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Escritos de San Juan 6

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Escritos de san Juan.

Guión de clase 6.

El Apocalipsis.

a) Autor, lugar y fecha de composición.

Autor.

En cuatro ocasiones (Ap 1,1.4.9; 22,8) el autor del libro se llama a sí


mismo Juan, no se presenta como apóstol, sino como siervo de Jesucristo
(Ap 1,1), hermano y partícipe de los sufrimientos de aquellos a quienes
escribe (Ap 1,9), y profeta (Jn10,11). La tradición a partir del siglo II
identificó a este Juan con el hijo de Zebedeo. Así, por ejemplo, san Justino
(Diálogo con Trifón, 81) y otros como Papías, san Ireneo, Orígenes,
Tertuliano, Melitón de Sardes, etc. No obstante, Eusebio de Cesarea nos
informa que en este periodo hubo también voces discordantes, como la
de un presbítero de Roma llamado Gayo, que consideraba que el
Apocalipsis fue escrito por Cerinto (Hist. eccl. 3,28,3). Por su parte, san
Epifanio dice que algunos autores de ese tiempo, llamados álogoi, por
negar a Cristo como Logos, también negaban que Juan lo hubiera escrito
(Panarion 51,1-35).

El testimonio más importante en contra de la autoría joánica es el


de Dionisio de Alejandría, a mediados del siglo III. Este obispo, saliendo al
paso de los milenaristas que se apoyaban en el Apocalipsis, trató de
demostrar que el libro no pudo haber sido escrito por el apóstol Juan.
Según el, la pobreza de la lengua del Apocalipsis y sus diferencias con las
cartas y el evangelio de Juan muestran autores diferentes (Hist. eccl.
7,52,2). Con todo, a partir del siglo IV, algunos Padres (san Atanasio, san
Basilio y san Gregorio de Nisa) aceptaban la autenticidad joánica del libro,
mientras que otros, sobre todo los representantes de la escuela
antioquena (san Cirilo de Jerusalén, san Juan Crisóstomo, Teodoreto, etc)
muestran reticencias en aceptarlo.

Actualmente, la mayoría de los autores opinan que el Apocalipsis no


pudo ser del autor del cuarto evangelio, porque son notables las
diferencias de estilo, vocabulario y pensamiento del Apocalipsis
comparados con el del evangelio y las cartas. Además de los numerosos
solecismos y barbarismos, el número de palabras comunes es muy
reducido, algunas palabras claves en el evangelio casi no aparecen en el
Apocalipsis y viceversa y si aparecen no son las mismas (p. ej. Para el
término cordero se emplean palabras distintas: Jn amnós; Ap arníon).
Ahora bien, aunque estas diferencias de vocabulario y estilo muestran que
los dos escritos provienen de distintas manos, dado que también existen
semejanzas entre ellos, puede afirmarse que ambas obras se remontan a
una misma autoridad apostólica, el discípulo amado. Al menos, existen
ciertas semejanzas puntuales y otras de fondo que permiten remontar los
dos escritos a un mismo ambiente e incluso a una misma comunidad
joánica.

Estas semejanzas son en primer lugar de tipo léxico. Mención de


Jesucristo como “Logos”, “Palabra de Dios” (Jn 1,1-14 y Ap 19,13); el uso
del término “atravesaron”, inspirado en Za 12,10 (Jn 19,37 y Ap 1,7), que
no aparece en ningún otro lugar del NT, ni en los LXX, ni en Teodoción; el
verbo “skēnōó” (Ap 7,15; 21,3 y Jn 1,14), en relación al habitar eterno de
Dios entre su pueblo, que tampoco aparecen en ningún otro lugar del NT;
la importancia dada al cordero pascual (Ap 5,6-13; 6.1.16: 7,9-17; etc y Jn
1,29.36).

Pero lo que más acerca al Apocalipsis y al cuarto evangelio es su


mensaje de fondo y el modo peculiar de transmitirlo. Ambos escritos
comienzan de forma parecida. El capítulo primero del cuarto evangelio
muestra a Cristo desde que apar4ece en el mundo, como Palabra dirigida
a Israel, presencia luminosa y vivificante de Dios; el capítulo primero del
Apocalipsis muestra a Cristo como Hijo del hombre revelado en su
resurrección al vidente – profeta. A continuación los dos desarrollan un
tema común: el combate de los hijos de las tinieblas contra los hijos de la
luz. El tema de fondo es el mismo, las diferencias vienen dadas por las
circunstancias en que se encuentran los destinatarios. El evangelio es una
catequesis mistagógica a los cristianos que han recibido ya la nueva vida
en Cristo. El Apocalipsis es un mensaje consolador a cristianos atribulados
por la persecución. Ambos libros muestran también las consecuencias de
la encarnación, resurrección y glorificación de Cristo. En ambos escritos el
mundo celeste ha empezado a invadir ya el mundo terreno y a la inversa
el mundo terreno ha empezado a tener acceso al celeste. Así pues, el
Apocalipsis enseña que el mundo que viene está ya presente en este
mundo, como el cuarto evangelio revela que por la unión con Cristo la
vida futura está presente en este mundo. La victoria de la luz está
asegurada, si embargo, esta victoria no evita el sufrimiento. Tanto el
cuarto evangelio como el Apocalipsis revelan que siempre se llega a la
gloria a través de la cruz.

En ambos escritos aparecen dos conceptos claves del pensamiento


joánicos como son luz y vida. Ambas son características propias de Dios.
En el evangelio Cristo se revela como la luz, en el Apocalipsis la luz es la
gloria divina. La vida de la se habla en el evangelio y el Apocalipsis es la
vida divina, la vida en plenitud, la que se comunica al hombre por la
resurrección de entre los muertos. Todo este abanico de semejanzas
apunta, como se ha dicho, a que los autores de ambas obras son deudores
de la misma predicación apostólicas.

Fecha y lugar de composición.

Las propuestas principales sobre la fecha de composición son dos:


inmediatamente después de la persecución de Nerón (68-69 d.C.); o al
final del reinado de Domiciano, hacia el año 95.

La primera considera que los cristianos que el autor conoce la


persecución que los cristianos habían sufrido bajo Nerón y que el Templo
de Jerusalén aún no había sido destruido. Sin embargo, el hecho de que el
Apocalipsis utilice el nombre de Babilonia para designar a Roma apunta a
una fecha posterior al año 70, tal como suelen hacerlo las fuentes judías.
Además, parece que después de este año fue cuando el primer día de la
semana empezó a llamarse “dies Domini”. Igualmente para algunos
autores la vida de las comunidades de Asia Menor reflejada en el
Apocalipsis trasluce un mayor un mayor desarrollo que el de las iglesias de
las que hablan otros escritos del NT de época anterior.

