La Ballena Varada
La Ballena Varada
La Ballena Varada
Daniel Rabanal
TITULO ORIGINAL: Capítulo primero
LA BALLENA VARADA
O
Del texto: 1994, Oscar Collazos
1994, Editorial Santillana, S.A.
nu
De esta edición:
culaban el peso de una carne poco apetecida en el pue- madre ya muerta, una anciana que nunca pudo hablar
blo. la lengua de los demás mortales y que murió, según
No era ésta una costumbre antigua. Empezó a cuentas bien hechas, soñando con regresar a la isla de
imponerse cuando los pesqueros japoneses decidieron donde había llegado siendo joven, después de haber
arrimarse con mayor frecuencia a esas costas. A nadie trabajado como mula en los pantanos donde se cons-
cabía en la cabeza que pudiera disfrutarse comiendo truía el canal de Panamá.
aquella carne con dureza de suela de zapato, carne que —¿Adivina la suerte? —le preguntó el niño,
sólo sabía a algo si era secada al sol o ahumada duran- todavía perplejo.
te horas y días. —No, la suerte no —dijo—. Adivino a veces
Eudosia lo recordaba con indiferencia Y mien- el destino de los cristianos, aunque no me gusta hacer-
tras veía el rostro desconcertado del niño, pensaba que lo.
salvar a un anima] de tamaño sobrenatural, en caso de —Si es verdad que la ballena y yo la ponemos
que se deseara salvarlo, no sería nada fácil. Arrastrar- enferma —cambió de tema—, deberíamos hacer algo
lo hacia aguas más profundas exigía el concurso de para salvarla.
muchos hombres, acaso de fuerzas distintas a la de los La idea se le había ocurrido de repente.
hombres. En ocasiones había presenciado la agonía —¿Salvarla? ¿Qué puede hacer una pobre loca
lenta y desesperada de Ja bestia, por la que nadie mos- como yo?
traba una sola mirada de compasión. Lo dijo con el acento más melancólico que el
Y fue precisamente compasión lo que leyó en niño le hubiera escuchado jamás.
el rostro del niño. —¿Qué se puede hacer?
— Vamos, muchachón, que ver a esa ballena Sebastián no lo sabía. Por ello su pregunta
me pone enferma —dijo la negra—. No por ella sino provocó nuevas preguntas en su mente.
por usted. De pie, bajo la llovizna, el niño y la mujer
Nunca lo había visto tan desconcertado. Trató parecían hablarse en silencio. Miraban.al cielo, donde
de consolarlo y sorprenderlo gratamente el sol se asomaba con timidez, pronosticando una ma-
—Le voy a decir una cosa; ese primer verso ñana incierta.
de su canción es precioso. Eudosia, callada, miraba el balanceo de las
Sebastián la miró abriendo los ojos de sorpre- aguas. Estaba a punto de decir que no valía la pena
sa. seguir mojándose pero la posibilidad de una lluvia más
—¿De qué verso me habla? ¿De cuál canción? intensa le hizo decir algo esperanzador:
—-Del verso que compuso anoche —dijo ella —Ojalá no salga el sol, ojalá caiga un agua-
—¿Y usted cómo lo sabe? cero de verdad.
—Sé muchas cosas que los demás ignoran No pretendía ilusionar a su niño. Si no salía el
—d1jo a manera de sentencia. sol —pensaba—, si llovía como llovía en aquellas cos-
Medio bruja, medio loca. Sebastián recordó tas, la ballena tendría al menos la posibilidad de no
lo que todos decían de Eudosia, lo que se decía de la asfixiarse en pocas horas.
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—No se haga ilusiones, niño Sebas —aña- la tierra donde habían vivido desde siempre nativos y
dió—. Usted sabe que los japoneses que vienen a sa- colonos, y en poco tiempo los antiguos dueños se con-
quear nuestras aguas con sus barcos del demonio están vertían en sirvientes de los recién llegados. No, no
pagando muy bien por la carne de ballena. podía hacer nada.
Tomó al niño de una mano y le informó lo Sebastián había acompañado con la vista el
más terrible que él podía escuchar en esos instantes. regreso de Eudosra, Se alejaba lentamente. Sabía que
—-/Í decir que hoy llegaba un barco japonés. ella informaría a todo el pueblo y a quien deseara es-
—¿Un barco japonés? cucharla sobre la presencia de la ballena en la playa.
