y otra vez los troncos de madera amontona-
La marejada había reventado contra el muro.
dos para ser convertidos en tablas. Durante todo ese
el agua espumosa se había alzado en un estallido lí-
tiempo había deseado que el destino cambiara el rum-
quido nunca antes visto, y el agua pasó a regar la or1-
bo de ls cosas, ya que la voluntad de los hombres no
lla, arrastrando hacia tierra firme troncos, canoas y
bastaba para cambiarlas. Esto decía a su hijo, sin mi-
AS Mgunos curiosos fueron alcanzados por a
1 1 Dimas — El Exec” rarlo, como si hablara para sí mismo.
OS pedia LU ds SA
El sol se ocultó de repente. Al ocultarse entre
y Eudosia, dona Francisca y Ondilia. aviat vist yes
nubarrones, dio paso al estallido de los truenos y a un
103
102
No se volvió. Dejó que la mano se paseara
relampagueo que hizo pensar en la llegada del más con la ternura de unas caricias que llegan como llega
inclemente de los aguaceros. el agua a la boca de un ser sediento.
El niño de la dulzaina sacaba nuevas notas a —Yo también estoy triste —dijo una voz de
su instrumento, notas cambiantes. como aquellas que niña a sus espaldas.
un tren en marcha despide con la melancolia de los Era Ondina. Había usado un acento de dulzu-
adioses. ra y no el tono engreído que utilizaba para manifestar
Sebastián sintió la emoción de las notas mu- su amor por Sebastián. Al saber que era ella, sintió un
sicales. Tuvo entonces el convencimiento de que esa rubor nuevo en el rostro.
misma noche volvería a lidiar con la letra de su can- Sebastián levantó la mirada hacia el horizon-
ción. Ya no sería una canción sobre la mujer que llega te. Pudo distinguir el elegante salto de una ballena, de
a ahogar sus penas en el mar. La historia de la ballena una sola. Y pensó que no podía ser otra que la ballena
varada se convertiría en el tema de la canción que siem- descubierta muy temprano por la mañana en la playa.
pre imaginó grandiosa y tierna.
—¡Qué hermosos! —exclamó al ver la salida
de los cetáceos por el centro de la bahía.
Llovía. Y era, ciertamente, la más tenaz y dura
de las lluvias.
Desprendiéndose de la manos de doña Fran-
cisca, se fue a sentar sobre un grueso tronco húmedo,
muy cerca de donde el niño tocaba la dulzaina.
Don Carlos, doña Francisca y Eudosia com-
PESACIEROn que el niño deseaba estar solo.
—Es curioso lo que me sucede —se dijo—.
Deseaba con toda mi alma que la ballena saliera de su
entierro en la arena. Ahora que lo ha hecho, siento tris-
teza porque se ha ido.
—Eso nos pasa a veces —lo consoló Eudosia
desde lejos, Había captado los pensamientos del niño,
—Está llorando —le dijo la negra a los pa-
dres de Sebastián— Pero dejémoslo tranquilo.
Doña Francisca vaciló unos segundos pero
decidió no seguir los consejos de Eudosia.
El niño sintió una mano sobre su cabeza. Por
su peso, por la delicadeza con que enredaba sus cabe-
llos mojados. pensó que podía ser la mano acogedora
y acariciante de su madre.

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