La segunda propuesta se remonta al testimonio de san Ireneo


(Adver. hær. 5,30) que sitúa la redacción del Apocalipsis en la era
domiciana, hacia el 95. La mayoría de los estudiosos la consideran
verosímil y aceptable. Lo mismo relatan Victorino (In Apoc. 10,11), en el
siglo III o finales del II, san Jerónimo (De vir. illust. IX) y Eusebio (Hist. eccl.
3,18,4). Por otra parte, esta fecha se adecua a otros datos del carácter
contenido del libro, sobre todo la descripción del anticristo como otro
Nerón.

El lugar de composición es Patmos (Ap 1,9), una pequeña isla del


mar Egeo, no muy lejos de la costa de Éfeso.

b) Lengua, estilo, símbolos.

Lengua

La lengua del Apocalipsis se separa del griego corriente de manera


notable y tiene numerosos usos incorrectos de léxico y sintaxis. Su
vocabulario es pobre, aunque su densidad semántica rica. En este sentido
presenta la misma limitación de vocabulario que los otros escritos
joánicos. Algunos han querido ver en el uso limitado de la lengua griega a
un campesino que no la conoce bien. Pero la mayoría de los autores opina
que el origen de estos errores está en el sustrato semítico del autor
(forma mentis semita).

Estilo y símbolos.

El estilo se caracteriza por el uso de imágenes simbólicas. Están


tomadas mayoritariamente del AT. A veces son objetos, como el
candelabro de oro con siete brazos (Ap 1,12; cf Za 4,2.10), el libro de los
siete sellos (Ap 5,1; cf Ez 2,9), los dos olivos (Ap 11,4; cf Za 4,2.14), etc.
Otras veces, en cambio, son gestos, como marcar en la frente a los
elegidos (Ap 7,3; cf Ez 9,4), comer el libro de la profecía (Ap 10,8-10; Ez
2,8), tomar la medida del Templo (Ap 11,1; cf Ez 40-41), etc.

Del mismo modo se convierten en símbolos determinadas ciudades.


Así ocurre con frecuencia con Jerusalén o Sión, con Babilonia, con
Meguido (Ap 2,12; 14,8.21; 16,14.16; 18,2; 21,2, etc).

Los números tienen igualmente valor simbólico: el tres hace


referencia a lo sobrenatural y divino; el tres y medio alude a la
imperfección al sufrimiento, tiempo de prueba y de persecución (tres y
medio puede aparecer de varias formas pero, pero su valor simbólico es
siempre el mismo: un tiempo, dos tiempos y medio tiempo, o tres años y
medio, son la misma duración que tres días y medio o cuarenta y dos
meses o mil doscientos sesenta días); el cuatro hace referencia al mundo
creado (quizá por los cuatro horizontes); el seis (siete menos uno) denota
imperfección; el siete, la cifra perfecta, entraña plenitud; el doce hace
referencia al antiguo y al nuevo Israel, en el caso de este último también
indica perfección.

También los colores son interpretados en clave simbólica: el blanco


simboliza la victoria y la pureza; el rojo la violencia, el asesinato, la sangre
de los mártires; el negro simboliza la impiedad y la muerte.

Finalmente, están presentes imágenes tradicionales en la literatura


veterotestamentaria: el cuerno que simboliza el poder; los cabellos blanco
que son signo de eternidad; la vestidura larga, que frecuentemente hace
referencia a la dignidad sacerdotal; el cinturón de oro que es signo del
poder real; pies de bronce como signo de estabilidad; la mirada
penetrante tiene un valor judicial, lo escruta todo, nada escapa a su
conocimiento. No faltan tampoco los teratismos, esto es, imágenes de
animales fantásticos y bestias, a veces personifican imperios o reinos, tal
como ocurre en el libro de Daniel, otras son imágenes del enemigo
ancestral, de la serpiente primordial.

Hay dos grupos de personajes que también tienen un valor


simbólico. Estos son presentados en el contexto de la liturgia celeste (Ap
4-5). Están en primer lugar los ancianos: son hombres y no ángeles,
simbolizan a los santos del AT, en quienes los cristianos ven a sus
antepasados en la fe. Si son 24, es sin duda porque, según el libro de
primer libro de las Crónicas, esta cifra es la de la organización del culto
(1Cr 24,3-19; 25,6-31). El otro grupo importante de personajes son los
cuatro vivientes: proceden directamente de Ez 1 y simbolizan al cosmos.

Junto al uso frecuente de símbolos, otro rasgo de estilo lo


constituye el hecho de que a menudo la narración no es lineal, sino que
aparecen hilos narrativos nuevos dentro del hilo conductor principal,
mezclándose secuencias históricas, generalmente de carácter simbólico,
con visiones celestes. No es raro que también se anticipe brevemente un
acontecimiento que luego será desarrollado con amplitud. En ocasiones se
interrumpe el relato con el fin de intercalar algún pasaje dirigido a
consolar a los justos.

c) Estructura y contenido.

Estructura

Ciertas indicaciones en el texto sugieren la existencia de una


estructura precisa, pretendida por el autor: marcas literarias (repeticiones
de palabras o giros), agrupaciones de acontecimientos, gradaciones,
secciones litúrgicas, cambios de escenario. Dentro de la predilección
especial de Juan por el simbolismo de los números, destaca el número
siete, que en la tradición judeo – cristiana indica la plenitud. Encontramos
cuatro conjuntos de acciones repetidas siete veces, llamados septenarios
desde Joaquín de Fiore, son: los mensajes a las siete iglesias, la apertura
de los siete sellos del volumen, el sonido de las siete trompetas y la
libación de las siete copas.

Además de estos cuatro setenarios palmarios e incluso numerados, hay


otros quizá menos aparentes, pero probablemente intencionados, hasta el
punto de que se ha llegado a proponer una estructura del Apocalipsis
formada por siete septenarios. Entre estos, se pueden citar los que gozan
de mayor aceptación. Siete bienaventuranzas o macarismos: una en el
prólogo (Ap 1,3); dos en el epílogo (Ap 22,7.14) y las otras cuatro
diseminadas en la segunda parte del libro (Ap 14,13; 16,15; 19,9; 20,6). Se
anuncia así la plenitud de la bienaventuranza a quienes sean fieles. Otro
septenario lo constituyen las expresiones en las que Cristo promete su
pronta venida (Ap 2,16; 3,11; 22,7.12.17.20). Repetida siete veces, refleja
la firmeza y seguridad de esa promesa.