—Sí, niño Sebas: un pesquero del diablo. El niño desvió los ojos hacia la bahía. La bar-
—Yo me quedo —dijo el niño al ver que ca de su padre regresaba por el costado izquierdo.
Eudosia giraba el cuerpo dispuesta a regresar al pue-
blo.
Caminaba de regreso a casa con el bamboleo
parsimonioso de sus caderas. Iba vestida con una lar-
ga falda floreada, heredada de la madre del niño. Te-
nía, por lo visto, cosas más importantes que hacer"
preparar el almuerzo, barrer la casa, tender las camas,
encerrarse a musitar sus extrañas oraciones.
—_Le diré a su mamá que venga a ver la balle-
na —gritó la negra sin mirar atrás.
Nada podía hacer ella. Conocía muy bien la
conducta de los hombres, siempre dispuestos a acabar
con lo que encontraran a su paso, mucho más dispues-
tos a destruir que a salvar aquello que podía salvarse
No veían más allá de sus narices ni pensaban en otra
cosa que no fuera la cavidad de sus estómagos.
No lo pensaba por la suerte que correría la
ballena. Se lo decía por los bosques talados a hachazos,
por los ríos que recibían cuanta porquería sobraba. Esos
mismos ríos, antes caudalosos y limpios, tenían ahora
un caudal de lágrima. La selva era penetrada por los
buldózeres, sometida a la voracidad humana. Algunos
hombres pescaban con dinamita y a la playa eran arro-
jados miles de peces diminutos. El acerte de los moto-
res flotaba en la superficie de las aguas como un horr1-
ble arcorris tóxico Los forasteros compraban por nada
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intenciones del niño, pero. por su actitud. podía dedu- —Doña Francisca salió a buscar al niño Sebas
cir que trataba de salvar a la ballena — informó Eudosia.
Ignoraba. sin embargo, que antes de acercar- Como había llegado, sin que don Carlos sin-
se a la orilla y al escuchar que una ballena reposaba tiera Sus pasos, así se iba ella, dejándolo con las pala-
encallada en el costado derecho. cerca a la desembo- bras en la boca. Iba a pedirle en ese instante que le
cadura del río, eran ya muchos los que hablaban de sacara una camisa limpia del ropero. Pero al darse cuen-
ta de la desaparición de la negra, se dijo que lo mejor
preparar el sacrificio. Se disputaban la dirección de
sería no ponerle misterio a un asunto tan corriente.
las operaciones, como si se tratara de una guerra en la
Estaba por creer que había algo indescifrable
cual su general encabezaría el avance hacia el objen- en la conducta de Eudosia, incomprensible para los
vO. Empezaba a estar claro que la dirección de las ope- demás pero perfectamente explicable en la vida de la
raciones debería asignarse a don Jacinto. Era un mujer. Posiblemente fuera cierto lo que se decía en
hombre rico y con capacidad de mando, capaz de con- Bahía Solano: que Eudosia tenía poderes sobrenatura-
vertir en plata todo lo que tocara. Eudosia ignoraba lo les, que los tenía como los había tenido su madre, a
que sucedía en la casa de ese viejo avaro, pero su pen- quien los viejos de su mismo tiempo llamaron siem-
samiento se dirigió hacia la casona de aquel hombre pre Tante Luise: tía Luisa. Para todos, la curandera me-
sin escrúpulos dio loca había heredado las malas costumbres de la
—Para colmo —dijo la negra a don Carlos—, vieja No quería creer en esta clase de habladurías, pero
se empezó a regar la bola de que esta tarde llega un eran tantas las personas que lo decían y tantos los mo-
pesquero japonés. tivos que ella daba para seguir creyéndolo, que don
— ¿Y qué tiene que ver ese pesquero Con la Carlos aceptaba como un hecho las murmuraciones.
ballena? Recordaba un episodio que había llenado de
asombro a todo el pueblo. Eudosia había dicho con
Eudosia se rió de la pregunta, que encontró
gran naturalidad que uno de los muertos enterrados el
ingenua.