Entre las líneas de estructuración del Apocalipsis que han propuesto


los estudiosos, destacan: la quiástica y la dramática o progresiva.

La estructura quiástica, o concéntrica, sigue el ritmo: A, B, C, D, C’,


B’, A’. Gráficamente, forma una curva parabólica que pone de relieve el
elemento central de la sucesión; el climax de la narración no es encuentra,
por tanto, al final de ésta, sino en el centro, a modo de clave de arco. En
nuestro caso, se parte de los cuatro septenarios y se busca ponerlos en
relación, especialmente el primero, las cartas a las iglesias, de forma que
no quede descolgado del resto de la obra. Así, Juan comenzaría por la
descripción de las siete iglesias en la tierra para terminar con la
descripción de la iglesia del cielo (en la descripción de la nueva Jerusalén
se puede advertir un septenario de visiones, puesto de manifiesto por la
expresión: “después vi…” Ap 19,11.17.19; 20,1.4.11; 21,1).

El siguiente septenario, el de los sellos, se correspondería con el


último de los septenarios numerados, el de las copas derramadas. El
tercer septenario, el sonido de las trompetas, tendría su reflejo simétrico
en otro septenario no menos patente entre los capítulos 13 y 14. Entre los
capítulos 11 y 13 estaría el punto central de todo el libro con la
encarnación en el capítulo 12.

La estructura quiástica no ha tenido gran aceptación entre los


autores. Esta disposición resulta significativa en obras más cortas, de
carácter frecuentemente lírico y destinadas a ser leídas más que
escuchadas; en un libro narrativo y de tal extensión, la estructura
quiástica queda desdibujada y su aportación al contenido, sumamente
debilitada. Como ocurre habitualmente en los escritos narrativos, el
Apocalipis procede hacia delante para terminar en un crescendo.

Por ello, la mayoría de los autores sostiene que el Apocalipsis


presenta un desarrollo lineal y progresivo, aunque esté dividido en dos
partes desiguales: la primera ocupa los capítulos 1-3 y la segunda del 4 al
22. La primera parte, cuyo núcleo lo forman las cartas a las siete iglesias,
se ambienta en Patmos, aparentemente se centra en los problemas de las
iglesias o de la Iglesia universal en su situación terrena actual y presenta a
Cristo como la figura escatológica del Hijo del hombre. La segunda parte,
en cambio, se ambienta en el cielo, la Iglesia no tiene una dimensión
terrena, sino verdaderamente cósmica y celestial que trasciende el
presente hasta alcanzar la consumación y, por último, Cristo aparece
principalmente como el Cordero.
Las diferencias entre estas dos grandes partes no deben hacernos
olvidar las íntimas relaciones que mantienen, que nos llevan a leer los
mensajes a las siete iglesias a la luz de todo el conjunto. Muchas de las
expresiones que aparecen en las cartas vuelven a aparecer a los largo del
libro y en las últimas revelaciones del Apocalipsis: el árbol de la vida (Ap
2,7); el nombre de la ciudad de Dios (Ap 3,12). Por otro lado, los
llamamientos a la conversión y a la perseverancia, tan presentes en las
cartas, forman parte del mensaje esencial y reiterado de todo el
Apocalipsis.

En síntesis podemos ofrecer la siguiente estructura lineal del


Apocalipsis:

Prólogo (1,1-3).
Primera parte del Apocalipsis. Las siete cartas a las iglesias (1,4-3,22).
Segunda parte del Apocalipsis. Interpretación profética de la historia (4,1-
22).
Epílogo (22,6-21).

Contenido.

a) Introducción y cartas a las siete iglesias.

El libro comienza con un prólogo que le da título y presenta al autor


y toda una cadena de transmisión (Ap 1,1-2), añadiendo una
bienaventuranza (Ap 1,3). Juan se dirige a las siete iglesias que están en
África y refiere el motivo por el que escribe (Ap 1,9-11). Ve a Jesucristo en
medio de las siete iglesias representadas por candelabros de oro; a su vez,
Cristo es presentado bajo distintos símbolos que aparecerán en las cartas
que va a escribir el autor. Las siete cartas ocupan los capítulos 2 y 3, y
tienen el mismo esquema: orden de escribir; mensaje de Jesucristo a cada
iglesia; sus cualidades y a veces sus deficiencias; alguna advertencia y
promesas de premio a los vencedores, fórmula conclusiva.
b) El cordero y los septenarios de sellos y trompetas.

El capítulo 4 trata de una nueva visión (4,1-2). El escenario es el cielo, la


acción se sitúa ante el trono de Dios y hay un conjunto de personajes (24
ancianos y 4 vivientes) que le tributan honor y gloria. El capítulo 5 sigue
desarrollando esta liturgia celeste en la que aparece un libro, sellado con 7
sellos. Un libro que nadie puede abrir, cuyo sentido nadie posee. Se trata
del AT cuyo verdadero sentido permanece sellado hasta la venida de
Cristo (2Cor 3,14).

Un anciano anuncia que sólo el Mesías de las Escrituras puede


abrirlo. Anuncia al león de Judá, pero es un cordero como degollado al que
Juan ve en el corazón mismo de Dios, del cosmos y de la humanidad
santificada. Le bastan dos palabras para evocar todo el misterio pascual.
Cristo es el cordero que se ha ofrecido en sacrificio para salvarnos, aquel
que sella la verdadera alianza con Dios en su sangre, que vence subiendo
al trono de la cruz. A partir del cordero pascual del Éxodo (12-13), así
como del Siervo de Yavé del Deuteroisaías (Is 53,7), el autor nos presenta
en cuatro cuadros sucesivos a Cristo que ha dado su vida en sacrificio por
la multitud (parecía degollado), que ha resucitado (estaba de pie), con la
totalidad de la energía mesiánica (siete cuernos) y la plenitud del Espíritu
en acción (siete ojos). La obra salvífica de Cristo se define mediante la
metáfora de una compra (Ap 5,9): dando su vida, Cristo ha logrado que los
hombres se libraran de la situación de alienación respecto a Dios y se
convirtieran en posesión suya. Un aspecto de esta pertenencia a Dios
consiste en el hecho de que el nuevo pueblo se ve introducido en el
ámbito de la sacralidad cultural divina, es un reino de sacerdotes (v. 10).Y
allí está, sobre el trono de Dios, el cordero como degollado, llevando en su
humanidad transfigurada las señales de su pasión. El cosmos (los
vivientes) y la humanidad (los ancianos), pueden entonar entonces un
cántico nuevo, ya que todo ha sido renovado en Jesuscristo.

Con el capítulo 6 comienza la segunda sección de la segunda parte


del Apocalipsis, llamada la sección de los sellos. En ella se nos presentan
los elementos religiosos fundamentales para la interpretación de la
historia humana, pero casi como si se tratara de bloques separados: la
situación de hecho, el impulso de las oraciones de los santos, la
intervención definitiva de Dios, tanto en el aspecto de castigo como en el
de premio. Todo esto constituye la trama teológica de las diversas partes.

En la perícopa de los cuatro jinetes (Ap 6,1-8), una mirada a la


situación de hecho de la humanidad, a la historia de los hombres, permite
inmediatamente señalar algunos de los elementos que la caracterizan: la
violencia, la injusticia social, la muerte con su cortejo de males.
Expresados simbólicamente por unos caballos de colores característicos y
por sus jinetes, estos elementos adquieren el relieve de unas fuerzas
impetuosas (caballos), que invaden el campo de la historia, devastándolo
todo. Pero una lectura adecuada no puede detenerse aquí. Al lado de las
fuerzas de signo negativo hay una de signo positivo, quse les contrapone:
es la fuerza mesiánica de Cristo, simbolizada en el jinete del caballo
blanco. Según una interpretación probable basada en una comparación
con Ap 19,11, se trata del propio Cristo. Perteneciente a la esfera divina
(caballo blanco), con la calificación permanente de victorioso que acabará
realizando definitivamente en el momento final de la historia, dotado de
armas mortíferas (el arco), Cristo se presenta aquí como una energía viva,
victoriosa de todas las fuerzas negativas.

El pasaje que viene a continuación se puede denominar los sellos


del futuro (Ap 6,9-1,11). Tras una primera presentación de las fuerzas
positivas y negativas que chocan actualmente en nuestra historia, la
perspectiva se va orientando poco a poco hacia el futuro. El quinto sello
(6,9-11) se abre sobre la persecución religiosa. Está vista desde el cielo: los
mártires reclaman con impaciencia que venga la justicia de Dios. El
sufrimiento es un escándalo estos mártires que presionan ante Dios para
que se restablezca cuanto antes el equilibrio perturbado en sentido
negativo con su inmolación. La apertura del sexto sello da una dimensión
cósmica al desencadenamiento del mal. En contraste con la llamada a Dios
de los mártires, el mundo impío se oculta ante la cólera de Dios. Todas
estas plagas recogen imágenes proféticas (Jeremías, Ezequiel, Isaías,
Zacarías), que anuncian el castigo de Israel culpable.
Pero hay sobre todo una conclusión positiva de la historia de la
salvación. Todo el capítulo 7 entre el sexto sello y la apertura del séptimo
y muestra la gran multitud de los salvados. El autor nos la presenta en un
contexto de fiesta litúrgica: la muchedumbre salvada parece haber
olvidado las dificultades de “la gran persecución” (Ap 7,14) que ha
atravesado, para perderse por completo en el gozo infinito de Dios y de
Cristo (Ap 7,9-17). Entre la conclusión sobre la destrucción del mal y la de
la salvación se inserta un episodio misterioso (7,1-8): un ángel marca la
frente de un grupo de personas distinto de la muchedumbre. Son los
144.000 que, anticipando personalmente algunas características de la
situación final de salvación, tienen una función de ayuda y de estímulo
respecto a los demás. Encontramos un concepto análogo en el «resto de
Israel» del AntiguoTestamento. Podría terminar aquí. Ya está todo dicho.
Sin embargo, Juan recogerá esta misma perspectiva, pero para señalarnos
en términos velados y bajo imágenes fulgurantes que es eso precisamente
lo que ocurre en su tiempo.

El capítulo 8 comienza con la apertura del séptimo sello que


introduce el septenario de las trompetas. Tal apertura provoca un
suspense: un silencio de media hora, cargado de una ansiedad contenida.
mediante esta expresión enigmática, se quiere resaltar la atención que se
presta en el cielo a las oraciones de todos los santos: es el “silencio
sagrado” que acompaña a la acción litúrgica. Este nuevo septenario no
será ya gestionado por Jesucristo, sino por ángeles (siete, que, según las
tradiciones judías, se mantienen ante el rostro de Dios. Cf Tob 12, 15). El
tema fundamental de las trompetas es el anuncio de una próxima
intervención de Dios. Como en el septenario de los sellos, el sonido de las
cuatro primeras trompetas forma una unidad: provocan castigos que
recuerdan a las plagas de Egipto y que afectan a la naturaleza.

El capítulo 9 se dedica a los toques de trompeta del quinto y del


sexto ángel, que castigan a los hombres, no a la naturaleza. La quinta
trompeta hace surgir a las langostas inferna les del profeta Joel. Aunque
Juan piense quizá en las invasiones de los partos o en las agitaciones de
Palestina bajo el gobernador Festo, insiste sobre todo en el poder
diabólico que las anima. Las designa como "destrucción" o en hebreo
"Abaddon"; al traducir la palabra al griego, "Apollyon" (tal vez haya una
referencia irónica a Apolo). Juan las hace proceder el abismo, sede de lo
diabólico, el humo indica el oscuro desencadenamiento de estas fuerzas
maléficas. Las formas de esta plaga no son inteligibles en su conjunto,
pero es posible por lo menos tener una orientación indicativa. Pueden
estar constituidas por la guerra (caballos, corazas, carros aparejados para
la guerra), por la opresión a que someten unos hombres a los otros (una
especie de corona dorada y la cara parece de hombre), por la seducción de
las mujeres (crines como pelo de mujer), por la crueldad sangrienta que los
hombres muestran unos con otros (los dientes parecen de león), por el
engaño que permite y que realiza el mal (colas con aguijones, como el
escorpión).