mes pasado había sido sepultado vivo. Lo había dicho
—¿No sabe usted acaso que €s0s chimtos com-
una hora después del cepelio y todos se habían reído
pran la carne de ballena a precios de pavo? de ella Sólo la hija del difunto le hizo caso. Sin que
Inclinado frente a una mesa sobre la cual des- nadie la viera, regresó al cementerio, buscó la ayuda
cansaba un platón lleno de agua, don Carlos se lavaba de un ocioso y, a la luz de una espléndida luna llena,
los brazos y el torso con jabón. Encima del fogón de ordenó que abrieran la fosa. Y cuánta no sería su sor-
leña apagado, el pargo de a] menos cinco kilos no de- presa al encontrar que, en efecto, el difunto no estaba
jaba de llamar la atención de la negra. Si de ella de- muerto sino asfixiándose dentro de la caja mortuoria.
pendiera, si no fuera una decisión exclusiva de doña Con todas las fuerzas que le infundía la desesperación,
Francisca, la madre de Sebastián, aquel gran pescado la mujer sacó al padre del rústico ataud de madera.
hubiera empezado ya a asarse sobre las brasas. Ante el asombro y el espanto de quienes la vieron re-
—lré a ver qué pasa —dijo don Carlos al ter- gresar acompañada por el difunto, se dirigió a darle
minar de asearse las gracias a la negra, quien le dijo que ese sinvergúenza
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Ondina Ortiz, la niña de nueve años a quien
todos creían una superdotada, se enteró tarde de la pre-
sencia de la ballena en la playa. Su abuelo la tenía en-
tretenida, desde las siete de la mañana, examinando
mapas confusos en los que trazaba carreteras y cami-
nos fantásticos. Todos conducían a Bahía Solano. Las
líneas se cruzaban, rectas, curvas, elípticas, provenien-
tes de latitudes mucho más fantásticas. Así el abuelo
se curaba de la desazón que le producía haber trabaja-
do casi toda la vida en el trazado de una carretera y no
haber conseguido que le construyeran más que la mi-
tad de lo proyectado.
Se abrió paso, con su delgada figura, empu-
jando a los curiosos.
—¿Por qué no me llamaron antes? —excla-
mó.
Educada por el abuelo, a quien todos creían
tan loco como inteligente, la niña proclamaba que no
había ser viviente que no mereciera seguir viviendo.
Humano o animal, merecía un lugar en este mundo.
Se enorgullecía de haber salvado a un caballito de mar,
devolviéndolo al agua en lugar de haberlo añadido a
su colección de conchas marinas. Ahora, al ver a la
ballena desde el muro, a donde subró levantada en bra-
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No dejaba de estar pendie: ¿ niño. Pero
zos por un curioso ergantón con fama de bobe. pensó su niño, aunque continuara sintiéndola cerca, ahora
en el caballito de mar salvado hacía apenas tres días. sólo tenía ojos para Ondina. Y más cuando ella, avan-
Corrió de regreso a donde se encontraba zando por la orilla y siguiendo el perfil de la ballena,
Sebastián. a quien había saludado con un rápido ar- trató de acercarse decidida a uno de los declives o po-
queo de cejas. zos profundos de la orilla. Sebastián corrió a evitarle
—Dígame pues qué debo hacer —dijo con voz el peligro y ella, al tenerlo tan cerca, rachazó el brazo
segura y melindrosa. que se le ofrecía.
—Espere —le respondió él—. Voy a ver si me —Ya sé que aquí es profundo —dijo ella.
sirve para algo. Y saltó, descalza como había llegado, pasan-
Conocía el espíritu voluntarioso de Ondina y do al trozo de playa siguiente, desde donde podía ca-
supo de inmediato lo que le pediría, pero esperó decír- minar, con el agua en las rodillas y la falda levantada
selo para crear una pausa y no verse debilitado ante la hasta el muslo, al sitio donde la ballena podría ser ob-
niña. servada.
—Vaya y dígale a su abuelo que aliste la lan- —Respira —gritó Ondina al ver desde más
cha con el motor de 75 caballos —le pidió Sebastián cerca la trompa del cetáceo, sin poder avanzar debido
al cabo de unos instantes. a la existencia de otro declive— Está más viva que
—Mi abuelo vendió la lancha y el motor —in- NOSOtTOS.
formó la niña— Dijo que no quería envenenar más , —;¡Qué descubrimiento! —exclamó Sebastián
las aguas de la bahía con esas porquerías. para sí.