La sexta trompeta que convoca a unos jinetes terribles (podría estar


ihspirada en la invasión devastadora de Cestio). Con todas estas
catástrofes en imágenes estereotipadas, parece corno si nos moviéramos
siempre en el contexto del castigo del pueblo judío incrédulo. Pero
también aquí. Como cuando la apertura del sexto sello, se nos plantea la
cuestión: ¿queda destruido todo Israel? Al aludir a la ruina de Jerusalén en
el año 70, Juan nos enseña que se ha salvado una parte (11,1-2). Las
fuerzas diabólicas proceden de la zona del mal, del río Eufrates (9,14)
según la imaginación popular, entran en acción, aunque obedeciendo a un
plan de Dios establecido hasta sus más pequeños detalles (9,15). Expresan
todo el carácter incomprensible de las fuerzas del mal: un número
indeterminado, un aspecto infernal imposible de imaginar, una extraña
interioridad infernal y maléfica que sale de sus bocas y que resulta
mortífera para una tercera parte de la humanidad (9,18-19). La mayoría de
los hombres no advierten estas implicaciones trascendentes que se
manifiestan en la vida de cada día y permanecen en su superficialidad,
siguiendo con su conducta inmoral (v. 20-21).

A continuación tenemos la escena del juramento del ángel (10,1-


11). El ángel se presenta con unos rasgos descriptivos característicos que
lo acercan mucho a Dios y a Cristo (v. 1). Desempeña una doble función:
presentar y entregar a Juan un librito abierto y accesible, afirmar con la
mayor solemnidad que el plan salvífico de Dios se cumplirá con el sonido
inminente de la séptima trompeta. Ap 10,9-10 refleja una acción simbólica
tomada de Ez 2,8-3,3. El librito contiene la palabra de Dios que se revela,
iluminada por el mensaje de Cristo; el contacto con la revelación es dulce y
sabroso para el profeta, pero la asimilación que el profeta ha de llevar a
cabo para apropiarse del mensaje divino y comunicarlo adecuadamente a
los demás, el estímulo mismo por parte de Dios para que haga esta
comunicación, suponen una masticación interior laboriosa, una búsqueda
difícil y amarga.

A continuación (11,1-13), Juan nos muestra, con el episodio de los


dos testigos, que a partir del resto salvado, de la iglesia naciente, el
testimonio irá resonando hasta el final del mundo y de la historia. La
predicación, la suerte dolorosa y el triunfo final de los dos testigos
parecen representar la acción y el destino de todos los testigos de Cristo
durante el periodo entero de la iglesia hasta la parusía. La iglesia da en
primer lugar este testimonio ante el pueblo judío incrédulo, pero esta
escena tiene un alcance universal y Jerusalén simboliza también al mundo
entero.

Habrá momentos en que prevalezcan las fuerzas enemigas. Sólo la


parte más vital, la oración simbolizada en el templo y en el altar,
permanecerá intacta, pero incluso en esos momentos difíciles la
comunidad eclesial encontrará su fuerza de resistencia que, basándose en
la eficacia permanente de la palabra de Dios y modelada según la imagen
pascual de Cristo, se expresará y se concretará en algunas figuras
representativas. Estas figuras, los santos de todos los tiempos,
atestiguarán la realidad de la comunidad eclesial, la eficacia de la palabra
de Dios, la participación en el misterio pascual de Cristo, influyendo
incluso en la conversión de los propios enemigos.

d) Los enemigos de Dios y el septenario de las copas.

La séptima trompeta puede sonar entonces para anunciar el


establecimiento definitivo del reino de Dios, y los ancianos lo celebran.
Entramos en una sección que podemos denominar de las “tres señales”: la
mujer (12,1), el dragón (12,3) y los siete ángeles con las siete copas (15,1).
Esta sección nos presenta la cumbre del desarrollo de la historia de la
salvación; los elementos característicos que la constituyen, choque
dialéctico entre el bien y el mal, alcanzan aquí su expresión más clara y
completa. El templo celestial se abre y aparece el arca de la alianza. Según
Ex 25, 9, Moisés había construido el arca según este modelo celestial, y
para el final de los tiempos se esperaba que dicha arca se manifestara de
nuevo. Y es esto lo que ahora ocurre. De esta forma, todos los creyentes
tienen en adelante acceso a aquel "santo de los santos", adonde sólo el
sumo sacerdote podía hasta entonces penetrar una vez al año. Lo que
constituía el corazón secreto de la religión judía está ahora abierto a
todos; se les ha dado a todos la presencia total y definitiva de Dios.

Todo el capítulo 12 está dominado por las peripecias de la mujer (v.


1) y del dragón (v. 3). El autor se aprovecha quizás de una narración
popular de origen mitológico, pero el simbolismo complejo que recoge
está totalmente empapado del Antiguo Testamento. La mujer representa
al pueblo de Dios, el dragón, a las fuerzas diabólicas; sus peripecias
señalan momentos y aspectos diversos del choque entre el bien y el mal,
en donde se articula y se desarrolla la historia de la salvación. La expresión
“una magnífica señal” (12,1), indica que se trata de un hecho
extraordinario, portentoso, que pertenece de suyo a la trascendencia (en
el cielo), pero que debe ser interpretado por los hombres.

La mujer simboliza al único pueblo de Dios, al del Antiguo


Testamento que ahora es conocido en el Nuevo. La fidelidad divina a las
promesas (cf. Sal 89,37-38) lo envuelve y lo reviste de esplendor (el sol);
apoyándose establemente en las promesas divinas, logra superar las
vicisitudes de los tiempos (la luna); las doce tribus de Israel son la primera
raíz del pueblo de Dios, raíz que se va desarrollando luego en el Nuevo
Testamento, en los doce apóstoles: las doce estrellas simbolizan este
hecho. El dragón (13,3-4) es «la serpiente primordial que se llama diablo y
Satanás» (12,9); se nos presenta como una fuerza tremenda, de
naturaleza hostil y sanguinaria (rojo), que tiende a entrometerse en la
historia de los hombres, especialmente a través de los centros de poder
(siete cabezas y siete diademas), con un carácter desacralizador (las
estrellas del cielo arrojadas a la tierra). Esta fuerza monstruosa acecha al
pueblo de Dios.
La cita del Salmo ( Sal 2,9), que se aplica a Cristo en todo el contexto
de la iglesia primitiva, nos dice que el hijo de la mujer (12,5) es el mismo
Cristo. Esta imagen que tiene un eco en Is 66,7 y en las palabras de Jesús
en su discurso de despedida (Jn 16,20-22), manifiesta que en los dolores
de la pasión, por consiguiente, los discípulos contribuyen al parto de ese
hombre nuevo: Jesús y su iglesia. La humanidad nueva ha nacido en aquel
gran parto doloroso de la cruz, en donde el Hijo de Dios, llevando en sí a
toda la humanidad pecadora, realizó de una vez para siempre el gran paso
de la muerte a la vida, el parto de la cruz que abre el camino hacia la
ascensión y el triunfo de Cristo. Satanás, derrotado, se arroja contra los
demás hijos de la mujer, contra todos los cristianos, y les hará la guerra
durante todo el tiempo de la historia. Dios no salva a la Iglesia, a la mujer,
apartándola del mundo, sino protegiéndola. Con una referencia muy
probable al éxodo, se desarrolla aquí (12,13-17) el tema del desierto al
que se había aludido anteriormente (12,6). El pueblo se encuentra en
medio de dificultades, amenazado por una fuerza hostil superior y
aplastante, lo mismo que los israelitas frente al faraón.

Pero Dios interviene, hoy como entonces, en favor de su pueblo,


protegiéndolo con su fuerza (alas de águila real: v. 14; cf. Ex 19,4),
alimentándolo (con la eucaristía), delimitando el tiempo de su prueba, e
incluso, siempre que esto se muestra indispensable, interviniendo por
medio de la naturaleza, lo mismo que aconteció cuando el paso del mar
Rojo.

Todo el capítulo 13 está dominado por las peripecias de las dos


fieras que se suceden una a otra, a lo largo del mismo hilo de la narración.
El autor nos presenta en su lenguaje simbólico dos fórmulas complejas de
inteligibilidad teológica: la primera se refiere al estado que se
autodiviniza, la segunda a los que lo apoyan con todas las formas posibles
de propaganda. Las dos bestias simbolizan al mundo malo: una de ellas
sube del mar, del occidente, y representa el imperio romano perseguidor,
aunque la enorme fuerza de esta fiera se concretará históricamente en
cualquier fuerza terrena, enemiga de Dios, síntesis unitaria de las cuatro
bestias indicadas en Dn 7,2-7, a las que se refiere nuestro texto. Para
encaminar la fórmula simbólica que ha presentado antes hacia una
interpretación y aplicación concreta que tendrá que hacer la comunidad
eclesial, el autor alude probablemente en 13,3 a la leyenda de Nerón que,
después de haber sido asesinado, habría resucitado luego para ponerse al
frente de los partos contra Roma.

La otra fiera viene de oriente. Recibirá más tarde la calificación


explícita de falso profeta (Cf 16,13;19,20; 20,10), y ejerce una actividad
compleja de propaganda en favor de la primera. Su actividad asume una
falsa naturaleza religiosa; los hechos que se refieren a la vida del
monstruo se presentan bajo una luz prodigiosa; el resultado final es que se
forma del primer monstruo una imagen divinizada, falsa en sí misma, pero
que se hace verdadera en la mente de las personas engañadas por el falso
profeta.

En contraposición a las fieras y sus seguidores, se presenta aquí (Ap


14,1-5) a un grupo de personas que pertenecen irreversiblemente a Dios y
a Cristo. Todavía siguen viviendo en la tierra, aunque en una posición
particular de sacralidad respecto a todos los demás. En una liturgia
celestial, se interpreta primeramente un cántico nuevo, que expresa la
realidad de Cristo y tiene su origen en el cielo, más exactamente en Dios,
para llegar finalmente a los labios de los 144.000. Ellos están en
disposición de aprenderlo para transmitirlo luego a los demás. Estos, son
los que han rechazado la prostitución que es la idolatría y llevan
efectivamente el nombre del cordero y no el de la bestia; "siguen al
cordero", son discípulos de Jesús; han dado firmemente un testimonio
"sin mentira"; finalmente, se presentan como "primicias. Todo esto
sugiere que representan a los primeros cristianos que confesaron su fe y
en especial a los mártires. Por tanto, son distintos de los 144.000 del
capítulo 7, que designaban al "resto" de Israel. Sin embargo, debe haber
entre ellos cierto parecido, ya que son el mismo número: en ambos casos
estamos en presencia de un número limitado que hace presagiar una
muchedumbre mucho más numerosa.

Tres solemnes intervenciones de ángeles anuncian que ha llegado la


hora del juicio (Ap 14, 6-13). El mensaje del primer ángel alude al juicio de
Dios o el evangelio mismo de Cristo. Sobre la base de la respuesta positiva
o negativa que den a la interpretación del evangelio, se salvarán o
condenarán los hombres. El segundo ángel alude a la caída de Babilonia,
que es la personificación del paganismo de todos los tiempos. Puesto que
el culto idolátrico y en general toda la actividad pagana en cuanto tal se
designan en el Antiguo Testamento como “fornicación”, se designa a
Babilonia como la “gran prostituta”, que ejerce una acción de corrupción
universal. El mensaje del tercer ángel hace referencia al castigo o al
premio personal. Para Babilonia y sus seguidores no hay descanso, por el
contrario, el espíritu anuncia el descanso a todos los que perseveren en la
fe y mueran en el señor.

Los capítulos siguientes (introducidos por el signo de los siete


ángeles con las copas) aluden a la suerte de los fieles y a la de Babilonia.
Habitualmente, bajo las dos imágenes bíblicas de la cosecha y de la
vendimia (Ap 14, 14-20), se ha figurada la suerte de los paganos. Pero, tal
como afirma A. Feuillet, se trata de la suerte de los fieles. Se evoca a Joel
(Jl 4,13), pero transformando su sentido, se muestra la cosecha del grano
bueno. En cuanto a la vendimia, la "viña" designa siempre al pueblo de
Dios (Is 63, 1-6); cortar sus racimos es signo de alegría y de fiesta. Por eso,
los racimos deberían significar también aquí a los fieles. Pero con cierto
matiz: mientras que el cuadro de la cosecha se aplica a todos los fieles
cristianos, el de la vendimia sólo se aplica a los mártires. Son prensados en
el lagar "fuera de la ciudad", lo mismo que Jesús, y su sangre es "la de esa
viña mística, en la que Cristo es la cepa y los discípulos son los sarmientos.
Su sangre, de la que se emborrachan sus perseguidores, se convierte para
ellos en el vino de la cólera de Dios.

Por su sangre derramada es como triunfa Jesús; y lo mismo tiene


que ocurrir con su iglesia. Por eso mismo, ya desde ahora todos estos
salvados pueden entonar el cántico de victoria (Ap 15,1-15). La referencia
al Éxodo es clara (Ex 15,2-9), por el escenario en el que se desarrolla, el
mar una fuerza hostil, que es purificado (fuego) y como decantado (de
vidrio) gracias a una acción divina. La denominación del cántico de Moisés
como el del Cordero, resalta que estamos en la segunda creación /
liberación del pueblo.