—Espere, entonces —dijo finalmente Sebastián. Le gustaba aquella niña alta y desgarbada pero
molesto porque Ondina estaba con las manos en jarra, le molestaban sus caprichos de sabelotodo.
buscándole la mirada con gesto desafiante—. Espere y —Voy a ver qué le ocurre a mi abuelo —dijo
estese quieta. al pasar cas1 rozando a Sebastián. Y se alejó de él con
Pero Ondina, que no recibía órdenes de na- caminar coqueto e insolente.
die, n's1quiera del abuelo, enemigo de dar órdenes a —Es una engreída —dijo Sebastián para que
menos que explicara el sentido de la orden, se separó Eudosia lo escuchara
de Sebastián con aire de no-puedo-contigo. —Así son las niñas cuando quieren gustar a
Eudosia caminaba de un lado a otro de la pla- los niños —se rió la negra
ya, deteniéndose aquí y allá, torciendo la boca cuando La lNegada de Evaristo interrumpió el hechizo
alguien no era de su agrado, averiguando lo que se que Ondima había dejado en Sebastián
decía en los corrillos, haciendo mala cara a los turistas ! —Le conseguí las sogas que me pidió —m-
que pretendían retratarla. En una playa que de un ex- formó Evaristo—, pero se las entregué a su papá.
tremo a otro no pasaba de los quinientos o serscientos —¿Dónde está él?
metros mal calculados; en aquella playa que había —Trabajando en la barca de don Jacinto —dijo
dejado de ser playa para convertirse en vertedero de de prisa y emprendió el regreso.
desechos, no era difícil ir y venir sin perderse de vista.
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ría la llegada de los japoneses. Tampoco conocía el
Las miradas de indiferencia o burla que horas alcance de los "poderes" de la negra ni la fuerza inte-
antes se dinigían hacia Sebastián, parecían ver ahora rior de quienes los padecían. Podían salir del hechizo.
de simpatía. Mujeres y mños gue habían perdido el Por fortuna, la ballena no estaba ahora ame-
interés por la ballena después de haberla visto de fren- nazada por los hombres sino por la naturaleza. "El
te y de perfil. decían estar dispuestos a hacer algo para peligro de los hombres no ha desaparecido” —escu-
sacarla de su penoso lecho de agonía. Le sonreían al chó que le decía Eudosia desde lejos.
niño, se acercaban a preguntar por lo que estaba hacien- —Voy a buscar a mi papá —dijo Sebastián a
do. se mostraban interesados por el destino que final- dos mujeres que habían llegado a fortalecerle el áni-
mente había tomado el pesquero de los japoneses. mo—. No permitan que ninguno de esos malvados se
Se puede seguir adelante en una idea cuando acerque al animal
se está solo pero cuando son otros los que están dis- —No se preocupe —dijo una.
puestos a seguirla, la sensación de soledad cs menor —Váyase tranquilo —aseguró la otra.
Surge una energía nueva y la debilidad del principio Con esta seguridad, Sebastián se retiró de la
se convierte en Fuerza alentadora. Era esto lo que Sebas- playa. Lo hizo a la carrera, como si fuera perseguido.
tián deseaba comunicar a Eudosia, pero cuando la bus-
có no pudo hallarla en ninguno de los corrillos.
Si había desaparecido —se dijo el niño— era
porque algo importante debía estar pasando por su
mente, algo que no podía comunicar a nadie, n1 siguie-
ra a él, a quien transmitía desde la mañana todo cuan-
to podía darle aliento.
La marea subía. Más de la mitad del cuerpo
de la ballena era cubierto por las aguas. No era todavía
bastante para permitirle flotar. Por las amplias grietas
del muro de contención, se filtraban chorros de las
marejadas. Era cada vez más difícil asomarse al muro,
pero desde el costado, allí donde la playa se inclinaba
y la marea se deslizaba con suavidad, podía ser vista
la ballena. A este ángulo se acomodaban Sebastián y
las personas que venían a darle ánimos y a ofrecer su
concurso. No se movería del sitio. Primero, por el po-
der hipnótico que despedía la bestia; segundo, por el
temor de alejarse y no poder impedir que unos cuan-
tos hombres tomaran otra vez la iniciativa de atacar al
cetáceo. Aunque Eudosia los tenía por el momento bajo
control, no estaba seguro de los cambios que produci-
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capaz de actuar con resolución, para que la inditeren- —Pare el motor cuando estemos a unos vein-
te metros de la aleta caudal de ese monstruo —dijo en
cia desapareciera en quienes antes no tenían motivos
tono docto y algo chicanero Evaristo.
para intervenir.