El capítulo 16 está dedicado al septenario de las copas. El desarrollo


de este septenario se articula dentro de un esquema literario que
recuerda mucho, aunque con algunos puntos de divergencia, al de las
trompetas. El trasfondo veterotestamentario sigue siendo el del Éxodo. La
intervención de Dios que tiende a aniquilar el mal moral (los enemigos)
supera en esta ocasión al carácter fragmentario de provisionalidad que se
observaba en las trompetas y se hace definitiva. La venida de Dios venida
no es ya un hecho futuro, sino que se ve como inminente, como presente,
basándose en la coherencia moral que tiene Dios consigo mismo en su
acción de juicio; en este sentido es como se le llama santo.

Las imágenes recuerdan a las plagas de Egipto Dios se las envió


primero al pueblo perseguidor para que se convirtiese y dejase libre al
pueblo de Dios. Pero se endureció en su pecado. A Juan le da la impresión
de que se está renovando aquella misma situación. La mala voluntad del
hombre puede hacer fracasar la acción de Dios y trastornar sus efectos:
los castigos que tenían que llevar a la conversión se convierten entonces
en una verdadera calamidad; la sangre que era en el Éxodo signo de
salvación se convierte ahora en señal de perdición (Ap 16, 6).

e) Conclusión de la historia de la salvación: la condenación de la


prostituta y triunfo de la esposa.

Tras una introducción que se hace mediante una fórmula literaria


repetida, que aquí se amplía considerablemente (Ap 16,17-21), viene la
presentación y la interpretación simbólica de Babilonia, la gran prostituta
(Ap 17). A continuación se proclama su destrucción, con la exhortación al
pueblo de Dios a apartarse de ella para no participar en su pecaminosidad
y correr su suerte (Ap 18). Una doxología de las más solemnes del libro (Ap
19,1-8) celebra la condenación de Babilonia. Una gran muchedumbre
celebra a Dios por la salvación que ha llevado a cabo mediante la
condenación de la gran prostituta (v. 1-4); sigue una respuesta celestial
que exhorta a todos a alabar a Dios (v. 5); y la muchedumbre inmensa
reanuda su alabanza celebrando el advenimiento de las bodas del Cordero
(vv. 6-8). Sigue una confirmación que el ángel intérprete le hace a Juan
sobre la validez de cuanto le ha referido (Ap 19, 9-10). De este modo hace
ya vislumbrar el triunfo de la esposa, introduce la intervención de Cristo
(19,11-21; 20,1-10).
Cristo se presenta en toda su eficiencia mesiánica, sus diversos
atributos se recogen y se sintetizan en dos nombres: Palabra o Verbo de
Dios (Ap 19,13), rey de reyes y señor de señores (Ap 19,16). De varias
maneras, con su palabra, con su acción de pastor, como expresión de la
fuerza punitiva de Dios domina a las fuerzas hostiles (Ap 19, 11-16), para
derrotarlas definitivamente: los reyes de la tierra, las dos fieras y el dragón
(19,11-20,15). El autor reflexiona sobre el modo y el tiempo de esta
derrota (20,1-10). Sobre el modo nos dice que a la victoria de Cristo
contribuyen también activamente todos los que, mediante una misteriosa
resurrección anticipada, han sido llamados por Cristo a una colaboración
especial con él. En lo que se refiere a la relación de los tiempos en la
confrontación entre Satanás y Cristo, hay períodos en los que prevalecen
momentáneamente una de estas dos fuerzas. Estas vicisitudes alternas se
condensan esquemáticamente en dos tipos: los mil años propios del
triunfo de Cristo, y un poco de tiempo, propio de la actividad de Satanás.
Se trata de indicaciones que tienen un valor cualitativo no cronológico. Y
su significado es el siguiente: el tiempo de Dios, que no es conmensurable
con nuestro tiempo (cf. 2 Pe 3,8), resulta misterioso e incomprensible,
pero tiene su propia plenitud que lo cualifica. En comparación con él, el
tiempo propio de Satanás, igualmente misterioso si se relaciona con
cualquier parámetro cronológico humano, es cualitativamente
insignificante, muy poca cosa frente a la plenitud del tiempo de Dios.

Los fieles "viven" o "reviven" se trata de la verdadera vida, de la vida


resucitada, cuya realidad ha comenzado ya para aquellos que escuchan "la
voz del Hijo de Dios" (Jn 5, 25-26). que "comen del pan de vida" (Jn 6, 51).
Que creen en aquel que es "la resurrección y la vida" (Jn 11,25) La
"segunda muerte", según los textos judíos de la época, designa el castigo
final, que no puede alcanzar a los que desde ahora "viven" con Cristo
Estos fieles, ya desde ahora, reinan con Cristo y ejercen con él el
sacerdocio (Ap 20, 4. 6). Por su parte, también Satanás ha quedado
derrotado ya en la cruz; está encadenado. Los mil años designan la
duración de la historia de la Iglesia, que se extiende entre la victoria
pascual de Cristo y su parusía.
Eliminados finalmente todos los elementos externos que durante el
desarrollo de la salvación han podido influir en sentido negativo, todavía
queda el hombre con la responsabilidad de sus opciones. Cristo lleva a
cabo la discriminación definitiva y lo hace sobre la base de dos criterios
(20,11-15): las obras realizadas, registradas con su valor, que Dios no ha
olvidado nunca; y una iniciativa salvífica divina, expresada por la imagen
de la inscripción en el libro de la vida.

Tras la destrucción del mal, viene la exaltación suprema del bien,


descrito como una renovación radical: tenemos el cielo nuevo y la tierra
nueva (21,1-8). Esta renovación se refiere al ambiente en el que viven los
hijos de Dios (v. 1), afecta de manera particular a Jerusalén (v. 2-4), para
abarcar luego a todas las cosas y comprometer a Dios personalmente (v.
5). La renovación que se llevará íntegramente a cabo al final de los
tiempos (v. 6) requerirá por parte de los hombres una opción radical en
sentido positivo y un compromiso constante en mantenerla. De lo
contrario se verán excluidos de ella (v. 7-8).