—¿ Aleta caudal? ¿Qué es eso? —preguntó
—Tú. Evaristo, pruébanos lo que sabes ha-
Sebastián
cer —lo acicateó Sebastián.
—Así se llama la cola de las ballenas —com-
¿Qué era lo que el fornido mulato sabía hacer
pletó don Carlos. gritando desde popa.
como nadie en el pueblo? Enlazar a un toro bravo en
Evaristo sostenía en sus manos una soga Ensa-
plena carrera: hacer girar la soga y lanzaría con tanta
yaba, como experto que era, haciéndola girar en cír-
precisión que no había cuello de bestia que se le esca-
culos por encrma de su cabeza, como cuando alguien
para.
se dispone a enlazar a un toro en plena carrera. Los
—Vamos a ver. niño Sebas, si tengo el pulso
músculos del mulato, mnchados como una garganta
como antes —dijo riéndose.
que grita, llamaban la atención de Sebastián.
Ya el bote era bajado hasta la orilla, montado
sobre tres redondos troncos. Brazos voluntariosos no El bote navegaba ahora lentamente. Cincuen-
ta, cuarenta, treinta, veinte metros. Desde allí, vista
faltaron y cuando la embarcación estuvo en el agua,
por su parte posterior, la ballena tenía otra dimensión
en su punto de flotación, don Carlos eligió a los seis
El lomo se arqueaba y aquella superficie, quieta y bri-
hombres que lo acompañarían. Ducho en motores fuera
de borda, hizo dos intentos antes de conseguir que la llante, se parecía al lomo de una montaña pétrea y
grisácea
potente máquina prendiera.
—Acérquese un poquito más. don Carlos
Había que trazar un semicírculo una vez se
—pidió Evaristo.
hubiera salido a aguas profundas, virar hacia la dere-
El lazo lanzado al aire por Evaristo trazó una
cha y entilar la proa hacia el lugar donde se encontra-
figura que paralizó la respiración de los presentes En
ba la ballena. Y aunque la marea alta estaba facilitando
su trayectorta, que duró apenas unos segundos, pare-
nuevos movimientos de la fiera, débiles coletazos cfí-
cía agotarse todo el tempo del mundo Los ojos que
meros, no bastaba para permitirle flotar por encima
miraban desde el bote y Jos que miraban desde la ori-
del lecho que había abierto su cuerpo. Á esta conclu-
lla, se habían olvidado del cetáceo Miraban hacia el
sión había llegado don Carlos y se lo había explicado
cielo, seguían la trayectoria de la soga
a Sebastián.
Como una amplia argolla que penetra en una
Como un pequeño capitán. orgulloso de su
figura cilíndrica, así fue el movimiento del lazo al pe-
nave, así se sentía el niño en la proa del bote. La lluvra
netrar en la cola del monstruo.
lo empapaba, pero se trataba de la tibia y gratificante
—,Lo hiciste. Evaristo! —exclamó lleno de
lluvia del trópico. júbilo el mño.
—Gure ahora a la derecha, don Carlos —gritó
Suavemente. casi que con ternura. Evaristo
uno de los hombres—. La corriente nos llevará fácil-
empezó a halar la soga todavía floja que aprisionaba
mente, la cola del mamítero. Temía que una esperada sacu-
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dida echara a perder todo su estuezo. Consiguió 1jus-
tarla como deseaba. Si movía la cola. sólo lograría alar- en las esperanzas de su hijo. Si algo necesitaba el niño
se más y más. era la viva esperanza de lo posible.
— Ahora sí, don Carlos, haga girar el bote en La soga se tensó y la barca quedó inmóvil.
redondo —pidió uno de los tripulantes. como si una fuerza salida de las profundidades tratara
Era Arcadio. el gigantón con fama de bobo de llevarla al fondo del océano
que había levantado a Ondina para que se asomara al * Don Carlos aceleró el motor y la embarcación
muro de contención. se inclinó en la popa, provocando borbotones de agua.
Evansto soltó cuerda suficiente para que laem- Sintió esta vez que la ballena cedía. En verdad, se tra-
barcación girara en redondo. taba de una ilusión de sus sentidos.
—Dele despacio, don Carlos —pidió Evaristo. Bajo el tenaz aguacero, la tripulación, de la
La soga, firmemente amarrada a las argollas que Sebastián no era una presencia pasiva sino el áni-
laterales del bote, era sostenida por la manos de seis mo vivo de la voluntad, veía agotada toda esperanza.
hombres. El niño, sin embargo, no desfallecía. Estaba viendo a
El motor aceleró. En el primer arranque. el otros hombres en la orilla, hombres que sufrían al ver
bote se mantuvo inmóvil en medio de borbotones de el esfuerzo titánico de quienes luchaban en la barca.
agua. Con fuertes sogas en los brazos, montados en tres frá-
—Acelere, papá —gritó Sebastián con deses- giles canoas, se adentraban un poco en el mar. Des-
peración. pués de varios intentos fallidos, conseguían enlazar la
Don Carlos sintió que la cuerda se tensaba. El cola del cetáceo. Bajaban en la orilla y se movían con
cetáceo, sin embargo, no se movía del lecho de arena las sogas en diagonal, buscando fortalecer el arrastre
revuelta. de la bestia.
Un oscuro pensamiento, a manera de presa- —No estamos solos —d1Jo para sí el niño, pero
gio. pasó por la mente de don Carlos. Calculaba que don Carlos escuchó a su hijo y le produjo una gran
una ballena, por pequeña que fuera, no podía soportar tristeza pensar que podía estar equivocado.
su propio peso. Sus órganos internos podían aplastar- Bote y hombres, brazos y motor se encontra-
se. Pero creía que debajo del animal había suficiente ron en un solo esfuerzo Esta vez, el cuerpo de la ba-
agua para impedir que esto sucediera. Pensó, también, llena cedió. El agua la cubría un poco, dejando a la
que por mucha potencia que sacara el motor, sólo con- vista su hermoso lomo desnudo, Don Carlos alcanzó a
seguiría que el animal se moviera unos centímetros divisar por primera vez el gran orificio de la ventana
del nido formado por su peso. nasal del monstruo, expuesta en la parte superior de la
De pronto, una sacudida inesperada de la bes- cabeza.
tia tensó la soga. Tres hombres fueron arrojados al agua. Sebastián, por su parte, recordaba con horror
—Necesitaríamos tres botes y tres motores las palabras leídas por Pacho Loco. Se imaginó la
implacable caída del arpón y la sangre manando de un
como éste —dijo don Carlos. Lo dijo con más realis-
cuerpo que se resistía a morir en un mar enlutado por
mo que desaliento. Cualquier desaliento haría efecto
la agonía. Se llevó las manos al rostro y cerró los ojos.
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Los segundos que siguieron, el recuerdo de otra esce- pierda las esperanzas" —escuchó
Sebastián que le de-
na, alivió el pesar que sentía. cía una voz. Podía reconocer la voz
de Eudosia pero
En efecto, había vivido la escena que se no podía saber desde qué lugar llegaba. Parecí
a una
entrometía en sus recuerdos. La había vivido el año voz filtrada por el viento, la lluvia y
el rumor monóto-
anterior, de regreso de la ensenada de Utría. En aquel no del oleaje.
atardecer de fuego, navegando sobre una superficie de Recoger la soga, llevar el bote hacia
la orilla
calmadas aguas, se había regocijado viendo el desfile Murarse unos a otros fue tan indescriptib
le que elniño
de una manada de delfines. Acompañaban a la lancha. prefirió guardar silencio.
Saltaban y jugueteaban. Podían ser más de doce. Se No bastaba la voluntad —pensaba
don Car-
sumergían y salían a la superficie como si danzaran los. Y contemplaba a su hijo con el
rostro tragado por
para sus espectadores. Un muchacho que los acompa- un remolino de confusión. Tal vez fuera
éste el co-
ñaba, sacó del bolsillo de su pantalón una dulzaina y mienzo de una lección: se podía perder una
esperanza
empezó a tocar la más melancólica de las melodías. y era cruel que así fuera en la corta
vida de un niño,
Los delfines siguieron el ritmo de la melodía con sus pero era necesario aprender a alimentar
las esperanzas
movimientos. De un momento a otro, no fueron doce siguientes.