La situación de salvación realizada definitivamente, con todas sus


implicaciones, queda sintetizada en el triunfo de la esposa y en la
descripción de la Jerusalén celestial (21,9-22,5). La ciudad santa simboliza
el lugar ideal en donde se encuentran los que son fieles a Dios. La morada
de Dios en medio de su pueblo indica la presencia divina. Pero una
presencia “transparente”, completamente perceptible, un cara a cara con
Dios en un clima de familiaridad y de amistad. Esto supondrá la
eliminación de todo mal, con lo que quedará realizada la promesa hecha y
repetida varias veces en el Antiguo Testamento (cf Ez 37,27; Zac 2,10; Is
25,8). Esto tendrá como consecuencia la filiación divina que Dios comunica
a todos, vista como la meta en su máxima realización.

La visión de la Jerusalén celeste expresa su perfección por medio del


número doce y derivados aplicados a sus elementos constructivos y sus
medidas. Además de insistir en la presencia de Dios y del Cordero (la
realidad divina que se nos manifiesta y se nos comunica. La ausencia de
Templo se explica porque no se necesita para nada un lugar privilegiado,
sagrado, para el encuentro del hombre con Dios. Ese encuentro se lleva a
cabo directamente y en todas partes, ya que ahora todo es sagrado), la
visión aúna las doce tribus de Israel con los doce apóstoles del Cordero
(Ap 21,14), representando el elemento esencial del pueblo de Dios
también en la última fase de la glorificación y resalta la universalidad de la
Iglesia con las mención de las doce puertas orientadas hacia los cuatro
puntos cardinales (Ap 21,12-13. Cf Ez 48,30-35). La forma cúbica de la
ciudad indica su perfección (21,16).

En Ap 22,1-2 se relaciona la ciudad santa con el río de agua viva y el


árbol de la vida. La imagen expresada en el Génesis (Gn 2,9; 22,5) y
reelaborada por Ezequiel (cf. Ez 47,1-12) nos dice que la Jerusalén celestial
realizará de hecho el estado ideal indicado en el relato del paraíso. La vida
divina sin interrupción alguna (durante todo el año) queda asegurada
mediante la participación del árbol de la vida. Es posible que haya una
alusión a la cruz, se recogen ahora, lejos de toda maldición y en la plenitud
de la vida, los frutos maduros de la obra redentora.

f) Epílogo.

El epílogo (22,6-21) recuerda el destino litúrgico del libro, presenta


la oración del Espíritu y la esposa (Ap 22.17), seguida de una promesa
solemne de por parte de Jesús como respuesta a la invocación de la
asamblea (Ap 22,20), y concluye con una despedida litúrgica y epistolar
(Ap 22,21) en la que la iglesia-esposa manifiesta su anhelo de encontrarse
con Cristo. Ese encuentro, que se realiza ya en la eucaristía, sigue siendo el
deseo constante de la Iglesia-esposa. Tendrá lugar, en toda su plenitud, en
la fase escatológica.

d. Teología del apocalipsis.

El Apocalipsis tiene un gran interés desde el punto de vista litúrgico:


formalmente se puede considerar un drama litúrgico, situado en el marco
del día del Señor, con numerosas aclamaciones, cánticos e imaginería de
carácter cultual. Junto a la carta a los Hebreos, es el escrito del NT que
más acentúa la relación entre la liturgia terrena y la celestial. También
destaca por ser el libro que más debe en conceptos e imágenes al AT,
aunque éste nunca se cite explícitamente.
En el origen del Apocalipsis podemos imaginar el grito de los
mártires preguntando a Dios sobre el tiempo en que será atendida su
demanda de justicia (Ap 6,9-10). La respuesta a esta pregunta universal de
la teodicea y una profunda y original reflexión sobre el gobierno de Dios y
la teología de la historia. Frente a las pretensiones de los emperadores
romanos de ser reconocidos como Dios y Señor, el Apocalipsis proclama el
reinado universal de Dios Todopoderoso. Tal proclamación se expresa ya
en el saludo a las siete iglesias (Ap 1,8), donde encontramos unidas tres de
las principales expresiones de Dios en el Apocalipsis: el alfa y la omega, el
nombre propio de Dios revelado a Moisés, el Señor Todopoderoso. Junto
al título de Todopoderoso, el Apocalipsis emplea la imagen del trono para
referirse al poder divino, señal de lo decisiva que resulta para la
perspectiva teológica del Apocalipsis la fe en la soberanía de Dios sobre
todas las cosas.

e. Cristología.

Todo el Apocalipsis se caracteriza por la presencia triunfante de


Jesucristo. El autor sintetiza toda su cristología en la visión que tiene en
Patmos (Ap 1,12-16). Con una serie de imágenes tomadas del AT, se alude
al sacerdocio (túnica), la realeza (banda), la eternidad (cabellos), la ciencia
y poder (ojos y pies), la capacidad de regir toda la Iglesia (estrellas). El
Cristo del Apocalipsis es el Cristo victorioso, señor de la vida y de la
historia, que se presenta como león, como cordero y como jinete sobre un
caballo blanco. En el símbolo del cordero se encierran diversos aspectos
de Cristo, como, por ejemplo, revelador, redentor y pastor. Esta
multiplicidad de sentidos se desglosa de la siguiente manera (Contreras):
en primer lugar alude a Cristo como figura del siervo de Yahvé que inmola
su vida en ofrenda por la humanidad; en segundo lugar se refiere a Cristo
quien, como cordero pascual, derrama su sangre para liberar del pecado y
hacer un pueblo consagrado a Dios; en tercer lugar designa a Jesucristo,
rey poderoso y dueño de la historia, quien conduce victoriosamente a su
Iglesia.

Como se señaló en el epígrafe anterior, el poderío divino se expresa


también con la imagen del trono. Pues bien, el trono está muy relacionado
con el cordero. La cualidad de que el trono esté ocupado por Dios y por el
cordero se repite cuando las atribuciones de Dios características del AT se
aplican indistintamente al cordero (Ap 7,4-17).

En un libro como el Apocalipsis, de resonancias litúrgicas tan


marcadas, es natural que la divinidad de Jesucristo se exprese de manera
muy particular mediante confesiones doxológicas y alabanzas litúrgicas.
Por eso resulta muy significativo que reciban el mismo culto el que se
sienta en el trono y el cordero.

El Apocalipsis que subraya con gran firmeza que la adoración se


debe únicamente a Dios y no, por ejemplo, a sus ángeles (Ap 19,10; 22,9-
10), destaca especialmente por el fuerte énfasis del autor en la relación
totalmente antitética entre el culto a Jesús y a Dios por un lado, y las
idolátricas exigencias del entorno religioso romano por otro, en particular
la presión del culto imperial.

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