sino incontables ejemplares los que, tomando el rum- Al bajar apesadumbrado del bote,
Sebast ián
bo de la lancha, acompañaron el viaje de regreso. Aquel se extrañó al ver un desfile de niños Iban en
fila india
espectáculo de sueño regresaba ahora a la memoria con grandes trapos mojados en las manos
. Sedirigían
del niño para aliviar el terror que le causaba evocar el hacia el lugar donde seguía Ja ballena. Tal
vez nadie
relato leído por Pacho Loco. les había pedido que lo hicieran, pero
los niños, al ver
En la realidad, no obstante, todo sucedía de que la lluvia disminuía y que el sol
se asomaba en el
otra manera. Lo constató Sebastián al abrir los ojos, al cielo, habían tomado la iniciativa de hacer
lo.
regresar brutalmente a la realidad,
La soga había arrancado las argollas. Los bra-
zos de la tripulación no bastaban para aguantar la ten-
sión que se producía entre el arranque del motor y la
resistencia pasiva de la ballena. Los hombres que des-
de la orilla hacían esfuerzos con la soga atada a la cola
de la bestia, veían como ésta se desprendía tras un
movimiento incomprensible, debido a la flotación de
aquella mole sobre las aguas.
Y fue en ese instante cuando una insostenible
carga de desaliento cayó sobre el niño. "El hombre
puede actuar con toda la fuerza de la voluntad pero le
falta el poder para conseguir lo que desea” —pensó
don Carlos. Lo acongojaba pensar de esa manera "No
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había dado un coletazo Trataba de flotar pero era sólo bres que pretendían desde la mañana despiezar a la
el esfuerzo de unos breves instantes. ballena, ya esos poderes no servían. Le sucedía a me-
Sebastián recordó algo que le habia contado nudo. Por ello no se sentía orgullosa de poder alguno.
su padre: antes de morir. víctimas de los arpones ase- Unos poderes secretos que se agotan son pobres pode-
sinos, las ballenas luchaban con todas sus fuerzas, se res terrenales. Conocía su debilidad como conocía su
despedían de la vida con la admirable dignidad de su fuerza. Y ahora sentía la llegada de la debilidad. Al-
poder
guien o algo le impedía hacer lo que ella deseaba ha-
Y aunque no se tratara de arponazos morta- cer con toda el alma.
les, el niño veía en aquel esfuerzo la lucha de la bestia —Haga algo —le había pedido Sebastián en
por su vida.
tono de súplica.
—No le alcanza el agua —dijo Eudosia con —No puedo hacer nada, niño Sebas —le ha-
voz desconsolada. bía respondido Eudosia con voz de pesadumbre.
Unos pocos hombres sintieron otra vez la co- Sebastián estaba seguro que los hombres que
mezón de la codicia. Habían permanecido indiferen- corrían iban a regresar con las mismas siniestras inten-
tes; admiraban incluso el esfuerzo que se hacía para
ciones
sacar de su lecho arenoso a la ballena; se habían reído ¡S1 volviera a moverse con más furia! ¡Si sa-
al vera los niños con trapos mojados destinados a ali- cara fuerzas de su propio peso y flotara!
viar el calor del animal; se habían carcajeado al ver a Sebastián se imaginó a la bestia luchando so-
la ballena cubierta, como si se tratara de un enfermo bre el agua, arrastrándose, despidiendo chorros de agua
con fiebres palúdicas. Parecía un espanto, una apari- hacia el cielo que empezaba a despejarse.
ción, una grandiosa mole divertida. Pero ahora, remo-
vía en ellos la ambición y la avaricia. porque también
ellos se habían enterado de la entrada del pesquero y
hacían los mismos cálculos que otros habían hecho en
la mañana, cuando descubrieron al animal varado en
la playa.
Hablaban entre sí. Se les notaba la inquietud.
Los ojos les brillaban como si despidieran llamas in-
fernales. Por esto lo habían decidido: correrían hacia
sus ranchos y regresarían con las armas necesarias.
Darle el golpe mortal a aquella bestia no sería fácil
pero lo harían.
Eudosta adivinó sus pensamientos. Se concen-
tró todo lo que pudo, pero creyó que ya no sería capaz
de intervenir. Los poderes que habían enfermado al
viejo don Jacinto; que habían trastornado a los hom-
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